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El pensamiento sobre la traducción en la


Edad Media1
Antonio López Fonseca (Universidad Complutense de
Madrid)

El traductor y el pensamiento sobre la traducción en la Edad Media: ¿qué


entienden por «traducir»?

El estudio de la traducción en la Edad Media precisa de la combinación de dos


líneas de trabajo para poder llegar a una caracterización cabal de la misma, a
saber, el cotejo de los textos traducidos con los correspondientes originales, algo
no siempre sencillo por la multiplicidad de copias manuscritas, y la
reconstrucción de una teoría de la traducción (Morreale 1959: 3).2 La
importancia de la actividad traductora en este periodo es tal que, como afirma
Elisa Borsari (2018: 11), supone la piedra angular de toda la producción literaria
posterior hasta nuestros días: no se puede pensar en una historia de la literatura
sin considerar que el ejercicio de la traducción, en el intento de difundir y
transmitir el saber, fue la base para el desarrollo y perfeccionamiento de las
lenguas romances y otras culturas europeas. Es esta una época vasta, de gran
complejidad, con una evidente escasez de documentos teóricos, a lo que se suma
un aluvión terminológico en torno al oficio del traductor y al producto de su

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actividad, la traducción. Ya el propio concepto «teoría» nos pone ante algunas


indefiniciones o deficiencias, pues no resulta posible elaborar unos principios
capaces de abarcar los supuestos comunicativos a los que nos enfrentan los
textos de la Edad Media, sino que, a lo sumo, solo deberíamos hablar de
aproximaciones.

El que podría denominarse como período de reflexión, cuyo inicio se suele


situar en Cicerón y san Jerónimo, no tendrá un auténtico desarrollo hasta los
siglos XIII–XIV. Hay, es cierto, muchas traducciones entre los siglos IX y XIII
(Ripoll, Toledo, Tarazona) pero en ninguna hay consideraciones de carácter
teórico o crítico, sino que son más bien apuntes o comentarios sobre la práctica
interlingüística sin mayor alcance. Hasta el siglo XIII no hubo reflexión
profunda alguna que considerara la traducción como una compleja actividad
intelectual y ese pensamiento, desde luego, nunca alcanza un estatus teórico que
permita llamarlo «teoría». Será Maimónides, a finales del siglo XII, quien
incline, siquiera mínimamente, el pensamiento sobre la traducción hacia la
crítica, y el espíritu prehumanístico el que lo llevará definitivamente hacia la
deliberación y la crítica, y ello con reflexiones que en la mayoría de los casos
están apegadas a textos concretos. El paso del tiempo irá ofreciendo testimonios
en mayor cantidad y profundidad, aunque ha de decirse que nunca
abandonaron la tradición latina iniciada en Cicerón y consolidada en san
Jerónimo. Es así que los traductores medievales recuperan, manipulan y se
sirven de los tópicos clásicos sobre la traducción en los paratextos, que devienen
declaraciones de intenciones, muchas de ellas muy cuestionables. Porque son
los paratextos –prólogos, dedicatorias– que acompañan a las traducciones,
junto con la correspondencia entre eruditos, donde se encuentra la información
para intentar reconstruir los procesos de elaboración o las opiniones de los
contemporáneos acerca de su calidad.

Es innegable que la traducción contribuyó al desarrollo de las lenguas, de los


modelos literarios y de las culturas, pero no hay hasta el final de la Edad Media

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una aportación teórica sobre la traducción que merezca tal calificativo, una
reflexión sistemática que aclare los principios fundamentales ni la estrategia
global por la que se rigió. Esta ausencia pudo ser un inconveniente, un factor
negativo para los propios traductores, desconcertados por la falta de
correspondencia entre las lenguas clásicas y las modernas. La falta de reflexión
sistemática sobre la traducción en un periodo tan amplio en el que tanto se
tradujo, el hecho de que los traductores se sirvieran de unas pocas ideas y de
muy escasa preparación e instrumentos para su trabajo resulta sorprendente y
revelador. Esta circunstancia podría deberse a dos motivos, a saber, la ausencia
de autonomía de las lenguas en relación al latín (¿cómo escribir una teoría de la
traducción cuando los tratados gramaticales y retóricos se consideraban bajo la
tutela del latín?) y el hecho de que la traducción no tuviera especificidad, no
fuese un ejercicio autónomo, netamente diferenciado, por ejemplo, de la glosa y
el comentario (Rubio Tovar 1997: 202–207).

Entonces, ¿qué se entendía por «traducir»? La traducción no es un fenómeno


natural, sino un hecho cultural que se inscribe en su tiempo; una traducción es
temporal porque depende de un diálogo inevitable, con el original y con los
lectores. La noción de fidelidad, por ejemplo, se considera un concepto histórico
y lo que hoy no nos parece fiel en su momento sí lo era (Rubio Tovar 2013: 109–
115). Durante siglos el acto de traducir ha formado parte de un amplio conjunto
de actividades relacionadas con la escritura, de las cuales lo que hoy llamamos
«traducción» era solo una más que no se diferenciaba completamente de las
restantes. El trabajo con los textos consistía en comentar (reordenar, ampliar,
resumir) otros ya existentes, circunstancia esta que no favoreció la existencia de
un solo término. En las escuelas medievales se practicaba el comentario de
textos y la explicación de autores. Para desentrañar el contenido total de una
obra y desarrollar, al tiempo, el estudio de la gramática, uno de los ejercicios
consistía en repetir lo mismo que había dicho el autor que se estudiaba, pero
con otras palabras. No es extraño, pues, que no haya conciencia de la distancia
que existía entre traducir y glosar, o entre traducir y reelaborar (Alvar 2010: 11–

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13).

Cuando, entre los siglos IX y X, las lenguas románicas adquieren personalidad


propia frente al latín, cualquier acto de comunicación entre los dos ámbitos,
culto e iletrado, pasaba necesariamente por la traducción o adaptación. Es el
caso de los documentos jurídicos, notariales, decretos religiosos, sermones y
homilías, etc. El traductor medieval era una persona culta, porque sabía leer y
escribir, y conocía, al menos, dos lenguas entre las que suele encontrarse el latín.
Esos conocimientos, por simples que fueran, lo diferenciaban de sus coetáneos y
atestiguaban su paso por la escuela, donde se mantenía la tradición ciceroniana
consolidada por san Jerónimo de captar el sentido. El traductor medieval debía
apropiarse del texto, para lo cual el modelo ideal no sería otro que los
comentarios de Servio a Virgilio, que marcarán una nueva tradición de
acercamiento a los autores, de accessus ad auctores: la Gramática se había
adueñado de la enarratio poetarum, es decir, de la glosa, interpretación y
comentario de los poetas; para la Retórica quedaba la producción del texto, con
la importancia concedida a la inuentio.

Así, la Gramática se ocupa de comentar el texto en todas sus vertientes y,


finalmente, lo reescribe y lo suplanta. Una de las formas de comentar las obras
consistía, precisamente, en traducirlas adaptándolas a las normas gramaticales
y retóricas del momento, en resumen, reelaborarlas. Los límites entre el
traductor y el autor se difuminaron porque, a la postre, realizaban un trabajo
similar en la concepción medieval. Aún más, el trabajo del glosador y del
intérprete o comentarista también era muy similar. La Retórica se erigió
disciplina fundamental, que limitó la competencia de otras artes a la reflexión
sobre el uso del lenguaje y a la enarratio poetarum, es decir, a glosar e interpretar
a los poetas, mientras que la Retórica se afirmaba en su capacidad creadora. Al
igual que el comentario, la traducción sirve al texto, pero también desplaza la
fuerza original de sus modelos. En la traducción medieval la enarratio asume un
poder creativo, no es simple reproducción. El comentario vernáculo de los

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auctores, el proceso de paráfrasis textual es, de hecho, un acto de traducción


interlingual. El poder de la inuentio de la Retórica y de la enarratio de la
Gramática parecen solapar sus procedimientos y en este encuentro se sitúa el
futuro «conflicto» de la traducción y se van borrando los límites entre los
distintos agentes que participan en la elaboración del libro medieval (Copeland
1991: 9–36).

El traductor aspiraría a ser autor, más que simple intérprete, pues creaba una
obra nueva a partir de los materiales que le venían dados. No es la traducción un
trabajo específico, diferente a la glosa o el comentario con los que se acompañan
los textos, y tampoco hay gran diferencia entre traducir y reelaborar o
parafrasear (Alvar 2010: 22–28; Bolduc 2017). A la hora de trasladar los textos
antiguos al mundo medieval, desempeñaron un papel nada desdeñable esas
glosas y comentarios más o menos extensos a las obras, hasta el punto de que
una y otra vez se rompe la identidad entre original y traducción, pues el original
deja de existir como modelo inmutable, se transforma y puede, incluso, ser
devorado por los nuevos textos que ha suscitado su traducción, los comentarios
y las glosas. La traducción así entendida se convierte en un agente que, según el
público al que va destinada, según las capacidades e intenciones del traductor y
según los medios de que dispone, puede llegar a transformar hasta el género de
la obra traducida.

