Está en la página 1de 131

LA ABUELA

Teresa acababa de ver en su reloj despertador las siete en punto. En diez minutos tendría que
salir para el hostal. Diez minutos era todo lo que necesitaba para prepararse.

Al entrar al baño, se vió semidesnuda ante ese espejo que era capaz de reflejar su cabeza y su
torso, rodeado de marcos amarillos. Tomó el cepillo de dientes y le puso abundante pasta.
Mientras se lo pasaba, tuvo tiempo de pensar que, desde mucho tiempo atrás, habían dejado de
acontecer las preocupaciones por los contornos de su cuerpo. No sólo era una señora de 63 años,
sino que la solidez de su barriga hacía pensar más en una opulencia que reflejaba la firmeza de su
carácter que en varios montones de grasa blanda. Una vez que terminó de cepillarse, tomó el
jabón con forma de ángel y, después de mojarlo, se lo pasó por la cara de piedra. Estaba un poco
despeinada por obra de la almohada. Se pasó un peine de plástico celeste por la cabellera, hasta
que la juzgó lo bastante presentable como para salir.

Por costumbre o preferencia, todas las mañanas debía terminar de vestirse con un sobretodo
que la protegía del frío. Agregaba una bufanda de enorme anchura, bellamente tejida por una
mano artesanal. Y del mismo modo empleaba su vigor en el acto de salir a la calle en esos días de
julio, cuando con frecuencia la escarcha se le juntaba en los marcos de las ventanas. Había mucho
para reflexionar acerca del hecho de que viviera sola, un poco lejos de su hijo y de sus dos nietas.
Vívidas estaban las imágenes de cuando los había visitado por última vez, el día en que su nuera se
había esmerado preparando un puchero delicioso. Sus dos nietas, flacas como ellas solas, habían
estado rodeando la mesa mientras cantaban las canciones que brotaban de la radio, haciendo que
la voz del cantante se viera eclipsada por las suyas. Después habían estado sentadas, nada
indiferentes a lo que se hablaba alrededor, y por un momento le había parecido que aquella de
ellas que estaba enferma, la menor, no tenía motivos para deber hacer hospital de día en esa
institución que no era aquella a la que se dirigía ahora, a pesar de que bien hubiera podido ser.
Salió a la calle y una ráfaga de viento le azotó la cara. Le pareció que el sobretodo y la bufanda no
eran suficientes. Caminó hasta la parada del colectivo y, detrás de dos hombres que no se
conocían, se preguntó si no le convendría tomar un taxi, de entre los muchos que pasaban con el
cartel en rojo por el lugar. Pasó un rato en que, cada vez que pasaba uno, reprimía sin convicción
el impulso de llamarlo. Finalmente vino el colectivo y se dijo que bien valía la pena servirse de un
medio de transporte barato. A las ocho menos diez se bajó en Neuquén y Espinosa. De allí, el
hostal le quedaba a dos cuadras. Conocía de memoria el aspecto de las dos calles, en una de las
cuales había una despensa y un taller mecánico, y en la otra tan sólo casas de aspecto
convencional.

7
Vista desde afuera, la casa a la que se dirigía bien podía parecer chica para albergar a las 20
personas que albergaba, pero esa impresión se diluía una vez que una estaba adentro. Le abrió
Ana María, la otra acompañante del día, que se había esmerado en llegar temprano. Ni uno solo
de los pacientes había salido de su cuarto aun. Hablaron de su situación económica, del hecho de
tener que hacer cola en los bancos. En cuanto dieron las ocho y cuarto, y mientras estaban
acomodando medicamentos en las cajas, se hizo presente Matías en ese living que podían
contemplar, si se asomaban al pasillo, para esperar que le fuera permitido pasar y prepararse unos
mates. Todos los días los hacían esperar un poco mientras acomodaban los medicamentos, hecho
lo cual estaban listos para ser servidos a lo largo de todo el día. Mientras tanto tuvo tiempo de
aparecer Susana, que a las nueve menos cuarto tenía que irse rumbo al taller protegido, y a las
ocho y media, cuando dieron el permiso de pasar, acababan de bajar Adriana y Raúl, cuyos relojes
despertadores habían estado sonando durante cosa de cinco minutos. Por lo tanto fueron cuatro
los que se hicieron presentes de golpe en la cocina, ocasionando que Teresa diera sus primeras
indicaciones del día.

- - Matías – dijo. – Veo que no está peinado. ¿Por qué no sube a pasarse un peine en el baño?
Matías se había peinado, pero al encontrar que en el costado izquierdo de su cabeza tenía un
mechón rebelde, había desistido de prolijarlo. Subió y se lo humedeció un poco. Después
volvió a bajar. Al mismo tiempo estaban levantándose Ezequiel y Federico. De modo que de
pronto fueron seis los que estuvieron desayunando algunos mate, otros té con leche, y todos
menos Matías acompañando la bebida con unos panes y mermelada, que Teresa servía
reprimiendo las ganas de quejarse. Mientras tanto continuaba su conversación con Ana
María, que versaban sobre asuntos de los que los presentes nada podían saber. Sonaba la
radio y cuando Silvia, en cuestión de cinco minutos, entró, quiso cambiarla, para lo cual pidió
permiso siendo que le fue contestado por Teresa:
- - Silvia, pareciera que vos acabás de entrar a la casa. ¿No dijimos que la radio no es tuya
sino de todos?
- - Bueno, pero sólo quería buscar una música mejor.
- - ¿Y qué sabés si es mejor para tus compañeros? A lo mejor a ellos les gusta lo que están
pasando. ¿O no?
Esa última pregunta, naturalmente, estuvo dirigida a todos.
- - A mí me gusta – dijo Matías.
- - Sí, Teresa. Déjela ahí – intervino Raúl.
- - ¿No ves, Silvia? ¿Hasta cuándo vas a estar comportándote como una chiquilina?

8
- - Bueno, disculpe.
Así pidió, en voz baja y disponiéndose a quitar su equipo de mate del placard. A eso agregó
un pan con mermelada que le fue extendido por Teresa, y, con toda la plenitud de sus 29
años, se hizo dueña de una silla que colocó delante de una de las tres mesas, y que sólo Raúl
ocupaba aparte de ella. Aunque por el momento todos hicieran silencio, Teresa supo decirse
que a partir de ese instante no sería poco lo que tendría que hacer para corregirlos, y a lo
mejor por eso era que no le quedaba demasiado espacio para pensar en su hijo y en el hecho
de que hubiera pasado tanto tiempo sin verlo. Aunque el reglamento decía que no podía ser
así, se preguntó si no podría hacerle una llamada usando el teléfono que tenía ahí al lado,
empotrado en la pared. Pronto se dijo que no, que si era tan rigurosa al hacer observar las
normas que debían seguirse, no le correspondía violarlas, y que en todo caso lo llamaría
desde un locutorio cuando fueran las ocho y media de la noche y acabara de abandonar el
lugar. Algo para lo cual faltaba mucho.
- - Silvia – dijo. - ¿Te parece que podés estar con esa pollera dentro de la cocina?
El tono con que lo dijo fue severo.
- - ¿Qué tiene mi pollera, Teresa?
- - ¿”Qué tiene”? Muestra demasiado. Y además hace demasiado frío como para que estés
así.
- - Pero usted no puede decidir si tengo frío o calor.
- - Hace demasiado frío. Ya mismo te vas a tu habitación a ponerte el pantalón de corderoy,
que es abrigado y es decente.
Silvia sentía una poderosa indisposición hacia el hecho de tener que hacer lo que se le
indicaba, pero se sobrepuso, con un esfuerzo, y se levantó de la silla. Era una hermosa mujer,
que por serlo tenía la costumbre de mirarse en el espejo del living varias veces por día, y a la
que no era del todo ajeno vestirse de tal forma que sus virtudes se notaran. Cuando volvió,
con el pantalón puesto, Susana, la que tenía indudables rasgos de vulgaridad, acababa de
salir rumbo a su trabajo, y bastante próximo a hacerlo estaba Ezequiel.
Eran dos de los muy pocos que trabajaban, y lo hacían en talleres protegidos, por lo cual
recibían un peculio de 200 pesos el día cuatro de cada mes. El resto, como por ejemplo
Matías, eran mantenidos íntegramente por familiares a los que por alguna razón no les había
tocado estar enfermos, y sí gozar del respeto con que los trataban los doctores. Una vez que
el desayuno estuvo terminado, algunos se apresuraron a pedir los medicamentos, por lo cual
Teresa abrió, mientras Ana María subía para ordenar unos papeles, las cajas que una hora
atrás había estado preparando. En cuanto bajó, Ana María procuró despertar a los que se

9
habían retrasado, y que todavía, mucho después de lo indicado, estaban yaciendo en sus
camas. Fue entonces cuando levantó la voz, increpándolos duramente y asomándose a la
escalera, provocando que Teresa hiciera, también en voz alta, comentarios con los cuales
apoyaba su actitud. Debió llamarlos varias veces, ya que la pereza que los poseía les impedía
mostrarse condescendientes, y sólo después de un rato estuvieron en la cocina, momento en
el cual, después de los saludos, Teresa les dijo:
- - Van a servirse algo bebido. Por llegar tarde, nada de mate. Y nada de pan con mermelada.
Al mismo tiempo estaba quitando de las cajas los medicamentos que les correspondían, y que
sirvió después de una tanda de reproches. A todo esto los fumadores, como por ejemplo
Matías y Raúl, estaban pendientes de lo suyo al haber terminado de desayunar. Recibieron
los cigarrillos y salieron al patio, el único lugar donde se podía fumar, cuidando de dejar la
puerta cerrada. Se aproximaba la hora de hacer las tareas, y unos 10 minutos después de
haber repartido los cigarrillos, Teresa exclamó:
- - A ver, los que están por ahí, que vengan a ver qué tarea les toca.
En una planilla que se colgaba de la pared, estaban anotados los nombres de todos al lado del
cartel que indicaba el rincón de la casa por limpiar. Nadie se salvaba y, en caso de que alguno
no estuviera anotado, se le buscaba algo que hacer, por más que en última instancia no fuera
sino pasar un plumero por la biblioteca. La biblioteca estaba en el living que a su vez se
dividía en salón blanco y salón marrón, y donde alguien, en cuestión de minutos, estaría
pasando un trapo embebido de agua y detergente.

El hijo de Teresa, cuyo nombre era Horacio, recordaba cada tanto, ante la evidencia de que
durante mucho tiempo no se había topado con su madre, la última vez que había estado, y a
propósito de ello el momento en que Silvina y Lucila habían estado cantando sobre las voces
provenientes de la radio. Había sido una comida excelente, servida un par de horas después
de que hubiera hecho fuego en la parrilla, para después vigilar, espátula en mano, la carne
cocinándose. Su mujer había preparado una ensalada de lechuga con papas y mayonesa, y
habían comprado cerveza sin alcohol.
Sólo en ocasión de esto último Teresa había aceptado beber un par de vasos, y la
conversación había girado en torno al trabajo de él, como patrón de una fábrica de muebles y
al mismo tiempo de un locutorio con acceso a internet, cosas de las que Teresa seguía
ignorándolo todo a pesar de que tanto se hablara.

10
A pesar de que lo tenía en mucha estima, para Teresa resultaba a veces cansador por su
manía de hablar de negocios. Parecía vivir exclusivamente para el dinero, y era difícil sostener
con él una conversación sin que apareciera lo económico como tema. A la vez era
cuidadosamente civilizado en su manera de educar a sus hijas, y mucho le había costado
adaptarse a las prerrogativas de la que estaba enferma, la menor. A causa de lo mucho que lo
había pedido, Lucila tenía un cuarto exclusivo para ella, en donde las paredes estaban llenas
de animalitos de peluche asegurados con clavos. Además tenía una cómoda en cuyos cajones
estaban los interminables aros, anillos y pulseras que solía usar, con los que decoraba su
cuerpo aparte de con los tatuajes que le había hecho un joven de la zona. Vivían en El
Palomar, cerca de Ciudad Jardín, y un poco a eso se debía que Teresa se hiciera presente muy
cada tanto, dado que para allegarse debía tomar un colectivo y después el tren.
La casa era grande. Tenía un parque con pileta en cuyo fondo estaba la parrilla, y era el tipo
de casa que un hombre como Horacio, de tanto éxito en los negocios, era capaz de atesorar
para sí. Tenían una perra de la que solían saber interpretar los sentimientos, manifestados a
través de su conducta, como por ejemplo el acto de ladrar a los desconocidos cuando sus
patrones estaban merodeando cerca. Se trataba de hacerlo ante los peatones que por al lado
de la verja por la que se entraba estuvieran pasando, y Horacio solía decir que sólo en
presencia de ellos brotaban para la perra sus ánimos guardianes.
Si bien Silvina tenía un empleo, y los días de semana estaba ausente entre las ocho y las
diecisiete, la menor solía estar presente en la casa a partir de las dieciséis, y después de
haberse pasado las horas, desde las ocho de la mañana, en el hospital donde la trataban. Era
entonces cuando tenía el tiempo libre y la oportunidad de hacerle arrumacos a la perra, a la
que tenía por objeto de su propiedad como los osos de peluche y los adornos. Aunque Teresa
fuera parte de la familia, la perra solía ladrarle, del mismo modo que a los desconocidos, cada
vez que llegaba, y si bien Lucila era capaz de apreciarlo como una curiosidad, no tenía
demasiadas buenas impresiones de su abuela, tales como a lo sumo saber, de boca de su
padre, que se ocupaba de normalizarle la vida a unas 20 personas que convivían en un hostal,
haciendo las tareas de limpieza y cocinándose, además de recibir tres veces por semana la
visita de los doctores, frente a los cuales los pacientes, los miércoles, en la cocina – comedor,
y con la presencia de Teresa a un costado del recinto, tenían las sesiones en las que podían
hablar de sus problemas. Esto se parecía en algo a lo que la propia Lucila experimentaba los
viernes en el hospital de la calle Gascón en el que se hacía presente a diario, pero Horacio
había estimado, y en esto había estado de acuerdo con los doctores, que no era aconsejable

11
hacer tratar a Lucila en el mismo lugar donde trabajaba su abuela. Y por eso era que se
pasaba las horas tendida en el alfombrado de la sala del tercer piso, en donde había una
mesa con mantel en la que se congregaban tanto para hacer artesanías como para cantar al
son de la guitarra que empuñaba el músico terapeuta, y que al serle quitado el mantel servía
para que le fuera colocada una red y jugaran al ping pong. Cosas que no se hacían en el hostal
de Teresa, y que bien solían ser motivo de charla para los momentos en que Lucila daba a
conocer algo sobre el hospital, al que Horacio ignoraba bastante y Silvina totalmente.
Si bien Silvina había terminado el bachillerato el año anterior, Lucila tenía los estudios por
asignatura pendiente. Había aprobado el segundo año, pero en la mitad del tercero debió
abandonar por orden de una psiquiatra que la había tratado, y que después de un tiempo en
el que la tuvo por persona entrevistada en su consultorio una vez por mes, la había derivado
al hospital, donde tenía una psicóloga con la que hacía sesión una vez por semana. A
propósito de todo lo que constituía ese tratamiento, Lucila solía pensar que no le servía, y
con respecto a las sesiones que la dejaban por completo insatisfecha, opinaba lo mismo, sin
ningún asidero por el cual alcanzar el sosiego que ansiaba diariamente. A veces estimaba que
ella misma era la culpable, y a causa de esto le era posible verse como una carga para la
familia, un simio inútil del que había que ocuparse sin que fuera capaz de hacer nada
provechoso. Sin trabajo, sin estudio y sin satisfacción, se dedicaba a coleccionar aros, anillos y
pulseras, para lo cual solía pedir dinero a su padre, siendo que podía, los sábados, visitar una
de esas ferias artesanales cuyo ambiente era de lo que más la gratificaba.

Tenía amigos en el barrio, y a veces sólo era cuestión de internarse un poco por las veredas
para alcanzar el bienestar. En la misma calle podía encontrarse con el tatuador o con el
profesor de guitarra, cuyas habitaciones solían estar lo bastante atestadas de chicas y
muchachos como para evitar fácilmente el aburrimiento. Lo malo era que no tuviera un
novio, y entre los muchachos que solían encontrarse allí no había ninguno que realmente le
gustara. Era cuestión de compartir comentarios sobre personajes del barrio, gente que uno
conocía por mucho verla pasar. Y a veces Lucila, que mientras tanto no dejaba de sonreír, se
encontraba poco compenetrada con la actitud burlona que entonces tenía lugar. No veía
ningún motivo para que esas personas tuvieran que ser satirizadas. Esto ocurría sobre todo
en la habitación del profesor de guitarra, con el que ella había empezado a tomar clases. Le
costaba mucho aprender, y el profesor le hacía chistes sobre lo dura que era con sus dedos.

12
Que a veces le impedían practicar, porque estaban atestados de anillos de gran tamaño, los
cuales nunca sería capaz de aceptar quitárselos. Entre las chicas que solían poblar esas
habitaciones, no había ninguna que fuera tan devota de los adornos como ella. No las
estimaba, y en todo caso veía en ellas competidoras que llevaban las de perder. Una de ellas,
por ejemplo, una gorda, tenía en el pelo dos sujetadores que le parecían ridículos, y que la
hacían sentirse más inteligente y afortunada que ella. Pero esto no tenía ocasión de
cristalizarse, porque como ya se ha dicho, ninguno de los muchachos le gustaba. Solía estar
de vuelta a las seis de la tarde, es decir la hora en que Horacio empezaba a ponerse nervioso
en cuanto a la limpieza que el lugar debía mantener, y por lo cual ordenaba a Silvina y a ella
que se pusieran a trabajar.
Una vez que, cerca de las ocho, todo estaba terminado, Lucila se ponía a pensar,
anticipándose, en que al día siguiente debería partir rumbo al hospital. Para ello se allegaba,
alrededor de las siete y media de la mañana, hasta la estación del ferrocarril San Martín, en
donde era costumbre que tuviera que esperar hasta el hartazgo. Se veía entonces rodeada de
hombres de abrigo grande y piel trigueña que le disgustaban, y le era posible ver cómo esas
hojas como de muérdago eran arrastradas por el viento a lo largo de todo el andén. A la vez
le eran familiares las fachadas de los puestos de comida, gaseosas y café, alrededor de los
cuales esos hombres solían amucharse mientras algunos de ellos ostentaban en la mano una
radio prendida. El momento en que llegaba el tren solía ser de alivio, pero inmediatamente
volvía a invadirla la insatisfacción por el hecho de que hubiera que recorrer muchas
estaciones, hasta el momento de bajarse en Chacarita desde donde caminaba hasta la parada
del 65. Era un lugar en donde las impresiones eran otras, a pesar de que también allí se viera
la hojarasca siendo arrastrada por el viento. Una vez que subía, se acomodaba en uno de los
asientos individuales, que casi siempre tenía la suerte de encontrar libres, y después de 20
minutos de viaje se bajaba, para empezar a recorrer las veredas que la separaban
virtuosamente del portón azul.
Una vez que, en el primer piso, intercambiaba el saludo con Inda, subía los escalones que la
separaban del tercero, en donde estaba la sala de reunión. Era habitual que encontrase a
Berta, una paciente, sola frente a su pocillo de café. El saludo que se dirigían estaba
contaminado de una anodina indiferencia, y era el momento de esperar que llegara la
primera terapeuta del día, que habitualmente no era la misma que la del día anterior. Era
entonces cuando Lucila tenía pensamientos negativos acerca de la figura de su padre, que
había hecho todos los trámites necesarios para que fuera atendida allí, allí donde no le

13
gustaba estar.

- - ¿Así hizo la cocina – comedor, María Marta?

María Marta era una paciente que llevaba varios años en el lugar. Frisaba los 55 años, y
tenía a su madre viva. Con frecuencia anunciaba, en las horas que pasaban ante la terapeuta
ocupacional, que el próximo fin de semana lo pasaría en casa de su madre, a pesar de que a
ella tampoco le gustara hacerla partícipe de su ocio. Con esto se quiere decir que en general
molestaba a todos los que la rodeaban, con sus pedidos, reproches y actitudes demandantes,
por más que ahora estuviese en otra situación, la de verse reprendida por Teresa en cuanto a
la tarea que le había tocado hacer.
- - Hice lo que pude, Teresita.
- - ¿Pero a usted le parece que, después de todos los años que lleva viviendo acá, no haya
aprendido todavía? Eso es un asco. Vaya a buscar un balde y empiece de vuelta.
- - No, Teresita, no sea mala.
- - Soy mala porque tiene que ser así. Eso no lo puede dejar como está. Vaya a buscar el
balde. Vamos, sin demora.
En vista de que la cocina – comedor tenía el piso mojado, Raúl y Adriana estaban esperando
en el pasillo. Teresa no lo ignoraba, y en parte la complacía el hecho de que, en cuanto
preguntaran si ya podían pasar, tuviera razones para escupir un no. Pronto se harían
presentes otros, que no podrían desayunar hasta que María Marta hiciera las cosas como
correspondía.
María Marta llenó el balde, le puso producto (cosa que ya había estado haciendo antes) y
acomodó el trapo de piso sobre el secador. Bajo la vigilancia de Teresa, estuvo pasándolo a lo
largo de todos los rincones. Cuando Teresa se dió por satisfecha, Ezequiel y Silvia se habían
hecho presentes entre el grupo de los que esperaban, y pudieron pasar para prepararse,
respectivamente, té con leche y mate. Más bondadosa, Teresa se puso a repartir pan con
mermelada a aquellos que lo quisieran. Todavía no era el momento de repartir los
medicamentos.
Al poco rato bajó Matías, a quien Teresa tuvo ocasión de observar detenidamente.

14
- - Matías, tiene los pelos parados. Vaya al baño a pasarse un peine.
- - Me peiné, Teresa.
- - No se le nota. Vaya a peinarse de nuevo.
Obedeció. Ninguna otra cosa cabía hacer. Para ello debió subir los escalones de madera a
cuyos costados estaba la baranda de metal pintada de negro. Un pasillo separaba, en el
primer piso, el baño de hombres del de mujeres. Era uno de los días en que ni a Ana María ni
a Nori les correspondía estar presentes, y Teresa, como acompañante, estaba sola. Algo que
no era demasiado difícil de sobrellevar mientras repartía los medicamentos, momento en el
que Raúl y Matías inquirieron por los cigarrillos. Ella se quejó, diciendo que tan sólo tenía dos
manos, y después de entregar los medicamentos subió al cuarto de los asuntos
administrativos, para llamar al director (al que saludó con un respetuoso “hola, doctor”) y
consultarlo sobre recetas que algunos de los pacientes iban a necesitar dentro de poco. Sólo
después de esto quitó del armario, ubicado a lo largo del pasillo en el que habían estado
esperando, la caja con los cigarrillos, que al poco rato estuvieron disfrutando en ese patio en
el que, a pesar de la época del año, se podía estar con no más que una remera y un pullover.
- - ¿Qué tarea tengo, Teresa? – le preguntó Matías una vez que hubo terminado, colocándose
de pie del otro lado de la mesa.
- - ¿Y por qué tengo que saber yo, Matías? ¡Fíjese en la planilla!
Raúl, en cambio, sabía de memoria qué tarea le tocaba cada mañana. Al igual que Matías,
después de hacerla, solía sufrir por adelantado a causa de que tuviera otra a la tarde, que
daría su inicio una vez que Sandra, la terapista ocupacional, diera por terminada su sesión.
Entonces era cuando se apuraban a hacerlo todo, ya que sólo después volvían a gozar del
permiso de fumar. Cada vez que salían, y que se encontraban ante sendos pocillos de café en
un bar de los alrededores, se ponían de acuerdo, mediante su conversación, en que las tareas
eran lo peor de todo aquello que se podía experimentar dentro de la casa, aparte del carácter
de Teresa. Que habitualmente lo ocultaba todo acerca de su familia, acerca por ejemplo de
que la personalidad de su hijo poseía ciertos aspectos oscuros cuando se trataba de hacer
negocios, tarea para la cual carecía de escrupulosidad y en la que podían observarse modos
de proceder que hacían desconfiar de aquel que los concebía. Por ejemplo eso de aumentarle
el sueldo a uno de sus empleados al ver y considerar que era muy cumplidor y abnegado,
para evitar, por eso mismo, que de pronto encontrara un trabajo en el que le pagaran mejor y
tristemente perderlo. Esta era una de las cosas que le había escuchado comentar durante la
reunión en la que Silvina y Lucila habían irradiado simpatía, para que fuera apreciado no más

15
que por ella que sin embargo había evitado todo comentario que exteriorizase su extraña
satisfacción.
Cada mañana, una vez terminados el desayuno y las tareas, solía mediar un lapso muy breve
de inactividad entre ello y la comida, que empezaba a prepararse alrededor de las diez y
media. Cada día había dos pacientes a cargo, a pesar de que Teresa ordenara a otros que se
abocasen a la tarea de ayudar. Entre las cebollas, tomates y zanahorias que había que pelar y
procesar, se le permitía a los ayudantes que fumaran en el patio durante ciertos intervalos,
pero le estaba estrictamente prohibido a los dos cocineros principales, entre los cuales a
veces se contaba algún no fumador. Era por eso que Matías y Raúl estaban a sus anchas los
días que no les tocaba, y que a propósito de los que sí, empezaran a sufrirlo con antelación
desde la tarde anterior, cuando estaban comentándolo todo frente a frente en ese bar.
Era uno de los tres bares que, por encontrarse a idéntica distancia, podían elegir, y el menos
frecuentado por los otros. Allí se colocaban frente a mesas de fórmica que habitualmente
estaban rodeadas de unas sillas que poseían listones abundantes en sus respaldos, y un
asiento de cuerina mullida cuyo color era un amarillo emparentado con el marrón. Pero sólo
a veces les tocaba compartirlo, porque si bien Raúl entraba todas las tardes, Matías solía
alternar entre ése y cualquiera de los otros dos, uno de los cuales formaba parte de una
estación de servicio. Allí solía encontrarse con otra de las pacientes, una gorda descomunal
cuya charla era muy agradable y que, además de tener la costumbre de leer los suplementos
culturales de los diarios, solía pedir una gaseosa acompañada de un alfajor y un yogur con
cereales. Con ella también coincidía en que el carácter de Teresa era insufrible, y que mucho
mejor era la compañía de Nori o de Ana María. A veces se contaban episodios de sus vidas, y
más de una vez Matías le había hablado de su última internación, la inmediatamente anterior
al momento de entrar a la casa, circunstancia con la cual su hermano, como persona
responsable de su situación jurídica y de salud, había tenido mucho que ver. Con frecuencia,
al repasar lo que había sido su vida, encontraba todo tan tedioso y monocorde que terminaba
hablándole de su hermano, momento en el que la gorda también podía traer a colación las
situaciones por las que pasaban aquellos hermanos que, a diferencia de otros, tenía vivos. Y
lo refería inmediatamente antes de salir para el gimnasio, que le quedaba a pocas cuadras y
que solía albergarla entre las siete y las ocho. Era entonces cuando Matías se quedaba solo
frente a su pocillo y ante los restos de la consumición de ella, que antes de salir procuraba
depositar en el cesto de basura con el que contaba el lugar.
Alrededor de las ocho, una y otro se hacían presentes ante la casa y su portero eléctrico, y a
través de él se oía la voz de Teresa. Poco después, alrededor de las ocho y media, llegaba

16
Ana María para empezar a cumplir con su turno de la noche, y para Teresa llegaba la hora de
volver a pensar en su sobretodo y su bufanda, en el jabón con forma de ángel, en los marcos
amarillos de su espejo, y en la cena que esmeradamente podía prepararse en esa casa que
habitaba sola y que sólo muy de vez en cuando abandonaba para allegarse a El Palomar,
donde las voces de sus nietas la pondrían en contacto con un mundo que ignoraba.
Entre los pacientes del hospital al que iba Lucila, había uno que se llamaba Tobías y que a ella
no le resultaba en absoluto indiferente. Era dueño de una acentuada presencia varonil, y los
rasgos de su cara eran de lo más atractivos que ella había conocido. Se dedicaba a la
literatura, y parecía ser uno de esos bohemios a los que es su pasión por el arte lo que
mantiene su mente arrebatada. Algo que no podía menos que seducirla, máxime cuando
contaba con el hecho de que habitualmente no le quitaba los ojos de encima.
Solía comentarlo con Karina, una de las pacientes con que mejor relación había establecido.
“No para de mirarte”, le comentaba con una sonrisa, en instancias en que Lucila no podía
menos que decir: “Yo quiero que me hable”, mientras él se paseaba por la sala entre los otros
pacientes y con una camisa leñadora y un jean delimitando los contornos de su cuerpo. A
veces se lo veía malhumorado, y era la causa de que Lucila se viera intimidada ante la
posibilidad de decirle lo que quería. No obstante, hacía tiempo que en ciertas instancias se
trataban como amigos, y al contar la sala con colchones y almohadones sobre los que uno
podía acostarse, fue durante una tarde de miércoles cuando ella encontró el momento
propicio para decirle aquello. Estaban acostados a la par, algo apartados de la mesa donde
tenía lugar la tertulia, cuando ella se volvió hacia él para decir: “Tobías, te tengo que decir
algo que me da vergüenza”. Ante lo cual él, con su silencio, la alentó a seguir. “Me pasa algo
con vos”. Pensando que no le correspondía valerse de su figura para construír su felicidad,
Tobías hizo un silencio luego del cual se levantó de su colchoneta, dejando que de su bolsillo
cayeran varias monedas sobre ella. “Se te cayó plata”, fueron las palabras de ella luego de la
confesión, y albergaba el dolor que le había producido el silencio. Los días siguientes
transcurrieron normalmente, con Lucila paseándose por las veredas que conducían a la casa
del tatuador. Ya tenía un tatuaje en el tobillo derecho y otro sobre el omóplato izquierdo, y
constantemente tenía en cuenta la posibilidad de hacerse el tercero. Hubo una tarde en la
que se decidió, eligiendo para ello la muñeca derecha, y la figura de un ave de rapiña como
dibujo a ser representado. Horacio le hizo reproches cuando volvió, diciendo que iba a
intoxicarse la sangre si seguía con esa costumbre, y le preguntó, ante la actitud indiferente
con que ella se mostró, si había pasado por la casa del profesor de guitarra. Fue una pregunta

17
que formuló con mal humor,como si a través de una probable respuesta afirmativa estuviera
concediéndole lo que no quería. Lucila dijo que no, y era verdad, y le hizo recordar que sus
días de aprendizaje eran los martes y los viernes. Acerca de la confesión hecha a Tobías no
había hecho comentario alguno, y en el hospital de día podía congeniar con Karina, de pronto
sin decir nada sobre las actitudes de Tobías. Que se paseaba por la sala dirigiéndole
subrepticias miradas, y preguntándose si no estaría bueno salir de su soledad a través de la
unión de ambos. Ocurría que uno de los terapeutas, cuyo nombre era Rodrigo Mesina, tenía a
su cargo la hora de teatro, en la que por su elección algo arbitraria uno de los pacientes se
erigía en director de la obra improvisada, eligiendo para cada papel a los pacientes que
habían de devenir en actores. Resultó una tarde que Lucila y Tobías fueron elegidos para
ausentarse por unos momentos, y elegir los papeles que les tocaría representar. Fue
entonces cuando Mesina les dió el permiso de introducirse, tras bajar la escalera, en uno de
los consultorios. Allí fue donde estuvieron lo bastante solos para que Tobías se decidiera a
acercársele y besarla, sin pronunciar una palabra. Para ella fue como si un inusual
encantamiento estuviera teniendo lugar, y tampoco habló, y horas después se sorprendió
gratamente de que él se viera nuevamente en coloquio con los otros pacientes, siéndole
indiferente. Entonces encontró los motivos para invitarlo, después del final de la jornada, a
que se sentaran en el umbral del comedor en el que solían almorzar, y que les quedaba a la
vuelta. Allí sentados se dijeron cuánto se querían, y ante la actitud de él, que a cada instante
quería incorporarse para echar a caminar, ella lo disuadió cuantas veces pudo, enarbolando
una postura que mucho tenía de maternal. Se quedaron por espacio de media hora,
haciéndose arrumacos, hasta que el reloj persuadió a ella de que ya se tenía que volver. En el
momento de despedirse, ella le hizo una pregunta a la que él no pudo responder más que de
una manera:
- - En mi casa dicen que soy muy absorvente. ¿A vos te parece?
Le dijo que no, tan sólo por ser indulgente. Poco después, ella estaba iniciando el viaje en
colectivo hasta Chacarita, para tomar el tren que la dejaría cerca de Ciudad Jardín. La
esperaba Horacio, que mucho tenía para prescribirle acerca de la limpieza de la casa, y que
no pudo escuchar sus noticias sobre que había conseguido un novio. Después de que junto
con Silvina hiciera la limpieza de las distintas habitaciones, recibió la noticia de él, acerca de
que en un par de días estaría la abuela compartiendo el asado con ellos. Lucila la recibió con
indiferencia, dado que nunca tenía demasiada comunicación con esa persona.
Al no tener nada más que hacer, se metió en su cuarto, y se sintió como una víctima de la
hipocresía del mundo, algo de lo que intentó salir pensando en ese novio que tanto tenía de

18
adorable. Lo recordaba vestido con esa camisa leñadora, zapatillas Flecha y un pantalón de
jean que ostentaba gris oscuro. Un estilo lo suficientemente informal como para armonizar
con el de ella, que llevaba los nombres de sus bandas en la remera y en el bolso. Le quedaba
bien, consideró ella que tanta importancia otorgaba a los aspectos, y no veía la hora de estar
de nuevo ante él, celebrando la unión al son de las canciones de amor que provenían de la
radio. Antes tuvo lugar el asado del sábado, cuando Teresa estuvo presente desde las doce
del mediodía. Desde el principio le impresionó, como de costumbre, lo opulento de su figura,
voluminosa a pesar de que su estatura fuera escasa. Vestía un pullover bordeaux que
enaltecía los contornos de su cuerpo, y unos pantalones de franela que resultaban quizás
algo desabrigados para la época del año. Hablaba alegremente con Horacio, revelando
detalles sobre ese trabajo en el hostal cuyas vicisitudes no eran del interés de Lucila. Que, al
haber observado que Silvina ayudaba a su madre en la cocina (en la preparación de las
ensaladas con las que acompañar el asado), había decidido entregarse al ocio yendo y
viniendo del comedor. Horacio manifestaba, mediante su conversación, la faceta que a ella le
resultaba la más agradable de su personalidad, intercambiando comentarios, cada vez que
venía a cuento, sobre los dos negocios que llevaba adelante. Teresa sabía acoplarse bien al
tema de conversación, y sus preguntas, pudo ver Lucila, eran de lo más acertadas cada vez
que se referían a la rutina de él.
Lucila se vió al rato consumiendo el asado, aceptando una porción de ensalada de papas y
lechuga, a la que agregó una apreciable cantidad de mayonesa. Viéndose en medio de un
grupo de personas con las que nada tenía para hablar, estuvo impaciente por que todo
terminara y pudiera meterse en su cuarto, donde era mucho más factible enarbolar su estirpe
de princesa en un mundo donde imperaba la falsedad. Nada le importaban los motivos por
los que Teresa se reía ahí adelante, y que se alimentaban de la conversación de Horacio. Su
madre estaba bastante callada aunque serena, y sólo interrumpía su silencio para preguntar,
a uno o a otro, si quería más ensalada, o tal vez una molleja. De vez en cuando, ante un
comentario que Teresa acababa de referir, hacía alguna pregunta con la que pedía una
explicación, y era entonces cuando ella tenía ocasión de hacer saber lo observado sobre Raúl,
Ezequiel o Silvia. El primero, según decía, era un tanto desagradable aunque bastante
obediente, y acerca del segundo , que no le daba ningún motivo de queja, dijo que incurría en
actitudes francamente vulgares y que tenían que ver, según ella misma, con los aspectos más
repudiables de la condición masculina. Por ejemplo cuando jugaba con Federico a tocarse las
partes, haciendo alusiones humorísticas a la posible homosexualidad de uno u otro. Y sobre

19
la tercera tan sólo tenía quejas, como por ejemplo cuando comía, lo cual hacía demasiado
rápido y atragantándose de una forma que no podía ser aprobada por quien cuidase su salud.
Una salud que les permitiera, en algún futuro, desenvolverse solos.
- - A veces – dijo – les cuesta entender que la voluntad de una es ésa, que todos queremos
que se sanen, y en cambio hablan sobre lo perniciosas que somos yo o Nori, o tal vez Ana
María.
Ante esto, Horacio hizo un comentario teñido de despreocupación, con el que se aproximaba
al tema desde su punto de vista. Así transcurrió la reunión para Lucila, que vió llegar su final
sin que hubiera intercambiado palabra con su abuela, y sin que hubiese dicho ni mu sobre
ese novio al que había hecho la pregunta crucial.

- - ¡Vamos, Federico! ¿Piensa quedarse toda la mañana ahí?


No era demasiado agradable, una hora después de haber bajado del colectivo, y un rato
después de haber servido el desayuno, encontrarse con la imagen de un paciente yaciendo
en la cama, y sucumbiendo bajo el peso de su sopor. Federico, a pesar de estar despierto,
tenía los ojos cerrados y la boca abierta. Una imagen ciertamente distinta a la que había
ostentado al anunciar, en reunión, que se había recibido de periodista deportivo.
- - ¡Vamos, Federico! ¡Levántese o lo levanto con un baldazo de agua!
- - Tengo sueño, Teresa.
- - ¡Siempre tiene sueño! ¡Mire las camas de al lado suyo, todas vacías! ¡Sus compañeros ya
terminaron de desayunar, y a usted lo estamos esperando! Voy a llamar a la doctora. ¡Y sepa
que usted ya se quedó sin desayuno!
- - No, por favor…
- - Ahora bajo. Usted se levanta y se pone a hacer la tarea. Una vez abajo, directamente a
fijarse en la planilla.
Así dijo y salió del cuarto, escuchando un “por favor” que se quedaba atrás y sin respuesta.
Bajó las escaleras. En el comedor se encontró con Ana María, que acababa de abrirle la
puerta a Silvia, y con algunos pacientes que, a pesar de tener tareas que hacer, hacían ocio
sobre la mesa de tal modo que tuvo que llamarles la atención, haciéndoles observaciones
sobre la obligación que les tocaba.
Media hora después, las tareas estaban listas, y aparte de que algunos habían vuelto a
sentarse a la mesa, otros, como Matías y Raúl, estaban fumando en el patio, sosteniendo sus

20
ceniceros con los dedos de la mano derecha. Era entonces uno de los momentos en que ella
no tenía nada que decirles, y de pronto estuvo de bastante buen humor como para encender
el televisor, allá en lo alto de la tarima.
Estaban dando un programa de interés general. Todos volvieron los ojos hacia la pantalla, y
allí los dejaron fijos. Raúl había terminado de fumar y acababa de entrar para sentarse en el
rincón de la mesa donde habitualmente comía. El también fijó los ojos en la pantalla, y
ocurría que la misma le quedaba inmediatamente arriba suyo, de tal modo que tenía que
estirar el cuello para poder ver. Entonces tuvo lugar lo inesperado. Como si no hubiera estado
lo bastante sujeto a la tarima, el televisor se cayó, encendido, y cayó sobre la cabeza de Raúl,
para después golpearse, sin consecuencias indeseables, con ese rincón de la mesa, y
finalmente caer al piso. La cabeza de Raúl, así sorprendido, empezó a sangrar, e
inmediatamente Teresa se incorporó de su silla. Estaba apurada, y se le notó en una
exclamación donde no estaba presente una sola palabra. Levantó el televisor, cuyo enchufe
seguía milagrosamente instalado en el interruptor, para ponerlo sobre la mesa, y en seguida
se abocó a socorrer a Raúl. De su cabeza manaba bastante sangre, y por eso lo condujo hasta
ese rincón del armario donde había guardados pedazos de gasa y curitas. En poco rato lo
sanó, mientras le prescribía que estuviese tranquilo, y mientras Federico, recién vestido, se
hacía presente en el lugar. Esa tarde Mario y Gabriel, los dos encargados de las tareas de
mantenimiento, cuyos servicios eran asiduamente requeridos, estuvieron en la cocina –
comedor, asegurando el televisor sobre la tarima y dejándolo en tales condiciones que se
vieron prestos a asegurar que no volvería a caerse.
Era viernes, y al día siguiente no estarían presentes ninguna de las acompañantes habituales
de los fines de semana. Por razones que en general se ignoraban, se les había otorgado días
francos, y era Teresa la que después de dormir en un rincón del cuarto de los asuntos
administrativos, estaría todo el fin de semana a cargo del grupo. Algo que algunos
lamentaron, ya que por lo general las acompañantes del fin de semana eran más indulgentes
que Teresa. Por ejemplo, era habitual que el sábado y el domingo, a la hora de la siesta, no
les fuesen quitados los cigarrillos, sino que se les permitiese fumar cuanto quisieran en el
patio. En presencia de Teresa, en cambio, eso no era posible. La regla prescribía que. después
de dos horas de siesta y de haber merendado, les fuesen otorgados recién entonces los
paquetes, de modo que algunos esperaban ese instante con una impaciencia invadida de
sufrimiento. Algo ante lo cual no de muy buen talante Teresa debía actuar, ya que prefería
negarse a todo antes que manifestar generosidad. En algún rincón de su conciencia guardaba

21
una concepción de la vida por la cual gustaba de imponer límites a los deseos de los otros, y
que tal vez misteriosamente echaba sus raíces al margen de lo que pudiera prescribir el
trabajo en sí.
Esa noche cenaron tallarines con pollo, y Raúl estuvo comiendo en el rincón de siempre sin el
más mínimo temor a que el televisor, desde el mismo lugar, volviera a caérsele encima.
Teresa no tuvo demasiada oportunidad de apreciarlo. Estaba ocupada en reprender a Silvia
que una vez más estaba llevándose trozos a su parecer demasiado grandes a la boca. Lo hizo
con la suficiente vehemencia como para terminar amenazándola con que a partir de entonces
iba a comer en un segundo turno, empezando una vez que los otros hubieran terminado.
Silvia, cuya belleza solía refulgir sin máculas por entre los pasillos y delante del espejo del
living blanco, respondió “pero por qué, Teresa, si estoy comiendo de a poco”, y Teresa no
estuvo de acuerdo, terminando la arenga de tal modo que no se supo si la disposición tendría
o no lugar. Esa noche se fueron a dormir habiendo olvidado lo hablado, y después de que
algunos hubieran estado fumando en el patio mientras otros atentos al partido de fútbol que
transmitía la televisión. Teresa se vió ante una situación bastante subyugante. En lugar de
quitarse su ropa de fajina y calzarse uno de sus pullóveres, para después salir a caminar hasta
la parada del colectivo, debería naturalizarse con el clima del cuarto de los asuntos
administrativos, donde había una cama que sólo en rara ocasión se usaba, pero de la que el
edificio no podía prescindir. Había pasado dos días enteros sin comunicarse con los doctores,
al haber visto que, salvo tal vez con la excepción de Silvia, ninguno de los pacientes le había
dado motivos. Otra posible excepción era Federico a causa de su modorra, pero para hacer
saber todo sobre eso ya tendría el fin de semana. En donde habría más razones aun en caso
de que la situación se repitiera. Prefirió no pensar en ello en el momento de acostarse, y al
quedarse dormida soñó con su nieta Lucila, en una situación en la que ambas estaban en un
bosque perdido, y ella la perseguía a través de los árboles, siéndole difícil capturarla tal como
se había propuesto, y encontrarse con, en el momento de hacerlo, el cuerpo de un perrillo
blanco que gemía de dolor. Al despertar, se preguntó a raíz de qué había tenido ese sueño, si
con su protagonista no solía mantener más relación que la de dedicarse el saludo. De eso la
arrancó la certeza de que eran las ocho y media y que, dentro de media hora, todos estarían
bajando. El primero en hacerlo fue Matías, como en cierto modo era costumbre, y después se
presentaron Adriana y Silvia. A los tres los hizo esperar en el living, hasta que le pareció que
ya era el momento de dar la orden. A los tres los encontró lo bastante arreglados como para
no hacerles reproches, y a medida que pasaban los minutos, iban entrando los otros, tras
haber pedido el correspondiente permiso, hasta

22
que una pequeña alarma la hizo depositar la atención en la situación de Federico. No había
bajado. Entre pedidos urgentes formulados por los que estaban, que se habían incorporado
de sus sillas para acercársele, se abocó a subir la escalera para verse nuevamente en su
habitación, donde era el único que seguía yaciendo. Fue suficiente para que se encendiera su
ira y le levantara la voz.
- - ¡Federico! ¡Cómo es esto! ¡Cuando tiene que levantarse a las ocho, se levanta media hora
más tarde, y cuando tiene que hacerlo a las nueve, también!
- - Estoy cansado, Teresa.
- - ¡De qué está cansado! ¡Si ni siquiera está ejerciendo su profesión! Esto lo va a saber la
doctora. Ya mismo lo anoto en el cuaderno.
Y en efecto lo anotó, mientras Federico, que luchaba contra lo mullido y cálido de su cama, se
apercibía de que le correspondía abandonarla. Fue muy duro. Pero en cuestión de cinco
minutos estuvo vestido y afeitado en la cocina – comedor.
- - ¡Esto no puede ser, Federico! ¡Mire la hora que es! ¡Desde ya le digo que se quedó sin
desayuno, así que cuidadito con servirse algo! ¡Y esta tarde no va a salir!
Esto último fue lo que más le dolió, porque no concebía la vida en la casa sin su salida de la
tarde. Teresa le dedicó un par de reproches más y después se abocó a vigilar cómo
terminaban el desayuno los otros, que con frecuencia, en esa instancia, le daban motivos de
enojo. A la vez era la hora de repartir la medicación, y los fue llamando de a uno para dársela.
Pensaba en su casa, adonde recién el lunes tendría ocasión de volver, y en el ambiente
oloroso a perfume que rodeaba su cama y los muebles del living. Se dijo que debía ser firme y
estar atenta a lo que pudiera suceder. Y pensar en su casa le traía indefectiblemente
pensamientos sobre su hijo. Tan hábil para los negocios y tan poderoso en la autoridad con
que impartía indicaciones a sus dos hijas. Sí, probablemente le había llegado la vejez, y se dijo
que tal vez debería cultivar más asiduamente la relación con sus nietas, una de las cuales se le
acababa de aparecer, de manera inexplicable, en un sueño en el que con la misma
incertidumbre había atestiguado que de pronto el cuerpo de Lucila fuese el de un perrito
indefenso.

