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De las mujeres y el derecho

"Ya no se trata de ponerse en conformidad con lo


universal (aspirando todos a los mismos valores, en el mejor de
los casos: por ejemplo a los derechos del hombre), ni de
afirmar una 'diferencia' (étnica, religiosa, sexual) intocable y
sagrada; menos aún de combatir una de esas tendencias con
la otra, o simple y fundamentalmente de combinarlas. Se trata
de forzar a fondo la exigencia de universal y la exigencia de
singularidad en cada individuo, haciendo de ese movimiento
simultáneo el resorte del pensamiento a la vez que del
lenguaje. 'Hay sentido': éste será mi 'universal'. Y 'yo' tomo las
palabras de la tribu para inscribir en ellas el despliegue de mi
singularidad. 'Yo es otro': ésta será mi 'diferencia', y 'yo'
formaré mi especificidad practicando distorsiones en los clisé,
empero necesarios de los códigos de comunicación, así como
desconstrucciones permanentes en las ideas-conceptos-
ideologías-filosofías de las que 'yo' soy 'heredero'. " Julia
Kristeva (1998)

l.- El derecho participa en la configuración del estereotipo "mujer",


y es a partir de ese estereotipo, que las reglas jurídicas reconocen o
niegan "derechos", a las mujeres de carne y hueso. Las formas de
discriminación que ellas padecen definen espacios de conflicto, en los
cuales el discurso jurídico cumple su papel. Los juristas se han ocupado
poco por dar cuenta de las razones (o sinrazones) que hacen que el
derecho instale y consolide cierta “figura de mujer”, y que le atribuya,
implícita o explícitamente, algunas cualidades y le niegue otras. O,
cuanto más, y especialmente desde la dogmática, su aporte ha
consistido en señalar qué textos legales deberían conservarse o
derogarse según se quisiera mantener o modificar la situación existente.
Sin embargo, el tema es bastante más complejo. No basta con
cambiar la ley –aunque, y paradojalmente, cambiar la ley sea, a veces,
de la mayor importancia– porque el discurso jurídico opera, con fuerza
singular, más allá de la pura normatividad. Instala creencias, ficciones y
mitos que consolidan un imaginario colectivo resistente a las
transformaciones. Basta leer la obra de algunos tratadistas o los
repertorios de jurisprudencia para descubrir la persistencia de pautas,
modelos y estilos de interpretación, que resisten frente a las
innovaciones constitucionales o legislativas.
Así como los juristas no se interesan demasiado en este tema,
más allá de aportes a los que ya aludiera, y que entiendo poco
satisfactorios, la situación es especular en el movimiento feminista. Ni
unos ni otro han profundizado demasiado en la relación entre teoría del
derecho y teoría feminista, y el contacto suele quedar restringido a la


La primer versión de este texto fue publicada en el libro "Identidad femenina y discurso
jurídico" (Alicia E.C. Ruiz compiladora), primer volumen de la colección Identidad, Mujer
y Derecho, Biblos, Buenos Aires, 2000.
discusión en torno a la conveniencia o inconveniencia de reformas
normativas.
Dos aspectos, que han sido atendidos de modo diverso por
feministas y teóricos del derecho, pueden servir simultáneamente, como
ejemplo de aquel desencuentro y como provocación para un debate
sugerente: identidad y ciudadanía.
Cuando las mujeres reclaman por nuevos derechos o por la
superación de situaciones intolerables, participan en el proceso de
ampliación y reformulación de la noción de ciudadanía, al tiempo que sus
identidades individuales y colectivas se modifican. La vinculación entre
feminismo y ciudadanía ha sido un tema recurrente en las corrientes
feministas que recogen el legado filosófico y político del liberalismo, pero,
salvo excepciones, no fue receptado –o lo fue negativamente– por las
demás líneas del feminismo.
