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Instintos y psicología

evolucionista 1
En la actualidad hay pocas personas que no consideren la teoría de la
evolución como uno de los hitos fundacionales de la concepción moder-
na de la vida sobre el planeta. Las ideas que se gestaron a principios del
siglo xix de la mano de Jean-Baptiste Lamarck y Alfred Wallace, y que
Charles Darwin sintetizó y amplió en The origin of species (1858) y en The
descent of man (1871) representaron una revolución profunda en la con-
cepción del ser humano. Al emparentarnos estrechamente con los anima-
les, no solo se desvanecía nuestra esencia divina, sino que se justificaba la
existencia de motivos humanos compartidos con otras especies. Estos mo-
tivos no podían ser otros que los instintos. Darwin trataba los instintos
como reflejos con un mayor grado de complejidad que los reflejos sim-
ples, y esperaba con ello, poder descomponerlos en unidades que resulta-
ran compatibles con los mecanismos de variación aleatoria y selección na-
tural.
Las ideas evolucionistas de Darwin, Spencer (Principles of psycholo-
gy, 1855), Huxley y de los primeros psicólogos, como Bain (The emotions
and the will, 1859), Morgan (An introduction to comparative psychology,
1894) y James (Principles of psychology, 1890) fecundaron nuevas teorías
y grupos de investigación, donde el concepto de «instinto» sustituyó al de
«voluntad» para explicar el porqué de la conducta. A partir del concep-
to de instinto propuesto por Darwin, como un patrón de reacciones he-
redadas o reflejo compuesto, surgieron diferentes desarrollos que hoy en
día constituyen áreas de conocimiento muy distantes entre sí.
En primer lugar, recogeremos las aportaciones de autores como James,
en sus Principles (1890), McDougall con la «teoría hórmica» (1923) y
Freud con la «teoría psicoanalítica de las pulsiones» (1917). Todos ellos
centraron sus teorías psicológicas en ciertas pulsiones innatas que podían
explicar la mayor parte del repertorio conductual humano. Por sus refe-

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24 / Dimensiones básicas de la motivación humana

rencias teóricas y por la ausencia de evidencia empírica de sus hipótesis,


estas teorías representan la herencia filosófica del concepto de instinto.
A partir de estas teorías pioneras y como reacción a ellas, surgieron
dos perspectivas fundamentales que dieron un nuevo giro teórico y meto-
dológico al estudio de las conductas innatas. Por un lado, la etología, que
se ocupa de estudiar las reacciones reflejas automáticas que pueden cons-
tituir patrones de respuesta innatos en las diferentes especies. En particu-
lar, la etología humana nos ha permitido conocer qué preprogramación
genética viene incorporada en el diseño básico de nuestra especie. Por otra
parte, un grupo de investigadores utilizaron los reflejos automáticos como
punto de partida para estudiar la formación de hábitos y cómo pueden
influir las experiencias tempranas en dichos hábitos. Trabajos estos que
forman parte de los inicios del movimiento conductista.
Reflexionaremos sobre las aportaciones de la etología y, en particular,
sobre el modelo hidráulico. Con este mecanismo, tanto la etología clási-
ca como Freud explican el manejo de la energía que proviene de los ins-
tintos y cómo se conecta dicha energía con la aparición de conductas es-
pecíficas.
Desde el principio, los psicólogos se han interesado tanto por la «natu-
raleza humana», es decir, por las conductas que vienen determinadas por
los genes, como por las aportaciones de la «crianza», del ambiente en el que
se desarrolla el individuo. En la actualidad existe un amplio consenso entre
los psicólogos sobre la necesidad de considerar la inevitable interacción en-
tre la herencia y la influencia del medio. La psicología evolucionista, susti-
tuyendo los instintos de los etólogos por los genes, se encarga de informar-
nos sobre ciertas reglas universales, programadas en los genes, que permiten
entender un conjunto de conductas aparentemente no relacionadas pero
que tienen que ver con la adaptación y la supervivencia de la especie.

1.1. El concepto de instinto: la herencia filosófica

Uno de los tópicos que circulan en las facultades de psicología es que


muchos de sus alumnos son personas con algún trastorno mental más o
menos encubierto y que, por eso (¡una buena motivación!), se interesan
por este tipo de estudios. Robert Boakes, en su excelente libro From
Darwin to behaviourism - Psychology and the minds of animals (1984), nos
relata que William James fue un buen ejemplo de la parte de verdad que
expresan los tópicos. El que hoy en día se considera uno de los padres de
la psicología se interesó por dicha disciplina a raíz de una depresión que
sufrió a la edad de veintiocho años, cuando no sabía en qué ocupar su

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tiempo después de haber tenido una formación intelectual rica y variada.


James leyó unos ensayos que lo convencieron de la existencia del libre al-
bedrío, y propiciaron que comenzara lo que los humanistas llamarían el
camino hacia la autorrealización. Su nueva convicción del poder de la
mente sobre el cuerpo fue seguida por una progresiva mejoría de su esta-
do de salud. Comenzó dando clase de fisiología en Harvard y poco tiem-
po después fue nombrado catedrático de filosofía, pero con un laborato-
rio que le instalaron para demostraciones experimentales. Sus aportaciones
a la psicología quedaron recogidas mayoritariamente en el libro Principles
of pshychology (1890), en el que dedicó un capítulo a los instintos.
James define el instinto como «la facultad de obrar de un modo tal
que produzca ciertos resultados, sin tener en mente esos resultados, y sin
educación previa en cuanto a la ejecución» (p. 864 de la edición españo-
la de 1981). Se opuso a la idea tradicional de que el hombre, como posee
menos instintos, tiene inteligencia superior. Por el contrario, sostiene que
el hombre tiene más instintos que los demás animales pero que quedan
ocultos por la primacía del aparato mental superior.
Por una parte, James hizo equivalente el instinto al reflejo, adelantán-
dose a la definición que años más tarde darían los etólogos de un «patrón
de acción fija». En palabras de James: «los actos que llamamos instinti-
vos se conforman, todos ellos, al tipo de reflejo general; son provocados
por determinados estímulos sensoriales que entran en contacto con el
cuerpo del animal, o que se presentan a cierta distancia en su medio»
(p. 864). Al mismo tiempo, admite la intervención de la mente y el apren-
dizaje en los instintos, de tal forma que todo acto instintivo dejará de ser
ciego después de haber sido repetido. En cualquier animal con memoria,
la experiencia de la primera vez marcará las expectativas con respecto al
futuro. Esta influencia decisiva de la experiencia sobre el instinto es lo que
más tarde explotarían hasta sus últimas consecuencias los conductistas.
En la larga lista de instintos humanos, James incluye conductas infan-
tiles (mamar, morder, masticar, lamer lo dulce, gesticular ante sabores
amargos, escupir, aferrarse a cualquier objeto, señalar), emociones (llorar,
sonreír, etc.) y patrones de conducta más complejos, con sus emociones
características, como son el instinto de emulación o rivalidad, pugnaci-
dad, ira, resentimiento, la simpatía, el instinto de cazar, la apropiación o
adquisición, jugar, el amor, los celos, la curiosidad, el miedo, la tendencia
a ocultar, la limpieza, el recato o vergüenza, la cleptomanía y la construc-
tividad. De esta última nos dice James:

