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Curso 2005-2006
Unidad Didáctica I:
El estudio de la política
Elisa Chuliá
José Ignacio Torreblanca
Contenido
2.1. El conductismo
¡ATENCIÓN!
Esta versión actualizada para el Curso 2005-2006 sustituye a la anterior
Material correspondiente a la Primera Prueba Personal
Presentación
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Introducción
Iniciarse en el estudio de una disciplina académica supone aprender a delimitar
los fenómenos que constituyen el objeto de ésta, conocer los enfoques de
investigación más importantes y las cuestiones teóricas en torno a las que se
configuran los principales debates. Tales son los tres grandes objetivos que
perseguimos en esta primera Unidad Didáctica de la asignatura “Introducción a
la Ciencia Política”.
Una vez aclaradas estas cuestiones básicas, se presentan, en segundo lugar, los
enfoques o tipos de explicaciones más importantes que los estudiosos de la
ciencia política han elaborado en la búsqueda de respuestas a las preguntas sobre
cómo es y cómo funciona la realidad política. A lo largo del siglo XX, la ciencia
política empírica ha progresado a través de la elaboración y el
perfeccionamiento de enfoques de investigación que compiten en cuanto a su
capacidad de explicar los hechos o evidencias que analizan los politólogos. El
auge de uno o varios enfoques en determinados períodos de la historia de la
ciencia política no ha llevado consigo el abandono definitivo de los hasta
entonces predominantes. Enfoques nuevos y tradicionales, en versiones más o
menos actualizadas, forman parte del acervo científico de la disciplina.
Esa actividad política encaminada a resolver los conflictos sociales que pueden
amenazar la cohesión y, por tanto, la continuidad de la comunidad, se manifiesta
de diversas formas. Vallès (2000: 45-52) las resume en tres: estructuras,
procesos y resultados. En tanto estructura, la política se plasma en un conjunto
de instituciones o reglas (recogidas primordialmente en la Constitución o leyes
fundamentales del Estado) que establecen el contexto dentro del cual se
desarrolla la intervención política. Ésta se configura como un proceso en el que
participan actores que representan al Estado (por ejemplo, el gobierno), a los
electores (los partidos políticos) o a determinados grupos sociales (por ejemplo,
los sindicatos y las asociaciones empresariales) que, desde perspectivas diversas
y, en ocasiones, opuestas, discuten, negocian y acuerdan determinados cursos de
acción. Si tales discusiones, negociaciones y acuerdos son efectivos, producen
resultados formales (pactos suscritos, normas legales aprobadas...) o informales
(compromisos orales) orientados hacia la solución temporal o definitiva de los
problemas que suscitaron la intervención. La política conjuga, pues, estabilidad
(estructuras y resultados) con dinamismo (procesos), si bien, como es obvio, lo
estable no es permanente o inmutable.
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ejemplos, hasta hace unas décadas la protección del medio ambiente no era un
objetivo político; del mismo modo, la violencia doméstica tampoco preocupaba
a los agentes políticos apenas unos años atrás. Ambas cuestiones se encuentran
hoy, sin embargo, en lugares destacados de los programas de muchos gobiernos
de los países más desarrollados.
Llegados a este punto, no resulta trivial preguntarse, como hace Vallès (2000:
27-28), si la política es un fenómeno indefectiblemente ligado a la condición
humana, es decir, si es inevitable allí donde conviven personas. En sentido
estricto, no cabe identificar actividad política en comunidades pequeñas e
igualitarias cuyos miembros comparten los medios de subsistencia y dirimen sus
diferencias directamente, sin que nadie disponga del mando o gobierno de los
otros. Si bien la historia de la humanidad no desconoce casos concretos de tales
comunidades, su relativa escasez demuestra el carácter prácticamente universal
o ubicuo de la política.
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las actividades que se despliegan o podrían desplegarse para resolver los
problemas o mejorar las circunstancias a que da lugar la convivencia entre
individuos con intereses y objetivos diversos. El repertorio de esas actividades
difícilmente puede concretarse sin recurrir a factores históricos y sociales. En
última instancia, la consideración de tales factores contextuales permite
comprender por qué un tema determinado adquiere la condición de problema de
interés público o de situación susceptible de mejora.
Queda claro que, a diferencia de los fenómenos físicos o químicos, como por
ejemplo, la velocidad del sonido o la composición molecular de un cuerpo, el
politólogo estudia fenómenos en los que con frecuencia él mismo está
involucrado como ciudadano y, por tanto, ante los cuales tiene actitudes previas
que pueden sesgar más o menos las distintas fases del proceso de investigación
(desde la selección del tema hasta la interpretación de los resultados). Por ello,
la posición del politólogo respecto a su objeto de estudio difiere sustancialmente
de la del físico o químico, cuya labor científica se ve, sin duda, menos lastrada
por los valores y la subjetividad. Ocurre, además, que en contraste con los
fenómenos que analizan los naturalistas, los que estudian los científicos sociales
no son replicables en condiciones de laboratorio, es decir, no pueden reiterarse
de forma idéntica. Así, cabe hacer generalizaciones sobre un tipo de régimen
político (por ejemplo, las democracias), pero las observaciones a partir de las
cuales se infieren tales afirmaciones generales nunca son las mismas.
Ciertamente, entre los politólogos de nuestros días son mayoría los que
practican la ciencia política empírica. Entienden su labor como la de analizar los
fenómenos políticos, explicando sus causas y consecuencias de manera lógica,
sistemática y contrastable (es decir, de forma que quepa comprobar la veracidad
de los datos en los se basan las explicaciones). Además, así como los trabajos
más importantes de ciencia política empírica son de la autoría de politólogos, no
pocos de los textos más consultados sobre teoría política han sido elaborados
por filósofos o juristas. No obstante, no debe olvidarse que la ciencia política,
como disciplina académica, engloba ambas vertientes, la empírica y la teórica.
