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El Último de Los Cristeros Correcto (2) (Vazquez de La O)
El Último de Los Cristeros Correcto (2) (Vazquez de La O)
(Esperando Morir)
(Jean Meyer)
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CAPITULO I
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EL BAÚL
Rendido en esta cama de madera, que ya cruje de viejo igual que los
huesos de mi cuerpo, espero con resignación, el mes, el día y la hora en que
mis ojos se cierren para siempre — se expresa malhumorado, pero, al
mismo tiempo percibo una alegría inusual, está convencido lo que le ocurrirá
en un tiempo no muy lejano.
—Si hombre, después te explico cómo estuvo la cosa, mira, la bala quedó
incrustada por un tiempo aquí en mi dorso izquierdo, (señaló la parte
afectada, remangando su camisa). Estuvo muy duro la pelea ese día, “por
poco y no vivo” para contártelo.
Ja, ja, ja, ja, ja, la carcajada retumbó en las cuatro paredes. Escuché con
sumo cuidado cada una de sus palabras, sin intervenir por ningún motivo o
circunstancia. De pronto, disminuyendo la voz, como quien pide guardar un
secreto, dijo pausadamente: De todos los regalos hay uno muy especial,
éste lo tendrás que cuidar como tu propia vida. Acto seguido, levantó la
mano derecha en forma ecuánime, señaló hacia el ropero —ahí es donde
tengo guardado ese regalo especial. Toma la llave. ¡Ve y abre aquel mueble
que está en la parte izquierda! —ordenó pacientemente. Cuál niño
obediente, y sin temor caminé hacia el guardarropa. Estoy a tus órdenes mi
General, expresé al mismo tiempo que giré la llave para abrir el ropero.
—Dentro del mueble encontrarás una caja aparte, ¡ábrela! y verás algo
envuelto con cuero de chivo. ¡Extráelo por favor!
—Si ya lo tengo ubicado. ¿Esta es? Creo yo.
—Si esa es.
Sosteniendo entre mis manos aquel misterioso paquete, ¡no pesa más de
tres kilogramos! deduje. Acto seguido lo puse en sus manos.
Al tener entre mis manos aquella caja; ya sin envoltorio, mi asombro fue
mayúsculo; no entendí el porqué de este regalo. Admirativamente le
pregunté, — ¡Mío!
—Sí. Todo tuyo, fue la respuesta de mi amigo.
—Pero, no lo puedo recibir, así porque sí.
—Tú recíbelo. Si deseas abrirlo en este momento, será necesario
explicarte algunas cosas, de lo contrario; tú mismo descubrirás lo que
contiene y sabrás como interpretarlo.
Este es una foto del famoso baúl, un regalo de mi amigo Cándido Aguilar,
contiene historias de vidas desconocidas que no están escritas en páginas
oficiales de la tradición de mi país, México.
—Tú eres el único amigo que por muchos años ha venido a visitarme,
gracias por todo este gesto “Querido amigo”. “Sé que los amigos son amigos
y nada más”
—No son amigos y nada más, sino amigos y mucho más, es decir,
mostrar esa amistad en cualquier circunstancia y momento.
—Tienes mucha razón, tú jamás me has fallado, no has pedido nada a
cambio de tu amistad.
—Pienso venir todas las ocasiones que yo pueda, externé para animarlo.
Además, yo debería ser el agradecido por permitirme entrar a tu casa y
sobre todo escucharme con paciencia en mis problemas personales.
—Siendo así, que el Dios Eterno disponga el día, la hora y la forma que
venga la muerte por mí, prosiguió sereno y seguro.
—En este momento no pienso escuchar la palabra muerte, por aquello de
que puedas perder tu seguridad en el más allá y como hombre de poca fe no
alcances a entrar en el cielo —pretendí contradecirlo.
—A veces, no es necesario pensarlo y platicarlo, porque lo vivimos cada
minuto de nuestra vida. La muerte es como nuestra propia sombra; siempre
va en pos de nuestros pasos, no le importa cuánto tiempo perduraremos en
la tierra.
—No lo había pensado de esta forma, pero ya veo que tienes muy seguro
tu retorno, al lugar donde surge la vida misma.
— ¡Sabes! A pesar de lo viejo que estoy en años, me siento tan
atemorizado como cuando era niño, y sobre todo cuando dejé de ser un
adolescente para convertirme en joven.
— ¿De qué puede sentir temor un hombre maduro, hecho y derecho
como lo estás tú?
—Hay muchas imágenes que quisiera desteñir desde lo más profundo de
mi pensamiento y de mi corazón, porque, no quiero llevar nada de recuerdos
en la otra vida.
— ¡Imágenes! ¡Pensamiento! ¡Corazón! ¡Recuerdos! No logro deducir
que me quieras dar a entender. Puesto que el que está atemorizado ahora,
soy yo.
—Tú eres todavía joven, no tienes de que preocuparte de lo que va a
sucederte hoy o el día de mañana, en cambio para mi, el temor ciertamente
es de la misma vejez, y de una vida poco fructífera. Tu temor, realmente no
sé de qué línea sea. 9
—Pues, yo creo que también es de viejo.
— ¡Viejo tú! eso déjamelo a mí, tú apenas comienzas a vivir.
