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Pier Giordano Cabra


Nacimiento: 1932, Roma, Italia
Superior general de la Congregación de la Sagrada Familia y
presidente de la Conferencia Italiana de Superiores Mayores. Autor de
obras de espiritualidad. Tiene publicados en el sello Sal Terrae, entre
otros, los siguientes títulos: Iconos de la vida consagrada / Para una vida fraterna / Sin
amor no soy nada / Los personajes bíblicos de la Cuaresma y del tiempo de
Pascua / ¿Podemos ser felices con Dios?

AÑO DE PUBLICACIÓN 1999


EDITORIAL SalTerrae
EDICIÓN 1
NÚMERO 67 Servidores y Testigos
PÁGINAS 184Págs.
ISBN 978-84-293-1303-1
ENCUADERNACIÓN Rústica

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ÍNDICE
Introducción: Diez iconos de la vida consagrada

Primera meditación: La transfiguración

Segunda meditación: María y Juan ante la Cruz

Tercera meditación: Pedro y Juan

Cuarta meditación: Pedro y María

Quinta meditación: La lucha de Jacob

Sexta meditación: La comunidad apostólica

Séptima meditación: Jesús en la sinagoga de Nazaret

Octava meditación: El lavatorio de los pies

Novena meditación: Elías, profeta audaz y amigo de Dios

Décima meditación: La unción en Betania

Conclusión: El hilo del itinerario

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INTRODUCCIÓN

Diez iconos de la vida consagrada

Los iconos han tenido gran importancia en la pastoral y la espiritualidad orientales. El


icono «no sólo expresa la semejanza de los rasgos externos de quien está
representado, sino que nos lo hace presente a través de esa semejanza» (T. Spidlik).
Tiene un valor cuasi-sacramental, porque nos hace entrever el misterio de Dios y nos
ayuda a penetrar en él. A través del icono, algún rayo del misterio de Dios llega a
tocar el corazón.
En la actualidad, y muy especialmente en el mundo occidental, parece urgente
recuperar la presencia de lo divino para superar las tentativas de reducción a lo
meramente humano, que a la larga, e infructuosamente, parece estar cerrándose
sobre sí mismo. Quizá por ello asistimos hoy a un redescubrimiento de los iconos,
sean originales, sean reproducciones mejor o peor conseguidas, o imitaciones más o
menos acertadas. Se está produciendo también un retorno al icono bíblico, a un
pasaje que se concentra en uno o varios personajes que evocan figurativamente
realidades salvíficas y mensajes de los que el hombre y la sociedad moderna tienen
particular necesidad.
«El redescubrimiento del icono cristiano ayudará a tomar conciencia de la
urgente necesidad de reaccionar ante los efectos despersonalizadores y a menudo
degradantes que condicionan nuestra vida», afirma el papa Juan Pablo H.
También la Exhortación apostólica Vita Consecrata da la impresión de estar
estructurada en torno a iconos, para transmitir mejor su mensaje. Esta opción no
parece ser una concesión a la tendencia actual, sino más bien una indicación del
objetivo del documento: en un momento en que la vida consagrada pasa por una
delicada etapa de su larga historia —etapa situada entre una herencia gloriosa y un
futuro que parece pedirle que escriba páginas nuevas— entre los intentos por
encontrar una solución que acentúe su humanización o que, por el contrario, se
afiance renovadamente en la «divinización», la Exhortación apostólica hace una
opción nítida.
Su opción, podemos decir, es la de los iconos: partiendo de la inmersión en el
mundo divino es como la vida consagrada puede encontrar, incluso en nuestro
tiempo, la energía y la fantasía creativa para servir al ser humano y «humanizar a la
persona y la sociedad» conforme a las nuevas exigencias de los tiempos.
La vida consagrada, según el papa, está llamada a ser un icono para el hombre
de hoy: un instrumento, un signo significativo y eficaz de la presencia del misterio de
Dios, el único que puede humanizar y salvar a los seres humanos.

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Por todo ello, hemos seleccionado unos iconos, entre los más significativos, para
meditar sobre algunos contenidos que consideramos de particular importancia para
el momento actual. Son páginas que han nacido de meditaciones hechas con ocasión
de diversos encuentros; páginas que —espero— puedan servir para la reflexión y
para una renovada motivación de la vida consagrada ante los desafíos de nuestro
tiempo.
Tengo en este momento un recuerdo especial para los misioneros javerianos del
Japón; un recuerdo que se convierte en agradecimiento por su testimonio del Señor
Jesús.

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Primera meditación

La transfiguración

Al comienzo de la primera parte de la Exhortación apostólica Vita consecrata


(VC) —podría decirse «in capite libri», («en el encabezamiento del libro»)— se
presenta el episodio de la Transfiguración, el cual dominará prácticamente todo el
documento. Se trata, por tanto, de un icono programático: Cristo aparece, sobre todo,
como «el más hermoso de los hijos del hombre», como la clave para comprender toda
vocación particular, basada en la misteriosa y extraordinaria «seducción» ejercida por
su «divina belleza».
Al comienzo de la Exhortación apostólica —como, por lo demás, en el inicio de
toda decisión concreta de asumir la forma de vida típica de la vida consagrada—no
hay una reflexión ni una elevada consideración teológica ni una intuición genial, sino
la presencia de Cristo en todo su esplendor de Hijo de Dios, de «uno de la Trinidad»,
con su fascinación única e indecible, expresión de su divina humanidad.

1. La transfiguración
En los relatos sinópticos, la transfiguración parece tener dos significados
fundamentales: el primero es introducir en el afrontamiento del misterio de la cruz,
disponer el ánimo para el escándalo de la cruz. Es el punto de vista preferido en
Occidente: El segundo, más propio del Oriente, es mostrar la verdad divina de la
existencia terrena de Jesús: Jesús no fue sólo un
profeta desdichado que al final de su vida fue aprobado y reconocido por Dios
como auténtico profeta, sino que toda su vida humana debe tenerse como revelación
de Dios, porque a lo largo de toda su existencia estuvo «habitado por Dios», fue Dios
entre nosotros.
Toda la vida de Cristo, por tanto, ha de considerarse un «sacramento», una
ocultación y una revelación, simultáneamente, del Dios inmenso e ilimitado, que al fin
ha desvelado su rostro. Ese rostro –tan buscado por los más grandes espíritus de la
humanidad y de la historia hebrea, comenzando por Moisés y Elías, los dos profetas
más grandes, tan deseosos ambos de poder contemplarlo– por fin se deja ver. La
Transfiguración abre una insólita brecha en ese misterio único: el Dios oculto irrumpe,
deja caer por un momento el velo que lo cubre, y manifiesta algo de la profunda e
invisible realidad del hombre Jesús. Oriente habla de epifanía de la divina humanidad
de Cristo. Y quien es sumergido en esa maravillosa epifanía queda para siempre
fascinado por ella.

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Si es así, si Dios «habita» en Cristo, si es verdad que Cristo es el «Hijo predilecto
al que hay que escuchar», entonces todo lo de Cristo es revelación de Dios: también,
y muy principalmente, su forma de vida virgen, pobre y obediente.
Conocemos perfectamente la perplejidad que provocaba concretamente el
modo de ser de Cristo, especialmente en quienes tenían en su mente el esplendor
del reinado de David. Se decían: ahí tenéis, en vez de un rey, un humilde siervo, un
profeta desarmado y obediente; en vez de un hombre lleno de riquezas, signo de la
bendición de Dios, un pobre que no tiene dónde reposar su cabeza; en vez de alguien
capaz de restaurar la «casa de David» con su abundante descendencia, un célibe sin
familia y «sin hogar».
Esta forma de vida es reveladora de una diversidad en el modo de ver la
existencia humana, de una concepción muy distinta de la salvación y de una
divergencia de planes en cuanto a lo que normalmente podía esperarse. Dice algo
muy importante sobre la misión del Mesías, revelador de Dios, y sobre su acción en
el mundo.
Su asunción –tan sencilla e inesperada– de esta forma de vida como siervo de
Dios y de los hermanos, quiere significar que la venida de Dios en medio de nosotros
precisamente de un modo tan insólito y sorprendente para los parámetros que el
hombre aplicó siempre a lo divino, quiere ser una revelación de su ser de Hijo, de su
«estar ante el Padre y ante los hombres»; y no podemos dejarla de lado ni
considerarla como secundaria o de escaso valor.
Muy distinto es el pensamiento y el imaginario del hombre sobre las eventuales
apariciones divinas, que deberían caracterizarse por el poder y el triunfo. Cuando los
hombres nos ponemos a pensar en las manifestaciones de Dios, en las teofanías, se
apoderan de nosotros el estupor y el miedo: el infinito que se revela al finito no puede
dejar de conturbamos.
Con Jesús, nada de esto ha sucedido. El Hijo coeterno con el Padre ha venido
a habitar entre nosotros humildísimo, «casto, pobre, obediente, orante y misionero»
(VC, 77), sin ningún signo personal de esplendor, salvo el destello revelador de la
Transfiguración durante su vida terrena, y luego el de la gloria de su Resurrección.
Comienza, pues, el documento con la presentación de la exclusividad de Jesús,
el Hijo, en su ser revelación a través de toda su existencia.
La tradición (desde Ireneo hasta Orígenes, y desde Agustín hasta Crisóstomo y
Teilhard de Chardin) ha afrontado desde diversos puntos de vista este «misterio»,
partiendo de las aproximaciones más contemplativas hasta otras más activas y
apostólicas. Es particularmente interesante el enfoque de Orígenes, que ve en esto
un caso de «polimorfismo» del Verbo: el Verbo se revela de diversas formas y a
diversas categorías de personas, según sea su capacidad de comprensión. Se
revela a la multitud como hacedor de milagros y, a través de las parábolas, como
mensajero del Reino; ante los discípulos aparece como el Maestro que explica los
misterios del Reino; y a los tres –Pedro, Santiago y Juan– a quienes lleva consigo a
la montaña se les revela como el Hijo, el «esplendor del Padre».

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El conocimiento del misterio de Cristo, como los mismos niveles de iniciación a
este misterio, son un don, concedido según las preferencias de Cristo: es El quien
llama «a quien quiere» a subir al monte. Hay un único Cristo, pero existen diversos
niveles de conocimiento de su misterio, y el mismo grado o nivel de conciencia es un
don que Cristo concede a aquellos que El elige personalmente.

2. En la exhortación apostólica
En la exhortación apostólica la Transfiguración adquiere muchos significados:

a) Se afirma claramente que en el origen de toda vocación especial está el don


de una comprensión peculiar del misterio de Cristo. A algunos se les concede el don
de comprender el misterio de Cristo bajo una luz muy especial: Cristo se les muestra
en todo su esplendor del «más hermoso de los hijos del hombre», como «el
único». Estamos, en este caso, en presencia como de una fulguración, de un destello
divino que llega a las raíces del ser y a las profundidades del corazón de algunos,
llamados a subir a la montaña santa.
Todo «sígueme», toda vocación que requiera la renuncia de todas las demás
cosas, que exija inequívocamente «dejarlo todo» e implique la entrega absoluta,
presupone que el que lo pide todo se manifiesta antes en lo que El mismo es, para
convencerme de quesus pretensiones no están fuera de lugar, es decir, que El
«merece» mi renuncia a todo por El.
En el origen de una forma especial de vida cristiana, cual es la vida consagrada,
puede haber unas palabras determinadas de Jesús; pero esas palabras tienen un
peso único, sobre todo porque El se muestra, casi por experiencia inmediata, como
el Único, el incomparable, la imagen del Dios invisible, la Palabra que se ha hecho
hombre. ¡Las palabras adquieren densidad y fuerza porque son pronunciadas por la
Palabra!
Las palabras de Jesús cobran valor porque las ha dicho El, «el Hijo del Dios
vivo», quien «me ha seducido el corazón». En la auténtica vocación a la vida
consagrada se desencadena la misma lógica que en el enamoramiento: la persona
de Jesús me seduce, y todo cuanto dice adquiere un valor único para mí. Jesús, el
incomparable, puede pedirme todo lo que quiera. Ninguna otra palabra puede resistir
una confrontación con la suya, porque ninguna otra persona puede resistir una
confrontación con su persona.
Así pues, Jesús se manifiesta a algunas personas realmente como «el
resplandor ante el cual cualquier otra luz languidece, la infinita belleza que, sola,
puede satisfacer totalmente el corazón humano» (VC, 16). Cristo es percibido como
la luz para los ojos, como la dulzura del corazón, como la alegría del universo, como
el esplendor divino que hace bella y digna de ser vivida la existencia humana. Cristo,
en su esplendor, hace exclamar a Pedro: «Señor, bueno es estamos aquí» (Mt 17,4):
«Estas palabras muestran la orientación cristocéntrica de toda la vida cristiana. Sin
embargo, expresan con particular elocuencia el carácter absoluto que constituye el

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dinamismo profundo de la vocación a la vida consagrada: ¡qué hermoso es estar
contigo, dedicarnos a ti, concentrar de modo exclusivo nuestra existencia en Ti! En
efecto, quien ha recibido la gracia de esta especial comunión de amor con Cristo, se
siente como seducido por su fulgor. El es "el más hermoso de los hijos de Adán" (Sal
45,3), el Incomparable» (VC, 15).
Y así es como la persona consagrada es íntimamente atraída no sólo a seguir a
Cristo, sino también a reproducir su peculiar forma de vida, reconociéndolo así de
forma muy concreta como su Señor: «¡Confesión del Hijo!» La forma de vida de
Cristo, que vino a estar entre nosotros virgen, pobre, obediente –merece la pena
repetirlo– no tiene nada de accidental o secundario, porque en el misterio de Cristo
todo es revelación. No son sólo sus palabras las que iluminan los enigmas de la vida,
sino que es la misma persona de Cristo, su modo de ser, el que arroja luz divina sobre
el misterio del ser humano. Tan verdad es esto que san Francisco escribió en su
primera regla: «La regla y vida de los frailes es seguir la doctrina y las huellas de
Nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad». La
forma de vida virgen, pobre y casta fue abrazada por el Hijo de Dios y tiene un valor
de revelación y salvación: no se la puede dejar desaparecer, no nos puede dejar
indiferentes. Hay que escrutarla con reverencia, como parte constitutiva del misterio
de Cristo.
Se comprende, pues, que toda la Exhortación apostólica esté penetrada por esta
afirmación: el primer cometido de la vida consagrada es representar la forma de vida
de Cristo virgen, pobre y obediente. Baste citar el primer número: «Con la profesión
de los consejos evangélicos los rasgos característicos de Jesús –virgen, pobre y
obediente– tienen una típica y permanente "visibilidad" en medio del mundo» (VC, 1).

b) Cristo transfigurado introduce en el misterio de la Trinidad: «Reconoce a


Cristo y, a través del hombre Jesús, salta a Dios, ya que con nuestras propias fuerzas
no lograremos alcanzarlo» (san Agustín). Desde la Transfiguración se nos conduce a
ascender a la Trinidad, no sólo porque en ese misterio están presentes los «Tres»,
sino porque Jesús nos ayuda a penetrar en el misterio de su relación filial con el Padre
y a comprender su profunda y misteriosa realidad de Hijo. Y nos ayuda también a
iluminar cosas importantes del misterio del ser humano.
Podemos atrevemos a afirmar, con la Exhortación, que Jesús se presentó en
medio de nosotros virgen, porque tenía que revelar que el Padre es su único Amor y
que su familia es la del cielo, junto al Padre y al Espíritu Santo. Pero también para
decimos que todo ser humano debe considerar al Padre como su amor, primero y
último, como el criterio de todos los demás amores.
Jesús apareció pobre, porque tenía que revelar que el Padre es su única
riqueza. El no va tras las riquezas humanas, porque sabe dónde está la verdadera
riqueza. Sabe particularmente que todo lo recibe de Dios. Pero también para decimos
que todo ser humano debe tener al Padre como su verdadero tesoro, su tesoro
primero y último.

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Jesús vino a estar en medio de nosotros como siervo obediente, para revelar,
incluso de forma dramática, que deja al cuidado del Padre su propia realización. No
busca ni quiere recompensas y honores humanos, porque sabe que su felicidad está
en cumplir la voluntad del Padre. Pero también para que todo ser humano pueda
considerar a Dios como la fuente y la realización definitiva de todos los deseos de
felicidad que lleva inscritos en el corazón.
Jesús cumplió hondamente el mandamiento supremo: «Amarás al Señor, tu
Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas» (Dt 6,5). El
corazón de Jesús le pertenece por completo al Padre, pues es «una misma cosa con
El». Las fuerzas de Jesús se orientan todas ellas hacia el Padre, pues el Padre es el
manantial de donde todas ellas y su propio ser brotan. El alma de Jesús es toda entera
del Padre, ya que el Padre es el inicio y el cumplimiento de sus deseos. Nadie ha
amado nunca al Padre de esta manera, nadie ha mostrado nunca, con una vida de
hijo, de pobre, de siervo, el esplendor y la totalidad del amor de Dios por el hombre y
del hombre por Dios, de su ser entero en favor del hombre.
A quien pudiera dudar de la oportunidad de estas consideraciones, convendría
proponerle algunas preguntas que, a primera vista, podrían parecer intempestivas y
hasta irreverentes: ¿podemos imaginarnos un Jesús mendigando un amor humano o
dedicándose a acumular dinero o a buscar su éxito personal? La conciencia cristiana
se rebela con sólo pensarlo. Efectivamente, en Jesús se da una entrega tan absoluta
al Padre que instintivamente sentimos que está muy lejos de la búsqueda de los
normales amores humanos, de los negocios comunes, del querer sobresalir por
encima de los demás. Su existencia es «sentida» por la conciencia cristiana como
puesta totalmente al servicio del Padre, de la revelación del Padre, y de su propia
revelación como Hijo Unigénito, Uno con el Padre.
Él es el Hijo «predilecto», el único, precisamente porque considera al Padre
como su Todo, en todos los aspectos, empezando por los que se corresponden con
los dinamismos más profundos de la persona humana, como son el deseo y la
necesidad de amar, el deseo y la necesidad de poseer, el deseo y la necesidad de
decidir. Y eso es lo que revela a los hombres con sus palabras, con sus
comportamientos y opciones, con su misma forma de vida. Todo ello para expresar lo
que El es y para iluminar cuál debe ser la actitud de fondo de todo «hombre que viene
a este mundo» cuando afronta el misterio de Dios y el misterio de la existencia; para
que todas las personas humanas puedan descubrir quién es en verdad el Padre: no
un ser lejano ni un enigma, sino un amor que crea y espera, un tesoro que nunca se
apolilla, una felicidad que nunca defrauda.
La persona consagrada, que recibe la gracia de comprender este misterio, es
llevada al monte santo y allí es iniciada en esta realidad para revivirla en sí misma,
para representarla y testimoniarla con todo su ser. Comprende, por puro don, que el
modo más perfecto de aceptar a Dios y reconocerlo como Padre es el del Hijo
«predilecto»: abrazando la forma de vida de Cristo virgen, pobre y obediente, la
persona consagrada reconoce que Dios es todo para la persona humana, porque para

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todos sus hijos El es el Amor, es la Riqueza, es la Realización cumplida de toda
aspiración. ¡Confesión del Padre!
Al mismo tiempo se da cuenta de que esto sólo es posible por una iluminación
inmerecida, es decir, por la intervención del Espíritu Santo que hace sentir esas
realidades como verdaderas, que hace sentir a Cristo no como una realidad lejana,
sino como el modelo siempre actual y siempre presente; que hace percibir al Padre
de Jesucristo como la realidad primera y última. Y, después de haber sido introducidos
en este altísimo misterio, se les concede también la gracia de meterse en esta
aventura como por connaturalidad, «llenos de alegría y de Espíritu
Santo»: ¡Confesión del Espíritu Santo!
La vida consagrada se convierte, gracias a representar la forma de vida del Hijo
virgen, pobre y obediente, en una confesión de la Trinidad, en un reconocimiento,
agradecido y elocuente, del Padre que llama para reservarse una persona para sí y
para la causa de su Reino; en una proclamación del Hijo, en cuyo seguimiento nos
ponemos para llegar al Padre; en una alabanza al poder del Espíritu Santo,
«maravillosamente activo», que nos introduce, mediante alguno de sus carismas, en
una misión concreta y en un particular proyecto apostólico representado por un
Instituto.

c) «Jesús solo»: de pronto, después de la Transfiguración, «alzaron los ojos y


no vieron más que a Jesús solo» (Mt 17,8).
Jesús solo es cuanto le queda a la persona consagrada después de su gozosa
experiencia inicial;
Jesús solo, porque Él es quien fundamenta y expresa, en su propia persona, el
género de vida casto, pobre y obediente, habiéndolo abrazado y propuesto desde el
principio a quienes le eran más queridos, empezando por María y José;
Jesús solo, porque a los que nos preguntan por qué hemos elegido una vida tan
insólita y más bien extraña para nuestro tiempo, considerada por muchos hasta
arcaica, tan típica de civilizaciones que hoy parecen ya superadas, se les puede
contestar que el motivo único y suficiente es Jesús, el Hijo de Dios, el único modelo y
criterio de vida, válido «ayer, hoy y siempre»;
Jesús solo, porque representarlo muy en concreto, tal y como El vivió, significa
ir al corazón de la misión, que consiste en testimoniar que «Jesús es el Señor», que
es «el Padre quien lo ha enviado» y que sólo en El hay salvación;
Jesús solo, porque, en medio de tantas ofertas de salvación, la persona
consagrada quiere afirmar, primero con su forma de vida, luego con sus obras y
finalmente con sus palabras, que Jesús es el único. Es la única explicación de su vida
y la única meta de las existencias de «cuantos vienen a este mundo»;
Jesús solo, porque Él es el modelo de cómo agradar a Dios y ser útiles a los
hermanos;
Jesús solo, porque Él solo basta a la persona consagrada, pues El es su
Esposo, su Amigo, su Hermano, el Deseado de su corazón;

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Jesús solo, porque su forma de vida es el «modo divino» de vivir la existencia
humana;
Jesús solo: por ello, la Exhortación ofrece una «cristología fuerte» para
fundamentar la vida consagrada. ¡El nexo vital entre Jesús y la vida consagrada es
verdaderamente único!
Jesús solo: aquí tenemos por qué la Exhortación presenta la vida consagrada
como entrega prioritaria y exclusiva a la persona de Jesús. ¡Todo lo tengo por basura
–decía Pablo– en comparación con el conocimiento del Señor Jesús!
Jesús sólo: es la razón de que la Exhortación apostólica hable de «orientación
cristocéntrica» (VC, 15), de «adhesión conformadora con Cristo de toda la
existencia», de «adhesión conformadora» a Cristo (VC, 16), de una espiritualidad
totalizadora y exclusiva;
Jesús solo, porque Él es la belleza del mundo, que hace a la vida digna de ser
vivida; El es el tesoro del mundo, que proporciona a la vida humana toda su riqueza;
El es el corazón del mundo, que hace dulce la fatiga humana; El es la luz del mundo,
que da sentido y dirección a la aventura humana.
Volveremos más adelante sobre estos temas, pero es bueno enfocarlos desde
el principio para subrayar lo más decisivo de la vida consagrada.

d) Un camino con la enseña de la «divina belleza»: de la centralidad de la


Transfiguración, donde Jesús aparece como el Hijo y como «el más hermoso de los
hijos del hombre», se deriva que la persona que es llamada a reproducirlo hasta en
su forma visible de vida, está llamada a encaminarse por la senda de la «divina
belleza».
«Con intuición profunda, los Padres de la Iglesia han calificado este camino
espiritual como filocalia, es decir, amor por la belleza divina [...]. La persona, que por
el poder del Espíritu Santo es conducida progresivamente a la plena configuración
con Cristo, refleja en sí misma un rayo de la luz inaccesible y en su peregrinar terreno
camina hacia la Fuente inagotable de la luz» (VC, 19).
Hay en estas líneas un eco de la espléndida tradición espiritual del Oriente, que
ve la vida espiritual como una progresiva divinización, un constante subir hacia lo más
alto para configurarse cada vez más según la naturaleza divina y participar cada vez
más de ella. Con la consecuencia de entrar progresivamente en su reino de Luz, en
su esplendor, en su belleza.
La tradición occidental se fija más en la belleza «cristiforme», es decir, en los
destellos de la divina belleza que provienen de la imitación de Cristo. No en vano la
Exhortación apostólica cita a Agustín, que invita a adquirir la divina belleza
operativamente y, en concreto, a «llegar, por el brillo y hermosura de las obras hechas
en caridad, a poseer eso que simbolizan los blancos vestidos del Señor» (VC, 75).
Con esto no se trata solamente de introducir una categoría estética, ya casi
olvidada pero muy presente en la Tradición (¡baste pensar en Gregorio de Niza y
Agustín!), sino de recuperar una dimensión necesaria para comprender el mensaje
cristiano, que es una apremiante invitación a «pasar de las tinieblas a la luz», a

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sumergirse «en su Reino de luz inextinguible», a descubrir la belleza del Dios de
Jesucristo, que ha venido para introducirnos en la compresión del Dios de toda
belleza, creador de todas las cosas bellas, infinitamente superior a todas sus
criaturas... ¡Ojalá seamos capaces de tener los ojos de María para ver las
«maravillas» de Dios, sus obras «admirables y bellas», para cantar todos los días, por
motivos siempre renovados, su «Magníficat» y el nuestro!

3. Para la vida de todos los días


Pero, ¿no chocan estas realidades con la cotidianidad, con su trivialidad y su
monotonía? ¿Cómo incorporar a la vida de todos los días estas realidades,
indudablemente bellas en sí mismas, pero lejanas de la aridez de nuestro mundo, del
asedio de las imágenes, de las preocupaciones absorbentes? ¿No se muestran muy
diferentes las vivencias de nuestro día a día? Además, ¿por qué no todos parecen
estar de acuerdo sobre el acento puesto en estas realidades estimulantes? La misma
Exhortación, que no ha sido escrita para las gentes de la Edad Media y que incluso
da pruebas de haber tenido muy presentes y de conocer perfectamente las
debilidades y las virtudes de la vida consagrada de nuestros días, ofrece algunas
indicaciones concretas y precisas sobre estos interrogantes.

a) Estas «elevadas y atractivas» páginas, que ocupan prácticamente la primera


parte, se han de leer con asombro y admiración. Se han de «contemplar» y asimilar
lentamente, repasándolas con calma una y otra vez, hasta que el texto nos lleve a
una espontánea «doxología», a una explosión de «acción de gracias», a un himno de
reconocimiento. Es necesario llegar, como por espontánea autocombustión, a
sentimientos semejantes a los de Simeón, el nuevo teólogo, un poeta y místico de
gran talento, de hace mil años, que exclama: «Veo la belleza de tu gracia, contemplo
su fulgor y reflejo su luz; me arrebata su esplendor indescriptible, soy empujado fuera
de mí mientras pienso en mí mismo; veo cómo era y qué soy ahora. ¡Oh prodigio!
Estoy atento, lleno de respeto hacia mí mismo, de reverencia y de temor, como si
fuera ante Ti; no sé qué hacer porque la timidez me domina; no sé dónde sentarme,
adónde acercarme, dónde reclinar estos miembros que son tuyos; en qué obras
ocupar estas sorprendentes maravillas divinas» (VC, 20).
Son sentimientos que surgen en todo cristiano consciente de su dignidad, pero
que son cultivados y acariciados con particularísima participación por quien, como
Cristo, ha ofrecido a Dios «sus miembros», todo su ser y toda su vida.

b) Para llegar a comprender el misterio de la vida consagrada parece


absolutamente necesario redescubrir la función insustituible de
la contemplación. Tiene acceso a ella, en primer lugar, quien tiene un corazón
purificado: «dichosos los limpios de corazón, porque ésos van a ver a Dios». La gran
tradición espiritual hace del corazón purificado el órgano del conocimiento de las
realidades divinas, es decir, de la contemplación.

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Quien aspira a la contemplación, al «conocimiento de Dios», ha de entregarse a
purificar su propio corazón. El gustar las cosas de Dios se le otorga a quien se empeña
en este camino. Es importante recordar esta premisa «cognoscitiva». No sólo para la
contemplación en sí misma, sino también para comprender no pocas páginas de la
Exhortación apostólica que pueden quedar oscuras y bajo sello para algunos lectores
acelerados y distraídos.
La contemplación requiere además silencio, desprendimiento: «Debemos
confesar que todos tenemos necesidad de este silencio cargado de presencia
adorada: la teología, para poder valorizar plenamente su propia alma sapiencial y
espiritual; la oración, para que no se olvide nunca de que ver a Dios significa bajar del
monte con un rostro tan radiante que obligue a cubrirlo con un velo (cf. Ex 34,33) [...];
el compromiso, para renunciar a encerrarse en una lucha sin amor y perdón» (VC,
38).
Se puede afirmar enseguida que la Exhortación ofrece una visión
fundamentalmente «mística» de la vida consagrada. Mística no quiere decir
«mistificadora», como alguien podría sentirse tentado a pensar. Mística significa
sencillamente la capacidad de enamorarse de Dios; es tensión hacia el Todo, hacia
el Eterno. Mística es considerar a Dios más real que las cosas visibles y, por tanto,
más digno de amor que ninguna otra realidad, más deseable que cualquier otra
persona o cosa, más «bello» que todas las bellezas creadas.
La vida consagrada se sostiene o desaparece si existe o no existe esta
contemplación. Sin contemplación, toda la primera parte de la Exhortación apostólica
corre el peligro de parecer retórica eclesiástica y, por tanto, superflua e ilusoria. Y no
falta quien ha pensado que así es. Sin esta dimensión, todo esto parece un vago
espiritualismo, un cúmulo de afirmaciones sin consistencia, idóneas, todo lo más, para
llenar las horas vacías de cualquier alma piadosa; semejante escepticismo es la
postura más eficaz para vaciar de todo contenido real no sólo la Exhortación, sino la
misma vida consagrada. Por lo demás, sin estos contenidos fuertes, la vida
consagrada es barrida por el secularismo que despiadadamente está arreciando
sobre todas las plazas, está atravesando, gélido, todas las calles, y está llegando a
entrar, si no por otras vías al menos por los medios de comunicación, hasta en las
casas más herméticamente cerradas.
Mientras esta primera parte del documento nos parezca «lejana», podemos
presagiar que está cerca la decadencia de la vida consagrada. Paradójicamente,
debemos decir que el problema no está tanto en el «cómo» hacer pasar estas
realidades a la vida, sino en el «qué», es decir, en su asimilación para que lleguen a
ser realidades atractivas y no absorbidas hasta su disolución, realidades que nos
eleven hacia la divina belleza y no se vean arrastradas por el polvo de las realidades
cotidianas.

c) Ante este planteamiento, hay quienes hablan de una «monaquización» de la


vida consagrada: este «punto de partida» contemplativo sería todavía tributario de
una visión monástica, poco o nada adaptada a determinados contextos que exigirían

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una mentalidad más apostólica y más encarnada. En otras palabras, ¿quiere el Santo
Padre «monastizar» todas las formas de vida consagrada, desea transformar en
contemplativas a todas las personas consagradas? La respuesta es positiva si con
esto se intenta dar a toda la vida consagrada una base contemplativa, puesto que
toda forma de vida consagrada, incluso la más activa y comprometida en los campos
más seculares, tiene necesidad absoluta de «contemplación». Desde este punto de
vista, es clara la deuda de gratitud que toda vida consagrada tiene con el monacato.
En cambio, la respuesta es indudablemente negativa si se pretende cambiar el
propio estilo de vida, para hacer a todos monjes o contemplativos. La cuestión es
comprender lo que significa «contemplar», que es «sumergimos en el misterio
cristiano»; se trata de una «inmersión total en el misterio de Cristo», de quedar
fascinados por el «sublime conocimiento de Cristo» y prendidos de su ser y de su
vida; se trata, en una palabra, de «vivir en Cristo» como premisa para «actuar como
El».
La prueba la tenemos precisamente en el hecho de que sea la Transfiguración
la que sirve de fundamento de la actividad apostólica. Se sube al monte para ser
capaces de servir mejor. La tercera parte de la Exhortación trata de la misión, pero su
fundamento más sólido está en esta primera parte. Se sube al monte de la
contemplación para adquirir el coraje de la «libertad», del testimonio franco y libre. Y
según todas las señales, también de esto parece haber necesidad hoy en día.
Es interesante un comentario del Crisóstomo a la Transfiguración. Se fija en
Moisés y Elías, apoyándose sin duda en su experiencia, más bien atormentada, de
pastor: «Cada uno de estos dos profetas había perdido su alma y la había recuperado.
Ambos se habían presentado valientemente delante de los príncipes desalmados, del
Faraón y de Acab. Ambos se habían expuesto hablando en favor de un pueblo
desobediente y rebelde, que, después de haber sido liberado de una tiranía
insoportable, descargaría seguidamente su furia contra sus propios liberadores.
Ambos se habían propuesto apartar al pueblo de la idolatría».
Todo el que sube al monte de la contemplación se encuentra en compañía de
grandes hombres de acción,de profetas valientes, de pastores que han tenido que
afrontar las incomprensiones y las ofensas de su propio pueblo. ¡Todo lo contrario de
cualquier tipo de «alienación contemplativa»!

d) Importancia de los consejos evangélicos: la forma de vida de Cristo está


representada en el compromiso de asumir los tres consejos evangélicos. Estos están
presentes en todo el documento, de forma transversal, como se dice hoy, y se tratan
desde diferentes puntos de vista, unos tradicionales y otros más innovadores.
Obviamente, el contenido de los consejos no cambia, pero los motivos y las
perspectivas se enriquecen. Se puede decir que la teología de los consejos
evangélicos se enriquece notablemente en este documento.
En primer lugar, se presentan como un don de la bienaventurada Trinidad: nadie
puede pensar en asumir los consejos evangélicos «si el Padre no lo atrae hacia sí»,
si el Espíritu no hace brillar en lo profundo de su corazón la belleza y la posibilidad de

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imitar «más de cerca» la forma peculiar de vida del Señor Jesús. Por eso, la forma de
vida configurada según los consejos evangélicos no habla, en primer lugar, de la
capacidad de la persona humana o de sus méritos, sino de «la maravillosa grandeza
de la fuerza de Cristo que reina y del infinito poder del Espíritu Santo que actúa de
modo tan admirable» (LG, 44). Confiesan, por tanto, la capacidad de Dios, afirman
que Dios sigue actuando en la historia, que el «brazo de Dios no se ha retraído» y
que sabe extraer hasta de las piedras un imitador de Cristo. Se comprende que la
Exhortación pueda decir que la vida consagrada es «una de las huellas concretas que
la Trinidad deja en la historia, para que los hombres puedan descubrir el atractivo y
la nostalgia de la belleza divina» (VC, 20).
Pero esto acrecienta también la responsabilidad. Si los consejos son un don, se
han de suplicar, se han de «implorar». Si tienen en la Iglesia y en la sociedad una
función tan alta, han de ser aceptados «con temor y temblor». Su papel de signo y su
vinculación con la Trinidad han de ser vivenciados con sentido de gran
responsabilidad. ¿Podemos imaginarnos a Jesús, sólo a modo de ejemplo, buscando
puestos de mayor prestigio y rehusando, quizás en nombre de los derechos humanos,
acatar mandatos desagradables? Pero Jesús vive en nuestro tiempo, en y mediante
esta forma de vida que, por el mismo hecho de «existir», está diciendo que Dios solo
basta, que «nada nos separará del amor de Cristo», que el alimento más verdadero
del ser humano es hacer la voluntad del Padre.
La forma de vida de Cristo quiere expresar y testimoniar que es posible y bello
dedicarse a los asuntos del Padre y al servicio de los hermanos; pero si esto no es
percibido y recordado constantemente como un deber prioritario por parte de la
persona consagrada, si no lo cultiva y defiende, si no vuelve a ello tras las inevitables
caídas de la naturaleza humana, la vida consagrada pierde su sabor, su belleza y su
fuerza de significación.
Una vez más se nos invita a «volar alto», para no caer en las innumerables
trampas que la naturaleza humana y el mundo preparan a quien se resiste a plegarse
a los determinismos o a los condicionamientos, y para mantener la libertad de los hijos
de Dios, tal como la vivió, practicó y propuso el Hijo de Dios.

e) Existen algunas tenaces resistencias a ver las cosas con los ojos de la
Exhortación apostólica: en nombre de la legítima preocupación por que todo cristiano
sea «cristiforme», se llega a poner en duda el sentido propio de la vida consagrada,
tal como el Santo Padre lo presenta. En nombre de que la forma de vida de Cristo
está constituida por muchos elementos, como «la forma de siervo», la «kénosis», la
entrega total, el servicio a la causa del hombre, se quiere subestimar la peculiar forma
de vida caracterizada por los consejos evangélicos. Pero nadie, y menos la
Exhortación apostólica, pretende negar que la vida de todo cristiano debe ser
cristiforme, que todo bautizado debe seguir a Cristo, debe reproducir «sus
sentimientos y sus actitudes».
Pero también es claro que a algunas personas se les pide reproducir aquellos
aspectos de la forma de vivir de Cristo que sintetizan elocuentemente su total

16
dedicación al Padre y a los hermanos: en su virginidad, pobreza y obediencia, Cristo
realiza una verdadera «kénosis», un verdadero anonadamiento de sí mismo. De esa
forma puede anunciar a los hermanos, abierta y libremente, la bondad del Padre y
hacer reverdecer la esperanza en el corazón de los hermanos y hermanas. La
representación de la peculiar forma de vida de Cristo, mediante los consejos
evangélicos, precisamente porque lleva consigo una total dedicación a Dios y a los
hermanos, no es principalmente una ostentación de perfección personal o de
«excelencia», sino que se pone, sobre todo, al servicio del crecimiento de la vida
cristiforme de todos y cada uno de los fieles.
Así lo entiende la Exhortación apostólica y también la gran tradición de la Iglesia,
que siempre vio en la vida consagrada, comenzando ya en las «vírgenes» y los
«ascetas», un estímulo, una provocación, un interrogante orientado al crecimiento de
la vida «cristiana» o «cristiforme» en el mundo. Y también una gloria para toda la
Iglesia. Gregorio Magno ya afirmaba en su tiempo: «La gracia del Espíritu Santo se
ha derramado y estamos viendo una multitud de elegidos que llevan impresa en sí
mismos la imagen del Redentor. Renunciando a todo lo terreno, absteniéndose de los
placeres de la carne, abandonando sus pertenencias, brillan con un prestigio tan
elevado como nunca lo tuvo la Iglesia en tiempos anteriores» (Comentario al Primer
Libro de los Reyes 1, 86).

