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Novedad: Obra Reunida de Antonio Oviedo

La Editorial de la Universidad Nacional de Córdoba se complace en anunciar la publicación


de la Obra Reunida, de Antonio Oviedo, un compendio literario que abarca una vasta y
enigmática producción creativa que ha marcado un hito en la literatura argentina
contemporánea. Este monumental trabajo editorial se divide en dos tomos, titulados
Ficciones y Poemas y Ensayos, que recogen la riqueza y la diversidad de la obra de este
destacado autor. Esta obra monumental rinde homenaje a la creatividad y la profundidad
literaria de Antonio Oviedo. Obra Reunida es un testimonio del impacto duradero que ha
tenido en la literatura argentina y una invitación a adentrarse en un mundo literario único y
fascinante.

Sobre el autor

Antonio Oviedo, nacido en 1943 en Villa Dolores (Córdoba), es un licenciado en Literaturas


Modernas de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba,
egresando en 1972. A lo largo de su carrera, Oviedo ha publicado una impresionante
variedad de obras literarias que abarcan cuentos, ensayos, poemas largos y traducciones de
autores destacados como Jean Genet, George Bataille y Julian Gracq, entre otros. Además,
ha desempeñado un papel crucial como director de la revista Escrita y la editorial Dianus.
Sobre el Tomo I - "Ficciones y Poemas"

El primer tomo de esta Obra Reunida,


titulado "Ficciones y Poemas", nos sumerge
en el mundo singular y enigmático de Antonio
Oviedo. Sus relatos están impregnados de
detalles visuales que, en lugar de documentar
los hechos, infunden encanto y misterio a
cada página. A través de su prosa evocadora,
Oviedo logra una suspensión de la realidad
que nos transporta a lugares donde la
literatura se convierte en un medio para la
transmutación de elementos. Es
especialmente notable la ausencia
deliberada del nombre de la ciudad en la que
se desarrollan sus historias, elevando así a
Córdoba a la categoría de un fantasma literario, un espacio indefinido entre el mundo real y
las páginas de sus libros.

Cita de C. Schilling: "La soberanía de la literatura, entonces, se ejerce no en el vacío de la


pura fantasía, sino mediante una transmutación de elementos, cuyo signo mayor tal vez sea
la ausencia del nombre de la ciudad donde se desarrollan casi todas las historias de Oviedo."

Cita de C. Surghi: "Oviedo ha llenado de misterio y vaguedad cada página; ha sabido jugar
en cada frase una reivindicación de cierta tradición un tanto oblicua a la literatura argentina
[...]"
Sobre el Tomo II - "Ensayos"

El segundo tomo, titulado "Ensayos", nos


invita a explorar la mente erudita de
Antonio Oviedo. Sus ensayos construyen
una enciclopedia personal que abarca
temas y motivos literarios diversos,
trazando un mapa cosmopolita de
influencias que van desde Blanchot y
Bataille hasta Kafka y Bioy. Sin embargo,
estos ensayos también tienen un reverso
local, que revela la relación única entre el
autor y su ciudad natal, Córdoba, una
ciudad que se convierte en un elemento
inasimilable de su estilo literario.

Cita de Silvio Mattoni: "Pero esa enciclopedia universal de rarezas que Oviedo se dedica a
componer, recogiendo muestras que no dejan de multiplicarse, tiene también un reverso
local, lo que solo se puede escribir en esta misma ciudad que sus narraciones evitan nombrar
para señalarla mejor."

+ INFORMACIÓN
https://editorial.unc.edu.ar/
Correo electrónico: unceditorial@gmail.com / comunicacion@editorial.unc.edu.ar
Contacto Prensa Editorial UNC: Rocío Longo
rocio.longo@unc.edu.ar | Tel: (+54)351-5167920
OBRA REUNIDA
I. FICCIONES Y POEMAS

Normas, instituciones, y actores


de la coordinación intergubernamental
en Argentina

Antonio Oviedo
Autoridades UNC
Rector
Mgter. Jhon Boretto

Vicerrectora
Mgter. Mariela Marchisio

Secretario General
Ing. Daniel Lago

Prosecretaria General
Dra. Ing. Agr. Paola Andrea Campitelli

Director de Editorial de la UNC


Dr. Marcelo Bernal

OBRA REUNIDA
ISBN 978-987-707-277-8 (OC)
978-987-707-281-5 (v1)

Oviedo, Antonio
I: ficciones y poemas / Antonio Oviedo; editado por
Juan Manuel Conforte; prólogo de Carlos Schilling. -
1a ed. - Córdoba: Editorial de la UNC, 2023.
v. 1, 718 p.; 25 x 17 cm.

ISBN 978-987-707-281-5

1. Literatura. 2. Ensayo. 3. Compilación Bibliográfica.


I. Conforte, Juan Manuel, ed. II. Schilling, Carlos,
prolog. III. Título.
CDD 860.9982

Diseño de colección y cubierta: Lorena Díaz


Diagramación: L. Díaz y Marco J. Lio
Edición: Juan Manuel Conforte
Coordinación: Carlos Schilling

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723


Impreso en Argentina.
Universidad Nacional de Córdoba, 2023
PRÓLOGO
UNA SOSTENIDA SUSPENSIÓN DE LA REALIDAD

Carlos Schilling

El primer libro de Antonio Oviedo fue el último que publicó Alberto Burnichon.
En el colofón, consta que Dos cuentos se terminó de imprimir el 21 de noviembre de
1975. El 27 de marzo de 1976, el cuerpo del editor, quien había sido secuestrado en
las primeras horas del 24 de marzo de 1976, fue hallado en un aljibe de Mendiolaza,
ejecutado con siete balazos. Los mil libros de la primera edición de Dos cuentos, com-
puesto por “El señor del cielo” y “Último visitante”, quedaron repartidos en distin-
tos locales y depósitos y apenas pudieron recuperarse poco más de 140 ejemplares.
En ninguno de los dos relatos, escritos entre fines de 1974 y principios de 1975, se
desliza una alusión al contexto de violencia política que vivía el país por entonces y
que en Córdoba se manifestaba de un modo particularmente encarnizado desde la
década de 1960 o incluso desde algunos años antes.
Nacido en 1943, Oviedo pertenece a una generación que atravesó la irrupción
del peronismo, las proscripción de Juan Domingo Perón, cuatro golpes militares, el
Cordobazo, el Viborazo, la masacre de Ezeiza, la muerte de Perón, la guerrilla, el te-
rrorismo de Estado, la guerra de Malvinas, el retorno de la democracia, las rebeliones
carapintadas, por mencionar únicamente los episodios más resonantes de la historia
argentina de los últimos 60 años. Sin embargo, el modo en que esos acontecimien-
tos impactan en las ficciones y en los ensayos de Oviedo siempre es indirecto, lateral,
como desviado o amortiguado por la superficie absorbente de la literatura. Y ni si-
quiera cuando una mujer muerta durante el Cordobazo, como sucede en Comienza
el eclipse, o cuando el atentado al depósito de la Shell en el barrio San Fernando, como
sucede en Trayectos, son extraídos del pasado e incorporados a la trama, sería lícito
sugerir que la ficción cede al poder de la Historia.
En los relatos de Oviedo los hechos documentales tienen menos incidencia en
la materialidad del texto que los detalles visuales que suelen interrumpir y relanzar la
narración a cada momento, párrafo tras párrafo. En ese sentido es frecuente que en
la descripción de un paisaje urbano o del interior de una casa se filtre la imagen de
algún cuadro cuyo autor no se menciona (precisamente para que el filtrado no deje
grumos) aunque su influencia se perciba como una especie de encantamiento óptico.
Así, por ejemplo, los objetos dispersos sobre una mesa no se reducen a una serie de
palabras sino que participan del claroscuro de una naturaleza muerta u, otro ejemplo,

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a una avenida de los suburbios de la ciudad se le superpone la perspectiva de una calle
con estatuas de una pintura metafísica de Giorgio de Chirico. Mediante esos procedi-
mientos elusivos, Oviedo logra una sostenida suspensión de la realidad que tiene algo
de antigravitatorio, como si las cosas que cuenta ocurrieran en la Luna o en un sueño.
La soberanía de la literatura, entonces, se ejerce no en el vacío de la pura fantasía,
sino mediante una transmutación de elementos, cuyo signo mayor tal vez sea la au-
sencia del nombre de la ciudad donde se desarrollan casi todas las historias de Oviedo.
Ni una sola vez, en ninguna de las páginas de los doce libros de ficción que van desde
los Dos cuentos, fechado el 21 de noviembre de 1975, hasta Su cara en las sombras,
fechado el 21 de noviembre de 2020, aparece la palabra “Córdoba”. Sin embargo, esa
omisión deliberada y persistente no hace más que elevar a Córdoba a la categoría de
fantasma y convertirla de ese modo en un doble de sí misma, en una ciudad espectral,
prometida y a la vez rechazada como espacio literario, en un punto indefinido o ines-
table entre el mundo y los libros.
Más allá o más acá del nombre, resulta innegable que Córdoba es uno de los
focos de interés de Oviedo no solo en sus ficciones sino también en sus ensayos, en
sus textos periodísticos y en su labor como agente cultural, ya sea en organismos vin-
culados a la Universidad Nacional de Córdoba (el Centro de Estudios Avanzados y la
Editorial universitaria) o a Cultura de la Provincia (el Museo Caraffa y la Biblioteca
Córdoba), lugares desde donde multiplicó su tarea como editor iniciada en la revis-
ta Escrita y la editorial Dianus, desde principios de la década de 1980. Las obras de
los escritores y de los artistas cordobeses han merecido su constante atención. Por lo
general se trata de textos de prólogos, presentaciones, reseñas críticas o estudios para
catálogos de exposiciones, lo que revela los modos de intervención de Oviedo en el
campo cultural de la ciudad. Le ha dedicado todo un volumen de ensayos a escritores
locales (Escritores cordobeses: lecturas), en los que plantea conjeturas, acercamientos y
alejamientos a un libro en particular. Pese a que algunos de los autores de esos libros
son consagrados o muy conocidos, como Leopoldo Lugones, Arturo Capdevila, Luis
Revol, Daniel Moyano, Oscar del Barco, Perla Suez o Jorge Baron Biza, Oviedo se
abstiene de proponer un canon en el que se inscribiría el resto de los autores menos
conocidos, como Federico Lavezzo, Jorge Felippa o Alejandra Lazzarini. La constela-
ción que pudieran formar esos libros y esos nombres queda en las sombras a fin de
que cada uno, singularmente, fulgure con su propia luz.
Distinto es el caso de las artes plásticas de Córdoba, un tema sobre el que Oviedo
ofrece dos ensayos orgánicos e imprescindibles. Uno, titulado “Paisajes en la pintura
cordobesa. Vaivenes y fracturas de la representación”, incluido en El silencio de las
emociones. Hacia la imágenes, es una tentativa de leer a través de cuadros de diversos
pintores paisajistas el sentido de un accidente topográfico característico de Córdo-
ba: la barranca, su presencia sutil, dominante u ominosa en la pintura local desde
que Honorio Mossi pintó “Córdoba en el año 1895” hasta bien entrado el siglo 20
en cuadros de José de Monte o Diego Cuquejo. En su minucioso recorrido, Oviedo
detecta en la representación de los paisajes elementos de una dialéctica entre la ciu-
dad y el campo que de algún modo proyectan el paisaje cordobés fuera de sus límites

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históricos y geográficos en dirección a una universalidad en la que el color local, sin
terminar de diluirse, deja atrás su supuesto provincianismo y se integra a la dinámica
contradictoria de la modernidad. El otro, titulado “Palamara y los metafísicos”, in-
cluido en Quisiera ser la ballena, —y que puede leerse como un aerolito desprendido
del ensayo sobre los paisajistas— se centra en “un conjunto de pintores figurativos”, a
los que vincula con la pintura metafísica del surrealista italiano Giorgio De Chirico,
y a través de ellos traza una línea zigzagueante que une a Esteban Olocco, a Onofrio
Palamara, a Miguel Ángel Budini, a Oscar Gubbiani, a Ernesto Farina, a Fernando
Allievi, a Manuel Reyna, a De Monte, a Cuquejo, a Sergio Fonseca y a Pablo Canedo.
No en paralelo sino entrelazado con su interés por las manifestaciones literarias
o plásticas de Córdoba, convive en Oviedo una atención hacia las obras de escritores
y de artistas occidentales que se evidencia desde muy temprano en las traducciones y
en las notas que proliferan en la revista Escrita, que funda junto con Julio Castellanos
y dirige desde 1980 a 1986, período en el cual aparecen ocho números. En el riquísi-
mo material que contiene la publicación, se destacan las dos series dedicadas al tema
escritores/pintores, en los números 6 y 7, en las que se puede ver desplegadas, por un
lado, distintas aproximaciones a un tema central en la literatura de Oviedo, la relación
entre pintura y escritura o, en un sentido más amplio, entre descripción y represen-
tación, y por otro, una serie de escritores a quienes el autor de El sueño del pantano
ha revisitado una y otra vez en sus lecturas: Ernst Jünger, Stephane Mallarmé, Henry
James, Yukio Mishima, Dino Buzatti o Paul Valery. La labor de traductor de Oviedo
se ha prolongado desde entonces hasta el presente, con traducciones de textos de Jean
Genet, Georges Bataille, Georges Didi-Huberman, Michel Foucault, Pierre Drieu de
la Rochelle, Julien Gracq, entre otros.
Tanto por sus ensayos como por sus ficciones y también por su labor como
agente cultural, Oviedo ha ejercido una influencia silenciosa, distante, pero a la vez
decisiva en quienes lo leemos desde hace tiempo, convocados por la extraña fascina-
ción que genera una literatura extremadamente fiel a sí misma. Ahora, la publica-
ción de su Obra reunida posibilitará que esa fascinación se contagie a un número
mayor de lectores.

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ESTUDIO PRELIMINAR
EL NOMBRE DE UNA CIUDAD

Carlos Surghi

Ah dear, dirty, Dublin!


James Joyce

Pocas veces una frase puede resolver el advenimiento de aquello que le espera, de
aquello que convoca, lo que ignora hasta el momento en que eso se divisa por fuera
de ella. Ocurre que no siempre la extensión de su prosodia condensa el futuro de
una forma; indudablemente, el ritmo es anterior a cualquier significado, y cierta gra-
vitación intuitiva es más fiable que una virtud adquirida por medio del talento. En
contadas ocasiones, la irrupción de la frase promete la aventura de una distracción
extraordinaria que, a razón de congregar y disgregar lo que refiere, termina eclip-
sando el mundo y hace de éste un lugar más misterioso. En esas ocasiones, la frase
siempre es el antes y el después de la felicidad que promete. Como unidad mínima
de lo que se cuenta puede ser simple comunicación, aquello que hace al relato pro-
ceder, avanzar, emitir un falso destello de sentido; pero también, como inmanencia
de escritura, como fascinación persecutoria, la frase puede ser condensación, suge-
rencia, la vacilación de un procedimiento. En la totalidad de sus componentes, en la
movilidad sintáctica que estos le dan, o a la vez en la elisión, la ausencia y lo tácito de
los borramientos que la oscurecen, la frase es el ajuste de cuentas con la obediencia
al lenguaje, la perversión de un idioma que aún nadie ha imaginado. En todo caso,
la frase vale por uno o por otro de estos usos que se hagan; pero también, una u
otra elección supone un destino para la literatura. Quien se oriente por lo afable del
relato —esa suerte de complicidad con la lectura, suerte también de bonhomía bien
pensante— irá en detrimento de la inteligencia de la frase, mientras que aquel que
se obstine por cierta extrañeza verá en ella la divisa de su solitaria consagración. Si
para Borges encontrar la voz de un personaje era conocer ya su destino, para Proust
o Beckett —ejemplos de extensión y laconismo— encontrar la extrañeza de la frase
era conocer el más allá de la lección de Flaubert; es decir, a fuerza de frases extrañas
se posibilitaban un lugar en el universo que ya Flaubert había tramado con la pre-
ponderancia otorgada al lenguaje. Acaso por eso la frase sea el último estadio de
la modernidad de la literatura, pues cuando ya no hay nada que contar, o, mejor
dicho, cuando la nada ha desplazado el imperativo de contar, lo que comienza es

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una literatura del futuro, una literatura que, desde ya, implica para los lectores, los
críticos y el mismo escritor, la mera ilusión del porvenir en un manojo de frases.
La narrativa de Antonio Oviedo es ese dominio, maestría y sorpresa de la frase
que despoja al relato de cuanto espejismo literario se le presente. Por ejercicio de
escritura su obra ha hecho de ésta no solo una forma de contar que evita los excesos
protagónicos del argumento, sino que también disuelve su más mínimo atisbo de
genuflexión ante la anécdota. Ahí donde la historia podría continuar, hay necesa-
riamente un desvío propiciado por la frase, y a la vez, la extrañeza de la frase inte-
rrumpe cualquier continuidad, cualquier tipo de preponderancia del sentido. Des-
de Henry James, quien tramaba sus historias en el límite mismo de lo supuesto, en
el sobreentendido de diálogos veloces y morosas descripciones que acaso buscaran
demostrar justamente que ahí estaba lo que hacía de la realidad la representación de
algo inaprensible, Oviedo sabe que la preeminencia de lo contado está en el modo
en cómo se lo cuenta. Así lo que pareciera ser una imposibilidad —el despliegue
de la historia, que a alguien le acontezca algo— es en realidad un modo de avanzar
por medio de interrupciones. Tal vez por eso quien lea sus relatos abandonará toda
esperanza de proseguir hacia lo seguro, lo resuelto, el final de un recorrido en el
que la literatura se vuelve transparente sobre la imagen de lo dicho. En provecho
de ello, paseará su atención por insignificantes peripecias, detenciones morosas de
lo contemplativo y exasperantes regodeos ante la lógica de lo trivial que señalan un
elogio del escepticismo. Desprovistas por momentos de referencialidad, vaciadas de
cuanto han acumulado en su uso, como Mallarmé quería sus gemas para la tribu, las
palabras con las que Oviedo trama sus ficciones presentan un mundo que se aferra
a lo material en tanto que exponen una pulsión onírica que lo disuelve. Entre el
sueño y la vigilia se divisa entonces una forma lo suficientemente extraña que, para
acercarse a ella, demanda de los rodeos necesarios de una argumentación que antes
que a un presunto conjunto atiende a los detalles, persigue las minucias, atrapa las
insignificancias de una distracción vuelta imagen concentrada. Por eso lo que queda
ante uno son relatos de una extrañeza radical, los que evitan lo ininteligible aun a
riesgo de no conceder nada a la preeminencia de lo contado, por eso lo que resta
acaso sean digresiones frente a una pesadilla o ante la glosa misma de lo cotidiano.
Desde ya que preguntarse por la procedencia de lo que Oviedo narra es preguntarse
por el método compositivo que subyace a lo referido, y, a su vez, por aquello que la
literatura todavía puede. Tal vez por eso, en cada frase se condensa la totalidad de lo
contado y el procedimiento de esa ejecución que, de un modo elíptico, expone los
fragmentos de lo que ya no puede ser reconstituido.
Desde “Último visitante” y “El señor del cielo”, los relatos inaugurales de 1975
publicados por Alberto Burnichon, hasta Su cara en las sombras, novela recientemen-
te publicada en 2020 por Ferreyra Editor donde salió gran parte de su obra, Oviedo ha
llenado de misterio y vaguedad cada página; ha sabido jugar en cada frase una reivin-
dicación de cierta tradición un tanto oblicua a la literatura argentina —Blanchot, Ba-
taille, Walser, Kafka, Schulz, Schmidt—y lo ha hecho, sin lugar a duda, con una obs-
tinación admirable. Obstinación que también lo ha llevado a leer, como si se tratara

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de un extranjero en su propia lengua, la tradición del idioma que le interesa −Borges,
Wilcock, Saer, Hernández, Onetti. En el primer caso la publicación de esos dos rela-
tos excéntricos para la literatura argentina de mediados de los setenta y apelando a la
síntesis de una escritura que sorprendía por cómo escapaba a cualquier tipo de ubicui-
dad, ya es posible divisar un procedimiento que, poco a poco, disuelve los límites en-
tre un mundo que se vuelve literario y una literatura que extraña al mundo. “Después
de un tiempo no sabré si esto ha sido un sueño o la realidad de lo que cuento”, dice el
protagonista de uno de esos dos relatos inaugurales. Sin grandilocuencia, sin ningún
guiño extemporal, la frase se pronuncia en el relato como lo que acontece sin sorpresa
alguna a los personajes de Oviedo, quienes naturalizan cualquier experiencia ruinosa
que les sucede. Lo sorprendente es que, en la totalidad que la frase cierra sobre sí, el
impulso del sentido no está puesto sobre ella o la mínima anécdota que se pretende
contar —la suerte corrida por la voz que narra— sino que escapa a lo inaugural mis-
mo, a la ingenuidad de un primer momento de la fábula que sitúa su aquí y ahora. Por
otro lado, sin resolución alguna, la frase se extiende a todo el porvenir de lo escrito, lo
decide y avanza, se vuelve orientación y continúa, no es más que fortuna aventurada y
en fuga. De aquí en adelante, lo que Oviedo escriba será la expansión de esa frase en el
empleo del tiempo, en el “después” de la paciencia, en la intuición del “no sabré” que
le otorga un propósito, y, al fin, en la confusión de “sueño” y “realidad” que se dispo-
ne tras lo contado. Que la literatura sea entonces un puñado de profecías realizadas
es un claro síntoma de que en algún punto ésta ha logrado la ansiada autonomía de
erigirse como mundo. Pero el mundo de esa literatura es acaso más frágil que el de la
experiencia sensible, y debido a ello, la profecía es también su apocalipsis.
En Su cara en las sombras, a cuenta de evidenciar el lugar al que Oviedo ha lleva-
do su obra con el paso de los años, lo profuso de la imaginación corre los límites de lo
real, no hace otra cosa más que desplazar aquello que puede observarse y, en tal despla-
zamiento, llevar a la obstinación de contar solo los efectos de dicho movimiento. Una
y otra vez la frase busca en su extensión el terreno de la vacilación, la arena movediza
de una superficie en la que lo aparentemente inamovible está sujeto a precipitarse en
su derrumbamiento. Por cierto que se trata de nombrar las leyes del universo que se ha
construido, leyes que, en principio, responden a una observación atenta de lo mun-
dano, pero que, sin embargo, se ven replegadas ante fuerzas mayores que únicamente
la frase puede alcanzar, como vibraciones sublimes, escozores que hablan la lengua
de la catástrofe, esa desgracia que en silencio corroe lo seguro. Ante ello entonces no
queda más que dejar correr la prosa en procura de que lo intempestivo mismo revele
los procedimientos más ínfimos que se ciernen sobre los hechos definitivos en los que
las cosas parecen adormecidas:

Lo intempestivo puede iluminar de golpe micro fragmentos no recordados de cual-


quier vida; carcomer en un santiamén hechos que parecían definitivos; hacer trizas
situaciones adormecidas por la dejadez. Puede irrumpir al amanecer, al cambiar
una silla de lugar, al hacer una sopa o un huevo duro, al cruzar una calle, al entrar
o al salir de una habitación, al postergar una cita, al escuchar una conversación

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incompleta. O, para no dejar afuera una décima posibilidad, al recibir la invitación
a una fiesta. Cualquier acontecer tedioso / insulso / embrollado / intrascendente,
así lo pensaba, puede dar un vuelco, dejar sin respuesta a preguntas muchas veces
apremiantes. Intentar contestarlas ¿es un esfuerzo digno de ser realizado?

El “golpe”, el “vuelco”, aquello que “irrumpe”, al fin y al cabo, el “acontecer”


mismo de todo es lo que gana el lugar vacío del tema, la ausencia dejada por el argu-
mento, el papel protagónico que la frase toma para sí y escenifica en sus descripcio-
nes. Si una primera frase presagiaba la futura imposibilidad de discernir entre sueño
y realidad, esta última lisa y llanamente borra la ambigüedad misma de tal distinción
al iluminar los fragmentos a los que convoca. En procura de este movimiento im-
perceptible es que la narrativa de Oviedo ha construido una experiencia por demás
singular de la literatura. Se podría decir entonces que, entre una y otra frase, infinidad
de puentes atraviesan un abismo.

II

Toda obra en la frase deposita el enigma de un nombre, el anhelo de alcanzarlo, la


pronunciación que daría crédito al correr del sentido. Sus recursos y funciones es-
tán entonces puestos en esa designación superior que se persigue. Tal vez por eso el
nombre sea lo único que preceda a la frase, ya que ésta lleva hacia él trayéndolo de re-
greso. En el caso de Oviedo ese nombre es el nombre de una ciudad, la designación
con la cual se dice un territorio, un lugar, un recorte en el espacio que es también
el tiempo de las acciones, de los hombres y de lo que a éstos les acontece. Pero en la
frase de Oviedo ese nombre una y otra vez ha sido diferido, de él la frase ha hecho
la acción de lo que no se quiere alcanzar, en todo caso, la acción de la exclusión de
lo real que lleva a que lo imaginario se imponga. Como la construcción de Kafka
—esa madriguera, ese pozo que se eleva por encima de todo volviéndose un símbolo
oscuro y resplandeciente de lo que la literatura puede hacer cuando ya ha cruzado
el límite de lo referencial— la obsesión de Oviedo se centra no tanto en llevar ade-
lante una reconstrucción detallada de la ciudad próxima y real, sino más bien todo
lo contrario, se centra en explorar hasta dónde llega la lógica de un funcionamiento
que puede ser la periodicidad de lo caótico, la reiteración de un hundimiento, la
incidencia de lo corrosivo, el extrañamiento que la inteligencia produce con lo in-
transigente de sus manías al volverlas invenciones. El nombre de una ciudad —que
Oviedo ha tenido la precaución de jamás poner en su narrativa— estructura toda
su obra, la que, por cierto, apunta al lugar vacío de tal sustracción. Por lo tanto, la
denegación de ese nombre termina imponiéndose como principio de su método
compositivo. De este modo, contar la peripecia de la ciudad, llevar hasta su máxima
tensión el enigma de ese nombre, es en realidad escribir los alcances del lugar como
experiencia. Que Oviedo sitúe casi todos sus relatos en “la ciudad de las cúpulas y
los puentes” significa que, al igual que la criatura de Kafka oculta en su laberinto de
galerías, en su impasible penumbra, su atención no puede ir más allá de la oscura

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fascinación que lo rodea. El lugar, como ese punto de imantación y gravedad, como
esa circunferencia que lo eclipsa todo, es la posición a la vez imaginaria y real en la
que la literatura, antes que contar lo acontecido, cuenta aquello por venir que da un
efecto de vacío y consistencia al alcance de la frase.
Pascal señala que el destino moral del hombre es saber permanecer consigo mis-
mo en la interioridad de su alma, en el devenir de sus acciones, en la soledad de una
pequeña habitación que lo resguarda del mundo, en el laberinto de las divagaciones
con que pueda consolarse. Aunque parezca extraño, los personajes de Oviedo han he-
cho suya tal premisa en el modo como experimentan los lugares. Más aún si tenemos
en cuenta que muchos de ellos rondan viejas casas de hospedaje, viven en pensiones
lamentables donde toman, de la noche a la mañana, habitaciones que son el último
lugar al que pueden llegar mientras escapan no se sabe bien de qué, como si dejaran
atrás un pasado sin avizorar futuro alguno, ya que en ello otorgan toda primacía a
lo único que tienen: el presente. A diferencia de las habitaciones y casas que en los
relatos de Maurice Blanchot no son más que alegorías del infinito, aquí estos peque-
ños lugares son un refugio ante la intemperie; una cama, una mesa, una silla no son
nada más que eso, el último e ínfimo lugar al que se puede llegar, suerte de infierno
dantesco, pero a la luz del día. Desde los primeros dos cuentos, y hasta las últimas
novelas, Oviedo ha hecho que sus personajes tengan una relación recíproca con estos
lugares, ya que son un reflejo de la interioridad que ocultan, volumen de las fantasías
que consigo llevan, la proyección oblicua de cierta soledad en la que se encuentran.
Antes que una topografía —topografía lo será luego— el lugar es el extravío onírico
de un sueño; es más, podríamos hasta decir que como pesadilla es la consecuencia de
ese deambular anterior que desconocemos.
“Durante los primeros días me extraviaba fácilmente en las numerosas habita-
ciones, y si era de noche debía esperar al alba para orientarme”, así señala el narrador
de “Último visitante” lo que aquí no es más que una simple información, una imagen
vista en un reflejo repentino; mientras que en “El señor del cielo”, lo que antes era una
simple ubicación, pasará a ser una de las primeras caras del abismo, el punto ciego al
que se ha llegado:

Además, pensaba en mi vida al lado de esos hombres aferrados a sus intrigas y a sus
habitaciones enormes y sombrías, con sus astucias gastadas y sus cuerpos próximos
a la muerte. Sin embargo, no podía trazar una frontera de separación entre ellos y
yo, pues todo nos sumía en la misma espera. Desde mi llegada a esta casa había ex-
perimentado la sensación de hallarme en un lugar conocido, pero no por una visita
anterior luego olvidada, sino por la certeza de haberlo buscado en esas noches en
que perdía todo sin desesperarme. Cuando trataba de dominar la desesperación, en
realidad estaba intentando llegar a un punto ciego imposible de nombrar.

La casa, la habitación, los pasillos, los patios y las galerías que aquí y allá se dis-
ponen responden a una suerte de instancia iniciática que, antes que atravesar, el na-
rrador debe ir comprendiendo, develando en su lógica. Sin embargo, el despliegue de
tal iniciación está definido por lo que en cada nombre se ha sustraído del lugar. En

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ese lugar sin nombre, al que Oviedo apenas si define como imposible, todo se reduce
a una suerte de inercia circular; paseos, conversaciones, reuniones, complots, evasivas
y persecuciones llenan los días de una especie de corte de los desposeídos. Lazslo, el
señor Tucán, Matilde, La vieja, El obeso —la fauna que Oviedo ha congregado en
estos cuentos— apenas si aparecen para inmediatamente desaparecer, dejando atrás
lo que en un principio parecieran ser: extensiones de cada pasillo, de cada mancha
en una habitación, de cada sombra en el fondo de los jardines por donde se escurren
hasta ser sombras de otras sombras. Sin embargo, si están ahí yendo de un lado a otro,
produciendo gestos, dando vida a lo tácitamente inerte, es porque en su carácter de
espectros Oviedo los convoca para acentuar lo que la frase puede decir respecto del
lugar. He aquí por ejemplo su proceder frente a la descripción de lo inmotivado que
llena esas vidas, acaso una suerte de atención que los vuelve aptos para percibir la in-
certidumbre de todas las cosas:

Más tarde, Matilde me llamaba y su voz parecía atravesar una distancia infinita,
como si la oscuridad de la noche la absorbiera, como si un agua negra y ensor-
decedora tapara su boca. Yo sentía una niebla densa envolviéndome la cara y el
cuerpo. Empezaba a deslizarme más allá de la noción de las cosas, me remontaba
a otros momentos desconocidos y miraba la figura de Matilde disolviéndose en
un espejo de agua. Su rostro ovalado recobraba sus contornos al pasar a través
de una malla delgada e inmóvil; recién entonces, todo su cuerpo me acometía.
Muy cerca del alba, había percibido el ritmo de su respiración como si estuviera
apresada por una telaraña invisible.

