Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
2
ÍNDICE
Introducción: Diez iconos de la vida consagrada
3
INTRODUCCIÓN
4
Por todo ello, hemos seleccionado unos iconos, entre los más significativos, para
meditar sobre algunos contenidos que consideramos de particular importancia para
el momento actual. Son páginas que han nacido de meditaciones hechas con ocasión
de diversos encuentros; páginas que —espero— puedan servir para la reflexión y
para una renovada motivación de la vida consagrada ante los desafíos de nuestro
tiempo.
Tengo en este momento un recuerdo especial para los misioneros javerianos del
Japón; un recuerdo que se convierte en agradecimiento por su testimonio del Señor
Jesús.
5
Primera meditación
La transfiguración
1. La transfiguración
En los relatos sinópticos, la transfiguración parece tener dos significados
fundamentales: el primero es introducir en el afrontamiento del misterio de la cruz,
disponer el ánimo para el escándalo de la cruz. Es el punto de vista preferido en
Occidente: El segundo, más propio del Oriente, es mostrar la verdad divina de la
existencia terrena de Jesús: Jesús no fue sólo un
profeta desdichado que al final de su vida fue aprobado y reconocido por Dios
como auténtico profeta, sino que toda su vida humana debe tenerse como revelación
de Dios, porque a lo largo de toda su existencia estuvo «habitado por Dios», fue Dios
entre nosotros.
Toda la vida de Cristo, por tanto, ha de considerarse un «sacramento», una
ocultación y una revelación, simultáneamente, del Dios inmenso e ilimitado, que al fin
ha desvelado su rostro. Ese rostro –tan buscado por los más grandes espíritus de la
humanidad y de la historia hebrea, comenzando por Moisés y Elías, los dos profetas
más grandes, tan deseosos ambos de poder contemplarlo– por fin se deja ver. La
Transfiguración abre una insólita brecha en ese misterio único: el Dios oculto irrumpe,
deja caer por un momento el velo que lo cubre, y manifiesta algo de la profunda e
invisible realidad del hombre Jesús. Oriente habla de epifanía de la divina humanidad
de Cristo. Y quien es sumergido en esa maravillosa epifanía queda para siempre
fascinado por ella.
6
Si es así, si Dios «habita» en Cristo, si es verdad que Cristo es el «Hijo predilecto
al que hay que escuchar», entonces todo lo de Cristo es revelación de Dios: también,
y muy principalmente, su forma de vida virgen, pobre y obediente.
Conocemos perfectamente la perplejidad que provocaba concretamente el
modo de ser de Cristo, especialmente en quienes tenían en su mente el esplendor
del reinado de David. Se decían: ahí tenéis, en vez de un rey, un humilde siervo, un
profeta desarmado y obediente; en vez de un hombre lleno de riquezas, signo de la
bendición de Dios, un pobre que no tiene dónde reposar su cabeza; en vez de alguien
capaz de restaurar la «casa de David» con su abundante descendencia, un célibe sin
familia y «sin hogar».
Esta forma de vida es reveladora de una diversidad en el modo de ver la
existencia humana, de una concepción muy distinta de la salvación y de una
divergencia de planes en cuanto a lo que normalmente podía esperarse. Dice algo
muy importante sobre la misión del Mesías, revelador de Dios, y sobre su acción en
el mundo.
Su asunción –tan sencilla e inesperada– de esta forma de vida como siervo de
Dios y de los hermanos, quiere significar que la venida de Dios en medio de nosotros
precisamente de un modo tan insólito y sorprendente para los parámetros que el
hombre aplicó siempre a lo divino, quiere ser una revelación de su ser de Hijo, de su
«estar ante el Padre y ante los hombres»; y no podemos dejarla de lado ni
considerarla como secundaria o de escaso valor.
Muy distinto es el pensamiento y el imaginario del hombre sobre las eventuales
apariciones divinas, que deberían caracterizarse por el poder y el triunfo. Cuando los
hombres nos ponemos a pensar en las manifestaciones de Dios, en las teofanías, se
apoderan de nosotros el estupor y el miedo: el infinito que se revela al finito no puede
dejar de conturbamos.
Con Jesús, nada de esto ha sucedido. El Hijo coeterno con el Padre ha venido
a habitar entre nosotros humildísimo, «casto, pobre, obediente, orante y misionero»
(VC, 77), sin ningún signo personal de esplendor, salvo el destello revelador de la
Transfiguración durante su vida terrena, y luego el de la gloria de su Resurrección.
Comienza, pues, el documento con la presentación de la exclusividad de Jesús,
el Hijo, en su ser revelación a través de toda su existencia.
La tradición (desde Ireneo hasta Orígenes, y desde Agustín hasta Crisóstomo y
Teilhard de Chardin) ha afrontado desde diversos puntos de vista este «misterio»,
partiendo de las aproximaciones más contemplativas hasta otras más activas y
apostólicas. Es particularmente interesante el enfoque de Orígenes, que ve en esto
un caso de «polimorfismo» del Verbo: el Verbo se revela de diversas formas y a
diversas categorías de personas, según sea su capacidad de comprensión. Se
revela a la multitud como hacedor de milagros y, a través de las parábolas, como
mensajero del Reino; ante los discípulos aparece como el Maestro que explica los
misterios del Reino; y a los tres –Pedro, Santiago y Juan– a quienes lleva consigo a
la montaña se les revela como el Hijo, el «esplendor del Padre».
7
El conocimiento del misterio de Cristo, como los mismos niveles de iniciación a
este misterio, son un don, concedido según las preferencias de Cristo: es El quien
llama «a quien quiere» a subir al monte. Hay un único Cristo, pero existen diversos
niveles de conocimiento de su misterio, y el mismo grado o nivel de conciencia es un
don que Cristo concede a aquellos que El elige personalmente.
2. En la exhortación apostólica
En la exhortación apostólica la Transfiguración adquiere muchos significados:
8
dinamismo profundo de la vocación a la vida consagrada: ¡qué hermoso es estar
contigo, dedicarnos a ti, concentrar de modo exclusivo nuestra existencia en Ti! En
efecto, quien ha recibido la gracia de esta especial comunión de amor con Cristo, se
siente como seducido por su fulgor. El es "el más hermoso de los hijos de Adán" (Sal
45,3), el Incomparable» (VC, 15).
Y así es como la persona consagrada es íntimamente atraída no sólo a seguir a
Cristo, sino también a reproducir su peculiar forma de vida, reconociéndolo así de
forma muy concreta como su Señor: «¡Confesión del Hijo!» La forma de vida de
Cristo, que vino a estar entre nosotros virgen, pobre, obediente –merece la pena
repetirlo– no tiene nada de accidental o secundario, porque en el misterio de Cristo
todo es revelación. No son sólo sus palabras las que iluminan los enigmas de la vida,
sino que es la misma persona de Cristo, su modo de ser, el que arroja luz divina sobre
el misterio del ser humano. Tan verdad es esto que san Francisco escribió en su
primera regla: «La regla y vida de los frailes es seguir la doctrina y las huellas de
Nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad». La
forma de vida virgen, pobre y casta fue abrazada por el Hijo de Dios y tiene un valor
de revelación y salvación: no se la puede dejar desaparecer, no nos puede dejar
indiferentes. Hay que escrutarla con reverencia, como parte constitutiva del misterio
de Cristo.
Se comprende, pues, que toda la Exhortación apostólica esté penetrada por esta
afirmación: el primer cometido de la vida consagrada es representar la forma de vida
de Cristo virgen, pobre y obediente. Baste citar el primer número: «Con la profesión
de los consejos evangélicos los rasgos característicos de Jesús –virgen, pobre y
obediente– tienen una típica y permanente "visibilidad" en medio del mundo» (VC, 1).
9
Jesús vino a estar en medio de nosotros como siervo obediente, para revelar,
incluso de forma dramática, que deja al cuidado del Padre su propia realización. No
busca ni quiere recompensas y honores humanos, porque sabe que su felicidad está
en cumplir la voluntad del Padre. Pero también para que todo ser humano pueda
considerar a Dios como la fuente y la realización definitiva de todos los deseos de
felicidad que lleva inscritos en el corazón.
Jesús cumplió hondamente el mandamiento supremo: «Amarás al Señor, tu
Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas» (Dt 6,5). El
corazón de Jesús le pertenece por completo al Padre, pues es «una misma cosa con
El». Las fuerzas de Jesús se orientan todas ellas hacia el Padre, pues el Padre es el
manantial de donde todas ellas y su propio ser brotan. El alma de Jesús es toda entera
del Padre, ya que el Padre es el inicio y el cumplimiento de sus deseos. Nadie ha
amado nunca al Padre de esta manera, nadie ha mostrado nunca, con una vida de
hijo, de pobre, de siervo, el esplendor y la totalidad del amor de Dios por el hombre y
del hombre por Dios, de su ser entero en favor del hombre.
A quien pudiera dudar de la oportunidad de estas consideraciones, convendría
proponerle algunas preguntas que, a primera vista, podrían parecer intempestivas y
hasta irreverentes: ¿podemos imaginarnos un Jesús mendigando un amor humano o
dedicándose a acumular dinero o a buscar su éxito personal? La conciencia cristiana
se rebela con sólo pensarlo. Efectivamente, en Jesús se da una entrega tan absoluta
al Padre que instintivamente sentimos que está muy lejos de la búsqueda de los
normales amores humanos, de los negocios comunes, del querer sobresalir por
encima de los demás. Su existencia es «sentida» por la conciencia cristiana como
puesta totalmente al servicio del Padre, de la revelación del Padre, y de su propia
revelación como Hijo Unigénito, Uno con el Padre.
Él es el Hijo «predilecto», el único, precisamente porque considera al Padre
como su Todo, en todos los aspectos, empezando por los que se corresponden con
los dinamismos más profundos de la persona humana, como son el deseo y la
necesidad de amar, el deseo y la necesidad de poseer, el deseo y la necesidad de
decidir. Y eso es lo que revela a los hombres con sus palabras, con sus
comportamientos y opciones, con su misma forma de vida. Todo ello para expresar lo
que El es y para iluminar cuál debe ser la actitud de fondo de todo «hombre que viene
a este mundo» cuando afronta el misterio de Dios y el misterio de la existencia; para
que todas las personas humanas puedan descubrir quién es en verdad el Padre: no
un ser lejano ni un enigma, sino un amor que crea y espera, un tesoro que nunca se
apolilla, una felicidad que nunca defrauda.
La persona consagrada, que recibe la gracia de comprender este misterio, es
llevada al monte santo y allí es iniciada en esta realidad para revivirla en sí misma,
para representarla y testimoniarla con todo su ser. Comprende, por puro don, que el
modo más perfecto de aceptar a Dios y reconocerlo como Padre es el del Hijo
«predilecto»: abrazando la forma de vida de Cristo virgen, pobre y obediente, la
persona consagrada reconoce que Dios es todo para la persona humana, porque para
10
todos sus hijos El es el Amor, es la Riqueza, es la Realización cumplida de toda
aspiración. ¡Confesión del Padre!
Al mismo tiempo se da cuenta de que esto sólo es posible por una iluminación
inmerecida, es decir, por la intervención del Espíritu Santo que hace sentir esas
realidades como verdaderas, que hace sentir a Cristo no como una realidad lejana,
sino como el modelo siempre actual y siempre presente; que hace percibir al Padre
de Jesucristo como la realidad primera y última. Y, después de haber sido introducidos
en este altísimo misterio, se les concede también la gracia de meterse en esta
aventura como por connaturalidad, «llenos de alegría y de Espíritu
Santo»: ¡Confesión del Espíritu Santo!
La vida consagrada se convierte, gracias a representar la forma de vida del Hijo
virgen, pobre y obediente, en una confesión de la Trinidad, en un reconocimiento,
agradecido y elocuente, del Padre que llama para reservarse una persona para sí y
para la causa de su Reino; en una proclamación del Hijo, en cuyo seguimiento nos
ponemos para llegar al Padre; en una alabanza al poder del Espíritu Santo,
«maravillosamente activo», que nos introduce, mediante alguno de sus carismas, en
una misión concreta y en un particular proyecto apostólico representado por un
Instituto.
11
Jesús solo, porque su forma de vida es el «modo divino» de vivir la existencia
humana;
Jesús solo: por ello, la Exhortación ofrece una «cristología fuerte» para
fundamentar la vida consagrada. ¡El nexo vital entre Jesús y la vida consagrada es
verdaderamente único!
Jesús solo: aquí tenemos por qué la Exhortación presenta la vida consagrada
como entrega prioritaria y exclusiva a la persona de Jesús. ¡Todo lo tengo por basura
–decía Pablo– en comparación con el conocimiento del Señor Jesús!
Jesús sólo: es la razón de que la Exhortación apostólica hable de «orientación
cristocéntrica» (VC, 15), de «adhesión conformadora con Cristo de toda la
existencia», de «adhesión conformadora» a Cristo (VC, 16), de una espiritualidad
totalizadora y exclusiva;
Jesús solo, porque Él es la belleza del mundo, que hace a la vida digna de ser
vivida; El es el tesoro del mundo, que proporciona a la vida humana toda su riqueza;
El es el corazón del mundo, que hace dulce la fatiga humana; El es la luz del mundo,
que da sentido y dirección a la aventura humana.
Volveremos más adelante sobre estos temas, pero es bueno enfocarlos desde
el principio para subrayar lo más decisivo de la vida consagrada.
12
sumergirse «en su Reino de luz inextinguible», a descubrir la belleza del Dios de
Jesucristo, que ha venido para introducirnos en la compresión del Dios de toda
belleza, creador de todas las cosas bellas, infinitamente superior a todas sus
criaturas... ¡Ojalá seamos capaces de tener los ojos de María para ver las
«maravillas» de Dios, sus obras «admirables y bellas», para cantar todos los días, por
motivos siempre renovados, su «Magníficat» y el nuestro!
13
Quien aspira a la contemplación, al «conocimiento de Dios», ha de entregarse a
purificar su propio corazón. El gustar las cosas de Dios se le otorga a quien se empeña
en este camino. Es importante recordar esta premisa «cognoscitiva». No sólo para la
contemplación en sí misma, sino también para comprender no pocas páginas de la
Exhortación apostólica que pueden quedar oscuras y bajo sello para algunos lectores
acelerados y distraídos.
La contemplación requiere además silencio, desprendimiento: «Debemos
confesar que todos tenemos necesidad de este silencio cargado de presencia
adorada: la teología, para poder valorizar plenamente su propia alma sapiencial y
espiritual; la oración, para que no se olvide nunca de que ver a Dios significa bajar del
monte con un rostro tan radiante que obligue a cubrirlo con un velo (cf. Ex 34,33) [...];
el compromiso, para renunciar a encerrarse en una lucha sin amor y perdón» (VC,
38).
Se puede afirmar enseguida que la Exhortación ofrece una visión
fundamentalmente «mística» de la vida consagrada. Mística no quiere decir
«mistificadora», como alguien podría sentirse tentado a pensar. Mística significa
sencillamente la capacidad de enamorarse de Dios; es tensión hacia el Todo, hacia
el Eterno. Mística es considerar a Dios más real que las cosas visibles y, por tanto,
más digno de amor que ninguna otra realidad, más deseable que cualquier otra
persona o cosa, más «bello» que todas las bellezas creadas.
La vida consagrada se sostiene o desaparece si existe o no existe esta
contemplación. Sin contemplación, toda la primera parte de la Exhortación apostólica
corre el peligro de parecer retórica eclesiástica y, por tanto, superflua e ilusoria. Y no
falta quien ha pensado que así es. Sin esta dimensión, todo esto parece un vago
espiritualismo, un cúmulo de afirmaciones sin consistencia, idóneas, todo lo más, para
llenar las horas vacías de cualquier alma piadosa; semejante escepticismo es la
postura más eficaz para vaciar de todo contenido real no sólo la Exhortación, sino la
misma vida consagrada. Por lo demás, sin estos contenidos fuertes, la vida
consagrada es barrida por el secularismo que despiadadamente está arreciando
sobre todas las plazas, está atravesando, gélido, todas las calles, y está llegando a
entrar, si no por otras vías al menos por los medios de comunicación, hasta en las
casas más herméticamente cerradas.
Mientras esta primera parte del documento nos parezca «lejana», podemos
presagiar que está cerca la decadencia de la vida consagrada. Paradójicamente,
debemos decir que el problema no está tanto en el «cómo» hacer pasar estas
realidades a la vida, sino en el «qué», es decir, en su asimilación para que lleguen a
ser realidades atractivas y no absorbidas hasta su disolución, realidades que nos
eleven hacia la divina belleza y no se vean arrastradas por el polvo de las realidades
cotidianas.
14
una mentalidad más apostólica y más encarnada. En otras palabras, ¿quiere el Santo
Padre «monastizar» todas las formas de vida consagrada, desea transformar en
contemplativas a todas las personas consagradas? La respuesta es positiva si con
esto se intenta dar a toda la vida consagrada una base contemplativa, puesto que
toda forma de vida consagrada, incluso la más activa y comprometida en los campos
más seculares, tiene necesidad absoluta de «contemplación». Desde este punto de
vista, es clara la deuda de gratitud que toda vida consagrada tiene con el monacato.
En cambio, la respuesta es indudablemente negativa si se pretende cambiar el
propio estilo de vida, para hacer a todos monjes o contemplativos. La cuestión es
comprender lo que significa «contemplar», que es «sumergimos en el misterio
cristiano»; se trata de una «inmersión total en el misterio de Cristo», de quedar
fascinados por el «sublime conocimiento de Cristo» y prendidos de su ser y de su
vida; se trata, en una palabra, de «vivir en Cristo» como premisa para «actuar como
El».
La prueba la tenemos precisamente en el hecho de que sea la Transfiguración
la que sirve de fundamento de la actividad apostólica. Se sube al monte para ser
capaces de servir mejor. La tercera parte de la Exhortación trata de la misión, pero su
fundamento más sólido está en esta primera parte. Se sube al monte de la
contemplación para adquirir el coraje de la «libertad», del testimonio franco y libre. Y
según todas las señales, también de esto parece haber necesidad hoy en día.
Es interesante un comentario del Crisóstomo a la Transfiguración. Se fija en
Moisés y Elías, apoyándose sin duda en su experiencia, más bien atormentada, de
pastor: «Cada uno de estos dos profetas había perdido su alma y la había recuperado.
Ambos se habían presentado valientemente delante de los príncipes desalmados, del
Faraón y de Acab. Ambos se habían expuesto hablando en favor de un pueblo
desobediente y rebelde, que, después de haber sido liberado de una tiranía
insoportable, descargaría seguidamente su furia contra sus propios liberadores.
Ambos se habían propuesto apartar al pueblo de la idolatría».
Todo el que sube al monte de la contemplación se encuentra en compañía de
grandes hombres de acción,de profetas valientes, de pastores que han tenido que
afrontar las incomprensiones y las ofensas de su propio pueblo. ¡Todo lo contrario de
cualquier tipo de «alienación contemplativa»!
15
imitar «más de cerca» la forma peculiar de vida del Señor Jesús. Por eso, la forma de
vida configurada según los consejos evangélicos no habla, en primer lugar, de la
capacidad de la persona humana o de sus méritos, sino de «la maravillosa grandeza
de la fuerza de Cristo que reina y del infinito poder del Espíritu Santo que actúa de
modo tan admirable» (LG, 44). Confiesan, por tanto, la capacidad de Dios, afirman
que Dios sigue actuando en la historia, que el «brazo de Dios no se ha retraído» y
que sabe extraer hasta de las piedras un imitador de Cristo. Se comprende que la
Exhortación pueda decir que la vida consagrada es «una de las huellas concretas que
la Trinidad deja en la historia, para que los hombres puedan descubrir el atractivo y
la nostalgia de la belleza divina» (VC, 20).
Pero esto acrecienta también la responsabilidad. Si los consejos son un don, se
han de suplicar, se han de «implorar». Si tienen en la Iglesia y en la sociedad una
función tan alta, han de ser aceptados «con temor y temblor». Su papel de signo y su
vinculación con la Trinidad han de ser vivenciados con sentido de gran
responsabilidad. ¿Podemos imaginarnos a Jesús, sólo a modo de ejemplo, buscando
puestos de mayor prestigio y rehusando, quizás en nombre de los derechos humanos,
acatar mandatos desagradables? Pero Jesús vive en nuestro tiempo, en y mediante
esta forma de vida que, por el mismo hecho de «existir», está diciendo que Dios solo
basta, que «nada nos separará del amor de Cristo», que el alimento más verdadero
del ser humano es hacer la voluntad del Padre.
La forma de vida de Cristo quiere expresar y testimoniar que es posible y bello
dedicarse a los asuntos del Padre y al servicio de los hermanos; pero si esto no es
percibido y recordado constantemente como un deber prioritario por parte de la
persona consagrada, si no lo cultiva y defiende, si no vuelve a ello tras las inevitables
caídas de la naturaleza humana, la vida consagrada pierde su sabor, su belleza y su
fuerza de significación.
Una vez más se nos invita a «volar alto», para no caer en las innumerables
trampas que la naturaleza humana y el mundo preparan a quien se resiste a plegarse
a los determinismos o a los condicionamientos, y para mantener la libertad de los hijos
de Dios, tal como la vivió, practicó y propuso el Hijo de Dios.
e) Existen algunas tenaces resistencias a ver las cosas con los ojos de la
Exhortación apostólica: en nombre de la legítima preocupación por que todo cristiano
sea «cristiforme», se llega a poner en duda el sentido propio de la vida consagrada,
tal como el Santo Padre lo presenta. En nombre de que la forma de vida de Cristo
está constituida por muchos elementos, como «la forma de siervo», la «kénosis», la
entrega total, el servicio a la causa del hombre, se quiere subestimar la peculiar forma
de vida caracterizada por los consejos evangélicos. Pero nadie, y menos la
Exhortación apostólica, pretende negar que la vida de todo cristiano debe ser
cristiforme, que todo bautizado debe seguir a Cristo, debe reproducir «sus
sentimientos y sus actitudes».