Conclusión
«En el monte Athos, tierra sagrada de los monjes orientales, había en el pasado
una escuela de pintores dedicada a pintar iconos. La preparación era larga: teológico-
litúrgica, espiritual, técnica. Al término de ella se realizaba una especie de examen de
madurez. El candidato no tenía que pintar un icono cualquiera, sino uno muy
determinado: el de la Transfiguración de Cristo en el monte Tabor. El pintor sagrado
debía ser capaz de contemplar el mundo con los ojos de fe con que lo vieron los
apóstoles en el momento de la Transfiguración; es decir, con los ojos de una fe que
ha crecido hasta llegar al estado de visión espiritual, de pregustación de la visión
beatífica de la vida futura. El pintor sagrado, por tanto, se distingue esencialmente del
pintor profano, que se mantiene vinculado a las sensaciones de los sentidos y es, por
ello, incapaz de dar testimonio del sentido espiritual de la realidad» (P.T. Spidlik).
Hoy, también nosotros escuchamos la invitación del Señor: «¡Venid, subamos
al monte del Señor!» Subamos para sumergimos en la luz del Tabor, para contemplar
la realidad transfigurada, para hacer de nuestra breve existencia una obra sagrada,
un icono viviente del Señor que transfigura todas las cosas.

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Segunda meditación
María y Juan ante la Cruz

Los nn. 23 y 24 de la Exhortación apostólica hablan del segundo icono y hacen


referencia al pasaje del evangelio de Juan 19,26-27. Este icono viene inmediatamente
después del icono de la Transfiguración por diversos motivos, entre los cuales no es
el de menor importancia hacer desaparecer toda apariencia de «platonismo» o de
«esteticismo» del primer icono.

Si Jesús atrae hacia sí por su divina belleza, es porque quiere introducimos en


la suprema belleza del «agape», del amor que se entrega, que sabe darse para
revelar la plenitud del amor del Dios de Jesucristo. Porque ésta es la verdadera
novedad de la revelación cristiana, su gloria y la superioridad de su belleza. No
estamos aquí puramente en el noble mundo de la estética helénica o simplemente
humana, sino en el de la estética «divina» que alcanza su máxima expresión en el
rostro desfigurado de Cristo en la cruz (cf. Is 52, 13 – 53,13).

La Exhortación nos invita a recorrer el mismo difícil camino que Jesús hizo
realizar a sus discípulos: el camino de la cruz; la fatigosa pero indispensable iniciación
en la misteriosa y escandalosa manifestación de su «gloria» en la derrota, y de la
potencia victoriosa de su amor en el momento del triunfo del odio y de las más
abyectas motivaciones humanas.

Conviene proceder por pasos para recoger hasta el más pequeño detalle del
rico contenido que este icono tiene para nuestra vida diaria. Seleccionamos cinco
pasos:

1. La Transfiguración está en función de la cruz

El acontecimiento fulgurante de la Transfiguración prepara el hecho trágico, pero


no menos glorioso, del calvario. Pedro, Santiago y Juan contemplan al Señor Jesús,
junto a Moisés y Elías, con quienes –según el evangelista Lucas– hablaba «de su
partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (VC, 23).

La cruz necesita ser preparada, porque para el hombre era y es un absurdo: la


dificultad que la naturaleza humana tiene para comprender la cruz siempre ha sido
grande y sigue siéndolo tanto en los tiempos de Jesús como en los nuestros. Y
especialmente para quien ha de soportar una cruz muy pesada o se encuentra
desconcertado ante las innumerables cruces que machacan a tantos hermanos.

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En una sociedad como la nuestra, que corre tras el éxito, la predicación de la
cruz acrecienta las dimensiones de su «inaceptabilidad» y su menguadísima
capacidad de ser propuesta. Basta pensar en qué lejos están de esta realidad de la
cruz las diferentes formas del «resurgir de lo sagrado». ¿Cómo se puede proponer,
por ejemplo, a un occidental o a un japonés, inmersos en el mito de la eficacia y del
éxito, una religión cuyo origen es un «evidente fracaso»?

El absurdo de la cruz reside también en que es un testimonio escandaloso y una


declaración de la derrota del bien y de la victoria del mal: la cruz evidencia el
escándalo del poder terrible y victorioso del mal en este mundo. La cruz evidencia con
la fuerza de los hechos la debilidad del bien en este mundo y el poder frecuentemente
victorioso de la inmoralidad y de la maldad. Pone ante los ojos, como en un horrible y
descorazonador símbolo negativo, la constatación perturbadora de que, en la pugna
entre las razones de la justicia y la ceguera de la violencia irracional, es ésta última la
destinada a salir ganando la mayor parte de las veces. El justo, como Jesús, es un
«cordero en mediode lobos», un derrotado desde el punto de partida: ¡y ahí está el
escándalo! ¿Quién puede querer seguir los pasos de un derrotado?

Sin embargo, y ya desde el principio, los cristianos han luchado por ser libres
para creer y proclamar este escándalo. Pablo tuvo que luchar contra los que
eliminaban la cruz con la loable intención de «defender el honor de Dios»: los judíos
rechazaban la cruz porque se sentían obligados a defender al Dios «poderoso», al
Dios «hacedor de prodigios». Por otra parte, los griegos no podían admitir la
centralidad argumentativa de la cruz, es decir, que un hecho, y no una idea, y encima
un hecho tan brutal como la cruz, pudiese competir con el Dios de toda sabiduría, y
menos todavía como la suprema manifestación de la sabiduría que gobierna el
mundo. ¿Cómo «un Dios que se respete a sí mismo» puede tener que ver con el
hecho de la cruz y, menos aún, «terminar de esa manera»?

La cruz parece exactamente la negación del Dios todopoderoso y del Dios de la


razón, del logos, del creador y ordenador de todas las cosas. La cruz es la impotencia,
la derrota, el desorden, el absurdo, la subversión de toda lógica. Si Dios es
omnipotente, no puede permitir nada de eso, no puede terminar así: «Si eres Hijo de
Dios, baja de la cruz y te creeremos». Si Dios es quien pone en orden todas las cosas,
no puede permitir tanto desorden ni un absurdo de semejante naturaleza: ¿Por qué
el inocente y el justo han de sufrir? Para ser más creíbles, ¿por qué no poner entre
paréntesis la cruz que hace brotar tanta perplejidad?

Pero Pablo no es de esa opinión: la cruz es contestación de toda idea «humana»


de Dios, es revelación de lo que Dios es, es expresión de su «poder» y de su
«sabiduría», tan absolutamente diferentes del poder y de la sabiduría humanos,
precisamente porque son poder y sabiduría divinos. En la cruz aparece el abismo que
separa «los caminos de Dios» de los «caminos del hombre». En la cruz, Dios se nos
muestra en verdad «totalmente otro». Y, como dice Moltman, «si queremos saber
quién es Dios y quién es el hombre, hemos de arrodillamos al pie de la cruz».

A este hecho de la cruz hemos de referimos necesariamente, y de forma


especial cuando nuestro género de vida es tenido como «otro», como diferente,
diverso, inconcebible o difícilmente comprensible para nuestra sociedad y, tal vez,
hasta para nosotros mismos. En los momentos duros, que nunca faltan, la mirada a

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la cruz es la que nos vincula con la «sabiduría de Dios», la que conforta e ilumina lo
insostenible de una situación cuando se la interpreta con ojos meramente humanos:
«¡mis caminos no son vuestros caminos!».

También en nuestros días, y en distintas áreas, tenemos reflejos de esas


dificultades y del malestar subsiguiente:

a) En el campo de la teología tropezamos con la dificultad de encontrar su lugar


adecuado a la «teología de la cruz» dentro del redescubrimiento de la «teología de la
creación» o del valor de las realidades creadas. Si todo lo creado es bueno, ¿por qué
renunciar a ello y por qué desconfiar tanto de ello?

b) En el ámbito del mismo redescubrimiento de la «cruz», asistimos a un


creciente aprecio «horizontal» de ella, basado en sus efectos positivos socialmente
relevantes: la cruz vista como el ejemplo supremo de «entrega a los demás», que con
frecuencia fundamenta el compromiso en muchas obras humanitarias de estos
decenios. Esto es algo muy positivo, desde luego. Incluso algunos «laicos» llegan a
afirmar que es la cruz la que ha hecho posible que el cristianismo no se quede en
mera asociación filosófica ni reducido a una de las muchas doctrinas morales, y que
sea capaz de sostener las mayores decisiones en favor de los demás hasta perder la
propia vida por ellos y de ayudar a superar las seducciones del poder.

La cruz sería, en definitiva, una gran «potencia ejemplar», la fuerza moral del
cristianismo y su vitalidad: Decir esto es ya un hermoso reconocimiento (¡sobre todo
después de estos años!). Pero no es todo. En el fondo también Pelagio sostenía esta
postura.

c) Pero también dentro de la vida consagrada ha habido y sigue habiendo cierto


recelo por «un uso inadecuado de la cruz». Hay quien recuerda todavía, y con
disgusto, aquellos años en los que se imponían, en nombre de la cruz, sacrificios
exagerados a las religiosas y religiosos; cuando se difundía una concepción dolorista
de la vida cristiana; cuando se propugnaba una visión «servil» de la obediencia y de
la humildad; cuando la vida religiosa era el lugar donde no pocas personas
consagradas se veían constreñidas, en la práctica, a enterrar sus talentos.

La Exhortación apostólica evita estas insidias, presentando la Transfiguración


como componente esencial de la vida consagrada: la entrega a Dios es porque El es
el Todo, porque Jesús es «el más hermoso de los hijos del hombre», porque el
corazón intuye que ahí está todo cuanto el ser humano puede desear y esperar. En
el origen de todo está la visión luminosa de Cristo que quiere atraemos a El para
hacemos semejantes a El, para que podamos gozar de su misterioso esplendor, para
que podamos reproducir algún destello de su luz divina en medio de las gentes de
nuestro tiempo.

¡Nada de una visión tenebrosa, pesimista y dominada por lo negativo de la


historia ni por el pecado! ¡Pese a que el mal y el pecado existen y se dejan sentir
gravosamente por todas partes, antes que todo, por encima de todo, más potente que
cualquier otra realidad, está Cristo espléndido y triunfante, más poderoso que ninguna
otra realidad; está Cristo que es el corazón del mundo, el Hijo unigénito, el modelo y
el Salvador! ¡Está Cristo, que es el deleite del universo y la alegría de toda criatura!

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Pero al creer y decir esto no pretendemos negar ni vaciar de contenido la cruz:
en medio de la vida cristiana se alza la cruz que hemos de contemplar, adorar y llevar.
El Jesús que amamos y al que nos hemos entregado es el Resucitado, y el Resucitado
es el Crucificado que padeció, murió y ahora vive glorioso. El reclamo constante a la
divina belleza, meta última y a la vez cotidiana realidad, se nos hace para animarnos
a afrontar esta ineliminable y, en definitiva, amable realidad.

La Exhortación apostólica quiere así ayudarnos a redescubrir y a resituar la cruz


en el lugar que le corresponde en la vida consagrada, para que sea testigo de la
fuerza de la resurrección en las diversas cruces, para que haga resplandecer la
belleza divina allí donde la mirada humana sólo ve fealdad y dolor, para que siga
siendo, una y otra vez, manifestación de la sobreabundante fuerza de Dios en la
debilidad de la criatura humana.

2. En la cruz el Hijo manifiesta su realidad de Hijo

a) La Exhortación, fijándose en la cruz, ve que no sólo nos dice: «Así ha amado


Dios al mundo», sino también: «Así el Hijo ha amado al Padre». Lo ha amado
mediante su entrega a la persona y a la voluntad del Padre y mediante su fidelidad
incondicional a su misión hasta la muerte. Si en la Transfiguración se subrayaba
principalmente el don de Dios —el Dios que se manifiesta—, aquí, en la cruz, se
destaca en primer lugar la respuesta del Hijo al amor de Dios, la respuesta de amor
del hombre al Amor de Dios.

Estamos en el centro de la perspectiva propia de san Juan: la cruz es la suprema


revelación del amor del Padre y simultáneamente la suprema revelación del amor del
Hijo. Si la Exhortación apostólica se detiene,en este icono, en el segundo aspecto, es
porque quiere hacernos notar que a todo don debe corresponder un compromiso, y a
todo gesto de amor una respuesta de amor. La respuesta de amor, particularmente
radical, es, en efecto, uno de los principales compromisos de la vida consagrada.

b) Al amor sin límites del Padre corresponde el amor sin límites del Hijo. El
Hijo ama de tal manera al Padre que da la vida por ese amor total y totalizante,
mediante un amor virginal incondicionado, un amor indiviso, un amor absoluto y
trascendente. «Tu amor vale más que la vida», dice Jesús en la cruz; este amor vale
más que cualquier otra realidad, que cualquier otra criatura: «su amor virginal por el
Padre y por todos los hombres alcanzará allí su máxima expresión» (VC, 23).

El Hijo considera que el Padre es, tan nítidamente, la fuente de todo bien y de
su mismo ser que pierde de hecho su vida para no separarse de la fuente del ser. Se
queda sin ninguna cosa creada para no perder la fuente increada y perenne del ser:
«su pobreza llegará al despojo de todo» (VC, 23).

El Hijo está tan convencido de que la vida consiste en cumplir la voluntad del
Padre que pierde «esta vida» con tal de no separarse de la Vida que viene del Padre:
«su obediencia llegará hasta la entrega de la vida» (VC, 23).

El Hijo revela en la cruz el valor único y absoluto del Padre que El manifiesta
como su amor, su riqueza, su propia vida. Pero también nos revela que si vivimos

21
estas realidades hasta el fondo, nos hacemos capaces de imprimir una
especial fuerza reveladora a nuestra propia existencia. La vinculación con la peculiar
forma de vida de Cristo virgen, pobre y obediente, no es extrínseca, como una
imposición, sino que expresa la totalidad de cuanto una criatura puede dar a Dios.
Nos dice que no pocas veces los consejos llevan a la cruz y pueden ser crucificadores,
precisamente porque reproducen la fidelidad del Hijo al Padre. No hay que olvidar
este doloroso momento que nos «configura» con Cristo en su acto de entregarse, de
«desgastarse», para expresar al Padre todo su amor obediente de hijo.

c) Los consejos evangélicos, cuando exigen mucho, cuando «ponen en cruz»,


cuando son exigentes y crucificadores, es cuando revelan la verdad y la fuerza de
nuestro amor a Dios y a los hermanos. Los momentos en que el corazón sangra a
causa de una renuncia que se considera necesaria, los momentos en que el cuerpo
padece por cualquier privación aceptada por amor a la pobreza, los momentos en que
hay que dejar o interrumpir una actividad por obediencia, son los momentos en que
nos hacemos más «hijos en el Hijo», en los que mejor se pone de manifiesto nuestro
amor a Dios y a nuestros hermanos.

No en vano decimos que en la muerte es donde los consejos evangélicos se


viven plenamente, incluso en su fuerza reveladora: ¿quién sabe mejor que una
persona consagrada que, aunque la muerte nos corta de todos los afectos humanos,
nos permite en cambio el encuentro con el Esposo tan esperado? Y, si la muerte nos
quita todos los bienes, ¿no es ella, pese a todo, la que nos abre las puertas a los
tesoros del cielo, mejor aún al Dios que es fuente de todo bien? Y, si puede ser duro
acatar la muerte, ¿no es cierto que es ella la que nos introduce en la voluntad
portadora de felicidad de Dios que goza dando a sus hijos su misma felicidad? ¿Quién
puede testimoniar esta realidad profunda y positiva de la muerte sino quienes «han
muerto con Cristo», día a día, para que el poder divino pudiera manifestarse mejor?

d) Desde la «belleza estética» de la Transfiguración se nos invita, por tanto, a


pasar a la «belleza del amor» de la cruz. De la belleza del esplendor de Cristo que
atrae a sí, seduciendo como supremo «eros» divino, se nos invita en este icono a
contemplar la belleza del amor que se entrega. Esta belleza se alcanza y se da
testimonio de ella no tanto desde el escenario, entre los reconocimientos y los
aplausos, cuanto, la mayoría de las veces, en la soledad y en el silencio, en la
incomprensión, en el rechazo, en el desprecio y en el desinterés.

Del rostro transfigurado del «más hermoso de los hijos del hombre» al rostro
desfigurado de Cristo en cruz, «tan afeado que induce a los presentes a cubrirse el
rostro»: el camino puede parecer largo y contradictorio, pero es necesario recorrerlo
para entrar en el misterio de Cristo y en el secreto de la vida cristiana.

«Precisamente en la Cruz se manifiestan en plenitud la belleza y el poder del


amor de Dios. San Agustín lo canta así: "Es hermoso en el cielo y es hermoso en la
tierra; hermoso en el seno, hermoso en los brazos de sus padres, hermoso en los
milagros, hermoso en los azotes; hermoso invitando a la vida, hermoso no
preocupándose de la muerte, hermoso dando la vida, hermoso tomándola; hermoso
en la cruz, hermoso en el sepulcro y hermoso en el cielo. Oíd entendiendo el cántico,
y la flaqueza de su carne no aparte de vuestros ojos el esplendor de su hermosura"»
(VC, 24). La alusión a la flaqueza de la carne es una llamada de atención a la

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constante tentación de «cubrirse el rostro» delante de la cruz, de fingir no verla, de
rehuirla, de minimizarla.

No se trata, ciertamente, de negar lo dramático y el horror de la cruz. Basta


pensar en las horribles masacres, en «las limpiezas étnicas», en los genocidios, en
las torturas, en las persecuciones de que están llenas las crónicas de nuestro tiempo:
¡nada hay en todo esto de bello ni estético! Pero a la luz de la Pasión y la Muerte del
Hijo del hombre, alguna claridad se abre paso en medio de esos horrores: Dios no
está ausente; antes, al contrario, está cerca e incluso se identifica con esas víctimas.
Y el cristiano y la persona consagrada no sólo se conmueven, sino que acuden
presurosos a llevar auxilio y consuelo a su Señor presente y crucificado una vez más
en ese calvario, añadiendo así otro poco de luz en medio de tan amargas tinieblas.

e) La vida consagrada, situada bajo la cruz, sabe perder «en esplendor


humano»; el «look» de la vida consagrada no aparece como muy fascinante a
los ojos de nuestros contemporáneos. Quien pone su empeño en hacer carrera, quien
busca la ostentación y quiere sobresalir, abandona el campo y los ambientes de la
vida consagrada. Son cosas muy distintas las que actualmente hacen «abrir
los ojos» para atraer la atención de los demás.

Y, sin embargo, persiste y emerge la «fascinación discreta» e irresistible del


«agape», del amor que se entrega, un amor que, a largo plazo, se muestra como
realmente victorioso. Si la cruz, para una mirada puramente humana, es la síntesis
de la derrota del bien y de la victoria del absurdo, a ojos de los evangelistas y de todo
creyente resulta ser «la fuerza de Dios», la suprema victoria del amor, la proclamación
de que la última palabra le corresponde al amor: quien ama podrá cantar victoria.
Porque eso es lo que Dios valora. Si deja que el mal domine, sólo lo hace hasta el
«tercer día», para manifestar después lo que a El le gusta de verdad, es decir, lo que
construye la historia.

Existe un esplendor oculto en la vida de entrega a Dios y a los hermanos, que


no puede dejar de revelarse en lo profundo de las personas, porque es la fuerza
secreta del «agape», la gloria de la Iglesia y la más eficaz de las misiones, lo que
construye los fundamentos del mundo. Basta pensar en la madre Teresa de Calcuta
y en tantas otras personas que son recordadas como una bendición por cuanto han
realizado en humilde y desinteresado servicio.

3. Una invitación a ponerse bajo la cruz

«La persona consagrada experimenta la verdad de Dios-Amor de un modo tanto


más inmediato y profundo cuanto más se coloca bajo la Cruz de Cristo» (VC, 24). «Es
lo que testimonian continuamente y con un valor digno de profunda admiración un
gran número de personas consagradas, que con frecuencia viven en situaciones
difíciles, incluso de persecución y martirio. Su fidelidad al único Amor se manifiesta y
se fortalece en la humildad de una vida oculta, en la aceptación de los sufrimientos
para completar en la propia carne lo que "falta a las tribulaciones de Cristo" (Col 1,24),
en el sacrificio silencioso, en el abandono a la santa voluntad de Dios, en la serena
fidelidad incluso ante el declive de las fuerzas y del propio ascendiente» (VC, 24).

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a) En el sínodo de los obispos, los únicos aplausos que se oyeron estuvieron
reservados a los «liberados» de los lugares de martirio y persecución. ¡Y en estos
años ha sido grande el número de los mártires! Sus testimonios aparecían como las
más bellas páginas escritas en estos años por la vida consagrada. Y no sólo esto, se
vio también que en esas situaciones extremas experimentaron la fuerza de la cruz y
se les concedió ver brillar en todo su fulgor la grandeza y la belleza de la vida
consagrada que sabe entregarse. En el sínodo se pronunciaron palabras sublimes y
convincentes sobre el poder y la fuerza de la cruz. Y se oyeron espléndidos
testimonios sobre la fecundidad que resulta de participar con el propio ser en el
misterio de la cruz. La vida consagrada «goza de buena salud» cuando está bajo la
cruz de Cristo. E incluso florece aun numéricamente. ¡ Ay del querer librarse de la
cruz en que el Señor nos pone!: puede convertirse en esterilidad y en alejamiento del
lugar donde el Señor quiere encontrarse con nosotros en intimidad y en fecundidad.

Nunca faltaron en el sínodo quienes hacían reflexionar sobre la tentación del


«éxito». Ante la tentación de medir el éxito de la vida consagrada en términos
numéricos, de sus obras y vocaciones, de su prestigio, poder e influencia, como signo
de una bendición especial del Señor, un obispo japonés recordó que la suprema
bendición vino al mundo por el fracaso más dramático, el de la cruz. Esto debe
hacernos reflexionar todas y cada una de las veces que sentimos la tentación de
desánimo ante el hecho de que en algunas zonas del mundo la vida religiosa no
aparezca como apetecible para la juventud; como tampoco tiene por qué crear euforia
el hecho de que en otras partes del mundo se la vea renacer vistosamente: el valor
de la vida consagrada está en su fidelidad al Señor, en ser memoria viviente del
Señor, sea por su forma de vida sea por su misericordiosa presencia sanante en
cualquier clase de sociedad; también, y sobre todo, cuando esto cuesta y puede
conducir «a la cruz». La cruz es el criterio para calibrar la calidad de la vida
consagrada y, por tanto, de la bendición que de ella puede brotar para el mundo.

b) Tenemos que volver a descubrir, por tanto, la importante tradición de


«devoción a la pasión» de Cristo, típica de Occidente, tal como aparece, por ejemplo,
en el libro de la Imitación de Cristo, en otros tiempos tan extendida. Ante las
contradicciones con que se encuentra el testimonio cristiano en general y el de la vida
consagrada en particular, algunas páginas de la Imitación de Cristo nos ofrecen
eficaces sugerencias: «Si te refugiaras con espíritu devoto en las heridas y en las
preciosas llagas de Jesús, sentirías un gran consuelo en las tribulaciones y no harías
mucho caso del desprecio de los hombres, sobrellevando así con facilidad todo
cuanto se dice contra ti».

Santa Teresa de Jesús, con mayor profundidad, nos invita a ponernos a los pies
de la cruz para espolearnos, animarnos y no dejarnos absorber o anestesiar porla
realidad de cada día. San Buenaventura quería entrar en la «caverna de la
pasión» para encontrar luz, alimento, fuerza, conmoción, ternura y conversión interior.
Es una invitación a reasumir la «pasión por la pasión», para vivir apasionadamente
nuestra consagración, que exige mucha fuerza, sobre todo para perseverar con
alegría en este tiempo de «irrelevancia» y de aparente inutilidad de nuestro género
de vida. Dicho más teológicamente todavía: es necesario ponerse bajo la cruz para
recibir el Espíritu de Aquel que supo entregarse hasta el final. ¿Cómo es posible llegar
hasta donde El llegó sin la fuerza y la consolación de su Espíritu?

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4. La cruz es el «más de Dios» en este mundo

a) «De este modo, la vida consagrada contribuye a mantener viva en la Iglesia


la conciencia de que la Cruz es la sobreabundancia del amor de Dios que se derrama
sobre este mundo» (VC, 24). La cruz es un escándalo, y este escándalo se hace
presente por la elección de una vida humilde y poco estimada, aceptada y querida
libre y conscientemente, y por la adopción de un estilo de vida que no busca las
alegrías, legítimas por lo demás, del amor humano ni el uso normal de los bienes ni
el reconocimiento de los propios méritos.

Es una renuncia que, cuando se hace en serio y serenamente, «escandaliza»,


«provoca», hace pensar, induce a entrever algo del misterio de las bienaventuranzas,
siempre dentro de la lógica revolucionaria de la cruz, que es una lógica de
«contrarios»: del «menos» de plenitud humana brota el «más» de Dios. Del «menos»
de bienes, de reconocimiento, de cosas, de comodidades, emana la felicidad de Dios.
Aceptar, más aún abrazar programáticamente y como plan de vida, la entera
existencia bajo la luz de las bienaventuranzas indica que se acepta un «menos»
humano para que brille el «más» de Dios. Es la revelación de que los «vacíos» de la
existencia pueden ser los «plenos» de Dios, de que allí donde sólo parecen existir
tinieblas puede brillar la luz de Dios con particular intensidad. El desastre humano
puede ser el lugar del triunfo de Dios, lo mismo que en la desesperación humana
puede llegar la consolación de Dios.

Todo esto se ve, naturalmente, a la luz de la resurrección. Cristo ha resucitado


de los muertos, el Viviente lleva la señal de los clavos, su exaltación proviene de su
humillación. Esto significa que estos «menos» y estos «vacíos» serán un día
transformados y colmados; pero esta certeza de una plenitud escatológica ayuda a
encontrar, ya desde ahora, una «anticipación», una «pregustación», una «plenitud de
vida» que dimana de confiar la propia vida a Quien resucita a los muertos, sana las
heridas, colma los vacíos y está cerca de quien intenta reproducir el camino y la
existencia del Señor Jesús.

La vida consagrada rememora todo esto cuando se mantiene perseverante bajo


la cruz, es decir, cuando persevera en medio de las dificultades del momento presente
sin buscarse alternativas «mundanas», sin idear soluciones que aumenten su
prestigio sólo humano y cuando renuncia a renovar su imagen externa por miedo a
pasar inadvertida.

La vida consagrada acepta las dificultades del momento presente sabiendo que,
admitiendo su indudable debilidad, deja espacio a la acción de Dios, a su «más», a
su posibilidad de salvación. A nosotros, en definitiva, se nos pide la fidelidad, que no
implica necesariamente el éxito. Mejor aún: nuestra fidelidad permite a Dios construir
y cosechar «su» éxito, que naturalmente es el que cuenta también para nosotros.

b) «En la contemplación de Cristo crucificado se inspiran todas las vocaciones;


en ella tienen su origen, con el don fundamental del Espíritu, todos los dones y en
particular el don de la vida consagrada» (VC, 23).

25
A corroborarlo viene la experiencia constante de los santos y los fundadores,
cuya santidad maduró permaneciendo fielmente bajo la cruz. Es una indicación que
sigue siendo válida también para nosotros. Y también es una provocación y un
interrogante: ¿cuánto tiempo dedico yo a la contemplación del Crucificado? Es El
quien hace posible afrontar algunas duras realidades cotidianas. Es El quien motiva
en profundidad a perseverar. Es El quien me habla de una eficiencia distinta de la
puramente humana. ¿Lo veo como «mi» Señor? ¿Como quien se ha tomado
tremendamente en serio la salvación de la humanidad? Cuando pienso en las
vocaciones, ¿pienso en primer lugar en los problemas de mi Instituto o parto de la
consideración de que pocos, demasiado pocos todavía, conocen y se benefician de
un Amor tan grande? De esta pasión por el Amor, de amar intensamente y de hacer
amar, es de la que se puede esperar ver florecer o reflorecer tantas casas religiosas
carentes de juventud.

5. Juan y María

a) Entre las personas que están a los pies de la cruz, «destacan» dos personas
«vírgenes» que amaron a Jesús hasta el punto de entregarse sólo a El: «Después de
María, Madre de Jesús, Juan, el discípulo que Jesús amaba, el testigo que junto con
María estuvo a los pies de la cruz (cf. Jn 19,26-27), recibió este don. Su decisión de
consagración total es fruto del amor divino que lo envuelve, lo sostiene y le llena el
corazón» (VC, 23).

El don de la vida consagrada brota del contacto con Cristo crucificado, ya sea
porque de la cruz, junto al don del Espíritu, proceden todos los dones «y en particular
el de la vida consagrada», ya sea porque en ella se comprende la fuerza y las
exigencias del amor divino que seduce y conduce a las grandes decisiones.

La Exhortación quiere decir que la más profunda y auténtica comprensión del


misterio de la vida consagrada se produce en la contemplación del misterio de la cruz.
En ella se comprende lo que significa amar a las personas humanas con el corazón
de Dios y amar a Dios con el corazón humano de Cristo. No sin razón son María y
Juan los presentados como prototipos de la vida consagrada. Ambos estuvieron
impulsados por un amor exclusivo a Jesús, ambos fueron capaces de seguirlo hasta
los pies de la cruz, ambos estuvieron en condiciones de comprender las últimas
implicaciones del amor divino.

La conclusión es que la virginidad nace de la comprensión de esta simple


realidad: el modo más elevado de responder al don del amor de Dios es el de la
totalidad del don de sí. Es interesante notar que el documento ofrece aquí, con la cita
del Apocalipsis 14,1-5, una buen fundamento bíblico a la vida consagrada.

b) «Juan, al lado de María, está entre los primeros de la larga serie de hombres
y mujeres que, desde los inicios de la Iglesia hasta el final, tocados por el amor de
Dios, se sienten llamados a seguir al Cordero inmolado y viviente, dondequiera que
vaya» (cf. Ap 14,1-5). En este texto, el Apocalipsis habla de los 144.000, a los que
podemos considerar como representantes de las personas consagradas. Tienen,
efectivamente, tres características: son vírgenes, siguen al Cordero dondequiera que
va y no hay mentira en su boca.

26
U. Vani, exegeta particularmente competente en este texto, comenta:

«En primer lugar, tienen el carisma de la virginidad, porque, como diría san
Pablo, "pertenecen a Dios sin dispersiones" (1 Cor 7,35), lo mismo que María y
Juan; en segundo lugar, "siguen al Cordero dondequiera va ", se colocan bajo la cruz
y en la cruz con El, símbolo de la dedicación apostólica y de la disponibilidad sin
límites; en tercer lugar, "participan de laverdad de Cristo" , sin mentira ni reticencias,
sin inclinarse ante los ídolos, y confiesan a Cristo total y absolutamente, porque El es
el único Señor».

María y Juan, bajo la cruz, ocupan los primeros puestos de esa larga serie de
personas que consagrarán a Dios su vida en la virginidad, se dedicarán total y
exclusivamente al servicio del Reino y confesarán con su vida, con sus palabras y
obras, que Jesús es el Señor.

Es interesante notar la estrecha vinculación existente, en esta forma de ver las


cosas, entre virginidad y disponibilidad apostólica o, en otros términos, entre
consagración y misión, entre vida consagrada y capacidad de confesar
«íntegramente» la verdad del Señor Jesús. Es de la concentración de la atención, del
corazón y de la vida en el Cordero inmolado de donde provienen el coraje y la
capacidad de seguir y testimoniar «con todo el corazón, con todas las fuerzas y con
toda el alma» la unicidad de Jesús como Señor.

Cruz, virginidad, dedicación apostólica y confesión valiente de fe con la totalidad


de la existencia están íntimamente vinculadas y provienen de la contemplación del
extraordinario amor de Dios que nos envuelve. Una vez más: la vida consagrada está
vinculada a la gracia de comprender de una forma peculiar el misterio del amor de
Dios que da todo y pide todo.

c) La virginidad, o el celibato consagrado, como síntesis interpretativa de la vida


consagrada, perdura o decae con el misterio de la cruz. Al margen de la cruz, una
vida consagrada, interpretada y leída en términos puramente antropológicos, no
resiste por mucho tiempo. La virginidad es en realidad fiarse, ofrecerse a Dios, de la
misma manera que el Señor se ofreció por entero al Padre, aún a costa de no ser
comprendido, de ser incluso ridiculizado, como de hecho lo fue en la cruz. El
«esplendor» de la virginidad no es algo fácilmente asible. Es Dios quien le da su
esplendor, cuando mejor le parece, la mayoría de las veces en las circunstancias
menos pensadas y buscadas.

Quien sigue este camino ha de creer en la fecundidad de su género de vida,


quizá «en contra» de todas las evidencias: la «virginidad fecunda» es tal porque es
Dios quien «llena de hijos la casa de la estéril». La virginidad es sinónimo de pobreza,
de renuncia a ver los frutos del propio trabajo, a ver reconocido el propio cansancio,
a ver una recompensa humana a la propia acción. Es ponerse en manos de Dios,
fiarse de El, dedicar toda la vida a su causa y no estar angustiados por la eventual
«esterilidad». La virginidad deja todos los resultados a la sabiduría y al poder del
Esposo. Su objetivo es agradarle a El, por lo que El es y por lo que hace: los frutos
se los deja a El, con ese gesto de absoluta confianza que sólo un amor total es capaz
de hacer.

27
d) No extraña entonces que de la virginidad consagrada brote el peculiar sentido
misionero de la vida consagrada: «En la medida en que el consagrado vive una vida
únicamente entregada al Padre (cf. Lc 2,49; Jn 4,34), sostenida por Cristo (cf. Jn
15,16; Gál 1,15-16), animada por el Espíritu (cf. Lc 24,49; Hch 1,8; 2,4), coopera
eficazmente a la misión del Señor Jesús (cf. Jn 20,21). (...) De este modo se anuncia
al mundo la paz que desciende del Padre, la entrega que el Hijo testimonia y la alegría
que es fruto del Espíritu Santo» (VC, 25). «Su testimonio ayuda a toda la Iglesia a
recordar que en primer lugar está el servicio gratuito a Dios, hecho posible por la
gracia de Cristo, comunicada al creyente mediante el don del Espíritu» (VC, 25).

María y Juan recibieron la gracia de comprender que el amor de Dios es total y


totalizante. Por eso ofrecieron lo suyo, lo «privado» y lo «público», su vida y su
actividad. Con ellos y como ellos una serie inmensa de personas han recibido esa
gracia y mantienen viva en la Iglesia la consciencia de que «lo que se hace por amor
de Dios nunca es demasiado», de que por ese amor vale la pena entregar el propio
ser y el propio actuar, de que el mejor modo de anunciarlo a los demás es ser testigos
transparentes y alegres, incluso en medio de las incomprensiones y el rechazo. Esto
es lo que significa, para la Exhortación apostólica, el estar a los pies de la cruz, como
María y Juan

28
Tercera meditación
Pedro y Juan

Después de la pareja María y Juan, nos encontramos ante otra también célebre:
Pedro y Juan. Es un icono del que no se habla expresamente en la Exhortación
apostólica, pero que subyace en varias de sus reflexiones. Lo consideramos como
icono representativo de algunas dimensiones de la vida consagrada, de acuerdo con
una consolidada tradición. Los Padres y los autores espirituales han comentado en
muchas ocasiones esta pareja, también porque su «constante asociación» es típica
del evangelio de Juan.

En Juan, su unión no es ocasional. El «discípulo amado», al que una


ininterrumpida tradición identifica con Juan, aparece siempre junto a Pedro, como si
nos quisiera decir que la Iglesia es a la vez misterio de ministerio-autoridad y misterio
de amor. Hasta se podría decir que el cuarto evangelio da la «primacía» al amor, pues
reafirma continuamente el «antes» del discípulo amado. Es llamado, junto a Andrés,
«antes» que Pedro (Jn 1,40-41). En la última cena se reclina en el pecho de Jesús, y
Pedro tiene que dirigirse al Señor a través de él (Jn 13,24). Entra en el atrio del sumo
sacerdote, mientras que Pedro se queda fuera en el vestíbulo (Jn 18,15-16). El
discípulo amado está al pie de la cruz, mientras que Pedro no aparece. Llega al
sepulcro vacío «antes» que Pedro y deja que éste entre delante de él (Jn 20,4-8). Es
el «primero» en reconocer al Señor en la pesca milagrosa, y luego Pedro se echa al
mar (Jn 21,8). El debe permanecer, mientras que a Pedro se le dice «Sígueme» (Jn
21,23-24).

Es una serie impresionante de textos que a lo largo de los siglos pasados no ha


pasado desapercibida a la meditación y a la reflexión creyente. Lo menos que puede
decirse es que el cuarto evangelio afirma la primacía del amor en todas las
circunstancias: el amor es capaz de todo, es el primero en comprender, llega antes a
la comprensión de las realidades definitivas, y la autoridad en la Iglesia debe hacerse
disponible al amor. Algunos exegetas ven en el capítulo 21 del evangelio de Juan la
«recuperación de Pedro», es decir, de la autoridad en la Iglesia, a través del amor:
«Simón, hijo de Juan, ¿me quieres más que éstos?» (Jn 21,15).

La tradición

La pareja Pedro y Juan ha sido ampliamente comentada por diversos autores,


hasta convertirse en uno de los temas obligados de la eclesiología, al menos mientras
ésta era estudiada en el ámbito del comentario de la Sagrada Escritura. Vamos a

29
recordar tres interpretaciones particularmente importantes, que pueden ayudarnos a
penetrar en algunas páginas sugerentes de la Exhortación apostólica.

a) Agustín ve en Pedro y Juan dos dimensiones constantes y constitutivas de la


Iglesia y de la historia de la salvación. Pedro es la vida activa, la vida de aquí abajo,
mientras que Juan es la vida futura, la vida de la visión beatífica, la vida definitiva.
Juan es la Iglesia que tiende hacia su plena realización, hacia la realidad definitiva.
Es la Iglesia en su dimensión y en su tensión escatológica. Juan, el discípulo que
amaba el Señor, recibe el don de centrarse en lo esencial, en lo que siempre
permanece.

Pedro, por su parte, es la vida que debe afanarse aquí abajo, pero que tampoco
puede dejar de pensar en su cumplimiento definitivo. Por eso lleva siempre a su lado
a Juan, que corre al sepulcro y a la realidad definitiva, animando y sosteniendo a
Pedro en la carrera, manteniendo de esta forma en la Iglesia la vigilancia escatológica.
«En el plano simbólico, Pedro seguía, Juan se quedaba a la espera. En el plano de
la experiencia de fe, los dos soportaban los sufrimientos presentes de este mundo
caduco y esperaban los bienes futuros de la felicidad eterna». La Iglesia vive de estas
dos dimensiones permanentes e insustituibles. «Dos vidas, por tanto, simbolizadas
por dos apóstoles, Pedro y Juan, cada uno de los cuales representa un solo tipo de
vida, aunque ambos vivieron la vida temporal en la fe y ambos gozarán la otra vida
en visión».

b) Gregorio Magno ve en Juan la profecía, la intuición de las cosas de Dios y la


clarividencia de las realidades divinas. Pedro es el ministerio, el gobierno, ocupado
en muchas cosas. Y el Papa Gregorio se atreve a decir, haciéndose eco de su
experiencia: «Cuando se está ocupado en muchas cosas, se pierde la clarividencia
sobre cada una de ellas. Cuando se está ocupa-do en las cosas visibles, se pierde la
sensibilidad por las cosas invisibles». Entonces, Pedro ha de aprender a confesar que
puede existir alguien que le enseñe las cosas de Dios. Ese es Juan, que está junto a
él. Juan es la profecía que tiene ojos penetrantes para intuir y sugerir las cosas que
miran directamente a Dios. «La finalidad específica de la profecía no es predecir el
futuro, sino revelar lo que está oculto» (Comentario a Ezequiel).