«La constructividad es un instinto tan genuino e irresistible en el hombre


como en las abejas o en los castores. Todas aquellas cosas que en sus manos

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son plásticas ha de remodelarlas dándoles una forma propia, y el resultado


de la remodelación, por inútil que sea, le produce más placer que la cosa ori-
ginal. La manía de los niños de romper y desbaratar todo lo que se les da es
más bien la expresión de un impulso constructor rudimentario que un impul-
so destructor. La ropa, las armas, los utensilios, las habitaciones y las obras
de arte son el resultado de descubrimientos producidos por el instinto plásti-
co» (p. 897).

Para terminar esta breve reseña, hay que decir que en la obra de Ja-
mes el concepto de instinto va unido al de emoción. Según este autor, las
reacciones instintivas y las expresiones emocionales se entremezclan im-
perceptiblemente. Todo lo que excita un instinto también excita una emo-
ción. La diferencia estaría en que la reacción emocional termina en el or-
ganismo del sujeto, en tanto que la reacción instintiva va más allá, pues
el sujeto se relaciona con el objeto que lo excita. Como nos recuerda Bo-
lles (1973), aun cuando James rompe con la idea tradicional de que el ins-
tinto se aplica a los animales y la inteligencia al hombre, conserva el pa-
pel secundario de los instintos en comparación con la primacía de la
razón y con el hábito en la determinación de la conducta. James quería
explicar solo algunos aspectos de la conducta en términos de instintos.
William McDougall va más lejos; para él toda la conducta humana
está movida por los instintos. Junto con Freud es de los primeros autores
en hacer de la motivación un principio universal. Una diferencia funda-
mental entre James y McDougall es que para el último los instintos nada
tienen que ver con los reflejos. Desde su punto de vista los instintos son
fuerzas irracionales y apremiantes de la conducta que, al contrario que
los reflejos, no son impulsadas por una energía mecánica e indiferencia-
da, sino que orientan a las personas a un propósito o meta particular. A
este respecto señala:

«El instinto es una disposición psicofísica heredada que condiciona a su


poseedor a percibir y a prestar atención a los objetos de una cierta clase, a
experimentar una excitación emocional de una calidad particular tras perci-
bir tal objeto y, como consecuencia, a actuar de una manera determinada o,
al menos, a experimentar un impulso hacia tal acción» [de An introduction to
social psychology, citado por Boakes (1989), p. 58].

Como vemos, cada instinto contiene tres elementos esenciales: una


parte cognoscitiva específica, una emoción específica y un aspecto cona-
tivo o esfuerzo dirigido hacia un fin específico. McDougall describió los
siguientes siete instintos básicos y sus emociones características: huida y
miedo; repulsión y disgusto; curiosidad y asombro; pugnacidad e ira; au-

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tohumillación y sometimiento; autoafirmación y exaltación; e instinto


maternal y ternura. También mencionó dos instintos más donde las emo-
ciones no están muy bien definidas, los instintos gregario y adquisitivo.
Como repara Boakes (1984), no deja de asombrar que McDougall se des-
haga del instinto sexual, dedicándole unas pocas líneas con el nombre de
«instinto de reproducción». A pesar de que McDougall fue valiente en sus
hipótesis generales, fue bastante recatado y puritano en lo que respecta a
la motivación sexual. De hecho, cuando leyó los trabajos de Freud recha-
zó todo lo que se relacionaba con una supuesta sexualidad infantil o con
una sexualidad adulta determinante en la vida del individuo.
A pesar de estas limitaciones, las ideas de este autor, que él denominó
teoría hórmica (del griego horme que significa impulso vital), representan
una defensa a ultranza del propósito y de la intención dentro de la psico-
logía, algo que las teorías de la motivación tardarán más de cincuenta
años en recuperar (véanse más adelante, en el capítulo 4, los desarrollos
teóricos, en las décadas de los años ochenta y de los años noventa, rela-
cionados con el concepto de acción dirigida por metas, como por ejem-
plo el modelo de control de la acción o el modelo del paso del Rubicón).
Las concepciones sobre el instinto de W. James y W. McDougall tu-
vieron un gran impacto a principios del siglo xx. La lista de los siete ins-
tintos primarios de la social psychology de McDougall (1908) resultó muy
modesta en comparación con las propuestas por los teóricos posteriores.
Boakes (1984) nos cuenta que en los primeros veinte años del siglo, cua-
trocientos autores de libros o artículos habían propuesto casi 6.000 tipos
diferentes de instintos:

«Entre los variados ejemplos puestos de relieve por este estudio sobre los
instintos figuraban los siguientes: en el grupo de los estéticos, el instinto de
una niña de arreglarse el pelo; en el grupo de los altruistas, el deseo de libe-
rar a los cristianos del sultán; como instinto social, el de los socialistas fren-
te a las relaciones internacionales; en el grupo de los religiosos, el instinto in-
glés de entristecerse los domingos...» (Boakes, p. 399).

Al mismo tiempo que crecía la lista de los instintos, se cuestionaba la


validez de la explicación instintiva que se consideraba circular; por ejem-
plo, el instinto «de lucha» se explica por la aparición de conductas de lu-
cha, y la existencia de conductas agresivas justifica la existencia de dicho
instinto (Kuo,1921; Tolman,1932). De esta forma, el concepto de instin-
to desde esta perspectiva cayó en un descrédito total y quedaría como el
antecedente de dos líneas de investigación muy dispares entre sí. Por un
lado, el conductismo, que surgió para demostrar la inexistencia de los ins-
tintos que se habían propuesto hasta la fecha, y por otro lado, la etología

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28 / Dimensiones básicas de la motivación humana

que, como disciplina dentro de la zoología, se preocupa por estudiar las


distintas especies en su entorno natural.

