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UN HOLA Y UN ADIÓS

-Patricia Bonet-
© Patricia Bonet
1ª edición, mayo de 2020
ISBN: 9781982949013
Imagen de cubierta: Lorena Pacheco Diseño de cubierta y
maquetación: Patricia Bonet Corrección: Mar Carrión

Reservados todos los derechos. No se permite la


reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación
a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier
forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico,
fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por
escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos
derechos puede constituir un delito contra la propiedad
intelectual.

Los lugares que aparecen en esta novela son reales, pero


cualquier situación vivida por los personajes es ficticia y
cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
A todo aquel que se atreve a arriesgar y a dar un paso más.
Si tú aún no lo has hecho, pruébalo. Da miedo, pero vale la
pena.
«Qué lindo que es soñar.
Soñar no cuesta nada.
Soñar y nada más,
con los ojos abiertos.
Qué lindo que es soñar
no te cuesta nada.
Más que tiempo».
Kevin Johansen - Anoche soñé contigo
Índice
Índice
Prólogo
Capítulo 1
PRIMERA PARTE
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
SEGUNDA PARTE
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
EPÍLOGO
Agradecimientos
Sobre la autora
Prólogo
Mi padre siempre solía decirme que la felicidad está en los
detalles y en las pequeñas cosas, muchas de las cuales
pasamos por alto o, simplemente, no somos conscientes de
que están ahí. Esas cosas pueden llegar en forma de viaje,
de objeto, de animal o de persona. También solía decirme
que viviera más, que me dejara de tanta organización y
planificación y que cerrara los ojos, sintiera, y me dejara
llevar.
Bien. Yo siempre he pensado que, sobre lo primero, tiene
muchísima razón. Sobre lo segundo, no tanta. Es decir,
¿cómo vamos a vivir sin una previsión previa? No hablo de
anotar en una libreta el planning de comidas de todo el mes
y cumplirlo a rajatabla. O sí, qué más da.
Lo que quiero dejar claro es que a mí me gusta llevar un
cierto control; saber a dónde voy y de dónde vengo o
conocer a la gente que me rodea y así saber qué cosas me
puedo encontrar por el camino. Me hace sentir más seguro.
Tal vez soy así por mi trabajo o, simplemente, porque me
parezco demasiado a mi madre. No importa. La cuestión es
que soy ordenado, metódico y mi máximo riesgo fue
afeitarme la cabeza —y eso lo hice porque pasaba ya de las
burlas de mis amigos ante mi calvicie—. Adoro el deporte,
por eso estudié educación física, y dedico mi tiempo a dar
clases y a ser entrenador de baloncesto. Pero, ojo, que a mí
el deporte que me gusta es el sencillo. Olvídate de que me
tire en paracaídas o de que tenga que hacer puenting.
Estimo demasiado mi vida como para ponerla en juego de
una forma tan tonta.
Otra de las cosas por las que me gusta caracterizarme es
que cuido de los míos, de mi familia; de la sangre y de la
que yo elijo. En especial, de mi hermana. Y es que da igual
los años que tenga o la persona que tenga su lado; para mí,
Eva siempre será mi otra mitad, y no puedo ni quiero
imaginarme un mundo en el que ella ya no forme parte.
Todo este rollazo viene porque yo soy yo, Pedro.
No soy Marcos, mi mejor amigo, un tío que parece tenerlo
todo bajo control, pero que, en realidad, no tiene una
mierda. Tampoco soy Paula, esa chica gritona y sin filtros
que consigue sacarme de quicio lo mismo que consigue que
la quiera con toda mi alma. Tampoco soy Javi, ese chico
recto y poco alocado que siempre sabe qué decir y, sobre
todo, qué hacer para mantener a los suyos a salvo. Y
tampoco soy Eva, esa chica tímida y, en algunas ocasiones,
un tanto reservada, pero que, cuando la mueves un poco,
sabe sacar las uñas y convertirse en una auténtica leona.
Ahora que lo pienso, puede que sí sea como ellos, y es
que, ¿es posible que con los años me haya terminado
convirtiendo en una mezcla de todos ellos? No lo sé.
Lo que sí tengo claro es que mi padre llevaba toda la
razón del mundo sobre lo primero y sobre lo segundo:
«Déjate de tanta organización y planificación y cierra los
ojos, siente y déjate llevar».
Solo me he arriesgado una vez en mi vida. Solo he sido
aventurero una vez en mi vida. Solo me he dejado llevar
una vez en mi vida. Y esa vez se convirtió en mi mejor viaje.
Solo que, cuando acabó, yo aún no lo sabía. Por miedo,
por comodidad, por cobardía, por timidez, por no querer
arriesgar… no tengo ni idea.
Solo puedo decir: gracias, destino, por aparecer y
hacerme entender que un hola puede ser también un adiós,
y viceversa.
Capítulo 1
Mis padres se han marchado de viaje
romántico el fin de semana a Ámsterdam
y yo he convencido a Eva para que se
quede a dormir en casa de Paula.
Marcos y Javi me propusieron hacer
noche de chicos. En otra ocasión habría
aceptado encantado, pero les he tenido
que poner una excusa. Les he dicho que
nunca había tenido la casa para mí solo y
que me hacía mucha ilusión. Marcos ha
bufado y me ha preguntado sin cortarse
un pelo si mi idea era ver porno y
matarme a pajas. Lo he llamado capullo
mientras escuchaba a su hermano de
fondo reír a carcajadas.
Pero la verdad es que no va muy
desencaminado.
A ver, que no voy a ver porno y espero,
de verdad, no tener que matarme a pajas,
porque la realidad es que espero
compañía esta noche. He invitado a
Raquel Palomero y quiero que estemos los
dos solos. Sé que el apellido es de chiste,
pero ella es preciosa. Si tuviera que
describirla en una palabra sería
«perfecta».
Llevamos tres meses saliendo y cuando
se enteró de que mis padres no estarían
este fin de semana dejó caer que estaría
bien si se pasaba más tarde y veíamos
una película. Me lo dijo mientras se mordía
el labio inferior y aleteaba las pestañas de
manera seductora.
Sé que soy un tío y que no me entero
mucho de las indirectas —por lo que
espero que estuviera pestañeando de
forma seductora y no que se le hubiera
metido algo en el ojo—, pero estoy
convencido cien por cien de que sus
palabras y sus gestos significaban algo.
Así que, he sacado mi vena detallista y
romántica a pasear y me lo estoy
currando un poco, dejándolo todo lo más
bonito y confortable posible: he recogido
mi cuarto y lo he dejado tan limpio y
ordenado que nadie diría que ahí vive un
adolescente. También he ido al bazar y he
comprado unas cuantas velas e inciensos
para que huela bien toda la casa, y he
comprado pétalos de rosa y los he
esparcido por la cama. Además de
encender la chimenea en el comedor y
bajar las luces hasta dejarlas lo más
tenues posibles.
Para cenar he intentado currármelo un
poco y he buscado en Internet cómo
preparar una cena romántica en
condiciones, pero al ver que eso era más
difícil que la física cuántica he optado por
lo clásico: pizza cuatro quesos. Eso sí, he
hecho una ensalada para el centro, que sé
que Raquel valora mucho la dieta
saludable.
Fuera ya está oscuro. Busco la hora en el
reloj de la cocina y sonrío al ver que ya
son las ocho. Está a punto de llegar. Subo
de dos en dos los escalones hasta el piso
superior y al llegar a mi habitación me
pongo colonia y me vuelvo a poner
desodorante. Después, bajo al salón y
decido esperarla sentado en el sofá.
Cuando en el reloj del comedor veo que
son las ocho y media, me levanto y voy al
de la cocina, no sea que este esté
estropeado y vaya adelantado. Pero no.
Lleva media hora de retraso. Odio la
impuntualidad. Es decir, si tú quedas con
una persona a una hora en concreto, ¿por
qué hacerla esperar? Me parece cruel. De
todas formas, no voy a obsesionarme.
Seguro que le ha pasado algo y está a
punto de llegar. Esta vez me siento en un
taburete de la cocina a esperar.
A las nueve en punto estoy que me subo
por las paredes. Busco su número en el
listín telefónico y la llamo a casa. Tampoco
lo cogen. ¿Debería empezar a
preocuparme?
Estoy a punto de llamar a alguna de sus
amigas cuando el timbre de la entrada
suena consiguiendo que pegue un bote.
Me miro en el espejo del recibidor, sonrío
y abro la puerta. La sonrisa se me congela
en el rostro cuando veo que no es Raquel
quien está al otro lado, sino mis dos
mejores amigos, Marcos y Javi.
—Pero ¿qué?...
—Cierra la boca, Pedro. Que en boca
cerrada no entran moscas. —El pequeño
de los dos pasa por mi lado y entra directo
en casa. Javier, por el contrario, me da un
par de palmaditas en el hombro antes de
seguir a su hermano.
Voy a cerrar la puerta y a seguirlos para
preguntarles qué narices están haciendo
aquí, cuando un pie se cuela en mi campo
de visión y me lo impide. La hermana de
los dos que acaban de entrar me sonríe
desde la calle.
—¡Venimos a hacerte compañía, Pedrito!
—No me llames así.
—Qué carácter, hijo mío. —Paula me da
un beso en la mejilla y desaparece por el
mismo camino por el que han
desaparecido sus hermanos hace unos
segundos.
—Pero, qué… No entiendo nada.
—Hola, hermanito.
Me giro de nuevo hacia la entrada y
ahora es Eva la que me sonríe. Frunzo
tanto el ceño que estoy seguro de que
ambas cejas se tocan.
—¿Qué hacéis todos aquí?
—Vamos dentro que me estoy helando y
te lo explico.
Reparo en su atuendo y veo que, aunque
está tapada con un abrigo, debajo lleva
puesto el pijama.
—¿Has venido en pijama?
—Sí. No nos apetecía mucho
cambiarnos. Además, hemos ido del
garaje de Paula al coche y del coche a
aquí. —Se encoge de hombros, cuelga el
chaquetón en la percha de la entrada y se
gira a mirarme.
Yo continúo mirándola con cara de no
entender nada y con el pomo de la puerta
en la mano, que sigue abierta. Mi
hermana se acerca hasta ella, la cierra
con un suave clic y me coge de la mano
apretándomela con cariño. Coge aire un
par de veces y yo empiezo a acojonarme.
—Quique ha llamado a Marcos.
—¿Quién?
—Quique, el hermano de Arturo, ha
llamado a Marcos hace un rato.
La miro unos segundos sin entender de
qué me está hablando, hasta que una
bombilla se enciende en mi cabeza.
Quique es un compañero de clase de
Marcos y mío, y Arturo es su hermano
mayor. Y el exnovio de Raquel.
—Vale. ¿Y eso qué tiene que ver con que
estéis todos aquí esta noche?
Eva suspira, se pasa una mano por la
frente mientras murmura algo que no
logro entender y me coge de la mano
hasta llevarme al comedor, junto con los
demás. Paula, que está sentada en el
suelo frente al televisor en plan indio, se
gira al oírnos entrar y, por primera vez en
su vida, creo ver que me mira con lástima.
—Mira, me estáis dando todos muy mal
rollo. ¿Se puede saber qué está pasando
aquí?
—¿No se lo has dicho? —pregunta
Marcos. Mi hermana se pinza el labio y
niega con la cabeza. Este se levanta del
sofá, se acerca hasta mí y coloca ambos
manos sobre mis hombros—. Palomero no
va a venir.
Lo miro abriendo los ojos de par en par y
noto cómo la vergüenza se apodera de mí.
Parece que los tíos llevamos un gen en
nuestro cuerpo por el que nos encanta
que la gente sepa de nuestras conquistas,
pero no es cierto. Por lo menos, en mi
caso no lo es. Marcos se da cuenta de mi
azoramiento y, en vez de hacer cualquier
burla, pasa su brazo por mis hombros
consiguiendo que suelte la mano de mi
hermana, y me guía hasta que ambos nos
dejamos caer en el sofá.
Paso la vista por todos, pero los otros
tres están callados mirando a Marcos, así
que vuelvo a dirigir mi vista hacia él para
que se explique.
Aunque creo que ya sé qué es lo que
está pasando aquí.
—Palomero no va a venir está noche
porque está en casa de Arturo. Con Arturo
—subraya, para que no quede ninguna
duda—. Por lo visto hace tiempo que
volvieron y…
—Y ha estado con los dos a la vez todo
este tiempo y yo solo he sido… no sé. El
gilipollas de turno.
—Quique me ha llamado y me lo ha
dicho. Los ha… —Carraspea incómodo.
Mira a Javi y este me gira para quedar
frente a él.
—Los ha oído hablar de que esta noche
iba a venir aquí y de tú y ella…
—Déjalo. No hace falta que digas nada
más.
—Lo siento, tío.
—Alguien con ese apellido solo puede
ser una zorra.
—Paula…
—¿Qué quieres, Javi? Es verdad —
refunfuña ella antes de gatear hasta mí y
abrazarse a mis piernas—. No pienses en
ella, Pedro. No se lo merece.
—Por una vez estoy de acuerdo con mi
hermana.
—Gracias, Marcos.
—De nada, mujer.
—Era en plan sarcástico.
—Lo sé.
—Dejad de discutir. Dios, sois lo peor.
Mi hermana se acerca hasta mí y le pide
a Marcos con señas que se aparte para
que se pueda sentar. Este obedece y Eva
ocupa su lugar. Coloca una mano sobre la
mía y entrelaza nuestros dedos.
—¿Estás bien?
—Sí.
—Puedes decir que no. No es necesario
que siempre estés bien. Lo sabes, ¿no?
También tienes derecho a enfadarte, a
gritar y a insultar a la gente. Es liberador.
—Y eso me lo dice la chica que no sabe
decir la palabra joder.
Ríe y los demás la acompañan. Echo la
cabeza hacia atrás hasta apoyarla en el
reposacabezas y cierro los ojos.
—Me siento muy estúpido.
—No digas eso.
—Me lo había currado, ¿sabéis? He
perfumado la casa con velas y he llenado
mi cuarto de pétalos de rosas. Hasta había
preparado pizza para cenar. Qué imbécil
me siento.
—¿Por qué? A mí me parece un plan
perfecto. Estoy muerta de hambre. Nos
hemos venido sin cenar.
Abro los ojos ante las palabras de mi
amiga y, cuando lo hago, cuatro pares de
ojos me observan detenidamente. Los
observo yo también a ellos y es entonces
cuando me doy cuenta de que, como me
ha dicho antes Eva, todos van en pijama.
Incluso llevan las zapatillas de estar por
casa. Además, en el televisor está la
última película de La jungla de cristal en
pausa. Una película que hasta hace unos
segundos no estaba ahí y que, además, es
mi preferida.
—Habéis venido todos…, ¿por qué?
—No pensarías que te dejaríamos solo
un sábado por la noche, ¿verdad? —Sonríe
el mayor del grupo—. Además, me muero
por una pizza, unas palomitas y una
película. ¿Quién se apunta?
Todos levantan la mano y Javi obliga a
sus hermanos a acompañarlo a la cocina a
traerlo todo. Yo los sigo con la mirada y
siento cómo se me va formando un nudo
en la garganta. Me acuerdo de que Eva
sigue a mi lado y me vuelvo hacia ella.
Está sonriendo. Se acerca, me pasa las
manos por el cuello y dejo que me abrace.
Yo no tardo en pasar las mías por su
cintura y estrecharla fuerte.
—¿He dicho ya que me siento como un
estúpido?
—Deja de decir esas cosas.
—Es que es verdad, Eva. Yo creyendo
que esta noche iba a ser especial y mira…
solo he sido un tío al que rechazar y del
que reírse.
Se aparta y me mira seria.
—La única estúpida que hay aquí es ella
por rechazar a un tío como tú e irse con
un chulo playa que va a dejarla preñada a
los diecisiete y sola. —No puedo evitar
reírme y ella también—. Ni de coña eres
un tío al que rechazar. Muchas matarían
por estar contigo, pero, ¿sabes? Solo una
será capaz de robarte el corazón y,
cuando lo haga, va a ser muy afortunada,
porque se habrá llevado el premio gordo.
—Dices eso porque eres mi hermana.
—Digo esto porque tengo razón.
Además, ¿quién te ha dicho que esta
noche no puede ser especial?
Hace un gesto con la cabeza para que
mire detrás de mí. Al hacerlo, observo a
los tres hermanos Baró entrando en el
comedor con la comida en las manos y
discutiendo, como siempre. Bueno, Marcos
y Paula discuten mientras Javi resopla e
intenta poner un poco de orden entre los
dos. No puedo hacer otra cosa que poner
los ojos en blanco y sonreír. Miro de nuevo
a Eva, quien se encoge de hombros justo
antes de lanzarse a por un trozo de pizza
que Javi ha dejado sobre la mesa.
La noche transcurre entre películas,
juegos, risas y muchas bromas. Paula no
duda de burlarse de cualquiera en cuanto
tiene ocasión. A Marcos terminará por
salirle una úlcera como siga tomándose en
serio todo lo que dice su hermana
pequeña. Javi ha decidido pasar de la
formalidad esta noche y se ha soltado la
melena. Total, si van a meterse con él, que
sea con causa justificada. Eva se cabrea
cuando nos ponemos a jugar al Monopoly
y ve cómo sus edificaciones van
desapareciendo una a una. Y yo no puedo
más que dar las gracias por tenerlos. Por
hacer que esta noche sea única, sí, pero
especial. Muy especial. Porque sé que,
pase lo que pase, es con ellos con los que
siempre voy a poder contar. Una familia
un tanto atípica, pero mi familia.
PRIMERA PARTE
DICIEMBRE - ENERO
2011
Capítulo 2
Llego a casa de mi madre arrastrando los pies y con dolor
hasta en lugares que no sabía ni que existían, y eso para
alguien que ha estudiado educación física tiene delito. Pero
es que, ¿quién me manda a mí jugar un partido de rugby
con esa gente? Qué bestias son.
—Deja de quejarte.
—No he dicho nada.
—Te escucho pensar.
—Pues tápate los oídos. —Me tiro sobre el sofá boca abajo
sin quitarme siquiera las zapatillas o la ropa de deporte. Mi
madre me va a matar, pero es que me duele todo mucho,
de verdad. Escucho a Marcos lanzarse sobre el otro sofá, así
como sus quejidos lastimeros—. Esto es por tu culpa. Tú no
tienes derecho a quejarte.
—Si hablas con la cara contra el cojín no puedo oírte.
Aunque me cuesta, levanto la cabeza y lo enfrento.
—Que esto es por tu culpa. Que me duelen hasta las
pestañas por tu culpa y que tú no tienes ningún derecho a
quejarte.
—Que yo sepa no te puse una pistola en la cabeza para
que vinieses conmigo, ¿o sí? —Ríe. El muy idiota se ríe.
Escondo la cabeza bajo el cojín con el fin de silenciar sus
risas, pero estas van subiendo de volumen, porque ambos
sabemos que tiene algo de razón. No me ha puesto una
pistola en la sien, pero sí que me ha mirado con esa cara de
cordero degollado que usa siempre que quiere dar pena, y
funcionó. Cuando me quise dar cuenta estaba en el campo
dejando que me diesen una paliza.
—Entiendo que eres el nuevo en el trabajo, que es por
una causa solidaria y que quieres causar buena impresión,
pero, la próxima vez, vas tú solo. Olvídate de mí.
—¿Y tú eres el que alardeas de ser un amante del
deporte? Qué decepción.
—Del de-por-te. De que me rompan los huesos, ya te digo
yo que no.
—Al final tendrá razón Paula y, en realidad, eres un
pupas.
—Que me olvides. Y lárgate de mi casa.
Mi amigo me ignora. Está más ocupado partiéndose el
culo de mí. Pero lo que he dicho es cierto. Estoy seguro de
que me han fracturado alguna costilla y de que me va a
salir un moratón enorme en el muslo derecho.
La puerta principal se abre y unas risitas infantiles e
insoportablemente empalagosas inundan la casa. No hace
falta que levante la cabeza para saber que se trata de mi
hermana Eva y que le acompaña su nuevo novio, el
perfecto, maravilloso y guapísimo Raúl. No es que yo ahora
lo describa así, es que tanto ella como Paula no paran de
decirlo. A todas horas. Y me tienen hasta las pelotas.
Raúl y yo nos conocemos solo desde hace unos años,
pero tengo que decir que es un tío cojonudo. Estoy muy
contento de que se haya fijado en mi hermana y ella en él,
porque sé que la va a cuidar y a respetar, pero eso no quita
que esté hasta las mismas de tanto besuqueo, manoseo y
corazones flotando por el aire.
—Uy, no sabía que había gente en casa. —Escucho que
dice Eva al entrar en el comedor. Levanto la cabeza lo justo
para ver a mi amigo retirar la mano de debajo del suéter de
mi hermana.
—¡Las manitas quietas! —Intento acompañar mi grito con
el dedo índice, así, en plan amenaza. Pero, joder, cómo me
cuesta levantar el brazo.
Eva pone los ojos en blanco y agarra a su chico de la
mano para llevárselo lejos.
—¡Ya no te vemos el pelo, tío! ¡Te están abduciendo!
Las carcajadas de Raúl se pierden por el pasillo en
dirección a la habitación de Eva, mientras yo finjo unas
arcadas lo bastante altas para que los tortolitos me oigan.
—¡¡Pasamos de ti!! —grita Eva justo antes de cerrar la
puerta de un portazo. No puedo evitar reír, aunque las
costillas me estén matando. Madre mía, pero ¿qué me han
hecho esta panda de animales?
Un resoplido se escucha justo a mi derecha. En la cara de
Marcos se refleja de todo menos alegría. Los ojos le brillan y
la vena del cuello la tiene hinchada.
—¿Y a ti qué te pasa? Ya te he dicho que tú no tienes
ningún derecho a quejarte.
—Quiero largarme.
—Pues ahí está la puerta.
—No. Quiero largarme de aquí. De Valencia. No soporto
estar aquí ni un minuto más.
—Eh… —Está tan serio que asusta. Como puedo me
incorporo hasta quedar medio sentado—. ¿Estás bien?
No contesta. Se limita a suspirar y a gruñir. Se pinza el
puente de la nariz y cierra los ojos. Una música suena a lo
lejos. Una música acompañada de risas y algún: «Para,
Raúl», que suena más bien a: «Sigue Raúl, no pares».
De verdad, creo que estoy a puntito de vomitar, y no de
dolor.
Marcos se levanta tan rápido que hasta me mareo solo de
verlo. Va directo a por la bolsa de deporte que ha dejado
tirada en el suelo al entrar y a por la chaqueta. Justo antes
de salir por la puerta se gira y me apunta con un dedo.
—Me largo, y tú te vienes conmigo.
—¿Ahora? No me fastidies, hombre. Ya te he dicho que no
puedo moverme.
—Ahora no. La semana que viene.
—La semana que viene es Nochebuena. Y Navidad.
—Nos largamos el día veintiséis. O el veinticinco por la
tarde. Me la suda. Pero nos marchamos. Vamos a pasar la
Nochevieja tú y yo solos. A lo grande.
—De acuerdo. ¿Y dónde, exactamente?
Paradise, de Coldplay, comienza a escucharse a lo lejos.
Marcos dirige su mirada hacia allí; una mirada fría como el
hielo mezclada con ira, dolor y confusión. Nunca se la había
visto.
—Oye, ¿estás bien?
Juraría que ha dicho «Paradise de los cojones», pero lo ha
dicho tan bajito que no estoy seguro.
Mi pregunta parece sacarlo del letargo en el que estaba
sumido. Me mira y, tras unos segundos, asiente.
—Me da igual dónde ir. Solo… solo necesito salir de
Valencia. Unos días. ¿Me acompañas?
Marcos siempre ha sido un poco hermético sobre sus
sentimientos, y a mí me parece bien. No tengo ni idea de lo
que le pasa o por qué parece que, de repente, quiera matar
a alguien a la vez que meter la cabeza en un agujero y no
sacarla. Lo que sí sé es que mi amigo necesita escapar y
que yo lo voy a acompañar.
—Nos vamos. Tú y yo solos.
—Javi puede venir, aunque lo dudo bastante. Le gusta
tanto viajar como a ti y a mí depilarnos las piernas con cera.
—Será la primera Nochevieja que pasemos sin estar todos
juntos. Eres consciente, ¿verdad? Que a mí me da igual,
pero…
—Paula nos va a matar. Lo sé. —Termina la frase por mí.
Una pequeña sonrisa tira de sus labios, supongo que ante
la perspectiva de cómo será la cara de su hermana cuando
le contemos nuestros planes. Esta chica tiene una obsesión
nada sana con estas fechas y con que las pasemos todos
juntos. Como si no lo hiciéramos ya todo juntos. Cojones, si
no sabemos ni ir a cagar solos.
Pero la expresión que muestra la cara de mi amigo
prevalece sobre todo lo demás.
—Muy bien. Yo me encargo de buscar el destino.
Capítulo 3
—No me lo puedo creer. Es que no me lo puedo creer. Estoy
flipando. Sois lo puñetero peor. ¡Vergüenza tendría que
daros!
Voy en el asiento de atrás del Seat León de Paula, con los
ojos cerrados y maldiciendo el momento en el que la
señorita se ofreció a llevarnos a su hermano y a mí al
aeropuerto.
Paula resopla por millonésima vez y yo ya no puedo más.
Me inclino hacia delante hasta meter la cabeza entre los
asientos de delante, y busco a mi amigo. Le doy un golpe en
el brazo cuando lo veo con los auriculares puestos y
moviendo la cabeza al son de la música. Se los quita de las
orejas y me mira.
—No la soporto. Quiero quedarme sordo. ¡Sordo!
—¿Que no me soportas? ¡Pues te jodes! No haber
decidido irte de viaje justo en Navidades. ¿Se puede tener
más poca vergüenza?
—¡Lo que voy a irme es para siempre como no te calles!
—En Navidades… Menudo disgusto le habéis dado a
vuestras madres. —Sigue refunfuñando sin hacernos ningún
caso a ninguno de los dos, aunque acabo de darme cuenta
de que Marcos todavía no ha abierto la boca.
—¿Se puede saber qué te pasa a ti?
—A este lo que le pasa es que es gilipollas —replica su
hermana bajito, aunque lo suficientemente alto para que los
dos la escuchemos.
Sin previo aviso da un volantazo y, como no llevo el
cinturón abrochado, me empotro contra el cambio de
marchas golpeándome en la frente.
—¡Serás animal!
—No me grites, ¿eh, Pedrito? Que me pongo nerviosa y
mira lo que pasa.
—¿Qué dices? Ahora será mi culpa que conduzcas como
el culo.
—Si vuelves a quejarte te juro que paro el coche aquí
mismo y te dejo tirado en la cuneta. Tú mismo.
—No caerá esa suerte.
Vuelvo a mi sitio, me abrocho el cinturón y rebusco en los
bolsillos de la mochila hasta dar con los auriculares. Los
enchufo al móvil y dejo que la música inunde mis oídos.
Paz. Esto es paz.
Tras escuchar canciones de Coldplay, Radiohead y Sak
Noel, veo el aeropuerto a lo lejos y sonrío feliz.
Cuando Marcos lo comentó lo primero que pensé es que
se le había ido la cabeza, pero, conforme ha pasado la
semana y he meditado la idea, creo que es la mejor idea
que ha tenido en mucho tiempo.
Paula para el coche en un sitio de taxis mientras la gente
pita y hacen señas para que se quite, pero ella ignora a
todos y cada uno de ellos. Se baja del coche dando un
portazo para demostrar lo enfadada que está y va hasta la
parte del copiloto, donde se cruza de brazos y nos fulmina
con la mirada mientras nosotros sacamos las maletas y los
chaquetones del maletero. Hace tanto frío que no noto los
dedos de los pies.
Con el equipaje en la mano y nuestras mochilas al
hombro nos acercamos hasta la dramas que nos ha traído
hasta aquí. Marcos se acerca hasta ella y le acaricia la nariz
con el dedo índice. Paula le da un manotazo y lo aparta,
pero su hermano no le hace ni caso y la coge por los
hombros para estrecharla contra él en un fuerte abrazo. Le
dice algo al oído, no sé el qué porque no los escucho, ya
que hablan en susurros, pero lo que sí veo es que mi amiga,
finalmente, se rinde y termina abrazando a su hermano
mientras entierra la cara en su cuello. Cuando se separan le
brillan los ojos. Marcos le da un beso en la frente antes de
apartarse para dejarme paso.
Es mi turno.
Me acerco hasta ella y la estrecho tan fuerte que noto
cómo se le corta la respiración. Como es tan pequeñita y su
peso es el equivalente a una pluma, la levanto del suelo y
doy un par de vueltas con ella, consiguiendo que ambos nos
mareemos, pero también que termine por romper a reír a
carcajadas.
—¡Voy a tirar el desayuno!
Intenta sonar enfadada, pero no lo consigue. La coloco de
nuevo en el suelo y me aparto un poco sujetándola por los
hombros para que no se vaya de bruces. Tiene el entrecejo
fruncido, formándole unas pequeñas arrugas en el mismo.
Paso el dedo índice por él para eliminarlas.
—Eres la tía más dramas que conozco. Lo sabes, ¿verdad?
Porque nos vamos aquí al lado, no a la guerra.
—Como si os vais a Alicante. ¿Cómo podéis no pasar con
nosotros el fin de año? Sois muy malas personas.
—Pero nos quieres.
—Qué remedio. A este —dice señalando a su hermano
con un movimiento de cabeza—, me toca quererlo por
cojones porque compartimos sangre y todo eso. Y a ti…
pues yo qué sé. Yo creo que ya es por costumbre.
Lo dice con tal indiferencia que cualquiera que no la
conociera pensaría que está hablando en serio. Su problema
es que yo la conozco lo suficiente como para no hacerle ni
puñetero caso.
—Al final echaré de menos tus quejas y todo, ya lo verás.
—Pone los ojos en blanco y yo le revuelvo el pelo
deshaciéndole la trenza.
—¡Oye! Sabes que con mi pelo no se juega.
—¿Piensas cortártelo alguna vez? Pareces Morticia
Addams.
—Y tú Filemón con esos tres pelos matados que tienes en
la cabeza y no te decimos nada. Pero, mira, ahora que sacas
el tema, creo que va siendo hora de que pienses en raparte.
—Las ganas que tengo de darle un tirón a su trenza como
cuando éramos pequeños son enormes.
Me estoy quedando calvo. Tengo unas entradas que ni el
aeropuerto de Barajas. Es algo que me tiene muy
acomplejado y ella lo sabe, por eso mismo se está partiendo
de risa. Ella y mi amigo.
—Sois unos cabrones.
Me recoloco la mochila al hombro, cojo la maleta del
suelo y les doy la espalda, echando a andar hacia la puerta
para adentrarme en el aeropuerto y poner rumbo a estas
vacaciones.
—¡¡Te has ido sin darme un beso!! —Escucho gritar a
Paula a mi espalda. Levanto el brazo y le enseño el dedo
corazón. No me giro a mirarla, pero eso no impide que
pueda escuchar sus carcajadas.
Voy hasta la pantalla donde se anuncian las salidas y
busco. Todavía falta para que salgan los vuelos, pero nos
gusta llegar con tiempo a los sitios. Bueno, «nos gusta» es
demasiada gente. Me gusta. Es que yo me pregunto, ¿qué
hay de malo en ser puntual? Prefiero estar aquí sentado en
una silla esperando, que en el sofá de mi casa pensando
que no voy a coger el vuelo porque me voy a quedar
dormido, pincharé una rueda de camino al aeropuerto o mil
situaciones más que me impedirán llegar a tiempo.
Por el rabillo del ojo veo a mi amigo cómo se coloca a mi
lado. Cuando me han recogido esta mañana estaba serio y
un poco taciturno, incluso con la mirada un poco perdida,
como pensativo. Pero ahora parece que todo eso ha
quedado atrás a tenor de la sonrisa que luce en su rostro.
—Bueno. ¿Cuál es el destino?
Aquí llega lo divertido del viaje: no le he dicho a Marcos
todavía dónde nos vamos. No por nada… sino porque yo
tampoco lo sé.
Lo miro y sonrío. Debo de tener una sonrisa un tanto
siniestra, porque me mira ceñudo.
—No me jodas —maldice en cuanto se da cuenta de lo
que pasa. Son demasiados años juntos y hemos aprendido a
comunicarnos sin necesidad de hablar.
—No te jodo. Simplemente, he pensado que sería mejor
dejarnos llevar.
—¿Tú, dejándote llevar?
—¿Por qué no? Alguna vez tendría que ser la primera.
Siempre decís que soy poco impulsivo y que pienso mucho
las cosas.
—Es que eres poco impulsivo y piensas mucho las cosas.
—¿Ves? Pues ya está. Esta vez me he dejado llevar.
—Como una puta cabra. Eso es lo que estás, hazte a la
idea.
No le quito razón.
Nunca he hecho esto. No soy tan tiquismiquis como me
dicen, pero sí es cierto que me gusta llevar una pequeña
guía del lugar que voy a visitar para ir un poco sobre aviso,
así como una pequeña lista de los sitios que puedo visitar o
de los lugares en los que puedo comer. Pero como este viaje
ha sido así, tan de improviso, he pensado: ¿Por qué no
improvisarlo todo? Conozco a compañeros de carrera que
viajan así; llegan al aeropuerto, buscan destino y a la
aventura. ¿Por qué no puedo hacer yo lo mismo?
—Este chaquetón me está matando. Me muero de calor
aquí dentro.
Estoy a punto de quitármelo cuando noto una mano
agarrándome con fuerza del antebrazo.
—Un momento —dice Marcos—, si has dicho que
teníamos que estar aquí a las siete porque el avión salía a
las nueve y media y ahora resulta que no existe tal avión...
¿Me has hecho darme el madrugón del siglo para nada?
—No, hombre, para nada tampoco. El avión sale a esa
hora. Bueno, tres aviones. Nosotros lo que tenemos que
decidir es qué destino preferimos, comprar los billetes y
subirnos a él.
—Entonces, tan a la aventura no vas, porque algo de
previsión sí que llevas.
No contesto. Me doy la vuelta y me dirijo al primer
mostrador, el de Birmingham, para ver si podemos irnos de
viaje a esta pequeña región inglesa.
Toda la alegría y el subidón que tenía al llegar se me
vienen abajo en cuanto nos dicen, por tercera vez, que el
vuelo está completo.
—Señores, es Navidad. Los vuelos llevan completos desde
hace meses.
Esa ha sido la contestación de la última azafata a la que
le hemos preguntado. La que nos ha dicho que no podíamos
viajar a Roma. Juraría que se estaba aguantando la risa, y
no la puedo culpar.
Nos arrastramos abatidos hasta las sillas más cercanas y
nos dejamos caer en ellas. No me atrevo a mirar a mi
amigo. Estoy demasiado cansado para escuchar reproches.
Si es que quién narices me manda a mí ser aventurero. Esto
demuestra que la planificación es el mejor recurso para
todo: buscas en internet, coges el destino que te sale de las
pelotas, reservas plaza y buscas hotel.
Fácil, sencillo, bricomanía.
Miro alrededor, a ver si doy con algo o alguien que me
ayude a encontrar una solución. Un grupo de chicos y chicas
a lo lejos llama mi atención —como para no hacerlo, pues
parece que estén jugando a ver quién es capaz de armar
más follón—. Todos van vestidos con sudaderas negras y
pantalones vaqueros, y llevan la misma maleta gris con un
dibujo en el medio: un rectángulo con tres líneas verticales.
Verde, blanco y rojo. La bandera de Italia.
—Ya tengo destino.
Por el rabillo del ojo puedo observar que mi amigo me
mira ceñudo, pero yo no aparto la vista del grupo. Tengo el
país, me falta averiguar la ciudad. Uno de los chicos se
separa del resto y se dirige hasta uno de los mostradores:
Cagliari.
¿Cerdeña? No está mal. No sé por qué no se me ha
ocurrido antes. Me levanto, tiro de mi amigo y nos dirigimos
hasta situarnos al final de la cola.
—¿Cerdeña? ¿Por qué Cerdeña?
—¿Por qué no? Hay fiesta, que es lo que nosotros
estamos buscando. También hay alcohol y playas
espectaculares.
—Las cuales no vamos ni a oler porque estamos en pleno
invierno y debe de hacer un frío de cojones.
—¿Y qué? No me seas negativo ahora, Marcos. Querías
salir de Valencia, adonde fuera. Pues Cagliari es tan buen
sitio como cualquier otro. —Saca el móvil, consulta algo en
él, resopla y me mira.
—¿Sabes? Tienes razón. Pienso beberme una botella de
tequila yo solo para celebrar el año nuevo. A tomar por saco
todo el mundo.
Sonreímos cuando es nuestro turno y la chica nos
comunica que quedan plazas libres en el avión.
Esto solo puede significar que vamos a empezar el dos
mil doce por todo lo alto.
Capítulo 4
Menuda mierda de dos mil doce que vamos a tener.
El avión no ha podido tener más turbulencias. Hubo un
momento en el que vi mi vida pasar ante mis ojos porque
creía que iba a morir. Me he dado cuenta de que soy
demasiado joven para ello y que aún me quedan muchas
cosas por hacer, como aprender a hacer la tarta de
zanahoria que tanto me gusta y que siempre digo que tengo
que aprender a hacerla. O a beber whisky sobre el ombligo
de alguna tía. Y millones de cosas más.
Pero eso no es todo. También he vomitado; una vez en el
avión y dos más al aterrizar. Sin contar con que me han
perdido la maleta y nadie tiene ni puñetera idea de dónde
está, aunque está claro que en Cagliari no. Y, claro,
tampoco les he podido decir a qué hotel enviarla cuando
aparezca porque… ¡No tenemos hotel!
—Estoy hasta los huevos de ser aventurero, ¿me oyes?
¡Hasta los huevos!
Mi amigo intenta aguantarse la risa mientras arrastra su
maleta e intenta buscar un sitio en el que poder apoyarnos.
No somos los únicos que han pensado en Cerdeña como
destino navideño y esto parece el centro de Valencia en
hora punta.
—Allí parece que haya sitios libres.
Señala un banco de asientos que hay a lo lejos, sin
respaldo. Podría ir arrastrándome hasta allí, pero estoy
demasiado débil, me pesan las piernas y estoy mareado.
—Ve tú. Yo me quedo por aquí.
Me apoyo en la primera pared que encuentro y me deslizo
hasta que mi culo toca el suelo. Marcos se para enfrente de
mí, con los brazos cruzados a la altura del pecho y una
pequeña sonrisa en los labios.
—Estoy tan cansado que paso de decirte nada.
—Me sabe fatal que estés así.
—Mentira. Pero ¿sabes una cosa? Ya me reiré yo de ti
cuando te quite tus calzoncillos para ponérmelos yo.
Una muesca de asco se forma en su cara.
—No pongas esa cara. Pienso darme una ducha en cuanto
encuentre un lugar donde poder dármela y, como tú
comprenderás, no pienso ir en plan comando todo el
puñetero día. Sin contar con que también tenemos que
compartir camisetas, suéteres y pantalones.
—Esta tarde vamos de compras.
—Primero, búscame un hotel.
Se queja y refunfuña algo como que eso tendría que
haberlo hecho yo y no sé qué más. Lo ignoro. Me encuentro
tan mal que no puedo con mi vida. Dios mío, parezco Paula
todo el rato quejándose. Pero es que es de verdad. No
puedo.
¿Pueden doler los dientes? Cierro los ojos, apoyo la
cabeza en la pared y, simplemente, desconecto.
Algo me sacude el brazo, sobresaltándome. Abro los ojos
y me encuentro a mi amigo frente a mí mirándome muy
sonriente.
—Me he quedado dormido. —Me noto la boca pastosa y la
mejilla pegajosa.
—Sí. Tienes baba en la comisura de la boca. Pero tengo
buenas noticias. ¡Tengo hotel! Andando.
Me ayuda a levantarme, pues estoy desorientado y las
rodillas me fallan. Antes de ponerme la chaqueta y
colocarme bien la mochila al hombro, busco el móvil entre
los bolsillos para mirar qué hora es. Son casi las dos del
mediodía.
—¿Cuánto tiempo llevamos en este maldito aeropuerto?
Medio aturdido y andando en zigzag sigo a Marcos quien,
por cierto, juraría que anda dando saltitos. Para mi total
desconcierto no se dirige a la salida, sino al mostrador de
alquiler de vehículos.
Al llegar comienza a hablar en un perfecto inglés con la
azafata, que le hace ojitos. En una de esas en las que
Marcos no la mira, se atusa el pelo y se recoloca el pecho.
Lo de este tío con el sexo opuesto es alucinante. Tras unos
cuantos minutos y tras firmar varios documentos, le entrega
una llave, un papel y nos desea buen viaje.
Las llaves se las deja en la mano, pero el papel lo dobla y
se lo guarda en el bolsillo trasero del pantalón.
—Te ha dado su número de teléfono —no pregunto,
afirmo una vez volvemos a estar los dos solos.
—Dice que es una pena que no conozca la verdadera
Italia y que ella estaría encantada de enseñármela.
—Y tú eres tan buena persona que no le vas a hacer el
feo de decirle que no.
—Por ejemplo. —Sonríe encogiéndose de hombros.
Salimos a la calle y, si yo creía que en Valencia hacía frío,
lo que hace aquí no se puede describir.
—¿Pero esto qué es? Que estamos en Cerdeña, por el
amor de Dios. Playa, sol y mojitos.
—Te recuerdo que eso es en verano. Ahora estamos en
invierno en plena época navideña.
—Por lo que veo donde estamos es en el Polo Norte.
Me subo la cremallera y el cuello de la chaqueta todo lo
que puedo. No llevo guantes y creo que se me están
empezando a congelar los dedos de la mano. Un
termómetro que encontramos a mitad de camino nos indica
que hay cinco grados. ¡Cinco! Eso sí, gracias al frío se me ha
quitado el mareo y la angustia de golpe.
Nos dirigimos hacia una hilera de coches de la compañía
de alquileres, donde nos espera un chico muy amable que
nos acompaña hasta el coche que Marcos ha alquilado.
Cuando llegamos, por poco no se me cae la mandíbula al
suelo.
—¿Es un Maserati?
—Ajá.
—¿Cómo que «ajá»? ¿Qué clase de contestación es esa?
Doy vueltas alrededor del coche flipando y con miedo a
tocarlo por si al hacerlo se convierte en polvo y desaparece.
El chico dice algo más, no tengo ni idea de qué, y se
marcha. Mi amigo acciona un botón y el maletero se abre,
cuanto apenas, con un suave clic. Cuando lo levantamos del
todo un olor a nuevo y a caro inunda mis fosas nasales,
mareándome. Pero es un mareo tan placentero que lo
respiraría hasta el día de mi muerte.
—¿En serio has alquilado un Maserati GranTurismo de
color rojo? —pregunto de nuevo, incrédulo. Sé que el color
no es importante. Pero es que es un Maserati. Y Rojo.
Marcos palmea mi hombro y me quita su maleta de la
mano para poder guardarla. Cuando va a quitarme también
la mochila, lo paro y lo hago yo mismo, rescatando primero
el móvil y la cartera.
—He pensado que tienes razón.
—¿En qué? ¿En gastarnos nuestros ahorros en un choche
de alquiler?
—En que hemos venido de viaje y eso conlleva a disfrutar
y a pasarlo bien. Pues vamos a por ello a tope.
—Pero has alquilado un coche que no nos podemos
permitir.
—Tú por eso no te preocupes.
—¿Cómo no me voy a preocupar? No quiero acabar en
una cárcel italiana rodeado de carabinieri.
—Este alquiler es cosa mía.
Lo dice tan tranquilo, como el que dice que se acaba de
comprar un kilo de tomates. Abre la puerta del piloto y se
sienta. Rodeo el coche hasta llegar a la del copiloto, me
quito el chaquetón de las narices y entro. Quiero rebatirle a
Marcos, pero no puedo, porque si el exterior es una pasada
para el interior no tengo palabras. Mi amigo se ríe por mi
reacción, aunque puedo ver que él está tan emocionado
como yo. Acerco la mejilla a la guantera, la acaricio y la
abrazo.
—Creo que me acabo de enamorar.
—Deja de hacer el payaso y abróchate el cinturón, que
nos vamos.
—¡Espera! —Lo detengo, sujetándolo de la muñeca justo
antes de que gire la llave—. Necesito ir a facturación o a
donde sea para decirles dónde me alojo y que me lleven allí
la maleta.
—Ya está solucionado.
—¿En serio?
—Sí. Mientras tú roncabas yo he alquilado un coche, he
buscado un hotel y he ido a facturación a decirles dónde
enviarla una vez la encuentren que, por cierto, ya la han
localizado. Está en Roma. Si no pasa nada mañana ya la
tienes contigo. Solo vamos a tener que compartir
calzoncillos una noche.
—Te daría un beso en la boca, pero he vomitado, hace
mucho que no como nada y hasta yo sé que eso es
asqueroso.
—Luego soy yo el que se parece a mi hermana… —
susurra de forma divertida mientras niega con la cabeza y,
por fin, arranca el motor.
Los pelos se me ponen de punta, literalmente. Qué sonido
más espectacular. Me siento recto y me abrocho el cinturón
mientras salimos del aparcamiento siendo la envidia de
todo aquel que se gira a mirarnos.
Conecto la radio y una música italiana nos da la
bienvenida oficial a nuestro viaje. No tengo ni idea de quién
es, pero suena bien, así que no sigo buscando. Lo que sí
hago es apoyar la cabeza en el respaldo y dejarme envolver
por el coche, el cual no puedo dejar de mirar y acariciar, con
sus asientos de cuero negro o el sistema de navegación que
tiene, que es una auténtica pasada. Tiene un montón de
botones. La mitad no sé ni para qué se utilizan y no me
atrevo a apretarlos, no sea que termine cargándome algo y
me tenga que prostituir para poder pagar la reparación.
Miro a Marcos, que conduce relajado con una mano al
volante y la otra apoyada en la cabeza, totalmente ajeno al
batiburrillo de pensamientos que cruzan mi mente ante la
idea de cómo va a pagar este coche.
—Deja de pensar. Te escucho desde aquí y puedo
confirmar que es bastante molesto —replica sin ni siquiera
mirarme. Toca un par de botones de la pantalla aumentando
la calefacción. Me coloco de lado y lo enfrento.
—Es que no sé cómo puedes permitirte alquilar este
coche. De hecho, ni siquiera sabía que pudiese alquilarse.
Marcos, me gano la vida enseñando a chicos a jugar al
baloncesto e impartiendo alguna que otra clase de
educación física. No tengo los ahorros suficientes como para
permitirme este viaje y, además, alquilar un coche de esta
gama.
—Te he dicho que por eso último no te preocupases, que
yo me encargaba.
—Primero, me siento como tu puto. —Mi confesión le
arranca una carcajada, aunque a mí no porque es cierta—.
No te rías. Es verdad. Pero, aparte de eso, tampoco sabía
que se podía ganar tanto dinero como publicista. Quiero
saber de dónde vas a sacar el dinero. Sabes que si estás
metido en algo ilegal puedes contar conmigo. Siempre
puedes contar conmigo.
—¿Quieres dejar de decir tonterías?
Suelta un suspiro y se pasa una mano por el pelo, algo
que siempre hace cuando está nervioso o inquieto. Baja el
volumen de la música hasta dejarla al mínimo y me mira un
segundo antes de volver a prestar atención a la carretera.
—Mira. Necesito este viaje, ¿de acuerdo? Necesito salir de
Valencia durante un tiempo y pasármelo bien. Estoy en
Cerdeña con mi mejor amigo, somos tíos jóvenes y tengo
mis ahorros, los cuales me gasto en lo que me da la gana.
Siempre he querido conducir este coche y ahora lo estoy
haciendo. Así que deja al Pedro ordenado y meticuloso en
casa y céntrate en divertirte y disfrutar. Ese se supone que
es el objetivo de este viaje. Así que, ¿trato hecho? —
Extiende la mano que tiene libre en mi dirección para que
se la estreche.
Tiene razón. Si me viera desde fuera me horrorizaría.
Parezco un abuelo. O, más bien, parezco Javi; tan
preocupado siempre por todo y por todos y tan centrado
que a veces me da miedo que no termine de disfrutar de la
vida como debería hacerlo. Que yo no es que sea el tío más
aventurero y alocado del mundo y, por supuesto, no
comparto la filosofía de vida de Paula que consistente en
hacer y no pensar; pero, oye, sí tiene razón en una pequeña
cosa: si de vez en cuando nos dejamos llevar tampoco creo
que pase nada malo.
Además, aunque no sea una tía y no tenga un sexto
sentido como ellas, sé que algo le ronda a Marcos por la
cabeza desde hace unos meses. Si hago memoria creo que
es desde el veintitrés cumpleaños de mi hermana Eva, más
o menos. No tengo ni idea de lo que puede ser, pero lo que
sí sé es que es demasiado importante para él. Marcos es de
esas personas que necesitan su tiempo para hablar y
sincerarse. Es hermético cuando se lo propone y cabezota
como él solo, y yo lo respeto como él respeta lo mío así que,
ya hablará conmigo cuando estime oportuno. Mientras
tanto, vamos a divertirnos y el resto ya lo iremos viendo.
Le estrecho la mano a mi amigo y ambos sonreímos.
—Solo una cosa. Tengo una pequeña pregunta sin
importancia que hacerte.
—Dispara.
—¿Adónde vamos?
—He alquilado un apartamento cerca de la Playa de
Poetto. Me lo han recomendado.
—Te lo han recomendado… —Lo observo de reojo y sonrío
—. La tía de alquiler de coches, ¿no? —Se encoge de
hombros como toda respuesta, aunque no puede evitar que
la comisura de la boca se le eleve—. Eres un puto Casanova.
Subo el volumen de la música. Más italiano y más
canciones que no conozco. Pero no importa. Cierro los ojos,
apoyo la cabeza en el respaldo y dejo que Marcos me lleve a
esta locura de viaje.
Capítulo 5
—El apartamento es minúsculo, aunque tiene sus ventajas.
Puedo cagar mientras me frío un huevo. Para que luego
digan que los hombres no sabemos hacer dos cosas a la
vez.
—¡¡Serás cerdo!! —Mi hermana me llama guarro y alguna
que otra perla más mientras yo sigo dando vueltas sobre mí
mismo admirando el apartamento que hemos alquilado
Marcos y yo.
Lo dicho. Es tan pequeño que creo que si apoyo la
espalda en la puerta principal y estiro el brazo, puedo
tocarle a Marcos la punta de la nariz. Y eso que está
sentado en el sofá viendo la televisión.
Es perfecto.
Cuando nos han dado la llave y hemos subido a verlo,
debo reconocer que me ha faltado poco para volver a la
recepción y pedir la devolución, pero tras entrar y dejar las
maletas sobre las camas y recorrerlo bien —lo que nos ha
llevado, literalmente, treinta segundos—, he comprendido
que era esto lo que necesitábamos. ¿Para qué queremos
más?
—Bueno. Pero ¿por lo demás todo bien?
—Ha sido un poco caótico. Creo que para la próxima vez
que viaje planificaré las cosas con tiempo. A mí eso de dejar
las cosas al azar como que no me va mucho. —Eva no
puede evitar reírse. Me la imagino tirada en el sofá de su
casa con la cabeza colgando y los pies en alto, descansando
sobre el respaldo—. No te rías. Lo digo en serio.
—Ya sé que lo dices en serio. Es que, ¿cómo se te ocurre
irte sin mirar ni siquiera el avión? Me has sorprendido,
hermanito.
—Yo también me he sorprendido. Por eso te digo que no
pienso volver a hacerlo.
Las tripas me rugen cual león de la Metro-Goldwyn-Mayer,
y es que ni siquiera me acuerdo de las horas que llevo sin
comer nada. Si a eso le añadimos todo lo que he vomitado
esta mañana, estoy sorprendido de no haberme
desmayado.
Me acerco hasta Marcos y lo llamo tocándole el brazo.
Cuando me mira le indico por señas que nos vamos a
comer. Apaga la televisión y me sigue fuera del
apartamento dirección a los ascensores. Eva sigue al
teléfono contándome cuáles son sus nuevos planes para
Nochevieja. Va a ser la primera que pase con Raúl como
pareja y quieren que sea especial.
El ascensor llega, entramos y pulso la planta baja
mientras finjo una arcada silenciosa ante las palabras de mi
hermana.
—No hagas eso.
—¿El qué?
—Fingir una arcada. —Pongo los ojos en blanco y suspiro.
Odio que me conozca tan bien—. Además, me da igual lo
que digas. Soy feliz.
—Y yo me alegro de que Raúl te haga feliz. Te lo juro.
El ascensor llega. Las puertas aún no se han abierto del
todo, pero Marcos, gruñendo por lo bajo, sale escopetado
hacia la calle. Ni siquiera se ha puesto la chaqueta.
—Joder, qué rarito es este chico.
—¿Quién?
—Pues el Casanova este. Lo mismo está sonriendo que se
pone a gruñir como un oso. Para mí que es bipolar. —Me
despido con un movimiento de cabeza de la recepcionista y
salgo yo también al frío de Cagliari—. Bueno, hermanita.
Pórtate bien. Y dile a Raúl que deje un rato las manos
quietas, que parece un pulpo.
—Por Dios, Pedro. Ni siquiera estás aquí y te tiene que
salir la vena paternal.
