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Diego Moral Sáez

Nuevo Testamento

Facultad de Teología
ÍNDICE

- El agua…………………………………………………………………………………3

- El aceite………………………………………………………………………………..5

- La vid y el vino………………………………………………………………………...5

- El pan…………………………………………………………………………………..7

- El pastor………………………………………………………………………………..9

- Valoración personal…………………………………………………………………...13

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Las grandes imágenes del evangelio de Juan

En el Evangelio de San Juan encontramos distintas imágenes cuyas


connotaciones añaden una mayor profundidad y sentido a este libro bíblico. Entre
dichas imágenes están elementos materiales como el agua, el pan y el vino, pero
también hay imágenes personales como la del pastor.

-El agua:

A nivel general, el agua es el elemento esencial para la vida. Las distintas formas
en las que podemos encontrarla añades diferentes valores a su simbolismo: el agua
fresca de un manantial es, por ejemplo, símbolo de pureza y de fertilidad. Cuando
hablamos de los ríos, el agua adquiere un sentido de portadora de vida, pero también
puede representar un peligro si éste es profundo y adquirir una significación de muerte.
Por consiguiente, salir de esa agua simbolizaría un renacer. El mar es visto como lo que
limita el espacio vital humano, y de este modo, atravesarlo (como hizo el pueblo de
Israel en el Mar Rojo) representa la salvación (en dicho caso, de la opresión egipcia).

El paso del Mar Rojo es visto por los cristianos como una prefiguración del
bautismo: el mar se convierte símbolo del misterio de la muerte en la cruz para la
posterior resurrección, misterio al que nos insertamos con el agua del bautismo.

Ya dentro del Evangelio de San Juan, pero en relación con esto, vemos cómo en
la conversación con Nicodemo, Jesús dice que hay que renacer del agua y del Espíritu.
Se alude así al bautismo que nos hace renacer, para lo que se requiere la fuerza creadora
del Espíritu y el seno maternal de la Iglesia, simbolizada en el agua como madre dadora
de vida.

Luego encontramos el episodio del pozo de Jacob en el que Jesús promete a una
samaritana un agua que será fuente que salta a la vida eterna y que quien beba de ella no
volverá a tener sed. El pozo de esta escena tiene un simbolismo especial, por estar
relacionado con la historia de la salvación de Israel: con él, Jacob había dado a su
pueblo el agua necesaria para la vida.

Sin embargo, el hombre tiene una sed aún mayor, pues busca una vida más allá
de lo biológico. Juan distingue entre la vida biológica y esa vida completa no sometida a
la muerte. Así, en la conversación con la samaritana se convierte en símbolo del Espíritu
que apaga esa sed de trascendencia del hombre al darle la vida plena.

Tras esto encontramos la historia del enfermo que espera curarse al entrar en la
piscina de Betesda, y al no encontrar a nadie que lo ayude a entrar, es curado por Jesús,
que lleva a cabo la curación que el enfermo esperaba por parte del agua.

Más adelante, Jesús cura a un ciego de nacimiento, para lo cual le dice que se
lave en la piscina de Siloé, con lo que recupera la vista. El significado de Siloé, que es

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“enviado”, puede verse como una alusión a Jesús. De este modo, este capítulo
constituye una explicación del bautismo, en el que Cristo nos abre los ojos.

En la Última Cena, el agua aparece en el lavatorio de los pies, en el que Jesús,


humildemente, se convierte en “esclavo” de los suyos y les ofrece un baño purificador
que hace a los hombres dignos de participar en la mesa del Señor.

El agua vuelve a aparecer al final de la pasión, llena de misterio: tras haber


muerto Jesús, los soldados le traspasan con una lanza el costado, y salió agua y sangre,
lo que puede interpretarse como una referencia de Juan al bautismo y la eucaristía, que
nacen del corazón abierto de Cristo.

En su Primera Carta, Juan retomará el tema de la sangre y el agua, señalando que


son tres elementos los que dan testimonio de Cristo: el agua, la sangre y el Espíritu. Se
dirige así a un cristianismo que, si bien acepta el bautismo como elemento de salvación,
es reticente a aceptar la cruz con ese sentido; quiere la palabra, pero no la sangre. Sin
embargo, la palabra, sin corporeidad perdería toda su fuerza. Implicaría no aceptar el
carácter redentor de la sangre de Jesús.

