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Mariana Heredia
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All content following this page was uploaded by Mariana Heredia on 14 March 2019.
*
Este trabajo presenta resultados preliminares de mi tesis doctoral en curso. María Laura Anzorena, Juan Pedro
Blois, Gabriel Obradovich, María Clara Pintos y Pamela Sosa participaron de la recolección del material
documental y la discusión de los primeros hallazgos. Monique de Saint Martin, Mariano Plotkin, Alexandre
Roig, Luisina Perelmiter y los coautores de este libro enriquecieron con sus comentarios versiones preliminares
de este artículo. A todos, mi sincero agradecimiento.
**
Socióloga y docente de la Universidad de Buenos Aires, becaria del CONICET y estudiante del programa de
doctorado de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París. Para comunicarse con la autora:
mar_heredia@hotmail.com.
2
ideológicas. La década del ochenta se debatió así, en gran medida, en un nuevo dilema entre
heterodoxos y ortodoxos. Al mismo tiempo, los planes elaborados por los técnicos
convivieron, y por momentos reemplazaron, los viejos dispositivos de concertación y acuerdo
colectivo. Pero al calor de la acción gubernamental, también las distinciones entre los técnicos
parecieron erosionarse. Como consecuencia, ciertas propuestas de reforma, hasta entonces
asociadas a una visión específica, fueron consolidarse como opción ineluctable.
La “despolitización” de la economía y la emergencia de “los” economistas como
actores políticos con presencia propia no son signos distintivos de la democracia argentina. El
desconcierto de los actores tradicionales frente a la inflación, la deuda y el estancamiento fue,
en todo el continente, la antesala de una avanzada reformista cuya magnitud sólo terminaría
de manifestarse en la década siguiente.1
Ahora bien, ni el carácter inmanente y natural del mercado libre y abierto eran
evidentes para profanos y especialistas ni las propuestas de ciertos técnicos eran asumidas
como neutras y necesarias. Si estas imágenes se tornaron finalmente predominantes en los
noventa no fue sin antes atravesar una década particularmente conflictiva. El propósito de
estas líneas es reconstruir este proceso y explorar algunas de las implicancias de la distinción
cognitiva e institucional entre economía y política en democracia. Un conjunto de
interrogantes guiaron nuestra búsqueda: ¿cuáles fueron las circunstancias que propiciaron esta
separación y qué contenido asumió cada término en el discurso y la acción gubernamental del
alfonsinismo?, ¿cuáles fueron las consecuencias de esta diferenciación en la organización de
la vida pública y política? ¿En qué medida la experiencia del primer gobierno de la transición
operó una licuación de las posiciones ideológicas y de los clivajes teóricos que asentaban,
desde la segunda postguerra, las polémicas públicas y las controversias técnicas en torno de la
política económica?
Estas líneas no se proponen un análisis de sociología económica destinado a
complementar, desde las otras ciencias sociales, las formalizaciones macroeconómicas. No se
trata de adicionar al relato “estructural” información histórica, sociológica o política. El
objetivo será, en cambio, integrar en una misma mirada la economía como ciencia
(economics) y la economía como realidad (economy). Lejos de otorgar a la primera el mero
papel de reflejo de la segunda, buscaremos rastrear el modo en que científicos y técnicos
participaron, en diálogo con los profanos y al calor de los acontecimientos, de la definición
del área de lo real que reclaman como objeto específico de sus reflexiones (Callon, 1998:1).
Renunciamos por tanto, de antemano, a pronunciarnos en primera persona sobre la
naturaleza última de los fenómenos en debate. No interesa aquí nuestra mirada sobre la
economía, la inflación o los planes económicos que se diseñaron. Tampoco, claro está,
nuestras apreciaciones sobre el carácter estructuralista, heterodoxo u ortodoxo de los
programas elaborados. La cuestión que nos ocupa es cómo estos fenómenos y posiciones
fueron percibidos y experimentados tanto por los actores pertenecientes al mundo técnico-
académico como por aquellos que participaban del espacio público en términos más amplios.
En este juego complejo, eruditos y profanos identificaron problemas, elaboraron diagnósticos,
movilizaron aliados, renegociaron ideales, alcanzaron o abortaron soluciones de compromiso.
1
La correspondencia entre reformas de liberalización y tecnocratización de las elites gubernamentales ha sido
constatada en todos los grandes países del continente. Pueden consultarse, entre muchos otros, Centeno (1984) y
Babb (2001) para México; Loureiro (1997) para Brasil, Montecinos (1988) y Valdez (1995) para Chile.
3
2
Las fuentes documentales serán precisadas a lo largo del trabajo. La investigación de la tesis contempla además
60 entrevistas en profundidad realizadas entre 2002 y 2004 con economistas argentinos de diversas generaciones,
perfiles profesionales y orientaciones ideológicas. Si bien los hallazgos de las entrevistas respaldan las
interpretaciones de este artículo, por cuestiones de espacio, estas fuentes apenas serán mencionadas.
4
prensa del período revela que las polémicas y controversias en torno de la política de Martínez
de Hoz revistieron una virulencia pocas veces explorada.
Podría intuirse con razón que, como en otras experiencias totalitarias, los críticos del
Proceso ensayaran retóricas indirectas en espacios de enunciación propios. La ironía política
ofició, cierto, como refugio de la oposición al gobierno y fue precisamente la revista Humor
la que federó a un conjunto heterogéneo de adversarios de la dictadura. Hacia 1980, sus
páginas incluían una serie de imágenes que retrataban tanto la crispación especuladora
propiciada por la política financiera del gobierno como sus consecuencias sobre el empleo, la
industria y la economía doméstica. Poco más tarde y frente al eventual relevo del primer
ministro de la dictadura, un periodista endilgaba las responsabilidades al “equipo de
iluminados” que lo había asesorado. La intención de precisar culpables se contraponía, de este
modo, a los esfuerzos gubernamentales por imputar a variables económicas impersonales las
causas de la crisis. Según el columnista, el gasto público aparecía, de pronto, como chivo
expiatorio de todos los errores cometidos.
“En su nuevo papel de malo de la película el personaje tiene respecto del anterior (el Ministro)
evidentes desventajas para el público: no habla por televisión, no se le puede pedir la renuncia y no es
amigo de Rockefeller. Pero su peor rasgo reside en que para suprimirlo se nos piden y se nos pedirán
nuevos sacrificios. (…) Mi preocupación sobreviene cuando advierto que el gasto público es un
monstruo tan despersonalizado y ubicuo que acabamos sintiendo que nuestros males tienen una causa
natural. Como la gripe o los terremotos.” (Claudio Bazán, Humor, junio 1981: 34).
Pero las críticas no se expresaban únicamente a través del humor político ni de canales
relativamente selectos del campo periodístico. El matutino de mayor circulación del país,
Clarín, había sido desde su fundación el portavoz del ideario desarrollista. Perseverando en
esta línea, no se trataba ya de polemizar con los ajustes ortodoxos tradicionales: la apreciación
de la moneda, la apertura comercial, la liberalización financiera eran analizadas y rechazadas
por los editorialistas del diario. Así, el matutino alertó tempranamente sobre la vulnerabilidad
externa que implicaba el irrestricto flujo de capitales (Clarín, 17/2/77: 8). Del mismo modo, la
apertura comercial fue considerada “un desarme unilateral” que no redundaría en un
incremento de la eficiencia industrial sino en una invasión de productos importados sin más
contrapartida que las medidas proteccionistas de las naciones centrales. También el
argumento de una cierta insuficiencia del mercado doméstico como base de un posible
desarrollo industrial era rechazado de plano. Para el matutino, esta postura implicaba asumir
una posición de inferioridad que no se correspondía ni con la historia ni con las aspiraciones
del país (Clarín, 20/12/1978: 12).
Pero el periódico no se contentaban con servir de caja de resonancia de los
acontecimientos que relataba: la oposición era planteada en términos doctrinarios y los
editoriales marcaban su distancia con los programas “monetaristas” acusándolos de someter el
conjunto de la economía nacional a la evolución de la variable precios. Para el diario, estas
ideas no alcanzaban sólo a la Argentina y se imponían de la mano de círculos claramente
identificados, con consecuencias fácilmente previsibles,
“El monetarismo hizo pie en otros países, especialmente en el mundo subdesarrollado (…) la política
ortodoxa deviene en aumentos de la tasa de desocupación, cierres de fábricas y reclamos cada vez más
generalizados, no sólo de los sectores asalariados, sino también de los empresarios que ven su futuro
comprometido. En la Argentina, como en otros vecinos del Cono Sur, el monetarismo floreció en
algunos círculos, preferentemente vinculados al capital financiero y a las corporaciones multinacionales
y logró entronizarse en los ministerios de Economía”( Clarín, 23/2/81: 8).