Ruperto de Deutz, célebre abad que vivió a caballo entre los siglos once y doce
y fue un eminente representante de la teología monástica, ve en nuestros dos
personajes dos categorías de personas existentes en la Iglesia: Pedro es el orden
sagrado, y Juan es el monaquismo, es el conjunto de personas comprometidas por
voto con la virginidad, es la categoría de las personas que se dedican por entero a
las cosas de Dios. Siendo virgen, puede centrarse mejor en las cosas de Dios, puede
ser un testigo privilegiado de las realidades definitivas y centrarse en la historia de la
salvación que opera en el mundo.

Esta interpretación se puede comprender perfectamente teniendo en cuenta la


situación eclesiástica de aquel momento. Se caracterizaba por un considerable
reforzamiento de la institución y del aspecto jurídico del aparato eclesiástico, al que
iba aparejado el peligro. de mundanización. De ahí la necesidad del contrapeso del
monaquismo como llamada constante a las realidades últimas, a la necesidad de no
dejarse atrapar por las cosas de este mundo, a no perder el sentido y sensibilidad de
la primacía de las realidades definitivas. De esta forma, el tema de Pedro y Juan, que

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en los Padres se ponía en relación con dos dimensiones de la Iglesia, vividas por
todos los cristianos con diversa intensidad, se convierte en este autor en el símbolo
de dos categorías distintas de personas: la jerarquía y la vida monástica, sin llegar a
la contraposición entre institución y carisma.

El tema de Pedro y Juan, considerado sobre todo cuando corren al sepulcro, ha


conocido por lo general mucha fortuna, independientemente de las situaciones
contingentes de la vida de la Iglesia: la vida consagrada cumple en la Iglesia la función
insustituible de ser reclamo escatológico. Por eso no puede desfallecer, como jamás
desfallecerá Juan, pese a que haya quienes no comprendan enteramente su función:
«Si quiero que se quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?».

La vida consagrada, también por esto, pertenece, inseparable e


indiscutiblemente, a la vida y a la santidad de la Iglesia. La Iglesia no puede restar
importancia al «aguijón escatológico», a los que se consagran a las cosas de Dios y
aman apasionadamente al Señor hasta el punto de defender la absoluta primacía del
amor a El, hasta el punto de reproducir amorosamente su forma de vida.

Reflexionemos sobre los dos principales significados de Juan: la dimensión


escatológica, de impronta agustiniana, y la dimensión profética, de impronta
gregoriana, considerando a Juan «tipo» de la vida centrada en Dios y dedicada por
completo a su Hijo con amor exclusivo, y a Pedro «tipo» de la Iglesia implicada en las
vicisitudes, frecuentemente turbulentas, de este mundo.

La dimensión escatológica
Nos fijamos en lo que representa Juan en la Iglesia desde la dimensión
escatológica, es decir, desde la tensión a la posesión plena del Señor. Es fácil
apreciar que estamos ante un déficit del sentido escatológico en los cristianos de hoy.
El «aquí y ahora» parece absorber la mayor parte de los intereses de los hombres y
mujeres de nuestro tiempo. Es fácil notar también un déficit de reflexión sobre la
«limitación de la vida humana». Si ayer las ideologías absorbían las energías y
secularizaban la escatología, hoy se nos aturde fácilmente con lo efímero,
marginando la reflexión sobre el límite de la vida, sobre la finitud de toda realidad
creada y sobre la insensatez de una vida encerrada en sí misma y destinada
irremediablemente a la muerte. Y cuando reaparece el pensamiento de la muerte,
reaparece sin esperanza.

El cristiano no puede participar, sin sentido crítico, en el rito social de


«exorcización de la muerte», tan ampliamente difundido, porque la muerte forma parte
de la vida, es puerta de la vida, aunque la mayor parte de las personas la vean llegar
inexorablemente, con su crueldad y con los interrogantes que plantea: ¡pese a todo,
uno se muere!

Todo acaba y, si no hay resurrección, este mundo se convierte en algo


terriblemente insensato y cruel, por el simple hecho de que, en definitiva, se muestra
como el reino de la muerte y del mal. Y la muerte se muestra más fuerte que la vida,
y el mal más fuerte que el bien. Como le gustaba recordar repetidamente a Soloviev,
si todo el progreso del ser humano acaba con la muerte, nada tiene sentido: el
progreso y la cultura para nada sirven. El límite del hombre y de su historia, y el de

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toda la existencia del universo, emerge inevitablemente, antes o después. Por eso,
es necesario retomar vigorosamente el anuncio de la resurrección y del mundo
definitivo, el único en el que todo cobra sentido.
La Exhortación apostólica, recogiendo el eco de una constante tradición,
enriquecida por la valiosa teología del Vaticano u , dedica a este tema dos densos
números, el 26 y el 27, además de otras muchas referencias esparcidas por todo el
documento. Es interesante cómo introduce su tratamiento: «Debido a que hoy las
preocupaciones apostólicas son cada vez más urgentes y la dedicación a las cosas
de este mundo corre el riesgo de ser siempre más absorbente, es particularmente
oportuno llamar la atención sobre la naturaleza escatológica de la vida consagrada»
(VC, 26).
El texto parece partir de tres invocaciones, de tres «Ven, Señor Jesús»,
particularmente sentidas por la vida consagrada.
a) «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20): es la expresión del deseo de Dios, de estar
finalmente con El, de vivir en su presencia: «Las personas que han dedicado su vida
a Cristo viven necesariamente con el deseo de encontrarlo para estar finalmente y
para siempre con El. De aquí la ardiente espera, el deseo de "sumergirse en el Fuego
de amor que arde en ellas y que no es otro que el Espíritu Santo"» (VC, 26). En efecto,
«donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,21): el deseo de poseer
a Dios alimenta la espera, y la espera sostiene el testimonió y el compromiso. «En la
Iglesia primitiva la espera de la venida del Señor se vivía de un modo particularmente
intenso... En este horizonte (de la espera) es donde mejor se comprende el papel de
"signo escatológico" propio de la vida consagrada. En efecto, es constante la doctrina
que la presenta como anticipación del Reino futuro» (VC, 26).
Si todo esto es verdad, es bueno entonces preguntarse cómo es posible que las
personas consagradas, a veces o con frecuencia, no parezcan estar muy
comprometidas con este papel, ni deseosas de estarlo. ¿Es que la tierra ha llegado a
ser realmente ese «valle de lágrimas en el que se llora con gusto» o ese lugar
conocido que ha de preferirse, a fin de cuentas, a otro desconocido?
Probablemente hay que volver a aprender a ver la realidad «Sub specie
aeternitatis» (bajo la luz de la eternidad); la vida consagrada ha vivido siempre con
fina perspicacia el sentido del «pasa la representación de este mundo» (1 Cor 7,31;
cf. 1 Pe 1,3-6), de la «infinita vanidad de todo», del «pulcherrimum nihil», de la
bellísima nada que constituye cuanto nos rodea, de la suprema realidad del «siglo
futuro», de la realidad definitiva de Dios, del deseo de «estar siempre con el Señor».
La vida presente se ha experimentado, y aun ahora debe ser reconocida, como
tiempo de preparación a la «plenitud de vida», que sólo poseemos «cuando estemos
siempre con el Señor»: «Ha pasado el invierno... ¡levántate, amada mía y ven!».
«¡Mira, llega el Esposo: vayamos al encuentro de Jesucristo el Señor!». «¡Ven,
Esposa de Cristo, recibe la corona que el Señor te ha preparado desde la eternidad!».
«El Oriente cristiano destaca esta dimensión cuando considera a los monjes
como ángeles de Dios sobre la tierra, que anuncian la renovación del mundo en
Cristo. En Occidente, el monacato es celebración de memoria y vigilia: memoria de

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las maravillas obradas por Dios, vigilia del cumplimiento último de la esperanza. El
mensaje del monacato y de la vida contemplativa repite incesantemente que la
primacía de Dios es plenitud de sentido y de alegría para la existencia humana,
porque el hombre ha sido hecho para Dios, y su corazón estará inquieto hasta que
descanse en él» (VC, 27).
Son dimensiones de una realidad que afecta, aunque en distinta medida, a toda
la vida consagrada: una vida consagrada en tensión hacia lo esencial y, por eso, no
sin memoria del destino final, deseosa de Dios, siempre orientada explícitamente a
El, también y muy particularmente, en medio de las vicisitudes de este mundo. Quizás
hoy este «deseo de Dios», en la sociedad de la abundancia, es menos espontáneo y
menos inmediato. Necesita, por eso, un suplemento de reflexión y de contemplación,
apoyo que no puede faltar, so pena de que se debilite uno de los «porqués»
fundamentales de la vida consagrada.
Cuando la Exhortación apostólica afirma que la vida consagrada «preanuncia ya
la resurrección futura y la gloria del reino de los cielos», añade: «esto lo realiza sobre
todo, la opción por la virginidad, entendida siempre por la tradición como una
anticipación del mundo definitivo, que ya desde ahora actúa y transforma al hombre
en su totalidad». En el Sínodo se citaba explícitamente a Agustín, que ve en la
virginidad una incesante reflexión sobre nuestra incorruptibilidad, mientras vivimos en
un cuerpo corruptible («In carne corruptibili, incorruptionis perpetuae meditado»).
Lo incompleto del celibato proyecta hacia lo completo, alimenta el anhelo de las
bodas eternas, sostiene el ardiente deseo de encontrar al Dios que nos ha seducido,
al que nos hemos entregado y al que hemos dejado todo el espacio de nuestro
corazón para que sea Él quien lo posea sin limitación alguna. «Fijos los ojos en el
Señor, la persona recuerda que "no tenemos aquí ciudad permanente" (Heb 13,14),
porque "nuestra patria es el cielo" (Flp 3,20)» (VC, 26).
Lo incompleto es también purificación del deseo: «La esposa, anhelante por el
deseo de su Esposo, exclama: "En mi cama, por la noche, buscaba el amor de mi
alma; lo busqué y no lo encontré". El Esposo se esconde cuando la esposa lo busca,
con el propósito de que, al no encontrarlo, lo siga buscando con renovado entusiasmo.
En su búsqueda, la esposa sufre un retraso, y esto le sucede para que, capacitándose
mejor por ese mismo retraso, encuentre finalmente, de forma más completa, a quien
buscaba» (Gregorio Magno, Comentario a Job).
b) «¡Ven, Señor Jesús!»: un deseo operativo. «Esta espera es lo más opuesto a
la inercia: aunque dirigida al Reino futuro, se traduce en trabajo y misión» (VC, 27).
Si el primer «ven» podía ser considerado como más típico de la vida monástica y
contemplativa, aunque no exclusivo de ella, este segundo «ven» aparece más
próximo a la vida activa. «Esto lo ha demostrado ampliamente la historia de la vida
consagrada, que siempre ha producido frutos abundantes también para el mundo. (...)
La tensión escatológica se convierte en misión, para que el Reino se afirme de modo
creciente aquí y ahora. A la súplica: "¡Ven, Señor Jesús!", se une otra invocación:
"¡Venga tu Reino!" (Mt 6,10)» (VC, 27). Ya Agustín afirmaba que a la contemplación
se llega a través de la acción. Es evidente que la actividad de la vida consagrada está

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ligada a las realidades definitivas. Una vez más, es bueno volver a reclamar a las
personas consagradas la necesidad de que aprendan de nuevo a ver la realidad «bajo
la luz de la eternidad», incluso para mantener vigorosamente, en momentos de
especial dificultad, su presencia y su actividad en este mundo.
Cuando los santos de la vida activa exclamaban: «Paraíso, Paraíso», no era
ciertamente para huir de sus responsabilidades, sino para tener el coraje de asumirlas
y responder a ellas. «Hay que mirar a los jóvenes y al Paraíso», repetía san Juan
Bosco, precisamente para infundir valentía y ánimo a quienes se dedicaban a la difícil
tarea de la educación de la juventud. La vida apostólica activa alcanza el cielo a través
del servicio característico del propio Instituto, asumido con la mirada vuelta al cielo.
El cielo: ¡cosa bien distinta a cualquier tipo de «alienación»!
Además, no son pocas las veces que hay que vencer el «Síndrome de
Jonás», los miedos que se apoderan del corazón ante las ingentes obligaciones de la
misión, para superar las recurrentes desconfianzas sobre el propio trabajo, las
incertidumbres sobre el propio Instituto, los obstáculos al anuncio, las angustias que
parecen venir del futuro... Para vencer, en suma, al «horno pavidus», proclive a
renunciar y huir, al pequeño Jonás que habita dentro de nosotros. Quien tiene puesta
su mirada en las realidades que no pasan supera con mayor facilidad las dificultades
que ponen las cosas pasajeras. Quien mira a la meta de la Tierra prometida soporta
mejor la aridez del desierto. Quien conoce el valor único del Reino acepta más
serenamente «las tribulaciones por las que hay que pasar» (cf. Hch 14,22) para
alcanzarlo.
c) «¡Ven, Señor Jesús»: el cometido de infundir esperanza. «Quien espera
vigilante el cumplimiento de las promesas de Cristo es capaz de infundir también
esperanza entre sus hermanos y hermanas, con frecuencia desconfiados y
pesimistas respecto al futuro» (VC, 27).
Actualmente existe una especial dificultad en consolar y en dejarse consolar: la
fuerza del mundo secularizado está en lograr que aparezca irreal o evanescente el
mundo de la fe y, en consecuencia, las realidades futuras. Pero sin el «futuro de
Dios», el presente se hace difícil de llevar adelante y de sobrellevar. Si, por una parte,
aumenta la demanda de sentido, de una palabra esperanzadora sobre el futuro, por
la otra, el debilitamiento de la plausibilidad de la vida eterna, en las conversaciones
ordinarias, en la prensa y en las chácharas de televisión, que crean opinión, hace
difícil la tarea de sembrar una esperanza fuerte, un horizonte luminoso y tranquilizador
sobre el futuro.
Quien está inmerso, y frecuentemente abismado, en la realidad definitiva, en el
mundo futuro, en el reino de la esperanza, indudablemente tiene más probabilidades
y posibilidades de decir una palabra que llegue a tocar el corazón. Quien
habla «como Si viera lo invisible» (Hb 11,27), tiene más fuerza para superar las
corazas del escepticismo y del pesimismo. Quien se inclina, como Juan, del lado del
mundo de la resurrección, quien corre hacia ese mundo, quien muestra que corre,
porque ha puesto ahí todo su tesoro, tiene más posibilidades de arrastrar consigo a
otros en su carrera. El entusiasmo de Juan es contagioso: con él corre Pedro, es

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decir, todo el pueblo de Dios, posiblemente más lento para moverse porque está
implicado en «muchos asuntos», menos diligente para ponerse en camino porque no
siempre comprende su sentido, y a veces poco disponible para desentenderse de sus
cosas con el fin de reunirse con el Señor de la vida.
Se trata de un gran servicio a desplegar en la Iglesia y por la Iglesia: inclinarse
del lado del mundo de la resurrección, mostrar que se cree tanto en él que uno se lo
juega todo a esa carta, para que la propia carrera sacuda las conciencias
adormiladas, las atenciones distraídas y los ánimos emperezados por las
ocupaciones y por las preocupaciones, por las «orgías» y por los sinsabores, por una
vida que sólo ve la crónica y no la historia.
El papa, en su primera encíclica Redemptor hominis, presentó la «vida como
una peregrinación a la casa del Padre». Peregrinación que «implica en primer lugar
lo más profundo de la persona, extendiéndose luego a la comunidad de los
creyentes, hasta alcanzar a toda la humanidad». La carrera de Juan mantiene viva la
necesidad de esta carrera a la casa del Padre y es un estímulo para toda la comunidad
creyente, para que también ella pueda, a su vez, ser provocación e invitación a «mirar
hacia adelante». La carrera de Juan sostiene la de Pedro, y la de ambos es un potente
«signo» misionero para los no creyentes o para los que «tienen sus esperanzas sólo
en esta vida», para inducirles a que se interroguen sobre la plausibilidad de «esperar
en las promesas de Cristo» y sobre la fuerza humanizadora que se deriva de esa
mirada dirigida al Futuro de Dios.
Ayudar a leer la «crónica» de cada día a la luz y en el horizonte de un drama
más amplio, en el que luchan tinieblas y luces, mostrar que en los acontecimientos
diarios se juega el destino eterno, situar la realidad secular en el «ámbito divino», en
el que queda redimida la vanidad, todo esto es también ayudar a dar su proyección
hacia lo eterno al momento presente y es educar en la escatología. Es ayudar a leer
la realidad como don de Dios y también como premisa de un don mucho mayor: «¡Oh
Dios que maravillosamente creaste todas las cosas y más maravillosamente las has
restaurado!» («¡Deus qui mirabiliter condidisti et mirabilius reformasti!»): hay que
valorar el momento presente, el suceso que se produce aquí y ahora, pero hay que
añadir con fuerza el mejor todavía, lo definitivo, que el Señor ha reconstruido y
preparado para sus hijos.

La dimensión profética
Hay que reconocer que no era nada fácil hablar de «profecía», dado que en
estos años han circulado, incluso dentro de la vida consagrada, «profetas fáciles» o
versiones por lo menos inciertas y discutibles de la profecía. La Exhortación apostólica
dedica, sin embargo, una sección entera a la profecía de la vida consagrada: «Un
testimonio profético ante los grandes retos» (VC, 84-95).
Estas densas páginas son un eco del «notable relieve» que se dio en el Sínodo
al carácter profético de la vida consagrada. Esta profecía consiste en que en la vida
consagrada «no se puede anteponer nada al amor personal por Cristo y por los
pobres en los que él vive» (VC, 84). E inmediatamente después se cita oportunamente

35
a Elías, que «defendía los derechos de Dios y se erguía en defensa de los pobres
contra los poderosos del mundo» (VC, 84).
Resumiendo y esquematizando lo más posible, se puede afirmar que en el
Sínodo surgieron de hecho dos aspectos de la profecía: en los países
subdesarrollados prevalecía el hacer frente a los problemas inherentes a la pobreza
en todas sus formas, a partir del factor económico (defensa de los derechos de los
pobres, compartir su vida, una vida gastada al servicio de los pobres, en su favor y
con ellos); en los países del Occidente secularizado prevalecía la dimensión de la
afirmación de la primacía de Dios, de la defensa de los valores del Evangelio, de la
reconstrucción espiritual del ser humano y de la sociedad. La figura de Elías funde
muy bien, en sí misma, ambos contenidos, o mejor, los dos acentos de la profecía.

a) Mirando a la tradición y de un modo particular a Gregorio Magno, que


interpretó a Juan como el portador privilegiado de la profecía, se aprecia una
consonancia de sus intuiciones con las afirmaciones de la Exhortación apostólica.
«La finalidad específica de la profecía, afirma el santo doctor, no es predecir el
futuro, sino revelar lo que está oculto» (Comentario a Ezequiel 1,1,1).
Juan, por haber reclinado la cabeza en el pecho de Jesús, puede comprender
en profundidad muchas de sus palabras. Y no sólo eso: llega primero al sepulcro e
intuye antes que los demás la presencia del Señor en la pesca del Tiberíades: «¡Es
el Señor!». De esa manera puede «revelar lo que está oculto», puede ser «profeta»,
precisamente porque goza de una intimidad particular con el Señor.
La figura de Juan, con todos sus matices, incluida su fidelidad durante la pasión
y su presencia a los pies de la cruz, está bien sintetizada por la Exhortación apostólica
cuando afirma: «la verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con El, de la
escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia. El profeta
siente arder en su corazón la pasión por la santidad de Dios y, tras haber acogido la
palabra en el diálogo de la oración, la proclama con la vida, con los labios y con los
hechos, haciéndose portavoz de Dios contra el mal y contra el pecado» (VC, 84).
No hay profecía sin contemplación, sin «constante y apasionada búsqueda de
la voluntad de Dios». El verdadero profeta, movido por la ardiente pasión de hacer
presente la voluntad de Dios, no se pliega fácilmente a la mentalidad dominante, no
acepta pasivamente que el pueblo se aleje de Dios, rechaza en su corazón y
públicamente llamar bien al mal y mal al bien, es capaz de salir de su cueva para
enfrentarse a los poderosos, ofrece resistencia a las imposiciones del poder político,
no se unce al carro del vencedor y es capaz de «revelar lo que está oculto»: la verdad
del Dios vivo y verdadero, que no puede confundirse con los ídolos, en medio de una
sociedad que parece encaminada a hacerse sincretista y, por tanto, idólatra. Y, sobre
todo, tiene el valor de arriesgarse personalmente, entregándose a la defensa de los
más débiles y no tiene miedo a correr el riesgo del aislamiento y el ridículo, afirmando,
la mayoría de las veces a contracorriente, la realidad del Dios de Jesucristo.
Esta postura provoca con frecuencia aislamiento y hostilidad y puede dar la
impresión de ser totalmente inútil para nuestro testimonio. Sin embargo, ahí está el

36
desafío: en comprender que nuestro deber no es necesariamente el éxito, sino
«mantener fija la mirada en Jesús», como dice la carta a los Hebreos, estando
dispuestos a pagar el precio del profeta, es decir, a ser rechazados y tratados con
manifiesta ironía incluso por los que nos son más queridos.
El profeta puede verse dominado por el desánimo, porque difícilmente tiene una
«compensación» objetiva a su actividad. Su deber, sin embargo, no es ser eficaz, sino
ser testigo de las «realidades invisibles». La eficacia es obligación de quien gobierna;
pero el profeta casi siempre tiene que abandonar los esquemas habituales para
afirmar realidades concretas, aunque invisibles, como son el mundo de Dios y de la
resurrección, realidades que son fundamentales, pero no verificables, al menos según
los criterios humanos al uso. De ahí la dureza de su tarea y de su responsabilidad.
La verdadera profecía siempre tiene, en la realidad, un precio elevado. Y quizás,
hoy, su precio más pesado le viene de la necesidad de superar el desánimo: es un
esfuerzo de fe y esperanza que hacemos también por nuestros hermanos cristianos
laicos, posiblemente más expuestos diariamente al rechazo y a la irrisión. Nuestra
perseverancia en la carrera, «tensos a lo invisible», sostiene la marcha de nuestros
hermanos para quienes el testimonio en medio de un mundo entenebrecido es un
difícil problema cotidiano. El programa de la vida consagrada podría ser: nunca dejar
de correr para que los demás, al menos, no se cansen de andar.

b) Es cierto que no todos tienen el mismo temple de profeta o no poseen las


mismas aptitudes para la profecía. Hay quien está más capacitado para la profecía
pública y hay quien lo está para la profecía más privada o hecha en voz baja. Lo
indicaba ya Gregorio Magno, hablando de Isaías y Jeremías: «Uno se ofrece
espontáneamente para ser enviado a predicar; el otro, lleno de miedo, se resiste.
Isaías, se ofrece por propia iniciativa al Señor que andaba buscando a quién enviar,
diciendo: "Aquí estoy, mándame" (Is 6,8). Jeremías, por el contrario, es llamado y,
pese a ello, se resiste con humildad, para no ser enviado, diciendo: "¡Ay Señor mío!
Mira que no sé hablar, que soy un muchacho" (Jr 1,6). Isaías, ansioso por ayudar al
prójimo con la vida activa, aspira al oficio de la predicación, mientras que Jeremías,
deseando unirse sinceramente al amor del Creador mediante la contemplación, se
opone a que se le envíe a predicar.
Por tanto, uno aspiró laudablemente a lo que al otro, también laudablemente, le
daba miedo; éste no quería echar a perder, a base de hablar, los frutos de su
silenciosa contemplación; aquél no quería experimentar, a base de callar, los daños
de una actividad nutrida exclusivamente por el deseo. Con todo, hay que penetrar
sutilmente en el espíritu de ambos y darse cuenta de que quien rehusó no llevó su
resistencia hasta el final, y de que quien quiso ser enviado se vio purificado antes por
las ascuas encendidas. Con esto se nos da a entender que nadie debe acercarse a
los misterios sagrados sin ser purificado, y también que el escogido por la gracia
celestial no debe oponerse soberbiamente so pretexto de humildad».

37
Las formas de la profecía son diversas, como diversos son los profetas, diversos
los temperamentos y diversas las vocaciones. Lo importante es no substraerse a la
dura tarea de profeta, cuando el Señor llama y envía.

c) Por otra parte, la vida consagrada, precisamente por ser representación de la


forma de vida de Cristo y de su coraje profético, puede ser, dentro de la Iglesia, apoyo
y estímulo para todos sus miembros, incluso zarandeándolos, en caso de ser
necesario, y quizás resultando incómoda y hasta sospechosa.
Cuando en la Iglesia alguien se adormece, se aburguesa o se burocratiza,
conviene que la profecía resuene con fuerza y de forma que se oiga, aunque no
siempre guste. La unión de la pareja inseparable, constituida por Pedro y Juan, quiere
decir exactamente que «en la historia de la Iglesia, junto con otros cristianos, no han
faltado hombres y mujeres consagrados a Dios que, por un singular don del Espíritu,
han ejercido un auténtico ministerio profético, hablando a todos en nombre de Dios,
incluso a los Pastores de la Iglesia» (VC, 84).
Esta unión y complementariedad parece particularmente necesaria en este
tiempo, caracterizado, por una parte, por el retorno de lo sagrado y de la religiosidad
y, por otra, por el distanciamiento del pueblo de la Iglesia como institución, vista
generalmente como fuente de prohibiciones y obstáculos para una expresión libre del
sentimiento religioso y de las «potencialidades» humanas. Se echan en falta lugares
de escucha y diálogo, lugares y ocasiones de encuentro donde se tiendan puentes y
se adelanten propuestas nuevas, donde las personas más decididas y creativas
tengan un espacio y puedan ser escuchadas, donde se prepare un futuro en el que la
Palabra del Señor pueda caer en un terreno mejor preparado. La Exhortación dedica
su n. 103 a esta labor; vale la pena meditarlo atentamente, por ver si hay en él
resquicios que nos permitan algunas realizaciones concretas.

d) Además, como Juan expresa la primacía del amor al Señor, así también el
«testimonio profético será ante todo afirmación de la primacía de Dios y de los bienes
futuros» (VC, 85). Como Juan es el cantor del amor fraterno, así también «la vida
fraterna es un acto profético de una fraternidad sin fronteras» (VC, 85). Como Juan
tiene el coraje de exponerse, estando junto a la cruz, así también las personas
consagradas ofrecen su testimonio «con la lealtad del profeta que no teme arriesgar
incluso la propia vida» (VC, 85). Como Juan no se considera un elegido, sino un
servidor, dejando pasar delante a Pedro en el sepulcro, así también la persona
consagrada «en plena sintonía con el Magisterio y la disciplina de la Iglesia» hará
brillar «la acción del Espíritu Santo que une la Iglesia en la comunión y el servicio»
(VC, 85).
Y, podemos añadir, lo mismo que Juan es el evangelista de la «vida», mejor aún
de la «plenitud de vida», así también la vida consagrada ha de mostrarse experta y
enamorada de esa «plenitud de vida» que trae el Señor Jesús. Y esto precisamente
en medio de las personas que parecen aferrarse a porciones de vida con tanta
tenacidad que comprometen la misma vida.

38
e) El punto más elevado del testimonio profético es el martirio: «Son miles los
que obligados a vivir en clandestinidad por regímenes totalitarios o grupos violentos,
obstaculizados en las actividades misioneras, en la ayuda a los pobres, en la
asistencia a los enfermos y marginados, han vivido y viven su consagración con largos
y heroicos padecimientos, llegando frecuentemente a dar su sangre, en perfecta
conformidad con Cristo crucificado» (VC, 86). Se percibe aquí la experiencia del
martirio por la que han pasado muchas personas consagradas, en estos años de
regímenes totalitarios, pero también la experiencia de la persecución que se deriva
de la defensa heroica de los derechos elementales de los pobres y de la denuncia de
las injusticias y de haberse pasado, en una palabra, al lado de los pobres. En estos
años, el martirologio se ha ampliado, y en primera fila están las personas
consagradas, que han puesto de manifiesto que consagrarse a Cristo significa
también servir al hombre hasta «la entrega de la propia vida» (cf. VC, 86).

Conclusión
La figura simbólica de Juan expresa perfectamente, por tanto, la dimensión
escatológica y profética de la vida consagrada. Hay todavía otra indicación
que podemos hacer: la vida consagrada está destinada a permanecer en la Iglesia
«hasta el retorno del Señor», pero no siempre es bien comprendida ni valorada por lo
que significa. No pocos piensan en términos de «dos estados», considerando
secundario y superfluo el «tercer estado», el de la vida consagrada. Otros la ven en
el marco de las manifestaciones históricas de la piedad, como uno de los fenómenos,
aunque de los más vistosos, que podría estar o no estar en la Iglesia. Hay también
quienes anuncian su desaparición en el próximo milenio, que sería el milenio de los
laicos. Otros ni siquiera caen en la cuenta de su existencia, advirtiendo sólo su utilidad
cuando su presencia desaparece en alguna localidad. Están también los que la
valoran por su utilidad inmediata en la pastoral parroquial y diocesana, considerando
elucubraciones todas las reflexiones sobre una presunta teología específica de la vida
consagrada.
La vida consagrada sabe todo esto. Pero no se preocupa, ni debe preocuparse.
Desde sus orígenes ha sido así, unas veces más, otras menos. La vida consagrada
siempre ha sido un enigma para el mundo e incluso para algunos de dentro de la
Iglesia. ¿A qué nos hemos de atener? A Pedro que, caminando con el Señor después
del mandato, había advertido que «le seguía el discípulo» predilecto y que expresó
un cierto asombro diciendo «Señor, ¿y de éste qué?», Jesús le respondió: «Si quiero
que se quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?». A los que se esfuerzan por encuadrar
y comprender el verdadero significado de la vida consagrada, Jesús podría darles la
misma respuesta «Si quiero que se quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?». El
discípulo permanece hasta la vuelta del Señor y por voluntad del Señor. La vida
consagrada permanece para mantener viva la espera del Señor, para ser profecía de
la realidad más profunda de la Iglesia, es decir, que «no se puede anteponer nada al
amor personal por Cristo y por los pobres en los que El vive» (VC, 84).

39
Esta es una parte relevante de la misión de la vida consagrada, lo mismo si es
comprendida que si no es apreciada. A los ojos humanos siempre aparecerá como
algo enigmático; incluso dentro de la Iglesia siempre habrá estimadores tímidos. Pero
esto forma parte del destino de los seguidores de Cristo y de los que centran en El
toda su existencia a la espera de que «El vuelva». «Si quiero que se quede hasta que
yo vuelva, ¿a ti qué?» «Tú, sígueme», y comprenderás más en profundidad el misterio
del Amor de Dios, por sus mil resonancias y sus mil manifestaciones.

40
Cuarta meditación
Pedro y María

«A este respecto, es sugestiva la página neotestamentaria que presenta a María con


los Apóstoles, en el Cenáculo, en espera orante del Espíritu Santo (cf. Hch 1,13-14).
Aquí se puede ver una imagen viva de la Iglesia-Esposa, atenta a las señales del
Esposo y preparada para acoger su don.
En Pedro y en los demás apóstoles emerge sobre todo la dimensión de la
fecundidad, como se manifiesta en el ministerio eclesial, que se hace instrumento del
Espíritu para la generación de nuevos hijos mediante el anuncio de la Palabra, la
celebración de los Sacramentos y la atención pastoral. En María está particularmente
viva la dimensión de la acogida esponsal, con la que la Iglesia hace fructificar en sí
misma la vida divina a través de su amor total de virgen» (VC, 34).
El n. 34 de la Exhortación apostólica plantea bien el tema de la doble dimensión:
«petrina» y «mariana», de la Iglesia. También esta pareja es célebre en la tradición:
Pedro y María muestran otros dos aspectos complementarios del riquísimo misterio
de la Iglesia. En algunas regiones de Alemania, en las iglesias parroquiales existen,
junto al altar mayor, otros dos laterales dedicados respectivamente a Pedro y a María.
Esta celebérrima pareja tuvo su origen en el Cenáculo, en la espera del Espíritu
Santo. Pedro representaba allí el vértice de la Iglesia-ministerio; María, en cambio, el
vértice de la Iglesia-Esposa. En estos últimos años se ha intensificado la reflexión
sobre la dimensión petrina y la dimensión mariana de la Iglesia, incluso en obras de
grandes teólogos como Urs von Balthasar.
El mismo Santo Padre ha hablado de ello en muchas ocasiones, especialmente
en Mulieris Dignitatem (n. 22), pero también, dirigiéndose al colegio cardenalicio (22
de diciembre 1987), ha afirmado: «El perfil mariano es tan fundamental y específico
para la Iglesia –si no más– como el perfil apostólico y petrino, al que está íntimamente
unido G.)». La dimensión mariana de la Iglesia antecede a la dimensión
petrina, aunque está estrechamente unida a ella y es complementaria. María, la
Inmaculada, precede a todos los demás y, obviamente, al mismo Pedro y a los
apóstoles: no sólo porque Pedro y los apóstoles, proviniendo de la masa del género
humano nacido en el pecado, forman parte de la Iglesia «sancta ex
peccatoribus», sino porque su triple encargo no tiene más objetivo que configurar la
Iglesia según el ideal de santidad que está ya anticipado y prefigurado en
María. Como Urs von Balthasar ha comentado acertadamente, «María es reina de los
apóstoles, sin pretender para sí los poderes apostólicos. Ella tiene otro y mayor».

Los tres estados de vida

41
El icono que presenta a Pedro y a María unidos cierra la sección dedicada en la
Exhortación apostólica a los estados de vida en la Iglesia (VC, 29-34). Conviene hacer
una referencia a cómo trata la Exhortación apostólica esta temática discutida y
relevante.
Tres son los estados de vida en la Iglesia, queridos por el Señor Jesús: los
laicos, los ministros ordenados y las personas consagradas. Los laicos están
consagrados por el bautismo y la confirmación; los ministros ordenados y las
personas consagradas reciben una consagración especial para servir mejor al pueblo
de Dios: «Los ministros ordenados reciben la consagración de la ordenación para
continuar en el tiempo el ministerio apostólico», y las personas consagradas «reciben
una nueva y especial consagración que las compromete a abrazar la forma de vida
practicada personalmente por Jesús» (VC, 31). «Los laicos tienen como aspecto
peculiar, si bien no exclusivo, el carácter secular, los pastores el carácter ministerial
y los consagrados la especial conformación con Cristo virgen, pobre y obediente»
(VC, 31).
Si a los laicos les compete la misión de «buscar el reino de Dios ocupándose de
las realidades temporales y ordenándolas según Dios» y de «anunciar el evangelio
en medio de las realidades temporales», al ministerio apostólico le corresponde la
enseñanza de la Palabra, la administración de los sacramentos y conducir el pueblo
de Dios (VC, 31 y 32). Y es propio de la vida consagrada «responder con la santidad
de la vida» (VC, 33).
De esta manera, el pueblo de Dios recibe el doble servicio que procede de las
dos consagraciones especiales: del orden sagrado le viene el don de la gracia y de la
Palabra, sin las cuales no puede brotar la Iglesia. El orden sagrado, Pedro, expresa
que en la Iglesia todo es don, que la salvación viene de lo alto, que la salvación nos
llega a través del ministerio apostólico. Pedro simboliza el don que desciende de lo
alto.
La vida consagrada se coloca en la otra vertiente, en la de la respuesta al don,
en la ladera del momento ascendente, del retorno, del «dar fruto». Efectivamente, a
todo don corresponde una obligación, a todo talento, el deber de hacerle fructificar.
En esta vertiente, la de la respuesta, la de la Palabra que es escuchada en terreno
bueno y da fruto, en este espacio de concentración en el don de Dios para hacerlo
fructificar, es donde se coloca la vida consagrada, siguiendo la huella y el ejemplo de
María: «La vida consagrada ha sido siempre vista prevalentemente en María, la
Virgen esposa. De ese amor virginal procede una fecundidad particular, que
contribuye al nacimiento y crecimiento de la vida divina en los corazones» (VC, 34).
«Por su parte, el pueblo cristiano encuentra en el ministerio ordenado los medios de
la salvación, y en la vida consagrada el impulso para una respuesta de amor plena
en todas las diversas formas de diaconía» (VC, 34). Si Pedro preside los «medios de
salvación», María se pone al frente del servicio para que todos los consagrados por
el bautismo pasen de la consagración sacramental a la «consagración de la vida»,
«de la santidad comunicada por los sacramentos a la santidad de la vida cotidiana»
(VC, 33).

42
Y así, junto a María, la vida consagrada, «con su misma presencia en la Iglesia,
se pone al servicio de la consagración de la vida de cada fiel, laico o clérigo»,
haciendo «continuamente avivar en la conciencia del pueblo de Dios la exigencia de
responder con la santidad de la vida al amor de Dios derramado en los corazones por
el Espíritu Santo» (VC, 33).
Si se quisiera ir más allá de las figuras de Pedro y María, para llegar al corazón
de la cuestión, se podría afirmar que, mientras el orden sagrado sirve al pueblo de
Dios representando a Cristo cabeza y pastor, la vida consagrada lo sirve
representando la forma de vida de Cristo virgen, pobre y obediente. Son dos facetas
complementarias del único misterio de Cristo, que nos hablan de la necesidad de
mantener estrechamente unida la dimensión petrina con la dimensión mariana, y
viceversa, pues son dos dimensiones del mismo y único misterio de Cristo. Y,
además, porque ambas son queridas por el Señor Jesús y, por tanto, las dos son de
origen divino.
Esta afirmación no debe sorprender a nadie, porque es una de las más claras
de toda la Exhortación: «Jesús mismo, llamando a algunas personas a dejarlo todo
para seguirlo, inauguró este género de vida que, bajo la acción del Espíritu, se ha
desarrollado progresivamente a lo largo de los siglos en las diversas formas de la vida
consagrada. El concepto de una Iglesia formada únicamente por ministros sagrados
y laicos no corresponde, por tanto, a las intenciones de su divino Fundador tal y como
resulta de los evangelios y de los demás escritos neotestamentarios» (VC, 29).
Se puede decir que la Exhortación apostólica hace dar un paso adelante a la
eclesiología, tanto al subrayar la dimensión mariana como la peculiar ejemplaridad de
María para la vida consagrada. Aquí tienen los teólogos un buen trabajo que realizar
en el futuro, en pro de una eclesiología que integre «la obra del Espíritu, que es la
variedad de formas. El constituye la Iglesia como una comunión orgánica en la
diversidad de vocaciones, carismas y ministerios» (VC, 31).
Pero también nosotros hemos de tomar conciencia de este altísimo y
comprometido cometido que el Santo Padre nos ha confiado como personas
consagradas, siguiendo las indicaciones del Sínodo. En efecto, el primer cometido de
la vida consagrada no es principalmente una misión, sino una «conformación» con
Cristo en su total expropiación-disponibilidad al Padre y a los hermanos. Conviene
recordarlo una vez más: toda la acción de la Iglesia tiende a que ella sea, lo más
posible, Iglesia disponible para realizar su vocación a la santidad, según el modelo de
la Virgen María, la cual, más que ningún otro, se dejó modelar por la acción de Dios.
En este dinamismo, al ponerla junto a María, la vida consagrada es situada en primera
línea.