1.2. La perspectiva etológica y Freud: el modelo


hidráulico

Una definición sencilla de la perspectiva etológica es la que nos pro-


porciona Carranza (1994) en su libro sobre esta disciplina: «La etología
es el estudio científico del comportamiento de los seres vivos» (p. 19). La
amplitud de esta definición representa muy bien los orígenes de la etolo-
gía en el seno de la biología, pues esta podría ser también una buena de-
finición de la misma biología. Niko Tinbergen, uno de los etólogos más
importantes y premio Nobel junto a Konrad Lorenz y Karl von Frisch en
1973, explicaba que la etología se caracteriza por tratar de responder a
cuatro cuestiones fundamentales sobre el comportamiento: su causalidad
inmediata o mecanismo (causas), su desarrollo ontogenético (ontogenia),
su significado adaptativo (función) y su historia filogenética (evolución).
Son los famosos cuatro porqués que desde la etología es necesario respon-
der para tener una comprensión global del comportamiento (Dawkins,
2014; Tinbergen, 1963). Los etólogos se interesan por el estudio de las es-
pecies animales en su contexto natural. Comenzaron estudiando los in-
sectos, los peces y los pájaros, pero al poco tiempo ya se interesaron por
los mamíferos, incluyendo al ser humano. Pueden estudiar temas tan cu-
riosos como, por ejemplo, el canto y movimiento de las aves (Lorenz), la
comunicación entre las abejas (Von Frisch), la conducta de reproducción
del pez espinoso (Tinbergen), el mundo social de los primates (Goodall,
Fossey y Orang), los sentidos químicos de los reptiles, etc.
¿Cómo aborda el etólogo su tarea científica? Tomemos como ejemplo
el comportamiento de la hiena manchada (crocuta crocuta), que de mane-
ra pormenorizada nos describe Colmenares (1996) y que ilustra muy bien
la perspectiva etológica. En la hiena manchada el juego intenso, el marca-
je territorial, la agresividad y las ceremonias de saludo hacen que las hem-
bras adopten papeles similares o incluso de mayor protagonismo que los
machos, ¿por qué estas hembras presentan ese conjunto de características
que, en la gran mayoría de las especies de mamíferos, están asociadas a los
individuos del sexo masculino? Las respuestas a los dos primeros porqués,
las causas y la ontogenia (también denominadas causas o mecanismos pro-
ximales del comportamiento), parecen estar, por un lado, en que los ova-
rios de la hiena adulta secretan una hormona, la androstenediona, que se
convierte en testosterona, lo que explicaría el tamaño desproporcionado

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de sus genitales y el carácter agresivo de la hembra, ayudado también por


el tamaño corporal que la hace apta para la competencia con los machos.
Por otra parte, la gran concentración de andrógenos (tanto en la etapa pre-
natal como posnatal) es el factor intraorganísmico responsable de la mas-
culinización física y conductual que exhiben las hembras en todos los es-
tadios de su ontogenia. Con el fin de responder a los dos últimos porqués,
la función o valor adaptativo y la filogenia, que representarían las causas
distales del comportamiento, el etólogo está especialmente interesado en
evaluar los rasgos que afectan de manera específica a la eficacia biológica
del organismo (por ejemplo, a su supervivencia y a su reproducción) y por
qué aparecen estas conductas en esta especie. En el caso de la hiena, pare-
ce que los tres rasgos nombrados, los genitales, el tamaño y la conducta
agresiva, permiten a las hembras resolver de forma exitosa sus problemas
socioecológicos, como la competición por los recursos alimenticios, la de-
fensa del territorio o la protección de las crías.
Para dar respuesta a los cuatro porqués fundamentales, el etólogo no
escatima recursos metodológicos. Se vale tanto de observaciones natura-
les como de diseños experimentales o de diseños mixtos, así como del es-
tablecimiento de puentes con otras disciplinas (la genética, la bioquímica,
la citología, la fisiología, etc.) que puedan dar respuesta a sus interrogan-
tes, (Colmenares, 1996; Hinde, 1991; Tinberbergen, 1963).
Sin embargo, cuando ha estudiado al animal humano la ambiciosa
perspectiva etológica no ha sido tan eficaz como se podría pensar después
de leer el párrafo anterior. Irenäus Eibl-Eibesfeldt se puede considerar
uno de los precursores más importantes de lo que él mismo denominó
«etología humana» y que definió como «biología del comportamiento hu-
mano» (1993), cuyo foco de interés se centra en los programas que moti-
van, desencadenan, guían y coordinan un comportamiento. Eibl-Eibes-
feldt, utilizando los conceptos de la etología clásica (Lorenz, 1978;
Tinbergen, 1951) (por ejemplo, patrón de acción fija, estímulo desencade-
nante, mecanismo desencadenante innato, comportamiento de apetencia),
comprobó la universalidad de aquellos comportamientos que se podían
caracterizar como la expresión de las conductas innatas, en culturas de lo
más variado (bosquimanos, yanomami, eipo, himba, balineses, europeos)
y en poblaciones neonatas normales, ciegas y sordas.
La mayoría de los comportamientos que pueden considerarse prepro-
gramados genéticamente corresponden a las reacciones de los recién na-
cidos: distintas formas de llanto del lactante (Morath, 1977), el reflejo de
Moro, el gesto de frotarse los ojos, las reacciones gustativas ante lo dul-
ce/agrio/amargo. Los sordos y los ciegos de nacimiento sonríen cuando la
madre los acaricia, ríen al jugar, lloran cuando tropiezan y expresan tam-

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30 / Dimensiones básicas de la motivación humana

bién los sonidos correspondientes, arrugan verticalmente la frente y aprie-


tan los dientes cuando se enojan, a la vez que patean el suelo como lo ha-
cen quienes tienen intactos estos sentidos (Eibl-Eibesfeldt,1993).
La relación madre-hijo ha sido también estudiada ampliamente por
los etólogos como un hito fundamental en el desarrollo del comporta-
miento social. El recién nacido reconoce el olor y la voz de su madre, al
tiempo que esta lo reconoce entre otros recién nacidos, identifica la natu-
raleza de su llanto, lo acaricia, besa, manosea, le habla de una manera
particular, etc. (Eibl-Eibesfeldt, 1993). En fin, todo lo que cabría decir de
un «instinto maternal» común a los primates. Sobre estos datos se han de-
sarrollados teorías como la del «apego» (Ainsworth, 1968; Bowlby, 1969)
de tanta repercusión en la psicología del desarrollo y en las relaciones in-
terpersonales (Fraley, 2019).
Para los etólogos los orígenes del comportamiento social se basan en
la relación tan particular entre madres e hijos, que para Eibl-Eibesfeldt es
el origen de la amistad y el amor. Los humanos también estamos provis-
tos de ciertas predisposiciones comunicativas innatas: identificamos a los
otros por el olor (por ejemplo, las colonias cumplirían esta función susti-
tuyendo los olores naturales por los artificiales), saludamos (ton das las
culturas las personas se saludan de una u otra forma), nos comunicamos
táctilmente, acariciamos. Producir cosquilleos, arrullar y abrazar son con-
ductas universales. En esta línea, los trabajos de autores como Ekman
(1987, 1993) e Izar (1977) sobre la expresión facial de las emociones bá-
sicas (sorpresa, asco, miedo, alegría, tristeza e ira) no hacen sino confir-
mar una capacidad no aprendida de asociar determinadas configuracio-
nes estimulares con estados afectivos, algo muy importante en nuestra
vida cotidiana.
Eibl-Eibesfeldt (1993) extiende esta preconfiguración a comporta-
mientos más complejos como la territorialidad, el establecimiento de je-
rarquías, el establecimiento de roles sexuales, el desarrollo de las socieda-
des y la creación poética. En palabras del autor:

«La manera de obtener prestigio, recibir algo de alguien, bloquear una


agresión y rechazar o invitar a un congénere se efectúa en las diversas cultu-
ras según un mismo patrón fundamental. Los niños pequeños recurren para
ello a movimientos corporales; los adultos consiguen lo mismo con palabras.
Pero unos y otros siguen las mismas normas. Hay, por tanto, un sistema uni-
versal de reglas: una gramática universal del comportamiento social que es-
tructura del mismo modo la interacción verbal y la no verbal» (p. 548).