En consonancia con el diario de Noble, los dirigentes del desarrollismo, Arturo
Frondizi y Rogelio Frigerio, denunciaban los efectos destructivos del plan económico sobre el
sector empresario y el poder adquisitivo del salario (MID, 1981). Hacia 1981, el primero
llegaba a reclamar una sanción para los responsables de la política económica que
5
“... no sólo quedan impunes sino que pueden ir al exterior a gozar de empleos y honores de empresas y
organismos internacionales” (Clarín, 1/2/81: 3).
A los medios y partidos que asignaban al desarrollo un lugar primordial en sus
programas se sumaban las voces críticas de todo el arco político. La política económica se
presentó, en efecto, como la ocasión ideal para que los dirigentes partidarios y los
sindicalistas recuperaran presencia pública y se acercaran a las inquietudes de la sociedad. En
nombre de la Unión Cívica Radical y ya en 1978, Ricardo Balbín calificaba la política de
Martínez de Hoz como “abusiva, injusta e inconveniente” y enfatizaba el incremento de “la
desocupación, la subocupación, las fábricas cerradas o paralizadas”. Dos años después, el
radicalismo deploraba la “servidumbre a las leyes de la oferta y la demanda” (Clarín,
6/4/1980: 11). Los máximos exponentes del partido presentarían un año más tarde un “plan
económico de emergencia” frente a una “catástrofe nacional, con efectos tan graves como el
de una guerra perdida” (Clarín, 13/3/1981: 5). De igual manera, y tanto a través de sus
referentes políticos como sindicales, el peronismo había asociado los reclamos salariales a
una evaluación crítica del plan económico. En 1978, los gremios dieron a conocer un
documento en el que acusaban a Martínez de Hoz de implementar una política “francamente
suicida”. (Clarín, 21/12/1978: 9). Tiempo después, también el vicepresidente del partido,
Deolindo Bittel, afirmaba que el ministro de economía había transformado al Proceso en “un
instrumento de la destrucción nacional” (Clarín, 26/2/1981: 6). Los dirigentes de la Unión
Obrera Metalúrgica coincidían con el diagnóstico y se lamentaban de que el gobierno hubiera
permitido “acceder al poder a jóvenes cuya pedantería corre pareja con su falta de
antecedentes” (Clarín, 21/3/1981: 9).
La mayor parte del empresariado era igualmente crítica de la orientación económica
emprendida: representantes de la industria y el agro imputaban al primer ministro de
economía del Proceso las dificultades que atravesaban. Las numerosas declaraciones
registradas en la prensa y la protesta organizada por la Convocatoria Nacional Empresaria
(CONAE) en febrero de 1981 constituyen una buena ilustración de esas inquietudes.
Sometido al firme acuerdo militar en torno de la “lucha antisubversiva”, el espacio
público dictatorial aparecía escindido en dos hemisferios de tolerancia bien diferente.
Mientras la mayor parte de los periodistas, políticos, sindicalistas y empresarios guardaban
silencio y, hasta en algunos casos, alentaban la intervención castrense y la faena
“antiterrorista”, la orientación escogida por el equipo económico era mayoritariamente
acusada de “antipopular y antinacional”. Numerosas críticas partían, de este modo, de una
estricta disociación entre fuerzas armadas y Ministerio de Economía: si la moral y la eficacia
de las primeras quedaban fuera de cuestión, las intenciones y consecuencias de la acción del
segundo galvanizaban todas las oposiciones.
Más allá de las diferencias, los diagnósticos coincidían en la gravedad de la situación:
“una crisis sin precedentes en el país”; el adversario escogido: el ministro Martínez de Hoz y
sus jóvenes colaboradores; los efectos destructivos identificados: las quiebras empresarias, el
retroceso industrial y la pérdida de poder adquisitivo de los salarios, y los ganadores
denunciados: la banca internacional, los especuladores, las empresas extranjeras. Insistían
además en la condena de una orientación (en los términos de la época el “monetarismo”) que
subordinaba todo objetivo de política económica a la estabilización. El “desarrollo” -asociado
a la industrialización y la expansión del mercado interno- constituía una preocupación
desdeñada por las autoridades y central para los dirigentes políticos e intelectuales que las
criticaban.
En este marco, Raúl Alfonsín, presentaba una perspectiva particular. Por un lado, el
dirigente radical se negaba a separar política (militares) de economía (ministerio),
presuponiendo la complementariedad entre objetivos económicos y estrategias represivas. Por
6
el otro y en coincidencia con algunos otros observadores, Alfonsín no se conformaba con ver
en Martínez de Hoz al hijo dilecto de la aristocracia local; se refería, en cambio, a sus
asesores: “los masters de las más renombradas universidades que revelan conocimiento e
inteligencia, todo puesto al servicio de una lucha antipopular” (citado por Yannuzi, 1996). El
dirigente apuntaba entonces a
“fundaciones financiadas por pudientísimos grupos empresarios (que) publicaron estudios, encuestas y
prospecciones que engañosamente intentaban probar que el equipo de jóvenes, frívolos y muy
presumidos conducía al país a la bonanza” (Redacción 3/1981: 16).
Estas crecientes impugnaciones públicas a la orientación económica del Proceso no se
apoyaban únicamente en la constatación de la crisis. Tanto en el espacio político-ideológico
como en el ámbito más selecto de las discusiones académicas existían doctrinas económicas y
elaboraciones técnicas alternativas que las respaldaban. Dudosamente podía Martínez de Hoz
erigirse en único portador de la verdad cuando existían referentes que, apelando a los
procedimientos y la retórica científica, proponían visiones opuestas a los oficiales. En efecto,
el reino de la censura no había logrado ahogar todas las expresiones de la crítica erudita.
En los espacios vinculados con la formación y producción de conocimiento en
economía los esfuerzos por combatir todo pensamiento alternativo habían sido, no obstante,
considerables. Numerosos referentes de las ideas definidas en la época como “de izquierda”,
“dependentistas” y “nacional-populares” habían desaparecido o se habían exilado. Al mismo
tiempo, las autoridades militares se habían encargado de intervenir las universidades
nacionales y de alinearlas a la doctrina oficial. En el caso de la Universidad de Buenos Aires,
los cambios fueron notables. En 1977, una reforma del plan de estudios de la carrera de
Economía redujo la presencia de asignaturas humanísticas y consolidó una orientación teórica
neoclásica, una formación fuertemente matematizada y un claro perfil profesional entre los
egresados (Beltrán, 2004). El nuevo clima dentro de los claustros asoció fuertemente la
cientificidad al grado de formalización de los argumentos y condenó como “literatura” las
otras corrientes teóricas hasta entonces predominantes.
Paralelamente, los esfuerzos por promover un núcleo liberal dentro del pensamiento
económico local fueron significativos. No sólo la Fundación de Investigaciones Económicas
Latinoamericanas (FIEL) se consolidó como la consultora de las grandes empresas y del
gobierno, también fueron fundados el Centro de Estudios Macroeconómicos (CEMA) y la
Fundación Mediterránea (FM). Asimismo, la Asociación de Bancos Argentinos (ADEBA)
instituyó un premio especial al mejor trabajo en economía que se mantendría durante las
décadas siguientes.
A pesar de la persecución ideológica y la intervención de los claustros universitarios,
existieron durante la dictadura espacios académicos y técnicos que persistieron en una
aproximación crítica a la política oficial3.
3
Aunque no nos ocuparemos centralmente de ella por no haber ocupado un lugar de tanta relevancia en el
retorno a la democracia, merece mencionarse aquí la importancia de la Fundación de Investigaciones para el
Desarrollo (FIDE) fundada en 1978 y fuertemente identificada con el desarrollismo (http://www.fidefund.com).
Su revista especializada FIDE-Coyuntura y Desarrollo y su presencia en la prensa fustigaron los principios de la
política económica de Martínez de Hoz y los riesgos de “subordinar permanentemente la evolución de las
actividades productivas a su política antiinflacionaria donde el doble juego de los tipos de cambio y de la tasa de
interés tenían un rol preponderante” (Clarín, 26/3/1981: 20). Del mismo modo, corresponde destacar la
singularidad del Instituto Argentino para el Desarrollo Económico (IADE) fundado en 1961 y de su revista,
Realidad Económica, que se publica desde hace más de tres décadas. Desde una posición explícitamente
identificada con los pequeños empresarios y los asalariados, este espacio mantuvo una posición crítica tanto
frente al equipo económico de la dictadura como frente a los de Sourrouille y Cavallo (www.iade.org.ar).
7
Sin duda, el referente académico más mediático de las posturas antiliberales era Aldo
Ferrer. Autor del libro más vendido de la historia de la literatura económica local, La
economía argentina, y ministro de economía en 1970, el especialista accedía a analizar la
coyuntura articulándola siempre con un debate ideológico-doctrinario más vasto. Para Ferrer,
el equipo económico respondía al proyecto de “las minorías argentinas”. El liberalismo local
se asociaba a las recetas del monetarismo que Ferrer caracterizaba como “la racionalización
teórica del proyecto preindustrialista” (Redacción, número 100, junio 1981: 19). Frente a
quienes consideraban al equipo económico como un grupo de tecnócratas que se limitaban a
administrar los medios para alcanzar los objetivos fijados por las autoridades, Ferrer alertaba
sobre la ingenuidad de
“creer que los tecnócratas existen. Con las experiencias que el país tiene de las incursiones de los
economistas neoclásicos en la conducción económica queda suficientemente demostrado que aún los
economistas más ‘científicos’ son ideólogos furibundos y, afortunadamente, políticos de poco éxito y
sin futuro” (Ferrer, 1978).