Pero también es claro que a algunas personas se les pide reproducir aquellos
aspectos de la forma de vivir de Cristo que sintetizan elocuentemente su total
16
dedicación al Padre y a los hermanos: en su virginidad, pobreza y obediencia, Cristo
realiza una verdadera «kénosis», un verdadero anonadamiento de sí mismo. De esa
forma puede anunciar a los hermanos, abierta y libremente, la bondad del Padre y
hacer reverdecer la esperanza en el corazón de los hermanos y hermanas. La
representación de la peculiar forma de vida de Cristo, mediante los consejos
evangélicos, precisamente porque lleva consigo una total dedicación a Dios y a los
hermanos, no es principalmente una ostentación de perfección personal o de
«excelencia», sino que se pone, sobre todo, al servicio del crecimiento de la vida
cristiforme de todos y cada uno de los fieles.
Así lo entiende la Exhortación apostólica y también la gran tradición de la Iglesia,
que siempre vio en la vida consagrada, comenzando ya en las «vírgenes» y los
«ascetas», un estímulo, una provocación, un interrogante orientado al crecimiento de
la vida «cristiana» o «cristiforme» en el mundo. Y también una gloria para toda la
Iglesia. Gregorio Magno ya afirmaba en su tiempo: «La gracia del Espíritu Santo se
ha derramado y estamos viendo una multitud de elegidos que llevan impresa en sí
mismos la imagen del Redentor. Renunciando a todo lo terreno, absteniéndose de los
placeres de la carne, abandonando sus pertenencias, brillan con un prestigio tan
elevado como nunca lo tuvo la Iglesia en tiempos anteriores» (Comentario al Primer
Libro de los Reyes 1, 86).
Conclusión
«En el monte Athos, tierra sagrada de los monjes orientales, había en el pasado
una escuela de pintores dedicada a pintar iconos. La preparación era larga: teológico-
litúrgica, espiritual, técnica. Al término de ella se realizaba una especie de examen de
madurez. El candidato no tenía que pintar un icono cualquiera, sino uno muy
determinado: el de la Transfiguración de Cristo en el monte Tabor. El pintor sagrado
debía ser capaz de contemplar el mundo con los ojos de fe con que lo vieron los
apóstoles en el momento de la Transfiguración; es decir, con los ojos de una fe que
ha crecido hasta llegar al estado de visión espiritual, de pregustación de la visión
beatífica de la vida futura. El pintor sagrado, por tanto, se distingue esencialmente del
pintor profano, que se mantiene vinculado a las sensaciones de los sentidos y es, por
ello, incapaz de dar testimonio del sentido espiritual de la realidad» (P.T. Spidlik).
Hoy, también nosotros escuchamos la invitación del Señor: «¡Venid, subamos
al monte del Señor!» Subamos para sumergimos en la luz del Tabor, para contemplar
la realidad transfigurada, para hacer de nuestra breve existencia una obra sagrada,
un icono viviente del Señor que transfigura todas las cosas.
17
Segunda meditación
María y Juan ante la Cruz
La Exhortación nos invita a recorrer el mismo difícil camino que Jesús hizo
realizar a sus discípulos: el camino de la cruz; la fatigosa pero indispensable iniciación
en la misteriosa y escandalosa manifestación de su «gloria» en la derrota, y de la
potencia victoriosa de su amor en el momento del triunfo del odio y de las más
abyectas motivaciones humanas.
Conviene proceder por pasos para recoger hasta el más pequeño detalle del
rico contenido que este icono tiene para nuestra vida diaria. Seleccionamos cinco
pasos:
18
En una sociedad como la nuestra, que corre tras el éxito, la predicación de la
cruz acrecienta las dimensiones de su «inaceptabilidad» y su menguadísima
capacidad de ser propuesta. Basta pensar en qué lejos están de esta realidad de la
cruz las diferentes formas del «resurgir de lo sagrado». ¿Cómo se puede proponer,
por ejemplo, a un occidental o a un japonés, inmersos en el mito de la eficacia y del
éxito, una religión cuyo origen es un «evidente fracaso»?
Sin embargo, y ya desde el principio, los cristianos han luchado por ser libres
para creer y proclamar este escándalo. Pablo tuvo que luchar contra los que
eliminaban la cruz con la loable intención de «defender el honor de Dios»: los judíos
rechazaban la cruz porque se sentían obligados a defender al Dios «poderoso», al
Dios «hacedor de prodigios». Por otra parte, los griegos no podían admitir la
centralidad argumentativa de la cruz, es decir, que un hecho, y no una idea, y encima
un hecho tan brutal como la cruz, pudiese competir con el Dios de toda sabiduría, y
menos todavía como la suprema manifestación de la sabiduría que gobierna el
mundo. ¿Cómo «un Dios que se respete a sí mismo» puede tener que ver con el
hecho de la cruz y, menos aún, «terminar de esa manera»?
19
la cruz es la que nos vincula con la «sabiduría de Dios», la que conforta e ilumina lo
insostenible de una situación cuando se la interpreta con ojos meramente humanos:
«¡mis caminos no son vuestros caminos!».
La cruz sería, en definitiva, una gran «potencia ejemplar», la fuerza moral del
cristianismo y su vitalidad: Decir esto es ya un hermoso reconocimiento (¡sobre todo
después de estos años!). Pero no es todo. En el fondo también Pelagio sostenía esta
postura.
20
Pero al creer y decir esto no pretendemos negar ni vaciar de contenido la cruz:
en medio de la vida cristiana se alza la cruz que hemos de contemplar, adorar y llevar.
El Jesús que amamos y al que nos hemos entregado es el Resucitado, y el Resucitado
es el Crucificado que padeció, murió y ahora vive glorioso. El reclamo constante a la
divina belleza, meta última y a la vez cotidiana realidad, se nos hace para animarnos
a afrontar esta ineliminable y, en definitiva, amable realidad.
b) Al amor sin límites del Padre corresponde el amor sin límites del Hijo. El
Hijo ama de tal manera al Padre que da la vida por ese amor total y totalizante,
mediante un amor virginal incondicionado, un amor indiviso, un amor absoluto y
trascendente. «Tu amor vale más que la vida», dice Jesús en la cruz; este amor vale
más que cualquier otra realidad, que cualquier otra criatura: «su amor virginal por el
Padre y por todos los hombres alcanzará allí su máxima expresión» (VC, 23).
El Hijo considera que el Padre es, tan nítidamente, la fuente de todo bien y de
su mismo ser que pierde de hecho su vida para no separarse de la fuente del ser. Se
queda sin ninguna cosa creada para no perder la fuente increada y perenne del ser:
«su pobreza llegará al despojo de todo» (VC, 23).
El Hijo está tan convencido de que la vida consiste en cumplir la voluntad del
Padre que pierde «esta vida» con tal de no separarse de la Vida que viene del Padre:
«su obediencia llegará hasta la entrega de la vida» (VC, 23).
El Hijo revela en la cruz el valor único y absoluto del Padre que El manifiesta
como su amor, su riqueza, su propia vida. Pero también nos revela que si vivimos
21
estas realidades hasta el fondo, nos hacemos capaces de imprimir una
especial fuerza reveladora a nuestra propia existencia. La vinculación con la peculiar
forma de vida de Cristo virgen, pobre y obediente, no es extrínseca, como una
imposición, sino que expresa la totalidad de cuanto una criatura puede dar a Dios.
Nos dice que no pocas veces los consejos llevan a la cruz y pueden ser crucificadores,
precisamente porque reproducen la fidelidad del Hijo al Padre. No hay que olvidar
este doloroso momento que nos «configura» con Cristo en su acto de entregarse, de
«desgastarse», para expresar al Padre todo su amor obediente de hijo.
Del rostro transfigurado del «más hermoso de los hijos del hombre» al rostro
desfigurado de Cristo en cruz, «tan afeado que induce a los presentes a cubrirse el
rostro»: el camino puede parecer largo y contradictorio, pero es necesario recorrerlo
para entrar en el misterio de Cristo y en el secreto de la vida cristiana.
22
constante tentación de «cubrirse el rostro» delante de la cruz, de fingir no verla, de
rehuirla, de minimizarla.
23
a) En el sínodo de los obispos, los únicos aplausos que se oyeron estuvieron
reservados a los «liberados» de los lugares de martirio y persecución. ¡Y en estos
años ha sido grande el número de los mártires! Sus testimonios aparecían como las
más bellas páginas escritas en estos años por la vida consagrada. Y no sólo esto, se
vio también que en esas situaciones extremas experimentaron la fuerza de la cruz y
se les concedió ver brillar en todo su fulgor la grandeza y la belleza de la vida
consagrada que sabe entregarse. En el sínodo se pronunciaron palabras sublimes y
convincentes sobre el poder y la fuerza de la cruz. Y se oyeron espléndidos
testimonios sobre la fecundidad que resulta de participar con el propio ser en el
misterio de la cruz. La vida consagrada «goza de buena salud» cuando está bajo la
cruz de Cristo. E incluso florece aun numéricamente. ¡ Ay del querer librarse de la
cruz en que el Señor nos pone!: puede convertirse en esterilidad y en alejamiento del
lugar donde el Señor quiere encontrarse con nosotros en intimidad y en fecundidad.
Santa Teresa de Jesús, con mayor profundidad, nos invita a ponernos a los pies
de la cruz para espolearnos, animarnos y no dejarnos absorber o anestesiar porla
realidad de cada día. San Buenaventura quería entrar en la «caverna de la
pasión» para encontrar luz, alimento, fuerza, conmoción, ternura y conversión interior.
Es una invitación a reasumir la «pasión por la pasión», para vivir apasionadamente
nuestra consagración, que exige mucha fuerza, sobre todo para perseverar con
alegría en este tiempo de «irrelevancia» y de aparente inutilidad de nuestro género
de vida. Dicho más teológicamente todavía: es necesario ponerse bajo la cruz para
recibir el Espíritu de Aquel que supo entregarse hasta el final. ¿Cómo es posible llegar
hasta donde El llegó sin la fuerza y la consolación de su Espíritu?
24
4. La cruz es el «más de Dios» en este mundo
La vida consagrada acepta las dificultades del momento presente sabiendo que,
admitiendo su indudable debilidad, deja espacio a la acción de Dios, a su «más», a
su posibilidad de salvación. A nosotros, en definitiva, se nos pide la fidelidad, que no
implica necesariamente el éxito. Mejor aún: nuestra fidelidad permite a Dios construir
y cosechar «su» éxito, que naturalmente es el que cuenta también para nosotros.
25
A corroborarlo viene la experiencia constante de los santos y los fundadores,
cuya santidad maduró permaneciendo fielmente bajo la cruz. Es una indicación que
sigue siendo válida también para nosotros. Y también es una provocación y un
interrogante: ¿cuánto tiempo dedico yo a la contemplación del Crucificado? Es El
quien hace posible afrontar algunas duras realidades cotidianas. Es El quien motiva
en profundidad a perseverar. Es El quien me habla de una eficiencia distinta de la
puramente humana. ¿Lo veo como «mi» Señor? ¿Como quien se ha tomado
tremendamente en serio la salvación de la humanidad? Cuando pienso en las
vocaciones, ¿pienso en primer lugar en los problemas de mi Instituto o parto de la
consideración de que pocos, demasiado pocos todavía, conocen y se benefician de
un Amor tan grande? De esta pasión por el Amor, de amar intensamente y de hacer
amar, es de la que se puede esperar ver florecer o reflorecer tantas casas religiosas
carentes de juventud.
5. Juan y María
a) Entre las personas que están a los pies de la cruz, «destacan» dos personas
«vírgenes» que amaron a Jesús hasta el punto de entregarse sólo a El: «Después de
María, Madre de Jesús, Juan, el discípulo que Jesús amaba, el testigo que junto con
María estuvo a los pies de la cruz (cf. Jn 19,26-27), recibió este don. Su decisión de
consagración total es fruto del amor divino que lo envuelve, lo sostiene y le llena el
corazón» (VC, 23).
El don de la vida consagrada brota del contacto con Cristo crucificado, ya sea
porque de la cruz, junto al don del Espíritu, proceden todos los dones «y en particular
el de la vida consagrada», ya sea porque en ella se comprende la fuerza y las
exigencias del amor divino que seduce y conduce a las grandes decisiones.
b) «Juan, al lado de María, está entre los primeros de la larga serie de hombres
y mujeres que, desde los inicios de la Iglesia hasta el final, tocados por el amor de
Dios, se sienten llamados a seguir al Cordero inmolado y viviente, dondequiera que
vaya» (cf. Ap 14,1-5). En este texto, el Apocalipsis habla de los 144.000, a los que
podemos considerar como representantes de las personas consagradas. Tienen,
efectivamente, tres características: son vírgenes, siguen al Cordero dondequiera que
va y no hay mentira en su boca.
26
U. Vani, exegeta particularmente competente en este texto, comenta:
«En primer lugar, tienen el carisma de la virginidad, porque, como diría san
Pablo, "pertenecen a Dios sin dispersiones" (1 Cor 7,35), lo mismo que María y
Juan; en segundo lugar, "siguen al Cordero dondequiera va ", se colocan bajo la cruz
y en la cruz con El, símbolo de la dedicación apostólica y de la disponibilidad sin
límites; en tercer lugar, "participan de laverdad de Cristo" , sin mentira ni reticencias,
sin inclinarse ante los ídolos, y confiesan a Cristo total y absolutamente, porque El es
el único Señor».
María y Juan, bajo la cruz, ocupan los primeros puestos de esa larga serie de
personas que consagrarán a Dios su vida en la virginidad, se dedicarán total y
exclusivamente al servicio del Reino y confesarán con su vida, con sus palabras y
obras, que Jesús es el Señor.
27
d) No extraña entonces que de la virginidad consagrada brote el peculiar sentido
misionero de la vida consagrada: «En la medida en que el consagrado vive una vida
únicamente entregada al Padre (cf. Lc 2,49; Jn 4,34), sostenida por Cristo (cf. Jn
15,16; Gál 1,15-16), animada por el Espíritu (cf. Lc 24,49; Hch 1,8; 2,4), coopera
eficazmente a la misión del Señor Jesús (cf. Jn 20,21). (...) De este modo se anuncia
al mundo la paz que desciende del Padre, la entrega que el Hijo testimonia y la alegría
que es fruto del Espíritu Santo» (VC, 25). «Su testimonio ayuda a toda la Iglesia a
recordar que en primer lugar está el servicio gratuito a Dios, hecho posible por la
gracia de Cristo, comunicada al creyente mediante el don del Espíritu» (VC, 25).
28
Tercera meditación
Pedro y Juan
Después de la pareja María y Juan, nos encontramos ante otra también célebre:
Pedro y Juan. Es un icono del que no se habla expresamente en la Exhortación
apostólica, pero que subyace en varias de sus reflexiones. Lo consideramos como
icono representativo de algunas dimensiones de la vida consagrada, de acuerdo con
una consolidada tradición. Los Padres y los autores espirituales han comentado en
muchas ocasiones esta pareja, también porque su «constante asociación» es típica
del evangelio de Juan.
La tradición
29
recordar tres interpretaciones particularmente importantes, que pueden ayudarnos a
penetrar en algunas páginas sugerentes de la Exhortación apostólica.
Pedro, por su parte, es la vida que debe afanarse aquí abajo, pero que tampoco
puede dejar de pensar en su cumplimiento definitivo. Por eso lleva siempre a su lado
a Juan, que corre al sepulcro y a la realidad definitiva, animando y sosteniendo a
Pedro en la carrera, manteniendo de esta forma en la Iglesia la vigilancia escatológica.
«En el plano simbólico, Pedro seguía, Juan se quedaba a la espera. En el plano de
la experiencia de fe, los dos soportaban los sufrimientos presentes de este mundo
caduco y esperaban los bienes futuros de la felicidad eterna». La Iglesia vive de estas
dos dimensiones permanentes e insustituibles. «Dos vidas, por tanto, simbolizadas
por dos apóstoles, Pedro y Juan, cada uno de los cuales representa un solo tipo de
vida, aunque ambos vivieron la vida temporal en la fe y ambos gozarán la otra vida
en visión».
Ruperto de Deutz, célebre abad que vivió a caballo entre los siglos once y doce
y fue un eminente representante de la teología monástica, ve en nuestros dos
personajes dos categorías de personas existentes en la Iglesia: Pedro es el orden
sagrado, y Juan es el monaquismo, es el conjunto de personas comprometidas por
voto con la virginidad, es la categoría de las personas que se dedican por entero a
las cosas de Dios. Siendo virgen, puede centrarse mejor en las cosas de Dios, puede
ser un testigo privilegiado de las realidades definitivas y centrarse en la historia de la
salvación que opera en el mundo.
30
en los Padres se ponía en relación con dos dimensiones de la Iglesia, vividas por
todos los cristianos con diversa intensidad, se convierte en este autor en el símbolo
de dos categorías distintas de personas: la jerarquía y la vida monástica, sin llegar a
la contraposición entre institución y carisma.
La dimensión escatológica
Nos fijamos en lo que representa Juan en la Iglesia desde la dimensión
escatológica, es decir, desde la tensión a la posesión plena del Señor. Es fácil
apreciar que estamos ante un déficit del sentido escatológico en los cristianos de hoy.
El «aquí y ahora» parece absorber la mayor parte de los intereses de los hombres y
mujeres de nuestro tiempo. Es fácil notar también un déficit de reflexión sobre la
«limitación de la vida humana». Si ayer las ideologías absorbían las energías y
secularizaban la escatología, hoy se nos aturde fácilmente con lo efímero,
marginando la reflexión sobre el límite de la vida, sobre la finitud de toda realidad
creada y sobre la insensatez de una vida encerrada en sí misma y destinada
irremediablemente a la muerte. Y cuando reaparece el pensamiento de la muerte,
reaparece sin esperanza.
31
toda la existencia del universo, emerge inevitablemente, antes o después. Por eso,
es necesario retomar vigorosamente el anuncio de la resurrección y del mundo
definitivo, el único en el que todo cobra sentido.
La Exhortación apostólica, recogiendo el eco de una constante tradición,
enriquecida por la valiosa teología del Vaticano u , dedica a este tema dos densos
números, el 26 y el 27, además de otras muchas referencias esparcidas por todo el
documento. Es interesante cómo introduce su tratamiento: «Debido a que hoy las
preocupaciones apostólicas son cada vez más urgentes y la dedicación a las cosas
de este mundo corre el riesgo de ser siempre más absorbente, es particularmente
oportuno llamar la atención sobre la naturaleza escatológica de la vida consagrada»
(VC, 26).
El texto parece partir de tres invocaciones, de tres «Ven, Señor Jesús»,
particularmente sentidas por la vida consagrada.
a) «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20): es la expresión del deseo de Dios, de estar
finalmente con El, de vivir en su presencia: «Las personas que han dedicado su vida
a Cristo viven necesariamente con el deseo de encontrarlo para estar finalmente y
para siempre con El. De aquí la ardiente espera, el deseo de "sumergirse en el Fuego
de amor que arde en ellas y que no es otro que el Espíritu Santo"» (VC, 26). En efecto,
«donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,21): el deseo de poseer
a Dios alimenta la espera, y la espera sostiene el testimonió y el compromiso. «En la
Iglesia primitiva la espera de la venida del Señor se vivía de un modo particularmente
intenso... En este horizonte (de la espera) es donde mejor se comprende el papel de
"signo escatológico" propio de la vida consagrada. En efecto, es constante la doctrina
que la presenta como anticipación del Reino futuro» (VC, 26).
Si todo esto es verdad, es bueno entonces preguntarse cómo es posible que las
personas consagradas, a veces o con frecuencia, no parezcan estar muy
comprometidas con este papel, ni deseosas de estarlo. ¿Es que la tierra ha llegado a
ser realmente ese «valle de lágrimas en el que se llora con gusto» o ese lugar
conocido que ha de preferirse, a fin de cuentas, a otro desconocido?
Probablemente hay que volver a aprender a ver la realidad «Sub specie
aeternitatis» (bajo la luz de la eternidad); la vida consagrada ha vivido siempre con
fina perspicacia el sentido del «pasa la representación de este mundo» (1 Cor 7,31;
cf. 1 Pe 1,3-6), de la «infinita vanidad de todo», del «pulcherrimum nihil», de la
bellísima nada que constituye cuanto nos rodea, de la suprema realidad del «siglo
futuro», de la realidad definitiva de Dios, del deseo de «estar siempre con el Señor».
La vida presente se ha experimentado, y aun ahora debe ser reconocida, como
tiempo de preparación a la «plenitud de vida», que sólo poseemos «cuando estemos
siempre con el Señor»: «Ha pasado el invierno... ¡levántate, amada mía y ven!».
«¡Mira, llega el Esposo: vayamos al encuentro de Jesucristo el Señor!». «¡Ven,
Esposa de Cristo, recibe la corona que el Señor te ha preparado desde la eternidad!».
«El Oriente cristiano destaca esta dimensión cuando considera a los monjes
como ángeles de Dios sobre la tierra, que anuncian la renovación del mundo en
Cristo. En Occidente, el monacato es celebración de memoria y vigilia: memoria de
32
las maravillas obradas por Dios, vigilia del cumplimiento último de la esperanza. El
mensaje del monacato y de la vida contemplativa repite incesantemente que la
primacía de Dios es plenitud de sentido y de alegría para la existencia humana,
porque el hombre ha sido hecho para Dios, y su corazón estará inquieto hasta que
descanse en él» (VC, 27).
Son dimensiones de una realidad que afecta, aunque en distinta medida, a toda
la vida consagrada: una vida consagrada en tensión hacia lo esencial y, por eso, no
sin memoria del destino final, deseosa de Dios, siempre orientada explícitamente a
El, también y muy particularmente, en medio de las vicisitudes de este mundo. Quizás
hoy este «deseo de Dios», en la sociedad de la abundancia, es menos espontáneo y
menos inmediato. Necesita, por eso, un suplemento de reflexión y de contemplación,
apoyo que no puede faltar, so pena de que se debilite uno de los «porqués»
fundamentales de la vida consagrada.
