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Liberalismo, Desarrollismo y Nacionalismo Popular.

Tres proyectos históricos en la


Argentina1 (escrito en 2016, durante el gobierno de Macri)

Itai Hagman

Como pocas veces, el presente permite asociar los principales proyectos políticos vigentes en
nuestro país con tradiciones y experiencias que se articulan a lo largo de nuestra historia. Sin
dejar de observar las diferencias de contexto y las características de cada proceso, es evidente
que existen patrones que resucitan. Reconstruir los hilos que unen procesos sociales y políticos
de distintas épocas nos sirve para construir esquemas conceptuales desde los cuales pensar la
práctica política. Resulta útil para constatar, sin simplificar etapas históricas muy diferentes,
los alcances y límites de los procesos políticos y sociales en curso, así como también de las
estrategias de diversos colectivos y sujetos que intentaron influir en el curso de los
acontecimientos.

Aquí definimos esquemáticamente tres proyectos históricos que se disputan los destinos de
nuestra nación desde hace por lo menos 200 años. Tres proyectos que portan una verdad
histórica, un horizonte de posibilidades y de expectativas diferentes en función de los sectores
sociales en que se asientan y los intereses que representan.

Quizás decir que el PRO – el partido liderado por el empresario Mauricio Macri – representa la
versión actualizada y adaptada al siglo XXI del viejo proyecto liberal resulte relativamente
evidente, aunque las fracciones del capital que represente no sean exactamente las mismas
que en tiempos de la oligarquía terrateniente de fines del siglo XIX. Pero la idea de un país
inserto de manera subordinada en la división internacional del trabajo, el libre comercio como
palanca fundamental de inserción y progreso, la fascinación por la cultura hegemónica global
del momento, el egoísmo individualista como motor de la historia, el elitismo como misión
“civilizatoria” asentado en el desprecio hacia la cultura “barbárica” de los sectores populares,
son algunos de los rasgos comunes de una visión sobre el país y su destino, pese al abismo que
separa a la Argentina actual con la de hace 150 años.

En la tradición del revisionismo histórico, de la economía denominada “heterodoxa” y en el


pensamiento político “nacional” más clásico, a este proyecto elitista se le ha opuesto
teóricamente un proyecto “anti-liberal” asociado justamente con los sectores postergados o
excluidos del poder oligárquico. Las banderas que genéricamente podemos asociar a planteos
proteccionistas, soberanistas, nacionalistas, industrialistas, mercado internistas, se han
sostenido como contracara del control oligárquico del Estado y del ejercicio del poder. Pero
estas no han provenido de un lugar unívoco. Algunos cuestionamientos al liberalismo han
provenido de las propias entrañas del poder de las clases dominantes, mientras que otros han
surgido con protagonismo de los sectores populares y por ello resulta fundamental también
distinguirlos como dos proyectos distintos.

Esto resulta bastante evidente mirando la historia económica argentina reciente. El proyecto
histórico liberal ejecutado bajo la forma de inserción en la “globalización neoliberal” a partir de
1976, entró en crisis profunda hacia finales de la década de 1990 y voló por los aires en 2001.

1Laversión original de este texto fue redactada en 2016 y publicada en “La izquierda y el nacionalismo
popular: ¿un divorcio inevitable?” de Bosia Ulises y Hagman Itai (Ed Colihue)
El cuestionamiento al proyecto liberal provino del seno del pueblo, pero su salida estuvo
conducida por una fracción de las clases dominantes que en ese entonces promovía la vía
“devaluacionista” de la Convertibilidad. Por eso en un primer momento primó un proyecto
productivista o “neodesarrollista” en nuestro país, alrededor del cual se (re)agruparon
entidades empresariales y del gran empresariado, grupos de poder mediático y dirigentes
políticos de larga trayectoria comprometidos con una perspectiva de industrialización limitada
y conducida por el poder económico local. Quizás la representación política más nítida de este
momento neodearrollista estuvo simbolizada por la presencia de Roberto Lavagna al frente del
Ministerio de Economía, primero de Duhalde y luego de Kirchner, como comando ejecutor de
aquel proyecto que representaba una alianza de clases conducida por el poder económico
local. Más tarde el mismo Lavagna intentaría representar ese mismo proyecto como candidato
a presidente o apoyando distintas aventuras políticas. Sin embargo, espantados por la deriva
“populista” a partir de su salida como ministro y sobre todo por el cariz que tomó la política
económica desplegada luego del conflicto agrario de 2008, el establishment económico oscila
entre la disputa al interior de la alianza de gobierno macrista triunfante en 2015 y la apuesta a
variantes de oposición moderada.

Por ello resulta fundamental distinguir un segundo momento del camino posneoliberal surgido
del 2001, con un punto de inflexión tan relevante en términos sociales y políticos como fue el
propio estallido de la Convertibilidad: el que surge del conflicto agrario de 2008. Es el
“momento populista” que, según sostendremos en este artículo, da lugar a un proyecto
histórico diferente no solo al liberalismo sino también al desarrollismo. No casualmente ha
sido el momento en que el espectro del nacionalismo popular ha revivido como campo
político, social y cultural, recuperando un relato histórico y una mística popular que se
consideraba enterrada hacia finales del siglo XX. Tampoco casualmente es el momento en
donde la recuperación de aquel primer peronismo y la tradición nacional y popular aparece en
la producción cultural, en los medios de comunicación y en los actos militantes. Ni
casualmente es cuando la derecha, a través de los medios de comunicación hegemónicos y de
sus intelectuales orgánicos, despliegan su odio y ataque contra el hecho maldito del
populismo.