En la fiesta de las Tiendas, Jesús grita: “El que tenga sed, que venga a mí; el que
cree en mí que beba”. Esto se produce en el marco de una fiesta que en origen se hacía
para pedir la lluvia, pero que poco a poco se convirtió en una evocación del agua que
Moisés había hecho brotar de una roca para su pueblo durante la travesía por el desierto.
Esto se había convertido en uno de los temas de la esperanza mesiánica: la esperanza de
un nuevo Moisés, que diera pan y agua del cielo, del modo que el antiguo Moisés había
dado a su pueblo el maná y el agua necesarios para la vida. Jesús responde a esas
esperanzas mesiánicas, pues Él es el nuevo Moisés, la roca que da la vida. Ante la
pregunta de cómo se bebe de su agua, el agua que Jesús le prometió a la samaritana,
encontramos la respuesta en sus propias palabras: “El que cree en mí…”. La fe en Cristo
es el modo de beberla.

En relación con esto encontramos la frase de la Escritura: “De sus entrañas


manarán torrentes de agua viva”. Hay dos posibles interpretaciones de esto: que sea el
propio hombre el que se convierta en manantial de la fuerza vital del Espíritu, o que se
trate en definitiva de Cristo, fuente y roca viva. Sea como fuere, percibimos el interés de
Jesús en que exista una continuidad con la Escritura, de modo que los Evangelios
legitiman la fe en Jesús, a partir del cual se muestra el sentido coherente de la Biblia.

Al hablar de “fuente viva”, Juan no se refiere a un pasaje concreto de la


Escritura, sino a toda ella en general. Un referente es la ya mencionada piedra que surte
de agua. Ezequiel nos ofrece la visión de un nuevo templo de cuyo umbral mana agua.
Zacarías anuncia que brotará un manantial en Jerusalén contra los pecados e impurezas
de Israel. El propio Juan reinterpreta estas imágenes en el Apocalipsis, hablando de un
río de agua viva que sale del trono de Dios y del Cordero. Juan considera al Señor
resucitado, su cuerpo, como el nuevo templo que todos los pueblos ansiaban, de modo

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que en sus palabras sobre los ríos de agua viva puede una alusión a dicho templo, que
significa la presencia viva de Dios en el mundo, que será fuente de vida eterna.

Si analizamos la historia atentamente, es posible ver ese río que brota de Cristo
crucificado y resucitado, y cómo donde llega ese río de amor divino aparece la vida
verdadera. El cristiano se hace uno con el Hijo, y el amor a Cristo le convierte en un
pozo de agua viva, como en el caso de los santos, en torno a los cuales vemos como
vuelve un pedazo del paraíso perdido. Esto es así porque se integran en la fuente que es
Cristo.

El pan de trigo, el vino y el aceite de oliva son dones típicos de la cultura


mediterránea, son también, junto con el agua los elementos sacramentales
fundamentales de la Iglesia, lo que los convierte en vehículos de la acción de Dios y
signos de su proximidad.

-El aceite:

El aceite embellece y cura al hombre, y es signo de una exigencia más elevada


cuando se emplea en la unción de reyes y profetas. El único aceite que aparece en el
Evangelio de San Juan es el de nardo, empleado por María para ungir a Jesús. Su
elevado coste lo convierte en un signo del amor dado en abundancia, pero también se
considera un anticipo de la muerte y la resurrección.

-La vid y el vino:

El vino representa la fiesta, típica de los ritos religiosos, y anticipa la fiesta


eterna de Dios con la humanidad. Esta imagen se encuentra en el relato de las bodas de
Caná y en los sermones de despedida en los que Jesús se presenta como verdadera vid.

La conversión del agua en vino puede ser vista como un milagro un tanto frívolo
en relación al resto de signos empleados por Jesús, pero al analizarlo, vemos que hay
mucho más detrás de esta obra. Ya la datación de este milagro con la frase “Tres días
después había una boda en Caná de Galilea” puede verse como una alusión a la teofanía
del encuentro entre Dios e Israel en el Sinai (que ocurrió al amanecer del tercer día), o
una anticipación de la teofanía final: la resurrección de Cristo al tercer día.