Cuando la Exhortación apostólica afirma que la vida consagrada «preanuncia ya
la resurrección futura y la gloria del reino de los cielos», añade: «esto lo realiza sobre
todo, la opción por la virginidad, entendida siempre por la tradición como una
anticipación del mundo definitivo, que ya desde ahora actúa y transforma al hombre
en su totalidad». En el Sínodo se citaba explícitamente a Agustín, que ve en la
virginidad una incesante reflexión sobre nuestra incorruptibilidad, mientras vivimos en
un cuerpo corruptible («In carne corruptibili, incorruptionis perpetuae meditado»).
Lo incompleto del celibato proyecta hacia lo completo, alimenta el anhelo de las
bodas eternas, sostiene el ardiente deseo de encontrar al Dios que nos ha seducido,
al que nos hemos entregado y al que hemos dejado todo el espacio de nuestro
corazón para que sea Él quien lo posea sin limitación alguna. «Fijos los ojos en el
Señor, la persona recuerda que "no tenemos aquí ciudad permanente" (Heb 13,14),
porque "nuestra patria es el cielo" (Flp 3,20)» (VC, 26).
Lo incompleto es también purificación del deseo: «La esposa, anhelante por el
deseo de su Esposo, exclama: "En mi cama, por la noche, buscaba el amor de mi
alma; lo busqué y no lo encontré". El Esposo se esconde cuando la esposa lo busca,
con el propósito de que, al no encontrarlo, lo siga buscando con renovado entusiasmo.
En su búsqueda, la esposa sufre un retraso, y esto le sucede para que, capacitándose
mejor por ese mismo retraso, encuentre finalmente, de forma más completa, a quien
buscaba» (Gregorio Magno, Comentario a Job).
b) «¡Ven, Señor Jesús!»: un deseo operativo. «Esta espera es lo más opuesto a
la inercia: aunque dirigida al Reino futuro, se traduce en trabajo y misión» (VC, 27).
Si el primer «ven» podía ser considerado como más típico de la vida monástica y
contemplativa, aunque no exclusivo de ella, este segundo «ven» aparece más
próximo a la vida activa. «Esto lo ha demostrado ampliamente la historia de la vida
consagrada, que siempre ha producido frutos abundantes también para el mundo. (...)
La tensión escatológica se convierte en misión, para que el Reino se afirme de modo
creciente aquí y ahora. A la súplica: "¡Ven, Señor Jesús!", se une otra invocación:
"¡Venga tu Reino!" (Mt 6,10)» (VC, 27). Ya Agustín afirmaba que a la contemplación
se llega a través de la acción. Es evidente que la actividad de la vida consagrada está
33
ligada a las realidades definitivas. Una vez más, es bueno volver a reclamar a las
personas consagradas la necesidad de que aprendan de nuevo a ver la realidad «bajo
la luz de la eternidad», incluso para mantener vigorosamente, en momentos de
especial dificultad, su presencia y su actividad en este mundo.
Cuando los santos de la vida activa exclamaban: «Paraíso, Paraíso», no era
ciertamente para huir de sus responsabilidades, sino para tener el coraje de asumirlas
y responder a ellas. «Hay que mirar a los jóvenes y al Paraíso», repetía san Juan
Bosco, precisamente para infundir valentía y ánimo a quienes se dedicaban a la difícil
tarea de la educación de la juventud. La vida apostólica activa alcanza el cielo a través
del servicio característico del propio Instituto, asumido con la mirada vuelta al cielo.
El cielo: ¡cosa bien distinta a cualquier tipo de «alienación»!
Además, no son pocas las veces que hay que vencer el «Síndrome de
Jonás», los miedos que se apoderan del corazón ante las ingentes obligaciones de la
misión, para superar las recurrentes desconfianzas sobre el propio trabajo, las
incertidumbres sobre el propio Instituto, los obstáculos al anuncio, las angustias que
parecen venir del futuro... Para vencer, en suma, al «horno pavidus», proclive a
renunciar y huir, al pequeño Jonás que habita dentro de nosotros. Quien tiene puesta
su mirada en las realidades que no pasan supera con mayor facilidad las dificultades
que ponen las cosas pasajeras. Quien mira a la meta de la Tierra prometida soporta
mejor la aridez del desierto. Quien conoce el valor único del Reino acepta más
serenamente «las tribulaciones por las que hay que pasar» (cf. Hch 14,22) para
alcanzarlo.
c) «¡Ven, Señor Jesús»: el cometido de infundir esperanza. «Quien espera
vigilante el cumplimiento de las promesas de Cristo es capaz de infundir también
esperanza entre sus hermanos y hermanas, con frecuencia desconfiados y
pesimistas respecto al futuro» (VC, 27).
Actualmente existe una especial dificultad en consolar y en dejarse consolar: la
fuerza del mundo secularizado está en lograr que aparezca irreal o evanescente el
mundo de la fe y, en consecuencia, las realidades futuras. Pero sin el «futuro de
Dios», el presente se hace difícil de llevar adelante y de sobrellevar. Si, por una parte,
aumenta la demanda de sentido, de una palabra esperanzadora sobre el futuro, por
la otra, el debilitamiento de la plausibilidad de la vida eterna, en las conversaciones
ordinarias, en la prensa y en las chácharas de televisión, que crean opinión, hace
difícil la tarea de sembrar una esperanza fuerte, un horizonte luminoso y tranquilizador
sobre el futuro.
Quien está inmerso, y frecuentemente abismado, en la realidad definitiva, en el
mundo futuro, en el reino de la esperanza, indudablemente tiene más probabilidades
y posibilidades de decir una palabra que llegue a tocar el corazón. Quien
habla «como Si viera lo invisible» (Hb 11,27), tiene más fuerza para superar las
corazas del escepticismo y del pesimismo. Quien se inclina, como Juan, del lado del
mundo de la resurrección, quien corre hacia ese mundo, quien muestra que corre,
porque ha puesto ahí todo su tesoro, tiene más posibilidades de arrastrar consigo a
otros en su carrera. El entusiasmo de Juan es contagioso: con él corre Pedro, es
34
decir, todo el pueblo de Dios, posiblemente más lento para moverse porque está
implicado en «muchos asuntos», menos diligente para ponerse en camino porque no
siempre comprende su sentido, y a veces poco disponible para desentenderse de sus
cosas con el fin de reunirse con el Señor de la vida.
Se trata de un gran servicio a desplegar en la Iglesia y por la Iglesia: inclinarse
del lado del mundo de la resurrección, mostrar que se cree tanto en él que uno se lo
juega todo a esa carta, para que la propia carrera sacuda las conciencias
adormiladas, las atenciones distraídas y los ánimos emperezados por las
ocupaciones y por las preocupaciones, por las «orgías» y por los sinsabores, por una
vida que sólo ve la crónica y no la historia.
El papa, en su primera encíclica Redemptor hominis, presentó la «vida como
una peregrinación a la casa del Padre». Peregrinación que «implica en primer lugar
lo más profundo de la persona, extendiéndose luego a la comunidad de los
creyentes, hasta alcanzar a toda la humanidad». La carrera de Juan mantiene viva la
necesidad de esta carrera a la casa del Padre y es un estímulo para toda la comunidad
creyente, para que también ella pueda, a su vez, ser provocación e invitación a «mirar
hacia adelante». La carrera de Juan sostiene la de Pedro, y la de ambos es un potente
«signo» misionero para los no creyentes o para los que «tienen sus esperanzas sólo
en esta vida», para inducirles a que se interroguen sobre la plausibilidad de «esperar
en las promesas de Cristo» y sobre la fuerza humanizadora que se deriva de esa
mirada dirigida al Futuro de Dios.
Ayudar a leer la «crónica» de cada día a la luz y en el horizonte de un drama
más amplio, en el que luchan tinieblas y luces, mostrar que en los acontecimientos
diarios se juega el destino eterno, situar la realidad secular en el «ámbito divino», en
el que queda redimida la vanidad, todo esto es también ayudar a dar su proyección
hacia lo eterno al momento presente y es educar en la escatología. Es ayudar a leer
la realidad como don de Dios y también como premisa de un don mucho mayor: «¡Oh
Dios que maravillosamente creaste todas las cosas y más maravillosamente las has
restaurado!» («¡Deus qui mirabiliter condidisti et mirabilius reformasti!»): hay que
valorar el momento presente, el suceso que se produce aquí y ahora, pero hay que
añadir con fuerza el mejor todavía, lo definitivo, que el Señor ha reconstruido y
preparado para sus hijos.
La dimensión profética
Hay que reconocer que no era nada fácil hablar de «profecía», dado que en
estos años han circulado, incluso dentro de la vida consagrada, «profetas fáciles» o
versiones por lo menos inciertas y discutibles de la profecía. La Exhortación apostólica
dedica, sin embargo, una sección entera a la profecía de la vida consagrada: «Un
testimonio profético ante los grandes retos» (VC, 84-95).
Estas densas páginas son un eco del «notable relieve» que se dio en el Sínodo
al carácter profético de la vida consagrada. Esta profecía consiste en que en la vida
consagrada «no se puede anteponer nada al amor personal por Cristo y por los
pobres en los que él vive» (VC, 84). E inmediatamente después se cita oportunamente
35
a Elías, que «defendía los derechos de Dios y se erguía en defensa de los pobres
contra los poderosos del mundo» (VC, 84).
Resumiendo y esquematizando lo más posible, se puede afirmar que en el
Sínodo surgieron de hecho dos aspectos de la profecía: en los países
subdesarrollados prevalecía el hacer frente a los problemas inherentes a la pobreza
en todas sus formas, a partir del factor económico (defensa de los derechos de los
pobres, compartir su vida, una vida gastada al servicio de los pobres, en su favor y
con ellos); en los países del Occidente secularizado prevalecía la dimensión de la
afirmación de la primacía de Dios, de la defensa de los valores del Evangelio, de la
reconstrucción espiritual del ser humano y de la sociedad. La figura de Elías funde
muy bien, en sí misma, ambos contenidos, o mejor, los dos acentos de la profecía.
36
desafío: en comprender que nuestro deber no es necesariamente el éxito, sino
«mantener fija la mirada en Jesús», como dice la carta a los Hebreos, estando
dispuestos a pagar el precio del profeta, es decir, a ser rechazados y tratados con
manifiesta ironía incluso por los que nos son más queridos.
El profeta puede verse dominado por el desánimo, porque difícilmente tiene una
«compensación» objetiva a su actividad. Su deber, sin embargo, no es ser eficaz, sino
ser testigo de las «realidades invisibles». La eficacia es obligación de quien gobierna;
pero el profeta casi siempre tiene que abandonar los esquemas habituales para
afirmar realidades concretas, aunque invisibles, como son el mundo de Dios y de la
resurrección, realidades que son fundamentales, pero no verificables, al menos según
los criterios humanos al uso. De ahí la dureza de su tarea y de su responsabilidad.
La verdadera profecía siempre tiene, en la realidad, un precio elevado. Y quizás,
hoy, su precio más pesado le viene de la necesidad de superar el desánimo: es un
esfuerzo de fe y esperanza que hacemos también por nuestros hermanos cristianos
laicos, posiblemente más expuestos diariamente al rechazo y a la irrisión. Nuestra
perseverancia en la carrera, «tensos a lo invisible», sostiene la marcha de nuestros
hermanos para quienes el testimonio en medio de un mundo entenebrecido es un
difícil problema cotidiano. El programa de la vida consagrada podría ser: nunca dejar
de correr para que los demás, al menos, no se cansen de andar.
37
Las formas de la profecía son diversas, como diversos son los profetas, diversos
los temperamentos y diversas las vocaciones. Lo importante es no substraerse a la
dura tarea de profeta, cuando el Señor llama y envía.
d) Además, como Juan expresa la primacía del amor al Señor, así también el
«testimonio profético será ante todo afirmación de la primacía de Dios y de los bienes
futuros» (VC, 85). Como Juan es el cantor del amor fraterno, así también «la vida
fraterna es un acto profético de una fraternidad sin fronteras» (VC, 85). Como Juan
tiene el coraje de exponerse, estando junto a la cruz, así también las personas
consagradas ofrecen su testimonio «con la lealtad del profeta que no teme arriesgar
incluso la propia vida» (VC, 85). Como Juan no se considera un elegido, sino un
servidor, dejando pasar delante a Pedro en el sepulcro, así también la persona
consagrada «en plena sintonía con el Magisterio y la disciplina de la Iglesia» hará
brillar «la acción del Espíritu Santo que une la Iglesia en la comunión y el servicio»
(VC, 85).
Y, podemos añadir, lo mismo que Juan es el evangelista de la «vida», mejor aún
de la «plenitud de vida», así también la vida consagrada ha de mostrarse experta y
enamorada de esa «plenitud de vida» que trae el Señor Jesús. Y esto precisamente
en medio de las personas que parecen aferrarse a porciones de vida con tanta
tenacidad que comprometen la misma vida.
38
e) El punto más elevado del testimonio profético es el martirio: «Son miles los
que obligados a vivir en clandestinidad por regímenes totalitarios o grupos violentos,
obstaculizados en las actividades misioneras, en la ayuda a los pobres, en la
asistencia a los enfermos y marginados, han vivido y viven su consagración con largos
y heroicos padecimientos, llegando frecuentemente a dar su sangre, en perfecta
conformidad con Cristo crucificado» (VC, 86). Se percibe aquí la experiencia del
martirio por la que han pasado muchas personas consagradas, en estos años de
regímenes totalitarios, pero también la experiencia de la persecución que se deriva
de la defensa heroica de los derechos elementales de los pobres y de la denuncia de
las injusticias y de haberse pasado, en una palabra, al lado de los pobres. En estos
años, el martirologio se ha ampliado, y en primera fila están las personas
consagradas, que han puesto de manifiesto que consagrarse a Cristo significa
también servir al hombre hasta «la entrega de la propia vida» (cf. VC, 86).
Conclusión
La figura simbólica de Juan expresa perfectamente, por tanto, la dimensión
escatológica y profética de la vida consagrada. Hay todavía otra indicación
que podemos hacer: la vida consagrada está destinada a permanecer en la Iglesia
«hasta el retorno del Señor», pero no siempre es bien comprendida ni valorada por lo
que significa. No pocos piensan en términos de «dos estados», considerando
secundario y superfluo el «tercer estado», el de la vida consagrada. Otros la ven en
el marco de las manifestaciones históricas de la piedad, como uno de los fenómenos,
aunque de los más vistosos, que podría estar o no estar en la Iglesia. Hay también
quienes anuncian su desaparición en el próximo milenio, que sería el milenio de los
laicos. Otros ni siquiera caen en la cuenta de su existencia, advirtiendo sólo su utilidad
cuando su presencia desaparece en alguna localidad. Están también los que la
valoran por su utilidad inmediata en la pastoral parroquial y diocesana, considerando
elucubraciones todas las reflexiones sobre una presunta teología específica de la vida
consagrada.
La vida consagrada sabe todo esto. Pero no se preocupa, ni debe preocuparse.
Desde sus orígenes ha sido así, unas veces más, otras menos. La vida consagrada
siempre ha sido un enigma para el mundo e incluso para algunos de dentro de la
Iglesia. ¿A qué nos hemos de atener? A Pedro que, caminando con el Señor después
del mandato, había advertido que «le seguía el discípulo» predilecto y que expresó
un cierto asombro diciendo «Señor, ¿y de éste qué?», Jesús le respondió: «Si quiero
que se quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?». A los que se esfuerzan por encuadrar
y comprender el verdadero significado de la vida consagrada, Jesús podría darles la
misma respuesta «Si quiero que se quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?». El
discípulo permanece hasta la vuelta del Señor y por voluntad del Señor. La vida
consagrada permanece para mantener viva la espera del Señor, para ser profecía de
la realidad más profunda de la Iglesia, es decir, que «no se puede anteponer nada al
amor personal por Cristo y por los pobres en los que El vive» (VC, 84).
39
Esta es una parte relevante de la misión de la vida consagrada, lo mismo si es
comprendida que si no es apreciada. A los ojos humanos siempre aparecerá como
algo enigmático; incluso dentro de la Iglesia siempre habrá estimadores tímidos. Pero
esto forma parte del destino de los seguidores de Cristo y de los que centran en El
toda su existencia a la espera de que «El vuelva». «Si quiero que se quede hasta que
yo vuelva, ¿a ti qué?» «Tú, sígueme», y comprenderás más en profundidad el misterio
del Amor de Dios, por sus mil resonancias y sus mil manifestaciones.
40
Cuarta meditación
Pedro y María
41
El icono que presenta a Pedro y a María unidos cierra la sección dedicada en la
Exhortación apostólica a los estados de vida en la Iglesia (VC, 29-34). Conviene hacer
una referencia a cómo trata la Exhortación apostólica esta temática discutida y
relevante.
Tres son los estados de vida en la Iglesia, queridos por el Señor Jesús: los
laicos, los ministros ordenados y las personas consagradas. Los laicos están
consagrados por el bautismo y la confirmación; los ministros ordenados y las
personas consagradas reciben una consagración especial para servir mejor al pueblo
de Dios: «Los ministros ordenados reciben la consagración de la ordenación para
continuar en el tiempo el ministerio apostólico», y las personas consagradas «reciben
una nueva y especial consagración que las compromete a abrazar la forma de vida
practicada personalmente por Jesús» (VC, 31). «Los laicos tienen como aspecto
peculiar, si bien no exclusivo, el carácter secular, los pastores el carácter ministerial
y los consagrados la especial conformación con Cristo virgen, pobre y obediente»
(VC, 31).
Si a los laicos les compete la misión de «buscar el reino de Dios ocupándose de
las realidades temporales y ordenándolas según Dios» y de «anunciar el evangelio
en medio de las realidades temporales», al ministerio apostólico le corresponde la
enseñanza de la Palabra, la administración de los sacramentos y conducir el pueblo
de Dios (VC, 31 y 32). Y es propio de la vida consagrada «responder con la santidad
de la vida» (VC, 33).
De esta manera, el pueblo de Dios recibe el doble servicio que procede de las
dos consagraciones especiales: del orden sagrado le viene el don de la gracia y de la
Palabra, sin las cuales no puede brotar la Iglesia. El orden sagrado, Pedro, expresa
que en la Iglesia todo es don, que la salvación viene de lo alto, que la salvación nos
llega a través del ministerio apostólico. Pedro simboliza el don que desciende de lo
alto.
La vida consagrada se coloca en la otra vertiente, en la de la respuesta al don,
en la ladera del momento ascendente, del retorno, del «dar fruto». Efectivamente, a
todo don corresponde una obligación, a todo talento, el deber de hacerle fructificar.
En esta vertiente, la de la respuesta, la de la Palabra que es escuchada en terreno
bueno y da fruto, en este espacio de concentración en el don de Dios para hacerlo
fructificar, es donde se coloca la vida consagrada, siguiendo la huella y el ejemplo de
María: «La vida consagrada ha sido siempre vista prevalentemente en María, la
Virgen esposa. De ese amor virginal procede una fecundidad particular, que
contribuye al nacimiento y crecimiento de la vida divina en los corazones» (VC, 34).
«Por su parte, el pueblo cristiano encuentra en el ministerio ordenado los medios de
la salvación, y en la vida consagrada el impulso para una respuesta de amor plena
en todas las diversas formas de diaconía» (VC, 34). Si Pedro preside los «medios de
salvación», María se pone al frente del servicio para que todos los consagrados por
el bautismo pasen de la consagración sacramental a la «consagración de la vida»,
«de la santidad comunicada por los sacramentos a la santidad de la vida cotidiana»
(VC, 33).
42
Y así, junto a María, la vida consagrada, «con su misma presencia en la Iglesia,
se pone al servicio de la consagración de la vida de cada fiel, laico o clérigo»,
haciendo «continuamente avivar en la conciencia del pueblo de Dios la exigencia de
responder con la santidad de la vida al amor de Dios derramado en los corazones por
el Espíritu Santo» (VC, 33).
Si se quisiera ir más allá de las figuras de Pedro y María, para llegar al corazón
de la cuestión, se podría afirmar que, mientras el orden sagrado sirve al pueblo de
Dios representando a Cristo cabeza y pastor, la vida consagrada lo sirve
representando la forma de vida de Cristo virgen, pobre y obediente. Son dos facetas
complementarias del único misterio de Cristo, que nos hablan de la necesidad de
mantener estrechamente unida la dimensión petrina con la dimensión mariana, y
viceversa, pues son dos dimensiones del mismo y único misterio de Cristo. Y,
además, porque ambas son queridas por el Señor Jesús y, por tanto, las dos son de
origen divino.
Esta afirmación no debe sorprender a nadie, porque es una de las más claras
de toda la Exhortación: «Jesús mismo, llamando a algunas personas a dejarlo todo
para seguirlo, inauguró este género de vida que, bajo la acción del Espíritu, se ha
desarrollado progresivamente a lo largo de los siglos en las diversas formas de la vida
consagrada. El concepto de una Iglesia formada únicamente por ministros sagrados
y laicos no corresponde, por tanto, a las intenciones de su divino Fundador tal y como
resulta de los evangelios y de los demás escritos neotestamentarios» (VC, 29).
Se puede decir que la Exhortación apostólica hace dar un paso adelante a la
eclesiología, tanto al subrayar la dimensión mariana como la peculiar ejemplaridad de
María para la vida consagrada. Aquí tienen los teólogos un buen trabajo que realizar
en el futuro, en pro de una eclesiología que integre «la obra del Espíritu, que es la
variedad de formas. El constituye la Iglesia como una comunión orgánica en la
diversidad de vocaciones, carismas y ministerios» (VC, 31).
Pero también nosotros hemos de tomar conciencia de este altísimo y
comprometido cometido que el Santo Padre nos ha confiado como personas
consagradas, siguiendo las indicaciones del Sínodo. En efecto, el primer cometido de
la vida consagrada no es principalmente una misión, sino una «conformación» con
Cristo en su total expropiación-disponibilidad al Padre y a los hermanos. Conviene
recordarlo una vez más: toda la acción de la Iglesia tiende a que ella sea, lo más
posible, Iglesia disponible para realizar su vocación a la santidad, según el modelo de
la Virgen María, la cual, más que ningún otro, se dejó modelar por la acción de Dios.
En este dinamismo, al ponerla junto a María, la vida consagrada es situada en primera
línea.