María y la dimensión esponsal de la vida consagrada


«Importancia particular tiene el significado esponsal de la vida consagrada, que
hace referencia a la exigencia de la Iglesia de vivir en la entrega plena y exclusiva a
su Esposo, del cual recibe todo bien. (...)

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En María está particularmente viva la dimensión de la acogida esponsal, con la
que la Iglesia hace fructificar en sí misma la vida divina a través de su amor total de
virgen» (VC, 34). La Iglesia-Esposa encuentra en la Virgen María su punto de mayor
elevación y su realización más completa, como en la vida consagrada encuentra una
intención de esponsalidad y una realización particularmente significativa.
En el Sínodo, el relator, cardenal Hume, había afirmado: «El amor esponsal es
el corazón de la vida consagrada y la fuente de su energía». Y la Exhortación avanza
en esta dirección con numerosas afirmaciones:
a) La vida consagrada femenina siente y vive con especial intensidad esta
dimensión: «En esta dimensión esponsal, propia de la vida consagrada, es sobre todo
la mujer la que se ve singularmente reflejada, como descubriendo la índole especial
de su relación con el Señor» (VC, 34). Son innumerables las expresiones
«esponsales» contenidas en siglos de estupendas páginas de la literatura mística
femenina; se puede decir que, al menos en los siglos pasados, es la dimensión
predilecta, aunque no exclusiva, del «genio» religioso femenino. Y no se pueden
invocar solamente las motivaciones culturales y sociales, que han existido y a veces
con mucho peso, para explicar este exuberante y sorprendente fenómeno. También
el papa cita a santa Teresa del Niño Jesús, como una especie de síntesis de siglos
de «mística femenina», proyectada hacia la fecundidad apostólica: «Ser tu esposa,
Jesús, para ser madre de las almas». El tema de la «esposa de Cristo» ha sido sentido
por igual en ambientes femeninos contemplativos y no contemplativos: la virgen
consagrada siempre ha sido vista como la «esposa de Cristo», entregada por entero
a El.
Pero tampoco la vida consagrada masculina, aunque con matices psicológicos
diferentes, es ajena a esta temática y a esta realidad, ya que Cristo es el Esposo de
toda la Iglesia integrada por mujeres y hombres. Baste recordar a los grandes
comentaristas del «Cantar de los Cantares», desde Orígenes a Gregorio de Niza y
desde san Bernardo a santo Tomás: todos viven intensamente la dimensión de la
entrega total en nombre de un amor absoluto. Porque, en definitiva, esto es lo que
quiere decir la esponsalidad.
En la esponsalidad, en efecto, se realiza la íntima vocación de la Iglesia, el deseo
de pertenecer totalmente a su Esposo, de entregarse por completo a El. Cristo es
todo para la Iglesia, y la Iglesia es toda de Cristo. La Iglesia es más Iglesia en la
medida en que se dedica apasionada y, devotamente a las cosas de Cristo. Al
entregarse a El, con amor de esposa, se va haciendo cada vez más bella. Mirando al
«más bello de los hijos del hombre», ella misma se va aproximando al ideal de
convertirse, gracias a la acción del Amor y a su respuesta, en la «esposa bella, sin
arrugas ni manchas», mientras espera las «nupcias eternas», la unión definitiva y
beatificante.
b) De ahí que sorprenda un cierto silencio de la literatura actual, al menos la más
divulgada, sobre este tema tan vital. ¿Se debe quizás al temor de ponerse al servicio
de la «sublimación del eros»?; ¿al miedo a fomentar una visión sentimental que
alejaría del control de la racionalidad?; ¿al miedo a aparecer poco feministas por

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subrayar una dimensión tradicional de la mujer?; ¿al miedo a la totalidad?; ¿al miedo
a la especificidad de la vida consagrada? Estas y otras motivaciones no pueden o, al
menos, no deberían cancelar la categoría fundamental de la esponsalidad ni esta
dimensión tan significativa para la «vida» de la vida consagrada. La cual es fruto de
un «amor mayor» que llama y de un «amor mayor que responde».
Sin esta dimensión «afectiva», «cordial» y, digámoslo también, «mística», la vida
consagrada no sólo se hace árida, sino que, además, se apaga: ¿cómo puede
llevarse adelante un matrimonio sin amor? ¿No es ésta quizás una de las debilidades
de la vida consagrada de estos años? ¿No ha prevalecido durante un cierto tiempo
un modo de acercarse a ella preferentemente racional, que ha terminado por
menospreciar o minusvalorar o silenciar su dimensión esponsal, afectiva y
totalizante? Si la vida consagrada es «vida», ésta no puede ser alimentada solamente
en su aspecto racional, aun siendo necesario. Se la sostiene lanzándola al «horno»
del fuego del Amor que vence todo otro amor, que quema toda escoria, que caldea la
vida diaria acorralada por los helados vientos del secularismo.
c) Conviene hacer aquí una anotación: para comprender la Exhortación
apostólica y, mejor aún, para comprender la misma vida consagrada, son necesarios
una mirada y un corazón contemplativos, un corazón que no esté apagado ni reseco.
El Papa se dirige a las personas consagradas para que miren a lo alto para elevarse
y poder así elevar a los demás. El misterio cristiano, del que forma parte el misterio
de la vida consagrada, hay que contemplarlo, tomarlo en lo que es, hay que
transformarlo en una vida entusiasta y entusiasmante.
En este contexto, la dimensión esponsal expresa el deseo del corazón de la
persona humana, de la Iglesia, de la persona consagrada, de descansar en Dios y de
llevar a muchos hermanos y hermanas a encontrar acogida y consuelo en Dios. La
esponsalidad fuerte, sentida y cultivada, será la que hará posible mantenerse firmes
en el amor de Cristo, servir al mundo con su corazón y no dejarse arrastrar hacia
abajo.
Todo esto puede parecer un discurso retórico a quien afronta la realidad cristiana
desde un punto de vista distinto del amor de Dios. Pero, para quien está «enamorado»
de Dios, de Cristo, está muy lejos de ser algo abstracto, es el motor principal de todo:
«dame un corazón que sepa amar y entenderá lo que digo», decía san Agustín.
Esto es para ayudarnos a abrir los ojos y ver el gran empobrecimiento al que
estamos abocados cuando desaparece la dimensión de la esponsalidad. Por eso,
oportunamente nuestro documento la reclama y la pone en primer plano, no por deseo
de recuperar un tema de un pasado glorioso, sino para dar de nuevo frescura y
vitalidad a las vidas consagradas, que, posiblemente en nombre de compromisos
incluso gravosos y generosos, pueden haber olvidado las raíces místicas y
apasionantes de la entrega a Cristo Esposo.

Esponsalidad y deseo de Dios


Vale la pena retomar, al menos un poco más y en este contexto, en el tema de
la divina belleza tan presente en todo este documento.

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a) «La persona (seducida por la divina belleza) es conducida progresivamente a
la plena configuración con Cristo y en su peregrinar terreno camina hacia la Fuente
inagotable de la luz» (VC, 19). Es aquí donde se inserta el deseo de Dios, que
introduce y hace seguir adelante en el camino espiritual, a lo largo del cual se pasa y
se sube de gloria en gloria, de belleza en belleza, de luz en luz. Es la belleza divina
la que alimenta el deseo de Dios; es su atractivo discreto e irresistible el que empuja
por el camino que lleva a conocerlo cada vez mejor, a poseerlo cada vez más, a
reflejar algún rayo de su esplendor.
Pero la divina belleza queda siempre, y por fortuna, más allá de nuestros límites.
San Gregorio de Niza afirma por experiencia: «Dios llena, pero no sacia. Llena y
acrecienta la sed, para que lo puedas seguir buscando».
«Esto le sucede a quien dirige su mirada a la belleza divina ilimitada: lo que
descubre continuamente se le manifiesta como algo absolutamente nuevo y
sorprendente en relación con lo ya conocido. De esta manera, no cesa de seguir
deseando, porque lo que espera es aún más extraordinario y divino que lo ya visto».
Gregorio de Niza ofrece una visión amplia y animante del camino espiritual, bajo la
enseña de la filocalia, del amor por la divina belleza que despierta el deseo, hace
caminar y tiende hacia «el más», «de belleza en belleza». Es el maestro del deseo
de Dios en Oriente, como Agustín y Gregorio Magno lo son en Occidente. Por lo
demás, tiene el coraje de afirmar que se considera «segundo en todo», respecto del
gran hermano Basilio, «menos en el deseo de Dios». Para Gregorio, el deseo dilata
el corazón y lo hace siempre más y más capaz de Dios. Hay que notar que esta
tensión hacia Dios no le impidió ser suave y amable con los hombres. Su programa
era: «Deseo de Dios sin medida, y medida en todo lo relacionado con los hombres».
Este programa permitió a Gregorio entrar en la oscuridad de Dios y aportar luz a los
hombres.
Se puede formular aquí una pregunta: ¿Adónde llega nuestro deseo de Dios?
¿Sabemos compendiar y orientar los otros deseos en el único verdadero deseo de
Dios? ¿Sabemos estar delante de la divina belleza para que nuestro deseo de Dios
salga vencedor de todos los demás deseos? Don Barsotti tiene una página muy bella
que encaja aquí perfectamente: «Mientras la verdad y el bien no llegan a ser belleza,
se muestran de alguna manera extraños al hombre, se imponen desde fuera. El
hombre se adhiere a ellos, pero no los posee. Exigen de él una obediencia que, de
un modo u otro, le mortifica. Pero cuando aparecen como belleza, entonces su
posesión es pacífica y plena. Entonces toda mortificación disminuye y todo esfuerzo
se amortigua. Entonces toda la vida del hombre no es más que un testimonio y una
revelación de la perfección alcanzada. Esta riqueza es belleza».
b) «De este modo, la vida consagrada es una expresión particularmente
profunda de la Iglesia-Esposa, la cual, conducida por el Espíritu a reproducir en sí los
rasgos del Esposo, se presenta ante él resplandeciente, sin que tenga mancha ni
arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada (cf. Ef 5,27)» (VC, 19). El camino
espiritual hace bella a la esposa, porque ella refleja la belleza del Esposo. Y esto se
dice de la vida consagrada, en cuanto expresión particularmente apropiada de la

46
Iglesia que toma en serio el camino, o la carrera, de acercamiento al Esposo. En la
esponsalidad, hecha «bella» por el amor y la creciente cercanía del Esposo, la vida
consagrada y la Iglesia se aproximan y se necesitan.
La vida consagrada. Hay que descubrir y redescubrir continuamente la belleza
de este género de vida que se concentra en la profundidad de la realidad cristiana,
en los dones recibidos. Es decir, por ejemplificar: una vocación que permite
concentrarse en las «cosas del Señor», la fortuna de haber tenido una formación
espiritual que ha afinado la sensibilidad para las realidades de Dios, una tradición
espiritual rica en santidad, una organización del tiempo en la que hay espacios para
la búsqueda de Dios, la posibilidad de una intensa vida sacramental, el programa de
una entrega a Dios y a los hermanos, una fraternidad que, en conjunto, sostiene el
camino... son sólo algunos motivos de acción de gracias por las oportunidades que
brinda la vida consagrada. Unas oportunidades que agilizan el avanzar hacia el
esplendor del misterio inalcanzable y luminoso de Dios, en el seguimiento de Cristo,
aun en medio de las oscuridades de la vida diaria, en la fuerza y la consolación del
Espíritu Santo.
El Santo Padre nos invita a abrir los ojos a las maravillas en las que estamos
inmersos. Nos invita a tener los mismos ojos de la Virgen María en el momento de
cantar el Magníficat. No cantaba nada humanamente extraordinario, al menos en
cuanto podía aparecer a la mirada de los hombres y mujeres de su tiempo. María
cantaba lo que su mirada de fe descubría más allá de las cosas «ordinarias», cantaba
a Dios por lo que había hecho en ella y en su pueblo, al Dios presente, al Dios que
no se olvida de su sierva y de su pueblo.
El Papa nos invita a ver la realidad como la veían los santos, como la veían
nuestros fundadores y fundadoras. Las pequeñas miserias diarias, las mezquindades,
la rutina de todos los días, la repetición... no pueden obnubilar nuestra mirada sobre
el camino «bello» y hacia la Belleza, el camino típico de nuestro itinerario espiritual.
Es típico de la vida consagrada saber rescatar el momento presente viéndolo como
uno de los pasos de nuestro camino de luz.
La Iglesia es la esposa bella y, como tal, hay que estimarla y amarla. Estamos
llamados a descubrir, contemplar y vivir su belleza con una mirada perspicaz y con
un corazón agradecido. Es en la Iglesia y de la Iglesia donde hemos recibido todo
cuanto somos y poseemos, desde el bautismo y la vocación a la dirección de nuestro
camino, desde las promesas de Cristo a las maravillas de la vida con El, esposo y
amigo.
Sin embargo, todavía permanecen vivos, dentro de la vida consagrada, focos de
desconfianza o contestación, más o menos adormecidos, respecto de la Iglesia, por
sus objetivas o presuntas deficiencias. No me refiero con esto a la profecía que en
algunas ocasiones es un deber de la vida consagrada y que puede resultar «molesta»
tanto para la misma vida consagrada como para otros miembros de la Iglesia. La
profecía, en todo caso, se inspira en el amor, no en la desconfianza ni en
distanciamiento alguno basado en prejuicios o en apartamiento de todo lo que «está
arriba».

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Probablemente hemos de volver al amor (¡y a las motivaciones!) que los Padres
tenían para con la Iglesia, fruto de un verdadero asombro provocado por la
contemplación de las maravillas que el Señor realizaba (¡y sigue realizando!) en ella.
Ellos reconocían con lucidez sus deficiencias, incluso graves. La consideraban
incluso «meretriz», una pecadora, pero que ha sido redimida, embellecida y
santificada por la sangre de Cristo: «casta meretriz». En la Iglesia, la belleza dada por
Cristo está muy por encima de sus miserias, y la hace maravillosa.
«En este contexto de amor a la santa Iglesia, "columna y fundamento de la
verdad" (1 Tim 3,15), se comprenden bien la devoción de Francisco de Asís por el
"Señor Papa", el filial atrevimiento de Catalina de Siena hacia quien ella llama "dulce
Cristo en la tierra", la obediencia apostólica y el sentir con la Iglesia de Ignacio de
Loyola, la gozosa profesión de fe de Teresa de Jesús: "Soy hija de la Iglesia" (...). Son
ejemplos en los que deben fijarse de continuo las personas consagradas, para resistir
a las fuerzas centrífugas y disgregadoras, particularmente activas en nuestros días»
(VC, 46).
c) Probablemente debemos hacernos «poetas» de las cosas de Dios, para
poderlas vivir y luego ser capaces de ofrecerlas al mundo desorientado. Debemos
recuperar el asombro por el misterio de Dios que nos rodea, la admiración por la
elevada y exaltante vocación a la que hemos sido llamados, el aprecio por la salvación
que el Señor ofrece al mundo a través de su Iglesia, el mundo invisible que nos
envuelve, nos ciñe, nos conforta, nos madura, nos transfigura... A veces se tiene la
impresión de que la poca estima a la Iglesia dimana de las dificultades que se tienen
con el mundo. Ante un mundo ausente y desinteresado, parece más fácil inculpar a
la madre, que lo único que hace es representar la voluntad del Señor. ¿Y qué otra
cosa podría hacer?
Pero si no ven lo positivo quienes «saborean» diariamente el pan de la Palabra
y el alimento de la Vida, quienes están, a través de la oración, en contacto frecuente
con el Padre dador de todo bien, ¿quién podrá entonces animar y sostener al pueblo
cristiano?
d) Pedro y María son dos dimensiones, pero no opuestas, sino complementarias.
La vida divina crece en el mundo, bien por la siembra, bien por la acogida y por la
respuesta ejemplar. La Iglesia es una, aunque su misterio permite diversas
aproximaciones y puntos de vista. Las dimensiones se armonizan en la comunión
eclesial, en la pasión por la unidad, en el considerarnos y sentirnos un único cuerpo,
un único templo, un único pueblo.
A veces, escuchando las querellas entre religiosos y clero diocesano, entre
obispos y religiosos, entre religiosos y laicos, se tiene la impresión de que uno de los
problemas más acuciantes hoy es conseguir un acuerdo entre los distintos
componentes de la Iglesia. Las dificultades existen, es cierto. Y para facilitar su
solución se ha publicado el documento Mutuae Relationes, que no necesita tanto ser
revisado cuanto ser practicado.
Pero el problema parece bastante más profundo: mientras no se convenzan
todos los componentes de la Iglesia de su complementariedad, y no de su presunta

48
superioridad, el mundo eclesiástico seguirá pareciendo siempre un pequeño campo
de batalla. El verdadero problema es convencerse de que el Espíritu desciende
cuando Pedro y María están unidos en la oración y en la búsqueda de la voluntad de
Dios. El Espíritu y la «dynamis» para la misión descienden sobre la Iglesia cuando
está unida en la comunión. La «espiritualidad de comunión» se convierte, por tanto,
en una de las dimensiones fuertes de la espiritualidad de la vida cristiana. Y se
practica también aquí, en ese mantener unidos a María y a Pedro.
Tanto más cuanto que frecuentemente, sobre todo en la vida apostólica activa,
la vida consagrada participa también de la dimensión de Pedro: piénsese en los
religiosos sacerdotes comprometidos en el ministerio. En ellos conviven las dos
dimensiones, la petrina y la mariana. En ellos se unen Pedro y María, en ellos la
generación de la vida divina en el mundo se lleva a cabo tanto con la acción y la
transmisión de la gracia como con la respuesta ejemplar, tanto con la participación en
Cristo pastor como con la participación en la forma de vida de Cristo.

María en la vida consagrada


En el bello número dedicado a María se conjugan todos los temas que
acabamos de señalar: su belleza única que «con mayor perfección refleja la divina
belleza», apoyo para quien ha sido llamado a ser un reflejo particularmente
transparente de la forma de vida de su Hijo, que luego es también su forma de vida.
María es la esposa perfecta por ser «ejemplo sublime de perfecta consagración».
María sostiene en el camino de cada día mediante su especial ternura maternal. Está
muy atenta a ayudar a los que han ofrecido a Cristo su amor. «Por eso, la relación
filial con María es el camino privilegiado para la fidelidad a la vocación recibida y una
ayuda eficacísima para avanzar en ella y vivirla en plenitud» (VC, 28).
Se comprende ahora la invitación del Papa «a renovar cotidianamente, según
las propias tradiciones, su unión espiritual con la Virgen María, recorriendo con ella
los misterios del Hijo, particularmente con el rezo del santo rosario» (VC, 95). La
invitación al rosario es una llamada a una forma simple, familiar y filial de entrega
confiada en las manos de quien, después de su Hijo, es modelo de vida consagrada.
¿Y qué decir de la magnífica oración conclusiva, dirigida a María? María es
invocada como la Virgen de la Visitación, a la que el Santo Padre confía a las
personas consagradas, «para que sepan acudir a las necesidades humanas con el
fin de socorrerlas, pero sobre todo para lleven a Jesús». María está «disponible en la
obediencia, intrépida en la pobreza y acogedora en la virginidad fecunda», capaz de
obtener de su divino Hijo que «cuantos han recibido el don de seguirlo en la vida
consagrada sepan testimoniarlo con una existencia transfigurada, caminando
gozosamente, junto con todos los otros hermanos y hermanas, hacia la patria celestial
y la luz que no tiene ocaso» (VC, 112).
«Yo deseo, oh Theótokos, que tu icono
se refleje en el espejo de las almas
y las conserves puras hasta el fin de los siglos.
Tú levantas a los que se curvan hacia la tierra

49
y das esperanza a quienes aman
e imitan al eterno modelo de la Belleza»
(Dionisio pseudo-Areopagita).

50
Quinta meditación
La lucha de Jacob

En todo proceso espiritual no pueden faltar las pruebas, incluso las más despiadadas.
En este contexto nos encontramos con uno de los pasajes bíblicos más antiguos y
misteriosos, pero muy famoso: el de la lucha de Jacob, icono de la lucha de Dios con
el hombre, de una lucha desigual, pero necesaria.
He aquí cómo encuadra la Exhortación este icono al final del complejo y rico n.
38: «El camino que conduce a la santidad conlleva, pues, la aceptación del combate
espiritual. Se trata de un dato exigente al que hoy no siempre se dedica la atención
necesaria. La tradición ha visto con frecuencia representado el comba-te espiritual en
la lucha de Jacob con el misterio de Dios, que él afrontó para acceder a su bendición
y a su visión (cf. Gn 32,23-31). En esta narración de los principios de la historia bíblica,
las personas consagradas pueden ver el símbolo del empeño ascético necesario para
dilatar el corazón y abrirlo a la acogida del Señor y de los hermanos».
El episodio es oscuro exegéticamente, pero ha sido fuente inagotable de
inspiración para la tradición espiritual.
La tradición hebrea ha visto en él la redención de la figura ambigua de Jacob,
hombre astuto y hombre de fe simultáneamente. Aquí emerge el hombre de fe que no
tiene miedo a medirse con Dios. Filón, y con él todos los alejandrinos, prefiere ver en
Jacob al luchador: el ejemplo del hombre que sabe luchar contra los vicios y así
obtiene la bendición. Y yendo más lejos todavía: «Jacob es el nombre del compromiso
y del progreso gracias al empeño de las fuerzas del hombre (la ascética), mientras
que "Israel" es el nombre de la perfección y la mística, pues significa "visión de Dios".
Quien vence en la lucha contra las pasiones puede ver a Dios».
Los autores cristianos siguen dos lineas de interpretación: la alejandrina, que ve
en Jacob un maestro de fortaleza por su lucha contra las pasiones, y la agustiniana,
que ve en la lucha una prefiguración de la agonía de Cristo. También son interesantes
las dos interpretaciones «marianas» que hacen san Bernardo y san Buenaventura.
Los autores de nuestro siglo consideran el episodio o como un arquetipo de las
noches interiores y de las angustias del hombre moderno en lucha con su soledad, o
como un ejemplo de las dificultades del cristiano implicado en la lucha con los
problemas de la existencia cristiana, con su dramaticidad, en un mundo en el que
Dios parece ausente.
La Exhortación ve este episodio sobre todo como un ejemplo típico del hombre
«en lucha con el misterio de Dios», que es necesario afrontar «para acceder a su
bendición y a su visión» (VC, 38).

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Nosotros, dentro de esta línea, nos vamos a detener en ese momento peculiar
de maduración espiritual que representa la «noche», la crisis, la dura confrontación
con el misterio de Dios, que conducen a comprenderlo en profundidad.

La noche

Jacob «todavía de noche, se levantó, tomó a las dos mujeres, las dos
siervas y los once hijos y cruzó el vado de Yaboc; pasó con ellos el torrente e
hizo pasar todas sus posesiones. Y él se quedó solo. Un hombre peleó con él
hasta la aurora, y viendo que no le podía, le tocó la articulación del muslo y se
la dejó tiesa mientras peleaba con él. Y le dijo:
"Suéltame, que llega la aurora".
Respondió:
"No te soltaré hasta que me bendigas".
Y le preguntó:
— "¿Cómo te llamas?".
Contestó:
"Jacob".
Le replicó:
"Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, pues has luchado con dioses y con
hombres y has podido".
Jacob, a su vez, preguntó:
— "Dime tu nombre".
Respondió:
"¿Por qué me preguntas mi nombre?". Y le bendijo.
Jacob llamó aquel lugar Penuel, diciendo:
— "He visto a Dios cara a cara y he vencido"» (Gn 32,23-31).

Jacob está volviendo a su país después de un período de trabajo y de fortuna;


vuelve rico y con abundante familia. Pero teme el encuentro con su hermano Esaú.
Aquella noche podía perfectamente ser la última de su vida. Al día siguiente podría
perderlo todo. Es una noche dramática. Se retira y se queda solo para reflexionar y
buscar luz y consuelo en Dios. Pero Dios, en vez de confortarlo, lo asalta y se
convierte en su enemigo, un enemigo más, el enemigo más insidioso.

a) Las situaciones de noche son de lo más variado y las desencadenan las más
variadas motivaciones.
Pueden ser factores externos que nos sumergen en el abatimiento: un cambio
de trabajo, vivido como particularmente dificultoso, los frutos escasos o nulos en la
actividad apostólica, la vivencia del fracaso o de la inutilidad, el sentirse rechazado,
la soledad y el aislamiento, la incomprensión y la ingratitud, la absoluta indiferencia
de los otros ante las cosas que para nosotros son muy valiosas... Y también el silencio

52
de Dios o su ausencia en el mundo de hoy, un silencio y una ausencia que parecen
una pesadilla o tan penosos que hacen que uno se sienta irrelevante.
Otras veces son factores internos: una grave enfermedad física o psíquica o
duelos y penas que uno siente que le desgarran. Situaciones que hacen que todo se
hunda a tu alrededor. Y con ello la aridez: Dios ya no te dice nada, mientras que las
cosas «gritan». Son momentos en los que sientes a Dios como enemigo de tu
felicidad, como un «no» continuo a tus deseos. Sin contar los cortes que conllevan
las crisis afectivas y el consiguiente vacío y la oscuridad en que te confinan. En otros
momentos aparece el tedio por las cosas de Dios, que puede convertirse en
repugnancia, especialmente cuando Dios parece ir en contra de tus planes, y tú ya
no encuentras ningún gusto en sus cosas ni ningún sentido a lo que estás haciendo.
Es bueno tomar conciencia de que cada cual tiene sus noches oscuras,
dolorosas, no siempre contables. Pueden ser escasas, pero también pueden ser
frecuentes; pueden sorprenderte de improviso y desaparecer enseguida; pueden
atormentarte durante largos periodos de tiempo o pueden ser breves pero intensas.
Cada uno es probado de una forma distinta y con diferente intensidad. Lo constante
es que, en la noche, Dios se convierte en tu adversario, en quien se opone a lo que
te gusta o te hace carente de sentido la vida con El. Un adversario que a menudo te
arranca y te roba lo que tú más quieres.

b) La noche es inevitable, porque es un paso obligado para llegar al alba, para


recibir un nombre nuevo y para recibir la tierra como don. Es necesaria, aunque tenga
unos perfiles horribles. Es la prueba de las pruebas, es la muerte antes de la muerte;
una prueba que deja en una situación muchas veces insostenible. Los místicos, que
no sólo han experimentado esta situación, sino que también la han descrito, han
penetrado en profundidad en el significado de algunos salmos: «Tus torrentes y tus
olas me han arrollado» (Sal 42), «Me ha abrumado tu terror» (Sal 88). Quienes se
han atrevido a describir esos momentos han hablado de aniquilación de lo humano,
de lucha inhumana contra un enemigo inhumano, de lucha incomprensible, irracional,
encarnizada. Pero, mirando luego hacia atrás, la han considerado fecunda, porque
han visto en ella una oportunidad de pasar de la «nada» al «todo».
En efecto, sólo atravesando nuestra realidad más profunda, nuestra nada, es
posible llegar al todo, a la realidad de Dios. Pero atravesar la nada es realmente
espantoso.
Para entrar en el «misterio de la luz infinita» es necesario sumergirse en la propia
tiniebla. Y la tiniebla es envolvente y turbadora. Para ser «hombres de Dios –dice esta
noche– lo humano demasiado humano» debe quedar destruido. Para ayudar a otros
a entrar en la tierra prometida es necesario captar toda la grandeza y gratuidad del
don. Para recibir el nombre nuevo, Israel, hay que olvidarse del nombre viejo, Jacob.
Para construir el hombre nuevo es necesario destruir el viejo, ése que eres. Para
ayudar a entrar en el mundo de Dios es necesario haber sido renovados por la
bendición de Dios. Para llegar a la resurrección no se puede evitar la agonía de
Getsemaní y la lucha de la Pasión.

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c) La noche es necesaria. En la historia de la salvación, la noche siempre tiene
una misteriosa fecundidad: de la noche inicial del Génesis es de donde brota la luz;
de la larga noche de Abrahán es de donde le llega la bendición; de la noche del éxodo
es de donde viene la liberación; de la noche de Yaboc es de donde le viene la
posibilidad de entrar y de introducir a otros en la tierra prometida; y de la noche del
Getsemaní es de donde se deriva la noche de la resurrección.
El hombre se reconstruye manteniéndose firme, resistiendo ante Dios en la
prueba de la noche. El apóstol se construye entrando en el misterio de Dios,
resistiendo ante El, dejándose purificar por El. Son pruebas duras, pero necesarias:
«Tenían que (¡el «dei» griego¡) atravesar muchas tribulaciones para entrar en el reino
de Dios» (Hch 14,22). La tribulación indica la enorme distancia que existe entre el
finito y el infinito, entre el mundo de la lejanía de Dios y el de su cercanía.

d) Las condiciones para la fecundidad de la noche son, al menos, dos:


La primera es la perseverancia. Es necesario no huir de la prueba, no evadirse,
no alienarse en la TV, en el teléfono, en la botella (esto también se da), no volverse a
las «esposas» ni a los «hijos», es decir, a las compensaciones más o menos afectivas
ni a la actividad febril. Si Jacob hubiera vuelto sobre sus pasos, alejándose otra vez
del Yaboc, no habría estado en condiciones de entrar en la tierra prometida ni de
introducir en ella a su familia y a las sucesivas generaciones, ni habría recibido un
nombre nuevo. Quien no tiene el coraje de «mantenerse» ante Dios en la aridez y en
la soledad, se aliena fácilmente o cae en la amargura y en la inquietud, en la
insatisfacción con sus prójimos (¡los superiores!), en la búsqueda de los
reconocimientos humanos, en el escepticismo ante las propuestas «espirituales».
Pero la diferencia entre el activista pastoral y el apóstol consiste sobre todo en
esto: el «técnico» de pastoral no acepta necesariamente la oscuridad y sabe cómo
llenar la noche. Tiene sus propios remedios y sus propios refugios. El apóstol resiste
con paciencia y espera la aurora, porque sabe que es del silencio de donde brota la
Palabra creadora, que es del desierto de donde viene la profecía y que es del misterio
oscuro de Dios de donde viene la luz para el mundo.
La segunda condición es la oración, la actividad por la que Jacob llegó a ser
Israel, el arma con la que es posible luchar con Dios, la fuerza con la que se le puede
arrancar la bendición. Pero, si hay algo difícil en estas circunstancias, es
precisamente la oración, porque entonces se nos muestra como inútil, insípida, sin
sentido y hasta repugnante. Pero es en ella en la que hay que resistir y mantenerse
firme, porque verdaderamente es la última trinchera decisiva. Es en ella, como dice
el libro de la Sabiduría (10,9-12), donde Dios «le dio la victoria en la dura batalla, para
que supiera que la piedad es más fuerte que todo lo demás».
El mundo de nuestros hermanos mayores, los hebreos, ha dado un magnífico
testimonio de este tipo de oración, especialmente en la última guerra mundial, en los
campos de exterminio. En no pocos de ellos, efectivamente, ocurrieron episodios de
horrenda crueldad, de tal naturaleza que impulsaron a nuestros hermanos a clamar

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desafiantemente al Señor: «¡Oh Señor, has hecho todo lo posible para que vacilase
nuestra fe en ti, para que perdiésemos nuestra confianza en ti; pero no lo has
conseguido! ¡Nosotros seguimos creyendo en ti! ¡Nosotros no cedemos! ¡Nosotros
creemos en ti!».
Notamos el tono desafiante de la oración que ha asimilado la lección de la lucha
de Jacob. Es la oración extremosa, que se descubre para los momentos extremos.
Porque es en esas situaciones en las que el Señor desea justamente oír esas
palabras para bendecimos. A veces, semejante oración, que podría rozar la
blasfemia, puede venir de una situación dramática de pecado. Además de recordar a
Jacob, conviene también recordar a san Benito: «¡Y nunca desesperar de la
misericordia de Dios!».
El apóstol, con su capacidad para introducir en la «tierra de Dios», se construye
ahí, en la confrontación tenaz con el misterio de Dios. Porque en esta lucha Dios toma
el volante de la vida, es El quien te pide de pronto que sueltes las manos de la guía
de tu existencia y manifiesta su voluntad de llevarla por sus caminos, con sus criterios
y con su sabiduría. Dios no es entonces la mera y simple culminación de nuestros
sueños, de nuestras metas y de nuestros deseos, sino el protagonista con el que es
necesario sincronizamos.
Él nos golpea y nos hace cojear: pero es mejor ir cojeando detrás de Dios que
ir a la carrera por nuestros senderos más o menos pronosticados. El apóstol es uno
que cojea por los caminos de Dios, pero que es capaz de introducir a otros en el
camino que conduce a la tierra de los vivientes. Se podría decir, con otras palabras,
que la noche representa el paso del antropocentrismo al teocentrismo. La Exhortación
habla del esfuerzo necesario «para dilatar el corazón y abrirlo a la acogida del Señor
y de los hermanos».

e) Partícipes de la agonía de Cristo. En el momento de la prueba conviene no


olvidar que se está participando en la agonía del Señor en este mundo. Y también en
su petición de ayuda: «¿No habéis podido velar ni una hora conmigo?» (Mt 26,40).
También a nosotros nos es lícito pedir ayuda como la pidió El: Jesús busca que le
conforten sus amigos, desea gozar de la cercanía y el consuelo de los hermanos y
hermanas que son capaces de sostenerlo en los momentos de oscuridad y confusión.
Conviene recordar aquí una dimensión y un aspecto muy relevante: hay que
prestar atención fraterna a quien busca ayuda, captar sus demandas silenciosas de
apoyo, percibir el drama, muchas veces oculto y no expresado, de quien está
atravesando momentos de lucha, para ponerse discretamente a su lado y hacerle
sentir que quien se encuentra en la noche no está solo, que el hermano o la hermana
puede ser un valioso apoyo para él.
Pero es necesario no «dormirse» ni encerrarse en la propia concha, sino «estar
atento» a las dificultades del hermano, no para juzgarlo, sino para hacerle vivir la
cercanía humana y espiritual; en el convencimiento de que sufrir por pruebas de este
género no deriva de una falta de fe. Es un proceso de crecimiento en el misterio de
Dios, en la aceptación de Su voluntad salvífica, como lo fue la agonía de Cristo en el

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Huerto de los Olivos. No se puede dejar solos a los que viven cerca de nosotros y
comparten nuestra pasión por la causa del Reino, en un mundo en el que ese Reino
lo perciben como algo escasamente importante, cuando no como irrelevante del todo.
La comunión con los sufrimientos de los hermanos obligados a «sufrir con Cristo, en
un mundo sin Dios», es uno de los gestos más apostólicos que pueden practicarse
hoy en la vida consagrada y en la Iglesia. Sufrir con quien sufre, sobrellevar los unos
las cargas de los otros, sobre todo la carga de la causa de Dios, de su presencia y de
su acción sanante y misericordiosa: ¡esto sí que es una verdadera puesta en práctica
de la fraternidad cristiana!

f) Con María. San Bernardo y san Buenaventura tienen su original interpretación


mariana del episodio de la lucha de Jacob: María está presente en esa lucha con
maternal solicitud por quien ha optado por seguir a su Hijo. San Buenaventura
observa que Jacob recibió la bendición al llegar la aurora. Y añade: «Quien invoca
devotamente a María, la Aurora, no queda defraudado». Es un toque de ternura, de
humanidad y consuelo en un combate que en algunos momentos puede resultar
realmente inhumano sin la presencia maternal de María.
«La persona consagrada –dice la Exhortación–encuentra, además, en la Virgen
una Madre por título muy especial. En efecto, si la nueva maternidad dada a María en
el Calvario es un don a todos los cristianos, adquiere un valor específico para quien
ha consagrado plenamente la propia vida a Cristo. "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19,27):
las palabras de Jesús al discípulo "a quien amaba" (Jn 19,26) asumen una
profundidad particular en la vida de la persona consagrada (...). La Virgen le comunica
aquel amor que permite ofrecer cada día la vida por Cristo, cooperando con El en la
salvación del mundo. Por eso, la relación filial con María es el camino privilegiado
para la fidelidad a la vocación recibida y una ayuda eficacísima para avanzar en ella
y vivirla en plenitud» (VC, 28).

g) El sentido del combate quizás nunca haya sido expuesto de forma tan
sintética, expresiva y elegante como lo hizo san Francisco de Sales, el santo del
optimismo cristiano: «Nunca lucha Dios con nosotros si no es para rendirse a nosotros
y bendecimos». Su sabiduría permite esta prueba para que podamos ser bendecidos
por El, para decirnos que quien ha vencido a Dios no ha de tener miedo a nadie. Los
demás enemigos son irrisorios y las demás dificultades, secundarias. La lucha con
Dios prepara para los otros combates. La victoria con Dios es la premisa de todas las
demás victorias. Consuela saber que Dios lo único que quiere es rendirse a nosotros;
que precisamente El, que en ciertos momentos quiere aparecer como el enemigo, es
en realidad el amigo más cordial que desea darnos la alegría de haberle vencido y de
haberle arrancado la bendición de la misteriosa fecundidad apostólica.

Las tentaciones
El n. 38 de la Exhortación nos recuerda también la necesaria vigilancia frente a
algunas tentaciones típicas de estos años.