En cada relato, en cada cuento, en cada nouvelle, en cada novela, Oviedo en-
cuentra habitaciones, casas, departamentos, calles y bares que continúan esa “telaraña
invisible” del simple revés de las cosas. Con el tiempo, la obsesión por situar el lugar
de sus ficciones a medio camino de lo seguro y lo siniestro se volverá un fundamento
poético que consiste en erigir una ciudad para su literatura. En un ensayo sobre las
diversas representaciones de la barranca en la pintura de paisaje, hay una observación
que parece provenir de la constelación estética en la que su narrativa se sostiene. Allí
se señala que “la existencia de la ciudad está en el relato que se hace de ella”1. Es decir,
antes de que se cuente, la ciudad es solo la espera por ese nombre que la hace cierta,

1 Entre los numerosos ensayos que Oviedo ha escrito, acaso éste, “Paisajes en la pintura cordobesa (Vaive-
nes y fracturas de la representación)”, publicado en 2009 en El silencio de las emociones, sea fundamental
para pensar la ciudad como anomalía en relación con lo indómito del paisaje. El otro ensayo a tener en
cuenta se encuentra en Realidades exiguas, publicado anteriormente, en 2001, y se titula “La exigua rea-
lidad de las ciudades”. En él se recorre la relación entre la literatura y la ciudad en busca de ese momento
en el que “evocadas también mediante palabras, las ciudades reales, a la vez que ratifican (sea por nombre,
historia, vida cotidiana o arquitectura) su procedencia, no exceden empero el estatuto en el que la ficción
las constituye bajo determinadas formas.”Es claro que para Oviedo hay un momento por ejemplo en el
que Pushkin, Dostoievski o Brodsky, escriben sobre San Petersburgo, y lo hacen sabiendo que se trata de
una ciudad que “fue perdiendo poco a poco su realidad de tal y empezó a depender de la imagen propor-
cionada por la literatura”. Acaso esta observación, en el reverso del ensayo que es la otra cara de la ficción,
sea también un fundamento de una poética que se despliega con insistencia en cada relato.

16
ni bien se llena de palabras, ésta desaparece y se olvida de su procedencia real en el
mundo. Ni puentes, ni barrancas, ni cúpulas, ni arroyos, ni sierras a lo lejos, menos
aún un río dividiendo su extensión existen antes de que Oviedo profiera imágenes
que emergen a la vida en la trama de lo que ocurre de manera oblicua en cada lugar.
Una vez narrados, esos lugares se vuelven la experiencia de olvido que la literatura
propicia, no son más que el vestigio de la incertidumbre entre su pertenencia al día y
su procedencia nocturna.
En 2002, con la publicación de Intervalos, se podría decir que ese relato de
la ciudad comienza de manera orgánica; la tetralogía, que junto con Restos, Tra-
yectos y Vísperas comienza a gestarse y concluye en 2008, no es otra cosa más que
una investigación personal llevada adelante por Oviedo; pero que, en palabras de
Daniel Vera, podría pensarse también como una investigación de “carácter paleon-
tológico”, una suerte de

[…] exploración de estratos más o menos profundos de memoria urbana en la que


afloran piezas o fragmentos de diversa estirpe o disímil valor, pero en cuya trama,
como en la del Cuarteto de Alejandría de Durrell, se insinúan las líneas de una
figura que nos incluye y a la vez nos elude.

La ciudad como un resto, pieza o fragmento de cierta totalidad perdida y aún


presente, se despliega en las distintas versiones que Oviedo propone de ella; de ahí en-
tonces que los nombres otorgados a cada una de esas versiones sugieran el comienzo, la
frecuencia, la observación y la expectativa de las conclusiones a las que los narradores
arriban por medio de las investigaciones que cada uno emprende. Sin embargo, esos
nombres no están exentos de perder o alejar a su objeto en la vaguedad con la que lo
envuelven. Las líneas trazadas por Oviedo son por cierto lo suficientemente sinuosas
como para ocultar y dejar ver, como para describir y sugerir, como para imponer a la
ciudad real su versión fantasmática y, a la ciudad de su invención, la de la fatalidad de
su autor. Tal vez en el manejo narrativo de esa lente, que sobrevuela lo consabido y que
se hunde en el ínfimo hallazgo de lo ignorado, esté la imagen de esa figura que, como a
Durrell, a Oviedo también se le sustrae no bien se siente próximo a intentar nombrarla.
En el final de dicha tetralogía no es extraño entonces que todo se amplíe y se
reduzca en cuanto al lugar que Oviedo elige para la peripecia de sus personajes, para
el informe de su memoria urbana que es también una notación de sus observaciones
transformadas en interpelación al presente. A las habitaciones y corredores, a las pers-
pectivas de pasillos que dan a un interior boscoso o a jardines olvidados, le ha seguido
el punto de vista que Camargo, el protagonista de Vísperas, escruta desde lo alto del
edificio roto, suerte de mole abandonada en la que se lee el destino de la ciudad. A las
ínfimas habitaciones le ha seguido la totalidad de un edificio en los límites del centro.
Situado junto al río, olvidado por sus dueños debido a grietas e inundaciones en su
interior que lo afectan, el solitario bloque de cemento mira a la ciudad presagiando su
final, representando su deterioro, anunciando el nombre que tal vez le corresponde.
De Camargo poco sabemos, pero del edificio roto acaso lo sepamos todo, aun de un
modo incomprensible. Su proximidad junto a la barranca lo predispone a la anomalía

17
y la obstinación, ¿qué podría perdurar ahí? ¿qué no estaría condenado a colapsar? ¿de
qué final habla su muda permanencia? Entre las visiones aéreas repletas de ínfimos
sonidos que presagian su agrietamiento continuo, y los descensos escatológicos a sus
profundidades infernales —un sótano inundado en el que flota un bulto incierto—
hay un momento en el que todo lo que mueve a Camargo responde a justificar el
último instante del lugar donde reside, pero no porque afecte a su destino, sino por-
que atañe a toda la ciudad. Que el edificio roto caiga es algo que se da por cierto en la
nouvelle; sin embargo, lo que gana un papel preponderante es lo incierto de esa caída,
la posibilidad de que sea hoy o mañana como lo inscripto en el porvenir, pero que,
justamente como tal, es imposible de anticipar. La escena de la Dirección de Arqui-
tectura se vuelve por demás emblemática, no porque afecta a lo inmediato de lo que se
cuenta, sino porque se vuelve promisorio para la ciudad que la literatura ni bien pos-
tula ya condena a un final: “Es definitivamente inhabitable, pero no porque se vaya
a caer −señaló el empleado. El problema es otro, es la amenaza de que esa posibilidad
podría llegar a ocurrir. ¿Cuándo? Eso nadie lo puede anticipar”. Que el edificio roto
vaya a caer, o que la ciudad vaya a desaparecer, son motivos suficientes como para que
la literatura se haga presente y se apodere de esa incertidumbre. En esas grietas, en la
irregularidad de esos territorios inestables, en lo abrupto de una circunferencia que
marca el comienzo de una profunda hondonada o un pozo en el que al fondo se divisa
una ciudad y sus personajes, ahí, en la imagen infernal de la ciudad, Oviedo encuentra
los alcances del relato: acercarse a un recuerdo desvanecido que solo anteriores versio-
nes han contemplado como tal.

III

Sin embargo, como totalidad o como reunión —obra reunida— de fragmentos, la


tetralogía es también un movimiento hacia el pasado, un modo de leer y reescribir
lo escrito mucho antes y en tensión justamente con esa presunta visión de totalidad
que los objetos nos ofrecen. Que Intervalos apele a personajes de la ciudad mediana-
mente reconocibles —un crítico de cine que detenta el refinamiento de Visconti y
Proust— que en Restos se busque reconstruir zonas afectivas de un regreso que trae
la muerte en consonancia con el fin de la dictadura, o que en Trayectos el pasado sea
cierto por hechos que atañen exclusivamente a la historia —como el atentado a la
estación de servicio Shell en el verano de 1960 por la resistencia peronista— no sig-
nifica que la ciudad no posea una prehistoria imaginaria; en todo caso, ese sustrato
de tiempo es solo evidente al poder narrativo con el cual Oviedo lo ha sacado a la luz
desde su más profundo sueño.
Es indudable entonces que el pasado de la ciudad es mucho más remoto que
el que puede establecerse con un acta de fundación. Profuso e irrevocable, evasivo
y a la vez ubicuo, el pasado se encuentra en las visiones con las cuales la memoria
recuerda una imagen ausente que, a cada frase, hay que reconstituir. En Autor de re-
presentaciones la ciudad del pasado es una ciudad de sombras iluminadas por el fue-
go. Los diversos incendios que alrededor de ésta se desatan, las hogueras que Zunz y

18
Boris estudian con detenimiento al preparar informes y arriesgar hipótesis, las que
sostenidas en afiebradas conjeturas se ocultan el uno al otro, delimitan el alcance de
la ciudad; pero también ese gran círculo de fuego que lo encierra todo demarca una
circunferencia en la que como tal la ciudad puede existir solo en tanto esté próxima a
desaparecer. Al igual que la vieja imagen profética de Sarmiento, esa ciudad de teólo-
gos y doctores no puede ver más allá de ella misma, pues justamente –valga la paradoja
de detentar un saber inútil– ignora cuanto existe en ese más allá lejano. Tal vez como
una continuidad en el tiempo y en el espacio, la literatura de Oviedo replique esa
profecía extremando la venganza sarmientina de una ciudad detenida en el pasado del
presente, pues, ahora, atiende a rumores que provienen desde oscuras profundidades:
“De noche se encienden todos los fuegos al unísono –dijo Boris–; digo al unísono
porque también se escucha el golpe de los cascos de los caballos, golpes rotundos y
destructivos contra la faz de la tierra retumban acompañados simultáneamente por
los incendios; son llamados aparentemente dirigidos a quienes podemos oírlos al estar
situados en la superficie, pero también imploran algo, no sé qué, para lo que no tengo
respuestas. Quizás en las grandes profundidades exista esa respuesta”. En la circunfe-
rencia que la encierra, la ciudad vive entonces la posibilidad de su final, ya sea por el
fuego que la haga arder, o por un estallido que la despierte a lo que viene.
En Manera negra, publicada en el ya mítico sello Las ediciones de Dianus, el
pasado parece hecho de polvo y cenizas, pero del polvo y las cenizas que Oviedo con-
voca esta vez gracias a unos versos de Eliot de los Cuatro cuartetos: “Polvo en el aire
suspendido / marca el lugar donde acabó una historia”. La historia vista a través de lo
que no permite ver, o en todo caso, a través de lo que trae solo un contorno, nada más
que una figura, apenas la filigrana humeante y árida, y no una presencia a ser re-presen-
tada; la historia vista a través de “un acontecimiento enmascarado / entre personajes
enmascarados” –como señala el epígrafe de Novalis elegido para abrir la anterior nou-
velle sabiendo que con su elección también se escribe– es acaso uno de los principales
logros que podamos leer en Oviedo a la hora de contar lo incontable. Allí donde la
historia presuntamente termina, donde los restos ínfimos ya no tienen nada que decir
pues algo los consumió, y nada queda por decir o nada puede decirse con el polvo, en
realidad allí se marca el comienzo del regreso de la historia, pero esta vez como versión
hecha de nada. Si la ciudad tiene un pasado, como los libros lo tienen en los epígrafes
que los abren, ese pasado será exclusivamente literario, es decir, será nada. Versiones de
una historia siguen a la historia, pero ¿no son acaso estas más reales al punto de dejar
de ser justamente versiones, al imponerle a todo el carácter mismo de versión gracias
a la rapidez con que estas se suscitan? Tres relatos destinará Oviedo a la posibilidad de
que la ciudad arda o se hunda, comience en el fin de una historia o la invente antes que
nada. Autor de representaciones, Manera negra y El sueño del pantano acaso no sean
más que versiones una de otra, pero justamente, versiones de lo que no se puede contar,
un primer intento en tríptico dedicado al nombre de esa ciudad que no se pronunciará.
De los tres títulos Autor de representaciones y Manera negra acaso sean el anverso
y reverso de un mismo reflejo que se precipita en el interior de la ciudad. De hecho,
habría que tener en cuenta que uno y otro se publicaron el mismo mes con apenas una

19
diferencia de días: 8 y 10 de septiembre, como si se hubieran escrito también al mismo
tiempo. Para ello Oviedo apela a la reiteración que esconde ínfimas diferencias, o a las
diferencias que enlazan y confunden uno y otro relato en una suerte de continuidad
disimulada. Por ejemplo, a Zunz y Boris los relevan Vito y Bruno; al accidente sufrido
por el primero le sigue o le antecede la muerte acaecida al segundo sobre la que gira
todo el relato; mientras que Isa se acerca y se aleja en Narda hasta fundirse en el atracti-
vo silencio de las mujeres; y, por supuesto, la continuidad vuelta reiteración se encuen-
tra también en que ahora, a la ciudad de campos que arden a su alrededor, le sigue la
ciudad atestada de hogueras en sus calles que presagian una protesta o una represen-
tación ahí donde “alguien levanta un telón altísimo y contemplamos el desarrollo de
una idea”, pero también, de ciertos sucesos no del todo claros que se repiten como “las
digresiones, los falsos enigmas, el polvo que flota sobre las tablas del piso y nos atrae
con su articulada fugacidad”. La escritura como desarrollo de una idea, la articulada
fugacidad que se persigue —nunca nadie lo dijo mejor— es otra de las constantes de la
narrativa de Oviedo. Por lo cual, aquello que rápidamente llamamos insistencia, tal vez
en realidad no sea más que lo imposible mismo, el afán de contar lo incontable, lo que
podría entenderse como el punto en la delgada línea de la diferencia.
Es llamativo que, durante toda la década de 1980, Oviedo publique —más allá de
los ocho números de la revista escrita y las traducciones de Las ediciones de Dianus—
solamente estas dos nouvelles y un poema de menos de cien versos. Al margen de los
avatares biográficos que justifiquen ese lapso, es posible arriesgar la hipótesis de que
cada nouvelle es la condensación de un mundo, la síntesis de experiencias que finalmen-
te encuentran una forma, y que, por lo tanto, extreman cualquier esfuerzo. ¿En procura
de qué Oviedo busca esa forma para el pasado de la ciudad? Arriesgaríamos a decir en
procura de articular palabras sobre el abismo de lo indiscernible, en procura de encon-
trar una metáfora que vaya más allá en busca de nombrar la gravedad de lo leve. Por
caso, contar lo indistinto de lo ínfimo es establecer la diferencia entre el polvo y la ceniza
cuando ya todo es historia del pasado, cuando ya todo es versión incierta del presente:

Sentados sobre el piso de una habitación vacía. Los postigos cerrados. Desde el ex-
terior (¿un patio, una galería, a quién preguntar?) llega a través de las uniones de los
postigos ¿la luz del sol? La forma difusa de una puerta, frente a otra puerta en cuyo
marco se distinguen relieves de cabezas de animales tallados. Sobresalen sus perfiles.
Quietos. Delicadas palpitaciones recorren la madera, y enseguida la mirada se pier-
de. Las manos tocan cenizas desparramadas en el piso. La diferencia entre el polvo
y la ceniza, escucharon alguna vez en qué consiste. No hay diferencia, la ceniza es
polvo, el polvo es ceniza. ¿El color? En la oscuridad tienen el mismo color. Arrojar
un puñado de cenizas, un puñado de polvo, tienen la misma gravedad.

Los tres relatos en sus mínimos argumentos se dejan llevar por estas digresiones
que una y otra vez parecerían darle impulso a la escritura; no es casual entonces que en
ellos Oviedo experimente la fascinación por contar que en su aparente circunloquio
lo conducen hacia la condensación de lo disgregado, hacia el señalamiento del polvo
que abandona el contorno de la huella al ser esta la ceniza que también se arroja.

20
Sin embargo, la condensación de una forma procura a su vez la expansión de esa
forma, procura alimentar el impulso del relato al seguir y al contar las variaciones del
mundo entrevisto. M., la ciudad que apenas se designa con la misma inicial del título,
se desdobla en esas variaciones, acaso se multiplica para justamente cubrir la topología
del abismo sobre el cual se encuentra. Más allá de permitir a los personajes el despla-
zamiento, el salir y entrar en esa zona, la división de la ciudad supone una cercanía y
una proximidad al nombre que no se le ha otorgado –una letra es necesariamente la
negatividad del nombre, ya que es un simple señalamiento:

Durante esas dos o tres horas, la ciudad de abajo se hundía en el pozo, y la ciudad
de los barrios periféricos miserables, de las silenciosas residencias rodeadas de árbo-
les, la ciudad surgida al borde del pozo, a unos pasos del abismo se iba extendiendo
a lo largo de la llanura, como si fuera una nueva ciudad que se apartaba prudente-
mente de aquella ciudad invisible incrustada en la profundidad de la tierra.

Definida por sus accidentes, señalada por estos antes que, por su nombre,
M. es la ciudad que se niega a sí misma en tanto es la que es. Arriba y abajo son
solo eufemismos de una experiencia que una y otra vez busca sus palabras para
contar lo incontable:

La parte alta de M. es apenas un intento («muy débil, o desproporcionado, o tal


vez imprudente») por separarse del pozo, por alejarse del abismo. Allí, dice Miss
Reba, está el lugar propio o negado de M., es el lugar donde la identidad manifiesta
y secreta de M. existe con la fuerza de una vergüenza, o peor que una vergüenza.
Peor aún, con la fuerza de una herejía. O de un crimen cuyos autores no se ocultan
y necesitan permanecer en el lugar del crimen.

Ese arriba y abajo, esa identidad oculta y evidente en la periferia o en el fondo


mismo del pozo, es de alguna manera la inflexión de la forma, el punto de fuga por
el que se erigen nuevas versiones de la ciudad que llevan a los diversos mundos en los
cuales se desdobla: “Vamos por unas calles empedradas, debajo de ellas quizás hay
túneles, y arriba, al ras de la calle, se encuentran leyendas sobre esos túneles con salidas
disimuladas en medio del campo”. Lo que aquí se designa como salida, como leyenda,
en realidad no es más que la continuidad de aquello que el relato nombra y sitúa,
aquello que la ficción escribe y borra, ilumina u oscurece; en ello, en el ir venir del
claroscuro que cada situación, que cada imagen convoca –y aquí el método pictórico
del siglo XVII no solo sirve para titular, sino que también es todo un procedimiento
narrativo traído desde la pintura– Oviedo encuentra la idea de continuidad para sus
relatos que siempre avanzan por interrupciones, que en cuanto iluminan algo en la
superficie lo oscurecen con su profundidad a la que dirige su mirada2.

2 El grabado a media tinta, proveniente del italiano mezzo-tinta, que en francés se encuentra también desig-
nado como manière noire,y que se conocen como grabado a la manera negra o grabado al humo, es un tipo
de estampa que se lleva adelante gracias al método de grabado en hueco. Este básicamente permite reprodu-
cir matices y claroscuros como si la imagen fuera a buscarse en el fondo negro de su procedimiento de inicio.

21
La negativa entonces a que las historias que se cuentan lleguen a un final cerra-
do, concluyan y desaparezcan, o simplemente se hundan en el olvido que viene con
el silencio es en realidad la afirmación de su retorno. Como si cada pasaje, cada calle,
cada hueco en el portal de una casa o cada sombra en el lugar olvidado de un parque
ocultara el nombre de la ciudad que los reúne, ¿cómo seguirlos a todos si no es a
través de la interrupción que cada uno es para el otro? ¿Cómo en esa interrupción
no entender el único relato capaz de otorgar ese nombre oculto en cada comienzo?
En 1992, con la publicación de El sueño del pantano, la ciudad vuelve a ser indagada
desde la tensión que ésta establece con el afuera, con lo periférico, con el campo que
la circunda y parece ponerle fin. Aunque tal vez, la nouvelle misma no sea otra cosa
más que la continuación de una escena abandonada, o tramada al pasar, en el pasado
de la ciudad de Manera negra. Sin embargo, esta vez, las hogueras que amenazan con
hacer de ella cenizas, se han transformado en ciénagas, pantanos que por debajo la al-
canzan a través de espectros lacustres, los que toman la forma de corredores que roen
sus cimientos, túneles de su leyenda que presagian su final. Entre fantasmal y cierta, la
ciudad a la distancia es la intimidad que sobrecoge a sus personajes, es aquello que los
expulsa y que en tal movimiento los lleva a encontrar una explicación para tal repulsa:

Un halo plateado semejante a una espuma cuya caída se demora. Así se mostró de
pronto y por primera vez a mis ojos el contorno lejano de la ciudad. Cómo había
logrado ese matiz de blanco surcado por delgadas líneas casi incoloras. Al pregun-
tármelo, traté de adivinar en ese horizonte tembloroso la forma de ciertos edificios,
traté de recordar sus alturas y fachadas quizás con el deseo de no convertir a la dis-
tancia en el pretexto para una investigación infundada. Sin embargo, la ciudad está
más allá del pantano, aunque éste tal vez se prolongue hasta la ciudad y exista bajo
los cimientos de las casas. De allí provenía según la interpretación del viejo Lagos,
la inquietud de muchas personas que viven en la ciudad y sienten su «hostilidad».

Tal vez, en ese movimiento que espanta y fascina, los personajes de Oviedo en-
cuentren su única razón de ser: volver una y otra vez al lugar de donde nunca pudie-
ron irse como si siempre estuvieran llegando. Pero también, de dicha hostilidad tal vez
provenga la peripecia narrativa llevada adelante por Oviedo que, en medio de los tres
relatos antes señalados, ensaya una suerte de acercamiento a la poesía.
Si se trata de condensar los alcances de la frase para que la descripción produzca
o replique la extrañeza de la percepción —¿tras polvo o cenizas? ¿tras figuras o som-
bras? ¿tras manchas o líneas?— necesariamente el lenguaje requiere que en un punto
se lo extreme. Por eso es indudable que la poesía es el destino y el límite en el horizonte
de la frase de Oviedo. Como comienzo, o como finalidad de lector atento, los epígra-
fes desde ya que son un modo de escribir, pues se trata de una lengua prestada, pero,
al fin y al cabo, también una lengua resuelta en un lugar al que se ha llegado y, por lo
tanto, al que se toma como punto de partida. Sin embargo, la poesía como límite a la
frase supone el ejercicio de la poesía, la opción por su forma, el comienzo, pero esta
vez de un inicio anterior. Si el detalle, la minucia y lo imposible, junto con la versión,
la invención y la manía son los temas que una y otra vez vuelven en estos relatos, hay

22
desde ya un momento en el cual la referencialidad desaparece o, en todo caso, da lo
mismo a qué se atenga, pues se funde y se congratula en la pregunta que atemoriza:
¿de qué trata todo esto? Llegada a ella, la narrativa de Oviedo apela a que la frase
antes que comunicar dure y persista, antes que informar confunda y extravíe; pero
también a que la frase condense y sintetice, vuelva en una versión de otra versión con
todo el poder de lo que podríamos llamar una sugerencia suspendida en su ilimitada
filiación. Se trata entonces de que el ritmo prescinda de todo, o despeje las imágenes
consabidas en la página para que así, lo que en ella se vea o se lea, tenga la forma de
una constelación nueva; se trata también de que el ritmo instale la escena, postule una
duración para el poder evocativo de la imagen que se reitera y a la vez se descompone.
En Sobre una palabra ausente —escrito en 1987, pero publicado al siguiente año— es
imposible no leer el retorno de lo que se ha escrito en la prosa esta vez bajo la forma del
poema; como si fuera un sueño recurrente, la puesta en escena de los versos de Oviedo
duplican la ciudad, los espacios cerrados, lo acontecido a unos personajes inciertos,
pero ya a esta altura extrañamente conocidos. La agonía de un enfermo —¿acaso el
padre del narrador de Manera negra?— el deambular por galerías de mujeres que se
detienen en mínimos gestos —¿tal vez Matilde, o la Vieja de los relatos inaugurales?—
la alusión a un cuadro de Carpaccio y los recuerdos promisorios de lo que vendrá en
libros sucesivos termina por conformar “versiones y / esbozos de versiones” que, en el
poema de no más de cien versos, hacen de lo ausente el lugar de toda atención.
Narrar en el ritmo y sugerir en la detención de las imágenes parece ser lo que en la
escritura de Oviedo viene ahora en procura de velar tal palabra ausente. Se trata enton-
ces de pensar en el poema, de oscurecer aún más lo ya dicho, pero dándole a la escena
de escritura la réplica de un reflejo, un fulgor apenas consciente de lo que implica, una
forma hecha reflexión del oficio. “Recorrer las páginas de un / borrador colmado de
anotaciones, relatos / de cortas travesías por la ciudad, frases / ajenas que se intercalan
nerviosamente / para aplacar al mismo autor que luego / volverá a escribirlas”, he aquí
una suerte de autorretrato de la insistencia, una escena que muestra el detrás mismo
del lugar donde se enuncia y lo posible de esa enunciación: viajes, recuerdos, inciden-
tes propios y ajenos que en lo que describen están completamente ganados por “la
pasión individual / del artista girando hipnotizado alrededor / de los errores de cons-
trucción cometidos / para satisfacer la impaciencia”. Aun así, cuando la impaciencia
sea un tema y una fatalidad, la poesía será para Oviedo una ficción de la memoria, una
experiencia que trabaja con la vaguedad misma de lo experimentado, pero en busca
de una forma. En 2004 con la publicación de cuando llega el invierno con sus largas
noches la detención misma del título parece señalar que todo lo posible de escribir es la
aventura de no fracasar en su intento. ¿Qué contar del pasado, qué exponer al lenguaje
desde el fondo de un recuerdo que no sea una convulsión difusa ahogándose en su
balbuceo? Recordando una vieja sala de baile, su bóveda, sus columnas, el difuso color
de los mosaicos del piso, la música y los pasos de unos cuerpos al moverse, la voz en el
extenso poema se dice a sí misma: “cuántas veces deseamos alcanzar / pequeñas cosas
accesibles, / nos contentamos con muy poco, / cosas insignificantes y descascaradas”.
Si recordar es tarea imposible, ¿qué queda para la invención? ¿Acaso la libertad plena

23
de postular fábulas, pesadillas, falsos recuerdos y desvíos de la experiencia que parecen
ganar importancia por la negativa que promulgan o por el sostén de esas palabras en el
equilibrio oscilante que guardan? En ningún otro lugar como en este poema Oviedo
expone un escepticismo por demás radical; por caso, la parálisis de la voz que cuenta
se vuelve sentencia: “las cosas / todas las cosas llevan en su / interior / el germen de
su propio final”; y, sin embargo, también esa misma voz se ve fascinada por lo que la
excede, por lo que se ofrece a la experiencia sin orden alguno ni asistencia: “la vida de
todos los días recoge / cosas tan contrapuestas que uno no atinaría a / ordenarlas de un
modo satisfactorio / ni convincente / y menos todavía desmenuzarlas / tampoco consi-
go detenerme en los / pensamientos que surgen / que van anudándose / a la caída de la
tarde…” Aun así, he ahí el ritmo, esa especie de cadencia meditativa que se complace en
deshacer lo buscado, que se complace en negar lo entrevisto como aquello imposible
a lo cual se dirige: “y observando de reojo lo que / ahora está despejado / ni siquiera el
recuerdo / conserva / la menor alusión a lo que había antes”. Por más, entonces, que
nada quede de la experiencia, lo narrado por Oviedo encontrará en la frase y el ritmo el
sostén necesario para continuar, la excusa de los retornos insistentes.

IV

Que el viejo Lagos cuente su experiencia de la ciudad al presagiar o incentivar su hun-


dimiento —“En mi caso, la hostilidad que ella manifiesta es tan fuerte que a veces me
siento casi anulado, no puedo ni siquiera defenderme, más aún cuando pienso que
hasta mis necesidades espirituales más imperiosas se han ido adaptando poco a poco
a esta materia desconocida que existe bajo las calles de hormigón y los edificios”— no
es otra cosa más que oír, en un instante rodeado por dos bloques de nada, la memoria
urbana que se inscribe en su voz, que se reitera como lo único que se tiene, aquello
mismo que lo paraliza y que a la vez le reclama el impulso de la acción. Por eso Lagos
acaso sea, como ningún otro personaje de Oviedo, el factótum del “elenco estable” —el
término es de Saer— con el cual la ciudad una y otra vez vuelve a ser experimentada.
En Comienza el eclipse, que se publica en 2011, Lagos es un amigo del padre del
narrador; en un determinado momento, cuando éste busca unir los restos de Silvia Z
—muerta en 1969 en el Cordobazo— Lagos reaparece para hablarle sobre “los tiempos
de antes”, “aquellos años” y algunos hechos que atañen a la familia, pero, sobre todo,
que atañen a la ciudad. Sin embargo, lo que Lagos cuenta parece inscribirse más en su
propia vida que en un recuerdo que vuelve en auxilio de un hecho a ser reconstruido,
lo cual, indudablemente, lo vuelve alguien que ha quedado detenido en el tiempo,
atado al peso de esos hechos. En medio de la vaguedad del presente, el viejo Lagos es
una suerte de conocedor de la cara oculta de la ciudad y de cierto saber que pertenece
a sus habitantes, del pasado de unos hombres, de lo que éstos recuerdan y a la vez olvi-
dan. Cabarés, garitos, bares, así como oscuros recovecos de la administración pública
completan la biografía sinuosa de Lagos; pero más que nada, hacen a la consistencia
y la densidad—de igual modo que hacen a la vaguedad y lo incierto— de una vida

24
expuesta a la hostilidad de la ciudad. Miembro de “Tacuara” en los años estudianti-
les, cuando la consigna era “romperla”, ostentador del dinero familiar y la distinción
de clases cuando “ya estaba en otra cosa”, Lagos es la tensión que divide a la capital
provinciana en una idiosincrasia que oscila entre luces y sombras, entre su pasado
presente y su presente hecho de olvido, entre la obediencia y la rebeldía; acaso porque
el equívoco y el traspié, formas de mezclarlo todo, sean las únicas formas de proceder
en una vida que aspira a realizarse y solo logra disolverse en los círculos donde se ex-
pande: “me dijo que su vida por entonces iba a los tumbos y que finalmente, no sabía
gracias a quién, había podido cerrar un ciclo”.
La acumulación de ciclos que al presumir se cierran es un motivo para la conti-
nuidad del relato, ya que antes que anillos estos son más bien ondas en expansión, no
es otra cosa más que el ondular concéntrico de una imagen en la superficie del agua
que, al mínimo quiebre, destella en mil fragmentos. Al igual que ese movimiento
en donde todo es reflejo, y también deformación, Lagos puede oscilar entre el co-
nocimiento fiel de hechos del pasado —los que, por supuesto, están teñidos por su
interés— y la fabulación de una explicación a la medida de sus divagaciones —las que
encuentran motivos en cualquier cosa para volverse cierta. En la escena del pantano,
con la ciudad por detrás, pero figurada en la pasividad de esas aguas lodosas, el des-
varío se vuelve procedimiento. Al principio, en una simple observación el desvarío
conduce a Lagos a afirmar que, entre la realidad y el sueño, la línea divisoria es más
que delgada, casi imperceptible:

Una mañana, en el centro del pantano, pude distinguir, apenas visible a causa de la
niebla, el perfil de una nave con el cuello y la cabeza de un cisne adornando su proa.
También es posible, lo reconozco, que, en medio de la niebla, las raíces de algunos
árboles me hayan hecho ver la nave que le acabo de describir, pero aun así era tal la
intimidad de esa imagen, como dibujada con finísimas hebras, que me niego a creer
en un encantamiento.

Luego, al señalar la diferencia entre la succión del barro y el movimiento de las


arenas movedizas, la divagación ya se vuelve un método:

El barro produce una succión, ésta tiende a ser lenta y a frenarse de golpe en
determinado momento (…) las arenas, por el contrario, y como su nombre lo
indica, desarrollan un movimiento que tal vez no se detenga jamás, y, en conse-
cuencia, es improbable que exista un fondo donde quedaría depositado lo que se
fue hundiendo.

