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Introducción a la Ciencia Política

Curso 2005-2006

Unidad Didáctica I:
El estudio de la política
Elisa Chuliá
José Ignacio Torreblanca

Contenido

1. Política y ciencia política

1.1. ¿Qué es la política?

1.2. ¿Por qué “ciencia política”?

1.3. Sobre la práctica de la disciplina

2. Principales enfoques de investigación

2.1. El conductismo

2.2. La teoría económica de la política

2.3. El ‘nuevo’ institucionalismo

3. Teorías y debates normativos contemporáneos

3.1. Una introducción a la teoría política contemporánea

3.2. Tres conceptos clave de la teoría política liberal

3.3. Dos críticas a la teoría política liberal

¡ATENCIÓN!
Esta versión actualizada para el Curso 2005-2006 sustituye a la anterior
Material correspondiente a la Primera Prueba Personal
Presentación

El objeto de esta Unidad Didáctica es actualizar y ampliar los contenidos que se


ofrecían en la antigua Unidad Didáctica I “Categorías y Teorías de la Ciencia
Política”, del Prof. Javier Roiz, incluida en el libro Fundamentos de Ciencia
Política coordinado por Andrés de Blas Guerrero y Jaime Pastor Verdú (UNED,
1997) que constituye el texto básico para la preparación de las Unidades
Didácticas II, III, IV y V de esta asignatura.

Dada la extensión y complejidad de las materias tratadas en esa Unidad, el Equipo


Docente de la asignatura “Introducción a la Ciencia Política” optó en el curso
2004-2005 por ofrecer a los alumnos un texto alternativo en formato electrónico,
de acceso libre y gratuito. Este nuevo texto tenía como objetivo proporcionar una
visión global, aunque necesariamente sintética, acerca de qué es la ciencia
política, de qué temas se ocupa o se ha venido ocupando, y cómo los aborda y
analiza. Ahora, en el curso 2005-2006, una vez constatada la buena acogida por
parte de alumnos y tutores de la nueva Unidad Didáctica, el Equipo Docente de la
asignatura ha querido ofrecer a los alumnos una versión actualizada y mejorada de
dicha Unidad.

Esta Unidad Didáctica sustituye a todos los efectos a la Unidad Didáctica I,


“Categorías y Teorías de la Ciencia Política”, del Prof. Javier Roiz, incluida en las
páginas 17-70 del libro Fundamentos de Ciencia Política (UNED, 1997), libro
que se utiliza en la asignatura “Introducción a la Ciencia Política” correspondiente
al Primer Curso de la carrera de Ciencias Políticas y Sociología (secciones
‘Políticas’ y ‘Sociología’) para la preparación de las Unidades Didácticas II, III,
IV y V. También sustituye a todos los efectos a la Unidad Didáctica electrónica
“El estudio de la política” correspondiente al curso 2004-2005. En consecuencia,
en lo que se refiere a la Unidad Didáctica I, la evaluación de los alumnos en la
Primera Prueba Personal (convocatorias de febrero y septiembre de 2006) se
efectuará exclusivamente sobre los contenidos aquí expuestos.

Los profesores del Equipo Docente de esta asignatura no ignoramos la dificultad


que plantea el estudio a distancia. Precisamente por ello, queremos animar a los
alumnos a que envíen sus comentarios, dudas y sugerencias acerca de esta Unidad
Didáctica a intropol@poli.uned.es, al objeto de mejorarla para su utilización en
próximos cursos. Además, les invitamos a que consulten periódicamente la página
web de nuestra asignatura. Allí encontrarán algunas explicaciones adicionales y
ayudas al estudio para la comprensión de esta y otras Unidades Didácticas:
http://www.uned.es/dcpa/Asignaturas/Intropol/intropol.htm

Reiterándoles nuestra más sincera invitación a participar en la mejora de este


texto, reciban un cordial saludo del Equipo Docente de la asignatura
“Introducción a la Ciencia Política”.

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Introducción
Iniciarse en el estudio de una disciplina académica supone aprender a delimitar
los fenómenos que constituyen el objeto de ésta, conocer los enfoques de
investigación más importantes y las cuestiones teóricas en torno a las que se
configuran los principales debates. Tales son los tres grandes objetivos que
perseguimos en esta primera Unidad Didáctica de la asignatura “Introducción a
la Ciencia Política”.

El alumno encontrará, en primer lugar, algunos razonamientos sobre qué es la


política y de qué se ocupa la ciencia política. La tarea básica del politólogo
consiste en analizar las múltiples cuestiones derivadas de los problemas que
plantea la convivencia entre ciudadanos con diversos intereses y preferencias.
En función de cómo se aproximen al estudio de estas cuestiones, las
aportaciones de los politólogos se enmarcan en el ámbito de la ciencia política
empírica o de la teoría política (también denominada filosofía política). Sus
trabajos merecen ser clasificados como ciencia política empírica si con ellos
aspiran a averiguar cómo es y cómo funciona la realidad política. Si, en cambio,
sus investigaciones giran en torno a cómo debería ser esa realidad política, se
inscriben en la teoría política (normativa). Por qué englobamos bajo la categoría
“ciencia política” unas y otras aportaciones y qué rasgos básicos y
diferenciaciones internas se aprecian hoy día en la practica de la disciplina son
también preguntas que se abordan en esta primera parte.

Una vez aclaradas estas cuestiones básicas, se presentan, en segundo lugar, los
enfoques o tipos de explicaciones más importantes que los estudiosos de la
ciencia política han elaborado en la búsqueda de respuestas a las preguntas sobre
cómo es y cómo funciona la realidad política. A lo largo del siglo XX, la ciencia
política empírica ha progresado a través de la elaboración y el
perfeccionamiento de enfoques de investigación que compiten en cuanto a su
capacidad de explicar los hechos o evidencias que analizan los politólogos. El
auge de uno o varios enfoques en determinados períodos de la historia de la
ciencia política no ha llevado consigo el abandono definitivo de los hasta
entonces predominantes. Enfoques nuevos y tradicionales, en versiones más o
menos actualizadas, forman parte del acervo científico de la disciplina.

La tercera y última parte de esta Unidad Didáctica contiene una introducción a


algunos de los debates centrales de la teoría política en la segunda mitad del
siglo XX. Al hilo de las contribuciones de destacados filósofos políticos, se
exponen, por una parte, tres conceptos fundamentales de la teoría política
liberal: la libertad, la justicia (entendida como equidad) y la sociedad civil. Por
otra parte, se presentan dos de las críticas más influyentes a los argumentos y
supuestos teóricos del liberalismo, la de los comunitaristas y la de quienes
subrayan la necesidad de reconocer la creciente multiculturalidad de las
sociedades contemporáneas. Estas críticas y las respuestas que están generando
impulsan en nuestros días la reflexión sobre los principios en los que fundar la
organización política de las sociedades contemporáneas.
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1. Política y ciencia política (Elisa Chuliá)

1.1 ¿Qué es la política?

Cualquier intento de definición de “la política” suele venir precedido de alguna


referencia a las dificultades que ello entraña. Son muchos los autores que han
destacado las dificultades de acotar el significado de “la política”; un concepto,
como muchos otros de curso común en las ciencias sociales, referido a una
realidad a todos cercana, pero de contornos difusos y múltiples dimensiones.
Aunque debemos ser conscientes de la dificultad de formular una definición
exhaustiva, breve y precisa de la política, podemos partir de la que ofrece Vallès
(2000:18). Según este autor, la política es una práctica o actividad que los
miembros de una comunidad llevan a cabo con el fin de regular conflictos entre
grupos, y cuyo resultado se concreta en la adopción de decisiones vinculantes,
es decir, que “obligan” a todos quienes forman parte de esa comunidad.

Esa actividad política encaminada a resolver los conflictos sociales que pueden
amenazar la cohesión y, por tanto, la continuidad de la comunidad, se manifiesta
de diversas formas. Vallès (2000: 45-52) las resume en tres: estructuras,
procesos y resultados. En tanto estructura, la política se plasma en un conjunto
de instituciones o reglas (recogidas primordialmente en la Constitución o leyes
fundamentales del Estado) que establecen el contexto dentro del cual se
desarrolla la intervención política. Ésta se configura como un proceso en el que
participan actores que representan al Estado (por ejemplo, el gobierno), a los
electores (los partidos políticos) o a determinados grupos sociales (por ejemplo,
los sindicatos y las asociaciones empresariales) que, desde perspectivas diversas
y, en ocasiones, opuestas, discuten, negocian y acuerdan determinados cursos de
acción. Si tales discusiones, negociaciones y acuerdos son efectivos, producen
resultados formales (pactos suscritos, normas legales aprobadas...) o informales
(compromisos orales) orientados hacia la solución temporal o definitiva de los
problemas que suscitaron la intervención. La política conjuga, pues, estabilidad
(estructuras y resultados) con dinamismo (procesos), si bien, como es obvio, lo
estable no es permanente o inmutable.

Los actores que intervienen en el proceso político intentan hacer valer su


capacidad de influir en la toma decisiones a fin de que éstas se ajusten a sus
valores (o preferencias ideológicas) e intereses. A esa capacidad de influencia se
le denomina poder político. La distribución del poder político en una sociedad
concreta depende del tipo de régimen: las democracias reparten el poder político
entre muchos actores, comenzando por los votantes; por el contrario, las
dictaduras concentran el poder político en determinadas instancias, privando de
éste a todas las que pueden perturbar la forma de gobernar impuesta, y en primer
lugar, a la ciudadanía.

Independientemente del tipo de régimen en el seno del cual se ejerza el poder


político, éste tiene dos caras: la fuerza o coacción y la justificación o
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legitimación. El poder político es tanto más sólido cuanto más aceptable resulta
a quienes tienen que someterse a él. Como escribe Vallès (2000: 40), “un poder
político que pretenda ser duradero y no sólo momentáneo deseará acumular
tanto la fuerza como la legitimidad”. La legitimidad tiene componentes
sustantivos (o de ejercicio) y simbólicos. Así, la legitimidad sustantiva de un
gobierno es aquella que se deriva de las acciones efectivas que éste lleva a cabo,
de su capacidad real para resolver los problemas que preocupan a los
gobernados. La legitimidad simbólica se construye mediante argumentos
justificativos de las acciones del gobierno. Esos argumentos pueden estar
basados en el carisma del gobernante, en la tradición de la forma de gobierno
y/o en el respeto a las normas legales vigentes. Estas tres categorías de
legitimidad (carismática, tradicional y legal-racional) que distinguió el sociólogo
alemán Max Weber (1864-1920) a principios del siglo XX siguen representando
hoy día categorías o “tipos ideales” que nos sirven para analizar casos concretos.

La aquiescencia de los gobernados adquiere tal importancia para los gobernantes


que, a menudo, tratan de combinar varias fuentes de legitimidad para conseguir,
o mantener, el apoyo social y ejercer de este modo más fácilmente el poder
político. Así, muchos gobernantes democráticos, aunque cuentan con la
legitimidad que les proporciona la observancia de las leyes que regulan el
acceso al poder y los procedimientos de adopción de decisiones políticas, no
renuncian a cultivar su carisma. Esta aspiración se observa igualmente entre no
pocos dirigentes que justifican su mando en virtud de la tradición, como pueden
ser los jefes de una tribu africana. Por su parte, los líderes de una dictadura, que
confían inicialmente en su carisma para atraerse a los gobernados, muestran a
menudo el prurito de dotar a sus decisiones de un soporte legal que las haga
parecer ajustadas a derecho. Destaquemos, en cualquier caso, que, en virtud de
la búsqueda de legitimidad, la política como actividad es prácticamente
indisociable del discurso y los gestos, es decir, del despliegue de argumentos e
imágenes; en definitiva, de la palabra y los símbolos.

Es importante matizar que, si bien en el lenguaje común no es infrecuente la


utilización del término “política” para referirse a asuntos de índole privada e
individual (“La política de esta empresa consiste en...”, “Mi política al respecto
es...”), la política concierne, en rigor, a las cuestiones públicas, a las que afectan
a partes o a la totalidad de la comunidad de ciudadanos. Ahora bien, la
determinación de “lo público” --y, por consiguiente, de las cuestiones que
aborda la política-- es contingente, es decir, depende de circunstancias
espaciales y temporales específicas. Tanto en la percepción de la gente como en
la propia legislación, los límites entre lo que es público y lo que es privado
cambian según las coordenadas de tiempo y lugar. Temas que un día fueron
objeto de regulación pública son ahora privados; en cambio, asuntos que antes
pertenecían al ámbito privado se hacen públicos. De estas dos evoluciones
opuestas, la última responde indudablemente mejor a la tendencia que ha
prevalecido durante el siglo XX. En efecto, el siglo que acaba de concluir ha
sido testigo de una notable expansión del poder de los gobiernos, reflejada en la
ampliación de las áreas de intervención pública. Por poner sólo algunos

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ejemplos, hasta hace unas décadas la protección del medio ambiente no era un
objetivo político; del mismo modo, la violencia doméstica tampoco preocupaba
a los agentes políticos apenas unos años atrás. Ambas cuestiones se encuentran
hoy, sin embargo, en lugares destacados de los programas de muchos gobiernos
de los países más desarrollados.

A la transformación de un tema en asunto de interés público y atención política se


le denomina con frecuencia “politización”. En los sistemas democráticos, los
medios de comunicación de masas intervienen decisivamente en los procesos de
politización, o lo que es lo mismo, en la introducción de un tema en la lista de
cuestiones objeto de debate político. No sólo llaman la atención de los lectores,
oyentes y espectadores sobre determinados asuntos, sino que, presentándolos y
caracterizándolos de determinada forma, los “construyen socialmente” como
problemas. Al definirlos de un modo u otro, al enfatizar unos aspectos y soslayar
otros, condicionan cómo los ciudadanos entienden el problema y sus posibilidades
de solución. De esta manera, en las sociedades que disfrutan de libertad de
información, los medios de comunicación (en nuestros días, sobre todo, los
periódicos impresos y los publicados en Internet, así como los programas de
información política de la radio y la televisión) logran fijar bastante efectivamente
la agenda pública, es decir, los asuntos que, de entre los muchos de los que se
ocupan los políticos, los ciudadanos consideran más importantes. Así se ha
demostrado en repetidos estudios sobre los efectos que surten los medios de
comunicación en la percepción social de la política.

Pero semejante evidencia no debe llevarnos a concluir que los medios de


comunicación constituyen una condición de existencia de la política. El
nacimiento de la política como actividad precede en muchos siglos al
descubrimiento de la imprenta al final de la Edad Media (en torno al año 1450) y
a la aparición de los primeros periódicos en el siglo XVII. Efectivamente, si los
medios de comunicación de masas nos proporcionan hoy día una guía útil para
averiguar qué temas públicos interesan a los ciudadanos, en otras épocas las
funciones de informar y crear opinión las han cumplido los oradores, los
demagogos y otros líderes sociales.

Llegados a este punto, no resulta trivial preguntarse, como hace Vallès (2000:
27-28), si la política es un fenómeno indefectiblemente ligado a la condición
humana, es decir, si es inevitable allí donde conviven personas. En sentido
estricto, no cabe identificar actividad política en comunidades pequeñas e
igualitarias cuyos miembros comparten los medios de subsistencia y dirimen sus
diferencias directamente, sin que nadie disponga del mando o gobierno de los
otros. Si bien la historia de la humanidad no desconoce casos concretos de tales
comunidades, su relativa escasez demuestra el carácter prácticamente universal
o ubicuo de la política.

En resumen, a pesar de las muchas definiciones que se han formulado sobre el


objeto de estudio de la ciencia política, cabe afirmar que ésta se ocupa de analizar

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las actividades que se despliegan o podrían desplegarse para resolver los
problemas o mejorar las circunstancias a que da lugar la convivencia entre
individuos con intereses y objetivos diversos. El repertorio de esas actividades
difícilmente puede concretarse sin recurrir a factores históricos y sociales. En
última instancia, la consideración de tales factores contextuales permite
comprender por qué un tema determinado adquiere la condición de problema de
interés público o de situación susceptible de mejora.

Queda claro que, a diferencia de los fenómenos físicos o químicos, como por
ejemplo, la velocidad del sonido o la composición molecular de un cuerpo, el
politólogo estudia fenómenos en los que con frecuencia él mismo está
involucrado como ciudadano y, por tanto, ante los cuales tiene actitudes previas
que pueden sesgar más o menos las distintas fases del proceso de investigación
(desde la selección del tema hasta la interpretación de los resultados). Por ello,
la posición del politólogo respecto a su objeto de estudio difiere sustancialmente
de la del físico o químico, cuya labor científica se ve, sin duda, menos lastrada
por los valores y la subjetividad. Ocurre, además, que en contraste con los
fenómenos que analizan los naturalistas, los que estudian los científicos sociales
no son replicables en condiciones de laboratorio, es decir, no pueden reiterarse
de forma idéntica. Así, cabe hacer generalizaciones sobre un tipo de régimen
político (por ejemplo, las democracias), pero las observaciones a partir de las
cuales se infieren tales afirmaciones generales nunca son las mismas.

Razonamientos como éstos han llevado a cuestionar que el estudio de la política


constituya una ciencia. Desde luego, el uso extendido en muchos idiomas del
término “ciencia política” (political science, Politikwissenschaft, sciences
politiques, scienza politica...) para denominar la disciplina no es un argumento
sólido para acreditar su condición científica, dado que, como el lingüista francés
Saussure expuso convincentemente al inicio del siglo XX, el vínculo entre un
significante (una palabra) y su significado es puramente convencional o arbitrario.
¿Qué justifica, entonces, hablar de “ciencia política”?

1.2 ¿Por qué “ciencia política”?

En los cursos de introducción a la ciencia política, a la hora de explicar el origen


de la disciplina, es habitual encontrar referencias a autores de la Grecia Antigua
que escribieron sus textos aproximadamente 20 siglos antes de que las
investigaciones de Copérnico marcaran la emergencia de la ciencia moderna a
mediados del siglo XVI. Cuando Platón (427-347 a.C.) y Aristóteles (384-322
a.C.) --por citar a los más destacados—desarrollaban sus ideas sobre el gobierno
de la comunidad, ni tenían como objetivo la formulación de argumentos
falseables (o susceptibles de refutación) a través de la comprobación empírica,
ni se proponían ser neutrales u objetivos. Lo mismo cabría decir de otros
muchos autores que escribieron sus obras entre los siglos XV y XIX, y a los que
tradicionalmente se les considera los padres de la ciencia política (como
Maquiavelo [1469-1527], Thomas Hobbes [1588-1679], John Locke [1632-
1704] o Alexis de Tocqueville [1805-1859] o Karl Marx [1808-1883], por poner
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sólo algunos ejemplos).