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real ajeno al investigador, pero a diferencia de aquéllos, no confían en que todos
los factores relevantes para explicar los fenómenos políticos se puedan observar
empíricamente y reflejar en indicadores numéricos. Estiman que hay estructuras
condicionantes de la actividad política que escapan a la medición y traducción
en cifras, y, aunque consideran que las teorías son útiles para ordenar el material
empírico y dar sentido a los hallazgos, son conscientes de sus límites. En
cualquier caso, a diferencia de los racionalistas, que aplican a sus
investigaciones la lógica deductiva (esto es, parten de teorías para explicar
hechos), los realistas suelen enfocar los fenómenos inductivamente, es decir,
analizan el caso concreto antes de formular proposiciones generalizables. Sus
investigaciones combinan a menudo datos y métodos de análisis cuantitativos y
cualitativos.
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investigadores que nos precedieron (siempre bajo el supuesto de que unas y
otras respondan a los criterios de calidad exigibles a una investigación). Así
como las ciencias naturales avanzan “destruyendo su pasado” en la medida en
que éste deja de tener valor para la explicación científica, la ciencia política lo
rescata al menos parcialmente (Kavanagh 1991). No es raro que, ante problemas
políticos nuevos, se “repesquen” tradiciones de investigación pretéritas a las
que, con nuevos matices, se les atribuye un renovado poder de explicación.
Así pues, flexibilizar las exigencias del método científico no significa caer en un
relativismo en virtud del cual aprobemos cualquier investigación y concedamos
credibilidad a sus resultados. Como todas las disciplinas académicas, la ciencia
política dispone de criterios para juzgar si una investigación es provechosa y
sólida. No lo es una investigación que trate un tema sin examinar con cuidado
las contribuciones anteriores sobre el mismo o que no aporte nada nuevo con
respecto a ellas. Tampoco lo es una investigación cuyos argumentos estén tan
escasamente elaborados que no trasciendan la propia intuición o no resistan la
menor prueba de contraste con una realidad comparable a la estudiada. Estos
criterios de calidad están consensuados interdisciplinarmente, es decir,
coinciden básicamente con los que se aplican en otras disciplinas. Pero, dentro
de estos límites, las aportaciones merecedoras de ser clasificadas como ciencia
política pueden tener planteamientos muy diferentes.
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incluyan asignaturas de historia, sociología, derecho o economía tiene, por tanto,
su justificación.
Los vínculos de la ciencia política con el derecho son, por otra parte, obvios. Las
normas jurídicas que estudia el derecho constituyen un material de primer orden
para la ciencia política, no sólo porque representan las bases del funcionamiento
ordenado de la mayor parte de las comunidades humanas, sino también porque
son el principal producto de la acción política. Como se ha afirmado
repetidamente, la lucha por el poder político es, en esencia, la lucha por hacer
las leyes. Qué límites y qué márgenes de discrecionalidad tienen los políticos
para elaborar éstas y a qué planteamientos jurídicos responden, son sólo algunas
de las preguntas relevantes para la ciencia política a las que el derecho ofrece
respuesta.
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En cuanto a la economía, aparte de su decisiva influencia en el desarrollo de las
teorías de la elección racional que se explicarán en esta Unidad Didáctica más
adelante, su conexión con la ciencia política es muy estrecha en el amplio
ámbito de la subdisciplina conocida como “economía política” (encargada de
analizar las decisiones económicas que adoptan los actores políticos). La
intervención de los Estados en la economía ha alcanzado tal magnitud durante el
siglo XX que, sin la labor de análisis de los economistas, resulta difícil
comprender tanto las causas, como los modos de proceder y las consecuencias
de muchas actuaciones gubernamentales. Los datos que elaboran y explotan los
economistas, así como las conclusiones que extraen de ellos, componen un
soporte empírico imprescindible para avanzar en el conocimiento del
comportamiento de muchos de los agentes que interesan especialmente a la
ciencia política (Estados, empresas, familias, etc.).
ELSTER, J. (1995): Tuercas y tornillos: una introducción a los conceptos básicos de las ciencias
sociales. Barcelona: Gedisa.
KAVANAGH, D. (1991): “Why Political Science Needs History?”, Political Studies 39, 479-495.
VAN EVERA, S. (2002): Guía para estudiantes de ciencia política. Métodos y recursos.
Barcelona: Gedisa.
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Espacio para notas, apuntes o comentarios al [Equipo Docente]
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2. Principales enfoques de investigación1
(José Ignacio Torreblanca)
2.1. El conductismo
Al igual que la teoría de la elección racional hoy, cuyo origen está en la economía,
el conductismo tampoco fue un producto autónomo de la ciencia política sino que
tuvo su origen en la sociología, llevada a los EEUU por los refugiados alemanes
del periodo de entreguerras, y sobre todo en la psicología, disciplina que registró
notables avances en el periodo de entreguerras y cuyas primeras aplicaciones al
campo de la política tuvieron resultados muy notables en los trabajos de
psicología política de Harold Lasswell (1902-1978). El conductismo o
behavioralismo (del inglés, behavior), llamado así por su énfasis en el estudio de
la conducta política de los individuos, supuso el declive de los estudios jurídico-
formales centrados en las instituciones del Estado o sus productos
(Constituciones, leyes, regulaciones, etc.) y la apertura de un nuevo campo de
investigación centrado en el comportamiento de los principales actores del juego
político (votantes, gobiernos, partidos, grupos de presión, etc.).
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La versión electrónica de este texto (en formato pdf) contiene algunos enlaces o hipervínculos
entre corchetes a determinados recursos en Internet que pueden facilitar la comprensión de la
materia aquí explicada con ejemplos adicionales. Todos ellos se han obtenido con búsquedas muy
sencillas (incluso literales) en [Google] que animamos a los estudiantes a repetir y ampliar.
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La ciencia política anterior al conductismo estaba íntimamente relacionada con el
derecho público. Como el objeto de estudio principal lo constituía el Estado como
institución formal-legal, prácticamente toda la ciencia política anterior al
conductismo era “teoría del Estado”. Dado que el estudio del comportamiento
político de los individuos y otros actores quedaba limitado al cumplimiento por
parte de éstos de los roles formales que las leyes asignaban a los individuos, la
labor de un gran número de los primeros politólogos consistía en poco más que en
la descripción de las leyes que regulaban la política así como de las competencias
y prerrogativas de las principales instituciones políticas.
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Frente al marxismo y al elitismo, el conductismo afirmó una visión “plural” de la
democracia estadounidense, destacando la apertura del sistema político a la
participación política de los individuos y a la representación de todo tipo de
intereses.