Por otro lado, los juristas y teóricos del derecho no han hecho
“suyo” el tema de la identidad. Es más, pareciera que lo consideran ajeno
a sus preocupaciones y tienden a creer que es una materia más afín a
los antropólogos, a los psicoanalistas o a los filósofos, que nada tiene
que ver con ellos. Una explicación acerca del desdén de los juristas por
el problema de la identidad abriría un paréntesis demasiado extenso y
me alejaría de lo que es el eje de este texto. Me limitaré, pues a insinuar
que, tal vez, ese desinterés, tiene mucho que ver con la expansión de
aquellas visiones de lo jurídico que se agotan en sus aspectos
normativos.
En adelante analizaré el papel del derecho en torno a la identidad
y a la ciudadanía, asumiendo una posición antiesencialista y crítica. En
un proyecto de radicalización de la democracia, teorías y prácticas son
significativas. De ahí la relevancia del aporte de las teóricas del
feminismo y de los filósofos del derecho, tanto como el de los operadores
jurídicos y el de los movimientos de mujeres, que comparten esta
perspectiva.

2.- La realidad social y las verdades acerca de esa realidad son


siempre construcciones también sociales, y por tanto contingentes y
relativas. Construcciones culturales, en las que el derecho también
interviene.
La realidad de la vida cotidiana, que se presenta como "la
realidad" por excelencia, aparece objetivada y organizada en un orden
dentro el cual adquiere sentido. Esa “realidad” no se cuestiona y se
impone por sí misma. Ella integra una visión del mundo, en la cual se
originan pensamientos, creencias y acciones, que determinan otros
pensamientos, otras creencias y otras acciones, todos los cuales
adquieren una cierta correspondencia, porque componen una
intersubjetividad compartida con otros y permiten pensar que existe algo
así como una perspectiva común.“No requiere verificaciones adicionales
sobre su sola presencia y más allá de ella. Está ahí, sencillamente como
facticidad evidente de por sí e imperiosa...” (Berger, P. y Luckmann
Th.:1992).
Esta cuestión sólo es problemática para el filósofo o para el
científico, que indagan acerca del carácter último de la realidad y del
modo en que cualquier cuerpo de “conocimiento” queda establecido
socialmente como “realidad”. Es en la vida cotidiana, y en la percepción
de la realidad donde "el sentido común" se constituye y adquiere la
fuerza de lo verdadero, de lo irrefutable. Los vínculos, las jerarquías y las
prácticas establecidas se aprehenden como naturales, como propias del
mundo que es, que, por su propia existencia, no admite
cuestionamientos. La “naturalización” del entorno social y de los “sujetos”
que lo habitan oculta ese proceso de atribución de sentido, de
construcción humana que configura el mundo tal como aparece ante
nuestros ojos.
El conjunto de procesos de producción, circulación y consumo de
significaciones en la vida social que llamamos cultura (García Canclini,
N: 1999) define modos de vida, instituciones y prácticas, además de
tradiciones y memoria comunes. Vuelve significante el mundo social, y
aún la naturaleza, y lo hace de modos diferentes, lo cual distingue una
cultura de otra.
Las personas, los lugares y las relaciones sociales relevantes, los
ámbitos de actuación reconocidos; lo que es, y también lo que debe ser,
resultan de una trama tejida por múltiples -y no siempre coherentes-
asignaciones de sentido, asignaciones que nunca son necesarias ni
absolutamente predeterminadas. Si, apenas por un momento,
pusiéramos entre paréntesis las cualidades que definen lo que somos y a
la sociedad que nos rodea, emergerían aspectos hasta ahora invisibles,
que alterarían nuestra propia configuración y la del paisaje social. Como
dice Mary Dietz, es innegable que los contextos en los que vivimos nos
condicionan, pero también lo es, que somos los creadores de nuestras
construcciones políticas y sociales y que podemos cambiarlas, si
estamos resueltos a hacerlo. (Dietz, M:1990)
En forma coincidente con Dietz, una feminista italiana advierte acerca
de los efectos que los movimientos de mujeres producen en la
percepción social de “lo femenino”, que ha parecido “eterno” sólo porque
fue investido del “mismo sentido por siglos de siglos”. Pero, agrega, “…el
sentido puede cambiar. Y este es el proceso al que hemos dado vida, un
proceso de construcción de sentido, de atribución de sentidos nuevos a
la figura de la mujer, a sus sentimientos, a sus infelicidades, a sus goces,
a la historia de sus madres, a su ser en el mundo. Toda esta es la tarea
que nos hemos asignado cuando las mujeres nos dirigimos a nosotras
mismas la pregunta '¿qué es una mujer?'. Podría parecer una paradoja,
pero, en cambio, es una pregunta inaugural. Inaugura una economía de
distancias de los sentidos que hasta ahora nos han definido, de lo obvio
que ha construido nuestra figura. De este modo venimos a afirmar que
en lo que en nuestro estar en el mundo parece evidente, en lo que suele
definirse como nuestra 'dimensión natural', hay sentidos ocultos que se
deben descubrir" (Bocchetti, A.: 1995).