Y, sin embargo, todos estos autores hicieron aportaciones imprescindibles desde


un punto de vista científico: examinaron las estructuras, los procesos y los
resultados de la actividad política que desarrollaban sus coetáneos, compararon
la evidencia observada, descubrieron regularidades o pautas de funcionamiento,
crearon conceptos, establecieron categorías que agrupaban los casos concretos y
buscaron explicaciones a las cuestiones que consideraban de interés. Sobre la
base de estos conocimientos adquiridos mediante la observación y el análisis de
su entorno, reflexionaron sobre el buen gobierno y los valores que debían
informar la acción política, y señalaron problemas políticos recurrentes. Así
pues, por regla general, sus escritos conjugaron la descripción de los fenómenos
que contemplaban con los razonamientos sobre cómo podían progresar o
perfeccionarse los órdenes políticos.

En nuestros días, ambas vertientes de la investigación de la realidad política


suelen separarse. Las obras que describen y explican los hechos políticos se
adscriben a la “ciencia política empírica”, mientras que las que especulan sobre
cómo mejorar esa realidad se clasifican como “teoría política (normativa)”. Sin
embargo, la tendencia a identificar “ciencia política” con “ciencia política
empírica” es hoy día dominante. Así se desprende del énfasis en la dimensión
empírica que suele apreciarse en las definiciones de la disciplina. Por ejemplo,
los autores del Nuevo Manual de Ciencia Política, Robert Goodin y Hans-Dieter
Klingemann (2001) o el politólogo estadounidense Gabriel Almond (2001)
entienden que la ciencia política es una ciencia porque contribuye a la
producción de conocimientos ordenados sobre el mundo empírico mediante
conclusiones o inferencias basadas en la observación de la realidad.

Ciertamente, entre los politólogos de nuestros días son mayoría los que
practican la ciencia política empírica. Entienden su labor como la de analizar los
fenómenos políticos, explicando sus causas y consecuencias de manera lógica,
sistemática y contrastable (es decir, de forma que quepa comprobar la veracidad
de los datos en los se basan las explicaciones). Además, así como los trabajos
más importantes de ciencia política empírica son de la autoría de politólogos, no
pocos de los textos más consultados sobre teoría política han sido elaborados
por filósofos o juristas. No obstante, no debe olvidarse que la ciencia política,
como disciplina académica, engloba ambas vertientes, la empírica y la teórica.

1.3 Sobre la práctica de la disciplina

El volumen de estudiantes y estudiosos de la ciencia política ha experimentado un


enorme crecimiento a lo largo de los últimos cincuenta años. En realidad, el
número de departamentos universitarios de ciencia política y de politólogos
dedicados a la docencia e investigación ha crecido tanto, y las publicaciones han
experimentado tal aumento, que hoy día resulta prácticamente imposible mantener
una visión de conjunto sobre la producción de la disciplina. En su seno han ido
emergiendo multitud de subdisciplinas, como la teoría política, la sociología
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política, el análisis de políticas públicas, las relaciones internacionales, etc. El
proceso de especialización ha provocado, por tanto, una segmentación de la
disciplina. Con todo, la principal línea de división que se aprecia entre los
politólogos no resulta tanto de la creciente especialización, cuanto de las
diferentes posiciones epistemológicas, es decir, relativas a qué tipo de
conocimiento es posible y cómo se accede a él.

Centrando predominantemente su atención en la ciencia política empírica, que,


como hemos señalado antes, engloba en la actualidad al grueso de practicantes
de la disciplina, Marsh y Furlong (2002) distinguen tres tradiciones
epistemológicas: la racionalista, la interpretativa y la realista [véase material
complementario en la página web de la asignatura].

Los defensores de una postura racionalista enfatizan el carácter científico de las


ciencias sociales e insisten en que, utilizando los métodos de investigación
adecuados, es posible descubrir las relaciones “verdaderas” entre los fenómenos.
Los politólogos que se inscriben en esta tradición procuran proceder de manera
similar a los estudiosos de las ciencias naturales, partiendo de hipótesis o
deducciones que someten a prueba mediante la comprobación empírica. Aspiran a
elaborar teorías de alcance general o validez universal, capaces de explicar
muchos casos recurriendo a pocos factores explicativos (teorías parsimoniosas).
Muchos de estos autores entienden que sólo el seguimiento de un protocolo
estricto de investigación garantiza el carácter científico del conocimiento, lo cual
les lleva a tachar de a-científicas las contribuciones de otros politólogos que no se
ajustan a las mismas reglas de investigación.

Frente a esta tradición positivista ha cobrado fuerza en las últimas décadas la


postura interpretativa o postmoderna. La búsqueda de objetividad y neutralidad
ética propia de la metodología científica no es más que una ficción para los
politólogos que se acercan al estudio de los fenómenos políticos desde
posiciones postmodernas. Oponiéndose a la tradición racionalista occidental de
la investigación científica, los autores postmodernos cuestionan que la realidad
se establezca sobre fundamentos susceptibles de ser revelados científicamente.
De ahí que el mundo sólo se pueda presentar tal y como es interpretado por el
pensamiento humano. En la medida en que el mundo o la realidad no son
independientes de las ideas particulares, las afirmaciones generales son
engañosas: no se puede predicar la verdad, sino acaso una entre varias o
múltiples verdades. Por eso, más que explicar los fenómenos políticos del
mundo empírico, los politólogos tienen que entenderlos. En esta tarea, el
análisis cualitativo (basado fundamentalmente en la interpretación de textos
orales o escritos) se revela más útil que el cuantitativo, priorizado por los
racionalistas.

A medio camino entre ambas posturas, se halla la que Marsh y Furlong


denominan “tradición realista”. Podría decirse que se trata de la categoría en la
que se inscriben los politólogos que no se sienten a gusto con ninguna de las dos
aproximaciones esbozadas. Creen, como los racionalistas, que existe un mundo

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real ajeno al investigador, pero a diferencia de aquéllos, no confían en que todos
los factores relevantes para explicar los fenómenos políticos se puedan observar
empíricamente y reflejar en indicadores numéricos. Estiman que hay estructuras
condicionantes de la actividad política que escapan a la medición y traducción
en cifras, y, aunque consideran que las teorías son útiles para ordenar el material
empírico y dar sentido a los hallazgos, son conscientes de sus límites. En
cualquier caso, a diferencia de los racionalistas, que aplican a sus
investigaciones la lógica deductiva (esto es, parten de teorías para explicar
hechos), los realistas suelen enfocar los fenómenos inductivamente, es decir,
analizan el caso concreto antes de formular proposiciones generalizables. Sus
investigaciones combinan a menudo datos y métodos de análisis cuantitativos y
cualitativos.

Un ejemplo puede ilustrar las implicaciones de investigación que tienen estas


tres posiciones. Imaginemos que, partiendo de la hipótesis según la cual la
emergencia de las democracias requiere la existencia de determinadas
condiciones de riqueza de la sociedad, un politólogo se propusiera estudiar
desde una perspectiva racionalista los procesos de transición democrática.
Recogería seguramente información macroeconómica variada (nivel de renta per
cápita, inversión privada, gasto de las familias...) relativa a múltiples casos de
transición y calcularía si la relación hipotetizada entre economía y cambio de
régimen político se cumple. En cambio, un politólogo próximo a la tradición
interpretativa centraría tal vez su atención en las diferentes percepciones de la
situación económica que coexisten en la elite formada por quienes tienen la
capacidad de decidir el futuro político de un país y las distintas significaciones
que atribuyen estos dirigentes a los cambios políticos. Ni la explicación
estilizada del racionalista ni la escasamente generalizable de los
interpretativistas dejarían del todo satisfecho a un politólogo interesado en la
relación entre economía y cambio político que se plantee las cuestiones de
investigación desde una postura “realista”. Es probable que éste estimara útil
explorar si ese crecimiento de la riqueza nacional ha ido de la mano de la mejora
del tejido productivo o de los niveles educativos. Intentaría comprender los
mecanismos por los cuales la situación económica influye en la disposición
favorable de gobernantes y gobernados a introducir cambios políticos de diverso
tipo, entre ellos (pero no exclusivamente) la convocatoria de elecciones
democráticas; incorporaría así factores que restarían sencillez o rigor teórico a
su explicación a cambio de ganar complejidad y profundidad.

La indiferencia y, en ocasiones, la hostilidad recíproca que sienten algunos


politólogos respecto a quienes no comparten su posición epistemológica
constituye un riesgo para la disciplina. Estas divisiones amenazan con limitar el
intercambio de ideas, que, al fin y al cabo, representa el principal motor del
avance disciplinar. Y es que la ciencia política progresa fundamentalmente a
través de la acumulación y revisión crítica de los conocimientos. Es cierto que
con las herramientas de análisis y los métodos de los que hoy disponemos somos
capaces de entender mejor los problemas actuales, pero conviene insistir en que
ello no significa que nuestras aportaciones sean superiores a las de los

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investigadores que nos precedieron (siempre bajo el supuesto de que unas y
otras respondan a los criterios de calidad exigibles a una investigación). Así
como las ciencias naturales avanzan “destruyendo su pasado” en la medida en
que éste deja de tener valor para la explicación científica, la ciencia política lo
rescata al menos parcialmente (Kavanagh 1991). No es raro que, ante problemas
políticos nuevos, se “repesquen” tradiciones de investigación pretéritas a las
que, con nuevos matices, se les atribuye un renovado poder de explicación.

En conclusión, si la ciencia política sólo se planteara preguntas susceptibles de


ser contestadas aplicando rigurosamente el método científico, como pretenden
los racionalistas, estrecharía desafortunadamente su alcance y se empobrecería.
La ciencia política debe plantearse como propósito promover la competición de
ideas, la formulación de nuevas preguntas de interés y el mejor entendimiento de
los problemas que afectan al bienestar de la comunidad política. La aplicación
estricta del método científico no puede ser obstáculo para la consecución de este
propósito, pero su flexibilización tiene límites infranqueables en el respeto a
unas reglas cuya observancia posibilite el ejercicio de la crítica en las diversas
fases del proceso de investigación. El cumplimiento de esas reglas exige
transparencia y honestidad, por ejemplo, al recoger los datos, citar las fuentes y
hacer referencias específicas a los documentos, así como al exponer el método
empleado para extraer resultados. Sólo así podrán otros investigadores probar la
consistencia de los argumentos y llegar a las mismas conclusiones o formular
conclusiones alternativas.

Así pues, flexibilizar las exigencias del método científico no significa caer en un
relativismo en virtud del cual aprobemos cualquier investigación y concedamos
credibilidad a sus resultados. Como todas las disciplinas académicas, la ciencia
política dispone de criterios para juzgar si una investigación es provechosa y
sólida. No lo es una investigación que trate un tema sin examinar con cuidado
las contribuciones anteriores sobre el mismo o que no aporte nada nuevo con
respecto a ellas. Tampoco lo es una investigación cuyos argumentos estén tan
escasamente elaborados que no trasciendan la propia intuición o no resistan la
menor prueba de contraste con una realidad comparable a la estudiada. Estos
criterios de calidad están consensuados interdisciplinarmente, es decir,
coinciden básicamente con los que se aplican en otras disciplinas. Pero, dentro
de estos límites, las aportaciones merecedoras de ser clasificadas como ciencia
política pueden tener planteamientos muy diferentes.

Una última puntualización resulta oportuna en este apartado sobre la práctica de


la disciplina: el desarrollo y el avance de la ciencia política no van ligados
únicamente a un proceso de discusión permanente entre politólogos, sino
también entre éstos y estudiosos de otras disciplinas. Historiadores, filósofos,
sociólogos, economistas y juristas han hecho aportaciones cruciales a la ciencia
política. Además, como afirma Kavanagh (1991: 480), “en el mundo real, la
actividad política está vinculada a la historia, el derecho, la cultura, la sociedad,
etc. Es necesario considerar estos fenómenos en cualquier explicación de la
política...”. Que los planes de estudio de la licenciatura de ciencias políticas

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incluyan asignaturas de historia, sociología, derecho o economía tiene, por tanto,
su justificación.

Politólogos, historiadores y sociólogos comparten el interés por comprender


mejor la realidad circundante a los individuos, pero centran su atención en
diferentes ámbitos y en distintos aspectos. Los historiadores analizan
pormenorizadamente el desarrollo de acontecimientos más o menos alejados en
el tiempo. Los politólogos no pretenden tanto entender lo específico o concreto,
sino examinar fenómenos para formular pautas y regularidades, construir
conceptos y establecer tipologías. Pero la historia, con su preocupación por lo
particular, representa para la ciencia política una fuente inestimable de
materiales o datos, le ayuda a comprender las relaciones entre el presente y el
pasado, constituye un cuerpo de conocimiento para contrastar teorías y sirve
para contextualizar ideas y textos políticos. Esta última utilidad de la historia se
comprende mejor con algunos ejemplos que ilustran cómo la elaboración de
conceptos y explicaciones cruciales para la ciencia política responden a la
experiencia de situaciones históricas determinadas. Así, que Hobbes viviera la
época de violencia, confusión moral e inestabilidad política de la Inglaterra de la
segunda mitad del siglo XVII, es tan crucial para comprender su reivindicación
de una autoridad soberana que garantice la seguridad individual y su defensa de
la monarquía absoluta, como lo es que Marx compusiera sus escritos
revolucionarios y sus análisis políticos en el contexto de una Europa que se
estaba industrializando rápidamente, provocando la emergencia de una clase
urbana depauperada, mientras las elites políticas se aferraban a las estructuras
políticas propias de una época anterior a esta gran transformación
socioeconómica.

Por otra parte, estructuras, procesos y resultados políticos son, en muchas


ocasiones, inexplicables sin el conocimiento de la realidad social que aporta la
sociología. Difícilmente cabrá encontrar una explicación convincente de un
cambio político que obvie el cambio social. Por añadidura, la ciencia política se
beneficia de los métodos de investigación empírica diseñados y depurados por
sociólogos. La encuesta, los grupos de discusión o las entrevistas en profundidad
se han convertido en recursos metodológicos de extraordinaria utilidad para los
politólogos, hasta el punto que hoy día resulta un tanto artificial distinguir entre
una metodología de la sociología y una metodología de la ciencia política.

Los vínculos de la ciencia política con el derecho son, por otra parte, obvios. Las
normas jurídicas que estudia el derecho constituyen un material de primer orden
para la ciencia política, no sólo porque representan las bases del funcionamiento
ordenado de la mayor parte de las comunidades humanas, sino también porque
son el principal producto de la acción política. Como se ha afirmado
repetidamente, la lucha por el poder político es, en esencia, la lucha por hacer
las leyes. Qué límites y qué márgenes de discrecionalidad tienen los políticos
para elaborar éstas y a qué planteamientos jurídicos responden, son sólo algunas
de las preguntas relevantes para la ciencia política a las que el derecho ofrece
respuesta.

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En cuanto a la economía, aparte de su decisiva influencia en el desarrollo de las
teorías de la elección racional que se explicarán en esta Unidad Didáctica más
adelante, su conexión con la ciencia política es muy estrecha en el amplio
ámbito de la subdisciplina conocida como “economía política” (encargada de
analizar las decisiones económicas que adoptan los actores políticos). La
intervención de los Estados en la economía ha alcanzado tal magnitud durante el
siglo XX que, sin la labor de análisis de los economistas, resulta difícil
comprender tanto las causas, como los modos de proceder y las consecuencias
de muchas actuaciones gubernamentales. Los datos que elaboran y explotan los
economistas, así como las conclusiones que extraen de ellos, componen un
soporte empírico imprescindible para avanzar en el conocimiento del
comportamiento de muchos de los agentes que interesan especialmente a la
ciencia política (Estados, empresas, familias, etc.).

En definitiva, desde que, con el reconocimiento de las primeras cátedras de


ciencia política en Estados Unidos hace ya algo más de un siglo, el estudio de la
política adquirió la condición de disciplina científica, los politólogos han
enfocado sus investigaciones desde premisas muy variadas, dando lugar a una
enorme variedad de aproximaciones a los temas de los que se ocupa la ciencia
política. Esos enfoques, los más importantes de los cuales serán expuestos a
continuación, son el producto de permanentes préstamos e intercambios
intelectuales entre practicantes de la misma y de otras disciplinas cercanas;
préstamos e intercambios no siempre evidentes, pero nunca del todo ausentes.

Referencias / Lecturas recomendadas

ALMOND, G. A. (2001): “Ciencia política: la historia de la disciplina”, en: GOODIN, R. E. y


KLINGEMANN, H.-D. (Ed.), Nuevo Manual de Ciencia Política. Madrid: Istmo, 83-149.

ELSTER, J. (1995): Tuercas y tornillos: una introducción a los conceptos básicos de las ciencias
sociales. Barcelona: Gedisa.

GOODIN R. E. y KLINGEMANN, H.-D. (2001): “Ciencia política: la disciplina”, en:


GOODIN, R. E. y KLINGEMANN, H.-D., Nuevo Manual de Ciencia Política. Madrid:
Istmo, 21-82.

KAVANAGH, D. (1991): “Why Political Science Needs History?”, Political Studies 39, 479-495.

MARSH, D. y FURLONG, P. (2002): “A Skin not a Sweater: Ontology and Epistemology in


Political Science”, en: MARSH, D. y STOKER, G., Theory and Methods in Political
Science. Houndmills: Palgrave Macmillan, 17- 41.

MOLINA, I. (en colaboración con S. DELGADO) (1998): Conceptos fundamentales de Ciencia


Política. Madrid: Alianza Editorial.

VALLÈS, J. M. (2000): Ciencia Política: una introducción. Barcelona: Ariel.

VAN EVERA, S. (2002): Guía para estudiantes de ciencia política. Métodos y recursos.
Barcelona: Gedisa.

