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Cuentos Para

Niños
1. Caperucita Roja 2. Las Manchas del Jaguar 3. El Envidioso

4. El Valor de la Verdad 5. Hansel Y Gretel 6. Pedro y El Lobo

7. Aladino y La Lámpara Maravillosa 8. La Ratita Presumida 9. Kuta, La Tortuga Inteligente

10. La sabia Decisión del Rey 11. El Deseo del Pajarito Azul 12. Las Ranas contra el Sol.

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Caperucita roja

Érase una vez una preciosa niña que siempre llevaba una capa roja con capucha para
protegerse del frío. Por eso, todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.
Caperucita vivía en una casita cerca del bosque. Un día, la mamá de Caperucita le dijo:
– Hija mía, tu abuelita está enferma. He preparado una cestita con tortas y un tarrito de
miel para que se la lleves. ¡Ya verás qué contenta se pone!
– ¡Estupendo, mamá! Yo también tengo muchas ganas de ir a visitarla – dijo Caperucita
saltando de alegría.
Cuando Caperucita se disponía a salir de casa, su mamá, con gesto un poco serio, le hizo una
advertencia:
– Ten mucho cuidado, cariño. No te entretengas con nada y no hables con extraños. Sabes
que en el bosque vive el lobo y es muy peligroso. Si ves que aparece, sigue tu camino sin
detenerte.
– No te preocupes, mamita – dijo la niña -. Tendré en cuenta todo lo que me dices.
– Está bien – contestó la mamá, confiada –. Dame un besito y no tardes en regresar.
– Así lo haré, mamá – afirmó de nuevo Caperucita diciendo adiós con su manita mientras se
alejaba.
Cuando llegó al bosque, la pequeña comenzó a distraerse contemplando los pajaritos y
recogiendo flores. No se dio cuenta de que alguien la observaba detrás de un viejo y
frondoso árbol. De repente, oyó una voz dulce y zalamera.
– ¿A dónde vas, Caperucita?
La niña, dando un respingo, se giró y vio que quien le hablaba era un enorme lobo.

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– Voy a casa de mi abuelita, al otro lado del bosque. Está enferma y le llevo una deliciosa
merienda y unas flores para alegrarle el día.
– ¡Oh, eso es estupendo! – dijo el astuto lobo -. Yo también vivo por allí. Te echo una
carrera a ver quién llega antes. Cada uno iremos por un camino diferente. ¿Te parece bien?
La inocente niña pensó que era una idea divertida y asintió con la cabeza. No sabía que el
lobo había elegido el camino más corto para llegar primero a su destino. Cuando el animal
llegó a casa de la abuela, llamó a la puerta.
– ¿Quién es? – gritó la mujer.
– Soy yo, abuelita, tu querida nieta Caperucita. Ábreme la puerta – dijo el lobo imitando la
voz de la niña.
– Pasa, querida mía. La puerta está abierta – contestó la abuela.
El malvado lobo entró en la casa y sin pensárselo dos veces, saltó sobre la cama y se comió
a la anciana. Después, se puso su camisón y su gorrito de dormir y se metió entre las
sábanas esperando a que llegara la niña. Al rato, se oyeron unos golpes.
– ¿Quién llama? – dijo el lobo forzando la voz como si fuera la abuelita.
– Soy yo, Caperucita. Vengo a hacerte una visita y a traerte unos ricos dulces para
merendar.
– Pasa, querida, estoy deseando abrazarte – dijo el lobo malvado relamiéndose.
La habitación estaba en penumbra. Cuando se acercó a la cama, a Caperucita le pareció que
su abuela estaba muy cambiada. Extrañada, le dijo:
– Abuelita, abuelita ¡qué ojos tan grandes tienes!
– Son para verte mejor, preciosa mía – contestó el lobo, suavizando la voz.
– Abuelita, abuelita ¡qué orejas tan grandes tienes!
– Son para oírte mejor, querida.
– Pero… abuelita, abuelita ¡qué boca tan grande tienes!
– ¡Es para comerte mejor! – gritó el lobo dando un enorme salto y comiéndose a la niña de
un bocado.
Con la barriga llena después de tanta comida, al lobo le entró sueño. Salió de la casa, se
tumbó en el jardín y cayó profundamente dormido. El fuerte sonido de sus ronquidos llamó
la atención de un cazador que pasaba por allí. El hombre se acercó y vio que el animal tenía

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la panza muy hinchada, demasiado para ser un lobo. Sospechando que pasaba algo extraño,
cogió un cuchillo y le rajó la tripa. ¡Se llevó una gran sorpresa cuando vio que de ella
salieron sanas y salvas la abuela y la niña!
Después de liberarlas, el cazador cosió la barriga del lobo y esperaron un rato a que el
animal se despertara. Cuando por fin abrió los ojos, vio como los tres le rodeaban y
escuchó la profunda y amenazante voz del cazador que le gritaba enfurecido:
– ¡Lárgate, lobo malvado! ¡No te queremos en este bosque! ¡Como vuelva a verte por aquí, no
volverás a contarlo!
El lobo, aterrado, puso pies en polvorosa y salió despavorido.
Caperucita y su abuelita, con lágrimas cayendo sobre sus mejillas, se abrazaron. El susto
había pasado y la niña había aprendido una importante lección: nunca más desobedecería a
su mamá ni se fiaría de extraños.

Las manchas del jaguar

Cuenta una antigua leyenda que hace miles de años, cuando todavía no existía el ser
humano, hubo un jaguar al que sucedió algo muy especial. ¿Quieres conocer su historia?

Parece ser que el animal era plenamente feliz porque estaba en buena forma física, tenía
alimentos de sobra a su alcance, y se llevaba estupendamente con el resto de animales;
además, se sentía agradecido por poder despertarse cada mañana en uno de los lugares
más hermosos que uno podía imaginar: la maravillosa península del Yucatán.

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Como a todo buen felino le encantaba pasear por el bosque envuelto en la oscuridad de la
noche y escalar la montaña durante el día, pero sin lugar a dudas su afición favorita era
lamer su propio pelaje, tan amarillo y brillante como el mismísimo sol. Para él era
fundamental mantenerlo limpio, no solo para sentirse más guapo y aseado, sino también
porque era consciente de que suscitaba una enorme admiración. Sí, presumía un poco de
pelo rubio, ¡pero es que se sentía tan orgulloso de él que no lo podía evitar!

Una tarde de verano estaba dormitando bajo un árbol de aguacate cuando de repente se
sobresaltó al escuchar unos ruidos rarísimos sobre su cabeza.

– ¿Qué ha sido eso?… ¿Quién anda por ahí perturbando el descanso de los demás?

Miró hacia arriba y contempló extrañado que las ramas se agitaban y parecían chillar.
Abrió sus grandes ojos y al enfocar la mirada descubrió que se trataba de tres monos que,
para entretenerse, estaban compitiendo a ver quién arrancaba más frutos maduros en
menos tiempo.

Entre sorprendido y enfadado les gritó:

– ¡Un respeto, por favor! ¿No veis que estoy durmiendo la siesta justo aquí abajo? ¡Dejad
ese estúpido juego de una vez!

Los monos estaban pasándoselo tan bien, venga a reír y a saltar de una rama a otra, que no
le hicieron ni caso. De hecho, empezaron a lanzar aguacates al aire para ver cómo se
despedazaban y lo salpicaban todo al chocar contra el suelo. ¡Les parecía un juego
divertidísimo!

El jaguar, que ya tenía una edad en la que no soportaba ese tipo de tonterías, empezó a
perder la paciencia. Muy serio, se puso a cuatro patas, levantó la cabeza, y rugiendo les
enseñó los colmillos a ver si se daban por aludidos. Nada, como si no existiera.

– ¡Estoy harto de tanto alboroto y de que desperdiciéis la comida de esa manera! ¡Poned fin
a la juerga o tendréis que véroslas conmigo!

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Por increíble que parezca ninguna amenaza surtió efecto y los monos siguieron a lo suyo.
Por poco tiempo, eso sí, pues la mala suerte quiso que uno de los aguacates se estrellara en
el lomo del jaguar. El golpe fue intenso y se retorció de dolor.

– ¡Ay, ay, menudo porrazo me habéis dado con uno de esos malditos aguacates!

Se palpó y notó que la zona se estaba inflamando, pero lo más grave fue comprobar cómo la
pulpa se desparramaba por su pelo como si fuera manteca, formando un asqueroso pegote
verde. El presumido felino se puso, nunca mejor dicho, hecho una fiera.

– No… no… no puede ser… ¡Acabáis de destrozar mi bello y sedoso pelaje dorado, panda de
inútiles!… ¡¿Quién ha sido el culpable?!

El mono que tenía las orejas más puntiagudas puso tal cara de pánico que él solito se
delató; el jaguar, con los nervios a flor de piel, reaccionó como suelen hacer los jaguares
cuando se enfadan de verdad: pegó un salto gigantesco, y cuando estuvo a la altura del
insolente animal, levantó la pata derecha y le asestó un zarpazo en la barriga. La víctima
chilló de dolor, pero por suerte la herida era poco profunda y pudo salvar el pellejo.

Para no tentar más a la suerte, propuso la retirada inmediata a sus compañeros.

– ¡Chicos, rápido, debemos irnos!… ¡Hay que escapar antes de que acabe con nosotros!

¡Dicho y hecho! Los tres amigos bajaron del árbol y huyeron despavoridos campos a través.
Lejos del peligro, el mono herido dijo a los otros dos:

– Sé que el jaguar no merecía recibir un golpe con el aguacate y que ensucié su lindo pelo,
pero no hubo mala intención por mi parte. ¡Le di sin querer y mirad lo que me ha hecho!

El mono mostró las marcas largas y ensangrentadas que las garras habían dejado sobre su
piel.

– ¡No os podéis imaginar lo mucho que duele y escuece!… Sinceramente, creo que esto no
se puede quedar así. Lo mejor es que vayamos a ver a Yum Kaax. ¡Él sabrá darnos el mejor
de los consejos!

Yum Kaax, dios protector de las plantas y los animales, vivía en la montaña y era muy
querido por su bondad, sabiduría y amabilidad. Recibió a los tres monitos con una sonrisa,
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los brazos abiertos y luciendo en la cabeza su característico tocado con forma de mazorca
de maíz.

– Bienvenidos a mi hogar. ¿En qué puedo ayudaros?

El mono que había tenido la idea de solicitar audiencia a la divinidad se disculpó.

– Señor, perdone que le molestemos a estas horas, pero hemos tenido un grave
encontronazo con un jaguar.

– Está bien, tranquilos, contadme lo sucedido.

El trío fue detallando la desagradable situación que había vivido minutos antes. Nada más
terminar, el joven dios, ya sin la sonrisa en la boca, resolvió:

– Tengo que deciros que vuestro comportamiento ha sido penoso. ¡No se puede molestar a
los demás mientras duermen, y por supuesto, tampoco es ético desperdiciar los aguacates
que nos regala la tierra!… ¿Acaso no os han enseñado que está muy mal despilfarrar la
comida?