En las citas precedentes el eje es la referencia al “sentido”, que nos
vuelve al punto de la construcción de la realidad como construcción
humana que aunque destinada a perdurar, admite la posibilidad de
cambio. ”Tomar distancia” de las imágenes recibidas, dejar de aceptarlas
como “naturales” y “necesarias”, importa empezar a crear otros sentidos,
a delinear nuevos espacios y a dibujar figuras diferentes a través de
operaciones simbólicas en las que se integran lenguaje, ritos, mitos,
racionalizaciones e imaginerías. Y como apunta Bocchetti éste es el
efecto que, pleno de paradojas, signado por avances y retrocesos, ha
provocado la incorporación de las mujeres y de "las mujeres" al debate
político y filosófico y a las acciones de los movimientos sociales de la
segunda mitad del siglo XX.
El derecho es un discurso social, que como tal, participa en ese
proceso de construcción de la realidad. En tanto orden impuesto,
prescribe lo que se debe y no se debe hacer, decir o pensar, y sin que se
lo advierta opera “naturalizando ciertos vínculos y relaciones”, a través
del mecanismo de la legitimación selectiva de algunos de ellos. Marca
los modos en que calificamos nuestras conductas y las de los que nos
rodean. Lo hace sin plantear opciones, ni darnos oportunidad de elegir
“unas razones mejores que otras" para actuar y decidir.
El derecho interfiere en nuestras vidas cuando promete, otorga,
reconoce o niega. Cuando crea expectativas y cuando provoca
frustraciones. Las calidades de mujer y de hombre, de padre de familia,
de cónyuge, de hijo, de niño y de adulto, de capaz o incapaz, de
delincuente y de víctima, de culpable y de inocente, están siempre
jurídicamente estatuidas. Y el discurso jurídico es complejo, opaco,
paradojal, enunciado por actores diversos, cada uno de los cuales
agrega, modifica, elimina sentidos. Las subjetividades e identidades
sociales e individuales son, entonces, y al menos parcialmente,
instituidas por este discurso conformado por muchas voces, que no dejan
de hacerse oír, y que pugnan por ganar otros lugares, o por preservar los
que tienen alcanzados.
Claro que el derecho no nos instituye como sujetos de una vez y para
siempre, ni de una sola manera. El juego de interpelaciones no es
singularizado. No nos llama a cada uno y, en un acto único y definitivo,
nos dice “Serás…”. El mecanismo es infinitamente más sutil. Somos
mencionados en muy distintos textos, identificados por medio de rituales,
aludidos indirectamente, silenciados en ocasiones. Así se conforma la
condición de sujeto de derecho, y así el discurso jurídico deja su huella
en la conformación de la identidad, a través de infinitas interpelaciones
que se articulan con relativa -sólo relativa- estabilidad. Las diversas
posiciones de sujeto que cada uno ocupa, v.g. ser mujer y comerciante,
víctima y victimaria, hija y madre, etc. no suponen un vínculo necesario
que las preceda.