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Espacio para notas, apuntes o comentarios al [Equipo Docente]

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2. Principales enfoques de investigación1
(José Ignacio Torreblanca)
2.1. El conductismo

La aparición y consolidación en los años cincuenta del programa de investigación


conductista supuso la primera aplicación del método científico al estudio de la
política y, por tanto, puede ser considerado como la primera revolución científica
en la ciencia política. Merece, por tanto, comenzar con él cualquier análisis de los
principales enfoques de la ciencia política.

Orígenes del conductismo

Al igual que la teoría de la elección racional hoy, cuyo origen está en la economía,
el conductismo tampoco fue un producto autónomo de la ciencia política sino que
tuvo su origen en la sociología, llevada a los EEUU por los refugiados alemanes
del periodo de entreguerras, y sobre todo en la psicología, disciplina que registró
notables avances en el periodo de entreguerras y cuyas primeras aplicaciones al
campo de la política tuvieron resultados muy notables en los trabajos de
psicología política de Harold Lasswell (1902-1978). El conductismo o
behavioralismo (del inglés, behavior), llamado así por su énfasis en el estudio de
la conducta política de los individuos, supuso el declive de los estudios jurídico-
formales centrados en las instituciones del Estado o sus productos
(Constituciones, leyes, regulaciones, etc.) y la apertura de un nuevo campo de
investigación centrado en el comportamiento de los principales actores del juego
político (votantes, gobiernos, partidos, grupos de presión, etc.).

[Harold Lasswell (1902-1978)]

Harold Lasswell es sin duda uno de los politólogos más


fértiles e innovadores de la historia de la ciencia política.
Sus obras, todas clásicas, trataron de temas tan cruciales
hoy como el liderazgo político, la propaganda política o los
conflictos internacionales y lo hicieron, además, desde
perspectivas completamente nuevas (el psicoanálisis, la
teoría de la comunicación, etc.). Pero más conocida aún
que sus obras es una definición de la política que todavía
hoy utilizamos los politólogos: “la política”, escribió Lasswell
en World Politics and Personal Insecurity (1949), trata de
“quién se lleva qué, cuándo y cómo” (“Politics is the study of
who ges what, when and how)”. Lasswell ponía así de
relieve los aspectos competitivos y distributivos de la lucha
política real e invitaba a los politólogos a no orientar sus investigaciones sólo hacia el
estudio del “deber ser”, sino del verdadero “ser” de la política.

1
La versión electrónica de este texto (en formato pdf) contiene algunos enlaces o hipervínculos
entre corchetes a determinados recursos en Internet que pueden facilitar la comprensión de la
materia aquí explicada con ejemplos adicionales. Todos ellos se han obtenido con búsquedas muy
sencillas (incluso literales) en [Google] que animamos a los estudiantes a repetir y ampliar.
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La ciencia política anterior al conductismo estaba íntimamente relacionada con el
derecho público. Como el objeto de estudio principal lo constituía el Estado como
institución formal-legal, prácticamente toda la ciencia política anterior al
conductismo era “teoría del Estado”. Dado que el estudio del comportamiento
político de los individuos y otros actores quedaba limitado al cumplimiento por
parte de éstos de los roles formales que las leyes asignaban a los individuos, la
labor de un gran número de los primeros politólogos consistía en poco más que en
la descripción de las leyes que regulaban la política así como de las competencias
y prerrogativas de las principales instituciones políticas.

Frente al positivismo jurídico, el marxismo (el otro gran enfoque dominante en la


ciencia política) adoptaba un supuesto de partida radicalmente contrario, pero de
similares consecuencias para el estudio de la política. En el marxismo, el derecho,
el marco formal-legal en el que se sustentaban los Estados u otros tipos de
organizaciones, simplemente reflejaba las relaciones de dominación existentes en
cada sociedad en cada momento histórico. Desde este punto de vista, al igual que
la monarquía absoluta constituía el instrumento de dominación correspondiente a
una sociedad feudal con un sistema económico asentado en el vasallaje, el Estado
de Derecho era simplemente el instrumento de dominación del que se servía la
burguesía en una sociedad capitalista para ejercer su dominación sobre las clases
trabajadoras. Constituía por tanto lo que se denominaba una “superestructura”, un
reflejo de la estructura real, que era de naturaleza exclusivamente económica.

Desde esta perspectiva, la política carecía de autonomía alguna, por lo que su


estudio autónomo resultaba injustificado: los politólogos debían estudiar los
modos de producción económicos y las relaciones de dominación existentes en
cada sociedad, no las instituciones políticas, ni mucho menos el comportamiento
político de los individuos, que se daba por hecho que correspondía exactamente a
la posición concreta de cada individuo en el sistema de producción (como se
derivaba de la conocida afirmación de Karl Marx: “el ser social determina la
conciencia”). Por tanto, aunque el propio Marx apuntara en su estudio sobre la II
República francesa (“El Dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte”) a la
necesidad de estudiar las instituciones políticas (y la conducta política de los
individuos dentro de ellas), desde el punto de vista de su autonomía, siquiera
parcial, el estudio de la política como disciplina autónoma sólo estuvo
precariamente asentado en algunas universidades norteamericanas con
anterioridad a la Segunda Guerra Mundial.

Ciertamente, un pequeño pero muy relevante grupo de estudiosos había


comenzado a observar la política desde presupuestos que conferían cierta
autonomía a la política y, también, al comportamiento político de los individuos.
Tanto el clásico estudio de Robert Michels (1876-1936) sobre la centralización
del poder dentro de los partidos políticos de masas como los estudios de Wilfredo
Pareto (1848-1923) o Gaetano Mosca (1858-1941) abrieron la vía para la
consolidación de una corriente denominada “elitismo” que sostenía una visión de
la política basada en la existencia de una clase dirigente (élite) que concentraba el
poder político y económico más allá de las adscripciones o diferencias partidistas.

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Frente al marxismo y al elitismo, el conductismo afirmó una visión “plural” de la
democracia estadounidense, destacando la apertura del sistema político a la
participación política de los individuos y a la representación de todo tipo de
intereses.

Características del conductismo

Dado su origen dentro de la psicología conductista, la herencia del positivismo de


Augusto Comte (1798-1857) y Emile Durkheim (1858-1917) así como las
generosas influencias del [positivismo lógico] del llamado [El Círculo de Viena],,
el conductismo tenía un marcado carácter [inductivo] y mostraba una preferencia
radical por la observación empírica de la realidad y, en concreto, por las actitudes
y comportamientos de los individuos y grupos, más que por las estructuras
formales y las normas jurídicas.

Por esa razón, el conductismo adoptó siempre como objetivo central la búsqueda
de asociaciones causales entre fenómenos así como regularidades que pudieran
generalizarse a otros ámbitos. Los estudios conductistas siempre situaron en el
centro del trabajo científico la observación empírica y la verificación,
comprobación y contrastación sistemática de los resultados obtenidos.

Los conductistas impusieron un estándar científico del que


las investigaciones siguientes difícilmente pudieron
escapar. Las investigaciones conductistas siguen siendo,
todavía hoy, un ejemplo de cómo, bajo determinadas
condiciones de rigor, una investigación aparentemente
modesta puede tener una notable repercusión teórica. El
clásico “¿Quién gobierna?” de Robert Dahl (1961) es sin
duda un muy buen ejemplo de cómo un micro-estudio
muy detallado (y muy barato) de las dinámicas de poder
en una pequeña ciudad estadounidense (New Haven,
ciudad en la que tiene su sede la Universidad de Yale y en
la que estudiaba Dahl) pudo convertirse en una obra de
referencia para el debate entre “pluralistas” que sostenían
que en las sociedades democráticas el poder estaba distribuido entre diversos
grupos, y los “elitistas”, que sostenían que las políticas públicas tendían a reflejar
más las preferencias de poderosas minorías bien organizadas que las del conjunto
de la ciudadanía.

[Dahl, Robert (1915-)]


Profesor emérito de ciencias políticas de la Universidad de Yale,
ha sido presidente de la American Political Science Association.
Es uno de los pocos clásicos contemporáneos de la ciencia
política y, sin duda, el punto de referencia obligado para
cualquier análisis de la democracia, tema al que, con la típica
perseverancia académica anglosajona se ha dedicado casi de un
modo exclusivo. Su libro, La democracia y sus críticos (1993), fue
considerado un "clásico de nuestro tiempo", un "trabajo

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magistral", de "extraordinaria inteligencia” y, “lo que es más infrecuente, de extraordinaria
sabiduría".

Por su parte, La Cultura Cívica, una investigación


empírica comparada en cinco países realizada por Gabriel
Almond y Sidney Verba en 1963 sigue siendo hoy una
obra de referencia en los estudios sobre cultura política y
ha generado un interesantísimo debate académico acerca
del llamado ‘capital social’ o, dicho de otra forma, las
razones por las que determinadas sociedades se
mantienen a la vez cohesionadas desde el punto de vista
social y son, al mismo tiempo, notablemente eficientes
desde el punto de vista económico.

[Capital social]

La mayoría de los estudiosos de la política y la sociedad estadounidense (desde


el Alexis de Tocqueville de La Democracia en América hasta nuestros días) han
coincidido en destacar la extraordinaria riqueza del tejido asociativo y civil en los
Estados Unidos como uno de los factores claves de la fortaleza de las
instituciones democráticas pero, también, del desarrollo económico y
prosperidad del país. Más recientemente, diversos estudios, entre ellos el muy
citado [“Bowling alone”] (“Ir sólo a bolera”), de Robert Putnam, han revelado que
dicho tejido asociativo, garantía de una sociedad civil fuerte y de unas
instituciones políticas estables, ha ido debilitándose sustancialmente en las
últimas décadas. En concreto, Robert Putnam ofrece los siguientes datos: en los
últimos 25 años, la asistencia a reuniones de asociaciones vecinales ha bajado
un 58%, las cenas familiares un 33% y las cenas de amigos un 45%. Los
estadounidenses, concluye Putnam, cada vez se asocian y participan menos en
actividades comunitarias, lo que a largo plazo puede tener consecuencias muy
debilitadoras sobre la calidad de la democracia, pero también sobre la
prosperidad económica. El “Capital social” debe por tanto ser entendido como el
grado de confianza recíproca que existe entre los individuos de una sociedad. La
existencia de “capital social” se expresa por la existencia de transacciones entre
los individuos que no responden a una relación estricta de intercambio
económico. Técnicamente, el capital social se ha definido como “el sentido de
obligación de una persona o grupos de personas, que pueden producir un
beneficio potencial, ventaja o tratamiento preferencial para otra persona o
grupos de personas, más allá de lo que podría esperarse de una relación de
intercambio”. La perspectiva del capital social permite poner de relieve los
efectos positivos que pueden esperarse de la creación y uso del capital social,
tales como creación de confianza entre individuos, cooperación coordinada,
resolución de conflictos, movilización y gestión de recursos comunitarios,
legitimación de líderes y generación de ámbitos de trabajo, la prevención y
sanción de quienes abusan de este tipo de bien así como la producción de
bienes públicos. De manera más específica, quienes utilizan este enfoque
subrayan que las relaciones estables de confianza, reciprocidad y cooperación
pueden contribuir a un conjunto de beneficios tales y como: incremento de la
actividad económica, surgimiento de pequeñas empresas, reducción de los
litigios judiciales, mejoras de las posibilidades de acción colectiva, etc.

En términos similares, aunque usando técnicas de investigación como el análisis


estadístico, los conductistas realizaron aportaciones muy relevantes a uno de los

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problemas que más atención académica acaparó durante los años cincuenta y
sesenta en los Estados Unidos: la violencia política. Los estudios de Ted Gurr
sobre la violencia política o de David Singer sobre la recurrencia de los conflictos
armados supusieron un salto cualitativo en las explicaciones de las causas y
condiciones en las que tiene lugar la violencia política dentro y entre los Estados.
Hoy en día, gracias a la cuidadosa observación empírica de cientos de conflictos
bélicos habidos desde 1816, los teóricos del conflicto han podido formular la
llamada “teoría de la paz democrática”. De acuerdo con ella, la probabilidad de
que dos naciones gobernadas con regímenes democráticos vayan a la guerra es
remota. La “teoría de la paz democrática” es un ejemplo excelente de lo que
constituye una teoría elaborada mediante la observación empírica (método
inductivo).

[David Singer, Profesor Emérito, Universidad de Michigan].

En 1964, el Profesor Singer inició el Proyecto “Correlates of


War” (Correlaciones de Guerra), proyecto que continúa en
nuestros días. Cuatro décadas de investigación han dado lugar
a una base de datos en la que se han archivado todos los datos
relativos a los conflictos internacionales habidos entre 1816 y
2001. El objetivo es determinar qué factores influyen más en el
desencadenamiento de un conflicto bélico (demográficos,
económicos, etc.). La base de datos del proyecto “Correlates of
War” está disponible para cualquier investigador que desee
contrastar sus propias hipótesis acerca de las causas de las
guerras. En una de sus bases de datos (“Guerras Exteriores”),
se ofrecen, por cada Estado que ha participado en un conflicto
bélico, 44 variables que describen: la duración de cada uno de
los conflictos, las víctimas habidas, el tamaño de los ejércitos, el
tipo de conflicto, etc. El proyecto tiene su propia página web en
http://www.umich.edu/~cowproj/

Crisis y balance del conductismo

Pese a ser poco más que una serie de supuestos acerca de cómo estudiar la
política, el conductismo comenzó a caer en el descrédito a finales de los años
sesenta, víctima de tres ataques: el primero, proveniente de la ‘nueva izquierda’,
argumentaba que el conductismo había caído en una obsesión con las técnicas y la
metodología que había contribuido a desconectar de la realidad sus
investigaciones y convertirlo en una ideología conservadora del statu quo. El
segundo, proveniente de la economía neoclásica, cuestionó la cientificidad del
método inductivo y, reclamando para sí la bandera del auténtico positivismo,
planteó una alternativa basada en el modelo deductivo, incompatible con el
método inductivo planteado por el conductismo. Finalmente, el tercero,
proveniente de la crítica neomarxista al pluralismo, acusó al conductismo de
concebir el Estado como una arena neutral en la que los actores políticos
realizaban sus intercambios. Frente a la visión pluralista, los neomarxistas
defendieron la necesidad de estudiar el Estado y sus instituciones como un agente
activo en la producción y reproducción de los sistemas sociales.

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Versión actualizada. Curso 2005-2006
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Pese a estas críticas, el balance del conductismo tiene que ser necesariamente
positivo. Para uno de los maestros del conductismo, Robert Dahl, más allá de las
polémicas estériles que han dominado el debate en torno al conductismo, éste fue
simplemente “un intento de mejorar nuestro entendimiento de los aspectos
empíricos de la política mediante el empleo de métodos, teorías y criterios de
verificación aceptables de acuerdo con los cánones, convenciones y supuestos de
la ciencia política moderna” (Dahl 1961: 767). Dicho de otra forma, el único
elemento realmente aglutinador del conductismo y de los conductistas sería su
vocación científica, es decir: el convencimiento de que la política puede ser
estudiada científicamente. De haber tenido esto claro, concluye Dahl, se habrían
ahorrado numerosas discusiones estériles.

[Karl W. Deutsch (1912-1992)]: En Los nervios del Gobierno, Karl Deutch


estudia el Gobierno norteamericano adoptando una perspectiva derivada del
estudio comparado de los sistemas de comunicación y control, desde las
computadoras electrónicas al sistema nervioso humano o las organizaciones
sociales. Se trata de estudiar el sistema político como un todo, como un
organismo, y ver qué funciones concretas desempeña cada pieza del
sistema. El objetivo del análisis de sistemas, decía Deutsch, era “reorientar
el pensamiento político hacia la consideración del gobierno y la política como
instrumentos de aprendizaje social, desarrollo económico, intelectual y
moral”.

Prueba de esta pluralidad del conductismo sería la dispersión de los temas


abordados por los conductistas. Por un lado tendríamos los estudios acerca del
comportamiento electoral y la participación política, que arrancan mucho antes de
la Segunda Guerra Mundial; prosiguen con los estudios sobre las elecciones
presidenciales de 1940 y los trabajos sobre participación política. Por otro lado, el
conductismo, basándose en los avances de la psicología política, abrió un campo
sumamente novedoso como fue el del comportamiento y la cultura política cuyo
objeto era el estudio de las actitudes, creencias y predisposiciones políticas de los
sujetos y que dieron paso a estudios también clásicos como el de Seymour Lipset
(El Hombre Político, 1960) y también el ya citado de Almond y Verba (La
Cultura Cívica, 1963). De igual forma, la pluralidad del conductismo tampoco
permite reducirlo a un enfoque de tipo individualista. El conductismo revolucionó
también el llamado ‘análisis de sistemas’ (Karl W. Deutsch); las teorías acerca de
la adopción de decisiones (Graham Allison) y fue aplicado con notable éxito tanto
al análisis del desarrollo político comparado (Almond y Powell, 1970); como al
análisis de los sistemas políticos comparados (Lijphart, 1968).

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[Graham Allison, Universidad de Harvard]: En
La esencia de la decisión: la crisis de los
misiles cubanos (1971), Graham Allison
examinó tres posibles modelos explicativos de
la crisis entre EEUU y Cuba, que tan cerca
estuvo a punto de desencadenar una guerra
nuclear. En sus conclusiones, Allison opta por
una explicación basada en las rivalidades y
luchas de poder entre diferentes agencias
gubernamentales y ministerios (“modelo
burocrático”). Los Gobiernos, concluía Allison,
difícilmente podían ser conceptualizados como
actores únicos y racionales orientados a la
consecución de fines previamente definidos.
Como se puede observar en la película “Trece
Días” (Thirteen Days) de Roger Donaldson
(2000), los intereses del ejército, la CIA, el
Departamento de Estado y los hermanos
Kennedy a duras penas coincidían, siendo en muchos casos, abiertamente
contradictorios. La película está basada en el estudio de Ernest May y Philip Zelikov The
Kennedy Tapes: Inside the White House During the Cuban Missile Crisis [(Foto:
emplazamientos de misiles en Cuba (1962))

[Informe de la Comisión sobre el 11-S. Informe final sobre los ataques terroristas contra
EE UU 567 págs., Norton, Nueva York y Londres, 2004 (en inglés)].