Figura pública de renombre, Ferrer estaba además estrechamente vinculado con uno de
los espacios centrales de encuentro y discusión para los economistas no liberales durante la
dictadura. En 1958, mientras era ministro de economía de la provincia de Buenos Aires, había
convocado a un grupo de economistas, historiadores y sociólogos para desarrollar un proyecto
intelectual conjunto. El Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES) fue el producto de
este acercamiento.
El IDES y su revista (Desarrollo Económico) sirvieron de espacio de confluencia a los
economistas que, miembros iniciales del Instituto Di Tella, había formado luego, hacia los
tempranos ’70, institutos de investigación propios financiados con fondos de entidades
internacionales. Entre ellos, cabe destacar a dos que tuvieron particular protagonismo en la
reapertura democrática: el Centro de Estudios de la Sociedad y el Estado (CEDES) y el
Centro de Estudios sobre el Estado y la Administración (CISEA). En el primero,
hegemonizado inicialmente por sociólogos y politólogos, Adolfo Canitrot y Roberto Frenkel
habían ido expandiendo el área económica con la incorporación de jóvenes profesionales
graduados de la Universidad de Buenos Aires. En el segundo, originariamente más volcado a
cuestiones de administración pública, se había nucleado un grupo de científicos sociales en
torno de Dante Caputo, Jorge Roulet, Jorge Sábato y Jorge Schvarzer.
Expulsados de las universidades, los investigadores de estos centros habían encontrado
en los fondos internacionales tanto un sostén económico como una fuerte protección
simbólica. Como afirman Dezalay y Garth (2002: 201), estas actividades eran toleradas por
los militares “en la medida en que el apoyo internacional las homologaba como actividades de
naturaleza científica –por oposición a las políticas” (la traducción es nuestra).
En estos espacios, los economistas formaban parte de un círculo más amplio de
científicos sociales. A diferencia de las fundaciones privadas de investigación financiadas por
los grandes empresarios, cercanas a la dictadura y dedicadas a problemáticas definidas como
exclusivamente económicas, los centros vinculados al IDES se caracterizaban por aglutinar
especialistas de diversas materias y por alentar una visión integral del “desarrollo”.
Los miembros de estos centros recuerdan aquellos años como una “experiencia de
catacumbas”. Sus vínculos internacionales y su tarea pedagógica les dieron, no obstante, una
singular proyección. Por un lado, los economistas guardaban cierta relación con las
discusiones técnico-académicas que tenía lugar fuera del país y mantenían vínculos fluidos
con espacios como la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), el Banco
Interamericano de Desarrollo (BID), las fundaciones filantrópicas internacionales. Por el otro,
el Instituto propuso cursos de formación a las jóvenes generaciones que permitieron, a
8
4
Los textos de Canitrot (1980 y 1981) y Schvarzer (1981) constituyen en este sentido una excepción. Sus análisis
sobre la política de Martínez de Hoz se convertirían en referencias obligadas para quienes deseaban aproximarse
9
a la orientación emprendida por la dictadura desde una perspectiva que integrara las transformaciones
económicas al proyecto socio-político del Proceso.
5
Estas conclusiones se basan en el análisis de la campaña electoral de 1983 a través de la prensa nacional,
básicamente dos matutinos: Clarín y La Nación, en los meses de septiembre y octubre. Sobre la importancia
relativa de los diversos temas tratados en la campaña, puede consultarse el artículo que se comenta en el párrafo
siguiente: Clarín, Suplemento Especial (elecciones), 28/10/83: 16-19. Tanto los artículos periodísticos como las
entrevistas a los candidatos reflejan esta particular jerarquización.
10
de la dictadura antes de abandonar el poder. Según los dirigentes políticos en campaña, las
autoridades militares no podían legar a las civiles un compromiso del cual éstas desconocían
el origen y el monto real. Por otra parte, fuese cual fuese el volumen adeudado, los dirigentes
se negaban a comprometer en pagos al exterior recursos que pondrían en riesgo el futuro del
país. De acuerdo con los diagnósticos de la hora, era menester negociar duramente con el FMI
a fin de asegurar condiciones de refinanciación compatibles con el desarrollo de las
exportaciones y el crecimiento de la economía local.
La única excepción a esta perspectiva generalizada la constituía el candidato liberal
Álvaro Alsogaray. De acuerdo con sus declaraciones,
“La mayoría de los políticos hablan de este tema sin saber nada de economía y lo que es peor, sin
documentarse (…) Los intereses de la deuda externa argentina no son usurarios ya que son los intereses
internacionales que se aplican a los países que son deudores difíciles”(Clarín, 12/10/83: 11).
Con respecto a la inflación, la mayor parte del arco político sostenía que su expresión
más dramática era la puja distributiva, pero que su raíz profunda se hallaba en la insuficiencia
de la oferta de bienes. Con este diagnóstico de corte estructuralista, los partidos mayoritarios
proponían un acuerdo de precios y salarios que pusiera un límite a la disputa por los ingresos,
permitiera recomponer los salarios y atacar las causas del mal. Frente a la alternativa escogida
por el gobierno militar de disciplinar los precios internos alentando el ingreso de productos
importados, los políticos anteponían un tipo de cambio alto y medidas arancelarias que
permitieran la provisión de materias primas y bienes de capital extranjeros pero que
desalentaran la importación de mercancías producidas en el país o destinadas al consumo
suntuario. La competencia extranjera era rechazada como instrumento de estabilización.
Por último, a la condena de la expansión de la especulación financiera se asociaba una
particular preocupación por la suerte de la industria local. La misma se justificaba por la
relevancia del sector en el sostenimiento del empleo y en el bienestar colectivo en su
conjunto. En este sentido, las promesas de disminuir las tasas de interés y revitalizar el
consumo interno se sumaban a las intenciones de promover ciertas actividades dinámicas y
mejorar la competitividad de la producción local.
Pero los partidos mayoritarios no sólo coincidían en los temas de relevancia y en las
soluciones propuestas. Tanto la UCR como el peronismo consideraban que había llegado la
hora de la política y que era la voluntad ciudadana y la firmeza de los dirigentes la que
determinaría la suerte de la Argentina futura. Frente a la gravedad de la crisis, considerada por
todos como inédita, uno de los referentes económicos del peronismo concluía “la solución
será política, o no será” (Clarín, económico, 11/9/83: 16), del mismo modo, Grinspun se
comprometía: “Lucharemos por el bienestar del pueblo” (Clarín, 11/12/83: 23).
Esta hora política no se oponía únicamente a lo que sería entendido desde entonces
como la “intromisión ilegítima” de los militares en la conducción de la República, sino que se
definía también contra una “tecnocracia” que había modificado profundamente la realidad
nacional. Así, al poco tiempo de asumir las nuevas autoridades constitucionales, la Cámara de
Diputados de la Nación realizó, por unanimidad, una enérgica condena de la política
económica implementada desde el 2 de abril de 1976. Tal como lo habían hecho poco antes
ciertas fracciones de las fuerzas armadas, las autoridades parlamentarias alentaron un proceso
judicial contra Martínez de Hoz y su equipo técnico. Con la iniciativa de la bancada
justicialista, se solicitaba al Presidente el enjuiciamiento del “ala económica del Proceso” (El
Cronista Comercial, 22/12/83:18).
Para los dirigentes políticos que vivían su gran hora, la economía era, en el mejor de
los casos, una región entre otras que habría de subordinarse a la soberanía de la voluntad
ciudadana. Difícil encontrar una expresión más acabada de la reafirmación de esta voluntad
11
que el discurso del candidato Alfonsín que encabeza este apartado. Aunque la democracia
como régimen institucional de la ley iría adquiriendo un valor propio frente a los horrores de
la dictadura, todavía seguía justificándose, en gran medida, por su capacidad para morigerar la
desigualdad y conquistar cierto bienestar material para las mayorías.
Cuando el radicalismo triunfó en las elecciones de octubre, el gabinete económico que
lo acompañaría y los lineamientos generales que serían adoptados no resultaron una sorpresa
para ninguno de los observadores atentos de la campaña.6 Uno de los datos significativos y
menos recordados fue la decisión del Presidente de evitar la concentración del poder
económico en su equipo, reservándose un derecho de injerencia y veto que, como veremos,
desdeñaría más tarde. Así, mientras el Ministerio fue ocupado por los cuadros históricos del
radicalismo, la Presidencia del Banco Central lo fue por Enrique García Vázquez (de perfil
más ortodoxo y afiliación a la UCR comparativamente más reciente) y la Secretaría de
Planificación, por un grupo de técnicos comandados por Juan Vital Sourrouille. Como
señalaba la prensa de la época:
“Bernardo Grinspun no será un superministro. Ni siquiera por sus manos pasarán todas las riendas del
carruaje económico (…) Alfonsín resolvió quedarse con la última palabra” (Clarín, económico,
20/11/83: 4-5).