Aquí justamente es donde radica la debilidad de la perspectiva etoló-


gica. Los mismos argumentos que servían para explicar el comportamien-

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Búsqueda de sensaciones y conducta antisocial / 31

to de la hiena manchada no son suficientes para explicar los comporta-


mientos complejos del ser humano, a no ser que admitamos la existencia
de una gramática universal de comportamientos que tiene demasiadas ex-
cepciones para ser considerada como tal.
Además de esta crítica a la universalidad, muy difícil de justificar
cuando la muestra que se utiliza no son bebés, la etología ha sido critica-
da en sus conceptos básicos. Consideremos, por ejemplo, el mecanismo
desencadenador innato (MDI). ¿En qué consistiría? Según Lorenz (1978),
parece que existe una motivación endógena relacionada con grupos de
neuronas que desencadenan patrones de conducta (movimientos muscu-
lares, óseos, etc.) ante determinadas configuraciones estimulares (estímu-
los signo). El MDI jugaría un papel inhibidor hasta que, como una llave,
el estímulo signo abre el mecanismo y se produce la respuesta. Esta rela-
ción entre estímulo signo (también llamado estímulo llave), MDI y res-
puesta sería funcional. Es decir, un estímulo signo abriría el mecanismo
desencadenador correspondiente, generando una respuesta selectiva ca-
racterística de la especie (Lorenz y Tinbergen, 1938). Sin embargo, la na-
turaleza fisiológica de este mecanismo es desconocida (a excepción de al-
gunas neuronas sensoriales), por lo que este concepto cayó en desuso,
siendo sustituido por el de «imagen de búsqueda», una especie de filtro
de atención selectiva más limitado y menos rígido que el MDI (Peláez, Gil
y Sánchez, 2002).
Para explicar el comportamiento apetitivo o estado motivacional, el
modelo etológico que propuso Lorenz en los años cincuenta del siglo pa-
sado utilizó el modelo psicohidráulico, que ya había propuesto Freud
veinte años antes para explicar el paso de la energía acumulada por los
instintos a la conducta.
Para Freud (1920, 1973), al igual que para la etología, la energía que
mueve al individuo proviene de los instintos. Estos instintos se correspon-
den con las necesidades del cuerpo que vienen preprogramadas al nacer.
Por consiguiente, son también las pulsiones que activan y energizan la
conducta (véanse las repercusiones de esta concepción del instinto como
pulsión en el capítulo 4). Son la fuente de la energía y de la tensión. Los
instintos incluyen la pulsión para la vida y la supervivencia, comer, beber
o respirar, así como la pulsión sexual (instintos de vida o eros), y los ins-
tintos de conservación de la energía y la agresividad (instintos de muerte
o thanatos).
¿Cuál es el camino que recorren los instintos hasta convertirse en con-
ductas? Por su naturaleza, los instintos son fuerzas instigadoras que ejer-
cen una presión constante y que se traducen en necesidades corporales.
Cuanto mayor tiempo pase el individuo sin satisfacer una necesidad, ma-

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32 / Dimensiones básicas de la motivación humana

yor presión ejercerán los instintos (modelo de válvula a presión). Por


ejemplo, la pulsión sexual tiene una energía asociada y ejerce una presión
para liberar dicha energía. Si hace dos meses que no vemos a Juan, nues-
tro novio, la presión será mucho mayor que si estuvimos con él la noche
pasada. El instinto tiene un objetivo general que consiste en liberar ener-
gía, reducir el estado de necesidad y recuperar el equilibrio perdido, al
mismo tiempo que tiene objetivos específicos o metas para satisfacer ese
objetivo general. En nuestro ejemplo, salir con Juan, o salir con Juan y
con Pedro si con Juan no es suficiente.
En el modelo hidráulico de Lorenz (1978) y en el jerárquico de Tin-
bergen (1951) la motivación para realizar una conducta se explica a tra-
vés de la energía de acción específica. Basados en la teoría del impulso, el
sistema nervioso central produce unas reservas de energía de forma es-
pontánea que reparte entre pautas motoras específicas, bien generando
un impuso general (apetito), bien reduciendo el umbral de activación del
sistema nervioso ante los estímulos significativos (estímulo consumatorio)
para la producción de esas conductas. Esa energía se llamó energía espe-
cífica de acción porque coordina los movimientos en una secuencia fun-
cional hacia un objetivo (meta) y es distinta de otra energía específica de
acción, que daría lugar a otras metas.
En el modelo de Tinbergen, más detallado que el de Lorenz, se pro-
pone la existencia de varios centros conectados entre sí. Desde activida-
des relacionadas como la lucha con competidores, cortejo, apareamien-
to, etc., que según Lorenz representarían instintos en sí mismos, fluiría
energía hacia los actos aislados (por ejemplo, persecución o mordisco de
un intruso, como una conducta dentro del subsistema de agresión) y ha-
cia las conductas musculares implicadas (por ejemplo, en el movimien-
to de los músculos y huesos de la boca necesarios para morder). Con
esta nueva versión del modelo etológico se podían explicar conductas
que son muy frecuentes en los animales (por ejemplo, conductas ambi-
valentes, conductas de desplazamiento o conductas de reorientación).
Sin embargo, a pesar de que este modelo supuso un avance con respec-
to al de Lorenz, que era muy general, la idea central de una energía que
se acumula, y que hay que eliminar por medio de las conductas apropia-
das, permanece como la explicación motivacional de la conducta instin-
tiva.
En los años ochenta, desde la teoría del control y la toma de decisio-
nes se desarrollaron otros modelos para dar cuenta de los procesos de re-
gulación implicados en las conductas consumatorias (Archer, 1992; Toa-
tes, 1986). Se incorporaron los conceptos de retroalimentación negativa,
retroalimentación positiva y el espacio estado motivacional. La retroalimen-

