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JULIO L.

MARTÍNEZ, SJ

LA CULTURA
DEL ENCUENTRO
Desafío e interpelación
para Europa

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SAL TERRAE
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Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
13-03-2017

Diseño de cubierta:
Vicente Aznar Mengual, SJ

Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2661-1

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Análisis sobre los valores y estrategias que existen hoy en el mundo para construir, a
partir de Evangelii gaudium de Francisco, una propuesta de cultura del encuentro.

El rector de la Universidad Pontificia Comillas llama a «la cultura del encuentro»


entendida como aquella que es capaz de hacer caer todos los muros, que todavía dividen
el mundo... Inspirado en las palabras del papa Francisco ante el Congreso de los Estados
Unidos –«Es mi deber construir puentes y ayudar en lo posible a que todos los hombres
y mujeres puedan hacerlo»– elabora su propuesta a partir de los cuatro principios que en
Evangelii gaudium orientan la convivencia social y la construcción de un pueblo donde
las diferencias se armonizan en un proyecto común: «el tiempo es superior al espacio»,
«la unidad prevalece sobre el conflicto», «la realidad es más importante que la idea» y
«el todo es superior a la parte».

JULIO L. MARTÍNEZ, SJ, es rector de la Universidad Pontificia Comillas desde 2012


y catedrático de Teología Moral. A lo largo de su carrera universitaria ha sido director
del Instituto de Migraciones, de la Cátedra de Bioética y vicerrector de Investigación. Su
principal campo de estudio es el de religión y política, combinando teología y filosofía.

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Índice

Portada
Créditos
Introducción
Capítulo 1: Significado y contextos de la cultura del encuentro
Un diagnóstico de la crisis
La conciencia de vulnerabilidad se ha agudizado
«Encuentro» para ser salvados del «naufragio», de la «orfandad» y de la
«fragmentación»
¿Qué desafíos sociales hieren hoy a Europa en su corazón?
Un proyecto vital difícilmente sostenible
Frente a la desmoralización: integrar, dialogar y construir
El «suplemento de alma» que necesita Europa
La ambigüedad de los fenómenos culturales desde el Evangelio
La Iglesia y el «alma» de Europa
Respuesta a Evangelii gaudium en España
Un discurso teológico y pastoral
Unas notas sobre la espiritualidad que alimenta la cultura del encuentro
El marco conceptual de referencia de la cultura del encuentro
Capítulo 2: El tiempo es superior al espacio
Experiencia es lo que uno hace con lo que le sucede
La importancia de «hacer memoria»
La cultura de la virtualidad real favorece lo instantáneo y dificulta los procesos
que llevan tiempo
La «brecha digital»
¿(Des)implicación de los jóvenes?
Digitalización y empleo
Preguntarnos por el sentido y por los fines
Los caminos que llevan a la democracia participativa
Los cambios en la ciudadanía
La nueva política como tecnopolítica: luces y sombras
Participar políticamente es responsabilizarse y pide tiempo y compromiso
El tiempo en los procesos educativos
El rol de los educadores: no controladores de espacios sino activadores de

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procesos con metas
Capítulo 3: La unidad prevalece sobre el conflicto
La democracia, diversidad y gestión del pluralismo
La ética cívica: unidad en lo básico, diversidad en lo demás
¿Cómo podemos los católicos contribuir a la cultura del encuentro?
La necesidad del mutuo intercambio entre entes políticos y sociedad civil
Reconciliación como llamada sociopolítica
Reconciliar es establecer relaciones justas con Dios, con los demás y con la
creación
«Mediadores» y «no intermediarios» de la reconciliación, don de Dios y tarea
humana
La cruda realidad del drama de los cientos de miles de refugiados llamando a
Europa
Lo que la crisis de los refugiados en Europa está poniendo de manifiesto como
esencial
«La abstracta desnudez de ser nada más que humano»
La hospitalidad cristiana como expresión de la cultura del encuentro
La fuerza pacífica de la integración
El papel de las comunidades cristianas en la integración
Educar en las fronteras de la diversidad y la desigualdad
Distintos enfoques para tratar la gestión educativa de la diversidad
Nuevas prácticas pedagógicas
La cultura del encuentro y el (des)encuentro de culturas
Encuentro y choque en las coordenadas del tiempo presente
Encuentro entre religiones y búsqueda compartida de la verdad
De la violencia a la paz
Una especial preocupación hoy en Europa: la islamofobia
Capítulo 4: La realidad es más importante que la idea
La tarea/terapia del diálogo para atender a la realidad
Interdisciplinariedad por respeto a la realidad
La crítica del paradigma tecnocrático: de Populorum progressio a Laudato si’
Diálogo entre ciencia y fe
Algo sobre el fondo teológico-espiritual del diálogo entre ciencia y fe
La tarea/terapia de discernir
La «verdad» en la política
Buenos cultivos personales e instituciones para democracias sostenibles
Capítulo 5: El todo es superior a la parte
El bien común como condición del bien individual
El personalismo solidario
La gramática del bien común
La dimensión global del bien común
Autorreferencialidad

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La familia, una pequeña «parte» de la sociedad que es también «todo»
Los Sínodos sobre la familia
Energía y escuela de ciudadanía
Espacio privilegiado de desarrollo moral
«La sociedad de los cuidados»
Hiperconexión e incomunicación en las familias
La llamada de la solidaridad
Libertad religiosa y laicidad del Estado a favor de la cultura del encuentro
Las personas tienen derechos, no la verdad
Libertades dentro de los «límites debidos»
Neutralismo del espacio público
Relativismo contextualista y nihilista
Culturas y naturaleza humana: la ley natural
Cuando la religión se utiliza contra el pluralismo
«Una secularización descarrilada afloja los vínculos democráticos»
Pluralismo que construye la sociedad
El tesoro de la «laicidad positiva»
Encuentro hacia y desde dentro de la Iglesia
Capítulo 6: Un ejemplo de aplicación: La Cátedra José María Martín Patino de la
Cultura del Encuentro
Balance final

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Introducción

Como imagino que le ocurre a muchos de los benevolentes lectores que se interesan por
este libro, llevo un par de años viendo cómo el papa Francisco habla una y otra vez de
«la cultura del encuentro», «capaz de hacer caer todos los muros, que todavía dividen el
mundo... Donde hay muro, hay cerrazón de corazón» [1] . En el inspirador discurso que
pronunció ante el Congreso de los Estados Unidos ofreció una valiosa y preciosa clave
sobre cómo se ve en este momento de la historia del mundo desempeñando el ministerio
papal: «Es mi deber construir puentes y ayudar en lo posible a que todos los hombres y
mujeres puedan hacerlo» [2] . Ahí es donde ve un rasgo clave del ser cristiano. Por eso, al
regreso de México, a una pregunta de un periodista sobre el discurso anti-inmigrantes de
Donald Trump, no vaciló al responder: «Quien solo piensa en construir muros y no en
construir puentes no es cristiano». El entonces candidato republicano y hoy presidente se
quejó de que un líder religioso pusiese en cuestión su fe, pero, por si acaso, añadió que
no quería discutir con el papa. Ahora que preside la nación más poderosa del orbe, la
incertidumbre sobre lo que puede acontecer en todos los campos, también en el de la
«construcción» de muros, es alta. Su discurso de toma de posesión ha enfatizado el
puesto absolutamente central y primero de los intereses del pueblo norteamericano. Un
discurso populista y nacionalista, resumido en dos palabras: America, first («América,
primero»). Sigamos el consejo de Francisco y no nos anticipemos a los acontecimientos:
veamos qué hace y qué ocurre. Desde luego, las primeras semanas están siendo más que
preocupantes.
Creo que, de algún modo, hoy se han dibujado en el planeta dos estilos de liderazgo
meridianamente contrapuestos y ante los cuales no será fácil no elegir: el del presidente
Trump [3] , que hace el número 45º de los presidentes de EE.UU., y el del papa
Francisco, el pontífice 266º de la Iglesia, primer papa americano y jesuita. Uno,

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americano del Norte; el otro, del Sur; pero ambos hijos de inmigrantes europeos. Sería
mejor no tener que elegir; pero, tal como se están poniendo las cosas, va a ser inevitable.
Vivimos tiempos en los que se encuentran cada día tantas evidencias en contra del
diálogo y del encuentro que, aunque solo fuera por eso, proponerlos ya es de por sí un
acto de trascendencia moral y política. Ahora bien, para que realmente tenga
consistencia como tal acto humano, si uno lo propone ha de saber bien lo que hace y el
marco conceptual donde fundarlo y ubicarlo, para no generar falsas expectativas y para
dar cauces performativos de hacer lo que se dice. Yo he de reconocer que he aplicado la
crítica y la sospecha a eso de la cultura del encuentro, no porque no me guste, sino al
contrario: porque me gusta y me parece una propuesta muy sugerente e incluso potente,
vistos los desafíos y las necesidades de nuestras sociedades; pero he creído
intelectualmente decente poner en duda si responde a una visión teológica y social con
suficiente profundidad o si es puro flatus vocis.
Por eso me he dedicado a estudiar este tema y a pensar cuál es la visión
antropológica y social del papa, muy pegada al terreno y apasionada por la vida (lo
radicalmente humano), con su correlativa teología pastoral, espiritual y moral (en tanto
que reflexión) que la alimenta y sostiene lo vital, y averiguar de dónde arranca: si es de
reciente elaboración o si ya lleva tiempo dándole vueltas. En mi búsqueda he tenido en
cuenta sus documentos principales, a saber, la exhortación apostólica Evangelii gaudium
(2013) –el texto primordial, como mostraré–, la encíclica Laudato si’ (2015) y la
exhortación postsinodal Amoris laetitia (2016); pero también distintos discursos donde el
papa ha mostrado cómo entiende la política, la cultura, la acción social, la comunicación,
la economía o la situación de Europa [4] , tanto desde que fue elegido para el ministerio
petrino como antes de ello, años en los que en diversas ocasiones se refirió explícita o
implícitamente a la cultura del encuentro [5] . También he considerado distintos
diagnósticos y reflexiones sobre las situaciones de crisis que estamos viviendo,
particularmente dentro de Europa, aunque estas no son exclusivas del Viejo Continente.
Lo que quiero hacer en las páginas que aquí arrancan es una elaboración en torno a
la cultura del encuentro desde la perspectiva de teólogo/filósofo dedicado a la moral que
tome como referencia la Doctrina Social de la Iglesia (y, dentro de ella, el gran impulso
que está dando la reflexión del papa jesuita) y ponga el foco, sobre todo, en las
circunstancias y los retos de los problemas y las búsquedas que tiene Europa con todo lo

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que está ocurriendo dentro y fuera de ella, cuando se cumplen los sesenta años desde la
firma de los Tratados de Roma por parte de Alemania Federal, Bélgica, Francia, Italia,
Luxemburgo y los Países Bajos. Los tratados que dieron comienzo a la aventura del
proyecto europeo que hoy es la UE (Tratado de Roma) se firmaron el 25 de marzo de
1957, justamente sesenta años antes de que este libro reciba su remate. El 24 de marzo
de 2017, cuando este libro ya estaba cerrado, el papa Francisco pronunció un importante
discurso en el Vaticano ante todos los actuales líderes políticos de la UE que bien podría
ser leído como síntesis o epítome de su comprensión de la cultura del encuentro para
Europa, la temática que tratan las páginas de esta obra y que ese discurso hace aún más
pertinente.
Europa es una región del mundo con unos 500 millones de habitantes (el 7% de la
humanidad) y representa aproximadamente un 23% del PIB mundial. Hay miedos en el
Viejo Continente, como el que proviene del terror yihadista, que ataca en el corazón de
los valores, las libertades y los derechos fundamentales; o el de la competencia de los
países emergentes y los movimientos migratorios, que están provocando reacciones
defensivas y bastante confusión. El proyecto de unir Europa –explicó el francés Jean
Monnet hace 60 años– se forja en la crisis y será la suma de soluciones adoptadas para
enfrentarla. Parafraseando a Ortega, lo que hoy nos pasa es que no sabemos qué nos pasa
y, en consecuencia, hay serias dudas sobre qué rumbo tomar. Para mí, poner el foco en
Europa no significa, por supuesto, que sea la única zona en crisis de la Tierra ni la que
peor lo está pasando, o que ignoremos las situaciones de otras latitudes. Y mirar sobre
todo a la reflexión del papa Francisco y a la Doctrina Social de la Iglesia no significa,
obvio es decirlo, que no haya muchísimas contribuciones valiosas de fuera de la
tradición católica. Ni podemos ni queremos ignorar otras zonas del mundo ni otras
contribuciones, pues la cultura del encuentro tiene una clarísima vocación universal,
como católica (=universal) es la Iglesia, Pueblo de Dios.
En efecto, la cultura del encuentro, de por sí, responde a aspiraciones radicalmente
humanas. En esta era de cambio en que estamos inmersos se vuelve más crucial generar
espacios y relaciones donde acertemos con las transformaciones que necesita nuestro
modo de vivir y de estar. El cambio no es opcional, ni solo de tipo técnico; es cultural y
pide una nueva mirada; ha de ser participativo, sistémico y, en parte, disruptivo. El
cambio tiene necesidad de un fondo ético, no meramente cosmético, pues no bastan

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valores que sean slogans para quedar bien o consignas que se proclaman pero que no
mueven internamente. Esa no pasa de superficial ética a la que más valdría llamar
«cinismo ético».

En la base e inspiración de este libro está una conferencia que me pidió Fernando
Fuentes, director de la Comisión Episcopal de Pastoral Social para las Jornadas
celebradas en septiembre de 2016, «Hacia una política del encuentro», con el título La
cultura del encuentro y de la tolerancia, un desafío social; también está otro trabajo del
que soy coautor con Fernando Vidal, titulado Compromiso con la Cultura del
Encuentro [6] , al que han contribuido otros colegas de la Universidad Pontificia
Comillas, como Agustín Blanco, director de la Cátedra «José María Martín Patino de la
Cultura del Encuentro», José Manuel Aparicio y José Manuel Caamaño, profesores de
teología moral. Creo que fue muy buena idea dedicar las Jornadas de Pastoral Social de
la Conferencia Episcopal de 2016 a esa temática, y a mí me dio el empujón preciso para
meterme en la materia. Con cargos como el que tengo al frente de la Universidad
Pontificia Comillas, ese tipo de encargos ciertamente acrecientan el trabajo, pero
personalmente los agradezco, porque me obligan a conectarme con las inquietudes
formativas de las personas insertas en la vida de las diócesis, parroquias, comunidades
cristianas e instituciones sociales y educativas.
Me animan a escribir unas palabras que el papa pronunció ante los escritores de La
Civiltà Cattolica invitándoles a «recoger y expresar las expectativas, los deseos, las
alegrías y los dramas de nuestro mundo y ofrecer los elementos para una lectura de la
realidad a la luz del Evangelio» [7] , para salir de la rutina y la inercia, para vencer la
perplejidad y para orientar adecuada y creativamente las estrategias para la acción. El
conjunto de esas acciones resume perfectamente mi intención.

[1] . FRANCISCO, Angelus (9/11/2014).


[2] . FRANCISCO, Discurso ante el Congreso de los Estados Unidos de América (24/9/2015).
[3] . Marine Le Pen anuncia el nacimiento de un nuevo mundo con Trump y los que sigan su estela.
[4] . Sus dos discursos en Estrasburgo y su discurso en la recepción del Premio Carlomagno.
[5] . D. FARES, El Olor del pastor, Sal Terrae, Santander 2015 (p. 63), señala la intervención de Bergoglio en
el Sínodo sobre la Iglesia en América como un texto en el que pueden verse ya las categorías de la cultura del
encuentro: J. M. BERGOGLIO, «Speranza e vicinanza» (Intervención en el Sínodo sobre la Iglesia en América):
L’Osservatore Romano (22/11/1997), p. 5; y el mismo autor, en Papa Francesco è come un bambù. Alle radici

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della cultura dell’incontro, Ancora, Milano 2014 (edición digital) 27, indica que la primera mención clara es en el
Te Deum del 25 de mayo de 1999, y unos meses después (1 de septiembre) ya lo desarrolla en una conferencia:
«Educar en la cultura del encuentro» (1999), «La escuela como lugar de acogida» (2000, mensaje), «Hacer
memoria de nuestros recursos morales» (2001, homilía), «Familia y solidaridad social» (2002, reflexión III
Congreso de Educadores), «La urgencia de un pacto educativo» (homilía, 2006), «Parroquia y Familia» (2007,
discurso ante la Plenaria de la Pontificia Comisión para América Latina), «Intervención en la V Conferencia del
CELAM (Aparecida 2007, Ponencia), «La familia a la luz del documento de Aparecida» (2008, artículo en
Famiglia e Vita XIII, nn. 2-3, 2008, 64-72). Estos documentos están recopilados en: Papa Francisco y la Familia.
Enseñanzas de Jorge Mario Bergoglio-Papa Francisco acerca de la familia y la vida 1999-2015, Librería Editrice
Vaticana – Romana Editorial 2016. También son importantes los trabajos siguientes: J. M. BERGOGLIO,
«Propuestas de Aparecida para la pastoral de la Iglesia en Argentina» (1/6/2009), Conferencia en la XII Jornada
de Pastoral Social (19/9/2009) y Conferencia en la XIII Jornada de Pastoral Social. Nosotros como ciudadanos,
nosotros como pueblo (16/10/2010).
[6] . Esos dos artículos serán publicados en el número 161 de la revista Corintios XIII (2017).
[7] . FRANCISCO, Discurso a la Comunidad de los Escritores de «La Civiltà Cattolica» (14/6/2013).

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CAPÍTULO 1:
Significado y contextos
de la cultura del encuentro

En «la cultura del encuentro», creo que el sustantivo «cultura» se usa en un sentido
amplio y antropológico. Ese significado queda fundamentalmente bien recogido en
definiciones como la que habla de ella como un «sistema integrado de creencias (acerca
de Dios, de la realidad, del sentido último), de valores (de lo que es verdadero, bueno,
bello y normativo), de costumbres (cómo comportarse, relacionarse con los otros, hablar,
rezar, vestir, trabajar, jugar, comerciar, comer, etc.) y de instituciones que expresan
dichas creencias, valores, costumbres (gobierno, juzgados, templos, iglesias, familia,
escuelas, hospitales, tiendas, sindicatos...) que entrelazan una sociedad y le dan sentido
de identidad, dignidad, seguridad y continuidad» [1] . Se trata de una concepción
antropológica, integral e inclusiva de cultura que contrasta con una concepción elitista
centrada en las expresiones artísticas y que se ha ido imponiendo a la hora de hablar de
ella como factor de análisis social. La Declaración Universal de la UNESCO sobre la
Diversidad Cultural da en la diana al definir la cultura como «el conjunto de los rasgos
distintivos espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una
sociedad o a un grupo social y que abarca, además de las artes y las letras, los modos de
vida, las maneras de vivir juntos, los sistemas de valores, las tradiciones y las
creencias» [2] . Ese sentido antropológico de la cultura en la Doctrina Social de la Iglesia,
hace cincuenta años lo expresó Pablo VI con el término «civilización» [3] ,
relacionándolo con los «verdaderos valores», las «razones de vivir», el «alma», y
aplicando lo que el Señor dice en Mt 16,26 a las personas y a los pueblos: «¿De qué le
sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?». Y es que «cuando el papa
habla de cultura –como explica Diego Fares, SJ–, también habla del “alma de un
pueblo”» [4] . La cultura del encuentro, tal como la entiende Bergoglio, hace vibrar al

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unísono la categoría de cultura y la de pueblo y, conjuntándolas, «pone el énfasis sobre
el respeto y la atención a la diversidad necesarios para que la unidad no resulte abstracta,
sino concreta y viva» [5] .

Creo que, efectivamente, juntar cultura y pueblo refuerza la importancia de las


mediaciones históricas en la propia definición de la categoría «encuentro», dejando ver
de ese modo la influencia capital sobre Bergoglio de la antropología de Romano
Guardini, para quien una persona «es tanto más vital cuanto su relación con el mundo es
más original y con mayor frecuencia vive encuentros... Lo contrario de la rutina, la
indiferencia, el esnobismo» [6] , siendo ese encuentro interpersonal vivo el que se
produce cuando «somos heridos por el rayo del ser del otro, cuando somos tocados por
su acción», cuando vivimos experiencias que no se dan en abstracto, sino dentro de una
comunidad humana de relaciones vivas. De igual modo, la fe, que es el encuentro con
Jesús, un encuentro personal que toca el corazón y da una dirección y un sentido nuevo a
la existencia, precisa de una comunidad de fe gracias a la cual se pueda producir el
encuentro [7] . El verdadero encuentro con Jesús nos «lanza» a salir al encuentro de todos
los hermanos, no solo de los afines o de los que nos caen simpáticos.
Quizá desde una cierta antropología filosófica o desde alguna psicología profunda
se podría pensar en un contenido esencial y estático de cultura, inserto en cada persona o
en las comunidades humanas; pero, desde el punto de vista antropológico que maneja el
papa, necesariamente hemos de encarnar el encuentro en las circunstancias de la
existencia histórica como condiciones de la libertad y la realización (tanto limitantes
como posibilitantes) de las que hablaba Ortega y Gasset al pronunciar su célebre «yo soy
yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo a mí mismo»), que conforman
el carácter evolutivo y situado de toda cultura. El ser humano se debe concebir siempre
como culturalmente situado: «La gracia supone la cultura, y el don de Dios se encarna en
la cultura de quien lo recibe» (EG, 115).
Por tanto, no basta con decir que el encuentro es necesario; debe responder, además,
a las circunstancias de cada momento, sin las cuales no hay sujetos morales ni
realización humana en la historia. Y se podría añadir algo más: el encuentro es tanto más
necesario, si cabe, en momentos de grandes cambios como los que vivimos hoy con la
globalización y los movimientos reactivos frente a ella, la digitalización y la
«rapidación», término que, acaso por disonante, nos ayuda a reparar en esa «continua

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aceleración de los cambios de la humanidad y del planeta unidos hoy a la intensificación
de ritmos de vida y de trabajo», tal como expone Laudato si’. En este contexto de
«frenesí/vértigo» del «cambio de época», que por tan señalado ya suena a manido, se
experimenta la necesidad de contar con espacios de análisis riguroso y multidisciplinar
de los problemas comunes, de diálogo y encuentro abierto y franco y de fomento de la
participación social como elementos clave de una nueva ciudadanía. De lo contrario,
«esos veloces y constantes cambios no se orientan necesariamente al bien común y al
desarrollo humano, sostenible e integral. El cambio es algo deseable, pero se vuelve
preocupante cuando se convierte en deterioro del mundo y de la calidad de vida de gran
parte de la humanidad» (LS, 18).
A la vera de la cultura del encuentro crecen términos como projimidad, comunión,
solidaridad, amistad, diálogo, discernimiento, construcción, integración, inclusión... y
aun otros afines, o metáforas como la de los «puentes» frente a los «muros». Todos
dentro del principio hermenéutico de la misericordia que lo recorre todo y del ser
imágenes de Dios e hijos suyos. En su intervención en el Sínodo sobre la Iglesia en
América, en 1997, dice: «La actitud en la que desemboca este milenio es, en gran parte,
el desencanto... Para vencerlo debemos colocarnos ante las cosas últimas y preguntarnos
por nuestra esperanza. Frente a cualquier falta de esperanza el Señor se conmueve, se
abaja y se hace cercano... Debemos redescubrir su modo de acercarse para evangelizar.
La categoría clave es la “projimidad”. Encuentro, conversión, comunión y solidaridad
son categorías que expresan la “projimidad”... que abre camino a la esperanza» [8] .

Alguno puede pensar que debajo de esa expresión principal y del resto de las
palabras aledañas no hay más que brindis al sol y voluntarismo idealista vacuo, cargado
de ingenuidad y osadía, o lleno de utopía y pérdida del sentido de la realidad; frases
biensonantes que quieren animar con buena intención, pero con escasa efectividad. Claro
que hay mucha utopía en la propuesta, pues, como canta Serrat, «sin utopía la vida sería
solo un ensayo para la muerte»; pero también hay realismo a raudales. Francisco insiste
a tiempo y a destiempo en que nuestro modo de estar en la vida y de pensar ha de dar
prioridad a la realidad y no a las ideas; a las personas en sus situaciones concretas de
vida y no a los clichés o las ideologías. Está haciendo una llamada de fondo a cambiar la
mirada tomando en serio eso de que «la realidad es más importante que la idea», para no
dejar que ideologías o abstracciones nos separen de la realidad o que los horizontes

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estrechos y los mezquinos intereses nos marquen la agenda. Está haciendo una llamada
de fondo a cambiar de un centramiento subjetivista en las ideas con connotaciones
tecnocráticas (paradigma cartesiano), que hoy ya no puede aspirar a la universalidad
intersubjetiva, al haberse roto la posibilidad de una verdad que no sea subjetiva.
Las ideologías cumplen, desde luego, el importante rol de ser mediaciones teóricas
para la acción, articulando un cuerpo de ideas políticas; pero fácilmente se tornan
«cuevas» o «refugios» donde se busca confort y seguridad («uno siempre está más
cómodo en el sistema ideológico que se armó, porque es abstracto» [9] ). Por eso, para
que no se conviertan en «refugios» que impidan a las personas tocar y salir a la realidad,
o que la oculten en lugar de desvelarla, hay que hacer que continuamente entren en
contacto con lo real y concreto y en diálogo con otros marcos y experiencias de
sabiduría. Le gusta al papa decir que «la vida hay que recibirla como viene»; pero lo dice
llamando a la elección y la acción, no a la pasividad resignada de quien no tiene nada
que hacer.
Los desafíos que afrontamos son de tal magnitud que la sociedad necesita la
participación dialogal de todas las comunidades de sabiduría que ha ido formando a lo
largo del tiempo. Ninguna comunidad particular ha de monopolizar el espacio común,
pues necesitamos apoyar todo cuanto lleve a la participación honesta y la convivencia
respetuosa entre todas las comunidades de sentido, incluidas, por supuesto, las religiosas,
sin las cuales no hay mucho qué hacer en términos de motivación y propuesta de sentido.
El peligro de la ideologización que enmascara lo real no se da solamente en el plano
sociopolítico; también las sabidurías religiosas deben tratar de no convertirse en
ideologías. Respecto de la fe cristiana, Francisco señala dos de sus principales
reducciones ideológicas, como son el gnosticismo y el pelagianismo.
La resonancia que le están dando al papa Francisco medios de comunicación como
El País, que no se ha caracterizado precisamente por buscar el liderazgo moral en los
pontífices, puede tener que ver con la apertura de Bergoglio, pero muy especialmente, a
mi juicio, con que la crisis hermenéutica es de tal magnitud que es momento de aunar
esfuerzos, por encima de diferencias ideológicas, y de buscar fundamentos sólidos ante
las fuerzas antisistema de derechas y de izquierdas. Muchos no católicos agradecen el
liderazgo moral de Francisco y se aferran a él como referente para capear el temporal o
resguardarse de «la que está cayendo». Cosa distinta es si desde ahí pasan a apreciar que

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el papa solo es líder en nombre de Jesucristo y siguiéndole como «camino, verdad y
vida».
Para actuar según los propósitos de no poner la ideología por delante de la realidad
no basta con buena voluntad; hay toda una conversión intelectual y espiritual de la
máxima importancia que hacer; y, por cierto, nada fácil, debido a los hábitos que todos
tenemos de poner nuestras ideas por delante de la realidad de la que queremos hacernos
cargo. Se trata de entrar en una dinámica de auténtica apertura a la realidad no abstracta,
sino concreta. Se trata de no poner las ideas por delante, sino de partir de la realidad y
dejar que ella vaya demandando lo que se precisa para elaborar las respuestas. De que
nuestro pensar no pierda de vista lo humano. Es algo que afecta a todas nuestras
relaciones y a todas las actividades que realizamos. Afecta a la comprensión de lo social
y a nuestro modo de ser, estar y actuar. Afecta a la formación a todos los niveles,
también en la vida religiosa y sacerdotal. De ahí que pida Francisco una nueva «cultura
vocacional» que sea «capaz de leer con coraje la realidad tal como es, con sus fatigas y
resistencias».
Si siempre ha sido el conocer a Cristo el método de hacerse cristiano, quizás hoy es
aún más importante mirar contemplativamente la vida y el corazón del Señor, pidiendo
«conocimiento interno», tanto del que nos dé a conocerlo en su interioridad como del
que afecte por dentro a la nuestra para «más amarle y seguirle». El conocimiento interno
de las personas y el conocimiento interno de la realidad son los mejores antídotos contra
la ideologización y la abstracción de la realidad. En el conocimiento interno está uno de
los núcleos del método de los Ejercicios Espirituales ignacianos que anima la vida del
papa Francisco desde hace muchas décadas y que está guiando sus propuestas.

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Un diagnóstico de la crisis
Durante décadas, después de la Segunda Guerra Mundial, parte del mundo, y
particularmente Europa Occidental, vivió una época en la que la economía, la política y
la sociedad parecían haber encontrado el engranaje adecuado para alcanzar un progreso y
un bienestar duraderos que dieran seguridad y certidumbre a los ciudadanos. La vida
social aparecía como algo ordenado, previsible, controlable en función de unas variables
perfectamente definidas: economía de mercado, estado social y democrático de derecho,
pacto intergeneracional basado en el pleno empleo... Delegamos en los medios de
comunicación la responsabilidad de informarnos; en los técnicos, la de decir lo que pasa;
y en los políticos, la de decidir sobre las cuestiones que nos afectan como sociedad.
En los últimos lustros asistimos a cambios muy profundos en todos los ámbitos:
globalización económica y social, desigualdad creciente, multiculturalidad convulsa,
envejecimiento demográfico, insostenibilidad medioambiental, redefinición del trabajo
en una sociedad tecnologizada... que están trastocando el aparentemente orden sencillo
de antaño y nos introducen directamente en la perplejidad. Captar e interpretar la
complejidad creciente del mundo en el que vivimos hace necesario contar con
conocimientos y herramientas multidisciplinares. Lo cuantitativo y lo económico se han
convertido en referentes inexcusables del debate público, pero se echa de menos con
frecuencia el rigor, la reflexión matizada y el sentido crítico [10] .

Desde hace tiempo, el nuevo contexto en que vivimos viene marcado por «el
estallido de interdependencia planetaria, de la globalización», que nos hace «más
cercanos, pero no más hermanos» [11] . La comunicación y los intercambios de todo tipo
(no solamente el movimiento del capital) rompen los límites de las fronteras de los
Estados nacionales; y, mientras tanto, faltan instituciones políticas a la altura de los
cambios y horizontes de valores éticos compartidos que den consistencia al mundo
globalizado. Ahí está, a mi juicio, buena parte de la crisis que vivimos en Europa, aun
cuando es cierto que la globalización se utiliza como justificación prácticamente de todo,
incluso de conductas y situaciones que no dependen de ella. Creo que en la crisis de

19
fondo que vivimos hay disfunciones múltiples y a diferentes niveles, no únicamente
achacables a la globalización.
Un primer grupo de factores es el integrado por las disfunciones que podríamos
llamar «de tipo técnico». Ahí entran, por ejemplo, los errores inherentes a las políticas
económicas y financieras o los relativos a las malas decisiones en esas materias. Un
segundo grupo estaría compuesto por las debilidades estructurales y funcionales de las
instituciones políticas, económicas y financieras que no son capaces de dar consistencia
al mundo globalizado. Un tercer grupo es el de las fallas de naturaleza ética, presentes en
todos los niveles. Ha habido mal uso de la libertad y mucha manipulación de la
capacidad de desear y de elegir por parte de mucha gente. A mayor poder, mayor
responsabilidad. No solo por lo moralmente mal que se han hecho muchas cosas, sino
por la ineficacia de los controles o las mentiras públicas sobre lo que estaba pasando o la
ausencia de explicaciones veraces de lo que estaba ocurriendo (sobre el maltrato de la
verdad volveremos varias veces). Ha habido un olvido tremendo del bien común y un
dominio atroz de intereses cortoplacistas y particulares, así como de ideas irracionales
como la de creer que se puede legítimamente ganar en unos meses lo que no gana mucha
gente decente en toda una vida de serio trabajo. La codicia es tan antigua como la
historia humana, pero en los parámetros del presente tiene insospechadas posibilidades
de desarrollo y es extremadamente dañina.
Me atrevo a decir que la crisis moral es trasunto de la crisis de inteligibilidad de
cosas muy básicas, porque no entendemos qué está pasando, al carecer de las
herramientas interpretativas idóneas; no lo entendemos, y acaso, ante la dificultad, ni
siquiera lo intentamos. Todo va tan rápido que hasta el más veloz y ágil se puede sentir
desbordado. Las dudas se ciernen sobre la confianza en las instituciones de la
socialización, que han servido mejor o peor hasta ahora y que en gran medida han dejado
de responder a las nuevas necesidades y retos. También tocan a la capacidad que
tenemos para desarrollar una normativa de lo que entendemos por «bienestar humano» y
de lo que podemos ordenar socialmente. De algún modo, afloran en esta crisis profundos
conflictos latentes ya en el giro hacia el paradigma de la subjetividad moderna tal como
lo encontramos en el cartesianismo, que nos ha puesto a pensar al hombre, y el poder de
la razón, como transformador y controlador de la naturaleza, como algo que no forma
parte del hombre y, por tanto, puede dominar la vida social y hasta la historia. El

20
imperativo tecnológico (es obligado hacer todo lo que sea técnicamente posible) y el
paradigma tecnocrático han «abducido» a la economía y a la política.

21
La conciencia de vulnerabilidad se ha agudizado
Toda una lista de inseguridades tiene su caldo de cultivo en la globalización y en una
aguda conciencia no solo de la microvulnerabilidad de cada persona, sino de la
vulnerabilidad a nivel macro y global; es decir, no solo de alguna parte, sino del
conjunto del planeta. Tanto la Doctrina Social de la Iglesia como autores como Hans
Jonas [12] llevan décadas explicando la responsabilidad humana que tal vulnerabilidad
comporta. La encíclica Laudato si’ ha venido a ser portavoz cualificado de esta magna
cuestión para la humanidad. La técnica moderna en el contexto de la interdependencia
mundial ha introducido acciones de tal magnitud y con objetos y consecuencias tan
novedosos, que el marco de la ética anterior se ha quedado irremediablemente pequeño.
Si la ética siempre ha servido para proteger nuestras vulnerabilidades, ahora nos
percatamos de que también la naturaleza es enormemente vulnerable no solo ante los
fenómenos que llamamos «naturales», sino, y muy especialmente, ante la inclemencia de
las intervenciones humanas. Esta vulnerabilidad la hemos descubierto al comprobar los
daños, algunos de ellos irreparables, que hemos causado. Y al descubrir la vulnerabilidad
de la biosfera entera y del planeta mismo, nos ha enseñado algo nuevo sobre la acción
humana: esta comporta una responsabilidad que se extiende en el tiempo y en el espacio
y que nos remite también a la esfera de lo no humano. La cuestión social se ha
convertido en cuestión socio-ambiental y con responsabilidad intergeneracional: no basta
con tener en cuenta los efectos de nuestras acciones en el presente, sino en lo que afecte
a las generaciones futuras. Todo ello en un escenario de interdependencia planetaria que
lo complica aún más.
En el centro del recorrido de Laudato si’ encontramos este interrogante: «¿Qué tipo
de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo?» (LS,
160). El papa prosigue: «Esta pregunta no afecta solo al ambiente de manera aislada,
porque no se puede plantear la cuestión de modo fragmentario», sino que nos lleva a
interrogarnos sobre el sentido de la existencia y los valores que fundamentan la vida
social: «¿Para qué pasamos por este mundo?; ¿para qué vinimos a esta vida?; ¿para qué
trabajamos y luchamos?; ¿para qué nos necesita esta tierra? Si no nos planteamos estas
preguntas de fondo –dice el Papa–, no creo que nuestras preocupaciones ecológicas

22
obtengan efectos importantes» (LS, 160). Lo ecológico lleva a los social, y lo social, a su
vez, remite a lo antropológico.
La dimensión intergeneracional pone de relieve que los problemas económicos y
sociales del presente no se pueden realmente solventar sin tener en cuenta la garantía de
los fundamentos de vida para las generaciones futuras. La intrageneracional pone la
mirada en las oportunidades vitales dignas para todos los que hoy vivimos en nuestro
mundo. Es obvio que no se puede hablar de desarrollo sostenible sin solidaridad con las
generaciones futuras, pero debe de ser, también, que éste no es justo si olvida a los
pobres de hoy, a quienes queda poco tiempo en esta tierra y no pueden seguir esperando.

Asimismo, la solidaridad y la justicia, tanto intra- como inter-generacional, exigen


hoy también ser pensadas no solo dentro de los Estados nacionales o de las relaciones
interestatales, sino como justicia global, con instituciones que actúen como sujetos
efectivos de las demandas de la equidad a nivel global o interdependiente para favorecer
y proteger los bienes públicos o comunes globales. Se necesitan, como los pontífices han
repetido muchas veces a partir de la Pacem in terris, formas e instrumentos eficaces para
una gobernanza global (PT, 174-175). La necesidad es urgente por las disfunciones de la
era «poswestfaliana», porque no disponemos de equivalentes de las instituciones en el
plano del Estado-nación territorial que hasta no hace mucho han servido para organizar
las cosas de la política y la economía en relación con el poder. Como ha dicho, entre
otros, el profesor Bauman, «aún no disponemos de un equivalente u homólogo global de
las instituciones inventadas, diseñadas y puestas en marcha por nuestros abuelos y
bisabuelos en el plano del Estado-nación territorial a fin de proteger una alianza del
poder y la política [...]. Nos queda preguntarnos si este reto es factible y si la tarea puede
realizarse por medio de las instituciones existentes, creadas y protegidas para atender un
grado diferente de integración humana (Estado-nación) y proteger ese grado de cualquier
intrusión “desde arriba”» [13] .

Este complejo panorama, donde abundan las amenazas y las inseguridades de todo
tipo, no debe impedirnos ver que tampoco faltan signos positivos de inquietud en la
búsqueda de sentido y de renovadas miradas y sensibilidades para percibir dónde pugnan
por abrirse camino el respeto de la dignidad humana, la paz, la justicia, la ecología, el
desarrollo sostenible... Desde muchos frentes se alzan voces reclamando una nueva
cultura y un nuevo saber ético, como el paradigma de la «ecología integral» propuesto en

23
Laudato si’, capaz de articular las relaciones fundamentales de la persona: con Dios,
consigo misma, con los demás seres humanos y con la creación. Paradigmas que
respondan a una renovada representación moral de lo social que forzosamente demanda
la pregunta por la antropología. Urge encontrar, más allá de la vorágine de las
mutaciones epocales que nos afectan por doquier, a la persona y a la conciencia, para que
sean protagonistas del futuro de la humanidad y no restos de un «naufragio».

24
«Encuentro» para ser salvados del «naufragio», de la «orfandad» y de la
«fragmentación»
Sin llegar a una elaboración que se pueda considerar exhaustiva ni pretenda mucho
menos reclamarse «científica», el cardenal Bergoglio se refirió en varias de sus
intervenciones a la cultura del encuentro como alternativa a la «cultura del fragmento», a
«la cultura del naufragio» o a la «orfandad de la cultura contemporánea», caracterizada
por el entonces arzobispo de Buenos Aires con los siguientes descriptores [14] :

• Mesianismo profano: lo ético se desplaza de los actos de las personas hacia las
estructuras, pues son naturalmente más estables y de más peso; al perderse el
sentido personal del fin (el bien de las personas, Dios), queda la fuerza de la
«cantidad» que posee la estructura.
• Relativismo, fruto de la incertidumbre contagiada de mediocridad: es la tendencia a
desacreditar los valores o, por lo menos, a proponer un moralismo inmanente que
pospone lo trascendente reemplazándolo con falsas promesas o fines coyunturales.
Instaura el reino de la opinión: no hay certezas ni convicciones, todo vale. De ahí a
«nada vale» solo hay unos pocos pasos.
• Desarraigo y desamparo a que nos ha llevado el afán desmedido de la autonomía
heredado de la modernidad. En otro lugar [15] habla de discontinuidad y orfandad:
la discontinuidad (generacional y política) y el desarraigo (espacial, existencial y
espiritual) caracterizan aquella situación que habíamos llamado, más
genéricamente, de orfandad.
• Nuevo nihilismo que lo «universaliza» todo, anulando y desmereciendo
particularidades o afirmándolas con tal violencia que logran su destrucción.
Internacionalización tal del capital y la comunicación que nos despreocupamos de
los compromisos socio-políticos concretos y de una real participación en la cultura
y en los valores.
• Unilateralidad del concepto razón: la razón cuantitativa y la mentalidad tecnicista,
por la que el hombre es poseedor del saber, pero carece de unidad para manejar el

25
poder de la técnica; la unidad interior brota de conservar la perspectiva humana de
los fines reales y de los medios usados.
• Falsa hermenéutica que instaura la sospecha o usa la mentira o caricaturiza la verdad,
rebajando lo bueno y ridiculizando los valores, o emplea el slogan con riqueza
verbal o visual, absolutizando un aspecto y desfigurando conceptos valiosos. Lo
que hoy se llama «posverdad».
• La posmodernidad ya no tiene aversión a lo religioso ni lo fuerza al ámbito de la
privacidad; más bien, lleva a un deísmo diluido que tiende a reducir la fe y la
religión a espiritualismo y subjetivismo, donde resulta una fe sin piedad ni
compasión. Por otros rincones aparecen posturas fundamentalistas de pavorosa
superficialidad.
• Cultura nominalista: vaciamiento del contenido y la sustancia de las palabras,
juntamente con una inflación de ellas. La palabra ha perdido su peso, es hueca. Le
falta la «chispa» que la hace viva y que precisamente salta gracias al silencio.

Ante esa «orfandad» o «naufragio», «desintegración» o «fragmento» de la


posmodernidad, paradójicamente tecnocrática, su propuesta es «la cultura del encuentro»
que ya nombró expresamente en 1999 y que como papa ha seguido perfilando cada vez
con más claridad y apremio, por las rupturas del mundo. La descripción de esa
expresión, hace dieciocho años, contenía los siguientes aspectos, todos ellos presentes
hoy:

• Realismo encarnado: escapemos de las realidades virtuales y del culto a la


apariencia. El hombre y la mujer de carne y hueso, con una pertenencia cultural e
histórica, la complejidad de lo humano con sus tensiones y limitaciones, han de ser
el centro de nuestros cometidos. Nunca dejemos de inspirarnos en los rostros
sufrientes, desprotegidos y angustiados para estimularnos y comprometernos a
trabajar, estudiar, investigar y crear.
• El valor de la memoria, potencia unitiva e integradora. Para el que no tiene pasado no
hay nada realizado; todo es futuro, hay que hacer todo a partir de cero.

26
• Desde los refugios culturales a la trascendencia que funda: se necesita una
antropología que no busque retornos a refugios culturales, sino cultura de arraigo y
unidad.

• Universalismo integrador a través del respeto a las diferencias: nos incorporamos en


armonía, sin renunciar a lo propio y lo nuestro, en un horizonte de universalidad
que nos supera.
• Y esto no puede hacerse por vía del consenso que nivela hacia abajo, sino por el
camino del diálogo, de la confrontación de ideas y del ejercicio de la autoridad
(que mire al bien común y no a los intereses particulares). El diálogo serio,
conducente, no meramente formal o distractivo, es la vía más humana de
comunicación. Es el intercambio que destruye prejuicios y construye, en función de
la búsqueda común y el proyecto compartido.
• Abrir espacios de encuentro: lugares de consulta y creativa participación en todos los
ámbitos de la vida social.
• Apertura a la vivencia religiosa comprometida, personal y social: lo religioso es una
fuerza creativa al interior de la vida de la humanidad, de su historia, y dinamizadora
de cada existencia que se abre a dicha experiencia. En nombre de una imposible
neutralidad del espacio público se pide silenciar y amputar una dimensión que, lejos
de ser perniciosa, puede aportar mucho a la formación de los corazones y a la
convivencia social. Eso va contra la cultura del encuentro.

27
¿Qué desafíos sociales hieren hoy a Europa en su corazón?
A lo largo de los últimos años los europeos asistimos, entre incrédulos y espantados, a
fenómenos impactantes que están afectado hondamente a nuestras sociedades y que
incluso están poniendo en cuestión aspectos nucleares de nuestro ser y el proyecto
mismo de la integración europea. Se trata de situaciones humanamente muy duras, como
la de los miles de refugiados y migrantes que llegan a una Europa que carece de una
política común de inmigración y asilo y que no sabe qué hacer con ellos, aunque se
siente en la cúspide del respeto a los derechos humanos y de la civilización; y como la
situación de la amenaza y el ataque del terrorismo yihadista contra las personas y sus
libertades fundamentales, concomitante con un ataque a los valores de las sociedades
pluralistas y democráticas. Ambos fenómenos poseen una enorme complejidad, que
resiste cualquier afán de simplificación, y un altísimo potencial desestabilizador; ambos
lanzan preguntas radicales a nuestro modo de vida y los valores que decimos defender y
practicar.
Desde luego, en los últimos tiempos ha habido otros desafíos importantes, como la
crisis financiera, la invasión de Ucrania por parte de Rusia o la quiebra de Grecia; pero
las elegidas son realidades que a mí me siembran serias sospechas sobre la salud moral y
espiritual de nuestras sociedades, que tienden a presentarse como tan civilizadas y libres,
tan avanzadas y satisfechas, tan democráticas y solidarias... Como mínimo, y sin querer
negar las grandes conquistas de derechos y libertades que ha realizado Europa, cabría
pensar que esos calificativos tan importantes para la autoconciencia del Viejo Continente
distan mucho de ser realidades consolidadas y bien enfocadas, y que en este momento de
la historia representan cualidades más aparentes que reales, más en el orden de los
deseos que de las realidades. Y al ir más allá de la superficie, se descubre una profunda
crisis –mucho más que económica y financiera– que nos exige buenos análisis y
valientes respuestas.
Estamos en una encrucijada a la que creo le encajan bien aquellas palabras de José
Ortega y Gasset escritas en 1930, en otra etapa crucial para Europa: «Esta es la cuestión:
Europa se ha quedado sin moral [...] ¿Cómo se ha podido creer en la amoralidad de la

28
vida? Sin duda, porque toda la cultura y la civilización moderna llevan a este
convencimiento. Ahora recoge Europa las penosas consecuencias de su conducta
espiritual. Se ha embalado sin reservas por una pendiente de una cultura magnífica, pero
sin raíces» [16] . Ese mismo año, Ortega escribía en otro ensayo sobre La misión de la
Universidad que «el profesionalismo y el especialismo, al no ser debidamente
compensados, han roto en pedazos al hombre europeo, que por lo mismo está ausente de
todos los puntos donde pretende o necesita estar... El desmoronamiento de nuestra
Europa, visible hoy, es el resultado de la invisible fragmentación que progresivamente ha
padecido el hombre europeo». A quien se pregunte hoy por las causas de la actual crisis
de Europa no le vendrá nada mal reflexionar sobre esas palabras de 1930 o sobre
aquellas del pensador austríaco Stefan Zweig escritas en el mundo de ayer (1881-1942):
«En 1933 y todavía en 1934, nadie creía que fuera posible una centésima, ni una
milésima parte de lo que sobrevendría en unas pocas semanas». El hipernacionalismo y
el odio al vecino eclosionaron abruptamente. Hay constancia de que el papa Francisco
tiene muy presentes los acontecimientos que llevaron a Hitler al poder y lo que de allí se
derivó [17] .

Retornemos a las dos cuestiones seleccionadas, que forman parte de lo más


acuciante y esencial. La primera gira en torno a la conmoción que provocó el atentado
terrorista del 7 de enero de 2015 contra el Semanario satírico francés Charlie Hebdo, y
después otro rosario de atentados en Bruselas, Niza, Berlín... Mucha gente ha invocado
la defensa de las libertades y derechos fundamentales frente a la barbarie terrorista
envuelta en ropajes de fundamentalismo religioso de los que, al grito de «¡Alá es
grande!», mataron a varios periodistas del medio de comunicación parisino. Y el
terrorismo yihadista no deja de atacar. Se trata de un fundamentalismo realmente nada
religioso, porque, como señaló entonces el papa Francisco, «rechaza a Dios, relegándolo
a mero pretexto ideológico».
La segunda se viene produciendo desde hace tiempo: miles de refugiados y
migrantes forzosos ansiando y suplicando entrar en la Europa de la «solidaridad». La
mayoría de ellos lo consiguen, pero sin saber qué suerte les va a tocar dentro de nuestros
países; y una parte de ellos (en todo caso, varios miles), en el desesperado intento de
alcanzar las costas europeas, han ido muriendo ahogados en el Mediterráneo o asfixiados
en camiones. Todos huyen de sus países asolados por las guerras, el hambre, la miseria,

29
las persecuciones políticas o religiosas o el genocidio, y en su huida atraviesan
calamidades y extorsiones varias.
El papa Francisco dijo en Lampedusa el 11 de julio de 2013, ante la muerte de
cientos de personas ahogadas en el mar, que el que suceda esto en Europa «es una
vergüenza». E hizo la siguiente reflexión, tan imbuida de la antropología para la cual el
encuentro es categoría principal: «Adán, ¿dónde estás?», «¿dónde está tu hermano?»,
son las dos preguntas que Dios hace al inicio de la historia de la humanidad y que dirige
también a todos los hombres de nuestro tiempo, también a nosotros. Pero yo querría que
nos hiciéramos una tercera pregunta: ¿Quién de nosotros ha llorado por este hecho y por
hechos como este? ¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas?
¿Quién ha llorado por estas personas que estaban en la barca? ¿Por las jóvenes mamás
que llevaban a sus niños? ¿Por esos hombres que deseaban algo para sostener a sus
propias familias? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia del llorar, del
«padecer con»: «¡la globalización de la indiferencia nos ha arrebatado la capacidad de
llorar!». Y en una perspectiva complementaria, la ex ministra de Exteriores de España,
Ana de Palacio, escribía: «La respuesta de la UE a esta crisis marcará el futuro, y le va
mucho en ello. No solo por razones humanitarias, sino por el bien del proyecto europeo
en sí... La UE necesita encontrar un compromiso sostenido y sostenible, cimentado en la
conciencia de un objetivo común. Si los europeos no actúan unidos ante este reto, un
sinnúmero de seres humanos continuará pereciendo en el Mediterráneo, y el Proyecto
Europeo acabará desintegrándose» [18] . Unas y otras son buenos ejemplos de las muchas
afirmaciones fortísimas que se han ido produciendo y que no dejan hueco a la frivolidad,
pues hablan de una sociedad enferma y desorientada.

30
Un proyecto vital difícilmente sostenible
En ambos casos, muy tristes y retadores, además de la indignación y el sufrimiento
humano, se hacen presentes tensiones que traen su causa de lo que podríamos llamar «la
ambivalencia de Europa». La ambivalencia se palpa en la arrogancia y soberbia de un
sentimiento de superioridad europea que existe junto a una autocrítica (muchas veces
radical y acerba) y un escepticismo que lleva a la duda existencial y a la confusión.
También está presente en la coexistencia de una defensa del bien defendido por Europa
(pacifismo, pluralismo, multiculturalismo, solidaridad...) junto a la ausencia de
respuestas políticas conjuntas ante situaciones indignas. O en la contradicción entre una
retórica en favor de los derechos humanos y la solidaridad, por un lado, y, por otro, las
continuas reacciones de quiebras de la solidaridad o de olvido de los derechos
fundamentales de las personas (por ejemplo, de la incapacidad de reaccionar y responder
ante el drama humanitario de los refugiados), por posturas cortoplacistas o intereses
estrechos. O en proclamas en pro del pluralismo y el multiculturalismo de un
pensamiento de «lo políticamente correcto» que, a la vez que pide eso, exige,
simultáneamente y sin el menor rubor, políticas y leyes de exclusión de las religiones en
público, so capa de tolerancia y neutralidad [19] .

La ambivalencia habla de una crisis antropológico-cultural de bastante intensidad,


que se prolonga en el tiempo y señala en la dirección de un proyecto vital difícilmente
sostenible, por cuanto las sociedades europeas estarían viviendo de valores que ellas no
solo no producen ni alimentan, sino que incluso destruyen, a pesar de depender de ellos.
Hasta tal punto está sucediendo eso que no parecen exagerados análisis como el que
apunta a «los valores fundamentales de la sociedad moderna (con los que hoy los
europeos se identifican de modo espontáneo); es decir, la libertad y la dignidad de la
persona y los derechos humanos... se ven socavados de modo a la vez frontal y sutil...
Por un lado, el individualismo exacerbado por el capitalismo desenfrenado, que corroe el
valor fundamental de la solidaridad y la justicia. Por otro lado, la ciencia (y su método de
acceso a la realidad) no está en condiciones de expresar y defender la dignidad y la
libertad de cada una de las personas, pues se ha arrogado la exclusiva competencia en la
descripción y valoración del ser humano...» [20] . Parece que están en cuestión los

31
propios fundamentos axiológicos del orden liberal considerados pilares del mundo
moderno, y decir eso es hacer un pronóstico de «enfermedad grave». Acaso va bien aquí
tomar en cuenta la advertencia de Francisco: «como sociedad, debemos arrojar claridad
para superar el desencuentro, para no malgastar energías construyendo por un lado lo
que destruimos por otro» [21] .

Desde luego, el papa Francisco no ha pensado solamente en Europa al escribir su


contundente crítica al paradigma tecnocrático y al antropocentrismo desquiciado en su
encíclica Laudato si’, pero le viene muy bien a ella, sobre todo cuando lo que dominan
son los mercados (se ha acuñado la frase «la Europa de los mercaderes») y la lógica del
imperativo tecnológico, según la cual todo lo que pueda hacerse ha de llevarse a cabo,
porque es progreso, y este no se puede obstaculizar. La del papa Bergoglio es una crítica
sobre la base del concepto de ecología integral como paradigma capaz de articular las
relaciones fundamentales de la persona con Dios, consigo misma, con los demás seres
humanos y con la creación. El aprecio sincero de los beneficios del progreso tecnológico
no impide criticar la tecnocracia –nada neutral¸ pues implica siempre valores y una
determinada concepción del ser humano y la sociedad (LS, 107)– que domina la
economía y la política («la economía asume todo desarrollo tecnológico en función del
rédito. [...] Pero el mercado por sí mismo no garantiza el desarrollo humano integral y la
inclusión social»: LS, 109). Volveremos sobre ello.
En esa misma línea, y refiriéndose directamente a Europa, ha advertido Zygmunt
Bauman que «ahora son los «mercados» (no sin la connivencia o incluso el respaldo y el
patrocinio tácito o explícito de los impotentes y desventurados gobiernos estatales) los
que han usurpado la primera y la última palabra a la hora de negociar la línea que separa
lo realista de lo poco realista. Y los «mercados» son un nombre abreviado para designar
a fuerzas anónimas sin rostro ni domicilio fijo: fuerzas que nadie ha elegido y que nadie
es capaz de limitar, controlar o guiar» [22] . Se trata, en suma, de que sucumbir al poder
de los «mercados» es perder el poder moral y político, y confiar solo en la técnica para
resolver todos los problemas supone «esconder los verdaderos y más profundos
problemas del sistema mundial» (LS, 111), visto que el avance tecno-científico no
equivale necesariamente a «avance de la humanidad y de la historia» (LS, 113).
Y al respecto de la tragedia del Mediterráneo el profesor Fernando Vallespín
escribió lúcidamente que «el problema se ha tratado como una mera cuestión de

32
administración, de eficacia en la gestión del cierre fronterizo. No se aborda como lo que
es: una crisis humanitaria que requiere una fuerte sacudida de nuestra conciencia moral y
poner los medios, mediante acciones de política interior y exterior, para no romper tan
flagrantemente con los valores que decimos sostener. Nos hemos convertido en cautivos
de nuestro propio éxito; habitamos una supuesta jaula de oro cuyas rejas tratan de excluir
a otros cuando, en realidad, también encierran a quienes supuestamente nos
beneficiamos de ella» [23] . Es cierto que cuando los problemas ya son arrolladores, los
líderes europeos acaban reuniéndose y hablando de «búsquedas de una política común».
No conviene olvidar que Angela Merkel empezó a tratar la tragedia de los refugiados
como dirigente política más de dos años después de que el papa Francisco dijese en
Lampedusa: «esto es una vergüenza para Europa». La tecnocracia daba paso finalmente
a la política, pero ¡qué tarde y qué mal...! Y cuando la política responde, tal como está
haciendo Merkel –una honrosa excepción, por cierto, en el panorama del liderazgo
político europeo (también ante Trump)–, puede ser tarde, porque ya han sacado rédito
nacionalistas y populistas (de izquierdas o de derechas), a los que viene como anillo al
dedo proyectar la imagen de los refugiados como hordas invasoras.
Aquella sentencia de Ortega y Gasset –«España es el problema, Europa la
solución»– también está haciendo aguas. Europa era la metáfora o el símbolo de un ideal
de progreso económico, social y político que tenía en el «capitalismo de rostro humano»,
en el Estado de bienestar y en la democracia representativa garante del pluralismo y la
tolerancia sus concreciones; pero justo en las aguas profundas de las crisis se ha hundido
para muchos de nuestros conciudadanos, sobre todo para los más jóvenes.
Lamentablemente, ni los líderes ni las instituciones europeas han sabido ser solución
ante las crisis de algunas sociedades ni ante los grandes retos, y eso es realmente una
pena, porque necesitamos instituciones por encima de los Estados nacionales que
respondan eficiente y equitativamente. Al no estar a la altura, han dejado el campo
abierto a los populismos de corte nacionalista y xenófobo. El Brexit parecía ser su más
logrado y más triste fruto; pero, tras el acceso de Trump al poder en EE.UU., puede ser
claramente superado. Tenemos un respiro con el resultado de las elecciones holandesas,
donde no se ha impuesto el líder ultraderechista Geert Wilders. Cuando este libro vea la
luz, aún no sabemos qué sucederá en las elecciones presidenciales francesas; pero lo que
sí sé perfectamente es que mi deseo es ver al Frente Nacional de Marine Le Pen

33
derrotado una vez más. Si no puede ser vencido en la primera vuelta (deseo muy
improbable), que por lo menos sea en la segunda. Una victoria de la ultraderecha
nacionalista en Francia heriría a Europa de muerte. Hoy también está herida, pero el
diagnóstico dice que se puede curar.
En fin, en Europa destacan hoy más las sombras que las luces. Sombras de unas
sociedades desorientadas que a duras penas saben hacia dónde van, con instituciones
medio deslegitimadas y en patente desequilibrio, hacia las que se da una clamorosa
desafección de los ciudadanos ante un proyecto que no es fácil de definir, y donde hacen
su «agosto» los populismos, nacionalismos y oportunismos políticos de pelaje diverso.

Nuestro país sí que ha aportado su dosis de peculiaridad con la incapacidad de los


políticos para permitir durante casi todo el año 2016 la existencia de un gobierno, lo cual
hablaba de una incapacidad muy grave para «dialogar, llegar a acuerdos y
comprometerse con el futuro de España», las tres cosas que tan sensatamente pidió el
Rey Felipe VI en su Mensaje de Navidad de 2015. A este respecto, España ha sido
referente en la Transición desde el franquismo a la democracia, y aún estamos a tiempo
de no dilapidar ese gran patrimonio moral de nuestra cultura política, tan
irresponsablemente cuestionado por algunos sectores de la así llamada «nueva política»,
justo los que mejor aprovechan la crisis de legitimidad de las instituciones básicas del
Estado.

34
Frente a la desmoralización: integrar, dialogar y construir
Al recibir el Premio Carlomagno, el papa Francisco preguntó a los europeos qué ha sido
de aquel ardiente deseo de construir la unidad cuando estamos tentados de caer en
nuestros egoísmos y pensando en construir recintos particulares. ¿Dónde está aquel
proyecto construido por «Estados que no se unieron por imposición, sino por la libre
elección del bien común, renunciando para siempre a enfrentarse»? [24] . ¿Podremos
recuperar el proyecto europeo de «unidad en la diversidad y la libertad»? [25] .
¿Podremos hacer frente de una manera digna a los desafíos tan duros y difíciles que nos
golpean, los relativos a la crisis socio-económica-política y a la crisis institucional
asociada, y a esos fenómenos, en plena virulencia, que sirven como banco de prueba y
cuestionamiento radical a la actual identidad y misión de Europa: el ataque del
terrorismo yihadista a las personas y sus libertades fundamentales y el drama
humanitario de miles de refugiados e inmigrantes que, huyendo de la guerra, la violencia
o la miseria, buscan desesperadamente llegar a Europa? Son preguntas radicales a
nuestro modo de vida y a los valores que decimos defender y practicar. Podemos pasar
de largo echando la culpa a los políticos o endosándoles toda la responsabilidad; pero en
realidad son preguntas que nos conciernen a todos.
Escribió Romano Guardini en su libro de 1962 Europa: realidad y tarea: «Europa
es, ante todo, una disposición de ánimo que puede perder su hora» [26] . Y el momento
que vivimos tiene toda la pinta de apuntar en esa dirección, si no hacemos algo. Hay
señales de que está cercana esa «pérdida de nuestra hora», pues acecha la
desmoralización tanto en el conjunto de la sociedad como dentro de la Iglesia; es decir,
«una pérdida de confianza en la empresa del quehacer colectivo, que trasciende el
personal de cada uno de nosotros... y que no es sino crisis de esperanza» [27] . Los
impactos de la ambivalente globalización son tan grandes que la política es incapaz de
hacer frente al desmoronamiento del «contrato social» por la crisis de las instituciones
que a lo largo de las décadas anteriores han favorecido la socialización, así como la
desafección democrática que lleva a la gente a no saber qué decidir o a buscar espacios
alternativos a los cauces hasta ahora existentes. El auge de nacionalismos y populismos

35
parece torpedear la construcción del espacio transnacional que los europeos pusieron en
marcha precisamente para superarlos.
Por eso se vuelven tan importantes discursos como el del papa Francisco en la
recepción del Premio Carlomagno, donde pidió recuperar la capacidad de integrar, la
capacidad de dialogar y la capacidad de construir o generar una sociedad integrada y
reconciliada. O la exhortación apostólica postsinodal Amoris laetitia: un precioso y
animante texto magisterial sobre el amor en la familia, que no rehúye los problemas
reales de la gente y enfatiza la necesidad de que la Iglesia y sus ministros comprendan,
acompañen, integren y tengan los brazos abiertos a todos, especialmente a los que más
sufren. Ahí demuestra el papa que de verdad le importa mucho poner «los pies en tierra»
(AL, 6), prestar atención a la realidad concreta (AL, 31), porque sin escucharla es
imposible comprender las exigencias del presente ni las llamadas del Espíritu, pero que
el realismo no mata la utopía expresada como «alegría del Evangelio».

36
El «suplemento de alma» que necesita Europa
En la UE destacan hoy más las sombras que las luces; sombras de unas sociedades
desorientadas que a duras penas saben hacia dónde van, hacia las que se da una
clamorosa desafección de los ciudadanos ante un proyecto que no es fácil de definir. Los
padres de Europa buscaban un sistema para garantizar la convivencia en paz de pueblos
enfrentados durante siglos en guerras sangrientas y discordias continuas. Era un proyecto
ambicioso y realista, audaz y sin manual de instrucciones para seguir el camino, porque
no tenía modelo previo que reproducir. No puede ser casual que los principales líderes
que pusieron en marcha la comunidad europea (K. Adenauer, R. Schuman, A. de
Gasperi, J. Monnet...) lo hicieran desde un explícito compromiso cristiano, incluso
confesionalmente católico, con la intención de superar la violencia del pasado y ofrecer
las bases de la reconciliación entre los pueblos del continente. Las doce estrellas
amarillas dispuestas en círculo sobre fondo azul de la bandera de Europa tuvieron
originalmente una inspiración bíblica, aunque en la explicación oficial a la que uno
puede acceder hoy solo se diga que representan los ideales de unidad, solidaridad y
armonía entre los pueblos de Europa y que no tienen nada que ver con el número de los
países. ¿Quién sabe si se suprime la referencia al significado original para que no vaya a
ser que con eso alguien recuerde aquello de «las raíces cristianas de Europa» que no se
quiso poner en el preámbulo de la nonata Constitución?

