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Traducción de

J uan J osé U trilla


NICHOLAS HUMPHREY

LA RECONQUISTA
DE LA CONCIENCIA
Desarrollo de la mente humana

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA


MÉXICO
B iblioteca de P sicología y P sicoanálisis
dirigida por Ramón de la Fuente

LA RECONQUISTA DE LA CONCIENCIA
Primera edición en inglés, 1983
Primera edición en español, 1987

Tíuilo original:
©© 1983, TOxford
T University
^ ned: Ch3pIerS ¡n the Development of Mind
Press, Oxford
^SBN 0-19-286052-6

D. R. © 1987, Fondo de C ultura E conómica, S. A. de C. V.


Avenida de la Universidad, 975; 03100 México, D. F.
ISBN 968-16-2497-1
Impreso en México
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RECONOCIMIENTOS
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«5»
Los capítulos i y del vi al vm aparecen aquí por primera vez. Los capítulos restan­
tes se basan en artículos publicados y en transmisiones, pero han sido parcialmente
reescritos (y en algunos casos han recibido un, nuevo título). La lista siguiente
ofrece detalles de artículos publicados que son afines a este texto. Estoy agradecido
a los editores originales por su autorización para incluir versiones de sus artículos.
“La función social del intelecto” en Growing Point in Ethology, comps. P.P.G.
Bateson y R. A. Hinde, Cambridge University Press, 1976.
“Los psicólogos de la naturaleza”: basada en la Lister Lecture for the British
Association for the Advancement of Science, Birmingham, 1977; transmisión en
Radio 3 en 1979; en Consciousness and the Physical World, comps. B. Josephson y V.
Ramachandran, Pergamon Press, 1980. •
“Tener sensaciones y mostrar sensaciones” : basado en un escrito para un
taller sobre “La conciencia de sí mismo de los animales domésticos”, Oxford,
1980; en Self-awareness in Domesticated Animals, comps. D.G.M. Woodgush, M.
Dawkins y R. Ewbank, Universities Federation for Animal Welfare, 1981.
“La conciencia: un cuento de ‘Así precisamente’ ”: basado en una conferencia
para el International Congress of Ethology, Oxford, 1981;New Scientist, 95, 474,
1982. '
“El engaño de la belleza” : basado en una conferencia pronunciada en el
Institute of Contemporary Arts, Londres, 1973; transmisión en Radio 3 en
1979; Perception, 2, 429, 1973.
“Sobre poner la mejilla izquierda” : originalmente “El status y la mejilla iz­
quierda” , con Christopher McManus, New Scientist, 59, 437, 1973.
“Mariposas que se pegan” : originalmente “Variaciones sobre un tema” , New
Scientist, 63, 233, 1974.
“El color de la naturaleza” : en Colour for Architecture, comps. T. Porter y B.
Mikellides, Studio-Vista, 1976.
“Ilusiones contrastantes en perspectiva:” : Nature, 232, 91, 1971.
“Una ecología de éxtasis” : crítica de The Spiritual Nature of Man, de Alister
Hardy (Oxford, 1979), London Review of Books, 17 de abril de 1980.
4 “Los fantasmones”: crítica de This House in Haunted, de G.L. Playfair (Londres,
1980), y Science and the Supernatural, de John Taylor (Londres, 1980), London
Review of Books, 2 de octubre de 1980.
“Está lloviendo Karma sobre mi cabeza”: originalmente “Nuevas ideas, viejas
ideas”, crítica de Mind and Nature: A Necessary Unity, de Gregory Bateson
(Londres, 1979), London Review of Books, 6 de diciembre de 1979.
“¿Qué es la mente? No importa. ¿Qué es la materia? No se preocupe” : crítica de
The Mind’s I, comps. Douglas Hofstadter y Daniel Dennett (Hassocks, 1981),
London Review of Books, 17 de diciembre de 1981.
■ Í 7

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8 RECONOCIMIENTOS

Una proposición inmodesta”: preparada como transmisión de radio' Sanity


junio de 1982. ’ '’
“Cuatro minutos para la medianoche”: la Conferencia Conmemorativa Bro-
nowski de 1981, transmitida por el canal 2 de televisión de la BBC, octubre de
1981; BBC Publications, 1981.
Vaya nuestro agradecimiento por el uso de las ilustraciones a los siguientes:
Figura 1, Deutsches Museum, Munich; figura 3, American Journal of Psychology
University of Illinois Press; lámina 2, The Fine Arts Museums of San Francisco-
lámina 3, Stádelsches Kunstinstitut, Francfort (foto: Ursula Edelman); lámina 4
National Museum Vincent van Gogh, Amsterdam; lámina 5, Sticht’ing Johan
Maurits van Nassau Mauritshuis; lámina 6, Peking Palace Museum; lámina 7,
The Trustees, The National Gallery, Londres. ’ ’
PROLOGO
El primero y más sabio de todos profesó
saber sólo esto: que no sabía nada.
J ohn M ilton , El paraíso recobrado.

Durante algún tiempo he estado pensando en escribir un auténtico libro. Me


serviría para reunir mis ideas acerca de la evolución de la conciencia, acerca del
arte, la cultura y la política, en forma de un solo ensayo extenso, con principio,
parte media y final. Habría sido una obra de erudición cuidadosamente equilibra­
da, que se anticiparía a todas las críticas y desviaría todos los contraargumentos.
Este no es ese libro.
A lo largo de los años he escrito, en realidad, más principios, partes medias y
finales de los que puedo recordar. Pero estas piezas en lugar de formar partes de un
gran total, siempre parecieron seguir siendo piezas. Presenté algunas como confe­
rencias, publiqué otras como artículos o como críticas breves, y otras simplemente
las dejé en un cajón. Si Henry Hardy, de la Oxford University Press, no hubiese
acudido al rescate sugiriendo un libro integrado por ensayos separados, probable­
mente el proyecto habría muerto. El “verdadero” libro, comprendió Hardy, se
había atascado; pero ya estaba en existencia otro libro, no menos representativo de
mis ideas, tal vez más polémico pero por esa misma razón potencialmente más
ameno.
El tema que corre por esta colección es el interés en por quilos seres humanos son
como son. ¿Por qué ha evolucionado la conciencia, por qué son los seres humanos
tan buenos (o, a veces, tan malos) para leer la mente de los demás, por qué los seres
humanos sueñan, por qué aman la belleza, por qué creen en fantasmas... por qué
aceptan los preparativos de suicidios en masa? Las respuestas que más me intere­
san son históricas y evolutivas. Los seres humanos son como son porque su historia
—quiero decir, su historia durante los últimos cinco millones de años— ha sido
como ha sido (al menos, eso podemos suponer).
En la medida en que para este libro he tomado materiales previamente publica­
dos y transmitidos, me he atenido poco más o menos a los textos originales. Esto
significa que hay abundante traslape entre ciertos capítulos, y ningún traslape
. entre otros. También hay menos unidad de estilo de lo que habría ocurrido si las
cosas hubieran sido de otra manera. En compensación, ello significa que cada
capítulo puede leerse aisladamente, y salvo tal vez el nuevo material de los
capítulos del vi al viu, pueden leerse en cualquier orden.
He escrito y pensado en estos temas durante tiempos interesantes. Mi base
académica ha sido el Subdepartamento del Comportamiento Animal de la Uni­
versidad de Cambridge, cuyos directores, Patrick Bateson y Robert Hinde, me
dieron todo el tiempo su apoyo moral e intelectual. En casa conté con la ayuda y el
9
*i

10 PRÓLOGO

aliento que me dieron Caroline Humphrey, Susannah York y mis padres John y
Janet Humphrey. Uno de los ensayos, “ Sobre poner la mejilla izquierda” , fue
escrito por Christopher McManus, quien (siendo aún estudiante en Cambridge),
recabó todos los datos necesarios. Henry Hardy ha sido el mejor de los editores
posibles.

iL.„-

ío¡
LA PSICOLOGÍA NATURAL Y
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA
¿Cómo conozco yo el modo de todas las cosas?
Por lo que hay dentro de mí.
L ao-tse , Tao-le-king, siglo vi a. c.

¿Según qué evidencia sé, o por qué consideraciones soy llevado a creer que existen
otras criaturas sensibles, que esas Figuras que caminan y hablan a las que veo y
oigo, tienen sensaciones y pensamientos o, en otras palabras, que tienen Espíri­
tu?... En primer lugar, tienen cuerpos como yo, que conozco en mi propio caso,
que son la condición antecedente de los sentimientos... en segundo lugar, muestran
los actos y otros signos exteriores, queen mi propio caso sé, por experiencia propia,
que son causados por sentimientos. Estoy consciente en mí mismo de una serie de
hechos conectados por una secuencia uniforme, cuyo principio son las modificacio­
nes de mi cuerpo, cuya parte media son los sentimientos y cuyo final es el
comportamiento exterior. En el caso de otros seres humanos tengo la evidencia de
mis propios sentidos' como eslabones primero y último de la serie, pero no del
eslabón intermedio. Sin embargo, veo que lasecuenciaentreelprimerov el último
es tan regular y constante en los otros casos como lo es en el mío. En mi propio caso sé
que el primer eslabón produce el último por medio del eslabón intermedio, y no
podría producirlo sin él. Por consiguiente, la experiencia me obliga a concluir que
debe haber un eslabón intermedio, que debe ser o bien el mismo en los otros que en
mí, o bien diferente: por tanto debo creer que están vivos o que son autómatas; val
creer que son vivos, es decir al suponer que el eslabón es de la misma naturaleza
que en el caso del que yo tengo experiencia y que en todos los demás aspectos es
similar, pongo a otros seres humanos, como fenómenos, en las mismas generaliza­
ciones que por experiencia sé que forman la auténtica teoría de mí propia
existencia.
J ohn Stuart M ill ,
Examen de lafilosofía de Sir William Hamilton, 1865

t
i
I. INTRODUCCIÓN:
EL “HOMO PSYCHOLOGICUS” 1?'
I
J
H abía transcurrido poco más de una semana desde )a creación, cuando Eva fue en­
gañada por una sagaz serpiente, Eva había tentado a Adán, y el propio Dios fue
sorprendido en flagrante mentira: “Más del árbol de la ciencia del bien y del mal
no comerás”, había dicho Dios, “porque el día que comas de él morirás sin
remedio”. Pero la serpiente dijo a la mujer. “No morirán en modo alguno”. Y Eva
comió de la manzana y no murió, ni tampoco Adán. Por lo que se ve, hombres,
mujeres y también dioses siempre fueron falaces.
La descendencia del hombre y de sus compañeros, habiendo comenzado con la
Caída, evidentemente cobró fuerza con cada nueva generación. Los primeros
libros de la Biblia son una crónica de engaños, traiciones y egoísmo: de la sagaz
explotación de una persona por otra. “La astucia”, característica de la serpiente,
encuentra su más completa expresión en la obra de los seres humanos. Jacob, el
lampiño, logra hacerse pasar por su velludo hermano Esaú: “Tu hermano”, dice
Isaac, “vino con astucia y se ha llevado tu bendición”.Jonadab instruye a Amnón,
hijo de David, sobre cómo seducir a su hermana fingiendo enfermedad, y luego
obligándola a meterse en la cama cuando llega a atenderlo: “Jonadab”, se nos
dice, “era hombre muy astuto”. Salomón advierte a los jóvenes de su tierra que
tengan cuidado con las mujeres desenvueltas, que pese a su buena apariencia son
“de corazón astuto”.
La Biblia tal vez no sea buena guía de la evolución humana. Pero sus autores
diagnosticaron uno délos rasgos fundamentales que distinguen al Hombre en la
naturaleza. Los seres humanos nacen ya psicólogos. Astutos de corazón y de
cerebro, son incomparablemente hábiles al tratarse unos a otros. Mejor que
ningún otro animal saben cómo anticiparse —y aprovechar— el comportamiento
de sus congéneres.
Pero aunque tanto en la realidad como en las fábulas la gente aprovecha es­
ta capacidad para favorecer sus intereses por encima de los demás, la astucia
del hombre no es, en sí misma, una característica hostil. Quienes tienen la ca­
pacidad psicolgica de explotar a los demás sutilmente tienen, asimismo, la habi­
lidad de ser sutilmente amorosos, sutilmente caritativos y sutilmente altruistas.
Y si en el curso de la evolución a veces ha convenido a la gente aprovecharse de
sus congéneres humanos, también ha ido en su ventaja el llevarse bien con ellos: las
personas han requerido el arte del psicólogo para conllevar, tranquilizar y socorrer
a sus aliados tantas veces como lo han necesitado para superar a sus rivales.
Como veremos en capítulos ulteriores, fueron las circunstancias de la vida social
del hombre primitivo —el pertenecer a una comunidad humana con interaccio­
nes complejas, su necesidad de ayudarse mientras al mismo tiempo ayuda a los
demás— las que, más que nada, hicieron al hombre, como' especie, la criatura
astuta y penetrante que hoy conocemos; pues, con la continua presión hacia un
13
M INTRODUCCIÓN; EL “HOMO PSYCHOLOGICUS-

entendimiento mutuo cada vez mayor, la selección natural favoreció dos avances
paralelos en la evolución de la mente humana.
La “inteligencia social” exigió desde el principio el desarrolló de ciertas capa­
cidades intelectuales abstractas. Si Jos hombres querían orientarse en el laberinto
de interacciones sociales, era esencial que fuesen capaces de una índole especial de
planeación anticipada. Habían de volverse seres calculadores, capaces de mirar
hacia adelante, a posibilidades aún no realizadas, y de planear, contraplanear y
enfrentar su ingenio contra compañeros del grupo, sin duda no menos sagaces que
ellos mismos. Nunca antes, en sus tratos con el mundo no-social, el mundo de los
palos y las piedras, ni siquiera en sus tratos con el mundo de los depredadores y las
presas vivas, habian necesitado los seres humanos esos poderes de razonamiento
abstracto que ahora necesitaban en sus tratos entre sí. Pero ahora su supervivencia
misma dentro del trato social dependía de ello. Y esto exigía, creo yo, un nivel de
inteligencia que no podía compararse con ninguna otra esfera de vida. El Homo, en
cuanto echó su suerte con la de la sociedad, no se dio alternativa y tuvo que
volverse el Homo habilis, después Homo sapiens. El hombre hábil y el hombre sabio.
Pero la habilidad no bastaba. Antes de que los seres humanos pudiesen empezar
siquiera a calcular adonde los llevaría su conducta y la de los demás, era esencial
que adquirieran un entendimiento mucho más profundo del carácter de la
extraña criatura que ocupaba el centro de sus cálculos: el Hombre mismo.
Tuvieron que encontrar un modo de descubrir lo que son los hombres como tales,
cómo reaccionan, qué les hace actuar, Tuvieron que volverse sensibles a los
caprichos y pasiones de los demás, tuvieron que apreciar su inconstancia o su
constancia, ser capaces de leer las señales en sus rostros y también la Taita de
señales, ser capaces de adivinar lo que la experiencia pasada de cada quien
mantenía oculto en presencia del futuro. Ante todo, tuvieron que dar sentido al
enigma del fantasma que hay dentro de la máquina. En pocas palabras, tuvieron
que volverse “psicólogos naturales”. El hombre hábil tuvo que convertirse en
Homo psychologies.
El ascenso del hombre a la plena condición de psicólogo natural se produjo
como resultado de la evolución biológica y cultural. Exigió cambios fundamenta­
les del cerebro humano y después, como veremos en los capítulos del vi al vill, la
creación de instituciones especiales dentro de la cultura humana. Esto ha requeri­
do largo tiempo. Pero ha valido a la especie humana un premio notable y
desconcertante. Es desconcertante porque la -capacidad de hacer psicología,
aunque hoy pueda ser una capacidad que posee todo hombre y mujer ordinarios,
está lejos de ser una habilidad ordinaria.
Que nadie suponga que la psicología natural —o la psicología con cualquier
otro título— no es cosa extraordinariamente difícil. Filósofos y científicos que, con
todas sus teorías y métodos de experimento han estado tratando durante un siglo,
más o menos, de desarrollar su propia ciencia del comportamiento humano, han
descubierto que la tarea resulta perturbadora y humillante. De hecho, la psicolo­
gía académica, tal como se estudia en las universidades, ha demostrado ser la
rama más intratable de todas las ciencias. En la práctica y en la teoría, la psicología
es mucho más difícil que la física.
Tengo en la mano un libro de texto sobre mecánica física. Dice: “Considérese el
INTRODUCCIÓN: EL “ HOMO PSYCHOLOGICUS" 15

caso de un sistema de cuerpos que se atraen o rechazan entre sí o que actúan unos
sobre otros por contacto o mediante conexiones...”.1Desde luego, debieron deser
precisamente estas consideraciones las que pusieron a prueba la mente de los
hombres y mujeres ordinarios durante varios millones de años. Y sin embargo,
para el estudioso de la física los “cuerpos” en cuestión son grupos inertes de
materia atraídos por la ley de gravedad, que actúan unos sobre otros por fricción,
conectados por rodillos o cuerdas, mientras que para la gente ordinaria son los
cuerpos de otros seres humanos, atraídos por sentimientos, que interactúan por el
habla y el gesto, conectados por lazos de sangre o de amistad. Y éstos, según las
normas de la física, deben contarse entre los cuerpos con menos leyes y principios
en todo el universo.
No hay ni habrá nunca principios newtonianos del comportamiento humano.
Los psicólogos académicos que han tratado de emular el método y la teoría de la
física clásica —que, como Clark Hull durante los treinta, han tratado de escribir
unos Principia de última hora— han demostrado lo que cualquier lego habría
podido decirles para empezar: la montaña de la complejidad humana no puede
convertirse en un hormiguero de leyes científicas. ¿Cómo es posible, entonces, que
los seres humanos hayan adquirido una capacidad natural de hacer psicología?
¿Cómo han triunfado las fuerzas ciegas de la evolución donde ha fallado la cultura
objetiva?
Respondamos a un enigma con una paradoja: la ceguera a las objeciones
teóricas acaso ofreciera la mejor oportunidad de triunfo práctico. Desde el princi­
pio, para el psicólogo natural la tarea consistió ni más ni menos que en esto: debía
ofrecer un sistema para interpretar y predecir el comportamiento humano que
diera las respuestas correctas, por cualesquiera razones. Ignorante del método y
las costumbres del científico, sin hacer caso a las advertencias de cualquier
Casandra filosófica, no le quedó más remedio que adoptar una política de abierto
y desvergonzado pragmatismo. Si la labor valía la pena de hacerla, sin duda valía
la pena hacerla bien. Pero dado que lo importante eran los fines, no los medios,
nunca se vio bajo alguna coacción para que en teoría hiciese respetable su sistema
de psicología. Si no era posible hacer directamente el trabajo, valía la pena
hacerlo indirectamente. Y así, a lo largo del tiempo, los seres humanos se vieron en
libertad de adoptar cualquier estilo y cualquier truco de razonamiento que les
acercara a su meta. Si a veces eso significaba amañar las técnicas y las ideas que
fallaban ante lo que hoy llamamos lógica científica objetiva, tanto peor. Lo que se
necesitaba era una guía para el hombre común.
No se trata de que la guía del hombre común, cuando salió, fuese realmente
muy común. En realidad, la fórmula para comprender el comportamiento huma­
no que ha llegado a quedar en el núcleo de la psicología natural es —podría
argüirse— tan fantástica como filosóficamente impertinente. Mi tesis (así la
llamaré, de momento) es que la solución de la Naturaleza al problema de
practicar la psicología ha consistido en dar a cada miembro de la especie humana
tanto el poder como las inclinaciones de utilizar un cuadro priuilegiado de su propioyo
como modelo de lo que es ser otra persona.
1 A. S. Ramsey, Dynamics, Cambridge University Press, 1954.