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a) En primer lugar, «las grandes tentaciones»: «Es necesario también reconocer
y superar algunas tentaciones que a veces, por insidia del Diablo, se presentan bajo
la apariencia de bien».
Hay que notar que es la única vez que se recuerda la acción del demonio,
presentado como el mentiroso, el que tiñe de bien el mal, el que presenta como
totalidad lo que en verdad es sólo una parte.
Si Dios lucha contigo para hacerte crecer y poder bendecirte, el demonio te
ronda para hacer que pierdas la ruta del servicio de Dios. El demonio se presenta
como el amigo y el aliado de tus buenas intenciones, las secunda, las muestra como
legítimas, las absolutiza de tal manera que tú puedas concentrarte en ellas y olvidarte
de que no estás solamente al servicio de la causa del hombre, sino que estás sobre
todo al servicio de la causa de Dios. La cual, por lo demás y en definitiva, es el
fundamento más sólido de la misma causa del hombre.
Nuestro documento selecciona algunas tentaciones principales. No parecen
referirse tanto a la persona consagrada individual cuanto a algunas tendencias
generales aparecidas en algunos sectores o en algunas áreas geográficas. En
realidad, la lista de las posibles desviaciones es la lista de las unilateralidades de
estos años. La lista se refiere sobre todo a las «desviaciones colectivas», a las
orientaciones culturales que pueden haber contribuido a hacer opciones que
posiblemente han sido capaces de satisfacer, en un primer momento, pero luego se
manifiestan inevitablemente como insuficientes y desilusionantes.
Es un verdadero examen de conciencia, hecho de forma elegante y «caritativa»
(alguien ha comentado que el Santo Padre nos ha tratado demasiado bien). En la
práctica, esas opciones son consecuencia de una «apertura al mundo» un poco
ingenua, que ha llevado a subrayar unilateralmente el conocimiento de la sociedad,
el aprecio por la profesionalidad, la inculturación y la participación en los problemas
de la justicia, dejando a un lado y en la sombra la vigilancia sobre uno mismo, un
cierto distanciamiento de los valores puramente mundanos y la dimensión
trascendente y espiritual.
En concreto se señalan las unilateralidades en las que muchos cristianos se han
implicado, la mayoría de las veces de buena fe, abandonando una parte notable del
mensaje cristiano y que han comprometido con particular intensidad la vida
consagrada. La tentación consiste, al parecer, en tomar la parte por el todo, en
confundir un aspecto positivo con toda la realidad de la vida y del compromiso del
consagrado. El texto es una ayuda para discernir estos «engaños» que, por lo que
parece, están siempre al acecho: confundir el reino del hombre con el reino de Dios.
Pero tampoco conviene olvidar el engaño opuesto, siempre al acecho, y no sólo
en el pasado: pensar en promover el reino de Dios sin prestar ninguna atención a los
problemas del reino del hombre. Son dos tentaciones de signo contrario, pero fruto
del mismo «engaño diabólico», siempre simplificador, siempre dirigido a separar los
dos aspectos del único mandamiento del Amor, alimentando la ilusión de que se
puede amar a Dios sin amar al próximo o amar el prójimo sin amar a Dios.

57
b) La cotidianidad: En este contexto se nos recuerdan oportunamente los
medios tradicionales: el silencio adorante, «la fidelidad a la oración litúrgica y
personal, a los tiempos dedicados a la oración mental y a la contemplación, a la
adoración eucarística, los retiros mensuales y los ejercicios espirituales. Es necesario
también tener presentes los medios ascéticos típicos de la tradición espiritual de la
Iglesia y del propio Instituto» (VC, 38).
Se trata de la llamada, sobria y esencial, a la vigilancia frente a los engaños más
comunes y corrientes que pueden venir del día a día. La Exhortación no se fija sólo
en los grandes combates, que afortunadamente no son frecuentes, sino que señala
también la necesidad del combate diario, de la pequeña lucha de cada día, la
presencia atenta a lo que algunos autores espirituales han llamado la «trilogía
maléfica», es decir, el mundo, el demonio y la carne.
La visión más bien optimista del Santo Padre y la impostación positiva del
documento, que resalta más la luz que la sombra, así como el tono estimulante que
marca las metas más que los peligros, no hacen superflua, sin embargo, una
indicación, aunque sea rápida, de las trampas de la vida diaria, puestas por la
mentalidad en curso, por la misma debilidad humana o por un tentador siempre en
activo.
Tal indicación da un toque de realismo a un documento que no trata sólo de las
«estructuras supremas», sino que quiere ayudar concretamente a las personas
consagradas a caminar hacia Dios, también en nuestro tiempo marcado por el poder
del Espíritu, pero también por la presencia del príncipe de este mundo; caracterizado
por las fuerzas del bien, pero influenciado también por los poderes del mal.
Basta esta sugerencia para que nos sintamos reenviados a la constante
tradición espiritual, ascética y mística, que ha llevado a tantas personas a la
perfección cristiana, dentro y fuera de la vida consagrada.

58
Sexta meditación
La comunidad apostólica

«Después de la Ascensión, gracias al don del Espíritu, se constituyó en tomo a


los Apóstoles una comunidad fraterna, unida en la alabanza a Dios y en una concreta
experiencia de comunión (cf. Hch 2,42-47; 4,32-35). La vida de esta comunidad y,
sobre todo, la experiencia de la plena participación en el misterio vivida por los Doce,
han sido el modelo en el que la Iglesia se ha inspirado siempre que ha querido revivir
el fervor de los orígenes y reanudar su camino en la historia con un renovado vigor
evangélico» (VC, 41).
Dos observaciones preliminares: En primer lugar, el icono de la comunidad
apostólica, fruto del don del Espíritu, es «un lugar obligado» para quien quiera hablar
de la vida comunitaria. Todas o casi todas las iniciativas de reforma en la historia de
la Iglesia y de la vida religiosa han partido de volver a visitar ese «lugar teológico»,
aunque las vías de aplicación que se han extraído de él han tomado muchas
direcciones.

En segundo lugar, la comunidad de los Doce en torno a Jesús se ha visto más


como ejemplo de la intimidad de Jesús con sus discípulos que como modelo de
comunidad fraterna. Más como ejemplo del esfuerzo educativo del Señor para con los
discípulos que de los resultados inmediatos alcanzados con ese esfuerzo. Parecía
demasiado imperfecto ese «grupo» como para ser modelo de una comunidad
fraterna: demasiada confrontación y competitividad entre los Doce, excesivas
perspectivas todavía «humanas, demasiado humanas», como para ser considerados
modelo de fraternidad. En efecto, aún no habían recibido el don del Espíritu y estaban
todavía en fase de «formación»: los frutos vendrían después de Pentecostés.
El modelo privilegiado e indiscutido de la fraternidad cristiana siempre ha sido,
por tanto, la comunidad post-pascual de Jerusalén, constituida después de la venida
del Espíritu, que se inspira en las enseñanzas del Señor Jesús, formada ante todo
gracias a su enseñanza, a su ejemplo, a su oración y a su presencia en medio de los
suyos en la «fracción del pan».
En la vida consagrada, la contemplación frecuente del «icono de la comunidad
de Jerusalén» ha sido casi un lugar común, salvo algunas excepciones, debidas más
a contingencias históricas que a descuido. Es interesante, en este sentido, el caso de
san Francisco de Asís que, aun siendo uno de los promotores más convencidos de la
fraternidad, «olvida» la comunidad de Jerusalén, seguramente debido también al uso
«instrumental» que de ella hacían las diversas formas de vida consagrada (monjes y

59
canónigos regulares), que la convertían en fuente de su específica forma de vida. Y
el «Poverello» no quería entrar en polémica ni competir con nadie.

A imagen de la comunidad apostólica


Merece la pena citar todo el n. 45 por su riqueza expresada con sobriedad y de
forma completa:
«La vida fraterna tiene un papel fundamental en el camino espiritual de las
personas consagradas, sea para su renovación constante, sea para el cumplimiento
de su misión en el mundo. Esto se deduce de las motivaciones teológicas que la
fundamentan, y la misma experiencia lo confirma con creces. Exhorto, por tanto, a los
consagrados y consagradas a cultivarla con tesón, siguiendo el ejemplo de los
primeros cristianos de Jerusalén, que eran asiduos en la escucha de las enseñanzas
de los Apóstoles, en la oración común, en la participación en la eucaristía, y en el
compartir los bienes de la naturaleza y de la gracia (cf. Hch 2, 42-47). Exhorto sobre
todo a los religiosos, a las religiosas y a los miembros de las Sociedades de vida
apostólica, a vivir sin reservas el amor mutuo y a manifestarlo de la manera más
adecuada a la naturaleza del propio Instituto, para que cada comunidad se muestre
como signo luminoso de la nueva Jerusalén, "morada de Dios con los hombres" (Ap
21,3). En efecto, toda la Iglesia espera mucho del testimonio de comunidades ricas
"de gozo y del Espíritu Santo" (Hch 13,52). Desea poner ante el mundo el ejemplo de
comunidades en las que la atención recíproca ayuda a superar la soledad, y la
comunicación contribuye a que todos se sientan corresponsables; en las que el
perdón cicatriza las heridas, reforzando en cada uno el propósito de la comunión. En
comunidades de este tipo la naturaleza del carisma encauza las energías, sostiene la
fidelidad y orienta el trabajo apostólico de todos hacia la única misión. Para presentar
a la humanidad de hoy su verdadero rostro, la Iglesia tiene urgente necesidad de
semejantes comunidades fraternas. Su misma existencia representa una contribución
a la nueva evangelización, puesto que muestra de manera fehaciente y concreta los
frutos del "mandamiento nuevo"».
Es un párrafo hermoso que rescata cierta escasez de tratamiento del tema de la
comunidad en la Exhortación; escasez comprensible, ya que toda esta materia queda
remitida al documento sobre «la vida fraterna en comunidad», publicado poco antes
del Sínodo con el título Congregavit nos in unum. Se puede decir con razón que todo
este documento ha sido prácticamente recibido por la Exhortación, tanto que se le
debe considerar como un anejo necesario para comprender adecuadamente la
segunda parte dedicada a la fraternidad y que lleva por título,
significativamente, Signum fraternitatis. Así que, para un tratamiento que refleje el
espíritu de esta segunda parte de la Exhortación, es necesario referirse también al
documento «anejo».

Para presentar el verdadero rostro de la Iglesia

60
El verdadero rostro de la Iglesia se presenta en la segunda parte de la
Exhortación como el de una comunidad de hermanos. A la primera comunidad de
Jerusalén la describe Lucas, en efecto, como la realización de la humanidad nueva,
fraterna y pacífica, solidaria y gozosa, reconstruida por la acción de Cristo y hecha
posible por la venida del Espíritu. Lucas dice también claramente que la nueva
humanidad, que tiene en la fraternidad su elemento visible más convincente, una
humanidad que es presentada como anticipación de la nueva Jerusalén, sólo es
posible gracias a la acción del Espíritu.
Si las comunidades humanas se construyen generalmente sobre la
competitividad, sobre el dominio del más fuerte sobre el más débil o, al menos, sobre
el conflicto de intereses, la comunidad de Jerusalén, que realiza el «sueño» o el
proyecto de Dios, es tal porque la ha hecho posible el Espíritu Santo, que es la Ley
nueva, el vínculo que aúna los corazones entre sí. Esta unión crea fraternidad,
produce hombres y mujeres «llenos de gozo y de Espíritu Santo», personas
renovadas capaces de superar el espíritu de posesión y competitividad que
desacredita la mayoría de las convivencias humanas.
La comunidad religiosa, formada por personas consagradas que se dedican
enteramente a las cosas de Dios, es prolongación de la primera comunidad y se
convierte en una realización visible, aunque obviamente imperfecta, de la nueva
humanidad y es, por tanto, una visibilización del verdadero rostro de la Iglesia. El
esfuerzo por construir una comunidad fraterna es, pues, una obligación importante
incluso desde el punto de vista apostólico, dado que «la Iglesia tiene urgente
necesidad de semejantes comunidades fraternas. Su misma existencia representa
una contribución a la nueva evangelización» (VC, 45). Por eso, la construcción de
comunidades fraternas forma parte de la misión de la vida religiosa y es uno de los
elementos que, junto a la consagración y a la misión específica, constituyen la misión
de la vida religiosa.
Pero el Espíritu Santo, que hace posible una vida fraterna de este tipo, es un
don que viene de lo alto y semejante «don del Altísimo» se ha de pedir. La
consecuencia de esto es simple y comprometedora: para ser hermano hay que pedir
este don en intensa oración. La Iglesia, como toda comunidad, para ser fraterna debe
pedir el don del Espíritu «con perseverancia y con unidad de objetivos», como
constantemente dice Lucas. La primera condición para realizar una comunidad
fraterna es, en consecuencia, la oración incesante y unánime.
Todo esto nos transporta a un clima «teologal» que es el que nos permite entrar
en el misterio de la comunidad religiosa. Para acercarnos al misterio de la fraternidad
cristiana hemos de adquirir, por tanto, una mirada teologal, es decir, penetrada de fe,
esperanza y caridad.

Una mirada teologal


Mirada de fe: mis hermanos y hermanas, esos que con sus rostros concretos,
sus limitaciones, sus pequeñas manías y sus virtudes viven a mi lado y comparten
conmigo la existencia, han sido amados por Cristo con amor particular, son

61
«convocados» por el amor de Cristo, han respondido a ese amor y llevan consigo la
gran dignidad de personas elegidas y predilectas del Señor Jesús: «Venerad en
vosotros el templo de Dios» afirmaba san Agustín, contemplando las maravillas que
el Señor realiza en los hermanos. ¡En estas personas está la acción del Espíritu, que
es el vínculo del Amor que une al Padre y al Hijo, que une a cada una de ellas con el
Padre y el Hijo y que las une entre sí! En las personas y en la comunidad actúa el
Espíritu que distribuye la diversidad, para hacer a su Iglesia diversa y bella, preparada
para toda obra buena y para cualquier servicio.
¿Cómo no superar las naturales dificultades si contemplamos los dones del
Espíritu y la presencia del amor de Cristo, siempre activo en nuestra comunidad? La
mirada de fe lee en profundidad las maravillas que realiza el Señor, más allá de las
limitaciones de toda criatura, y sabe dar gracias y alegrarse por el don de hermanos
y hermanas que han sido motivados por el mismo amor.

Mirada de esperanza: los resultados del esfuerzo por construir la fraternidad no


siempre son visibles y palpables. Siempre hay en la comunidad algo de «incompleto»,
siempre hay alguna carencia, a pesar de todo el esfuerzo que se ponga. Nosotros
querríamos una comunidad bella, luminosa, para «descansar en su seno y ser
nutridos por ella»; pero hemos de aceptar la actual «economía de la salvación», que
está marcada por el sello de la gradualidad y de la espera de los tiempos de Dios.
Por este motivo, el esfuerzo por construir la comunidad debe ser incesante, no
debe dejarse debilitar por los no siempre brillantes resultados inmediatos, porque el
estatuto normal de toda realidad humana es siempre lo inacabado y remite siempre
al «todavía no». La comunidad verdadera y perfecta será, de hecho, la definitiva, la
escatológica, la que tendremos con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. De ahí la
seguridad de que todo esfuerzo favorable a la construcción de la fraternidad no es
esfuerzo perdido.
Desde este punto de vista, dos son los principales enemigos de la comunidad:
el perfeccionismo y la resignación.
El perfeccionismo rigorista tiende a presentar modelos de vida fraterna
irrealizables, como si la fraternidad fuera una realidad geométrica, programable
racionalmente, realizada por robots, en la que no tendría lugar la persona real, de
carne y hueso, con virtudes y defectos. Compararse continuamente con un ideal
abstracto de comunidad perfecta, construido muchas veces según los propios
cánones, es altamente desanimante cuando se echa una mirada a las realizaciones
del día a día.
El segundo es la resignación a una situación que se considera irremediable e
irreversiblemente inmodificable. Con esta postura uno se conforma, se acomoda, deja
de introducir gérmenes de mejora y vive en el escepticismo que no produce nada
positivo. Nuestras comunidades siempre serán realizaciones imperfectas e
incompletas de un gran ideal: así se podrá desear con rigurosa sinceridad la
comunidad perfecta, la definitiva, la que tendrá lugar en la comunión dichosa con la
feliz y felicitante Trinidad y con los ángeles y santos del cielo.

62
La esperanza nos dice que ningún esfuerzo emprendido para construir una
comunidad se pierde y que la Iglesia necesita nuestras comunidades, aunque nunca
sean como las deseamos.

Mirada de caridad: la vida religiosa siempre se ha considerado una «escuela de


amor», una elevada forma establecida en la que se aprende a amar a Dios, a los
hermanos, a las hermanas y a la humanidad. Esto implica un itinerario, un aprendizaje
progresivo, un crecimiento, el paso de una capacidad de amar menos perfecta a otra
cada vez más perfecta. Y aquí conviene advertir que también en la vida consagrada
la caridad tiene la primacía sobre cualquier otra realidad; «es lo primero» que hay que
aprender «lo primero». Lo absoluto no son los resultados, aunque sean necesarios
(pero no a cualquier precio), sino el amor que ponemos en lo que hacemos; este amor
sí es siempre necesario (¡y a cualquier precio!). Esto no significa una descalificación
de la profesionalidad ni de la eficiencia, sino una llamada a lo esencial de la vida
cristiana.
Crecer en el amor es el «primum propter quod», la primera finalidad del vivir
juntos, es la primera razón del vivir como cristianos. Olvidar esto es olvidar la vida
cristiana. Tanto más, es olvidar la vida consagrada a Dios, que es Padre de todos.
Una de las expresiones de este amor es su capacidad de perdón y reconciliación, la
disponibilidad a dejarse perdonar: «el perdón cicatriza las heridas» dice el n. 45 de la
Exhortación, siguiendo la huella de innumerables experiencias.
Un fraudulento enemigo de la caridad es el idealismo respecto a las
expectativas sobre nuestros hermanos y hermanas de Instituto. Hay que aceptarlos
como son y no confrontarlos con lo que deberían ser, la mayoría de las veces según
la proyección de nuestros propios deseos.
Amiga de la caridad es la alegría, que procede de la gratitud y del
agradecimiento por el don de la vocación, de un corazón libre de trabas que me
permite considerar a mi comunidad concreta como «mi» familia a construir día a día.
Una familia de la que soy más «constructor» que «consumidor».
Amiga de la caridad es la atención a la soledad de quien se encuentra cerca de
nosotros, a sus dificultades, a las causas de su tristeza y sus silencios.
Amiga de la caridad es la humildad, es decir, el conocimiento de la propia
realidad personal, que está hecha de limitaciones y defectos, de omisiones y roces,
incluso involuntarios, y que es la conciencia de que mientras yo me juzgo por la
bondad de mis intenciones, los demás me valoran por la consistencia objetiva de mis
acciones.
Sin humildad es difícil aceptar las humillaciones que voluntaria o
involuntariamente los demás te infligen: los malos humores, las tosquedades, las
dificultades interiores, las revanchas y los resentimientos siempre hieren. Pero el
humilde no se sorprende: recuerda más bien que «soportar el peso los unos de los
otros es cumplir la ley de Cristo» (cf. Gal 6,2), es ser su discípulo y crecer en la
fraternidad y construir la comunidad.

63
Y todo sazonado por el buen humor, por la capacidad de desdramatizar, por la
tendencia a descubrir y resaltar más los aspectos positivos que los negativos, por el
empeño por acrecentar el buen carácter, por procurar no ser una carga para los
demás y, si es posible, sazonado todo ello por el humor, ¡principalmente para con
nosotros mismos!

Una mirada sobre las propias responsabilidades


Del don del Espíritu se deriva la obligación del compromiso por construir la
fraternidad. Después de la mirada teologal es necesario también aguzar la vista sobre
la propia responsabilidad, es decir, sobre lo que en otro tiempo se llamaba la
dimensión ascética. «Una comunidad sin mística es un cuerpo sin alma, pero sin
ascética es un "alma sin cuerpo"», lo dice «Congregavit nos in unum». De ahí la
exigencia de subrayar la necesidad de mirar dentro, de suscitar la responsabilidad
personal en la construcción de la comunidad, la cual nunca es una «hipóstasis» que
vive por sí misma, sino algo que depende también de mí.
Esto quiere decir que la santidad personal de una persona consagrada, que vive
en comunidad, pasa también por la construcción de la fraternidad. Por lo demás, la
santidad cristiana nunca es un camino solamente individual: siempre tiene una
dimensión comunitaria, fraterna, puesto que nadie es una isla en la Iglesia, nadie en
ella puede fingir que no existen los hermanos y hermanas a su lado, con sus
necesidades, sus exigencias más o menos implícitas y sus demandas. Con mayor
razón vale esto para quien vive en comunidad.
En nuestro mundo occidental es demasiado evidente que el obstáculo principal
a la fraternidad es el individualismo, con sus disfraces y metamorfosis, tales «como la
necesidad de protagonismo y la insistencia exagerada en el propio bienestar físico,
psíquico y profesional, la preferencia por el trabajo por cuenta propia o por el trabajo
prestigioso y avalado por la firma y la prioridad absoluta que se da a las aspiraciones
personales y al propio camino individual sin preocupación alguna por los demás y sin
atención a la comunidad»: así de claro se pronuncia el documento «Congregavit nos
in unum» en su n. 39.
Es necesario asumir un camino serio de liberación que nos haga pasar del
hombre viejo, incurvado sobre sí mismo, al hombre nuevo, abierto a los demás, de
nuestras cosas a las de Cristo, del yo al nosotros, en una perspectiva pascual de
tránsito del narcisismo al interés por el bien común. Y así sucesivamente concretando
situaciones.
Podemos remontarnos a las «virtudes cardinales» que tenemos que cultivar
para acrecentar la fraternidad:

– La fortaleza: es quizá la virtud que hoy más ha desaparecido de las


comunidades, ya que se han hecho, al menos por lo que parece, «incapaces de
tolerar la más mínima molestia», propensas a lamentarse, a recriminar, a mostrarse
incapaces de soportar la más pequeña contrariedad y dificultad. Pero san Bernardo,

64
ya entonces, llamaba a los que vivían en comunidad «genus fortissimum», raza
particularmente fuerte y robusta, capaz de superar generosamente los pequeños y
grandes conflictos diarios. Sin tomar en cuenta los inconvenientes y la monotonía de
la continua y gris convivencia.
El desgaste de la vida en común requiere considerables recursos internos: y por
eso, la fortaleza se convierte en mansedumbre. Efectivamente, la mansedumbre es
la expresión más alta de fortaleza según la Nueva Ley. A estas «personas mansas de
gran fortaleza» se les ha dado la «posesión de la tierra», es decir, la conquista pacífica
y amable del corazón de los hermanos. Dichosos los mansos porque poseerán la
tierra, es decir, el corazón de los hermanos, contribuyendo a construir una comunidad
fraterna.

– La prudencia: para una vida fraterna es necesario también descubrir las


virtudes humanas, o «las cualidades exigidas en todas las relaciones humanas:
educación, respeto, sinceridad, dominio de sí, delicadeza (...), alegre simplicidad, la
transparencia y la mutua confianza, la capacidad de diálogo, la adhesión sincera a
una benéfica disciplina comunitaria» (Congregavit nos in unum, n. 27).
Y conviene recordar también la alegría, vivida y testimoniada: «es muy
importante cultivar esa alegría en la comunidad religiosa; el mucho trabajo la puede
sofocar, el celo excesivo por algunas causas la puede olvidar, el interrogarse
continuamente acerca de la propia identidad y el propio futuro la puede nublar. Pero
el divertirse juntos, el permitirse momentos de descanso personales y comunitarios,
el alejarse de vez en cuando del trabajo, el alegrarse con la alegría de los hermanos
y hermanas, la entrega confiada al trabajo apostólico, el afrontar con misericordia las
situaciones, el ir al encuentro del Señor en el futuro con la esperanza de encontrarlo
siempre y de cualquier manera; todo esto potencia la serenidad, la paz y la alegría.
La alegría es un magnífico testimonio de la calidad evangélica de una comunidad
religiosa, meta de un camino no exento de tribulaciones, pero alcanzable por la ayuda
de la oración: "Alegraos con la esperanza, sed pacientes en el sufrimiento,
persistentes en la oración" (Rom 12,12)» («Congregavir nos in umnum», n. 28).

— La justicia: es fácil que en la vida consagrada haya también alguien que sea
«más igual que otros». En nombre de cometidos especiales, alguien puede disponer
de forma desigual e irritante de medios no estrictamente necesarios y condicionar el
nivel de vida de los demás. Esta desigualdad daña la comunidad: «la posibilidad de
disponer de dinero, como si fuera propio, ya sea para sí o para los propios familiares,
y un estilo de vida demasiado diferente del de los hermanos y de la sociedad pobre
en que muchas veces se vive, hieren y debilitan la vida fraterna» («Congregavit... »,
n. 44).
Pero también existe la justicia para con la propia identidad carismática y para
con las obligaciones comunitarias. Hay situaciones que representan una falta de
justicia respecto del deber de cultivar una identidad clara; así «la tendencia a lo
genérico» en el modo de insertarse en la Iglesia local, de dejarse atraer por

65
movimientos eclesiales que exponen al peligro de la «doble pertenencia» y de
adaptarse al estilo de vida laical «confundiéndose con los laicos, asumiendo su modo
de ver y de actuar y limitando la aportación de la propia
consagración» («Congregavit... », n. 46).

— La templanza: hay que practicarla respecto de los propios deseos


desmesurados de autoafirmación, de autoestima demasiado elevada y, en
consecuencia, de reconocimiento por cada cosa que se hace. ¡Incluso para evitar las
frustraciones y los malos humores que se desatan por no verse reconocido como se
quisiera! Existe también el problema de la libertad afectiva, «gracias a la cual la
persona consagrada ama su vocación y ama según su vocación. Es precisamente
esta libertad y madurez la que ayuda a vivir bien la afectividad dentro y fuera de la
comunidad. Amar según la propia vocación es amar con el estilo de quien desea ser
en toda relación humana signo claro del amor de Dios, de quien ni invade, ni se
apropia, sino que respeta y desea el bien del otro con la misma benevolencia de
Dios» («Congregavit... », n. 37). Es importante que exista una rica y cordial vida
fraterna que asista al hermano necesitado de ayuda: «Si para vivir en comunidad es
necesaria cierta madurez, para la madurez del religioso es necesaria una cordial vida
fraterna, con un amor que comparta los miedos y los gozos, las dificultades y las
esperanzas, con el calor propio de un corazón nuevo que sabe acoger a la persona
entera» («Congregavit... », n. 37).
Una vida fraterna, construida por el Espíritu Santo y la buena voluntad, en la que
las dimensiones teológica y antropológica se dan la mano en una eficaz sinergia
«teándrica», o sea, divino-humana, añade nuevos elementos a la «confesión de la
Trinidad» en que consiste la vida consagrada: «la vida fraterna, en virtud de la cual
las personas consagradas se esfuerzan por vivir en Cristo con "un solo corazón y una
sola alma" (Hch 4,32), se propone como elocuente manifestación trinitaria. La vida
fraterna manifiesta al Padre, que quiere hacer de todos los hombres una sola familia;
manifiesta al Hijo encarnado, que reúne a los redimidos en la unidad, mostrando el
camino con su ejemplo, su oración, sus palabras y, sobre todo, con su muerte, fuente
de reconciliación para los hombres divididos y dispersos; manifiesta al Espíritu
Santo como principio de unidad en la Iglesia, donde no cesa de suscitar familias
espirituales y comunidades fraternas» (VC, 21).

Una mirada eclesial


Según el testimonio de Santa Catalina de Siena, el Señor le habría dicho: «Yo
habría podido crear a los seres humanos de manera que todos gozaran de todo, pero
he preferido dar dones distintos a personas diversas, para que así todos tuvieran
necesidad unos de otros». Ya san Gregorio Magno había escrito: «Dios ha creado a
los hombres como a las naciones de la tierra. El habría podido conceder a todas las
naciones todos los frutos, pero si una nación no tuviera necesidad de los frutos de la
otra, no se establecería ninguna comunión entre ellas. Lo que tiene sentido para las
naciones de la tierra, lo tiene mucho más para los hombres, que, intercambiando lo

66
que han recibido como hacen las naciones con los productos de la tierra, tienden a
encontrarse en la nueva caridad» (Comentario a Ezequiel).
La vida consagrada no vive aislada, es parte de la Iglesia, vive dentro de ella
junto a los otros componentes eclesiales. A ella se le confía la tarea de mantener viva
la conciencia de la mutua dependencia, de la necesidad de integración, de la
conciencia de los propios dones que han de ponerse en común y de las propias
limitaciones que piden la ayuda de los demás: «A la vida consagrada se le asigna
también un papel importante a la luz de la doctrina sobre la Iglesia-comunión,
propuesta con tanto énfasis por el concilio Vaticano H. Se pide a las personas
consagradas que sean verdaderamente expertas en comunión, que vivan la
respectiva espiritualidad como "testigos y artífices de aquel proyecto de comunión que
constituye la cima de la historia del hombre según Dios". El sentido de la comunión
eclesial, al desarrollarse como una espiritualidad de comunión, promueve un modo
de pensar, decir y obrar, que hace crecer la Iglesia en hondura y en extensión» (VC,
46).
Si la comunión es la realidad que ha de salir a la luz para dar el sentido de lo
que es la Iglesia en su realidad más profunda y misteriosa, la vida consagrada recibe
la función de mantener viva esa dimensión con la fuerza que dimana del testimonio
de sus comunidades, donde no sólo se comparten los fines, sino también la propia
existencia.
Se puede tener hasta un poco de miedo viendo honestamente este panorama
programático, en especial si vemos el retraso en este terreno de algunas (¿todavía
demasiadas?) comunidades. «Comprometidos en el diálogo con todos», reza el título
de una de las secciones de la tercera parte de la Exhortación: lo exige la espiritualidad
de comunión, lo exige la Iglesia por sus responsabilidades misioneras, lo exige la
misma naturaleza de la vida fraterna, el gran ideal de los fundadores, ideal
continuamente asumido y buscado por las sucesivas generaciones, símbolo de un
gran sueño enraizado en el secreto del corazón humano, a saber, el sueño de una
humanidad fraterna y solidaria.

Una mirada a la sociedad


El cometido de hacer crecer la espiritualidad de la comunión es particularmente
urgente allí «donde el mundo de hoy está desgarrado por el odio étnico o las locuras
homicidas. (...) Las comunidades de vida consagrada son enviadas a anunciar con el
testimonio de la propia vida el valor de la fraternidad cristiana y la fuerza
transformadora de la buena nueva» (VC, 51). Y viene a continuación una indicación
bastante concreta que hemos de tener presente constantemente: «Particularmente
los institutos internacionales, en esta época caracterizada por la dimensión mundial
de los problemas y, al mismo tiempo, por el retorno de los ídolos del nacionalismo,
tienen el cometido de dar testimonio y de mantener siempre vivo el sentido de la
comunión entre los pueblos, las razas y las culturas. En un clima de fraternidad, la
apertura a la dimensión mundial de los problemas no ahogará la riqueza de los dones
particulares, y la afirmación de una característica particular no creará contrastes con

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las otras ni atentará a la unidad. Los Institutos internacionales pueden hacer esto con
eficacia, al tener ellos mismos que enfrentarse creativamente al reto de la
inculturación y conservar al mismo tiempo su propia identidad» (VC, 51).
No puede decirse que el Papa no estime la vida consagrada. Contenta por tanto
aprecio, ella sólo puede sentir la necesidad de someterse a algunas revisiones
necesarias para no defraudar unas expectativas tan decisivas y comprometedoras.

Un solo corazón
Gregorio de Niza esboza un breve y convincente perfil de la vida fraterna: «Entre
todas las palabras que Jesús dirige al Padre y las gracias que concede, hay una que
es la más importante y que resume todas. Aquella con la que Cristo llama a todos los
suyos a que estén siempre unidos en la solución de los problemas y en la
determinación del bien que ha de hacerse; a considerarse un solo corazón y una sola
alma y a valorar esta unión como el único y solo bien; a fusionarse en la unidad del
Espíritu con el vínculo de la paz; a formar un solo cuerpo y un solo espíritu; a
responder a una única vocación, animados por una misma esperanza» (Comentario
al Cantar de los cantares).

68
Séptima meditación

Jesús en la sinagoga de Nazaret


«En los comienzos de su ministerio, Jesús proclama, en la sinagoga de Nazaret, que
el Espíritu lo ha consagrado para llevar a los pobres la buena nueva, para anunciar la
liberación a los cautivos, restituir la vista a los ciegos, dar la libertad a los oprimidos,
y predicar un año de gracia del Señor (cf. Lc 4,16-19), Haciendo propia la misión del
Señor, la Iglesia anuncia el evangelio a todos los hombres y mujeres, para su
salvación integral» (VC, 82).
«A imagen de Jesús, el Hijo predilecto "a quien el Padre ha santificado y enviado
al mundo" (Jn 10,36), también aquellos a quienes Dios llama para que le sigan son
consagrados y enviados al mundo para imitar su ejemplo y continuar su misión. Esto
vale fundamentalmente para todo discípulo. Pero es válido en especial para cuantos
son llamados a seguir a Cristo "más de cerca" en la forma característica de la vida
consagrada, haciendo de El el "todo" de su existencia. En su llamada está incluida,
por tanto, la tarea de dedicarse totalmente a la misión; más aún, la misma vida
consagrada, bajo la acción del Espíritu Santo, que es la fuente de toda vocación y de
todo carisma, se hace misión, como lo ha sido la vida entera de Jesús» (VC, 72).

Consagrados y enviados al mundo


Podemos hacer aquí una breve llamada de atención sobre cómo la Exhortación
ve la misión. La misión de la vida consagrada consta de tres elementos: la
consagración, la misión específica y, como cosa propia de la vida religiosa, la vida
fraterna en comunidad. Esta visión está destinada a superar muchas tensiones y
concepciones unilaterales, además de a dar una identidad bien definida a la misión
de la vida consagrada.
La consagración es, pues, el primer elemento constitutivo de la misión. Si es
verdad que la «nueva y peculiar consagración» permite reproducir la forma de vida
de Cristo, entonces la misma consagración, por el hecho de representar a Cristo
«casto, pobre, obediente, orante y misionero», se convierte en el primer elemento
constitutivo de la misión. Ser como Jesús en medio de este mundo, que en más de
un lugar lo está olvidando, contribuye a mantener viva su memoria y es ya en sí un
anuncio fuerte de su permanente presencia, anuncio que a veces puede resultar
provocativo. Esta forma de vida tan insólita para los criterios habituales de realización
personal, tan extraña a los ideales dominantes y tan lejana de los objetivos que la
sociedad actual persigue ordinariamente, induce, sin duda alguna más que cualquier
otra palabra o forma de propaganda, e inducirá cada vez más, a hacerse y a hacer
preguntas.

69
Una existencia auténtica, insólita y alegre, tanto más cuanto más
indiscutiblemente pueda presentarse como tal, es como una credencial sólida para la
misión. En esto el tiempo hace justicia: las formas más marcadamente publicitarias,
aunque pueden impresionar al momento, difícilmente resisten el desgaste de la
verificación cotidiana.
En el evangelio de Juan (20,22), Jesús envía a los discípulos (y no sólo a los
apóstoles, a los Doce): «Igual que el Padre me ha enviado a mí, os envío yo también
a vosotros». Brown comenta: «Es un mandato en gran manera comparable al
mandato apostólico dirigido a los Doce, que describe el evangelio de Lucas (24,46-
49). Por este mandato, en Juan, es paradigmático el envío de Jesús por el Padre con
todas las finalidades implícitas en él, por ejemplo, comunicar vida, luz y verdad. Lo
mismo que el Padre estaba presente en el Hijo durante su misión ("quien me ve a mí
ve al que me ha enviado", 12,45), así también ahora los discípulos deben manifestar
en su misión la presencia de Jesús, hasta el punto de que pueda decirse que quien
ve a los discípulos ve a Jesús que los ha enviado». Los discípulos consiguen esto
haciendo lo que hizo Jesús, reproduciendo sus sentimientos, sus actitudes, diciendo
sus palabras, imitando sus gestos, pero también y de manera vigorosa haciendo
presente su peculiar «forma de vida», plasmada en los consejos, los cuales no son
más que una expresión concreta y tangible de su total entrega al Padre y a los
hermanos.
Hay que notar que la «forma de vida casta, pobre y obediente» no se entiende
como una realización ascética, sino más bien como el modo más elevado y completo
de expresar la entrega a la misión, es decir, de dedicar la propia vida «a Dios y a los
hermanos». Efectivamente, si los consejos evangélicos hacen referencia a Dios,
también están referidos, y con no menor elocuencia, a los hermanos, puesto que de
hecho capacitan para servir mejor tanto a Dios como a los hermanos. «No se puede
negar, además, que la práctica de los consejos evangélicos sea un modo
particularmente íntimo y fecundo de participar también en la misión de Cristo,
siguiendo el ejemplo de María de Nazaret, primera discípula, la cual aceptó ponerse
al servicio del plan divino en la donación total de sí misma. Toda misión comienza con
la misma actitud manifestada por María en la anunciación: "He aquí la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38)» (VC, 18).
La historia ha demostrado con los hechos cuántas energías ha liberado para la
misión la consagración religiosa: quien no tiene que pensar en una familia propia,
quien no va tras su promoción personal o una profesión retribuida, está en las mejores
condiciones para dedicarse a las causas más nobles y menos apreciadas, es decir,
aquellas que la gran mayoría apetece menos. Tiene la posibilidad de estar disponible
para la misión. Si luego no lo hace, es un «mendacium in re», una mentira en
contraste con su ser. Estar consagrados significa objetivamente estar disponibles a
tope para la misión: los testimonios de la historia pasada y presente son, sobre este
punto, incontables. Así pues, tanto por motivos teológicos como por motivos de
eficiencia apostólica, la misión encuentra en la consagración una inmensa reserva de
energías.

70
Un segundo elemento constitutivo de la misión de la vida consagrada es
la misión específica que caracteriza a cada Instituto. Si la consagración religiosa
distingue la misión de las personas consagradas de la misión de los laicos, la misión
específica distingue un Instituto de otro. Mejor aún: si la consagración religiosa hace
presente la forma de vida de Cristo, la misión específica hace presente un peculiar
«misterio de Cristo», una «especificación de Cristo», gracias a un «carisma» peculiar.
Con esto retomamos la enseñanza conciliar, según la cual las formas concretas de
vida religiosa prolongan los misterios de Cristo: «Pongan, pues, especial solicitud los
religiosos en que, por ellos, la Iglesia muestre mejor cada día a fieles e infieles, el
Cristo, ya sea entregado a la contemplación en el monte, ya sea anunciando el Reino
de Dios a las turbas, sanando enfermos y heridos, convirtiendo los pecadores a una
vida correcta, bendiciendo a los niños, haciendo el bien a todos, siempre obediente a
la voluntad del Padre que le envió» (LG, 46).
La Exhortación subraya muchas veces la necesidad de la fidelidad a la misión
específica, tanto por motivos teológicos como por motivos misioneros: la Iglesia, en
efecto, tiene necesidad de cuerpos especializados, no de un indistinto universo de
personas «genéricas». El Santo Padre no impulsa en absoluto ningún tipo de
«genericismo». Precisamente para estar en condiciones de afrontar los retos de
nuestro tiempo, la Iglesia ve la necesidad de especializaciones, de profesionalidad,
de creatividad lúcida y competente o, como se ha dicho en más de una parte, de
fidelidad dinámica y creativa al propio carisma. Se incluye aquí la necesidad de una
sólida espiritualidad de la acción y de una específica espiritualidad del servicio.