43
En María está particularmente viva la dimensión de la acogida esponsal, con la
que la Iglesia hace fructificar en sí misma la vida divina a través de su amor total de
virgen» (VC, 34). La Iglesia-Esposa encuentra en la Virgen María su punto de mayor
elevación y su realización más completa, como en la vida consagrada encuentra una
intención de esponsalidad y una realización particularmente significativa.
En el Sínodo, el relator, cardenal Hume, había afirmado: «El amor esponsal es
el corazón de la vida consagrada y la fuente de su energía». Y la Exhortación avanza
en esta dirección con numerosas afirmaciones:
a) La vida consagrada femenina siente y vive con especial intensidad esta
dimensión: «En esta dimensión esponsal, propia de la vida consagrada, es sobre todo
la mujer la que se ve singularmente reflejada, como descubriendo la índole especial
de su relación con el Señor» (VC, 34). Son innumerables las expresiones
«esponsales» contenidas en siglos de estupendas páginas de la literatura mística
femenina; se puede decir que, al menos en los siglos pasados, es la dimensión
predilecta, aunque no exclusiva, del «genio» religioso femenino. Y no se pueden
invocar solamente las motivaciones culturales y sociales, que han existido y a veces
con mucho peso, para explicar este exuberante y sorprendente fenómeno. También
el papa cita a santa Teresa del Niño Jesús, como una especie de síntesis de siglos
de «mística femenina», proyectada hacia la fecundidad apostólica: «Ser tu esposa,
Jesús, para ser madre de las almas». El tema de la «esposa de Cristo» ha sido sentido
por igual en ambientes femeninos contemplativos y no contemplativos: la virgen
consagrada siempre ha sido vista como la «esposa de Cristo», entregada por entero
a El.
Pero tampoco la vida consagrada masculina, aunque con matices psicológicos
diferentes, es ajena a esta temática y a esta realidad, ya que Cristo es el Esposo de
toda la Iglesia integrada por mujeres y hombres. Baste recordar a los grandes
comentaristas del «Cantar de los Cantares», desde Orígenes a Gregorio de Niza y
desde san Bernardo a santo Tomás: todos viven intensamente la dimensión de la
entrega total en nombre de un amor absoluto. Porque, en definitiva, esto es lo que
quiere decir la esponsalidad.
En la esponsalidad, en efecto, se realiza la íntima vocación de la Iglesia, el deseo
de pertenecer totalmente a su Esposo, de entregarse por completo a El. Cristo es
todo para la Iglesia, y la Iglesia es toda de Cristo. La Iglesia es más Iglesia en la
medida en que se dedica apasionada y, devotamente a las cosas de Cristo. Al
entregarse a El, con amor de esposa, se va haciendo cada vez más bella. Mirando al
«más bello de los hijos del hombre», ella misma se va aproximando al ideal de
convertirse, gracias a la acción del Amor y a su respuesta, en la «esposa bella, sin
arrugas ni manchas», mientras espera las «nupcias eternas», la unión definitiva y
beatificante.
b) De ahí que sorprenda un cierto silencio de la literatura actual, al menos la más
divulgada, sobre este tema tan vital. ¿Se debe quizás al temor de ponerse al servicio
de la «sublimación del eros»?; ¿al miedo a fomentar una visión sentimental que
alejaría del control de la racionalidad?; ¿al miedo a aparecer poco feministas por
44
subrayar una dimensión tradicional de la mujer?; ¿al miedo a la totalidad?; ¿al miedo
a la especificidad de la vida consagrada? Estas y otras motivaciones no pueden o, al
menos, no deberían cancelar la categoría fundamental de la esponsalidad ni esta
dimensión tan significativa para la «vida» de la vida consagrada. La cual es fruto de
un «amor mayor» que llama y de un «amor mayor que responde».
Sin esta dimensión «afectiva», «cordial» y, digámoslo también, «mística», la vida
consagrada no sólo se hace árida, sino que, además, se apaga: ¿cómo puede
llevarse adelante un matrimonio sin amor? ¿No es ésta quizás una de las debilidades
de la vida consagrada de estos años? ¿No ha prevalecido durante un cierto tiempo
un modo de acercarse a ella preferentemente racional, que ha terminado por
menospreciar o minusvalorar o silenciar su dimensión esponsal, afectiva y
totalizante? Si la vida consagrada es «vida», ésta no puede ser alimentada solamente
en su aspecto racional, aun siendo necesario. Se la sostiene lanzándola al «horno»
del fuego del Amor que vence todo otro amor, que quema toda escoria, que caldea la
vida diaria acorralada por los helados vientos del secularismo.
c) Conviene hacer aquí una anotación: para comprender la Exhortación
apostólica y, mejor aún, para comprender la misma vida consagrada, son necesarios
una mirada y un corazón contemplativos, un corazón que no esté apagado ni reseco.
El Papa se dirige a las personas consagradas para que miren a lo alto para elevarse
y poder así elevar a los demás. El misterio cristiano, del que forma parte el misterio
de la vida consagrada, hay que contemplarlo, tomarlo en lo que es, hay que
transformarlo en una vida entusiasta y entusiasmante.
En este contexto, la dimensión esponsal expresa el deseo del corazón de la
persona humana, de la Iglesia, de la persona consagrada, de descansar en Dios y de
llevar a muchos hermanos y hermanas a encontrar acogida y consuelo en Dios. La
esponsalidad fuerte, sentida y cultivada, será la que hará posible mantenerse firmes
en el amor de Cristo, servir al mundo con su corazón y no dejarse arrastrar hacia
abajo.
Todo esto puede parecer un discurso retórico a quien afronta la realidad cristiana
desde un punto de vista distinto del amor de Dios. Pero, para quien está «enamorado»
de Dios, de Cristo, está muy lejos de ser algo abstracto, es el motor principal de todo:
«dame un corazón que sepa amar y entenderá lo que digo», decía san Agustín.
Esto es para ayudarnos a abrir los ojos y ver el gran empobrecimiento al que
estamos abocados cuando desaparece la dimensión de la esponsalidad. Por eso,
oportunamente nuestro documento la reclama y la pone en primer plano, no por deseo
de recuperar un tema de un pasado glorioso, sino para dar de nuevo frescura y
vitalidad a las vidas consagradas, que, posiblemente en nombre de compromisos
incluso gravosos y generosos, pueden haber olvidado las raíces místicas y
apasionantes de la entrega a Cristo Esposo.
45
a) «La persona (seducida por la divina belleza) es conducida progresivamente a
la plena configuración con Cristo y en su peregrinar terreno camina hacia la Fuente
inagotable de la luz» (VC, 19). Es aquí donde se inserta el deseo de Dios, que
introduce y hace seguir adelante en el camino espiritual, a lo largo del cual se pasa y
se sube de gloria en gloria, de belleza en belleza, de luz en luz. Es la belleza divina
la que alimenta el deseo de Dios; es su atractivo discreto e irresistible el que empuja
por el camino que lleva a conocerlo cada vez mejor, a poseerlo cada vez más, a
reflejar algún rayo de su esplendor.
Pero la divina belleza queda siempre, y por fortuna, más allá de nuestros límites.
San Gregorio de Niza afirma por experiencia: «Dios llena, pero no sacia. Llena y
acrecienta la sed, para que lo puedas seguir buscando».
«Esto le sucede a quien dirige su mirada a la belleza divina ilimitada: lo que
descubre continuamente se le manifiesta como algo absolutamente nuevo y
sorprendente en relación con lo ya conocido. De esta manera, no cesa de seguir
deseando, porque lo que espera es aún más extraordinario y divino que lo ya visto».
Gregorio de Niza ofrece una visión amplia y animante del camino espiritual, bajo la
enseña de la filocalia, del amor por la divina belleza que despierta el deseo, hace
caminar y tiende hacia «el más», «de belleza en belleza». Es el maestro del deseo
de Dios en Oriente, como Agustín y Gregorio Magno lo son en Occidente. Por lo
demás, tiene el coraje de afirmar que se considera «segundo en todo», respecto del
gran hermano Basilio, «menos en el deseo de Dios». Para Gregorio, el deseo dilata
el corazón y lo hace siempre más y más capaz de Dios. Hay que notar que esta
tensión hacia Dios no le impidió ser suave y amable con los hombres. Su programa
era: «Deseo de Dios sin medida, y medida en todo lo relacionado con los hombres».
Este programa permitió a Gregorio entrar en la oscuridad de Dios y aportar luz a los
hombres.
Se puede formular aquí una pregunta: ¿Adónde llega nuestro deseo de Dios?
¿Sabemos compendiar y orientar los otros deseos en el único verdadero deseo de
Dios? ¿Sabemos estar delante de la divina belleza para que nuestro deseo de Dios
salga vencedor de todos los demás deseos? Don Barsotti tiene una página muy bella
que encaja aquí perfectamente: «Mientras la verdad y el bien no llegan a ser belleza,
se muestran de alguna manera extraños al hombre, se imponen desde fuera. El
hombre se adhiere a ellos, pero no los posee. Exigen de él una obediencia que, de
un modo u otro, le mortifica. Pero cuando aparecen como belleza, entonces su
posesión es pacífica y plena. Entonces toda mortificación disminuye y todo esfuerzo
se amortigua. Entonces toda la vida del hombre no es más que un testimonio y una
revelación de la perfección alcanzada. Esta riqueza es belleza».
b) «De este modo, la vida consagrada es una expresión particularmente
profunda de la Iglesia-Esposa, la cual, conducida por el Espíritu a reproducir en sí los
rasgos del Esposo, se presenta ante él resplandeciente, sin que tenga mancha ni
arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada (cf. Ef 5,27)» (VC, 19). El camino
espiritual hace bella a la esposa, porque ella refleja la belleza del Esposo. Y esto se
dice de la vida consagrada, en cuanto expresión particularmente apropiada de la
46
Iglesia que toma en serio el camino, o la carrera, de acercamiento al Esposo. En la
esponsalidad, hecha «bella» por el amor y la creciente cercanía del Esposo, la vida
consagrada y la Iglesia se aproximan y se necesitan.
La vida consagrada. Hay que descubrir y redescubrir continuamente la belleza
de este género de vida que se concentra en la profundidad de la realidad cristiana,
en los dones recibidos. Es decir, por ejemplificar: una vocación que permite
concentrarse en las «cosas del Señor», la fortuna de haber tenido una formación
espiritual que ha afinado la sensibilidad para las realidades de Dios, una tradición
espiritual rica en santidad, una organización del tiempo en la que hay espacios para
la búsqueda de Dios, la posibilidad de una intensa vida sacramental, el programa de
una entrega a Dios y a los hermanos, una fraternidad que, en conjunto, sostiene el
camino... son sólo algunos motivos de acción de gracias por las oportunidades que
brinda la vida consagrada. Unas oportunidades que agilizan el avanzar hacia el
esplendor del misterio inalcanzable y luminoso de Dios, en el seguimiento de Cristo,
aun en medio de las oscuridades de la vida diaria, en la fuerza y la consolación del
Espíritu Santo.
El Santo Padre nos invita a abrir los ojos a las maravillas en las que estamos
inmersos. Nos invita a tener los mismos ojos de la Virgen María en el momento de
cantar el Magníficat. No cantaba nada humanamente extraordinario, al menos en
cuanto podía aparecer a la mirada de los hombres y mujeres de su tiempo. María
cantaba lo que su mirada de fe descubría más allá de las cosas «ordinarias», cantaba
a Dios por lo que había hecho en ella y en su pueblo, al Dios presente, al Dios que
no se olvida de su sierva y de su pueblo.
El Papa nos invita a ver la realidad como la veían los santos, como la veían
nuestros fundadores y fundadoras. Las pequeñas miserias diarias, las mezquindades,
la rutina de todos los días, la repetición... no pueden obnubilar nuestra mirada sobre
el camino «bello» y hacia la Belleza, el camino típico de nuestro itinerario espiritual.
Es típico de la vida consagrada saber rescatar el momento presente viéndolo como
uno de los pasos de nuestro camino de luz.
La Iglesia es la esposa bella y, como tal, hay que estimarla y amarla. Estamos
llamados a descubrir, contemplar y vivir su belleza con una mirada perspicaz y con
un corazón agradecido. Es en la Iglesia y de la Iglesia donde hemos recibido todo
cuanto somos y poseemos, desde el bautismo y la vocación a la dirección de nuestro
camino, desde las promesas de Cristo a las maravillas de la vida con El, esposo y
amigo.
Sin embargo, todavía permanecen vivos, dentro de la vida consagrada, focos de
desconfianza o contestación, más o menos adormecidos, respecto de la Iglesia, por
sus objetivas o presuntas deficiencias. No me refiero con esto a la profecía que en
algunas ocasiones es un deber de la vida consagrada y que puede resultar «molesta»
tanto para la misma vida consagrada como para otros miembros de la Iglesia. La
profecía, en todo caso, se inspira en el amor, no en la desconfianza ni en
distanciamiento alguno basado en prejuicios o en apartamiento de todo lo que «está
arriba».
47
Probablemente hemos de volver al amor (¡y a las motivaciones!) que los Padres
tenían para con la Iglesia, fruto de un verdadero asombro provocado por la
contemplación de las maravillas que el Señor realizaba (¡y sigue realizando!) en ella.
Ellos reconocían con lucidez sus deficiencias, incluso graves. La consideraban
incluso «meretriz», una pecadora, pero que ha sido redimida, embellecida y
santificada por la sangre de Cristo: «casta meretriz». En la Iglesia, la belleza dada por
Cristo está muy por encima de sus miserias, y la hace maravillosa.
«En este contexto de amor a la santa Iglesia, "columna y fundamento de la
verdad" (1 Tim 3,15), se comprenden bien la devoción de Francisco de Asís por el
"Señor Papa", el filial atrevimiento de Catalina de Siena hacia quien ella llama "dulce
Cristo en la tierra", la obediencia apostólica y el sentir con la Iglesia de Ignacio de
Loyola, la gozosa profesión de fe de Teresa de Jesús: "Soy hija de la Iglesia" (...). Son
ejemplos en los que deben fijarse de continuo las personas consagradas, para resistir
a las fuerzas centrífugas y disgregadoras, particularmente activas en nuestros días»
(VC, 46).
c) Probablemente debemos hacernos «poetas» de las cosas de Dios, para
poderlas vivir y luego ser capaces de ofrecerlas al mundo desorientado. Debemos
recuperar el asombro por el misterio de Dios que nos rodea, la admiración por la
elevada y exaltante vocación a la que hemos sido llamados, el aprecio por la salvación
que el Señor ofrece al mundo a través de su Iglesia, el mundo invisible que nos
envuelve, nos ciñe, nos conforta, nos madura, nos transfigura... A veces se tiene la
impresión de que la poca estima a la Iglesia dimana de las dificultades que se tienen
con el mundo. Ante un mundo ausente y desinteresado, parece más fácil inculpar a
la madre, que lo único que hace es representar la voluntad del Señor. ¿Y qué otra
cosa podría hacer?
Pero si no ven lo positivo quienes «saborean» diariamente el pan de la Palabra
y el alimento de la Vida, quienes están, a través de la oración, en contacto frecuente
con el Padre dador de todo bien, ¿quién podrá entonces animar y sostener al pueblo
cristiano?
d) Pedro y María son dos dimensiones, pero no opuestas, sino complementarias.
La vida divina crece en el mundo, bien por la siembra, bien por la acogida y por la
respuesta ejemplar. La Iglesia es una, aunque su misterio permite diversas
aproximaciones y puntos de vista. Las dimensiones se armonizan en la comunión
eclesial, en la pasión por la unidad, en el considerarnos y sentirnos un único cuerpo,
un único templo, un único pueblo.
A veces, escuchando las querellas entre religiosos y clero diocesano, entre
obispos y religiosos, entre religiosos y laicos, se tiene la impresión de que uno de los
problemas más acuciantes hoy es conseguir un acuerdo entre los distintos
componentes de la Iglesia. Las dificultades existen, es cierto. Y para facilitar su
solución se ha publicado el documento Mutuae Relationes, que no necesita tanto ser
revisado cuanto ser practicado.
Pero el problema parece bastante más profundo: mientras no se convenzan
todos los componentes de la Iglesia de su complementariedad, y no de su presunta
48
superioridad, el mundo eclesiástico seguirá pareciendo siempre un pequeño campo
de batalla. El verdadero problema es convencerse de que el Espíritu desciende
cuando Pedro y María están unidos en la oración y en la búsqueda de la voluntad de
Dios. El Espíritu y la «dynamis» para la misión descienden sobre la Iglesia cuando
está unida en la comunión. La «espiritualidad de comunión» se convierte, por tanto,
en una de las dimensiones fuertes de la espiritualidad de la vida cristiana. Y se
practica también aquí, en ese mantener unidos a María y a Pedro.
Tanto más cuanto que frecuentemente, sobre todo en la vida apostólica activa,
la vida consagrada participa también de la dimensión de Pedro: piénsese en los
religiosos sacerdotes comprometidos en el ministerio. En ellos conviven las dos
dimensiones, la petrina y la mariana. En ellos se unen Pedro y María, en ellos la
generación de la vida divina en el mundo se lleva a cabo tanto con la acción y la
transmisión de la gracia como con la respuesta ejemplar, tanto con la participación en
Cristo pastor como con la participación en la forma de vida de Cristo.
49
y das esperanza a quienes aman
e imitan al eterno modelo de la Belleza»
(Dionisio pseudo-Areopagita).
50
Quinta meditación
La lucha de Jacob
En todo proceso espiritual no pueden faltar las pruebas, incluso las más despiadadas.
En este contexto nos encontramos con uno de los pasajes bíblicos más antiguos y
misteriosos, pero muy famoso: el de la lucha de Jacob, icono de la lucha de Dios con
el hombre, de una lucha desigual, pero necesaria.
He aquí cómo encuadra la Exhortación este icono al final del complejo y rico n.
38: «El camino que conduce a la santidad conlleva, pues, la aceptación del combate
espiritual. Se trata de un dato exigente al que hoy no siempre se dedica la atención
necesaria. La tradición ha visto con frecuencia representado el comba-te espiritual en
la lucha de Jacob con el misterio de Dios, que él afrontó para acceder a su bendición
y a su visión (cf. Gn 32,23-31). En esta narración de los principios de la historia bíblica,
las personas consagradas pueden ver el símbolo del empeño ascético necesario para
dilatar el corazón y abrirlo a la acogida del Señor y de los hermanos».
El episodio es oscuro exegéticamente, pero ha sido fuente inagotable de
inspiración para la tradición espiritual.
La tradición hebrea ha visto en él la redención de la figura ambigua de Jacob,
hombre astuto y hombre de fe simultáneamente. Aquí emerge el hombre de fe que no
tiene miedo a medirse con Dios. Filón, y con él todos los alejandrinos, prefiere ver en
Jacob al luchador: el ejemplo del hombre que sabe luchar contra los vicios y así
obtiene la bendición. Y yendo más lejos todavía: «Jacob es el nombre del compromiso
y del progreso gracias al empeño de las fuerzas del hombre (la ascética), mientras
que "Israel" es el nombre de la perfección y la mística, pues significa "visión de Dios".
Quien vence en la lucha contra las pasiones puede ver a Dios».
Los autores cristianos siguen dos lineas de interpretación: la alejandrina, que ve
en Jacob un maestro de fortaleza por su lucha contra las pasiones, y la agustiniana,
que ve en la lucha una prefiguración de la agonía de Cristo. También son interesantes
las dos interpretaciones «marianas» que hacen san Bernardo y san Buenaventura.
Los autores de nuestro siglo consideran el episodio o como un arquetipo de las
noches interiores y de las angustias del hombre moderno en lucha con su soledad, o
como un ejemplo de las dificultades del cristiano implicado en la lucha con los
problemas de la existencia cristiana, con su dramaticidad, en un mundo en el que
Dios parece ausente.
La Exhortación ve este episodio sobre todo como un ejemplo típico del hombre
«en lucha con el misterio de Dios», que es necesario afrontar «para acceder a su
bendición y a su visión» (VC, 38).
51
Nosotros, dentro de esta línea, nos vamos a detener en ese momento peculiar
de maduración espiritual que representa la «noche», la crisis, la dura confrontación
con el misterio de Dios, que conducen a comprenderlo en profundidad.
La noche
Jacob «todavía de noche, se levantó, tomó a las dos mujeres, las dos
siervas y los once hijos y cruzó el vado de Yaboc; pasó con ellos el torrente e
hizo pasar todas sus posesiones. Y él se quedó solo. Un hombre peleó con él
hasta la aurora, y viendo que no le podía, le tocó la articulación del muslo y se
la dejó tiesa mientras peleaba con él. Y le dijo:
"Suéltame, que llega la aurora".
Respondió:
"No te soltaré hasta que me bendigas".
Y le preguntó:
— "¿Cómo te llamas?".
Contestó:
"Jacob".
Le replicó:
"Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, pues has luchado con dioses y con
hombres y has podido".
Jacob, a su vez, preguntó:
— "Dime tu nombre".
Respondió:
"¿Por qué me preguntas mi nombre?". Y le bendijo.
Jacob llamó aquel lugar Penuel, diciendo:
— "He visto a Dios cara a cara y he vencido"» (Gn 32,23-31).
a) Las situaciones de noche son de lo más variado y las desencadenan las más
variadas motivaciones.
Pueden ser factores externos que nos sumergen en el abatimiento: un cambio
de trabajo, vivido como particularmente dificultoso, los frutos escasos o nulos en la
actividad apostólica, la vivencia del fracaso o de la inutilidad, el sentirse rechazado,
la soledad y el aislamiento, la incomprensión y la ingratitud, la absoluta indiferencia
de los otros ante las cosas que para nosotros son muy valiosas... Y también el silencio
52
de Dios o su ausencia en el mundo de hoy, un silencio y una ausencia que parecen
una pesadilla o tan penosos que hacen que uno se sienta irrelevante.
Otras veces son factores internos: una grave enfermedad física o psíquica o
duelos y penas que uno siente que le desgarran. Situaciones que hacen que todo se
hunda a tu alrededor. Y con ello la aridez: Dios ya no te dice nada, mientras que las
cosas «gritan». Son momentos en los que sientes a Dios como enemigo de tu
felicidad, como un «no» continuo a tus deseos. Sin contar los cortes que conllevan
las crisis afectivas y el consiguiente vacío y la oscuridad en que te confinan. En otros
momentos aparece el tedio por las cosas de Dios, que puede convertirse en
repugnancia, especialmente cuando Dios parece ir en contra de tus planes, y tú ya
no encuentras ningún gusto en sus cosas ni ningún sentido a lo que estás haciendo.
