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-En ocasiones percibo- que en verdad, nunca fui de la ciudad aunque al vivir en sus calles
centrales durante mi adolescencia, terminó por convencerme en esa época, como si
perteneciera al lugar. Sin embargo, otros bien podían darse cuenta de aquello que yo no
lograba percibir, digo esto porque, en una oportunidad, acompañé a un pintor a visitar a
un escultor que vivía en el pueblo de El Moján y a quien yo no conocía. Ya en casa del
escultor, éste me preguntó de dónde yo era o había nacido, le respondí que yo era de
Maracaibo, que había nacido en Maracaibo, pero el artista no aceptó mi respuesta pues,
desde su percepción, en verdad, yo pertenecía a otro lugar.
La ciudad se levanta y cae, pareciera no poder definirse definitivamente. Claro, se han
declarado patrimonio regional diversos edificios y lugares emblemáticos, se ha creado el
CRU, el día de la zulianidad (cosa que me gustaría que me explicaran con plastilina), y un
sin fin de eventos más. Tengo la sensación que son esfuerzos desesperados por decidir
quiénes somos. Es tal vez la eterna sensación de nostalgia de un pasado esplendoroso,
como de hecho lo fue, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX, como si nunca
hubiéramos superado el quiebre profundo que paulatinamente fue diluyendo a aquella
“Industriosa Maracaibo”. La terrible sensación de que algo, no se sabe muy bien por qué
y cómo (aunque hay bastante literatura al respecto) fue evaporando los sueños del
“progreso”. Mientras tanto el calor, el sudor, el sol y todo eso que tanto nos molesta y nos
encanta, enmarcan ese aire de nostalgia disfrazado de estridencia. Maracaibo es hoy una
muy dura ciudad para vivir. Prefiero hablar de ella desde la visión romántica de la
adolescencia, cuando la ciudad era para mí sinónimo de plenitud. Encontré para esos años
un mundo cultural cargado de música, pinturas, teatro, cine y poesía; que era lo que
estaba buscando.
Me trajeron a los cinco años desde un pueblito llamado “El Dividive” a la recién
inaugurada urbanización San Francisco, cerquita del puente y cerquita también de la
fábrica de cemento “Vencemos Mara”. El aire siempre polvoso, atravesado por la luz,
creaba un manto amarillento que se hacía más impenetrable a medida que el fuego del
mediodía crecía. Todos los años, en el mes de agosto, atravesábamos el puente para ir a
visitar a mi abuela en el Dividive. Toda la infancia el puente y los reflejos del lago
significaron la promesa del paseo, del juego, de la fiesta de la vida. Esa misma
iridiscencia se volvía hiriente ante el ratón del regreso. Mi mamá era costurera y cada
cierto tiempo iba al centro para comprar hilos, agujas y el largo etc de su oficio. Tendría
como ocho años, pero todavía tengo en la nariz y los ojos el recuerdo de la tienda que
había en la casa azul, la que está al lado del CAM en la plaza Baralt; después se llamó
Beco y hoy no sé. Era como un pequeño centro comercial, por dentro tenía una especie de
patio interior, y alrededor, las distintas tiendas. Mi mamá iba siempre a la misma tienda.
Plena, llena de maravillosas cintas de colores; claro, te está hablando la memoria de una
niña. El espacio interior de ese edificio era como un pequeño oásis en medio del bullicio
del centro; no solo porque se atenuaba sensiblemente el clamor de los pregoneros, sino
porque por alguna extraña razón (ni el edificio ni la tienda tenían aire acondicionado) se
sentía era maravillosa y naturalmente fresca. Supongo que la arquitectura de ese edificio,
de principios del siglo XX, se realizó en función del clima, como debió ser siempre, antes
de que aparecieran los aires acondicionados y la arquitectura norteamericana. Pero lo
cierto es que era para mí como un inmenso parque de diversiones subiendo, bajando,
corriendo por entre las escaleras sólidas, gruesas, exhudando una especie de escenografía
de película. Por supuesto, el hecho de que nunca había tanta gente allí, era una gran
ventaja (para desesperación de mi sufrida madre). Pero de repente, en un momento (no
sabría precisar el tiempo) mamá tuvo que buscar otras opciones porque el “Centro
Comercial” lo habían cerrado; mantenían abiertas solo las de la planta baja; de hecho,
hoy, solo hay zapaterías alli. Mucho después enetendí que la poca asistencia estaba
relacionado con su lamentable cierre. Así que la aventura de ir a “Maracaibo”, como
decían por San Francisco cuando uno iba al centro (ya nadie dice así) se volvió solo el
deber de acompañar a mamá porque no había con quien dejarme. No recuerdo ningún
lugar o tienda de los muchos que se recorrió mamá conmigo a rastras que me llenara de
la magia de ese edificio, y cada vez que pasó y lo veo, vuelvo a respirar su olor y su aire.