Parece que Europa necesita, como poco, un «suplemento de alma» [28] , como el
político católico francés Robert Schuman pidió a mediados del siglo pasado,
inspirándose en la filosofía de Henri Bergson. O quizá no solo un «suplemento», sino un
«alma entera», tal como expresó el Cardenal Lustiger [29] . Me gustan las palabras que
usó el recordado Monseñor Uxío Romero Pose para significar algo similar: «Europa sin
misión sería una realidad imposible e impensable» [30] .

Atendiendo a lo que acontece en el Viejo Continente, es fácil sintonizar con la


petición casi implorante de Juan Pablo II en aquel memorable discurso –europeísta y
cristiano, sin igual– pronunciado con voz potente y con razón cordial en Santiago de
Compostela: «Europa, vuelve a encontrarte a ti misma». Y con lo que el primer papa que

37
viene de América, pero con hondas raíces en el sur de Europa, le dice; algo así como
«sal de ti misma para encontrarte», «sal a la fronteras existenciales, a las periferias
humanas»; acomete una «valiente revolución cultural» (LS, 114) para recuperar los
valores que te permitan encontrarte a ti misma y la confianza en tu quehacer colectivo.

38
La ambigüedad de los fenómenos culturales desde el Evangelio
Dice Qohélet que un sabio no pregunta «por qué los tiempos pasados eran mejores que
los presentes» (Ecl 7,10). Ejerciendo de sabio maestro de la sospecha, Agustín de
Hipona desenmascaraba a «aquellos que protestaban por los tiempos que les tocaba vivir
y decían que fueron mejores los de sus antepasados; pero esos mismos, si se les pudiera
situar en los tiempos que añoran, también entonces protestarían. En realidad, juzgas que
esos tiempos pasados son buenos, porque no son los tuyos» [31] . En un mundo tan
incierto, complejo y volátil, los cristianos miramos la realidad con esperanza, porque
Dios está de algún real y misterioso modo implicado en ella. Aún más: la ha asumido, y
nada de lo nuestro ha querido que le sea ajeno.
Plantearse preguntas sobre la posibilidad de que las personas puedan ser formadas
para vivir humanamente en la nueva sociedad equivale de algún modo no retórico a
preguntarse si el ser humano tiene futuro sobre la faz de la tierra o si el Evangelio puede
ser buena noticia para este nuestro mundo.
La esperanza cristiana del pueblo –a la vez encarnada y escatológica– es compatible
con la afirmación de que «todos los fenómenos culturales son evangélicamente
ambiguos» [32] y con el reconocimiento de la riqueza y positividad de la acción del
Espíritu en la historia, sin dejar de percibir las contradicciones y los dinamismos de
muerte que también imperan en el mundo. En la concepción que Francisco tiene del
pueblo encuentra Fares a Guardini y, dentro de él, al Dostoievski de Los hermanos
Karamazov con toda la humanidad en medio de su tremenda ambigüedad: «Es el pueblo
que, no obstante su miseria y sus pecados, es auténticamente humano y, a pesar toda su
bajeza, es rico de contenido y sano, porque ahonda sus raíces en la estructura esencial
del ser» [33] . Es una visión terapéutica en la que el Espíritu nos libera de las ansiedades
del presente, nos confronta con la vida real del mundo, sin superioridades falsas ni
purismos angélicos, y pone las condiciones para que brote de la «carne sana» el deseo de
crecer en el sentido del bien y la verdad, siempre en sana tensión entre el centro y la
periferia.

39
La Iglesia y el «alma» de Europa
La pregunta que aquí me hago es si tiene algo que aportar el cristianismo a la
recuperación del «alma» o a la «misión» de Europa en estos tiempos críticos. ¿Puede
aportar algo valioso la Iglesia que peregrina en Europa al «alma» del continente? Yo
creo que sí, y que ya lo aporta, pero que puede aportar mucho más; y si puede, tiene
obligación moral de hacerlo, porque esa es la gran necesidad de Europa y, desde luego,
no la puede satisfacer cualquiera.

Obviamente, ni existe Europa ni existe la Iglesia en abstracto; solo existen ambas


realidades en lo concreto, local, geográfico y culturalmente encarnado en zonas y
pueblos reales. Pero esa comprensión no niega la legitimidad de hablar de Europa
sabiendo que manifiesta su realidad en los países y los pueblos que la forman, como
tampoco niega la verdad de la Iglesia universal, consciente de que esta no existe sin las
Iglesias particulares [34] . Así dijo el Concilio que las Iglesias particulares están formadas
a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a partir de las cuales existe una sola y
única Iglesia católica.
Aquí está el aspecto clave de la colegialidad y la sinodalidad (= caminar juntos) que
el papa Francisco está impulsando desde el mismo inicio de su propio ministerio petrino
como servidor de la comunión eclesial de una Iglesia de Iglesias. Constatamos la clave
de la catolicidad intercultural presidida en la caridad por el obispo de Roma [35] con el
signo de la «sinodalidad» [36] , praxis desacostumbrada en el precedente magisterio
pontificio. Por ejemplo, en Amoris laetitia son hasta ochenta y cinco las referencias del
documento a la discusión sinodal en sus dos fases; y en Laudato si’, junto a las
referencias al magisterio de sus predecesores [37] y de otros documentos vaticanos, cita
numerosas declaraciones de Conferencias episcopales de todos los continentes. En
concreto, son citados veintidós documentos de conferencias episcopales, incluyendo dos
citas del documento de Aparecida, en el que el entonces cardenal Bergoglio tuvo una
muy activa participación y gran influencia.
Aquí hay un par de aspectos eclesiológicos no menores: Por un lado, la continuidad
de la tradición de la Iglesia y la continuidad de la reforma eclesial puesta en marcha por

40
el Concilio Vaticano II, que el papa Francisco estaría haciendo entrar en una nueva fase;
por eso la gran «revolución es ir a la raíces» donde está la alegría del Evangelio, para
recibir el impulso de una conversión misionera. Por otro, las citas de las declaraciones
oficiales de los obispos del mundo no son solo de carácter decorativo, sino que reflejan
una convicción honda del papa en el sentido de una eclesiología de la comunión para la
cual el obispo de Roma es el servidor de la unidad de las Iglesias particulares. Las
Iglesias particulares no nacen a partir de una especie de fragmentación de la Iglesia
universal, ni la Iglesia universal se constituye de la simple agregación de las Iglesias
particulares, sino que hay un vínculo esencial y permanente, siempre vivo, que las une
entre sí, en cuanto que la Iglesia universal existe y se manifiesta en las particulares, y las
particulares son confirmadas y validadas en su misión por la Iglesia universal y el
servicio del sucesor de Pedro.
Pues bien, las comunidades eclesiales en Europa se hallan aquejadas de debilidades
y envueltas en contradicciones y fatigas. Sufren también la crisis cultural, y se puede
decir que no pasan por su mejor momento [38] . Síntomas de ello son la escasez de
vocaciones; las tremendas dificultades para transmitir la fe a las nuevas generaciones; la
desorientación de muchos fieles; el descenso enorme de la práctica religiosa entre los
que se consideran cristianos; la falta de sintonía y diálogo entre distintos grupos dentro
de la Iglesia; la quiebra de la moral tradicional, con el surgimiento del individualismo y
el consumismo que afectan a los creyentes; una doctrina moral que no ha conectado con
la gente; la pérdida del sentido de pecado y el no saber qué hacer con la «finitud y la
culpabilidad» en los avatares de la vida; así como algunas reacciones «identitarias» que
rozan el fundamentalismo... Otro problema es que a las Iglesias europeas les cuesta
mucho pasar de los documentos y declaraciones a la vida y a una pastoral coordinada, de
acentos estratégicos comunes, con planes pastorales ocurrentes, simples y concretos [39] .

Con tantos motivos para estar preocupados, los cristianos de Europa necesitamos
escuchar de nuevo el Evangelio, y que esa escucha se transforme en llamada a la
conversión y a actuar con entusiasmo en las nuevas situaciones de la experiencia
humana. Necesitamos volver al «amor primero» (Ap 2,7) [40] y, desde él, ser una Iglesia
valiente y decidida, aun cuando sea débil y pequeña o se pueda accidentar en una
sociedad que mira con reticencias las injerencias que considera externas, pero que

41
necesita desesperadamente fundamentos pre-políticos de solidaridad y de ciudadanía
(Habermas) y una esperanza verdadera.
Los cristianos vivimos en sociedades plurales que mayoritariamente no comparten
los valores morales que propone la Iglesia, pero donde esta, en vez de sentirse con ánimo
para anunciar la buena nueva evangélica, frecuentemente se encuentra desmoralizada
para presentar su oferta con energía y alegría, con «la alegría del Evangelio», la que da
parresía y espíritu misionero. Y esto en unas sociedades donde otras religiones y otras
ofertas de sentido no solo son legalmente posibles, sino que existen realmente.
Parece evidente que para volver al «amor primero» es conditio sine qua non salir de
uno mismo, «salir del propio amor, querer e interés» e ir a las fronteras existenciales.
Ahí está la gran llamada del papa Francisco en nombre de Jesucristo a toda la Iglesia
universal, con especial fuerza en Evangelii gaudium, siguiendo el impulso del Concilio
Vaticano II [41] en orden a una «conversión pastoral», a inaugurar «una nueva etapa
evangelizadora marcada por la alegría» (EG, 1 y 25), a ser una «Iglesia en salida» (EG,
20) «con las puertas abiertas» (EG, 46), «no preocupada por ser el centro y clausurada en
una maraña de obsesiones y procedimientos» (EG, 49), que sale «a las periferias
humanas» (EG, 46). Este modo de concebir la Iglesia tiene una aplicación directa a la
Iglesia en Europa: «La Iglesia puede y debe ayudar al renacer de una Europa cansada,
pero todavía rica en energías y potencialidades. Su tarea coincide con su misión: el
anuncio del Evangelio, que hoy más que nunca se traduce principalmente en salir al
encuentro de las heridas del hombre, llevando la presencia fuerte y sencilla de Jesús, su
misericordia que consuela y anima» [42] . La Iglesia, como Europa, no es estéril. Y podrá
ayudar y dar fruto si acepta responder a la llamada del Señor a ser una Iglesia
samaritana, cercana, compasiva, solidaria, preocupada por la pobreza y la injusticia, el
diálogo y la paz y la ecología integral, que es socio-ambiental.
Esa tarea pasa por las pequeñas acciones de atención personal, pero no menos por la
crítica social y la propuesta ante los grandes desafíos de la humanidad. Se han expresado
eclesialmente de muchas formas, pero elijo los seis puntos siguientes que la Iglesia está
llamada a aportar en favor de una globalización humana. Me parecen especialmente
lúcidos y bien delineados [43] : 1) Desde su opción por los pobres: prestar una voz a los
excluidos. 2) Ante los retos de la interdependencia mundial, difundir la conciencia de
solidaridad mundial e intergeneracional. 3) Ejercer su responsabilidad política,

42
impulsada por la Doctrina Social, junto a otras religiones en pro de unas normas éticas
mínimas a nivel mundial. 4) Proponer el principio de subsidiariedad. 5) Frente a la
cultura consumista, comprometerse en un estilo económico y vital sostenible. 6) Crear
caminos de unidad cultural en el respeto a la diversidad. Y yo añadiría un punto más que
se ha convertido en síntesis de los anteriores: 7) Apostar decididamente por la «ecología
integral», tanto en el discurso como en la praxis.

43
Respuesta a Evangelii gaudium en España
Tomando impulso e inspiración en Evangelii gaudium, los obispos españoles dicen, en el
Plan Pastoral de la Conferencia Episcopal Española 2016-2020, que son conscientes de
que en España la Iglesia está también llamada por el Señor a una «conversión
misionera». Las circunstancias históricas que estamos viviendo han hecho más difícil y
más necesaria la claridad y la firmeza de la fe personal, la vivencia comunitaria y
sacramental de nuestras convicciones religiosas. Por lo cual –sigue el Plan– queremos
orientar el trabajo de la Conferencia Episcopal a favorecer esta «transformación
misionera» de nuestras Iglesias, parroquias y comunidades cristianas. Ser misioneros es
«salir» a las «fronteras» y liberarse de las inercias para llevar la alegría del Evangelio a
nuestros hermanos. Hace falta pasar «de una pastoral de mera conservación a una
pastoral misionera» (EG, 15). «La alegría del Evangelio que llena la vida de la
comunidad de los discípulos es una alegría misionera» (EG, 21), para «todos, en todos
los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin ascos, sin miedos..., sin exclusiones»
(EG, 23). Deseamos aprender a vivir como una Iglesia que sale realmente de sí misma
(EG, 20.24), que supera el ensimismamiento para ir al encuentro de los que se fueron o
de los que nunca han venido y mostrarles el Dios misericordioso revelado en Jesucristo,
que se disponga a ser «hospital de campaña tras una batalla», «curando heridas y dando
calor a los corazones» [44] . En sintonía con esta llamada está la instrucción pastoral
aprobada por la CV Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, La
Iglesia, servidora de los pobres (24/5/2015), secundando la atención especial de
Francisco a la dimensión social de la vida cristiana y deseando servir de luz orientadora
en el compromiso caritativo, social y político de los cristianos y de acicate para una
solidaridad esperanzada.
El Plan Pastoral trata, pues, de plantear y, en cierto modo, programar aquellas
acciones que se pueden llevar a cabo desde los organismos y trabajos de la Conferencia
Episcopal para descubrir y poner en práctica en todas las diócesis una verdadera pastoral
de evangelización, para reavivar la vida cristiana de los ya creyentes y ofrecer de manera
asequible y atractiva el don de la fe y el tesoro de la vida cristiana a los no creyentes.
«Audaces y creativos» para renovar instituciones y actividades pastorales [45] . No es

44
posible proponer la Buena Noticia de Jesús de cualquier forma: el Evangelio solo se
difunde desde actitudes evangélicas; los documentos ayudan, pero solo si van
respaldados por la vida y el testimonio de personas, comunidades e instituciones, por el
deseo de que el Espíritu inspire a través de las bienaventuranzas a la Iglesia, Pueblo de
Dios, mientras peregrina hacia el Padre en las sociedades secularizadas de Europa o en
cualquier lugar del planeta.
Los tres obispos que en este momento son, a mi juicio, los pilares y líderes del
episcopado español, a saber, los cardenales Blázquez y Osoro y el arzobispo Omella, son
tres personas que comunican con sus palabras y sus obras este modo evangélico de ser y
proceder, en una sintonía profunda con el Santo Padre, que les ha elegido para sus
ministerios y les ha conferido sus dignidades para el mayor servicio. Sin dejar de ser
prudentes, aspiran a la audacia y creatividad del Evangelio, porque están unidos al Señor
y nos lo transmiten a quienes tratamos con ellos. Los tres representan un liderazgo
renovado de la Iglesia española que tanto necesitábamos.

45
Un discurso teológico y pastoral
Bajo el nombre «cultura del encuentro» hay mucho más que una expresión biensonante e
insustancial o de dudosa sustancialidad; hay una profunda visión teológica y pastoral del
papa Francisco que muchos obispos, entre ellos algunos españoles, están tomando como
leit-motiv de su ministerio [46] .

Es evidente que el significado del concepto «cultura del encuentro» va más allá de
lo que a primera vista recibimos, requiere un ahondamiento filosófico-teológico que
permita descubrir su potencial, como ocurrió hace más de cincuenta años con la
afirmación del beato Pablo VI del «diálogo de la salvación» y de que «la Iglesia es
diálogo» o «coloquio». Para trazar el marco conceptual que necesitamos resulta muy
clarificadora la vuelta a la encíclica Ecclesiam suam de 1964. El papa Montini en esa
encíclica, durante el interregno del Concilio Vaticano II, se refirió a la relación de la
Iglesia con el mundo con palabras muy claras que no han perdido ni un ápice de vigencia
y que aquí nos ayudan a poner nociones y marco a un tema de tantas derivaciones como
el que nos proponemos abordar: «Las relaciones entre la Iglesia y el mundo pueden
revestir muchas formas diversas entre sí. Teóricamente hablando, la Iglesia podría
proponerse reducir al mínimo las relaciones procurando apartarse del trato con la
sociedad. Igualmente podría proponerse desarraigar los males que en esta puedan
encontrarse, anatematizándolos y promoviendo cruzadas contra ellos. Podría, por el
contrario, acercarse a la sociedad profana para intentar obtener influjo preponderante e
incluso ejercitar en ella un dominio teocrático. Y así otras muchas maneras. Parécenos,
sin embargo, que la relación de la Iglesia con el mundo, sin excluir otras formas
legítimas, puede configurarse mejor como un diálogo» [47] . El diálogo es un deber que
recibe su fundamento y consistencia del «diálogo de la salvación» de la revelación de
Dios en la historia humana.
La «cultura del encuentro» de Francisco es hermana del «diálogo de la salvación»
de Pablo VI. El diálogo, que llegó a su culmen en la Encarnación del Hijo de Dios y
llama a la Iglesia no solo a utilizarlo como método para evangelizar, sino a ser ella
misma diálogo: diálogo de Dios con el ser humano, y de este con Dios; y diálogo entre

46
todos los hombres y mujeres, cuando buscan de verdad el bien, la verdad y la belleza,
aunque sea balbuciente y deficientemente. De igual modo, la cultura del encuentro no
comporta solo que entre la fe y la cultura haya de propiciarse el encuentro, sino que la fe
se hace cultura no exclusiva ni excluyente, ni de gueto sectario, ni nacionalismo egoísta,
ni universalismo abstracto, sino favorecedora del encuentro entre personas de diversas
tradiciones y expresiones culturales y sociales, asumiendo lo noble y justo de ellas y
denunciando lo humanamente indigno.
Por ser la Iglesia vivificada continuamente por la Pascua de Cristo y el don del
Espíritu, puede ser «sacramento de unidad» (LG, 1) («sacramento, signo o instrumento
de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano») y «sacramento
universal de salvación» (LG, 48; GS, 45). Ser instrumento de una unidad en la
diversidad, a la luz trinitaria, que no pretenda la uniformidad de las culturas ni las haga
impermeables unas a otras, sino que permita descubrir en la diversidad el soplo del
Espíritu (GS, 22), para que vivan un intercambio recíproco en el que cada cultura done a
las otras su riqueza, recibiendo a su vez el don de las otras (GS, 44).
Así es la inculturación de la fe cristiana nacida del misterio de la Encarnación que
brota de la Trinidad Santa: «la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos
visto su gloria, gloria del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). Ahí
la existencia alcanza su culmen haciendo inteligible la íntima esencia de Dios y del ser
humano. Si Dios se empalabra, no es para el monólogo y los muros, sino para el diálogo
y el encuentro de todas las culturas y de todas las personas; para la ternura que provoca
la encarnación del Verbo de Dios cuando se encuentra con su pueblo y le hace Pueblo de
Dios [48] . En Jesús se funda una nueva relación entre todos los seres humanos: la
fraternidad [49] . Ni la común naturaleza social ni la interdependencia que nos entrelaza
ni ningún otro fundamento son más fuertes que la unión con Jesús para fundar la
fraternidad.
Diálogo y encuentro, para la Iglesia, son su modo de ser y estar en el mundo. Y eso
le llevará en ocasiones a la denuncia del secularismo, la mundanidad, el consumismo o el
relativismo, pero siempre a la misericordia, ofreciendo «una cura al desdibujamiento del
ser humano cuando no se reconoce llamado a amar; una cura al desencanto, la
desesperanza, la desilusión, acompañando al hombre concreto en sus necesidades
concretas; y una cura a la desorientación, para que todos descubramos que nuestra

47
trayectoria vital no es la de un vagabundo que no sabe adónde ir, sino la de un peregrino
que tiene una meta a la que llegar» [50] . La meta de ser hijos de Dios al participar por
pura gracia y don divinos en la filiación única e irrepetible de Cristo, el unigénito que es
primogénito de muchos hermanos. El encuentro así es más «reencuentro» en la casa del
Padre, «lugar de la misericordia gratuita» que es la Iglesia (EG, 114).
En este sentido, el papa invita a trabajar por la cultura del encuentro de una manera
que él llama «simple», con lo que quiere decir «cómo hizo Jesús»: «no solo viendo, sino
mirando; no solo oyendo, sino escuchando; no solo cruzándonos con las personas, sino
parándonos con ellas; no solo diciendo “¡Qué pena, pobre gente...!”, sino dejándonos
llevar por la compasión, para después acercarse, tocar y decir: “No llores”, y dar al
menos una gota de vida» [51] .

Francisco insiste en su denuncia de que nos hemos acostumbrado a una cultura de la


indiferencia, ya sea «cuando vemos las calamidades de este mundo» ya sea ante las
«pequeñas cosas». Como mucho, nos lamentamos, pero sin conmoción, y pasamos de
largo; por eso necesitamos «trabajar y pedir la gracia de hacer la cultura del encuentro,
de ese encuentro fecundo, de ese encuentro que restituya a cada persona la propia
dignidad de hijo de Dios, la dignidad de viviente», y que pasa por «pararse, mirar, tocar,
hablar...». Si no, no hay encuentro.
El encuentro es lo opuesto al «descarte» y pide la cura de la ética del buen
samaritano, que cuidó del apaleado abandonado al borde del camino, desafiando las
barreras etnoculturales (universalidad) y con acciones sencillas de atención y curación
(concreción). Ahí encontramos el significado profundo de la «inclusión» como una
expresión de la cultura del encuentro. Diego Fares, SJ, explica que la «inclusión siempre
ha sido un tema central para el papa», y recuerda varios momentos a lo largo de los años
en los que ha enfatizado esa categoría tan presente en el Buen Samaritano y a la que
concede tanto valor de criterio para evaluar cualquier proyecto social: «La inclusión o
exclusión del herido al borde del camino define todo proyecto económico, político,
social, religioso» [52] .

La cultura del encuentro es la cultura de la «universalidad concreta» (resuena aquí


«la oposición polar» de Romano Guardini [53] ). En cuanto universal, tiene la fuerza de
un mensaje dirigido a todos; en cuanto concreta, es posible recoger su fruto y traducirlo

48
en y a otras realidades, sin sustraer las cosas de sus contextos. La fe cristiana se hace
necesariamente cultura concreta y alienta el encuentro entre culturas, pero nunca es
absorbida por ninguna de ellas, ni siquiera por aquellas que le han proporcionado
categorías y conceptos para comprenderse y expresarse.
Ahí está el fundamento del «discurso pastoral», especialidad del papa Francisco
íntimamente vinculada a la cultura del diálogo y del encuentro, que es el que «se
incultura para evangelizar, se abaja y se hace pobre (cf. 2 Cor 8,9) para que el otro, a
partir de su cultura, elija qué integrar de lo que se propone... Es el hacerse todo a todos
(cf. 1 Cor 9,19-29)» [54] .

En este «discurso pastoral» entra decisivamente «la teología –no solo la teología
pastoral–, la cual, en diálogo con otras ciencias y experiencias humanas, tiene gran
importancia para pensar cómo hacer llegar la propuesta del Evangelio a la diversidad de
contextos culturales y de destinatarios. La Iglesia, empeñada en la evangelización,
aprecia y alienta el carisma de los teólogos y su esfuerzo por la investigación teológica,
que promueve el diálogo con el mundo de las culturas y de las ciencias. Convoco a los
teólogos a cumplir este servicio como parte de la misión salvífica de la Iglesia. Pero es
necesario que, para tal propósito, lleven en el corazón la finalidad evangelizadora de la
Iglesia y también de la teología, y no se contenten con una teología de escritorio» (EG,
133). El papa reclama que los teólogos acompañen a una Iglesia, «hospital de campaña»,
que vive su misión de salvación y curación del mundo y, para ello, busca cómo la
dogmática, la moral, la espiritualidad o el derecho reflejan la misericordia.

49
Unas notas sobre la espiritualidad que alimenta la cultura del encuentro
En el fondo espiritual de esa cultura del encuentro y sus implicaciones tal como la piensa
y presenta el papa Francisco, muchos motivos espirituales concurren a inspirarlo; pero
creo que tiene enorme importancia la «Contemplación de la Encarnación» de los
Ejercicios Espirituales [55] , donde pedimos «mirar cómo mira» el mundo la Trinidad
Santa y ser enviados como compañeros en la misión del Hijo diciendo «sí», como María.
En esa contemplación hay espiritualidad trinitaria, cristológica y de decir «sí» a la
voluntad de Dios sobre la existencia concreta vivida con alegría.
El Dios que hallamos en todo y al que todo nos lleva es, para los cristianos, «un
solo Dios que es comunión trinitaria», en quien podemos pensar y creer que «toda la
realidad contiene en su seno una marca propiamente trinitaria» (LS, 239), y también que
la persona humana está llamada a asumir el dinamismo trinitario, saliendo de sí «para
vivir en comunión con Dios, con los otros y con todas las criaturas» (LS, 240).
La mirada de la Trinidad que san Ignacio propone para contemplar no es, para
Bergoglio, la que asciende del tiempo a la eternidad en busca de la visión beatífica
definitiva, para luego deducir un orden temporal ideal, sino «la que se involucra»; una
mirada que le permita al Señor «nuevamente encarnarse» (EE 109) en el mundo tal como
está. La Trinidad mira todo («toda la planicie o redondez del mundo y a todos los
hombres») y hace su diagnóstico y su plan pastoral. «Viendo» cómo los hombres se
pierden la Vida plena, «se determina en su eternidad [Ignacio penetra en el deseo más
íntimo del corazón de Dios: la voluntad salvífica de que todos los hombres vivan y se
salven] que la segunda Persona se haga hombre para salvar al género humano» (EE,
102). Esta mirada universal se vuelve concreta inmediatamente... (EE, 103). La dinámica
es la misma que en el lavatorio de los pies: la conciencia lúcida y omnicomprensiva del
Señor («sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos...») le lleva a ceñirse la
toalla y lavar los pies a sus discípulos. La visión más alta lleva a la acción más humilde,
situada y concreta.
El modo de proceder de Jesús cuando se encontraba con las personas por los
caminos o cuando iba a visitarlas en sus pueblos y entraba en sus casas, es la escuela

50
donde el papa ha aprendido su modo de estar y relacionarse. Ya siendo papa, envió un
mensaje al pueblo de Dios reunido para celebrar la fiesta de san Cayetano en Buenos
Aires, una de las celebraciones más importantes del año, donde el arzobispo Bergoglio
hacía hondas y comprometidas reflexiones sociales: «Lo que Jesús nos enseña es
primero a encontrarnos y, en el encuentro, ayudar. Necesitamos saber encontrarnos.
Necesitamos edificar, crear, construir una cultura del encuentro. Tantos desencuentros,
líos en la familia, ¡siempre! Líos en el barrio, líos en el trabajo, líos en todos lados. Y los
desencuentros no ayudan. La cultura del encuentro. Salir a encontrarnos» [56] .

Lo que aprendemos de Jesús en todos sus encuentros y en los momentos cruciales


de su vida es a dar valor a las cosas pequeñas en el marco de los grandes horizontes, los
del Reino de Dios. El modo que subyace es –como he recordado– el de la «universalidad
concreta» [57] : en cuanto universal, tiene la fuerza de un mensaje dirigido a todos; en
cuanto concreta, es posible recoger su fruto y traducirlo en y a otras realidades, teniendo
cuidado, sin embargo, de no sustraer las cosas de su contexto. La mirada ética desde el
misterio de la Encarnación se dirige también a la cruz de Cristo, paso necesario de la
vida, pero no última palabra.
En efecto, la cruz expone crudamente la lucha incesante entre bien y mal y la
victoria del primero, y grita que, más allá del dolor y la culpa, hay un amor capaz de
enfrentarse por la persona amada con la prueba suprema del mismo, que es la muerte. Si
Jesús hubiese renunciado a la cruz, el mal habría vencido, y los «crucificados» y
sufrientes a lo largo de la historia no tendrían redención; pero Jesús asumió la pasión y la
muerte por amor a Dios y a la humanidad. La historia no se comprende si la cruz no se
revela en el trasfondo del sufrimiento; o se comprendería como una historia de total
fracaso, en la que vencería la crueldad sin salvación. El símbolo cristiano por excelencia
clama que la historia está llena de mal, debido a la libre voluntad humana; pero también
es una protesta cargada de misericordia contra el sufrimiento que ha acompañado y sigue
acompañando al ser humano en sus vicisitudes terrenas, porque le dice que no ha sido
hecho para sufrir, y especialmente nos da la esperanza de que hay un remedio para salir
de la espiral de autodestrucción, puesto que, si el dolor ha sido asumido por el Hijo de
Dios de la forma más radical, ello quiere decir que el mal no es la última palabra de la
historia. Mirando a la cruz podemos entrever, en el misterio, que el mal y sus nefastas
consecuencias son superables, que ese mundo de felicidad y de justicia al que aspiramos

51
no es una quimera, sino que cabe, misteriosamente, dentro de las posibilidades humanas,
en su finitud y culpabilidad [58] .

En el «Jesús roto de la cruz, que no tiene apariencia ni presencia a los ojos del
mundo y de las cámaras de TV, resplandece la belleza del amor hermoso de Dios, que da
su vida por nosotros... Hay hermosura más allá de la apariencia o de la estética de moda
en cada hombre y en cada mujer que viven con amor su vocación personal; en el servicio
desinteresado por la comunidad, por la patria; en el trabajo generoso por la felicidad de
la familia... comprometidos en el arduo trabajo anónimo y desinteresado de restaurar la
amistad social... Hay belleza en la creación, en la infinita ternura y misericordia de Dios,
en la ofrenda de la vida en el servicio por amor. Descubrir, mostrar y resaltar esta belleza
es poner los cimientos de una cultura de la solidaridad y de la amistad social» [59] .

Ante la cruz, como Pablo en Romanos 8, podemos preguntarnos: «¿Quién nos


separará del amor de Dios?»; y respondernos en la fe que «nada ni nadie nos puede
separar de ese amor manifestado en Cristo Jesús que murió por nosotros». Eso sí, es muy
importante añadir que la cruz de Jesucristo no sanciona ningún tipo de sacrificio o
autoanulación que pacte con la injusticia o la violencia. Por el contrario, la cruz desvela
que en el corazón del mundo está la misteriosa presencia de Aquel que se compadece
radicalmente de todos los que sufren y que nos llama a la misericordia compasiva: «El
Señor, que nos mira con misericordia y nos elige, nos envía a hacer llegar con toda su
eficacia esa misma misericordia a los más pobres, a los pecadores, a los sobrantes y
crucificados del mundo actual que sufren la injusticia y la violencia. Solo si
experimentamos esta fuerza sanadora en lo vivo de nuestras propias llagas, como
personas y como cuerpo, perderemos el miedo a dejarnos conmover por la inmensidad
del sufrimiento de nuestros hermanos y nos lanzaremos a caminar pacientemente con
nuestros pueblos, aprendiendo de ellos el modo mejor de ayudarlos y servirlos» [60] . La
cruz es revelación de la solidaridad divina con todos aquellos que se sienten
abandonados y olvidados. En otras palabras, la cruz es el signo eminente de la amistad y
la misericordia divinas [61] , y en tal sentido creo que bien se puede tomar como un gran
símbolo de la posibilidad de la cultura del encuentro. Cuando aquellas han sido negadas
por el pecado humano, la misericordia divina vuelve a hacerlas posibles, pues en la cruz
«Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta a los
hombres sus pecados, y nos encomendó la palabra de la reconciliación» (2 Cor 5,19).

52
En la homilía con ocasión del comienzo de su ministerio petrino, el 19 de marzo de
2013, Francisco exhortó a no olvidar que «el verdadero poder es el servicio, y que
también el papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene
su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico
de fe, de san José; y, como él, abrir los brazos y custodiar a todo el pueblo de Dios y
acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente a los más pobres, los
más débiles, los más pequeños: eso que Mateo describe en el juicio final sobre la
caridad». ¡Qué impresionante programa evangélico y con cuánta coherencia lo está
realizando!

Monseñor Ricardo Blázquez expresó con las siguientes palabras cómo veía el
ejercicio de la palabra de la reconciliación que está desempeñando el papa Francisco:
«La alegría y el gozo del Evangelio iluminan el magisterio del papa Francisco. No es con
una mirada oscura y triste, sino gozosa y esperanzada por la salvación que proclama el
Evangelio y comunica el encuentro con Jesucristo, impregnada por la misericordia de
Dios, con la que contempla el papa Francisco la humanidad en la hora presente. Esta
alegría es compatible con las pruebas, ya que para los discípulos de Jesús crucificado y
resucitado la cruz y la luz se armonizan en su existencia, marcada por la Pascua (cf. 1 Pe
1,6-9; 4,12-14)» [62] .

53
El marco conceptual de referencia de la cultura del encuentro
En Evangelii gaudium encontramos el marco conceptual fundamental que luego el papa
ha ido aplicando a aspectos diversos: la crisis socio-ambiental, el matrimonio y la
familia, la crisis de Europa, la concepción de la política en distintos contextos (Bolivia,
Estados Unidos...), el mundo de la comunicación, la crisis de los refugiados o las
migraciones, la juventud, etc., etc. Es enormemente estimulante conocer el fondo de su
visión y ver con qué capacidad narrativa la despliega, con qué fuerza contextual y
narrativa ha ido diciéndole a la gente muchas cosas sobre sus situaciones vitales y sus
posibilidades de respuesta.
Creo que los puntos cardinales para ubicar la cultura del encuentro y del diálogo
que propone el papa Francisco se hallan en los cuatro principios –«el tiempo es superior
al espacio»; «la unidad prevalece sobre el conflicto»; «la realidad es más importante que
la idea»; y «el todo superior a la parte»– «destinados a orientar el desarrollo de la
convivencia social y la construcción de un pueblo donde las diferencias se armonizan en
un proyecto común» (EG, 221).
Como la misma expresión «cultura del encuentro», estos principios también le
acompañan desde hace bastante tiempo y ya se pueden ver en sus intervenciones de hace
unos veinte años [63] . Bajo la rúbrica de cada uno de los principios, me permitiré
introducir distintos temas que veo relacionados con el foco de la temática del libro,
mostrando cómo los plantea Francisco, con otras aportaciones y reflexiones de mi propia
cosecha. Al final tendremos un «catálogo» abundante de las cuestiones más acuciantes
para Europa y el conjunto de la humanidad, hoy, ante las cuales la Iglesia tiene una
palabra que decir en nombre de Jesucristo y, sobre todo, mucho que hacer. ¿Cómo
podremos los miembros de la Santa Iglesia de los pecadores ser la forma histórica de la
presencia de la misericordia de Dios en este mundo y en esta historia? Esta pregunta que
le he escuchado al profesor Madrigal orienta muy bien lo que este humilde libro quiere
ofrecer.

[1] . J. R. W. SCOTT – R. COOTE (eds.), Down to Earth. Study in Christianity and Culture, London 1981, 313.

54
[2] . Declaración Universal de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural, Preámbulo, 2 de noviembre de
2001.
[3] . Un buen ejemplo de ello lo tenemos en el modo en que Pablo VI, en su encíclica Populorum progressio
(PP, 1967) se refiere a la civilización como sinónimo de ese sentido amplio de cultura. «Rico o pobre, cada país
posee una civilización recibida de sus mayores: instituciones exigidas por la vida terrena y manifestaciones
superiores artísticas, intelectuales y religiosas de la vida del espíritu» (n. 40).
[4] . «De su voz, que a veces se reduce a un susurro, a causa de la opresión; de la conciencia de su propia
dignidad, marcada por los acontecimientos significativos de su historia; de su manera de amar a Dios; de su
soberanía, cuando se trata de interpelar a sus interlocutores...»: D. FARES, Papa Francesco è come un bambù..., 20
(traducción mía).
[5] . Ibid., 23.
[6] . Ibid., 15. El capítulo 2º del libro del P. Fares está dedicado a la categoría del «encuentro» en Romano
Guardini y a mostrar cómo resuena en el papa.
[7] . Así le explica Francisco al periodista Eugenio Scalfari qué es la fe para él, en una carta del 11/9/ 2013.
[8] . Citado en D. FARES, El olor del pastor, 63.
[9] . De la entrevista concedida a El País (21/01/2017).
[10] . «Las políticas no pueden continuar inspirándose en indicadores romos de agregados temporales –como
el PIB o el volumen de comercio neto–, sino en mediciones matizadas que tengan en cuenta dimensiones tales
como la educación y la calidad de vida»: A. PALACIO, «El orden del mundo»: El País (20/01/2017).
[11] . BENEDICTO XVI, Encíclica Caritas in veritate (2009) n. 19. (En adelante, CV y nº).
[12] . H. JONAS, El principio responsabilidad, Herder, Barcelona 1995.
[13] . Z. BAUMAN – L. DONSKIS, Ceguera moral: la pérdida de sensibilidad en la modernidad líquida, Paidós
Ibérica, Barcelona 2015, 235.
[14] . Aquí ofrezco una síntesis del diagnóstico de J. M. BERGOGLIO, «Educar en la cultura del encuentro»,
en: Papa Francisco y la familia, 62-73.
[15] . J. M. BERGOGLIO, «La escuela como lugar de acogida», Ibid., 80-85.
[16] . J. ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas, Alianza, Madrid 1981, 198. 200.
[17] . A una pregunta de un periodista sobre los populismos, completada con la de si observaba en Europa
signos similares a la Alemania del 33, Bergoglio respondió: «Para mí el ejemplo más típico de los populismos en
el sentido europeo de la palabra es el 33 alemán. Después de [Paul von] Hindenburg, la crisis del 30, Alemania,
destrozada, busca levantarse, busca su identidad, busca un líder, alguien que le devuelva la identidad; y hay un
muchachito que se llama Adolf Hitler y dice: “Yo puedo, yo puedo”. Y toda Alemania vota a Hitler. Hitler no
robó el poder; fue votado por su pueblo y después destruyó a su pueblo. Ese es el peligro. En momentos de crisis
no funciona el discernimiento, y para mí es una referencia continua».
[18] . Artículo en El País, 23 de junio de 2015.
[19] . Por supuesto, no me refiero aquí a la utilización de los símbolos religiosos con motivos intolerantes o
violentos, sino a la defensa, por ejemplo, de la presencia de los símbolos religiosos en la esfera pública.
[20] . E. BUENO DE LA FUENTE, «La aportación de la Iglesia a la unidad de Europa»: Corintios XIII 111 (2004)
115-145, en p. 122.
[21] . J. M. BERGOGLIO, «Educar en la cultura del encuentro», o.c., 70.
[22] . Z. BAUMAN – L. DONSKIS, o.c., 230.
[23] . F. VALLESPÍN, «Fronteras», en El País (14/08/2015).
[24] . FRANCISCO, Discurso en la recepción del Premio Carlomagno (06/05/2016).

55
[25] . Un proyecto que no existió solo tras la II Guerra Mundial: «Europa acogió tendencias dispares, aunó
cuerpo-espíritu, porque la urgencia de la misión, de la transmisión de la Verdad que hacía posible la unidad,
posibilitaba que sobreviniesen posiciones plurales. A la luz de la experiencia alejandrina y asiática se pueden
aplicar con luminosidad a Europa estos términos: unidad, pluralidad y misión...» E. ROMERO POSE, Raíces
cristianas de Europa. Del Camino de Santiago a Benedicto XVI, San Pablo, Madrid 2006, 28.
[26] . R. GUARDINI, «Europa — Wirklichkeit und Aufgabe», en Sorgeum den Menschen, Würzburg 1962;
(trad. esp.: Europa: realidad y tarea, Cristiandad, Madrid 1981, 13-27).
[27] . J. L. LÓPEZ ARANGUREN , Propuestas morales, Alianza, Madrid 1984, 124, 128.
[28] . J. L. MARTÍNEZ, «La Iglesia y la inaplazable misión de recuperar el «alma» de Europa»: Estudios
Eclesiásticos 354 (2015) 397-443.
[29] . Cardenal J.-M. LUSTIGER, «La Europa de las bienaventuranzas»: Corintios XIII 111 (2004) 269-284, en
p. 270.
[30] . E. ROMERO POSE, Raíces cristianas de Europa. Del Camino de Santiago a Benedicto XVI, San Pablo,
Madrid 2006, 28.
[31] . PLS, 2, 441-442.
[32] . F. GEORGE, «How Globalization Challenges the Church’s Mission»: Origins 29 (1999) 433-439, en p.
437.
[33] . D. FARES, Papa Francesco è come un bambù..., 24.
[34] . Remito a un estudio clásico sobre ese tema: A. ANTÓN , «Iglesia universal – Iglesias particulares»:
Estudios Eclesiásticos 47 (1972) 409-435.
[35] . Y como tal habla en italiano, aunque, evidentemente, le resultaría más fácil hacerlo en castellano.
[36] . Mons. Semeraro explica que el método sinodal escogido por Francisco está inspirado en la
metodología adoptada por el CELAM como «Consejo Episcopal Latinoamericano» en su relación con las
Conferencias Episcopales del continente: M. SEMERARO, «Comentario» a Amoris laetitia», Librería Editrice
Vaticana, Città del Vaticano 2016, 23.
[37] . 37 a Juan Pablo II; 33 a Benedicto XVI; y 6 a Pablo VI.
[38] . Sigo aquí a J. J. GARRIDO, «La Iglesia y la nueva realidad europea. Reflexiones desde la Ecclesia in
Europa»: Corintios XIII 111 (2004) 11-47.
[39] . J. P. RIVERO, «Las Iglesias particulares y su apertura a Europa»: Corintios XIII 111 (2004) 189-217, en
p. 205.
[40] . JUAN PABLO II, Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Europa (28/06/2003) n. 23 (En adelante
EiE y nº).
[41] . Cf. FRANCISCO, Misericordiae vultus, n. 4.
[42] . FRANCISCO, Discurso en la recepción del Premio Carlomagno.
[43] . J. MÜLLER, «Weltkirche als Lerngemeinschaft. Modell einer menschengerechten Globalisierung»:
Stimmen der Zeit 217 (1999) 317-328.
[44] . Entrevista al papa Francisco del P. Antonio Spadaro, SJ, en L’Osservatore Romano, edición semanal en
lengua española, Año XLV, n. 39 (2.333) (27/9/2013).
[45] . Cf. FRANCISCO, Evangelii gaudium, n. 33.
[46] . Por ejemplo, D. Carlos Osoro mencionó este término nueve veces en la homilía de su primera misa
como arzobispo de Madrid
[47] . PABLO VI, Ecclesiam suam, 72. Los subrayados son míos.
[48] . D. FARES, Papa Francesco è come un bambù..., 53.

56
[49] . Una «verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación»
(EG, 87), como una «mística de la fraternidad».
[50] . M. BRU, «¿Qué significa la Cultura del Encuentro?»: Aletheia (26 de noviembre de 2014) (acceso web:
18/08/2016).
[51] . FRANCISCO, Homilía misa matutina en la capilla de la Domus Santae Marthae: «Por una cultura del
encuentro» (1379/ 2016).
[52] . J. M. BERGOGLIO, Te Deum (25/5/2003), cit. en D. FARES, Papa Franceso è come un bambù, nota 75.
[53] . Tiene un libro de R. GUARDINI que en italiano ha sido traducido como L´opposizione polare,
Morcelliana, Brescia 1997, mientras que en castellano se tradujo como El contraste, BAC, Madrid 1996.
[54] . D. FARES, «El papa Francisco y la política»: Revista Criterio 2.424 (2016) (acceso: 16 agosto 2016).
[55] . FRANCISCO, Solo el amor nos puede salvar, Librería Editrice Vaticana-Romana 2013, 56-57.
[56] . FRANCISCO, Mensaje en la Fiesta de san Cayetano-Argentina (7/8/2013).
[57] . Ibidem.
[58] . Tomo algunas ideas de D. GRASSO, «Reflexión sobre la cruz en un mundo secularizado», en (Ch.
DUQUOC – K. RAHNER – J. MOLTMANN – W. KASPER – H. KÜNG) Teología de la cruz, Sígueme, Salamanca 1979, 88-
89.
[59] . J. M. BERGOGLIO – PAPA FRANCISCO, «Familia y solidaridad social», en Papa Francisco y la familia,
o.c., 123-124.
[60] . Discurso del Santo Padre Francisco a los participantes en la 36 Congregación General de la
Compañía de Jesús, Curia General de la Compañía de Jesús, Roma, 24/10/2016, n. 2.
[61] . D. HOLLENBACH, «Ética social bajo el signo de la cruz»: Revista Latinoamericana de Teología 13
(1996) 43-58, en p.52.
[62] . Discurso inaugural de D. RICARDO BLÁZQUEZ PÉREZ, Cardenal-Arzobispo de Valladolid, Presidente de
la Conferencia Episcopal, Madrid 18 de abril de 2016, 8-9.
[63] . Cf. J. M. BERGOGLIO – PAPA FRANCISCO, «Educar en la cultura del encuentro», o.c., 73.

57
CAPÍTULO 2:
El tiempo es superior al espacio

El primer principio afirma que «el tiempo es superior al espacio» [1] y requiere
explicación e incluso imaginación, porque su significado no es en absoluto obvio. El
«tiempo», tal como lo entiende el papa, pone el acento en los procesos (y no los rápidos
o instantáneos), los cuales se contraponen a los espacios donde se tiende a ejercer control
y dominio. En los procesos se da siempre una tensión entre la coyuntura momentánea y
la utopía de un horizonte mayor (hasta la plenitud), y dejar que esa tensión despliegue su
fruto requiere tiempo. Dar preferencia al espacio lleva a querer tenerlo todo resuelto en
el presente. Por eso la política quiere todo el poder para hacer, mientras que el tiempo
pide activar e iniciar procesos con proyecto, más que poseer espacios, y de ahí que
asuma el valor de lo procesual y la tensión entre plenitud y límite. Así, aunque haya que
trabajar por resultados, tienen más importancia los procesos y las acciones que generan
dinamismos duraderos que los fogonazos; los caminos bien hechos que los atajos.
Vivir de verdad es caminar, no es deambular de aquí para allá; es aprovechar el
tiempo y avanzar en lo esencial, con rumbo y sentido, aunque a veces puede haber
retrocesos, tumbos o pasos en falso. Pero para avanzar, más vale cultivar, al menos de
vez en cuando, la actitud de «detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los
ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar...» (EG, 46). Proceso lento o
camino de avance progresivo suena a una carrera de fondo, para la cual se precisan
hábitos que van dejando poso en la conciencia y formando el carácter, actuando con
rectitud, es decir, con autenticidad y honestidad, con el deseo sincero de hacer el bien.
Una célebre sentencia de Churchill dice que «el tiempo es aún más importante en
política que en gramática», y viene bien aquí, al tratar de comprender esa afirmación
sobre el carácter prioritario del tiempo, tan nuclear en el magisterio del papa Francisco.

58
Experiencia es lo que uno hace con lo que le sucede
Creo que para ubicar adecuadamente ese pensamiento de Francisco hemos de recurrir a
la espiritualidad ignaciana, la cual enfatiza que lo más genuinamente humano surge de
un entramado de decisiones en las que, ejerciendo nuestra libertad, encontramos la
voluntad de Dios sobre nuestra existencia. Hay pequeñas decisiones que parecen
insignificantes: la decisión de hacer un favor a un vecino; la decisión de renunciar a un
día de ocio para pasarlo en el hospital con un compañero enfermo; la decisión de tener
una conversación tranquila con un amigo... Y hay grandes decisiones que orientan toda
una vida: la de casarse y tener hijos; la de hacer votos religiosos; algunas decisiones muy
importantes de trabajo o de emprendimiento; la de renunciar a dar rienda suelta a los
sentimientos hacia alguien cuando uno ya está comprometido con otra persona... Entre
las grandes y las pequeñas decisiones hay decisiones intermedias; lo importante es que
entre todas va construyéndose la persona que somos. Es día a día, hora a hora, decisión a
decisión, como construimos nuestra vida humana y divina. Cada vez que tomamos una
decisión en favor de la verdad, la justicia, la libertad..., en favor de lo que llamamos
«valores», construimos eternidad humano-divina, porque Dios la construye con
nosotros [2] .

El «coraje del bien» (Le Senne) [3] , para ser libre, pide «elección» para decidir, y
esto remite a la acción y a la reflexión. Esos verbos están directamente relacionados con
la experiencia, es decir, con lo que uno hace con lo que le sucede, no simplemente lo que
a uno le sucede. Pues –como escribió Aristóteles– «lo que hay que hacer después de
haberlo aprendido, lo aprendemos haciéndolo; por ejemplo, nos hacemos constructores
construyendo casas... Y practicando la justicia nos hacemos justos» (EN, II, 1, 103b). Y
se va haciendo en procesos, a fuego lento, no a base de fogonazos. Así lo describió el
filósofo: «una golondrina no hace verano, y así tampoco hace venturoso y feliz un solo
día o un poco de tiempo» (EN, I, 7, 1098a). Y así lo dice Francisco respecto de lo
esencial de la vida universitaria, que «reside en el estudio, en la fatiga y en la paciencia,
que revela una tensión del hombre hacia la verdad, el bien y la belleza».

59
La importancia de «hacer memoria»
La orfandad contemporánea tiene para el papa una primera dimensión referida a la
vivencia del tiempo o de la historia y las historias. Se produce una ruptura en lo que
debía estar ligado y unido, porque el puente de unión está roto o ausente: es la
experiencia de discontinuidad [4] . Frente a la tendencia actual de obtener rápidamente
resultados inmediatos sobre arenas movedizas que pueden producir «un rédito fácil,
rápido y efímero, pero no construyen plenitud humana» (EG, 224) y no dan
«continuidad», se hace una llamada a «hacer memoria», a tomar una cierta distancia
respecto del presente para escuchar la voz de nuestros antepasados» (EG, 108); a ir a las
raíces, para no cometer los mismos errores del pasado y para apostar por los logros que
nos ayudaron a superar las encrucijadas históricas [5] . La memoria de un pueblo es parte
esencial de su cultura; de ahí que no sea «mero registro de la historia», sino potencia
integradora de ella, y la tradición es concebida como «la riqueza del camino recorrido
por nuestros mayores». Ambas –memoria y tradición– «no se clausuran en sí mismas (en
ese caso, carecerían de sentido), sino que se abren a nuevos espacios de esperanza para
seguir caminando» [6] .

En estos tiempos bastante complicados y más bien confusos en los que vivimos, y
pensando en nuestra patria, estimo que la etapa difícil pero exitosa de la Transición a la
democracia, tras décadas de franquismo, debería jugar un papel de horizonte de
posibilidad y estímulo para superar la crisis política e institucional, que ciertamente no es
una crisis solo nacional, sino que está, como hemos dicho, ubicada en la crisis de la
época que vivimos. En la Transición, nuestros mayores hicieron política del bien común,
con acuerdos que exigieron sacrificios, generosidad y confianza mutua; no se dedicaron
a tanteos de salón o a meros cálculos de aritméticas baratas basadas en el interés
particular de algunos líderes políticos, sociales o incluso eclesiásticos. Si se hubieran
regido por sus cálculos de interés, no habrían alcanzado el consenso constitucional ni los
Pactos de la Moncloa; ni el Cardenal Tarancón, por ejemplo, habría tenido la valentía
que tuvo al liderar el trascendental apoyo de la Iglesia a las transformaciones del país.
Yo cada vez le doy más valor y presencia a ese tiempo reciente de nuestra historia. Me

60
parece importantísimo que sepamos transmitírselo a las generaciones jóvenes, que
ignoran lo hace ya más de cuarenta años sucedió en España.
Desde luego, no se trata de repetir miméticamente lo allí realizado, ni de mirar
nostálgicamente a aquellos tiempos para compararnos y caer en la melancolía. Los
parámetros que marcan el terreno de juego político han cambiado profundamente, sobre
todo a través de la cultura digital que afecta a la política y a la ciudadanía en su misma
entraña. Pero ¿acaso han caducado los valores fundamentales de la política? Creo que las
nuevas posibilidades de la cultura digital deben ser utilizadas por la política, pero que los
valores de servicio público y de búsqueda de la verdad y del bien común no están
periclitados ni van a pasar de moda. Por eso, lo principal es extraer lecciones vivas de la
historia y, con ese bagaje, sentirnos confiados en que podemos construir juntos
convivencia y encuentro, asumiendo los nuevos retos y poniendo hoy acción, reflexión y
decisión en funcionamiento para ir haciendo camino de futuro, en el presente y apoyados
en lo que hemos aprendido del pasado, en «la memoria revivificante de nuestra mejor
historia de sacrificio solidario, de lucha contra esclavitudes varias y de integración
social» [7] .

A este respecto, me ha impactado escuchar el análisis sobre la tremenda situación


que se vive en la Venezuela del arzobispo de Maracaibo, Monseñor Santana, y su intenso
subrayado de que Venezuela no tiene experiencia en su historia de haber resuelto sus
problemas nacionales con el diálogo, lo cual está pesando decisivamente en la
incapacidad que en este momento manifiesta el conjunto de los líderes políticos y
sociales para arrancar un diálogo fructífero. Al escuchar esto, como español, he pensado
que en nuestra historia reciente sí tenemos una gran experiencia que cambió el rumbo de
la tendencia histórica cainita de nuestra nación, la Transición, y una memoria de que el
ingreso en la Unión Europea fue para nuestro país un seguro democrático que nos ha
dado la etapa de libertad y prosperidad más sostenida de nuestra historia. Ojalá no
arrojemos ese gran patrimonio cultural y moral por la borda. No se trata de idealizar
acontecimientos de tiempos pasados, como si todo tiempo pasado fuese siempre mejor,
sino de preservar y mantener como anámnesis positiva y constructiva los valores que no
caducan.

61
La cultura de la virtualidad real favorece lo instantáneo y dificulta los
procesos que llevan tiempo
El tiempo y el espacio no se pueden conceptualizar hoy sin lo virtual y lo digital. Si las
culturas a lo largo de la historia han sido generadas por gentes que compartían espacio y
tiempo, el paradigma informacional ha traído una nueva cultura de la sustitución de los
lugares por el espacio de los flujos, y la aniquilación del tiempo por el tiempo atemporal.
Esa que se ha dado en llamar cultura de la virtualidad real [8] y que no puede ser
ignorada para pensar la cultura del encuentro.
La «superación» del tiempo por la tecnología desbanca la lógica del tiempo de reloj
de la era industrial. La tecnología comprime el tiempo en unos instantes aleatorios, con
lo cual se pierde el sentido de secuencia, y la historia se disuelve en la cultura de lo
instantáneo y efímero, de modo que la sociedad-red transforma completamente las
relaciones sociales. El conjunto de las actividades económico-financieras, políticas,
comunicativas... van a través de los flujos de intercambios entre localidades
seleccionadas y distantes que escapan a la experiencia incorporada a algún lugar
(simultaneidad sin contigüidad), mientras que la experiencia fragmentada permanece
confinada en los lugares concretos, porque la finitud sigue siendo constitutiva del
humano existir. La resultante es la mezcla de todas las expresiones, todos los espacios y
todos los tiempos en el mismo hipertexto, reordenado de forma constante y comunicado
en todo momento y lugar, dependiendo de los intereses de los emisores y del estado
anímico de los receptores. Esto transforma la vida social, con todas sus relaciones e
implicaciones. «Vivimos una nueva realidad que ha cambiado la forma de comunicarnos
y relacionarnos... Hoy sabemos que ya no se trata tan solo de una revolución
tecnológica; es algo mucho más profundo. Es un nuevo modelo del mundo que traspasa
fronteras, sociedades, generaciones y creencias» [9] .

«Virtualidad real» significa, pues, que la propia realidad (es decir, la existencia
material simbólica de la gente) está plenamente inmersa en un escenario de imágenes
virtuales, en un mundo de representación en el que los símbolos no son solo metáforas,
sino que constituyen la experiencia real. Es virtual, porque los materiales recibidos

62
llegan por vía informática, vía juegos de ordenador, vía televisión o cine. Es real, porque
configura la cultura (ideas, valores, conductas) de quienes acceden a ella. Interesa tener
presente que la virtualidad no es la consecuencia de los medios electrónicos, aunque
estos son los instrumentos indispensables para la expresión de la nueva cultura. Esta
virtualidad es parte de nuestra realidad, porque es dentro de la estructura de esos
sistemas simbólicos, atemporales y sin lugar, donde construimos las categorías y
evocamos las imágenes que determinan la conducta y buena parte de las imágenes
mentales de la gente y condicionan totalmente la política, al tiempo que afectan
(ampliando y distorsionando) las formas de experiencia humana. Hay que pensar toda
una «metafísica» de la virtualidad real y no solo de la realidad virtual [10] , así como toda
una antropología, porque las relaciones humanas fundamentales están profundamente
afectadas.
Todo ese mundo está atravesado por una enorme ambivalencia: «se presta
igualmente a una participación activa o a una absorción pasiva en un mundo narcisista y
aislado, con efectos casi narcóticos. Puede emplearse para romper el aislamiento de
personas y grupos o, por el contrario, para profundizarlo» [11] . Nos «altera», pero,
paradójicamente, no haciéndonos salir de nos-otros mismos hacia los otros (alter), sino
«ensimismándonos», al tiempo que introduciéndonos en incontables conexiones que
provocan en las personas una «extraversión» difícil de manejar, por no hablar de las
adicciones que lleva aparejadas.

63
La «brecha digital»
Con la gráfica expresión «brecha digital» se nombra y denuncia la creciente desigualdad
y polarización que se está produciendo tanto entre personas como entre grupos y
naciones con respecto al acceso y uso de las nuevas tecnologías, con importantes
consecuencias a la hora de participar en los beneficios de la globalización y el desarrollo.
Asistimos impertérritos al ahondamiento de la desigualdad y la discriminación en la
«aldea global». Según los datos de Naciones Unidas, en 2015 el 46% de los hogares del
mundo tenían acceso a Internet; pero frente al 6,7% de los hogares de los países menos
desarrollados, disponían de dicho acceso el 81,3% en los países desarrollados.
Veintisiete países africanos estaban en el último cuartil del ranking, y once de ellos en la
parte más baja de este último tramo [12] .

Además de esta enorme brecha entre países ricos y pobres, también se abren otras
brechas dentro de los países, y no solo en los que están en vías de desarrollo, sino en los
que gozan de un desarrollo elevado. Una de tales brechas es la que se está produciendo
entre los «interactuantes» y los «interactuados», es decir, entre aquellos que son capaces
de seleccionar circuitos de comunicación multidireccionales y aquellos otros a quienes
se proporciona un número limitado de opciones pre-empaquetadas [13] , los cuales están
muy limitados en su capacidad para aprovecharse de la funcionalidad de los nuevos
dispositivos y soportes digitales, por no mencionar la sima que se abre con respecto a los
que se quedan absolutamente al margen de las tecnologías. Esta brecha afecta a las
relaciones personales más cercanas, como es el caso, por ejemplo, de las relaciones
dentro de las familias marcadas por la irrupción de los absorbentes dispositivos
electrónicos (en no pocas ocasiones alienantes, por la incomunicación que comportan);
pero afecta también al trabajo, y eso que aún no estamos notando más que los primeros
efectos de las transformaciones que trae la economía digital, la cual, a su vez, es posible
por la ola de la globalización, cuya condición de posibilidad son precisamente los
avances portentosos en las tecnologías de la información y la comunicación.
Pertenecemos a una civilización tecnológica capaz de generar avances en
inteligencia artificial para ayudar a diagnosticar y curar enfermedades, o de hacer que los

64
vehículos puedan circular seguros sin conductor, o de poner en órbita una estación
espacial, o de lograr en el laboratorio «vida sintética», e incluso de desarrollar «un gran
botón rojo» («big red button») que eventualmente podría usarse para detener la
inteligencia artificial y sus posibilidades de dañar a los seres humanos. Pero no podemos
–o no queremos– impedir que miles de niños mueran cada día por desnutrición o por
enfermedades curables, o que millones de refugiados vivan en condiciones
infrahumanas. Podemos lo más grande, pero no sabemos –o no queremos– resolver
cuestiones básicas de dignidad humana. Lo que está ocurriendo no habla solamente de
desigualdad relativa, en la que aumenta el número de mega-ricos cada vez más
opulentos, sino de desigualdad que quita opciones vitales e impide a muchos el acceso a
los bienes sociales básicos, así como los mínimos para una participación activa en la
sociedad, imprescindibles para un desarrollo humano que ponga en el centro a la
persona, y el foco en la ampliación de las oportunidades para el desarrollo de las
capacidades humanas. Lo cual nos pone en la tesitura de conjugar creativamente la
preocupación y atención a la justicia social, mirando de frente a las condiciones
socioeconómicas y sin dejar los retos de la diversidad cultural y religiosa en el marco de
la potentísima cultura digital.
No tenemos la coartada del desconocimiento, pero sí tenemos –dice Jean-François
Revel– la más temible del «conocimiento inútil». Paradójicamente, mostrarlo y exhibirlo
todo desemboca en la inmunización contra las peores calamidades; la inundación de
datos paraliza la comprensión y, sobre todo, aumenta «la tolerancia a lo intolerable».
Con razón se puede afirmar que continuamente asistimos y participamos pasivamente a
una «banalización del espanto» [14] , pues «la exhibición del horror, lejos de
conmocionar, favorece en especial una de nuestras pulsiones: el «voyeurismo» [15] .

Reflexionando sobre la avalancha de imágenes seductoras y de imágenes


desesperanzadoras, Bergoglio escribió que era como «sentirse bombardeado, invadido,
conmocionado, impotente para hacer algo positivo... Son sentimientos equivalentes a los
que se experimentan en un asalto, en un acto de violencia, en un secuestro» [16] . Esos
dinamismos dejan su huella en el ser humano, que se va configurando de acuerdo con
ellos; huellas como el escepticismo ante la capacidad de las personas de promover
cambios, falta de confianza en las instituciones y, muchas veces, desinterés por las
cuestiones de justicia. Nos llegan las noticias, pero con ellas también las

65
correspondientes dosis de inmunización contra ellas mediante mecanismos defensivos
que operan al estilo de «estructuras de pecado», es decir, de «factores negativos que
actúan contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal y de la
exigencia de favorecerlo» (SRS, 36). El caso es que el cúmulo arrollador de imágenes y
noticias –algunas espantosas– se quedan en fogonazos sin más incidencia en las personas
que las reciben; y, de hecho, no llegan a afectar a la sensibilidad moral. Ni siquiera
interpelan. Al contrario, más bien nos llevan a desconectar de la mayor parte de las cosas
de las que se nos informa y a desentendernos apáticamente de la realidad. Metidos como
estamos en el campo magnético de la «cultura de la virtualidad real» circulante a través
de las TIC, se da una alteración de la conciencia moral que se torna incapaz de ser
«norma interiorizada de la moralidad» para percibir la realidad, discernir el bien del mal,
elegir y actuar en consecuencia. A lo sumo, queda reducida a «norma interiorizada de la
moralidad del sentimiento».
Como contraste, existe en todas las sociedades un sector de la población
concienciado de la necesidad de una ciudadanía informada que participe en la toma de
decisiones públicas y se comprometa con los cambios necesarios. «Detrás de una estética
desintegradora que instala la desesperanza de poder descubrir la verdad y hacer el bien
en común, es necesario saber discernir y desenmascarar la existencia de intereses
políticos y económicos de algunos sectores que no apuntan al bien común» [17] .

Necesitamos traspasar la superficie de lo que hacemos y vemos gracias y a través de


las nuevas tecnologías, porque estas no son, ni mucho menos, instrumentos puramente
neutrales con respecto a la vida humana. Al contrario, implican una ordenación definida
del espacio y el tiempo, de las relaciones sociales, y conforman nuevas formas de pensar,
vivir y ser. Desde luego, afectan a la política y al modo en que las personas se sienten
(des)implicadas en construir un mundo mejor.
Además, todo lo dicho es ahondado por el «Internet de las cosas» (Internet of
Things = IoT), es decir, por la integración de sensores y dispositivos en objetos
cotidianos que quedan conectados a Internet a través de redes fijas e inalámbricas, de
modo que cualquier objeto es susceptible de ser conectado y «manifestarse» en la Red.
Este IoT parte de la premisa de la ubicuidad de entornos dotados de sensores que, cuando
estén bien conectados en red, supondrán un cambio fundamental en nuestra interacción y
crearán como un «sistema nervioso electrónico» que cubrirá el planeta, elevando

66
exponencialmente las conexiones digitales y, consiguientemente, la cantidad de datos
disponibles de las personas y las instituciones, en múltiples tiempos y espacios, si la
percepción humana es capaz de evolucionar para integrarse con ese «omnisciente»
sistema [18] . Unos dicen que tener tantos datos puede hacer que pongamos las
necesidades de las personas en el centro, y que no solo se está incorporando tecnología a
la vida, sino que, a medida que esta se hace exponencialmente más sofisticada, se
infunde humanidad a la tecnología. Otros, entre los que me cuento, dudan de que ese
curso de acción tan «persona-céntrico» sea real, y ven los riesgos nada ficticios de que
tanto dato acumulado y analizado (lo que más valor tiene hoy), de donde salen los
algoritmos digitales sobre la vida de personas y cosas, acaben decidiendo por nosotros o
restringiendo nuestras posibilidades de elección, al igual que los dispositivos digitales,
más que intercomunicarnos al modo humano, nos aíslen por ensimismamiento. En todo
caso, la cuestión no es únicamente qué posibilidades crea el Internet de las cosas, sino
cómo lidiamos con esa hiperconectividad.