Traducir era, pues, una forma más de la incesante reorganización textual en que
consistía una parte de la escritura medieval. Hoy designamos la traducción con
un único término, pero en la Edad Media el ejercicio traslaticio no tenía un
nombre único, porque no era una sola tarea, como tampoco la noción de
fidelidad era igual que la actual. Los textos se adaptaban, apropiaban,
acomodaban, lo que implicaba que los originales se modificaban. Hay una
evidente relación entre el traslado de los clásicos y la imitación. La imitatio era
una práctica que está en la base de la génesis y desarrollo de la literatura, pero
también en la de algunas tareas realizadas con los textos, hasta el punto de que a

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veces no puede (tal vez no deba) separarse de la traducción. En tales


circunstancias resulta lógico que el carácter de la reflexión sobre la traducción
sea disperso, fragmentario y heterogéneo y solo nos reste acudir al universo de
los paratextos, entendidos en un sentido amplio, porque el arte de traducir no
tuvo un espacio propio ni único e interesó a diferentes disciplinas. Y es que la
traducción, durante siglos, no se consideró una disciplina con sus propias leyes.
El escritor medieval se identifica con el papel de traductor e intérprete y la
variedad terminológica para referirse al hecho de traducir expresaría su
indefinición y ambigüedad, o dicho de otro modo, las diferentes formas de la
actividad traductora (Buridant 1983: 99).

Cuando a principios del siglo XV aparece el término traducere, en cierta forma se


intenta fijar en un sentido moderno una labor que había caracterizado la
aparición de la literatura medieval (García Yebra 1984: 72). Las primeras
traducciones no fueron en realidad más que adaptaciones bastante libres y el
concepto de «fidelidad» tenía un valor peculiar en la Edad Media: se dirige al
sentido (sententiae) antes que a la letra (uerba). Lo importante es el sentido
profundo; fidelidad al sentido y traición a la letra se armonizan a la perfección
en el traductor medieval, la glosa que aclara y explica el sentido consigue su
legitimidad (Carmona 1999: 158).

En esta tesitura hay una gran variedad terminológica con la que los
traductores–trasladadores–intérpretes se refieren a la tarea de traducir y,
además, traducere y traductio no tenían el sentido de sus posteriores derivados
románicos. En la Antigüedad se usan de forma indiscriminada términos como
uertere, transferre, exprimere, reddere, interpretari, transponere, translatio,
interpretatio. Todo ello para referirse al paso de la materia de una lengua clásica
a otra (del griego al latín), o al resultado de dicha acción. Los autores medievales
emprenden una nueva dirección y a los derivados romances de los términos
latinos añaden otros como «romancear», «romanzar», «vulgarizar», «mudar»,
«pasar», «traer», «volver en», «tornar en», para el paso de las lenguas clásicas a

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las románicas, a los que se unen otros términos vinculados al acto de trasladar
como «glosar», «esplanar», «exponer», «declarar» (Alvar 2010: 357–370; Muñoz
Raya 1999: 15–18; Rubio Tovar 2011).

En la Edad Media se dan dos situaciones que responden a dos modelos de


traducción, uno vertical en el que la lengua de origen, el latín, tiene un prestigio
indiscutible con respecto a la lengua de llegada, y otro horizontal entre lenguas
con estructuras similares y afinidad cultural (Folena 1991: 12–13). La diferencia
entre la noción vertical de vulgarizar y la horizontal se redujo a medida que
aumentaron las posibilidades expresivas de los vulgares y la noción de traducir
se volvió progresivamente más autónoma entre los siglos XIV y XV a medida que
se afirma la posibilidad de la traducción artística de los clásicos latinos. La
utilización del término traductio, en el sentido actual, se enlazaría con los
movimientos renacentistas, cuando el concepto engloba significados que habían
estado divididos en varias categorías: imitación o emulación, conversión o
explicación y traducción. Los problemas teóricos y técnicos de la traducción que
planteó el Humanismo, y en particular Leonardo Bruni, se corresponden ya con
una nueva situación cultural y un nuevo concepto de traducción.

El concepto de «teoría», pues, entendido como conocimiento especulativo


considerado con independencia de toda aplicación, debe manejarse con suma
prudencia en esta época histórica. No hablamos de una serie de
argumentaciones trabadas que parten del estudio de miles de casos que
finalmente se articulan en un modelo que rige de forma estricta las
traducciones. Sería impreciso hablar, en consecuencia, en la Edad Media de
«teoría de la traducción» como un paradigma o un desarrollo del conocimiento
(Rubio Tovar 2013: 304). Es más, los límites entre traducción, adaptación,
interpretación e, incluso, plagio eran muy sutiles y prácticamente imposibles de
establecer. De hecho, la falta de univocidad del propio término «traducción» se
extenderá hasta el Renacimiento, es decir, la Edad Media no llegó a conocerlo.

Y lo mismo cabe decir a propósito de la dificultad de distinguir entre autor del

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original, traductor, glosador o vulgarizador. La ausencia de una conciencia


filológica ocasionaba que los amanuenses no se limitaran a la recopilación de
textos, sino que intervenían activamente sobre ellos modificando, suprimiendo
o amplificando, ya sea de forma arbitraria, ya sea con un afán enfocado al
horizonte de lectura. El traductor, si es que puede propiamente llamarse así en
esta época, procedía de forma análoga a como lo hacían los glosadores o los
propios autores, es decir, refundían manuscritos, reelaboraban los textos,
incluían contenidos sin citar la fuente, etc. Súmese la escasez de medios y de
preparación que convertía la traducción en un ejercicio colateral del trabajo
intelectual. No existía el trabajo de traductor porque no era una actividad
autónoma que pudiese separarse del comentario, la glosa o la adaptación
(Borsari 2010: 458–461). Parece así que lo más aceptable al hablar de los
traductores en la Edad Media sea pensar en que producen textos que transmiten
íntimamente el significado del original mientras corrigen cualquier error e
interpretan los pasajes problemáticos. En este sentido el traductor se convierte
en responsable de la calidad y fiabilidad de los textos que produce y puede, de
forma justificada, merecer el título de «autoridad» (Burnett 2016: 67).

Bajo esa concepción hermenéutica de la traducción medieval, podría afirmarse


que lo que se traduce es la «sustancia semántica» en un proceso que implica
simultáneamente extrañamiento, naturalización, actualización e historización,
en suma, reescritura (Copeland 1991: 37–62). El texto se convierte así en un
nudo intrincado de elementos lingüísticos, semiológicos, cognitivos,
psicológicos, antropológicos que condiciona y complica el propio estudio de la
traducción medieval, una traducción que raramente es pura y que deviene en
una obra escrita que va más allá del simple equivalente heterolingüístico de un
original (Garzone 2001: 46–53; D’Agostino 2001: 151). Pensar, lo que es
propiamente pensar en la traducción, no estaba entre las prioridades de quienes
se enfrentaban a esta ardua tarea, lo que no es óbice para que aportaran, sobre
todo en el siglo XV, algunas reflexiones germinales de lo que hoy convenimos en
denominar teoría de la traducción.

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Las primeras reflexiones a propósito de la traducción al final de la


Antigüedad: san Jerónimo, la Biblia y el resto de los textos

La teoría de la traducción o, por mejor decir, el pensamiento a propósito de la


traducción en la Edad Media, está marcado por la opinión de san Jerónimo,
fundamentalmente en su carta Ad Pammachium de optimo genere interpretandi
(Epist. 57), y también en la menos conocida Ad Sunniam et Fretelam, de Psalterio,
quae de LXX interpretum editione corrupta sint (Epist. 106), en las que se refiere a la
traducción del griego al latín. Puede afirmarse que las ideas medievales sobre la
traducción están formuladas en el de Estridón, ideas que se repiten por todo
Occidente con insistencia en los paratextos a lo largo de todo el periodo hasta
que llegamos a la segunda mitad del siglo XV, en que algunos traductores
empiezan a plantear la posibilidad de imitar en las versiones el estilo y la
elocuencia del latín (Alvar & Borsari 2018: 163).

En la Edad Media, los procedimientos para realizar la traducción se reducían


básicamente a dos, que no parecían admitir mucha discusión. Así, cuando la
traducción del latín a las lenguas vernáculas cobra un auténtico impulso, en el
siglo XV, había dos posturas establecidas: por un lado, la traducción ad sensum,
por el sentido, que retoma la idea de san Jerónimo de que no hay que traducir
las palabras, sino el sentido («sensum exprimere de sensu»), que a su vez ya está
presente en Cicerón («nec conuerti ut interpres, sed ut orator»); por otro lado, la
traducción literal, palabra por palabra («uerbum e uerbo»), que se limitaba a las
Sagradas Escrituras (en las que hasta el orden de las palabras encierra un
misterio: «uerborum ordo mysterium est»), pero que acabó por convertirse en
una forma de acercamiento a cualquier texto y que, en los siglos XIV y XV, cobró
fuerza apoyada por los «latinistas» y por el tópico de la inferioridad de las
lenguas vernáculas frente al latín, hecho que justificaba la necesidad de
ajustarse al texto base para salvaguardar la belleza del original.