Como resultado, el proceder de Lagos prescinde de la experiencia: “A esta dis-


tinción la hago sin haber tenido jamás que recurrir a los hechos. Primero fue una
suposición y más adelante ésta me resultó convincente. Con muchas cosas procedo
así”. Sin embargo, este proceder así, que parecería caprichoso cuando no infantil, es
justamente lo que le da a la ficción la continuidad que la impulsa tras las imágenes que
persigue; el proceder así es también la justificación de vidas que atienden a la maraña
de lo real para volver convincente la suposición para la que no solo no hay apología

25
alguna, sino que tampoco hay palabras que la justifiquen. Por eso en los relatos de
Oviedo nada responde a la fastidiosa comparación, a la comodidad de un pensamien-
to metafórico; más bien todo se precipita hacia el abismo de la metonimia, el más allá
de cualquier expresión que se precie de ser única. En Comienza el eclipse, tras los restos
de ese pasado que se persigue para reconstruir algo de la vida de Silvia Z, Lagos lleva al
narrador a su encuentro con Fontana, suerte de desdoblamiento diletante del mismo
Lagos. Oculto en la periferia de la ciudad, Fontana no hace otra cosa más que ahondar
en teorías que solo a él justifican y más en su aislamiento, ya que, como el viejo Lagos,
éste también tiene un pasado sinuoso. Sin embargo, al investigar las ruinas de unos
invernaderos abandonados donde hechos ominosos acontecieron, Fontana hiende
sobre la verde superficie que lo cubre todo con el movimiento elíptico de la duda que
recubre a sus palabras, hiende con esa parte fragmentada de lo real que siempre regresa
para intentar dar cuenta del todo que falta:

No quiero ser alarmista, pero dicen que cerca de aquí se formó una laguna con
aguas subterráneas que afloraron y cubrieron la tierra. Hay que andar con cuidado
porque el agua está íntegramente disimulada por juncos, cañaverales y plantas que
flotan. La laguna, si es que existe, no debe tener más de doscientos metros cuadra-
dos; según algunos hacheros hay lampalaguas, y no faltó otro que encontró peces
ciegos que descargan electricidad. Yo no pude hablar con ninguno que los haya
visto. Los lugareños agrandan todo y al final uno no sabe a quién creerle.

¿La misma laguna del sueño anterior? ¿La que socava la ciudad, la que hostiga a
sus habitantes? ¿El mismo pantano que aún persiste con el movimiento de los círculos
que no se detienen ni se tocan? ¿Los que no bien producen una imagen la destruyen,
la fragmentan, la vuelven temblorosa? Imposible saberlo; y, aun así, la convicción nos
asalta por cómo la invención se vale del delirio cual contracara de la única razón capaz
de contar el horror de la verdad.
El otro personaje al que Oviedo vuelve una y otra vez para mostrar momentos
de una vida queriendo contar cómo cualquier experiencia se pierde o se aleja, o, en
todo caso, queriendo contar cómo esa experiencia cae en zonas de olvido y silencio, es
Slater. Suerte de revés de la palabra relato, Slater aparece desde Manera negra, adquie-
re protagonismo en Los días venideros, nouvelle de 2001, y regresa en Hondonada,
publicada en 2009. En Manera negra, al igual que el viejo Lagos, Slater es un amigo
del padre del narrador, una especie de extensión no muy clara de la familia que reside
en el campo, en las afueras de M.; Slater es también quien los visita en determinados
momentos, y quien conoce zonas oscuras del tiempo y el espacio en donde se ha mo-
vido, pero que jamás ha dicho algo sobre ello. Tal vez Slater sea como el narrador de
Benjamin, una especie de sobreviviente del horror, alguien que ha vuelto solo para
habitar el silencio. Pero sin lugar a duda, para Oviedo Slater es un personaje que, en
una imagen del comienzo, condensa la escritura del futuro, pues su irrupción, cuando
en 1987 aparecía por primera vez, apenas si sugería todo lo que luego vendría:

26
Mientras caminaba por el patio hacia la puerta cerrada de la habitación, un desgano
como invadido de melancolía acompañaba sus movimientos. Cuando sus amigos
se marcharon bruscamente de M., había permanecido semioculto durante varios
años gracias a la ayuda que recibía de mi padre. Ahora el pasado seguramente lo
esperaba en cada una de sus noches. Eran esas imágenes las que Slater tenía ante
sus ojos hasta el amanecer. El pasado, un filamento quebradizo, a veces hostil, pero
siempre generoso con sus evasivas.

A las versiones del pasado le seguirán los hechos de ese pasado que, en las vidas
de estos personajes se irán desplegando, se irán entrelazando y tramando como las
fuerzas que acaso condujeron los últimos años de la historia contemporánea argenti-
na, en la cual la violencia fue el verdadero protagonista. Por caso, en Hondonada las
evasivas de Slater se suspenden, por no decir que se develan, ya que saber algo —ver
con claridad el contorno preciso de una figura— para Oviedo resulta un espejismo.
Con la ambigüedad de siempre, Slater vive otra vez en el campo, vuelve a ser amigo
del padre del narrador —quien esta vez “había terminado por distanciarse”, pues la
relación “se había roto”; y, sin embargo, ahora hay un dato que se vuelve gravitante:
“la participación de Slater en el 55” como comando civil, aun cuando “parece que
no tuvo un papel muy destacado”. Como se puede apreciar, Slater ocupa entonces
la totalidad de esa fecha, pero la ocupa con la sinuosidad propia de un avieso que no
parece tal pues cínicamente ha decidido olvidarlo todo, lo que fue, y lo que se dice de
él, “que tenía los planos de los túneles[que]los había conseguido, según una versión,
en el Paraguay. Muy útiles para esconder armas o, en caso de urgencia, transportarlas
de un lugar a otro de la ciudad sin salir a la superficie”. Slater también ha decidido, a
la vez que olvidar, contar todo con la opción del silencio, con la entrega a la renuncia,
con la residencia fijada a la pesadilla. ¿Acaso en la voz del narrador el silencio no vale
lo mismo que las palabras más próximas a aquello que se describe?
En Restos, la segunda nouvelle de la tetralogía, que se publicó en 2003, donde
se trata de establecer los últimos días de un amigo muerto en el extranjero, el que
sorpresivamente ha decidido dedicarse a la actuación, leemos un pasaje que, tranqui-
lamente, podría aplicarse a los personajes del elenco estable: “Tengo entendido que
llega un momento en el cual un actor solo anhela fervientemente estar todo el tiempo
pisando un escenario, no concibe que haya acontecimientos de la vida que no sean los
que transcurre en el escenario”. Del mismo modo, los personajes de Oviedo no con-
ciben una existencia por fuera de lo que Lagos denominara como “algunos hechos”
sobre los que se vuelve. Quiérase o no, heroicos o cobardes, estos tienen la fuerza
necesaria para proyectarse a lo largo de todos sus días, al hacer que el pasado donde
acontecieron sea el escenario para el silencio con el cual lo actúan; como si se tratara
de un intento infructuoso por borrarlo todo o por representarlo solo para ellos. Por
caso, de Slater se dice que

[…] al mes de haber triunfado la sublevación abandonó todos los contactos, o los
contactos lo abandonaran a él. Por la clase de tipo que debe ser y debió haber sido,

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no es de extrañar que haya ocurrido lo último. Es un poco impredecible, pero con
eso no digo todo. No volvió a ir a las reuniones. Se borró…

Al actuar la tragedia que les toca, los personajes del elenco estable representan
infinitos pliegues que tensan la trama de una metamorfosis en la que tal vez nada
cambie, pues lo representado es la elipsis de la ciudad que, aun incorporando sitios
reconocibles como la “cañada”, el “parque Las Heras”, o el “Cabildo”, sigue inmersa
en una “quietud de insomnio”. Tal vez eso sea lo que lleva a que algunos hechos la
distraigan en su desvelo.

Los hechos a los que Lagos se refiere son de alguna manera la música de fondo de
una época, un sentimiento melancólico que perdura con el extrañamiento propio
de quienes en él se reconocen y se niegan. Los hechos son entonces un condicio-
nante para las acciones de los personajes de Oviedo que, si bien a veces se distraen
de ellos, en la distracción misma los vuelven a encontrar. Reunidos en “la mesa del
Royal” donde “muchos podían citarse sin necesidad de encontrarse”, alrededor de
la voz de Montes, que “hilvanaba recuerdos de hechos en los que había participado
no siempre activamente”, el elenco estable atiende esta vez a lo acontecido en la ciu-
dad hace ya un tiempo atrás. Dos hechos se superponen en el mismo lugar: por un
lado, la visita de Lawrence Durrell a comienzos de 1949, quien se alojó en el Hotel
Bristol, “en Rivera Indarte 72”; y, por otro, “casi al mismo tiempo, las reuniones que
habían comenzado a producirse en el Bristol por esa época (…) que bruscamente se
interrumpieron mucho después, a fines de 1954”, y que para Montes fueron “una
fase avanzada del desastre”. Durrell, el autor del Cuarteto de Alejandría, y la “Revo-
lución Libertadora” de 1955, convergen en el recuerdo de Montes mezclando “una
estadía que duró cerca de dos años” y un secreto a voces que corría por la ciudad:
“querían voltearlo y no iban a descansar hasta lograrlo”. Finalmente, los hechos se
tocan en un mismo lugar, pero también, y, sobre todo, a través de un mismo nom-
bre: Enrique Luis Revol. El profesor universitario, el eximio traductor, el colabora-
dor de Sur, el joven señalado por Borges y Bioy Casares, el ensayista que entre los
años 40 y 50, en el Colegio Libre de Estudios Superiores disertó sobre William Blake
y Sade, el sarcástico, el irónico, el hombre de los desplantes “inesperados y drásticos”
aparece en Vísperas como quien, mucho tiempo después del desastre, le cuenta a
Montes “toda clase de detalles acerca de la estadía de Durrell en la ciudad”, lo cual,
a la vez, le permite a Montes deslizar su teoría respecto a cómo fue el mismo Revol
quien dinamitó, a través de una “indisimulada hostilidad”, esa naciente amistad.
En la vida de Revol los hechos que se superponen en el tiempo y en el espacio
son de alguna manera la forma que adquiere esa fuerza invisible con la cual, la ciudad,
alcanza y malogra cuanto quiere sobresalir más allá de ella. Aun con la formación, los
contactos, la vocación o el deseo de trascender, la vida de Revol queda a medio camino

28
de una “decisión que lo carcomía por dentro”, según las palabras de Montes que, a
veces, conducen a “las ocurrencias algo excéntricas de un diletante”. Sin embargo, el
compendio de esos hechos ocurridos a Revol, que por momentos se elevan y se trans-
forman en la vida de la ciudad, conduce a una escena más que significativa. Como el
decir de Joyce respecto a Dublín, acaso ahí “el corazón de la parálisis” se dejé leer en lo
acontecido al autor de La tradición imaginaria, quien jamás logró vencer o evadir la
fuerza invisible de la que creía alejarse:

En Londres, una siesta con el cielo inusualmente abierto, a medida que «paseaba
por Kensington Gardens» sufrió un mareo que retrasó su anhelado propósito de
visitar la Serpentine Gallery para ver un cuadro de Sargent. Tuvo que sentarse de-
trás de un árbol alrededor de media hora con los ojos cerrados y «con la mente en
blanco». El pensamiento no de la decisión sino de la indecisión, o incluso de las dos
opciones juntas, le producía un repiqueteo en el estómago que luego se extendía a
los oídos y a los ojos.

En el fracaso de Revol como escritor, en el mareo, en la mente en blanco, en


la indecisión, en el talento pospuesto y anulado por el desempeño del funcionaria-
to universitario, en la imagen deteriorada de “un hombre que ya había renunciado
emocionalmente, visceralmente, a la suprema decisión del artista”, se erige entonces el
hostigamiento de la ciudad como esa fuerza que paraliza no solo cualquier atisbo de
cambio, sino también cualquier tentativa de fuga.
Los personajes de Oviedo tejen por medio de estos hechos y en el pasatiempo
de sus charlas una genealogía de la literatura que ha precedido a su autor. Si bien al
principio lo que se cuenta tiene la finalidad de la distracción, una especie de diverti-
mento para iniciados en el que la historia es solo un motivo que disimula la compleja
relación que ellos tienen con la ciudad, en un segundo momento es posible entender
que, en tales distracciones, en lo que se dice y en lo que no, lo que en verdad hay es
una constelación previa de representaciones truncas, en fuga o descentradas de vín-
culos que se han roto o que continúan de un modo obliterado la trama a desplegar,
trama en la cual Durrell, Revol o Montes parecen ser las últimas ondas de un reco-
rrido en el lado más oscuro de los distantes planetas del universo donde giran. Ahí
están entonces, disimulados o expuestos, detrás de esos movimientos los nombres
de Antonio Seguí, Alfredo Mathé, Antonio Marimón, Enrique Lacolla, Oscar del
Barco, Daniel Vera, Arturo Capdevila, Daniel Moyano, el mismo Revol. Todos de
algún modo alcanzados por las sombras que proyecta la ciudad, por los hechos con
los cuales los cobija y los hunde.
En la misma mesa del bar Royal, Slater reconstruye una de esas pequeñas trage-
dias, tal vez la más próxima en el tiempo: “Hacía apenas cuarenta y ocho horas, quizás
un poco más, que un integrante de esa familia se había matado. Arrojándose al vacío”.
La relación de Slater con Jorge Barón Biza “había comenzado con su madre”, Rosa
Clotilde Sabattini, “inolvidable amistad política” que, según Slater, conoció “después
del 55”. Tres años antes del salto al vacío, encuentra a Barón Biza que le dice que
“había escrito una novela y en los próximos días iba a salir editada”. Más allá de eso,

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con la discreción que lo caracteriza, Slater señala también que el desconocimiento de
alguien es un modo de intuición, una forma de presunción discreta atenta justamente
a lo que no se dice, y, desde ya, decorosa respecto a todo supuesto. Al igual que el resto
de los integrantes del elenco estable, Barón Biza cumple todas las características que
lo llevan, aun de un modo obliterado, a gravitar alrededor de lo que se cuenta en esa
mesa de bar; sobre todo una función de recubrir el pasado con un velo de silencio:

Slater desconocía qué otras actividades desarrollaba Barón Biza. Ni siquiera había
llegado a imaginar nada en particular, aunque ciertos rumores no menos vagos
le permitían al mismo tiempo deducir que «hacía» periodismo. Más allá de eso,
Slater ignoraba prácticamente todo, esa fue la razón que lo llevó a suponer que el
hecho de estar a punto de publicar un libro sería algo de mucha trascendencia para
Barón Biza. Su mutismo, al principio, lo desconcertó. O lo incomodó sin saber
muy bien por qué. Luego Slater entendió que esa actitud, excepto algunas alusio-
nes, era más que previsible.

En la negativa de Slater por indagar respecto a lo que Barón Biza llamara “la
historia más recóndita de mi familia”, esa suerte de punto nodal que le reclama de-
cirlo todo, está tal vez la mejor lectura de El desierto y su semilla, pues lo que a Barón
Biza le interesa no es el objeto, la obra terminada, la última palabra tendida sobre el
abismo, sino en todo caso, lo que ésta desencadena para completarse como tal. ¿De
qué modo entonces narrar el impulso, el acto final que dispara y obtura el sentido de
una imagen que no está en ningún libro salvo como alusión, como velado anticipo,
o como destino irremediable? Devorado por la propia historia, a los ojos de Slater, a
su atención puesta a las palabras que acaso ha escuchado, Barón Biza se mueve en la
incertidumbre misma de pasos que no conducen a ningún lado, salvo a un último lu-
gar, el hundimiento que se vuelve caída, el descenso sin fondo que es un salto al vacío:

Creo que fue él mismo quien mencionó de pronto lo de las arenas movedizas,
aparecen de buenas a primera en cualquier vida. Alguien puede ser tragado por
ellas con total naturalidad. Gradual y de manera inexorable a partir del momento
en que se pisó el suelo blando. A veces hay anuncios y otras veces los anuncios
pasan sin ser notados, no se distinguen de lavarse la cara todas las mañanas o de
tomar vino en la mesa.

Llevados al terreno de la ficción los hechos que Oviedo trabaja en su narrativa


adquieren un doble sentido; en un primer momento sitúan el lugar preciso e incierto
para el nombre de la ciudad sobre la cual una y otra vez se ha escrito; pero también, en
otro momento, esos mismos hechos marcan lo que permanece invisible a la superficie
donde él se inscribe como borradura denodada. Desde ya que como orientaciones a
seguir esos hechos recubren el magma de historias indómitas, disimulan o apenas evi-
dencias las fuerzas invisibles que las traman; pero también, como simples sucesos, esos
hechos alertan sobre la vacilación de cuanto nos rodea, hasta el punto de sospechar
conjunciones en la realidad que deprecian el valor de lo verosímil. En Trayectos, acaso

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la nouvelle más experimental de la tetralogía, el atentado perpetrado por la resistencia
peronista funciona no solo como un hecho identificable, susceptible de ser recons-
truido por un archivo de lo acontecido, sino que también funciona como un punto
de origen que sitúa el momento simbólico de dicha borradura. La explosión que sa-
cude a la ciudad “en el sofocante verano de 1960”, no es más que su despertar como el
relato de una ciudad; aunque también, no es más que el fin de su vigilia provinciana,
el comienzo de su sueño bajo la forma de la literatura que la contará. En realidad,
todo lo que se dice alrededor de esa explosión no busca otra cosa más que tratar de
entender el funcionamiento literario de una zona que está allende lo real y, desde ya,
en la superficie misma de lo real. Pero también, hay que señalarlo, en dicha explosión
se trata de comprender que el funcionamiento literario de lo que se cuenta se expone
como tal en el fogonazo de una iluminación, en el instante de una destrucción que
implosiona todas las formas conocidas de contar hasta llevarnos a percibir, en el si-
lencio que sigue al estruendo, la razón de ser de lo extraño. “Se acostumbra decir que
hasta un mundo inventado o irreal tiene sus reglas. No se trata de descubrirlas sino de
aceptar sus mecanismos cuando éstos aparecen y entonces todo tiende a encaminar-
se hacia una nueva relación con conocimientos que antes carecían de razón de ser”,
este pasaje, inscripto en el medio de Trayecto, pareciera condensar los esfuerzos de
Oviedo por mostrarnos que nuestra ciudad es un sueño. Posterior al cimbronazo, en
medio del humo que flota y obtura la visión, entre los restos y fragmentos de lo que
queda, su escritura lleva al terreno de las frases el nombre mismo de esa ciudad para el
cual no hay forma alguna de decirlo, salvo en la perífrasis que lo difiere valiéndose de
personajes y hechos convocados. Que ese nombre también estalle es de algún modo
despertarnos a la imposibilidad de su lectura.

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TETRALOGÍA SOBRE LA CIUDAD
INTERVALOS (2002)
De todos los grandes directores de cine cuyas carreras empezaron casi simultánea-
mente en la década del 40, sin duda Luchino Visconti ha sido y es el que más entu-
siasmo despierta en mi renovado interés hacia las imágenes fílmicas. Y esto se debe
sobre todo al carácter eminentemente trágico que a veces envuelve sus historias. Roc-
co y sus hermanos es el ejemplo que quiero dar en primer término de una tragedia
desencadenada en el marco de una ciudad altamente industrializada y cuyos efectos
sobre los seres indefensos no pueden sino ser letales. No llegaría al extremo de negar
que hay otros nombres desde muchos puntos de vista no menos relevantes, con es-
tilos poderosos y de una originalidad que no se puede poner en duda: Orson Welles,
Joseph Losey, Mizoguchi. Incluso Elia Kazan, si se admite que su declaración ante
la Comisión de Actividades Antinorteamericanas no empalidece su estética. Me in-
clino por el no. Y ni hablar del John Huston de El halcón maltés, donde las hasta
entonces tibias audacias de un género se vieron alteradas por innovaciones drásticas
a través de las cuales una concepción distinta del llamado asunto detectivesco vino
a poner, por así decirlo, al desnudo mecanismos feroces del sistema capitalista en su
fase de más indisimulada y compulsiva rapacidad. El solo hecho de que el policía
encargado de hallar la estatuilla de oro incrustada de piedras preciosas perteneciente
a la orden de Malta sea alguien que también se vale de recursos en nada diferen-
tes, e incluso más radicalmente abyectos que los de los propios criminales, basta
para situarlo no del lado del bien, como resulta muy obvio si se dejan de lado los
clichés bienintencionados, sino del lado de la inexistente división entre dos esferas
que nunca se opondrán a fondo cuando la codicia gobierna las acciones y los fines
humanos. Y el capitalismo, en función de esta perspectiva, no hace otra cosa que
darle cabida a la nueva etapa del género proveyéndola de cauces proporcionales al
empuje que su propia avidez está en condiciones de alentar. O como el sueco Berg-
man, cuya célebre trilogía (Detrás de un vidrio oscuro, Luz de invierno y El silencio),
donde cada parte se inmiscuye sutilmente en las restantes, posee en sí misma y sin
ostentación una intensidad dramática compacta, asfixiante. Aunque el cine autén-
ticamente riguroso no suele confiar, mejor dicho: no suele servirse casi nunca de
manera absoluta de los diálogos, es evidente que toda estructura dramática halla un
sustento necesario e ellos, y los de El silencio —sumamente escuetos, a veces susu-
rrados con una rabia oscura que necesita contenerse para no expulsar segmentos del
filme cuyo devenir es menester preservar— a menudo carecen del aire suficiente ca-
paz de nutrirlos y evitar así un balbuceo que terminaría siendo solamente eso. Desde
este último punto de vista resulta superior a cualquiera de los nombres que acabo
de citar recién. En particular, si se considera el fulgor demencial que baña unas imá-
genes sobrecogedoras cuyas facetadas expresiones provienen a no dudarlo del pro-
pio autor y de una infancia donde la religión luterana ya había depositado toda su
fuerza irascible e impuesto su estricta senda de obediencias y castigos. Dominando
de manera sistemática el argumento, un aura de pesadilla parece además filtrarse
por todos los intersticios menos visibles de este filme. Una historia de la sombra
en el campo de las artes visuales que, pongamos, hiciera un recorrido de Piranesi a
Bergman, hallaría en este último, y en El silencio particularmente, una de sus más

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altas manifestaciones. Paralelamente, en esta película llega un momento en el que el
hilo siempre tenso del erotismo se apropia, gracias al blanco y negro, de masas de pe-
numbra desde las cuales crea las reservas que le permiten existir y afirmarse. Asimis-
mo, siendo su itinerario aparentemente unilineal, se ramifica al extremo de abarcar,
incluso fagocitándolos, tramos de la anécdota que hubieran podido permanecer en
cierto modo ajenos. Y una vez adquirida esa dimensión abarcadora, el erotismo ha
ganado, según suele decirse, la partida; el resto de las instancias narrativas así tienden
a aceptarlo, plegándose a su predominio tras la previsible confluencia de cada uno
de sus registros. Por consiguiente, y dueño de la situación, el erotismo se aproxima y
acto seguido traspasa el límite que, tan enfáticamente subrayado como si fuera una
barrera infranqueable, parecía existir con el porno.
Salvo rarísimas excepciones, todos quedábamos bastante impresionados con las
interpretaciones y los “análisis” que el profesor de Historia de las Teorías del Cine,
Luis Gálvez, desarrollaba en cada una de sus clases. Hacía unos seis meses, cuando se
presentó y dijo que iba a introducir su curso con una conversación, la mayoría creí-
mos erróneamente que se trataba de algo en lo que íbamos a participar todos junto
a él. Sin embargo, bajó un poco el tono de la voz y sin casi despegar los labios del
micrófono, hizo como si hablara con muchos interlocutores que asentían en silencio
cada vez que efectuaba una pausa para permitir justamente que los que callábamos
le respondiéramos con un movimiento de la cabeza más sobreentendido que real. El
correr de las clases nos permitió familiarizarnos con algunos de sus tics más usados.
A veces pasaba de hablar con gran calma a hacerlo con una efusividad que se notaba
en cada palabra y que entorpecía una dicción perfecta propia de sus rachas de control
y moderación. Con relación al director italiano, había comenzado su clase con un
tema específico, el cine de Luchino Visconti, acerca del cual, no cabía suponer otra
cosa, se iba a centrar toda su exposición a través de un pormenorizado examen de
una obra que, tal como decía la unidad correspondiente del programa de la materia,
había quedado incompleta. “La filmografía inconclusa de L. Visconti”. Algunos no
tardaron en cambiar filmografía por sinfonía, como si aquélla tuviera la misma reso-
nancia que una forma musical.
Hizo un repaso muy selectivo sólo de algunos hechos biográficos. Apenas si
mencionó sus orígenes sociales y su refinada formación intelectual dentro de una de
las más antiguas familias de la aristocracia milanesa, y otros datos bastante difundidos
respecto de su compromiso político a través de películas documentales sobre la mise-
ria en regiones paupérrimas de Italia.
—La época muy fecunda de su juventud —siguió diciendo Gálvez— se halla
condensada en esos cinco años durante los que se dedicó hora a hora a criar caballos de
carrera. O caballos de competición, si prefieren. Escuchen por favor lo que voy a decir
pues tuve la responsabilidad de averiguarlo. Se dedicó de manera excluyente a cuidar
solamente tres razas: el purasangre, el Cleveland Bay y el hannoveriano. Ninguna otra
actividad que no fuera la del mundo hípico ocupa esos cinco largos años. Largos si
se piensa que en su transcurso no hubo nada más que lo que yo llamo la vocación de
Visconti por los caballos. Antes de la vocación cinematográfica existió, como vengo

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diciendo, la de los caballos. Ésta preparó o hizo posible a la otra. No es tan sencillo el
tránsito de una a otra. Estando en pugna dos vocaciones, finalmente una prevaleció
sobre la otra. Se entiende a cuál me refiero. Tampoco estoy seguro de que las cosas
ocurrieran de acuerdo a mi descripción. Aquí estoy yo para tratar de razonar, cómo,
a mi modo de ver, tuvo lugar el pasaje de una cosa a la otra. Me gusta más decir pasaje
que tránsito. Pues tránsito se refiere a desplazamiento, mientras que pasaje me suena
como algo si no fulminante, al menos relacionado con lo breve, o con lo muy breve.
En el movimiento bien marcado de los labios de Vilma pude leer:
—Está inventando— A continuación giró rápidamente la cabeza y el torso y
miró en dirección a la tarima donde se hallaba Gálvez sentado en un ángulo del escri-
torio. En ese instante Gálvez miró su reloj y anunció que iba a continuar su explica-
ción en la clase siguiente.
Al salir del aula y en medio del bullicio provocado por más de doscientos alum-
nos escuché que Vilma me decía:
—Mizoguchi empezó a hacer películas veinte años antes que Visconti. Y Kazan
vendió su alma al fascismo del partido republicano. Después, sólo después, hizo Un
tranvía llamado deseo. Cuando demostró que no iba a convertirse en protagonista de
ninguna actividad anti norteamericana. Y con la garantía de que su vida de artista no
sería perturbada por ningún comité que le señalara hacia dónde dirigirla. ¿No es un
precio muy alto para alguien que quería habitar en un país democrático?
Desde los primeros días se había resistido a lo que ella llamaba “la oratoria hue-
ca de Gálvez”. Lo había apodado “el gran Gálvez”. También decía: “No me voy a
dejar engatusar por el gran Gálvez”. Tampoco, según sus palabras, estaba dispuesta
a dejarse llevar de las narices en nombre “del cuento de hadas de la incorrección po-
lítica”. Los exalumnos de Gálvez, a punto de terminar sus carreras, y realmente muy
jóvenes (sus edades promedios no excedían los 23 años, mientras que nosotros, Vilma
y yo, teníamos alrededor de quince años más), asistían para quedarse a hablar con él
al final de la clase y de paso le demostraban una adhesión incondicional. Cada tanto
refutaban a Vilma sin encarnizarse, ironizaban sobre las pobres notas que obtenía
en algunas materias y no le admitían que su escaso rendimiento se debiera exclusiva-
mente al desinterés. El asunto, de acuerdo a lo que fui sabiendo, tenía otros matices
nada extraordinarios por cierto pero que me llevaban a no ser tan categórico con las
expresiones del malhumor de Vilma. Del malhumor, o también del desprecio, que
formaba parte del malhumor y le daba a éste un carácter engañoso. Iba a cumplir 39
años dentro de dos meses y esa fecha rondaba a cada momento por su cabeza. Sin
embargo, nadie la podía tildar de estudiante crónica. La carrera de cine la había reco-
menzado y abandonado en varias oportunidades. Se había inscripto en 1975, y desde
el año siguiente y hasta el 83, a lo largo de esos ocho años la carrera de cine, nadie lo
puede ignorar, estuvo cerrada. Fue íntegramente desmantelada hasta que la vuelta de
la democracia permitió reabrirla de inmediato. Ocurrió que, calificada de “nido de
la subversión”, todos dejaron de ir a las clases y al comenzar el curso lectivo de 1976,
nadie volvió y tampoco nadie se inscribió por temor a ser literalmente “cazado” al salir
del despacho de alumnos, de la biblioteca o bien al caminar por alguno de los senderos

259
que atravesaban la densa arboleda que rodeaba el edificio. Posteriormente, Vilma fue
dejando incompletas algunas materias, otras pudo terminarlas, y hubo dos años que
los hizo como alumna libre y sólo reaparecía el día que le tocaba rendir el examen. Ni
ella misma sabía exactamente cuántas materias le faltaban. En realidad, creo que se
hacía la desentendida. No bien pudo disponer de una cámara de video que le regaló
su abuela, Vilma retomó, como se dice, con verdadero ahínco los estudios tantas veces
postergados a raíz de contingencias muy diversas. Filmó un corto de alrededor de die-
ciocho o veinte minutos basado en un cuento de Onetti. Mantuvo el título del origi-
nal, Un sueño realizado, y con las imágenes transcribió casi al pie de la letra la historia.
Una noche, luego de muchas evasivas de su parte, el corto fue exhibido en la cátedra
de Dirección Cinematográfica. Al finalizar la proyección se produjo un debate que
no excedió los lugares comunes rutinarios de este tipo de actos. Para la escenografía
utilizó muchas de las indicaciones escénicas de las obras teatrales de Beckett. Una vez
que hizo esta aclaración, Vilma abandonó el aula y me esperó bajo el árbol donde yo
dejaba estacionada la moto. En la semioscuridad vi primero una sombra confundida
con el tronco que avanzaba como si el árbol se estuviera moviendo muy despacio.
Una tarde que su marido no estaba pues había viajado a no sé cuál lugar del país,
tomamos sin apuro una taza grande de café en su departamento. Me había llamado
al mediodía por teléfono porque deseaba consultarme algunos de los enfoques de un
trabajo que estaba preparando para su futura tesis sobre adaptaciones de cuentos o
novelas de Bioy Casares al cine. Fue de lo que menos hablamos. Eso me cayó muy
bien, e íntimamente se lo agradecí, pues había visto La invención de Morel, El cri-
men de Oribe y La guerra del cerdo pero no había leído los respectivos libros sobre las
que se basaban. En cambio, sí había visto la película y leído El sueño de los héroes. La
versión no había terminado de gustarme, excepto el personaje de Valerga, que extra-
ñamente, gracias a una interpretación muy dúctil del actor (Lito Cruz) realzaba las
secuencias donde él intervenía. A esta observación la había repetido numerosas veces
en ocasiones anteriores y al pensar en la película, todas sus palabras vinieron una vez
más a mi memoria cual si salieran de un grabador.
De repente (a mí me pareció que había sido así), Vilma desató algo en su pelo a la
altura de la nuca o quizás más arriba y la masa de cabellos pelirrojos brilló fugazmente
en contacto con el aire y se agitó como un cortinado que cae hasta el piso. La com-
paración no podía ser más feliz pues ese gesto tan común en las mujeres, arreglarse el
pelo, o tocarlo de manera casual, sirvió para ubicarnos en un santiamén fuera de los
temas habituales del cine. O de las clases, tan denostadas por Vilma, que daba Gálvez.
Entonces, empezamos a hablar de todo un poco, asociando esto y aquello, con lo cual
la conversación si bien se deslizó por otros rumbos, no podíamos sin embargo sentir
que los hubiéramos elegido por ser distintos a los habituales. Con lo cual se dio una
situación curiosa que consistió en que todo lo interesante era insignificante y todo lo
insignificante parecía tener importancia. Lo que no dejó de asombrarme en ningún
momento fue el hecho de que era la primera vez que notaba un brillo tan potente en el
cabello rojizo de Vilma. Además, ese brillo sólo podía emanar del color natural y no de
un teñido que lo opacaría por más bien hecho que estuviera. Mientras la escuchaba,