67
¿(Des)implicación de los jóvenes?
«Participación» es lo contrario a la indiferencia o la pasividad, que son también formas
de hacer política, pero mala política. Hay que devolver, especialmente a los jóvenes, la
ilusión y la esperanza de construir un mundo mucho mejor. Respecto de ello se hace
especialmente aguda la preocupación que acompaña al papa Francisco: «no podemos
pensar el mañana sin ofrecerles una participación real como autores de cambio y
transformación. No podemos imaginar Europa sin hacerles partícipes y protagonistas de
este sueño [...] Pero ¿cómo podemos hacerles partícipes de esta construcción si les
privamos del trabajo, de un empleo digno que les permita desarrollarse a través de sus
manos, su inteligencia y sus energías?» [19] .

El resultado del referéndum británico sobre la permanencia o no en la Unión


Europea muestra a la perfección la pasividad de los jóvenes en los asuntos que ya ahora
les conciernen, pero cuyas consecuencias van a sufrir en el futuro. Únicamente votaron
el 40% de los menores de treinta años, y de ellos, un 77% votó a favor de seguir en la
Unión; pero ya sabemos que el resultado fue el Brexit, es decir, la salida y,
consiguientemente, la solución contra el sentir mayoritario de los jóvenes, que no se
sintieron motivados para votar, pero se revuelven contra lo que les marca el resultado. A
pocos más que hubieran votado, el resultado final hubiera sido contrario a la salida d
Europa, pero les faltó motivación para hacerlo, y ahora se ven afectados por una decisión
que no comparten.
Francisco se dirige directamente a los jóvenes en general; y a los católicos, en
particular, les pide que se muevan con esa expresión de «hagan lío», es decir, les pide
que se tomen en serio su misión exponiéndose en la plaza pública con alegría y coraje.
Es una llamada los jóvenes a que se vean parte de la definición de su futuro, y a los que
ya no lo son para que les dejen hacerlo. En el discurso en la víspera de la celebración de
la Jornada Mundial de la Juventud, en Río de Janeiro, el 27 de julio de 2013, dijo: «La
responsabilidad social [...] requiere un cierto tipo de paradigma cultural y, en
consecuencia, de la política. Somos responsables de la formación de las nuevas
generaciones, de ayudarles a ser capaces en la economía y la política y firmes en los

68
valores éticos. El futuro exige la tarea de rehabilitar la política [...], que es una de las
formas más altas de la caridad».

69
Digitalización y empleo
Según una encuesta realizada por el Eurobarómetro del Parlamento Europeo, los jóvenes
de los países de la Unión están especialmente preocupados por el desempleo, las
desigualdades sociales y el acceso al trabajo. Esos son los que consideran los retos y
preocupaciones principales que afrontan el conjunto de la UE y sus países.
Parecen realistas y proporcionadas esas preocupaciones, más aún teniendo en
cuenta las transformaciones tecnológicas disruptivas de la economía digital. El panorama
que cabe esperar es el de una importante pérdida de empleos en muchas industrias o
sectores que hasta ahora han demandado mucha mano de obra, o la inadecuación entre
las competencias de buena parte de los que buscan trabajo y las necesidades del mercado
laboral. Estos fenómenos pueden comportar un alto desempleo e incluso mayor
desigualdad de salarios y riqueza de la que hoy vemos [20] , pero en realidad tampoco
podemos hacer pronósticos fiables, porque previsiblemente tendrán que ir surgiendo
otros yacimientos de empleo. Aquellos que tengan capital podrán beneficiarse de modo
especial por la misma naturaleza de la digitalización, porque el efecto-red favorece
enormemente la concentración de la propiedad; pero habrá graves dificultades para
mantener los trabajos y los incrementos salariales. La revolución del «big data» y la
inteligencia artificial aplicada a la automatización harán innecesario el concurso de los
seres humanos en muchas tareas, incluidas algunas que constituyen hasta hoy, por así
decirlo, la quintaesencia de lo humano, como conducir vehículos o descifrar manuscritos
complejos.
Los datos del Banco Mundial muestran que el 57% de los trabajos en los países de
la OCDE están en riesgo a causa de la automatización; pero este porcentaje llega al 77%
en China, al 69% en India, al 67% en Sudáfrica, al 65% en Argentina y al 47% en
EE.UU. Podemos imaginar grandes segmentos de población inservibles para producir y,
por tanto, descartados del nuevo sistema económico, caracterizado por la digitalización.
Es cierto que una buena parte de los analistas hablan de las tremendas oportunidades de
creación de riqueza y prosperidad que la digitalización traerá, con la consiguiente
apertura de nuevos yacimientos de trabajo. Y que al día de hoy la mayor parte de la

70
gente es tecnoptimista en relación a la productividad y los beneficios que traerá la
tecnología. No conviene ni agitar la visión de que se nos viene encima una catástrofe de
proporciones diluvianas, ni confiar ilusamente en que el mercado y la lógica de los
intereses de los negocios buscarán soluciones sociales dignas. Es importante reconocer
que el progreso tecnológico no solamente afecta a la estructura ocupacional en términos
del número y la variedad de la tipología de los empleos, sino también al cambio de la
naturaleza y al significado cultural de esas ocupaciones. Son cambios de fondo, difíciles
de avizorar.
Teniendo en cuenta estos retos, parece que lo más inteligente y sensato es preparar
a las personas para las nuevas tareas y comenzar a tratar en serio sobre los nuevos
escenarios: comenzar una conversación en torno a los cambios más profundos que se
necesitan a medio y largo plazo para implementar políticas públicas en educación,
infraestructuras, emprendimiento, comercio, inmigración, investigación, fiscalidad,
sistemas de transferencia o incluso nuevos modos de participación democrática, etc. a la
altura de los desafíos. Necesitamos encuentro y diálogo que tome en serio la ética, y la
Doctrina Social de la Iglesia tiene algo importante que aportar con su propia propuesta, y
algo que recibir de las de aquellos dispuestos a humanizar el mundo.
Desde la primera encíclica social, Rerum novarum (RN, 1891) hasta la última,
Laudato si’ (LS, 2015), pasando por Laborem exercens (LE, 1981), los temas del trabajo
han sido siempre preocupación de la Doctrina Social. León XIII trató en profundidad de
los derechos de los trabajadores de las factorías de aquel tiempo. Rechazando el
materialismo y el presupuesto de la lucha de clase, el papa reclamó que los trabajadores
no fueran tratados como mercancías o como «simple mano de obra», sino como personas
que contribuyen al bien común y al cuidado de sus familias y, como tales, tiene derechos
relacionados con deberes (RN, nn. 40-50). Populorum Progressio enfatizó la convicción
de que el ser humano es «capaz de ser por sí mismo agente responsable de su mejora
material, de su progreso moral y de su desarrollo espiritual» (PP, 34). El trabajo debería
ser el ámbito de este múltiple desarrollo personal, donde se ponen en juego muchas
dimensiones de la vida: la creatividad, la proyección del futuro, el desarrollo de
capacidades, el ejercicio de los valores, la comunicación con los demás, incluso una
actitud de adoración y respeto por la creación. Laborem exercens (LE, 1981), la encíclica
dedicada íntegramente al trabajo, utiliza la expresión «empleadores indirectos» para

71
referirse a los factores estructurales del trabajo, a saber, personas e instituciones de
índole diversa, así como contratos laborales colectivos y principios de conducta puestos
por estas personas e instituciones y que determinan el conjunto del sistema socio-
económico y sus resultados (LE, 17). Y ello, porque la condición del trabajo no es
solamente individual, sino estructural. Distinguió también el sentido objetivo y el sentido
subjetivo del trabajo: el sentido objetivo se refiere a lo que se produce por el trabajo
humano, tal como se revela en la cultura y la civilización a través de los siglos con las
herramientas y la tecnología necesarias (LE, 5); el sentido subjetivo significa que los
individuos son los sujetos del trabajo y los que son convocados a él; el fundamento y lo
que da dignidad al trabajo es el ser humano, no la productividad o el progreso.
Parafraseando el dicho de Jesús en el evangelio: «el sábado es para el hombre, y no el
hombre para el sábado» (LE, 6). Esto implica que los trabajadores no pueden ser tratados
como simples medios ni vistos como instrumentos de producción. Se subraya
intensamente la primacía de las personas sobre los productos o la tecnología, así como la
del trabajo sobre el capital (LE, 13). Ambos sentidos del trabajo tienen tanto dimensión
individual como social.
Esta concepción se ubica, desde luego, en un marco más amplio, donde las
decisiones e instituciones económicas deben ser juzgadas a la vista de si protegen o
promueven la dignidad humana (GS, 63). Esa dignidad deriva de Dios, no de la raza,
etnia, nacionalidad, sexo, status económico o cualquier otro aspecto. La economía debe
servir a los seres humanos, y no al revés. La dignidad humana se realiza a través de
concretas libertades, relaciones y necesidades básicas y florece en comunidad, porque los
seres humanos somos seres sociales. El interés por el bien común no se conforma con el
principio utilitarista del «mayor bienestar para el mayor número», sino que va más allá:
requiere no olvidarse de nadie (la centralidad y valor de cada persona). Y la justicia
básica requiere que se garantice el mínimo nivel para que las personas puedan participar
en la vida social; y de ahí que el criterio de la actividad económica será si eleva o pone
en peligro esa vida común. Por eso no se justifica moralmente que un individuo o un
grupo sean impedidos de participar o sean abandonados al desempleo, ni siquiera aunque
se les compense con subsidios o con una renta mínima universal. Desde esta perspectiva
de la justicia social, hay una obligación ética hacia los pobres o los más vulnerables. La
opción preferencial por el pobre significa que los derechos de los pobres a participar

72
deberían recibir prioridad sobre los derechos de los ricos a multiplicar sus oportunidades
de crear más riqueza.
Para establecer los valores éticos que se necesitan en el desarrollo de las personas y
la sociedad hace falta una adecuada antropología, así como para la comprensión correcta
de las relaciones entre los seres humanos, y de estos y la tecnología, o de los humanos y
el resto de las creaturas. Por eso afirmamos que «la cuestión social se ha convertido hoy
radicalmente en cuestión antropológica» (CV, 75), o que «no puede haber ecología sin
una adecuada antropología» (LS, 118). Probablemente, no hay materia más clara que la
del trabajo para verificar esta afirmación.

Al trabajar, los seres humanos participamos en la creatividad de Dios, somos co-


creadores con Él y respondemos a nuestra vocación original, núcleo de la dignidad.
Laudato si’ recuerda que, «según el relato bíblico de la creación, Dios puso al ser
humano en el jardín recién creado (cf. Gn 2,15) no solo para preservar lo existente
(cuidar), sino para trabajar sobre ello de manera que produjera frutos (labrar). En
realidad, la intervención humana que procura el prudente desarrollo de lo creado es la
forma más adecuada de cuidarlo, porque implica situarse como instrumento de Dios para
ayudar a brotar las potencialidades de que Él mismo dotó a las cosas: «Dios puso en la
tierra medicinas, y el hombre prudente no las desprecia» (Sir 38,4)» (LS, 124). En tal
sentido, cuando en el ser humano se daña la capacidad de contemplar y de respetar, se
crean las condiciones para que el sentido del trabajo se desfigure (CA, 37).
El éxito en los negocios en que estemos metidos no se verá solo ni principalmente
en el beneficio obtenido, sino en permitir a las personas ser participantes activos, más
que pura mano de obra o productividad. El objetivo de producir bienes (el aspecto
objetivo del trabajo) no debe anular el objetivo de honrar y cultivar la actividad humana
(el aspecto subjetivo). No es minusvalorar la producción efectiva, sino reconocer que
cualquier organización del trabajo que reduzca a los seres humanos a ser piezas sin
sentido o meras unidades de producción, más que contribuir al bien común, lo dañan.
En Laudato si’ (n. 128) se advierte del peligro cierto de que «el progreso
tecnológico reemplace cada vez más al trabajo humano. El trabajo es una necesidad,
parte del sentido de la vida en esta tierra, camino de maduración, de desarrollo humano y
de realización personal. En este sentido, ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre

73
una solución provisoria para resolver urgencias. El gran objetivo debería ser siempre
permitirles una vida digna a través del trabajo. Pero la orientación de la economía ha
propiciado un tipo de avance tecnológico para reducir costos de producción en razón de
la disminución de los puestos de trabajo, que se reemplazan por máquinas. Es una
manera más que tiene la acción del ser humano de volverse en contra de él mismo. La
disminución de los puestos de trabajo «tiene también un impacto negativo en el plano
económico por el progresivo desgaste del capital social, es decir, del conjunto de
relaciones de confianza, fiabilidad y respeto de las normas que son indispensables en
toda convivencia civil» (CV, 32). Dejar de invertir en las personas para obtener un
mayor rédito inmediato es muy mal negocio para la sociedad.

74
Preguntarnos por el sentido y por los fines
Frente a consideraciones como las expuestas, la convicción que predomina en nuestra
cultura pública es que todo lo que podemos hacer mediante las capacidades que
tengamos, ya sean físicas, psicológicas o científico-tecnológicas, debemos hacerlo. A fin
de ilustrar este modo de pensar, que se ha dado en llamar «imperativo tecnológico»,
razonan del modo siguiente: «nunca ha ocurrido que una tecnología eficiente y útil,
capaz de propiciar un cambio disruptivo, deje de utilizarse por consideraciones sociales.
Y las ventajas de la automatización son tan evidentes que resultaría absurdo tratar de
combatirla con actitudes de resistencia. La inteligencia aconseja abrazar los cambios y
prepararse para adaptarse a sus consecuencias salvando los estándares sociales
alcanzados» [21] . Los que así piensan no son seres desalmados o personas que hayan
perdido su sentido ético, sino representantes del sentido común medio de nuestra cultura,
que, después de decir, eso buscan cómo redistribuir los recursos en un escenario donde
no hay trabajo para todos, pero sí aumento de la productividad y la riqueza. Y que están
poniendo sobre la mesa dos alternativas: a) garantizar una renta mínima para una
subsistencia decente (Finlandia busca probar esto ad experimentum), y b) reducir la
jornada laboral para que pueda trabajar más gente (Suecia está probándolo para ver cómo
funciona).
Me gustaría señalar que, desde la perspectiva ética, el poder de hacer algo (poder
como capacidad o habilidad) no es necesariamente deber de hacerlo. Éticamente
hablando, poder no es deber. Creer que sí son idénticos nos introduce en una dinámica
de una concepción instrumental que ve como incuestionable el poder del progreso tecno-
científico y lo juzga como neutral. Proceder de ese modo, siguiendo ese imperativo de
que «nunca una que tecnología ha dejado de utilizarse por consideraciones sociales»
(suponiendo que tampoco deberá dejarse en el futuro) puede ser una huida hacia
adelante (generalmente llevada por intereses poderosos), cuyas consecuencias acaso sean
de desastre irreversible para la humanidad. Ante esto, ¿cómo no vamos a pedir
discernimiento en serio?

75
En la dialéctica que hay entre, por una parte, «tomar conciencia de que el avance de
la ciencia y de la técnica no equivale al avance de la humanidad y de la historia» y, por
otra, no «renunciar a las posibilidades que ofrece la tecnología», lo absolutamente no
negociable tendría que ser preguntarnos por los fines y por el sentido de todo, también
por el significado del trabajo y su lugar en una vida buena; por cómo preservar la
dignidad del trabajo ante la nueva tecnología. De otro modo, «solo legitimaremos la
situación vigente y necesitaremos más sucedáneos para soportar el vacío» (LS, 113). No
creo que debamos dejar esa tarea ni en manos de la tecnocracia de turno ni tampoco en
las de los emprendedores de Silicon Valley, quienes, para facilitar el camino hacia el
futuro, empiezan a hacer propuestas como la de que se pague a todos un ingreso básico:
así, los que pierdan su trabajo no quedarán en la miseria.
Coincido con las reflexiones de M. Castells, a propósito de la ingeniería genética y
sus aplicaciones sin un discernimiento adecuado, en que «supondría un error otorgar
valor a cualquier revolución tecnológica extraordinaria sin tener en cuenta su contexto
social, su uso social y su resultado social. No puedo imaginarme una revolución
tecnológica más fundamental que la de disponer de la capacidad para manipular los
códigos de los organismos vivos. Tampoco puedo pensar en una tecnología más
peligrosa y potencialmente destructiva si se disocia de nuestra capacidad colectiva de
controlar el desarrollo tecnológico en términos culturales, éticos e institucionales» [22] .

Y me gusta también la reflexión del filósofo de Harvard, Michael J. Sandel, cuando


escribe sobre la dignidad del trabajo y la necesidad de abrir un debate político serio: «La
nueva tecnología puede erosionar aún más la dignidad del trabajo. Algunos
emprendedores de Silicon Valley predicen que llegará un momento en que los robots y la
inteligencia artificial harán que muchos de los trabajos de hoy se vuelvan obsoletos. Para
facilitar el camino hacia dicho futuro proponen pagar a todos un ingreso básico. Lo que
en alguna ocasión se concibió como una red de seguridad para todos los ciudadanos se
ofrece ahora como una forma de suavizar la transición hacia un mundo sin trabajo. Si se
debe acoger o se debe resistir la llegada de tal mundo, es un interrogante que será
fundamental para el ámbito político en los años venideros. Para poder reflexionar sobre
esta situación, los partidos políticos tendrán que lidiar con el significado del trabajo y el
lugar que el trabajo tiene en una buena vida» [23] .

76
Estoy fundamentalmente de acuerdo con ellos, porque debemos reflexionar sobre el
futuro, no para detener el progreso científico y tecnológico, sino para discernir cómo ser
humanos en nuevos y desconocidos escenarios. Para ponerse en camino hacia la
prosperidad inclusiva (o prosperidad sin descartes [24] ) se precisa una conversación
profunda entre líderes empresariales y políticos, representantes de los trabajadores y
grupos diversos de la sociedad civil, educadores, investigadores y pensadores de diversas
áreas, que permita desarrollar nuevos modelos de organización y enfoques para elevar la
productividad y generar riqueza, creando oportunidades a la gran base social sin dejar en
la cuneta a los excluidos. Debe ser, como diremos más adelante, una conversación plural
en visiones, perspectivas y disciplinas, porque buscar una solución técnica para cada
problema social acaba desconectando de la realidad interconectada y enmascarando los
problemas (LS, 111). En vez de esperar pasivamente a que la realidad nos fuerce,
tengamos iniciativa para asumir un liderazgo activo, discernido y decidido.
Ahora bien, quiero añadir algo más: también necesitamos repensar desde dentro de
la Doctrina Social Católica el significado del trabajo bajo los nuevos parámetros de la
cultura y el mundo actuales. Todos los textos de las encíclicas sociales que he
mencionado aquí son pertinentes, válidos y muy valiosos; pero ello no significa que
hayan de ser la última palabra o que no debamos seguir buscando. Por mi propio modo
de razonar y pensar, por ejemplo, sobre la cultura digital, me doy cuenta de que lo que
alcanzo a ver de su impacto es, por lo menos, tanto como lo que me pierdo, y esto mismo
me atrevo a decir que les sucede a los textos magisteriales. Precisamente el verdadero
sentido de la Tradición es su dinamismo, guiado por el Espíritu para interpretar la
experiencia humana a la luz del Evangelio, tal como Gaudium et spes expresó
bellamente. Conviene recordar en este punto que la concepción trascendental de la
dignidad es dinámica y paradójica, pues solo se hace real en lo concreto de la existencia
humana, en las necesidades particulares, en las acciones y en las relaciones. Si se abstrae
de las condiciones concretas y efectivas de la existencia, puede pasar a ser un concepto
vacío de sentido, manipulable; o, incluso peor, puede pasar a ser «carne de cañón» para
uso y abuso.

77
Los caminos que llevan a la democracia participativa
Otra cuestión de no menor importancia que el trabajo es la que atañe a la crisis de la
democracia representativa y a la ciudadanía, así como a los nuevos modos de
participación política. Vayamos tras ellos.
En nuestras sociedades, el concepto de democracia que acabó imponiéndose es el
de la democracia representativa como forma operativa y funcional concreta para expresar
la voluntad del pueblo en quien reside la soberanía [25] , en la que el protagonismo
central recae en los partidos políticos, tanto en las elecciones como en los parlamentos, y
que se articula sobre una relación representativa compuesta por tres elementos:
representante electo – partido – representado elector. El modelo de democracia que hoy
tenemos es el que Montesquieu dejó orientado y tras cuyos pasos desplegaron los
liberales doctrinarios del XIX. El profesor Subirats ha explicado que «se instauraron
mecanismos de democracia representativa a partir de la convicción de que existía la
imposibilidad física de la democracia directa. Los individuos no contaban; contaban los
colectivos en los que se integraban. Los partidos se esforzaron por reclutar en su seno a
cuantos más militantes, a cuantos más técnicos, mejor; se esforzaron por disponer de
cuadros organizativos potentes y profesionalizados. Tenían que ser sociedades en
pequeño; tenían que ser capaces de tener respuesta para todo desde su propia y específica
organicidad. Las posiciones individuales contaban poco. Las sociedades estaban
estructuradas en sólidos agregados sociales, y los partidos respondían a esa
realidad» [26] .

Esta democracia representativa se corresponde con la teoría elitista de la


democracia, la cual se ha canalizado a través de los partidos políticos, toda vez que se
entiende generalmente por democracia un mecanismo o procedimiento para elegir a la
elite gobernante, en una competencia entre elites: un mecanismo puesto al servicio de la
estabilidad social. Para el adecuado funcionamiento de ese mecanismo es suficiente la
regla de las mayorías y el prudente respeto por las minorías; y es necesario restringir la
capacidad participativa de los ciudadanos a la emisión del voto en momentos muy
delimitados y controlados por las elites mismas. La finalidad última de la democracia

78
moderna sería que los ciudadanos controlaran y definieran objetivos de la política a
través de unos representantes elegidos por ellos, sin participar directamente en el
gobierno. Se establece que la comunidad política es dual –gobierno y gobernados–, por
lo que se rompe la identidad biunívoca entre comunidad política y comunidad civil.
En este sentido, la política –escribía Max Weber– significa «la influencia sobre la
dirección del Estado» o, dicho con más matices, «la aspiración a participar en el poder o
a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados o, dentro de un mismo
Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen» [27] .

Frente al modelo teórico de democracia liberal, la democracia directa reivindica la


participación directa frente a la representación, y a ello acompaña generalmente la
transformación de las estructuras socio-económicas frente a una sociedad de clases
marcada por el funcionamiento del sistema capitalista. Las propuestas que reclaman la
democracia directa, por un lado, entienden el control popular como participación activa a
través de asambleas abiertas para la toma de decisiones; por otro, consideran la igualdad
política carente de sentido cuando coexiste con grandes desigualdades de la vida social y
económica. Estas dos vías de cuestionamiento radical de la democracia liberal le deben
mucho al Contrato social de Rousseau, donde han quedado escritas aquellas palabras de
mordaz acusación a la democracia representativa ejemplificada en el sistema inglés de
gobierno: «El pueblo inglés se cree que es libre; se equivoca mucho; solo lo es durante la
elección de los miembros del Parlamento; en cuanto son elegidos, es esclavo, no es
nada» [28] . Pero a aquella cáustica sospecha rousseauniana siempre viene bien
contraponerle, para evitar demagogias populistas, aquella otra aguda observación que
hizo Alexis de Tocqueville, según la cual «los vicios y debilidades de la democracia se
ven sin dificultad... Sus defectos llaman la atención a primera vista, pero sus cualidades
no se descubren sino a la larga» [29] .

79
Los cambios en la ciudadanía
En el sentido señalado, el principio de ciudadanía moderna se caracteriza por la relación
entre el ciudadano y el Estado-nación y por la supresión de las mediaciones entre el
individuo y el poder soberano del Estado: el Estado se entiende como formación política
que, sobre un territorio de límites definidos, ejerce las funciones legales, administrativas
y penales al más alto nivel y como entidad política que define quién es ciudadano y
limita territorialmente su actividad. La nación como entidad simbólica que vincula
culturalmente el territorio estatal con la ciudadanía, creando la lealtad y la cohesión
necesarias para que el vínculo entre el Estado y la ciudadanía sea permanente y estable a
través del tiempo. Y la ciudadanía desempeña un papel mediador, siendo el principal
medio que tienen Estado y nación para vincularse y legitimarse [30] .

Ahora bien, en la actualidad esa referencia directa y rotunda de la ciudadanía al


Estado-nación pasa por dificultades importantes que amenazan con hacerla inservible,
aun cuando los vientos huracanados del nacionalismo antiglobalización y populista que
encarna Trump otros prometan restaurarla. En realidad, la crisis de esa noción de
ciudadanía es la crisis de un concepto muy débil de ciudadanía, cuya debilidad, en un
mundo como el nuestro, de voces, historias y percepciones divergentes, radica en la
injustificada universalización que proyecta [31] . Tal crisis y su eventual superación no
han de interpretarse necesariamente como pérdida lamentable, sino como oportunidad
excepcional de caminar hacia una comprensión más plena de la ciudadanía, donde los
derechos del ser humano y del ciudadano se den la mano y no sigan vías paralelas o
incluso divergentes. Cuando, en el capítulo siguiente, tratemos sobre el reto de los
refugiados para Europa y el conjunto de la humanidad, volveremos sobre ello.
Las instituciones públicas, las políticas y las administraciones siguen ancladas, en
buena medida, en la lógica de territorio, población y soberanía; pero hoy los problemas
colectivos (en sus causas, consecuencias y respuestas) «pasan, sin duda alguna, por la
articulación de flujos y relaciones entre lo global y lo local, entrando en contradicción
con las bases mismas y las lógicas de actuación de los Estados-nación. Frente a ello, los

80
nuevos formatos de participación ciudadana y de gobernanza promovidos por las
instituciones públicas ya no funcionan como antes» [32] .

Se entiende así que la gente busque organizaciones menos rígidas y más abiertas
que los partidos políticos, sindicatos y otras organizaciones del mismo tenor, en las que
reconocerse: organizaciones de lazos débiles que se acomoden a las identidades
parciales, porque han nacido y crecido con ellas. De ahí viene la demanda de «una nueva
política» y unos nuevos partidos, porque las premisas que fundamentaron las
democracias contemporáneas ya no sirven. El problema es de fondo, no meramente de
líderes o de sistema electoral, sino de aceptar las transformaciones que vienen requeridas
por los cambios culturales que nos afectan a todos y que algunos líderes están sabiendo
aprovechar.
Por ejemplo, Trump ha entendido que la mayor parte de la gente rechaza –con
razón– a los políticos tecnócratas. Se puede hablar de tecnocracia para nombrar a este
sistema, en el que el político actúa bajo imperativos básicamente técnicos alejados de la
voluntad de los agentes sociales. Esa democracia por delegación en la que los
ciudadanos ceden a los representantes políticos la provisión tecnocrática de servicios
públicos, mientras estos conciben a los ciudadanos únicamente como «clientes» de estos
servicios y que cada cierto número de años se convierten en «votantes». Los ciudadanos
son sujetos de derechos (y aparentemente los políticos gobiernan en relación y referencia
a ellos, sus necesidades y aspiraciones), pero les falta el poder real –empoderamiento–
para ejercer los derechos y las obligaciones de la ciudadanía. Esto significa, en suma, un
déficit de «democracia participativa» o «deliberativa». Se ha ido dando un progresivo
alejamiento entre la «política de las instituciones» y la ciudadanía [33] . Y en ese sentido
merece citarse una idea del profesor John McCormick, de la Universidad de Chicago:
«Durkheim dijo una vez que el socialismo era el grito de dolor de la sociedad moderna.
El populismo es el grito de dolor en las actuales democracias representativas» [34] .

81
La nueva política como tecnopolítica: luces y sombras
Hace unos años explicaba el sociólogo Manuel Castells –a quien ya he recurrido, por ser
uno de los analistas más eminentes de la globalización– que, al circular la información y
la comunicación primordialmente a través del sistema de medios diversificado pero
comprensivo, la política se encierra cada vez más en el espacio de los medios. El
liderazgo se personaliza, y la creación de imagen es creación de poder. No es que todos
los actores políticos puedan reducirse a los efectos de los medios, ni que los valores e
intereses sean indiferentes a los resultados políticos. Pero cualesquiera que sean los
actores y sus orientaciones, existen en el juego de poder a través de y por los
medios...» [35] . Aquel análisis continúa señalando algo que ha de ser tenido en cuenta,
aunque ha quedado sobrepasado, porque hoy ya no son los medios de comunicación
tradicionales los que determinan la política, sino las redes sociales. Los medios
tradicionales son duramente atacados por el populismo, pero ellos también han puesto de
su parte para el desprestigio que han cosechado, por «su excesiva cercanía al poder, su
distancia de los lectores, su endogamia y arrogancia, que les impidió hacer una adecuada
lectura de los hechos..., despreciando incluso la avalancha digital que se les venía
encima» [36] .

Efectivamente, los cambios no solo están transformando nuestras formas de


relacionarnos, informarnos, movilizarnos o vivir, sino que están cuestionando todas las
estructuras de intermediación y de socialización (incluido el Estado), abriendo las
puertas a nuevas formas de participación política. Internet está favoreciendo cambios
decisivos en los procesos de elaboración, formación e implementación del poder y la
política. No se trata de hacer política con Internet, sino de hacerla en Internet; es decir,
las redes sociales se convierten en espacios tanto de comunicación externa como de
comunicación interna y con funciones organizativas [37] .

Así pues, la nueva política no se refiere primeramente a los nuevos partidos, sino a
una forma diferente de asumir la responsabilidad de la sociedad civil en la toma de las
decisiones políticas, así como en la reivindicación de esa capacidad de participación
activa. Según esta comprensión, no sería posible entender la nueva política sin la nueva

82
ciudadanía, puesto que la nueva política vendría a ser una herramienta de la nueva
ciudadanía para ejercer la participación y asumir el protagonismo de las decisiones desde
las instituciones.

Las características que se le están asignando a la nueva política son las


siguientes [38] : A) Radicalidad democrática, que requiere pasar de la representación a la
participación más allá de las elecciones, superando la separación entre gobernantes y
gobernados y tendiendo a la democracia como forma de vida; pide tomar en serio los
procesos de autogobierno y control del poder, las exigencias de justicia social o
transparencia; alude a valores compartidos y prácticas de gestión de lo común y
deliberación permanente en los distintos niveles de gobierno, con un uso más directo de
Internet. B) Colaboración entre organizaciones, no solo partidos, sino movimientos u
organizaciones de la ciudadanía organizada o sin organizar, desde una perspectiva
horizontal, heredada de la ética del hacker y el trabajo en red. C) Partidos políticos como
herramientas al servicio de la ciudadanía y no como fines en sí mismos; los
movimientos sociales y las organizaciones de la sociedad civil y de la ciudadanía
consciente deben ir por delante de los partidos. D) Gobierno abierto como transparencia,
participación y rendición de cuentas. E) Reivindicación de una nueva ley electoral y de
un proceso constituyente son dos de las grandes reivindicaciones de la nueva política. F)
Polética o política ética, con una serie de medidas que enfatizan la transparencia, el
cumplimiento de los programas, las primarias para elegir candidatos, la paridad o los
programas abiertos y colaborativos, entre otros, toda vez que los partidos no han de
existir para tomar el poder, sino para el servicio, lo cual evita la corrupción. G) Enfoque
desde el eje arriba-abajo, frente al tradicional de izquierda-derecha. H) Cooperación
entre partidos, con proyectos que pueden ir, desde presentarse a unas elecciones en
conjunto, hasta intentar mover proposiciones en un parlamento, respetando las diversas
identidades.
Estos rasgos de la nueva política han de situarse en las condiciones de posibilidad
que proporciona la tecnología, y así estamos ante la tecnopolítica. Uno de sus analistas
principales considera que la clave de «por qué la tecnopolítica puede ser un factor de
renovación política extraordinario no radica solo en la potencia tecnológica para hacer
posible y más fácil la participación y la deliberación a gran escala, sino por la capacidad

83
de reconvertir a los militantes, simpatizantes o votantes en activistas. De hacer posible el
tránsito opino-comparto-actúo» [39] .

Ahora bien, la presentación de las redes sociales como lugar de debate para alcanzar
propuestas que permitan actuar en favor del bien común es una idealización que está
puesta en solfa por las prácticas que estamos presenciando dentro de los nuevos partidos
que viven en las redes y no solo las utilizan para comunicarse. La campaña navideña de
los principales colaboradores del líder de Podemos contra el número dos de la formación
es un contraejemplo de cultura del encuentro y aparece como ejemplo de utilización de
Twitter para ajustar cuentas y despachar disputas internas despreciando el debate
legítimo y suprimiendo el diálogo y el disenso. (Esto no podría haber sucedido de la
misma manera a través de los medios de información tradicionales). También es bastante
patético el uso que Donald Trump hace a todas horas de los tuits para comunicar sus
«brillantes ideas» sobre temas que hacen temblar al mundo. Si ese va a ser el uso, cabe
pensar que habremos perdido rigor y capacidad de discernimiento.
Las críticas de verticalismo y escasa democracia interna de la autodenominada
«nueva política» a la «vieja» hacen agua ante bochornosas disputas como la aludida.
Subirats dice que «han proliferado críticas al modo de proceder de los nuevos partidos,
que, si bien han hecho gala de una gran transparencia y horizontalidad en sus maneras de
actuar, al final, debido a la gran complejidad que ello genera a la hora de fijar posiciones
y decidir, por ejemplo, candidaturas, han acabado retornando a liderazgos de carácter
jerárquico y carismático que han resuelto, por vía de hecho, aspectos que, según lo
previsto, deberían haber tenido recorridos más participados» [40] .

Otro asunto de calado es el de si la pérdida de fuerza de los medios de


comunicación en la configuración de la opinión pública comporta una merma de la
libertad y la democracia. Muchos de los que consideran la libertad de prensa y los
medios de comunicación en general pilares esenciales del edificio democrático creen
que, al estar siendo sustituidos por compañías como Google, Microsoft o Yahoo, que
responden a parámetros de comportamientos muy diferentes de los habituales en la
tradición de los medios, se están poniendo en grave peligro los valores de la democracia
liberal. (Probablemente buena parte de la nueva política quiere poner en crisis ese
sistema, pero la pregunta es: ¿a qué precio? ¿Todo vale?). Entre los muchos ejemplos
que se pueden poner, quizá la connivencia con las autoridades chinas, hasta el punto de

84
practicar abiertamente la censura, desdice de esa tradición de libertades y nos introduce
en una cultura de posibilismo. También irían contra los valores fundamentales de la
democracia esas prácticas que minusvaloran la verdad de lo que se lanza a través de las
redes. La campaña de Donald Trump se pone como ejemplo de ese desprecio a la verdad
en favor de sembrar todo tipo de mensajes en las redes sociales creando opinión con la
intención de dañar las expectativas electorales del contrincante político y favorecer la
consecución de votos. Algo de esto se podía hacer a través de los medios clásicos, pero
nunca al nivel de lo que posibilitan los tuits, por su instantaneidad y su circulación
inmediata por los circuitos. La erosión del valor de la verdad significa, lisa y llanamente,
la desaparición de todos los valores que permiten convivir.
Tras la crítica, tampoco sería justo negar que ha habido mejoras cualitativas en
distintos ámbitos que afectan a la participación y acción en la vida pública: las redes
sociales, las lógicas colaborativas, la ubicuidad de las comunicaciones, los métodos de
gobernanza participativa, la cultura digital, la expresión de la diversidad, la creación de
bienes comunes, la informacionalización o, en general, la movilidad integral –física,
comunicacional, de bienes y trabajadores, psicológica, formativa y cultural– y que es una
de las principales dinámicas de nuestro tiempo. Cada una de esas cosas contiene una
gran ambivalencia, y no solamente en el uso que se haga de ellas; pero estamos llamados
a usar los nuevos medios de participación social para tejer una conversación global sana
y armónica que nos haga saber y actuar juntos.

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Participar políticamente es responsabilizarse y pide tiempo y compromiso
Este principio del tiempo como superior al espacio llama a la activación de procesos
frente al control de espacios y convoca, consiguientemente, a la gran cuestión de la
participación, como un valor redescubierto como fundamental, que es una de las claves
para dar consistencia y viabilidad a la cultura del encuentro, solo posible «si todos
participamos en su elaboración y construcción. La situación actual no permite meros
observadores de las luchas ajenas. Al contrario, es un firme llamamiento a la
responsabilidad personal y social» [41] . La política concierne a todas las personas por su
naturaleza social; por tanto, también «todo cristiano está llamado a ejercer la «caridad
social o política» según su vocación y sus posibilidades de incidir en la polis. La
dimensión política de la caridad «no es menos cualificada e incisiva de cuanto pueda
serlo la caridad, que encuentra directamente al prójimo fuera de las mediaciones
institucionales de la polis» (CV, 7).
En la mejor tradición del pensamiento social cristiano, el papa Francisco no
escatima elogios al ejercicio de la política: «La política, tan denigrada, es una altísima
vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común.
Tenemos que convencernos de que la caridad no es solo el principio de las micro-
relaciones, como en las amistades, la familia o el pequeño grupo, sino también de las
macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas» (EG, 205, donde
cita CV, 2). Esta importancia de la política justifica, por supuesto, la necesidad de tener
«políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los pobres. Es
imperioso que los gobernantes y los poderes financieros alcen la mirada y amplíen sus
perspectivas, procurando que haya trabajo digno, educación y cuidado de la salud para
todos los ciudadanos. ¿Y por qué no acudir a Dios para que inspire sus planes? Estoy
convencido de que a partir de una apertura a la trascendencia podría formarse una nueva
mentalidad política y económica que ayudaría a superar la dicotomía absoluta entre la
economía y el bien común social» (EG, 205). Por lo dicho, habría que prestar especial
atención al aprecio de aquellas personas que se comprometan en política tanto ocupando
cargos electos como actuando como simples simpatizantes o afiliados de una
organización.

86
En suma, hoy es importantísimo reivindicar y dignificar la política; recuperar el
significado más noble y real de la política como servicio y participación. Acaso habría
que añadir que, para enmarcar adecuadamente ese sentido radical de la política, se
requiere una separación de los poderes en la mejor tradición de la democracia liberal,
para que no pueda ningún «salvapatrias» aprovecharse del «pueblo» para absorber
poderes, so capa de bien. Una cosa es tender hacia la participación, y otra aspirar al
totalitarismo. Lo mejor puede convertirse en pésimo si no apuntalamos estructuras de
justicia y libertad, si no respetamos la ley y la seguridad de todo el pueblo, sin duda de
quienes gobiernan, pero también de los gobernados. Claro que la ley se puede y, a veces,
se debe cambiar; pero, mientras no se cambie, ha de respetarse. Cuando se hace el elogio
de la democracia por encima de la ley, se comete un dislate atroz, cuyas consecuencias –
tarde o temprano– suelen ser devastadoras.
A este respecto me interesa traer aquí la opinión de la profesora Adela Cortina, que
a lo largo de su obra ha defendido tan consistentemente la democracia deliberativa o
participativa. Ella aclara que ser partidario de dicho sistema «no significa que tenga que
haber más referendums. Hay que hacer pocos, con información buena y veraz y con
preguntas diáfanas. Porque lo que no se puede permitir es que la gente vote en una
campaña de mentiras, como ha pasado con el Brexit. Los referendums se prestan a la
manipulación de las emociones. En política, para tomar decisiones hay que ser experto,
hay que saber. A mí me parece interesante una democracia deliberativa, en la que la
gente proponga, dé ideas, discuta... ¡No es necesariamente mejor que las decisiones
importantes las tomen personas con experiencia, a las que se puede pedir cuentas!» [42] .

El reciente referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la UE ilustra


bastante bien los problemas que este mecanismo, aparentemente tan democrático, puede
comportar para resolver una realidad compleja. Se han enfrentado una visión
tecnocrática, centrada en la racionalidad de los datos –sobre todo económicos– de los
partidarios de la permanencia y un discurso (tipo soflama) emotivo, sentimental,
identitario y autocentrado de los partidarios de la salida; y ha vencido el segundo. El
resultado: un país sumido en la incertidumbre económica y política y atravesado por
fracturas territoriales, sociales y generacionales, que ha dejado tocado al conjunto de
Europa y ha reabierto en Escocia el impulso secesionista; un país perplejo ante las
consecuencias del uso de instrumentos aparentemente tan democráticos como un

87
referendo; que oye hablar de democracias posfactuales (en las que los hechos no
importan, ni tampoco la veracidad de los mensajes; son las emociones y las intuiciones
las que guían las decisiones políticas de millones de personas) y que se cuestiona un
modelo de ciudadanía poco autoexigente.
El valor moral del voto no basta, sino que los ciudadanos debemos comprender que
todo cambio comienza en nuestro estilo de vida y se hace posible porque lo sostenemos
con nuestras actitudes y comportamientos. Nuestro modo de vida es el primer modo de
participación social. La transparencia, el rendimiento de cuentas, la evaluación, la
escucha de la diversidad de pareceres, la respuesta a las preguntas, la publicidad de las
deliberaciones, la comunicación pública y constante, la formación y la implementación
de métodos de participación masiva... son exigencias que cada vez más buscan
garantizar el buen gobierno, también en las instituciones de la Iglesia.
Participar es responsabilizarse y requiere tiempo, dedicación y cuidados, y un estilo
de vida que dé espacio a lo comunitario [43] . Una participación activa e implicada en la
vida pública es la condición principal para superar las dificultades que nos han dañado y
de otras que amenazan con hacerlo. En sociedades tan complejas y en las que es un valor
la participación masiva, hay un peligro evidente de despreciar la democracia
representativa, pero también existe la tentación de querer conducir a la sociedad solo
desde las elites. Se corre el riesgo de querer transformar un país logrando la posesión de
medios de comunicación y el concierto de un conjunto de elites políticas, económicas y
sociales. Solo las transformaciones en profundidad desde las bases de la sociedad hacen
los cambios efectivos y sostenibles. Pero las bases sociales no se transforman a través de
las redes sociales; no creo, precisamente, que sea el populismo político el que mejor
canaliza esta participación, ni que el recurso a los referendums sea la panacea para
resolver el desprestigio del sistema democrático. Hacia donde tenemos que mirar y
apuntar nuestras mejores energías es a la más cuidada y excelente educación de los niños
y jóvenes, juntamente con la sensibilización y movilización de la ciudadanía. Más que
información, necesitamos formación, y no unidimensional, sino integral.

88
El tiempo en los procesos educativos
No basta con pasar por las «calles» digitales, es decir, estar conectados; es necesario que
la conexión vaya acompañada de un verdadero encuentro, y este es casi imposible sin
tiempo y sin capacidad de silencio para escuchar. Estar interconectados no nos resuelve,
por sí mismo, el reto de la comunicación, que continúa siendo «una conquista más
humana que tecnológica» [44] . La cultura del encuentro reclama prácticas de uso de los
medios tecnológicos y cultivo de la relación humana. Aquí hay mucho por hacer.

Lo expresó con nítida lucidez el Rey Felipe VI en su discurso de la Navidad de


2016: «Debemos adaptarnos a esa nueva realidad imparable y desarrollar al máximo
nuestras habilidades para actuar con éxito en la ciencia, en la economía o en la cultura,
también en la industria y en la seguridad; pero preservando siempre los valores humanos
que nos identifican y nos definen. No debemos esperar a que esa nueva realidad se
imponga sobre nosotros; tengamos, en cambio, la fuerza y el empuje suficientes como
país para anticiparnos y asumir el protagonismo necesario en la nueva era que se abre
ante nosotros. Y en esa tarea la educación es –y será, sin duda– la clave esencial. Una
educación que asegure y actualice permanentemente nuestros conocimientos, pero que
también forme en lenguas y en cultura, en civismo y en valores; que prepare a nuestros
jóvenes para ser ciudadanos de este nuevo mundo más libres y más capaces y que sepan
aprovechar la experiencia de nuestros mayores. Una educación que fomente la
investigación, impulse la innovación, promueva la creatividad y el espíritu emprendedor
como rasgos y exigencias de la sociedad del futuro, que es ya la sociedad de nuestros
días». Sinceramente, me parece que ahí están las claves principales del educar a la altura
del presente.
Obviamente, el educar no se reduce ni se ha reducido nunca a aportar a otros una
serie de conocimientos que no poseía o unos contenidos que desconocía. Educar es algo
humanamente más serio y hondo que «enseñar» conocimientos; se refiere a hacer que el
otro aprenda a niveles diversos, esto es, que saque lo mejor que lleva dentro y que
fructifique abriéndose a nuevos aprendizajes. Por eso, para el par de acciones que van
juntas en «enseñar/aprender», el verbo más incluyente es «educar», siempre una obra en

89
construcción. Se enseña para educar, por lo que el protagonismo no debe estar en el que
enseña, sino en el que aprende. «Cuando estructuras, currículum, programas, contenidos,
evaluación, modos de gestión... pugnan por acaparar el primer plano», hay que decir con
claridad que no se comprende la educación «sin poner en el centro al ser humano» [45] .
Efectivamente, el centro de la educación es siempre la persona, como sujeto y como fin.
El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, es único, siendo esta experiencia
original la de ser persona, pues es «soledad última» y también «ser en relación», a
imagen de Dios-Trinidad. Esa experiencia original señala una verdad fundamental: el ser
humano no tiene precio, sino dignidad. Y la sociedad como ámbito de desarrollo y
liberación de la persona. Es en ella donde ha de ser tutelada su dignidad y reconocidos y
respetados sus derechos, fundados en esa misma dignidad. De ahí que la dignidad sea la
fuente de todos los derechos (por supuesto, también del derecho a la educación), no un
principio moral como tal.
La centralidad de la persona pide una ética coherente y consistente de la vida que,
cuando es auténtica, es también ética ecológica. Los deberes que «tenemos para con el
ambiente están relacionados con los que tenemos para con la persona considerada en sí
misma y en su relación con los otros. No se puede exigir unos y conculcar otros». «El
libro de la naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que concierne a la vida, la
sexualidad, el matrimonio, la familia y las relaciones sociales; en una palabra, el
desarrollo humano integral» (CV, 51). La ética coherente exige también que se
conjuguen derechos y deberes, porque, si los derechos se desvinculan de los deberes, se
desquician (CV, 43).

El personalismo es dinámico, y hoy, en nuestro momento histórico, lleva a poner un


énfasis especial –como ya indiqué en el capítulo 1– en la justicia y solidaridad
intergeneracional, así como en el encuentro intercultural, ya que «en todas las culturas se
dan singulares y múltiples convergencias éticas, expresiones de una misma naturaleza
humana, querida por el Creador, y que la sabiduría ética de la humanidad llama “ley
natural”. Dicha ley moral universal es fundamento sólido de todo diálogo cultural,
religioso y político, ayudando al pluralismo multiforme de las diversas culturas a no
alejarse de la búsqueda común de la verdad, del bien y de Dios» (CV, 59). Pero todo ello
sin olvidar la justicia y la solidaridad intrageneracional, es decir, lo que pasa con los

90
pobres de hoy, que no pueden esperar. Educar en la escucha «del clamor de la tierra y el
clamor de los pobres» (LS, 49), en un marco global e interdependiente.
Cuando la ética cristiana se distancia críticamente del individualismo y del
colectivismo, manifiesta su convicción, fuerte y consistentemente arraigada, de que el
ser humano es fundamentalmente «persona solidaria», aun cuando tan a menudo no lo
parezca en absoluto.
Este personalismo desencadena todo un conjunto de principios sociales
(solidaridad, subsidiariedad, bien común) y también el reconocimiento de los grandes
valores (verdad, justicia, igualdad, libertad, participación) que «constituyen los pilares
que dan solidez al edificio del vivir y el actuar humanos: son valores que determinan la
cualidad de toda acción e institución social» [46] . Y requiere reflexión y discernimiento
para descubrir y escoger la voluntad de Dios, conocer los hechos y reflexionar;
identificar los motivos que nos mueven; sopesar valores y propiedades; estudiar las
consecuencias de nuestras decisiones en los demás, especialmente las que puedan tener
en los más pobres.
El objetivo de la educación desde una antropología cristiana consiste en «la
formación integral de la persona, libre, autónoma, que libera su inteligencia, que se
hace a sí misma, que crea, que construye su propia personalidad» [47] . En este sentido,
Francisco ha acuñado la expresión «educación a la totalidad». El criterio de evaluación y
el proyecto de cualquier empeño educativo es lo que «los estudiantes lleguen a ser»,
siendo el horizonte de referencia la “persona entera” –cuerpo y espíritu, intelecto y
afectividad–, que tenga «una solidaridad bien informada» y «una responsabilidad
cristiana adulta con la cual trabaje en favor de sus prójimos y de su mundo». El P.
Adolfo Nicolás, SJ, lo ha expresado así: «la profundidad de la enseñanza y la
imaginación abarca e integra rigor intelectual con reflexión sobre la experiencia de la
realidad, junto con la imaginación creativa para trabajar en la construcción de un mundo
más humano, justo, sostenible y lleno de fe». Profundidad y universalidad como dos
fronteras, de esas que no levantan muros, sino puentes.
En efecto, el saber siempre ha sido multidimensional, pero hoy somos muy
conscientes de ello, mediante constructos como el de las «múltiples inteligencias» y
«múltiples competencias»: «saber conocer, saber hacer, saber ser y saber convivir», los

91
cuatro pilares de la educación del informe de la UNESCO, La educación encierra un
tesoro (1996). O lo que el Foro Mundial sobre Educación de Dakar (UNESCO, 2000)
definió como «aprender a asimilar conocimientos, a hacer, a vivir con los demás y a
ser», «explotar talentos y capacidades de cada persona... con objeto de que mejore su
vida y transforme la realidad». Siempre se aprende de los «clásicos», y en esto Pitágoras
lo es: «Educar no es dar carrera para la vida, sino templar el alma para las dificultades de
la misma».
La propuesta de la Iglesia parte de un modelo antropológico definido (no hay
neutralidad) desde el cual se ha de afrontar la tarea educativa [48] . Dicho modelo plantea
que la persona tiene un fin personal como ser individual llamado a la vida por Dios, pero
también tiene un carácter social que le impulsa a no desentenderse del contexto,
superando así la tendencia al individualismo. Por ello es preciso un progreso, una
formación adecuada que posibilite avanzar en madurez y que, de ese modo, se vaya
dando el amplio desarrollo de la libertad unida a la responsabilidad. El humanismo que
subyace al modelo educativo que conjuga amor e inteligencia tiene como ejes la atención
central a cada persona y a toda la persona, la formación armónica y equilibrada de todas
sus dimensiones, la conexión y respuesta a la sociedad que posibilita la realización de
todos.
Una educación que ha de mover a los educandos al compromiso con la realidad:
ayudando a las personas a conocer la realidad humana, comprendiendo el
funcionamiento de las estructuras culturales, económicas y políticas y valorando
críticamente a la luz de la fe y de los valores que emergen del evangelio y están
recogidos en los documentos de la Doctrina Social de la Iglesia: «Los estudiantes, a lo
largo de su formación, tienen que dejar entrar en sus vidas la realidad perturbadora de
este mundo, de tal manera que aprendan a sentirlo, a pensarlo críticamente a responder
a sus sufrimientos y a comprometerse con él de forma constructiva. Tendrían que
aprender a percibir, pensar, juzgar, elegir y actuar en favor de los derechos de los
demás, especialmente de los más desfavorecidos» [49] . Por ello, la formación ha de
incluir programas de «aprendizaje-servicio» que acerquen a los alumnos a las realidades
sociales de los países donde viven. Insiste mucho el papa en combinar procesos de
enseñanza con servicio a la comunidad en un proyecto articulado donde los participantes
aprendan a hacerse cargo de las necesidades reales del territorio con la finalidad de

92
mejorarlo [50] . Es fundamental que la reflexión no se base solo en la información, sino
que «toque» la acción. Se busca incluir experiencias que hagan explorar expresiones del
servicio concreto como medio para desarrollar el espíritu de generosidad y el sentido de
«un mayor servicio» a la familia humana. Por eso hay que valorar las posibilidades
educadoras de todo el ámbito educativo, teniendo en cuenta a los distintos actores
implicados en ella (individuos, familias, grupos sociales e instituciones públicas y
privadas), así como al conjunto de experiencias formales, informales y no formales [51]
que ayudan al desarrollo de la persona. La educación formal es aquella que tiene carácter
intencional, planificado y reglado; la informal es la que se da de modo «no intencional y
no planificado»; y la no formal es la que se produce de manera intencional y planificada,
pero fuera del ámbito reglado.
En un mundo donde la cultura de la virtualidad en las relaciones y en todo está tan
viva, se hace cada día más urgente recuperar espacios de experiencia vital y de encuentro
interpersonal. La acción pedagógica tiene que ser capaz de orientar a la persona a
conocerse, a comprender el mundo en el que vive y en el que está llamado a situarse y a
aprender. Frente al uso de las redes sociales para establecer relaciones de superficie y
amistades sin esfuerzo, con meros conocidos o del todo desconocidos, que pueden
fácilmente romperse sin ni siquiera pasar por la confrontación, habrá que replantear las
prácticas educativas para ser capaces de formar personas con una cierta profundidad de
pensamiento y compromiso, que no se dejen manipular y puedan decidir desde su
interior y elegir con libertad. Necesitamos una educación que abra y confronte a las
personas con la realidad y que las ponga en contacto con su propia interioridad, no para
mirarse el ombligo, sino para llegar a ser personas conscientes, competentes, compasivas
y comprometidas. «Conscientes de sí mismas y del mundo en que viven, con sus dramas,
pero también con sus gozos y esperanzas. Competentes para afrontar los problemas
técnicos, sociales y humanos.... Personas también movidas por una fuerte compasión (en
el sentido de postura empática que hace posible ponerse en el lugar del otro y ser capaz
de sentir lo que él siente). Esta compasión es el motor a largo término que mueve al
compromiso: esta forma de amar en la que el ser humano no solo da algo, sino que se
da a sí mismo a lo largo del tiempo» [52] . Es necesaria «una educación que favorezca el
entramado de la sociedad civil (civilizada o ciudadana), que sea un lugar de encuentro y
de empeños comunes donde aprendamos a ser sociedad, donde la sociedad aprenda a ser

93
sociedad solidaria. Tenemos que aprender nuevas formas de construir la ciudad de los
hombres» [53] .

Asignarle tanta importancia a la antropología en la tarea educativa y en el resto de


las cuestiones sociales no significa que podamos elaborarla de manera teórica. Hay que
hacer un esfuerzo por dejar entrar el conocimiento vivo y experiencial de la realidad que
viven las personas en formación (todos: tanto los que están en etapas de formación
primaria o secundaria como los que estamos en formación permanente). Más que tener
respuestas, debemos tener preguntas que continuamente se confronten con la experiencia
y que busquen acceder a la cultura social en el sentido antropológico del término.

La Iglesia es consciente de la difícil tarea educativa en medio de un mundo


cambiante, interdependiente y ambivalente, caracterizado además por una gran
diversidad cultural. Se hace necesaria una cultura del dialogo y del encuentro que
posibilite el intercambio creativo y positivo entre las personas y la síntesis entre la fe, la
ciencia y la cultura. En este sentido, se busca promover una actitud positiva que ayude a
la acogida y recepción de la cultura contemporánea (y las culturas) procurando: a)
asumir lo que de positivo hay en ellas; b) a la vez, encarnar la fe en la propia cultura,
dejándose interpelar por los desafíos y cuestiones hoy presentes en el ambiente cultural;
c) y sin dejar de desarrollar un sentido crítico que ayude a valorar las manifestaciones
culturales desde la visión que aporta la fe.
Y es que, en fin, la educación es crucial, porque no nos ha de preocupar solo qué
mundo dejamos a nuestros hijos, sino qué hijos dejamos a este mundo [54] .

94
El rol de los educadores: no controladores de espacios sino activadores de
procesos con metas
Todo un programa de formación integral que pide a gritos de los educadores que realicen
su profesión/vocación con inteligencia y amor. Así de expresivo fue el papa Benedicto
XVI: «No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la
inteligencia llena de amor» (CV 30). Necesitamos actitudes y valores como las que han
tenido a lo largo de los tiempos los grandes maestros: «La humildad y la constancia, el
aliento a los grandes deseos e ideales, la cercanía a los discípulos, el descubrimiento de
lo mejor de cada persona, procurando que ningún talento se malogre, y la enseñanza
con el propio comportamiento y actitud» [55] . Se trata de actitudes que únicamente el
amor hace crecer y puede sostener. El papa Francisco lo ha explicado así: «Educar es un
acto de amor, es dar vida. Y el amor es exigente, pide utilizar los mejores recursos,
despertar la pasión y ponerse en camino con paciencia junto a los jóvenes. En las
escuelas católicas el educador debe ser, ante todo, muy competente, cualificado y, al
mismo tiempo, rico en humanidad, capaz de estar en medio de los jóvenes con estilo
pedagógico para promover su crecimiento humano y espiritual. Los jóvenes tienen
necesidad de calidad en la enseñanza y, a la vez, de valores no solo enunciados, sino
también testimoniados. La coherencia es un factor indispensable en la educación de los
jóvenes. Coherencia. No se puede hacer crecer, no se puede educar, sin coherencia:
coherencia, testimonio» [56] .

Aunque parezca lo contrario, no es misión de super-hombres o super-mujeres, sino


de personas limitadas y vulnerables pero deseosas de servir a sus alumnos poniendo en
juego lo mejor de sí y siendo movidos por deseos que saquen lo mejor de las personas;
deseos que se cultivan en terrenos abonados para que broten y crezcan las motivaciones
positivas y que, en el terreno de la espiritualidad ignaciana en el que yo me ubico, hablan
de un liderazgo cuyos pilares han sido descritos como [57] :

• El conocimiento de sí mismo: «ordenar la propia vida». Líderes que prosperan al


entender quiénes son y qué valoran, al observar malsanos puntos de debilidad que

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los desequilibran y al cultivar el hábito de una continua reflexión y aprendizaje, el
discernimiento.
• El ingenio: «Todo el mundo será nuestro hogar». Líderes que se adaptan y hacen
adaptarse a los demás en un mundo cambiante; exploran nuevas ideas, métodos y
culturas, en vez de mantenerse a la defensiva.
• El amor: «Con más amor que temor». Líderes que se enfrentan al mundo llenos de
confianza, con un sentido claro de su propio valer como individuos dotados de
talento, dignidad y potencial para dirigir; crean ambientes rodeados por la lealtad, el
afecto y el apoyo mutuo.

• El heroísmo: «Despertar grandes deseos». Líderes que imaginan un futuro


inspirador y se esfuerzan por darle forma, en vez de permanecer pasivos. Los héroes
sacan oro de lo que tienen en la mano, en lugar de esperar a tener en la mano
oportunidades de oro.

Es un modo de proceder que Bergoglio ha condensado en el magis como un proceso


de crecimiento, como un ir más allá de los límites, que «actúa consolidando la gracia y
ampliando el marco de riesgo... El Señor abre el límite cuando corre el riesgo de
fosilizarse o pudrirse (paralítico junto a la piscina) o hace que uno mismo se levante
(“toma tu camilla”)» [58] .

En todo caso, los auténticos educadores, más que ocupar espacios o protagonismos,
activan y acompañan procesos de los educandos, pues lo que verdaderamente tiene más
importancia son los procesos y las acciones que generan dinamismos duraderos que los
fogonazos o los momentos de efervescencia, que son efímeros y no dejan huella. El atajo
a veces viene bien haciendo senderismo; pero en educación y en moral nunca acorta el
camino, sino que lleva al precipicio. La educación es una carrera de fondo, para la cual
se precisan hábitos que van dejando poso en la conciencia y en el carácter. Me parece
fundamental enfatizar la idea de que la educación, por encima de todo, necesita tiempo,
el tiempo de cada uno.
Cuando era arzobispo de Buenos Aires, Francisco explicó que el principio
ordenador de qué enseñar y qué aprender se encuentra en el ser humano y en el
encuentro humano, no en la mera distribución del saber, pues la educación es camino de

96
encuentro en el que quien enseña y quien aprende se comprenden mejor a sí mismos, en
relación a su tiempo, a su historia, a la sociedad, a la cultura y al mundo. Puesto que
«docente y alumno tienen que llegar a un encuentro que cimente el común deseo de
verdad» [59] .

El tiempo que requieren los procesos se torna igualmente decisivo para el cultivo de
espacios para pensar sobre el flujo imparable de la cultura de la virtualidad real, para
controlar y no ser controlados por los instrumentos, para cultivar prácticamente la
libertad de valorar y elegir activamente lo que queremos hacer con las nuevas
tecnologías y sus posibilidades incalculables y ambivalentes. En la red hay muchos
contenidos dañinos y al alcance de cualquier usuario; pero lo más grave es que la
continua no digestión o asimilación de los materiales recogidos o recibidos, junto a la
naturaleza inacabable y virtualmente instantánea de este proceso, provoca dispersión,
extraversión de la conciencia y un concepto de experiencia como adquisición continua
que troquela por dentro al usuario.

[1] . Cf. FRANCISCO, Evangelii gaudium, nn. 222-225.


[2] . F. VARILLON, «El misterio pascual en el centro de nuestras decisiones», en (J. FEDRY [ed.]), Decidir
según Dios. El método de Ignacio de Loyola, Mensajero – Sal Terrae, Bilbao – Santander 2012, 153-158.
[3] . Cf. J. L. LÓPEZ ARANGUREN, Ética, Alianza, Madrid 2005, 239.
[4] . J. M. BERGOGLIO – PAPA FRANCISCO, «La escuela como lugar de acogida», o.c., 81
[5] . FRANCISCO, Discurso en la recepción del Premio Carlomagno.
[6] . «La escuela como lugar de acogida»: ibidem.
[7] . J. M. BERGOGLIO – PAPA FRANCISCO, «Educar en la cultura del encuentro», o.c., 73.
[8] . Véase el análisis de M. CASTELLS, La era de la información. Economía, sociedad y cultura. La sociedad
red, Alianza, Madrid 2005, vol. I, cap. 5.
[9] . Mensaje de Navidad del Rey Felipe VI (24712/ 2016).
[10] . Cf. M. HEIM, The Metaphysics of Virtual Reality, Oxford University Press, Oxford 1993.
[11] . PONTIFICIO CONSEJO PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES, Ética e Internet (22/2/ 2002) n. 7.
[12] . ITU (2015), Measuring the Information Society Report. Accesible en http:/www.itu.int/net4/ITU-
D/idi/2015/
[13] . M. CASTELLS, La era de la información I, 448.
[14] . «Estamos asfixiados por un exceso de investigaciones, de cifras, de gritos de alarma. Y los patéticos
llamamientos para que despertemos producen una especie de insensibilidad redoblada, acolchada, fruto de la
saturación y no de la carencia, o más bien una sensibilidad intermitente que se entreabre a veces por efecto de una
racha de emoción efímera, para volver a cerrarse aún más, si cabe, a continuación», en P. BRUCKNER, La tentación
de la inocencia, Anagrama, Barcelona 1999, 243.