— Pregunto ¿De viejo, todavía se tiene temor?
—Todavía. Pero, ¿Tú de qué puedes temer, si tú ya viviste lo que tenías
que vivir, e hiciste lo que tenías que realizar?
—De eso es lo que tengo miedo. Hubo cosas en mi vida que no las
realicé de manera correcta. Cada día que miro pasar, me siento más frágil
por esta enfermedad. Creo que todavía hay un poco de tiempo para
remediar mis incorrecciones del pasado.
— Eso ya déjalo, el tiempo se encargará que lo olvides todo.
—Eso quisiera, pero, ¿Crees que eso será lo más seguro?
—No lo estoy, pero esperemos que así sea.
Casi siempre, cuando una persona presagia que va a morir habla hasta
por los codos. Revela todo, incluso hasta los últimos pormenores. Las
facciones humanas adquieren otro color, por ejemplo; los ojos se ponen
vidriosos, los cabellos se adelgazan, las uñas se tornan de un color rojizo a
un color amarillento, las actitudes negativas se polarizan en positivas. Según
mi observación estas características se mostraban externamente en la
persona de Cándido Aguilar. Cada palabra que iba emitiendo era como si
estuviera enseñándome un corazón desnudo. Su voz campea libremente sin
ningún obstáculo que lo detenga. Al ir entretejiendo las palabras que
emergen desde lo más profundo de su ser, su rostro se deja reflejar la
cordialidad de un hombre transformado que busca la salvación de su alma.
En este momento, pienso que mi amigo al encontrar la persona adecuada,
quiso vaciar toda la inmundicia que se remolcaba por toda la región de sus
entrañas, aunque se resistía hacerlo de momento en momento, pero…por
fin… se… decidió.
CAPITULO II
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¡El ruido de los carros del ejército, fue una pesadilla para mis oídos!
¡El ruido de los cañones era una alucinación en mis sueños de aquellas
noches oscuras!
¡La multitud de señoras piadosas, de niños con crucifijos en las manos,
todos ellos invocaban la ayuda divina!
Tendría que estar sereno como el agua del mar, cuando el viento no está
presente. Sin desperdiciar el tiempo, con voz suplicante, le pedí que
prosiguiera narrando los pormenores de aquella guerra.
—Pues, yo, y mucha gente que no conoce de esos hechos, tal como me
los has narrado.
— ¿Pero, tú no eres historiador?
—No. Pero, por algo se empieza. Además, no creo que sea tan difícil
narrar las crónicas de un lugar, o lo que expresan las personas como tú.
— ¡Aja de diablo! me resultaste más vivo que el propio chamuco.
—Ni tanto mi querido General, Él, sigue siendo astuto y poderoso, yo un
pobre ignorante. Además, que caso tienes en detener esa avalancha de 19
emociones que llevas dentro, que ya empezaste a descargar. En tu madurez
de persona ecuánime, no encuentro ningún egoísmo de que narres la
“Cruenta historia del 26 al 29”.
—Tienes razón, mi conciencia me atormentará hasta los últimos instantes
de mi vida, sino descargo mis recuerdos. Abriré mi mente: ¡Vengan, pues,
esos lugares! Donde mis pies, mi ser, mi pensamiento estuvo presente.
¡Vengan esos rostros! que quedaron plasmados en mi mente.
— ¡Tranquilo mi general! Tómese otra copa de mezcal, para extraer esas
imágenes desde lo más profundo de su ser.
— ¡Salud!, pues.
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Era el primer día del año 1925, me encontraba derribando un árbol seco.
Justo el momento en que asesté el último golpe contra aquel monumental
roble para talar el tronco, escuché una ráfaga de balazos que provenía al
otro lado de la ladera. ¡Un vuelco de terror inmenso se apoderó en todo mi
cuerpo! Aquel tronido retumbó tan fuerte que hasta el aserradero más lejano
se alcanzó a escucharse. Las aves que revoloteaban en parvadas; al oír el
eco estruendoso, abrieron las alas para volar lo más lejos posible, no podían
soportar viendo que un pelotón había masacrado de manera inmisericorde a
aquellas personas inocentes, y habían profanado el silencio de la propia
naturaleza.
Los que hemos nacido en esta parte del cerro, cuando presentimos
cualquier peligro, nuestra primera reacción es la defensa natural para salvar
nuestra vida, por eso me escondí al instante. Te preguntarás, ¿Cuál fue mi
actitud en ese momento, ante este ruido ensordecedor?
—No era mi intención preguntártelo, pero gracias por tu interés.
—El temor por la muerte, corrijo, el temor, no es propio de los que vivimos
en esta zona del cerro, sino de todos los seres vivientes que viven sobre la
faz de la tierra.
—Así es.
—Al terminar de escuchar el primer impacto, mi instinto me condujo a
desenfundar el calibre 38 que llevaba consigo para toda ocasión. Para no
ser sorprendido por aquello de que hubiera una segunda detonación de
arma donde me hallaba derribando aquel árbol, busqué refugio detrás de
unos peñascos. ¡Qué será este alboroto! Fue la primera pregunta que vino a
anidarse en mi mente. Me santigüé, y con arma en mano, rodeé la vereda,
hasta llegar en lo más alto de aquella serranía, que se ve allá adelante. 21
—Sí, lo veo.