Otro aspecto importante de este pasaje es que Jesús le dice a María, su madre,
que no le ha llegado todavía su “hora”. Esto indica que no actúa por voluntad
exclusivamente suya, sino en consonancia con la voluntad del Padre. Esa hora de la que
habla es la hora de su gloria, que comienza en la cruz. Este momento aparece ligado a la
Pascua, lo que lo convierte en el comienzo de una nueva liturgia de “espíritu y verdad”.
Jesús habla a María de su “hora”, y al hacerlo, está relacionando ese momento con el del
misterio de la cruz, la cual está anticipando de ese modo. Esta anticipación simbólica de
la hora de Cristo se hace también en la Eucaristía, en la que el Señor anticipa en su
Iglesia su segunda venida.

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La señal de Dios es la sobreabundancia, el derrocharse a sí mismo por el
hombre, lo que constituye su gloria. La sobreabundancia de Caná es un signo de que ha
comenzado la fiesta de Dios con la humanidad, de que ha empezado a entregarse por los
hombres.

La boda se interpreta también como una imagen de las nupcias de Dios con su
pueblo, en la que Jesús aparece como el novio, y en Él, Dios y el hombre se hacen uno.

Otro aspecto importante de este capítulo es la revelación de Jesús y su gloria: el


agua, símbolo de purificación, se convierte en vino, signo de alegría. La purificación
ritual queda como un mero rito, el agua no deja de ser agua, pues no deja al hombre
completamente puro. Ese agua se convierte en vino, donde de Dios que acude en ayuda
del hombre, causando regocijo.

La investigación histórica de las religiones señala cierto paralelismo entre las


bodas de Caná y el mito de Dionisos, a quien también se le atribuía la transformación
del agua en vino. Para Filón, el que verdaderamente da el vino es el Logos divino, que
es relacionado con Melquisedec, que ofreció pan y vino en sacrificio. Es, sin embargo,
dudoso que Juan pensara en estos antecedentes. Juan presenta a Jesús como Logos de
Dios y Dios mismo que nos ha dado el pan y el vino como vehículos de la Nueva
Alianza.

En relación con el vino encontramos la imagen de la vid en los sermones de


despedida de Jesús. Para entender este sermón debemos remitirnos al libro de Isaías, en
el que encontramos una canción de la viña. Se trata de un canto de amor de un amigo a
su viña, que es una imagen de la esposa. El canto empieza diciendo que el amigo tenía
una viña en suelo fértil, en el que plantó buenas cepas y que cuidó con esmero. Sin
embargo, la viña le decepcionó y solo dio agracejos, queriendo significar que la esposa
le había sido infiel, había traicionado el amor del amigo, que la abandona a su suerte. Se
observa entonces que esa viña, esa esposa, hace referencia a Israel, el pueblo al que
había amado y mostrado el camino de la justicia en la Torá, y que le han correspondido
quebrantando la Ley, de lo que se deriva la amenaza de abandono por parte de Dios.
Con esto llega el lamento y la súplica de salvación.

Esta es, precisamente, la situación con la que se encontró Jesús en Israel.


Posteriormente, en una parábola cercana a su pasión, Jesús retoma el canto de Isaías,
con la diferencia que Israel aparece ahora representado por unos viñadores. En la
parábola, el dueño de la viña envía criados (imágenes de los profetas) a recoger las
rentas, pero los viñadores los asesinan (simbolizando lo inútil de los esfuerzos de dichos
profetas). Finalmente, el deño envía a su hijo, esperando que le atienda, pero también es
asesinado por los viñadores para adueñarse de la viña. Se predice que el dueño
responderá acabando con los labradores y enviando a otros.

Los oyentes saben que se refiere a ellos y, aunque ahora nos parezca que solo se
habla de lo que ocurre antes del rechazo del mensaje de Jesús por sus contemporáneos,
también se refiere a nuestra época, en las que tantas veces se vive y se afirma que Dios

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ha muerto, para otorgar la condición divina al ser humano. La sociedad se apodera de la
viña.