—¿Qué quieres que haga? Además, a ti te gusta.
—Uy, sí, mira. Me vuelve loca.
En realidad, solo lo hago para picarla. Aunque sí es cierto
que a veces me paso de sobreprotector con ella. Bueno, con
ella y con mi madre. Pero es algo que no puedo controlar.
No, desde que murió nuestro padre. Ya se lo dije una vez a
mi hermana y ella se rio de mí en mi cara, pero es cierto;
Eva es la persona más importante de mi vida y la cuidaré,
aunque no me deje hacerlo.
—Muy bien, papá —contesta con retintín—. Pasadlo bien,
dale un beso a Marcos de mi parte y cuidadito con lo que
hacéis.
—A sus órdenes. Te quiero, pequeña saltamontes.
—Y yo a ti.
Cuelgo el teléfono, me lo guardo en el bolsillo interior de
la chaqueta y me subo la cremallera hasta tener bien
tapado el cuello. Miro alrededor buscando a Marcos, que ha
desparecido. Lo diviso a lo lejos, a unos metros de distancia,
apoyado en una pared de ladrillo. Cuando llego hasta él me
lo encuentro con los ojos cerrados, un pie apoyado en la
pared, los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza hacia
atrás.
—Te falta el cigarro en los labios para parecerte a James
Dean.
Cuando me mira, su postura es seria y en sus ojos se
puede ver una pizca de enfado y resquemor.
—Yo sé que no te gusta mucho hablar de ti. Y lo respeto,
no te creas. Pero necesito saber si está todo bien, porque
estos cambios continuos de actitud me confunden bastante.
—¿Es feliz?
—¿Quién? —Lo miro de forma interrogante porque no sé
de qué me habla.
—Eva. Le has dicho que te alegras de que sea feliz con
Raúl. ¿Lo dices en serio? ¿De verdad crees que es feliz con
él?
Pienso en la sonrisa de mi hermana de los últimos meses
y tengo clara cuál es mi respuesta.
—Por supuesto. Tú lo conoces, sabes que es buen tío. No
tengo ni idea de qué tipo de relación es o si esto va a
desencadenar en algo más profundo, pero claro que lo digo
en serio. Sé que Raúl va a cuidarla y eso es lo que más me
importa.
Sopla, resopla, se pasa una mano por el puente de la
nariz y luego por la nuca. Asiente un par de veces de forma
distraída y, por último, se aparta de la pared, se sacude las
palmas de las manos en los vaqueros y, poco a poco, deja
salir una sonrisa sincera. De las suyas.
—Tienes razón. Eva se merece ser feliz. Raúl es un tío con
suerte, además de valiente.
No sé muy bien a qué se refiere con eso de ser valiente,
pero tampoco me paro a analizarlo. Las tripas vuelven a
rugirme y el olor a pizza de estas calles es cada vez más
fuerte. Dejamos a España en un segundo plano y nos
dedicamos a buscar restaurante.
Capítulo 6
Ojalá alguien en este momento me hubiese dado una
colleja. Ojalá hubiera sido un poco más avispado para ver y
entender lo que pasaba a mi alrededor; para haber sido
capaz de darme cuenta de que mi amigo no era bipolar ni
era un enamorado de los cambios de humor. A Marcos, lo
único que le pasaba es que estaba demasiado enamorado
de mi hermana. Pero yo no supe verlo, y él tampoco dejó
que los demás lo hiciésemos. Ni siquiera la implicada. Si las
cosas hubiesen sido de otra manera supongo que habría
habido menos lágrimas, tristezas y huidas. Pero las cosas
suceden por algo y está claro que nosotros teníamos que
hacer este viaje.
Él, para escapar. Yo, para escribir un hola y un adiós que
cambiaría mi vida para siempre.
Capítulo 7
El olor nos lleva hasta una pequeña trattoria situada a solo
dos calles del hotel. La fachada es de color negro y la puerta
totalmente amarilla. Si no llamase la atención por su olor lo
haría por su aspecto, se ve a un kilómetro de distancia.
El local no es grande. Cuenta con apenas ocho mesas
distribuidas en forma de u por toda la estancia, decoradas
con manteles de cuadros rojos y verdes y un pequeño jarrón
con flores frescas de diversos colores en el centro. Las
paredes son de ladrillo. Tiene aspecto de envejecido, pero
eso solo le da calidez al local. Un chico joven, de más o
menos nuestra edad, nos invita a sentarnos en la única
mesa que tiene vacía. El tema del idioma no es ningún
problema, pues habla español casi tan bien como nosotros,
ya que estuvo de viaje en nuestro país al terminar la carrera
hace ya tres años. Es abogado, o por lo menos intenta serlo.
Esta trattoria es de su familia y viene a ayudar siempre que
puede.
Nos dejamos aconsejar por él y terminamos pidiendo una
pizza cada uno; la de Marcos una cuatro quesos y la mía
una cuatro estaciones. Aunque Carlo, el camarero, nos
advierte que es demasiada comida si después queremos
comernos un tiramisú cada uno. También pedimos unos
auténticos espagueti carbonara con huevo y con nata. Han
sido muchas cosas las vividas hoy y tenemos demasiada
hambre. Además, Marcos y yo juntos somos temibles.
Nos lo terminamos todo entre risas, anécdotas y mucha
cerveza. Carlo nos invita a un par de chupitos de limoncello
que nos quema la garganta y nos deja la lengua
insensibilizada durante unos segundos. También nos invita a
acompañarlo por la noche a una pequeña fiesta
«postnavidad» o «prenochevieja», que cada uno la
interprete como quiera, en la misma playa de Poetto.
Aceptamos encantados y nos despedimos de él hasta las
diez de la noche, hora en la que hemos quedado aquí
mismo, en el restaurante, para ir todos juntos. Es una playa
a la que no se puede acceder a pie. Podemos ir en el coche
de alquiler, pero es muy difícil aparcar por allí. Además, si
queremos beber lo mejor es utilizar el transporte público. El
viaje ha sido raro, complicado y largo, estamos hinchados
de tanta comida y el alcohol está empezando a hacer de las
suyas. Lo mejor que podemos hacer ahora mismo es dormir
lo que queda de tarde.
En cuanto ponemos un pie en el apartamento nos
lanzamos cada uno sobre una cama. Como el apartamento
es tan pequeño lo hacemos casi desde el vano de la puerta,
con tan mala suerte que al hacerlo reboto contra el colchón
y acabo besando el suelo con el trasero. A Marcos le entra
tal ataque de risa al verme ahí tirado que comienzan a
llorarle los ojos.
—Es por culpa del limoncello. El segundo chupito me ha
sentado fatal.
El muy cabrón intenta hablar, pero es imposible. Está
hecho un ovillo sobre la cama y se agarra la barriga con
fuerza. Me levanto lo más dignamente que puedo y me
encierro en el baño. Necesito mear y ver el moratón que
seguro me ha salido tras mi caída. Aun con la puerta
cerrada se escuchan las risas de mi mejor amigo. Tiro de la
cadena al terminar, me lavo las manos y la cara, y salgo.
—Luego dices de tu hermana, pero eres peor que ella y
vas a ir de cabeza al infierno. —No puedo evitar sisear entre
dientes en cuanto veo a mi amigo tapándose la nariz y rojo
como un tomate intentando controlar la risa.
—Ya paro, te lo juro.
—No sabes lo que paso de ti y tus juramentos...
—Es que te has dado una hostia… ¿Estás bien?
Bufo, apago la luz, aparto la colcha y las sábanas a un
lado y me meto dentro, no sin antes haberme quitado toda
la ropa y quedarme solo con una camiseta blanca de manga
larga.
—¿Pedro? —Me llama tras unos minutos de silencio por mi
parte.
Bufo y me coloco boca arriba, con el brazo flexionado
bajo la cabeza y la vista fija en el techo.
—En mi vida imaginé que tendría un inicio de vacaciones
tan malo.
—No ha sido tan malo.
—Podría haber sido peor.
—¿Qué tal si lo dejamos en diferente?
—La amante de los desastres es Paula, no yo. Quien tiene
situaciones embarazosas y vergonzosas es ella. He llegado
a pensar que todo esto es por su culpa, porque está
haciendo vudú con un muñeco con nuestras caras. Además,
creo que no vomitaba de esa manera desde que era un crío
y pillé gastroenteritis en el campamento ese al que fuimos
con el colegio. Qué mal lo pasé.
—Eso no es cierto.
—¿El muñeco de vudú?
—¿Ya has olvidado esa Nochevieja en casa de Diana en la
que mi hermana te retó con la cazalla y echaste por la boca
hasta lo que cenaste en Nochebuena?
—Mierda, es verdad. Pero es que esa noche era por arriba
y por abajo. Te juro que creía que me moría.
Marcos vuelve a estallar en carcajadas y yo,
inevitablemente, también. Nos fuimos los cinco, junto a
otros amigos, de viaje a Tarragona, a una cabaña que los
padres de Diana tenían en un pueblo cercano. No recuerdo
muy bien cómo empezó la cosa, lo que sí recuerdo es que la
empezó Paula, como no podía ser de otra manera, y con un
reto. Nos bebimos tres chupitos de cazalla de golpe. Sigo
pensando que lo suyo era ron con Coca-Cola, porque yo
luego estaba que me moría y ella fresca como una lechuga.
Acabé recibiendo el nuevo año abrazado a la taza del váter
como mi madre me trajo al mundo, porque además de
molestarme la ropa y odiar que algo me rozara el cuerpo, no
solo tuve vómitos, sino también diarrea, y no sabía si
prefería estar sentado o de pie.
—Olvidémonos de ese episodio, por favor.
—Eso va a ser imposible. Acuérdate de que tu hermana y
mi hermano lo tienen grabado en vídeo.
—Es que aún estoy flipando. ¿Cómo pudieron esos dos
grabarme en vídeo en un momento tan bochornoso en vez
de estar ayudándome? ¡Si son los buenos del grupo! Me lo
hubiera esperado viniendo de ti o de Paula, pero de ellos
dos… ¡Nunca!
Marcos se ríe sin darle importancia a lo que acabo de
decir sobre él porque ambos sabemos que es totalmente
cierto. Eva y Javi son los más tranquilos. Tienen su genio y
cuando lo sacan asustan. Por el contrario, Marcos y su
hermana pequeña son la muerte; unos pequeños demonios
con cara de ángel, como dice su madre. De pequeño llegué
a pensar que Paula era la reencarnación del diablo —aún lo
pongo en duda— y, aunque el que está en la cama de al
lado es mi mejor amigo, debo reconocer que no le hace
sombra a su hermana en cuanto a hacer putadas a los
demás se refiere, o cuando la cosa va de no tener
escrúpulos. Por eso me sorprendió tanto que, al levantar la
cabeza después de la cuarta vomitona, fueran el mayor de
los hermanos Baró y mi hermana los que estuvieran con el
móvil en mano inmortalizando el momento y los otros dos
buscando toallas con las que lavarme la cara o trayéndome
un vaso de agua para no deshidratarme.
—Mira, ¿sabes qué te digo? Que corto ahora mismo este
pequeño viaje en el tiempo porque necesito dormir. Voy a
dejar a un lado este pésimo inicio de vacaciones que he
tenido y voy a centrarme en pasármelo de puta madre a
partir de ahora.
—¡¡Di que sí, campeón!!
—Y eso empieza por esta misma noche. Presiento que
esta será mi noche.
Capítulo 8
Ai se eu te pego, de Michel Teló, suena a todo volumen. La
gente está colocando altavoces por toda la arena mientras
se vuelve loca gritando, saltando y berreando como si no
hubiera un mañana al son de la música.
—Nossa, nossa Assim você me mata. Ai se eu te pego, ai
ai se eu te pego. Delícia, delícia. Assim você me mata. Ai se
eu te pego, ai ai se eu te pego —cantamos Marcos y yo
como si fuéramos unos italianos más y nos supiéramos la
letra.
Hacía tiempo que no me reía tanto y no me lo pasaba tan
bien. La mayoría de los que estamos en esta playa estamos
casi más cerca de los treinta que de los veinte, pero eso no
es impedimento para comportarnos como quinceañeros y
disfrutar muchísimo. Los amigos de Carlo son geniales.
Ninguno habla español, a excepción del abogado barra
camarero, y Marcos y yo no hablamos italiano, pero entre
que ambos idiomas se parecen, que todos controlamos
bastante bien el inglés y que el alcohol hace que te
entiendas en el idioma que sea, no hay problema alguno
para comunicarnos.
La recepcionista de la tienda de alquileres de coches del
aeropuerto ha aparecido hace cosa de una media hora. No
sé con exactitud si ha sido casualidad o es que mi amigo la
ha llamado, pero la cara de alegría que ha puesto la chica al
verlo ha sido apoteósica. Aunque la de Marcos tampoco se
ha quedado atrás.
Alonzo, el amigo surfero de Carlo, me ofrece un nuevo
botellín de cerveza que yo acepto gustoso. Me he propuesto
no pasarme mucho esta noche. Es la primera y todavía nos
quedan muchos días por delante y aún tengo el estómago
revuelto.
Me aparto a un lado y hago un barrido para buscar a mi
amigo. No es que lo necesite, pero acabo de caer en que
hace bastante rato que no lo veo. No puedo evitar dejar
escapar una gran carcajada en cuanto lo encuentro; está
medio escondido tras una papelera llena de vasos de
plásticos y botellas, tumbado en la arena con la
recepcionista de alquiler de coches bajo su cuerpo y
dándose más que los dos besos de rigor para ser dos
personas que se acaban de conocer.
La sonrisa se me corta de golpe en cuanto soy consciente
de que, a lo mejor, me he quedado sin sitio en el que dormir
esta noche.
—Por la cara que acabas de poner diría que acabas de ver
algo que no te hace ninguna gracia.
Una voz dulce y alegre con un tono un tanto cantarín a
pesar del ruido que hay en esa playa, me hace apartar la
vista de esos dos y buscarla. Cuando lo hago por poco no se
me cae la cerveza que llevo en la mano al suelo.
—Joder.
Una chica menuda y delgada está parada frente a mí.
Lleva un vaso de tubo de plástico en las manos y sonríe de
una forma que hace que sientas un pequeño pinchazo en el
pecho. Tiene unos labios gruesos, aunque no en exceso, el
pelo a media melena cayéndole en una cascada lisa hasta
los hombros y de un color que no sé bien cómo describir,
pues a la luz de la luna y con esta oscuridad es bastante
difícil. Lleva un gorro de lana sobre la cabeza con un
pompón amarillo arriba del todo, y una bufanda del mismo
color tapándole el cuello.
Me mira a los ojos durante un rato hasta que aparta la
vista como avergonzada, y se mira las puntas de los pies
cubiertos por unas gruesas botas negras que seguro que le
calientan. No como a mí, que hace rato que dejé de sentir
los pies.
Da un último trago al vaso, lo tira haciendo canasta en
una papelera cercana y se limpia los labios con el dorso de
la mano. Unos labios que, de repente, no puedo dejar de
observar.
—Bueno, mejor me voy. Encantada de charlar contigo.
¿Qué? No. ¿Por qué?
Reacciono justo a tiempo. Antes de que se dé la vuelta
del todo, me dé la espalda y desaparezca, la agarro del
codo con suavidad y la detengo.
—No te vayas —susurro. Suena más a un ruego que a una
petición. Me aclaro la voz y vuelvo a hablar—. Perdona. No
te marches.
—Tranquilo, si no pasa nada. En realidad, no sé por qué
me he acercado. Bueno, sí que lo sé. Os he oído antes. A tu
amigo y a ti —aclara—, hablabais en español y he pensado:
«mira, españoles», y después te he visto aquí solo y he
vuelto a pensar: «¿por qué no me acerco y saludo?». Pero,
vaya, que ha sido una tontería, en serio. Lo mejor es que dé
media vuelta y vuelva por donde he venido.
Su balbuceo me hace sonreír, no lo puedo evitar. Aunque
eso no parece sentarle muy bien a la chica que, de repente,
me mira seria y echando chispas por los ojos.
—Mira, ¿sabes qué te digo? Que me marcho.
Esta vez es más rápida que yo. Se da media vuelta y
comienza a andar, alejándose. Lanzo la cerveza con lo poco
que queda dentro a la papelera más cercana que encuentro
y voy a su encuentro.
—¿Por qué sales corriendo? —pregunto en cuanto la
alcanzo. Ella bufa y sigue su camino conmigo pegado al lado
—. Oye, ¿podrías parar un momento? —Murmura algo, pero
no logro saber qué es. Consigo plantarme delante de ella y
detenerla—. Para, por favor. No estoy entendiendo nada de
lo que dices.
—Porque no estoy hablando contigo.
—¿Y con quién hablas?
Miro alrededor, pero solo estamos nosotros dos. Y ahora
que me doy cuenta nos hemos alejado bastante de la
hoguera.
—Corres mucho para ser tan pequeña, ¿lo sabías?
—¿También te hace gracia mi estatura? —pregunta
enfurecida—. Mira, esto ha sido un error, ¿de acuerdo? No
tendría que haberme acercado a ti y ya está. Ellas ganan y
yo pierdo. Ahora, por favor, tengo que volver.
—¿Ellas? —Vuelvo a mirar alrededor. Pero nada, seguimos
estando solos. Doy un paso hacia delante para poder fijarme
mejor en su oreja a ver si tiene un pinganillo de esos que se
utilizan para hablar por teléfono y por eso está todo el rato
hablando en plural. Pero no consigo ver nada porque el pelo
le cubre las orejas. La chica sigue mis movimientos mientras
me mira con ojos escrutadores.
—¿Tengo algo en el pelo? —Se toca la parte en cuestión
—. ¿Es una araña? ¡Dios mío! ¡¿Tengo una araña?! —grita
histérica, alborotándose el pelo y dando saltitos sobre sí
misma.
—¿Qué? ¡¡No!!
Intento tocarla en el hombro para ver si se está quieta y
se tranquiliza, pero consigo todo lo contrario, pues parece
que cada vez está más histérica. De repente, como salidas
de la nada, aparecen miles de manos que rodean a la chica
y comienzan a palparla haciendo que dé un paso atrás si no
quiero ser pisoteado.
—¡Daniela!, ¿qué ocurre? ¿Estás bien? —pregunta una de
las chicas visiblemente nerviosa, en inglés. Daniela, que así
es como se han dirigido antes a ella, se gira hacia la chica
que le ha preguntado y suelta un suspiro a la vez que deja
de dar saltos. Doy un paso hacia la derecha para poder
verla entre el grupo de chicas y, cuando lo hago, en lo único
en lo que puedo pensar es en lo bonita que está a pesar de
tener el pelo revuelto —como si acabara de meter los dedos
en un enchufe y le hubiese dado la corriente—, las mejillas
sonrosadas y los ojos brillantes. Del gorro que llevaba sobre
la cabeza, ni rastro. Creo recordar que ha salido volando en
cuanto ha comenzado «la danza».
Sus ojos se encuentran con los míos y arruga la nariz en
un gesto muy mono.
—Nada, no pasa nada. Él —me apunta con el dedo índice
— me ha dicho que tenía algo en el pelo y no sé por qué he
pensado que sería una araña. Ya sabes el pánico que les
tengo, así que me he puesto un poco histérica. —Creo
entender que le contesta eso, pues lo hace en un perfecto
inglés y, aunque yo lo hablo con bastante fluidez, ahora
mismo no sé ni si sería capaz de conjugar el verbo to be,
que es como nuestro a, e, i, o, u.
La chica que ha conseguido tranquilizarla se agacha a
recoger el gorro del suelo, se lo coloca de nuevo a Daniela
con dulzura sobre la cabeza y le pasa un brazo por los
hombros. Después se gira para fulminarme con la mirada.
Yo, por mi parte, no puedo hablar. Y, ya puestos, ni
moverme. Busco a Daniela pero ella ha decidido rehuir mi
mirada y centrarla en la arena.
La amiga chasquea los dedos frente a mí, captando mi
atención.
—Mira… como te llames. La prueba estaba clara: ella se
acercaba a ti, tonteaba un poco, conseguía que la invitaras
a una copa y adiós muy buenas. Pero está claro que la cosa
no ha salido bien. Así que, hasta la próxima. Vámonos,
Daniela.
Me da una palmada en el brazo, ¡una palmada!, y acto
seguido desaparece con todo su séquito; la chica del
pompón amarillo va arropada bajo su brazo. Yo me quedo
ahí plantado con cara de imbécil y sin tener ni puñetera
idea de qué narices acaba de pasar.
Luego me rio de la vida de Paula, pero la mía es para
escribir un libro. O dos. Me ha dado tal bajón que hasta se
me han quitado las ganas de fiesta y de todo. Pienso en mi
amiga Paula y mi teoría del vudú cobra más fuerza que
nunca. Como si la viera.
Saludo con un movimiento de cabeza al recepcionista de
nuestro edificio cuando paso por su lado, pero está
demasiado ocupado consultando algo en el móvil para
prestarme atención, así que avanzo hasta perderme en el
ascensor. Solo tengo ganas de meterme en la cama y no
despertar hasta el año que viene. Quedan apenas unos días,
así que tampoco creo que sea tan difícil.
Nunca me había considerado un tío gafe. Un poco
patoso… bueno, vale, pero nunca un tío con tan mala suerte
para todo. Pero es que lo de hoy se parece más bien a un
guion orquestado por los hermanos Marx que a la vida real.
Cuando veo la puerta de nuestro apartamento a lo lejos
estoy a punto de aplaudir. Hasta que me acerco y lo
escucho; un jadeo, dos, tres, un golpe seco contra lo que
parece una pared y un grito de mujer.
—Venga, hombre. No me jodas.
Me acerco hasta la puerta con el número treinta y rezo
para que esos jadeos y gruñidos no salgan de ahí. Pero,
como no podía ser de otra manera, y porque la vida me
odia, todo eso sale de mi apartamento. El gilipollas de mi
amigo se ha venido aquí con su conquista.
—¡¡Que ella vive aquí, so imbécil!! ¡¡Os podríais haber ido
a su casa a follar y dejarme a mí dormir!! —grito mientras
golpeo con la palma de la mano la puerta. Los chillidos
frenan de golpe, haciéndome sentir un poco mierda por
cortarle el rollo a mi amigo.
En menos de tres segundos la puerta se abre. Marcos,
tapado con una toalla minúscula, me mira desde el otro
lado. Entorna la puerta a su espalda para que no pueda ver
dentro. Aunque, como ya he dicho antes, la habitación es
tan pequeña que es difícil no hacerlo.
—Hola, ¿qué tal? —Saludo a la pobre chica asustada
que hay sobre la cama de mi amigo y que está tapada con
una sábana. Intento sonreír, pero hasta yo sé que mi cara
debe de dar pavor.
Marcos da un paso al frente y entorna un poco más la
puerta. Alzo la mano y la pongo justo frente a su cara.
—Alto ahí, campeón. Como te muevas un poco más
tapado solo con esa toalla voy a ver a tu soldado saludando
y ya es lo único que me falta para querer tirarme por una
ventana.
—Oye, ¿estás bien?
De repente, sin saber por qué, comienzo a reír de
forma casi histérica. Marcos frunce el ceño y eso me hace
reír todavía más fuerte.
—¿Bien? Me preguntas si estoy bien, ¿no? Mmm…
déjame que lo piense. —Me golpeo el dedo índice contra la
barbilla mirando al techo. Vuelvo a reír y bajo la vista hacia
mi amigo—. No, Marcos. No estoy nada bien. Esta ha sido
una muy mala idea.
—¿El qué, exactamente?
—¡Todo! El viaje, el puto vuelo, las turbulencias, elegir
viajar a Cerdeña solo porque he visto a un grupo de chicos y
chicas haciendo cola en el aeropuerto que me han hecho
gracia y he pensado… ¿por qué no? ¡Vamos a la aventura!
Pero odio la aventura. ¡La odio! Me gusta tener las cosas
organizadas, narices. Y si las hubiera tenido nada de esto
hubiera pasado. —Mi amigo abre la boca para hablar, pero
lo interrumpo antes de que pueda hacerlo—. Espera, por
favor, que eso no es todo. Además de vivir una situación de
lo más extraña con una chica hace un momento en la playa,
te pones a follar en nuestra habitación. Que a mí no me
importa, ¿eh, Casanova? Folla todo lo que te salga de los
santos cojones, pero… ¿tenía que ser en nuestra
habitación? ¡Que ella vive aquí! ¿Por qué no te la has
llevado a su casa y me dejas a mí dormir la puta mona
tranquilo? ¿Es mucho pedir?
Escucho un clic en alguna parte. Parece que es una
puerta abriéndose.
—Perfecto. Tenemos espectadores.
Voy a ver quién es, pero Marcos es más rápido; me
agarra del brazo y me arrastra hasta meterme dentro de la
habitación.
—Cierra la boca —me exige más que me pide. Se
acerca hasta la cama donde la pobre chica continúa
tumbada y le dice algo al oído. Aunque no debería, porque
sé que es de muy mala educación, la miro. Los ojos están a
punto de salírseme de las órbitas cuando me doy cuenta de
que no es la chica del aeropuerto de esta mañana. Vamos,
la misma con la que se estaba dando el lote en la playa esta
noche. ¿Esta mujer de dónde ha salido?
—Lo tuyo es de Óscar, colega.
—Chitón —me vuelve a decir Marcos sin ni siquiera
mirarme. Ayuda a la chica a levantarse, la tapa bien con la
sábana y esta huye despavorida hasta enconderse en el
baño.
Una bombilla se enciende en mi cabeza. Por eso están
aquí, porque no es la chica de esta mañana. Joder, soy un
bocazas.
Marcos se planta frente a mí con el torso desnudo, la
mini toalla y los brazos en jarras. ¿Cuánto de mal quedaría
que ahora me riera?
—¿Se puede saber qué cojones te pasa? Creía que te
habías ido con aquella chica.
—¿Me has visto con Daniela?
—No tengo ni idea de cómo se llama. Solo sé que te he
visto correr tras una chica en la playa y, después, al no
volver a veros a ninguno, supuse que te habrías ido a su
habitación. Te llamé, te escribí un mensaje, pero al no
recibir respuesta alguna supuse que estarías ocupado. Por
eso vinimos aquí. Si llego a saber que te ibas a poner como
la niña del exorcista me quedo con Albertina en la playa.
—¿De verdad se llama Albertina? —pregunto
susurrando. No quiero que la pobre chica pueda escucharme
y en este cuarto es bastante difícil no hacerlo.
Marcos bufa y pone los ojos en blanco.
—De todo lo que te acabo de decir, ¿es con eso con lo
único que te quedas?
Ahora, el que bufa y resopla soy yo.
Toda la ira con la que he llegado parece desaparecer de
mi cuerpo. De repente, me siento tan cansado que dudo que
pueda sostenerme en pie. Doy un par de pasos hasta llegar
a mi cama y me siento. Apoyo los codos sobre las rodillas y
me sujeto la cabeza con las manos.
La imagen de Daniela recorre mi mente y no puedo
evitar suspirar. En mi vida había visto una chica tan guapa
como ella. No es que me haya rodeado de adefesios todo
este tiempo, de hecho, Estela, la única chica con la que he
estado un tiempo más que prudencial para considerarla
algo serio, era una belleza. Pero lo que sí debo reconocer es
que ninguna me había llamado la atención a primera vista
como ella lo ha hecho. Tiene unos ojos preciosos y una
sonrisa que invita a pecar, y con ese gorrito tan llamativo
sobre la cabeza la hace parecer adorable y dulce. Cuando
me he girado y la he visto solo he podido reaccionar
diciendo «joder», como si fuera subnormal, pero es que no
me salía nada más, y es que su cara me había dejado
noqueado y eso era algo que no me ha pasado jamás.
Después de eso, todo ha sido una sucesión de
catastróficas desdichas. No sé bien cómo contarle a Marcos
lo sucedido porque la verdad es que no tengo ni idea de qué
ha sucedido. No entiendo cómo he pasado de estar
corriendo tras ella para pedirle que no se marchara, a verla
salir espantada con sus amigas como si yo fuese un ogro. Y
todo eso en cuestión de segundos.
Marcos me mira atento todavía de pie y con la ridícula
toalla sobre la cintura. Eso hace que me acuerde de la pobre
chica que tiene escondida todavía en el baño. Me levanto y
voy hacia la puerta.
—Mira, perdona. No tengo ni idea de qué me pasa hoy.
Yo no soy así. Yo no soy ningún dramas. Todo ha sido por el
vuelo que me ha dejado revuelto y no hago más que decir y
hacer idioteces. Discúlpate con la pobre Albertina de mi
parte y termina tu noche. Por lo menos, la tuya está siendo
mejor que la mía. Enhorabuena.
—Pero ¿dónde narices vas ahora?
—A dormir.
Ni siquiera espero a que replique. Cierro la puerta a mi
espalda y bajo los tres pisos andando.
El recepcionista sigue exactamente en la misma
posición en la que estaba cuando llegué. Esta vez no me
molesto en saludarlo. Salgo al frío de Cagliari y ando hasta
la playa. Me ha parecido ver una zona un tanto rocosa
mientras estaba en la playa esta noche. Una zona que me
recuerda a ese trozo de playa que tengo en Valencia y que
una vez, hace ya tantos años, me enseñó mi padre. Ese
trozo que se convirtió en algo nuestro, solo de él y mío, y al
que voy a perderme de vez en cuando.
Capítulo 9
Miro la hora en el reloj del móvil y me entran ganas de llorar
cuando me doy cuenta de que son solo las tres de la
mañana. Y yo que creía que estaba a punto de amanecer.
—Qué día más intensito estoy teniendo. ¿Es que no
piensa terminarse nunca? —Una ola rompe demasiado cerca
golpeando contra las rocas en las que estoy sentado y
consiguiendo que unas gotas de agua se cuelen por la
pernera del pantalón—. Genial. Solo falta que me moje, coja
una pulmonía y me muera. Por lo menos, espero que mi
cuerpo lo donen a la ciencia. No me haría ninguna gracia
terminar mis días en la tierra siendo devorado por gusanos,
y la idea de quemarme tampoco es que me entusiasme
demasiado.
—¿Eres de esos a los que les gusta hablar solos en voz
alta? Porque si es así, da un poco de miedo.
Esa voz. ¡Esa voz! Me giro sobresaltado y la veo. Daniela.
La chica de la playa. La chica de la sonrisa preciosa y el
pompón amarillo en la cabeza está de pie frente a mí. Y
sonríe. Vaya si lo hace.
Si no estuviera sentado estoy convencido de que me
caería de culo ahora mismo. Dudo entre abrir la boca o
mantenerme callado. Ella parece notar mi incomodidad,
porque señala la roca que está a mi lado y pregunta:
—¿Puedo?
Miro la roca, la miro a ella, y entonces caigo en que me
está preguntando si puede sentarse. Asiento y ella sonríe.
Avanza despacio, con cuidado de no meter el pie en algún
agujero y caer. No dudo en levantarme y avanzar hacia ella
con el brazo extendido para ayudarla a llegar. Cuando sus
dedos tocan los míos puedo jurar que noto una corriente
atravesarme el brazo entero.
Daniela toma asiento y yo la imito segundos después.
Aunque es noche cerrada la luna me concede la suficiente
luz con la que poder admirar su perfil; sus labios, con el
inferior más grueso que el superior; su nariz respingona, con
alguna peca por allí, otra por allá; y sus ojos con sus largas
pestañas. En la cabeza sigue llevando el gorro y en el cuello
la bufanda a juego.
Ella a mí no me mira, aunque sé que es perfectamente
consciente del escrutinio al que está siendo sometida.
Aparto la mirada de su rostro y clavo la vista al frente. Los
minutos pasan y ninguno dice nada. Nos limitamos a
admirar el mar con su horizonte infinito al fondo, y a ver
cómo se refleja la luna en el agua. Es una estampa preciosa.
—Siento mucho el desastre de antes —digo tras lo que
me parece una eternidad. Alguno de los dos tenía que dar el
primer paso y estaba claro que tenía que ser yo. Daniela se
gira y me mira. Carraspeo, aclarándome la voz—. Siento
mucho lo de antes. Quiero que sepas que cuando me has
hablado y me he quedado callado ha sido porque soy idiota,
eso está claro, pero también porque no sabía qué decir. De
repente, me he girado, te he visto ahí de pie mirándome, he
pensado que eras guapísima y me he quedado sin habla. No
me había pasado jamás, te lo juro. Normalmente, soy
bastante hablador, pero, antes, no sé... Creo que es la
primera vez en mi vida que no sabía qué decir.
Creía que saldría huyendo tras mi confesión, pero no.
Todo lo contrario. Una sonrisa enorme, capaz de iluminar la
mismísima Torre Eiffel, se extiende por toda su cara.
—Es lo más bonito que nadie me ha dicho jamás.
—¿De verdad? Porque en mi cabeza ha sonado bastante
cursi y he pensado: «Muy mal, Pedro. Seguro que la
espantas de nuevo».
Se ríe, y ese sonido me parece el más bonito del mundo.
—Sobre eso... Yo también debería disculparme. No tendría
que haber salido corriendo de esa manera. Yo nunca hablo
con chicos. Nunca. Bueno, no es que nunca haya hablado
con ellos... porque hablar, hablo, Mucho. Aunque tampoco
tanto, ¿eh…? No te creas. —Aunque está oscuro puedo
percibir un pequeño rubor cubrir sus mejillas. Un rubor que
solo consigue hacerla todavía más adorable—. La cuestión
es que no soy nada lanzada. Me da vergüenza todo y mucho
más dar el primer paso. Pero he venido a Cagliari con unas
amigas, estamos de vacaciones y hemos pensado, ¿por qué
no jugamos a lo de verdad o atrevimiento? ¿Sabes qué
juego es?
Asiento.
—Una chorrada, lo sé. Pero llevábamos unas copas de
más y nos apetecía. Total, que ha llegado mi turno y he
elegido atrevimiento. A mis amigas no se les ha ocurrido
nada mejor que decir que me tenía que atrever a ir hasta ti,
que te habíamos visto antes hablando con un chico en
español y, bueno, como te ha dicho antes mi amiga,
conseguir que me invitaras a una copa. Estaba a punto de
negarme a hacerlo porque, como te he dicho antes, me
daba mucha vergüenza, pero el frío ha podido conmigo. Ya
sabes que si pierdes tienes que desprenderte de una
prenda, ¿verdad? —aclara. Asiento y hago un esfuerzo por
no sonreír, pero es muy difícil. ¿Ya he dicho que su
nerviosismo me parece adorable? Se sube la bufanda hasta
taparse la nariz con ella. Si está como la mía debe tenerla
congelada—. Pues eso, que me he acercado a pesar de la
vergüenza que tenía y tú, pues… Como te he visto dudar y
después reírte, me ha dado mucho apuro y por eso he salido
corriendo.
—No me reía de ti. —La corto porque quiero que eso le
quede claro. Asiente con la cabeza, aunque no me mira. La
bufanda se resbala y yo aprovecho para alargar el brazo,
sujetarla por la barbilla con suavidad y girarla para poder
quedar frente a frente y que me mire a los ojos. Espero que
sea capaz de leer la sinceridad en ellos—. No me reía de ti,
te lo juro. Me ha hecho mucha gracia tu balbuceo, eso es
todo.
—Es que hablo mucho cuando estoy nerviosa.
—Me he dado cuenta.
—Acabo de confesar que me pones nerviosa, ¿verdad?
—Yo he confesado primero que soy idiota.
Sonríe y, joder, no puedo evitar desviar la vista hasta sus
labios y pensar en cuánto me gustaría poder besarlos.
—¿Por qué estás aquí a estas horas de la noche?
Aparto los ojos de su boca y busco su mirada. Ahora que
la tengo tan cerca puedo ver que tiene los ojos marrones,
aunque juraría que hay alguna mancha verde en ellos. Pero
con esta luz es difícil acertar. Me acuerdo de Marcos y de la
pobre Albertina y no puedo evitar romper a reír a
carcajadas. Me da tal ataque de risa que no consigo parar.
Daniela me observa con la cabeza ladeada y la duda se
refleja en su rostro.
—Lo siento. Es solo que… —Me paso la mano por la nuca,
frotándola, mientras intento controlar la respiración—. Ese
amigo con el que me has visto antes, digamos que ha
triunfado esta noche y que no puedo subir a mi habitación
porque no estoy invitado a la fiesta.
—Oh. —Su boca forma una preciosa «o», con lo que solo
consigue que mis ganas por besarla aumenten.
—Sí. Así que no me ha quedado otra que venir aquí a
hacer tiempo.
—Pero hace muchísimo frío.
—Me he dado cuenta. No sé si voy a poder levantarme
luego de esta roca porque creo que se me han congelado
los dedos de los pies.
Ambos reímos, y no puedo volver a pensar en que su risa
es preciosa, además de contagiosa.
—Y tú, ¿qué me cuentas? ¿Cuál es tu delito? Creía que te
habrías ido al hotel con tus amigas.
—Esa era la idea. —Pasa la mano por la roca, coge una
pequeña piedrecita y la lanza al mar—. Teníamos pensado
regresar al hotel, pero uno de los chicos a los que hemos
conocido esta noche nos ha propuesto ir a un bar de aquí al
lado. Ellas han aceptado y hemos cambiado de planes.
—Pero tú no estás en ese bar.
Daniela deja de mirar al frente para mirarme a mí. Se
pinza el labio inferior, una manía que también tiene mi
hermana Eva cuando está nerviosa. ¿Cuánto de ridículo es
pensar que me encantaría comérmela a besos ahora
mismo?
—Cuando salíamos de uno de los locales para ir a otro me
ha parecido verte a lo lejos y en un impulso les he dicho que
yo no iba y he venido hasta aquí.
—¿Lo dices en serio? —pregunto incrédulo. Daniela se
encoge de hombros y sonríe de forma inocente—. Me
encanta que lo hayas hecho.
—¿De verdad?
—Antes me he quedado con las ganas de hablar contigo.
—Yo también.
Nos quedamos callados, mirándonos. Lo único que se
escucha es el sonido de las olas rompiendo contra las rocas.
La tensión es palpable y yo solo puedo pensar en
acercarme, acariciar su mejilla y besarla.
—Siento mucho si antes te he parecido una loca. Por lo de
las arañas y por lo de salir corriendo.
—No me has parecido ninguna loca.
—Me alegra mucho oírlo.
—Me acabo de dar cuenta de que ni siquiera te he dicho
mi nombre.
—Pedro. Te llamas Pedro. —Ríe ante mi cara de
desconcierto.
«Muy mal, Pedro. Seguro que la espantas de nuevo»,
pienso.
Se encoge de hombros.
—Lo has dicho antes, así que he supuesto que te llamas
Pedro. Yo me llamo…
—Daniela. —Ahora la que mira con incredulidad es ella—.
Así es como te llamó tu amiga cuando te dio el ataque de
histeria por unas arañas inexistentes.
—Me has dicho que no te he parecido una loca. —Me
golpea en el hombro fingiendo estar ofendida. Levanto las
palmas de las manos en son de paz.
—No he dicho que estés loca, pero sí eres bastante
graciosa. Por cierto, ¿por qué unas arañas, precisamente?
—Porque les tengo pavor. Pero mucho. Y no paro de soñar
en que un grupo de arañas vienen y me atacan.
—Y se comen tu pelo.
—Y se comen mi pelo.
—Deben de ser unas arañas muy grandes.
—Enormes.
La conversación con ella es fluida, como si nos
conociéramos de toda la vida. Gesticula mucho mientras
habla y eso es gracioso. El nerviosismo que me ha parecido
detectar el principio hace rato que ha desaparecido.
—Por cierto, es Ella.
—¿Qué?
—Me llamo Daniela, pero prefiero que me llamen Ella.
—Ella, para la señorita. —Le guiño un ojo, consiguiendo
que se ruborice. Yo, por mi parte, me hincho como un pavo
el día de Navidad.
Un jaleo a lo lejos capta nuestra atención. Un grupo de
chicos y chicas bajan corriendo hacia la playa entre risas y
muchos gritos. Saco el móvil del interior de la chaqueta,
miro la hora y alucino al ver que son casi las seis de la
mañana. ¿Llevamos tres horas hablando? Cuando le digo la
hora a Ella, no puede evitar pegar un pequeño brinco al
reparar en lo tarde que es. Se levanta, saca unos guantes
también amarillos del bolsillo de la chaqueta y se los coloca.
—Será mejor que me marche ya a dormir.
—Sí, yo también.
—¿Podrás entrar en tu habitación? Por tu amigo, ya
sabes.
Tiene razón. Ya ni siquiera me acordaba de Marcos y de
por qué estoy aquí. No quiero sonar borde ni mal amigo,
pero espero que, por su bien, haya terminado ya. Necesito
entrar en esa habitación a ducharme y dormir doce horas
seguidas como mínimo.
—Bueno, Pedro. Gracias por esta charla y siento mucho lo
de antes. Si vas a estar unos días más por aquí, supongo
que ya nos veremos. Cuídate. —Me mira durante unos
segundos, después da media vuelta y comienza a andar por
las rocas con cuidado para bajar a la arena.
¿Ya está? ¿Esto termina aquí? Yo no quiero eso. Quiero
seguir viéndola. Volver a hablar con ella.
—¡Daniela! —grito, deteniéndola. Avanzo hasta situarme
junto a ella—. ¿Te gustaría quedar mañana? Bueno, más
bien, dentro de unas horas, para comer, merendar o lo que
se tercie según la hora que sea.
Se cruza de brazos a la altura del pecho, inclina
ligeramente la cabeza y sonríe. ¿He dicho ya que esta chica
tiene la sonrisa más bonita del mundo?
—¿Me estás pidiendo una cita?
—Puede. ¿Te gustaría? —Hace como que se lo piensa y,
finalmente, asiente. Mis labios se estiran en una gran, gran,
gran sonrisa.
—Me alojo en el hotel Villa Sveva. ¿Nos vemos en la
recepción dentro de siete horas?
—Hasta dentro de siete horas, Ella.
—Hasta dentro de siete horas, Pedro.
Ahora sí. Da media vuelta y comienza a andar. Yo me
quedo mirándola hasta que desaparece por completo. Miro
el móvil. No he recibido ningún mensaje por parte de
Marcos en el que me avise de si ya hay vía libre o no. Pero
me da igual. Dormiré con tapones si hace falta, pero yo
necesito descansar. Tengo una cita y paso de correr el
riesgo de quedarme dormido cuando esté con ella.
Capítulo 10
Cuando llegué a la habitación el ligue de Marcos ya se había
marchado y este roncaba en su cama. Me di esa ducha que
tanto me merecía y me metí en la cama dispuesto a dormir
durante varias horas seguidas. El problema es que me costó
bastante conciliar el sueño.
Estaba nervioso. ¿Qué digo nervioso? ¡Estaba histérico!
La imagen de Daniela no hacía otra cosa que venir en forma
de bucle a mi mente. Sus ojos, su pelo, su sonrisa, su
rosto… ¡Su todo! Encima, comencé a ser consciente de que
en apenas unas horas teníamos una cita y que no tenía ni
idea de qué hacer o a dónde llevarla. Eso solo consiguió
ponerme más nervioso y que el sueño no llegara. Lo
máximo que conocía era el restaurante de Carlo y la playa
en la que ya habíamos estado. No me quedó otra que entrar
en youtube y buscar vídeos sobre la ciudad. Aunque de
poco me sirvieron, porque todos eran vídeos de playas
paradisíacas y lugares espectaculares que visitar en verano,
y estábamos en el puñetero invierno. Al final, con el móvil
en la mano y la cabeza dándome vueltas, conseguí conciliar
el sueño.
Al despertarme, lo he hecho fresco como una lechuga y
dispuesto a comerme el mundo, además de contento
porque me han traído la maleta y tengo todas mis
pertenencias conmigo. Marcos no ha parado de reírse de mí
y de preguntarme si me había fumado algo. Pero yo he
ignorado sus pullas y, aunque me he sentido un poco mal al
principio por dejarlo solo en nuestro segundo día de
vacaciones, se me ha pasado en cuanto me ha asegurado
que iría al bar de Carlo y le preguntaría por esas clases de
surf que su amigo nos estuvo comentando anoche.
Y ahora estoy aquí pareciéndome más a mi hermana Eva
de lo que nos hemos parecido nunca, porque las ganas que
tengo de morderme todas las uñas de las manos no son
normales. Hace veinticinco minutos que llevo esperando a
Daniela en el vestíbulo del hotel que me ha indicado. Me he
paseado tanto de un lado a otro por la recepción que el
recepcionista ya me está mirando raro.
No he podido pedirle que llame a su habitación y la avise
de que estoy abajo porque no tengo ni idea de cuál es. Así
como tampoco sé su apellido o un número de teléfono en el
que poder localizarla. ¿Y si me he equivocado de hotel?
Está a punto de darme un infarto por culpa de los nervios
cuando las puertas del ascensor se abren y Daniela
aparece. Me cago en la puta. Si bajo la luz de la luna es
guapa, a la luz del sol es espectacular.
Hace un pequeño barrido por la estancia hasta que sus
ojos dan conmigo. Estoy parado en mitad del hall y juraría
que tengo la boca tan abierta que sería capaz de tocar el
suelo con la mandíbula. Se acerca hasta situarse a escasos
metros de distancia y yo no puedo evitar estudiarla entera.
Su pelo es de color marrón con tonos dorados. Ahora no lo
lleva tapado por ningún gorro, si no que le cae en cascada
hasta los hombros. Sus ojos, como me parecieron anoche
bajo la luz de la luna, son marrones con alguna motita
verde. Son grandes, expresivos y brillan. Brillan mucho. Los
labios gruesos, más el inferior que el superior, y están
pintados de color rosa. Son unos labios que invitan al
pecado, porque no puedo evitar fantasear con la idea de
agarrarla por las mejillas, acercar mi boca a la suya y
probarlos hasta que ambos nos quedemos sin aliento. Trago
saliva con bastante dificultad y me obligo a comportarme, a
eliminar esa escena de mi cabeza y centrarme en saludar. O
algo.
—Estás realmente preciosa.
—Gracias. Tú tampoco estás nada mal.
¿Está coqueteando? Eso ha sido un coqueteo en toda
regla, a mí que no me digan. Se coloca de puntillas y me da
dos besos, uno en cada mejilla. No puedo evitar cerrar los
ojos y aspirar su aroma.
—Fresas. Hueles a fresas.
Una risita me hace abrir los ojos. Daniela me está
mirando y yo acabo de ser consciente de que lo he dicho en
voz alta.
—¿Qué te apetece hacer?
Si le digo que besarla hasta que ambos nos quedemos sin
aliento, ¿sería pasarme mucho para una primera cita? No sé
si puede leerme el pensamiento o es que me he vuelto muy
transparente, pero se sonroja hasta las orejas. El ruido de
mis tripas me espabila, recordándome que ni siquiera he
desayunado.
—¿Qué te parece si empezamos por comer algo?
—Me parece perfecto.
Coloco mi mano sobre la espalda de Daniela guiándola
hasta la puerta y disfrutando del cosquilleo que su contacto
me produce.
Si le describiera todo esto a mi hermana y a la
descerebrada de Paula se descojonarían en mi cara. Pero,
como no lo voy a hacer, a tomar por culo. Pienso disfrutar
de cada momento.
Andamos hasta un pequeño restaurante que hay a unas
calles de distancia, pegado al paseo marítimo. Hoy ha salido
el sol y no hace tanto frío como ayer, por eso no me
sorprende ver a la gente dando una vuelta montados en sus
bicicletas. El camarero nos acomoda en una mesa del
interior pegada a uno de los ventanales.
—¿Te gustan? —pregunta, señalando las bicicletas con la
cabeza—. Las estabas mirando con una sonrisa en la cara.
—¿Sí? Bueno, tampoco es que eso sea muy raro. Soy
profesor de educación física o, por lo menos, pretendo serlo
en un futuro. Ahora mismo trabajo dando clases
extraescolares en algunos colegios.
—¿De qué?
—Baloncesto, principalmente. Soy un forofo. Debería
haber nacido en Estados Unidos y haberme dedicado a ello
profesionalmente. Me toca las narices que en España no se
le dé tanta importancia como al fútbol, cuando este es
mucho más competitivo y rudo que el baloncesto.
—¿Por qué no has intentado dedicarte a ello
profesionalmente? En España está claro que el fútbol es el
deporte estrella, pero eso no quiere decir que no tengáis
buenos baloncestistas, ¡no?
El camarero se acerca en ese momento con las cartas y
nos da una a cada uno. Se me hace la boca agua con cada
plato que leo y, para darle más énfasis a mis pensamientos,
la tripa me ruge tan alto que es imposible que Daniela no la
haya escuchado.
—No sabía que teníamos un tigre aquí con nosotros.
—Madre mía, estoy famélico. ¿Por qué tú no estás igual
que yo?
—He desayunado.
—¿Cuándo?
—Antes de irme a dormir y justo después de despertarme.
No soy persona si no consigo mi ración de café y algo de
bollería que llevarme a la boca.
¿Puede la palabra «bollería» sonar sexy y erótica? Hago a
un lado el rumbo que están tomando mis pensamientos y
me concentro en el camarero que espera impaciente
nuestra comanda. Termino pidiéndome unos Spaghetti
Aglio, Olio e Peperoncino con extra de ajo y un toque de
pimienta. El camarero se marcha y nosotros reanudamos
nuestra conversación. Daniela me cuenta que ha venido a
Cagliari con unas amigas de vacaciones. Todas estudian
enfermería y querían desconectar un poco estas Navidades.
Llegaron ayer como nosotros, aunque ellas van a quedarse
quince días, no como Marcos y yo, que estaremos aquí solo
una semana. No tienen ningún plan establecido. Van
pensando las cosas sobre la marcha porque eso de hacer
planes y tenerlo todo planificado no le va mucho a ninguna.
No puedo evitar reírme ante su respuesta y le explico que
yo soy todo lo contrario, aunque no tanto como mi amigo
Javier, que a veces creo que sería capaz de planificar hasta
las veces que debe estornudar en un día. Daniela cree que
lo digo de broma, pero solo tendría que conocerlo para
saber que no miento.
Me cuenta que su padre es español y que se llama
Gonzalo, de ahí que hable tan bien mi idioma. Su madre era
británica. Se conocieron en un viaje a Londres que hizo su
progenitor con unos amigos para celebrar que habían
terminado la carrera de derecho. Se conocieron la primera
noche en un pub y se enamoraron. Él no dudó ni un instante
en quedarse en la ciudad con ella. Sin embargo, unos años
después, cuando Daniela era pequeña, su madre murió,
quedándose los dos solos. Podrían haber vuelto a España
con la familia de él, pero su padre decidió que Londres era
la casa de ambos y que ya habían tenido muchos cambios
como para hacer otros.
La tristeza que empaña su cara al hablar de su madre es
tan grande que no me lo pienso dos veces. Alargo el brazo
por encima de la mesa hasta alcanzar sus dedos que juegan
con la servilleta para entrelazarlos con los míos. Mi gesto la
sorprende, a tenor de cómo abre los ojos y mira nuestras
manos unidas. Temo que la aparte o que me diga algo. Pero
no hace ni una cosa ni la otra. Al contrario. Me aprieta fuerte
y me enseña esa sonrisa a la que sin darme cuenta me he
hecho adicto.
Un carraspeo nos hace mirar a nuestra derecha. El
camarero, que nos mira con cara de pocos amigos y como si
estuviera asqueado de la vida, nos indica con un gesto de la
cabeza que apartemos los brazos para poder dejar los
platos con nuestra comida. Las ganas que tengo de decirle
que se vaya a la mierda son tan grandes que me sorprende
no hacerlo. Seguramente, sea porque Daniela se suelta de
mi agarre, coloca ambas manos sobre su regazo y le sonríe
al camarero, dándole las gracias en un perfecto italiano.
—¿También hablas italiano?
—No, qué va. Son las frases típicas que he aprendido para
poder desenvolverme mínimamente.
—¿Y cuáles son? Si puede saberse.
—A ver, déjame que piense. —Se golpea la barbilla con el
dedo índice de forma pensativa. Enrollo un puñado de
espagueti con el tenedor y me los llevo a la boca. En cuento
lo hago siento que quiero morirme porque esto quema
muchísimo. Daniela me mira preocupada—. ¿Estás bien? —
Asiento, porque no puedo abrir la boca—. ¿Seguro? Te estás
empezando a poner rojo.
Mierda. Mierda. Mierda. Además de lo que queman pican
un huevo. Hago un gesto con la mano restándole
importancia. Cojo la servilleta y me tapo la cara para
limpiarme de forma disimulada las lágrimas que empiezan a
rodar por mi mejilla. Una mano con un vaso de agua
aparece en mi campo de visión. Alzo la vista y me encuentro
a Daniela de pie a mi lado mirándome mientras intenta
aguantarse la risa. Trago el puñado de pasta como puedo y
me bebo el vaso de un trago casi sin respirar.
—Como sigas intentando aguantarte la risa vas a
terminar explotando.