Philip Zelikov ha sido también el encargado de coordinar los trabajos de investigación de


la Comisión del Senado estadounidense que investigó los atentados del 11 de
septiembre de 2001. Gracias a la experiencia de Zelikov en la reconstrucción del proceso
de toma de decisiones en situaciones
de crisis, el informe de la citada
comisión de investigación se ha
convertido ya en un estudio clásico
imprescindible para comprender el
funcionamiento interno del gobierno en
los Estados Unidos. Las rivalidades
entre la CIA, el FBI y la descoordinación
entre el Departamento de Estado, el de
Defensa, el Congreso y la Casa Blanca,
permitieron a Bin Laden sortear todos
los obstáculos en el camino hacia sus
objetivos. En realidad, el informe del 11-S constituye una reivindicación por parte de
Zelikow de la vieja tesis de Allison sobre el “modelo burocrático” de formulación de
políticas y sus limitaciones.

Para concluir podríamos describir como conductismo todo lo que aunara teoría
empírica y observación de la realidad mediante técnicas y procedimientos
homologados. Por tanto, a pesar de las críticas que se han realizado
posteriormente acerca de la escasa cientificidad de los supuestos y métodos
conductistas, lo cierto es que el conductismo tuvo su origen y estuvo siempre
profundamente anclado en el positivismo. En realidad, a pesar de las críticas, el
éxito del conductismo como enfoque, reflejado en las numerosas aportaciones
realizadas desde sus presupuestos, así como su pervivencia durante muchas
décadas, está indisolublemente unido al rigor de sus planteamientos
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metodológicos. No en vano, su principal mérito fue el de establecer una
separación clara entre teorías ‘normativas’, centradas en el ‘deber ser’, y teorías
‘empíricas,’ basadas en la observación estructurada de la realidad.

En consecuencia, la valoración del impacto del conductismo sobre la ciencia


política tiene que ser necesariamente positiva. El conductismo cayó víctima de sus
propios excesos, pero la aproximación empírica quedó consolidada dentro de la
ciencia política. En realidad, como ha señalado Dahl (1961: 770), la desaparición
de la marca ‘conductismo’ prueba más su triunfo, imponiendo sus tesis acerca del
estudio científico de la política, que su fracaso. El hecho de que siempre fuera más
fácil decir lo que no era el conductismo que establecer una definición exacta de lo
que sí era revela bien la naturaleza del problema. El conductismo nació de la
insatisfacción con los enfoques históricos, filosóficos e institucionales dominantes
en la ciencia política de los años veinte y treinta y, para ello, ofreció un método
alternativo de aproximarse a la realidad, pero no una teoría unificada acerca de la
política. Eso explica por qué, a la hora de definir en qué consiste el conductismo,
sea difícil ir más allá del énfasis en los objetivos comunes de los conductistas
(otorgar un estatuto científico al estudio de la política) y los métodos
(predominantemente empíricos) (Dahl 1961: 763).

Referencias / Lecturas recomendadas

ALMOND, G. y VERBA, S. (1970 [1963]): La cultura cívica: estudio sobre la participación


democrática en cinco naciones. Madrid: Euroamérica. (Hay una versión resumida en el libro
Diez textos básicos de Ciencia Política, (1992). Ariel, Barcelona).

ALMOND, G. y POWELL, G. B. (1975): Política Comparada. Buenos Aires: Paidós.

DAHL, R. (1961): “The behavioral approach in Political Science”. American Political Science
Rewiew 55, 763-772.

DAHL, R. (2000 [1993]): La democracia y sus críticos. Barcelona: Paidós.

DEUTSCH, K. W. (1980 [1963]): Los nervios del Gobierno. Buenos Aires: Paidós.

ELSTER, J. (1995): Tuercas y tornillos: una introducción a los conceptos básicos de las ciencias
sociales. Barcelona: Gedisa.

LIJPHART, A. (1987 [1984]): Las democracias contemporáneas. Barcelona: Ariel.

LIPSET, S. M. (1987 [1960]): El hombre político: las bases sociales de la política. Madrid:
Tecnos.

LUKES, S. (1985 [1970]: El poder: un enfoque radical. Madrid: Siglo XXI.

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Versión actualizada. Curso 2005-2006
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2.2 La teoría económica de la política

Después de la psicología, la economía constituye la otra gran fuente de influencias


y presiones que ha afectado a la ciencia política en los últimos cincuenta años.
Esta influencia ha sido notable en cuatro campos centrales de la ciencia política:
el comportamiento electoral de los individuos; el análisis de los procesos por los
que los actores forman y definen las preferencias que definen sus posiciones en el
juego político; el estudio de los modos y maneras en la que la información, la
comunicación y, en definitiva, la coordinación son relevantes a la hora de explicar
los resultados de la acción política; y, finalmente, los análisis centrados en el
estudio de la influencia de las instituciones (entendidas no sólo como
organizaciones, sino como ‘reglas del juego’).

Esta tarea se ha llevado a cabo vía la llamada ‘teoría de la elección racional’ o,


más ajustadamente, ‘teoría económica de la política’ (Colomer 1995: 361). La
teoría económica de la política, basada en la llamada teoría de la elección racional
(y muchas veces usada indistintamente), puede ser considerada, con toda justicia,
como la segunda revolución de la ciencia política. Lo es no sólo por su vocación
declarada de serlo, sino porque el conjunto de supuestos sobre el que se basa, la
elegancia formal de los planteamientos que cobija y, también, su nivel de
implantación en los principales departamentos e instituciones de investigación en
ciencia política en los Estados Unidos le han conferido un empuje difícil de
resistir.

Orígenes

Las bases de la teoría de la elección racional se remontan al utilitarismo de


[Jeremy Bentham] (1748-1832). En Introducción a los principios de moral y
legislación (1789), Bentham preconizaba que todo acto humano, norma o
institución, deben ser juzgados según la utilidad que tienen, esto es, según el
placer o el sufrimiento que producen en las personas. A partir de esa
simplificación de un criterio tan antiguo como el mundo, proponía formalizar el
análisis de las cuestiones políticas, sociales y económicas, sobre la base de medir
la utilidad de cada acción o decisión. Así se fundamentaría una nueva ética,
basada en el goce de la vida y no en el sacrificio ni el sufrimiento. El objetivo
último de lograr «la mayor felicidad para el mayor número» le acercó a corrientes
políticas progresistas y democráticas: la Francia republicana surgida de la
Revolución le honró con el título de «ciudadano honorario» (1792), si bien
Bentham discrepaba profundamente del racionalismo de Rousseau y de los
planteamientos basados en el derecho natural ([iusnaturalismo])subyacentes a la
Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.

Más allá de estos orígenes filosóficos, el punto de arranque de esta relación entre
economía y política se genera en los planteamientos de Joseph Schumpeter (1943)
en Capitalismo, Socialismo y Democracia. Allí se esboza por primera vez un
modelo de comportamiento político basado en el supuesto de racionalidad

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económica (consistente en suponer que toda acción
humana esta orientada a la maximización de algún
tipo de interés asociado al bienestar personal).
Schumpeter es por tanto el primero en afirmar que
el comportamiento de los políticos no se puede
entender atendiendo a sus supuestas orientaciones
por el interés general y la satisfacción de elevados
fines y principios, sino sobre la base exclusiva de
sus motivaciones privadas (en el caso de la
democracia, Schumpeter plantearía que la primera
preferencia de un político es ser reelegido. Por
tanto, la satisfacción de los votantes es, para el
político, un medio de permanecer en el poder, no un
fin en si mismo).

En la misma línea de romper la visión de la política y del Estado como


instituciones esenciales para garantizar los intereses generales, el estudio de
Kenneth Arrow, Elección Social y Valores Individuales (1951), destacó un
fenómeno sobre el que Condorcet (1745-1794) había llamado ya la atención y
que, tras ser elaborado formalmente, ha venido a llamarse la ‘paradoja de Arrow’
o, más técnicamente, el ‘teorema de la imposibilidad’.

La aportación de Arrow consistiría en demostrar que no hay ninguna regla de


decisión por la cual se puedan alcanzar resultados satisfactorios para todos los
miembros de la colectividad. Es más, frente a la creencia extendida de que el
sistema mayoritario permite a las democracias agregar las preferencias de los
ciudadanos de forma eficiente, Arrow demostraría que la regla de la mayoría
puede ser sumamente arbitraria, producir mayorías cíclicas y prestarse a la
manipulación de los resultados por parte de aquellos que determinan la agenda y
el orden de las votaciones.

El impacto de Arrow fue notable ya que abrió toda una escuela de análisis de los
procesos de decisión públicos que pondrían de manifiesto la tendencia inherente
de las instituciones democráticas a manipular, mediante los diferentes sistemas de
votación, la agregación de preferencias así como a asignar ineficientemente los
recursos económicos (las burocracias, por ejemplo, estarían más interesadas en
maximizar su poder, expresado en personal, recursos financieros y ámbitos de
competencias, que en llevar a cabo las tareas para las que fueron creadas).

[Kenneth J. Arrow (1921-)]


Economista estadounidense, estudió en el City College y en
Columbia. Su tesis doctoral "Elección social y valores individuales"
supuso una revolución teórica. El "Teorema de la imposibilidad de
Arrow" afirma que no existe una forma democrática de votación que
permita una elección social transitiva y racional. La única
constitución que permitiría adoptar decisiones estables y no
ambiguas sería la de una dictadura unipersonal o cuando las
posibilidades de elección se reducen a dos. Obtuvo el [Premio
Nobel] de Economía en 1972, compartido con el británico John R.

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Hicks, por sus contribuciones pioneras a la teoría del equilibrio económico general y la
teoría del bienestar.

Como ha señalado Colomer (1990), la teoría de la elección social de Arrow nos


permite entender un buen número de decisiones adoptadas, por ejemplo, durante
la transición política española, a la vez que pone de manifiesto este componente
esencialmente ambiguo, inestable e impredecible del proceso político. Frente a las
teorías más normativas acerca de la voluntad popular y la soberanía nacional, las
ideas de Arrow y de otros como William Riker sirven para demostrar que la
voluntad popular es en gran parte resultado del tipo de reglas de decisión que se
adopten, es decir: que la misma voluntad popular puede conducir a resultados
completamente distintos si se opta por una elección de una, dos o tres vueltas.

Así las cosas, la Teoría Económica de la


Democracia de Downs (1957]) supuso el primer
intento sistemático de trasladar este supuesto de
racionalidad económica a la política. Downs plantea
la política y el poder como un mercado en el que
votantes y partidos intercambian votos a cambio de
políticas favorables y en el que la motivación de
votantes y representantes está exclusivamente
orientada a la satisfacción del interés personal. El
análisis de Downs acerca de la racionalidad de la
abstención abrió un debate sobre la participación
política que todavía hoy no se ha cerrado (dado que,
estadísticamente, la probabilidad de que nuestro
voto sea decisivo en unas elecciones generales es
mínima, de acuerdo con una lógica basada en la
racionalidad económica o maximizadora, los
individuos no deberían ir a votar). Igualmente, las sugerencias de Downs en el
sentido de que la competencia ideológica entre partidos podía ser entendida
aplicando modelos de competición entre empresas (duo u oligopolísiticas) tuvo un
impacto notable a la hora de explicar las razones de la convergencia ideológica
entre partidos (todavía resuenan hoy en la expresión ‘partidos atrapalatodo” o
“catch-all’, que se explican en la Unidad Didáctica III). El ‘teorema del votante
mediano’ de Downs, y su predicción de que, bajo determinados supuestos (dos
candidaturas, un único asunto a debate, información completa y participación
total), los partidos se ven obligados a converger hacia el centro del espacio
político si quiere maximizar sus oportunidades de ganar, ha centrado todo el
debate sobre partidos, sistemas de partidos y la lógica de la competencia electoral
entre ellos.

[Bienes públicos]

Un bien público es aquel que reúne una doble característica: primera, que no se
puede excluir de su consumo a aquellos que no han participado en la provisión
de dicho bien (principio de no exclusión); segundo, que la cantidad del bien
producido no disminuye por el hecho de que más o menos personas consuman
dicho bien (principio de no-rivalidad en el consumo). Por ejemplo: las luces de la
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calle alumbran a todo el mundo, independientemente de que paguen la
contribución urbana o no. Además, la calle no se oscurece por el hecho de que
transiten por ella más o menos personas. Lo mismo ocurre con la defensa
nacional: todos nos beneficiamos de la seguridad independientemente de que
paguemos impuestos o sirvamos en el ejército. Con estas condiciones, se
entenderá fácilmente por qué los bienes públicos son difíciles de lograr: existen
pocos incentivos para participar en su provisión y escasas posibilidades de
sancionar a los que no quieran participar.

Más adelante, partiendo de la paradoja de la racionalidad del abstencionista


mostrada por Downs, Mancur Olson planteó un análisis de los problemas de
cooperación entre individuos con vistas a la provisión de bienes públicos que
sigue siendo aplicado a múltiples problemas políticos. En su Lógica de la Acción
Colectiva, Olson (1965) demostró convincentemente que no participar en la
provisión de bienes públicos podía ser
también considerado como una acción
racional. Olson popularizó el término
‘gorrón’, ‘polizón’ o ‘free-rider’ para
describir al que disfruta de los beneficios de
una acción en la que no ha participado y dio
unas pautas muy interesantes para
determinar las posibilidades de éxito de la
acción colectiva (tamaño del grupo,
incentivos selectivos, etc.). De acuerdo con
el célebre análisis de Olson, la cooperación
es posible en dos tipos de situaciones:
primero, cuando el interés de uno o varios
miembros del grupo en el bien público es tan
elevado que deciden promover su
consecución unilateralmente, a sabiendas de
que los demás no sólo no cooperarán en su
provisión sino que disfrutarán del bien producido; en segundo lugar, la
cooperación es posible cuando existen incentivos para aquellos que participan en
la acción colectiva.

Desde esta perspectiva, el ostracismo que se aplica a los esquiroles, el


reconocimiento social que se otorga a las acciones heroicas, la provisión de
servicios de asesoría jurídica gratuitos a los miembros de un sindicato, etc., son
fenómenos que responden a una misma lógica de incentivos selectivos que
facilitan la lógica de la acción colectiva. El planteamiento de Olson era
sumamente brillante e intuitivo y de él se deducía fácilmente una paradoja central
que constituiría el centro de las preocupaciones de los politólogos a partir de
entonces. La paradoja consistía en poner de relieve que, frente a los
comportamientos típicos de mercado, donde los vicios privados (el afán de lucro)
podían convertirse en virtudes públicas (el crecimiento sostenido de los niveles de
bienestar colectivo), la suma de los actos racionales de los individuos en el
mercado político podía tener consecuencias desastrosas (abstención generalizada,
ausencia de grupos de interés organizados, insuficiente provisión de bienes
públicos, etc.).
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Esta perspectiva de lo político, que subraya los problemas de provisión de bienes
públicos y la dificultad de la acción colectiva, ha representado, sin duda, la línea
más fructífera de la teoría de la elección racional. Posteriormente, a partir de los
trabajos del historiador económico y Premio Nobel de Economía Douglass North
(1991), la teoría económica de la política ha dado un giro importante hacia nuevos
supuestos, nuevas preguntas de investigación y nuevas herramientas. En
particular, la constatación de diferencias esenciales entre los mercados políticos y
económicos, especialmente en lo que se refiere a la importancia de las
instituciones, la naturaleza imperfecta de la información, los elevados costes en
los que incurren las partes en los procesos de negociación (o “costes de
transacción”) y la inestabilidad de los equilibrios predichos por los modelos
económicos, ha obligado a plantear modelos teóricos más adaptados a las
peculiaridades de los procesos políticos.

Principales supuestos

La teoría económica de la política se basa en una serie de supuestos. El primero es


el individualismo metodológico. Aunque se acepta que las estructuras (políticas,
sociales, culturales, etc.) limitan las alternativas de las que disponen los
individuos, el rechazo de la idea de que las estructuras determinan el
comportamiento de los individuos (o “determinismo estructural”) es completo. En
este sentido, el constreñimiento más fuerte de las acciones humanas es siempre el
que ejercen otras acciones humanas, no actores o categorías colectivas como las
naciones, las clases sociales o las razas. Aunque en ocasiones se confunda, el
individualismo metodológico tiene poco que ver con el ‘individualismo’ tal y
como se entiende normalmente, y menos con un individualismo en el sentido
peyorativo de oposición y desprecio por lo colectivo, lo público o el interés
general (Colomer 1995: 365-6).

El segundo supuesto de la teoría de la elección racional se refiere a la imputación


de la racionalidad económica como motivación básica de las acciones humanas.
Este es un punto notablemente controvertido de la teoría de la elección racional.
Lo que la teoría de la elección racional postula es que el modelo de racionalidad
económica, aunque no capture la enorme variabilidad de las acciones humanas, sí
que sirve para entender un gran número de fenómenos sociales. Sin embargo, para
la teoría de la acción racional, suponer que los actores se comportan
racionalmente no supone afirmar nada acerca de sus motivaciones y aspiraciones
últimas. Por tanto, no estamos ante un debate acerca del egoísmo o del altruismo
en las acciones. Por poner un ejemplo: en tanto en cuenta la Madre Teresa de
Calcuta pretendiera alimentar al máximo número de personas con las donaciones
que recibiera y, en consecuencia, prefiriera comprar más pan a menos con el
mismo dinero, se estaría comportando de acuerdo a parámetros de racionalidad
económica (para así maximizar el rendimiento de su actividad altruista).

La cuestión central que intenta dilucidar la teoría de la elección racional no es si


los seres humanos son racionales o no. Aunque, obviamente, los seres humanos se

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comportan muy a menudo de forma irracional, cualquier teoría tiene que
construirse sobre supuestos simples y, por tanto, argumentan los teóricos de la
elección racional, es más lógico comenzar con el supuesto de racionalidad que
con el supuesto de irracionalidad. En aras de facilitar y simplificar la tarea de
investigación, la teoría de la elección racional supone que los comportamientos
idiosincrásicos (del griego, [idiosincrasia]) de los individuos son tan dispares que
tienden a neutralizarse entre sí y que, a pesar de estas disparidades, existe un
mínimo de racionalidad común a todos los individuos que es operacionalizable en
el nivel agregado.

El tercer supuesto, la existencia de consecuencias imprevistas o no intencionadas


de las acciones humanas, puede ser entendido mejor a la luz del famoso ‘dilema
del prisionero’ formulado por A.W. Tucker en 1950.