Volviendo al lugar en el que dejamos la parábola, en el que el castigo se cumple


y el dolor se convierte en un clamor de restauración, encontramos en las palabras de
Jesús una promesa: “¡Cuida de esta viña!”. Dios traspasará así el reino a otros siervos.

La muerte del Hijo no tiene carácter final, pues no permanece en la muerte, sino
que se convierte en un nuevo comienzo. Jesús da a entender que Él es el hijo de la
parábola, y con ello, nos adelanta su crucifixión y resurrección, y que de Él Dios
levantará una nueva edificación. Esta imagen del edificio vivo sustituye así a la cepa.

Cuando el Señor dice “Yo soy la verdadera vid”, lo más importante es ese “Yo
soy”, que señala la identidad entre Hijo y vid. Cristo se ha convertido en la vid y se ha
dejado plantar en la tierra, lo que constituya el misterio de la encarnación. Como esta
vid no puede ser arrancada, pues pertenece definitivamente a Dios, lo que hace que la
promesa de salvación sea irrevocable. A pesar de esto, la vid debe ser purificada
constantemente, es decir, Iglesia e individuo deben llevar a cabo actos de purificación,
dolorosos pero necesarios, en los que está presente el misterio de la muerte y la
resurrección. Solo con la purificación se vuelve a la sencillez del Señor y se renueva la
capacidad de dar fruto. Dios espera que su viña de buen fruto, con el que hacer buen
vino (que aquí es imagen de la justicia). Este fruto se consigue viviendo la palabra de
Dios.

La vid es el Hijo, tal y como anticipada el Salmo 80 al relacionar al “hijo del


hombre” con la vid. Como atributo cristológico, la vid representa la unión indisoluble
entre Jesús y los suyos, que en Él y por medio de Él también se convierten en vid, pues
los fieles forman con Cristo un solo cuerpo, lo que muestra una vez más el carácter
irrevocable del don de Dios.

La imagen de la vid aparece también en el contexto de la Última Cena: si en la


multiplicación de los panes y los peces había hablado del pan del cielo que Él iba a dar,
anticipando cómo interpretar el pan de la Eucaristía, ahora nos entrega el vino de su
pasión y de su amor. La vid adquiere así un significado eucarístico, como fruto traído
por Jesús, el amor de su entrega pascual, que da el vino para el banquete de la boda de
Dios con los hombres. Nos señala así que debemos dar el fruto del amor que acepta con
Cristo el misterio de la cruz y participa de su entrega, y el fruto de la justicia. Para dar el
buen fruto y buen vino que son el amor y la justicia, debemos perseverar
constantemente en la comunión con el Señor a través de las vicisitudes de la vida.

-El pan:

El pan es el alimento básico, sobre todo de los pobres, con lo que representa la
bondad divina desde la sencillez y la humildad de algo cotidiano.

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El pan aparece en el episodio de las tentaciones, en el que el demonio insta a
Jesús a convertir las piedras en pan, a modo de deformación de su misión mesiánica.
Otro momento en el que aparece es en las peticiones del Padrenuestro.

Destaca, sin embargo, el episodio de la multiplicación de los panes y los peces,


signo de la misión mesiánica de Cristo y momento en el que su actuación queda
encaminada a la cruz. También tiene gran importancia el gran sermón sobre el pan que
da al día siguiente en la sinagoga al otro lado del lago. El contexto de ambos es la
comparación de Jesús y Moisés, siendo Jesús el nuevo Moisés que Dios prometió al
pueblo de Israel (como hemos mencionada al hablar del agua), y de ahí que al final de la
multiplicación de los panes se mencionara “Éste sí que es el profeta que tenía que venir
al mundo”.

Aunque Moisés hizo brotar de la piedra agua para su pueblo, el don que se
recordaba con más fuerza era el maná, pan del cielo con el que Dios, por medio de
Moisés, alimentó a su pueblo. Ante el hambre del pueblo se alzaba así una promesa de
la eliminación de toda necesidad, del don que acaba con el hambre para siempre.