97
[15] . Ibid., 235.
[16] . J. M. BERGOGLIO – PAPA FRANCISCO, «Familia y solidaridad social», en o.c., 121.
[17] . Ibidem.
[18] . J. A. PARADISO, «El cerebro sensorial aumentado. Cómo conectarán los humanos con el Internet de las
cosas», en El próximo paso. La vida exponencial, BBVA – Open Mind, Madrid 2016, 49-57.
[19] . FRANCISCO, Discurso en la recepción del Premio Carlomagno, o.c..
[20] . Citi GPS, Technology at Work v.2.0 The Future is Not What It Used to Be (January 2016) 97 (acceso:
29/12/2016) http://www.oxfordmartin.ox.ac.uk/downloads/reports/Citi_GPS_Technology_Work_2.pdf
[21] . M. PÉREZ OLIVA, «Una renta básica en la sociedad de la inteligencia»: El País (02/01/2017).
[22] . Cf. M. CASTELLS, «Epílogo» a P. HIMANEN, La ética del hacker y el espíritu de la era de la información,
Destino, Barcelona 2002, 179.
[23] . M. J. SANDEL, «Lecciones de una revuelta populista»: Expansión, suplemento especial: «Así será el
2017, http://www.expansion.com/espe ciales/2016/asi-sera-el-anio/lecciones-revuelta-populista.html
[24] . La «cultura del descarte es contradictoria a la del encuentro, y el descarte afecta tanto a los seres
humanos excluidos como a las cosas que rápidamente se convierten en basura»: LS, 22.
[25] . Soberanía popular o gobierno del pueblo son nociones asumidas por la democracia representativa,
caracterizada por la existencia de un conjunto de garantías institucionales en la toma de decisiones colectivas. En
un sistema democrático, la soberanía popular sería siempre una soberanía delegada en las instituciones
gubernamentales, quienes ejercerían la autoridad en nombre de quienes delegan. A título de ejemplo, en la
Constitución Española de 1978 se llama a nuestro sistema «sistema democrático y representativo fundado sobre el
principio de la soberanía popular»: CE, art. 1.2.; así como que «las Cortes Generales representan al pueblo
español»: CE art. 66.
[26] . J. SUBIRATS, «Otra política, otros partidos»: El País (08/06/2000) 15.
[27] . «Siendo el Estado la única comunidad humana que, dentro de un determinado territorio, puede
reclamar para sí con éxito el monopolio de la violencia física legítima»: M. WEBER, El político y el científico,
Alianza, Madrid 1991, 81-82.
[28] . J. J. ROUSSEAU, El Contrato social. Discursos, Alianza, Madrid 1982, 98 (Libro III, cap. XV).
[29] . A. DE TOCQUEVILLE, La democracia en América, vol. I, 2ª parte, cap. VI.
[30] . R. ZAPATA-BARRERO, «La ciudadanía en contextos de multiculturalidad: procesos de cambios de
paradigmas: Anales de la Cátedra Francisco Suárez 37 (2003) 173-200, en p. 175.
[31] . «El concepto de ciudadanía y la tradición política a la que pertenece se asientan sobre unos
determinados relatos del pasado. Estos relatos son específicamente occidentales, pero se acomodaron en ese
aspecto del meta-relato sobre el que se estableció la estructura universalizante del orden. Al desmoronarse estos
relatos, la estructura tradicional del orden queda en entredicho, y van surgiendo nuevos órdenes y nuevas
reivindicaciones. Los conceptos de ciudadanía y sus conexas concepciones de la política pertenecen a una historia
que, aunque específica, se proyectó como historia universal», P. B. CLARKE, Ser ciudadano: conciencia y praxis,
Sequitur, Madrid 1999, 33.
[32] . J. SUBIRATS, «¿Nueva política? Argumentos a favor y dudas razonables», Informe España 2015,
Fundación Encuentro, Madrid 2015, 450.
[33] . Ibid., 449.
[34] . Ibid., 454.
[35] . M. CASTELLS, La era de la información II, Madrid 2001, p. 512.
[36] . A. CAÑO, «Amenazas a la libertad de prensa»: El País (29/01/2017).

98
[37] . Cf. J. SUBIRATS, «¿Nueva política?...», 455-464.
[38] . M. A. VÁZQUEZ, Kosmótica, San Pablo, Madrid 2016, 44-51, sintetizado en: M. A. VÁZQUEZ– R.
VIÑUALES – J. PÉREZ, «La nueva ciudadanía necesaria», en: Informe España 2016, Universidad Pontificia Comillas,
Madrid 2016, 3-39, en pp. 24-25.
[39] . A. GUTIÉRREZ-RUBÍ, «La generación Millennials y la nueva política»: Revista de Estudios de la
Juventud 108 (2015) 161-169.
[40] . J. SUBIRATS, o.c., 461.
[41] . FRANCISCO, Discurso en la recepción del Premio Carlomagno.
[42] . A. CORTINA, Entrevista «Los intelectuales y España»: El Mundo (15/10/2016), 4.5.
[43] . Este tema fue tratado exhaustivamente por el papa FRANCISCO en su Discurso en el II Encuentro
Mundial de los Movimientos Populares (Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 09/07/2015).
[44] . FRANCISCO, Mensaje para la 48ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales (23/01/2014).
[45] . J. M. BERGOGLIO – PAPA FRANCISCO, «Educar en la cultura del encuentro», o.c., 69.
[46] . PONTIFICIO CONSEJO «JUSTICIA Y PAZ», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Città del
Vaticano 2005, n. 205.
[47] . C. LABRADOR, «Estudio histórico pedagógico», en E. GIL CORIA (ed.), La pedagogía de los jesuitas,
ayer y hoy, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1999, 55.
[48] . CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, La Escuela Católica (19/03/1977) n. 29.
[49] . P. H. KOLVENBACH, El servicio de la fe y la promoción de la justicia, Santa Clara 2000.
[50] . FRANCISCO, Discurso a los participantes en el Congreso Mundial «Educar hoy y mañana. Una pasión
que se renueva» (21/11/2015).
[51] . Francisco habla de tres lenguajes: el de la cabeza, el del corazón y el de las manos. La educación debe
moverse en estos tres caminos. Enseñar a pensar, ayudar a sentirse bien y acompañar en el hacer»; por eso la
educación sale del aula y se abre a los horizontes del deporte, el arte y la «ciudadanía ecológica»; en ibidem.
[52] . A. NICOLÁS, Conferencia «Misión y Universidad ¿Qué futuro queremos?», Barcelona 2008.
[53] . J. M. BERGOGLIO, «Educar en la cultura del encuentro», o.c., 71.
[54] . J. M. BERGOGLIO – PAPA FRANCISCO, «Educar en la cultura del encuentro», o.c., 73.
[55] . A. NICOLÁS, Lección inaugural del curso académico 2011-12, con motivo del 125 aniversario de la
Universidad de Deusto, Bilbao 2011.
[56] . FRANCISCO, Discurso a los participantes en la plenaria de la Congregación para la Educación
Católica (12/02/2014).
[57] . C. LOWNEY, El liderazgo de los jesuitas: Autoconciencia, ingenio, amor, heroísmo, Sal Terrae,
Santander 2014.
[58] . J. M. BERGOGLIO, «Los límites en la educación: marco de seguridad y riesgo», citado en D. FARES, El
olor del pastor, 52.
[59] . J. M. BERGOGLIO, «Educar en la cultura del encuentro», o.c., 71.

99
CAPÍTULO 3:
La unidad prevalece
sobre el conflicto

El segundo principio dice que «la unidad prevalece sobre el conflicto» [1] y es
intuitivamente bastante más claro que el primero. Aunque el conflicto ha de ser asumido,
porque forma parte de la vida y de las relaciones humanas, tampoco podemos
permitirnos quedar atrapados en él. Es preciso transformarlo en la búsqueda del
entendimiento y la comunión, viendo lo bueno de la pluralidad y buscando lo que nos
une en la diversidad, armonizando las diferencias, sin caer en la ruptura y la
incomunicación ni en el sincretismo.
Bajo esta rúbrica de la unidad vencedora sobre el conflicto, aprovecho para abordar
aquí temas como el pluralismo y la democracia, la ética cívica, la misión de la
reconciliación, lo que la crisis de los refugiados plantea a Europa y diversos asuntos
relativos al choque o encuentro entre civilizaciones. No olvidemos que este principio no
solo se aplica al ámbito social, sino que tiene una incidencia directa en el ámbito
personal, tal como lo explica el papa cuando se refiere a la misión de la educación
integral que busca la «unidad interior de la persona», según he recordado en el capítulo
precedente. Aquí no ignoramos, como digo, esta dimensión, pero insistiremos más en las
claves que conciernen a la organización y articulación de la sociedad. El sentido de lo
«interno», desde luego, se refiere en primera instancia a la interioridad personal, pero
también se puede extender, aunque sea analógicamente, a la realidad social.

100
La democracia, diversidad y gestión del pluralismo
«Reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales» como tímidamente hizo el
Concilio Vaticano II (GS, 75) y hoy consideramos condición sine qua non de una
sociedad democrática, no es asentir a una concepción del pluralismo en clave de
relativismo moral, nociva para la misma vida democrática, pues esta tiene la necesidad
de fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de principios éticos que, por su naturaleza
y papel fundacional de la vida social, no son negociables.

El pluralismo, condición de posibilidad de la democracia, no puede ser cualquier


tipo de pluralismo. No puede ser un pluralismo que podríamos llamar «agnóstico» [2] y
que tiene que ver más con la confusión y el vacío que con la riqueza de la diversidad;
que es más relativismo escéptico respecto de la unidad que vertebra la convivencia que
verdadero pluralismo, que no reniega ni de la rica diversidad social ni de la cohesión
asentada sobre una base compartida de valores comunes. Tampoco es «el pluralismo de
puntos de vista opuestos e incomponibles, que es signo de la desintegración, de la falta
de sentido y de la incapacidad de síntesis. La diversidad, en cambio, es expresión de la
riqueza y de la plenitud, que es tan grande que no se puede reunir bajo un único concepto
ni verbalizar en única frase... Toda vida verdadera se mueve en medio de tensiones... Allí
donde cesa la tensión, reina la muerte. Con más razón, cuando se trata de Dios, de la
verdad absoluta y de la plenitud de la vida, tan solo es posible una pluriformidad de
posiciones recíprocamente complementarias, pues la desemejanza de cualquier
enunciado es siempre mayor que la semejanza» [3] .

El pluralismo que favorece una cultura del encuentro es aquel que en la diversidad
es capaz de generar unidad (e pluribus unum), y el que la imposibilita es su opuesto (e
pluribus disunctio). En ética, el pluralismo consiste en aceptar que no puede haber una
única visión moral, a no ser que se imponga, pero aceptando también que la
inconmensurabilidad e incapacidad de comunicación entre visiones diferentes paraliza
cualquier intento de actuación conjunta. Y, en general, el pluralismo benéfico se da en el
reconocimiento de que hay diferencias legítimas, a veces muy acentuadas, pero también
elementos compartidos por los distintos grupos, que permiten construir juntos la

101
sociedad. Esa «dinámica social de la comunión en las diferencias, cuyo fruto es la
serenidad en la justicia y la paz. Plural comunión de todos los talentos y todos los
esfuerzos, sin importar su origen. Comunión de todos los que se animan a mirar a los
demás en su dignidad más profunda» [4] .

El diálogo y el encuentro en la diversidad no lo favorecen la mera tolerancia, la


condescendencia o la transigencia: estas actitudes son demasiado poco para ello
(Aranguren). Tolerancia, de tolerare, es soportar, ser paciente, consentir... el mal (por
evitar males mayores); condescendencia es descender a un nivel moral inferior;
transigencia, ceder del propio derecho para facilitar la convivencia. No se trata de eso,
sino de una convivencia en la diversidad cuyo punto de partida sea el respeto al valor
moral de la persona, a la dignidad del otro. No es un valor fríamente reconocido, sino un
valor por el que debo ser afectado en la doble acepción de sentir afecto moral por el otro,
en tanto que otro, y de sentirme afectado por lo que dice, por su punto de vista, por su
parte de razón. En esta línea, una de las indispensables tareas es indagar hasta dónde
llegan los acuerdos y dónde empiezan las discrepancias, para que el pluralismo no
degenere en confusión y/o vacío moral.
En la decisiva tarea de repensar hoy la convivencia cívica dentro de los parámetros
del presente (globalización/interdependencia, cosmopolitismo, multiculturalismo,
digitalización, «rapidación»...), habrá que tener en cuenta que el pluralismo en las
sociedades es no solo el pluralismo de ideas de bien, sino también el pluralismo propio
de la intensa diversidad cultural y religiosa. Si la teoría liberal, como ha mostrado W.
Kymlicka en su Ciudadanía multicultural, piensa sobre comunidades políticas donde
hay homogeneidad cultural y donde las diferencias étnico-culturales-religiosas han sido
resueltas dentro de los Estados nacionales, hoy se reabre la cuestión, porque el
pluralismo se ha vuelto a hacer intensamente presente en esas dimensiones. Este
pluralismo ya no se refiere a situaciones en las cuales los agentes fundan sus acciones en
la promoción y defensa de intereses negociables en el seno de una identidad común (no
negociable), sino de enfrentamiento entre agentes que simbolizan en el espacio público
identidades representadas como no negociables, reivindicando ese espacio.
En una sociedad culturalmente plural no existe fórmula mágica que evite esta
búsqueda permanente del mejor equilibrio, siempre precario. Desde luego, no ignoramos
que la gestión de identidades fuertes en una sociedad plural es siempre compleja; la

102
relación con otras identidades en conflicto potencial o real genera tensiones a veces muy
serias. En cada caso habrá que buscar la mejor fórmula para garantizar el respeto a los
diferentes, sin conculcar los derechos y las libertades fundamentales. Europa está ahora
en esa tesitura y sometida a la presión, por una parte, del radicalismo violento que viene
del terrorismo yihadista y, por otra, de los populismos que aprovechan la coyuntura para
ganar poder sin soluciones reales.
Así, el papa Francisco aboga por «un sano pluralismo que de verdad respete a los
diferentes y los valores como tales y que no implique una privatización de las religiones,
con la pretensión de reducirlas al silencio y a la marginalidad del recinto cerrado de los
templos, sinagogas o mezquitas. Se trataría, en definitiva, de una nueva forma de
discriminación y de autoritarismo... Eso, a la larga, fomentaría más el resentimiento que
la tolerancia y la paz» (EG, 255). El «sano pluralismo» es un «pluralismo constructivo»
(R. Williams [5] ) o ese que convoca a la «solidaridad intelectual» (D. Hollenbach [6] ),
que entraña una visión de la sociedad plural («comunidad de libertad») donde las
tradiciones y comunidades con diferentes visiones de la vida buena puedan dialogar para
elaborar un dinámico bien común. Desde luego, requiere tolerancia, pero va más allá que
esta: pide diálogo entre visiones de vida buena, un diálogo que remite también a la
correlación entre símbolos religiosos y experiencia pública. ¿Cómo va a renunciar la
sociedad a las aportaciones de las religiones, fuente de tantos y tan valiosos recursos?
Desde ahí, la misma determinación con que se condenan todas las formas de
fanatismo y fundamentalismo religioso lleva a oponerse a todas las formas de hostilidad
contra la religión, que limitan el papel público de los creyentes en la vida civil y política,
y a defender que la libertad humana no es un puro acto de conciencia, sino que pide
vivirse como libertad compartida en responsabilidad común. Y para vivir esa libertad se
necesitan también comunidades e instituciones religiosas, las cuales desempeñan la tarea
de proporcionar a una esfera pública plural orientaciones morales comunes e
instrumentos de convivencia. En ese sentido recordó el papa: «Es imposible imaginar un
futuro para la sociedad sin una vigorosa contribución de las energías morales en una
democracia que evite el riesgo de quedar cerrada en la pura lógica de la representación
de los intereses constituidos. Será fundamental la contribución de las grandes tradiciones
religiosas, que desempeñan un papel fecundo de levadura de la vida social y de
animación de la democracia. Favorable a la pacífica convivencia entre religiones

103
diversas es la laicidad del Estado...» [7] . Sobre este punto tendremos que volver en el
capítulo 5.

104
La ética cívica: unidad en lo básico, diversidad en lo demás
Como ya advirtió Aristóteles en la Ética a Nicómaco, la ética alcanza el bien que nos
pone en el camino de la felicidad, no por vía demostrativa, sino por vía deliberativa; de
ahí que sea a través de las palabras y el discurso como podemos alumbrar lo que
debemos hacer para caminar hacia el bien. La deliberación ética es un acto comunicativo
que en nuestras sociedades se hace en el seno de una pluralidad de concepciones
globales de bien (religiosas, filosóficas y morales); y si no se hace en la diversidad, no se
hará.
Sé que son malos tiempos para confiar en que podemos ponernos de acuerdo sobre
los valores fundamentales que canalicen nuestra convivencia; pero precisamente por eso
son tiempos para resistir a los miedos y a la búsqueda de los atajos que no llevan a
ningún sitio moralmente decente y para perseverar en la búsqueda del bien. Creo que
procede en este punto recordar una vez más las pautas que Adela Cortina ha trazado a lo
largo de su importante obra para una sociedad que desee ser realmente pluralista y vital:
«compartir unos mínimos de justicia y respetar activamente unos máximos de felicidad y
de sentido» [8] . Creo que sigue siendo totalmente actual y pertinente hablar de:

a) Una relación de no absorción. Ningún poder público –ni político ni cívico– está
legitimado para prohibir expresa o veladamente aquellas propuestas de máximos
que respeten los mínimos de justicia contenidos en la ética cívica. Ninguna ética de
máximos debe intentar, ni expresa ni veladamente, absorber a la ética civil, porque
entonces se instaura un monismo moral (sea laicista, sea religioso) intolerante.
b) Los mínimos se alimentan de los máximos. La no absorción solo hace que la
coexistencia sea posible, pero no favorece una auténtica convivencia de
cooperación. Esta es esencial, porque los mínimos se alimentan de los máximos:
quien plantea exigencias de justicia lo hace desde un proyecto de bien (proyecto de
felicidad, plan de vida buena) que pertenece al proyecto de máximos.
c) Los máximos han de ser purificados desde los mínimos. Se constata el peligro que
supone el ponerse por encima de los mínimos en virtud de la invocación de
máximos. La tensión entre el amor y la justicia, en la ética cristiana, es un buen

105
ejemplo para entender este punto: con el amor como pretexto, instituciones o
personas pueden saltarse los deberes de la justicia tal como la ética cívica viene
entendiéndola.

d) Evitar la separación. Una ética civil sin conexión con las éticas de máximos acaba
siendo ética estatal, y el Estado acaba engullendo a las personas. Una ética de
máximos que prescinde de los mínimos acaba siendo imperialista, porque identifica
sus creencias, intereses, pretensiones, con lo único bueno e importante. Una religión
o cosmovisión autosuficientes, ajenas a la ética civil, acaban convirtiéndose en
obstáculos para la convivencia social.

Estas pautas son interesantes para el diálogo cívico entre diversas visiones morales,
pero no menos para el encuentro entre culturas y religiones, toda vez que los
participantes habrán de hacerse cargo de la ética mínima de su sociedad, pero, al mismo
tiempo y no de cualquier modo, de las éticas de máximos, por supuesto de la suya propia
y también de las de los demás. Si la ética cívica se ha ido generando desde las propuestas
de felicidad que conviven, se puede exigir que estas la acepten y respeten desde dentro,
porque también es cosa suya. Por eso importa esforzarse por descubrir los valores de la
ética cívica en las distintas propuestas de máximos, religiosas o no religiosas (descubrir
en lo concreto), en vez de actuar como si los valores de la ética cívica fueran paralelos a
los de las éticas de máximos y tuvieran que venir a juzgarlos desde fuera.

106
¿Cómo podemos los católicos contribuir a la cultura del encuentro?
En la secularizada Europa, y acaso especialmente en países como España, donde la
secularización se da sobre una honda tradición católica, algunos de los participantes en
los debates de la ética cívica (en particular de los debates bioéticos) piensan, y lo
escriben, que la moral católica exige, para su comprensión y aceptación, un «acto de fe»,
y que, como consecuencia de ello, los no católicos quedarían, por definición,
incapacitados incluso para comprenderlas. Dicho con otras palabras: tales «razones» de
la moral católica no son razonables, sino fuera del terreno de la razón. Pero con todos
mis respetos para los que así piensan, hay que decirles que presentar convicciones
morales sin avalarlas con argumentos razonables e informados no ha sido nunca, ni lo es
hoy, el modo de proceder de la moral católica. (La doctrina de la ley natural a lo largo de
los siglos atestigua esa idea). Una cosa es que los que estamos en la Iglesia podamos
analizar y discrepar sobre cosas que digan nuestros pastores, y otra muy distinta es que
aceptemos que se ridiculice su postura, en el fondo con un interés muy preciso de
desacreditar públicamente la oposición más clara y mejor articulada.
Ahora bien, la defensa nítida del derecho de la Iglesia católica a avanzar su visión
en el debate público no es defensa de cualquier modo de proceder. Creo que la Iglesia
católica ha de trabajar dentro de los requerimientos del orden público (en tanto que parte
del bien común) para implementar lo que ella cree que son los niveles mínimos de
moralidad pública en una sociedad pluralista, mediante el uso de métodos de la
persuasión y la argumentación en una conversación ciudadana. Precisamente porque la
ética cristiana se entiende como «razón informada por la fe» [9] , es posible que el
consenso público moral y político para el conjunto de la sociedad sea viable en un
contexto de pluralismo religioso, moral y cultural. La «razón informada por la fe» no es
razón reemplazada por la fe, ni razón sin fe, sino razón configurada por la fe en
perspectivas, temas, intuiciones asociadas a la tradición cristiana, que nos ayuda a ver el
mundo a la luz del Evangelio y, desde ahí, contribuir con lo mejor de nuestro saber y
entender.

107
Recordemos una cosa que enfatizaba Richard McCormick, SJ: «El moralista
cristiano que trabaja en el foro de la política pública no debe ser ni un sectario ni un
acomodaticio consensualista». La justificación del modo de proceder del teólogo que
participe en la ética cívica de una sociedad pluralista nos la ofrecía indirectamente el
moralista jesuita cuando explicaba que los que le alababan porque en las discusiones
sobre asuntos de moral y política públicas dejaba fuera del debate sus convicciones
éticas y religiosas, cometían un craso error, pues «estoy llevando al debate mis
convicciones morales y religiosas. Ahora bien, estas convicciones están formadas en una
tradición que mantiene que sus temas y perspectivas básicas son racionales y no
reemplazan a la razón. Más aún, tales temas son inteligibles y recomendables por encima
de tradiciones culturales religiosas, porque se reclaman iluminadores de lo
universalmente humano» [10] .

Los términos de la crítica social de la Iglesia de GS 42 –fin religioso en el que cabe


pronunciar el juicio moral aun en los problemas de orden político– pueden traducirse en
que la Iglesia, hoy, ha de ejercer su crítica en el orden cultural para influir en el orden
político de la sociedad, porque la religión (en sus diferentes expresiones) es una fuerza
social insustituible, pero no a través de una acción directa sobre el Estado/gobierno
(política pública directa), sino respetando las variadas mediaciones del conjunto de la
sociedad, en la cual existe, amén de otros rasgos, un pluralismo religioso, moral,
político... Por eso, la propuesta moral católica habría de ser elaborada de forma dialógica
y mediada a través de lenguajes accesibles, para poder desempeñar su misión dentro del
orden social; misión consistente en ser energía básica de la civilización, sin arrogarse la
función de ser fuerza directriz de la política pública, que ciertamente no le corresponde.
Me gusta cómo lo expuso el Sínodo Mundial de Obispos de 1971 en su documento
Justicia en el mundo: «Para obtener la auténtica unidad de esfuerzos que exige la
sociedad humana mundial es necesaria la función llamada de «mediación» para superar
cada día las controversias, los obstáculos y las ventajas anticuadas que se encuentran en
el proceso hacia una sociedad más humana. Pero la mediación efectiva conlleva la
creación de una atmósfera duradera de diálogo, a cuya realización progresiva puedan
contribuir los hombres sin verse coaccionados por condicionamientos geopolíticos,
ideológicos, socio-económicos y por las diferencias que suele haber entre las diversas
generaciones. Para restituir un sentido a la vida, mediante la adhesión a los valores

108
auténticos, la participación y el testimonio de los jóvenes, cuya importancia va
creciendo, son tan necesarios como la comunicación entre los pueblos».
El reto de católicos e instituciones confesionales católicas en su participación
pública estará en desarrollar una «teología pública» (en sentido amplio, no solamente la
que hacen los teólogos profesionales) que participe plenamente en la conversación
cívica, haciéndose voz dispuesta a exponer sus razones, a persuadir, a justificar, a
deliberar de modo «inteligible, responsable, atento e inteligente»; una voz abierta al
cambio, que no pierda su horizonte de sentido genuinamente cristiano. Una teología
pública así es una corriente constructora de la ética pública –no estatal, sino del conjunto
de la sociedad civil– que busca dirigirse al conjunto de la sociedad y de la cultura secular
sin perder contacto con las creencias y prácticas distintivas de la tradición cristiana. Esto
supone, por un lado, no perder la sustancia distintiva ni la capacidad profética del
testimonio cristiano; y, por otro, supone no perder el lugar dentro del discurso público, a
causa de un simplista análisis de la realidad social y del lugar de la religión –
comunidades e individuos creyentes, ideas e instituciones– en el mundo.
Desde luego, los miembros de la comunidad eclesial –particularmente los pastores–
no tendrán más remedio, en ocasiones, que pronunciar una voz disonante que sea
denuncia profética ante la injusticia y el mal; pero no deberán absolutizar ninguna de
esas formas de presencia renunciando a la misión de diálogo con el mundo, un diálogo
que en el escuchar y decir se va haciendo a través de distintas acciones dialógicas: a)
declarar los propios puntos de vista y las razones que apoyan una determinada línea de
acción; b) persuadir al otro para que la apoye, ya sea por las mismas o por diferentes
razones; c) justificar las elecciones políticas ante otros; d) deliberar entre los distintos
interlocutores; y e) dar testimonio, con signos y gestos de vida.
Este diálogo tiene consecuencias para la Iglesia y su Doctrina Social y para las
posibilidades de estas dentro de la ética cívica y los diálogos públicos, pues hace que la
Iglesia, y en general todas las confesiones y comunidades, como comunidades de
discurso moral, busquen interpretar el potencial de sus tradiciones morales y religiosas,
en tanto que participan en el debate social. Lo cual supone no hacer dejación del bagaje
que cada cual lleva, sino ser y dialogar desde ese bagaje en una búsqueda cooperativa de
lo más justo.

109
La necesidad del mutuo intercambio entre entes políticos y sociedad civil
Cuando la política ha sido más necesaria para afrontar situaciones críticas, nos hemos
encontrado con que muchas de las formas de ejercerla habían sufrido una merma severa
y acaso irreparable de credibilidad social. Malas prácticas y corrupciones se han ido
dando por buenas, como si se tratase de conductas aceptables y hasta normales,
generando una crisis de legitimidad y confianza cuyos efectos, en forma de desconfianza
en los políticos y gestores públicos, continúan sintiéndose y tardarán en pasar. El
comportamiento político predominante ha dado demasiadas muestras de democracia
formal e insustancial, juego partidista y respuestas meramente tecnocráticas, con
manifestaciones más que abundantes de vacío de liderazgo moral para generar relatos
ilusionantes, visibilizar el espíritu que nos une y movilizar a las personas en favor del
bien común. Eso ha permitido y agravado la crisis y ha dificultado enormemente que,
sintiéndonos parte de una sociedad, hagamos frente positivamente al deterioro de la vida
económica y pública. La frustración ante la crisis ha cargado a la población con un
malestar que ha golpeado contra todas las instancias públicas. La clase política y los
partidos políticos han llegado a convertirse en el tercer problema más importante para
los españoles, solo por detrás del paro y de la corrupción y el fraude. Y, ciertamente, el
bloqueo en que estuvimos durante casi un año sin formar gobierno y convocando nuevas
elecciones agravó la negatividad de esa valoración, pues daba la impresión de que los
partidos perdedores, en lugar de ver cómo se podía conseguir que hubiera un gobierno,
utilizaban la aritmética de los votos para vetar las salidas posibles. Esa conducta política,
para la que se ha acuñado la palabra «vetocracia», al ampararse en los reglamentos y la
aritmética de los votos, desgasta aún más el sistema, afectando a todos los elementos del
mismo, incluido el papel del Rey como árbitro.
La estabilidad, por el contrario, en seguida tiene un impacto positivo en la
valoración de la política y en la circulación de los flujos de energía social, en la cual es
condición sine qua non el concurso de la diversidad de instituciones y asociaciones de la
sociedad civil. Sin ese intercambio dinámico, la política se convierte fácilmente en algo
estático e insensible a las condiciones históricas que vive la gente. Claro que la
estabilidad de los regímenes pluralistas democráticos es muy importante y tiene mucho

110
que ver con el funcionamiento de los partidos; pero «esa estabilidad no puede
conseguirse a costa de eliminar del reino público los lenguajes primarios de la sociedad
civil» [11] . En la misma línea escribe la profesora Cortina que «los poderes políticos
deberían aprovechar, en el buen sentido de la palabra, el potencial dinamizador de los
máximos, porque la política no es solo el arte de eliminar problemas, sino sobre todo el
de intentar resolverlos de modo que la solución favorezca el bien de los
ciudadanos» [12] . Pero este mutuo intercambio no es fácil para ningún partido (ni nuevo
ni viejo), porque les exige una continua «desinstalación» y una atención a la realidad que
no se deja reducir a ideología.

Así se entiende esa otra disfunción del pluralismo que el afamado psiquiatra
norteamericano Robert Jay Lifton denominó «totalismo» en su libro Thought Reform
and the Psychology of Totalism. No es un término nuevo, sino de hace tres décadas, pero
que ahora está ganando más significación. Designa los procesos de eliminación del
pluralismo y la libertad allí donde su agente no es el monopolio ejercido por un partido-
Estado (totalitarismo), sino la actuación de un colectivo organizado que impone la
homogeneización de las conciencias, desde sí mismo o en colaboración con el poder
vigente. Procesos que estamos viendo en algunos partidos que han surgido al amparo de
la crisis reciben una luz interpretativa de este concepto que el profesor Jay ha
desarrollado, aunque es cierto que sin haber conseguido penetrar en el debate público.

111
Reconciliación como llamada sociopolítica
La unidad sobre el conflicto llama a la reconciliación, en medio de un mundo roto y
plagado de tensiones; algunas de esas tensiones son palancas de movimiento y progreso,
otras son pistas hacia la destrucción. Por un lado, los liderazgos políticos que están
tomando las riendas de varios países vienen creando brechas entre sus ciudadanos sin
recato ni disimulo, reclamándose como intérpretes autorizados y salvadores del pueblo, y
están en plan de construir muros, incluso físicos, como hizo el Imperio Romano en su
declive, cuando amuralló sus ciudades para defenderlas de los bárbaros. El ejemplo de
Donald Trump es el más patente y, sin duda, alarmante, pero, desgraciadamente, no es el
único. Por otro lado, hay liderazgos que han cobrado auge en fenómenos sociales en los
que ha predominado la «indignación» (el movimiento de los Indignados, con fuerza y
visibilidad pública en España y en otros países de Europa). La indignación/protesta
puede tener su papel, sin duda, como despertador de las conciencias y expresión del
malestar ante los conflictos y problemas, muchas veces muy hondos y de difícil
erradicación, que atraviesan la sociedad y dañan a las personas; pero una visión
meramente negativa o conflictivista de la sociedad es insuficiente y aboca a una vía
muerta e improductiva. Además, es reduccionista, porque hay no pocos aspectos que
agradecer y valorar positivamente. Como hemos explicado en otros lugares [13] , es
sugerente, y no poco inteligente, pensar que, igual que hay una «psicología positiva» que
plantea la maduración y el crecimiento desde lo que abre futuro y motiva a la persona,
también debería haber una «sociopolítica positiva» que valorase la importancia de la
gratitud, de la celebración y de la alegría en la vida pública; que reconociera las
capacidades de resistencia y resiliencia; que fuera capaz de poner en primera plana lo
positivo incluso en el adversario y hacer memoria de las experiencias de éxito que nos
ayudaron a crecer como sociedad y como cultura pública (en el sentido rawlsiano). Allí
donde hay conflictos o divisiones, la sociedad debe aprender a crear procesos de
(re)encuentro y reconciliación, y la Iglesia debe prestar especialmente el servicio de
facilitar esos lugares y procesos, como parte constitutiva de su ministerio. Con ello
renueva su mensaje evangélico y visibiliza su credibilidad como luz y levadura para el
mundo.

112
Reconciliar es establecer relaciones justas con Dios, con los demás y con la
creación
Reconciliar ha sido siempre, bajo modalidades diversas, la misión de la Compañía de
Jesús y ha ido adquiriendo orientaciones distintas según las necesidades y aspiraciones
de cada tiempo. Ya en 1550, Ignacio y sus primeros compañeros sintieron la llamada a
«reconciliar desavenidos» tal como consta en la Fórmula del Instituto; y en 1975, la
Congregación General (CG) 32 expresaba la misión como «servicio de la fe, del que la
promoción de la justicia constituye una exigencia absoluta, en cuanto forma parte de la
reconciliación de los hombres exigida por la reconciliación de ellos mismos con Dios»
(CG 32, d. 4). Más recientemente, la CG 35 concentró aún más la misión en la
reconciliación: «En este mundo global, marcado por tan profundos cambios, queremos
profundizar nuestra comprensión de la llamada a servir la fe, promover la justicia y
dialogar con la cultura y otras religiones (CG 34) a la luz del mandato apostólico de
establecer relaciones justas con Dios, con los demás y con la creación» (CG 35, d. 3., n.
16), para ser «puentes en medio de las divisiones de un mundo fragmentado» (CG 35, d.
3, n. 17). Y hace unos meses la CG 36 aprobó un decreto dedicado a la misión que, en su
n. 21, da una rotunda confirmación a las tres dimensiones fundamentales de la misión de
la reconciliación, que son «la única acción de Dios, interrelacionada e inseparable»,
reforzando su urgencia y profundizando en las intuiciones precedentes: es siempre obra
de la justicia, una justicia discernida y formulada por las comunidades y los contextos
locales; en el centro de la reconciliación se encuentra la cruz de Cristo y también nuestra
participación en ella, que puede conducir al conflicto y a la muerte, como atestigua el
testimonio de muchos de nuestros hermanos. Todo se asienta y nutre en que «Dios
continúa su obra de «reconciliar el mundo consigo en Cristo».
Tal como ha explicado José Ignacio García, SJ, como experto en la materia y
participante en la CG 36, «el decreto dedicado a la misión, en los nn. 22 a 30, detalla los
contenidos de las tres llamadas. La reconciliación con Dios es una oportunidad renovada
para profundizar en nuestra espiritualidad y comprometernos en el anuncio de la alegría
del evangelio según los distintos contextos en que vivimos. La reconciliación con los
otros es mensaje a renovar nuestro compromiso por la justicia, y ello en tres situaciones

113
muy precisas: los desplazamientos humanos (refugiados y migrantes), los grupos
marginados y excluidos, especialmente los pueblos indígenas, y, por último, el fenómeno
desconcertante de la violencia que se promueve desde los grupos religiosos. La religión
como fuente de violencia es probablemente uno de los mayores anti-signos de nuestro
tiempo. Por último, la reconciliación con la creación trata de seguir el camino trazado
por el papa en su encíclica Laudato si’, que supone poner en cuestión nuestro orden
económico para lograr que la creación de Dios (seres humanos y naturaleza) ocupen el
lugar querido por Dios. El cuidado de la casa común no es algo secundario, sino central
para nuestra fe hoy en día» [14] .

Así pues, el foco de la misión se pone en la reconciliación, y creo que hacerlo así,
por ejemplo, permite a una universidad: 1) Responder a las necesidades de investigación
en torno a la misión de reconciliar («Con Dios, con los otros, con la creación») de la
Compañía de Jesús al servicio de la Iglesia y la sociedad, atendiendo a la llamada del
papa Francisco a ser una Iglesia «hospital de campaña para sanar tanta herida en el
mundo». 2) Integrar y profundizar en la espiritualidad ignaciana como «valor añadido» y
elemento clave articulador de lo que hacemos, ya sea en la investigación, en la docencia
o en el servicio a la sociedad. 3) Concretar la llamada a la interdisciplinariedad dentro de
la estrategia investigadora, pues «la naturaleza de los problemas sociales requiere un
grado muy elevado de interdisciplinariedad que debe promoverse, entre otros, mediante
un diseño institucional adecuado».

114
«Mediadores» y «no intermediarios» de la reconciliación, don de Dios y
tarea humana
No hay sociedad en la que la reconciliación no sea una necesidad, y en muy pocas
sociedades las noticias están siendo positivas a este respecto. El caso colombiano merece
ser celebrado de modo especial, por ser una excepción en el conjunto del mundo. En
todos los países hay demandas de cambios que implican modificaciones que afectan a
cuestiones que la población considera fundamentales y potencialmente pueden provocar
hondos desacuerdos donde se juegan cuestiones que afectan directamente a la dignidad
humana y en los que la Iglesia debe buscar sin desmayo la defensa de la vida y la
libertad. Otros asuntos, en cambio, aunque son cambios radicales, son distintas opciones
compatibles con el Evangelio, distintas formas legítimas que unos cristianos apoyan y
otros no. En estas cuestiones el problema para la Iglesia no reside tanto en los fines
perseguidos cuanto en los procesos, porque con frecuencia se producen daños de
división social, en ocasiones muy graves. Así pues, ante los presentes y futuros
desacuerdos graves que se produzcan –pues somos sociedades dinámicas en las que
crece la participación ciudadana–, necesitamos tener una cultura pública capaz de
encauzarlos adecuadamente. Así, es importante que, cuando los desacuerdos sean
radicales, respetemos el derecho que nos hemos dado: la invocación del Estado de
derecho o el gobierno de la ley, sin el cual no es posible la democracia. Este es un
estribillo muy repetido en España ante los procesos rupturistas, y hay que confirmar la
solidez del argumento, pues invocar el sentir y la participación del pueblo por encima de
los procedimientos constitucionales y de los demás ordenamientos legales, o de la
separación de los poderes, nos lleva más a la negación de la democracia y la libertad; por
tanto, a algo contrario al bien común.
Es clave que, pese a las discusiones y diferencias, no se rompan los puentes de
encuentro y diálogo, sino que la convivencia se proteja como el bien más valioso, por
encima de cualquier idea o creencia. Hay que evitar caricaturizar a los adversarios,
estigmatizar al oponente, reducirlo a prejuicios que acaban causando menosprecio, odio
y violencia. Hay que hacer un especial esfuerzo por comprender los motivos, intenciones
y experiencias del otro y tratar de hacer la mejor interpretación posible. Que lo que nos

115
diferencia no nos separe ni impida que crezca más lo que nos une. Aún menos, que sean
los líderes los que dividen a la gente.
Los cristianos estamos llamados a hacer, independientemente de las opciones a que
nos adscribamos, una intensa labor de pacificación, reconciliación e incansable
promoción de encuentro, diálogo y un prudente discernimiento público para tratar las
cuestiones de interés para todos e ir alumbrando consensos. Sin anular las legítimas
diferencias, uno de los grandes servicios que podemos ofrecer al mundo es ser agentes
de pacificación y reconciliación, y también disponer las instituciones cristianas hacia ese
compromiso. Es digno de reseñarse cómo muchos laicos cristianos, con opciones muy
distintas en la política, comparten en comunión lo más importante: su enraizamiento en
el Evangelio de Jesús. Conviven haciendo posible la comunión en lo fundamental y la
diversidad en sus preferencias políticas, incluso a veces abiertamente opuestas. Esa
experiencia de desacuerdo sin ruptura de la comunión podría ser reflexionada, y quizá se
pueda compartir con el conjunto de la sociedad como algo valioso.
Por eso sería bueno que, siempre que sea posible, haya una representación plural de
los distintos tipos de sensibilidades y opciones sociopolíticas en los espacios y medios
vinculados a la Iglesia. La Iglesia puede hacer un gran bien no solo iluminando tal o cual
decisión política, sino creando las condiciones para que se pueda discernir mejor lo
público, se constituya una comunidad sociopolítica más tolerante y sólida y se
profundice en todas las deliberaciones. Para calificar este servicio que la Iglesia debe
ofrecer, Francisco habla de «mediadores», que no «intermediarios», pues «el
intermediario acepta hacer descuentos a todos para obtener un beneficio; y el mediador,
en cambio, no busca nada para sí, sino que se da generosamente hasta consumirse,
sabiendo que el único beneficio es la paz» [15] . Esto se puede aplicar, por ejemplo, a las
tareas que el Vaticano está haciendo en Venezuela y también en Cuba o en Colombia,
por recordar algunas de las más conocidas.

116
La cruda realidad del drama de los cientos de miles de refugiados llamando
a Europa
Me gustaría tratar aquí uno de los fenómenos donde las tensiones y divisiones están
afectando dura y profundamente a las sociedades europeas –el drama de los refugiados–,
donde se hace perentoria la urgencia de reconciliación en el sentido del establecimiento
de relaciones justas con Dios, con el prójimo y con la creación. La desesperación de
miles de mujeres y hombres huyendo de la guerra, la persecución o la miseria y
buscando mejores condiciones de vida en Europa puede llevar a un escenario donde el
miedo y el autointerés se hagan aún más fuertes, o puede ser ocasión de crecimiento en
humanidad y solidaridad; un crecimiento que pasa por reconocer que nos necesitamos
mutuamente [16] , aunque muchas veces esa mutua necesidad no sepamos realizarla, ni
siquiera expresarla, y aunque la avalancha no sea, desde luego, la forma deseable de
hacer las cosas.
Los partidos xenófobos y antiinmigración aprovechan a fondo la difícil coyuntura
de la crisis económica y de la crisis moral-espiritual para cosechar votos, y en algunos
países lo tienen bastante fácil. Francia es quizá el ejemplo más claro del desquiciamiento
del juego político y de cómo la inmigración y el asilo se convierten en elementos
decisivos de los procesos electorales. Pero el rumbo de la democracia en Europa tiene
que ir en la dirección de mutualizar la política de inmigración y asilo, planteando con
valentía la necesidad y los costes de dar una solución éticamente solvente y
políticamente creíble a un problema de tan grandes dimensiones. Hay cientos de miles de
personas dispuestas a saltar a Europa que no se van a arredrar por mucho que se les
intente disuadir o incluso amenazar. Poco o nada tienen que perder, y mucho que ganar;
al menos, lo creen visceralmente. Y en Europa hay muchos que no los quieren, pero
tiene que haber muchos más millones de personas dispuestas a ayudarles.

117
Lo que la crisis de los refugiados en Europa está poniendo de manifiesto
como esencial
La UE necesita urgentemente una política (tanto interior como exterior) común y
compartida (que es mucho más que dar fondos a los países socios para que respondan a
la crisis) para afrontar el drama humano de los refugiados y migrantes que llegan a
nuestro territorio o mueren en el intento frustrado de cruzar sus fronteras. No queda otra
alternativa a los líderes de la Unión que la de afrontar con valentía esta crisis, aun a costa
de adoptar medidas impopulares (que van a ser utilizadas torticeramente por los partidos
xenófobos y antiinmigración), como hacer una política de asilo amplia, implicarse
efectivamente en las situaciones de los países de origen, flexibilizar los requisitos para la
entrada regular en los países de la Unión e informar a sus conciudadanos de los costes y
los beneficios de hacerlo. «Que el Mediterráneo se haya convertido en un cementerio nos
tiene que hacer pensar», ha dicho varias veces Francisco.
Se trata de una política de verdad, no política «barata» (electoralista, populista o
nacionalista); una política con una alta dosis de solidaridad, que se tome en serio la
acogida y la cooperación internacional al desarrollo, mediante la redefinición de la
Política Europea de Vecindad (crear oportunidades económicas en los países de origen,
con acciones sostenidas y sostenibles en el tiempo). Una política que no puede tener
como primer objetivo el control de fronteras y la persecución de las mafias que se
aprovechan de la desesperación de miles de seres humanos. Esas medidas de control y
lucha contra el crimen son ciertamente importantes, porque el éxodo de cientos de miles
de personas nunca puede ser deseable ni beneficioso y la extorsión siempre es execrable,
pero carece de lógica fiarlo todo a ellas o darles carácter prioritario.
Por supuesto que tendrá costes una política a la altura del desafío, pero muchísimo
mayores –además del deterioro de humanidad, cuyo valor moral es incalculable– serán
los costes que vengan de responder con muros, vallas y control policial o de dejar que
cada uno de los países afectados (al final, todos) se las componga como pueda. A estas
alturas, ya no son válidos los argumentos que avivan los temores de que la adopción de
una política exterior y de seguridad común, o una cooperación más estrecha en temas de

118
justicia e interior (incluyendo aquí normas comunes sobre asilo e inmigración), puedan
violar «el espíritu y los valores originarios de la construcción europea al reintroducir de
nuevo aquellos elementos de la soberanía estatal que la idea de comunidad supranacional
pretendía, precisamente, superar» [17] . En los parámetros de nuestro mundo, no querer
acometer una política europea común es prácticamente renunciar a afrontar esas
cuestiones [18] . De lo que se trata es de integrar creativa e inteligentemente unidad y
diversidad, también en el ejercicio de la soberanía. Eso sí, sin olvidar que el asilo a los
refugiados y la acogida de inmigrantes forman parte de la historia de nuestro continente:
y, por eso, lo que hagamos en esas materias afecta a nuestra «alma». ¿O es que acaso «la
razón europea vive del espejismo de que solo puede considerar como europea aquella
situación en la que, de modo intrascendente, la modernidad puede ser vivida como un
carnaval de posmodernidad?» [19] .

En realidad, estamos ante la aguda cuestión de cómo, en una Europa con su


civilización y sus valores, con sus complicados mecanismos de poder y sus
ambivalencias y tensiones, así como con sus muy distintas cosmovisiones, podrán
encontrarse anclajes pre-políticos y evidencias éticas que tengan suficiente fuerza de
motivación como para imponerse, responder a los desafíos señalados y ayudar a hacerles
frente. Estamos frente a la dialéctica de toda reflexión ética, hoy agudizada a
consecuencia de la globalización; una dialéctica que nos pone ante el diálogo
intercultural e interreligioso, no como opción, sino como una necesidad vital para el
mundo actual.

Una ética a la altura del tiempo presente no se puede fundar ni en el «egoísmo


civilizado» ni en la «heurística del miedo». Ambas pueden ser interesantes puertas de
motivación moral, pero nunca serán suficientes para apoyar el trabajo en favor de la
dignidad del ser humano y del respeto por la naturaleza. Hace más el amor que el temor,
y para ello son precisos los cultivos de la espiritualidad renovadora y de la educación en
valores. Eso no lo va a lograr Europa sin el cristianismo, como Habermas ha llegado a
reconocer; pero tanto él como los máximos representantes de la Iglesia piden que no solo
el cristianismo sea fuente de motivación positiva para las gentes de Europa, sino que lo
sean todas las religiones y espiritualidades que coexisten en el continente. De un modo
especial se le pide al islam.

119
«La abstracta desnudez de ser nada más que humano»
Con su impresionante lucidez, Hannah Arendt vio cómo los refugiados desvelan una
contradicción que está en el corazón del pensamiento y la praxis política moderna. En su
libro de 1951, Los orígenes del totalitarismo, dice que durante el último siglo los
hombres han tenido tiempo de comprobar lo extremadamente «peligroso» que resulta
comparecer en la historia bajo «la abstracta desnudez de ser nada más que humano»,
porque en ella «el mundo no halló nada de sagrado» [20] . Según la filósofa judía, los
millones de personas que durante la primera mitad del siglo XX vagaban por Europa
lejos de su patria y de su hogar, sin la protección política de sus respectivos gobiernos y
de derecho nacional alguno, percibieron rápidamente lo tremendamente «peligroso» que
resultaba disponer de la sola protección del Derecho Natural «inalienable» que les asistía
en cuanto miembros de la «raza humana» (tal como Robespierre declaró solemnemente
en su Discurso del 24 de abril de 1793): eran Derechos del «Hombre», que, al carecer los
prófugos de la condición de «Ciudadanos», quedaban en papel mojado. La pérdida de la
comunidad nacional en la que esas personas existían las arrojaba, de hecho, fuera de la
humanidad, aun cuando se declarase que tenían derechos humanos. Llegamos a «ser
conscientes de la existencia de un derecho a tener derechos (y esto significa vivir dentro
de un marco donde uno es juzgado por las acciones propias) y de un derecho a
pertenecer a algún tipo de comunidad organizada, solo cuando aparecieron millones de
personas que habían perdido estos derechos y no podían recobrarlos, por obra de la
nueva situación política global...» [21] .

Viendo lo que ha ocurrido con los refugiados [22] deambulando por Europa sin un
lugar donde ser recibidos, nos damos cuenta de cuánta verdad hay contenida en la
reflexión de Arendt y qué gran sentido y valor encierra lo que escribió san Juan Pablo II
en su último mensaje para la Jornada de la Paz: «la pertenencia a la familia humana
otorga a cada persona una especie de ciudadanía mundial, haciéndola titular de derechos
y deberes, dado que los hombres están unidos por un origen y un supremo destino
comunes... La condena del racismo, la tutela de las minorías, la asistencia de los
prófugos y refugiados, la movilización de la solidaridad internacional para todos los

120
necesitados, no son sino aplicaciones coherentes del principio de la ciudadanía
mundial» [23] .

La doctrina social católica [24] coincide con otras propuestas morales en la


necesidad de crear nuevas formas de organizar las relaciones entre los seres humanos en
clave más universalista, abriendo con pasos eficaces el camino hacia un principio de
ciudadanía mundial, reconociendo a todas las personas como titulares de derechos y
deberes, dado que las personas están unidas por un origen y un supremo destino
comunes, más allá de sus diferencias. Mirando al Viejo Continente, parece cada vez más
claro que ninguna de las mediaciones políticas heredadas, originalmente concebidas para
servir a una sociedad integrada al nivel del Estado-nación, es adecuada para realizar ese
papel en Europa y dar una respuesta satisfactoria al volumen y la gravedad de las tareas
presentes, ni mucho menos de las futuras, tal como enseñan las situaciones críticas que
aquí trato de poner de manifiesto. Es muy atinada la reflexión de la ex ministra Ana de
Palacio: «En ausencia de un sistema internacional eficaz de fundamentos éticos y
teleológicos universales, el peligro es doble. El vacío de normas condena al mundo a la
reactividad perpetua, a la falta de visión, a una filosofía de crisis permanente, ineficiente
y desestabilizadora. Además, y más insidioso: la inexistencia de un fin común refuerza el
ombliguismo y arrastra decisiones parcelarias de óptica transaccional, no sistémica» [25] .

Aunque parezca obvio, no es fútil decir que cualquier regulación necesaria habrá de
llevarse a cabo con espíritu de generosidad, porque el criterio para determinar el límite
de soportabilidad no puede ser la simple defensa del propio bienestar, ignorando las
necesidades reales de quienes se ven obligados a solicitar hospitalidad.
Los actores implicados en esta gran transformación de las democracias liberales
necesitan ser repensados, reformulados y renegociados. Para conseguirlo, deberíamos no
solo aprender a pensar en los otros, haciéndoles justicia, sino aprender a entender que la
diferencia de una inmensa mayoría de seres humanos se ha gestado, sobre todo, en una
biografía escrita desde la injusticia.
La reflexión filosófica ante la «vida humana desnuda» se convierte en llamada al
deber de cuidar del otro despojado de sus derechos. Cuando rezamos el padrenuestro,
«santificar el nombre de Dios» exige reconocer a la otra persona con un nombre que es
distintivo y propio, lo cual es reconocerle como dotado de una personalidad de creatura,

121
imagen y semejanza de Dios, aunque carezca de los derechos de su ciudadanía nacional.
Como el buen samaritano, que habla de una ética que salta barreras étnicas y nacionales,
pero también del cuidado concreto de una persona por otra. Hacia ahí apunta también el
hecho de ser parte del Pueblo fiel de Dios, por encima de cualquier diferencia humana
que las personas puedan tener.
Probablemente es más fácil y fructífero, para tender puentes entre las diversas
tradiciones éticas, partir de las experiencias de injusticia, donde el dolor y el sufrimiento
tienen rostros y narraciones concretas, historias de injusticia –de hambre, de pobreza, de
discriminación, de maltrato, de explotación– que nos hermanan y nos permiten encontrar
la común humanidad. De la comprensión común de la dignidad humana que así acontece
surgen algunos criterios fundamentales éticos que, por una parte, apuntan hacia una
pretensión universal y, por otra, encuentran su expresión concreta en el deber de cuidar a
las personas, con todo lo que son, incluidas su cultura y su religión.
Una de las cosas que la ética cristiana tiene como tesoro que aportar al mundo de
hoy consiste en no prescindir del sufrimiento humano, que es real bajo tantas presencias.
El símbolo de la cruz plantea preguntas a las que todo ser humano, toda cultura y toda
ética social, ya sean religiosas o seculares, deben responder. La ética social bajo el signo
de la Cruz nos pide que abramos nuestros ojos al sufrimiento del mundo actual, nos
mueve a una mayor solidaridad con los que sufren y nos lleva a trabajar por aliviar este
sufrimiento y superar sus causas. La comunidad cristiana se siente cercana a cuantos
viven la dolorosa condición de tener que dejarlo todo, a veces hasta a su propia familia,
para evitar graves dificultades y peligros, y se esfuerza por sostenerlos manifestándoles
su interés y amor con gestos concretos de solidaridad, para que todos los que se
encuentran lejos de sus países sientan a la Iglesia como una madre para la que nadie es
extranjero.
En el horizonte de la globalización en que actualmente tenemos que pensar la
justicia como participación, tal como hace la Iglesia, es necesario elaborar una
argumentación consistente en favor de la globalización de la ciudadanía, que conceda a
la pertenencia a la comunidad humana un valor más alto que a la ciudadanía de una
nación particular, al menos en las situaciones extremas donde la humanidad misma está
amenazada. No sirven como fundamento de este nuevo sentido de ciudadanía ni un
cosmopolitismo abstracto o desencarnado ni un modelo de corte realista que sigan

122
entendiendo la justicia social, los derechos humanos y la ciudadanía desde la clave
exclusiva de los Estados-nación.
Lo que hemos vivido en Europa estos últimos años nos obliga a gritar con el papa:
«¡No hay derecho!» o «¡es una vergüenza!» que el Mediterráneo se haya convertido en
un inmenso cementerio. Pero lo más importante es que nos ponga a la obra de construir
un mundo habitado por conciudadanos que se afirman como pertenecientes libres e
iguales a la gran familia humana, con una dignidad de hijos de Dios.
Quiero rematar con unas palabras del papa Francisco que ofrecen una síntesis
perfecta de los argumentos principales que deben tenerse en consideración: «Emigrantes
y refugiados no son peones sobre el tablero de la humanidad. Se trata de niños, mujeres y
hombres que abandonan o son obligados a abandonar sus casas por muchas razones, que
comparten el mismo deseo legítimo de conocer, de tener, pero, sobre todo, de ser “algo
más” [...] Para huir de situaciones de miseria o de persecución, buscando mejores
posibilidades o tratando de salvar su vida, millones de personas comienzan un viaje
migratorio y, mientras esperan cumplir sus expectativas, encuentran frecuentemente
desconfianza, cerrazón y exclusión, y son golpeados por otras desventuras, con
frecuencia muy graves y que hieren su dignidad humana [...] Esta realidad pide ser
afrontada y gestionada de un modo nuevo, equitativo y eficaz, que exige, en primer
lugar, una cooperación internacional y un espíritu de profunda solidaridad y compasión
[...] Es importante la colaboración a varios niveles, con la adopción, por parte de todos,
de los instrumentos normativos que tutelen y promuevan a la persona humana con
adecuadas normativas internacionales capaces de armonizar los diversos ordenamientos
legislativos, con vistas a salvaguardar las exigencias y los derechos de las personas y de
las familias emigrantes, así como las de las sociedades de destino» [26] .

123
La hospitalidad cristiana como expresión de la cultura del encuentro
Para ordenar el abigarrado paisaje bíblico neotestamentario en orden a fundar el
comportamiento cristiano respecto del extranjero, sobre todo del que pide socorro, nos
sirve la triple motivación cristológica, carismática y escatológica [27] hecha por un gran
europeo, el jesuita y arzobispo de Milán, cardenal Martini, con la que sintetiza la fuerza
motivacional del Nuevo Testamento a este respecto. Es una valiosa aportación teológica,
primero ad intra de las comunidades eclesiales, que, si la tomamos en serio, se puede
convertir en una importante contribución para el alma de Europa.
La primera motivación nos centra en la vida de Jesús, en sus dichos y hechos: Jesús
nace y muere fuera de los muros de la ciudad y pasa su vida pública como itinerante,
recorriendo «pueblos y aldeas» (Lc 13,22; Mt 9,35), «sin tener donde reclinar la cabeza»
(Mt 8,20; Lc 9,58); la familia de Nazaret, en su huida a Egipto (Mt 2,13ss.), experimenta
en sus propias carnes la condición de ser huéspedes en una tierra extranjera, y huéspedes
que no encuentran acogida. Jesús, con la mirada misericordiosa del Padre, siente
compasión de las multitudes «cansadas y abatidas, como ovejas que no tienen pastor»
(Mt 9,36). La Buena Nueva está dirigida, en primer lugar, a los pobres, los ciegos, los
encarcelados y los oprimidos (Lc 4,18); las bienaventuranzas, en el Sermón de la
Montaña, presentan otro desfile de personajes, entre los que prevalecen los pequeños y
humildes (Mt 5,1-12). Pero será sobre todo el pasaje del «Juicio Final» de Mateo 25
donde los forasteros se presenten como unos de aquellos rostros ante los cuales
habremos de ser juzgados: «fui forastero, y me hospedasteis» (Mt 25,35). También es
motivación cristocéntrica la exhortación de Pablo a los romanos: «Acogeos mutuamente
como Cristo os acogió, para gloria de Dios» (Rom 15,7).
La motivación que Martini llama «carismática» reposa sobre el primado de la
caridad: «mejor don» (1 Cor 12,31). «Ama a tu prójimo como a ti mismo» es el primero
de todos los mandamientos (Mc 12,31) y resumen de la ley y los profetas (Mt 7,12). El
don de la caridad para con el extranjero queda enfatizado en la parábola del «buen
samaritano» que se hizo prójimo del extranjero herido (Lc 10,36).

124
La motivación escatológica tiene que ver con «nuestra espera, de acuerdo con la
promesa del cielo nuevo y la tierra nueva donde habite la justicia»; una espera que nos
pide un esfuerzo de vida íntegra y pacífica (2 Pe 3,13-14). Pero también con que todos
los creyentes en Cristo somos peregrinos y extranjeros (cf. 1 Pe 1,1; 2,11; Jn 17,14-16);
seguir a Cristo significa ir tras él y estar de paso en el mundo, porque «no tenemos aquí
ciudad permanente» (Heb 13,14). Además, las migraciones pueden ser como una
llamada y prefiguración del encuentro final de toda la humanidad con Dios y en Dios:
«Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los
montes... Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos» (Is 2,2). En el
Evangelio, Jesús mismo lo predice: «Vendrán de Oriente y de Occidente, del Norte y del
Sur, y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios» (Lc 13,29); y en el Apocalipsis se
contempla «una muchedumbre inmensa... de toda nación, raza, pueblo y lengua» (Ap
7,9).
Las tres motivaciones nos llevan a la hospitalidad, perfectamente resumida en el
capítulo 13 de la Carta a los Hebreos al amonestar a los cristianos a «perseverar en el
amor fraterno y no olvidar la hospitalidad, pues gracias a ella algunos hospedaron, sin
saberlo, a ángeles». La motivación cristológica nos habla de cómo a Cristo le hacemos
aquello que le hacemos al hermano que nos necesita; la carismática nos habla de la
caridad como el principal don y virtud; y la escatológica nos dice que aquí no tenemos
morada permanente, sino que los cristianos vivimos la hospitalidad como algo
connatural con nuestra forma de ser. En los escritos del Nuevo Testamento –Romanos,
Hebreos, 1ª de Pedro, Timoteo, etc.– aparecen muchas referencias a esta hospitalidad. Al
epískopos (obispo) se le encarga velar por la acogida y se le atribuye la hospitalidad
como una de sus funciones principales. Una hospitalidad que es el acogeos mutuamente
como Cristo os acogió para gloria de Dios. Una hospitalidad que no entiende de
discriminaciones, presiones, deportaciones ni dispersiones... porque lo que entiende es
que en Cristo se rompen las fronteras, las barreras que nos separan. Las vicisitudes
migratorias pueden ser, pues, anuncio del misterio pascual, por el que la muerte y la
resurrección tienden a la creación de la humanidad nueva, en la que ya no hay ni
esclavos ni extranjeros (Gal 3,28); «en este orden nuevo no hay distinción entre judíos y
gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres» (Col 3,11);

125
Cristo ha hecho de los dos pueblos «una sola cosa, derribando con su cuerpo el muro que
los separaba» (Ef 2,14).

126
La fuerza pacífica de la integración
Uno de los términos que mejor expresan lo que significa la cultura del encuentro es
«integración», y este concepto resulta clave para afrontar la llegada masiva de
inmigrantes y refugiados a Europa. Hace falta hace tener la cabeza fría y el corazón
caliente ante ello, y a mí me ayuda decisivamente para conseguirlo centrar la mirada en
temas positivos como el de la integración social. Las mejores definiciones de la Unión
Europea hablan de ella como proceso de doble sentido basado en los derechos
recíprocos y las obligaciones correspondientes de los nacionales de terceros países con
residencia legal y la sociedad de acogida.
Aunque dándole a veces otros nombres, en la integración insiste mucho el papa
Francisco: «acoger e integrar» [28] . Esto supone procesos graduales y multifactoriales:
trabajo, educación, vivienda, participación social y política, cultura, religión... La
población inmigrante estará efectivamente integrándose si va accediendo a los derechos
básicos y correspondiendo a sus deberes ciudadanos. En realidad, se integrará si llega no
solo a disfrutar de la ciudadanía, sino también de la pertenencia al pueblo. Para
Francisco, la categoría «pueblo» tiene más fondo que la de «ciudadanía», pues solamente
perteneciendo a un pueblo la persona adquiere su precisa identidad como ciudadano, es
decir, «no existe identidad sin pertenencia... Y esto requiere tener como protagonista un
sujeto histórico, que es el pueblo y su cultura» [29] . Ser «pueblo» viene a ser, pues, un
horizonte de integración no disolvente de la diversidad, pero sí dador de identidad a
todos los que pertenecen a él.
En este momento estamos impresionados por el número de refugiados que han
llegado a varios países de Europa; pero conviene ver las cantidades en perspectiva. Si
pensamos que solo a España han estado llegando más de 600.000 inmigrantes
anualmente (y algún año más de 900.000), nos damos cuenta de que la cantidad de
refugiados que han entrado estos últimos años en Europa es mucha, pero no lo suficiente
como para desbordarla. Por ejemplo, países como Alemania necesitan cientos de miles
de personas para renovarse demográficamente. Acaso lo que de verdad asusta es que la
inmensa mayoría sean musulmanes. No cabe negar las evidencias, pero tampoco

127
deberíamos negar las posibilidades de hacer de ello una gran oportunidad y no un
desastre. «No debemos dejarnos intimidar por los números, sino, más bien, mirar a las
personas, sus rostros, escuchar sus historias... mientras luchamos por asegurarles nuestra
mejor respuesta a su situación. Guardémonos de una tentación contemporánea: la de
descartar todo cuanto nos molesta. Recordemos la “regla de oro”..., tratemos a los demás
con la misma pasión y compasión con que queremos ser tratados. Busquemos para los
demás las mismas posibilidades que deseamos para nosotros. Acompañemos el
crecimiento de los otros como queremos ser acompañados...» [30] .