A poco de empezar la relación, uno de sus lugares preferidos para pasear fue la feria
artesanal que queda en Corrientes y Dorrego, en esa capital donde Tobías vivía en Parque
Patricios y a la que Lucila se allegaba por medio del tren. Era entonces cuando se

23
encontraban, otorgándole a la situación el cariz de una maravillosa historia que los tenía
entusiasmados, en donde abundaban las bromas y los besos. Mientras recorrían los puestos
en donde se ofrecían aros, anillos y pulseras, y en donde tenían oportunidad de entrar en
coloquio con el vendedor (te parecés a Claudio Gabis”, le dijo uno de ellos a Tobías), iban
haciéndose chanzas en las que se referían a ellos mismos como si fueran otros. A la vez ella le
hablaba sobre los boliches para adolescentes a los que solía ir, y que él había dejado de
frecuentar hacía años. Le contaba que, en esos lugares, apretar la mano de otro y frotar los
dedos contra su palma, era la manera habitual de invitarlo a hacer el amor, y Tobías le
preguntó, sin demasiada preocupación, si había hecho el amor con alguien desde que se
habían puesto de novios. Ella le contestó que no, que por supuesto que no, y él le preguntó
por qué había de ser “por supuesto”.
- - A vos te quiero – dijo ella haciéndole pensar que todavía no lo conocía lo suficiente para
afirmar tal cosa. Pero se habían encontrado en la casa de él, donde aun habitaban sus padres,
y además de sentarse a la mesa con ellos, para comer alfajores y beber té con leche, habían
hecho el amor en el galpón del fondo que a la sazón era el dormitorio de él. Las
performances, hasta el momento, no eran demasiado satisfactorias, y esto era algo que, por
no herirlo, ella prefería callar. Ocurría que por momentos Tobías carecía de la agresividad
necesaria para penetrarla con la fuerza que ella deseaba. Mientras tanto, y mientras ella
suspiraba por las pulseras y anillos que él no quería comprarle, él le apretó la mano y frotó
sus dedos contra su palma, haciendo que ella condescendiese a la broma. Así fue hasta que
se encontraron ante un puesto en que podían elegir un par de muñequeras en las que
estaban escritos sus nombres. Por fin Tobías se decidió a gastar algo de dinero, abandonando
sólo por un rato su avaricia. Estaban contentos con sus muñequeras, y ella le dijo que su
padre había programado, para esos días de invierno, unas vacaciones en Río Cuarto para toda
la familia.
- - Me parece que no voy a poder invitarte – dijo sin hacer saber los motivos, los cuales él
estaba, y así lo dijo, bastante ansioso por conocer. – Mi papá tiene un carácter muy fuerte –
le dijo -, y me parece que tu presencia ocasionaría su enojo. En todo caso, todavía es
demasiado temprano como para que te tenga confianza.
- - ¿Le hablaste algo sobre mí? – preguntó él, que aun no conocía la casa de El Palomar.
- - Sí. Por suerte se toma ciertas cosas con humor. Le dije que sos dado a la literatura y ahora
anda diciendo que como yernos le han tocado un roquero y un Borges desconocido.
- - ¿Quién es el roquero? – preguntó Tobías con verdadera curiosidad.

24
- - El novio de Silvina, que ya pasó mucho más tiempo con él que yo con vos. Igual, mi viejo
tampoco lo lleva. Date una idea de lo que es su rigor, que ni aun después de un año le tiene la
suficiente confianza como para llevarlo.
- - ¿Toca en alguna banda?
- - Sí. Todos los miembros de la banda forman parte del grupo de amigos que tengo en El
Palomar. Y que también son los amigos de Silvina. Ya sabés: el tatuador, el profesor de
guitarra…
- - Personajes contra los que tengo que estar en pie de guerra – observó él sonriendo. Ella lo
miró con desconcierto y después de haber entendido, dijo que no, que en absoluto.
- - Pero – dijo él con la misma voluntad de hacer humoradas – el tatuador tiene que haber
estado en contacto con tu cuerpo de manera especial. ¿No sentías hormigas en el vientre
mientras él te tocaba?
- - Callate – dijo ella en voz baja. – Con lo que me costó quedarme quieta en el lugar mientras
me introducía la aguja. Es una situación terrible, por las ganas que te da de huír despavorida,
y sin embargo te tenés que quedar.
A todo esto, estaban pasando por un puesto que vendía remeras, y en donde ella se fijó
especialmente en una que tenía la imagen de tres extraterrestres en el pecho. Le dijo que la
quería, y Tobías, como ya lo había hecho en varias oportunidades, le dijo que no había dinero
para eso, si era que quería llegar a fin de mes. Esto era algo que le costaba, porque trabajaba
de ayudante de cocina los dos días de la semana que no concurría al hospital, y estaba
empecinado en la actitud de no pedirle dinero a sus padres. En cuanto se negó de esa
manera, a Lucila le vinieron recuerdos sobre la casa de Parque Patricios, y retornó a ella la
imagen del padre, un jubilado que había trabajado durante 30 años en una fábrica de
televisores. Se dijo que nada había de impedirle obtener alguna ventaja teniendo en cuenta
lo que debería ser su jubilación, pero nada de esto objetó. Al mismo tiempo la tarde había
avanzado lo suficiente como para que el frío comenzara a apremiar, y un intercambio de
miradas les hizo ponerse de acuerdo en que era hora de irse.
Una semana después, Lucila estaba viajando junto con Silvina en el asiento trasero de uno de
los dos autos de Horacio, siendo que el otro había quedado en el garaje de la casa. Si bien
tenía un destino fijo, iba improvisando el rumbo a seguir a medida que se encontraban con
carteles y que cada tanto hacía detener el auto para hacerle una pregunta a un peatón recién
identificado. Lucila, como lo había hecho siempre, ignoraba de qué manera se conducía con
respecto al dinero con el que, por ejemplo, pagar el hotel cuyo hallazgo irían a improvisar una

25
vez que estuvieran en la ciudad de su destino. Era algo que le hubiera gustado conocer, por
más que Horacio fuera especialmente proclive a reservarlo para su privacidad. No le quedaba
otra opción que la de congeniar con Silvina, en medio de un coloquio del que quedaron
afuera viejas diferencias entre ambas.
Silvina hizo comentarios, que vinieron a cuento de los dichos de ella, sobre cómo se llevaba
con el tatuador y con el profesor de guitarra, haciendo observaciones que a Lucila le
resultaron extrañas, como si a través de todas ellas pudiera ver a esos dos muchachos con los
ojos de otra. En efecto, ciertas observaciones de Silvina sobre el carácter de uno y otro se
presentaban como descripciones muy distintas de las que ella hubiera ofrecido, a un recién
conocido, sobre uno y otro, y tendían a descalificarlos de una manera que ella hubiera
evitado. Después empezaron a hablar de los miembros de la banda, alrededor de cuyos
caracteres sí estuvieron de acuerdo, como acerca de las canciones que dentro de su
repertorio eran las preferidas. Lucila, que había visto varios de sus conciertos, se preguntaba
qué más les hacía falta para llegar al éxito, si al parecer lo tenían todo. Y se preguntaba si, en
caso de llegar, se verían en una situación lo bastante cómoda como para seguir adelante. De
esto le habló a Silvina, y resultó que su punto de vista era muy parecido.
Pero esta clase de comentarios hacía escaso efecto en el ánimo de ella, y resultaba que la
alegría que de ellos devenía duraba muy poco en los humores de su vientre. Tarde o
temprano regresaba la premura, ese malestar del que su padre nunca iría a entender nada, y
quién sabía si los terapeutas del hospital. Según ella misma era capaz de hacer saber, se
asombraba demasiado de la iniquidad, y echaba sobre el mundo una mirada que tarde o
temprano la conducía a la enajenación. En ese estado habitaba al momento de llegar, y
después de haber hecho un silencio sobre cuyas causas Silvina nada supo. Se había apartado
de la realidad que compartía con ella, y de pronto, mientras el auto avanzaba a mucha menos
velocidad que como lo había hecho en la ruta, era posible escuchar la conversación entre sus
padres sobre el lugar en el que irían a establecerse. Era una conversación bastante
distendida, pero contaminada de preocupación. Y Lucila, sin poder salir de su estado,
escudriñaba las calles, buscando como sin querer ese hotel que irían a elegir, pero, como ya
se dijo, haciendo silencio. Finalmente un comentario teñido de satisfacción, pronunciado por
su padre, acompañó el detenimiento del auto delante de una fachada amarilla, que en letras
azules rezaba HOTEL CONTINENTAL. Estaban en la ciudad elegida, y el hecho de que hubiera
una estrella pintada al lado del cartel, infundió en el padre la satisfacción con la que
acompañó el acto de bajarse. Ocuparon dos habitaciones, a razón de una para el matrimonio
y otra para las dos hijas, y el momento de tomar posesión de ella fue cuando Lucila volvió a

26
presenciar su propio abatimiento, acompañada de una Silvina que, mientras deshacía su
valija, se le aparecía como una persona cuya conciencia debía quedar definitivamente afuera
del conocimiento de su problema. Aun en caso de que no lo hubiera querido así, le hubiera
resultado imposible encontrar las palabras. Y las paredes del cuarto eran bastante aburridas,
dado que la única lámina que poseían representaba vulgarmente la imagen de un tigre que,
sin demasiada agresividad, mantenía la boca abierta.
El día entero se les había pasado en hacer el recorrido, y media hora después de haberse
instalado, estuvieron en el comedor, tomando mate y dejando establecido que recién al día
siguiente habían de salir. La única persona que entonces ocupaba el comedor fue un anciano
de cabeza calva, que bebía un café con leche acompañándolo de unas medialunas que lo
vieron engullir con inhospitalaria glotonería. Esa noche comieron de lo que habían traído
desde Buenos Aires y que en algún momento se había visto descubierto en el auto, y Lucila
persistió en ese silencio que, en medio del ambiente que era posible encontrar en el
comedor, sólo pudo quebrar para dirigirse momentáneamente al padre:
- - Papá, me siento mal – le dijo.
- - Sentate bien – contestó él que llevaba a su boca las facturas con la actitud de una
autoridad que por el momento dimitía para proporcionarse un placer largamente postergado.
Ante la ingeniosa respuesta, Lucila no pudo sino considerar a su padre como a un ladino e
inquebrantable malhechor. Esa noche tardó mucho en dormirse, siendo que su conciencia
oscilaba entre la consideración de la iniquidad y los pensamientos repentinos acerca de
Tobías, a quien de pronto imaginaba en brazos de otra mujer, en esa Buenos Aires de la que
no mucho habían conocido juntos.

Teresa acababa de regresar, y en la mañana del lunes, el hostal quedaría a cargo de Nori hasta
la mañana del miércoles. No bien llegó a su casa tuvo necesidad de ir al baño, y allí encontró en
posición poco decorosa el jabón con forma de ángel, amén de que el cepillo de dientes y la pasta
dentífrica estuvieran civilizadamente colocados en sus respectivos lugares. No había nada de
particular que fuera a poblar rigurosamente su ocio, y al salir del baño se encontró con que su
cuerpo, vigoroso como siempre, estaba dotado de un resto por el cual hubiera podido seguir
haciéndose cargo de la dirección del hostal. A propósito de eso recordó lo que había anotado, para
que lo leyeran los doctores, sobre Federico, encontrándose con que al día siguiente, martes,
tendría lugar la reunión con ellos y ella estaría ausente. Por lo cual era probable que ellos

27
omitieran su lectura, y que el asunto quedase sin sanción. Ahora bien, ¿era razonable que esto la
preocupara? Definitivamente, el desenvolvimiento de los problemas en el hostal había acabado
por acaparar su existencia de un modo no muy recomendable. ¿Era posible que no tuviera acceso
al ocio, permitiéndose olvidar, cuando no le tocaba encararlas, sus tareas habituales? A esto
intentó responder metiéndose en su cuarto para encender la televisión. De un programa para
niños pasó a uno de interés general, en el que una vedette estaba siendo entrevistada por una
conductora que se tomaba toda la confianza del mundo al tratar con ella. De allí pasó a un
programa deportivo y luego una vez más al anterior. Por alguna razón recordó los tiempos en que
Silvina y Lucila eran chiquitas y ella estaba encantada con su flamante papel de abuela. Se había
ganado el afecto de ambas y acostumbrado a que celebraran los momentos en los que llegaba de
visita, cuando amablemente no la dejaban en paz y tironeaban de sus pantalones para invitarla a
jugar. Pero había pasado los siguientes años en un estado de distracción con respecto al
crecimiento de ambas, y no podía sino admirarse de que estuvieran prácticamente convertidas en
mujeres. Ahora deberían estar atravesando por una etapa en la que sus sueños se proyectaban
hacia el futuro, crucial en cuanto a la educación sentimental. No se veía reflejada en ellas cuando
con tanto entusiasmo se ausentaban de la casa para concurrir a un recital de rock, aunque era
capaz de diferenciarlas en cuanto al aroma de sus temperamentos. Silvina, tal vez por ser la
mayor, era más sensata que la otra, y su manera de encarar el trabajo parecía reflejar una
entereza de la que la otra carecía. Otro tanto en cuanto a la manera de tratar con su novio, cuyo
carácter parecía denotar una entereza parecida y una disposición de ánimo absolutamente firme
para con los proyectos que llevaba adelante. Sobre el novio de Lucila no tenía gran cosa que
pensar: no lo había visto nunca. La relación con él databa de muy poco tiempo atrás y le era
posible observar la conducta de Lucila como la de una paloma que, recién arrebatada de sus
manos, acababa de remontar vuelo. Hasta allí llegaron sus pensamientos en el momento de
apagar el televisor. Pasó a la cocina y empezó a preparar unos ravioles con estofado. Lo hizo casi
con la misma dedicación con que en el hostal solía dar las indicaciones a los que eventualmente
tuvieran que trabajar.
Recordaba lo fuerte que resultaba en esos momentos la presencia de cada uno de ellos, y
cómo tenía que sobreponerse a sí misma antes de dar cada orden. Era digno de observar que
ninguno de ellos estuviera subido a un tren de aventuras similar a los de sus nietas, y sobre ellas se
dijo, al contrario de lo que había pensado antes, que atribuírles dotes de paloma en vuelo
resultaba desacertado en cuanto a quien viera la situación con buena fe. Había mucho que pensar
acerca de su nuera y de la manera en que las educaba, y ciertas imágenes recordadas, de entre las
que había registrado en ciertos momentos en que estaba de visita, le hacían pensar que en ese
hogar se

28
respiraba el aire que había de emanar, en todo caso, del atesoramiento más esmerado de los
buenos valores. A lo mejor en esto incidía el carácter de Horacio, tan firme para impartir las
indicaciones como seguro acerca de lo que quería. Un hogar bien constituído, alejado de las
influencias que pretendieran desestabilizarlo. Sobre su hijo tenía recuerdos que en algo se
parecían a los de Silvina y Lucila cuando eran chicas. Y para alimentarlos tenía las fotos. Su manera
de sonreír ante una cámara fotográfica denotaba la presencia de tanta virtud como inteligencia.
Aun no se hacía una idea de sobre si el crecimiento traía aparejado el mal como elemento
componente de la persona que crecía, pero bien que el Horacio actual se diferenciaba mucho del
de 40 años atrás.
Práctico e inescrupuloso, depositaba cada mañana sus energías en el acto de atender a sus dos
negocios, algo que a veces no hacía falta en el locutorio, dado que sus empleados eran
bondadosamente abnegados. No obstante, solía ponerse a atender como quien considera que
debe cumplir con su deber, y sus clientes habituales lo tenían por muy simpático. No más de tres
horas se quedaba hasta que salía rumbo a la fábrica, donde lo esperaban dos empleados
paraguayos que horas atrás habían hecho uso de la llave. Solía encontrar todo en perfectas
condiciones y a los dos en pleno trabajo, a pesar de que llegaba dispuesto a descargar su ira de
patrón hacia todo lo que estuviera mal hecho. Se lo había confesado, en una de esas reuniones
estigmatizadas por el asado: en la fábrica se veía a sus anchas, como si por fin tuviera algo a lo cual
dedicarse, y de ese modo no pensar demasiado en la enfermedad de Lucila. Y esto a pesar de que
en general no la viviera como un drama. Consideraba que en el hospital adonde iba estaba bien
cuidada, y depositaba sus esperanzas en la tarea de los psicólogos.

Estimaba que su hija estaba equivocada en cuanto a su manera de afrontar la vida, y que ello
estribaba en su inexperiencia. Esto, por más que por lo tanto no se explicara a causa de qué Silvina
había crecido sin esa clase de problemas, y que la relación con su novio se desarrollara en un clima
de absoluta seriedad. Tenía sentimientos de aversión hacia la presencia del otro yerno, al que no
había visto aun. Ello nacía de la manera en que Lucila solía hablar de él, y que, a sus oídos, ofrecía
el retrato de un perfecto energúmeno, según la opinión que era capaz de formarse. Teresa
terminó de deglutir los ravioles y notó en su vientre una pesadez que no podía atribuír sino a la
comida. Pero de todos modos no era demasiada, y no iba a dejar de considerarse sana. Recordó
que había empezado a tejer una bufanda para Silvina, y fue a buscar los elementos que habían
quedado apoyados en un rincón del living. Mientras trabajaba sentada sobre él, sus pensamientos
se orientaban vagamente a la fisonomía de la calle allá afuera, donde una encina instalada
enfrente de su puerta cobijaba en su pie varias bolsas de basura. La casa de al lado pertenecía a un
herrero del cual los ruidos que originaba su trabajo llegaban en ese momento con toda claridad.

29
Hacia la derecha, un poco antes de llegar a la esquina, había una despensa bastante concurrida
habitualmente. Pero su atención ociosa, que no le impedía hacer punto por punto a considerable
velocidad, estaba puesta en la casa del herrero, desde donde también llegaban los ladridos del
perro y los sonidos ocasionados por su hijo que jugaba con una pelota.
Después de haber trabajado lo que consideró suficiente, se sintió lo bastante tranquila como
para acostarse en su cama y acomodar la almohada de tal modo que al mismo tiempo pudiera ver
la televisión. Y consideró que los pensamientos recientes, los referidos a su hijo y sus nietas, eran
demasiado generales si una quería aplicarlos a su situación presente. Porque ahora estaban en Río
Cuarto, atravesando vivencias de las que nada iría a saber, porque al momento de regresar no
habría nadie que supiera transmitirle lo real en escencia. Imaginó a Lucila tomando sol, a lo mejor
junto a Silvina, y se dijo que los momentos de bienestar por los que debería atravesar su nieta no
contribuían a expulsar de sí lo que constituía su enfermedad. Cosa que poco había de importarle, y
esto por más que a veces pudiera considerar que no tenía razones para asistir al hospital. Imaginó
que allí también, como solía suceder en el hostal, Lucila había anunciado su ausencia con la debida
anticipación, antes de obtener el visto bueno para que viajara.

Sabía que debía ser tolerante, y en efecto lo era, cada vez que alguno de los pacientes
anunciaba que se ausentaría por dos o tres días. Máxime cuando, como no podía ser de otra
manera, lo había consultado con los doctores en alguna de las reuniones de los martes. Durante
esas reuniones solía estar sentada a un costado, delante de un cuaderno donde anotaba todo lo
que debía anotarse y siendo testigo de todo. Profesaba hacia los doctores un respeto casi
supersticioso, por el cual más de un paciente solía ponerse de acuerdo con otros en que ella era
una hipócrita, y cada vez que los doctores daban por otorgado el permiso de que alguno de ellos
se fuera un fin de semana a la casa de un pariente, solía atesorar lo dicho como regla ineludible
para conducirse después. Y la gorda, cuyo nombre era Ana María al igual que la acompañante que
solía alivianarle la tarea, era la más reciente entre los pacientes que había anunciado su ausencia,
siendo que era lo bastante sensata como para que pudiera confiársele un par de días sin vigilancia.
Mientras tanto, Teresa seguía persiguiendo a los pacientes que se habían quedado, para impartirle
las órdenes que era debido cumplir, y con respecto a esto ocupaba un lugar especial ese Federico
que habitualmente se negaba a levantarse, y del que una podía preguntarse por qué virtudes
había obtenido el título. Ya estaba habituada a la remera roja que solía exhibir por encima de las
sábanas con las que se cubría hasta la pelvis. Y al hecho de que persistiera en su actitud,
argumentando que estaba cansado. Otros, como Matías, obedecían inmediatamente en cuanto les
era indicada

30
una orden, y dentro de ese grupo podía incluír también a Raúl.

Acababan de alejarse de la fachada azul del hotel, y ahora rodeaban el curso de agua
alrededor del cual podían ponerse cómodos. Lucila se quitó su remera y la tomó un arrebato de
sensualidad, una sensación de la que nada les hizo saber a ellos. Pensaba en Tobías, en su figura
tan gallarda como esbelta, y en esas noches de amor acontecidas en casa de él, sobre las que se
preguntaba si Silvina sospecharía algo. Alrededor del curso de agua había una explanada con
baldosas grises, sobre las que se sentó sin quitarse los pantalones holgados, colocándose pronto
en posición de yogui. Habían traído unos sándwiches de miga que al rato estuvo degustando,
mientras Horacio, recién cerciorado de que el auto estaba en lugar seguro, mostraba lo más alegre
y dicharachero de su personalidad. Los motivos por los que sus clientes lo consideraban simpático.
Se sentó al lado de su mujer,que no gran cosa de tal sentimiento compartía, y a pocos metros de
sus hijas, momento en el que, con la voluntad de hacer una broma, las invitó a que imaginasen a
qué lugar de la Europa antigua habían llegado, queriendo otorgarle trascendencia a lo que había
sido la cuna de la civilización. Lucila contestó que a Constantinopla, a cuyas columnas antiguas
imaginaba tan blancas como las baldosas que rodeadas de árboles les daban cobijo, y a sus aguas
tan pulcramente azules como ésas.

- - Ustedes saben – dijo Horacio sentándose – que dentro de unos años va a haber más gente
viva en el mundo que toda la gente que murió desde el principio de los tiempos. Lo digo a
propósito de Constantinopla. ¿Ustedes saben cuánto era su población en la Edad Media
donde tuvo su esplendor? Cincuenta mil personas. Más o menos como un par de barrios de
Buenos Aires tomados en conjunto. Eso era la población de Constantinopla.
- - Una se pregunta qué tan célebres habían de ser los habitantes comunes de ese lugar – dijo
Lucila.
- - Gente común, tal vez como nosotros. Gente sobre la cual nada había de quedar en la
historia.
- - Debería ser más fácil gobernar un lugar así.
- - No puedo saberlo – dijo Horacio. – Pero uno se siente agradecido a la historia de que le
haya tocado vivir en esta época.
- - Agradecido al destino – corrigió su mujer, que acababa de sacar del bolso el termo de
mate y el paquete de palmeritas.

31
- - Yo no me siento agradecida al destino - dijo Lucila. – Por lo menos no ante eso. Me
imagino que mi enfermedad hubiera sido la misma en cualquier época en la que hubiera
nacido.
- - ¿Y qué enfermedad tenés acá, estando tirada al sol? – le preguntó Horacio alegremente.
- - Yo asumí que tengo momentos en los que estoy como ahora – dijo Lucila -, pero no por
tener un instante de paz puedo considerar que estoy libre de los otros.
- - ¿Y de qué te sirve tenerlo en cuenta en los momentos en que estás bien?
- - Esa es una pregunta que yo misma me hice. Y llegué a la conclusión de que es mejor estar
preparada en todo momento.
- - Yo no sé – dijo Horacio con la misma alegría. – En la época en que empezaba con los
sillones en la fábrica del tío, tenía momentos en los que las emociones casi me impedían
trabajar, y otros en que andaba con toda la energía. Y siempre lo mío fue adaptarme a lo
dado, a cada momento según lo que se impusiera. De eso les podría hablar Baltazar, el
gallego con el que iba en la camioneta, rumbo a Rosario, a Mar del Plata, a Bariloche. Cómo le
hinchaba las pelotas hablándole de mis estados de ánimo, cosa que no podía reprimir un
poco por la ansiedad.

Tanto Silvina como Lucila sabían que en esa época ya habían nacido, que eran chiquitas. De
esos tiempos les quedaba el recuerdo de ciertos programas de televisión transmitiéndoles
impresiones indelebles, y de la tendencia a pelearse de una manera que Horacio solía evitar,
escupiéndose y tomándose de los pelos. Y a pesar de todo, constituía ahora una especie de
revelación lo que él les estaba contando.

- - Habrá sido diferente – dijo Lucila. – Yo, cuando estoy en uno de mis malos momentos,
pienso en los buenos para verme de alguna manera protegida, queriendo ahuyentar esa
sensación para que no vuelva nunca. Pero está visto que no puedo.
- - Agradecé que nos tenés a nosotros – dijo su madre. – Que no seremos un dechado de
virtudes a la hora de aconsejarte, pero por lo menos te podemos contener.
- - El ideal de mi vida – dijo Lucila – transcurre en la ausencia total de padres, y de familia.
Como el de un zorro que anda cazando gallinas a un costado de las chacras donde se las
puede encontrar, y que está siempre listo para huír de los rifles de los que las cuidan.
- - Pero ese zorro – dijo Horacio – no tiene dónde encontrar cobijo cuando se siente mal, y
desprotegido. Porque no es un zorro tan bravo. Es débil cuando se le viene la noche.
A Lucila le pareció que su padre había dado en la tecla, lo cual la condujo a callar. El mediodía
se acercaba con toda la plenitud con que el cielo se desplegaba en el celeste de su

32
piel. Y desvió la mirada hacia una casa rodante que acababa de hacerse presente unos 30
metros a la derecha, el único indicio de población del lugar desde que ellos habían llegado, y
de donde bajaron un hombre, una mujer y tres niños varones. Los niños, observó, eran
demasiado pequeños para albergar verdaderos sentimientos de rebeldía y desear una
libertad de la que sus padres no tomaran parte. Esto era algo que a ella sí solía ocurrirle,
pensó, y que a lo sumo podía mitigar pensando en los momentos en que, como en gran parte
ahora, percibía una relativa estabilidad en la manera en que la compañía de ellos influenciaba
en su ánimo. Pero no, a veces era incontenible, y a propósito de ello apretó los dientes y se
golpeó una rodilla con el puño derecho. De este modo acababa de establecerse el hecho de
que de pronto estaba al margen de la conversación, pensando en otras cosas, y de esto su
padre se apercibió antes de decidir, bajo el gobierno de ese beneplácito con el que vivía el
momento, callar. Ante cualquier interrogante que de pronto pudiera haber surgido, la
deglución de los sándwiches de miga constituyó una buena respuesta, y de esto Lucila no
quedó completamente al margen, a pesar de la muy poderosa influencia de un repentino
malestar. Recordó la última vez que había estado con Tobías en la feria de Dorrego y
Corrientes, y se dijo que todavía era demasiado pronto para empezar a extrañarlo.
Esa noche, a las ocho, decidieron ir al cine. Tenían a mano el diario que Horacio había
comprado un rato antes de llegar al lugar del picnic, y eligieron La Caída, que acababa de
estrenarse la semana anterior. El hecho de que la película tratara sobre Hitler conducía a
Horacio a considerarla probablemente trascendente, algo que no se disipó mientras
estuvieron preparándose, siendo que recién entonces Lucila se cambiaba de ropa una vez
regresados del picnic, mientras Silvina lo había hecho inmediatamente después de llegar y
darse un baño. A lo mejor esto era indicio de lo que Horacio solía encontrar de diferente en
ellas, pero no se detuvo a pensar demasiado ni a abocarse a acciones que de ello pudieran
ser consecuencia. Tan sólo pensaba en la película y en el agradable paseo que harían
después, del cual, imaginó, no estaría ausente la visita a alguna pizzería. Vieron la película. Si
bien a Lucila le resultó agradable el color que en sus imágenes tenían preponderancia, y la
manera en que habían sido filmadas escenas que transcurrían en refugios a prueba de
bombas, le impresionó como detalle curioso, y algo desagradable, el hecho de que se
mostrara a Hitler como a un bonachón comisario de pueblo, y con esto estuvo Horacio de
acuerdo a la salida. Silvina y la madre prefirieron no opinar, y apenas hablaron de lo que
constituía su impotencia a la hora de imaginar la psiquis de un hombre que ostentara
semejante poder. Estaban andando por entre un abundante contingente de espectadores
que acababa de salir, cuando Horacio, ya llegando al auto que había estacionado en la

33
esquina, decidió hacer la invitación a la pizzería que había imaginado, en una situación en la
que, después de subirse, anduvieron recorriendo las avenidas en busca de alguna cuyo
aspecto fuera todo lo grande y lujoso que resultara congruente con una salida como la que
acababan de hacer.
La encontraron una vez cumplidos cinco minutos, en los que la radio del auto había estado
pasando a George Michael y otros músicos que a Lucila le resultaban disgustantes. Al margen
de que ahora se sintiera bien, al margen de que estuvieran a punto de compartir una pizza en
un ambiente sumamente agradable, sabía que nunca lograría infundir en su padre y en su
madre el sentimiento a que la conducía la devoción por el rock and roll, único elemento capaz
de transmitir la libertad salvaje que el zorro de sus fantasías se abocaba a perseguir. Por algo
era fanática de Iron Maiden, un grupo de los que a Silvina no le resultaban desagradables,
aunque tampoco merecedores de esa especie de incondicionalidad que ella ostentaba en
todo momento. Pero su padre era salvaje a su manera, según lo que podía colegir al pensar
en esos viajes que habían tenido su inicio cuando aun era reciente su nacimiento. En esa
época el locutorio no era siquiera un esbozo,y él trabajaba para el tío llevando los muebles a
negocios de Rosario, Mar del Plata y Bariloche, recorriendo las rutas con una asiduidad que
sin duda, era capaz de decirse, requería una dedicación especial. Y mucha fuerza. Su padre
era uno de esos hombres que en la juventud son capaces de entusiasmarse, y esto, según
había oído decir a una terapeuta del hospital, se debía a que no eran mediocres. Había tenido
una adolescencia en la que lo mejor del arte y la ciencia no le había sido ajeno, y, aunque
después se hubiera dedicado a otra cosa, había probablemente en él mucho de lo que
aprender, algo que, si no era demasiado visible en esos momentos, se debía a que tras
mucho pensar en temas trascendentes había encontrado, como solía encontrar, la síntesis de
todo en una frase ordinaria, con la que daba su corolario a todo lo pensado estableciendo
aquello a lo que había de ser preferible aferrarse. Lo cual le resultaba útil, fácil de pronunciar
aunque tal vez no tanto de pensar. Y era por eso que Lucila no dejaba de tener en cuenta las
posibles lecciones a recibir de él, siendo que a ello se acercaba cuando se encontraba en
sintonía con lo que era su familia y su existencia. Nada de eso iría a comentarle a Silvina, que
en el momento de bajarse fue la primera en hacerlo, y que en la pizzería, a diferencia de
todos ellos, pidió un par de porciones de espinaca, mientras que ellos se contentaron con una
grande común. Estaban rodeados de mesas atestadas, y un televisor transmitía un partido de
fútbol del que nada pudieron saber, al no prestarle demasiada atención y al estar rodeados
de un murmullo de langostas que lo acaparaba todo. Siguieron

34
comentando la película y, a propósito de ella, Lucila hizo observaciones bastante esmeradas
sobre las mujeres que representaban el papel de secretarias de Hitler, un poco desatinadas
en cuanto a lo que ella misma podía imaginar como ambiente humano del que pudiera
rodearse un asesino como él.

Ana María acababa de volver de su estadía de tres días en casa de su hermana. Traía algunas
noticias, tanto de las buenas como de las otras. Entre éstas se contaba que el hijo menor de
su hermana, de nueve años, se había lastimado una oreja mientras jugaba. Entre las buenas
resultaba que habían pasado tardes de agradable conversación con mate y bizcochos. Ahora,
tras haber relatado en reunión todo esto, ocupaba un asiento en la cocina a la hora de la
siesta, siendo que Teresa era la única persona que ocupaba la habitación aparte de ella.
- - Y, sí – estaba diciendo Teresa. – Así fue mi crecimiento. La vida era una bicicleta. Mis
padres me mandaban al almacén y yo iba en bicicleta. Iba y volvía. Había un encanto especial
en recorrer los empedrados arriba del aparato, y no sé si fue por eso que empezaron a
dejarme el vuelto de lo comprado una vez que volvía. Podría decir tantas cosas sobre mi
barrio. Como que era el ocre el color que gobernaba en las veredas, y que todo hacía creer en
una maravilla presente sobre la que nosotros no teníamos mucho que reflexionar y sí mucho
que vivir. Hablo de mi hermano y de mí.
- - Nunca me habló demasiado de ningún hermano – dijo Ana María con simpatía.
- - Lo perdí hace algunos años. Era seis años mayor que yo. Y cuando yo tenía 12 y él 18, ya
estaba empleado como fletero en esa fábrica de muebles, la que tenía clientes en ciudades
del interior. Ganaba un sueldo por el cual lo veíamos ausentarse mucho de la casa, digamos
que se iba y volvía a los tres días, y era un muchacho muy sano y dueño de una energía
increíble. En algo me hace acordar mi hijo Horacio a él, por eso de ser tan emprendedores y
tan entusiastas cuando se trataba de llevar un proyecto adelante. Cuando yo andaba en
bicicleta, en la época de la que te hablo, pensaba que mi vida iba a ser como la de él, que yo
sería la carne de mi hermano en versión femenina.
- - ¿Y hablaban algo de eso, entre ustedes?
- - No, pero jugábamos mucho juntos. La casa tenía un quincho en la planta de arriba, y en
esa época, un poco a lo tarambana, lo habíamos elegido como lugar de baño. Nos poníamos
en paños menores, poníamos una manguera en la canilla del piletón, y nos bañábamos
-
- 35
-
-
-
-
-
-
- sentados en el piso, obviamente sin quitarnos la ropa interior. Que nos cambiábamos
después en el baño. Mientras lo hacíamos jugábamos a mojarnos con la manguera, y era
como si el ganador fuera a ser el que más mojaba al otro. Y todo esto mientras en nuestros
cuerpos chorreaba la espuma. Fue también la época en que él, obedeciendo a una idea
delirante, empezó a pagarme un sueldo por andar en bicicleta.
Con estas palabras le dirigió una mirada que antes había estado posada en el mate que no
dejaba de servirse.
- - ¿Cómo era eso? – inquirió Ana María.
- - Era como una puesta a prueba que él me hacía. Cuando yo había estado aprendiendo a
andar, él había sido la persona más entusiasta a la hora de darme lecciones y alentarme a que
venciera las distancias. Me acuerdo que al principio solía colocarse en la parte de atrás y
empujar con las manos el asiento del aparato, mientras yo pedaleaba con un poco de
parsimonia. Me alentaba a que venciese las distancias como si fuera un varón, tratando de
que desarrollara las potencialidades que tenía. Y un día, de la noche a la mañana, empezó a
decirme que me pasaría una pequeña parte de su sueldo si empezaba a recorrer todos los
días los alrededores, no sólo a hacer los mandados, y que más me iba a pagar mientras más
distancia recorriera. En realidad, salvo los caramelos y los chocolates, no había mucho en lo
que yo pudiera querer gastar, pero me dispuse a obedecerlo, y era como que a través de ese
ejercicio crecía el afecto entre nosotros.
- - ¿Tanto como en el momento de bañarse juntos?
- - Eso era otra de las cosas. Aunque bueno, en invierno nos bañábamos en el baño, primero
él y después yo. Pero el verano era una fiesta. Para hacerlo elegíamos días de sol, en los que
el cielo tenía aspecto de agua cristalina, y el calor nos alentaba a que nos mojásemos el uno
al otro con agua fresca. Agua fresca, digo, y no fría, porque esto hubiera provocado algo
parecido a un daño en él y en mí. No porque hiciera calor íbamos a helarnos.
En ese momento ingresó Raúl en el recinto, recién llegado desde las habitaciones de arriba.
- - No puedo dormir, Teresa – dijo.
- - Bueno. Nadie lo obliga a dormir. Quedesé. Pero no ande yendo y viniendo por toda la
cocina.
Se lo dijo a causa de que conociera su costumbre de caminar sin pausa de un lado a otro, y
después de que esto hubiese sido observado por los doctores como síntoma de enfermedad,
Raúl era capaz de apercibirse, y de considerar que la actitud de Teresa hacia la doctora era de
una obsecuencia que lindaba con lo desagradable. Pero no tuvo demasiados deseos de
quejarse. Presto a obedecer, se sentó en el lugar donde solía comer, con la cabeza debajo del
televisor.

36

- - Veo que no tiene miedo de que se le caiga el televisor – observó Teresa. – Confía en que
Mario y Gabriel trabajaron bien.
- - No puede ser de otra manera – dijo Raúl, cuya tranquilidad lo conducía a entrelazar las
manos sobre la mesa y esperar, con paciencia, que se hiciera la hora de merendar.
- - Y a todo esto, Teresa – dijo Ana María. - ¿Qué actitudes tenían sus padres?
- - Eran un par de italianos de lo más brutos. Aunque debo reconocer que nos dieron
bastante libertad, por lo menos en cuanto a todo lo que te conté. Lo malo fue cuando, cuatro
o cinco años después, me puse de novia. El muchacho que iba a ser padre de mis hijos, el que
en efecto lo fue, llegaba todos los sábados entre las cuatro y las cinco de la tarde, y yo salía a
recibirlo en el umbral, con la orden de no moverme de ese lugar mientras durara nuestra
conversación. A veces mi padre se colocaba detrás de la puerta, vigilando que al cretino que
acababa de llegar no se le ocurriera estamparme un beso. Cosas propias de la época.
- - ¿Y seguía andando en bicicleta?
- - Sí, pero mi hermano había dejado de pagarme. El también estaba noviando y gozaba de
una libertad que yo no tenía, mientras seguía al frente de su trabajo de fletero. Faltaba poco
para que empezara a cansarse de algo que había dejado de gustarle, y para que empezara a
ahorrar para poner un quiosco. Cosa que finalmente hizo. Yo acababa de cumplir 17, me
acuerdo.
- - Habrá sido un lugar para visitar de vez en cuando.
- - Sí. Tengo recuerdos de estar atendiendo el quiosco y de que me costara contar el vuelto,
de manera que tardaba demasiado en darlo. Fue la primera vez que estuve ahí. Y a causa de
eso, él no quiso volver a ponerme al frente.
- - ¿Lo atendía él?
- - El, junto con un amigo que en parte era socio. Compartieron el lugar durante algunos
meses, hasta que una pelea provocó que él se quedara solo.
- - No habrá sido demasiado motivo de pena. Digo, para él – observó Ana María.
- - No. Digamos que a esa altura el negocio había crecido bastante. Era otra época, distinta de
ésta. Un negocio que se abría tenía oportunidad de crecer en poco tiempo. Era bastante fácil
alcanzar la prosperidad, partiendo de muy poca cosa. Ahora uno abre un quiosco y no puede
agregarle nada en mucho tiempo. Apenas da para el puchero.
- - Si lo sabrá mi hermana – dijo Ana María mientras Raúl, en su rincón, permanecía ajeno a
la conversación, en medio de un sopor en el cual no tenía pensamientos. – Ella tiene una
mercería, y hace años que una se la puede encontrar en el mismo lugar, un cuartucho donde
-
-
- 37
-
-
-
-
-
-
- se pasan horas sin que llegue ningún cliente. Apenas gana para llevar adelante su hogar. Y
ahora tiene el problema de que a Ernestito se le haya lastimado la oreja. Es una herida muy
profunda, y es seguro que va a tener que tomar antibióticos. Y eso se lo digo por más que
todavía no haya visto ningún médico. Cuando yo me lastimé la rodilla fue lo mismo.
Eso era un episodio conocido. Algunos meses atrás, una tarde, ella estaba esperando el
colectivo que la dejaría cerca del lugar donde hacía yoga. En el momento de subir, había
apoyado mal los pies y se había caído, provocando que en la rodilla derecha se le hiciera una
herida que pronto se transformó en infección. El tipo de noticias que a Teresa solía tenerla a
la orden del día, siempre otorgándole a los problemas del cuerpo una importancia
superlativa. Menos de una hora después empezaron a bajar los otros. Se los vió ingresar a
Ezequiel, a Adriana y a Silvia. Más tarde a Matías. Teresa se apercibió de que se había
terminado la paz y de que ya no era momento de recordar su adolescencia. Empezó a
encontrar motivos para impartir órdenes, por ejemplo en el hecho de que Silvia y Adriana se
amontonaran junto al placard para quitar de allí sus equipos de mate, por lo cual tuvo que
decirles que hicieran las cosas de a una y sin estorbarse de esa forma. Al cabo de un rato, y
después de varias aseveraciones por el estilo, cayó en la cuenta de un detalle que sólo
entonces se le hizo visible.
- - ¡Federico! ¿Dónde estará ese muchacho? – exclamó. - ¿Será posible que haya que sacarlo
otra vez de la cama?