Los monos agacharon la cabeza avergonzados. Yum Kaax continuó con la reprimenda.

– Para que aprendáis la lección, durante dos meses vais a trabajar para mí limpiando los
campos y recogiendo parte de la cosecha de cereal. ¡Este año estamos desbordados y toda
ayuda es poca!

Los tres amigos abrieron la boca para protestar, pero el dios no les dejó.

– ¡No admito quejas! Creo que será una buena forma de que vosotros también maduréis…
¡como los aguacates! ¡Ja ja ja!

Los monos no pillaron la gracia y solo el dios se rio de su propio chiste.

– Madurar… Aguacates… ¡Bah, ya veo que no lo habéis entendido! En fin, sigamos con el
tema que nos ocupa.

Se quedó unos segundos pensativos y decidió el castigo para el felino.

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– Dejaré que volváis a subir al árbol y le lancéis unos cuantos aguacates al lomo. Esta vez,
gracias a mis poderes mágicos, no le servirá de nada limpiarse y quedará marcado para
siempre. Pagará por lo que ha hecho y de paso aprenderá a ser menos engreído.

El dios tomó aire e hizo una advertencia:

– Debo deciros que hay dos normas que deberéis respetar a toda costa: la primera, lanzar
los aguacates con cuidado para no hacerle daño.

Los tres monos dijeron que sí con la cabeza.

– Y la segunda, deben ser aguacates muy maduros, de los que ya no se pueden comer porque
están muy blandos y oscuros, a punto de pudrirse. No le causaréis dolor, pero su pelo
quedará manchado de por vida porque lo decido yo.

Los monos aceptaron las condiciones y tras dar las gracias a Yum Kaax se fueron directos
al árbol de aguacate. Al llegar comprobaron que el jaguar había ido a bañarse al río, por lo
que aprovecharon su ausencia para ocultarse entre las ramas. Desde allí le vieron regresar,
de nuevo con el pelo reluciente, dispuesto a continuar su plácida siesta.

El mono de orejas puntiagudas, que era el que dirigía la operación, susurró a sus colegas:

– Ahí viene… ¡Preparemos el arsenal!

El jaguar, totalmente ajeno a lo que le esperaba, se acostó sobre la hierba y se durmió. En


cuanto escucharon los resoplidos, los tres primates cogieron varios aguacates blandengues,
que por cierto ya olían bastante mal, y se los lanzaron sin contemplaciones. El atacado se
despertó al momento y horrorizado comprobó cómo un montón de pulpa negra y viscosa
llenaba de manchas su finísimo y precioso pelaje.

– ¡¿Pero ¡¿qué está pasando?!… ¿Quién me ataca?… ¡¿Qué es esta porquería?!

El jefecillo, satisfecho con el resultado, se asomó entre las hojas y gritó:

– Cumplimos órdenes del dios Yum Kaax. A partir de ahora, tú y descendientes luciréis
motas oscuras hasta el fin de los tiempos. Para ti, se acabó el presumir.

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El jaguar corrió a lavarse al rio, más por mucho que se puso a remojo, las manchas no se
disolvieron. Cuando salió del agua empezó a llorar de pura tristeza y no tuvo más remedio
que aceptar el castigo impuesto por el dios.

Desde ese día, los monos tienen prohibido jugar a guerras de aguacates y todos los
jaguares tienen manchas.

El envidioso.

Un joven llamado Alfonso vivía en una bonita casa de paredes blancas y tejado colorado,
situada en las afueras de la ciudad.
La vivienda estaba rodeada de jardines floridos, sonoras fuentes de agua, y un enorme
huerto gracias al cual disfrutaba todo el año de verduras y hortalizas de excelente
calidad.
Alfonso era un tipo privilegiado que lo tenía todo, pero curiosamente se sentía frustrado
por no haber podido cumplir uno de sus grandes sueños: llenar su propiedad de
árboles frutales. Durante meses había intentado cultivar distintas especies empleando
todas las técnicas posibles, pero por alguna extraña razón las semillas no germinaban, y si
lo hacían, a las pocas semanas las plantas se secaban. Con el paso del tiempo el hecho de no
tener un simple limonero le produjo una sensación de fracaso que no podía controlar.

El huerto de Alfonso estaba delimitado por un muro de piedra tras el cual vivía Manuel, su
vecino y amigo de toda la vida. Él también tenía una casa muy coqueta y un terreno donde
cultivaba un montón de productos del campo. Podría decirse que ambas propiedades eran

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muy parecidas salvo por un ‘pequeño detalle’: Manuel tenía un hermosísimo ejemplar de
manzano que despertaba en Alfonso feos sentimientos de rabia y celos.

– ¡Qué fastidio! Manuel tiene el manzano más impresionante que he visto en mi vida. Si la
calidad de nuestra tierra es igual y regamos con agua del mismo pozo, ¿por qué en mi
huerto no prosperan las semillas y en el suyo sí?… ¡Es injusto!

En lo de que era impresionante Alfonso tenía toda la razón. El árbol superaba los quince
metros de altura y era tan frondoso que sus verdes hojas ovaladas daban en verano una
sombra magnífica. Ahora bien, lo más bonito era verlo cubierto de flores en primavera y
cargadito de frutos los meses de verano. Si todas las manzanas de la comarca eran
fantásticas, las de ese manzano no tenían parangón: una vez maduras eran tan grandes, tan
amarillas, y tan dulces, que todo aquel que las probaba las consideraba un auténtico manjar
de los dioses.
Por fortuna Manuel era dueño de una obra de arte de la naturaleza, pero su amigo Alfonso,
en vez de alegrarse por él, empezó a sentir que una profunda amargura se instalaba en lo
más hondo de su corazón. Tan fuerte y corrosiva era esa emoción, que en un arrebato de
envidia decidió destruir el maravilloso árbol.
– ¡Hasta aquí hemos llegado! Contaminaré la tierra donde crece ese maldito manzano. Sí,
eso haré: echaré tanta porquería sobre ella que las raíces se debilitarán y eso provocará
que el tronco se vaya destruyendo lentamente hasta desplomarse. ¡Manuel es tan inocente
que jamás sabrá que fui yo quien se lo cargó!

Así pues, una noche de verano en la que salvo los grillos cantarines todo el mundo dormía,
se deslizó entre las sombras, trepó por el muro cargado con un saco lleno de basura,
avanzó sigilosamente hasta el árbol y vació todo el contenido en su base. Cometida la
fechoría regresó a casa, se metió en la cama y durmió a pierna suelta sin sentir ningún tipo
de remordimiento.

A partir de ese momento la vida de Alfonso se centró en una sola cosa: conseguir derribar
el esplendoroso árbol de su amigo. El plan era mezquino, miserable a más no poder, pero él
se lo tomó como algo que debía hacer a toda costa y no le dio más vueltas. Cada atardecer
recogía deshechos como las pieles de las patatas, las raspas de los pescados que guisaba,
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las cacas que las gallinas desperdigaban por todas partes… ¡Todo acababa en el saco! Al
llegar la noche, como si fuera un ritual, saltaba el muro y lanzaba los apestosos despojos a
los pies del árbol.
– ¡Hala, aquí tienes, todo esto es para ti!
De regreso a su hogar se acostaba con una sonrisa dibujada en el rostro. En ocasiones los
nervios le impedían dormir y permanecía despierto durante horas, regodeándose en su
maquiavélico objetivo:
– La muerte de ese detestable manzano está muy cerca. Será genial ver cómo se pudre y
acaba devorado por las termitas ¡Je, je, je!
¡Qué equivocado estaba el envidioso Alfonso! Al concebir su macabro proyecto se le pasó
por alto que cada vez que echaba restos de comida o excrementos sobre la tierra la estaba
abonando, así que el resultado de su acción fue que el árbol ni se pudrió ni se secó, sino
que, al contrario, creció todavía más sano, más fuerte, más altivo. En pocas semanas
alcanzó un tamaño nunca visto para un ejemplar de su especie, sus ramas se volvieron
extremadamente robustas, y lo más increíble, empezó a dar manzanas gigantescas como
sandías. Su dueño, consciente de que eran únicas en el mundo, pudo venderlas a precio de
oro y se hizo rico.
Durante años y a pesar de la evidencia, Alfonso siguió cometiendo la torpeza de echar
desperdicios sobre las raíces del manzano. ¡El muy mentecato seguía convencido de que
algún día lo vería desparecer! Como te puedes imaginar nunca logró su propósito y su amigo
Manuel vivió cada vez mejor.
Moraleja: La envidia es un sentimiento que corroe por dentro y no nos deja ser felices.
Recuerda que es mucho más bonito alegrarse de la buena suerte de los que nos rodean y
compartir con ellos su felicidad.

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El valor de la verdad

Hace muchísimos años, un guapo y apuesto príncipe de China se propuso encontrar la