Por esa razón, el conductismo adoptó siempre como objetivo central la búsqueda
de asociaciones causales entre fenómenos así como regularidades que pudieran
generalizarse a otros ámbitos. Los estudios conductistas siempre situaron en el
centro del trabajo científico la observación empírica y la verificación,
comprobación y contrastación sistemática de los resultados obtenidos.
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magistral", de "extraordinaria inteligencia” y, “lo que es más infrecuente, de extraordinaria
sabiduría".
[Capital social]
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problemas que más atención académica acaparó durante los años cincuenta y
sesenta en los Estados Unidos: la violencia política. Los estudios de Ted Gurr
sobre la violencia política o de David Singer sobre la recurrencia de los conflictos
armados supusieron un salto cualitativo en las explicaciones de las causas y
condiciones en las que tiene lugar la violencia política dentro y entre los Estados.
Hoy en día, gracias a la cuidadosa observación empírica de cientos de conflictos
bélicos habidos desde 1816, los teóricos del conflicto han podido formular la
llamada “teoría de la paz democrática”. De acuerdo con ella, la probabilidad de
que dos naciones gobernadas con regímenes democráticos vayan a la guerra es
remota. La “teoría de la paz democrática” es un ejemplo excelente de lo que
constituye una teoría elaborada mediante la observación empírica (método
inductivo).
Pese a ser poco más que una serie de supuestos acerca de cómo estudiar la
política, el conductismo comenzó a caer en el descrédito a finales de los años
sesenta, víctima de tres ataques: el primero, proveniente de la ‘nueva izquierda’,
argumentaba que el conductismo había caído en una obsesión con las técnicas y la
metodología que había contribuido a desconectar de la realidad sus
investigaciones y convertirlo en una ideología conservadora del statu quo. El
segundo, proveniente de la economía neoclásica, cuestionó la cientificidad del
método inductivo y, reclamando para sí la bandera del auténtico positivismo,
planteó una alternativa basada en el modelo deductivo, incompatible con el
método inductivo planteado por el conductismo. Finalmente, el tercero,
proveniente de la crítica neomarxista al pluralismo, acusó al conductismo de
concebir el Estado como una arena neutral en la que los actores políticos
realizaban sus intercambios. Frente a la visión pluralista, los neomarxistas
defendieron la necesidad de estudiar el Estado y sus instituciones como un agente
activo en la producción y reproducción de los sistemas sociales.
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Pese a estas críticas, el balance del conductismo tiene que ser necesariamente
positivo. Para uno de los maestros del conductismo, Robert Dahl, más allá de las
polémicas estériles que han dominado el debate en torno al conductismo, éste fue
simplemente “un intento de mejorar nuestro entendimiento de los aspectos
empíricos de la política mediante el empleo de métodos, teorías y criterios de
verificación aceptables de acuerdo con los cánones, convenciones y supuestos de
la ciencia política moderna” (Dahl 1961: 767). Dicho de otra forma, el único
elemento realmente aglutinador del conductismo y de los conductistas sería su
vocación científica, es decir: el convencimiento de que la política puede ser
estudiada científicamente. De haber tenido esto claro, concluye Dahl, se habrían
ahorrado numerosas discusiones estériles.
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[Graham Allison, Universidad de Harvard]: En
La esencia de la decisión: la crisis de los
misiles cubanos (1971), Graham Allison
examinó tres posibles modelos explicativos de
la crisis entre EEUU y Cuba, que tan cerca
estuvo a punto de desencadenar una guerra
nuclear. En sus conclusiones, Allison opta por
una explicación basada en las rivalidades y
luchas de poder entre diferentes agencias
gubernamentales y ministerios (“modelo
burocrático”). Los Gobiernos, concluía Allison,
difícilmente podían ser conceptualizados como
actores únicos y racionales orientados a la
consecución de fines previamente definidos.
Como se puede observar en la película “Trece
Días” (Thirteen Days) de Roger Donaldson
(2000), los intereses del ejército, la CIA, el
Departamento de Estado y los hermanos
Kennedy a duras penas coincidían, siendo en muchos casos, abiertamente
contradictorios. La película está basada en el estudio de Ernest May y Philip Zelikov The
Kennedy Tapes: Inside the White House During the Cuban Missile Crisis [(Foto:
emplazamientos de misiles en Cuba (1962))
[Informe de la Comisión sobre el 11-S. Informe final sobre los ataques terroristas contra
EE UU 567 págs., Norton, Nueva York y Londres, 2004 (en inglés)].
Para concluir podríamos describir como conductismo todo lo que aunara teoría
empírica y observación de la realidad mediante técnicas y procedimientos
homologados. Por tanto, a pesar de las críticas que se han realizado
posteriormente acerca de la escasa cientificidad de los supuestos y métodos
conductistas, lo cierto es que el conductismo tuvo su origen y estuvo siempre
profundamente anclado en el positivismo. En realidad, a pesar de las críticas, el
éxito del conductismo como enfoque, reflejado en las numerosas aportaciones
realizadas desde sus presupuestos, así como su pervivencia durante muchas
décadas, está indisolublemente unido al rigor de sus planteamientos
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metodológicos. No en vano, su principal mérito fue el de establecer una
separación clara entre teorías ‘normativas’, centradas en el ‘deber ser’, y teorías
‘empíricas,’ basadas en la observación estructurada de la realidad.
DAHL, R. (1961): “The behavioral approach in Political Science”. American Political Science
Rewiew 55, 763-772.
DEUTSCH, K. W. (1980 [1963]): Los nervios del Gobierno. Buenos Aires: Paidós.
ELSTER, J. (1995): Tuercas y tornillos: una introducción a los conceptos básicos de las ciencias
sociales. Barcelona: Gedisa.
LIPSET, S. M. (1987 [1960]): El hombre político: las bases sociales de la política. Madrid:
Tecnos.
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2.2 La teoría económica de la política
Orígenes
Más allá de estos orígenes filosóficos, el punto de arranque de esta relación entre
economía y política se genera en los planteamientos de Joseph Schumpeter (1943)
en Capitalismo, Socialismo y Democracia. Allí se esboza por primera vez un
modelo de comportamiento político basado en el supuesto de racionalidad
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económica (consistente en suponer que toda acción
humana esta orientada a la maximización de algún
tipo de interés asociado al bienestar personal).