Si bien Moisés hablaba con Dios en calidad de amigo, es decir, “cara a cara”,
gracias a lo cual puedo transmitir a su pueblo la Palabra de Dios, su cercanía con Éste
tiene límites, y no puede ver su rostro. En este contexto debemos recordar el Prólogo del
Evangelio de San Juan: “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el
seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”. Al Padre solo lo ha visto Jesús, pues Él
es Dios con el Padre y está en diálogo permanente con Él.

Dios reveló su nombre a Moisés, convirtiéndole en mediador entre Él y los


hombres, y al igual que él, Jesús manifiesta en su oración sacerdotal el nombre de Dios.
Otro don de Moisés es la Torá, la palabra de Dios que muestra el camino, distinguiendo
a Israel de otros pueblos por ser conocedor de la voluntad de Dios y el camino de la vida
recta.

Esto nos lleva de nuevo al sermón del pan, al descubrir que el pueblo judío se
fue concienciando de que la palabra de Dios, la Ley, era el verdadero pan del cielo. Sin
embargo, durante mucho tiempo, la salvación fue entendida desde un punto de vista
material: veían el maná como algo que los saciaba, pero no era el auténtico pan del
cielo, pues aunque viniera “del cielo”, era algo terrenal. Así, en el debate con los judíos
en la Sinagoga de Cafarnaún, Jesús señala que han visto la multiplicación de los panes
desde un punto de vista del comer, y no como un “signo”.

El hombre tiene hambre de algo más, algo que está a otro nivel (ocurre lo sino
que con la sed del agua de vida eterna). La Torá es ese pan que viene de Dios y da
alimento al mundo, pues permite hacer de la voluntad del Señor su alimento. Para
asegurar la comprensión, Jesús lo repite de modo inequívoco: “Yo soy el pan de vida. El
que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed”. Como la
Ley se ha hecho Persona, en el encuentro con Cristo nos alimentamos de Dios vivo, pan

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del cielo. Este pan no puede ganarse solo con el trabajo humano, es necesario creer en
Dios para que el pan del cielo llegue a nosotros como don divino.

Ante la pregunta de cómo podemos alimentarnos de Dios concluimos que como


Dios se hace” pan” para nosotros en la encarnación de la Palabra, que al hacerse uno de
nosotros, entra en nuestro ámbito y así se nos hace accesible. Esto se ve mejor cuando
Jesús menciona su sangre que nos da a “beber”, haciendo referencia a la Eucaristía y al
sacrificio de la cruz en el que ésta se basa, sacrificio en el que derrapa su sangre por
nosotros. Queda patente que la teología de la encarnación y la de la cruz son
inseparables, pues Jesús se hace hombre precisamente para entregarse en sacrificio.

Al señalar que su encarnación y su camino pascual están orientados al


Sacramento de la Eucaristía, en el que ambas coexisten dentro del contexto del descenso
de Dios por y hacia nosotros, Jesús subraya la centralidad de la Eucaristía en la vida
cristiana, pues en ella Dios nos regala el pan del cielo. La Eucaristía se ve también como
el encuentro permanente de Dios con los hombres, en el que se entrega como “carne”
para que nos convirtamos en “espíritu”; igual que Cristo alcanzó una nueva corporeidad,
los fieles unidos a Él pasan por la cruz y alcanzan el alimento de la vida en Dios y con
Dios.

Es por ello que al final del discurso se insiste en la encarnación de Cristo y en la


necesidad de “comer la carne y beber la sangre” del Señor. Con la frase “El Espíritu es
quien da la vida; la carne no sirve de nada” se señala el misterio pascual presente en la
Eucaristía, indicando que solo a través de la cruz podemos acceder a esa “carne” que
nos transforma.

Una última clave para comprender el sermón sobre el pan la encontramos en las
palabras de Jesús en el Domingo de Ramos: “si el grano de trigo no cae en tierra y
muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto”. Para que haya pan es
necesario disponer de trigo. Cuando el grano de trigo cae en tierra y “muere”, de su
muerte nace una espiga. Lo que hace del pan terreno una imagen tan buena de la
presencia de Cristo es que lleva dentro de sí el misterio pascual de la muerte y la
resurrección, y de ahí que otras muchas religiones lo empleen con este mismo
simbolismo.