A pesar de que habitualmente no le hiciera asco a los emprendimientos difíciles, Horacio


estuvo bastante aliviado de verse ante el frente de su casa después de haber recorrido de ese
modo las rutas. Lucila y Silvina habían anunciado que apenas llegaran estarían descansando en sus
cuartos, y en el caso de Lucila fue mucha la impaciencia que demostró poseer a lo largo del viaje.
“¿Falta mucho, papá?”, le había preguntado muchas veces, sin ser capaz de colegirlo a través de la
contemplación del paisaje. Una vez instalada en su cuarto, tan atestado de posters y de objetos de
orfebrería decorando los estantes de la biblioteca (donde no había demasiados libros, siendo que
a éstos ni siquiera los había hojeado), se vió a sí misma como una princesa injustamente
maltratada a causa de que hiciera caso omiso de las prerrogativas que en la sociedad quieren
imponerse a quien fuera a ser considerado un ciudadano correcto. Recordó haberse propuesto
descansar en vista de que el viaje había sido agotador, y se tendió en la cama dispuesta a olvidar
todo lo que significaban sus posters y los anillos y pulseras. Durante las siguientes siete horas,

38

durmió sin demasiada tranquilidad, víctima de pesadillas que la hacían despertarse antes de que,
cinco minutos más tarde, se quedara dormida de nuevo, lista para enfrentar nuevas
perturbaciones.
Se acercaba el momento de verse de nuevo con Tobías, y por lo tanto, malditamente, de
volver al hospital. Lo que incidía negativamente en su ánimo era la certidumbre de tener que
volver, al margen de las distintas instancias que fueran a ser vividas en el interior. En efecto, por lo
general, a poco de entrar – y a veces era capaz de registrarlo -, la situación presente disipaba los
malestares que le había producido lo anterior. Especialmente si se encontraba con que la
encargada de la hora era Ariadna, la musicoterapeuta. Era lo suficientemente amable y amiga de
la bohemia como para infundir comodidad y placer en sus pacientes, y especialmente en ella. Sólo
que una sola vez por semana, los jueves, era posible encontrarla a la mañana. El primer día que,
desde el final de las vacaciones, se hizo presente, fue un miércoles, cuando por lo tanto debieron
entregarse al transcurrir del tiempo en compañía de Daniela, una mujer que a Lucila le hacía nacer
ciertos sentimientos de aversión a causa de cierta sospecha, la de que su vida en el interior del
hospital se diferenciaba mucho de lo que debería ser afuera. Era posible percibirlo: el hecho de
que para ella el goce de la sexualidad fuera la prioridad fundamental, hacía que se condujera ante
ellos con puras frases de aparentar, ansiosa por que el reloj marcara el final de la hora. Karina, que
como ya se ha dicho cultivaba una cálida amistad con Lucila, lo había detectado también o por lo
menos lo sospechaba, por lo cual sus comentarios acerca de Daniela, en cualquier momento en el
que estuvieran solos y a la espera de otro profesional, eran profundamente dañinos para quien
estuviera en condiciones de escucharlos con referencia a sí. Esa mañana Daniela se hizo presente a
las 10 y 10, con un poco de retraso. Una vez que tomó posesión de la cabecera, le otorgó la
palabra a Noelia, una paciente que contaba por lo general con su favor a la hora de ser escuchada.
Se puso a hablar, como de costumbre, de su familia, haciendo hincapié en el hecho de que
aquellas tareas que consideraba su obligación atender le exigían demasiado. Lucila, algo fastidiada,
se preguntó por qué les tocaba en suerte escucharla todos los miércoles, de modo que acaparaba
el espacio sin el menor asomo de culpa. La escucharon hasta el final, siendo que en determinado
momento Lucila perdió el hilo, y se encontró cerca de la hora de almorzar sin haber podido hablar
de los problemas que la aquejaban. Para entonces ya había llegado Tobías, que pasó los últimos 20
minutos en la sala dando vueltas por todo su perímetro. Apenas intercambió un par de miradas
con Lucila, y a la hora de comer salieron en compañía de Rodrigo Mesina. Estaba particularmente
dicharachero y le hizo chistes a la parejita, que ahora andaba tomada de la mano. El sol caía sobre
sus espaldas con el magnetismo de una telaraña, y andaban abundantes automóviles que
doblaban en la esquina donde debían esperar.

39

Se allegaban al umbral donde Lucila y Tobías se habían declarado amor meses atrás, y existía
en el ánimo de ella el vicio de entregarse a contemplaciones complacidas de sucesos por el estilo.
Lo cual se disipó cuando entraron al comedor, donde seis o siete mesas estaban ocupadas. El
televisor transmitía imágenes de uno de esos almuerzos a cuyo frente se encuentra una de las
máximas divas del espectáculo local. Jugaron con los panes mientras esperaban el filet de merluza,
y Mesina se mostró lo bastante locuaz como para arrancarle a Lucila algunas frases sobre su
estado de ánimo. Noelia no estaba presente, dado que solía retirarse en la mitad de la jornada, y
Lucila le habló de su fastidio por el hecho de que ella se hiciera dueña de la palabra de una manera
despótica, a lo largo de las dos horas, todos los miércoles. Mesina le contestó diciéndole con
actitud jovial que debía aprender a respetar el espacio de los otros, y Lucila se vió injustamente
tratada. No era que no respetara los espacios sino que lo de Noelia era demasiado, dado que solía
acaparar las dos horas completas. Algo sobre lo que no tuvo demasiada ocasión de hablar después
de la respuesta, en vista de que Mesina entraba ya en coloquio con algunos de los otros, entre los
cuales no se contaba Tobías. Desinteresado acerca de lo que se hablaba, dirigió un par de miradas
a Lucila con las cuales manifestaron secretamente estar de acuerdo en que habían devenido en un
par de marginales, cuyo amor vivía en un plano diferente a aquél en el que se desarrollaba la
conversación. Esa tarde, cuando al término de la hora de Racchi, otro de los terapeutas, se vieron
en la calle al mismo tiempo que los otros, echaron a andar hacia la estación Carlos Gardel del
subte B, para allegarse a Dorrego y tomar desde allí el tren. Era la primera vez que Tobías iba a
visitar la casa.

Lucila, debidamente orientada por su padre, había anunciado que ello podía llegar a suceder, y
Tobías se vió en las calles de El Palomar experimentando que todo aquello era extraño. Apenas
acababa de asimilar el hecho de que los frentes de los negocios tuvieran el aspecto que tenían,
cuando se vió ante una cerca pintada de marrón frente a la que Lucila tocó el timbre. Salió
Horacio, que acababa de fijarse por la ventana quién se hacía presente, y que tuvo para Tobías un
saludo tan respetuoso como en el fondo desconfiado. Tobías pidió permiso una vez que la puerta
estuvo abierta, y se sumergió en un silencio incómodo mientras Lucila y su padre hablaban de
circunstancias acontecidas en el interior de la casa unas horas antes. Era evidente que se trataba
de cosas que el padre acababa de comunicarle, y que, de una manera que lo mantuvo al margen,
tenían que ver también con Silvina, que por encontrarse enferma no había salido al trabajo. Una
vez ingresados en la casa, Lucila se excusó ante Tobías y pasó a la habitación donde Silvina estaba
convalesciente, cubierta por dos frazadas y con, en la mesa de luz, una taza sucia de la que había
tomado té con leche y pedazos de facturas. No había tenido suficiente apetito para ingerirlas
enteras. Mientras tanto Tobías se quedaba con el padre en el living, y todas las tareas posibles
habían sido hechas.

40

- - ¿Un poco de música? – le preguntó Horacio. Tobías respondió que bueno, aunque de
ningún modo lo molestase el silencio. Horacio puso a Pink Floyd, grupo cuyas canciones
habían acompañado su juventud, y Tobías sintió vibrar en sus arterias una energía que sin
duda provenía de los parlantes. Tuvo una conversación con Horacio, en la que ambos
intentaban aproximarse al otro con cautela, y esto mientras permanecían sentados en dos de
las sillas del comedor, adonde acababan de pasar. De pronto apareció en la habitación la
mujer, que con un gesto lánguido dió un beso en la mejilla a Tobías. En determinado
momento se interrumpió la conversación en vista de que, en voz muy baja, la mujer necesitó
hacerle consultas a Horacio sobre aquello que irían a comer. Con respecto a la entrada y el
plato principal estaba todo casi arreglado, pero faltaba comprar el helado que iba a constituír
el postre, y para esto nada mejor que enviar a Lucila. Mientras, Tobías se imaginó el
semblante de esa Silvina que no estaba en condiciones de saludar, obedeciendo a las
descripciones que Lucila le había hecho. Para cuando ella volvió a hacerse presente, estaba
decidido que iría a la heladería, y Tobías se ofreció para acompañarla. De verdad que, en
medio de tanto nerviosismo, necesitaba andar un poco por la calle, abandonando una
atmósfera que se le había vuelto opresora.
Anduvieron juntos durante dos cuadras, y promediando el camino le hizo el comentario: “Tu
viejo es macanudo”, a pesar de que no fuera exactamente su opinión. En realidad lo había
notado demasiado serio y rígido en su manera de tratarlo, y había obtenido la impresión de
que era demasiado proclive a ejercer la autoridad. Nada dijo Lucila, que sonreía pensando en
ciertas picardías que de pronto recordaba, y que acababa de echar al olvido la figura de su
hermana y la del termómetro que yacía en la mesa de su izquierda. Lo invitó a elegir los
gustos, ante lo cual Tobías se contentó con elegir dos, dejando en manos de ella, que debía
comprar dos kilos, la elección de los otros. Lo hizo teniendo en cuenta los gustos de su padre,
y empezaron a volver siendo que a Tobías le estaba resultando demasiado corto el paseo.
Menos de una hora después estaban comiendo, y Lucila, a pesar de que acababa de tomarla
una de esas sensaciones por las cuales se veía como una princesa maltratada, recordó en voz
alta la estadía en Río Cuarto, ocasionando que por fin Tobías pudiera vencer su propio
silencio y preguntar por todo aquello que hasta entonces le había sido lícito ignorar.
Anécdotas sobre la estadía. Lucila no pudo menos que recordar la película sobre la
cual Horacio hizo comentarios a Tobías. “Pretendía hacernos creer que Hitler era un
bonachón como el comisario de Hijitus”, mirándolo como quien busca en el otro su
complicidad. Más que compenetrarse con lo dicho, Tobías notó la intención de esa mirada y

41

asintió, mientras después de que Lucila hubiera llevado la comida a Silvina, empezaban a
recodar las tardes en las que habían tomado sol, siendo que Horacio estaba de pronto más
jovial y destiló comentarios más cálidos sobre la manera en que sus dos hijas habían
aprovechado el rato. La mujer hacía silencio, y sólo lo interrumpía para ofrecer más carne o
más ensalada, y en cuestión de una hora estuvieron degustando ese helado por cuya llegada
Tobías había estado secretamente impaciente. Dirigió, al terminar, una mirada a la habitación
contigua, de la cual ninguna pared los separaba, y la encontró suntuosa, a causa de las fundas
de los sillones y su madera oscura. Un calefactor irradiaba luz anaranjada, haciéndole pensar
que no era necesario, y en eso Lucila, que había pasado toda la comida sentada junto a él, le
dijo en voz baja que ya podían ir a la habitación. El padre los escuchó.
- - Si te quedás – le dijo – te preparo un colchón al lado de mi cama.
Y en verdad Tobías no había estado decidido sobre si pasar o no la noche en la casa. Decidió
que sí y así lo dijo, después de pensar en el viaje que había tenido que hacer, y en cuestión de
media hora estuvieron solos en el cuarto, donde él no pudo dejar de apreciar la abundancia
de los posters y los objetos de artesanía que colgaban de la pared. Vestidos todavía se
acostaron en la cama de ella, de modo que él estuvo en condiciones de besarla
apasionadamente cubriéndola con su cuerpo. Intuyendo que los padres sabían lo que querían
hacer, y en vista de que él ya se había despedidode Horacio hasta el día siguiente, se
desnudaron e hicieron el amor, luego de lo cual Tobías se acomodó en el colchón de al lado.
Le resultaba subyugante el hecho de pasar la noche en ese lugar, siendo que, según se dijo,
no podía quejarse de lo mullido del colchón, y que era particularmente placentero yacer
sobre él después de haber obtenido ese alivio. Había quedado establecido que a la mañana
siguiente partirían juntos rumbo al hospital, y pensando en esos padres que se habían
quedado solos, Tobías cerró los ojos con la certeza de que eran muchas las horas que
faltaban para que se hiciera necesario abandonar ese calor.

Teresa acababa de despertar a Federico y ahora estaba en la cocina a la espera de que se


hiciera presente. Estaba pensando que con mucha probabilidad había vuelto a dormirse
cuando lo vió a Matías aparecer, siendo que sin duda no había hecho su cama todavía.
- - Matías, vaya a peinarse. No puede estar acá en esas condiciones.
- - Me peiné, Teresa.

42

-
- - No se nota. Vaya al espejo a fijarse. Tiene todo enmarañado.
Matías obedeció, como siempre terminaban haciéndolo todos ellos. Teresa pensaba que lo
de Federico no era desobediencia, sino que se veía ante circunstancias frente a las que
sucumbía. Por eso era preciso zarandearlo a cada instante, sin mostrar la más mínima actitud
contemplativa. Otra de las personas que acababan de aparecer, y a la que no tuvo reproche
alguno que hacerle, fue Ana María, resultando que estaba fresca en los oídos de ambas la
conversación que habían tenido la otra tarde.
- - Hola, Teresita. ¿Cómo anda?
- - Bien. ¿Y usted?
En ese momento se acercaba Matías, que acababa de humedecerse el pelo en el baño.
- - Un poco peleada con Silvia. Resulta que ella me despierta todas las mañanas para
meterse en el baño.
Es menester aclarar que esta Ana María no era la otra, la que hacía de acompañante.
- - Si tendré cosas para reprocharle a Silvia.
- - Se mete en el baño y hace un ruido... Que me cae como un balde de agua fría. Yo no sé
por qué tiene que bañarse tan temprano.
- - Bueno, porque tiene que ir a su trabajo.
- - Pero tiene la oportunidad de bañarse un poco más tarde sin que después llegue fuera de
horario.
- - En realidad no es eso lo que tengo para reprocharle.
- - ¿Y qué es?
- - Eso de vestirse sexy, en una institución en la que no se pueden descuidar ciertas formas.
Además, esa costumbre de comer tan rápido, llevándose pedazos enormes a la boca.
La mañana se había presentado plateada y apacible. Así se percibía a través de las puertas de
vidrio. Matías acababa de sentarse en la misma mesa que Ana María, y ahora hojeaba el
diario algo preocupado por informarse bien sobre la situación de su país.
- - Yo la escucho cuando se lo dice – dijo Ana María. - ¿Le parece que ella no escarmienta, a
pesar de todo?
- - No parece. A lo mejor es más fuerte que ella, pero yo ya estoy a un triz de hacerle conocer
el segundo turno.
Había dos turnos para comer. Durante el primero lo hacían casi todos. El segundo quedaba
reservado para esas personas que en opinión de las acompañantes no sabían comportarse.
- - Hoy me toca cocinar – dijo Ana María. - ¿No podría contar con la ayuda de Raúl para hacer
el pan de carne?

43

- - ¿Por qué Raúl?


- - Porque lo sabe hacer bien, y me puede indicar los distintos pasos. Usted sabe que la
cocina no es mi fuerte.
- - Raúl estaba vistiéndose cuando subí. Tiene que estar llegando ahora.
En efecto, Raúl estaba bajando las escaleras.
- - Buen día, Ana María. Buen día, Teresa – fue lo que se le ocurrió decir tras atravesar el
pasillo.
- - Precisamente estábamos hablando de usted. Ana María requiere su presencia en la
cocina, dentro de una hora.
- - Yo tengo que ir al dentista – objetó Raúl.
- - ¡Ah, cierto! Cierto que de eso habló durante la última reunión. ¿Y a qué hora?
- - Precisamente dentro de una hora tengo que salir.
- - Y bueno, Ana María. ¿No la podría ayudar Adriana?
- - No es lo mismo. Aunque sí. Pienso que sí.
Nadie tuvo nada que agregar. Matías, por el hecho de estar tan frecuentemente preocupado
por el tema, tuvo la tentación de comentar las noticias que sobre la política hacía saber el
diario, pero desistió ante la evidencia de que él mismo no las había entendido bien.
Inmediatamente fue Ezequiel el que empezó a bajar las escaleras, recién salido del cuarto
donde Raúl había amanecido y Federico luchaba contra su obligación de incorporarse.
- - Tengo que salir – dijo Ezequiel en cuanto entró. Teresa sabía que todas las mañanas partía
a esa hora hacia su trabajo, y estaba ya acostumbrada a abrirle la puerta sin que antes
hubiera desayunado. De todos modos, el desayuno de la mayoría no era otra cosa que el
mate, y eran pocos aquellos a los que debía servirles el pan con mermelada. De modo que
Ezequiel era uno de los pocos que contaba con el respeto de Teresa. Veía en él una tendencia
a comportarse con absoluta corrección, y lo más elogiable de la condición masculina. De otra
opinión eran Matías y Raúl, el primero por ver, en la condición masculina en general, algo
sumamente despreciable, y el segundo por tener que soportar sus chistes referidos a una
presunta homosexualidad. Estaba claro que se trataba tan sólo de una broma, pero eran
demasiadas las veces en que debía soportarla. Ahora, mientras alejando de sí todo
pensamiento sobre ellos, Ezequiel era secundado por Teresa hasta la puerta, Raúl pedía a
Matías el diario que estaba hojeando, haciendo que no pudiera contra su propia
mansedumbre y se lo extendiese sin haber terminado.
Mientras tanto, Ana María acababa de mojar en su té con leche el último pedazo de pan con
mermelada, cosa que hacía, cada mañana, inmediatamente antes de sentarse en uno de

44

los bancos del patio, gustosa de tomar aire aunque se viera rodeada de fumadores. Una vez
allí, y antes de que Matías y Raúl irrumpieran en el lugar con sus cigarrillos, se puso a
recordar esa conversación en la que Teresa le había hecho saber mucho sobre su infancia.
Gustosa de otorgarle a la infancia el linaje de una situación en la que se define la
personalidad de una mujer, se la imaginó irreconocible, carente de las arrugas que ahora
poblaban una cara pétrea, y mucho más delgada. Se preguntó si tendría fotos de cuando
tenía esa edad, y se dijo que de todos modos no osaría pedírselas. Asoció esta situación a
aquélla por la cual su hermana guardaba fotos propias en uno de los cajones más custodiados
de su casa, y después al hecho de que en pocos días estaría visitándola, para lo cual todavía le
faltaba pedirle autorización a los doctores. A propósito, faltaban tan sólo 30 horas para que
se vieran ante ellos en una de las reuniones, y tanto Matías como Raúl se veían en la situación
de quien se anticipa a una instancia sumamente indeseable.
A todo esto Teresa acababa de despedir a Ezequiel y, mientras Adriana bajaba las escaleras,
se prestaba a hacer su segundo intento de vencer el sueño de Federico. Para eso subió al
poco rato, y los gritos con los que procuró ponerlo en vereda se escucharon desde abajo. En
seguida estuvo de nuevo en la cocina, y siendo que Matías y Raúl habían acabado de
encender sus cigarrillos, Ana María había vuelto a entrar allí, conforme con el rato que había
pasado distrayéndose, y experimentando aversión hacia el hecho de habitar un lugar
atestado de humo.
- - ¿Y ahora, Teresa, se queda hasta el fin de semana? – le preguntó.
- - Como siempre.
- - ¿Y qué hace los fines de semana? Digo, si se puede contar.
- - Se puede contar. Me quedo en mi casa, haciendo mis tareas y prendiendo la televisión de
a ratos. También visito a mi familia, a veces.
- - ¿A Horacio? – preguntó Ana María recordando el nombre de una persona de cuyas
descripciones poco y nada había retenido.
- - Sí, cómo se acuerda. El tigre de los negocios.
- - ¿De verdad es tan bueno para los negocios?
- - Bueno, en el fondo lo suyo es humilde. Como para pasarla bien, y tiene una linda casa en
la zona más residencial de El Palomar. Pero nada espectacular.
- - ¿Y su familia? Tengo entendido que tiene dos nietas. ¿No es así?
Halagada, Teresa dijo:
- - Sí, dos nietas que ya son dos señoritas. Aunque son como el blanco y el negro.

45

- - ¿Quién es la blanca y quién la negra?


- - Es difícil establecerlo. Digamos que una es sana y la otra no tanto. A esta última la tendrían
ustedes de compañera, si no fuese porque acá trabajo yo.
- - ¿No hay que mezclar el parentesco con el trabajo?
- - Exacto.
- - ¿Y dónde se atiende? Digo, ¿va a un tipo de institución que se parece a ésta?
- - En realidad es diferente. Es un hospital de día.
- - ¿Y ahí es donde ella convive con su esquizofrenia?
- - Sí, cómo adivina. Ahí es donde debe ir, hasta tanto no se noten cambios en su conducta.
- - Discúlpeme, pero acá hay muchas personas que modificaron su conducta y sin embargo
siguen estando.
- - Hay una etapa muy importante que es la del afianzamiento. Uno puede mejorar, pero
debe llegar a un punto en el que todo sea lo bastante estable como para que se pueda
confiar en él. Y acá, las personas que han tenido mejoras no llegaron a eso todavía.
- - ¿Es el caso de Adriana? Acá la tiene, lista para contestar.
- - Yo necesito una etapa todavía – dijo Adriana que no tenía empacho en considerarse en
falta, en ese momento y muchas otras veces.
- - A pesar de todo lo que colabora. Es increíble. Nunca se cansa de trabajar. Pareciera que no
puede estar sin hacer nada.
Ana María dijo esto mirándola a la cara.
- - Sí – dijo Teresa -, e inclusive hay que frenarla. Si una la deja libre, termina haciendo todas
las tareas sin dejar nada para los otros.
- - Es que me gusta mucho ayudar – dijo Adriana como burlándose de sí misma.
- - Yo veo – dijo Ana María –que Matías acaba de fumar. Y a Raúl le falta poco. ¿No sería hora
de que se pongan a hacer algo, esos dos?
A ellos también, en ese momento, estaba mirándolos.
- - Seguro – dijo Teresa. – Busque la planilla y fíjese qué les toca.

Tobías y Lucila acababan de abandonar la casa, y con el argumento de que se dirigían al


hospital de día habían tomado el tren. Pero decidieron no hacer el viaje de una sola vez, y se
bajaron en Santos Lugares. Una vez que el tren volvió a alejarse estuvieron sentados en uno de
los bancos, cuando aun no había llegado más gente que fuera a subirse. La mañana se había
presentado nublada, y así lo habían atestiguado en la estación de El Palomar, pero

46

ahora las nubes se disipaban y un sol de pecho fuerte invadía las baldosas un tanto
húmedas sobre las que apoyaban los pies. Después de hacer un silencio, empezaron a
recordar una de las canciones que últimamente solían escuchar, perteneciente al grupo
Hermética. “Conduciendo mi camión”, canturreó él, sabedor de que la audición de la melodía
produciría un buen efecto en el ánimo de ella, que completó: “estoy viendo asomar el sol”. Era
gratificante, para él, escuchar la manera en que intentaba imitar la voz ronca del cantante,
siendo que desde luego le resultaba imposible hacerlo bien. Pero pronto desaparecieron los
motivos de alegría y ella hizo un comentario con el que de algún modo resumía la situación.

- - Nos estamos perdiendo la hora de Ariadna – dijo.


- - No es mucho lo que perdemos – dijo él. – Es gratificante estar con ella, pero después viene
el plomo de Mesina. Calculo que vamos a llegar para cuando él esté.
- - Y bueno. Por lo menos va a faltar poco para la comida.
- - No es un consuelo muy grande.
Ella asimiló la frase volviendo a sucumbir en el silencio. Pensaba en lo mucho que había de
cierto en la afirmación.
- - Che, es macanudo tu viejo – dijo él de pronto. – Y la casa es hermosa. Lástima que le veo
cierto aspecto burgués.
- - Mi padre es una mezcla de burgués y de lo contrario – dijo ella. – Aunque con respecto a
esto último hay que decir que sus gustos musicales son de lo peor y su inclinación artística,
nula. A lo sumo hay que reconocerle el haber hecho todo lo suficiente para que a nosotras no
nos falte nada.
- - ¿A quiénes te referís con “nosotras”?
- - A Silvina y a mí. Aunque también podría contarla a la vieja, que no estuvo demasiado
habladora mientras estuviste vos.
- - ¿Pensás que yo tengo algo que ver?
- - A lo mejor. Pero en general su conducta no difiere demasiado de lo de anoche. Es una
mina que respira paz, inclusive en medio de posibles malestares.
- - Yo no la veía demasiado deprimida. Aunque tampoco alegre.
- - No es alegre, aunque no por eso vive mal. Creo que está conforme con lo que es lo suyo.
En su juventud, no sabés, estuvo metida en centenares de cosas. Teatro, idiomas, cine… Se
metía en un montón de cursos con una curiosidad intelectual imposible. Aunque bueno,
también creo que lo hacía para encontrar marido, y en el curso de cine fue que lo encontró.
- - ¿No decís que las inclinaciones artísticas de tu viejo son nulas?

47

- - En la juventud no. Era un muchacho muy impulsivo que se entusiasmaba con eso de
oponerse a la hipocresía, y reivindicar las cosas del arte como un bastión que ante eso se
enfrentaba. Ahora es como si esa parte de su personalidad se hubiera atrofiado. En honor a la
verdad, es cada vez más bruto.
Una mujer con aspecto de india irrumpió en la estación. Desinteresado acerca de lo que
Lucila acababa de decir, Tobías la observó, deteniéndose en la lana color marrón de su
suéter. También llevaba una cartera de cuerina negra, y una bolsa de supermercado de la que
sobresalían botellas de plástico.
- - Vamos a subir al próximo tren – dijo él. – No tiene sentido que nos quedemos tanto
tiempo.
- - A lo mejor llegamos para el final de la hora de Ariadna. A mí me gusta cuando nos hace
reflexionar sobre las letras de las canciones.
- - Sí, pero también va a estar Noelia – dijo él como quien alude a una situación indeseable. –
Y Ricardo, y Gustavo.
- - ¿Qué tenés contra Ricardo y Gustavo?
- - Nada, en realidad. E inclusive son mis compañeros de cuando nos metemos en algún bar.
Pero en este momento se me hace que su conversación puede llegar a ser tediosa.
- - Son dos tímidos – empezó a decir ella, como quien menosprecia el valor de aquello a lo
que se refiere – que, por otra parte, ya deben tener todos los techos manchados de blanco.
Una desgracia.
El rió.
- - Sí, aunque a Ricardo lo respeto en vista de que tiene una hija. En cambio Gustavo… te
doy la razón. Con los pañuelos y los trapos no debe dar abasto.
Se sumergieron en otro silencio que duró hasta la llegada del tren. Para entonces la estación
se había poblado de otras cuatro o cinco personas. Junto a ellas se subieron. Era el momento
de abandonar el verdoso paisaje del lugar, y de adaptarse, sentados en asientos que por
suerte pudieron encontrar, al traqueteo. Sin hablar, se vieron inmersos en la contemplación
de quienes ocupaban los otros asientos, y de los vendedores ambulantes que ofrecían tanto
chocolates como rodilleras de algodón para los deportistas. El viaje no fue demasiado largo,
dado que tenían que bajarse en el paradero Chacarita. Llegaron al hospital a las 12 y 10,
cuando ya había empezado la hora de Mesina. Siempre tenía un juego que proponerles, y
esta vez se trató de hacer representaciones teatrales. La modalidad consistía en elegir un
director que prescribiera quiénes serían los actores y qué rol debería encarnar cada uno en la
situación que ideara. El director elegido fue Tobías, que rápidamente ideó una escena sobre
la que ahora transmitía los detalles.

48
- - Rodrigo es el padre de Lucila – empezó a decir – y van sentados en el colectivo detrás de
Noelia y Karina. Resulta que Lucila tiene malas notas en el colegio y el padre se lo reprocha.
En medio de esa situación, Noelia y Karina hacen observaciones al padre sobre que su salud
mental no está del todo bien.
No le había resultado demasiado difícil imaginar semejante escena, que juzgaba, como obra
de arte, lindante con la inexistencia en cuanto a sus méritos reales. Rodrigo acomodó cuatro
sillas en el centro del salón, bien predispuesto a representar el papel. Y Lucila estaba sentada
en la suya, simulando escuchar música con un walkman y moviendo la cabeza con
despreocupación, y con toda la actitud de una muchacha díscola. En momentos como ése era
que se la podía considerar sana, a pesar de que tuviera otros en los que lo estrafalario de su
alma no encontraba consuelo, siendo que ni siquiera su relación con Tobías colaboraba con
ello. Rodrigo ya estaba representando bien el papel del padre, exhortándola a que
abandonara su walkman y lo escuchara.
- - Dejame de joder, pa – dijo ella con una desenvoltura elogiable.
- - Pero es que acabo de ver tu boletín – dijo él -, y tus notas son un desastre. ¿Me escuchás,
Lucila? – agregó, siendo que no hacía falta cambiar los nombres para la representación. Al
poco rato llegó el turno de Karina y Noelia, en el cual sobre todo la primera tomó la palabra
para sugerirle al padre la presencia de cierta institución de salud mental a la que le sería
provechoso concurrir. La representación duró media hora, luego de lo cual Rodrigo estuvo
sentado en la cabecera, extrayendo sus conclusiones e invitando a los demás, sobre todo a
los actores, a que sacaran las suyas. Lucila dijo:
- - A mí no me costó nada introducirme en el papel. Lo sentía como algo muy cercano a mí.
- - Yo – dijo Noelia dirigiéndose a Mesina – estaba pendiente de tus palabras, esperando el
momento justo para hacerte las observaciones que te hice.
A esto Mesina asintió, para después agregar frases con las que reflexionaba sobre lo que esas
experiencias en general podía provocarles. Ya faltaba poco para el almuerzo, que finalmente
compartieron con él. Ya regresados de ese comedor en cuyo umbral Tobías y Lucila se habían
declarado amor, se introdujeron en la hora de Ruth. Pasaron en realidad dos horas bajo la
supervisión de ella, a lo largo de las cuales no se hablaron, y ocuparon distintos rincones de la
mesa improvisando, como Tobías lo había hecho en el papel del director, los objetos a los que
darle forma. Después fue la hora de Racchi, un terapeuta que solía hacer un silencio tan
perdurable como odioso, y, cuando ya estaban lo bastante cansados física y psíquicamente, la
de irse.

49
Sin necesidad de hacerse demasiadas consultas sobre el punto, Lucila y Tobías tomaron el
colectivo que los dejaba cerca de la casa de él, donde, después de haberlo hecho muchas
veces, les era más grato introducirse que en la casa de El Palomar. Los padres de Tobías, que
con él ocupaban una casa que les quedaba un poco grande, eran sumamente sedentarios y
campechanos, y los dos jóvenes no necesitaban soportar su vigilancia mientras escuchaban la
radio en el cuarto de él. Pero esa tarde estaba destinada a perdurar en su memoria como
aborrecible. Todo empezó cuando estaban en la parada del colectivo, y Tobías se encontraba
lo bastante estimulado por la situación como para faltarle a ella el respeto y tocarle el bajo
vientre, y resultó que ella se enojó. En efecto, había otras personas pasando por el lugar y
algunas deteniéndose ante el cartel. Tobías, cuyas palabras eran odiosamente burdas para
ella, hacía alusiones al sexo que en ese lugar y con esa actitud resultaban para ella
intolerables. De modo que, cuando llegaron, y después de saludar a los padres que estaban
distraídos ante un programa de televisión, Lucila dijo, algo para lo cual había esperado el
momento de la intimidad:
- - Ahora vamos a hablar.
Esto fue algo que él simuló no escuchar, mientras intentaba sintonizar su radio preferida.
Pensaba pasar una tarde como las habituales, escuchando música y haciendo el amor, en esa
situación en la que solían disfrutar de un ocio estéril. Pero ella insistió, procurando enarbolar
una actitud sumamente dura hacia el Tobías que le había faltado el respeto en la parada.
- - ¿No vas a disponerte a hablar? – le dijo a sus espaldas, irritada por el hecho de que no se
diera vuelta.
- - Sobre qué tenemos que hablar – protestó él.
- - Sobre lo que fue tu conducta cuando estábamos en la parada.
- - Bueno, está bien, estuve mal, pero por qué tanta alharaca sobre una estupidez que duró
dos minutos.
- - No importa cuánto haya durado. Me ofendiste.
- - Pero dejate de joder…
- - Suficiente para que me largue y te mande a buscar una mina que se banque tus
estupideces.
El estaba de mal humor desde hacía rato. Lo que ella acababa de decirle fue suficiente para
sacarlo de sus casillas. Se dió vuelta y se le acercó. Le propinó un golpe cuya violencia no fue
demasiada, pero que todo lo propició para que desembocara en el hecho que tuvo lugar. Con
los ojos encendidos de furia violenta, ella empezó a golpearlo de tal manera que él tuvo que
defenderse, y esto duró 30 segundos hasta que, recuperando la sensatez que habitualmente

50
lo poblaba, él procuró frenar la pelea, sosteniéndola por las muñecas en un acto en el que
ella procedió a arrojarle patadas en las piernas. Cuando por fin logró detener la pelea,
recordó que ella no tenía dinero y le extendió unas monedas para que volviera a su casa,
resultando que, por más que ella acabara de adaptarse a lo que se presentaba, estaban lo
bastante enojados para que la relación se hubiese terminado. Tanto fue así que ni siquiera
quiso preguntarle por el itinerario que ahora le tocaba realizar. Pasaron frente a los padres en
el comedor y él le abrió la puerta. – Chau – le dijo con antipatía, a lo cual ella no contestó.
Mantenía una actitud sumamente digna, en la que las palabras equivalían a unos cuantos
gramos de oro que no debían desperdiciarse. Pronto estuvo tomando el mismo colectivo con
el cual habían llegado, y empezaba a oscurecer.

Era el día martes, el día en que les tocaba mantener la reunión con los doctores, y al mismo
tiempo que Matías acababa de fumar, Raúl estaba haciéndolo todavía, disfrutando de la
pausa previa a la charla, y esparciendo el humo por ese patio donde las baldosas hacían
pensar en el gris de las lluvias. En esos momentos la doctora solía estar particularmente
nerviosa, y no paraba de andar, con pasos rápidos y cortos, de un lado a otro de la casa,
supervisando el orden de las habitaciones e introduciéndose en esa oficina donde se atendían
los asuntos administrativos y se preparaban las recetas.
- - Ya voy – dijo cuando pasó por la parte de la cocina en donde dos mesas habían sido ya
quitadas de su lugar, y donde la mayoría de los pacientes esperaban en las sillas. Dió dos
pasos rápidos y se detuvo ante Teresa, que acababa de ingresar, para hacerle una consulta
sobre las recetas que necesitaba Adriana. Teresa fue capaz de informarle puntualmente
sobre los remedios que necesitaba, e inmediatamente volvió a escribir sus nombres en los
recetarios. Mientras tanto, los pacientes hablaban. Ana María, sentada al lado de Adriana, le
comentaba todo sobre su costumbre de las tardes, las de alrecedor de las dieciocho, de
concurrir a una estación de servicio y pedir un café y una barra de cereales. Le dijo también
que solía acompañarla Matías, que al oír su nombre se inmiscuyó en la conversación,
declarando que le resultaba sumamente placentero hablar con ella. Y esto a pesar de que, en
vista de que se ejercitaba como poeta, hubiera concebido un poema en el que hablaba de su
compañera de un modo que no podía resultar halagador para ella. Igualmente lo había hecho
acerca de Susana, una paciente que pocos dolores de cabeza ocasionaba a Teresa, pero de
quien tenía para decir que era vulgar a todas luces. Se pudieron a hablar de ella, al haberse
-
-
- 51
-
-
-
-
-
-
- acercado. En ese momento estaba sentada a unos cuantos metros de ellos, de modo que
nada podía escuchar, y aunque hiciera silencio no podía dejar de mover la mandíbula en un
gesto que evidenciaba su interminable inquietud. La conversación estaba languideciendo
cuando la doctora volvió a hacerse presente, al mismo tiempo que el doctor irrumpía en el
patio proveniente de la puerta de calle, que Ana María, la acompañante que en esos
instantes secundaba a Teresa, le había abierto.
- - Ya estoy, ya estoy – dijo la doctora nerviosamente, mientras el doctor subía a la oficina
anunciando a Teresa que estaría ocupado. Todos sabían que su presencia no era necesaria
para que se desenvolviese la reunión.
- - Vamos a empezar – dijo la doctora sentándose. - ¿Me falta alguien? Ah, Raúl, que todavía
está fumando. ¡Raúl! ¡En cuanto termine el cigarrillo, tiene que estar acá! – exclamó, de
modo que Raúl contestó condescendiente. Una vez que ocupó su silla (tuvo que pedir que le
hicieran lugar), estuvo lo bastante preparado para que la charla comenzara, y la doctora ya
había concebido sabiamente por dónde hacerlo, una vez que había leído las anotaciones que
durante la semana, en el cuaderno correspondiente, habían hecho las acompañantes.
- - Vamos a empezar con Javier – sentenció. – Javier, ¿qué pasa con esto que anotaron las
acompañantes? ¿No puede tener su ropa limpia y ordenada?
Javier era el músico del lugar. Tenía un bajo con el que todas las tardes, a partir de
aproximadamente las siete, se ponía a practicar, leyendo partituras que le pasaba su
profesor. Procuraba ocuparse de aquello por lo cual ahora se le inquiría, pero a veces entraba
en estados de distracción que lo hacían olvidarse, y no conseguía mantener su ropa lo
bastante ordenada como para que Teresa, y eventualmente Ana María, no protestaran.
- - Hago lo que puedo – se defendió.
- - No – dijo la doctora como quien se asombra de una situación insostenible. – No se trata de
que haga lo que pueda, sino lo que tiene que hacer. ¿Cómo es posible que, a esta altura de la
semana, tenga cuatro calzoncillos sucios y solamente dos limpios? Aparte – agregó como si
no se hubiera tenido en cuenta una circunstancia atroz – de que tenga solamente seis
calzoncillos, mientras que la semana tiene siete días.
- - Sí, doctora. Disculpe – dijo Javier. A su alrededor imperaba un silencio que lo volvía el
exclusivo protagonista.
- - No. No es cuestión de pedir disculpas. Pedir disculpas es totalmente inútil. Tiene que
ocuparse de lo suyo.
- - Sí, doctora.

52
- - Y fíjese que un día martes, después de que el lunes es el día para mandar la ropa al
lavadero, tiene cuatro calzoncillos sucios, y eso significa que por lo menos tres sobraban de la
semana pasada, y usted se ha pasado el lunes sin mandarlos. ¿Cómo es eso?
- - Me pareció – dijo Javier – que no estaban lo bastante sucios como para mandarlos.
- - Pueden estar más o menos sucios, eso no importa. Pasa que sólo existen dos clases: los
sucios y los limpios. No hay punto intermedio.
- - Sí, doctora, disculpe.
- - No es cuestión de pedir disculpas. Y redondeando lo que dijimos, es hora de que se
compre por lo menos dos calzoncillos más, algo para lo cual yo le voy a dar, sacándolo de sus
arcas, el dinero. ¿Estamos? Y mañana mismo manda al lavadero los cuatro calzoncillos que
tiene.
- - ¿Le parece que los mande mañana, un día miércoles?
- - Javier, no hay otra. Usted se los tiene que cambiar en lo que viene de la semana. ¿O va a
permanecer hasta el domingo sin bañarse?
- - No, de ninguna manera.
- - Por eso. Mañana mismo manda esa ropa al lavadero. Pero al margen de lo que va a hacer
ahora, yo quisiera preguntarle por lo que usted piensa hacer de su situación. Porque no es la
primera vez que nos vemos en cuestiones por el estilo. Si usted quiere vivir solo, tal como ha
dicho muchas veces que quiere, tiene que aprender a tener sus cosas ordenadas. Porque las
acompañantes no van a estar ahí para corregirlo.
- - Sí, yo ya le dije lo que quiero hacer con mi vida. Quiero volver a vivir en Lanús, cerca de la
fábrica de mi viejo. Quiero volver a trabajar con él.
- - Eso ya lo hablamos. Sabe que no está en condiciones de hacerlo. Usted acuérdese de que,
cuando vivía ahí, estaba todavía más desorganizado que ahora, que faltaba al trabajo, o iba
cuando tenía ganas, de tal manera que su padre se cansó. Inclusive, si yo le diera el permiso,
sería él el que se opondría. Usted lo sabe.
- - Sí. Yo le estoy agradecido a la gente del hostal por haberme enseñado a mantener mis
cosas en orden. De verdad les reconozco los méritos. Pero para mí resulta muy duro no tener
trabajo.
- - Ya hablamos de la posibilidad de que empiece talleres protegidos. Sólo hace falta que
usted se manifieste más de acuerdo con esa posibilidad. Y después vendría la entrevista.
- - Hace meses que estoy pensando en la entrevista. Es cierto que yo tendría que estar más
decidido, pero en cierto modo me da miedo.

53
Teresa escuchaba todo desde su rincón. Cada tanto hacía anotaciones en el cuaderno. El
mismo cuaderno donde había anotado lo referido a los calzoncillos. A su lado estaba Ana
María, la acompañante, igualmente sumisa ante las exhortaciones potenciales de la doctora.
- - Muy bien. Terminemos con usted. Q uisiera hablar de Matías. Matías, hay muchas quejas
de usted, referidas a temas que en algo se parecen a los de Javier. El tema del baño.
- - ¿Qué pasa con el baño? – preguntó Matías.
- - Pasa que lo hace muy rápido, y yo no puedo estar creyendo que una persona pueda tener
su cuerpo limpio en cinco minutos. También hay problemas con sus pantalones, que están
amontonados de cualquier manera dentro del armario.
- - Pasa que los tengo en uso, y no tengo demasiado tiempo de sacarlos y ponerlos cada vez
que me los cambio.
- - Pero así no puede ser. Usted tampoco va a vivir solo, porque está visto que no sabe
mantener las cosas en orden. Lo que acá procuramos es que cada uno aprenda a llevar una
vida normal, normal en todos los aspectos, y no puede considerarse así a una persona que
deja sus pantalones amontonados de esa forma, arrugándose.
- - ¿Y por qué la vida tiene que ser normal? – preguntó el poeta que vivía en Matías.
- - ¡La pregunta! ¡Porque es lo que se procura hacer en todas partes!
- - Los grandes hombres de la historia se destacaron por salirse de lo normal.
- - Eso no es cierto, y alrededor del tema hay muchas supersticiones. Una de ellas es la que
dice usted. Pero con esto nos estamos yendo de tema. Lo que yo quería hablar es el asunto
de los pantalones.
- - Los tengo en uso, y necesito tenerlos lo bastante a mano para poder sacarlos cada vez que
los necesito.
- - Tendrá que trabajar más cada vez que los necesita. A partir de hoy, empieza a tenerlos
acomodados en las perchas, y si cada vez que los necesita tiene que correr las perchas de
lugar, será cuestión de que se adapte a eso.
- - Me cae como un balde de agua fría, doctora.
- - No es para tanto. Si usted quiere ser un poeta reconocido, más vale que empiece por
tener sus cosas en orden. Y no se habla más. A ver, Raúl, ¿cómo anda su asunto de la
extracción de la muela?
Raúl había estado hablando de esa operación, a ser llevada a cabo en el Hospital Francés.
- - Fui el viernes pasado, y me encontré con la dificultad de que la anestesia no hizo efecto.
Nos dimos cuenta cuando ya había empezado a hurgar. Y el dolor era terrible.

54
- - De manera que tuvo que sacar otro turno – adivinó la doctora.
- - Sí, para este viernes. Pero no estoy nervioso para nada. Me lo tomo con calma.
- - Y, sí, si se toma con calma el estar debajo del televisor que una vez se le cayó encima, me
imagino que esto también. ¿Y cómo anda el asunto del departamento?
Raúl era dueño de un departamento que alquilaba a un par de bolivianos. Ambos tenían
trabajo y le pagaban 400 pesos por mes.
- - Bien. Como siempre, estoy pensando en cuando me vaya de alta y pueda volver a
ocuparlo. Vivir solo es mi gran ilusión, doctora.
La doctora, de buen talante, movió la cabeza en un gesto aprobatorio.
- - Viene bastante bien. Hace rato que no tenemos quejas de usted. Lo que sí, es necesario
que todo esto se afiance. ¿Está podiendo sostener el trabajo de los volantes?
Raúl tenía otra, y muy modesta, fuente de ingresos: repartir volantes en la esquina de Callao
y Rivadavia. Poco importaba qué era lo que esos volantes publicitaban.
- - Sí, ningún problema. Lunes a viernes de 6.00 a 8.00. Lástima que a veces llego demasiado
tarde para la comida.
- - Pero cómo es eso. ¿Se quedó alguna vez sin comer por llegar tarde?
- - No. Pero comprendo que a las acompañantes les ocasiono un pequeño problema, por eso
de que tengan que esperarme con el plato.
La doctora se volvió hacia Teresa.
- - ¿Es cierto eso? – le preguntó.
- - No – dijo Teresa como quien desestima la importancia del tema. – Nosotras le preparamos
la comida y ya sabemos que va a llegar un poco tarde. No hay problema en que tenga que
comer una vez que los otros hayan terminado, salvo que el problema lo tenga él.
La doctora se volvió hacia Raúl.
- - ¿Tiene algún problema con eso de comer en el segundo turno?
- - No, ninguno, doctora.
- - Yo sí tengo un problema – intervino la paciente llamada María Marta, que por problemas
de conducta había sido relegada a comer en el segundo turno. – Cuando me toca lavar la
vajilla, pasa que estoy comiendo cuando mis compañerosya lavaron la primera tanda. Y por lo
tanto siempre me toca la segunda. No es justo.
Con respecto al lavado de la vajilla, existía la modalidad de que la tarea se dividiera y de que
un paciente lavara la primera mientras que otro la segunda. La primera consistía en los vasos,
cubiertos y platos, mientras que la segunda las compoteras del postre y las fuentes. Todos los
pacientes coincidían en que era más agradable lavar la primera.