Schumpeter es por tanto el primero en afirmar que
el comportamiento de los políticos no se puede
entender atendiendo a sus supuestas orientaciones
por el interés general y la satisfacción de elevados
fines y principios, sino sobre la base exclusiva de
sus motivaciones privadas (en el caso de la
democracia, Schumpeter plantearía que la primera
preferencia de un político es ser reelegido. Por
tanto, la satisfacción de los votantes es, para el
político, un medio de permanecer en el poder, no un
fin en si mismo).
El impacto de Arrow fue notable ya que abrió toda una escuela de análisis de los
procesos de decisión públicos que pondrían de manifiesto la tendencia inherente
de las instituciones democráticas a manipular, mediante los diferentes sistemas de
votación, la agregación de preferencias así como a asignar ineficientemente los
recursos económicos (las burocracias, por ejemplo, estarían más interesadas en
maximizar su poder, expresado en personal, recursos financieros y ámbitos de
competencias, que en llevar a cabo las tareas para las que fueron creadas).
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Hicks, por sus contribuciones pioneras a la teoría del equilibrio económico general y la
teoría del bienestar.
[Bienes públicos]
Un bien público es aquel que reúne una doble característica: primera, que no se
puede excluir de su consumo a aquellos que no han participado en la provisión
de dicho bien (principio de no exclusión); segundo, que la cantidad del bien
producido no disminuye por el hecho de que más o menos personas consuman
dicho bien (principio de no-rivalidad en el consumo). Por ejemplo: las luces de la
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calle alumbran a todo el mundo, independientemente de que paguen la
contribución urbana o no. Además, la calle no se oscurece por el hecho de que
transiten por ella más o menos personas. Lo mismo ocurre con la defensa
nacional: todos nos beneficiamos de la seguridad independientemente de que
paguemos impuestos o sirvamos en el ejército. Con estas condiciones, se
entenderá fácilmente por qué los bienes públicos son difíciles de lograr: existen
pocos incentivos para participar en su provisión y escasas posibilidades de
sancionar a los que no quieran participar.
Principales supuestos
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comportan muy a menudo de forma irracional, cualquier teoría tiene que
construirse sobre supuestos simples y, por tanto, argumentan los teóricos de la
elección racional, es más lógico comenzar con el supuesto de racionalidad que
con el supuesto de irracionalidad. En aras de facilitar y simplificar la tarea de
investigación, la teoría de la elección racional supone que los comportamientos
idiosincrásicos (del griego, [idiosincrasia]) de los individuos son tan dispares que
tienden a neutralizarse entre sí y que, a pesar de estas disparidades, existe un
mínimo de racionalidad común a todos los individuos que es operacionalizable en
el nivel agregado.
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El mérito del dilema del prisionero es revelar una paradoja esencial de las
interacciones humanas: que el comportamiento racional (egoísta) de los
individuos puede llevar a resultados subóptimos desde el punto de vista individual
y colectivo. En el dilema del prisionero, comportarse egoístamente y delatar a su
compañero es la mejor solución; es lo que se denomina un ‘equilibrio de Nash’
(en honor del matemático y Premio Nobel, John Nash, intepretado por Russell
Crowe en la película “Una Mente Maravillosa”), es decir: una situación en la que
ambas partes han elegido la mejor estrategia para hacer frente a la mejor estrategia
del contrario y, que por tanto, pone fin al cálculo estratégico de opciones típico:
‘él piensa que yo pienso que él piensa que yo pienso etc.’. Sin embargo, resulta
obvio en el dilema del prisionero que ambos podían haber quedado en una mejor
posición si hubieran superado los problemas de desconfianza mutua.
El dilema del prisionero prueba que una de las críticas más habituales a la teoría
de la elección racional (la de que no tiene en cuenta el hecho de que las
estructuras en las que nos movemos determinan en gran medida nuestro
comportamiento) es bastante poco acertada. Al contrario: el dilema del prisionero
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y, en general, toda la teoría de la elección racional muestra cómo determinadas
estructuras (de costes y oportunidades) pueden hacer que comportarnos
racionalmente vaya en contra nuestros propios intereses. Frente a la crítica que se
suele hacer a la teoría de la elección racional en el sentido de que está demasiada
alejada de la realidad, los modelos que se elaboran de acuerdo con este concepto
de racionalidad dan cuenta de una serie de fenómenos de enorme relevancia,
desde la degradación medioambiental a las carreras de armamentos, la falta de
participación política en nuestras democracias o las estrategias de una
organización terrorista en su lucha contra un Estado (por citar un ejemplo
relativamente reciente y novedoso en España – Sánchez-Cuenca 2001).
NORTH, DOUGLASS C. (1991): El nacimiento del mundo occidental: una nueva historia
económica (900-1700). Madrid: Siglo XXI.
OLSON, M. (1992 [1965]): La lógica de la acción colectiva: bienes públicos y teoría de grupos.
México: Limusa.
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SÁNCHEZ-CUENCA, I (2001): ETA contra el Estado: las estrategias del terrorismo. Barcelona:
Tusquets.
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2.3 El “nuevo” institucionalismo
Para el ‘nuevo’ institucionalismo, las instituciones son todo aquello que ‘influye’
sobre el proceso político, bien en un nivel macro (las Constituciones, la cultura
política), bien en un nivel micro (el reglamento de un Parlamento o los
sentimientos de lealtad de los individuos hacia su sistema político). No es de
extrañar que, de acuerdo con estos criterios, la definición de instituciones que
manejan los neoinstitucionalistas incluya reglas formales e informales, normas y
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prácticas, hábitos y costumbres y sea tan enormemente amplia como difícil de
operacionalizar. Dado que la hipótesis central del ‘nuevo’ institucionalismo, en
cualquiera de sus versiones, es que las instituciones median entre el poder y los
resultados, los análisis neoinstitucionalistas ‘descubren’ las instituciones caso por
caso. No obstante, las diferencias entre las distintas
versiones del nuevo institucionalismo son
sustantivas ya que se reflejan discrepancias de
paradigma y metodológicas difícilmente superables.
El institucionalismo histórico
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los individuos están más orientadas a la satisfacción de normas y valores que a la
maximización de beneficios.