— ¡Dios mío! Lo que mis ojos vieron ese momento, no podía entender mi
mente. La treintena de casas de madera, ardían como hogueras en tiempo
de frío. Los cuerpos de las personas eran confundidos entre sí, estaban
apilados. Los perros agrupados en jauría, dirigían sus miradas hacia aquel
cerro más alto, aullaban inarmónicos, despidiendo el alma de sus amos
muertos.
—No puedo imaginar lo horrible que vivieron las personas de aquel lugar
donde señalas.
Sobrevivir en otro lugar, sin mis padres y mis hermanos, era como un ser
perdido en la inmensidad del infinito. Un Rosario colgado en mi pecho, y mi
pistola calibre 38 enfundado siempre al cinto, eran los únicos que me
acompañaba a todas horas, con ellos no me sentía solitario, aunque al
transcurrir las horas, los días, las semanas y los meses, necesitaba platicar
con alguien más. Cuando mi pensamiento deseaba fugarse en una locura
incontrolable de venganza por lo sucedido, frenaba la escena cerrando los
ojos e intentar dormir todo el día. Al despertar lo primero que me preguntaba:
¿Qué puedo hacer?, si apenas soy un muchacho, aún no tengo suficiente
fuerza ni para sostenerse así mismo, y ya pienso en la venganza, aleja esas
ideas de mi cabeza, ¡Dios mío! finalizaba clamando al todopoderoso. Por
cierto, ya se sabía que los que habían asesinado la gente de mi comunidad y
otras más eran militares mandados por el gobierno federal, dizque con la
idea de acabar con nuestras creencias religiosas. Estos militares, por la
forma cobarde y desmedida de matar a los creyentes católicos; destruir sus
casas y las iglesias, cada uno buscaba la manera de vengarse, aunque, a
decir verdad, sólo se tendría que hacerlo en grupos; bien organizados y
entrenados para la ocasión.
Al contacto de las piedras con las herraduras de los caballos, el ruido era
ensordecedor. Devino en mi pensamiento la escena de la Estancia, el día
que la comunidad fueron masacrados por los soldados, un pavor
incontrolable se presentó en todo mí ser. Evité a toda costa trastornarme en
extremo, cerré los ojos y meneé mi cabeza con la intención de expulsar
aquella imagen horrible de la muerte. Ocultarme para preservar mi vida era
lo más importante en este momento, desenfundé mi 38, listo para jalar el
gatillo, por si fuera necesario defender mi vida, aunque estuviera dentro del
templo sacro.
El soldado que iba al frente del grupo, era el Capitán. Sin descender, llevó
su caballo al centro del atrio, y en todo momento apuntando su arma a todas
direcciones. Sin alterarse, dividió al pelotón en dos partes. La primera mitad
rodeó el templo, y la otra parte desmontó frente a la entrada principal del
templo. Estos últimos, sin respeto alguno, amarraron sus caballos a una cruz
de madera que se encontraba a un costado de la puerta de la sacristía.
Con el temor de que fueran a entrar dentro del recinto sagrado, pensé
esconderme dentro del confesionario. El Capitán se había quedado parado
en medio del atrio, de pronto en un arranque de ira empezó a articular
blasfemias contra los cristianos, y contra los sacerdotes, diciendo:
Sin que alguno del pelotón pudiera contradecir esta segunda orden del
Capitán, uno de los soldados extrajo dentro de la carga que traía en uno de
los caballos, gasolina. Derramó todo el contenido sobre la superficie de la
madera de arriba abajo. La puerta toda, compuesta de dos hojas gruesas de
madera, ardió por más de tres horas, consumiéndose en su totalidad. Antes
de que ardiera en su totalidad el último pedazo de madero, ajustaron el
cincho de sus caballos, montaron, y se alejaron al galope, no sin antes
derribar la cruz, donde minutos antes habían atado sus caballos.
Por esta actitud tan baja y ruin de aquellos soldados, junto con el
Capitán, encontré el concepto que pudiera convencer mi conciencia para
calificarlos de ¡Malditos! Espero no sea muy injusta esta expresión, ellos
mismos están bautizados, seguramente asisten al templo todos los
domingos a descargar sus temores frente al altar. Se sabe también, que sus
esposas pertenecen a alguna congregación religiosa, e incluso mandan a
sus hijos a educarse en las escuelas de monjas y de sacerdotes. Muchos de
estos soldados han deseado que alguno de sus hijos llegue a profesar la
vocación sacerdotal.
Mi pregunta en ese momento fue — ¿Por qué destruyen los templos con
saña desmedida?
— Ellos solo reciben órdenes —concluí.
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CAPITULO III
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LA NUBE GRIS
Recuerdo muy bien, era un día martes del mes de octubre, se llevó a
cabo la última reunión, según el Capitán Ramiro, estaba a punto de suceder
algo que cambiaría nuestras vidas y sobre todo la historia de este país. No
entendí nada. Antes de retirarme de esta última reunión, el capitán, me llamó
aparte. Sin titubeos, y sin advertencias que pudiera intranquilizar mi
voluntad, —“Mañana, como de costumbre preséntate puntualmente, no por
la tarde, sino en la mañana. Para ti, el día de mañana será tu última lección.