Los acompañantes de Grinspun7 compartían un conjunto de características. Se
destacaban, en primer lugar, por sus edades avanzadas: todos habían nacido en los años ’20 y
muchos había participado del equipo dirigido por Eugenio Blanco para aplicar el plan
Prebisch durante la Revolución Libertadora en 1956 y del gabinete económico de Illia, poco
menos de una década más tarde. No sólo el paso por la función pública los asemejaba. Varios
habían compartido una militancia universitaria antiperonista durante la primera mitad de los
años cincuenta, lo que ameritaba al ministro a presentarlos como “amigos de aquellos años de
1945, cuando las luchas por la libertad y la democracia” (Clarín, 11/12/83: 23). Expulsados
del gobierno, muchos habían desarrollado una actividad profesional en el marco de Bancos
Cooperativos, entidades representativas de la pequeña o mediana empresa u organismos
internacionales tales como las Naciones Unidas y la CEPAL. Por su trayectoria y
manifestaciones públicas, los miembros del nuevo equipo económico se presentaban más
como políticos dedicados a la economía que como profesionales comprometidos con la
gestión. Las filiaciones teóricas del gabinete también eran evidentes. Recibieron por tanto el
espaldarazo inicial de los referentes locales del estructuralismo cepalino: no sólo Aldo Ferrer
6
Lo que sería considerado luego como “proezas fallidas del romanticismo”, “cruzada cargada de idealismo y
voluntarismo político”, “ejercicio de nostalgia” (Acuña, 1995: 63, 64 y 79 respectivamente) e “ilusión
keynesiana” (Birle, 1997: 197) no era sino la traducción en políticas de lo que se había prometido en la campaña.
Compromisos que, por cierto, habían sido refrendados por los votantes en las urnas. Se trataba además de ideas
que, como acabamos de apuntar eran compartidas por gran parte del arco político. Las imputaciones de
anacronismo deberían, al menos, extenderse a gran parte del campo político y no sólo al partido radical.
Dudamos, no obstante, del estatuto de este tipo de juicios, reflejo de una exigencia de “realismo” que
predominaría tras el relevo de Grinspun y que resulta, epistemológicamente, demasiado fácil cuando la historia
ya está disponible para dar la razón al analista.
7
Entre la “vieja guardia” que accedía a la dirección económica pueden mencionarse, además de Grinspun, a:
Roque Carranza, Ministro de Obras y Servicios Públicos, Alfredo Concepción, Presidente del Banco Nación,
Leopoldo Portnoy (socialista pero cercano al radicalismo), vicepresidente del Banco Central, René Ortuño,
Subsecretario de Economía. A ellos puede sumarse Aldo Ferrer nombrado Presidente del Banco Provincia y
Carlos García Tudero, director del Banco Interamericano de Desarrollo. Varios hombres más jóvenes se sumaron
al grupo, entre ellos: Mario Broderson como titular del Banco Nacional de Desarrollo; Norberto Betania,
Secretario de Hacienda, Lucio Reca, secretario de Agricultura y Ganadería, Juan Becerra, secretario de Minería.
12
(Clarín, 20/11/83: 17) sino también el propio Raúl Prebisch expresaron su apoyo a la política
oficial (Clarín, 12/11/83: 10).
La herencia recibida era juzgada, por cierto, como dramática (ver Pesce, en este
volumen). Para el flamante equipo económico, el problema principal se hallaba en los altos
niveles de desocupación, los bajos salarios, la consiguiente retracción de la demanda y la
producción. De estas premisas se derivaba el programa propuesto hacia fines de 1983. Se
trataba de propiciar la reactivación y la redistribución progresiva de los ingresos, controlando
a la vez algunas variables fundamentales como la inflación, el tipo de cambio y la tasa de
interés. Para lograr estos objetivos, el ministro se había manifestado contra el “paquetazo” y a
favor de medidas de reforma gradualistas. El lanzamiento del programa se acompañaría
asimismo de una iniciativa, tempranamente frustrada, de modificar las estructuras sindicales y
de la trabajosa negociación de los términos de la deuda.
En el primer punto, el ministro se proponía responder a las expectativas de
trabajadores y empresarios de recomponer sus ingresos a través de un incremento del salario
real y de una cierta expansión del gasto público. Tras conceder un aumento en las
remuneraciones, el ministro dispuso, en efecto, un congelamiento de precios y salarios. Más
allá de la confianza en la reactivación como condición para la estabilidad, el diagnóstico
oficial aceptaba también que una de las causas profundas de la inflación se hallaba en la
emisión monetaria y proponía, por tanto, atacar el déficit fiscal, racionalizando el gasto e
incrementando los recursos genuinos del Estado.
En cuanto a la deuda, el gobierno se manifestaba dispuesto a honrar los compromisos
asumidos, siempre y cuando se negociaran tanto los plazos como las condiciones y volúmenes
adeudados. En efecto, la cifra total era considerada impagable si seguían cayendo los precios
de los productos exportados por el país y si continuaba incrementándose la tasa de interés
norteamericana. Las autoridades presuponían además que las flamantes democracias
latinoamericanas serían bien recibidas en el exterior y que los países centrales se mostrarían
dispuestos a hacer concesiones para facilitar su consolidación.
El congelamiento de precios y la estrategia gradualista cosecharon numerosas críticas,
confluyendo en la oposición, actores de orientaciones ideológicas disímiles. Por un lado, los
sindicatos denunciaban la insuficiencia de los aumentos para recomponer la capacidad de
compra de los salarios. Coincidentemente, los economistas del peronismo cifraban sus
expectativas en una reforma financiera y alertaban sobre los límites del gradualismo (El
Cronista Comercial, 6/1/84: 7). Por el otro lado, empresarios y economistas diversos
consideraban que el control de precios era una herramienta de corto plazo, desgastada por la
experiencia y que no atacaba las “causas profundas de la inflación”. Desde numerosos
sectores, se demandaba una “verdadera” política antiinflacionaria aunque el reclamo no
precisaba el contenido que debía asumir la misma.
Los liberales (tradicionales y tecnocráticos ahora unificados) eran, finalmente, los que
con mayor claridad e insistencia exponían sus diagnósticos y propuestas para combatir la
inflación. El Estado era señalado aquí una y otra vez como el gran culpable. Del mismo modo
que lo había reclamado durante toda la dictadura, el ingeniero Alsogaray exigía la contracción
drástica de la emisión monetaria y para ello instaba a una reducción equivalente de los gastos
y de la propia estructura estatal (Clarín, económico, 25/9/83: 16). El diario La Nación
anteponía ciertas promesas de austeridad del presidente a la voluntad expansiva del ministro
(Sidicaro, 1993: 473). Soslayando las diferencias que había manifestado y manifestaría con
este enfoque, también Cavallo reclamaba una drástica reducción del déficit (Clarín,
económico, 20/11/83: 16).
13
Estas impugnaciones a las estrategias escogidas eran acompañadas por una fuerte
crítica al voluntarismo del nuevo gobierno. Desde las páginas de El Cronista Comercial, Juan
Carlos de Pablo, advertía, por ejemplo, sobre la necesidad de reconocer los problemas
estructurales de la economía reemplazando las fórmulas idealistas por otras con
“fundamentación técnica”. La Nación, por su parte, temía que las nuevas autoridades
pretendieran “arreglar la economía por decreto”, burlándose de la pretensión de “otorgar el
bienestar colectivo por graciosa decisión de los poderes públicos”.
Cuando en enero del año siguiente el ministro presentó sus “Lineamientos de un
programa inmediato de reactivación de la economía, mejora del empleo y los salarios reales
y ataque al obstáculo de la inflación”, las reacciones fueron unánimemente escépticas. No
sólo los tradicionales antagonistas del gobierno (la Sociedad Rural Argentina, los partidos de
centro derecha, los técnicos ortodoxos) elevaron sus críticas. Tampoco se limitaron éstas al
arco político y sindical del peronismo. Los propios aliados del Presidente y del ministro
manifestaban públicamente sus recaudos.
De este modo, y en la medida en que los índices inflacionarios en lugar de ceder,
escalaban, comenzó a generalizarse la idea de que los tres objetivos planteados inicialmente
(reactivación, redistribución y estabilización) debían jerarquizarse y que, contrariamente al
timing supuesto en el origen por el ministro, ni el crecimiento ni la recomposición de los
ingresos de las mayorías eran posibles si los precios seguían aumentando de manera
descontrolada. Aún para quienes se sentían cercanos al gobierno, la inflación había dejado de
ser un mero “obstáculo” para transformarse en el centro de la política económica. Los
números estaban allí para respaldar estas conclusiones: la inflación anual había pasado de 343
por ciento en 1983 a 688 por ciento en 1984, augurando para 1985 una virtual hiperinflación.