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El institucionalismo racional
Los estudios que se agrupan bajo esta etiqueta del “institucionalismo racional”
tienen en común cuatro elementos sustantivos: primero, el supuesto de
racionalidad instrumental y maximizadora de los actores; segundo, el
planteamiento de la acción política en términos de dilemas de acción colectiva
debido a los cuales la racionalidad individual tiende a producir resultados
subóptimos desde el punto de vista agregado; tercero, el énfasis en los
comportamientos estratégicos de los actores o, más llanamente, la suposición de
que todo actor, antes de emprender un determinado curso de acción, intenta
anticipar qué harán los demás a continuación; y, cuarto, el considerar las
instituciones como instrumentos para reducir las incertidumbres inherentes a toda
interacción humana (Hall y Taylor 1996: 944-5).
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En esta última línea, el estudio del proceso legislativo en los EEUU demostraba
claramente que tanto las estructuras decisorias (los grupos parlamentarios, los
comités, el personal de apoyo) como los procedimientos de funcionamiento y
decisión (agendas, enmiendas, votaciones, vetos, etc.) eran enormemente
relevantes para estudiar los resultados de dicho proceso legislativo (Shepsle 1995)
Esta observación abrió una muy fructífera línea de investigación centrada en la
pregunta de hasta qué punto las instituciones condicionaban la manera en la que
se solucionaban determinados problemas y, más concretamente, hasta qué punto
resolvían o no problemas de acción colectiva.
El tercer frente contra la visión tan atomista de la política que planteaba la teoría
económica de la política vino de la mano de los historiadores económicos
(Douglass North) y su énfasis en relacionar la fortaleza de determinadas
instituciones (contratos, etc.) con el desarrollo económico de los países
occidentales. Para North, las instituciones priman o penalizan unos
comportamientos frente a otros: son, por tanto, las reglas del juego que
condicionan y limitan nuestro comportamiento. Las instituciones, escribe North
(1990:1), “son las reglas del juego de una sociedad o, más formalmente, los
constreñimientos diseñados por el hombre para moldear la interacción humana.
En consecuencia, estructuran los incentivos de los intercambios políticos, sociales
o económicos”. Cuando un economista ve una institución, señala muy
gráficamente Shepsle (1995), inmediatamente piensa que es una solución
negociada a algún tipo de problema de cooperación (falta de información, falta de
confianza, etc.).
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Elegir un Presidente: la suerte de Chirac y la paradoja de Condorcet
El sistema de elección presidencial en Francia nos ofrece un buen ejemplo de hasta qué
punto los diseños institucionales pueden influir en los resultados. Como los franceses
pudieron experimentar en el año 2002, la manera de elegir un Presidente puede ser
decisiva a la hora de determinar qué Presidente saldrá elegido. Las instituciones (en este
caso, las reglas del juego
Tabla 1:
Resultados de la primera vuelta (Francia 2002) Votos
electoral), nos dice este
ejemplo, no son neutrales.
Jacques Chirac (Gaullista) 19.88%
Jean Marie Le Pen (Frente Nacional) 16.86% La elección presidencial en
Lionel Jospin (Partido Socialista Francés) 16.18% Francia se lleva a cabo
Bayrou (UDF centro-derecha) 6,84% mediante un sistema
Arlette Laguiler (Troskista) 5.72% mayoritario a dos vueltas en
una circunscripción única de
Jean Pierre Chevenement (socialista independiente) 5.33%
tal manera que, si nadie
Noel Mamere (Verdes) 5.25% gana por mayoría absoluta
Olivier Besancenot (Liga Comunista Revolucionaria) 4.25% la primera vuelta, se
Jean Saint-Josse (Tradicionalistas) 4,23% convoca una segunda vuelta
Alain Madelin (Democracia Liberal) 3.91% en la que sólo participarán
los dos candidatos más
Robert Hue, (Partido Comunista) 3.37%
votados en la primera vuelta.
Bruno Megret (Movimiento Nacional Republicano) 2.34% Este sistema, combinado
Christian Taubira (Izquierda Radical) 2.32% con la extrema facilidad que
Corinne Lepage (Ecologistas) 1.88% la ley electoral francesa
otorga a cualquier persona o
grupo para presentar un candidato a la Presidencia, tiende a producir una proliferación
de candidaturas de protesta o marginales que carecen de posibilidad alguna de pasar a
la segunda vuelta. El resultado es una enorme dispersión del voto en múltiples
candidaturas (véase Tabla 1).
¿Qué es lo que ocurrió? En la Tabla 2, hemos imaginado que los sondeos de opinión
nos mostraran una estructura de preferencias que ayudara a comprender lo ocurrido (los
datos son ficticios y no concuerdan con los resultados reales de la elección, pero sirven
para ilustrar el problema). Los trabajadores manuales que viven en barrios con un alto
número de inmigrantes prefieren a Le Pen antes que a Jospin, pero a Jospin antes que a
Chirac. Los electores de centro-izquierda prefieren a Jospin antes que a Chirac, pero a
Chirac antes que a Le Pen. Lo mismo con los electores de centro-derecha, que prefieren
a Chirac antes que a nadie, pero si tuvieran que elegir entre Jospin y Le Pen, preferirían
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a Jospin. Y así sucesivamente. Con este orden de preferencias, el resultado es que
aunque un 59% prefiere a Jospin frente a Le Pen, Jospin no pasa a la segunda vuelta:
en la primera vuelta Chirac gana con el 39%, seguido de Le Pen con el 31%. Y eso evita
que Jospin salga elegido, mientras que garantiza que lo haga Chirac, aunque
(paradójicamente), una mayoría (51% frente a 49%) prefiera a Jospin frente a Chirac.
Tabla 2. % 1º 2º 3º
Intención probable de voto de cada grupo
sociológico (datos ficticios)
Trabajadores en barrios con inmigrantes 21 Le Pen Jospin Chirac
Tabla elaborada por José Fernández Albertos (Universidad de Harvard) para el Equipo Docente
“Introducción a la Ciencia Política”.