Como no podía ser de otra manera rompe a reír. Por sus


mejillas también ruedan lágrimas, pero nada tienen que ver
con las mías. Vuelve a su asiento entre hipidos y perdones,
pero le cuesta mucho parar. Yo bebo más agua y pido pan.
—¿Para qué quieres pan?
—Alguien me dijo una vez que la molla del pan era lo
mejor para la comida picante.
Niega con la cabeza y levanta la mano llamando la
atención del camarero.
—¿Puedes traernos un vaso de leche? Que sea fría, por
favor.
Ante mi mirada de incredulidad me explica que ese sí es
un buen remedio para contrarrestar el picor de las comidas.
—También sirve un yogurt o un vaso de cerveza bien fría
que tenga alcohol y un chorro de zumo de limón.
—¿Lo mejor no sería beber un vaso de agua bien fría?
—Normalmente, la comida picante tiene un compuesto
que se llama capsaicina que es lo que hace que pique. Es un
aceite que, como tal, no se disuelve con el agua, sino todo
lo contrario. Se expande más y la sensación de picor es
mayor. Podemos mezclar agua con vinagre, pero no creo
que te guste mucho el experimento.
Mi cara de horror ante tal visión confirma sus palabras. El
camarero llega con mi vaso y me lo bebo casi de un trago.
En cuestión de segundos, siento cómo el picor se va
disipando y vuelvo a ser persona.
—¿Estás mejor?
Asiento, aunque le pido al camarero que me traiga otro
vaso de leche. Solo por si acaso. Soplo y como de mi plato
despacio, en pequeñas cantidades. Ninguno de los dos se
acuerda de qué estábamos hablando antes, así que me pide
que le cuente algo de mí.
Además de mi profesión, de la que ya hemos hablado, le
cuento que yo también he perdido un progenitor. En este
caso, a mi padre y, como ocurrió con su madre, fue por
culpa del cáncer. Para que el ambiente no se entristezca
demasiado decido hablarle de mi hermana y de Marcos,
Paula y Javi que, aunque no sean mis hermanos carnales,
como si lo fueran.
Se ríe cuando narro alguna anécdota de los cinco, sobre
todo, de cuando éramos pequeños y nos reuníamos en el
jardín de la casa de mi infancia y hacíamos más el indio que
otra cosa; de los piques de Marcos por culpa de su hermana,
de las pullas constantes de esta hasta sacarnos de quicio,
del orden y la tranquilidad con la que Javi siempre trataba
de llevar las cosas o con la sonrisa y templanza con la que
Eva nos sabía llevar a todos.
Ella, por su parte, me confiesa que es hija única, aunque
siempre deseó tener una hermana pequeña o un hermano
con el que poder jugar, escalar árboles, hacer aguadillas, ir
a esquiar o, simplemente, pasar el rato. Pero su madre
nunca consiguió volver a quedarse embarazada. Después,
pasó lo que pasó y aunque su padre tuvo alguna que otra
relación, ninguna fue lo suficientemente seria como para
llegar a algo más.
—¿Y lo echaste de menos? Tener una madre, digo.
—A veces, sí. Sobre todo, cuando veía a mis amigas con
las suyas y me daba cuenta de que yo nunca volvería a
tener eso. Pero se me pasaba todo en cuanto llegaba a casa
y me encontraba a mi padre en su despacho enterrado
entre papeles, pero siempre listo para mí. Incluso fue capaz
de averiguar cómo se ponía una compresa y un tampón
para enseñármelo a mí llegado el momento.
—¿En serio?
—Te lo juro. Casi me muero cuando me lo vi entrar en el
baño con ambas cosas en la mano. Estuve a punto de
gritarle y decirle que saliera por esa puerta
inmediatamente, pero vi su cara apurada y sus ojos
brillantes. Vi el esfuerzo que él había puesto en ese
pequeño detalle y le dejé que me lo explicase muerta de
vergüenza, pero lo hice. También aprendió sobre maquillaje
e intentó aprender sobre moda, aunque sus gustos no
coinciden muchas veces con el mío. Siempre intentó
enseñarme todo lo que mi madre tendría que haberme
enseñado.
—Suena a que es genial.
—Sí que lo es. Es el mejor.
La conversación entre Daniela y yo es sencilla y amena,
además de dulce. Es muy fácil hablar con ella. Me hace reír
y me encanta verla sonrojarse cuando le hago algún
cumplido de más o cuando se pone nerviosa.
No tengo ni idea de cuánto tiempo hemos estado ahí
dentro, pero cuando salimos vuelve a refrescar y queda
poco sol. Echo un vistazo al móvil y suspiro al ver que el
grupo de WhatsApp donde estamos los cinco tiene más de
doscientos mensajes. Casi todo son fotos de Marcos con el
traje de neopreno y sobre la tabla de surf. También tengo un
privado suyo en el que me informa de que sigue con Carlo y
que si no tiene noticias mías llegará para la hora de cenar.
Observo de reojo a Daniela, quien también está mirando su
teléfono, y me pregunto si tiene que irse, si ha quedado con
sus amigas y debe marcharse ya. Un nudo se me forma en
la boca del estómago al darme cuenta de que yo no estoy
dispuesto a dejarla marchar todavía.
Guardo el móvil en el bolsillo de la chaqueta, tiro con
suavidad de su mano para detenerla y decido que a la
mierda. Si quiero estar con esta chica se lo digo y punto.
¿Qué es lo peor que me puede pasar? Que me diga que no.
Pero ¿y lo mejor? Que me diga que sí.
Capítulo 11
Me dijo que sí esa tarde, y por la noche. Y al día siguiente.
También me ha dicho que sí hoy, cuando le he vuelto a
proponer quedar para cenar. No le he dicho que vamos a ir
a un sitio de música jazz que me ha recomendado Carlo y
que está relativamente cerca de donde nos alojamos.
Ayer, mientras hablábamos de música, me confesó que su
estilo favorito era el jazz. Su padre es un gran aficionado y
se lo ha estado poniendo desde que llevaba pañales, por lo
que ya es imposible que no le guste. Su compositor favorito
es un tal Duke Ellington. Alguien que, por supuesto, yo no
tenía ni idea de quién era hasta que buscó una de sus
canciones y me hizo escucharla.
Daniela, o Ella, como no ha parado de insistir en que la
llame, me ha estado diciendo que sí todas y cada una de las
veces en las que le he preguntado si quería hacer algo, aun
sin necesidad de decirle qué. Ella ya tenía la afirmación
preparada.
Aunque estamos los dos solos la mayor parte del tiempo,
tanto sus amigas —que me he dado cuenta de que están
como puñeteras cabras y que harían muy buenas migas con
la descerebrada de Paula—, como Marcos nos han
acompañado otras tantas veces. En alguna ocasión me he
planteado si no estaría siendo muy mal amigo al dejarlo
tantas veces solo, pero además de que él me ha asegurado
que no, ha hecho muy buena amistad con Carlo, quien se ha
propuesto enseñarle el encanto de la ciudad. Y han sido
pocas las veces en las que no lo he visto acompañado de
alguna que otra mujer calentándole la cama, el cuerpo y el
alma.
Pero hay algo que continúa estando ahí. A ojos de los
demás es un tío abierto, simpático y muy divertido. Se ríe
con todos y de todos. Gasta bromas y no para quieto ni un
momento. Pero yo lo conozco lo suficiente como para saber
que hay algo más. Creía que se le pasaría en cuanto
saliéramos de Valencia. Ese era el objetivo de este viaje,
¿no? Pero a veces me da la sensación de que en vez de ir a
menos va a más. Y no sé qué hacer.
Aunque hay otro pequeño problema que me impide
averiguarlo: me he vuelto egoísta, porque solo quiero estar
con Daniela. Sé que eso me convierte en una persona
horrible y en un pésimo amigo, pero no lo puedo evitar. Y lo
peor de todo es que tampoco quiero.
Estaciono el coche en la puerta de su hotel y bajo
corriendo para esperarla en el vestíbulo. No hace falta que
avise de mi llegada. Ella sabe que yo llegaré con diez
minutos de antelación y yo sé que ella se retrasará cinco
minutos.
Me siento en uno de los sofás y pienso en la relación un
tanto extraña que tenemos, pero que a nosotros nos
funciona, y es que pasamos casi todo el tiempo juntos y
sabemos muchas cosas el uno del otro, pero no son cosas
importantes. Es decir, no tengo ni idea de cuál es su
apellido, ni ella el mío. Sé que vive en Londres, pero me he
dado cuenta de que no tengo ni idea de si es en la capital o
en algún pueblo. Ella ni siquiera sabe que vivo en Valencia.
Y una de las cosas más curiosas de todas es que no tengo
su número de teléfono y ella no tiene el mío. Esa primera
noche en la playa no se lo pedí. Ni se me ocurrió hacerlo.
Después, hemos ido quedando en un sitio y acudiendo sin
más a la hora acordada.
Las puertas del ascensor se abren con un suave clic.
Regreso al presente en cuanto veo a Daniela aparecer tras
ellas. Por primera vez desde que la conozco lleva el pelo
recogido en un moño despeinado. No puedo verle la parte
de arriba, pues lleva un abrigo negro que le tapa el cuerpo
entero, pero sí observo que lleva unos vaqueros que se
ajustan a la perfección a sus piernas y en los pies unas
botas negras con un tacón de infarto. Ni rastro de las
deportivas a las que ha estado acostumbrada a llevar hasta
ahora, a excepción de las botas de la primera noche.
No puedo evitar silbar en cuanto se planta frente a mí. Se
ríe y me palmea el brazo.
—Cállate.
—No puedo, es que estás preciosa.
—No sé si es un halago o debo sentirme ofendida. Lo
dices como si te acabases de dar cuenta. —Me acerco para
poder hablarle al oído.
—¿De que eres preciosa? No. De eso me di cuenta en
cuanto me giré y te vi ahí plantada a mi espalda. Lo único
que he hecho ahora es decirlo en voz alta.
Me aparto despacio, reprimiendo el impulso que tengo de
enterrar la nariz en su cuello y aspirar el aroma a fresas y
limón que me llega. Me sitúo a su lado y coloco la mano en
la parte baja de la espalda, guiándola hasta salir a la calle y
pararnos frente al coche. Le abro la puerta del copiloto,
hago una pequeña reverencia y, cuando ya está sentada,
cierro despacio y voy hasta el lado del conductor.
—¿Adónde vamos?
—No tengo ni idea. Espero que el GPS me lleve.
Indico la calle y el coche comienza a dar instrucciones.
Paramos en un semáforo en rojo y me giro para mirarla.
—¿Sabes que te pinzas mucho el labio?
Aparta la vista de la ventanilla y se enfrenta a mí.
—Es que estoy nerviosa. Y no sé si me gusta no saber a
dónde voy.
—¿No te gustan las sorpresas?
—No. O sí. No lo sé.
Vuelve a pinzarse el labio y yo no puedo evitar el impulso
que me lleva a quitar la mano del volante para acercarla a
su boca y soltárselo. La mano me hormiguea por el contacto
y tengo que obligarme a apartarla y cerrarla en un puño
para no tocar cualquier otra parte de su cuerpo. No
hablamos más en todo el trayecto, y lo agradezco. Está a
punto de darme un infarto de lo nervioso que estoy. Me
limito a conducir por las calles de Cagliari siguiendo las
indicaciones del coche hasta llegar a un pequeño local con
la fachada en gris y sin ningún cartel informativo. Reviso la
dirección que me dio Carlo y, tras confirmar que estoy en el
sitio correcto, aparco.
Daniela sale del coche y yo me reúno con ella. Frunce el
ceño mirando hacia un lado y otro de la calle, hasta que su
mirada recae sobre mí. Finjo que lo tengo todo controlado y
que sé exactamente dónde estamos. Abrimos la puerta que
hay frente a nosotros y suelto un largo suspiro cuando una
tenue música llega hasta nosotros. No me he equivocado de
sitio.
Un tío del tamaño de un armario ropero descorre una
cortina también gris que cae hasta el suelo, y nos hace
pasar. En cuanto mis ojos se acostumbran a la luz del local y
puedo ver lo que hay a mi alrededor, estoy casi convencido
de que he caído en la madriguera de Alicia en el país de las
maravillas y de que estoy en otro tiempo. El local apenas
está iluminado, salvo por las velas que adornan las mesas
que hay en el centro y unas cuentas hileras de bombillas
que cuelgan sobre el techo y de la barra que hay al fondo.
Las mesas son de caoba con capacidad para cuatro
personas máximo, y todas están dirigidas hacia un
escenario que hay en uno de los extremos, pegado a la
pared. Sobre él hay un chico que no tendrá más de veinte
años, tocando el saxofón, y una chica más o menos de la
misma edad, al piano. Ambos consiguen que la piel se te
ponga de gallina.
—Esto es increíble —susurra Ella a mi lado sin dejar de
mirar a los dos chicos.
—¿Te gusta?
—¿Gustarme? —Aparta los ojos de ellos y me mira—. Esto
es maravilloso, Pedro. ¿Te crees que es el primer club de
jazz en el que estoy?
—¿En serio?
—Te lo juro. No sé cómo nunca he ido a uno con mi padre
con la cantidad de clubes que hay en Londres.
—Me alegra que no lo hicieras. —Alargo el brazo y le
coloco un mechón que se le ha soltado del moño tras la
oreja—. Eso significa que soy tu primera vez en algo, y eso
me gusta.
Una chica vestida con un traje todo negro y un pequeño
delantal blanco en la cintura viene hacia nosotros y nos pide
que la acompañemos hasta una de las mesas que están casi
en primera fila. Aunque estamos cerca del escenario,
también estamos lo suficientemente alejados como para
poder hablar sin que nadie nos interrumpa y tener cierta
privacidad.
Daniela tarda un poco en decidir qué quiere para cenar.
No puede parar de mirar a las dos personas que no han
dejado de tocar desde que hemos llegado, y yo no paro de
mirarla a ella. Me encanta ser el culpable de la emoción que
se adivina en su cara. Me gusta verla mover la cabeza al
ritmo de las canciones.
La camarera de antes vuelve con un bloc de notas en la
mano, supongo que para tomarnos nota.
—Son buenos, ¿verdad? —pregunta en inglés cuando ve
que Daniela ni siquiera se ha dado cuenta de su presencia.
Esta, al oír la pregunta, se gira sobresaltada hacia la chica.
Lo hace con las mejillas ligeramente sonrosadas y
pinzándose el interior de la mejilla.
—Qué susto.
—Perdona. No pretendía asustarte.
—No, qué va. Es que me he quedado… no sé…
—Tranquila, lo entiendo perfectamente. Yo también suelo
quedarme embobada mirándolos más de una vez.
—Es que son increíbles, y parecen muy jóvenes.
—Sí. Ella, Rosella, tiene veinte años. Él, Niccolo,
veinticinco. Llevan tocando en este pub desde hace tres
años más o menos. Son nuestro número estrella.
—No me extraña. Son una auténtica maravilla.
Es una conversación solo entre ellas dos. Conforme
hablan más se nota la pasión que ambas sienten por este
tipo de música, y ahora que la escucho tan de cerca
entiendo el porqué.
Pedimos la especialidad de la casa que nos recomienda la
camarera y en cuanto nos volvemos a quedar solos
dirigimos de nuevo nuestra atención hacia el escenario. El
chico deja el saxofón en el suelo, se acerca a un lateral del
escenario y coge un micro que coloca en el centro. Dice algo
en italiano, de lo que solo he entendido Frank Sinatra.
—A ese sí que lo conozco.
Se gira hacia la chica que continúa al piano y le guiña un
ojo. Esta comienza a hacer sonar las teclas y la canción
White Christmas inunda la sala. Al poco rato Niccolo
comienza a cantar y, joder, creo que me acabo de
enamorar.
La risa de Ella llega hasta mí. Me observa ladeando la
cabeza.
—Así que te acabas de enamorar.
—¿Lo he dicho en voz alta?
—Ajá —asiente sin dejar de sonreír. Podría sentirme
avergonzado, pero nada más lejos de la realidad.
—No me digas que tú no. Te puedo asegurar que si fuera
mujer me quitaría el sujetador al terminar la función y se lo
lanzaría. Junto con mi número de teléfono.
—¿Me estás diciendo que le tire mi sujetador?
—Por supuesto. ¿Tú te imaginas despertarte con ese
hombre susurrándote cosas al oído? ¿Sabes qué? Puedo
tirarle directamente una servilleta con mi número. No
necesito sujetadores.
Daniela ríe con ganas y en cuanto se da cuenta se tapa la
boca y mira alrededor para ver si alguien se ha percatado.
Pero no. Todos están demasiados enamorados del cantante
como para hacerle caso a algo más.
Una idea me asalta. Arrastro la silla hacia atrás, me
pongo en pie y voy hasta Daniela con la palma de la mano
extendida hacia arriba.
—Aún no nos han traído la comida, la música que suena
es maravillosa y el ambiente no puede ser mejor. ¿Quieres
bailar conmigo?
Mira la mano, me mira a los ojos, otra vez a la mano y,
por último, a la sala.
—No hay nadie bailando —susurra.
—¿Y qué?
—Me da vergüenza.
—¿A la chica que se acercó a mí para ganar una apuesta
le da vergüenza? Al que le tiene que dar vergüenza es a mí,
que me estás rechazando. Venga, Ella. No me dejes así. Mi
ego se está haciendo añicos.
Hago pucheros y muevo los dedos de la mano intentando
captar su atención y darle pena. Aunque es cierto que,
como no me la coja, voy a desear que me coma la tierra y
me escupa en la otra parte del mundo.
No hace falta. Me la coge y se pone en pie. Tiene los
dedos helados en contraste con los míos. Se los aprieto
fuerte y la arrastro hasta situarnos en el centro. Coloco mi
mano sobre su cintura, ella la suya sobre mi hombro, y la
acerco a mí lo suficiente como para que mi mejilla descanse
sobre un lateral de su cabeza. Rezo para que la canción no
esté a punto de terminar y nos mezo despacio.
No cierro los ojos porque tengo miedo de que, al hacerlo,
lo único que consiga sea llevarnos a los dos al suelo. Pero sí
me permito aspirar su aroma y disfrutar de lo que el
contacto de su piel con la mía le hace a mi cuerpo, aunque
sea a través de la ropa.
La canción termina, pero no nos movemos. Nos seguimos
meciendo y, en apenas unos segundos, Niccolo comienza a
cantar otra canción. Esta no la conozco, pero es lo
suficientemente lenta como para permitirme seguir pegado
a ella un rato más. Echo un vistazo al cantante y observo
que nos mira. Me guiña un ojo y alza el dedo pulgar. Me río
interiormente y le doy las gracias moviendo solo los labios.
Estrecho a Daniela un poquito más contra mí y acaricio su
cintura de un lado a otro mientras ella apoya la mejilla
contra mi pecho y nos dejamos envolver por la música.
Capítulo 12
—¿Estás bien? Tienes cara de… no sé. De tonto. Más de lo
normal, quiero decir.
—Ja ja ja. Me descojono.
—Es broma. Ahora en serio. ¿Estás bien?
—No lo sé. Es que no sé qué tiene esta chica que me
tiene loco, Marcos. Te lo juro —confieso.
Estamos tumbados cada uno en su cama mirando al
techo. Hace apenas quince minutos que hemos llegado y
estamos reventados.
—Más que loco, te tiene hechizado.
—Puede ser, no te digo yo que no. Pero ¿sabes qué? Que
no me importa. No me importa en absoluto. Me encanta
estar con ella. Me encanta escucharla hablar de lo que sea.
Hasta del sexo de los calamares.
Marcos se ríe y me lanza una de sus zapatillas que está
tirada en el suelo, haciendo diana en mi pecho.
—¿Sabes hasta qué adoro? Que me hable de su trabajo.
Que me describa con todo lujo de detalles algunas de las
cosas que le hacen practicar en la carrera y que a mí me
dan ganas de arrancarme las orejas al escucharla. Pero solo
por ver cómo le brillan los ojos al hacerlo sé que merece la
pena el sufrimiento.
—«¿Que adoro?» «¿Vale la pena el sufrimiento?». ¿Tú te
estás escuchando? No pareces ni tú, sino uno de esos
protagonistas moñas de las películas de la tarde que tu
hermana y la mía nos obligan a ver los fines de semana.
—Lo sé, pero me da igual. Por primera vez en mi vida no
me importa parecer un moñas.
La habitación está casi a oscuras, pero eso no me impide
ver cómo mi amigo intenta aguantarse la risa. Me tapo los
ojos con el antebrazo y suelto un largo suspiro.
—Ríete todo lo que quieras, pero lo digo totalmente en
serio. Daniela ha despertado una parte de mí que no sabía
que tenía. Una parte tierna y dulce de la que había oído
hablar, pero que no creía que estuviera hecha para mí.
No es que me haya dedicado hasta ahora a ir rompiendo
corazones por el camino y a ser un cabrón. Pero sí es cierto
que no había conocido a ninguna que me hiciera sonreír
como lo hace ella, o que me hiciera disfrutar de una noche
como la que disfrutamos ayer, aunque nos limitáramos a
cenar, hablar y bailar. Tampoco creí que llegaría la chica que
me hiciera querer hacer cosas que dije que nunca haría,
como llevarla a patinar. Porque yo odio patinar. Ni con
cuatro ruedas, ni en línea y, mucho menos, sobre hielo.
Más que odiar le tengo pavor. En otras palabras, que me
cago de miedo. Y todo por culpa de Paula, por supuesto, que
me acojonó advirtiéndome de que tuviera cuidado con
dónde colocaba las manos al caerme, por si pasaba alguien
muy rápido por mi lado y me seccionaba los dedos, ya que
la suela era afilada como un cuchillo. El día que me soltó
esa perla fue en el sexto cumpleaños de Marcos. Estaba
sentado en el banco de los vestuarios abrochándome las
botas para entrar a la pista donde me esperaba el resto,
cuando se acercó hasta mí y me soltó tal perla. Lo hizo sin
titubear, sin respirar y sin apartar sus ojos de los míos. Acto
seguido, se dio media vuelta y desapareció. No debería
haberle hecho caso. Ella tenía tres años y yo seis. Pero fui
incapaz de reaccionar. Solo era capaz de pensar en sus
palabras y de ver mi mano llena de sangre y mis dedos
esparcidos por el hielo.
Me quité los patines del infierno y fui a sentarme con mi
madre y la de Marcos y Javier a la mesa de la cafetería.
Cuando me preguntaron que por qué no había entrado, les
dije que porque me encontraba mal y me dolía el estómago.
Algo que no era del todo mentira. Lo que no les llegué a
confesar a mis dos amigos cuando se reunieron conmigo
después, ni jamás cuando salía el tema, es que la cafre de
tres años de su hermana me había acojonado hasta el punto
de no querer volver a patinar en mi vida.
Hasta hoy.
Esta mañana, mientras estábamos Marcos y yo junto con
Ella y sus amigas pasando el rato en nuestro
miniapartamento para ratones, Ella confesó con los ojos
brillantes que echaría de menos no pasar el día de antes de
Nochevieja en el hielo con su padre. Por lo visto, era
tradición para los dos salir a buscar una pista, calzarse las
botas, agarrarse de la mano y patinar hasta que el cuerpo
les pidiera parar.
Después de esa confesión, ¿cómo no iba a preguntarle al
de la recepción de los apartamentos por la pista de hielo
más próxima? Tenía claro que, aunque esta estuviese a dos
horas de aquí, tenía que llevarla.
Por suerte, habían montado una pista artificial en el
centro de Cagliari para estos días de Navidad y solo nos
pillaba a media hora en coche. Así que todos, incluido Carlo
y sus amigos, nos repartimos en varios vehículos y nos
fuimos después de comer hasta allí a pasar la tarde.
Debo confesar que mi corazón se hinchó de orgullo
cuando Daniela me rodeó el cuello con sus brazos y me
confesó que ese había sido el mejor regalo de Navidad que
podían haberle hecho y que, junto con el espectáculo de
ayer por la noche, estas estaban siendo unas Navidades
bastante difíciles de olvidar.
—Tierra llamando a Pedro. Tierra llamando a Pedro.
Marcos consigue despertarme de mi letargo y regresar al
presente, aunque no logra borrarme la sonrisa que ha
decidido instalarse en mi cara desde que hemos vuelto.
«La sonrisa que ha decidido instalarse en mi cara». Al
final tendrá razón Marcos y me estoy volviendo un moñas.
Me levanto de la cama y voy directo al baño a darme una
ducha relajante. Necesito desentumecer los huesos y
masajearme un poco las nalgas, que he estado más tiempo
en el suelo que de pie. Y, aunque he confesado que no me
había dolido, lo cierto es que estoy casi seguro de que me
van a salir moratones.
Me quito la ropa, la dejo hecha una bola en el suelo,
regulo el agua para que salga caliente y entro en la ducha,
dejando que los chorros se deslicen por mi cuerpo y se lo
lleven todo.
No sé el tiempo que llevo aquí dentro cuando la puerta se
abre, sobresaltándome. Es Marcos, que me saluda con una
inclinación de cabeza mientras se acerca hasta el váter y
levanta la tapa.
—¿Qué crees que estás haciendo?
—Mear.
—Estoy yo. ¿Puedes salir?
—Si no tardaras tanto no tendrías que ver esto.
Se baja la cremallera, apoya una de las manos en la
pared y segundos después escucho el chorrito caer.
—¡Es asqueroso!
—No me seas tiquismiquis, que no es la primera vez que
meamos juntos. Te recuerdo que hemos jugado a ver quién
lanzaba el chorro más lejos.
—Sí, cuando teníamos siete años. ¿Quieres taparte? Dios,
eres lo peor. Que te estoy viendo todo el pajarito.
—Esto era pajarito cuando tenía siete años. Ahora es un
pollón. Venga, repite conmigo. Po-llón.
—¡Que te jodan! Y lárgate de una vez, que me estoy
duchando.
—Tú no te estás duchando, estás haciendo algo más,
porque ya te digo yo que llevas por lo menos veinticinco
minutos aquí dentro.
Termina, se limpia, se sube la cremallera, se lava las
manos y se gira a mirarme con una sonrisa enorme en la
cara. No es una sonrisa bonita; es diabólica. De esas que
pone cuando sabe que va a hacer algo que está muy mal.
No me da tiempo a pensar en qué puede ser, pues el muy
cabrón tira de la cadena haciendo que el agua que sale de
la alcachofa de la ducha cambie de caliente a congelada en
cuestión de segundos.
—¡¡Hijo de la gran puta!! —chillo dejándome la garganta,
mientras el hijo de la gran puta en cuestión sale partiéndose
de risa del cuarto de baño.
Termino de enjuagarme en un tiempo récord, cierro el
grifo y salgo agarrándome a la mampara e intentando no
resbalar. Agarro la toalla, me la anudo a la cintura, y salgo
dispuesto a decirle a Marcos del mal que tiene que morir,
pero no consigo dar ni dos pasos porque me he quedado
petrificado en el sitio, agarrado al marco de la puerta y
rezando para no resbalar y caer.
Marcos no está solo. Daniela se encuentra junto a él
sentada en el sofá. Al oírme, ambos se giran a mirarme. Él,
con la sonrisa dibujada en el rostro. Ella, con las mejillas
sonrosadas y mordiéndose el labio inferior.
Capítulo 13
Daniela