La llegada masiva de inmigrantes y refugiados nos pone ante el hecho social del
aumento de la diversidad cultural y religiosa, que el paso del tiempo reforzará aún más.
El hecho puede interpretarse como un cambio perturbador que conviene subsanar de raíz
para que, por las buenas o por las malas, «todo siga como hasta ahora». O como una
magnífica ocasión para el diálogo y el encuentro entre culturas y religiones, incluido el
islam, que no es «islamismo» ni «terrorismo yihadista».
Pero para que el encuentro sea posible hacen falta condiciones de integración
cultural abierta a la integración socioeconómica, y en esa materia varios de los
destacados modelos practicados en Europa se muestran fallidos. El asimilacionismo
republicano francés defiende básicamente la existencia de un modelo «nacional» de
convivencia ya experimentado, que se le propone al recién llegado para que se «asimile»
a él. La responsabilidad de cambiar es de quien llega. Intenta por todos los medios salvar
el «statu quo», sobre la idea de que la sociedad receptora es culturalmente homogénea
antes de la interacción, y que así debe seguir siendo. Esta dinámica tiene el peligro de
prescindir de otras dimensiones, como la política o la socioeconómica, y toma una clave
etnocéntrica que provoca más rechazo que atracción. Para integrarse bien en Francia el
inmigrante adoptará esa idea republicana de lo francés, escondiendo sus diferencias
nativas de costumbres, cultura o religión en la privacidad, o dejándolas ver solo como
folklore. Desde luego, la asimilacionista es una postura desacreditada académicamente,
que ha hecho agua en lo práctico y tiene pocos defensores públicos; pero sería un error
minusvalorar su vigencia. Tiene tirón populista y da rédito electoral.
Otro modelo destacado es el multiculturalismo liberal británico de corte
segregacionista. Acepta la diversidad cultural existente, y su estrategia consiste en que
cada grupo cultural «se busque la vida». El resultado de semejante aproximación es lo

128
que podríamos denominar la coexistencia de los diferentes que viven en proximidad
física, pero sin apenas interacción. Unos junto a otros, visibilizando sus diferencias, pero
sin programa de intercambios ni intención de promoverlos. Cada uno en su sitio, en su
terreno particular, viviendo y desarrollando en el ámbito privado y en sus relaciones
sociales su peculiar visión de la vida. Un inmigrante, para integrarse en el Reino Unido,
debía mantenerse dentro de su minoría étnica, la cual, a su vez, debía acertar a integrarse
con las demás minorías y con la mayoría. Por eso en la literatura sociológica inglesa
encontramos raras veces que se trate de problemas de integración de unos u otros
inmigrantes (vistos como individuos); en cambio, sí se tratan los problemas que pueden
ocasionar las minorías o las llamadas relaciones interétnicas. Si en Francia es
inconstitucional que se organicen públicamente las minorías, en Gran Bretaña se ha
considerado conveniente canalizar las políticas a través de las minorías bien organizadas.
Hace unos años, Kaki Badawi, presidente del Consejo de los Imanes y de las
Mezquitas del Reino Unido, decía: «No hay mejor lugar en el mundo que este para ser
musulmán». Una opinión tan positiva se basaba en la flexibilidad y la tolerancia con que
se acogía a los inmigrantes, a los que no se exigía ni saber inglés ni adherirse a los
valores del país al que se incorporaban. Pero eso ha ido cambiando y, además, detrás de
esta superficie latía una realidad menos bonita: más del 80% de musulmanes con salarios
inferiores a la media nacional, con una tasa de desempleo tres veces superior a los
nacionales o europeos, y altísimas cotas de fracaso escolar. ¡Menuda integración...!
Sin despreciar los otros modelos ni negar la complejidad, la propuesta intercultural
reclama articular desde una estimación positiva de la diversidad una política de
actuaciones coherente con esta visión. Hacia esa alternativa se inclina la Iglesia; y por
ahí ha ido durante estos lustros, aunque sin gran sistematización y no pocos errores, el
modo español (¿mediterráneo?) de tratar la diversidad inmigratoria [31] . Más como
integración plural del conjunto de la sociedad –en la que todos hacen un esfuerzo por
resituarse y crear algo nuevo– que como llamada a renuncias unilaterales de los que
vienen. En esa idea de integración se entreveran, por descontado, procesos de
asimilación por parte de los que se incorporan, al tiempo que mantenimiento de
elementos que traen de su cultura de origen, como ocurre también, aunque ciertamente
con intensidad menor, respecto de la población que ya está en la sociedad de destino.
Esos procesos diversos forman parte de la aculturación que se produce en la integración

129
de sociedades complejas, para los cuales son importantes las directrices y planes
políticos, pero también las actividades y relaciones de la vida cotidiana [32] .

En todo caso, lo que nunca debe faltar en nuestra apuesta por el diálogo y la
integración intercultural es el respeto mutuo, el aprendizaje recíproco y la definición de
un espacio común y obligatorio de valores de convivencia y libertades que dé cabida a
todas las opciones respetuosas con el derecho a la vida y la dignidad de las personas. En
el mundo de la interacción humana, lo que fortalece a una parte suele ser bueno para el
conjunto del grupo. Pero, además, lo intercultural ha de completarse con integración
legal, laboral, política y social; de lo contrario, la integración fracasa estrepitosamente,
porque no pasa de ser una retórica hueca.
Soy muy consciente de que una consideración más matizada de la dimensión
religiosa y de sus posibilidades no es responsabilidad exclusiva de los poderes públicos,
por supuesto. También los líderes religiosos y las diversas confesiones asumen aquí una
gran responsabilidad. Porque, si la religión es y va a ser importante, también es
importante que las religiones demuestren su capacidad de contribuir al consenso público,
al diálogo, a la convivencia de la diversidad, como enseguida explicaremos [33] .

130
El papel de las comunidades cristianas en la integración
La Iglesia no duda en proponer que el camino de la auténtica integración pasa por la vía
del encuentro intercultural, que tiene como sujeto al conjunto de la sociedad y es un
proceso dinámico, largo, encaminado a formar sociedades y culturas, cada vez más
reflejo de los multiformes dones de Dios a los hombres. Que sea de toda la sociedad
significa que no solo pide esfuerzo por parte de los que se incorporan. Ahora bien, es un
proceso que requiere inexcusablemente que el inmigrante se disponga a dar los pasos
necesarios para la integración social, como el aprendizaje de la lengua nacional y la
adecuación a las leyes y a las exigencias del trabajo, a fin de evitar la creación de una
diferenciación exasperada. La Iglesia invita explícitamente a los inmigrantes a reconocer
el deber de honrar a los países que los acogen y respetar las leyes, la cultura y las
tradiciones de los habitantes que los han recibido.
Lo expuso con gran claridad Ecclesia in Europa, y lo hizo de un modo que sigue
siendo actual. Respecto de las personas que llegan con desesperación a Europa, una
política adecuada ha de constar del desarrollo de «una cultura madura de la acogida que,
teniendo en cuenta la igual dignidad de cada persona y la obligada solidaridad con los
más débiles, exige que se reconozca a todo migrante los derechos fundamentales» (EinE,
10). En esa cultura las comunidades cristianas han de ser pioneras y estimular así «a toda
la sociedad europea y a sus instituciones a buscar un orden justo y modos de convivencia
respetuosa con todos y de la legalidad, en un proceso de posible integración» (EinE,
100). Europa está llamada a encontrar formas de acogida y hospitalidad inteligentes,
procurando por todos los medios la supresión de situaciones de explotación. La
integración de los inmigrantes en el tejido social y cultural de las diversas naciones
europeas solo será auténtica si, por un lado, se respetan los valores humanos universales
(los derivados de la dignidad de toda persona) y, al mismo tiempo, se respetan los
elementos culturales válidos de la cultura de origen (EinE, 102).
Los efectos de la movilidad humana son signo visible y recuerdo eficaz de la
universalidad concreta que es elemento constitutivo de la Iglesia católica. Una
universalidad no abstracta ni desencarnada, porque la Iglesia, siendo universal, no puede

131
dejar de ser local y situada. Y universalidad que no se puede entender desde la
homogeneidad, sino que necesita entenderse desde la comunión de las distintas Iglesias,
donde nadie es extranjero cuando llega, pero trae una forma cultural diferente cuando se
aproxima. El carácter cosmopolita y universal (católico) del Pueblo de Dios es visible
hoy, prácticamente, en cada Iglesia particular, porque las migraciones han transformado
incluso comunidades pequeñas y antes aisladas en realidades pluralistas e interculturales.
Lugares donde hasta hace poco rara vez se veía a un extranjero son ahora hogar de
personas de diferentes partes del mundo. Por tanto, estas comunidades tienen nuevas
oportunidades de vivir la experiencia de la catolicidad, una nota de la Iglesia que
expresa su apertura esencial a todo lo que es obra del Espíritu en cada pueblo. En
realidad, este programa podría ser un excelente modelo de una globalización de la
justicia humana y la solidaridad frente a una «globalización de la indiferencia» y contra
los nacionalismos egoístas antiglobalización y populistas.
En la comunidad cristiana vivida en una Iglesia samaritana, donde hay voces
plurales y también sentido de universalidad, encontramos valiosos recursos para
responder a los desafíos del tiempo crítico que nos ha tocado vivir: a) trabajando con
otros creyentes y no creyentes para que el inmigrante pase de ser forastero a ser vecino
(luchar contra los prejuicios, los clichés...); b) incidiendo en la legislación y el desarrollo
humano de los países de origen de la emigración; c) buscando la presencia pública de los
cristianos en la sociedad, como servicio de la caridad y la justicia; d) favoreciendo foros
de encuentro y diálogo intercultural; e) así como centros de investigación y análisis
social que iluminen las políticas sociales; y f) ayudando a desarrollar una verdadera
cultura de la solidaridad y la acogida. Según sea nuestra respuesta ante estos desafíos, los
cristianos crearemos o no anclajes de valor y daremos «alma» a nuestras sociedades. En
suma, en practicar la hospitalidad y la acogida de los inmigrantes hay «alma» para
Europa, hay elementos clave para recobrar el sentido de «misión».

132
Educar en las fronteras de la diversidad y la desigualdad
Las migraciones a gran escala –asociadas a los procesos ambivalentes de la
globalización– han aportado diversidad, rompiendo la tradicional estructura
monocultural de la institución educativa. De algún modo, nos han hecho descubrir algo
tan obvio como que no solo son diferentes los alumnos y las alumnas que vienen de otros
países, sino que somos diferentes todos; es decir, que esos grupos homogéneos que
teníamos en las aulas no eran tan homogéneos como creíamos. Acaso sea en este terreno
donde brota más intensamente la preocupación por la interculturalidad. Así, el fenómeno
de las migraciones contemporáneas también está en el corazón de las encrucijadas que se
le abren a la escuela en muchos países, entre los cuales está España. Y como parte muy
importante de ella, la escuela católica [34] .

Distintos enfoques para tratar la gestión educativa de la diversidad

Como para pensar y practicar la integración en el conjunto de la sociedad, también en la


escuela hay distintos enfoques teóricos, con su vertiente práctica y aplicada.
Una primera vía ignora la diferencia. Esto viene a implicar que, en lo educativo, se
trabaja con un concepto teórico de educando con iguales capacidades y competencias. Es
lo que fácilmente sucede en centros donde no hay prácticamente hijos de inmigrantes ni
diversidad reconocida. Es muy difícil que hoy pueda mantenerse esta «indiferencia» en
centros sostenidos con fondos públicos, ya sean de titularidad pública o privada.
Un segundo enfoque es el asimilacionista, que, en lo educativo, trabaja sobre un
modelo cultural único y supone como deseable para el educando que se incorpore al
centro la adquisición de la cultura de la sociedad receptora y el abandono de la propia.
Aunque el discurso público no proponga este modelo, continúa presente en las prácticas
educativas (como currículum oculto).
Un tercer enfoque es el multicultural [35] , que acepta la pluralidad cultural sin
favorecer el intercambio ni un verdadero diálogo intercultural, y sí la segregación. Es un
modelo que se fundamenta en una tolerancia con sentido pasivo respecto de los que

133
tienen una cultura diferente y que se limita a aceptar al otro, sin que ello implique un
intercambio y un reconocimiento en la recíproca transformación. Benedicto XVI dice
que este enfoque «piensa en las culturas como superpuestas unas a otras, sustancialmente
equivalentes e intercambiables. Ello induce a incurrir en un relativismo que en nada
ayuda al verdadero diálogo intercultural; en el plano social, el relativismo cultural
provoca que los grupos culturales estén juntos... o convivan, pero separados, sin diálogo
auténtico y, por lo tanto, sin verdadera integración» (CV, 26). Se aplica en sociedades
donde se reconocen políticamente las diferentes comunidades étnicas y se mantienen las
diferencias culturales. Entre nosotros tiene mal asiento: baste con pensar en la situación
de facto en algunas de las comunidades autónomas con lengua propia, donde, al seguirse
un patrón asimilacionista en favor de la lengua autóctona, se aceptaría la existencia de
algunos centros con enseñanza preferente en castellano, los cuales quedarían
convertidos, de algún modo, en guetos.
Un cuarto modelo es el intercultural, el cual se promueve en sociedades que
propugnan integración en la diversidad y, de hecho, se pide públicamente en el sistema
educativo español. En lo educativo, se trabaja sobre la construcción en común,
conjugando y modificando los referentes culturales propios de los distintos grupos,
puesto que la integración comporta adquisición de una cultura nueva (no entendida de
modo esencialista ni estático) y mantenimiento de la propia (que tampoco se concibe
esencialista ni estáticamente).
Sobre este cuarto modelo cabe dar una vuelta de tuerca más para conjugar
interculturalidad e inclusividad. Estaríamos ante un modelo inclusivo e intercultural que
entiende que el avance hacia la educación intercultural no debe perder de vista algo que
el sistema educativo había alcanzado como objetivo fundamental: la promoción
educativa y procesos socialmente inclusivos, tanto en la vida escolar como en el ámbito
social; la convivencia en la diversidad, orientada hacia la inclusión social y no
desenganchada de ella. En ese sentido van las palabras que pronunció el papa Francisco
al conmemorar los 50 años de Gravisimum educationis y los 25 de Ex corde Ecclesiae:
«la pérdida más grande que puede tener un educador es educar “dentro de los muros”.
Educar dentro de los muros: muros de una cultura selectiva, los muros de una cultura de
seguridad, los muros de un sector social que vive el bienestar y que no va más adelante».

134
Esta propuesta educativa no se dirige exclusivamente a las minorías o grupos
nuevos, sino a toda la comunidad educativa, porque los procesos que ella entraña
influyen en el centro escolar como totalidad. Pero el énfasis intercultural no debe ocultar
ni debilitar la acción inclusiva de la escuela. Los sistemas educativos, en especial los de
escolarización obligatoria, tienen un papel de primer orden en los procesos de inclusión
social, entendida como el acceso a las condiciones para participar efectivamente en la
vida económica, social y cultural, estableciendo relaciones, como individuo, con la
sociedad en la que vive, para poder ejercer los derechos civiles, políticos y sociales
inherentes a su condición de ciudadano. El vector inclusivo permite superar el peligro de
«culturizar» o «religiosizar» la diversidad, al asumir que las expresiones de esta se dan
en contextos socio-político-económicos que la escuela ha de tener en cuenta.

Nuevas prácticas pedagógicas

Consecuencia de lo expuesto es que tendremos que recrear y elaborar prácticas


pedagógicas para responder a los retos de nuestro tiempo, empezando por conocer las
buenas prácticas de éxito para aprender de ellas. En esa tarea, conviene no perder de
vista que la carga de la prueba de una enseñanza eficaz se pone en que los alumnos
aprendan, no en que los profesores enseñen, insistiendo en que para que los alumnos
aprendan hace falta que quieran y tengan oportunidades de hacerlo, y que las utilicen.
Pero, además, el aprender tiene un sentido más amplio que lo meramente cognitivo; un
sentido que nos refiere al dominio afectivo y ajuste personal, al campo de los principios
y valores.
Hoy se convierte en eje del desafío educativo el desarrollar la capacidad de
construir una identidad que permita a las personas aprender a ser ciudadanos y a
relacionarse según dos principios complementarios: respeto por el valor y dignidad de
toda persona y respeto por las diferencias culturales y religiosas; es decir, respeto por las
identidades diferentes y respeto por los principios democráticos que garantizan las
libertades y derechos de las personas en una sociedad pluralista.
Nuestros centros deben enseñar a «leer y escribir la realidad» para que los alumnos
sepan interpretar con espíritu crítico el cúmulo de datos que les inunda, y sean capaces
de actuar con rectitud. Deben personalizar y ayudar a crecer a las personas y a la

135
comunidad para vivir con plenitud su vocación de servicio, en el afán de construir un
mundo justo, solidario, fraterno. Así es como «se evangeliza educando y se educa
evangelizando».
Así pues, creo que nos hallamos en la tesitura de conjugar creativamente la
preocupación y atención a la justicia social mirando de frente a las condiciones
socioeconómicas, con «el signo de los tiempos» de la diversidad cultural y religiosa
como contexto de la justicia que es expresión de la fe. Un modelo inclusivo e
intercultural permitirá plasmar en la práctica el principio de equidad educativa, tan
importante en el acompañamiento al alumnado inmigrante, pero no menos para el
alumnado autóctono. Por ejemplo, si, atendiendo al primer impulso, la inmensa mayoría
de los colegios católicos en España se hicieron concertados para ser interclasistas y
responder a la inclusividad, hoy están ante otros grandísimos retos: dejarse interpelar por
la nueva realidad de la diversidad cultural y la potente cultura digital.

136
La cultura del encuentro y el (des)encuentro de culturas
Demos una vuelta de tuerca más a la pregunta por la cultura del encuentro desde la
perspectiva del (des)encuentro entre las culturas. Sobre este particular, la concentración
de literatura en las dos últimas décadas ha sido prolífica.
Hay que esperar a los años posteriores a la caída del Muro de Berlín para ver cómo
politólogos de primera línea introducen el factor civilizatorio a la hora de dar cuenta de
las relaciones del nuevo orden mundial. En 1993, un profesor de Harvard y asesor del
Pentágono todavía desconocido para la opinión pública mundial, Samuel P. Huntington
(1927-2008), publicaba un artículo en la revista Foreign Affairs con el título «¿El choque
de civilizaciones?». Tres años más tarde le quitaría las interrogaciones, y «el choque de
civilizaciones» se convertía en un libro que enseguida fue traducido a decenas de
lenguas [36] . Huntington se inspiraba en el filósofo e historiador polaco Feliks Karol
Koneczny para lanzar su hipótesis: en el futuro inmediato ya no serán las tensiones
ideológicas [37] , sino las culturales, las que marquen las relaciones en el mundo; y ya no
serán los Estados nacionales, sino las civilizaciones, los principales actores políticos. El
profesor de Harvard entendía que «la civilización es la entidad cultural más amplia» y
que «la religión suele ser el elemento objetivo más importante entre los que definen las
civilizaciones», toda vez que «la religión es una fuerza central, tal vez la principal fuerza
que motiva y moviliza a las personas... Lo que, en último término, cuenta para las
personas no es la ideología política ni el interés económico; aquello con lo que las
personas se identifican son las convicciones religiosas, la familia y los credos. Por esas
cosas la gente combate e incluso está dispuesta a dar su vida» [38] .

Haciendo los honores a su adscripción neoconservadora, Samuel Huntington


diagnosticaba el fracaso de la religiosidad institucional, que había tratado de
aggiornarse, reprochándole haber tomado el mal camino de mirar hacia la Ilustración
crítica. Y añadía que, frente a los empeños de aguar la religión, era el talante
neotradicionalista y fundamentalista de religiosidad el llamado a crecer. El mejor recurso
para defenderse de los traumas de la modernidad no podía ser otro que el que
proporciona seguridad y protección; que equilibra y compensa los vaivenes que se

137
suceden en el mundo urbano y productivo, sometido a la homogeneización funcional y
conductual, así como al eficacismo rentable.
En realidad, lo que anunciaban los análisis de prospectiva sobre el nuevo orden
mundial tras la caída del Muro de Berlín sonaba a un gran desafío a todo el gran edificio
de la modernidad ilustrada. La etapa de segunda modernidad que caracteriza a nuestro
mundo desde el último cuarto del siglo XX ha traído al primer plano de las agendas de
pensamiento público la cuestión de la religión. Al reto se le ha llamado gran revancha,
«la revancha de Dios» (como osó titular Gilles Kepel un influyente libro [39] ), que
finalmente parece haber regresado a la vida de las personas y comunidades,
convirtiéndose en factor decisivo en los principales conflictos políticos internacionales.
Casi nadie en tierras de secularización reparaba en que la secularización, que se
daba por definitiva en Europa, no era en absoluto un fenómeno universal; como mucho,
se limitaba a Europa y a parte de sus gentes; el resto del mundo seguía mostrando el
mismo fervor religioso, si no más [40] . Así las cosas, no tenía que extrañar mucho el
retorno de la religión, porque, aunque esta parecía ausente, en realidad nunca se había
ido, e irrumpió de nuevo en escena para adquirir un protagonismo enorme en los análisis
de política internacional.
Conocer las nuevas formas religiosas, así como la institucionalización, orientación
y actividad de las entidades religiosas, es uno de los asuntos que interesa hoy a la
investigación social. La religión ha cobrado un nuevo papel social tanto desde la visión
de la religión como una tradición de sabiduría en una coyuntura de desestructuración del
sentido, como desde la pregunta por la identidad, la resiliencia o la solidaridad, o como
desde la manipulación ideológica que se hace de ella. Pocos negarán hoy que los
distintos conflictos sociales, los umbrales de exclusión, las dinámicas de
desestructuración de las formas de familia y la pérdida de capital social, los conflictos
entre tradiciones civilizatorias o la anomía frente a las instituciones requieren una
apuesta tan fuerte por las políticas de solidaridad como por las políticas de integración.

138
Encuentro y choque en las coordenadas del tiempo presente
Tras recordar El choque de civilizaciones de Samuel P. Huntington, quiero traer a
colación algunas reflexiones de los papas Benedicto XVI y Francisco sobre el encuentro
y el diálogo entre culturas y religiones, en franca continuidad con Populorum progressio.
El papa Francisco ha afrontado sin rodeos el tema del «choque» dentro de los
pueblos y entre ellos: «No es la cultura del choque, la cultura del conflicto, la que
construye la convivencia en los pueblos y entre los pueblos, sino la cultura del
encuentro, la cultura del diálogo; ese es el único camino hacia la paz» [41] . Y el Papa
Ratzinger ha analizado con mucha profundidad tres factores que marcan el ritmo de
aceleración en esta era de cambio en que nos encontramos [42] : 1) la formación de una
sociedad mundial en la que los poderes políticos, económicos y culturales se ven cada
vez más remitidos recíprocamente unos a otros; 2) el desarrollo de posibilidades para
hacer y destruir ha superado con creces lo que era habitual e incluso imaginable (el
ataque del 11 de septiembre en Estados Unidos es el golpe que marca el punto de
inflexión) y plantea la cuestión del control legal y ético del poder; 3) la necesidad del
encuentro de culturas y religiones como matriz de un ethos universal para ordenar el
poder, para lo cual carecemos de pautas éticas que guíen esos procesos de encuentro y
compenetración.
En realidad, se plantea la aguda cuestión de cómo en nuestro mundo, con sus
mecanismos de poder y sus fuerzas desatadas, así como con sus muy distintas visiones
acerca de qué es el derecho y la moral, podrán encontrarse evidencias éticas efectivas
que tengan la suficiente fuerza de motivación y la suficiente capacidad de imponerse
para responder a los desafíos señalados y ayudar a esa sociedad mundial a hacerles
frente. Me atrevo a decir que la desorientación es hoy aún más aguda que en los tiempos
de la Populorum progressio, a consecuencia de la globalización, y que, por consiguiente,
el diálogo intercultural e interreligioso aún es una necesidad más vital para el mundo
actual.
Se lanza una llamada perentoria para que, a la luz de las diversas tradiciones
religiosas y sabidurías respectivas discernamos los valores capaces de iluminar a los

139
hombres y mujeres de todos los pueblos de la tierra. Un discernimiento que no se hace
negando las identidades culturales y religiosas, sino en una suerte de «correlación
intercultural y polifónica» (Benedicto XVI) conjugada con la esencial correlacionalidad
entre razón y fe, «de modo que pueda crecer un proceso universal de purificación en el
que al final puedan resplandecer de nuevo los valores y normas que en cierto modo todos
los hombres conocen o intuyen, y así pueda adquirir nueva fuerza efectiva entre los
hombres lo que mantiene cohesionado el mundo» [43] .

Lúcidamente añade el papa Francisco que «ese diálogo se hace imposible entre
culturas que solo admitan verdades subjetivas», desde las cuales «resulta difícil que los
ciudadanos deseen integrar un proyecto común más allá de los beneficios y deseos
personales» (EG, 61). Desafiar eso no significa defender el «si Dios no existe, todo está
permitido», ni negar el hecho de que la «expresión de la verdad puede ser multiforme»
(EG, 41). Pero sí significa que no todo vale y que los diferentes comportamientos deben
respetar los valores básicos de la convivencia en diversidad, así como los derechos y
libertades fundamentales que protegen la dignidad de las personas. Se pide trabajar por
una diversidad que demanda respeto a todas las culturas vividas, así como
reconocimiento y potenciación de lo valioso que hay en ellas, pero reclamando el cambio
de lo mejorable respecto de los mínimos exigidos por la dignidad humana. Tenemos una
enorme necesidad de «ecumenismo cultural» [44] , y el testimonio de los creyentes es
decisivo.
El paso de sociedades monoculturales a sociedades multiculturales puede revelarse
como una oportunidad providencial para realizar el plan de Dios de una comunión
universal, para vivir la llamada a una ética del encuentro y la comunión en la diversidad
de Pentecostés frente a la incomunicación de Babel, símbolo del desencuentro
fundamental de la humanidad, incapaz de entenderse cuando quiere construir desde el
propio interés algo que va a hacerle llegar hasta el cielo. Y, a este respecto, mirar la vida
tan intensa y ambivalente de las ciudades tiene una fuerza especial. Ha escrito el papa
Francisco en el n. 74 de Evangelii gaudium: «La ciudad es un ámbito multicultural...
Variadas formas culturales conviven de hecho, pero ejercen muchas veces prácticas de
segregación y de violencia. La Iglesia está llamada a ser servidora de un difícil diálogo.
Por otra parte, aunque hay ciudadanos que consiguen los medios adecuados para el
desarrollo de la vida personal y familiar, son muchísimos los «no ciudadanos», los

140
«ciudadanos a medias» o los «sobrantes urbanos». La ciudad produce una suerte de
permanente ambivalencia, porque, al mismo tiempo que ofrece a sus ciudadanos infinitas
posibilidades, también aparecen numerosas dificultades para el pleno desarrollo de la
vida de muchos. Esta contradicción provoca sufrimientos lacerantes». La ciudad es lugar
de despersonalización, pero en la ciudad también vive Dios. Creer que Dios habita en la
ciudad implica «discernir al Padre en su providencia salvífica, al Hijo Jesucristo en los
signos del Reino, al Espíritu Santo en los «indicios» o «gérmenes» de Vida plena que
suscita. Hay que descubrir, reconocer y cultivar toda esta obra divina en medio de y a
través de todas las ambigüedades y complejidades de la vida y la convivencia de los
ciudadanos de nuestras urbes, quienes no pocas veces parecen referirse a lo divino solo
como ausencia o nostalgia» [45] . Para evangelizar la ciudad –ha dicho el obispo
brasileño Pereira de Mello– hace falta diálogo, convivencia y pluralidad.

141
Encuentro entre religiones y búsqueda compartida de la verdad
El diálogo y el encuentro entre religiones, primeramente, no debe hacerse renunciando a
la verdad [46] , sino profundizando en ella, abriéndose a la fe del otro y a lo que de ella
podemos recibir, abandonando la estrechez de «nuestro modo de entender la verdad...,
ante la cual estamos como aprendices, peregrinos en busca de la verdad por un camino
que no termina nunca». En segundo lugar, la religión puede y debe llevar a la verdad,
pero también puede desviar al hombre de ella; puede enfermar y convertirse en un
fenómeno destructivo. Para impedir que esto suceda está la apertura a la crítica de
nuestra propia religión. En tercer lugar, no se trata de renunciar a la misión de anuncio,
sino de incorporar a él el proceso de diálogo, puesto que el que anuncia no solo da, sino
que también recibe, y además «al otro no se le dice algo totalmente desconocido, sino
que se le descubre la profundidad oculta de lo que ya ha experimentado su fe». Por ello,
Ratzinger concluye que «en el diálogo religioso debería suceder lo que Nicolás de Cusa
expresó como deseo y esperanza en su visión del concilio celestial: el diálogo entre las
religiones debería convertirse cada vez más en escucha del Logos, que nos muestra la
unidad en medio de nuestras divisiones y contradicciones» [47] .

La llamada del papa Francisco a dialogar viene del convencimiento de que «el otro
tiene algo bueno que decir, un punto de vista y una propuestas que acoger. Dialogar no
significa renunciar a las propias ideas y tradiciones, sino a la pretensión de que sean
únicas y absolutas» [48] . «Son muchas las cuestiones humanas que hay discutir y
compartir, y en el diálogo siempre es posible acercarse a la verdad, que es don de Dios, y
enriquecerse recíprocamente... sin caer, obviamente, en el relativismo. Y para dialogar es
necesario bajar las defensas y abrir las puertas...» [49] .

Desde el comienzo de su pontificado, el papa Francisco hizo suya la aspiración del


Concilio Vaticano II de no rechazar nada de lo que en las demás religiones es verdadero
y sagrado, reconociendo las semillas de verdad existentes en las culturas y religiones y
buscando el diálogo y la cooperación con ellas (cf. GS, 3; AG, 11; NA, 1ss). A esa
aspiración le ha puesto su impronta al enfatizar que el diálogo debe contribuir al
bienestar de los pobres, los débiles y los sufrientes, buscando eficazmente el servicio de

142
la justicia, la reconciliación y la paz [50] . Y no se ha olvidado de incluir en la llamada al
diálogo a quienes, sin pertenecer a ninguna tradición religiosa, anhelan lo verdadero, lo
bueno y lo bello; son aliados en la defensa de la dignidad humana, la construcción de
una convivencia pacífica entre los pueblos y el respeto por la creación: la fraternidad es
el fundamento y el camino de la paz [51] .

Prolongando las reflexiones de los pontífices, un diálogo auténtico no debe


disimular o atenuar artificialmente las diferencias, sino admitirlas allí donde existan y
enfrentarse a ellas paciente y responsablemente. La sinceridad en el diálogo tampoco se
compadece con el sincretismo ni con el eclecticismo, que, buscando un denominador
común entre ellas, escoge elementos dispersos y los combina en una amalgama informe
e incoherente. Quien quiera tender a la unificación de religiones como resultado del
diálogo interreligioso quedará irremediablemente frustrado. De la misma manera que la
seriedad del diálogo prohíbe atenuar las convicciones profundas o incurrir en disimulos,
también exige no absolutizar, por incomprensión o por intransigencia, lo que es relativo.
Este es un peligro muy real en toda fe religiosa.
Todo lo recogido de Benedicto y Francisco está en perfecta continuidad con el
camino abierto por Pablo VI en Ecclesiam suam y Populorum progressio. Para
recapitular el conjunto de las consideraciones precedentes me dicen mucho las palabras
de Sesboüé que a continuación cito: «es en el nombre mismo de una verdad que se
quiere católica como el católico debe reconocer toda la parte de verdad inscrita en la
identidad cristiana de sus hermanos bautizados y en la identidad religiosa de todos los
hombres de buena voluntad. Dialogar no es renegar de las propias convicciones; es
intentar comprender en verdad y en caridad la convicción que habita en su interlocutor.
Dialogar es atestiguar ante él la propia fe, tratando de purificarla sin cesar e incluso
enriquecerla con la verdad de la que este es portador [...] Dialogar es también buscar en
unión, y en condiciones nuevas, la verdad última que es el mismo Cristo» [52] .

143
De la violencia a la paz
El año 1993, el mismo en que se publicaba el célebre artículo del profesor Huntington,
se reunía el Parlamento Mundial de las Religiones, o Parlamento de las Religiones del
Mundo, en Chicago [53] . El Parlamento declaró que no es posible un nuevo orden
mundial sin una ética mundial, y esta es totalmente inviable sin contar con las religiones.
Los creyentes, por su orientación espiritual y religiosa, por dar sentido en una realidad
última de la que obtienen vida, se sienten en la especialísima obligación de atender al
bien de la humanidad entera y cuidar del planeta Tierra. Se hacía un llamamiento a las
distintas comunidades religiosas a profundizar, concretar y clarificar su modo de
enriquecer la ética mundial, sin pretender ninguna superioridad, trabajando en favor de
una cultura de la no violencia y del respeto a la vida; la solidaridad de un orden
económico justo; la tolerancia y un estilo de vida honrada y veraz; y la igualdad y
camaradería entre mujeres y hombres.
Siete años antes, el día 27 de octubre de 1986, Juan Pablo II convocaba en Asís una
Jornada Mundial de Oración por la Paz, a la que acudieron los representantes de todas
las grandes religiones mundiales: 50 representantes de las Iglesias cristianas (además de
los católicos) y 60 representantes de otras religiones mundiales. Por primera vez en la
historia se realizaba un encuentro de este tipo. La intuición del Papa era simple y llana:
la paz en el mundo no es solo el resultado de negociaciones, de compromisos políticos,
económicos, sino que la oración y el testimonio de los creyentes, independientemente de
su tradición, puede hacer mucho por ella. Estaba en perfecta sintonía con Populorum
progressio.
Casi 30 años después, el papa Francisco acaba de decir en la misma ciudad italiana
que «nuestras tradiciones religiosas son diversas, pero la diferencia no es para nosotros
motivo de conflicto, de polémica... Hoy no hemos orado los unos contra los otros, como
por desgracia ha sucedido algunas veces en la historia. Por el contrario, sin sincretismos
y sin relativismos, hemos rezado los unos con los otros, los unos por los otros» [54] .
Citando expresamente a Juan Pablo II y a Benedicto XVI, el papa recordó que «quien
utiliza la religión para fomentar la violencia contradice su inspiración más auténtica y

144
profunda», ya que ninguna forma de violencia representa «la verdadera naturaleza de la
religión. Es más bien su deformación y contribuye a su destrucción». Y con su particular
estilo, capaz de llegar a todos, en el Mensaje para la 50ª Jornada Mundial de la Paz,
Francisco ha reafirmado con contundencia: «Ninguna religión es terrorista»; «la
violencia es una profanación del nombre de Dios»; «no nos cansemos nunca de repetirlo:
Nunca se puede usar el nombre de Dios para justificar la violencia. Solo la paz es santa.
Solo la paz es santa, no la guerra» [55] . Y no se ha olvidado de hacer llamadas explícitas
a los líderes religiosos como mediadores (no intermediarios) del diálogo y el encuentro,
pues, «como responsables de las diversas religiones, podemos hacer mucho... Un líder
religioso es siempre un hombre o una mujer de paz, porque el mandamiento de la paz
está inscrito en lo más profundo de la tradiciones religiosas» [56] .

145
Una especial preocupación hoy en Europa: la islamofobia
La rampante globalización de la superficialidad, junto a la erosión de las creencias
religiosas tradicionales y la tendencia a homogeneizar las culturas, ha fortalecido formas
distintas de fundamentalismos. Algunos usan cada vez más la fe en Dios para dividir
pueblos y comunidades y para provocar polarizaciones y tensiones que quiebran los
fundamentos de nuestra vida social. Las ideologías se usan para dividir, en lugar de
construir juntos el bien común posible; y la religión se utiliza para generar odio y
violencia contra el pluralismo y la libertad. Y es que no todos los programas identitarios
son igualmente viables en una sociedad que respeta la diversidad. Hay identidades que
enriquecen la comunidad plural y hay «identidades asesinas». Algunas son permeables,
mientras otras se afirman en la negación de lo diferente. Creerse en posesión de la
«verdad», minusvalorando o despreciando la libertad de las personas, es caldo de cultivo
para toda suerte de fundamentalismos, sean religiosos, políticos o ideológicos. De ahí
procede el fanatismo que puede derivar en imposición sobre el diferente y generación de
odio, que en casos extremos incluso se vuelve mortífero. Esto está sucediendo con una
virulencia extrema en el mundo islamista, ya sea por «la islamización de los radicales»,
como sostiene Oliver Roy, ya sea por «la radicalización del Islam», según la tesis que
defiende Gilles Kepel.
No es mi intención entrar en la hondura de esos análisis, que exigen mucho estudio
e investigación, sino mostrar cómo tanto Wojtyla como Ratzinger y ahora Bergoglio han
enfatizado en distintas ocasiones la necesidad vital del diálogo entre cristianos y
musulmanes, del cual depende en gran parte el futuro, reconociendo que,
desgraciadamente, la experiencia del pasado señala que el respeto mutuo y la
comprensión nos han faltado muchas veces en las relaciones entre unos y otros. Con
absoluta franqueza Benedicto XVI lamentaba en Colonia en 2005 «la cantidad de
páginas de historia dedicadas a las batallas y a las guerras emprendidas invocando, de
una parte y de otra, el nombre de Dios, como si combatir al enemigo y matar al
adversario pudiera agradarle». Es verdad que los papas, a la vez que piden activar las
actitudes de diálogo y encuentro, también hacen a los musulmanes una llamada para que
acepten una «hoja de ruta» donde estén presentes el respeto mutuo, el aprendizaje

146
recíproco y la definición de un espacio de libertades que dé cabida a todas las opciones
respetuosas con el derecho a la vida y la dignidad de las personas [57] . Francisco
comentó a este respecto, al regreso de su viaje a Turquía en noviembre de 2014, unas
palabras que le había dicho en privado al Presidente Erdogan: «Sería bonito que todos
los líderes islámicos –políticos, religiosos, académicos– hablasen claramente y
condenasen los actos (terroristas), porque eso ayudaría a la mayoría del pueblo islámico
a decir “no”. Debe salir primero de la boca de sus líderes...» [58] .

Ojalá no perdamos la capacidad para distinguir el islam de esa gran manipulación


«nada religiosa, porque rechaza a Dios, relegándolo a mero pretexto ideológico» [59] , y
mantengamos la cabeza fría para no interpretar como venganza islámica la locura de un
joven que se lía a tiros en un tren. Pero, siendo realistas, hemos de reconocer que,
desgraciadamente, están puestas las condiciones para el odio generalizado hacia los
musulmanes que viven entre nosotros, y que hay políticos que no tienen ni van a tener
ningún escrúpulo en aprovecharse de la coyuntura para sacar rédito electoral. Pienso con
Jaume Flaquer, SJ, que «necesitamos políticos inteligentes y ciudadanos sensatos para no
seguir el juego de esas falsas dicotomías» y que «a la comunidad musulmana se le
exigirá no solamente la condena inequívoca de los atentados terroristas (que ya viene
haciendo, por más que la prensa se haga poco eco de ello), sino una implicación activa
en la lucha contra esa lacra, tanto a nivel ideológico como en la cooperación activa con
los servicios de inteligencia» [60] .

En su memorable discurso ante el Congreso de los Estados Unidos dijo Francisco:


«Ninguna religión es inmune a diversas formas de aberración individual o de
extremismo ideológico... Combatir la violencia perpetrada en nombre de una religión, de
una ideología o de un sistema económico y, al mismo tiempo, proteger la libertad de las
religiones, de las ideas, de las personas, requiere un delicado equilibrio en el que
tenemos que trabajar... [Está la tentación del] reduccionismo simplista que divide la
realidad en buenos y malos... Sabemos que en el afán de querer librarnos del enemigo
exterior podemos caer en la tentación de ir alimentando al enemigo interior. Copiar el
odio y la violencia del tirano y del asesino es la mejor manera de ocupar su lugar...
Nuestra respuesta, en cambio, es de esperanza y de reconciliación, de paz y de justicia.
Se nos pide tener el coraje y usar nuestra inteligencia para resolver las crisis geopolíticas
y económicas que abundan hoy... pensarnos en relación con otros, saliendo de la lógica

147
del enemigo para pasar a la lógica de la reciproca subsidiariedad, dando lo mejor de
nosotros...».
Francisco dice abiertamente que el mundo está en «guerra», una guerra difusa, en
etapas, pero una guerra real; sin embargo, no pide «armas» o «muros», sino «cultura de
encuentro» y «construcción de puentes» con varias acciones fundamentales: integrar,
dialogar y construir juntos [61] . Creo que va muy bien encaminado el filósofo francés
Guy Sorman cuando afirma que «la Tercera Guerra Mundial, que no es una guerra, solo
puede ganarse en las periferias y en nuestras mentes, no con baladronadas llenas de
odio» [62] . Y es que los muros no son solo físicos, sino que acaban metiéndose en
nuestras mentes y en nuestros corazones.
Las sociedades abiertas que no sepan qué responder ante los retos se convertirán en
sociedades cerradas. Podemos llenar de muros nuestras fronteras o nuestras ciudades, o
devolver a los inmigrantes a sus lugares de origen; pero así no recuperaremos la
seguridad. En nuestro mundo ya no es posible la convivencia pacífica sin generar
confianza, y esta será inviable sin un encuentro entre personas de diferentes culturas y
religiones. Para que la convivencia se desarrolle de modo pacífico es indispensable que,
entre los miembros de las diferentes religiones, caigan las barreras de la desconfianza, de
los prejuicios y de los miedos que, por desgracia, aún existen. El diálogo es el camino
real que hay que recorrer, y por esta senda la Iglesia invita a caminar para pasar de la
desconfianza al respeto, del rechazo a la acogida. Bergoglio no es naïf al pedir eso (¡Es
demasiado porteño para ser ingenuo!), porque sabe por experiencia lo duro que es el
corazón humano. Pero no queda otra salida. Para ello hacen falta las iniciativas de alta
diplomacia y de ardua mediación en conflictos aparentemente incurables, los trabajos
que atraen el interés de los grandes medios de comunicación; pero son imprescindibles
también las acciones pequeñas y los gestos diarios realizados con sencillez y constancia,
capaces de producir un auténtico cambio en las personas.

[1] . Cf. FRANCISCO, Evangelii gaudium, nn. 226-230.


[2] . Tomo esta expresión de L. Newbigin. quien distingue entre «pluralismo agnóstico» y «pluralismo
comprometido»; cf. L. NEWBIGIN, Una verdad que hay que decir. El Evangelio como verdad pública, Sal Terrae,
Santander 1994.
[3] . W. KASPER, La teología, a debate. Claves de la ciencia de la fe, Sal Terrae, Santander 2016, 88-89.

148
[4] . J. M. BERGOGLIO – PAPA FRANCISCO, «Hagamos memoria de nuestros recursos morales», en Papa
Francisco y la familia..., o.c., 101-102.
[5] . «Constructive pluralism» vs. «consumer pluralism», en R. WILLIAMS, Faith in the Public Square,
Bloomsbury 2012, cap. 6. En diálogo con T. Ramadan, se muestra confiado en las posibilidades de los
musulmanes en sociedades pluralistas.
[6] . D. HOLLENBACH, The Global Face of Public Faith, pp. 161-162.
[7] . FRANCISCO, Discurso en Río de Janeiro (27/07/2013).
[8] . A. CORTINA, La ética de la sociedad civil, Anaya, Madrid 1994, cap. 3; ID., Hasta un pueblo de
demonios. Ética pública y sociedad, Taurus, Madrid 1998, 110-114; ID., Alianza y Contrato. Política, ética y
religión, Taurus, Madrid 2001, cap. 9.
[9] . R. A. MCCORMICK, The Critical Calling: Reflections on Moral Dilemmas since Vatican II, Georgetown
University Press, Washington, DC, 1989, 202.
[10] . Ibid., 206-207.
[11] . R. F. THIEMANN, Religion in Public Life. A Dilemma for Democracy, Georgetown University Press,
Washington, D.C. 1996, 88.
[12] . Últ. o. c., 121.
[13] . F. VIDAL – J. L. MARTÍNEZ, «Compromiso con la cultura del encuentro», n. 31.
[14] . J. I. GARCÍA, «Reconciliación y justicia»: Manresa 89 (2017) 41-51, en p. 50.
[15] . FRANCISCO, Discurso a los participantes en el Encuentro Internacional por la Paz (30/9/2013).
[16] . Nos necesitamos por humanidad, pero también por el hecho de que una población tan envejecida como
la europea necesita savia nueva y a razón de millones de personas en el futuro cercano, aunque esto no se reconoce
políticamente.
[17] . J. M. BENEYTO, «Diálogo intercultural y unidad europea»: Corintios XIII 111 (2004) 49-65, en p. 63. El
profesor Beneyto cree que estos temores son infundados, pues «las formas de ejercicio del poder dentro y por
medio de la Unión ponen de manifiesto hasta qué punto el ejercicio de la soberanía de la UE difiere radicalmente
de la soberanía estatal» (p. 64).
[18] . El 16 de agosto de 2015, en una entrevista, después de reconocer que este año Alemania espera
800.000 personas demandantes de asilo, decía Angela Merkel que «la perspectiva europea del tema del asilo
podría constituir el próximo gran proyecto europeo en el que demostremos si realmente somos capaces de actuar
en común».
[19] . E. BUENO DE LA FUENTE, «La aportación de la Iglesia a la unidad de Europa»: Corintios XIII 111 (2004)
115-145, en p. 141.
[20] . H. ARENDT , Los orígenes del totalitarismo. 2: Imperialismo, Alianza, Madrid, 1982, 378-379. Sobre el
concepto de origen romano de la humanidad desnuda ha escrito interesantes reflexiones el filósofo italiano
Giorgio Agamben.
[21] . Ibid., 375-376.
[22] . Se hace particularmente dramática la situación de los refugiados que buscan asilo, los desplazados a
causa de continuos conflictos violentos en muchas partes del mundo, las víctimas –en su mayoría mujeres y
niños– del terrible crimen del tráfico humano y los emigrantes indocumentados.
[23] . JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada por la Paz de 2005, n. 6.
[24] . No pretendo tratar todos los aspectos del tema. Cf. CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL DE LOS
EMIGRANTES E ITINERANTES, Acoger a Cristo en los refugiados y desplazados forzosos (2013); Erga migrantes
Caritas Christi (2004) [citaré EMCC y nº]. Extensamente he abordado este tema en J. L. MARTÍNEZ, Ciudadanía,
migraciones y religión, San Pablo, Madrid 2007, cap. 18.

149
[25] . A. DE PALACIO, «El orden mundial»: El País (20/08/2017).
[26] . FRANCISCO, Jornada Mundial del Emigrante y Refugiado 2014 (13/08/2013).
[27] . C. M. MARTINI, «El extranjero en la Escritura»: Sal Terrae 89 (2001) 417-426.
[28] . Por ejemplo, habló enfáticamente de la integración en la entrevista concedida a El País (21/01/2017).
[29] . J. M. BERGOGLIO, «Nosotros como ciudadanos, nosotros como pueblo», o.c. (16/10/2010).
[30] . FRANCISCO, Discurso ante el Congreso de los Estados Unidos de América (24.09.2015).
[31] . Aparte del fracaso en los modelos de nuestros vecinos, conviene saber que el modelo francés sería
inaplicable en España por nuestra diversidad cultural vivida y constitucionalmente reconocida. Y tampoco
funcionaría el modelo inglés, por canalizar las demandas mediante la interlocución política de las minorías étnicas.
[32] . Un estudio de interés sobre la pluralidad de procesos que se dan en la integración a través de la
experiencia de la vida cotidiana en el ocio, las celebraciones y el consumo: A. ARES , La rueca migratoria.
Tejiendo historias y experiencias de integración, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2017.
[33] . Cf. J. L. MARTÍNEZ, Libertad religiosa y dignidad humana, San Pablo – U.P. Comillas, Madrid 2009,
39-44.
[34] . Hay un excelente documento de la CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar en el diálogo
intercultural en la escuela católica (28/10/2013). Son interesantes también los estudios de FERE-CECA y EyG,
Programa Egeria para la inclusión del alumnado inmigrante en la escuela intercultural, publicado en 2007, y
Calidad, equidad y libertad en la educación. Nuestra visión del sistema educativo, Madrid 2005.
[35] . Educar en el diálogo intercultural, nn. 22-23, se refiere a esta postura como relativista.
[36] . S. P. HUNTINGTON, «The Clash of Civilizations?»: Foreign Affairs (nov-dic. 1993) 186-194, en p. 191.
Este artículo con título entre interrogaciones fue el embrión del libro ya sin ellas: The Clash of Civilizations and
the Remaking of World Order, New York 1996 (trad. esp.: El choque de civilizaciones y la reconstrucción del
orden mundial, Paidós, Barcelona 1997). La tesis de Huntington se convirtió en una espada de división: para unos,
anticipó genialmente lo que se estaba preparando; para otros, contribuyó a una deplorable estigmatización del
Islam, a una lectura reduccionista de la realidad del mundo y a una interpretación sesgada de la historia.
[37] . Se puede decir que emergía un nuevo paradigma de pensamiento estratégico mundial para sustituir al
de la «Guerra Fría» de la bipolaridad ideológico-política y económica entre el Occidente capitalista y el Este
soviético colectivista.
[38] . S. P. HUNTINGTON, El choque de civilizaciones..., 46-48.
[39] . G. KEPEL, La revancha de Dios, Alianza, Madrid 2005.
[40] . P. L. BERGER, Una gloria lejana. La búsqueda de la fe en época de incredulidad, Herder, Barcelona
1994, 45ss.
[41] . FRANCISCO, Angelus (01/09/2013).
[42] . J. RATZINGER, «Lo que cohesiona el mundo. Las bases morales prepolíticas del Estado liberal», en (J.
RATZINGER – J. HABERMAS), Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión, Madrid 2006, 51-52.
[43] . Ibid., 68. Con otras palabras, CV n. 59: «En todas las culturas se dan singulares y múltiples
convergencias éticas, expresiones de una misma naturaleza humana, querida por el Creador y que la sabiduría
ética de la humanidad llama “ley natural”».
[44 . J. J. GARRIDO, «La Iglesia y la nueva realidad europea. Reflexiones desde la Ecclesia in Europa»:
Corintios XIII 111 (2004) 11-47, en p. 41.
[45] . En C. M. GALLI, Dios vive en la ciudad. Hacia una nueva pastoral urbana a la luz de Aparecida y del
proyecto misionero de Francisco, Ágape, Buenos Aires 20143, 384, citando las conclusiones del «11 Encuentro
sobre Cultura Urbana y Conversión Pastoral a la luz de Aparecida en el horizonte de la Misión Continental»
(Buenos Aires, 01-05/03/2010), n. 4.

150
[46] . Cf. J. RATZINGER, La Iglesia, Israel y las demás religiones, Ciudad Nueva, Madrid 2007,100ss.
[47] . Ibid., 104.
[48] . FRANCISCO, Mensaje en la 48ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales.
[49] . FRANCISCO, Discurso a la Comunidad de los Escritores de «La Civiltà Cattolica» (14/06/2013).
[50] . FRANCISCO, Discurso a los representantes de las Iglesias y comunidades eclesiales y de las diversas
religiones (20/03/2013).
[51] . FRANCISCO, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz (01/01/ 2014).
[52] . B. SESBOÜÉ, El magisterio a examen. Autoridad, verdad y libertad en la Iglesia, Mensajero, Bilbao
2004, 149.
[53] . H. KÜNG – K. J. KUSCHEL, Declaración del Parlamento de las Religiones del mundo, Trotta, Madrid
1994. El Parlamento Mundial de Religiones es una organización internacional no gubernamental de diálogo
interreligioso y ecuménico que nació en Chicago en 1893. Fue la primera vez en la historia que se intentó crear un
foro de diálogo entre todas las religiones mundiales (no estuvieron representadas algunas de ellas). Sin embargo,
hubo que esperar hasta 1988 para que se formase el Consejo del Parlamento Mundial de Religiones, que preparó el
congreso de 1993 como celebración del centésimo aniversario del Parlamento. El simposio se realizó también en
Chicago con unos 8000 asistentes de una gran variedad de religiones.
[54] . FRANCISCO, Discurso de despedida en el Encuentro de Asís (20/09/2016).
[55] . FRANCISCO, Mensaje para la 50ª Jornada Mundial de la Paz (01/01/2017), n. 4.
[56] . FRANCISCO, Discurso a los participantes en el Encuentro Internacional por la Paz (30/09/2013).
[57] . Sobre el diálogo con el Islam considero muy recomendable el libro de C. W. TROLL, Dialogar desde la
diferencia: Cómo orientarse en las relaciones entre cristianos y musulmanes, Sal Terrae, Santander 2010, 254 pp.
[58] . Citado en J. V. BOO, El Papa de la alegría, Espasa, Barcelona 2016, 237.
[59] . Así lo dijo el papa Francisco tras el atentado al semanario Charlie Hebdo.
[60] . J. FLAQUER, Islam. La media luna... creciente, Cristianisme i Justícia, Barcelona 2016, 28.
[61] . FRANCISCO, Discurso en la recepción del Premio Carlomagno (06/05/2016).
[62] . G. SORMAN, «Los tontos útiles»: ABC (29/08/2016).

151
CAPÍTULO 4:
La realidad
es más importante que la idea

El tercer principio para dar marco social a la cultura del encuentro es que «la realidad es
más importante que la idea» [1] . «La realidad, simplemente, es; la idea se elabora; entre
las dos se debe instaurar un diálogo constante, evitando que la idea termine separándose
de la realidad». ¿Cómo no ver en esa frase de Evangelii gaudium (n. 231) resonancias de
aquella célebre reflexión orteguiana de que las «ideas» las tenemos, y en las «creencias»
estamos [2] , pues «esas ideas que son, de verdad, “creencias” constituyen el continente
de nuestra vida y, por ello, no tienen el carácter de contenidos particulares dentro de esta.
Cabe decir que no son ideas que tenemos, sino ideas que somos. Más aún: precisamente
porque son creencias radicalísimas, se confunden para nosotros con la realidad misma –
son nuestro mundo y nuestro ser–; pierden, por tanto, el carácter de ideas, de
pensamientos nuestros que podrían muy bien no habérsenos ocurrido». Así, las ideas-
ocurrencias (incluidas las más rigurosamente científicas) son las que tenemos, porque las
producimos, las sostenemos, las discutimos, las propagamos..., pero no vivimos de ellas;
en las creencias estamos. Las creencias sustentan la cultura, es decir, «lo que salva del
naufragio vital, lo que permite al hombre vivir sin que su vida sea tragedia sin sentido o
radical envilecimiento», y remiten a la vida misma, y por eso su enfática llamada a que
«no seamos paletos de la ciencia», pues, siendo esta «el mayor portento humano, por
encima de ella está la vida humana misma que la hace posible. De ahí que un crimen
contra las condiciones elementales de esta no pueda ser compensado por aquella» [3] .

Estoy casi seguro de que al papa le resultaría sugerente y válida esa genial
distinción orteguiana entre ideas y creencias con sus abundantes connotaciones, que
seguro conoce; pero él añadiría enseguida su preocupación por la facilidad con que
quedamos atrapados en la esfera de la sola palabra, en los purismos angélicos, en la

152
retórica o en el intelectualismo, que separan de la realidad. Y esto le gustaría mucho a
Ortega, para quien la realidad radical es la vida. Teológicamente hablando, la ideología
desconectada de la vida real traiciona el principio fundamental cristiano de la
Encarnación. De ahí la importancia de ser conscientes de que la idea está en función de
la captación, comprensión y conducción de la realidad, y no al revés. Esta es la manera
de estar en tensión hacia la verdad y no vivir de manipularla.
Claro que la realidad es captada por personas que tienen sus filtros interpretativos y
que la van a ver desde sus intereses y perspectivas situadas. Creo que eso no lo discutiría
el papa, porque su llamamiento a la realidad consiste, sobre todo, en no dejarse
manipular por «lo ideológico» (casi en el sentido que a la «ideología» le dio Karl
Mannheim, maestro de la sociología del conocimiento), lo que nos abstrae de la vida real
y concreta. Ahí está la defensa de lo concreto: «Siempre lo concreto. El cristianismo, o
es concreto o no es cristianismo. Es curioso: la primera herejía de la Iglesia se produjo
apenas muerto Cristo: la herejía de los gnósticos, que el apóstol Juan condena. Y era la
religiosidad de spray, de lo no concreto. Sí, yo, sí, la espiritualidad, la ley... pero todo
spray. No, no. Cosas concretas. Y de lo concreto sacamos las consecuencias. Nosotros
perdemos mucho el sentido de lo concreto. A mí me decía el otro día un pensador que
este mundo está tan desordenado que le falta un punto fijo. Y es precisamente lo
concreto lo que te da los puntos fijos...». Y la alerta contra las múltiples formas de
«anestesia»: «El anestesiado no tiene contacto con la gente. Está defendido de la
realidad» [4] .

Un par de medidas como tareas/terapia vienen de este principio que reclama la


conexión con lo real (concreto) y la no caída en lo ideológico (abstracto), y conectan
íntimamente con la cultura del encuentro: diálogo y discernimiento. Y, junto a ellas,
varias apuestas: la interdisciplinariedad, la crítica del paradigma tecnocrático o el papel
de la verdad en la política. Evidentemente, lo que aquí trataré tendrá que ser
forzosamente prolongación de lo espigado en los capítulos precedentes.

153
La tarea/terapia del diálogo para atender a la realidad
Dialogar es tanto el «cruce» de discursos, el compartir e intercambiar palabras para tratar
juntos algo, como la profundización que en tal entrecruzamiento se produce. Siempre
necesita de la inquietud por interrogar(se) y por mantenerse despierto y atento.
(«Mientras estés inquieto, puedes dormir tranquilo»). Significa «estar convencidos de
que el otro tiene algo bueno que decir, acoger su punto de vista, sus propuestas. Dialogar
no significa renunciar a las propias ideas y tradiciones, sino a la pretensión de que sean
únicas y absolutas» [5] . «Son muchas las cuestiones humanas que hay que discutir y
compartir, y en el diálogo siempre es posible acercarse a la verdad, que es don de Dios, y
enriquecerse recíprocamente... sin caer, obviamente en el relativismo. Y para dialogar es
necesario bajar las defensas y abrir las puertas...» [6] . Más que «duelo» entre
adversarios, es «dueto» donde se crea armonía sin caer en el sincretismo [7] .

El diálogo, pues, forma parte de todas las propuestas del papa Francisco en los
diversos temas de su magisterio. Desde la introducción misma de Laudato si’ dice que
los análisis no bastan, que hace falta «diálogo y acción» a todos los niveles (LS, 15)
sobre cómo construimos el futuro del planeta (LS, 14), para afrontar y resolver los
problemas ambientales y detener la espiral autodestructiva en que estamos metidos (LS,
163). Pide el papa que la construcción de caminos concretos no se afronte de manera
ideológica, superficial o reduccionista; y para evitar caer en esas desviaciones la
«estrategia» consiste, ni más ni menos, que en dialogar para generar debates «honestos y
sinceros» que se den con profundidad humana, compromiso moral y sentido intercultural
e interdisciplinar. Junto a la veracidad y la pasión por la verdad, el camino del diálogo
exige paciencia, ascesis y generosidad, recordando siempre que «la realidad es superior a
la idea» y sabiendo que a veces es muy difícil alcanzar consensos (LS, 188). Como
ejemplo, aduce que «el estudio del impacto ambiental de un nuevo proyecto requiere
procesos políticos transparentes y sujetos al diálogo, mientras que la corrupción, que
esconde el verdadero impacto ambiental de un proyecto a cambio de favores, suele
conducir a acuerdos espurios que evitan informar y debatir ampliamente» (LS, 182).

154
Creo que la llamada al diálogo no es solo por la bondad del método, sino por cómo
es la realidad y cómo podemos aprehenderla: todas las cosas están entrelazadas, y
solamente haciendo confluir visiones, perspectivas, intereses, etc., desvelamos y
afrontamos adecuadamente los problemas. Si no, leamos, por ejemplo, lo que dice el n.
111: «La cultura ecológica no se puede reducir a una serie de respuestas urgentes y
parciales a los problemas que van apareciendo... Debería ser una mirada distinta, un
pensamiento, una política, un programa educativo, un estilo de vida y una espiritualidad
que conforman una resistencia ante el avance del paradigma tecnocrático... Buscar tan
solo un remedio técnico a cada problema ambiental que surja es aislar cosas que en
realidad están entrelazadas y esconder los verdaderos y más profundos problemas del
sistema mundial». Le gusta al papa el tema de la polifonía de voces y perspectivas, así
como la «oposición polar» del tipo «razón cordial» o «universalidad concreta», tan de
cuño guardiniano.
En alguna de las situaciones del presente que más enrevesadas están y que más
sufrimientos concretos están causando, como la de Venezuela, la gente que mejor lo
conoce y más ansía la salida cree que no hay otra opción que el diálogo. La alternativa es
la violencia y la lucha fratricida, y eso siempre y necesariamente sería peor y provocaría
más sufrimiento y muerte, con las consiguientes heridas que no cicatrizan en muchísimo
tiempo. Por eso el papa Francisco ha querido que el Vaticano se involucre como
facilitador o mediador de los procesos que pueden llevar hacia una convivencia socio-
política en paz y justicia. Es patente que, de momento, esa dinámica no está siendo
posible; pero, como ha dicho el jesuita venezolano Pedro Trigo, paradójicamente, el
diálogo es necesario porque es imposible, y por eso mismo hay que hacerlo posible.
Viene bien recordar aquí las palabras sobre «la audacia de lo improbable en la fidelidad a
la obra del Espíritu» que pronunció el P. Bruno Cadoré, Maestro de la Orden de
Predicadores, en la homilía de la misa de apertura de la Congregación General 36 de los
jesuitas. Audacia de lo improbable que el P. Arturo Sosa, SJ, transformó en «audacia de
lo imposible»: queremos trabajar para lo que hoy parece imposible: «una humanidad
reconciliada en la justicia, que viva en paz, en una casa común bien cuidada».
Para esa «audacia» no cabe duda de que la oración resulta imprescindible. La
oración, como lugar de encuentro con Dios y con su plan en nuestra vida, tiene como
correlato en la vida sociopolítica el diálogo y la apertura a todos [8] .

155
Interdisciplinariedad por respeto a la realidad
Además de la pluralidad de visiones de la vida buena, está la multidimensionalidad de la
realidad. Al volver a Populorum progressio con motivo de su quincuagésimo
aniversario, constatamos cómo Pablo VI, entre las causas del subdesarrollo, identificó la
falta de sabiduría, de reflexión y de pensamiento capaz de elaborar una síntesis
orientadora; de ahí que planteara la necesidad de disponer de «una clara visión de todos
los aspectos económicos, sociales, culturales y espirituales» (PP, 40, 85). Más aún, «la
excesiva sectorización del saber, el cerrarse de las ciencias humanas a la metafísica, las
dificultades del diálogo entre las ciencias y la teología... no solo dañan el desarrollo del
saber, sino también el desarrollo de los pueblos, pues, cuando eso ocurre, se obstaculiza
la visión de todo el bien del hombre en las diferentes dimensiones que lo caracterizan. Es
indispensable «ampliar nuestro concepto de razón y de su uso»» (PP, 13) para conseguir
ponderar adecuadamente todos los términos de la cuestión del desarrollo y de la solución
de los problemas socioeconómicos. Esta idea sobre la ampliación del concepto de razón
ha sido tratada de modo especialmente profundo por el papa Benedicto, que la considera
capital en relación no solo al desarrollo (CV, 31), sino también a casi cada uno de los
retos de la humanidad.
Ante la pregunta de cómo prepararnos para afrontar la complejidad creciente y el
reto de construir entre todos una sociedad y un mundo «humanos», Pablo VI ya veía
claro que, si la realidad es multidimensional, no podemos comprenderla desde una
perspectiva única; por eso es cada vez más necesaria una formación multidisciplinar o,
aún mejor, interdisciplinar (diálogo entre disciplinas) y transdisciplinar (en apertura a la
sociedad). Leyendo Populorum progressio, apreciamos su luminosa conciencia de que
las ciencias proporcionan verdades imprescindibles que interpretan el mundo en sus
áreas de conocimiento, pero parciales, pues ninguna de ellas nos entrega su último
sentido. La realidad se puede estudiar por «parcelas», pero ella misma no está
«parcelada», y por eso la interdisciplinariedad se vuelve imprescindible como cauce de
respeto a una realidad compleja.