El institucionalismo sociológico
Este giro hacia lo cognitivo, las percepciones, las identidades, la cultura, etc.
queda particularmente plasmado en la definición de instituciones que adopta el
nuevo análisis organizacional: “las instituciones no son sólo las reglas formales,
procedimientos o normas, sino los sistemas simbólicos, guiones cognitivos y
estructuras morales que dan significado a las acciones humanas” (Hall y Taylor
1996: 947). “Las instituciones” dicen Powell y DiMaggio (1991: 11), “no
condicionan las preferencias de los individuos: establecen las criterios mediante
los cuales los individuos ‘descubren’ sus preferencias”. Las instituciones (la
cultura, por ejemplo), serían causa, y no consecuencia, de nuestras acciones, por
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lo que no pueden ser explicadas desde el punto de vista de las preferencias de los
individuos.
Balance y conclusiones
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Referencias / Lecturas recomendadas
HALL, P. y TAYLOR, R. (1996): “Political Science and the Three New Institutionalisms”,
Political Studies 44 (6).
NORTH, DOUGLASS C. (1991): El nacimiento del mundo occidental: una nueva historia
económica (900-1700). Madrid: Siglo XXI.
SHEPSLE, K. A. (1999 [1995]): "El estudio de las instituciones: lecciones del enfoque de la
elección racional", en: FARR, J, DRYZEK, J. y LEONARD, S. (Ed.), La ciencia política en
la historia. Madrid: Istmo.
SKCOPOL, T (1996): Los orígenes de la política social en los Estados Unidos. Madrid:
Ministerio de Trabajo.
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3. Teorías y debates normativos contemporáneos
(Elisa Chuliá)
En cuarto lugar, también es necesario tener muy presente que, en parte por la
dilatada historia de la teoría política, su acervo es tan amplio y diverso que una
breve introducción como ésta no puede más que enfocar la atención sobre una
selección muy restringida de cuestiones, autores y obras, obviando referencias sin
duda importantes. Este texto se centrará en la teoría política liberal, predominante
en la segunda mitad del siglo XX. Se esbozarán primeramente tres de sus pilares
conceptuales (la libertad, la justicia y la sociedad civil), para después apuntar
algunas críticas significativas formuladas a la filosofía política liberal.
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fundamentales de la existencia humana y la vida política en el mundo moderno
(Parekh 2001). Testigos de las atrocidades provocadas por el ascenso de los
totalitarismos en la primera mitad del siglo XX, se empeñaron en identificar las
causas de “tantos errores cometidos por la humanidad” (Popper 1994: 11). Por
poner algunos ejemplos, Popper las atribuyó a la construcción de utopías y la
creencia en que las leyes del desarrollo histórico pueden conocerse y, por tanto,
que la historia puede predecirse (historicismo); Oakeshott, al exceso de confianza
en la razón como instrumento de la política, descuidando la importancia de los
hábitos morales de comportamiento, que ni responden estrictamente a la razón ni
son comunes a toda la gente (racionalismo); Hayek, al abandono de la tradición
liberal, que defiende que las sociedades evolucionan espontáneamente y rechaza
la planificación social impuesta “desde arriba” con aspiraciones de perfección; y
Marcuse, a la búsqueda de efectividad y eficiencia propias del capitalismo
tecnocrático.
2) Aunque en este texto hemos tratado de ser parcos al citar autores y obras,
difícilmente cabe presentar las aportaciones sustantivas a la teoría política sin
nombrar a quienes las hacen. Las ideas van ligadas a autores y, en ocasiones,
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también a obras paradigmáticas. Citar unos y otras no es, pues, un ejercicio de
erudición gratuita para un estudiante de ciencia política, sino una práctica de
respeto hacia la producción intelectual.
¿Dónde empieza y dónde acaba mi libertad como ciudadano? ¿Puedo ser obligado
a obedecer? ¿Por quién y en virtud de qué? Estas preguntas nos remiten al debate
sobre el concepto y el valor de la libertad. No es casual que la publicación a
finales de los años 50 de algunas de las grandes contribuciones de la filosofía
política contemporánea sobre la libertad se produjera en plena lucha entre los
paradigmas ideológicos del capitalismo y del comunismo durante la Guerra Fría.
Pero tampoco parece accidental que coincidiera con la percepción de que los
problemas morales que plantean las relaciones políticas estaban siendo
postergados en el debate intelectual de la época.
En verdad, el discurso de Berlin resulta tan denso y lleno de matices que sus
reservas hacia la libertad positiva no implican una defensa incondicional de la
libertad negativa. No se le ocultaba que, puesto que cuando uno adquiere
conciencia de la escasa capacidad de realizar sus deseos, tiende a sofocarlos o
reducirlos para atenuar la frustración de no verlos satisfechos, la libertad negativa
puede acabar siendo una libertad muy reducida o pobre. Asimismo, reconocía que
lo que uno concibe como su propio deseo puede ser el resultado de internalizar lo
que otro persuasivamente le incita a desear. No es, por tanto, inconcebible un
régimen autoritario respetuoso de la libertad negativa.
Pero, como recordaba Hayek por las mismas fechas en Los Fundamentos de la la
Libertad, tampoco es impensable que un régimen que respete formalmente la
libertad política (es decir, la libre participación de los individuos en la elección de
sus gobernantes) atente contra la libertad de sus ciudadanos: “Quizá el hecho de
haber visto a millones de seres votar su completa subordinación a un tirano hay
hecho comprender a nuestra generación que la elección del propio gobierno no
asegura necesariamente la libertad” (Hayek 1975: 37). Según este autor, el
elemento que identifica necesariamente a un Estado liberal no es su origen
democrático, sino el reconocimiento de una esfera privada protegida por derechos
individuales y libre del control coactivo público, y la aplicación de leyes generales
y conocidas (por tanto, predecibles). La libertad negativa así garantizada se
positiviza a través de lo que hace de ella el individuo. En efecto, de acuerdo con
Hayek, es la libertad negativa la que hace posible la libertad positiva, toda vez que
permite a las personas actuar de acuerdo con sus decisiones y planes.