Existen los amores de verano; esos que suceden, como bien


indica la frase, durante la época estival. De esos que
suceden cuando vas al pueblo a veranear y te reencuentras
con alguien o de viaje a algún país extranjero a aprender el
idioma. Es ese amor que vives en la adolescencia y que
consigue que tengas las hormonas revolucionadas. El
culpable de que no seas capaz de dejar de sonreír y de que
con los años recuerdes con mucho cariño.
Yo viví uno de esos, solo que no lo hice en verano, sino en
Navidades. Y no tenía diecisiete años, tenía veintitrés. El
problema fue que no me di cuenta de que lo estaba
viviendo hasta que ya fue demasiado tarde, porque me
centré más en ignorar las señales que en hacerles caso; no
podía evitar sonreír por cada cosa que él decía o
ruborizarme cada vez que me miraba. Dormía pensando en
él y en todas las cosas que hacíamos o hablábamos durante
el día y me ponía colorada cuando mis amigas decían su
nombre en voz alta, entre muchas otras cosas.
Y es que nosotros habíamos creado nuestra propia
historia durante esos días con unas normas absurdas no
expuestas, pero que ambos cumplíamos a rajatabla como si
de un acuerdo tácito se tratara. Fingimos que no eran citas
lo que teníamos y que solo nos limitábamos a pasar el rato
juntos, como si fuéramos amigos de toda la vida y no dos
completos desconocidos. También se nos dio muy bien fingir
que no necesitábamos nada más del otro que lo que ya
teníamos porque, total, en unos días volveríamos a nuestras
vidas y no seríamos más que un recuerdo bonito.
Qué idiotas podemos llegar a ser a veces los seres
humanos y cuánto nos cuesta reconocerlo. Eso si es que
llegamos a hacerlo porque, la mayoría de las veces, ni
siquiera eso.
Uno de mis mejores recuerdos es el de esa noche. Hoy en
día sigo poniéndome colorada cuando pienso en ella. Yo,
muerta de vergüenza tapándome la cara con la almohada
mientras mi amiga Tessa, subida en su cama y con el bote
de champú como micrófono, me animaba a soltarme la
melena y dar ese paso que me moría por dar mientras
cantaba a voz en grito esa canción de Lady Gaga que habla
sobre los chicos en los amores de veranos, Summerboy. En
como yo, sin ni siquiera esperar a que terminase la canción
y con las piernas temblándome como si fueran gelatina y
olvidándome de esa vergüenza que sentía, decía hola a la
valentía y salía del hotel rauda y veloz a por ese beso que
me moría por dar y que me diesen.
—Esto se veía venir. Y si pides mi opinión, ya era hora.
Esas fueron las palabras de Marcos cuando abrió la puerta
de su apartamento y me vio ahí plantada buscando a su
amigo.
Capítulo 14
Me quedo mirándola con cara de idiota. Mi amigo, por su
parte, nos mira alternativamente y sonríe como si supiese
un secreto que el resto desconocemos.
—Hola.
—Hola.
—¡Hola! —contesta también Marcos—. Mira qué bien que
ya nos hemos saludado todos.
Estoy a punto de coger un cojín y ahogarlo con él.
—¿Qué tal la ducha? ¿Fresquita?
—Irás al infierno de cabeza. Eres consciente, ¿verdad?
—Puede. —Se encoge de hombros mostrando indiferencia
—. Pero ¿sabes qué?, que seguro que allí no se me congelan
las pelotas.
Daniela se pone igual de roja que un tomate maduro e
intenta ocultarlo tapándose la cara con el pelo que le cae en
forma de cascada sobre el rostro. Yo le enseño el dedo
corazón a Marcos y este vuelve a encogerse de hombros y a
seguir sonriendo como si del muñeco diabólico se tratara.
—Bueno, uno sabe cuándo sobra. Me voy con Carlo,
tardaré unas cuantas horas. Sed malos.
Se inclina sobre Daniela, le da un beso en la mejilla y sale
por la puerta segundos después cerrándola con suavidad y
dejando la habitación en silencio y a nosotros dos solos ahí
dentro.
Los segundos se convierten en minutos y ninguno dice y
hace nada. Permanezco quieto como una estatua en el vano
de la puerta del cuarto de baño y ella continúa sentada en
el sofá con las manos entrelazadas sobre su regazo.
No es la primera vez que estamos solos. De hecho, desde
que nos conocemos hemos pasado todas las horas posibles
del día juntos, por eso no entiendo este nerviosismo que
tengo de repente, y es que siento como si el corazón
estuviese a punto de salírseme del pecho.
«Tal vez sea porque por fin vas a poder hacer eso que te
mueres por hacer desde que la conociste en esa playa», me
dice una vocecita en mi interior, y no puedo contradecirla
porque la realidad es que me muero por besarla casi desde
el mismo instante en el que nos conocimos, aunque no me
haya atrevido a dar el paso por miedo a estropear lo que
tenemos.
—¿Qué estás haciendo aquí, Daniela? —Me atrevo a
preguntar tras lo que me parece una eternidad. La voz me
sale ronca y tengo que carraspear un poco para
aclarármela.
Como continúo quieto como una estatua en la puerta del
cuarto de baño, es Daniela quien se levanta despacio y
viene hacia mí. La actitud de su cuerpo me dice que está
nerviosa, pues además de tener las mejillas encendidas y
morderse el labio ya han sido dos las veces que se ha
pasado el pelo detrás de la oreja. Estoy a punto de reírme
ante la idea de que, si es capaz de leerme tan bien como yo
a ella, entonces se dará cuenta de que está a punto de
darme un puñetero infarto.
Llega hasta mí y se detiene a escasos centímetros,
dejando que sean solo sus botas las que rocen mis pies
descalzos. Quiero alargar la mano, agarrarla de la muñeca y
tirar de ella hasta pegarla a mi pecho todo lo que pueda. Por
un segundo me siento avergonzado. Me da vergüenza que
pueda leerme de forma demasiado clara y sea consciente
de todas las ganas que le tengo. Que se asuste y salga
corriendo alejándose de mí. Aparto la vista de sus labios, los
cuáles no me había dado cuenta de que me había quedado
embobado mirándolos, y centro la atención en sus ojos.
Esos ojos que son como dos imanes y que ahora me piden
que la mire. Que la observe. Y yo obedezco, porque no
puedo hacer otra cosa cuando me mira así. Ladea
ligeramente la cabeza y sonríe. Sonríe de esa forma que me
desarma por completo y consigue que mi cabeza
cortocircuite y ya no sea capaz ni de acordarme de cómo
me llamo. Las ganas que tengo por tocarla son tantas que
me hormiguea la piel. Extiendo la mano, la coloco sobre su
mejilla y la acaricio.
—Pedro… —susurra, con esa voz que parece un puñetero
ángel.
Coloca una mano sobre mi pecho desnudo, lo acaricia
ligeramente y después va subiendo hasta posar un dedo
sobre mis labios.
—¿Quieres saber por qué estoy aquí? —me pregunta.
De lo único que soy capaz de hacer es de asentir.
—Puede que no deba estar aquí. Probablemente, no
debería haber salido de mi habitación corriendo y haber
venido solo para decirte que eres maravilloso. Que, aunque
te lo he dicho mil veces, la cena de ayer fue la mejor que he
tenido en mi vida y que la escapada de hoy a la pista de
patinaje ha sido el mejor regalo que alguien podría haberme
hecho. Que conocerte en este viaje ha sido maravilloso y
que no me arrepiento de haber aceptado esa apuesta para
acercarme a ti y saludarte. Puede que sea un error que esté
en esta habitación muriéndome de ganas de besarte, Pedro,
pero me da exactamente igual, porque es algo que llevo
deseando hacer desde esa primera noche en las rocas y me
he dado cuenta de que no quiero seguir pregúntame qué se
sentirá al hacerlo. Simplemente, quiero sentirlo. Quiero que
me beses y quiero besarte hasta que me duelan los labios
de tanto hacerlo.
Quita el dedo de mi boca y vuelve a colocarlo sobre mi
pecho.
Joder. Joder. Joder. Joder. Es lo único en lo que puedo
pensar.
—¿Ha sido demasiado? —pregunta asustada al cabo de
unos segundos al ver que no digo ni hago nada, apartando
sus manos de mí y dando un paso atrás—. Si quieres me
voy por donde he venido y nos olvidamos de todo lo que he
dicho y…
—Ni se te ocurra hacer eso. —Suena demasiado a que le
esté dando una orden, pero tengo la voz tan ronca que es
imposible que suene de otra manera. Coloco de nuevo su
mano sobre mi pecho y yo las mías en su rostro, alzándolo.
Apoyo mi frente sobre la suya y sonrío mientras la miro
directamente a los ojos—. ¿Demasiado? Joder, Daniela. Es lo
mejor que me han dicho nunca. Eres la tía más valiente que
conozco, ¿lo sabías? Si no te he besado hasta ahora era
porque me moría de miedo por hacerlo. Pero ahora…, ahora
te puedo asegurar que no pienso hacer otra cosa.
Noto su respiración y escucho su gemido justo antes de
rozar mis labios contra los suyos. Tengo tantas ganas que
debo hacer un esfuerzo por controlarme y no parecer muy
bruto. La beso de forma tentativa, asegurándome que de
verdad quiere esto tanto como yo. Noto cómo sus manos
acarician mi pecho hasta llegar a la coronilla y eso me
enciende. Dejo una mano sobre su mejilla y llevo la otra
hasta su pelo, enredo un mechón entre mis dedos y doy un
ligero tirón consiguiendo que abra la boca y me dé acceso
total a su lengua. En cuanto mi lengua roza la punta de la
suya la pasión se desata. Las ganas salen a la superficie y
mis ganas de controlarme desaparecen.
La alzo al vuelo haciendo que sus piernas se enrollen en
mi cadera, y ando con ella hasta algún sitio en el que
estemos más cómodos y pueda tocarla como mis manos me
piden que lo haga.
Caemos sobre algo blandito y no me molesto en mirar si
es el sofá, mi cama o la de Marcos. Eso es algo que ahora
mismo me importa una mierda. Tampoco soy consciente de
que he perdido la toalla por el camino hasta que noto los
dedos de Ella acariciándome el muslo.
—Pedro… —gime cuando me aparto de sus labios y
desciendo hasta poder besar su cuello.
—Me estás volviendo loco, Ella. Creo que ahora mismo
podrías pedirme lo que quisieras que te diría que sí.
Me sujeta el rostro con ambas manos y me obliga a
levantar la cabeza para poder mirarme a la cara. Tiene las
mejillas sonrosadas, los labios hinchados y el pelo
desparramado por la almohada. Me obligo a hacerle una
fotografía mental porque es lo más erótico, dulce y sexy que
he visto jamás. Roza mi labio inferior con el pulgar y yo no
puedo evitar darle un mordisco en la yema mientras me
pregunto cómo puedo tener tanta suerte.
—¿De verdad harías cualquier cosa que te pidiese?
—¿Lo preguntas en serio? Nadie, absolutamente nadie,
me ha tenido nunca tan…
—Shhh —me interrumpe colocando el pulgar sobre mi
boca—. Quiero que me desnudes, Pedro. ¿Lo harás?
No sé si me ha excitado más la orden que me ha dado o
cómo ha pronunciado mi nombre.
La miro a los ojos, esos que siempre he visto marrones
con alguna motita verde y que ahora están completamente
verdes como el color de la esmeralda, y me excita darme
cuenta de que se le ponen de ese color cuando el deseo y la
excitación controlan su cuerpo.
—Quítame la ropa.
Dicho y hecho.
Desabrocho el peto de su mono vaquero y se lo bajo, me
deshago de su camiseta en tiempo récord así como de sus
botas y calcetines, dejándole solo puesto la ropa interior
que es de encaje negro y gris, porque creo que está a punto
de darme un ataque del mismo placer que siento ahora
mismo. Apoyo mi frente contra la suya y cuento hasta diez
mentalmente, controlando la respiración. Tras unos
segundos en esta posición se aparta para poder rozar mis
mejillas y los párpados con sus labios. Cuando percibo su
aliento rozando mi boca pienso que ya he respirado
suficiente y que necesito volver a besarla.
¿He comentado ya lo bien que sabe?
Ambos gemimos en cuanto nuestras lenguas entran en
contacto. Desliza las manos desde mis hombros hasta mi
trasero y lo aprieta con fuerza, haciendo que me mueva
hacia delante y presione la punta de mi sexo contra el suyo.
Yo muevo las mías por su cintura hasta subir y rozar con las
puntas de los dedos las copas del sujetador. La tela es lo
suficientemente fina como para que se le noten los
pezones. Aprieto con el dedo índice y el pulgar sobre ellos,
primero sobre uno y después sobre el otro, hasta hacerla
soltar un jadeo que da de pleno en mi entrepierna,
consiguiendo que esté todavía más excitado.
Cuelo la mano por su espalda, busco el cierre del sostén y
lo desabrocho para poder liberar, por fin, su pecho y darme
un pequeño festín con él. Bajo la cabeza hasta meterme uno
de sus pezones en la boca y lamo, chupo, soplo y muerdo.
Primero el derecho, después el izquierdo. Ella abre la boca
sin emitir sonido alguno y arquea la espalda pidiendo más.
—¿Así? —No habla, solo asiente y aprieta las sábanas con
fuerza—. No tienes ni idea, Ella. Pero ni idea de lo que me
haces.
Mis caderas tienen vida propia y también comienzan a
moverse, empujando hasta el mismo centro de su sexo.
Seguimos separados por la fina tela de su ropa interior, pero
eso no me impide ser consciente de lo húmeda que está, y
de que esa humedad se la he provocado yo.
—Eres perfecta. ¿Te lo había dicho ya? Eres jodidamente
perfecta y esta noche eres toda mía.
No dice nada, porque está más ocupada colocando una
de sus manos sobre mi muslo derecho y subiéndola hasta
coger con los dedos lo que tengo en el vértice entre las
piernas, que no es otra cosa que una erección de caballo. En
mi vida había estado tan duro.
Como si estuviéramos sincronizados mueve la mano
arriba y abajo y yo las caderas hacia delante y hacia atrás,
sin dejar de rozar su sexo en cada embestida. Su respiración
va a más. La mía también.
Muerdo su hombro desnudo y lamo el lateral de su cuello.
Vuelvo a su pecho y le doy mimo a sus pezones. Le rozo la
ingle con las yemas de los dedos y me bebo sus alaridos
con la punta de mi lengua. Nos besamos, jadeamos,
gruñimos y nos excitamos mutuamente, sin descanso, como
si fuéramos dos animales que llevan demasiado tiempo
queriendo hacer esto y ahora que por fin están a ello no
quisieran parar.
En un momento dado, sin saber muy bien cuándo ni
cómo, consigo deshacerme de la última barrera que separa
nuestros cuerpos y me cuelo en su interior sin hacer
preguntas y sin esperar respuestas, porque estamos tan
necesitados el uno del otro que no hacen ni falta.
Entrelazo sus dedos con los míos y alzo nuestras manos
por encima de su cabeza apoyando las palmas contra el
cabecero de la cama. La miro, la beso y la vuelvo a mirar.
Me empapo de ella estudiando cada gesto que hace, cada
sonrisa, y reteniendo cada grito mientras dejo que ella se
empape de mí e intento que vea todo lo que me hace sentir.
Cierra los ojos y tira la cabeza hacia atrás dejando la
garganta al descubierto. No puedo no besarla.
—Mírame, Ella —suplico.
La necesidad que tengo de que abra los ojos y me mire se
acentúa cuando su cuerpo me dice que está a punto.
Cuando su interior me acoge y me aprieta de esa manera
tan especial en la que anuncia que está a punto de explotar.
—Por favor, mírame. —Baja la cabeza, abre los ojos y lo
hace. Me mira—. No dejes de hacerlo.
Tiembla, sonríe y se aferra con fuerza a nuestros dedos
entrelazados mientras intenta no gritar demasiado fuerte.
Yo no puedo hacer otra cosa más que dejarme ir también.
Y lo hago con la misma intensidad con la que Daniela acaba
de hacerlo, vaciándome en su interior y sintiéndome el
hombre con mayor suerte de este jodido mundo.
Cuando los espasmos cesan y siento cómo el corazón
comienza a tomar su ritmo normal, apoyo la frente sobre su
hombro desnudo justo después de besarlo. La estrecho
fuerte contra mí, pero sosteniéndome con los antebrazos
para no dejarme caer sobre ella y aplastarla. Nos hemos
soltado las manos y mientras las mías están sobre su pelo
las suyas recorren mi espalda de arriba abajo dibujando
pequeños círculos sobre los costados y consiguiendo que la
piel se erice con cada caricia.
Los segundos y los minutos pasan y ninguno hace el
amago de moverse. Sigo en su interior, ese lugar que he
decidido que es el mejor del mundo y del que no tengo
intención de salir.
—Mmm —ronronea junto a mi oído. Me incorporo apenas,
lo justo para poder mirarla a la cara y darle un ligero beso
en la punta de la nariz.
—Hola.
—Hola.
—Sé que a lo mejor suena un poco mal que pregunte
esto, pero… ¿te ha gustado? —Su risa ante mi pregunta
rebota en todas las paredes de la casa haciéndome fruncir
el ceño—. Espero que esa risa sea en plan: «Ya te puedo
garantizar yo que sí, pequeño», y no en plan: «Me río de ti
porque ha sido un horror». Porque si es por lo segundo que
sepas que me encierro en el baño y me pongo a llorar.
—Si dices eso me coaccionas a decir la verdad.
Me inclino sobre ella hasta alcanzar su cuello y morderla
cual vampiro mientras no dejo de hacerle cosquillas allá
donde encuentro un hueco por el que colarme. Daniela ríe y
grita pidiendo clemencia, pero a mí es que me gusta
demasiado tocarla como para poder parar, aunque sea a
base de torturas.
—¡Es por lo primero!
—¿Estás segura?
—¡Lo juro!
Le doy un último beso en los labios y me muevo hasta
quedar tumbado con la espalda sobre el colchón. Daniela se
coloca de lado y me acaricia las cejas.
—¿Acaso lo dudas?
—No, pero tenía que asegurarme.
Chasquea la lengua contra el paladar y yo me muevo
hasta enterrar la nariz en su cuello y aspirar.
—Hueles a fresas adrede para torturarme, ¿verdad?
Un móvil comienza a sonar en algún lugar de la
habitación. Por la melodía sé que es el mío, pero no me
molesto en ir a buscarlo.
—¿No lo vas a coger? —pregunta Daniela cuando el
teléfono comienza a sonar una segunda vez.
—No. —Beso sus mejillas y después sus labios.
—Han llamado dos veces. ¿No crees que puede ser algo
importante?
—A estas horas solo puede ser Marcos. Probablemente,
será para preguntar si puede venir ya y, en vistas de que
estás desnuda y de que pienso conservarte así todavía un
buen rato, está claro que la respuesta es no.
—Puede que tenga sueño y tenga ganas de dormir.
—La playa es un sitio ideal en el que pegar una
cabezadita.
—Se ha ido sin chaqueta. Debe de estar congelado.
—Bueno, ahora ese no es mi problema. ¿No crees?
Vuelvo a besar sus labios y muerdo el inferior antes de
apartarme. Me mira con cara de circunstancia. En estos
pocos días he aprendido a leerla y sé que cuando arruga la
nariz de esa manera es porque quiere decir algo, pero no se
atreve.
—A ver, pequeña bruja. ¿Qué ocurre?
—Que me siento culpable —dice titubeando.
El que ahora arruga la frente soy yo.
—¿Por acostarte conmigo?
—¡No! ¿Qué dices?
—Perfecto. Pues entonces, a dormir.
Miro alrededor y sonrío interiormente al darme cuenta de
que he acertado y que hemos terminado en mi cama y no
en la de mi compañero. Menos mal. Así no tenemos ahora
que movernos.
Necesito seguir tocando a Ella, así que la ayudo a que se
coloque de lado, quedando frente a frente, y a que ponga su
pierna rodeando mi cintura. Alcanzo el edredón y nos cubro
con él.
—¿Tienes más frío? Puedo coger otra manta del armario.
—No, para nada. Así estoy bien.
—Perfecto.
—Aunque sí necesitaría ir al cuarto de baño. Estoy… —Se
pinza el labio avergonzada mientras agacha la cabeza
mirando hacia abajo.
En cuanto aparto las sábanas y miro yo también caigo en
la cuenta. No hemos utilizado preservativo. Daniela debe de
ver el horror reflejado en mi rostro porque coloca su mano
sobre mi mejilla y me obliga a mirarla.
—Tengo puesto un DIU, no hace falta que flipes.
—No es que esté flipando, pero es que yo nunca lo he
hecho sin condón. Nunca. Jamás.
—Bueno, entonces significa que soy tu primera vez en
algo, y eso me gusta. —Sonríe parafraseando lo que yo le
dije esa noche en el club de jazz cuando me confesó que
nunca había ido a uno y que esa era su primera vez. Ladeo
la cabeza hasta rozar su piel con mis labios y dejar en ella
un ligero beso.
—Aun así, quiero que lo sepas y lo tengas claro. Nunca lo
he hecho sin y estoy limpio. Muy limpio. Me hago muchos
controles por mi trabajo y esas cosas y quiero que sepas
que no tengo nada raro.
—Lo sé. Confío en ti. Si no fuese así, ten por seguro que
no te habría dejado hacerlo.
—Esa es mucha confianza para alguien al que acabas de
conocer.
Se encoge de hombros como toda respuesta.
Va primero ella al baño y después yo. Cuando me vuelvo
a tumbar en la cama lo hago de espaldas, con su cabeza
descansando sobre mi pecho y mis dedos jugando con su
pelo y acariciándole la espalda. Con la mano que tengo libre
palpo la pared hasta que doy con los interruptores y apago
la luz, dejando la habitación iluminada solo con la luz de la
luna que se filtra a través de las ventanas.
Agacho la vista y no puedo evitar regocijarme ante la
imagen que se proyecta ante mí, con el pelo de Ella suelto y
alborotado esparcido sobre mi cuerpo, su pierna
rodeándome la cintura, mi brazo abrazándola y mi mano
acariciando su larga melena mientras las suyas trazan
círculos sobre mi piel desnuda.
¿Cómo puede esta chica hacerme sentir tanto en tan
poco tiempo? Es de locos. Ni siquiera vivimos en el mismo
país. ¿Qué vamos a hacer? ¿Vivir una relación a distancia?
¿Que ella deje sus estudios y se venga a España conmigo?
¿Dejar yo todo por lo que he trabajo e irme tras ella? ¿En
qué cabeza cabe? Solo hace cuatro días que nos
conocemos. No, mentira. Cinco. Cinco días.
Da igual. Es una locura se mire por donde se mire. Nadie
hace estas cosas. Nadie lo deja todo sin mirar atrás por una
persona a la que acaba de conocer.
—¿Sabes? Te oigo pensar. —Me río y beso su coronilla.
Ella alza la cabeza y apoya la barbilla en mi pecho para
mirarme a los ojos. Aunque no hay mucha claridad puedo
ver el brillo en los suyos, que vuelven a ser totalmente
marrones, y su sonrisa ladeada.
—¿Es una locura?
—¿Habernos acostado? No. Yo quería. ¿Y tú?
—¿Estás de broma? Desde el mismo momento en el que
me giré en la playa y te vi he querido besarte. Ya no te digo
acostarme contigo.
—Mira que eres tonto. O un salido.
—Una mezcla de ambas cosas. Puedes decirlo, no me voy
a ofender.
Se ríe y me palmea el hombro.
—Sabes que no me refiero a eso…
—Lo sé.
Besa mis labios. Es solo un pico, un pequeño roce, pero
no necesitamos nada más en este momento. Va a volver a
tumbarse, pero la sujeto por la barbilla impidiéndoselo.
Cuando me mira le aparto un pequeño mechón que se le ha
quedado pegado a los labios y se lo coloco tras la oreja.
—Es una locura, Ella. Y lo digo como una afirmación, no
como una pregunta. Es una locura porque lo que ha pasado
esta noche… Lo que me lleva pasando contigo desde el
mismo momento en el que te vi jamás me había pasado con
nadie. Y creo que es maravilloso. Creo que tú eres
maravillosa y que yo soy un tío con suerte por poder
disfrutarlo. —Cojo aire y lo suelto poco a poco, todo sin
dejar de mirarla y sin dejar que ella se aparte—. Me vuelves
loco. En todos los sentidos de la palabra. Me muero por
verte, por pasar tiempo contigo, por besarte y, ahora que te
he tenido, te puedo asegurar que me muero por seguir
acostándome contigo. Una y mil veces. Pero también soy
realista. Sé lo que es esto, sé dónde estamos y sé quiénes
somos. Soy consciente de la burbuja en la que nos hemos
instalado y que esa burbuja pueda romperse en cualquier
momento. Pero todo eso no va a evitar que quiera dejarme
llevar. Que me permita sentir todo que me provocas y
disfrutarlo. Quiero perderme en tus brazos, en tus besos y
en tus caricias y, por supuesto, conseguir que tú te pierdas
en las mías.
Rodeo su cintura y la aúpo hasta que queda tumbada a
horcajadas sobre mí. Se inclina hacia delante para darme un
beso en la boca, su pelo cae sobre mi cara y me hace
cosquillas.
—Soy consciente del pacto tácito que hemos hecho. Soy
consciente de que ni siquiera tengo tu número de teléfono o
de que no sé nada más profundo de ti que lo que tú me has
querido contar. Y me parece bien, no necesito más. De
hecho, me parece genial, porque esa es la relación que
nosotros hemos decidido tener y la veo perfecta. Quiero
estar estos días contigo, disfrutarlos sin tener que pensar en
el mañana y sin hacer preguntas ni promesas. ¿A ti te
parece bien?
—Sí.
—¿De verdad?
—Te lo juro.
Intento analizar su rostro, ver si me está mintiendo, pero
no veo nada de eso. Así que la estrecho fuerte contra mí,
enterrando la nariz en su cuello y aspirando con fuerza. No
tengo intención de soltarla. Todo lo contrario. Me parece una
postura perfecta para dormir y, por cómo ella me está
sujetando a mí, se nota que volvemos a compartir opinión.
Siento cómo el sueño va apoderándose de mí
haciéndome caer en una oscuridad reconfortante,
reparadora y suave. Justo antes de dejarme llevar del todo
la voz de Daniela se cuela en mi cabeza y me hace sonreír
como un idiota, porque tiene toda la razón del mundo.
—¿Quién dice que no podemos vivir un amor de verano
en pleno mes de enero?
Capítulo 15
Daniela

El DIU es un pequeño dispositivo que se coloca en el útero


para evitar embarazos. Según todos los estudios es
duradero, reversible y uno de los métodos anticonceptivos
más eficaces que existen. Podemos encontrar algunos que
te protegen contra embarazos hasta doce años. Hay otros
de siete, cinco o de tres. El que yo llevaba era el de tres
años.
—Pero esto no te exime de utilizar preservativo, Ella.
Tenlo muy en cuenta, por favor. El DIU protege contra
embarazos, no contra enfermedades de transmisión sexual.
Tú mejor que nadie, que estás estudiando enfermería, debes
saberlo.
Eso fue lo único que me dijo mi padre cuando me
acompañó al hospital el día que me lo pusieron. Algo que yo
llevaba muy a rajatabla porque, bueno, como él decía,
estudiaba enfermería y en la carrera nos hacían estudiar
casos de todo tipo y porque, además, era una chica
responsable y no quería ni un embarazo no deseado ni
muchísimo menos tener clamidias o algo peor. Pero algo me
pasó esa noche con Pedro. Algo que hizo que me olvidara de
mi responsabilidad, de las enfermedades y de todo lo
demás.
Todo olvido tiene consecuencias y la mía llegó en forma
de fallo humano. ¿Cómo se me pudo pasar la fecha? Esa
que llevas escrita a fuego en tu nevera, en la agenda del
móvil y en un post-it pegado en la nevera de casa. ¿Cómo
pude no darme cuenta de que hacía más de un mes que el
DIU había caducado como los danones y que tenía que
ponerme uno nuevo? Al principio me lo preguntaba con
bastante regularidad. Después dejé de hacerlo porque ya no
había vuelta atrás.
Capítulo 16
Paula:
Sigue pareciéndome fatal que no estéis hoy aquí.

Marcos:
Madre mía, eres peor que un disco rayado y que un grano
en el culo.

Paula:
Mejor me callo y no digo lo que eres tú.

Paula:
Bueno, mira, sí que lo digo. Un mal hijo, un mal hermano y
un mal amigo. ¿No has pensado ni un momento en los
papás y en lo que pensarán esta noche cuando nos
sentemos todos a cenar y tú y el descerebrado de tu amigo
no estéis en la mesa? ¿No te da vergüenza?

Marcos:
¿Y a ti no te da vergüenza ser tan sumamente insoportable?
Madura un poco, Paula. Tienes veintitrés años, ¿me oyes?
Veintitrés, no dos ni tres. Así que haznos un favor a todos y
cierra la boca.

Marcos:
Es una puñetera noche. Una fiesta. Deja de hacer un drama
por todo que ya cansas.

Javier:
¿Cómo lo estáis pasando?

Marcos:
Hombre, por fin uno de mis hermanos se interesa por mi
viaje.

Paula:
Yo me intereso. Por eso solo espero que caiga una gran
tormenta, os quedéis incomunicados, no podáis salir de la
habitación y os jodáis.

Marcos:
El amor y la dulzura brota por cada poro de tu piel.

Javier:
Lo que brota es una mala hostia desde que os habéis ido
que no la aguanta nadie. Ni ella misma.

Paula:
¡¡Serás traidor!!

Marcos:
Lo siento mucho, Javi. Te acompaño en el sentimiento.

Javier:
No creas que esto se queda así. En cuanto vuelvas la mando
para tu casa una temporadita.

Marcos:
La tienes todo el día en la tuya, ¿no? No me digas que le has
vuelto a dar una copia de la llave. Creía que se la habías
quitado después de la última.

Javier:
Y se la quité. Te juro que no entiendo cómo se ha podido
hacer con otra.

Paula:
A ver, panda de cabrones. Primero, estoy aquí. Os leo y me
parece fatal cómo habláis de vuestra hermana pequeña. Es
una falta de respeto enorme y espero que sintáis mucha
vergüenza.

Marcos:

Javier:
….

Paula:
Qué mal. Esperaba una disculpa por vuestra parte. Pero no
pasa nada. El que ríe el último ríe mejor.

Paula:
Segundo… Querido, Javier, nunca me subestimes. Jamás.

Paula:
Y deja de guardar una copia de tus llaves en el tercer cajón
de la mesita de noche de mamá. Ahí va un consejo. De
nada.

Pedro: Madre mía. Una conversación de los Baró en todo su


esplendor. ¿No tenéis un grupo los tres donde daros por culo
los unos a los otros y dejar a los demás tranquilos?

Marcos:
¡¡Hombre!! A ti te quería yo ver. ¿Se puede saber por qué no
me coges el teléfono?

Pedro:
¿Dónde has dormido?

Marcos:
¿Ahora te preocupa? Anoche, cuando te llamé dos o tres
veces porque me estaba congelando en la calle esperando,
no lo parecía.
Eva:
Hola, chicos. ¿Qué tal? ¿A qué hora volvéis mañana?

Pedro:
De eso quería yo hablar…

Paula:
¿Por qué Marcos no ha dormido contigo? ¿Algo que quieras
compartir?

Javi:
Paula, por favor, no empieces.

Paula:
¡Pero si no he hecho nada!

Javi:
Por si acaso.

Paula:
Cuando te pones en plan sabelotodo no hay quien te
aguante.

Marcos:
A ti no te aguantamos la mayor parte del tiempo y mira,
aquí seguimos.

Eva:
Por favor, ¿podéis dejarlo ya un poco?

Marcos:
Es ella.
Paula:
Es él.

Javier:
Sois los dos. Que sois adultos. O al menos deberíais serlo.

Paula:
Y tú un abuelo en el cuerpo de un tío de casi treinta años.

Pedro:
¿Alguien puede prestarme atención solo un segundo?

Eva:
Dime. Yo te escucho.

Pedro:
Gracias. Solo quería responder a tu pregunta.

Eva:
Ya no me acuerdo de cuál era.

Pedro:
Que a qué hora llegamos mañana.

Eva:
Ah, sí. Dime. Es que iremos Raúl y yo a recogeros.

Marcos:
¿Por qué tienes que venir con Raúl a recogernos? ¿No
puedes venir tú sola?

Paula:
No pueden, hermanito. Se han convertido en un solo ser y
no se separan ni para mear. De todas formas, a ti Raúl te
cae bien, ¿no? ¿O tienes algún problema?
Pedro:
Por Dios. Escuchadme un segundo y luego os seguís
matando si queréis. No llegaremos a ninguna hora mañana.
Bueno, yo no llegaré a ninguna hora. Me quedo una semana
más aquí.

Javier:
Bien por ti. Me alegro, tío.

Marcos:
JA, JA, JA.

Paula:
¡¿CÓMO?!

Eva:
Creo que acabo de perderme algo.

Pedro:
Es algo sencillo. Me quedo una semana más aquí y ya está.

Pedro:
Paula, antes de que te pongas a chillar y me montes una
escena, te comunico que lo hago porque puedo y porque me
da la gana. Quiero quedarme aquí una semana más porque
sí, estoy a gusto, no tengo nada que me llame a volver y
puedo. Así que, sí, no quiero irme y me quedo.

Eva:
Disfruta, hermanito.

Eva:
Marcos. Vamos a por ti, ¿no?

Marcos:
No hace falta, gracias. Yo también me quedo.
Javier:
Y eso que decíais que Cagliari tenía pocas cosas que
ofreceros.

Eva:
¿Tú también te quedas?

Marcos:
Puede que haya conocido a alguien.

Eva:
¿Puede? O se conoce o no se conoce. El puede en esa frase
no tiene sentido.

Marcos:
Pues entonces, sí, he conocido a alguien. ¿Algún problema?

Eva:
¿Por qué tendría que haberlo? A mí me parece fenomenal
que conozcas a todas las personas que quieras.

Marcos:
Gracias por tu aprobación. A mí me parece fenomenal que
lo tuyo con Raúl vaya tan bien y hagáis tantos planes
juntos.

Eva:
Gracias por tu aprobación.

Marcos:
De nada. Que lo paséis bien esta noche.

Eva:
Vosotros también.
Javier:
Me marcho a trabajar. Ya nos contaréis los dos cuando
volváis. Hablamos luego, más tarde. Disfrutad, chicos.

Paula:
Quieto todo el mundo.
¿En serio? ¿Disfrutad? ¿A qué coño estáis jugando?


Marcos:
¿Cómo que nos quedamos una semana más? Que a mí no
me importa, es solo por preguntar.

Pedro:
¿Cómo que has conocido a alguien? ¿Alguna de las chicas
que han pasado por tu cama esta semana ha llegado a
tocarte la patata?

Marcos:
A mi patata no le pasa nada, está justo igual que hace una
semana. Pero no me cambies de tema que yo he
preguntado primero. ¿Nos quedamos una semana más?

Pedro:
Quiero quedarme aquí con Ella. ¿Te parece que estoy loco?

Marcos:
Lo que me parece es que el mundo necesita más locos
como tú.


Marcos:
Tío, son más de las tres de la tarde. ¿Crees que ya puedo
volver a nuestra habitación?

Pedro:
Tenemos que hablar sobre eso.

Marcos:
¿Sobre si puedo volver a la habitación?
Pedro:
No, sobre lo de «nuestra habitación».

Marcos:
Tranquilo, tengo la solución. Ahora, por favor, tápate las
pelotas para que pueda subir a cambiarme de ropa, que a
este paso me van a dar las doce aquí.

Pedro:
Anda, sube. Por cierto, no me has dicho dónde has pasado
la noche.

