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alguno.
—¿Estás muerto?
Lo siguiente que supe fue que algo cayó frente a mí. Era un trineo
hecho de plástico rojo y tenía un cordón amarillo largo en la parte
delantera. La mujer del cabello medianoche se agachó ante mí, esta vez lo
suficientemente cerca como para que pudiera decir que sus ojos eran del
color del chocolate.
El dolor de volver a la vida era casi peor que el dolor de morir. Sentía
mis extremidades como si estuvieran retenidas en un fuego furioso y la
sensación de ardor siguió y siguió. Cada músculo de mi cuerpo dolía. Dolía
por el frío, dolía por el calor y dolía por estar acostado boca abajo en la
misma posición durante Dios sabe cuánto tiempo. Mi vientre, vacío y
enojado, demandaba comida, pero cuando me presentaban un pan suave y
fragante reluciente con mantequilla, me agitaba, grandes convulsiones que
me dejaban con más dolor que antes.
La miré en silencio.
No dije nada.
Obviamente.
—¿No?
Gruñí.
Me acosté.
No volvería.
Me habían encontrado.
Fui por su garganta. Era la forma más rápida y sencilla de
inhabilitarlo. Desafortunadamente, me mantuvo a raya con brazos
temblorosos. Rastrillé mis garras sobre él, destrozando el abrigo de
invierno que llevaba y rasgando su camisa de franela.
Estaba equivocada.
Justo cuando ella salió por la puerta, acercándose, el hombre se
sentó de golpe. Dejé escapar un gruñido y me lancé hacia él, arrancándole
la garganta. Hizo un gorgoteo antes de caer de nuevo al suelo.
Seguí el rastro rojo hacia la casa, dándome cuenta de que era inútil
tratar de ocultar la sangre. La gente que me quería muerto ya sabía dónde
estaba. Esta sangre no les iba a decir nada que no supieran. Excepto una
confirmación de que efectivamente estaba vivo.
Miré una vez más hacia los árboles. Luego le di la espalda y corrí
hacia la casa.
Sabía que era mejor no pensar que esta era mi casa, pero eso no me
impidió ponerme cómodo.
Ella suspiró.
No dije nada.
—Supongo que es problema de la policía. —Se desabrochó la bata y
se la quitó, dejándola caer al suelo. Reprimí un gemido.
Tenía razón.
Su grito me despertó.
¿Qué?
—Sé que esto va a sonar loco, pero ¿ese perro que encontraste? No
era un perro.
—Sal.
—Espera.
—Cierra la puerta.
—¿Cuál es tu nombre?
Asentí.
Asentí.
Miré su arbolito.
—Pusiste un árbol.
Ella asintió.
Dejó la cafetera y miró hacia arriba. Sus ojos eran del rico color del
chocolate derretido.
—Sí. Tienes que irte de aquí tan pronto como puedas y no volver.
Fue el mejor día que tuve en años. Fue la primera vez que sentí que
pertenecía a algún lugar desde que comencé a cambiar.
La besé.
Cogió sus llaves; yo las tomé y salí para encender su auto y encender
la calefacción.
Mientras se quemaba, miré hacia el bosque para ver que el otro lobo
me estaba observando. Caminaba de un lado a otro, sin duda
preguntándose si podría llevarme. En ese momento, Grace salió de la casa
con la escopeta todavía en la mano.
Cuando abrí los ojos, estaba solo. Estaba acostado en una cama,
una cama cálida y cómoda. La cama de Grace. La mujer que me disparó.
Levanté las mantas y miré mi cintura. Había un círculo rojo elevado,
sin duda por donde había entrado la bala. Pero estaba sanando. Esta vez
me curaría rápido. Las balas no estaban hechas de plata y no había estado
corriendo por una montaña cubierta de nieve después de recibir disparos
como antes. Mi cuerpo se recuperaría. ¿Lo haría mi corazón?
Sabía que era una locura. Sabía que parecía imposible. Pero me
había enamorado de Grace. Me había enamorado de una mujer que había
intentado matarme.
—Estás enojado.
—No.
—Lobo —gruñí.
—Bien. Explica.
—Tenía que dispararte. Tú mismo dijiste que otro lobo no se iría a
casa sin ti. Bueno, lo hice para que él tuviera que hacerlo.
Parpadeé.
—Él cree que estás muerto ahora. Te disparé y luego te arrastré por
el otro lado de la fogata. El lado que él no podía ver. Luego fui al cobertizo,
saqué a rastras al hombre que mataste y lo arrojé al fuego… bueno, en
realidad lo hice rodar, pero eso no viene al caso. Me quedé allí durante
mucho tiempo y fingí verte arder. Ese otro lobo también miró. Luego
arrastré tu cuerpo al cobertizo de leña, siempre detrás de la cobertura de
las llamas y luego salí llevando una carga de leña para tirar al fuego.
—Sí.
—De ti.
Sonreí.
—Tristan.
—Sabes que hay trescientos sesenta y cuatro días del año que no
son Navidad...
Ella rio.
La besé.
Cambria Hebert es la autora de la serie
paranormal Heven and Hell, la serie adulta
Death Escorts, y las series para jóvenes
adultos Take it Off y Hashtag. Le encanta el
latte de caramelo, odia las matemáticas y les
tiene miedo a los pollos (sí, pollos). Fue a la
universidad para una licenciatura, no pudo
escoger una especialización y acabó con un
título en cosmetología. Así pues, ella asegura
que sus personajes siempre tendrán un
buen cabello. Actualmente vive en Carolina
del Norte con su marido e hijos (tanto
humanos como peludos) donde está
escribiendo la trama de su siguiente libro.
Moderadora
Mari NC
Traducción
Mari NC
Corrección
Mari NC
Recopilación y revisión
Mari NC
Diseño
JanLove