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ILá ______, __________________________________________________ MErcKfctHtol
I.\ ('¡«..DICCION, hi. HOMO PSVCHOLOGtCUS-'
En suma, lo que el psicólogo natural tiene son poderes para entrar, a la luz
de su experiencia subjetiva, en la mente de otros. Y al hacerlo, confia en un
principio que fue planteado con característica concisión por Thomas Hobbes:
(Dada) la semejanza de los pensamientos y las pasiones de un hombre con los pensa­
mientos y las pasiones de otro, todo el que mire dentro de sí mismo y considere lo que
hace cuando piensa, opina, razona, tiene esperanzas, temores, etc., y por qué motivos, por ello
leerá y sabrá cuáles son los pensamientos y las pasiones de todos los demás en ocasiones
similares.2
Llegaré en el capítulo vi a la prueba de que esto es lo que los seres humanos
hacen sin vacilar y que sí funciona. Aun reconociendo que nunca puede haber una
igualdad verdaderamente perfecta entre un hombre y otro —reconociendo que
cada quien tiene, como lo comentó George Eliot en Middlemarch, “un centro
equivalente del yo, en que la luz y las sombras deben caer con cierta diferencia”—,
no obstante, el principio de Hobbes sirve mejor al psicólogo que ningún otro
principio conocido de! sentido común o de la ciencia.
Mas antes debemos considerar qué implica esta forma de aplicar la psicología.
A primera vista, la idea de ponerse como modelo de los demás tal vez no parezca
nada especial. Cualquier estudioso del comportamiento humano ha de empezar
por alguna parte. Dado que el psicólogo natural ya tiene la suerte de ser por
derecho propio uno de los mismos seres cuyo comportamiento desea comprender,
¿qué podría ser más razonable que empezar haciendo observaciones de sí mismo?
Su propio cuerpo, además de ser el cuerpo humano con el que por necesidad pasa
la mayor parte del tiempo, es un cuerpo con el cual tiene una relación de
incomparable intimidad: puede observarlo en secreto o abiertamente, en salud o
enfermedad, en compañía de amigos, enemigos, padres, hijos, amantes... Por
tanto, no resulta sorprendente que empiece su análisis de otras personas basándose
en la autoobservación para la mayor parte de sus;pruebas sobre cómo se comporta
un típico ser humano. Se ha sabido hasta de físicos que se remiten a la evidencia de
sus propios cuerpos: acaso no fuera su propio cuerpo el que Galileo dejó caer de la
Torre Inclinada de Pisa, pero sí fue su propio cuerpo el que Arquímedes empleó
para desplazar el agua en la bañera.
Si sólo se tratara de eso —si la autoobservación simplemente significara una
observación en el sentido habitual de “observación”, a saber, contemplar un
cuerpo desde fuera—, la psicología natural no sería nada especial; mas para el
psicólogo natural, la autoobservación significa no sólo observar desde el exterior
sino observar desde dentro, no sólo contemplar el propio comportamiento, sino
contemplarlo en él: en los “pensamientos y las pasiones” que lo acompañan. Y la
capacidad para ese tipo de observación interna —la capacidad de mirar en sí
mismo y considerar lo que hacemos al pensar, tener esperanzas, temores, etc.— es
algo de un orden totalmente distinto. A mi parecer, representa el desarrollo más
peculiar y refinado en la evolución de la mente humana.
Para darle un nombre, digamos que es la capacidad de “conciencia reflexiva”:
2 Thomas Hobbes, Leviathan, comp. M. Oakeshott, Oxford University Press, 1946 (Hay version
en español del fceJ.
INTRODUCCIÓN: ti, “ MOMO PSYCHOl-tXiJCUS”
una conciencia de la conciencia. Como capacidad biológica, creo que ha evolucio­
nado expresamente para satisfacer las necesidades excepcionales del hombre
como psicólogo; y supongo que no tiene paralelo en los animales inferiores.
Aunque podría argüirse (yo mismo lo sugiero en el capítulo ni) que hay algunos
otros mamíferos sumamente sociales —lobos, delfines y tal vez los simios antro- I
poides— cuyo modo de vida es lo bastante complejo para que también ellos hayan
desarrollado algunas habilidades psicológicas, no veo razón para suponer que
estas especies o algunas otras hayan recorrido, en realidad, el mismo camino
que los seres humanos.
i
Cuando el psicólogo natural mira dentro de sí mismo ¿qué encuentra allí? Un
“escarabajo” en una caja, fue la respuesta de Ludwig Wittgenstein: un escarabajo
al que sólo el sujeto mismo puede contemplar, que nunca puede comparar con el
escarabajo de los demás, y que —ya que desafia toda definición pública— no tiene
mucho objeto tratar de analizar en voz alta. “Podemos ‘dividir’ por lo que está en
la caja; se cancela, sea lo que fuere ,”3 De esta cosa que hay en la caja, entonces, de
la experiencia interna en general, tal vez no debamos hablar más...
Pero el hecho es que, cualesquiera que puedan ser los problemas lógicos de
describir la experiencia interna, los seres humanos lo intentan abiertamente por
doquier. Hasta donde sé, no hay idioma en el mundo que no tenga lo que se
considera un vocabulario apropiado para hablar acerca de los objetos de la
conciencia reflexiva, y no hay pueblo en el mundo que no aprenda rápidamente a
hacer un libre uso de este vocabulario. En realidad, lejos de ser algo que descon­
cierte al entendimiento humano, la discusión abierta de nuestra propia experien­
cia interna es, literalmente, juego de niños para un ser humano, algo que los niños
empiezan a aprender antes de tener más de dos o tres años.4Y el hecho de que este
vocabulario de sentido común se adquiera con tal facilidad parece indicar que
esta forma de descripción es natural a los seres humanos precisamente porque nos
lleva directamente a una realidad interna que cada quien, por sí mismos, conoce
innatamente. No es, como lo habría querido Wittgenstein, que todos los idiomas
sean “juegos”, cuyas reglas deben haber sido públicamente aceptadas (con el
corolario de que donde no puede haber verificación pública no puede haber
lenguaje ni sentido): las reglas del juego pueden, como en este caso, estar escritas
sobre la tapa de la caja de cada quien.
Desde luego, es cierto que distintas personas encuentran diferentes modos de
expresar lo que les parece su propia experiencia, y que algunos se expresan mejor
que otros. También es cierto que algunos pueden tener una visión insólita de
dónde se localiza la experiencia, en relación con sus cuerpos: se dice que los dinka,
tribu africana que vive en el Sudán meridional, considera algunos atributos del
“yo interno” como campos de conciencia fuera de sus cuerpos.s No obstante, si se
deja espacio para ciertas excentricidades, hay una notable convergencia en los
relatos que personas de todas las razas y todas las culturas hacen de lo que la
J L. Wittgenstein, Philosophical Investigations, Blackwell, 1958, 1, 294.
1 J. Dunn y C. Kendrick, Siblings: Love, Envy, and Understanding, Harvard University Press, I982.
s G. Lienhardt, Divinity and Experience; The Religion of the Dinka, Clarendon Press, 1961.
18 INTRODUCCION: EL '‘HOMO PSYCHOLOG1CUS'

conciencia reflexiva les revela. El meollo de esto —y estoy tratando de resumir, no


de caricaturizar— es esto:
“En asociación con mi cuerpo existe un espíritu, consciente de su propia
existencia y su continuidad en el tiempo. Este es el espíritu (mente, alma...) al que
llamo ‘Yo’. Entre los principales atributos que el ‘Yo’ posee se encuentran éstos:
puedo actuar, puedo percibir y puedo sentir.
’’Así, es este ‘Yo’ el que, mediante un ejercicio de mi voluntad, causará casi todas
mis acciones corporales importantes: quiero que mi brazo se levante: se levanta;
quiero que mis labios hablen: hablan... es ‘Yo’ el que por medio de mis sentidos
externos percibe el mundo exterior: veo visiones, oigo sonidos, olfateo olores, y así
construyo un cuadro de lo que ocurre a mi alrededor... Y es ‘Yo’ el que dentro de los
límites de mí mismo, siente estados de emoción, sensaciones, humores y pasiones:
Yo el que siente dolor, Yo el que se espanta, Yo el que se consume por los celos...
’’Pero por encima de todo esto, *Yo’ como espíritu tiene carencias y aspiraciones.
Y las cosas a las que aspiro o anhelo son dictadas por mis emociones, sensacio­
nes, humores y pasiones actuales o anticipados. Cuando siento dolor deseo cal­
marlo, cuando tengo miedo quiero encontrar seguridad, cuando siento celos de­
seo cobrar venganza...
"Funcionando como ‘Yo’, como ser unitario, trabajo de este modo: planeando
mis acciones en relación con lo que mis percepciones me dicen acerca de sus efectos
probables, trato de satisfacer cualesquiera necesidades o aspiraciones que hayan
despertado mis estados de sensación”. ' ,
Ahora bien, todo esto es muy extraño. En realidad, es este tipo de cuento acerca
de nuestro Yo interno el que, si no nos fuese tan familiar —si no estuviese ya en
nuestros huesos— podría no parecer más que una elaborada fantasía. La idea de
un espíritu consciente que desea, siente, experimenta carencias, etc., es, al parecer,
tema del mito y de la metafísica, no de la ciencia. Tales conceptos no tienen lugar
en el cuadro de Newton del universo, ni de cualquier otro materialista, y su
categoría objetiva es, por decir lo menos, incierta. Tal vez no deba sorprendernos
que haya habido científicos y filósofos académicos dispuestos a decir que no
debemos dejarnos engañar: que todo ese cuento carece de sentido, que la concien­
cia no tiene función biológica y es simplemente un epifenómeno, el “ruido de la
máquina” que para nada viene al caso. No es de sorprender que haya habido otros
eruditos, encabezados por los autodeclarados conductistas, que han adoptado una
visión aún más sombría, sosteniendo tercamente no sólo que el cuento es una fanta­
sía sino que, como es en esencia irracional, ilógico, inverificable, infalseable y
rnetafisico, también debe ser peligrosamente engañoso.
Y sin embargo, sea lo que fuere, el sentido común y la observación común nos
dicen que ese cuento, en la práctica, no puede ser engañoso. Si lo fuera, demasiado
a menudo habría conducido a conclusiones falsas acerca del modo en que se
comportan los seres humanos, y desde hace largo tiempo, sin duda los narradores
de cuentos habrían sido puestos en su lugar a manos de la selección natural. Y sin
embargo hoy, miremos hacia donde miremos, encontramos miembros de la
especie humana que hacen libre uso de este cuento parala interpretación del
comportamiento. La prueba de la manzana se ha realizado al comérsela; nos la
hemos comido incontables veces en el curso de la evolución humana, y los
INTRODUCCIÓN: EL "HOMO PSYCHOLOGICUS" 19
hombres como psicólogos evidentemente han prosperado. De nada sirve que los
conductistas digan que esto no puede hacerse. Wittgenstein era ingeniero en
aeronáutica antes de meterse a filósofo, pero sin duda, sumamente agudo. Pero
también él se habria reido si, después de examinar el ala de un pájaro, hubiese
salido de su estudio para anunciar que habia demostrado a partir de los primeros
principios que era lógicamente imposible que los pájaros volaran.
“La verdad”, escribió Robert Pirsig, “llega tocando a la puerta, y le decimos
‘Vete, estoy buscando la verdad’, y entonces se va”.6 Pienso que debemos abrir la
puerta a una explicación directa de por qué el cuento del Yo interno evidentemen­
te funciona tan bien. Y es que en el curso de la evolución humana la selección
natural ha asegurado que la descripción que la confianza irreflexiva nos hace de la
experiencia interna es todo menos una fantasía sin sentido. Por lo contrario, este
cuento —incluyendo todo aquello acerca de un Yo que desea, carece y siente— es
en sus propios términos una descripción válida del mecanismo que es casualmente
responsable del comportamiento humano, a saber, el cerebro humano. Y quiero
decir válido en el sentido que nos da el diccionario, o sea “que llena todas las
condiciones necesarias” de lo que debe ser una descripción del cerebro humano, si
semejante descripción será empleada por los seres'humanos para comprender el
comportamiento humano producido por el cerebro humano.
Reconozco que esta sugerencia puede parecer un poco desconcertante. Dejando
aparte la rareza de sugerir que es el cerebro el que la gente ordinaria está describien­
do, cuando la mayoría no ha visto siquiera un cerebro (y muchos ni siquiera saben
que lo tienen) hay una razón más obvia para ser escépticos, pues podría pensar­
se que, como descripción de tin cerebro, el cuento el Yo simplemente no suena a
verdad. Los estudiosos de la fisiología han estado estudiando los cerebros durante
varios siglos, y la descripción que nos dan es totalmente distinta. Los cerebros, nos
dicen, están integrados por células nerviosas, productos químicos y electricidad.
Cuando un cirujano abre la cabeza de un ser humano, no encuentra ni un alma.
No, no la encuentra. Y tampoco el turista que visita Oxford encuentra la
Universidad. Ni Poncio Pilatos, al interrogar a Jesucristo, descubrió al Hijo de
Dios. Hay, como veremos, diferentes maneras de describir la misma cosa, todas las
cuales pueden ser válidas a su manera. A la célebre pregunta de Pilatos, “¿Qué es
la verdad?”, la respuesta debe ser “Depende de quién eres, y qué estás tratando de
hacer”.
Como ejemplo, supóngase que tuviésemos que buscar una descripción válida de
ese notable órgano que constituye el metafórico centro nervioso de la política
británica, la Cámara de los Comunes. Imagínense dos observadores con intereses
bastante distintos, presentes en la misma ocasión en la galería de la prensa: uno de
ellos es autor de películas documentales, extranjero que no sabe nada de los
hábitos de la legislatura británica y que está ávido por anotar exactamente lo que
ocurre; el otro es el corresponsal parlamentario del Times.
La descripción del cineasta podría ser algo como esto:
Entre las 16:00 y las 18:00 del viernes por la tarde, hombre y mujeres de cada lado de la
6 R. M. Pirsig, and the Art oj .Motorcycle Maintenance, Bodley Head, 1974.
>0 INTRODUCCIÓN. El. HOMO PSVCHOLOGICUS'
cámara se gritaban, se arrojaban pedazos de papel, daban palmadas, pateaban el suelo
y hablaban acerca del bacalao; luego, a una señal de un viejo señor con una peluca
rizada, todos se pusieron en pie y los que antes hablan estado sentados al lado derecho de
la cámara salieron, todos ellos, por una puerta marcada sí, mientras que quienes antes
hablan estado sentados al lado izquierdo, salieron, todos ellos, por una puerta marcada
NO.
La descripción del corresponsal parlamentario sería como ésta;
A una señal del Primer Ministro siguió un vivo debate sobre la ley de pesca del pescado
blanco; el vocero pidió una votación y entonces la Cámara se dividió y, bajo la
influencia de un whip de tres hileras, la moción de leer por segunda vez la Propuesta de
Ley fue llevada adelante por el Gobierno.
Dos descripciones muy distintas de los hechos,precisas ambas y puede alegarse
que válidas; y sin embargo, no hay la menor similitud entre una y otra. No cabe
duda de que la descripción del cineasta le ayudaría a reconstruir, si después lo
deseara, una escena de lo que en realidad ocurrió en la Cámara de los Comunes en
aquella importantísima jornada. Pero sin duda es la descripción del corresponsal
del periódico la que serviría mejor a un historiador del Parlamento.
Y sin embargo, la última descripción, si cayera en oídos no muy favorablemente
predispuestos, bien podría ser desechada como absurda palabrería, pues es un
relato que a primera vista parece tan ilógico, antigramatical y lindante con lo
metaftsico como cualquier cosa que el psicólogo natural pudiera ofrecernos.
¿Quién ha oído hablar de una “cámara que se divide” o de “una moción llevada
adelante”? ¿Qué es esa cosa, el “Gobierno”? ¿Es en realidad una cosa? Y sin
embargo... la descripción del corresponsal hace la contribución más grande de las
dos a la historia del parlamento.
Volvamos al cerebro. La idea de mi ejemplo no es que los fisiólogos del cerebro
tengan alguna íntima semejanza con los que hacen películas documentales (aun­
que un lector, digamos, del Journal of Neurophysiology a veces pudiera, inocentemen­
te, pensar esto). Estoy consciente de que hay muchos fisiólogos que, aunque hablen
de química y de centros nerviosos, tienen auténtico interésen los procesos “menta­
les” superiores: en las realizaciones globales así como en los caprichos particulares
de las célulás nerviosas que describen. Pero mi idea es que precisamente porque el
cerebro sí se puede describir en términos fisiológicos, ello no significa que deba serlo
así. De hecho, la descripción del fisiólogo, lejos de ser la única descripción válida
del cerebro, es necesariamente una entre muchas descripciones que pueden ser
más o menos apropiadas para un observador en particular. Como ya he dicho,
depende de quién es el observador y de qué está tratando de hacer. Y si es un ser
humano ordinario que trata de comprender el comportamiento, entonces proba­
blemente la descripción del fisiólogo será casi inútil para él. Ni siquiera el especia­
lista ha sido capaz hasta hoy —y dudo de que lo sea jamás— de hacer más que
predicciones triviales acerca del comportamiento humano por referencia directa
al hecho de que tal comportamiento es (corno lo es) controlado, en última
instancia, por células nerviosas, sustancias químicas y electricidad.
Lo que la persona ordinaria necesita al cumplir con las tareas cotidianas del
INTRODUCCIÓN: EL “ HOMO PSYCHOLOGICUS” 21

psicólogo natural es una descripción del cerebro que, como la del corresponsal
parlamentario, haya sido planeada precisamente para la labor que tiene a mano; y
esto significa una descripción que sea a la vez pertinente y accesible. Pertinente
para responder a las preguntas que los seres humanos diariamente plantean acerca
de las causas internas del comportamiento, y accesible a sus vastos pero no
ilimitados poderes de razonamiento e imaginación.
Sugiero que es precisamente una descripción así la que la conciencia reflexiva
nos ofrece. Cuando el psicólogo natural mira en sí mismo y observa lo que hace
cuando piensa, tiene esperanzas, temores, etc., se encuentra capacitado para leer
(como en las columnas de The Times) un comentario pertinente y accesible sobre
los procedimientos parlamentarios de su propio cerebro: un comentario qué es,
ciertamente, muy selectivo, condensado, parcial y presuntuoso, pero que, no
obstante, lo informa de casi todo lo que necesita saber, en una forma que él se
encuentra predispuesto a comprender.
II. LA FUNCIÓN SOCIAL DEL INTELECTO
S e cuenta que Henry Ford mandó hacer una revisión de los patios de coches
desechados que había en los Estados Unidos para ver si había piezas del Ford
Modelo T que nunca fallaran. Sus inspectores regresaron con informes de casi todo
tipo de fallas: ejes, frenos, pistones: todo solía descomponerse. Pero llamaron su
atención hacia una excepción notable: el pivote que unía la caja al eje delantero de
los autos desechados, aún serviría, invariablemente para varios años más. Con
impecable lógica, Ford concluyó que los pivotes del Modelo T eran demasiado
buenos para aquella función, y ordenó que en lo futuro se hiciesen de calidad
inferior.
La naturaleza es, indudablemente, una economista al menos tan minuciosa
como Henry Ford. No tiene el hábito de tolerar lujos innecesarios en los animales
que tiene en sus líneas de producción: se recorta la capacidad superflua, y sólo se
añade una capacidad nueva cuando es necesaria. No esperamos encontrar que ¡os
animales posean capacidades muy superiores a las exigencias que les hace la vida
natural. Si alguien afirmara —y sugeriré que bien podría hacerlo— que algunas
especies de primates (y la humanidad en particular) son mucho más listas de lo que
necesitan serlo, sabremos que muy probablemente estaría en un error; pero no es
claro por qué debiera estar en el error. En este capítulo se analiza una posible
respuesta. Es una respuesta que, para mí, significa volverá pensaren la función del
intelecto.
¿Volver a pensar, o simplemente pensar por primera vez? Antes no había yo
pensado mucho en la función biológica del intelecto, y tengo la impresión de que
tampoco lo han hecho muchos otros. En la bibliografía sobre la inteligencia animal
aparecen sorprendentemente pocos análisis de cómo la inteligencia contribuye a la
aptitud biológica. Los psicólogos comparativos han establecido que los animales
de una especie tienen mejor desempeño, por ejemplo, en el laberinto de Hebb-
VVilliams que los de otra, o que aprenden más pronto o mejor ciertos conjuntos de
enseñanzas sobre un problema de “visión”; se han hecho intentos por relacionar el
desempeño en varias clases particulares de pruebas con capacidades cognoscitivas
subyacentes; se ha debatido (más recientemente) sobre cómo ha de evaluarse la
misma capacidad con “imparcialidad” en animales de distintas especies; pero rara
vez se ha pensado en por qué el animal, en su medio natural, debiera necesitar esa
capacidad. ¿De qué sirve el uso de la “discriminación condicional de la rareza”
para un mono en el campo?1¿Qué ventaja da al simio antropoide ser capaz de
reconocer su propia imagen en un espejo?2 Aunque pudiera ser “raro que un

1 G.M. French, “Associative problems’', en Behavior oj Non-human Primates, comps. A. M.


Schrier, H. F. Harlow y F. Stollnitz, Academic Press, 1965.
! G. G. Gallup, “Chimpanzees: self recognition”, Science, 167, 86, 1970.
22
LA FUNCIÓN SOCIAL DEL INTELECTO 23
biólogo se dedicara a explicar por qué los caballos no pueden aprender.matemáti-
cas”,3 no sería raro que preguntara por qué la gente si puede.
La falta de análisis de estas cuestiones tal vez refleje la idea de que hay muy poco
que analizar. Ciertamente, resulta tentador adoptar una definición general de
la inteligencia que la haga evidentemente funcional. Tomemos por ejemplo, la
definición que nos da Alice Heim de la inteligencia en el hombre: “La capacidad
de captar lo esencial de una situación y responder en forma apropiada”:4 sustitu­
yase “en forma apropiada” por “adaptativamente”, y el problema de la función
biológica de! intelecto quedará resuelto (en lo tautológico). Pero aun aquellas
definiciones que no son tan manifiestamente circulares tienden, no obstante, a
incluir palabras que están cargadas de valor. Cuando la inteligencia se define
como la “capacidad” de hacer esto o aquello, ¿quién se atreve a cuestionar la
ventaja biológica de ser capaz? Cuando se hace referencia al “ entendimiento” o
la “ capacidad de resolver problemas” , los términos mismos parecen vibrar con
adaptatividad. Al fin y al cabo, el mundo de cada animal está lleno de cosas que
hay que comprender y problemas que resolver. Pues, desde luego, el mundo está
lleno de problemas; pero, ¿qué son exactamente estos problemas, cómo difieren de
un animal a otro y qué ventaja particular tiene el individuo capaz de resolverlos?
Estas preguntas no son triviales.
Pese a lo que se ha dicho, más nos valdrá tener una definición de la inteligencia,
o el análisis se arriesgará a andar a la deriva. La siguiente fórmula nos ofrece al
menos cierto tipo de ancla: “Un animal muestra inteligencia cuando modifica su
conducta sobre la base de una inferencia válida a partir de la evidencia.” La
palabra “ válida” sólo pretende significar que la inferencia es lógica; deja abierta
la cuestión de cómo el animal se beneficiará en consecuencia. Reconozco que esta
definición es general, ya que lo abarca todo, desde el simple aprendizaje asociativo
hasta el razonamiento silogístico. Dentro de la gama, parece justo distinguir la
inteligencia de “bajo.nivel” de la de “ alto nivel” . Por ejemplo, se necesita una in­
teligencia de relativamente bajo nivel para inferir que tal vez ocurrirá algo tan
sólo porque cosas similares ocurrieron en lo pasado en circunstancias comparables;
pero se necesita una inteligencia de alto nivel para inferir que es probable que
ocurra algo porque así lo manifiesta una conjunción nueva de acontecimientos.
Sospecho que la primera es una capacidad comparativamente elemental y muy
difundida por el reino animal, pero la segunda es mucho más especial, marca del
intelecto “creador” que es característica especial de los primates superiores. En lo
que sigue analizaré la función, principalmente, del intelecto “creador”.
Ahora, estoy a punto de levantar un fantasmón de paja. Pero es un fantasma
cuya imagen he visto en mi propio espejo, y me inclino a tratarlo con respeto. La
opinión que él sostiene es que el papel principal del intelecto creador se encuentra
en la invención práctica. Aquí estamos empleando la palabra “invención” en su
sentido lato, para significar los actos de descubrimiento inteligente por los cuales
un animal encuentra nuevas formas de hacer las cosas. Así, incluye no sólo,

3 N. K. Humphrey, “Predispositions to leant”, en Constraints on Learning. Limitations and Predispo­


sitions, comps, R. A. Hinde y J. Stevenson-Hinde, Academic Press, 1973.
* A. W. Heim, The Appraisal of intelligence, Methuen, 1970.
24 LA FUNCIÓN SOCIAL DEL INTELECTO
digamos, la fabricación de nuevas herramientas o dar a objetos existentes un nuevo
uso, sino el descubrimiento de nuevas estrategias de conducta, nuevos modos de
emplear los recursos de nuestro propio cuerpo. Pero, por vasta que pueda ser su
gama, hablaremos estrictamente de invención “práctica”, y en este contexto el
término “práctico” tiene un significado restringido, pues el hombre en cuestión
cree que la necesidad de inventar surge sólo en relación con el medio físico externo;
no ha notado —o no le ha parecido importante— que muchos animales son seres
¡aciales.
Ya verán, sin duda, que deliberadamente he levantado mi fantasmón sobre pies
de barro, pero no por ello dejemos de ver dónde se levanta. Su idea de un medio
intelectualmente provocativo ha sido descrita a la perfección por Daniel Defoe. Es
la isla desierta de Robinson Crusoe, antes deque llegara Viernes. La isla constituye
un medio hostil y solitario, lleno de desafíos tecnológicos, un mundo en que para
sobrevivir depende Crusoe de su capacidad de recoger alimento, encontrar refu­
gio, conservar energías y evitar peligros. Y debe trabajar pronto, con verdadera
inventiva, pues no tiene tiempo para aprender simplemente por inducción basada
en la experiencia. Pero, ¿fue éste el tipo de mundo en que evolucionó el intelecto
creador? Creo yo, por razones a las que ya llegaré, que el mundo real nunca fue así,
y sin embargo que el mundo real de los primates superiores puede ser, de hecho,
considerablemente más exigente en sus demandas Intelectuales. Mi opinión —y la
de Defoe, si lo entiendo bien— es que fue la llegada de Viernes al escenario la que
realmente dificultó las cosas para Crusoe. Si también hubiesen aparecido Lunes y
Martes, Miércoles y Jueves, entonces Crusoe habría tenido que esforzarse para
conservar la cordura.
Pero este caso, por la importancia de la invención práctica, debe tomarse en
serio. No cabe duda de que para algunas especies y en algunos medios la inventiva
sí parece tener valor para la supervivencia. La “tecnología de la subsistencia” de
los chimpancés5 y aún más la del hombre “natural”6 incluye muchos trucos de téc­
nica que, a simple vista, parecen productos del intelecto creador. Y lo que puede
decirse de estos antropoides sin duda debe poder decirse, al menos en parte, de
otras especies. Los animales que pronto captan las nuevas técnicas (para cazar,
buscar, ríavegar, o cualquier cosa) aparentemente saldrían beneficiados en cues­
tión de aptitud. ¿Por qué, entonces, habríamos de disputar que ha habido presiones
selectivas en acción para causar la evolución de la inteligencia en relación con los
asuntos prácticos? Desde luego, yo no discuto el principio general. Lo que pregun­
to es hasta qué punto este principio, por sí solo, explica las cosas. ¿Cuán listo debe ser
un hombre o un simio antes de que los rendimientos, para el intelecto superior, se
v&yan desvaneciendo de tan pequeños? Si, pese a las apariencias, los problemas
prácticos importantes de la vida en realidad exigen sólo una inteligencia de nivel
relativamente bajo para su solución, entonces habría motivos para suponer que la
inteligencia creadora de alto nivel es un desperdicio. Ni siquiera Einstein podría