Como en otros momentos de nuestra historia, la principal diferencia del nacionalismo popular
con el desarrollismo o con las versiones de industrialización limitada con salarios bajos, es que
promueve un proceso de industrialización centrado en el ascenso social de la clase
trabajadora.

Hoy estos tres proyectos históricos se encuentran en disputa entre sí mediante expresiones
políticas concretas que los representan. En lo que sigue intentaremos definirlos rastreando sus
vínculos con apuestas similares en otros momentos de nuestra historia. Este ejercicio será una
primera aproximación para pensar qué horizonte de emancipación política y social es posible
imaginar en nuestro país, asumiendo que todo proyecto transformador debe hundir sus raíces
en el barro de la historia.

¿Qué es un proyecto histórico?

La Argentina es un país capitalista y más precisamente uno de tipo periférico o dependiente.


Su inserción en el mundo condiciona sus procesos locales. Pero esta afirmación no nos alcanza
para comprender por qué determinados procesos históricos e identidades políticas se vuelven
hegemónicas y conforman posibles destinos de nuestra nación. Necesitamos acercarnos más a
comprender las particularidades de nuestra historia si queremos realmente formular una
estrategia realista para transformar nuestro país. Adentrarnos en lo que Rodolfo Puiggrós
denominaba las “causas internas” del proceso histórico, que en ningún caso implican una
negación de los condicionantes globales.

Tomamos el concepto del trabajo de Heinz Dieterich2, para el que “proyecto histórico” es un
término similar al de “formación económico-social” que se utiliza en el análisis marxista, pero
con el aditamento de considerar que la historia no se modifica por el movimiento de placas
tectónicas independientes de la voluntad de los individuos, sino que la hacen sujetos que
promueven determinadas ideas y se movilizan a partir de determinados valores. Un proyecto
histórico engloba una mirada sobre el país que abarca la totalidad de las relaciones sociales:
desde lo económico hasta lo político, lo cultural, lo militar, etc. Algo parecido a lo que Gramsci
definía como “bloque histórico” cuando buscaba distinguir las distintas alianzas de clases
sociales que combinan elementos de lo que en las lecturas más ortodoxas se había separado
como “estructura” (la economía) y “superestructura” (la política).

Proyecto histórico es entonces una categoría más viva que formación económico-social porque
da cuenta no sólo de la forma en que se articulan aspectos estructurales y alianzas de clases,
sino también acción política, es decir subjetiva, de los y las protagonistas de los
acontecimientos. Un proyecto histórico requiere anclarse en una determinada estructura
económica y social, y necesita articular una determinada alianza de clases, pero también
requiere de una voluntad colectiva, de liderazgos políticos, de ideas fuerza, de construcción de
mitos, de mística popular y de procesos de movilización y disputa política que siempre están
abiertos, sus recorridos son contingentes y sus resultados inciertos.

Revisando la historia argentina encontramos tres proyectos históricos con capacidad


hegemónica, es decir de liderar al menos temporalmente los destinos de la nación. Los hemos
denominado liberalismo, desarrollismo y nacional-populismo aunque no siempre adoptaron
esos nombres. A su vez las fronteras entre los distintos proyectos son y fueron siempre difusas,
ya que se trata de “tipos ideales” a los que las experiencias concretas existentes en nuestra
historia se han acercado en mayor o menor medida.

Los conceptos elegidos son discutibles y seguramente perfectibles. Liberalismo nos parece un
concepto adecuado a pesar de que durante el siglo XIX las clases dominantes que promovían
políticas de “libre mercado” eran profundamente antidemocráticas, del mismo modo que en el
siglo XX muchas de las políticas liberales fueron implementadas a través de estados
autoritarios y dictaduras militares. Esto contrasta con algunos principios básicos de la filosofía
liberal, que se supone defiende las libertades públicas e individuales. Pero en América Latina, y
en particular en Argentina, el liberalismo fue la ideología de las clases acaudaladas y en
particular de la oligarquía terrateniente y no la ideología de la burguesía industrial y comercial
como en Europa, que en su tiempo supo promover la emancipación y la soberanía popular
frente a un orden aristocrático y de poder absolutista. En cambio, la conquista del sufragio, las

2En particular remitimos a la lectura de “El socialismo del siglo XXI” (2008), que puede ser descargado de
https://www.rebelion.org/docs/121968.pdf
libertades individuales y cierto “humanismo” propio de la filosofía liberal no fueron parte del
acervo de las clases dominantes en nuestro país.

El desarrollismo se asocia frecuentemente a una corrientes intelectual y también política


surgida luego de la autodenominada “Revolución Libertadora” que derrocó a Perón y cuya
máxima expresión de gobierno fue Frondizi y su intelectual más destacado Rogelio Frigerio. En
este caso generalizamos ese término porque nos parece adecuado para denominar a los
proyectos de desarrollo industrial liderados por la gran burguesía en alianza con el capital
extranjero y sin protagonismo popular, y creemos que puede extenderse a postulados previos
asociados al estructuralismo latinoamericano y también a propuestas recientes que se han
identificado en América Latina como “neodesarrollistas”. Las fronteras entre desarrollismo y
liberalismo, así como entre neodesarrollismo y neoliberalismo son borrosas, pero innegables.