El hecho es que la experiencia acumulada en el ejercicio temprano de la

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traducción tardó en fijarse por escrito. Antes de que aparezca cualquier tipo de
reflexión teórica o crítica sobre la traducción, esta ya ha dejado importantes
testimonios (pensemos en la Piedra de Rosetta o la Septuaginta, traducción de la
Biblia al griego) que no produjeron reflexión crítica explícita alguna. Es en
Roma donde encontramos las primeras valoraciones sobre el método y el valor
de la traducción con Cicerón, Plinio o Quintiliano, además de las mal
interpretadas palabras de Horacio.

A Cicerón se atribuye la primera recusación de la traducción literal en su De


optimo genere oratorum (13–14 y 23), una suerte de prólogo a la versión latina de
unos discursos griegos de Esquines y Demóstenes. En el primero de los
fragmentos dice: «nec conuerti ut interpres, sed ut orator, sententiis isdem et
earum formis tamquam figuris, uerbis ad nostram consuetudinem aptis. In
quibus non uerbum pro uerbo necesse habui reddere, sed genus omne
uerborum uimque seruaui. Non enim ea me adnumerari lectori putaui oportere,
sed tamquam».3 Lo cierto es que lo único que hace es mencionar al interpres
para marcar la diferencia entre su manera de verter al latín los textos griegos y
la suya propia, la del orator, de modo que solo indirectamente se puede concluir
lo que él entendía por verter como interpres, que sería lo que hoy llamamos
«traducir literalmente, palabra por palabra». En todo caso, Cicerón nunca
pretendió dar normas sobre la actividad de los traductores (Siobhán 2013: 96–
121; García Yebra 1979–1980: 139–150).

El pasaje de Horacio, mal interpretado, hizo escuela y se esgrimió también


contra la traducción literal. Se trata de unos versos de su Ars poetica o Epistula ad
Pisones, versos 128–134, aunque siempre se citan el verso 133 y la primera
palabra del siguiente: «nec uerbo uerbum curabis reddere fidus / interpres» («ni
te preocuparás por reproducir palabra por palabra, cual fiel intérprete»). Pero
Horacio no da consejos a traductores, sino a jóvenes poetas: no deben buscar a
toda costa la originalidad en lo que dicen, sino en la manera de decirlo, es decir,
solo se refiere al interpres como término de comparación, pero nada dice sobre

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su proceder. Lo curioso no es tanto que san Jerónimo cometiera un error, cuanto


que durante siglos tantos otros lo hayan seguido cometiendo al citar sus ideas y
el fragmento fuera de contexto (García Yebra 1979–1980: 150–154; García Yebra
1994).

Plinio el Joven (Epistulae, 7.9.2–3) recomienda la traducción como ejercicio de


estilo en un pasaje que tendrá mucha fortuna siglos después, en el Barroco y la
Ilustración:

Vtile in primis, et multi praecipiunt, uel ex Graeco in Latinum uel ex Latino uertere in
Graecum. Quo genere exercitationis proprietas splendorque uerborum, copia figurarum,
uis explicandi, praeterea imitatione optimorum similia inueniendi facultas paratur;
simul quae legentem fefellissent, transferentem fugere non possunt. Intelligentia ex hoc
et iudicium adquiritur. 4

Quintiliano (Institutio oratoria 10.5) reconocía, por un lado, que «uertere Graeca
in Latinum ueteres nostri oratores optimum iudicabant» («nuestros antiguos
oradores consideraban excelente verter del griego al latín»), por otro, la pobreza
expresiva e inferior sutileza, precisión y gracia del latín respecto al griego, y ello
a pesar de que afirmaba que el latín tenía capacidades lingüísticas
parangonables a las del griego. Además, hablaba no tanto de traducción cuanto
de imitación y paráfrasis: «Neque ego paraphrasin esse interpretationem
tantum uolo, sed circa eosdem sensus certamen atque aemulationem» («y no ha
de reducirse la interpretación a la mera paráfrasis, sino que ha de ser contienda
e imitación sobre los mismos pensamientos») (Siobhán 2013: 157–185).

Podríamos sumar un último nombre de la Antigüedad raramente citado, Tito


Lucrecio Caro (De rerum natura 1.136–139): «Nec me animi fallit Graiorum
obscura reperta / di!cile inlustrare Latinis uersibus esse, / multa nouis uerbis
praesertim cum sit agendum / propter egestatem linguae et rerum nouitatem»
(«Y no se me oculta que de los oscuros hallazgos de los griegos no es fácil arrojar
luz en versos latinos, máxime cuando hay que tratarlo con nuevas palabras por
la escasez de la lengua y la novedad del asunto»). Pero estos autores no son más

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que, a lo sumo, precursores de la teoría de la traducción, cuyo fundador


propiamente dicho es san Jerónimo con su carta a Pamaquio, auténtica base del
pensamiento medieval sobre la traducción que encierra abundantes elementos
que aparecen una y otra vez, con la insistencia de los tópicos, en los paratextos
de la Edad Media.

A finales del siglo IV san Jerónimo escribe su carta Ad Pammachium de optimo


genere interpretandi en la que se defiende de ciertas acusaciones por la
traducción, realizada de manera precipitada, que había hecho de una epístola
enviada por Epifanio a Juan de Jerusalén, que debía tener un uso privado y que
fue divulgada fraudulentamente. Sus enemigos criticaron las imperfecciones de
la traducción y él se defendió alegando que no hay delito alguno en su versión,
ni siquiera errores, pues en nada ha alterado el sentido original. El santo
muestra una preocupación constante por el original, por la exactitud de las
palabras del original, por encontrar la autenticidad de la expresión, con un
auténtico afán filológico. La carta, obviamente, no fue concebida como un
tratado, aunque él mismo confesaba que era demasiado larga («excessi
mensuram epistulae»). El célebre pasaje (Epist. 57.5) dice así: «Ego enim non
solum fateor, sed libera uoce profiteor, me in interpretatione Graecorum absque
Scripturis Sanctis, ubi et uerborum ordo mysterium est, non uerbum e uerbo
sed sensum exprimere de sensu» («Yo no solo confieso, sino que proclamo en
alta voz, que, en la interpretación de los griegos, excepción hecha de las Sagradas
Escrituras, en las que incluso el orden de las palabras encierra un misterio, no
traslado palabra por palabra sino sentido por sentido»).

Y un poco más adelante se refiere a un fragmento del interesantísimo prólogo a


su traducción de los Chronici canones de Eusebio de Cesarea, mucho más
ilustrativo sobre su ideal de traducción: «di!cile est alienas líneas insequentem
non alicubi excidere, arduum ut quae in alia lingua bene dicta sunt, eundem
decorem in traslatione conseruent […] si ad uerbum interpretor, absurde
resonant, si ob necessitatem aliquid in ordine, in sermone mutauero, ab

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interpretis uidebor o!cio recessisse».5 si interpreto palabra por palabra, sonará


absurdo, si por necesidad cambio algo en la disposición del texto, dará la
impresión de que me alejo de mi tarea de intérprete».] Un poco más adelante
resume (Epist. 57.6): «hoc tantum probare uoluerim me semper ab adulescentia
non uerba sed sententias transtulisse» («solamente he querido desmostrar que
siempre, desde mi juventud, he trasladado no las palabras, sino las ideas»).

El caso es que, desde su traducción de Eusebio, san Jerónimo nunca dejó de


señalar la dificultad de la tarea, consciente como es de que las lenguas
organizan su discurso de manera particular, que la idea del mundo que subyace
a los sentidos trasladados no coincide en todas las lenguas y que hay modismos
específicos que no encuentran equivalencias directas, en resumen, que cada
lengua tiene una idiosincrasia propia («uernaculum linguae genus»). Súmese a
esto que él percibió a menudo que se encontraba ante textos corrompidos, lo
que le llevaba a reflexionar sobre el texto concreto que debía traducir.

Tal vez una de las primeras conclusiones que se pueden sacar es que la
traducción debe justificarse, algo que los traductores de los siglos XIV y XV
harán en sus prólogos. Si las correspondencias entre los textos y las culturas
fuesen directas y lineales, ningún traductor necesitaría justificarse, ni las
críticas a su tarea tendrían razón de ser. La carta nos enseña que las lenguas son
expresión de una cultura y la traducción no es solamente una experiencia
lingüística. Pero esto no era nuevo. Plauto sabía que su trabajo de adaptación de
la comedia griega al ámbito romano implicaba una transmutación de hábitos
culturales y lingüísticos: «horum mores lingua uortero» («adaptaré mi lengua a
su manera de hablar») (Poenulus 984). Frente a esto, en el prólogo de Adelphoe
(versos 9–11), Terencio, a propósito de la manera de trabajar de los cómicos
latinos con el material griego, dice lo siguiente: «eum Plautus locum / reliquit
integrum, eum hic locum sumpsit sibi / in Adelphos, uerbum de uerbo
expressum extulit» («este episodio, que Plauto no incluyó en su obra, este lo
tomó para Los hermanos, traduciéndolo palabra por palabra»), idéntico sintagma

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que el utilizado siglos después por Aulo Gelio (Noctes Atticae 11.16.3), lo que
demostraría que se trataba de una expresión casi fijada: «uerbum de uerbo
expressum».