156
Cuando hoy el papa Francisco vuelve a pedir a la política que no se subordine a la
economía, remitiendo a ambas a la búsqueda del bien común y a poner a las personas en
el centro, está reclamando algo que ya formulaba Populorum progressio al rechazar «la
separación de la economía de lo humano, el desarrollo de las civilizaciones en que está
inscrito. Lo que cuenta para nosotros es el hombre, cada hombre, cada agrupación de
hombres, hasta la humanidad entera» (PP, 14). Y para buscar el bien común, salta a la
vista que «la economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento;
pero –como dijo el Papa Benedicto XVI– no de una ética cualquiera, sino de una ética
amiga de la persona» (CV, 45). Con mucho tino denuncia un uso abusivo de la palabra
«ética» en el terreno económico, que con frecuencia, más que auténtica ética a favor de
la dignidad humana, enmascara decisiones y acciones contrarias a la justicia y al bien.
Cuando hoy pedimos que la política no se subordine a la economía y busque el bien
común, poniendo a las personas en el centro, esta afirmación sobre la necesidad de que
la política recupere espacio sobre la economía no implica, en absoluto, rechazo de la
economía ni de sus actores.
Puede dar la impresión de que el papa Francisco no valora suficientemente a las
empresas y la iniciativa de la gente que se arriesga a la creación de riqueza y de empleos,
y que rechaza radicalmente el mercado [9] . Puede ser cierto que pone tanto énfasis en
ideas como que «la política y la economía deben salir de la lógica eficientista e
inmediatista, centrada sobre el lucro y el éxito electoral a corto plazo» (LS, 182), que
queda eclipsada la importancia capital de la libre iniciativa económica de los
empresarios. Sin embargo, pienso que el papa cree en esa importancia (LS, 60), aunque
acaso su pasión por la centralidad de las personas en la economía (y por la causa de los
pobres) le lleva a destacar, más que el valor de la buena economía, la colonización de la
tecnocracia tanto de la esfera económica como de la política. «El capitalismo y el
beneficio no son palabras diabólicas mientras no se los transforme en ídolos. No lo son
si siguen siendo instrumentos... Si se convierten en fetiches a los que se adora, entonces
nuestras sociedades se exponen a la ruina» [10] . Él está convencido de que «el mercado
por sí mismo no garantiza el desarrollo humano integral y la inclusión social» (LS, 109);
pero eso no es lo mismo que declarar perverso el capitalismo o negar el valor de los
empresarios y las empresas. Francisco no es enemigo del mercado por principio; «su
crítica del capitalismo concierne a la autonomía absoluta de los mercados y de las

157
especulaciones financieras (cf. EG, 56) y, como en el caso de Juan Pablo II, a un
desenfrenado capitalismo global ideológico, en el que la libre economía no está
integrada en un orden social de derecho y donde todo depende de la rentabilidad del
capital, lo que lleva a que todos los ámbitos de la vida queden sometidos a la
economía» [11] . La actividad económica –con empresas, empresarios y emprendedores
como activo social clave– es la fuente de creación de riqueza y el cauce para la
producción de bienes y servicios para todos; en ella, cada cual se orienta según sus
legítimas aspiraciones. Si la política ha de estar sobre la economía, es solo para enmarcar
estas actividades particulares en el bien común, en los intereses generales de la sociedad:
y lo hace encauzando la actividad económica de muchos, corrigiendo las disfunciones
que el juego de la libertad genera, atendiendo especialmente a los más vulnerables. Por
eso manifiesta tanta afición a relacionar economía y comunión, siguiendo y ahondando
la senda abierta por Benedicto XVI en Caritas in veritate.

158
La crítica del paradigma tecnocrático: de Populorum progressio a Laudato
si’
En realidad, la crítica de determinados modos de entender y realizar la economía tiene su
correlato necesario en la crítica del paradigma tecnocrático, que, por cierto, no es una
novedad del papa Francisco, pues ya lo encontramos bien desarrollado en el magisterio
social de Pablo VI.
El papa Montini presentó en Populorum progressio el desarrollo como «el paso,
para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas a condiciones de
vida más humanas» (PP, 20) y señala que tal paso no está circunscrito a las dimensiones
meramente económicas y técnicas, sino que implica «la adquisición de la cultura, el
respeto de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza (cf. Mt
5,3), la cooperación con el bien común, la voluntad de paz», y todavía más humanas: el
reconocimiento de los valores supremos y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin»
(PP, 21). En ese marco, ofrece unas certeras reflexiones sobre la tecnocracia que
Laudato si’ ha reactualizado y enfatizado: «No basta con aumentar la riqueza común
para que sea repartida equitativamente. No basta con promover la técnica para que la
tierra sea humanamente más habitable [...] La tecnocracia del mañana puede engendrar
males no menos temibles que los del liberalismo de ayer. Economía y técnica no tienen
sentido si no es por el hombre, a quien deben servir. El hombre no es verdaderamente
hombre más que en la medida en que, dueño de sus acciones y juez de su valor...» (PP,
34).
Conviene aclarar que la crítica del paradigma tecnocrático (LS, 108-109) o de la
tecnocracia no se refiere a la aplicación de métodos científico-técnicos a la solución de
problemas definidos, o a que algunos expertos pongan sus conocimientos y experiencia
al servicio de la sociedad a través de la acción política, sino a un ethos penetrante, a una
visión del mundo que subsume el bien, la verdad o la belleza en racionalismo eficacista y
que «vende» su posición como la única realizable y razonable. El «paradigma
tecnocrático» pervierte la tecno-ciencia poniéndola al servicio de intereses (generalmente
camuflados como neutrales) en los que suelen primar factores como la mera utilidad, la

159
eficacia o la funcionalidad, subvirtiendo no solo el sentido mismo de la ciencia y de la
técnica, sino también la relación entre fines y medios, al otorgar a estos últimos un rango
que humanamente no les corresponde. Cuando una élite se sirve de la racionalidad
científico-técnica para sus fines, puede acabar convirtiendo la realidad, también al ser
humano, en objeto de experimentación o negocio bajo criterios puramente marcados por
la eficacia o la rentabilidad. Muchas decisiones políticas, tanto en el ámbito económico
como ante dramas humanos como el de los refugiados, no son ajenas a ese modo
tecnocrático de hacer política. Resguardándose bajo aparentes razones técnicas, se privan
de dimensión moral algunos aspectos en los que se está jugando con la vida de las
personas. Así parece que la injusticia y la alienación quisieran ser escondidas con la
máscara de decisiones puramente técnicas que quieren sustraerse de ser pensadas y
discernidas por la ciudadanía. Esa tentación o enmascaramiento tecnológico esconde
opciones fundamentales que deben ser reflexionadas y moralmente elegidas por parte de
personas y pueblos en los distintos ámbitos económicos, científicos, médicos, políticos o
mediáticos.
Deberíamos maravillarnos agradecidamente por tanta utilidad e incluso belleza
como hay en los enormes avances científicos y tecnológicos que remedian muchos males
y abren oportunidades vitales (cf. LS, 102-103). Pero sin olvidar nunca que la ciencia y
la tecnología implican siempre valores y están siempre vinculadas a un sentido del
mundo, y no solamente en el uso que se hace de ellas, pues la técnica «manifiesta quién
es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de desarrollo» (CV, 69). Los avances de la
tecno-ciencia no pueden, por sí solos, hacerse cargo de las preocupaciones ni del sentido
del ser humano y de la existencia en su totalidad, dado que su verdad siempre es una
verdad parcial.
No parece exagerado decir que «el inmenso crecimiento tecnológico no ha estado
acompañado de un desarrollo del ser humano en responsabilidad, valores y conciencia»,
o que la posibilidad de «utilizar mal el poder crece constantemente cuando no está
sometido a norma alguna reguladora de la libertad, sino a los supuestos imperativos de la
utilidad y la seguridad». Por eso la humanidad pide a gritos «ética sólida, cultura y
espiritualidad» (LS, 105).
Para poner la competencia científico-técnica al servicio del progreso necesitamos
un humanismo que cultive una dimensión ética (no cosmética) de la vida y la profesión,

160
un horizonte sapiencial donde los logros científicos y tecnológicos estén acompañados
por valores genuinos. Tal como la Iglesia entiende el desarrollo integral –de todo el
hombre y de todos los hombres–, exige «un humanismo pleno», gobernado por los
valores espirituales, frente a un «humanismo cerrado, impenetrable a los valores del
espíritu y a Dios, que es la fuente de ellos» (PP, 2). En ese punto aparece esa cita de El
drama del humanismo ateo (1945), del P. De Lubac, SJ, que no hay papa que no haya
recordado y que Pablo VI cita en el número 42 de Populorum progressio: «Ciertamente,
el hombre puede organizar la tierra sin Dios; pero, al fin y al cabo, sin Dios no puede
menos que organizarla contra el hombre. Un humanismo exclusivo es un humanismo
inhumano».
Para caminar hacia un humanismo pleno es imprescindible el diálogo entre la
política y la economía, el diálogo intra-eclesial, el diálogo entre religiones, el diálogo
entre los diferentes movimientos ecologistas, el diálogo entre creyentes y no creyentes,
el diálogo entre diferentes epistemologías científicas o el diálogo entre las ciencias y la
filosofía y la teología; etc. Y por eso hemos de aplicar el diálogo intercultural e
interdisciplinar en la comprensión y resolución de nuestros retos. Así lo ha aplicado el
papa a la elaboración misma de la encíclica Laudato si’.

161
Diálogo entre ciencia y fe
En la Congregación General 35 de la Compañía de Jesús, el papa emérito Benedicto nos
pidió a los jesuitas coraje para ir a las fronteras de nuestro mundo en este momento
concreto de la historia: «Como os han dicho en varias ocasiones mis antecesores, la
Iglesia os necesita, cuenta con vosotros y sigue confiando en vosotros, de modo especial
para llegar a los lugares físicos y espirituales a los que otros no llegan o les resulta difícil
hacerlo... No son los mares o las grandes distancias los obstáculos que afrontan hoy los
heraldos del Evangelio, sino las fronteras que, debido a una visión errónea o superficial
de Dios y del hombre, se interponen entre la fe y el saber humano, entre la fe y la ciencia
moderna, entre la fe y el compromiso por la justicia». Aquellas palabras actualizaban las
que Pablo VI había pronunciado a la Congregación General 32 en 1974: «Dondequiera
que en la Iglesia, incluso en los campos más difíciles y de primera línea, en las
encrucijadas ideológicas, en las trincheras sociales, ha habido o hay conflicto entre las
exigencias urgentes del hombre y el mensaje cristiano, allí han estado y están los
jesuitas» [12] .

En esa frontera entre la fe y la ciencia moderna hoy ya no domina el positivismo de


corte fundamentalista o radical que negaba «el pan y la sal» a la teología y a la filosofía.
Quedan sin duda resabios de esa falta de respeto en algunos autores (a veces de gran
influencia mediática); pero lo más común hoy es que se siga la pauta de la no
superponibilidad (Non –Overlapping) de los conocimientos empírico-científicos y
filosófico-teológicos.
El paleontólogo estadounidense, biólogo evolutivo e historiador de la ciencia,
Stephen J. Gould fue invitado a Roma para participar en un seminario organizado por la
Academia Pontificia de las Ciencias. Allí le gustó la idea de una función y autoridad de
enseñar que la Iglesia denomina Magisterio, y vino en proponer un modelo de relación
entre ciencia y religión denominado «Magisterios que no se solapan» (Non-Overlapping
Magisteria o, en su acróstico, NOMA). Así las cosas, esos conocimientos estarían en
planos o esferas no solo distintos, sino inconmensurables entre sí. Entre ellos puede
haber mucho respeto, pero no habría, en principio, relación de tipo metodológico, ni

162
epistemológico, ni de traducibilidad lingüística. El magisterio de la ciencia cubre «la
esfera de lo empírico, de qué está formado el universo y por qué funciona de
determinada manera. El magisterio de la religión se extiende sobre preguntas acerca del
sentido último y por los asuntos morales. Estos dos magisterios no se superponen ni
abarcan todo lo que puede conocerse». Dos magisterios (Gould) o dos culturas (Snow) o
dos visiones del mundo (Udías), dos ventanas abiertas a la misma realidad (Ayala). Y la
National Academy of Sciences de Estados Unidos dice que «la religión y la ciencia
responden a preguntas diferentes sobre el mundo. Que el universo tenga un objetivo o lo
tenga la existencia humana no son preguntas para la ciencia... Muchos científicos
mantienen fuertes creencias religiosas y al mismo tiempo aceptan el hecho de la
evolución... [Es más] dentro de las religiones judeocristianas muchas personas creen en
que Dios obra a través de la evolución. Esto es: Dios ha creado un mundo que está en
permanente cambio y un mecanismo a través del cual las criaturas puedan adaptarse al
cambio medioambiental con el paso del tiempo».
Poner de este modo las cosas supera claramente el dogmatismo del enfoque
positivista, que declara sencillamente a la teología y a la filosofía fuera del ámbito del
conocimiento y no se deja anular por algunas versiones del posmodernismo actual que
critican tanto la visión cristiana del mundo como la herencia de la Ilustración en la que
se formaron las tesis y categorías fundamentales de la ciencia moderna. Pero, aunque
sorteando ambos extremos, sí suscita preguntas que, según cómo se respondan, pueden
abrir o cerrar la relación, y por eso tienen que ser formuladas:

¿Distinguir niveles implica que no pueden aspirar a tener relación y que el diálogo
está fuera de lugar? ¿Se pueden enriquecer y complementar, o esa vía está cerrada? ¿Hay
o no posibilidad de alguna «síntesis» a partir de visiones diferentes donde se alcance
mayor conocimiento científico? Si respondemos que la distinción de niveles implica la
imposibilidad de diálogo, la posibilidad misma de la interdisciplinariedad queda
desalojada. Si, por el contrario, decimos que una cosa no implica a priori la otra,
dejamos la puerta abierta al diálogo interdisciplinar. Es decir, junto a la perspectiva
metodológica de la teoría de los dos niveles o dos visiones del mundo que no se
superponen, habría una «teoría del dialogo» subsidiaria, la cual posibilita la
investigación sobre el universo y que la vida se nutra de «una pluralidad armónica de
itinerarios y de estilos que se cruzan entre sí en la unicidad de la persona» [13] .

163
Esta «teoría del diálogo», que forma parte del humanismo clásico, fue expresada
por el papa Juan Pablo II del siguiente modo: «El diálogo [entre ciencia y fe] tiene que
continuar y progresar en profundidad y amplitud. En este proceso tenemos que superar
toda tendencia regresiva que conduzca hacia formas de reduccionismo unilateral, de
miedo y autoaislamiento. Lo que es absolutamente importante es que cada disciplina siga
enriqueciendo, nutriendo y provocando a la otra a ser plenamente lo que debe ser y
contribuyendo a nuestra visión de lo que somos y hacia dónde vamos... La sociedad
dividida se inclina a una visión fragmentaria del mundo. Por el contrario, la sociedad de
intercambio anima a sus miembros a ampliar sus perspectivas parciales y a crear una
visión nueva y unificada... La unidad que buscamos no es identidad. La Iglesia no
propone a la ciencia que se haga religión, ni a la religión que se haga ciencia» [14] . Viene
bien para rematar la cita de la famosa frase de Einstein: «La ciencia sin la religión es
coja. La religión sin la ciencia es ciega». No se me escapa, desde luego, que la religión a
la que se refería el científico alemán era un tipo de religión cósmica.
Me parece especialmente sugerente la propuesta de «magisterios no simétricos» [15]
que hizo Javier Leach, SJ, según la cual los magisterios de ciencia y religión, siendo
distintos, no pueden separarse; su relación es complementaria, pero no simétrica: el
conocimiento religioso necesita de la ciencia, mientras que la ciencia se puede hacer sin
religión. Esta asimetría es un plus para la ciencia, la cual es autónoma; pero es también
un plus para la religión, porque su visión del mundo y de la vida es más integral. Esa
manera de relacionarlas no la sacaba Leach de puras elucubraciones, sino que la extraía
de su recorrido intelectual y espiritual, de su vida como jesuita y matemático bien
formado en teología y filosofía.
Pero ha de quedar claro que la llamada a la relación no suprime el no solapamiento,
ni la necesidad humana de buscar el sentido último legitima que se haga de cualquier
modo. No avala, por ejemplo, que se manipulen las verdades de fe o los textos sagrados.
En 1981, el papa Juan Pablo II se pronunció así en un discurso ante la Academia
Pontificia de las Ciencias: «La Biblia nos habla del origen y naturaleza del universo, no
para proveernos de un tratado científico, sino para establecer las relaciones correctas del
hombre con Dios y con el universo. Las Sagradas Escrituras simplemente declaran que el
mundo fue creado por Dios; y con el propósito de enseñar tal verdad el autor sagrado se
expresa con términos de la cosmología de su época... Cualquier otra enseñanza sobre el

164
origen y naturaleza del universo es ajena a la intención de la Biblia, la cual no desea
enseñar cómo se creó el cielo, sino cómo se puede llegar a él». El argumento es que es
un error tomar la Biblia por un libro elemental de astronomía, geología y biología.
Claramente va en contra del literalismo bíblico de los fundamentalistas.
Sabemos que a los fundamentalistas cristianos no les importa la exégesis bíblica ni
la hermenéutica de los textos sagrados ni de los documentos del magisterio (esto entre
los católicos), y sabemos también que desvirtúan los argumentos teológicos. Algunos
están mostrando en sus ataques al magisterio del papa Francisco que solo aceptan la
literalidad cuando les gusta o les conviene. Contra la manipulación de la Escritura hay
que combatir con rigor argumentativo y científico, pero al que no quiere aplicar los
criterios científicos no deja de ampararle la libertad de creencia, de interpretación y de
expresión. Sin privarles, pues, de la libertad, combatamos el error, pues ese tipo de
errores comprometen sobremanera la misma fe. Escribió santo Tomás de Aquino que
«un error acerca del mundo redunda en error acerca de Dios» [16] . Y eso significa, por
ejemplo, que para conocer el mundo no hay alternativa a la escucha de la situación a
partir de los más recientes conocimientos científicos disponibles; que necesitamos hacer
correctamente esa escucha para «dar una base concreta al itinerario ético y espiritual»
(LS, 15). La buena ética y la espiritualidad sana se construyen sobre buenos datos.
Interesa enfatizar a este respecto que «la Iglesia no pretende definir las cuestiones
científicas ni sustituir a la política, pero invita a un debate honesto y transparente, para
que las necesidades particulares o las ideologías no afecten al bien común» (LS, 188).
Ahora bien, análogamente, «los científicos y filósofos que afirman que la ciencia
excluye la validez de todo conocimiento fuera de la ciencia cometen un «error
categórico», confunden el método y el ámbito de la ciencia con sus implicaciones
metafísicas. El naturalismo metodológico afirma los límites del conocimiento científico,
no su universalidad» [17] .

Así pues, distinción entre ciencia y religión, sí; pero no incomunicación, porque, en
su diferencia, unos y otros modos de conocer la realidad se complementan y se
necesitan, y porque, si no hay relación, sufre el conocimiento de conjunto. Los
acercamientos de las ciencias naturales, sociales y humanas son parciales y requieren un
diálogo entre ellas y de ellas con la filosofía y la teología. Ninguno de los grandes
problemas actuales puede ser abordado por disciplinas aisladas; hay que encontrar

165
puentes entre los saberes y un horizonte sapiencial «en el que los logros científicos y
tecnológicos vayan acompañados por los valores filosóficos y éticos, que son una
manifestación característica e imprescindible de la persona humana [...] La búsqueda de
la verdad, incluso cuando atañe a una realidad limitada del mundo y del hombre, no
termina nunca, remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato de los
estudios, a los interrogantes que abren el acceso al Misterio» (FR, 106). Esto se aleja de
todo especialismo estrecho y contraproducente, que va muy bien con la tecnocracia, pero
no con el progreso del saber y la búsqueda del bien común de la sociedad por encima de
ideologías o intereses de parte.

Para evitar reduccionismos la Iglesia llama a un diálogo interdisciplinar sostenido


de investigación y de reflexión. Así lo ha vuelto a hacer Laudato si’ pidiendo que cada
disciplina proceda con su propio rigor epistemológico abriendo su necesaria
especialización al compromiso con la sociedad, con la vida humana y con el ambiente;
pidiendo que la construcción de caminos concretos no se afronte de manera ideológica,
superficial o reduccionista, y pidiendo generar debates «honestos y sinceros». Ya
sabemos que la llamada al diálogo no es solo por la bondad del método, sino por cómo
es la realidad y cómo podemos aprehenderla: todas las cosas están entrelazadas, y
solamente haciendo confluir visiones, perspectivas, intereses, etc., desvelamos y
afrontamos adecuadamente los problemas. En efecto, por el hecho mismo de la creación
todas las cosas están dotadas de su propia consistencia, firmeza, verdad y bondad y de
unas leyes y un orden propio que el hombre está obligado a respetar: la autonomía de la
realidad temporal (GS, 36). El respeto se hace efectivo reconociendo el método propio
de cada una de las ciencias o artes. Ese respeto abre al diálogo entre disciplinas; y,
aunque proceder según esos criterios de respeto parezca llevar a la contradicción entre
ciencia y fe, a la postre nunca puede desembocar en una definitiva oposición, puesto que
«la verdad no puede contradecir a la verdad». Así tituló Juan Pablo II un documento que
impactó en su día a Stephen Gould y que tiene también muy presente el profesor Ayala
cuando, por ejemplo, al final de su obra Darwin y el diseño inteligente, afirma: «es
posible creer que Dios ha creado el mundo, mientras se acepta al mismo tiempo que las
estrellas, los planetas, las montañas, las plantas y los animales aparecieron después de la
creación inicial, por procesos naturales. La verdad no puede ir contra la verdad. Todos

166
los creyentes deberían ver en las asombrosas hazañas de la ciencia moderna una
manifestación de la gloria de Dios y no una amenaza para su fe».

167
Algo sobre el fondo teológico-espiritual del diálogo entre ciencia y fe
En realidad, es el mismo mensaje cristiano el que «obliga a trabajar con un sentido
global de interpretación de los conocimientos, trascendiendo en lo universal la
parcialidad de cada una de las disciplinas sin violentar sus exigencias metodológicas ni
caer en un relativismo deformante, en búsqueda de la comprensión del significado pleno
del hombre, de su cultura y de su historia. La Filosofía y la Teología [...] desarrolladas
ellas mismas en esa perspectiva de interdisciplinariedad global, están llamadas a prestar
un servicio insustituible en este estilo de trabajo» [18] .

También en la médula de la tradición ignaciana se halla el encuentro personal con


Dios que libera, compromete y envía, respetando las mediaciones de lo real y su legítima
autonomía. El Dios que protagoniza y toma la iniciativa en el encuentro no se halla fuera
de la realidad mundana, sino que está en el mundo, y el mundo en Él. San Ignacio pone
el acento en sus escritos en «hallar a Dios en todas las cosas»: Dios puede ser encontrado
en cada persona, en cada lugar y en todo. «A Dios en todas amando y a todas en Él» pide
una actitud positiva ante la vida. Esas expresiones de la Contemplación para alcanzar
amor de los Ejercicios Espirituales reposan en la convicción de que «Dios habita en
todas las criaturas, en los elementos, en las plantas, en los animales, en los hombres [en
mí mismo]» y «trabaja y labora por mí en todas las cosas creadas sobre la faz de la
tierra». Igualmente, al enfatizar la humanidad de Cristo invita a ver que todo lo humano,
y eso incluye la ciencia, puede servir para el encuentro con Dios. Jerónimo Nadal, uno
de los compañeros de la primera hora de Ignacio de Loyola y un gran intérprete de sus
intuiciones, se refirió a esta actitud con la expresión «contemplativos en la acción».
Es evidente que el papa jesuita le da mucha importancia a «aceptar el mundo como
sacramento de comunión, como modo de compartir con Dios y con el prójimo... Es
nuestra humilde convicción de que lo divino y lo humano se encuentran en el más
pequeño detalle contenido en los vestidos sin costura de la creación de Dios, hasta en el
último grano de polvo de nuestro planeta» (LS, 9). Asimismo, los sacramentos muestran
de manera privilegiada cómo la naturaleza ha sido asumida por Dios y cómo el
cristianismo no rechaza la materia y la corporeidad, sino que las valora plenamente. En

168
particular, la Eucaristía, que «une el cielo y la tierra, abraza y penetra todo lo creado [...]
y nos orienta a ser custodios de todo lo creado» (LS, 236).
Para completar este sentido de todo lo creado como lugar del encuentro con Dios
viene bien mencionar la nota 53 del número 83 de Laudato si’ donde Francisco cita la
aportación del P. Teilhard de Chardin. Es la primera vez que se le cita en un documento
oficial de la Iglesia: «el fin de la marcha del universo está en la plenitud de Dios, que ya
ha sido alcanzada por Cristo resucitado, eje de la maduración universal... El fin último de
las demás criaturas no somos nosotros. Pero todas avanzan, junto con nosotros y a través
de nosotros, hacia el término común, que es Dios, en una plenitud trascendente donde
Cristo resucitado abraza e ilumina todo. Porque el ser humano, dotado de inteligencia y
de amor y atraído por la plenitud de Cristo, está llamado a reconducir todas las criaturas
a su Creador». Ahí encontramos un argumento más para rechazar todo dominio
despótico e irresponsable del ser humano sobre las demás criaturas.

169
La tarea/terapia de discernir
No es nada fácil, en el mundo en que vivimos, mantener el rumbo hacia el bien y la
verdad. Ahí tenemos como guía la invitación de san Ignacio al discernimiento, que pone
en el centro la conciencia y el realismo de lo concreto sin perder el horizonte de los
grandes ideales; discernimiento para buscar y hallar la verdad en libertad en todas las
decisiones, no solo en las fundamentales. Discernir requiere conocer la materia, recopilar
buenos datos, sopesar razones y buscar recta y humildemente lo bueno; todo para
decidir. No es dar un cheque en blanco al relativismo ni al hacer la propia voluntad. Para
los creyentes supone traspasar la superficie de las cosas y las apariencias para atender
amorosamente a lo que Dios espera de uno en sus circunstancias. El discernimiento es,
políticamente hablando, el mejor antídoto contra la demagogia y el populismo.
Discernir no es solo sopesar razones o distinguir el bien del mal, sino buscar al
Señor –su voluntad en lo concreto de la existencia, aquí y ahora, para el sujeto
discerniente y operante– a fin de seguirle más de cerca, leyendo los acontecimientos y
escuchando lo que sucede y las mociones que se sienten. Con suma claridad lo dice
Amoris laetitia: «detenerse solo a considerar si el obrar de una persona responde o no a
una ley o norma general no basta para discernir y asegurar una plena fidelidad a Dios»
(AL, 304 [19] ). Podemos individual y comunitariamente, «con inteligencia humilde y
abierta, buscar y encontrar a Dios en todas las cosas [...]; en todos los campos del saber,
del arte, de la ciencia, de la vida política, social y económica se necesita estudio,
sensibilidad, experiencia [...] y se requiere mantener abiertos mente y corazón, evitando
la enfermedad espiritual de la autorreferencialidad» [20] .

Requiere, consecuentemente, un talante de apertura a la complejidad y ambigüedad


de lo real, en todo. Pide no separar fácilmente puros e impuros, buenos y malos, y no
blindarse en rigideces, tópicos, complacencias narcisistas o condenas catastrofistas, que
acaban siendo «doctrina sin vida». El discernir al que aquí nos referimos no permite
separarse nunca de las exigencias de la verdad y del amor, no permite pasar de largo del
bien hacia el mal. Por eso, para discernir deben garantizarse las condiciones de
«humildad, reserva, amor a la Iglesia y a su enseñanza, en la búsqueda sincera de la

170
voluntad de Dios...» (AL, 300). Como hemos repetido, le importa mucho al papa poner
«los pies en tierra» y prestar atención a la realidad concreta. La humildad del realismo
ayuda, por ejemplo, a no presentar «un ideal teológico del matrimonio demasiado
abstracto, casi artificialmente construido, lejano a la situación concreta y a las
posibilidades efectivas de las familias reales» (AL, 36).
El discernimiento supone un proceso: «es dinámico y debe permanecer siempre
abierto a nuevas etapas de crecimiento y a nuevas decisiones que permitan realizar el
ideal de manera más plena» (AL, 303). En este punto es bueno recordar el principio de la
superioridad del tiempo sobre el espacio, con su acento en «iniciar procesos más que
poseer espacios», y también el principio de gradualidad, que recuerda cómo «un pequeño
paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida
exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin afrontar importantes dificultades»
(AL, 297). Interesa añadir que en el discernir según Dios «no basta con pensar, hacer u
organizar el bien, sino que hay que hacerlo de buen espíritu; es lo que nos enraíza en la
Iglesia, en la que el Espíritu actúa y reparte su diversidad de carismas para el bien
común» [21] . Así se entiende que, ante situaciones de debilidad o de fracaso humano,
algunos crean que no hay nada que discernir, porque el bien es el ideal moral, y la
alternativa sería el mal. Pero hay situaciones en las que el ideal acaba volviéndose un
mal concreto para las personas, y las salidas les abren el futuro: cuando es así, se sienten
los movimientos internos del buen espíritu en la consolación («todo aumento de fe,
esperanza y caridad»), y puede sentirse lo contrario en el mantenimiento a todo trance
del ideal. El arte será hacer un discernimiento pastoral en tanto que proceso dinámico
que favorezca la evangelización y el crecimiento humano y espiritual (AL, 293) y que
debe ser, por tanto, no solo moral, sino espiritual. Entre el discernimiento espiritual y el
moral hay una estrecha relación, porque en ambos se trata de la búsqueda, el
conocimiento y la elección de la voluntad de Dios por parte de la persona y su decisión
por aquella [22] .

El discernimiento, ignacianamente entendido, siempre tiene como condiciones de


posibilidad ser desde la libertad e ir dirigido hacia el mayor bien, en las circunstancias
concretas, y hacia la verdad, en la caridad. A este respecto, la actitud básica es llamada
por Ignacio de Loyola «indiferencia», y hoy bien la podríamos traducir como
disponibilidad para desear, buscar y elegir lo que más conduce al servicio divino. Nació

171
de una doble experiencia: (1) la vocación de servicio y (2) la necesidad de elegir bien. La
indiferencia no es insensibilidad ante las personas, los acontecimientos o las
circunstancias, como si nos diese lo mismo una cosa que otra. Tampoco es pasividad e
impasibilidad (la ataraxia, ideal del sabio estoico). Es pasión y «diferencia» por lo que
Dios quiere, desde la convicción de que ni puede engañarme ni es competidor de mi
autonomía. «Indiferencia» es movilidad, es estar dispuesto a salir, a buscar, es estar
disponible...; por eso es continua elección o libertad verdadera desde el amor y la paz.
Tenemos que servir y tenemos que elegir; servir a Dios eligiendo. Y como nos podemos
engañar por eso hay que disponerse en libertad, es decir, discernir.

La «indiferencia» ignaciana es condición para discernir, porque lo recoloca todo,


desde un «orden» que tiene que ver con la jerarquía interna de la vida, con que cada cosa
ocupe el lugar que debe ocupar en función de su relación al fin último de nuestra vida
(«alabar, hacer reverencia y servir a Dios» es el Principio y fundamento que ordena y
jerarquiza el valor de todo, tal como se enuncia en el n. 23 de los Ejercicios). Lo
contrario al «orden» son las «afecciones desordenadas» (no son necesariamente
pecados), que nos desorientan y descolocan, provocan conflictos interiores, nos desvían
de nuestros deseos profundos y más auténticos... Los Ejercicios Espirituales son,
precisamente, «para quitar de sí todas las afecciones desordenadas y, después de
quitadas, para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida...» (EE, n.
1).
De ese sentido de poner el énfasis en la «elección» de la persona viene una «moral
de la conciencia», que es la que los jesuitas y los formados en la espiritualidad ignaciana
conciben y proponen. Se trata de «formar las conciencias, no de sustituirlas» (AL, 37)
dictándoles desde arriba y desde fuera de la propia experiencia personal lo que toca
hacer. Es poner la conciencia moral en el centro como «primero de todos los vicarios de
Cristo» para cada uno (Newman), porque sin ella no hay libertad y, consiguientemente,
no hay búsqueda del bien y la verdad; y porque para la ética no bastan la objetividad y la
corrección moral de los actos. La conciencia moral solo se va haciendo verdaderamente
libre cuando es capaz de interiorizar los valores que conforman la vida y la remiten más
allá de sí misma: algo que no es posible desde una concepción individualista y cerrada
de la propia subjetividad. Tampoco es libre una conciencia heterónoma, obligada a
seguir la verdad que alguien le dicta. Así sucede no solo cuando alguien manipula a otro,

172
sino también cuando pedimos el amparo del Magisterio en moral, renunciando a hacer
nuestro propio trabajo de discernimiento. Al final del capítulo 5 mostraré cómo el papa
Francisco no cae en esa trampa.

Del gran maestro en el arte práctico del discernir que fue Ignacio de Loyola me
gustaría recordar varias de sus reglas que, sin duda, nos pueden ayudar a nosotros y con
las que podemos ayudar a otros:
• Aspirar siempre a lo máximo es fundamental, pero sabiendo que solamente se hace
verdad siendo fieles a lo concreto, a lo cotidiano y a lo pequeño de la vida donde
nos jugamos la felicidad.

• Cuando estemos confusos, no comprometamos el futuro; «en tiempos de desolación


no hacer mudanza» de lo que previamente hubiéramos determinado. En la
turbulencia no actuemos con precipitación, no busquemos atajos fáciles o
soluciones extremas, sin sopesar adecuadamente qué pasa y qué significan en serio
las señales internas y externas que recibimos.
• La gestión del cambio hay que hacerla con visión y teniendo en cuenta las
circunstancias; por eso es una llamada a pensar crítica y dialogalmente y a afrontar
con rigor y sin miedo las dificultades, entregándose a fondo a la tarea de elegir bien
y desde la paz, no cuando uno está hecho un lío.
• Busquemos siempre la libertad interior y la rectitud de intención en cualquier
decisión que tomemos. Claro que a veces nos equivocamos en lo que elegimos,
pero lo grave no es fallar, sino perder la rectitud.
• Que la norma de nuestra actuación no sea la búsqueda del éxito o el hambre de
reconocimiento externo. La verdadera felicidad está en el orden del ser y del amor,
no del tener o del éxito. El «magis» –el «más», característico del espíritu
ignaciano– es más de ser persona, más de entrega, más de servicio.
Discernir es, pues, un proceso abierto de búsqueda sincera, integral y leal de la
voluntad de Dios sobre la vida situada y concreta, no al modo del viaje a Ítaca de Ulises,
sino del de Abrahán, que, fiado en Dios, salió «sin saber adónde iba» (Hb 11,8), pero
consciente de que no podía perderse siguiendo a quien le llamaba y guiaba.

173
La «verdad» en la política
Acabamos de establecer la conexión entre libertad, bien y verdad en el discernimiento
como búsqueda de la voluntad de Dios por parte de un sujeto concreto en sus
circunstancias de existencia. ¿Tienen algo que decir a la vida política estas
consideraciones sobre el discernimiento pastoral vinculado al discernimiento moral y
espiritual? Creo que, definitivamente, la respuesta es «sí», y me dispongo a desarrollarlo.

Una auténtica democracia no es solo el resultado de un respeto formal a las reglas,


sino que es el fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran los
procedimientos democráticos: la dignidad de toda persona humana, el respeto por los
derechos del hombre, la asunción del bien común como fin y criterio regulador de la vida
política. Las bases de estos valores no pueden estar en las opiniones provisionales o
cambiantes de la mayoría, sino en una búsqueda dialógica de la verdad. Las
admoniciones de los últimos pontífices no son alarmismo sin fundamento; creo que
merecen ser escuchadas. Sirvan a título de ejemplo aquellas palabras de Juan Pablo II:
«Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y
la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que
cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son
fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada
por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este
propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la
acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser
instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se
convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la
historia» (CA, 46). En Moral y sociedad democrática, la Asamblea plenaria de la
Conferencia Episcopal Española planteaba una afilada sospecha: «en el fondo de la
disociación público-privado late la idea de que en el ámbito de lo público ha de imperar
el pluralismo relativista, que excluye la afirmación de cualquier verdad, mientras que la
vida privada sería el lugar reservado a lo que cada persona considera como verdadero y
que no debe traspasarse o “imponerse” al terreno de lo público» [23] . Y el papa
Francisco escribió en la carta que dirigió a Scalfari lo siguiente al respecto de la verdad

174
que el director de La Repubblica había calificado de «absoluta»: «yo no hablaría, ni
siquiera para quien cree, de verdad “absoluta”, si se entiende absoluto en el sentido de
inconexo, que carece de cualquier tipo de relación. Para la fe cristiana la verdad es el
amor de Dios por nosotros en Jesucristo. Por tanto, la verdad es una relación. De hecho,
todos nosotros captamos la verdad y la expresamos a partir de nosotros mismos: desde
nuestra historia y cultura, desde la situación en que vivimos, etc. Eso no quiere decir que
la verdad sea variable y subjetiva; todo lo contrario. Más bien indica que se nos da
siempre como camino y vida... La verdad, siendo en definitiva una sola cosa con el
amor, requiere humildad y apertura para buscarla, acogerla y expresarla».

Tenemos, pues, trazado el horizonte donde queremos preguntarnos por la búsqueda


de la verdad, pregunta casi tabú en casi cualquier ámbito. Desde luego, molesta mucho
en la contienda política o en la elaboración de las leyes. ¡Pobre del que se refiera a ella
como fundamento último de la vida moral o del que ose decir, como hizo Jesús de
Nazaret: «La verdad os hará libres»...! Hoy acaso molesta más que en otras épocas, pero
los que en serio la buscan siempre han resultado incómodos. Pilato y su pregunta «¿Qué
es la verdad?», formulada a Jesús en el Pretorio, es el prototipo del pragmatismo
superficial y escéptico de todas las épocas. Él no ha sido el único que ha dejado al
margen esta cuestión como inconveniente para sus ambiciones de poder, pero ha
quedado como paradigma de ello. Puede ser que Pilato maltratase a Jesús como lo hizo
(¡por fases!), porque quería salvarle de la muerte; pero lo que al final hizo fue pensar
solo en su propio interés, despreciando la verdad.

Cae derrotada la sensibilidad por buscar la verdad cuando se da por correcto lo que
Fedro dijo a Sócrates para saber en qué consiste un buen discurso: «no es necesario
conocer lo que es realmente justo, sino aquello que le parece a la multitud, que es quien
va juzgar; ni es necesario conocer lo que es realmente bueno o malo, sino lo que lo
parece». Es decir, cuando se da por sentado que el valor de un buen discurso reside en su
eficacia persuasiva, y para ello lo que vale es lo que parece verdadero (la imagen) y no
lo que realmente lo es. Por eso no importa engañar (hacer parecer justo lo injusto, o
bueno lo malo), con tal de que ello resulte persuasivo y convincente. Renunciar a la
posibilidad de conocer la verdad lleva a un uso puramente formalista de las palabras y
los conceptos y desemboca en una insoportable superficialidad de juicios y etiquetas que

175
dan rienda suelta al poder para dominarlo todo o hacer juicios sumarísimos, sintiéndose
por encima de la verdad y la justicia.
Hay una asombrosa similitud entre lo que Fedro le respondió a Sócrates y lo que,
casi veinte siglos después, planteó Nicolás Maquiavelo, poniendo en la imagen y la
apariencia de las palabras y obras del príncipe la clave de un correcto manejo de la
política y el poder. O entre lo que escribió Maquiavelo y muchas cosas que
lamentablemente están pasando ahora y que contemplamos atónitos en tantos casos de
corrupción y falta de honestidad y veracidad de muchos, a todos los niveles de la vida
personal y social. Ahí entran también algunos de los tacticismos políticos y la teatralidad
estratégicamente planeada de la autoproclamada «nueva política», donde lo que parece
importar es más la imagen proyectada que el servicio al bien común. Y también encaja
en este punto la denominada amenaza «posfactual» [24] contra la democracia, la cual se
refiere a que afirmaciones completamente falsas como esa de que el papa Francisco
apoyaba a Donald Trump para la presidencia de EE.UU., que bien aderezadas y
debidamente amplificadas y difundidas por las redes, se imponen y conforman opiniones
públicas y votos electorales. En esta materia, Google, Facebook y Twitter deben de tener
alguna responsabilidad y algo que hacer. El politólogo de Oxford, Timothy G. Ash, se
expresa así al respecto: «el algoritmo que actualiza las noticias en Facebook decide qué
informaciones van a ver cientos de millones de personas cada día. Es decir, tienen un
poder extraordinario». Las investigaciones realizadas por Filippo Menczer, de la
Universidad de Indiana, indican que las noticias falsas tienen tantas probabilidades de
hacerse virales como las verídicas; de modo que, si el principal criterio del algoritmo es
«lo que les gustaría a tus amigos», entonces no es una herramienta útil para combatir las
mentiras... Tenemos que ser capaces de fiscalizar ese poder –como los demás poderes– y
de pedir cuentas; pero también debemos tener cuidado con lo que pedimos... No
podemos exigir a Facebook que sea un “árbitro de la verdad”, pero sí que sea un socio
indispensable en la lucha contra la mentira descarada» [25] . El problema no es caer en el
error, sino perder radicalmente la referencia a la verdad. Cuando «pierde la voluntad de
alcanzar la verdad y la responsabilidad que tiene con respecto a ella y renuncia a la
distinción entre lo que es verdadero y lo que es falso, entonces el espíritu enferma» [26] .

Bergoglio cree que esa pérdida de referencia, que enferma el espíritu, viene de la
autorreferencialidad y se cura con verdaderos encuentros que le hagan salir a uno de sí

176
mismo. Esto es aplicable a las personas a título individual, pero también a las sociedades
tentadas de repliegue sobre sí mismas (nacionalismo egoísta) para dominar a otras
(imperialismo). Clama al cielo que el líder de la nación más poderosa y rica de la Tierra,
en vez de pensar cómo salvar a las personas, procazmente invoque la defensa del propio
bienestar –el ombliguismo del America, first–, descuidando las necesidades angustiosas
de quienes tristemente se ven obligados a solicitar hospitalidad y culpando a quien ose
contradecirle. Que uno de sus grandes argumentos sea decir que su país ha estado
subvencionando dadivosamente al mundo no pasaría de broma pesada, si no fuera por las
consecuencias terroríficas que esa falacia puede tener. Además, las decisiones
burdamente discriminatorias hacia los musulmanes no solamente van contra los derechos
humanos y el Estado de derecho de la democracia liberal, sino que reforzarán la
capacidad de manipulación que ya tiene el terrorismo yihadista.
Desde luego, el desprecio a la verdad no es una novedad en la historia humana; sí
los medios tecnológicos que hoy le dan resonancia a las mentiras o a las medias
verdades. A fin de cuentas, lo realmente grave es que, si la verdad no cuenta nada, no
hay verdadera libertad, y tampoco es posible la justicia; sin criterios comunes más allá
de las opiniones cambiantes y de las concentraciones de poder, ¿qué justicia puede
haber? Esa pregunta lanzaba Ratzinger en un inolvidable ensayo titulado Conciencia y
verdad, que a mí me ha guiado desde hace años [27] . El poder o la utilidad no determinan
la verdad; su potencia y consistencia es el «sentido» de la vida (R. Guardini). La prueba
fehaciente está en que la justicia no ha sido posible en las grandes dictaduras que se han
sostenido en la mentira ideológica ni en las sociedades donde el relativismo se ha
adueñado de la situación. Si renunciamos a la verdad, perdemos la libertad y la justicia, y
solo nos queda el pragmatismo y el triunfo de los fuertes, el pragmatismo y el descarte
de los débiles. Eso sí, renunciar a la verdad es muy grave; pero idolatrarla también lo es,
puesto que «la verdad fuera de la caridad no es Dios, y es su imagen un ídolo que no hay
que amar ni adorar, y menos aún hay que amar y adorar a su contrario, que es la
mentira» (B. Pascal, Pensamientos 582) [28] . Sobre este punto el papa es un absoluto
convencido, no por elucubración, sino por experiencia pura y dura.
Así como la libertad verdadera busca el bien, es inconcebible la libertad sin buscar
la verdad. Hoy como ayer, ese vínculo entre verdad y libertad lo destruyen los
sectarismos y fanatismos, ya sean ideológicos, políticos o religiosos, y deriva en la

177
coacción y el rechazo del diferente; en casos extremos, incluso se vuelve fuerza
mortífera, como sucede con el terror yihadista. Pero también lo rompe todo tipo de
emotivismo moral relativista e individualista, donde uno crea los valores, y la verdad
pasa a ser lo que a cada cual le parece subjetivamente preferible. La ruptura de ese
vínculo libertad-verdad se halla, a mi juicio, entre las fuentes de las tensiones que
recorren la crisis moral y espiritual que corroe a Europa y cuyas consecuencias son
perceptibles a distintos niveles de la vida, por ejemplo, en la tremenda e inexplicable
incapacidad para afrontar el drama humano de los refugiados o en el auge los
populismos, que tan hábilmente aprovechan las angustias, los miedos y el dolor de la
gente.

178
Buenos cultivos personales e instituciones para democracias sostenibles
Que nadie se engañe: no hay ni podrá haber política honesta o desempeño profesional
honesto sin valores y fines humanos. Pero estos son una entelequia sin personas honestas
que las ejerzan. Son como las raíces del árbol, que, si se cortan, hacen que el árbol se
seque y pierda las frutas [29] . Regenerar la vida pública requiere que las personas
cuidemos nuestra vida personal-íntima, así como la vida profesional, comunitaria y
cívica. La democracia solo es sostenible si la cultura que la alienta fomenta personas
abiertas, comunitarias, solidarias, participativas, entregadas a los otros y a la
construcción del bien común. «Solo es posible si el servicio es una virtud que se valora y
cultiva: servicio es el rechazo de la indiferencia y del egoísmo utilitario; es hacer por los
otros y para los otros..., suscita el anhelo de un nuevo vínculo social... El poder solo
tiene sentido si está al servicio del bien común... A esta luz comprendemos que una
sociedad auténticamente humana y, por tanto, también política no lo será desde el
minimalismo que afirma “convivir para sobrevivir”, ni tampoco desde un mero
“consenso de intereses diversos” con fines economicistas [...] Cuando emprendemos el
camino del servicio, renace en nosotros la confianza, se enciende el deseo del heroísmo,
se descubre la propia grandeza...» [30] Ahí encontramos con trazos vívidos el mayor
servicio ignaciano, junto a una comprensión del fin de la política no como mera lucha
por el poder, por conquistarlo y ejercerlo, sino como servicio a la vida común, a la vida
de todos.
Son precisos buenos cultivos de virtudes personales y cívicas para cimentar y nutrir
una democracia y hacerla sostenible, igual que es necesario que esta se cimente en el
respeto de la ley, seguridad de todo el pueblo. Y el desarrollo de esas virtudes necesita
una labor profunda de formación en las familias, los centros educativos (desde la
infancia hasta la educación superior), las instituciones sociales y empresariales; también
se precisa la colaboración de los medios de comunicación y de los gestores de las redes
sociales; y un papel mucho más extenso de asociaciones y colectivos ciudadanos, así
como el mundo de la cultura y, ¿cómo no?, de las religiones. En una sociedad compleja,
ninguna instancia sobra, aunque entre ellas haya unas más decisivas que otras.

179
Pero no basta con personas honestas. Los que estamos implicados en instituciones
sabemos que, análogamente a lo que se dice de las personas, se puede hablar de algo así
como de «interioridad» o «alma» en ellas, la cual estaría formada por «la urdimbre de
valores, principios, intenciones, aspectos identitarios y referencias de sentido que le
guían para cumplir su misión y determinar sus decisiones y su modo de funcionar. Es ese
conjunto de códigos, tradiciones y referencias que conforman un marco normativo y
prudencial desde el cual se discierne y elige» [31] . No merece la pena trabajar en una
organización que tenga ese marco éticamente dañado, en un lugar donde la realización
de fraudes, corruptelas o nepotismos sea moneda corriente; donde la propaganda venda
muy bien, pero detrás no haya sustancia ni verdad. No me refiero a las tensiones que
existen en todas las organizaciones, incluso las más excelentes; me refiero a la falta de
verdad en el núcleo de sentido de una institución.
Eso sí, conviene aplicar aquí lo que dice el papa a las familias al final de Amoris
laetitia, para no poner metas que, en lugar de motivarnos, nos disuadan, como si fuesen
solamente para seres perfectos: «contemplar la plenitud que todavía no alcanzamos nos
permite relativizar el recorrido que estamos haciendo..., para dejar de exigir una
perfección, una pureza de intenciones y una coherencia que solo podremos encontrar en
el Reino definitivo... Todos estamos llamados a mantener viva la tensión hacia un más
allá de nosotros mismos y de nuestros límites...» (AL, 325). A estos propósitos, es sano
recordar que «la ley de la gradualidad» no es la «gradualidad de la ley», sino la
gradualidad en el ejercicio prudencial inculturado en la existencia situada y concreta, sin
la pérdida de los horizontes ideales de realización que alimentan continuamente el deseo
de crecer y progresar.

[1] . FRANCISCO, Evangelii gaudium, nn. 231-232.


[2] . J. ORTEGA Y GASSET, Ideas y creencias, Alianza, Madrid, 1993, cap. «Creer y pensar» I. (Cursiva mía).
[3] . J. ORTEGA Y GASSET, Misión de la Universidad, en Obras Completas, Tomo IV, Revista de Occidente,
Madrid 1951, 323.
[4] . De la entrevista concedida por el papa Francisco a El País (21/01/2017).
[5] . FRANCISCO, Mensaje en la 48ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, o.c.
[6] . FRANCISCO, Discurso a la Comunidad de los Escritores de «La Civiltà Cattolica» (14/06/2013).
[7] . Es una bella imagen que le he escuchado al P. Laurent Mazas, miembro del Pontificio Consejo para la
Cultura y director del Atrio de los Gentiles.

180
[8] . Cf. J. R. GARCÍA-HERNÁNDEZ, Reflexiones desde fuera de la muralla, Congreso de los Diputados, Madrid
2016, 88.
[9] . Hay referencias muy discutibles al mercado en las que acaso se critica al mercado como «fin» y no se
consideran sus posibilidades como «medio». Dos ejemplos son el rechazo de cualquier privatización del agua, que
en ocasiones puede ser la mejor manera de hacer llegar el agua a todos de manera más eficiente, y el método de
reducción de emisiones de CO2 ,contra el cual Laudato si’ se muestra muy crítica. Cf. P. LINARES – J. C. ROMERO,
«Laudato si’y la ciencia», y J. I. GARCÍA, «El diálogo en Laudato si’: pasión por responder a los retos
medioambientales y sociales», ambos en: E. SANZ GIMÉNEZ-RICO (ed.), Cuidar de la Tierra, cuidar de los pobres,
Sal Terrae, Santander 2015, 118-120 y 137-138, respectivamente.
[10] . Entrevista al papa Francisco, ABC (18/10/2015).
[11] . W. KASPER, El papa Francisco. Revolución de la ternura y el amor. Raíces teológicas y perspectivas
pastorales, Sal Terrae, Santander 2015, 116.
[12] . Discurso a la XXXII Congregación general, 3 de diciembre de 1974, II: L’Osservatore Romano,
edición en lengua española (08/12/1974), p. 9.
[13] . G. RAVASI, Discurso de aceptación del Doctorado honoris causa, Universidad de Deusto, 4 de marzo
de 2014. Junto a la siempre válida (en el nivel metodológico) «teoría de los dos niveles, hay una «teoría del
diálogo» subsidiaria (Józef Tischner) que se apoya en el hecho de que todo hombre está dotado de una conciencia
unificante, y la pluralidad de itinerarios y perspectivas se organiza desde esa unicidad de la persona.
[14] . JUAN PABLO II, Carta al director del Observatorio Astronómico Vaticano, George V. Coyne SJ (1988).
[15] . J. LEACH, Matemáticas y religión. Nuestros lenguajes del signo y el símbolo, Santander 2011, 156-158.
[16] . TOMÁS DE AQUINO , Summa contra gentiles, II, 3.
[17] . F. J. AYALA , Ciencia y religión: reflexiones y opiniones, 84.
[18] . P.-H. KOLVENBACH, Discursos universitarios, UNIJES, Madrid 2008, 109.
[19] . Y a continuación cita a santo Tomás, STh I-II, q.94, a.4.
[20] . FRANCISCO, Discurso a la Comunidad de los Escritores de «La Civiltà Cattolica» (14/06/2013).
[21] . Francisco recuerda aquí a san Pedro Fabro, que lo formulaba pidiendo la gracia de que «todo el bien
que pudiese realizar, pensar u organizar, se haga por el buen espíritu y no por el malo» [Memorial, n. 51], citado
en: FRANCISCO, Discurso del Santo Padre Francisco a los participantes en la 36 Congregación General de la
Compañía de Jesús, Curia General de la Compañía de Jesús, Roma, 24/10/2016.
[22] . «En el segundo caso, sin embargo, se trata de una búsqueda de la voluntad de Dios a un nivel genérico
y general, válido para todos (discernimiento moral); en el primero (discernimiento espiritual), nos sitúa en un
nivel más existencial y personal, teniendo en consideración la experiencia concreta. Otra diferencia se podría
evidenciar no ya con referencia al objeto, sino al sujeto o al método que se sigue para llegar a conocer la voluntad
de Dios: si a través de la razón y de las facultades naturales (discernimiento moral), o bien a través de las
mociones interiores (discernimiento espiritual)», en: M. SEMERARO, Comentario a «Amoris Laetitia», Librería
Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano – Madrid 2016, 28.
[23] . CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, «Moral y sociedad democrática» (12/02/1996) n. 49.
[24] . En Alemania han elegido la palabra postfaktisch como palabra del año.
[25] . T. G. ASH , «Una justa pelea por la Verdad»: El País (11/01/2017). Estas ideas las ha desarrollado
mucho más ampliamente en su reciente libro: Free Speech: Ten Principles for a Connected World, Yale
University Press 2016, 512.
[26] . R. GUARDINI, La existencia del cristiano, BAC, Madrid 1997, 459.
[27] . J. RATZINGER, «Conciencia y verdad», en ID., La Iglesia, una comunidad siempre en camino, San Pablo,
Madrid 2005.

181
[28] . Citado por O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Dios en la ciudad, Sígueme, Salamanca 2013, 189.
[29] . Fray Antonio de Guevara, preceptor de Carlos V, escribió en su Relox de príncipes (1528): «Porque en
el árbol do las raíces viéramos cortadas, muy en breve se secan y pierden las frutas»; cit. por O. GONZÁLEZ DE
CARDEDAL, ibid., 194.
[30] . J. M. BERGOGLIO – PAPA FRANCISCO, «Hacer memoria de nuestros recursos morales», o.c., 97-98.
[31] . F. VIDAL – J. L. MARTÍNEZ, «Compromiso con la cultura política del encuentro», n. 36.

182
CAPÍTULO 5:
El todo es superior a la parte

Y el cuarto principio que da el Papa Francisco afirma que «el todo es superior a la
parte» [1] , es decir, que sin tener visión y compromiso con lo común no puede uno
realmente ser libre ni feliz. Hace falta prestar atención a lo común para «no caer en una
mezquindad cotidiana», para evitar tanto el universalismo abstracto como el localismo
folclórico y ermitaño. Aquí radica la razón de ser de la política que «responde a la
necesidad imperiosa de convivir para construir juntos el bien común posible, el de una
comunidad que resigna intereses particulares para poder compartir, con justicia y paz,
sus bienes, sus intereses, su vida social. No subestimo la dificultad que esto conlleva,
pero les aliento en este esfuerzo» [2] .

Resulta urgente rehabilitar la política, pues una sociedad que la menosprecia se


pone en peligro. Resulta urgente rehabilitarla y replantearse en todos los ámbitos
(educación, familia, economía, ecología, cultura, sanidad, protección social, justicia...)
una relación activa entre la política y la vida cotidiana de los ciudadanos [3] . Esa
relación activa no significa únicamente que los políticos tienen que mantenerse
conectados a la realidad viva de su sociedad y atentos a las necesidades y aspiraciones de
sus conciudadanos, sino que la política reclama la responsabilidad de todo ciudadano
hacia el bien común de la sociedad, aunque no sienta una vocación a la actividad
estrictamente política. Todo ciudadano, por el mismo hecho de serlo, es político en el
sentido más esencial del término.

183
El bien común como condición del bien individual
El bien común se define como «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen
posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil
de la propia perfección» (GS, 26). El bien común se puede considerar como la dimensión
social y comunitaria del bien moral. No consiste en la simple suma de los bienes
particulares de cada sujeto del cuerpo social. Siendo de todos y de cada uno, es y
permanece común, porque es indivisible y porque solo juntos es posible alcanzarlo,
acrecentarlo y custodiarlo, también en vistas al futuro [4] . La clave está en que no puede
realizarse plenamente la persona prescindiendo de su naturaleza social, es decir, de su ser
«con» y «para» los otros. Por ello, el bien común le concierne muy personal y
directamente; concierne a todas las formas en que se realiza su carácter social: la familia,
los grupos, las asociaciones, las ciudades, las regiones, los Estados, las comunidades de
pueblos y de naciones.
La comunidad política tiende al bien común cuando actúa en favor de la creación de
un ambiente humano en el que se ofrezca a los ciudadanos la posibilidad del ejercicio
real de los derechos humanos y del cumplimiento pleno de los respectivos deberes, y no
solamente en la procura del bienestar económico (CDSI, 386). De ahí que el bien común,
más que adaptarse a las preferencias de las personas, proporciona el criterio para evaluar
tales preferencias. Lo común prima sobre la pretensión de los individuos acerca de los
recursos y las libertades necesarias para alcanzar sus propias concepciones de lo bueno.
Así pues, para la Doctrina Social de la Iglesia la libertad no reposa en una comprensión
puramente personal de la autorrealización, que convierte a las asociaciones y
comunidades en las que entra el individuo en puramente instrumentales en su
significado, toda vez que la relación es secundaria a la autorrealización de sus miembros.
En otras palabras, son necesarios algunos límites sobre la autodeterminación para
mantener las condiciones sociales que permiten la autodeterminación. Esta no se puede
conseguir por instituciones gobernadas según el principio de neutralidad, porque socavan
los criterios compartidos acerca del bien común que los ciudadanos necesitan para
aceptar los sacrificios que exige el Estado de bienestar.

184
En efecto, la realidad del bien común como un bien compartido, que se considera
importante en sí mismo y no solo instrumentalmente para el logro del bien de cada uno o
el de todos colectivamente, ha sido destruida por una política cultural de neutralidad
estatal en la que las personas son libres de elegir sus bienes de modo independiente
respecto del modo de vida común, y son capaces de abandonar la prosecución de este
bien común en caso de que el mismo vaya contra sus intereses. Ciertamente, este modelo
de los derechos se corresponde con una conciencia más atomista (individualista moral),
en la que se entiende la dignidad simplemente como la de un individuo portador de
derechos.

185
El personalismo solidario
La ética cristiana se distancia críticamente del individualismo y del subjetivismo, que
desatienden a los vínculos relacionales y solidarios que constituyen a la persona y
tienden a presentar al individuo como sujeto único de derechos, concibiendo así la
sociedad como un agregado de individuos aislados, orientados por objetivos individuales
(individualismo moral o atomismo [5] ), y el bien común como un mero agregado de
bienes de individuos. Y también se distancia del colectivismo, que destruye su
singularidad para convertirla en una pieza de una maquinaria o en un número dentro de
un colectivo. Al adoptar esas distancias críticas está revelando la convicción fuerte y
consistentemente arraigada de que el ser humano es fundamentalmente «persona
solidaria», aun cuando la realidad empírica del pecado personal o las estructuras de
pecado no le dejen vivir y expresarse así.
La persona es no solo individuo singular, insustituible e irrepetible, sino ser
relacional, comunitario, creado por la comunión de Dios, comunidad de personas, y para
la comunión con la creación, los demás seres humanos y Dios, y para el diálogo. Este
personalismo solidario, base y fundamento de toda ética, desencadena la afirmación de
un conjunto de principios sociales (solidaridad, subsidiariedad, bien común) y también el
reconocimiento de los grandes valores (verdad, justicia, igualdad, libertad, participación)
sobre los que se articula la vida social.

El personalismo solidario reclama la «amistad cívica» como condición social del


diálogo, pues ¿cómo vamos a dialogar si no nos fiamos unos de otros? El lógos solo
puede funcionar en un éthos (y tampoco puede existir éthos sin lógos). Si no, lo que
sucede es que hay más instrumentalización (tecnocrática) que comunicación humana.
Recordando a Santo Tomás, la Doctrina Social de la Iglesia recurre al concepto de la
«amistad civil» (CSDI, 390), cuyas raíces se remontan a Aristóteles, para señalar que el
significado profundo de la convivencia civil y política no surge inmediatamente del
elenco de los derechos y deberes de la persona, toda vez que el campo del derecho es el
de la tutela del interés y el respeto exterior, el de la protección de los bienes materiales y
su distribución según reglas establecidas; y el campo de la amistad es el del desinterés, el

186
desapego de los bienes materiales, la donación y la disponibilidad. Es decir, la amistad
civil es el campo del principio fraternidad, que se une y redimensiona a los principios de
libertad e igualdad. La amistad civil ha quedado bastante maltrecha en las sociedades
políticas modernas y contemporáneas, tanto de ideología individualista como
colectivista. Urge repararla con reconciliación, integración y encuentro.

187
La gramática del bien común
El conjunto de condiciones para una convivencia de todos en libertad es lo que
constituye el bien común, que es responsabilidad de todos, pero de manera más directa
de quienes ejercen legítimamente el poder político. Empieza por no sucumbir a la
tentación de apropiarse de bienes o dinero que son de todos, pero sigue en la búsqueda
de las relaciones, alianzas y colaboraciones que más beneficien al «común», y también
en que la ciudadanía cuide de los recursos, instalaciones o medios... Libertades,
relaciones y necesidades conforman la urdimbre del respeto a la dignidad humana y, por
consiguiente, los elementos que integran el bien común que las comunidades necesitan
tener garantizados. Para ello hace falta el conjunto de instituciones que estructuren
jurídica, civil, política y culturalmente la vida social. Las condiciones para una
convivencia digna pasan por la garantía de libertades y derechos, el favorecimiento de
las relaciones fundamentales (con Dios, con uno mismo, con los demás –desde el
matrimonio y la familia hasta las de la sociedad mundial– y con la creación) y la
satisfacción de las necesidades básicas de salud, energía, agua, alimentos, espacios
urbanos o naturales, educación, cultura o información... Eso conecta con una
comprensión del bien común como «el cuidar entre todos lo que es de todos», muy
cercano a la noción del «procomún», a saber, que «algunos bienes pertenecen a todos y
forman una constelación de recursos que debe ser protegida y gestionada por el bien
común» [6] .

El interés por el bien común no se conforma con el principio utilitarista del «mayor
bien (o bienestar) para el mayor número», sino que va más allá: requiere no olvidarse de
nadie (la centralidad y valor de cada persona), reconocer y cuidar a las minorías y los
bienes de su comunidad como parte valiosa de la diversidad de la sociedad de todos.
Aspirar al bien común y trabajar por él es para la Doctrina Social de la Iglesia «exigencia
de justicia y caridad... Se ama al prójimo tanto más eficazmente cuanto más se trabaja
por un bien común que responda también a sus necesidades reales» (CV, 7).
Pero el llamamiento del bien común no se queda en los políticos profesionales, sino
que llama a la responsabilidad de todo ciudadano, aunque no sienta una vocación a la

188
actividad estrictamente política. Si los miembros de una sociedad solo se consideran
sujetos particulares con responsabilidades en la esfera privada, si se desentienden de los
intereses generales e incluso ven en el Estado un obstáculo que hay que procurar sortear,
difícilmente se podrá hablar de ciudadanía, y se producirá una ruptura inevitable entre la
sociedad y el Estado. El «privatismo ciudadano» no construye bien común.
Hemos de aclarar que en una sociedad plural de personas libres la política no debe
pretender organizar la vida de todos, sino crear las condiciones para que cada uno pueda
en libertad hacer realidad sus aspiraciones legítimas. Por eso el Concilio Vaticano II
distinguió, en la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, dentro del
bien común, una parcela que sí corresponde al Estado cuidar y proteger: a esa parte del
bien común se la denomina «orden público» [7] . Si la responsabilidad del bien común es
del conjunto de la sociedad, con toda la riqueza y diversidad de comunidades e
instituciones, la responsabilidad por el orden público corresponde fundamentalmente al
Estado.
Dentro de esa esencial distinción, el aprecio por lo público no significa que todo sea
de titularidad pública o que las condiciones del bien común hayan de ser cuidadas y
favorecidas solamente por las administraciones públicas. En la vida pública desembocan
también las organizaciones de la sociedad civil que no contribuyen menos al bien
general que las de titularidad estatal.

