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Otra vez aquel ruido infernal.

Una mañana más, la enésima, en la que la despertaba aquel


ruido infernal. Y no, no era el despertador. Ojalá hubiera sido el despertador. Era aquel
maldito taladro que no sólo perforaba la pared del piso de arriba. También perforaba su
cabeza, su sueño y su despertar de cada día desde hacía tres meses.

No fallaba: a las 9 en punto comenzaba el espectáculo. Pasos, muebles en movimiento, el


parloteo de los obreros, la radio a todo volumen. Golpes, un martillo, un taladro. Un maldito
taladro.

Ella sólo quería tranquilidad. No era una persona especialmente irritable. Le gustaba sentarse
en la terraza a leer un buen libro mientras sentía el sol calentando su espalda. O ponerse los
auriculares para escuchar música y aislarse de todo el mundo saboreando una onza de
chocolate negro. O poner una barrita de incienso cuando terminaba de limpiar para hacer de
su casa un oasis. Procuraba disfrutar de todos esos placeres sin molestar a nadie. Su lema era
vive y deja vivir.

Pero tres meses atrás se habían empeñado en reventar su burbuja, en destrozar su remanso
de paz. TOC TOC TOC TOC. El incesante ruido del martillo. El arrastrar de muebles por el suelo.
El Arrebato en Radio Olé berreando como si no hubiera un mañana. El maldito taladro.

No podía permitirlo. Tenía que acabar con esa situación que estaba destrozando sus nervios.
Sacó su mejor vestido del armario, un modelo de seda negra con un escote en v que se
ajustaba perfectamente a cada una de sus curvas y que dejaba poco a la imaginación del que
miraba. Se calzó sus zapatos favoritos de charol negro, con un tacón infinito que contribuía a
que sus piernas, ya de por sí bellamente definidas por los años de deporte que llevaba a sus
espaldas, se convirtieran en motivo de infarto múltiple. Se dio un ligero toque de colorete en
las mejillas, recogió su bonita melena morena en una coleta alta (contribuyendo a destacar la
línea de su cuello, sus clavículas y por supuesto el escote) y para terminar se dio un toque de
rouge intenso en los labios. Perfecta para su plan.

Salió de casa y subió al piso de arriba. Se escuchaban ruidos (cómo no) dentro de la casa.
“Tranquila” – pensó – “Respira hondo”. Tocó el timbre y esperó.

Abrió la puerta uno de los obreros que contribuían a ese incómodo despertar de cada jornada.
Ante semejante aparición a aquellas horas de la mañana, el pobre hombre no supo ni pudo
darle los buenos días.

“¡Hola!” – saludó ella con su mejor sonrisa, una mezcla diabólica entre inocencia y lujuria. Vivo
en el piso de abajo – “No he podido evitar escuchar cierto movimiento que tienen aquí arriba
desde hace meses. Hace tiempo que vengo pensando que mi casa necesita un cambio, por
aquello de renovarse o morir, ya sabe. Me gustaría echar un vistazo, si usted me lo permite,
para ver si cojo alguna idea. ¿Podría pasar, por favor?” (Por favor que iba acompañado de
aquella sonrisa con la que habría podido abrir las puertas del cielo siendo el mismísimo
demonio).

“Or subuesto” – intentó vocalizar el obrero, incapaz de mirar a otro sitio que no fuera aquella
Vque le acaba de alegrar el comienzo del día. – “Pase”.
Entró en el piso haciendo resonar sus zapatos. El fino tacón iba dejando su minúscula huella en
la fina capa de polvo que se había ido acumulando en el suelo durante el tiempo que llevaban
trabajando. El obrero iba tras ella sin dejar de prestar atención a la cadencia hipnótica de sus
caderas y su trasero; cadencia que se hacía más evidente caminando sobre doce centímetros
que prometían placer y dolor a cada paso.

“¿Qué es lo que han estado haciendo durante estos meses?”- preguntó para romper el hielo.
“Me gustaría saber si en mi piso puedo conseguir también este resultado. Tiene pinta de
quedar muy elegante una vez que esté todo limpio y ordenado, y la verdad es que me
encantaría conseguir algo así para mi hogar”. Dirigió un pequeño guiño al señor, al que se le
dibujó una tonta sonrisa en la cara, y éste le empezó a contar los pormenores de la reforma
con todo lujo de detalles; detalles que obviamente a ella no le interesaban lo más mínimo.
Desde qué habían entrado a aquel lugar, sólo estaba pendiente de encontrar una cosa. A
medida que iban internándose en la casa, miraba detenidamente cada lugar, cada rincón, para
localizar el objeto de su deseo y de su tortura.

“ Y aquí tiene el dormitorio, donde mi compañero estaba terminando de desmontar este


antiguo armario, para poder poner en su lugar…”

Ahí estaba. Por fin lo había visto. El taladro. Aquel maldito taladro. Estaba a los pies del obrero
número 2, que había dejado de estar pendiente del armario para, probablemente, estar
pendiente de todas las ideas en su cabeza para desmontarla a ella.

Ambos comenzaron a hablarle a la vez, intentando captar su atención cual si fueran pavos
reales pugnando por exhibir cuál de los dos tenía mejor plumaje. “Lo que hace un buen escote
y un poquito de pintalabios”- pensó. Mientras hacía como que les escuchaba atentamente, de
reojo iba estudiando espacios y distancias. Pensó rápido cómo podía distraerles.