esposa adecuada con quien contraer matrimonio.
Todas las jóvenes ricas y casaderas del reino deseaban que el heredero se fijara en ellas
para convertirse en la afortunada princesa. El príncipe lo tenía complicado a la hora de
elegir, pues eran muchas las pretendientes y sólo podía dar el sí quiero a una.
Durante muchos días estuvo dándole vueltas a un asunto: la cualidad en la que debía basar
su elección.
¿Debía, quizá, escoger a la muchacha más bella? ¿Sería mejor quedarse con la más rica?
¿O mejor comprometerse con la más inteligente? Era una decisión de por vida y tenía que
tenerlo muy claro.
Un día, por fin, se disiparon todas sus dudas y mandó llamar a los mensajeros reales.
– Quiero que anunciéis a lo largo y ancho de mis dominios, que todas las mujeres que
deseen convertirse en mi esposa tendrán que presentarse dentro de una semana en palacio,
a primera hora de la mañana.
Los mensajeros, obedientes y siempre leales a la corona, recorrieron a caballo todos los
pueblos y ciudades del reino. No quedó un solo rincón ajeno a la noticia.
Cuando llegó el día señalado, cientos de chicas se presentaron vestidas con sus mejores
galas en los fabulosos jardines de la corte. Impacientes, esperaron a que el príncipe se
asomara al balcón e hiciera públicas sus intenciones. Cuando apareció, suspiraron
emocionadas e hicieron una pequeña reverencia. En silencio, escucharon sus palabras con
atención.
– Os he pedido que vinierais hoy porque he de escoger la mujer que será mi esposa. Os
daré a cada una de vosotras una semilla para que la plantéis. Dentro de seis meses, os
convocaré aquí otra vez, y la que me traiga la flor más hermosa de todas, será la elegida
para casarse conmigo y convertirse en princesa.
Entre tanta muchacha distinguida se escondía una muy humilde, hija de una de las
cocineras de palacio. Era una jovencita linda de ojos grandes y largos cabellos, pero sus
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ropas eran viejas y estaban manchadas de hollín porque siempre andaba entre fogones. A
pesar de que era pobre y se sentía como una mota de polvo entre tanta bella mujer, aceptó
la semilla que le ofrecieron y la plantó en una vieja maceta de barro ¡Siempre había estado
enamorada del príncipe y casarse con él era su sueño desde niña!
Durante semanas la regó varias veces al día e hizo todo lo posible para que brotara una
planta que luego diera una hermosísima flor. Probó a cantarle con dulzura y a resguardarla
del frío de la noche, pero no fue posible. Desgraciadamente, su semilla no germinó.
Cuando se cumplieron los seis meses de plazo, todas las muchachas acudieron a la cita con
el príncipe y formaron una larga fila. Cada una de ellas portaba una maceta en la que crecía
una magnífica flor; si una era hermosa, la siguiente todavía era más exuberante.
El príncipe bajó a los jardines y, muy serio, empezó a pasar revista. Ninguna flor parecía
interesarle demasiado. De pronto, se paró frente a la hija de la cocinera, la única chica que
sostenía una maceta sin flor y donde no había nada más que tierra que apestaba
a humedad. La pobre miraba al suelo avergonzada.
– ¿Qué ha pasado? ¿Tú no me traes una maravillosa flor como las demás?
– Señor, no sé qué decirle… Planté mi semilla con mucho amor y la cuidé durante todo este
tiempo para que naciera una bonita planta, pero el esfuerzo fue inútil. No conseguí que
germinara. Lo siento mucho.
El príncipe sonrió, acercó la mano a la barbilla de la linda muchacha y la levantó para que le
mirara a los ojos.
– No lo sientas… ¡Tú serás mi esposa!
Las damas presentes se giraron extrañadas y comenzaron a cuchichear: ¿Su esposa? ¡Pero
si es la única que no ha traído ninguna flor! ¡Será una broma!…
El príncipe, haciendo caso omiso a los comentarios, tomó de la mano a su prometida y
juntos subieron al balcón de palacio que daba al jardín. Desde allí, habló a la multitud que
estaba esperando una explicación.
– Durante mucho tiempo estuve meditando sobre cuál es la cualidad que más me atrae de
una mujer y me di cuenta de que es la sinceridad. Ella ha sido honesta conmigo y la única
que no ha tratado de engañarme.
Todas las demás se miraban perplejas sin entender nada de nada.
– Os regalé semillas a todas, pero semillas estériles. Sabía que era totalmente imposible
que de ellas brotara nada. La única que ha tenido el valor de venir y contar la verdad ha
sido esta joven. Me siento feliz y honrado de comunicaros que ella será la futura
emperatriz.
Y así fue cómo el príncipe de China encontró a la mujer de sus sueños y la hija de la
cocinera, se casó con el príncipe soñado.

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Hansel y Gretel

En una cabaña cerca del bosque vivía un leñador con sus dos hijos, que se llamaban Hansel y
Gretel.
El hombre se había casado por segunda vez con una mujer que no quería a los niños.
Siempre se quejaba de que comían demasiado y que, por su culpa, el dinero no les llegaba
para nada.
– Ya no nos quedan monedas para comprar ni leche ni carne – dijo un día la madrastra –. A
este paso, moriremos todos de hambre.
– Mujer… Los niños están creciendo y lo poco que tenemos es para comprar comida para
ellos – contestó compungido el padre.
– ¡No! ¡Hay otra solución! Tus hijos son lo bastante espabilados como para buscarse la vida
ellos solos, así que mañana iremos al bosque y les abandonaremos allí. Seguro que con su
ingenio conseguirán sobrevivir sin problemas y encontrarán un nuevo lugar para vivir –
ordenó la madrastra envuelta en ira.
– ¿Cómo voy a abandonar a mis hijos a su suerte? ¡Son sólo unos niños!
– ¡No hay más que hablar! – siguió gritando –. Nosotros viviremos más desahogados y ellos,
que son jóvenes, encontrarán la manera de salir adelante por sí mismos.
El buen hombre, a pesar de la angustia que sentía en el pecho, aceptó pensando que quizá
su mujer tuviera razón y que dejarles libres sería lo mejor.

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Mientras el matrimonio hablaba sobre este tema, Hansel estaba en la habitación contigua
escuchándolo todo. Horrorizado, se lo contó al oído a su hermana Gretel. La pobre niña
comenzó a llorar amargamente.
– ¿Qué haremos, hermano, tú y yo solitos en el bosque? Moriremos de hambre y frío.
– No te preocupes, Gretel, confía en mí. ¡Ya se me ocurrirá algo! – dijo Hansel con ternura,
dándole un beso en la mejilla.
Al día siguiente, antes del amanecer, la madrastra les despertó dando voces.
– ¡Levantaos! ¡Es hora de ir a trabajar, holgazanes!
Asustados y sin decir nada, los niños se vistieron y se dispusieron a acompañar a sus
padres al bosque para recoger leña. La madrastra les esperaba en la puerta con un
panecillo para cada uno.
– Aquí tenéis un mendrugo de pan. No os lo comáis ahora, reservadlo para la hora del
almuerzo, que queda mucho día por delante.
Los cuatro iniciaron un largo recorrido por el sendero que se adentraba en el bosque. Era
un día de otoño desapacible y frío. Miles de hojas secas de color tostado crujían bajo sus
pies.
A Hansel le atemorizaba que su madrastra cumpliera sus amenazas. Por si eso sucedía, fue
dejando miguitas de pan a su paso para señalar el camino de vuelta a casa.
Al llegar a su destino, ayudaron en la dura tarea de recoger troncos y ramas. Tanto
trabajaron que el sueño les venció y se quedaron dormidos al calor de una fogata. Cuando
se despertaron, sus padres ya no estaban.
– ¡Hansel, Hansel! – sollozó Gretel –. ¡Se han ido y nos han dejado solos! ¿Cómo vamos a salir
de aquí? El bosque está oscuro y es muy peligroso.
– Tranquila hermanita, he dejado un rastro de migas de pan para poder regresar – dijo
Hansel confiado.
Pero por más que buscó las miguitas de pan, no encontró ni una. ¡Los pájaros se las habían
comido!
Desesperados, comenzaron a vagar entre los árboles durante horas. Tiritaban de frío y
tenían tanta hambre que casi no les quedaban fuerzas para seguir avanzando. Cuando ya lo
daban todo por perdido, en un claro del bosque vieron una hermosa casita de chocolate. El

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tejado estaba decorado con caramelos de colores y las puertas y ventanas eran de
bizcocho. Tenía un jardín pequeño cubierto de flores de azúcar y de la fuente brotaba
sirope de fresa.
Maravillados, los chiquillos se acercaron y comenzaron a comer todo lo que se les puso por
delante. ¡Qué rico estaba todo!
Al rato, salió de la casa una mujer vieja y arrugada que les recibió con amabilidad.
– ¡Veo que os habéis perdido y estáis muertos de hambre, pequeños! ¡Pasad, no os quedéis
ahí! En mi casa encontraréis cobijo y todos los dulces que queráis.
Los niños, felices y confiados, entraron en la casa sin sospechar que se trataba de una
malvada bruja que había construido una casa de chocolate y caramelos para atraer a los
niños y, después, comérselos. Una vez dentro, cerró la puerta con llave, cogió a Hansel y lo
encerró en una celda de la que era imposible salir. Gretel, asustadísima, comenzó a llorar.
– ¡Tú, niñata, deja de lloriquear! A partir de ahora serás mi criada y te encargarás de
cocinar para tu hermano. Quiero que engorde mucho y dentro de unas semanas me lo
comeré. Como no obedezcas, tú correrás la misma suerte.
La pobre niña tuvo que hacer lo que la bruja cruel le obligaba. Cada día, con el corazón en
un puño, le llevaba ricos manjares a su hermano Hansel. La bruja, por las noches, se
acercaba a la celda a ver al niño para comprobar si había ganado peso.
– Saca la mano por la reja – le decía para ver si su brazo estaba más gordito.
El avispado Hansel sacaba un hueso de pollo en vez de su brazo a través de los barrotes.
La bruja, que era corta de vista y con la oscuridad no distinguía nada, tocaba el hueso y se
quejaba de que seguía siendo un niño flaco y sin carnes. Durante semanas consiguió
engañarla, pero un día la vieja se hartó.
– ¡Tu hermano no engorda y ya me he cansado de esperar! – le dijo a Gretel –. Prepara el
horno, que hoy me lo voy a comer.
La niña, muerta de miedo, le dijo que no sabía cómo se encendían las brasas. La bruja se
acercó al horno con una enorme antorcha.
– ¡Serás inútil! – se quejó la malvada mujer mientras se agachaba frente al horno –. ¡Tendré
que hacerlo yo!

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La vieja metió la antorcha dentro del horno y cuando comenzó a crepitar el fuego, Gretel
se armó de valor y de una patada la empujó dentro y cerró la puerta. Los gritos de espanto
no conmovieron a la chiquilla; cogió las llaves de la celda y liberó a su hermano.
Fuera de peligro, los dos recorrieron la casa y encontraron un cajón donde había valiosas
joyas y piedras preciosas. Se llenaron los bolsillos y huyeron de allí. Se adentraron en el
bosque de nuevo y la suerte quiso que encontraran fácilmente el camino que llevaba a su
casa, guiándose por el brillante sol que lucía esa mañana.
A lo lejos distinguieron a su padre sentado en el jardín, con la mirada perdida por la
tristeza de no tener a sus hijos. Cuando les vio aparecer, fue corriendo a abrazarles. Les
contó que cada día sin ellos se había sido un infierno y que su madrastra ya no vivía allí.
Estaba muy arrepentido. Hansel y Gretel supieron perdonarle y le dieron las valiosas joyas
que habían encontrado en la casita de chocolate.
¡Jamás volvieron a ser pobres y los tres vivieron muy felices y unidos para siempre!

Pedro y el Lobo

Érase una vez un joven pastor llamado Pedro que se pasaba el día con sus ovejas.
Cada mañana muy temprano las sacaba al aire libre para que pastaran y corretearan por el
campo. Mientras los animales disfrutaban a sus anchas, Pedro se sentaba en una roca y las
vigilaba muy atento para que ninguna se extraviara.

