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Las habichuelas mágicas

Juan vivía con su madre, que era viuda, en una cabaña del bosque. No tenían muchos recursos
para vivir porque eran pobres.

Como con el tiempo fue empeorando la situación familiar, la madre decidió mandar a Juan a la
ciudad, para que allí intentase vender la única vaca que poseían.

El niño se puso en camino, llevando atado con una cuerda al animal, y se encontró con un hombre
que llevaba un saquito de habichuelas. El hombre explicó a Juan que aquellas habichuelas eran
mágicas y se las ofreció a cambio de la vaca. Juan aceptó el cambio y volvió muy contento a su
casa con la bolsa de habichuelas. Su madre disgustada al ver la necedad del muchacho, se puso a
llorar. Después, contrariada, cogió las habichuelas y las arrojó a la tierra.

Al día siguiente, cuando Juan se levantó, fue grande su sorpresa al ver que las habichuelas habían
crecido tanto durante la noche que una rama se perdía de vista. Se puso a trepar por la planta y,
sube que sube, llegó a un país desconocido. Entró en un castillo y vio un malvado gigante que
tenía una gallina que ponía huevos de oro cada vez que él se lo mandaba.

Juan pensó que aquella gallina era la solución a todos los problemas que tenía su madre. Entonces,
esperó a que el gigante se durmiera y, tomando la gallina, escapó con ella. Llegó a la rama de las
habichuelas, se descolgó, tocó el suelo y entró en la cabaña.
La madre se puso muy contenta. Durante mucho tiempo vivieron tranquilos gracias a la venta de
los huevos de oro, hasta que la gallina se murió.

Juan trepó otra vez por la planta y volvió al castillo. Escondido detrás de una cortina, pudo
observar cómo el gigante contaba las monedas de oro que sacaba de una bolsa.

En cuanto se durmió el gigante, el muchacho salió a recoger las monedas de oro, se echó a correr
hasta la planta y, después, hasta su casa.

Con las monedas de oro, tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo. Sin embargo, llegó un día
en que el bolsón del dinero quedó completamente vacío.

Juan, por tercera vez, trepó por las ramas de la planta hasta llegar a la cima. Entonces, vio al ogro
guardar en un cajón una cajita que, cada vez que se levantaba la tapa, dejaba caer una moneda de
oro.
Cuando el gigante salió de la estancia, el muchacho cogió la cajita prodigiosa y se la guardó. Desde
su escondite, Juan había visto que el gigante se tumbaba en un sofá mientras que un arpa, ¡oh,
maravilla!, tocaba una delicada música sin que mano alguna pulsara sus cuerdas. El gigante,
gracias a la ayuda de aquella melodía, fue cayendo poco a poco en un profundo sueño.

Apenas le vio así, Juan cogió el arpa y echó a correr sin saber que estaba encantada y, al ser
tomada por Juan, empezó a gritar:
– ¡Eh, señor amo, despierte usted, que me roban!
El gigante se despertó sobresaltado al escuchar los gritos acusadores:

– ¡Señor amo, que me roban!


Al darse cuenta de lo que ocurría, el gigante salió en persecución de Juan. A espaldas del niño
resonaban los pasos del gigante, cuando consiguió alcanzar las ramas con el arpa. Se daba mucha
prisa, pero, al mirar hacia arriba, vio que también el gigante descendía por la mata. ¡No había
tiempo que perder! Así que Juan gritó a su madre, que estaba preparando la comida:

– ¡Madre, tráigame el hacha enseguida, que me persigue el gigante!


Acudió la madre con el hacha y Juan, de un certero golpe, cortó el tronco de la rama de las
mágicas habichuelas. Al caer, el gigante se estrelló, pagando así sus fechorías, y Juan y su madre
vivieron felices con la cajita que, al abrirse, dejaba caer una moneda de oro.
El león y la ardilla
Era un día muy caluroso y el león decidió buscar un lugar fresco para
descansar. Caminando, se detuvo bajo la sombra de un árbol. De repente,
una pequeña ardilla salió de un arbusto y pasó descuidadamente bajo las
narices del rey del bosque. El león, que quería jugar, comenzó a perseguir a la
ardilla. Pero el pequeño animal, pensando que el león quería comérselo, le
suplicó temblando que lo dejara vivir.

«Si me dejas ir, valiente león, prometo ayudarte a luchar contra todos tus
enemigos», dijo la ardilla, más muerta que viva.

– Ah, ah! ¿Me ayudarás, siendo tan insignificante? ¡Vete, vete y no me hagas
perder la paciencia! Respondió el león con desprecio.
Pasó el tiempo y un día el orgulloso rey del bosque cayó en una trampa
puesta por los cazadores; luchó con gran coraje, tratando de escapar de la
red, pero no pudo. De repente, apareció la pequeña ardilla y muy
pacientemente comenzó a cortar la red con sus pequeños dientes
puntiagudos. Y así, logró liberar al león. Arrepentido del insulto que le había
hecho a la pequeña ardilla, el rey del bosque se disculpó con ella.

– Perdóname, pequeña ardilla. Ahora sé que cada animal, por pequeño que
sea, merece el mayor respeto. Nunca más me reiré de ti, te lo prometo – dijo
el león.

– No te preocupes, querido amigo. Quien reconoce sus errores es un hombre


sabio
–Respondió la ardilla.

Desde ese día, el león y la ardilla son amigos inseparables, capaces de


enfrentar todos los peligros del bosque.
El pingüino comilón
Había una vez un pingüino que solo pensaba en comer. Pasaba todo su
tiempo pescando y comiendo a su presa. Ni siquiera miró a los otros
pingüinos que pasaron buena parte del día jugando y caminando en la isla
donde vivían; todo esto no le interesaba en absoluto porque prefería pasar el
tiempo satisfaciendo su inmenso apetito.
Sus padres a menudo lo regañaron:

– Pero en resumen – dijo su madre – ¿Por qué no vas de vez en cuando con
tus amigos?
«No, mamá, estoy demasiado ocupado pescando», respondió.

– Mi hijo, en la vida, hay un tiempo para todo – respondió la madre.

«No te preocupes, mamá, sé lo que estoy haciendo», respondió el pingüino.


Como era imposible razonar con él, sus padres no dijeron nada más.
En una hermosa tarde de primavera, nuestro pingüino se encontró con un
grupo de amigos que hicieron acrobacias. ¡Qué saltos maravillosos! ¡Qué
ágiles eran!

Todos estaban muy bien y nuestro pingüino, admirando la belleza de sus


ejercicios, decidió participar en sus juegos, olvidando que estaba demasiado
gordo.
¡Todos se rieron de él!
El pobre pingüino, ridiculizado y despreciado por todos, se mudó a la
parte más remota de la isla y permaneció allí durante varios días sin comer.
Cuando llegó a casa, había recuperado su peso normal. ¡Había recibido una
buena lección! Dejó de comer demasiado y decidió convertirse en un
pingüino como los demás.

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