Dos delincuentes se encuentran detenidos en celdas separadas. La policía sabe que


han atracado un banco pero no tiene pruebas materiales por lo que sólo puede
esperar que los detenidos se acusen mutuamente. Al ser interrogados por separado
acerca de la culpabilidad del otro, cada uno puede optar por "Callar", asegurando
que ambos son inocentes, o "Delatar" a su compañero. Si los dos callan, recibirán
una pena mínima de dos años cada uno por tenencia de armas. Si uno delata al
otro y el otro calla, el que delata será condenado sólo a un año de cárcel por
colaborar con la justicia, pero su colega será condenado a diez años. Y,
finalmente, si los dos se delatan mutuamente, serán condenados cada uno a cinco
años de cárcel. Existen por tanto cuatro posibilidades: que los dos callen, que A
delate a B, que B delate a A o que los dos se delaten mutuamente. El mapa de la
situación es el siguiente:

El dilema del prisionero

Como es lógico, todo el


Si... ...entonces mundo prefiere ir a la
cárcel un año que ir dos,
A recibe... y B recibe... ir dos a ir cinco e ir cinco
el detenido A y el detenido B
años de cárcel años de cárcel a ir diez. Sin embargo,
supongamos que somos
Calla Calla 2 2 el detenido B. Si A nos
delata, da igual lo que
Calla Delata 10 1 hagamos: iremos a la
cárcel 5 o 10 años. Pero
Delata Calla 1 10
si A, como buen amigo,
decide callar y optar por
Delata Delata 5 5
los dos años de cárcel
(en lugar de 5 o 10),
tenemos una opción mejor: delatarle e ir a la cárcel sólo 1 año. Dado que confiar en
nuestro amigo nos puede costar más que no confiar en él y delatarle, lo mejor es
delatarle: la consecuencia es que ambos decidimos delatarnos mutuamente y recibimos
5 años de cárcel. Delatar al contrario, o técnicamente, “no cooperar” es lo que se llama
una estrategia dominante o “equilibrio de Nash”: mejora cualquier estrategia del
contrario. La paradoja del juego es evidente: lo racional es delatar al contrario, pero
comportarnos racionalmente nos lleva a una situación peor de la que desearíamos.

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El mérito del dilema del prisionero es revelar una paradoja esencial de las
interacciones humanas: que el comportamiento racional (egoísta) de los
individuos puede llevar a resultados subóptimos desde el punto de vista individual
y colectivo. En el dilema del prisionero, comportarse egoístamente y delatar a su
compañero es la mejor solución; es lo que se denomina un ‘equilibrio de Nash’
(en honor del matemático y Premio Nobel, John Nash, intepretado por Russell
Crowe en la película “Una Mente Maravillosa”), es decir: una situación en la que
ambas partes han elegido la mejor estrategia para hacer frente a la mejor estrategia
del contrario y, que por tanto, pone fin al cálculo estratégico de opciones típico:
‘él piensa que yo pienso que él piensa que yo pienso etc.’. Sin embargo, resulta
obvio en el dilema del prisionero que ambos podían haber quedado en una mejor
posición si hubieran superado los problemas de desconfianza mutua.

Examen crítico y valoración

Con estos tres supuestos, la teoría de la elección racional construye un modelo de


comportamiento basado en actores cuyas preferencias individuales son exógenas,
completas y transitivas.

El término ‘exógenas’ apunta al carácter autónomo, estable y previo a la acción de


las preferencias de los individuos; ‘completas’ quiere decir que, para cada pareja
de opciones, el individuo tiene que ser capaz de expresar su preferencia por una
de ellas o indiferencia por ambas, pero no indiferencia por una de ellas o preferir
las dos por igual; y ‘transitivas’ quiere decir que si se prefiere A a B y B a C,
entonces el actor tiene que preferir A a C.

En el dilema del prisionero, las preferencias son exógenas, completas y transitivas


porque los actores prefieren no ir a la cárcel a ir, e ir menos años a ir más. El que
elijan “Callar” o “Delatar” dependerá de las expectativas que tengan acerca de lo
que va a hacer el otro actor, no de sus preferencias, que son previas. Por esa razón,
decimos que su comportamiento es estratégico, que eligen su curso de acción en
función de lo que prevean que van a hacer los demás, no solamente en función de
lo que ellos desean. Además, las preferencias de los actores no pueden ser
modificadas por el propio proceso de interacción. Dicho de otra forma: el dilema
del prisionero no contempla que un detenido pueda decidir no denunciar a su
cómplice y asumir en solitario una condena más elevada de la que le
correspondería por razones altruistas. Obviamente, esto podría ocurrir, pero la
virtualidad del dilema del prisionero es que explica acertadamente por qué la
mayoría de las veces los dos detenidos se delatan mutuamente y, como
consecuencia, acaban pasando más años en la cárcel que si se hubieran negado a
colaborar con la policía.

El dilema del prisionero prueba que una de las críticas más habituales a la teoría
de la elección racional (la de que no tiene en cuenta el hecho de que las
estructuras en las que nos movemos determinan en gran medida nuestro
comportamiento) es bastante poco acertada. Al contrario: el dilema del prisionero

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y, en general, toda la teoría de la elección racional muestra cómo determinadas
estructuras (de costes y oportunidades) pueden hacer que comportarnos
racionalmente vaya en contra nuestros propios intereses. Frente a la crítica que se
suele hacer a la teoría de la elección racional en el sentido de que está demasiada
alejada de la realidad, los modelos que se elaboran de acuerdo con este concepto
de racionalidad dan cuenta de una serie de fenómenos de enorme relevancia,
desde la degradación medioambiental a las carreras de armamentos, la falta de
participación política en nuestras democracias o las estrategias de una
organización terrorista en su lucha contra un Estado (por citar un ejemplo
relativamente reciente y novedoso en España – Sánchez-Cuenca 2001).

Por tanto, la validez o invalidez de la teoría de la elección racional no debe ser


examinada en función de si observamos empíricamente que el supuesto de
racionalidad se cumple o no en la realidad, sino en función de la capacidad
explicativa de modelos de comportamiento que construimos de acuerdo a este
supuesto. Al ser la teoría de la elección racional una teoría de carácter deductivo,
la racionalidad económica debe ser vista sólo como un supuesto teórico previo, no
un resultado de una investigación empírica típico del método inductivo. Dado que
aúna el estudio de los aspectos individuales de las motivaciones de la acción
(preferencias, información, cálculo estratégico) y las propiedades estructurales del
entorno que condicionan decisivamente los comportamientos estructurales
(incentivos, constreñimientos, información incompleta, costes de transacción,
etc.), la teoría de la elección racional parte de una buena posición para estudiar
fenómenos típicos del área de conocimiento de la ciencia política..

Referencias / Lecturas recomendadas

AXELROD, R. (1986 [|985]): La evolución de la cooperación: el dilema del prisionero y la teoría


de juegos. Madrid: Alianza.

DOWNS, A. (1973 [1957]): Teoría económica de la democracia. Madrid: Aguilar.

COLOMER, J. M. (1985): “La teoría económica de la democracia”, en VALLESPÍN, F. Teoría de


la política Vol. VI. Madrid: Alianza.

COLOMER, J. M. (1990): El arte de la manipulación política: votaciones y teorías de juegos en


la política española. Barcelona: Anagrama.

COLOMER, J. M (1991): Lecturas de teoría política positiva. Madrid: Instituto de Estudios


Fiscales.

MARÍ-KLOSE, P. (1999): Elección racional. Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas,


Cuadernos Metodológicos.

NORTH, DOUGLASS C. (1991): El nacimiento del mundo occidental: una nueva historia
económica (900-1700). Madrid: Siglo XXI.

OLSON, M. (1992 [1965]): La lógica de la acción colectiva: bienes públicos y teoría de grupos.
México: Limusa.

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Versión actualizada. Curso 2005-2006
http://www.uned.es/dcpa/Asignaturas/Intropol/intropol.htm
SÁNCHEZ-CUENCA, I (2001): ETA contra el Estado: las estrategias del terrorismo. Barcelona:
Tusquets.

SÁNCHEZ-CUENCA, I. (2004): Teoría de juegos. Madrid: Centro de Investigaciones


Sociológicas.

SCHUMPETER, J. (1971 [1943]: Capitalismo, Socialismo y Democracia. Madrid: Aguilar.

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2.3 El “nuevo” institucionalismo

Tras varias décadas de concentración en los individuos y, paralelamente, de


olvido de las instituciones, tanto los politólogos como los sociólogos y los
economistas volvieron su mirada hacia aquéllas. Esta recuperación del interés de
politólogos, sociólogos y economistas por las instituciones no supuso,
lógicamente, un despertar del formalismo jurídico, ya que éste había quedado
completamente superado con el conductismo. Por tanto, aunque se suele hablar de
una ‘vuelta’ del Estado, hablar de una ‘vuelta’ al estudio de las instituciones es
engañoso: el ‘nuevo’ institucionalismo adopta la etiqueta de nuevo para destacar
que existen diferencias sustantivas tanto en la propia definición de instituciones
como en los enfoques teóricos y técnicas utilizadas. Por tanto, ni las instituciones
ni los métodos son los mismos. En este sentido, la nueva definición de
instituciones no tiene en cuenta tanto los aspectos formales o legales (las
instituciones como “organizaciones jurídicas”) como los aspectos sustantivos de
las instituciones, es decir: hasta qué punto influyen, condicionan, estructuran o
determinan las preferencias y estrategias de los actores o los resultados del juego
político.

¿Son importantes las instituciones?


En el Senado estadounidense, los Comités tienen un poder notable a la hora
de condicionar la agenda política y aprobar la legislación. Los Presidentes de
cada Comité se eligen por una regla muy simple: la antigüedad. Sin embargo,
un sistema pensado para premiar la experiencia y lograr así una mayor
eficacia demuestra tener consecuencias no-intencionadas sobre la
representación política de determinados intereses en el Senado. Debido al
voto afro-americano, los demócratas tienden a ganar sistemáticamente a los
republicanos en determinados Estados del Sur. Como consecuencia, la
probabilidad de que los Comités del Senado estén dirigidos por demócratas
del Sur es notablemente mayor de lo que cabría esperar. De esta manera, los
Estados del Sur, que no son los más poblados, ni tampoco los más ricos,
tienen un poder de influencia mayor que algunos Estados más ricos y más
poblados del Norte o el Oeste (e incluso los demócratas del Sur, más
conservadores en muchos aspectos, tienen en ocasiones mayor poder que los
demócratas del Norte, más liberales). Se ve así como una regla del juego (la
“antigüedad”) media entre el poder y los resultados de una manera
distorsionadora. Si las instituciones fueran neutrales, los resultados de la
acción política reflejarían meramente la distribución de poder inicial de los
participantes. Cuando las instituciones no son neutrales, como en este caso,
porque alteran los resultados, decimos entonces que las instituciones “median”
entre el poder y los resultados.

Para el ‘nuevo’ institucionalismo, las instituciones son todo aquello que ‘influye’
sobre el proceso político, bien en un nivel macro (las Constituciones, la cultura
política), bien en un nivel micro (el reglamento de un Parlamento o los
sentimientos de lealtad de los individuos hacia su sistema político). No es de
extrañar que, de acuerdo con estos criterios, la definición de instituciones que
manejan los neoinstitucionalistas incluya reglas formales e informales, normas y
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prácticas, hábitos y costumbres y sea tan enormemente amplia como difícil de
operacionalizar. Dado que la hipótesis central del ‘nuevo’ institucionalismo, en
cualquiera de sus versiones, es que las instituciones median entre el poder y los
resultados, los análisis neoinstitucionalistas ‘descubren’ las instituciones caso por
caso. No obstante, las diferencias entre las distintas
versiones del nuevo institucionalismo son
sustantivas ya que se reflejan discrepancias de
paradigma y metodológicas difícilmente superables.

El ‘nuevo institucionalismo’ escribían James March


y Johan Olsen en 1984, acuñando una etiqueta que
sería tan frecuentemente utilizada como imprecisa,
“está lejos de ser coherente o consistente, pero ya
no puede ser ignorado” (March y Olsen 1984: 734).
Esta falta de consistencia era particularmente
evidente si se examina el catálogo de temas y
argumentos empleados por los nuevos
institucionalistas, que pronto llevaron a distinguir
tres ‘nuevos’ institucionalismos: el histórico, el
racional y el sociológico.

El institucionalismo histórico

Los pluralistas norteamericanos habían considerado el Estado como una arena


neutral en la que se agregaban preferencias e intereses. Sin embargo, para los
partidarios de ‘traer el Estado de vuelta’ (Bringing the State Back in), en la
expresión que les hizo famosos, el Estado, los burócratas, las administraciones, las
instituciones, eran actores con sus propias preferencias y, generalmente, actores
notablemente decisivos en el juego político. A partir de ahí, la naturaleza del
Estado, la fortaleza o debilidad de sus instituciones, el papel autónomo de
burocracias, gobiernos, los poderes legislativos y el poder judiciales se
convirtieron en un elemento explicativo sumamente recurrente en la

Esta línea de investigación recibió el nombre de ‘nuevo institucionalismo


histórico’. Su concepción del papel de las instituciones enfatizaba su carácter
central y decisivo: “las instituciones configuran las estrategias y los objetivos de
los actores y median en sus relaciones de cooperación y conflicto. Mediante estas
vías, estructuran el juego político y condicionan decisivamente los resultados del
juego político” (Steinmo, Telen y Longstreth 1992: 9). En su gran mayoría, los
nuevos institucionalistas históricos no adoptaron el individualismo metodológico
y el supuesto de racionalidad económica como punto de partida, sino que
siguieron creyendo y apostando por la capacidad explicativa de las estructuras
frente a las acciones individuales. En oposición a la teoría de la elección racional,
los partidarios del nuevo institucionalismo histórico han sostenido que las
instituciones ‘definen’ las preferencias, que éstas sólo pueden ser entendidas
como un producto del contexto político, social e histórico y que las acciones de

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los individuos están más orientadas a la satisfacción de normas y valores que a la
maximización de beneficios.

Una explicación basada en el institucionalismo histórico

En su obra, “Los orígenes de la política social en los Estados Unidos”


(Madrid : Ministerio de Trabajo, 1996), [Theda Skocpol] estudia el
surgimiento de la política social en los Estados Unidos y concluye que, al
igual que en otros muchos países avanzados, el Estado del Bienestar no
surgió como consecuencia de un diseño racional que reflejara las
preferencias colectivas de una sociedad como la estadounidense, sino a
partir del establecimiento, consolidación e institucionalización de respuestas
parciales a problemas parciales, como por ejemplo: la necesidad de otorgar
pensiones a viudas y huérfanos de los soldados caídos en combate durante
la Guerra Civil (1861-1863) y la Primera Guerra Mundial (1914-1918);
también de la necesidad de establecer prestaciones sanitarias, sociales y
laborales para heridos, mutilados y veteranos de guerra. De esta manera, el
origen de la política social se situaría más cerca de la política internacional y
la existencia de conflictos bélicos que de un proceso de decisión que
considerara un derecho innato de los ciudadanos el recibir asistencia médica
o social por parte del Estado. A posteriori, sin embargo, la
“institucionalización” de la política social ha generado un marco de
preferencias colectivas en el que la existencia de la política social es
independiente de la desaparición de las causas que dieron origen a la
política social (los conflictos bélicos). Vemos así hasta qué punto, las
instituciones generan “inercias” y transforman las preferencias de los
ciudadanos.

De esta manera, al contrario que la teoría de la elección racional, el ‘nuevo


institucionalismo histórico’ ha venido considerando que el comportamientos de
los individuos constituía un tema de interés menor frente a las interacciones a gran
escala entre actores agregados (clases sociales, burocracias, elites gobernantes,
etc.) y estructuras (estados, mercados, sistema internacional, etc.). Para el nuevo
institucionalismo histórico, lo relevante no era que los actores se comportaran
racionalmente dentro de unas estructuras sobre la base de unas preferencias dadas
(exógenas), sino cómo explicar el surgimiento de dichas instituciones, los cambios
(endógenos) en las preferencias de los actores, sus transformaciones y su impacto
sobre el curso de la historia. Por esta razón, no es extraño ver cómo en los
estudios que adoptan esta perspectiva institucionalista-histórica, las
consideraciones acerca del papel e importancia de las ideas, las consecuencias no-
intencionadas de los diseños institucionales, o la importancia de los legados (path-
dependency) sobre las decisiones políticas, han sido siempre recurrentes.

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El institucionalismo racional

Significativamente, el redescrubrimiento de las instituciones por parte de los


politólogos coincidió con un fenómeno similar en el campo de la teoría de la
elección racional. Esta convergencia entre economistas y politólogos, aunque no
programada, fue en cierto sentido inevitable, ya que más allá de sus radicales
diferencias en cuanto al método, el conductismo y la teoría de la elección racional
partieron de un rechazo explícito de las instituciones. Salvo algunas excepciones,
los conductistas consideraban que las instituciones eran ‘conchas vacías’ que sólo
cobraban sentido en función de los valores, roles y estatus de los individuos y que,
en consecuencia, no merecía la pena estudiar autónomamente.

Igualmente, para los teóricos de la elección racional, las instituciones simplemente


no existían; los individuos eran átomos sólo conectados entre ellos por sus
interacciones de tal manera que el comportamiento político en poco se
diferenciaba del comportamiento económico. En los años setenta, no obstante,
tanto los politólogos, como los sociólogos y los economistas comenzaron a
sentirse incómodos con este planteamiento atomista. Sin embargo, los caminos
adoptados por cada grupo fueron diferentes: como hemos visto, mientras que los
politólogos se centraron sobre todo en el papel del Estado y adoptaron una
perspectiva histórica, los sociólogos abrieron sus investigaciones al estudio de las
relaciones e interacciones sociales. Mientras, los economistas se dirigieron más
específicamente hacia las instituciones.

Los estudios que se agrupan bajo esta etiqueta del “institucionalismo racional”
tienen en común cuatro elementos sustantivos: primero, el supuesto de
racionalidad instrumental y maximizadora de los actores; segundo, el
planteamiento de la acción política en términos de dilemas de acción colectiva
debido a los cuales la racionalidad individual tiende a producir resultados
subóptimos desde el punto de vista agregado; tercero, el énfasis en los
comportamientos estratégicos de los actores o, más llanamente, la suposición de
que todo actor, antes de emprender un determinado curso de acción, intenta
anticipar qué harán los demás a continuación; y, cuarto, el considerar las
instituciones como instrumentos para reducir las incertidumbres inherentes a toda
interacción humana (Hall y Taylor 1996: 944-5).