55
- - Usted no se meta, María Marta – le dijo la doctora. – Sabe que hemos tenido muchos
problemas con usted. Siempre está quejándose de lo que le toca y tiene algún motivo para
estar mal. Yo estaba hablando con Raúl. Raúl, volviendo al tema en el que estábamos: usted
va en buen camino por ahora. Necesitamos que esto se afiance. Yo no sé, de acá a tres
meses, qué es lo que vamos a estar disponiendo con respecto a usted. Pero sepa que lo
aliento para que siga por estos rumbos, tal como viene sucediendo desde hace un tiempo.
Teresa se vió influenciada por las palabras de beneplácito de la mujer, y muy secretamente se
dijo que sería cuestión de tratar con benevolencia a Raúl. El resto de la reunión transcurrió
tranquilamente, entre reproches de la doctora hacia ciertos pacientes y palabras de
aprobación hacia otros.

El licenciado Gamarra era el terapeuta individual de Tobías. Como ocurría en todos los casos,
había sido designado a tal fin durante una reunión de terapeutas. Lo estimaba mucho, por
considerarlo uno de esos muchachos a los que se les nota el talento en la mirada. Pero era
tan evidente que lo trataba como a un adolescente que Tobías, de 27 años de edad,
experimentaba cierta aversión hacia las actitudes de su protector. Eso de profesar afecto
hacia su supuesta inocencia, cuando la inocencia estaba bastante lejos de lo que constituía su
personalidad. Tobías estaba dispuesto a dejar en claro que no era un adolescente, y que
hubiera sido una calamidad continuar siéndolo a su edad. En una de las sesiones de terapia
individual, acontecida como siempre en el consultorio número 4, le había hecho conocer lo
sucedido con Lucila. Gamarra consideraba a Lucila una chica problemática, y se le hizo que no
estaba lejos de su carácter el conformar un escándalo basado en el despecho.
Era un lunes cuando a él le tocaba coordinar la hora del almuerzo, y cuando Lucila acababa de
llegar, siendo que no se había hecho presente en el lugar desde esa noche. Lucila, llevando
sobre el torso una remera en la que estaban escritos los nombres de las bandas, acababa de
sentarse delante de Tobías. A la izquierda de él, y con Karina de por medio, estaba Gamarra,
sumamente preocupado por las actitudes que pudiera tener la chica. En medio de una
conversación un tanto alborotada, Lucila empezó a decir lo suyo.
- - No sabés la bronca que te tengo – le dijo a Tobías.
- - Tobías, comportate – dijo Gamarra receloso.
- - No te puedo ver la cara – insistió ella. Tobías la miraba, desconfiando de que en verdad
estuviese enojada con él. Con esto se quiere decir que en el fondo, a pesar de lo que dijera,
-
-
- 56
-
-
-
-
-
-
- consideraba que lo seguía amando, pero la situación era algo incongruente con esta idea.
- - ¿Puedo salir a fumar? – le preguntó al terapeuta, que inmediatamente asintió. Era habitual
que, promediando el almuerzo, le pidiera ese permiso. Gamarra aprovechó su ausencia para
decirle a Lucila que no quería ninguna escena. Y horas más tarde, se encontró con Tobías en
el consultorio número 4.
- - Tobías, lo que hiciste hoy es genial – dijo, poniendo énfasis en la palabra “genial”, y
ocasionando que el muchacho se viera en condiciones de afirmar que era una pequeña
tontería, y que de ningún modo se sentía halagado porque lo felicitara. Dijo, en cambio:
- - Sigo estando un tanto atormentado por lo que pasó esa noche. Yo nunca había
imaginado que algún día le pegaría a una mujer.
- - Pero ella te provocó – dijo Gamarra indulgente.
- - Sí, yo considero que la violencia no es sólo física. Es también verbal.
Gamarra, muy grave, asintió.
- - Y ahora no sé si volveríamos a empezar – dijo el muchacho. – No lo veo demasiado
improbable.
- - Tobías, yo no sé si vas a poder volver a empezar. Lo que te digo es lo que ya te dije: Lucila
y vos no conforman una pareja. Una cosa es que estén juntos y otra que constituyan una
pareja. Porque son demasiado diferentes. La palabra “pareja” alude a otras dos: “par” y
“parejo”. Es necesario que haya armonía entre los caracteres de uno y otro.
En efecto, ya se lo había dicho, y Tobías seguía pensando lo mismo: no estaba de acuerdo en
que no se compatibilizaran los caracteres de Lucila con los suyos. Ambos eran bohemios,
ambos eran estrafalarios, y su amor había transcurrido en la desmesura. De eso le habló a
Gamarra, haciendo que él optara por ser prudente y respetar, aunque más no fuera por el
momento, su postura. Pero de ningún modo dudaba de lo que le había dicho y de la
autoridad que le otorgaba el haber pasado por ciertas pruebas en la vida. Albergaba
sentencias incontestables sobre los más diversos temas, y, así como se desempeñaba
también como profesor de Psicología en un colegio secundario, se creía con derecho a
dictaminar lo que se debía hacer o pensar en determinadas situaciones, profesando una
saludable relación entre los hechos de la vida y la libido propia. Tobías comprendía esto, y
contaba con que la literatura iba más allá en su propósito de huír de la mediocridad, siendo
que la política de Gamarra le resultaba mediocre a pesar de respetable. No, de ningún modo
le gustaba que lo considerase un adolescente.
Lucila pasó unos días en los que se consideró en crisis, y en los que no dejó de pensar en lo
que Gamarra le había dicho durante ese almuerzo. Convivía con su familia en una situación

57
en la que las actitudes de Silvina chocaban con las suyas, haciendo que se presentaran
discusiones de las que ambas salían algo heridas. Lo pasaba en la soledad de su habitación,
considerándose una pobre paloma golpeada por un piedrazo. Pero cuando llegó el domingo,
siendo que al día siguiente tendría que ir al hospital, ya lo tenía decidido: intentaría una
reconciliación con Tobías. La jornada del lunes transcurrió en el hospital de manera muy
similar a habitualmente, y Daniela estuvo a cargo de las horas de la mañana mientras que
Gamarra del almuerzo. Lucila no dejaba de pensar en él, en lo que le había dicho. Se lo veía
ahora muy jovial y despreocupado, haciéndole chistes a Karina sobre lo dura que estaba la
carne. Estaba sentado en otro rincón, y de la misma manera, Lucila no dejaba de pensar en lo
que iría a decirle a la salida. A la hora de siempre, salieron del hospital capitaneados por
Racchi, que había estado a cargo de todos durante la última hora. En tal momento se vieron
caminando a cierta distancia uno de otro (Lucila y Tobías), aunque no demasiada, rodeados
por Ricardo y Gustavo, que de pronto congeniaron entre ellos poniéndose de acuerdo en
hacer una parada en un bar, y en invitar a Tobías. Pero para entonces Lucila ya se había
acercado a él, diciéndole que tenía algo que decirle. Cobijando en secreto una esperanza,
Tobías rechazó la invitación que inmediatamente le hizo Gustavo, y una vez atravesada la
esquina marchó junto a Lucila hasta un café mucho más suntuoso que el elegido por esos
dos, que quedaba a mitad de cuadra.
- - Estuve un poco aislada – le dijo una vez que estuvieron ocupando una mesa. – Durante
algunos días falté al hospital, considerando que no estaba en condiciones anímicas de hacerle
frente. Lo que pasó con vos tuvo mucho que ver con eso.
Ante esto, y con una actitud que a ella le resultaba casi desafiante, Tobías hizo silencio,
provocando que ella bajara la mirada antes de seguir.
- - ¿Por qué hiciste eso? – le preguntó, con un tono en el que se consideraba un animal
injustamente maltratado.
- - Lo hicimos los dos – dijo él. – Y vos ganaste por puntos.
Ella sonrió. Tenía la cabeza inclinada, y de pronto la irguió.
- - Estoy dispuesta a seguir con el tratamiento – le dijo. – Comprendo que me hace falta.
El asintió. Ella se detuvo unos instantes, con la actitud de quien ya que no está siéndole dado
lo que pide, lo hace.
- - Yo espero que te pongas contento por eso. Porque voy por el buen camino. ¿O es que no
te importo más?
- - Me importás mucho – sentenció él.

58
- - No se nota. Me estás escuchando con una mirada…
- - ¿Qué tiene mi mirada?
- - Nada – dijo ella incongruentemente, y bebió un sorbo de su café.
- - Te miro con atención, simplemente – dijo él. – No tengo ninguna intención de resultarte
hostil.
- - ¿Terminaste tu café? – preguntó ella con mirada demandante.
- - Sí.
- - Podemos salir.
Lo que dijo sonó como una orden. Sumiso como siempre, Tobías se dispuso a salir en ese
mismo instante. Se detuvieron un momento en la vereda.
- - Ahora tengo un viaje interminable – se quejó ella.
- - No es para tanto. Espero que eso no influencie en tu futura voluntad de venir o no.
- - No. Voy a estar viniendo – dijo ella y lo miró a los ojos. – Dame un beso – le pidió. El no se
hizo rogar. Le dió un beso profundo, en el que sus labios se apretaron vigorosamente.
- - Sos medio bruto para dar los besos – dijo ella en una situación mucho más amena. – Y lo
seriecito que parecés.

Teresa había recibido una llamada telefónica en la que Horacio la invitaba a comer un asado el
domingo. Casualmente se dió que, al modo de una excepción, ese fin de semana tuviera que
quedarse en el hostal, trabajando todo el día y quedándose a dormir, en la cama que estaba a un
costado dentro de la oficina de los asuntos administrativos. No obstante, la noticia sobre Lucila se
había hecho constar. Ahora resultaba que su novio le había pegado y que se había establecido la
separación de ambos. Lucila estaba muy mal. Y Teresa imaginó que el novio debería ser un
borracho a quien malditamente el alcohol volvía violento. Desde la mañana del sábado, se trató de
ver, ocupando una de las sillas del patio, a Javier, a la sazón perdido en los sonidos de su discurrir,
enfermamente dedicado, durante el día entero, a la música. Como a la tarde, cuando se encerraba
en su cuarto a practicar con el bajo. La música solía hacerse presente en su conversación, en esas
situaciones en las que los demás pacientes decían no soportarlo en vista de que incesantemente
repetía las mismas afirmaciones. Ella misma podía dar fe, y la mañana del sábado decidió salir al
patio tras haber recordado una de las disposiciones fundamentales.

- - Javier, ¿se bañó? – le preguntó, sin que él apartara la mirada de las baldosas, y con los
auriculares en cada oído.

59
- - Javier – repitió, en un momento en el que él alzó la mirada y la vió abrir los labios. Le hizo
el gesto de que se sacara los auriculares.
- - ¿Se bañó? – le preguntó con su tono intimidatorio.
- - No, Teresa.
- - ¿Y qué piensa hacer? ¿Seguir perdiendo el tiempo con la música?
- - Los sábados me baño a la tarde, Teresa. Es una costumbre que tengo.
- - ¿Seguro que todos los sábados lo hace?
- - Sí. Pregúntele a Ana María, cuando la vea. O a Nori.
- - Perfecto. Pero tomo su palabra. A más tardar a las siete, al baño.
- - Seguro.
Volvió a entrar en la cocina – comedor. Y pensó en Federico. Pronto se dijo que no, que no
era momento de ir a zarandearlo en vista de que casi nadie se había levantado. A partir de
entonces, la primera en bajar fue Ana María, la gorda, que la saludó con esa amabilidad algo
obsecuente.
- - ¿Cómo está, Ana? – le preguntó, obteniendo la certeza de que ella era una de las
pacientes a ser tratadas con respeto.
- - Bien. Un poco mal de la pierna, pero me siento y el dolor desaparece.
En efecto estaba sentándose, y tenía ante sí el suplemento cultural del diario, que leía
habitualmente. Hasta qué punto habrá resultado que había que tratarla con respeto, que
Teresa misma había buscado el suplemento en el diario y lo había colocado en un sitio donde
lo tuviese a mano.
- - Bueno – dijo Ana María tras hojearlo un poco. – Parece que se viene un poco cargadito.
- - ¿A qué se refiere? – preguntó Teresa interesándose por algo que por lo general le era
indistinto.
- - Hay una nota sobre Saramago y otra sobre Isabel Allende.
- - Me suenan, pero no leí a ninguno. ¿Usted los leyó, Ana?
- - Sí, a los dos. Y bien que tengo opiniones distintas sobre uno y otro.
- - Yo considero que soy incapaz de formarme una opinión respetable.
- - Allende me parece demasiado comercial – dijo Ana. – Se vió influenciada por toda la
corriente que convierte lo sudamericano en un mito donde hay metamorfosis a lo largo de las
generaciones, pero a esta altura ya se empezó a abusar de eso en beneficio del comercio. A
ella la rechazo completamente.
- - ¿Y Saramago?

60
- - Es más auténtico. Aunque no sé qué hace saliendo de jurado en esos concursos que están
arreglados.
- - ¿Seguro que están arreglados? – preguntó Teresa, y agregó: - Yo conozco gente que me ha
asegurado que son transparentes.
- - Yo desconfío. Demasiada casualidad me resulta que, cada vez que se da a conocer el
nombre del ganador, resulta que a ése ya lo tengo visto en alguna parte.
La conversación terminó, acaso porque en ese momento entró Ezequiel. Tenía el pelo
pringoso y húmedo, y de su ropa emanaba cierto olor a perfume. Teresa se dió el permiso de
hacer alegremente el comentario.
- - ¡Ezequiel! ¡No me diga que se bañó sin que yo le dijera nada!
- - Sí, aunque en determinado momento me pregunté si estaba haciendo lo correcto. Por eso
de que el baño no se debe usar demasiado temprano, y todas esas historias.
- - Esta vez hizo bien. Reconozco que a veces soy contradictoria en mis indicaciones. Que son
indicaciones de la doctora, en realidad.
- - ¿Se puede leer el diario? – preguntó Ezequiel. – Digo, porque tengo que prepararme para
lo que va a ser hoy. No tengo adónde ir.
- - Es bueno hacer un poco de vida de hogar. Ahí tiene el diario, aunque no vaya a quitarle de
la mano el suplemento a Ana.
- - Ya lo termino – dijo Ana María. – Se lo puedo pasar, si lo quiere.
- - Preferentemente no, Ana – dijo Ezequiel. – Lo único que falta es que a esta altura de mi
vida me empiece a imbuír de todas esas cosas.
- - “A esta altura de mi vida” – parodió Teresa. – Como si hubiera vivido demasiado.
- - Ya superé la adolesencia, Teresa. Y en la adolescencia es cuando se forman las
inclinaciones que han de definir una personalidad. Si hasta ahora nunca me interesé por la
cultura, ya quedó atrás el momento de empezar.
Teresa no encontró argumentos con los que contradecirlo, y Ana continuó sumergida en la
lectura. Javier no se había apartado de su lugar para cuando Matías, muy poco después,
entró. – Matías, tiene lagañas – dijo Teresa. – Se afeitó y se peinó muy bien, pero tiene que
lavarse la cara.
- - Me la lavé, Teresa – objetó él.
- - Vaya. Hágalo de manera que se note.
Y no tuvo otra opción que la de obedecer, lo bastante fastidiado como para imaginar el
momento en que obtendría un premio en cierto concurso de poesía, apabullando con su
éxito a los que lo trataban como a un felpudo. De verdad, le resultaba insoportable la

61
disciplina que imperaba en el lugar. Volvió, experimentando que de pronto se adaptaba
mejor a lo dado, ya sin dudas de que su aspecto era aceptable. Teresa no lo encontró tanto,
pero se dijo que ya era demasiado como para imponerle volver. Era una de las escasas
circunstancias en donde ponía un freno a su costumbre de mandar. En seguida se hizo
presente Silvia y su actitud cambió.
- - Silvia, no puede estar con esa pollera, se le ve todo. Vaya a su cuarto a cambiársela.
- - Pero si no se me ve nada, Teresa – contestó ella casi exasperada, teniendo en cuenta la
infinidad de veces que había sido tratada de esa forma.
- - A mí me parece que sí. No discuta. Vaya al cuarto a cambiarse la pollera.
Obedeció, encontrándose con que le arruinaban la posibilidad de verse linda delante de los
otros. Su propia belleza era un tema que no la dejaba en paz, de lo cual provenía el hecho de
que constantemente estuviera consultando a Matías o a Ezequiel, este último su novio, sobre
si le quedaba bien tal o cual prenda que acabara de ponerse. Era notoriamente insistente la
manera en que encaraba a Ezequiel, siendo que cada vez estaban hablando en voz baja y muy
cerca uno del otro. Teresa los disuadía de permanecer en tal situación, diciendo que dentro
de la institución no era lícito compartir secretos ni ejecutar las consecuencias de su romance.
En eso entró Javier, que, al margen de la norma que había sido indicada, se preparó unos
mates para ponerse a hablarle a Raúl, que estaba sentado en el mismo rincón donde se le
había caído encima el televisor.
- - Me compré un compact de Steve Ray Vaughan – le dijo. – Un guitarrista que no ha sido lo
bastante reconocido para lo que merece.
- - ¿De dónde es? – preguntó Raúl.
- - Era. Norteamericano.
Raúl, al haber considerado que por lo menos se había mostrado interesado, se llevó una
mano a la mejilla derecha y apoyó el codo en la mesa, mirando de pronto hacia otra parte. No
era la clase de persona que atesora cultura roquera.
- - Steve Ray Vaughan es muy reconocido, Javier – intervino Matías.
- - No lo suficiente. Si querés te hago escuchar un poco de este compact. Escuchaloimprovisar
y después me decís.
- - No, gracias.
- - Nunca fue lo suficientemente reconocido – insistió Javier. Y este compact es una prueba. Si
lo escucharas improvisar, hablaríamos.

62
- - Ya lo dijiste – se quejó Matías. Era evidente que, por lo general, Javier solía repetir
demasiado sus frases. Y en cuanto alguien se lo hacía notar, se exaltaba haciendo reproches
sobre quien supuestamente lo había tratado mal.
- - Bueno, che, no te enojés – le dijo.
- - Es usted quien siempre repite lo que dice – intervino Teresa. – Hace un rato dijo todo lo
que hay para decir sobre el Steve ése, y ahora está diciéndolo de nuevo.
- - Bueno, me callo.
- - Se calla, pero acuérdese de no repetir las cosas antes de que se lo tenga que marcar.
- - Está bien.
En ese momento apareció Silvia, y Teresa tuvo para reprocharle el hecho de que no se había
peinado bien, y que tenía varios mechones desordenadamente parados.

Al cabo de 48 horas, Tobías y Lucila volvieron a encontrarse en la puerta del hospital, a la que
ella, a las seis, acababa de allegarse después de que durante todo ese tiempo no hubiera
concurrido. Echando a andar hacia la parada del colectivo, y gratificado por el hecho de que
fuera viernes, Tobías le preguntó si su padre veía con buenos ojos el hecho de que faltara a la
terapia cada dos por tres. Lucila contestó que no, pero que a veces era como si su padre
hiciera caso omiso de ciertas transgresiones ocasionadas en su casa. Dijo que, los días en que
concurría, la colmaba de preguntas a la hora de volver, mostrándose desconfiado, pero que
los días en que decidía quedarse estaba bastante absorto en la atención de sus dos negocios,
y que ni una sola palabra al respecto figuraba en su conversación. Era la hora en que se
ausentaba, y ella se metía en su cuarto con algún temor de que su madre irrumpiera para
hacerle reproches, en medio de los posters que reproducían las figuras de sus ídolos, en el
lugar donde solía considerarse una princesa injustamente maltratada, siendo que no
encontraba razones por las cuales su padre pretendiera moldear su carácter para hacerlo
adecuarse a lo dado. No creía en sus valores ni en los de una civilización en donde todo se
limitaba a cuidar las formas.
Ahora se le ocurría comentarlo en compañía de Tobías, en quien, a pesar de que en ese
momento se manifestara de acuerdo, veía a una persona lo bastante burguesa como para
volvérsele merecedora de un reproche que no vió la luz. En cambio hablaron de la
conformación del grupo Hermética y de la canción que versaba sobre el camión. Nuevamente
ella cantó, mientras iban tomados del pasamanos del colectivo, “estoy viendo asomar el sol”,

63
tratando de imitar la voz ronca. Se bajaron en la parada de siempre, en un instante en el que
él apretaba con la suya su mano derecha, haciéndole, con la voluntad de ser chistoso, el
gesto que en los boliches se interpretaba como invitación para hacer el amor. Haciendo un
gesto de falso desdén, ella se adentró, casi como si estuviera guiándolo, por entre las calles
que solían conducir a la casa, de la que ella solía decir, refiriéndose específicamente al cuarto,
que era el único lugar donde tenían la intimidad que merecían. Tanta era la buena voluntad
de los padres de él, a quienes otra tarde encontraron mirando la televisión.
El cielo estaba estrellado en la noche de El Palomar, siendo que Tobías había sido invitado a la
casa por décima vez. Algo de desconfianza había notado en la manera en que Horacio lo
saludó, y adivinó que se debía al hecho de haberle pegado a Lucila. En verdad lo había tenido
olvidado, y la expresión de Horacio se lo hizo recordar. Estimaba que había sido demasiado
poca cosa como para que se le profesara esa actitud, y que sin duda Lucila, al contárselo,
había omitido el detalle de que lo había estado provocando verbalmente, y que en definitiva
había sido más lo que ella le había pegado a él.
De pronto estaban en la estación del tren, sentados en las escaleras que conducían al puente,
disfrutando de la soledad que se respiraba en el lugar.
- - Tengo una abuela – dijo ella – que me cae muy mal como persona. Viene cada tanto
cuando hay un asado, y es mi viejo el que la invita. Apenas me dedica un saludo y después no
me dirige la palabra.
- - Será una persona muy ensimismada, sumergida en su propio mundo – intentó adivinar él.
- - No, porque con mi viejo sí habla. Siempre está preguntándole por cómo marchan los
negocios.
- - No sé, vos me decís una abuela y yo me imagino una ancianita dulce.
- - No es dulce. Empezando por eso de que su cara parece de piedra. Las arrugas se le marcan
de una manera imposible. Y su expresión es siempre la de quien está fastidiado por algo.
Aunque no. Creo que no te la estoy describiendo bien. Digamos que la dureza de su cara es
más fuerte que el sentimiento que refleja.
- - ¿Es esa señora de la que me dijiste que trabaja en un hostal?
- - Sí, ésa. Me pregunto cómo será, eso de dirigir a los pacientes.
- - ¿En qué sentido los dirige?
- - Por lo que contó una vez, los dirige mientras se hacen la comida o se ocupan de las tareas
de limpieza. Y todo el tiempo está impartiéndoles órdenes con esa actitud que para mí nace
de la dureza de su cara.

64
- - Bueno. No me imagino que vaya a ser muy dócil entonces. O sea que la ancianita que me
imagino sólo vive en mi imaginación.
- - No tiene nada de dulce. A veces Silvina le busca conversación.
- - ¿Y se trenza en conversaciones con Silvina?
- - Sí. Digamos que no puede evitar contestarle. Y congenian. Pero a mí me parece muy
hipócrita la actitud de Silvina en esos casos.
- - ¿Por qué?
- - Cuando estamos solas, me lo dice todo: que le parece refractaria, que la manera en que
ofrece detalles sobre su vida viene con cuentagotas, que por algo ha de ser que hable tan
poco de sí misma… pero cuando le busca conversación, está irradiando una simpatía que no
es auténtica.
- - O sea que en cada situación no puede evitar ser consecuente con quien está.
- - Sí, pero yo sé que la verdad es lo que me dice a mí. Lo que hace delante de ella es un puro
fingimiento.
- - No sé. A mí me gustaría participar de esos asados.
- - ¿Qué? ¿Querés conocerla?
- - No por eso. Por el hecho de consustanciarme más con tu familia. Hoy tu viejo me saludó
de mala manera, y yo me imagino que no habrás podido callarte la noche que volviste desde
mi casa. No puede ser de otra manera.
- - ¿Y por qué asociás una cosa con otra? – dijo ella después de un silencio.
- - Porque me parece que la causa de que tu viejo me salude mal, es el hecho de saber que
una vez te pegué.
Lucila hizo un silencio con la actitud de quien se encuentra ante una circunstancia
sumamente indeseable.
- - Puede ser. Inclusive tuve una discusión con Silvina. Lo referido a que yo pensaba volver
con vos. Me dijo que después de lo que habías hecho era descabellado.
- - Pero vos no le contaste toda la verdad. Que también me pegaste a mí, por ejemplo, y más
que yo a vos.
- - Lo que pasa es que si alguien me agrede, yo me voy a defender, a palos – dijo Lucila como
revelando una verdad que debe ser ineludible.
- - Bueno. A esa costumbre de ser impulsiva la tendrías que cuestionar. Impulsiva y
apasionada. Demasiado apasionada.
- - La pasión nunca ha de ser demasiada. Yo en el horóscopo chino soy serpiente de fuego, y
soy lo que esa imagen sugiere. Estoy orgullosa de eso.

65
- - Muy bien. Digamos, a propósito de todo esto, que no me está gustando la manera en que
estamos pasando la noche. Se está poniendo frío y estamos demasiado alejados de todo. ¿No
te gustaría buscar un boliche al costado de la estación?
- - Lo que vos quieras.
- - Vamos – dijo él levantándose. – Ya fue demasiado de soledad.
Bajaron las escaleras, y se encontraron con cuatro o cinco personas que esperaban el tren.
Tobías dirigió una mirada a sus semblantes negros, y después se internaron en una avenida
absolutamente a oscuras. Un Peugeot 504 pasó en sentido contrario, otorgándole a ella toda
la impresión de que se trataba de un remise. En cuanto llegaron a la esquina la luz de los
faroles les resultó poderosa, y doblando a la derecha se tenía la oportunidad de ingresar a un
boliche donde él, en la boletería, anunció su presencia. Al entrar se encontraron con
abundantes mesas y sillas de madera, en su mayoría desocupadas. El lugar no parecía tener
demasiado éxito entre los jóvenes que lo habitaban. Pasaban una canción de Génesis, de la
cual él le dijo que pertenecía a la peor época, la de Collins. Mientras que ella prefirió no
tomar nada, él pidió una caipirinha, y se pusieron a hablar del hospital de día, del hecho de
que Noelia acaparara toda la atención los miércoles, ante la mirada indulgente de Daniela.
Sobre Daniela coincidieron en que tenía un cuerpo apetecible, y mientras ella manifestó su
convicción de que era lesbiana, él le hizo saber que le imaginaba abundantes amantes
masculinos que se hacían presentes en su departamento de solterona. De ningún modo,
acaso porque la admiraba, él estaba dispuesto a aceptar que fuera lesbiana. La razón de que
Lucila lo creyera así, tal como procedió a decirle, estaba en un hecho acontecido unos meses
atrás, cuando, durante su hora de los miércoles, ella había sido muy demandante en su
manera de reclamar afecto y consuelo. Había sido entonces cuando, en un momento en el
que ambas estaban de pie sobre la alfombra y a muy corta distancia, Daniela le había
proporcionado el abrazo que de alguna manera había estado pidiendo. Ahora decía que el
calor del abrazo había excedido los límites de lo profesional. Y que desde ese momento le
había quedado la impresión. También era posible hablar de Ariadna, de su habilidad para
interpretar los sentimientos que en ellos eran capaces de ocasionar las letras de las
canciones, aunque en este punto el asombro de Tobías no fuera demasiado. Sí lo era en el
caso de ella, que dilapidaba manifestaciones de admiración hacia el buen talante con que
Ariadna los escuchaba. A ellos y a los otros. Por ejemplo a Ricardo, tan proclive a ser escueto
en las explicaciones que brindaba sobre cómo se sentía en cada caso. Y tan poco inteligente.
Esto a diferencia de su amigo Gustavo, ocasionalmente también amigo de Tobías, que solía
dejar constancia, incluso sin intervención de su voluntad, sobre lo rica en experiencias
ilustrables que permanecía su conciencia.

66
Tobías pasó a hablarle de lo que eran sus conversaciones cada vez que, después de la hora de
salida, buscaban un bar donde ocupar de a tres una mesa. No tuvo inconveniente en hacerle
saber lo que veía de uno y otro, y que no se diferenciaba mucho de las impresiones de ella.
Una vez que pasó una hora, lo comentaron: estaban cansándose de habitar en el lugar, en
esa situación en la que, obedeciendo a lo que era la personalidad de Tobías, ella se había
quedado con ganas de bailar. Pero ahora las había perdido, y cada vez más evidentemente se
ponían de acuerdo en que era hora de irse. Lucila pensó que volverían a su casa, para que
pasaran una noche como aquella otra, pero Tobías se negó en cuanto le escuchó mencionar
la posibilidad. Le dijo a propósito que tampoco era momento de esperar el tren, y mucho
menos después esperar el colectivo que los llevara a Parque Patricios. Tuvo entonces una
propuesta que hacerle, en virtud de que cerca de allí había visto un hotel alojamiento. Le
propuso visitarlo en vista de que contaba con el dinero suficiente, y la convenció con el
argumento de que podían pasarse dos horas.

Nunca había entrado a uno de esos lugares y, aunque habitualmente estuviera dispuesta a
conocer todo tipo de experiencias nuevas, se vió algo intimidada. Se preguntaba con qué
expresión los atendería el encargado o encargada, en una situación en la que se imaginaba
una desaprobación hacia que una chica tan joven se viese habitando ese lugar. Y esto a pesar
de que tuviera la edad suficiente. Tuvieron que andar dos cuadras bajo faroles que, de pronto
alejados del centro en el que confluía la abundancia de chicos y chicas, albergaban jejenes y
mosquitos. Se vieron ante una fachada en la que la suntuosidad era algo mayor que la luz que
la alumbraba.
En cuanto sonó la chicharra Tobías abrió la puerta con mano segura, y se vieron en un pasillo
en el que la luz tenía menos intensidad aun que en la fachada. El hombre que los atendió se
mostró particularmente circunspecto, al parecer carente de toda opinión sobre la juventud
de sus clientes, el detalle que más preocupaba a Lucila. Todo se volvió encomiable en cuanto
estuvieron en la habitación, alejados de todo sonido perturbador y en especial del que Lucila
había imaginado que provendría de los otros cuartos. De esto resultó que, en el momento de
que él empezara a desnudarla de a poco, se sintiera bastante libre delante del hombre que
tras largas cavilaciones había elegido para sí. Y su ropa, de la que estaba despojándose
persuasivamente, emitía un fuerte olor a limpio y dueño del particular estigma que brotaba
de su piel. Pronto, ella estuvo acostada boca arriba, recibiendo besos a los que

67
no se resistía, y en los que las lenguas de ambos se trenzaban en una danza de caricias. Y la
manera en que fue poseída le arrancó gritos de pasión, siendo que sin embargo carecía de la
fuerza que esperaba recibir. Sólo por momentos fue que él dotó a su pene del ímpetu por el
cual ella pronunciaba gemidos, y decidió callar todo lo concerniente a ello. Cuarenta y cinco
minutos duró el ejercicio hasta que Tobías llegó al orgasmo, y al momento de yacer cada uno
de cara al techo, ella se había quedado con ganas de más. Sin embargo, y como ya se ha
dicho, eligió callar, y en cambio se manifestó de acuerdo en cuanto él le propuso que
compartieran un café. Lo consumieron entre comentarios sobre lo que habían visto de los
jóvenes del boliche, y entre otros sobre el hecho de que ya nadie debería estar esperándola
en su casa. Hubo otra sesión, de 30 minutos esta vez, antes de que salieran, y esta vez ella
quiso observar que la potencia de Tobías se había aproximado bastante a lo deseado. Razón
de más para callarlo todo acerca de esa insatisfacción, la de al principio, algo de lo cual se
olvidó en cuanto volvió a verse entre la temperatura impiadosa de la calle. Para entonces ya
era evidente que deberían pasar el resto de la madrugada en alguna parte, antes de que cada
uno, con el amanecer, volviera a su casa, y eligieron hacerlo en el mismo boliche, pagando la
entrada por segunda vez. Encontraron las mesas un poco más ocupadas que antes,
impregnadas del ritmo de David Bowie, y de todos modos les fue fácil encontrar una de
cuatro de la que apropiarse. La conversación que tuvieron versó tanto sobre el hospital como
sobre, otra vez, la personalidad de Teresa, y resultó que, por haber sido Tobías previsor, no
les faltó dinero con el cual darse los gustos que quisieron, pidiendo bebidas con las que
amenizar el transcurso del tiempo, y todo esto mientras él no dejaba de fumar un cigarrillo
tras otro.

Teresa acababa de despertar, y a diferencia de habitualmente se encontró con que le costaba


mucho abandonar la cama. Sabía que una vez que lo hacía y se vestía, reingresaba en estados
de comodidad, pero ahora, debajo de las frazadas, era difícil imaginarlo. El reloj marcaba las
siete y cinco cuando se encontró a pasos del baño. Nuevamente apreció con indulgencia la
prodigalidad de su barriga, y ante el espejo de marcos amarillos volvió a tomar en sus manos
el jabón con forma de ángel. Al que de su primitiva forma le quedaba poco. Lo humedeció y
se lo pasó por la cara y las exilas, por el vientre y el cuello, diciéndose que a esa altura le era
conveniente detenerse, no fuera a darse un baño fuera de la hora señalada.

68
Ya recompuesta, se vistió y tomó de la mesa de la cocina todos los objetos que le harían falta,
antes de guardarlos en la cartera. Al salir, contaba con que tenía el tiempo suficiente de hacer
el viaje sin sobresaltos, y fue cuestión de esperar que el colectivo no se retrasara demasiado.
Lo esperó durante unos cinco minutos, entre un hombre calvo de traje azul y un muchacho
que no aparentaba más de 25 años, informalmente vestido. Encontró un asiento en el
costado de los individuales, y, absolutamente cómoda, hizo el itinerario reconociendo las
esquinas e inclusive algunas casas, tanto era el tiempo que hacía que repetía el viaje a diario.
Le era posible volver a verse con leyendas escritas con pintura en aerosol, y en donde se
notaba la mano de la rebeldía joven, algo que en todo caso le infligía sentimientos de
desaprobación. Se bajó en la parada de siempre, y el hostal le quedaba a algo más de dos
cuadras. Allí se encontró con Ana María, la acompañante, que a esa hora, en vista de que
ningún paciente había bajado aun, se encontraba ordenando los medicamentos en sus cajas.
Hablaron de su condición económica como empleadas, de las colas que tenían que hacer en
los bancos y de su relación con los doctores. Todo transcurrió en paz hasta que bajó Javier
con su discman. Las saludó amistosamente y se sentó en una de las sillas del patio,
escuchando a Judas Priest. A pesar de que hacía poco había cumplido 39 años, seguía siendo
una especie de adolescente, y era notorio, en su conversación habitual, todo lo referido a
cuando había trabajado con su padre. Se acordaba de cómo había sido su vida en esos
tiempos. Se levantaba a las ocho de la mañana y pasaba un rato entre mate y música,
cuidando de que el volumen no despertara a su madre, que dormía en otra habitación. Salía
alrededor de las nueve, para recorrer a pie dos cuadras por su Lanús natal. Una vez que
entraba a la fábrica se consustanciaba con las tareas, y no le resultaba demasiado difícil
cumplir con todo hasta el final, aunque había días en los que, poco después de salir, se
tentaba con la opción de meterse en un bar y pedir café con leche. A pesar de ser consciente
de que de ese modo llegaba tarde, se consideraba con derecho a disfrutar de lo que quisiera,
y había días en los que, a diferencia de los otros, se quedaba en casa escuchando música,
atendiendo a los reproches de su madre, a los que sin embargo contestaba con agresividad.
Ahora, en la casa de medio camino, solía hablar hasta el cansancio de lo bien que le había
hecho el tratamiento, pero encontrándose con la negativa de los doctores cada vez que los
consultaba sobre si podía volver a la fábrica. Mientras tanto la estaba pasando bien, a pesar
de que las acompañantes estuvieran siempre a punto de encargarle alguna tarea, lo cual
hacían con todos sin excepción. El caso de Teresa era particular. Si no había una tarea que
encargarle a alguien, la improvisaba. Pero nadie tenía derecho a quedarse de brazos
cruzados. A los 10 minutos entró Matías, que decidió no agregar nada al saludo, y a pesar de

69
que se viera urgido por el deseo de fumar. Se preparó el mate de todas las mañanas, que
solía consumir, a diferencia de muchos, sin el pan y sin la mermelada. Inclusive, cuando un
rato después empezaron a bajar todos, se enfrentó una vez más al hecho de que al tener que
repartir Teresa el pan y la mermelada, se retrasaba la repartición de los medicamentos, antes
de lo cual no era posible encender un cigarrillo. Cuando por fin estuvo servido, salió al patio
donde Javier seguía escuchando a Judas Priest, y al rato se encontró con, en una de las sillas,
Ana María, la habitual compañera de café con la que solía congeniar en las tardes, cuando
estaban descansando. A raíz de que le preguntara por cómo estaba, se inició una
conversación que sólo se interrumpió cuando hubo que empezar con las tareas, de lo cual
Teresa se encargó de hacerle saber a todos.
De pronto andaba por entre los pasillos, impartiendo indicaciones ante cada error de los que
encontraba en el camino. Abundaron los reproches hechos a Federico, a pesar de que esta
vez no hubiera demorado tanto en levantarse. Y de esta manera se ganaba el odio de más de
un paciente, por ejemplo Javier que ahora se veía exigido hasta más allá de sus fuerzas. Por
ejemplo Silvia, que había recibido una nueva indicación sobre la pollera que tenía puesta.
Otros, como Ana María, se salvaban, acaso por cierta respetabilidad que eran capaces de
ostentar, de modo que de alguna manera se volvían intocables. Raúl trabajaba con
tranquilidad, al no haber recibido palabra una vez que le fuera indicado lo que tenía que
hacer. A las once terminaron todos, y dejaron de oírse los golpes que los baldes daban contra
el piso, tal como la canilla del patio abriéndose y cerrándose. A esa hora se pusieron a
cocinar, y Teresa cuidó de que no quedara nadie sin ocupar un lugar en torno a la mesa
donde se pelaban las papas. A las papas hubo que agregarles zanahoria y cebollas, en vista de
que guiso de lentejas era el plato del día. Matías, como todos, estuvo usando el pelapapas
delante de un rincón de los que en la mesa ocupaba el papel de diario, y se dijo que la
jornada le estaba resultando relativamente sobrellevable. Como ya se dijo era poeta y, en
momentos como ése, todo lo que deseaba era vérselas de nuevo frente a un papel en blanco,
con el bolígrafo en la diestra y listo para ser esgrimido como una espada. Pero había que
postergarlo, y una vez que estuvieron peladas papas y zanahorias, comenzó la tarea de
lavarlas para que fueran cortadas después en cuadraditos. A esa altura ya era posible que
Teresa diera el brazo a torcer, según sabían por experiencia, y le pidieron permiso de fumar
en el patio. Extrañamente a pesar de todo, Teresa dijo que sí, pero que solamente un
cigarrillo. A la una menos cuarto empezaron a comer, y al cabo de media hora estuvieron
reunidos en torno a la mesa donde ella había apoyado las carpetas en las que estaba
guardado el dinero de cada uno, en vista de que la mayoría necesitaría algo para salir a la

70
tarde. A la hora de la siesta, cuando casi todos estaban en sus habitaciones, la acompañante
Ana María acababa de despedirse, y Teresa se las vió frente a la otra Ana María, la paciente,
que frente al televisor hacía zapping con el control remoto. Era el momento en el que podían
entregarse a la conversación, y Teresa hizo el comentario sin que viniera muy a cuento:
- - El sábado tuve que quedarme con las ganas de disfrutar un asado en la casa de mi hijo.
Me están exigiendo más de lo que puedo.
- - Eso no se nota – dijo elogiosamente Ana María.
- - Yo no sé si no se me nota. Pero que la procesión va por dentro, seguro.
- - Me habla del único hijo que tiene. ¿Verdad?
- - Sí. Con mi marido no quise tener otro.
- - Y tengo entendido que él le ha dado nietas, ¿no es así?
- - Tengo dos nietas que ya son dos señoritas. Digamos que conmigo una es más
conversadora que la otra.
- - ¿Se entienden bien, cada vez que está de visita?
- - Sí, pero este sábado no pude. Tengo que esperar el fin de semana que viene, si es que
Horacio va a preparar asado de nuevo. Aunque bueno, qué digo. Por lo general los organiza
una vez por mes.
- - De manera que este fin de semana, lo más probable es que tenga que quedarse en su
casa, ¿no?
- - Sí, y lo disfruto. En realidad no me puedo quejar.
- - No sé. Lo que yo veo es que los pacientes la hacen renegar bastante.
- - Ya me acostumbré a que eso es lo normal. Y por ejemplo tengo un momento como éste,
en el que puedo dialogar con usted.
- - Yo disfruto mucho de los diálogos. Por ejemplo de los que tengo con Matías en la YPF, a la
tarde, cuando salimos.
- - Matías ha evolucionado bastante. Ahora no hace falta andar corriéndolo para que se bañe,
por ejemplo.
- - Pero bien que la molesta pidiéndole los cigarrillos, ¿verdad?
- - Yo lo comprendo. Porque fui fumadora en una época de mi vida.
- - ¿En serio, Teresa? Yo no me la imagino llevándose un pucho a la boca.
- - En serio. Y llegué a fumar un paquete y medio por día. Siempre fui una persona con mucha
energía, y a esa energía necesitaba consumirla de alguna manera. Hasta que me detectaron
un enfisema, y tuve que dejar a la fuerza.