San Jerónimo tuvo el mérito de ser el primero en Occidente en plantear los


problemas de la traducción de esa manera, digamos, reflexiva. Conocía la
pobreza y la limitación de aquellas traducciones que se enfrentaban con textos
deturpados, mostró la necesidad de cotejar manuscritos y de practicar el
análisis exegético y filológico, y criticó las versiones bíblicas anteriores cuando
le parecía que no expresaban la verdad. Conocía a fondo las dificultades de su
tarea. Su carta dio pie al establecimiento de una de las oposiciones más
duraderas, y me atrevería a decir que dañosa para los estudios de traducción:
traducción palabra por palabra vs. traducción por el sentido. Hoy consideramos
que esta clase de oposiciones no son universales y ahistóricas, sino que pueden
interpretarse de una manera distinta en cada época, que dependen del valor que
se otorga a las traducciones en una sociedad y en un sistema literario. La noción
de fidelidad no ha significado siempre lo mismo en todas las culturas. Lo que en
una época se llamaba fiel, ahora no nos lo parece. Una traducción cuajada de
glosas y explanaciones podría calificarse hoy de poco precisa o ajustada, pero
para muchos y grandes traductores medievales, e incluso del siglo XVI, no podía
concebirse presentar un texto sin las debidas aclaraciones (Rubio Tovar 2013:
344–347). En realidad, lo más importante no es la autodefensa de la carta, sino
la presentación de la actividad traductora como algo que va más allá de un
simple ejercicio de transferencia de palabras, valiéndose para ello de criterios de
autoridad (García González 2000). Por otro lado, el santo a través de sus textos
muestra su método de trabajo y cómo se enfrenta al problema de la fidelidad
(Balliu 1995: 181–186).

Esta es la situación con la que se abre el ejercicio traslaticio en la Edad Media,


cuando la traducción y el cristianismo van de la mano. El santo invocaba tres
argumentos: la autoridad de los antiguos, la eficacia comunicativa y la

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corrección en la reproducción. Aseguraba respecto al primero que la traducción


en la Roma clásica siempre fue un opus rhetoricum, hasta el punto de que para
definirla habla de aemulatio. Su atisbo de teoría se inclina hacia las versiones ad
sensum, a pesar de lo cual el verbalismo era, en los siglos IV–V, la práctica más
extendida, ya sea por su simplicidad, ya sea por la apariencia de adhesión a la
ueritas del original. Además, podía ser realizada incluso en períodos de escasa
preparación cultural, es decir, la traducción uerbum de uerbo ofrecía la ventaja de
una aparente rigurosa «fidelidad». La traducción por el sentido encontrará
seguidores en los traductores de textos hagiográficos, textos narrativos que no
planteaban problemas de naturaleza doctrinal o de respecto al mensaje sagrado,
como la Biblia (Chiesa 2001: 175–182).

Las dos líneas provenientes de la Antigüedad tardía, ad sensum y ad uerbum, no


se consideran al comienzo de la Edad Media como irreductibles y contrapuestas,
puesto que se aplican a textos diferentes, algo que san Jerónimo dice en su carta.
A los textos narrativos, en los que la presión doctrinal no es dominante, se
reserva la primera opción, mientras que la segunda es seguida rigurosamente
para los textos de carácter doctrinal, filosófico y teológico. Así se inaugura la
Edad Media, periodo en el que durante siglos no se planteará siquiera la
posibilidad de poner en cuestión las ideas recibidas, por lo que habremos de dar
un enorme salto para volver a encontrar reflexiones acerca de la labor del
traductor.

El gran «hiato» en el pensamiento traductor hasta el siglo XIV

Las reflexiones a propósito de la traducción no fueron muy numerosas hasta


bien avanzada la Edad Media, fundamentalmente porque la traducción de la
Biblia (no olvidemos que cristianizar suponía traducir) era la protagonista y san
Jerónimo había dejado claro el modelo, no obstante lo cual sí hubo algunos
testimonios.6 Hasta los primeros decenios del siglo XII la historia de la
traducción en la Península es una «larga noche oscura, cuajada de silencios,

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apenas interrumpida por brevísimos episodios de luz» (Santoyo 2009: 25). En


este período, las reflexiones, si es que así pueden llegar a llamarse, sobre la
traducción solían limitarse, con alguna excepción, a repetir o reelaborar los
criterios heredados sobre el tema y, además, no parecen compartir en modo
alguno la suposición moderna de que preparar una traducción es, por
definición, dedicarse a un tipo de trabajo forzosamente inferior al de escribir
una obra original (Russell 1985: 10). Hay, pues, un gran hiato en siglos VII, VIII,
IX, X, envueltos en silencio porque carecemos de documentos que hablen de la
traducción escrita y la traducción oral, que ineludiblemente hubieron de
practicarse, posiblemente más la segunda, o en el siglo XI en la Península y el
silencio de las «escuelas», además del silencio traductor gallego–portugués, por
no hablar del vacío que envuelve a la lengua vasca durante toda la Edad Media.
La historia de la traducción, y del pensamiento sobre la traducción, en el
Medievo se presenta como un conjunto discontinuo, una «materia oscura»
(Santoyo 2018: 158).

El periodo de traducción escrita no empezó en la Península hasta el año 560


con las traducciones de san Martín y san Pascasio, pero el de reflexión no
comenzó propiamente hasta el siglo XIV (Santoyo 1994). El gran esfuerzo
traslaticio de los siglos IX a XIII no ha legado consideraciones teóricas, salvo la
célebre carta de Maimónides a Ben Tibbon, de finales del siglo XII. Se puede
afirmar que las primeras reflexiones surgen en el siglo XIV, como consecuencia
del espíritu prehumanista y prerrenacentista, y se desarrollaron a lo largo del
XV para alcanzar su madurez en el XVIII. No hay un auténtico avance
epistemológico porque los autores giran siempre en torno a las mismas
cuestiones, con una constante reiteración de los tópicos heredados y una
presentación que muestra una aproximación absolutamente empírica, que dejó
un rastro de breves consideraciones, marginales, dispersas e inconexas entre sí
que no permiten reconstruir un estado de opinión.

Así, en torno al 510, Boecio justifica al comienzo del In Isagogen Porphyrii

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Commenta la traducción que había hecho palabra por palabra, clara y


sencillamente, y afirma que así lo había hecho porque el traductor no debe
transmitir el atractivo del estilo, sino la verdad. Y en el 597 el papa Gregorio
Magno, cuando comenta en carta a Narsés el pobre estado de la traducción en la
capital del Imperio bizantino, dice que prácticamente nadie traduce bien del
latín al griego, pues los traductores se cuidan de las palabras, pero apenas
prestan atención al sentido. O san Isidoro, que tampoco alude a la traducción en
sus Etymologiae y a lo que se refiere es a la milagrosa historia de la versión griega
de la Biblia, Septuaginta, tal como la transmite Aristeas, para pasar a
continuación a alabar la versión de san Jerónimo, de la que asegura que busca la
precisión de las palabras. Pues bien, tras san Isidoro el silencio es casi total,
nada encontramos en el área románica entre los siglos VII y XI (Santoyo 1999a:
21–24). Efectivamente, escaseaban los libros, se traducía poco y, en
consecuencia, cualquier tipo de reflexión era inusitada en una actividad
igualmente inusitada.

El despertar de la traducción llegó a la Europa románica a finales del siglo XI


con las primeras «escuelas», si bien todo el esfuerzo llevado a cabo en Ripoll,
Tarazona, Córdoba y, sobre todo, Toledo no transmitió ni un ápice de
pensamiento sobre la traducción (Santoyo 2004: 90). Se traduce más, pero la
reflexión crítica sobre el ejercicio sigue estando ausente. Parece que en la
traducción no se veía otra cosa que la mera praxis de la transferencia
interlingüística. La actividad impulsó la intelectualización del romance, largo
proceso que se extiende hasta fines del Medievo y que acabó por convertir el
castellano en una lengua de cultura de dimensiones europeas en diversas ramas
del saber científico y transformó el catalán en lengua literaria de semejantes
posibilidades.7 Pero no es menos cierto que los traductores no dejaron
constancia escrita de las operaciones y metodología necesarias para llegar a
dicho resultado. Ese proceso de intelectualización de la lengua término, lo que
podría llamarse vernaculización de la cultura, no solo contribuyó al
perfeccionamiento de las técnicas de transferencia lingüística, sino que exigió

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creatividad y, seguro, actitud reflexiva ante el contraste lingüístico, por más que
no haya demasiadas huellas (Cartagena 2009: xii–xv). En todo caso, como
decíamos, la carta a Ben Tibbon del médico, rabino y judío Maimónides, puede
considerarse una declaración de principios en la que hay una crítica a la
traducción palabra por palabra porque, según asegura, no conduce más que a un
resultado incierto y confuso, es decir, no es un método correcto por cuanto el
traductor debe aclarar el desarrollo del pensamiento, escribirlo, comentarlo y
explicarlo de modo que el mismo pensamiento sea claro y comprensible en la
otra lengua.