¿Hasta dónde puede alcanzar la intervención del Estado sin obstruir la libertad de
los individuos? Qué constituye una obstrucción o un comportamiento coactivo no
es una cuestión que se pueda contestar de modo absoluto u objetivo, sino que
requiere el desarrollo de argumentos morales. A modo de ejemplo, un filósofo
político que priorice los valores clásicos del liberalismo hará hincapié en la
relación entre la libertad y el ejercicio de los derechos individuales, y preferirá un
Estado que interfiera lo mínimo posible en la libertad privada. Sin embargo, si
considera prioritario promover “virtudes cívicas” como la participación ciudadana
y el autogobierno, insistirá en la relación entre libertad y acción política,
inclinándose por un Estado que capacite (“empodere”, como a menudo se traduce
el verbo inglés “empower”) a la gente para cumplir sus derechos y obligaciones
públicos. En esta segunda línea, algunos teóricos políticos han subrayado que la
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libertad tiene dos dimensiones igualmente importantes e imprescindibles: la de las
oportunidades (de hacer algo) y la de los recursos (para hacer algo). Viene siendo
habitual referirse a estas dos dimensiones como libertad negativa (o “libertad de”)
y libertad positiva (o “libertad para”), retomando así la distinción conceptual de
Berlin, pero desproveyendo al concepto de libertad positiva de la amenaza que
este autor le atribuía.
¿Hay libertad sin justicia? ¿Qué concepto de justicia asegura la libertad individual
y qué concepto de justicia la coarta? ¿Cabe justificar la intervención de los
poderes públicos en la esfera individual para la consecución de la justicia social?
En torno a estas cuestiones han reflexionado los filósofos políticos desde hace
siglos, como se desprende de la lectura de Política de Aristóteles. No obstante, a
Rawls se le reconoce el mérito de haber reintroducido el concepto de justicia en la
teoría política en la segunda mitad del siglo XX. Rawls comenzó ya a finales de la
década de los 50 a contrapesar el discurso predominante de la libertad con sus
reflexiones en torno al concepto de justicia entendida como “equidad” (fairness).
Oponiéndose al concepto utilitario de justicia, según el cual un orden justo es
aquel en el que los individuos de una sociedad maximizan su satisfacción, en un
artículo publicado en 1958 Rawls consideraba que la justicia se asienta en dos
principios: 1) cada uno tiene igual derecho a gozar de la máxima libertad
compatible con una libertad de semejante amplitud para todos, lo cual comporta la
igualdad en la asignación de derechos y libertades básicos, y 2) las desigualdades
son arbitrarias, siempre que no sea razonable esperar que operen en beneficio de
todos, y bajo el supuesto de que los puestos y cargos a los que están ligadas, o de
los que pueden obtenerse, sean accesibles a todos (con otras palabras, las
desigualdades sólo están justificadas cuando de ellas extraen beneficios todos los
ciudadanos o cuando van unidas a posiciones sociales a las que todos pueden
acceder).
Años más tarde, en su libro Una Teoría de la Justicia, Rawls identificó estos
principios como aquellos por los que optarían las personas desde la “posición
original” o tras el “velo de la ignorancia”. Ésta es la posición teórica en la que se
encuentra un individuo cuando desconoce cuáles son sus condiciones o cualidades
específicas (de inteligencia, riqueza, etc.) gracias a las cuales va a poder
convertirse en una persona determinada. Tras el “velo de la ignorancia” toma
decisiones sobre los principios de justicia “como si” careciera de sesgos
personales que le indujeran a seleccionar los principios que más le benefician.
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desde un punto de vista moral, las que portan aquellos peor dotados por la
naturaleza. En cualquier caso, la prioridad que Rawls concedía al primero de sus
dos principios (o principio de la libertad), excluyendo la posibilidad de
limitaciones de las libertades básicas en virtud de ventajas sociales o económicas
que podrían derivarse del segundo principio, ubicaban su filosofía política en la
tradición del liberalismo; eso sí, de un liberalismo merecedor del calificativo de
“social” o “igualitario”.
“El Estado mínimo es el Estado más amplio que cabe justificar. Cualquier Estado
más extenso viola los derechos de la gente”. Con estas frases comenzaba Robert
Nozick un capítulo de su libro Anarquía, Estado y Utopía, en el que discutía los
argumentos de quienes, como Rawls, justifican un Estado que intervenga en la
realización de un orden justo (Nozick 1974: 149). Según este otro autor
estadounidense, la justicia se alcanza a través de los intercambios y acciones
voluntarios de los individuos portadores de derechos basados en tres principios: 1)
la adquisición original de propiedad, es decir, la apropiación de las cosas que
carecen de propietario; 2) la transferencia de propiedad de una a otra persona, y 3)
la rectificación de la injusticia en las propiedades, al objeto de subsanar actos
inicuos que se hayan podido cometer históricamente contra la propiedad de
determinados grupos o personas (como, por ejemplo, expropiaciones sin adecuada
indemnización de resultas de una política racial o de una guerra).
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Más recientemente, Amartya Sen ha introducido nuevas preguntas en el debate de
la justicia dirigiéndolo hacia la idea de las “capacidades básicas” como dimensión
de relevancia moral. Para Sen, lo importante de una teoría de la justicia basada en
la equidad es si los individuos, con los recursos o medios de que disponen, tienen
la capacidad (o disfrutan de la libertad) de conducir diferentes tipos de vida que
les parezcan razonables. Los bienes primarios y los recursos se convierten, pues,
en libertad para elegir una vida particular. Y en la medida en que aumenta la
libertad así entendida, se produce progreso.
La sociedad civil
El concepto de sociedad civil, que comenzó a utilizarse hace más de 200 años
como baluarte contra la limitación de las libertades impuesta por las monarquías
absolutas, experimentó un resurgimiento con las transiciones a la democracia del
último cuarto del siglo XX. Aunque algunos autores destacaron la contribución de
la sociedad civil a la deslegitimación de las dictaduras del Sur de Europa (por
ejemplo, Víctor Pérez Díaz para el caso español), su papel se reivindicó
especialmente en las transiciones de la Europa del Este, donde los aparentemente
poderosos Estados comunistas habían acabado sucumbiendo a la presión de partes
de la sociedad más o menos flexiblemente autoorganizadas al margen de las
estructuras estatales. En gran medida, estos acontecimientos históricos
estimularon una discusión de filosofía política que entronca con los principios del
liberalismo.
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comunidad política del Estado democrático, que nos hace ciudadanos; ni tampoco
el mercado, que maximiza nuestras opciones como consumidores; ni la nación,
que nos lleva a exigir la autonomía del pueblo del que formamos parte. “En el
ámbito de la vida asociativa de la sociedad civil es donde se definen todos los
argumentos sobre la vida buena y se ponen a prueba, resultando así ser todos ellos
parciales, incompletos y, en último término, insatisfactorios” (Walzer 1998: 384).