71
- - Es Javier el que también tiene un enfisema, ¿no?
- - Sí. Por eso hay que restringirle los cigarrillos lo más que se pueda. Aunque a veces molesta
tanto que no hay más remedio que darle.
- - Lo ideal sería que fumara cero cigarrillos.
- - Lo ideal no se consigue nunca, Ana.
- - Yo lo pongo en duda. En este momento de mi vida estoy en un lugar donde me siento
bien, puedo ir a yoga y a dibujo, me veo bastante seguido con mis familiares. Yo no sé si será
el ideal, pero por momentos me parece que no puedo estar mejor.
- - Me alegro.
- - Lástima que no hay nada bueno para ver en este bendito aparato – dijo de pronto y volvió
la mirada hacia él. – Ahí lo tiene a Jorge Rial, que a pesar de todo es lo mejor que se puede
ver a esta hora.
- - Me extraña que diga eso, usted que está tan compenetrada con los temas culturales.
- - Sí, pero hoy no está el programa que yo veo. Está los sábados. ¿Se acuerda de que el
sábado pasado lo ví, mientras usted tejía?
- - Sí – dijo Teresa de pronto, como si hubiera tenido olvidado algo muy importante. – A
propósito del tejido, lo tengo un poco abandonado. Estoy haciendo un pullover para mi
sobrina mayor.
- - ¿La que se llama Silvina?
- - Así es, cómo se acuerda. Y tal vez, para ser equitativa con todos, tendría que tejerle a la
otra, la que hace hospital de día en una institución que no conozco.
- - Es su sobrina problemática, ¿no?
- - Sí. Una auténtica niña bonita. Su cara parece una obra de orfebrería.
- - ¿Y qué problema tiene?
- - Sinceramente no sé. Lo único que distingo en ella es una tendencia al silencio que se
impone de tal manera que yo no puedo quebrarla.
- - ¿Considera que la falta de comunicación se debe a sus actitudes?
- - Yo no puedo atribuírlo a otra cosa. Aunque es cierto también que yo no hago muchos
esfuerzos por romper el hielo.
- - Yo que usted le tejería un pullover. Para que vez que no hay favoritismos.
- - Es lo que voy a hacer – dijo Teresa. A pesar de todo, Lucila seguía viéndose con sus amigos
del barrio, a los que prácticamente no les hablaba de Tobías. Eran instancias en las que se
veía recorriendo la superficie embaldosada de las veredas conocidas, calculando que la hora
era apropiada para vérselas con el tatuador. Era en su casa que se encontraba con ellos, los
-
-
- 72
-
-
-
-
miembros de la banda, y había un tal Martín del cual la manera en que colgaba su
cabellera rubia sobre sus hombros la tenía encantada. Con él era que mayormente entraba en
conversación, en una instancia en la que ambos se hacían chistes sobre sus intimidades más
vistosas. Era una casa en la que en su pórtico podía uno apoyarse contra las columnas blancas,
siendo que una mesa con sus sillas los congregaba de tal manera que algunos se sentaban y otros,
como Lucila, permanecían de pie. A las espaldas del tatuador, que solía ocupar la cabecera, se
erigía la puerta que conducía al interior, y que entonces solía estar cerrada. Se hablaba de los
hechos que habían vivido en días pasados, de tal manera que todo se colmaba de anécdotas
divertidas. Lucila solía distraerse, y, según se hubiera podido decir, el magma en el que habitaba
entonces estaba situado al margen de la realidad que vivía junto a su novio. De hecho, cuando
estaba con él, apenas si le hacía comentarios sobre esa costumbre, en momentos en que, por otra
parte, lo tenía casi todo olvidado. Solían encontrarse en las inmediaciones del hospital de día, al
haber acabado de concluír con la jornada, o paseando por entre los pastos de la feria de Dorrego y
Corrientes. Eran tiempos en los que a Tobías se le había dado por volverse locuaz y autobiográfico,
recordando episodios de la vida de su familia y pertenecientes a una época en la que aun no había
nacido, y de la que tenía informaciones proporcionadas por su madre. Debía atesorar para sí,
según era capaz de colegir, que en años pasados la relación con su madre había sido visiblemente
intensa, y que eso debía quedar al margen de las conversaciones que mantenía con Lucila. A su
propio juicio, era como si su vida se hubiera desenvuelto con tal carencia de episodios
memorables, que al hurgar en su memoria sólo pudieran verla luz los recuerdos de lo sucedido a
otros. Por ejemplo a su abuelo materno, fallecido 15 años atrás, cuando al haber llegado a la
Argentina con sus últimos ahorros, los había perdido todos en un baño de Constitución, quedando
sin un peso en el bolsillo y sin que él supiera cómo se las había ingeniado después. Al contárselo,
porque esto sí le parecía digno de ser contado, Lucila permaneció indiferente con una sonrisa con
la que recordaba las últimas anécdotas oídas en la casa del tatuador, y distraída, mientras él se
veía ante una de esas faltas en las que no le era lícito incurrir, callando de pronto. Esto aconteció a
la mañana en un bar de los alrededores de la feria, en el que ella había pedido un licuado de
banana con baybiscuits, y él un café con leche acompañado de medialunas de grasa. Era una
instancia parecida a muchas otras de las vividas juntos, cuando se encontraban dos veces por
semana andando juntos por espacio de dos días. Esa tarde en particular, después de haber
abandonado a Racchi en la puerta del hospital, acabaron por concurrir a la casa de Parque
Patricios, donde los padres de

73

-
-
-
-
-
-
- él los recibieron con su habitual buen talante. En el momento de llegar empezaba a
oscurecer, y esa noche hicieron el amor en el cuarto de él, después de haber comido una
lasagna rebosante de salsa blanca y rellena de acelga. Un detalle anecdótico fue el de que se
quedaron dormidos con la radio prendida, algo que él descubrió a la mañana siguiente
comprobando que de todos modos había quedado funcionando a un volumen lo bastante
bajo como para que nadie la escuchara a lo largo de toda la noche. Después del desayuno,
que compartió junto a sus padres en el comedor, llegó el momento de despertarla a ella,
cuyo sueño había decidido respetar hasta entonces, para que inmediatamente salieran
rumbo al claustro donde pasarían casi todo el día, antes de que ella volviese a esa casa de la
que se había ausentado por 48 horas. Su juicio sobre Daniela había cambiado. En todo caso
se podía sospechar la existencia de una inefable bisexualidad, ya que no olvidaba la manera
en la que la había abrazado esa mañana lejana. Al margen de lo que se pudiera pensar, y
como todos los miércoles, ahora había que escuchar a Noelia, de quien a pesar de todo
todavía no alcanzaban a retener cuántas personas conformaban su familia. Hablaba de
sobrinos, de nietos, de cuñadas, sin que llegaran a identificar, en cada caso, a cuál de ellos se
refería. De cualquier manera se trataba, en general, de que había contraído compromisos con
ellos, haciéndose cargo de favores con los que le tocaba cumplir, y que después la colmaban
de remordimientos al no haberlo hecho. A partir de allí se desarrollaba toda una situación en
la que Daniela parecía estar profundamente concentrada, y de la que nacían esas
recomendaciones con las que la alentaba a no ser demasiado buena con las personas con las
que le tocaba tratar. Y esto a pesar de que en definitiva no lo hubiera sido, sino que los
compromisos contraídos habían quedado sin cumplirse.
El remordimiento de Noelia era aquello de lo que Daniela procuraba apartarla, invitándola a
que en cambio hablara sobre ese hombre que había conocido hacía poco y con el que parecía
erigirse en sus albores un romance. A propósito de esto, Noelia solía abordar a Tobías en
momentos en que la partida de un terapeuta hacía desear la llegada de otro, preguntándole
si no le parecía ridículo que una persona de su edad se viera en amores como un adolescente.
Tobías, que con un ojo solía contemplar a Lucila en otro rincón de la sala, contestaba que no,
que no identificaba edades más apropiadas que otras para enamorarse, y de esta manera la
dejaba momentáneamente tranquila.
Ese miércoles, Daniela se retiró a las 12 en punto. Cinco minutos después subió Mesina, que,
desde la cabecera en la que como todos ellos se sentó, los invitó a que articularan una
melodía improvisada con la voz, utilizando las cinco vocales. Dijo que el ejercicio tenía por
objeto alentarlos a que hicieran escuchar sus voces, poniendo a prueba su capacidad de ser

74
impetuosos y desinhibidos. Por eso fue que, mientras la impaciencia de Tobías y de Lucila
tenía ocasión de desplegarse, invitó a algunos a que lo hicieran por segunda vez después de
que la primera no hubiera resultado lo bastante satisfactoria. Entre ellos se contó Ricardo,
que había llegado poco antes de que Daniela se fuera, y que en la segunda vez nada mejoró
en comparación con la primera. Fue entonces cuando Mesina debió resignarse a las
limitaciones de sus pacientes, poco antes de que extrajera conclusiones según las cuales el
ejercicio podía resultar una inutilidad, pero de cualquier modo había servido para poner en
evidencia lo que él mismo había procurado que se viese expresado. Llegó la hora de bajar a
comer, y de que todos olvidaran lo acontecido echándolo en la zona de sus conciencias
donde habitaba, como residuo, lo superfluo. Ese mediodía, mientras llevaba ravioles a su
boca con el tenedor, Tobías se dijo, apartado de la presencia de su novia (que ocupaba su silla
en el otro extremo de la mesa), que ya era hora de ponerse a buscar un empleo que le
permitiera obtener un ingreso, a lo mejor sin por ello abandonar por completo el hospital. En
relación a él, le era posible decirse que estaba atado como un cordero a su palenque, siendo
que sus padres no eran de la opinión de que le conveniese abandonarlo. Pero tal vez, si
conseguía un trabajo de dos días o de cuatro horas diarias, podía dividir su existencia en una
zona y otra. Nunca se lo había propuesto como ese mediodía, después de dos años a lo largo
de los cuales los encuentros con Lucila habían sido lo mejor. A pesar de que esto era algo en
lo que su presencia no tenía relevancia. Era una decisión personal, de pronto sostenida al
margen de lo que ella pudiera decir. Lo cual no quitó que al término de la jornada, y a punto
de separarse durante otras 48 horas, se lo comentara. Ella lo alentó a que tuviera esperanzas,
y calló. El la estaba mirando de pronto. Su silencio le pareció señal de una naturaleza egoísta,
al no haber dicho a propósito más de lo que dijo. Se separaron en la boca del subte, adonde
él eligió acompañarla a pesar de todo. Después desandó el camino que le quedaba.
Lucía particularmente subyugante el ocre de la tarde nublada de Almagro. Tuvo un viaje
relativamente placentero a bordo del colectivo en el que al subir encontró asiento. La llegada
al hogar estuvo signada por la certeza de que la relación con Lucila marchaba bien, y para
entonces ya había olvidado todos los juicios que le había inspirado su silencio. A la mañana
siguiente, al haber preparado el despertador durante la noche, se levantó a las seis, y tras
pasar por el comedor donde los padres dormidos solían mirar televisión, tomó las llaves y
salió a comprar el diario. En la soledad del comedor, marcó un aviso sobre el que con
estolidez se propuso memorizar la dirección y salir ya mismo. No le resultó difícil, por lo
menos hasta que llegó el colectivo y se vió en la obligación de viajar de pie, entre cuerpos

75
que, abundantes, lo apretujaban en su rincón. Una vez que bajó, y mientras caminaba por
calles que de pronto se veían soleadas, pensó en el hospital de día, en el hecho de que sin
duda llegaría tarde, y se preguntó si Lucila había de concurrir, algo de lo que cabía dudar en
vista de que se habían separado por 48 horas la tarde anterior. Se podía pensar que ella era
un tanto indisciplinada, al acomodar sus actividades de acuerdo a lo que le resultaba
momentáneamente agradable y lo que no. Alejando el pensamiento de sí, se allegó hasta el
frente del negocio que aun estaba cerrado y en torno al cual se habían congregado 17
personas. De algún modo lo hizo verse molesto el hecho de tener que esperar detrás de ellas,
siendo que todas eran del sexo masculino y estaban vestidas convencionalmente. El lugar era
una disquería, y había un graffitti pintado contra la persiana baja que lucía como muestra. En
la vereda de enfrente, un camión entraba y salía de una obra en construcción cargando
ladrillos y depositándolos en un container. Se entretuvo mirando a los obreros, cuya ropa
estaba contaminada de suciedad, y después su mirada se esparció por el resto de la calle, en
donde el único negocio que restaba observar, dado que en su mayor parte estaba ocupada
por casas particulares, era una mercería que, también en la vereda de enfrente, tampoco
había abierto aun. Se abrió la persiana y los hombres empezaron a pasar. Según las
indicaciones de un hombre que se asomó, lo hicieron en tandas de cinco, y recibieron
formularios que debieron llenar. En cuanto a Tobías le llegó el turno, encontró que tenía poco
para poner, y se dijo que mejor sería silenciar el hecho de que fuera a un hospital de día. Ya
no era como en la década del cuarenta, cuando ante la existencia de una enfermedad
psicológica la gente se escandalizaba pensando que se había hecho presente la maldición de
los demonios, pero de todos modos le convenía no hacer saber nada, no fuera que los
prejuicios de los dueños los condujera a encontrar improcedente elegirlo para el puesto.
Cuando todo terminó, eran casi las 10, y se dijo que le quedaba el tiempo suficiente para
llegar al hospital bien antes del almuerzo, algo a lo que se abocó inmediatamente.
En el hospital se encontró con que Lucila no estaba, y Rodrigo Mesina estaba haciendo
comentarios sobre su indisciplina. Porque en efecto, tal como Tobías había calculado, ella no
había encontrado placentera la perspectiva de habitar el hospital si a la salida no iba a poder
irse con él, y esto hacía pensar que lo que Mesina estaba marcando era acertado, todo lo
relativo a que Lucila hacía lo que quería improvisando el rumbo a cada momento.

Al cabo de un mes, Teresa recibió una llamada telefónica de Horacio. La estaba invitando a
que asistiera al asado del próximo sábado. En el tono con el que se le dirigía, ella reconoció la

76
alegría de un hijo que solía resultar simpático siempre y cuando sus negocios marcharan
bien. En ese momento ella estaba en la casa de medio camino, y era la hora de la siesta.
Todos los pacientes estaban en sus cuartos, y si bien ella no solía dormir a esa hora, estaba en
la oficina de los asuntos administrativos, en la que, como se ha dicho, había un catre a un
costado. Al mismo tiempo que se dedicaba a poner en orden las recetas que el doctor había
estado firmando el martes, se sentaba cada tanto sobre su colcha, pensando tanto en Silvina
como en el tejido que por unos días había abandonado. A las cuatro menos cuarto decidió
bajar, y se encontró en la cocina con Matías que, con 15 minutos de antelación, estaba
llenando de agua la olla de la que todos ellos se servían el mate, al haber encontrado los
fósforos en un rincón de la mesa de ella, cosa que no siempre era posible.
- - ¡Matías! ¿Quién le dió la autorización de poner a calentar el agua? ¿No sabe que se
merienda a las cuatro?
- - Disculpe, Teresa – balbuceó él.
- - ¡Disculpe, me dice! ¡Si ni siquiera tiene argumentos con los que justificarse! ¡Usted sabía
que a esta hora no se puede preparar la merienda! ¿Por qué lo hizo igual?
- - Tiene razón, disculpe. Lo que pasa es que acababa de despertarme y tuve un poco de
ansiedad.
- - Bueno, pero usted tiene que ser capaz de controlarse en esos momentos. Ahora ya está.
Pero no empieza a merendar hasta que den las cuatro, hasta que bajen sus compañeros.
Y bajaron. La primera que a partir de ese instante se hizo presente, fue Ana María, cuyo
nombre hacía pensar en la acompañante que ese día tenía franco. Para el momento de su
llegada, ya se había disipado todo motivo de disgusto, y Matías estaba en cierto modo
perdonado. Ana María se sentó en la cabecera de una de las mesas, el lugar que solía elegir
para ver televisión o leer el diario.
- - Cómo me gustaría que fuese sábado – dijo -, para ver el programa de cultura.
- - A mí también me gustaría que fuera sábado – dijo Teresa. – Mi hijo acaba de invitarme a
un asado.
- - ¡Ah! O sea que va a ver a sus nietas.
- - Bueno. Ver a mis nietas no es lo más importante de esas reuniones. El que tiene noticias
interesantes para dar suele ser mi hijo.
- - Pero usted me había dicho que con una de ellas se lleva bien.
- - Relativamente. Sí, bah, no hay motivos para que tengamos que estar disgustadas, y su
conversación me gusta, pero tampoco es como para decir ah, cuánto que dialogan estas dos.
- - Eso me hace pensar – dijo Ana María – en ciertos asuntos de cuando estoy con mi
-
- 77
-
-
-
- hermana. Disfruto el momento que paso con ella, e inclusive estoy toda la semana
esperando que llegue, pero a veces resulta que cada una está ante su pocillo de café sin saber
qué decir.
- - No es eso lo que me pasa con mi nieta, pero bueno, a lo mejor pasaría si no fuera porque
en la misma mesa está mi hijo, que siempre tiene conversación. Yo también disfruto de esas
reuniones. Pero también me pasa, como a usted, que hay momentos en los que todo
languidece, y una siente que el viaje que hizo fue en gran parte en balde, por no usar otra
expresión.
- - ¿Sabe qué? – dijo Matías, que no había salido del cuarto. – Es lo mismo que me pasa
respecto a la YPF. Durante la hora de Sandra no veo la hora de que todo termine para ir allá, y
cuando llego me encuentro con que la familiaridad que me provoca el aspecto de las mesas
es algo contraproducente, y el placer que pienso que me espera no es tan intenso, y que
como dice usted existe una especie de languidez.
- - Tal vez se trata de la relación que tenemos con las cosas del deseo – dijo Teresa. – Una se
ve a sí misma como el burro que persigue delante suyo la zanahoria.
Se hizo un silencio. Antes de que alguien volviera a articular palabra, entró Raúl, recién
descendido desde las habitaciones de arriba. Saludó a Teresa con una especie de estridencia,
dado que con mucha frecuencia lo poblaba la voluntad de mostrarse chistoso y dicharachero,
algo que a Matías no le caía del todo bien.
- - ¡Teresita! – exclamó. - ¿Va a venir el sábado al cine con nosotros?
Teresa contestó:
- - Vamos a ver. – Voy si vuelvo lo bastante temprano de la casa de mi hijo.
- - Nuestras salidas no están completas sin usted – dijo Raúl sabiendo que todo era una
pantomima. – Y hay que ver las porciones de pizza que se pierde por culpa de su
empecinamiento.
Matías sabía de qué estaba hablando. Los sábados salía con él y Ezequiel rumbo al cine
Gaumont, donde ocasionalmente solían ver películas, antes de comer pizza en un lugar de la
zona y tomar café en otro. En esas instancias eran acompañados por un par de amigos de
Raúl, los cuales, a fuerza de que se hubiesen visto tantas veces, estaban empezando a ser
vistos por él como amigos propios. ¿Dónde estaría en ese momento Ezequiel?
- - Usted tiene que hacerse la operación – dijo Teresa. – De lo contrario va a tener problemas
para deglutir la pizza.
- - No tengo ningún problema. No me van a sacar la muela por eso, sino porque está
demasiado deteriorada. Para la pizza tengo los otros dientes.

78

- - Que no son muchos, según puedo ver – dijo Teresa.


- - A mí no me sacaron ninguno todavía – dijo con entusiasmo Ana María. – Llegué a los 52
años con la dentadura completa.
- - Pero siempre uno se jode de algún lado – dijo Teresa. – Usted, por ejemplo, yo no sé cómo
soporta lo que tiene en la rodilla.
- - Ahora no duele mucho. Pareciera que los antibióticos tienen también un efecto
analgésico.
- - Eso, mejor ni pensarlo. Confórmese con que pueda hacer yoga, a pesar de todo.
- - En eso me va bárbaro. Sobre todo porque tengo un profesor que es un divino. ¿No le
conté, Teresa? Cuando le dije que vivía en una casa de medio camino, cosa que le había
ocultado durante las primeras semanas, me dijo “qué importa dónde viva. Lo importante es
que tenga un espacio para hacer los ejercicios que la ponen bien”. ¿No le parece adorable?
- - Y usted qué esperaba – inquirió Teresa.
- - No, yo tenía miedo de que pensara “a la flauta, estoy ante una enferma mental”, y por lo
tanto me discriminara, pero en cambio tuvo una actitud irreprochable.
- - ¿Y usted le especificó en qué consiste una casa de medio camino?
- - Me pareció que no hacía falta. Sobre todo porque con su respuesta pareció estar
disipando mis posibles preocupaciones.
- - Veamos. ¿Hubo algún indicio de que usted tuviera temor?
- - Sí. Creo que eso se notó en el tono con que lo dije.
- - Hay gente – dijo Teresa – que tiene temores infundados. En una época trabajaba en un
hostal donde había una paciente que se llamaba Silvina, igual que mi nieta la mayor. Y fíjese
cómo era la cosa: en las reuniones que mantenía con los doctores junto a los otros pacientes,
se tocaba el tema del trabajo, dado que los doctores la alentaban a que buscase uno, y ella
contestaba siempre con evasivas, haciendo saber que supuestamente, en el último lugar
donde se había presentado, la habían discriminado. No era verdad. Ella hacía las cosas de tal
modo que todo resultaba un rompecabezas. Había mañanas en las que la dejábamos salir una
vez que hubiera leído los clasificados muy temprano. Salía, supuestamente, a buscar trabajo.
Y volvía todos los mediodías con la noticia de que la habían discriminado en la punta de la
lengua. Con el tiempo pudimos colegir que en realidad no se presentaba en ningún lugar, sino
que en cambio hacía tiempo en un café hasta que fuera más o menos la hora de volver, y que
todo tenía su explicación en el hecho de que la avergonzaba enormemente tener que
reconocer, delante de los hombres que eventualmente la evaluarían, que era una
esquizofrénica.

79

- - Mire usted – dijo Ana María que había prestado intensamente atención. En ese momento
atravesaba el pasillo Ezequiel, que irrumpió en la sala con su frase habitual de las mañanas y
las tardes.
- - Tengo que salir – dijo.
- - Buenas tardes primero, ¿no? – le contestó Teresa.
- - Buenas tardes – respondió Ezequiel sin demasiados remordimientos. – Como de
costumbre – agregó – me tengo que llevar la medicación.
- - Ya va – dijo Teresa en voz bastante baja. Tenía dos trabajos. Los había conseguido hacía
poco y sus horarios eran, por un lado, de nueve a doce, y de diecisiete a veinte por el otro.
Ultimamente, en las reuniones de los martes, solía hablar de la posibilidad de su alta sin que
la doctora se viera demasiado en desacuerdo. Había evolucionado bien. Ya había salido para
el momento en que apareció Javier, con el discman apagado en la mano derecha y los
auriculares colgando del cuello, siendo que ya se había hecho la hora.

- - Cómo estás, querida – saludó el padre después de hacer lo propio con su hijo. Sólo
entonces fue cuando, al estar los cuatro sentados a la mesa y frente a un televisor al que no
todos prestaban atención, la conversación de Tobías se refirió al trabajo. Dijo, como quien
desmiente una posible opinión contraria, que en el formulario había puesto lo suficiente
como para tener esperanza. Y que en cambio temía que las horas a cubrir fueran demasiadas.
- - Me parece bien que te hayas puesto en campaña – dijo el padre sin quitar los ojos del
televisor. Y agregó: - Hace tiempo que te está resultando inútil el hospital ése.
- - Yo no sé si me está resultando inútil. Al final se me está volviendo un ambiente agradable.
Miró en ese momento a Lucila, sentada al lado de esa señora absorta en su tejido y por
momentos en la contemplación del aparato.
- - Probablemente es eso a lo que me refiero – dijo el padre. – El hecho de que te haya estado
resultando agradable hizo que durante un tiempo cayeras en la inercia.
- - A mí me pasó algo parecido, emocionalmente, años pasados – dijo Tobías. – Es Carl Gustav
Jung el que dice que, en algunas personas jóvenes, el hecho de haber recibido ciertos golpes
en lo emocional es lo que hace que adopten una conducta inerte hacia las cosas de la vida.
- - ¿Eso dice? – preguntó el padre como con admiración hacia la parrafada. – Yo la invitaría a
Lucila a que dé su opinión.
Esta frase estuvo pronunciada como por quien considera que el silencio de la aludida refleja
timidez, por lo cual hay que ayudarla a vencerla. Ella lo interpretó así, y habló con la voluntad
de entrar en confianza con el último que lo había hecho.

80

- - A mí me resulta un ambiente agradable, por un lado, y por otro un sitio en el que se me


exigen cosas con las que no puedo cumplir. Por ejemplo que soporte la hora de Ruth, que me
parece horrible.
- - Qué es lo que tendrá esa Ruth – exclamó el padre recordando todas las veces en que había
sido Tobías, en ausencia de Lucila, el que se quejó de ella. – Es una mujer de algo más de 40
años – empezó a decir Lucila, encontrando la oportunidad apropiada para entrar en confianza
con quien se había propuesto, - que a pesar de que sonría no deja de resultar antipática, y
que nos hace hacer unos trabajos espantosos con los hilos sisales, con los pigmentos, con las
hojas canson…
El padre, sin dejar de mirar la pantalla, hizo un silencio antes de decir:
- - De qué les podrá servir eso. Dónde está la utilidad que pueda tener para un enfermo
mental.
- - Mi terapeuta individual, en referencia al tema – dijo Tobías como quien plantea una
posible objeción – dice que pensar así es cosa de ingenuos. Yo también puedo llegar a
considerarlo así. Digamos que uno se tiene que compenetrar con lo que hace y dedicar sus
energías a un trabajo al que hay que darle valor, por más que aparentemente no lo tenga.
- - Lo que pasa es que el carácter del terapeuta tiene mucho que ver – dijo Lucila. – En la hora
de Ariadna yo siento que las canciones que cantamos me hacen bien, pero eso se debe a que
es una terapeuta que sabe llevarnos de viaje por el interior de nosotros mismos.
- - ¿De qué manera? – preguntó el padre con auténtica curiosidad.
- - A través de las interpretaciones que hace de los motivos por los que elegimos las letras
que elegimos – contestó Lucila, experimentando por primera vez la necesidad de abandonar
el cuarto y a los padres. – Yo infiero – dijo el padre – que ha de ser una persona muy
inteligente, al margen de los laureles que le otorga su título.
- - Es asombrosa – dijo Lucila con convicción, y buscando con la mirada a su novio.
- - Disculpá, papá – dijo Tobías una vez que la recibió. – Lucila y yo nos vamos para el cuarto.
- - Vayan, vayan. De ningún modo les voy a pedir que nos soporten todo el tiempo a
nosotros.
En el cuarto encontraron la intimidad que habían deseado, y les fue posible poner la radio
en la estación preferida por ella. Los cuarenta principales. Era increíble cómo se evadía al son
de las canciones con letras románticas, y las tarareaba mientras lo tomaba de las manos a él,
invitándolo a que se identificara con su contenido. El la miraba con indulgencia, considerando
valorable el hecho de que se apasionara de esa forma, aunque sintiendo también cierto

81

rechazo hacia ese tipo de canciones. Era hora de abandonarse a la ociosidad, pensando en la
jornada del día siguiente, en donde andarían juntos tras el ambiente del hospital. Antes de
que se dispusieran a hacer el amor, Tobías salió y volvió con dos tazas de café, a las que ella
puso abundante azúcar. Mientras tanto seguía cantándole y tomándolo de las manos. El se
dijo que era notable la manera en que se olvidaba de las preocupaciones habituales, y que de
algún modo le era necesario hacer lo propio. Sin poder entregarse al placer de la música, lo
hizo, con renovado vigor, al de hacer el amor, de tal modo que ella quedó magníficamente
satisfecha. Se quedó dormida antes que él, que en esa circunstancia se vió solo ante la
penumbra que se había hecho dueña del ambiente, encontrándola ominosa. Fue en medio de
ese ambiente que albergó pensamientos negativos acerca de la persona que tenía al lado,
dado que muchas de sus costumbres lo mantenían misteriosamente al margen del espíritu
del cual nacían. Esto terminó cuando se quedó dormido, y soñó con una variante de la serie
Tarzan, en donde él era testigo de cómo ese hombre andaba por la selva con toda la
autoridad que le otorgaba su salvajismo. Era como si el hecho de ser solamente testigo y
además un hombre débil, le confiriera gratuitamente una mayor fuerza a quien llevaba ese
nombre. El sueño terminó con la audición de un sonido que provenía de unos metros más
adelante, adonde Lucila, repentinamente levantada antes que él, acababa de poner la radio.
Se aproximaba una noticia trascendente. Ella había estado meditando, durante la hora y
cuarto que había pasado despierta, sobre todos los motivos por los cuales Tobías no era el
hombre de su vida, y había encontrado poco atractivas las costumbres de los varios días que
habían pasado juntos. Cuando él despertó, listo para hacerle el reproche de que hubiera
puesto la radio, tenía la decisión tomada.
- - Sabés, la quiero cortar. Me va pareciendo que no hay motivos para que estemos juntos.
- - ¿Lo pensaste bien? – preguntó Tobías después de asimilarlo.
- - Muy bien. La situación se me vuelve insulsa. ¿Qué podemos hacer, aparte de ir a la feria?
Y mejor ni contar lo del hospital, donde somos un par de tarados que obedecen órdenes.
- - Perfecto – dijo él aunque tuviera pena. - ¿Vas a ir al hospital hoy?
- - Me parece que no. Me da la sensación de que me esperan en mi casa.
- - Yo salgo solo, entonces. Te puedo recomendar un colectivo que te deja en Villa del
Parque.
- - Bueno.
Al poco rato ella salió. Con el acto de acompañarla hasta la puerta, Tobías interrumpió el
mate que acababa de prepararse, cuando los padres, que nada sabían, estaban ya ocupando
el comedor. De esa manera asistió a su propia resignación, diciéndose que nada de lo bueno

82

en esta vida era duradero.


Teresa estaba poniéndose la remera que luego cubriría con un pullover y un saco. A pesar
de que estuviera próxima la primavera, las inclemencias del invierno se resistían a irse. Y el
colectivo que tenía que tomar, esa mañana de sábado, era otro que el de habitualmente. En
la parada, mientras esperaba detrás de un cabecita negra cuyo pelo relucía de limpieza,
pensaba en sus sobrinas, como anticipándose al momento en el que los placeres habituales
se repetirían. Y eso que ellas no eran el principal atractivo de la salida. Mucho más lo era la
conversación de Horacio, a quien se podía considerar todo un hombre, siendo que
últimamente había estado hablando de la posibilidad de hacer trabajar a sus hijas en la
fábrica, algo hacia lo cual la situación de Lucila no era de lo más prometedor. La de Silvina
resultaba congruente. Teresa pensó en esa costumbre de su hijo que a su nuera le parecía
desagradable, la de modificar a cada instante todo lo relativo a la manutención de los
negocios. Ahora, hacer trabajar a Lucila y a Silvina, en una tarea que no era de lo más
aconsejable tratándose de mujeres. Una nueva. Como cuando, hacía poco, había querido
agregar venta de caramelos al negocio de los teléfonos e internet. Siempre, al vivir a su lado,
se habitaba en lo inseguro, y él se sumergía como un pez en su propio desorden. Al cabo de
40 minutos, Teresa bajó.
Las inmediaciones de la calle lucían amarillas bajo un sol que todo lo enceguecía desde el
cielo tan celeste como el agua del Mediterráneo. Reconoció varias casas, y sobre sus
habitantes especuló de manera ingenua, imaginándose su forma de pasar un sábado en
donde el clima invitaba al ocio. Ante la verja negra tocó el timbre, y fue su nuera la que con
algo de parsimonia acudió a la puerta. “Hola”, fue el saludo con el que evitó pronunciar su
nombre, y se dieron un beso. Antes de que entrara al living al que se accedía por la puerta
que la nuera acababa de franquear, vió aparecer a Lucila bajo el pórtico. A lo mejor su
presencia no tenía más motivo que el deber de saludarla, y se dispuso a besarla
experimentando todo el rechazo que algo ingenuamente le inspiraba. “¿Cómo estás,
tesoro?”, fue el saludo con el que acompañó el beso, y que a la chica le resultó algo hipócrita.
“Bien”, dijo Lucila pensando en revelarle que acababa de separarse de su novio y
desechándolo inmediatamente.
- - ¿Dónde está Horacio? – preguntó Teresa entrando al living y, a propósito de la pregunta,
examinándolo con la mirada.

83

- - En el fondo – dijo Lucila echando a andar hacia allá, mientras Teresa se encontraba con
Silvina que acababa de bajar las escaleras. La conversación que entabló con ella se hizo
mucho más sólida, siendo que a poco de saludarse empezaron a desarrollar todo lo
concerniente a sus situaciones actuales de forma profusa. Lucila avanzaba a lo largo del
parque de atrás, a cuyo término estaba Horacio encendiendo el fuego. “¿Te puedo ayudar,
papá?”, fue la pregunta que le hizo. “No. Esto ya está prendido. Ya es momento de poner lo
que tenemos acá”. Se refería a un cúmulo de achuras y tiras de asado que descansaban a un
costado, sobre una fuente. Las colocó sobre la parrilla, haciendo que crepitaran emitiendo el
característico sonido. Mientras tanto la mirada de Lucila se perdía por entre las plantas
floreadas en torno a las cuales un par de colibríes aleteaban locamente. “No podemos
quejarnos de vivir como vivimos”, fue el comentario que hizo, y que a su padre resultó
demasiado solemne para lo que la situación justificaba. “La verdad que no”, dijo refiriéndose
en cambio a la manera en que las carnes empezaban a asarse. E inmediatamente agregó:
“¿Quién vino?” “La abuela”, respondió ella pensando que sin duda su padre lo ignoraba todo
acerca del rechazo que entre ambas imperaba. Era cuestión de disimularlo. A lo mejor de
hacer en la mesa algún comentario a propósito de lo que la abuela acabase de decir, siempre
refiriéndose a su trabajo en ese maldito hostal. En ese momento la mujer de Horacio salió al
parque con la regadera en una mano. Se puso a regar todo lo que no había sido tocado desde
24 horas atrás, y a hacerle chistes a Horacio, tratándolo como a todo un gaucho según lo que
sus propias palabras revelaban. Silvina y Teresa, recién ingresadas desde el living al comedor,
acababan de llegar a un punto en el que la conversación languidecía, pero ya se habían dicho
lo suficiente.
Poco a poco, con excepción de Horacio, fueron estableciéndose en el comedor, habitando
un mismo lugar donde el televisor estaba encendido por puro vicio. Nadie atendía al
programa que emitía. Teresa se puso a examinar la pinacoteca que ocupaba un mueble, cosa
que no había hecho nunca y que la tentó en ese instante. “Qué de riquezas tienen acá”,
comentó con exacerbado respeto por la palabra “riquezas”. Ocurría que allí estaba la síntesis
de todo lo mejor que había poseído la pintura occidental, y de algún modo de gran parte de
la historia de la humanidad, algo que a Teresa la retrotraía a esa adolescencia olvidada en la
que había sido admiradora del arte. “Lo veníamos coleccionando con la compra del diario”,
dijo su nuera, que a su semejanza profesaba cierta indiferencia hacia todo lo que había de
calificable en los diarios. Y Teresa se entretuvo deteniéndose en la contemplación del
autorretrato de Van Gogh, cuyas líneas verticales hacían pensar en un fuego que debía estar
poseyendo el ánimo de quien pintaba. Fue muy poco después cuando su nuera depositó las

84

gaseosas, el agua y el vino sobre la mesa, inmediatamente antes de colocar las fuentes de
ensalada. Silvina y Lucila permanecían calladas en torno a la mesa, lo cual se prolongó hasta
que la primera se acercó a Teresa para husmear en las mismas pinturas que ella, y la segunda
decidió prestarle algo más de atención al televisor. Ahora había un partido de la NBA, y lo
siguió mientras, insensible al hecho de que dos estímulos estuvieran poseyéndola, pensaba
en si realmente había estado bien abandonar a Tobías. El recuerdo de las tardes que habían
pasado en la feria de Dorrego y Corrientes le revelaba a un apuesto muchacho que tenía
otras virtudes aparte de su galanura, un producto que había que saber valorar en un mundo
donde esas virtudes no abundaban.
Esto la mantuvo al margen de la conversación entre Silvina y Teresa, hasta el momento en
que el padre irrumpió con una fuente cargada de carnes. “A comer”, anunció con algo de
aparatosidad, y todos se sentaron en torno a la mesa para seis. Colocado uno al lado del otro,
Horacio y su mujer se pusieron a hablar de la ausencia de la hermana de ella, que con
frecuencia estaba presente en los asados, y de las obligaciones que esta vez la habían
mantenido al margen. Desde ese punto se internaron en especulaciones sobre el resto de la
familia, sobre los sobrinos de ella, hasta que Teresa intervino haciendo saber que también
había esperado encontrarse con ellos, y esto sobre todo a causa de que los viera
espaciadamente. “Ahora espero verlos pronto”, dijo. “A lo mejor dentro de un mes”.
“Siempre y cuando”, sentenció Horacio, “las obligaciones que tenés en el hostal te lo
permitan”. “Ahora, durante un buen tiempo”, dijo Teresa, “estoy libre de tener que atender a
los pacientes los fines de semana. Los doctores acordaron con Nori que entonces se quede
ella”. “¿Ella sola?”, preguntó Horacio, haciendo evidente que lo consideraba insalubre. “Y, sí.
No es tan terrible. Yo pasé sola, al frente de todos, los fines de semana que pasaron”. “¿No es
muy exigente la tarea de atender a los 20 pacientes?”, dijo Horacio con una especie de
admiración por la figura de su madre. “Son demandantes”, respondió ella, “pero una ya está
acostumbrada. Aparte, y a pesar de que pasen los años, sigo sintiendo ese vigor por el cual no
me canso. Todo el día estoy escuchando pedidos y consultas”. “A ver si me acuerdo los
nombres”, anunció Horacio como manifestando poca fe en su memoria. “Matías, Ezequiel,
Raúl, Javier, Adriana, Silvia…”, enumeró haciendo evidente que no pretendía recordarlos a
todos. “Te faltan Federico, Susana y Ana María entre otros”, le hizo saber Teresa con una
especie de alegría. “Ana María es mi gran interlocutora”, agregó. “Recién, mientras miraba
las pinturas, me acordé de una tarde en la que me puse a contarle todo sobre mi infancia, la
bicicleta y todo eso”. Estaba clarísimo, para Lucila y Silvina, que su padre sabía todo acerca de

85

aquello de lo que se le estaba hablando. “¿Qué pasaba con la bicicleta?”, preguntó Silvina.
“Nada”, dijo Teresa con desdén. “Que de chica me gustaba mucho andar. Y que hubo una
época en que mi hermano me pagaba un sueldo por andar, un sueldo flexible que se
agrandaba cuantas más cuadras recorría”. “Absurdo”, reflexionó Silvina. “Un sueldo por algo
que no reporta nada. Se ve que la plata les sobraba”. “¿Qué decís?”, exclamó Teresa
escandalizándose. “Yo no puedo acordarme de cómo nos bañábamos sin recordar, también,
que teníamos que pedir fiado en el almacén” “Mi tío”, dijo Horacio a Silvina, “fue un hombre
que mucho influenció en mí, y al que tuve como modelo a seguir durante una larga etapa de
mi crecimiento” “¿Y qué tenía de particular la manera en que se bañaban?”, preguntó Silvina
provocando que Lucila quedara resignadamente al margen, por momentos perdida en la
contemplación del básquet. “Bueno, que lo hacíamos juntos con una manguera y sin
quitarnos la ropa interior. Lo hacíamos en el quincho donde Horacio hacía asados como éste.
No puedo llegar al verano sin recordar cómo refrescaba, en medio del calor, esas prendas
que no nos quitábamos una vez que habíamos terminado y nos poníamos las otras” “¿Todo
eso le contaste a Ana María?”, preguntó Horacio sin dejar de masticar un trozo de carne. “Sí,
detalles más, detalles menos” “¿Y cómo es ella? Quiero decir: qué atributos tiene que te
hacen tenerla como interlocutora”. “Que a diferencia de la mayoría de los que están ahí, se
comporta como una persona adulta y juiciosa. No tengo reproches para hacerle. Y una se
siente bien hablando con ella. Es una persona muy culta. Lee el suplemento cultural del diario
y mira un programa sobre literatura que va los sábados por ATC. Ahora, dentro de un par de
horas, va a empezar, y ella va a estar al frente del mate como de costumbre” “¿Y no hay
pacientes que quieran ver otra cosa?”, preguntó Silvina sin quitar los ojos de su plato. “Los
sábados se levantan tarde de su siesta, y a la hora en que ella ve el programa están casi todos
en su cama. A lo sumo se presenta Raúl, que no, no tiene ningún problema en que ella vea lo
que quiera. Salvo cuando se hace el chistoso, Raúl es asombrosamente pacífico” “¿Es ése al
que se le cayó el televisor en la cabeza?” “Ese. Y sigue sentándose en el mismo rincón. Lo que
pasa es que Mario y Gabriel hacen muy bien sus trabajos”.
Lucila estaba perdida. No había dejado de pensar en Tobías, ni de sufrir que, a causa de que
la conversación transcurriera por esos carriles, no venía a cuento hablar de él. Empezó a
desear que Teresa, la gran intrusa en su opinión, se ausentase, para poder ir a su cuarto ya
liberada de la comida y de todo, y considerarse una magnífica princesa a la cual el entorno
margina de sus bendiciones. Comía de mala gana, presintiendo que iba a dejar gran parte de
lo servido, y definitivamente desentendida del partido de básquet. Ahora Teresa hablaba de
un tal Matías, de lo mucho que la tenía cansada la asiduidad con que le pedía permiso para

86

fumar, y convertía el tema del cigarrillo en toda una alocución donde abundaban nombres y
detalles. Nada de eso le importaba. Y celebró el hecho de que la comida terminara y se viese
en condiciones de habitar el parque. En uno de sus rincones había una mesa que ahora iba a
congregarlos, para que tomaran el helado del postre y el café del final. Sí, sin duda faltaba
poco para que su abuela se fuera.
Lucila estaba concurriendo muy poco al hospital, de tal manera que su padre le hacía
comentarios teñidos de hostilidad y desaprobación. Sin embargo no la obligaba. Y era su
madre la que también le hacía observaciones sobre el hecho de que el hospital a medias no le
servía, y que debería dejar de conducirse según lo que el momento le dictara. Había
empezado a verse más asiduamente con el tatuador y sus amigos. Sumaban cinco o seis
según el día, y la mayoría de ellos tocaba algún instrumento en esa banda que les daba tema
para charlar. A Lucila le gustaban algunas de sus canciones, y una tarde les preguntó por qué
no iban a alguna radio, aunque más no fuera de las alternativas, para encontrar un
programador que estuviera a la búsqueda de nuevos talentos que hacer conocer. Entonces se
hizo un silencio hasta que uno de ellos dijo, con una especie de altanería:
- - Hasta ahora vamos bien – como si el hecho de concurrir a la radio pudiera determinar lo
contrario. Estaba presente Martín, que ningún instrumento tocaba y no tenía ocupación
alguna, dado que el año anterior había concluído con sus estudios secundarios. No era más
que una especie de allegado, alguien que husmeaba en la vida de los otros, y que hablaba
muy poco de la suya. Solía permanecer con las manos en los bolsillos, algo ausente, y
ostentando a través de su ropa una apreciable musculatura. Precisamente ése era uno de los
detalles que a Lucila la tenían casi enamorada, aunque por momentos volviera a pensar en
Tobías y en lo mucho que dudaba sobre si intentaría o no un nuevo acercamiento.
Aprovechando la libertad de la que a pesar de todo disponía, había decidido concurrir al
hospital los miércoles y los viernes, días en los que en distintos horarios estaba presente
Ariadna. Su trato le hacía pensar en esa tarde en la que había explicado al padre de Tobías el
por qué de que la considerara una maestra en todo sentido, y aprovechaba el hecho de poder
hablarle sin dejar de observar a su novio que, por lo general del otro lado de la mesa, hacía
silencio ante la hoja canson que acababa de llenar. Al margen de lo que pudiera considerar
sobre él, era un muchacho talentoso, y las pinturas que confeccionaba tenían mucho para ser
visto con atención. El resto de los compañeros eran en ese sentido unos trastos a su propio
-
- 87
-
-
-
-
-
- juicio, y por ejemplo sentía vergüenza ajena hacia las figuras que hacía Ricardo, con quien
Ariadna hacía esfuerzos por entablar conversación. Ocurría que le hacía preguntas, y que las
respuestas eran invariablemente cortas. Nunca tenía demasiado sobre lo cual explayarse, a
no ser, y de todos modos era poco, el hecho de que soliera parar en un bar cercano a su
pensión donde, en torno al estaño, se congregaba un grupo de taxistas que tenían el bar
como sitio donde hacer un alto, y con los que a veces entraba en conversación. Era un
reincidente del fútbol y del café con leche, y todo lo ignoraba Lucila sobre los temas de los
que dialogaba en otros bares con Gustavo, cuando a poco de que hubieran dado las seis
estuvieran ambos en el umbral. Los bares que elegían eran los más cercanos y a veces era
también Tobías de la partida, en una situación sobre la que ella se preguntaba qué pito
tocaba él, qué hacía reuniéndose con ese par de idiotas que no tenían ni la mitad de sus
aptitudes intelectuales. No obstante verlos entrar en los bares, a poco de que los cuatro
hubiesen echado a andar en dirección a la avenida Corrientes, le infligía el sentimiento que
como hembra le ocasionaba ver a los machos entendiéndose, y que la movían a concentrarse
en lo propio abocándose a la tarea de volver a casa en una hora. Sí, sin duda algo se había
apagado desde la mañana aquella, y ni siquiera los amigos del tatuador, Martín incluído,
podían hacer renacer la luz que como una tonta había expulsado de sus días. Por eso fue que,
una tarde de jueves, y encontrándose en la casa de El Palomar, decidió salir de su cuarto,
donde acababa de pasar varias horas, para usar el teléfono. La atendió el padre, de quien al
instante reconoció su voz bondadosa, y le pidió hablar con Tobías. En cuestión de 30
segundos estuvo éste al habla.
- - ¿Qué querés? – le preguntó una vez que pronunció su nombre, haciéndola vacilar.
- - Quería saber si mañana vas al hospital – dijo ella con un hilo de voz.
- - Sí, como todos los días – contestó él con una expeditividad que a ella le pareció hostil.
- - Entonces voy yo también – le dijo – porque quiero encontrarme con vos a la salida.
Al instante, Tobías supo que el amor había renacido, y que como ya era costumbre había
espacio para la reconciliación después de unos días de desencuentro que duraban poco.
- - ¿Quisieras que tomemos algo en un café? – le preguntó como adivinando.
- - Sería lo mejor – dijo ella y con falsa ingenuidad agregó: - Tengo cosas que decirte.
- - Ahá. Perfecto. Sí, mañana voy. Voy a estar a eso de las 10, cuando tengamos con Gamarra.
Aunque bueno, vos podés ir a la hora que quieras.
- - Yo sería capaz – dijo ella – de ir a las seis de la tarde para esperarte a la salida, pero ya
hace muchos días que no voy, y me da no sé qué.