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Un día, justo antes del atardecer, estaba muy aburrido y se le ocurrió una idea para
divertirse un poco: gastarles una broma a sus vecinos. Subió a una pequeña colina que
estaba a unos metros de donde se encontraba el ganado y comenzó a gritar:
– ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo, ayuda por favor!
Los habitantes de la aldea se sobresaltaron al oír esos gritos tan estremecedores y
salieron corriendo en ayuda de Pedro. Cuando llegaron junto a él, encontraron al chico
riéndose a carcajadas.
– ¡Ja ja ja! ¡Os he engañado a todos! ¡No hay ningún lobo!
Los aldeanos, enfadados, se dieron media vuelta y regresaron a la aldea.
Al día siguiente, Pedro regresó con sus ovejas al campo. Empezó a aburrirse sin nada que
hacer más que mirar la hierba y las nubes ¡Qué largos se le hacían los días! … Decidió que
sería divertido repetir la broma de la otra tarde.
Subió a la misma colina y cuando estaba en lo más alto, comenzó a gritar:
– ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Necesito ayuda! ¡He visto un enorme lobo atemorizando a mis ovejas!
Pedro gritaba tanto que su voz se oía en todo el valle. Un grupo de hombres se reunió en la
plaza del pueblo y se organizó rápidamente para acudir en ayuda del joven. Todos juntos se
pusieron en marcha y enseguida vieron al pastor, pero el lobo no estaba por ninguna parte.
Al acercarse, sorprendieron al joven riéndose a mandíbula batiente.
– ¡Ja ja ja! ¡Me parto de risa! ¡Os he vuelto a engañar, pardillos! ¡ja ja ja!
Los hombres, realmente indignados, regresaron a sus casas. No entendían cómo alguien
podía gastar unas bromas tan pesadas y de tan mal gusto.

El verano llegaba a su fin y Pedro seguía, día tras día, acompañando a sus ovejas al campo.
Las jornadas pasaban lentas y necesitaba entretenerse con algo que no fuera oír balidos.

Una tarde, entre bostezo y bostezo, escuchó un gruñido detrás de los árboles. Se frotó
los ojos y vio un sigiloso lobo que se acercaba a sus animales. Asustadísimo, salió pitando
hacia lo alto de la colina y comenzó a chillar como un loco:
– ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Ayúdenme! ¡Ha venido el lobo!
Como siempre, los aldeanos escucharon los alaridos de Pedro, pero creyendo que se trataba
de otra mentira del chico, siguieron con sus faenas y no le hicieron ni caso. Pedro seguía

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gritando desesperado, pero nadie acudió en su ayuda. El lobo se comió a tres de sus ovejas
sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.
Y así fue cómo el joven pastor se dio cuenta del error que había cometido burlándose de
sus vecinos. Aprendió la lección y nunca más volvió a mentir ni a tomarle el pelo a nadie.

Moraleja: no digas mentiras, porque el día que cuentes la verdad, nadie te creerá.
Cuento Aladino y la lámpara maravillosa: adaptación de la historia original de Las Mil y Una
Noches
Cuento Aladino y la lámpara maravillosa: adaptación de la historia original de Las Mil y Una
Noches

Aladino y la Lámpara Maravillosa

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Érase una vez un muchacho llamado Aladino que vivía en el lejano Oriente con su madre, en
una casa sencilla y humilde. Tenían lo justo para vivir, así que cada día, Aladino recorría el
centro de la ciudad en busca de algún alimento que llevarse a la boca.
En una ocasión paseaba entre los puestos de fruta del mercado, cuando se cruzó con un
hombre muy extraño con pinta de extranjero. Aladino se quedó sorprendido al escuchar
que le llamaba por su nombre.
– ¿Tú eres Aladino, el hijo del sastre, ¿verdad?
– Sí, y es cierto que mi padre era sastre, pero… ¿Quién es usted?
– ¡Soy tu tío! No me reconoces porque hace muchos años que no vengo por aquí. Veo que
llevas ropas muy viejas y me apena verte tan flaco. Imagino que en tu casa no sobra el
dinero…
Aladino bajó la cabeza un poco avergonzado. Parecía un mendigo y su cara morena estaba
tan huesuda que le hacía parecer mucho mayor.
– Yo te ayudaré, pero a cambio necesito que me hagas un favor. Ven conmigo y si haces lo
que te indique, te daré una moneda de plata.
A Aladino le sorprendió la oferta de ese desconocido, pero como no tenía nada que perder,
le acompañó hasta una zona apartada del bosque. Una vez allí, se pararon frente a una
cueva escondida en la montaña. La entrada era muy estrecha.

– Aladino, yo soy demasiado grande y no quepo por el agujero. Entra tú y tráeme una
lámpara de aceite muy antigua que verás al fondo del pasadizo. No quiero que toques nada
más, sólo la lámpara. ¿Entendido?

Aladino dijo sí con la cabeza y penetró en un largo corredor bajo tierra que terminaba en
una gran sala con paredes de piedra. Cuando accedió a ella, se quedó asombrado.
Efectivamente, vio la vieja lámpara encendida, pero eso no era todo: la tenue luz le
permitió distinguir cientos de joyas, monedas y piedras preciosas, amontonadas en el suelo.
¡Jamás había visto tanta riqueza!

Se dio prisa en coger la lámpara, pero no pudo evitar llenarse los bolsillos todo lo que pudo
de algunos de esos tesoros que encontró. Lo que más le gustó, fue un ostentoso y brillante
anillo que se puso en el dedo índice.

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– ¡Qué anillo tan bonito! ¡Y encaja perfectamente en mi dedo!
Volvió hacia la entrada y al asomar la cabeza por el orificio, el hombre le dijo:
– Dame la lámpara, Aladino.
– Te la daré, pero antes déjame salir de aquí.
– ¡Te he dicho que primero quiero que me des la lámpara!
– ¡No, no pienso hacerlo!
El extranjero se enfureció tanto que tapó la entrada con una gran losa de piedra, dejando
al chico encerrado en el húmedo y oscuro pasadizo subterráneo.
¿Qué podía hacer ahora? ¿Cómo salir de ahí con vida?…
Recorrió el lugar con la miraba tratando de encontrar una solución. Estaba absorto en sus
pensamientos cuando, sin querer, acarició el anillo y de él salió un genio. ¡Aladino casi se
muere del susto!
– ¿Qué deseas, mi amo? Pídeme lo que quieras que te lo concederé.
El chico, con los ojos llenos de lágrimas, le dijo:
– Oh, bueno… Yo sólo quiero regresar a mi casa.
En cuanto pronunció estas palabras, como por arte de magia, apareció en su hogar. Su
madre le recibió con un gran abrazo. Con unos nervios que le temblaba todo el cuerpo,
intentó contarle a la buena mujer todo lo sucedido. Después, más tranquilo, cogió un paño
de algodón para limpiar la sucia y vieja lámpara de aceite. En cuanto la frotó, otro genio
salió de ella.
– Estoy aquí para concederle un deseo, señor.
Aladino y su madre se miraron estupefactos. ¡Dos genios en un día era mucho más de lo que
uno podía esperar! El muchacho se lanzó a pedir lo que más le apetecía en ese momento.
– ¡Estamos deseando comer! ¿Qué tal alguna cosa rica para saciar toda el hambre
acumulada durante años?
Acto seguido, la vieja mesa de madera del comedor se llenó de deliciosos manjares que en
su vida habían probado. Sin duda, disfrutaron de la mejor comida que podían imaginar. Pero
eso no acabó ahí porque, a partir de entonces y gracias a la lámpara que ahora estaba en su
poder, Aladino y su madre vivieron cómodamente; todo lo que necesitaban podían pedírselo

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al genio. Procuraban no abusar de él y se limitaban a solicitar lo justo para vivir sin
estrecheces, pero no volvió a faltarles de nada.
Un día, en uno de sus paseos matutinos, Aladino vio pasar, subida en una litera, a una mujer
bellísima de la que se enamoró instantáneamente. Era la hija del sultán. Regresó a casa y
como no podía dejar de pensar en ella, le dijo a su madre que tenía que hacer todo lo
posible para que fuera su esposa.
¡Esta vez sí tendría que abusar un poco de la generosidad del genio para llevar a cabo su
plan! Frotó la lámpara maravillosa y le pidió tener una vivienda lujosa con hermosos
jardines, y cómo no, ropas adecuadas para presentarse ante el sultán, a quien quería pedir
la mano de su hija. Solicitó también un séquito de lacayos montados sobre esbeltos
corceles, que tiraran de carruajes repletos de riquezas para ofrecer al poderoso
emperador. Con todo esto se presentó ante él y tan impresionado quedó, que aceptó que su
bella y bondadosa hija fuera su esposa.

Aladino y la princesa Halima, que así se llamaba, se casaron unas semanas después y desde
el principio, fueron muy felices. Tenían amor y vivían el uno para el otro.

Pero una tarde, Halima vio por la casa la vieja lámpara de aceite y como no sabía nada, se la
vendió a un trapero que iba por las calles comprando cachivaches. Por desgracia, resultó
ser el hombre malvado que había encerrado a Aladino en la cueva. Deseando vengarse, el
viejo recurrió al genio de la lámpara y le ordenó, como nuevo dueño, que todo lo que tenía
Aladino, incluida su mujer, fuera trasladado a un lugar muy lejano.

Y así fue… Cuando el pobre Aladino regresó a su hogar, no estaba su casa, ni sus criados, ni
su esposa… Ya no tenía nada de nada.

Comenzó a llorar con desesperación y recordó que el anillo que llevaba en su dedo índice
también podía ayudarle. Lo acarició y pidió al genio que le devolviera todo lo que era suyo,
pero, desgraciadamente, el genio del anillo no era tan poderoso como el de la lámpara.
– Mi amo, es imposible para mí concederte esa petición, pero sí puedo llevarte hasta donde
está tu mujer.

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Aladino aceptó y automáticamente se encontró en un lejano lugar junto a su bella Halima,
que, por fortuna, estaba sana y salva. Sabían que sólo había una opción: recuperar la
lámpara maravillosa como fuera para poder regresar a la ciudad con todas sus posesiones.

Juntos, idearon un nuevo plan. Pidieron al genio del anillo una dosis de veneno y Aladino fue
a esconderse. A la hora de la cena, Halima entró sigilosamente en la cocina del malvado
extranjero y lo echó en el vino sin que éste se diera cuenta. En cuanto se sirvió una copa y
mojó sus labios, cayó dormido en un sueño que, tal como les había prometido el genio,
duraría cientos de años.

Aladino y Halima se abrazaron y corrieron a recuperar su lámpara. Fue entonces cuando le


contó a su mujer toda la historia y el poder que la lámpara de aceite tenía.
– Y ahora que ya lo sabes todo, querida, volvamos a nuestro hogar.
Frotó la lámpara y como siempre, salió el gran genio que siempre concedía todos los deseos
de su señor.
– ¿Qué deseas esta vez, mi amo?
– ¡Hoy me alegro más que nunca de verte! ¡Llévanos a casa, viejo amigo! – dijo Aladino
riendo de felicidad.
¡Y así fue! Halima y Aladino regresaron, y con ellos, todo lo que el viejo les había robado. A
partir de entonces, guardaron la lámpara maravillosa a buen recaudo y continuaron siendo
tan felices como lo habían sido hasta entonces.