Finalmente el concepto de nacionalismo popular o “populismo” tuvo como máxima expresión


en nuestro país a los primeros gobiernos peronistas, pero es posible rastrear sus antecedentes
históricos y procesos previos tanto en el siglo XIX como en el siglo XX. Se trata de un proyecto
histórico sustentado en una alianza de clases con fuerte peso de los sectores populares (de la
clase trabajadora en el caso del peronismo) y se expresó históricamente en los momentos de
ascenso social de dicho sujeto. Sus fronteras con el desarrollismo también fueron por
momentos difusas, sobre todo por el rol de la llamada “burguesía nacional”. Al igual que el
liberalismo y el desarrollismo, el nacionalismo popular también ha reaparecido en la Argentina
reciente.

Una primera conclusión obvia. Entre el liberalismo y el nacionalismo popular hay un


antagonismo irreductible. El desarrollismo en cambio tiene fronteras difusas con ambos y en
cierto sentido podría considerarse más que como un proyecto histórico en sí mismo, como la
expresión de los puntos grises de la dicotomía fundamental. De un lado puede ser visto como
una variante de las clases dominantes para integrar subordinadamente a fracciones de los
sectores populares en un proyecto de industrialización, en otros como alianzas tácticas de los
sectores populares para hacer frente al enemigo común en momentos de debilidad relativa.

Liberalismo argentino, del paraíso terrateniente al paraíso fiscal

Aunque sería reduccionista asociar al liberalismo argentino actual con su origen oligárquico,
una mirada histórica no puede comenzar sin señalar que, como proyecto de país, ese proyecto
se afianzó con el ordenamiento de la propiedad de la tierra en la segunda mitad del siglo XIX,
el control del puerto de Buenos Aires y una alianza estratégica con el Imperio Británico. La
clase social de estancieros y latifundistas forjada durante los primeros cincuenta años de vida
independiente – y consolidada “conquista del desierto” mediante – asumió las reglas de la
división internacional del trabajo, hizo propias las banderas del libre comercio y creyó, no sin
fundamento, que la Argentina podía ser una verdadera potencia económica mundial ocupando
el lugar de “granero del mundo”. El progreso ilimitado de una economía que crecía hacia
afuera y enriquecía a sus sectores más acaudalados requería un orden político que remueva
los “obstáculos indeseables” para el desarrollo. Por lo tanto, liberalismo económico y Estado
autoritario no eran términos antagónicos para la élite dirigente de la época3.

La estructura económica centrada en el agro era la contracara del desarrollo industrial


europeo. Permitió un ciclo de expansión económica inusitado que afianzó la alianza estratégica
fundamental de la oligarquía terrateniente con Inglaterra, que era nuestro socio comercial y a
su vez tanto el principal acreedor financiero como el más importante inversor en el país. En
ese período se construyó la red ferroviaria que permitía trasladar las mercancías hacia el
puerto de Buenos Aires, entre muchas otras obras que en aquel entonces constituían
verdaderos “avances” civilizatorios.

No casualmente el liberalismo actual rememora los tiempos de la Argentina “granero del


mundo” como la etapa de mayor esplendor económico y también como la de la oportunidad
perdida. Para el primer centenario de la Revolución de Mayo el país contaba con ocho millones
de habitantes, de los cuales casi un tercio eran extranjeros provenientes en su mayoría de
Italia y España. Había logrado consolidar un proceso de expansión económica de varias
décadas que auguraba un futuro promisorio.

Amén de los intensos conflictos políticos de este período, tanto entre distintas facciones
oligárquicas como entre la oligarquía y la naciente burguesía ligada a la industria, que se
expresaron en la Revolución del Parque de 1890, la sublevación radical de 1905 y el triunfo
electoral del yrigoyenismo en 1916, se trató de un período de extraordinarios beneficios para
los dueños de la tierra4. Sin embargo, con la fuerte crisis económica relacionada con el
estallido de la Primera Guerra Mundial, la economía argentina comienza a diversificarse
limitadamente. La caída de las importaciones favorece el desarrollo de más industrias locales y
en el período de posguerra las inversiones de capital local superan a las de capital extranjero,
invirtiendo la situación del período anterior. Con la gran depresión mundial de 1930, el modelo
agro-exportador argentino sucumbe definitivamente.