5 J. Good all. “Too! using and aimed thorwing in a community of tree living clúmponacés", <Vo-
ture, 201, 1264-, 1964; G. Teleki, “Chimpanzee subsistence technology: materials and skills", Journal
of Human Evolution, 3, 575, 1974.
6 M. Sahlins, Slone Age Economics, Tavistock, 1974.
LA FUNCIÓN SOCIAL DEL INTELECTO 25
obtener más del 100% en el nivel cero. ¿Podemos explicar realmente la evolución
de las facultades intelectuales superiores de los primates sobre la base de su
aprobación o reprobación en sus “exámenes prácticos”?
Mi respuesta es negativa, por la siguiente razón: aún en las especies que tienen
las tecnologías más avanzadas, los exámenes son, en g¡an parte, pruebas de
conocimiento más que de. razonamiento imaginativo. Todas las pruebas que nos
han dado los estudios de campo con chimpancés señalan el hecho de que las técnicas
de subsistencia casi nunca —o nunca— son producto de una invención premedita­
da; en cambio, se llega a ellas mediante un aprendizaje a tientas, o por imitación de
otros. Resulta difícil imaginar a cuántas de las técnicas se pudo llegar, en principio,
de otra manera. G. Teleki concluyó, sobre la base de sus propios intentos por “vivir
como los termes” , que no había manera de predecir, a priori, cuál sería la majiera
más eficaz de tratar de introducir un palo a una comejenera, o cómo sería la mejor
forma de darle vuelta, o para el caso, dónde meterlo.7 Tuvo que aprender induc­
tivamente, por prueba y error, o mejor aún, imitando la conducta de Leakey, un
chimpancé viejo y experimentado. Así, el arte de los chimpancés no parecería
una invención, como no lo parece el hecho de que los paros puedan aprender a des­
tapar botellas de leche. Y aun cuando, en principio, pudiera inventarse una técnica
por razonamiento deductivo, generalmente no hay motivos para suponer que esto
ha sido así. Los seres humanos que han tratado de vivir corno termes nos lo mues­
tran. En el Norte de Zaire, los hombres golpean con palos lo alto de una comejenera
para que los comejenes salgan a la superficie. Esta técnica funciona bien porque los
palos hacen un ruido como el de la lluvia que cae. Resulta posible que alguien
que notara hace tiempo el efecto de la lluvia al caer, se percatara de la similitud
entre el sonido de la lluvia y el de los palos acompasados, y sumara dos más dos.
Pero dudo de que esto ocurriera así; un descubrimiento afortunado parece una
explicación mucho más probable. A mayor abundamiento, cualquiera que sea el
origen de la técnica, ciertamente no hay razón para atribuir una inventiva de
parte de sus practicantes actuales, pues estos golpes con palos los ha transmitido su
cultura. Me atrevo a suponer que la mayor parte de los problemas prácticos
a los que se enfrentan los primates superiores pueden tratarse, como en el caso
de los termes, con estrategias aprendidas, sin recurrir a la inteligencia creadora.
Paradójicamente, sugeriré que la tecnología de subsistencia, en lugar de reque­
rir inteligencia, puede llegar a ser un sustituto de ésta. Dado que la estructura social
de la especie es tal que permite a los individuos adquirir técnicas de subsistencia
mediante simple enseñanza asociativa, hay poca necesidad de creatividad indivi­
dual. Así, los chimpancés de Gombe, con su superior cultura tecnológica, de hecho
pueden tener menos necesidad de ser individualmente inventivos que lós babuinos,
vecinos suyos. En realidad, y según las apariencias, hay una correlación negativa
entre la capacidad intelectual de una especie y la necesidad de una producción
intelectual. Los grandes simios (puede demostrarse que son los mejor dotados
intelectualmente de todos los animales no humanos) parecen, en conjunto, llevar
vidas hasta cierto punto poco exigentes, no sólo menos exigentes que las de los
primates inferiores sino también de muchas especies de no primates. Pasé dos
C, Teleki, no. cil. ;n<j!a 5, fupra). J

i
2(5 LA FUNCION SOCIAL DEL INTELECTO
meses observando a los gorilas en los montes Virunga, de Ruanda, y no dejó de
"O llamarme la atención el hecho de que entre todos los animales del bosque los
gorilas parecieran llevar la existencia más cómoda: había alimento abundante y
fácil de recoger (siempre que ellos supieran dónde encontrarlo), y pocos deprodadores
o ninguno (siempre que ellos supieran cómo evitarlos)... poco que hacer, en
realidad (y muy poco hacían) aparte de comer, dormir y jugar. Y puede decirse
que. lo mismo ocurre al hombre natural. Unos estudios de bosquimanos actuales
indican que la vida de cazar y recolectar, típica del hombre primitivo, fue, de
acuerdo con todas las probabilidades, notablemente Fácil. El “salvaje rico”8
parece haber establecido un modus uivendi en el cual, durante un periodo de tal vez
cinco millones de años, pudo darse el lujo de ser no sólo Física sino también
intelectualmente perezoso.
Nos encontramos, así, ante un acertijo. Repetidas veces se ha demostrado en las
situaciones artificiales de los laboratorios de psicología que los simios antropoides
poseen impresionantes facultades de razonamiento creador y, sin embargo, estas
hazañas de inteligencia sencillamente no parecen encontrar paralelo en el com­
portamiento de los mismos animales en su medio natural. Aún estoy por oír algún
ejemplo de campo de un chimpancé (o, para el caso, de un bosquimano) que
emplee toda su capacidad de razonamiento inferencial en la solución de un pro­
blema práctico, de pertenencia biológica. Algunos podrían contestar que si un
etólogo hubiese estado vigilando a Einstein con binoculares, bien habría podido
llegar a la conclusión de que Einstein también tenía una mente confusa. Pero éste
es precisamente mi punto: Einstein, como los chimpancés, mostró su genio en raros
momentos y en situaciones “artificiales”; no lo utilizaba, pues no necesitaba utilizar­
lo en el mundo común de los asuntos prácticos.
¿Cuándo, entonces, necesitan los primates superiores ser todo lo fistos que
puedan, y en particular más listos que otras especies? ¿Cuál es el equivalente
natural —si existe— de la prueba de inteligencia en el laboratorio? La respuesta, a
mi entender, ha estado madurando en el árbol de la discusión anterior. Yo sugerí
que la vida de los grandes simios y del hombre tal vez no exija mucho en materia de
invención práctica, pero que sí depende críticamente de la posesión de un vasto
conocimiento fáctico de la técnica práctica y la naturaleza del hábitat. Ese co­
nocimiento sólo puede adquirirse en el marco de una comunidad social, comuni­
dad que ofrezca a la vez un medio para la transmisión cultural de información y un
ambiente protector en que pueda darse el aprendizaje individual. Propondré la
idea de que el papel principal del intelecto creador es mantener unida a la so­
ciedad.
ti­ En lo que sigue trataré de explicar esta proposición, dejustificarla y de examinar
* algunas de sus sorprendentes implicaciones.
Para mí, como psicólogo preparado en Cambridge, la proposición es, en reali­
dad, bastante extraña. Los psicólogos experimentales de Inglaterra han considera­
do la psicología social como parienta pobre y provinciana de su materia: una
pariente torpe, indisciplinada y hasta ligeramente absurda. Permítaseme contar
cómo llegué a pensar de otra manera, ya que esta historia personal nos conducirá
8 M. Sahlins, op. cit. (nota 6, supra).
LA FUNCION SOCIAL DEL INTELECTO 27

directamente a lo que quiero decir. Hace algunos años logré un descubrimiento


que me hizo percatarme dramáticamente del hecho de que, hasta para un psicólogo
experimental, una jaula es un mal lugar para tener un mono. Estaba yo estudiando
la recuperación de la vista de una mona rhesus, Helen, a la que se había operado la
corteza visual.9 En los cuatro primeros años en que trabajé con ella, Helen había
recuperado una parte considerable de su comportamiento guiado visualmente,
pero aún no daba señales de tener una visión espacial tridimensional. Sin embar­
go, durante todo este tiempo se le había mantenido dentro de los confines de una
pequeña jaula de laboratorio. Cuando, por fin, cinco años después de su operación,
fue liberada de sujaula y sacada a pasear por los campos abiertos de Madingley, su
vista de pronto se recuperó y al cabo de pocas semanashabia recobrado una visión
espacial casi perfecta. Los limites de su recuperación habían sido impuestos
directamente por el medio limitado en que estaba viviendo. Desde entonces, al
trabajar con monos de laboratorio he pensado en el posible daño que acaso se les
haya hecho al empobrecer sus condiciones de vida. Por el alambrado de las jaulas
de Madingley he contemplado ansiosamente no sólo mis propios monos, sino
también los de Robert Hinde. Ahora bien, los monos de Hinde están un poco
mejor que los míos. Viven en grupos sociales de ocho o nueve animales enjaulas un
tanto espaciosas. Pero estas jaulas están casi totalmente desprovistas de objetos; no
hay nada qué manipular, nada que explorar; una vez al día, riegan con manguera
el piso de concreto, y se les avienta pellas de alimento por todas partes. Así,
contemplando este medio vacío, pensé en el efecto embrutecedor que debe ejercer
sobre el intelecto del mono. Y entonces, un día, volví a fijarme, y vi a un infante
semidestetado, molestando a su madre, a dos adolescentes entregados a un simula­
cro de combate, a un viejo macho espulgando a una hembra, mientras otra
hembra trataba de acercársele furtivamente, y de pronto vi la escena con nuevos
ojos: había que olvidar la ausencia de objetos; aquellos monos se tenían unos a otros
para manipular y explorar. No podía haber riesgo de que sufrieran una muerte
intelectual cuando el medio social les daba tan obvias oportunidades de participar
en un debate dialéctico. Comparado con la existencia solitaria de mis propios
monos, el ambiente de los grupos sociales de Hinde casi llegó a parecerme una
Escuela de Atenas para simios.
El estudio científico de la interacción social no ha avanzado mucho. Gran parte
de la literatura publicada es, en realidad, auténtica “literatura”: Esopo y Dickens
han hecho, a su manera, colaboraciones tan importantes como Laing, GoíTman o
Argyle. Pero creo que se puede hacer con certeza una generalización: la vida de los
animales sociales es sumamente problemática. En una sociedad compleja, como la
que sabemos que existe entre los primates superiores, cada miembro individual
tiene algo que ganar, de conservar la estructura general del grupo y al mismo
tiempo de explotar y aprovecharse de los demás que están con él. De este modo, la
naturaleza misma del sistema que crean y mantienen obliga a los primates sociales
a ser seres calculadores; deben poder calcular las consecuencias de su propia
conducta, calcular la conducta probable de los demás, calcular el balance de
9 N. K.Humphrey, “Vision in a monkey without striate cortex: a case study”, Perception, 3, 241,
1974.
28 LA FUNCIÓN SOCIAL DHL INTELECTO
pérdidas y ganancias: todo esto en un medio en que la evidencia en la cual se basan
los cálculos es efímera, ambigua y sujeta a cambios, como consecuencia en parte de
sus propias acciones. En semejante situación, “la habilidad social" va de la mano
con el intelecto, y aquí, por fin, se requieren facultades intelectuales de primer
orden. El juego de la trama y la contratrama sociales no puede jugarse tan sólo
sobre la base de un conocimiento acumulado, como no se puede jugar así una
partida de ajedrez.
Como el ajedrez, una interacción social es, típicamente, una /ra/uacción entre
compañeros sociales. Por ejemplo, un animal puede, por su propio comportamien­
to, tratar de cambiar el comportamiento de otro; pero como el segundo animal es,
a su vez, reactivo e inteligente, la interacción pronto se vuelve discusión en dos
sentidos, en que cada “jugador” debe estar dispuesto a cambiar de táctica —y tal
vez de metas— según avanza eljuego. De este modo, por encima de las habilidades
cognoscitivas que ya se necesitan para percibir el actual estado de un juego (que
pueden ser considerables), el jugador social, como el jugador de ajedrez, debe ser
capaz de una clase especial de planeación por anticipado. Dado que cada movi­
miento en eljuego puede provocar varias respuestas distintas del otro jugador, esta
planeación anticipada tomará la forma de un árbol de decisiones arraigado en la
situación actual, y con ramas correspondientes a las jugadas previstas en diversas
posibilidades. Exige un nivel de inteligencia que, supongo, no tiene paralelo en
ninguna otra esfera de la vida. Desde luego, puede haber jugadores buenos y
malos; y sin embargo, como maestros o novatos, nosotros y la mayoría de los otros
miembros de las sociedades primates complejas hemos estado en este juego desde
que éramos lactantes.
Pero, para empeizar, ¿qué hace “compleja” a una sociedad? Probablemente ha
habido presiones selectivas de dos índoles bastante distintas, una desde fuera y otra
desde dentro de la sociedad. Ya he sugerido que una de las principales funciones de
la sociedad es actuar, por decirlo así, como escuela politécnica para la enseñanza
de la tecnología de subsistencia. El sistema social sirve a este propósito de dos
maneras: t) permitiendo un periodo de prolongada dependencia durante la cual
los animales jóvenes, sin la necesidad de luchar por sí mismos, son libres de
experimentar y de explorar, y ii) poniendo a los jóvenes en contacto con los
miembros más viejos y experimentados de la comunidad, de los cuales pueden
aprender por imitaoión (y tal vez, en algunos casos, por “lecciones” más forma­
les). Ahora bien, hasta el grado en que este tipo de educación tiene consecuencias
adaptativas, habrá presiones selectivas a la vez para prolongar el periodo de
dependencia infantil sin trabas (aumentar la “edad de salir de la escuela”) y para
ínantener los animales más viejos dentro de la comunidad (aumentar el número
de “ profesores” esperimentados). Pero la mezcla resultante de viejos y jóvenes, de
cuidadores y de dependientes, de hermanas, primas, tías y abuelos no sólo exige
considerable responsabilidad social sino que tiene, asimismo, consecuencias socia­
les que pueden ser perturbadoras. La presencia de dependientes (jóvenes, lesiona­
dos o enfermos) claramente exige en todo momento cierta medida de tolerancia y de
altruismo. Pero, por cuanto ciertos recursos de importancia biológica pueden
escasear (como a veces, sin duda ocurrirá con los materiales de subsistencia, y las
parejas sexuales lo serán comúnmente), la tolerancia llegará a un límite. Tendrán
LA FUNCIÓN SOCIAL DEL INTELECTO 29

que brotar riñas hasta por el acceso a estos escasos recursos, y diferentes individuos
tendrán distintos intereses en participar, promover o poner un alto a tales riñas.
Así, queda dispuesto el escenario dentro de la “comunidad colegiada” para una
considerable lucha política. Favorecer los propios intereses sin violar los términos
del contrato social del que, a la postre, depende la capacidad de toda la comuni­
dad, exige ser notablemente razonable (tanto en el sentido literal como en el
coloquial de la palabra). Por consiguiente, no es accidental que los hombres, que
entre todos los primates muestran el más largo periodo de dependencia (casi
treinta años, en el caso de los bosquimanos), las más complejas estructuras de
parentesco y el más grande traslape de generaciones dentro de la sociedad,
resultarán ser más inteligentes que los chimpancés, y los chimpancés, por la misma
razón, más inteligentes que los monos pequeños.
Cuando una sociedad ha llegado a cierto nivel de complejidad, entonces surgi­
rán nuevas presiones internas que actuarán para aumentar más aún su compleji­
dad, pues en una sociedad de la índole esbozada los “adversarios” intelectuales de
un animal son miembros de su propia comunidad. Si las proezas intelectuales van
correlacionadas con el triunfo social, y si el triunfo social significa una gran aptitud
biológica, entonces cualquier rasgo hereditario que aumente la capacidad de un
individuo para superare.’ ingenio a sus compañeros pronto correrá por todo el pool
genético. Y en estas circunstancias, no hay marcha atrás: ha intervenido un '
“trinquete” evolutivo (que actúa como esos relojes que se dan cuerda por sí solos)
para elevar el nivel intelectual general de la especie. En principio, puede esperarse
que este proceso continúe, o bien hasta que la fuente fisiológica de la inteligencia se
agote, o bien hasta que la inteligencia misma se convierta en una carga. Esto
último parece, muy probablemente, ser el factor limitador: sin duda debe llegar un
punto en que se vuelve insoportable el tiempo requerido para resolver una
“diferencia” social.
La cuestión del tiempo dedicado a la actividad social improductiva tiene
importancia. Los miembros de la comunidad —aun si no se ha desarrollado en
ellos un intelecto desatado— tendrán que pasar parte considerable de sus vidas al
cuidado de sí mismos y la política social. De allí se sigue que inevitablemente
tienen menos tiempo que dedicar a actividades básicas de subsistencia. Si se quiere
que el sistema social obtenga algún beneficio biológico neto, la mejora de las técni­
cas de subsistencia que ello hace posible deberá compensar con creces el tiempo per­
dido. Dicho brevemente: si un animal se pasa toda la mañana haciendo “vida
social” improductiva, deberá producir al menos lo doble por la tarde. Por ello he­
mos de esperar que la evolución de un sistema social capaz de mantener una tecno­
logía avanzada sólo deberá darse en las condiciones en que las mejoras de la técnica
puedan aumentar considerablemente el rendimiento del trabajo. Y esto tal vez no
sea siempre as!. Para tornar un ejemplo extremo, el mar abierto es, quizá, un medio
en que el conocimiento técnico puede dar pocos beneficios, de modo que las
sociedades complejas —y la inteligencia superior— quedan contraindicados (del­
fines y ballenas nos ofrecen, tal vez, una excepción notable e inexplicada). Aun en
Gombe, la ventaja neta de tener un sistema social complejo puede ser, de hecho,
marginal; los chimpancés de Gombe comparten varios de los recursos alimenticios
locales con los babuinos, y resultaría instructivo saber hasta qué punto la ventaja
30 I,A FUNCION" SOCIAL DEL INTELECTO
que los chimpancés tienen sobre los babuinos en cuestión de habilidad técnica
queda reducida por las cantidades de tiempo, relativamente grandes, que dedican
a las relaciones sociales. Bien puede ser que lo que los chimpancés ganan en el
ejercicio de la eficiencia técnica lo pierdan en los devaneos de una excesiva vida
social. Tal como están las cosas, en un año de malas cosechas los chimpancés se
vuelven en realidad mucho menos sociables;101yo supongo que, simplemente, no
pueden ahorrar tamo tiempo. Sin embargo, los antepasados del hombre, al
trasladarse a la sabana, descubrieron un medio en que el conocimiento técnico
empezaba a pagar dividendos nuevos y continuos. Fue en aquel medio donde las
presiones por dar a los hijos aún mejor educación, crearon un sistema social de
complejidad sin precedentes: y, con él, un desafio sin precedentes a la inteligencia.
El resultado ha sido dar a los miembros de la especie humana notables poderes
de previsión social y entendimiento. Esta inteligencia social, desarrollada al
principio para enfrentarse a los problemas locales de las relaciones interpersonales,
con el tiempo ha encontrado expresión en las creaciones institucionales del “pensa-
s miento salvaje”: las estructuras demasiado racionales de parentesco, totemismo,
mito y religión que caracterizan a las sociedades primitivas.11 Y creo que es esen­
cialmente la misma inteligencia la que ha creado los sistemas de pensamiento
filosófico y científico que han florecido en las civilizaciones avanzadas durante los
últimos cuatro mil años. Y sin embargo, la vida de la civilización ha sido demasia­
do breve para que tenga importantes consecuencias evolutivas; el “medio de la
adaptatividad”12 de la inteligencia humana sigue siendo el medio social.
Vemos entonces que si el intelecto del hombre es básicamente apropiado para
pensar acerca de la gente y sus instituciones, ¿qué tal lo hace en los problemas no
sociales? Para poner fin a este capítulo, deseo plantear la pregunta de los “límites”,
puestos al razonamiento humano, tal como podrían resultar si hay una predisposi­
ción a tratar de meter un material no-social en un molde social.
Cuando una persona decide resolver un problema social, razonablemente podrá
tener ciertas expectativas acerca de aquello en lo que está metiéndose. En primer
lugar, deberá saber que no es probable que la situación a la que se enfrenta
permanezca estable. Cualquier transacción social es, por su naturaleza misma, un
proceso de desarrollo, y el desarrollo debe tener cierto grado de indeterminación.
Ninguno de los agentes sociales que participan en la transacción puede estar
seguro de la conducta futura de los demás; como en el juego de croquet de Alicia
con la Reina de Corazones, tanto las pelotas como los aros están siempre en
movimiento. Cualquiera que se lance a una transacción semejante deberá estar
preparado para ver que el problema mismo se altere como consecuencia de su
propio intento por resolverlo: en el acto mismo de interpretar el mundo social, lo
modifica. Como Alicia, bien puede estar tentado a quejarse: “No tiene usted idea
de cuán confuso es que todas las cosas estén vivas”; ésta no es la forma en que el
juego se practicaba en Hurlingham; y ésta no es la forma en que el material
10 R. W. Wrangham, ‘'The behavioural ecology of chimpanzees in Gombe National Park, Tanza­
nia” , tesis para el doctorado, Cambridge, 1975.
11 C. Lévi-Strauss, The Savage Mind, YVcidenfeld & Nicolson, 1962. [El pensamiento salvaje, versión
en español del toe.].
12 J. Bowlby, Attachment and Loss, Hogarth Press, 1969.
L.A FUNCION SOCIAL DLL INTE.1.LCTO 3 ]

no-social se comporta típicamente. Pero, en segundo lugar, deberá saber que el


desarrollo tendrá cierta lógica propia. En la partida de croquet de Alicia hubo una
verdadera confusión: todo el mundo jugaba al mismo tiempo sin esperar turnos, y
no había reglas; pero en una transacción social sí las hay, si no reglas estrictas, al
menos limitaciones definidas a lo que se permite y convenciones definidas acerca
de cómo una acción particular de uno de los que participan en la transacción
deberá ser contestada por el otro. Mi anterior analogía con la partida de ajedrez
tal vez fuese más apropiada; en el comportamiento social, en cierta forma se toman
turnos, hay límites a las acciones permisibles y, al menos en algunas circuns­
tancias, hay secuencias de intercambio, convencionales y a menudo sumamente
elaboradas.
Sin embargo, aun la analogía del ajedrez pierde de vista una característica clave
de la interacción social, pues aunque el buen jugador de ajedrez es en esencia
egoísta y sólo juega para ganar, el egoísmo de los animales sociales se ve típicamen­
te moderado por lo que a falta de un término mejor llamaré simpatía. Porsimpatía
quiero decir una tendencia de parte de un miembro de la sociedad a identificarse
con el otro y hacer de este modo que las metas del otro se vuelvan, hasta cierto
punto, las suyas propias. La función de la simpatía en la biología de las relaciones
sociales aún está por determinarse con todo detalle, mas es probable que la
simpatía y la “moral” que brota de ella13 sean características biológicamente
adaptativas de la conducta social de hombres y otros animales... y, por ello,
importantes limitaciones al “pensamiento social” doquier se aplica. Así, nuestro
hombre que se pone a aplicar su inteligencia para resolver un problema social
podrá esperar verse envuelto en un intercambio transaccional indeterminado con
un socio humano que le muestre simpatía. En la medida en que el pensamiento
apropiado para semejante situación represente el modo habitual del pensamien­
to humano, podrá esperarse que los hombres se comporten impropiamente en los
marcos en que, en principio, no puede efectuarse una transacción: si tratan a seres
inanimados como “personas” inevitablemente cometerán errores.
Hay muchos ejemplos de razonamiento falaz que embonarían en semejante
interpretación. Los casos más obvios son aquellos en que los hombres en realidad
recurren abiertamente a un pensamiento animista acerca de los fenómenos natu­
rales. Así, los pueblos primitivos —y los no tan primitivos— casi siempre intentan
llegar a un trato con la naturaleza, por medio de la plegaria, del sacrificio o de la
persuasión ritual. Al hacerlo, están adoptando explícitamente un modelo so­
cial, y esperando que la naturaleza' participe en una transacción. Pero la na­
turaleza no transige con los hombres; sigue su camino sin importarle que sus
presuntos interlocutores se sientan agradecidos o desdeñados, según el caso. El
pensamiento transaccional tal vez no siempre sea tan abiertamente reconocido,
pero a menudo se encuentra bajo la superficie en otros casos de conducta “ilógica”.
Así, el jugador ante la ruleta que continúa apostando al rojo precisamente porque
ya perdió varias veces con el rojo, está comportándose como si esperara que la
conducta de la ruleta acabara por responder a sus persistentes aperturas; no
concluye —como sería sabio hacerlo— que las probabilidades están inalterable­
13 C. H. Waddington, Tie Elhical Animal, Allen & Unwin, 1960.
32 I.A H :\C IO N SOCÍAÍ. DM. I.VTKI.I:.C I < >

mente (ijadas en su contra. De igual modo, el hombre de los experimentos de P. C.