Marcos:
Es una larga historia. Deja primero que me dé una ducha y
luego hablamos.
Capítulo 17
Cuando empezamos este viaje quedó claro que odio las
aventuras y que a mí eso de no planificar las cosas no me
gusta.
Pero también ha quedado claro que improvisar de vez en
cuando no está mal, porque hacerlo me ha llevado hasta
aquí. Hasta este restaurante abarrotado de gente de
distintas nacionalidades bebiendo, riendo y comiendo como
si no hubiera un mañana. Pero, ante todo, me ha llevado
hasta ella. La chica de ojos claros y sonrisa perpetua que
está haciendo que estos últimos días sean la mayor locura
que he cometido en mi vida. Entonces, ¿por qué no hacer
otra? ¿Por qué no disfrutar de ella unos cuantos días más?
Ambos tenemos claro que esto, esta pequeña «relación»
que ha surgido entre nosotros, no es más que una pequeña
aventura de verano vivida en plenas Navidades. Una
aventura por la que nos dejaremos atrapar y disfrutar hasta
que llegue el último día y ambos subamos a nuestros
respectivos aviones para volver a casa con nuestros
recuerdos guardados en la mochila, porque así es como
queremos vivirla y tenemos suficiente. No existen las
promesas que no se puedan cumplir, no hay cabida para las
presiones que te puedan ahogar y los sentimientos que no
se puedan gestionar no se contemplan.
La madre de Carlo sale de la cocina del restaurante con
una nueva bandeja en las manos llena de comida. Creo que
voy a morir por una indigestión.
—No hace falta que te lo comas —sugiere Daniela al ver
mi cara de sufrimiento ante el trozo de pato relleno con
patatas que la madre de nuestro nuevo amigo me acaba de
colocar en el plato. Con este, creo que es el cuarto tipo de
carne que nos sirve en lo que llevamos de noche.
No solo se nota que esta mujer es una magnífica
cocinera, pues no hay más que probar cualquiera de sus
platos para comprobarlo, sino que, además, es una
auténtica mamma italiana, como ya nos había advertido
Carlo. Le encanta cocinar y cuidar a sus invitados.
Hoy es Nochevieja y como ni las chicas ni nosotros
tenemos plan, la familia de Carlo nos ha invitado a su
restaurante a celebrarla con su familia y amigos.
No tengo mucha idea de cuáles son las tradiciones típicas
de los italianos, pero hasta ahora no distan mucho de las
nuestras que consisten, básicamente, en comer hasta
reventar y más tarde recibir el nuevo año entre música,
risas, aplausos y mucho baile. Incluso me he puesto unos
calzoncillos rojos para que la entrada al dos mil doce sea
buena. Lo único que no haré será comerme las uvas, porque
esa es una tradición nuestra que aquí no se estila. Lo que
aquí se estila es comerte un plato de lentejas en la
madrugada como colofón que representa el dinero del año
venidero, algo que me tiene bastante impresionado
porque… ¿En serio les entra un plato de lentejas después de
todo lo que cenan? Pero, vamos, que no seré yo quien les
haga un feo. Si tenemos que comernos un plato de lentejas,
nos lo comemos. Que el dinero es una cosa que siempre es
bien recibida.
Sonrío a la mujer tras servirme, corto un trozo de carne y
me lo llevo a la boca para saborearlo. Escucho la risa de Ella
a mi derecha y la miro de reojo. Está negando con la cabeza
mientras alterna su mirada del plato a mi boca. Trago y me
acerco a ella para dejar un ligero beso en sus labios. Un
beso que sabe a diversión, a felicidad y a limoncello.
—Sabes muy bien.
—¿Tú crees?
—No. Déjame volver a probar.
Vuelvo a acercarme y esta vez no solo rozo sus labios con
los míos, sino que me dejo llevar por las ganas que tengo y
cuelo la lengua en su boca para buscar la suya y acariciarla.
Ella no opone resistencia. Se acerca más, coloca la mano
sobre mi hombro mientras yo la sujeto por la cintura y la
aprieto fuerte contra mi pecho.
Aunque estoy disfrutando y sé que podría seguir así
durante horas, el ruido y las risas de alrededor me hacen
ser consciente de que, por desgracia, no estamos solos y
que será mejor que me controle si no quiero empezar con el
espectáculo de fin de año antes de tiempo con algo que no
es apto para todos los públicos. Le doy un último beso y me
aparto, no sin antes descansar la frente contra la curvatura
de su cuello y aspirar su aroma.
—Gracias por pasar tu última noche del año conmigo.
—Bueno, tampoco es que tuviera muchas otras opciones.
—No pienso tomármelo como una ofensa. Que te quede
claro, listilla.
Se ríe bajito y su cuerpo vibra al hacerlo. Me aparto lo
justo para poder observar su cara.
—No tienes ni idea de lo que me pone cuando estás en
plan: «no he roto un plato en mi vida» y, en realidad, has
roto la vajilla entera.
—¿Sí? ¿De verdad pongo esa cara?
—Oh, vamos: mejillas sonrosadas, pinzamiento de labios,
pestañeo inocente… Tienes la palabra tentación grabada a
fuego en la frente, guapa.
—¿Así que ahora también soy una tentación?
—La mayor de todas. La manzana roja que no deberíamos
morder.
—¿Te arrepientes de haberlo hecho?
—Lo que me arrepiento es de no habérmela comido hace
días.
—Oh, Dios. Creo que ahora es cuando vomito todo lo que
he cenado. Y mira que me jode, porque estaba todo
buenísimo —La frasecita de Marcos pronunciada en tono
lastimero nos llega alta y clara.
Me aparto de Ella y me giro para poder fulminar a mi
amigo con la mirada. Este, lejos de ofenderse, nos aconseja
pasar del postre y los bailes e irnos directamente al hotel
antes de que comiencen a sangrarle los oídos por todas las
gilipolleces que puede llegar a escuchar en un minuto.
—¿Sabes, Marcos? Vas de duro por la vida y esa coraza te
sienta bien y te hace parecer muy sexy, pero tarde o
temprano llegará una chica que la haga trizas y no sabrás ni
por dónde empezar a salir a la superficie.
Mi amigo aparta el plato y se coloca de lado para
observar bien a Daniela, analizando cada una de las
palabras que acaba de decir. En el local termina de sonar
Don’t wanna go home, de Jason Derulo, y comienza a sonar
Sexy and I know it, de LMFAO.
—¡Marcos, ven a cantar con nosotros!
Carlo llama a voz en grito a mi amigo para que se una a
él en la próxima canción, y es que al fondo del local han
colocado un escenario con una televisión y un pequeño
karaoke para que esta noche podamos dar rienda suelta a
nuestra creatividad como cantantes.
—¡Voy! —Arrastra la silla y se pone en pie. Se inclina
sobre Daniela para poder hablar bajito—. Cerdeña me
parece el mejor sitio del mundo al que ir cuando se
consigue salir a la superficie.
Le guiña un ojo y desaparece de nuestro lado. Se reúne
con Carlo, quien le pasa un micro y, con la sonrisa que lo
caracteriza en el rostro, comienza a cantar fatal, pero sin
dejar de dar saltos y de pedir que los demás le sigamos
haciendo los coros. Lo miro con sorpresa, y es que Marcos
odia cantar.
—¿Quién es ella? —me pregunta Daniela.
—¿Quién?
—La chica que le ha hecho trizas el corazón a ese chico —
contesta señalando con la cabeza hacia el escenario.
Cuando me doy cuenta de que se refiere a mi amigo
comienzo a reír negando con la cabeza.
—¿A Marcos? —asiente—. A ese nadie la ha hecho nada.
Todo lo contrario. Es él quien va dejando corazones rotos por
el camino. Si no me crees, mira a tu alrededor. Solo hay que
verles las caras a las chicas para saber quién lo tiene roto y
a quién está a punto de rompérsele. Que yo no lo critico,
¿eh? Él es claro desde el principio y se preocupa mucho de
que a ellas les quede claro también. No compromiso, no
ataduras.
—Pedro. A Marcos le han roto el corazón.
—¿A mi Marcos?
—Al mismo.
Observo al susodicho, que está saludando y dando las
gracias al público entregado a la causa, y analizo las
palabras de Daniela sin poder evitar preguntarme si tendrá
algo de razón. Desde que propuso hacer este viaje quedó
patente que algo le pasaba, y todavía no he logrado
adivinar el qué, pero ¿algo relacionado con que le hayan
roto el corazón? Niego con la cabeza y lo vuelvo a observar
con atención. Está divertido y entregado, tal y como es él.
No queda ni rastro del chico taciturno y alicaído de los
últimos días, vuelve a ser el Marcos que yo conozco. Sea lo
sea lo que lo estuviera perturbando ha desaparecido, y
estoy cien por cien seguro de que no es por mal de amores.
No puede ser sobre eso cuando estamos hablando de
alguien al que le sale un sarpullido cuando escucha la
palabra compromiso. Debe de ser por algo relacionado con
el trabajo.
Me sitúo frente a Daniela y niego con la cabeza.
—Marcos quiere. Quiere mucho. Aunque vaya de duro,
muy a lo James Dean en Rebelde sin causa, tiene uno de los
corazones más grandes que conozco y solo sería capaz de
hacer daño a alguien si ese alguien ha dañado a los suyos.
Pero ¿enamorado? Creo que ni sabe lo que significa esa
palabra. Vamos, lo sabré yo que soy su mejor amigo. Si
Marcos estuviera enamorado me lo habría contado. Que
somos tíos, pero igual de chismosos que cualquiera de
vosotras.
—Hay una verdad universal, y es que los tíos sois idiotas
y que no sabéis mirar más allá de lo que tenéis delante de
vuestras narices.
—¿Qué?
—Nada. Anda, sácame a bailar a ver si entre saltos y
movimientos de cadera se me baja un poco la comida y
consigo hacer sitio para el postre porque, ¿has visto ese
panettone?
Hago lo que me pide. La agarro de la mano y la arrastro
hasta el centro de la pista improvisada y comienzo a dar
vueltas con ella. Nos animamos con una canción en el
karaoke, pero yo la pido en español porque, aunque controlo
el inglés, lo que no controlo es el cante, y si voy a desafinar
mejor hacerlo en mi idioma y sin que los demás sepan qué
estoy intentando decir. Cantamos Amante Bandido, de
Miguel Bosé. Una canción que tiene más años que Daniela y
yo juntos. Me sorprendo al comprobar que se sabe la letra
mejor que yo y ella me recuerda que su padre es español y
que, además de hablarlo a la perfección con él desde que
nació, los viajes a mi país han sido constantes en estos
años.
Cuando llega la medianoche la recibimos con la cuenta
atrás, cogidos de la mano y sin dejar de darnos besos
porque, si no tengo doce uvas que llevarme a la boca,
puedo ir dándole a Ella un beso con cada campanada.
Nos felicitamos los unos a los otros, nos abrazamos y nos
prometemos amor eterno y una amistad que durará toda la
vida, y es que llevamos ya unas cuentas copas encima y la
exaltación de la amistad está muy presente entre todos.
Daniela baila conmigo, pero también lo hace con sus
amigas. Daniela y yo nos besamos, mucho y muy bien, pero
continuamos sin hacer mayores planes que los de esta
noche. Porque seguimos sin necesitarlos.
Capítulo 18
Doy la bienvenida al primer día del año con una resaca
considerable y un gran dolor de cabeza. Siento como si
tuviera a un millón de Umpa Lumpas[1] dando saltos y
preparando chocolate dentro de mi cabeza. Es horrible. Por
si eso no fuera suficiente, anoche se me olvidó correr las
cortinas y la luz de la mañana impacta de lleno sobre mi
cara. Necesitaría cubrirme con el brazo, meter la cabeza
bajo la almohada o taparme con la sábana, pero me
encuentro tan hecho polvo y cansado que solo el hecho de
pensarlo me duele.
Un quejido proveniente del otro lado de la habitación me
indica que mi compañero de cuarto no está mucho mejor
que yo. Consigo abrir un ojo y me encuentro con un Marcos
intentando sentarse en la cama. Aunque más bien parece
un calamar intentando darse la vuelta. Me fijo mejor en él y
entonces caigo en la cuenta de que está completamente
desnudo.
—Vas en pelotas —le comunico, con una voz que no
parece la mía. Tengo la boca pastosa y la noto pegajosa.
¿Qué narices bebí anoche?
Levanta la cabeza y puedo ver que tiene el ceño fruncido.
Le señalo como puedo el cuerpo y entonces baja para
mirarse. Dice algo, aunque no tengo ni idea de qué, por lo
que pido que me lo repita.
—Vloba la plotas.
—¿Qué?
—Vloba la plotas.
—O pones un poquito más de tu parte o no llegamos a
ningún sitio.
—Que-voy-en-pelotas. —Correr la maratón en Valencia no
le costó tanto en su momento como pronunciar esta frase.
—Es lo que acabo de decir.
—Ya.
—¿Entonces?
—Pues eso, que voy en pelotas.
—Mmm… Vale.
Opto por taparme los ojos con el brazo porque, en serio,
esta luz me está dañando seriamente la retina, y dejo de
hablar con Marcos por el bien de mi salud mental y de la
suya. Tres golpes en la puerta nos sobresaltan.
PUM, PUM, PUM.
—¡¡Ya estoy despierto!! ¡¡Ya estoy despierto!! —grita
Marcos.
Aparto el brazo de mi cara y lo busco. Ya no está en la
cama, sino de pie mirando de un lado a otro con los ojos tan
abiertos que parece que se le vayan a salir del sitio, además
de que parece que haya metido los dedos en el enchufe.
—¿Qué haces?
Me mira con el ceño fruncido, después mira la puerta
principal que es de donde han venido los golpes, se mira el
cuerpo y, por último, me vuelve a mirar a mí.
—Tío, voy desnudo.
—¿En serio? Acabamos de tener esta conversación.
—¿De verdad?
—Hace cinco minutos.
—Joder, me quiero morir.
Se deja caer de nuevo sobre la cama con los ojos
cerrados y no pasan ni diez segundos cuando lo escucho
roncar. Vuelven a escucharse unos golpes en la puerta, solo
que esta vez son cinco y no tres. Parece que alguien está un
poco impaciente.
—¡¿Quién es?! —Vuelve a gritar Marcos sentándose en la
cama y dejando los pies colgando sobre un lateral.
—Madre mía, estás fatal.
—¿Qué?
—Que estás fatal.
—¿Por qué?
—Olvídalo. Necesito unas cuantas dosis de café como
mínimo para seguir hablando contigo.
Murmura algo más, pero no tengo el cuerpo ni la mente lo
suficientemente despejados para intentar seguir
entendiéndolo. Me levanto y avanzo arrastrando los pies
hasta la puerta, pues quien sea que esté al otro lado es un
rato impaciente porque ha vuelto a llamar a la puerta. Al
abrir me encuentro con un hombre vestido de forma
elegante, con su traje chaqueta azul marino y el pelo con la
suficiente gomina como para que no se le salga ni uno del
sitio.
—¿Qué tal? —Sonrío.
Espero una sonrisa por su parte, pero se limita a mirarme
de arriba abajo y a suspirar cuando termina. Se cruza de
brazos de forma intimidante y zapatea el pie contra el suelo
de forma repetitiva.
—¿Quién es? —me pregunta Marcos desde dentro de la
habitación.
Abro la boca para responderle, pero la verdad es que no
tengo ni idea. Me giro para mirar a mi amigo y me encojo de
hombros.
—¿No sabes quién es?
Voy a negar con la cabeza cuando un carraspeo
procedente del misterioso señor me lo impide. Vuelvo a
centrar mi atención en él.
—¿Puedo ayudarlo? —pregunto en mi mejor inglés de
borracho.
—¿Sabe qué hora es, señor?
De todas las preguntas que me esperaba esta no era una
de ellas. Frunzo el ceño, porque no estoy muy seguro de si
he entendido su pregunta.
—¿Perdón?
—Le pregunto si sabe qué hora es.
Anda. Pues sí que la había entendido bien.
Me miro las muñecas, pero nunca llevo relojes. Tampoco
llevo el móvil encima y, tras darle un vistazo rápido a las
paredes de la habitación, tampoco encuentro uno en ellas.
Me vuelvo hacia el hombre en cuestión que juraría me mira
cada vez con más mala leche.
—¿Es una pregunta trampa?
—¿Cómo dice?
—Pues que necesito saber si me lo está preguntando en
serio o se trata de una pregunta con trampa. Ya sabe. Usted
pregunta una cosa, pero, en realidad, quiere preguntar otra.
—No tengo ni idea de qué está hablando, señor. Solo sé
que son las cinco de la tarde y que ustedes deberían
haberse marchado hace cinco horas de aquí.
Tres son los segundos que tardo en darme cuenta de
todo. Hoy es uno de enero. Se supone que Marcos y yo
volvíamos a casa, que hoy abandonábamos esta habitación
y que lo hacíamos antes de las doce de la mañana.
Me disculpo con el hombre en español, italiano e inglés.
No lo hago en otro idioma, básicamente, porque no sé, y le
aseguro que estaremos listos en una hora como mucho y
que, por supuesto, pagaremos las que hemos estado de
más.
Marcos, que ha conseguido despejarse, tiene la
amabilidad de ponerse unos pantalones y reunirse con
nosotros en la puerta. Le explica nuestra nueva situación al
señor y le indica que nos quedaremos una semana más.
Pero el hombre nos comunica que no quedan habitaciones
libres, ya que el hotel está completo. Yo, personalmente, no
me lo creo. Lo que sí creo es que nos está castigando.
Marcos, que se nota que tampoco se lo cree, está a punto
de comenzar una pequeña discusión con él, pero lo detengo
a tiempo y le aseguro de nuevo al tipo que estaremos listos
cuanto antes y que despejaremos la habitación.
Marcos se ducha, se viste y prepara la maleta entre
bufidos, quejidos, reproches e insultos varios hacia todos los
que trabajan en este hotel. Yo no es que no esté de acuerdo
con él y con todo lo que está diciendo, y claro que me
fastidia que no me den habitación, pero no me apetece
entrar en problemas innecesarios e intentar convencer a
alguien de algo que, ya de antemano, se ve que no va a
tener solución. Hay más hoteles en Cagliari y alguno
encontraremos.
Lo que iba a ser una hora se reduce a veinte minutos.
Marcos y yo pagamos estas cinco noches y las horas extra
que hemos estado, nos montamos en el Masseratti el cual,
por cierto, tenemos ya que devolver si no queremos
dejarnos todos los ahorros en su alquiler, y nos dirigimos
hacia el hotel de Daniela y sus amigas.
Cuando las llamamos desde recepción y escuchamos sus
voces queda patente que no somos los únicos que anoche
nos bebimos hasta el agua de los floreros ni que tienen una
resaca de mil demonios. Nos invitan a subir y nosotros lo
hacemos con maletas incluidas. Al llegar, nos reciben un
grupo de chicas en pijama, ojerosas, con pelos de locas.
Pero yo no me fijo en nada de eso, pues como si se tratara
de un imán para mí mis ojos captan enseguida a Daniela al
fondo, saliendo del cuarto de baño con una coleta en lo alto
de la cabeza y vestida con un pijama de tirantes y pantalón
largo, algo demasiado fresco para las temperaturas que
hacen. Pero quién soy yo para juzgar si, normalmente,
duermo en ropa interior o solo con el pantalón.
Se gira hacia la puerta y cuando su mirada se cruza con
la mía la sonrisa que ya me atrapó esa primera noche hace
acto de presencia. Ignoro a las demás chicas y a Marcos,
quien está relatando nuestra festiva mañana, y me planto
frente a ella en apenas cuatro zancadas. La sujeto por las
mejillas acariciando sus pómulos con el pulgar y acerco mi
rostro al suyo hasta besar sus labios.
—Buenos días.
—Buenos días, preciosa.
—¿Os han tirado de la habitación?
—Algo así.
Sé que va a preguntar algo más porque abre la boca para
ello, pero yo aprovecho para acercarme de nuevo y volver a
besarla, solo que esta vez lo hago con un poquito más de
ganas. Ella no tarda en dejarse llevar. Me rodea el cuello con
los brazos y me acaricia la nuca mientras no dejamos de
besarnos. Me separo tan solo un segundo, el segundo que
necesito para poder verla bien y coger aire. La sujeto con
fuerza por la cintura y ella descansa su cuerpo contra mi
torso sin dejar de acariciarme ni un momento. Cuando nos
separamos, ambos respiramos más rápido de lo normal y
tenemos los labios hinchados. O así es como creo que
estarán los míos a tenor de cómo están los suyos.
—Me encantan estos despertares.
—¿Seguro? Porque pienso despertarte así todos los días
de esta semana.
—Sobre eso… ¿De verdad vas a quedarte?
—Ese es el plan, sí.
—¿Toda la semana?
—Hasta el día seis, que es cuando tú vuelves a Londres,
¿no?
—Sí. Por la mañana.
—Perfecto.
—¿Estás seguro?
—Pues… hasta hace dos segundos, sí. Ahora que me lo
preguntas tanto comienzo a tener mis dudas.
—No. No es eso. Es solo que…
El grito de una de las chicas termina con nuestra
conversación. Por lo que parece, una de las amigas de Ella
se ha caído de una de las camas y ha aterrizado en el suelo
con el trasero. Por cómo ha sonado el golpe se ha debido de
hacer daño, pero ella ríe a carcajadas como el resto de los
habitantes de esta habitación. Dejo de prestar atención al
resto y vuelvo a centrarme en Daniela. Ella hace lo mismo.
—Oye, ¿qué te parece si hacemos un desayuno–
almuerzo–comida–merienda los dos solos y hablamos un
poco de esto?
—Me parece perfecto.
—Genial. Te espero. —Miro alrededor a ver dónde puedo
sentarme. Veo una cama en la esquina sin trastos sobre ella
y la señalo—. Te espero allí mientras tú te vistes y nos
marchamos.
—De acuerdo. Tardo solo cinco minutos. —Ambos
sabemos que son quince.
Se alza de puntillas y me da un ligero beso en los labios
antes de abrir el armario, sacar un par de cosas de él y
desaparecer tras la puerta del baño. Yo me siento en la
cama que había señalado y niego riendo mientras veo a
Marcos haciendo el imbécil con una de las amigas de
Daniela. Creo recordar que fue la misma que me la
«arrancó» de los brazos esa primera noche. Ya he visto a
Marcos tontear con ella en varias ocasiones durante estos
días. Después de Ella es la más guapa de todas. Por su pelo
y la expresión de su cara me recuerda a mi hermana Eva.
Daniela sale a los pocos minutos vestida con un vaquero
ajustado, unas botas marrones sin tacón y un jersey blanco
de cuello vuelto. Sigue llevando la cola de caballo y no lleva
maquillaje.
—Estás guapísima —digo moviendo los labios para que
pueda leerlos, porque oírme, con todo el follón que hay
aquí, es bastante difícil. Se sonroja, pone los ojos en blanco
y niega con la cabeza.
Me levanto y me acerco hasta Marcos, quien sigue
hablando con el clon de Eva tumbados en una de las camas,
y le informo de mi partida. Levanta el dedo pulgar en señal
de aprobación y quedamos en hablar más tarde, pues
todavía tenemos que resolver el problema de dónde vamos
a pasar la noche.
Me pongo el abrigo, ayudo a Ella con el suyo y cogidos de
la mano salimos de esa leonera y nos preparamos para
perdernos durante un par de horas por algún rincón de la
ciudad.
Capítulo 19
Terminamos tomando algo en una pequeña Boutique que
hay a unos veinte minutos andando desde el hotel. Nos
hablaron de ella hace unos días nuestros nuevos amigos
italianos y todavía no habíamos podido venir a degustar sus
ricos dulces.
En cuanto entramos, el olor a café y a chocolate caliente
inunda nuestras fosas nasales, mezclado con el olor a café y
frutos secos. El local es bastante pequeño, pues solo
dispone de cuatro mesas de madera cada una de una forma
y tamaño diferente. Una señora mayor con el pelo blanco
recogido en un moño y un delantal de colores en tonos
pastel, nos recibe con una sonrisa y nos indica con la mano
que pasemos y nos sentemos donde queramos, pues está
vacío.
—Huele fenomenal —susurra Ella mientras se quita el
abrigo y lo cuelga en una percha que hay en la entrada.
—¿Has visto la vitrina? Jamás había visto tantas tartas
juntas.
Hay dos hileras llenas de dulces variados, algunos con
trozos de fruta como decoración y otros de chocolate de
distinto sabor. Está todo tan en silencio que no puedo evitar
encogerme ante el ruido que hago al apartar la silla para
sentarme. Pero la señora no se inmuta. Sigue concentrada
trajinando algo de espaldas a nosotros.
Buscamos sobre nuestra mesa y sobre las demás alguna
carta en la que poder mirar qué comer, pero no hay nada.
Sobre las mesas solo hay un pequeño jarrón de cristal con
una vela dentro encendida y envuelta por tiras de bambú
sujetas por un hilo de color marrón; y esparcidas por la base
del jarrón hay pequeñas hojas de color verde.
La señora sale tras el mostrador y se acerca a nosotros
con dos platitos en la mano y, sobre ellos, dos tazas de color
blanco que llevan dibujadas en la base dos enredaderas de
color negro.
—Cioccolato —nos dice al depositar las tazas frente a
nosotros. Ninguno habla italiano, pero ambos entendemos
que se trata de chocolate. Espolvoreado por encima hay
nueces picadas, caramelo y especias.
Se retira para volver al poco rato con otros dos platos,
esta vez con algo de dulces en ellos. Uno lleva una especie
de rosquillas, aunque más bien parece un dónut por el
azúcar que lleva por encima y porque tienen aspecto de
estar esponjosas. Cuando lo deja sobre nosotros solo
entendemos que dice: ciambelle, o algo así. En el otro plato
hay una tarta de chocolate sobre una base que creo que es
galleta, y encima una variedad de frutos secos
caramelizados. Sin duda alguna, una auténtica bomba de
relojería.
—Vamos a morir por una sobredosis de azúcar —comenta
Daniela entre risas y con ojos golosos en cuanto la mujer se
retira.
—Por todos es conocido que comiendo o follando son las
dos mejores formas para morir.
Daniela es incapaz de controlar la carcajada que con
tanta fuerza sale de su garganta. Se tapa la boca
avergonzada e intenta darme una palmada en el brazo, pero
la consigo esquivar.
—Eres un bruto.
—Es lo que tiene pasar demasiado tiempo con Marcos y
tener tanta hambre. Te juro que yo suelo ser mucho más
comedido y recatado.
Cortamos tanto la tarta como el dónut en varios trozos y
atacamos mientras soplamos sobre la taza para enfriar el
chocolate. Ninguno de los dos podemos evitar gemir en
cuanto el primer trozo de tarta hace contacto con nuestro
paladar. No hace falta más para que los dos estemos de
acuerdo en que esto está de muerte.
Aparcamos la conversación que teníamos pendiente y nos
limitados a comer y a beber. Le doy un pequeño mordisco a
Ella en el dedo gordo cuando me da un trozo de
ciambenoséqué con la mano, y ella se relame el azúcar que
se le queda pegada en los dedos. Ambos reímos y nos
aguantamos el insulto cuando probamos de nuestras
respectivas tazas y nos damos cuenta de que el chocolate
continúa demasiado caliente y que nos hemos quemado,
recordando esa primera vez que comimos juntos y que me
pasó justo lo mismo. De eso hace solo unos días y parece
que haya pasado una eternidad. La mujer es tan amable de
acercarnos una jarra pequeña con lo que parece ser leche
natural. Nos indica con la mano que la añadamos en el
chocolate para enfriarlo y eso hacemos. Conseguimos darle
pequeños sorbos sin escaldarnos la lengua.
Ya llevamos aquí unos cuando minutos, hemos comido,
bebido y creo que ya es hora de mantener la conversación
que nos ha traído hasta aquí. Dejo mi taza con cuidado
sobre la mesa y cojo aire para hablar.
—¿Te molesta que me quede?
Mi pregunta le pilla a Ella tan de sorpresa como a mí
hacerla, pues la verdad es que no esperaba ser tan directo,
pero ya está hecho, no hay marcha atrás. Ahora es ella
quien deja su taza con cuidado sobre la mesa, justo
enfrente de la mía, y se limpia la comisura de la boca
despacio. Pongo lo ojos en blanco y suspiro.
—¿Estás siendo tan lenta a propósito?
—La verdad es que te estaba dando tiempo.
—¿A mí?
—Claro. Te estoy dando tiempo para que pienses en la
pregunta tan tonta que me has hecho y la reformules.
Deja la servilleta sobre la mesa y se recuesta en la silla
con los brazos cruzados bajo el pecho. No puedo evitar que
mis ojos se vayan por un momento allí y me olvide de lo que
le había preguntado. Su risa llega hasta a mí y chasquea los
dedos frente a mi cara para que alce la cabeza.
—Muy mal, Pedro. Además de hacerme preguntas tontas
te quedas embobado mirándome las tetas. Como sigas así
esta conversación no va a terminar muy bien.
—Pero no es mi culpa, es la tuya. Si no te hubieras
levantado así el pecho yo no habría dirigido mis ojos
directamente hacia allí.
—¿Te han dicho alguna vez que tienes un piquito de oro?
—No, porque yo no soy así. Yo soy sereno y centrado, ya
te lo he dicho en alguna ocasión.
—Pues conmigo no eres ni una cosa ni la otra.
—Lo sé. Como también sé que es porque me vuelves loco
y me haces comportarme como nunca lo había hecho. Ni
con quince años. Eso creo que también te lo he dicho.
—¿Y te molesta?
—¿A mí? En absoluto. Solo espero que a ti tampoco.
—¿Por qué debería hacerlo?
—Porque me has preguntado varias veces seguidas si
estoy seguro.
—Simplemente, porque quiero que lo estés. —Se frota la
frente y se inclina hasta apoyar los codos sobre la mesa—.
Me gusta esto, Pedro. Me gusta lo que tenemos y lo he
disfrutado. Lo estoy disfrutando. Pero que hayas decidido
quedarte una semana más conmigo aquí es una locura y no
quiero que…
—Lo sé, Daniela. Pero escúchame un segundo.
Me levanto, cojo la silla y la arrastro hasta dejarla justo a
su lado. La coloco del revés y me siento en ella con las
piernas abiertas y el respaldo pegado al pecho. Me inclino
hacia delante hasta casi rozar su nariz con la mía, y sonrío.
—Creo que ya he dicho en alguna ocasión que no soy un
hombre aventurero ni muy dado a las locuras, ¿correcto? —
asiente sonriendo—, pero en este viaje lo estoy siendo.
Comenzó como tal y quiero que termine del mismo modo. Y
te puedo asegurar que no hay otra persona con la que
quiera cometer esa locura que no seas tú.
—¿A pesar de que no volvamos a vernos?
—Ella. Por nuestra vida pasan todo tipo de personas.
Están los que llegan para quedarse, los que pasan en un
momento y después, con el tiempo, te olvidas de ellos y,
por último, están los que pasan en un momento y con el
tiempo, cuando piensas en ellos, lo haces con una sonrisa
en la cara. Esos vamos a ser nosotros, nada ha cambiado.
Sigue existiendo el mismo acuerdo que teníamos.
—¿Y qué tienes pensado hacer? Porque te recuerdo que
te has quedado sin habitación.
—Sí, ese es un gran problema. Pero no es uno que no
tenga solución.
La miro de forma juguetona moviendo las cejas arriba y
abajo. Ladea la cabeza y achina los ojos.
—¿Pensáis quedaros con nosotras en la habitación?
Porque entonces el hotel sí que nos hecha.
La cara de horror con la que lo dice es digna de hacer una
foto y enmarcarla. En cierta manera debería sentirme
ofendido, pero la verdad es que la entiendo muy bien. ¿Sus
amigas, Marcos y yo en una misma habitación? No, gracias.
—Hay una idea que me ronda la cabeza desde que decidí
alargar el viaje, pero es una locura.
—Ya ha quedado bastante claro que estamos dispuestos a
cometer unas cuantas, ¿no? Otra más no puede hacernos
daño.
—¿Estás segura? Porque esta es una locura, locura. De las
grandes. De esas en las que seguro que me miras
horrorizada y pensando que qué haces aquí sentada
conmigo en vez de estar con tus amigas que están más
cuerdas que yo.
—¿En serio crees que mis amigas tienen más
conocimiento que tú? —Hago un barrido mental a estos
últimos días pensando en todas las locuras que han hecho
estas chicas, y caigo en la cuenta de que no, de que no
tienen más conocimiento que yo. Niego con la cabeza y ella
sonríe—. Entonces, ¿de qué tienes miedo?
—De que me digas que no y salgas despavorida.
—Eso solo lo sabremos cuando me lo digas.
—No sé yo…
—¡Dilo ya! —contesta sonriendo y zarandeándome. Me
enderezo y hago redoble de tambores golpeando las palmas
contra el respaldo para darle más énfasis a la situación.
—A la de una, a la de dos…
—¡Pedro!
—Vámonos de ruta por Italia en coche los dos solos.
No me mira como si me hubieran salido dos cabezas o
como si me acabase de convertir en un emoticono, pero sí
lo hace con la ceja arqueada y boqueando como un pez.
—Te he asustado.
—No digas tonterías, es solo que… ¿Qué?
Agarro con fuerza sus manos y las aprieto.
—Piénsalo. Tú y yo solos durante cinco días. Devolvemos
el coche mañana en el aeropuerto, cogemos un avión hasta
Florencia y recorremos La Toscana italiana. Sé que sería
mejor recorrerla en verano para disfrutar de sus playas y
todo lo verde que tiene, pero como estamos tan locos de
haber venido a Italia en pleno invierno en vez de en verano
con el calor para haber podido disfrutar de sus playas y su
sol, pues nos aguantamos y disfrutamos de ella con
paraguas, guantes y abrigo. ¿Qué me dices?
—¿Vas a dejar solo a Marcos?
—Marcos es lo suficientemente adulto como para saber
apañárselas solo sin mi ayuda.
—Pero ¿no te da pena?
—Pena la mujer del pene.
—¡Pedro! Hablo en serio.
—Y yo también, Ella.
Me levanto, coloco la silla correctamente y vuelvo a
sentarme. Esta vez con los brazos apoyados sobre las
rodillas y envolviendo de nuevo sus manos con las mías.
—Marcos es mi mejor amigo. Más que mi mejor amigo, es
mi hermano. Él lo sabe y yo también. Nos conocemos mejor
el uno al otro que a nosotros mismos, por eso sabe que si he
decidido quedarme una semana más aquí ha sido porque
me apetece pasarla contigo. Te juro que no entraba en mis
planes que la pasásemos los dos solos, pero ahora que esta
idea se ha materializado en mi cabeza creo que es perfecta.
No busco segundas cosas detrás de este viaje ni nada que
se le parezca, Ella, de verdad. La única excusa que puedo
darte es que me apetece pasarla contigo.
Me paso una mano por el pelo y suelto el aire que no me
había dado cuenta de que estaba reteniendo.
—Mira —continúo—, ya te he dicho antes de empezar que
era una locura de las grandes, y lo sigo pensando, ahora
solo me queda por saber si estás o no estás dispuesta a
cometerla conmigo.
Se suelta de mi agarre y se restriega las manos sobre sus
vaqueros mientras se muerde el interior de la mejilla y
niega con la cabeza murmurando cosas que no soy capaz
de entender, y eso que estoy a menos de tres centímetros
de distancia. Pero entre que tengo la cabeza embotada y el
corazón me va tan rápido, es imposible que pueda escuchar
nada.
¿Qué estoy haciendo? ¿Qué hago yo pidiéndole que nos
vayamos juntos de viaje? Normal que la chica se crea que
está sentada frente a un zumbado. Primero hablamos de
que esto no es más que la relación entre dos personas que
se han gustado durante un viaje y han decido tener sexo sin
compromiso y sin que ello vaya a nada más que lo que es,
sin promesas, sin planes de futuro y sin nada que se le
parezca. Y, luego, un par de días después, simplemente, le
pido que confíe en mí, en un tío al que, en realidad, apenas
conoce para recorrer una parte de Italia durante cinco días
montados en un coche sin nada más que nuestra mutua
compañía. Pensándolo bien, no entiendo cómo no se ha
levantado y ha salido corriendo huyendo de mí. Tras unos
segundos que a mí se me han hecho eternos, sonríe y se
encoge de hombros.
—Nunca imaginé que terminaría mi viaje a Italia con un
tío al que acabo de conocer en vez de con mis amigas.
—¿Eso es un sí?
—Eso es un: «a esto hay que buscarle un adjetivo mejor
que el de locura».
—¿Enajenación? ¿Demencia? ¿Chifladura? Tengo unos
cuantos.
—Cuando termine el viaje lo discutimos.
Me abalanzo sobre ella estampando mi boca contra la
suya y sonrío feliz, tanto por dentro como por fuera.
—Estoy como una cabra —murmura sobre mis labios.
—Estamos, en plural. Pero siempre han dicho que los
locos son los más felices.
Capítulo 20
Esta vez el vuelo hasta Florencia es de lo bueno, lo mejor.
No hemos tenido turbulencias, nadie se ha mareado ni
vomitado y, además, no han perdido ninguna de nuestras
pertenencias. ¿Qué más se puede pedir?
Cogidos de la mano y arrastrando nuestras maletas con la
otra nos dirigimos hasta la oficina de alquiler de coches.
Esta vez quiero uno sencillo, cómodo y que no me vaya a
costar mi primogénito. En cuanto nos entregan las llaves del
Opel Astra gris metalizado, lo primero que hacemos es
conectar el reproductor de música con el móvil de Ella, pues
se ha preparado una lista específica para el viaje, y marcar
en el GPS la ruta que vamos a realizar, que empieza en el
corazón de Florencia con la Plaza del Duomo y el Ponte
Vecchio.
Después de dar vueltas durante más de media hora,
conseguimos aparcar en una calle un tanto estrecha pero lo
suficientemente céntrica para no tener que andar mucho. La
Plaza es espectacular, así como su catedral. Aunque había
estado antes en Italia nunca había pisado Florencia. Me
había limitado a las ciudades más famosas, como pueden
ser Roma o Venecia con sus carnavales, pero nunca había
estado en la capital de La Toscana Italiana.
Nos compramos un helado en un local que hay a apenas
unos metros del centro de la plaza y nos los comemos
mientras admirados la fachada de la catedral y el
Campanario de Giotto, situado justo al lado, y que la chica
que nos ha alquilado el coche nos ha recomendado visitar
porque al hacerlo podemos admirar la belleza de la ciudad.
Palabras textuales.
Nos terminamos el cucurucho y optamos por empezar por
la catedral, Santa María del Fiore. Es imposible no quedarte
maravillado en cuanto pones un pie dentro. Lo de fuera es
espectacular, con la gran cúpula, pero para describir lo que
hay una vez cruzas las puertas no hay palabras, y es que
tanto la nave central franqueada por dos naves laterales
formando una cruz latina, como sus decoraciones y frescos
son maravillosos. De forma disimulada nos pegamos a un
grupo de turistas ingleses para poder escuchar a su guía y
así conocer mejor esta gran obra arquitectónica de finales
del siglo XIII.
Aunque Ella entiende a la perfección todo lo que dicen,
pues es inglesa, yo entiendo las tres cuartas partes si llega,
así que decidimos dejar al grupo y subir al campanario de
Giotto. Está comenzando a caer la noche y todavía nos
queda un camino por delante hasta llegar al hotel en el que
tenemos planeado alojarnos esta noche. No entramos por la
puerta que hay en el interior, pues la cola que hay es
demasiado extensa. Daniela ha escuchado a unos chicos
hablar de una entrada que hay en uno de los laterales y
probamos a ver si hay suerte.
—¡Bingo! —exclamo en cuanto vemos que hay apenas
cinco personas delante de nosotros.
El primer tramo de escaleras es sencillo. Los escalones no
son muy altos y se suben bastante rápido. No pasa lo mismo
con los segundos y mucho menos con los terceros. Estos se
van haciendo cada vez más estrechos y la dificultad es
mayor. Estoy a punto de poner un pie en el próximo escalón
cuando alguien tira de mí tan fuerte que estoy a punto de
caerme de espaldas al suelo. Al girarme, veo que ha sido
Daniela y que ha perdido el color de la cara.
—¿Qué pasa?
La agarro por los hombros y la hago a un lado para no
entorpecer el camino de la gente que continúa subiendo.
—Yo por ahí no paso.
—¿Por dónde?
Señala las escaleras con la mano sin mirarlas.
—Que yo me quedo aquí. No pienso subir un escalón más.
—Pero ¿qué dices?
—¿Tú sabes lo estrecho que está eso? —Me giro y observo
la escalera—. Que no, que yo paso.
Apoya la espalda en la pared y se desliza hasta quedar
sentada en el suelo. Recoge las piernas para que nadie se
tropiece con ellas y, vista así desde arriba, parece
totalmente una bola.
—¿Por qué te sientas ahí?
—Porque quieres subir y a mí me parece estupendo. Yo te
espero aquí.
—¿En serio?
—Por supuesto. Yo me quedo aquí quietecita y tú te
tomas tu tiempo. Por mí no te preocupes.
—¿Y te vas a perder la vista de Florencia desde las
alturas? Dicen que son una pasada.
—Llevo viviendo veintitrés años sin ella. Puedo vivir otros
veintitrés más.
Me agacho hasta quedar en cuclillas frente a ella. La
sujeto por la barbilla y la obligo a mirarme. El corazón se me
encoge en el pecho cuando veo que, además de fría, está
pálida y con la frente perlada de sudor.
—Ella, ¿tienes miedo a las alturas?
No contesta. Por cómo intenta rehuir mi mirada intuyo
que sí.
—¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Porque a ti te hacía mucha ilusión subir. Tú patinaste en
el hielo por mí, yo creía que podría subir unos escalones por
ti. Pero ha sido ver ese hueco ahí y creer que iba a morirme.
No puedo, lo siento. No puedo.
Coloco ambas manos sobre sus mejillas y le doy un beso
en la punta de la nariz. Me aparto y acaricio sus mejillas.
—No tengo ningún interés en subir ahí arriba sin ti. Yo
también llevo muchos años sin hacerlo, no tengo por qué
hacerlo justamente hoy.
—¿Lo dices en serio? ¿No te importa? Así no vas a poder
disfrutar de verdad de la ciudad.
—¿Y eso quién lo dice? Venga, arriba.
Me pongo en pie y la ayudo a ella a hacer lo mismo. Me
rodea el cuello con los brazos y me estrecha fuerte mientras
me pide perdón y me da las gracias.
—Que no subamos allí arriba no quiere decir que no
podamos disfrutar igualmente de Florencia —susurro junto a
su oído. Beso sus labios y emprendemos el descenso
agarrados fuertemente de la mano y sin mirar atrás.
Salimos del Campanario y ponemos rumbo al Ponte
Vecchio, que está a solo siete minutos andando. Al llegar
paseamos entre los distintos puestos de artesanía y
orfebrería que hay en el puente. Daniela se enamora de
tantas cosas que llega un momento en el que es difícil
seguirle el ritmo. Nos detenemos en un pequeño puesto
donde se venden artículos hechos de mimbre como bolsos,
carteras o artículos de bisutería. Se para acariciar un collar
del que prende un colgante en forma de clave de sol y con
unas pequeñas bolitas plateadas justo en el centro. Mientras
ella lo admira yo le pago al dependiente. Cuando va a
volver a dejarlo en su sitio coloco mi mano sobre la suya y
la detengo.
—Gírate —le pido mientras cojo el colgante.
Al principio me mira ceñuda, pero me hace caso. No
pierdo la oportunidad de acariciarle la piel con las yemas de
los dedos mientras le aparto el pelo a un lado. Paso el collar
alrededor del cuello y lo abrocho. Cuando se gira con el
colgante fuertemente cerrado en un puño la sonrisa que me
regala solo me demuestra que, si hay algo que he hecho
bien hoy, ha sido comprarle este collar.
—Va a ser difícil olvidar este viaje. Pero todavía lo será
más cada vez que vea esto. Gracias.
Nos marchamos de allí, nos subimos en el coche y
ponemos rumbo a San Gimignano, que está a una hora de
Florencia. Un pueblo italiano al que se le conoce como la
Manhattan medieval. Nos reciben sus calles estrechas, sus
murallas y sus torres, siendo la más famosa La Torre Grossa,
además de la más alta. Es increíble cómo si levantas la vista
y ves sus casas, parece que te transporten a la época
medieval. Recorremos apenas el pueblo, pues ya ha
anochecido y la luz es escasa.
Decidimos cenar en un pequeño restaurante que
encontramos cerca de donde hemos aparcado. Daniela se
ríe de mi elección, pues he vuelto a pedir pizza, pero es que
es mi plato preferido y es un pecado no comerlo en el sitio
que las vio nacer. Para dormir nos hospedamos en un
pequeño hotel de apenas veinte habitaciones que hay a las
afueras del pueblo. En cuanto nuestras cabezas tocan la
almohada caemos en un sueño profundo. Todo lo vivido nos
han dejado fuera de juego.
Capítulo 21
Algo comienza a hacerme cosquillas en el cuello. Intento
quitármelo, pero al cabo de unos segundos vuelve. Una
risita justo a mi lado me informa de que no es algo, sino
más bien alguien quien me provoca esas cosquillas. Aunque
aún estoy medio dormido consigo abrir un ojo para poder
mirarla; lleva el pelo suelto alrededor de la cara, las mejillas
sonrosadas y me llega un suave olor a menta.
—¿Te has lavado los dientes?
—No.
—Mentirosa.
La agarro de la cintura y la muevo hasta colocarla a
horcajadas sobre mí. El pijama que lleva es tan fino que se
le marcan los pezones y, aunque sé que está mal y que no
debería, no puedo apartar mis ojos de ellos. Carraspea
intentando captar mi atención.
—¿Sabes que tengo ojos aquí arriba?
—Lo sé, y son preciosos. De un tono marrón que se
vuelven verdes cuando te corres. Me lo sé de memoria. Pero
yo no tengo la culpa de que tus tetas hayan caído justo a la
altura de mis ojos.
Se inclina hasta apoyarse en mi pecho con sus labios a
escasos centímetros de los míos.
—Eres guapísima.
—¿Eso crees?
—Ajá.
—Tú tampoco estás nada mal. —Sonríe mientras lo dice y
yo no puedo evitar meter la mano entre los mechones de su
pelo y acercarla para poder besarla. En cuanto su lengua se
mezcla con la mía su sabor mentolado me atrapa. Me aparto
a regañadientes y mordisqueo su barbilla.
—Juegas con ventaja, y eso no vale.
—No tengo ni idea de qué estás hablando.
La Daniela juguetona y coqueta me vuelve loco. Su
lengua juega con el lóbulo de mi oreja y sus manos se
adentran por la parte delantera de mi pantalón de pijama.
No tardamos ni un minuto en quedar completamente
desnudos.
Beso su clavícula hasta llegar a los pechos, esos que han
provocado esto. Juego con un pezón y después con el otro.
Les doy el apretón justo que sé que a ella le gusta y eso
provoca que mi excitación aumente. Daniela, que está
sentada a horcajas sobre mí, aparta mis manos de su pecho
y las coloca sobre el colchón. Después, comienza un camino
de besos que van desde el cuello hasta terminar en mi
erección. Empieza con besos dulces y suaves y termina
conmigo a punto de explotar.
La agarro de los brazos y le doy la vuelta hasta dejarla
bocarriba. Bajo de la cama y busco como un loco un
preservativo en mi bolsa de aseo. A excepción de esa
primera noche en la que ambos acordamos que fuimos unos
imprudentes por hacerlo a pelo, no hemos vuelto a no
usarlos por mucho que ella tenga el DIU puesto y que la
sensación sea mil veces mejor.
Cuando vuelvo a la cama Ella me espera justo en el
centro, con el pelo revuelto y esparcido sobre la almohada,
los labios hinchados, las mejillas sonrosadas y las piernas
abiertas.
—Soy el tío con más suerte del mundo y yo sin saberlo.
Me coloco sobre ella apoyándome en los antebrazos para
no aplastarla, y la beso mientras me cuelo por completo en
su interior. Me trago un gemido que estaba a punto de salir
de su garganta y por el que tengo que parar y respirar un
par de veces seguidas si no quiero quedar muy mal.
Comienzo con un movimiento lento al principio pero que
cada vez va cogiendo más fuerza. No dejamos de besarnos
y modernos en todo momento, sin miedo a que nos
podamos estar dejando alguna marca en el cuerpo. Coloca
sus manos sobre mi pelo y lo acaricia casi con adoración. Yo
quiero acariciarla también a ella, pero la excitación me tiene
un poco sobrepasado y juro que no sé ni cómo me llamo. Me
suelta el pelo, busca mis manos y, aunque un poco reticente
al principio por miedo a aplastarla, al final consiento a que
las coja y las lleve por encima de su cabeza.
Cuando se corre lo hace con la cabeza echada hacia
atrás, los ojos cerrados y susurrando mi nombre. Yo lo hago
segundos después con mi nariz en su cuello, aspirando su
aroma y mordiéndome la lengua para no gritarle que acabo
de darme cuenta de que no tengo ni idea de cómo voy a
poder decirle adiós en apenas unos días.
Después de un despertar de lo más satisfactorio con sexo
en la cama y después en la ducha, bajamos para coger el
coche y poner rumbo a nuestro siguiente destino: Siena y
sus alrededores. Primero paramos en una panadería y
compramos bollería y café con los que recargar pilas.
Antes de llegar a Siena hacemos una parada en
Monteriggioni que, como la ciudad en la que hemos pasado
la noche, es famosa por sus murallas y su marcado interés
medieval. Entre unas cosas y otras llegamos a Siena
pasadas las doce y media de la mañana. Como no la
conocemos y no sabemos adónde ir, nos decidimos por ir
hasta el centro de la ciudad y después dejarnos llevar.
Recorremos sus calles cogidos de la mano. Entramos en
su catedral que es parecida a la de Florencia y corremos a
refugiarnos bajo el toldo de una tienda en la Piazza del
Campo cuando una lluvia torrencial nos alcanza de pleno,
empapándonos de pies a cabeza. No podemos evitar reírnos
de las pintas que llevamos y, tras unos minutos y ver que
esto no tiene mucha pinta de amainar, optamos por volver
corriendo al coche para marcharnos a nuestro próximo
destino.
Daniela lo hace gritando y tapándose la cabeza
intentando protegerse. No puedo evitar romper a reír al
verla.
—¡Déjame y no te rías! —exclama cuando se gira para
mirarme y me ve parado en mitad de la calle sin poder dar
un paso más.
—¿Qué haces con los brazos ahí? ¡Si vas empapada!
—¡No sé! ¡Intentar protegerme un poco!
—Pero ¿de qué? ¡Si debes tener mojadas hasta las
bragas!
—¡¡No grites!! —Intenta sonar enfadada, pero la verdad
es que ella tampoco puede evitar la risa porque sabe que
tengo razón. Al final se quita las manos de encima de la
cabeza, me agarra de la mano y tira de mí para que
continúe corriendo. Cuando llegamos al coche parecemos
dos pasas.
—Así no podemos subir. Y tú, desde luego, así no puedes
conducir.
—¿Y qué hacemos? Porque empiezo a congelarme.
Mira alrededor como buscando algo. Cuando parece que
lo encuentra da una palmada y se lanza a abrir el maletero
del coche. La ayudo a sacar las maletas, cierro y la sigo
hasta detenernos en lo que parece ser un hostal.
—¿Qué dices?
La fachada parece estar limpia y bien cuidada, así como
lo poco que se ve del interior. La miro a ella, me miro a mí y
asiento.
—No podemos hacer mucho más con esta lluvia. Y darme
una ducha calentita ahora mismo me parece el mejor plan
del mundo.
—¿A pesar de que nos retrase en nuestra ruta?
—Este viaje es nuestro. Podemos retrasarlo todo lo que
queramos.
—Pues vamos.
El recepcionista nos mira mal. Lo entiendo. Estamos
dejando la recepción hecha un desastre con manchas de
agua por todas partes. A regañadientes nos da una
habitación en la segunda planta y nos advierte de que no
hay ascensor.
—¿Qué haces? —pregunta Daniela cuando ve que voy a
coger su maleta.
—¿Ser un caballero y subir tu maleta y la mía?
—No necesito un caballero para eso.
—¿Estás segura? Porque he cogido antes esa maleta y
porque la has abierto en el hotel delante de mí, sino
pensaría que llevas un muerto ahí dentro. —Coge el asa de
la maleta y la levanta como si no pesara nada.
—Estoy segura. Donde sí necesitaré ayuda es para
quitarme toda esta ropa mojada. No sé si voy a poder
hacerlo yo sola.
La verdad es que me vuelve loco las veinticuatro horas
del día, pero cuando se pone en plan coqueta se multiplica
por mil. Tras guiñarme un ojo pasa delante de mí y
comienza a subir las escaleras. La sigo, eso sí, muy de
cerca, porque cuando he dicho que el peso de esa maleta
no es normal lo decía totalmente en serio.
No tardo ni medio segundo en hacer lo que me ha pedido
y me convierto en un perfecto caballero. Dejamos las
maletas de cualquier manera en una de las esquinas de la
habitación y nos desnudamos con ansia. Nos metemos
juntos en la ducha y dejamos que el agua caliente se lleve
por el desagüe la lluvia junto con nuestros gemidos.
Ya no salimos de la habitación en todo el día más que
para ir a por algo de comida y volver corriendo a
comérnosla en la cama. Nos permitimos conocernos un
poquito más, pero con datos sin la mayor importancia; como
cuál es nuestro color preferido, si somos más de playa o de
montaña, si preferimos la música española o la inglesa, o
cuál es el sitio más loco en el que lo hemos hecho.
Al caer la noche estamos agotados. Me tumbo en la cama
con Daniela pegada a mí, su cabeza descansando en mi
pecho y sus piernas enredadas en la mía.
—Gracias por proponerme hacer este viaje.
—Gracias a ti por decir que sí y no salir corriendo.
Ojalá alguien me hubiese dicho en ese momento que eso
que me estaba oprimiendo el pecho era miedo. Miedo
porque por primera vez en mi vida me había enamorado. De
ella. De su piel, de sus labios, de su pelo, de sus manos, de
su risa y de su sonrisa.
Capítulo 22
Recibimos el nuevo día contentos y llenos de energía. Las
nubes han desaparecido por completo, ha salido el sol y
nada nos apetece más que coger el coche y seguir con
nuestra ruta.
Daniela está contenta y eso se nota. Ya no solo porque le
brillan los ojos y sonríe sin parar, sino porque en toda la
hora que dura el viaje no para de cantar y bailar cada una
de las canciones que salen de la lista de reproducción de su
móvil, desde Party in The U.S.A, de Miley Cyrus, hasta Waka,
Waka de Shakira, mientras imita como puede su
movimiento de caderas.
Llegamos entre risas a nuestra primera parada;
Monticchiello. No teníamos pensado venir aquí, pues
queríamos ir directos hasta Bagno Vignoni para disfrutar de
sus aguas termales, pero la chica que había en la recepción
del hostal esta mañana —y que era mucho más simpática
que el chico de anoche—, nos ha recomendado visitar este
pequeño pueblo solo para admirar las vistas que hay desde
lo alto. Nos ha confirmado que podíamos acceder en coche
hasta arriba sin problema, porque andando Daniela se
negaba. Lo que ya veremos cómo solventamos es cómo
lograré convencerla para bajar del coche y acercarse hasta
el filo para poder verlo todo bien.
Fuertemente agarrada a mis brazos y prometiéndole que
no voy a soltarla bajo ningún concepto, consigo que baje del
coche para que pueda confirmar por ella misma que la chica
tenía razón. En cuanto nos ponemos de pie y le doy la
vuelta conmigo a su espalda, lo ve; frente a nuestros ojos se
extiende una explanada en tonos verdes y marrones que es
impresionante, con su torre dorada justo en la plaza del
pueblo, ya que los rayos del sol impactan de lleno sobre su
fachada. Una suave brisa sacude el cielo consiguiendo que
las ramas de los árboles se mezan y los pájaros echen a
volar, dando la sensación de que estás siendo partícipe de
algo mágico. Todo esto, junto con sus estrechas y
empedradas calles, le dan al pueblo un aspecto de lo más
pintoresco.
—¿Te gusta? —La rodeo por la cintura pegándola a mi
pecho y dejo un ligero beso en lo alto de su cabeza.
—Es precioso. —Gira la cabeza para poder mirarme a los
ojos—. No te acostumbres, pero… Tenías razón. Las vistas
desde las alturas son preciosas.
—Ya lo sé. —Chasquea la lengua contra el paladar antes
de volver a darme la espalda y seguir admirando lo que
tenemos justo delante—. ¿Nos vamos?
—No. Todavía no. Vamos a esperar solo unos segundos
más.
—Podemos esperar todo el tiempo que quieras. No
tenemos ninguna prisa.
No sé cuánto tiempo pasamos así, con el silencio
rodeándonos, sin hablar, sin movernos, pero fuertemente
agarrados.
Tras esta improvisada parada, por fin llegamos a Bagno
Vignoni, el pueblo conocido por sus aguas termales. El lugar
ideal para vivir en contacto directo con la naturaleza y que
es famoso por sus caseríos de piedra, fortalezas y abadías,
además de por la «piscina» que corona todo el centro de la
plaza y que en sus aguas se reflejan todas las casas que la
rodean. Carlo, el chico italiano que conocimos el primer día
en Cagliari y al que he dejado al cuidado de Marcos, me
recomendó visitarlo y ha sido un acierto.
Dejamos atrás este característico pueblo y ponemos
rumbo a Montepulciano, lugar en el que se rodó El sueño de
una noche de verano y, más recientemente, Luna Nueva, de
la saga Crepúsculo. Aunque Daniela intenta ocultarlo está
emocionada. Dice que las películas son absurdas pero que
los libros le encantan. Me anima a recorrer el pueblo
buscando una fuente que sale en la película y que, por lo
visto, es muy importante, pero todo su entusiasmo se va al
traste cuando uno de sus habitantes nos comunica que tal
fuente no existe y que es un decorado de la película. Por
cómo nos mira y la pesadez con la que habla, yo diría que
no somos los únicos que han preguntado por ella. Nos
detenemos en unas cuantas tiendas y, aunque en un
principio no quería, termino comprando regalos para todo el
mundo. A mi madre le compro un imán para la nevera y a
mi hermana una taza. Las colecciona y no tengo ni idea de
cuántas puede tener ya.
Por la noche, cuando llegamos al hotel y Daniela se queda
dormida entre mis brazos, no puedo evitar levantarme a por
el móvil y hacerle una foto con él. Tampoco puedo evitar el
pinchazo que siento en el vientre al ser consciente de las
pocas horas que nos quedan de estar juntos.
Capítulo 23
—¿Estás segura de que vas a saber conducir esto?
La mirada fulminante que me lanza Daniela me hace
saber que sí. Me coloco de lado en el asiento del copiloto y
coloco mis manos sobre las suyas antes de que ponga el
coche en marcha.
—Daniela de mi vida y de mi corazón, no es que no confíe
en ti, es que no me fio de ti.
—¡¿De qué vas?!
La miro arqueando una ceja y ella, aunque un poco
ceñuda al principio, termina resoplando y poniendo los ojos
en blanco. Pero sigue sin soltar el volante.
Tras pasar la noche y parte del cuarto día de viaje en la
ciudad de Volterra, hemos decidido coger el coche para
volver a Florencia; nuestros vuelos salen temprano al día
siguiente. Como he estado conduciendo yo durante todo el
tiempo, Daniela ha tenido la brillante idea de hacer un
relevo. Yo no tendría ningún problema si no me hubiese
confesado justo antes de arrancar, que esta era la primera
vez que va a conducir un coche desde el lado izquierdo.
Siempre que ha venido para visitar a su familia española, o
se mueve en transporte público o es algún familiar quien la
lleva. Nunca ha tenido la necesidad de ser ella la
conductora. Hasta ahora. Hasta que me ha visto disfrutar
tanto estos días «que le ha picado el gusanillo». Pues qué
suerte la mía.
Si a eso le sumamos que parece que le hayan metido un
palo por el culo de lo recta que está, que las manos le
tiemblan y que ya se ha secado el sudor de la frente dos
veces desde que está ahí sentada, pues a mí,
inevitablemente, se me han puesto los huevos de corbata y
no consigo que bajen. Daniela quita las manos de debajo de
las mías y se las frota contra el pantalón. La veo coger aire
y soltarlo poco a poco.
—Está bien, puede que esté un poco en tensión…
—¿Un poco? Tienes los nudillos blancos de lo fuerte que
estás agarrando el volante…
—¡Porque me chillas y me pongo nerviosa!
—¡No chillo!
—¡Sí que lo haces! ¡Ahora lo estás haciendo!
El tono de piel de su cara pasa del blanco al rojo en
apenas unos segundos. Pero no es el rojo al que me tiene
acostumbrado cuando le digo algo bonito o cuando se pone
nerviosa. Está roja porque parece que esté a punto de
asesinar a alguien y yo tengo todas las papeletas. Me paso
la mano por la nuca, cojo aire y cuento hasta tres
intentando calmarme.
—Vale, perdona. Te juro que no voy a volver a gritarte.
—¿Estás siendo condescendiente conmigo?
—Dios…
Frustrado, apoyo la cabeza en el reposacabezas y cierro
los ojos.
—Mira, ¿sabes qué? Que yo paso. Si te vas a poner así me
bajo del coche y ya conduces tú. Sin problemas.
Es demasiado rápida. Cuando me quiero dar cuenta ya ha
bajado del coche y está rodeándolo. Salgo y me planto
delante de ella bloqueándole el paso.
—¿Serías tan amable de apartarte?
—No.
—¿No serías amable?
—No, no quiero serlo. Mírame. —Se cruza de brazos y
dirige su mirada a todos los sitios menos a mí—. ¿Puedes
mirarme? Por favor...
Le pido esta vez de una forma mucho más dulce, suave y
tranquila. Parece surtir efecto. Aparta la vista del suelo y me
mira. Aún a riesgo de que me corte los dedos por tocarla, la
sujeto por los codos.
—No soy de esos, ¿vale?
—Ya. —Bufa y pone los ojos en blanco
—No hagas eso. Escúchame un momento, ¿de acuerdo?
No soy de esos. Me encanta que las mujeres conduzcáis y
no me da miedo ver a una tras el volante. Bueno, a Paula sí,
pero porque está como una cabra y estoy convencido de
que le robó el carné al examinador. —Consigo arrancarle
una pequeña sonrisa, aunque intenta ocultarla—. No tengo
ningún problema con que te pongas tras ese volante. Lo que
me da miedo es verte tan nerviosa e insegura y que,
encima, me digas que nunca has conducido por mi lado de
la carretera. Entiéndelo, ¿vale? Me pasa contigo y me
pasaría también si fuera con Marcos, estuviésemos en
Inglaterra, y quisiera llevarme a dar una vuelta por la
ciudad. Te aseguro que me acojonaría igual.
La miro de forma suplicante porque es cierto y necesito
que me crea.
Viéndola enfurruñada, con los brazos cruzados
mordiéndose el labio y repiqueteando el pie contra el
asfalto, no puedo evitar compararla con mi hermana. Me
recuerda mucho a ella. No físicamente, porque son
totalmente opuestas, pero sí en cuanto a su forma de
pensar y de actuar. Estoy seguro de que si se conocieran
harían muy buenas migas.
Tan pronto como este pensamiento aparece noto un
pinchazo como el de la pasada noche, porque soy
consciente de que eso es algo que nunca pasará; Daniela y
Eva nunca se conocerán y nunca serán amigas.
Un bufido procedente de la chica que tengo justo enfrente
me devuelve al presente y a su cara de enfado, la cual
parece haberse suavizado bastante. Hago a un lado una
idea que no tiene sentido alguno y me centro en el ahora.
—¿Mejor? —Tras unos segundos de completo silencio,
asiente. Sonrío—. No quiero que un malentendido estropee
las últimas horas que nos quedan juntos.
—Yo tampoco. —Da un paso al frente acortando la
distancia que nos separa y me rodea la cintura con los
brazos. Yo no tardo en imitarla.
—Si quieres conducir, yo encantado. Solo necesito que
estés convencida y que no parezca que está a punto de
darte un infarto.
—Me parece justo y razonable.
—Entonces, ¿qué? ¿Lo intentamos?
Murmura algo, aunque no logro entender bien qué es
porque tiene la cara escondida en mi pecho y eso amortigua
cualquier sonido. A regañadientes, porque no quiero
soltarla, doy un paso atrás y la miro.
—¿Lo intentamos?
—Lo intentamos —confirma con una sonrisa.
—Esa es mi chica.
Tercer pinchazo en menos de veinticuatro horas.
Conseguimos llegar a Florencia sanos y salvos. Al
principio parecía algo imposible, sobre todo cuando no
paraba de soltar la mano izquierda para cambiar de
marchas o cuando ha cogido una rotonda en dirección
contraria y no ha hecho otra cosa que gritar histérica
mientras duraba toda la vuelta. En ese momento, yo me he
limitado a agradecer que no hubiese nadie más por ahí, a
intentar tranquilizarla a ella y a ver cómo conseguía que los
huevos me volvieran al sitio.
Nos alojamos en el mismo hotel que la vez anterior.
Cuando subimos a la habitación nos entra la risa al
comprobar que también es la misma. Soltamos las maletas
y nos lanzamos sobre la cama; ella boca abajo y yo boca
arriba. No tardo ni dos segundos en ponerme de lado para
verla bien. Le aparto el pelo de la cara y se lo coloco tras la
oreja. Pero no retiro la mano. Comienzo acariciándole el
contorno del rostro, perfilando su mandíbula, su cuello.
Cierra los ojos y acaricio sus párpados y las mejillas. Subo la
mano hasta su pelo y entierro los dedos en él.
—Parece que todo va a acabar donde empezó —susurra.
Apoyo mi frente contra la suya y me trago el nudo que se
me ha formado en la garganta. Este no tiene nada que ver
con los pequeños pinchazos que he estado sintiendo. Este
es un nudo del tamaño de una nuez que se me ha atascado
en la garganta y me impide tragar con normalidad. Maldita
sea. Esto no tendría que estar desarrollándose de esta
manera. Esto que estoy sintiendo no tendría que ser así. No
debería haber nudos en la garganta, pellizcos en el vientre
ni dolores en el pecho. Esto tenía que ser algo fácil y
sencillo. Una aventura como la que tienen miles de
personas. Algo que, al recordar, lo hiciera con una sonrisa y
con mucho cariño.
No deberían estar picándome las manos solo de pensar
en que en pocas horas dejaré de tocarla. No deberían
dolerme los oídos por ser consciente de que nuca más
volveré a escuchar su risa. No deberían dolerme los labios
de imaginar que ya no podré besarla cuando quiera o, peor
aún, que será otra persona quien lo haga, al igual que será
otro quien la haga sonreír como yo lo he estado haciendo
hasta ahora. No deberían estar escociéndome los ojos
mientras pienso en que, en apenas unas horas, tendré que
decirle adiós y ver cómo se sube en ese avión que la alejará
de mí. No debería estar sintiendo nada de esto y, sin
embargo, no puedo evitar hacerlo.
Abro los ojos dispuesto a hablar con ella. A decirle que me
arrepiento del trato que hicimos y de que lo veo una
soberana estupidez. No tengo ni idea de qué siento
exactamente ni de qué siente ella, pero sí es cierto que
quiero averiguarlo. Que necesito saber su apellido, conocer
dónde estudia y si tiene perro o si, por el contrario, los odia.
Quiero que entienda que esta semana ha sido mágica,
especial, y que tengo la necesidad de seguir disfrutando de
ella. No importa cómo, ni tampoco me preocupa. Es algo
que podemos ir viendo sobre la marcha sin ataduras, pero sí
con promesas.
Pero todos estos pensamientos terminan muriendo en mi
boca porque cuando abro los ojos me encuentro con una
Daniela profundamente dormida, con la boca ligeramente
abierta y su mano descansando sobre la mía. La idea de
despertarla cruza mi mente, pero no lo hago.
—¿Crees en las señales, Pedro? —me preguntó una vez
Eva poco tiempo después de morir nuestro padre, en una de
esas veces en las que nos quedábamos a dormir con mi
madre en su casa para no dejarla sola y ella, en mitad de
noche, se colaba en mi dormitorio para dormir conmigo.
No recuerdo exactamente a qué vino esa pregunta. Solo
recuerdo que me quedé en silencio mirando al techo
mientras dejaba que se apretara contra mí y me abrazara
mientras sollozaba en silencio. Se quedó dormida antes de
que pudiera contestarle. Tampoco sabía qué decirle, porque
era algo en lo que nunca había pensado.
Ahora, sin embargo, contestaría que sí. Creo que Daniela
se ha quedado dormida porque así es como deben ser las
cosas. Ya lo dijimos, ¿no?; sin promesas que no se puedan
cumplir. Sin presiones que te puedan ahogar. Sin
sentimientos que no se puedan gestionar.
Me quito los zapatos, le quito a ella los suyos con cuidado
y nos arropo a ambos con la sábana dejando que Morfeo me
lleve con él en cuestión de segundos.
Capítulo 24
Daniela