En la década siguiente comienza a acelerarse el proceso de industrialización de la economía


argentina, lo que en una lectura liviana podría asociarse mecánicamente al debilitamiento del
poder oligárquico. Esto no fue así y el propio golpe de Estado de 1930 es una prueba patente
de esto. La oligarquía odiaba profundamente a Hipólito Yrigoyen y a “la chusma” que
representaba. Era la primera vez que sentían que el gobierno había quedado en manos de un
hombre que no era portador de la nobleza de su propia alcurnia. Era un intruso y había que
desalojarlo. El golpe fue la forma de recuperar el poder por parte de la oligarquía, pero al
mismo tiempo fue el inicio del cambio de política económica, a partir de entonces favorable a
la industrialización. Aquí la primera aparente paradoja: ¿cómo se explica que un golpe pro
oligárquico abra el camino hacia una política industrial? Para responderla hay que salir del

3 En rigor el vínculo entre el proyecto liberal y la violencia del Estado atraviesa toda nuestra historia,
teniendo su máxima expresión durante el terrorismo de Estado que desató la última dictadura cívico-
militar a partir de 1976. [Nota del autor]
4 Las elecciones de 1916, que consagraron a Hipólito Yrigoyen, implicaron la pérdida de poder político

por parte de la oligarquía argentina, sobre todo de sus sectores más concentrados. Con el gobierno de
Alvear, entre 1922 y 1928, la oligarquía volvió a sentirse más a gusto, ya que se trataba de un hombre
considerado propio. Por eso intentaron sin éxito impedir por todos los medios el regreso del caudillo
radical, que en 1928 volvió a ser electo presidente y en 1930 derrocado por un golpe militar.
esquema mecánico que opone agro a industria, e industria a los intereses de la oligarquía
terrateniente.

El cambio de política económica que comienza a favorecer un incipiente desarrollo del


mercado interno y el proceso de industrialización fue ejecutado por el poder político en manos
de la oligarquía, y no en contra de ella. Su principal cerebro fue Federico Pinedo 5, quizás el
economista más lúcido de la oligarquía argentina. Estableció el control de cambios, creó juntas
reguladoras de la producción y diseñó un plan de obras públicas. Este “intervencionismo”
estatal, aunque parezca una contradicción, fue ejecutado por un gobierno conservador
apoyado por la oligarquía, que entendía que el período de expansión tirada por las
exportaciones agrarias y de crecimiento económico hacia afuera había terminado.

Como bien retratan Murmis y Portantiero en un estudio clásico6, este período sí abrió fuertes
tensiones dentro de la propia estructura del agro argentino, ya que a través del tratado Roca–
Runciman la oligarquía se aseguraba mercado para sus exportaciones agrarias, mientras que el
resto de los sectores agropecuarios no podían colocar la producción. Paradójicamente, en este
período la bandera del libre comercio ya no era enarbolada por la oligarquía que ahora
defendía la regulación estatal, sino por los pequeños y medianos productores que eran
perjudicados por la política de Estado. Hacia finales de la década la oligarquía había
comenzado a diversificarse hacia la industria y había trabado una alianza con las fracciones de
la gran industria representadas por la Unión Industrial Argentina (UIA).

Aunque aquí están los primeros gérmenes que constituirán las bases del proyecto desarrollista
que será configurado luego del golpe de 1955 que derrocó a Perón, todavía nos estamos
moviendo dentro de la tradición liberal. Decía Rodolfo Puiggrós que “una de las características
sobresalientes de la oligarquía argentina ha sido su flexibilidad política, su capacidad para
adaptarse a las circunstancias adversas a la espera de mejores oportunidades” 7. Su
transformación a partir de la década del 30 es prueba de esto. De algún modo el desarrollismo
posterior es hijo de esta mutación ideológica de la oligarquía, que ahora consideraba positiva
la intervención estatal y el desarrollo limitado de la industria.

Durante el período que abarca la fase de industrialización por sustitución de importaciones,


entre 1930 y 1976, el liberalismo claramente perdió terreno como corriente política e
ideológica. Esto no sólo se debe a los cambios mencionados sino al contexto económico y
político global. La hegemonía de las ideas keynesianas, sobre todo a partir de la segunda
posguerra, desplazó las visiones ultraliberales o denominadas “ortodoxas” que procuraban la
no regulación estatal, la liberalización de los mercados, la apertura al libre comercio, entre
otras recetas. Su resurgimiento como “neoliberalismo” tuvo que esperar hasta mediados de la
década de 1970.

En la Argentina las ideas liberales en su vertiente más pura volvieron a aparecer con el
programa económico ejecutado por la dictadura cívico–militar de 1976. Para aquel entonces, si

5 Se trata del abuelo homónimo del actual senador del PRO por la Ciudad de Buenos Aires y presidente
provisional del Senado de la Nación.
6 Ver “Crecimiento industrial y alianza de clases en la argentina (1930 - 1940)” en Murmis, M., &
Portantiero, J. C.(2012). Estudios sobre los orígenes del peronismo.
7 Puiggrós, R., Pueblo y oligarquía. Buenos Aires: Editorial Galerna, 2006.
bien la oligarquía diversificada hacia la industria seguía siendo un factor de poder económico
fundamental, el neoliberalismo como ideología ascendente se expresaba también en la
penetración del capital financiero internacional. Por esa razón el patrón de acumulación
buscado por el bloque de poder no era necesariamente un retorno a alguna versión del
modelo agro-exportador.

En la década de 1990 el proyecto histórico liberal obtuvo su triunfo ideológico y social más
contundente. La gran novedad política fue que lo hizo colonizando la estructura política que
representaba hasta entonces al movimiento político antagónico al liberalismo en Argentina, el
peronismo. Ese transformismo político sólo era posible fruto de la enorme derrota política,
social y cultural que implicó la dictadura del 76, así como del contexto mundial del triunfo de
Occidente y Estados Unidos en la guerra fría.