-El pastor:

La imagen del pastor tiene una larga historia: ya en el Antiguo Oriente se veía a
los reyes como pastores establecidos por Dios, cuya misión es “apacentar a su rebaño”,
es decir, dar de comer, preocuparse por el bienestar de su pueblo. Encontramos así
también la base de la imagen de Cristo rey.

Los precedentes inmediatos de la presentación de Jesús por medio de la figura


del pastor los encontramos en el Antiguo Testamento, en el que Dios aparece como
pastor de Israel, lo que constituye un mensaje de consuelo y confianza, como se muestra
en el Salmo 23, que dice: “Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú
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vas conmigo”. Ezequiel reprende a los pastores egoístas de su época y a la vez anuncia
la promesa de que Dios mismo cuidará a sus ovejas y las buscarán cuando se pierdan.

Ante las murmuraciones de escribas y fariseos de que Jesús se relacionaba con


pecadores, Él presenta la parábola del buen pastor, que tiene noventa y nueve ovejas en
su redil, pero va a buscar a la que quedó descarriada para traerla de vuelta en hombros al
redil. Jesús expone así que hace lo que Dios, como pastor verdadero, ha anunciado:
buscar a las ovejas perdidas y traerlas de vuelta.

Las últimas profecías del Antiguo Testamento traen consigo un giro en la


imagen del pastor que apunta directamente a Cristo. Zacarías anunció: “Heriré al pastor
y se dispersarán las ovejas del rebaño”, anticipando un “pastor” que según el designio
de Dios sufre la muerte para cambiar el rumbo de la historia.

La imagen del pastor asesinado que tras la muerte se convierte en salvador tiene
gran relación con otro fragmento del Libro de Zacarías: “Derramaré sobre la dinastía de
David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de clemencia. Me
mirarán a mí, a quien traspasaron; harán llanto como llanto por el hijo único […] Aquel
día será grande el duelo de Jerusalén, como el luto de Hadad-Rimón [...] Aquel día
manará una fuente para que en ella puedan lavar su pecado y su impureza” Hadad-
Rimón era una divinidad de la vegetación, que muere y resucita, cuya muerte se
celebraba con lamentos rituales. Esta vana divinidad se convierte mediante dicho rito
del lamento en una prefiguración de Cristo, que sí que existe.

También puede relacionarse con el Siervo de Dios del Deutero-Isaías, haciendo


patente que los últimos profetas prevén un Redentor que sufre la muerte, un pastor que
se entrega como cordero. Sin embargo, a pesar de la alusión que Zacarías hace a la
resurrección por medio de la figura de Hadad-Rimón, no se ve claramente la figura de
Cristo ni la relación entre la cruz y la fuente contra todo pecado. No obstante, en su
evangelio, Mateo señala que Jesús menciona la primera cita que hemos hecho de
Zacarías de camino al monte de los olivos tras la Última Cena, y Juan cierra su relato de
la crucifixión con una referencia el mismo profeta (“Mirarán al que atravesaron”),
dejando claro que el asesinado y salvador es Jesucristo.

Juan relaciona la visión de Zacarías de la fuente que limpia los pecados con el
costado abierto de Jesús, del que brotó sangre y agua, pues Cristo es la fuente de
salvación y purificación. También relaciona este hecho con el cordero pascual, cuya
sangre también purifica. Esta imagen del cordero trae dentro de ella la entrega de la vida
por parte de Jesús.

El discurso del pastor comienza con Jesús diciendo que Él es la puerta de las
ovejas. Ya antes había señalado “Os aseguro que el que no entra por la puerta en el
aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que
entra por la puerta es pastor de las ovejas”. De este modo, el buen pastor es quien entra
a través de Jesús, pues Él es la puerta. Esto se hace patente en que cuando Jesús confiere
a Pedro su oficio pastoral, le pregunta si en verdad lo ama, pues para desempeñar ese

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oficio debe entrar por la “puerta”. Es una pregunta acerca del amor que le hace ser uno
solo con Jesús. Pedro llegará a las ovejas por medio de Jesús, pues son el rebaño del
Señor, no suyo. Cuando las ovejas escuchan la voz de Pedro, en realidad escuchan la del
propio Jesús. La escena acaba con Jesús pidiendo a Pedro que le siga, señalando que el
oficio pastoral implica la aceptación de la cruz y la disposición a dar la propia vida.