189
La dimensión global del bien común
En el último Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz que publicó Juan Pablo II antes
de su muerte, en 2005, recordaba que el bien común también tiene una dimensión global.
El bien común exige, por tanto, respeto y promoción de la persona y de sus derechos
fundamentales, así como el respeto y promoción de los derechos de las naciones en una
perspectiva universal. Como dice el Concilio Vaticano II: «De la interdependencia cada
vez más estrecha y extendida paulatinamente a todo el mundo se sigue que el bien
común [...] se hace hoy cada vez más universal y, por ello, implica derechos y deberes
que se refieren a todo el género humano. Por lo tanto, todo grupo debe tener en cuenta
las necesidades y aspiraciones legítimas de los demás grupos; más aún, debe tener en
cuenta el bien común de toda la familia humana» (GS, 26). El bien de la humanidad
entera, incluso el de las futuras generaciones, exige una verdadera cooperación
internacional, con las aportaciones de cada nación (MM, 200-211). De alguna manera,
todos los actores sociales están implicados en el trabajo por el bien común, en la
búsqueda constante del bien ajeno como si fuera el propio. Dicha responsabilidad
compete particularmente a la autoridad política, a cada una en su nivel, porque está
llamada a crear el conjunto de condiciones sociales que consientan y favorezcan en los
hombres y mujeres el desarrollo integral de sus personas (MM, 151-152).
Hay bienes que deben ponerse más acá y más allá del mercado; bienes que
pertenecen a dominios y procesos que no pueden ser objeto de tratamiento mercantil;
bienes que no se abren a la competición y de los que nadie puede quedar excluido. Y
estos bienes no solamente tienen un ámbito nacional, con la consiguiente responsabilidad
de los actores de ese alcance, sino que entran dentro de la categoría que la Iglesia
denomina «bien común global» y a la que tan decisivamente ha contribuido David
Hollenbach, SJ [8] y que, con distintos matices, otros han nombrado «Global Public
Goods» (K. Grunberg), Global Commons (S. Buck), Les biens collectifs (A.
Wolfelsperger) o International Public Goods (Ferroni y Mody).
El papa Francisco recoge totalmente esta llamada a través de su categoría de la
ecología integral (ecología ambiental, económica y social, ecología cultural, ecología de

190
la vida cotidiana) como inseparable de la noción de bien común. Y en el mundo
contemporáneo, en el que «hay tantas inequidades y son cada vez más las personas
descartables, privadas de derechos humanos básicos», esforzarse por el bien común
significa tomar decisiones solidarias basadas en «una opción preferencial por los más
pobres» (LS, 158) con las vertientes en otros capítulos recordadas, tanto
intrageneracional como intergeneracional, en el contexto de la interdependencia que
reclama la dimensión global con instituciones capaces de dar respuestas a la altura de las
circunstancias, como los pontífices han repetido muchas veces a partir de la Pacem in
terris, formas e instrumentos eficaces para una gobernanza global (LS, 174-175).

Se engarza aquí, por el lado negativo, la magna cuestión de la desigualdad creciente


en un mundo de riqueza también creciente, pero de la que muchos quedan excluidos a
causa del acaparamiento de bienes y la no generación de opciones vitales, y a la que cada
vez serán más los que no tengan acceso, debido al abismo que abren la tecnología y la
digitalización. Y, por el lado positivo, en nuestro mundo aparecen las enormes
posibilidades del trabajo en red gracias a las nuevas tecnologías de la comunicación, que
permiten crear sinergias y alianzas operativas a favor del mayor bien y más universal, el
cual no es abstracto, sino que pasa por el bien local y la subsidiariedad eficaz y
correctamente entendida y aplicada [9] . Cierto es que poner en marcha una red útil y
eficiente supone mucha energía, pero no lo es menos que, cuando está operativa, el fruto
que puede dar hace que el esfuerzo merezca la pena. Desde la cultura del encuentro me
atrevo a decir que trabajar eficazmente en red pertenece al capítulo de las obligaciones,
no al de las opciones.

191
Autorreferencialidad
Hablando del todo y la parte, una de las grandes preocupaciones del papa es la
enfermedad de la autorreferencialidad (ya aludida más arriba), prima-hermana del
individualismo imperante. Los considera como uno de los grandes males del mundo
actual (EG, 2), al que acompañan el materialismo y el consumismo (EG, 63). Advierte
de que el «sistema multimedia es cada vez más autorreferencial» y se va convirtiendo,
más que en un «medio», en un «escenario» que «cobra por momentos mayor importancia
que el drama que en él se puede representar. Una serie de signos apuntan todos ellos a sí
mismos y casi a nada más, sin una verdadera, objetiva y justa referencia a la realidad
extra-mediática o, más aún, pretendiendo construir la realidad a través de su
discurso» [10] .

Las consecuencias más graves del individualismo son que «debilita el desarrollo y
la estabilidad de los vínculos entre las personas y desnaturaliza los vínculos familiares»
(EG, 67). Probablemente no sea exagerado decir que la razón de fondo de la corrupción
está en poner el interés privado (particular) o de grupo (sectario) por encima del general.
Es un mal que también se cuela fácilmente en la experiencia religiosa, afectando tanto a
la espiritualidad como a la pastoral. Advierte que desconfiemos de toda «espiritualidad
del bienestar sin comunidad», toda «teología de la prosperidad sin compromisos
fraternos» y de «las experiencias subjetivas sin rostro» (EG, 90).

Todos tenemos nuestro «ego», un «ego» con una tendencia insaciable a engordar, y
muchas cosas sirven a tal efecto: éxitos, reconocimientos, halagos y adulaciones más o
menos sinceras, algunas formas de poder e influencia, protagonismos varios... El «ego»
ansía el éxito y no tolera el fracaso. Y un «ego» crecido es un lastre que llega a
insensibilizar: nubla la vista, tapona los oídos y hace perder la perspectiva y el rumbo.
Tomemos nota de esta advertencia que hizo el P. Adolfo Nicolás, SJ: «Las percepciones
superficiales y egocéntricas de la realidad hacen casi imposible sentir compasión por el
sufrimiento de otros. Las personas se contentan con satisfacer los deseos inmediatos y
[...] pierden la capacidad de tratar con la realidad, en un proceso de deshumanización que
puede ser gradual y silencioso, pero que es muy real. La gente pierde [así] su hogar

192
mental, su cultura, sus puntos de referencia». Para adelgazar el «ego» necesitamos
ejercicios que nos hagan experimentar nuestras cualidades, pero también nuestros
límites; nuestras virtudes, pero también nuestros defectos; las habilidades que tenemos y
las que nos faltan. Necesitamos una experiencia personal que nos reubique
continuamente. Se trata de experimentar y sentir que necesitamos ayuda, que
necesitamos de los demás..., pues «no somos islas, sino partes del conjunto» (John
Donne). Entre estos buenos ejercicios están también los servicios humildes y
cotidianos..., las tareas que nadie ve, donde no hay lucimiento y sí entrega callada, y
cosas que nos acercan a los pobres. Tener estima de nosotros mismos y valorarnos es
divino, como no permitir que nadie nos denigre ni nos falte al respeto (ni faltarle nunca a
nadie), ni en la vida personal ni en la profesional; pero es preciso distinguir entre, por
una parte, la sana autoestima y el debido auto-respeto y, por otra, la egolatría insaciable
que nos impide ser agradecidos y disfrutar de las cualidades y dones recibidos.

193
La familia, una pequeña «parte» de la sociedad que es también «todo»
Le doy cabida a la familia al tratar este principio del todo que es superior a las partes,
por la obvia razón de que para cada uno de sus miembros ella es una unidad compuesta
por personas, pero a la vez superior a la suma de estas. Además, la familia también es,
respecto del conjunto de la sociedad, una pequeña parte sin cuya existencia y concurso,
juntamente con el de todas las demás unidades familiares, la sociedad no sería nada.

En el complejo ámbito de la familia hay, sin duda, otro reto de gran calado para el
«alma» de la sociedad europea; un desafío en el que la Iglesia puede ayudar si es capaz
de presentar su mensaje sobre el matrimonio y la familia como una buena noticia
relacionada con el amor y la misericordia, en medio de tanta variedad de ideas y praxis
sobre esta cuestión en nuestras sociedades.
El papa Francisco siempre ha presentado a la familia como «centro natural de la
vida humana, que no es «individual», sino personal-social... La familia fundada en el
matrimonio tiene dos valores esenciales para toda sociedad: la estabilidad y la
fecundidad» [11] . Y ha recurrido en distintas ocasiones a cómo Puebla habla de la
familia como el centro en que «encuentran su pleno desarrollo esas cuatro relaciones
fundamentales de la persona: paternidad, filiación, hermandad y nupcialidad; y citando a
Gaudium et spes, dice que «esas mismas relaciones componen la vida de la Iglesia:
experiencia de Dios como Padre, de Cristo como hermano, experiencia de hijos en, con y
por el Hijo, experiencia de Cristo como esposo de la Iglesia... Son cuatro rostros del
amor humano» [12] .

Es un hecho indisputable que esa realidad que llamamos «familia» cambia e incluso
sufre ataques virulentos y profundas metamorfosis, pero su esencia y su necesidad
permanecen resistiendo las embestidas que el paso del tiempo y la transformación de
valores suponen para su siempre problemática realidad. Porque a pesar de todo, miremos
hacia donde miremos, se sigue respirando un «profundo deseo de familia»; un deseo de
relaciones donde se viven la solicitud sincera y el servicio desinteresado, la gratuidad y
el don de uno mismo, el aprendizaje del ser sobre el tener... No en vano, mientras el resto
de instituciones han visto cómo se desplomaba su confianza pública, la familia, a pesar

194
de ser cuestionada en sus formas, no ha dejado de crecer en prestigio como lugar
esencial de vinculación primordial, escuela de humanismo y de sociedad y primera
creadora de bienestar social y surtidora de solidaridad intergeneracional. En este cambio
de época, la familia pasa por un momento especialmente delicado, en el que necesita ser
eficazmente apoyada por políticas adecuadas, pero también repensada en algunos de sus
elementos constitutivos.

Los Sínodos sobre la familia

La Iglesia, gran y perseverante defensora y promotora de la familia, es consciente de esta


nueva situación y de los problemas doctrinales y pastorales en los que numerosas
familias se encuentran a lo largo y ancho del mundo. Por ello, el papa Francisco convocó
un Sínodo de Obispos con el objetivo de tratar los desafíos pastorales de la familia en el
contexto de la evangelización, del que ya se celebró en octubre de 2014 su primera fase,
y en octubre de 2015 la segunda, con una transparencia y un nivel de participación nunca
antes conocidos. Tenemos por delante el reto de articular toda la herencia recibida de una
gran tradición dentro de un contexto polimorfo y complejo que nos exige respeto y
prudencia, pero también audacia y creatividad. No se trata de disminuir el ideal cristiano
del proyecto de amor compartido de por vida entre un hombre y una mujer y abierto a
los hijos, ni de poner en entredicho una doctrina que intenta proteger el vínculo de amor
que las personas sellan ante Dios, sino de acompañar, ayudar y favorecer a las familias
rotas o en situaciones difíciles para que puedan vivir su fe en la plenitud de la vida
eclesial sin pasar a ser cristianos de segunda. Porque, en definitiva, la Iglesia, como dice
el Papa en Evangelii gaudium, «no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar
para cada uno con su vida a cuestas»; y Amoris laetitia es una valiosa propuesta para
vivir la alegría del amor matrimonial y familiar y para reconocer también la fragilidad de
muchos matrimonios y familias y buscar modos de sanar heridas y abrir caminos de
acompañamiento, discernimiento, acogida e integración.
También en relación al fenómeno migratorio le preocupa muchísimo la familia a la
Iglesia, y el papa Francisco junto con el Sínodo, en su Relación final 2015, tiene sobre
esta materia una particular sensibilidad, como el número 46 de Amoris laetitia muestra
fehacientemente. Continuamente manifiesta la conciencia de las graves dificultades en
que quedan las familias a causa de la separación y pide que se trabaje y se ofrezca un

195
cuidado pastoral tanto a las familias que emigran como a los miembros de los núcleos
familiares de origen. Siempre es una aspiración para que las familias de los inmigrantes
se puedan reunir y que se les reconozcan aquellos derechos de que tienen necesidad y
que les corresponden con igual dignidad y justicia que a las familias locales. Desde
luego, no se olvida de las experiencias especialmente dramáticas y devastadoras de las
familias cuando tienen lugar fuera de la legalidad y son sostenidas por los circuitos
internacionales de la trata de personas.

Energía y escuela de ciudadanía

Formar personas de reconciliación y deseosas de encuentro comienza en las relaciones


comunitarias más fundamentales. En la base de toda la sociedad está la familia, que es la
«célula primera y vital de la sociedad» [13] , energía de la ciudanía [14] , escuela de
ciudadanía, porque «...de la familia nacen los ciudadanos, y estos encuentran en ella la
primera escuela de esas virtudes sociales, que son el alma de la vida y del desarrollo de
la sociedad misma» [15] o «espacio y escuela de comunión, fuente de valores humanos y
cívicos, hogar en que la vida humana nace y se acoge generosa y
responsablemente» [16] . Esto no es, por supuesto, algo exclusivo de la tradición
cristiana, sino que la familia es «patrimonio de la humanidad» [17] , y como valor tan
preciado de la humanidad debemos cuidarla y fomentarla.
La sociedad necesita beber en su fuente las cuatro relaciones fundamentales de las
que habla el papa citando a Puebla y al Concilio: son el «valor fundamento de todos los
demás valores», «fuente de todos los valores que hoy la sociedad necesita de manera
urgente, valores que tienen en la autodonación su eje principal» [18] : «la puerta que se
abre a la intimidad, la alegría sencilla de la mesa familiar, el lugar donde uno se cura de
sus enfermedades y descansa, donde puede mostrarse y ser aceptado como es; valores
que siguen vigentes y son vitales para el corazón humano» [19] . Y aún podríamos añadir
que la solidaridad familiar es fuente de valores cívicos que en el respeto mutuo y la
convivencia pacífica tienen expresiones concretas, por ejemplo, la solidaridad
intergeneracional, el aprendizaje ético del cuidado, la inclusión de los más débiles y
dependientes, la acogida de la vida, el amor incondicional o la sabiduría de los misterios
de la existencia y sus límites. También es en ella donde podemos «crecer y amar
abriéndonos a todas las periferias, no solo las sociales, sino también las de su propia

196
existencia, allí donde comienza la adoración al Dios siempre mayor» [20] . Sin familias y
sin el espíritu de familia no hay sociedad humana ni, por descontado, democracia
sostenible.

Espacio privilegiado de desarrollo moral

Francisco nos hace conscientes de que el desarrollo moral habitualmente no se da en


situaciones límite ni en momentos cumbre, sino, sobre todo de manera callada, en
situaciones concretas de la vida con personas con nombres, rostros e historias que nos
van afectando poco a poco y de forma imperceptible. Es un convencido de lo que puede
conseguir la relación personal y la conversación sincera. Precisamente, el núcleo del
ethos como carácter tiene que ver con lo que hacemos con nuestra libertad en lo
cotidiano del vivir. Por supuesto que las situaciones límite nos marcan de modo especial,
pero no solo en ellas se juega la moral.
De Jesús aprendemos, en todo cuanto hace y dice, que es de Dios el aspirar siempre
a lo máximo, al ideal de vida cristiana, sin dejar de concretarse en lo pequeño y lo
cotidiano de la vida, porque en ello nos acabamos jugando la felicidad y el ser dignos de
ella. La vida de la libertad solo se encuentra en las situaciones concretas en las que esta
se realiza. Porque la experiencia moral no se da ni primera ni principalmente en las
grandes y controvertidas cuestiones como la guerra, el aborto, la eutanasia, etc., sino
sobre todo en la vida cotidiana de cada día, en todo aquello que hacemos y que va
conformando nuestro carácter. Recordemos las palabras de santo Tomás: «los actos
humanos son actos morales», desde que nos levantamos hasta que nos acostamos,
cuando estudiamos o cuando jugamos, cuando conversamos en familia, cuando
preparamos una clase o una homilía..., en la forma de relacionarnos... El papa habla de
los «pequeños pasos» que «pueden ser comprendidos, aceptados y valorados» (AL, 271).
Y confía en que lo que hacemos y el modo en que lo hacemos nos afecta, y que si
procuramos hacerlo bien, con buena intención, nos hace mejores personas. El núcleo de
ética es que las actividades de la vida moral normal y corriente (las que santo Tomás
denominó «inmanentes») redundan sobre el agente. Esta es una idea importante y
preciosa que dice, en efecto, que «nos convertimos en lo que hacemos». Para hacerse
personas mejores y más libres necesitamos reconocer y aprovechar las oportunidades
morales que se nos presentan, y de ejemplos de esas oportunidades está llena Amoris

197
laetitia. Si todo acto humano es un acto moral que nos afecta, entonces deberíamos
ejercitarnos para llegar a ser las personas que queremos ser delante de Cristo. Ejercitarse
con buenas prácticas educativas, con actividades pensadas para crecer como pareja o
como familia, con buenos ejemplos de vida, esforzándose por crear contextos donde las
personas puedan crecer, poniendo metas positivas... Educar no es obsesionarse en
controlar, porque eso no educa, sino en «generar en los hijos, con mucho amor, procesos
de maduración de su libertad, de capacitación, de crecimiento integral, de cultivo de la
auténtica autonomía...» (AL, 261).

«La sociedad de los cuidados»

Las familias han sido la única institución en la que no solo se han mantenido los niveles
de valoración de la población española, sino que han aumentado. Es bien conocido por
los españoles el enorme esfuerzo realizado por cada familia en solidaridad con todos los
miembros de la misma que se encontraron en desempleo. Los hogares se estrecharon
para acoger a miembros que perdieron sus viviendas; cientos de miles de hogares han
vivido apoyados solo en la pensión de los abuelos; las familias han dado soporte
económico y emocional a los millones de personas desempleadas y sus hogares. Sin las
familias, la sociedad española se habría colapsado social y políticamente. Pero la familia
lo ha hecho tras haberse debilitado a lo largo de muchos años. Si queremos reconstruir la
sociedad, es preciso fortalecer a las familias en su solidaridad interna y en su
participación en las instituciones de la sociedad. Es preciso encontrarnos distintas
ideologías y confesiones para establecer un gran consenso para el reconocimiento,
protección y promoción de las familias.
Aquí la tarea es múltiple, pero se puede resumir en «la necesidad de un
pensamiento capaz de hacer aparecer a la familia con mayor sencillez, claridad y
contundencia como la institución más originaria, universal e imprescindible de la
humanidad y, a la vez, como la más dinámica que puede elevar nuestra civilización por
encima de muchos de los graves problemas que la acucian» [21] . En la necesidad de
replantear lo que ha sido y ya no será el Estado de Bienestar aparece la «Sociedad de los
Cuidados», que «busca hacer posible y sostenible un modelo global que realice un
desarrollo económico y tecnológico fortalecido por la escala humana, las comunidades

198
vitales y la plena participación social» [22] . En ese modelo la familia tendría un papel
central e indispensable.

Hiperconexión e incomunicación en las familias

Un tema de creciente importancia en relación con la familia y su cultura interna del


encuentro y la formación de conductas favorecedoras del encuentro, el diálogo y la
convivencia social es el de la digitalización. El papa describió la imagen de una familia
reunida en torno a la mesa e imposibilitando el encuentro: «¡Cuántas veces se come, se
ve la TV o se escriben mensajes en el teléfono...! Cada uno es indiferente a ese
encuentro. Justo en el núcleo de la sociedad, que es la familia, no hay encuentro» [23] .
Esta descripción, a partir de lo que patentemente se ve que sucede en la vida cotidiana de
tantas familias, es corroborada por estudios como el recientemente publicado sobre la
integración digital de las familias españolas [24] , donde se constata que «la nueva
generación es móvil» y que las nuevas tecnologías «ya suponen más de la mitad de los
cauces de comunicación en las familias», favoreciendo que en cada familia se avive la
relación con parientes lejanos o se hagan nuevos amigos, pero aumentando, en cambio,
el conflicto familiar, disminuyendo la actividad compartida y perjudicando las relaciones
con padres, hijos, abuelos y entre la pareja. Una gran mayoría cree que la influencia de
las TIC es inevitable y que influyen más que los padres. Además, el 86,5% piensa que
los jóvenes tienen una excesiva dependencia de ellas. Los principales problemas que se
identifican son, entre otros, el acceso a imágenes inapropiadas, su utilización para
realizar ciberacoso, un acceso muy precoz de los niños y la tendencia que se aprecia
hacia las conductas adictivas. El gran reto está en el desarrollo del «discernimiento
digital», sin el cual las nuevas tecnologías no favorecerán la cultura del encuentro.

199
La llamada de la solidaridad
La UE nació para preservar la paz y la prosperidad de sus países miembros y ha
avanzado mucho en esos objetivos durante décadas en la creación de una zona
democrática de libre circulación y libre comercio. Sin embargo, algunos de sus
principios fundacionales y que forman parte de su «alma», como el Estado de bienestar y
la solidaridad, están en peligro de quebrarse ante la falta de voluntad política para
afrontar el enorme problema humano que constituyen los movimientos de refugiados y
migrantes. Así lo dice Bauman: «Europa fue capaz de vivir y aprendió el arte de vivir
con los demás. En Europa, como en ningún otro lugar, “el Otro” es el vecino de la puerta
de al lado o al otro lado del pasillo, y los europeos, tanto si les gusta como si no, deben
negociar los términos de su vecindad a pesar de las diferencias y de la alteridad que los
separa. Es imposible exagerar la determinación de Europa en este sentido. De hecho, es
una condición sine qua non en épocas en las que solo la amistad y la solidaridad robusta
(o, en el lenguaje de hoy, proactiva) pueden ofrecer una estructura estable para la
coexistencia humana. A la luz de este tipo de observaciones, nosotros los europeos
deberíamos preguntarnos: ¿qué pasos vamos a dar para cumplir esta vocación?» [25] .

La Iglesia tiene algo que decir, tanto por reflexión como por vida, sobre todo esto;
pero no pretende decir sobre estas cuestiones ni la definitiva ni la única palabra, sino
hacer su contribución al conjunto de la sociedad para encontrar juntos el camino y la
«misión». Quiero mostrar, aunque sea en esbozo, algunos elementos de cómo cree la
Doctrina Social Católica que se puede cumplir esa vocación de solidaridad, a partir de
cómo la concibe («determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común
y no un sentimiento superficial» (SRS 38), y cómo ve las implicaciones prácticas sobre
los distintos actores concernidos por ella, desde las personas individuales hasta el
Estado, pasando por asociaciones e instituciones de diversa índole, pero con las que se
teje una cultura social solidaria que, en todo caso, animaría el compromiso de los
individuos y no permitiría que las estructuras estatales europeas mirasen para otro lado
mientras el Mediterráneo se llena de cadáveres y los refugiados sobreviven a la
intemperie y reclaman que se les considere seres humanos. Durante su visita, el 10 de
septiembre de 2013, al Centro Astalli (Roma) para refugiados, el papa Francisco dijo:

200
«Solidaridad, esa palabra que da miedo al mundo desarrollado. Intentan no decirla.
Solidaridad es casi una mala palabra para ellos, pero es nuestra palabra». Y en su libro
Reflexiones en esperanza, de 1992, escribe: «la solidaridad une lo colectivo (elemento de
fuerza hoy imprescindible) y lo individual (la unicidad de la persona, expresada en
actitudes éticas de responsabilidad, lealtad y apertura ontológica de trascendencia a los
otros y a Dios). Solidaridad como modo de hacer historia; como ámbito vital donde el
conflicto, la tensión y los opuestos alcanzan la unidad multiforme que genera vida» [26] .

Es la de Francisco una concepción compleja de la solidaridad que me atrevo a leer e


interpretar desde las dos notas primordiales que cualifican cualquier expresión cristiana
de la solidaridad, a saber: a) su carácter de imperativo ético; b) su despliegue en una
triple expresión ética co-implicada, a saber, ético-personal, ético-cultural y ético-
política [27] .

Una primera dimensión es la solidaridad personal, que asume la lógica del


altruismo, propia de la comprensión individualista liberal, pero la supera a través del
encuentro entre personas y del don mutuo que se produce. Se realiza en la compasión y
pide la mutualidad del dar y recibir.
La segunda dimensión es la solidaridad que se traduce en fórmulas organizadas y
se hace cultura social para desarrollar actividades sistemáticas en favor de gente
necesitada. Tiene como sujetos principales a las comunidades abiertas o grupos donde
las personas alimentan su sentido de solidaridad personal y las instituciones reciben su
impulso vital. Tal cultura del encuentro se hace comunidad y se realiza en la generación
de valores y prácticas sociales que proponen una forma alternativa de vivir. Ese es el
camino, nada fácil, que la Iglesia invita a recorrer. En la formación de la cultura de la
solidaridad se torna crucial la vida de la comunidad cristiana: tanto por la renovación de
la vitalidad espiritual y pastoral de parroquias, centros sociales, grupos eclesiales...,
donde la participación no se determina por la nacionalidad o por el origen social o
étnico, sino, fundamentalmente, por la fe en Jesucristo y por el bautismo en nombre de la
Trinidad. Mucho hacen ya y mucho pueden y deben hacer como lugares de acogida, de
encuentro y sanación, como canalizadoras de las mejores energías de los vecindarios,
muchas veces tan inhóspitos. Desde su apertura y cercanía a todos, las comunidades
cristianas pueden hacer más perceptible el proyecto de Dios, revelado en Cristo, sobre el
género humano.

201
La tercera dimensión de la solidaridad es la que se hace política y se
institucionaliza en múltiples instituciones, también las estatales. La solidaridad unida a
la justicia social (entendida como condición mínima para la participación de todos en la
vida de la sociedad), necesita de instituciones locales y globales, pero no se deja atrapar
en la solidaridad institucional estatal burocratizada. Su sujeto son las distintas
instituciones de titularidad pública y privada, de una manera particularmente importante,
en el caso europeo, el Estado social, aunque no tiene por qué reducirse a él. Esta
dimensión más explícitamente política de la solidaridad también conduce a la aplicación
del principio de subsidiariedad, que protege al individuo y a los estratos sociales
subordinados (familia, comunidades, diversos actores de la sociedad civil, etc.) de la
invasión por parte del poder total del Estado y del centralismo burocrático. Y exige una
actuación positiva de ayuda por parte de la instancia superior donde se requiera su
cooperación. Por eso siempre se busca primero la solidaridad entre los afectados
mismos, es decir, que pongan en obra y valor su iniciativa propia y cooperación para
superar las dificultades. Lo cual no obsta para que se tengan como importantes las
medidas políticas que posibilitan tales iniciativas individuales y comunitarias,
apoyándolas y completándolas. Al poner la subsidiariedad junto a la solidaridad, se
delimita mejor la función del Estado: garantizar ciertos mínimos, pero no asumir toda su
ejecución.
Y ahí es donde vemos la necesidad de un trabajo en pro de un tejido social más vivo
y proactivo para apoyar el bien común [28] , porque la gran energía comunitaria de las
familias, redes de amigos y vecindarios que caracteriza a nuestro país no se transmite, al
menos con suficiente fuerza, a una sociedad civil también densa y dinámica. Falta
cuerpo social intermedio y sus correspondientes liderazgos intermedios, y acaso eso
actúa de impedimento o de dificultad para que la riqueza comunitaria española de las
bases fluya hacia las instituciones que gobiernan lo alto de la pirámide política.
En todo caso, los datos del informe FOESSA de 2014 dicen que durante la crisis la
ya débil tasa asociativa descendió en un 25%. En Europa hay un 42% de personas
afiliadas a alguna asociación, y en España se ha reducido al 29,4%. En cambio, en
Dinamarca la cifra de personas que participan en asociaciones es del 91,7%, y también lo
hacen un 82,8% de los suecos y el 79,5% de la ciudadanía de los Países Bajos. El 74,5%
de los españoles nunca ha participado en una actividad colectiva en beneficio de la

202
comunidad. Si miramos a los datos de interés por la política, el porcentaje de españoles
que dice estar bastante o muy interesados por ella aumentó del 31,7%, en 2004, al
39,3%, en 2014, siendo España, junto a Polonia, uno de los países en que menor interés
parece haber de Europa. Y los jóvenes, a pesar de ser los principales protagonistas del
15-M, no presentan porcentajes muy diferentes: es cierto que los de 18 a 24 llegan al
43%; pero de 25 a 34 solo llegan al 35,1% los que dicen tener interés por la política, y
esta tendencia se ha mantenido en los últimos estudios del CIS de 2016 [29] .

Para concluir este punto quiero mencionar una valiosa iniciativa que está en marcha
y en la que tengo la fortuna de estar implicado representando a la CRUE (Conferencia de
Rectores de las Universidades Españolas) y que me parece en perfecta sintonía con la
cultura del encuentro que en este libro se propugna. Me refiero al «Pacto de
Convivencia» que ha creado un espacio de encuentro de un grupo muy plural y variado
de instituciones clave de la sociedad civil española [30] en pro del fortalecimiento de esta
ante el fenómeno de la radicalización en sus diferentes formas, una de las cuales –la más
execrable– es el terrorismo. A mi juicio, esta iniciativa pertenece a los procesos/espacios
de diálogo y propuesta que necesita nuestra sociedad civil y que, por tanto, la Iglesia
debe apoyar decididamente.

203
Libertad religiosa y laicidad del Estado a favor de la cultura del encuentro

Las personas tienen derechos, no la verdad

Como los que nacimos en pleno Concilio, la declaración sobre la libertad religiosa del
Vaticano II, Dignitatis humanae [31] , ya ha cumplido medio centenar de años; su feliz
natalicio fue el 7 de diciembre de 1965. En el formato modesto de «declaración» tuvo
una grandísima trascendencia; marcó época afirmando rotundamente el lugar primordial
de la libertad de la conciencia personal entre los elementos centrales e indispensables de
la dignidad humana [32] , y considerando que la verdad (aunque sea la de la fe católica)
no es la titular de los derechos, sino que estos son de las personas. Es la persona en
libertad, situada y que debe elegir el punto focal de la perspectiva conciliar. La persona
(más que individuo) incluye «una historia, un contexto, una herencia y una dimensión
comunitaria; pero todas esas realidades adquieren relevancia en la medida en que son de
la persona, las afirma y las mantiene vivas» [33] . El asentimiento que hay que dar a la
verdad religiosa debe ser totalmente libre, es decir, que en esa materia nadie sea forzado
ni impedido a actuar «según el dictamen de la propia conciencia, en privado y en
público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos» (DH, 3). Era la
inequívoca adhesión desde la tradición católica al artículo 18 de la Declaración
Universal de Derechos Humanos: «Toda persona tiene derecho a la libertad de
pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de
religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia,
individual y colectivamente, tanto en público como en privado, mediante la enseñanza,
la práctica, el culto y la observancia». Esas libertades de la persona no son un absoluto,
ya que tienen que coexistir con la libertad de los demás, con los valores universales y
con la convivencia en la diversidad (cf. DH, 7)
Por «religión» entiendo aquí –con el sociólogo de Harvard Daniel Bell– «un
sistema coherente de respuestas a las preguntas existenciales más importantes que
confrontan a cada grupo humano, la codificación de dichas respuestas en forma de credo
que tiene significado para sus adeptos, la celebración de ritos que proporcionan un

204
vínculo emotivo entre sus participantes y el establecimiento de un cuerpo institucional
para reunir a aquellas personas que comparten tales credos y ritos, al tiempo que cuidan
de que haya continuidad de generación en generación». Me temo que tan completa
definición no satisfaga ni a los fanáticos religiosos ni a los que ansían que desaparezca
de la vida social; pero a mí me parece muy adecuada y la veo en concordancia con la
declaración de la libertad religiosa que hace la Iglesia.

Libertades dentro de los «límites debidos»

Junto a la tesis de que los derechos son de las personas, fue capital también la
delimitación de una «parcela» dentro del bien común que se llamó «orden público», cuya
protección sí corresponde al Estado, como ya expliqué. El «orden público» concierne a
los «límites debidos», que son los prescritos por la ley para proteger la seguridad, el
orden, los mínimos éticos y los derechos y libertades fundamentales de las personas. Con
tal distinción se abandonaba el ideal de que el Estado velase por todo el bien común y,
por tanto, ya no se le pedía su defensa de la fe católica. Lo exigido son las condiciones
que hacen posible la libertad en el seno de una sociedad donde ella no es la única
propuesta de sentido y plenitud de vida. Esto hizo que España tuviese que cambiar su
marco legal, ante la incredulidad del General Franco, que no podía entender por qué la
Iglesia dejaba de considerar la «confesionalidad del Estado español» como la más
deseable y perfecta situación.
Hablar de libertad dentro de los «límites debidos» no elimina, por descontado, todos
los problemas: ni la ley positiva clausura los márgenes de ambigüedad de las
interpretaciones varias, ni hay únicamente límites legales; también los hay éticos, pues,
aunque uno pueda legalmente hacer algo, a veces no debe moralmente hacerlo. Y los
límites existen para toda libertad, sea de religión o de expresión. Por muy fundamentales
que las libertades sean, ninguna de ellas es absoluta. Esta controversia está en pleno
apogeo en Europa en relación a determinadas expresiones «ofensivas» o así consideradas
(por ejemplo, las caricaturas de Mahoma). A mi entender, debería ser evidente que
defender que la libertad de expresión ha de evitar ofensas innecesarias o falta de respeto
al prójimo no significa, en absoluto, justificar ninguna conducta violenta de defensa o
reacción. Pero también es evidente que es asunto harto difícil.

205
Siendo algunas materias discutidas y de enormes implicaciones para la convivencia,
sobre todo en un tiempo en que ocasiona tanto daño la manipulación ideológica que hace
del islam el terror yihadista, de lo que no tengo duda es de que, para que haya libertad,
es imprescindible la aceptación de un derecho común que nos obligue a todos. Y como
una de las libertades fundamentales es la libertad religiosa, es precisa una laicidad justa
que produzca valores comunes y no discriminaciones.
Si el tema de la presencia pública de la religión siempre ha sido complicado,
excepto en sociedades teocráticas, hoy lo es aún más. Hay formas de pervertir la justa
laicidad de la vida pública, tanto por vía de los fanatismos y fundamentalismos que la
desprecian como de los laicismos que ponen en peligro la libertad religiosa y el proceso
«narrativo» de la identidad comunitaria cuando tiene matriz explícitamente religiosa.
Sobre estos enfoques que tienen presencia en nuestras sociedades secularizadas europeas
me gustaría decir unas palabras.
Primero iré tras el que llamaré «neutralismo del espacio público», con sus
pretensiones (siempre so capa de bien) de desalojo público de lo religioso y su
consiguiente privatización. En segundo lugar, tras el «relativismo contextualista y
nihilista» que ve «maravillosa» la pluralidad de culturas y expresiones de la libertad
emocional de personas y grupos, pero en nuestra querida patria hispana
incomprensiblemente se «bloquea» cuando esas expresiones tienen cariz católico.
Después de describir brevemente estos enfoques «primo-hermanos», diré algo de los
fanatismos religiosos, tristemente crecientes. Para concluir, finalmente, con algunas
propuestas constructivas.

Neutralismo del espacio público

Las más influyentes teorías sociales modernas han optado por el enfoque de la
complementariedad (para algunos, «esquizofrenia» sutilmente camuflada) a la hora de
tematizar la separación entre vida pública y privada. La acción social entraría, así, en el
ámbito de lo público, y los valores serían asunto de vida privada, cuestión de preferencia
subjetiva y, por lo mismo, campo de «politeísmo axiológico» (Max Weber). Si los
diversos órdenes de valores en conflicto ofrecen otros tantos órdenes de salvación, nadie
puede determinar objetivamente cuál es el verdadero. Ningún orden de preferencia puede

206
reivindicar para sí la exclusividad, eliminando a los otros, ni tampoco reclamar el poder
de imposición sobre los individuos; por tanto, han de replegarse en lo privado de las
conciencias o de las sacristías. Según esa lógica, que goza de tantos adeptos en
sociedades secularizadas, creer o no creer viene a ser simplemente una elección
determinada por el sentimiento, pero no por la racionalidad. El aporte de la religión
residiría en la experiencia concreta de que ayuda o equilibra a las personas; su
contraindicación, en perjuicios tales como la incivilidad o el dogmatismo, que hacen
daño cuando la religión se sale fuera de sus reductos privados.
Aplicaciones prácticas de esta ideología que disuelve la presencia de la religión en
público –siempre so capa de los bienes de la neutralidad, la libertad de expresión o la
búsqueda de lo más universal– son, por ejemplo, casos de gran impacto mediático, como
las prohibiciones del uso de los símbolos religiosos en las escuelas públicas de Francia; o
la petición, después impugnada, de retirar los crucifijos de las escuelas públicas en Italia;
o, desde hace unos meses, los alcaldes de algunos municipios de España que dicen que
no participan en actos religiosos por respeto al carácter laico del Estado, o los grupos que
cuestionan la celebración misma de las procesiones de Semana Santa.
A mi juicio, se confunde peligrosamente «laicidad del Estado» con «sociedad
laica», y esa confusión perjudica la pluralidad, que expresa riqueza y vitalidad social. No
se puede ignorar que la laicidad del Estado está al servicio de una sociedad plural en el
ámbito religioso; el Estado laico se sitúa como garante de la libertad, mientras que, por
el contrario, una sociedad «laica» implicaría la negación social del hecho religioso o, al
menos, del derecho a vivir la fe en sus dimensiones públicas. La laicidad del Estado
requiere separación y neutralidad pero no puede suponer ni pretender hacer que la
sociedad sea «laica». Y esa idea late cuando se pide dejar solamente la «separación» y
eliminar la «cooperación» del concepto de laicidad, sobre el que enseguida volveré.
Frente a ese tipo de pretensiones que son jaleadas por buena parte de la opinión
pública y también por algunos partidos políticos, creemos que «la exclusión de la
religión del ámbito público, por un lado, y el fundamentalismo religioso, por otro,
impiden el encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la
humanidad. La vida pública se empobrece de motivaciones, y la política adquiere un
aspecto opresor y agresivo. Se corre el riesgo de que no se respeten los derechos

207
humanos, bien porque se les priva de su fundamento trascendente, bien porque no se
reconoce la libertad personal» [34] .

Mirando las grandes religiones y, desde luego, los tres grandes credos monoteístas
(judíos, cristianos, musulmanes), nos damos cuenta de que no son doctrinas abstractas
para proclamar únicamente dentro de los templos o para configurar las creencias del
alma en soledad, sino proyectos de convivencia humana, propuestas que incluyen
visiones de cómo procurar el bien de las personas en el seno de la comunidad y el bien
común de una sociedad, y aún más los bienes comunes globales. Las tradiciones y
elementos religiosos han conformado muchos contornos del espacio público (tiempos,
festividades, símbolos, etc.). La opción a favor de su reclusión en el ámbito personal-
privado no solo acaba neutralizando su influencia pública, sino que termina generando,
queriendo o sin querer, una visión peyorativa del hecho religioso dañina para el
compromiso ético, al ignorar aspectos muy significativos de la racionalidad y la
motivación humanas. Así se empobrece la razón y se ahogan la memoria y la esperanza,
e incluso puede ser matriz de resentimiento y hostilidad por parte de quienes no se
sienten socialmente respetados.

Relativismo contextualista y nihilista

La otra vía que he señalado como disolvente de la justa laicidad (especie de «primo-
hermano» del neutralismo) es la del relativismo contextualista que sucumbe al
culturalismo, deslegitima instituciones e intenta disolver valores compartidos.

Una parte influyente de la filosofía contemporánea, remontándose al legado de


Wittgenstein, supone que los contenidos de una cultura se rigen por reglas de
construcción, significación y decisión internas y propias. Además, los criterios por
medio de los cuales se evalúa una cultura, según lo planteado por las escuelas de
«pensamiento posmoderno», «pensamiento débil», «pensamiento sin fundamentos»,
«pensamiento sin verdad», «deconstructivismo»..., son internos a la cultura misma
sometida a la evaluación. Si los criterios son «intraculturales» y nunca «interculturales»
o «transculturales», cada grupo cultural tendría su opción –incontestable– de lo bueno, lo
bello y lo verdadero, sin que el encuentro, el contacto y la comunicación puedan aspirar
a una verdad trascendente y vinculante en la historia. Ahora bien, el relativismo

208
contextualista suscribe que «todas las verdades son iguales, pero –si se me permite
parafrasear a Orwell– unas más iguales que otras». A ese respecto, siempre me ha
llamado la atención cómo la mayoría de los defensores del multiculturalismo en Europa
no tienen dificultad en expresarse a favor de todas las expresiones culturales, pero en
contra de aquellas que tienen como «sustancia» la religión (símbolos, nombres de calles,
etc.). Hace unos años, en España y otros países de Europa se salvaban de esta exclusión,
paradójicamente, los musulmanes, porque se les consideraba una «minoría a proteger»;
eso, por mor del yihadismo, se ha terminado.
Ante esta marginación de la cultura cuando tiene sustancia religiosa, no viene mal
recordar aquello que dijo el papa Benedicto XVI: «una razón que es sorda a lo divino y
que relega la religión al espectro de las subculturas es incapaz de entrar en diálogo con
las culturas» [35] ; y no puede hacerlo porque, tal como lo expresó Tillich, «la cultura es
la forma de la religión, y la religión es la sustancia de la cultura» [36] . O, como Raimon
Panikkar escribió: «la religión confiere a la cultura su sentido último, y la cultura presta
a la religión su lenguaje». En efecto, esta estrecha conexión hace que la distinción entre
religión y cultura sea difícil de establecer, ya que «el concepto de cultura es mucho más
amplio que el concepto de religión..., la religión representa la dimensión trascendente de
la cultura; en un cierto sentido, su alma» [37] . Teniendo en cuenta esa comprensión, la
actitud que dispondría al diálogo y al encuentro la presentó Juan Pablo II al decir que,
«si toda cultura constituye una aproximación al misterio del hombre también en su
dimensión religiosa, es menester que sepamos acercarnos a todas las culturas con la
respetuosa actitud de quien es consciente de que no solo tiene algo que decir y que dar,
sino también mucho que escuchar y que recibir» [38] .

Esa actitud de diálogo no se satisface con la «tolerancia negativa», en virtud de la


cual, por ejemplo, se exige la supresión de los símbolos religiosos en edificios públicos,
tal como ha sucedido, en medio de agrias polémicas, en varios países de Europa. Pero,
paradójicamente, lo que resulta es «la supresión de la tolerancia, pues significa que la
religión cristiana no puede manifestarse más de forma visible» [39] . Se impone, pues,
pasar de la tolerancia al diálogo constructivo; de lo contrario, la pluralidad de la sociedad
puede verse gravemente lesionada, lo mismo que el respeto a la persona en su dimensión
de apertura a la trascendencia, sin la cual algo nuclear faltaría en el ser humano.

209
Culturas y naturaleza humana: la ley natural

El ser humano es «naturaleza», pero solo existe culturalmente situado; de ahí que,
«siempre que se trata de la vida humana, naturaleza y cultura se hallan unidas
estrechísimamente» (EG, 53). Creo que conviene tener en cuenta la dialéctica siguiente:
no se puede negar que las personas existen siempre en una cultura «determinada»
(frecuentemente son culturas de cruce de culturas), pero tampoco se ha de negar que no
se agotan en esa misma cultura. El mismo progreso de las culturas demuestra que existe
en el hombre algo que las trasciende. Ese algo, que la Iglesia llama «naturaleza
humana», es precisamente medida de las culturas y condición para que nadie «sea
prisionero de ninguna de sus culturas», sino que defienda su dignidad personal viviendo
de acuerdo con la verdad profunda de su ser.
Como señalé en el capítulo 2, al referirme al tiempo en los procesos educativos, el
pensamiento social católico cree que en todas las culturas se dan múltiples convergencias
éticas, expresiones de una misma naturaleza humana, que la sabiduría ética de la
humanidad llama «ley natural», un nombre hoy bastante problemático. Dicha ley moral
universal es fundamento de todo diálogo cultural, religioso y político, ayudando al
pluralismo multiforme de las diversas culturas a no alejarse de la búsqueda común de la
verdad y el bien y, consiguientemente, abriendo al ser humano a Dios.
Ciertamente, no es nada sencillo reubicar la ley natural hoy en los debates; pero sin
empeñarnos en recuperarla –porque probablemente un empeño por rehabilitarla traería
más problemas que soluciones–, sí considero que la concepción de la ley natural a la que
remiten el fundamento moral y la verdad sobre la que se asienta la democracia requiere
hoy una relectura del tipo de la que ha acometido la Comisión Teológica Internacional
en su reciente documento «En busca de una ética universal: nueva perspectiva sobre la
ley natural», de 2009 [40] . Me atrevo a apuntar que esa relectura debe ser en clave de
recta razón dialógica (sobre todo del diálogo entre fe y razón), comunicativa (donde se
dé un verdadero encuentro para buscar la verdad) e inculturada, desde donde se avanza
hacia la interculturalidad. La recta razón dialógica debería servir de entronque con una
tradición que es antídoto contra la visión individualista del bien –bien privado, individuo
fuente de valor y sujeto elector– y permitir tender puentes entre la moral personal y la
social, vinculando el ámbito público y el privado de la moral. El énfasis en el carácter
dialogal pone de manifiesto que no es posible el razonamiento público ni desde las

210
razones privadas o individuales, ni desde un punto de partida que eleve abstractamente la
razón natural con su resultante ética individualista, rígida y ahistórica. El énfasis en la
inculturación es el que permite la ética intercultural –pues solo se puede ser intercultural
desde la inculturación– y tiende puentes que conectan lo intercultural y lo universal.
Cuando, en las culturas afectadas por la globalización, la digitalización y la
«rapidación», pasan a tener la primacía los aspectos externos, inmediatos, visibles,
superficiales o provisorios, las raíces profundas de las culturas sufren un deterioro
acelerado y un debilitamiento ético (cf. EG, 62). Es entonces cuando la vuelta a la recta
razón común, situada, histórica y dialógica, aunque a contracorriente, puede ser un
benéfico aldabonazo que ayude a salir del letargo a que nos introduce la globalización de
la superficialidad. Lo de menos es el nombre que le pongamos; lo principal es que no
perdamos el sentido de la dignidad humana.

Cuando la religión se utiliza contra el pluralismo

«Libertad y verdad, o bien van juntas, o juntas perecen irremediablemente» [41] . Eso sí,
«juntas, pero no revueltas», esto es, dándole la titularidad de derechos a quien no la debe
tener, por no ser sujeto personal. El Concilio no desvinculó la libertad de la verdad,
como no negó la existencia de una religión objetivamente verdadera ni el deber universal
de las personas de buscarla y aceptarla cuando la encuentran; pero estableció sin dudar la
libertad como condición necesaria para respetar la dignidad humana en su acceso a la
verdad. Así daba la vuelta al énfasis puesto hasta la declaración conciliar en los derechos
exclusivos de la verdad (derechos que estaban por encima incluso de la libertad
personal), que constituía el punto de partida de las formulaciones doctrinales dominante
antes del Concilio. La nueva concepción no renunciaba a poner la libertad en relación a
la verdad, pero sí a atribuir a esta la titularidad de los derechos, porque estos son de las
personas.
La «verdad sin libertad» es caldo de cultivo para toda suerte de fundamentalismos,
sean religiosos, políticos o ideológicos. De ahí proceden, casi por ensalmo, el
sectarismo, que corta con la sociedad, y el fanatismo, que puede derivar en imposición
sobre el diferente y en generación del odio, que en casos extremos incluso se vuelve
mortífero. Hay fanáticos cristianos que hoy se manifiestan contra el islam y creen que la

211
defensa de los valores cristianos de Europa pasa por impedir que sigan llegando personas
de religión musulmana o incluso expulsar a los que ya están (Trump lo ha voceado en la
campaña electoral, y ahora ya lo está firmando en forma de decretos presidenciales que
estremecen). Personas como él o como Marine Le Pen no creen en la posibilidad de la
integración de los musulmanes en sociedades pluralistas y democráticas. Por supuesto,
también hay fundamentalistas musulmanes que, en tiempos de virulento yihadismo,
pueden pasar a ser, con relativa facilidad, instrumentalizados por el terrorismo. Los
atentados terroristas no solo buscan que cunda el pánico en el conjunto de la población,
sino que se estigmatice a los musulmanes dentro de Europa, que se considere a cualquier
musulmán como potencial terrorista y que se restrinja su libertad religiosa, obligándoles
a elegir entre vivir en Europa o pertenecer al islam. Reparemos en que, si no aceptamos a
los refugiados por ser musulmanes, los estamos arrojando en brazos de los terroristas:
«Los que dicen que no pueden recibir a los refugiados sirios porque son musulmanes
están apoyando a las organizaciones terroristas y les permiten ser mucho más efectivas
para reclutar» (Antonio Guterres [42] ).

Como dije páginas atrás, al tratar sobre el choque y el diálogo entre religiones en
relación al principio de la unidad sobre el conflicto, ¡qué trascendental es que no se
ofusque nuestra sindéresis y nuestro juicio práctico para distinguir el islam de sus
perversas instrumentalizaciones...! No perdamos la capacidad de acoger a los creyentes
musulmanes que son personas de bien, es decir, a la mayoría. De esa manera estaremos
también poniendo las condiciones para que se opongan públicamente a los
manipuladores de su fe que la utilizan para meter miedo y no se detienen ante ningún
mal.

«Una secularización descarrilada afloja los vínculos democráticos»

El entrecomillado de este epígrafe es de Jürgen Habermas. El filósofo alemán ha


recorrido todo un camino hasta enfatizar el carácter decisivo de la dimensión prepolítica
que nutre a una sociedad democrática y pluralista [43] . En esa dimensión aparece la
necesidad de religiones, cosmovisiones o metafísicas, no para conocer qué forma de
gobierno es justa, sino para motivar a la gente a participar en el proceso democrático que
garantiza la justicia social y la solidaridad. El aspecto motivacional es muy importante,

212
porque los ciudadanos no son solo destinatarios del derecho, sino también autores.
Además, el sentido del bien común no se impone por vía legal.
Si entre los miembros de una comunidad política «la solidaridad y la justicia no
encuentran acomodo en el entramado, más denso, de orientaciones axiológicas de
carácter cultural» [44] , nos topamos con el «privatismo ciudadano», esto es, con la
desmoralización y utilización de los derechos subjetivos como armas de unos contra
otros. Teóricamente, podría existir un consenso que estableciera de forma secular los
procedimientos y los principios de la justicia, permitiendo establecer normativamente
una comunidad pluralista [45] . Pero, en la práctica, se pierde la capacidad para
conseguirlo si se agotan las fuentes de la solidaridad, cuyo enraizamiento es cultural,
incluyendo ahí lo religioso. Habermas dice que «una secularización descarrilada» [46]
afloja los vínculos democráticos y consume aquella solidaridad de la que depende el
Estado.
Así pues, urge encontrar buenos cultivos pre-políticos y aprendizajes de ciudadanía
democrática y participativa; fomentar procesos que no surgen ni por azar ni por
imposición legal o política, sino de actitudes mentales que ese Estado mismo «no puede
generar a partir de sus propios recursos». Las mentalidades fundamentalistas ignoran o
rechazan estas actitudes; y cuando polarizan la sociedad y se dan en un porcentaje
significativo de los ciudadanos, el riesgo es la quiebra de la democracia y la
desintegración de la comunidad política. Pero tampoco son buenos para el desarrollo de
la ciudadanía comprometida los terrenos laicistas. Con ambos cultivos, y en abundancia,
cuenta Europa hoy.

Pluralismo que construye la sociedad

El papa Francisco aboga por «un sano pluralismo que de verdad respete a los diferentes
y los valore como tales, y que no implique una privatización de las religiones, con la
pretensión de reducirlas al silencio y a la marginalidad del recinto cerrado de los
templos, sinagogas o mezquitas. Se trataría, en definitiva, de una nueva forma de
discriminación y de autoritarismo... Eso, a la larga, fomentaría más el resentimiento que
la tolerancia y la paz» (EG, 255).

213
Desde ahí, la misma determinación con que se condenan todas las formas de
fanatismo y fundamentalismo religioso anima a oponerse a todas las formas de hostilidad
contra la religión, que limitan el papel público de los creyentes en la vida civil y política,
y a defender que la libertad humana no es un puro acto de conciencia, sino que pide
vivirse como libertad compartida en responsabilidad común. Y para vivir esa libertad
necesita también comunidades e instituciones religiosas, las cuales desempeñan la tarea
de proporcionar a una esfera pública plural orientaciones morales comunes e
instrumentos de convivencia. En ese sentido, como Habermas, el papa argentino no
concibe un futuro para la democracia solo desde la lógica de intereses de parte sin la
energía moral que a los individuos, comunidades e instituciones proporcionan las
grandes tradiciones religiosas cuando conviven pacífica y constructivamente. «Favorable
a la pacífica convivencia entre religiones diversas es la laicidad del Estado, que, sin
asumir cómo propia cualquier posición confesional, respeta y valora la presencia del
factor religioso en la sociedad, favoreciendo sus expresiones concretas» [47] .

El tesoro de la «laicidad positiva»

Creo que hoy es sumamente necesario no ideologizar la consideración del hecho


religioso y mantener vivo un espíritu de laicidad o aconfesionalidad, en virtud del cual el
Estado, sin optar por ninguna confesión religiosa, las juzga como un factor que
contribuye a la construcción de la sociedad. En Europa hay países que tienen serias
dudas sobre la adecuación de sus marcos ético-jurídicos para organizar y tratar a
creyentes y no creyentes; pero las inercias de la historia son muy difíciles de superar. El
caso de Francia a este respecto es paradigmático de un laicismo histórico que, aunque a
lo largo del tiempo se haya ido suavizando, no permite salir de la confusión entre el
Estado laico y la sociedad laica que más arriba señalaba. Me parece, por el contrario, que
el marco constitucional español dio con las claves adecuadas para encauzar bien la
laicidad y, en ese sentido, puede ser un buen modelo de referencia para Europa. Una vez
más, hay que referirse al equilibrio que se consiguió durante la Transición en la
redacción de nuestra Carta Magna de 1978. En la fundamental materia de la libertad
religiosa podemos reconocer la sabiduría, la generosidad y la consideración para con el
bien común que mostraron los padres constituciones y, consiguientemente, tanto los

214
grupos políticos que les respaldaban como el conjunto de los representantes de los
grupos sociales y eclesiales que, de forma más o menos directa, participaron.
El Tribunal Constitucional español ha utilizado la afortunada expresión «laicidad
positiva» para interpretar el artículo 16.3 de la Constitución: «En su dimensión objetiva,
la libertad religiosa comporta una doble exigencia: primero, la de neutralidad de los
poderes públicos, ínsita en la aconfesionalidad del Estado; segundo, el mantenimiento de
relaciones de cooperación de los poderes públicos con las diversas iglesias» (STC
101/2004). Así la llamó también el Presidente Sarkozy ante el Papa Benedicto XVI [48] :
«Reivindico una laicidad positiva, una laicidad respetuosa, unitiva, dialogante, y no una
laicidad excluyente o denunciante. En una época como la nuestra, en la que la duda y el
ensimismamiento retan a nuestras democracias a responder a los problemas de nuestro
tiempo, una laicidad positiva brinda a nuestras conciencias la posibilidad de
intercambiar, más allá de creencias y ritos, ideas sobre el sentido que queremos darle a
nuestra existencia...». Y cuando, en una entrevista concedida al semanario francés La
Croix (30/6/2016), le preguntaron a Francisco sobre la laicidad en Francia, él respondió
clara y delicadamente que «la exageración de la laicidad proviene de considerar las
religiones como subculturas, no como cultura completa... Francia deberá dar un paso
adelante en este tema y aceptar que la apertura a la trascendencia es un derecho de
todos». Se enfatiza así la necesidad de profesar la fe no al margen, sino en el seno de la
cultura, con todas las implicaciones de expresión pública y multifacética (no solo
cultual) que tiene. Recordemos cómo lo expresó el Concilio: «La libertad religiosa
consiste en que todos los hombres deben estar libres de coacción, tanto por parte de
personas particulares como de los grupos sociales y de cualquier poder humano, de
modo que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a actuar contra su conciencia, ni se
le impida que actúe conforme a ella, pública o privadamente, solo o asociado con otros,
dentro de los debidos límites» (DH, 3).
Reconociendo la religión como un valor para el bien común, los principios
específicos que configuran el marco constitucional español sobre la libertad religiosa son
el de laicidad/aconfesionalidad y el de cooperación. El primero refleja la frase
constitucional: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal» e implica tanto separación de
las entidades religiosas y el Estado como neutralidad de los poderes públicos ante el acto
de fe, que no significa indiferencia y, mucho menos, desprecio ante el fenómeno

215
religioso. El segundo principio, el de cooperación, se encuentra ubicado en el mismo
artículo 16.3, y ordena a los poderes públicos «tener en cuenta las creencias religiosas
presentes en la sociedad y mantener relaciones de cooperación con la Iglesia católica y
las demás confesiones». En efecto, nuestra Constitución no postula, ni en el espíritu ni
en la letra, la exclusión del hecho religioso en la vida social y pública o su reducción al
ámbito exclusivo de las conciencias, sino que, como todo lo que afecta a las personas,
reconoce que las convicciones y los valores tienen repercusión en la esfera social. Y, a
tenor de la significación histórica del catolicismo en nuestro país, reconociendo que es la
religión mayoritaria que profesan los ciudadanos españoles, declara una especial
colaboración del Estado con la Iglesia católica. Esta afirmación constitucional no va –ni
debe ir– en detrimento de nada ni contra nadie. Probablemente, aquí los católicos
tengamos aún miedos que perder y generosidad que ganar respecto del desarrollo
efectivo de la libertad de los otros credos religiosos presentes en la sociedad española. El
liderazgo de los obispos se me antoja en este punto fundamental.
La cooperación (con separación) se ha encauzado principalmente a través de los
Acuerdos (no Concordato) entre la Santa Sede y el Estado Español (1979) y los
Acuerdos para los protestantes, los judíos y los musulmanes (1992). Estas relaciones son
la consecuencia necesaria de la valoración positiva del factor religioso por parte del
Estado y no significan ningún privilegio concedido a tales confesiones religiosas. Antes
bien, constituyen instrumentos jurídicos que están en plena armonía con un régimen de
libertad religiosa. Sobre ese marco habrá que ir haciendo los desarrollos y modulaciones
pertinentes a medida que vaya evolucionando el paisaje religioso; pero ojalá que no los
echemos por tierra. En materia de libertad religiosa (como de las demás libertades
fundamentales), nunca la mayor libertad de unos quita la de otros. Lo dicho con respecto
a la integración social es válido aquí: no se trata de un juego de suma cero, en el que lo
que uno gana tenga que perderlo otro. Es bueno entender esto para que nadie bloquee los
desarrollos específicos y efectivos de la libertad religiosa de los otros creyentes.
El papa Bergoglio lo expresó así cuando era arzobispo de Buenos Aires: «Lo
religioso es una fuerza creativa al interior de la vida de la humanidad, de su historia, y
dinamizadora de cada existencia que se abre a dicha experiencia. En nombre de una
reconocida como imposible neutralidad se silencia y se amputa una dimensión que, lejos
de ser perniciosa, puede aportar grandemente a la formación de los corazones y a la

216
convivencia en sociedad. No es suprimiendo las diferencias de lícitas opciones de
conciencia ni el tratamiento abierto de lo que tiene relación con la propia cosmovisión
como lograremos una formación en el respeto por cada persona y en el reconocimiento
de la diversidad como camino a la unidad. Parecería que el espacio de lo público tiene
que ser light, bien licuado, a resguardo de cualquier convicción, y que la única toma de
postura admitida será en orden a la vaguedad y la frivolidad o en favor de los intereses
del dueño de la fuerza» [49] .

En un mundo de tan agudo pluralismo no solo político y moral, sino cultural y


religioso, es enormemente sano tener un marco constitucional como el que ofrece
nuestra Constitución en su artículo 16 y un marco doctrinal como la declaración
conciliar Dignitatis humanae, y conocerlos y defenderlos ante quienes no son
conscientes de la fortuna que tenemos de contar con ambos textos en un tiempo tan
difícil y confuso. Son esfuerzos en favor del «personalismo jurídico» plenamente
vigentes y actuales, con una apuesta firme por la cultura del diálogo y el encuentro.
Continúan siendo el marco adecuado para plantear bien la laicidad del Estado y la
necesidad del diálogo entre las diversas religiones, que se impone desde la cambiante
realidad social que viven algunas sociedades como la nuestra.
Entre creyentes y no creyentes hay un terreno común, un terreno de coincidencias
sobre valores que hacen digna la vida. Ese terreno común, donde crece el respeto a lo
diferente y la articulación de lo distinto en un marco de convivencia pacífica y justa, solo
puede concebirse en el seno de un Estado aconfesional, con una sana laicidad del Estado.
En un marco de laicidad justa, creyentes y no creyentes pueden encontrarse, dialogar y
consensuar las reglas de juego que les permitan vivir en armonía fundamental sin
renunciar a elementos fundamentales de su identidad [50] . El Estado laico no impone una
religión, sino que da libre espacio a las religiones dentro de los «límites debidos», con
responsabilidad hacia la sociedad civil y, por lo tanto, permite a estas religiones ser
factores en la construcción de la vida social.
Soy de los que apuestan por trabajar en pro de un pluralismo que respete las
identidades culturales y religiosas, potenciando lo valioso que hay en ellas sin disolver
los mínimos exigidos por la dignidad humana en una ética coherente de la vida dentro de
instituciones justas. Europa tiene mucha necesidad de algo así como un «ecumenismo
cultural» [51] para recuperar su «alma», y no se podrá hacer si creyentes y no creyentes

217
no remamos en esa dirección. Solo será constructivo si no es sincretista, sino asentado en
una cultura donde sea posible trabajar juntos, sin pedirle a nadie que renuncie a su propia
identidad. Aquí, evidentemente, hay que recordar que las identidades diversas son
posibles cuando aceptan los «límites debidos» que constituyen el «orden público»,
condición de posibilidad del bien común de una sociedad abierta, intercultural, plural y
libre.
Una apuesta consistente e favor de una sociedad así comporta, al menos: 1)
disposición de los actores plurales a entrar en intercambios significativos y a modificar
posiciones como resultado de la escucha atenta de los otros; 2) convencimiento de que, a
pesar de las dificultades del proceso, el resultado del mismo puede ser bueno para todos;
3) necesidad de asegurar unidad en los valores fundamentales de la convivencia y en el
respeto a las reglas de juego de la democracia; y 4) conciencia de que ese servicio a la
unidad impone a veces renuncias y obligaciones, lo cual nunca es fácil.
Es tiempo para construir puentes y no para sembrar odios, esos que crecen junto al
miedo y el vacío: el odio xenófobo, que, articulado políticamente, desequilibra el sistema
democrático y lo encanalla, negando todos y cada uno de los valores que dice proteger; y
el odio islamista, que busca activar la xenofobia en los no musulmanes y extirpar en
estos cualquier sentimiento de pertenencia y ciudadanía hacia las sociedades receptoras,
convirtiendo en enemigos a los vecinos. Contra esos odios hay que luchar, desde luego,
con la ley, pero, sobre todo, sustituyendo el vacío nihilista y destructivo por un
contenido afirmativo de creencias cívicas que no se relativicen en función de
conveniencias y tactismos. Aquí hay un enorme reto para Europa, que aún se hace más
difícil cuando el terrorismo yihadista golpea en pleno corazón del Continente, poniendo
las trampas para que caigamos en la identificación entre islam y terrorismo. Por eso creo
sinceramente que la Iglesia tiene una palabra muy valiosa e indispensable que pronunciar
y, sobre todo, un testimonio de vida que dar.

218
Encuentro hacia y desde dentro de la Iglesia
El pluralismo no solo es un hecho indisputable de la sociedad, sino también una realidad
intraeclesial. Esto tiene mucho que ver con la cuestión tan complicada de cómo nos
relacionamos entre nosotros, pertenecientes a distantes tradiciones o adscritos a grupos
diversos, de cómo hablamos los católicos dentro de la Iglesia y de quién habla por la
Iglesia y en qué temas se percibe que habla la Iglesia, cuando su voz llega públicamente.