Wason sobre razonamiento abstracto, quien, cuando se le pone enfrente la tarea de
descubrir una regla matemática, típicamente trata de sustituir la regla predeter­
minada por la suya propia, está actuando como si esperara que el problema mismo
cambiara, como respuesta a sus soluciones tentativas.11 Resulta revelador el
comentario de uno de los sujetos de Wason: “Las reglas son relativas. Si usted fuera
el sujeto y yo fuera el experimentador, entonces yo tendría razón”. En general, me
atrevo a sugerir que un enfoque transaccional lleva a los hombres a negarse a
aceptar la intransigencia de los hechos, ya sean acontecimientos físicos, acciones
matemáticas, o leyes científicas; siempre existirá la tentación de suponer que los
hechos responderán como seres vivos a las presiones sociales. Los hombres esperan
discutir con problemas antes que verse limitados a argüir acerca de ellos.
Hay momentos, sin embargo, en que semejante enfoque “erróneo” a los fenóme­
nos naturales puede ser inesperadamente creador. Aunque puede darse el caso de
que ninguna cantidad de plegaria social cambie el clima o, para el caso, convierta
materiales bajos en oro, sí hay cosas en la naturaleza con las que es posible una
especie de intercambio social. No es estrictamente cierto que la naturaleza no
transige con los hombres. Si por transacción significamos en esencia una relación en
desarrollo, fundada sobre un mutuo toma y daca, entonces puede considerarse que
varias de las relaciones que los hombres establecen con cosas no humanas que nos
rodean tienen cualidades transaccionales. El cultivo de las plantas nos ofrece un
ejemplo claro e interesante: el cuidado que un jardinero da a sus plantas (regándo­
las, poniéndoles fertilizantes, podándolas, etc.) está en armonía con las nacientes
propiedades de las plantas, propiedades que a su vez son una fundón de lo que
haga el jardinero. Cierto, las plantas no responden a las presiones sociales ordina­
rias (aunque los hombres si les hablen), pero la forma en que dan y reciben del
jardinero tiene, me atrevo a sugerir, una íntima similitud estructural con una
sencilla relación social. Si C. Trevarthen puede hablar de “conversaciones" entre
una madre y un bebé de dos meses,13 entonces también podemos hablar de una
conversación entre un jardinero y sus rosas o entre un granjero y su grano. Y lo
mismo podría decirse de las interacciones de los hombres con ciertos materiales
totalmente inanimados. La relación de un alfarero con su barro, de un fundidor
con su mineral de hierro o de un cocinero con su sopa son, todas ellas, relaciones de
un fluido intercambio, una vez más de carácter protosocial.
No sólo se trata de que el pensamiento transaccional sea típico del hombre; las
transacciones son algo.que las personas buscan activamente y que imponen a la
naturaleza siempre que pueden. En el Museo de Muñecas de Edimburgo hay una
caja llena de huesos cubiertos de jirones de tela: conmovedores recuerdos del deseo
#de los niños humanos por conjurar relaciones sociales aun con el material menos
prometedor. Durante una larga historia, creo que los hombres han explorado
las posibilidades transacciónales de incontables cosas que los rodean, v a veces,
como para Pigmalión, las cosas han cobrado vida. Así, muchos de los descubri­
mientos tecnológicos de que la humanidad está más orgullosa, desde la agricultura
H P. G. Wason y P. N. Johnson-Laird, Psychology of Reasoning, Batsford, 1972.
15 C. Trevarthen, “Conversations with a two-month-old", New Scientist, 62, 230, 1974.
LA FUNCION SOCIAL DLL INTELECTO 33
hasta la química, acaso no tuviesen su origen en la aplicación deliberada de la
inteligencia práctica, sino en la afortunada aplicación errónea de la inteligencia
social.
El surgimiento del método científico clásico ha dependido en gran medida de
que los pensadores humanos se hayan disciplinado a sí mismos para abandonar los
estilos de razonamiento transaccional, sociomágicos; pero el método científico sólo
saltó a la palestra en los últimos siglos de la historia de la humanidad, y en nuestro
propio tiempo vemos por doquier señales de un retorno a sistemas más mágicos de
interpretación. Al tratar con el mundo no social, el primer método es, sin duda, el
más inmediatamente apropiado, pero el último tal vez sea más natural al hombre.
El pensamiento transaccional quizá sea irreprimible: dentro del más disciplinado
Jekyll se oculta un transaccional Hyde. Charles Dodgson, el matemático, compar­
tió su pluma amigablemente con Lewis Carroll, el inventor del País de las
Maravillas, pero la separación a menudo no es ni cómoda ni muy completa. .
Newton se revela en sus documentos privados como místico rosacruz, y sus
descendientes intelectuales continúan aplicando hasta hoy extrañas dobles normas
a sus pensamientos: de ello es testimonio la forma en que ciertos físicos británicos
abrazaron la causa de Uri Geller, el hombre que, por simple fuerza de voluntad,
podía doblar una cuchara de metal,16 En el panorama de la ciencia en gran escala,
sospecho que hay buenas razones para aprobar este tipo de incongruencia, pues
aunque la “ciencia normal” (en el sentido que Kuhn da al término) tiene poco o
ningún espacio para el pensamiento social, la “ciencia revolucionaria” puede
derivar —más a menudo de lo que creemos— su inspiración de una visión de un
universo que hace transacciones sociales. La física de las partículas ya siguió a
Alicia por la conejera hacia un mundo poblado por “familias” de partículas
elementales dotadas de “extrañeza” y “encanto”. Véase, por ejemplo, el siguiente
informe aparecido en el New Scientist: “ Las partículas buscadas en spear eran las
primas de los psis integrados de un quark encantado y de un anticuark sin encantar.
Esto contrasta con los hermanos de psis...” (las cursivas son mías).17 ¿Quién sabe
adonde pueda llevarnos esta “socio-física”?
La ideología déla ciencia clásica ha ejercido enorme influencia, pero en muchos
casos limitadora, sobre las ideas acerca de la naturaleza del comportamiento
“inteligente”. Pero digan lo que digan los sumos sacerdotes, desde Bacon hasta
Popper, acerca de cómo debiera pensar la gente, nunca se han acercado siquiera a
describir cómo piensa la gente. En la medida en que una visión idealizada del
método científico ha sido la influencia predominante sobre la reciente historia
intelectual de la humanidad, los biólogos debieran ser los primeros en seguir a
Henry Ford, desdeñando la historia reciente como “chatarra”. Sin embargo, la
historia evolutiva es otra cosa. Los años formativos para el intelecto humano
fueron los años en que el hombre vivió como salvaje social en las llanuras de Africa.
Aún hoy, como escribió Sir Thomas Browne en Religio medid, “Toda Africa con sus
prodigios está dentro de nosotros”.

16 Por ejemplo, J. Taylor, Superminds, Macmillan, 1975.


" New Scientist, 67, 252, 1975.
III. LOS PSICÓLOGOS DE LA NATURALEZA

En La naturaleza de la explicación, Kenneth Craik esboza una “hipótesis sobre la


naturaleza del pensamiento”, proponiendo que
el sistema nervioso es... una máquina calculadora capaz de modelar o de correr paralela
a los hechos exteriores... Si el organismo lleva consigo un “modelo en pequeña escala”
de la realidad exterior y de sus propias acciones posibles, dentro de su cabeza, es capaz de
probar diversas alternativas, concluir cuál es la mejor de ellas, reaccionar a las situacio­
nes futuras antes de que surjan, utilizar el conocimiento de los hechos pasados al
enfrentarse al futuro y reaccionar, de todas maneras, en forma mucho más plena, segura
y competente a las emergencias a las que se enfrenta.1
El concepto de un “modelo mental de la realidad” ha llegado a gozar desde
entonces de tal aceptación que ha llegado a ser casi un cliché de la psicología
experimental. Y, como en el caso de otros clichés, su significado ya no se pone en
duda. Desde el principio, la “hipótesis” de Craik cometió varias peticiones de
principio: ¿Un modelo de la realidad! ¿De qué realidad? ¿La realidad de quién?
Mi perro y yo vivimos en la misma casa. ¿Compartimos la misma “realidad”?
Ciertamente, compartimos el mismo medio físico y la mayor parte de los aspectos
de ese medio físico quizá son tan reales para uno de nosotros como para el otro. Tal
vez nuestras realidades sólo difieran en el sentido trivial de que cada uno de
nosotros conoce unas cuantas cosas acerca de la casa que el otro no conoce: el perro
(que tiene mejor nariz que yo) conoce mejor.el olor del tapete, yo (que tengo un
mejor par de ojos) conozco mejor el color de la cortina. Ahora bien, supongamos
que mi perro mastica la cuenta del gas, que está tirada sobre el felpudo ante la
puerta. ¿Es la realidad de tal hecho la misma para él que para mí? Algo bastante
real ha ocurrido para nosotros dos, y se trata del mismo papel. El perro agacha la
cabeza, contrito. ¿Está contrito porque mordió la cuenta del gas? ¡Qué sabe un
perro acerca de cuentas del gas! Las cuentas del gas son parte importante de mi
realidad exterior, pero seguramente no de la suya.
Si mi realidad y la de mi perro difieren en esta forma y en otras, importantes,
esto es así porque hemos aprendido a conceptualizar el mundo sobre distintos
lineamientos. Para el perro, papel es papel, para mí es un periódico, un papel de
envolver o una carta de un amigo. Estas formas de considerar un papel son en
esencia humanas, desde luego condicionadas por la cultura, pero por una cultura
que es producto de una naturaleza específicamente humana. Yo y el perro
participamos en distintos aspectos de la realidad porque en el fondo estamos
biológicamente adaptados para llevar distintos tipos de vida.
Para toda intención y propósito relacionados con la biología, la parte de la
realidad que importa a cualquier animal es esa parte de la que debe tener un
1 K. J. W. Craik, The Jwlure of E.xptunalion, Cambridge University Press, 1943.
34
LOS PSICÓLOGOS DE LA NATURALEZA 35

conocimiento “de trabajo”, en interés de su propia supervivencia. Como los


animales difieren en sus estilos de vida, se enfrentan a distintos tipos de “emergen­
cias”, y por tanto deben tener distintos tipos de conocimiento si han de reaccionar
en esa forma plena, segura y competente que Craik —y la selección natural—
recomiendan.
Pero distintos tipos de conocimiento entrañan distintos tipos de conocer. En la
medida en que los animales están biológicamente adaptados para enfrentarse a sus
propias partes de la realidad, así sus “máquinas calculadoras” nerviosas deben
estar adaptadas para construir muy distintos tipos de modelos. Esto no sólo es decir
que se puede pedir a las máquinas calculadoras hacer distintos tipos de sumas sino,
antes bien, que deben tener que trabajar de acuerdo con principios heurísticos
totalmente distintos. Según el trabajo para el que la naturaleza los haya diseña­
do, los sistemas nerviosos diferirán en los tipos de conceptos que empleen, los cálcu­
los de lógica que empleen, las leyes de causación que supongan, etcétera.
Llamemos “mentes” a estas máquinas calculadoras nerviosas. La tesis que
expondré en este capituló es que un avance revolucionario en la evolución de la
mente ocurrió cuando, para ciertos animales sociales, se inventó un nuevo conjun­
to de principios heurísticos para enfrentarse a la apremiante necesidad de modelar
una sección especial de la realidad: la realidad comprendida por el comportamien­
to de otros animales de la misma especie. El recurso que la naturaleza inventó fue
la introspección-, permitió al individuo desarrollar un modelo de comportamiento de
los demás, razonando por analogía a partir de su propio caso; los hechos de su
propio caso le fueron revelados mediante el examen del contenido de la conciencia.
Para el hombre y otros animales que viven en grupos sociales complejos, la
realidad es en gran medida una “ realidad social”. Ninguna otra clase de objetos
ambientales se aproxima en importancia biológica a los cuerpos vivos que consti­ H1BU1
tuyen para un animal social sus iguales, compañeros de juego, rivales, profesores,
enemigos, etc. Depende de los cuerpos de otros animales coespecíficos no sólo para MED
su sustento inmediato en la infancia y su realización sexual como adultos, sino, de
una manera u otra, para el triunfo (o fracaso) de casi toda empresa que intente. En
estas circunstancias, la capacidad de modelar el comportamiento de otros del
mismo grupo social tiene un máximo valor de supervivencia.
En otra parte he dicho con más detalle que el modelar la conducta de otros ani­
males no sólo es la tarea más importante sino también la más difícil en que los
animales sociales deben concentrar su mente {véase el capítulo n). En retrospecti­
va, creo que no tomé muy en serio mi propio argumento. La tarea de modelar el
comportamiento hace, en realidad, formidables demandas a la capacidad intelec­
tual —los animales sociales han evolucionado, por esta razón, hasta ser los más
inteligentes de los animales—, pero la inteligencia, por sí sola, no basta. Si un
animal social va a volverse —como tiene que hacerlo— uno de los “psicólogos de la
naturaleza”, deberá descubrir de algún modo el marco apropiado para practicar
la psicología; deberá desarrollar un conjunto apropiado de conceptos y una lógica
apropiada para enfrentarse a una parte exclusiva e incomparablemente elusiva de
la realidad.
LOS PSICOLOGOS DE LA NATURA! 1 / \

Las dificultades que surgen de trabajar dentro de un marco inapropiado quedan


bastante bien ilustradas por la historia de la ciencia de la psicología experimental.
Desde hace cien años, los psicólogos académicos han estado intentando, mediante
los métodos “objetivos" de las ciencias físicas, adquirir precisamente el tipo de
conocimiento de la conducta que cada animal social debe tener para sobrevivir.
En la medida en que estos psicólogos han sido estrictos “conductistas”, se han
abocado a su tarea como si estuviesen estudiando el comportamiento de bolas de
billar, basando sus modelos teóricos enteramente sobre conceptos a los que pudie­
sen dar con facilidad una definición pública. Y en la medida en que han sido
estrictos conductistas, han logrado muy lentos progresos. Una y otra vez les ha
obstaculizado el no desarrollar un marco lo bastante rico o pertinente de ideas.
Conceptos corno la “fuerza del hábito", el “impulso" o el “refuerzo", pese a su
objetividad, son irremediablemente inadecuados para la tarea de modelar las
sutilezas del comportamiento auténtico. De hecho, me atrevo a sugerir que si el
conocimiento que una tata tiene de la conducta de otra rata se limitara a todo lo
que los conductistas han descubierto hasta hoy acerca de las ratas, esta rata
mostraría tan poca comprensión de sus compañeras que estropearía desastrosa­
mente toda interacción social en la que participara; las perspectivas, para un
hombre limitado, de modo similar serían aún peores. Y sin embargo, como
científicos profesionales, los conductistas siempre han tenido enormes ventajas
sobre el animal individual, siendo capaces de hacer experimentos controlados, de
someter sus datos a complicados análisis estadísticos y, ante todo, de compartir el
conocimiento registrado en la inmensa bibliografía científica, Por contraste, un
animal en la naturaleza no tiene más que su propia experiencia para basarse, su
propia memoria para registrarla y el breve tiempo de su vida para adquirirla. El
“ conductismo” como filosofía para la ciencia natural de la psicología no podía
cumplir con su cometido, y como puede suponerse, no lo hizo.
Noam Chomsky, en su famosa crítica de la obra Verbal Behaviour, de B. F. Skin­
ner, arguyo sobre lincamientos paralelos que sería imposible para un niño ad­
quirir una compresión del lenguaje humano hablado si todo lo que el niño tuviese
a su dispocisiórt fuese un buen cerebro con el cual hacer un buen análisis, sin pre­
juicios, de las aserciones públicas.’ La actitud de Chomsky hacia el problema con­
sistió en afirmar que el cerebro del niño no carece, en realidad, de prejuicios: el niño
nace con un conocimiento innato de la gramática transformacional, que le da
un marco para modelar el lenguaje humano. Aunque la tesis de Chomsky tiene sus
dificultades, creo que no sería totalmente irrazonable suponer algo similar con res­
pecto a la adquisición de un modelo de comportamiento: las reglas y los conceptos
esenciales para comprender la conducta simplemente pueden ser dadas de manera
innata al animal social. Sin embargo, hay otra posibilidad, más atractiva. Consiste
en sugerir que el animal tiene acceso, no a un “conocimiento innato” sino a una
“evidencia interior” acerca del comportamiento. Los psicólogos de la naturaleza
triunfan donde los psicólogos académicos han fallado, porque los primeros hacen
un libre uso de la introspección.2