Cuando a finales del siglo XII los discípulos de Gerardo de Cremona trazan tras
su muerte una noticia biográfica, ofrecen una pincelada diferente, pues no
aluden a san Jerónimo, sino que su referente inmediato fue el matemático árabe
Ahmad ibn Yusuf, Hametus en su nombre latinizado, que asegura en un tratado
sobre la proporcionalidad que, además de un profundo conocimiento de las
lenguas implicadas en la traducción, es preciso dominar la materia que se
traduce (Gil 1985: 43–44). Pero el mayor episodio traductor peninsular del
medievo, y uno de los más importantes culturalmente, lo constituye la actividad
que, a partir del XII, se desarrolla en Toledo, donde se practica la traducción en
equipo, lo que implicaba que no se mencionara al traductor sino
incidentalmente. Pues bien, toda esa frenética actividad no inspiró, al menos en
apariencia, testimonios de reflexión. Los resultados se caracterizaban por un
literalismo excesivo, posiblemente por un escaso dominio de las lenguas
implicadas, por el desconocimiento de las técnicas o por la poca aprehensión del
tema traducido, y, además, las traducciones adolecían de incorrecciones
lingüísticas de todo tipo.

La actividad bajo Alfonso X no fue de otra manera y presenta las mismas


características. Los traductores alfonsíes son herederos de los procedimientos
que observan en las fuentes y su actividad de traducción y compilación, que
comparten una sola denominación, «trasladar», se fusionan en el taller de modo

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que justifican su propia labor creadora, su «traslado», y equiparan original y


traducción en lo que consideran su labor principal, a saber, transmitir el mayor
número de hechos del pasado (Brasa Díez 1984; Alvar & Lucía Megías 2002: 1–
86; Alvar 2010: 113–125; Salvo García 2015 y 2018: 153–154).

La primera reflexión rigurosa que conoce la cultura europea se debe a Roger


Bacon, que en el siglo XIII puede ser considerado un pionero del humanismo
renacentista (Polloni 2021). Entre 1267 y 1272 escribió tres obras, Opus maius,
Opus minus y Compendium Philosophiae, en las que ofrece su ideario lingüístico y
traductor. Criticó severamente las traducciones coetáneas y, buen conocedor de
san Jerónimo, era consciente de las dificultades inherentes a toda traducción,
dificultades que justificaba por las peculiaridades lingüísticas de cada lengua
(«uernaculum linguae genus», había dicho san Jerónimo), y opina, como Yusuf,
que el conocimiento de la materia es básico. Otras reflexiones europeas son, por
ejemplo, las de Juan de Antioquía, traductor del De inuentione ciceroniano y la
Rhetorica ad Herennium, quien, en 1282, habla de la distinta condición de las
lenguas, de la necesidad de dominar las lenguas implicadas en el proceso
traslativo, de los dos tipos de traducción, ad uerbum y ad sensum, etc. Y será
Dante quien, en torno a 1308, hará en Il convivio un brevísimo comentario para
negar expresamente la posibilidad de la traducción literaria porque ninguna
cosa armonizada por las musas se puede traducir a otra lengua sin romper su
dulzura y armonía.

En la Península, en Cataluña, prosperó desde el siglo XIV una corriente de


traducciones que ponían a disposición de los lectores en lengua vernácula las
auctoritates latinas y que actuaron como puente cultural para el resto de la
Península (Martínez Romero 2018). En este ámbito se tiende a utilizar el
concepto «subtil» para caracterizar la cualidad del latín que tanto se echaba de
menos en la lengua vernácula, mientras que en Castilla se afirma que el
romance castellano carece de la «dulçura» de la lengua del Lacio. Pero lo que
más preocupaba a todos los traductores peninsulares era la «brevedad» del latín,

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lamento que será constante en la siguiente centuria y que estaba presente, por
ejemplo, en Francia desde finales del siglo XIII. Junto a esa brevedad, todos
coinciden también al sugerir al lector que el problema más grave es el
lexicográfico. Se trata de topoi que remontan los límites de la Edad Media hasta
la Antigüedad. Las primeras reflexiones propiamente dichas de los traductores
acerca de su actividad aparecen en la segunda mitad del siglo XIV.

Mientras que el mallorquín Guillem Corretger, cuando expone en su prólogo al


tratado de cirugía de Teodorico Borgognoni (1302–1304) las causas y objetivos
de su traducción, no hace mención alguna a su manera de traducir ni a los
problemas que ha tenido, Berenguer Sarriera, antes de 1310, al romancear el
Regimen sanitatis de Arnau Vilanova, sí llama la atención sobre la dificultad de
encontrar vocablos romances para conceptos y términos médicos latinos, algo
que soluciona con notas explicativas en los márgenes. Jaume Conesa, en 1367, en
el prólogo a sus Històries troyanes, versión de la Historia destructionis Troiae de
Guido delle Colonne, dice que algunas palabras serán «transportadas» y no
conformes del todo con el latín, lo cual nos hace pensar en una traducción ad
sensum, justifcando el «transportament o mudament» como método para dar a
entender la «subtilidad» del latín. Parece ser el primero que tuvo en cuenta, de
manera consciente, la finalidad comunicativa del texto meta y las necesidades
del lector, del destinatario: «si algunes paraules serán transportades, o que
paregua que no sien conformes de tot en tot al lati, no sia inputat a
ultracuydament de mi, mas que cascu entena que aquel transportament o
mudament es per donar antendre plenament e groserament los latins qui son
soptils al dit noble hom et tots altres lechsqui apres de les dites istories legiran»,
palabras que recuerdan a las del prólogo a la traducción castellana de Los doce
trabajos de Hércules de Enrique de Villena (1417).

Será Ferrer Saiol, traductor de Paladio en 1385, quien tematice con claridad los
problemas de la traducción especializada y, frente a traducciones
artificiosamente literales, que no dan cuenta adecuada de los vocablos técnicos,

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emplea con la mayor fidelidad posible la traducción ad sensum y la investigación


lingüística y léxica como herramientas auxiliares, y asegura que «arromanza»
los vocablos latinos y «declara» el texto. Destaca, además, las dificultades para
traducir términos técnicos agrícolas ocasionadas por la falta de instrumentos de
consulta. Las reflexiones de los traductores literarios son más escasas y
limitadas.

En el ámbito de Castilla, Pero López de Ayala constituye un caso único en este


periodo, pues su fidelidad al original va tan lejos que pretende la relatinización
léxica y sintáctica del romance traducido, y por ello del literario, y en su prólogo
a Las flores de los «Morales de Job» (1390) alaba a quienes «dificultaron sus
escrituras y las posieron en palabras difíçiles y aun obscuras». Tal intento de
trasladar al romance las propiedades retóricas del latín conducen a una
posición elitista, que reduce considerablemente las posibilidades de recepción
de su obra, y constituye el germen de movimientos cultistas posteriores. Es,
pues, en la traducción especializada donde se dan las primeras reflexiones con
cierta coherencia y amplitud, por parte de traductores que son letrados y
profesionales al servicio de la monarquía, básicamente de los reyes de Aragón
(Alfonso III, Jaime II y Pedro IV) y Castilla (Enrique III). Mientras que los
traductores especializados, que cumplen con el requisito de conocimiento de la
materia, pretenden contribuir a la formación teórica y a la práctica eficiente de
los receptores que no pueden leer los originales, López de Ayala, en Las flores de
los Morales de Job, perseguía un fin piadoso de enseñanza de la vida cristiana
(Cartagena 2009: xvi–xxiii).

Durante la Edad Media, pues, hasta el siglo XIV, no hubo una reflexión
metodológica constante sobre la traducción, y ello mayoritariamente en textos
técnicos, por lo que el empleo de la terminología resulta a veces ambiguo y su
sentido es completamente distinto y más amplio que el actual. Es en ese
momento cuando los autores perciben la existencia de una tradición de la
traducción y han de justificar, por consiguiente, sus versiones y distinguirlas de

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otras anteriores o de técnicas dispares a la hora de verter un texto. Los binomios


«autor–autoridad» y «autor–traducción» eran considerados casi sinónimos en
la concepción medieval, aunque en los siglos de tránsito hacia la Edad Moderna
comienzan a delinear su autonomía. Mientras que la mayor parte del Medievo
se caracteriza por el anonimato de muchas traducciones, a partir del siglo XIV se
delinea en el ámbito de la traducción la voz de un yo traductor, al tiempo que el
corpus de reflexiones traductológicas se amplia. La creciente actividad se
descentralizará y se consolidará en los distintos territorios y lenguas (catalán,
castellano, gallego y aragonés) como vehículo habitual de difusión cultural. Se
trata de un siglo, el XIV, clave en la historia de la traducción peninsular, un siglo
de fértil transición entre la actividad traductora estrictamente medieval del XII
y el XIII y las nuevas corrientes prehumanísticas y prerrenacentistas que se
instalarán en la Península a lo largo del siglo XV.