¿Irme yo sola de viaje con un tío al que no conocía


prácticamente de nada? La mayor locura que he cometido
en mi vida. Menos mal que no se lo conté a mi padre
cuando me llamó esa noche para ver cómo iba todo. No
creo que le hiciese mucha gracia saber que su hija se iba de
viaje en coche con un tío del que no sabía ni su apellido.
Ahora, cuando lo pienso, veo lo absurdo que fue todo el
asunto. Pero el mundo está lleno de cosas absurdas, ¿no? O,
al menos, eso dicen.
Mis amigas decidieron guardarme el secreto. Por eso
accedieron a reencontrarse conmigo en el aeropuerto de
Stansted al llegar a Londres y fingir que acabábamos de
llegar todas juntas. Lo dicho; una locura se mirase por
donde se mirase. Ellas por animarme y yo por hacerlo.
Hubo una cosa que Pedro me dijo en ese viaje: «Dicen
que los locos son los más felices». Tengo que darle toda la
razón, porque yo no he sido más feliz en mi vida que en
esos cinco días.
Eso es algo que no quise reconocer en ningún momento
durante el viaje; ni ante el mismo Pedro ni ante mis amigas
cuando me lo preguntaron. La coraza de indiferencia que
me impuse era más fuerte que el sentimiento en sí. Solo me
permití reconocerlo durante un microsegundo, y fue sentada
en ese taxi camino del aeropuerto mientras dejaba a Pedro
en ese hotel de Florencia y yo volvía a mi vida real. Cuando
las lágrimas rodaban por mis mejillas por no haber sido lo
suficientemente valiente para decirle que no quería saber
nada del pacto que habíamos hecho, y que si ya lo estaba
echando de menos, ¿qué pasaría dentro de un mes? No le
pedí al taxista que diese media vuelta porque pensé que
prefería vivir con el recuerdo que arriesgarme al rechazo.
Cobarde. Esa era la única palabra con la que se podría
haber definido mi comportamiento. Pero el gran problema
vino unas semanas después, cuando esos recuerdos de los
que tanto hablamos en nuestro viaje dejaron de ser lo único
que me mantenían unida a él.
Capítulo 25
Me despierto con dolor de cabeza y una sensación extraña
en el cuerpo, como si algo no fuera bien. Un sonido molesto
y estridente comienza a sonar a todo volumen
taladrándome el cerebro. Me cuesta un rato darme cuenta
de que se trata de mi teléfono móvil. Lo busco por la cama
sin éxito alguno, hasta que recuerdo que debe continuar en
el bolsillo de la chaqueta. Me levanto medio dormido y voy a
por ella, que sigue tirada sobre la silla, justo donde la dejé
ayer antes de desplomarme sobre la cama al llegar al hotel.
Me siento en el borde de la cama y descuelgo al ver el
nombre de Marcos parpadeando en la pantalla.
—¿Qué?
—Parece que alguien ha desayunado ración de mala
hostia en vez de la de buenos días.
—Buenos días. ¿Qué?
La risa de Marcos me perfora el tímpano y me molesta,
aunque no tengo ni idea de porqué. Pero es que la
sensación de malestar con la que me he despertado sigue
ahí, y va en aumento. Cierro los ojos y me masajeo el
puente de la nariz intentando aliviar el dolor de cabeza.
—Ya que no he sabido nada de ti en estos días más que:
«perfecto», «ok» y algún que otro «genial», deduzco que ha
ido mejor que bien y que el tonito de hoy es que todo lo
bueno se acaba y hay que volver. Pero ya me lo contarás
luego cuando nos reencontremos en el aeropuerto de
Florencia para volver juntos a casa. La cuestión es que…
Dejo de oír a mi amigo y abro los ojos de golpe,
despejándome por completo. Me llevo una mano al pecho y
ahí está; el dolor, el pinchazo. La sensación. Ahí está la
consecuencia a este dolor de cabeza y el malestar general
que tengo; ha llegado el día, hoy se termina todo y
volvemos a casa.
Me giro buscando a Daniela, pero me encuentro con algo
que ya sé, y es que no está tumbada en la cama. Extrañado,
me levanto y doy los dos pasos de distancia que hay hasta
el cuarto de baño y abro la puerta; la luz está apagada y
tampoco hay nadie dentro. Vuelvo sobre mis pasos y miro al
suelo de la habitación. No hay nada. A excepción de mi
maleta y mis zapatos.
—No puede ser —murmullo más para mí mismo que para
Marcos que continúa al teléfono, el cual tengo fuertemente
agarrado—. Esto es una puta broma.
—¿Cómo? Pedro, ¿de qué hablas? ¿Me estás escuchando?
—Dime que no es lo que creo que es… Mierda, mierda,
mierda…
Marcos dice algo más, pero no lo escucho. Estoy
demasiado ocupado dando vueltas por la habitación como
un pollo sin cabeza. Las manos comienzan a sudarme y noto
el corazón en la punta de la lengua. Camino hasta la puerta
principal, la abro y recorro el pasillo con la mirada de lado a
lado. Vacío.
Llego hasta el ascensor, aprieto el botón de forma
insistente y en cuanto las puertas se abren me cuelo dentro
y pulso la planta baja.
—Pedro, ¿me estás escuchando? —continúa preguntando
Marcos, pero yo solo puedo pensar en buscar a alguien al
que poder preguntarle.
Cuando llego y salgo a la recepción, esta está vacía.
Estoy a punto de ponerme a gritar, pero una puerta se abre
en un lateral y un chico uniformado sale por ella con un
vaso de cartón en las manos.
—¿En qué puedo ayudarle? —me pregunta en inglés en
cuanto repara en mi persona. Se coloca tras el mostrador,
da un sorbo al vaso y se sienta en la silla.
Lo reconozco en enseguida. Es el mismo chico de la
primera vez que estuvimos aquí. De esa primera noche.
—¿Puedo ayudarle? —repite tras unos segundos de
silencio por mi parte. Me acerco hasta el mostrador y lo
miro a los ojos.
—Ella. ¿Dónde está? La chica. ¿Dónde está?
Me mira alzando una ceja y me observa de arriba abajo.
Seguro que está pensando que soy un perturbado. Voy a
explicarme mejor cuando el rictus de su cara cambia y se
vuelve más tranquila. Asiente y deja el vaso con cuidado
sobre el escritorio.
—¿Es usted el huésped de la habitación treinta y cinco?
—Sí.
—Un minuto, por favor.
Se agacha a buscar algo en los cajones. Después, con
calma, y mientras me mira con… ¿lástima?, se levanta y me
entrega algo.
—Pedro, me cago en tus muertos, joder. ¿Qué cojones
pasa?
Tres palabrotas en una misma frase. Marcos debe de estar
muy cabreado. Lo entiendo, pero ahora no puedo hacerme
cargo de él. Cuelgo el teléfono y me centro en el chico que
me acaba de entregar un sobre con mi nombre escrito en él.
Lo inspecciono, le doy la vuelta, pero, nada. Solo mi nombre
en una caligrafía pulcra y limpia.
Jamás la he visto, pero sé que esa letra es de Daniela.
—No entiendo nada. ¿Qué es esto?
—La chica con la que compartía habitación, antes de
marcharse me pidió un sobre, se lo di, metió dentro un
papel, lo cerró, me lo dio y me dijo que se lo entregara a
usted cuando lo viera.
—Pero… pero… sigo sin entender nada.
No sé si es que de repente ya no entiendo el inglés o es
que no me estoy enterado de nada. El chico parece ver la
confusión en mi mirada, porque chasquea los dedos frente a
mí captando mi atención y comienza a hablarme como se le
habla a un niño de tres años que está aprendido el idioma.
—Que la chica que compartía habitación con usted se
marchó, pero antes de irse pagó la habitación y me dio esa
carta para usted. ¿Entiende ahora lo que le digo, señor?
—No.
Bufa un pelín desesperado, se revuelve el pelo y abre la
boca para volver a hablar, pero niego con la cabeza y le
hago un gesto con la mano para que no lo haga.
—Entiendo lo que me ha dicho y no necesito que me lo
repita. —Como si fuera idiota, vuelvo a darle la vuelta al
sobre y a comprobar que, efectivamente, no hay nada
escrito en el remitente—. Lo que no entiendo es cómo ha
podido irse así y… ¿Por qué no me ha dado esto ella
personalmente?
—En eso no puedo ayudarle, señor. Tal vez si…
—Olvídelo. Era una pregunta más para mí que para usted.
Arrastrando los pies me dirijo de vuelta al ascensor, pero
antes de subirme a él el recepcionista me llama. No me giro.
Me limito a mirarlo por encima del hombro.
—Perdone que le moleste, señor. —Como vuelva a
llamarme señor voy hasta allí y le clavo un boli en el ojo—.
Pero debe abandonar la habitación en quince minutos.
Genial. Asiento y me subo en el ascensor.
Una vez dentro de la habitación cierro la puerta con el
pie, que ni siquiera me había dado cuenta de que he dejado
abierta, y me dejo caer en el suelo con la espalda apoyada
en la cama y las piernas flexionadas. El móvil suena. Es la
tercera vez que lo hace desde que le colgué a Marcos.
Barajo la posibilidad de pasar el pulgar por la tecla de
rechazar, pero después pienso en si fuese al revés y termino
contestando la llamada. Sus gritos me llegan altos y claros,
y eso que ni siquiera tengo el teléfono contra la oreja.
—¡¿Pero se puede saber qué narices pasa contigo?! ¡Me
está dando un puto infarto, Pedro! ¡Un infarto! ¡Y no tengo
ni los treinta, joder!
—Se ha marchado. —En cuanto pronuncio las palabras en
voz alta siento que el nudo de anoche vuelve, pero esta vez
no como una nuez, sino como bola de béisbol.
—¿Te importaría traducirme? Llevo unos días de locos y
da gracias de que me haya acordado de venir al aeropuerto
a la hora acordada.
—¡El aeropuerto! ¡Eso es!
Me levanto de un brinco y me lanzo a recoger mis cosas.
Es entonces cuando reparo en que no llevo los zapatos
puestos.
—Madre mía, he bajado descalzo a la recepción. Entre
eso, mi aspecto desaliñado y mi cara de pánfilo, normal que
el chaval me haya mirado como si tuviese dos cabezas.
—¡¡Por Dios, Pedro, ¡¡estate quieto!! —El grito de Marcos
me paraliza—. ¿Quieres hacer el puto favor de estarte
quieto un momento y de no hablar en clave, que no te sigo?
Tiene razón. Claro que tiene razón.
Cojo aire, respiro hondo y me siento. Esta vez en la cama.
—Daniela. Se ha marchado. Cuando me despertado no
estaba en la habitación, Marcos. Se ha ido sin despedirse.
La he buscado hasta en la recepción, pero allí no estaba.
Aunque me ha dejado una carta, ¿sabes? La iba a leer antes
de cogerte el teléfono, pero has dicho la palabra
«aeropuerto» y he pensado: «claro, el aeropuerto». Así que
aquí estoy, vistiéndome para ir hasta allá. Su avión sale a
las once y tengo que darme mucha prisa. Espero que haya
taxis en la puerta.
—Pedro…
—Así que te dejo, ¿vale? Nos vemos dentro de unas
horas. Yo ya estaré allí cuando aterrices.
—Pedro, cállate, coño.
—¿Tú sabes la de palabrotas que has dicho en lo que
llevamos de conversación?
—¿Y tú sabes que no te has callado ni un momento como
te he pedido que hagas?
—De acuerdo, ya está. Me callo y te escucho. Pero solo
tengo un minuto. ¿Qué pasa?
Lo escucho coger aire y soltarlo poco a poco.
—Que son las doce, Pedro. Las doce. El avión de Daniela
ya ha salido.
La realidad me golpea. Siento como si me hubiesen tirado
por encima un jarro de agua helada. Aparto el teléfono de
mi oreja, desbloqueo la pantalla y los números comienzan a
bailar frente a mis ojos hasta que se unen por fin y el doce
se materializa.
—Pedro. ¡Pedro!
Vuelvo a sentarme en la cama —ni siquiera me acuerdo
de haberme levantado de ella—, apoyo los codos en las
rodillas y me sujeto la cabeza con la mano que tengo libre.
—¿Puedes, por favor, dejar de hacer eso?
—¿El qué?
—Quedarte callado y provocarme infartos. Ya te he dicho
que ni siquiera he cumplido los treinta y que tengo muchas
cosas todavía por hacer.
—Vale.
Pero lo hago. Vuelvo a quedarme callado mientras dejo
que mi mente viaje hasta ella, hasta la última vez que la vi;
hasta anoche, dormida en esta misma cama, con la sonrisa
y el cansancio de todos estos días reflejados en su rostro.
Me llevo una mano al pecho y me lo froto, porque duele.
Duele mucho. Siento como si alguien lo estuviese
estrujando y no tuviera intención de soltarlo. Me siento
engañado y estoy enfadado con ella por marcharse así, por
ni siquiera decirme adiós y dejarme que yo se lo dijera a
ella. Por no permitirme ver su sonrisa una última vez y
terminar de grabármela a fuego en la mente.
No era así como tenía pensado que esto terminara.
—¿Estás ahí, tío? —La voz de Marcos me hace regresar al
presente.
—Sí. —Consigo articular, aunque la voz me sale
demasiado ronca.
—Genial. Ahora vamos a centrarnos y a hablar como
personas adultas que somos, ¿de acuerdo?
—Mmm.
—Me lo tomaré como un sí.
Lo oigo moverse al otro lado de la línea. Escucho la
megafonía del aeropuerto anunciando algo y, a los pocos
segundos, una puerta cerrarse y silencio.
—Me he encerrado en uno de los baños. Pero debemos
terminar rápido. Mi vuelo sale en treinta minutos y no tengo
muchas ganas de perderlo.
Conozco a Marcos lo suficiente para saber que va a
ponerse en plan psicólogo experimentado, así que repto
hasta dejar la espalda apoyada contra el cabecero de la
cama y las piernas estiradas para estar cómodo.
—¿Se puede saber por qué estás así?
Casi me río de su pregunta.
—Ya te lo he dicho. Se ha marchado sin despedirse. ¿Te lo
puedes creer? Ha cogido la puerta y se ha pirado.
—¿Se puede saber por qué estás así? —vuelve a
preguntar. Aparto el teléfono extrañado por si es que he
perdido cobertura y no me ha escuchado, pero parece que
todo está bien.
—Te lo acabo de explicar. Porque se ha ido haciendo
bomba de humo. Me he despertado y no estaba. Se ha ido
sin despedirse. Sin decir adiós.
—¿Se puede saber por qué estás así?
—¿Esto es una puta broma? ¿Te estás quedando
conmigo? Porque ya te digo yo que no tengo ganas de tus
gracias ahora mismo.
Lo escucho coger aire y soltarlo poco a poco.
—No. Lo que quiero saber es por qué te pones así por
algo que sabías de sobra cómo iba a terminar. Por algo que,
como tú mismo me repetiste en contadas ocasiones,
consistiría en un simple viaje sin sentimientos, sin
compromisos y sin promesas que no se pudieran cumplir,
¿recuerdas? Algo que disfrutar aquí y ahora. «Quiero vivir el
presente, Marcos. A disfrutarlo y, por una vez en mi vida, a
no pensar en el mañana».
—Sé lo que te dije, no hace falta que me lo repitas, y
menos con esa voz de papagayo. El problema no es ese,
porque sigo pensando todas esas cosas. El problema es que
se ha marchado sin ni siquiera decirme adiós, Marcos. ¿Tan
poco he significado para ella?
Una risa sarcástica y burlona me llega desde el otro lado.
—Eres el listo del grupo, Pedro.
—Y tú el gracioso, ¿no?
—Guarda las garras y presta atención. No me puedo creer
que sea yo el que tenga que explicarte las cosas a ti. ¿Me
quieres decir que no te has parado ni un momento a pensar
en que, a lo mejor, solo a lo mejor, lo ha hecho justamente
por lo contrario? ¿Porque ha significado demasiado y
despedirse de ti le dolería más de lo que estuviera
dispuesta a admitir?
Sus palabras caen como una bofetada directa en mi
mejilla.
—Por tu silencio diría que no. Que no te has parado a
pensar en esa posibilidad.
—Yo… es que… no sé… Dios, qué complicado es todo
esto.
—Eres tú el que lo está haciendo complicado.
—¿Quieres dejar de sonar como un psicólogo? Madre mía,
eres peor que un grano en el culo.
—Ahora ya sabes cómo eres tú la mayor parte del tiempo,
cuando vienes en plan filosófico a explicarnos las teorías de
la vida.
—Ese es Javi. Yo solo intento que seáis más organizados y
penséis las cosas un poco antes de hacerlas.
—Te pareces más a mi hermano de lo que te crees.
Pregúntale a cualquiera. Sois los dos unos pesados de
narices.
Por primera vez desde que me he levantado me río. No es
una gran carcajada, pero sí es lo suficientemente
importante como para conseguir aliviar un poco la presión
que tengo en el pecho.
—Soy patético.
—No lo eres. O quizá sí. Pero es porque todos nos
volvemos un poco así cuando nos enamoramos.
«¿Enamoramos?». ¿Estoy enamorado de Daniela?
Una secuencia de vídeos comienza a pasar por mi cabeza,
como si se tratase de una película y alguien le hubiese dado
al play; la primera vez que me giré y la vi, con sus mejillas
sonrosadas y mirándome con esos ojos brillantes llenos de
determinación y también de mucha vergüenza; de nuestros
paseos hablando de todo y de nada, pues queríamos
saberlo todo el uno del otro, pero sin entrar a profundizar en
nada que pudiera revelar demasiado de nuestras vidas
fuera de esa isla; de su cara iluminada al poner un pie en
ese club y ver que se trataba de uno de jazz o de la felicidad
que desprendía su cuerpo al patinar sobre hielo, así como
de las carcajadas que intentaba ocultar cada vez que me
caía —que no fueron pocas—. De nuestra locura de viaje. De
sus besos. De su risa ante mis bromas o de cómo no paraba
de cantar bajito prácticamente todas las canciones de su
lista de reproducción. De sus ojos al mirarme cuando le
regalé el colgante en Florencia o de su cuerpo abrazado al
mío al caer la noche, después de recorrer y estudiar su
cuerpo con mis manos o mi boca. De su vergüenza al
despertarse por las mañanas y luchar por ir a asearse
primero antes de robarle algún beso, así como de la rojez de
sus mejillas cuando estaba a punto de correrse o cuando le
decía algún piropo. De ella. De toda ELLA. En mayúsculas.
Sí. Claro que me he enamorado de Daniela, pero es que
cualquier otra opción es imposible contemplarla. No puedes
conocerla y no caer rendido a sus pies, esa es una verdad
como un templo. Tan verdad como que me estoy quedando
calvo, aunque no quiera admitirlo en voz alta.
La megafonía del aeropuerto vuelve a sonar.
—Ese es mi vuelo —anuncia Marcos. Se escucha una
cadena y una puerta abrirse.
—¿Estabas meando mientras hablabas conmigo?
—Ya sabes que hay pocas cosas que los hombres
podamos hacer a la vez, pero mear mientras hablamos por
teléfono es una de ellas.
—Qué guarro eres.
Aunque no pueda verlo sé que se ha encogido de
hombros y ha puesto los ojos en blanco.
—Nos vemos en un rato.
—Nos vemos en un rato.
—Y lee la carta. Me juego lo que quieras a que ni siquiera
la has abierto. —Quien pone ahora los ojos en blanco soy
yo. Qué mierda conocerse tan bien.
Colgamos el teléfono y hago lo que me dice. Rebusco
entre las sábanas, pero no está. Gateo hasta asomarme por
la parte de los pies y ahí, tirada en el suelo con mi nombre
hacia arriba llamándome, está la despedida de Daniela.
La abro con cuidado de no romperla demasiado, como si
fuese un tesoro. Justo cuando saco el papel que hay dentro
perfectamente doblado y las letras comienzan a formar
palabras y frases frente a mis ojos, no puedo hacer otra
cosa que no sea sonreír.
La leo una vez. Y dos. Y tres. Me aprendo cada palabra y
cierro los ojos recordando su voz e imaginando que me la
está leyendo en voz alta. Incluso soy capaz de sentir un
beso suyo en la mejilla o el sabor de sus labios en los míos.
Recuerdos. Esos de los que tanto hablábamos ya han
empezado. Como imaginábamos, no son feos. Son bonitos,
tiernos y dulces. Son nuestros. Tan nuestros como nos
hemos esforzado en crear todos y cada uno de los días que
hemos pasado juntos.
Miro la hora en el reloj del teléfono móvil y me doy cuenta
de que ya es hora de moverme o al final llegaré tarde a
coger el vuelo. Me pongo la chaqueta, agarro la maleta y,
cuando estoy a punto de salir por la puerta, suelto el pomo
y doy media vuelta volviendo a la cama. Saco la carta del
bolsillo interior de la chaqueta, la leo una última vez y la
dejo sobre la cama.
—Siempre serás mi recuerdo más bonito.
Con un suave clic cierro la puerta y abandono ese hotel,
esas calles, ese aeropuerto y esa ciudad.
Horas más tarde, mientras sobrevolamos Italia con
Marcos dormido en el asiento de al lado, pienso en el
destino. En si fue él el culpable de que todo saliera mal hace
ya quince días y me llevara hasta Daniela.
En este momento no lo tengo claro porque no sé bien si
creo o no en él. Pero dentro de unos años, cuando alguien
me pregunte le responderé con un sí rotundo, porque el
destino me devolverá la felicidad más absoluta. Me la
devolverá a ella. Solo que no vendrá sola, vendrá con él.
Capítulo 26
Daniela

Hola, Pedro.

No te enfades, por favor. No es así como quería empezar


esta carta. Tampoco es así como quería despedirme de ti,
pero cuando me he despertado esta mañana y te he visto
dormido a mi lado he tenido que hacerlo, porque si no, no
sé si hubiese sido capaz de decirte adiós. Sentarme en el
suelo de esta habitación contigo durmiendo a mi espalda no
está siendo sencillo, pero sí necesario. Ambos sabíamos lo
que era esto y cómo tenía que terminar. Imagino que te
habrás enfadado al despertarte y no verme, pero sé que
cuando termines de leer podrás entenderme.
Podría decirte muchas cosas y todas serían bonitas, ya lo
sabes. Pero, en realidad, solo debo decirte una: gracias.
Gracias por regalarme esta locura, por decidir ser
aventurero y por serlo conmigo. Pero, sobre todo, gracias
por regalarme tantos recuerdos en tan poco tiempo. Nunca
imaginé que en dos semanas se podían sentir tantas cosas,
pero eso es porque no te conocía.
Jamás podré arrepentirme de esto ni de haberlo vivido, y
ni mucho menos de cómo decidimos hacerlo; locos,
irresponsables, ilógicos, ingenuos, inconscientes… coge el
adjetivo que quieras, me gustan todos, porque todos nos
definen. Aunque yo me quedo con uno: vivos.
Tengo que despedirme ya. Mi vuelo sale en apenas un
rato y, además, no puedo arriesgarme a que te despiertes y
me mires. Te dejaría la carta en la cama, pero tengo miedo
de que no la veas y, aunque poco, algo te conozco y sé que
me buscarás en todos los rincones de este hotel, por eso se
la voy a dar al recepcionista, porque así me aseguro de que
te llega.
Si alguna vez alguien me pregunta cómo fue nuestra
historia le diré: un hola y un adiós.
No me olvides, Pedro, yo nunca podré hacerlo. Siempre
serás mi recuerdo más bonito.

Daniela
SEGUNDA PARTE
EL PASO DE LOS AÑOS HASTA LA
ACTUALIDAD
Capítulo 27
Daniela

Septiembre 2011

—No puedo hacerlo, papá. No puedo.


—Claro que puedes. Venga, cariño.
—No voy a poder. Esto es una locura. Además, todavía es
muy pronto, papá. Falta un mes. ¡Un mes! Seguro que algo
va mal y…
—Daniela, haz el favor de mirarme. —Mi padre me agarró
por las mejillas con firmeza y me movió hasta que sus ojos
impactaron con los míos—. No pasa absolutamente nada. Ya
has oído a los médicos. Se ha adelantado un poco, pero es
algo que pasa muy a menudo. ¿Qué te voy a contar yo que
tú no sepas?
—Estoy muerta de miedo.
—Lo vas a hacer genial.
—¿Lo crees de verdad?
—Solo he estado seguro de tres cosas en mi vida: de que
tu madre es el amor de mi vida, de que tú eres lo mejor que
he hecho y de que no habrá una madre mejor que tú.
Cerré los ojos y pensé en él, en ese chico de ojos
marrones y en su sonrisa. No es que no lo hubiera hecho
hasta ahora. Lo había hecho todos y cada uno de los días
desde que volví a mi casa en Londres, pero ese día lo hacía
con más intensidad que nunca. ¿Cómo no hacerlo? Estaba a
punto de dar a luz a nuestro hijo.
El ginecólogo me preguntó con la mirada si estaba
preparada. La matrona me sonrió y se acomodó a mi lado
para hacer presión en mi vientre y ayudar al niño a salir. Mi
padre se sentó en una silla a mi lado y me agarró con fuerza
la mano. Por mis mejillas caían lágrimas, al igual que por las
suyas.
Volví a pensar en él y en la sonrisa traviesa que me había
enamorado en esos quince días en Italia, y en que prometió
regalarme un millar de recuerdos. Está claro que lo cumplió.
Empujé con todas mis fuerzas. Cogí aire y volví a empujar.
Al principio no quería apretar muy fuerte la mano de mi
padre por temor a hacerle daño, pero al cabo de unos
segundos ya solo me centraba en mí y en él, en poner todo
de mi parte para que saliera bien.
Un llanto como el de un gato acalló mis quejidos. Todo
eran enfermeros de un lado a otro moviéndose, limpiando,
hablando y no sé cuántas cosas más, pero yo solo podía
escucharle a él, buscarlo a él. Hasta que lo vi. Hasta que la
pediatra se acercó hasta mí con un bulto envuelto en una
manta que se movía demasiado para ser tan pequeño. No
creo que sea capaz de explicar lo que sentí cuando me lo
pusieron en el pecho.
—Lo que necesita es el calor de su madre —me susurró la
matrona en el oído justo antes de romperme el camisón,
quitarle a él la manta que lo envolvía, pegarlo a mi pecho y
taparnos a ambos con una sábana.
No tengo ni idea de lo que pasó después. Ni siquiera sé si
mi padre llegó a desmayarse. Solo podía mirarlo a él. Besar
su cabeza y acariciar su piel. Coger sus dedos y
entrelazarlos con los míos. Sonreír como una tonta al darme
cuenta de que tenía su mismo color de pelo y sus ojos de
color marrón.
Sé que el color de pelo o de los ojos de un bebé es muy
cambiante. Que hoy puede ser negro y dentro de unos años
rubio. O al revés. Pero yo lo supe. Supe que este niño se
parecería más a él que a mí, y no me importó en absoluto.
—¿Cómo se llama? —me preguntó el ginecólogo justo
antes de abandonar el quirófano.
Miré a mi padre, que me sonrió sentado en el suelo y tan
blanco como la pared —por lo visto, sí que se había
mareado—. Asintió y me sonrió.
—Pedro. Se llama Pedro, como su padre.
En el ascensor camino a la habitación abrazaba a nuestro
hijo, cerré los ojos y volví a pensar en él, justo en la última
vez que lo vi tumbado en esa cama de Florencia con el poco
pelo que tenía alborotado y más guapo que nunca. Pensé en
la carta que le escribí, en si la habría llegado a leer, y pensé
en qué estaría haciendo en ese momento mientras yo
estaba en esa cama junto a nuestro pequeño, y me eché a
llorar.
Lloré por lo idiotas que habíamos sido, por creernos
nuestras propias mentiras, por no ser valientes y por no
habernos atrevido a escribir otro final para nosotros. Lloré
por haber borrado las pocas fotos que tenía suyas en el
móvil en un arrebato por olvidarlo, poco antes de enterarme
de que estaba embarazada.
En ese momento, el pequeño bulto que sostenía contra
mi pecho se movió ronroneando. Me sequé las lágrimas y
me concentré en él. Debía hacerlo. Ya no valían los
reproches, ni los «y si», ni los lamentos. Solo valía él. Él
conmigo. Él conmigo y con nuestros recuerdos.
Esa noche, justo antes de quedarme dormida, también
pensé en el destino y en si alguna vez nos volvería a juntar,
en si le permitiría a mi hijo conocer a su padre.
Capítulo 28
Daniela

Diciembre 2012

Londres en Navidades es una auténtica pasada, y es que los


londinenses nos tomamos muy en serio lo de las luces, por
eso iluminamos nuestras calles en profundidad. A mí las que
más me gustan son las que iluminan las calles de Caberny
Street con su música en directo y todo el brillo que
desprenden los millones de bombillas que hay colgadas.
Pero en ese momento no teníamos intención de ir a ver
ningún encendido. Cogimos el metro y nos dirigimos hasta
Somerset House para disfrutar de la gran pista de patinaje.
El año anterior no habíamos podido ir porque Pedro apenas
tenía tres meses, pero ese no nos lo queríamos perder.
Nada más llegar, mi padre y yo nos calzamos los patines
y alquilamos un trineo en el que poder pasear al pequeño.
Acompañados de la música navideña que se escuchaba a
través de los altavoces disfrutamos los tres como auténticos
niños y no paramos de reír ni un solo momento.
Por la noche, después de ducharnos y meternos en la
cama, tuve un recuerdo: el de otras navidades y otra pista
de patinaje. Me levanté, fui hasta el cuarto de Pedro y con
cuidado me acerqué hasta su cama, le aparté el flequillo de
la frente y dejé un beso en ella, a la vez que una lágrima
silenciosa rodaba por mi mejilla por la pena que sentía por
estar viviendo todo esto yo sola.
Capítulo 29
Daniela

Septiembre 2014

—¡Cumpleaños feliz! ¡Cumpleaños feliz! ¡Te deseamos


todos, cumpleaños feliz!
Ese septiembre celebramos el tercer cumpleaños de
Pedro rodeados de todos sus amigos y su familia. Sería el
último cumpleaños que celebraríamos en Londres. Mi padre
llevaba años queriendo volver a casa. No es que Londres no
lo fuera, pues llevaba viviendo en ella más de veinte años,
pero hacía tiempo que ya no eran suficientes. Echaba de
menos su tierra, sus raíces y, por qué no decirlo, también a
su gente. Él era demasiado educado para decírmelo, pero si
un padre es capaz de leer a su hija con los ojos cerrados, a
su hija le pasa exactamente lo mismo. Además, a fin de
cuentas, Pedro también era español. Y nosotros no
dejaríamos de visitar Londres con frecuencia, pues una
parte de nuestro corazón se quedaría en esa ciudad para
siempre.
—Es igual que él. Eres consciente, ¿verdad?
Dejé de recoger la mesa y levanté la cabeza para mirar a
mi hijo. Llevaba chocolate hasta en las pestañas y reía a
carcajadas por algo que su abuelo le acababa de contar.
Mire a mi amiga Tessa, esa chica alocada que me animó a
hacer ese viaje que cambió radicalmente mi vida
—Todos y cada uno de los días en los que abro los ojos y
lo miro.
No me equivoqué. En cuanto tuve a Pedro por primera
vez en brazos y le vi ese color de pelo y esos ojos marrones,
lo supe. Supe que sería exactamente igual a su padre, y no
me había equivocado.
Capítulo 30
Daniela

Marzo 2016

—¡Quiedo saber quién es mi padre, mamá! —El portazo


retumbó en toda la casa, y eso que era lo suficientemente
grande como para enfadarnos y no tener que vernos
durante días.
Un nudo se me instaló en el pecho y creo que no
desapareció hasta una semana después. Era algo que
siempre me pasaba cuando Pedro me preguntaba por su
padre. Yo nunca le había mentido. Era algo que me prometí
no hacer desde el primer instante en el que fui consciente
de que iba a ser madre. Pero, claro, una cosa era no
mentirle y otra muy distinta contarle la verdad a un niño de
cuatro años y medio y que la entendiera.
Recuerdo ese día como si hubiese ocurrido ayer mismo.
Acababa de recoger a Pedro en el colegio e íbamos
montados en el coche camino a casa. Había tenido que
hacer turno doble en el hospital y estaba hecha polvo.
Adoraba ser matrona y ayudar a traer niños al mundo, pero
era agotador.
La cuestión es que lo había recogido del colegio porque
empezaban las vacaciones de Fallas y no tenían clase. Yo
tenía ganas de pasar unos días con él; encender la
chimenea, comer palomitas y ver películas Disney sin parar.
Además de comer churros con chocolate, claro, que ambos
habíamos descubierto que eran nuestra debilidad. Esos
hubieran sido también sus planes si en el colegio no les
hubieran hecho hacer un regalo por el día del padre que se
celebraba el diecinueve de marzo.
Cuando matriculé a Pedro en ese colegio les expliqué
nuestra situación. Dejé bien claro que mi hijo no tenía padre
porque no quería pasar por esa situación.
Supongo que ese año pasaron olímpicamente de mí,
porque mi hijo salió con un cuadro hecho a mano con sus
huellas en las que ponía: «mi papá y yo». Solo que la parte
de papá estaba en blanco.
Las ganas de aparcar el coche y echarme a llorar cuando
paramos en un semáforo, me lo enseñó y me preguntó que
por qué él no tenía un papá que pudiera poner ahí sus
huellas con él, no podría ni describirlas. Creo que si hubiera
podido habría vuelto al colegio y le habría arrancado la
cabeza a su profesora. Ni siquiera sé cómo pude llegar a
casa con el temblor de manos que llevaba.
—Sí tienes papá. Se llama Pedro, ¿recuerdas? Como tú. —
le dije sentándolo en la encimera de la cocina y situándome
entre sus piernecitas abiertas.
—¿Y dóde está?
Esa era una buena pregunta. ¿Dónde estaría? No tenía ni
idea. Solo sabía que vivía en el mismo país que yo, que era
profesor de gimnasia y que era entrenador de baloncesto.
Me llevé una mano al pecho e intenté aliviar la presión.
Fue inútil.
—No lo sé, cielo.
—¿No quieres que lo conozca?
—Claro que quiero.
—Entonces, ¿poqué no me llevas hasta él?
—No es que no quiera, es que no puedo.
Si entenderlo yo ya era difícil, hacérselo entender a un
niño de cuatro años y medio era misión imposible.
Así estuvimos un rato más; él haciendo preguntas y yo
intentando responderlas. Pero estaba claro que ninguna era
la respuesta correcta. Hasta que se bajó de un salto de la
encima, me soltó esa frase y se encerró en su habitación.
Me dejé caer en uno de los taburetes de la cocina, enterré
la cara entre mis manos y lloré. Lloré por mí, por mi hijo y
también lloré por Pedro. Lloré por sentirme tan sola en
muchos momentos y también muy asustada. Lloré por
sentirme culpable, por sentir que lo estaba engañando. Que
los estaba engañando a los dos. Lloré hasta quedarme sin
lágrimas. Cuando mi padre llegó a casa dejé que se
encargara de nosotros. Consentí que volviera a convertirse
en esa figura que no le correspondía además de la de
abuelo; padre. Se sentó como Pedro en la mesa de la
cocina, se pintó las manos de blanco y las colocó junto a las
de su nieto.
Me permití hacer algo que llevaba algún tiempo sin hacer;
recordarlo. No es que me hubiera olvidado de él. Jamás lo
haría. Tampoco es que pudiera, pues había quedado patente
que padre e hijo eran como dos gotas de agua. Lo que hice
fue recordarlo solo a él. A todo lo que nos permitimos vivir
esos pocos días.
Gracias a esos recuerdos sonreí por primera vez en lo que
llevaba de tarde. También me pregunté dónde estaría y qué
estaría haciendo justo en ese momento.
Ojalá alguien me hubiese dicho lo cerca que estábamos.
Ojalá alguien me hubiese dicho que nos habíamos cruzado
un par de veces en el poco tiempo que llevábamos viviendo
en la misma ciudad. Pero, sobre todo, ojalá alguien me
hubiese dicho ese seis de enero de dos mil once que estaba
haciendo la mayor estupidez de mi vida al abandonar ese
hotel sin haberle dejado mi número de teléfono o haberme
apuntado yo el suyo. Ojalá alguien me hubiese hecho
entender que no siempre se pierde cuando uno se arriesga,
al contrario, la mayoría de las veces se gana.
Y nosotros hubiésemos ganado ese día.
Capítulo 31
Daniela