2 N. Chomsky, crítica de Verbal Behavior, de B, F. Skinner, Language, 35, 26, 1959.


LOS PSIC OLOGOS DE LA NATURALEZA 37

Consideremos cómo funciona la introspección Escribiré estos párrafos desde la


posición de un ser humano consciente y reflexivo, sobre la suposición de que otros
seres humanos me comprenderán. Primero, permítaseme distinguir dos significa­
dos separados de lo que puede llamarse “autoobservación", uno débil y uno fuerte.
En el sentido débil, autoobservación significa simplemente observar mi propio
cuerpo, en contraste, con el de otro más. Debe ser verdad que mi cuerpo es el
ejemplo de un cuerpo humano que es, por mucho, el más familiar para mí. De este
modo, aún si yo pudiera observar mi comportamiento por medio de ojos “objeti­
vos", es pr obable que me basara en la autoobservación para la mayor parte de mis
evidencias acerca de cómo se comporta un ser humano (en el mismo sentido en que
un físico que llevara una bola de billar en el bolsillo bien podría emplear esa bola
de billar “personal” como paradigma de todas las bolas de billar).
Pero no pára aquí la importancia de la autoobservación. En el sentido fuerte del
término, autoobservación significa una clase especial de observación a la que yo y
sólo yo tengo acceso privilegiado. Cuando reflexiono sobre mi propia conducta,
cobro conciencia no sólo de los hechos externos acerca de mis acciones, sino de una
presencia consciente, “Yo”, que “quiere” hacer esas acciones. Este “Yo” tiene
razones para querer las cosas que quiere. Las razones son varios tipos de “sentimien­
to”: “sensaciones", “emociones”, “recuerdos” y “deseos”. “Yo” deseo comer
porque “yo” estoy hambriento; “Yo” intento irme a la cama porque “yo” estoy
cansado; “Yo” rne niego a moverme porque “yo” siento un dolor. Además, la
experiencia me dice que las propias sensaciones son causadas por ciertas cosas que
ocurren a mi cuerpo en el mundo exterior. “Yo” tengo hambre porque mi cuerpo
no ha recibido alimento; “Yo” siento un dolor porque he pisado una espina. Así
ocurre (como pronto lo descubro), que varias clases de acontecimientos pueden
causar una sensación particular, y que una sensación particular puede ser la
causante de que yo desee varios tipos de acción. El papel de una sensación en el
modelo que desarrollo de mi propio comportamiento se vuelve, por tanto, aquel
que los psicólogos han llamado una “variante que interviene”, colmando la
brecha causal entre un conjunto de circunstancias antecedentes y un conjunto de
acciones ulteriores: entre lo que me ocurre a “mi” y lo que “Yo” hago.
Ahora bien, cuando llego a la tarea de modelar la conducta de otro
turalmente supongo que él opera sobre los mismos principios que yo. Supongo que
dentro de él hay también un “Yo” consciente, y que este “Yo” tiene sensaciones
que son las razones de que “Él” desee hacer ciertas acciones. En otros términos,
espero que la relación entre lo que ocurre a su cuerpo y lo que hace tenga la misma
estructura causal —estructura basada en las mismas variables que intervienen—
que yo he descubierto por mí mismo. Es mi familiaridad con esta estructura causal
y con estas variables la que me da el importantísimo marco ideológico necesario
para hacer psicología natural.
Sin la introspección que me guíe, la tarea de descifrar la conducta de mis
congéneres estaría totalmente fuera de mi alcance. Sería yo como un mal criptó­
grafo que tratara de descifrar un texto escrito en una lengua por completo
desconocida. Michael Ven tris pudo descifrar el código del B Lineal, porque, de
antemano, supuso que el lenguaje del texto era el griego; aunque el alfabeto fuera
desconocido para él, supuso —correctamente— que conocía la sintaxis y el
38 LOS PSICOLOGOS DE LA NATURALEZA

vocabulario del mensaje subyacente. El A Lineal sigue siendo hasta el día de hoy
un misterio porque nadie sabe en qué idioma está escrito. En la medida en que
somos seres humanos conscientes, todos adivinamos, de antemano, el “idioma” del
comportamiento de los demás.
Pero podrá objetarse que en realidad no he redondeado un argumento para que
haya alguna gran ventaja en emplear la introspección, ya que los psicólogos
científicos, no-introspectivos, en realidad se permiten asimismo postular ciertas
variables que intervienen, como “hambre” y “temor”. Y así es. Pero recuérdese
cómo las derivan. Para establecer las variables que probablemente resultarán
útiles a sus modelos, deben hacer una revisión vasta e imparcial de todas las
circunstancias (suponiendo que no quieran hacer trampa) y de todas las acciones
de un animal, y luego someter sus datos al análisis estadístico de factores. Desde
luego, en la práctica suelen hacer trampa al limitar sus datos a unos cuantos
parámetros “pertinentes”: la pertinencia se decide sobre la base de una conjetura
intuitiva. Pero ni aun así es fácil su tarea. Antes de postular una variable, así sea tan
“obvia” como el hambre, el psicólogo experimental ha de pasar por un formidable
ejercicio de recabación de datos y correlación estadística.3 Sin embargo, un ser
humano introspectivo común no tiene esos problemas para inventar un modelo
“psicológico” de su comportamiento propio y del de los demás: sabe, por sus
propias sensaciones, cuáles son las variables que intervienen, que él debe buscar.
De hecho, conoce sensaciones sutiles, que no es probable que ninguna cantidad de
datos objetivos pudiera revelar como postulados útiles. Hablando una vez más por
mí mismo, yo conozco sentimientos de temor, de culpa, de celos, de irritación, de
esperanza, de estar enamorado, todos los cuales ocupan un lugar en mi modelo
de cómo se comportan los demás.
Me parece que antes de poder atribuir tales sentimientos a los demás, debo
tenerlos yo mismo: condición de la que parecen estar exentos los psicólogos aca­
démicos. Pero en general ocurre, por razones que expondré en los capítulos
vi-vni, que en el curso de su vida, la mayoría de la gente tiene casi todos estos
sentimientos, y a menudo sólo se necesita una sola experiencia seminal para añadir
una nueva dimensión a nuestro propio modelo de comportamiento. Que un monje
célibe haga el amor por una vez a una mujer, y le sorprenderá notar cuánto mejor
comprende el Cantar de Salomón. Pero que ese mismo monje, como un psicólogo
académico, observe veinte parejas en el parque, y no por ello sabrá más...
Dejemos aquí mi opinión de cómo procede el psicólogo de la naturaleza.
Permítaseme volverme a las implicaciones más puramente filosóficas de la teoría, y
decir algo más acerca de la conciencia.
Supondré que lo que queremos decir al hablar de la experiencia consciente de
cada quien, en el conjunto de sentimientos subjetivos que, en cualquier momento,
están al alcance de la introspección: es decir, las sensaciones, emociones, voliciones,
etc. de las que he hablado. Nuestra norma para juzgar que alguien más está cons­
ciente es que tengamos motivos para creer que él tiene razones subjetivas para sus
acciones, que está comiéndose una manzana porque siente hambre, o que está

3 Cf. R. A. Hinde, Animat Behaviour, McGraw Hill, 1970.


LOS PSICÓLOGOS DL LA NATURALEZA 39

levantando el brazo porque desea hacerlo. Si tuviésemos motivos para creer que un
perro tuviese similares razones subjetivas para sus acciones, querríamos decir que
también el perro estaba consciente. Al proponer la teoría acerca de la función
biológica de la introspección, estoy proponiendo, por consiguiente, una teoría
acerca de la función biológica de la conciencia. Y las implicaciones de esta teo­
ría están lejos de ser triviales. Si la conciencia ha evolucionado como adaptación
biológica para practicar la psicología introspectiva, entonces la presencia o la
ausencia de la conciencia en animales de distintas especies dependerá de que
necesiten o no poder interpretar el comportamiento de otros animales en un grupo
social. Lobos y chimpancés y elefantes, que participan en interacciones sociales
complejas, probablemente están, todos ellos, conscientes; las ranas y los caracoles y
los bacalaos tal vez no lo son.
Puede haber filósofos que protesten, diciendo que es disparatado hablar de una
“función” biológica de la conciencia cuando, según dice Wittgenstein, la expe­
riencia consciente ni siquiera tiene un “lugar en el juego del lenguaje”.4Mas lo que
Wittgenstein demostró es que hay problemas lógicos acerca de la comunicación de la
experiencia consciente, y la teoría no propone que la conciencia desempeñe una
función directa en la comunicación entre individuos; no estoy diciendo que los
animales sociales pueden o deben informarse, unos a otros, de sus sentimientos
subjetivos. Para un animal, la ventaja de estar consciente se encuentra en el uso
puramente privado que hace de la experiencia consciente como medio de desarro­
llar un marco conceptual que le ayude a modelar el comportamiento de otro
animal. No necesariamente hay una diferencia, si en realidad el otro animal está
experimentando las sensaciones que se le atribuyen; todo lo que importa es que su
comportamiento sea comprensible sobre la suposición de que tales sentimientos
ofrecen las razones para sus actos. Así, por loque yo sé, nadie más que yo mismo ha
experimentado jamás un sentimiento correspondiente a mi propia sensación de
hambre; sigue en pie el hecho de que'el concepto de hambre, derivado de mi
propia experiencia, me ayuda a comprender por qué comen los demás. En
realidad, si suponemos que el primer animal en la historia que tuvo alguna clase de
conciencia introspectiva surgió como variante aleatoria en una población por lo
demás inconsciente, la ventaja selectiva que la conciencia dio al animal debió de ser
independiente de la conciencia de los demás. De allí se sigue, a fortiori, que la
ventaja selectiva de la conciencia nunca pudo haber dependido de que la experien­
cia consciente del animal fuese la “misma” que la de los demás.3
Tal vez esto parezca paradójico. En realidad, si no pareciera un poco paradójico
vo me preocuparía, pues estoy suponiendo que los lectores mismos están tan
naturalmente inclinados como cualquier otro animal introspectivo a proyectar sus
sensaciones conscientes a los demás. La sugestión de que tal vez esté usted en un
error al hacerlo, o al menos que no importa si tiene razón o no, hará surgir en
usted —eso espero— cierta resistencia adamita. Mas permítaseme elaborar el
argumento.
Supongo que nadie objetaría la afirmación de que un pedazo de hierro magneti-
4 L. Wittgenstein, op, cil. (capítulo 1, nota 3, supra), I, 293.
s Ibid., 272.
([.' I.OS PSICÓLOGOS DF. LA NATURALEZA

zado carece de conciencia. Supongamos ahora que un animal —llamémosle uno


de los “físicos de la naturaleza” — tratara de modelar el comportamiento de los
¡manes. Puedo concebir que sería útil para este animal pensar en el polo norte de
un magneto como si tuviera un deseo de acercarse al polo sur. Luego, si el concepto
de tener un deseo fuese tal que el animal conociese por su propia experiencia in­
terior, me gustaría decir que la conciencia introspectiva era una ayuda para el ani­
mal al practicar la física. El hecho de que el animal casi seguramente estaría en el
error al atribuir sensaciones de deseo a los imanes no afectaría que esa atribución
fuese heurísticamente útil o no, al desarrollar un modelo conceptual de cómo
actúan los imanes. Pero si es concebible que esto es cierto al hablar de física, tanto
más cierto es al hablar de psicología. A pesar de la posibilidad lógica de que todos
los seres humanos que me rodean estén tan inconscientes como un pedazo de
hierro, mi atribución de sensaciones conscientes a ellos me ayuda, en realidad, a es­
coger mis observaciones de su comportamiento y a desarrollar modelos predictivos.
Alt, podrá decir el lector, pero no está usted realmente diciendo nada muy
interesante, pues sólo puede ser útil atribuir sensaciones a otras personas —o a los
humanos— hasta el punto en que hay algo acerca de la otra persona o del imán que
corresponde a lo que usted llama una sensación: la atribución del deseo a los
imanes es heurísticamente valiosa si y sólo si existe en realidad una fuerza atrayen­
te electromagnética entre un polo norte y un polo sur, y la atribución de una
sensación de hambre a un hombre es valiosa si y sólo si su cuerpo es en realidad
motivado por un estado fisiológico particular. Precisamente. Pero el imán no tiene
en realidad que conocer la fuerza electromagnética, y el hombre, en principio,.no
tiene que saber del estado fisiológico.
Los imanes no necesitan ejercer la física. Si lo hicieran —si su supervivencia
como imanes dependiera de ello— tal vez estarían conscientes. Si los volcanes
necesitaran ejercer la geología y las nubes la meteorología, tal vez estarían
conscientes.
Pero la supervivencia de la especie humana sí depende de que sea capaz de
ejercer la psicología. Por ello, pese a las dudas sofísticas que acabo de expresar, no
considero que sea una posibilidad biológica —y menos creo en ella— que otras
personas no estén tan plenamente conscientes de las razones de sus actos como yo sé
que yo mismo lo estoy. Sin embargo, en el caso de las ranas y los caracoles, mi
argumento me lleva a la conclusión opuesta. Permítaseme repetirlo: estos animales
no sociales no necesitan practicar la psicología así como los imanes no necesitan
practicar la física: ergo, no tuvieron un uso que dar a la conciencia.
En alguna parte del camino evolutivo que condujo de los peces a los chimpancés
ocurrió un cambio en el sistema nervioso, que transformó un animal que simple­
mente “se comportaba” en un animal que al mismo tiempo informaba a su mente
de las razones de su propia conducta. Mi suposición es que este cambio implicó la
evolución de un nuevo cerebro: un “cerebro consciente” paralelo al anterior
“cerebro ejecutivo”. En los últimos años han empezado a surgir pruebas de
estudios de daño cerebral en animales y en el hombre que dan sentido a este tipo
de especulación.
Para poner fin a este capítulo deseo decir más acerca de la mona, Helen, a la que
me referí en el capítulo II.
LOS PSICÓLOGOS DE LA NATL RALEZA 41

En 1966, Helen fue sometida a una operación del cerebro, en la que se le extirpó
casi por completo la corteza visual. En los meses que siguieron a la operación, la
mona actuó como si estuviese ciega. Pero el profesor Larry Weiskrantz, con quien
yo trabajaba, y yo, no estábamos convencidos de que la ceguera de Helen fuese
tan absoluta y permanente como parecía. ¿Podría ser que su ceguera no estuviese
tanto en su cerebro como en su mente? ¿Sería el problema que ella pensaba que no
podía ver?
Me puse a trabajar para convencerla de que volviese a valerse de sus ojos. En el
curso de sieté años, la alenté, juguécon ella, la saqué a pasear, la animé como pude
a comprender su potencial latente para la visión. Y con lentitud, vacilante, Helen
volvió a salir del negro valle en que la operación la había hundido. Después de siete
años, su recuperación pareció tan completa que un observador no informado
habría notado muy poco extraña la forma en que ella analizaba el mundo visual.
Por ejemplo, Helen podía correr por una habitación llena de muebles, recogiendo
grosellas del piso, y podía atrapar una mosca en vuelo.6
Pero siguió corroyéndome una duda acerca de lo que se había hecho: tuve la
corazonada de que, pese a su manifiesta habilidad, Helen había permanecido
hasta el fin inconsciente de su propia visión. Nunca recuperó lo que nosotros -i-el
lector y yo— llamaríamos las sensaciones de la vista. No se me interprete mal. No
estoy diciendo que Helen no acabó por descubrir que después de todo podía
valerse de los ojos para obtener una información acerca del medio. Era una mona
lista y casi no dudo de que, al progresar su entrenamiento, empezó a comprender
que estaba en realidad obteniendo información “visual” de alguna parte, y que sus
ojos tenían algo que ver en ello. Pero sí quiero sugerir que, aun si llegó a percatarse
de que podía valerse de sus ojos para obtener información visual (información,
digamos, acerca del lugar de una grosella en el piso), ya no supo cómo le llegaba la
información: si había una grosella ante sus ojos, descubriría que conocía su
posición, pero, carente de la sensación visual, ya no la veía allí.
Es difícil imaginar algo comparable en nuestra propia experiencia, pero tal vez
el sentido que tenemos de la posición de las partes de nuestro cuerpo no sea muy
distinto. Todos aceptamos como un hecho que nuestros cerebros son continuamen­
te informados de la topología de la superficie de nuestros cuerpos: cuando desea­
mos rascarnos una oreja, no nos encontramos rascándonos un ojo; cuando damos
una palmada, no hay ningún peligro de que nuestras manos no se encuentren.
Pero, por mi parte, no veo muy claro sobre cómo esta información posicional me
■ llega. Por ejemplo, si cierro los ojos e ¡ntrospecto los sentimientos de mi pulgar
izquierdo, no puedo identificar ninguna sensación a la que pueda atribuir mi
conocimiento de la posición del pulgar: y sin embargo, si estiro la otra mano,
lograré localizar con toda precisión el pulgar. Al parecer, “simplemente sé” dónde
está mi pulgar. Y lo mismo puedo decir de otras partes de mi cuerpo. Por
consiguiente, me inclino a decir que en el nivel de la conciencia consciente, el
“sentido de posición” no es en realidad un sentido: lo que yo sé de la posición de las
partes de mi cuerpo es “puro conocimiento perceptual”: no confirmado por la
sensación.
6 N. K. Humphrey, op. d t (capítulo 2, nota 9, rup ra).
LOS PSICÓLOGOS DE LA NATURALEZA

Ahora bien, en el caso de Helen, voy a sugerir que la información que tenía de
sus ojos era, asimismo, “conocimiento puro”, del que no estaba consciente de una
evidencia confirmadora en forma de sensaciones visuales, Helen “simplemente
sabía” que había una grosella en tal y tal lugar del piso.
Esto, podrá pensar el lector, es una hipótesis extraña, y que, en principio, no
puede ponerse a prueba. Si yo reconociera que la hipótesis no podía ponerse a
prueba, renegaría de todo el argumento elaborado en este capítulo. Y la implicación
de tal reconocimiento sería que la presencia o la ausencia de conciencia no tie­
ne consecuencias en el nivel del comportamiento abierto. Y si la conciencia no
acepta el comportamiento, desde luego, no puede haber evolucionado por selec­
ción natural: ni en la forma en que he estado arguyendo, ni en ninguna otra.
Entonces, ¿qué debo decir? Si me han seguido hasta aquí, conocerán mi respuesta:
creo yo que la falta de conciencia visual de Helen se habría mostrado en la forma
que ella misma concibiera del comportamiento visualmente guiado de otros
animales, en la forma en que ella practicara la psicología. Volveré a esto dentro de
un momento; pienso que mis lectores estarán más dispuestos a escucharmesi antes
me refiero a ciertas notables pruebas recién aparecidas en seres humanos,
En los últimos años, Weiskrantz y sus colegas del National Hospital, y otros
neurólogos de diferentes hospitales por todo el mundo, han estado extendiendo
nuestros decubrirnientos de Helen a sus pacientes humanos.7 Han estudiado ca­
sos de lo que se llama “ ceguera cortical", causada por extensa destrucción de la
corteza visual en la parte posterior del cerebro (área muy similar a la que le fue
extirpada quirúrgicamente a Helen). En la mayor parte de la antigua bibliografía
médica, se describía a los pacientes que sufrían este daño cerebral como ciegos por
completo en grandes zonas del campo visual: los propios pacientes decían que
eran ciegos, y en las pruebas clínicas en que se les pide informar sobre si pueden ver
tina luz en la zona afectada del campo, su ceguera quedaba aparentemente
confirmada. Pero las pruebas clínicas —y la opinión de los propios pacientes— han
resultado engañosas. Se ha demostrado que, aun cuando los pacientes no piensen
que pueden ver, en realidad son perfectamente capaces de utilizar la información
visual que les llegue de una parte ciega del campo con sólo que sé les pueda
persuadir a que “adivinen” qué es lo que sus ojos están contemplando. Así, un
paciente estudiado por Weiskrantz, aunque negara que podía ver algo en la mitad
izquierda de su campo visual, podía “adivinar” la posición de un objeto en esta
zona con notable precisión, y también podía “adivinar” la forma del objeto.
Weiskrantz, buscando una palabra que describiera este extraño fenómeno, lo ha'
llamado “visión ciega”.
Y “visión ciega” es lo que yo creo que Helen tenía. Es una visión sin “conciencia
consciente”: la información visual llega al sujeto en forma de conocimiento puro,
no corroborado por sensación visual: No es de sorprender que el paciente humano
crea estar simplemente “adivinando”. Después de todo, ¿qué es una “adivinan­
za”? Está definida en el Diccionario Chambers como un “juicio u opinión sin
suficiente evidencia o motivo”. Se necesita la conciencia para dar a nuestras
7 L. Weiskrantz, E. K. Warrington, M. D. Sanders y J. Marshall, “Visual capacity in the hernia-
nopic field following a restricted occipital ablation”, Brain, 97, 709, 1974.
LOS PSICÓLOGOS DE LA NATURALEZA 43

mentes Jas sensaciones que ofrecen “evidencia o motivos” para lo que nos dictan
nuestros sentidos; así como se necesita la conciencia para dar a nuestras mentes las
sensaciones subjetivas que ofrecen “evidencia o motivos" para nuestro comporta­
miento al comer, o para nuestro mal humor o para cualquier cosa que hagamos
con la posibilidad de tener un insight en sus razones.
Por ello, si Helen carecía de tal insight en su propia visión, ¿cómo pudo afectar su
capacidad de practicar la psicología? No pienso que el caso particular de Helen sea
muy claro, pues ya había crecido cuando fue sometida a la operación del cerebro, y
bien pudo conservar recuerdos acerca de la visión del tiempo en que pudo ver
normalmente. Prefiero analizar ei caso hipotético de un mono que ha sido operado
poco después de nacer y que por tanto nunca en su vida tuvo conciencia de las
sensaciones visuales. Creo yo que semejante mono desarrollaría la capacidad
básica de emplear la información visual casi del mismo modo que lo hace cualquier
mono con el cerebro intacto; llegaría a ser competente al valerse de sus ojos para
juzgar la profundidad, posición y forma, para reconocer objetos y para orientarse.
En realidad, si se observara a este mono en aislamiento social de oíros monos, no
parecería deficiente en ningún aspecto. Mas los monos ordinarios no viven en
aislamiento social. Interactúan continuamente con otros monos y sus vidas están
gobernadas, en gran parte, por las predicciones que hacen sobre cómo estos otros
monos se comportarán. Ahora bien, si un mono va a predecir el comportamiento de
otros, una de las menores cosas que debe comprender es que el otro mono utiliza la
información visual: que también el otro mono puede ver. Y aquí, sospecho yo, es don­
de el mono cuya corteza visual le fue extirpada mostraría graves defectos. Siendo ciego
a las sensaciones de la vista, sería ciego a la idea de que otro mono puede ver.
Los monos ordinarios y las personas ordinarias interpretan naturalmente el
comportamiento visualmente guiado de otros animales en función de su propia
experiencia consciente. La idea de que también otros animales tienen sensaciones
visuales les da un marco conceptual prefabricado para comprender lo que “signifi­
ca” para otro animal valerse de sus ojos. Pero el mono que ha sido operado,
careciendo de las sensaciones conscientes, carecería del concepto unificador: ya no
estaría en la posición privilegiada del psicólogo introspectivo.
En los días en que estábamos trabajando con Helen, Weiskrantz y yo solíamos
meditar sobre cómo describiría Helen su estado si pudiera hablar. Si hubiese
podido comunicarse con nosotros por señas, ¿qué profundas verdades filosóficas
habría podido revelarnos? Teníamos sólo una angustia: que Helen, nuestra queri­
da Helen, habiendo pasado tanto tiempo en la Universidad de Cambridge,
hubiese perdido su inocencia filosófica. Si le hubiésemos dicho por señas: “Hábla-
nos, Helen, acerca de la naturaleza de la conciencia”, ella habria podido replicar
con las últimas palabras del Tractatus de Wittgenstein: “De lo que no podemos
hablar, debemos guardar silencio”. Y el silencio nunca ha sido una buena base
para la discusión.
Con excesiva frecuencia en este siglo, los filósofos nos han prohibido a los demás
dar nuestra opinión acerca de las funciones y los orígenes de la conciencia. Han
amurallado el tema tras una Línea Maginot. Las defensas parecer, a veces,
impresionantes. Pero los biólogos, avanzando a través de los Países Bajos, no deben
tener miedo a rodearlas.
IV. TENER SENSACIONES Y M OSTRAR SENSACIONES