El modelo neoliberal supuso una alianza entre el capital financiero internacional y la oligarquía
argentina diversificada hacia la industria. Pero es importante, para interpretar el momento
actual, comprender quién tenía el poder político en aquel entonces. Siguiendo a Basualdo 8, es
importante notar que la hegemonía del bloque dominante en el período 1976–2001 estuvo en
manos de los grupos económicos locales y no del capital financiero internacional. Esto es
importante porque es lo que permitió a la gran burguesía argentina imponer la salida
devaluacionista frente a la crisis del neoliberalismo hacia finales del siglo, diferente de la salida
dolarizadora que proponía el capital financiero internacional.

En el siglo XXI el proyecto liberal entró en un proceso de reestructuración. El cambio del


contexto argentino y latinoamericano hizo retroceder las ideas liberales y colocó al
neodesarrollismo y al nacionalismo popular como opciones fundamentales en el continente.
En el caso de algunos proyectos populistas, incluso se radicalizaron hacia una perspectiva
anticapitalista al menos discursivamente, como Venezuela o Bolivia.

La emergencia del PRO en 2005 no es una simple anécdota electoral. Se trata del laboratorio
en donde comenzó a construirse una nueva expresión del proyecto liberal en Argentina, quizás
del modo más nítido desde el de los partidos oligárquicos de fines de siglo XIX. Pero la
naturaleza de clase del PRO no es igual a la de aquel entonces. El PRO representa un partido
político profesional del siglo XXI, compuesto por profesionales liberales, cuadros técnicos
formados tanto en la gestión empresarial como en el de las ONG. Desde el punto de vista de
clase, el PRO representa la versión argentina del proyecto globalista dirigido por las
multinacionales y el capital financiero internacional.

No casualmente su relación con la gran burguesía argentina, tanto del agro como de la
industria, es de extrema tensión. El propio presidente de la Nación las ha expuesto incluso
antes de llegar al poder cuando denunciaba las presiones políticas de lo que denominó el
“círculo rojo”, que era otra forma de denominar al lobby del poder de las clases dominantes.
Qué peso propio logrará la oligarquía argentina diversificada hacia la industria en el nuevo
bloque de poder, es un asunto que está por verse.

8Basualdo, E. M., “Sistema político y modelo de acumulación: tres ensayos sobre la Argentina actual”.
Buenos Aires: Cara o Ceca, 2011.
El proyecto desarrollista: de la crítica antiliberal al neoliberalismo con inclusión social

Lo que hemos decidido llamar proyecto histórico desarrollista tiene diversas raíces y
expresiones en nuestra historia. Como mencionamos anteriormente, con el proceso de
industrialización que se aceleró a partir de la crisis de 1930, la oligarquía mantiene el poder
político y se diversifica hacia la industria. En esa década y en la siguiente, comienzan a
aparecer las primeras reflexiones sistemáticas que cuestionan la viabilidad del exitoso modelo
agro-exportador como vía de desarrollo y comienza a plantearse la necesidad de industrializar
el país como única vía para alcanzar el desarrollo capitalista.

En el proyecto desarrollista, el desarrollo –valga la redundancia- es pensado por intelectuales


orgánicos de la gran burguesía argentina. La pregunta es cómo lograr el nivel de desarrollo que
tienen los países más avanzados. La respuesta clásica del liberalismo, basada en la división
internacional del trabajo, se inspiraba en la famosa teoría de las “ventajas comparativas” de
David Ricardo, quien desde Inglaterra formulaba que cada economía debía especializarse en
aquellos sectores productivos en los que es “naturalmente” más competitiva. Y que luego, a
través del intercambio comercial libre, cada economía obtendría lo que le falta y por tanto
todos resultarían beneficiados.

La crítica a esta visión del desarrollo es el punto de partida del estructuralismo


latinoamericano, que es uno de los pilares teóricos del proyecto histórico desarrollista, aunque
también resultó sumamente útil para los programas impulsados por el nacionalismo popular.
Su autor más conocido es Raúl Prebisch, quizás el economista latinoamericano más influyente
del siglo XX, que fue funcionario del Ministerio de Hacienda durante la década del 30 y desde
donde impulsó entre otras medidas la creación del Banco Central de la República Argentina.

Prebisch era un hombre políticamente conservador y ejerció cargos públicos en los gobiernos
más oligárquicos y reaccionarios del siglo XX en nuestro país. Primero durante la década
infame y luego con su diagnóstico y programa elaborado para la “Revolución Libertadora” de
1955, conocido como “Plan Prebisch”. Pero sus aportes teóricos al mismo tiempo resumían
una profunda crítica a las ideas liberales ortodoxas, sobre todo a las referidas a la aceptación
del libre comercio como vía de desarrollo para las economías periféricas.

Con la elaboración de Prebisch, y luego con la perspectiva desarrollista, aparece una corriente
política que asume que la vía para el desarrollo de la Argentina no puede ser ni la mera
aceptación de las reglas del comercio internacional ni la repetición mecánica de los preceptos
elaborados por la teoría económica para los países centrales. Se necesitan teorías económicas
originales, propias, pensadas desde la periferia, desde la Argentina, para alcanzar el desarrollo
capitalista.