Es bueno tomar conciencia de que cada cual tiene sus noches oscuras,
dolorosas, no siempre contables. Pueden ser escasas, pero también pueden ser
frecuentes; pueden sorprenderte de improviso y desaparecer enseguida; pueden
atormentarte durante largos periodos de tiempo o pueden ser breves pero intensas.
Cada uno es probado de una forma distinta y con diferente intensidad. Lo constante
es que, en la noche, Dios se convierte en tu adversario, en quien se opone a lo que
te gusta o te hace carente de sentido la vida con El. Un adversario que a menudo te
arranca y te roba lo que tú más quieres.
53
c) La noche es necesaria. En la historia de la salvación, la noche siempre tiene
una misteriosa fecundidad: de la noche inicial del Génesis es de donde brota la luz;
de la larga noche de Abrahán es de donde le llega la bendición; de la noche del éxodo
es de donde viene la liberación; de la noche de Yaboc es de donde le viene la
posibilidad de entrar y de introducir a otros en la tierra prometida; y de la noche del
Getsemaní es de donde se deriva la noche de la resurrección.
El hombre se reconstruye manteniéndose firme, resistiendo ante Dios en la
prueba de la noche. El apóstol se construye entrando en el misterio de Dios,
resistiendo ante El, dejándose purificar por El. Son pruebas duras, pero necesarias:
«Tenían que (¡el «dei» griego¡) atravesar muchas tribulaciones para entrar en el reino
de Dios» (Hch 14,22). La tribulación indica la enorme distancia que existe entre el
finito y el infinito, entre el mundo de la lejanía de Dios y el de su cercanía.
54
desafiantemente al Señor: «¡Oh Señor, has hecho todo lo posible para que vacilase
nuestra fe en ti, para que perdiésemos nuestra confianza en ti; pero no lo has
conseguido! ¡Nosotros seguimos creyendo en ti! ¡Nosotros no cedemos! ¡Nosotros
creemos en ti!».
Notamos el tono desafiante de la oración que ha asimilado la lección de la lucha
de Jacob. Es la oración extremosa, que se descubre para los momentos extremos.
Porque es en esas situaciones en las que el Señor desea justamente oír esas
palabras para bendecimos. A veces, semejante oración, que podría rozar la
blasfemia, puede venir de una situación dramática de pecado. Además de recordar a
Jacob, conviene también recordar a san Benito: «¡Y nunca desesperar de la
misericordia de Dios!».
El apóstol, con su capacidad para introducir en la «tierra de Dios», se construye
ahí, en la confrontación tenaz con el misterio de Dios. Porque en esta lucha Dios toma
el volante de la vida, es El quien te pide de pronto que sueltes las manos de la guía
de tu existencia y manifiesta su voluntad de llevarla por sus caminos, con sus criterios
y con su sabiduría. Dios no es entonces la mera y simple culminación de nuestros
sueños, de nuestras metas y de nuestros deseos, sino el protagonista con el que es
necesario sincronizamos.
Él nos golpea y nos hace cojear: pero es mejor ir cojeando detrás de Dios que
ir a la carrera por nuestros senderos más o menos pronosticados. El apóstol es uno
que cojea por los caminos de Dios, pero que es capaz de introducir a otros en el
camino que conduce a la tierra de los vivientes. Se podría decir, con otras palabras,
que la noche representa el paso del antropocentrismo al teocentrismo. La Exhortación
habla del esfuerzo necesario «para dilatar el corazón y abrirlo a la acogida del Señor
y de los hermanos».
55
Huerto de los Olivos. No se puede dejar solos a los que viven cerca de nosotros y
comparten nuestra pasión por la causa del Reino, en un mundo en el que ese Reino
lo perciben como algo escasamente importante, cuando no como irrelevante del todo.
La comunión con los sufrimientos de los hermanos obligados a «sufrir con Cristo, en
un mundo sin Dios», es uno de los gestos más apostólicos que pueden practicarse
hoy en la vida consagrada y en la Iglesia. Sufrir con quien sufre, sobrellevar los unos
las cargas de los otros, sobre todo la carga de la causa de Dios, de su presencia y de
su acción sanante y misericordiosa: ¡esto sí que es una verdadera puesta en práctica
de la fraternidad cristiana!
g) El sentido del combate quizás nunca haya sido expuesto de forma tan
sintética, expresiva y elegante como lo hizo san Francisco de Sales, el santo del
optimismo cristiano: «Nunca lucha Dios con nosotros si no es para rendirse a nosotros
y bendecimos». Su sabiduría permite esta prueba para que podamos ser bendecidos
por El, para decirnos que quien ha vencido a Dios no ha de tener miedo a nadie. Los
demás enemigos son irrisorios y las demás dificultades, secundarias. La lucha con
Dios prepara para los otros combates. La victoria con Dios es la premisa de todas las
demás victorias. Consuela saber que Dios lo único que quiere es rendirse a nosotros;
que precisamente El, que en ciertos momentos quiere aparecer como el enemigo, es
en realidad el amigo más cordial que desea darnos la alegría de haberle vencido y de
haberle arrancado la bendición de la misteriosa fecundidad apostólica.
Las tentaciones
El n. 38 de la Exhortación nos recuerda también la necesaria vigilancia frente a
algunas tentaciones típicas de estos años.
56
a) En primer lugar, «las grandes tentaciones»: «Es necesario también reconocer
y superar algunas tentaciones que a veces, por insidia del Diablo, se presentan bajo
la apariencia de bien».
Hay que notar que es la única vez que se recuerda la acción del demonio,
presentado como el mentiroso, el que tiñe de bien el mal, el que presenta como
totalidad lo que en verdad es sólo una parte.
Si Dios lucha contigo para hacerte crecer y poder bendecirte, el demonio te
ronda para hacer que pierdas la ruta del servicio de Dios. El demonio se presenta
como el amigo y el aliado de tus buenas intenciones, las secunda, las muestra como
legítimas, las absolutiza de tal manera que tú puedas concentrarte en ellas y olvidarte
de que no estás solamente al servicio de la causa del hombre, sino que estás sobre
todo al servicio de la causa de Dios. La cual, por lo demás y en definitiva, es el
fundamento más sólido de la misma causa del hombre.
Nuestro documento selecciona algunas tentaciones principales. No parecen
referirse tanto a la persona consagrada individual cuanto a algunas tendencias
generales aparecidas en algunos sectores o en algunas áreas geográficas. En
realidad, la lista de las posibles desviaciones es la lista de las unilateralidades de
estos años. La lista se refiere sobre todo a las «desviaciones colectivas», a las
orientaciones culturales que pueden haber contribuido a hacer opciones que
posiblemente han sido capaces de satisfacer, en un primer momento, pero luego se
manifiestan inevitablemente como insuficientes y desilusionantes.
Es un verdadero examen de conciencia, hecho de forma elegante y «caritativa»
(alguien ha comentado que el Santo Padre nos ha tratado demasiado bien). En la
práctica, esas opciones son consecuencia de una «apertura al mundo» un poco
ingenua, que ha llevado a subrayar unilateralmente el conocimiento de la sociedad,
el aprecio por la profesionalidad, la inculturación y la participación en los problemas
de la justicia, dejando a un lado y en la sombra la vigilancia sobre uno mismo, un
cierto distanciamiento de los valores puramente mundanos y la dimensión
trascendente y espiritual.
En concreto se señalan las unilateralidades en las que muchos cristianos se han
implicado, la mayoría de las veces de buena fe, abandonando una parte notable del
mensaje cristiano y que han comprometido con particular intensidad la vida
consagrada. La tentación consiste, al parecer, en tomar la parte por el todo, en
confundir un aspecto positivo con toda la realidad de la vida y del compromiso del
consagrado. El texto es una ayuda para discernir estos «engaños» que, por lo que
parece, están siempre al acecho: confundir el reino del hombre con el reino de Dios.
Pero tampoco conviene olvidar el engaño opuesto, siempre al acecho, y no sólo
en el pasado: pensar en promover el reino de Dios sin prestar ninguna atención a los
problemas del reino del hombre. Son dos tentaciones de signo contrario, pero fruto
del mismo «engaño diabólico», siempre simplificador, siempre dirigido a separar los
dos aspectos del único mandamiento del Amor, alimentando la ilusión de que se
puede amar a Dios sin amar al próximo o amar el prójimo sin amar a Dios.
57
b) La cotidianidad: En este contexto se nos recuerdan oportunamente los
medios tradicionales: el silencio adorante, «la fidelidad a la oración litúrgica y
personal, a los tiempos dedicados a la oración mental y a la contemplación, a la
adoración eucarística, los retiros mensuales y los ejercicios espirituales. Es necesario
también tener presentes los medios ascéticos típicos de la tradición espiritual de la
Iglesia y del propio Instituto» (VC, 38).
Se trata de la llamada, sobria y esencial, a la vigilancia frente a los engaños más
comunes y corrientes que pueden venir del día a día. La Exhortación no se fija sólo
en los grandes combates, que afortunadamente no son frecuentes, sino que señala
también la necesidad del combate diario, de la pequeña lucha de cada día, la
presencia atenta a lo que algunos autores espirituales han llamado la «trilogía
maléfica», es decir, el mundo, el demonio y la carne.
La visión más bien optimista del Santo Padre y la impostación positiva del
documento, que resalta más la luz que la sombra, así como el tono estimulante que
marca las metas más que los peligros, no hacen superflua, sin embargo, una
indicación, aunque sea rápida, de las trampas de la vida diaria, puestas por la
mentalidad en curso, por la misma debilidad humana o por un tentador siempre en
activo.
Tal indicación da un toque de realismo a un documento que no trata sólo de las
«estructuras supremas», sino que quiere ayudar concretamente a las personas
consagradas a caminar hacia Dios, también en nuestro tiempo marcado por el poder
del Espíritu, pero también por la presencia del príncipe de este mundo; caracterizado
por las fuerzas del bien, pero influenciado también por los poderes del mal.
Basta esta sugerencia para que nos sintamos reenviados a la constante
tradición espiritual, ascética y mística, que ha llevado a tantas personas a la
perfección cristiana, dentro y fuera de la vida consagrada.
58
Sexta meditación
La comunidad apostólica
59
canónigos regulares), que la convertían en fuente de su específica forma de vida. Y
el «Poverello» no quería entrar en polémica ni competir con nadie.
60
El verdadero rostro de la Iglesia se presenta en la segunda parte de la
Exhortación como el de una comunidad de hermanos. A la primera comunidad de
Jerusalén la describe Lucas, en efecto, como la realización de la humanidad nueva,
fraterna y pacífica, solidaria y gozosa, reconstruida por la acción de Cristo y hecha
posible por la venida del Espíritu. Lucas dice también claramente que la nueva
humanidad, que tiene en la fraternidad su elemento visible más convincente, una
humanidad que es presentada como anticipación de la nueva Jerusalén, sólo es
posible gracias a la acción del Espíritu.
Si las comunidades humanas se construyen generalmente sobre la
competitividad, sobre el dominio del más fuerte sobre el más débil o, al menos, sobre
el conflicto de intereses, la comunidad de Jerusalén, que realiza el «sueño» o el
proyecto de Dios, es tal porque la ha hecho posible el Espíritu Santo, que es la Ley
nueva, el vínculo que aúna los corazones entre sí. Esta unión crea fraternidad,
produce hombres y mujeres «llenos de gozo y de Espíritu Santo», personas
renovadas capaces de superar el espíritu de posesión y competitividad que
desacredita la mayoría de las convivencias humanas.
La comunidad religiosa, formada por personas consagradas que se dedican
enteramente a las cosas de Dios, es prolongación de la primera comunidad y se
convierte en una realización visible, aunque obviamente imperfecta, de la nueva
humanidad y es, por tanto, una visibilización del verdadero rostro de la Iglesia. El
esfuerzo por construir una comunidad fraterna es, pues, una obligación importante
incluso desde el punto de vista apostólico, dado que «la Iglesia tiene urgente
necesidad de semejantes comunidades fraternas. Su misma existencia representa
una contribución a la nueva evangelización» (VC, 45). Por eso, la construcción de
comunidades fraternas forma parte de la misión de la vida religiosa y es uno de los
elementos que, junto a la consagración y a la misión específica, constituyen la misión
de la vida religiosa.
Pero el Espíritu Santo, que hace posible una vida fraterna de este tipo, es un
don que viene de lo alto y semejante «don del Altísimo» se ha de pedir. La
consecuencia de esto es simple y comprometedora: para ser hermano hay que pedir
este don en intensa oración. La Iglesia, como toda comunidad, para ser fraterna debe
pedir el don del Espíritu «con perseverancia y con unidad de objetivos», como
constantemente dice Lucas. La primera condición para realizar una comunidad
fraterna es, en consecuencia, la oración incesante y unánime.
Todo esto nos transporta a un clima «teologal» que es el que nos permite entrar
en el misterio de la comunidad religiosa. Para acercarnos al misterio de la fraternidad
cristiana hemos de adquirir, por tanto, una mirada teologal, es decir, penetrada de fe,
esperanza y caridad.
61
«convocados» por el amor de Cristo, han respondido a ese amor y llevan consigo la
gran dignidad de personas elegidas y predilectas del Señor Jesús: «Venerad en
vosotros el templo de Dios» afirmaba san Agustín, contemplando las maravillas que
el Señor realiza en los hermanos. ¡En estas personas está la acción del Espíritu, que
es el vínculo del Amor que une al Padre y al Hijo, que une a cada una de ellas con el
Padre y el Hijo y que las une entre sí! En las personas y en la comunidad actúa el
Espíritu que distribuye la diversidad, para hacer a su Iglesia diversa y bella, preparada
para toda obra buena y para cualquier servicio.
¿Cómo no superar las naturales dificultades si contemplamos los dones del
Espíritu y la presencia del amor de Cristo, siempre activo en nuestra comunidad? La
mirada de fe lee en profundidad las maravillas que realiza el Señor, más allá de las
limitaciones de toda criatura, y sabe dar gracias y alegrarse por el don de hermanos
y hermanas que han sido motivados por el mismo amor.
62
La esperanza nos dice que ningún esfuerzo emprendido para construir una
comunidad se pierde y que la Iglesia necesita nuestras comunidades, aunque nunca
sean como las deseamos.
63
Y todo sazonado por el buen humor, por la capacidad de desdramatizar, por la
tendencia a descubrir y resaltar más los aspectos positivos que los negativos, por el
empeño por acrecentar el buen carácter, por procurar no ser una carga para los
demás y, si es posible, sazonado todo ello por el humor, ¡principalmente para con
nosotros mismos!
64
ya entonces, llamaba a los que vivían en comunidad «genus fortissimum», raza
particularmente fuerte y robusta, capaz de superar generosamente los pequeños y
grandes conflictos diarios. Sin tomar en cuenta los inconvenientes y la monotonía de
la continua y gris convivencia.
El desgaste de la vida en común requiere considerables recursos internos: y por
eso, la fortaleza se convierte en mansedumbre. Efectivamente, la mansedumbre es
la expresión más alta de fortaleza según la Nueva Ley. A estas «personas mansas de
gran fortaleza» se les ha dado la «posesión de la tierra», es decir, la conquista pacífica
y amable del corazón de los hermanos. Dichosos los mansos porque poseerán la
tierra, es decir, el corazón de los hermanos, contribuyendo a construir una comunidad
fraterna.
— La justicia: es fácil que en la vida consagrada haya también alguien que sea
«más igual que otros». En nombre de cometidos especiales, alguien puede disponer
de forma desigual e irritante de medios no estrictamente necesarios y condicionar el
nivel de vida de los demás. Esta desigualdad daña la comunidad: «la posibilidad de
disponer de dinero, como si fuera propio, ya sea para sí o para los propios familiares,
y un estilo de vida demasiado diferente del de los hermanos y de la sociedad pobre
en que muchas veces se vive, hieren y debilitan la vida fraterna» («Congregavit... »,
n. 44).
Pero también existe la justicia para con la propia identidad carismática y para
con las obligaciones comunitarias. Hay situaciones que representan una falta de
justicia respecto del deber de cultivar una identidad clara; así «la tendencia a lo
genérico» en el modo de insertarse en la Iglesia local, de dejarse atraer por
65
movimientos eclesiales que exponen al peligro de la «doble pertenencia» y de
adaptarse al estilo de vida laical «confundiéndose con los laicos, asumiendo su modo
de ver y de actuar y limitando la aportación de la propia
consagración» («Congregavit... », n. 46).
66
que han recibido como hacen las naciones con los productos de la tierra, tienden a
encontrarse en la nueva caridad» (Comentario a Ezequiel).
La vida consagrada no vive aislada, es parte de la Iglesia, vive dentro de ella
junto a los otros componentes eclesiales. A ella se le confía la tarea de mantener viva
la conciencia de la mutua dependencia, de la necesidad de integración, de la
conciencia de los propios dones que han de ponerse en común y de las propias
limitaciones que piden la ayuda de los demás: «A la vida consagrada se le asigna
también un papel importante a la luz de la doctrina sobre la Iglesia-comunión,
propuesta con tanto énfasis por el concilio Vaticano H. Se pide a las personas
consagradas que sean verdaderamente expertas en comunión, que vivan la
respectiva espiritualidad como "testigos y artífices de aquel proyecto de comunión que
constituye la cima de la historia del hombre según Dios". El sentido de la comunión
eclesial, al desarrollarse como una espiritualidad de comunión, promueve un modo
de pensar, decir y obrar, que hace crecer la Iglesia en hondura y en extensión» (VC,
46).
Si la comunión es la realidad que ha de salir a la luz para dar el sentido de lo
que es la Iglesia en su realidad más profunda y misteriosa, la vida consagrada recibe
la función de mantener viva esa dimensión con la fuerza que dimana del testimonio
de sus comunidades, donde no sólo se comparten los fines, sino también la propia
existencia.
Se puede tener hasta un poco de miedo viendo honestamente este panorama
programático, en especial si vemos el retraso en este terreno de algunas (¿todavía
demasiadas?) comunidades. «Comprometidos en el diálogo con todos», reza el título
de una de las secciones de la tercera parte de la Exhortación: lo exige la espiritualidad
de comunión, lo exige la Iglesia por sus responsabilidades misioneras, lo exige la
misma naturaleza de la vida fraterna, el gran ideal de los fundadores, ideal
continuamente asumido y buscado por las sucesivas generaciones, símbolo de un
gran sueño enraizado en el secreto del corazón humano, a saber, el sueño de una
humanidad fraterna y solidaria.
67
las otras ni atentará a la unidad. Los Institutos internacionales pueden hacer esto con
eficacia, al tener ellos mismos que enfrentarse creativamente al reto de la
inculturación y conservar al mismo tiempo su propia identidad» (VC, 51).
No puede decirse que el Papa no estime la vida consagrada. Contenta por tanto
aprecio, ella sólo puede sentir la necesidad de someterse a algunas revisiones
necesarias para no defraudar unas expectativas tan decisivas y comprometedoras.
Un solo corazón
Gregorio de Niza esboza un breve y convincente perfil de la vida fraterna: «Entre
todas las palabras que Jesús dirige al Padre y las gracias que concede, hay una que
es la más importante y que resume todas. Aquella con la que Cristo llama a todos los
suyos a que estén siempre unidos en la solución de los problemas y en la
determinación del bien que ha de hacerse; a considerarse un solo corazón y una sola
alma y a valorar esta unión como el único y solo bien; a fusionarse en la unidad del
Espíritu con el vínculo de la paz; a formar un solo cuerpo y un solo espíritu; a
responder a una única vocación, animados por una misma esperanza» (Comentario
al Cantar de los cantares).
68
Séptima meditación
69
Una existencia auténtica, insólita y alegre, tanto más cuanto más
indiscutiblemente pueda presentarse como tal, es como una credencial sólida para la
misión. En esto el tiempo hace justicia: las formas más marcadamente publicitarias,
aunque pueden impresionar al momento, difícilmente resisten el desgaste de la
verificación cotidiana.
En el evangelio de Juan (20,22), Jesús envía a los discípulos (y no sólo a los
apóstoles, a los Doce): «Igual que el Padre me ha enviado a mí, os envío yo también
a vosotros». Brown comenta: «Es un mandato en gran manera comparable al
mandato apostólico dirigido a los Doce, que describe el evangelio de Lucas (24,46-
49). Por este mandato, en Juan, es paradigmático el envío de Jesús por el Padre con
todas las finalidades implícitas en él, por ejemplo, comunicar vida, luz y verdad. Lo
mismo que el Padre estaba presente en el Hijo durante su misión ("quien me ve a mí
ve al que me ha enviado", 12,45), así también ahora los discípulos deben manifestar
en su misión la presencia de Jesús, hasta el punto de que pueda decirse que quien
ve a los discípulos ve a Jesús que los ha enviado». Los discípulos consiguen esto
haciendo lo que hizo Jesús, reproduciendo sus sentimientos, sus actitudes, diciendo
sus palabras, imitando sus gestos, pero también y de manera vigorosa haciendo
presente su peculiar «forma de vida», plasmada en los consejos, los cuales no son
más que una expresión concreta y tangible de su total entrega al Padre y a los
hermanos.
Hay que notar que la «forma de vida casta, pobre y obediente» no se entiende
como una realización ascética, sino más bien como el modo más elevado y completo
de expresar la entrega a la misión, es decir, de dedicar la propia vida «a Dios y a los
hermanos». Efectivamente, si los consejos evangélicos hacen referencia a Dios,
también están referidos, y con no menor elocuencia, a los hermanos, puesto que de
hecho capacitan para servir mejor tanto a Dios como a los hermanos. «No se puede
negar, además, que la práctica de los consejos evangélicos sea un modo
particularmente íntimo y fecundo de participar también en la misión de Cristo,
siguiendo el ejemplo de María de Nazaret, primera discípula, la cual aceptó ponerse
al servicio del plan divino en la donación total de sí misma. Toda misión comienza con
la misma actitud manifestada por María en la anunciación: "He aquí la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38)» (VC, 18).