En el caso de la teoría de la elección racional, el redescubrimiento de las


instituciones tuvo mucho que ver con la constatación de los problemas que sufrían
los intentos de extender los modelos económicos neoclásicos al campo de la
ciencia política. A lo largo de los años sesenta, un buen número de trabajos en las
áreas de la teoría de la elección social, la teoría de la elección pública o la teoría
de la acción colectiva comenzaron a otorgar un papel central a las instituciones,
tanto desde el punto de vista de la reducción de los costes de negociación y
comunicación en el mercado político (también llamados ‘costes de transacción’)
como desde la perspectiva de considerar las instituciones como variables que
median entre el poder y los resultados.

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En esta última línea, el estudio del proceso legislativo en los EEUU demostraba
claramente que tanto las estructuras decisorias (los grupos parlamentarios, los
comités, el personal de apoyo) como los procedimientos de funcionamiento y
decisión (agendas, enmiendas, votaciones, vetos, etc.) eran enormemente
relevantes para estudiar los resultados de dicho proceso legislativo (Shepsle 1995)
Esta observación abrió una muy fructífera línea de investigación centrada en la
pregunta de hasta qué punto las instituciones condicionaban la manera en la que
se solucionaban determinados problemas y, más concretamente, hasta qué punto
resolvían o no problemas de acción colectiva.

El otro gran campo de evolución de la teoría de la elección racional hacia el


estudio de las instituciones fue el de la ‘acción colectiva’. Numerosos estudios
empíricos identificaron un auténtico talón de Aquiles para la teoría de la elección
racional en la existencia de soluciones descentralizadas y, a la vez, eficientes, a
problemas de acción colectiva para los que la lógica de la acción colectiva de
Olson carecía de explicación, como por ejemplo: el servicio militar voluntario en
tiempos de guerra, la autorregulación de determinadas comunidades agrícolas o la
existencia de acuerdos internacionales de carácter multilateral. A partir de
entonces, el institucionalismo racional ha registrado un imparable avance y ha
sido aplicado exitosamente a una variedad de problemas. Son clásicas ya las
aportaciones de Adam Przeworski al estudio de las transiciones a la democracia;
los estudios de George Tsebelis acerca del proceso de integración europeo y, en
general, toda la aplicación de este enfoque a las instituciones internacionales.

El tercer frente contra la visión tan atomista de la política que planteaba la teoría
económica de la política vino de la mano de los historiadores económicos
(Douglass North) y su énfasis en relacionar la fortaleza de determinadas
instituciones (contratos, etc.) con el desarrollo económico de los países
occidentales. Para North, las instituciones priman o penalizan unos
comportamientos frente a otros: son, por tanto, las reglas del juego que
condicionan y limitan nuestro comportamiento. Las instituciones, escribe North
(1990:1), “son las reglas del juego de una sociedad o, más formalmente, los
constreñimientos diseñados por el hombre para moldear la interacción humana.
En consecuencia, estructuran los incentivos de los intercambios políticos, sociales
o económicos”. Cuando un economista ve una institución, señala muy
gráficamente Shepsle (1995), inmediatamente piensa que es una solución
negociada a algún tipo de problema de cooperación (falta de información, falta de
confianza, etc.).

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Elegir un Presidente: la suerte de Chirac y la paradoja de Condorcet

El sistema de elección presidencial en Francia nos ofrece un buen ejemplo de hasta qué
punto los diseños institucionales pueden influir en los resultados. Como los franceses
pudieron experimentar en el año 2002, la manera de elegir un Presidente puede ser
decisiva a la hora de determinar qué Presidente saldrá elegido. Las instituciones (en este
caso, las reglas del juego
Tabla 1:
Resultados de la primera vuelta (Francia 2002) Votos
electoral), nos dice este
ejemplo, no son neutrales.
Jacques Chirac (Gaullista) 19.88%
Jean Marie Le Pen (Frente Nacional) 16.86% La elección presidencial en
Lionel Jospin (Partido Socialista Francés) 16.18% Francia se lleva a cabo
Bayrou (UDF centro-derecha) 6,84% mediante un sistema
Arlette Laguiler (Troskista) 5.72% mayoritario a dos vueltas en
una circunscripción única de
Jean Pierre Chevenement (socialista independiente) 5.33%
tal manera que, si nadie
Noel Mamere (Verdes) 5.25% gana por mayoría absoluta
Olivier Besancenot (Liga Comunista Revolucionaria) 4.25% la primera vuelta, se
Jean Saint-Josse (Tradicionalistas) 4,23% convoca una segunda vuelta
Alain Madelin (Democracia Liberal) 3.91% en la que sólo participarán
los dos candidatos más
Robert Hue, (Partido Comunista) 3.37%
votados en la primera vuelta.
Bruno Megret (Movimiento Nacional Republicano) 2.34% Este sistema, combinado
Christian Taubira (Izquierda Radical) 2.32% con la extrema facilidad que
Corinne Lepage (Ecologistas) 1.88% la ley electoral francesa
otorga a cualquier persona o
grupo para presentar un candidato a la Presidencia, tiende a producir una proliferación
de candidaturas de protesta o marginales que carecen de posibilidad alguna de pasar a
la segunda vuelta. El resultado es una enorme dispersión del voto en múltiples
candidaturas (véase Tabla 1).

Veamos qué ocurrió en la práctica. El 22 de mayo de 2002 se celebraron elecciones


presidenciales en Francia. Un desacreditado Jacques Chirac (derecha-gaullista) se
presentaba a la reelección. Con múltiples escándalos de corrupción a sus espaldas, sus
posibilidades frente a un Lionel Jospin (socialista) que disfrutaba de una elevada
popularidad tras su paso por la presidencia del Gobierno francés eran escasas. Por
tanto, Jospin partía como claro favorito. Sin embargo, en el recuento efectuado la noche
del 22 de mayo saltó la sorpresa: el espectacular aumento del voto al partido de Arlette
Laguiler, junto con la división de la izquierda en múltiples candidaturas, dejó en la cuneta
a Jospin, llevando a Francia a una absurda segunda vuelta entre Chirac (centro-derecha)
y Le Pen (extrema-derecha). Ante la posibilidad de que ganara Le Pen, poniendo en
entredicho la credibilidad internacional y democrática de Francia, todos los partidos
políticos, incluido el socialista, pidieron el voto para Chirac. El resultado es que Chirac
(centro-derecha) salió elegido dos semanas más tarde, el 5 de mayo, con el 82.21% de
los votos, frente al 17.79% de los obtenidos por Le Pen. Como consecuencia, Lionel
Jospin tuvo que abandonar inmediatamente la Presidencia del Gobierno y la jefatura del
Partido Socialista Francés, truncando así una carrera presidencial que parecía
asegurada.

¿Qué es lo que ocurrió? En la Tabla 2, hemos imaginado que los sondeos de opinión
nos mostraran una estructura de preferencias que ayudara a comprender lo ocurrido (los
datos son ficticios y no concuerdan con los resultados reales de la elección, pero sirven
para ilustrar el problema). Los trabajadores manuales que viven en barrios con un alto
número de inmigrantes prefieren a Le Pen antes que a Jospin, pero a Jospin antes que a
Chirac. Los electores de centro-izquierda prefieren a Jospin antes que a Chirac, pero a
Chirac antes que a Le Pen. Lo mismo con los electores de centro-derecha, que prefieren
a Chirac antes que a nadie, pero si tuvieran que elegir entre Jospin y Le Pen, preferirían
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Versión actualizada. Curso 2005-2006
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a Jospin. Y así sucesivamente. Con este orden de preferencias, el resultado es que
aunque un 59% prefiere a Jospin frente a Le Pen, Jospin no pasa a la segunda vuelta:
en la primera vuelta Chirac gana con el 39%, seguido de Le Pen con el 31%. Y eso evita
que Jospin salga elegido, mientras que garantiza que lo haga Chirac, aunque
(paradójicamente), una mayoría (51% frente a 49%) prefiera a Jospin frente a Chirac.

Jospin fue víctima de un fenómeno ya puesto de manifiesto por el Marqués de Condorcet


(1745-1794). La llamada “Paradoja de Condorcet” sirve para poner de relieve de qué
manera distintas reglas de decisión pueden producir resultados diferentes a pesar de
que las preferencias de los electores sean las mismas. Desde el punto de vista
normativo, las consecuencias de la Paradoja de Condorcet y del Teorema de Arrow son
desalentadoras ya que ponen de manifiesto que no hay ningún sistema que permita
expresar la “voluntad popular” de una manera óptima.

Tabla 2. % 1º 2º 3º
Intención probable de voto de cada grupo
sociológico (datos ficticios)
Trabajadores en barrios con inmigrantes 21 Le Pen Jospin Chirac

Electores de centro-izquierda 30 Jospin Chirac Le Pen

Electores de centro-derecha 29 Chirac Jospin Le Pen

Electores conservadores o de derechas 10 Chirac Le Pen Jospin

Electores de extrema derecha 10 Le Pen Chirac Jospin

Tabla elaborada por José Fernández Albertos (Universidad de Harvard) para el Equipo Docente
“Introducción a la Ciencia Política”.

El institucionalismo sociológico

A la par que se desarrollaban las versiones


históricas y racional del nuevo institucionalismo, la
sociología también mostraba un renovado interés
por las instituciones. En sociología, el llamado
‘nuevo’ institucionalismo puede ser visto como un
proceso de cambio de paradigma dentro de la
sociología de las organizaciones. La sociología de
las organizaciones típica de los años cincuenta y
sesenta tenía sólidas conexiones con la teoría
económica de las organizaciones y se hallaba
fuertemente influida tanto por los trabajos del
economista Herbert Simon acerca de los límites
estructurales de la racionalidad dentro de las
organizaciones como por la psicología conductista.
Esta sociología de las organizaciones, también
llamada ‘viejo institucionalismo’, adoptaba un análisis micro de los papeles,
estatus y tareas de los individuos dentro de las organizaciones, enfatizaba cómo
las organizaciones socializan a los individuos en los valores, normas y prácticas
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Versión actualizada. Curso 2005-2006
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de la organización, y se centraba en las consecuencias no intencionadas de la
lógica institucional o burocrática etc. Pese a ello, no rompía definitivamente con
el paradigma racionalista e individualista, sino que lo matizaba con el fin de
proponer a cambio una racionalidad limitada dentro de estructuras.

Frente a este ‘viejo’ institucionalismo, el nuevo institucionalismo sociológico


puede ser caracterizado como un salto cualitativo: el llamado‘nuevo análisis
organizativo’ adopta el programa constructivista, que sostiene que la realidad está
socialmente construida y, en consecuencia, los conceptos de racionalidad,
institución etc. son inseparables del contexto social en el que se formulan. Las
instituciones dejan de ser meras variables que influyen en los resultados para
pasar a ser causas del comportamiento. De esta manera la racionalidad dentro de
las estructuras, que postulan los institucionalistas históricos o racionales, deja
paso a un modelo de comportamiento ‘cultural’ más que racional-instrumental.
(Powell y DiMaggio 1991): las preferencias de los individuos resultan de la
interacción social o son creadas por las instituciones, la cultura, el hábito, etc.
nunca son autónomas, exógenas o individuales.

El viejo institucionalismo sociológico ya aceptaba que las instituciones reflejaban


estructuras de valores subyacentes y, en consecuencia, se asumía que su función
era más la de producir y reproducir determinados valores y comportamientos que,
como en la visión racional, facilitar la consecución de intereses individuales. En el
nuevo institucionalismo, el planteamiento cambia: no se trata tanto de que las
instituciones marquen qué es apropiado hacer en cada momento, sino que nos
otorgan estructuras completas de significado para interpretar nuestras acciones en
cada contexto. Esta distinción entre una lógica de lo adecuado (logic of
appropriateness) y una lógica instrumental (logic of consequentiality) apunta a la
consideración de las instituciones como marcos de significado, percepción y
comportamiento. Las instituciones indican a los actores lo que deberían preferir en
cada momento y no son, por tanto, simples instrumentos para la realización de las
preferencias de los actores. Vistas así, las instituciones son “repertorios de reglas
y rutinas interrelacionados entre sí que definen lo que es un acción apropiada en
términos de la relación entre roles y situaciones. Este proceso incluye: primero, la
definición de la situación en la que se está; segundo, la caracterización del rol que
se está desempeñando; y, finalmente, la determinación de qué obligación concreta
impone dicho rol en dicha situación” (March y Olsen 1989: 160).

Este giro hacia lo cognitivo, las percepciones, las identidades, la cultura, etc.
queda particularmente plasmado en la definición de instituciones que adopta el
nuevo análisis organizacional: “las instituciones no son sólo las reglas formales,
procedimientos o normas, sino los sistemas simbólicos, guiones cognitivos y
estructuras morales que dan significado a las acciones humanas” (Hall y Taylor
1996: 947). “Las instituciones” dicen Powell y DiMaggio (1991: 11), “no
condicionan las preferencias de los individuos: establecen las criterios mediante
los cuales los individuos ‘descubren’ sus preferencias”. Las instituciones (la
cultura, por ejemplo), serían causa, y no consecuencia, de nuestras acciones, por

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lo que no pueden ser explicadas desde el punto de vista de las preferencias de los
individuos.

Un ejemplo de institucionalismo sociológico


En el estudio de Soysal (1994) acerca de la convergencia de las definiciones
de ciudadanía y nacionalidad entre países occidentales, las políticas de
inmigración no se explican como un resultado de los conceptos de ciudadanía
imperantes en cada país o en razón de los diversos legados del pasado, como
esperarían los institucionalistas históricos. Tampoco podríamos recurrir a
modelos basados en el comportamiento estratégico de diversos actores
políticos ni pretender buscar hasta qué punto los resultados reflejan el juego
legislativo de mayorías y minorías. De acuerdo con el institucionalismo
sociológico, la creciente legitimidad y difusión de una cultura de derechos
humanos que enfatiza los componentes cívicos frente a los étnicos de la
ciudadanía sería el factor central: los Estados, pese a sus posiciones de
partida, terminarían por acomodar sus viejos criterios a las nuevas y más
legítimas definiciones. Así, la consolidación de una cultura de derechos
humanos sería la causa de la transformación de las preferencias políticas y
sociales acerca del significado y las condiciones de adquisición de la
ciudadanía (Soysal, J. 1994, Limits of citizenship: migrants and postantional
membership in Europe. Chicago: University of Chicago Press).

Balance y conclusiones

Al igual que el conductismo o la teoría de la elección racional, el nuevo


institucionalismo puede ser considerado como un supuesto de partida, una
hipótesis a verificar, una manera de orientar nuestros diseños de investigación.
Como los propios March y Olsen reconocían al presentar su argumento a favor de
un ‘nuevo institucionalismo’, “el nuevo institucionalismo no es ni una teoría ni
una crítica coherente de otra: es simplemente un argumento acerca de la
importancia de los factores organizativos en la vida política [...] un prejuicio,
basado en la observación empírica, acerca del escaso ajuste entre las teorías
contemporáneas de la política y la realidad que tenemos delante” (1984: 747).

Ciertamente, aunque el nuevo institucionalismo representa una posibilidad de


síntesis entre lo inductivo y lo deductivo, lo micro y lo macro, las normas y los
intereses, esto es sumamente difícil. Como se ha señalado acertadamente, los tres
nuevos institucionalismos están construidos sobre algo más que diferentes
premisas. La teoría de la elección racional, el nuevo análisis organizacional y el
institucionalismo histórico requieren e implican maneras de conocer la realidad
incompatibles entre sí: el individualismo metodológico, el cognitivismo y el
estructuralismo son programas de investigación radicalmente separados entre sí y
difícilmente comunicables.

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Referencias / Lecturas recomendadas

HALL, P. y TAYLOR, R. (1996): “Political Science and the Three New Institutionalisms”,
Political Studies 44 (6).

MARCH, J. y OLSEN, J. (1993 [1984]): “El nuevo institucionalismo: factores organizativos de la


vida política”, Zona Abierta 63-64.

MARCH, J. y OLSEN, J. (1997 [1989]): El redescrubrimiento de las instituciones: la base


organizativa de la política. México: Fondo de Cultura Económica.

NORTH, DOUGLASS C. (1991): El nacimiento del mundo occidental: una nueva historia
económica (900-1700). Madrid: Siglo XXI.

PETERS, G. (2003): El nuevo institucionalismo: teoría institucional de la ciencia política.


Barcelona: Gedisa.

POWELL, W. y DiMAGGIO, P. (1999 [1991]): El nuevo institucionalismo en el análisis


organizacional. México: Colegio Nacional de Ciencias Políticas y Administración.

SHEPSLE, K. A. (1999 [1995]): "El estudio de las instituciones: lecciones del enfoque de la
elección racional", en: FARR, J, DRYZEK, J. y LEONARD, S. (Ed.), La ciencia política en
la historia. Madrid: Istmo.

SKCOPOL, T (1996): Los orígenes de la política social en los Estados Unidos. Madrid:
Ministerio de Trabajo.

STEINMO, S., THELEN, K. y LONGSTRETH, F. (1992): Structuring politics: historical


institutionalism in comparative analysis. Cambridge: Cambridge University Press.

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Versión actualizada. Curso 2005-2006
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3. Teorías y debates normativos contemporáneos
(Elisa Chuliá)

3.1. Una introducción a la teoría política contemporánea


Antes de esbozar algunas de las cuestiones de las que más se ha ocupado la teoría
política en las últimas décadas, conviene efectuar algunas precisiones para evitar
posibles malentendidos de partida y delimitar el contexto de esta introducción.

En primer lugar, la teoría política no debe confundirse con los enfoques de


investigación en ciencia política (expuestos bajo el epígrafe 2 de esta Unidad
Didáctica), a los que a menudo también se refieren los politólogos como “teorías
de la ciencia política”. El objetivo de estas últimas consiste en entender o explicar
la realidad política, es decir, el funcionamiento actual o efectivo de la política. Las
teorías de la ciencia política se aproximan a la política mediante el análisis
empírico, que proporciona la información fáctica o evidencia necesaria para
confirmarlas o refutarlas. En cambio, la teoría política lo hace a través de la
reflexión especulativa o filosófica, mediante la cual construye, por regla general,
argumentos normativos; es decir, argumentos sobre cómo deben ser o funcionar
los órdenes políticos y las sociedades. De ahí que, en lugar de referirse a este
modo de aproximación como teoría política (normativa), algunos autores prefieran
la denominación de filosofía política. Aquí se utilizarán estas denominaciones
indistintamente.