E n NUESTROS tratos con los animales —en la granja, el laboratorio, el zoológico y


hasta en la cacería— casi todos nosotros pensamos algún momento en las sensacio­
nes de los animales. Tratamos de minimizar la experiencia de dolor en los
animales; y a veces (aunque menos debidamente), tratamos de aumentar su
experiencia del placer. Pero por muy bien intencionados que seamos, nadie puede
afirmar que realmente sepamos lo que estarnos haciendo, pues no tenemos acceso
directo a la conciencia de los animales; de hecho, no podemosestarseguros deque
los animales sienten, conscientemente, en absoluto. Pese a las apariencias, es
lógicamente posible que los animales sean simplemente autómatas inconscientes
(como lo creyó Descartes).
Sin embargo, pocos de nosotros podemos alterar las apariencias, y pocos de
nosotros querríamos hacerlo. En la práctica, es lo que los animales parecen lo que
cuenta. A falta de cualquier norma más racional, solemos suponer que los animales
son, én realidad, parecidos a nosotros, y que si tienen sensaciones, deben anunciar­
las. Confiamos en que un animal que está sintiéndose conscientemente deprimido
lo expresará, digamos, mediante gestos o gritos, o que un animal que esté conscien­
temente contento lo expresará, digamos, sonriendo o ronroneando. En otros
términos, dejarnos al animalmisnio la tarea de hacernos saber lo que está ocurrien­
do. Y a cualquier animal que no anuncie sus sensaciones, no le tenemos ninguna
simpatía: mostrando poquísima preocupación por un pez, que ni chilla ni hace
gestos cuando su labio superior está atravesado por el anzuelo de un pescador,
aunque haríamos arrestar al pescador si hiciese lo mismo a un gatito.
Sin semejante regla aproximada para adivinar si se experimentan o no tales
sensaciones, la vida para el granjero, el cuidador de zoológico o el cirujano
veterinario sería, ciertamente, muy difícil. Quienes diariamente tienen que tomar
decisiones acerca del cuidado de los animales, sopesando las limitaciones económi­
cas o prácticas contra una preocupación moral por el bienestar de los animales, no
' pueden darse el lujo de la incertidumbre filosófica. Tienen que actuar como mejor
puedan, viendo lo que tienen delante. Cuando un animal da señales de dolor, ellos
rápidamente deben hacer algo al respecto, aun cuando un filósofo prefiriera dudar
de que el animal realmente sea consciente de nada; y cuando un animal no da tales
señas, ellos pueden descansar, aun cuando otros filósofos pudieran sugerir que en
aquel preciso momento el animal estaba, realmente, en agonía.
Pero el hecho de que la gente necesite una regla aproximada, el hecho de que la
regla que parezca más fácil y natural de adoptar esté basada en las apariencias, y el
nuevo hecho de que el empleo de esta regla sea considerado en general como
moralrnente aceptable, no significa, desde luego, que tengamos razón en emplear­
la. La suposición de que si los animales tienen sensaciones las anunciarán puede ser
totalmente inválida; y también puede serlo la suposición de que si los animales
anuncian sensaciones, entonces es porque las tienen.
44
TENER SENSACIONES Y MOSTRAR SENSACIONES. 43
En la medida en que estas dos suposiciones se basan en la idea de que hay una
relación causal directa entre tener sensaciones y expresarlas, se encuentran mal
fundamentadas. Por fortuna hay otro medio de enfocar la cuestión, y consiste en
contemplar la relación entre sensación y expresión no como de causa sino de
correlación contingente. Hay poderosos motivos evolutivos para creer en la rea­
lidad de semejante correlación, es decir, para creer que la capacidad de te­
ner sensaciones ha evolucionado, de hecho, de la mano con la cápacidad de
expresarlas.
El meollo del argumento evolutivo es éste: la capacidad de tener sensaciones (es
decir, de estar conscientemente consciente de ellas) es una adaptación evolutiva a
la vida social. La capacidad de expresar sensaciones (es decir, anunciarlas) también
es una adaptación evolutiva a la vida social. Por tanto, en cualquier animal en que
haya evolucionado la primera capacidad, también es probable que haya evolucio­
nado la segunda, y viceversa.
La idea de que la capacidad de expresar sensaciones está conectada con la vida
social tal vez sea suficientemente incontrovertida para que yo la dé por sentada. La
expresión es una forma de comunicación, y comunicación es, por esencia, un
acto social. Sencillamente no tendría sentido que un animal expresara sus sensa­
ciones al aire: gritara, se ruborizara, ronroneara o se erizara las plumas en una
situación en que no hubiese otro animal presente, dispuesto a responder a ello. La
idea de que un animal sea expresivo es influir (presumiblemente, para su propia
ventaja) sobre la conducta de otro miembro de su grupo social: atraer ayuda,
contener un ataque, etc. Así, cualquier animal que tenga Ja capacidad de expresar
sus sensaciones deberá, podemos suponerlo, haber evolucionado esa capacidad en B I B L i a E
un marco social: y cuanto mayorsea su repertorio de expresiones, más compleja es, M r n i m i :
probablemente, la sociedad de la que proviene: mayor el grado de interacción
individual, mutuo entendimiento, manipulación social, cooperación y similares.
La otra idea, a saber, que la capacidad de estar consciente de las sensaciones
también está conectada a la vida social es, desde luego, mucho más expuesta al
debate. Pero en otros capítulos he defendido el caso con ciertos detalles, y aquí no
haré más que un breve sumario. Yo supongo que cualquier animal que vive en un
grupo social complejo necesita, ante todo, la capacidad de hacer lo que yo he
llamado “psicología natural”, la capacidad de modelar el comportamiento de
otros miembros de su grupo. Yo sugiero que la conciencia, como fenómeno
biológico, evolucionó precisamente para satisfacer esta necesidad, pues el verdade­
ro valor de la conciencia es que da a los psicólogos naturales un acceso directo a
aquellos conceptos psicológicos —el concepto de sentir dolor, miedo, contento,
etc.—, sin los cuales la tarea de modelare! comportamiento de otros animales sería
de una dificultad imposible. Por ejemplo, a menos que un animal haya estado
conscientemente consciente de la sensación de dolor, resultante de su propia
herida, difícilmente podrá empezar siquiera a comprender el comportamiento de
otro animal herido. Pero aparte de su papel en ayudar a un animal social a
practicar la psicología, la conciencia, como yo la veo, no tiene ningún valor. Por
ello, si la conciencia existe fuera de la especie humana, probablemente existirá en
aquellos animales que viven en grupos sociales bastante complejos, pero no en los
demás.
46 TENER SENSACIONES Y MOSTRAR SENSACIONES.

Si unimos estas separadas líneas de argumentos, llegaremos a esta conclusión: los


animales que sí tienen la capacidad de anunciar sus sensaciones presumiblemente
evolucionaron en un marco social que probablemente resultó, asimismo, en la
evolución de la conciencia; no así los animales que no tienen esa capacidad.
Vemos así que la regla aproximada que todos empleamos en la práctica —y que
sin duda seguiremos empleando, digan lo que digan los filósofos o científicos— no
es tan mala, después de todo. Un gatito que chilla probablemente está sintiendo
dolor; no así un arenque que: no chilla. Más sólo para dejar constancia, permítase­
me resumir mi propia idea del asunto. El gatito no chilla porque sienta dolor. Chilla
para influir sobre la conducta de otro gato. Pero el hecho de que pueda esperar que
sus chillidos influyan sobre otro gato significa que ha evolucionado en el marco de
un grupo social complejo; el hecho de que proceda de semejante grupo social
complejo significa que necesita ser un psicólogo natural; el hecho de que necesite
ser un psicólogo natural significa que probablemente ha evolucionado en él la
capacidad de tener conciencia. Y eso es por lo que tal vez tuviésemos razón al
principio, al suponer que los chillidos significan que está conscientemente cons­
ciente del dolor.
V . L A C O N C IE N C IA : U Ñ C U E N T O D E
“A SÍ P R E C IS A M E N T E ”

Los BIÓLOGOS que han pensado —pero no lo suficiente— acerca de la conciencia


se encontrarán coqueteando con dos ideas contradictorias. Primera —el legado
de la tradición positivista de la filosofía—, que la conciencia es cosa esencialmente
privada, que enriquece el espíritu pero no establece una diferencia material en la
carne, y cuya existencia en el hombre o en otros animales no puede ser confirmada,
en principio, por las armas objetivas de la ciencia. La segunda —legado de la
biología evolutiva—, que la conciencia es un rasgo adaptativo, que ha evoluciona­
do por selección natural porque confiere alguna ventaja (aún no especificada) a
quienes la poseen.
Puestas las cosas de esta manera, la contradicción es evidente. Ventaja biológica
significa aumento de la capacidad de conservarse con vida y reproducirse; si es que
en realidad existe, es en el dominio público. Todo lo que confiera este tipo de
ventaja —y, más aún, todo aquello cuya evolución ha dependido específicamente
de ello—, no puede, por tanto, seguir siendo estrictamente privado. Si la concien­
cia es enteramente privada, no pudo evolucionar. O si ha evolucionado, debió de
ser, en palabras de Hamlet, sólo privada norte-noroeste; cuando el viento es del sur,
debe de tener consecuencias públicas. Si las fuerzas ciegas de la selección natural
lograron en el pasado perseguir estas consecuencias, hoy una ciencia de gran visión
debe poder hacerlo.
Y sin embargo, los eruditos continuarán tolerando, sospecho yo, la contradic­
ción y rindiendo homenaje, de dientes para afuera, a la intimidad y a la adaptivi­
dad evolutiva de la conciencia, hasta que se les ofrezca una versión plausible de
dónde está precisamente la ventaja biológica. Por el momento, lejos de tener
una hipótesis que pudiésemos poner a prueba y aplicar a otras especies, apar­
te de la nuestra, nos falta el fundamento mismo de una buena versión acerca de la
conciencia en los seres húmanos. Voy a ofrecer una: un cuento de “así pre­
cisamente”.
Pero antes, algunas advertencias sobre lo que, en el contexto de este cuento,
considero yo que significa “conciencia”. Dependo de que ya existe entré nosotros
la base de un entendimiento común. Presupongo que usted es otro ser humano
consciente; que tiene una concepción personal de cómo es la conciencia; que ha
experimentado, despierto o dormido, tanto su presencia como su ausencia; y que
habiendo notado los contrastes, ya se ha formado cierta opinión sobre para qué
sirve la conciencia. Supondré, además, que aunque usted acaso nunca haya tenido
oportunidad de pronunciarse al respecto, no tendrá dificultad para reconocer las
decisiones de alguien más (las mías, más adelante) como ciertas en su propio caso.
Es decir, siempre que sea usted un ser humano consciente y no, como ocurre, un
robot inconsciente o un filósofo llegado de Marte. Siempre que no haya sido
demasiado influido por Wittgenstein. Cuando Wittgenstein (en un célebre pasaje
47
43 I.A CONCIENCIA: UN CUENTO DE "ASÍ PRECISAMENTE'
que ya mencioné en el capítulo i) aludió a la conciencia como un “escarabajo” en
una caja —“nadie puede mirar la caja de otro, y cada quien dice que sabe lo que es
un escarabajo con sólo contemplar su propio escarabajo... sería posible que alguien
tuviese algo distinto en su caja... que hasta podría estar vacía” 1— eligió el nombre
de una cosa que no tiene un empleo obvio para nosotros, y así, implícitamente
excluyó la posibilidad de que las cosas que hay en nuestras diversas cajas pudiesen
tener una semejanza funcional entre sí. Pero supongamos que lo que hav en la caja
hubiese sido llamado, por ejemplo, unas “tijeras”. Las tijeras de una persona
pueden ser realmente distintas de las de otra: tijeras largas, tijeras cortas, tijeras
hechas de latón o de hierro. Pero las tijeras, para serlo, tienen que cortar.
Realmente no hay peligro de que ambos decidiéramos llamar “unas tijeras” a lo
que en mi caso podría ser, por ejemplo, una medusa, mientras que en el caso del
lector, simplemente fuera el aire.
Por todo lo que sé de mí mismo, lo que me llama la atención —y parece dar
cierta ventaja a la conciencia— es esto. El comportamiento de los seres humanos,
incluido yo mismo, en cada caso se encuentra bajo el control de un mecanismo
nervioso interno. Este mecanismo responde al medio exterior, y participa con él,
pero al mismo tiempo opera en muchas formas autónomamente, uniendo informa­
ción, haciendo planes y tomando decisiones entre un curso de acción y otro. Siendo
interno y autónomo, también opera, generalmente, fuera de la vista de los demás.
Usted no puede ver directamente mi mecanismo, yo no puedo ver directamente el
suyo. Y sin embargo, en la medida en que estoy consciente, puedo ver como con un ojo
interno, en el mío propio.
Durante la mayor parte de mi vida, mientras estoy despierto, he tenido concien­
cia de que mi propio comportamiento va acompañado por ciertos sentimientos
conscientes —sensaciones, humores, deseos, voliciones, etc.— que en conjunto
forman la estructura y el contenido de mi mente consciente. De hecho, tan regular
es este acompañamiento, tan rara vez me ocurre algo a mi sin ser precedido por la
experiencia de una sensación consciente, o bien ésta había corrido paralela a ello,
que desde hace tiempo he llegado a considerar mi mente consciente como lo mis­
mo que el mecanismo intemo que gobierna el comportamiento de mi cuerpo. Si me
pregunto por qué estoy haciendo algo, es muy posible que mi respuesta se dé en
términos mentales conscientes: estoy haciéndolo porque estoy consciente de esto o de
aquello que ocurre dentro de mi. “¿Por qué estoy buscando en la alacena? Porque
siento hambre... ¿Por qué levanto el brazo derecho? Porque quiero hacerlo... ¿Por
qué estoy oliendo esta rosa? Porque me gusta su olor...”.
Así, la conciencia (algunos dirían “conciencia de sí mismo”, aunque no sé que
t exista otro tipo de conciencia) me da un modelo explicativo, un modo de dar
sentido a mi comportamiento en términos que yo no podía inventar por ningunos
otros medios. Y en la medida en que esto se logra, esto es así presumiblemente
porque el funcionamiento de mi mente consciente corresponde en realidad a
alguna manera formal (aunque limitada) del funcionamiento de mi cerebro. El
“hambre” corresponde a un estado de mi cerebro; “desear” corresponde a un

1 L. Wittgenstein, op. til. (capítulo 1, nota 3. supra), I, 293.


LA CONCIENCIA: UN CUENTO DE “ ASÍ PRECISAMENTE" 49
estado de mi cerebro. Hasta el principio organizador de la conciencia, mi concepto
de mi propio “Yo”, corresponde a un principio organizador de los estados cerebra­
les. No es que los fisiólogos hayan presentado ya un análisis de la actividad cerebral
a lo largo de estos lincamientos. Pero, por el momento, éste es problema suyo, no
mío. Gomo hijo del proceso evolutivo, cuyos antepasados devanen este “negocio”
muchos millones de años, yo, en relación con mi propio comportamiento, soy como
el antiguo astrónomo de la figura 1 que ha descubierto un modo de contemplar
directamente los mecanismos y pernos que mueven las estrellas a través de los
cielos: las estrellas son mi comportamiento, los engranajes son el mecanismo que lo
controla, y el astrónomo que se asoma a contemplarlos soy yo mismo.
Y con eso, ¿qué?

F igura 1. Un astrónomo saliendo de la esfera de la sim ple apariencia y, can el poder de su imaginación,
echando una ojeada a los mecanismos de la realidad ulterior.

Así, en un tiempo hubo animales, antepasados del hombre, que no eran cons­
cientes. Esto no es decir que estos animales carecieran de cerebro. No cabe duda de
que eran seres complejamente motivados, agudos e inteligentes, cuyos mecanismos
de control interno eran, en muchos aspectos, iguales a los nuestros. Pero síes decir
que no tenían una manera de contemplar el mecanismo. Tenían cerebros agudos,
pero mentes en blanco. Sus cerebros recibían y procesaban la información de sus
órganos sensoriales sin que sus mentes tuviesen conciencia de alguna sensación
concomitante, y sus cerebros eran movidos, digamos, por el hambre o el temorsin
50 LA CONCIENCIA: UN CUENTO DE "ASI PRECISAMENTE"
que sus mentes tuvieran conciencia de alguna emoción concomitante, sus cerebros
emprendían acciones voluntarias sin que sus mentes tuvieran conciencia de una
volición concomitante... Y así, estos animales ancestrales seguían adelante con sus
vidas, profundamente ignorantes de toda explicación interna de su propio com­
portamiento.
A nuestro modo de pensar, tal ignorancia tiene que parecerle extraña. Tan a
menudo hemos experimentado la conexión entre sensaciones conscientes y com­
portamiento, nos hemos acostumbrado tanto a la idea de que nuestras sensaciones
son, en realidad, las causas de nuestras acciones, que resulta difícil imaginar que, a
falta de sensaciones, hubiese algún comportamiento. Cierto es que en casos raros,
los seres humanos pueden mostrar una competencia totalmente inesperada para
hacer cosas sin tener conciencia de sus razones internas: por ejemplo, el caso de la
“vista ciega” (véase el capítulo m), en que un paciente con una lesión cerebral
puede señalar una luz sin tener conciencia de alguna sensación que acompaña al
hecho de ver (y, según dice, sin saber cómo lo hace).2Pero en un caso semejante, el
propio paciente confesó su desconcierto; y ustedes y yo no diríamos que ésa no
hubiese sido, asimismo, nuestra reacción.
Sin embargo, ese desconcierto fue una de las muchas cosas de que nuestros
antepasados inconscientes se salvaron. Como nunca en sus vidas conocieron
razones internas de sus acciones, no las habrán echado de menos, al no estar allí.
Y ya sea que podamos imaginarlo o no, hemos de suponer que, para el estilo de
vida al que estaban adaptados, la “inconsciencia” no fue gran desventaja. Para
estos animales era su comportamiento mismo, y no su capacidad de dar una
explicación interna de él, lo que importaba para su supervivencia biológica. Según
la ocasión lo exigiera, actuaban por hambre, por temor, por capricho, etc., y no les
iba peor por no tener los sentimientos que habrían podido indicarles por qué.
No obstante, estos animales fueron los antepasados de los seres humanos moder­
nos. Seguían nuestro camino. Aunque sus vidas en un tiempo hayan sido compara­
tivamente brutales y relativamente cortas, con el paso de las generaciones empeza­
ron a vivir más tiempo, sus “biografías” se volvieron más complicadas, y sus
relaciones con otros miembros de su especie se volvieron más dependientes, más
íntimas, y al mismo tiempo, más inseguras. Tarde o temprano, la capacidad de
explicarse así mismos y explicar a los demás —adoptar el papel de un “psicólogo”
natural, capaz de comprender y predecir su comportamiento y el de los demás
dentro del grupo social— se volvería algo de que no pudieron prescindir. En esa
etapa, ¿no habrá empezado a ir en su contra su propia falta de conciencia?
No necesariamente, al menos no al principio, no hasta el punto que implica todo
lo que hemos dicho, piies las explicaciones internas no son los únicos tipos de
explicación del comportamiento. Impedidos, como lo estaban nuestros antepasa­
dos conscientes, de observar directamente el funcionamiento de sus cerebros, sin
embargo pudieron haber observado el comportamiento desde fuera: pudieron
observar lo que ocurría en el mecanismo interno y lo que surgía, y asi, haber unido
un modelo explicativo externo, de bases objetivas. “¿Por qué estoy yo (Humphrey)
buscando en la alacena?” No, tal vez, “porque tengo hambre”, sino, en cambio,
2 L. Wciskrantz y otros, op. sil. (capítulo 3, nota 7, supra).
LA CONCIENCIA: UN CUENTO DE “ASÍ PRECISAMENTE" 51
“han pasado cinco horas desde la última vez que Humphrey comió algo”, o
“porque Humphrey ha demostrado ser menos inquieto después de tomarse un
bocadillo”.
En suma, aunque nuestros antepasados carecieran de la capacidad de explicarse
ellos mismos por “introspección”, nada les impidió hacerlo según los métodos del
“conductismo”. “El conductista”, escribió uno de sus primeros defensores moder­
nos, J. B. Watson, “aparta todas las concepciones medievales. Suprime de su
vocabulario científico todos los términos subjetivos, como sensación, percepción,
imagen, deseo, propósito y hasta pensamiento y emoción”.3 Y, ¿quién está mejor
colocado para seguir esta recomendación, que una criatura inconsciente para
quien tales concepciones no podrían haber estado más lejos de su mente? De hecho,
somos nosotros los seres humanos conscientes los que tenemos dificultades para ser
empedernidos conductistas: somos nosotros los que, como lo ha lamentado B. F.
Skinner, “parecemos tener una especie de información interior acerca de nuestra
conducta. Nosotros tenemos sensaciones acerca de ello. ¡Y qué diversión han
resultado ser!... las sensaciones han demostrado ser una de las atracciones más
fascinadoras en el sendero del retozo”.4
¿Por qué, entonces, cuando la ignorancia de las razones internas de la conducta
podría haber sido una bendición, se volvieron sabios los seres humanos? Adán, el
científico conductista, con un desapego newtoniano habría podido simplemente
quedarse sentado, viendo caer la manzana; pero no, tuvo que comérsela.
Lo que le tentó fue un salto a la complejidad de la interacción social, que a su vez
pide un salto al entendimiento psicológico de sí mismo y de los demás. De pronto,
la anticuada psicología que bastó a nuestros antepasados inconscientes —y que al
parecer, aún habría sido bastante buena para Watson y para Skinner— ya no
bastó para sus descendientes. El conductismo sólo pudo llevar al psicólogo nat ural
hasta allí. Y los seres humanos estaban destinados a llegar más lejos.
No podemos saber en qué punto se cruzó el umbral. Pero hay pruebas de que
hace tres o cuatro millones de años, y posiblemente mucho más, nuestros antepasa­
dos ya se habían lanzado a aquello que era, en efecto, un nuevo experimento de
vida social. Dejando atrás la vida relativamente monótona de sus antepasados
simiescos —dejando atrás sus gruesas pieles, largos dientes y pesados huesos,
dejando atrás su habitación en el bosque y su existencia “de la mano a la boca”,
como gitanos vegetarianos— buscaron esta nueva vida de cazadores recolectores
en la sabana de Africa. La buscaron con instrumentos de piedra, la buscaron con
fuego; la buscaron con tridentes y esperanza. Pero, ante todo, la buscaron median­
te la compañía de otros de su misma especie.
Pues fue el pertenecer a un grupo social cooperativo el que hizo que la vida del
cazador y recolector en las llanuras fuese alternativa viable a lo que había ocurrido
antes. En adelante, la vida se fundaría en la colaboración, centrada en la base del
hogar y en un sitio en la comunidad. Esta comunidad de almas familiares ofrecía el
marco en que los individuos lograban cosechar las recompensas de la empresa

i J. B. Watson, Behai'iorúm, Kcgan Paul, 1928.