La historia ha demostrado con los hechos cuántas energías ha liberado para la
misión la consagración religiosa: quien no tiene que pensar en una familia propia,
quien no va tras su promoción personal o una profesión retribuida, está en las mejores
condiciones para dedicarse a las causas más nobles y menos apreciadas, es decir,
aquellas que la gran mayoría apetece menos. Tiene la posibilidad de estar disponible
para la misión. Si luego no lo hace, es un «mendacium in re», una mentira en
contraste con su ser. Estar consagrados significa objetivamente estar disponibles a
tope para la misión: los testimonios de la historia pasada y presente son, sobre este
punto, incontables. Así pues, tanto por motivos teológicos como por motivos de
eficiencia apostólica, la misión encuentra en la consagración una inmensa reserva de
energías.
70
Un segundo elemento constitutivo de la misión de la vida consagrada es
la misión específica que caracteriza a cada Instituto. Si la consagración religiosa
distingue la misión de las personas consagradas de la misión de los laicos, la misión
específica distingue un Instituto de otro. Mejor aún: si la consagración religiosa hace
presente la forma de vida de Cristo, la misión específica hace presente un peculiar
«misterio de Cristo», una «especificación de Cristo», gracias a un «carisma» peculiar.
Con esto retomamos la enseñanza conciliar, según la cual las formas concretas de
vida religiosa prolongan los misterios de Cristo: «Pongan, pues, especial solicitud los
religiosos en que, por ellos, la Iglesia muestre mejor cada día a fieles e infieles, el
Cristo, ya sea entregado a la contemplación en el monte, ya sea anunciando el Reino
de Dios a las turbas, sanando enfermos y heridos, convirtiendo los pecadores a una
vida correcta, bendiciendo a los niños, haciendo el bien a todos, siempre obediente a
la voluntad del Padre que le envió» (LG, 46).
La Exhortación subraya muchas veces la necesidad de la fidelidad a la misión
específica, tanto por motivos teológicos como por motivos misioneros: la Iglesia, en
efecto, tiene necesidad de cuerpos especializados, no de un indistinto universo de
personas «genéricas». El Santo Padre no impulsa en absoluto ningún tipo de
«genericismo». Precisamente para estar en condiciones de afrontar los retos de
nuestro tiempo, la Iglesia ve la necesidad de especializaciones, de profesionalidad,
de creatividad lúcida y competente o, como se ha dicho en más de una parte, de
fidelidad dinámica y creativa al propio carisma. Se incluye aquí la necesidad de una
sólida espiritualidad de la acción y de una específica espiritualidad del servicio.
71
Una feliz síntesis de estos elementos aparece ya en la primera parte de la
Exhortación: «La vida consagrada "imita más de cerca y hace presente
continuamente en la Iglesia", por impulso del Espíritu Santo, la forma de vida que
Jesús, supremo consagrado y misionero del Padre para su Reino, abrazó y propuso
a los discípulos que lo seguían (cf. Mt 4,18-22; Mc 1,16-20; Lc 5,10-11; Jn 15,16). A
la luz de la consagración de Jesús, es posible descubrir en la iniciativa del Padre,
fuente de toda santidad, el principio originario de la vida consagrada. En efecto, Jesús
mismo es aquel que Dios "ungió con el Espíritu Santo y con poder" (Hch 10,38), "aquel
a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo" (Jn 10,36). Acogiendo la
consagración del Padre, el Hijo a su vez se consagra a El por la humanidad (cf. Jn
17,19). (...) Verdaderamente la vida consagrada es memoria viviente del modo de
existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los
hermanos. Es tradición viviente de la vida y del mensaje del Salvador» (VC, 22).
72
Debemos no olvidar que en la base de la misión está esa pasión, ese deseo
ardiente de dar a conocer a Jesucristo y de hacerlo amar. En el origen de las grandes
empresas misioneras, como de sus grandes proyectos, hay un incontenible amor por
el Señor, para que sea conocido y amado.
Siempre está latente, en nuestra sociedad y en nuestro tiempo, y en nosotros
que vivimos en ellos, el peligro de que las comodidades debiliten ese ímpetu, las
dificultades del anuncio lo frenen, la desaparición de algunas formas tradicionales lo
aminoren, las muchas ocupaciones pongan sordina al «¡Ay de mí si no evangelizo!»
Pueden existir muchas motivaciones que, en determinadas circunstancias, nos hagan
sercautos en el anuncio, pero no hay motivación alguna que justifique la carencia de
un deseo ardiente de poder anunciar a «Jesús»: ni el rechazo ni la indiferencia ni la
sonrisita compasiva ni los fracasos en más de una iniciativa ni ninguna otra causa.
Todo cuanto hay que hacer hoy en términos de diálogo, inculturación, escucha
y atención al otro, arranca del presupuesto de que anunciar al Señor Jesús es
esencial y necesario. Esta llama ardiente, este deseo inquietante, no puede apagarse,
porque desaparecería la misma razón de ser de la vida consagrada, que quedaría
reducida a ser un grupo de personas más o menos homogéneas culturalmente. ¿Es
imaginable una vida consagrada sin pasión por el anuncio misionero? ¿Es posible
vivir para Jesús y no desear ardientemente pronunciar su nombre? Este deseo es el
que hace posible el servicio de dar a conocer «el proyecto de una humanidad salvada
y reconciliada».
73
persona consagrada seguridad interior y serenidad. Una premisa para el discernimiento
es la habitual y cultivada docilidad a la acción del Espíritu, que supone, a su vez, una
familiaridad orante a su presencia y a su acción, una atención a sus inspiraciones y
una habitual vida interior de diálogo con el «dulce huésped del alma».
Pero el discernimiento comporta también una atención a la historia, para que se
«pueda responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la
vida presente y futura y sobre la mutua relación de ambas» (GS, 4). «Es necesario,
pues, estar abiertos a la voz interior del Espíritu que invita a acoler en lo más hondo
los designios de la Providencia. El llama a la vida consagrada para que elabore nuevas
respuestas a los nuevos problemas del mundo de hoy. Son un reclamo divino que sólo
las almas habituadas a buscar en todo la voluntad de Dios saben percibir con nitidez y
traducir después con valentía en opciones coherentes, tanto con el carisma original,
como con las exigencias de la situación histórica concreta» (VC, 73).
74
cultivando ese espíritu, dentro y fuera de la comunidad y para fomentar la coralidad de
la misión.
75
Dios para su misión en el mundo, siguiendo las huellas de Cristo. De las muchas áreas
que la Exhortación recuerda, indicamos algunas:
76
Se trata de superar este momento difícil, que quizás verá la vida consagrada
todavía más debilitada numéricamente; pero se trata sobre todo de reconquistar el brillo
de sus mejores tiempos, la vitalidad de los orígenes, la sensibilidad a los retos de los
tiempos, el amor por la causa de Cristo. Tarea no imposible, si la vida consagrada no
se abandona al desánimo, si no mira sólo a la gloriosa historia del pasado, sino que es
consciente «de una historia a construir», si tiene confianza en lo que es, en su vocación
y misión, en su fuerza única de significación e irradiación evangélica. Se trata de
repensarse, de reprogramarse, de dejarse introducir en el curso de la historia de la
salvación, abandonados a la acción del Espíritu.
c) La opción preferencial por los pobres es un tema que ha sido muy querido,
sobre todo en América Latina y en no pocos países del tercer mundo, azotados por la
miseria y sumidos en un mar de sufrimientos. Que las polémicas de los años pasados
en tomo a la teología de la liberación se hayan calmado no quiere decir que sobre esta
área y sobre estos problemas deba caer ahora el silencio.
El fin del miedo al comunismo ha hecho disminuir ya el flujo de ayudas a los
países pobres, en otro tiempo apremiados entre dos sistemas mundiales. Los medios
de comunicación social también están bastante menos interesados al respecto que en
años anteriores. Hoy nuestros países europeos se confrontan más con los parámetros
de Maastrich que con los parámetros del mínimo de supervivencia de demasiados
países.
Pero, gracias a Dios, el interés por los más pobres del mundo no se ha producido
en estos años únicamente por el miedo a la expansión del comunismo: la caridad
cristiana ha estado siempre muy atenta e incluso ha alcanzado en estos años una
conciencia más aguda de las causas estructurales de la pobreza.
La Exhortación invita al compromiso para con todas las formas de pobreza: «la
Iglesia se dirige a quienes se encuentran en una situación de mayor debilidad y, por
tanto, de más grave necesidad. Pobres, en las múltiples dimensiones de la pobreza,
son los oprimidos, los marginados, los ancianos, los enfermos, los pequeños y cuantos
son considerados y tratados como los "últimos" en la sociedad» (VC, 82). «¿Cómo
podría ser de otro modo, desde el momento en que el Cristo descubierto en la
contemplación es el mismo que vive y sufre en los pobres?».
Naturalmente, cada Instituto es invitado a servir a los pobres según sus propias
modalidades, pero también a «conducir sus efectivos a vivir como pobres y abrazar la
causa de los pobres», y a «comprometerse en la promoción de la justicia en el ambiente
social» en el que actúa. El interés de la vida consagrada por la pobreza no está
motivado por miedos a posibles movilizaciones sociales alentadas por la indignación
de los pobres, o por seguir modas, sino porque la caridad que lo impulsa «es gloria de
la Iglesia y signo de su fidelidad al Señor» (VC, 82).
77
la participación del Estado en ellos, que es cada vez más masiva. Eran motivos que
producían perplejidad respecto a un compromiso fuerte en estos sectores.
En nombre del fin de la era «de suplencia», más de uno había teorizado el dejar
al Estado, o al menos a los laicos, esos sectores, para dedicarse a las «nuevas
pobrezas», a las que, por lo demás, se sentirían más llamados los jóvenes. Pero la
Exhortación revalida la importancia de ambas presencias tradicionales (VC, 83 y 96-
97), ofreciendo renovadas motivaciones y ampliando, además, el campo de acción.
Respecto de la educación recuerda que «el Sínodo ha exhortado insistentemente
a las personas consagradas a que asuman con renovada entrega la misión educativa,
allí donde sea posible, con escuelas de todo tipo y nivel» (VC, 97).
Naturalmente, campos tan comprometedores como son la sanidad y la
educación exigen una más estrecha y renovada colaboración con los
laicos, colaboración que es considerada «un nuevo capítulo, rico de esperanzas, en la
historia de las relaciones entre las personas consagradas y el laicado» (VC, 54).
Capítulo nuevo, con la condición de que se renueven las mentalidades, las
perspectivas, las actitudes y la espiritualidad. Una vez más se nos remite a la
«espiritualidad de comunión», es decir, a la capacidad de convivir con puntos de vista
diversos y a la actitud de hacer de la diversidad no un obstáculo a la colaboración, sino
una ocasión de enriquecimiento. Es un verdadero reto para la presencia en el campo
de la salud y la educación. Pero es un reto también para otras áreas, en las que en
adelante la presencia de la vida consagrada debe integrarse, con convicción y
magnanimidad, en una mayor aportación de fuerzas laicas y de nuevas competencias
para la misión.
Probablemente, siguiendo estas nuevas modalidades será como las personas
consagradas podrán desarrollar el programa expuesto por Jesús en su pueblo de
Nazaret: «llevar a los pobres la buena noticia, anunciar la libertad a los cautivos,
restituir la vista a los ciegos y poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año
de gracia del Señor»; es decir, siendo fieles a la propia misión, haciéndola eficaz en
nuestro tiempo, y mostrándose convencidos promotores de la integración en sus obras
de las fuerzas de los laicos.
La misión es demasiado vasta para realizarla solos. Demasiado importante cada
uno de los carismas para ser conjugados sólo por las personas consagradas.
Demasiado necesaria para toda la Iglesia la espiritualidad de comunión para vivirla sólo
dentro de un Instituto. Toda la misión en su conjunto está ya abierta a estas vastísimas
perspectivas, que están exigiendo un modo diferente de situarse ante el propio carisma
y ante el laicado. Pero «el Espíritu del Señor» está sobre las personas consagradas de
buena voluntad, para que puedan, junto a los demás componentes eclesiales,
proseguir el programa de Nazaret, también en ayuda de nuestros tiempos.
78
Octava meditación
«Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo. Durante la cena (...) se levantó de la mesa (...) se puso a lavar los pies de los
discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido» (Jn 13,1 — 2,4-5)» (VC,
75).
Del texto de la Exhortación se desprenden algunos elementos importantes para
la reflexión de fe y para la vida diaria.
En primer lugar, el gesto de lavar Jesús los pies es revelador de la realidad de
Dios, un Dios que está a disposición de los hombres. No revela solamente a Jesús
como Siervo de Dios que ha venido a servir al Padre y a los hermanos, sino que revela
además el rostro del Dios «filántropo», amante de los hombres: «¡en Jesús, Dios mismo
se pone al servicio de los hombres!» (VC, 75).
Por tanto, no es solamente un acto de humildad, un «buen ejemplo», sino la
revelación de quién es nuestro Dios tal y como lo ha dado a conocer Jesús. Jesús se
hizo siervo para revelar el verdadero rostro de Dios, su realidad íntima, un Dios siempre
a disposición de los hombres, un Dios que no quiere condenar a su criatura o anularla,
sino socorrerla, servirla y salir al encuentro de sus hijos. Una primera consecuencia de
esto, simple y obvia, es que servir es algo divino.
En segundo lugar. «Él revela al mismo tiempo el sentido de la vida cristiana y,
con mayor motivo, de la vida consagrada, que es vida de amor oblativo, de concreto y
generoso servicio. Siguiendo los pasos del Hijo del hombre, que "no ha venido a ser
servido, sino a servir" (Mt 20,28), la vida consagrada, al menos en los mejores períodos
de su larga historia, se ha caracterizado por este "lavar los pies", es decir, por el
servicio, especialmente a los más pobres y necesitados» (VC, 75). La vida consagrada,
así pues, se ha caracterizado por esta atención privilegiada al servicio. En ciertas
épocas, el «lavar los pies» se tomó al pie de la letra, cuando a los enfermos, a los
peregrinos y a los pobres en general se les lavaban y besaban los pies, porque esas
personas representaban a Jesús. Los pobres y los últimos eran considerados «los
vicarios de Cristo».
En tercer lugar, la vida consagrada, a través del servicio desinteresado y
generoso, mientras realiza un acto de caridad revela, en las diversas circunstancias y
en los distintos tiempos, el verdadero rostro del Dios de Jesucristo, un rostro paternal
y maternal, rostro de un amor que acoge todas las miserias y se inclina sobre el dolor
humano. El servicio desinteresado es posible, así pues, gracias al «agape» divino del
que se deriva una revelación particularmente eficaz.
79
De aquí emerge el valor «misionero» de la caridad desinteresada, la cual realiza
hechos concretos, hechos que hablan con la fuerza de las cosas que muestran la
eficacia de cuanto se anuncia.
Siguiendo el texto de la Exhortación, se pueden presentar algunas líneas de
una espiritualidad del servicio particularmente actuales para la vida consagrada
apostólica o activa.
a) La escala de Jacob, por la que los ángeles suben y bajan, indicando así los
dos sentidos o los dos momentos de la mística cristiana. El primer momento, para
Agustín, es el «ascensus ad Deum» (la subida a Dios), la contemplación, la
comprensión espiritual de la Escritura; y el segundo es el «descensus ad hominem» (el
descenso al hombre), que es el momento del servicio. Al final de la subida se
encuentran las sublimes páginas de Juan: «Al principio ya existía la Palabra», se
encuentra la vertiginosa contemplación del Dios trinitario, el esplendor de la vida divina.
Pero inmediatamente después se lee: «y la Palabra se hizo hombre», descendió, se
hizo siervo.
De ahí la primera consecuencia: el cristiano sube para bajar. Comprende lo que
es el servicio después de haber contemplado a Quien bajó para servir. Si el Verbo ha
descendido, quiere decir que rebajarse para servir es cosa divina. La contemplación es
necesaria para comprender que Aquel que se hizo siervo es «Aquel por cuyo medio
todas las cosas fueron creadas». Así es como el cristiano abraza el servicio, no se
avergüenza de servir y se alegra de imitar a su Señor en su «kénosis»
(anonadamiento). Es lo que se sugiere en el n. 75 de la Exhortación: «Si, por una parte,
la vida consagrada contempla el misterio sublime del Verbo en el seno del Padre (cf.
Jn 1,1), por otra, sigue al mismo Verbo que se hace carne (cf. Jn 1,14), se abaja, se
humilla para servir a los hombres». Para descender de verdad es necesario subir a lo
alto en la contemplación: ésta es la primera lección de los Padres, recogida por la
Exhortación apostólica.
b) La segunda lección se presenta unas líneas más abajo de este mismo n. 75,
en las que el servicio se vuelve a ilustrar como fruto de la contemplación, partiendo de
80
la experiencia de la transfiguración. Esta vez la cita de Agustín es explícita: «A Pedro
que, extasiado ante la luz de la Transfiguración, exclama: "Señor, bueno es estarnos
aquí'' (Mt 17,4), le invita a volver a los caminos del mundo para continuar sirviendo al
reino de Dios: "Desciende, Pedro; tú, que deseabas descansar en el monte, desciende
y predica la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye y exhorta, increpa con toda
longanimidad y doctrina. Trabaja, suda, padece algunos tormentos, a fin de llegar, por
el brillo y hermosura de las obras hechas en caridad, a poseer lo que los blancos
vestidos del Señor simbolizan"».
Aquí termina la cita de la Exhortación, pero Agustín en su comentario sigue: «El
cumplimiento de tu deseo, Pedro, se te reservaba para después de la muerte. Pero
ahora el mismo Señor te dice: baja a la tierra a trabajar, a servir, a ser despreciado y
crucificado. La vida ha descendido para que la maten, el pan para padecer hambre,
quien era la vida ha descendido para someterse al cansancio en el camino y la fuente
para padecer sed, ¿y tú rehusas trabajar? No busques tu interés. Ten caridad.
Proclama la verdad; así llegarás a aquella eternidad en la que encontrarás la paz». El
fruto de la contemplación auténtica es, por tanto, el servicio desinteresado.
c) Y hay un tercer texto de Agustín que se refiere a mancharse los pies, un texto
que puede ayudarnos a avanzar en la comprensión de la espiritualidad del servicio. El
santo doctor, comentando el lavatorio de los pies, llega al momento en que Jesús
responde a Pedro: «el que se ha bañado, no necesita lavarse más que los pies, pues
el resto está limpio». Aquí le viene a la mente un tema análogo, presente en el Cantar
de los Cantares, cuando el amado llama de noche a la puerta de la amada y le dice:
«Ábreme, amiga mía, amada mía, paloma mía». Pero ella no quiere abrir, y pone el
pretexto de que no quiere mancharse los pies: «Yo duermo, he lavado ya mis pies».
«Quien llama –comenta Agustín– es Cristo que replica: "Tú te entregas a la
contemplación, pero me cierras tu puerta. Tú buscas tu comodidad, mientras fuera el
mal se expande en abundante cizaña y enfría el amor de mucha gente". Por tanto,
Cristo llama para sacudir la tranquilidad y grita "ábreme y anúnciame" (Aperi mihi y
praedica me). Cierto, quien abre a Cristo y se dedica afuera, en medio de los hombres,
al trabajo apostólico, a la fuerza ha de mancharse los pies. Pero se los mancha por
amor a Cristo, que espera, al otro lado de la puerta, a muchos, a los que sólo es posible
llegar por el camino que pasa a través de la suciedad del mundo».
Mancharse los pies: la espiritualidad del servicio puede parecer menos noble,
menos aristocrática, poco «refinada», quizás más basta y menos «elegante» que otras
formas de espiritualidad. Pero es una inmersión en la realidad de cada día, allí donde
no bastan las bellas palabras que a veces expresan un espiritualismo desencarnado,
porque hay que verificarlas, mezclándose muchas veces con la miseria del mundo. Es
fácil, por ejemplo, creerse virtuosos cuando no hay ocasiones de practicar la paciencia
puesta a dura prueba por la terquedad, la ignorancia o la altanería de otros. En una
palabra, es fácil imaginarse ser virtuoso cuando se vive en una fortaleza bien protegida.
La espiritualidad del servicio, el mancharse los pies, reclama también, por otra
parte, la necesidad de las duras mediaciones exigidas por tantas formas
81
de apostolado; mediaciones que obligan a mezclarse en muchas situaciones complejas
y problemáticas y que parecen alejar del mundo de las «almas nobles». Mancharse los
pies, de un modo o de otro, es inevitable, por ejemplo, en la difícil tarea de llevar
adelante algunas pesadas actividades que implican problemas organizativos, jurídicos,
financieros, sindicales, fiscales, profesionales y otros más, que pueden dar la impresión
de hacer más laborioso el camino espiritual y menos «sublime».
¡Cuántas personas consagradas se santifican en un trabajo oscuro y envuelto en
los problemas de la moderna cotidianidad, con la impresión de estar engolfadas en las
«cosas materiales»! Pero la orientación del corazón es lo que cuenta, lo que redime y
ennoblece. Hay pocos vuelos en esta espiritualidad de la cotidianidad, donde el peso
de la «obligación de sacar adelante las cosas», la mayoría de las veces penosa y
obscuramente, tiene de ordinario poco de poético y de gratificante. La sensación
«gratificadora» de estar en un camino de santidad es escasa cuando se está sometido
continuamente a solicitaciones de todo tipo que tienden a rebajar el tono y a cubrir de
polvo nuestros pies.
Pero un fruto verdadero de una verdadera contemplación es el coraje de
sumergirse y perseverar en el duro servicio cotidiano, a imitación del Señor Jesús, que
«no se echó para atrás», sino que lo «afrontó con firmeza» y, por ello, tampoco nos
ahorra a nosotros las dificultades que se derivan de la inmersión en este mundo, y
quiere que también nosotros, como El, pasemos a través de las tribulaciones y las
crucifixiones, para resucitarnos con El.
