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Había una vez en un pequeño pueblo en la costa, dos almas destinadas a encontrarse,

pero con un destino cruel que les impidió florecer. María y Javier habían crecido
juntos desde que eran niños. Sus padres eran amigos cercanos, y sus casas
compartían un jardín que parecía extenderse hacia el horizonte. Desde muy jóvenes,
jugaron juntos, exploraron el bosque cercano y compartieron sus secretos más
profundos.

A medida que crecían, la amistad entre María y Javier se convirtió en algo más. Sus
risas se volvieron cómplices, y sus miradas comenzaron a expresar lo que las
palabras nunca pudieron. Pero, justo cuando parecía que finalmente darían el paso
para convertirse en algo más que amigos, el destino intercedió de la forma más
amarga.

Javier recibió una beca para estudiar en una prestigiosa universidad en el


extranjero. Era una oportunidad única en la vida, y su familia estaba emocionada
por él. María, por otro lado, no podía dejar el pueblo debido a su trabajo y su
responsabilidad de cuidar a su madre enferma. Aunque lucharon con la idea de
separarse, ambos sabían que debían seguir sus propios caminos.

Los meses pasaron, y las cartas y llamadas telefónicas mantuvieron su conexión


viva. Aunque la distancia los separaba físicamente, el amor que sentían el uno por
el otro solo creció. María soñaba con el día en que Javier regresaría y podrían
finalmente comenzar una vida juntos.

Sin embargo, cuando Javier regresó al pueblo después de completar su educación, no


era el mismo. Había cambiado. La distancia, la exposición a nuevas culturas y
personas, lo habían transformado en alguien que ya no encajaba en el pequeño pueblo
en el que había crecido. María, por otro lado, seguía siendo la misma mujer
cariñosa y apasionada que siempre había sido.

Javier trató de amar a María como lo hizo antes, pero la conexión que compartían se
había desvanecido. Sus conversaciones se volvieron incómodas, y el silencio llenaba
las brechas que una vez habían sido colmadas por risas y afecto. María sabía que
algo estaba mal, pero no podía entenderlo. ¿Cómo pudo el amor que habían compartido
durante tantos años desvanecerse tan rápido?

Un día, Javier le confesó la verdad. Había conocido a alguien en el extranjero,


alguien con quien compartía intereses y sueños que María ya no podía entender.
Aunque sentía un profundo dolor al herir a María de esta manera, sabía que debía
seguir su propio camino.

María, con el corazón destrozado, aceptó la verdad. Se dio cuenta de que su amor
había quedado atrás en el pueblo que siempre había conocido, mientras que Javier
había avanzado hacia un futuro diferente. Aunque su amistad y amor habían sido
intensos y profundos, la vida los había separado irremediablemente.

El romance que nunca floreció se desvaneció en el aire, y María quedó con el


corazón roto, contemplando lo que pudo haber sido. Ambos siguieron adelante por
caminos separados, viviendo sus vidas con la tristeza de un amor que nunca tuvo la
oportunidad de florecer.

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