El proyecto histórico desarrollista, a diferencia del liberal, postula que el Estado debe asumir
un papel de regulador de la actividad económica para orientar una política de desarrollo. Claro
que el Estado no aparece como contradicción con el mercado, sino como complemento. Otra
fundamental divergencia con el liberalismo clásico es que en el proyecto desarrollista la
industrialización no es una imposición aceptada debido al contexto internacional, sino el
centro de las posibilidades del desarrollo. La industrialización es un objetivo en sí mismo y no
un medio de la oligarquía para mantener su poder político a la espera de poder regresar al
pasado virtuoso del modelo agro-exportador.

El desarrollismo es un proyecto de industrialización centrado en la gran burguesía industrial.


Crear esa burguesía es una de sus principales preocupaciones. Durante el gobierno de Frondizi,
a partir de 1958, y más en general en todo el período que va desde allí hasta 1976, el
desarrollismo asume otro pilar de su proyecto, la asociación con el capital extranjero. La tesis
central de esta corriente es que el subdesarrollo latinoamericano se debe a la ausencia o
escasez de capitales, y si nuestras economías no son capaces de generarlos, entonces resulta
fundamental atraerlos desde los países centrales. No casualmente, en el caso de Frondizi, la
asociación con el capital extranjero será uno de los puntos de ruptura de la alianza táctica
realizada con el peronismo durante su etapa de resistencia.

La contracara de este aspecto es que el proyecto desarrollista no pone atención en la


distribución del ingreso. Por el contrario, para crear una burguesía industrial pujante es
fundamental garantizar salarios bajos para atraer inversiones industriales de alta rentabilidad.
Aquí radica una de sus principales diferencias con el nacionalismo popular, en donde la
distribución del ingreso, los salarios elevados, el fortalecimiento y el bienestar de los
trabajadores y trabajadoras, son vistos por el desarrollismo como un obstáculo para promover
un proceso de inversión intenso que permita el desarrollo industrial.

Entre 1958 y 1976 el país vivió un período de suma inestabilidad política producto de la
proscripción del peronismo y la intensificación de la lucha de clases. La clase trabajadora logró
importantes conquistas en estos años y pudo avanzar en su participación en el ingreso
nacional. Pero la presencia de gobiernos claramente antipopulares (exceptuando 1973/1974)
impidió que el relativamente exitoso proceso de industrialización tenga un carácter popular y
distributivo.

La dictadura de 1976 significó un ataque en toda la línea a cualquier tipo de proyecto de


industrialización, ya sea desarrollista o popular. Durante el gobierno de Alfonsín, sin embargo,
hubo momentos en que el mando económico quedó en manos de dirigentes asociados a
tradiciones no liberales, que buscaron escapar a la hegemonía neoliberal que se extendía en el
mundo. Durante los noventa, recién hacia finales del período y ya estando en crisis la
hegemonía neoliberal, el desarrollismo volvió a tomar fuerza como una de las propuestas de
salida a la Convertibilidad menemista. Su expresión política fundamental fue una variante
interna del peronismo, el duhaldismo, primero en su campaña electoral en 1999 y luego como
gestor de la crisis en el año 2002.

Durante los primeros posteriores a la convertibilidad se estableció en la Argentina una suerte


de “consenso neodesarrollista” que coincidió con una extraordinaria recuperación económica
que, al mismo tiempo que permitió a los trabajadores “salir del infierno” neoliberal, también le
garantizó a los grupos económicos locales una bonanza de rentabilidad inédita. Este consenso
duró poco y a partir de las tensiones económicas y políticas de 2005 y luego con el conflicto
agrario de 2008, el proceso político se orienta en una perspectiva claramente nacional y
popular, en este caso asociada a la identidad política del kirchnerismo.
El retorno del desarrollismo fue un fenómeno regional surgido de la crisis de la economía
neoliberal. Los postulados de un “nuevo desarrollismo” retomaban muchos de los planteos
originarios de Prebisch y del desarrollismo clásico. Pero a tono con las transformaciones del
capitalismo operadas durante la globalización neoliberal, la industrialización debía llevarse a
cabo en alianza con el agro-negocio y no contra él, con un Estado con mayores capacidades
reguladoras pero sin “vocación estatista”, con riguroso cuidado de no incurrir en déficit fiscal,
entre otras recomendaciones fundamentales. Se trata de un desarrollismo aggiornado con un
sesgo aún más pro-mercado que el de sus antecesores de las décadas del 50 y 60 9.

En el ciclo latinoamericano posneoliberal, las propias clases dominantes y las expresiones de


los intelectuales orgánicos de la derecha erigieron al “neodesarrollismo” como la versión
moderada y aceptable contrapuesta al “populismo”. Su formulación más conocida fue la
distinción que Vargas Llosa hacía al comienzo de este ciclo entre gobiernos de “izquierda
vegetariana” y de “izquierda carnívora”. En el primer bloque incluía y elogiaba a Lula, Tabaré
Vázquez y Bachelet como gobiernos posneoliberales que respetaban la libertad de mercado y
buscaban estrategias de desarrollo alternativas sin cuestionar aspectos fundamentales del
consenso liberal. En el segundo cabían fundamentalmente Chávez, Evo Morales y Rafael
Correa como expresión del resurgimiento del “populismo”, es decir el cuestionamiento al
orden liberal y las reglas del mercado, que la derecha identifica como el enemigo principal y el
origen de los males para el continente. No casualmente en aquella inteligente clasificación
hecha en el año 2007 (previo al conflicto con las patronales agropecuarias), el kirchnerismo le
resultaba inclasificable y lo ubicaba en el borde entre uno y otro bloque. Luego de 2008, según
la óptica de la derecha, pasaría definitivamente al campo populista.