* B. F. Skinner, “The steep and thorny way to a science of behaviour”, en Problems of Sden-
tijtc Revolution, comp. R. Harm, Oxford University Press, 1975.
52 LA CONCIENCIA: UN CUENTO DE "ASÍ PRECISAMENTE"

cooperativa en que podían beneficiarse del intercambio de materiales e ideas, y


donde (contra todo consejo ulterior) podían volverse prestamistas y prestatarios,
y .luego prestatarios de nuevo: prestatarios de tiempo, de cuidado, de bienes y
servicios. Pero, lo de máxima importancia: la comunidad les ofrecería, al crecer,
primero una guardería infantil y luego una escuela de propósitos generales en que
podían aprender de otros las técnicas prácticas de que dependía la vida del
cazador-recolector.
Pero la intensa participación que este nuevo estilo de vida entrañaba causaría
dificultades. Y es que los seres humanos no abandonarían de la noche a la maña­
na su propio interés en favor del bien común. Y aunque es cierto que cada quien
tenía algo que ganar conservando el sistema social en su conjunto, cada cual con­
tinuaba teniendo sus lealtades particulares: hacia sí mismo, hacia sus parientes y sus
amigos. Una sociedad basada, como ésta, en un grado sin precedentes de interde­
pendencia, reciprocidad y confianza, también era una sóciedad que ofrecía opor­
tunidades sin precedente, a un individuo, para maniobrar v superar a otros
miembros del grupo.
Así quedó preparado el escenario para un largo drama de intriga personal y
política. Hombres y mujeres se volverían actores en una comedia humana, repre­
sentada sobre el “tablado” de pedernal que formaba su hogar común. Fue una co­
media que, para algunos, sería tragedia. Fue una obra acerca de ambiciones,
celos, amores, odios, rencores y caridades, en que el triunfo significaba triunfo en
la conducta de las relaciones personales. Y al caer el telón, cayó ante aquellos que,
como psicólogos naturales, habían mostrado la mayor visión de la naturaleza
humana a la que la selección natural había dado la mayor ayuda.
Imaginemos dos tipos distintos de actores, con muy diversos marcos mentales.
Uno de ellos, el tradicional conductista inconsciente que basaba su psicología, por
entero, en la observación exterior; el otro, una nueva raza de introspeccionista,
que tomó el atajo de mirar directamente el funcionamiento de su cerebro.
El conductista empieza con una pizarra en blanco. A la manera familiar de
quienes han seguido el progreso del conductismo como ciencia moderna, paciente­
mente va recabando testimonios acerca de lo que ve que le ocurre así mismo y a los
demás, correlaciona “estímulos” y “respuestas”, busca “contingencias de refuer­
zos”, trata de inferir la existencia de “variables que intervienen”... y así, sin
prejuicios, busca una pauta en todo ello.
Permítaseme decir que este programa para practicar la psicología no es un caso
perdido. Debió bastar a nuestros inconscientes antepasados durante muchos
millones de años. Probablemente aún basta para muchos si no para todos los
animales sociales no-humanos de hoy día. Con un poco de buena suerte, pudo
bastar para aquellos que empezaron a vivir la vida de los seres humanos sociales, si
tuvieron suficiente espacio y tiempo, si no hubo nadie en sus alrededores con el don
de hacer las cosas mucho mejor.
Pero, ahora había alguien más, y en cambio, empezaron a escasear, a la vez, el
espacio, el tiempo y la buena suerte. En la escena había entrado un introspec­
cionista: alguien que empieza con una pizarra en que ya está medio esbozada,
la pauta explicatoria. Desde la más tierna infancia, el introspeccionista ha tenido la
oportunidad de observar la estructura causal de su propio comportamiento, que
LA CONCIENCIA UN CUENTO DE "ASI PRECISAMENTE" 53

surge en plena visión inter na: ha sentido la conexión entre estímulo v respuesta, ha
experimentado los efecto? positivos y negativos del refuerzo, ha aprendido directa­
mente las variables que intervienen y tiene una experiencia diaria de la presencia
unificadora de su Yo consciente.
Ciertamente, en el primer ejemplo, el modelo explicativo del introspeccionista
sólo se aplica a su propio comportamiento y no al de los demás. Pero una vez que se
ha impuesto a su atención una pauta de conexiones en su propio caso, la idea de esa
pauta dominará su percepción de otros casos, en que las conexiones no se encuen­
tran abiertamente a la vista. Una vez que en su propio caso ha observado que un
efecto exterior tiene una causa obviamente interna, la idea de tal causa le ayudará
a dar sentido a situaciones en que sólo puede observarse el efecto. Cúbrase el rostro
que se ve en la figura 2, y trate de no imaginarse el rostro en la figura 3.5Nótese que
un fuego en su hoguera interna hace que de su chimenea salga humo, y tra­
te de no imaginar que el humo que sale de la casa que está del otro lado del camino
implica, asimismo, la presencia de un fuego dentro de aquellas paredes.
Así, el cuadro privilegiado que el introspeccionista tiene de las razones internas
de su propia conducta es aquel que inmediata y naturalmente proyectará en los
demás. Puede utilizar, y utilizará su propia experiencia para meterse en la piel de
los demás. Y como lo más probable es que él mismo no sea, en realidad, atípico
de los seres humanos en general —ya que las probabilidades son que, así como de
una cosa a otra generalmente no hay humo sin fuego, así, de una persona a otra
generalmente no se va a ver en la alacena sin hambre, no se huye sin temor, no hay
rabia sin ira, etc.—, este tipo de proyección imaginativa le da un esquema explica­
tivo de notable generalidad y poder.

F igura 2. El rostro que hay en la figura 3.

5P B Porter, "A nother puzzle-picture” , American Journal of Psychology, 67, 550, 1954.
54 LA CONCIENCIA: UN CUENTO DE “ASÍ PRECISAMENTE"
Volvamos entonces al antiquísimo juego humano. Dispersos en la población de
conductistas inconscientes, surgieron con ej tiempo estos prodigios conscientes.
Pronto, un inconsciente Watson se encontraría contra un consciente Yago, un
inconsciente Skinner se encontraría haciendo la corte a una consciente Porcia...
Allí estaba la selección natural para supervisar sus entradas y salidas.
Era claro dónde tenía que terminar el cuento para la especie humana. Pero, ¿V
para el resto del reino animal? Como lo habrán mostrado las tendencias de mi
cuento, aún no estoy convencido de que alguna otra especie haya seguido el mismo
camino del hombre hacia la conciencia; pero los estudios de los sistemas sociales de
otras especies no han avanzado mucho, y los estudios de cómo los propios animales
individuales ejercen su psicología están sólo en el principio.6 Sin embargo, podría
resultar que en realidad, existan especies no humanas cuyos sistemas sociales
rivalicen en complejidad con el del hombre; aún puede resultar que los individuos
de aquella especie estén haciendo uso, en realidad, de sistemas explicativos que

El rostro oculto.
F igura 3.
muestren las huellas de una mente capaz de contemplar los funcionamientos
internos del cerebro. Ya antes hemos tenido cuentos mal hechos. Sabemos que el
gato no camina por sí solo. Pero, ¿y el rinoceronte? Nada indica que el rinoceronte
sea capaz de meterse en la piel de otro rinoceronte.
Mientras tanto, por cuanto a los candidatos obvios —los carnívoros sociales y los
grandes simios— habrá biólogos que, en toda justicia deseen dejar la cuestión sin
decidir. Sin decidir, pero no indecidible. En la Inglaterra medieval un jurado
podía dar uno de cuatro veredictos en unjuicio: Culpable, No culpable, Ignoramus
(no lo sabemos), Ignorabimus (no lo sabremos).
“Ignoramus” puede ser un veredicto apropiado para los biólogos. Mas si la
conciencia ha evolucionado, lo sabremos por sus obras. “Ignorabimus” sería un
consejo de desesperación filosófica.
6 D. Premack y G. Woodruff, “ Do chimpanzees have a theory of mind?”, Behavioural Brain Scien­
1978.
ces,!, b ib ,
EL CAMINO DEL CONOCIMIENTO PROPIO

»1
B l B l - l 131* ? ?
M rnBKC
Homo sum ; hurnani n il a me alienum pulo.
(Hombre soy; nada humano es ajeno para mí).
T erenciovsiglo h a. c.
VI. UNIÉNDOSE AL CLUB

Para un psicólogo natural, la idea del miedo se originará cuando él mismo sienta
miedo, y la idea de amor cuando él mismo sienta amor... Pero estos sentimientos no
ocurrirán a nadie incondiáonalmenle. Puede ser verdad, como lo he dicho en los
ensayos precedentes, que la conciencia reflexiva sea la fuente de los conceptos
psicológicos en términos de los cuales la gente ordinaria piensa en el comporta­
miento; pero para cada uno de nosotros, la historia de lo que ha ocurrido en nuestra
conciencia debe depender de nuestra propia experiencia en el mundo exterior. La
gama de conceptos psicológicos que podemos conocer por medio de la introspec­
ción será por tanto, en el mejor de los casos, sólo tan vasta como nuestra experien­
cia lo sea. De ahí se sigue que, en la medida en que ésta es la forma en que las
personas ejercen la psicología, el entendimiento que una persona tenga de la
conducta humana deberá estar más o menos limitada por lo que haya pasado.
Está es una conclusión importante. Y sin embargo, tal vez al lector le parezca
muy poco sorprendente. Pocas personas —y pocos psicólogos académicos, cual-
, quiera que sea su corriente— discutirían que para algunos, haber pasado por una
experiencia particular les hará ser mejores jueces de cómo cualquier ser humano
reaccionará, probablemente, en circunstancias comparables. Sin duda, la conclu­
sión sería la misma si el “cualquiera” fuese, en lugar de un “psicólogo natural” de
la índole que yo he pintado, un empedernido conductista: si su entendimiento
de la conducta se basara por completo en la observación externa, sin ayuda de la
introspección. Los motivos para llegar a la conclusión serían diferentes en el último
caso: el psicólogo natural aprovecha el haber pasado por una experiencia porque
—entre otras cosas— le da un conocimiento personal de cómo se siente, mientras
que el conductista simplemente aprovecha el haber sido capaz de observar cómo
en aquellas circunstancias se comporta un típico ser humano (¡él mismo!). Pero, de
una u otra manera, puede esperarse que la experiencia personal resulte auxiliar
inapreciable al practicar la psicología.
Sin embargo, examinenos un poco más de cerca el caso del conductista. Debe­
mos suponer que, puesto que se niega a sí mismo el privilegio de la introspección,
todo lo que obtiene de la experiencia personal es la oportunidad de observar lo que
él mismo hace y cómo resultan las cosas para él: su información puede equivaler a
poco más de ló que obtiene de observar su propio cuerpo en una pantalla de
televisión. Pero, siendo así, no hay una diferencia considerable si lo que el cuerpo
está observando es su propio cuerpo: lo mismo daría que fuese de otro. Gilbert Ryle
lo dice escuetamente: “Las clases de cosas que yo puedo descubrir acerca de los
demás, y losmétodos para descubrirlas son muy parecidos.,. Los métodos que tiene
Fulano para descubrir cosas acerca de Fulano son los mismos que tiene Fulano
para descubrir cosas acerca de Zutano”.1

' G Ryle, The Concept ¿ f Mind, Hutchinson, 1949.

57
58 UNIÉNDOSE AL CLUB

Vemos así que el conductista debiera ser capaz de aprender tanto (y tan poco)
acerca de la conducta humana siendo el público de la actuación de algún otro,
como siendo el propio actor. Sin embargo, el psicólogo natural no tiene opción: él
tiene que estar en el escenario si quiere tener acceso a la información privilegiada
que le dará la reflexión consciente sobre su propia actuación; aunque también
podrá aprender algo de observar a los demás, no puede, así, aprender todo lo que
hay que aprender.
Llegamos a una pregunta de hecho. ¿Es necesaria —y no sólo suficiente— la
experiencia personal para que la gente ordinaria comprenda el comportamiento?
¿Amplía el insight la mente, en una forma que nunca podría hacerlo la observación
exterior?
Mi argumento se basó, antes de mucho, en una apelación a una verosimilitud a
priori. Pero ahora que se ha puesto en duda la función de la experiencia personal,
las dos versiones rivales de cómo la gente practica la psicología entran en conflicto
abierto por una cuestión que debiera poder resolverse empíricamente. Sin duda,
debiera ser posible determinar si en el mundo real las personas aprenden más
acerca de la psicología observándose a sí mismas, de lo que aprenden —o podrían
aprender— de observar a los demás.
Permítaseme, al punto, desilusionar al lector: hasta donde yo sé, no hay estudios
experimentales ni clínicos que toquen directamente nuestra pregunta: esto no es
decir que la pregunta no tenga respuesta; a decir verdad, creo que la respuesta ya
es ampliamente conocida; pero la evidencia de ella no se encuentra en la bibliogra­
fía científica sino en el fondo de nuestras creencias y prácticas cotidianas. La
opinión común, el conocimiento común, y la práctica común nos ofrecen aquí una
autoridad tan persuasiva como la que más; y la respuesta que nos dan es que la
experiencia personal si es de importancia peculiar para la educación de las
personas como psicólogos
Dado que una parte de mi motivo para afirmar que ésta es la respuesta es que
toda la gente ordinaria ya la considera cierta, no pretendo hacer mucho barullo
tratando de convencerlos. Simplemente ofreceré algunos ejemplos, ilustrando la
manera en que las diferencias de la experiencia personal pueden afectar el entendí:
miento personal del comportamiento de otro. Mas mi propósito principal en estos
capítulos es explorar una pregunta consiguiente. Si la experiencia personal es tan
importante, ¿cómo se asegura la gente de tenerla en la forma apropiada, en el
momento apropiado y de la clase apropiada?
Como, a la postre, la mayoría se las arregla para extender su propia experiencia
hasta un grado notable (y sin embargo, muy pocas veces notado), los ejemplos de
diferencias de la experiencia personal no son tan fáciles de detectar. Las más de las
veces, carecemos de los “controles” pertinentes: personas de quienes podemos
estar seguras que les falta la experiencia particular. Pero un terreno en que este
problema es mínimo es el de la experiencia sexual.
Aunque la experiencia de la relación sexual no es, desde luego, cuestión de todo
o nada, sí está cerca de ser “todo o nada” para el mundo en general el trazar una
clara distinción entre los iniciados sexuales y los vírgenes. Además, aquí como en
otros pocos campos, la falta de experiencia de una persona puede ser públicamente
garantizada: por ejemplo, por su inmadurez corporal o por sus ropas. La falta de
UNIÉNDOSE AL CLUB 59
senos o de barba, el llevar hábito de monje o de monja, son señales bastante seguras
de inexperiencia sexual.
Ahora bien, el hueco en la experiencia de estos vírgenes debiera, según mi
argumento, dejar una profunda laguna en su entendimiento de la conducta sexual,
laguna que, en su principio no podría llenarse mediante la más asidua lectura de
un manual sobre sexo o la observación científica más dedicada del comportamien­
to de las parejas de enamorados en los parques. ¿Ocurre así? Ciertamente, la
sabiduría común dice esto. Nadie iría a pedir consejo sobre la psicología del sexo a
un niño que aún no llega a la pubertad; y el consejo del clero católico célibe sobre
cuestiones maritales y sexuales, aunque a veces se solicita, a menudo resulta
disparatado e insensato. Pero como nadie pide el consejo de los niños y como
lo que el clero tiene que decir queda, como casi todo ello, en el secreto del
confesionario, como de costumbre no tenemos datos tangibles basados en pruebas
experimentales.
Sometámonos entonces nosotros mismos a una prueba. Consideremos estos
versos sobre el amor sexual, de la traducción hecha por Dryden al Libro IV de
Lucrecio:
[Now] when the Youthful pair more clossely joyn,
When hands in hands they lock, and thighs in thighs they twine
Just in the raging foam of full desire,
When both press on, both murmur, both expire,
They gripe, they squeeze, their humid tongues they dart,
/ti each wou’d force their way to t'others heart:
In vain; they only cruze about the coast,
For bodies cannot pierce, nor be in bodies lost:
As sure they strive to be, when both engage,
In that tumultuous momentary rage,
So ■’tangled in the Nets of Love they lie,
Till Man. dissolves in that excess of joy.
Then, when the gather’d bag has burst its way,
And ebbing lydes the slacken’d nerves betray,
A pause ensues; and Nature nods a while,
Till with recruited rage new Spirits boil;
And then the same vain violence returns,
With flames renew’d th’erecledfurnace burns.
Agen they in each other wou’d be lost,
But still by adamantine bars are crost;
All ways they try, successeless all they prove,
To cure the secret sore of lingring love.*
[...en el amor burla así a los amantes
Venus; ni saciarse pueden contemplando'enfrente sus cuerpos,
ni de los tiernos miembros algo raer con las manos
pueden, por el entero cuerpo inciertos errando.
* [Aunque las dos versiones no coincidan por completo, aquí no podemos hacer nada mejor que co­
piar la traducción de Lucrecio por Rubén Bonifaz Ñuño, edición de la Universidad Nacional Autóno­
ma de México,] [T.]
60 UNIÉNDOSE AL CLUB

Por fin, cuando la flor de la edad con sus cuerpos pegados


discutan, ya presagia los gozos el cuerpo
y de sembrar los mujeriles campos, a punto está Venus,
unen ávidamente el cuerpo, y juntan salivas
de su boca, e inspiran, oprimiendo con los dientes las bocas;
vanamente, pues que nada de allí raer pueden,
ni penetrar y hundirse con el cuerpo entero en el cuerpo;
pues a veces querer y luchar por hacerlo parecen,
a tal punto con ansia en los enlaces de Venus se adhieren,
mientras, blandos por la fuerza del deleite, sus miembros se licúan.
Por fin, cuando la codicia reunida en los nervios se expulsa,
del ardor violento se hace una parva pausa un instante;
de allí, regresa la misma rabia y el furor aquel vuelve,
cuando qué ansian alcanzar para sí ellos mismos preguntan,
y encontrar qué artificio ese mal venza, no pueden:
a tal punto por su ciega llaga se consumen inciertos.]
W.B. Yeats llamó a estos versos “ la más bella descripción jamás escrita de la
relación sexual”.2 Descripción, sí, y hasta retrato. A cierto nivel, es conductismo
puro: Drvden, apartado observador, pintando fríamente en palabras un cuadro de
lo que hacen los amantes. Pero si eso fuera todo, entonces difícil seria celebrar el
poema, especialmente para Yeats. Los iniciados sexuales no necesitan, después de
todo, un poeta que les diga cómo se ve a los amantes en los lechos, y los vírgenes,
aunque la información pudiera parecerles interesante, podrían aprender bastante
más de una visita a un cine moderno.
Pero Drvden no sólo nos dice cómo se ve a los amantes. En otro nivel, su poema
trata de transmitir algo a lo que el conduct ista debe, por fuerza, ser ciego, algo que
nunca puede lograrse con figuras, la sensación de lo que los amantes sienten: un
anhelo frustrado de perder su mismidad en el otro. Para Yeats, el verdadero
propósito del poema fue ilustrar la dificultad de que dos se conviertan en una
unidad: “La tragedia de la relación sexual es la perpetua virginidad del alma”.
¿Quién responde a este nivel más profundo de significado? Alguien que nunca
ha experimentado la soledad en los brazos de una pareja sexual, ¿qué dirá del seco
comentario de Drvden sobre las hazañas oceánicas de los amantes? ¿Y cómo ha de
comprendere! no iniciado “el dolor secreto del amorque queda”? Las palabras, si
acaso las registra, le parecerán puro cinismo; peor aún, cinismo inspirado por la
envidia del obvio placer de otros. En cierto modo, sí es cinismo, pero no sólo ello.
Para el lector capacitado por su experiencia personal para comprenderlas, las observaciones
f de Dryden van dedicadas como saludable recordatorio y como presagio. En este
“dolor secreto”, se han hundido pasadas relaciones, y se hundirán otras futuras. El
poema, como toda buena poesía, depende para su efecto de encender una luz en la
memoria del lector. Pero no puede iluminar lo que no está allí.
Puede parecer absurdamente cientificista llamar psicólogo introspectivo a Dry-
• den, y más aún decir que cuando se refiere, oblicua o directamente, a los senti­
mientos privados de los amantes, está tratando de levantar un modelo explicativo
2 \V. B. Yeats, citado en C. Ricks, Keats and Em baímssment, Oxford University Press, 1976.
UNIENDOSE AL CLUB 61

de sus actos. Pero esto, a la postre, es lo que Drvderi es y lo que hace; y lo hace
remitiéndose a conceptos que, por causa de las distintas experiencias de las
personas, no pueden ser universalmente inteligibles. Desde luego, su poema es una
brillante descripción de una conducta públicamente observable, y como tal está al
alcance de cualquiera; pero también presenta una hipótesis psicológica acerca del
estado mental de los amantes en un idioma que sólo habla a aquellos en quien los
conceptos pertinentes ya fueron planteados por experiencia propia. Se necesita un
ladrón para atrapar a un ladrón: y un íntimo de.su propia conciencia para atrapar
las intimaciones de la conciencia de los demás.
He subrayado las excepciones, y sin embargo, en realidad la relación sexual es
un terreno de comportamiento al que pocos adultos, hombres y mujeres, son
totalmente ajenos. La mayoría ha comprendido el poema, y más aún comprende-
rá el ejemplo siguiente. Aquí, en un pasaje del Cantar de Salomón, se encuentra
un paliativo a Dryden, una evocación de una fase mas tierna y generosa del amor,
en que la “tragedia” —si va a venir— aún no ha sido reconocida. La voz es de un
hombre; luego su mujer le contesta.
Huerto eres cerrado, hermana mía, esposa, huerto cerrado, fuente sellada. Tus brotes,
un paraíso de granados, con frutos exquisitos... ¡Entre mi amado en su huerto y coma sus
frutos exquisitos!... yodormia, pero mi corazón velaba. ¡La voz de mi amado que llama!:
¡Abreme, hermana mía, amada mía, paloma mía, mi perfecta!... Mi amado metió la
mano por el agujero de la puerta... y por él se estremecieron mis entrañas.
Si estos versos despiertan recuerdos de vuestros propios sentimientos pasados
hacia una pareja sexual, tengamos un pensamiento para aquellos menos privile­
giados que aún hoy pueden estar batallando con alguna concepción errónea,
inmaculada, de estas imágenes de horticultura. Tengamos un pensamiento para
los Padres de la Iglesia que en la Versión Autorizada de la Biblia resumieron así
este pasaje del Cantar: “Cristo describió las gracias de la Iglesia; la Iglesia oró
pidiendo ser digna de su presencia”. Como esa puerta con un extraño letrero, ante
la que se encontró el Lobo Estepario, en la novela de Hermann Hesse, estas
imágenes son, en última instancia, “no para cualquiera.’'. Una vez más, la clave está
en nuestra propia experiencia. Aunque la mayoría de nosotros tengamos la fortuna
de poder penetraren el significado de los versos, sin embargo, cada uno de nosotros
entra solo y con una llave que él mismo ha forjado.
Así comprendemos —la mayoría de nosotros— estos poemas y, de más impor­
tancia aún, comprendemos la conducta de los verdaderos amantes porque, para
volver a decirlo sin romanticismos, casi todos nosotros hemos adquirido por
experiencia personal los conceptos que nos permiten modelar la conducta sexual
humana. Empero, si la comunalidad de la experiencia sexual nos trae la psicología
natura! del sexo al alcance de la mayoría de la gente ordinaria, por la misma razón
la rareza de ciertos tipos de experiencia debe hacer que la mayoría, en otros
campos, sea psicológicamente inepta. Permítaseme volver a un terreno que la
mayoría de nosotros no comprendemos, a saber, la conducta de las personas que
están enfermas.
Entre los ndembu de Zambia, los rituales curativos para quienes se ven afligidos
por enfermedad o infortunio son efectuados por “médicos” en grandes reuniones
62 UNIÉNDOSE AL CLUB

públicas. La principal calificación de estos médicos para desempeñar su papel, es


que ellos mismos hayan sufrido antes, y hayan sido curados. “Los médicos o
adivinos responden a la pregunta, ‘¿cómo aprendiste tu trabajo?’ con las palabras