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Búsqueda de sensaciones y conducta antisocial / 33

tación negativa permitiría explicar cómo, una vez liberada la energía in-
terna, un mecanismo de control (en el sistema nervioso o en otros lugares)
envía una orden inhibitoria para que una vez que se produzca la conduc-
ta consumatoria no se libere más energía. En cuanto a la retroalimenta-
ción positiva, se observaría en situaciones donde la conducta se autofaci-
lita; por ejemplo, la presencia de comida en la boca puede incrementar la
tendencia a comer en los primeros momentos (sería el caso de los aperi-
tivos). Esta retroalimentación positiva no es incompatible con la retroali-
mentación negativa que se producirá cuando la comida llegue al estóma-
go (Peláez, Gil y Sánchez, 2002).
Sin embargo, autores como McFarland (1999) o Toates (2001, 2006)
creen que los modelos basados en la teoría del control utilizan pocas va-
riables para dar una visión completa de un estado motivacional, por lo
que resulta imposible calibrar los factores causales de ese estado. Para es-
tos autores, un estado motivacional es el resultado de la combinación, en
el sistema nervioso, de un estado fisiológico y otro perceptivo, e incluye
tanto aquellos factores que determinan la conducta actual como las acti-
vidades que estén a punto de comenzar. Han desarrollado modelos mul-
tidimensionales, donde se incluyen las variables fisiológicas y los estímu-
los ambientales que tienen influencia en la conducta, en un espacio de
factores causales que quiere dar cuenta de las complejas combinaciones
entre los factores motivacionales y la conducta.
Actualmente la etología se enmarca en el área de la psicobiología, que
estudia las bases biológicas de la conducta y establece un nuevo marco
de referencia unificador y más amplio en el que se integran conocimien-
tos de la biología y de la psicología (Abril, Ambrosio, Caminero, García
y Pablo, 2017). La etología aporta una perspectiva de análisis de las ba-
ses biológicas de la conducta complementaria a las demás disciplinas psi-
cobiológicas, así como los estudios sobre el significado adaptativo y la
evolución de la conducta. Analiza la conducta de los sujetos intactos en
condiciones naturales, utiliza el método observacional, el experimental y
el comparativo y utiliza preferentemente el nivel de análisis social e indi-
vidual (Sánchez, Asensio y Call, 2014). Asimismo, en la etología del si-
glo xxi no solo han aparecido nuevos conceptos, sino también han sur-
gido subdisciplinas como la etofarmacología, la etología cognitiva, la
neuroetología y la etología aplicada, ampliado y enriqueciendo la disci-
plina.
En un artículo reciente (Gómez-Marin, Paton, Kampff, Costa y Mai-
nen, 2014), los autores proponen aplicar las nuevas tecnologías de análi-
sis masivos de datos (big data) y hacer converger las aproximaciones eto-
lógicas, fisiológicas y psicológicas con el fin de culminar el deseo de

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34 / Dimensiones básicas de la motivación humana

Konraz Lorenz de establecer homologías1 en la etología. Según los auto-


res, el desafío de una futura gran ciencia conductual pasa por una des-
cripción completa del repertorio conductual de las especies (ethomes) en
su entorno natural, reformulando una nueva unidad de análisis de la con-
ducta denominada ethon que resultaría de la fusión de las tres aproxima-
ciones.

1.3. La psicología evolucionista

Al mismo tiempo que Lorenz paseaba feliz por su casa de Altenberg,


seguido por varias crías de ganso, un joven licenciado de la Universidad
de Oxford paseaba también, pero solo, dándole vueltas a la teoría de la
evolución y a la genética de poblaciones con el propósito de preparar su
tesis doctoral. Este joven inglés, Wiliam Donald Hamilton, pretendía es-
tudiar las bases biológicas de todas las formas de comportamiento social,
incluyendo el parentesco y la conducta sexual, partiendo de la selección
natural y del concepto de eficacia o aptitud genética inclusiva (inclusive
fitness theory, Hamilton, 1964). La hipótesis central de Hamilton era que
el comportamiento social de cualquier animal, incluido el hombre, expre-
sa la tendencia a maximizar la eficacia inclusiva (es decir, a dejar el máxi-
mo número posible de descendientes), tomando en consideración las al-
ternativas que ofrece la situación y los costos a afrontar. En este sentido,
la fuente de todo comportamiento sería la tendencia de cada individuo a
difundir sus genes por la vía reproductora, favoreciendo así la difusión de
los genes de sus parientes (que en parte coinciden con los suyos) lo que
favorece, a su vez, la difusión de un porcentaje de los individuos. Estas
ideas no fueron suficientes para que al joven inglés le aprobaran su tesis
doctoral (dicen que se la rechazaron por sus explicaciones matemáticas)
pero con el tiempo y la ayuda indirecta de Williams (1966), que tradujo a
lenguaje comprensible sus formulaciones matemáticas, revolucionó a gran
parte de la comunidad evolucionista.
La semilla que dejaron Hamilton y Williams fue desarrollada por Tri-
vers (1985), el cual propuso tres teorías fundacionales dentro de esta nue-
va interpretación de la teoría evolucionista para el caso del ser humano:

1
En la anatomía comparada una homología es la expresión de una misma com-
binación genética y que se supone de un antepasado común. Por ejemplo, los ojos de
las personas y de los ratones son homólogos porque cada uno de nosotros los here-
damos de nuestro antepasado común, que tenía el mismo tipo de ojos (Villar, Álvarez
y Álvarez-Castañeda, 2007)

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Búsqueda de sensaciones y conducta antisocial / 35

la teoría del altruismo recíproco, el tema del conflicto entre los padres y su
descendencia y la teoría de la inversión parental.
El altruismo fue una de las primeras conductas que se intentó expli-
car siguiendo esta nueva perspectiva de la evolución. En un libro funda-
cional Sociobiología: la nueva síntesis (Wilson, 1975), su autor planteaba
la siguiente pregunta: ¿cómo puede desarrollarse el altruismo por selec-
ción natural, habida cuenta de que, por definición, merma el éxito indivi-
dual? La primera respuesta a esta pregunta la propuso Hamilton (1964)
con el concepto de selección del parentesco. El parentesco supone la exis-
tencia de genes idénticos transmitidos por duplicación a partir de antepa-
sados comunes, algo que puede medirse (coeficiente de parentesco). La
pérdida de valor selectivo individual que supone el altruismo puede que-
dar compensada por el valor selectivo del parentesco, dado que los indi-
viduos emparentados comparten ciertos genes. Hamilton ilustró su argu-
mentación con un buen ejemplo:

«¿Salvaría usted, a costa de su vida, a alguno de sus tres hijos en peligro


de ahogarse? El coeficiente de parentesco (de genes en común) es de 1/2. Si
solo logra salvar a uno (y usted muere), su patrimonio genético sale perdien-
do: por cada gen salvado idéntico a los suyos ha sacrificado dos. Si logra sal-
var a dos con su muerte, la cosa queda equilibrada. Si salva a los tres, el pa-
trimonio genético sale beneficiado.»