Hasta mañana, retírate.
Por el camino, iba preguntándome: ¿Por qué la última lección será
mañana para mí? acaso no fue hoy, no entiendo nada.
—No lo sé
— Así, como tú, con cosas muy pequeñas e insignificantes.
Cuando empezó a leer el mensaje, hizo una mueca, tras una breve
pausa; cuando finalizó de leer el mensaje; bebió otra copa de mezcal.
Con sólo levantar la mano, la orden era cumplida, sin poner en duda su
autoridad, incluso el cantinero no puso ninguna objeción a las órdenes.
Pasado cuatro días del mes de octubre, la lluvia de ese día, se estancó
desde el medio día hasta ya empezado la tarde. Empapado, y agotado
físicamente, decidí guarecerme en el templo del “Divino Rostro” de la
comunidad de Tocumbo. Mi intención era claro: descansar un poco,
conseguir comida para mi caballo. La puerta principal de la Iglesia estaba
cerrada, rodeé el templo, de puro milagro vi que una puerta más pequeña
estaba abierta, creo que era por la casa cural, percaté que nadie me viera;
aproveché al instante para entrar.
—Quiero que sepa Capitán, hace mucho tiempo que dejé de contar
mentiras —comentaba el dueño de la cantina, levantando su copa de mezcal
como símbolo de juramento. 36
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CAPITULO IV
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EL SERMON
Toda acción que empieza nadie sabe cómo termina, y cuando vuelve a
empezar. De manera semejante, muchos conciben que la vida humana
puede ser una historia cíclica, es decir se abre con el nacimiento y se cierra
el círculo de la existencia con la muerte y es la misma historia vivida y
repetida, desde tiempos inmemorables. Comenzamos a caminar, aunque no
sepamos donde llegar, al fin y al cabo, todos somos peregrinos en esta tierra 38
que por ahora es nuestra, sólo será devuelta a su legítimo dueño, cuando
nos desterremos de este mundo.
Como hombre mortal que soy, pienso que no he cumplido con las leyes
naturales que están impregnadas en mi conciencia, y como cristiano que soy
tampoco he puesto en práctica todos los mandatos de la Santa Madre
Iglesia.
—Este gobierno ¡Impío! No hay que dejarlo que destruya nuestra fe,
nuestra esperanza y nuestra caridad para con la Iglesia; “Hay que estar en
contra de él” hay que aniquilarlo —prosiguió con su sermón. Como en los
tiempos históricos, la iglesia fue defendida por gente de buena fe, ahora en
este tiempo, ustedes son los nuevos soldados de Cristo, deben defender la
iglesia, y si es preciso morir por ella, lo haremos como los primeros
cristianos.
El corazón de cada fiel se encontraba cuál cuerda floja, que tendría que
ser ajustada por las palabras del cura Rosario. Su homilía, era una
exquisitez embriagadora que adormecía nuestra voluntad y nuestro
razonamiento.
Las balas del enemigo los respetarán, y donde quiera que lleguéis, gritad
muy fuerte ¡Viva Cristo! Ya saben, ese será el lema que nos identificará
cuando estemos luchando en los campos de batalla —proseguía
adormeciendo nuestra conciencia; aquel cura.
Esta frase de “Viva Cristo Rey” se regó como pólvora, encendió las
mentes con ideas positivas de participar en la guerra. Las palabras del
General causaron tanta sensación de alegría en el cura Rosario le sugirió,
que subiera al estrado del altar, para saludarlo en persona.
El cura Rosario, dirigiéndose al altar, levanten las manos los que quieran
ir—ordenó enérgicamente. Viendo el dinamismo de la gente, suavizó la voz
para añadir— recuerden, nadie los obliga a participar. Tampoco hay quien
ponga en duda su hombría, sean libres de decidir. Quien le falta tamaños,
absténgase de ir. Recuerden que aquí las cosas, todo se arreglará a
balazos.
Hasta aquí iban bien las cosas, pero yo me pregunté antes de dormir
aquella noche de domingo. ¿Bastará la fe para ir a pelear contra los
soldados? No tenemos armas, ¿Cómo nos defenderemos? Necesitaremos 47
comida, caballos, municiones, un guía ¡Creo que este curita peca de
ignorante! El padre sabrá de misas, pero no creo que sepa de estrategias
militares. ¡Ojalá! no nos lleve directito al matadero —soñé con las preguntas,
sin una respuesta satisfactoria.
Dios te salve reina y madre y pum, pum, pum jijos de la retostada —gritó la
turba, pasando frente a gobernación, por cierto, ésta ocasión estaba cerrada.
Aquí en esta catedral de Morelia, después del sermón del cura Rosario,
quedó desierta; muchos creyentes se fueron a la guerra.
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CAPITULO V.
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Frases y más frases, como estos, escuché a diario del cura Rosario.
Hoy los muchos escépticos, incluido yo, nos preguntamos —qué ímpetu
producía el grito de “Viva Cristo Rey” porque dejaban todo lo que estaba
haciendo para incorporase a la defensa de lo que parecía imposible ganar.