Los sectores dominantes en la Argentina y los medios de comunicación también intentaron esa
operación elogiando al “modelo brasilero” del siglo XXI, como una experiencia contrapuesta a
las desviaciones “populistas” en que el kirchnerismo habría incurrido a partir de su segundo
mandato. Como señalamos antes, el conflicto con el sector agrario en 2008 lapidó el intento
por erigir un “consenso neodesarrollista” y la Argentina entró en una polarización política y
social en la que renació una nueva versión del nacionalismo popular, que los medios de
comunicación y los intelectuales orgánicos del liberalismo denominan peyorativamente con el
rótulo de “populismo”.

El nacionalismo popular: la larga marcha por la emancipación argentina

Al igual que con los otros dos proyectos históricos, el nacionalismo popular también puede
rastrearse en antecedentes históricos que remiten hasta la época de la Revolución de Mayo y
el proceso de independencia. Pero su expresión moderna, en el siglo XX, apareció sin dudas
con los primeros gobiernos peronistas. Vale la pena rescatar los antecedentes inmediatos del
pensamiento nacional y popular en los trabajos de FORJA y de los sectores identificados con el
yrigoyenismo, que durante la década infame de 1930 denunciaron de manera sistemática la

9 Ver Pereira, L. C. B., “Estado y Mercado en el nuevo desarrollismo” en Nueva Sociedad, vol. 210, 2007.
política conservadora apoyada por la oligarquía diversificada hacia la industria. Raúl Scalabrini
Ortiz y Arturo Jauretche fueron algunos de sus principales exponentes.

El nacionalismo popular se enfrentó de manera antagónica con la corriente liberal. Denunció el


modelo agro-exportador por su carácter neocolonial en su subordinación con Inglaterra,
rechazó el modelo de crecimiento hacia afuera, pero por sobre todas las cosas colocó en el
centro de su proyecto histórico a los sectores populares, por encima incluso de la mentada
“burguesía nacional”. Sin dudas esto se expresó de manera contundente por primera vez con
el surgimiento del peronismo.

El nacionalismo popular también se nutrió de la crítica al liberalismo ortodoxo emanada del


estructuralismo y el desarrollismo: la única vía para el desarrollo de nuestra nación es la
industrialización del país. Pero a diferencia de los desarrollistas, el nacionalismo popular
formula su proyecto de industrialización como un horizonte antagónico con los intereses de la
oligarquía terrateniente.

A su vez el objetivo de la industrialización, desde el punto de vista del nacionalismo popular,


no se limita a lograr un crecimiento económico con equilibrio en la balanza de pagos y evitar
así los problemas de “restricción externa” que enfrenta cualquier proyecto de
industrialización, sino que sobre todo apunta a mejorar las condiciones de vida de la inmensa
mayoría de la población y en particular de los trabajadores y trabajadoras. Mientras para el
liberalismo la regulación estatal es distorsiva y los derechos de los trabajadores son nocivos
para el funcionamiento desregulado de los mercados, para el desarrollismo la regulación
estatal es necesaria, pero en forma limitada, así como los salarios y conquistas de los
trabajadores deben ser contenidas para no desalentar el proceso de inversión. Finalmente,
para el nacionalismo popular la participación estatal, los aumentos de los salarios y el
otorgamiento de conquistas sociales son los ángulos centrales en su proyecto histórico.

El nacionalismo popular es calificado por este motivo de “estatista” aunque en realidad su


proyecto no implica necesariamente el reemplazo de la propiedad privada por la pública, sino
en todo caso el control público de sectores estratégicos. No pretende eliminar por completo la
iniciativa privada ni la existencia del mercado, pero sí considera que los resortes
fundamentales de la economía deben ser administrados y dirigidos por la Nación y no por el
interés privado. A su vez diferencia del desarrollismo, el Estado no es un mero regulador sino
el planificador del desarrollo e incluso puede ser su partícipe directo sino existen actores
económicos capaces de llevarlo adelante.

Un primer elemento relevante para interpretar los primeros gobiernos peronistas fue que se
enmarcaron en un contexto general del país, de la región y del mundo que potenciaba su
orientación económica. La Argentina había comenzado el proceso de industrialización a partir
de la crisis de 1930, en el mundo se habían vuelto hegemónicas las ideas económicas
keynesianas, así como las políticas proteccionistas y regulacionistas en la mayoría de los países
periféricos. Estatizar empresas e intervenir en los mercados era moneda corriente en el mundo
de aquella época, en donde lo inusual era el libre mercado.

En ese marco general el peronismo llevó adelante una política de industrialización con
crecimiento de la participación de los trabajadores y trabajadoras en el ingreso nacional. La
creación de empresas estatales y la nacionalización de los servicios públicos formaron parte de
un programa de desarrollo cuyo eje central de todos modos era el avance de la clase
trabajadora. Recordemos que el peronismo como fenómeno e identidad política se funda con
un gran hecho de la lucha de la clase trabajadora como fue el 17 de octubre de 1945 y esa
impronta obrera y popular marcó indefectiblemente no sólo a los gobiernos subsiguientes,
sino al movimiento en su conjunto hasta la actualidad.