88

- - Bueno, eso es asunto tuyo. Lo importante es que nos vemos a la salida.


- - Seguro – contestó ella antes de despedirse y colgar.
El llegó al hospital a la hora que había dicho, lleno de expectativas. Al margen de que Lucila
soliera llegar tarde, estuvo dispuesto a encontrársela hasta el momento en que entró y
comprobó su ausencia, siendo que en torno a la mesa estaban Gamarra, Noelia, Ricardo,
Gustavo y esa otra paciente cuyo nombre era Berta. Estaban en medio de un coloquio, por lo
cual Gamarra le dirigió una mirada que en un primer momento le pareció de hostilidad, y que
después identificó como impersonalmente poblada de las huellas que la discusión le dejaba.
Se trataba de que Berta, de algo más de 60 años, estaba haciendo conocer ciertas situaciones
que acontecían en su casa. La última vez que le había preparado el desayuno a su marido,
cuando según su decir se había acercado a su mesa, con la bandeja, llena de alegría, él había
tirado todo lo preparado sobre la alfombra, deliberadamente. Decía no haber entendido el
por qué de ese gesto, como tampoco cuando su hijo la había insultado con la peor de las
frases posibles en el momento en que había salido a fumar cerca de sus instrumentos de
gimnasia, que de todos modos estaban al aire libre, en el patio de atrás. La consulta a la que
Gamarra atendía con fruición versaba sobre el por qué de que se hubiera ganado el odio de
su familia, y varios pacientes, sobre todo Noelia, estaban polemizando sobre el hecho. Noelia
proyectaba su propia situación sobre la de Berta. Comparaba su relación con sus familiares
con la de ella con los suyos, sin llegar a una conclusión que fuese más allá de la expresión de
los sentimientos propios.
Gamarra quiso hacer hincapié en que Berta tenía cierta tendencia a irritar
involuntariamente a sus familiares, sin atreverse a definir por qué, aunque Tobías,
entretenido a pesar de que estuviera a la espera de Lucila, creía entender ese por qué. Las
actitudes demandantes de Berta, por las cuales se convertía en alguien a quien
constantemente había que ofrecer atención, la volvían indeseable, una especie de parásito
que para colmo tenía el hábito de fumar en una casa en donde se aborrecía el humo. De esto
supo que Gamarra no quiso hablar, y se perdió entonces en consideraciones por las cuales
Berta debía hacer esfuerzos por volver a ser querida, al margen de que por ejemplo su hijo de
veintinueve años soliera comportarse como uno de catorce. Tobías perdió el interés al poco
rato, y se puso a caminar por la sala mientras los otros continuaban sentados, sin que nadie
se lo impidiera. La presencia de Gamarra se le aparecía como la de alguien que lo valoraba
por cosas que no consideraba valorables, como el hecho de saber viajar, dedicarse a la
literatura y ser hábil para cualquier menester que le tocara encarar. Ansiaba que lo valorara

89

por el hecho de comprender el bien y el mal en tanto habitantes de su propio espíritu. A la


media hora se hizo presente Lucila, que con su llegada algo de miedo le infligió, y que vestía
de negro a la usanza moderna, con los nombres de las bandas escritos por todas partes. Lo
saludó con un beso en la mejilla y le preguntó, inesperadamente para él:
- - ¿No llegó Karina?
- - No. Y se me hace que no va a venir. Vos sabés que ella, cuando viene, es muy puntual.
Ante esto ella manifestó la languidez de su expresión, miró hacia otra parte, y Tobías se
quedó con la sensación de que todo lo que había que hablar estaba misteriosamente
ausente. La vió acercarse a la mesa, dedicarle un beso en la mejilla a cada uno, y sin emitir
palabra pasar a ocupar un asiento. El tema de Berta estaba prácticamente agotado, y
Gamarra aprovechó para decir:
- - A propósito de que acabás de llegar, Lucila, ¿a qué se debe que estés viniendo algunos
días y otros no?
Lucila hizo un gesto con el que, no sin un dejo de culpabilidad, consideraba inabordable el
tema.
- - En serio te digo. Estás haciendo lo que querés.
- - Siempre voy a hacer lo que quiero – dijo por fin. – Hasta el día que me muera.
Esto poseía un dejo de rebeldía ante el cual Gamarra asintió con gravedad, con un asomo
de disgusto.
- - Nosotros te lo decimos por tu bien – dijo. – Si escapás a cada rato para el lado que
querés, tus problemas van a ir acompañándote donde quiera que vayas.
- - Yo no lo siento así – dijo Lucila. – Nunca me siento mejor que cuando dispongo de libertad.
- - Pero eso es una situación momentánea, y después recrudecen las angustias.
- - No me gusta la hora de Ruth. Ni la de Daniela. Ni la de Racchi.
- - Pero Lucila, es como cuando tenés que comer espinacas. Puede que no te gusten, pero
nada te hace mejor al organismo.
- - Las horas de Racchi no hacen bien, Alberto – dijo Tobías con la confianza habitual. – Se
sienta donde estás vos, se lleva una mano a la barbilla y se queda mirando el pizarrón sin
hablar. Durante toda la hora. Eso no puede hacerle bien a nadie.
- - Tiene razón – dijo Ricardo, a quien era raro verlo intervenir en una conversación como ésa.
– Las horas de Racchi parecen un velorio.
- - Yo no sé qué decir sobre el estilo de Racchi – dijo Gamarra ecuménicamente. – Sólo puedo
decirles que es un terapeuta muy respetuoso, y probablemente su silencio se debe a su
prudencia. En todo caso podrían ser ustedes los que le propongan un tema de conversación.

90

- - ¿Y qué tema le podemos proponer? – dijo Lucila con todo su candor. – La vez pasada, yo le
dije que me estaba sintiendo mal, y bueno… digamos que pidió especificaciones, pero eso fue
todo lo que hizo. Yo traté de describirle lo mejor que pude mi situación, y sólo conseguí un
asentimiento y después un silencio como de velorio, como acaba de decir Ricardo. Es
desagradable.
- - Pero a mí – dijo Gamarra mirándola – me gustaría saber si eso es motivo suficiente como
para que faltes tres días seguidos, tal como suele suceder.
- - Pasa que en la hora de Racchi, o en la de Daniela, o en la de Ruth, yo me quedo sola frente
a mis propios sufrimientos, sin contar con ningún consuelo que pueda venir a mí, y que para
eso prefiero sufrirlo en la soledad de mi habitación, donde tengo mis cosas y nadie me
molesta.
- - Yo voy a hablar con tu padre – dijo Gamarra y el resto de la conversación se
vióentrecortado por el hecho de que llegara la hora de almorzar. Bajaron junto a Gamarra y
en el primer piso se encontraron con Daniela, que iba a acompañarlos ese mediodía. Estaba
vestida con su ruana marrón, puesta encima de una polera y de algo más que, debajo, no se
veía. Nadie hubiera podido afirmar que era creyente, por más que de su cuello colgara un
crucifijo, y los saludó irradiando sonrisas. En cuestión de segundos estuvo bajando las
escaleras yendo al frente del grupo. A Noelia y a Berta les tocaba irse, y por eso el grupo se
vió conformado de un número reducido.
Tobías y Lucila bajaron a la par, sin dirigirse la palabra, y los dos pensaban que a la vuelta
los esperaban las dos horas con Ruth, por lo cual el advenimiento del almuerzo se hacía
menos disfrutable. El menú del día era casi fijo: había que elegir entre una suprema de pollo y
un filet de merluza. Uno y otro iban acompañados de una porción de papas fritas y una rodaja
de limón. Y para beber se contaba con ese jugo de naranja que, por lo pronunciadamente
artificial, Tobías solía calificar de “porquería”. La hora de Ruth transcurrió entre
circunstancias que a Tobías le parecieron injustas. Una vez que llegaron a la sala, y antes de
que se hiciera presente ella, Lucila, Ricardo y Gustavo se acostaron en las colchonetas,
colocándose un almohadón, y se quedaron dormidos casi al instante. Tobías, que sólo dormía
seis horas a la noche, permaneció dando paseos a lo largo de la sala, hasta que Ruth llegó y lo
saludó escuetamente. En cuestión de segundos fue posible verla examinar una caja de cartón
que acababa de sacar del armario, y, sin intervenir contra el sueño de los durmientes, dijo:
“Tobías, ¿venís a trabajar?”, y en el tono con que lo hizo estaban las razones de que él la
aborreciera. Se le dirigía como a un jovenzuelo al que hay que tenerle paciencia, y que de

91

ningún modo merece ser tratado como un adulto. Aparte de que también aborreciera
ponerse a trabajar. Puso esta vez un poco de voluntad y se puso a pintar, con los pigmentos,
una caja de lata que poseía una abertura por la cual se deslizaba un trozo de metal dócil, y de
la que estimó que, al quedársela, le sería útil para guardar sus papeles importantes. A eso se
dedicó en medio de los ronquidos de Ricardo, y de la manera en que la cara dormida de Lucila
se aparecía como una pieza de porcelana con un ceibo a la altura de la boca.
Algún que otro comentario hicieron, y a pesar de todo procuraron ser amables, pero no por
eso consiguió que dejara de considerarlo un adolescente. Mucho peor que en el caso de
Gamarra. Y para colmo eran dos horas, al cabo de las cuales la caja con figuras de elefantes
pintados quedó lista. Ante la voluntad de Tobías, la de llevársela a su casa, Ruth indicó que la
colocara en una de las tantas bolsas que sobraban de las compras en cierto supermercado.
La hora de Racchi se caracterizó por lo que habían descrito a Gamarra. Después de
acomodar su sobretodo en el perchero, saludó con sonrisas nerviosas y pasó a ocupar su
trono en la cabecera, con el puño en la barbilla y la mirada iluminada puesta en el pizarrón
exento de figuras o palabras. Lucila, ante el hecho de que ese día Karina estuviese ausente,
extrañó en cierta medida los suspiros de disgusto que solía proferir entonces, y a los que en
esta oportunidad reemplazaron los propios y los de Gustavo. Todo era un silencio en el que
malditamente se podía escuchar una pluma cayendo al suelo. Y se prolongó durante largos
minutos. “¿Alguien sabe cuántos caballos corrieron el domingo en San Isidro?”, preguntó
Tobías con disgustada ironía. “Cuarenta”, le respondió cómplice Lucila, en la primera
oportunidad en que intercambiaron palabras desde que habían llegado. “Perdón”, dijo
entonces Racchi, algo inquieto. “¿De qué hablan?” “De los caballos en el hipódromo”,
contestó Tobías una pizca más amable. “Digo yo, para hablar de algo” “Ahá”, dijo Racchi con
desaprobación, y volvió al silencio. Mucho más dócil esta vez, Lucila propuso: “¿No
podríamos cantar algunas canciones?” A lo cual Racchi asintió, dado que tocar la guitarra era
parte de su trabajo. Cantaron “Sobreviviendo”, “Sólo le pido a Dios”, “Manso y tranquilo”,
“Zamba de mi esperanza”, y así se les fue pasando la hora, en una instancia en la que el tedio
había resultado vencido, aunque no la antipatía que para ellos brotaba de Racchi. Cuando se
hicieron las seis, estuvieron todos en el umbral.

Para Teresa no resultaba demasiado problemático dejar atrás el domingo y encarar el

92

lunes. Estaba acostumbrada a que todo fuera cuestión de poner voluntad, un acto por el cual,
rápidamente, retornaba el vigor a su cuerpo y a su ánimo. Esa mañana, frente al espejo de
marcos amarillos, comprobó que al jabón con forma de ángel le quedaba muy poco y que en
realidad, de la forma de ángel, no quedaban ni las huellas. Recordó que Adriana era
revendedora de productos AVON, y reparó en el hecho de que nunca le hubiera encargado
un pedido. Eran las siete de la mañana y no había necesitado el despertador. Comprobó que
tenía todo listo y no le pareció mal salir un poco antes, ya que ningún inconveniente, sino
todo lo contrario, traía el hecho de estar presente en el lugar bien antes de que los pacientes
empezaran a bajar. En el momento de introducir la llave, notó en el ambiente un aire rancio
sobre el que a lo mejor había que llamarles la atención, al atribuírlo al hecho de que
probablemente el piso no estuviera limpio y las ventanas igualmente. Una vez que se vió en la
cocina, y en ausencia de Nori y de la acompañante Ana María, abrió las puertas que daban al
patio, un poco para ver si de ese modo se vería paliado el olor. Mientras pasaba un trapo a
una de las tres mesas de madera tuvo la tentación de encender el televisor, algo de lo que
desistió al considerar que por lo general nada de lo transmitido la atraía. En ese instante se
acercó Matías, muy frecuentemente el primero en levantarse, y después de saludarla le pidió
las llaves del placard donde todos ellos, en distintos canastos amontonados, guardaban sus
equipos de mate y sus saquitos de té. Después de extraer lo primero, puso agua a calentar y
Teresa le reprobó el hecho de que no hiciera lo propio con el té y la leche.
- - Parece que usted piensa en usted solo. ¿No sabe que algunos de sus compañeros toman
té?
Sin hablar, Matías actuó en consecuencia, esforzándose por quitar lo necesario desde
debajo de la pileta, donde los cacharros se amontonaban caóticamente. Era habitual que
desayunara mate solo, por lo cual Teresa se vió momentáneamente libre de repartir pan y
mermelada. Antes de que ningún otro paciente bajara, sonó el timbre y resultó que Ana
María estaba esperando en la puerta. Fue a atender. Resultaba que su sobrina había
amanecido con colitis y que había habido que acudir a un médico de la obra social. Ana María
vivía con su hermano, su cuñada y las dos hijas de ellos, siendo que la más chica, además de
tener una salud problemática, no había cumplido seis años aun. Había querido quedarse
hasta que el problema llegara a un punto estable, y de allí la demora. Que de todos modos no
era tanta. Todo se lo contó durante el lapso que anduvieron desde la puerta de calle hasta la
cocina – comedor, donde, indiferente y ante su mate, Matías leía la nota de tapa del diario
decidido a asimilar todo lo escrito.

93

Casi en seguida bajó Ezequiel, que estaba de otro talante que habitualmente. – Hoy tengo
tiempo – dijo a Teresa después de saludar. Y después a Matías: - ¿Me prestás el diario, una
vez que terminés?
- - Sí – dijo Matías profesando una actitud neutral hacia el hecho de que probablemente
debía apurarse. Una vez que terminó, se vióimbuído del tipo de acción al que se entregaban
con expeditividad los hombres que tienen a su cargo decisiones importantes, y se lo pasó
para que Ezequiel, mucho más despreocupado, empezase a hojear la parte de espectáculos.
Sin que él lo notara, Matías lo miraba. Le resultaba notable el hecho de que fuera tan
indiferente como él hacia el suplemento deportivo, y se dijo que eso formaba parte de sus
características irrepetibles. Era en gran parte un muchacho inteligente y en otra un hombre
tosco. Esto último era visible en los chistes que solía hacerle a Raúl, con quien compartía el
dormitorio, habitualmente referidos a la posible homosexualidad de uno y otro, algo que sólo
era pronunciable en broma. En realidad le disgustaban esas situaciones, dado que las
acompañaban de juegos de manos de modo que parecían dos chicos de 13 años. Esto era lo
que Matías consideraba un rasgo miserable de la condición masculina, el hecho de que un
hombre adulto no pudiera eliminar de sí los vicios propios de la adolescencia y la tendencia a
la broma soez.
En cuanto bajó Raúl, el siguiente en hacerlo, Teresa le reprochó el no haberse peinado y
lavado la cara. – Me peiné y me lavé, Teresa. En serio se lo digo. Y los dientes también.
- - De los dientes no digo nada, ya que le estoy viendo las manchas de dentífrico en la boca.
Pero tiene lagañas, y los pelos como un nido de caranchos.
- - En serio, Teresa. Me lavé y me peiné.
- - Vaya a hacerlo de nuevo y que quede bien. Y lávese la boca. Quítese esas manchas.
Diez minutos después, Raúl estuvo en condiciones de beber su té con leche. Y de
acompañarlo de pan con mermelada. Todos ellos eran sometidos a la balanza dos veces por
mes, y se les controlaba el peso. Había unos cuantos que a juicio de la doctora estaban por
encima de su peso normal, y Raúl era uno de ellos. Tenía un vientre prominente, que sólo en
parte disimulaba el pullover que habitualmente llevaba puesto, y a causa de ello, y de otros
tantos casos similares, era que desde las últimas dos semanas era menor la cantidad de pan
con la que acompañar lo bebido, así como en los almuerzos y cenas se había procurado
reducir la porción. Esto era algo sobre lo que últimamente, en la estación de servicio, Ana
María y Matías solían polemizar, a veces acompañados de Susana o Silvia, y era Ana María la
que más se quejaba, frente a lo cual Matías, que estaba en su peso normal y nada tenía de
glotón, afirmaba que la situación era soportable. Susana, cuando estaba, se quejaba casi a la

94

par que Ana María, aunque en su caso el sufrimiento no fuera del todo real. Ocurría que solía
quejarse como por deporte por cualquier cosa, y sólo necesitaba un tema para emitir sus
diatribas. Matías pensó en esas polémicas y en el horario en que transcurrían, generalmente
a las seis de la tarde, y se dijo que mucho había que esperar todavía antes de entregarse a
ese placer. Después del mate llegaba un breve interludio para fumar, y después era cuestión
de abocarse a las tareas, algo sobre lo cual había que fijarse en las planillas, dado que cada
día le tocaba a cada uno algo diferente.
Había habido un tiempo en que para Matías no había habido mayor sufrimiento, dentro de
toda la disciplina, que el de encarar las tareas, pero ahora estaba acostumbrado y sabía que
era cuestión de ponerse a trabajar para que todo dolor fuera olvidado. Había pacientes, como
Federico y Silvia, a los que era preciso zarandear para que se pusieran a trabajar, al haberse
hecho dueños, inmediatamente después del desayuno, de los sillones y sofás pasibles de ser
encontrados en el salón blanco. Teresa había recibido muchas veces la acusación de ser
demasiado rígida y severa, pero para sus adentros, y a veces no tanto, solía concluír que en
cierto modo la obligaban, al entregarse a placeres que de ningún modo podían ser tolerados.
Esa mañana debió reprenderlos una vez más, por mucho que Federico no hubiera demorado
tanto en levantarse, y después estuvo tomando mate en la cocina – comedor cuando todos
ellos habían terminado de hacer lo propio. Adriana había sido la cuarta en presentarse en el
recinto esa mañana, y, ahora que Ezequiel había salido para su trabajo, recordaba lo que
había olvidado: tenía que pedirle uno de sus folletos. Mientras tanto Javier se hacía presente
habiéndose retrasado muchísimo, algo que ella, por distracción, no había notado.
- - ¿Qué hace, Javier, a esta hora?
- - Disculpe, Teresa – dijo él con su tono bonachón. – No escuché el despertador, me quedé
dormido.
- - Pero no puede no escuchar el despertador. Hace un bochinche infernal. ¿Cómo puede ser
que despierte a todo el mundo menos a usted, que está al lado?
- - ¿Sabe qué pasa? Los doctores me aumentaron la medicación, sin que yo entendiera por
qué motivo, y el Rivotril me plancha, me produce un efecto muy fuerte. Yo no sé por qué
decidieron hacer eso, si yo venía bien.
- - Acuerdesé de que hubo muchos días en los que usted andaba pasado de revoluciones,
hablando a los gritos y repitiendo diez veces lo que decía. Los doctores habrán visto eso.
- - Y bueno, Teresa, es mi manera de ser.
- - Una manera de ser que le trae problemas. Ahora tómese algo bebido y rápido, y nada de
pan con mermelada, que tiene que hacer la tarea.
Javier nada contestó, porque, a pesar de que la situación le resultara desagradable, sabía
que nada se ganaba con discutir y que la decisión de la acompañante era irrevocable. Allí a
unos metros estaba la otra acompañante, Ana María, que de pronto en voz baja hablaba con

95

Teresa de la colitis con la que había amanecido su sobrina. Ante todo lo dicho, Teresa lo
asoció a cierto episodio que había acontecido una vez con su nieta la menor, es decir Lucila,
la mañana siguiente de una Nochebuena en la que, a propósito del festejo, se había quedado
a dormir en casa de Horacio. Lucila, la eternamente problemática, y después de una noche en
la que abundaron los turrones y el champagne, se había despertado con vómitos, y de
manera similar había habido que llamar al médico en ese mismo instante. La conversación se
prolongaba. Una vez que las tareas estuvieron hechas, inclusive la que le había tocado a
Javier, se pusieron a cocinar, algo por lo cual las dos debieron poner fin al coloquio.
Intervinieron Raúl y María Marta como cocineros estables, y Matías, Silvia y Federico como
ayudantes. Se trató de pelar papas, zanahorias y calabazas, para después cortarlas en
cuadraditos pequeños. Se trató que poner el pollo a hervir, para después desmenuzarlo y
esparcirlo en medio del mejunje. Un salpicón. María Marta, probablemente la más
demandante de todos los pacientes, se lo pasó quejándose de que sus compañeros
cometieran errores, errores que, al ser supervisados por Teresa, resultaron no ser tales. Fue
por eso que, una vez más, Teresa se puso a arengar sobre las actitudes de María Marta, que
con frecuencia se quejaba, por ejemplo, de que en su armario faltara una bombacha o de que
no le dieran tiempo para bañarse a la mañana. Todas cosas de las que, en general, ella misma
era la culpable, dado que después se descubría que su bombacha había sido colocada debajo
de su cama por ella misma o de que se había levantado demasiado tarde como para que sus
compañeras la esperaran y le permitiesen bañarse primero.
A todo esto, el que estaba bañándose era Matías, que solía hacerlo muy rápido y que
inclusive lo hacía dos veces, para que la doctora no se quejara, como ya lo había hecho, de
que pasaba demasiado poco tiempo en el baño. Terminó para la hora de comer, y lo hicieron
con sabia lentitud con excepción de Silvia a quien Teresa le reprochó el hecho de llevarse
trozos demasiado grandes a la boca, y de no masticar debidamente según su propio juicio. A
la hora de la siesta, mientras casi todos yacían en sus camas, Matías se dedicó a escribir un
poema en uno de los sillones del salón blanco, y Javier, sin poder dormir y sufriendo el tedio,
lamentó una vez más no poder practicar con el bajo a esa hora. A las cinco de la tarde, y a
muy poco de que hubiera llegado para investigar algunas cosas en el cuarto de los asuntos
administrativos, empezó la hora de Sandra. Que en primer lugar, menos de un minuto
después de tomar asiento, tuvo que atender a los reclamos de María Marta.
- - Yo quiero decir – empezó ella – que los jueves son días muy malos para mí, porque a la
mañana se bañan a primera hora, Silvia y Ana María, y para cuando terminan ya es hora de
-
- 96
-
-
-
-
-
- que me ponga a cocinar y con ese argumento Teresa me impide hacerlo a mí. Quisiera que
me cambien el horario del mediodía por alguno de la noche, porque si no tengo que
postergar el baño hasta la tarde.
Era habitual que reclamara cosas por el estilo, y lo hacía parpadeando rápidamente, con
todo el disgusto invariable que caracterizaba su talante. Sandra no ahorraba palabras de
queja, dentro de lo que le era posible como profesional, sobre las reiteraciones de esas
demandas, y al ser la encargada de distribuír las tareas, decidió esta vez, en gran parte de
mala gana, trasladar el turno de María Marta para el jueves a la noche, siendo que Raúl, hasta
entonces uno de los encargados a esa hora, pasaba al mediodía. Lo consultó, y Raúl, ausente
de todo lo que se hablaba, dijo no tener problema. A propósito de que lo hubiera hecho
hablar, y dando por terminada la cuestión, le preguntó por la cirugía que había debido
hacerse en los dientes, dado que habían pasado siete días desde que le había preguntado por
última vez. – Tengo turno para dentro de dos semanas – dijo Raúl afanoso de quedar
nuevamente en silencio y ausente. - ¿Va con un poco de miedo? – inquirió Sandra. – No – dijo
Raúl como desestimando vehementemente semejante posibilidad.
- - Lo que pasó, pasó una vez, y es demasiado difícil que se repita.
- - Bueno, me parece bien que se lo tome así. Y en cuanto a usted, María Marta, ya me cansé
de decirle que no se comporte como una chiquilina. ¿Será posible que siempre tenga un
motivo para quejarse? Aproveche a hablar ahora, que me estoy dirigiendo a usted. Después
no quiero que ande interrumpiendo, según es su costumbre.
María Marta se quedó mirándola. Parpadeaba de tal modo que parecía inquirir por los
motivos del reproche.
- - ¿No tiene nada para decir? Perfecto, entonces que hable otro. Ezequiel, ¿cómo vas con tu
trabajo?
Ezequiel la miró atentamente antes de contestar, siendo que no se había anticipado a la
pregunta. – Bien. Ya estoy establecido con la costumbre de salir todas las mañanas con
tiempo. Llego temprano, y la tarea no es demasiado exigente.
- - ¿Te llevás bien con tus jefes?
- - No me llevo – sonrió él. – Quiero decir, no tengo demasiada relación con ellos. Deben
confiar mucho en sus empleados, yo incluído, ya que casi todos los días no están.
- - Yo no estoy quejándome todo el día – dijo María Marta que se había quedado atenta a lo
dicho por Sandra antes. – María Marta, le dije que hablara cuando le dí la oportunidad. Usted
la desperdició, ahora no interrumpa. ¿No ve que está hablando Ezequiel?

97

Así transcurría todo, y Teresa, después de haber estado presente un rato, debió
ausentarse para atender el teléfono. Mientras atendía a las preguntas de quien llamaba –
uno de los familiares de Silvia – se decía que el trabajo había de seguir siendo así de exigente,
que difícilmente le otorgaría con el tiempo un respiro, y que después de todo estaba
acostumbrada. Una vez que colgó volvió a bajar, para encontrarse con un ambiente en el que
las palabras de Ezequiel acaparaban toda la atención.

Estaban caminando ante las espaldas de Ricardo, que a paso de camello iba alejándose del
portón azul. Gustavo lo hacía un poco más adelante, y era muy probable que en determinado
momento se aliaran y se dispusieran a pasar juntos un rato en un bar. Mientras, ellos
avanzaban sumergidos en un silencio incómodo, siendo que cada uno vacilaba ante la
posibilidad de alterarlo. Finalmente lo hizo ella, diciendo, al haber recobrado la confianza que
había perdido:
- - Bueno. ¿Vamos a la esquina de allá?
Diciendo así, señalaba con el mentón la esquina opuesta a aquélla a la que acababan de
llegar. Ante ellos se interponía una multitud de peatones que iban y venían con parsimonia.
Sin necesidad de que él contestara, cruzaron la calle y se encaminaron hacia allá. Era un café
bien puesto, con prolijos carteles instalados en sus ventanas ígneas, y con una notable
suntuosidad en la forma y color de sus mesas. La que eligieron albergaba exactamente dos
sillas, y estaba ubicada algo lejos del ventanal. Fue allí donde ella, antes de que llegara el
mozo, empezó. – Estuve pensando… - se detuvo y negó con la cabeza. – Bueno, en realidad
estuve haciendo un montón de cosas, pero estuve pensando y llegué a la conclusión de que
estaba equivocada cuando te dije eso, no sé qué pensarás…
- - Yo no pienso nada. La dueña de tus decisiones sos vos.
- - Sí, en ese momento me parecía… - volvió a detenerse, echó una mirada en derredor y
continuó: - que Gamarra tenía razón, según lo que me contaste que te dijo. Que éramos
demasiado diferentes, y que el idilio que hubo entre nosotros se había apagado.
- - ¿Y por qué no me lo dijiste en su momento? – inquirió él.
- - Porque me parecía que todo era el resultado de meditaciones demasiado personales, que
eran intransmisibles… - en ese momento se acercó el mozo, le hicieron los pedidos y
volvieron a quedar solos. – Como que no tenía sentido que te lo dijera tal como se me estaba
ocurriendo.

98

- - ¿Y ahora qué pensás?


- - Lo que te digo, que estaba equivocada. Durante ese tiempo hubo un varón que en gran
parte me encandiló, se llama Martín. Pero todo indica para mí que el que verdaderamente
me engualichó sos vos.
- - ¿Y qué pasaría si yo ahora estuviera interesado en otra?
Ella percibió la alocución como un golpe para el cual no había estado preparada.
- - No sé, en todo caso tendrías que decírmelo. ¿Estás en pareja con alguien?
- - No, te lo digo como suposición. Qué pasaría si eso se diera.
- - Te dejaría libre, para que hagas lo que quieras.
El asintió, deseoso de encontrar las palabras apropiadas.
- - Bueno, por si te queda alguna duda, te digo que no tengo nada en vista y que todo este
tiempo estuve solo.
Ella sonrió, y él, mirándola con la misma atención, no entendió el motivo de su sonrisa.
- - ¿Te parece divertido? – le preguntó.
- - No, es como que me enamora tu candor. No hubiera estado mal que te levantaras una
mina en todo este tiempo.
- - ¿Quién te entiende? Cuando decís que en todo caso me dejarías hacer lo que quiera, ¿no
lo decís con resignación?
- - Sí, pero no es demasiado difícil sobreponerse a ese trance. Es como un pequeño sacrificio.
- - ¿No será que es demasiado pequeño el amor que sentís por mí?
- - No estamos en la década del cuarenta. Hoy en día las cosas pasan rápido y la energía que
tenemos transforma a gran velocidad ciertos sentimientos en otra cosa.
- - O sea que me podrías usar y tirar, según te venga en gana.
- - No, tonto. No arruines lo que está pasando entre nosotros. Quiero decirte que quiero
recomenzar. Lo demás son suposiciones.
El hizo un silencio con el que la miró significativamente.
- - Está bien. Podemos salir. Me imagino que ya terminaste con eso – se refería al café.
- - Sí – sonrió ella. - ¿Querés que salgamos?
El llamó al mozo, le pagó y salieron. – Dame un beso – pidió ella como ya lo había hecho
alguna vez.
Pocos días después estaban en la feria de San Telmo, contemplando sin poder comprar las
artesanías que a ella la atraían. El pensaba, algo evadido, en los locutores de radio a los que
envidiaba y a los que hubiera querido parecerse. En medio de la atmósfera colorida de la
feria, los imaginaba frente a sí y a él desafiándolos a que se atrevieran a burlarse. Era un

99

aspecto de su vida psíquica que mantenía alejado del conocimiento de ella, que no paraba de
señalar aros y pulseras expuestos haciéndole saber cuánto le gustaría tenerlos. Era el
momento en que la situación había recrudecido, y él, sin hablar ante los comentarios de ella,
deseaba estar pronto en su casa para que compartieran uno de esos ratos de ocio. El aire
libre no lo complacía, y en determinado momento pensó que muy diferente había de ser la
situación de ella, que pasaba de un puesto a otro con parsimonia y como desafiándolo sin
querer. Se quedaron hasta las seis de la tarde, siendo un día en el que habían faltado al
hospital para encontrarse a las dos en la boca del subte. Lo habían elegido como sitio seguro
para el encuentro, pero en realidad, después, habían tomado un colectivo. A esa hora él
imaginó que Ricardo y Gustavo estarían quedando libres de la obligación diaria, y listos para
pasar un rato en algún bar vetusto. Recordó las veces que, mientras duró la ruptura, había
sido de la partida. Ahora estaba diciéndole a ella que lo mejor sería concurrir a la casa de
Parque Patricios, y ella estuvo de acuerdo.
Pensaba en Horacio, en que muy probablemente recibiría represalias en cuanto estuviera
de vuelta, y esto a pesar de que estaba concibiendo placenteramente la posibilidad de
quedarse a dormir. Pronto estuvieron en el comedor donde los padres de él miraban
televisión, y se sentaron a la mesa como obedeciendo al mandato de postergar el placer. -
¿Por dónde anduvieron? – les preguntó el padre que de pronto, sin lamentarse, dejaba de
prestar atención al aparato.
- - Por una feria de San Telmo – contestó ella. – Y… ¿sabe una cosa? Su hijo es un amarrete
total.
- - No es que sea amarrete – dijo Tobías. – No tenía plata, que es distinto.
- - Hubiera podido pedirme – dijo el padre. – Ya sabe que mi misión en este mundo es
mantener vagos.
- - Aparte de mí, ¿a qué otro vago mantenés?
- - Ahora, a ninguno, pero hubo una época, cuando estaba al frente de la oficina, en que
todos mis empleados se dedicaban a tomar mate y jugar a las cartas.
- - A mí me gustaría tener un trabajo así, aunque por el momento no sea posible.
- - No es posible ni va a serlo – dijo el padre – mientras no termines con esa costumbre de
dormir hasta las once de la mañana, como hoy.
- - Hoy estaba programada la salida – dijo Tobías. – Yo no estaba seguro de poder reunirme
con ella si primero iba a presentarme en alguna oficina.
- - Bah, bah. Esas son cosas que se pueden improvisar. Lo que pasa es que es terrible el
miedo que le tenés a ciertos asuntos.

100

- - Ella se queda a dormir – dijo Tobías recordando la conversación que habían tenido en el
colectivo. – Por lo tanto, mañana tampoco voy a poder salir.
Ante esto, el padre hizo silencio tal como la madre había estado haciéndolo desde su
tejido. Lucila miró a Tobías de tal manera que era patente su invitación a pasar al cuarto.
- - Volvemos para la hora de la comida – dijo Tobías y los dos se levantaron de la mesa.
Pasaron al cuarto donde, cada vez que ingresaban, lo primero que ella hacía era encender la
radio para buscar la estación que prefería. Pasaba canciones populares y románticas. El, a
pesar de que en parte le disgustara, la dejaba hacer, y había concebido un poema en el que
hablaría elogiosamente de la estación y de las emociones que provocaba en el corazón de
mujeres como su novia. Se recostó en la cama y la miró cantar, siendo que al mismo tiempo
hurgaba con la mano izquierda en un portalápices donde él tenía guardados infinidad de
objetos. La mayoría eran inútiles y ella se quedó contemplándolos como a una pierna de
hombre que estuviera atestada de suciedad. La radio estaba pasando a Christian Castro y él
empezó a albergar deseos de cambiarla, por más que se propusiera darle todos los gustos.
- - ¿No tenés una Coca – Cola en la heladera? – preguntó ella inesperadamente.
- - Creo que sí.
- - La necesito. ¿Por qué no vas a buscarla? Vos sabés que soy muy adicta a la Coca – Cola.
El la miró como quien no encuentra nada agradable en lo que le proponen, dado que
estaba muy cómodamente instalado, pero inmediatamente se incorporó y salió. Cinco
minutos después, ella estaba sorbiendo lentamente de uno de los vasos.
- - Esto es lo que tomo – dijo – cada vez que mi viejo hace un asado. Hay vino sobre la mesa,
pero yo sigo estrictamente con la prohibición de tomar alcohol.
El recordó un chiste popular muy tonto y le dijo:
- - Pero cómo es. ¿Hay alcohol o hay vino en la mesa del asado?
- - No te pongas estúpido – dijo ella. – Ese chiste es malísimo.
- - Me podrías invitar al próximo asado que haga tu viejo – dijo él.
- - Ahora va a pasar un tiempo hasta que lo haga. Durante el tiempo que estuvimos
separados, hubo uno, e inclusive estuvo mi abuela.
- - ¿La mujer que yo imagino como una ancianita dulce?
- - Supongo que sí. No me dirige la palabra. Se engancha con todo lo que dice mi viejo sobre
sus negocios, y un poco con Silvina en cuanto a sus cosas.
- - ¿Y te parece que ella tiene la culpa de esa incomunicación?
Ella pensó un poco y dijo:

101

- - Reconozco que yo tampoco hago demasiados esfuerzos por romper el hielo.


- - A lo mejor ahí está la clave – dijo él. – Hasta ahora, todas las descripciones de la situación
empezaban y terminaban en una pintura de una persona muy antipática. Pero también ha de
ser cierto que vos, con ella, muy simpática no sos.
- - ¿Qué decís? Yo no soy antipática con nadie.
- - Y entonces, ¿por qué ella no te habla?
- - Puede que exista un rechazo mutuo entre las dos. Pero no hablemos de eso. ¿No querés
bailar un lento conmigo?
- - Estoy muy cómodamente instalado acá – dijo él que de pronto fijó la vista en los vasos que
habían quedado casi llenos, siendo que él había tomado un sorbo antes de acostarse y ella
otro antes de dejar el vaso yacer, y esto a pesar de que supuestamente la poseyera la
adicción. Más tarde hicieron el amor, en una instancia en la que él estaba particularmente
inspirado para poseerla con pasión, de modo que le arrancó gritos “¡así, mi vida!”, de los que
temió mientras tanto que fueran escuchados por los padres. Media hora después del final,
llegó el momento de la comida, y fue entonces cuando el padre los llamó, sin atreverse a
acercarse sino hasta tres metros de la puerta del cuarto. Habían dos pizzas grandes que
habían pedido por teléfono. Lucila se abocó a deglutir sus porciones experimentando que
debía hacer un virtuoso silencio acerca del magnífico momento que había pasado.

Había pasado el mediodía, y ante el hecho de que casi todos hubieran ido a dormir, Teresa
permanecía sola en la cocina – comedor, disfrutando de unos buñuelos que también en soledad
había preparado, y pensando en el momento en que Adriana se haría presente. Quería encargarle
un jabón, y se preguntó si había en oferta uno que tuviera forma de ángel. El que acababa de
terminársele la había seducido con esa forma en un supermercado al que en aquella oportunidad
se había acercado para comprar otras cosas. Ahora dejaba pasar el tiempo engullendo los
buñuelos y ante una mesa más allá de la cual estaba la cocina con la llave de paso cerrada.
Pensaba que a lo mejor Federico estaba en el living, yaciendo en un sillón según era su costumbre,
dado que a causa de que durmiera tanto a la mañana no solía tener sueño a la hora de la siesta. –
Federico, si no duerme la siesta tiene que estar en el comedor – fue a decirle. Inmediatamente,
Federico se incorporó con el gesto de quien se sacrifica con disgusto en aras de lo que acaban de
decirle. En cuestión de segundos estuvo en la mesa colocada perpendicularmente a aquélla que
ella ocupaba, con la cabeza inclinada y las manos entrelazadas a la altura de la nuca. Adriana era

102

una paciente de características particulares. Gordita y petisa, solía reír con voz estridente ante las
ocurrencias que ella misma albergaba y hacía conocer, dirigiéndolas hacia cualquiera de esos
compañeros que no le inspiraban discriminaciones. Solía irritar bastante a Matías cuando, a
propósito de la personalidad de Javier, hacía comentarios elogiosos. No tenía trabajo y era
mantenida por sus parientes, pero de todos modos era muy laboriosa con respecto a las tareas
que hacer en casa, frente a las cuales constantemente se estaba ofreciendo, aun cuando le tocase
a otro. Si algún reproche provocaba que le hiciera Teresa, era precisamente a causa de que
quisiera hacerse cargo de todo, de manera que su situación era la diametralmente opuesta a la del
resto de los pacientes. Eran particularmente proclives a querer dejar las tareas en manos de otro,
y no dejaban de aprovechar cada oportunidad de huír de ellas. De esto se quejaba Ana María cada
vez que estaba ante Matías en la estación de servicio, haciendo que coincidieran. Pero Adriana no
se quejaba. Por el contrario, parecía estar habitualmente sufriendo por el hecho de no tener nada
que hacer. Y con respecto a los motivos por los cuales estaba en la casa, era difícil discernir cuáles
eran, a no ser la tendencia a profesar una inocencia que de tan pronunciada se convertía en su
propia parodia, y por el momento no había en boca de los doctores una sola palabra sobre su alta.
Teresa, al haber terminado de deglutir el último buñuelo, se fijó en Federico y le dijo: - Federico,
levante la cabeza. Si quiere dormir la siesta váyase a la cama, pero acá no puede estar así.

El aludido levantó la cabeza, fijando la mirada en el reloj de pared que marcaba las tres y cuarto.
Hicieron silencio. Cinco minutos después se hizo presente Silvia, vestida con un atuendo sexy
según su costumbre. – No puedo dormir, Teresa – dijo cuando entró.

- - Bueno, entonces quédese acá. Pero a ese pantalón se lo va a cambiar inmediatamente.


- - ¿Qué tiene de malo? – dijo Silvia con un hilo de voz.
- - No puede andar provocando tal como deliberadamente lo hace. Póngase un pantalón largo
y vuelva.
Se ausentó y volvió a los 10 minutos. Fijó la mirada en el televisor apagado, y para
Federico, que estaba mirándola, se hizo evidente que tenía deseos de prenderlo. Sin embargo
nada dijo.
- - ¿Por qué no juegan a algo? – propuso la acompañante. – Hay que pasar el tiempo de
alguna manera.
- - ¿No vamos a merendar? – preguntó Silvia como con temor.
- - Sabe que todavía no, Silvia. El horario es a las cuatro.
Pocos minutos después, Silvia y Federico estaban jugando un chin chon, y el partido
promediaba cuando se hizo presente Ana María. También dijo no poder dormir y habló de
cómo se había propuesto, sin lograrlo, esperar en su cama hasta las cuatro. La impaciencia

103

había sido más fuerte, y ahora miraba el reloj de pared con ansiedad de que las agujas
avanzaran rápido. - ¿Adriana está durmiendo, Ana María? – preguntó Teresa, sabedora de
que compartían la habitación.
- - No sé. Ella se tapa hasta la cabeza y nunca sé si está dormida o despierta.
- - Yo le tengo que pedir un jabón – no pudo evitar hacer saber.
- - El otro día estábamos en la estación de servicio, las dos con Matías, y ella nos contó que
estaba a punto de dejar lo de AVON, porque es demasiado trabajo para muy poca ganancia.
- - No tengo la experiencia – dijo Teresa. – Nunca me metí en eso.
- - Usted se habrá metido en muchas cosas en su juventud, ¿no? – dijo Ana María,
propiciando un nuevo diálogo entre las dos. En ese momento Federico cortaba, dando inicio a
una nueva mano en un partido que estaba perdiendo.
- - Me fui de mi casa a los 22 años, y mientras estudiaba Farmacopea empecé a vivir en un
departamento de un ambiente que alquilaba sola. Me mantenía con un trabajo de limpieza
que tenía en una lechería.
- - ¿Y eso fue todo?
- - De ninguna manera. Lo de la Farmacopea lo dejé al año y medio, y después hice un curso
de cuidado de ancianos. Lo terminé y estuve trabajando en un geriátrico a partir de los 26,
hasta los 29. Fue ahí cuando me puse a hacer un curso de acompañante, y empecé a
trabajara eso de los 32. Son 30 años que estoy en esto, y 12 que llevo acá.
- . Si habrá conocido pacientes. ¿Hay alguno que haya quedado desde cuando entró?
- - Ninguno. Fueron entrando y saliendo. Cada fase y cada período fueron delimitados por
una especie de metamorfosis, y fue el carácter de cada uno de los pacientes, sumado al de
los demás, lo que las produjo.
- - ¿Y de su vida sentimental no dice nada? Disculpe que me entrometa.
El tono de Ana María era el de quien en cierto modo está bromeando.
- - Me casé a los 24, un año antes de tenerlo a Horacio. Ahora soy viuda, tengo un buen
recuerdo de mi marido, y en cuanto a los hijos me felicito de haber tenido uno solo. Hay que
traerlos al mundo en la medida en que uno pueda proporcionarles un buen pasar. Y Horacio
creció muy bien.
- - Es difícil verlos como hombres, ¿no? Digo, aunque yo no haya tenido ninguno.
- - Horacio es un hombre muy fuerte – dijo Teresa. – No sólo se encarga de los negocios y de
su familia, sino que siempre está persiguiendo nuevas posibilidades de progreso.
- - Tiene una personalidad sólida, ¿no?