¡Benditas mujeres!, porque con ellas, nuestra lucha fue superada. Y una
última forma de conseguir más y mejores armas, fue mediante ciertas
influencias de algunos jerarcas católicos, amigos de militares, y otras veces,
por la misma corrupción interna de las fuerzas armadas, ayudaron en gran
medida nuestro objetivo. Del dinero, ninguno se preocupó, porque muchos
obispos, curas, gente rica aportaron a manera de diezmo una cantidad
considerable a la causa de los cristeros. 54
El sol del campo por estos lugares del bajío brilla con mayor intensidad
en los meses de mayo, los rayos solares traspasan directamente la capa
terrestre cuando nada los obstaculiza, esto hace que nuestras neuronas se
aceleran de manera alocada, evitemos el calor; ¡Mira! debajo de aquel árbol
seguiremos platicando, ayúdame — sugirió mi amigo.
Buena decisión—acepté ayudándolo hacia el lugar indicado.
—Este espacioso rincón del patio, es mi lugar favorito. Aquí paso horas
enteras hablando solo y en voz alta. Si este árbol que nos protege del calor
hablara, sería testigo fiel de mis muchos recuerdos que he expresado. Este
lugar donde estamos parados lo tenía abandonado; lo recuperé después de
que regresé de la cristiada.
— ¡Es un lugar muy bonito!
—Si es un lugar muy precioso.
— “Puedo decir que hubo dos cosas que cambiaron mi vida”: La muerte
de mis padres y la fe que ellos me inculcaron.
Por más que uno se deja llevar por la mala suerte, pero a veces, uno
hace lo imposible por querer vivir. El afán de supervivencia hizo que me
refugiara dentro del nicho de un santo. Observé todo lo que ocurría dentro
de la iglesia detrás de la imagen. Todos los hombres fueron atados de pies a
cabeza. El Sargento dio la orden para ser golpeados en la cabeza,
finalmente fueron colocados frente al altar para ser tiroteados. ¡Horrible! Las
mujeres, nada hicieron para salvarse de la atrocidad de los solados; molidas 55
a golpes, y apiladas unas sobre otras. Las que encontraban preparando los
alimentos les quemaron las manos, utilizando el calor de los comales. El
soldado que comandaba el pelotón, gritó furibundo: ¿Dónde está el cura de
esta iglesia? Díganme ¿dónde tienen escondido el cargamento de armas?
¿Quién es el jefe de esta cuadrilla? Como ninguno respondió, las mujeres
que habían sido quemadas de las manos fueron formadas en fila, una a una
fue recibiendo más castigos ahora a culatazos en las piernas. La primera de
la fila cayó rota de una pierna, la segunda gritaba de dolor, le habían
quebrado todo el brazo izquierdo. Como los gritos eran tormentosos y
agónicos, el padre Guzmán, que se encontraba entre los hombres
golpeados, sabiendo a fin de cuentas que le esperaba un trágico destino;
muy agitado por lo maltrecho cuerpo, sin embargo; armado de valor, ¡aquí
estoy! —dijo. Yo soy el cura, responsable de esta Iglesia. Dejen ya a esas
indefensas mujeres, es a mi quien buscan, dispongan de mi persona, no las
atormenten más, ya déjenlas por el amor de Dios, respeten este lugar
sagrado. Sin que sus suplicas pudieran ser tomadas en cuenta, lo
encañonaron cobardemente a todos. Uno de los soldados, el muy cobarde,
le ató por la espalda, y posteriormente sin que pudiera defenderse, le dio un
certero puñetazo en la mandíbula poniéndolo de espaldas a la pared. Al caer
de bruces, otro soldado lo golpeó en las piernas. Dos soldados más
quisieron ayudarlo a levantarse, más la orden del Sargento, los impidió.
Como el padre Guzmán no pudo levantarse por él mismo, fue ayudado por
dos campesinos. Fue vendado de los ojos por los propios campesinos, tres
militares fueron ordenados que sacaran al cura del templo para ser llevado
entre las milpas, lo ejecutaron groseramente en medio de una nopalera.
Cuando creí que era tiempo de salir del nicho, el miedo paralizó mi ser, no
pude hacerlo rápidamente, mis piernas se tambalearon hasta verme
derrumbado. Cuando intenté levantarme, fui sorprendido con un fuerte
puntapié de uno de los soldados que permanecía revisando las alcancías de
la iglesia. El golpe fue tan fuerte y certero, que él mismo creyó que me había
matado. Por alguna razón divina, esta ocasión, me había salvado.
... Ahí, mismo donde los alcancé —le dije lo que nos había sucedido.
La tierra del campo estaba sin arar, sin surco que cerrar, ni semilla que
tirar, tampoco siembra que recoger, muchos lugares donde se dio la lucha
armada, los terrenos de siembra se fueron convirtiendo en praderas y valles
desolados, y éstos, como eran tan extensos sólo el viento los acariciaba con
sus incontenibles remolinos de aire contaminados.
57
Los federales, aparte de destruir y pisotear los templos sagrados,
agraviaron la tierra de sangre con sus cañones y rifles.