El interés por la supervivencia estricta de los genes debería provocar


el egoísmo en el primer caso, la indiferencia en el segundo y la abnega-
ción en el tercero. De ahí la conocida metáfora de los «genes egoístas»
(Dawknis, 1976): si ayudamos a nuestros parientes es para mejorar las po-
sibilidades de nuestros propios genes. Sin embargo, como apunta Grasa
(1994), aparecen dos problemas adicionales:

a) Que los individuos sean capaces de identificar a sus parientes y


que la ayuda se proporcione en función del grado de parentesco
(se ayuda más a un hermano que a un primo).
b) Si a medida que disminuye el parentesco disminuye el porcentaje
de genes compartidos y el altruismo entre familiares, ¿cómo se ex-
plicaría la conducta altruista entre individuos no emparentados?

La respuesta a esta segunda pregunta la proporciona el concepto de


altruismo recíproco (Axelrod y Hamilton, 1981; Cosmides y Tooby, 1992;
Trivers, 1971; Williams, 1966). La clave de este tipo de altruismo está en
que ambas partes se benefician. Por ejemplo, tenemos dos estudiantes, A
y B, que son amigos. Los dos asisten a unas clases donde el único mate-

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36 / Dimensiones básicas de la motivación humana

rial de estudio son los apuntes que toman de las explicaciones del profe-
sor. Si A le presta los apuntes a B antes del examen, corre el riesgo de dar
información a B que puede mejorar la nota de este en detrimento de la
suya. Pero probablemente B tenga información en sus apuntes que él no
ha podido tomar, así que si B también le presta los apuntes a, el coste que
supone entregar los apuntes asegura un beneficio superior al coste inver-
tido. En palabras de Cosmides y Tooby (1992) el altruismo recíproco se
puede definir como «cooperación entre dos o más individuos para el be-
neficio mutuo»; términos como cooperación, reciprocidad o intercambio
social serían sinónimos.
Sin embargo, existe un problema. Siguiendo con el ejemplo, ¿qué ocu-
rre si A entrega los apuntes a B pero luego B no le presta los suyos? La
teoría del altruismo recíproco se basa implícitamente en que los dos ami-
gos son iguales, en términos de sus motivos vinculatorios y de poder, pero
sabemos que esto no ocurre siempre. Es lo que la psicología evolutiva de-
nomina el problema de los «tramposos». Cosmides y Tooby (1989) han
propuesto una teoría del «intercambio social» que propone cinco capaci-
dades cognitivas que permiten a las personas detectar el fraude o la tram-
pa y, en consecuencia, el éxito de los intercambios sociales. Estas capaci-
dades serían: el reconocimiento de los otros; el recuerdo de la historia de
las interacciones con ellos; la capacidad de comunicar valores, deseos y
necesidades; la capacidad de reconocer deseos y necesidades en los otros;
y, por último, la capacidad de representarnos los costos y los beneficios
de una gran variedad de intercambios sociales. Estos mismos autores han
demostrado empíricamente que las personas tienen mecanismos de detec-
ción de tramposos cuando razonan sobre problemas lógicos planteados
como intercambios sociales, de tal forma que somos buenos detectores de
aquellas personas que pretenden obtener beneficios sin pagar costes por
ellos (Cosmides, Barrett y Tooby, 2010).
Los siguientes dos temas, la inversión parental y las relaciones con la
descendencia están relacionados. Buss (1999), uno de los padres de la pers-
pectiva evolucionista contemporánea, se extraña del asombro de algunos
psicólogos eminentes cuando afirman que aún no se sabe muy bien por
qué existe un amor tan especial entre padres e hijos. Desde la perspectiva
evolucionista, las razones son claras; en palabras de Buss:
«Es razonable esperar que la selección haya diseñado mecanismos de esta
naturaleza —la motivación para la crianza— diseñados para asegurar la su-
pervivencia y el éxito reproductivo de los vehículos incalculables que trans-
portan los genes individuales en las generaciones futuras. Sin embargo, por
alguna razón evolutiva desconocida, el amor de los padres está muy lejos de
ser incondicional» (1999, p. 191).

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Búsqueda de sensaciones y conducta antisocial / 37

Existe una abundante documentación sobre mecanismos de cuidado


parental en la especie humana y no humanas. Uno de los tópicos en esta
área es por qué las madres tienden a cuidar más a los hijos que los padres.
Los evolucionistas han propuesto, al menos, tres explicaciones posibles:

1. La hipótesis de la incertidumbre en cuanto a la paternidad —los


hombres invierten menos tiempo que las mujeres porque tienen
una probabilidad menor que las madres de haber participado en
la contribución genética de la descendencia—.
2. La hipótesis de la «libertad para abandonar las crías» —los hom-
bres pueden dejar la semilla y abandonar el huevo, mientras que
las mujeres no, pues la fertilización es interna en la mujer—.
3. La hipótesis del coste asociado a los posibles emparejamientos
—el coste de los hombres en el cuidado parental es mayor que en
las mujeres porque le resta oportunidades de nuevos empareja-
mientos—.

Autores como Alcock (1993) o Pedersen (1993) han aportado eviden-


cias que apoyan la primera y la tercera hipótesis.
Por otra parte, los mecanismos evolutivos implicados en el cuidado de
la descendencia son sensibles, como mínimo, a tres tipos de cuestiones:

a) La relación genética con la descendencia.


b) La capacidad de la descendencia de convertir los cuidados paren-
tales en eficiencia reproductiva.
c) La posibilidad de invertir los recursos en otras oportunidades más
interesantes.

Daly y Wilson (1982) han aportado gran cantidad de evidencias para


intentar aclarar estas hipótesis. Por ejemplo, en un estudio donde se pre-
sentaban vídeos sobre la apariencia física de bebés, en el que sus progeni-
tores (madres y padres por separado) debían juzgar su parecido con ellos,
encontraron, de forma significativa, un interés por parte de las madres en
resaltar el parecido de sus hijos con los padres, lo que vendría a confir-
mar que las madres prefieren evitar a sus parejas incertidumbres sobre la
paternidad de la descendencia. Interesantes son también los estudios
transculturales, donde el mito de la «madrastra» parece corresponderse
con el peor trato que padres y madres dan a los hijos de sus parejas cuan-
do no son suyos (Daly y Wilson, 1990). Con cierta carga dramática, la
psicóloga evolucionista Janet Mann (1992) presenta los resultados de un
estudio con gemelos, a los cuales se realizó un seguimiento desde el naci-