En segundo lugar, si bien es de fundamental importancia tener clara la distinción


entre teoría política normativa y ciencia política empírica, no cabe ignorar que
ambas forman parte de una misma disciplina académica y se enriquecen
mutuamente. Al fin y al cabo, como afirma Brian Barry (2001: 770), “las
conclusiones acerca de cómo funcionan las cosas tienen normalmente
implicaciones normativas”. Asimismo, razonamientos teóricos ligados a las
cuestiones que se plantean los filósofos políticos subyacen, de manera más o
menos explícita, a la mayor parte de las investigaciones empíricas que desarrollan
los politólogos.

En tercer lugar, la teoría política, hoy una subdisciplina de la ciencia política,


cuenta con una tradición mucho más larga que ésta. En rigor, los primeros
filósofos políticos los encontramos en la Grecia Antigua de los siglos V y IV a. d.
C. (Platón y Aristóteles, entre otros). Aunque no faltan ejemplos en los siglos
siguientes de autores que exponen sus visiones sobre las virtudes cívicas, el buen
gobierno y la comunidad política ideal, sólo a partir del Renacimiento se retoma
de manera consistente esa tradición de reflexión. En los siglos XVI y XVII tratan
sobre estas cuestiones autores como Thomas Hobbes (1588-1679) y John Locke
(1632-1704), mientras que los dos siglos siguientes, muy fecundos en el análisis
filosófico de la política, ven la publicación de las obras de pensadores como el
barón de Montesquieu (1689-1775), Jean-Jacques Rousseau (1712-1778),
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Immanuel Kant (1724-1804), John S. Mill (1806-1873) y Karl Marx (1818-1883).
Pero si bien las contribuciones de estos autores son fundamentales para la filosofía
política, ésta no debe identificarse con la “historia de las ideas políticas”,
disciplina que estudia la evolución del pensamiento político. Con otras palabras,
aun cuando los filósofos políticos contemporáneos trabajan con el legado de los
pensadores “clásicos” y parten a menudo de los argumentos de éstos para
construir los suyos propios, no están tan interesados en el estudio del contexto
histórico de la producción de las ideas ni en el desarrollo histórico de éstas. Antes
bien, su objetivo reside en reflexionar en torno a los principios morales y políticos
sobre los que justificar el poder estatal y la vida social, en indagar cómo mejorar
la convivencia de los miembros de las comunidades existentes. La teoría política
pretende, en definitiva, ofrecer criterios para establecer un orden político que
asegure a los ciudadanos una “vida buena”.

En cuarto lugar, también es necesario tener muy presente que, en parte por la
dilatada historia de la teoría política, su acervo es tan amplio y diverso que una
breve introducción como ésta no puede más que enfocar la atención sobre una
selección muy restringida de cuestiones, autores y obras, obviando referencias sin
duda importantes. Este texto se centrará en la teoría política liberal, predominante
en la segunda mitad del siglo XX. Se esbozarán primeramente tres de sus pilares
conceptuales (la libertad, la justicia y la sociedad civil), para después apuntar
algunas críticas significativas formuladas a la filosofía política liberal.

En quinto lugar, cabe señalar que la filosofía política no ha sido objeto de la


misma atención académica a lo largo de esas aproximadamente cinco décadas que
constituyen el período que aquí nos ocupa. De acuerdo con una interpretación
bastante extendida, la filosofía política experimentó una crisis en torno a la
Segunda Guerra Mundial de la que no se recuperaría hasta los años 70. En efecto,
en las dos primeras décadas de la posguerra, el auge de los enfoques positivistas
(entre ellos, el behaviorismo o conductismo) desplazó a la filosofía política del
centro de interés de la ciencia política. Desde el positivismo se criticaba el
carácter normativo, no empírico, de la teoría política, y tendía a verse en ella un
ejercicio de elucubración sobre preferencias morales cuya pretendida validez
universal no hallaba respaldo en la realidad. Tras su declive en los años 50 y 60, la
teoría política sólo habría resurgido en el contexto de significativos cambios
sociopolíticos, simbolizados, por ejemplo, en el movimiento a favor de los
derechos civiles en Estados Unidos y en la emergencia de la nueva izquierda en
Europa.

Esta interpretación de la historia reciente de la teoría política ha suscitado, con


razón, algunas reservas. Se ha subrayado que es precisamente durante esas
décadas de supuesto declive cuando autores como Friedrich Hayek (1889-1992),
Michael Oakeshott (1901-1990), Karl Popper (1902-1994), Hannah Arendt (1906-
1975) e Isaiah Berlin (1909-1997) y, desde una perspectiva marxista, Herbert
Marcuse (1898-1979) o Louis Althusser (1918-1990), publicaron sus principales
obras. Estos autores --todos ellos europeos-- entendían mayoritariamente que la
contribución de la filosofía política consiste en poner de relieve las características

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Versión actualizada. Curso 2005-2006
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fundamentales de la existencia humana y la vida política en el mundo moderno
(Parekh 2001). Testigos de las atrocidades provocadas por el ascenso de los
totalitarismos en la primera mitad del siglo XX, se empeñaron en identificar las
causas de “tantos errores cometidos por la humanidad” (Popper 1994: 11). Por
poner algunos ejemplos, Popper las atribuyó a la construcción de utopías y la
creencia en que las leyes del desarrollo histórico pueden conocerse y, por tanto,
que la historia puede predecirse (historicismo); Oakeshott, al exceso de confianza
en la razón como instrumento de la política, descuidando la importancia de los
hábitos morales de comportamiento, que ni responden estrictamente a la razón ni
son comunes a toda la gente (racionalismo); Hayek, al abandono de la tradición
liberal, que defiende que las sociedades evolucionan espontáneamente y rechaza
la planificación social impuesta “desde arriba” con aspiraciones de perfección; y
Marcuse, a la búsqueda de efectividad y eficiencia propias del capitalismo
tecnocrático.

Minusvalorar la contribución de estos autores al avance y a la consolidación de la


teoría de la política en el siglo XX sería tan desacertado como cuestionar el
alcance de la obra que muchos politólogos consideran el principal hito de esta
subdisciplina desde la Segunda Guerra Mundial, Una Teoría de la Justicia,
publicada en 1971 por el estadounidense [John Rawls (1921-2002)]. Si la filosofía
política de los años 50 y 60 era fundamentalmente contemplativa y reflexiva, a
partir de la publicación de la obra de Rawls y del lanzamiento por las mismas
fechas de algunas de las revistas académicas más importantes de filosofía política,
se torna más crítica y prescriptiva. Su principal objetivo no consiste tanto en
entender el comportamiento de los individuos en sociedad, cuanto en ofrecer
orientaciones sobre instituciones, políticas y prácticas sociales deseables,
asentadas en unos principios mínimos “razonables” (es decir, establecidos
mediante el uso de la razón y justificables en términos racionales) y
universalmente aceptables.

Las precisiones efectuadas hasta aquí sirven de trasfondo para exponer a


continuación algunos argumentos centrales de la teoría política liberal a través de
los debates en torno a los conceptos de libertad, justicia y sociedad civil. Dos
puntualizaciones finales resultan todavía pertinentes:

1) Los debates que aquí se presentan no forman compartimentos estancos; antes al


contrario, aportaciones a un debate abren otros debates, de tal modo que la
transición entre ellos se produce suavemente, sin grandes rupturas en lo que
podríamos denominar “las agendas de investigación de los teóricos políticos”.
Ello significa que, en la teoría política (en contraste con lo que viene sucediendo
en la ciencia política empírica, crecientemente especializada y
compartimentalizada), discurre una discusión permanente que implica, en mayor o
menor medida, a todos los filósofos políticos.

2) Aunque en este texto hemos tratado de ser parcos al citar autores y obras,
difícilmente cabe presentar las aportaciones sustantivas a la teoría política sin
nombrar a quienes las hacen. Las ideas van ligadas a autores y, en ocasiones,

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también a obras paradigmáticas. Citar unos y otras no es, pues, un ejercicio de
erudición gratuita para un estudiante de ciencia política, sino una práctica de
respeto hacia la producción intelectual.

3.2 Tres conceptos clave de la teoría política liberal


La libertad

¿Dónde empieza y dónde acaba mi libertad como ciudadano? ¿Puedo ser obligado
a obedecer? ¿Por quién y en virtud de qué? Estas preguntas nos remiten al debate
sobre el concepto y el valor de la libertad. No es casual que la publicación a
finales de los años 50 de algunas de las grandes contribuciones de la filosofía
política contemporánea sobre la libertad se produjera en plena lucha entre los
paradigmas ideológicos del capitalismo y del comunismo durante la Guerra Fría.
Pero tampoco parece accidental que coincidiera con la percepción de que los
problemas morales que plantean las relaciones políticas estaban siendo
postergados en el debate intelectual de la época.

“Descuidar el campo del pensamiento político porque su objeto inestable (…) no


puede ser atrapado por los conceptos fijos (…) no es más que permitirse el quedar
a merced de creencias políticas primitivas que no han tenido ninguna crítica”. Con
estas palabras rechazaba Isaiah Berlin en 1958 la tendencia de su época a concebir
las ideas como productos derivados de los intereses materiales (una postura
característica, aunque no de forma exclusiva, del marxismo) y, por tanto, menos
merecedoras de atención y análisis que tales intereses (Berlin 1993: 189). Y como
si ante tal descuido del poder de las ideas creyera necesario reaccionar
recuperando lo más básico o primordial de la reflexión filosófica sobre la política,
convertía la libertad en el núcleo de sus razonamientos.

La principal aportación de Berlin al debate sobre la libertad consiste en la


advertencia de que la libertad no es un concepto unívoco e intrínsecamente
conducente a un orden liberal; y ello porque coexisten dos conceptos de libertad:
la negativa y la positiva. La libertad negativa resulta de la no interferencia de
otros en el área de acción individual, en tanto que la libertad positiva implica la
voluntad de adquirir el control sobre la propia vida. De acuerdo con el concepto
de libertad negativa, cuanto más amplia es el área de no-interferencia, más extensa
es la libertad. Aunque el área de acción libre debe estar limitada por la ley, tiene
que existir un área mínima de libertad personal, de privacidad inviolable por otros
(y en particular, por los poderes públicos). Para los defensores de la libertad
negativa, sólo la existencia de esta área garantiza el desarrollo de las facultades
naturales que permiten al hombre perseguir los fines que considera buenos o
deseables, o, según argumentaba Mill a finales del siglo XIX en su célebre ensayo
Sobre la libertad, descubrir “la verdad”.

En cambio, para los defensores de la libertad positiva, libre es el individuo cuya


razón y voluntad (su “yo” superior) logra dominar sus deseos y pasiones (su “yo”
inferior). A Berlin le preocupaba especialmente que algunos ideólogos pudieran
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atribuir (o elevar) la razón y la voluntad de los individuos a una entidad social, y
que, en virtud de los supuestos intereses y la libertad de esta entidad, se
considerara lícito y aceptable menoscabar o destruir la libertad individual.
Sostenía, por tanto, que la libertad positiva (cuando devalúa al individuo al
trasladar su “yo” superior al colectivo social) encierra el riesgo de convertirse en
un argumento justificador de la coacción. De hecho, según Berlin, los
autoritarismos y los totalitarismos, así como también los nacionalismos, suelen
construir su base de legitimación sobre este entendimiento perverso de la libertad
positiva.

En verdad, el discurso de Berlin resulta tan denso y lleno de matices que sus
reservas hacia la libertad positiva no implican una defensa incondicional de la
libertad negativa. No se le ocultaba que, puesto que cuando uno adquiere
conciencia de la escasa capacidad de realizar sus deseos, tiende a sofocarlos o
reducirlos para atenuar la frustración de no verlos satisfechos, la libertad negativa
puede acabar siendo una libertad muy reducida o pobre. Asimismo, reconocía que
lo que uno concibe como su propio deseo puede ser el resultado de internalizar lo
que otro persuasivamente le incita a desear. No es, por tanto, inconcebible un
régimen autoritario respetuoso de la libertad negativa.

Pero, como recordaba Hayek por las mismas fechas en Los Fundamentos de la la
Libertad, tampoco es impensable que un régimen que respete formalmente la
libertad política (es decir, la libre participación de los individuos en la elección de
sus gobernantes) atente contra la libertad de sus ciudadanos: “Quizá el hecho de
haber visto a millones de seres votar su completa subordinación a un tirano hay
hecho comprender a nuestra generación que la elección del propio gobierno no
asegura necesariamente la libertad” (Hayek 1975: 37). Según este autor, el
elemento que identifica necesariamente a un Estado liberal no es su origen
democrático, sino el reconocimiento de una esfera privada protegida por derechos
individuales y libre del control coactivo público, y la aplicación de leyes generales
y conocidas (por tanto, predecibles). La libertad negativa así garantizada se
positiviza a través de lo que hace de ella el individuo. En efecto, de acuerdo con
Hayek, es la libertad negativa la que hace posible la libertad positiva, toda vez que
permite a las personas actuar de acuerdo con sus decisiones y planes.

¿Hasta dónde puede alcanzar la intervención del Estado sin obstruir la libertad de
los individuos? Qué constituye una obstrucción o un comportamiento coactivo no
es una cuestión que se pueda contestar de modo absoluto u objetivo, sino que
requiere el desarrollo de argumentos morales. A modo de ejemplo, un filósofo
político que priorice los valores clásicos del liberalismo hará hincapié en la
relación entre la libertad y el ejercicio de los derechos individuales, y preferirá un
Estado que interfiera lo mínimo posible en la libertad privada. Sin embargo, si
considera prioritario promover “virtudes cívicas” como la participación ciudadana
y el autogobierno, insistirá en la relación entre libertad y acción política,
inclinándose por un Estado que capacite (“empodere”, como a menudo se traduce
el verbo inglés “empower”) a la gente para cumplir sus derechos y obligaciones
públicos. En esta segunda línea, algunos teóricos políticos han subrayado que la

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libertad tiene dos dimensiones igualmente importantes e imprescindibles: la de las
oportunidades (de hacer algo) y la de los recursos (para hacer algo). Viene siendo
habitual referirse a estas dos dimensiones como libertad negativa (o “libertad de”)
y libertad positiva (o “libertad para”), retomando así la distinción conceptual de
Berlin, pero desproveyendo al concepto de libertad positiva de la amenaza que
este autor le atribuía.

La justicia (entendida como [equidad])

¿Hay libertad sin justicia? ¿Qué concepto de justicia asegura la libertad individual
y qué concepto de justicia la coarta? ¿Cabe justificar la intervención de los
poderes públicos en la esfera individual para la consecución de la justicia social?
En torno a estas cuestiones han reflexionado los filósofos políticos desde hace
siglos, como se desprende de la lectura de Política de Aristóteles. No obstante, a
Rawls se le reconoce el mérito de haber reintroducido el concepto de justicia en la
teoría política en la segunda mitad del siglo XX. Rawls comenzó ya a finales de la
década de los 50 a contrapesar el discurso predominante de la libertad con sus
reflexiones en torno al concepto de justicia entendida como “equidad” (fairness).
Oponiéndose al concepto utilitario de justicia, según el cual un orden justo es
aquel en el que los individuos de una sociedad maximizan su satisfacción, en un
artículo publicado en 1958 Rawls consideraba que la justicia se asienta en dos
principios: 1) cada uno tiene igual derecho a gozar de la máxima libertad
compatible con una libertad de semejante amplitud para todos, lo cual comporta la
igualdad en la asignación de derechos y libertades básicos, y 2) las desigualdades
son arbitrarias, siempre que no sea razonable esperar que operen en beneficio de
todos, y bajo el supuesto de que los puestos y cargos a los que están ligadas, o de
los que pueden obtenerse, sean accesibles a todos (con otras palabras, las
desigualdades sólo están justificadas cuando de ellas extraen beneficios todos los
ciudadanos o cuando van unidas a posiciones sociales a las que todos pueden
acceder).

Años más tarde, en su libro Una Teoría de la Justicia, Rawls identificó estos
principios como aquellos por los que optarían las personas desde la “posición
original” o tras el “velo de la ignorancia”. Ésta es la posición teórica en la que se
encuentra un individuo cuando desconoce cuáles son sus condiciones o cualidades
específicas (de inteligencia, riqueza, etc.) gracias a las cuales va a poder
convertirse en una persona determinada. Tras el “velo de la ignorancia” toma
decisiones sobre los principios de justicia “como si” careciera de sesgos
personales que le indujeran a seleccionar los principios que más le benefician.

Partiendo de su segundo principio de justicia (o principio de la diferencia), Rawls


también defendió que todos los bienes sociales primarios – aquello que se supone
que desea cualquier individuo racional, como los derechos, las libertades y
oportunidades, pero también la renta y la riqueza – debían estar distribuidos
equitativamente, a no ser que una distribución desigual beneficiara a los más
desfavorecidos. Del principio rawlsiano de la diferencia se sigue, pues, la
necesidad de luchar contra las desigualdades de origen, azarosas y arbitrarias

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desde un punto de vista moral, las que portan aquellos peor dotados por la
naturaleza. En cualquier caso, la prioridad que Rawls concedía al primero de sus
dos principios (o principio de la libertad), excluyendo la posibilidad de
limitaciones de las libertades básicas en virtud de ventajas sociales o económicas
que podrían derivarse del segundo principio, ubicaban su filosofía política en la
tradición del liberalismo; eso sí, de un liberalismo merecedor del calificativo de
“social” o “igualitario”.

El liberalismo social de Rawls se distancia del liberalismo clásico en cuanto que


reserva al Estado un papel que va más allá del de regulador y supervisor del libre
juego de las fuerzas del mercado. Antes bien, basándose en principios de justicia,
el Estado debe mitigar la desigualdad distributiva y, por tanto, ayudar a los más
desfavorecidos económicamente. En definitiva, la teoría rawlsiana, fundada en el
principio netamente liberal de la igualdad de derechos y libertades, legitima la
provisión de los servicios y las prestaciones sociales del Estado del bienestar y
justifica, por tanto, la intervención de los gobiernos en la consecución de un orden
social justo. En la defensa de este argumento también ha destacado Ronald
Dworkin, según el cual los Estados deben promover la redistribución de la riqueza
para asegurar que ningún ciudadano pueda verse privado de una vida digna por
factores que exceden su capacidad de control, como la falta del talento o de las
habilidades que reportan riqueza en las economías de libre mercado.