Una postura antiesencialista y crítica denuncia la ficción que subyace
a la repetida fórmula del Código Civil: “persona es todo ente susceptible
de adquirir derechos y contraer obligaciones”, porque, justamente, esa
expresión “ente” parecería indicar que hay algo anterior y propio del “ser
sujeto de derecho” que precede al sujeto construido en el cruce de las
interpelaciones que provienen de los distintos niveles del discurso
jurídico. A la objeción previsible: “Kelsen ya lo dijo…”, contesto que una
postura crítica y antiesencialista va más allá de Kelsen, en tanto no
reduce la construccción de la subjetividad jurídica a los dictados
normativos, por una parte. Por la otra, porque como indica la cita de Mary
Dietz, se piensa y se actúa al interior de situaciones históricas y sociales
determinadas que habilitan la creación de nuevos sentidos, pero que
son, también, un límite a nuestra capacidad creativa. Por tanto no se
puede ignorar la historia, ni la cultura, ni la política si queremos trabajar
teórica y prácticamente en el mundo del derecho.
Las identidades individuales y sociales, que el discurso del derecho
contribuye a definir son, por tanto, construcciones (operaciones de
asignación de sentido), que se constituyen en el cruce de lo social, lo
político y lo cultural, lo que no significa que estén predeterminadas por
estos factores, sino que llevan las marcas de la contingencia y el azar.
García Canclini sostiene que las identidades no tienen consistencia
fuera de las construcciones históricas en que fueron inventadas, pero
que, aún así, “los relatos sobre identidades (deberían tomarse muy en
serio) porque mucha gente los usa para guiar su conducta y hasta morir
por ellos” (García Canclini, N:1999).

3.- ¿Cómo explicar la configuración de la mujer como “sujeto de


derecho”? Cómo hablar acerca del impacto del discurso jurídico en la
definición de la identidad femenina, evitando una recaída esencialista, y
sin perder la mirada crítica, esto es, procurando ir más allá de las normas
(lo que no significa crítica desconocer su importancia) para revelar
cuánto de lo que el derecho impone (y cuanto de lo que es posible
transformar) está ligado a la producción, circulación y consumo de
sentidos establecidos por las tradiciones judiciales, las postulaciones de
la dogmática y el imaginario social' Y hay más, se trata de sostener que
la negación de cualquier forma esencial de lo femenino no conlleva la
imposibilidad de actuar para cambiar lo dado.
La observación de Chantal Mouffe se orienta en la misma
dirección, cuando dice que “la ausencia de una identidad esencial
femenina y de una unidad previa, …no impide la construcción de
múltiples formas de unidad y de acción común. Como resultado de la
creación de puntos nodales, pueden tener lugar fijaciones parciales y
pueden establecerse formas precarias de identificación alrededor de la
categoría 'mujeres', que provean la base para una identidad feminista y
una lucha feminista" (Mouffe, Ch.: 1998).
Ernesto Laclau (1987, 1990, 1996, 1997) y la misma Chantal
Mouffe, proponen un sugerente análisis de la identidad, al que me
referiré en los párrafos que siguen. Laclau se pregunta por el lugar del
sujeto, del lenguaje y de la ideología en la producción del orden social.
Experimenta con los conceptos, indaga acerca de cómo se constituye un
orden social, siempre contingente e incompleto y presenta una teoría de
la subjetividad en relación con una teoría del orden político (Schuster,
F.L.: 1997).
Un primer dato es el carácter histórico y social de las identidades.
Al construir una identidad se actualizan algunas de las posibilidades
estructurales de la sociedad y se dejan de lado las restantes, a través de
estrategias de afirmación y de reconocimiento. Laclau subraya que “... no
hay ningún cambio histórico importante, en el que la identidad de todas
las fuerzas intervinientes no sea transformada...”. (Laclau, E.:1996)
La constitución de una identidad supone un juego con otras
identidades. En ese juego todas ellas se resignifican. Ninguna esta
garantizada en lo que “es”, no es permanente ni invariable. Si aparecen
nuevas identidades, las que ya están dadas se transforman, aún cuando
resistan para preservarse “sin mácula”. Si algunas desaparecen o son
destruidas, la supervivencia de las demás se ve, cuanto menos,
amenazada.