Aquí aparecen dos diferencias significativas con la experiencia kirchnerista reciente. En primer
lugar en el surgimiento del kirchnerismo y del ciclo latinoamericano posneoliberal, la
globalización neoliberal se encontraba plenamente vigente. A diferencia de la época del primer
peronismo, los nuevos gobiernos latinoamericanos fueron una contratendencia respecto del
sistema hegemónico mundial y no su expresión local. El origen de estos gobiernos no fue un
cambio a nivel mundial sino la crisis del neoliberalismo en la escala latinoamericana. Por eso a
diferencia del peronismo, el kirchnerismo no llega al poder luego de un incipiente proceso de
industrialización y regulación estatal como el que había ocurrido en la década de 1930, sino
luego de la crisis provocada por la desindustrialización, la apertura y la liberalización absoluta,
es decir de la quiebra del país provocada por las políticas neoliberales.

La segunda diferencia importante es que, si bien también el kirchnerismo es heredero de un


hecho de lucha popular como fue el estallido social de 2001, lo es de manera mediada y no
directa como fue el peronismo respecto del 17 de octubre. En 2001 no se forma una identidad
política nueva, sino que por el contrario se expresa el hartazgo con el sistema político en su
conjunto, sin tener cauces por la positiva. La identidad kirchnerista tal como hoy la conocemos,
arraigada con un sector importante de los sectores populares, se forjaría en forma gradual y
posteriormente y con su mayor intensidad en el contexto de la polarización política y social del
período posterior al conflicto agropecuario de 2008.

Pero salvando las diferencias entre ambos procesos, estos comparten rasgos importantes en lo
que refiere a materia económica, tanto en sus logros como en los problemas a los que se
enfrentaron. Ambos procesos provocaron un mejoramiento de las condiciones de vida de la
población y una redistribución del ingreso significativa; fortalecieron la afiliación sindical y las
convenciones colectivas de trabajo; ampliaron derechos civiles; promovieron una política de
mayor autonomía respecto de las grandes potencias económicas mundiales y centraron el
crecimiento económico en el fomento al mercado interno vía la expansión del consumo y la
inversión pública.

Ambos procesos se enfrentaron por estas razones a dilemas similares y es que no existe
modelo económico sin conflictos, tensiones y problemas, por lo que se puede decir que en
parte elegir un modelo económico es asumir qué tipo de problemas se quiere tener. La puja
distributiva entre trabajo y capital comenzó a expresarse como problema inflacionario cuando
los salarios crecieron por encima de lo que el poder económico estaba dispuesto a tolerar. Es
posible pensar que toda política económica expansiva (“keynesiana”) tiene un primer
momento “win-win” (todos ganan) en donde el aumento del salario implica un crecimiento de
la demanda y por tanto de las ventas y las ganancias capitalistas. Pero superado un
determinado umbral, el aumento del poder adquisitivo del trabajo comienza a significar una
reducción de la utilidad empresaria y por tanto la puja entre ambos se manifiesta a través de la
fijación de los precios de la economía, en donde el capital es más fuerte que el trabajo.

Las dos experiencias se enfrentaron también a lo que suele llamarse en economía la


“restricción externa”, consistente en la escasez de divisas (dólares) producto de múltiples
razones. La principal es que la industrialización requiere de bienes de capital (máquinas,
insumos) que no se producen en el país y que no son fácilmente sustituibles y por tanto se
importan. Si la capacidad de generar divisas vía exportaciones u otras fuentes no crece al
mismo ritmo que las necesidades de importación, tarde o temprano el proceso de
industrialización se encuentra con un tope estructural difícil de superar sin encarar otro tipo de
transformaciones. En la actualidad dicha “restricción externa” se no expresa sólo en un
problema de equilibrio de balanza comercial sino también por la vía financiera, problema
global pero agravado en nuestro país por el carácter bimonetario de nuestra economía.

El balance de ambas experiencias resulta útil para comprender las características principales
de los gobiernos nacional-populares. La comparación debe hacerse con cuidado porque los
contextos históricos y sobre todo del mercado mundial son sumamente diferentes. Pero cabe
preguntarse por las dificultades para superar las restricciones económicas mencionadas
vinculadas a la necesidad de transformación de nuestra estructura productiva y el rol del
Estado.

El nacionalismo popular es la expresión concreta que tiene en nuestro país el anhelo de la


clase trabajadora y los sectores populares para emanciparse. En distintos momentos de la
historia puede adoptar identidades disímiles. No estaba escrito que luego de la crisis de 2001
adopte la forma que asumió y del mismo modo no está establecido cual será la que tome en el
futuro. Tampoco está libre de contradicciones y sus dependen no sólo de la dinámica de
confrontación con su proyecto antagónico, el liberalismo, sino también del desarrollo de sus
contradicciones internas y del rol que los liderazgos populares juegan en cada momento. No
hay una única estrategia política para avanzar en este camino, pero lo que es seguro es que
ningún proyecto de transformación social profunda podrá lograrse en nuestro país si no hunde
profundamente sus raíces en las experiencias históricas que más empoderaron, movilizaron e
identificaron a los trabajadores y al conjunto del pueblo argentino.

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