La ratita presumida

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Érase una vez una linda ratita llamada Florinda que vivía en la ciudad.
Como era muy hacendosa y trabajadora, su casa siempre estaba limpia y ordenada. Cada
mañana la decoraba con flores frescas que desprendían un delicioso perfume y siempre
reservaba una margarita para su pelo, pues era una ratita muy coqueta.
Un día estaba barriendo la entrada y se encontró una reluciente moneda de oro.
– ¡Oh, qué suerte la mía! – exclamó la ratita.
Como era muy presumida y le gustaba ir siempre a la moda, se puso a pensar en qué bonito
complemento podría invertir ese dinero.
– Uhmmm… ¡Ya sé qué haré! Iré a la tienda de la esquina y compraré un precioso lazo para
mi larga colita.
Metió la moneda de oro en su bolso de tela, se puso los zapatos de tacón y se fue
derechita a la mercería. Eligió una cinta roja de seda que realzaba su bonita figura y su
estilizada cola.
– ¡Estoy guapísima! – dijo mirándose al espejo –. Me sienta realmente bien.
Regresó a su casita y se sentó en el jardín que daba a la calle principal para que todo el
mundo la mirara. Al cabo de un rato, pasó por allí un pato muy altanero.
– Hola, Florinda. Hoy estás más guapa que nunca. ¿Quieres casarte conmigo?
– ¿Y por las noches qué harás?
– ¡Cuá, cuá, cuá! ¡Cuá, cuá, cuá!
– ¡Uy no, qué horror! – se espantó la ratita -. Con esos graznidos yo no podría dormir.
Poco después, se acercó un sonrosado cerdo con cara de bonachón.
– ¡Pero bueno, Florinda! ¿Qué te has hecho hoy que estás tan guapa? Me encantaría que
fueras mi esposa… ¿Quieres casarte conmigo?

– ¿Y por las noches qué harás?

– ¡Oink, oink, oink! ¡Oink, oink, oink!

– ¡Ay, lo siento mucho! ¡Con esos ruidos tan fuertes yo no podría dormir!

Todavía no había perdido de vista al cerdo cuando se acercó un pequeño ratón de campo
que siempre había estado enamorado de ella.

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– ¡Buenos días, ratita guapa! – le dijo –. Todos los días estás bella pero hoy… ¡Hoy estás
impresionante! Me preguntaba si querrías casarte conmigo.
La ratita ni siquiera le miró. Siempre había aspirado a tener un marido grande y fuerte y,
desde luego, un minúsculo ratón no entraba dentro de sus planes.
– ¡Déjame en paz, anda, que estoy muy ocupada hoy! Además, yo me merezco a alguien más
distinguido que tú.

El ratoncito, cabizbajo y con lágrimas en sus pupilas, se alejó por donde había venido.

Calentaba mucho el sol cuando por delante de su jardín, pasó un precioso gato blanco.
Sabiendo que era irresistible para las damas, el gato se acercó contoneándose y abriendo
bien sus enormes ojos azules.
– Hola, Florinda – dijo con una voz tan melosa que parecía un actor de cine -. Hoy estás más
deslumbrante que nunca y eres la envidia del pueblo. Sería un placer si quisieras ser mi
esposa. Te trataría como a una reina.
La ratita se ruborizó. Era un gato de raza persa realmente guapo. ¡Un auténtico galán de
los que ya no quedaban!
– Sí, bueno… – dijo haciéndose la interesante –. Pero… ¿Y por las noches qué harás?
– ¿Yo? – contestó el astuto gato -. ¡Dormir y callar!
– ¡Pues contigo yo me he de casar! – gritó la ratita emocionada -. ¡Anda, pasa, no te quedes
ahí! Te invito a tomar un té y un buen pedazo de pastel.

Los dos entraron en la casa. Mientras la confiada damisela preparaba la merienda, el gato
se abalanzó sobre ella y trató de comérsela. La ratita gritó tan fuerte que el pequeño
ratón de campo que aún andaba por allí cerca, la oyó y regresó corriendo en su ayuda. Cogió
una escoba de la cocina y echó a golpes al traicionero minino.

Florinda se dio cuenta de que había cometido un grave error: se había fijado en las
apariencias y había confiado en quien no debía, despreciando al ratoncillo que realmente la
quería y había puesto su vida en peligro para salvarla. Agradecida, le abrazó y decidió que
él sería un marido maravilloso. Pocos días después, organizaron una bonita boda y fueron
muy felices el resto de sus vidas.

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Kuta, la tortuga inteligente

Kuta era una tortuga macho que tenía su hogar en una pradera de África.
El reptil, de carácter tranquilo y conformista, siempre se había sentido muy orgulloso de
vivir en ese hermoso lugar hasta que las cosas cambiaron y empezó a plantearse emigrar
para no volver. La razón era que por culpa de la sequía de los últimos meses casi no crecía
hierba fresca y apenas se encontraban bichitos entre las piedras. Debido a la escasez de
comida, Kuta pasaba hambre.
Una mañana que caminaba cabizbajo y con el ánimo por los suelos se cruzó con Wolo, un
pájaro que solía anidar por los alrededores. El ave levantó la cabeza y saludó muy
amablemente.
– Buenas tardes, señor Kuta, ¡cuánto tiempo sin saber de usted! ¿Qué tal le va la vida? Me
da la sensación de que está más flaco y ojeroso… ¿Se encuentra bien?
Kuta se sentía débil y no tenía muchas ganas de ponerse a charlar, pero respondió con su
habitual cortesía.

– Buenas tardes, señor Wolo. La verdad es que estoy pasando una mala racha. ¿Se puede
creer que por más que busco no encuentro ni un mísero gusano que llevarme a la boca? …
Como no llueva me temo que muchos animales acabaremos yéndonos de estas tierras.

Wolo puso cara de tristeza al conocer la complicada situación de su vecino.


– ¡Oh, vaya, ¡cuánto lo siento!… Se me ocurre que, si le apetece, puede acompañarme a
buscar semillas.

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– ¿Semillas?
– Sé que para una tortuga como usted no son un manjar, pero al menos llenará la tripa con
algo de alimento.
Wolo tenía toda la razón: las semillas no eran ni de lejos su comida favorita, pero sopesó la
oferta y le pareció una oportunidad que no podía rechazar.
– ¡Ah, pues muchas gracias, menos es nada! Y dígame, ¿a dónde tenemos que ir?
El pájaro señaló con el ala hacia el noroeste.
– Detrás de esos árboles hay una finca enorme y el granjero ha plantado un montón de
grano. ¡Podremos comer hasta reventar!
La tortuga negó con la cabeza.
– No, no, no, ahí no quiero ir. Ese hombre se pasa horas vigilando con una escopeta y si me
descubre estoy perdido. Tenga en cuenta que yo camino, como es obvio, a paso de tortuga,
y que no tengo alas para salir volando en caso de peligro.

El señor Wolo se mostró un poco ofendido.

– ¡Por favor, señor Kuta, no se preocupe por eso! ¿Para qué estamos los amigos?… Yo seré
como un guardaespaldas para usted. En caso de que aparezca el granjero le asiré por el
caparazón y le trasladaré por los aires a un sitio seguro.
Kuta no acababa de fiarse y temía que la cosa acabara mal para él.
– No sé, no sé… El tipo del que hablamos no se anda con tonterías y a la mínima nos mete un
cartucho a cada uno en el trasero.
– ¡Calle, calle, no sea agorero! Venga, hombre, sea usted un poco más valiente. Son las
mejores semillas de la zona y le van a encantar, se lo aseguro.
El pobre Kuta tenía tanta hambre que empezó a salivar y se dejó convencer.
– ¡Está bien, iré y que la suerte nos acompañe!
El pájaro y la tortuga se dirigieron juntos a la enorme finca. Al llegar, cada uno atravesó la
valla a su manera, Wolo sobrevolándola y Kuta escarbando un pequeño túnel para pasar por
debajo de ella. Una vez dentro empezaron a desenterrar simientes y a zampárselas con
avidez.
– ¿Qué me dice, señor Kuta? … ¿Tenía yo razón o no?

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Con la boca llena y masticando a dos carrillos, la tortuga exclamó:
– ¡Oh, señor Wolo, estoy disfrutando de lo lindo! ¡Están tan ricas que creo que me voy a
hacer vegetariano!
De repente, en plena degustación, casi se atragantan al escuchar unos pasos, los gritos de
un hombre… ¡y el sonido de tres disparos!
‘¡BANG! ¡BANG! ¡BANG!’
Sin pararse a pensar que dejaba a su amigo tirado en la finca, Wolo salió volando a la
velocidad del rayo y desapareció del mapa en un santiamén. Por el contrario, el pobre Kuta
se quedó quieto como una estatua, observando estupefacto cómo su supuesto colega
defensor se largaba a la primera de cambio.
Tras unos instantes de confusión se percató de que estaba completamente solo e
indefenso y se puso a temblar. Un minuto después, el rudo granjero apareció ante él con
los brazos en jarras y cara de malas pulgas.
– ¡Ajajá! ¡¿Con que tú eres el bribón que me roba las semillas cada día?!… ¡Pues al saco vas!
Esta noche mi mujer y yo cenaremos una riquísima sopa de tortuga macho.
Sin decir nada más, agarró a Kuta por el cogote y lo metió en una bolsa de tela que llevaba
colgada en el cinturón. El pobre animal, absolutamente horrorizado, empezó a patalear
mientras gritaba:
– ¡Señor, por favor, no lo haga, no lo haga!
El hombre le contestó con retintín.
– Perdone usted, señorito, ¿que no haga qué?
– Déjeme libre, por favor. Es la primera vez que entro en su propiedad, se lo prometo. De
hecho, yo no quería, pero un pájaro que dijo ser mi amigo insistió y yo… yo tenía tanta
hambre que…
– No me sirven las excusitas de última hora… ¡Cazado estás y al puchero irás!
Ignorando las súplicas del animal el granjero puso rumbo a casa mientras Kuta, dentro del
saco, empezó a maquinar algo para salvar el pellejo y evitar un final atroz: la cazuela.

– Solo dispongo de unos minutos para idear un plan… ¡Ay, creo que no tengo escapatoria!

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Estaba a punto de rendirse cuando la bombilla de las ideas que tenía dentro de su cabecita
se iluminó. Sin perder tiempo, desde el interior del saco, gritó lo más alto que pudo:

– ¡Señor, atiéndame un momento, por favor! Usted no lo sabe, pero soy un gran cantante.
¿Quiere escuchar mi dulce voz?