Volviendo al sermón del pastor, vemos cuatro elementos fundamentales. Uno es


el ladrón a quien solo le importa él mismo, de modo opuesto al pastor, que no quita la
vida, sino que la da. Jesús promete vida en abundancia, lo que se representa con los
pastos y las fuentes que muestra a las ovejas, los cuales son símbolo de la Sagrada
Escritura, palabra de Dios y alimento de vida. Como se dijo al hablar del símbolo del
pan, el hombre necesita alimento para el cuerpo, pero en lo más profundo de su ser,
necesita la Palabra y el amor de Dios, que dan vida en abundancia, vida eterna.

Aunque el sermón del pastor no esté en relación directa con la idea de Jesús
como Logos, como Palabra, también tiene este sentido: Jesús, Palabra de Dios hecha
carne no solo es pastor, sino pasto verdadero que nos da la vida al entregarse a sí
mismo, que es la Vida. Introducimos así otro elemento importante del sermón: el del
pastor que da la vida por las ovejas, evidenciando la importancia de la entrega, que se
hace libremente. Se explica así lo que ocurre en la institución de la Eucaristía: Jesús
transforma un acto de violencia externa (la crucifixión) en un acto de entrega voluntaria
por los demás para darnos la vida.

Un tercer elemento del sermón es el conocimiento muto entre el pastor y el


rebaño: “El va llamando a sus ovejas por el nombre [...] y las ovejas lo siguen, porque
conocen su voz”. Jesús conoce a sus ovejas y ellas le conocen a Él, y este conocimiento
se entrelaza con la pertenencia de las ovejas a Jesús, pues lo uno lleva a lo otro. Sin
embargo, Cristo no posee a sus ovejas como se posee un objeto: le pertenecen porque se
conocen mutuamente, lo que trae consigo una aceptación interior. Podemos ejemplificar
esto con el caso de los esposos, que no son propiedad el uno del otro, y sin embargo se
pertenecen mutuamente a un nivel más profundo por aceptar la libertad del otro. Con
esto hacemos referencia de nuevo al ladrón, que sí se apropia de las ovejas como
objetos, mientras que el verdadero pastor las ama y no se aprovecha de ellas, sino que
da la vida por ellas.

El conocimiento muto entre el pastor y las ovejas se mezcla con el conocimiento


muto entre el Padre y el Hijo: los que están unidos a Jesús están entretejidos en el
diálogo trinitario, pues Jesús está en comunión íntima con el Padre; Iglesia y Trinidad se
entrecruzan. Esto es importante porque solo en Dios y a través de Él podemos conocer
completamente al hombre, más allá de su dimensión material. Solo nos conocemos a
nosotros mismos y a los demás al ver en nosotros el misterio de Dios. Para los ministros
de la Iglesia, pastores al servicio de Jesús, esto supone que no deben atraer a los fieles
hacia su pequeña existencia, sino buscar con ellos a Dios e insertarse en Él.

El último tema que destaca en el sermón del pastor es el de la unidad, que


aparece tratado en una profecía de Ezequiel: “Voy a recoger a los israelitas de las

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naciones a las que se marcharon, voy a congregarlos de todas partes... Los haré un solo
pueblo en mi tierra, en los montes de Israel [...] No volverán ya a ser dos naciones ni
volverán a desmembrarse en dos reinos”.

En el sermón de Jesús esta promesa se retoma y amplía al decir “Tengo además


otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi
voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor”. Se ve así que la misión de Jesús tiene un
carácter más general, que explica el envío misionero de Cristo resucitado de hacer
discípulos por todos los pueblos. Dicho sermón también explica la razón de esa misión
universal: el Logos, encarnado en Jesús, es pastor de todos los hombres, puesto todos
han sido creados por Él, por el Verbo. La humanidad podrá así alcanzar la unidad por
medio de la unión con el Logos, pastor verdadero que dio su vida para que tengamos
vida.