“ ¿Saben? No entiendo cómo dos caballeros como ustedes no han tenido el detalle de
invitarme a tomar un buen café. Todavía no he desayunado…”

“Eh…claro, tiene razón. Enseguida le preparo uno en la cocina. Por suerte está terminada y
tenemos una cafetera por ahí”. El obrero desapareció por la puerta, dejándola a solas con el
otro chico. “Uno menos”- pensó. “Ahora tengo que distraer a este”.

Antes de que empezara otra vez a contarle historias absurdas que no tenía ganas de escuchar,
le pregunto: “¿Y qué es lo que piensan hacer exactamente con este armario? Su compañero
me había comentando que lo estaba desmontando…”

“Pues verá, la idea es sacarlo de aquí para…”

Bingo. El chico se había girado hacia el armario para poder explicarle mejor. Ella ya se había ido
acercando antes, mientras hablaban, sin que él se percatase. Ahora estaba a solo un paso del
maldito aparato.

El obrero estaba tan ensimismado dando explicaciones para conseguir la admiración de la


chica en frente del armario, que sólo se dio cuenta de que ella estaba detrás cuando sintió la
broca del taladro clavada hasta el fondo en su columna vertebral. Ni siquiera tuvo tiempo de
gritar. Ella estaba disfrutando del momento. Su brazo temblaba por la vibración del taladro, los
espasmos del obrero y la fuerza con la que estaba hundiendo aquel cacharro en la espalda del
pobre desgraciado. Su brazo se teñía de rojo y tenía la cara llena de salpicaduras de sangre. El
vestido negro disimulaba muy bien todos los restos que habían saltado a su cuerpo cuando
había empujado el taladro hasta el punto más profundo al que podía llegar. Varios mechones
de su pelo se habían escapado de la coleta y le caían desordenadamente por la cara y los
hombros. Tenía la respiración alterada.

El obrero se fue deslizando pegado al armario hacia el abajo, con espasmos cada vez más
débiles. Ella apagó la máquina, la sacó de la espalda del tipo, y este terminó desmadejado en el
suelo, sin ni siquiera haberse dado cuenta de por qué y cómo había tenido ese final.

“Señorita, aquí tienes su caf…” Un crash rompió el silencio en el que se había quedado la
habitación tras la primera carnicería. La cara de sorpresa que tenía el obrero-camarero era
comparable a la que había puesto al abrirle la puerta y encontrar un camino al paraíso
prometido por aquella V enmarcada en tela negra. Solo que ahora sabía que no había paraíso
posible. Acababa de descubrir que había abierto la puerta a la peor de sus condenas. Y su cara
de terror lo confirmaba.

Ella le sonrió. Pero ahora no era aquella sonrisa inocente y seductora. Era la sonrisa del
mismísimo Satanás. Al obrero sólo le dio tiempo de ver el rojo del infierno en aquellos labios
antes de que el taladro volviese a sonar e hiciera un bonito agujero justo debajo de su
esternón. “Esta perra tiene fuerza”, fue lo último que pensó.

La chica no dejaba de taladrar. La sangre seguía bañándola mientras al obrero se le iba


escapando la vida por un agujero del tamaño de una broca. El cuerpo se fue venciendo hacia
ella; apagó el taladro, se apartó, y le dejó caer sin molestarse siquiera en sacar la máquina de
su pecho. Aquel maldito taladro…

Pasó por encima del cadáver y los tacones resonaron de nuevo por el piso, invadido por una
tétrica calma, encaminándose hacia la salida. Cerró con cuidado, se metió en el ascensor que,
casualmente, seguía en aquella planta, y regresó a su casa, a su santuario.

Una vez allí, las pulsaciones fueron volviendo lentamente a su ritmo habitual. Se quitó sus
magníficos zapatos en el pasillo de entrada. Después, camino del baño, se fue bajando la
cremallera de su vestido (qué lástima, tendría que deshacerse de él) y éste se deslizó sin
resistencia por su cuerpo hasta caer al suelo, justo cuando pasaba por el salón.

Estaba deseando darse una buena ducha con agua caliente. Mientras la dejaba correr, se
terminó de desnudar, y se metió en la bañera. Era un verdadero placer sentir las gotas cálidas
cayendo en su nuca. A medida que el agua entraba en contacto con ella, la sangre se iba
diluyendo y perdiéndose por el sumidero. La chica se quedó un buen rato bajo aquel chorro de
agua liberadora. Ya hacía rato que el agua había perdido el color rojo, cuando se empezó a
sentir tremendamente limpia y calmada. Salió del baño, se envolvió con la toalla, y fue a
vestirse al dormitorio. Su piel olía levemente a vainilla y su pelo a manzana. No quedaba ni
rastro del pequeño “percance” que había tenido lugar unos minutos antes.
Se puso un pantalón corto cómodo y una básica camiseta de tirantes de color turquesa.
Cepilló su larga melena hasta dejarla sin enredos, y se la dejó suelta y mojada para que se
fuese secando sola. Descalza, fue a prepararse el café que no se había podido tomar arriba. Se
lo sirvió en su taza favorita y, acompañada del rico olor que emanaba la bebida, caminó hacia
su querida terraza para aprovechar la preciosa mañana que había quedado para leer un rato al
sol. Mientras disfrutaba de la paz. De la calma. Del silencio. Sin aquel maldito taladro, por fin.

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