104

- - A mí me sorprende. Todo lo que lleva adelante casi sin contar con ayuda. Alo sumo, la
ayuda de mi nuera.
En ese momento entró Adriana, que se había pasado 15 minutos en la cama después de
despertar.
- - Ah, Adriana – dijo Teresa. - ¿Tiene el libro de AVON, por ahí?
- - Lo tengo arriba.
- - Por favor vaya a buscarlo. Le quiero encargar una cosita.
- - Cómo no.
Subió, y volvió a los dos minutos con lo solicitado. Había estado seria en el momento de
entrar, y al mirar su expresión, a Federico se le hizo que estaba perdida en pensamientos
poco agradables. Ahora acababa de entregar el libro, y se sentó en la mesa colocada delante
de la ocupada por Teresa, apoyando los codos y entrelazando las manos a la altura de la
barbilla. Diez minutos después, Teresa acababa de elegir un jabón rosa con forma de
doncella, y se estaba calentando el agua. Acababan de bajar Raúl y Matías, y Teresa hizo
comentarios sobre obligaciones que por el momento se podían postergar. – Después voy a
querer que acomoden las frutas y las verduras en la heladera. Por ahora merienden
tranquilos, pero después todo el mundo a trabajar.
Algunos sintieron una picazón a la altura del vientre, provocada por la certeza de habría
que hacerlo. En cuanto terminó la merienda, Raúl estuvo cargando una bolsa de peras de las
que se consumían a modo de postre, y Federico una de zanahorias. Matías, que deseaba que
el trabajo fuera hecho por ellos pero sentía un asomo de culpa por ello, los seguía con la
mirada y en gran parte con los pasos. - ¿Usted no ayuda, Matías? – fue la recriminación que
Teresa le hizo. Entonces se abocó a trasladar la bolsa de batatas, que había que acomodar en
la heladera junto con el resto. Después llegó el momento de las tareas de limpieza, ante las
cuales más de uno debió resignarse, dándole fuerza a un brazo en donde no la había. Lo más
difícil, a veces, era conseguir los elementos, y casi todos se trasladaron a la terraza para
buscar el balde y el secador. A las seis de la tarde estuvo todo terminado, Matías y Raúl
pudieron encender un cigarrillo en el patio, y Teresa se abocó a repartir dinero para los que
iban a salir. Ana María y Matías se pusieron de acuerdo para ocupar una mesa en la estación
de servicio, y hablaron de cómo habían pasado las horas en las que no tuvieron, como
entonces, libertad. Matías concluía, pensando en ese baño que se daba dos veces para evitar
la acusación de que se pasaba demasiado poco tiempo, que la disciplina era después de todo
soportable, aunque entendiendo, y comunicándolo así, que eso se debía a que ahora estaba

105

disfrutando de un café, y que había momentos por completo diferentes. Ana María, que
tenía que ir a yoga en cuestión de media hora, se manifestó de acuerdo, mientras no dejaba
de deglutir el yogur con cereales que había comprado.

Tobías despertó a las ocho de la mañana y encontró a su lado el cuerpo de su novia. Sus
pestañas lucían como cerdas de un cepillo infinitamente suave, negro como el lomo de una
oruga. Algo de su delicadeza le sugirió dejarla dormir, por más que pensara en ese trabajo
que ese día no iría a buscar. Irían al hospital. Se incorporó en el costado izquierdo de la cama
y, poniéndose de pie sobre el colchón, pasó por encima de ella para habitar el espacio por el
que solían rondar al son de la radio. Dió unos pasos haraganes, pensando en prenderla y
preguntándose hasta qué punto molestaría su sueño, y ante la evidencia de que pronto
tendría que despertarla, salió y se encontró, después de atravesar el pasillo, con la figura de
su padre, que sentado en el comedor tenía el diario abierto ante sí. Siempre se preguntaba si
sería capaz de asimilar todas las noticias hasta la última página, dado que solía leerlo entero a
lo largo de una hora, lapso para el cual él, que nunca leía más que la nota de tapa, no tenía
paciencia. Las letras del diario lo hacían pensar, con asombro, en las muchas personas cuyo
trabajo era necesario para que cada mañana estuviesen abarrotados los quioscos, y en lo
mucho que ese trabajo se desperdiciaba, en vista de que poca gente pasaba de los chistes y el
suplemento deportivo. Se preguntó si sería posible encontrar trabajo de corrector, tal como
un psiquiatra le había sugerido cierta vez. El mismo psiquiatra que, en determinado momento
harto de atenderlo, lo había derivado adonde estaba ahora. A propósito de eso, se propuso
despertar a Lucila no bien hubiera terminado con el café con leche.
- - ¿Qué dice de interesante el diario, papá? – fue su pregunta.
- - El gobierno se jacta de haber bajado la desocupación – respondió el padre con cierto
desdén. – Se felicitan de haber hecho el dos por ciento de lo que tienen que hacer.
- - Sin embargo – dijo Tobías – la imagen que tiene es más que buena.
- - Nadie lo puede negar, y uno se pregunta en qué estarán pensando los marginados como
para que le sigan prestando su apoyo.
Dijo esto y tomó un sorbo de su café, en el preciso instante en que la madre irrumpía en la
habitación.
- - Buen día, Tobías – lo saludó evitando hacer lo propio con el padre, dado que eran pocos
los días en los que podía encontrar a su hijo a la hora del desayuno.

106

- - ¿Dónde está Lucila?


- - En mi cuarto. La dejé dormida, y a lo mejor ya se despertó. Espero – agregó como
hablando consigo mismo – que no esté esperando algún permiso para hacerse presente acá.
Dijo así y se levantó de la silla. La encontró dormida, y la sacudió muy suavemente
apoyando las manos en sus hombros.
- - Tenemos que salir – le dijo en cuanto abrió los ojos. Ella volvió a cerrarlos, y él esperó.
- - ¿Pensás quedarte en la cama? Tenemos que salir, insistió.
- - M – fue el sonido que, con mucha debilidad en la garganta, emitió ella.
- - ¿Qué es “m”? – preguntó él con un desdén nacido de su inteligencia.
- - Ya voy – dijo ella después de cinco segundos. Quince minutos después, los dos estaban
listos mientras compartían con los padres lo que quedaba del café. Lucila se vió complacida
de que tan sólo hubiera que tomar un colectivo, ella que se había acostumbrado, con
abnegación, a subirse al tren para allegarse a Chacarita. Cuando él tocó el timbre del portero
eléctrico, listo para que la secretaria preguntara, eran un poco más de las diez y media.
Buena hora para hacerse presentes ante Daniela, que al momento de saludarlos estaba
escuchando, como todos los demás, a Noelia. Estaban allí Ricardo, Gustavo y Berta, que
hacían un silencio que en más de un caso iba acompañado de una absoluta indiferencia hacia
lo que estaba siendo referido.
- - No, sí, mi sobrino está totalmente loco – estaba diciendo. – Con el asunto de que quiere
una guitarra eléctrica y no se la quieren comprar, el otro día se subió a la terraza y amenazó
con tirarse al vacío si no se la compraban. Es un tipo tan enérgico, tan ansioso y desesperado.
Y yo no sé qué hacer para ayudarlo a encontrar su camino. En parte es una suerte que no
vivamos juntos.
- - Eso es algo – dijo Daniela – de lo que usted no tendría por qué hacerse cargo. Su sobrino
tiene a sus padres, que en todo caso sabrán proceder a propósito de la guitarra eléctrica.
- - Pero es que la guitarra no es lo único. La vez pasada era una motocicleta, que también
estuvo pidiendo con desesperación, y ahora que la tiene es como si no valiera nada y que
todo lo constituyera la guitarra. Yo me imagino que en cuanto la tenga va a salir con otra
cosa, siempre muy cara, porque parece ser ésa la manera en que funciona. Sepa, Daniela, que
yo, al ser su tía y al comprenderlo tan bien, no puedo ser indiferente a lo que son las causas
de sus angustias. Algo me llama a intentar ayudarlo.
- - Usted ya tiene suficiente con lo suyo, Noelia. ¿No tendría que volcar sus energías en la
relación que mantiene con José, que es algo que se puede disfrutar?

107

- - Mi relación con José es sólo una parte de mi vida, que no le quita espacio a la relación que
mantengo con mi hermana y mis sobrinas. La relación con José es absolutamente placentera,
pero no borra de mi conciencia que mi sobrino está muy mal.
- - Pero usted precisamente viene quejándose de que carga con demasiadas cosas sobre sus
hombros. Al final, parece que se lo busca, razonándolo así.
En este punto Lucila acababa de acostarse en una de las colchonetas, al haber decidido
levantarse de la mesa. Lo breve del diálogo había sido suficiente para hacerle saber que
habría que soportar a Noelia durante largo rato, y que mejor sería hacerlo desde allí. Tobías,
en cambio, había decidido quedarse en la silla, a pesar de que su costumbre más habitual
fuera la de pasearse por la sala con esa ansiedad que nunca llegaba a su fin.
Pensaba de pronto en el Teatro San Martín, en donde alguna vez había visto, en una época
en la que todavía había hippies en Buenos Aires, “Fantasma en el Paraíso”. Gran parte de su
primera juventud lo había tenido a sus alrededores como lugar asiduo por el cual pasar, y la
imagen de su fachada estaba encendida en su conciencia. Noelia seguía hablando,
incurriendo en contradicciones, y se le hacía que bien podía invitar a Lucila a que vieran un
concierto de música de cámara en alguna de las salas. Había visto anuncios por el estilo en un
folleto que hacía poco, pasando por allí, le habían entregado en la vereda. Leyó los nombres y
apellidos de los músicos que tocaban por una entrada muy barata. Le parecía notable que
tantos talentos vivieran en el anonimato, y que se vieran obligados a hacer su trabajo por
prácticamente nada. Y de esta forma se distrajo hasta que la hora de Daniela llegó a su fin, y
con ella la perorata de Noelia. Ahora estaban solos, Lucila acababa de incorporarse, y
mientras daba vueltas por la sala se hacía esperar con ansiedad el ingreso de Gamarra. Ante
él, y a pesar de las razones por las cuales rechazaba la clase de afecto que le profesaba,
Tobías se veía como quien está bien protegido de las voces de un mundo que pretende
desestimar virtudes. La calidez de la que era capaz le hacía desear su presencia, a lo mejor
para volverse el centro de la atención a su vez. A Noelia y a Berta les quedaba una hora para
volver a sus casas, y Gamarra se sentó en la cabecera como sin intenciones de alterar el
silencio. Algo que fue una impresión muy efímera, dado que al cabo de un minuto estuvo
preguntando cómo estaban, sin que nadie se atreviese a responder en nombre de todo el
grupo. “Yo estoy un poco bajoneado”, dijo Gustavo rompiendo su tendencia a la reserva, algo
a lo cual Tobías estimaba que tenía sobradamente derecho. Después de haber tolerado a
Noelia una vez más, y a diferencia de otros mediodías en los que la mirada silenciosa se le
perdía tras el grupo de parlanchines, era el momento de que todos se enterasen de qué clase
de vida llevaba Gustavo, por más que en apariencia no ostentara demasiados motivos.

108

- - ¿Qué te está pasando, Gustavo? – inquirió Gamarra.


- - Estoy tomando conciencia de que soy un tipo muy quedado. De que debería haber más
acción en mi vida.
- - ¿Por ejemplo con respecto a qué?
- - Y, por ejemplo, ante la perspectiva de buscar un trabajo. Sé que tengo que hacerlo, pero
cada mañana, ante la posibilidad de salir a comprar el diario, me vence un poco la pereza, y al
poco rato estoy pensando que de todas formas tengo que venir acá.
- - ¿Y cómo es tu vida cuando no estás acá?
Todos sabían que Gustavo vivía en una pensión, ocupando un cuarto solitario en medio de
un conjunto de 20, en su mayoría ocupados por pequeñas familias.
- - No sé qué decirle. Cuando llego me acuesto en la cama y paso como una hora mirando el
techo, perdido en mis pensamientos.
- - Eso, durante una hora. ¿Y después?
- - Me hago un mate. Para eso tengo que salir al patio, no tengo cocina en mi cuarto. Y por
ahí me encuentro con algunos de mis vecinos y charlamos un poco. Pero a mí me parece que
todo es inútil.
- - Me gustaría saber – dijo Gamarra mirándolo – qué son esos pensamientos que te toman
en la cama.
- - En gran parte son recuerdos. Cosas que me cuesta dejar atrás, tales como el momento en
que me enfermé y tuve que dejar el banco.
- - Lo contaste muchas veces – dijo Gamarra a pesar de que no tenía demasiada confianza
con él. - ¿Seguís dándole vueltas a esa rosca?
- - Un poco. Lo que me lo hace olvidar es, a veces, el trato que obtengo de los dueños de la
pensión, cuando me invitan a tomar algo en el comedor de ellos.
- - Alguna vez dijiste que su trato era para vos parecido al de unos padres. Que te sentías
cobijado con ellos. ¿Sigue siendo así?
- - Sí. E inclusive me da la sensación de que no es suficiente.
- - ¿Querés mejores tratos?
- - A lo mejor no me los merezco, pero tengo mucha necesidad de ser tratado de cierta
forma.
- - ¿En qué sentido? – fue la pregunta de Gamarra.
- - ¿Qué sentido puede tener? Ser tratado con calidez, tal como suena.
Gamarra hizo silencio mirándolo como quien desconfia, y que de todos modos sigue sin
entender tras la inquietud por la cual ha formulado su pregunta. La pausa pareció establecer
una escisión entre lo dicho y lo que quedaba por decir.

109

- - Yo no sé – dijo por fin. – Alguna vez dijiste que eras plomero. ¿Qué te impediría trabajar
de plomero ahora? La disciplina del hospital no precisamente. Simplemente recorrerías los
negocios de tu barrio y pegarías en los vidrios un volante que te anunciara como prestador de
servicios.
Gustavo lo miró como con indefensión, y demoró algo en contestar.
- - No sé. Si quiere que le sea sincero, me da un poco de miedo.
- - ¿Miedo a qué?
- - A cargar con responsabilidades. A que el hecho de que la canilla funcione bien dependa
de mí.
Gamarra lo miró casi con desaprobación.
- - Pero esos son miedos que hay que vencer. Pensá que tenés los conocimientos, y que
tendrías tiempo de dejar la canilla bien en cualquier casa de donde te llamen. De esa manera
tendrías otras maneras de olvidar lo que te pasó de malo en la vida, y de a poco tendrías unos
pesos que te vendrían bien. Nada te lo impediría, tampoco seguir viniendo acá. A lo mejor
modificaríamos, a lo sumo, los horarios.
Gustavo sentía que ante todo el miedo persistía, pero que no le era lícito volver a
expresarlo como acababa de hacerlo. De esa manera estaría demostrando ser demasiado
sensible, y no se equivocaba al considerar que, a eso, Gamarra solía desaprobarlo. Pero de
ningún modo quería pegar ningún volante en negocio alguno. – Tal vez tendría que pensarlo –
dijo para salir del paso, mientras Tobías, acercándose a Ricardo, le preguntó la hora. Lucila
seguía paseándose por la sala, ausente, perdida en la consideración de que poco faltaba para
atravesar el umbral del comedor de a la vuelta. Ese lugar donde había ocurrido lo que junto a
Tobías no dejaba de evocar, recreándolo en alguna de las ferias o en el mismo cuarto donde
compartían la radio, como si el sabor del primer encuentro siguiese siendo superior al de
cualquier otro que se hiciera palpable en el presente.

Raúl salió de la casa de medio camino y empezó a andar hacia la casa donde vivía el dueño
del perro. Era un perro solo el que paseaba por cinco pesos la hora, y todos los días, cuatro
horas después de que hubiera terminado de hacerlo, volvía a salir para cumplir con su otro
trabajo, el de volantero. Solían ser momentos en los que su mente estaba en blanco, a no ser
que lo asaltaran imágenes de Teresa impartiendo órdenes de ésas que consideraba
innecesarias, infinitamente molestas como innecesaria le parecía tanta rigidez que debían

110

soportar los habitantes del lugar.


Esa mañana lo recordó: En el bar llamado Wilde, ubicado enfrente de la estación de
servicio y adonde solía ir con frecuencia, y siendo que Matías lo había habitado esa sola vez,
se había puesto de acuerdo con él en cuanto a eso. A veces, la necesidad de hablar con
alguien en los momentos de ocio se le volvía imperiosa, como si fuera su organismo lo que le
pedía ser saciada. Lo que pedía habitualmente entonces, a diferencia de Matías a quien nada
apartaba de su café, era una gaseosa, lo cual a lo mejor tenía la propiedad de conducirlo a un
indeseable silencio. Ante la necesidad de hablar, había momentos en los que ni siquiera tenía
un tema, y entonces hacía un comentario ya hecho muchas veces, el referido a ese
departamento que alquilaba y que le permitía vivir. Por suerte, las preguntas de Matías solían
ser, como lo habían sido en ese lugar, sobre temas novedosos, de modo que lo conducían por
diversos aspectos de la situación, y por ejemplo tenían lugar cuando, en horas de la tarde, los
dos estaban ocupando sillones en los salones del hostal. Ahora Raúl se allegaba a la esquina
de la avenida Gaona, que debía cruzar para internarse en otras calles a cuyo término,(se
contaban en número de cuatro o cinco), encontraba el pórtico al que el hombre debía salir,
después de verlo por la ventana, con el perro a un costado y sosteniendo la correa. Los
paseos tenían a veces su costado divertido, siendo que a un par de anécdotas había sabido
contarlas en las horas que los martes pasaban bajo la dirección de la doctora. Ahora acababa
de internarse en la última calle, sobre la que se vertían los rayos del sol como brazos de
medusa. Se encontró frente al hombre en el pórtico, y esta vez le entregó los cinco pesos en
ese mismo momento, diciéndole que para la hora de volver él no estaría, sino que tendría
que dejar el perro en brazos de alguno de sus hijos. A Raúl le resultó conveniente. La correa
era completamente de cuero, y tenía un rasguño en la mitad de su extensión, cosa que, a
pesar de haberla observado, no le parecía en modo alguno preocupante. Empezó la tarea de
todos los días, la de contener como pudiera la ansiedad del perro y obligarlo a olfatear lo que
olfateaba con cierta moderación en cuanto a la velocidad. No era del todo fácil. El perro
avanzaba con frenesí, jadeando al compás de los movimientos de sus patas. No tenía
pedigree, y todo en el aspecto de su cabeza hacía pensar en una bondad que resultaba
ridícula por lo demasiado acentuada. Raúl se preguntó, por distraerse en un detalle insípido
de la situación, qué imaginaría Teresa a propósito de esa costumbre, de modo que lo más
probable era que su ignorancia fuera equivalente a su inquietud. Pensó también en Matías y
en Ezequiel, esos muchachos con los que se veía en los bares, y resultaba que a pesar de todo
no podía considerarlos amigos.

111

Había algo de frustrante en el hecho de que lo largamente deseado se volviera poco


disfrutable al hacerse presente, y todo lo que quedaba era el ímpetu de ese perro cuyo
carácter debía soportar a medias molesto. Lo mejor de la caminata, por la cual estaba
dirigiéndose hacia el sur, era lo que atesoraba la vista, las formas de todas esas casas cuya
arquitectura se erigía con relevancia de cíclope por encima de los entramados del asfalto.
Acababan de doblar por Acoyte cuando sucedió lo inesperado: ante la manera en que el
perro procuraba aumentar la velocidad con la que devoraba la distancia, la fuerza de sus
músculos fue de pronto superior a lo deseado y la correa se rompió a la altura del rasguño
que poseía en su mitad. Durante los primeros instantes, para Raúl, esto obtuvo un efecto
pavoroso. El perro echó a correr, abriéndose camino por entre las piernas de los abundantes
peatones, y debió echar a correr tras él, dueño de pronto de la voluntad de atraparlo con sus
brazos. Era como si un fuego que hasta entonces hubiera estado apantallado
parsimoniosamente, hubiera crecido al extremo de alcanzar todo objeto que pudiera resultar
inflamable, deviniendo en incendio desatado. Sólo cuando el perro se detuvo ante la cagada
de otro, al pie de un árbol, y después de que él también hubiera pasado por al lado de
peatones que no entendían el por qué de su carrera, pudo tomarlo por el lomo, viéndose
obligado a soportar su peso durante el resto del paseo.
Esto fue una anécdota con la que esa misma tarde, en las horas que dirigía la doctora, hizo
reír a todos y de algún modo a ella también, propiciando comentarios con los que sólo
momentáneamente fueron abandonados los distintos puntos de lo que constituía la
disciplina. Como es obvio, al momento de llegar a la casa, hizo saber a quien lo atendió – un
muchachito de alrededor de 11 años – que la correa se había roto, y la entregó en sus brazos
junto con el peso del animal, haciendo que se apurara a volver a cerrar la puerta. De pronto
era el momento de volver, y era sabedor de que, al haber pasado media hora desde el
instante en que la comida solía estar lista, lo aguardaba un plato en la mesa vacía, al darse
que todos habían terminado y de que en su mayoría estarían estarían en sus cuartos. Como
ya de algún modo se ha hecho saber, era martes, y por lo tanto se presentaba la circunstancia
de que había que estar quieto en una silla, con la prohibición de fumar, entre las tres y media
y las seis. La doctora hizo hablar a Javier y del hecho de que hubiera comprado los calzoncillos
que le había prescrito la otra vez, encontrando, tal como afirmó, elogiable la manera en que
el muchacho se estaba comportando. El tema de Javier fue interrumpido por las demandas
de Silvia, que de pronto estaba quejándose de que su padre hubiera pasado mucho tiempo
sin venir a verla. La doctora estimó entonces, como con voluntad de paliar sus angustias, que
el padre había de estar muy ocupado, y que en todo caso era necesario corregir cosas que no

112

dependían de él. Por ejemplo la manera en que Silvia comía, porque la disciplina era tan
rígida que abarcaba inclusive los modos de comer, por la cual, en virtud de que manifestaba
demasiada voracidad, se hacía cada vez más viable que Silvia, al igual que María Marta,
empezara a comer en el segundo turno.
Como todos los martes Teresa, sentada en un rincón, era testigo obsecuente de lo que la
doctora decía, y ante el hecho de que María Marta, también presente, hubiese sido
mencionada, la vió aprovechar para introducir algunos de sus bocadillos habituales, diciendo
en un principio “yo soy la que está siempre para el cachetazo, y me ponen de ejemplo para
hablar de los incumplimientos de otros”, acaparando de pronto la atención. “Usted, María
Marta”, dijo la doctora como si se propusiera frenar a quien incurre una vez más en una mala
costumbre, “mejor que no interrumpa, porque en ese caso le voy a tener que decir que vaya
al salón”. “¿No ve?”, exclamó ella. “Ni siquiera puedo hablar” “No puede hablar mientras
están hablando otros. ¿No ve que con Silvia no terminé todavía?”
Ante lo cual Raúl hizo silencio, al haber dicho todo lo puntual acerca de lo que le había
restado, y al encontrarse con que la doctora no tenía motivos para dirigírsele. Todo el resto
de la reunión consistió en escuchar a Silvia, que ofrecía descripciones confusas sobre
sensaciones harto sutiles y sobre las cuales casi todos acabaron por no entender nada. De
esto no estuvo exenta la propia Teresa. Su expresión, inesperadamente, fue la de quien se
encuentra perturbado ante temas que sólo lo tocan en parte. Sólo después de la reunión, y
después de que la doctora se fuera, volvió a ser ella misma, dedicándose a impartir órdenes
aunque no hubiera prácticamente motivos para sacarlas a relucir. Obligó a Matías y a
Federico a ir a afeitarse inmediatamente, a pesar de que ni uno ni otro tenía una barba que
hubiera crecido en demasía. Después de que terminaron, no mucho tiempo pasó hasta que
los encargados del día tuvieron que ponerse a cocinar, en una instancia en la que Teresa se
adueñó de la cocina y empezó a dirigir la preparación de las empanadas. Los martes cenaban
en efecto empanadas, y terminaba bien un día que en horas de la tarde había sido malo.
Muchos de ellos lo experimentaban así, definitivamente convencidos de que los menús
habituales eran una de las pocas cosas disfrutables en medio de una disciplina que no dejaba
de hacerles sentir urgencias en el sistema nervioso.

Acababan de almorzar bajo la dirección de Gamarra, y Noelia y Berta habían partido rumbo

113

a sus casas una hora atrás. Por eso, y en vista de que no se había hecho presente Karina,
encontraron que era tan sólo en número de cuatro que les tocaba enfrentar la hora de Ruth.
A diferencia de muchas otras veces, la esperaron sentados en torno a la mesa, y Tobías
estaba particularmente reconcentrado, uniendo las manos a la altura de la frente y con los
codos apoyados. No hablaban. En cuanto Ruth entró, le notaron el pantalón beige y el
pullover amarillo que al parecer eran los mismos de la última vez, y Tobías recordó cierto
comentario de Lucila, lo que se refería a sus sospechas de que Ruth era amante de Daniela. A
juzgar por la manera en que los saludó, no hubo para Tobías motivos de continuar
sosteniendo esa sospecha. Relativamente amable, les ordenó abrir el armario donde estaban
los pigmentos, los hilos sisales, los papeles maché, y el muchacho, al encontrar bastante
evidente que no podía esquivarle el bulto al trabajo, se apresuró a decirle que prefería hacer
alguna pintura sobre hoja canson, siendo que ésa era para él la más fácil de todas las tareas
que eran posibles bajo su dirección. Ruth se manifestó complacida y él empezó a trabajar. En
un primer momento había imaginado que tan sólo haría algunos dibujos con lápices de
colores, pero finalmente decidió agregarles figuras hechas con hilos y pegarlas sobre la hoja
con plasticola. Mientras estuvo trabajando, no tuvo motivos para verse acuciado por Ruth,
quien, una vez que los otros hubieran anunciado tareas parecidas y empezado a hacerlas,
hizo un silencio con el que permaneció de pie, con absoluta templanza en la expresión, y con
un brazo apoyado sobre el otro siendo que con el índice de la mano izquierda se tocaba
apaciblemente una mejilla. Tobías fue el primero en terminar y le entregó el resultado de su
trabajo, que ella contempló sin ninguna admiración, pero aparentando verse complacida por
él. “Usted habitualmente no quiere trabajar, Tobías, pero cuando lo hace, hace cosas
buenas”, fue el comentario que a él lo indujo a decir lo que dijo: “Lo mejor que hago son los
poemas que me salen cuando estoy emocionado” “¿Y qué piensa hacer con los poemas?”, le
preguntó ella de tal manera que a él le resultó desagradable. “Pienso hacerlos participar de
concursos. El otro día ví un afiche en un cesto de basura, por la calle. Saqué un cuaderno del
bolso y anoté el teléfono”.
Ante esto Ruth, como si no tuviera demasiada significación lo dicho, hizo un breve silencio
antes de preguntarle a Lucila: “¿Qué opina usted de los poemas de su novio?” “Son
demasiado complicados”, dijo ella. “Está desarrollando un tema y de pronto se va por los
cerros de Ubeda”. Para entonces habían avanzado mucho las dos horas previstas, y tanto
Ricardo como Gustavo estaban terminando lo suyo. Se lo mostraron a Ruth, que esta vez tuvo
comentarios elogiosos para dedicarles. De modo que no fue demasiado difícil soportar hasta

114

el final, cuando después de que Ruth se fuera estarían esperando a Racchi. La hora de Racchi
no fue demasiado diferente de lo habitual, y se dividió entre un silencio generalizado al
principio y la entonación de las canciones después. Una vez que todo terminó, Lucila y Tobías
caminaron hasta la boca del subte, de modo que él se alejó un poco de la parada del
colectivo, y estuvieron de acuerdo en que al día siguiente no irían a concurrir y que sólo
estarían juntos de nuevo el viernes, siendo que Lucila no le prometía concurrir al hospital a la
mañana y sí estar ante la puerta a las seis, cuando estarían listos para invadir la paz de los
padres de él y su eterna inacción seguida por las voces del televisor. Esa tarde, cuando estuvo
solo en su cuarto, Tobías extrajo conclusiones satisfactorias sobre el hecho de que dividieran
su tiempo en dos o tres días de andar juntos y otros dos o tres separados. Eso ayudaba a que
la relación no se desgastara. Lejos estaban los motivos por los cuales Lucila había decidido
ponerle fin en determinado momento, y ya ni se acordaban de cuando se habían peleado a
golpes de puño. Inclusive éste le parecía a él, visto bajo la luz de un nuevo cristal, un detalle
sensacional de la vida de ambos, algo que ponía de manifiesto que sus existencias se
apartaban virtuosamente de lo convencional.
Al día siguiente, muy temprano a la mañana, compró el diario y durante media hora se
dedicó a buscar avisos, mientras en el comedor consumía un café y su padre se demoraba de
manera inusual para abandonar su sueño. El negocio en el que finalmente eligió presentarse
quedaba en la calle Hipólito Irigoyen, cerca de 9 de Julio, desde donde, según estimó, podía
tomar el subte A para hacerse presente en el hospital. Hizo cola detrás de otros 10
aspirantes, lamentando para sí que todo lo atendible tuviera que quedar en el centro, y
después de llenar su formulario, que entregó al entrevistador sin demasiadas esperanzas,
tomó el subte como había previsto, y se bajó en la estación Río de Janeiro. Mientras recorría
las veredas que lo separaban del portón azul iba pensando en la ambigüedad que profesaba
hacia el hecho de que su novia fuera al hospital tan sólo cuando le venía en gana. Por un lado,
a la luz de ciertos valores esgrimidos por los terapeutas y que podía considerar propios, lo
desaprobaba, y a la vez no quería, por ser su carácter tan hermosamente estrafalario, coartar
su libertad.
En esto pensó después a la luz de que, tal como había quedado establecido mediante su
conversación, ese día decidiera quedarse en casa, en compañía de esa hermana a la que
había encontrado bella las dos o tres veces que la vió, y a lo mejor de ese padre que sólo a
veces le hacía sentir el peso de su autoridad. Fue un día que pasó sin sobresaltos, entre
sensaciones que atravesaban por diversas metamorfosis que hubieran resultado difícilmente
explicables, y que junto a Gustavo, Ricardo y Karina, pasó bajo la dirección de Mesina al

115

mediodía y por la de Adriana y Racchi durante la tarde. Al momento de volver a Parque


Patricios, tuvo la tentación de llamarla por teléfono para confirmar el encuentro del día
siguiente, pero finalmente se le hizo que no era necesario y sus dudas se remitieron al hecho
de no saber si a la mañana saldría o no a buscar trabajo, y si Lucila estaría presente en el
hospital desde el principio o recién cuando todo terminara. Resultó de ese modo finalmente,
de manera que él tuvo reproches para hacerle en cuanto se encontraron cerca del umbral.
Fueron reproches que a la vez le parecieron caldo de cultivo para una conversación seria.
- - Decime una cosa – le dijo. – En el fondo de tu corazón, ¿vos considerás que estás enferma,
o que venís al hospital por error de alguien?
- - Yo no me siento enferma – contestó con absoluta sinceridad. – Habitualmente estoy en
paz con lo que pasa por mi mente, y mis pensamientos acerca del mundo son los de una
persona cuerda.
- - Y entonces, ¿por qué considerás que venís acá?
- - Dios me libre de lo que diría mi viejo si dejara de venir.
- - ¿Y te parece que podés seguir sosteniendo esta situación sólo por lo que vaya a opinar
otro, que a lo mejor está equivocado?
- - En realidad no sé si me conviene dejar de venir. Tengo mis momentos malos.
- - Pero entonces tendrías que venir siempre, y no solamente cuando te parezca que vas a
obtener placer.
- - Sí, seguro – dijo ella de tal modo que él comprendió: Sólo lo aceptaba en medio de una
conversación como ésa, pero de ningún modo en su verdadero fuero interno. Decidió no
insistir. Era tarde para que fueran a alguna feria, y casi sin que nadie lo propusiera estaban
dirigiéndose hacia la boca del subte. Fue entonces cuando ella preguntó:
- - ¿Y si fuéramos esta vez a mi casa, en vez de ir a la tuya?
- - Todo bien – dijo él aprobatoriamente. – Dejame buscar un locutorio para avisarle a mis
viejos.
Lo encontró a media cuadra de la boca del subte, al haber olvidado por completo que allí
había uno. Ella lo esperó pacientemente en la vereda, y él se sintió feliz al salir. Con el subte
viajaron hasta el paradero Chacarita, y pronto estuvieron habitando la estación, cerca de la
herrumbre de las vías, donde había palomas picoteando pan y paquetes de cigarrillos
arrugados. Esperaron durante 10 minutos entre una multitud de unas 40 personas, a lo largo
de los cuales estuvieron, antes de darse besos, mirándose a los ojos con expresión
falsamente desafiante. Era una manera de bromear, como si se dijeran: “¿Quién te conoce a
vos?” Luego subieron a la máquina donde encontraron asiento, y donde, en el respaldo del

116

asiento de adelante y con un bolígrafo, escribieron los nombres de ambos circundados por
un corazón.
La verja de la casa dejaba ver un interior en el que todo estaba iluminado, y del que se
podía adivinar ese paisaje que él ya conocía, el de un par de sillones ubicados al lado de cierta
biblioteca. Se escuchaba la voz de Horacio hablando a los gritos como si estuviera
dirigiéndose a niños desobedientes, siendo que la persona recriminada era Silvina. Fue la
madre la que salió a atenderlos, y tuvo un momento de ligero disgusto al comprobar la
presencia de Tobías. “Te olvidaste de tomar la medicación”, fue el saludo que le dedicó a su
hija después de recibir de él un beso. Resultaba que la medicación había quedado en la casa,
al ser un día en el que Lucila no concurriría sino hasta esa hora. A pesar de los reproches que
le habían oído al padre, encontraron a Silvina apaciblemente sentada en un sillón y atenta a
la lectura de un libro. Horacio se paseaba por la habitación visiblemente inquieto. El televisor
estaba descompuesto y a él se le notaba que había hecho abundantes esfuerzos por
repararlo, de modo tal que Tobías se preguntó a causa de qué había estado gritándole a
Silvina. Miró al aparato emitiendo ruido blanco. Sólo en el momento de verse frente a él fue
cuando el ánimo de Horacio se suavizó un poco, traduciéndose en un saludo respetuoso.
Tobías se adelantó dos pasos como pidiendo permiso. “Pasá, pasá”, le dijo él, que
inmediatamente se volvió hacia el aparato y empezó a golpearlo con la mano derecha.
Mientras, su mujer se paseaba por el comedor con una fuente de scones en una mano. No
bien los vió, Tobías los apeteció, y sólo estuvo esperando que las formalidades fueran
cumplidas para empezar a comer. En ese momento Silvina dejó de leer y subió las escaleras
que estaban a un costado de la otra habitación. Volvió a los cinco minutos, al haber hecho sus
necesidades en el baño de arriba. Lucila ocupaba el de abajo, adonde había entrado para
hermosearse por obra de un extraño capricho.
El padre, mientras los scones empezaban a ser deglutidos por Tobías, Silvina y la madre,
seguía intentando frente al aparato, dándose vuelta en determinado momento para
preguntarle a Tobías:
- - ¿Vos entendés este tipo de máquinas?
A lo cual el joven negó con la cabeza, pensando en recomendarle que siguiera con los
golpes pero desistiendo de hacerlo. Finalmente el padre se resignó a que había que llamar al
técnico, y apagó la máquina. En ese momento Lucila salió del baño, con los ojos y los labios
pintados.
- - Mucho viaje para tan poca cosa – dijo de pronto mirando a Tobías con una sonrisa
maliciosa.

117

- - Vos tendrías que acordarte de tu medicación – le dijo el padre al haber acabado de


sentarse frente a la fuente.
- - Tengo la cabeza en otra cosa, papá.
- - Otra cosa – dijo el padre como sopesando las palabras. – Como si tuvieras mucho que
hacer habitualmente.
A esto Lucila no contestó, y fijó una mirada muy diferente de la anterior en Tobías. Estaba
claro que sólo esperaban la comida para después reunirse en la habitación de ella, donde
podrían estar solos. Esa noche, al son de una radio apoyada sobre la mesada de la cocina,
cenaron un cerdo con salsa agridulce, antes de que Tobías y Lucila, un poco atolondrados,
decidieran pasar a esa habitación en donde Horacio había de agregar un colchón. Lo hizo un
poco después de las nueve, media hora antes de que, tras haber compartido un largo silencio,
ellos se abocaran a hacer el amor. Se quedaron dormidos una hora después de concluír, y
Tobías se acomodó en el colchón, al haber quedado establecido que, según los ritmos de él,
no era posible más de una tanda por vez. Todavía estaba por verse si al día siguiente irían
juntos al hospital.

Al haber quedado establecido que ese fin de semana no estarían Ana María y Nori, Teresa
había debido hacerse cargo del grupo. Acababan de terminar la hora del almuerzo, y después
de haber indicado a Javier y a Federico que se ocuparan de la limpieza de los platos, los había
dejado ir a sus habitaciones, donde dormirían, o no, hasta las cuatro. Estaba tejiendo, sola en
el comedor, mientras pensaba que alguna vez, dentro de poco, le resultaría deseable ir al
Teatro San Martín, o a algún lugar por el estilo, para entregarse a los espectáculos que allí se
daban. Pero el trabajo no le dejaba tiempo, y al margen de que en cierto modo lo disfrutara,
era digno de lamentar que ese fin de semana no pudiera estar en su casa. Si hubiera podido,
a lo mejor aprovecharía el tiempo para ir, al ser muy probable que la entrada fuera gratis.
Mientras tanto, asistía al hecho de que al tejido le quedaba poco, y que, al ser para Silvina,
inmediatamente debería empezar otro para Lucila. Imaginó que sería algo penoso el
momento de entregárselo, al resultar que habitualmente no se dirigían la palabra, y por lo
tanto había que quebrar una distancia que las mantenía relativamente cómodas. Fue un poco
antes de las cuatro cuando se hizo presente Ana María, la paciente, y preguntó por la
ubicación del control remoto. Empezaba el programa de literatura que solía ver, así como

118

solía pedir que le guardaran el suplemento de cultura del diario. Un escritor era entrevistado
por una Cristina Mucci que esparcía elogios hacia su último libro, y resultó que Ana María se
perdió un tanto en la audición de las explicaciones que brindaba sobre los móviles que lo
habían llevado a escribirlo. En realidad se trataba de repetir el rito, de escuchar la música del
programa que signaba el clima vespertino de todos los sábados, mientras las palabras se
esfumaban y mientras ella iba bajando su termo de mate, pensando en cuando, unas dos
horas después, estaría tomando un café en la estación de servicio. Matías, su compañero
habitual, no podía estar con ella esta vez, dado que, como todos los sábados, salía con Raúl y
Ezequiel a partir de las siete. Esto pensó Teresa entonces, cuando decidió abandonar el tejido
diciéndose que lo terminaría al día siguiente.
Ya eran las cuatro, y al haberse presentado Ana María un poco antes, era Javier el que
estaba entrando, con el discman en una mano y los auriculares puestos.
- - Cómo le va, Teresa – saludó, y después, casi como un niño que espera ser felicitado por su
noticia: - Estoy guardando plata para el lunes. Tengo que comprarme un pantalón nuevo.
- - ¿No tendría que comprarse calzoncillos? – preguntó ella como quien debe armarse de
paciencia.
- - Ya los compré, los calzoncillos. Ahora tengo para toda la semana. En este momento tengo
dos sucios y seis limpios. Inclusive uno me sobra.
- - ¿Se bañó, hoy?
- - Sí, me bañé. Lo estoy haciendo todas las mañanas. Antes lo hacía a la tarde, casi a la
noche, pero cambié de hábitos porque de esa manera no me quedaba tiempo para practicar
con el bajo.
- - Bien que hace ruido con ese bajo. Tendría que estarle agradecido al doctor, que lo deja
usarlo a pesar de todo.
- - Le prometo que hoy voy a poner el volumen más bajo. Mientras tanto me gustaría tomar
unos mates. ¿Está el agua?
- - Sí, me parece que Ana María la puso.
- - La puse, Teresa – dijo Ana María. – Me extraña que no se haya fijado.
El escritor iba por la mitad de su disertación sobre el último libro que había escrito. Todo
transcurría con tranquilidad, a no ser por los ruidos que Javier hacía al manipulear las ollas, y
pronto entró Ezequiel, convirtiendo la tranquilidad de la sala en una cueva donde ya no
estaban tan solos. No hizo comentario alguno después del saludo, todos estaban al tanto de
que ese día no trabajaría, y tomó de un rincón el diario para empezar a leerlo con una
atención que para los Ana María constituyó casi un enigma. La siguiente en entrar fue Silvia,

119

que esta vez estaba recatadamente vestida aunque con la voluntad de demandar. Dijo que
necesitaba un refuerzo de medicación.
- - Estoy pasada de revoluciones, y me siento mal.
- - Mire, Silvia – dijo Teresa -, no es cuestión de pedir un refuerzo al primer indicio de que
uno está mal. Quiero decir que usted seguramente no está tan mal como para que llame a la
doctora.
- - No, en serio. Estoy a punto de tirarme al piso de un ataque de epilepsia. No sabe lo que me
cuesta contener el impulso.
- - La epilepsia no es voluntaria. Usted do va a tener un ataque de epilepsia porque tenga el
impulso. En todo caso lo que quiere es llamar la atención.
- - Sí – repuso Silvia -, pero, ¿no le parece que si tengo ese impulso es porque estoy mal, de
una manera que resulta atendible? Por favor, llame a la doctora.
La expresión de Teresa, que después de haber apoyado el tejido en un rincón, había
empezado a hojear la revista de AVON que había dejado Adriana, fue la de quien debe
abocarse a una tarea hacia la cual siente aversión. Muy a pesar suyo, debió admitir que, de
acuerdo con lo dicho, Silvia necesitaba ayuda.
- - Hola, doctora – dijo después de marcar el número, y con la afectación de cada vez que
llamaba para consultarla. – Acá está Silvia, que no se siente bien.
Los siguientes segundos fueron de silencio, y cada tanto ella lo quedraba con un “sí, sí”,
que iba uniendo la alocución que los demás no oían. Una vez que colgó, se incorporó de la
silla para subir al primer piso, donde en el cuarto de los asuntos administrativos estaban las
cajas. De ese modo los dejó solos durante 10 minutos, siendo que el programa de cultura
estaba llegando a su fin y que a Javier, sentado frente a su mate, le estaban entrando ganas
de fumar. – Acá tiene – dijo Teresa mientras extendía una pastilla que Silvia ingirió, al haber
preparado un jarro de agua. Después se sentó al lado de su novio Ezequiel, y se puso a
cuchichear con él a propósito de asuntos que, al parecer, los demás nada debían saber. Ana
María usó el control remoto para cambiar de canal, y tras pasar por varios lo dejó en uno
donde actuaba un grupo folclórico. Diez minutos después entró Adriana, que al encontrar a
Teresa abocada a la lectura, le preguntó:
- - ¿Usted va a pedirme algo más?
- - No, Adriana. Estoy hojeándola por hojearla, fijándome en los precios. En todo caso, lo
hago en la campaña que viene, si decido hacerle un regalo a alguna de mis nietas.
- - Mirelá tranquila. ¿Alguna de sus nietas, dice? No sabía que era abuela. Qué hermoso. ¿Y
cómo se lleva con ellas?