Agosto 2017

Hacía tiempo que mi padre no estaba tan nervioso como lo


estaba esa mañana. No pude contar las veces que entró en
casa, salió al jardín y volvió a entrar. Le pregunté un par de
veces si necesitaba ayuda con algo.
—Como una valeriana, por ejemplo —le dije.
Quien no lo conociera se habría acojonado ante la mirada
del gran Gonzalo Medina. Yo no, por supuesto. Yo me oculté
tras el libro que estaba leyendo tumbada en la hamaca de
la piscina para que no me viera sonreír mientras Pedro se
daba un chapuzón.
Lo entendía. Íbamos a conocer a la señora con la que
salía y a sus dos hijos y estaba atacado de los nervios, por
mucho que él se empeñase en negarlo. No es que mi padre
hubiese abrazado el celibato todos estos años, pero sí era la
primera mujer que le provocaba la sonrisa de idiota en la
cara, la tartamudez y que se sonrojara cuando hablaba de
ella. ¿Se podía volver a la edad del pavo con sesenta años?
El timbre sonó y las chuletas de cordero que llevaba en la
mano no salieron volando de puro milagro. Aguantándome
la risa dejé el libro a un lado, me puse en pie y me acerqué
hasta él. Le quité la bandeja de las manos, la dejé junto a la
barbacoa y lo abracé.
—Todo va a salir bien. Solo tienes que acordarte de
respirar.
—Qué graciosa se ha levantado hoy mi hija.
Le di un beso en la mejilla, le arreglé el pelo y fingí
colocarle bien la pajarita que no llevaba. Me dio un
manotazo en la mano y dio un paso atrás sonriendo y
negando con la cabeza. Justo antes de entrar en la casa se
giró y me miró.
—Gracias.
—¿Por qué, papá?
—Por ser lo mejor que he hecho en mi vida.
Me guiñó un ojo y se perdió dentro. Quise gritarle que si
alguien tenía que dar las gracias era yo. Y por tantas cosas
que necesitaría varios años para poder decirlas todas. Pero
él ya lo sabía.
Lo que hice fue ir hasta mi hijo y asearlo un poco. Yo
también estaba nerviosa. ¡Iba a conocer a la novia de papá!
¿Y si no le gustaba? ¿Y si era una cazafortunas? Aunque
sabía que eso era imposible. Papá tenía muy buen ojo para
la gente. Aun así, yo era la hija. Era mi deber preocuparme.
Por lo que sabía, esa mujer, Carmen, tenía dos hijos. Un
chico más mayor que yo y una chica de mi edad. Esperaba
de corazón que nos lleváramos bien.
Un murmullo de voces llegó hasta nosotros. Me apresuré
en ponerme el vestido y en colocarle a Pedro una camiseta.
—¡Daniela! —me llamó mi padre. Había llegado el
momento.
Pedro me agarró tan fuerte la mano que temí que me la
arrancara. Se escondió tras mi pierna y no nos caímos a la
piscina de milagro. Al llegar hasta ellos me situé junto a mi
padre y sonreí.
—Daniela, cielo, te presento a Carmen y a sus hijos, Eva y
Pedro.
Siendo matrona te preguntan muchas cosas, pues
trabajas en sanidad y es como si lo supieras todo. La gente
mayor por lo que más pregunta es por la muerte. Muy
macabro todo, pero es cierto. La cuestión es que una vez
una mujer me preguntó que qué se sentía cuando se te
paraba el corazón. En ese momento le regalé mi mejor
sonrisa y continué trabajando. Si hoy me la encontrara
podría contestarle a su pregunta sin problemas. Le diría que
los oídos se te taponan, que la garganta se te cierra, la
cabeza se te bloquea y que sientes el corazón cómo
ralentiza hasta hacer clic y pararse.
No me fijé ni en Carmen ni en su hija. Podrían haber
tenido cabeza de elefante que me habría dado igual. Yo solo
podía verlo a él. En un momento dado, no sé ni cuándo ni
cómo, se acercó hasta mí, me cogió en volandas y dio
vueltas conmigo. Estuve a punto de pedirle que parara
porque iba a vomitar.
—¿Eres tú? ¿De verdad? —me preguntó. Quería asentir.
Bueno, en realidad, lo que quería era tocarle la cara y
preguntarle si era real. Si lo tenía justo delante de mí. Pero
no lo hice. Porque el labio comenzó a temblarme y supe que
me iba a poner a llorar—. Ella, ¿por qué lloras?
«Ella». Ya nadie me llamaba así, solo mi padre. Les pedí a
todos que no lo hicieran cuando volví de ese viaje, pues me
dolía demasiado porque me recordaba mucho a él, y ya
tenía bastante con el niño que crecía en mi interior.
Pero volver a escuchar ese apelativo… y escuchárselo a
él…, fue demasiado. Mi hijo me llamó. Se asustó. Normal.
Evitaba llorar delante de él. Pedro se agachó hasta quedar a
su altura y mantener una conversación los dos juntos.
El corazón volvió a parárseme. Recuerdo que miré a mi
padre. No sé si fue el pánico que vio en mis ojos o que era
demasiado claro lo que pasaba, y es que se parecían
demasiado como para no darse cuenta. Miré a la que
supuse que era Carmen y a su hija. Fue solo un segundo. La
primera sí lo entendió todo, a la segunda le costaría aún un
poquito.
Noté un tirón en la mano; mi hijo me miraba como
pidiéndome permiso para algo. Asentí, creo. No lo recuerdo
bien. Pero sonrió, por lo que debí acertar.
—Perfecto. Yo me llamo Pedro. Encantado.
—¡Hala! ¡Qué guay! Yo también me llamo Pedro.
—¡No me digas! Choca esos cinco. Es un nombre muy
chulo. A mí me encanta.
—A mí también. Es el mejor nombre del mundo mundial.
Eso dice siempre mi mamá. ¿Sabes por qué? Mi mamá dice
que me llamo así por mi papá. ¿A que sí?
Mi hijo me volvió a preguntar algo, pero yo solo podía
contar; uno, dos, tres…
Pedro se puso en pie, me miró a los ojos y entendí que lo
sabía.
—¿Cuántos años has dicho que tiene? Joder.
A partir de ahí todo sucedió a cámara rápida para el
resto. Yo me quedé de pie en el mismo sitio quieta como
una estatua.
Mi hijo se agarró aún más fuerte a mi pierna. Pedro daba
vueltas, me miraba, miraba al niño y vuelta a empezar. Mi
padre se acercó. Me habló, le habló a él y, al final, cogió al
niño y se lo llevó dentro a que jugara un rato en su cuarto.
La hermana de Pedro y su madre se acercaron a él. Eva me
abrazó y me susurró algo. Creo que fue: «todo irá bien».
Pero tampoco estoy muy segura.
PUM.
Ese fue el portazo que dio Pedro al salir de casa.
PAM.
Ese fue el sonido que hicieron mis rodillas al impactar
contra el suelo.
CRAC.
Así es como suena un corazón roto.
Capítulo 32
Dicen que la realidad siempre supera a la ficción. Eso es en
lo único que puedo pensar mientras salgo de casa del nuevo
novio de mi madre. Del padre de Ella. Del abuelo de mi hijo.
Me da la risa histérica y no puedo parar. Es como si alguien
le hubiese dado a un interruptor y se hubiera olvidado de
apagarlo al salir.
Conduzco durante una hora sin rumbo fijo. Simplemente,
me dejo llevar por la carretera y cuando creo oportuno giro
a la derecha o a la izquierda. Pero tengo que parar. Lo
necesito. Necesito dejar de conducir, soltar el volante y
conseguir desentumecer mis nudillos que los tengo blancos
de tanto apretar. No tardo ni dos segundos en saber a
dónde quiero ir, y es que solo hay un lugar que consigue
calmarme.
Llego hasta esa pequeña cala escondida tras una
montaña y estaciono. Como siempre, no hay prácticamente
nadie, por eso me encanta este lugar. Además de que tiene
las aguas más cristalinas del mundo, es tranquilo y único.
No puedo evitar sonreír al recordar el día en el que mi padre
me la enseñó. La encontró mientras iba de ruta con la moto.
Se enamoró de ella y pensó que sería el lugar ideal en el
que tener momentos padre e hijo para hablar de nuestras
cosas o, simplemente, para sentarnos y ver el mar mientras
el silencio y la tranquilidad nos rodeaba.
Un pequeño pinchazo me sacude la tripa al pensar en si
ahora me toca a mí enseñársela a mi hijo.
¿Mi hijo? No sé si llorar o reír. Todo me parece irreal.
No hace falta que me gire para saber que Marcos está
viniendo hacia las rocas en las que estoy sentado. Se sienta
y no dice nada. Se limita a mirar al frente y deja que sea yo
quien hable.
—Tengo un hijo.
—Eso me han dicho.
Me rompo. No lo puedo evitar. Con las rodillas flexionadas
y la frente apoyadas en ellas lloro como hacía tiempo que
no hacía. Creo que no lloraba así desde la muerte de mi
padre. Me cuesta respirar y los hipidos se suceden unos tras
otros. Siento el brazo de mi mejor amigo sobre mis
hombros. Me gustaría girarme y darle las gracias, pero es
imposible. Los segundos se convierten en minutos, hasta
que consigo levantar la cabeza y mirarlo.
—Mierda, Marcos. Tengo un hijo. ¡Un hijo! ¿Qué coño hago
yo ahora?
—Conocerlo. —Casi me entra la risa al escuchar su
respuesta. Casi. Se me había olvidado lo práctico que
resulta este hombre cuando quiere—. Como dices, es tu hijo
y, por lo que me han contado, se parece bastante a ti. Te
has perdido cinco años de su vida y es una putada. Pero
todavía tienes muchas cosas que enseñarle. Y él a ti.
Céntrate en eso.
—Ya lo sé. De verdad. Pero… ¡joder! Son cinco años. Unos
años que no voy a recuperar y me duele muchísimo, no
puedo evitarlo. No sé cómo gestionarlo. Se me escapa de
las manos.
—Lo entiendo, pero esos años no están escondidos en
esta playa, y marchándote como lo has hecho sabes que
tampoco solucionas nada.
Un escalofrío me recorre entero al pensar en mi madre y
mi hermana. Si yo he flipado no quiero ni imaginar en cómo
lo habrán hecho ellas. Sobre todo, la primera, al enterarse
así de pronto de que tiene un nieto. Pero ahora no puedo
pensar en ellas. Lo siento mucho pero no puedo. Más aún
cuando Marcos me tranquiliza asegurándome que no están
enfadadas, solo preocupadas.
Volvemos a nuestra posición inicial y me permito
perderme en los recuerdos. Esos a los que he estado
recurriendo mucho todo este tiempo. Más los primeros años
que los últimos, eso es cierto. Viajo hasta Italia con sus
calles, su olor, su comida, sus ciudades o sus hoteles. Pero
sobre todo viajo hasta Daniela, hasta nuestros momentos y
nuestras risas. En lo bien que sabían sus besos y en lo bien
que se estaba entre sus brazos. Viajo hasta nosotros y no
puedo evitar sentir rabia; por ella. Por mí.
—Así que Ella, ¿eh? —me pregunta Marcos tras un rato de
silencio.
—No debería, pero estoy muy enfadado con ella. Cuando
la he reconocido te juro que he pensado que había hecho
algo muy bueno porque me la habían vuelto a traer a mi
vida. Pero cuando Pedro me ha dicho que se llamaba así por
su padre, he recordado su edad y he visto la cara de
Daniela…, mi mundo se ha venido abajo. Me lo cuentan y no
me lo creo. Parece una película mala de sobremesa. Pero no,
es mi vida, y no sé qué hacer con ella.
—No puedo decir que entiendo por lo que estás pasando
porque no sería cierto. Pero sí puedo decirte que te conozco.
Eres mi hermano. Y si algo te caracteriza es que jamás hay
odio en ti. Estás abrumado y confundido y es entendible,
cualquiera lo estaría. Pedro, todo el que te conoce sabe que
siempre has querido ser padre. Puede que no de esta
manera, pero lo eres. Por un lado, tienes un niño que debe
de ser increíble y que está esperando conocerte, y, por otro,
tienes demasiado amor como para guardarlo solo para ti.
—Debo de parecerle un loco. Estaba ahí tan contento
hablando conmigo y, al rato, me he ido de esa manera
que… uff.
—Es un niño. Juegas con esa ventaja. Sabrás ganártelo.
Me giro y lo miro a los ojos.
—Estoy aterrado, Marcos —le confieso. Porque es la pura
verdad. Estoy muerto de miedo—. No sé cómo enfrentarme
a él. Estoy acostumbrado a trabajar con niños, pero… él es
distinto, con él es diferente. No quiero cagarla. No quiero
decepcionarlo.
—No podrías.
Cuánta fe tiene este chico en mí. Me pregunta por ella,
por cómo está, y ahora sí que no puedo evitar sonreír.
¿Cómo va a estar? Preciosa. Porque no hay otra manera de
describirla.
Lo odio un poco cuando me dice que debo hablar con ella,
porque sé que tiene razón. Miro al cielo y me doy cuenta de
que ha dejado de ser azul para ser naranja. Eso significa
que llevamos demasiado tiempo sentados en esta playa y
es hora de irnos. Pero antes de levantarme le pido ayuda a
mi padre, algo que siempre hago cuando me siento perdido.
Dejo que mi amigo me arrastre hasta el coche. Justo
antes de subir en el mío lo llamo:
—Gracias. Por ser y estar. Siempre.
—Anda, vamos a que me presentes a ese pequeñín.
Cuando ya tengo medio cuerpo dentro una última frase
suya me golpea en el pecho.
—¿Sabes qué? Me parece un detalle muy bonito de
Daniela que lo llamara como tú. Siempre te tuvo presente y
quiso que formaras parte de su vida. Podrías tener eso en
cuenta cuando hables con ella.
Lo dicho. Odio cuando tiene razón.
Capítulo 33
Daniela

Todo lo que pasó después de la marcha de Pedro de casa de


mi padre está un poco difuso. Recuerdo estar de rodillas en
el suelo llorando y, minutos después, alzar la vista y ver que
estaba sentada en una silla con una tila en las manos y una
manta de verano sobre los hombros. Sigo sin saber cómo
llegué hasta allí.
Tampoco tenía ni idea de dónde se encontraba mi hijo.
Recordaba que mientras Pedro daba vueltas a nuestro
alrededor, confuso, mi padre lo había cogido y se lo había
llevado dentro. Nada más. Pero conocía lo suficiente a mi
pequeño como para saber que debía de estar muy
asustado. Nunca me había visto así. Pero yo no podía
moverme porque mis piernas no me respondían. Me había
convertido en una estatua que solo sabía llorar, sollozar y
llorar más fuerte, mientras me preguntaba en mi cabeza si
lo que estaba sucediendo era verdad o producto de mi
imaginación.
Cuando la tarde nos dio la bienvenida y empecé a sentir
frío, a pesar del calor que estaba haciendo en pleno mes de
agosto, luché con todas mis fuerzas y obligué a mi cuerpo a
moverse. Tenía que hacer algo. Cualquier cosa.
No había nadie en el jardín. Por un momento temí que
todos se hubiesen marchado y me hubiesen dejado sola en
esa casa. Lo habría entendido, de verdad que sí, pero no
podía estar sola. No quería. Necesitaba a mi padre. Me
adentré en la casa dubitativa y con un poco de miedo. No
había escuchado a Pedro llegar, pero tampoco me fiaba
mucho de mí misma; había estado tan ensimismada en ese
jardín que, a lo mejor, podría haber llegado y no me habría
dado ni cuenta.
Pero no había nadie en la cocina y tampoco en el salón.
Escuché una risa infantil y decidí ir a su encuentro. Lo que
me encontré al llegar al cuarto de Pedro… Todavía me
entran ganas de llorar al recordarlo. Mi hijo estaba en el
centro del dormitorio rodeado de juguetes. Era como si
hubiese decidido tirar todas las cajas al suelo y hacer un
fuerte. Sonreía y tenía la boca llena de lo que parecía una
mezcla de papas, cheetos y vete tú a saber qué más. Pero
no estaba solo; a un lado tenía a Carmen, la madre de
Pedro, y al otro a Eva, su hermana. Ellas también iban
manchadas y no parecía importarles, pues los tres reían a
carcajadas.
Una mano me tocó el hombro y tuve que llevarme la
mano al pecho del susto que me dio. En cuanto vi la cara de
mi padre me tiré a su cuello y enterré la cara en él. Me
recibió con los brazos abiertos y me sentí segura y
protegida.
—Todo saldrá bien, pequeña. —Me repetía sin cesar
mientras me acariciaba la espalda. Yo quería creerle, de
verdad que sí. Pero lo veía todo tan negro en esos
momentos que me era bastante difícil.
Una mano más pequeña y delicada se posó sobre mi
mejilla. Me aparté y, a través de las lágrimas, pude ver que
se trataba de Carmen. No me lo pensé, fue como un
impulso; hice a un lado a mi padre y me refugié en los
brazos que tenía abiertos para mí. Aunque era menuda
apretaba con fuerza y olía francamente bien; me recordaba
a su hijo.
Sin despegarme de su pecho consiguió llevarme hasta el
salón y sentarme en el sofá. También logró hacerme comer
unas tostadas de jamón y que me bebiese un zumo. Gracias
a Dios lo acompañó todo con un ibuprofeno. No tuve que
decirle que sentía que mi cabeza estaba a punto de estallar,
supongo que mi cara hablaba por sí sola.
—Creo que no nos han presentado. Mi nombre es Carmen
y me alegro muchísimo de conocerte.
No pude evitar reír ante lo absurdo de la situación porque
tenía razón; ni siquiera habíamos llegado a saludarnos.
—Yo, solo quería…
—Shhh, no digas nada, cielo. Ya hablaremos. Ahora, a
comer.
Otra persona apareció en ese momento en el comedor;
Eva. No pude evitar fijarme bien en ella. Era delgada, rubia
y tenía una sonrisa que invitaba a querer ser su amiga. Volví
a mis días en Italia y a cuando Pedro me hablaba de ella.
—Todo el mundo que conoce a Eva le cae bien. Da un
poco de asco —me había revelado una noche después de
hacer el amor y quedarnos abrazados hablando de todo y
de nada. Ahí me di cuenta de cuánto la adora. Y en ese
momento, teniéndola en frente, entendí lo que me dijo.
Se acercó hasta donde estábamos sentadas y me cogió
de la mano que tenía libre.
—Y yo soy Eva. Encantada de conocerte. Y bienvenida a
la familia.
Las tres estallamos en sonoras carcajadas. Carmen hizo a
un lado a su hija para sentarse a mi lado y así es como, ante
sus mudas peticiones, les expliqué quién era yo y cómo
había conocido a Pedro. Cuando iba a contar lo de mi
embarazo unos pasos acelerados llegaron hasta nosotros,
interrumpiéndonos.
Tres fueron los segundos que pasaron desde que vi a mi
hijo corriendo hasta que se tiró encima de mí. Lo abracé tan
fuerte que temí hacerle daño. Cuando por fin lo solté un
poco para poder mirarlo a la cara mi corazón se hinchó al
ver que sonreía como solo él sabía hacer. Me dio un beso en
la punta de la nariz y otro en la frente.
—¿Estás triste, mamá?
—No.
Me miró achinando los ojos y estudiándome con atención.
—¿Seguro?
Me callé. Me conocía demasiado bien. Aunque no pude
evitar echarme a reír y estrecharlo fuerte contra mí
aspirando con fuerza para empaparme de su olor.
—Oye, campeón. ¿Qué te parece si le leemos a mamá el
cuento que nos hemos inventado antes?
Pedro miró a Eva, después a mí, y luego otra vez a ella
asintiendo con energía.
—Sí, mamá. ¡Es zúper chulo! —Ya se le había caído algún
diente y se le escapaba el aire entre los agujeros, lo que me
hacía mucha gracia. Aunque intentaba no hacer ningún
comentario al respecto porque le daba vergüenza.
Eva me comentó que era profesora de guardería y que
estaba acostumbrada a inventarse mil historias para
entretener a los más pequeños. Comenzó una historia de
números, duendes y caballeros. Pedro se acurrucó en mis
brazos en posición fetal para escucharla con atención. Al
cabo de unos minutos, nos dimos cuenta de que se había
quedado completamente dormido. Eva se levantó a por una
pequeña mantita que había en una esquina del salón para
taparnos los días de verano, cuando escuchamos el ruido de
unos coches fuera.
Ambas miramos hacia la puerta. El corazón comenzó a
latirme de nuevo de forma tan descontrolada que temía que
se me fuera a salir del pecho. La hermana de Pedro debió de
escucharlo, porque se acercó hasta mí, posó su mano sobre
la mía y me sonrió.
—Todo va a salir bien. —Esperaba que tuviera razón.
El timbre sonó y los dedos de los pies se me encogieron
de los nervios. Eva y su madre salieron a la calle precedidas
por mi padre. A mí las palmas de las manos me sudaban y
solo podía abrazar a mi hijo como si de un salvavidas se
tratara.
Escuché voces, murmullos, hasta que estos cesaron y
apareció Pedro en el umbral de la puerta. Se le veía cansado
y con los ojos enrojecidos y tristes. Miré por encima de su
hombro y pude reconocer a ese chico alto y guapo que lo
acompañó a Cerdeña, Marcos. Le sonreí y él me devolvió el
saludo con un asentimiento de cabeza. Pedro se acercó a
nosotros, titubeante. No tenía ni idea de qué haría a
continuación, y yo tenía tanto miedo que decidí mantener la
boca cerrada y esperar.
Me miró un segundo a los ojos, después al pequeño bulto
que sostenía entre los brazos, y luego de nuevo a mí. Se
acercó hasta que noté sus labios rozándome la frente. Cerré
los ojos por instinto y para intentar contener las lágrimas
que de nuevo luchaban por salir. Murmuró algo, pero no
entendí bien el qué. Se apartó, miró al niño y susurró:
—¿Puedo cogerlo en brazos?
La vulnerabilidad que había en su voz cuando lo preguntó
me rompió en mil pedazos. Más de lo que ya estaba. Asentí,
ambos sonreímos y nos perdimos en el interior de la casa.
Yo delante y él detrás de mí con nuestro hijo entre los
brazos. Ojalá alguien hubiese estado atento para
inmortalizar ese momento, porque es de los más bonitos de
mi vida.
Capítulo 34
—¡¡Si hubieras querido habrías podido!!
—¡Te recuerdo que no tenía tu número de teléfono! ¡¡Ni
siquiera sabía tu apellido, por Dios!! De hecho, solo sabía
que vivías en España. ¿Qué pretendías, que fuera
universidad por universidad preguntando por ti?
—Sí… ¡No! No lo sé, Daniela. No tengo ni idea. Pero
hubiera estado bien que me avisaras de que era padre.
—También hubiera estado bien para mí tenerte a mi lado,
Pedro. A nuestro lado. ¿Te lo has planteado siquiera?
—¿Y las fotos? Nos hicimos fotos en ese viaje.
—Las borré unos días después de llegar a Londres. Antes
de saber que estaba embarazada. Me dolía demasiado
verte.
—Qué casualidad…
—¿Qué has querido decir con eso?
—No he querido decir nada, solo… ¿Y tus amigas? ¿Qué
me dices sobre ellas?
—¿Mis amigas? ¿Qué amigas?
—Pues las que se fueron contigo a Italia. No me digas que
no tenían el teléfono de Marcos, porque no me lo creo.
Una risa sarcástica brota de sus labios.
—¿Tú te estás oyendo? Porque creo que no.
—No me has contestado.
—¡Porque me parece absurda la pregunta! ¿Ellas debían
de tener el teléfono de Marcos, pero tú y yo no debíamos
tener los nuestros, más aún después de habernos ido los
dos solos de viaje? Tessa y Marcos se acostaron. Sí, muy
bien. Tú y yo vivimos una historia. Sé coherente, por favor, y
piensa bien lo que vas a decir antes de hacerlo.
Tiene razón. Sé que todo lo que dice es cierto y, si lo
pienso, no tiene sentido nada de lo que sale de mis labios,
pero siento como si tuviera que agarrarme a algo por muy
egoísta que eso sea.
Me paso una mano por la frente que está perlada de
sudor y suspiro. Tengo la garganta tan seca que me duele al
tragar. Salgo del comedor y voy a la cocina a por un vaso de
agua. Aunque no me ha dicho nada le preparo otro a Ella. O
Daniela. No tengo ni puñetera idea de cómo quiere que la
llame ahora.
Regreso al salón y me la encuentro en la misma posición;
con las piernas cruzadas, los codos apoyados en las rodillas
y la cabeza enterrada entre las manos. Dejo el vaso en la
mesita frente a ella y vuelvo a apoyarme en la pared de
enfrente, con las piernas cruzadas por delante del cuerpo y
los brazos cruzados sobre el pecho.
No hace falta que mire sus ojos para saber que hay dolor
en ellos. Un dolor provocado por mis palabras porque sé que
estoy siendo injusto con ella, pero no lo puedo evitar. Me
duele el pecho, la cabeza y cada fibra de mi cuerpo por ser
así y por estar tratándola de este modo, pero el ser humano
es irracional cuando está cabreado, y yo estoy muy
enfadado con Daniela por haberme robado estos años de mi
vida con Pedro.
Llevábamos casi una hora gritándonos y paseándonos de
punta a punta de la habitación. Primero uno y después el
otro. Lo peor es que parece que ninguno de los dos tiene
intención de que eso cambie.
Ha pasado casi un mes desde la «sorpresa» y, en vez de
llevarlo cada vez mejor, lo llevo cada vez muchísimo peor.
Tras mi huida a la playa y regresar a casa de Gonzalo,
habíamos acostado al niño en su cama y nos habíamos
encerrado en la habitación de Daniela. Ella se sentó en la
cama y yo en el suelo apoyado contra la puerta. Ambos
sabíamos que teníamos que hablar, pero era como si
ninguno supiera cómo o por dónde empezar. Así que, tras
más de una hora mirándonos a hurtadillas, Daniela se había
levantado, había ido hasta la estantería y había cogido una
especie de libro que me tendió.
Era un álbum de fotos de Pedro. A pesar de las nuevas
tecnologías parecía que Ella era de la vieja escuela y se
había dedicado a recopilar fotos del pequeño. Desde el
embarazo hasta la actualidad.
La vi a ella enseñando una incipiente tripa feliz y
contenta, sentada en un sofá. La vi muy gorda comiendo
una tarrina de helado mientras usaba su abultado vientre
como mesa, y también la vi con las maletas en la mano,
nerviosa. Supongo que lista para ir al hospital. Había una
foto preciosa de ella llorando tumbada en una camilla y con
un bulto de pelo negro sobre el pecho. Luego empezaron a
aparecer fotos de ese bulto haciéndose cada vez más y más
mayor; una foto sonriendo con un solo diente, en un
columpio, dentro de la bañera o soplando su primera vela
de cumpleaños. Eran fotos de él solo, pero otras muchas
con ella, los dos abrazados, haciendo muecas o gritándole a
la cámara con la boca abierta. No recuerdo con cuál de
todas ellas fue, pero, cuando quise darme cuenta, una
lágrima caía sobre el álbum, mojándolo. Comencé a llorar
como no había llorado en mi vida, ni siquiera cuando tuve
que decirle adiós a mi padre o esa misma tarde con Marcos
en la playa. Me dolía tanto el pecho que tuve que apretarlo
con fuerza y dejar el álbum a un lado porque era imposible
ver más fotografías. En ese momento, Daniela vino hasta
mí, me rodeó con sus brazos y lloramos juntos.
Ni mi madre ni yo nos habíamos ido esa noche a nuestras
casas. Ella porque no quería dejarme solo y yo porque me
veía incapaz de coger el coche. También hice algo que no
hacía desde que era un chiquillo; dormir abrazado a mi
madre en una habitación que nos dejaron para pasar la
noche.
Al día siguiente me había dedicado al pequeño. Pasé el
día entero con él jugando, comiendo, bañándonos en la
piscina y riendo. Siempre bajo la atenta mirada de su
madre, que nos observaba a cierta distancia e
involucrándose lo mínimo posible.
Ella me había pedido que no le dijera todavía quién era yo
y a mí me pareció bien, aunque también era cierto que me
moría por gritarlo a los cuatro vientos. Pero tenía que
pensar en él. Daniela lo hacía y yo debía aprender a hacerlo.
No nos quedamos ella y yo solos en ningún momento. Por
un lado, porque no pudimos, pues Pedro siempre andaba a
nuestro alrededor. Pero también porque no podía ni quería.
Las fotos que había visto la noche anterior se sucedían una
tras otra sin parar, así como la rabia y el coraje por yo no
estar en ninguna. Por perderme todas esas cosas, por no
estar presente y por no poder disfrutarlas. Volqué toda esa
rabia sobre Daniela. Sentía como si por su culpa me hubiese
perdido todo eso.
Un pequeño ángel me susurraba al oído sin cesar las
palabras que Ella y yo nos habíamos dicho en ese viaje; las
no promesas, los no compromisos, ese «amor de verano en
Navidades» … Pero el enfado terminaba ganando la batalla
y acabé marchándome de casa por la tarde sin ni siquiera
mirarla a la cara ni despedirme.
El resto de las semanas habían sido un poco lo mismo; iba
a ver al niño a casa de su abuelo, pasaba la tarde o la
mañana con él y evitaba sentarme a hablar con Daniela por
mucho que ella me lo suplicara con la mirada.
Hasta hoy.
Hasta que la puerta de mi casa se ha abierto a las nueve
de la noche dándome un susto de muerte y la cabeza de
Daniela ha aparecido tras ella, con las llaves en la mano y
mirada culpable, aunque decidida.
—Paula —me ha dicho. En esos momentos he odiado a mi
amiga con todas mis fuerzas y a mí también por haberle
dado en su día una copia para emergencias.
Me ha seguido al comedor, se ha sentado en el sofá y ha
dicho que teníamos que hablar sí o sí, que no podía seguir
evitándola porque no era sano para ninguno; ni para ella, ni
para mí ni, por supuesto, para Pedro. El cual, por cierto, ya
sabía quién era yo y para sorpresa de todos se lo ha tomado
bastante bien. Los adultos deberíamos aprender más cosas
sobre los niños. Suelen darnos lecciones muy valiosas.
Regreso al presente y busco a Daniela. Sigue sentada en
el sofá con las piernas cruzadas, los codos apoyados en las
rodillas y la cabeza enterrada entre las manos. No sé ni el
tiempo que lleva en esa posición y el vaso de agua continúa
intacto.
—Daniela…
—¿Vas a decir algo con sentido, Pedro? —me corta.
Levanta la cabeza y, cuando me mira a los ojos, veo tanta
tristeza en los suyos que solo tengo ganas de arrodillarme
frente a ella y pedirle perdón.
Pero mi orgullo vuelve a ganar la batalla y no lo hago.
Como tampoco hago ningún intento por abrir la boca.
Cuando se da cuenta se pinza el labio con fuerza, pues ha
empezado a temblarle, y niega con la cabeza.
—¿Sabes? Creo que me voy a marchar. No puedo más.
Se levanta con decisión y se dirige hacia la puerta. Hay
una pregunta que me quema por dentro. Algo me dice que
no debería hacerlo. ¿Le hago caso? Por supuesto que no.
—¿Me habrías buscado? —Mi pregunta la paraliza. Se gira
a cámara lenta y me mira entrecerrando los ojos y con la
cabeza ladeada.
—¿Qué?
—Si hubieras tenido mi teléfono, si hubieras sabido mi
apellido o cómo dar conmigo. ¿Me habrías buscado cuando
te enteraste de que estabas embarazada?
Por cómo me mira sé que he dado con la pregunta clave
para terminar de romperla. La tristeza da paso a la rabia y
los ojos parecen inyectados en sangre cuando va hasta la
puerta principal, coge su bolso y se lo cuelga al hombro.
Abre la puerta con tanta rabia que no me extrañaría que se
hubiesen salido las bisagras del sitio. Justo antes de cruzarla
me mira por encima del hombro.
—Voy a hacerte un último favor y voy a olvidar lo último
que acabas de decir. Voy a pensar que el que habla es tu
dolor y no tú mismo, porque si creo que realmente piensas
esas cosas sobre mí ten por seguro que mañana cojo a mi
hijo y no vuelves a verlo en tu vida, y entonces sí que
tendrás motivos para odiarme como lo haces y para pensar
en lo mala persona que puedo llegar a ser.
Capítulo 35
Diciembre 2017

Hoy es la primera vez que Pedro se viene a dormir a mi casa


y estoy muy nervioso. Cojo aire, lo expulso lentamente y me
miro en el espejo una última vez antes de salir del cuarto de
baño para ir en su búsqueda. Me paro un segundo en la que
será su habitación y sonrío como un chiquillo la mañana de
Navidad.
Dejándome aconsejar por las tías del pequeño —es decir,
mi hermana Eva y la tía postiza, Paula—, he diseñado un
paraíso para cualquier niño; le he comprado una cama en
forma de Ferrari con la alfombra a juego y he decorado las
paredes con pósteres y muñecos de superhéroes,
Transformers y cosas que sé que le gustan.
—Es como si hubiera venido el dueño de Toysrus y
hubiera vomitado sobre esta habitación. ¡Me encanta! —
gritó Paula emocionada en cuanto dio el trabajo por
terminado. Por primera vez estuve de acuerdo con ella,
aunque me cuidé muy mucho de decírselo.
Voy hasta el garaje y me encamino directo hasta el coche.
Acaricio la moto al pasar junto a ella y, ahora que nadie me
ve, le doy un pequeño beso. No me acuerdo ni cuándo fue la
última vez que la utilicé. De hecho, creo que el último fue
Marcos hace unos meses cuando me la pidió prestada para
declararle a mi hermana lo enamorado que estaba de ella.
Pero yo, desde que me enteré que soy padre, no la he
vuelto a coger. Ha comenzado a darme un respeto que
antes no me daba. Además de que me he acostumbrado a
llevar el coche para poder montar a Pedro siempre que sea
posible.
Llego a casa de Daniela y me doy cuenta de que estoy
temblando. Siento como si llevara puesta una corbata y el
nudo estuviera presionándome la garganta.
La situación con Pedro es maravillosa. No puedo
describirla de otra manera. Estos meses han sido
sencillamente geniales. Nos hemos ido conociendo poco a
poco y solo puedo decir que es un chaval maravilloso. Entre
que él es muy listo —demasiado para su edad—, y tiene
ocurrencias dignas de un niño con mucha más edad de la
suya, y que yo tengo una vena demasiado infantil, hacemos
el tándem perfecto. Nos hemos disfrazado, hemos puesto
canciones en la televisión para imitar sus coreografías y
hasta me ha dejado introducirlo en mi mundo friki y
enseñarle Dragon Ball. Hemos ido al parque, a la feria y lo
he podido acompañar por primera vez al cine —a nadie le
confesaré que lloré al llegar a casa por poder disfrutar de
algo con él que fuera su primera vez—. No me llama papá y
es normal. Las cosas hay que hacerlas poquito a poco. Pero
sí que noto que me mira con adoración y con mucho cariño,
y eso para mí es suficiente.
Lo dicho. Mi relación con él es maravillosa y hoy, por
primera vez, vamos a dormir los dos juntos en mi casa.
En cuanto a la relación con Daniela… solo puedo
catalogarla como desastrosa, algo que jamás creí que
pudiera ser posible.
Sé que mucha culpa —por no decir el cien por cien— es
mía. Tras nuestra conversación en mi casa esa noche no
hemos vuelto a tener otra. No los dos solos. Nos hemos
visto y hemos hecho planes los tres juntos. Nos hemos reído
y nos hemos divertido. Pero cuando se creía que nadie la
veía sus ojos se volvían tristes y su semblante serio. Y
cuando le toca interactuar conmigo lo hace con tanta
seriedad y distancia que me recuerda a la directora del
colegio. Es como si fuéramos dos completos desconocidos,
sin rastro de la complicidad que había en ese coche, en esos
paseos, en esas habitaciones…
—Pero ¿qué quieres? Hasta tú eres consciente de que te
pasaste tres pueblos con esa chica. Creo que no te has
puesto todavía en su lugar. Estás tan cegado por todo lo que
tú no has vivido en este tiempo que no te has parado a
pensar en cómo se siente ella, en todas las cosas a las que
tuvo que renunciar. Te juro que yo, personalmente, puedo
llegar a entenderte, y estoy seguro de que ella también. Lo
que te tienes que preguntar es si tú puedes llegar a
entenderte a ti mismo.
Esas habían sido las palabras de Javi hacía apenas unos
días, cuando acudí a él a por algo de sensatez, lógica y
cordura. Lo conozco lo suficiente como para saber que no
me habló así con la intención de hacerme sentir mal, porque
él no es así. Lo único que hizo fue lo que yo le pedí;
perspectiva. Pero cómo dolió.
Llamo al timbre y parte de la tensión se va en cuanto
Pedro aparece en el porche y viene corriendo hacia mí. Se
tira a mi cuello y me lo rodea con sus bracitos.
—¡Noche de chicos! —grita justo en mi oído. Casi me deja
sordo, pero a mí me da por reír e imitarlo.
—¡Noche de chicos!
—Me voy a poner celoso —refunfuña Gonzalo
acercándose hasta nosotros. El pequeño se suelta de mi
agarre, pone los ojos en blanco y va corriendo hasta su
abuelo.
—Te prometo que mañana soy todo tuyo.
—Tú siempre serás mío, campeón. No lo olvides. —Le da
un beso en lo alto de la cabeza y me tiende la mano para
saludarme—. Está como loco desde que se ha despertado.
—La verdad es que yo estoy como él, pero creo que
quedaría raro si me pongo a saltar y aplaudir a la vez.
—Aquí hemos visto de todo. Eso sería de lo menos
estrambótico, créeme.
Entramos en la casa y me da la risa al ver a mi madre
tras los fogones. No quiero confirmar nada si ellos no lo
hacen, pero si estos dos no están medio viviendo juntos es
que yo soy Papá Noel.
Voy a su encuentro y le doy un beso en la mejilla. Me
pregunta por las clases, me hace prometerle ir a su casa
con Pedro un día para ayudarla a decorar la casa con todo lo
de Navidad ahora que se acerca el puente de diciembre, y
cotilleamos un poco sobre la nueva pareja de moda; Marcos
y Eva. Me alegro muchísimo por ellos, aunque todavía tengo
en mente asesinar a mi mejor amigo por lo que le hizo a mi
hermana hace unos años. O lo que no hizo.
Pienso en Raúl, el exmarido de Eva y el tercero en
discordia en esta historia, y no puedo evitar compadecerme
de él, aunque el mismo Raúl me haya jurado que todo está
bien y olvidado. Hablamos de vez en cuando, pero sí es
cierto que no tanto como hacíamos hace años. Lo entiendo.
No dejo de ser el hermano de su exmujer y el mejor amigo
del tío que se la robó. Por si esto fuera poco, su padre está
muy enfermo y pasa casi todas las horas del día con él.
Estoy a punto de meter disimuladamente el dedo en la
tarta que está decorando mi madre, cuando Daniela entra
en la cocina y juro por Dios que el tiempo se detiene y mi
corazón se salta mil latidos; lleva un mono vaquero, una
camiseta blanca debajo y el pelo suelto cayéndole en forma
de cascada a la altura de los hombros.
Va exactamente vestida como la primera vez que nos
acostamos.
Mi memoria hace un viaje al pasado a ese día en esa
habitación, con ella tan segura, tan decidida, tan mía. Con
sus labios recorriendo el perfil de mi cara y mis manos
estudiando su cuerpo. Escucho sus jadeos y sus gemidos y
la piel se me pone de gallina.
Se acerca hasta su hijo y se coloca de cuclillas. Le da un
beso de esquimal juntando sus naricitas. Después le sonríe
y yo no puedo evitar fijarme en sus ojos; brillan. Brillan
como lo hacían esos días, con absoluta felicidad.
¿Por qué me doy cuenta ahora de eso? ¿No me había
fijado hasta ahora, o es que en estos meses no han brillado
así?
—Es una estampa bonita, ¿verdad?
—Está preciosa.
—¿Está o es?
Me giro hacia mi madre y frunzo el ceño.
—¿Qué?
—He dicho que es una estampa bonita y tú has dicho que
«está preciosa». Te preguntaba si quieres decir que es una
estampa preciosa o si es que ella está preciosa.
Me ruborizo hasta las orejas. ¡Me ruborizo!
Chasqueo la lengua contra el paladar y ando hasta donde
están los dos, dejando a mi madre y su pequeña sonrisa
detrás.
En cuanto Daniela se percata de mi presencia la sonrisa
se le esfuma del rostro, pero es solo un segundo, lo que
tarda su hijo en llamarla y ella en adoptar la misma postura
que antes; aunque ese segundo es tiempo suficiente para
sentir que alguien me está presionando con fuerza en el
pecho.
No quiero que deje de sonreír porque esté yo delante.
Tampoco quiero que a mí no me sonría así. Quiero fijarme
todos los días en si sus ojos brillan como hace unos
segundos. Quiero dejar de estar enfadado con ella. Quiero
perdonarla. Quiero perdonarme a mí.
Tras recibir las últimas instrucciones de parte de todo el
mundo y tras abrazar a su madre más veces de las que
deben ser necesarias, Pedro me coge de la mano y me
anima a salir de casa. Antes de cerrar la puerta miro por
encima del hombro y observo a Daniela ahí plantada, en lo
alto de la escalinata observándonos con atención.
Me detengo y la miro. Mis ojos se posan sobre los suyos y
nos sostenemos la mirada. Con ella le pido que me perdone,
que quiero hablar con ella.
No me contesta.
Se gira y cierra la puerta con un suave clic, aunque
ambos sabemos que lo que quiere es dar un portazo.
Capítulo 36
—Eres patético.
—Olvídame.
—Lo haría, pero me das pena y tenía que decírtelo.
—Búscate una vida y deja la mía en paz.
—Me gusta más el Pedro ordenado y meticuloso. Me gusta
hasta el enfurruñado porque arrugas la nariz de una forma
muy graciosa, pero el melancólico es un coñazo.
Estoy a un tris de abrir la puerta del coche y tirar a Paula
a la carretera, sin miramientos, pero tenemos que ir a casa
de Marcos y Eva a cenar y me ha tocado a mí el «honor» de
pasar a recogerla. Además de que es Nochebuena y
quedaría feo llegar sin ella.
Hoy cenamos todos juntos y es especial. Es la primera
Navidad que pasan Marcos y Eva como novios y la primera
en la que estarán Gonzalo, Daniela y Pedro. Debería estar
exultante de felicidad, pero mi amiga tiene razón. Estoy
decaído y todo se debe a ella. A ella y a mi incapacidad de
solucionar las cosas, de coger al toro por los cuernos y
pedirle perdón por haber sido un completo idiota todo este
tiempo.
Llegamos a nuestro destino y estoy a punto de abrir la
puerta cuando mi amiga me coge del brazo, deteniéndome.
—Lo dicho. Un coñazo. Haznos un favor a todos y habla
con esa chica. Ambos lo estáis deseando. Pero, lo más
importante, ambos lo necesitáis. No sé cuánto tiempo vais a
seguir así, pero ninguno de los dos os lo merecéis. Coge el
toro por los cuernos y pídele perdón. Siéntate con ella y deja
que te cuente su historia, que está claro que no es la misma
que la tuya.
Capítulo 37
Marzo 2018

Estamos en el aeropuerto despidiéndonos de Javi. Para


sorpresa de todos ha decidido convertirse en mochilero y
viajar por el mundo. Él, el tío al que le daba pánico volar, el
que la única vez que cogió un avión fue para ir con el
colegio a Londres de viaje de fin de curso y fue drogado y
dormido todo el camino. El mismo que se negó a viajar con
su hermano y conmigo a Cagliari en ese viaje que cambió
mi vida porque no iba a soportar estar encerrado tanto rato
en una «caja», ha dejado todos sus miedos atrás y ha
decidido emprenderse en el viaje de su vida para
encontrarse a sí mismo y desconectar.
Lo admiro por su valentía y por su fuerza. Por enfrentarse
a sus miedos de frente con la cabeza alta y sacando pecho.
Por megafonía anuncian de nuevo su vuelo y todos
sabemos que es el momento de la última despedida. Miro
alrededor y me entra la risa. Hemos venido todos a
acompañarlo. Incluso Daniela ha dejado que Pedro no fuese
hoy al colegio para poder despedirse de él. Este niño es
mágico y ha sabido ganarse el cariño de todos los
integrantes de esta alocada y peculiar familia.
Marcos abraza a Eva por la cintura. Esta no oculta sus
lágrimas, que ruedan sin descanso por sus mejillas,
mientras que el primero intenta contenerlas mordiéndose el
interior de la mejilla. Los padres de Javi lo abrazan por
turnos y le dan mil y un consejos acompañados también de
Gonzalo y de mi madre.
Falta alguien. Busco alrededor hasta que doy con ella.
Paula está apartada del grupo. Tiene los brazos cruzados
sobre el pecho y está mirando al suelo. Cuando me acerco a
ella coloco un dedo sobre su barbilla y le alzo la cabeza; sus
preciosos ojos marrones brillan y se pinza el labio tan fuerte
que me sorprende que no le sangre. Aunque lo que de
verdad me sorprende es que no esté montando un
numerito. Parece que me lee el pensamiento, porque
suspira, pone los ojos en blanco y murmura:
—Sé controlarme, ¿vale?
—No he dicho nada.
—Pero tus ojos, sí. Y esa sonrisa de sabiondo, también.
Sonrío y la acerco hasta rodearla con mis brazos. Se deja
acunar y apoya la mejilla contra mi pecho.
—Lo voy a echar mucho de menos.
—Lo sé, yo también. Pero no se va a la guerra. Volverá.
—¿Seguro?
—Estamos hablando de Javi. Sabes que él siempre vuelve.
Escuchamos unas carcajadas y nos giramos hacia el
grupo. No sé qué ha dicho mi hijo, pero está provocando las
risas de todos. Miro a mi amigo y sé que su hermana hace lo
mismo.
—No me imagino un mundo sin él, Pedro. No sé. Suena
egoísta, pero es que siempre está ahí cuando lo necesito y…
y yo lo necesito mucho.
—Va a estar a una llamada de distancia, Paula. Hoy en día
eso no es nada.
—Eso es mucho, pero vale. Aceptamos pulpo como
animal de compañía.
Los que reímos ahora somos nosotros. Vuelvo a
estrecharla contra mi pecho y la animo a ir hasta su
hermano y poder despedirse. Antes de dar un paso se
detiene y me mira.
—Estoy pensando…
—No.
—Si no sabes lo que te iba a decir.
—Da igual. La respuesta es no.
—¿Puedes seguir consolándome un minuto más y
escuchar lo que tengo que decirte? —Suspiro y asiento.
Sonríe de oreja a oreja. Siempre ha tenido una sonrisa
preciosa, pero ahora con ese pelo tan corto y que le deja
toda la cara despejada, más todavía—. ¿Crees que podrías
suplantar tú a Javi mientras esté fuera? Darme sabios
consejos, dejarme ir a tu casa cuando esté aburrida,
cogerme el teléfono siempre que te llame… ese tipo de
cosas.
—Eh…
—¡Gracias!
Salta, se agarra a mi cuello, me da un beso en la mejilla y
se da media vuelta corriendo hasta llegar hasta su hermano
mayor y lanzarse, literalmente, a sus brazos. Este la sujeta
bien por la cintura y da vueltas con ella sin dejar de reír.
Hago a un lado lo que me acaba de decir y me centro
ahora en despedirme de mi amigo. Cuando llega mi turno
nos fundimos en un gran abrazo de oso como los que me
daba mi padre.
—Joder, tío. Voy a echarte muchísimo de menos.
—Y yo también. —Nos apartamos y nos miramos a la
cara, cogiéndonos por los hombros.
—Disfruta. Por ti, por mí, por todos nosotros. Pero nunca
dejes de hablarnos o te enviaré a tu hermana.
Se carcajea y vuelve a estrecharme entre sus brazos.
—No la dejes escapar. La vida es demasiada corta para
perder el tiempo con enfados o resentimientos. El orgullo es
el peor compañero de todos, y a ti ya te ha acompañado
durante suficientes meses.
Se aparta, me indica con la cabeza hacia la derecha —
donde Daniela escucha con atención algo que le está
susurrando su hijo al oído—, y me guiña un ojo. Después se
agacha, recoge la mochila y se la coloca al hombro.
Diciéndonos adiós con la mano y con la emoción reflejada
en su rostro se despide de nosotros, desapareciendo por el
aeropuerto tras pasar el control de seguridad.
—¿Es normal que lo eche ya de menos? —pregunta Eva
con un suspiro. Ahora soy yo quien la coge de la cintura,
pues Marcos se ha ido a abrazar a su hermana.
—Anda, enana. Vamos, que te invito a una pizza.
—¿Con extra de queso?
—Con extra de lo que tú quieras.
Echamos a andar cuando siento que una manita se agarra
a la mía. Miro hacia abajo y veo a Pedro sonreírme y a mí se
me olvidan todos los problemas. Al otro lado lleva a Daniela.
Miro hacia la izquierda, pero mi hermana ha desaparecido
de mi lado. La busco con la mirada y la encuentro detrás
junto a mi madre y Gonzalo. Me guiña un ojo y con un
movimiento casi imperceptible de cabeza me indica que
mire al frente.
Delante del todo, abriendo la comitiva, estamos Pedro,
Daniela y yo. Los tres cogidos de la mano, solos, mientras el
resto está detrás mirándonos. Y lo hacemos los tres juntos,
como una pequeña familia.
Como esa familia que voy a luchar por tener. Porque Javi
tiene razón, como siempre, y es que la vida es demasiada
corta como para perder el tiempo con enfados o
resentimientos, y yo ya estoy cansado de los míos.
Capítulo 38
Daniela

El primer perdón de Pedro me llegó a finales de marzo en


forma de mensaje apenas tres días después de la marcha
de Javier. Estaba tumbada en la cama mirando el techo
pensando en él. Todas las noches pensaba en él; ese era mi
suplicio y mi aliento. Ambos sentimientos se mezclaban
entre sí y me era muy difícil separarlos, pero estaba tan
enfadada…
«Si hubieras tenido mi teléfono, si hubieras sabido mi
apellido o cómo dar conmigo. ¿Me habrías buscado cuando
te enteraste de que estabas embarazada?».
Sus palabras me seguían atormentando y cabreando
como nunca nadie ni nada lo había hecho. Me había dolido
tanto escucharlo que, a pesar del tiempo que había pasado
desde entonces, todavía sentía una presión en el pecho
cuando las recordaba, porque de todas las cosas que
pensaba que me diría nunca creí que sería algo así. Nunca
imaginé que dudaría de mí de esa manera, y eso me dolía
muchísimo.
Había aprendido a conocerlo lo suficiente como para
saber que estaba arrepentido y que quería hablar conmigo.
Sus ojos me lo decían una y otra vez. Pero esta vez era mi
dolor el que me impedía concederle eso que me pedía,
porque lo único que yo necesitaba es que se acercara hasta
mí y, simplemente, me preguntara cómo estaba. Nada más.
Y eso, ni lo había hecho ni parecía que tuviera intención de
hacerlo.
Esa noche en cuestión, la del perdón, estaba mirando al
techo y pensando en cómo había cambiado mi vida en tan
pocos meses cuando me llegó un mensaje al móvil con su
nombre. Lo primero que pensé fue que sería algo
relacionado con Junior —Paula lo llamaba así y, a pesar de
que Pedro se ponía de los nervios, a mí me encantaba—.
Todos nuestros mensajes eran sobre él. Una cosa debía
reconocerle y es que el amor y el cuidado que le profesaba
a mi hijo solo hacía incrementar ese amor que seguía
teniendo por él y que crecía junto a mi odio a niveles
similares.
Cuando abrí el mensaje y leí la primera línea el corazón
me dio un vuelco. Me incorporé con rapidez en la cama y
agarré el móvil con fuerza haciéndome daño en la palma de
la mano.