“El Estado mínimo es el Estado más amplio que cabe justificar. Cualquier Estado
más extenso viola los derechos de la gente”. Con estas frases comenzaba Robert
Nozick un capítulo de su libro Anarquía, Estado y Utopía, en el que discutía los
argumentos de quienes, como Rawls, justifican un Estado que intervenga en la
realización de un orden justo (Nozick 1974: 149). Según este otro autor
estadounidense, la justicia se alcanza a través de los intercambios y acciones
voluntarios de los individuos portadores de derechos basados en tres principios: 1)
la adquisición original de propiedad, es decir, la apropiación de las cosas que
carecen de propietario; 2) la transferencia de propiedad de una a otra persona, y 3)
la rectificación de la injusticia en las propiedades, al objeto de subsanar actos
inicuos que se hayan podido cometer históricamente contra la propiedad de
determinados grupos o personas (como, por ejemplo, expropiaciones sin adecuada
indemnización de resultas de una política racial o de una guerra).

Nozick postula que la distribución de la propiedad es justa, si los propietarios


tienen derecho a sus propiedades de acuerdo con estos tres principios. Así pues,
Nozick niega que una distribución pueda ser justa en virtud de unos principios
distributivos “pautados” (como los formulados por Rawls), esto es, de principios
orientados hacia un resultado final y que obvian cómo se han generado los
derechos de propiedad. Desde una posición calificada como libertaria, Nozick
afirma que ningún principio de justicia “pautado” puede ser permanentemente
realizado sin interferir de forma continua en las vidas de la gente, bien
impidiéndole que transfiera recursos como desee, bien tomando recursos de
algunas personas que otras por alguna razón decidieron transferirles.

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Más recientemente, Amartya Sen ha introducido nuevas preguntas en el debate de
la justicia dirigiéndolo hacia la idea de las “capacidades básicas” como dimensión
de relevancia moral. Para Sen, lo importante de una teoría de la justicia basada en
la equidad es si los individuos, con los recursos o medios de que disponen, tienen
la capacidad (o disfrutan de la libertad) de conducir diferentes tipos de vida que
les parezcan razonables. Los bienes primarios y los recursos se convierten, pues,
en libertad para elegir una vida particular. Y en la medida en que aumenta la
libertad así entendida, se produce progreso.

Los argumentos de Rawls, Dworkin, Nozick y Sen acerca de la justicia remiten a


la cuestión esencial de hasta dónde debe llegar el Estado para promover la justicia
social o distributiva. Enlazan así con el debate sobre la libertad y sobre cómo
controlar el poder del Estado e impedir que, quizá amparándose en valores
liberales (como temía Berlin), estrangule la libertad de sus ciudadanos. Éste es
precisamente el planteamiento en el que cobra relieve la idea de la sociedad civil.

La sociedad civil

El concepto de sociedad civil, que comenzó a utilizarse hace más de 200 años
como baluarte contra la limitación de las libertades impuesta por las monarquías
absolutas, experimentó un resurgimiento con las transiciones a la democracia del
último cuarto del siglo XX. Aunque algunos autores destacaron la contribución de
la sociedad civil a la deslegitimación de las dictaduras del Sur de Europa (por
ejemplo, Víctor Pérez Díaz para el caso español), su papel se reivindicó
especialmente en las transiciones de la Europa del Este, donde los aparentemente
poderosos Estados comunistas habían acabado sucumbiendo a la presión de partes
de la sociedad más o menos flexiblemente autoorganizadas al margen de las
estructuras estatales. En gran medida, estos acontecimientos históricos
estimularon una discusión de filosofía política que entronca con los principios del
liberalismo.

Si bien cabe encontrar múltiples definiciones de sociedad civil, coinciden, por lo


general, en considerar como su núcleo la existencia de numerosas asociaciones
independientes del Estado que estructuran y coordinan la sociedad e influyen en la
adopción de decisiones políticas. Pero, para los teóricos de la sociedad civil, la
virtud de ésta no reside en el mero hecho de asociarse, sino en lo que producen
esas redes de relaciones sociales creadas para la defensa de intereses, ideologías,
creencias o instituciones. Producen, concretamente, una vida social pública, con
otras palabras, un espacio de libre intercambio de visiones e ideas, en el que, a
través de la discusión y el debate, se va formando la opinión pública. La
publicidad que caracteriza a esta opinión contrasta con la opacidad o falta de
transparencia con la que a menudo operan el Estado y las burocracias.

Teóricos de la sociedad civil, como Michael Walzer, han defendido que la


sociedad civil constituye el entorno más adecuado para la “vida buena”. En efecto,
el escenario en el que mejor se desarrolla esa “vida buena” no es, según Walzer, la

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comunidad política del Estado democrático, que nos hace ciudadanos; ni tampoco
el mercado, que maximiza nuestras opciones como consumidores; ni la nación,
que nos lleva a exigir la autonomía del pueblo del que formamos parte. “En el
ámbito de la vida asociativa de la sociedad civil es donde se definen todos los
argumentos sobre la vida buena y se ponen a prueba, resultando así ser todos ellos
parciales, incompletos y, en último término, insatisfactorios” (Walzer 1998: 384).
La ventaja de la sociedad civil reside precisamente en su carácter inclusivo de
diferentes proyectos: de ahí que se desarrolle en muchos escenarios, englobando a
agentes que actúan en la comunidad política (por ejemplo, los partidos políticos),
el mercado (los negocios familiares, las cooperativas de trabajadores, las
asociaciones de consumidores) y la nación (los grupos nacionales).

Como afirma Walzer, no hay Estado alguno que pueda mantenerse


permanentemente al margen de la sociedad civil. No puede sobrevivir sólo
mediante la coacción, necesita crear y reproducir lealtades; en definitiva, precisa
construir legitimidad. Pero también la sociedad civil requiere del Estado como
marco de actuación y autoridad capaz de hacer frente a las relaciones
desigualitarias que pueden generarse en el seno de la sociedad civil. Estado y
sociedad civil no son, por tanto, conceptos indefectiblemente opuestos. Del
mismo modo que el Estado puede contribuir al desarrollo de la sociedad civil,
también las familias y el mercado (en concreto, las empresas) pueden estimularlo
o, por el contrario, inhibirlo. Lo estimulan cuando están organizados de acuerdo
con reglas de civilidad, lo cual implica necesariamente el respeto de los derechos
individuales de sus miembros o participantes y la promoción de comportamientos
transparentes, cooperativos y predecibles. Si es cierto, en línea con Walzer, que el
civismo sólo puede ser aprendido a través de las redes asociacionales, también lo
es que no todas las asociaciones son civiles. La sociedad civil tiene, por tanto, que
vigilar la aparición de asociaciones inciviles, que operan sin aportar la necesaria
información sobre sus objetivos y actuaciones, y adoptan decisiones sin abrir
cauces de debate y participación entre sus miembros.

El concepto de sociedad civil condensa, por tanto, la discusión sobre cómo


mejorar la calidad de la democracia involucrando más a la ciudadanía. Pero no es
el único. Con cierta frecuencia se escucha la queja de que la democracia se
convierte en un conjunto hueco de instituciones si los ciudadanos se limitan a
votar a sus representantes cada cuatro años. Las críticas a la democracia
representativa se remontan al menos a finales del siglo XIX, encarnándose
inicialmente en Rousseau, para quien los ciudadanos gobernados por regímenes
representativos sólo son libres el día de la elección. Otros muchos autores han
seguido la estela de la crítica de Rousseau, articulando diferentes discursos. Así,
el republicanismo (como principio filosófico-político, y no como opción por una
forma de Estado no monárquica) adopta una postura crítica ante el modelo de la
democracia representativa, toda vez que ésta tiende a adormecer el interés político
y el intercambio de opiniones del que surge la voluntad popular, obstaculizando
así el necesario proceso de control permanente de los gobernantes para que no se
desvíen de la virtud moral.

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En este contexto también cabría citar el discurso sobre la “democracia
participativa”, que comenzó a articularse desde los años 60 frente a una visión de
la democracia como un espacio en el que los grupos de interés poderosos, al
margen de los ciudadanos comunes, defienden sus posiciones, compiten y
negocian entre sí y con las elites políticas. Como alternativa a este “pluralismo
democrático de grupos de interés” se han planteado asimismo otros modelos de
democracia, como el de la “democracia deliberativa” (Jürgen Habermas), que
pone el énfasis en la consecución de consensos a través de la deliberación pública,
entendida como el razonamiento entre ciudadanos iguales; o como el de la
“democracia fuerte” (Benjamin Barber), en la cual los ciudadanos llegan
conjuntamente a un compromiso público del que también participan
organizaciones y grupos de interés.

Los conceptos de “democracia deliberativa” o “democracia fuerte” representan


referentes normativos o modelos ideales que nos alertan ante la tendencia de
conformarnos con el funcionamiento de la democracia representativa o de la
democracia pluralista de los grupos de interés; es decir, de “democracias
electorales” o “procedimentales”, en las cuales el ciudadano común se limita
básicamente a elegir cada cierto tiempo a los representantes políticos o sociales.
No obstante, en qué medida estos conceptos mejoran como referentes morales al
más clásico de sociedad civil es una cuestión que dista de estar clara.

3.3 Dos críticas a la teoría política liberal

¿Dónde queda la comunidad?

De lo hasta aquí expuesto se desprende con claridad que la teoría política liberal
no constituye un cuerpo homogéneo de pensamiento filosófico. Entre los teóricos
liberales, los hay quienes, desde una concepción estricta de la libertad negativa,
subrayan el riesgo de que los Estados invadan la sociedad civil, por lo cual
proponen limitar las capacidades estatales y otorgar mayor protagonismo a los
mecanismos del mercado. Sin embargo, a otros les preocupa más el riesgo que
suponen las desigualdades sociales para el ejercicio de la libertad, y postulan un
Estado activo que procure crear oportunidades iguales para todos los ciudadanos.
Pero, por encima de las divergencias sobre el significado de los conceptos de
libertad, justicia y sociedad civil, y sobre cuál debe ser el papel de los Estados en
la consecución de estos valores, los teóricos liberales comparten una visión
originariamente individualista. Cómo promover el bienestar de los individuos es
la pregunta de partida que todos se formulan. La autonomía de los individuos para
decidir cómo vivir mejor su vida, cómo construir sus planes vitales, se convierte
en una premisa básica del pensamiento liberal. Junto a ella, otro denominador
común de los teóricos liberales reside en la confianza en la razón como
instrumento mediante el cual alcanzar una sociedad política legítima, es decir,
considerada justa (y, por tanto, justificable) por los individuos que viven en ella.

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Esta dimensión individualista de la teoría política liberal ha estado sometida desde
los años 80 a fuertes ataques de autores que insisten en la necesidad de enfocar la
atención en la comunidad. Según los denominados “comunitaristas” (entre los que
cabe destacar a Alasdair MacIntyre y Michael Sandel), la teoría política liberal
mantiene una concepción “atomista” de los seres humanos, haciendo caso omiso
de la pertenencia de éstos a grupos sociales. Cuando los liberales hablan de
autonomía personal o de elección individual, o cuando juzgan la justicia de un
orden político concreto, lo hacen sin tener en cuenta los límites culturales de estas
ideas, presuponiendo que la libertad o la justicia tienen un carácter abstracto o
universal.

En cambio, los comunitaristas defienden que la identidad de los individuos, sus


valores morales y políticos (y, por tanto, también sus visiones de la vida buena)
están marcados por las comunidades a las que pertenecen. Lo social (es decir, la
comunidad) no sólo es previo a lo político, sino que determina lo político. Por otra
parte, siguiendo el razonamiento de los comunitaristas, la razón o la deliberación
racional, en la que tanto confían los liberales, no opera en un vacío cultural, sino
en el seno de tradiciones sociales y culturales específicas. Es en la cultura de la
comunidad, y no en la razón, donde se hallan las claves para articular un discurso
sobre la “vida buena”. Los comunitaristas argumentan que, dada la importancia
constitutiva de la comunidad, el Estado está llamado a preservar su salud,
reforzando los lazos sociales y culturales, así como los valores de la vida
comunitaria.

Con su énfasis en las virtudes de la comunidad y la cultura, los comunitaristas se


han hecho, a su vez, acreedores de numerosas críticas. Desde posiciones liberales
se ha señalado, por ejemplo, que el comunitarismo conduce al relativismo: en
ausencia de principios universales basados en la razón, ¿cómo se puede valorar la
bondad moral y política de las diferentes comunidades? También se le ha acusado
de favorecer un cierto conservadurismo social: ¿no implica acaso el
comunitarismo la aceptación acrítica de la cultura y las costumbres comunitarias
existentes, aun cuando éstas favorezcan la opresión de grupos sociales, como las
mujeres, las minorías étnicas o los homosexuales? Otros autores han puesto en
duda el argumento comunitarista de acuerdo con el cual en cada sociedad existe
algo así como una comunidad de valores que se plasma en un orden jurídico
determinado. Antes bien, las sociedades modernas se caracterizan por una
pluralidad cultural, que refleja, en última instancia, la coexistencia de múltiples
comunidades en el seno de un mismo orden político.

¿Cómo se resuelven los problemas de multiculturalidad?

Ante la pluralidad cultural de las sociedades modernas, la teoría liberal defiende


que los Estados de derecho tienen el deber de actuar neutralmente, garantizando a
todos los ciudadanos la posibilidad de desarrollar diferentes proyectos de vida,
siempre que éstos respeten los principios de libertad, justicia y democracia. Lo
cierto es que la teoría liberal se escuda a menudo en una neutralidad cultural que,
como ha expuesto Will Kymlicka (1998), es un mito. En el momento en que un

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Estado establece una lengua oficial, define el contenido de la historia que deben
aprender los niños en la escuela o aprueba la celebración de una festividad, está
apoyando una “cultura societaria” determinada. Del mismo modo, un Estado que
limita la entrada a inmigrantes o establece condiciones para reconocerlos como
ciudadanos con capacidad de ejercer los derechos políticos (por ejemplo, el voto)
puede estar anteponiendo la pertenencia cultural de la mayoría nacional a la
igualdad de derechos y oportunidades del individuo. Si un Estado que procede de
esta manera no es liberal, ¿merece ese calificativo Estado alguno?

Evidentemente, los teóricos liberales responderían que sí. Y es que, como muchos
de ellos han reconocido, la existencia de una cultura común es esencial para crear
sentimientos de lealtad política hacia un Estado y promover la confianza necesaria
para la cooperación y la solidaridad entre los ciudadanos. Por lo tanto, como
Kymlicka documenta, las medidas de protección de la cultura nacional no son
incompatibles con los valores liberales. Es más, constata que las culturas, o
naciones, son “unidades básicas de la teoría política liberal” (1998: 415). Al fin y
al cabo, muchos proyectos de construcción nacional (entre ellos, el de España)
han sido históricamente impulsados por elites liberales.

Si los comunitaristas no han sabido integrar en el concepto de comunidad la


posible existencia de diferencias culturales profundas, como las que se dan en
Estados multiculturales (que cuentan con grandes grupos de inmigrantes o
incluyen varias naciones), tampoco la teoría liberal ofrece una respuesta
satisfactoria a la pregunta sobre cómo tratar la multiculturalidad dentro de un
Estado. Se considera a menudo que los derechos de grupo, como los que protegen
a las culturas minoritarias en sociedades multiculturales, violentan los principios
liberales. De hecho, desde una perspectiva liberal parece sobrentenderse que las
comunidades culturales minoritarias (o las minorías nacionales) deben adaptarse a
la cultura liberal de los derechos individuales (encarnada en la mayoría nacional).

Kymlicka ha defendido que es posible superar esta supuesta incompatibilidad


entre los valores del liberalismo político, de un lado, y el multiculturalismo y los
derechos de grupo, de otro. Para ello, es necesario distinguir, en primer lugar,
entre los grupos inmigrantes y las minorías nacionales. Son sólo estas últimas las
que se resisten a integrarse en una cultura común y se empeñan en reforzar sus
propias culturas societarias con fines de autonomía política. Argumenta Kymlicka
que si las culturas o naciones son unidades básicas de la teoría política liberal en
la medida en que permiten alcanzar los objetivos liberales, la teoría liberal no
puede dejar de reconocer la realidad y la legitimidad de los nacionalismos
minoritarios. Más aún, los valores del liberalismo político moderno sólo pueden
realizarse si se reconocen los derechos de grupo.

Ahora bien, esos mismos derechos están sometidos a límites: “los derechos de las
minorías no deberían permitir a un grupo dominar a los demás grupos y tampoco
deberían capacitar a un grupo para oprimir a sus propios miembros” (Kymlicka
1998: 439). Por tanto, el reconocimiento de los derechos de las minorías debe ir

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acompañado de la garantía de que se preserva la igualdad entre los grupos y la
libertad e igualdad dentro de los grupos.

El intento de Kymlicka de compatibilizar los valores del liberalismo político con


los derechos culturales ha suscitado no pocas objeciones en las filas de la filosofía
política liberal. Pero lo cierto es que ésta ha salido reforzada de las críticas que le
han formulado comunitaristas y multiculturalistas, puesto que le han obligado a
reconocer y matizar los límites de principios tales como la primacía del individuo,
la neutralidad cultural del Estado, el valor de la razón o la universalidad de los
principios morales aplicables a la política. Al mismo tiempo, estas críticas han
abierto nuevos interrogantes de gran interés tanto para la teoría política como para
la práctica de los Estados democráticos, entre otros, cómo conciliar el respeto a la
multiculturalidad con la protección del derecho individual a la igualdad de trato
por parte de los poderes públicos, o cómo evitar que la tolerancia con la
diversidad cultural erosione la cohesión de una comunidad política, hasta el punto
de provocar el rechazo a cargas u obligaciones mediante las cuales los Estados del
bienestar articulan la solidaridad entre los diferentes grupos de la sociedad.

Espacio para notas, apuntes o comentarios al [Equipo Docente]

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