120

Esta era la clase de pregunta que solía hacer, tanto ante ellas como ante las otras mujeres
del lugar, con ese tono en que vibraba la inocencia y la voluntad de ser lisonjero. Teresa
contestó:
- - No es lo mismo una que otra. Son dos. La mayor es la que más se da conmigo. La otra es
un tanto extraña.
- - Y a mí meextraña – dijo Ana María con cierta alegría – que vos, Adriana, recién te enteres.
¿Cómo no sabías que Teresa era abuela?
- - Son datos que se me escapan – dijo Adriana. De verdad, nunca había escuchado de usted
que era abuela.
- - Pero hubiera podido colegirlo – dijo Teresa. – Usted puede calcular la edad que tengo.
- - Bueno, pero una puede llegar a los 60 sin ser madre, siquiera. ¿Por quién tiene a esas dos
nietas? ¿Por un hijo o una hija?
- - Un hijo, el único, Horacio, el tigre de los negocios. Un hijo del que más de una estaría
orgullosa.
- - Mire usted. ¿Y lo tuvo de muy jovencita? Porque usted no tiene tantos años.
- - Sí, digamos que cumplí con mi deber. Cuando lo tuve recién estaba empezando a trabajar.
- - Cuéntele, Teresa – intervino Ana María – todas las cosas en las que usted estuvo metida
en su juventud. Te aseguro que es asombroso, Adriana.
Ante una pregunta consecuente de Adriana, Teresa empezó a hablar, como ya lo había
hecho, mientras Silvia y Ezequiel seguían cuchicheando. Así transcurrió esa vigilia hasta que
Javier, al haber terminado con su mate, pidió un cigarrillo. Un minuto después estaba
fumando en el patio, escuchando a Judas Priest con su discman. Fue sorprendido por Matías
unos 10 minutos más tarde, después de que hubiera dedicado a todos un saludo muy
abarcador.
- - Matías, usted tiene que bañarse, ¿no? – dijo Teresa aprovechando que la puerta del patio
estaba abierta.
- - Sí. Es una costumbre que tengo los sábados. Me baño a la tarde.
- - ¿Y qué espera?
- - Quisiera tomar unos mates primero.
- - Muy bien. Ahí tiene el agua. ¿Va a esperar mucho? Acuérdese de que a las siete tiene que
estar bañado y afeitado, para salir.
- - Ya voy.
Había pensado en decir “hay tiempo de sobra”, pero, por más que fuera verdad, le
pareció que no debía seguir negándose a lo que le era sugerido. No proviniendo de ella. La

121

mateada le duró 40 minutos, en los que Silvia, una vez que dejó de intimar con Ezequiel,
empezó a pasearse nerviosamente por la habitación, hablándole a Teresa de lo pésimo que
resultaba su estado emocional.
- - Me parece que la pastilla no me hizo nada – le dijo. - ¿Podría llamarla de nuevo?
- - No, Silvia – contestó la acompañante de manera terminante. – Definitivamente no. Usted
tiene que esperar a que le haga efecto. Pasó muy poco tiempo desde que la tomó.
Ante esto Silvia hizo una mueca de disgusto, y lloriqueó quejándose de su estado. Al poco
rato llegó Raúl y Matías, al recordar que ese hombre debía bañarse después que él, decidió
apurarse a hacerlo. Veinte minutos después, y al haberse enjabonado todo el cuerpo dos
veces, bajaba cambiado de ropa, ostentando una pulcritud ante la cual Teresa hizo un
elocuente silencio. A la media hora subió Raúl, que tardó otro tanto en bajar cambiado de
ropa. Era temprano, y aprovechando que hasta las siete y media no había restricción alguna
para el cigarrillo, fumó unos cuantos mientras habitaba, sentado, la metafísica intimidante
del patio. Matías hacía otro tanto, aunque en su caso se trataba de pasearse contando las
baldosas. Contar las baldosas era una de sus costumbres más asiduas, dado que el paso del
tiempo que consagraba al vicio lo conducía a una nerviosidad por la cual necesitaba tener la
mente ocupada en alguna nimiedad. Y dado que tenía que esperar hasta las siete, y que no
eran aun las seis y media, no tenía otra manera de amenizar la lentitud del reloj. A las siete
salieron casi todos, y Teresa desistió entonces de continuar con el tejido, que ya había
decidido terminar al día siguiente, y mientras repartía alguna que otra indicación pensaba
que, esta vez, no había el más mínimo indicio de que su hijo fuera a organizar otro asado
dentro de poco.
Al cabo de un mes llegó el verano, y con él el propósito de Horacio de volver a pasar unas
semanas en Río Cuarto. Lucila, que había estado visitando asiduamente al tatuador y a los
muchachos que con él se reunían, quiso esta vez que Tobías fuera de la partida, cosa que
planeó con cierto temor durante un almuerzo. Horacio no depositaba demasiada confianza
en él. Todavía estaba presente en su conciencia el recuerdo de cuando le había pegado, y las
veces que había estado de visita no le había causado una buena impresión. Demasiado
calladito, como quien tiene mucho que ocultar y a consecuencia de ello cuida excesivamente
las formas. Bien que profesaba aversión hacia los hombres discretos, a los que solía
considerar dueños de secretos intransmisibles hasta extremos inaceptables. Pero esta vez la
demanda de Lucila era perturbadora ante la posibilidad de que le dijera que no. De verdad se
la veía como si a su novio lo amara, y nerviosa ante una eventual negativa.

122

- - ¿Lo hablaste con él? – le preguntó el padre.


- - Por supuesto – contestó. – Y me dijo que no conoce Río Cuarto y que le encantaría.
De modo que el padre dijo que sí. Y Tobías había estado pensando en que a lo mejor
Gamarra tenía razón. Lucila le resultaba a veces un poco hueca. Sin embargo, al haber
anunciado que por un par de semanas no pasarían por el hospital, había recibido de él deseos
de que la pasara bien, en una circunstancia en la que parecía dejarlo libre para que obrara
como quisiera. Nos referimos a en relación a su situación de pareja. De esa manera Tobías se
vió bien tratado la mañana en que, después de haber apoyado la valija en el umbral de su
puerta, esperaba que el auto de Horacio se hiciera presente en Parque Patricios. Eran las
once cuando el auto llegó. Y Tobías se encontró con Horacio abriéndole el baúl después de un
saludo por el cual parecía haber desaparecido la antigua aversión, hecho que no era cierto.
Vió las dos valijas de ellos en el habitáculo donde depositó la suya, no demasiado grande, y
partieron en ese mismo momento al tiempo que, en el asiento de atrás, saludaba a Lucila con
un beso en la boca y a Silvina con otro en la mejilla. La música de Phil Collins que sonaba en la
radio fue lo que todo lo caracterizó durante el primer tramo del camino, antes de que, recién
salidos de Buenos Aires, Horacio preguntara en una estación de servicio sobre el rumbo a
seguir. De esta manera interrumpió una conversación que Silvina y Lucila estaban
manteniendo y de la que Tobías no participaba. Versaba sobre el colegio y sobre la necesidad
de que Lucila empezara una vez más el tercer año. La retomaron una vez que el padre se
internó en una ruta en cuyos costados vibraba la pampa hasta la línea del horizonte. Silvina se
había ido un poco por los cerros de Ubeda y ahora hablaba de su propia época de colegiala,
de lo que habían sido sus amores entonces. Bromeaba con los dos acerca de la posibilidad de
que Lucila encontrara de los suyos entre sus compañeros. Ante ello, de pronto hablando más
en serio, Lucila dijo que difícilmente se daría, dado que ellos habían de tener muy pocos años
y por lo tanto carecer de la estolidez que solía esperar en un hombre. Y Horacio y su mujer
hacían silencio, sin poder sustraerse a la conversación que estaba teniendo lugar en el
asiento de atrás. La madre, en determinado momento, pidió especificaciones sobre cierto
compañero que Silvina acababa de mencionar. Lo había hecho con un encantamiento que no
era habitual en ella. Al parecer, había albergado hacia él un amor que en su momento no
supo expresar, a pesar de que los recuerdos que de ello le quedaban fueran buenos. Con este
tema se entretuvieron hasta que llegaron, y empezó la tarea de buscar un hotel. Horacio
tenía recuerdos de las calles que los habían conducido al de la vez pasada, y al haberse
agotado el tema de los chicos, se dirigía muy especialmente a Tobías para consultarlo sobre si
era capaz de reconocer el lugar. Tobías, que estaba en Río

123

Cuarto por primera vez, dijo que no. A esto sucedieron preguntas de Horacio sobre si había
viajado mucho, y él debió admitir que rara vez en su vida había salido de Buenos Aires.
- - ¿No te parece un poco aburrido? – preguntó Horacio al tiempo que comprobaba que sólo
le quedaban tres cuadras.
- - Yo no me aburro – dijo Tobías. . A lo mejor lo que me impide aburrirme son mis
pensamientos.
Esto, a Horacio, le pareció una respuesta demasiado inteligente como para que fuera a
su vez respondida de inmediato. Tobías, ante el baúl, tomó su valija con una especie de
actitud egoísta y dejó que Lucila y Silvina cargaran con las de ellos. Además de que la madre
tuviera una cartera grande de la que sobresalía un termo, Horacio tomó las tres llaves y
entregó a Tobías la que le correspondía a él y a Lucila. Silvina tendría un cuarto para ella sola.
Dos horas después de haberse instalado, y al considerar que al día le quedaba un rato,
Horacio tuvo la tentación de salir rumbo al río y le hizo la propuesta a su mujer. Ella se
manifestó disconforme, diciendo que el tiempo que les quedaba hasta la hora de la cena no
era demasiado. Ante esto él se resignó, y salió de la habitación con el termo y el mate.
Bastante fue su sorpresa al encontrar a Lucila en una mesa del comedor, sola y ante un
platito de loza donde depositaba las cenizas de un cigarrillo. Sólo fumaba ocasionalmente y
en circunstancias muy especiales. Circunstancias que acentuaban su nerviosidad más de lo
normal. El padre se sentó ante ella después de pedir en la cocina que le llenaran el termo.
Extrañado acerca de que Tobías no estuviese, evitó hacerle preguntas al respecto.
- - ¿Vas a querer unos mates? – le dijo en cambio.
- - A lo mejor –afirmó ella como quien sabe que debe cuidarse de lo que consume. En todo
caso, no serían muchos los que iría a tomar.
- - Tu novio está en el cuarto – dijo como si hubiera una posibilidad de que así no fuera, y
desistiendo de la decisión que había tomado, la de no hablar.
- - Sí. Está mirando televisión. Yo lo dejé solo porque no me interesaba.
- - Al final – dijo él mirando repentinamente hacia otra parte – tuvimos que dejar
descompuesto el televisor allá. Voy a tener que desembolsar cuando volvamos.
- - No pienses en cuando volvamos si acabamos de llegar. Disfrutemos de lo que tenemos.
- - A propósito de eso – dijo Horacio. – Acá a pocas cuadras hay un teatro donde se presenta
uno de los espectáculos de Sofovich, que no es el real, pero, aunque sea una imitación, ¿te
gustaría ir?
- - Eso es grasa – dijo Lucila acentuando con disgusto la última palabra.
- - Yo digo – dijo Horacio. – Si es que no quieren ver algo demasiado intelectual.

124

- - Se puede llegar a un punto medio. Decime: ¿Se puede pedir un café con leche acá?
- - Tenemos cubierto el desayuno solamente.
Ante esto, Lucila no respondió y el encargado se acercó con el termo lleno. En ese
momento bajaron Tobías y Silvina, que por pura casualidad habían salido de sus cuartos al
mismo tiempo, y acercaron dos sillas a la mesa. Se armó una ronda de mate a lo largo de la
cual no faltó la conversación, y en donde a Horacio se lo vió como si quisiera establecer con
Tobías una comunicación que hasta entonces no había sido posible. Ante esto, Tobías no se
mostró demasiado condescendiente.
Al día siguiente, a partir de las cuatro de la tarde, estuvieron haciendo un pic – nic a
orillas del río. El lugar estaba muy poblado y a pocos metros de la suya había otras lonas con
alimentos apoyados. Lucila, mientras escuchaba a Silvina que, un poco engolosinadamente,
seguía recordando su paso por la escuela secundaria, se fijó en los portes
intrascendentemente inigualables de las personas que sobre esas lonas estaban arrodilladas,
siendo que nadie atinaba a sumergirse en el río y que sus semblantes presentaban, entre sí,
similitudes. Ante la conversación de Silvina, los padres permanecían apartados, haciendo
comentarios sobre otros temas en voz baja, y Tobías sentía crecer en sí cierta impaciencia. De
verdad lo irritaba escuchar a Silvina hablar de sus recuerdos, y no veía la hora de que hiciera
silencio. De nada le servía pensar en el hospital, ni reparar en el hecho de que Horacio tenía
razón al considerar su vida demasiado aburrida. Mientras tanto había sándwiches de miga en
los platos, y una Coca – Cola de dos litros que pasaba de mano en mano. Se quedaron hasta
las siete de la tarde, cuando un viento incipiente y unas nubes ominosas empezaron a
anunciar tormenta. Lo que comieron en un restaurante dos horas después fue una cazuela de
mariscos, y barajaron la posibilidad de ir al cine al día siguiente. Silvina había caído en ese
silencio que a Tobías le había parecido deseable, y ahora él estaba arrepentido de haberse
excitado hasta ese punto, a pesar de que en su momento había evitado exteriorizarlo. Al día
siguiente, a las seis de la tarde, fueron a ver El Día que me Amen. Tal vez, pensó Horacio, se
trataba del término medio del que había hablado Lucila. Tanto ella como Tobías estuvieron
algo nerviosos en el momento de hacer la cola, y comentaron el uno para el otro lo que
compartían: los complacía el estar por ver una película, pero a la vez estaba presente el deseo
de que terminara pronto y se vieran libres de la obligación de atender a la pantalla. Nada
supieron sobre la situación de Silvina, que de pronto miraba alrededor con el aire de una
paloma invadida por infinidad de monstruosidades. A Tobías, la película le pareció
interesante aunque un poco convencional, a él que había sido devoto de Orson Welles, de El
Perro Andaluz y de El Gabinete del Doctor Caligari. Todo ello perteneciente a una etapa de su

125

vida de la que nada podía contarle a Lucila, dado que su conciencia invadida de los
románticos de la radio no entendería. Dijo, al salir y ser interrogado por Silvina, que le había
gustado a medias, al haberla seguido con un ojo crítico y otro expectante. Silvina, en cambio,
dijo que la encontraba sensacional. Entre esos comentarios fue que aparcaron en una pizzería
de los alrededores. A Horacio se lo veía complacido y Tobías pudo compenetrarse con lo
mejor de su carácter, siendo que continuaba tratando de establecer esa comunicación que a
su juicio hacía falta.
Esa noche, Tobías y Lucila hicieron el amor con una pasión tan desaforada que él temió que
los gritos de ella hubieran sido escuchados en otras habitaciones. Esto fue algo de lo que se
despreocupó después, yaciendo boca arriba, al pensar en que últimamente andaba inspirado.
Se preguntó no obstante de dónde le venía la agresividad con que la había poseído, y no le
fue difícil colegir que tenía su origen en la tensión que las palabras de Silvina solían
provocarle. Soñó esa noche con que se incendiaba el hospital, en momentos en que a él lo
tenía como paciente, y que se incineraban las ropas de Karina, Gustavo y Ricardo mientras él
buscaba la manera de escapar. En el momento en que esto le resultó definitivamente
imposible, dado que el fuego había tomado la escalera, se despertó con un brusco
movimiento de su cabeza, aunque sin ningún grito. Encontró a su lado el semblante pálido de
la durmiente, con bien cerradas esas pestañas abundantes que ahora semejaban patas de
ciempiés. Buscó un reloj en donde comprobó que eran las cuatro de la mañana, y volvió a
acostarse, para quedarse dormido a la media hora. Al despertar nuevamente, era el cuarto
día, recordó que eran 10 los que habían sido previstos y, al ver a Lucila durmiendo todavía, se
preguntó si no irían a alargar la estadía, dado que, entre desayunos calientes y sustanciosos,
entre picnics vespertinos y salidas nocturnas, las vacaciones se presentaban lo bastante ricas
en impresiones como para que 10 días no les resultaran suficientes. Ya habría ocasión de
polemizar sobre ello con Horacio.
Era un lunes más en ese verano que se había presentado con bastante pocas novedades.
Al pensar en esto, Teresa se refería al número de pacientes que habían decidido tomarse
vacaciones. Uno de ellos era Ezequiel, que se iba solo a Pinamar y que había pedido licencia
en sus dos empleos. En un principio, había sido propuesto que fuera con su novia, pero en
vista de lo que era la conducta de Silvia de un tiempo a esta parte, los doctores se opusieron.
Era un mar lo que Silvia había llorado a causa de esto. Y había que ver, se dijo Teresa, los

126

arrebatos teatrales en los que incurría cuando lloraba. “Soy una pobre infeliz”, solía decir
mientras inclinaba la cabeza y exacerbaba la fruición de unos ojos que sólo a veces lloraban
de verdad. Ahora, mientras ella esperaba que se hiciese presente en esa mañana que
acababa de empezar, se había adaptado al hecho de que su novio andaría solo, a lo mejor
temiendo que encontrara algún amor, por pasajero que fuera, en su camino. Mientras, a
Teresa le era posible hablar con Ana María, la acompañante, de los asuntos laborales
concernientes a las dos, al mismo tiempo que, una a cada lado de la mesa, iban llenando los
platos de panes cortados y porciones de mermelada. Javier fue el primero en bajar, llevando
a Judas Priest en el disc – man, y al serle negado un cigarrillo se sentó en el patio de todas
formas. Poco después entraron, juntas, Adriana y Silvia. Teresa aprovechó para devolverle a
la primera el libro de AVON, hablando de que no había tenido oportunidad de mostrárselo a
sus nietas.
- - ¿Le parece que podrá mostrarles el de la próxima campaña? – preguntó Adriana desde al
lado de la hornalla donde se estaba calentando su té, y con visibles intenciones de lucrar.
- - Yo, lo más probable es que no pida nada. Me producen aversión esas mujeres que gastan
de golpe 40 pesos y sin ningún criterio. Pero a ellas se los puedo mostrar…
- - Claro, siempre y cuando no tengan otra revendedora a la que pedirle.
- - No la tienen. En realidad, prestan poca atención a esas cosas.
- - ¿No se maquillan?
- - Compran en perfumerías. Por eso, probablemente vendría bien que se los muestre.
En ese momento entró Raúl.
- - Buen día, Teresa – saludó.
- - ¿Cómo anda?
- - Y, preparándome para el viernes. Me van a hacer la extracción definitivamente.
- - ¿Desde ahora, se prepara? ¿Tanto piensa que va a sentir dolor? Le van a poner anestesia.
- - Tengo miedo de que se repita lo que ya pasó.
- - Sería demasiada casualidad. Esas cosas no se repiten. Los accidentes son cosas que pasan
cuando nadie es capaz de preverlas.
- - Espero que tenga razón. Por ahora le pido permiso de prepararme unos mates y leer el
diario.
- - Acá lo tiene – dijo Teresa extendiendo una mano hacia la mesa donde estaba. Se lo
extendió sin recibir gracias a cambio. Adriana depositó la taza en una mesa y Raúl se instaló
en otra, la misma que en el otro costado ocupaba Silvia. Diez minutos después entró Matías,
que llegaba decidido a hacer un pedido impostergable.

127

- - Buen día – saludó. - ¿Me puede dar un cigarrillo?


- - No – dijo Teresa con tranquilidad. – Los cigarrillos se dan después del desayuno. Ya lo
sabe, Matías. Parece mentira que pregunte.
- - Lo que pasa es que quiero hacer una excepción, porque me lo pide el cuerpo.
- - No. Ya escuchó lo que dijo la doctora a propósito de eso. No atendemos adicciones.
- - ¡Pero es muy cruel el trato que tiene conmigo! ¡Me lo pide el cuerpo inmediatamente!
- - Prepárese su mate de todas las mañanas – dijo Teresa con la misma tranquilidad. –
Después le doy.
Matías pensó lo que ya había pensado, al imaginar la escena un rato antes. Después de
todo, el mate le servía para mitigar su ansiedad, y el tiempo que abarcaría su consumición
sería corto.
- - Déle, Matías. Sea prudente – le aconsejó Ana María que no había perdido detalle del
diálogo. Y así fue. Se sentó al lado de Adriana y los dos hicieron el silencio que a él le
inspiraba su carácter. Al igual que como ocurría con Susana, el carácter de Adriana le
provocaba aversión. Su manera de hablar con voz aguda y saturada de una inocencia que se
podía considerar una exageración, le caía mal. Lo mismo ocurría con la risa con la que Susana
solía acompañar sus chistes sobre el amor y las parejas. Solían tener lugar en horas del
almuerzo o cena, cuando la tenía ante sí en la misma mesa que ocupaba ahora. Decidió alejar
esos pensamientos de sí, sumergirse en un clima en el que no había tensiones, y al cabo de
40 minutos estuvo disfrutando su cigarrillo en el patio donde Javier hacía lo propio. Un rato
después se sumó Raúl, y Ana María, la paciente, entró en la habitación para ponerse a
conversar con su tocaya.
- - Mucho cigarrillo – dijo Teresa en voz muy alta -, pero no bien lo terminen tienen que
empezar con las tareas. A usted, Matías, le toca baldear el patio. Y a usted, Raúl, hacer las
escaleras.
- - Ya vamos – dijo Raúl en nombre de los dos. A Matías lo atormentaban las tareas, pero a la
vez había aprendido que después de hacerlas se sentía mejor. Que después de hacerlas tenía
su momento de paz ante el papel, siendo que en su mesa de luz había un cuaderno
abarrotado de poemas. A la tarde, después de merendar, tendría que hacer el baño de
hombres del primer piso, según le tocaba todos los lunes, y esto era indeseable, pero
después tendría su momento de placer en la estación de servicio, quizás con Ana María, la
paciente, como interlocutora. En efecto llegó el momento, y en cierto modo lo disfrutó, por
más que cada circunstancia presente se viera acompañada de un dejo de insatisfacción.

128

- - Me cuesta disfrutar del café – le dijo a Ana María. – Como si tuviera la necesidad de
terminarlo cuanto antes, y entonces lo tomo sin relajarme.
Ana María asintió, a pesar de que no entendía del todo. Como de costumbre, había pedido
una gaseosa y un yogur, y los iba bajando a la vez, alternando un trago de una con un bocado
de otro. Dentro de un rato tendría yoga y se lo hizo saber, provocando en él la impresión de
estar ante una mujer harto simple. A las siete y diez abandonó el lugar, y él se quedó un poco
más. Se acercaba la hora de entregar los cigarrillos, siendo que a partir de las siete y media no
se podía fumar hasta después de la cena. Teresa estaba por entonces más aplacada, y se la
veía más proclive a hablar con voz suave y con tolerancia. Matías entregó los cigarrillos y se
sentó en el patio, donde de pronto estaba solo, a soportar el deseo. A esa hora la casa se
teñía de la vibración de las luces amarillas, y el patio estaba someramente iluminado. Todavía
estaba allí cuando entró Javier, recién repuesto de una arenga que le había dirigido Teresa. Se
quejó delante de él de haber sido maltratado, y encendió el discman para aislarse sin esperar
respuesta.
Cuando Matías decidió abandonar el patio se encontró en el comedor con ella, que había
vuelto al tono tolerante. Estaba impartiéndole a Adriana y a Silvia órdenes sobre cómo hacer
la comida. Tocaba empanadas, y por eso Matías estuvo agradecido de que hubiera llegado
ese momento. Después sería la hora de volver a fumar, promesa por la que sólo gracias a ella
se le hacía posible soportar la abstinencia. Una vez que la comida estuvo casi lista, Adriana y
Teresa iniciaron una conversación sobre la posibilidad de que sus nietas eligieran algún
producto de la revista. A partir de allí, se desarrolló un diálogo sobre la relación de Teresa con
ellas, y en cierto modo no hizo más que repetir lo que le había dicho a Ana María. La mayor
era la que más solía entrar en conversación con ella, y la menor le profesaba una indiferencia
en la que no dejaba de encontrar algo desagradable. A todo esto Silvia estaba nerviosa
delante de las fuentes que habían quedado en el horno.
- - ¿Las saco, Teresa? – preguntaba una y otra vez.
- - Espere a que estén doraditas – contestó otras tantas la aludida, que no quería claudicar en
su costumbre de tratarla de usted. El comedor estaba llenándose de pacientes. Allí estaba
Raúl, que acababa de bañarse, haciendo colgar sus brazos disponiblemente inactivos a cada
lado de su torso. Allí estaba Ezequiel, que acababa de volver de su trabajo de las tardes.
Teresa tuvo la necesidad de indagar en si habían hecho bien sus cosas, y por ejemplo se
encontró con que Ezequiel no se había bañado aun. Considerando que acababa de volver del
trabajo, se lo indicó con cierta amabilidad, y pronto el muchacho estuvo obedeciendo. Para
-
- 129
-
-
-
-
-
- todos fue posible escuchar su canto proveniente del baño, mientras Silvia seguía inquieta
ante el horno y sus fuentes. Finalmente Teresa dió la orden, e incurrió en una de sus
bravuconadas en cuanto los primeros platos fueron servidos.
- - Coman despacio, o les saco el plato. No tienen ningún apuro. Yo no sé por qué es
necesario llevarse semejantes trozos a la boca.
Ezequiel se había hecho presente, oloroso a perfume y con el pelo mojado. Para los otros
empezó la tarea de masticar sabiamente, procurando ser lentos aunque sin lograrlo del todo.
Y para Matías llegó el momento de desear una pera, su postre preferido dentro de todos los
posibles. Tanto fue así que experimentó una sensación de alivio cuando la pera fue anunciada
como postre a repartir. A esa altura, Teresa ya estaba distribuyendo la medicación, e hizo la
pregunta en voz alta:
- - ¿Estamos completos para lavar y secar?
Respondieron que sí, siendo que Adriana y Ezequiel lavaban y Raúl y Javier secaban.
Sobrevino el momento de distribuír nuevamente los cigarrillos, y todo tenía el cariz de un día
que llega felizmente a su fin. Brillaba la luz de cada cigarrillo en medio de las penumbras del
patio, y esto a pesar de que Teresa hubiera ordenado encender la luz. Para ella era el
momento de partir, al ser que Ana María, cuya llegada estaba próxima, iba a encargarse de
las horas de la noche. Estaba acostumbrada a viajar en colectivo a esa hora, y el hecho de que
al día siguiente tuviera que levantarse a las siete no constituía para ella motivo de aflicción.

Para Tobías llegaba el momento de decir adiós. Cierta mañana se levantó con esa sensación
antes de comprobar que tenía tiempo para un café antes de salir. Lo disfrutó en absoluta
percepción de cómo su padre demoraba su ingreso en la cocina, cuando estuviera listo para
recoger el diario de debajo de la puerta y distraerse con su lectura acompañándola con mate.
Era un hombre muy casero y con pocas actividades a las que dedicarse, como no fueran la
lectura del diario, la concurrencia al supermercado y el entregarse a la televisión a partir del
mediodía. Tobías se vió en absoluta libertad de salir sin esperar que se hiciera presente. En
cuanto lo hizo, y mientras recorría las porciones de vereda que lo separaban de la parada, se
puso a pensar en que Gamarra podía tener razón y en que su carácter podía no adecuarse al
de Lucila. Algo lo distrajo de este pensamiento en cuanto estuvo esperando. A lo mejor fue el
semblante de la mujer que esperaba junto a él, muy gorda y con una bufanda enrollada en
torno al cuello, incongruente en relación al resto de la ropa y a la época del año. Debajo de su

130

pollera celeste, muy ancha, imaginó el aspecto de ese órgano por el cual solía tener deseos,
al haber alcanzado cierta madurez como hombre. Todo aquello desapareció cuando el
colectivo llegó, e inmediatamente después de sentarse se puso a pensar en Rodrigo Mesina.
Le parecía la encarnación viva del burgués hipócrita, y pensó en diversas circunstancias
pasadas junto a él por las que se justificaba que le tuviera odio. Sabía que, aparte de su
trabajo en el hospital, tenía su consultorio ubicado en la avenida Cabildo, a pocas cuadras de
su departamento, donde entre otros solía recibir a Karina. Lo había sabido por ella misma,
una tarde en la que acababan de despedirse de Ruth y esperaban la llegada de Racchi.
A Karina solían escapársele ciertas noticias sobre su vida sentimental, y de ese modo había
sabido también que andaba en amores con el paciente llamado Raúl, que no era el Raúl del
hostal donde trabajaba Teresa. Era uno de los más entusiastas a la hora de quejarse de
Racchi, pensó Tobías, y esto tenía que ver con lo que constituía ese micromundo en el que
estaba sumergido. Se preguntó si Lucila se haría presente ese día. Hacía dos que no se veían y
tampoco se habían comunicado por teléfono. Todo era expectativa en el momento de bajarse
y empezar a recorrer la distancia que aun medía. Se encontró con Mesina sentado a la
cabecera de la mesa, dirigiendo un ejercicio en el cual cada uno de los pacientes debía
pronunciar las cinco vocales cantando. Se los estimulaba a que lo hicieran con la mayor
potencia que fuera posible, como si se tratara de que cada uno hiciera pesar su personalidad.
A Tobías, que no vió a Lucila alrededor, le pareció odioso, a pesar de que de todos modos lo
hizo con absoluta sumisión. Esto lo abarcó casi todo hasta que llegó la hora de bajar,
momento en el que Mesina siguió estando a cargo del grupo. Avanzó a la vanguardia después
de que Betty les abriera la puerta, y recorrieron juntos la distancia que los separaba del
comedor. Ni rastros de Lucila. Tobías iba pensando que lo suyo era un abuso, y estuvo
tentado de reprenderla en cuanto la tuviera frente a sí, esto a pesar de que ya estuviera
decidida la ruptura. No se podía concebir de qué manera Horacio le permitía hacer lo que
quisiera, pero Tobías dejó de pensar en esto en cuanto estuvo frente a la mesa de siempre y
le tocó sentarse al lado de Karina. Que mantenía una animada conversación con Gustavo. El
televisor, erigido sobre la tarima, transmitía el noticioso que en ese momento estaba
detenido en el fútbol del domingo anterior, pasando el resumen de los goles y la información
sobre las posiciones en la tabla. Llegó el mozo y algunos pidieron milanesa con papas fritas y
otros filet de merluza, siendo que eran los únicos platos que estaban disponibles. Mientras
esperaban, Mesina intentó encauzar la conversación en un solo tema, lo cual no era
demasiado fácil en virtud de que Karina seguía trenzada con Gustavo, y que Tobías y Ricardo
se habían puesto a hablar de fútbol. Esto se prolongó durante la comida, y llegó a su fin

131

cuando fue la hora de volver, sin que Lucila se hubiera hecho presente. Tobías creyó que
probablemente estaría esperándolos Raúl, que llegaba todos los días a esa hora, y que habría que
ser discreto en cuanto a la presencia de Karina y a la noticia que en cierto momento había
escapado de su boca. En efecto así fue, y pasaron cinco minutos hasta la llegada de Ruth, que hizo
la vista gorda en cuanto al hecho de que Ricardo y Gustavo acababan de acostarse. En cambio hizo
trabajar a Tobías, que habitualmente se veía irritado por el hecho de que ella lo tratara como a un
jovencito al que hay que corregir. También trabajaron Raúl y Karina, que lo hicieron con muy
distinto talante y encontrando mucho de valorable en la influencia que en sus ánimos incidía la
tarea. Era verano y estaban en remera, y se podía acariciar el mantel gris expuesto a lo largo de la
mesa, lleno de rugosidades. Ruth, que había hecho colgar su cartera del perchero, acababa de
apoyar sobre ella el libro El Limonero Real, de Juan José Saer, del cual habían sabido, de boca de
ella misma y ante una pregunta de Tobías, que se lo había prestado Daniela. A lo mejor esto era un
indicio de que entre ellas existía una amistad que Lucila consideraba amor, y algo sobre lo que, se
dijo Tobías mientras pegaba en la hoja trozos de hilo sisal, mejor no insistir. A través de los vidrios
translúcidos de las ventanas, convenientemente abiertos, llegaba el sonido de los motores de la
calle, y nada imposibilitaba que Raúl y Ruth estuvieran dialogando mientras el primero no dejaba
de trabajar. Hablaban, y había sido necesaria la iniciativa de Raúl, de Racchi, sobre quien Raúl
hacía saber todo lo que de indeseable encontraba en su figura, en su costumbre de sentarse y
contemplar el pizarrón con el puño en la barbilla. Ruth, que sin embargo no dejaba de sonreír, no
hacía sino relativizar los motivos por los cuales tenerle odio, y de decir que, a juzgar por lo que
conocía de él, era un terapeuta sumamente respetuoso. Al margen de lo que dijera y de lo que se
sintiera tentado de decir y luego callaba, Raúl no pudo dejar de observar ese rasgo de los
terapeutas: hablaban de las supuestas virtudes de otros siendo que lo que los caracterizaba era
precisamente lo contrario de esa virtud: Racchi, el más irrespetuoso de todos, considerado
respetuoso. Gamarra, el más autoritario de todos, considerado liberal (palabras de Mesina). Raúl
calló todo sobre esto que pensaba, hablando de los sentimientos de aversión que le provocaba la
indiferencia de Racchi, y Tobías decidió continuar con su trabajo sin intervenir. Pensaba
nuevamente en Lucila. A la luz de lo que habían sido sus costumbres en los últimos tiempos, era
probable que se allegara a las seis de la tarde. Máxime cuando habían pasado dos días sin verse.
Mientras escuchaba a Ruth tratando de desmentir los argumentos del otro, pensaba en cómo su
relación transcurría al margen de lo que ocurría en el interior, y en cómo los terapeutas habían
sido tolerantes a pesar de todo.

En efecto, Lucila estuvo ante la puerta a la hora de salir. Al encontrarse, no necesitaron


vacilar demasiado antes de referirse a lo que importaba.

132

- - Creo que llegó el final – le dijo él. – Es una certeza que tengo.
Esto le dijo en un bar que solían elegir Ricardo y Gustavo para intimar, aunque ahora no
estuvieran.
- - ¿Pero no te parece que los tiempos que pasamos fueron maravillosos?
- - Sí, pero pasa lo que cuenta Gilda en una de sus canciones: “Fuiste mi vida, fuiste mi
pasión, fuiste mi sueño, mi mejor canción, todo eso fuiste, pero perdiste”.
- - Ese es el punto de vista de una mujer – dijo Lucila. – Una mujer con una fuerza y
descreimiento que la mueve a abandonarlo todo, sin que ninguna sensibilidad esté presente
en ella.
- - Sí, pero puede trasladarse a la situación de un varón. En definitiva, ¿hay algo de lo nuestro
que realmente pueda perdurar? Lo único que podemos hacer es ir a las ferias, coger un poco
y escuchar la radio. El resto del tiempo no hay nada que nos mantenga unidos. Somos
diferentes y nos repulsamos.
- - Está bien – dijo ella con un gemido en el que parecía sucumbir, sin que él se sensibilizara
ante lo que la exclamación ponía de manifiesto.
- - Por eso te digo, vamos a cortarla por un tiempo. O tal vez para siempre. Te recomiendo
que hagas caso de tu tratamiento y que vengas al hospital más seguido. Para otras cosas no
cuentes conmigo – dicho lo cual se dedicaron a terminar sus cafés en silencio. El estaba con el
corazón hecho una piedra, y nada en el semblante de Lucila, a pesar de la aflicción que
expresaba, lo condujo a conmiserarse. Habían pasado dos semanas desde la llegada de la
excursión a Río Cuarto, y dos días desde que se habían visto en otro café. Daba la casualidad
de que para Horacio había llegado nuevamente el momento propicio de preparar un asado el
sábado. Llamó a la casa de medio camino (ésta era otra manera de referirse al hostal) para
informar a Teresa de que estaba invitada. Para ella fue un motivo de alivio. El fin de semana
transcurriría a cargo de Nori, y ella tendría la posibilidad de distenderse delante de
apetecibles trozos de carne y ante la inagotable conversación de su hijo. Era miércoles y
apenas le quedaban dos días de trabajo hasta entonces. Se lo podía considerar poco tiempo.
Las horas pasaban rápido entre las órdenes impartidas y las dificultades que pudieran surgir
de la conducta de algunos. Por ejemplo, el jueves a la mañana hubo problemas para hacer
levantarse a Federico. Se lo veía particularmente rebelde y a una de las imprecaciones
contestó de manera poco decorosa. Esto inició las iras de Teresa, que lo amenazó con llamara
la doctora en ese mismo momento. La amenaza fue eficaz, y pronto se lo vió incorporarse con
parsimonia luchando contra el frío y la pereza.

133

Antes de que terminara, pero viendo que todo iba por buen camino, Teresa bajó. Javier
acababa de tomar posesión de un asiento en el patio, con Judas Priest en el discman y con la
prohibición de fumar como asidero implacable. Le quedaban pocos días de ocio a esa hora,
puesto que a partir del lunes siguiente empezaría con los talleres protegidos. Era curioso que
decidiera esperar antes de prepararse el mate, y esto se prolongó hasta que Matías se hizo
presente y empezó a prepararse el suyo. A lo mejor, según pudo colegir Teresa, esto fue lo
que lo estimuló para entrar, y para buscar su termo en el placard. Ya estaba sirviéndose, al
haber elegido la mesa situada paralelamente a la de Teresa, cuando Ana María hizo su
entrada en tercer lugar. Saludó a la acompañante como quien tiene confianza, y buscó uno de
sus yogures en la heladera, al ser que era una de las pocas que disponía de permiso para algo
así. La dedicación con la que se abocó a engullirlo fue tanta que ni siquiera agregó
comentarios al saludo intercambiado, cosa bastante rara. Iba por la mitad cuando entró
Silvia, a quien Teresa, inmediatamente después de verla, ordenó que fuera a peinarse. Silvia
protestó, diciendo que ya lo había hecho, pero como no podía ser de otra manera acabó por
obedecer. Ya estaba de vuelta cuando Federico, al haber terminado con su trabajo
indeseable, entró, para dirigirse inmediatamente al placard. Todo indicaba para Teresa que
sería un día como muchos otros, que traería sus sinsabores y sus momentos de tranquilidad.
En efecto, así pasaron las horas hasta el mediodía, cuando Adriana y Raúl dieron por
terminada la tarea de la cocina. Fue el momento de impartirle órdenes a Silvia sobre su
manera de comer. Estaba siempre dispuesta a encontrar en sus conductas motivos para
zarandearlos, y por ejemplo le ordenó a Javier, a quien se le había pegado un estribillo de
Judas Priest, que no cantara en la mesa. Después del postre llegó el momento de la paz,
cuando todos debieron subir a descansar. Una de las pacientes que tenía permiso de no
hacerlo si no quería, era Ana María, con quien Teresa entró en conversación acerca de lo que
había sido su juventud. Ana María era una privilegiada en el sentido de que, por saber
imponer respeto, nunca recibía recriminaciones aunque estuviera en falta. Todavía le dolía, y
le habló de ello, la rodilla, y afirmó estar tan sólo a la espera de que los analgésicos surtieran
efecto.
A las cuatro menos cuarto bajó Matías, que tenía, y lo dijo, intenciones de poner el agua a
calentar. Teresa le dijo que esperara un poco. Esperó entonces sentado en la mesa según era
la disposición, y experimentando la tentación de levantarse y caminar. Cuando bajó Ezequiel,
fue para anunciar que tenía que irse, y la acompañante se mostró condescendiente a lo que
le exigía apurarse. Bajaron otros y se hizo la hora de repartir la medicación, y para eso cada
uno hizo fila con el jarrito de agua en una mano. Esto terminó cuando llegó Sandra, que tenía

134

preparado uno de sus inventos. Había recortado del diario notas sobre el sida, y se las dió a
leer dividiendo el enorme grupo en pequeños grupos de tres. La idea era que asimilaran lo
escrito para aprender a prevenirse. Se armó entonces una polémica en torno a los detalles
médicos, en la que cada uno pretendía saber lo que los demás no sabían. Sandra los contuvo
como pudo, experimentando que los alcances de la propuesta se le iban de las manos.
Después llegó la hora de las tareas de la tarde en la que todo el mundo tuvo algo que hacer, a
regañadientes excepto en el caso de Adriana. Eran las seis y media cuando, al estar todo
terminado, pudieron salir a tomar un café. O lo que fuera. Ana María estuvo callada en su
lado de la mesa de la estación de servicio, escuchando a Matías que no dejaba de hablar de
diversas sensaciones, muy sutiles, que lo asaltaban. Teresa aprovechaba para ordenar las
pastillas en las cajas, y para consultar las recetas que había dejado la última vez el doctor.
Una vez que todos volvieron, tuvo su inicio el último tramo del día, en el que no era necesario
impartir demasiadas órdenes. A esa altura, ella pensaba cada vez con mayor fruición en el
descanso del sábado, cuando estaría escuchando las novedades que sin duda tendría
Horacio.
Llegó la mañana del sábado, y con ella el momento de usar el jabón con forma de doncella
que le había encargado a Adriana. Estaba estrenándolo y sabedora de que le quedaba
tiempo, estuvo aplicándolo con afectación sobre los diversos rincones de su cuerpo, bajo una
ducha cuya temperatura era ideal. Salió a la calle a las ocho y media, consciente de que, a
pesar de que el viaje era largo, llegaría acaso demasiado temprano. Era que no podía contra
su propia ansiedad, contra la tendencia a apresurarse. Hizo el viaje sentada, junto a una
ventanilla del costado derecho, con un hombre de jeans y campera de cuero sentado al lado.
Se bajó cerca del boulevard de Ciudad Jardín y recorrió las tres cuadras que la separaban de
la casa. Para su relativo asombro, fue Lucila la que salió a abrirle, y se saludaron con un beso.
- - ¿Cómo andás? – le preguntó sin esperar una respuesta demasiado larga.
- - Más o menos – no pudo evitar contestar.
- - ¿Qué pasó?
- - Me peleé con mi novio.
- - ¿Y es algo definitivo?
- - Me parece que sí.
En el momento en que Lucila contestó esto, ya estaban debajo del pórtico y ante la puerta,
detrás de la cual Teresa esperaba encontrar a Silvina. En efecto, Silvina estaba leyendo un
libro en uno de los sillones del living.

135

- - ¿Cómo estás, muchacha? – la saludó con mucha mayor efusividad que antes a Lucila. Era
como si encontrarse con ella marcara el final de la conversación.
- - Acá estoy – dijo Silvina con tal actitud que parecía estar justificando el hecho de que
pasara su tiempo con el libro.
- - Es cuestión de pasarla – dijo su abuela mientras se allegaba al comedor donde su nuera
estaba sentada y cruzada de brazos, frente al televisor que ya había sido reparado. Adivinó
que Horacio estaba en el fondo, custodiando el fuego. Entró en conversación con la nuera,
acerca del partido de tenis que podía verse en la pantalla. También acerca de cómo habían
pasado los recientes días, cuando aun poblaba la memoria la estadía en Río Cuarto.
- - No me contaron mucho sobre eso – marcó Teresa. - ¿Fueron los cuatro?
- - Los cinco – corrigió la nuera. – El novio de Lucila fue de la partida.
- - Ella me acaba de decir que se peleó con él.
- - Sí, pero eso fue después. Hace pocos días.
- - Debe estar muy afligida por eso, ¿no? Me lo dió a entender.
- - Sí, sobre todo porque la iniciativa la tomó él. No fue el deseo de ella.
Esto decía la nuera con una expresión lo bastante seria para que Teresa coligiese que no le
afectaba demasiado.
- - ¿Y Silvina, cuándo va a conseguir uno?
- - Preguntale a ella. Por algo está perdiendo el tiempo en el living.
- - Silvina – llamó entonces volviéndose sobre sí misma. – Acá dicen que estás perdiendo el
tiempo.
- - No sé si leer un libro es perder el tiempo. En todo caso me tienen que dar la oportunidad
de aprovecharlo.
- - Pero yo no me refiero al trabajo, sino a un novio que puedas conseguirte.
- - No, no me quieren los chicos. Pero la paso muy bien sin necesidad de tener uno.
Lucila estaba en la otra parte del living, sentada en el medio de un sofá que alguna vez
Horacio había trasladado desde la casa de Teresa. Soportaba su dolor sin esperanza de que
alguien se interesase por él. Pero en cuanto Horacio hubo terminado el asado, y después de
que entrara para anunciarlo, Teresa estuvo lista para indagar en la realidad de Lucila al
mismo tiempo que todos tomaban posesión de su asiento en torno a la mesa grande. Era tal
vez una obligación que su condición de abuela le imponía. En algo parecía ser diferente a
otras esa circunstancia. Por primera vez había algo que indagar sobre la existencia de Lucila, y
su estado emocional la indujo a verse conmiserada por ella. De verdad había estado

136

acostumbrada a ignorarla, y se dijo que esto, por esta vez, no podía volver a ser así. Toda la
carne estaba servida cuando le hizo la pregunta:
- - ¿Por qué fue, Lucila, que tu novio te dejó?
- - Fue un capricho de él -, dijo Lucila como si hubiera estado esperando la oportunidad de
decirlo. – Todo venía bien, pero de pronto se le metió en la cabeza que no somos tal para
cual.
- - ¿Se enteraron los terapeutas? – preguntó la abuela, que ni siquiera se había tomado el
trabajo, nunca, de imaginar los caracteres de éstos.
- - Un terapeuta le había dicho eso a él, que en su momento me lo comentó. Ahora parece
que le dió la razón.
- - Bueno, muchacha, vos tenés un grupo de amigos donde podrías encontrar un
reemplazante.
- - No es tan fácil. Hay un chico que me gusta pero con un carácter que no me corresponde
del todo.
- - Muy bien, pero con éste también tenías diferencias de carácter a pesar de que durante un
tiempo hubieran andado bien. ¿No te parece que eso se puede repetir?
- - En todo caso, quisiera algo seguro. No sé qué voy a hacer. Estoy desamparada.
A todo esto ya habían empezado a deglutir los chorizos, e incluso era el momento de que
Lucila se sirviera su primera morcilla. A Teresa le pareció que el acercamiento era un hecho, y
que el hielo se había roto en una amplitud considerable. Ahora veía la personalidad de su
nieta menor como a través de un vidrio translúcido.
- - No te preocupes, muchacha – le dijo entonces. – Ya vas a encontrar. Los hombres
abundan como el agua.

Agosto 2008 – Agosto 2010

Versión corregida 2022


-

137

También podría gustarte