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me encontré pensando en algo completamente ajeno a mis conocimientos, como era
lo del teñido. Pero esas distracciones también podían danzar ante los ojos de Vilma
cuando era yo el que hablaba. Me preguntó si había venido en la moto. Reconstruí en
segundos la pregunta a partir de la palabra moto. La frase de mi respuesta me pareció
tan elemental que no pude reprimir la sensación de que había evitado decirla en voz
alta. Dije algo así como que gracias a la moto llegaba con puntualidad a todos lados.
Con su marido, todo estaba “patas para arriba”. Como el orto, dijo luego Vilma
alzando inesperadamente la voz.
Lo del marido saltó a causa de una equivocación mía. Si puedo llamar equivoca-
ción a algo que hubiera preferido no mencionar pero que indefectiblemente asomó
por el resquicio menos pensado. Habíamos dejado de lado hasta la menor referencia
al cine, pero este irrumpió apenas unos segundos a través justamente de una alusión
que en otra circunstancia no hubiera alcanzado ni siquiera el carácter de tal. Mirando
por encima del balcón, Vilma, señalándolos con un movimiento de la cabeza y del
mentón, se refirió a sus fastidiosos vecinos del edificio del frente. Acostumbraban,
según Vilma, a espiar desde una ventana de la sala con la luz apagada. Lo supo una
noche cuando notó el punto rojo de la brasa de un cigarrillo describiendo un corto
recorrido en la oscuridad. Aunque ahora no serían más de las seis y media de la tarde,
dijo que creyó advertir un cuerpo que se acercaba y se retiraba furtivamente de la
ventana. Vilma calculaba que tenían unos binóculos de gran poder. A continuación
agregó una nueva suposición:
—Si los usan de noche deben tener lentes infrarrojos y en ese caso, a cierta dis-
tancia, la definición es escasa.
Dada la situación, la película de Hitchcock no tardó en ser nombrada al unísono
por los dos. Y el autor de la novela sobre la que se hizo el guion. Y ahí fue donde se me
escapó la frase:
—Me gustó mucho La noche más secreta.
El marido de Vilma había escrito con ese título una novela policial que situaba
su acción en las dos semanas previas al golpe de setiembre del 55.Seis comerciantes en
oro resultaban asesinados. Por encargo de una importante empresa extranjera, com-
praban oro en grandes cantidades y a precios llamativamente superiores a los acor-
dados por la mayoría. Un dato que hacía pensar que los asesinos eran comerciantes
rivales confabulados en esa solución extrema, tramada con el fin de anular una com-
petencia que los llevaría en corto tiempo a la bancarrota. Sobre el libro no salió un
solo comentario en los diarios de la ciudad y tampoco en los de Buenos Aires. Lo
habían ignorado completamente. Sin embargo, en menos de un mes se agotó la edi-
ción de mil quinientos ejemplares. De inmediato, el editor, que los había distribuido
sólo en quioscos de ventas de diarios, lanzó una segunda reimpresión de mil. Desde
ese momento tomó el criterio de sacar cada mes sólo mil libros. Si se agotaban a la
tercera semana o a comienzos de la cuarta, como se estaba haciendo ya bastante habi-
tual, rigurosamente esperaba los treinta días para lanzar nuevamente la misma canti-
dad. Aunque la novela estaba bien escrita, y por momentos demasiado bien escrita,
la intriga era tan lineal que desconcertaba y muchos se preguntaban si en esa sencillez

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aparente no radicaba buena parte de la aceptación que tenía, sobre todo en lectores,
más mujeres que hombres, atraídos por hechos truculentos presentados brutalmente
como tales y sin apelar por supuesto a recursos sofisticados. Alguien, ya no recuerdo
quién, me dijo: “Si la hubiera escrito de otra manera, o con más vueltas o complica-
ciones, habría perdido el encanto atroz que tiene”. Dentro de la historia contada por
la novela corría el rumor de que esos crímenes eran efectivamente tales y que la situa-
ción política imperante, de una complejidad que desmoronaba en cuestión de muy
poco tiempo los intentos que se hacían para detener su agravamiento, aconsejaba a las
autoridades si no a ocultar esas muertes violentas, por lo menos a sacarlas del deno-
minador común que las vinculaba entre sí: la actividad de las seis víctimas. Se quería
evitar a toda costa que los crímenes, en virtud de la reacción de una población hiper-
sensibilizada, fueran asociados, erróneamente desde luego aunque en el fondo nada
pudiera descartarse, con el conflicto entre peronistas y antiperonistas cuyo desenlace
se suponía inminente. En el relato, la policía llegaba incluso a fraguar un suicidio para
tapar lo que había sido un asesinato; otra de las muertes, siguiendo el mismo método
de distracción policial, se había producido en una confusa pelea dentro de una boîte
muy cercana al río. Una “mujer de la noche” (ésta era la expresión utilizada en el libro)
había dado un testimonio sobre la pelea que pese a todos los esfuerzos hechos para
demostrar espontaneidad parecía aprendido de memoria debido sin duda a una serie
de detalles escandalosamente precisos. Los diarios, por su parte, captando sin demora
lo que se estaba avecinando, empezaron a establecer relaciones a partir justamente de
aquello que el gobierno se empecinaba en diluir. En fin, “la noche más secreta” era la
de la confluencia de todos los elementos que aclararían el enigma. Pero muy sagaz-
mente, el marido de Vilma evitaba reunir en una explicación la suma de hilos sueltos,
con lo que no sólo se habría desvanecido el misterio sino que, de haber optado por
esta resolución, la estructura cuidadosamente sostenida frase a frase se hubiera des-
plomado en el acto. “Esa es una tarea del lector”, contestó secamente en una inespera-
da entrevista que le hizo el periodista de una radio cuando lo sorprendió una mañana
muy temprano tomando el desayuno en un bar del centro.
—Se te cayó un botón —dijo Vilma señalando el cuello de mi camisa.
Aparte de tener el cuello desprendido por la falta del botón, noté que el nudo de
mi corbata estaba flojo y un poco ladeado.
—Puedo coserte uno—dijo Vilma levantándose.
Volvió a los pocos minutos con una caja rectangular de madera barnizada re-
pleta de carreteles. Enhebró una aguja y me pidió que me sacara la corbata. Sus de-
dos, subiendo con rapidez, efectuaban un único movimiento hacia un costado que
se frenaba pues el hilo, debido a que no excedía los treinta centímetros de largo, se
tensaba y la aguja volvía a entrar en la tela luego de atravesar los agujeros del botón.
No sé muy bien por qué, y quizás no lo sabré nunca, pero me costaba contener
la risa. Miraba de reojo los dedos de Vilma sosteniendo firmemente la delgadísima
línea de acero brillante que iba y volvía seguida de una fina estela blanca. Mientras
se prolongó, era el ritmo del vaivén el que podía provocarme en cualquier momento
la risa. Logré, observando con detenimiento una pequeña rajadura del techo, no

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reírme. Al mismo tiempo, por estar la cara de Vilma tan cerca de la mía, su respira-
ción, chocando levemente contra mi ojo derecho, me mantenía también atento a
esos pequeños volúmenes de aire que cada tanto se desplazaban dentro de una doble
forma tubular invisible que salía de sus orificios nasales. Cuando ella dijo: listo, y
cortó el hilo con una tijerita, recién entonces, convencido de que había dominado
las ganas de reírme, sentí que mi conformidad sin palabras dada a su anuncio de
ponerse a coser el botón había sido algo espontáneo.
Cuando estuve frente a la puerta del ascensor, me di cuenta de que éste había
quedado mal cerrado en alguno de los pisos superiores. Utilicé las escaleras y antes de
salir a la vereda el portero me ofreció fuego cuando me vio sacar un cigarrillo. “Nueve
menos veinte”, dijo alejando ostentosamente su brazo para mirar el cuadrante del
macizo reloj de acero rodeado de perillas. Luego se tapó la boca para disimular un
bostezo. El anochecer cálido de mediados de octubre parecía bajar de un cielo total-
mente limpio. Fui caminando a lo largo de la misma cuadra del edificio donde vivía
Vilma. Todos los autos estacionados en esa cuadra mostraban una visible inclinación
hacia el cordón de la vereda a causa de las gomas desinfladas. A los pocos metros,
descubrí que mi moto había corrido la misma suerte. Distinguí en la rueda trasera
unos tajos transversales seguramente hechos con un cuchillo. La hoja, apoyada de
canto en el borde de la llanta, había sido incrustada de arriba abajo. Una hora antes,
el portero dijo haber visto pasar casi corriendo a un grupo de chicos. De nueve, diez
años, como máximo. No bien se lo pedí, me permitió que dejara, a un costado de
la escalera y hasta el día siguiente, la moto. Pasan cosas peores, murmuró el portero
mientras colocaba un pedazo de diario bajo el motor previendo que alguna pérdida
de aceite manchara el piso recién encerado. A lo largo de las calles solitarias y oscuras
no pensé en otra cosa que en lo que acababa de ver. Las gomas desinfladas ex profeso
mediante agresivos golpes de cuchillo. Cruzaron por mi cabeza las imágenes de cien
hombres abalanzándose en forma simultánea o escalonada sobre automóviles que
esperaban en diferentes semáforos la luz verde para avanzar. Sin la posibilidad de
trasladarlos a una gomería y tampoco de retirarlos para no afectar aún más la circu-
lación, los autos empezarían a interrumpir el tránsito y se generalizaría el caos. Esos
mismos cien hombres, durante toda una noche, a razón de cien autos cada uno, de-
jarían un total de diez mil autos inmovilizados. Si el primer tramo de una operación
semejante se llevaba a cabo en intersecciones claves de la ciudad, agregar a la noche
siguiente otros diez mil en lugares dispersos pero igualmente engorrosos y decisivos
desde el punto de vista de la impredecible actividad desarrollada por un vehículo, no
se tardaría demasiado en hacer tambalear el artificialmente racional orden urbano.
Busqué durante un rato una parada de ómnibus que me llevara a mi casa. En deter-
minado momento se me ocurrió preguntar en el único bar que encontré abierto a
esa hora. El nombre de El Adriático estaba escrito en las dos puertas de vidrio con
letras que alternaban el color negro y el rojo. Casi sobre la base del vidrio enmarcado
se podía leer “desde 1943”. Al fondo se veían las superficies verdes de los paños de las
mesas de billar y pool, luego venían las mesas de dominó y a continuación, cerca de
la entrada, otras mesas con mantel donde se comía o se tomaba café. Sentado en la

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barra, aproveché para pedir una copa mediana de cerveza y hojear el diario local. Las
informaciones policiales de la última página mencionaban las denuncias que habían
recibido varias comisarías acerca de “cortes deliberados en las cubiertas de numerosos
vehículos”. La noticia, redactada en tres columnas de alrededor de diez centímetros
cada una, se titulaba, en itálicas, Crece el misterio y ocupaba menos de un cuarto del
total de la página. Acompañada de una fotografía, ésta mostraba una hilera oblicua
de autos y camionetas estacionados en una calle que no me pareció que fuera la mis-
ma del edificio donde vivía Vilma. Era obvio, pensé, pues los autos atacados en esa
zona aún no habían sido hallados en esas condiciones.
Durante los diez o doce minutos de viaje me dediqué a mirar, uno tras otro,
los autos estacionados. Trataba de comprobar si tenían sus chasis desnivelados. Algo
que no era muy fácil pues la escasa iluminación lo impedía. Además, si la combadu-
ra de la calle era muy pronunciada, las dos ruedas de los vehículos que se hallaban
contra el cordón de la vereda parecerían semihundidas pero no a causa de que no
estuvieran infladas.
Apenas giré el picaporte y la puerta se entreabrió, recibí los parpadeos simultá-
neos de un resplandor proveniente del fondo de la sala a la que, cubriéndome los ojos,
terminé finalmente por entrar. Al salir, por un descuido, había dejado encendido el
televisor con el volumen anulado. Me recosté en el único sillón de la sala decidido a
mirar un programa al azar y olvidarme de los miles de autos que habían empezado a
pulular en la ciudad con sus cubiertas desinfladas. El héroe, un expolicía convertido
en investigador privado, llegaba a una especie de hangar con el piso acolchado donde
se enseñaban y practicaban artes marciales. Costaba poco y nada deducir que bus-
caba a un sospechoso clave. Los malasios o chinos dueños del local, evidentemente
implicados, lo advertían y sin tardanza atacaban a quien, de acuerdo a sus cálculos, no
estaría preparado para enfrentar los vertiginosos saltos y patadas de su temible técni-
ca de lucha. Sin embargo, la respuesta del investigador privado resultaba inesperada-
mente devastadora. No menos contundente se mostraba cuando llegaba el momento
de arrebatar a sus enemigos lanzas y machetes filosísimos utilizados por éstos ante la
imposibilidad de doblegar a un diestro rival mediante el recurso inicial de las trompa-
das. La violencia sanguinaria de la pelea quedaba virtualmente relegada gracias a los
incesantes movimientos que hacían los brazos y piernas de esos cuerpos portadores
de una energía inagotable que se manifestaba mediante un sinnúmero de acrobacias.
De eso se trataba justamente: las caídas aparatosas, los golpes brutales o las heridas,
acontecimientos inherentes al mundo oscuro del dolor, aquí no perjudicaban a quie-
nes las sufrían sino que, por el contrario, los llevaban a ejecutar contorsiones todavía
más ágiles que eludían por milímetros nuevas arremetidas más y más inverosímiles. Y
por último, el continuo centelleo visual de las imágenes, mezclado con los rayos emi-
tidos por el metal de cuchillos y alfanjes, producía un lento adormecimiento de los
ojos. Éstos, poco a poco, tendían a cerrarse. Los contornos de los autos con sus gomas
desinfladas se iban borrando a medida que, desde la altura de una calle empinada, el
observador, dando pasos cortos, girando a medias la cabeza, apenas si divisaba ahora
formas esparcidas dentro de una luz débil que el aire estancado atenuaba aún más.

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Alcanzaba entonces a preguntarme si en realidad era yo quien debía despegarme de
ese observador silencioso, de sus actos invariablemente cotidianos. O era al revés.
El empleado de la gomería llegó con una cubierta nueva para la moto. Mien-
tras la colocaba, le pregunté si habían tenido casos similares al de la goma acuchi-
llada de la moto.
—Gomas de autos, por supuesto.
—Igual que todos los días —contestó secamente y sin precisarme una determi-
nada cantidad.
Insistí:
—¿Muchas?
—Cerca de veinte —dijo presionando con una palanca la cubierta hasta hacerla
entrar en la forma cóncava de la llanta. Luego la infló con el líquido gasificado de un
pequeño extintor y me aconsejó que fuera a una estación de servicio y lo cambiara por
aire. La goma tajeada quedó apoyada contra el cantero de un árbol. Pero enseguida
vino el portero, la ató y la puso en una bolsa de nylon. Estaba punto de hablarme pero
me apresuré y puse en marcha el motor dando una sola patada en el pedal de arranque.
El episodio de la moto había ocurrido un jueves a la noche. El domingo al me-
diodía Vilma me llamó para contarme que su marido no había vuelto a dormir a su
casa la noche anterior. Su voz sonaba tranquila. Un zumbido, que de pronto se pare-
cía a los accesos entrecortados de una tos, interfería cada tanto sus palabras. Cuando
creí identificarlo, en medio de la conversación, dije en voz alta: ¿es un helicóptero?
Noté la vacilación de Vilma. Pero desde ese momento, el tableteo del motor
coincidía cada vez más con mi percepción. Era evidente, además, que el helicóptero es-
taba suspendido en el aire a no mucha distancia del lugar desde el que hablaba Vilma.
—Sí —dijo Vilma con un susurro.
Luego vino otro silencio durante el cual escuché nítidamente el motor que ha-
bía terminado por reemplazar a la voz de Vilma.
Cuando el traqueteo del motor se debilitó porque el helicóptero se había retira-
do o porque Vilma cerró una ventana, nos pusimos de acuerdo en tomar un café a eso
de las tres de la tarde. El bar estaba a unas pocas cuadras de su departamento. Cuando
me dijo El Adriático recordé que la noche del jueves, antes de tomar un ómnibus, en-
contré allí por primera vez en el diario la noticia de los autos con las gomas desinfladas.
Estuve esperando casi cuarenta y cinco minutos porque supuse que la demora de Vil-
ma tendría sus motivos. Leí íntegramente el diario de la ciudad, los análisis de política
nacional, el suplemento de cines y espectáculos, el de deportes, el dedicado, más breve
que los demás, al interior de la provincia. La sección de las noticias policiales incluía
una escueta nota en el ángulo inferior derecho de la página con el siguiente título:
Gomas desinfladas: Sin detenidos. Las últimas setenta y dos horas se habían produci-
do apenas cuatro nuevos casos. ¿Y los que no se denunciaron?, me pregunté con un
murmullo escuchado a medias por el mozo, quien vino hacia mi mesa creyendo que
lo había llamado. Uno de los que sí se había denunciado ocurrió a plena luz del día,
mientras el conductor dormía frente a una plaza con la cabeza apoyada en el volante.
Otro, cuando el auto esperaba el cambio de luces en un semáforo. “El damnificado no

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tuvo tiempo de reaccionar ante el ataque”. El chillido estridente de la puerta vaivén
fue el anuncio de la llegada de Vilma. Su marido acababa de volver. Por primera vez
escuché que pronunciaba delante mío su nombre. “Tulio, dijo, no puede hablar”.
¿Hay alguien que pueda llamarse Tulio? Pues el marido de Vilma, me respondí. Y
me acordé en ese instante que había leído el nombre seguido de un apellido italiano,
Martini, en la tapa de la novela La noche más secreta.
Tulio escribió en un papel lo que le había sucedido. Almorzó en la casa de su
madre, luego ésta le avisó que se iba a Mendoza por una semana y le pidió que cerrara
la casa al irse. Durmió la siesta y al despertar se dio cuenta de que no podía hacer
ningún movimiento y de que tampoco podía articular ningún sonido. Había per-
dido los reflejos motrices y el habla. Poco después, volvió a dormirse. A la mañana
siguiente logró levantarse de la cama al primer impulso pero continuaba totalmente
mudo. Vilma llamó de inmediato al médico, quien, además de ordenarle una serie
de análisis y estudios, le explicó que estaba sufriendo un accidente cerebral transi-
torio. Gradualmente, no más allá de las próximas horas, se iba a recuperar. Pero era
fundamental que se hiciera esa misma tarde los estudios y empezara a tomar unas
pastillas que le recetó. Tulio negó con la cabeza a las preguntas del médico. No había
atravesado momentos de tensión ni preocupaciones. ¿Ni siquiera en los días o sema-
nas previas? ¿Disgustos? ¿Muerte de familiares? ¿Falta de sueño? ¿Alcohol? ¿Vida
sedentaria? ¿Esfuerzos físicos extraordinarios?
Ya en la puerta del departamento, el médico le preguntó a Vilma qué le había pa-
sado a su marido en los nudillos de la mano derecha. Éstos se hallaban unidos por una
sola costra marrón de un centímetro de ancho atravesada por algunas estrías que la
iban paulatinamente despegando. Vilma no atinó a eludir algo que el médico, “por ser
un observador nato de los cuerpos”, relacionaba “con la patología del enfermo”. Diez
días atrás, una discusión pasajera y aparentemente sin importancia alguna sostenida
por Tulio mientras hablaba por teléfono derivó en una reacción extemporánea. Gol-
peó con el puño cerrado el vidrio esmerilado del ventiluz de la cocina. El vidrio estalló
en el acto y fragmentos diminutos se le incrustaron en cada uno de los nudillos. Antes
de vendárselos, Vilma fue retirando uno a uno los trocitos de vidrio con una pinza
de las cejas que esterilizó calentándola en una hornalla. Primero debió convencerlo
para que abriera la mano y recién entonces, una vez que se distendieron los músculos,
pudo pararle la sangre con pedazos de gasa empapados en agua oxigenada.
El miércoles de la semana siguiente, seis días antes de finalizar octubre, Gálvez
prosiguió con su clase sobre Visconti. En la primera fila se habían sentado los incon-
dicionales de siempre, que asentían con golpes de cabeza o dejaban escuchar excla-
maciones ahogadas de aprobación a las irreverencias y sarcasmos de Gálvez. Vilma
llegó media hora tarde y se sentó cerca de la puerta. No se sacó en ningún momento
los anteojos oscuros y eso me impidió saber si se había percatado de que yo estaba a
tan escasos metros de su banco. Quizás fuera a causa de que todas las ventanas esta-
ban abiertas o semiabiertas, pero lo cierto es que algo estaba perturbando la acústica
del aula. De a ratos la voz de Gálvez se estiraba hacia alguna dirección y resultaba,
para muchos que no se hallaban dentro de ese radio, casi inaudible. Luego pasaban

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varios minutos en los que la audición era normal en todos los sectores del aula. Tal
vez el origen de esos momentáneos estrangulamientos fuera sólo un problema técnico
de los parlantes del equipo de sonido, de algún cable que hacía un falso contacto o
incluso hasta del mismo micrófono. Además, cada vez que se repetían los intervalos
de sonido casi nulo, o nulo del todo, se notaban de inmediato los gestos de fastidio y
de impaciencia simultáneos en las caras de quienes se esforzaban por escuchar la voz
que el silencio iba tragando gradualmente. Uno de los exalumnos de Gálvez se acercó
hasta el escritorio y le susurró algo en el oído. De inmediato, aprovechando que el
larguísimo cable se lo permitía, Galvez empezó a pasearse por los dos anchos pasillos
que subdividían el conjunto de los bancos del aula mientras golpeaba enérgicamente
el micrófono arqueando el dedo índice. Inesperadamente, el sonido, tal vez inducido
mediante esos golpes secos, recuperó el volumen habitual y llegó con la misma nitidez
a todos los rincones del aula. Recién entonces, Gálvez habló para decir:
—Recapitulando.
Tuve que reconocer casi desde el principio que Gálvez no hacía otra cosa que
plantear hipótesis como si éstas no lo fueran. Es decir que, a partir de determina-
dos hechos o circunstancias biográficas, efectuaba aseveraciones que llegaban al
borde de una explicación más o menos convincente acerca del cine de Visconti.
Resuelto el problema del sonido, pude, y todos pudieron, escuchar con nitidez las
palabras de Gálvez:
—La semana pasada anticipé que Visconti tuvo una vocación excluyente por los
caballos de carrera. La vislumbró a medias en un regimiento de caballería donde hizo
el servicio militar. A propósito de esa experiencia quiero contar un breve episodio
que tuvo lugar la mañana que le dieron de baja y abandonó para siempre el cuartel.
A las ocho de la mañana, en medio de la muy espesa niebla invernal de Milán, no veía
más allá de los dos metros. Sin ninguna urgencia, conociendo de memoria el trayecto,
resolvió hacer a pie, sintiendo muy cerca el débil chapoteo de las negras aguas del canal
Naviglio, las cuarenta cuadras que lo separaban del palacio familiar de la Via Cerva.
De repente, al cabo de veinte minutos de caminata, un ruido que se reiteraba casi
rítmicamente le hizo suponer que una persona quizás estaba golpeando el empedrado
con una pala o con algún otro objeto de metal. Pero se trataba de otra cosa. Intrigado,
sacándose el sobretodo, hizo unos veinte pasos agitándolo para abrir la niebla hasta
que logró reconocer primero el pelaje negro de un caballo inmóvil en la mitad de la
calle. Avanzó y a no más de cincuenta centímetros, el caballo, resoplando, sacudió la
cabeza. El ruido metálico lo producía cada tanto el caballo con la herradura del casco
derecho, que golpeaba con la punta las piedras fijas de la calle. Le pasó la mano por las
crines húmedas y todo el cuerpo del caballo se estremeció como si hubiera recibido
una descarga eléctrica. Esa crispación, sin embargo, no se trasladó con ningún signo a
sus ojos. La mansedumbre de los ojos del caballo, le contó Visconti muchos años des-
pués a Alberto Moravia, ejerció sobre mí un efecto de gran sosiego. Y cuando después
de tantos años, agregó Visconti, me acuerdo de ese encuentro no estoy seguro de que
mi memoria haya guardado un hecho real o de que éste efectivamente haya sucedido
y más tarde lo soñé y lo que finalmente recuerdo sea solamente el sueño posterior al

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hecho. Lo cierto es que aquel instante inauguró para su vida un período de cinco años
dedicado con fervor a cuidar y criar caballos que intervenían con bastante éxito en los
grandes premios hípicos de Italia, Francia, Inglaterra. Una vez transcurrido ese lapso,
y tras unos cuantos meses de vacilaciones, a los treinta años surgió su vocación indis-
cutiblemente dominante por el cine. En París se convirtió en ayudante de Renoir,
etcétera. No necesito decir que hizo no más de tres importantes películas, algunas,
como Muerte en Venecia, que se la puede ver sólo si se renuncia a dejarse embau-
car por el embeleso prefabricado gracias a las acuarelas de Turner, otras francamente
malas como Ludwig, aunque ninguna llegó a la dimensión de Rocco y sus hermanos,
cuyo máximo logro artístico fue ocuparse de un tema que prácticamente le era ajeno a
Visconti, el de la emigración de una familia a la gran urbe industrial que termina por
triturar a sus integrantes. Sin embargo, una vez adentro de ese tema que lo superaba,
Visconti consiguió resolverlo a través de núcleos narrativos todos muy imbricados
entre sí que recién confluyen magistralmente en la secuencia conocida por la mayoría
de los cinéfilos como “la crucifixión de Nadia”, es decir, cuando la prostituta de ese
nombre, abriendo los brazos, es acuchillada por su amante. No me quiero detener en
más detalles para llegar al aspecto que considero básico. Entonces, el desconocimiento
de ese incipiente proletariado que todavía no cortó con sus orígenes rurales y que pese
a todo se encamina confusamente hacia un nuevo y hostil espacio social y económico
es lo que, en resumidas cuentas, le permite hacer Rocco y sus hermanos, que no dudo
en calificar de notable. Pero el fracaso realmente colosal de Visconti se produjo con
la adaptación de En busca del tiempo perdido, una obra y una civilización que, por el
contrario, conocía no sólo muy bien por ser casi un contemporáneo de ambas sino que
conocía obsesivamente. Fue un intento donde su vocación tropieza, se interrumpe,
tiende a hundirse sin atenuantes, carece de las energías necesarias para hacer realidad
el proyecto con el cual anhela coronar su vida. Sobrevino algo que se parece a lo que
ocurrió con su vocación inicial, la de criador de caballos. Esta quedó inconclusa del
mismo modo que quedó inconclusa su filmografía al no dar en el clavo con el guion
para la novela de Proust. Por razones distintas sin la menor duda, aunque ambas com-
parten lo que les impide llegar a su culminación. Algo indescifrable, no consigo dar
con un mejor acercamiento a esa imposibilidad. Se frustró nada menos que su obra
maestra. Hablo de obra maestra porque el propio Visconti le daba implícitamente ese
carácter. Aunque en realidad nunca lo fue, y ni siquiera existen imágenes que puedan
atestiguar lo contrario. Se la podría llamar en todo caso obra maestra imposible que
hizo añicos, miren lo que estoy diciendo, un talento creador que no aceptaba límites.
Gálvez hizo una pausa para hurgar en su portafolio. Finalmente sacó varias hojas
fotocopiadas sujetas con un clip y se puso unos anteojos para leer. No habían pasado
ni treinta segundos cuando dejó las hojas encima del escritorio. Levantó el micrófono
y lo sostuvo a escasos milímetros de la boca mientras seguía hablando:
—Quería citar con cierta exactitud dos o tres observaciones expresadas por Vis-
conti en un reportaje del año 1971, cinco años antes de morir, cuando anuncia su in-
tención de filmar todos los libros de En busca del tiempo perdido, excepto el primero.
La magnitud del texto lo conduce a afirmar que inicialmente se había propuesto hacer

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dos películas. Repartir en dos partes la novela. Algo que más tarde desecha debido
a las presiones del productor y a las razones presupuestarias y de comercialización
que éste hace valer. En segundo lugar reconoce lo que, en virtud de los innumerables
temas que surcan la novela y considerando el anterior obstáculo práctico, es a todos
luces evidente: el libro de Proust, dice el propio Visconti, constituye una inmensa tela
de araña en cuyo interior todo se ata y se desata. Pienso que con mucha desazón se vio
ante una tarea indescriptiblemente desmesurada, que lo humillaba, que era un verda-
dero atolladero, que lo había derrotado de antemano y que alguien como Visconti,
habiendo percibido este hecho, no sabía de qué modo escapar sin tener que urdir
alguna justificación que nunca iba a satisfacer su omnipotencia de artista. Ni siquiera
anteponiendo su desvergonzado cinismo tan a menudo practicado. ¿De qué manera
se puede filmar una frase como la siguiente, que, según Visconti, es la que mejor in-
terpreta las irreversibles mutaciones y las estrepitosas caídas de las relaciones amorosas
que aparecen y desaparecen en todas las vicisitudes del relato novelesco?
Con los anteojos puestos, Gálvez, siguiendo la línea escrita con el dedo índice,
leyó: todo sentimiento se destruye en contacto con una cierta realidad.
Luego de leer la frase se mantuvo en silencio. En la misma fracción de segundos
en que Vilma, sin sacarse todavía los anteojos oscuros, empezaba a levantar la mano
seguramente para hacer una pregunta, Gálvez decía que iba a completar en la clase
siguiente el tema que venía desarrollando.
—Si es que hay algo que completar –añadió antes de dejar el micrófono encima
del escritorio.
De pronto, antes de bajar de la tarima, dio media vuelta y recogió el micrófono. La
mayoría advirtió que Gálvez había cambiado de idea y casi todos volvieron a sentarse.
—No puedo irme sin antes hablar acerca de lo que omití. Lo del caballo entre
la niebla, antes que una descripción hecha con palabras en realidad es una imagen del
cine. Y el pescador de perlas que hay en un cineasta la asimiló sin tener verdadera con-
ciencia de lo que empezaba a descubrir. Con el tiempo, una vez adquirida su segunda
vocación, si es que realmente lo fue, si es que las vocaciones se adquieren y se abando-
nan a favor de otras, el antiguo anuncio se fue introduciendo en muchos encuadres y
primeros planos, en travellings, en escenas, y llegó a mimetizarse con ideas a primera
vista incompatibles.
Mientras la acompañaba hasta donde tenía estacionado su auto, Vilma me pre-
guntó si quería saber cuál era la pregunta que pensaba hacerle a Gálvez. Valga la re-
dundancia, dijo. Para enseguida agregar:
—Ahora ya no tiene ningún sentido.
Convinimos en que pasaría a buscarla una hora después por un natatorio del
centro. Se entraban los últimos rayos del sol y hacia el sur se elevaba una inmensa masa
de nubes con formas ovoides superpuestas. Las comparé con las que trazaban los di-
bujantes de historietas para aludir al cielo en medio de un campo completamente liso,
sin árboles, excepto unas lejanas protuberancias montañosas más bajas que las nubes.
Desde lo alto de una plataforma y a través de un ventanal vidriado pude observar
al grupo de seis mujeres que nadaban, cada una yendo o viniendo por carriles distintos