Un tercer elemento de la misión de la vida consagrada religiosa es la vida


fraterna en comunidad que, como ya hemos visto, no es algo accesorio, sino un
elemento esencial de la vida religiosa, sobre todo por su gran fuerza testimonial. Pero
también, hay que añadir, por su no irrelevante contribución a la perseverancia de las
personas consagradas, enviadas a un mundo o a unos ambientes y circunstancias
cada vez menos propicios para sostenerlas en su papel comprometido de ser signos
vivos de Cristo vivo: «La vida religiosa será, pues, tanto más apostólica, cuanto más
íntima sea la entrega al Señor Jesús, más fraterna la vida comunitaria y más ardiente
el compromiso en la misión específica del Instituto» (VC, 72).
Esta visión global o, como hoy se la llama, «holística», de la misión impide, por
una parte, ver la misión sólo en el hacer y, por otra parte, impide considerar la
consagración como algo reservado sólo a la dimensión espiritual o a la vida
contemplativa o al «ser»: «Se debe, pues, afirmar que la misión es esencial para cada
Instituto, no solamente en los de vida apostólica activa, sino también en los de vida
contemplativa. En efecto, antes que en las obras exteriores, la misión se lleva a cabo
en el hacer presente a Cristo en el mundo mediante el testimonio personal. Cuanto
más se deja conformar a Cristo, más lo hace presente y operante en el mundo para
la salvación de los hombres» (VC, 72).

71
Una feliz síntesis de estos elementos aparece ya en la primera parte de la
Exhortación: «La vida consagrada "imita más de cerca y hace presente
continuamente en la Iglesia", por impulso del Espíritu Santo, la forma de vida que
Jesús, supremo consagrado y misionero del Padre para su Reino, abrazó y propuso
a los discípulos que lo seguían (cf. Mt 4,18-22; Mc 1,16-20; Lc 5,10-11; Jn 15,16). A
la luz de la consagración de Jesús, es posible descubrir en la iniciativa del Padre,
fuente de toda santidad, el principio originario de la vida consagrada. En efecto, Jesús
mismo es aquel que Dios "ungió con el Espíritu Santo y con poder" (Hch 10,38), "aquel
a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo" (Jn 10,36). Acogiendo la
consagración del Padre, el Hijo a su vez se consagra a El por la humanidad (cf. Jn
17,19). (...) Verdaderamente la vida consagrada es memoria viviente del modo de
existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los
hermanos. Es tradición viviente de la vida y del mensaje del Salvador» (VC, 22).

Ante los desafíos de nuestro tiempo


«La vida consagrada tiene la misión profética de recordar y servir el designio de
Dios sobre los hombres, tal como ha sido anunciado por las Escrituras y como se
desprende de una atenta lectura de los signos de la acción providencial de Dios en la
historia» (VC, 73). Estamos aquí ante el gran interrogante de la misión actual: «¿Qué
hacer?» ¿Cómo estar en misión en este tiempo nuestro tan difícil de captar en muchos
aspectos? Nuestro texto comienza a dar una primera respuesta, que sitúa el problema
en sus términos exactos, afirmando las dos obligaciones fundamentales: anunciar el
designio de Dios y discernir los signos de los tiempos.

a) Anunciar el designio de Dios


El primer anuncio, por tanto, lo hace la vida consagrada con su misma
existencia, con la misión específica y con la vida fraterna: esto es constitutivo de su
mismo ser y de su actuar. Nada es tan elocuente como una vida que se gasta alegre
y tranquilamente para hacer presente al Señor Jesús en medio de nuestro mundo.
Esto exige muchas veces coraje, «parresía», para ir contra corriente y no dejarse
arrastrar por la realidad mundana, la mayoría de las veces sofisticada, y que se cree
progresista porque piensa que ha superado el cristianismo y ha alcanzado una forma
más madura de auto-conciencia y de existencia. Con una liberación de los modelos
tradicionales y, tantas veces, con un gran vacío en el corazón.
Mantenerse fiel a la propia forma de vida es ya un acto de amor a Jesucristo, es
una proclamación de que «Cristo es todo para nosotros». Pero vale la pena hacemos
ahora unas preguntas: ¿tenemos todavía la pasión por «expresar» a Jesús, por
explicitar y anunciar que El es el Salvador, que la fe en El no sólo es necesaria, sino
dulce y suave, que hace más amable la existencia, que no existen concepciones del
mundo que puedan sustituirlo, que El es el amor mismo de Dios hecho visible? ¿Nos
sirven las dificultades del anuncio de impedimento, nos frenan o, por el contrario,
refuerzan nuestro compromiso y estimulan nuestra creatividad?

72
Debemos no olvidar que en la base de la misión está esa pasión, ese deseo
ardiente de dar a conocer a Jesucristo y de hacerlo amar. En el origen de las grandes
empresas misioneras, como de sus grandes proyectos, hay un incontenible amor por
el Señor, para que sea conocido y amado.
Siempre está latente, en nuestra sociedad y en nuestro tiempo, y en nosotros
que vivimos en ellos, el peligro de que las comodidades debiliten ese ímpetu, las
dificultades del anuncio lo frenen, la desaparición de algunas formas tradicionales lo
aminoren, las muchas ocupaciones pongan sordina al «¡Ay de mí si no evangelizo!»
Pueden existir muchas motivaciones que, en determinadas circunstancias, nos hagan
sercautos en el anuncio, pero no hay motivación alguna que justifique la carencia de
un deseo ardiente de poder anunciar a «Jesús»: ni el rechazo ni la indiferencia ni la
sonrisita compasiva ni los fracasos en más de una iniciativa ni ninguna otra causa.
Todo cuanto hay que hacer hoy en términos de diálogo, inculturación, escucha
y atención al otro, arranca del presupuesto de que anunciar al Señor Jesús es
esencial y necesario. Esta llama ardiente, este deseo inquietante, no puede apagarse,
porque desaparecería la misma razón de ser de la vida consagrada, que quedaría
reducida a ser un grupo de personas más o menos homogéneas culturalmente. ¿Es
imaginable una vida consagrada sin pasión por el anuncio misionero? ¿Es posible
vivir para Jesús y no desear ardientemente pronunciar su nombre? Este deseo es el
que hace posible el servicio de dar a conocer «el proyecto de una humanidad salvada
y reconciliada».

b) Ante los desafíos de nuestro tiempo


Los signos de los tiempos, las grandes tendencias de nuestra sociedad, los
acontecimientos históricos más relevantes, los presenta la Exhortación bajo el
nombre de «desafíos». Es un modo de acercarse a ellos más bien positivo, bastante
semejante al de Gaudium et Spes: «En los acontecimientos históricos se oculta
muchas veces la llamada de Dios a trabajar según sus planes con una inserción activa
y fecunda en las vicisitudes de nuestro tiempo». Dios, así pues, actúa en la historia,
y su acción hay que buscarla diligentemente, ya que los acontecimientos no son sólo
hechos relevantes sociológicamente, sino que hay que «escrutarlos» para captar su
«sentido teológico profundo, mediante el discernimiento hecho con la ayuda del
Espíritu».
Aparece aquí, cada vez con mayor frecuencia, la palabra «discernimiento». Es
un término bastante conocido que expresa con frecuencia una realidad bastante poco
conocida. El discernimiento no es una realidad fácil ni de todos los días.
El discernimiento comunitario, por otra parte, sigue siendo todavía más raro de lo
que se piensa, ya que presupone unas realidades, que ni son fáciles ni muy frecuentes,
tales como el desapego de sí y la sincera y desinteresada búsqueda de la voluntad de
Dios por encima de las propias ideas y de la propia voluntad. Además, no habría que
generalizar el discernimiento, reservándolo para las grandes decisiones, por el simple
motivo de que no se puede vivir en perenne búsqueda de lo que se ha de hacer. Y
también porque la vida consagrada conoce y debe practicar la obediencia que da a la

73
persona consagrada seguridad interior y serenidad. Una premisa para el discernimiento
es la habitual y cultivada docilidad a la acción del Espíritu, que supone, a su vez, una
familiaridad orante a su presencia y a su acción, una atención a sus inspiraciones y
una habitual vida interior de diálogo con el «dulce huésped del alma».
Pero el discernimiento comporta también una atención a la historia, para que se
«pueda responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la
vida presente y futura y sobre la mutua relación de ambas» (GS, 4). «Es necesario,
pues, estar abiertos a la voz interior del Espíritu que invita a acoler en lo más hondo
los designios de la Providencia. El llama a la vida consagrada para que elabore nuevas
respuestas a los nuevos problemas del mundo de hoy. Son un reclamo divino que sólo
las almas habituadas a buscar en todo la voluntad de Dios saben percibir con nitidez y
traducir después con valentía en opciones coherentes, tanto con el carisma original,
como con las exigencias de la situación histórica concreta» (VC, 73).

c) En diálogo con las otras instancias eclesiales


«Se ha de hacer todo en comunión y en diálogo con las otras instancias
eclesiales» (VC, 74). A continuación se hacen algunas afirmaciones dignas de tenerse
en cuenta:
«Los retos de la misión son de tal envergadura que no pueden ser acometidos
eficazmente sin la colaboración, tanto en el discernimiento como en la acción, de todos
los miembros de la Iglesia. Difícilmente los individuos aislados tienen una respuesta
completa: ésta puede surgir normalmente de la confrontación y del diálogo. En
particular, la comunión operativa entre los diversos carismas asegurará, además de un
enriquecimiento recíproco, una eficacia más incisiva en la misión. La experiencia de
estos años confirma sobradamente que "el diálogo es el nuevo nombre de la caridad",
especialmente de la caridad eclesial; el diálogo ayuda a ver los problemas en sus
dimensiones reales y permite abordarlos con mayores esperanzas de éxito. La vida
consagrada, por el hecho de cultivar el valor de la vida fraterna, representa una
privilegiada experiencia de diálogo. Por eso puede contribuir a crear un clima de
aceptación recíproca, en el que los diversos sujetos eclesiales, al sentirse valorizados
por lo que son, confluyan con mayor convencimiento en la comunión eclesial,
encaminada a la gran misión universal» (VC, 74).
En resumen: la vida consagrada ha de promover el diálogo a todos los niveles,
precisamente con vistas a un discernimiento coral para la misión, ya que nadie tiene
hoy la respuesta definitiva a los problemas misioneros. Ante un mundo diversificado,
son necesarias respuestas diversificadas. Ante un mundo plural, se necesita pluralidad
de respuestas. Ante un mundo complejo, son necesarias respuestas no simplistas.
Todos y cada uno pueden y deben dar su respuesta, pero en el ámbito de un gran
discernimiento eclesial. Se trata, también en este caso, de participar en el espíritu del
ministerio petrino de la unidad, creando un espíritu de comunión, una praxis de diálogo
que favorezca la participación y la mutua confianza. Para la vida consagrada, es un
motivo más para cultivar la espiritualidad de comunión, para convertirnos de verdad en
«expertos en comunión», para examinarnos con lucidez y ver hasta qué punto estamos

74
cultivando ese espíritu, dentro y fuera de la comunidad y para fomentar la coralidad de
la misión.

d) Según el propio carisma


«Ante los numerosos problemas y urgencias que en ocasiones parecen
comprometer y avasallar incluso la vida consagrada, los llamados sienten la exigencia
de llevar en el corazón y en la oración las muchas necesidades del mundo entero,
actuando con audacia en los campos respectivos del propio carisma fundacional» (VC,
73). Si las personas consagradas deben estar informadas de los grandes problemas
de la Iglesia y del mundo, no por eso han de responder a todos. Esto, además de ser
imposible, sería caer en la tendencia a la generalización y en el diletantismo. Si no se
canoniza la ignorancia, no por eso es recomendable un celo indiscriminado y poco
lúcido. Cada Instituto está llamado a responder a los diversos desafíos según su propio
carisma. Mejor: con una fidelidad creativa al propio carisma.
Es una puntualización importante, precisamente para impedir tanto el desaliento
ante la enormidad de las urgencias, como el intervencionismo que favorece
inevitablemente el diletantismo, en un tiempo en que se propaga y aprecia la
profesionalidad. Hay que conocer los retos, llevarlos en el corazón, es decir, llevarlos
a la oración, pero responder a aquellos que interpelan al propio carisma. «De este
modo, la vida consagrada no se limitará a leer los signos de los tiempos, sino que
contribuirá también a elaborar y llevar a cabo nuevos proyectos de evangelización para
las situaciones actuales. Todo esto con la certeza, basada en la fe de que el Espíritu
sabe dar las respuestas más apropiadas incluso a las más espinosas cuestiones. Será
bueno a este respecto recordar algo que han enseñado siempre los grandes
protagonistas del apostolado: hay que confiar en Dios como si todo dependiese de El
y, al mismo tiempo, empeñarse con toda generosidad como si todo dependiera de
nosotros» (VC, 73). La alusión a san Ignacio de Loyola es aquí clarísima, puesto que
él usaba esa expresión y la inculcaba con frecuencia a los suyos. Y, después de él, la
han seguido repitiendo los santos de la acción.

Las principales áreas de la misión


«Las personas consagradas hacen visible, en su consagración y total entrega, la
presencia amorosa y salvadora de Cristo, el consagrado del Padre, enviado en misión.
Ellas, dejándose conquistar por El (cf. Flp 3,12), se disponen para convertirse, en cierto
modo, en una prolongación de su humanidad. La vida consagrada es una prueba
elocuente de que, cuanto más se vive de Cristo, tanto mejor se le puede servir en los
demás, llegando hasta las avanzadillas de la misión y aceptando los mayores riesgos»
(VC, 76).
El Santo Padre no se cansa de recordar la referencia cristológica de la vida
consagrada en todas sus dimensiones, incluida la misión. Como Cristo es el
consagrado y el enviado, así sucede también con la persona que es «consagrada y
enviada». Las dos dimensiones constituyen la misión en su conjunto: reservados por

75
Dios para su misión en el mundo, siguiendo las huellas de Cristo. De las muchas áreas
que la Exhortación recuerda, indicamos algunas:

a) Ad gentes (a los gentiles): todos los Institutos están invitados a llevar en su


corazón el primer anuncio de Cristo «para hacer presente también entre los no
cristianos a Cristo casto, pobre, obediente, orante y misionero», siguiendo el impulso
misionero «de innumerables almas santas» (VC, 77). La invitación se hace aquí a todos
los Institutos, en la línea de la Redemptoris missio.
Un subrayado importante mira a la presencia de la vida consagrada en los
«países donde tienen amplia raigambre religiones no cristianas, tanto con actividades
educativas, caritativas y culturales, como con el signo de la vida contemplativa». Detrás
de estas indicaciones están apasionadas intervenciones sinodales, que veían en esos
modos de presencia un primer anuncio de la fuerza humanizadora y transformadora
del evangelio. En definitiva, una invitación a no abandonar campos difíciles, hecha,
además, en un tiempo con dificultades vocacionales en los países tradicionalmente
fecundos en vocaciones misioneras. Y por eso, «también los institutos que surgen y
que operan en Iglesias jóvenes están invitados a abrirse a la misión entre los no
cristianos, dentro y fuera de su patria» (VC, 78). En este contexto es en el que se trata
de la inculturación, un proceso que exige una especial sensibilidad y preparación,
además de una peculiar espiritualidad.

b) La nueva evangelización: el Sínodo no había dado muchas indicaciones al


respecto, y también la Exhortación es más bien sobria. Sobria, pero esencial: «se
requiere que la vida consagrada se deje interpelar continuamente por la Palabra
revelada y por los signos de los tiempos» (VC, 81). ¿Puede verse aquí una velada
alusión a la postura de los que consideran que la vida consagrada es «débil
espiritualmente y poco imaginativa apostólicamente»? La desconfianza de algunos
respecto del porvenir de la vida consagrada no proviene solamente de la elocuencia
de los números, de su declive numérico en los países occidentales, sino también de
juzgar que es escasa su incisividad apostólica, y que esto es debido también a una
vida espiritual no lo suficientemente fuerte como para sostenerla en las actuales
circunstancias.
Ante la vitalidad de las nuevas formas de vida y el dinamismo de algunos
movimientos eclesiales, la vida consagrada tradicional, en ciertos lugares, parece ir
tirando nada más y tener poco que decir a nuestros contemporáneos. También en el
Sínodo se alzaron voces en este sentido, más o menos explícitas, más o menos
pesimistas sobre el futuro de esta forma de vida. El Santo Padre no comparte este
pesimismo, sino que «apuesta al alza» y desea relanzar la vida consagrada, no por
motivos de estrategia eclesial o eclesiástica, sino por su intrínseca valencia
cristológica: una forma de vida con tal «densidad cristológica» no puede dejar de tener
una gran incisividad apostólica, una vez que haya reconquistado su identidad plena de
vida y de acción.

76
Se trata de superar este momento difícil, que quizás verá la vida consagrada
todavía más debilitada numéricamente; pero se trata sobre todo de reconquistar el brillo
de sus mejores tiempos, la vitalidad de los orígenes, la sensibilidad a los retos de los
tiempos, el amor por la causa de Cristo. Tarea no imposible, si la vida consagrada no
se abandona al desánimo, si no mira sólo a la gloriosa historia del pasado, sino que es
consciente «de una historia a construir», si tiene confianza en lo que es, en su vocación
y misión, en su fuerza única de significación e irradiación evangélica. Se trata de
repensarse, de reprogramarse, de dejarse introducir en el curso de la historia de la
salvación, abandonados a la acción del Espíritu.

c) La opción preferencial por los pobres es un tema que ha sido muy querido,
sobre todo en América Latina y en no pocos países del tercer mundo, azotados por la
miseria y sumidos en un mar de sufrimientos. Que las polémicas de los años pasados
en tomo a la teología de la liberación se hayan calmado no quiere decir que sobre esta
área y sobre estos problemas deba caer ahora el silencio.
El fin del miedo al comunismo ha hecho disminuir ya el flujo de ayudas a los
países pobres, en otro tiempo apremiados entre dos sistemas mundiales. Los medios
de comunicación social también están bastante menos interesados al respecto que en
años anteriores. Hoy nuestros países europeos se confrontan más con los parámetros
de Maastrich que con los parámetros del mínimo de supervivencia de demasiados
países.
Pero, gracias a Dios, el interés por los más pobres del mundo no se ha producido
en estos años únicamente por el miedo a la expansión del comunismo: la caridad
cristiana ha estado siempre muy atenta e incluso ha alcanzado en estos años una
conciencia más aguda de las causas estructurales de la pobreza.
La Exhortación invita al compromiso para con todas las formas de pobreza: «la
Iglesia se dirige a quienes se encuentran en una situación de mayor debilidad y, por
tanto, de más grave necesidad. Pobres, en las múltiples dimensiones de la pobreza,
son los oprimidos, los marginados, los ancianos, los enfermos, los pequeños y cuantos
son considerados y tratados como los "últimos" en la sociedad» (VC, 82). «¿Cómo
podría ser de otro modo, desde el momento en que el Cristo descubierto en la
contemplación es el mismo que vive y sufre en los pobres?».
Naturalmente, cada Instituto es invitado a servir a los pobres según sus propias
modalidades, pero también a «conducir sus efectivos a vivir como pobres y abrazar la
causa de los pobres», y a «comprometerse en la promoción de la justicia en el ambiente
social» en el que actúa. El interés de la vida consagrada por la pobreza no está
motivado por miedos a posibles movilizaciones sociales alentadas por la indignación
de los pobres, o por seguir modas, sino porque la caridad que lo impulsa «es gloria de
la Iglesia y signo de su fidelidad al Señor» (VC, 82).

d) En el mundo de la atención a los enfermos y de la educación de los jóvenes. En


algunos países, dos sectores han estado, estos años, entre los más discutidos: el de
los enfermos y el de los jóvenes; sobre todo por los ingentes recursos que exigen y por

77
la participación del Estado en ellos, que es cada vez más masiva. Eran motivos que
producían perplejidad respecto a un compromiso fuerte en estos sectores.
En nombre del fin de la era «de suplencia», más de uno había teorizado el dejar
al Estado, o al menos a los laicos, esos sectores, para dedicarse a las «nuevas
pobrezas», a las que, por lo demás, se sentirían más llamados los jóvenes. Pero la
Exhortación revalida la importancia de ambas presencias tradicionales (VC, 83 y 96-
97), ofreciendo renovadas motivaciones y ampliando, además, el campo de acción.
Respecto de la educación recuerda que «el Sínodo ha exhortado insistentemente
a las personas consagradas a que asuman con renovada entrega la misión educativa,
allí donde sea posible, con escuelas de todo tipo y nivel» (VC, 97).
Naturalmente, campos tan comprometedores como son la sanidad y la
educación exigen una más estrecha y renovada colaboración con los
laicos, colaboración que es considerada «un nuevo capítulo, rico de esperanzas, en la
historia de las relaciones entre las personas consagradas y el laicado» (VC, 54).
Capítulo nuevo, con la condición de que se renueven las mentalidades, las
perspectivas, las actitudes y la espiritualidad. Una vez más se nos remite a la
«espiritualidad de comunión», es decir, a la capacidad de convivir con puntos de vista
diversos y a la actitud de hacer de la diversidad no un obstáculo a la colaboración, sino
una ocasión de enriquecimiento. Es un verdadero reto para la presencia en el campo
de la salud y la educación. Pero es un reto también para otras áreas, en las que en
adelante la presencia de la vida consagrada debe integrarse, con convicción y
magnanimidad, en una mayor aportación de fuerzas laicas y de nuevas competencias
para la misión.
Probablemente, siguiendo estas nuevas modalidades será como las personas
consagradas podrán desarrollar el programa expuesto por Jesús en su pueblo de
Nazaret: «llevar a los pobres la buena noticia, anunciar la libertad a los cautivos,
restituir la vista a los ciegos y poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año
de gracia del Señor»; es decir, siendo fieles a la propia misión, haciéndola eficaz en
nuestro tiempo, y mostrándose convencidos promotores de la integración en sus obras
de las fuerzas de los laicos.
La misión es demasiado vasta para realizarla solos. Demasiado importante cada
uno de los carismas para ser conjugados sólo por las personas consagradas.
Demasiado necesaria para toda la Iglesia la espiritualidad de comunión para vivirla sólo
dentro de un Instituto. Toda la misión en su conjunto está ya abierta a estas vastísimas
perspectivas, que están exigiendo un modo diferente de situarse ante el propio carisma
y ante el laicado. Pero «el Espíritu del Señor» está sobre las personas consagradas de
buena voluntad, para que puedan, junto a los demás componentes eclesiales,
proseguir el programa de Nazaret, también en ayuda de nuestros tiempos.

78
Octava meditación

El lavatorio de los pies

«Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo. Durante la cena (...) se levantó de la mesa (...) se puso a lavar los pies de los
discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido» (Jn 13,1 — 2,4-5)» (VC,
75).
Del texto de la Exhortación se desprenden algunos elementos importantes para
la reflexión de fe y para la vida diaria.
En primer lugar, el gesto de lavar Jesús los pies es revelador de la realidad de
Dios, un Dios que está a disposición de los hombres. No revela solamente a Jesús
como Siervo de Dios que ha venido a servir al Padre y a los hermanos, sino que revela
además el rostro del Dios «filántropo», amante de los hombres: «¡en Jesús, Dios mismo
se pone al servicio de los hombres!» (VC, 75).
Por tanto, no es solamente un acto de humildad, un «buen ejemplo», sino la
revelación de quién es nuestro Dios tal y como lo ha dado a conocer Jesús. Jesús se
hizo siervo para revelar el verdadero rostro de Dios, su realidad íntima, un Dios siempre
a disposición de los hombres, un Dios que no quiere condenar a su criatura o anularla,
sino socorrerla, servirla y salir al encuentro de sus hijos. Una primera consecuencia de
esto, simple y obvia, es que servir es algo divino.
En segundo lugar. «Él revela al mismo tiempo el sentido de la vida cristiana y,
con mayor motivo, de la vida consagrada, que es vida de amor oblativo, de concreto y
generoso servicio. Siguiendo los pasos del Hijo del hombre, que "no ha venido a ser
servido, sino a servir" (Mt 20,28), la vida consagrada, al menos en los mejores períodos
de su larga historia, se ha caracterizado por este "lavar los pies", es decir, por el
servicio, especialmente a los más pobres y necesitados» (VC, 75). La vida consagrada,
así pues, se ha caracterizado por esta atención privilegiada al servicio. En ciertas
épocas, el «lavar los pies» se tomó al pie de la letra, cuando a los enfermos, a los
peregrinos y a los pobres en general se les lavaban y besaban los pies, porque esas
personas representaban a Jesús. Los pobres y los últimos eran considerados «los
vicarios de Cristo».
En tercer lugar, la vida consagrada, a través del servicio desinteresado y
generoso, mientras realiza un acto de caridad revela, en las diversas circunstancias y
en los distintos tiempos, el verdadero rostro del Dios de Jesucristo, un rostro paternal
y maternal, rostro de un amor que acoge todas las miserias y se inclina sobre el dolor
humano. El servicio desinteresado es posible, así pues, gracias al «agape» divino del
que se deriva una revelación particularmente eficaz.

79
De aquí emerge el valor «misionero» de la caridad desinteresada, la cual realiza
hechos concretos, hechos que hablan con la fuerza de las cosas que muestran la
eficacia de cuanto se anuncia.
Siguiendo el texto de la Exhortación, se pueden presentar algunas líneas de
una espiritualidad del servicio particularmente actuales para la vida consagrada
apostólica o activa.

Las raíces patrísticas de la espiritualidad del servicio


En la Exhortación se citan, explícita o implícitamente, algunos textos patrísticos
que merecen especial atención. Si la principal preocupación de nuestros
contemporáneos se centra en la eficacia del servicio, en sus condiciones objetivas para
que alcance su finalidad, los Padres, en general, prefieren interesarse por las
condiciones interiores o subjetivas del servicio. La pregunta que se hacían los Padres
era: ¿cómo puede una actividad llegar a ser servicio, es decir, manifestación de la
acción del Señor Jesús y del «agape» divino? ¿Cuáles son las condiciones del servicio
cristiano? La primera respuesta, común a todos, era la siguiente: no hay servicio
cristiano si no va precedido de la contemplación. Podemos partir de los textos de san
Agustín, presentes en la Exhortación apostólica:

a) La escala de Jacob, por la que los ángeles suben y bajan, indicando así los
dos sentidos o los dos momentos de la mística cristiana. El primer momento, para
Agustín, es el «ascensus ad Deum» (la subida a Dios), la contemplación, la
comprensión espiritual de la Escritura; y el segundo es el «descensus ad hominem» (el
descenso al hombre), que es el momento del servicio. Al final de la subida se
encuentran las sublimes páginas de Juan: «Al principio ya existía la Palabra», se
encuentra la vertiginosa contemplación del Dios trinitario, el esplendor de la vida divina.
Pero inmediatamente después se lee: «y la Palabra se hizo hombre», descendió, se
hizo siervo.
De ahí la primera consecuencia: el cristiano sube para bajar. Comprende lo que
es el servicio después de haber contemplado a Quien bajó para servir. Si el Verbo ha
descendido, quiere decir que rebajarse para servir es cosa divina. La contemplación es
necesaria para comprender que Aquel que se hizo siervo es «Aquel por cuyo medio
todas las cosas fueron creadas». Así es como el cristiano abraza el servicio, no se
avergüenza de servir y se alegra de imitar a su Señor en su «kénosis»
(anonadamiento). Es lo que se sugiere en el n. 75 de la Exhortación: «Si, por una parte,
la vida consagrada contempla el misterio sublime del Verbo en el seno del Padre (cf.
Jn 1,1), por otra, sigue al mismo Verbo que se hace carne (cf. Jn 1,14), se abaja, se
humilla para servir a los hombres». Para descender de verdad es necesario subir a lo
alto en la contemplación: ésta es la primera lección de los Padres, recogida por la
Exhortación apostólica.

b) La segunda lección se presenta unas líneas más abajo de este mismo n. 75,
en las que el servicio se vuelve a ilustrar como fruto de la contemplación, partiendo de

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la experiencia de la transfiguración. Esta vez la cita de Agustín es explícita: «A Pedro
que, extasiado ante la luz de la Transfiguración, exclama: "Señor, bueno es estarnos
aquí'' (Mt 17,4), le invita a volver a los caminos del mundo para continuar sirviendo al
reino de Dios: "Desciende, Pedro; tú, que deseabas descansar en el monte, desciende
y predica la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye y exhorta, increpa con toda
longanimidad y doctrina. Trabaja, suda, padece algunos tormentos, a fin de llegar, por
el brillo y hermosura de las obras hechas en caridad, a poseer lo que los blancos
vestidos del Señor simbolizan"».
Aquí termina la cita de la Exhortación, pero Agustín en su comentario sigue: «El
cumplimiento de tu deseo, Pedro, se te reservaba para después de la muerte. Pero
ahora el mismo Señor te dice: baja a la tierra a trabajar, a servir, a ser despreciado y
crucificado. La vida ha descendido para que la maten, el pan para padecer hambre,
quien era la vida ha descendido para someterse al cansancio en el camino y la fuente
para padecer sed, ¿y tú rehusas trabajar? No busques tu interés. Ten caridad.
Proclama la verdad; así llegarás a aquella eternidad en la que encontrarás la paz». El
fruto de la contemplación auténtica es, por tanto, el servicio desinteresado.

c) Y hay un tercer texto de Agustín que se refiere a mancharse los pies, un texto
que puede ayudarnos a avanzar en la comprensión de la espiritualidad del servicio. El
santo doctor, comentando el lavatorio de los pies, llega al momento en que Jesús
responde a Pedro: «el que se ha bañado, no necesita lavarse más que los pies, pues
el resto está limpio». Aquí le viene a la mente un tema análogo, presente en el Cantar
de los Cantares, cuando el amado llama de noche a la puerta de la amada y le dice:
«Ábreme, amiga mía, amada mía, paloma mía». Pero ella no quiere abrir, y pone el
pretexto de que no quiere mancharse los pies: «Yo duermo, he lavado ya mis pies».
«Quien llama –comenta Agustín– es Cristo que replica: "Tú te entregas a la
contemplación, pero me cierras tu puerta. Tú buscas tu comodidad, mientras fuera el
mal se expande en abundante cizaña y enfría el amor de mucha gente". Por tanto,
Cristo llama para sacudir la tranquilidad y grita "ábreme y anúnciame" (Aperi mihi y
praedica me). Cierto, quien abre a Cristo y se dedica afuera, en medio de los hombres,
al trabajo apostólico, a la fuerza ha de mancharse los pies. Pero se los mancha por
amor a Cristo, que espera, al otro lado de la puerta, a muchos, a los que sólo es posible
llegar por el camino que pasa a través de la suciedad del mundo».
Mancharse los pies: la espiritualidad del servicio puede parecer menos noble,
menos aristocrática, poco «refinada», quizás más basta y menos «elegante» que otras
formas de espiritualidad. Pero es una inmersión en la realidad de cada día, allí donde
no bastan las bellas palabras que a veces expresan un espiritualismo desencarnado,
porque hay que verificarlas, mezclándose muchas veces con la miseria del mundo. Es
fácil, por ejemplo, creerse virtuosos cuando no hay ocasiones de practicar la paciencia
puesta a dura prueba por la terquedad, la ignorancia o la altanería de otros. En una
palabra, es fácil imaginarse ser virtuoso cuando se vive en una fortaleza bien protegida.
La espiritualidad del servicio, el mancharse los pies, reclama también, por otra
parte, la necesidad de las duras mediaciones exigidas por tantas formas

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de apostolado; mediaciones que obligan a mezclarse en muchas situaciones complejas
y problemáticas y que parecen alejar del mundo de las «almas nobles». Mancharse los
pies, de un modo o de otro, es inevitable, por ejemplo, en la difícil tarea de llevar
adelante algunas pesadas actividades que implican problemas organizativos, jurídicos,
financieros, sindicales, fiscales, profesionales y otros más, que pueden dar la impresión
de hacer más laborioso el camino espiritual y menos «sublime».
¡Cuántas personas consagradas se santifican en un trabajo oscuro y envuelto en
los problemas de la moderna cotidianidad, con la impresión de estar engolfadas en las
«cosas materiales»! Pero la orientación del corazón es lo que cuenta, lo que redime y
ennoblece. Hay pocos vuelos en esta espiritualidad de la cotidianidad, donde el peso
de la «obligación de sacar adelante las cosas», la mayoría de las veces penosa y
obscuramente, tiene de ordinario poco de poético y de gratificante. La sensación
«gratificadora» de estar en un camino de santidad es escasa cuando se está sometido
continuamente a solicitaciones de todo tipo que tienden a rebajar el tono y a cubrir de
polvo nuestros pies.
Pero un fruto verdadero de una verdadera contemplación es el coraje de
sumergirse y perseverar en el duro servicio cotidiano, a imitación del Señor Jesús, que
«no se echó para atrás», sino que lo «afrontó con firmeza» y, por ello, tampoco nos
ahorra a nosotros las dificultades que se derivan de la inmersión en este mundo, y
quiere que también nosotros, como El, pasemos a través de las tribulaciones y las
crucifixiones, para resucitarnos con El.
Ser testigos de Cristo siervo en un mundo pobre de Dios, en un mundo que
posiblemente no comprende los «signos» que intentamos poner: he aquí otra de las
formas más seguras y sólidas de la espiritualidad del servicio, también porque tiene
escasa resonancia ypocas satisfacciones que puedan conducir a la autocomplacencia.
Si no se asciende a la contemplación, no se puede descender «como cristianos»
a servir; pero, si no se sirve, de nada vale haber subido. Esta es la lección de los
Padres, que se trasluce de las líneas sobrias pero densas de nuestra Exhortación.

d) Finalmente, hay otro texto de san Gregorio Magno que completa la visión
patrística de la espiritualidad del servicio. Se encuentra al final del n. 82, como a modo
de conclusión de esta sección: «Cuando uno se abaja a lo más bajo de sus prójimos,
entonces se eleva admirablemente a la más alta caridad, ya que si con benignidad
desciende a lo inferior, vigorosamente alza de nuevo el vuelo a lo superior».
Es un texto importante, porque «cierra el círculo»: el servicio no encierra «abajo»,
sino que capacita para ascender; «discendite ut ascendatis» (descended para que
ascendáis); hay que descender para poder ascender. Cuanto más se inclina uno a
servir a las necesidades más ínfimas, mayor capacidad e impulso se adquieren para
elevarse a Dios. Para conocer a Dios, no hay nada mejor que el servicio. Solamente si
te abajas, podrás levantarte a un conocimiento cada vez más verdadero y auténtico de
Dios. El «agape» te lleva cada vez más alto cuanto más desciendes para servir. El
«retorno a Dios» alcanza su cumplimiento no huyendo de la inmersión en las cosas de

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este mundo, rehuyendo la «secularidad», se diría hoy, sino introduciéndose en ella
cada vez más profundamente.
Aquí, contemplación y servicio se funden; aquí, contemplación y servicio son los
dos movimientos indispensables para servir como Cristo y para retornar al Padre como
Cristo. Para comprender cada vez mejor el misterio inefable de Dios son necesarios la
contemplación y el servicio: los dos movimientos unidos, las dos direcciones y
dimensiones juntas, introducen cada vez más y mejor en la comprensión del Misterio
que todo lo envuelve y todo lo ilumina.