Las cifras de las noveles encuestas de opinión concurrían a alimentar las preocupaciones
políticas. Según datos citados por Sigal y Kessler (1997-98: 44), en 1985, la inflación
constituía el principal problema del país para casi la mitad de los argentinos.
Paralelamente, la oposición fue profundizándose y demostró las dificultades de
Grinspun para tejer apoyos incluso entre aquellos sectores sociales que su ministerio buscaba
resarcir. De un lado, los empresarios alegaban que política impositiva, tasas de interés
exorbitantes e inflación conspiraban contra la expansión de las inversiones y la producción.
Del otro, los representantes de los trabajadores se crispaban en un complejo arco de conflictos
donde se entremezclaban las luchas internas en el peronismo, la oposición a un gobierno que
había intentado redefinir la dinámica interna de los sindicatos y la innegable licuación de los
salarios que no llegaban a ajustarse al ritmo inflacionario. La común oposición a Grinspun
derivó, hacia marzo de 1984, en un primer acuerdo entre CGT y corporaciones empresarias
que terminaría cristalizando en enero del año siguiente en la elaboración de un documento
conocido como los “20 puntos” (ver Aruguete en este mismo volumen).
En cierta medida el gobierno había participado de este acercamiento al convocar a los
actores sociales a una concertación capitaneada por el Ministerio de Interior y de Trabajo.
Estas iniciativas mostraban una vez más que las fronteras entre los ministerios no eran claras
y que el gabinete económico estaba lejos de subordinar bajo sus lineamientos a las otras áreas.
En efecto, fiel al ideario radical (anticorporativista), Grinspun se había mantenido inamovible
en la tesis de que se debía “gobernar” y no “concertar” y que los representantes del capital y
el trabajo debían limitarse a apoyar las medidas sin intervenir en la elaboración de las mismas.
De hecho ni el partido radical ni todos los participantes del gobierno se encolumnaban
consensualmente tras la figura del ministro. Si bien éste contaba con la simpatía de los
14
8
Fundada hacia fines de los años ’60, la Junta Coordinadora Nacional era una agrupación de jóvenes radicales
de fuerte inserción en la universidad que detentaban ideas de izquierda y proponían cierto acercamiento con el
peronismo. Para una historia, en clave periodística: Leuco y Diaz (1987).
9
La Línea Nacional era una tendencia interna del radicalismo que agrupaba a exbalbinistas en el plano nacional
y que se asociaba a posiciones ideológicas liberal-conservadoras y fuertemente antiperonistas. La misma se
presentó a los comicios internos con la candidatura de Fernando de la Rúa, finalmente derrotado por el líder del
Movimiento de Renovación y Cambio, Raúl Alfonsín (Acuña, 1984: 126 y ss.).
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públicos. En los primeros dos criterios, resaltaba su conducta política, como podrían hacerlo
otros militantes comprometidos de su generación. En el último, subrayaba un principio caro,
desde siempre, a la tradición de la Unión Cívica Radical.
La legitimidad representativa retrocedía frente a la tecnocrática. Fueran cuales fueran
los orígenes político-ideológicos de los cuadros gubernamentales, lo importante era ahora que
detentaran un saber específico y lo aplicaran con eficacia. Acusados de falta de idoneidad, los
economistas de partido fracasaban en la piel de Grinspun en su pretensión de dirigir los
destinos económicos del país. La espiral de precios había acompañado de cerca esta
experiencia hasta sofocarla.
La cartografía de la agenda nacional se trastocaba: al borde de la hiperinflación, la
política se reconocía impotente frente a un territorio que le resultaba cada vez más ajeno e
incomprensible pero de cuya “pacificación” dependía en gran medida la vida cotidiana de
todos los ciudadanos y la suerte del gobierno, asociada por entonces, a la supervivencia
misma del régimen democrático.
“Esto se llama, compatriotas, economía de guerra”
El ascenso de los “profesionalistas” y el nombramiento de Sourrouille
Alfonsín y los principales referentes políticos del partido se lamentaron públicamente
al despedir a Grinspun. La prensa calificaba la decisión presidencial como “un parto”, que
habría costado a la máxima autoridad nacional “un desgarramiento por despedirse de un
amigo personal” (La Nación, 20/2/85: 14). El Presidente y los legisladores nacionales no
escatimaron elogios el día del recambio ministerial para con el funcionario saliente. La propia
juventud coordinadora dramatizó su identificación con Grinspun con una famosa pintada
sobre la calle Las Heras que rezaba: “Ganó la patria financiera: lo cagaron al ruso” (según
Leuco y Díaz, 1987: 56).
En todos los casos, se rescataban sus convicciones y la vehemencia con la que había
defendido los intereses del país en la negociación de la deuda. Una revista identificada con el
progresismo sintetizaba el parecer de quienes lamentaban su alejamiento:
“‘No es un exquisito –escribió alguna vez Dante Panzeri refiriéndose a Paulo Valentim el célebre
goleador de boca- pero sabe por dónde va la pelota y sobre todo, dónde queda el arco de enfrente’.
Grinspun tampoco es un exquisito. Pero en términos de renta y de poder sabe por dónde va la pelota y
sobre todo dónde queda el arco de enfrente” (El Periodista de Buenos Aires, número 24, 22-28/2/85: 3).
El Presidente y sus voceros fueron, no obstante, particularmente cuidadosos al explicar
el significado del recambio. Por un lado, Alfonsín se encargó de insistir sobre la continuidad
en la concepción económica. Los medios remitieron entonces a las relaciones de Sourrouille
con el IDES, con Aldo Ferrer y con el propio Prebisch para respaldar este aserto. Las propias
publicaciones del técnico daban cuenta de una sensibilidad estructuralista: a sus trabajos sobre
la evolución de la política económica en la Argentina se sumaban los realizados sobre el
comportamiento de las empresas transnacionales, el desenvolvimiento y la estructura del
sector industrial y las políticas de promoción ensayadas durante la posguerra. También las
agencias públicas en las que había desarrollado su experiencia profesional estaban allí para
garantizar el perfil de un “estructuralista, formado en la escuela de la CEPAL y un
convencido de la intervención estatal en el manejo de las variables clave de la economía” (El
Cronista Comercial, 19/2/85, contratapa).
Sus coincidencias con Grinspun eran aún más evidentes si se tomaba en cuenta los
nombres que se habían barajado para reemplazarlo. De acuerdo a los trascendidos recogidos
por la prensa, la candidatura de Cavallo era alentada tanto por De la Rúa como por el canciller
Caputo (Clarín, económico, 17/7/85: 12).
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Como ejemplo de este esfuerzo, la revista Somos incluía en su artículo sobre el nuevo nombramiento un
“cuadro de situación”. Esquemáticamente, la publicación proponía cuatro líneas de pensamiento económico, para
las cuales especificaba el nombre del líder, la entidad empresaria, la fuerza política, la fuerza sindical que las
respaldaban, y la relación establecida con el gobierno. Los cuatro dirigentes mencionados eran Alsogaray,
Frigerio, Ferrer y Cavallo. De acuerdo con la revista, éste último era el que compartía mayores puntos de vista
con el ministro recién nombrado, Somos, 22/2/85: 14.
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12
El “núcleo duro” del nuevo gabinete económico estaba formado por el propio ministro; Adolfo Canitrot,
secretario de Coordinador Económica; Jorge Gándara, subsecretario Técnico y de Coordinación Administrativa;
José Luis Machinea, subsecretario de Política Económica; Juan Carlos Torres, subsecretario de Relaciones
Institucionales y Ricardo Carciofi, subsecretario de Presupuesto. A ellos se sumarían más tarde Roberto Lavagna
como secretario de industria y Roberto Frenkel como jefe de asesores. Estos últimos, de pública relación con el
PJ. A ellos podían adicionarse varios de los miembros del CISEA que, como Dante Caputo o Jorge Sábato,
habían migrado de los centros de estudio a la gestión pública.
19
En efecto, en su primer discurso público, el ministro eludía las precisiones pero dejaba
en claro que los dos objetivos centrales del gobierno serían a partir de entonces recuperar la
capacidad de crecimiento y combatir la inflación, sólo así, y ni siquiera merecía mencionarse
en su alocución, podría tenderse a una mayor equidad distributiva. Finalmente, y tras las
negociaciones infructuosas con la banca acreedora, Sourrouille aparecía como el garante de
los compromisos asumidos por el país con sus deudores externos (El Cronista Comercial,
1/3/84: 2). Las intenciones enunciadas se enmarcaban en un documento precedente
“Lineamientos para una estrategia de desarrollo económico 1985-1989” que perfilaban el
modo de pagar la deuda y a la vez reactivar la economía con un programa basado en el
aumento de las exportaciones.