269
y separados entre sí por una soga roja de plástico con corchos atados que la mantenían
a flote. Todas usaban anteojos protectores y el pelo cubierto con un gorro negro de
goma. El color de las mallas variaba del amarillo al gris perla y al negro. Al llegar a cada
extremo de la pileta, los cuerpos hacían una tumba carnera y, con las piernas flexiona-
das y apoyando durante segundos los pies contra la pared, se deslizaban bajo el agua
unos tres o cuatro metros para recién emerger y efectuar las primeras brazadas. Cada
vez que se repetía el momento de tomar impulso trataba de adivinar, sin conseguirlo,
quién de las seis sería Vilma. Por otro lado, tampoco resultaba fácil determinarlo pues
eran muy dispares los recorridos de cada una. Casi nunca coincidían dos nadadoras
que iban y volvían al mismo tiempo, a veces también nadaban con estilos distintos y
las cabezas con los ajustados gorros no permitían distinguir el color del pelo. Hacien-
do un descanso apoyada de espaldas en el extremo opuesto a mi lugar de observación,
una de las nadadoras se sacó el gorro y quedó al aire su pelo. No tardé en darme cuenta
de que era Vilma. Primero me saludó levantando el brazo y luego se agarró de los
barrotes de una escalera para salir de la pileta. Mientras la observaba caminar con la ce-
ñida malla mojada por el borde en dirección a los vestuarios, también me di cuenta de
que iba sonriendo. Seguí mirando hacia abajo un rato más hasta que fueron también
saliendo las demás mujeres. La última se demoró en hacerlo pues siguió practicando
unas cuantas veces el golpe del pie contra la pared. Siete u ocho veces el cuerpo fue
hendiendo el agua y recorriendo una mayor distancia sin asomar la cabeza. Finalmen-
te el agua se fue aquietando y pude distinguir las uniones de los azulejos celestes del
fondo y de los costados de la pileta.
Aprovechando que su abuela había viajado el día anterior a Montevideo con el
fin de celebrar el cumpleaños número ochenta de su hermana mayor, Vilma me pro-
puso que fuéramos a su casa. Desde uno de los balcones del primer piso se alcanzaba
a divisar una curva bien marcada del río que cortaba en dos partes la ciudad. Ésta,
emitiendo sus últimos ecos, parecía depositarse de ese modo y cada vez más en los
resquicios profundos de la noche. La acción de la banda que desinflaba gomas había
quedado sumida a medias en el olvido. En los últimos días, ni siquiera había hecho
el ademán de abrir un diario aunque el motivo no fuera otro que el de leer la infor-
mación policial. Por otra parte, si la tendencia se hubiera incrementado no habrían
faltado comentarios escuchados al pasar. En la calle, en un bar, en un noticioso de
la televisión que, venciendo el rechazo que me producían, hubiera llegado a ver de
casualidad. A cualquiera le es concedido asomarse a las fronteras móviles del orden de
una ciudad que se desearía ver pulverizado por causas tan irrisorias y minúsculas que
a veces cuesta aceptar que tengan esa dimensión. La ignorancia del peligro contribuye
también a que esos anhelos se repitan a menudo como si no tuvieran, y no la tienen,
una única fuente de la que surgen. Con ese mismo estado de ánimo volátil me dije
que menos de dos metros me separaban del desierto. Éste había entrado a la casa con
un cactus cubierto de polvo y plantado en una maceta. Entretanto, podía escucharla
a Vilma en la cocina preparando una costeleta con puré. Antes de comer el primer
bocado, bebí de un tirón todo el vino blanco helado de mi vaso. Luego, comimos casi
en silencio sobre una mesa ovalada de vidrio y patas de hierro. Un rato más tarde, me

270
pidió que abriera una lata de ensalada de frutas. Era evidente que una nueva pausa
se venía gestando sin la intervención de Vilma ni la mía. Unos escasos instantes me
habían bastado para advertirla. El momento exacto había hecho eclosión mientras
intentaba reconocer a Vilma en medio de las otras nadadoras, prolongado cuando ella
caminaba al lado de la pileta con la malla empapada. Porque esos dos hechos me ha-
cían rememorar. Diez años atrás, quizás nueve, a lo largo de un mes estuvimos juntos
casi cada hora de nuestras vidas. Habíamos coincidido en el festejo organizado para
un amigo común que acababa de volver con su mujer de un exilio voluntario en Ca-
nadá. No estoy sin embargo demasiado seguro de que esa haya sido la oportunidad.
Lo innegable es que haya sido o no sostuvimos una breve conversación a raíz de un
error de Vilma. Me confundió con otra persona. Creyó que era arquitecto. Que había
construido ese o aquel edificio. Hubiera podido hacerme pasar por lo que no era,
ponerme sin titubear un disfraz que la desconocida, mientras me lo entregaba, estaba
lejos de sospechar que no me correspondía. Evité seguirle la corriente y ese fue no mi
error sino un acierto que sólo cumplió la función de suprimir el error suyo. Satisfecho
con mi decisión, al poco tiempo vino el resto. La frecuencia de las clases de cine que
compartíamos aceleró la ruptura de lo que más adelante quedó en mi memoria como
un amor fugaz pero intenso. Más adelante, cuando me contó que estaba viviendo
con Tulio, sentí que los cerca de treinta días que habíamos pasado juntos quedaban
perfectamente circunscritos dentro una etapa y que alguien provisto de esa palabra
también podía acudir a despertar acontecimientos del pasado. Por otro lado, dio co-
mienzo, es cierto, una amistad nacida justamente durante aquel mes. Pero nuestra
amistad, lo que ulteriormente fui llamando así, había tenido su punto de partida en
una circunstancia que, incluso contradiciendo esa posibilidad, sin siquiera estorbarla,
le permitió no sé bien cómo afirmarse y perdurar.
—¿Te interesa saber lo que pasa con Tulio?
Vilma hizo la pregunta y caminó hacia la cocina. Al no contestarle, quise darle a
entender que sí. Por las puertas abiertas del balcón entraba el aire cálido de la noche. Y
también la mezcla de olores casi nauseabundos, dulzones y pegajosos del río. La época
de las grandes lluvias del verano aún no había llegado. Las aguas ocupaban apenas
un estrecho cauce del río. Si atravesaban algún tramo más profundo, se estancaban
y giraban sobre sí mismas antes de seguir su curso. Botellas de plástico, ramas, hojas
podridas, alguna rata muerta dibujaban silenciosos círculos a cualquier hora del día y
de la noche. Escuché el plaf de la puerta de la heladera al cerrarse sola. Vilma volvió tra-
yendo otra botella de vino blanco helado. Se sentó otra vez y antes de cruzar las piernas
recogió su pelo con un broche que tenía la forma de las alas desplegadas de un pájaro.
Tulio había recuperado el habla y por más de dos semanas también retomó sus
actividades acostumbradas. Como por ejemplo, administrar la herencia que le dejó
su padre. O cobrar liquidaciones atrasadas por las ventas de su libro. Hasta que una
mañana, una hora después de lavarse los dientes, empezaron a sangrarle las encías.
Al principio supuso que, al desayunar, alguna cáscara filosa del pan se las había lasti-
mado. Pronto tuvo que descartar esa causa. Sólo había tomado café y el jugo de dos
naranjas. De manera constante sentía en la boca un líquido salado, como si tuviera

271
unas segundas glándulas salivales que secretaban sangre. Por momentos el flujo se pa-
raba y al rato, si se había acostado a dormir, despertaba con la boca llena de coágulos.
Ocurría además que mientras revisaba papeles, creyendo que el flujo de sangre estaba
detenido, gotas rojas caían desde las comisuras sin que Tulio hubiera logrado darse
cuenta. Muchos pantalones y camisas también terminaron igualmente manchadas.
Una mujer que esperaba el ascensor escapó gritando al ver que aparecía chorreando
sangre de la boca. El dentista no halló una explicación satisfactoria, excepto decir que
se trataba de los nervios. Pese a todo le recomendó que evitara los alimentos sólidos.
Una vez que las encías dejaron de drenar, Tulio empezó a bañarse muchas veces al
día. Como si no recordara, aclaró Vilma, que cuatro o cinco minutos antes lo había
hecho. Varias noches, desde su habitación, Vilma confundió el ruido de la lluvia con
el de la ducha del baño. Y por si fuera poco, dijo Vilma, un corte imprevisto del agua
en el sector de la ciudad donde vivían determinó que Tulio se instalara en la casa de su
madre para no interrumpir sus baños.
—Desde hace unos tres o cuatro días —murmuró Vilma con una voz que el
largo relato iba haciendo más grave— casi no come, ya no se baña y tiene encendido
todo el tiempo su grabador. De noche duerme dos o tres horas, se levanta, sigue ha-
blando, camina entre las cuatro paredes, vuelve a dormir, le pone un nuevo cassette al
grabador, pero en ningún momento lo apaga.
Le pregunté si había escuchado lo que Tulio decía. En el acto quise rectificar la
pregunta pero Vilma se adelantó:
—Cosas de su vida, fragmentarias, incoherentes, llenas de lagunas. Argumen-
tos para libros. También los ruidos que hace una silla cuando se la arrastra, los pasos
que hacen crujir el parquet, bostezos que parecen gritos sofocados, los sonidos mu-
sicales que emite la computadora al empezar a funcionar o el rumor de las teclas al
ser presionadas.
Me pregunté con el pensamiento si Vilma había escuchado alguno de esos cas-
settes grabados. No veía cómo podría haberlo hecho si Tulio no salía de la habitación.
Debía renunciar a saberlo.
—Está tocando fondo —dijo Vilma.
Mirándola, me costaba diferenciar si la de su boca era una sonrisa o una mueca.
Cuando hice arrancar la moto, el auto de Vilma estaba doblando la esquina. En mi
reloj eran las cinco de la mañana. Media hora demoraría hasta mi casa. Quizás menos,
dado que todas las calles se hallaban desiertas. Rápidamente desemboqué en la costa-
nera. Fui aumentando la velocidad cobijado por los altísimos eucaliptos que flanquea-
ban el río. De tanto en tanto el viento me hacía lagrimear los ojos. Con el acelerador
a fondo, la aguja del velocímetro no marcaba más de noventa kilómetros. Chocaba
contra algo invisible. Las revoluciones del motor. Eso era todo. Sin embargo, cada vez
que pasaba bajo algún puente reducía ex profeso la velocidad a menos de la mitad. No
lo hacía por precaución. Simplemente encontraba así una manera muy sencilla de no
llegar tan pronto. Además, desde la altura de cada puente las luces de neón caían con
sus finísimos rayos sobre el tanque y los guardabarros cromados de la moto. Luego
volvía a acelerar y los reflejos desaparecían.

272
ÍNDICE

Prólogo. Una sostenida suspensión de la realidad


Carlos Schilling 7
Estudio Preliminar. El nombre de una ciudad
Carlos Surghi 11

Dos cuentos (1975) 33


Autor de representaciones (1987) 59
Manera negra (1987) 75
Sobre una palabra ausente (1988) 123
El sueño del pantano (1992) 129
La sombra de los peces (1996) 151
Los días venideros (2001) 199

Tetralogía sobre la ciudad 253


Intervalos (2002) 255
Restos (2003) 273
Trayectos (2005) 319
Vísperas (2008) 363

cuando llega el invierno con sus largas noches (2004) 407


Hondonada (2009) 467
Comienza el eclipse (2011) 553
Su cara en las sombras (2020) 621
OBRA REUNIDA
II. ENSAYOS

Normas, instituciones, y actores


de la coordinación intergubernamental
en Argentina

Antonio Oviedo
Autoridades UNC
Rector
Mgter. Jhon Boretto

Vicerrectora
Mgter. Mariela Marchisio

Secretario General
Ing. Daniel Lago

Prosecretaria General
Dra. Ing. Agr. Paola Andrea Campitelli

Director de Editorial de la UNC


Dr. Marcelo Bernal

OBRA REUNIDA
ISBN 978-987-707-277-8 (OC)
978-987-707-280-8 (v2)

Oviedo, Antonio
II: ensayos / Antonio Oviedo; editado por Lorena
Díaz. - 1a ed. - Córdoba: Editorial de la UNC, 2023.
v. 2, 724 p.; 25 x 17 cm.

ISBN 978-987-707-280-8

1. Literatura. 2. Ensayo. 3. Compilación Bibliográfica.


I. Díaz, Lorena, ed. II. Título.
CDD 860.9982

Diseño de colección y cubierta: Lorena Díaz


Diagramación: Marco J. Lio
Edición: Lorena Díaz
Coordinación: Carlos Schilling

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723


Impreso en Argentina.
Universidad Nacional de Córdoba, 2023
ESTUDIO PRELIMINAR
EN LA PENUMBRA EXIGUA

Todo aquello que se le pueda proponer es inferior a su concepción


y a su trabajo secreto.
Stéphane Mallarmé, “Sobre la evolución literaria”
(entrevista de Jules Huret)

Los ensayos de Antonio Oviedo comienzan a publicarse en libros a partir de


2001, pero su escritura se había iniciado décadas antes, en esa vía paralela a
los cuentos y a las novelas donde se registraban las lecturas más intensamente
meditadas, sobre las cuales era preciso hacer señalamientos, observar su carác-
ter excepcional; no solamente en las notas introductorias o en las advertencias
explicativas que acompañaban traducciones y dossiers en la revista pensada y
dirigida por Oviedo durante la década de 1980, Escrita, que en algunos ca-
sos encontrarán su lugar en el cuarto volumen de Ensayos de lecturas, titulado
Quisiera ser la ballena (2022), sino también en breves y apretados, sintáctica-
mente complejos párrafos que podían acompañar las fichas técnicas de algunas
películas de autor en un cineclub que el mismo Oviedo dirigía en el centro de
Córdoba. Aunque esa voluntad ensayística, esa búsqueda de rastros persisten-
tes de sus lecturas, habría de encontrar ciertos estímulos externos que le darían
luego un caudal antes inesperado. Así, aparecen los primeros ensayos de Reali-
dades exiguas (2001) que constituyen una selección, de un tercio según dice la
advertencia preliminar, de las colaboraciones del autor en el diario La Voz del
Interior durante la década de 1990. Sin embargo, nada parece menos pertinen-
te que relacionar esos escritos sobre nombres o temas de la literatura mundial
con un supuesto “periodismo cultural”. En todo caso, el diario que los alojó,
que inclusive estimuló su escritura, no dejó de ser una anomalía vinculada a
determinadas personas que por momentos contradecían, como podía ocurrir
en el siglo pasado con los llamados suplementos de cultura, la lógica del medio
y su modo de circulación, que pronto tendería a minimizar esas posibilidades
anómalas de literatura dentro de su espacio hasta reducirlas casi a la nada. Y
quizás a ese carácter, entre efímero y fuera de lugar, de las notas para el diario

7
le deba en cierto modo su título el libro. Se trata de “realidades”, puesto que
en la mayoría de los casos los ensayos parten de ciertos libros que se editaban,
un pretexto en forma de noticia o de novedad para escribir sobre autores leídos
desde otro tiempo, pero también son “exiguas”, porque sus palabras podrían
desaparecer bajo la corriente de los días que pasan y transformarse en papeles
perdidos en la basura.
Curiosamente, sin embargo, el título del libro alude a un ensayo que no lee
a un autor sino que revisa la presencia de un tema en varios, de diferentes len-
guas y épocas: la ciudad. Esas ciudades de la literatura son exiguas, están trazadas
en el aire de la prosa o el verso, surgen de libros y recuerdan a veces experien-
cias urbanas que ya no existen, si la realidad puede ser un atributo de las cosas
escritas, pero acaso su existencia “exigua” sea la garantía de su perdurabilidad
en un lugar que no depende de edificaciones ni de poblaciones, ni siquiera de
un idioma. Sin dudas, las ciudades nombradas, a veces tenazmente descritas en
los libros, no dejan de ser reales, puesto que sus designaciones proceden de una
historia acumulada, pero tal procedencia no haría que la realidad parezca más
amplia que la ficción. Más bien ocurre lo contrario, la “ciudad literaria”, como
la adjetiva Oviedo, podrá permitir la lectura de rasgos, voces, trayectos que tien-
den a desvanecerse en el espacio histórico de la vida urbana. Contra la altiva
afirmación de Joyce de que podría reconstruirse la ciudad de Dublín a partir de
su novela, Oviedo subraya que esa ciudad novelesca, fundada en transcripciones
interminables de cosas visibles e invisibles, audibles, no tiene otra realidad que
en las páginas del libro. Dado que una cualidad de las ciudades, siempre siguien-
do el ritmo sordo de las modas que las llamó modernas, consiste en un insidioso
y constante cambio, más rápido que el tiempo de una vida, según Baudelaire,
podría decirse que la escritura que las describe va como acompañando su lenta
desaparición. La descripción, “un recurso adoptado por la literatura para suplir
a la mirada”, escribe Oviedo, parece que, antes que preservar, “erosiona lo real,
va drenando paulatinamente, hasta casi hacerlo desaparecer, su referente”. De
tal modo, los lazos con el referente de ciertos escritos que mencionan ciudades
o que las aluden no se atan a los objetos supuestamente reales que se describen,
sino que se vuelven a vincular con el estilo que les dio lugar. Así, la ciudad des-
crita por Joyce, para seguir con un caso ejemplar, no está ahora en esa isla liminar
de Europa, y de hecho la ciudad que persiste en llamarse como la de su libro po-
dríamos decir que literariamente ya no existe, que su única realidad es novelesca.
Si alguien visita una ciudad entonces que previamente ha leído, cuyas calles o
plazas o monumentos advirtió siguiendo las idas y vueltas de ciertos persona-
jes, convierte ese espacio en una fantasmagoría, donde las ausencias tienen más
fuerza que las cosas tangibles. Y quizás estos ensayos no dejan de relacionarse
con la función de la ciudad, progresivamente más evidente, más reconocible en
algunos nombres de habitantes o de lugares, en la narrativa de Oviedo.
¿Existe acaso Córdoba, ciudad de sus relatos, precisamente porque en su
realidad algo se resiste a ser narrado, descrito, porque no ha sido sustituida aún

8
por una literatura en sentido absoluto? Si los ensayos de Oviedo construyen
una enciclopedia personal, a veces deducible de los nombres en el índice de sus
volúmenes, aunque también en ciertos temas, ciertos motivos literarios, po-
dría decirse que esos encuentros, esos recorridos por momentos azarosos pero
luego recurrentes y destacados por libros y también cuadros, e inclusive filmes,
trazan un mapa cosmopolita: todas las literaturas se confunden allí en una idea
de la escritura que se traduce en la colección de singularidades. Cada escritor,
en el idioma o en la época que sea, de la que se apropia pero que también le
toca, es único, y en la defensa de su unicidad consistirá lo inasimilable de su
estilo, su carácter irreductible. La ciudad elegida, como la lengua elegida, como
los géneros que se utilizan, son el reverso, hecho por las obras, de la ciudad en
la que se vive o no, el idioma natal o aprendido, los libros que se leyeron. Pero
esa enciclopedia universal de rarezas que Oviedo se dedica a componer, reco-
giendo muestras que no dejan de multiplicarse, tiene también un reverso local,
lo que solo se puede escribir en esta misma ciudad que sus narraciones evitan
nombrar para señalarla mejor.
Acaso siempre lo que se escribió, o se pintó, estuvo en contra de las im-
presiones y las resistencias que la ciudad impone. Algo no planificado se abre
paso entre las construcciones que pretenden exhibir los resultados de cierto
orden. Como en la pintura paisajística de Córdoba, en un ensayo que descu-
bre la historia de un mundo en un arte aún no descrito de manera reflexiva
hasta entonces, las barrancas, su imagen, vienen a hacer aflorar la indomeñable
irregularidad de la geografía debajo de los intentos de urbanización siempre
renovados. Justamente, en el escrito fundamental del libro de Oviedo que re-
coge sus ensayos sobre pintura, El silencio de las emociones (2009), que se titula
“Paisajes en la pintura cordobesa”, como si se tratara de un mero aporte a los
catálogos del arte local, se puede ver esta lucha sorda entre lo irreductible, acaso
lo inhóspito, y los supuestos órdenes que la idea de ciudad podría acatar. Una
contraposición que puede incluso describirse como una extraña dialéctica en-
tre la afirmación del lugar, su tácita aceptación, y el resentimiento, el odio que
pretende convertirlo en su opuesto, la forma, los nombres. Escribe Oviedo,
“ondulaciones, anfractuosidades, hondonadas, promontorios, pendientes, de-
clives, calles que se enroscan sobre sí mismas o que parecen haber sido abiertas
sobre la pared vertical de un acantilado, poseen una traducción no menos pa-
roxística en los ‘altos’, ‘bajos’, ‘cerros’, ‘colinas’, ‘lomas’, ‘valles’, ‘bajadas’ que
proliferan en la toponimia urbana. De todas esas laberínticas irregularidades,
la más descollante y ubicua ha sido la barranca, ya que por sus frecuentes trans-
formaciones geológicas en un sentido o en otro forma parte de todas las va-
riantes citadas; y ni siquiera el pavimento o las casas y edificios porfiadamente
construidos sobre ellas han logrado hasta hoy alisar o someter completamente
sus testarudos signos”. Contra la porfía de los edificios, los signos tenaces, casi
reactivos, de las barrancas parecen reiterar el combate entre la homogeneidad
de las clasificaciones literarias, sus etiquetas que no dicen nada o que sirven

9
acaso para atenazar los movimientos agitados de una lectura fascinada, y la
singularidad de cada estilo, su resistencia a ser alisado.
De allí tal vez la reincidencia de Oviedo en el oxímoron para nombrar sus
ensayos, sus lecturas que suspenden todo juicio porque buscan la inminencia
de lo que no puede resolverse sin desaparecer, o que se emite como un brillo en
el instante mismo de su eclipse. Como una oscura claridad, entonces, lo real es
exiguo, los fulgores también son opacos, el escritor que parece escribir bajo una
lámpara está íntimamente en la penumbra, y en la apertura de los más recientes
ensayos publicados la definición conceptual deja su lugar a una voz, a una pri-
mera persona que no proviene de la crítica sino inexorablemente de la ficción.
Salvo que debe entenderse la ficción no como un espacio paralelo a lo real, sino
más bien como su pliegue, su repliegue, que la idea de voz podría representar si
tan solo se traspusiera al orden geométrico: una superficie sonora que se dobla,
se redobla, y en su interior desliza el eco que hace vibrar cada irregularidad, cada
aspereza. Nadie puede oírla, pero tal vez alguien se tome el tiempo de escribirla.
Se trata de “seguir una voz interna que nadie oye”, según concluye otro ensayo
sobre una novela situada en un sanatorio de locos. Así se define entonces “la
tarea que cada escritor se encomienda a sí mismo”, o sea “escuchar esa voz mur-
murada que muchas veces articula sus deseos de literatura”.
Sin embargo, lo que dice esa voz, tal vez una para cada cual pero no muchas
para cada uno, no podría ser un mensaje, puesto que un deseo de literatura se
dirige al vacío a cuyo alrededor se anuda la estructura lábil de cualquier frase.
No hay entonces nada que decir. Pero sobre esa nada, encaramado en la fasci-
nación de su propio derrumbe inminente, el ensayista describe cada cuestión
de estilo en sus escritores y pintores entresacados de ruinas, ya que no hay otra
cosa que restos en toda biblioteca, en todo museo. La pasión de la búsqueda de
los libros que importan o de los cuadros que cautivan constituye quizás una
reacción al puro deseo de literatura, porque entonces las vidas de esos autores,
las circunstancias contra las que impusieron su singularidad, interesan hasta el
extremo de volver transparentes sus obras. Es como si a través de las frases, que
deben olvidarse para poder seguir leyendo, se pudiese ver el mundo renovado, y
la historia más absurda, como la de cualquier país y cualquier siglo, adquiriese
así un sentido casi diáfano. Todo estaba hecho para terminar en un libro, tal vez,
aunque también el libro permite ver la textura, la factura de todo.
En un libro que se diferencia notoriamente de los cuatro que recogen “en-
sayos de lecturas” y también del que reúne los textos sobre arte, Oviedo presenta
obras de Escritores cordobeses (2016). Son también “lecturas”, pero el hilo tenue
que las une no sería la pura atención del ensayista, sino que se le agrega como
un color ese incómodo gentilicio. ¿Puede una ciudad de nombre antiguo pero
siempre en duda sobre sus orígenes ser la misma para novelistas, memorialistas,
poetas que además se extienden desde el siglo XIX hasta el presente? Tal vez esa
localización sea solo un pretexto, pero también es posible que algo insista en la
sombra de tantos escritos que refieren a esa ciudad o voluntariamente evitan

10
nombrarla y acaso así la indiquen aún más, a través de su ausencia de nomina-
ción. El conjunto de lecturas cordobesas, entonces, no busca ser un catálogo que
confirmaría ni siquiera un valor, mucho menos una representatividad. Pareciera
que son escritos, muestras de obras, aciertos parciales o excentricidades semive-
ladas, que reflejarían el mismo tanteo del ensayista.
El hecho de escribir en Córdoba ¿es un signo de algo? Imposible decirlo.
Lo heterogéneo de esos autores, varios de ellos contemporáneos, desmentiría
cualquier sentido. Y, sin embargo, algo sordamente continúa entre los nombres
propios: “una pluralidad de escrituras que ajusta sus modalidades y perspectivas
a una economía de lo heterogéneo en la cual se inscriben sus particulares mani-
festaciones: todas ellas trasuntan cierta inestabilidad tan inevitable como nece-
saria que se activa permanentemente y propone una continuidad cuyos rumbos
no siempre se expresan linealmente”. Literatura fantaseada en Córdoba que pa-
rece negar la existencia misma de un lugar, en busca de una continuidad que es
tan inaccesible como una acentuación que no puede transcribirse. Hay una cita
de Sarmiento a la que Oviedo vuelve con particular ironía, si no con un anhelo
de verdad parcialmente revelada: “Córdoba no sabe que existe en la tierra otra
cosa que Córdoba”. Lo que invertido resulta: Córdoba no existe, es un lugar
imposible de saber, fuera de los libros, e irreconocible, para sí, en sus propios fra-
seos enredados como retruécanos salvajes. Por lo tanto, el libro de Oviedo sobre
escritores cordobeses no vendría a confirmar esa tozuda voluntad de autoafir-
mación de un sujeto inexistente aludida irónica, sarcásticamente por Sarmiento.
Más bien al contrario, en los meandros sintácticos, en la misma inestabilidad de
los estilos y de las obras, aparece lo que una ciudad no puede ser. Su río, apenas
salido de la sierra cuando se interna en la hondonada donde empieza la ciudad,
está desprovisto de ese tranquilo zigzagueo de los grandes caudales de llanura, y
se desliza, sentencioso y breve, como un recuerdo difuso del latín, también vitu-
perado por Sarmiento, o como un vestigio de irrecuperables idiomas indígenas,
acaso lacónicos, sincopados y belicosos. Sin embargo, en el pozo entre barrancas
que se abre junto al río para rodear un centro carente de horizontes amplios y
circunscripto por elevaciones barriales, a las horas en que fue posible escribir
para algunos de los escritores con cuyos libros se topó la curiosidad de Oviedo,
un estado crepuscular habrá atenuado la estrechez de miras de la ciudad exigua.
En la penumbra, casi al acecho, se pudo escribir ahí incluso como si el
lugar mismo no existiera. De hecho, las mismas narraciones de Oviedo, sin
nombrar el lugar, no pueden prescindir en muchos casos de unos vestigios
de localizaciones más o menos precisas. Se trata entonces de una penumbra
exigua, para usar dos términos que titulan sus ensayos, en la cual se puede es-
cribir y hacer crecer el margen de la ensoñación hasta volverla más real que
las cosas describibles del mundo, de una ciudad cualquiera. Por otro lado, la
“penumbra”, en astronomía, es el momento previo al eclipse, el acercamiento
de la sombra, la casi oscuridad, pero quizás sea también, justamente por eso, el
instante en que la franja luminosa que persiste se torna más brillante, como un

11
opaco fulgor insoslayable que la literatura mantiene, detenida en la ambivalen-
cia de sus frases. Como si dijéramos: no hay otra cosa que una ciudad, pero las
cosas mismas están hechas de sueños.
En el tercer volumen de “Ensayos de lecturas”, Opacos fulgores (2014), se
encuentran hallazgos más notorios tal vez de ese arte de destacar lo que destella
en el instante de su ocultamiento. El caso de Julien Gracq, cuya lectura minu-
ciosa le da título al libro, podría ejemplificar ese oxímoron que es la clave de
los ensayos de Oviedo: la claridad velada, la veladura refulgente. Los fulgores
pueden parecer opacos pero no por ello dejan de existir; su misma opacidad les
garantizaría una manera prolongada de la persistencia. Lejos de la atención que
consume y abandona rápidamente sus objetos, se diría que la literatura encuen-
tra su verdad en un espacio más recóndito, donde el que va a buscarla se ha
vuelto presa de la más intensa avidez, tal vez insaciable, que ansía incorporar y
convertir en citas las esencias de los estilos que se ocultan en la apariencia grama-
tical de meras frases.
Oviedo se interesa en escritores que por algún aspecto, tema o giro lo
atraen, pero su objetivo no es explicar tales aspectos ni aclarar el sentido de sus
obras, sino antes bien rodear sus núcleos de intensidad. La curiosidad del escri-
tor lo hace sobrevivir a la lectura, y seguir escribiendo en la incertidumbre, aun
cuando ahora disponga de otro puñado de frases taxativas o ambivalentes. Esta
meta que no llega a alcanzarse, esta disolución de las afirmaciones y de los datos
que, apenas se enuncian, ingresan en el ámbito subordinado de la duda, consti-
tuyen el modo de exposición del ensayo en Oviedo. En varios casos, tal disolu-
ción de su propio objeto, hacia el que la curiosidad apunta, al cual rodea, antes
de abandonarlo envuelto en su misterio, en el inexplicable éxito de su escritura,
se manifiesta mediante una última o penúltima frase colmada de ambivalencia,
cuya estructura algo barroca puede inscribir a nivel formal su decisión de ambi-
güedad. La frase entonces indica que tal escritor ora busca configurar un objeto,
ora lo desmorona, pero que finalmente su obra se revelaría en la reiteración de
ambos gestos. En su modo afirmativo, la figura propiamente literaria sería la de
permanentes bifurcaciones y extravíos, como se escribe al final de una reflexión
sobre Madame Edwarda de Bataille: “una misma escritura reúne quizás mo-
mentáneamente sus respectivos caminos, e interroga, sin adormecerlos ni des-
viarlos, sus extravíos y bifurcaciones”.
Sin embargo, la encrucijada o el trivium, esos puntos donde los caminos se
bifurcan o se chocan, sólo en apariencia pueden formar una figura, porque el en-
sayo pasa por allí pero nada más lejos de su intención que trazar un mapa estable
y ponerle hitos a un territorio conquistado. La bifurcación se extravía porque
pierde su orientación inicial, si es que había tenido una. Antes bien el comienzo
habrá sido un interés, incluso la insistencia de ciertas lecturas, de nombres que se
han ido volviendo insoslayables para alguien, pero a su vez la reaparición de ese
interés, la frecuentación de autores que fascinan, pareciera no haber ocasionado
ninguna especie de comprensión o esclarecimiento. La literatura no se traduce