Ahora bien, en ese proceso, algo se deja fuera, algo no se incorpora,
algo se excluye, de donde la afirmación de una diferencia es condición
de existencia de toda identidad. Lo excluido, el “exterior constitutivo” de
cualquier identidad individual o colectiva, son los otros, ya se trate de
grupos, comunidades, actores sociales, clases. Es fundamental, en este
análisis, advertir que no hay identidades autopoiéticas; que el otro, algún
otro u otros (reales o imaginarios) están siempre presentes, como
antagonistas, y que lo están en su exclusión. En el mismo sentido,
Derrida apunta que, construir una identidad implica la exclusión de algo y
el establecimiento de una cierta jerarquía entre los polos resultantes.
En otros términos, en el proceso de construcción de una identidad,
siempre algo se deja fuera, algo no se incorpora, con lo que lo excluido
pasa a ser el exterior de aquella. La presencia de este exterior hace que
Laclau sostenga que la identidad está siempre dislocada. A partir de esta
conceptualización resulta más clara la primacía de lo político en la forma
según la cual las identidades se organizan. "Esta noción –que alimenta
una pluralidad de movimientos estratégicos que, como la concibe
Derrida, son posibles gracias a indecidibles tales como “suplemento”,
“trazo”, “diferencia", etc.- indica que toda identidad se construye a través
de parejas de diferencias jerarquizadas: por ejemplo entre forma y
materia, entre esencia y accidente, entre negro y blanco, entre hombre y
mujer. La idea de “exterior constitutivo” ocupa un lugar decisivo en mi
argumento, pues, al indicar que la condición de existencia de toda
identidad es la afirmación de una diferencia, la determinación de un “otro”
que le servirá de “exterior”, permite comprender la permanencia del
antagonismo y sus condiciones de emergencia. En efecto, en el dominio
de las identificaciones colectivas –en que se trata de la constitución de
un “nosotros” por la delimitación de un “ellos”- siempre existe la
posibilidad de que esta relación nosotros/ellos se transforme en una
relación amigo/enemigo, es decir que se convierta en sede de un
antagonismo. Esto se produce cuando se comienza a percibir al otro, al
que aquí se consideraba según el simple modo de la diferencia, como
negación de nuestra identidad. A partir de ese momento, sean cuales
fueren las relaciones nosotros/ellos, ya se trate del orden religioso,
étnico, económico o de cualquier otro (esas relaciones), se convierten en
políticas, en el sentido schimittiano del término”. (Mouffe, Ch.: 1998).
En el par hombre/mujer, entonces, ambos elementos son
condición necesaria de las respectivas identidades masculina y
femenina, y de cómo cada una de ellas quede configurada. Hombres y
mujeres son, recíprocamente "el otro" al que se reconoce en su
diferencia, sin el cual ni "esos" hombres ni "esas" mujeres existirían, o
cuanto menos no serían lo que son (para bien o para mal). Claro que,
afirmar una diferencia no implica necesariamente percibir al otro como un
enemigo. Sin embargo, toda diferencia conlleva -como posibilidad-, que
el diferente se convierta en antagonista, es decir, que sea visualizado
como una amenaza, un peligro o una negación de nuestra identidad.
Éste es el momento en el que, como dice Mouffe, una relación del tipo
nosotros/ellos pasa a ser una relación del tipo amigo/enemigo, y se
ingresa en el terreno de lo político. Lo que el antagonismo expresa “...no
es mi identidad sino la imposibilidad de constituirla; la fuerza que me
antagoniza niega mi identidad en el sentido estricto del término” (Laclau),
lo que hace del enfrentamiento antagónico la forma de construcción,
reconstrucción o deconstrucción de identidades sociales.
También el poder, entonces, está presente en la constitución de
toda identidad, la cual es, en sí misma, un acto de poder, de modo que
sin poder no habría identidad (ni identidades). La afirmación parcial de
cada identidad depende de su capacidad de reprimir aquello que la
amenaza (poder contra poder). El poder no es, entonces, externo a dos
identidades constituidas, sino que las integra y define. Por tanto, la
desaparición radical del poder equivaldría a la disolución del tejido social,
ya que en toda sociedad, aún en las que se proclaman más libres, el
poder es condición de identidad.
No hay identidad social o individual, pues, que se sitúe más allá
del cruce de la política con el poder. O, dicho de otro modo, no hay
identidad social o individual que no esté apresada por la contingencia.
