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Cuando se dice que el hombre es social por naturaleza se quiere decir que no puede sobrevivir

ni como especie ni como individuo si no es conviviendo con sus semejantes. Una obviedad:
necesita cuidados y protección durante sus primeros años e incluso necesita de otro humano
para reproducirse. Decir que es social por naturaleza es decir que lo es por necesidad; sin los
demás humanos no existiríamos. Llamemos a esta evidencia sociabilidad natural, o la
poseemos o perecemos. No es la única sociabilidad ni la que es objeto de nuestra
materia/asignatura.

Además de los cuidados maternos durante los primeros meses y la protección durante los
primeros años, la relación con los semejantes nos proporciona identidad. Gracias a ese
contacto somos quienes somos y no otras. Imagínense sin contacto con semejantes durante
nuestros primeros 15 años de vida, solo sabríamos de nosotras mismas que existimos, como
los pájaros, los peces o los lobos, pero sin ser como ellos, siendo distinta. Existiríamos, sin
género, sin edad, sin lengua, sin patria, sin futuro, sin saber de qué huevo o qué vientre
salimos. Cuando se es alguien, es poco probable querer no serlo; aunque se quiera ser distinta,
no se quiere dejar de ser quien se es. Me puede importar un carajo ser aragonesa, asturiana o
andaluza, fiscal o jueza, alemana o checa, casada o soltera, pero quiero seguir siendo quien
soy, yo. Si nos prometen una vida eterna sin identidad, fundidos en la energía del universo, no
nos interesa, más aún, nos asusta la idea. Buda se entregó a ella y millones de seguidores la
han hecho suya. Una supuesta forma de existencia sin identidad. Se dice del budismo que es
una religión atea (sin dios). Yo añadiría: y asocial.

Las religiones judía, cristiana y musulmana nos han hecho a imagen y semejanza de Dios. La
sociología lo diría al revés: judíos, cristianos y musulmanes han hecho a Dios a su imagen y
semejanza. Para nuestro propósito es irrelevante si Él/Ella/Ello es como nosotras lo hemos
hecho o nosotras somos como Él/Ella/Ello nos ha hecho. Lo relevante es nuestra imagen de
Él/Ella/Ello: es nuestro molde o modelo. Para hacernos no se inspiró ni en un árbol ni en una
piedra. Lo mismo nosotras, nos inspiramos en nosotras mismas.

La semejanza fue de este modo más allá de la evidencia, no solo éramos semejantes a los
demás humanos de nuestra tribu o nuestro pueblo, los hijos de Manitú, de Alá o de Dios.
También fuimos diferentes. Se dice: no somos/son sioux, no somos/son judíos, no somos/son
cristianos, no somos/son animales, no somos/son marcianos, no somos/son veganos, etcétera.
La más artificiosa de todas estas exclusiones/negaciones es “no somos animales”. Es obvio que
es una forma de decir otra cosa distinta, pues quien lo dice sabe que no es ni vegetal ni
mineral, sino animal. ¿Qué ha querido decir? Que entre los demás animales y el animal
humano hay una diferencia radical, con raíces diferentes. He ahí la mayor diferencia que junto
a la semejanza toda identidad proporciona, la de ser radicalmente diferentes incluso de
nuestros semejantes.

Un puñado de europeos desembarcan en una isla al otro lado del Atlántico. Allí se encuentran
con otros hombres semejantes-diferentes, medio desnudos, hablando otra lengua y adorando
otros dioses. Los europeos no se cortan un pelo: toman posesión. En otras palabras: deciden
que la tierra y sus riquezas son suyas, y, si fuera necesario, como lo fue pronto, también las
personas. Es lo más parecido a una hostil invasión alienígena que se conoce, y es real. En un
gesto que podría ser cómico si no fuese cruel, llevan algunos nativos para que conozcan a su
reina y para que ésta conozca a sus nuevos súbditos. La diferencia del europeo con el indígena
americano (y más tarde con el africano) es radical, no llega al extremo de ser la que media
entre el humano y el simio, pero sí la suficiente para que uno sea amo y el otro siervo o
esclavo.

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Más de siete siglos antes, los árabes, empoderados por su nueva religión, habían conquistado
rápidamente un territorio enorme que hacia el oeste se extendía por el norte de África hasta la
Península Ibérica y por el este hasta Bharat (India). No bautizaron a los pueblos conquistados.
Dos siglos antes del Descubrimiento de América, los mongoles conquistaron más territorio que
ningún otro pueblo antes o después. Con la caballería y la meritocracia del ejército, el terror
era su mejor arma. Cuando una ciudad se había resistido a la conquista, pasaban a cuchillo a
toda la población; cuando se había rendido, solo a la mitad. Árabes y mongoles mestizaron su
cultura con las de los pueblos conquistados o adoptaron las de éstos. No entremos en explicar
esta diferencia entre conquistadores árabes, mongoles y europeos, conclúyase que la
identidad no solo marca semejanza con unos y diferencias con otros, también puede marcar
superioridad, en ocasiones radical, como entre animales humanos y animales no humanos o
entre europeos y americanos o africanos. El racismo y el machismo son formas de superioridad
radical. Entiendo por radical en este caso la que se justifica por la raíz y no se explica con las
circunstancias, innata y no adquirida.

Manuel Machado (hermano de Antonio) escribe en su más conocido poema: “No se ganan, se
heredan elegancia y blasón”. No menciona el poema cómo se reconoce esa nobleza, quizás por
innecesario, porque lo auténticamente valioso se observa directamente, por quienes lo
poseen, que son quienes pueden reconocerlo, como el genio humano o la Gracia de Dios. Esas
son las cualidades que hacen a Andalucía ser cuna de genios y a los judíos ser pueblo elegido.
Dejando el sarcasmo, innecesario por lo demás, eso se llama narcisismo, y es un componente
importante tanto de la identidad social como de la desigualdad social.

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