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aquí a ningún otro lenguaje. Por eso no hay mapas ni juicios ni clasificaciones ni
filosofemas. E incluso cuando se sale de los nombres propios, como en el exten-
so ensayo sobre una ciudad milenaria, Alejandría, asistimos a la digresión y a la
excursión por diversas escrituras, diversas épocas, cuya estratificación nunca se
ordenará en ninguna historiografía, salvo que se remonte ese género a la escritu-
ra de anécdotas. Tal como Oviedo dice acerca de un escritor cautivado y repelido
al mismo tiempo por la ciudad en la que se ve obligado a escribir y también
impulsado a escribir: “los enunciados históricos van perdiendo gradualmente
ese carácter y las palabras ingresan a una zona donde el relato literario, dueño
del curso que eligió, termina por enunciar una suma de observaciones acerca
de egoísmos, ramplonerías e intrigas de reyes ptolemaicos capaces de cometer
crímenes atroces o, aburridos y melancólicos, contemplar desde sus balcones a
los grupos de gente sencilla deambular por las anchas calles alejandrinas”. En
esta frase, final de una larga serie de subordinadas, se encuentra el modelo de lec-
tura digresiva, afecta a los meandros de un río exótico de planicie, que lejos está
del lugar en que se arman tales estructuras gramaticales. En esas bifurcaciones y
extravíos del orden de la frase, que parece afirmar ciertos datos para enseguida
poner en duda su importancia, antes que glorificar los fulgores de la literatura
admirada, se trata de resguardar en la penumbra de la vacilación una opacidad
relativa, que designa tácitamente el misterio de que ciertos textos hayan sido
escritos y que su potencia siga insistiendo en otros ámbitos.
No es casual que la forma de las frases despliegue en el nivel mínimo del
escrito aquello que se anuncia en títulos, nombres, unidades mayores o subraya-
das. Cada momento de escritura se ve arrastrado por ese doble movimiento: un
avance hacia lo que se dice, el tema, la novela, la ciudad, pero en su mismo inte-
rior, en la irrupción de otras expresiones que acuden al paso de manera irresisti-
ble, se produce la apertura de un retroceso no menos imperioso. No obstante, la
frase no se quiebra sino que prosigue su avance detenido, arma otro trayecto en
busca de nuevos desvíos. De allí que el ensayo como forma al estilo Oviedo po-
dría definirse casi en cada página con palabras que la lectura destinaba a describir
obras de otros, como en la siguiente afirmación: “Si bien las peripecias surgidas
de cada texto suelen transitar una linealidad carente de fracturas, en ese mismo
instante otra linealidad más apacible pero disonante toma el relevo y se despoja
de lo que no era otra cosa que una estabilidad efímera”. ¿Y hacia dónde se di-
rige esa línea que desarma lo anteriormente armado? ¿Qué significa que pueda
calificarse a la vez como apacible y como disonante? Podría decir que va hacia
su origen, o sea que vuelve, contempla bajo la especie de otras voces el punto
ciego de su propia matriz significativa. Y en tal sentido, sería apacible porque ha
sido el pulso de su constitución, de su cambio y de su persistencia, aquella línea
exploratoria y autolimitada donde se asentó en un principio el largo aliento de
la curiosidad sin límites; pero también sería disonante porque busca mucho más
de lo que podía preverse en su nacimiento, tantea un mundo que ningún mapa
de líneas podría transportar al papel. La estabilidad efímera de ambos pulsos, de

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ambos polos de la línea, de su íntimo avance dubitativo, deberá recibir el nom-
bre de literatura, la única que importa.
Para evitar en parte el dualismo al que parece conducir toda descripción de
una ambivalencia, y señalar entonces que cuando pasa una cosa y luego lo que
pasa se pierde, o bien cuando ora se trata de este escritor, ora de aquella eficacia
de lo escrito que casi no le atañe, no queda ningún par establecido sino que se
eclipsan ambas instancias para que aparezcan otras, al menos una para cada uno,
intentaré entonces esbozar tres principios de lectura que animarían parcialmen-
te, por momentos, estos ensayos. En primer lugar, un principio de veladura,
por el cual se establece cierta difuminación de los objetos. Pero dicho efecto no
se debe a la imprecisión de las frases, todo lo contrario, antes bien el detallismo
de unas descripciones que se continúan hasta el nivel de lo ínfimo hace que la
totalidad se esfume. Digámoslo en términos cinematográficos, que son los que
en un momento usa Oviedo a partir de la escritura de Julien Gracq: la cámara
enfoca un elemento mínimo, una brizna de pasto que tiembla bajo el empuje de
la brisa y que luce su verde comunicativo bajo los rayos del sol, pero ese yuyo no
es una puerta de acceso a la totalidad del día soleado, sino su principio de vela-
dura. Es como si el ojo que se detiene en la cosa mínima sólo pudiese alcanzar
la intuición del entorno por aquello que no enfoca directamente, lo que ve sin
mirar. En el estilo de estos ensayos, su forma es la digresión, el desvío hacia un
detalle que no cabe soslayar pero que en ese trayecto de alguna manera pierde lo
que habría sido su objeto o, mejor dicho, encuentra que su verdadero objeto era
la misma desviación. He aquí el lema del primer principio: “Velados fulgores,
amagues a veces furtivos de estos reflejos truncos (…) aparecen, desaparecen y re-
aparecen, cual raros instantes de gracia, con sus promesas de nuevos ciclos luego
no siempre enteramente cumplidos”.
El segundo principio estilístico que quisiera señalar podría llamarse, según
la metáfora ya gastada de la física moderna, el principio de indeterminación. Sin
embargo, en el caso de Oviedo no hay un azar que se introduzca en el trayecto
de quién sabe qué partículas literarias. Los nombres se eligen, los libros que im-
portan se vuelven determinantes. Lo no determinable es el efecto de dos inten-
sidades: leer y escribir. Entre ambos polos se produce un balanceo o vaivén, una
conexión por momentos no visible, casi a espaldas del estilo que se construye
leyendo y escribiendo, que no puede deducirse de lo leído, obviamente, pero
tampoco de lo escrito, sino que es una forma potencial que nunca alcanzaría
su punto de equilibrio. Así se enuncia pues el segundo principio: “El término
balanceo corresponde aquí a lo que va hacia un lado y vuelve hacia el lado de
donde partió y viceversa, formando en cada lado una sola cosa que aglutina par-
tes iguales de los dos extremos”.
Indeterminación y veladura delimitan entonces un espacio que permite
alojar la verdad de las lecturas, que se volverá escritura. Pero, ¿qué es la verdad?
¿Acaso existe? Preguntas que me llevan a indicar un tercer término que llamaré,
por ponerle algún nombre, principio de fragilidad de la verdad. No obstante la

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difuminación y la movilidad perpetua que surgen de los principios anteriores,
la verdad sigue siendo algo que las frases encuentran, diciendo que lo leído y sus
intensidades constituyen algo más que meros libros. Puesto que lo frágil no es
lo sencillamente inexistente. Pero sólo bajo la apariencia de lo evanescente, de
su indecisa fragilidad, la verdad puede afirmarse o por lo menos vislumbrarse:
fulgor velado pero firme en el centro de construcciones de innegable opacidad.
¿Cómo se escribe este tercer principio? Sería, acaso, “el estrecho intersticio por
donde lo verdadero se desliza a fin de mostrar menos su consistencia que su
ambigua fragilidad”. Y no por ambigua y frágil, antes bien justamente en virtud
de tales cualidades, la verdad de este libro pertenece al ámbito de la literatura, sin
atributos, en la pureza de su intensidad.
Una frase del libro Quisiera ser la ballena (2022), el cuarto de los “ensayos
de lecturas”, que ya mencioné, o más bien una parte de frase, podría indicar esa
manera de ver la luz que fascina en la literatura pero que nunca abandona la
sombra, la ambigüedad de las palabras, y además señalaría la tarea infinita de es-
cribir: “ceñir la esquiva luz que la penumbra trae”. Frase que adquiere, separada
así, la consistencia de un verso, con dos hemistiquios heptasílabos, puesto que
solo su ritmo parece imponer la necesidad del epíteto previo al sustantivo “luz”
y el efecto de sentencia latinizante que provoca el verbo al final. En este libro,
los ensayos de Oviedo cobran una nueva forma: cada uno de ellos prescinde de
todo punto y aparte, se vuelve un párrafo, y el conjunto se sucede sin que los
temas empiecen en página nueva, como subtítulos de una extensa reflexión so-
bre literatura, principalmente, aunque también sobre cine, imágenes, o motivos
que tocan cualquiera de esos modos artísticos. Tampoco aparecen en esta nueva
compilación reflexiva las referencias a diarios o revistas donde se habrían publi-
cado los textos previamente. Antes que la colección de notas, presentaciones,
prólogos, comentarios que diversas circunstancias habrían incitado a escribir,
ahora se asiste a una extensa meditación estética sin orden cronológico. Una
nota preliminar indica que los ensayos abarcan treinta y cinco años de escritura.
Volviendo al que se titula “Exigua luz”, su avance en torno al tema de la
penumbra se expande desde una serie de fotografías donde algún detalle se vin-
cula con relatos descritos, comentados en otro momento del libro, pero no deja
de tender también relaciones con la pintura, con la peculiar luminosidad del
cine, sin abandonar nunca, “a través de zigzagueantes acercamientos”, escribe
Oviedo, la voluntad de escudriñar, de asir un objeto esquivo, cuyo aspecto exi-
guo atrae aún más la atención. Por momentos, esa luz no está solamente en la
ambivalencia propia de las obras, sino que se manifiesta en el entorno vital del
artista, como en ciertas fotos de dos escritores y de un pintor, en supuestos es-
tudios o talleres, que rodean de un aura difícil de describir los cuerpos que se
ofrecen para ser retratados. Algo del remolino esquivo de la luz dejaría su rastro
en la penumbra de esos espacios en los que una máquina perspectivista captó
las poses de los escritores y del pintor. El hecho, tal vez, es que esos cuerpos
ya no existen, y sus libros o sus cuadros no guardan de su presencia sino una

15
luminosidad opaca, como a través de un vidrio oscuro, por mencionar una me-
táfora que cierta traducción pudo aplicar a una película de Ingmar Bergman,
mencionada por Oviedo.
En más de un ensayo, aunque no de manera literal, se reitera la alusión
a una frase de Proust, a la observación aristocrática de un personaje, en la que
sobrevive la idea de una superioridad de la pintura sobre las imágenes técnicas:
“La fotografía adquiere un poco de la dignidad que le falta cuando cesa de ser
una representación de lo real y nos muestra cosas que no existen más”. Esa dig-
nidad de mostrar no solo aquello que no existe, lo que alguna vez existió, sino de
conservar su rastro luminoso, en una especie de cristalización de su apariencia,
podría definir las imágenes, su representación opaca de lo exiguo, que es la mate-
ria viviente. Pero dado que Oviedo demostró que las imágenes son una promesa
o una huella de indeterminadas emociones, ir hacia ellas, en el silencio detenido
por ellas, es acercarse al ámbito de las palabras, donde alguien puede susurrar
una frase; como si no hubiese saltos entre imágenes, emociones, palabras. Así,
unas fotos de artistas conducen a la descripción de una ballena blanca, muerta
en la playa de una nouvelle francesa, cuya opacidad se parece a la concentración
de la luz absorbida, inmóvil, que hubiese quedado atrapada en alguna piedra
blanca. Y en verdad, una estatua de mármol en un rincón elevado detrás de la
cabeza de artista que captura una foto lleva de nuevo a la ballena que el título del
libro plantea como un inescrutable anhelo.
¿Quién quisiera ser la ballena? Sin duda alguien más que la mujer que
le dice la frase a un probable amante cuando contempla fascinada el enorme
cadáver blanco. Acaso se trate de un deseo de literatura que se remonta a la gran
novela clásica de una ballena que puede ser todos los temores y todas las obsesio-
nes, pero cuyo indomable salvajismo, su absurdo tamaño indescriptible, fascina
más allá de la muerte de los personajes, excepto el que habla, narra. El que lee
quiere serlo todo, quiere lo imposible, ser acaso una ballena que se arrojará a la
muerte con el agotamiento de su cuerpo, sin imágenes, sin palabras. Pero el que
escribe, apoyado en una prótesis que deja letras al pasar, anhela el cuerpo inerte,
la carne opaca que se pudre en la blancura. Esa monstruosidad de la literatura
apenas puede ser rozada por las tortuosas y al mismo tiempo hieráticas emo-
ciones que un erotismo silencioso y suicida convierte en escenas cinematográfi-
cas. De allí que el ensayo de la luz, luego de un rodeo imaginario, desemboque
nuevamente en la novela, ese leviatán de los últimos siglos narrativos, donde se
busca una y otra vez lo imposible: imágenes que sean emociones, que vivan de
palabras, donde lo que pudo no existir y lo que existió finalmente se transfor-
men en todo lo que es.
Sin embargo, la reticencia de las imágenes hace que nunca se llegue del
todo a describirlas, tampoco a producirlas casi de la nada mediante palabras.
Algo se da en las imágenes al mismo tiempo que estas se retraen ante el há-
lito de unas frases. Oviedo señala así “lo que las imágenes entregan y lo que
son reacias a entregar cuando se pone en juego el cómo encararlas mediante las

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palabras que procuran dar cuenta de su testarudo mutismo”. Cuando se rompe
el silencio, sale a la luz la pasión obstinada de una imagen por su mutismo. De
allí que el silencio, como un habla que todavía no se pronuncia, sea el indicio
también de que hay imágenes, cuya sombra en el fondo de figuras iluminadas
sería el punto de atracción para que aparezcan series de palabras, como si los
ojos se cerraran en el mismo enfrentamiento con lo visible, en “ese grado cero
de la penumbra que es la ensoñación”, según la definición de Oviedo. Pero ese
estado de semivigilia o de alerta, que absorbe la vista y la retrae hacia sus encade-
namientos de palabras interiores, no deja de ser promovido por el acercamiento
de la penumbra a la oscuridad, como en un cuento de Felisberto Hernández,
varias veces citado en estos ensayos, que se titula “Nadie encendía las lámparas”,
donde la sustracción paulatina de la luz suprime las tentativas de un artista,
que justo cuando quiere salir de esa penumbra absorbente, es retenido por una
mano que no reconoce del todo. La “luz exhausta” del cuento, que agota las po-
sibilidades de narrar o de repetir lo narrado, se retira junto con su borde exiguo,
ante la inminencia de una sombra porque, como diría un título de nouvelle,
“comienza el eclipse”. Antes, el ensayo, suspendido, no taxativo, se demora en
su ensueño, en el desenvolvimiento de lo que imagina: “no existe preponde-
rancia alguna del sueño sobre la realidad y viceversa, y sin embargo todo parece
a punto de disolverse y quizás solo las sombras hechas de luz serían capaces de
impedir la desintegración absoluta”.
Como los fulgores de un incendio lejano, entre los edificios que parecen
recostarse contra unas montañas amarillentas, acaso el sueño fuera también el
autor, en relatos y ensayos, de la ciudad que nunca se deja de describir ni de pin-
tar, pero cuya dignidad, si llegase a alcanzarla, reside en su existencia imposible.
De modo que la ciudad, objeto de ensayos, siempre está perdida o en proceso de
descomposición: las barrancas reviven cuando los edificios son demolidos; grie-
tas e inundaciones amenazan las paredes demasiado modernas para ser salvadas.
Ese inminente desvanecimiento de la ciudad puede adquirir el tono de la nostal-
gia, como en el libro particular del prolífico Arturo Capdevila que Oviedo resca-
ta del olvido, sus memorias de “tiempos idos” en una Córdoba cuya única reali-
dad habrá sido el recuerdo y que finalmente se alza en el país de los muertos y los
libros abandonados. En una prosa acaso desvaída, cuyas “capas de sensiblerías”
hay que atravesar o levantar para poder seguir leyendo, se trasluce ese momen-
to luminoso de lo que ya no existe, la escritura de “la pérdida irremediable de
ese lugar amado”, que incluye la división social, la fractura de su espacio, entre
el centro conocido, familiar, y el margen carnavalesco con sus “muecas de una
alegría bárbara”. Luego del ensayo que acabo de citar, titulado “La ciudad de la
nostalgia”, otro viene a indicar el gesto de escribir, la tentativa antes que su ob-
jeto inaccesible: “Capturar el pasado”. Se trata de captar impresiones cuya causa
ya no existe, y además por medio de palabras cuya relación con lo percibido no
deja de ser lábil. Esta doble improbabilidad se traduce en el paralelismo que se
impone al acto de escribir: para recuperar el tiempo hay que desplegar el espacio.

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Así, “la escritura”, escribe Oviedo, “busca las condiciones de posibilidad de reco-
brar aquello que el olvido se empeña en opacar o en no entregar fielmente al que
trata de descubrir sus múltiples velos”. Y sin embargo, tal vez lo recobrado no sea
una memoria sino esos jirones sin continuidad que forman la materia del recuer-
do, esos fragmentos que se parecen a lo escrito. Lo que se leyó está como perdido
en la memoria, al igual que los actos de leer y de escribir se dejan arrastrar por
la corriente de los días, pero una lista de libros, el constante retorno de unas
citas, la enumeración de nombres y de lugares, que se parece a una descripción
interminable y a los detallismos del insomnio, solo pueden detenerse, retenerse,
cuando se escriben. Si las narraciones buscan convertir el sueño en la materia
verbal de la realidad más tangible y así elevar las cosas, una ciudad, unas voces y
unos cuerpos, a la dignidad de la ficción, los ensayos intentan volver a saborear
el manantial de la memoria entre los objetos rígidos de recuerdos aislados. Cada
libro no dice nada en sí mismo, pero su paso, su relación con todos los libros, el
centelleo en la noche de los que importaron para alguien, transforma la lectura
en una fuente incesante. El olvido, opaco, parece empañar hasta los objetos que
se leyeron o se vieron, pero la búsqueda curiosa del ensayista vuelve a seguir el
rastro de un fulgor extraño, a través de los múltiples velos, idiomas, retóricas,
repeticiones, que es preciso levantar.
Del mismo modo, las imágenes, opacadas por su obstinado mutismo, se
resisten a la traducción de su emoción en palabras. Y sin embargo, solo escribir
en torno a ellas, como quien se asoma al borde de la barranca que representan
una y otra vez, podrá registrar algo más que nombres, fechas y maneras de pin-
tar. Hacia allí se dirige el ensayista. O más bien el singular zigzagueo sintáctico
de las frases de Oviedo se dirige “hacia” las imágenes y hacia los libros, en busca
de una continuidad que prosigue en medio de las intermitencias impuestas
por cada reanudación y cada digresión. De allí que estos ensayos puedan ser,
por momentos, menos conceptuales que rítmicos, y que pertenezcan sin más a
un deseo de literatura y no a un atesoramiento enciclopédico de saberes. Aun-
que tal vez resuene en ellos un eco de la palabra “enciclopedia”, pero en un
sentido personal, repito, como si hubiese una para cada uno, como si fuera
una variante de la biblioteca, ese espacio por el que se camina en círculos, en
donde los niños aprenden en ronda a ver los panoramas de las obras anteriores
a sus propias vidas.
Hay dos libros de poesía entre los publicados por Oviedo, que son una
muestra de su peculiaridad sintáctica y rítmica, aunque también de su aspiración
imaginativa, plástica. Son a la vez una miniatura de su obra y una monstruosa
expansión del objeto, del átomo de su composición, la frase. En el que se titula
Cuando llega el invierno con sus largas noches (2004), una sola oración escandida
en mil sesenta y nueve versos describe espacios, panoramas, carteles, reminiscen-
cias, movimientos de un cuerpo que medita, recuerda, tal vez sueña. Lo que se
despliega en las descripciones, las impresiones captadas por la frase, luego se re-
pliega para volver a encontrar su punto de partida. En el camino, imágenes, que

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despiertan algo así como emociones, se unen a maneras de decir, que procuran
ir hacia ellas, hacia lo imaginado, tal vez soñado, pero detrás de lo visto y de lo
dicho se expande una suerte de paisaje, la ciudad que podría estar ahí, al alcance
de la mano, pero que también se esconde como en un follaje, o más bien una
textura irregular. Las “luces inconfundibles en la madrugada” se divisan a través
de esa superficie empañada, la escritura acaso, para tender al ámbito analógico de
la pintura: “son consecutivas franjas violeta / casi pegadas entre sí / con bordes
que se deshilachan / y empiezan a desprenderse y caer / unos encima de los otros
/ dibujando una rejilla / de líneas desiguales y efímeras”. Como en un momento
no figurativo, la mirada se detiene antes de su supuesto objeto, se desenfoca, di-
gamos. Pero ese detallismo anterior a todo contorno prefijado, antes del sentido,
le permitió también al ensayista ver puntos, ritmos, incluso defectos, que sin-
gularizan cada libro o cada cuadro. Luego la rejilla, el vidrio empañado entre las
cosas y el ojo, se evaporan, no sin antes sufrir rápidas metamorfosis. La “rejilla”
se hace “bosque o arboleda” hasta enredarse, entrelazarse en el aire, y “formar
un ovillo”. Cuando “por fin el cielo se limpia”, no queda tal vez nada de ese velo
momentáneo, cromático, interpuesto ante la mirada, pero lo que se recuerda de
tal existencia exigua va a registrarse en el interés por las cosas suspendidas del día,
lo que sigue flotando en las horas de leer, mirar, escribir.
Registros a veces minuciosos de lecturas que importan, nombres a los que
se acude para diseñar un espacio improbable llamado literatura, acercamientos
al arte de narrar cuando las palabras se retiran, los ensayos de Oviedo buscan el
entusiasmo también de otros, que puedan leer, mirar y al final ver el lugar des-
de donde se escribieron, se siguen escribiendo, que está construido de sinuosas
frases, en busca de ese fulgor breve que aparece, por momentos, como la imagen
verdadera de algo presente.
Silvio Mattoni

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NOTA A LA PRESENTE EDICIÓN

No aparecen en esta reedición de Escritores cordobeses: lecturas (2016) los si-


guientes textos ya publicados previamente en Un escritor en la penumbra.
Ensayos de lecturas II (2006): “El rostro mutilado” (sobre Jorge Baron Biza),
“Inestabilidades y temblores” (sobre Juan Filloy), “Inmóviles tiempos de la in-
fancia” (sobre Daniel Moyano), “La prosa del soldado” (sobre el general José
María Paz), “Los remotos países del misterio” (sobre Romilio Ribero), “El
mutismo como lírica” (sobre Carlos Shilling), y “Notas a (con) Fundamento
hsin” (sobre Daniel Vera).
Tampoco aparecen: “Fuera de este mundo” (sobre Oscar del Barco), in-
cluído en Opacos fulgores. Ensayos de lecturas III (2014).

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REALIDADES EXIGUAS
ENSAYOS DE LECTURAS I
A Alicia Larramendy
Acerca de esta recopilación1

Leyendo, escribe Raymond Queneau, nos convertimos en enredaderas. Subyace


a esta imagen la existencia de un movimiento continuo, no calculado sino tenaz
que persiste aún en sus pausas y cobra un ritmo adecuado a éstas cuando todo
parecía indicar que la impaciencia lo devora y anhela seguir expandiéndose. A
partir de esta última apreciación, y de las ramificaciones que son, obviamente,
portadoras de cada uno de sus intentos, de cada uno de sus tanteos, corresponde
esbozar, todo lo brevemente que se quiera, algunas pocas definiciones indispen-
sables para otorgarles la sustentación que aquellos reclaman, no sin cierta urgen-
cia suscitada por los límites que siempre están empeñados en franquear.
Los textos reunidos en este libro, así como la posición de escritura desde
la que fueron elaborados, se reconocen en la aceptación de la existencia de esos
límites que toda lectura encuentra una y otra vez, más allá de las modalidades
que adopta para efectuarse. Y es en virtud del hecho de toparse con ellos que el
acto de leer no cesa de replantear sus búsquedas, de inventar enfoques, y también
rodeos sugeridos por tales enfoques, que lo ayuden a proseguir su marcha.
Asimismo, hallar nuevas bifurcaciones a fin de sortear, acaso provisoriamente,

1 Reúne una selección –alrededor de la tercera parte– de las notas publicadas a lo largo de diez
años (1991-2001) en el suplemento de Cultura del diario La voz del interior. Algunas, por sí
mismas, aconsejaron ínfimos ajustes y correcciones que apenas si alteran la elaboración original:
ésta, en todos los casos, traduce la misma tensión estilística que la diversidad de los desarrollos sin
la menor duda logró moldear en su momento, y que hoy la recobra con los matices que cualquier
texto, cuando se halla inmerso en un acontecer que le es inherente y que por ese motivo no es aje-
no a sus mutaciones, no cesa de recrear. Esta observación explica, dato en apariencia anecdótico,
la decisión de mantener las fechas de publicación de cada una de ellas. Asimismo, las agrupadas
aquí son notas que, si la hubiera, una nueva y futura recopilación difícilmente podría omitirlas
como no lo hace la efectuada en esta oportunidad. Oportunidad que al mismo tiempo permite
mencionar a quienes, en el ámbito del suplemento y en el transcurso de una década (durante la
cual escribí regularmente en sus páginas), recibieron los trabajos enviados con espontánea gener-
osidad practicada sin resignar sus propios puntos de vista. En primer término, a Alfredo Mathé,
que me invitó a colaborar pero cuya lamentada muerte dejó trunco bastante pronto ese nexo
inicial. Su continuador, Juan Carlos González, que preservó hasta hace poco sin exclusiones de
ninguna índole y con ductilidad de miras una propuesta de indiscutible resonancia en el campo
intelectual de Córdoba, sigue justificadamente mereciendo mi reconocimiento.

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lo que le impedía (si así ocurriera) avanzar. ¿Hacia dónde, hacia el logro de una
interpretación exhaustiva y, por ende, consoladora, susceptible de abrir la posib-
ilidad de acceder a los pliegues más recónditos de una obra? Seguro que no. En
rigor, la lectura de un libro, de los libros de un autor, consigue alcanzar ciertas
metas, desde luego incompletas pero lo suficientemente atractivas como para
reimpulsar su tarea cuando esta parecía momentáneamente suspendida. Dicho
lo cual, queda puesto en evidencia el carácter no totalizador de la acción de leer.
A este registro se asocia ipso facto una renovada insatisfacción inherente a los
resultados de lo que esa acción de leer, resuelta a capturar el núcleo de incógnitas
de una obra, finalmente obtuvo.
En la puesta en escena de una lectura se disciernen adquisiciones y fraca-
sos. Son éstos últimos, sin embargo, los que paradójicamente, y gracias a la ten-
sión indisociable de lo paradójico, corresponde tomar en cuenta desde el punto
de vista de lo que una lectura hace oír. Hace oír dificultades para llevarla a cabo,
y son justamente esas dificultades las más fecundas toda vez que, además, de-
nuncian la fatuidad de quien se arroga un dominio inapelable sobre lo que su
mirada, poco importa si con meticulosa y ensimismada atención, va escrutando
en las frases de la página.
De todas maneras, cabe insistir que, en lo concerniente a los textos de esta
recopilación, cada uno revela, por así decirlo, un constante tironeo con ciertas
habilidades ejercidas a fin de dar cuenta de todas sus promesas de análisis, aun
cuando más tarde éstas se vean desvirtuadas porque sus recorridos no fueron
debidamente trazados. También para dar(se) cuenta de que no siempre, muy
pocas veces, aquellas habilidades son las más convincentes y de que no es su ma-
yor o menor competencia retórica la inspiradora de sus aciertos. Este es el senti-
do que las palabras de Maurice Blanchot, elocuentes en su concisión, procuran
describir: “Leer, ver y oír la obra de arte exige más ignorancia que saber”.
Paralelamente, resulta ineludible señalarlo, no es la crítica literaria –y sus
consabidas rutinas de género– la que en estos textos aparece convocada. Resulta
más interesante destacar una suerte de proximidad magnética con autores desde
la cual éstos nos hablan utilizando para ello sus libros. Leer, entonces, en el um-
bral de esa proximidad como tal, y a partir de la distancia que en sí misma ella
también propone, introduce una relación asimétrica con la materia verbal de los
libros. Asimétrica pues se halla desprovista de prioridades niveladoras aplicables
a todos los autores examinados; y no sólo esto: así concebida, el habla de la lec-
tura excede los estereotipos por la sencilla razón de que su propósito es ensayar,
apoyando este ademán en conjeturas, atravesando, sin expulsarlas, polifonías
que cada escrito invariablemente propaga.
Hay otro aspecto que está referido a las formas propiamente dichas y que,
de suprimirse su mención, se convertiría en un descuido que no viene al caso
cometer. Se trata de que estas son lecturas en nada ajenas al espacio de una na-
rratividad. Generalmente relacionada con la prosa literaria de la novela o del
cuento, esa narratividad –advertida como tal en el ir y venir de ciertos ritmos

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provenientes de un origen distinto– tiene, en cambio, la característica de haber
sido extrapolada a los efectos de forjar los nuevos enunciados con los cuales se
escriben unos “ensayos de lecturas”, que no por esa razón se alejan demasiado
del ámbito donde fue preciso buscarlos, esto es, en la ficción. La ficción, junto a
sus protocolos de escritura y a su espesor literario, se inscribe entonces en otros
escritos catalogados –por sus estrategias, perspectivas, fines y devaneos– como
ensayísticos. “Dejad –recomienda Barthes –, que el ensayo sea casi una novela”.
En resumidas cuentas, tales son algunas de las observaciones que, al produ-
cir una suerte de fundamentación (refractaria a esa sistematicidad unívoca hecha
de hallazgos que decepcionan) de los trabajos recogidos en esta oportunidad, es
menester subrayar. Si bien problemas como la peste, el suicidio, el colonialismo
o las ciudades tienen un lugar en esta recopilación, ese lugar fue delimitado a
partir de varios escritores en cuyos libros dichos problemas encontraron cabida
y fueron tematizados. Y es justamente en el último de los recién mencionados,
el de las ciudades como suelo, que la literatura recorre con obsesiva persistencia
para situar en ellas sus fabulaciones reales e irreales, donde expresamente se apela
a una idea –la de “realidades exiguas”– que condensa y abarca, incluso desde
el título elegido para todo el volumen, a los demás textos que lo componen.
A menudo tambaleándose para subsistir, en ningún caso estáticas ni rotunda-
mente consolidadas, suprimidas por el hecho mismo de haber sido enunciadas,
las realidades que representa la literatura son notoriamente limitadas o exiguas,
dotadas de contornos muchas veces confundidos con el aire, ya que es a través de
la escritura que su existencia se vuelve tangible. La exclamación de Rilke –“¡Oh
noche sin objetos!”– se dirige, mediante un movimiento análogo, al mismo pun-
to de vacilación de lo sensible. Para corroborarlo. Para no volverlo evanescente,
también. De estas realidades exiguas, de su exigua realidad comprobable en la li-
teratura, se ocupan las lecturas ensayadas una y otra vez en los textos que siguen.
Se hallan encabezados ex profeso por tres figuras de la cultura de Córdoba.
En primer lugar, Antonio Marimón, que hasta su muerte pudo mostrar tan-
tas razones para que sus narraciones tuvieran el sello de una tierra íntimamente
propia, aunque el exilio intentara torcer ese anhelo. Juan Filloy, que se propuso
acentuar, desde el corazón de una obra desmesurada que utiliza las chirriantes
inflexiones del sarcasmo, sus lazos no menos insidiosos con esta ciudad. Y, en
tercer lugar, un actor de teatro, Jorge Bonino, cuya originalísima experiencia
dramática en los 60 y 70 se gestó en Córdoba y luego se proyectó con enor-
me intensidad a Europa y EE.UU. El panorama se completa con otros autores
argentinos y latinoamericanos como lo son Sarmiento, Borges, J.R. Wilcock,
Bioy Casares, Juan José Saer, Luis Gusmán, Horacio González, Pablo Neru-
da y César Vallejo. Dentro de las literaturas extranjeras aparecen nombres de
muy diversas procedencias. Norteamericanos (William Faulkner, J.D. Salinger,
Truman Capote, Sylvia Plath, John Cheever, Francis Scott Fitzgerald), ingleses
(Katherine Mansfield), de lengua alemana (Kafka, Thomas Bernhard, Robert
Musil, Joseph Roth, Ernst Jünger, Hermann Broch, Robert Walser), franceses

27
(Baudelaire, Paul Valéry, Marcel Proust), rusos (Nina Berberova), polacos (Wi-
told Gombrowicz), griegos (Yorgos Seferis).
Por último, cabe interrogar el nuevo estatuto que han adquirido estas
lecturas, pues ahora, al no permanecer dispersas, conforman, como es notorio,
un conjunto que desde luego postergó su anterior condición. O, al menos, se
desliza semejante posibilidad no exenta de algunos contrastes que justamente
suscitan preguntas. ¿Texto único con sucesivas partes, no organizadas según
una cronología aunque subsumidas en una totalidad que el libro, sólo debido a
su formato físico, aparentemente le presta? ¿Testaruda oposición de esas partes
a salir del carácter individual que en sus comienzos se les otorgó y que ellas,
de manera inmediata y desde entonces, asimilaron no menos inflexiblemente?
¿Líneas subterráneas que retoman argumentaciones precedentes, trabajos de
análisis que hasta parecen no diferir entre sí, raptos de visiones que vuelven a
menudo sólo gracias al soporte de lo efímero, y que, mediante tales constela-
ciones, uniéndolas, los textos desbaratan una discontinuidad que, pese a todo,
pugna por restituir a cada uno en el lugar establecido cuando fueron escritos?
¿Entrecruzamiento de estas y otras opciones susceptibles de proclamar un eclec-
ticismo modesto en sus pretensiones pero blindado frente a cualquier intento
de erosionar sus alcances? El arte, para recordar el precepto de Elias Canetti,
consiste en elegir acertadamente lo que no se hará. Mutatis mutandis, las pre-
guntas que se acaban de formular no son, desde luego, las únicas para esa tarea
de la lectura que, llamada también arte de leer, puede elegirlas con el propósito
de que al menos algunas no sean las erradas.
Antonio Oviedo

28
Deseos de literatura
Antonio Marimón1

Excepto El antiguo alimento de los héroes (una novela cuyo título proviene de
la vigésima segunda línea del poema “Mateo, XXV, 30”, de Borges), todos los
demás libros escritos por Antonio Marimón fueron publicados en México. Es
el caso de sus dos únicos libros de poemas, La escritura blanca y La línea es la
orgía, que también resultaron publicados en México mientras Marimón aún
vivía. A propósito, México fue, a partir de 1977, su lugar de exilio motivado en
ese entonces por la sangrienta represión de la última dictadura militar.
Casi al final de 1986 volvió a la Argentina y alrededor de 1993 o 94, decidió
residir nuevamente en México y allí se produjo su muerte el 27 de noviembre de
1998. Menos de 15 días después de ocurrida, esto es, desde mediados de diciem-
bre de 1998 y hasta este momento, salieron tres libros más que Marimón había
alcanzado a entregar, luego de culminar sus respectivas etapas de elaboración, a
distintos editores. Libros póstumos. Esta es una expresión que, al ser pronuncia-
da, suscita –en la aceptación de los hechos y en el ánimo– una suerte de discor-
dancia temporal, ya que es la palabra “póstumos” la que nos lleva a creer acaso
muy fugazmente, de una manera también intempestiva y si se quiere ingenua,
que su autor no ha muerto y que escribió unos libros solamente posteriores a los
que ya habíamos leído antes.
Dicho con otras palabras, el presente de la lectura aquí tiende a ser indiso-
ciable del presente de la existencia del autor. No siendo ajena a la literatura, se-
mejante suspensión de la temporalidad tampoco lo será de estas notas que, para
explorar los textos de alguien que la reafirmó quizá bajo los mismos términos, la
hace también suya. ¿Cuál es entonces el delgado hilo de escritura que une –si es
que realmente los une– estos tres libros póstumos de Marimón: Aquí sale el sol,
Mis voces cantando y Último tango en Buenos Aires, Diego2?
Tienen, no cabe duda, un común denominador sustentado desde luego
por la escritura, pero ésta, en todos los casos, apela a marcadas diferencias de ma-
tices, se desplaza de un libro a otro mediante progresivos reajustes de su sintaxis

1 (23/12/1999)
2 Respectivamente editados por: Conaculta, México, 1998, 123 páginas; ERA, México, 1999, 82
páginas; Cal y Arena, México, 1999, 259 páginas.