Jorge, el hijo mayor de Don Felipe Torres, desde pequeños, nos hicimos
buenos amigos. Me comentó, que su padre habían decidido enviarlo a la
capital del país, para que algún día fuera un militar importante. Tiempo
después, me enteré entre sus más allegados, que cuando llegó a obtener el
grado de Coronel, afirmó a manera de juramento militar, que su prioridad era
someter con fuerza bruta, a todas aquellas personas que desobedecían las
leyes humanas, es decir las del gobierno. Ninguno supo que sucedió con
esta idea, porque después se escuchó que ya había dejado las armas y se
metió un tiempo al seminario para convertirse en cura, meses después, se le
vio montado en un caballo tordillo, comandando un grupo de campesinos 58
recorriendo las serranías para llevarlos a combatir como cristero, contra los
federales en el Estado de Colima.
Los curas, así como el padre Rosario, no estaban de acuerdo con las
disposiciones del gobierno, al dejar la sotana se les tachó de “curas
rebeldes”, “curas fanáticos” “curas engaña indios”, “curas agitadores”, “curas
guerrilleros”, “curas progresistas” curas revolucionarios” y una infinidad de
adjetivos.
Por más que quiero olvidar la escena de ese momento, no puedo. Cierro
los ojos para borrar todo lo que hice ese día, pero al abrirlos vuelvo a mirar
el rostro de sufrimiento de estos tres hombres amantes del conocimiento.
Este acto incalificable, por la forma como procedí, es el peso de mi dolor
espiritual. Donde quiera que camine, o trate de descansar un poco, me sigue
atormentado cada instante este hecho atroz. La muerte de estos tres
maestros, es donde radica mi gran temor con el ser divino de no poder
remediar mi falta, y olvidar este momento en las circunstancias en que
sucedieron las cosas, simplemente es algo que aterra mi alma. Cuando
escucho el sonido metálico de una trompeta me hace despertar en sueños.
Al imaginar el zumbido de las descargas aparecen en mi mente los rostros
de estos tres muertos. Cuando miro caer las ramas de un árbol, pienso en
los rebotes de los cartuchos dando directamente a los cuerpos de estos tres
maestros. Cuando deletreo el abecedario no puedo borrar de la memoria
todo el mal que hice a aquellos que no tuvieron la oportunidad de adquirir el
conocimiento por la muerte de estos maestros. ¡Soy un desgraciado!
CAPITULO VI
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LA GUERRA CONTINUA.
Cuando un hombre poderoso mata a otro, él cree ser más valiente que
todos, peros su conciencia lo atormenta haciéndolo nada. 61
¿Quién sepa contar, díganos cuántos de los nuestros han muerto?, porque
ya no me acuerdo.
Vaya, ¡Bendito sea Dios…! Después de todo, no tuviste la culpa: tres contra
uno, no hiciste otra cosa más que defenderte.
¡Dios del cielo! Hasta cuándo acabará esta guerra, exclama suplicante la
más anciana de una familia conformada de puras mujeres. Primero he
perdido esposo, después mis dos hijos, ahora se han llevado mis dos nietos.
¡Hijos del demonio! ¡Malditos federales! ¡Ojalá los parta un rayo! Deseando
lo peor para estos hombres del gobierno.
Los cristeros, cada momento que tienen algún descanso; los montados
a caballo bajan y aflojan los cinchos de sus caballos; revisan sus armas que
estén bien cargadas, engrasados, y traer cartuchos de sobra. Limpian sus
sombreros; sacan sus medallas y sus escapularios para santiguarse;
musitan oraciones como las que siguen: ¡Manto del Señor Santiago,
cúbreme! ¡Señor San miguelito préstame tu machete! ¡Ángel de mi guarda!,
si muero llévame contigo. ¡Virgen de Guadalupe, protégeme con tu
santísimo manto! Al tiempo que piden protección a todos los santos levantan
su machete o el fusil, con el grito aguerrido: “Viva Cristo Rey”, “Viva la Virgen
de Guadalupe”. “Viva el cura Rosario” “Vivan los cristeros” “Viva México”,
“Viva nuestra patria”.
Así era, la poca gente que vive en este lugar ya no camina por la calle
principal, no tanto por la falta de música, sino por el miedo a que aparezcan
nuevamente los soldados y los disparen a matar.
—Todos ustedes creen que con esto les voy a suplicar que no me sigan
castigando más, están equivocados. No soy digno de morir por una causa,
pero que mejor forma de irme al encuentro con mi Dios. Preparen sus
armas, y apunten directo a mi corazón, estoy listo, a la hora que ustedes
dispongan —dijo el campesino retadoramente. Convencido de lo que le
esperaba, caminó hacia la pared, dando la espalda al soldado, pero, éste,
aprovechándose de que iba de espaldas, le volvió a dar otro culatazo
haciéndolo caer nuevamente de hinojos. Los otros campesinos, quisieron
intervenir, pidiendo clemencia al jefe, pero fue en vano, fueron retrocedidos
con golpes de los otros soldados que habían desmontados sus caballos y
otros utilizaron a estos animales para dar empellones al resto del grupo. 64
Parecía que el cielo nos favorecía, aunque no era necesario, porque otro
grupo de Cristeros comandado por un militar retirado, de nombre Pedro,
disparó su arma de fuego en todas direcciones, para que nos diéramos
cuenta de que era de los nuestros.