Pedro
La primera vez que te vi me pareciste la chica más guapa
del mundo. ¿Te lo había dicho alguna vez? Tenías las mejillas
tan sonrosadas que solo tenía ganas de acariciarlas para ver
si eran por el frío o por mí. Con los días descubrí que te
sonrojabas con mucha facilidad, sobre todo, cuando te decía
algo bonito. ¿Te sigue pasando, Daniela? ¿Te sonrojarías si te
dijera que sigues siendo la chica más guapa que he
conocido y conoceré? ¿Si te dijera que jamás, en todos estos
años, he dejado de pensar en ti? ¿Lo harías si te dijera que
me arrepiento de no haberte besado esa misma noche pero,
sobre todo, de no haberte pedido tu número de teléfono?
¿De haber sido un idiota y haberme creído ese «juego» de
vivir el aquí y el ahora porque el futuro no importaba,
cuando lo que de verdad quería era tenerte en él? Daniela,
¿te sonrojarás si te digo que lo mejor que me ha pasado en
la vida ha sido viajar a Cagliari esas Navidades de 2011?
Lo siento, Daniela. Lo siento muchísimo.

Me llevé las manos a las mejillas y comprobé que sí, que


me había sonrojado igual que hacía entonces. Me di cuenta
de que nadie había conseguido eso, solo él.
Pasé los dedos por la pantalla del móvil y pensé en
contestarle, pero después recordé que estábamos en marzo,
casi en abril, y que hacía siete meses que nos habíamos
visto. Siete meses en los que había podido hablar conmigo,
en los que pudo decirme todo eso y no lo había hecho. Pero,
sobre todo, pensé en que había una cosa que seguía sin
preguntarme; ¿cómo estás?
Bloqueé el móvil, lo coloqué boca abajo en la mesita y
cerré los ojos dispuesta a dormirme. Aunque no pude evitar
hacerlo con una sonrisa en los labios.
Capítulo 39
Daniela

El segundo llegó unos días después. Junior se había ido a


casa de su padre a pasar el fin de semana y cuando llegó el
domingo y me puse a deshacer su maleta encontré un papel
perfectamente doblado entre la ropa. Me senté en la cama y
lo abrí con manos temblorosas.

¿Sabes qué no puedo olvidar? Cómo te brillaban los ojos


cuando fuimos a ese club de jazz o el sonido de tus
carcajadas cada vez que me veías en el suelo en la pista de
patinaje. Que, muy a mi pesar, debo reconocer que fueron
unas cuentas. ¿Te acuerdas? Tampoco puedo olvidar cómo
te pinzabas el labio cuando veías algo que te gustaba, como
ese colgante que te regalé en nuestro primer día de viaje en
Florencia. ¿Te cuento un secreto? Sigues haciéndolo.
Lo siento, Daniela. Lo siento muchísimo.

Un suspiro salió de mi pecho. Aunque más bien fue un


suspiro mezclado con sollozos. Yo también recordaba
muchas cosas, muchísimas, y quería decírselas todas.
Quería levantarme, llamarlo por teléfono y decirle que yo
también me acordaba de todo eso y de mucho más.
Pero no lo hice.
Doblé el papel, fui hasta mi cuarto y abrí la cajita donde
guardaba mis recuerdos y las cosas que eran importantes
para mí, como las ecografías de mi hijo o como ese collar
que me regaló y al que hacía mención en la nota. Lo
acaricié con el pulgar y cerré la caja dejando la nota dentro.
No fue, ni por asomo, la última nota que recibí, pues a esa
le siguieron muchas más. Treinta y tres, para ser exactos:
Esta fue la número diez, y la encontré dentro de mi caja
de cereales favorita.

Nos recuerdo a los dos corriendo bajo la lluvia cogidos de


la mano y a ti intentando protegerte para no mojarte más
de lo que ya estabas. En ese momento no nos importó.
Lo siento, Daniela. Lo siento muchísimo.

La número quince me la entregó Paula un día que vino a


recoger a Junior para llevárselo al cine. A ambos les
encantaba hacer planes los dos solos. Me la dio en un sobre
cerrado antes de irse.

¿Te cuento algo que echo de menos? Oírte cantar tal y


como lo hacías en ese coche. Aunque ambos sabemos que
te inventabas la letra la mitad de las veces.
Lo siento, Daniela. Lo siento muchísimo

Una de las que más me asombró encontrar fue la que


dejó en la ventanilla del coche. La encontré al salir del
trabajo en el hospital en una de las guardias de veinticuatro
horas que tenía. Aún me pregunto cómo logró dejarla allí y
que nadie se la llevara o que, simplemente, saliera volando.
¿Estaría escondido tras los coches? Ni idea. Es algo que
nunca ha querido decirme, ni siquiera hoy en día.

¿Crees en el destino? Dime que sí, porque yo soy su fiel


defensor.
Lo siento, Daniela. Lo siento muchísimo.

La número veintitrés la encontré en un bolsillo de la


chaqueta cuando fui a ponérmela después de celebrar una
barbacoa en casa de Marcos y Eva. No hablaba de
recuerdos, pero sí de sentimientos:
¿Te acuerdas de la última noche que pasamos juntos?
Llegamos a la habitación y nos tiramos sobre la cama. Pues
bien, voy a contarte un secreto: quería confesarte que me
había enamorado de ti y que no quería saber nada de ese
amor de verano del que tanto alardeábamos. Quería un
amor de verdad, con mayúsculas. Y lo quería contigo.
Cuando fui a decírtelo no pude porque te habías quedado
dormida. Eso me dio la excusa perfecta para aferrarme a las
señales. Al destino.
Menuda chorrada.
Si pudiera pedir un deseo sería volver a esa noche con la
valentía suficiente para despertarte y confesarte cuánto te
quería. Confesarte que me había enamorado de ti sin
remedio.
Lo siento, Daniela. Lo siento muchísimo.

Aunque la mejor de todas fue la que coló por la puerta de


mi habitación el día del cumpleaños de mi padre, el
veintiséis de mayo, cuando fui a por una rebeca porque
empezaba a refrescar. La número treinta y tres.
Capítulo 40
Hola, Daniela. Voy a presentarme.
Mi nombre es Pedro, soy un chico de Valencia y esta es mi
historia. Es muy corta, pero espero que te guste.
Como te decía mi nombre es Pedro y, ¿quieres que me
describa? De acuerdo. Cuando tenía pelo era moreno como
mi madre y de ojos marrones. Soy alto y, muy a mi pesar,
no estoy musculoso, aunque no tengo ni un gramo de grasa
porque me paso el día haciendo deporte y cuido mi cuerpo.
Me encanta hacer ejercicio, aunque odio los deportes de
riesgo. Y adoro a los niños. Quien me conoce lo sabe.
Además, no es por tirarme flores, pero tengo una mano
especial con los críos. Por eso decidí estudiar educación
física y hacerme profesor, además de entrenar al baloncesto
por las tardes.
Soy meticuloso y me gusta el orden. No encuentro qué
hay de malo en tenerlo todo planificado, y soy puntual.
Bueno, vale, muy puntual, pues suelo llegar antes de hora a
los sitios, pero es que odio hacer esperar a la gente.
Aunque, claro, como llego siempre antes, pues al que
terminan haciendo esperar es a mí.
Lo que te decía; soy ordenado y no me gustan los riesgos
ni tampoco las aventuras. Si voy a ir a un sitio primero
tengo que saber a cuál. Sencillo, ¿verdad? Pues no. ¿Sabes
por qué? Porque en toda mi vida solo he vivido una
aventura y fue la mejor experiencia de mi vida, porque esa
aventura me llevó a ti. El problema es que fui demasiado
cobarde para ponerle nombre.
Hace siete años subí a un avión con destino a una ciudad
que jamás había llamado mi atención. Un viaje que, ahora
sé, solo era la excusa que necesitaba mi mejor amigo para
alejarse del amor de su vida. Qué paradojas de la vida,
¿verdad? Porque a mí me llevó al mío. Pero no nos
adelantemos.
En ese viaje en el que yo no tenía puesta ninguna
expectativa se me acercó una chica. Tendrías que haberla
visto, Daniela. Era la chica más bonita que había visto
jamás. Llevaba puesto un gorro con un pompón amarillo en
lo alto y una bufanda a juego. Tenía las mejillas de un color
rojizo y se mordía el interior de la mejilla. Me dio tanta
ternura que solo quería abrazarla, enterrar la nariz en su
cuello y olerla. ¿Te lo puedes creer? Me habría denunciado a
la policía por ser un loco acosador. Como no podía ser de
otra manera, metí la pata. ¿Cómo no hacerlo? Nunca se lo
confesé, pero es que el corazón me iba a mil por hora y
estaba temblando.
Menos mal que esa chica fue más inteligente que yo y no
se marchó. Volvió. Primero, esa noche. Después, todas las
demás. Mientras ella me regalaba sonrisas, palabras y
momentos yo solo podía irme enamorando más y más de
ella. ¿Cómo no hacerlo? Era perfecta.
Es perfecta.
Pero como era un tonto y un necio no quise verlo. Prefería
esconderme tras unas palabras que, al final, como dice la
canción, se las lleva el viento, porque lo que importa de
verdad son los hechos. Aunque la idea fue mía me regaló un
viaje que jamás podía haberme imaginado, porque tuve la
suerte de tenerla cinco días solo para mí.
Daniela, no creo que jamás puedas llegar a imaginar todo
lo que me hiciste sentir esos días. Como ya te he dicho,
tendría que haberte despertado esa noche y haberte dicho
cuánto te quería. Pero no lo hice y tu carta de después fue
lo que necesitaba para seguir aferrándome a la mentira que
había construido. Además, no había marcha atrás y poco
podía hacer. Cuando desperté tu vuelo ya había salido. Otra
casualidad más para añadir.
Pero ahora ya no hay mentiras, ni excusas. El destino me
ha dado un empujón y yo quiero usarlo. Quiero usarlo para
decirte cuánto te quiero. Cuánto te quiero a ti y cuánto
quiero a Pedro. Y para poder darte las gracias por todo el
trabajo que has hecho con él.
Sé que me he aferrado tanto a mi enfado que me he
dejado por el camino lo más importante; tú. Tú eres lo que
importa en toda esta historia, Daniela, y necesito pedirte
perdón por ser un necio, un orgulloso y un idiota. Por no
haber reunido el valor de sentarme contigo y preguntarte
cómo estás. Preguntarte cómo fue hacer todo esto tú sola y,
sobre todo, por no haberte dado las gracias.
Lo siento, Daniela. Lo siento muchísimo y espero que no
sea tarde, porque no quiero seguir ni un minuto más sin ti a
mi lado.

Pedro
Capítulo 41
Treinta y tres. Ese es el número de notas que le he enviado
a Daniela en estos últimos meses. Treinta y tres. Cero son
las respuestas que he recibido por su parte, y ya no se me
ocurre qué más puedo hacer. Se me agotan los recursos y
se me acaban las ideas.
He llegado a pensar en ir a su padre e implorarle que
hable con ella, incluso en utilizar a nuestro hijo para
conseguir su compasión y recibir su perdón, pero me he
dado cuenta de que cualquiera de esas dos opciones son un
error porque necesito que me perdone por ella. Por
nosotros. Y no quiero involucrar a nadie más.
Me levanto de la cama y miro por la ventana. El tiempo
no acompaña en absoluto a mi estado de ánimo. A pesar de
que es por la mañana está gris, casi negro, y la lluvia no
deja de caer, lo que me hace estar más apático y deprimido.
Todo es una mierda. Una mierda que he creado yo solito
por no saber hacer las cosas bien desde el principio.
Corro la cortina hasta dejar el cuarto en penumbra y
vuelvo a la cama. Es domingo y no tengo ninguna intención
de salir de la cama. Ayer ya tuve mi dosis familiar por el
cumpleaños de Gonzalo y creo que ya tengo suficiente para
dos meses.
Me tapo los ojos con el antebrazo y pienso en la última
carta. Esa que pensaba darle en mano en algún momento
de la velada, pero que después me pareció mejor colar por
debajo de su puerta cuando se marchó un momento a su
habitación. Sé que la leyó. Lo sé por la forma en la que me
buscó al salir media hora más tarde. Por la forma en la que
sus ojos brillaron al encontrarse con los míos o por la
sonrisa ladeada que me regaló. Entonces, ¿por qué no se
acercó? ¿Por qué no me dijo nada? ¿Por qué se despidió de
mí con un simple movimiento de cabeza?
Tengo tantas preguntas en mi cabeza y ninguna
respuesta que solo tengo ganas de taparme con la sábana y
volver a dormir.
El móvil suena. Lo busco a tientas hasta localizarlo debajo
de la cama. Es Marcos quien me llama. Lo siento mucho por
mi amigo, pero ahora no tengo ni fuerzas ni ganas para
hablar con él. Dejo que suene, pues si cuelgo se dará
cuenta de que algo me pasa y será capaz de llamarme
hasta que se lo coja.
No pasan ni dos segundos desde que la llamada se ha
cortado cuando llaman de forma insistente a la puerta de
casa. Me tapo la cabeza con la almohada y ahogo un grito.
¿Es que no pueden dejar a uno autocompadecerse en paz?
Como él vive feliz y contento en su particular país de la
piruleta y el algodón de azúcar con mi hermana, ¿todos
debemos hacer lo mismo?
Vuelven a llamar y esta vez lo hacen con más insistencia.
Me levanto hecho una furia y voy dando grandes
zancadas hasta el recibidor. Cojo el pomo y abro la puerta
de forma brusca sin ni siquiera mirar quién está al otro lado.
—¡Me cago en todos mis muertos, Marcos!
—No soy Marcos.
Exacto. No es Marcos quien está al otro lado, sino
Daniela.
Está empapada de pies a cabeza y está tiritando. Lleva el
pelo recogido en una cola alta, pero eso no evita que se le
pegue a la piel, a los labios. Los cuales, por cierto, tiene
hasta un poco morados.
—¿Qué haces ahí? Vas a coger una pulmonía.
No dejo que me conteste. La cojo del brazo y la arrastro
hasta meterla dentro de casa. La llevo hasta el comedor y la
obligo a sentarse en el sofá. Está poniéndolo todo perdido
de agua, pero me da exactamente igual. Ya se limpiará más
tarde.
—Quítate todo eso. Voy a por toallas y a por ropa seca —
le ordeno mientras corro directo hasta mi habitación y cojo
el primer pantalón de chándal que encuentro y la primera
camiseta. Después, antes de volver al comedor, paso por el
baño y cojo un par de toallas limpias.
—¿Por qué no te das una ducha caliente? —Comienzo a
regular el agua, pero nadie me contesta. Tampoco se
escuchan pasos por el pasillo—. ¿Daniela?
Vuelvo a preguntar. Temo que del frío sea incapaz de
hablar, así que me olvido del agua y corro de vuelta al
comedor. Pero al llegar me la encuentro en la misma
posición; sentada en el sofá. Solo que tiene la cabeza
gacha, mirando al suelo.
Me acerco hasta ella despacio, con cautela, hasta quedar
de cuclillas.
—¿Daniela?
La voz me sale estrangulada, nerviosa, y el corazón me
va a mil por hora. Tras lo que me parece una eternidad
levanta la cabeza y debo controlar las ganas que tengo de
lanzarme sobre ella y abrazarla. Me mira sonriendo y con el
brillo en los ojos que tanto me recuerda a esos días en Italia.
—¿Qué estás…?
—Eres idiota. Pero tú eso ya lo sabes.
—Eh…
No puede evitar reír tras ver la cara que pongo.
Claro que sé que soy idiota, pero no esperaba que fuera
eso lo que iba a decirme en cuanto abriera la boca. Niega
con la cabeza y alarga la mano hasta posar la palma contra
mi mejilla. La tiene helada.
—Estás congelada. ¿Qué te parece si te cambias y luego
me insultas?
—Eres idiota —repite, ignorando lo que acabo de decirle.
Se acerca hasta frotar su nariz contra la mía. Es un gesto
tan inesperado como dulce. No puedo evitar cerrar los ojos
—. Pero eres mi idiota, Pedro. Desde el primer momento en
esa playa fuiste mío tanto como yo fui tuya. Fuimos unos
necios al negarnos lo que estábamos sintiendo, a no
escuchar a nuestros corazones, porque yo también me
enamoré de ti como no me había enamorado de nadie en
toda mi vida.
Abro los ojos sorprendido, levanto la cabeza y la miro. La
estudio. Se pinza el labio y se encoge de hombros.
—¿Lo dices de verdad?
—Nunca he dejado de quererte, Pedro.
—¿Ni estos meses en los que he sido un idiota?
—Debo reconocer que en este tiempo también te he
odiado. Un poquito. Pero como te he dicho antes eres mi
idiota y perdonarte ha sido muy fácil. Solo tenías que elegir
las palabras adecuadas.
No me lo pienso. Me abalanzo sobre ella dejando que me
empape con su ropa mojada. Me da exactamente igual.
Daniela se ríe junto a mi oído y yo estoy a punto de explotar
de felicidad. Su risa es el sonido más bonito del mundo y lo
había olvidado, pues en todos estos meses no se ha reído
así ni una sola vez.
Rectifico: no se ha reído ni una sola vez así conmigo.
Por miedo a hacerle daño maniobro hasta ser yo el que
esté sentado en el sofá con ella sobre mí, con una pierna a
cada lado de mi cintura. Nos miramos a los ojos y no
podemos evitar reír a carcajadas.
—Sé que te lo acabo de preguntar, pero ¿de verdad me
quieres? —pregunto cogiéndola por las mejillas y
acariciándolas con los pulgares.
—Escribir esa nota fue lo más duro que he hecho y te
puedo asegurar que criar a Pedro sin ti… —Los ojos
comienzan a brillarle a causa de las lágrimas contenidas.
—Daniela…
—No. Escúchame un segundo, ¿vale? —Coloca un ledo
sobre mis labios. Lo beso y asiente—. Criar a Pedro sin ti fue
duro, sobre todo, porque fue algo que yo no elegí. Ni
quedarme embarazada ni que tú no supieras de su
existencia. Te juro que si hubiera sabido algún dato más de
ti o alguna forma de contactarte lo habría hecho. No quiero
que tengas la menor duda.
—Lo sé, lo sé. Por favor, no me hagas caso. Ese día fui un
auténtico capullo y era el enfado el que hablaba, no yo.
Tienes que creerme.
—Y lo hago, es solo que… Es solo que quiero que lo
tengas claro. No sabía nada de ti, Pedro. Nada. Y no sabía
cómo dar contigo. Por supuesto, Tessa no tenía el número
de teléfono de Marcos, como supongo que Marcos no tenía
el suyo, ¿no?
Resoplo y niego. Claro que no lo tenía. El único teléfono
que nos llevamos de ese viaje fue el de Carlo. El italiano con
el que continuamos conservando la amistad y al que hemos
recurrido alguna vez en nuestra vida, como cuando mi
amigo se fue a su casa a esconderse cuando Eva y Raúl se
prometieron. Aparto ese pensamiento de mi mente porque
ahora no viene a cuento y vuelvo a prestar toda mi atención
a Daniela.
—Esa noche, la última, tuve que irme sin despedirme
porque si te hubieras despertado no habría sido capaz de
salir de esa habitación sin decirte que me había enamorado
de ti. Pero tenías razón. Teníamos razón. ¿Cómo íbamos a
hacerlo? ¿Lo habrías dejado todo y te habrías venido
conmigo a Londres? ¿Lo habría dejado yo y me habría
venido aquí a España contigo? Era una locura. Además, me
obligué a pensar en que nadie se enamora de otra persona
en solo quince días, que eso solo ocurría en las películas y
que nosotros no estábamos viviendo una.
Dibuja con el dedo índice el contorno de mi cara, mis ojos,
mi mandíbula, la nariz y, por último, los labios. Un escalofrío
me recorre entero y puedo asegurar que no tiene nada que
ver con que tenga la ropa mojada.
—Pero el destino te ha vuelto a poner en mi camino. Ese
destino que hizo que nos encontráramos una vez y que
después nos separó. Solo que ahora nos ha hecho más
fuertes, más listos, y ha tenido la gracia de hacer que
vivamos en el mismo país.
No puedo evitar reír a carcajadas. Daniela no tarda en
seguirme unos minutos después. La estrecho fuerte contra
mí haciendo que su cabeza descanse sobre mi pecho, justo
a la altura del corazón. Estoy seguro de que puede notar
cómo late. Cómo late por ella.
—Siento mucho haber perdido tanto tiempo en hacer las
cosas bien.
Siento cómo hace fuerza para apartarse, pero se lo
impido. La retengo entre mis brazos con una mano sobre su
espalda y la otra agarrando su coleta con suavidad. Ahora
es mi turno.
—Cuando me di cuenta de que Pedro era mi hijo, cuando
vi ese álbum con esas fotos y fui realmente consciente de
todo lo que me había perdido… me perdí, Daniela. Me perdí
y no supe encontrarme de ninguna de las maneras. Estaba
cabreado, enfadado y necesitaba pagarlo contigo. No era
justo, lo sé y lo sabía entonces, pero no tenía otra forma de
hacerlo y esa me pareció la mejor, aunque eso solo
consiguiera que te perdiera por el camino. Pero te lo voy a
compensar. Te lo juro. Si me dejas voy a ser el chico que te
mereces. Que tú y Pedro os merecéis, porque sois la familia
que quiero tener en mi vida y no quiero pasar ni un día más
sin conocerte, sin conocerlo a él y sin dejar que vosotros
hagáis lo mismo conmigo. Empezamos la casa por el tejado,
pero eso no tiene por qué impedirnos terminarla. Nadie dijo
que la vida fuera sencilla, y yo hace tiempo que entendí que
lo mejor que puede pasarte es que te arriesgues, que vivas
aventuras, y tú eres la mejor prueba de que eso es cierto. Tú
eres mi mejor hola y mi mejor adiós, Daniela.
Ahora sí. Ahora permito que se incorpore y se aparte de
mi pecho, aunque no de mis brazos. Cuando busco sus ojos
estos están brillantes y por sus mejillas ya ruedan lágrimas.
Le pido permiso. No quiero hacer algo que la moleste, pero
me muero por besarlas todas.
Asiente.
Acerco mis labios hasta ellas y las beso. Una a una, poco
a poco, llevándome con ella tristezas, llantos, lamentos y
dejando en cada uno de los besos que le doy comienzos,
alegrías, momentos y futuros.
Tras estar unos segundos besando ambas mejillas, cierra
los ojos y beso sus párpados para terminar en sus labios. Es
un beso deseado, pero también es delicado. Un beso
cargado de recuerdos, nuestro, parecido a los que nos
dábamos en esas habitaciones entre las sábanas revueltas.
O los que nos dábamos cuando reíamos porque
intentábamos ducharnos juntos y las duchas que nos
íbamos encontrando en nuestros viajes eran demasiado
pequeñas hasta para una persona. Los que nos dábamos
mientras paseábamos por las calles de Italia, cuando
entrábamos o salíamos del coche o mientras comíamos
helados y pizzas y nos poníamos perdidos.
Nos besamos como si fuera la primera vez y también la
última. Pero esta vez nos besamos queriéndonos; con el
cuerpo, con la piel y con el alma. Como amigos, como
pareja, como amantes, como padres. Como familia. Nos
queremos como lo que somos; un hola y un adiós.
Aunque nosotros ahora solo nos quedamos con el hola. El
adiós se lo dejamos a los demás.
Capítulo 42
Daniela

Decir que el amor es algo sencillo, fácil, que no se sufre o


que no hace daño, es mentira. El amor hay que trabajarlo,
cuidarlo, protegerlo y quererlo.
Pedro y yo nos quisimos esa noche con todo lo que
encontramos por el camino, hasta que nuestros cuerpos
dejaron de comparar lo que encontraron hace años para
quedarse con lo que descubrían en ese momento. Nos
quisimos con un comienzo y, ante todo, nos quisimos con
promesas. Esas que no quisimos hacernos en una ciudad
lejana y ajena a nosotros pero que no dudamos en hacernos
entre las cuatro paredes de su casa. Una casa que con el
tiempo será nuestra, de los tres. Pero eso es algo para lo
que todavía falta un poco, porque si algo nos prometimos
esa noche fue que haríamos las cosas bien por él, por mí,
pero, sobre todo, por esa persona que nos hace entender el
mundo y el amor de una manera totalmente maravillosa.
Decidimos ir poco a poco respecto a los demás. No nos
ocultamos, pero sí decidimos ser comedidos. No es que su
familia se caracterice por la discreción, precisamente, y
antes de ser el centro de los comentarios de todo el mundo
necesitábamos terminar de conocernos mejor.
Pero bueno, cuando se es feliz y se quiere como nosotros
nos queremos es difícil que los que están alrededor no se
den cuenta.
Lo único que puedo hacer por ahora es cerrar este diario,
dejar de contar por hoy cómo fue enamorarme de él, cómo
fue encontrarlo y cómo fue dejar que nuestros mundos
colisionaran. Hemos quedado en su casa para ver una
película abrazados y comer palomitas. Junior se queda con
sus abuelos y tenemos la noche para nosotros solos.
Los demás no lo saben, pero Javi llega mañana de su
viaje. Javi quiere darles una sorpresa a todos, en especial a
Paula, y me ha pedido a mí que lo ayude. Así que, buenas
noches. Me voy a casa de mi chico. Mañana es un día lleno
de emociones y será mejor que hoy recargue pilas.
EPÍLOGO
Estoy muy nervioso. Tanto, que siento cómo el corazón
retumba en mis oídos y me los bloquea. Sabía que esta
nueva etapa iba a ser excitante, mi padre ya me había
advertido. Pero no sabía que lo iba a ser tanto.
Bajo del autobús de un salto, me coloco bien la mochila
sobre los hombros y pongo rumbo hacia mi futuro. Voy a
empezar la universidad.
En cuanto cruzo el campus y voy directo al que se supone
que es el edificio de recepción, tengo que hacer un enorme
esfuerzo por no echarme a reír. Se nota que no soy el único
que empieza hoy y, ni mucho menos, soy el único que está
nervioso. La chica de mi derecha está de cuclillas en el
suelo buscando desesperada algo en su mochila. Por cómo
le suda la frente y por cómo se pinza el labio podría predecir
que está a punto de darle un infarto. Miro alrededor y veo a
un chico en una esquina haciendo lo que parecen ser
ejercicios de respiración, otro hablando por teléfono
mientras se pasea de un lado a otro —como siga así va a
terminar por hacer un agujero en el suelo—, y otra chica
mirando el panel informativo que tenemos justo enfrente
con cara de auténtico terror. Será mejor que deje de mirar a
los demás y me centre en mí.
Somos miles de personas aquí dentro saliendo, entrando,
subiendo escaleras y bajándolas. Si tengo que analizarlas a
todas me va a dar un mal. Coloco mi mejor sonrisa —esa
que mi tía Paula se empeñó en que aprendiera—, y me
acerco a la chica que hay en la recepción.
En cuanto me ve acercarme levanta un dedo pidiéndome
que aguarde un minuto. Está hablando por teléfono. Susurra
y no capto ninguna palabra, pero por cómo gesticula y por
cómo pone los ojos en blanco cada dos por tres me
atrevería a decir que no está nada contenta con su
interlocutor. Finalmente, cuelga, agacha la cabeza, toma
aire tres veces seguidas y, por fin, la levanta para mirarme.
Cuando lo hace estoy a punto de caerme de culo. Es
preciosa, joder. Y joven. Es superjoven. Me atrevería a decir
que no tiene muchos más años que yo, unos veinticinco o
así. ¿Qué son cuatro años de diferencia? Y en mi vida había
visto una chica con los ojos tan azules como los suyos. Si
alguien me pidiese definir cómo es el color del mar, solo
tendría que describir sus ojos.
—¿Puedo ayudarte en algo? —me pregunta en un
perfecto inglés. Normal. Estoy en Escocia. ¿En qué idioma
quiero que se dirigieran a mí?
No tengo problemas con él. Soy bilingüe. Ventajas de
tener una madre inglesa y un padre español. Hablo ambos
idiomas a la perfección.
Coloco ambas manos sobre el mostrador y le sonrío.
—Buenos días. Soy Junior Sánchez Martí y hoy empiezo la
carrera de Periodismo aquí.
—Escribe tu nombre y tus apellidos. —Me entrega un
papel y un bolígrafo. La miro alzando una ceja porque no sé
para qué quiere que lo haga. Resopla. ¡Resopla! y hace que
se le vuele el flequillo—. No eres de aquí. No quiero ponerlos
mal cuando los busque en el ordenador. ¿Te parece bien?
Parece que alguien ha mordido un limón esta mañana y
se ha levantado con el pie izquierdo.
No se lo digo, claro. Escribo lo que me ha pedido y me
doy cuenta de que he escrito Junior en vez de Pedro. La
costumbre. El único que me llama así es mi padre. Pero es
por cabezonería. A pesar de los años, mi tía Paula no deja
de reírse de él cuando resopla y se queja cada vez que
alguien me llama Junior en vez de por mi verdadero nombre.
Eso lo cabrea todavía más y los dos acaban entrando en una
espiral de la que, en ocasiones, les cuesta salir. Pero así
somos los Sánchez–Baró. Intensos hasta para dormir.
Le entrego el papel y la chica ni me mira a la cara cuando
lo coge. Teclea algo en el ordenador y, tras leer lo que pone
ahí, me mira. Me mira de arriba abajo y alza una ceja.
—¿Hay algún problema?
—¿Tienes veintiún años?
—Eh… sí.
No dice nada. Solo asiente y vuelve a teclear. Estoy por
preguntarle si hay algún problema con mi edad, pero la
chica se levanta, va hasta la impresora, recoge algo y me lo
entrega.
—Aquí tienes tu plan de estudios y todo lo que necesitas
saber para moverte estos primeros días. El resto tienes que
ir descubriéndolo por tu cuenta. Buena suerte y
enhorabuena.
Me entrega los papeles, me medio sonríe —o me lanza
rayos láser por los ojos, no lo sé bien—, y se despide de mí
haciendo aspavientos con la mano para que me marche.
Estoy por pedirle al chico de antes que me deje un sitio en
el rincón para ponerme a llorar con él. Joder, qué humos
tienen algunos y no son ni las nueve de la mañana.
No. Voy a ser fuerte, hostia. Soy un tío hecho y derecho
con pelos en los huevos, como dice siempre mi tío Marcos
cuando nos obliga a mi primo o a mí a que lo ayudemos con
algo de albañilería o bricolaje, algo que ambos odiamos. He
venido hasta aquí a hacer un posgrado en Periodismo,
alejándome de mi familia, empezando en una ciudad
totalmente nueva para mí y voy a dejarme de estupideces.
Mi móvil pita avisándome de la entrada de un mensaje y
no puedo evitar reír incluso antes de abrirlo. Sé de quién
viene.

Paula:
Daniela, Pedro. ¿Os ha llamado vuestro hijo para ver
cómo le ha ido el primer día? Decidme que no, por favor. Me
sentiría muy dolida con él si habla con vosotros primero
antes que conmigo.

Pedro:
Resulta que yo soy su padre y Daniela su madre. LO
NORMAL SERÍA QUE HABLARA CON NOSOTROS PRIMERO,
¿NO CREES?

Paula:
Qué humos tienen algunos de buena mañana. ¿Quieres
un café? Ahora mismo le digo a Valeria que te baje uno.

Marcos:
Pedro, ¿puedes volver a explicarme por qué os habéis ido
a vivir a la misma finca que mi hermana? No juzgo, ¿eh?
Solo es curiosidad.

Pedro:
No lo sé, amigo. No lo sé. ¿Porque soy masoca?

Daniela:
Porque vimos este piso, nos enamoramos y pensamos
que tener a un pediatra como vecino sería bueno porque las
gemelas se pasan más tiempo malas que buenas. Y porque
me amas, me adoras y me quieres.

Pedro:
¿Ves? Ya sabía yo que había un buen motivo. Te quiero,
cariño.

Eva:
Creo que voy a vomitar. Esperad un poco a ser
empalagosos, por favor, que todavía no me he tomado ni el
café.

Paula:
Me lo has quitado de la boca, amiga.

Alejandro:
Te podrás tú quejar.
Pedro:
Mira, ya salió el pediatra de turno. ¿Qué pasa, cuñado?
¿Tú no trabajabas esta noche?

Alejandro:
Así es. Estoy volviendo ahora a casa.

Paula:
Oye, doctor Macizo, no quiero ser desagradable, pero…
¿alguien sabe algo del niño o no? No he podido dormir en
toda la noche de los nervios.

Daniela:
¿Tú? Yo me he tenido que ir a dormir a la habitación de
Laura y Alejandra de la pena que tenía.

Eva:
Ay… te entiendo tan bien. Yo no quiero saber cuando Juan
vuele. Porque a Javi no le voy a dejar volar.

Marcos:
Eso es cruel, cielo. ¿Por qué a tu hijo Juan sí y al pobre
Javi no?

Eva:
Porque nació después.

Pedro:
Eso es más que injusto, hermanita.

Eva:
Ya lo sé. Pero es que lo llevo fatal. Fatal.

Alejandro:
¡Pero si aún te quedan unos cuantos años!
Marcos:
Tú ríete, pero ya me contarás cuando sea Valeria la que
se marche de casa.

Alejandro:
Valeria no va a volar a ningún sitio. Por eso Paula y yo
solo tuvimos una hija. Con controlar y manipular a una
tenemos de sobra.

Junior:
Qué horror de conversación. ¿Pensáis en serio lo que
decís o lo escupís así sin más? Porque si es lo primero, os lo
deberíais hacer ver. Todos. Pienso guardar esta
conversación en favoritos para enseñársela a todos mis
primos en el grupo que tengo con ellos.

Paula:
¡El niño ha hablado! ¿Todo bien? ¿Hay mucha gente? ¿Has
encontrado tu clase? ¿Son igual de estirados que los
ingleses?

Daniela:
¿Has desayunado bien antes de salir? ¿Te has llevado algo
para comer más tarde? Me prometiste que te ibas a cuidar y
a una madre no se le miente, Junior. Lo sabes.

Eva:
¿Hace mucho frío? No te olvides de coger siempre un
paraguas y una chaqueta. Aunque salga el sol el tiempo
luego engaña. Hazme caso.

Alejandro:
Si dejáis de preguntar cosas las tres a la vez sin ni
siquiera respirar, a lo mejor Junior puede contestar a alguna
de vuestras preguntas. Es mi opinión, eh.
Junior:
Gracias, tío.

Alejandro:
A mandar.

Junior:
¿Por dónde empiezo? Sí, he llegado bien. Esto es enorme,
pero me encanta. Lo tengo todo, o eso creo. Pero si no sé
algo lo pregunto. Tengo veintiún años y suficientes pelos en
los huevos como para saber desenvolverme solo entre estos
pasillos.

Marcos:
Me encanta saber que me escuchas cuando hablo.
Aunque para ayudarme a arreglar la puerta también los
tienes, ¿eh, chaval? Díselo también al vago de tu primo en
el chat ese que dices que tenéis. Ahí lo dejo.

Pedro:
No quiero parecerme a tu madre y a las locas de tus tías,
pero… ¿y del resto de cosas?

Junior:
Todo en orden. Mi compañero de piso es cocinero. O
intenta serlo. Así que me prepara unos desayunos de puta
madre. Vengo con las energías más que renovadas. También
me ha preparado un sándwich de queso para después. Y, sí,
tía Eva. Llevo una sudadera en la mochila.

Eva:
Gracias, cariño.

Daniela:
Gracias, mi amor. Te quiero. No lo olvides.
Paula:
Yo también. Y más que ellas, ya lo sabes. Pero es nuestro
secreto, que yo como madre sé cómo duele que tus hijos
quieran más a la tía que a la madre.

Marcos:
Tía postiza. No lo olvides.

Paula:
Bésame el culo.

Marcos:
Eso se lo dejo a tu pareja de hecho, que no a tu marido.

Paula:
Y dale con el temita. A ver, que tú hayas querido pasar
por el altar vestido de pingüino y yo no, no significa que tú
quieras más a tu mujer que yo a Alejandro. ¿Te queda claro?
Y ahora, lo dicho: bésame el culo.

Junior:
Os voy a echar mucho de menos. A todos. Os quiero.
Y ahora os dejo, ¡tengo que empezar mi primera clase!
Estoy nervioso. ¿Es normal?

Pedro:
Lo extraño sería que no lo estuvieras. Te quiero, campeón.

Junior:
Y yo a ti, papá.
Agradecimientos
Si dije que la historia de Paula fue difícil de escribir, era
porque no había escrito todavía la de Pedro. No porque él lo
hiciera complicado, pues es un personaje al que es
inevitable no cogerle cariño y enamorarte de él; es un chico
dulce, atento y cariñoso. Si no porque su historia con
Daniela es diferente, es nueva y es… complicada. Espero
que la hayáis disfrutado tanto o más que yo.
Mi primer agradecimiento va para todas esas personas
que han llegado hasta aquí. Gracias por elegirlos a ellos, por
leerlos y por disfrutarlos.
Gracias a mis padres y mis hermanas por estar siempre a
mi lado apoyándome, ayudándome y aconsejándome. Hacer
esto sola es muy difícil, así que soy muy afortunada por
teneros a todos conmigo.
Gracias a las mejores lectoras cero del mundo, y es que
gracias a sus ánimos, sus audios, sus comentarios y sus
risas todo se lleva mejor; Elsa García, María Pilar, Berta,
Gemma y el trío más peligroso de todos, Helena, Adriana y
Emma.
Gracias a Adriana Rubens por aguantarme y ayudarme
con el proceso creativo y, sobre todo, a Marta Francés por
estar siempre a mi lado.
Por último, como siempre, gracias a ellos; a mi chico y a
mis pequeños. A ti por decirme siempre que yo puedo con
todo. A vosotros dos por hacerme ser mejor persona cada
día y darme la fuerza que necesito para luchar por todo.
¡Nos vemos en el siguiente libro!
Sobre la autora
Natural de Valencia, crecí entre libros. Fue mi madre quien
me introdujo en este mundo de la mano de Mary Higgins
Clark. Me siguen gustando las historias de suspense y los
thrillers, pero me atraen demasiado las historias
románticas. Muchos dicen que desprendo purpurina y
algodón de azúcar. No es algo que me preocupe demasiado;
al contrario, me siento orgullosa.
Me encanta perderme entre las páginas de un libro, vivir
grandes aventuras, conocer otras ciudades, otros mundos y
fingir ser otras personas. El año dos mil dieciocho decidí dar
el salto y ponerme al otro lado, ser yo la que contara esas
historias, y le he cogido el gusto. Espero haceros sentir
todas esas cosas y que, cuando terminéis de leer mis libros,
lo hagáis con una sonrisa.
Mi primer libro publicado fue Siempre hemos sido
nosotros. En ella se cuenta la historia de Marcos y Eva, los
pioneros. Mi segunda novela publicada, y que nada tiene
que ver con esta, es Solo contigo, ¿recuerdas? Es la historia
de Héctor y Jimena, unos personajes dulces y diferentes que
tienen mucho que contar. Y, después, volvimos con la
familia Sánchez – Baró y, más concretamente, con Paula.
Una historia divertida a la vez que dura.

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[1]
Umpa Lumpa: p ersonajes
ficticios del libro Charlie y la fábrica
de chocolate del autor británico Roald Dahl.

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