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La orquesta vacía

Seudónimo: Camila Haze

L.P llegó al aeropuerto de Haneda a las 15 horas y a las 15:30 estaba saliendo con dos maletas
de tamaño mediano y un bolso de cuero negro (que su madre le había prestado y dicho
encarecidamente que lo cuidara como tesoro familiar), cargado con 4 esculturas de piedra.
Las esculturas las había realizado en su estadía como aprendiz en Barcelona, sin embargo,
estas obras las llevaba desde Chile, donde había ido a pasar las vacaciones con su familia. L
durante dos años decidió irse a Barcelona, ya que como muchos artistas nacionales, no
encontraba lugar en los escenarios artísticos locales. L.P siempre fue la primera, la más
espectacular –en el sentido mismo del espectáculo– de la escuela de arte. Sus obras eran
grandes, recias, llenas de fuerza y brutalidad material. Tanto así, que realmente se acercaba
a una idea clásica del arte en cuanto al acto escultórico más que al mundo de las teorías más
aceptadas en el arte contemporáneo.

Podríamos decir que L era una persona más bien silenciosa en los circuitos del arte nacional.
Si bien era extrovertida, divertida e incluso hilarante, eso estaba reservado para sus círculos
más cercanos –solo aquellos elegidos podían entrar en un mundo de locura que solo es posible
en las biografías de las personas que cambiaron el mundo–. En el arte era una paria, estaba
lejos de las luces del glamour de los tocados por el don divino de la astucia social, pero
demasiado apartada del grupo de los anti sistémicos (que a veces parecen institucionalmente
marginales). La verdad es que esta situación no era del todo incomoda, «hay que cuidar el
aura» decía un amigo de los dos, y L hacía eso. Sin embargo, algo había que hacer para
justificar su presencia en el arte, que aunque a ninguno le gustase, exige una presencia
mediática (las lagrimas se ocultan ante el sonido de las copas de champagne y los focos que
iluminan las obras, mientras se soportan los infinitos comentarios de “¿Qué quisiste decir?”).
Es por esto, que L.P ante las presiones sociales, y sopesando su situación, concluyó que debía
generar una muestra en el extranjero, así podría mostrar sus obras sin la situación social que
tanto aborrecía, generar un currículum creciente, el deseo de coleccionistas y la validación
suficiente como para que nadie la cuestionara. Así es como llegó a Japón.

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Ya instalada L en el Sakura Hostel de Asakusa (cerca de los clásicos templos de las postales),
tomó su bolso de un negro impenetrable –escena digna de película de espías– y se dirigió a
la meca de las luces, tecnologías, animé y todo lo que respecta a la cultura pop nipona:
Akihabara. Silenciosa, sin cavilaciones y con una mirada fija, L.P buscó un conocido
Karaoke que funcionaba las 24 horas. Al llegar, en un difícil choque idiomático, logró
arrendar una habitación para uno durante una hora, cuestión sorprendente para los
occidentales quienes tomamos el karaoke como algo grupal. Las luces rojas cambiaban a azul,
este cambiaba a amarillo y luego a un sinfín de combinaciones que pasaban de colores
primarios a secundarios, logrando que ese periodo de tiempo (alquilado) fuese una trabajada
escenografía cinematográfica.

La situación era la siguiente: exponer en el karaoke. Sin duda, el ejercicio de transformar una
exposición, fundada en la relación arte/espectador, ahora se convertía una situación solitaria.
El lugar existía en función de que se pueda pagar el tiempo (como concepto y función
práctica) y la obra se transformaría en una experiencia retrospectiva, que luego de ser ubicada
en algún rincón de la insonorizada habitación, nunca más existiría. Solo la performance, el
mito de que existió sería lo que perduraría en el tiempo, el boca a boca la haría inmortal.

Cada pieza fue puesta en hilera frente a la televisión que pasaba los videos de moda en Japón,
y éstas, iluminadas por los colores y la luz televisiva –que pasaba el texto de las canciones
en japonés– tomaron un aire ritual y de un sin sentido en respecto a todo, lo que estaba
sucediendo, lo que no y el hecho de ni siquiera entender como llegó a ese lugar.

Como se esperaba, todo estaba en japonés. Sin embargo, el sistema de la televisión era lo
suficientemente intuitivo como para poner canciones anglosajonas y cantar tranquilamente
siendo un extranjero. Con esta posibilidad, L.P se mimetizó con el ambiente y realizó una
solitaria celebración, o más bien como contexto artístico, una inauguración. La obra que se
tituló Mahou Shoujo (chicas mágicas) fue su única compañía. Los rostros de las esculturas,
que eran una mezcla entre recién nacidos y cabezas olmecas, daban la sensación de estar en
el último rincón donde uno quisiese estar y en el peor momento posible. Sus ojos de piedra

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se volvían miradas vivas, tan siniestras como encontrar humanidad en lo que no pensamos,
el miedo a lo desconocido. Esta situación, sumada a la fuerte música, los contrastes entre luz
y oscuridad que producían los focos y la sensación de extrañeza que daba el lugar, simulaban
perfectamente un transe, uno violento, que va de un lado a otro y no deja terminar ningún
pensamiento mientras otro ya se está insertando en la cabeza.

Llegó el silencio, la oscuridad se tornó casi total y las canciones dentro del playlist acabaron.
L volvió a una habitación en Akihabara, un pequeño cubículo lejos de Barcelona y Santiago.
Sin pensar, así como un haz de luz, cayó en cuenta de que todo lo que había pasado (el viaje,
la exposición y su situación previa) terminó de pronto y nunca más sucedería, todo se había
convertido en un silencio póstumo que le calmó el alma.

Cuando L.P volvió a Chile, la esperaban los curadores, críticos y artistas emocionados por
esta nueva creadora que había pasado las barreras nacionales. Quienes nunca la habían
mirado, rendían pleitesía ante una nueva belleza exótica en el escenario local. Nadie sabía
dónde fue la muestra, pero eso no importaba, ella había estado en Tokio, una de las capitales
del mundo. He ahí la paradoja, no importa si lo que haces se muestra en un rincón de una
habitación o en un museo con siglos de historia, mientras sea fuera de las barreras nacionales
y sobre todo continentales. esto se vuelve un objeto de deseo. Sin embargo, para L todo esto
tuvo que ver con el silencio –precisamente en el tiempo que no pagó–, el vació después de la
locura, y quizás, aún no lo sabe, haber encontrado su lugar en el mundo. Si algo agregar a la
soledad de su acción y la imagen en blanco que se produjo después de esa habitación, es el
significado de la palabra «Karaoke», una orquesta vacía.

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