La ventaja de la sociedad civil reside precisamente en su carácter inclusivo de
diferentes proyectos: de ahí que se desarrolle en muchos escenarios, englobando a
agentes que actúan en la comunidad política (por ejemplo, los partidos políticos),
el mercado (los negocios familiares, las cooperativas de trabajadores, las
asociaciones de consumidores) y la nación (los grupos nacionales).
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En este contexto también cabría citar el discurso sobre la “democracia
participativa”, que comenzó a articularse desde los años 60 frente a una visión de
la democracia como un espacio en el que los grupos de interés poderosos, al
margen de los ciudadanos comunes, defienden sus posiciones, compiten y
negocian entre sí y con las elites políticas. Como alternativa a este “pluralismo
democrático de grupos de interés” se han planteado asimismo otros modelos de
democracia, como el de la “democracia deliberativa” (Jürgen Habermas), que
pone el énfasis en la consecución de consensos a través de la deliberación pública,
entendida como el razonamiento entre ciudadanos iguales; o como el de la
“democracia fuerte” (Benjamin Barber), en la cual los ciudadanos llegan
conjuntamente a un compromiso público del que también participan
organizaciones y grupos de interés.
De lo hasta aquí expuesto se desprende con claridad que la teoría política liberal
no constituye un cuerpo homogéneo de pensamiento filosófico. Entre los teóricos
liberales, los hay quienes, desde una concepción estricta de la libertad negativa,
subrayan el riesgo de que los Estados invadan la sociedad civil, por lo cual
proponen limitar las capacidades estatales y otorgar mayor protagonismo a los
mecanismos del mercado. Sin embargo, a otros les preocupa más el riesgo que
suponen las desigualdades sociales para el ejercicio de la libertad, y postulan un
Estado activo que procure crear oportunidades iguales para todos los ciudadanos.
Pero, por encima de las divergencias sobre el significado de los conceptos de
libertad, justicia y sociedad civil, y sobre cuál debe ser el papel de los Estados en
la consecución de estos valores, los teóricos liberales comparten una visión
originariamente individualista. Cómo promover el bienestar de los individuos es
la pregunta de partida que todos se formulan. La autonomía de los individuos para
decidir cómo vivir mejor su vida, cómo construir sus planes vitales, se convierte
en una premisa básica del pensamiento liberal. Junto a ella, otro denominador
común de los teóricos liberales reside en la confianza en la razón como
instrumento mediante el cual alcanzar una sociedad política legítima, es decir,
considerada justa (y, por tanto, justificable) por los individuos que viven en ella.
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Esta dimensión individualista de la teoría política liberal ha estado sometida desde
los años 80 a fuertes ataques de autores que insisten en la necesidad de enfocar la
atención en la comunidad. Según los denominados “comunitaristas” (entre los que
cabe destacar a Alasdair MacIntyre y Michael Sandel), la teoría política liberal
mantiene una concepción “atomista” de los seres humanos, haciendo caso omiso
de la pertenencia de éstos a grupos sociales. Cuando los liberales hablan de
autonomía personal o de elección individual, o cuando juzgan la justicia de un
orden político concreto, lo hacen sin tener en cuenta los límites culturales de estas
ideas, presuponiendo que la libertad o la justicia tienen un carácter abstracto o
universal.
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Estado establece una lengua oficial, define el contenido de la historia que deben
aprender los niños en la escuela o aprueba la celebración de una festividad, está
apoyando una “cultura societaria” determinada. Del mismo modo, un Estado que
limita la entrada a inmigrantes o establece condiciones para reconocerlos como
ciudadanos con capacidad de ejercer los derechos políticos (por ejemplo, el voto)
puede estar anteponiendo la pertenencia cultural de la mayoría nacional a la
igualdad de derechos y oportunidades del individuo. Si un Estado que procede de
esta manera no es liberal, ¿merece ese calificativo Estado alguno?
Evidentemente, los teóricos liberales responderían que sí. Y es que, como muchos
de ellos han reconocido, la existencia de una cultura común es esencial para crear
sentimientos de lealtad política hacia un Estado y promover la confianza necesaria
para la cooperación y la solidaridad entre los ciudadanos. Por lo tanto, como
Kymlicka documenta, las medidas de protección de la cultura nacional no son
incompatibles con los valores liberales. Es más, constata que las culturas, o
naciones, son “unidades básicas de la teoría política liberal” (1998: 415). Al fin y
al cabo, muchos proyectos de construcción nacional (entre ellos, el de España)
han sido históricamente impulsados por elites liberales.
Ahora bien, esos mismos derechos están sometidos a límites: “los derechos de las
minorías no deberían permitir a un grupo dominar a los demás grupos y tampoco
deberían capacitar a un grupo para oprimir a sus propios miembros” (Kymlicka
1998: 439). Por tanto, el reconocimiento de los derechos de las minorías debe ir
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acompañado de la garantía de que se preserva la igualdad entre los grupos y la
libertad e igualdad dentro de los grupos.
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Referencias / Lecturas recomendadas
HAYEK, F. (1975): Los fundamentos de la libertad. Buenos Aires: Centro de Estudios sobre la
Libertad.
LUKES, S. (1994): “Cinco fábulas sobre los derechos humanos”, Claves de Razón Práctica 41, 2-
10.
PÉREZ-DÍAZ, V. (2000): “Sociedad civil, esfera pública y esfera privada. Tejido social y
asociaciones en España en el quicio entre dos milenios”, ASP-Research Paper 39(a).
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RAWLS, J. (1979): Teoría de la Justicia. México: Fondo de Cultura Económica.
RAWLS, J. (1986): Justicia como equidad. Materiales para una teoría de la justicia. Madrid:
Tecnos.
SEN, A. (1980): “Equality of What?”, en: MCMURRIN, S. M., The Tanner Lectures on Human
Values. Cambridge: Cambridge University Press, 195-220.
WALZER, M. (1998): “La idea de sociedad civil. Una vía de reconstrucción social”, en:
ÁGUILA, R., VALLESPÍN, F. y otros, La democracia en sus textos. Madrid: Alianza, 375-
394.
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