Ser testigos de Cristo siervo en un mundo pobre de Dios, en un mundo que
posiblemente no comprende los «signos» que intentamos poner: he aquí otra de las
formas más seguras y sólidas de la espiritualidad del servicio, también porque tiene
escasa resonancia ypocas satisfacciones que puedan conducir a la autocomplacencia.
Si no se asciende a la contemplación, no se puede descender «como cristianos»
a servir; pero, si no se sirve, de nada vale haber subido. Esta es la lección de los
Padres, que se trasluce de las líneas sobrias pero densas de nuestra Exhortación.
d) Finalmente, hay otro texto de san Gregorio Magno que completa la visión
patrística de la espiritualidad del servicio. Se encuentra al final del n. 82, como a modo
de conclusión de esta sección: «Cuando uno se abaja a lo más bajo de sus prójimos,
entonces se eleva admirablemente a la más alta caridad, ya que si con benignidad
desciende a lo inferior, vigorosamente alza de nuevo el vuelo a lo superior».
Es un texto importante, porque «cierra el círculo»: el servicio no encierra «abajo»,
sino que capacita para ascender; «discendite ut ascendatis» (descended para que
ascendáis); hay que descender para poder ascender. Cuanto más se inclina uno a
servir a las necesidades más ínfimas, mayor capacidad e impulso se adquieren para
elevarse a Dios. Para conocer a Dios, no hay nada mejor que el servicio. Solamente si
te abajas, podrás levantarte a un conocimiento cada vez más verdadero y auténtico de
Dios. El «agape» te lleva cada vez más alto cuanto más desciendes para servir. El
«retorno a Dios» alcanza su cumplimiento no huyendo de la inmersión en las cosas de
82
este mundo, rehuyendo la «secularidad», se diría hoy, sino introduciéndose en ella
cada vez más profundamente.
Aquí, contemplación y servicio se funden; aquí, contemplación y servicio son los
dos movimientos indispensables para servir como Cristo y para retornar al Padre como
Cristo. Para comprender cada vez mejor el misterio inefable de Dios son necesarios la
contemplación y el servicio: los dos movimientos unidos, las dos direcciones y
dimensiones juntas, introducen cada vez más y mejor en la comprensión del Misterio
que todo lo envuelve y todo lo ilumina.
83
realizado con toda la Iglesia), según el documento, es el gran instrumento para conocer
los caminos, a través de los cuales es posible encontrar al Señor que viene a nuestro
encuentro. Para servir es necesario saber «dónde» desea el Señor ser servido: de ahí
la importancia del discernimiento.
Se puede afirmar que el futuro de muchas formas de presencia va a depender de
la capacidad de discernimiento de los distintos Institutos y de las personas
consagradas. El discernimiento es uno de los instrumentos decisivos para la misión y
la espiritualidad del futuro. Un instrumento tan decisivo como delicado, porque no es
fácil comprenderlo y menos aún utilizarlo. La impresión es que se habla de él más de
lo que realmente se le conoce. De ahí la necesidad de conocerlo y usarlo
correctamente, para no caer en fantasías de bulto, una de las cuales es ciertamente
substituir la voluntad de Dios por la propia o por los propios deseos.
84
Instituto», y luego en el n. 37, donde se subraya la necesidad de la creatividad: «Los
institutos, así pues, son invitados a reproducir con valor la audacia, la creatividad, y la
santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos
que surgen en el mundo de hoy (...). Es también llamada a buscar la competencia en
el propio trabajo y a cultivar una fidelidad dinámica a la propia misión, adaptando sus
formas, cuando es necesario, a las nuevas situaciones y a las diversas necesidades».
Fidelidad y creatividad son dos hermosas indicaciones; pero ¡qué difíciles de
conjugar en la práctica! La tan extendida expresión «fidelidad creativa» es una
paradoja, una difícil figura, bella literariamente, pero expresión de las tensiones de lo
real; figura en la que se intenta conjugar los contrarios de que casi siempre se compone
lo real y realizar una casi milagrosa «coincidencia oppositorum».
Conjugar la mirada al pasado, cosa implícita en la fidelidad, con la proyección al
futuro, cosa implícita en la creatividad, es una tarea ardua, como conoce bien quien ha
participado en capítulos provinciales o generales, donde con frecuencia quien mira a
las raíces choca con quien mira a las ramas que han de extenderse. Pero es el reto
que nos lanza el Espíritu, para ponernos en condiciones de afrontar los nuevos tiempos
y las nuevas situaciones. Por lo demás, la vida consagrada nunca ha sido fácil, sea por
sus peculiaridades, sea por las opciones implícitas en sus diversas misiones
específicas.
85
reflexión y, mejor aún, de la praxis de estos años de amor auténtico y no retórico a los
pobres; amor que ha comprometido profundamente a la vida consagrada en todas las
latitudes. No se mira sólo la pobreza material, sino cualquier forma de pobreza, a
«cuantos se encuentran en una situación de mayor debilidad y, por tanto, de más grave
necesidad. "Pobres", en las múltiples dimensiones de la pobreza, son los oprimidos,
los marginados, los ancianos, los enfermos, los pequeños y cuantos son considerados
y tratados como los "últimos" en la sociedad». Y esta opción lleva a las personas
consagradas a «vivir como pobres y abrazar la causa de los pobres. Esto comporta
para cada Instituto, según su carisma específico, la adopción de un estilo de vida
humilde y austero».
La alusión al carisma es muy oportuna para no convertir este tema en uno de los
motivos más propicios a divisiones. Existen de hecho diversas «espiritualidades de la
pobreza», que se derivan de las diversas misiones y de los diversos carismas.
En los nn. 89 y 90 se habla en concreto de tres tipos de pobreza, cada uno con
un tipo propio de servicio y, por consiguiente, de espiritualidad:
– La primera es la pobreza promocional, típica de los Institutos que tienen una
tarea de promoción. En este caso, la pobreza consiste en poner al servicio de la misión
todos los bienes que se poseen. El ideal aquí no consiste en carecer de bienes, sino
en destinarlos a conseguir los objetivos apostólicos o promocionales. Se trata, por
tanto, de conjugar el desprendimiento y la austeridad personal con la posibilidad de
disponer de los bienes necesarios para ser capaces de realizar cumplidamente los
compromisos asumidos.
– La segunda es la pobreza testimoniada como un valor en sí misma, en cuanto
se presenta como imitación de Cristo pobre y como confesión de «Dios como la
verdadera riqueza del corazón humano». Por eso precisamente, este tipo de pobreza
contesta enérgicamente la idolatría del dinero, proponiéndose como voz profética
frente a una sociedad que, en tantas zonas del mundo del bienestar, corre el peligro
de perder el sentido de la medida y hasta el significado mismo de las cosas. Por este
motivo, hoy, más que en otros tiempos, esta voz atrae la atención de aquellos que,
conscientes de los limitados recursos de nuestro planeta, propugnan el respeto y la
salvaguarda de la naturaleza creada, mediante la reducción del consumo, la sobriedad
y la puesta en práctica de un obligado freno a los propios apetitos.
– La tercera consiste en compartir las condiciones de vida de los más
desheredados. «No son pocas las comunidades que viven y trabajan entre los pobres
y los marginados, compartiendo su condición y participando de sus sufrimientos,
problemas y peligros». Se trata aquí, sobre todo, de las tan conocidas «comunidades
de inserción», que tanto han dado que hablar en estos decenios y tanta admiración han
despertado en muchos de nuestros contemporáneos.
Estamos ante diversas formas de servir a los pobres, ante diversas modalidades
de «estar con ellos» y, consecuentemente, ante diversos modos de vivir la pobreza. Es
consolador leer el párrafo conclusivo del n. 90, que representa un reconocimiento (¡y
una invitación!) al servicio de los pobres: «Páginas importantes de la historia de la
solidaridad evangélica y de la entrega heroica han sido escritas por personas
86
consagradas en estos años de cambios profundos y de grandes injusticias, de
esperanzas y desilusiones, de importantes conquistas y de amargas derrotas. Otras
páginas no menos significativas han sido y están siendo escritas aún hoy por
innumerables personas consagradas que viven plenamente su vida "oculta con Cristo
en Dios" (Col 3,3) para la salvación del mundo, bajo el signo de la gratuidad, de la
entrega de la propia vida a causas poco reconocidas y aún menos vitoreadas. A través
de estas formas, diversas y complementarias, la vida consagrada participa de la
extrema pobreza abrazada por el Señor, y desempeña su papel específico en el
misterio salvífico de su encarnación y de su muerte redentora».
87
obstaculizados en las actividades misioneras, en la ayuda a los pobres, en la asistencia
a los enfermos y marginados, han vivido y viven su consagración con largos y heroicos
padecimientos, llegando frecuentemente a dar su sangre, en perfecta conformación
con Cristo crucificado. La Iglesia ha reconocido ya oficialmente la santidad de algunos
de ellos y los honra como mártires de Cristo, que nos iluminan con su ejemplo,
interceden por nuestra fidelidad y nos esperan en la gloria» (VC, 86).
b) En nuestra sociedad actual, sin embargo, el servicio parece haber perdido algo
de su atractivo. Se cuestiona, a veces incluso dentro de la vida consagrada, el
significado y el contenido del servicio. Conviene concluir con una reflexión
suplementaria para los ambientes más «evolucionados» y problemáticos.
No es difícil comprender lo que se entiende hoy por servicio: basta hacer lo que
hizo Jesús. El no buscó los primeros puestos, se puso a disposición de las necesidades
de la gente, estuvo, lo primero de todo, abierto a la Palabra del Padre y la anunció
como siervo fiel, aunque por ello se hizo muy pronto impopular y llegó a ser rechazado
y condenado. Se declaró pobre y fue pobre de hecho, no tuvo su propio proyecto,
contento con servir al proyecto de Dios. Se olvidó de su dignísimo origen para ganarse
«sobre el terreno» el título y los méritos de siervo obediente. Sintetizó en el gesto del
lavatorio de los pies el sentido de su vida. Servir es relativamente fácil, también hoy:
basta conhacer lo que hizo Jesús, el Siervo de Dios y el servidor de los hombres.
Sin embargo, hoy parecen circular más declaraciones de servicio que verdaderos
servidores. Hay quien dice que sirve a Dios y luego no sirve a los hermanos; hay quien
sirve a los hermanos y luego se olvida de servir a Dios. Hay quien habla de la dignidad
del servicio cuando está en el poder, y quien, por el contrario, habla de la dignidad de
la persona humana para quedar exonerado de servicios «poco dignos». En estos
tiempos de eficacismo, por último, se prefiere hablar de «liderazgo» y, si se habla de
servicio, se entiende como el servicio de la dirección, del testimonio de una vida
superior y de la necesidad de aventajar a todos en todo.
Pero el siervo, por el contrario, es simplemente aquel que hace lo que le dicen
que haga, el que hace lo que a la mayoría no le gusta hacer, el que en su interior no
se considera digno de aplausos o de agradecimientos, porque sabe que está aún
demasiado lejos del ejemplo de su Señor. Siervo es aquel que hace todo lo que debe
hacer hasta la extenuación y luego no pretende nada, diciendo y pensando única y
simplemente que «él es sólo un siervo».
Y si luego, después de que te has agotado por hacer lo mejor posible un trabajo
largo, oscuro y penoso, si luego como recompensa te dicen que eres un arribista o un
incapaz o un iluso o cualquier otra maldad, y tú permaneces sereno y saboreas en tu
corazón una «perfecta alegría» y sientes el gozo de poder ser asociado a la suerte de
tu Señor, entonces estás cerca, en certeza interior, de escuchar las palabras de tu
Señor, el único al que has servido: muy bien, siervo fiel y cumplidor, entra en la fiesta
de tu Señor, porque no has buscado más que servirme en mi Palabra y en mis
hermanos. Entra en la fiesta de tu Señor.
88
Novena meditación
Elías, profeta audaz y amigo de Dios
89
testimonio cualificado, con la lealtad del profeta que no teme arriesgar incluso la propia
vida» (VC, 85).
Y además: «el cometido profético de la vida consagrada surge de tres desafíos
principales dirigidos a la Iglesia misma: son desafíos de siempre, que la sociedad
contemporánea, al menos en algunas partes del mundo, lanza con formas nuevas y tal
vez más radicales. Atañen directamente a los consejos evangélicos de castidad,
pobreza y obediencia, y alientan a la Iglesia, y especialmente a las personas
consagradas, a clarificar y dar testimonio de su profundo significado antropológico.
En efecto, la elección de estos consejos, lejos de ser un empobrecimiento de los
valores auténticamente humanos, se presenta más bien como una transfiguración de
los mismos. Los consejos evangélicos no han de ser considerados como una negación
de los valores inherentes a la sexualidad, al legítimo deseo de disponer de los bienes
materiales, y de decidir autónomamente respecto de sí mismo. Estas inclinaciones, en
cuanto fundadas en la naturaleza, son buenas en sí mismas. La criatura humana, no
obstante, al estar debilitada por el pecado original, corre el peligro de secundarlas de
manera desordenada. La profesión de castidad, pobreza y obediencia supone una voz
de alerta para no infravalorar las heridas producidas por el pecado original, al mismo
tiempo que, aun afirmando el valor de los bienes creados, los relativiza, presentando a
Dios como el bien absoluto.
Así, aquellos que siguen los consejos evangélicos, al mismo tiempo que buscan
la propia santificación, proponen, por así decirlo, una "terapia espiritual" para la
humanidad, puesto que rechazan la idolatría de las criaturas y hacen visible de algún
modo al Dios viviente. La vida consagrada, especialmente en los momentos de
dificultad, es una bendición para la vida humana y para la misma vida eclesial» (VC,
87).
90
incluso de violencia a las que conduce, en la vida de las personas y de los pueblos, el
uso deformado de la libertad?» (VC, 91).
Como puede constatarse, aquí la vida consagrada se ve envuelta y retada en sus
tres elementos esenciales, los tres consejos evangélicos de castidad, pobreza y
obediencia. Los cuales, viene bien repetirlo, no sólo tienen una dimensión «ad
infra» (hacia dentro), sino que se proyectan «ad extra» (hacia fuera), hacia la sociedad,
con una precisa propuesta de reconstrucción y con un intrínseco dinamismo misionero.
En consecuencia, la vida consagrada es invitada a convertirse en contraofensiva, a
intervenir como «terapia» de y en nuestra sociedad, a empezar a construir
una contracultura, a partir precisamente de cada uno de estos ejes de su existencia.
Y esto al menos en tres niveles: el del testimonio de una vida realizada según los
consejos evangélicos; el de la crítica y la denuncia de las distorsiones y sufrimientos
provocados por la idolatría; y el de la propuesta de una contracultura evangélica capaz
de humanizar la sociedad de hoy.
Intentamos examinar con un poco de atención estos niveles del fundamental
testimonio profético, característico de la vida consagrada. Además, ésta es una de las
partes más originales y prometedoras de toda la Exhortación, precursora de nuevos e
interesantes desarrollos. Es obvio que los consejos no agotan el cometido profético de
la vida consagrada, aunque forman parte de su núcleo más íntimo.
91
Es oportuno insistir en la alegría, ya que ha de aparecer con claridad que la vida
consagrada, antes de ser una cuestión ascética o de esfuerzo ímprobo para el dominio
de sí y para ir contracorriente, es una historiade amor. Y no una historia de un amor
cualquiera, sino «la» historia de amor por excelencia, la decisiva, la que responde a la
historia de amor del Creador con la criatura, la que brota antes del origen del mundo y
está destinada a no acabar jamás, a no deteriorarse nunca y a vivir en una perenne
frescura en la eternidad feliz. Si se toma conciencia de esta historia, de su excelencia,
de su trascendencia, entonces se puede entender que pueda decirse que las personas
consagradas deben ser las personas más felices del mundo.
Si la nuestra es la más sorprendente historia de amor posible en este mundo,
¿por qué, observa cualquiera, no brilla la alegría? Quienes normal y habitualmente no
están serenos y alegres dan la impresión de que su celibato, en lugar de ser una
suavísima carga, se les ha convertido en camisa de fuerza. Es verdad que las
dificultades no faltan, ya que somos seres humanos y no ángeles del cielo, pero ¿se
deja quizá ahogar el Amor por las «riadas impetuosas»?, ¿es más débil el Amor que
las «grandes dificultades»?
Y además está la fidelidad, el difícil y entusiasta testimonio de fidelidad en un
tiempo de perseverancias débiles, de frágiles compromisos, de una creciente
convicción de que la fidelidad es sólo una «vacía ilusión». La fidelidad, en este sector
que arrastra muchos sentimientos mutables y los movimientos erráticos del corazón
humano, es un testimonio relevante de la potencia del Amor fiel de Dios, de la
posibilidad de reemprender el camino, de restañar las heridas con el perdón y de
despertar a una nueva vida un amor que languidece. Quien experimenta en la propia
vida la fidelidad del infatigable Amor de Dios no puede dejar de convertirse en testigo
de una fuerza pacífica y pacificadora como ésta.
92
Es importante resaltar que, después de los horribles sucesos de violencia contra
la infancia que conmovieron a Bélgica y al mundo entero, el cardenal Danneels
intervino con la misma argumentación que desarrolló en el Sínodo sobre la vida
consagrada. Después de destacar cómo la Iglesia es criticada cuando invita al dominio
de sí y a asumir el sentido moral, afirma: «Existen vías de comunicación subterráneas
entre las tres grandes pulsiones del ser humano: el amor, el sexo y el poder. Estas
pulsiones son las tres ramas de un mismo tronco, por el que circula una savia que da
la vida, la savia del amor, y otra, la del egoísmo, que genera el cáncer. Estas tres
pulsiones, –sexo, tener, poder– pueden ser, por tanto, constructivas o destructivas. No
es extraño ver que la mafia del sexo, la sed de dinero y el instinto de poder están
unidos. Muchas personas que apetecen el poder terminanparticipando en
"corrupciones". Una verdadera idolatría del cuerpo está en la base de este caos: el
cuerpo domina al alma. Y el dinero domina al cuerpo».
Y podemos recordar también que Dom Dossetti, pocos meses antes de su
muerte, hizo sobre este tema algunas pertinentes observaciones críticas: «El acto
sexual tiende cada vez más a separarse de toda norma, buscando exclusivamente un
placer cada vez más autónomo y sofisticado, hasta en sus formas más perversas, como
ha sucedido siempre en los períodos de decadencia de los pueblos y de una grave
pérdida de cultura. Por lo demás, esta obsesión del placer sexual, como puerta a una
continua estimulación del instinto natural, lo debilita en sus mismas potencialidades
naturales (son notables los altos porcentajes de esta decadencia). Y lleva también (con
otros factores concomitantes, como el exceso furibundo de imágenes mediáticas),
lleva, digo, a entorpecer las facultades superiores de la inteligencia, es decir, la
creatividad, la contemplación natural, el discernimiento, por falta de habilidad para
mantener la atención y la confrontación y, en consecuencia, la elemental capacidad
crítica».
a.c) La propuesta cultural no puede dejar de partir de la experiencia del amor del
Señor por parte de la persona consagrada, experiencia que permite desvelar el motivo
último y principal de toda existencia humana llamada a celebrar las bodas con Dios y
explicar la saludable inquietud presente en el corazón del hombre, oculta hasta en los
afectos humanos más intensos, como señal del origen y destino divinos del hombre. El
Todo de Dios no sólo dice muchas cosas, sino que también puede llenar toda la
persona humana.
Es necesario, consecuentemente, educar en la admiración por las cosas del
Espíritu, en la sensibilidad a la belleza y a la limpieza interior, en la fascinación por esa
libertad del corazón que, desde la certeza del amor recibido, conduce a la opción por
el amor entregado. Educar en la necesidad y en la dignidad del empeño en el control
de uno mismo y en la opción por una disciplina inteligente para vivir castos de mente y
de corazón y para no caer en la esclavitud de los sentidos y de los instintos.
Sobre todo en este terreno, la oferta se hace creíble por el testimonio personal:
«Sí, ¡en Cristo es posible amar a Dios con todo el corazón, poniéndolo por encima de
cualquier otro amor, y amar así con la libertad de Dios a todas las criaturas! Este
93
testimonio es necesario hoy más que nunca, precisamente porque es algo casi
incomprensible en nuestro mundo. Es un testimonio que se ofrece a cada persona –a
los jóvenes, a los novios, a los esposos y a las familias cristianas– para manifestar
que la fuerza del amor de Dios puede obrar grandes cosas precisamente en las
vicisitudes del amor humano, que trata de satisfacer una creciente necesidad de
trasparencia interior en las relaciones humanas» (VC, 88).
Se necesitan trovadores del Amor de Dios, poetas de la maravillosa aventura de
poder amar al propio Creador, nuevos cantores de un nuevo "Cantar de los Cantares",
que narre, en la época de la revolución sexual, los dolores y las dulzuras del amor de
Dios, la aventura tan humana e indecible del eros divino.
Conviene recordar, como conclusión de esta parte, que la presencia crítico-
propositiva en este terreno ha sido particularmente débil o latente en estos decenios:
¿temor a recaer en el moralismo de marchamo puritano de años pasados en algunas
partes del mundo?; ¿sumisión ante la nueva mentalidad permisiva?; ¿incapacidad ante
los poderosos medios de comunicación social?; ¿duda de comprometerse en un
terreno en el que uno se considera irremediablemente superado?; ¿pobreza de
argumentos adecuados?...
Una realidad se impone: es un tema sobre el que estamos llamados a reflexionar,
a dialogar y a hacer propuestas valientes, especialmente cuando se tienen
responsabilidades educativas, incluso para vigorizar las fuerzas positivas que
pretenden frenar una moda pasajera que nada bueno promete a la juventud de hoy y
a la sociedad de mañana.
Y tampoco promete nada bueno a las vocaciones, porque una juventud muy
trastornada en este terreno y sumida en un ambiente erotizado, difícilmente percibe el
atractivo de una vida tan distinta de la habitual, como lo es la que propone el Señor
Jesús, y más difícilmente todavía estará disponible para aceptar la exigente invitación
a imitar al Salvador en su vida entregada totalmente a los demás. Salvo, naturalmente,
intervenciones milagrosas que no son ni imposibles ni muy raras.
b) El desafío de la pobreza
b.a) El testimonio de la pobreza evangélica reviste diversas formas que van
desde el compromiso para desarraigar la pobreza a poner todos los bienes a
disposición de la causa evangélica; desde llevar una vida sobria a compartir la vida de
los más pobres. Cada Instituto tiene su forma de pobreza. Lo importante es que no sea
sólo decorativa o de sólo palabras, sino que se caracterice por la entrega y la
austeridad personal.