La magnitud del cambio de orientación quedaría de manifiesto recién un mes más
tarde, en el discurso pronunciado el 26 de abril de 1985. Desde los balcones de la Casa
Rosada y en un acto público convocado para defender a la democracia tras un levantamiento
militar, el Presidente Alfonsín escogería el mensaje elaborado por el Palacio de Hacienda y
dejaría de manifiesto que las amenazas que se cernían sobre la República no eran ya las
“minorías absurdas” e “insignificantes” que se habían amotinado contra las autoridades
constitucionales sino “la economía desquiciada y el Estado desvastado”. Sus palabras se
consagrarían entonces a la gravedad de la crisis económica e instarían a una plaza colmada a
sus pies, no sólo a postergar sus “justas reivindicaciones” sino a sacrificarse y asumir las
exigencias de una “economía de guerra”. El adversario se había vuelto, ciertamente, menos
material y visible. Como concluye Neiburg (2004), “La ‘crisis argentina’ era a partir de ahora
sinónimo de desequilibrio monetario. Serían necesarias terapias de emergencia para salvar a la
Nación del abismo”.
Notable constatar cómo las preocupaciones y el lenguaje económico habían
colonizado el discurso presidencial: más de la mitad de su discurso refería a estas cuestiones,
con una minuciosidad hasta entonces inusitada. Los lineamientos y la retórica se
correspondían asimismo, puntualmente, con las declaraciones que Sourrouille había
formulado apenas unas semanas atrás. Frente a ese nuevo predominio asignado a la economía
y desprovista de varios de los objetivos centrales a los que se había comprometido, la
democracia adquiría una nueva significación: a lo largo del discurso presidencial la
democracia era invocada como sinónimo de “orden”, “seguridad”, “respeto a la vida”, “paz”,
“libertad”, “responsabilidad” y “moral pública”.
En pos de esta definición y no otra de democracia, el Presidente ajustaría su práctica
de gobierno. Aquello que lo inmortalizaría en la historia sería también piedra angular de las
críticas que se le formularon tanto a la izquierda como a la derecha del arco político. Alfonsín
cedería demasiado -a los mercados o a los sindicatos, según el gusto de cada cual- cuando
intuía una amenaza al régimen democrático con el que se sentía profundamente
comprometido.
Para Landi (1993) se cerraba así el último gran acto de la política tradicional, que daría
paso a pasiones más volátiles estrechamente asociadas con la novel videopolítica; para Leuco
y Diaz (1987) era de algún modo el comienzo del fin de la Coordinadora, con la
consolidación de profesionales de la política cuyas trayectorias y orientaciones estaban más
vinculadas con la acumulación electoral que al ejercicio de una militancia de base y de fuertes
contenidos ideológicos. Se trataba, sin dudas, de un punto de inflexión que instauraría una
nueva relación entre economía y política en el seno de los gobiernos democráticos. La suerte
y las desventuras del Plan Austral se inscribirían en esta nueva historia.
“Soy monetarista, estructuralista y todo lo que haga falta para bajar la inflación
y si hay que recurrir a la macumba, también”
20
Aceptando una relación sobre la cual los referentes locales del liberalismo habían
insistido durante años, el nuevo equipo asumía que la inflación obedecía en última instancia al
déficit fiscal y que, en la medida en que el Estado carecía en ese momento de financiamiento
interno y externo, tenía que recurrir a la emisión monetaria para enfrentar sus erogaciones. El
ministro movilizaba, no obstante, cifras recientes para demostrar que la asociación entre
inflación y gasto público no era necesaria ni suficiente: “durante 1984, el gobierno disminuyó
sus gastos y redujo el déficit y, sin embargo, la inflación se incrementó” (Clarín, económico,
3/3/85: 1).
Había entonces otros factores que explicaban la espiral de precios: básicamente una
tendencia inercial que llevaba a la inflación a perpetuarse a sí misma. En los nuevos términos,
el problema era la tendencia de los “agentes económicos” a estimar sus “expectativas” sobre
la base de la inflación del período precedente. En los debates heterodoxos de los ochenta, la
historia de las políticas económicas (locales e internacionales) podía leerse ahora en esa clave:
el éxito inicial de muchos planes antiinflacionarios se imputaba justamente a una señal
contundente de ruptura con el pasado. Esa ruptura se consideraba tanto más creíble cuanto
más desbocada fuera la espiral de precios porque en esos casos los “agentes” no se inspiraban
en la inflación pasada para fijar sus “expectativas” sino en un precio de referencia: en este
caso, el valor del dólar.
La argumentación heterodoxa contemplaba, de este modo, una práctica que se había
generalizando entre los argentinos. Expuestos a la depreciación incesante de la moneda local,
muchos de ellos habían desarrollando estrategias para paliar sus efectos más destructivos. La
tendencia era entonces procurarse activos más estables como reservas de valor, en otras
palabras: comprar dólares. Si bien esta estrategia alimentaba un círculo vicioso en el cual la
mayor demanda de divisas encarecía su precio, incrementaba a su vez el costo de los servicios
de la deuda y aumentaba por consiguiente el volumen del déficit fiscal, ella misma podía
constituirse ahora en aliada de la política antiinflacionaria. Si las autoridades económicas
lograban fijar y sostener en el tiempo el precio del dólar, la inflación terminaría por ceder.
La conclusión era que había que atacar a la vez lo que se consideraban las causas
profundas del problema y su tendencia inercial. Durante los primeros meses de 1985, las
autoridades económicas prepararon las condiciones para el lanzamiento del shock. Este llegó
el 14 de junio de 1985, día en que se anunció el Programa de Reforma Económica, pronto
conocido como el Plan Austral.
Allí estaban explicitas las causas de la inflación identificadas por los economistas y los
remedios por ellos diseñados para atacarlas. Contra el déficit: el compromiso de elevar los
ingresos fiscales, racionalizar gastos y acudir únicamente a un préstamo del FMI (y no a la
emisión) para cubrir las brechas previstas. Contra la inercia y las pujas distributivas: la vieja
estrategia de congelamiento a la que se sumaba ahora una reforma monetaria que sustituía el
peso por el austral, establecía un tipo de cambio fijo (0,80 centavos de austral por dólar) y
contemplaba un complejo sistema de desindexación para los contratos que precedían al
lanzamiento de las nuevas reglas. Podría agregarse finalmente que, contra el desequilibrio
entre sectores productivos, se propiciaría una estrategia exportadora en materia industrial.
Pero este complejo diseño de reforma macroeconómica que debía mantenerse en
secreto hasta el “día D” no fue sólo producto del universo esterilizado con el que suelen
asociarse, idealmente, los laboratorios científicos. En efecto, no sólo el debate internacional
había enlazado las reflexiones del equipo argentino a las de otros colegas profesionales del
mundo entero, inscriptos en universidades y organismos internacionales de asistencia (muy
22
13
Una suerte de “internacional heterodoxa” siguió de cerca el desenvolvimiento de los planes diseñados en
América Latina y el mundo entero. Ejemplos de estos encuentros y discusiones son: la conferencia “Inflation and
indexation: Argentina, Brazil and Israel” realizada en Washington y patrocinada por el Institute of Internacional
Economics (Williamson, 1985) y el “Seminario sobre planes antiinflacionarios recientes en Argentina, Bolivia,
Brasil y Perú” realizado en la sede Fedesarrollo (Bogotá) y cuyos aportes se publicaron en El Trimestre
Económico, 1987.
14
Esta confluencia no se limita a las ciencias sociales. Como lo detalla Shapin (1985), evocando una serie de
ejemplos provenientes de las ciencias exactas y naturales, el conocimiento y los dispositivos técnicos de ellos
derivados no son nunca resultado de la producción contemplativa de individuos aislados. Se producen y aprecian
en función de objetivos específicos fijados por la colectividad. La suerte de las innovaciones intelectuales
depende además, en gran medida, del hecho de que logren ser apropiadas por actores ajenos al espacio científico
y técnico hasta ser incorporadas en el automatismo de las prácticas cotidianas.
23
Este nuevo paso en la concentración del poder no fue sencillo. Los anuncios alentaron
fuertes críticas relativas a la elaboración e implementación del programa. Por un lado y a
excepción de aquellos identificados con el liberalismo y la centro-derecha, los dirigentes
políticos de la oposición coincidieron en cuestionar un procedimiento en el cual ni el
Parlamento ni los actores sindicales habían tenido participación alguna (Clarín, 15/6/85: 9 y
10). Las bancadas opositoras de ambas Cámaras criticaron en efecto que la reforma monetaria
se hubiera realizado por decreto presidencial y no por mayoría parlamentaria. Los dirigentes
aprovechaban la ocasión para denunciar el avance del ejecutivo sobre el legislativo al tiempo
que se quejaban del modo en que se excluía al Congreso Nacional de las negociaciones de la
deuda (Ámbito financiero, 19/6/85: 8).