Hacia una moderna teoría de la traducción: el siglo XV

La inserción de los modelos clásicos en la retórica vulgar implicó, en Italia antes


que en el resto de Europa, un nuevo acercamiento a los auctores, alternativo a las
versiones literales de uso escolástico. Nace un «clasicismo burgués» en lengua
vulgar que procede paralelamente al humanismo latino y estimula la
confrontación entre las dos lenguas y las dos culturas, clásica y moderna
(Ferretti & Maldina 2018: 623–627). Se comenzará a traducir a los grandes
clásicos de la Antigüedad, tanto del ámbito literario como filosófico, retórico e
histórico, y se evidencia la influencia del Humanismo italiano en la Península
así como la vernaculización de la cultura (Galderisi 2017). El siglo XV, desde un
punto de vista lingüístico y literario, supone algo más que la etapa final de la
Edad Media, es la configuración de un nuevo ámbito cultural, el Humanismo, en
un proceso iniciado tímidamente durante los siglos XIII y XIV en nuestro país,
pero que tomará forma en el Cuatrocientos. El proceso corre paralelo al de
normalización y expansión del romance castellano.

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Las cortes de nobles castellanos ya no compiten únicamente por cuestiones de


tipo territorial o disputas de poder, sino que la cultura también representa uno
de los bienes sociales y de distinción; de ahí que ciertas formas de mecenazgo, el
encargo de traducciones, la formación de bibliotecas, la compilación de
cancioneros para uso propio o la dedicatoria de las obras nuevas, traducidas y
originales, devienen en constituyentes de las convicciones aristocráticas. Como
ya se ha señalado, en un primer momento de la Edad Media el ejercicio de la
traducción se relaciona con la práctica exegética ejercida en las escuelas
medievales, en la que destaca la dependencia respecto a las fuentes o modelos y
el recurso a la enarratio o comentario. Al final del Medievo se desarrolla otro tipo
de traducciones en que los motivos retóricos dominarán el discurso por encima
de la tradición exegética y los traductores demandarán para sí y para sus textos
un cierto rango de autoridad hasta ahora reservado únicamente al modelo.

El trabajo filológico que a partir de Petrarca pone la atención en la centralidad


de los textos, que se han de indagar con las armas específicas y no diletantes del
intelectual, conduce a los traductores a tomar conciencia de la importancia del
interpres y su ingenium, mediador entre el texto y el lector (Chines, Severi &
Leoncini 2019: 459–460). Cabe preguntarse hasta dónde llegaba realmente la
preocupación de los traductores por los problemas teóricos de la traducción y si
se limitaban a recoger, a modo de exculpación ante posibles deficiencias o
errores, las quejas típicas que circulaban en la época a propósito de las
deficiencias del vulgar. Muestran, en general, un considerable desconocimiento
de las dificultades que implica la actividad traductora a tenor de la
superficialidad de sus observaciones; de la lectura de los prólogos se desprende
que no se detienen demasiado en los problemas teóricos y la discusión propende
a repetir los consabidos tópicos sobre el tema, excluyendo muy frecuentemente
toda observación personal del traductor sobre su propia experiencia, aunque
será reseñable excepción Alonso Fernández de Madrigal (Santoyo 1999b y
2008b). La reflexión teórica no existía como tal y se caracterizaba por el interés
práctico o inmediato de transferir los textos del latín al romance y por la falta de

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método. Con todo, sí puede afirmarse que se produce una vuelta a las ideas de
san Jerónimo con un alejamiento de la traducción literal hacia posturas más
libres que miran a la reproducción del sentido con las opciones que ofrece el
vulgar romance que, poco a poco, va adquiriendo categoría de lengua literaria.
No se ponía en duda que el deber del traductor es traducir ad sensum y no ad
uerbum, como afirmó Coluccio Salutati en una carta sobre la traducción dirigida
en 1392 a Antonio Loschi: «res uelim, non uerba consideres» («quisiera que
atendieras a los asuntos, no a las palabras»).

Otra preocupación recurrente es la dificultad para reproducir la «dulçura» del


latín en romance, es decir, la armonía, las cadencias, las sutilezas lingüísticas y
estilísticas, la variedad en la expresión (González Rolán & López Fonseca 2014:
26–50). Ahora hay un nuevo tipo de hombres que no se interesa solo por el
«Libro», la Biblia, sino por los libros y la lectura, hombres que forman un grupo
con conciencia de su superioridad cultural respecto a otros estamentos sociales,
que pierde el miedo medieval al viaje y que se muestra sensible a los cambios y
las novedades culturales. En el enfrentamiento dialéctico con el pasado
medieval, el renovado interés por la Antigüedad clásica y el nacimiento de una
nueva clase de lectores dio lugar en la Península a una intensa actividad
traductora (Saquero Suárez–Somonte & González Rolán 1991: 196–197; Morrás
2002: 33–35; Alvar & Lucía Megías 2009). Esa actividad fue especialmente
fructífera en la primera mitad de siglo en el reinado de Juan II, plagado de
proyectos culturales en los que la participación de Íñigo López de Mendoza,
marqués de Santillana, también fue decisiva (García Yebra 1994: 113–134;
Santoyo 2008a; Monsalvo Antón 2011; Schlelein 2012).

Poco a poco se fue desarrollando el convencimiento de que no bastaba con que


el traductor intentase reproducir lo mejor posible el sentido del original, sino
que había que intentar reproducir también la eloquentia latina. Así, en la
segunda mitad del siglo se retomó la ya clásica duda de la posibilidad de
traducir de forma eficaz del latín a la lengua vernácula, como se plantea Alfonso

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de Palencia, traductor de Plutarco y Josefo. Sí nos parece importante evitar decir


que las traducciones de la Península siguiesen con frecuencia la vía latinizante o
cultista, pues son escasas esas traducciones. El objetivo fundamental era
conseguir versiones totalmente inteligibles por los no–latinistas. ¿Cómo podían
conseguirlo? Es poco lo que dicen los traductores sobre este aspecto, puede que
porque lo dieran por supuesto. Como instrumentos para resolver las dificultades
de la gramática latina contaban tan solo con anticuados manuales como los de
Alejandro de Villa Dei, cuyo Doctrinale, muy usado en las aulas, data de finales
del siglo XII. Quienes necesitaran algo más pormenorizado debían remontarse a
Donato, Prisciano u otros gramáticos latinos, que escribieron sus obras para
lectores latinos. Y también arduo resultaba resolver los graves problemas
lexicográficos, pues solo había algunos «lexicones» que aportaban a lo sumo
algún sinónimo o definiciones de los términos latinos, como el Catholicon de
Juan de Génova, o los Elementa uocabulorum de Papias, que data del siglo XI. El
hecho es que los traductores tenían que atenerse a lo aprendido en la escuela o
la universidad, lo que explica que, si tenían noticia de alguna traducción al
italiano o francés, se esforzasen por obtener una copia, no tanto para hacer sus
versiones desde ellas, cuanto para tener alguna ayuda. En la dificultad de
traducir se antojaba necesario el recurso a la glosa, no siempre en los márgenes,
sino a veces incorporadas, en forma de amplificaciones, al propio texto, glosas
que se consideraban parte integrante de la traducción en el proceso de
«medievalización» de los textos. Como consecuencia del aumento de la práctica
traductora, parecía inevitable que surgieran discusiones sobre los problemas
que planteaba, pero, por el tono eminentemente retórico de los prólogos y
dedicatorias, no resulta sencillo determinar hasta qué punto tales observaciones
son auténtico reflejo de la experiencia traductora (Hernández 1998).

Por más que sean tópicas, estas reflexiones contribuyen a definir una actitud
ante los problemas de traducción, un embrión de teoría. Los traductores
peninsulares siguen aún bajo la dependencia de las opiniones de san Jerónimo y,
por más que hablen del dilema de escoger entre los dos métodos opuestos de

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traducción, ad uerbum o ad sensum, en la práctica adoptan una postura clara de


reproducción del sentido. Junto a esto, y a pesar de los contactos que había entre
nuestros traductores y los humanistas florentinos, no es fácil atisbar huellas de
que tratados innovadores como el De interpretatione recta de Bruni, o el
Apologeticus de Giannozo Manetti fuesen conocidos por ellos. Cuando dirigen su
mirada a Italia no es para buscar principios teóricos, sino porque saben que
circulan versiones de los textos de la Antigüedad.