En el Sínodo impresionó la intervención del japonés monseñor Soto, que confesó
cándidamente que había comprendido a fondo el valor de la pobreza leyendo la frase
de santa Clara: «Amo la pobreza, porque fue amada por Jesús». Ahí reside la esencia
del significado de la pobreza religiosa.
Recordemos aquí que la pobreza religiosa ha asumido diversas modalidades, de
acuerdo con las diversas misiones y que, por eso, asume diversos significados y
diversos «contenidos proféticos».
94
b.b) La crítica frente a las injusticias ha sido en este campo la más practicada en
estos años, Hasta dar la impresión, en algunas naciones, de que la vida consagrada
estaba comprometida toda ella y exclusivamente en el frente de la pobreza. ¿Quién no
ha hablado de estos temas? ¿Quién no ha intentado responder a las «nuevas
pobrezas»?
Hoy el problema más llamativo es el robustecimiento, seguro y ufano, del
economicismo, el cual, en nombre de la globalización de la economía, lleva a cabo
drásticas reestructuraciones y corre el riesgo de producir, especialmente en los países
ricos, sectores cada vez más extensos de pobres. ¿Es posible oponerse a este
utilitarismo tan extremo que mira decididamente más a los beneficios que al empleo?
Es una pregunta que exige una respuesta, pero ésta no puede venir de una vida
consagrada aislada, sino de una vida consagrada que sepa reflexionar y trabajar junto
a otras personas sensibles y específicamente competentes que, desde diversos puntos
de vista, afronten esta compleja, pero ineludible cuestión.
95
voz, especialmente si va acompañada de intervenciones personales creíbles,
pertenece a la profecía perenne de la vida consagrada.
96
frecuencia las soluciones racionales, dejando a veces entre paréntesis la fuerza
salvífica que viene de la obediencia. Como hay que reconocer también que la
promoción de los derechos de la persona humana dentro de la vida consagrada ha
postergado en ocasiones el sentido de la confianza en Dios y en su voluntad, única
fuente de salvación.
97
debe convertirse en libertinaje y relativismo, incluso porque en ese caso sería una
obediencia práctica a las leyes de este mundo, que conceden la máxima importancia a
los bienes materiales, al placer y al prestigio personal.
La corresponsabilidad se mantiene viva por la vida fraterna en común, en la que
«la obediencia, vivificada por la caridad, une a los miembros de un Instituto en un
mismo testimonio y en una misma misión, aun respetando la propia individualidad y la
diversidad de dones. En la fraternidad animada por el Espíritu, cada uno entabla con
el otro un diálogo precioso para descubrir la voluntad del Padre» (VC, 92).
Es interesante, además de útil, recordar lo que dice al respecto el documento
sobre la vida fraterna en comunidad, «Congregavit nos in unum»: «La obediencia liga
y une las diversas voluntades en una misma comunidad fraterna, encargada de una
misión específica que cumplir en la Iglesia. La obediencia es un "sí" al plan de Dios que
ha puesto en manos de un grupo de personas un peculiar encargo. Comporta un
vínculo con la misión, pero también con la comunidad que debe realizar, en común,
aquí y ahora, su servicio; exige también una mirada lúcida de fe para con sus
superiores, los cuales "desempeñan su cometido de servicio y de guía". Y así, en
comunión con ellos, debe realizarse la divina voluntad, la única que puede salvar» (n.
44). La comunidad religiosa es educadora de estas actitudes, necesarias para crear la
cultura alternativa a los aspectos «bárbaros» de la sociedad actual.
En este tiempo nuestro marcado por el pluralismo, sólo una búsqueda común y
una común realización de la voluntad de Dios pueden ayudar a reconocer la auténtica
voz de Dios, en medio de las otras muchas existentes, para producir una «presencia
profética».
De la vida fraterna en común puede derivarse también, y como consecuencia,
una reflexión concreta y fecunda sobre la solidaridad, sobre las leyes de una
convivencia humana constructiva, sobre la necesidad de contribuir todos y cada uno a
la búsqueda del bien común y a su realización en la prosecución de un proyecto
elaborado corresponsablemente.
Sabemos lo arduo que es todo esto ya en nuestras propias comunidades y, por
tanto, cuánto más lo es en la sociedad civil, donde intereses mucho más rígidos e
incluso a veces feroces obstaculizan el mismo perseguir el objetivo del bien común.
Pero el evangelio es «buena noticia» precisamente porque permite entrever y seguir
nuevos caminos allí donde la vista normal sólo ve caminos cortados y bloqueos
insuperables.
Conclusión
No parece nada fácil vivir y ofrecer aquí, en Occidente, la profecía de la vida
consagrada, que deriva de los valores de fondo que ella profesa, ya que todo cuanto
se dice y se hace parece resbalar por una superficie lisa, dejando a cada cual la libertad
de expresar sus convicciones, sus manías y sus «rarezas».
Pero, a decir verdad, la presencia de la vida consagrada no se muestra finalmente
tan obvia y normal, es decir, catalogable entre las manifestaciones de rarezas
98
personales: algunas de sus anomalías o comportamientos atípicos e insólitos
empiezan de nuevo a llamar la atención y a suscitar interrogantes.
Pero, sea que el mundo esté ciego, sea que quiera ver, la dimensión profética de
la vida consagrada no puede faltar, su testimonio profético no debe sepultarse; no sólo
por el deber misionero de la vida consagrada, sino por nuestra misma sociedad, en la
que viven nuestros hermanos y hermanas, víctimas muchas veces de una mentalidad
dominante que se va deslizando hacia la idolatría paganizante.
Conviene recordar que el profeta Elías también se quedó solo, que tuvo que huir
y esconderse y que pasó por momentos de desánimo, de miedo y de nausea. Después
llegó su momento de influencia pública, de acción eficaz e incisiva y de relevancia
profética.
Tampoco la vida consagrada debe perder la paciencia y la confianza en cultivar
las grandes orientaciones vitales, críticas y propositivas, que son consecuencia de su
género de vida, aunque en algunas ocasiones parezca que caen en el vacío. Siempre
llega un momento en el que la profecía está destinada a explotar, a tocar la mente y el
corazón, a provocar conmociones, a incidir, en una palabra, en la vida de la gente. Lo
único que tiene que hacer es no desnaturalizarse; de lo contrario ya no podrá salar ni
podrá «traspasar el corazón» La perseverancia y la confianza en el propio género de
vida, el empeño en desplegar todas sus posibilidades proféticas, no pueden dejar de
convertir la vida consagrada en un aguijón profético en el flanco de nuestra sociedad,
para invitarla a despertar de su sueño, para incitarla, al menos en algunos de los
hermanos, a «levantar la mirada hacia el monte de donde viene la salvación».
99
Décima meditación
La unción en Betania
«No son pocos los que hoy se preguntan con perplejidad: ¿Para qué sirve la vida
consagrada? ¿Por qué abrazar este género de vida cuando hay tantas necesidades en
el campo de la caridad y de la misma evangelización a las que se puede responder
también sin asumir los compromisos peculiares de la vida consagrada? ¿No representa
quizás la vida consagrada una especie de "despilfarro" de energías humanas que
estarían mejor utilizadas, según un criterio de eficiencia, en bienes más provechosos
para la humanidad y la Iglesia?
Estas preguntas son más frecuentes en nuestro tiempo, avivadas por una cultura
utilitarista y tecnocrática que tiende a valorar la importancia de las cosas y de las
mismas personas en relación con su "funcionalidad" inmediata. Pero interrogantes
semejantes han existido siempre, como demuestra elocuentemente el episodio
evangélico de la unción de Betania: "María, tomando una libra de perfume de nardo
puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó
del olor del perfume" (Jn 12,3). A Judas, que con el pretexto de las necesidades de los
pobres se lamentaba de tanto derroche, Jesús le responde: "Déjala" (Jn 12,7). Esta es
la respuesta siempre válida a la pregunta que tantos, aun de buena fe, se plantean
sobre la actualidad de la vida consagrada. ¿No se podría dedicar la existencia de
manera más eficiente y racional para mejorar la sociedad? He aquí la respuesta de
Jesús: "Déjala".
A quien se le concede el don inestimable de seguir más de cerca al Señor Jesús,
le resulta obvio que El puede y debe ser amado con corazón indiviso, que se puede
entregar a El toda la vida, y no sólo algunos gestos, momentos o ciertas actividades.
El ungüento precioso derramado como puro acto de amor, más allá de cualquier
consideración "utilitarista", es signo de una sobreabundancia de gratuidad, tal como se
manifiesta en una vida gastada en amar y servir al Señor, para dedicarse a su persona
y a su Cuerpo Místico. De esta vida "derramada" sin escatimar nada se difunde el
aroma que llena toda la casa. La casa de Dios, la Iglesia, hoy como ayer, está adornada
y embellecida por la presencia de la vida consagrada.
Lo que a los ojos de los hombres puede parecer un despilfarro, para la persona
seducida en el secreto de su corazón por la belleza y la bondad del Señor es una
respuesta obvia de amor, exultante de gratitud por haber sido admitida de manera
totalmente particular al conocimiento del Hijo y a la participación en su misión divina en
el mundo.
"Si un hijo de Dios conociera y gustara el amor divino, Dios increado, Dios
encarnado, Dios que padece la pasión, que es el sumo bien, le daría todo; no sólo
100
dejaría las otras criaturas, sino a sí mismo, y con todo su ser amaría este Dios de amor
hasta transformarse totalmente en el ,Dios-hombre, que es el sumamente Amado"
(Beata Angela de Foligno)» (VC, 104).
101
Señor Jesús, para dejarse llevar por la loca decisión de entregarle la vida a El y de
entregarla por El.
Es muy acertada la cita de Ángela de Foligno: «Si un hijo de Dios conociera y
gustara el amor de Dios increado, Dios encarnado, Dios que ha sufrido la pasión..., le
daría todo». En la vida consagrada se entrega todo a Quien entregó todo. Se entrega
uno mismo por entero a Quien, siendo Dios, entregó por entero todo su ser. A quien
comprende la enorme distancia existente entre el Todo de Dios y la nada de la criatura,
a quien ha vislumbrado, aunque sólo sea por vaga intuición, el abismo existente entre
el Eterno y el tiempo, entre el Omnipotente y la fragilidad de la carne, y considera que
el Señor de todas las cosas se hizo siervo, se hizo pequeño, padeció, fue rechazado...
todo se le hace posible.
102
y dramática, para hacer creíble el amor de Dios, así la vida consagrada se derrocha
ahora para dar credibilidad al amor de Jesús por todos los hombres.
Pero la sensación de dispendio no sólo la perciben la gente, los otros y los que
observan desde fuera. También la tienen las personas consagradas, a veces a su
propia costa: hay momentos de vacío, llegan horas y días en los que se tiene la
sensación de perder el propio tiempo, de meter en el frigorífico «posibilidades no bien
invertidas», «de malgastarse en situaciones absurdas» que podrían manejarse con
mucho más fruto. Pero justo en esas situaciones es donde se nos da la posibilidad de
manifestar que hay un Amor que ha de vivirse y testimoniarse siempre y de todas las
formas; que esos momentos que parecen vacíos, son en realidad los verdaderos
momentos de sabia-locura, lúcida y consciente, que acercan e introducen en la
comprensión y, por tanto, en la representación de la misma locura de Cristo. Y en estos
momentos es cuando el frasco de nuestra existencia se rompe y perfuma la casa.
103
Insólita y decisiva porque pertenece al núcleo profundo de la misma historia de
la salvación, una historia emblemática que envuelve a todos, por ser la historia de un
Amor que está en el origen de todas las cosas, una historia que un día todos vivirán
gozosamente, que suscita el asombro y que puede provocar interrogantes, inducir a un
serio examen de los fundamentos de la propia existencia. Tú que derrochas tu vida,
que rompes tu frasco y dejas salir el perfume de Cristo, tú eres la Esposa que proclama
incansable y gozosamente toda la importancia, la belleza y la exclusividad del Esposo.
Para la sepultura
«Ha hecho esto para el día de mi sepultura»: el dispendio de una vida puede
suscitar en algunos estupor, pero también compasión. ¿Por qué entretenerse todavía
en cosas del pasado? «Dejad que los muertos entierren a sus muertos». ¿Por qué
retomar un pasado que está destinado irremediablemente a ser sepultado? En efecto,
no son pocos los que piensan que Jesús está muerto y con El los cristianos, que están
en las últimas. «Un oasis para los últimos cristianos»: es la definición que un semanario
alemán de gran tirada hace de la Iglesia, haciéndose eco de los que piensan ya en el
inexorable ocaso del cristianismo.
Pero mientras exista alguien que, como María de Betania con su gesto
provocador, es decir, con una vida «extraña», diga: «Aunque todos te abandonen, yo
no te abandonaré; aunque todos te crean muerto, acabado, derrotado, sepultado, yo
sé que eres el más vivo de todos y te proclamo vivo, más aún, el Viviente», el perfume
que alegra la Iglesia y la sociedad no desaparecerá.
¡Y esto también ante ciertas desolaciones apostólicas, ante impresionantes
apostasías de adultos y de jóvenes, ante ciertas soledades, incluso en medio del buen
pueblo cristiano más o menos distraído o interesado, cuando a uno le parece que se
queda «solo con El solo»! Ni entonces hay que tener miedo, porque Jesús es el
viviente: el abandono de los hombres no es prueba de la escasa actualidad de Jesús,
sino de la carencia de sabiduría del corazón humano, de su ceguera, de su eterna
tendencia a la «esclerocardía», al endurecimiento del corazón, a la incorregible
superficialidad del ser humano. El cual, cuando está rodeado de algunos bienes, siente
la tentación de abandonar al Dador; cuando es gratificado por alguna criatura, es
tentado a olvidar al Creador; cuando una luz fatua lo deslumbra, le tienta dejar de mirar
el firmamento; cuando siente que la vida late en él, es inducido a pensar que el Autor
de la vida se ha eclipsado y se ha adormecido en el sepulcro.
Pero es entonces, en medio precisamente de esta dramática tentación de
ceguera, cuando hay que estar al lado de Jesús para reconocerlo y proclamarlo como
el viviente, el dador de todo bien y de toda felicidad, como la verdadera alegría del
corazón humano. ¡Señor, ten piedad de los que te creen sepultado! ¡Señor, ten piedad
de mí, cuando no te siento como el viviente, el dador de toda vida!
El cuerpo de Cristo
104
María de Betania manifiesta una atención particular al cuerpo de Jesús, un
cuerpo que iba a sufrir, que iba a «entregarse» y a ser entregado «por la vida del
mundo». También la vida consagrada ama ese cuerpo, vehículo de la divinidad, imagen
del Dios invisible, el más bello de entre los hijos de los hombres, instrumento de la
salvación, esplendor de la creación, alegría del corazón de todo ser viviente. Por tanto,
podríamos hablar aquí de un cuádruple cuerpo de Cristo al que dedicarnos con María
de Betania y como ella.
105
«sin arrugas ni manchas», porque el amor del Esposo la rejuvenece continuamente.
Este amor se pone de manifiesto, hoy sobre todo, a través de la preocupación por su
difusión y por su permanencia.
106
En esta dimensión se comprende cuanto se dice en el n. 75: «La búsqueda de la
belleza divina (que es Cristo) mueve a las personas consagradas a velar por la imagen
divina deformada en los rostros desfigurados por el hambre; rostros desilusionados por
promesas políticas; rostros humillados de quien ve despreciada su propia cultura;
rostros aterrorizados por la violencia diaria e indiscriminada; rostros angustiados de
menores; rostros de mujeres ofendidas y humilladas, rostros cansados de emigrantes
que no encuentran digna acogida; rostros de ancianos sin las mínimas condiciones
para una vida digna».
Sin la referencia explícita a Cristo a quien hay que servir siempre y en todos,
servir con todo entusiasmo y entrega al pobre y al que sufre es realmente una tarea
ímproba y ardua. También en esto la vida consagrada recuerda la necesidad de poner
a Cristo en el centro, porque es a El a quien hay que amar y servir, es El quien justifica
todo servicio.
d) El cuerpo eucarístico
La vida consagrada se ha construido, sobre todo en el segundo milenio, en torno
a la eucaristía. La mayoría de los fundadores sintieron verdadera pasión por la
eucaristía, en su doble dimensión de celebración y de presencia real. Si hoy la
celebración eucarística se ha revalorizado, la adoración eucarística parece merecer
mayor atención y más frecuente. Es ante el Cuerpo vivo y verdadero de Cristo donde
se han resuelto muchas dificultades; es ante la eucaristía, en prolongados e íntimos
diálogos, donde se deshacen nudos intrincados, se fortalecen rodillas vacilantes, se
reemprenden caminos, se producen relanzamientos a acciones más comprometidas,
se superan alergias y repugnancias, se maduran las grandes decisiones y se vencen
los pequeños y grandes combates espirituales. ¡Quien ama la eucaristía difícilmente
se desviará del camino justo!
María de Betania
Quien unge los pies y los seca con los cabellos («Con tus trenzas cautivas al
rey», Cantar 7,6), es una mujer. Los otros evangelistas también tienen un episodio
semejante, pero esta unción de Betania se contiene en un evangelio, el de Juan, que
da a las mujeres mucho espacio y protagonismo. Marta y María tienen un papel peculiar
en Juan y hablan. La Samaritana es una evangelizadora. La Magdalena es la primera
en ver al Señor, es la «oveja» que reconoce la voz del Pastor y la evangelizadora de
los apóstoles.
Se ha dicho que difícilmente se habría pronunciado en las comunidades de Juan
la expresión: «las mujeres callen en la asamblea». En las comunidades joánicas se
hacía realidad el ideal de Pablo, que quedó «incompleto»; pues Pablo, aunque había
afirmado la igualdad de hombres y mujeres, tuvo que plegarse a los condicionamientos
culturales de su tiempo. Las mujeres en el evangelio de Juan se acercan al ideal del
discípulo amado, del discípulo que es tal porque es amado y ama mucho. Y en esto
encuentra su dignidad de discípulo y su consistencia.
107
María, junto a las otras mujeres y junto a la Madre de Jesús, tiene un papel
importante porque sobresale en el amor, y el amor es el que constituye al verdadero
discípulo. El amor es lo que las permite ser las primeras en intuir la presencia del Señor,
ser profetas, presagiar y barruntar. El papel de María de Betania es el papel profético
de intuir la tragedia, ya próxima, de la pasión y muerte de Jesús; pero ver en Jesús, no
al derrotado, sino al vencedor; intuir, en medio del grito de odio de los enemigos, su
serena respuesta silenciosa, es decir, el canto de amor del Esposo; vislumbrar, entre
las tinieblas que estaban espesándose, la luz de un Amor que brilla soberano y
victorioso por encima de toda barbarie.
María cree en el amor, cree en el Amor hecho carne en Jesús, en su poder
desarmado capaz de atraer a sí los corazones en el mismo momento en que los
poderosos lo consideran acabado. María cree en el poder regenerador del Amor, en su
fuerza, en su capacidad de resistir las grandes riadas, en su vitalidad capaz de vencer
hasta a la muerte. Y lo cree porque el amor tiene un nombre: Jesús, el que acaba de
resucitar a su hermano Lázaro, el que, pese a todo, es pagado con un odio que lo
quiere borrar de la tierra.
María es la profecía de la fuerza suprema del amor, más fuerte que el mal, más
potente que la muerte, más hermoso que toda humana falta de nobleza. María es la
personificación de la fe en Jesús, de la esperanza en su capacidad de superar todo
obstáculo, del amor que socorre a quien es maltratado y despreciado por los demás.
María es el icono de la vida consagrada, que no en vano encuentra entre sus filas
numerosas mujeres que son como ella, como María de Betania, y están dispuestas a
estar cerca de Jesús en las buenas circunstancias y en las malas, a consolarlo en los
que lloran, a perfumarlo en los que son despreciados, a expresarle todo su amor en los
que están abandonados. María, gracias a Dios, vuelve a vivir en miles de millones de
mujeres consagradas que expresan incesante y elocuentemente su amor a Jesús con
su vida y su entrega total.
108
contribuir a eliminar ciertas visiones unilaterales, que no se ajustan al pleno
reconocimiento de su dignidad, de su aportación específica a la vida y a la acción
pastoral y misionera de la Iglesia. Por ello, es legítimo que la mujer consagrada aspire
a ver reconocida más claramente su identidad, su capacidad, su misión y su
responsabilidad, tanto en la conciencia eclesial como en la vida cotidiana» (VC, 57).
Conviene releer todo el n. 58, en el que se habla de un futuro que prevé una más
generosa acogida a todos los carismas de la mujer consagrada en la Iglesia:«Urge, por
tanto, dar algunos pasos concretos, comenzando por abrir espacios de participación a
las mujeres en diversos sectores y a todos los niveles, incluidos aquellos procesos en
que se elaboran las decisiones, especialmente en los asuntos que las conciernen más
directamente». Y además: «Hay motivos para esperar que un reconocimiento más
hondo de la misión de la mujer suscitará cada vez más en la vida consagrada femenina
una mayor conciencia del propio papel, y una creciente dedicación a la causa del Reino
de Dios».
109
¿Quien induciría a pensar, incluso en forma de desafío, que amar y servir al Señor
es y sigue siendo lo más bello que una persona puede hacer en este mundo pasajero
y la forma más perfecta de vivir esta vida que se nos escapa?
Conclusión
Éste es el hilo conductor del itinerario que merece una atenta consideración, dada
su riqueza tan sugestiva.
110
La espléndida Exhortación apostólica Vita Consacrata, por sus densos
contenidos teológicos, sus perspectivas espirituales y sus indicaciones
apostólicas, está destinada a ser durante los próximos años un sólido
instrumento de animación para las personas consagradas y las
comunidades religiosas.
111