Las aportaciones modernas a la espiritualidad del servicio


En la Exhortación se exponen también las aportaciones «modernas» a la
espiritualidad del servicio, hechas, sobre todo, por dos grandes maestros indiscutibles:
san Ignacio de Loyola y san Vicente de Paúl. Toda la riqueza de la historia de la
espiritualidad es recordada y presentada en pocos rasgos pertinentes y esenciales.
1. San Ignacio de Loyola está presente, de forma anónima pero perceptible, un
poco por todas partes en toda la tercera parte del documento. Su genio espiritual ha
dejado una profunda huella en los temas relacionados con la misión. Debemos decir
que Ignacio nos ayuda a examinar también las situaciones objetivas de la espiritualidad
del servicio.
Si los Padres se habían centrado principalmente en la interioridad, en las
condiciones subjetivas para que pudiera darse un verdadero servicio cristiano, y por
ello examinaron las relaciones entre contemplación y acción, Ignacio, por el contrario,
llama la atención sobre la objetividad del servicio: no basta tener una correcta actitud
interior, es necesaria también una postura correcta en relación con la actividad de Dios
en el mundo. Estos son algunos elementos, los principales, que están presentes en la
Exhortación:

a) El discernimiento está continuamente citado, en más de una parte; esto


significa que se presupone que Dios actúa en la historia, que «mi Padre sigue
trabajando», como dice el evangelio de Juan. Conviene una vez más dedicar alguna
palabra a este tema, ya expuesto, dada su importancia para las tareas que se refieren
a la misión en el inmediato futuro.
Hablar de discernimiento significa dar importancia a la historia, prestar atención
a los hechos, que han de ser examinados, a los «signos de los tiempos», que han de
ser escrutados. Significa practicar una «pedagogía de los signos de los tiempos», de
las grandes tendencias de nuestro tiempo, precisamente para realizar un buen servicio.
Que el Papa hable a menudo de discernimiento nos ayuda a comprender que
vivimos momentos de plena evolución, en los que las soluciones de otro tiempo ya no
se pueden ofrecer. Significa también que el Espíritu está impulsando hacia lo
desconocido, probablemente del todo imprevisible, y que para afrontarlo no bastan las
soluciones ya conocidas. Quiere decir que no es tiempo de «respuestas prefabricadas»
para todas las situaciones, sino de soluciones adaptadas a las diversas circunstancias.
El discernimiento en sus diversos momentos (personal, comunitario, del Instituto, y el

83
realizado con toda la Iglesia), según el documento, es el gran instrumento para conocer
los caminos, a través de los cuales es posible encontrar al Señor que viene a nuestro
encuentro. Para servir es necesario saber «dónde» desea el Señor ser servido: de ahí
la importancia del discernimiento.
Se puede afirmar que el futuro de muchas formas de presencia va a depender de
la capacidad de discernimiento de los distintos Institutos y de las personas
consagradas. El discernimiento es uno de los instrumentos decisivos para la misión y
la espiritualidad del futuro. Un instrumento tan decisivo como delicado, porque no es
fácil comprenderlo y menos aún utilizarlo. La impresión es que se habla de él más de
lo que realmente se le conoce. De ahí la necesidad de conocerlo y usarlo
correctamente, para no caer en fantasías de bulto, una de las cuales es ciertamente
substituir la voluntad de Dios por la propia o por los propios deseos.

b) Espiritualidad de la acción: «Los Institutos comprometidos en una u otra


modalidad de servicio apostólico han de cultivar, en fin, una sólida espiritualidad de la
acción, viendo a Dios en todas las cosas, y todas las cosas en Dios» (VC, 74). Si Dios
actúa y está presente en todas las cosas, hay que ser, entonces, «contemplativos en
la acción», intentar continuamente «verlo en todas las cosas» e interpretarlo todo a su
luz.
Se es «contemplativo en la acción» no sólo por estar subjetivamente en contacto
con el Señor, sino también por estar en condiciones de descubrir, de «contemplar», su
voluntad en la trama de los acontecimientos. También aquí es necesaria una atención
a la realidad objetiva, sea para comprender la gran dignidad de los hechos y de la
historia, sea para responder a ellos con dignidad: «el bien hecho bien» tiene su origen
en la conciencia de la dignidad de la realidad, es decir, de la creación y, por tanto, del
respeto a sus leyes, vistas como expresión de una intrínseca voluntad del Creador.
También la laboriosidad es respuesta a Dios que sigue trabajando, es
colaboración con su actividad, toma de conciencia de que el Señor nos responsabiliza,
de que también depende de nosotros que las cosas vayan a mejor, de que estamos
invitados a sacar a la luz todos los talentos que tenemos para ponerlos al servicio del
Reino, de que el servicio exige profesionalidad, competencia y preparación específica,
además de la entrega y la unión con Dios. Es todo un hermoso ejemplo de humanismo
cristiano. «Nihil intentatum», nada ha de omitirse cuando se trata de hacer el bien.
Aunque después, como sugiere el mismo san Ignacio, hay que dejar actuar al Señor:
todo como si dependiese de nosotros, y todos los resultados como si dependieran del
Señor. Máximo esfuerzo en la ejecución y máxima indiferencia respecto de los
resultados.
Se comprende qué gran desprendimiento requiere la auténtica espiritualidad de
la acción.

c) Se retoma aquí el tema de la «fidelidad creativa», tan importante para un


servicio eficaz e incisivo. La Exhortación habla de él en el n. 36, donde trata sobre todo
de «la fidelidad al carisma fundacional y al consiguiente patrimonio espiritual de cada

84
Instituto», y luego en el n. 37, donde se subraya la necesidad de la creatividad: «Los
institutos, así pues, son invitados a reproducir con valor la audacia, la creatividad, y la
santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos
que surgen en el mundo de hoy (...). Es también llamada a buscar la competencia en
el propio trabajo y a cultivar una fidelidad dinámica a la propia misión, adaptando sus
formas, cuando es necesario, a las nuevas situaciones y a las diversas necesidades».
Fidelidad y creatividad son dos hermosas indicaciones; pero ¡qué difíciles de
conjugar en la práctica! La tan extendida expresión «fidelidad creativa» es una
paradoja, una difícil figura, bella literariamente, pero expresión de las tensiones de lo
real; figura en la que se intenta conjugar los contrarios de que casi siempre se compone
lo real y realizar una casi milagrosa «coincidencia oppositorum».
Conjugar la mirada al pasado, cosa implícita en la fidelidad, con la proyección al
futuro, cosa implícita en la creatividad, es una tarea ardua, como conoce bien quien ha
participado en capítulos provinciales o generales, donde con frecuencia quien mira a
las raíces choca con quien mira a las ramas que han de extenderse. Pero es el reto
que nos lanza el Espíritu, para ponernos en condiciones de afrontar los nuevos tiempos
y las nuevas situaciones. Por lo demás, la vida consagrada nunca ha sido fácil, sea por
sus peculiaridades, sea por las opciones implícitas en sus diversas misiones
específicas.

d) Siempre conviene recordar algunas expresiones de san Ignacio: «Nuestro


Señor llama a todos y dice: quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo, para
que siguiéndome en la pena, me siga también en la gloria». «El amor se ha de poner
más en las obras que en las palabras». «El verdadero amor a Dios se manifiesta
asumiendo el duro trabajo por el progreso de su Reino».
Por este tipo de espiritualidad, por tanto, la vida espiritual alcanza su cumbre
cuando crea hombres y mujeres apostólicos, entregados por entero al servicio de Dios:
todas las energías de la persona humana se van empeñando lo mejor posible en favor
de la misión. En esto consiste la santificación.

2. San Vicente de Paúl es otro santo moderno citado a propósito de la


espiritualidad del servicio (VC, 75 y 82). En este caso la atención se pone en el servicio
al pobre, mejor en Cristo presente en el pobre: «El espíritu de la Sociedad consiste en
entregarse a Dios para amar a Nuestro Señor y servirlo material y espiritualmente en
las personas de los pobres».

La Exhortación trata en diversos lugares y de diversas formas del servicio a los


pobres: ésta ha sido una «gloria» de las más constantes de la vida consagrada,
además de haber sido abordada frecuentemente desde diversos puntos de vista en
estos años de verdadera pasión por las cuestiones relacionadas con la pobreza.

a) La opción preferencial por los pobres es tratada sobre todo en el n. 82.


Aparecen en este número, más allá de cierto lenguaje prudencial, los frutos de la

85
reflexión y, mejor aún, de la praxis de estos años de amor auténtico y no retórico a los
pobres; amor que ha comprometido profundamente a la vida consagrada en todas las
latitudes. No se mira sólo la pobreza material, sino cualquier forma de pobreza, a
«cuantos se encuentran en una situación de mayor debilidad y, por tanto, de más grave
necesidad. "Pobres", en las múltiples dimensiones de la pobreza, son los oprimidos,
los marginados, los ancianos, los enfermos, los pequeños y cuantos son considerados
y tratados como los "últimos" en la sociedad». Y esta opción lleva a las personas
consagradas a «vivir como pobres y abrazar la causa de los pobres. Esto comporta
para cada Instituto, según su carisma específico, la adopción de un estilo de vida
humilde y austero».
La alusión al carisma es muy oportuna para no convertir este tema en uno de los
motivos más propicios a divisiones. Existen de hecho diversas «espiritualidades de la
pobreza», que se derivan de las diversas misiones y de los diversos carismas.
En los nn. 89 y 90 se habla en concreto de tres tipos de pobreza, cada uno con
un tipo propio de servicio y, por consiguiente, de espiritualidad:
– La primera es la pobreza promocional, típica de los Institutos que tienen una
tarea de promoción. En este caso, la pobreza consiste en poner al servicio de la misión
todos los bienes que se poseen. El ideal aquí no consiste en carecer de bienes, sino
en destinarlos a conseguir los objetivos apostólicos o promocionales. Se trata, por
tanto, de conjugar el desprendimiento y la austeridad personal con la posibilidad de
disponer de los bienes necesarios para ser capaces de realizar cumplidamente los
compromisos asumidos.
– La segunda es la pobreza testimoniada como un valor en sí misma, en cuanto
se presenta como imitación de Cristo pobre y como confesión de «Dios como la
verdadera riqueza del corazón humano». Por eso precisamente, este tipo de pobreza
contesta enérgicamente la idolatría del dinero, proponiéndose como voz profética
frente a una sociedad que, en tantas zonas del mundo del bienestar, corre el peligro
de perder el sentido de la medida y hasta el significado mismo de las cosas. Por este
motivo, hoy, más que en otros tiempos, esta voz atrae la atención de aquellos que,
conscientes de los limitados recursos de nuestro planeta, propugnan el respeto y la
salvaguarda de la naturaleza creada, mediante la reducción del consumo, la sobriedad
y la puesta en práctica de un obligado freno a los propios apetitos.
– La tercera consiste en compartir las condiciones de vida de los más
desheredados. «No son pocas las comunidades que viven y trabajan entre los pobres
y los marginados, compartiendo su condición y participando de sus sufrimientos,
problemas y peligros». Se trata aquí, sobre todo, de las tan conocidas «comunidades
de inserción», que tanto han dado que hablar en estos decenios y tanta admiración han
despertado en muchos de nuestros contemporáneos.
Estamos ante diversas formas de servir a los pobres, ante diversas modalidades
de «estar con ellos» y, consecuentemente, ante diversos modos de vivir la pobreza. Es
consolador leer el párrafo conclusivo del n. 90, que representa un reconocimiento (¡y
una invitación!) al servicio de los pobres: «Páginas importantes de la historia de la
solidaridad evangélica y de la entrega heroica han sido escritas por personas

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consagradas en estos años de cambios profundos y de grandes injusticias, de
esperanzas y desilusiones, de importantes conquistas y de amargas derrotas. Otras
páginas no menos significativas han sido y están siendo escritas aún hoy por
innumerables personas consagradas que viven plenamente su vida "oculta con Cristo
en Dios" (Col 3,3) para la salvación del mundo, bajo el signo de la gratuidad, de la
entrega de la propia vida a causas poco reconocidas y aún menos vitoreadas. A través
de estas formas, diversas y complementarias, la vida consagrada participa de la
extrema pobreza abrazada por el Señor, y desempeña su papel específico en el
misterio salvífico de su encarnación y de su muerte redentora».

b) Es competencia de la vida consagrada «servir a Cristo en el pobre»: una visión


que hay que mantenerviva y lúcida, por cuestión de fe y también para garantizar la
calidad del servicio. La vida consagrada es y ha de ser, como lo fue la vida de no pocos
fundadores y fundadoras, una exégesis viva de Mateo 25: «Tuve hambre y me disteis
de comer», y de lo demás que sigue. San Vicente de Paúl es un guía particularmente
ejemplar en esta modalidad «erística» de servicio a los pobres: no sólo estamos
invitados a servir a los pobres como Cristo, sino a servir a Cristo en los pobres. En un
siglo «de invasión mística», en el que se contemplaban e imitaban «los estados
interiores del Verbo», Vicente lleva esa imitación a las calles enfangadas, a las casas
miserables y a los hospitales, donde la más negra e inhumana pobreza y el sufrimiento
más atroz manifestaban concretamente la humillación y el sufrimiento de Cristo.
Vicente es un maestro de concreción, mejor de «concreción mística», de la mística del
servicio, allí donde el Señor quiere ser servido y amado.

Los amó hasta el extremo


El lavatorio de los pies está introducido por una anotación: «Jesús, habiendo
amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1-2).
Hay en el servicio, característico de la vida consagrada, una exigencia de totalidad que
lo asemeja al modo de amar de Jesús y que, en cierto sentido, hace presente su
«totalidad» en la entrega de amor y de servicio.
Las expresiones que muestran totalidad de entrega, vida gastada sin reservas y
otras parecidas, son numerosas y están esparcidas por toda la Exhortación. Se lee,
por ejemplo, en el n. 76, que la aportación típica de la vida consagrada a la
evangelización consiste, ante todo, en el «testimonio de una vida totalmente entregada
a Dios y a los hermanos, a imitación del Salvador que, por amor del hombre, se hizo
siervo».

a) Tal «totalidad» de amor y de disponibilidad al servicio llega a sus últimas


consecuencias allí donde se habla del martirio y se alude a las magníficas páginas
escritas, incluso en estos últimos años, por el martirio de personas consagradas: «En
este siglo, como en otras épocas de la historia, hombres y mujeres consagrados han
dado testimonio de Cristo, el Señor, con la entrega de la propia vida. Son miles los que,
obligados a vivir en clandestinidad por regímenes totalitarios o grupos violentos,

87
obstaculizados en las actividades misioneras, en la ayuda a los pobres, en la asistencia
a los enfermos y marginados, han vivido y viven su consagración con largos y heroicos
padecimientos, llegando frecuentemente a dar su sangre, en perfecta conformación
con Cristo crucificado. La Iglesia ha reconocido ya oficialmente la santidad de algunos
de ellos y los honra como mártires de Cristo, que nos iluminan con su ejemplo,
interceden por nuestra fidelidad y nos esperan en la gloria» (VC, 86).

b) En nuestra sociedad actual, sin embargo, el servicio parece haber perdido algo
de su atractivo. Se cuestiona, a veces incluso dentro de la vida consagrada, el
significado y el contenido del servicio. Conviene concluir con una reflexión
suplementaria para los ambientes más «evolucionados» y problemáticos.
No es difícil comprender lo que se entiende hoy por servicio: basta hacer lo que
hizo Jesús. El no buscó los primeros puestos, se puso a disposición de las necesidades
de la gente, estuvo, lo primero de todo, abierto a la Palabra del Padre y la anunció
como siervo fiel, aunque por ello se hizo muy pronto impopular y llegó a ser rechazado
y condenado. Se declaró pobre y fue pobre de hecho, no tuvo su propio proyecto,
contento con servir al proyecto de Dios. Se olvidó de su dignísimo origen para ganarse
«sobre el terreno» el título y los méritos de siervo obediente. Sintetizó en el gesto del
lavatorio de los pies el sentido de su vida. Servir es relativamente fácil, también hoy:
basta conhacer lo que hizo Jesús, el Siervo de Dios y el servidor de los hombres.
Sin embargo, hoy parecen circular más declaraciones de servicio que verdaderos
servidores. Hay quien dice que sirve a Dios y luego no sirve a los hermanos; hay quien
sirve a los hermanos y luego se olvida de servir a Dios. Hay quien habla de la dignidad
del servicio cuando está en el poder, y quien, por el contrario, habla de la dignidad de
la persona humana para quedar exonerado de servicios «poco dignos». En estos
tiempos de eficacismo, por último, se prefiere hablar de «liderazgo» y, si se habla de
servicio, se entiende como el servicio de la dirección, del testimonio de una vida
superior y de la necesidad de aventajar a todos en todo.
Pero el siervo, por el contrario, es simplemente aquel que hace lo que le dicen
que haga, el que hace lo que a la mayoría no le gusta hacer, el que en su interior no
se considera digno de aplausos o de agradecimientos, porque sabe que está aún
demasiado lejos del ejemplo de su Señor. Siervo es aquel que hace todo lo que debe
hacer hasta la extenuación y luego no pretende nada, diciendo y pensando única y
simplemente que «él es sólo un siervo».
Y si luego, después de que te has agotado por hacer lo mejor posible un trabajo
largo, oscuro y penoso, si luego como recompensa te dicen que eres un arribista o un
incapaz o un iluso o cualquier otra maldad, y tú permaneces sereno y saboreas en tu
corazón una «perfecta alegría» y sientes el gozo de poder ser asociado a la suerte de
tu Señor, entonces estás cerca, en certeza interior, de escuchar las palabras de tu
Señor, el único al que has servido: muy bien, siervo fiel y cumplidor, entra en la fiesta
de tu Señor, porque no has buscado más que servirme en mi Palabra y en mis
hermanos. Entra en la fiesta de tu Señor.

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Novena meditación
Elías, profeta audaz y amigo de Dios

Elías, el «profeta audaz y amigo de Dios, vivía en su presencia y contemplaba en


silencio su paso, intercedía por el pueblo y proclamaba con valentía su voluntad,
defendía los derechos de Dios y se erguía en defensa de los pobres contra los
poderosos del mundo (cf. 1 Re 18-19)» (VC, 84). La presentación de Elías como icono
de la profecía de la vida consagrada es muy oportuna y estimulante, no sólo porque
tiene raíces profundas en la tradición bíblica y eclesial, sino también por su analogía
con situaciones que se repiten en nuestro tiempo. Elías es el profeta que luchó
vigorosamente en dos frentes: en defensa de la unicidad de Dios contra la idolatría
expansiva y el sincretismo y en defensa del pobre y oprimido contra los poderosos de
la tierra.
La Exhortación apostólica, como ya hemos indicado, ha elegido la figura del
profeta Elías como figura emblemática de la profecía de la vida religiosa, precisamente
para sintetizar los dos aspectos de la profecía, tal como aparecieron en el Sínodo de
los obispos: el aspecto más típico de los países pobres del Tercer Mundo y el más
típico de los países ricos de Occidente. En los primeros se considera a la profecía ante
todo como vinculada a los pobres; en los segundos, la profecía es anuncio de la
primacía de Dios, más aún, de la realidad de Dios, del Dios de Jesucristo, del único
Dios vivo y verdadero.
Queremos detenemos en la profecía en nuestro mundo occidental, en el que hay
que discernir los signos de la acción y de las demandas del Espíritu para responder a
ellas, pero en el que también hay que ofrecer los «signos de la vida nueva», presentar
la «sal del evangelio» y proporcionar «la medicina de la enseñanza divina». Es
necesario, en una cultura cada vez más refinada y compleja, ofrecer algo limpiamente
evangélico, legible al menos por los hombres de buena voluntad, algo que resulte
«profético».

En nuestro contexto occidental


«En nuestro mundo, en el que parece haberse perdido el rastro de Dios, es
urgente un audaz testimonio profético por parte de las personas consagradas. Un
testimonio ante todo de la afirmación de la primacía de Dios y de los bienes futuros,
como se desprende del seguimiento y de la imitación de Cristo casto, pobre y
obediente, totalmente entregado a la gloria del Padre y al amor de los hermanos y
hermanas. La misma vida fraterna es un acto profético, en una sociedad en la que se
esconde, a veces sin darse cuenta, un profundo anhelo de fraternidad sin fronteras. La
fidelidad al propio carisma conduce a las personas consagradas a dar por doquier un

89
testimonio cualificado, con la lealtad del profeta que no teme arriesgar incluso la propia
vida» (VC, 85).
Y además: «el cometido profético de la vida consagrada surge de tres desafíos
principales dirigidos a la Iglesia misma: son desafíos de siempre, que la sociedad
contemporánea, al menos en algunas partes del mundo, lanza con formas nuevas y tal
vez más radicales. Atañen directamente a los consejos evangélicos de castidad,
pobreza y obediencia, y alientan a la Iglesia, y especialmente a las personas
consagradas, a clarificar y dar testimonio de su profundo significado antropológico.
En efecto, la elección de estos consejos, lejos de ser un empobrecimiento de los
valores auténticamente humanos, se presenta más bien como una transfiguración de
los mismos. Los consejos evangélicos no han de ser considerados como una negación
de los valores inherentes a la sexualidad, al legítimo deseo de disponer de los bienes
materiales, y de decidir autónomamente respecto de sí mismo. Estas inclinaciones, en
cuanto fundadas en la naturaleza, son buenas en sí mismas. La criatura humana, no
obstante, al estar debilitada por el pecado original, corre el peligro de secundarlas de
manera desordenada. La profesión de castidad, pobreza y obediencia supone una voz
de alerta para no infravalorar las heridas producidas por el pecado original, al mismo
tiempo que, aun afirmando el valor de los bienes creados, los relativiza, presentando a
Dios como el bien absoluto.
Así, aquellos que siguen los consejos evangélicos, al mismo tiempo que buscan
la propia santificación, proponen, por así decirlo, una "terapia espiritual" para la
humanidad, puesto que rechazan la idolatría de las criaturas y hacen visible de algún
modo al Dios viviente. La vida consagrada, especialmente en los momentos de
dificultad, es una bendición para la vida humana y para la misma vida eclesial» (VC,
87).

La Exhortación apostólica pasa luego a examinar las tres grandes tendencias,


retos o provocaciones, que siempre están presentes en el mundo, pero que quizás hoy
se sientan particularmente, porque se han convertido en «cultura» y «hábito»:

– La primera es la cultura hedonística, «que deslinda la sexualidad de cualquier


norma moral objetiva, reduciéndola frecuentemente a mero juego y objeto de consumo,
transigiendo, con la complicidad de los medios de comunicación social, con una
especie de idolatría del instinto» (VC, 88).

– La segunda es «la de un materialismo ávido de poseer, desinteresado de las


exigencias y los sufrimientos de los más débiles y carente de cualquier consideración
por el mismo equilibrio de los recursos de la naturaleza» (VC, 89).

– La tercera «proviene de aquellas concepciones de la libertad que, en esta


fundamental prerrogativa humana, prescinden de su relación constitutiva con la verdad
y con la norma moral (...). ¿Cómo no ver las terribles consecuencias de injusticia e

90
incluso de violencia a las que conduce, en la vida de las personas y de los pueblos, el
uso deformado de la libertad?» (VC, 91).
Como puede constatarse, aquí la vida consagrada se ve envuelta y retada en sus
tres elementos esenciales, los tres consejos evangélicos de castidad, pobreza y
obediencia. Los cuales, viene bien repetirlo, no sólo tienen una dimensión «ad
infra» (hacia dentro), sino que se proyectan «ad extra» (hacia fuera), hacia la sociedad,
con una precisa propuesta de reconstrucción y con un intrínseco dinamismo misionero.
En consecuencia, la vida consagrada es invitada a convertirse en contraofensiva, a
intervenir como «terapia» de y en nuestra sociedad, a empezar a construir
una contracultura, a partir precisamente de cada uno de estos ejes de su existencia.
Y esto al menos en tres niveles: el del testimonio de una vida realizada según los
consejos evangélicos; el de la crítica y la denuncia de las distorsiones y sufrimientos
provocados por la idolatría; y el de la propuesta de una contracultura evangélica capaz
de humanizar la sociedad de hoy.
Intentamos examinar con un poco de atención estos niveles del fundamental
testimonio profético, característico de la vida consagrada. Además, ésta es una de las
partes más originales y prometedoras de toda la Exhortación, precursora de nuevos e
interesantes desarrollos. Es obvio que los consejos no agotan el cometido profético de
la vida consagrada, aunque forman parte de su núcleo más íntimo.

Cada uno de los desafíos proféticos de la vida consagrada


a) El desafío de la castidad consagrada
La cultura hedonística, en buena parte fruto de la revolución sexual de estos
últimos años, que magnifica la total libertad sexual, está marcando en profundidad el
comportamiento y, puede afirmarse, el inconsciente colectivo de nuestra sociedad,
produciendo uno de los cambios de mentalidad más radicales. Las cuestiones
referentes a la sexualidad están tomando, en la mentalidad de la gente, una orientación
muy alejada de las orientaciones de la Iglesia y de la tradición cristiana, que son
rechazadas a veces expresamente como trasnochadas. En este campo parece que el
sentido del pecado se ha debilitado, casi lo ha vuelto del revés una lenta y enervante
erosión hedonística. Se abren paso en este terreno nuevos «gurus» que dan versiones
muy edulcorantes y recetas mucho más tolerantes y «progresistas» que las típicas de
las rigurosas tradiciones cristianas. El desafío es grave. ¿Cuál puede ser la
contraofensiva de la vida consagrada?
a.a) La primera «respuesta consiste ante todo en la práctica gozosa de la
castidad perfecta, como testimonio de la fuerza del amor de Dios en la fragilidad de la
condición humana (...). Es necesario que la vida consagrada presente al mundo de hoy
ejemplos de una castidad vivida por hombres y mujeres que demuestren equilibrio,
dominio de sí mismos, iniciativa, madurez psicológica y afectiva» (VC, 88). Y, ante todo,
independencia de los modelos de los medios de comunicación que de ordinario difieren
considerablemente de la propuesta cristiana, sobre todo en el tema de la libertad
sexual.

91
Es oportuno insistir en la alegría, ya que ha de aparecer con claridad que la vida
consagrada, antes de ser una cuestión ascética o de esfuerzo ímprobo para el dominio
de sí y para ir contracorriente, es una historiade amor. Y no una historia de un amor
cualquiera, sino «la» historia de amor por excelencia, la decisiva, la que responde a la
historia de amor del Creador con la criatura, la que brota antes del origen del mundo y
está destinada a no acabar jamás, a no deteriorarse nunca y a vivir en una perenne
frescura en la eternidad feliz. Si se toma conciencia de esta historia, de su excelencia,
de su trascendencia, entonces se puede entender que pueda decirse que las personas
consagradas deben ser las personas más felices del mundo.
Si la nuestra es la más sorprendente historia de amor posible en este mundo,
¿por qué, observa cualquiera, no brilla la alegría? Quienes normal y habitualmente no
están serenos y alegres dan la impresión de que su celibato, en lugar de ser una
suavísima carga, se les ha convertido en camisa de fuerza. Es verdad que las
dificultades no faltan, ya que somos seres humanos y no ángeles del cielo, pero ¿se
deja quizá ahogar el Amor por las «riadas impetuosas»?, ¿es más débil el Amor que
las «grandes dificultades»?
Y además está la fidelidad, el difícil y entusiasta testimonio de fidelidad en un
tiempo de perseverancias débiles, de frágiles compromisos, de una creciente
convicción de que la fidelidad es sólo una «vacía ilusión». La fidelidad, en este sector
que arrastra muchos sentimientos mutables y los movimientos erráticos del corazón
humano, es un testimonio relevante de la potencia del Amor fiel de Dios, de la
posibilidad de reemprender el camino, de restañar las heridas con el perdón y de
despertar a una nueva vida un amor que languidece. Quien experimenta en la propia
vida la fidelidad del infatigable Amor de Dios no puede dejar de convertirse en testigo
de una fuerza pacífica y pacificadora como ésta.

a.b) La intervención crítica puede partir de concretar específicamente el mar de


sufrimientos que surge de la disgregación de la familia, de los sentimientos
conculcados, de los esposos abandonados, de los hijos enfrentados o dejados solos,
de la dignidad de la persona humana humillada, del embrutecimiento de la pornografía
y de la vergüenza de la prostitución infantil, de una sociedad que llega a «no tener
corazón» (cf. Rom 1,31) por la exaltación del placer libre e insensible a los sufrimientos
de los demás.
Hay que mostrar que la «castidad es una virtud social», según la acertada
expresión de Lacordaire. No en vano una de las batallas más firmes planteadas por la
Iglesia contra el paganismo fue la emprendida, desde su comienzo, en este campo,
cuando ensalzó a la vez la santidad tanto del matrimonio como de la virginidad.
Batalla también hoy necesaria, incluso en el plano cultural, para desautorizar los
prejuicios deterministas. Batalla todavía más urgente, si se piensa que la cultura
dominante reacciona con histerismo siempre que se intenta impulsar programas
educativos, incluso como prevención de espantosas enfermedades, programas
basados en la castidad prematrimonial y en la fidelidad conyugal, calificándolos de
«irresponsables», en nombre de la liberación de toda «represión».

92
Es importante resaltar que, después de los horribles sucesos de violencia contra
la infancia que conmovieron a Bélgica y al mundo entero, el cardenal Danneels
intervino con la misma argumentación que desarrolló en el Sínodo sobre la vida
consagrada. Después de destacar cómo la Iglesia es criticada cuando invita al dominio
de sí y a asumir el sentido moral, afirma: «Existen vías de comunicación subterráneas
entre las tres grandes pulsiones del ser humano: el amor, el sexo y el poder. Estas
pulsiones son las tres ramas de un mismo tronco, por el que circula una savia que da
la vida, la savia del amor, y otra, la del egoísmo, que genera el cáncer. Estas tres
pulsiones, –sexo, tener, poder– pueden ser, por tanto, constructivas o destructivas. No
es extraño ver que la mafia del sexo, la sed de dinero y el instinto de poder están
unidos. Muchas personas que apetecen el poder terminanparticipando en
"corrupciones". Una verdadera idolatría del cuerpo está en la base de este caos: el
cuerpo domina al alma. Y el dinero domina al cuerpo».
Y podemos recordar también que Dom Dossetti, pocos meses antes de su
muerte, hizo sobre este tema algunas pertinentes observaciones críticas: «El acto
sexual tiende cada vez más a separarse de toda norma, buscando exclusivamente un
placer cada vez más autónomo y sofisticado, hasta en sus formas más perversas, como
ha sucedido siempre en los períodos de decadencia de los pueblos y de una grave
pérdida de cultura. Por lo demás, esta obsesión del placer sexual, como puerta a una
continua estimulación del instinto natural, lo debilita en sus mismas potencialidades
naturales (son notables los altos porcentajes de esta decadencia). Y lleva también (con
otros factores concomitantes, como el exceso furibundo de imágenes mediáticas),
lleva, digo, a entorpecer las facultades superiores de la inteligencia, es decir, la
creatividad, la contemplación natural, el discernimiento, por falta de habilidad para
mantener la atención y la confrontación y, en consecuencia, la elemental capacidad
crítica».

a.c) La propuesta cultural no puede dejar de partir de la experiencia del amor del
Señor por parte de la persona consagrada, experiencia que permite desvelar el motivo
último y principal de toda existencia humana llamada a celebrar las bodas con Dios y
explicar la saludable inquietud presente en el corazón del hombre, oculta hasta en los
afectos humanos más intensos, como señal del origen y destino divinos del hombre. El
Todo de Dios no sólo dice muchas cosas, sino que también puede llenar toda la
persona humana.
Es necesario, consecuentemente, educar en la admiración por las cosas del
Espíritu, en la sensibilidad a la belleza y a la limpieza interior, en la fascinación por esa
libertad del corazón que, desde la certeza del amor recibido, conduce a la opción por
el amor entregado. Educar en la necesidad y en la dignidad del empeño en el control
de uno mismo y en la opción por una disciplina inteligente para vivir castos de mente y
de corazón y para no caer en la esclavitud de los sentidos y de los instintos.
Sobre todo en este terreno, la oferta se hace creíble por el testimonio personal:
«Sí, ¡en Cristo es posible amar a Dios con todo el corazón, poniéndolo por encima de
cualquier otro amor, y amar así con la libertad de Dios a todas las criaturas! Este

93
testimonio es necesario hoy más que nunca, precisamente porque es algo casi
incomprensible en nuestro mundo. Es un testimonio que se ofrece a cada persona –a
los jóvenes, a los novios, a los esposos y a las familias cristianas– para manifestar
que la fuerza del amor de Dios puede obrar grandes cosas precisamente en las
vicisitudes del amor humano, que trata de satisfacer una creciente necesidad de
trasparencia interior en las relaciones humanas» (VC, 88).
Se necesitan trovadores del Amor de Dios, poetas de la maravillosa aventura de
poder amar al propio Creador, nuevos cantores de un nuevo "Cantar de los Cantares",
que narre, en la época de la revolución sexual, los dolores y las dulzuras del amor de
Dios, la aventura tan humana e indecible del eros divino.
Conviene recordar, como conclusión de esta parte, que la presencia crítico-
propositiva en este terreno ha sido particularmente débil o latente en estos decenios:
¿temor a recaer en el moralismo de marchamo puritano de años pasados en algunas
partes del mundo?; ¿sumisión ante la nueva mentalidad permisiva?; ¿incapacidad ante
los poderosos medios de comunicación social?; ¿duda de comprometerse en un
terreno en el que uno se considera irremediablemente superado?; ¿pobreza de
argumentos adecuados?...
Una realidad se impone: es un tema sobre el que estamos llamados a reflexionar,
a dialogar y a hacer propuestas valientes, especialmente cuando se tienen
responsabilidades educativas, incluso para vigorizar las fuerzas positivas que
pretenden frenar una moda pasajera que nada bueno promete a la juventud de hoy y
a la sociedad de mañana.
Y tampoco promete nada bueno a las vocaciones, porque una juventud muy
trastornada en este terreno y sumida en un ambiente erotizado, difícilmente percibe el
atractivo de una vida tan distinta de la habitual, como lo es la que propone el Señor
Jesús, y más difícilmente todavía estará disponible para aceptar la exigente invitación
a imitar al Salvador en su vida entregada totalmente a los demás. Salvo, naturalmente,
intervenciones milagrosas que no son ni imposibles ni muy raras.

b) El desafío de la pobreza
b.a) El testimonio de la pobreza evangélica reviste diversas formas que van
desde el compromiso para desarraigar la pobreza a poner todos los bienes a
disposición de la causa evangélica; desde llevar una vida sobria a compartir la vida de
los más pobres. Cada Instituto tiene su forma de pobreza. Lo importante es que no sea
sólo decorativa o de sólo palabras, sino que se caracterice por la entrega y la
austeridad personal.
En el Sínodo impresionó la intervención del japonés monseñor Soto, que confesó
cándidamente que había comprendido a fondo el valor de la pobreza leyendo la frase
de santa Clara: «Amo la pobreza, porque fue amada por Jesús». Ahí reside la esencia
del significado de la pobreza religiosa.
Recordemos aquí que la pobreza religiosa ha asumido diversas modalidades, de
acuerdo con las diversas misiones y que, por eso, asume diversos significados y
diversos «contenidos proféticos».

94
b.b) La crítica frente a las injusticias ha sido en este campo la más practicada en
estos años, Hasta dar la impresión, en algunas naciones, de que la vida consagrada
estaba comprometida toda ella y exclusivamente en el frente de la pobreza. ¿Quién no
ha hablado de estos temas? ¿Quién no ha intentado responder a las «nuevas
pobrezas»?
Hoy el problema más llamativo es el robustecimiento, seguro y ufano, del
economicismo, el cual, en nombre de la globalización de la economía, lleva a cabo
drásticas reestructuraciones y corre el riesgo de producir, especialmente en los países
ricos, sectores cada vez más extensos de pobres. ¿Es posible oponerse a este
utilitarismo tan extremo que mira decididamente más a los beneficios que al empleo?
Es una pregunta que exige una respuesta, pero ésta no puede venir de una vida
consagrada aislada, sino de una vida consagrada que sepa reflexionar y trabajar junto
a otras personas sensibles y específicamente competentes que, desde diversos puntos
de vista, afronten esta compleja, pero ineludible cuestión.

b.c) La reflexión cultural debería partir precisamente de la conciencia de que la


sobriedad es un correctivo saludable para una mentalidad que parece preocuparse
poco del mañana. No son pocos los que sostienen que nuestra generación está
dilapidando el ahorro de las generaciones pasadas y despilfarrando los recursos del
mañana, cargando así sobre las generaciones futuras los costos de la sociedad del
bienestar. «Pero justamente por esto, la pobreza evangélica contesta enérgicamente a
la idolatría del dinero, presentándose como voz profética en una sociedad que, en
tantas zonas del mundo del bienestar, corre el peligro de perder el sentido de la medida
y hasta el significado mismo de las cosas. Por este motivo, hoy más que en otros
tiempos, esta voz atrae la atención de aquellos que, conscientes de los limitados
recursos de nuestro planeta, propugnan el respeto y la defensa de la naturaleza creada,
mediante la reducción del consumo, la sobriedad y una obligada moderación de los
propios apetitos» (VC, 90).
Una observación sobre este tema, que tiene un amplísimo campo de aplicación
y presupone un notable conocimiento de los mecanismos de la economía mundial: la
intervención en los delicados y complejos mecanismos de la sociedad contemporánea
hay que hacerla con sentido profético, pero también con humildad y con sentido de la
complejidad de los problemas económicos y sociales. En nombre de una cierta
superficialidad de análisis, se puede comprometer y neutralizar la causa sacrosanta de
la defensa y del servicio a los pobres. Es éste un sector que exige a quien interviene,
especialmente cuando quiere descender a cuestiones concretas económicas y
políticas, una preparación específica, so pena de producir la irrelevancia y la irrisión
sobre los «profetas fáciles» y, por tanto, inocuos. Esta invitación a una «cauta
sabiduría» no debe hacer olvidar que es precisamente en esta sociedad, con sus
fragilidades e incertidumbres, sobre todo de orden económico y social, donde estamos
llamados a ofrecer la medicina que viene del «agape» divino, del amor de Dios por el
hombre, particularmente por los más pobres y por los últimos. Y que hacer oír la propia

95
voz, especialmente si va acompañada de intervenciones personales creíbles,
pertenece a la profecía perenne de la vida consagrada.

c) El desafio de la libertad en la obediencia


c.a) En una sociedad dominada para bien y para mal por el individualismo, «una
respuesta eficaz a esta situación es la obediencia que caracteriza la vida consagrada»
(VC, 91). La sociedad occidental se ha construido sobre el principio del respeto a la
persona y a sus derechos humanos. Y esto es positivo. Pero este principio, «llevado al
extremo», puede conducir al individualismo erigido en idolatría, por desinteresarse de
toda exigencia de solidaridad y de responsabilidad.
Desde el punto de vista antropológico, en un mundo sin puntos precisos de
referencia, y muchas veces a causa de su multiplicidad, la vida consagrada quiere
afirmar que Cristo es la norma objetiva, la fuente del sentido y la fuerza de unificación
de los pensamientos y de las actitudes fundamentales, a través de los cuales la
persona humana crece en su semejanza con Dios.
La obediencia religiosa «hace presente de modo particularmente vivo la
obediencia de Cristo al Padre y, precisamente basándose en este misterio, testimonia
que no hay contradicción entre obediencia y libertad» (VC, 91). Se trata, en otras
palabras, de revivir y volver a presentar el misterio de la libertad de Cristo, el Hijo, que,
justamente por ser Hijo, es capaz de ser libre y del sumo acto de libertad que consiste
en obedecer a Dios, su Padre, hasta las últimas consecuencias.
La participación en la obediencia del Hijo desvela el misterio de la libertad
humana como camino de liberación interior de todo enraizamiento egoísta, para estar
en condiciones de prestar una gozosa obediencia a la voluntad del Padre que sabe
cómo realizar plenamente a sus hijos y que quiere realizarlos así. Y, al mismo tiempo,
desvela el misterio de la obediencia como camino que lleva a la libertad, en la
capacidad del don de sí y en la disponibilidad al servicio. Se trata de expresar la propia
libertad en la disponibilidad y en la capacidad de servicio, a la manera de Cristo.
Por otra parte, es necesario recordar que si para mejorar el mundo basta emplear
la razón, para salvarlo es indispensable participar en la obediencia del Hijo, vivida en
«espíritu de fe y de amor» (cf. PC, 14). La obediencia es siempre el medio escogido
para la reconstrucción del mundo, si damos crédito a san Pablo: Adán pecó por su
desobediencia y Cristo fue exaltado por su obediencia. El mundo decayó en Adán e
inició su reconstrucción y rehabilitación en Cristo obediente.
Si la vida consagrada quiere participar en la misión y en el destino de Cristo, debe
ocuparse de la salvación del mundo. Aunque el tema se ha marginado unpoco en estos
años, la salvación definitiva es el objetivo primario de la acción de Cristo, del cristiano
y de la vida consagrada, y esa salvación siempre se ha visto asociada íntimamente a
la acción de Cristo.
Salvación que no viene al mundo primeramente por nuestra actividad, sino por
nuestra conformidad al plan salvífico del Padre, en sintonía con la obediencia de Cristo.
Es éste uno de los puntos sobre los que el examen de conciencia debería ser más
lúcido y sincero, puesto que la búsqueda de la eficacia ha privilegiado con demasiada

96
frecuencia las soluciones racionales, dejando a veces entre paréntesis la fuerza
salvífica que viene de la obediencia. Como hay que reconocer también que la
promoción de los derechos de la persona humana dentro de la vida consagrada ha
postergado en ocasiones el sentido de la confianza en Dios y en su voluntad, única
fuente de salvación.

c.b) La función crítica: no es necesario recordar que el éxito de las «revoluciones


por la libertad» (desde la de 1789 a la de 1989), además de a conquistas indiscutibles
e irrenunciables de Occidente, también ha llevado a la ilusión de la absoluta
independencia de la persona humana.
El hombre occidental, partiendo de la justa libertad conquistada y pacíficamente
reconocida en muchos ámbitos de la vida civil (político, económico y cultural), se siente,
con todo, tentado a extender esa libertad a otros campos, en los que hay «datos» de
naturaleza (y de ley divina) que respetar.
Se incluye a menudo en esta libertad, «ley en sí misma», la búsqueda exasperada
del poder, raíz no infrecuente de buena parte de los avasallamientos, de la afirmación
de la ley del más fuerte y del oscurecimiento de la ética. «En la cultura contemporánea,
junto a maravillosos progresos, se dan lamentables excesos que parecen indicar un
doloroso retorno a la barbarie» (Del mensaje del Sínodo, VI). Hay barbarie cuando la
sociedad pierde la lógica del bien común y ningún motivo es capaz ya de aunar los
ánimos y de enderezar los esfuerzos hacia la construcción de la «casa común».
Hay, por tanto, una rebelión que llevar a cabo frente a la libertad selvática, por su
distanciamiento cada vez mayor de la solidaridad; frente a una libertad que se convierte
en justificación del egoísmo y de la ceguera para con las necesidades de los más
pobres y de los más débiles; frente a una libertad que es un pretexto para justificar la
excesiva desigualdad entre las enormes fortunas y el despilfarro de unos pocos y las
condiciones de mera supervivencia de masas de personas; frente a una libertad que
pone en el mismo plano el bien y el mal.
Jesús fue obediente hasta la cruz, pero era un «obediente rebelde». «Obedecía
al Padre y a su proyecto de amor, que quería una vida plena para todos. Rebelde frente
a todo y a todos aquellos que actuaban contra este proyecto» (A.P. Spieler). Hay que
ser rebeldes frente a una cultura que está alejándose del proyecto de Dios y está
creándose ídolos sustitutivos, que «se está construyendo cisternas agrietadas» y se
olvida de la fuente de agua viva.

c.c) La propuesta cultural debería recorrer la doble vía de la responsabilidad


personal y de la corresponsabilidad. La cultura dominante en los últimos decenios ha
intentado marginar prácticamente el sentido de la responsabilidad personal. La
responsabilidad ha sido imputada habitualmente a la sociedad, con el consecuente
debilitamiento de la idea del «deber» personal, de la «conciencia» que asume sus
responsabilidades, del respeto a la «naturaleza de las cosas» y a su Creador.
Cuanto más se acentúe el derecho subjetivo a vivir libres, más necesario se hace
el discurso sobre la necesidad de la responsabilidad. La libertad, en una palabra, no

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debe convertirse en libertinaje y relativismo, incluso porque en ese caso sería una
obediencia práctica a las leyes de este mundo, que conceden la máxima importancia a
los bienes materiales, al placer y al prestigio personal.
La corresponsabilidad se mantiene viva por la vida fraterna en común, en la que
«la obediencia, vivificada por la caridad, une a los miembros de un Instituto en un
mismo testimonio y en una misma misión, aun respetando la propia individualidad y la
diversidad de dones. En la fraternidad animada por el Espíritu, cada uno entabla con
el otro un diálogo precioso para descubrir la voluntad del Padre» (VC, 92).
Es interesante, además de útil, recordar lo que dice al respecto el documento
sobre la vida fraterna en comunidad, «Congregavit nos in unum»: «La obediencia liga
y une las diversas voluntades en una misma comunidad fraterna, encargada de una
misión específica que cumplir en la Iglesia. La obediencia es un "sí" al plan de Dios que
ha puesto en manos de un grupo de personas un peculiar encargo. Comporta un
vínculo con la misión, pero también con la comunidad que debe realizar, en común,
aquí y ahora, su servicio; exige también una mirada lúcida de fe para con sus
superiores, los cuales "desempeñan su cometido de servicio y de guía". Y así, en
comunión con ellos, debe realizarse la divina voluntad, la única que puede salvar» (n.
44). La comunidad religiosa es educadora de estas actitudes, necesarias para crear la
cultura alternativa a los aspectos «bárbaros» de la sociedad actual.
En este tiempo nuestro marcado por el pluralismo, sólo una búsqueda común y
una común realización de la voluntad de Dios pueden ayudar a reconocer la auténtica
voz de Dios, en medio de las otras muchas existentes, para producir una «presencia
profética».
De la vida fraterna en común puede derivarse también, y como consecuencia,
una reflexión concreta y fecunda sobre la solidaridad, sobre las leyes de una
convivencia humana constructiva, sobre la necesidad de contribuir todos y cada uno a
la búsqueda del bien común y a su realización en la prosecución de un proyecto
elaborado corresponsablemente.
Sabemos lo arduo que es todo esto ya en nuestras propias comunidades y, por
tanto, cuánto más lo es en la sociedad civil, donde intereses mucho más rígidos e
incluso a veces feroces obstaculizan el mismo perseguir el objetivo del bien común.
Pero el evangelio es «buena noticia» precisamente porque permite entrever y seguir
nuevos caminos allí donde la vista normal sólo ve caminos cortados y bloqueos
insuperables.