¿Y el derecho? La teoría crítica (o algunas de las múltiples
versiones que se autodenominan críticas) insiste en que el discurso
jurídico se sitúa como legitimador del poder, como instituyente de unas
relaciones sociales en desmedro de otras, como orden constitutivo de la
subjetividad, a través de múltiples interpelaciones que se articulan con
relativa –sólo relativa– estabilidad. Estas tesis se acercan al enfoque que
sostienen Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, y considerarlos
conjuntamente abre un interesante campo de reflexión para los juristas
dispuestos a mirar "más allá" de la pura normatividad.
Debemos volver una y otra vez, ya que no estamos dispuestos a
abandonar una postura antiesencialista y crítica, a destacar que el
derecho no es, unicamente, un conjunto de normas. En la constitución
del sujeto de derecho, así como en el reconocimiento de identidades
individuales o colectivas están presentes todos los niveles del discurso
jurídico. Un discurso social que interactúa, además, con otros discursos
sociales, como el de la política o el de la moral.
Así, sucede que las cualidades que definen a la “ mujer honesta”
no están, en realidad, escritas en la ley, pero es la “honestidad
jurídicamente valorada” la que determinará que una mujer de carne y
hueso, como decíamos al comienzo, sea o no alcanzada por la condena
o la protección del Código Civil o del Código Penal. El concepto de
honestidad que el derecho hace suyo, se integra con prescripciones
normativas, creencias depositadas en el imaginario social, teorías
sustentadas por los juristas, interpretaciones enunciadas por los jueces,
concepciones ideológicas, conocimientos científicos propios de una
época y de una sociedad. La instalación de la mujer como sujeto de
derecho supone este proceso complejo de asignación de sentidos a la
“ley”. Las mujeres son interpeladas por el discurso jurídico, adquieren
(una) identidad y son sujetos según cómo y con los alcances que
resulten de las múltiples formas en que el derecho se dirige a ellas. Se
trata de una cuestión decisiva, porque del orden en que se articulen las
diversas interpelaciones dependerá, en buena medida, lo que “la mujer
sea” para sí misma y para los demás. La importancia del concepto
de”articulación” en el discurso del derecho es similar a la que le otorga
Chantal Mouffe al reflexionar en torno al discurso político. “Negar la
existencia de un vínculo a priori, necesario, entre las posiciones de
sujeto, no quiere decir que no haya constantes esfuerzos para
establecer entre ellas vínculos históricos, contingentes y variables. Este
tipo de vínculo que establece una relación contingente, no
predeterminada, entre varias posiciones, es lo que designamos como
'articulación'. Aunque no existe un vínculo necesario entre diferentes
posiciones de sujeto, en el campo de la política, siempre hay discursos
que tratan de proveer una articulación entre ellas, desde diferentes
puntos de partida. Por eso, cada posición de sujeto se constituye dentro
de una estructura discursiva esencialmente inestable, puesto que se
somete a una variedad de prácticas articulatorias que constantemente la
subvierten y transforman. Por eso, no hay ninguna posición de sujeto
cuyos vínculos con otras estén asegurados de manera definitiva y, por
tanto, no hay identidad social que pueda ser completa y
permanentemente adquirida. Esto no significa, sin embargo, que no
podamos retener nociones como 'clase trabajadora', 'varones', 'mujeres',
'negros' u otros significantes que se refieren a sujetos colectivos. No
obstante, una vez que se ha descartado la existencia de una esencia
común, su estatus debe ser concebido en términos de lo que
Wittgenstein designa como 'semejanza de familia', y su unidad debe
considerarse el resultado de una fijación parcial de identidades mediante
la creación de puntos nodales" (Mouffe, Ch.: 1998).
Volvamos al par hombre/mujer para agregar algo más. En esta
sucesión y/o conjunción inestable de posiciones la identidad de la mujer
no se modifica sin afectar su entorno, sin poner en juego la identidad
reconocida a los hombres, lo que prueba que los vínculos culturalmente
establecidos (y jurídicamente legitimados) entre hombre y mujeres, no
son estables, se alteran cuando aparecen nuevas identidades o cuando
las dadas se componen de manera distinta como consecuencia de que
una articulación (entre otras muchas) se torna dominante.