Al granjero no le interesaba en absoluto oír canturrear a una tortuga ladrona, pero no


quiso parecer insensible.
– ¡De acuerdo, a mí me da igual, canta si quieres!
Kuta tenía mucha imaginación e inventó en rápidamente una simpática canción que le
permitió sacar a relucir todo su talento.
Un pajarraco me engañó
en un campo de centeno
y tirado me dejó
para que me atrapara el dueño.
Encerrado en una bolsa
¿cuál es mi destino cruel?
¡Acabar en la barriga
del granjero y su mujer!
El granjero, sorprendido, empezó a partirse de risa.
– ¡Ja, ja, ja! ¡Ay, qué gracioso eres! No se puede negar que tienes ingenio y cantas
estupendamente.
Kuta había conseguido captar su interés y aprovechó la oportunidad. ¡Era ahora o nunca!
– Me encantaría poder cantársela a su esposa también… Si le parece, será mi último deseo.
– Por mí no hay problema, pero ya sabes que después te cenaremos.
El granjero llegó al hogar, pero no vio a su mujer por ninguna parte.
– Por la hora que es debe estar en el río haciendo la colada… ¡Iré a enseñarle el botín!
Enseguida la encontró, aclarando la ropa sucia en el agua.
– ¡Querida, mira lo que traigo para ti!
El granjero abrió la bolsa y Kuta asomó la carita para respirar un poco de aire fresco.

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– ¡Oh, qué suerte, una tortuga! En cuanto termine nos iremos a casa y prepararemos un
caldo especial.
En ese momento, Kuta miró al hombre.
– Recuerde que me prometió que podría cantar a su esposa.
Él le respondió.
– Cierto, y yo siempre cumplo lo que prometo.
La granjera puso cara de asombro.
– ¿He oído bien?… ¿Esta tortuga sabe cantar y quiere que yo la escuche?
– ¡Es toda una artista, ahora lo verás! Tortuguita, demuéstrale a mi mujer lo que sabes
hacer.
Kuta trató de ocultar el nerviosismo que le invadía.
– Señora, será un placer actuar para usted, pero aquí dentro hace tanto calor que estoy a
puntito de desmayarme. Déjenme en el suelo junto a la orilla para que se me pase el
sofoco y me pondré a cantar. Después yo mismo regresaré al saco sin rechistar.
A ambos les pareció que no había inconveniente porque sabían que un animal tan lento
jamás podría escapar. Confiado, el granjero colocó a Kuta en la orilla del río.
– Oxigénate un poco aquí fuera y canta la dichosa canción de una vez que se está haciendo
tarde.
La tortuga se mostró agradecida.
– Muchas gracias, señores. Esta brisa es maravillosa y ya me encuentro mucho mejor.
Seguidamente, carraspeó para afinar la voz y…
Un pajarraco me engañó
en un campo de centeno,
y tirado me dejó
para que me atrapara el dueño.
Encerrado en una bolsa
¿cuál es mi destino cruel?
¡Acabar en la barriga
del granjero y su mujer!
A la granjera también le dio un ataque de risa.

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– ¡Ja, ja, ja!! No sabía que existían tortugas capaces de inventar canciones tan divertidas.
– ¿A que es increíble?… ¡Sin duda estamos ante una tortuga extremadamente lista!
La mujer, entusiasmada, miró a Kuta y le rogó:
– ¡Por favor, cántala de nuevo para que mi esposo y yo podamos bailar! Hace tanto que no lo
hacemos…
– ¡Faltaría más, señora!

La tortuga empezó a repetir la tonadilla, que era de lo más pegadiza, y los esposos se
pusieron a dar palmas y a danzar alborozados.

Un pajarraco me engañó
en un campo de centeno,
y tirado me dejó
para que me atrapara el dueño.
Se lo estaban pasando tan bien que ni se fijaron que, mientras cantaba, Kuta iba dando
pasitos hacia atrás hasta casi tocar el agua con las patas traseras.
Encerrado en una bolsa
¿cuál es mi destino cruel?
Acabar en la barriga,
del granjero y su mujer.
Según entonó el último verso, se tiró al río de espaldas y se dejó arrastrar por la
corriente, utilizando su caparazón como si fuera el casco de un barco. Mientras se alejaba
vio cómo el granjero y su mujer dejaban de bailotear y se ponían a hacer aspavientos con
los brazos, rabiosos por haber sido engañados por una simple tortuga macho.
Cuando los perdió de vista, la inteligente Kuta salió del agua y, sin dejar de tararear la
cancioncilla gracias a la cual se había salvado de una muerte segura, buscó un lugar
confortable donde pasar la noche.
Un pajarraco me engañó
en un campo de centeno,
y tirado me dejó
para que me atrapara el dueño.

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Encerrado en una bolsa
¿cuál es mi destino cruel?
Acabar en la barriga,
del granjero y su mujer.

La sabia decisión del rey

Hace muchos años, en un reino muy lejano, vivía un rey viudo con sus queridos hijos los
príncipes Luis, Jaime y Alberto.
Los muchachos eran trillizos y se parecían muchísimo físicamente: los tres tenían los ojos
de un azul casi violeta, la piel blanquísima, el cabello ondulado hasta los hombros, y una
exquisita elegancia natural heredada de su madre. Desde su nacimiento habían recibido la
misma educación e iguales privilegios, pero lo cierto es que, aunque a simple vista solían
confundirlos, en cuanto a forma de ser eran completamente distintos.

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Luis era un joven un poco estirado, superficial y de gustos refinados que se preocupaba
mucho por su aspecto. ¡Nada le gustaba más que vivir rodeado de lujos y adornarse con
joyas, cuanto más grandes mejor! Jaime, en cambio, no concedía demasiada importancia a
las cosas materiales; él era el típico bromista nato que irradiaba alegría a todas horas y
que tenía como objetivo en la vida trabajar poco y divertirse mucho. Alberto, el tercer
hermano, era el más tímido y tranquilo; apasionado del arte y la cultura, solía pasar las
tardes escribiendo poemas, tocando el arpa o leyendo libros antiguos en la fastuosa
biblioteca del palacio.
El día que cumplieron dieciocho años el monarca quiso hacerles un regalo muy especial, y
por eso, después de un suculento desayuno en familia, los reunió en el salón donde se
celebraban las audiencias y los actos más solemnes. Desde su trono de oro y terciopelo
rojo miró feliz a los chicos que, situados de pie frente a él, se preguntaban por qué su
padre le había convocado a esa hora tan temprana.
– Hijos míos, hoy es un día clave en vuestra vida. Parece que fue ayer cuando vinisteis al
mundo y miraos ahora… ¡ya sois unos hombres hechos y derechos! El tiempo pasa
volando ¿no es cierto?…
La emoción quebró su voz y tuvo que hacer una pequeña pausa antes de poder continuar su
discurso.
– He de confesar que llevo meses pensando qué regalaros en esta importante ocasión y
espero de corazón que os guste lo que he dispuesto para vosotros.
Cogió una pequeña caja de nácar que reposaba sobre la mesa que tenía a su lado y del
interior sacó tres bolsitas de cuero atadas con un hilo dorado.
– ¡Acercaos y tomad una cada uno!
El viejo rey hizo el reparto y siguió hablando.
– Cada bolsa contiene cien monedas de oro. ¡Creo que es una cantidad suficiente para que
os vayáis de viaje durante un mes! Ya sois adultos, así que tenéis libertad para hacer lo que
os apetezca y gastaros el dinero como os venga en gana.
Los chicos se miraron estupefactos. Un mes para hacer lo que quisieran, como quisieran y
donde quisieran… ¡y encima con todos los gastos pagados! Al escuchar la palabra «regalo»

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habían imaginado una capa de gala o unos calzones de seda, pero para nada esta magnífica
sorpresa.
– Mi única condición es que partáis este mediodía, así que id a preparar el equipaje
mientras los criados ensillan los caballos. Dentro de treinta días, ni uno más ni uno menos, y
exactamente a esta hora, nos reuniremos aquí y me contaréis vuestra experiencia. ¿De
acuerdo?
Los tres jóvenes, todavía desconcertados, dieron las gracias y un fuerte abrazo a su
padre. Después, como flotando en una nube de felicidad, se fueron a sus aposentos con los
bolsillos llenos y la cabeza rebosante de proyectos para las siguientes cuatro semanas.
Cuando el reloj marcó las doce en punto los príncipes abandonaron el palacio, decididos a
disfrutar de un mes único e inolvidable. Como es obvio, cada uno tomó la dirección que se le
antojó conforme a sus planes.
Luis decidió cabalgar hacia el Este porque allí se concentraban las familias nobles más
ricas e influyentes y creyó que había llegado el momento de conocerlas. Jaime, como buen
vividor que era, se fue directo al Sur en busca de sol y alegría. ¡Necesitaba juerga y sabía
de sobra dónde encontrarla! A diferencia de sus hermanos, Alberto concluyó que lo mejor
era no hacer planes y recorrer el reino sin un rumbo fijo, sin un destino en concreto al que
dirigirse.
Un día tras otro las semanas fueron pasando hasta que por fin llegó el momento de
regresar y presentarse en el salón del trono para dar cuentas al rey. Con diferencia de
unos minutos los príncipes saludaron a su padre, quien les recibió con cariñoso achuchón.
– Sed bienvenidos, hijos míos. ¡No os imagináis lo mucho que os he echado de menos! Este
castillo estaba tan vacío sin vosotros… ¿A qué esperáis para contarme vuestras aventuras?
¡Me tenéis en ascuas!
Luis estaba entusiasmado y deseando ser el primero en relatar su historia. Mirando a su
padre y sus hermanos, se explayó:
– ¡La verdad es que yo he tenido un viaje magnífico! No tardé más de un par de jornadas en
llegar a la ciudad más próspera del reino.
– ¡Caramba, eso es estupendo! ¿Y qué tal te recibieron?