El segundo partido mayoritario mostraba, no obstante, rupturas internas y por lo tanto
percepciones contradictorias con respecto al plan. A la hora de recoger las opiniones de
técnicos y dirigentes peronistas, la prensa mostraba claramente cómo algunos apoyaban al
plan y otros lo criticaban severamente. Un clivaje de diferenciación estaba dado por la
trayectoria de los dirigentes consultados. Por un lado, los sindicalistas se oponían
frontalmente a los lineamientos propuestos. Por el otro, corrían rumores sobre la participación
de los equipos técnicos “del partido” en la elaboración del Austral. El modo en que un
dirigente tradicional del PJ respondía a estos rumores da cuenta de cómo la expertise
económica al servicio de la acción pública parecía haberse independizado de cualquier
fidelidad político-partidaria:
“A la participación de uno, dos o tres hombres que son peronistas, no se le puede llamar del peronismo,
de la misma manera que cuando Matera hace una intervención quirúrgica no se le dice que fue el
peronismo el que la hizo” (Declaraciones de Emilio Mondelli, Clarín, 26/6/85: 24).
Tampoco el radicalismo se encolumnaba inquebrantable detrás del nuevo plan. A poco
más de un mes del lanzamiento del Austral, los economistas de partido allegados a Grinspun
se reunían con el Presidente en Bariloche, sin cursar invitación al ministro en funciones. La
denominación del seminario era particularmente reveladora: se trataba de un encuentro que
llevaba como subtítulo un enfrentamiento abierto con el programa de Sourrouille: “Impacto
del programa ortodoxo” (Clarín, 19/7/85: 14).
La imputación de “ortodoxia” aparecía también en las declaraciones de algunos
peronistas y dirigentes de izquierda. Varios técnicos del PJ así como el PI, el Partido
Socialista Auténtico, el Partido Obrero asociaban el plan a un intento antiinflacionario de
“base monetaria”, dictado por el FMI e incapaz de resolver los problemas fundamentales de la
economía.
En las antípodas, los partidos de centro derecha celebraban que el gobierno decidiera
rectificar la orientación emprendida inicialmente, acordar a la economía un lugar central en
sus preocupaciones, reconocer en la inflación el gran problema del país, abandonar el
esquema gradualista e imputar las causas del aumento de los precios al déficit fiscal y la
emisión monetaria. Se trataba, según Alsogaray, de las cinco premisas “que venimos
sosteniendo…desde hace treinta años” (La Nación, 21/7/85: 1 y 3).
Si bien los partidos mayoritarios explicitaban en el ejercicio del gobierno y la
oposición su indiferenciación ideológica en materia económica (al albergar dirigentes que
apoyaban y otros que se oponían al plan), la oposición entre actores sociales era, en cambio,
evidente: mientras los sindicalistas criticaban el plan considerando que, al congelar los
salarios, presupondría un “recrudecimiento de la miseria”, los empresarios lo caracterizaban
como “positivo y original” y ofrecían a las autoridades su colaboración.
Las fracturas entre actores sociales encontraban eco entre los especialistas invitados
por los principales medios gráficos para opinar sobre el plan. Todos ellos asentaban sus
24
orientación escogida. En efecto, en noviembre de 1985, la UCR aventajaba una vez más al PJ
ahora en las elecciones legislativas.
La orientación emprendida por el gobierno radical encontraba una fuerte adicional de
justificación en una oleada mundial de creciente “realismo” sobre todo entre sus
contemporáneos gobiernos socialdemócratas. Los periodistas apelaban entonces al ejemplo
francés, español, neocelandés, australiano, israelita y hasta al chino que “contrariando
preceptos ideológicos, sacudiendo anacronismos, mitos o prejuicios están cometiendo
reformas liberalizadoras de la economía” (La Nación, 6/7/85: 14). La reorientación de otros
gobiernos, incluso aquellos considerados como los abanderados de la socialdemocracia, se
articulaba a su vez con una creciente homogeneización del debate económico internacional
(Coats, 2000).
A la luz de los primeros resultados, la decisión de procurar soluciones “técnicas” para
un problema considerado inicialmente como de naturaleza política no podía ser más exitosa.
La eficacia del programa escogido se consideraba expresión de la “creatividad” del equipo
económico y el mundo entero se mostraba admirativo frente a los progresos alcanzados. Los
diarios concluían entonces que la Argentina no sólo seguía los imperativos internacionales de
la hora sino que merecía el halago de figuras de renombre mundial como el Premio Nóbel de
Economía, Franco Modigliani y el secretario adjunto del Tesoro norteamericano, David
Mulford. El éxito argentino era incluso materia de exportación: aunque Israel elaboraría por
carriles autónomos un plan semejante un mes más tarde, Brasil apenas podía negar que
copiaba al Austral al implementar el plan Cruzado (Neiburg, 2004).
A pesar de la euforia reinante, pronto se hizo evidente para las autoridades económicas
que la inflación no estaba derrotada. A pocos meses del lanzamiento, constataban que la
reactivación había encarecido algunos productos que contagiaban a su vez a otros y
modificaban la estructura de precios relativos considerada clave para el sostenimiento del
plan. Básicamente las tarifas de servicios públicos y muy particularmente el dólar perdían
posiciones frente a otros bienes y servicios. El temor era entonces que una apreciación de la
moneda reprodujera los efectos catastróficos padecidos poco menos de una década atrás. La
pregunta era cómo flexibilizar la pauta establecida (el congelamiento) sin recomenzar la puja
distributiva. Aún a precio de transformar el programa hasta volverlo irreconocible, el gabinete
optó en abril de 1986 por pasar de “precios congelados” a “precios administrados”. Los
observadores vieron en la reaceleración de la espiral inflacionaria una confirmación –ahora
por las malas- de las hipótesis que habían servido como pilares del plan.
Así, a un año del lanzamiento del Austral, el equipo económico enfrentaba dos tipos
de críticas contrapuestas en el seno de la profesión. Por un lado, los sectores más cercanos a la
ortodoxia y al mundo empresario centraban su foco de atención en la eficacia de la política
antiinflacionaria y consideraban que el intento radical se había quedado a mitad de camino. La
“heterodoxia” del Austral se asociaba aquí a un enfoque novedoso de la inflación que buscaba
atacar, con una política de shock, la inercia de las expectativas. Merecía entonces apuntarse el
éxito inicial del Austral así como sus dificultades para sostener en el tiempo la estabilización.
Agotada esta “primera etapa”, se imponía el ajuste fiscal y monetario prometido. Tipo de
cambio alto, fuerte impulso exportador y reducción del gasto público proponía Cavallo
(1986). Achicamiento del déficit y contracción monetaria sugería el Estudio Broda (1986: 79).
Por otro lado, para quienes criticaban al Austral desde el otro extremo del arco político, el
problema era, más allá de la estabilización, qué tipo de estructura de ingresos, de demanda y
de perfil productivo habría de consolidarse. En palabra de Remes Lenicov (1986: 111),
“cuáles son los sectores y grupos sociales que se benefician y/o habrán de liderar el proceso de
acumulación; cuáles son las esperanzas y expectativas que se le ofrecen a los trabajadores en materia de
26
empleo y a los empresarios en materia de inversión. Estos interrogantes, no tienen una respuesta
satisfactoria en el marco del Austral”
Menos confiados en la omnipotencia técnica, estos economistas llamaban a propiciar
un acuerdo entre actores sociales, renegociar agresivamente los términos de la deuda y
“transformar al Estado para que pueda gestar y controlar la política económica como así
también utilizarlo como eje del impulso inicial”. Llamaban, en una palabra, a repolitizar la
economía, cuestionando, de este modo, la esterilización y la delegación de decisiones que
exigían los modelos macroeconómicos ideados por los técnicos.
Para estos grupos de economistas, la “heterodoxia” aparecía, frente a un ideario cada
vez más dominante, como una suerte de hermandad forzada. Con este término comenzarían a
etiquetarse enfoques otrora alternativos y contradictorios: la teoría de la dependencia, la
matriz populista, el estructuralismo, las diversas vertientes del desarrollismo. Todas
acordaban una importancia decisiva a la iniciativa estatal y desconfiaban de los mecanismos
de mercado como únicos dispositivos de organización económica y social.
Fueran cuales fueran los componentes heterodoxos del diagnóstico oficial, los mismos
parecían agotarse progresivamente. Al abandono del congelamiento y el agotamiento del
efecto de shock sobre las expectativas se sumaba ahora el límite de la estrategia exportadora a
la luz del proteccionismo europeo y norteamericano y de la sensible caída de los precios
agropecuarios en el mercado internacional. Hacia fines de 1986, momento en que Canitrot
pronunció la frase que abre este apartado, el equipo económico se disponía a afrontar las
reformas estructurales que tanto habían resistido los militares una década antes y que tanto
resistirían aún numerosos actores sociales y políticos en democracia. Frente a la ausencia de
financiamiento y las dificultades para equilibrar las cuentas públicas, la reducción del Estado
fue consolidándose para el equipo económico, tal y como lo abogaban los liberales
tradicionales y los técnicos ortodoxos, como única solución definitiva para la espiral de la
inflación. Aunque los miembros del equipo económico intentaron inscribir estas propuestas en
una nueva concepción que resolviera “la falsa antinomia entre más o menos Estado”, todos
reconocían que las reformas estaban motorizadas por la crisis en las finanzas públicas y los
condicionamientos externos. Los organismos internacionales de crédito que habían concedido
acompañar al Austral a pesar de sus componentes heterodoxos insistían con la necesidad de
emprender reformas profundas para conceder nuevos préstamos.