Con la sola presencia de estos militares, el miedo nos ató de las manos, no
pudimos hacer nada para defender nuestra fe. Dios, nos ha mandado una
prueba de su presencia, vino hoy a liberarnos e invitarnos que luchemos por
nuestra fe, quiero unirme a este grupo, dijo un anciano.
Los militares que estaban habilitados en el suelo, eran los más expertos
para combatir, aquí perdimos muchas balas y sobre todo muchas bajas. Los
que se encontraban escondidos en trincheras improvisadas con costales de
arena y tierra, estos cumplían la función de retaguardia para cualquier que
pasara la barrera. Los cristeros dándose cuenta de esta maniobra de los
militares, algunos decidieron subirse por los tejados de algunas casas para
romper el cerco, vano fue la decisión, fueron blanco fácil de las balas
militares. Cuando los cristeros caían sin vida, el griterío de las mujeres era
agónico y de gran confusión.
¡Fuego, fuego ahora! ¡Fuego sin parar! ¡Que nadie deje de disparar! — eran
las órdenes del coronel.
Los soldados salían cual hormigas de sus trincheras, ya sea entre los
mezquites y de los matorrales, otros más disparaban desde la orilla fangosa
del lago. Una treintena de soldados montados a caballos atacaron
directamente nuestra retaguardia. Cada uno fue arrojando dinamita, tras
dinamita, que parecían como si fuera la misma bomba atómica arrojada
contra los japoneses en la segunda guerra mundial. Las fuerzas de estas
dinamitas levantaban los caballos con todo y jinete; que al tocar el suelo ya 69
estaban muertos, tanto el animal como el jinete. Cientos de hombres de la
cristiada fueron masacrados a bayonetazos limpios sin ninguna piedad. Con
las dinamitas arrojadas por éstos, las casas más cercanas quedaron
cuarteadas, algunas se derrumbaron en su totalidad sepultando a varios
compañeros nuestros. Los techos y las cumbreras de otras muchas casas,
fueron salpicados de agujeros de balas como evidencias de una masacre
desigual.
En esta lucha no hubo alguna tregua, fue desigual en todo los sentidos,
las consecuencias fueron considerables: destrucción de caminos
pavimentados, Iglesias demolidas en su totalidad, catedrales arruinadas y
olvidadas, casas de hacendados saqueados e incendiados, puentes
inservibles, escuelas sin estudiantes, campamentos desolados, campos de
terrenos sin cultivar, familias separadas, ríos infestados de cuerpos humanos
y animales…
CAPITULO VII
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EL SILENCIO
La idea era llegar finalmente al cerro del cubilete. Ahí, la lucha es más
feroz, según la información circulada de boca en boca de nuestros 73
informantes.
— ¡Esta batalla del cerro del Cubilete!, estoy seguro que la vamos a
ganar, pero con más gente —dijo el cura Rosario cuando nos
volvimos a encontrar.
— ¿Dónde sacaremos más gente? y ¿Por qué le interesa tanto ir a ese
lugar? —fueron mis dos preguntas formuladas al General Rosario, antes de
buscar un lugar adecuado para dormitar por unas cuantas horas esa noche.
—Lo primero, debemos confiar en Dios y en las estrategias que hemos
aprendido estos días. Esperemos encontrar gente por el camino que se
unirán a nuestro grupo ¡Ya verás! En cuanto a tu segunda preocupación, ahí
en Guanajuato, el “Cerro del Cubilete”, se ha empezado a construir un
templo a Cristo Rey. En ese lugar, es el centro de reunión de todos los que
creemos y luchamos por nuestra fe, además el Capitán Ramiro, ha dicho
que su compadre, el General Lázaro, lo espera en ese mismo lugar. También
ha comentado, que tú sabes de memoria el pacto entre ellos dos.
— Si, así es. Lo último no entiendo muy bien la finalidad, pero cuente
conmigo — respondí.
—Gracias. Ahora descansemos, mañana saldremos muy de madrugada
hacia el cerro del Cubilete.
Las mujeres con rosario en mano, no solo van a la Iglesia a rezar por sus
maridos, sino para que su fe se convierta en acción, buscan la manera de
contribuir a sus creencias. Cuidan y curan a los moribundos, dando santa
sepultura a los colgados, llevan agua y alimentos a los combatientes, es una
vocación de laicidad comprometido, pero lo más sobresalientes de algunas
de ellas, fue conseguir armas y cartuchos para la lucha.
Así como Rosa y sus amigas, hubo cientos de heroínas, que sus
apelativos no están registrados en los renglones de la historia nacional, pero
que, por sus actos heroicos, tengo fe, que sus nombres están inscritas en el
libro de la salvación.
Para llegar a la cima de una de las montañas más altas, tuvimos que
subir entre lomas inclinadas y barrancos profundos. Por el esfuerzo que
implicó de estar en lo más alto de esta montaña, lo disfrutamos
maravillosamente. Me imaginé estar cerca de lo sagrado al percibir una
energía inexplicable de la propia naturaleza.
El cura Rosario, utilizando sus binoculares fue inspeccionando el terreno
cuesta abajo, tramo por tramo. Girando poco a poco hasta detenerse en un
punto exacto. Desenfundado su 45, por allá están combatiendo —señaló
emocionado.