En 1418 Bruni completó su traducción de la Ética a Nicómaco de Aristóteles


movido por el desprecio personal que sentía por la versión anterior (ca. 1243), de
Robert Grosseteste, a la que califica de pueril, desmañada, áspera, de
vocabulario embrollado, confusa e inadecuada en el estilo, plena de errores. Las
críticas que recibió por la dureza del prólogo a la traducción le indujeron a
plantearse una reflexión personal que en 1425 cobró forma en el De
interpretatione recta, que no es otra cosa que la exposición de sus tesis en el
plano teórico y metodológico (Borsari 2014). Para él, los requisitos del traductor
han de pasar por un vasto y minucioso dominio de la lengua de la que se
traduce, al igual que de la lengua meta, a lo que se ha de sumar el conocimiento
de la materia y un buen oído. Frente a esto, identifica los defectos del traductor,
a saber, comprender mal lo que ha de traducir, reproducirlo mal y verter de
manera inarmónica. Podríamos decir que aquí está el origen de la teoría
moderna de la traducción (Pérez González 1995; Romo Feito 2012; Bertolio
2020). Bruni muestra un pensamiento muy adelantado a su tiempo, pero, claro,
aún no se habían definido límites precisos entre traducción, interpretación,
adaptación, reescritura, glosa e, incluso, el plagio, algo que se empezará a hacer
con el desarrollo del Humanismo.

También como consecuencia del prólogo surgió en torno a 1433 una polémica
con Alonso de Cartagena, que no pretendía ofender a Bruni, sino salir en
defensa del anterior traductor, si bien su defensa se asentaba sobre la debilidad
que provocaba el hecho de reconocer que no sabía griego. En no pocas ocasiones

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se ha considerado la disputa como un enfrentamiento entre el traductor


medieval y el humanista, entre la escuela escolástica y una nueva visión de la
traducción más filológica, humanista, aunque esto no es del todo cierto pues la
postura de Cartagena, que tiene un profundo conocimiento de los ideales
culturales del Humanismo, está bastante próxima a los postulados de Bruni. Así
lo demuestran sus traducciones de Séneca y la correspondencia con Decembrio,
en la que muestra una actitud claramente humanista (Saquero Suárez–Somonte
& González Rolán 1991: 199–200). Cartagena lucha en su discurso por
demostrar que la filosofía aristotélica no puede ser reescrita usando términos
que no pertenezcan al mismo contexto y situación cultural, ya que falsearían el
discurso original, y cree que Bruni está latinizando a Aristóteles. Destacan sus
observaciones sobre el latín, lengua que considera viva y en evolución constante
gracias a la introducción de préstamos griegos y vulgares, frente al intento de
Bruni de restaurar la pureza de la lengua clásica (González Rolán, Moreno
Hernández & Saquero Suárez–Somonte 2000; Morrás 2002: 38–42). La
respuesta de Bruni llegó en 1436 y la controversia se saldó a favor del de Arezzo,
pero a Cartagena hay que reconocerle ciertos valores de reflexión.

Alonso de Cartagena defiende la traducción ad sensum y la primacía del


destinatario, por lo que el traductor debe intervenir en el texto cuando sea
necesario para su correcta comprensión. En su prólogo a La Rhetorica de
Cicerón, que tradujo por las mismas fechas de la polémica, plasma sus ideas
fundamentales: «En la traslación del cual no dudo que hallaredes algunas
palabras mudadas de su propia significación y algunas añadidas, lo cual hice
cuidando que cumplía así: ca no es, este, libro de Santa Escritura en que es error
añadir o menguar, mas es composición magistral hecha para nuestra doctrina.
Por ende, guardada cuanto guardar se puede la intención, aunque la propiedad
de las palabras se mude, no me parece cosa inconveniente; ca, como cada lengua
tenga su manera de hablar, si el interpretador sigue del todo la letra, necesario
es que la escritura sea oscura y pierda gran parte del dulzor. […] no me parece
dañoso retornar la intención de la escritura en el modo del hablar que a la

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lengua en que se pasa conviene. La cual manera de trasladar aprueba aquel


singular trasladador, santo Jerónimo» (González Rolán & López Fonseca 2014:
228–229). Y más adelante explica cómo soluciona los problemas que le presenta
la mayor riqueza léxica del latín frente al vulgar: «E donde el vocablo latino del
todo se pudo en otro de romançe pasar, fízelo; donde non se pudo buenamente
por otro canbiar, porque a las vezes una palabra latina requiere muchas para se
bien declarar e si en cada logar por ella todas aquellas se oviesen de poner farían
confusa la obra, en el tal caso al primero paso en que la tal palabra ocurrió se
fallará declarada» (González Rolán & López Fonseca 2014: 229). La teoría de la
traducción de Cartagena se basa en la utilización de san Jerónimo como
autoridad con ciertas apreciaciones de carácter filológico, e insiste en la
importancia del estudio, no solo del estudio lingüístico (la gramática) que ayude
al traductor con la oscuridad del lenguaje, sino también el estudio de la materia,
ya que el solo conocimiento del latín no garantiza la comprensión del contenido.
Hay que aclarar, no obstante, que la traducción ad sensum no se corresponde con
lo que actualmente se denomina «traducción libre», sino que se trata de traducir
fielmente el significado contextual con los medios de la lengua meta o, dicho de
otro modo, trasladar el significado del texto latino a una esfera semántica
diferente en que los significados figurados, las metáforas e incluso los realia
puedan ser sustituidos por equivalentes más comprensibles sin que ello
suponga desvirtuar el original (Morrás 1995: 40). Cartagena terminaría
traduciendo al castellano la versión latina de Bruni objeto de la polémica.

Por los mismos años de la polémica, en Portugal, don Duarte establecía un


pentálogo de reglas traductoras, similar, aunque mucho más breve, al que un
siglo después escribiría Étienne Dolet en su La manière de bien traduire d’une
langue en autre. Aunque Bruni es considerado el gran pensador de la traducción
en el siglo XV, hay otras dos autoridades contemporáneas generalmente
olvidadas: Giannozzo Manetti en Italia, que escribió su Apologeticus (ca. 1445)
contra los detractores de su traducción del Salterio (Ruiz Vila 2014) y, sobre
todo, Alonso de Madrigal, el Tostado, en España.

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En torno a 1448–1449, el marqués de Santillana le encarga a Madrigal la


traducción de la versión latina que san Jerónimo había hecho, a fines del siglo
IV, de los Chronici canones de Eusebio de Cesarea. Además de hacer la versión
romance, antepuso un prólogo en el que dedica unas reflexiones a la traducción
y que precede a la traducción del prólogo que hiciera san Jerónimo con
reflexiones sobre la traducción del griego al latín (López Fonseca & Ruiz Vila
2020: 20–24). También a insistencia del marqués, que deseaba contar con un
comentario de la obra, El Tostado acometió la empresa, en torno a 1550–1551, en
el monumental Comento o exposición De las crónicas o tienpos de Eusebio, que,
incluso sin acabar, cuenta con cinco enormes partes. En la Primera Parte, las
líneas que san Jerónimo dedica a la traducción en el prólogo se convierten en
más de una docena de capítulos de comentario en las que define el proceso
traductor, analiza sus dificultades y condiciones, la diferencia entre las lenguas,
los tipos de traducción, los defectos, la supuesta imposibilidad de igualar en la
traducción las condiciones del original, la condición subordinada de la
traducción, esto es, todo un conjunto especulativo a la sombra del de Estridón.

Parte del convencimiento de que todas las lenguas son capaces de expresar
cualquier experiencia intelectual y de que no hay lenguas superiores a otras,
reconociendo en esa igualdad la multitud de diferencias y la diversidad. Ello
implica que hay que dominar ambas lenguas para traducir, al igual que la
materia, condiciones que se convirtieron en tópicas. Se trata, sin duda, de la más
importante contribución peninsular al pensamiento sobre la traducción. Su
intención es hacer asequible en lengua vulgar lo que san Jerónimo piensa de la
traducción, con una exégesis completa en su Comento, y, ante los problemas
lexicográficos y la falta de vocabulario que tanto preocuparon a los traductores
medievales, asegura que «en el vulgar ha vocablos para los quales fallescen
correspondientes en latín». No obstante su optimismo, tiene una concepción
poco favorable de las traducciones que se realizaban en su época.