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– ¡Uy, maravillosamente! En cuanto se enteraron de mi presencia los aristócratas me
agasajaron con desfiles, fuegos artificiales y todo tipo de festejos. Además, como es
natural, el tiempo que permanecí allí me alojé en elegantes palacetes, degusté exquisitos
manjares, y me presentaron a una hermosa y sofisticada duquesa que me robó el corazón…
Luis se quedó mirando al infinito, rememorando con nostalgia aquellos momentos tan
especiales para él. Cuando volvió en sí, mostró a todos sus saquitos de monedas.
– Y mirad mi bolsa… ¡sigue llena! Me han invitado a todo, así que de las cien monedas solo he
gastado tres. ¡Un mes de lujo por la cara!… ¿A que es genial?
El desparpajo de Luis hizo reír a su padre.
– ¡Ja, ja, ja! Está claro que has disfrutado y me alegro mucho por ti.
Seguidamente, el rey miró a otro de sus hijos.
– Y tú, Jaime, ¿te lo has pasado igual de bien que tu hermano?
El simpático muchacho también estaba loco de contento.
– ¡Oh, sí, sí, mejor que bien!… ¡Puedo decir sin mentir que ha sido el mejor mes de mi vida!
– ¡No me digas!… Estamos deseosos de conocer tus andanzas.
– ¡Es difícil resumir todo lo que he vivido en pocas palabras!… Solo os diré que al poco de
partir me crucé con unos carromatos en los que viajaba una compañía de más de cuarenta
artistas. Como no me reconocieron les dije que era un comerciante de telas que iba al sur y
me dejaron unirme al grupo. ¡Fue estupendo! En cada pueblo al que iban ofrecían un
espectáculo que dejaba a todo el mundo boquiabierto. Había equilibristas, cómicos… ¡e
incluso faquires!
– ¡Caramba, ¡qué bien suena todo eso!… ¡Debió ser muy divertido!
Jaime se exaltaba recordando sus vivencias.
– ¡Sí! Yo me sentaba entre el público a verlo, pero lo mejor venía después, porque una vez
que recogían los bártulos nos íbamos a cenar y bailar bajo la luz de la luna. ¡Ay, qué vida tan
despreocupada la de esa gente! Si no fuera porque soy el hijo del rey os aseguro que sería
malabarista…
Jaime también dejó la mirada perdida durante, regodeándose en sus recuerdos. Momentos
más tarde, añadió:

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– Por cierto, me daban cama y comida a cambio de fregar los platos. ¡Tuve tan pocos gastos
que traigo de vuelta casi todas las monedas que me llevé!
El padre suspiró pensando que su hijo no tenía remedio.
– Ay, mi querido Jaime, ¿cuándo sentarás la cabeza? ¡Mira que te gusta hacer
extravagancias!… En todo caso, me alegro mucho de que este viaje haya sido tan placentero
para ti.
Finalmente, llegó el turno del tercer hermano.
– Bueno, pues ya solo quedas tú… ¡Cuéntanos cómo te ha ido!
Alberto no parecía demasiado satisfecho.
– Bueno, yo quise ver con mis propios ojos cómo viven los habitantes de nuestro reino.
Durante un mes recorrí todas las granjas que pude y charlé con un montón de campesinos
de las cosas que más les preocupaban, como la escasez de semillas y la falta de lluvia estos
últimos años. Debo decir que todos fueron muy amables y compartieron conmigo lo poquito
que tenían.
El anciano clavó su mirada en la del joven y le preguntó:
– No suena demasiado divertido, la verdad… Hijo mío, ¿quieres explicarme de qué te ha
servido todo eso?
Alberto contestó sin dudar:
– ¡Para ver la realidad! ¡Para conocer lo que pasa más allá de los muros de palacio!… Los que
estamos aquí lo tenemos todo, pero ahí fuera la mayoría de la población trabaja de sol a sol
en circunstancias muy duras. ¿Sabíais que muchos no tienen ni un viejo arado que les
facilite las tareas del campo? ¿Y que la mayoría sobrevive a base de pan y queso porque no
tienen otra cosa que llevarse a la boca?…
A pesar de que lo que estaba contando era muy deprimente, Alberto no se vino abajo y
expuso la parte positiva del viaje.
– ¡Lo bueno es que he tomado nota de todo y tengo un montón de ideas que podemos llevar
a cabo para mejorar las condiciones de vida de todas esas personas! En cuanto a mis
monedas siento decir que vengo con el saquito vacío porque las repartí entre los más
necesitados.
El rey, muy emocionado, se levantó y con voz grave anunció:

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– Cuando tomé la decisión de invitaros a conocer mundo durante un mes quería que vivierais
una experiencia única siguiendo el dictado de vuestro corazón.
Los tres príncipes contuvieron la respiración al ver que su padre se ponía más serio que de
costumbre.
– Pero he de confesar que también fue una artimaña para poneros a prueba. Miradme… ¡yo
ya soy un anciano! Necesito descansar y pasar los años que me quedan cuidando las flores
del jardín y paseando a mis perros. ¡Ha llegado la hora de que este reino tenga un nuevo
gobernante que guíe su destino!
El rey suspiró con aire cansado.
– Como sabéis, el honor de heredar la corona recae siempre en el hijo mayor, el heredero,
algo que en este caso es imposible porque sois trillizos nacidos el mismo día. Por eso, creo
que mi sucesor debe ser quien más se lo merezca de los tres.
Se quitó la brillante corona de esmeraldas, la puso sobre la palma de sus manos, y se
acercó a sus hijos. Las primeras palabras fueron para Luis.
– Querido Luis… Te has convertido en un hombre que consigues todo lo que te propones. Te
gusta vivir bien y lo alabo, pero espero que pasar los días entre encajes y porcelanas no
pudra tu noble corazón. Jamás te olvides de cultivar una gran virtud: la generosidad, que
te permitirá compartir parte de lo mucho que tienes con quien no tiene nada. Te deseo
amor y felicidad el resto de tu vida.

Luis bajó la cabeza y el rey caminó un par de pasos hasta que tuvo a Jaime a pocos
centímetros de distancia.

– Querido Jaime… Te has convertido en un hombre que sabes disfrutar de todo lo que te
rodea. Necesitas emociones fuertes y sé que vivirás con intensidad hasta el final de tus
días. Solo espero que tanto disfrute no te convierta en un ser vacío sin nada que ofrecer a
los demás. Intenta que tu vida sea útil, deja un legado importante que jamás sea olvidado.
Te deseo amor y felicidad el resto de tu vida.
Finalmente, el rey se acercó al bueno de Alberto.
– Querido Alberto… Te has convertido en un hombre culto y compasivo. Has aprovechado
todos estos años para estudiar y formarte lo mejor posible porque has entendido

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perfectamente cuáles son las responsabilidades de un príncipe. Te interesa el bienestar de
tu pueblo y te preocupan los más desfavorecidos. Mi corazón me dice que tú eres el
elegido.
Dicho esto, y ante el asombro del príncipe Luis y del príncipe Jaime, depositó la corona
sobre su cabeza.
– A partir de hoy serás el rey de este reino. Gobierna con justicia y traerás prosperidad,
gobierna con bondad y serás amado, gobierna con la razón y serás respetado por las
generaciones venideras. Como a tus hermanos, también a ti te deseo amor y felicidad el
resto de tu vida.

Y así fue cómo por primera vez un regalo de cumpleaños sirvió para que un monarca eligiera
a su sucesor. Al parecer se trató de una sabia decisión, pues según cuenta la leyenda, el
nuevo rey luchó por crear una sociedad menos desigual, impulsó grandes reformas, y pasó a
la Historia con el nombre de Alberto el Bondadoso.

El deseo del pajarito azul

Érase una vez un hermoso pajarito azul que vivía en un árbol que crecía altivo en la cima de
una montaña.
Desde ese privilegiado lugar se veía el mar y se podía escuchar el sonido de las olas
batiendo contra las rocas, disfrutar de la penetrante brisa marina, y contemplar cada
noche un enorme sol naranja sumergiéndose en las aguas hasta la llegada del nuevo
amanecer.

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Además de esas impresionantes vistas, el pajarito azul disfrutaba de las ventajas de ser
ave. La mayor de todas era que podía ensayar un montón de acrobacias en el aire, pero
también hacer cosas muy chulas como atrapar bichitos al vuelo o, en los meses de verano,
revolotear entre las esponjosas y húmedas nubes para quitarse el calor y volver fresquito
al nido.
Curiosamente, aunque su vida parecía envidiable, el pajarito azul no se sentía plenamente
feliz. Él tenía un sueño, y ese sueño, como suele suceder, tenía que ver con algo
inalcanzable para él. Lo que más anhelaba, lo que más deseaba en el mundo el pajarito azul,
era aprender a nadar. Por esta razón, mientras sus amigos disfrutaban picoteando cerezas
o haciendo carreras en las praderas cercanas, él se pasaba horas viendo las cabriolas que,
a lo lejos, hacían los delfines.
Completamente pasmado, se repetía una y otra vez:
«¡Cuánto me gustaría haber nacido pez!… Si pudiera cambiar mis alas por aletas no me lo
pensaría dos veces».
Tanto se obsesionó con la idea que llegó un momento en que perdió interés por todo lo que
le rodeaba. El pajarito azul dejó de comer y poco a poco se fue quedando pálido, flacucho,
sin fuerzas. Su madre, preocupadísima, le advirtió:
– Hijo mío, no puedes seguir así. Deberías estar pasándotelo bien con tu pandilla y no todo
el día metido en casa sin hacer otra cosa que mirar el mar. Tú eres un pequeño pájaro y
nunca podrás nadar. ¿Es que no te das cuenta?… ¡Anda, ve a dar una vuelta que hace un día
espléndido!
Aunque estas palabras tenían la intención de animarlo no sirvieron de mucho; al contrario,
el joven pajarillo se sintió todavía más deprimido y, en cuanto su mamá se alejó, se puso a
llorar amargamente sintiendo que nadie en el mundo le comprendía.
En eso estaba cuando una gaviota de pecho blanco que pasaba por allí se posó a su lado y le
dio unas palmaditas en el lomo con una de sus robustas patas amarillas.
– ¿Se puede saber qué te pasa, pequeñajo? Por tu tristeza deduzco que estás metido en un
problema bien gordo.
El pajarito azul la miró de reojo un poco avergonzado.
– No sé si es un problema, pero lo cierto es que me siento fatal.