A las presiones externas se sumaron la unificación y la crispación de las exigencias
empresarias (Beltrán, en este volumen). Las mismas encontraron a su vez un significativo eco
mediático. Los debates televisivos del programa político de Bernardo Neustadt, Tiempo
Nuevo, contribuyeron a sedimentar la idea de que la solución a los problemas argentinos era
diáfana y estaba al alcance de la mano y que el gobierno se empecinaba en un gradualismo
inconducente.
Si los heterodoxos habían alertado tempranamente sobre los riesgos para la
democracia que representaba la inflación, los ortodoxos veían, en cambio, en ella una gran
oportunidad. La creciente premura propiciada por la reactivación inflacionaria era considerada
un escenario favorable para imponer transformaciones que se sabían resistidas por la mayoría
de la sociedad. Para los economistas en el gobierno, un avance reformista permitiría a la vez
conformar a los organismos de crédito, obtener el financiamiento tan deseado y “dar señales”
a los “agentes económicos” sobre la voluntad del gobierno de perseverar en una política de
austeridad capaz de sostener el valor de la moneda y evitar la crisis.
En la urgencia, las diferencias entre los herederos del estructuralismo y del liberalismo
parecían borronearse. En efecto, tanto para el gobierno como para su gabinete de economistas,
“estas líneas de acción fueron abriéndose paso no tanto con la fuerza de una decisión
27
convencida y autónoma sino más bien con la pesadez de aquello que, a pesar de los
obstáculos, es inevitable. Todas las circunstancias parecían empujar al poder ejecutivo y al
partido oficial por la ruta de una reestructuración económica global muy alejada de sus ideas
tradicionales pero nítidamente emparentada con al ola reformista que simultáneamente estaba
creciendo en otros países de América Latina” (Gerchunoff y Llach, 1998: 414).
El nuevo congelamiento de precios decretado a principios de 1987 se acompañaría así
de algunos intentos puntuales de privatización y desregulación. La apertura económica
reaparecía asimismo como instrumento idóneo para el disciplinamiento de los precios.
Las acusaciones volvieron a arreciar desde dentro y fuera del mundo de los
economistas. Al tiempo que los sindicatos agudizaban su oposición frente al gobierno,
referentes del estructuralismo y el populismo alertaban sobre el modo en que el “realismo” del
gabinete económico resultaba “funcional” a la imposición de los “centros hegemónicos”. Para
estos sectores, el desafío era doble: aumentar la capacidad de decisión de los gobiernos y de
gestión de los Estados y propiciar un particular esfuerzo en las investigaciones económicas y
sociales capaces de “encontrar la médula social y el interés nacional en las tensiones entre la
sociedad y la economía” (Tenewicki, 1988: 67). Estos llamados a otros sectores sociales “a
asumir la iniciativa de construir un modelo de crecimiento alternativo” (Bocco y Burkún,
1987: 19) apenas podían contrarrestar una oleada reformista que, radicalizándose entre
ortodoxos, empresarios y organismos internacionales de crédito, terminaba por alcanzar al
gobierno.
Así, mientras ciertas voces críticas alertaban sobre la necesidad de democratizar la
toma de decisiones económicas y evidenciar el carácter político (vinculado a grupos e
intereses específicos) de las reformas, los sectores más comprometidos con las mismas
trazaban cada vez con más nitidez las fronteras de la economía y reclamaban que su
racionalidad se impusiera soberana sobre las otras regiones. De Pablo (1987: 234), por
ejemplo, imputaba las dificultades del programa radical al “‘ruido’ que le introduce a la
economía la máxima autoridad gubernamental”.
Las resistencias a las reformas estructurales fueron múltiples y los avances, escuetos.
Los heterodoxos habían hecho suyos no obstante muchos de los diagnósticos y propuestas
planteados por sus adversarios. Los primeros se volvían así verdaderos y las segundas,
ineluctables. El modo en que varios representantes del gobierno imputaron sus fracasos a los
“obstáculos” impuestos al impulso reformista (en particular al enfrentamiento de los
sindicatos) y a la “tibieza” de ciertas iniciativas alimentaría finalmente la idea de que para
alcanzar una estabilización eficaz el gobierno debía imponerse drásticamente y sin
vacilaciones.
Difícil hacerlo ya para Alfonsín hacia fines de su mandato con un peronismo rearmado
y que no sólo había ganado las elecciones de 1987 sino que se preparaba para disputar con
éxito las presidenciales. Cercado a dos fuegos y sofocado una vez más por la inflación, el
equipo económico tentaría con el plan Primavera una última estrategia de contención de la
debacle. En plena democracia y para evitar la corrida al dólar, el gabinete elevaba las tasas de
interés a un valor que crecía al compás de la incertidumbre. El homo económicus criado en la
dictadura e instruido cuidadosamente en los últimos años sabía cómo jugar sus fichas.
Inversiones bancarias a plazos fijos cada vez más breves y tasas de interés galopantes o fuga a
un dólar que forzosamente escalaría posiciones. La cuestión era, en efecto, cuánto tiempo
podría resistir el gobierno a una devaluación de la moneda. Cuando el Banco Mundial denegó
una ayuda prometida quedó claro que no habría dólares suficientes para sostener al austral, se
inició la corrida al dólar y los precios lo acompañaron. El año 1989 marcaría la cifra del
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paroxismo: la inflación, descontrolada, había superado todos los records, alcanzando nada
menos que un 3000 por ciento anual.
A modo de conclusión
Durante la segunda posguerra, un conjunto de desafíos políticos y de interpretaciones
teórico-ideológicas integraban explícita y abigarradamente la dinámica económica, la
organización social y el conflicto político. El desarrollo, el pleno empleo, la industrialización
difícilmente podían resumirse a una única dimensión de análisis y diversos actores e intereses
se movilizaban para emitir juicios sobre ellos y darles forma. Desafíos, interpretaciones y
acciones colectivas tenían además al Estado nación como horizonte de sentido. En este marco,
la economía era concebida como una estructura formada por sectores (y grupos sociales)
claramente discernibles y los referentes del pensamiento económico (que no se limitaban a los
economistas profesionales) manifestaban explícitamente cierta identificación con los grupos
sociales involucrados.
Aún en el marco de profundas resistencias dentro y fuera de los equipos castrenses, la
dictadura produjo un primer desplazamiento, de las polémicas y conflictos relativos al
“modelo de país”, a las controversias sobre la política antiinflacionaria. Si los actores
políticos y sociales podían seguir juzgando y enfrentándose en torno del rol que debía
acordarse al Estado, las políticas de apertura, la fijación de salarios o la promoción industrial,
el control de los precios alentaba, en cambio, controversias técnicas y experimentos de
laboratorio.
Modelo de país y política antiinflacionaria parecían aún inseparables y los críticos del
Proceso asociaban estrechamente las improntas estabilizadoras de Martínez de Hoz a un
proyecto definido alternativamente como “monetarista” o “liberal”. En efecto, incluso en un
contexto de censura generalizada, los actores sociales impugnaban la política económica
como parte de una orientación socioeconómica global y anteponían a las nuevas estrategias
liberales del ministro otras perspectivas teórico-ideológicas sustentadas a su vez en la
identificación con ciertos grupos sociales y en la producción intelectual de excelencia.
El desmoronamiento de la dictadura pareció cubrir de ignominia esta perspectiva y su
pretensión de escindir la economía de la sociedad. La hora de la política estaba llamada a
subordinar al imperativo del bienestar general las apreciaciones pragmáticas que tanto habían
invocado como principio de justificación las autoridades que abandonaban el poder.
El juicio a la dictadura, la condena de las transformaciones propiciadas y la denuncia
de los grupos sociales privilegiados fueron, no obstante, opacándose al compás de los desafíos
que iba imponiendo la pesada herencia recibida. La democracia se concentró entonces (y tal
vez de allí su supervivencia) en garantizar las libertades civiles y políticas fundamentales al
tiempo que reconocía su creciente incapacidad para atenuar o al menos detener un proceso de
debilitamiento de la soberanía nacional y de empobrecimiento de las mayorías que quedó, de
algún modo, eufemizado por la atención cada vez más exclusiva y urgente concedida a la
inflación.
La naciente democracia, que se había fundado inicialmente en la legitimidad de los
votos y de la participación activa de los ciudadanos, pasó entonces a concentrar cada vez más
poder en el ejecutivo, asentándose en una nueva fuente de legitimidad que podemos definir
como tecnocrática. En efecto, la autoridad del gobierno para actuar en “materia económica” se
justificó menos en el mandato emanado de los sufragios o en la atención a las demandas de
una ciudadanía activa que en su eficacia para controlar el aumento desenfrenado de los
precios.
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Referencias bibliográficas
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Fuentes documentales
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