4.- La cuestión de las identidades individuales o colectivas, en el


marco teórico que hemos elegido, supone hablar acerca de la igualdad y
de la diferencia, o mejor, de las igualdades y las diferencias en
sociedades signadas por la multiculturalidad y la fragmentación, y por
una creciente conflictividad.
“El pensamiento occidental, y su presunto dominio del cuadro en
su conjunto, debe enfrentarse con el carácter incompleto de mundo
'fragmentado y disperso'... un mundo quebrado en complejidades,
cuerpos diferentes, memorias, lenguajes, historias, diversidades. ...el
'Otro' se ha metamorfoseado, ahora, en cuerpos e historias concretos, y
pone en tela de juicio la pantalla del pensamiento universal -razón,
teoría, Occidente- que históricamente ha enmascarado la presencia de
una voz, de un sexo, de una sexualidad, una etnicidad y una historia
singulares y ha otorgado al 'Otro' sólo una presencia a fin de confirmar
sus propias premisas (y prejuicios)” (Chambers, I: 1995).
Abandonar la "singularidad" no es un simple juego de palabras, es
hacerse cargo de que la emancipación significó en el proyecto de la
modernidad, eliminar las diferencias entonces relevantes y proponer la
concreción de una sociedad reconciliada, a través de la realización de
una pura esencia humana. Hoy, en cambio, y como dice Laclau, la
emancipación importa la afirmación simultánea del carácter constitutivo e
inerradicable de la diferencia.
Es aquí donde identidad y ciudadanía convergen, porque la
ciudadanía implica el debate acerca de la igualdad. La pregunta
pertinente es si puede construirse un concepto de ciudadanía desde la
"diferencia", una ciudadanía que incluya la diversidad sin pretensiones
hegemónicas, que tienda a la emancipación y no a la regulación en
términos de Boaventura de Souza Santos. (Santos, B. 1990/1991)
Una ciudadanía que reconozca al diferente no como un acto de
caridad sino por la conciencia adquirida de que nadie puede dar cuenta
de su identidad, sin afirmar la diferencia del otro y custodiarla como una
necesidad vital. Ese reconocimiento obliga a superar todo etnocentrismo,
todo antropomorfismo, a admitir que no somos los dueños de la tierra, a
rescatar lo singular e irrepetible, a percibir la irreductibilidad de nuestro
cuerpo y la relevancia originaria de lo femenino y lo masculino, a aceptar
que éramos distintos a como somos y que, con el paso del tiempo, la
alteridad nos atraviesa, a renunciar al ejercicio de nuestra voluntad de
poder que, fatalmente, conlleva la negación del otro o su asimilación, a
ejercitar la pasividad de dejar sitio a otro. (Barcellona, P.:1992)
Los señalamientos de Barcellona, guardan una notable analogía
con las tesis y los reclamos reiterados de las mujeres, lo que muestra
que muchas de las discusiones y de los debates suscitados en el campo
del feminismo pueden ser considerados aportes de singular importancia
para la construcción de un nuevo concepto de ciudadanía.
El derecho moderno, por su lado, hizo suyo el problema de la
igualdad, y una vez que la igualdad entra en la historia difícilmente sale
de ella. De ahí que pueda interpretarse toda la modernidad como una
época marcada por el trayecto de la igualdad, donde los temas de la
ciudadanía y los derechos se convierten en representaciones complejas
de nuevas formas de sociabilidad en las que cambian las formas, la
semántica y donde los "espacios de la experiencia se transforman en
horizontes de expectativas" (Resta, E.: 1994). En ese horizonte, en el
que también cuentan las expectativas de las mujeres, es preciso asumir
las diferencias y preservar la igualdad. Pero, ¿cuál igualdad?.