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La gaviota se sentó, dispuesta a escuchar la historia.
– No tengo nada mejor que hacer así que soy toda oídos. Si compartes conmigo eso que
tanto te agobia quizás pueda ayudarte.
El pajarito seguía sin apartar los ojillos encharcados en lágrimas del infinito mar azul. Por
fin, fue capaz de soltar todo lo que llevaba dentro.
– ¿Ves lo increíble que es el océano? ¿Y ves lo cerquita que está?… Desde que nací mi gran
ilusión es aprender a nadar.
– ¿Ah, sí?… ¿Y por qué?
– Para saltar las olas, para comprobar si el agua es tan salada como cuentan, para flotar
boca arriba como un tronco a la deriva… ¡y para explorar el fondo en busca de corales!
La gaviota sintió mucha lástima por él y se mantuvo en silencio durante unos segundos. ¡No
pedía poca cosa el muchachito! Finalmente, decidió opinar.
– Aunque no me creas, te aseguro que puedo entender tu frustración: eres un pájaro que
quiere nadar y no puede nadar… ¿No es así?
– Sí, y por eso yo…
– Escúchame bien lo que te voy a decir: todos los seres del mundo, del más pequeño al más
grande, tenemos un montón de virtudes, pero también algunas limitaciones que debemos
aceptar con naturalidad. ¿Es que nunca te has parado a pensar sobre ese tema?
El pajarito azul se sintió bastante apurado.
– La verdad es que no mucho.
– Pues no tienes más que fijarte en los demás. Por ejemplo… ¡mira hacia ahí! ¿Ves esos
humanos que pasean descalzos por la playa? ¡Dicen que son los seres más inteligentes del
planeta Tierra! Poseen un cerebro tan desarrollado que son capaces de construir
sofisticados cohetes que atraviesan el espacio y se posan en la Luna, pero ¿sabes una cosa?
¡Jamás podrán volar por sí mismos como nosotras las aves, ni correr a la velocidad de los
guepardos, ni saltar de rama en rama al estilo de los gorilas!
El pajarito azul se relajó un poco, fascinado por la explicación de la sabia gaviota.
– ¿Y qué me dices de nosotros los animales? ¡Todos tenemos capacidades diferentes! Los
peces saben mejor que nadie cómo es el mar, pero nunca conocerán el placer de saborear
un arándano. Los topos pueden excavar los más largos túneles, pero están condenados a

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vivir en la oscuridad cubiertos de polvo. ¡Por no hablar de los elefantes, siempre
arrastrando toneladas de peso allá donde van!… En cambio, tú puedes comer fruta fresca,
disfrutar del aroma de las flores, bailar sobre la brisa porque eres ligero como un
pedacito de algodón…
El pajarito empezaba a comprender lo que su nueva amiga quería transmitirle.
– Sin ir más lejos ¡fíjate en ti y en mí! Es cierto que como nací gaviota me lo paso bomba
pescando en ese mar que tanto miras, pero soy tan grande que no puedo jugar al escondite
entre los matorrales porque me destrozaría las alas. ¡Ah!, y mejor no hablar de los
terribles graznidos que suelto cada vez que muevo el pico… ¡No todos hemos nacido con esa
voz melodiosa que tenéis los de tu especie, querido mío!
Las palabras de la gaviota calaron hondo en el corazón del pajarillo que, por primera vez en
mucho tiempo, empezó a sentirse afortunado de ser quién era.
– ¡Tienes razón! La naturaleza ha sido generosa conmigo y por culpa de mi cabezonería me
estoy perdiendo muchas cosas.
La gaviota no pudo evitar inflar el pecho de satisfacción.
– ¡Me alegra que hayas captado la idea! Estaría genial que te centraras en lo que se te da
bien, en lo que puedes hacer. Todos tenemos talento para algo y las aves azuladas sois unas
cantoras excepcionales.

La gaviota no mentía: a excepción de los jilgueros y los ruiseñores, ningún ave en muchos
kilómetros a la redonda podía presumir de un trino tan suave y afinado.

– En la escuela de música que hay junto a la cascada imparten clase los mejores profesores
de la zona. Se me ocurre que podrías recibir lecciones de canto un par de días por
semana y entrar a formar parte de un coro.
En la cabecita del joven pájaro empezaron a surgir nuevos planes de futuro.
– No es mala idea… ¡Quizá pueda perfeccionar mi técnica vocal para llegar a ser un gran
tenor!
La gaviota se alegró al ver que el pajarito azul iba recobrando la ilusión.
– ¡Bravo, amigo, esa es la actitud! De todas maneras, hay una cosilla más que debes
aprender hoy.

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El pajarito azul la miró intrigado.
– ¿El qué, amiga gaviota? ¿A qué te refieres?
– Has entendido que debes aceptar tus limitaciones ¿verdad?
– Sí, gracias a ti, ahora lo sé.
– Y ves claro que nunca podrás bañarte en el océano ¿no es cierto?
– ¡Con una claridad meridiana!
– Muy bien, veo que eres un chico listo, pero…
– ¡¿Pero ¡¿qué?!…
– Pues que yo me refería a que no podrás hacerlo tú solito.
– ¿Cómo?… ¿Qué insinúas?…
– ¡¿Para qué están los amigos?! ¡Venga, súbete a mi lomo que nos vamos de aventura!
¡El pajarito azul se volvió loco de contento! Sin pensarlo saltó sobre la gaviota y se agarró
lo más fuerte que pudo a las plumas de su nuca. Casi no le dio tiempo ni a tragar saliva
antes de escuchar el aviso de salida:
– ¡Tres!… ¡Dos!… ¡Uno!… ¡Despegue!
Cuando su amiga cogió velocidad y empezó a volar montaña abajo como si fuera un torpedo,
el pajarito azul empezó a gritar entusiasmado:
– ¡Ahhhhh!… ¡Uhhhhhh! … ¡Esto es alucinante!
Antes de que pudiera darse cuenta ya estaba ahí, sobrevolando el ancho mar, respirando el
fuerte aroma a sal, y notando el corazón galopando dentro del pecho como un caballo
desbocado.
– ¿No querías sentir el océano?… ¡Pues vamos a verlo todavía más cerca!
La gaviota dio un giro sorprendente y batió las alas como una loca. Seguidamente, y con una
destreza digna de una deportista de élite, se situó a ras de agua, puso las alas en forma de
cruz, y empezó a deslizarse con las patas sobre la superficie como si estuviera haciendo
esquí acuático.
¡El pajarito azul estaba completamente fascinado!
– ¡Yupi!… ¡Yupi!… ¡Esto es genial!
Por fin, cuando parecía que la emoción había llegado al límite, hubo una última sorpresa: la
gaviota se zambulló sin avisar dentro del agua y buceó unos segundos para que su pequeño

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amigo pudiera disfrutar del silencioso e increíble mundo natural que escondía el fondo del
mar.
Nadie puede imaginar lo que esa increíble experiencia supuso para el pequeño pájaro azul.
Había cumplido su sueño gracias a la bondad de una desconocida gaviota blanca de patas
amarillas que se cruzó en su vida en el momento que más lo necesitaba. ¡No podía sentirse
más dichoso!
De vuelta en el nido, la abrazó muy fuerte.
– ¡Tanto tiempo esperando este momento!… No existen palabras suficientes para
agradecerte lo que acabas de hacer por mí. ¡Has convertido mi día más triste en el más
feliz de mi vida!
– ¡Paparruchas, no hay nada que agradecer! Fue un placer compartir un momento tan mágico
contigo, pero espero que a partir de ahora te aceptes tal y como eres. La vida está para
disfrutarla, nunca lo olvides.
– Lo haré, amiga, lo haré.
– En fin, debo irme. Si algún día te apetece bajar hasta el mar y pasar un buen rato, silba
fuerte y vendré pitando, ¿de acuerdo, pajarillo marinero?
– ¡Eso está hecho!
Sin decir nada más, la gaviota le guiñó un ojo y emprendió el vuelo. Mientras se alejaba, el
pajarito azul notó cómo una lágrima de felicidad resbalaba por su mejilla. Se la secó con su
alita, suspiró profundamente, y abandonó el nido. ¡La escuela de música le estaba
esperando!

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Las ranas contra el sol

Hace millones y millones de años, cuando el mundo comenzaba a ser como hoy lo conocemos,
el sol se aburría soberanamente.
Hay que tener en cuenta que por aquel entonces era un astro muy joven y en plenas
facultades físicas, por lo que las horas allá arriba se le hacían eternas ¡Estaba más que
harto de vivir solo y sin poder hacer nada divertido! Pero sobre todas las cosas, lo que más
añoraba era vivir un gran amor y compartir su vida con alguien que le quisiera.
Un día se armó de valor y tomó una decisión muy importante: se casaría cuanto antes con
una hermosa y reluciente estrellita del cielo.
El rumor de la futura boda se extendió por todo el universo y cómo no, llegó a la tierra.
¡Menudo revuelo se formó en nuestro planeta! Todos los animales se alegraron mucho al
saber que el sol se había comprometido y le desearon toda la felicidad del mundo, pero
hubo una excepción: las ranas moteadas que vivían en una pequeña charca se pusieron a
gritar con espanto nada más escuchar la noticia.
La más pequeña de todas, exclamó:
– ¡Oh, no, eso no puede ser! ¡No podemos consentirlo!
La que estaba a su lado también dijo horrorizada:
– ¡Esa boda no puede celebrarse! ¡Tenemos que impedirla como sea!
Una tras otra fueron expresando su malestar hasta que la más anciana de las ranas
sentenció:
– Se trata de un tema peliagudo que hay que resolver. Vamos a hablar con el dios Júpiter y
que sea él quien ponga fin a esta barbaridad.
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Dando brincos se dirigieron al hogar donde vivía el gran dios, que como siempre, las recibió
con los brazos abiertos.
– Veo que venís muy alborotadas y nerviosas ¿Queréis explicarme con tranquilidad qué
sucede? ¡Supongo que será algo importante para presentaros en mi casa a la hora de cenar
dando alaridos como si os estuvieran pisando las ancas!
La vieja rana se adelantó unos pasos y habló con claridad.
– ¡Señor, es que acabamos de enterarnos de que el sol va a casarse dentro de poco!
– Cierto, así es… ¿Algún problema?
– ¡Pues que eso no puede ser!
– ¿Por qué no? El sol está en edad de casarse y tener pareja ¡Se merece ser feliz igual que
los demás!
La rana explicó la razón de su oposición.

– Verá, señor, todos le deseamos lo mejor a nuestro querido sol, pero usted sabe que
durante los meses de verano sus rayos son abrasadores y eso provoca que muchos ríos y
lagos se sequen.

– Bueno, eso ya sabes que son pequeños daños colaterales… ¡El verano es así!
– Ya, pero todos los años durante esa época gran parte del planeta se convierte en puro
desierto y los animales no encuentran agua para beber y refrescarse.
– No te entiendo, rana. El cometido del sol es dar luz y calor… ¡Solo cumple con su trabajo!
– Sí, sí, pero ¿no cree que con un sol es suficiente? Si se casa tendrá hijos que crecerán y
serán tan grandes como él ¿Se imagina que hubiera varios soles? ¡La tierra no soportaría
tanta luz ni tanto calor y acabaríamos todos secos como pasas!
Júpiter cayó en la cuenta de que el verdadero temor de la rana era que el sol tuviera hijos
y entendió su preocupación.
– Querida rana, tienes toda la razón, solo puede haber un sol. Tranquila, hablaré con él y
pondré fin a este problema.
En cuanto se fueron las ranas, Júpiter mandó llamar al gran astro para explicarle la
situación. El pobre sol lloró desconsoladamente al saber que no podría casarse jamás, pero

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comprendió que era por el bien de millones de plantas y animales que vivían en el hermoso
planeta azul.
– La Tierra está llena de maravillosos seres vivos que existen gracias a mí ¡Jamás
permitiría que nada malo les sucediera! Tiene mi palabra de que nunca me casaré ni tendré
hijos.
Han pasado millones de años desde que sucedió esta curiosa historia y como tú mismo
puedes comprobar, el sol sigue brillando sobre nuestras cabezas y envejeciendo en
soledad.

Moraleja: A veces tomamos decisiones o hacemos cosas que pueden perjudicar a la gente
que nos rodea. Ten siempre en cuenta que no estás solo en el mundo y que hay que pensar
bien antes de actuar.

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