Conclusión
No parece nada fácil vivir y ofrecer aquí, en Occidente, la profecía de la vida
consagrada, que deriva de los valores de fondo que ella profesa, ya que todo cuanto
se dice y se hace parece resbalar por una superficie lisa, dejando a cada cual la libertad
de expresar sus convicciones, sus manías y sus «rarezas».
Pero, a decir verdad, la presencia de la vida consagrada no se muestra finalmente
tan obvia y normal, es decir, catalogable entre las manifestaciones de rarezas

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personales: algunas de sus anomalías o comportamientos atípicos e insólitos
empiezan de nuevo a llamar la atención y a suscitar interrogantes.
Pero, sea que el mundo esté ciego, sea que quiera ver, la dimensión profética de
la vida consagrada no puede faltar, su testimonio profético no debe sepultarse; no sólo
por el deber misionero de la vida consagrada, sino por nuestra misma sociedad, en la
que viven nuestros hermanos y hermanas, víctimas muchas veces de una mentalidad
dominante que se va deslizando hacia la idolatría paganizante.
Conviene recordar que el profeta Elías también se quedó solo, que tuvo que huir
y esconderse y que pasó por momentos de desánimo, de miedo y de nausea. Después
llegó su momento de influencia pública, de acción eficaz e incisiva y de relevancia
profética.
Tampoco la vida consagrada debe perder la paciencia y la confianza en cultivar
las grandes orientaciones vitales, críticas y propositivas, que son consecuencia de su
género de vida, aunque en algunas ocasiones parezca que caen en el vacío. Siempre
llega un momento en el que la profecía está destinada a explotar, a tocar la mente y el
corazón, a provocar conmociones, a incidir, en una palabra, en la vida de la gente. Lo
único que tiene que hacer es no desnaturalizarse; de lo contrario ya no podrá salar ni
podrá «traspasar el corazón» La perseverancia y la confianza en el propio género de
vida, el empeño en desplegar todas sus posibilidades proféticas, no pueden dejar de
convertir la vida consagrada en un aguijón profético en el flanco de nuestra sociedad,
para invitarla a despertar de su sueño, para incitarla, al menos en algunos de los
hermanos, a «levantar la mirada hacia el monte de donde viene la salvación».

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Décima meditación
La unción en Betania

«No son pocos los que hoy se preguntan con perplejidad: ¿Para qué sirve la vida
consagrada? ¿Por qué abrazar este género de vida cuando hay tantas necesidades en
el campo de la caridad y de la misma evangelización a las que se puede responder
también sin asumir los compromisos peculiares de la vida consagrada? ¿No representa
quizás la vida consagrada una especie de "despilfarro" de energías humanas que
estarían mejor utilizadas, según un criterio de eficiencia, en bienes más provechosos
para la humanidad y la Iglesia?
Estas preguntas son más frecuentes en nuestro tiempo, avivadas por una cultura
utilitarista y tecnocrática que tiende a valorar la importancia de las cosas y de las
mismas personas en relación con su "funcionalidad" inmediata. Pero interrogantes
semejantes han existido siempre, como demuestra elocuentemente el episodio
evangélico de la unción de Betania: "María, tomando una libra de perfume de nardo
puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó
del olor del perfume" (Jn 12,3). A Judas, que con el pretexto de las necesidades de los
pobres se lamentaba de tanto derroche, Jesús le responde: "Déjala" (Jn 12,7). Esta es
la respuesta siempre válida a la pregunta que tantos, aun de buena fe, se plantean
sobre la actualidad de la vida consagrada. ¿No se podría dedicar la existencia de
manera más eficiente y racional para mejorar la sociedad? He aquí la respuesta de
Jesús: "Déjala".
A quien se le concede el don inestimable de seguir más de cerca al Señor Jesús,
le resulta obvio que El puede y debe ser amado con corazón indiviso, que se puede
entregar a El toda la vida, y no sólo algunos gestos, momentos o ciertas actividades.
El ungüento precioso derramado como puro acto de amor, más allá de cualquier
consideración "utilitarista", es signo de una sobreabundancia de gratuidad, tal como se
manifiesta en una vida gastada en amar y servir al Señor, para dedicarse a su persona
y a su Cuerpo Místico. De esta vida "derramada" sin escatimar nada se difunde el
aroma que llena toda la casa. La casa de Dios, la Iglesia, hoy como ayer, está adornada
y embellecida por la presencia de la vida consagrada.
Lo que a los ojos de los hombres puede parecer un despilfarro, para la persona
seducida en el secreto de su corazón por la belleza y la bondad del Señor es una
respuesta obvia de amor, exultante de gratitud por haber sido admitida de manera
totalmente particular al conocimiento del Hijo y a la participación en su misión divina en
el mundo.
"Si un hijo de Dios conociera y gustara el amor divino, Dios increado, Dios
encarnado, Dios que padece la pasión, que es el sumo bien, le daría todo; no sólo

100
dejaría las otras criaturas, sino a sí mismo, y con todo su ser amaría este Dios de amor
hasta transformarse totalmente en el ,Dios-hombre, que es el sumamente Amado"
(Beata Angela de Foligno)» (VC, 104).

¿Para qué la vida consagrada?


Este icono, puesto para concluir la Exhortación apostólica, afronta con valentía
un tema omnipresente, más o menos explícitamente y de una forma más o menos
sinuosa, y que se convierte cada vez más en una pregunta de rasgos en ocasiones
dramáticos, especialmente en Occidente, en estos momentos de dificultades
vocacionales: ¿para qué la vida consagrada?
A la pregunta de «para qué» se han consagrado al Señor, algunos podrían
responder espontáneamente: para hacer el bien; otros, para santificarse; unos
terceros, para servir al prójimo; y aun otros más, para poder ir a misiones. Y se podría
continuar con respuestas parecidas, sinceras y verdaderas; pero que han de
profundizarse ulteriormente. Baste reflexionar en el hecho de que, particularmente hoy,
se puede hacer el bien sin necesidad de asumir las «complicaciones» de la vida
consagrada. Si en el siglo pasado la vida religiosa parecía garantizar el máximo de
eficacia en el servicio al prójimo, hoy pueden alcanzarse magníficos niveles de servicio
humano y cristiano en cualquier condición de vida.
Respecto a los caminos de santidad, podemos constatar afortunadamente que
existen hoy movimientos laicales que cuidan en grado sumo el camino de fe, la práctica
de las virtudes cristianas, muchas veces de un modo más visible e incisivo que el que,
al parecer, pueda ofrecer la vida consagrada. Con el Concilio, además, y con el
descubrimiento del laicado, a algunos les parece que la «vía regia» del servicio al Señor
es la del compromiso en el mundo, en las nuevas formas que sólo los laicos pueden
asegurar.
Son constataciones, todas ellas, que ayudan a repensar en profundidad las
motivaciones de la vida consagrada, la cual sólo en la entrega total y exclusiva al Señor
Jesús puede encontrar su «porqué», la razón de su existir. La continua radicación
cristológica de la vida consagrada, hecha por el Santo Padre en toda la Exhortación,
encuentra aquí una ulterior confirmación. Si, respecto al servicio al prójimo, la vida
consagrada ha sido desbancada, y lo podrá seguir siendo cada vez más, por otras
formas de servicio que han alcanzado gran eficiencia, su justificación verdadera y
última la debe encontrar en otro lugar: la vida consagrada se explica en el plano de la
entrega personal al Señor Jesús, una entrega tan absoluta que puede llegar hasta el
«dispendio».
La unción de Betania nos dice que la vida consagrada no es primariamente
dedicación a un ideal de perfección, compromiso en un proyecto de servicio generoso
o desgaste en una misión particularmente dificultosa. Antes que todo eso es una
entrega a la persona divino-humana del Señor Jesús. Se necesita haber comprendido
quién es Jesús, para entregarse a El. Se necesita haber quedado sorprendidos,
maravillados, asombrados, sacudidos, profundamente impresionados por la vida del

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Señor Jesús, para dejarse llevar por la loca decisión de entregarle la vida a El y de
entregarla por El.
Es muy acertada la cita de Ángela de Foligno: «Si un hijo de Dios conociera y
gustara el amor de Dios increado, Dios encarnado, Dios que ha sufrido la pasión..., le
daría todo». En la vida consagrada se entrega todo a Quien entregó todo. Se entrega
uno mismo por entero a Quien, siendo Dios, entregó por entero todo su ser. A quien
comprende la enorme distancia existente entre el Todo de Dios y la nada de la criatura,
a quien ha vislumbrado, aunque sólo sea por vaga intuición, el abismo existente entre
el Eterno y el tiempo, entre el Omnipotente y la fragilidad de la carne, y considera que
el Señor de todas las cosas se hizo siervo, se hizo pequeño, padeció, fue rechazado...
todo se le hace posible.

El dispendio de una vida


Pero es persistente la mentalidad eficiente y práctica de hoy y de siempre: ¿para
qué el «dispendio» de una vida? También aquí, para dar con una respuesta, hay que
entrar en la economía del Reino de Dios. Porque la economía del Reino de Dios
consiste en no tener economía.
La economía del amor consiste en no tener medida. Dios manifiesta ser Dios,
precisamente porque no parece economizar. Las galaxias muestran que en el cosmos
se da un dispendio de materia y energía: miles de millones de galaxias, formada cada
una de ellas por miles de millones de estrellas mucho más grandes que la tierra. Y, por
lo que parece, estamos sólo al comienzo de la exploración del cosmos, cuya
observación nos reserva cada día sorpresas mayores: «¡Señor, Dios nuestro, qué
grande es tu nombre en toda la tierra!» «¡Los cielos y las estrellas cantan tu gloria!»
Dios hace las cosas a lo grande, actúa con una sorprendente amplitud de medios, para
decirnos que nada es imposible para El, que todo es juego, que todo es
sobreabundancia. Aunque el conjunto, el todo, para mentes fríamente calculadoras,
puede aparecer como un dispendio sin un significado definido: «¿A qué viene tanto
esplendor?».
Y cuando «Aquel por quien todo fue creado» habitó entre nosotros, utilizó los
mismos criterios de esa extraña economía, la misma sobreabundancia, más aún, el
mismo dispendio: podía habernos salvado con una palabra, pero quiso tocar nuestro
corazón con el exceso y el dispendio de la cruz.
Si la inmensidad de los cielos sobrecoge vertiginosamente nuestra mente, la
inmensidad del amor de la cruz nos arrebata irresistiblemente el corazón. A un Dios
inmenso, que ama de un modo tan conmovedor, no se le puede regatear la vida,
aunque a veces la pida de una forma bastante perturbadora.
La vida consagrada puede aparecer realmente, con más frecuencia de lo que
parece, como un dispendio. La persona que hace este gesto incomprensible e insólito
de elegir este género de vida resulta realmente extraña. Debe parecer o loca o
enamorada. En esta línea de provocación es donde se sitúa frecuentemente la persona
que se consagra a Dios. Lo mismo que Jesús se derrochó, con una vida comprometida

102
y dramática, para hacer creíble el amor de Dios, así la vida consagrada se derrocha
ahora para dar credibilidad al amor de Jesús por todos los hombres.
Pero la sensación de dispendio no sólo la perciben la gente, los otros y los que
observan desde fuera. También la tienen las personas consagradas, a veces a su
propia costa: hay momentos de vacío, llegan horas y días en los que se tiene la
sensación de perder el propio tiempo, de meter en el frigorífico «posibilidades no bien
invertidas», «de malgastarse en situaciones absurdas» que podrían manejarse con
mucho más fruto. Pero justo en esas situaciones es donde se nos da la posibilidad de
manifestar que hay un Amor que ha de vivirse y testimoniarse siempre y de todas las
formas; que esos momentos que parecen vacíos, son en realidad los verdaderos
momentos de sabia-locura, lúcida y consciente, que acercan e introducen en la
comprensión y, por tanto, en la representación de la misma locura de Cristo. Y en estos
momentos es cuando el frasco de nuestra existencia se rompe y perfuma la casa.

El aroma que invade la casa


Teresa de Lisieux, una de las santas más citadas en la Exhortación, tiene una
feliz y aguda intuición: «Los cristianos más perfectos, los sacerdotes, piensan que
somos exageradas, que deberíamos servir como Marta, en vez de consagrar a Jesús
los frascos de nuestra vida, con el perfume que encierran. Pero ¿qué importancia tiene
que nuestros tarros se rompan si Jesús es consolado? El mundo, muy a pesar suyo,
se ve obligado a percibir los aromas que exhalan y sirven para purificar el aire
contaminado que no deja de respirar». Aunque esta reflexión se dirige más
específicamente a la vida de clausura, vale también para las otras modalidades de vida
consagrada que participan de la misma situación «derrochada» y misionera
simultáneamente.
El mismo hecho de «existir» es, en sí, una misión. Guste o no guste a las
personas, la presencia de vidas consagradas es una realidad que llena la Iglesia y la
sociedad de un perfume absolutamente insólito, el «buen olor de Cristo», justamente
porque esa presencia es una memoria viva de su acción, de su amor, de su perenne
presencia y de su actualidad.
Los exegetas han hecho notar la vinculación existente entre el pasaje de Juan y
el Cantar de los Cantares: «Mientras el rey estaba en su diván, mi nardo despedía su
perfume» (1,12), «Tu nombre es como un bálsamo fragante, y de ti se enamoran las
doncellas» (1,3).
Jesús es el amado, cuyo perfume embriaga y enamora, que invita a responder
con el perfume de la propia vida: sí, una vida que se entrega para agradar al Amado
se convierte en una vida de amor intensamente vivida, se transforma en misión, se
convierte en misión viviente, puesto que no puede mantenerse oculta ni puede tenerse
en secreto, pues está destinada, de un modo u otro, a entregarse, a aparecer, a
perfumar el ambiente que, quiérase o no, entra en contacto con esa historia de amor
insólita pero decisiva.

103
Insólita y decisiva porque pertenece al núcleo profundo de la misma historia de
la salvación, una historia emblemática que envuelve a todos, por ser la historia de un
Amor que está en el origen de todas las cosas, una historia que un día todos vivirán
gozosamente, que suscita el asombro y que puede provocar interrogantes, inducir a un
serio examen de los fundamentos de la propia existencia. Tú que derrochas tu vida,
que rompes tu frasco y dejas salir el perfume de Cristo, tú eres la Esposa que proclama
incansable y gozosamente toda la importancia, la belleza y la exclusividad del Esposo.

Para la sepultura
«Ha hecho esto para el día de mi sepultura»: el dispendio de una vida puede
suscitar en algunos estupor, pero también compasión. ¿Por qué entretenerse todavía
en cosas del pasado? «Dejad que los muertos entierren a sus muertos». ¿Por qué
retomar un pasado que está destinado irremediablemente a ser sepultado? En efecto,
no son pocos los que piensan que Jesús está muerto y con El los cristianos, que están
en las últimas. «Un oasis para los últimos cristianos»: es la definición que un semanario
alemán de gran tirada hace de la Iglesia, haciéndose eco de los que piensan ya en el
inexorable ocaso del cristianismo.
Pero mientras exista alguien que, como María de Betania con su gesto
provocador, es decir, con una vida «extraña», diga: «Aunque todos te abandonen, yo
no te abandonaré; aunque todos te crean muerto, acabado, derrotado, sepultado, yo
sé que eres el más vivo de todos y te proclamo vivo, más aún, el Viviente», el perfume
que alegra la Iglesia y la sociedad no desaparecerá.
¡Y esto también ante ciertas desolaciones apostólicas, ante impresionantes
apostasías de adultos y de jóvenes, ante ciertas soledades, incluso en medio del buen
pueblo cristiano más o menos distraído o interesado, cuando a uno le parece que se
queda «solo con El solo»! Ni entonces hay que tener miedo, porque Jesús es el
viviente: el abandono de los hombres no es prueba de la escasa actualidad de Jesús,
sino de la carencia de sabiduría del corazón humano, de su ceguera, de su eterna
tendencia a la «esclerocardía», al endurecimiento del corazón, a la incorregible
superficialidad del ser humano. El cual, cuando está rodeado de algunos bienes, siente
la tentación de abandonar al Dador; cuando es gratificado por alguna criatura, es
tentado a olvidar al Creador; cuando una luz fatua lo deslumbra, le tienta dejar de mirar
el firmamento; cuando siente que la vida late en él, es inducido a pensar que el Autor
de la vida se ha eclipsado y se ha adormecido en el sepulcro.
Pero es entonces, en medio precisamente de esta dramática tentación de
ceguera, cuando hay que estar al lado de Jesús para reconocerlo y proclamarlo como
el viviente, el dador de todo bien y de toda felicidad, como la verdadera alegría del
corazón humano. ¡Señor, ten piedad de los que te creen sepultado! ¡Señor, ten piedad
de mí, cuando no te siento como el viviente, el dador de toda vida!

El cuerpo de Cristo

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María de Betania manifiesta una atención particular al cuerpo de Jesús, un
cuerpo que iba a sufrir, que iba a «entregarse» y a ser entregado «por la vida del
mundo». También la vida consagrada ama ese cuerpo, vehículo de la divinidad, imagen
del Dios invisible, el más bello de entre los hijos de los hombres, instrumento de la
salvación, esplendor de la creación, alegría del corazón de todo ser viviente. Por tanto,
podríamos hablar aquí de un cuádruple cuerpo de Cristo al que dedicarnos con María
de Betania y como ella.

a) El cuerpo de Cristo histórico, su humanidad


La vida consagrada, especialmente la occidental, se ha fijado con gusto en la
humanidad del Señor Jesús, ha contemplado sus misterios, sus opciones y decisiones,
se ha conmovido ante sus humillaciones y dolores, se ha sumergido en sus lágrimas,
ha recorrido los pasos de su vida desde el pesebre a la pasión y la resurrección. La
Exhortación estimula este «cristocentrismo» basado en la divino-humanidad de Jesús,
un cristocentrismo cualificado por la imitación de la forma de vida de Cristo casto, pobre
y obediente.
La «devoción» a la humanidad de Jesús, con el amor y la sensibilidad de María
de Betania, con la mirada maravillada y conmovida de los santos, con el deseo ardiente
de una «adhesión configuradora» para hacerlo presente de nuevo en este mundo, es
una garantía de la autenticidad de la vida consagrada, que, de esa forma, se mantiene
lejos de las tentaciones: tanto de las de un espiritualismo evanescente, como lo sonlas
nuevas formas de religiosidad, como de las de un materialismo sin apertura a lo
trascendente, como puede inocular el clima secularista. Conviene recordar siempre
que la humanidad de Jesús es el camino a la divinización, a la introducción real en el
impenetrable mundo divino, suprema aspiración de todo ser humano.

b) El cuerpo místico que es la Iglesia


No se puede amar a Cristo si no se ama su cuerpo, que es la Iglesia. Esta Iglesia
concreta, este pueblo santo y pecador, regido por estos pastores, esta Iglesia con sus
virtudes y defectos. La Exhortación evoca el amor de los fundadores «por el señor
Papa», por el «dulce Cristo en la tierra». Recuerda su empeño por «sentir con la
Iglesia», por considerarse «hijos de la Iglesia». Recuerda también el estrecho vínculo
con Pedro y con su ministerio de unidad. Es necesario reconocer que necesitamos
asegurar y reforzar este amor.
Venimos, en efecto, de unos años turbulentos y difíciles; de períodos de cambios
promovidos por las bases que no siempre se sentían comprendidas por el vértice; de
un debilitamiento de la visión mistérica de la Iglesia debido, entre otras cosas, a una
excesiva presentación de la dimensión sociológica y a visiones individualistas que
prevalecían por encima de las visiones solidarias orientadas al bien común; y también,
es bueno decirlo, de una perspectiva de fe bastante disminuida.
Todo esto ha contribuido a debilitar, incluso en personas consagradas, el amor a
la Iglesia tal cual es en su propia realidad. Pero el amor a la Iglesia es el amor puro y
sincero a la «Esposa bella», a la que la sangre de Cristo ha hecho resplandeciente,

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«sin arrugas ni manchas», porque el amor del Esposo la rejuvenece continuamente.
Este amor se pone de manifiesto, hoy sobre todo, a través de la preocupación por su
difusión y por su permanencia.

Por su difusión, con una recuperación del entusiasmo por la «missio ad


gentes»: es inútil negar que en estos últimos años se ha producido una disminución de
la pasión misionera por difundir el cuerpo de Cristo en todas las partes de la tierra y
por su crecimiento en el corazón de los hombres y de su cultura. A la vida consagrada
también le compete, y de una manera especial, mantener viva esta pasión, dado que
las más grandiosas empresas misioneras han sido su orgullo, dado que se han debido
a su coraje y a su pasión (cf. VC, 77 y 78).

Por su permanencia, con la participación en la nueva evangelización (VC, 81), en


un momento particularmente delicado para la vieja Europa y para el Mundo occidental
en general. «Vivo en la angustia de ver desaparecer la persona de Cristo del horizonte
de la humanidad. Es lo más grave que puede suceder, porque Jesús es, más que
ningún otro ser humano, el único camino de verdad y de vida», decía recientemente un
cristiano francés. Jesús corre el peligro de desaparecer de la memoria de muchos
hombres de nuestro tiempo.
También el debilitamiento de la Iglesia institución lleva consigo inevitablemente
la disminución de la «memoria de Cristo». Descubrimos, o redescubrimos, cada vez
más y mejor, que la institución no es sólo un «velo» del misterio, sino también una
forma necesaria, aunque imperfecta, de su presencia. ¿No acontece también en este
«medio imperfecto» la ley de la encarnación, haciéndolo vehículo necesario de lo más
perfecto?
También aquí se nos presenta el problema de la visibilidad, no sólo de la Iglesia,
sino también de la vida consagrada. ¿Hemos optado por todos los mimetismos sólo
con vistas a un mejor testimonio u ocultan, en el fondo, un debilitamiento de la
«parresia», es decir, del valor y de la libertad de hacer patente la pertenencia al Señor
Jesús?

c) El cuerpo de Cristo pobre y sufriente


«Tuve hambre y me disteis de comer». Jesús es amado y servido también en el
pobre y en el que sufre. Es un dato sobre el que, en los decenios pasados, no se ha
dejado de reflexionar, de mostrar interés, de reaccionar y de actuar. La Exhortación es
un eco fiel, no solamente de esos decenios en los que se ha agudizado la «pasión por
los pobres», sino también de la amplia historia de servicio de la vida consagrada al
Cristo presente en el pobre y en el que sufre (VC, 82 y 83). Se puede afirmar con toda
tranquilidad que uno de sus cometidos en este período, en el que se habla mucho de
servicio, pero de una forma cada vez más ambigua y hasta instrumental, es
precisamente mantener viva entre los cristianos la gran dignidad del servicio, cuyo
fundamento reside en el servicio que se hace a Cristo.

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En esta dimensión se comprende cuanto se dice en el n. 75: «La búsqueda de la
belleza divina (que es Cristo) mueve a las personas consagradas a velar por la imagen
divina deformada en los rostros desfigurados por el hambre; rostros desilusionados por
promesas políticas; rostros humillados de quien ve despreciada su propia cultura;
rostros aterrorizados por la violencia diaria e indiscriminada; rostros angustiados de
menores; rostros de mujeres ofendidas y humilladas, rostros cansados de emigrantes
que no encuentran digna acogida; rostros de ancianos sin las mínimas condiciones
para una vida digna».
Sin la referencia explícita a Cristo a quien hay que servir siempre y en todos,
servir con todo entusiasmo y entrega al pobre y al que sufre es realmente una tarea
ímproba y ardua. También en esto la vida consagrada recuerda la necesidad de poner
a Cristo en el centro, porque es a El a quien hay que amar y servir, es El quien justifica
todo servicio.

d) El cuerpo eucarístico
La vida consagrada se ha construido, sobre todo en el segundo milenio, en torno
a la eucaristía. La mayoría de los fundadores sintieron verdadera pasión por la
eucaristía, en su doble dimensión de celebración y de presencia real. Si hoy la
celebración eucarística se ha revalorizado, la adoración eucarística parece merecer
mayor atención y más frecuente. Es ante el Cuerpo vivo y verdadero de Cristo donde
se han resuelto muchas dificultades; es ante la eucaristía, en prolongados e íntimos
diálogos, donde se deshacen nudos intrincados, se fortalecen rodillas vacilantes, se
reemprenden caminos, se producen relanzamientos a acciones más comprometidas,
se superan alergias y repugnancias, se maduran las grandes decisiones y se vencen
los pequeños y grandes combates espirituales. ¡Quien ama la eucaristía difícilmente
se desviará del camino justo!

María de Betania
Quien unge los pies y los seca con los cabellos («Con tus trenzas cautivas al
rey», Cantar 7,6), es una mujer. Los otros evangelistas también tienen un episodio
semejante, pero esta unción de Betania se contiene en un evangelio, el de Juan, que
da a las mujeres mucho espacio y protagonismo. Marta y María tienen un papel peculiar
en Juan y hablan. La Samaritana es una evangelizadora. La Magdalena es la primera
en ver al Señor, es la «oveja» que reconoce la voz del Pastor y la evangelizadora de
los apóstoles.
Se ha dicho que difícilmente se habría pronunciado en las comunidades de Juan
la expresión: «las mujeres callen en la asamblea». En las comunidades joánicas se
hacía realidad el ideal de Pablo, que quedó «incompleto»; pues Pablo, aunque había
afirmado la igualdad de hombres y mujeres, tuvo que plegarse a los condicionamientos
culturales de su tiempo. Las mujeres en el evangelio de Juan se acercan al ideal del
discípulo amado, del discípulo que es tal porque es amado y ama mucho. Y en esto
encuentra su dignidad de discípulo y su consistencia.

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María, junto a las otras mujeres y junto a la Madre de Jesús, tiene un papel
importante porque sobresale en el amor, y el amor es el que constituye al verdadero
discípulo. El amor es lo que las permite ser las primeras en intuir la presencia del Señor,
ser profetas, presagiar y barruntar. El papel de María de Betania es el papel profético
de intuir la tragedia, ya próxima, de la pasión y muerte de Jesús; pero ver en Jesús, no
al derrotado, sino al vencedor; intuir, en medio del grito de odio de los enemigos, su
serena respuesta silenciosa, es decir, el canto de amor del Esposo; vislumbrar, entre
las tinieblas que estaban espesándose, la luz de un Amor que brilla soberano y
victorioso por encima de toda barbarie.
María cree en el amor, cree en el Amor hecho carne en Jesús, en su poder
desarmado capaz de atraer a sí los corazones en el mismo momento en que los
poderosos lo consideran acabado. María cree en el poder regenerador del Amor, en su
fuerza, en su capacidad de resistir las grandes riadas, en su vitalidad capaz de vencer
hasta a la muerte. Y lo cree porque el amor tiene un nombre: Jesús, el que acaba de
resucitar a su hermano Lázaro, el que, pese a todo, es pagado con un odio que lo
quiere borrar de la tierra.
María es la profecía de la fuerza suprema del amor, más fuerte que el mal, más
potente que la muerte, más hermoso que toda humana falta de nobleza. María es la
personificación de la fe en Jesús, de la esperanza en su capacidad de superar todo
obstáculo, del amor que socorre a quien es maltratado y despreciado por los demás.
María es el icono de la vida consagrada, que no en vano encuentra entre sus filas
numerosas mujeres que son como ella, como María de Betania, y están dispuestas a
estar cerca de Jesús en las buenas circunstancias y en las malas, a consolarlo en los
que lloran, a perfumarlo en los que son despreciados, a expresarle todo su amor en los
que están abandonados. María, gracias a Dios, vuelve a vivir en miles de millones de
mujeres consagradas que expresan incesante y elocuentemente su amor a Jesús con
su vida y su entrega total.

María y las mujeres consagradas, hoy


María de Betania comprendió mucho del misterio de Cristo, mucho más que las
otras mujeres y los otros hombres que allí estaban. Su gesto pone de manifiesto las
extraordinarias aportaciones que el genio femenino ha dado y puede dar a la Iglesia
del futuro.
María —retornando al contenido de la Exhortación— es el corifeo de «las mujeres
consagradas, llamadas a ser, de una manera muy especial y a través de su dedicación
vivida con plenitud y con alegría, un signo de la ternura de Dios hacia el género humano
y un testimonio singular del misterio de la Iglesia, la cual es virgen, esposa y madre»
(VC, 57).
Su presencia «ayuda también a los hombres a revisar sus esquemas mentales,
su manera de autocomprenderse, de situarse en la historia e interpretarla y de
organizar la vida social, política, económica, religiosa y eclesial». «En este contexto, la
mujer consagrada, a partir de su experiencia de Iglesia y de mujer en la Iglesia, puede

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contribuir a eliminar ciertas visiones unilaterales, que no se ajustan al pleno
reconocimiento de su dignidad, de su aportación específica a la vida y a la acción
pastoral y misionera de la Iglesia. Por ello, es legítimo que la mujer consagrada aspire
a ver reconocida más claramente su identidad, su capacidad, su misión y su
responsabilidad, tanto en la conciencia eclesial como en la vida cotidiana» (VC, 57).
Conviene releer todo el n. 58, en el que se habla de un futuro que prevé una más
generosa acogida a todos los carismas de la mujer consagrada en la Iglesia:«Urge, por
tanto, dar algunos pasos concretos, comenzando por abrir espacios de participación a
las mujeres en diversos sectores y a todos los niveles, incluidos aquellos procesos en
que se elaboran las decisiones, especialmente en los asuntos que las conciernen más
directamente». Y además: «Hay motivos para esperar que un reconocimiento más
hondo de la misión de la mujer suscitará cada vez más en la vida consagrada femenina
una mayor conciencia del propio papel, y una creciente dedicación a la causa del Reino
de Dios».

¿Qué sería del mundo sin religiosos?


«¿Qué sería del mundo si no existieran los religiosos?», decía Jesús a santa
Teresa de Avila. Pablo vi inició ya una respuesta: «sin este signo concreto, la caridad
que anima la Iglesia entera correría el peligro de enfriarse, la paradoja salvífica del
evangelio se edulcoraría, la sal de la fe se diluiría en un mundo en vías de
secularización» (Evangelica Testificatio). «La Iglesia no puede renunciar
absolutamente a la vida consagrada, porque expresa de manera elocuente su íntima
esencia "esponsal". En ella encuentra nuevo impulso y fuerza el anuncio del evangelio
a todo el mundo. En efecto, se necesitan personas que representen el rostro paterno
de Dios y el rostro materno de la Iglesia, que se jueguen la vida para que los otros
tengan vida y esperanza. La Iglesia tiene necesidad de personas consagradas que,
aún antes de comprometerse en una u otra noble causa, se dejen transformar por la
gracia de Dios y se conformen plenamente al evangelio» (VC, 105).
Por eso, «el derroche» de la vida consagrada debe ser comprendido y promovido
por todos con la «estima, la oración, y la invitación explícita a aceptarlo». Por eso, «es
importante que los obispos, presbíteros y diáconos, convencidos de la excelencia
evangélica de este género de vida, trabajen para descubrir y apoyar los gérmenes de
vocación con la predicación, el discernimiento y un competente acompañamiento
espiritual. (...) Toda la comunidad cristiana –pastores, laicos y personas consagradas–
es responsable de la vida consagrada, de la acogida y del apoyo que se han de ofrecer
a las nuevas vocaciones» (VC, 105). Son palabras que recogen el eco de las que se
pronunciaron repetidas veces en el Sínodo: «De re nostra agitur», se trata de cosas
que nos conciernen, que atañen a toda la Iglesia, que exigen el esfuerzo de todos.
Porque, si llegaran a faltar las personas consagradas, ¿quién impulsaría a pensar
que Dios es simplemente Todo y que a El se le puede dar todo?

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¿Quien induciría a pensar, incluso en forma de desafío, que amar y servir al Señor
es y sigue siendo lo más bello que una persona puede hacer en este mundo pasajero
y la forma más perfecta de vivir esta vida que se nos escapa?

Conclusión

El hilo del itinerario

Al comienzo del camino espiritual de la persona consagrada está, por tanto, la


seducción de Dios (Transfiguración), que pone en contacto con la belleza y el amor de
Cristo, imagen del Dios invisible. Pero cuál es el género de la belleza y del amor divinos
sólo se comprende estando a los pies de la cruz (María y Juan). El amor ofrecido, que
se ha de vivir y testimoniar, es eterno y para toda la eternidad: la vida consagrada debe
recordarlo (Pedro y Juan).

Este amor es total y totalizante, es un amor esponsal (Pedro y María). Para


comprenderlo es necesario confrontarse con Dios (lucha de Jacob), vivir como
hermanos (la comunidad de Jerusalén), servir con humilde entrega (lavatorio de los
pies), anunciarlo con el coraje de los profetas (Elías), arrostrar la incomprensión de los
hombres para estar contentos de poder servir siempre y del modo que sea al muy
amado Señor Jesús (Betania).

Éste es el hilo conductor del itinerario que merece una atenta consideración, dada
su riqueza tan sugestiva.

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La espléndida Exhortación apostólica Vita Consacrata, por sus densos
contenidos teológicos, sus perspectivas espirituales y sus indicaciones
apostólicas, está destinada a ser durante los próximos años un sólido
instrumento de animación para las personas consagradas y las
comunidades religiosas.

Estas páginas recogen los grandes temas de la Exhortación en diez


iconos bíblicos (la transfiguración: María y Juan a los pies de la Cruz:
Pedro y Juan: Pedro y María: la lucha de Jacob: la comunidad de los
Apóstoles: Jesús en la sinagoga de Nazaret: el lavatorio de los pies:
Elías: la unción de Betania), resaltando y confrontando las
indicaciones del texto con los aspectos de la vida contemporánea que
desafían con particular fuerza y problematicidad a las personas
consagradas y a las instituciones.

Nacidas de encuentros en diversos niveles, estas meditaciones no son


sólo una ayuda clara y segura para comprender el texto, sino también
una guía para la asimilación personal y comunitaria de los contenidos
de la Exhortación apostólica. También pueden ayudar a comprender
el "misterio de la vida consagrada" a quienes quieren iniciarse en ella
y a quienes la sienten como algo extraño a sus vivencias.

PIER GIORDANO CABRA tiene publicados en la Editorial Sal Terrae:


La vida religiosa en misión: Amarás con todo tu corazón. Celibato (4ª
edición): Amarás con todas tus fuerzas. Pobreza (3ª edición): Amarás
con toda tu alma. Obediencia (3ª edición):... Y al prójimo como a ti
mismo.

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