No se trata de que para ser iguales las mujeres deban resignar lo
que las hace distintas de los hombres; ni, tampoco, aceptar que lo que
las distingue las coloca en un lugar subordinado o inferior. Tampoco se
trata de proclamar que es lo que las diferencia, lo que las hace ser
"mujeres" (recaída esencialista), porque eso sería tanto como afirmar que
son lo que son, que están donde están (o donde deben estar) y que toda
pretensión de cambio es puramente ilusoria. Se trata, más bien, de
sostener la diferencia con el otro, asumiendo los riesgos inevitables del
antagonismo y aún de la negación, en un intento de inaugurar un espacio
en el cual converjan, sin imponerse nuevas formas de reconocimiento
que vayan más allá del "reconocimiento simétrico de la igualdad formal
de la ley" (Mouffe, Ch.: 1998).
Los filósofos del derecho (los filósofos críticos del derechos) han
contribuido, y aún tienen mucho por agregar a una propuesta de este
tipo, porque el discurso jurídico incide fuertemente en la ampliación y
radicalización de un espacio social común en el que la igualdad implique
la posibilidad de ser "legítimamente diferentes". Para las feministas este
modo de plantear la relación entre identidad y ciudadanía, por un lado, e
igualdad y diferencia, por el otro, puede tener, como lo destaca Chantal
Mouffe, ..."consecuencias muy importantes en lo que se refiere a la
manera como formulamos nuestras luchas políticas. Las preguntas
centrales vienen a ser: ¿cómo se construye la categoría “mujer” como tal
dentro de diferentes discursos?, ¿cómo se convierte la diferencia sexual
en una distinción pertinente dentro de las relaciones sociales?, y ¿cómo
se construyen relaciones de subordinación a través de tal distinción?
Todo el falso dilema de la igualdad versus la diferencia se derrumba
desde el momento en que ya no tenemos una entidad homogénea
“mujer” enfrentado con otra entidad homogénea “varón”, sino una
multiplicidad de relaciones sociales en las cuales la diferencia sexual
está construida siempre de muy diversos modos, y donde la lucha en
contra de la subordinación tiene que plantearse de formas específicas y
diferenciales. La pregunta de si las mujeres tienen que volverse idénticas
a los hombres para ser reconocidas como iguales, o la de si tiene que
afirmar su diferencia al precio de la igualdad, aparece como una
pregunta sin sentido, una vez que las identidades esenciales son puestas
en duda" (Mouffe, Ch.:1998).
Sostener la diferencia significa, pues, rechazar la identificación
unitaria que niega y anula la existencia del otro. Significa también
determinar de nuevo un espacio común. "El único espacio para una
comunidad de diferentes es la tierra de nadie, sin apropiaciones, sin
límites... el único tiempo es el tiempo de lo posible, no dominado por un
proyecto, pero donde se pueda construir un proyecto de otro modo de
convivir: el tiempo de la creación de un nuevo vínculo social".
(Barcellona, P.: 1992).
Una última reflexión. La calidad de "mujer" está jurídicamente
construida, tanto en sus derechos como en las discriminaciones que la
signan. No depende únicamente del derecho, es cierto, pero es
innegable la fuerza prescriptiva y legitimante de este discurso social que,
en la modernidad desplazó a otros discursos sociales (o se apropió de
ellos) y se autonomizó de la moral y de la religión. Progresos y aporías
de la modernidad que no pueden separarse. La cultura que heredamos y
que internalizamos nos limita, nos crea prejuicios y, al mismo tiempo, nos
abre ventanas. Tenerlo presente es decisivo, en especial en los lugares
de la autoridad y del saber.
Bibliografía
Barcellona, Pietro, "Post-modernismo y comunidad". Editorial Trotta.
Madrid, 1992.
Berger, Peter y Luckmann, Th., "La constitución social de la realidad",
Editorial Amorrortu, Buenos Aires, 1984.
Bocchetti Alexandra y Sarasini; “El sujeto inaudito. Breve diálogo sobre la
diferencia sexual”, en “Debate Feminista”, Año 6, Volumen 12, Octubre
1995.
Chambers, Ian, “Migración, cultura e identidad”, Amorrortu, Buenos Aires,
1995.
Dietz, Mary G, "El contexto es lo que cuenta: Feminismo y teorías de la
ciudadanía", en Debate Feminista, Año1, Volumen 1, 1990.
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