— ¡Cándido!, ordena una parte de la gente que bajen contigo. Por el otro
lado de la ladera sorprenderemos a los soldados. En aquella mojonera que
está junto aquel peñasco se pueden atrincherar mientras llegamos por el
otro lado. Entendido Coronel.
— ¿Cómo que Coronel?
—Sí, desde ahora te nombro, Coronel. Ajústese a las órdenes.
—Entendido General.
—Tú, Ramiro escoge una treintena de hombres y nos vas cubriendo la 76
retaguardia.
Correcto —dijo Ramiro.
— Por última ocasión, quiero beber lo último del contenido de esta botella
de mezcal. Quiero olvidar todo ese olor desagradable de sangre encharcada
en los campos de cultivo, borrar de mi memoria el rostro de los muertos,
alejar de mi sentimiento todo lo sagrado que vi en las iglesias, no pensar
más en los tenebrosos barrancos; solo quiero que aparezca la escena de
todo lo ocurrido en el cerro del Cubilete.
— ¡Toma!
Al instante recordé el sueño de los “dos brazos” de ese ser mágico que
surgía de una montaña, colocando a las personas en distintos lugares,
tampoco logré captar la relación con el fin de esta lucha. La noche fue muy 80
larga, fría y oscura, aunque la luna estaba en su esplendor; su brillo más
bien grisáceo, aunque traíamos consigo nuestros gruesos jorongos; el frío
era congelante. El quejido de dolor de los heridos y moribundos, me hicieron
repasar cual acto de conciencia mi conducta de homicida, aunque la fe
justificaba todo, sentí temor de no ser perdonado por Dios en manos de sus
representantes en la tierra; los sacerdotes.
La iglesia pedía: amnistía general para todos los cristeros, devolver los
edificios de los curatos y episcopales. Inmediatamente los cultos religiosos
se reanudaron en algunos lugares.
CAPITULO VIII
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MÁRTIRES
EL MARTES ME FUSILAN
O este otro corrido “mexicanos a la lucha” que fue una adaptación del himno
nacional mexicano
CORO
Mexicanos, furioso el Averno
A esta patria sus huestes lanzó,
Venceremos a todo el Infierno
Con la Reina que el Cielo nos dio.
I
¡Madre, madre! tus hijos te juran
Defender con valor y denuedo
El tesoro divino que el Cielo
Bondadoso en tu imagen nos dio.
Aunque luche el Infierno y sus huestes
Por destruir nuestros templos sagrados
No podrán esos fieros tiranos
Arrancar de nuestra alma a Jesús.
Coro
Mexicanos, furioso el Averno
A esta patria sus huestes lanzó,
Venceremos a todo el Infierno 85
Con la Reina que el Cielo nos dio.
II
Si el tirano nos lleva al cadalso
Defendiendo tu honor y tu gloria,
Nunca, madre, obtendrán la victoria
Porque aliento nos da nuestra fe;
Ni el martirio de dura cadena,
Ni la cárcel, el hambre, el dolor,
Temeremos ¡oh Virgen Morena!
Con tu amparo invencible y tu amor.
Coro
Mexicanos, furioso el Averno
A esta patria sus huestes lanzó,
Venceremos a todo el Infierno
Con la Reina que el Cielo nos dio.
III
Ciñe ¡oh Reina! corona de olivo,
a esta patria que el dedo divino
Señaló como eterno destino,
Y si osare la CROM, tu enemiga,
Infestar con su aliento este suelo,
Manda ¡oh Reina invencible! del Cielo
A las huestes que Cristo formó.
CORO
Mexicanos, furioso el averno
De Sonora las huestes lanzó
Venceremos a todo el Infierno
Con la Reina que el Cielo nos dio.
86
Esta foto que tienes en tus manos, nos los repartieron los mismos soldados,
se trata del martirio de un sacerdote.
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CAPITULO IX.
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El ÚLTIMO GRITO
—Cada ser humano que se mueve sobre la faz de la tierra, sabe que la
noche está cubierto de un misterio incomprensible, de cualquier manera
tenemos que aceptarlo, aunque sigamos con nuestra ignorancia desde el
nacimiento hasta el final de nuestra existencia —convine en decir.
—Estoy de acuerdo contigo.
Así, creí de igual forma que mi amigo, solo él, podía percibir el misterio
que lo aguardaba a aquella noche. Él, y solo él, pudo en aquel instante
apreciar el jadeo de la muerte, que llegaba ya. La muerte estuvo todo el
tiempo sentada junto a la chimenea esperando pacientemente, que Cándido
Aguilar diera el último suspiro. Aquellos momentos que se asomó por una
rendija de la puerta para ver aquella alma que pedía clemencia, la muerte se
conmovió para no llevar aquélla alma, pero, ya todo estaba finalizado.
Esa misma noche del domingo, mi amigo poco a poco fue dejando de
respirar. Su agonía final duró dos horas. Su corazón latía cada vez
débilmente. Cuando intentó coger mi mano, su cuerpo se percibía leves
sacudidas, finalmente fueron disminuyendo. Al aminorar los latidos del
corazón; sus ronquidos se apagaron lentamente.
FIN