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38 / Dimensiones básicas de la motivación humana

miento hasta los ocho meses, grabándose en vídeo el trato de la madre


cuando estaba a solas con sus dos hijos (que por otra parte eran evalua-
dos en una serie de medidas neurológicas, físicas y cognitivas). Los resul-
tados mostraron que las madres dedican más cuidados (tiempo, caricias,
juegos, etc.) al niño más sano, lo que vendría a apoyar la hipótesis de que
los padres invierten más tiempo y cuidados en la parte de su descenden-
cia que puede tener mayor éxito reproductivo.
La relación paternofilial también se puede estudiar desde la perspec-
tiva de los hijos, e inevitablemente tenemos que hablar del conflicto entre
padres e hijos. El problema, tal como lo planteó Trivers (1974), radica en
la divergencia encontrada entre los hijos y los padres en cómo adminis-
trar los recursos familiares. En particular, los hijos desean más de lo que
los padres quieren dar. La razón de esta divergencia se encuentra en la di-
ferencia genética entre padres e hijos (un 50 %). Resulta interesante seña-
lar, como apuntan Daly y Wilson (1990), que este conflicto no se produ-
ce en un período específico, por ejemplo, en la adolescencia, sino que
ocurre a lo largo de toda la vida. Evidencias de esta teoría se encuentran
en el conflicto de los hermanos en lo que respecta a obtener mayores be-
neficios de los progenitores, así como en el hecho de que es mayor el nú-
mero de hijos que (cuando son adultos) matan a los padres que el de pa-
dres que asesinan a los hijos (Daly y Wilson, 1990).
Para terminar con esta panorámica sobre la perspectiva evolucionis-
ta, hemos de tocar el tema del sexo y el emparejamiento (mating), otro de
los temas centrales en esta perspectiva. Trivers (1972), en su formulación
de la teoría de la inversión parental y la selección sexual, planteó dos hi-
pótesis fundamentales:

1. El sexo que invierta más en su descendencia será más selectivo a


la hora de elegir pareja.
2. El sexo que invierta menos en su descendencia será más competi-
tivo en sus interacciones sexuales.

Según Buss (1999), la mujer obligatoriamente invierte más en su des-


cendencia. Para tener un solo hijo, la mujer tiene que comprometerse
como mínimo con nueve meses de embarazo, mientras que el hombre solo
necesita unos pocos minutos para invertir en ese mismo hijo.
Este autor propone una clasificación interesante de los retos implica-
dos en la sexualidad y el emparejamiento en función del tiempo, señalan-
do que las estrategias de los hombres son diferentes a las de las mujeres,
no solo en cuanto al sexo sino en relación al tiempo que quieren que dure
la relación.

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Búsqueda de sensaciones y conducta antisocial / 39

Si se trata de establecer una relación de larga duración, existen dife-


rencias si se trata de un hombre o de una mujer. Por ejemplo, una mujer
que busca pareja para que sea el padre de sus hijos mostrará preferencias
por un hombre:

a) Con recursos económicos; no exige necesariamente que tenga di-


nero en cantidad, necesita señales de que el hombre está en pose-
sión de recursos, bien porque sea deportista (recursos físicos),
bien porque goce de una buena reputación, etc.
b) De edad mayor que ella, pues es probable que así asegure la po-
sesión de los recursos.
c) Ambicioso, que mantenga y genere recursos.
d) Estable y de confianza.
e) Con un físico atlético.
f ) Con buena salud (física y psíquica) y que la ame (entendiendo por
esto, compromiso y fidelidad).
g) Con clara voluntad de invertir en la descendencia.

Como se puede observar, el perfil del «buen marido» es bien conoci-


do y según la psicología evolucionista no se ajusta a meros caprichos cul-
turales sino a la necesidad de resolver problemas adaptativos de primera
instancia.
En cambio, si es un hombre el que busca pareja estable, debe resolver
dos problemas adaptativos importantes. El primero es identificar a una
mujer fértil (que le proporcione hijos). En consecuencia, las mujeres ele-
gidas deben portar señales que manifiesten esta capacidad, como ser jó-
venes y sanas. A este respecto, hay un estudio interesante de Singh (1993)
relativo a las preferencias de los jóvenes antes y después de la pubertad.
Singh calculó un índice, el WHR (waist-to-hip ratio), entre la proporción
de grasa que se distribuye entre las caderas y la cintura. Antes de la pu-
bertad este índice es similar en los chicos y las chicas, pero con la llegada
de los cambios hormonales las chicas superan en un 40 % a los chicos en
la grasa depositada en las caderas. A partir de una serie de estudios Singh
señaló que los hombres encuentran más atractivas a las chicas cuyo índi-
ce WHR expresaba la máxima activación de las hormonas, es decir, igua-
les a 0,70. Este dato se confirmó en diversas culturas no occidentales
(Singh y Luis, 1995). El segundo problema que debe resolver un hombre
es encontrar a una mujer que sea de confianza y fiel, pues esto asegura
que sus hijos sean suyos y no del vecino.
Cuando los hombres y las mujeres quieren tener relaciones de corta
duración, por ejemplo contactos sexuales cortos, aparecen también dife-

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40 / Dimensiones básicas de la motivación humana

rencias en las estrategias de uno y otro sexo en relación con los beneficios
que les reportan. Los hombres, siguiendo los principios de Trivers (1972)
de la inversión parental, estarán más motivados a tener encuentros sexua-
les de corta duración, hecho que se ha apoyado con abundante documen-
tación empírica; también expresan muchos más deseos de tener relacio-
nes sexuales con diferentes mujeres, prefieren que el cortejo previo sea más
corto y tienen más fantasías sexuales (Buss y Smith, 1993; Ellis y Symons,
1990). Las mujeres también obtienen ciertos beneficios de los contactos
breves, especialmente la posibilidad de elegir al hombre con mejores re-
cursos. Las evidencias empíricas acerca de las preferencias de las mujeres
sobre este tipo de relaciones son mucho más recientes (Buss, 2017).
La psicología evolucionista se enfrenta con una serie de críticas, algu-
nas propias y otras heredadas de la etología. Las más frecuentes son:

a) Implica un determinismo genético.


b) Acepta la inmodificabilidad de las conductas (consecuencia del
determinismo anterior).
c) Resulta aparatosa la matemática que debería conocer un indivi-
duo para entender conceptos como la eficiencia inclusiva.
d) Es cuestionable el propio concepto de adaptación, en el sentido
de un conjunto de mecanismos óptimamente diseñados.
e) La teoría evolucionista implica una motivación hacia la maximi-
zación de la reproducción genética.

David Buss (1999), en su libro Evolutionary psychology. The new scien-


ce of the mind, defiende que la mayor parte de las críticas se deben a una
serie de malentendidos que las hacen injustificables y que, en última ins-
tancia, provienen de una errónea interpretación de la teoría de la evolu-
ción. Con respecto a las críticas a) y b) este autor explica cómo la con-
ducta humana no puede ocurrir sin dos ingredientes:

1. Adaptaciones evolutivas.
2. Unas condiciones ambientales que disparan el desarrollo y la ac-
tivación de dichas adaptaciones.