29
y de sus cadencias, en fin, adopta vías propias y por ende el trabajo de su siempre
vehemente textualidad comprende a cada libro de una forma –pues se trata de
formas– unilateral.
Hasta cierto punto (ya diremos cuál es), el deporte obtuvo de parte de Ma-
rimón una atención que resultó capaz de despertarle un innegable apasionamien-
to, aunque luego ese apasionamiento quedara subsumido dentro del tratamiento
escrito dedicado a una materia lúdica que su condición de espectador fascinado
asociaba, mediante enfoques a menudo heteróclitos, a ese rasgo de testaruda in-
utilidad en el que la literatura suele encontrar su indefinición más plena.
Cuando se leen las innumerables notas publicadas en distintos medios (des-
de las más remotas, aquellas redactadas a fines de los 60 para el diario Córdoba, en
las que relataba los partidos de las divisiones inferiores de esta ciudad), las esferas
del deporte de las cuales se ocupó fueron predominantemente el fútbol, y en me-
nor medida –pero con igual fervor– el boxeo, las competencias automovilísticas
o de motos, e incluso, la lucha libre. Respecto de esta última, Marimón había
recogido una profusa información referida a su práctica, a sus leyendas y a sus vi-
cisitudes sobre todo en el ámbito de México, donde conserva un poderoso atrac-
tivo para vastísimas franjas de la población urbana. Y lo hizo con el propósito de
escribir un ensayo –admitamos, no sin escepticismo, la posibilidad de que ese
hubiera sido el género escogido– que su muerte a no dudarlo vino a dejar trunco.
Ya desde su mismo título –Último tango en Buenos Aires, Diego–, la re-
copilación de 42 textos de variada extensión incluidos en este libro parecen in-
scribirse, apenas se lee el nombre de Maradona, en el plano del deporte y más
específicamente, en el del fútbol. En efecto, abundan las crónicas de partidos
memorables, las evocaciones de personajes como pudo serlo un Fioravanti, o
los homenajes a figuras exitosas que asimilaron a medias la catástrofe de dejar de
jugar, o a los que no lo consiguieron y terminaron aniquilados por el despilfarro
y el alcohol: la entrevista y las reflexiones acerca del jugador Orestes Omar Cor-
batta describen la acción de un destino irreversible al que sucumbe el ídolo de
una cancha de fútbol.
Sin embargo, el resto de las notas, cerca de la mitad o más, se ocupan, para
usar la expresión hoy en boga, de “artefactos culturales”. Reportajes a poetas
(Octavio Paz, Gelman, Sabines, Gola, etcétera); análisis de mitos (Paul Mc Cart-
ney, el Che Guevara, Pavarotti, Charly García, Eva Perón, La Virgen de Guada-
lupe); de filmes de la iconoclastia finisecular como Crash; del Cordobazo mirado
en su dimensión de vértigo poético irreductible a explicaciones políticas con-
formistas; o del titulado “La investigación artaudiana”, en el cual la indagación
de la experiencia teatral y literaria de Artaud viene a corroborar la adhesión de
Marimón a esa vanguardia de rupturas absolutas representada por el autor de El
teatro y su doble: la gran mayoría de estos trabajos, indisociables de las formula-
ciones de la omnidireccional estética marimoniana, tienen en “El último wing
izquierdo” un foco de irradiación que los ilumina. Las destrezas de un jugador
excepcional –el Ratón Zárate–, reacio a consentir lo más utilitario del fútbol

30
(hacer goles) y a privilegiar de una manera excluyente los momentos previos,
coloca a este deporte, según la blanchotiana visión de Marimón, del lado de esa
finalidad sin fin propia del arte, y proclive a sustraerse en el instante en que pa-
rece inminente su realización.
Símbolo de una mexicanidad a ultranza, la figura del mariachi es el objeto
superficial (dicho sin desdén) del análisis de Mis voces cantando, un libro que
excede todos los intentos de situarlo en el molde de la novela, la crítica o el ensa-
yo, o incluso en el monótono registro de los inclasificables. Su lectura, al sacarlo
de esas limitaciones impuestas por los protocolos de los géneros, permite deter-
minar el estatuto que mejor le concierne. Entre sus páginas se cuela un rumor
testarudo que anonada a quien lo enuncia y esa es la razón que mejor explica sus
modulaciones subrepticias.
La estructura de Mis voces cantando se vale de tres ejes (“De la grabadora
de Chávez”, “Fotogramas” y “Cuaderno verde del Hospital: Rubén Muñiz”)
que, reiterándose cual un ritornello por momentos espasmódico, organizan el
conjunto del texto, y que, participando del mismo movimiento, filtran con un
goteo lento el memento mori –perentorio y actual– de Marimón.
Acuérdate de morir ahora más que nunca, pues la muerte ya entró en tu
cuerpo: este mensaje elaborado con ráfagas de intensa melancolía acompaña a
Rubén Muñiz (alter ego, corresponde decirlo, de Marimón), una y otra vez en-
trevistado por Chávez a los fines de desentrañar a un protagonista clave de la
canción popular mejicana, el mariachi, sus aprendizajes, sus códigos, sus impro-
visaciones, sus interpretaciones más rutinarias y frecuentes; así como las zonas
de teatralidad y de oscura desesperación (el uso de drogas, por ejemplo) que, al
hallarse fusionadas, también lo delimitan, sin dejar de lado, last but not least, el
escenario fundamental de todas sus peripecias, la plaza Garibaldi, suerte de nú-
cleo emisor de una narratividad desbordante capaz de generar en pocos minutos
más historias que toda la novelística de Balzac.
Cobijada incluso por cierto ligero divertissement, la precisa información
reunida en torno al mariachi (desplegada en una sección llamada “Acto único”,
opinan, por ejemplo, el crítico Carlos Monsiváis, un hedonista urbano como
Jorge Legorreta y el viejo actor Tito Guízar) cumple, sin embargo, la función
de resguardo, de protección, suerte de barrera erigida para que el murmullo de
la enfermedad mortal discurra con palabras levemente elípticas que evitan y al
mismo tiempo convocan lo aciago, o lo que la economía oculta de la voluntad de
perder –qué otra cosa sino la vida– Marimón busca no eludir.
La literatura de Córdoba concluye este siglo con la aparición de una nove-
la que, en muy corto tiempo, reafirmará su genuina importancia: Aquí llega el
sol. Marimón la escribió en nuestra ciudad antes de regresar a México. En estas
mismas páginas se publicó un capítulo ya concluido3, cuando todavía el conjun-
to se hallaba pendiente de una corrección global que, empero, sólo determinó

3 Cf.: “Los verbos de Bonino”, en La Voz del Interior, Córdoba, 25/ 6/92.

31
cambios menores efectuados cuando su autor, más adelante, pudo internarse de
nuevo en un texto ciertamente complejo, portador, por así decirlo, de zozobras
y riesgos desde el punto de vista de los desafíos que debió enfrentar.
Algunos datos biográficos que se conocen sobre este período hablan del es-
fuerzo espiritual que Marimón puso en juego para llevar adelante la escritura de
esta historia que transcurre en un sanatorio de locos. La magnitud de una apuesta
de este nivel se puede medir desde las primeras páginas, cuando una prosa que
parece haber sido construida ex profeso mediante intermitentes fracturas, por otra
parte necesarias no sólo en el plano formal, se convierte en el recurso más adecua-
do para transitar por un territorio colmado de desdicha e insidiosa crueldad.
Las dos partes que componen Aquí llega el sol se hallan precedidas por
dos epígrafes extraídos de un poema de la escritora norteamericana Elizabeth Bi-
shop; ambos señalan al unísono que la casa de los locos es el lugar donde habita
el hombre trágico. Una tragedia por momentos evocadora de esos páramos bec-
ketianos en los que un habla lisa, despojada de los cauces racionales que podrían
sugerir la consecución de metas o resultados positivos, todo lo más que apenas
consigue es sumar un absurdo radical que exacerba simultánea y gradualmente
los trazos de lo preexistente, esto es, la locura.
El título Aquí llega el sol no debería leerse sin signos de interrogación y
entonces sería una pregunta dirigida a los borbotones de insignificancias sali-
dos de esos flaubertianos corazones sencillos que habitan “la casona” del rela-
to: tanto el Jorge Bonino que cuenta sus juegos de lenguaje como el escritor
que narra su inanidad existencial en nada distinta a la de los que dialogan con
él. Un relato que no libera fácilmente las posibilidades de acercársele ya que so-
bre su devenir se acumulan varias capas de sentido y otras tantas de sinsentido.
Estas no resultan incomprensibles, pero su acceso no es sencillo. O, si cabe, lo
es para realizar la tarea que cada escritor se encomienda a sí mismo. ¿En qué
consiste? En escuchar esa voz murmurada que muchas veces articula sus de-
seos de literatura, de decir, de manifestar el incólume deseo que sus frases sean
literatura. También, de seguir –como lo reclamaba Macedonio Fernández– a
una voz interna que nadie oye.

32
Un tenue escudo de silencio
Juan Filloy1

Un escritor con más de 25 libros inéditos no es solamente un motivo de curio-


sidad. Su decisión plantea una relación con la palabra publicada que el inédito
desborda en más de un sentido. La desborda desde el manuscrito, en cuanto
este constituye la denominación más firme y a la vez más frágil del inédito.
Luego de editados, muchos escritores conservan los manuscritos de sus libros:
ellos revelan la casi siempre tortuosa senda de la corrección, el reino de la bús-
queda nunca satisfecha de la tachadura tiene su lugar allí. Por su parte, Juan
Filloy no distingue sus manuscritos de futuros libros de aquellos efectivamen-
te editados: para él (es preciso darle todo el énfasis a esta afirmación) el inédito
no se escinde de la obra publicada. A esta coexistencia la textualidad de Filloy
parece reflejarla en un plano de inmediata evidencia: las listas de sus libros in-
cluyen indistintamente a unos y a otros. Lo que los diferencia es, quizá, que
esa parte de la obra no editada se halla, para decirlo con palabras del propio
escritor, bajo un tenue escudo de silencio. Inédita, calla para la lectura, pero
colocada junto al resto de los libros que obtuvieron el estatuto de la publi-
cación parece decir: la literatura es inagotable y este rasgo es el que adopta la
modalidad que Filloy nombra con su deseo de inédito.
Una frase de Proust nos recuerda que los buenos libros se escriben en una
especie de lengua extranjera. ¿Cuál es esa lengua extranjera que aparece en la es-
critura de Filloy aun cuando las palabras por ella empleadas pertenezcan, como
es obvio, a la lengua española? Esa lengua extranjera es la que introducen las
combinaciones del estilo, ya que si éste utiliza los términos acostumbrados es,
justamente, para no decir lo de costumbre. A esta concepción del estilo que es
la suya, Filloy la presenta de manera instantánea cuando escribe: “Una charme
invisible de beatitud dolorosa perfumaba las palabras” (Op Oloop, p. 96). El mis-
mo ritmo subrepticio, el mismo efecto casi encantatorio de la sonoridad inva-
de nuestra percepción cuando unas líneas antes los personajes hablan de “una
pompa de fiebre en un ocaso agamuzado”, o de “una pereza rutilante de cobre
que se disuelve”, o sienten que “supuran una vergüenza picante de ira”.

1 (28/8/1994)

33
Aun las estructuras más simples, aun aquellas que invariablemente reciben
el peso de las convenciones narrativas, resultan sin embargo propicias a la hora
de insertar aterciopelados encadenamientos como los de las frases recién citadas.
Esta fruición, este regodeo sensual que emana de las palabras utilizadas hallan su
correlato en la práctica del palíndromo –realizada por Filloy paralelamente a su
actividad novelística–, donde no sólo una cierta palpación física de los significan-
tes se ve plenamente corroborada sino que, además, ella alberga esta investigación
obstinada de la letra, una pasión en la búsqueda de cada una de las letras que
intervienen en la formación de las palabras y que hacen posible el mecanismo de
la operación palindrómica. En este sentido es que podemos decir que Filloy es un
hombre de letras. Las letras, en rigor, son su preocupación: las letras de las palabras
–y obviamente la literatura–. Pero asimismo es un hombre de (las) letras porque
pertenece a éstas, porque éstas lo han tomado o se han adueñado de su cuerpo: a
los 99 años, su vocación y destino ya son irreversiblemente literarios. De ahí en-
tonces que en su tratado de palindromía (Karcino) no haya vacilado en fusionar
su nombre con el vocablo griego que significa letra: fillograma, a fin de denomi-
nar con este neologismo a las numerosas frases palindrómicas inventadas por él.
Leído de izquierda a derecha y al revés (pues tal es el doble recorrido del
palíndromo), el breve fillograma “ameno fonema” enuncia, según nuestra, digá-
moslo al pasar, deliberada elección, el espíritu de felicidad y deleite que embarga
a quien articula esta “mayéutica formal” consagrada a volver a escribir lo que
ya está escrito. Al igual que las voces repetidas por el eco, la elaboración de los
enunciados palindrómicos implica, de acuerdo a su autor, un vértigo de sorpresa
y lirismo y una conmoción intelectual a veces anonadante. Una vez ejecutada
desde una economía del despilfarro del tiempo que no escamotea la idea obsesi-
va del retorno, la frase palindrómica “vierte algo que significa misterio”, es decir,
sugiere el acto de taumaturgia de un iniciado que ha descubierto previamente su
posición de interlocutor de las letras.
Agregar a estas observaciones la reiterada condición autoimpuesta para
que cada título de sus aproximadamente 60 libros no exceda las siete letras, con-
figura un elemento en el que reencontramos la misma inspiración convocada
por “la madería fáustica” del dispositivo palindrómico.
¿Existe una tradición en la cual se pueda inscribir la experiencia de Fil-
loy sin ceder por ello a la comodidad de las taxonomías? Su drolático arte de
prosista resiste las clasificaciones en la medida en que sus textos han logrado
construir ese repliegue sobre sí mismo que, según la certera iluminación brin-
dada por W. Benjamin, se propone, mediante dicha estrategia, concentrar la
máxima fuerza de sus tensiones a fin de desplegarlas nuevamente, con toda su
energía intacta, después de mucho tiempo. En efecto, cuando ha transcurrido
más de medio siglo de su primera edición y más de 25 años de su reimpresión2,

2 La primera edición de ¡Estafen! es de 1932 y la de Op Oloop dos años más tarde. La editorial
Paidós reeditó primero Op Oloop (1967) y ¡Estafen! al año siguiente, ambas en Buenos Aires.

34
recién hoy recorremos, con un júbilo confuso y volátil, las páginas de ¡Estafen!
y Op Oloop, y cuando nuestro interés por seguir el hilo de las peripecias de un
estafador y de un estadígrafo parece que se ha situado en el nivel de un esfuer-
zo blando y hasta previsible, descubrimos, no sin estupor que la escritura,
bajo nuestros ojos, ha ido deslizando reticencias, alusiones, marcas muy leves;
en fin, todo un sistema de torsiones minúsculas ha organizado quizá de una
manera diferente la apariencia lineal de ambos relatos. Op Oloop es una figu-
ra sacada de un cuadro del pintor holandés Adriaen van Ostade (1610-1685)
al que Filloy convierte en el metódico estadígrafo cuya exasperante manía del
orden atraviesa todos sus actos. De un modo si se quiere simétrico, también el
protagonista de ¡Estafen! ha sido sacado de un determinado universo (el de la
delincuencia) donde el acto de la estafa efectivamente lograda es equivalente,
escribe Filloy, a un cuadro cubista... Esta doble procedencia nos muestra –sin
duda muy sucintamente– el movimiento bascular efectuado por una imag-
inación extravagante dirigida a atraer así las formas requeridas por la delicada
armonía que sostiene su acción.
Aun ciñéndonos a los dos libros mencionados, la textualidad de Filloy no
ofrece el sosiego buscado por las lecturas de las historias literarias. Muchos de
los testimonios (los de Vignale, Cambours Ocampo o A. Reyes) no hacen sino
exaltar a Filloy a través de juicios grandilocuentes, con lo cual la constelación
siempre móvil de una obra queda paralizada. Para ser desembozada, una lec-
tura debería adoptar la que el mismo Filloy, acaso indirectamente, expone en
unas pocas líneas: “La estridencia del clarín le hizo sacudir la cabeza de la misma
manera violenta como cuando se mastica un casco de limón. Ese movimiento
le espantó las ideas y quedó liviano...” (¡Estafen!, p. 126). Provocar el choque
de los sentidos (de eso se trata, literalmente, en la frase anterior: el sentido del
gusto y el del oído) para que surja algo distinto, liviano, o sea, sin el peso de las
adquisiciones previamente elaboradas.
En su valioso prólogo de 1967 a Op Oloop Bernardo Verbitsky lamenta
que Filloy no haya desarrollado su carrera en Francia, donde seguramente habría
logrado un reconocimiento que nuestro país ha sido reacio en concederle. Las
buenas intenciones (dicho sin ironía) de Verbitsky, al privilegiar el centro repre-
sentado por Francia, no bastan para ubicar adecuadamente el lugar de Filloy,
cuya desubicación consiste en haber erigido su propuesta literaria en los márge-
nes (Río Cuarto, como se sabe, es, históricamente incluso, una frontera super-
puesta a una ciudad) y, sobre todo, en haber localizado allí su lugar verdadero
de escritura. Lugar verdadero quiere decir que todo reconocimiento se funda a
partir de la soberanía indisputable del acto de escribir.
Todo escritor suscita la pregunta por su imagen pública y por las imágenes
que publica. No se confunden, pues la primera se asocia a la literatura como
institución y dentro de sus límites un escritor puede manifestarse con mayor
o menor discreción, administrar sus nexos con el mundo, o eventualmente di-
solverlos. Dibujado a partir de aquí el pasaje hacia los mensajes que el escritor

35
produce, su único escondite se encuentra (lo encuentra) entre los pliegues de
los textos que escribe, allí donde la enunciación de sus palabras le confiere la
prerrogativa de protegerse bajo diversas máscaras. ¿Qué nuevos rostros agregará
Filloy en su obra desconocida, la que, bajo un tenue escudo de silencio, aún no
asoma para nuestra lectura?

36
Una voz irrepetible y frágil
Jorge Bonino1

La voz más genuina de la modernidad cordobesa fue la que salió de los labios
de Bonino. Esta aseveración atrevida nos pertenece y podemos llevarla hasta
sus últimas consecuencias.
Su arte efímero todavía nos interroga porque en su oportunidad, justa-
mente, no supimos interrogarlo, y ahora, cuando ya es demasiado tarde, reuni-
mos unos fragmentos rotos para hacerlos coincidir –intento vano– con otros
cuya existencia ignoramos completamente. Por fortuna a este desequilibrio
entre lo conocido y lo desconocido le debemos la posibilidad de no enturbiar
nuestras palabras con la retórica de los homenajes. Pues son los enigmas que
le pertenecieron a esta figura que se escenificaba a sí misma los que ningún es-
fuerzo de comprensión más o menos osado, más o menos pacificador, logrará
disolver ni asimilar a una complaciente positividad.
Tenemos un comienzo: 1965, y no deberíamos salir de la perfección de
esa noche en la Facultad de Arquitectura, momento mítico de una experiencia
legendaria aún no tocado por la consagración ulterior en las grandes capitales,
París, Nueva York, etcétera. El otro extremo del arco, tensado ya por la muerte,
es el de ese Bonino recluido por motivos que el decoro o la buena voluntad nos
eximen de evocar aquí.
Entonces: Bonino aclara ciertas dudas. Bajo ese título se anunciaba el es-
pectáculo de un arquitecto, y no sólo en el ámbito universitario; sus improvi-
saciones llegaron luego a ese sótano de la avenida Vélez Sársfield, unos metros
antes de Caseros, donde algunos recuerdan todavía con estupor el haber des-
cendido al mundo exorbitante y fabuloso de un taumaturgo que traía, desde
regiones inciertas, imágenes sonoras y visuales no menos asombrosas.
Un espíritu de intensa fragilidad poseído por la urgencia de la invención:
Bonino. Esta disonancia es inherente a la definición del artista adoptada por
la modernidad, y la experiencia de la vanguardia, que la obra (¿de teatro?) de
Bonino efectúa y radicaliza, la reconoce como propia con todos sus matices y su
fuerza crítica. El héroe moderno, dice W. Benjamin, es ante todo un actor. Una
cadena de contigüidades se pone en movimiento bajo esta figura que aparece

1 (25/6/1992)

37
desmenuzada en múltiples sucedáneos cuando se examinan las elaboraciones li-
terarias y pictóricas a que dio lugar su raro magnetismo hecho de inquietud y de
exceso. Flaubert (“el fondo de mi naturaleza es la del saltimbanqui”), Joyce (“soy
apenas un clown irlandés”), la transcripción irónica, a menudo lacerante y gro-
tesca, que Ensor, Picasso o Rouault realizaron de sus propios rostros en cuerpos
de acróbatas y arlequines, y, sin lugar a dudas, la constelación baudeleriana del
bufón, del flaneur o del dandy dibujan, desde una simbólica de sus pasiones, la
matriz del artista como habitante irrisorio de la apariencia.
En este sentido, las (¿cómo llamarlas para no caer en una denominación
convencional?) “representaciones” de Bonino se inscriben en la lógica relativa
a la posición del artista investido de los gestos de ruptura con una determinada
racionalidad. El otro aspecto, que no completa al anterior como si ambos fueran
dicotómicos u opuestos, es el concerniente al dispositivo verbal articulado por
Bonino para hacer hablar a una dramaturgia íntima cuyo conocimiento hasta
hoy permanece vedado a las interpretaciones. Según el recuerdo de Héctor Li-
bertella2, frente al público Jorge Bonino utilizaba “un lenguaje no reconocible,
una mezcla de todas las lenguas y entonaciones del mundo”. Irrupciones de una
dimensión intempestiva de la lengua, el habla de Bonino transportaba, además,
las vibraciones subterráneas de otras lenguas cuya existencia la voz del artista
había logrado registrar. En efecto, esta plusvalía de significantes desencadena-
dos, arte de la resonancia y de la traducción de enunciados sin referente, llevan
a la siguiente pregunta: ¿cuál fue el gesto que hizo posible esta habla vertiginosa
amparada en el riesgo de una enorme reserva de no sentido? Ceder la iniciativa
a las palabras, de acuerdo al precepto mallarmeano, esboza una respuesta que la
aproxima al centro de gravedad de toda experiencia poética. La de Bonino (hay
razones para tener este punto de vista) lo fue en un plano cuya exacta perspectiva
una novela3 de Antonio Marimón traza para nuestra lectura al introducir sus
rasgos discordantes en el devenir de uno de sus personajes.
¿Cuál es la legibilidad que proponen las frases de este texto de
Marimón? La pregunta no es gratuita: no lo es porque la literatura, espacio
de diferencias, remite a un poner en acto la legibilidad que esas diferencias
suscitan. La apuesta de Marimón revela su audacia cuando advertimos que,
desde los mismos epígrafes de Elizabeth Bishop utilizados (“Esta es la casa de
los locos. / Este es el hombre / que está en la casa de los locos”, etcétera), el tex-
to construirá su argumento con la locura, quiero decir: que sus posibilidades
de narrar tienen como punto de anclaje un lugar –la casona: hospicio, asilo,
sanatorio, o como se lo quiera llamar– donde la locura se encuentra implíci-
tamente designada como tal. Sin embargo, es indispensable situarse en un ter-
reno todavía más preciso, aquel donde el propio autor sitúa el recorrido de su
texto: la frontera entre escritura y locura. Hipótesis sin duda corroborada por

2 Cf. Revista Plural Nº 13, marzo 1989, Buenos Aires.


3 Aquí sale el sol (novela inédita de A. M.).

38
los dos niveles que Aquí sale el sol presenta en su desarrollo: el monólogo de
un escritor que escribe cartas y el relato en tercera persona sobre las peripecias
de varios personajes entre los cuales aquel aparece incluido. Sutil contrapunto
entre una zona y otra, la novela trabaja sin pausas esa línea invisible que parece
dividirlas y la convierte en la nervadura secreta de una economía verbal que
Marimón ha logrado erigir como el imperativo esencial de su proyecto. Im-
perativo puesto de manifiesto a través de los procedimientos de un estilo in-
corporado, subsumido en la materia narrativa, esto es, en una tematización de
la locura, y que consiste, dentro de una primera configuración, en una suerte
de obstinada insistencia de las frases por marcar, mediante descripciones es-
crupulosas, una relación directa con los acontecimientos narrados, con los
objetos, como si las palabras se apoyaran en éstos, o incluso se depositaran
sobre sus compactas superficies. Paralelamente, una segunda operación revela
un efecto distinto, según el cual la escritura excede o se aparta de las referencias
conocidas y conduce así sus extravíos por una zona nocturna que demora en
salir a la luz. Suelo por el que discurren las perentorias demostraciones de una
poética, vicisitudes del acto de escribir, intransferible, aunque no del todo in-
comunicable toda vez que se trata de algo que ocurre, como se ha dicho, entre
la mano y la página. Pero a esta ceñida observación la prosa de Marimón le de-
vuelve sus modulaciones más plenas. Celebrarlas no es, entonces, solamente
la única razón que apoya nuestra lectura.

39
Sombra terrible
El Facundo de Sarmiento1

Es indispensable dejar de lado, por lo obvia y por estar prácticamente exhausta


como marca, rasgo o lo que fuere, la mezcla de géneros (ensayo, novela, pan-
fleto, discurso político o histórico, biografía, etcétera) que la crítica corriente-
mente atribuye al Facundo. Sobre esta confluencia de escrituras hay que pensar
otra cosa, algo que, en función de las adquisiciones logradas a través de esa
formulación, permita abrir una vía capaz de construir conjeturas susceptibles
de fundamentarse. Las que Borges reúne en “El general Quiroga va en coche al
muere” son las que examinaremos brevemente a continuación.
Este poema pertenece a Luna de enfrente, un libro publicado en 1925,
cuando de parte de Borges son igualmente claras las afinidades con el yrigoye-
nismo y las manifestaciones de simpatía hacia Rosas. En cuanto a Sarmiento, la
relación es de rechazo; de un rechazo, hay que decirlo, ambivalente, sobre todo
si se tiene en cuenta que el poema ha sido inspirado por el Facundo. A la vez, a
diferencia de Sarmiento, evita deliberadamente llamarlo con ese nombre y, en
cambio, emplea el grado de general y el apellido para referirse a él. De cualquier
manera, predomina un tono elegíaco, y ni siquiera la adustez de algunos versos
alcanza a morigerar cierto impulso exaltatorio. Por último, son dos hipérboles
construidas con palabras no del todo distintas las que, tanto en la primera frase
del Facundo (“Sombra terrible de Facundo voy a evocarte para que sacudiendo el
ensangrentado polvo que cubre tus cenizas...”) como en dos líneas de la tercera
estrofa (“El general Quiroga quiso entrar en las sombras / llevando seis o siete
degollados de escolta”), hablan con parecido énfasis de un destino trágico.
La obra posterior de Borges no cesa de tematizar los destinos de seres que,
al igual que Facundo, son convocados por pasiones violentas o experiencias
siempre regidas por leyes inflexibles de la vida elemental, o surgidas de formas
donde la naturaleza se ofrece en una pura icasticidad, sin las indulgencias de la
civilización o el orden. Hay muchos, pero el ejemplo que exacerba esta visión es
el del cuento La otra muerte: el protagonista alucina precisamente una segunda

1 (26/11/1995)

40
oportunidad en la que podrá morir valerosamente en una salvaje carga de caba-
llería mientras se desarrolla una batalla, última razón de sus actos.
Al comienzo del penúltimo capítulo (el XIV, titulado “Gobierno unita-
rio”) de su libro, Sarmiento traza una suerte de rápido balance de los desarrollos
anteriores dedicados a la figura de Facundo. Este –señala Sarmiento– “es el nú-
cleo de la guerra civil en la República Argentina”.
A nadie podría escapársele el carácter aséptico, por no decir distante, de
ésta y otras afirmaciones de un verosímil sociohistórico del que Sarmiento por
otra parte a veces se sirve por razones políticas evidentes. Asimismo, es perti-
nente advertir que desde este momento se ocupará de Rosas una vez que, tras
el asesinato de Facundo, aquél es elegido gobernador de Buenos Aires con la
suma del poder público. Los rasgos atribuidos a Rosas ya en la Introducción son
exactamente los opuestos a los de Facundo: espíritu calculador, corazón helado,
organiza lentamente el despotismo, hace el mal sin pasión. Facundo, al contra-
rio, se halla inmerso en la barbarie, y más allá de las líneas que interpenetran a la
barbarie y la civilización y viceversa (“un sistema en equilibrio”, dirá Martínez
Estrada casi 100 años después), no es posible ignorar que hay de parte de Sar-
miento una verdadera proximidad con esa idea –la de la barbarie– que atraviesa
como una exhalación su libro. Verdadera proximidad que tiene manifestaciones
aún más drásticas que la mera fascinación, a menudo puesta de relieve con cierto
estremecimiento reverencial, de Sarmiento hacia Facundo.
Se trata de otra cosa; la barbarie no es ajena al texto que Sarmiento es-
cribe para estigmatizarla, y hasta lo preside de manera flagrante en la cita
escrita en francés: On ne tue point les idées (Las ideas no se matan), cuyo
autor, como lo descubrirá años más tarde Paul Groussac, no es Fortuol sino
Volney. “En el momento que quiere alardear de su manejo fluido de la cul-
tura europea, todo –señala Ricardo Piglia2– se le viene abajo, corroído por
la incultura y la barbarie”.
Incrustado en el corazón mismo de esta apelación luminosa y potente se
halla un error que erosiona su autenticidad, proyectándola hacia esa zona de-
leznable rechazada en nombre de la civilización. Lado nocturno de Sarmiento
que este lapsus hace emerger y que al mismo tiempo abre la perspectiva de
un análisis en el cual aquél puede ser tenido debidamente en cuenta. A este
respecto, cabría decir que Sarmiento aspira a plantear a través de su libro un
conjunto de objetivos de indiscutible utilidad política inmediata. Sin embar-
go, este propósito no se cumple de manera convincente; se advierten inexac-
titudes como las señaladas, por ejemplo, en las extensas notas redactadas por
Valentín Alsina, cuyo detallismo refleja la decisión de respetar estrictamente
una verdad de los hechos fundamentada en cada uno de los casos examina-
dos. Esta misma escrupulosidad es la que Manuel Gálvez –en su Vida de Sar-
miento– eleva al rango de axioma: “Como obra de historia, el Facundo no

2 Cfr. R. Piglia, Respiración artificial, Pomaire, Buenos Aires, 1980, pág. 162.

41
vale nada; es una colección de embustes”. Lamenta, asimismo, los “defectos
de sintaxis” y los “galicismos inútiles”.
Sin embargo, para no permanecer encerrados en el interior de esta unani-
midad que obtura la aparición de otras relaciones subyacentes en el Facundo,
es preciso acudir a esa carta de Juan María Gutiérrez (del 4-8-1845) dirigida a
Alberdi en la cual aquél le confiesa que su comentario del Facundo (aparecido en
El Mercurio de Chile) fue hecho sin haberlo leído. Dejando de lado las impug-
naciones más o menos previsibles hacia la liviana sinceridad de Gutiérrez lo que
importa de manera fundamental es que esa falta pone justamente en evidencia
un desconocimiento de Gutiérrez simétrico al de Sarmiento. Como se ha de-
mostrado, Sarmiento incluye en el Facundo datos históricos en su gran mayoría
imprecisos. Esto obedece a que Sarmiento no está escribiendo un libro de histo-
ria, si bien es cierto que emplea datos que, obviamente, remiten a determinados
acontecimientos (desplazamientos de tropas, batallas, alianzas, luchas por el po-
der, efectos sobre la población civil, etcétera). Se trata, por lo tanto, de acuerdo
a la definición dada por Piglia del Facundo, de un libro de ficción escrito como
si fuera un libro verdadero3.
Esta es la operación en la que Sarmiento se ha comprometido en una
dimensión difícil de medir, y que a partir de los denuestos e invectivas lanza-
dos contra la, según él, execrable figura de Facundo, adquiere una intensidad
dramática de la que hay pocos ejemplos –quizá ninguno– dentro de la lite-
ratura argentina. Siente repugnancia –y la expresa– hacia la irracionalidad y
la barbarie de Facundo. La lava negra de los epítetos impiadosos se agita en
cada una de las páginas de un libro cuyo propósito consiste en apoderarse de
esa sonoridad estridente de la barbarie. En la que, lo veíamos recién, el pro-
pio Sarmiento está implicado. “Montonero intelectual”: tal será la expresión
utilizada por Alberdi alguna vez para referirse al autor de Facundo. Y habría
entonces que decir que la barbarie funciona como escritura; a ella recurre
Sarmiento para que su libro tenga una existencia concreta, para que su len-
gua literaria también la tenga.