En el prólogo a su versión De las crónicas o tienpos se refiere a la traducción

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como «interpretación» o «traslación» e insiste en que este ejercicio es más difícil


en su caso, una traducción en segundo grado, que en el de san Jerónimo, porque
en el vulgar «non ser los vocablos subjectos a alguna arte commo en el latín et
griego son subjectos a las reglas de la arte gramatical […] muchas más cosas et
conçibimientos se pueden significar por la lengua latina o griega que por la
vulgar» (López Fonseca & Ruiz Vila 2020: 124). El principal problema que
observa es tópico en los paratextos de la época: la ausencia de léxico vulgar
frente al latín, es decir, una desconfianza en las virtualidades del romance. Ante
esta dificultad se plantean dos maneras de realizar la traducción, condicionadas
por la pobreza del vulgar, no por otro tipo de circunstancias ni por la naturaleza
del texto, bien con una traducción propiamente dicha, que será palabra por
palabra, bien con una glosa o comento, que ya no será traducción propiamente
dicha: «difícile si se faze por manera de interpretación que es palabra por
palabra et non por manera de glosa la qual es absuelta et libre de muchas
gravedades» (López Fonseca & Ruiz Vila 2020: 124).

Más adelante aporta una definición: «dos son las maneras de trasladar, una es de
palabra a palabra et llámase interpretación; otra es poniendo la sentencia sin
seguir las palabras, la qual se faze común mente por más luengas palabras et
esta se llama exposición o comento o glosa. La primera es de más autoridad, la
segunda es más clara para los menores ingenios» (López Fonseca & Ruiz Vila
2020: 125). Se desprendería de aquí que no hay para él más que una manera de
traducir propiamente dicha, la «interpretación», y de lo que sigue se deduciría
que así es su versión de la obra de Eusebio–Jerónimo. Hasta aquí, no hay nada
nuevo. Pero hay una importante circunstancia a propósito de su modus
interpretandi que no debemos obviar y que salta a la vista cuando se coteja la
traducción con su original, a saber, el hecho de que la traducción del
madrigalense, en realidad, no es, como insiste en su prólogo, «por manera de
interpretación, que es palabra por palabra», sino que da prioridad absoluta al
sentido, lo que le hace parafrasear en un buen número de casos el original.

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Sirva como testimonio el presente ejemplo de la traducción del prólogo de san


Jerónimo: «Di!cile est enim alienas linguas insequentem non alicubi excidere,
arduum ut que in aliena lingua bene dicta sunt eundem decorem in translatione
conseruent», que traduce como «Grande dificultad es et apenas quiere aquel que
ha de seguir las lenguas agenas non fallar alguna dureza o altura para que lo que
en agena lengua dicho bien suena aquel grado de fermosura después que
trasladado tenga». Un simple cotejo permite ver cómo di!cile se ha convertido
en «grande dificultad», el participio de presente insequentem en una perífrasis de
obligación, «que ha de seguir», o el arduum en un desdoblado «dureza o altura»
(López Fonseca & Ruiz Vila 2020: 122–127). Pero si acudimos al Tostado sobre el
Eusebio, más conocido como Comento o exposición de Eusebio, en los capítulos
que tratan del pensamiento de san Jerónimo, aunque coincide al explicar qué es
«interpretación» y qué «glosa», añade nuevas consideraciones muy valiosas. Así,
dice que «no ha cosa que sea significada por vocablos de un lenguaje que no
pueda ser significada por vocablos de otra lengua» (Cartagena 2009: 122), es
decir, los problemas lexicográficos son relativos. Y más adelante deja ver con
claridad lo que piensa de la traducción, manifiestamente ad sensum y de una
naturaleza muy próxima a la defendida por los humanistas italianos, que resulta
definitivo para definir el pensamiento traductor al final de la Edad Media:

E es de saber que es mudamiento de orden o de palabras según dicho es o se faze con


alguna necessidad o sin ella: con necesidad se faze quando, esto non faziendo, sería fea la
traslación o mal sonante. […] E esto no será fuera del oficio del interpetador, mas a él
converná. Ca dize Hierónimo en el libro De optimo genere interpretandi que la mejor e
más noble manera de interpretar non es sacar palabra de palabra, mas seso de seso.
(Cartagena 2009: 131)

Es prioritario no solo que el receptor entienda la traducción, sino que no sea


«fea o mal sonante». No obstante, Cartagena y Madrigal, los dos únicos
traductores peninsulares que se acercaron al problema planteado por Bruni y
Manetti, apenas profundizan en él. Los italianos trataban de explicar cómo la

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retórica ciceroniana podía servir al traductor para reforzar el intento de


comunicar el sentido original de un texto traducido e insistían en que para ello
era necesario un gran dominio de la retórica y de la filología clásica. No
obstante, la preocupación por la belleza de la traducción ya está presente en el
madrigalense. Y esta manera de traducir se puede corroborar en su Breuiloquium
de amore et amicitia, traducido por el propio autor como Tratado de amor y
amiçiçia, ilustrativo ejercicio en que el autor presenta su versión de su propio
original latino (González Rolán & López Fonseca 2021).

El siglo XV, con la definitiva vernaculización de la difusión de la cultura y la


hegemonía del castellano como lengua meta, testimonia una evidente influencia
del Humanismo italiano en la Península. No obstante, y a pesar de los contactos,
las traducciones peninsulares no delatan ningún influjo positivo del
Humanismo italiano y los traductores siguen medievalizando sus traducciones
mediante glosas, comentarios y explicaciones. Madrigal es el único que parece
estar a punto de conceder a la retórica el papel básico y preponderante que los
italianos le daban en la traducción otorgando cierta importancia a la calidad
estilística del texto traducido, siempre supeditada a la exigencia básica de
fidelidad. En la historia de la traducción peninsular del Cuatrocientos hay una
escasez de latinistas competentes, lo que también influyó en la escasez de
reflexiones. Faltaban agrupaciones de hombres profesionalmente dedicados a
los estudios de la Antigüedad clásica. Se podría resumir la norma ideal de los
traductores al final de la Edad Media como sigue: predominio de la traducción
ad sensum que permita reproducir fielmente el significado contextual con los
medios de la lengua meta; exigencia del dominio de la materia tratada en la
traducción; naturalidad de la expresión en el texto meta; y gran dominio de
entrambas lenguas. El final del Medievo dio lugar, pues, a una reflexión más
moderna, humanista, relacionada con un tipo de traducción que comienza a
poner el foco en el lector, una reflexión que seguirá evolucionando en los Siglos
de Oro y que está en el origen de la moderna teoría de la traducción.

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a Eusebio y Breviloquio del Tostado: edición crítica del texto latino y


castellano» (FFI2016–75143–P) y «Práctica literaria y mitológica en el s. XV
en Castilla. Comento y Glossa del Tostado y Defensorium de Cartagena:
edición crítica y estudio» (PID2020–114287GB–I00). ↩
2. Para la redacción de este capítulo, además de los que se referencian a lo
largo del mismo sobre cuestiones concretas, han sido especialmente útiles
los trabajos que se ocupan por extenso de la historia de la traducción en
España, en concreto de la traducción medieval y de la reflexión traductora,
en los que podrá ampliarse la bibliografía y entre los que quiero destacar,
ordenados cronológicamente, los de P. Russell (1985), J. Paredes & E. Muñoz
Raya (1999), J.–C. Santoyo (1999a), J. Rubio Tovar (2013) y T. González Rolán
& A. López Fonseca (2014). Además, para los textos son de especial ayuda las
antologías de Santoyo (1987), M. Á. Vega (1994), D. López García (1996) y N.
Cartagena (2009), así como, para los prólogos del siglo XV, el libro de
González Rolán & López Fonseca (2014). Estas obras solo aparecerán citadas,
para no entorpecer excesivamente la lectura, a propósito de aspectos
concretos. Por otra parte, pueden consultarse, en esta misma obra, los
capítulos de J.––C. Santoyo, «Panorama de la traducción en los siglos V al
XI», «Panorama de la traducción en el siglo XII», «Panorama de la
traducción en el siglo XIII» y «Panorama de la traducción en el siglo XIV». ↩
3. «No los vertí como intérprete, sino como orador, con la misma presentación
de las ideas y las figuras, pero con las palabras adaptadas a nuestros usos.
Para ello no me pareció preciso volver palabra por palabra, sino que
conservé todo su estilo y su fuerza. No consideré oportuno dárselas al lector
en su número, sino en su peso». Todas las traducciones del presente trabajo
son propias. ↩
4. «Es sobre todo útil, y muchos lo aprovechan, el verter del griego al latín o del
latín al griego. En este tipo de práctica se ejercita la propiedad y la dignidad

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de la lengua, la riqueza de figuras, la capacidad argumentativa, además de la


capacidad de hallar, a través de la imitación de los mejores, aptitudes
semejantes. Si al lector se le escapan algunas cosas, al traductor no se le
pueden escapar. Con ello se adquiere entendimiento y discernimiento». ↩
5. «Es difícil para quien sigue líneas ajenas no salirse de ellas en algún punto, y
es arduo conseguir que lo que está bien dicho en otra lengua mantenga la
misma belleza en la traslación [… ↩
6. Véase, por ejemplo, el capítulo de Andrés Enrique–Arias, en esta misma
obra, «Las traducciones de la Biblia en la Edad Media». ↩
7. Véase, por ejemplo, el capítulo de Josep Pujol, «La traducción entre lenguas
vernáculas (catalán––castellano)», en esta misma obra. ↩

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