Estoy convencido de que, para que la Iglesia sea capaz del discernimiento
evangélico, resulta necesario que existan lugares donde los cristianos de temperamentos
y opciones discrepantes puedan encontrarse y explicarse sobre problemas concretos.
Asimismo, creo que la práctica del diálogo intraeclesial deberíamos tomárnosla como
una obligación moral y como condición de posibilidad para la participación, como
Iglesia, en otros foros con diferentes visiones morales, donde valores y principios
inspirados y afincados en el Evangelio entren en genuino diálogo con otras maneras de
ver, vivir y articular la experiencia humana, afirmando sin complejos la ubicación en la
tradición moral católica.
Es obvio que el reconocimiento efectivo del pluralismo de voces de las
comunidades eclesiales y la articulación de cauces de diálogo para que estas voces
diversas sean efectivamente escuchadas por parte de los pastores no implica poner fuera
de juego el necesario rol de la autoridad y del Magisterio eclesial, sino precisamente
hacer posible el ejercicio de la autoridad y el servicio de la Palabra de Dios desde la
eclesiología de comunión. El servicio de la autoridad del Magisterio proporciona a los
católicos una clara distintividad e identidad (la «voz católica» que tanto añoran otros
cristianos), pero se extralimita si no cultiva el discernimiento y lamina la diversidad,
pues «la vida verdadera se mueve en medio de tensiones», si nos impide tomar en serio
el mundo de la ciencia y de la cultura e imposibilita la participación activa en las
preocupaciones del mundo y las ambigüedades de la vida moral y social. La voz única y
monocorde puede resultar un autoengaño si lo que se postula es el favorecimiento de las
acciones tendentes a forjar y asegurar el monolitismo, o si lo que se pretende es tener

219
una voz potente y claramente identificable, sin preocuparse por el hecho de que los
derechos individuales puedan resentirse en el empeño.
La pregunta acerca de quién habla en nombre de la Iglesia lleva a otra no menos
importante acerca de cómo hablamos en la Iglesia, la cual remite, a su vez, a los
problemas de comunicación dentro de la Iglesia y entre esta el conjunto de la sociedad,
en especial a través de los medios de comunicación social y las redes sociales. Ante los
problemas de incomunicación, la terapia que viene de la cultura del encuentro es
meridianamente clara: la disponibilidad a la mutua escucha y el diálogo. Sin duda, es
más fácil decirlo que hacerlo, pero no hay alternativa más evangélica.

Este diálogo tiene consecuencias para la teología y para la relación de esta con la
ética pública, pues hace que las Iglesias cristianas y, en general, todas las organizaciones
religiosas, como comunidades de discurso moral, busquen interpretar el potencial de sus
tradiciones morales y religiosas en tanto que participan en el debate social.
Los términos de la participación social y política de la Iglesia los formula GS 42
como fin religioso en el que cabe pronunciar el juicio moral aun en los problemas de
orden político, porque la religión (en sus diferentes expresiones) es una fuerza social
insustituible, pero no a través de una acción directa sobre el Estado/gobierno (política
pública directa), sino en la dimensión cultural, respetando las mediaciones variadas del
conjunto de la sociedad caracterizada por un pluralismo religioso, moral, político...
Constituye una tradición católica sólidamente cimentada el interés por todo aquello que
contribuya al desarrollo de las potencialidades de nuestra sociedad, así como el apoyo a
la reflexión y a la acción de quienes tienen responsabilidades públicas. Es signo del don
de Dios que la Iglesia no pretenda sustituir a ninguna institución política y social
necesaria para la vida en común y sí reconozca, en cambio, la legítima autonomía de las
familias, de la sociedad civil y del Estado. Los ciudadanos que son cristianos nunca
quedan sustraídos a sus obligaciones cívicas. La Iglesia no constituye un Estado dentro
de otro Estado; pero eso no significa que la Iglesia haya de mirar a otro lado cuando las
leyes o las estructuras políticas, económicas o sociales se oponen al respeto de las
personas y de su inalienable dignidad.
Desde luego, los miembros de la comunidad eclesial –sobre todo los pastores– en
ocasiones no tendrán más remedio que pronunciar una voz disonante que sea denuncia

220
profética ante la injusticia y el mal; pero no deberá absolutizar ninguna de esas formas
de presencia renunciando a la misión de diálogo con el mundo, un diálogo que en el
escuchar y decir se va haciendo a través de distintas acciones dialógicas, por ejemplo:
declarar y justificar los propios puntos de vista y las razones que apoyan una elección de
moralidad o política pública; deliberar y dar testimonio con signos y gestos de vida.
Dicho con los tres verbos capitales de Amoris laetitia: acompañar, discernir e integrar.
Siempre ayuda volver a Octogesima adveniens (1971) para recordar sus sabios
consejos de moral inculturada y contextualizada, así como sus tres niveles de análisis de
las cuestiones sociales: «Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad
la situación propia de su país, esclarecerla mediante la luz de la Palabra inalterable del
Evangelio, deducir principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción
según las enseñanzas sociales de la Iglesia, tal como han sido elaboradas a lo largo de la
historia, y especialmente en esta era industrial, a partir de la fecha histórica de León
XIII» (OA, 4). Se trata del discernimiento de las comunidades en distintos contextos en
los que hay que elegir cómo actuar conjugando principios y virtudes. Frente a lo que
otros proponen como valor humano, la fe vivida eclesialmente debe animar a la razón a
discernir lo que es verdadero y auténtico, para asumirlo, valorarlo críticamente y
proponerlo en la comunicación culturalmente abierta.
Ya recordamos anteriormente que el papa llama a «formar las conciencias, no a
sustituirlas» (AL, 37); quiere que la moral cristiana ponga siempre en el centro la
conciencia moral y que demos valor a las grandes definiciones de que «la conciencia es
el primero de todos los vicarios de Cristo» (J. H. Newman) o «memoria original del bien
y la verdad» (J. Ratzinger [52] ). La hondura en moral la ponen las condiciones de la
libertad, la responsabilidad y la búsqueda del bien y la verdad, y no solo la objetividad
del orden y la corrección moral de los actos. La conciencia moral solo llega a ser
verdaderamente libre cuando es capaz de interiorizar los valores que conforman la vida,
cuando deja que sea la voz del bien la que hable desde la profundidad del corazón, algo
que no es posible desde una concepción individualista y cerrada de la propia
subjetividad. Necesitamos una visión relacional de la moral. «La autenticidad no es
enemiga de las exigencias que emanan de más allá del yo; presupone esas exigencias»
(Ch. Taylor).

221
Pero tampoco es libre una conciencia heterónoma cuya virtud principal sea la
obediencia. Poner el acento en la conciencia obediente, totalmente obligada a seguir la
verdad que alguien le dicte (aunque sea el magisterio), supone desconfiar de la capacidad
humana para salir a la búsqueda de la verdad. Así sucede no solo cuando alguien
manipula, sino también cuando pedimos el amparo del magisterio en moral y
renunciamos a hacer nuestro propio trabajo de discernimiento. El magisterio ve
reforzada su misión en el contexto cultural que exalta y, paradójicamente, pone
radicalmente en duda la libertad, el contexto del relativismo y el nihilismo; y el papa
Francisco no quiere caer en la trampa de que el magisterio del papa se convierta en lugar
de recetas. De ahí la importancia capital que le da al discernimiento y a la conciencia
personal.
Una antropología de cierto pesimismo con respecto a la libertad humana llama
continuamente a una eclesiología que acentúa mucho el rol de la autoridad del
magisterio en materia moral. Pero si el papel correcto de la conciencia en la vida humana
se circunscribe a simple acatamiento de la verdad que instancias externas a la conciencia
misma señalan y presentan, su misma entidad moral queda muy en entredicho. Esto
puede desembocar en una sumisión de la libertad de la persona a la verdad que,
pretendidamente, es para el bien de la persona, pero que le viene de fuera. En definitiva,
puede desembocar, a poco que nos descuidemos –y nos descuidamos con cierta
facilidad–, en una falta de respeto a la dignidad humana. Cuando se hipertrofia la
instancia magisterial para conocer la verdad, acabamos en heteronomía, que lo es, aun
cuando esta adopte una versión eclesionómica.

Amoris laetitia toma en serio la dimensión histórica y situada de la conciencia (su


dimensión hermenéutica) como camino más adecuado para encontrar el equilibrio y para
acometer una interpretación sensata de las normas categoriales que supere la
contraposición entre una conciencia creadora y una conciencia puramente receptora: esta
debe siempre tener en cuenta la justa proporción de los bienes particulares y el bien
integral de la persona en unas circunstancias históricas determinadas, procurando no
absolutizar ningún elemento en perjuicio de los demás. A este respecto, me parecen
importantes las frases siguientes: «Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener
una gran dificultad para comprender los valores inherentes a la norma o puede estar en
condiciones concretas que no le permitan obrar de manera diferente y tomar otras

222
decisiones sin nueva culpa» (AL, 301). «El juicio negativo sobre una situación objetiva
no implica un juicio sobre la imputabilidad o la culpabilidad de la persona involucrada»
(AL, 302).

La verdad moral se va alcanzando a través del discernimiento y la deliberación; por


tanto, la relación entre subjetividad y objetividad pasa por la intersubjetividad, donde ha
de haber acompañamiento, diálogo y encuentro, y se topa con esa franja que va de la
proposición a la aplicación práctica en las situaciones de la vida concreta («Todo
principio general tiene necesidad de ser inculturado si quiere ser observado y aplicado»:
AL, 3). Así, el pleno respeto al Magisterio no deber ser incompatible con el debate
intraeclesial o con la superación de determinadas posiciones, cuando gracias al diálogo
interdisciplinar la enseñanza oficial está en disposición de abandonar posiciones ya
superadas. La verdad se va alcanzando en una tradición creativa abierta a la innovación,
porque así se ilumina la experiencia humana con la luz del Evangelio.
En la existencia concreta del cristiano «no hay juicios ni argumentaciones de puro
derecho natural [...]; siempre se transparenta el sentido de la existencia humana que brota
de la fe» [53] . De modo que el magisterio entra con una competencia originaria in re
morali respecto de los elementos de la fe que permiten descubrir los valores y las
actitudes morales fundamentales que son expresión irrenunciable de la antropología
cristológica, y con una competencia subsidiaria respecto de los elementos del derecho
natural, justo donde el magisterio «debería encontrar su expresión clara, en cuanto sea
posible, no en la forma de hablar, sino en la de callar», por cuanto le corresponde al
creyente buscar la verdad y decidir en las condiciones concretas de su existencia. Eso,
que los moralistas decimos con términos complicados, es lo que está haciendo el papa:
remitir a lo nuclear de la fe en Cristo Jesús y apuntar criterios de discernimiento moral,
pastoral y espiritual que ayuden a las personas a caminar hacia el bien posible, con el
acompañamiento y la cercanía de sus pastores, más que modelos normativos que se
impongan por encima de la experiencia concreta. No se relativiza ni un ápice el ideal,
pero se piensa en la realidad de las personas como más importante que la ideología.
De Amoris laetitia se desprende que el criterio de claridad del magisterio está en
mostrar la perspectiva específicamente cristológica de la moralidad, más que en la
precisión material, la exactitud y la consideración de todas las circunstancias y
exigencias posibles. En suma, en animar la «lógica de misericordia pastoral» que guía lo

223
que hace y dice Francisco; y, tal como escribió en Evangelii gaudium, «la centralidad del
kerygma demanda ciertas características del anuncio que hoy son necesarias en todas
partes: que exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa;
que no imponga la verdad y apele a la libertad; que posea unas notas de alegría,
estímulo, vitalidad, y una integralidad armoniosa; que no reduzca la predicación a unas
pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige al evangelizador
ciertas actitudes que ayudan a acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura al diálogo,
paciencia, acogida cordial que no condena» (EG, 165). Porque «el contenido del primer
anuncio tiene una inmediata repercusión moral, cuyo centro es la caridad» (EG, 177).

Una de las más notables aportaciones del papa Francisco –prolongando y


ahondando el estilo del papa Benedicto en Deus caritas est– es el cambio de lenguaje de
los documentos magisteriales: pasar de un lenguaje dominado por el discurso normativo
a un «lenguaje capaz de hacer ver que la moral cristiana, antes de ser ley vinculante, es
una invitación cargada de promesas... Las normas –aun siendo inevitables– están
encuadradas dentro de una dimensión salvífica que apunta a la donación gratuita más
que al deber [...]. Si se pasa por alto esta mutua compenetración entre salvación y moral,
el Magisterio se expone al peligro de un rigorismo moral que se olvide de su base
religiosa» (K. Demmer). Nos pide Francisco que no olvidemos que «la ley es también
don de Dios que indica el camino, don para todos sin excepción, que se puede vivir con
la fuerza de la gracia...» (AL, 295). Y por ello utiliza el lenguaje de la experiencia y de la
narración de la vida de personas, familias y sociedades, con sus luces y sus sombras; un
lenguaje de complicidad que abre un diálogo vivo con el lector, el cual se siente
comprendido. Ese estilo pone tan nerviosos a algunos que hasta niegan que la
exhortación apostólica sea verdadero magisterio y lo quieren degradar a «simples
orientaciones pastorales». Empeño inútil donde los haya, porque se trata de un
documento de auténtico «magisterio ordinario no definitivo» [54] .

En fin, el papa Francisco no está planteando cambios de doctrina, pero sí


importantes modificaciones en la forma de aplicarla; y todos esos cambios tienen
relación –más o menos directamente– con la cultura del encuentro, que lleva a buscar y
encontrar caminos concretos para acompañar, discernir e integrar a las personas
dondequiera que estén, no tanto donde nos gustaría que estuviesen. Hemos de salir al
«encuentro de la vida como viene»: así hizo el Señor, que nunca pasó de largo ante el

224
sufrimiento humano y siempre respondió con misericordia y compasión, sin dejar de
pedirle a cada persona que diese lo mejor de sí misma dentro de sus posibilidades.

[1] . FRANCISCO, Evangelii gaudium, nn. 234-237.


[2] . FRANCISCO, Discurso ante el Congreso de los Estados Unidos de América (24/09/2015).
[3] . D. FARES, «El papa Francisco y la política»: Criterio 2.424 (2016); www.revistacriterio.com.ar (acceso
16/08/2016).
[4] . PONTIFICIO CONSEJO «JUSTICIA Y PAZ», Compendio de la doctrina social de la Iglesia, Roma 2005, n. 164.
(En adelante: CDSI y nº).
[5] . Tomo esta expresión de Charles Taylor.
[6] . A. LAFUENTE, «¿Qué es el procomún?»: MediaLabPrado (2007), disponible en: http://medialab-
prado.es/article/video_que_es_el_procomun ; cit. en: M. A. VÁZQUEZ et al., ¿Qué es la ciudadanía?, 26-28.
[7] . He tratado extensamente este tema en J. L. MARTÍNEZ, Consenso público y moral social, Universidad
Pontificia Comillas, Madrid 2002.
[8] . Cf. K. AHERN – M. J. CLARK – K. E. HEYER – L. JOHNSTON, Public Theology and the Global Common
Good. The Contribution of David Hollenbach, SJ, Orbis Books, New York 2016.
[9] . «El trabajo en red, cuando está bien concebido, [...] fortalece las posibilidades de cada lugar concreto y
fomenta una sana subsidiariedad, asegurando al mismo tiempo que la misión adquiera un sentido unitario desde
una autoridad central. Logra que la voz de cada lugar se haga oír con más prontitud y rapidez», CG 36, d.2, 8.
[10] . J. M. BERGOGLIO – PAPA FRANCISCO, «La escuela como lugar de acogida», en: Papa Francisco y la
familia, o.c., 84.
[11] . Ibid., 169.
[12] . Ibid., 170.
[13] . JUAN PABLO II, Familiaris consortio, n. 42; Cf. JUAN XXIII, Pacem in terris, n. 16.
[14] . JUAN XXIII, Messaggio in occasione della solennità della Sacra Famiglia (11/01/1959.
[15] . JUAN PABLO II, Familiaris consortio, n. 42.
[16] . CELAM, Documento Aparecida (DA), 302.
[17] . Así habla de ella DA 302 y 432, que el papa tiene muy presente.
[18] . J. M. BERGOGLIO – PAPA FRANCISCO, «La familia a la luz del documento de Aparecida», Papa Francisco
y la familia, o.c., 51.
[19] . Ibid., 176.
[20] . Ibid., 171-172.
[21] . F. VIDAL, El valor de la familia en la sociedad de los cuidados (Lección inaugural del Curso
Académico 2016-2017, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2016), 9.
[22] . Ibid., 40ss.
[23] . FRANCISCO, Homilía misa matutina en la capilla de la Domus Sanctae Marthae: «Por una cultura del
encuentro» (13/09/2016).
[24] . Un estudio muy interesante sobre esta materia en nuestro país es el de F. VIDAL, «La integración digital
de las familias españolas», en Informe España 2016, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2016, 183-229.

225
[25] . Z. BAUMAN – L. DONSKIS, o.c., 238.
[26] . J. M. BERGOGLIO, Reflexiones en esperanza, USAL, Buenos Aires 1992, 297.
[27] . Una excelente obra sobre la comprensión cristiana de la solidaridad es la de P. ÁLVAREZ DE LOS MOZOS,
Comunidades de solidaridad, Mensajero, Bilbao 2002. Yo mismo he tratado este tema en J. L. MARTÍNEZ, «El
sujeto de la solidaridad: Una contribución desde la ética social cristiana», en A. VILLAR – M. GARCÍA-BARÓ (eds.),
Pensar la solidaridad, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2004, 47-114.
[28] . F. VIDAL – J. L. MARTÍNEZ, «Compromiso con la Cultura del Encuentro»: Corintios XIII 161 (2017) 17.
[29] . A. BLANCO, «Consideraciones generales», en Informe España 2016, XVII.
[30] . Está compuesta por: Plataforma del Tercer Sector; Movimiento contra la Intolerancia; Coordinadora
ONGs de España; Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España; Representantes de la Conferencia
Episcopal Española; Comisión Islámica de España; Federación de Comunidades Judías de España; Comunidad
Judía de Madrid; CRUE; Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid; Diaconía España; Consejo de Víctimas de
Delitos de Odio y Discriminación; distintos colaboradores expertos de diferentes universidades y, en calidad de
colaboradora, la Fundación Pluralismo y Convivencia.
[31] . He estudiado extensamente esta cuestión en varios lugares. Cito los tres principales: J. L. MARTÍNEZ,
Consenso público y moral social, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2002; Libertad religiosa y dignidad
humana, San Pablo, Madrid 2009; Religión en público, Encuentro, Madrid 2012.
[32] . «La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre... La dignidad humana
requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por
convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa» (GS,
17).
[33] . O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, últ. o.c., 205.
[34] . BENEDICTO XVI, Encíclica Caritas in veritate (29 de junio de 2009), n. 56. Y en la Asamblea de
Naciones Unidas, el 18 de abril de 2008, el papa emérito dijo: «Es inconcebible que los creyentes tengan que
suprimir una parte de sí mismos –su fe– para ser ciudadanos activos... El rechazo a reconocer la contribución a la
sociedad que está enraizada en la dimensión religiosa y en la búsqueda del Absoluto –expresión, por su propia
naturaleza, de la comunión entre personas– privilegiaría efectivamente un planteamiento individualista y
fragmentaría la unidad de la persona».
[35] . BENEDICTO XVI, Discurso en la Universidad de Ratisbona (13/09/2006).
[36] . «Die Kultur ist Ausdruckform der Religion, und die Religion ist Inhalt der Kultur», en P. TILLICH,
MW/HW 4, 142.
[37] . PONTIFICIO CONSEJO PARA EL DIÁLOGO INTER-RELIGIOSO; CONGREGACIÓN PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS
PUEBLOS, Instrucción Diálogo y anuncio. Reflexiones y líneas acerca del anuncio del evangelio y el diálogo inter-
religioso (19/05/1991), n. 45.
[38] . JUAN PABLO II, Discurso ante el Pontificio Consejo de Migraciones (18/05/2004).
[39] . BENEDICTO XVI, Luz del mundo, Barcelona 2010, p. 65.
[40] . COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, En busca de una ética universal: Nueva perspectiva sobre la ley
natural, Madrid 2009.
[41] . JUAN PABLO II, Encíclica Fides et ratio (14/9/1998), n. 90.
[42] . Así lo dijo el nuevo Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, en 2015, poco antes de terminar
su mandato como Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
[43] . Vid. J. HABERMAS, Entre naturalismo y religión, Barcelona 2006.
[44] . Ibid., 112.

[45] . A partir de la ingeniería genética y el debate que abre sobre los límites éticos a la libre disposición de
226
[45] . A partir de la ingeniería genética y el debate que abre sobre los límites éticos a la libre disposición de
unos seres humanos sobre otros, Habermas plantea el peligro real de que una razón, desgajada radicalmente de sus
fundamentos religiosos, acabe siendo autodestructiva y recaiga en un naturalismo que, envuelta en cientificismo,
se haga inmune a cualquier consideración distinta de su propio discurso autojustificativo. Cf. J. HABERMAS, El
futuro de la naturaleza humana ¿Hacia una eugenesia liberal?, Paidós, Barcelona 2002.
[46] . Ibid., 107.
[47] . FRANCISCO, Discurso en Río de Janeiro (27/07/2013).
[48] . Discurso del Presidente de la República Francesa, Nicolas Sarkozy, ante Benedicto XVI en el Palacio
del Elíseo de París (12/09/2008).
[49] . J. M. BERGOGLIO, «Educar en la cultura del encuentro», en o.c., 69.
[50] . Ante la pregunta sobre si «España es un país donde el debate sobre laicidad y religiosidad todavía está
vivo», el papa respondió: «está vivo, muy vivo...». «¿Y qué opina de eso? ¿Puede el proceso de laicidad acabar
dejando a la Iglesia católica en una situación marginal?». Respuesta de Francisco: «Diálogo. Es el consejo que doy
a cualquier país. Por favor, diálogo. Como hermanos, si se animan, o al menos como civilizados. No se insulten.
No se condenen antes de dialogar...» (El País, 21/01/2017).
[51] . J. J. GARRIDO, «La Iglesia y la nueva realidad europea. Reflexiones desde la Ecclesia in Europa»:
Corintios XIII 111 (2004) 11-47, en p.41.
[52] . Es posible la conciencia como «juicio práctico» (conciencia actual) porque es antes «memoria original
del bien y la verdad» (J. Ratzinger) y llamada del Amor que nos precede y nos atrae hacia él. Por eso se puede
razonablemente decir que la syndḗresis («conciencia habitual») es aún más radicalmente anámnesis: cf. J.
RATZINGER, «Conciencia y verdad», 175. Lo he tratado extensamente en Moral Fundamental. Bases teológicas del
discernimiento ético, Sal Terrae, Santander 2014, cap. 9.
[53] . K. DEMMER, «La competenza normativa del magistero ecclesiastico in morale», en K. DEMMER – B.
SCHÜLLER (dirs.), Fede cristiana e agire morale, Cittadella, Assisi 1980, 144-177; aquí pp. 150, 153.
[54] . Cf. Card. L. MARTÍNEZ SISTACH, Cómo aplicar Amoris laetitia, Madrid 2017, 31-35; S. PIÉ NINOT,
«Sobre la enseñanza de Amoris laetitia: un magisterio para acoger y practicar»: Vida Nueva 3.004 (2016) 27-29.

227
CAPÍTULO 6:
Un ejemplo de aplicación:
La Cátedra José María Martín Patino
de la Cultura del Encuentro

Siempre que puedo, me gusta terminar mis libros con un caso que recoja lo principal de
lo tratado a lo largo de los capítulos, a modo de recapitulación y aplicación práctica. En
este puedo hacerlo con la Cátedra José María Martín Patino de la Cultura del
Encuentro, creada hace unos meses en la Universidad Pontificia Comillas. Este centro de
estudio e investigación, con una expresa vocación de proyección social y de creación de
espacios de conexión entre la sociedad y la universidad, me proporciona el marco
perfecto para hacerlo así en este libro. Ahí estriba la justificación de este último y breve
capítulo, que espero resulte de interés y que quiere ser también un sencillo homenaje a
un gran jesuita fallecido hace dos años, cuando le faltaba un día para cumplir los 90.
José María Martín Patino nació en Lumbrales (Salamanca) un 30 de marzo de 1925
y murió en Madrid el 29 de marzo de 2015. Es unánimemente reconocido como figura
prominente de la Iglesia Católica durante la Transición. Forman parte de nuestra
memoria colectiva las impresionantes imágenes de José María junto al cardenal
Tarancón en el entierro de Carrero Blanco, en las que tuvieron que aguantar durante un
largo trecho de recorrido insultos e improperios; o en la Misa de Coronación de los
Reyes Juan Carlos I y Sofía en la Iglesia de los Jerónimos. Le acompañaba fielmente,
asistiéndolo en todo lo que Tarancón necesitase; pero permanecía en público en un
segundo plano. No es tan conocida por el gran público su condición de jesuita y, sin
embargo, esta ayuda a entender en gran medida toda la actividad que desplegó a lo largo
de su vida y el modo en que lo hizo.
Su carácter inquieto y su actividad incesante encontraron su raíz más profunda en la
experiencia de los Ejercicios Espirituales ignacianos, y el compromiso más exigente en

228
el concepto de misión. Para él, toda su incesante actividad tenía sentido como
cumplimiento de su vocación jesuítica. Precisamente por ello, se sintió plenamente
reconfortado con la carta que recibió del P. Adolfo Nicolás, Superior General de los
jesuitas, en 2012, en la que le decía: «Le agradezco el trabajo que ha realizado usted en
años de atención perseverante a una parcela de actividad tan propia de la Compañía
como es el establecer puentes entre la fe y la cultura en nuestros días, a la vez que sirve a
una profunda reconciliación».
La espiritualidad ignaciana estuvo siempre presente en su vida, desde su más tierna
infancia, transmitida por su propio padre, que era maestro y colaboraba directamente en
la impartición de los Ejercicios ignacianos para sus colegas maestros. Por ello escribió:
«No exagero si afirmo que la espiritualidad ignaciana del discernimiento y conocimiento
de la discreción de espíritus funcionaba ya en mi casa cuando yo vine al mundo». Este
ambiente familiar se aquilató durante su adolescencia en la Congregación Mariana de
Salamanca. En 1942, con 17 años, ingresó en la Compañía. Tras los estudios de
juniorado y Filología Clásica en Salamanca, cursó Teología en Frankfurt y se doctoró en
la Universidad Gregoriana de Roma.
En 1962 es destinado como profesor de Teología a la Universidad Pontificia de
Comillas y director de la Revista Sal Terrae. En 1965, a propuesta de Tarancón, es
nombrado por la Conferencia Episcopal Director del Secretariado Nacional de Liturgia.
Se inicia entonces una estrecha colaboración entre ambos, que se prolongará durante casi
dos décadas y que le llevará a desarrollar su actividad cotidiana fuera del ámbito propio
de la Compañía, pero gracias a la cual, según sus palabras, «aprendía así a apreciar más a
la Compañía, contemplándola un poco desde fuera y regresando a ella todos los días a la
hora del almuerzo y por la noche».
Tras dejar el cargo de provicario de la Archidiócesis de Madrid en 1983, decidió
continuar con su proyecto de diálogo y reconciliación en la sociedad española, esta vez
desde la sociedad civil, a través de una fundación que llevaría por nombre «Encuentro».
José María hablaba con frecuencia de la necesidad de reconciliar el desgarro
fratricida de la sociedad que le vio nacer, y sentía esa llamada a reconciliar como raíz y
sentido de su vocación religiosa. (Hablamos en el capítulo 3, dedicado a pensar cómo «la
unidad prevalece sobre el conflicto», en torno a «la reconciliación de los desavenidos»,

229
expresión presente en la Fórmula del Instituto de 1550, y a las llamadas de las
Congregaciones Generales más recientes a esa misión de reconciliar). Desde ahí creo que
se capta perfectamente el significado profundamente moral del encuentro como clave
orientadora de su actividad, una vez concluido su intenso y fructífero período de
colaboración con el cardenal Tarancón, figura clave de la Transición española, de quien
José María fue mano derecha durante los años decisivos del paso del Franquismo a la
Democracia. Precisamente en esos años, comprendió plenamente que el encuentro
consistía no solo en restaurar un pasado roto, sino, sobre todo, en construir un futuro
juntos, en un mundo y una sociedad cada vez más diversos y complejos. Y que esa
construcción requería de «operarios» generosos que buscaran el bien común por encima
de sus intereses particulares.
El encuentro, mucho más que un resultado, es un conjunto de actitudes proactivas y
un proceso del que forman parte al menos cuatro elementos clave: el análisis, el diálogo,
el compromiso y la participación social. Estos elementos son los que precisamente
incorpora la metodología de la Cátedra. Sin un conocimiento, sin un diagnóstico riguroso
de la realidad (a partir de las cuentas, como le dijo a José María Fernando Abril
Martorell, padre, el recordado vicepresidente del Gobierno con el presidente Adolfo
Suárez), difícilmente podemos dar respuesta a los retos que se nos presentan como
sociedad y tampoco podremos explicar de dónde provienen o cómo surgen. Pero el rigor
en el diagnóstico también nos exige que sea un conocimiento y un análisis fruto del
diálogo, que asuma por convencimiento la complejidad y diversidad del mundo en el que
vivimos. Finalmente, el sentido último del encuentro solo se alcanza a través del
compromiso y la participación en la construcción común de una sociedad y un mundo
mejores. El encuentro no tiene nada de pasividad, sino todo de acción discernida,
decidida y comprometida con la sociedad. Podríamos decirlo en las categorías de la
Doctrina Social de la Iglesia con los tres verbos «ver, juzgar y actuar». La buena ética
pide acción, pero esta no debe emprenderse sin contar con buenos datos, bien obtenidos,
analizados e interpretados, donde ha de estar presente el diálogo en condiciones
adecuadas para el intercambio y la comunicación.
Esta cultura y esta ética del encuentro se hallan profundamente arraigadas en lo más
genuino de la Compañía de Jesús desde sus orígenes y constituyen uno de las marcas de
su modo de proceder. Francisco Javier, Mateo Ricci, Teilhard de Chardin, Ignacio

230
Ellacuría o Pedro Arrupe y otros muchos jesuitas e instituciones de la Compañía que
trabajan en las fronteras, en todas las fronteras, de nuestra sociedad son reflejo y
testimonio del compromiso con la cultura del encuentro. El trabajo en las fronteras ha
caracterizado a la Compañía de Jesús desde sus orígenes. «Fronteras» son todos aquellos
espacios donde se experimenta falta de diálogo y comprensión, debido a diferencias de
cultura, de fe, de valores... Esas fronteras demandan hoy a la Compañía la capacidad de
conocer y comprender las posiciones de todas las partes implicadas para poder «construir
puentes de diálogo y de comprensión». A ello dedicó su vida José María Martín Patino,
en lo que podríamos denominar un «apostolado del diálogo y el consenso».

Su modo de trabajar y de ser, su manera propia de proceder, muchas veces bien se


puede pensar desde lo que el gran moralista jesuita Josef Fuchs expresó como
«intencionalidad cristiana» [1] , es decir, un sentido de decisión fundamental por Cristo y
su Reino, conscientemente presente en el comportamiento moral de todos los días y de
todo lo que uno hace, como el elemento más importante y cualificante de la acción del
cristiano también en medio de contextos donde la fe no parece visible o donde Dios no
parece ser invocado. Martín Patino tenía bien clara esa intencionalidad como influyente
en todo lo que hacía (su comportamiento particular-categorial), y desde ella se sentía
llamado a crear contextos y activar procesos a favor del bien social en los que
generalmente la fe cristiana no necesitaba hacerse explícita. Es cierto que no dejaba
nunca de decir ante el auditorio que tuviera delante (normalmente formado por personas
influyentes) algunas palabras sobre su vocación religiosa y su ministerio sacerdotal; pero
la mayor parte de sus trabajos mostraban una materialidad categorial, fundamental y
esencialmente humana, una fuerte convicción de que merece la pena trabajar por el
humanum, es decir, por una moral de auténtica humanidad. Y eso a él no le hacía perder
su intencionalidad cristiana, hondamente arraigada.
Me atrevo a decir que él sabía que el carácter humano de la moral no significa la
afirmación de la existencia de dos morales distintas –una humana y puramente
inmanente, y otra trascendente y con base en la voluntad de Dios– que se añaden una a la
otra, algo que descansa sobre un malentendido en la comprensión de la naturaleza de la
moral humana y en un error en la comprensión de la naturaleza de Dios. El fruto de la
creación no es el hombre con su mundo más la voluntad divina que se cierne sobre el
hombre dando lugar a un orden moral, sino simplemente el hombre junto a los demás

231
hombres en su mundo, de modo que, si se quiere hablar de la voluntad de Dios, esta no
es más que la voluntad divina de que el hombre en este mundo sea y viva, aún mejor,
elija vivir, para lo cual tiene que pensar, dialogar y discernir; pero que viva
humanamente y que también humanamente descubra, comprenda, realice y plasme de
modo auténticamente humano sus latentes posibilidades y las de su mundo. Obrando
conforme a la esencia y la dignidad personal de la condición humana se realiza la
voluntad de Dios, que es que el hombre viva y él mismo (autonomía de la persona)
elabore un proyecto de auténtica realización y convivencia humana; que asuma su
realidad y la de su mundo para obtener lo mejor de lo que es auténticamente humano. Y
si es así, nunca se podrá cerrar a la alteridad, también a la alteridad trascendente de Dios.
En ese modo de estar en el mundo hay una profunda espiritualidad donde se puede ser
hondamente apóstol y sacerdote trabajando en medio de ambientes seculares y
secularizados.
Forma parte también de la tradición más genuina de la Compañía de Jesús el
principio de la inculturación como instrumento clave de su misión. Desde esa
perspectiva, en el contexto de una sociedad crecientemente secularizada, hay que
entender el empeño constante de José María de vivir dispuesto a comprometerse día a
día con la realidad (con sus luces y sus sombras), con el contexto social, para tratar de
que las personas entablaran entre sí un diálogo sincero, para entrar en la historia y
enfrentarse a su complejidad, promoviendo todas las realizaciones posibles de los
valores evangélicos y humanos de la libertad y la justicia, a través de las mediaciones de
lo humanum, ninguna de las cuales es ajena para Dios, por su libre y soberanamente
amorosa Encarnación.
Para Martín Patino la Compañía de Jesús era el principio y fundamento de su
proyecto de diálogo y reconciliación: «¿Me pide que le hable también de la Compañía de
Jesús? Es mi inserción en la vida real. Sin ella no podría hacer nada. Me ayuda a vivir
los Ejercicios y el espíritu de discernimiento ignaciano. Es el referente constante que
tengo en todo momento. Incluso cuando los aplausos del mundo halagan mis sentidos,
moriría en mi soledad y pequeñez si no tuviera a mi lado la seguridad de la Compañía».
Una seguridad que, con apariencia de una gran independencia, se fundaba también en
compañeros y amigos en los que sabía que podía confiar. Esa honda raíz jesuítica de la
vida y la actividad de José María Martín Patino encuentra de nuevo refrendo en las

232
palabras del P. General de la Compañía: «Diálogo y encuentro son dos palabras que
repito con frecuencia. En ellas debemos encontrar en estos tiempos una de nuestras
fronteras prioritarias, y usted ha sido, padre Patino, un pionero en abrir caminos que
otros recorren desde hace años. La “Fundación Encuentro” ha sido y es maestra en la
actitud de mano tendida, de comprensión mutua, de respeto y escucha».
El modo de proceder del P. Martín Patino aún se entiende mejor a partir de la
centralidad que el primer papa jesuita ha hecho de la cultura del encuentro,
presentándola como la que es capaz de construir puentes y derribar muros que todavía
dividen el mundo, y también que la viva como el principal deber de su ministerio. A
estas alturas del libro, sabemos muy bien que la cultura del encuentro pide cultivar las
capacidades de integrar, dialogar y construir una sociedad reconciliada. También pide
acompañar y tener los brazos abiertos hacia los que más sufren en las complejas
experiencias por las que atraviesan no pocos matrimonios y familias, y reclama diálogos
honestos para poner fin a la espiral de autodestrucción del planeta. Y exhorta a avivar el
deseo de construir la unidad cuando estamos tentados de caer en nuestros egoísmos y
pensando en construir recintos particulares.
El fomento de la cultura del encuentro es también una de las concreciones más
ajustadas del fin que guía las actividades de la Universidad Pontificia Comillas. La
universidad tiene que ser generadora de conocimiento, pero no de cualquier
conocimiento, sino de aquel que, surgiendo de una visión universal y dialogal, tenga
como fin contribuir al desarrollo, sobre todo social y humano, de la sociedad y del
mundo del que forma parte. Ahí está la función de formación cultural y generación de
cultura, a la que Ortega dio tanta importancia como misión esencial de la Universidad
junto con la formación de profesionales y la investigación. Será una formación cultural a
través de las acciones universitarias y según la naturaleza misma de la Universidad, por
supuesto. Solamente así podrá ser observatorio sobre las cuestiones que afectan al
mundo y lugar de discernimiento atento para el compromiso y la ética del cuidado.
Nuestra universidad quiere formar profesionales excelentes, pero, sobre todo y
fundamentalmente, quiere formar excelentes ciudadanos y buenas personas. El pleno
desarrollo de capacidades y competencias de nuestros alumnos y de las personas que
colaboran o forman parte de la universidad es condición necesaria pero no suficiente de
la excelencia a la que aspiramos. Si no contribuimos a hacer un poco mejor en todos los

233
sentidos el mundo en el que vivimos, no habremos alcanzado nuestro objetivo e incluso
tendríamos que reconocer que careceríamos de sentido.
Sobre la base de ese delicioso ensayo de José Ortega y Gasset, Misión de la
Universidad, cuya lectura sigue siendo casi obligada, me parece pertinente recordar los
dos aspectos que Ignacio Ellacuría, SJ, rector de la UCA de El Salvador, veía como
constitutivos del ser de toda universidad, tal como lo explicó en un memorable discurso
que pronunció en la Universidad de Santa Clara [2] . El más evidente: la universidad trata
con la cultura, con el conocimiento y con la inteligencia. Y otro no tan claro, pero igual
de central: la universidad es una fuerza social que tiene que responder a la realidad de la
sociedad en la que existe, iluminándola y transformándola. ¿Cómo lo hace? No hay
respuesta abstracta y válida de manera general, pues una Universidad no puede hacer lo
mismo siempre y en cada lugar en que esté: no puede, por ejemplo, responder igual en
San Salvador, en San Francisco o en Madrid. Debe encarnarse con profundidad
universitaria en la realidad histórica a la que pertenece. Lo que sí tiene que buscar
siempre es ser una comunidad intelectual que analice las causas; que use la imaginación
y la creatividad para descubrir salidas y soluciones a los problemas concretos; que forme
a sus alumnos para ser profesionales competentes y personas de conciencia que desde su
libertad se determinen por ser agentes de transformación social. Así, ha de distinguirse
como institución educativa excelente académicamente y orientada éticamente [3] ; pero
siempre debe hacerlo universitariamente (y no es una innecesaria redundancia).
De diálogo y encuentro honestos y sinceros precisa un mundo en patente
desequilibrio, donde campan a sus anchas falsos profetas de radicalismos y oportunismos
diversos. Un mundo más productivo y rico por las innovaciones digitales, repleto de
potencialidades para el bien, pero cada vez más desigual y con más «descartes», donde
acecha la desconfianza en la empresa del quehacer colectivo y abundan las dificultades
para los proyectos compartidos, donde incluso se habla de la era de la política de la
posverdad (una de las palabras del año 2016: ¡qué sarcasmo!). Frente al «nihilismo de la
posverdad», queremos dar la batalla por la verdad y por la cultura del encuentro, que
convocan a la política a ser el arte de vivir juntos y de pensar juntos la vida común, el
arte del bien común, pues en una sociedad plural de personas libres la política no debe
pretender organizar la vida de todos, sino crear las condiciones para que cada uno pueda
en libertad hacer realidad sus aspiraciones legítimas. Y a la economía la convoca a crecer

234
poniendo en el centro a la persona y, como fin, el desarrollo integral de todos. Para todo
ello hemos de partir de un humanismo nuevo que no puede renunciar a la búsqueda
compartida de la verdad. Lo que ocurre es que en el orden de la existencia humana
también hemos de aceptar que crezcan juntos el trigo y la cizaña, tratando por todos los
medios legítimos que la segunda no mate al primero. Lo que el profesor Ash,
expresándolo en términos prácticos y recurriendo a las palabras poéticas de Milton,
explicó así: «Aleccionados por decenios de mentiras totalitarias, manipulaciones
políticas y, actualmente, por el desafío de la posverdad, seguramente no podemos seguir
compartiendo la maravillosa seguridad de John Milton, que, a propósito de la Verdad
con mayúsculas, escribió: “Que peleen la Verdad y la Mentira; ¿quién ha visto jamás
que la Verdad salga malparada en un combate justo y limpio?” Pero sí podemos seguir
esforzándonos para que esa pelea sea efectivamente justa y limpia» [4] .

Estamos en tiempos donde se encuentran cada día tantas evidencias en contra del
diálogo y del encuentro que, aunque solo fuera por eso, proponerlos ya es de por sí un
acto de trascendencia moral y política, como sucedió en la Transición, donde Martín
Patino tuvo un papel tan decisivo acompañando al arzobispo de Madrid. En aquellos
años, intensos y apasionantes, se percató de que el diálogo y el encuentro no son solo
para momentos especiales o para el control de espacios de decisión temporales, sino que
tienen que ser actitudes fundamentales de la vida personal y social que activen de
continuo procesos de análisis, discernimiento e integración. Por eso se creó la
«Fundación Encuentro», y por eso a su muerte hemos creado la «Cátedra José María
Martín Patino de la Cultura del Encuentro».

Los valores de análisis riguroso de la realidad, diálogo abierto e interdisciplinar y


búsqueda de consensos activos en torno a las cuestiones fundamentales que
comprometen nuestra vida como ciudadanos y como sociedad son los que queremos que
se desarrollen a través de la «Cátedra José María Martín Patino de la Cultura del
Encuentro». Su figura y su obra constituyen un ejemplo y un acicate para mantener y
renovar nuestra presencia en las fronteras de nuestra sociedad. Como Universidad,
aceptamos el desafío de esforzarnos para que los análisis rigurosos y las interpretaciones
de la realidad basadas en datos, que buscan con humildad pero con ahínco la verdad, no
sean meras añoranzas de lo que querríamos y no podemos conseguir.

235
En el subtítulo de la «Cátedra José María Martín Patino» no solo se ha mantenido la
referencia al encuentro, sino que se adopta la expresión «cultura del encuentro», con una
clara intencionalidad de fondo que fija un compromiso con respecto a su actuación.
Hablar de «cultura del encuentro» es reafirmar aún más, si cabe, los dos fines que
guiaron a José María a la hora de realizar el informe: en primer lugar, contribuir al
desarrollo de la sociedad española, aportando análisis y conocimientos rigurosos sobre
sus grandes retos y desafíos que ayuden a fortalecer el debate público, fomenten la
participación y el compromiso de los ciudadanos y sirvan de apoyo a quienes tienen que
tomar decisiones en los múltiples ámbitos que conforman nuestra realidad social. Y, en
segundo lugar, generar y afianzar una red de colaboración intra e interinstitucional que
articule espacios de trabajo y actividades caracterizadas por la multidisciplinariedad, la
diversidad de enfoques y planteamientos y el encuentro como base de un consenso
fructífero.
Promover la cultura del encuentro nos exige, entre otras cosas, hacer un mayor
esfuerzo para que el informe no sea un punto de llegada, sino un punto de partida. Para
ello es necesario sacar mayor rendimiento al esfuerzo que supone la elaboración de cada
nueva entrega. A tal efecto se orienta la organización de seminarios, debates o
encuentros frecuentes (mensuales) en los que se presenten y se discutan las aportaciones
de los distintos capítulos del Informe. En la realización de estas y otras actividades
buscamos la participación activa y la colaboración de los institutos y cátedras de la
Universidad Comillas y de otras organizaciones y universidades, con el objetivo de ir
tejiendo y fortaleciendo una red que haga visible y viable la cultura del encuentro.

No basta con decir que el encuentro es necesario; debe responder, además, a las
circunstancias de cada momento. Y se podría añadir algo más: el encuentro es más
necesario, si cabe, en momentos de grandes cambios como los que vivimos hoy. En este
contexto de «cambio de época» se experimenta aún más la necesidad de contar con
espacios de análisis riguroso y multidisciplinar de los problemas comunes, de diálogo y
encuentro abierto y franco y de fomento de la participación social, como elementos clave
de una nueva ciudadanía. De diferente modo a como se hizo en la Transición, pero con
un fondo semejante.
Si se analizan los 23 informes publicados hasta el presente, no resulta difícil trazar
–como ha explicado el director de la Cátedra– lo que podríamos denominar sus focos de

236
interés y sus claves interpretativas a la hora de hacer un relato sobre el presente y las
perspectivas de futuro de la sociedad española. Cinco son los grandes desafíos en los que
se van a centrar los análisis, en la senda de lo ya realizado:

• El demográfico, con la recomposición de las sociedades a consecuencia del


envejecimiento, la reconfiguración familiar y los procesos migratorios.
• El económico, en búsqueda de una economía sostenible y al servicio del hombre, que
no manipule a la política, sino que se deje gobernar por ella.
• El social, marcado por la creciente desigualdad social y riesgo de exclusión; con una
especial atención a la cuestión de la integración de sociedades multiculturales y
multirreligiosas.
• El generacional, manifestado en la situación de los jóvenes (educación, empleo,
participación ciudadana...), las relaciones intergeneracionales o el «contrato»
implícito sobre el que se sostiene nuestra sociedad.
• El territorial, en el que habremos de conjugar los procesos de integración
supranacional, la redefinición del modelo autonómico y local y la de conceptos
como los de «soberanía» o «identidad».
Cada uno de esos desafíos lleva al abordaje de diversas cuestiones nucleares para la
vida social. En el trasfondo del tratamiento de cada una de ellas seguirán teniendo un
papel fundamental tres claves básicas de contexto para comprender la realidad, a saber:
1) la sociedad y la economía globales; 2) las tecnologías de la información y la
comunicación; y 3) los límites medioambientales, fundamentales a la hora de abordar
temas como la energía, la gestión del agua o el calentamiento global. Continuaremos
insistiendo en el ejercicio de la política en su sentido más amplio y más genuino y en el
fortalecimiento de la sociedad civil y del capital social como principales instrumentos de
respuesta a los problemas y retos comunes. Y focalizaremos nuestra preocupación e
interés en las que consideramos cuatro claves fundamentales de futuro para nuestra
sociedad: la formación (esencial para la comprensión de la complejidad y del cambio
acelerado, la flexibilidad, el emprendimiento...), el empleo, la integración social y la
participación ciudadana.

237
Sirva esta apretada síntesis sobre las temáticas que la Cátedra quiere acometer como
guía para el camino o carta de navegación para el viaje que ahora ha comenzado, con el
deseo de mantener lo esencial de lo que fue e hizo durante más de veinte fructíferos años
la «Fundación Encuentro» bajo el liderazgo de quien ahora da nombre al nuevo centro.
José María Martín Patino, SJ, no era un ser perfecto, pero sí un hombre con una
constante voluntad de verdad y con una invencible buena voluntad de diálogo y
encuentro. Espero que su ejemplo siga siendo para muchos un modelo de inspiración, un
estímulo vivo y una memoria constructiva para no desfallecer en la activación de
procesos tendentes a la búsqueda de puntos de acuerdo sobre los temas fundamentales de
nuestra convivencia cívica. Espero que las generaciones jóvenes puedan honrar y
aprender de personas como él, hombres y mujeres que en nuestra historia reciente o
lejana estuvieron a la altura de las circunstancias y dieron lo mejor de sí por el bien de
nuestra sociedad apostando por tender puentes, a pesar de todas las contrariedades y
obstáculos.

238
Balance final

Perplejos ante la complejidad del mundo y los procesos que están en marcha, muchos de
ellos apuntando claramente a la ruptura y la fragmentación y bañados en un ambiente de
«volatilidad» o «licuosidad» que afecta a casi todo, ha emergido un liderazgo que viene
del Evangelio de Jesucristo y que asume a sus ochenta años el papa Francisco. Un
liderazgo que pone la fuerza en la cultura del encuentro, donde la reconciliación es el
movimiento de fondo, y el modo de ser y estar en la misión viene marcado por el
diálogo, el discernimiento, la colaboración leal entre todos los que buscan el bien común
y la construcción de redes, aprovechando las tecnologías y la digitalización. Todo ello,
apostando por la utopía, sin perder el sentido del realismo y siendo muy conscientes de
la fuerte ambivalencia de los medios y las novedades. Es un liderazgo que, sin buscarlo,
se opone a otro como es el del Sr. Trump, que acaba de acceder a la presidencia del país
más poderoso de la tierra y a quien le entusiasman la construcción de muros físicos,
acaso porque él mismo tiene «muros» mentales; justamente todo lo contrario que a
Francisco.
El marco de la visión social sobre la que reposa la cultura del encuentro es el que
dan esos cuatro principios: «el tiempo es superior al espacio»; «la unidad prevalece
sobre el conflicto»; «la realidad es más importante que la idea»; y «el todo es superior a
la parte». Todos estos principios nos invitan a estar atentos a la realidad y a ampliar la
mirada para reconocer el bien mayor. Y transmiten la convicción de que no es posible
vivir con ilusión en lo cotidiano sin horizontes grandes –incluso infinitos– que nos
motiven y movilicen; pero, al mismo tiempo, solo es posible tener proyectos grandes y
llevarlos a cabo actuando sobre cosas mínimas, aparentemente insignificantes.
A todos los niveles, empezando por la política, necesitamos una cura de sana
cultura del encuentro, en la triple capacidad en que la articuló el papa Francisco en su
memorable discurso en la recepción del Premio Carlomagno: la capacidad de integrar, la

239
capacidad de dialogar y la capacidad de construir una sociedad reconciliada. Y que
articula en casi todas sus intervenciones haciendo variaciones muy sugerentes según
sean los campos en que incursiona, tal como a lo largo de los capítulos he ido señalando.

Para actuar según estos propósitos, ciertamente no basta con buena voluntad; hay
toda una conversión intelectual y espiritual que hacer (y que no es nada fácil en los
contextos sociales en que vivimos); una conversión que es tanto personal como
comunitaria e institucional. Se trata de entrar en una dinámica de auténtica apertura a la
experiencia humana concreta; de no poner las ideas por delante de la realidad, sino partir
de esta y dejarle que vaya demandando lo que se precisa para elaborar las respuestas. De
que nuestro pensar se comprometa profundamente con la vida real y desde ahí vaya
creando cultura, las «creencias», en el sentido orteguiano, que nos libran del naufragio.
Entre las convicciones que sostienen esta llamada, está la de que encontramos a
Dios en el mundo; al que él ama y nosotros también (el misterio de la Encarnación); y,
naturalmente, tenemos que discernir cómo usar los bienes de este mundo correctamente
para elegir bien. No se elige tocando superficial y tangencialmente la realidad, sino
yendo a la profundidad donde se unen la concreción máxima y la máxima universalidad.
Es una llamada continua a la «universalidad concreta» que afecta a nuestro ser, pensar y
actuar, y desde la cual podemos reenfocar las categorías fundamentales de la ética, la
política, el trabajo, la acción social, etc. Por eso, cuando cada día encontramos tantas
evidencias en contra del diálogo y el encuentro, proponer una cultura que los tenga como
determinantes es ya en sí un acto político y moral de la máxima trascendencia.

A la vez que iba escribiendo este libro, me iba dando cuenta de cuántas pequeñas
oportunidades se ofrecen cada día para ser mediadoras de encuentro o de todo lo
contrario, pues «el amor se debe poner más en las obras que en las palabras» (EE, 230).
Así hizo Jesús de Nazaret y así estamos llamados a hacerlo nosotros en la multitud de
oportunidades que nos da el vivir, y no solamente en los momentos fuertes o en los
grandes acontecimientos de la existencia.
También ha crecido en mí el valor de «hacer memoria» de lo mejor de nuestra
historia, agradeciéndolo y valorándolo como mejor camino para afrontar el futuro. En
este sentido, destaca sobre el resto de los elementos la impresionante Transición que
llevó a la Constitución de 1978 en España y, en 1985, a la posterior integración plena en

240
la UE. Son parte de esos hitos de los que hay que hacer una agradecida y continua
anámnesis positiva y vivificante, tratando por medios eficaces de que lleguen a las
generaciones jóvenes, porque son ellos los que han de protagonizar el futuro sobre la
memoria viva de lo que realmente merece ser conservado y no caduca.
Otra convicción que late en muchas páginas es que, aunque es una evidencia
histórica que la religión se puede utilizar para fines destructivos, sin embargo, es el
conjunto de las heterogéneas comunidades morales y religiosas de una sociedad
pluralista el que aporta las motivaciones y fundamentos pre-políticos del compromiso
cívico y contribuye a la renovación moral de la democracia, no a su muerte, trabajando
en favor de la justicia, la solidaridad y la paz, desde el respeto a la ley, que ciertamente
puede, y a veces debe, cambiarse, pero nunca ser ninguneada ni saltársela a
conveniencia.
Hemos visto cómo la cultura del encuentro interpela abiertamente a la economía y a
la política de Europa. Y que Francisco tiene en alta estima a la política, que, aunque tan
denigrada, es una altísima vocación, porque está entre las formas más preciosas de la
caridad, porque busca el bien común. Invita a considerar que la caridad no es solo el
principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo...,
sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y
políticas. Cree, por tanto, en el inestimable valor de la caridad política y social, que une
amor y justicia, y convoca, a quien quiera servir a la sociedad, a implicarse en esa
vocación pública.

Respecto de la relación entre política y economía, cuando exigimos a la política que


no se subordine a la economía y que busque el bien común poniendo a las personas en el
centro o haciendo que los avances tecno-científicos vayan acompañados de un desarrollo
humano en responsabilidad, valores y conciencia, estamos reclamando un humanismo
que cultive «la ética sólida, la cultura y la espiritualidad» y dé un horizonte sapiencial
donde ubicar lo que hacemos y decidimos. No se trata de detener el progreso científico-
técnico, sino de que este sea verdaderamente humano, para lo cual precisamos de
auténticas conversaciones (deliberación, diálogo, discernimiento...) que involucren a la
diversidad de actores con algo que aportar y a las diferentes perspectivas
epistemológicas y cosmovisionales. Sin miedo a la pluralidad, pero siempre que,
apostando por ella, no se renuncie a la unidad en la diversidad: e pluribus unum.

241
Me quedo con el sentimiento de que la cultura del encuentro que propone el papa es
utópica y, a la vez, muy pegada al terreno y a la realidad; solamente se capta y asume
entre la utopía y la realidad. Sabe perfectamente que no lo tenemos nada fácil, porque,
desgraciadamente, expandir odio es hoy bastante sencillo, gracias a las enormes
posibilidades de interconexión tecnológica, que se puede usar para lo mejor y para lo
peor. Incluso habla del estado de «tercera guerra mundial», en una expresión que eriza
los cabellos. Pero ante la gravedad de lo que está sucediendo, la respuesta no es el
aislamiento, el encierro o el sálvese quien pueda, sino el trabajo con todas las fuerzas y
todo el empeño por favorecer el diálogo y el encuentro que lleve a una cooperación
transparente y regular entre creyentes y no creyentes, al servicio del bien común,
contribuyendo a edificar la comunidad (nacional e internacional) sobre la participación y
no sobre la exclusión, sobre el respeto y no sobre el desprecio o el odio.
En un mundo zarandeado, las sociedades europeas y la Iglesia dentro de ellas no lo
están pasando bien ni lo tienen fácil; ciertamente no gozan de buena salud, pero albergan
un precioso potencial al poseer una anámnesis constructiva llamada a dar mucha vida y
abundantes recursos para desplegar sus energías positivas. Es cierto que suelen ser
noticia los problemas y no las soluciones; por eso la obligación es cuidar todas las
semillas y señales que se dirigen al bien, que son muchas. El papel de los cristianos se
vuelve decisivo en esta tarea, y ahí nos jugamos el «alma» de nuestra sociedad. Por eso
pide continuamente que seamos Iglesia, pueblo de Dios, «en salida».
Comencé el primer capítulo de un libro mío sobre Moral y espiritualidad: una
co(i)nspiración necesaria, también publicado en la editorial Sal Terrae en 2011, con una
cita del P. Kolvenbach, SJ, de una conferencia que pronunció hace unos veinte años. Con
ella quiero terminar esta obra, haciendo un pequeño homenaje a ese gran jesuita que
acaba de morir y que fue el 29º Superior General durante cinco lustros (1983-2008). En
ella está formulada la que para mí es la clave ignaciana fundamental de inspiración
espiritual y moral de la cultura del encuentro, y deseo compartirla agradecidamente con
los lectores que hayan tenido a bien adentrarse en las páginas de esta humilde obra y la
paciencia de llegar hasta aquí:

«La realidad de nuestro mundo, con sus luces y sus sombras, exige que nos preguntemos si estamos
dispuestos a aceptarlo, porque nuestra misión nos llama a comprometernos con el mundo, al que Dios ama, y
no a romper con él. Necesitamos una visión optimista de la historia, una visión pascual, con apertura a un
mundo que estamos convencidos se deja transformar y puede ser transformado. Todo esto obliga a hablar de

242
espiritualidad (una espiritualidad auténtica, no desencarnada), capaz de inspirar un trabajo que no es
puramente secularizante o puramente profesional. Porque nuestro compromiso ha de ser testimonio de la
presencia de un Dios amante y salvador. Y la justicia por la que nos empeñamos tiene que estar marcada por
el mandamiento nuevo del amor».

Así queremos muchos vivir: descubriendo las muchas y preciosas luces sin ocultar
las sombras del mundo; con prudencia, pero sin ansiedades ni miedos; con convicciones
claras, valentía y tenacidad, fruto de la savia que fluye gracias a las raíces no
autorreferenciales, sino las que proporcionan vivir cimentados y enraizados en el amor
de Dios y en la comunidad de los hijos en el Hijo, a pesar de todas las dificultades y de
tantas debilidades propias y ajenas. Es el Amor, que nunca nos cierra en nosotros
mismos, ni permite que lo atrapemos, ni nos manda construir muros; el Amor, que
siempre nos pide salir libremente al encuentro de los hermanos dándonos la sabiduría y
la vitalidad para ser constructores de puentes. A ese Amor que es Dios (1 Jn 4,8.16)
encomiendo el deseo de recibir alguno de los dones que llevan a la «cultura del
encuentro», y por eso no encuentro mejor forma de terminar que con una oración:
«Ayúdanos, Señor, a construir puentes
para promover la paz.
A estar cercanos a toda la humanidad crucificada.
Y, junto a esa humanidad,
vivir como una familia reconciliada y en paz».
– CG 36

[1] . J. FUCHS, Esiste una morale cristiana? Questioni critiche in un tempo di secolarizzazione, Herder-
Morcelliana, Brescia 1970, 19., cf. J. L. MARTÍNEZ – J. M. CAAMAÑO, Moral fundamental..., 329-335.
[2] . I. ELLACURÍA, Commencement Address, Santa Clara University, Junio 1982.
[3] . La clave ética de Ellacuría consiste en tener muy presente la opción preferencial por los pobres, parte
esencial de la vida cristiana. Esto no significa que «sean los más pobres lo que deban entrar a cursar sus estudios
en la universidad, ni que la universidad deba dejar de cultivar toda aquella excelencia académica que se necesita
para resolver los problemas reales que afectan a su contexto social. Significa, más bien, que la universidad debe
encarnarse entre los pobres, intelectualmente, para ser ciencia de los que no tienen voz»: texto recordado por el P.
Kolvenbach en su discurso en la Universidad de Santa Clara, en P.-H. KOLVENBACH, Discursos universitarios
(selección de M. Agúndez, SJ), Madrid 2008, 178.
[4] . Así concluye el profesor de Oxford, TIMOTHY GARTON ASH , un artículo muy incisivo y certero que he
citado anteriormente: «Una justa pelea por la Verdad»: El País (11/01/2017).

243
Índice
Portada 2
Créditos 4
Índice 6
Introducción 9
Capítulo 1: Significado y contextos de la cultura del encuentro 14
Un diagnóstico de la crisis 19
La conciencia de vulnerabilidad se ha agudizado 22
«Encuentro» para ser salvados del «naufragio», de la «orfandad» y de la
25
«fragmentación»
¿Qué desafíos sociales hieren hoy a Europa en su corazón? 28
Un proyecto vital difícilmente sostenible 31
Frente a la desmoralización: integrar, dialogar y construir 35
El «suplemento de alma» que necesita Europa 37
La ambigüedad de los fenómenos culturales desde el Evangelio 39
La Iglesia y el «alma» de Europa 40
Respuesta a Evangelii gaudium en España 44
Un discurso teológico y pastoral 46
Unas notas sobre la espiritualidad que alimenta la cultura del encuentro 50
El marco conceptual de referencia de la cultura del encuentro 54
Capítulo 2: El tiempo es superior al espacio 58
Experiencia es lo que uno hace con lo que le sucede 59
La importancia de «hacer memoria» 60
La cultura de la virtualidad real favorece lo instantáneo y dificulta los procesos
62
que llevan tiempo
La «brecha digital» 64
¿(Des)implicación de los jóvenes? 68
Digitalización y empleo 70
Preguntarnos por el sentido y por los fines 75
Los caminos que llevan a la democracia participativa 78
Los cambios en la ciudadanía 80
La nueva política como tecnopolítica: luces y sombras 82
Participar políticamente es responsabilizarse y pide tiempo y compromiso 86
El tiempo en los procesos educativos 89

244
El rol de los educadores: no controladores de espacios sino activadores de
95
procesos con metas
Capítulo 3: La unidad prevalece sobre el conflicto 100
La democracia, diversidad y gestión del pluralismo 101
La ética cívica: unidad en lo básico, diversidad en lo demás 105
¿Cómo podemos los católicos contribuir a la cultura del encuentro? 107
La necesidad del mutuo intercambio entre entes políticos y sociedad civil 110
Reconciliación como llamada sociopolítica 112
Reconciliar es establecer relaciones justas con Dios, con los demás y con la
113
creación
«Mediadores» y «no intermediarios» de la reconciliación, don de Dios y tarea
115
humana
La cruda realidad del drama de los cientos de miles de refugiados llamando a
117
Europa
Lo que la crisis de los refugiados en Europa está poniendo de manifiesto como
118
esencial
«La abstracta desnudez de ser nada más que humano» 120
La hospitalidad cristiana como expresión de la cultura del encuentro 124
La fuerza pacífica de la integración 127
El papel de las comunidades cristianas en la integración 131
Educar en las fronteras de la diversidad y la desigualdad 133
Distintos enfoques para tratar la gestión educativa de la diversidad 133
Nuevas prácticas pedagógicas 135
La cultura del encuentro y el (des)encuentro de culturas 137
Encuentro y choque en las coordenadas del tiempo presente 139
Encuentro entre religiones y búsqueda compartida de la verdad 142
De la violencia a la paz 144
Una especial preocupación hoy en Europa: la islamofobia 146
Capítulo 4: La realidad es más importante que la idea 152
La tarea/terapia del diálogo para atender a la realidad 154
Interdisciplinariedad por respeto a la realidad 156
La crítica del paradigma tecnocrático: de Populorum progressio a Laudato si’ 159
Diálogo entre ciencia y fe 162
Algo sobre el fondo teológico-espiritual del diálogo entre ciencia y fe 168
La tarea/terapia de discernir 170
La «verdad» en la política 174

245
Buenos cultivos personales e instituciones para democracias sostenibles 179
Capítulo 5: El todo es superior a la parte 183
El bien común como condición del bien individual 184
El personalismo solidario 186
La gramática del bien común 188
La dimensión global del bien común 190
Autorreferencialidad 192
La familia, una pequeña «parte» de la sociedad que es también «todo» 194
Los Sínodos sobre la familia 195
Energía y escuela de ciudadanía 196
Espacio privilegiado de desarrollo moral 197
«La sociedad de los cuidados» 198
Hiperconexión e incomunicación en las familias 199
La llamada de la solidaridad 200
Libertad religiosa y laicidad del Estado a favor de la cultura del encuentro 204
Las personas tienen derechos, no la verdad 204
Libertades dentro de los «límites debidos» 205
Neutralismo del espacio público 206
Relativismo contextualista y nihilista 208
Culturas y naturaleza humana: la ley natural 210
Cuando la religión se utiliza contra el pluralismo 211
«Una secularización descarrilada afloja los vínculos democráticos» 212
Pluralismo que construye la sociedad 213
El tesoro de la «laicidad positiva» 214
Encuentro hacia y desde dentro de la Iglesia 219
Capítulo 6: Un ejemplo de aplicación: La Cátedra José María
228
Martín Patino de la Cultura del Encuentro
Balance final 239

246

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