3 R. Piglia, Crítica y ficción, Siglo Veinte, Buenos Aires, 1990, pág.140.

42
Una sutil atrocidad
J. R. Wilcock1

Se hallaba “como hundido en la belleza”, según las palabras que Silvina Ocam-
po, la gran amiga y benefactora de J. R. Wilcock (Juan Rodolfo Wilcock),
emplea para describir al escritor argentino allí donde vivió hasta l958, año de
su partida a Italia, donde residirá y adoptará la lengua de este país. Aun subra-
yando el carácter elogioso de la anterior apreciación, en la palabra “hundido”
se filtra sin embargo una suerte de alusión inevitablemente referida a algunos
motivos desencadenantes del exilio resuelto más adelante por Wilcock, ya que
permanecer en ese hundimiento se le había vuelto insoportable y su objetivo
fue salir de él, que será lo mismo a salir de la Argentina, salir del antiperonismo,
salir de la revista Sur, salir de las traducciones al español (del inglés: T.S. Eliot,
Auden, Kerouac; del alemán: Kafka; del francés: Rimbaud, Albert Samain,
etc.) y salir, en primera y última instancia, de su lengua y de la poesía y la narra-
tiva que ésta le permitió escribir2.
De una manera por lo demás coincidente, ya en l970 la Enciclopedia de la
Literatura Argentina (dirigida por Pedro Orgambide y Roberto Yahni) excluye
su nombre. Intempestivamente, y respecto de la continuidad de los lazos que
aún subsisten, se agrega un último y tal vez definitivo acto cuando en l974 apa-
rece en la editorial Sudamericana El caos, un total de catorce relatos de Wilcock,
escritos, como es obvio, en español. Aunque allí no se lo aclara (lo cual ahonda
contrario sensu la ruptura en la que está empeñado Wilcock), provienen de una
edición italiana del año l960 que, bajo el título de Il caos, reúne la mayoría de
los relatos incluidos luego en la edición argentina. Lo cierto es que, en relación
a ésta última, algunos de ellos ya habían sido publicados entre quince y treinta
años atrás en revistas como Sur, Ficción, Leoplán, etc, mientras que los restantes,
directamente escritos en italiano, fueron traducidos por el propio Wilcock con
motivo de la edición argentina de 1974. Asimismo, los otros libros que también

1 (12/3/1998)
2 Tratándose de Wilcock, su poliglotismo no asegura un pasaje lineal o sosegado de una lengua
a otra. Como lo subraya Guillermo Piro, uno de sus traductores, en un esclarecedor análisis pub-
licado en Diario de Poesía N.º 35, los textos escritos en italiano por Wilcock a menudo ostentan
un “taraceado” hecho de léxico, gramática y sintaxis simultáneamente provistas por el alemán, el
francés, el inglés, el latín, el español y, obviamente, el italiano.

43
escribe y publica en su nueva lengua llevan los siguientes títulos: Fatti inquie-
tanti (1961), Luoghi comuni (1961), Teatro en prosa e versi (1962), Poesie (1963,
donde traslada al italiano muchos de los poemas contenidos en sus seis libros
editados en Argentina), La parola morte (un poema de casi 800 líneas), Lo ste-
reoscopio dei solitari (1972)3, La sinagoga degli iconoclasti (1972)4, I due allegri
indiani (1973), Il tempio etrusco (1973), Italisnisches Liederbuch (1974, poesía).
Ese circunspecto ejemplo de impalpable delectación en lo macabro que es L’in-
gegneri (El ingeniero), aparecido en 1975, acaba de ser traducido y editado en
nuestro país5. Por último, dos años antes de su muerte (ocurrida el l6 de marzo
de l978) se edita un conjunto de misceláneas y relatos cortos bajo el título de
Frau Teleprocu. Póstumamente, aparece a mediados de 1978 otro libro de misce-
láneas y escritos breves: Il libro dei mostri, y en 1982 L’abominevole donna delle
nevi e altre commedie.
¿Existe alguna otra explicación para un apartamiento tan drástico como el
producido por Wilcock en relación a su lengua materna y al suelo físico donde
esta lengua se profiere? Se citarán los nombres de Nabokov (del ruso al inglés) o
de Conrad (del polaco al inglés) quizás para desnivelar con semejantes predece-
sores la determinación de Wilcock. Sin embargo, los tres ejemplos resultan vá-
lidos no para exaltar la anécdota de sus respectivas experiencias sino para corro-
borar que solamente el exilio absoluto (de un territorio, de una lengua, e incluso
de una imaginación) es capaz de ofrecer a ciertos escritores su único lazo más
singular con la literatura. Un cuento escrito diez años antes de su exilio, “Hundi-
miento” (publicado primero en la revista Sur y luego en el libro El caos), muestra
quizás premonitoriamente, a través de la figura de un náufrago, que todo exilio
aspira en definitiva a acceder a una suerte de no-lugar tan inconquistable como
el que previamente se creía poseer y se abandonó. Junto a esta desposesión circu-
la, si no toda, es seguro que buena parte de la obra de Wilcock.
No se podrá, desde luego, inferir que el exilio es objeto de una tematiza-
ción crasamente explícita en la escritura wilcockiana. Aparece, antes bien, bajo
la forma de una inquietud sin consuelo, caprichosa y errática, convertida en el
sostén de las invenciones que sus textos elaboran. Por lo tanto, una caracterís-
tica semejante no se constituye en función de una cronología precisa (cuando
Wilcock, en l958, deja la Argentina); tiene otros alcances y ramificaciones que es
menester al menos analizar desde el punto de vista de su localización literaria, o,
lo que es casi igual, desde el punto de vista de la legibilidad que propone.
Una obra nada fácil de encasillar es la frase que a menudo se escucha
para referirse a los libros de Wilcock. En realidad, no es del todo inapropiada
esa definición cuando se examinan unos textos que buscan sin cesar nuevos
receptáculos donde intentarán permanecer siempre muy brevemente. Los

3 De próxima traducción por editorial Sudamericana con el título de El estereoscopio de los solitarios.
4 Traducida como La sinagoga de los iconoclastas por Anagrama de Barcelona en 1981.
5 Con traducción de Gullermo Piro, la editorial Losada publicó esta novela a fines de 1997.

44
microrrelatos de El estereoscopio de los solitarios o de Fatti inquietanti, con-
cebidos, no cabe duda, a partir de jirones de narraciones arrancadas de una
duración más extensa, pugnan por alejarse raudamente de una ubicación que
les coarta la posibilidad de cualquier movimiento distinto al que los trajo
hasta allí. Lo transitorio o lo intercambiable nombran ese horizonte que se
desvanece a medida que anécdotas banales y sin espesor se suceden con una
tranquilidad pasmosa que no excluye algo indeterminado que hace trastabi-
llar la comprensión. Más allá del gesto de verosimilitud que procuran mante-
ner, las seudo biografías reunidas en La sinagoga de los iconoclastas también
trazan un orden provisorio susceptible de modificarse de un modo tan arbi-
trario como lo son los retratos de inventores de máquinas o de teorías y siste-
mas filosóficos, literarios o políticos cuya nula utilidad o aplicación quedan
demostradas de inmediato.
En lo absurdo, o más específicamente en la arbitrariedad es donde anida
una matriz de violencia no activada, acaso engañosamente pacífica, presta sin
embargo a hallar mecanismos capaces de transportarla y recién manifestarse
cuando adquirió la definición requerida por la totalidad de sus elementos. Co-
rresponde, entonces, describir como un avanzado estado de violencia luctuosa
el que se agita en muchos de los cuentos de El caos (incluso éste mismo, ade-
más de otros como “La fiesta de los enanos”, “Vulcano”, “Felicidad” o “Casan-
dra”). Pues no se contenta con infligir un daño moral o físico de la magnitud
que fuere, y tampoco se configura a lo largo de un in crescendo que progresaría
mediante consecutivas oleadas de padecimientos; al contrario, insertándose
tanto en sucesos habituales como extraordinarios, su rasgo distintivo consiste
en mostrarse del comienzo al final con la misma intensidad. De ahí que en
un cuento como “Los donguis” (también incluído en El caos y agregado a la
segunda edición de la Antología de la literatura fantástica preparada por Bioy,
Borges y Silvina Ocampo), que expone el más inhumano descentramiento wil-
cockiano practicado sobre la literatura, la desmesura de la violencia tenga su
configuración en esos inclasificables animales llamados donguis, “destinados a
reemplazar al hombre en la tierra” y dotados de un aparato de masticación que
emplean para devorar masivamente hierro, cemento, seres humanos indefen-
sos: entre otros, a la novia del protagonista, que es arrojada directamente por
este a esas fauces húmedas, repletas de dientes y nunca saciadas que se agaza-
pan durante la noche en el parque Lezama. Su origen, es innegable, hay que
buscarlo en un “ensayo” donde, bajo el título de “El idioma analítico de John
Wilkins”, Borges evoca una enciclopedia china que supuestamente ordena los
animales en diversas clases a cuál de ellas más exorbitante. Dos de éstas (la que
corresponde a la letra d): lechones, y la de la f): fabulosos) han inspirado la exis-
tencia de los donguis, en cuya bizarra fisonomía es dable distinguir a lechones
semi transparentes, a gusanos, a medusas, a aguas vivas, a chanchitos ciegos, a
los que usan barba, a los que resisten la potencia de la luz o a los que también
comen libretas de enrolamiento.

45
El protagonista de El ingeniero es un dongui humano que practica la
antropofagia. Algo de las oscuras vacilaciones del Kafka epistológrafo aletea
en estas cartas enviadas a su abuela amada y despótica por el joven ingeniero
contratado para construir vías ferroviarias en la precordillera mendocina. Una
ingenuidad displicente y feroz atraviesa de modo recurrente todos sus inci-
dentes cotidianos: desde babearse sobre una almohada de cuero utilizada a tal
efecto hasta dar una conferencia sobre Paul Valéry y las matemáticas invitado
por la universidad de Mendoza. Como si quisiera acercarse a ese ideal de estu-
pidez (ser un estúpido) que Wilcock enunciaba para sí diciendo que “el más
ridículo es el que evita el ridículo”. Ya en la primera carta lo elíptico (“tarea
fundamental del estilo”, según Virginia Wolf) enmascara esa trémula familia-
ridad con el horror y se puede decir que retarda para la lectura su exposición
realista. “Aquí tengo la bolsa con los huesitos”: con estas palabras anuncia el
ingeniero la atrocidad de unos actos envueltos en las distintas circunstancias
con otros diminutivos no menos sutiles (“huesitos hervidos”, “paquetito con
huesos”, “bolsita”) y que el texto por su cuenta puede llevar hacia los umbrales
de la más genuina literatura.

46
Las formas de lo tenue
Adolfo Bioy Casares1

La distancia que separa a Bioy de sus personajes es mínima. Éstos bien podrían
constituir una suma de retratos de Bioy desparramados en cuentos y novelas
que el escritor elaboró para depositar en sus existencias verbales determinados
e inconfundibles rasgos suyos. Un solo ejemplo bastaría para reafirmar lo an-
terior. Muy poco tiempo antes de su muerte, Bioy publicó, al comenzar 1998,
Una magia modesta, recopilación de dos cuentos y 38 microrrelatos que,
además de ser una suerte de testamento literario donde convergen numerosas
líneas estéticas precedentes, incluyen el titulado “Ultimo piso”. Allí, el perso-
naje de ficción coincide con el escritor que lo forjó, ya que éste se autoenuncia
pronunciando su propio nombre: Bioy, una señal que la narración misma se
encarga de no soslayar.
El escritor como personaje acude a una cena a la que fue invitado. Entra
al departamento que no corresponde, conoce allí a una insinuante mujer y, tras
prometerle que volverá apenas cumpla con su compromiso, al rato confirma la
inexistencia de ese anhelado “último piso” donde aquella lo recibió. Los equí-
vocos y las incongruencias que tejen los destinos humanos trazan el universo en
el que Bioy sitúa una y otra vez a sus antihéroes, entre los cuales “se cuenta” el
propio escritor; y si a veces hay un protagonista al que un relato denomina “El
héroe de las mujeres”, sus “hazañas” resultan oscuras e irrelevantes, desprovistas
del avasallador pathos heroico, al igual que ese Campeón desparejo de la nouvelle
homónima. Asimismo, esa prioridad desacertada (acudir a la cena relegando lo
desconocido que fue abierto por la casualidad) es algo que Bioy continuamente,
moldeándolo sin cesar, recrea en sus narraciones. Sus personajes prefieren ocu-
par un segundo plano, y el propio escritor los ha imitado previamente, pero sin
ceder un ápice a ese lugar primordial que es el escribir. Al menos, esto es lo que
ocurre cuando se analiza la mayoría de sus 25 libros. Por ello resulta explicable
que el Bioy escritor, a imagen y semejanza de sus personajes, sea en buena
medida un antihéroe portador de experiencias propias que más tarde asoman
en sus narraciones. Un antihéroe no disconforme con mostrar esa condición.
En casi todos sus libros de ficción no es difícil reencontrar huellas levemente

1 (9/3/2000)

47
desfiguradas provenientes del profuso anecdotario personal que se puede leer
en las Memorias del escritor. Por esas páginas cruza, cual un sicofante afable
que evita jactarse de su savoir vivre, el Bioy de gustos llanos y hábitos de dandy
subrepticio reacio a las grandilocuencias. De modo gradual, todos estos rasgos
también se filtran, narrativamente hablando, en la porosidad de unos personajes
inofensivos, aunque por momentos dueños de una audacia que sólo su vulner-
abilidad es capaz de proveerles.
La honda amistad con Borges viene justamente a poner en evidencia la
primacía acordada por Bioy a la escritura. Borges, valga el lugar común, ha sido
y es considerado el más importante escritor argentino del siglo XX; sin embar-
go, Bioy, en el sentido que se lo viene presentando aquí, es un gran escritor tout
court, a secas. Así parece demostrarlo la elocuente denominación que Borges
supo encontrar para su amigo: el maestro secreto. ¿A quien impartió Bioy sus
recónditas enseñanzas literarias? A sí mismo y a nadie más. Con el ibsenia-
no egoísmo del artista convencido, durante seis décadas no hizo otra cosa que
forjar su propia –callada, necesariamente incomunicable– educación literaria.
Es cierto: cuando a comienzos de los años 30, en la casa de Victoria Ocam-
po, se produjo el mítico encuentro con Borges (decisivo como el de éste con
Macedonio Fernández diez años antes), a partir de ese momento Bioy cons-
truyó raudamente un dispositivo de absorción insaciable y sigilosa del saber
borgeano de la literatura. Dejó entonces atrás sin vacilar ciertas lecturas que
despertaron la silenciosa desaprobación de Borges y unos bienintencionados
ejercicios de parvenu llamados 17 disparos contra lo porvenir, La estatua casera,
Caos, Luis Greve, muerto, Prólogo, etc. Y así pasó a publicar, en 1940, la novela
que Borges, en el prólogo, sin poder contener su deslumbramiento, calificó de
“perfecta”: La invención de Morel. Con ésta, la obra literaria de Bioy accede a
un umbral de incontestable originalidad.
La siguiente etapa de esta amistad, la elaboración conjunta de libros firma-
dos con seudónimos (Bustos Domecq, Suárez Lynch, Suárez Davis) o directa-
mente con sus nombres reales, permite inferir que ambos transitan ya por una
textualidad común que sin embargo no elimina sus respectivas escrituras. Al
contrario, la de Bioy seguirá su curso sin inmutarse ante ninguna solicitación
que la modifique o perturbe. Si las intervenciones públicas son permanentes en
el caso de Borges (desde sus propios textos a las conferencias, entrevistas, pre-
mios, polémicas, homenajes, declaraciones, etc.) para Bioy, en cambio, salvo al
final de su vida, no existirán. Son contadísimas las coyunturas en las que Bioy, a
través de sus textos o pocas veces fuera de ellos, se expresa o habla, por así decirlo,
políticamente, lo cual tiene y no tiene (pues la literatura siempre puede obturar
los ademanes referenciales más directos) relación con las ideas políticas que sos-
tuvo, es decir, las heredadas de su padre, un conservador que integró en los 30 el
gobierno de facto del general Justo.
Junto a Borges –en 1947–, redactó la impiadosa diatriba antiperonista
“La fiesta del monstruo”. En los 60, compartió junto a la plana mayor de Sur

48
(excepto José Bianco), la condena a Cuba por su acercamiento a la ex URSS.
Sin embargo, con la publicación, hacia 1978, de la novela La aventura de un
fotógrafo en La Plata, inesperadamente, la prosa de Bioy da cabida, en pleno
apogeo de la dictadura militar, al significante más siniestro de la historia ar-
gentina del último siglo: el desaparecido. Sin variar su trabajo de fabulación,
al lado de recurrentes malentendidos que fisuran sin pausa el suelo de las vi-
das rutinarias, irrumpe el secuestro de un militante universitario anarquista.
Milagrosamente –¡nada menos que en La Plata! – sus captores lo liberan. El
episodio ha sido envuelto y hasta casi velado (recordemos que el personaje
principal toma fotografías y esta práctica es la que se asocia a imágenes que
a veces “ven” frustrada su definición) por las nutridas peripecias que marcan
el acontecer del relato. El colmo de la reticencia hacia las precisiones socio
políticas, o meramente históricas, es un cuento –“Irse”– que aparece en Una
magia modesta. Su anécdota –cabe deducirlo– transcurre en los años del
primer gobierno peronista y uno de los personajes decide ocultarse de los
amigos que lo traicionaron pactando con “la dictadura” (sic). También edi-
tada unos meses antes de su muerte, la nouvelle De un mundo a otro cuenta
la alucinante aventura de un periodista que viaja a otro planeta habitado
por una suerte de hombres pájaros y donde la lucha por el poder da origen a
persecuciones y asesinatos políticos. De un mundo de extraterrestres al de la
semana trágica de enero de 1919, tal es el movimiento a veces de vaivén que
imprime Bioy a la materia de sus ficciones. El momento de hecatombe social,
represión y muerte en pleno gobierno yrigoyenista es el marco que resulta
inocultable en el cuento cuyo título (incluido en Historias desaforadas) uti-
liza esa categoría de la filosofía kantiana que designa a la realidad en sí: “El
nóumeno”. En tales circunstancias –los días 8 y 9 de enero de 1919– un gru-
po de amigos acuden, sin alterar el ritmo de sus vidas frívolas y haciendo caso
omiso de la huelga obrera y de los tiroteos que mantienen la ciudad desierta,
a un parque de diversiones donde una máquina les revelará alguna verdad
desconocida. Este es uno de los textos donde la factualidad, desde las fechas
expresamente elegidas hasta los efectos cotidianos de una situación prerre-
volucionaria, alcanza un peso agobiante a la que tampoco escapan los per-
sonajes, uno de los cuales –¿motivado por lo que ocurre? – se suicida. Bioy,
sin embargo, para llevar a cabo el tratamiento de este argumento y de su des-
enlace, no renuncia a colocar las inflexiones de su prosa literaria en registros
de impalpabilidad, de bordes difusos, de sobreentendidos que, corresponde
decirlo, en nada se diferencian de los empleados en otros textos inmersos
en espacios apócrifos o distantes del mundo empírico. Así, por ejemplo, en
El sueño de los héroes, ni el momento exacto de la acción (tres días del car-
naval de 1927) ni los signos de una época y de una ciudad (Buenos Aires)
o los densos prolegómenos de un duelo a cuchillo, obstan para que todos
estos aspectos sean, uno a uno, traducidos por las resonancias atenuadas de

49
frases que, en su conjunto, rehúyen lo taxativo y se fundan en un constante
trabajo de la alusión y de la ambivalencia. El arte, la literatura, viene a decir
Bioy, no se subordina a nada que no sea a sí misma. En análogos términos lo
manifiesta el actor de otro cuento –“Catón”, que integra el volumen Una
muñeca rusa–. Luego de haber interpretado en una obra de teatro al valero-
so romano y ayudado de ese modo a los sectores antiperonistas que preparan
la “revolución” del 55, el actor advierte que lo verdaderamente importante
para él es el teatro. Y agrega una contundente definición proferida, es obvio,
también por Bioy: “El mundo no funciona como es debido si cada cual no
cree en la importancia de lo que hace”.
Preminencia, entonces, manifiesta de una vocación impostergable que se
resiste a ceder a consignas o demandas dirigidas a apartarla de sus propios fines.
A este respecto resulta pertinente la observación de Barthes: el teatro político de
Brecht quedó disminuido en sus propuestas debido justamente a un plus de es-
pecificidad estética. De cualquier manera, cada escritor resuelve las modalidades
de ir o no al encuentro de determinadas contingencias de la historia. Henry Ja-
mes quería escribir un libro con la forma de una clepsidra. No menos tangibles,
las formas de lo amortiguado, de lo tenue son transportadas por la escritura de
Bioy hacia sus diversos temas: sin desconocer las objeciones ideológicas, el lado
“testimonial” (casi siempre políticamente incorrecto) de Bioy queda subsumido
por un estilo que cava sus surcos en la página con las palabras de una sintaxis elu-
siva, que retacea o diluye las precisiones macizas de los hechos. “Borges –escri-
be Bioy en sus Memorias– veía la realidad como una expresión de la literatura
y ese es el mejor homenaje que se le puede hacer a la literatura”. Seguramente
Bioy también hizo suya esa mirada.

50
ÍNDICE

Estudio Preliminar. En la penumbra exigua


Silvio Mattoni 7

Nota a la presente edición 20

Realidades exiguas. Ensayos de lecturas I 21


Acerca de esta recopilación 25
Deseos de literatura. Antonio Marimón 29
Un tenue escudo de silencio. Juan Filloy 33
Una voz irrepetible y frágil. Jorge Bonino 37
Sombra terrible. El Facundo de Sarmiento 40
Una sutil atrocidad. J. R. Wilcock 43
Las formas de lo tenue. Adolfo Bioy Casares 47
Un ascetismo de la perfección: el artista kafkiano 51
Una pacífica conmoción. John Cheever 55
El incierto lugar de la narración. Juan José Saer 59
Frágiles confines. Sylvia Plath 62
Borges, avatares del precursor 66
Caminos del dolor. César Vallejo 71
Diario del vivisector. Robert Musil 74
La escritura ensayística argentina. Horacio González 79
Una palabra soberbia y disonante. Thomas Bernhard 82
Equilibrios rotos por la caída. J. D. Salinger 85
Las máscaras de la sofisticación. Truman Capote 89
La nostalgia de un mundo abolido. Joseph Roth 93
El estilo y la ley de gravedad. Luis Gusmán 97
El ímpetu alucinatorio. William Faulkner 100
Exilio, provocación y forma. Witold Gombrowicz y su diario 104
Breves resplandores. Katherine Mansfield 112
La exigua realidad de las ciudades 115
Relatos del exilio: ubicuidad y desgarramiento. Nina Berberova 121
Gloria y caída del artista moderno. Charles Baudelaire 124
Los encantos de una vida arruinada. Francis Scott Fitzgerald 128
El sordo clamor de los vencidos. Pablo Neruda 132
La peste, un relato del mal 135
Un arte de la divagación. Paul Valéry 139
Vidas frágiles 142
Una vida de novela. Marcel Proust 146
El alegre apocalipsis. Hermann Broch 151
Los espacios líricos de la desdicha. Yorgos Seferis 154
Los oscuros confines del colonialismo 158
El escritor como soldado y como dandy. Ernst Jünger en la Segunda Guerra 161
Destellos de lo ínfimo. Robert Walser 165

Un escritor en la penumbra. Ensayos de lecturas II 169


Acerca de este libro 171
Un escritor en la penumbra 173
Inmóviles tiempos de la infancia 176
Hacia una verdad poética 180
Inestabilidades y temblores 184
Notas a (con) fundamento hsin 188
El mutismo como lírica 195
El día de Bloom 200
Los remotos países del misterio 203
La atracción de la desmesura 210
La tragedia de existir 217
El incesante curso de la vida 220
Todo sol es amargo 223
Bruscas irrupciones de la forma 227
Huellas de un rostro 231
Trágicos clamores 237
La prosa del soldado 243
El arduo arte de escribir 246
Paisajes del apocalipsis 260
La ciudad de la nostalgia 262
El inventor de Morel 266
Mutaciones bruscas 276
Confluencias: la literatura y la política 279
La escritura del acto absoluto 282
Raudos fulgores del vidente 291
La voz silenciosa del misterio 295
Vaivenes y disonancias del escritor burgués 299
Inciertas travesías del exilio 302
Narraciones del dolor y del crimen 308
Reinos de la infancia 311
Tímida hierba de agosto 313
Una nueva lengua para el absurdo 318
El silencio y la palabra 322

El silencio de las emociones. Hacia las imágenes 327


A modo de breve introducción 329
Francis Bacon: retrato del sistema nervioso 331
Cándido López: la mano del pintor 334
Hacer danzar la anatomía humana 338
El enigma del rostro 342
Cárceles soñadas: la invención de Piranesi 344
Ásperas dualidades fotográficas. RES (Raúl Eduardo Stolkiner) 348
Edward Hopper: pintar la espera 351
La pintura no se interrumpe (Rembrandt) 355
Los callados objetos de la naturaleza muerta 357
Del Barco, cromatismos, disonancias 363
Sorprender la realidad 365
Los modos temporales de la imagen 368
Formas de vida 379
El retrato: una frágil semejanza 381
Una vanguardia exasperada 385
Antonio Seguí: los incesantes ritmos de la urbe 388
La infancia recuperada 390
Paisajes en la pintura cordobesa. (Vaivenes y fracturas de la representación) 392
Sara Facio 416
El silencio de las emociones 420
Las cavernas del arte 423
Los escritos del pintor 426
Los misterios de la pintura 430

Opacos fulgores. Ensayos de lecturas III 433


Sobre estos «nuevos» ensayos de lecturas 435
Alejandría: fragmentos de una ciudad 437
Notas a pie de página 451
El vértigo del juego 454
El estilo del escritor maldito 458
Discretas crueldades 465
El escritor de las últimas fronteras 468
Fogwill, en los bordes 470
Un estilo para el espiritismo 473
El incesante curso de la vida 477
El arte de lo intrascendente 480
La felicidad perdida 483
La enormidad de este librito insensato 486
El infierno tan temido 493
Mario Levrero, el proyecto 496
La tenebrosa historia de un crimen 499
El riesgo de leer 503
El gran magnetizador 507
Opacos fulgores. (La versatilidad «ensayística» de Julien Gracq) 510
El desierto, un vacío que provoca vértigo 534
Una larga conversación 540
La atracción de la muerte 543
Fuera de este mundo 546
El sutil arte del narrador 555
La escritura del exilio 558

Escritores cordobeses: lecturas 561


Breves aclaraciones 565
Capturar el pasado: Arturo Capdevila 567
Las huellas de las cenizas: Julio Castellanos 571
Palabras que crean la realidad: Rodolfo Godino 577
Vaivenes de la espera: Federico Lavezzo 583
Una voz inconfundible: Alejandra Lazzarini 585
El científico como artista: Leopoldo Lugones 588
Una experiencia literaria extrema: Antonio Marimón 594
Escenas de la vida conyugal: Silvio Mattoni 598
Empecinados y discretos: Enrique Luis Revol 601
Un reformista irreverente: Deodoro Roca 605
Estado de letargo: Perla Suez 608

Juan José Saer. Una entrevista 611


Anotaciones acerca de la entrevista a Juan José Saer 613
Saer, una entrevista 616

Quisiera ser la ballena. Ensayos de lecturas IV 625


Breves precisiones que me interesa hacer 627
Quisiera ser la ballena 628
Madame X 629
Plop 634
Fumando espero 635
Crucial hado 638
Borges populista y antiperonista 640
Palamara y los metafísicos 642
Observador furtivo 653
Elocuencia del azul 654
Un tono elegíaco por lo perdido 656
Sepulturas 660
Travesías bonaerenses 663
Misceláneas 671
Irineo 675
Anónima en Berlín, 1945 678
Los instantes de la distracción 680
Extravío 682
A. B. editor 685
Lo deshabitado 688
Mar de Dapuez 689
Exigua luz 692
Parques: Cortázar 695
Fogwill 697
Exilio 698
Pintar lo que yo quiero 702
Escribir antes de ahogarse 704
Amistad 707
Genealogías 709
Geografía espiritual 713
Prosa (de) Saer 716

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