Por tanto, defiende un modelo interaccionista pero centrado en las


adaptaciones evolutivas, donde no tendría lugar el supuesto determinis-
mo y la inmodificabilidad de la conducta. Precisamente, los evolucionis-
tas defienden que el conocimiento de nuestros mecanismos adaptativos
básicos nos puede servir para modificar las consecuencias negativas de los
mismos. A las críticas c) y d) Buss da respuestas claras: no hace falta que

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Búsqueda de sensaciones y conducta antisocial / 41

los humanos conozcan la complejidad de sus procesos, eso solo es tarea


de los científicos. Por otra parte, existen casos notorios donde un meca-
nismo puede ser adaptativo, pero no óptimamente diseñado. Buss (1999)
pone el ejemplo del miedo a las serpientes, compartido por miles de per-
sonas, aunque muy pocas mueren por efecto de sus mordidas.
La última crítica a la psicología evolucionista es quizá la más impor-
tante. Sus autores se defienden diciendo que no se trata de una meta cons-
ciente o inconsciente, sino de una serie de mecanismos en el largo proce-
so de la adaptación-evolución.
Linnda Caporael (2001), desde otra perspectiva biologicista presenta
una visión crítica de la psicología evolucionista, recogiendo una variedad
de investigaciones que cuestionan sus resultados. En la mayoría de los ca-
sos, el denominador común es la presencia de variables culturales y carac-
terísticas de personalidad, que predicen igual o mejor los datos encontra-
dos por los evolucionistas. Por ejemplo, Miller y Fishkin (1997) critican
los datos encontrados por Buss y Schmitt (1993) sobre los deseos y pre-
ferencias de los hombres en las relaciones sexuales de corta duración (véa-
se más arriba). Para estos autores los resultados encontrados solo son
aplicables a hombres muy ansiosos, pero no aparecen cuando está ausen-
te este rasgo de personalidad.
A pesar de las críticas, recientemente Cosmides y Tobby (2013) defien-
den que la psicología evolucionista representa la segunda ola de la revo-
lución cognitiva. Desde esta perspectiva el cerebro se compone de siste-
mas computacionales evolutivamente diseñados por la selección natural,
cuya finalidad es utilizar la información para regular adaptativamente los
procesos fisiológicos y la conducta. Según estos dos autores la evidencia
empírica acumulada es tal que permite descubrir nuevas características de
los procesos psicológicos básicos como son la atención, la categorización,
razonamiento, el aprendizaje, la emoción y la motivación.
La psicología evolucionista se ha centrado en el estudio de los siste-
mas evolutivos diseñados para la adquisición de conocimiento. De ahí los
trabajos sobre atención, percepción o razonamiento, y por tanto su sola-
pamiento con los intereses de la ciencia cognitiva. Como ya comentamos
más arriba, muchos consideran una valiosa aportación el papel de «las re-
glas de intercambio social» en el razonamiento condicional y el problema
de la detección de tramposos (Cosmides et al., 2010; Sugiyama, 2002); la
habilidad para categorizar a los aprovechados (free-riders) (Delton, Cos-
mides, Guemo, Robertson y Tobby, 2012), o la capacidad para recordar
mejor las caras de personas que cooperan frente a las que no (Bell, Buch-
ner y Musch, 2010). En esta línea y en una investigación que se acaba de
publicar con neonatos se han detectado zonas del área fusiforme y del pa-

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42 / Dimensiones básicas de la motivación humana

rahipocampo con conexiones específicas preparadas para el reconoci-


miento de caras y lugares (Kamps et al., 2020).
En los últimos años, los psicólogos evolucionistas han incorporado
la preocupación por explicar la personalidad y las diferencias individua-
les (Buss, 2009), así como por identificar problemas para los cuales de-
berían existir mecanismos motivacionales especializados (Cosmides y To-
bby, 2013). Por ejemplo, ¿qué tipo de impulso o pulsión se reduce
cuando se ayuda a los miembros de la familia? o ¿cuándo se tienen ce-
los? o ¿cuándo se evita el incesto? En estos casos el tipo de programa ne-
cesario para resolver estos problemas motivacionales requiere elementos
computacionales que no son conceptos, creencias ni deseos. Serían más
bien variables regulatorias internas que tienen en cuenta todo lo anterior
para desembocar en una toma de decisión adaptativa. Por ejemplo, el sis-
tema de detección del parentesco debe funcionar por la presencia de una
serie de indicadores (variables) que regulan los sistemas motivacionales
del altruismo y la atracción/aversión sexual (Lieberman, Tooby y Cosmi-
des, 2007).
En este contexto, emociones sociales como el enfado, la gratitud o la
culpa funcionan como mecanismos para compensar o recalibrar una de-
terminada evaluación del bienestar conseguido en los intercambios socia-
les. Por ejemplo, el enfado sería la expresión de un sistema neurocompu-
tacional que ha evolucionado para regular conductas adaptativas en el
contexto de la resolución de conflictos de intereses, a favor del enfado in-
dividual. Este sistema se activaría cuando aparecieran acciones en las que
percibimos que la otra parte no tiene en cuenta nuestro bienestar. A par-
tir de ese momento los actos o las señales de enfado (como la cara de en-
fado) se convierten en índices para reevaluar la capacidad para infligir
costes o evitar beneficios en el otro (Lim, 2012; Sell, Cosmides y Tobby,
2014).

Preguntas de reflexión

1. ¿Cómo ha cambiado el concepto de instinto desde los autores que


representan la herencia filosófica hasta nuestros días?
2. ¿Qué interés tiene estudiar etología no humana para un psicólo-
go? ¿Qué aportaciones ha realizado la etología humana al cono-
cimiento sobre el comportamiento humano?
3. ¿Cuáles son las contribuciones significativas de la psicología evo-
lucionista al conocimiento de una supuesta preprogamación hu-
mana?

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Búsqueda de sensaciones y conducta antisocial / 43

Enlaces para ampliar el capítulo

Para conocer a la primatóloga más importante, Jane Goodall Institute: http://


www.janegoodall.org.
Punset, E. (2013). El bienestar animal importa. RTVE: Redes (serie), emitido en
2013. Recuperado en: https://www.rtve.es/television/20130217/bienestar-ani-
mal-importa/608130.shtml.
Buss, D. (2017). Sexual conflicto in human mating TEDxVienna. Recuperado en:
https://www.youtube.com/watch?v = mu4Uki8VyLc.
Paris, W. (2017). Why we want who we want. Psychology Today. Recuperado en:
https://www.psychologytoday.com/us/articles/201707/why-we-want-who-we-
want.

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