La figura del pastor (aunque ya existente como símbolo de la tranquilidad del


campo) se convirtió muy pronto en una imagen del cristianismo primitivo, que la supo
interpretar basándose en la Escritura. Los cristianos supieron reconocer en Cristo al
buen pastor que los guía en los valles oscuros de la vida y conoce el camino a través de
la noche que es muerte. Sabían que Jesús no los abandonaría y los llevaría a los “pastos
de vida”, al lugar del consuelo, de luz y de paz. Les recordaba a la parábola de buen
pastor, imagen de Jesús, que iba en busca de la oveja perdida que es la humanidad y la
trae de vuelta a casa por el camino de su encarnación y su cruz. El Logos hecho carne es
el verdadero pastor que ha dado la vida por nosotros, pues Él mismo es la Vida.

Valoración personal

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Este capítulo del libro “Jesús de Nazaret” pone de manifiesto la profunda
dedicación y elaboración llevada a cabo por San Juan en la escritura de su evangelio al
mostrarnos no solo la gran riqueza de imágenes utilizadas por el autor, sino también la
enorme precisión y profundidad en la significación de las mismas. Esta gran riqueza
expresiva, unida al hecho de que Juan no empleara las mismas fuentes que los autores
de los evangelios sinópticos convierten al evangelio de San Juan en un instrumento
ideal para el estudio y comprensión de la vida, obras y misterio de Jesús en
complemento con cualquiera de los evangelios sinópticos.

Otro aspecto muy interesante del texto es que no solo se limita a expresar la
significación cristológica o escatológica de las imágenes utilizadas por Juan, sino que
también las estudia en sus significados generales y en relación con la significación que
dichos símbolos tenían para otras culturas y religiones diferentes de la judía y la
cristiana. La presencia de esas imágenes en otras religiones, asociadas a distintas
deidades no supone en absoluto, como nos muestra el texto, una pérdida de validez por
parte de las mismas, sino que pone de manifiesto la pedagogía divina, que emplea
símbolos conocidos y con significados relativamente evidentes para expresar así la
verdad de su actuación de un modo accesible y análogo a las parábolas de Jesús (las
cuales no dejan de ser una alegoría, un conjunto de imágenes empleadas con carácter
didáctico).

El nivel de profundidad al que se analizan los símbolos del evangelio de San


Juan es tal y goza de tanto detalle que las imágenes descritas acaban relacionándose
unas con otras, por ser todas ellas referencias a Cristo y el amor del Padre. Así, el
empleo aparentemente aleatorio de pan y vino para la Última Cena y, por consiguiente,
en la Eucaristía, adquiere una justificación irrefutable en base a las anticipaciones,
alusiones y empleo de dichos elementos en el Antiguo Testamento, pero sobre todo, en
relación a una significación trascendente por medio de la figura de Cristo.

Por otro lado, podría hacerse una división de las imágenes estudiadas en dos
bloques: el de los elementos materiales, cuyo simbolismo es principalmente asociado a
la visión de Jesús como alimento o bebida de salvación, y por otro lado, la imagen
personal del pastor (y en menor medida, la de rey, que se menciona fugazmente en
relación a ésta), en el que Cristo aparece como salvador en cuanto que dador de
alimento. Ambos grupos de imágenes quedan complementados entre sí: Jesucristo es a
la vez el que nos da la salvación y la salvación misma.

Aunque el objetivo y el tema principal de este capítulo es la presentación y


explicación de las imágenes empleadas por el evangelista Juan, el efecto que se
consigue va mucho más allá: el texto se convierte en un verdadero tratado que aborda el
modo en el que somos salvados por Cristo y en Él, al configurarnos con su Persona en
el bautismo. Se convierte así en una llamada a perseverar en la fe, pero sobre todo a
profundizar en ella, pues demuestra que la adquisición de conocimiento teológico (como
la que se hace al leer este libro) no hará otra cosa que aumentar nuestra fe y convicción
de que Dios existe, de que está realmente junto a nosotros y se da a conocer a través de

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los elementos más inesperados, siempre que sepamos percibirlo, tal y como se pone de
manifiesto en este capítulo de “Jesús de Nazaret”.

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