T.i
‘Yo empecé por caer enfermo’ ”.3 La expectativa de que médico y paciente hayan
compartido la misma experiencia queda dramáticamente expresada en ciertos
ritos menos comunes, en que “el médico se administra medicina a sí mismo, así
como al paciente, y ambos caen en paroxismos de temblor, muy desagradables de
ver”.
En nuestra propia sociedad no insistimos en que nuestros médicos hayan estado
a su vez enfermos. Cierto, miraríamos con desconfianza a un médico que nunca
hubiese tenido un dolor de cabeza, nunca hubiese vomitado o padecido fiebre. Sin
embargo, con confianza permitimos que nuestros huesos, nuestras úlceras o nues­
tros insomnios sean atendidos por médicos que nunca padecieron estos desórdenes
en particular. Parece ser que no esperamos de un médico mayor visión de la
enfermedad de la visión que esperaríamos de un policía sobre lo que se siente ser
asaltado, o de un bombero sobre cómo se siente ver nuestra casa en llamas.
No pedimos más, ni recibimos más. La medicina occidental es, de reputación y
en realidad, una medicina del cuerpo, no de la persona. La mitad de las veces, el
paciente sale de la clínica con un remedio para sus síntomas corporales, pero con
pocos consejos, para el o para su familia, sobre cómo enfrentarse a la conducta
i á “anormal” que la enfermedad tan frecuentemente entraña. Después de todo,
alguien que está enfermo probablemente se comportará en una forma que en una
persona saludable parecería sumamente extravagante. Por ejemplo, un hombre
con dolor de espalda no sólo caminará y se mantendrá de pie en las formas más
extrañas, sino que tal vez deje su trabajo, se queje todo el tiempo y deje de dormir
con su esposa; del mismo modo, quienes padecen dejaqueca, sordera, constipación
o cáncer del pulmón, mostrarán, cada quien según su enfermedad, alguna forma
de excentricidad conductual.
Se nos ha dicho que los animales reaccionan a la enfermedad de otro miembro
n
de su especie con una agresión abierta. Las personas generalmente no muestran
?- tan palpablemente su falta de comprensión a los enfermos, y sin embargo muy
pocos muestran un verdadero entendimiento psicológico. Si tengo razón, difícil­
mente podría ser de otro modo, pues muy pocos, médicos o legos, están calificados
■r por experiencia propia en este terreno para ser psicólogos naturales. La mayor

i:
parte de las enfermedades son, por definición, raras. No son como el sexo; casi
ninguno de nosotros ha tenido una experiencia personal de ellas. Cuando nos
encontramos, por ejemplo, ante una persona que padece jaqueca, quienes nunca
* hemos conocido la jaqueca somos vírgenes conceptuales, incapaces de imaginar el
peculiar temor, las auras, el dolor y la depresión, las sensaciones que el propio
paciente considera como la causa —y la explicación— de su propia conducta
atípica.
En esas circunstancias, ¿a quién debe dirigirse el paciente, a quién se dirige? A
quienes padecen del mismo mal, si puede encontrarlos. Por ejemplo, las personas
con dolor de espalda buscarán a otros que hayan experimentado lo mismo, y
5 V. Turner, The Forest of Symbols: Aspects of Ndembu Ritual, Cornell University Press, 1967.
sr,
UNIENDOSE AL CLUB 63

hablarán con ellos: “testigo de ello es el profesor Steven Rose, quien nos cuenta
cómo, despedido por su médico con una prescripción de analgésicos y reposo en
cama, pasó a descubrir, mediante sus encuentros con una serie de desconocidos, la
subjetividad de la sabiduría colectiva del dolor de espalda, y su resultante camara­
dería”.4 En una búsqueda paralela de simpatía (lo que no significa condolencia,
sino intersubjetividad) los reumáticos hablan con reumáticos, los asmáticos con
asmáticos, los agobiados por la jaqueca con otros agobiados, los dispépticos con dis­
pépticos, etcétera. De hecho, se forman sociedades precisamente para fomentar
este tipo de comunión, especialmente cuando la enfermedad es algo vergonzoso o
inhibidor. Tenemos así “Alcohólicos Anónimos”, “Jugadores Anónimos”, “De­
presivos Asociados”: una masonería de quienes han sido psicológicamente recha­
zados.
Sin embargo, por desgracia el consuelo de nuestros compañeros de padecimien­
tos no siempre está al alcance de quienes los buscan. El aislamiento psicológico de
los enfermos nunca es más obvio ni más trágico que en el caso de los que padecen
una enfermedad incurable. Alguien que está muriendo de cáncer en un hospital
tiene poca probabilidad de encontrar entre sus potenciales consejeros a uno que
haya compartido la experiencia de una muerte inminente. Como psicoterapeuta
consciente de este problema, la doctora E. Kübler-Ross trató de educarse a sí
misma y a otros profesionalmente interesados en quienes padecían enfermedades
definitivas, haciendo extensas entrevistas con pacientes moribundos. Las entrevis­
tas fueron observadas por estudiantes de terapeutas y después analizadas en un
seminario de grupo. El libro de la doctora E. Kübler-Ross, On Death and Dying,
logra presentarnos un cuadro notable del mundo de los pacientes. Sin embargo,
ella no se hace ilusiones acerca de la limitación de una psicología basada exclusiva­
mente en la observación exterior. Citaré el siguiente pasaje del libro, por la lección
que contiene en sus últimas frases:
Tal vez el cambio de actitud más conmovedor e instructivo fue el que presentó uno de
nuestros estudiantes de teología que había asistido regularmente a clases. Una tarde
entró en mi oficina y me pidió hablar conmigo a solas. Había pasado una semana de
verdadera agonía y confrontación con la posibilidad de su propia muerte. Las glándulas
linfáticas se le habían agrandado, y se le pidió hacerse una biopsia para evaluar la
posibilidad de algo maligno. Asistió al siguiente seminario y compartió con el grupo las
etapas de escándalo, desaliento e incredulidad por las que había pasado: los días de ira,
depresión y esperanza, alternadas con angustia y temor... Logró hablar acerca de todo
ello en un sentido muy real y nos hizo conscientes de la diferencia entre ser un observador
y ser el propio paciente. Este hombre nunca se valdrá de palabras vanas al encontrar un
paciente que sufra una enfermedad mortal. Su actitud no ha cambiado por causa del
seminario sino porque él mismo tuvo que enfrentarse a la posibilidad de su propia
muerte.5
¿Cómo aprendió esta tarea el estudiante? Empezó por estar enfermo él mismo.
El médico ndembu, el estudiante de la doctora Kübler-Ross y cualquiera que

4 S. Rose, .New Scientist, 21 de septiembre de 1978.


5 E. Kübler-Ross, On Death and Dying, Tavistock, 1970.
6+ UNIENDOSE AL CLUB

puede afirmar que ha tenido una experiencia personal como punto de partida, se
vuelve deJacto miembro de un “club” especial. La palabra club es de A. Alvarez,
utilizada en un contexto diferente pero relacionado, en su estudio del suicidio, The
Savage God.6Alvarez inicia su libro con un relato de su amistad con la poetisa Sylvia
Plath en un momento en que ella iba a cometer un tercero y último intento por
quitarse la vida. También Alvarez había tratado de matarse, pocos años antes.
“Como yo también fui miembro del club” Sylvia Plath pudo hablar del suicidio en
una forma en que no habría hablado con cualquiera. Tal vez reconoció que su
experiencia compartida les había dado un vocabulario compartido de sentimien­
to, y que para ninguno de ellos eran válidas las palabras de Boris Pasternak: “No
tenemos un concepto de la tortura interna que precede al suicidio.”
¿Cómo concibió esta tortura el propio Pasternak? De esta manera:
Quienes son físicamente torturados en el potro pierden una y otra vez la conciencia: su
sufrimiento es tan grande que su intensidad intolerable abrevia el fin. Pero un hombre
que está así a merced del verdugo, no queda aniquilado cuando se desmaya por el dolor,
pues se encuentra presente en su propio fin; su pasado le pertenece a él, y sus recuerdos
son suyos... Pero un hombre que decide cometer suicidio pone fin por completo a su ser,
da la espalda a su pasado, se declara en bancarrota, como si sus recuerdos fuesen
irreales... La continuidad de su vida interna queda interrumpida, y su personalidad ha
llegado a su fin. Y tal vez lo que acaba por hacerle matarse no es la firmeza de su
resolución sino la cualidad insoportable de esta angustia que no pertenece a nadie, de
este sufrimiento en ausencia de paciente, de esta espera que es vacía porque la vida se ha
detenido y ya no puede llenarla.7
Cierto es que acaso no tengamos una concepción de esta tortura interna. Pero tal
vez, basándonos en este pasaje, Pasternak no fuese parte de su propio “nosotros”.
Álvarez reconoce a Pasternak como otro miembro del club. •
Sylvia Plath hizo que el suicidio fuese el terna de su novela The Bell Jar. Un
novelista es, en el sentido más literal, un “modelador” del comportamiento huma­
no, alguien cuya capacidad como psicólogo no sólo debe comprender sino inventar­
las cosas que hacen los demás. Y sin embargo, el camino del novelista hacia el
entendimiento psicológico no es diferente en principio del de los demás. Si la
experiencia personal es de importancia decisiva para el lego en sus tratos con las
personas en la vida real, as! lo es también para el novelista al tratar a sus personajes
ficticios.
De hecho, es práctica común entre los novelistas basar su escritura creadora
sobre su propia experiencia. Y creo yo que es prejuicio común y apropiado entre
los críticos respetarlos por tal práctica. Reconocido: hay buenos escritores de
ficción que se burlan de la autobiografía, pero en cambio, han surgido retratos
convincentes del comportamiento humano, una y otra vez, de las plumas de
escritores que conocían a sus personajes desde dentro: Dickens coma David Copper-
field, Tolstoi como Levin, Dostoievski como el Idiota.
De este modo, el Idiota de Dostoievski es obligado a compartir con su creador
6 A. Alvarez, The Sarape God: A Study o] Suicide, Weidenfeld & Nicolson, 1971.
7 8. Pasternak, An Estay in Autobiography, Collins and Harvill Press, 1959.
las sensaciones que acompañan un ataque de epilepsia. Comparemos, por ejem­
plo, la experiencia del Idiota en el momento anterior al ataque, con la del propio
Dostoievski. Este pasaje es de la novela:
[El Idiota] estaba pensando, incidentalmente, que en su estado epiléptico había un
momento o dos, inmediatamente antes del propio ataque, cuando de pronto, entre la
tristeza, la negrura espiritual y la depresión, su cerebro parecía incendiarse por breves
momentos, y con extraordinario impulso sus fuerzas vitales alcanzaban su cumbre, todas
a la vez. Su sensación de estar vivo y su conciencia se decuplicaban en aquellos
momentos que se encendían corno el relámpago. Su espíritu y su corazón quedaban
inundados por una luz deslumbradora. Toda su agitación, todas sus dudas y preocupa­
ciones parecían disipadas en un momento, culminando en una gran calma, llena de
serena y ar moniosa alegría y esperanza.
Y esto es de una carta escrita por Dostoievski a Nikolai Strakhov:
Durante breves momentos antes del ataque, experimento una sensación de felicidad que
es imposible imaginar en estado normal y de la que no tienen idea los demás. Me siento
enteramente en armonía conmigo mismo y con el mundo entero...8
Con esta dase de visión, no es de sorprender que Dostoievski lograra constuir un
modelo asombrosamente real de su héroe. Asombroso porque los conceptos psico­
lógicos, las armas con que lo logra, se derivan de sensaciones de las que “los demás
no tienen idea”.
El Idiota, como Dostoievski, también conoce la experiencia de la muerte b ib LIO XX
inminente. Pero aquí Dostoievski emplea su propia experiencia en otra forma, MEnuwu
sumamente reveladora. En 1849, se enfrentó a la ejecución por un pelotón de
fusilamiento, sólo para ser perdonado en el último momento. En la novela, el
Idiota no va a su ejecución, pero cuenta la historia de otro hombre a quien ocurrió, -
detallando el horror y el asombro de los últimos minutos antes del rescate. “Tanto
me conmovió la historia de ese hombre” dice el Idiota, “que después soñé con ella,
quiero decir, con aquellos cinco minutos...”, y parece claro que mediante esta
experiencia onírica, se le ha permitido entraren los sufrimientos del reo, y contar la
historia casi como si le hubiese ocurrido a él. Entonces, ¿qué intenta aquí Dos­
toievski? A primera vista, está valiéndose de su propia experiencia de la ejecución
para contar la historia de un hombre (el Idiota) que está narrando, sobre la base
de su propia experiencia, la historia de otro hombre (el reo) que estaba a punto de
morir. Pero va, creo yo, aún más lejos, pues en otro nivel Dostoievski parece estar
empleando su propia experiencia de escritor creador para modelar a un narrador
creador. Dostoievski conoce desde dentro lo que es contar una historia desde
dentro: el Idiota mismo se convierte en novelista.
En capítulos anteriores afirmé que la capacidad de practicar la psicología es un
rasgo biológicamente adaptativo de los seres humanos: en el curso de la evolución,
los mejores psicólogos han demostrado ser los más capaces para sobrevivir. Pode-

D. Magarshak, introducción a Fedor Dostoievski, The Idiol, Penguin, ¡955.


66 UNIÉNDOSE AL CLUB

mos añadir ahora otra premisa: los mejores psicólogos probablemente son aquellos
que tienen la más vasta gama de experiencia personal. De esto se sigue una
conclusión sorprendente: psicología significa supervivencia, y si experiencia signi­
fica psicología, entonces experiencia significasupervivencia. Así, la extensión de la
propia experiencia interna debe ser un rasgo biológicamente adaptativo de los
seres humanos.
He llegado con nuevo ímpetu a mi pregunta anterior. Si la experiencia personal
es tan importante, ¿cómo se asegura la gente de que la adquiere, a la manera
correcta, en el momento apropiado y de la índole apropiada?
Podemos rechazar dos respuestas como inadecuadas: una, que las personas lo
hacen deliberadamente; ia otra, que lo dejan al azar.
No negaré que en ocasiones lo hacen deliberadamente. La mayoría de la gente
conoce, al menos en teoría, el valor de las experiencias nuevas para “ensanchar” la
mente. Sería sorprendente si a veces no salieran a buscar experiencias con ese fin a
la vista. Cierto, no pienso que ensanchar la mente sea el motivo habitual, digamos,
de los primeros experimentos de las personas al hacer el amor (el llamado conoci­
miento carnal, tiene atracciones intrínsecas por encima de la visión que pueda
darnos sobre lo que pensó el salmista al hablar de un huerto de granados). Y, para
el caso, tampoco es motivo común para intentar el suicidio (pocos novelistas —con
excepción de Hemingway— se han tomado tan en serio). Sin embargo, hay veces
en que las personas sí buscan nuevas experiencias con el propósito reconocido de
ayudarse á “dar un sentido” mediante la introspección, al comportamiento de los
demás.
Los casos más claros son aquellos en que alguien deliberadamente busca una
experiencia que es obviamente desagradable. Mi madre descubrió una vez que mi
hermana menor se había tragado veinte huesos de durazno, por lo que procedió
inmediatamente a tragarse treinta: según dijo, para poder comprender los sínto­
mas de mi hermana. Mi padre, que era políticamente activo, se privó de alimentos
durante una semana para tener una mejor idea de cómo se siente ser un campesino
hambriento. Un colega de Cambridge, que estudiaba una tribu de indios del
Amazonas, se unió a los indios, bebiéndose una droga poderosamente emética y
alucinógena para así, habiendo experimentado el malestar y las visiones, tener un
conocimiento interno de qué traían los indios entre manos. Podría multiplicar los
ejemplos, y sin duda también podría hacerlo el lector.
Sin embargo, tales actos de calculada autoinstrucción tienen en sí algo de
artificial. Son actos razonados de intelectuales, que difícilmente podríamos espe­
rar entre gente ordinaria, “cuya mayor parte”, pensó el filósofo escocés Thomas
Reid, “apenas aprendió a razonar”. Y sin embargo, todo psicólogo, todo psicólogo
natural, si va a aprovechar las posibilidades de la introspección, debe adquirir una
extensa base de experiencia interna a la que pueda remitirse. Reid, analizando la
facultad de la vista, concluyó que —puesto que la mayoría de la gente es demasia­
do estúpida para adquirirla racionalmente— “Dios en su sabiduría nos la da en
una forma que nos pone a todos en un nivel”.9 Semejante fe en una deidad
democrática puede estar fuera de lugar. Pero aun así podemos suponer que la
s Thomas Reid, Essays on the Intellectual Powen of Alan, 1733; mit Press, 1969.
UNIÉNDOSE AL CLUB 67

visión interna, como la vista, no está limitada a los conocedores: también ella, en la
práctica, fue distribuida al hombre común.
No niego que las cosas pueden dejarse en parte, al azar. Con suficiente tiempo y
oportunidad, las personas tienen la esperanza de adquirir la mayor parte de la
experiencia necesaria, con sólo aguardar pasivamente a que las cosas se crucen en
su camino. Eso creyó Wordsworth:
Tye eye — it cannot choose bul see;
We cannot bid the ear be still;
Our bodies feel, where'er lIvey be.
Against or with our will.
Nor less I deem that there are Powers
Which of themselves our minds impress;
That we can feed this mind of ours
In a wise passiveness.
[El ojo no puede dejar de ver;
no podemos ordenar al oído que se cierre;
nuestros cuerpos sienten doquiera que estén,
con o contra nuestra voluntad.
No menos digo que hay Facultades
que por sí solas nuestras mentes imprimen;
que podemos alimentar esta mente nuestra
en una sabia pasividad.]
Cierto es que tarde o temprano, sin buscarlo, la mayoría descubrirá un día que,
por ejemplo, se ha enamorado, o que ha perdido una pelea, o ha sido traicionada
por un amigo; con un poco de suerte (o de mala suerte, según como se le mire) has­
ta podrán descubrir que se han comido veinte huesos de durazno. Pero, ¿qué pasa si
la experiencia viene más tarde que temprano? Es probable que los costos de la
ingenuidad sean grandes, en materia de equívocos psicológicos excesivos: la sabia
pasividad es un modo tan arriesgado de alimentar la mente como lo sería de
alimentar el cuerpo..
La cuestión es tan grave que sería extraño que hubiese sido olvidada por la
selección natural en el curso de la evolución. Dado que la respuesta no se encuentra
en la deliberación ni en el azar, creo yo que en realidad evolucionaron mecanismos
biológicos para ver que no dejara de hacerse esta tarea, mediante uno de los trucos
habituales de la naturaleza; la autoayuda involuntaria de un sujeto. Existen al
menos tres medios para asegurar que las personas, quiéranlo o no, reciban con
prontitud la educación conceptual requerida para convertirlos en competentes
psicólogos. Son i) el juego, ii) la manipulación por la familia, m) el sueño.
En el próximo capitulo analizaré con detalle estos mecanismos, de base biológi­
ca, para extender la experiencia personal. Luego, en el capítulo vui, me concen­
traré en ciertos fenómenos de base cultural que, en efecto —y tal vez, por designio—
alcanzan un fin similar.
Mas, para que el caso que estoy a punto de describir no parezca implicar que no
t hay nada que impida a cualquier Pedro, Juan y Sigmund convertirse en polírnata
psíquico, permítaseme terminar este capítulo con una nota más humilde. Lo más
■t
oS UNIENDOSE AL CI.CB

probable es que cualquier psicólogo natural, con natura y cultura como sus
patrones, conquiste el acceso a una vasta gama de experiencia y, con ella, a una
correspondiente gama de conceptos mentales. Así, la mayoría de la gente puede
contar con llegar a conocer personalmente la mayor parte de los estados mentales
que probablemente encontrarán en los demás. Sin embargo, esta regla conformis­
ta tiene al menos una grave excepción. Hay ciertos campos de la experiencia —la
experiencia cotidiana—• en que muchas personas se ven obligadas a permanecer
ineluctablemente ignorantes, por la simple razón de que sus cuerpos fijan límites a
las posibilidades de sensación.
Aceptarán los lectores que un hombre que nació sin piernas, por muy buena que
sea su educación, carecerá de un atisbo de la condición de quienes tienen piernas.
Sí, ¿y qué? La falta de piernas es algo bastante raro y sería perverso citarla en una
refutación de una regla general. Si la mitad de la gente que hay en el mundo
careciera de piernas, todo sería distinto. Permítaseme entonces citar algo distinto:
el hecho de que la mitad de la gente del mundo nace sin pene ni testículos, y la otra
mitad sin vagina, pechos o matrices.
La incapacidad de las personas de un sexo para comprender las sensaciones de
las personas del otro es ya legendaria... y diariamente confirmada en la dificultad
que tienen los hombres para comprender la psicología de las mujeres, y las
mujeres, la psicología de los hombres. Ni siquiera el propio Freud logró desentra­
ñar la psicología femenina, y sus herederos varones no lo han hecho mucho mejor.
En un libro acerca de la menstruación, Penelope Shuttle y Peter Redgrove
observan'que los “psicoanalistas varones no conocen los hechos especiales que son
exclusivos de las mujeres”,10 y la misma queja puede hacerse en relación con el
orgasmo sexual, el embarazo, el parto y la lactación, para no mencionar los
muchos campos del comportamiento en que estas actividades reproductivas bási­
cas hacen las veces de poderosas metáforas. Lo cierto es que los sexos están
divididos por una barrera puesta a la visión, la cual, fundada sobre diferencias de
anatomía y fisiología, es más o menos insuperable. El letrero dice ahora: "No para
cualquiera'’: y tampoco para el psicoanalista ni para el psicólogo natural.
Con excepción, desde luego, del extraño caso de Tiresias. Su historia, como nos
la cuenta Ovidio en las Metamorfosis, lo dice todo. Una vez, al dar un paseo,
Tiresias vio dos serpientes en el acto de copular. AI atacarlo ambas, él mató a la
hembra con su bastón. Inmediatamente, quedó convertido en mujer, y llegó a ser
una cortesana célebre. Como tal, vivió durante siete años. Al octavo año volvió a
ver dos serpientes, pero esta vez mató al macho, y entonces recuperó su anterior
virilidad. Después, se le pidió resolver una querella entre Júpiter y Juno: Júpiter
había afirmado que las mujeres obtienen mucho más placer de la relación sexual
^jue los hombres, y Juno había dicho que esto era absurdo. Tiresias, como psicólogo
natural con calificaciones únicas, fue convocado a resolver la cuestión, basado en
su experiencia personal. Respondió:
\
Si contamos como diez las partes del placer del amor,
tres veces tres son de las mujeres y sólo una del hombre.
m P. Shuttle y P. Redgrove, The li'ne U’ound: Xíenstmalion and Evejywoman, Gollancz, 1978.
UNIÉNDOSE AL CLUB 69
Juno se indignó tanto al decírsele que estaba en el error —se puso tan furiosa por la
triunfal sonrisa de Júpiter— que condenó a Tiresias a la ceguera eterna. Júpiter lo ;l
compensó dándole la visión interior.
El don de Júpiter fue apropiado: Diosen su sabiduría confiere a veces privilegios
especiales. Y sin embargo, aun si no se nos pone al nivel de Tiresias, la naturaleza,
como veremos en el próximo capítulo, ha arreglado las cosas para que ningún ser
humano vava a morir de hambre conceptual.

■c
f e .

¡á

ii

A:f
Íb
VIL SOÑAR Y SER SOÑADO

J ugamos y nos convertimos en juguetes de nuestras familias, y soñamos.


En el último capítulo propuse que el juego, la manipulación por la familia y el
soñar pueden representar tres mecanismos naturales por los que los seres humanos
—como aprendices de psicólogos— entran en contacto con experiencias que de
otra manera habrían podido pasarlos de largo. “Un momento”, puede decir el
lector. “Estoy dispuesto a oírle hablar sobre los dos primeros, pero no será muy fácil
convencerme sobre el tercero. Los sueños son irreales, todo lo que ocurre en ellos es
imaginario. ¿Va usted a decir que la gente gana, en realidad, algo de valoral tener
experiencias imaginarias que provocan sensaciones imaginarias?” No, no voy a
decirlo. Pero la pregunta es oportuna, y debo responderla al comienzo de este
capítulo si no quiero ser sorprendido en falta por el juego, así como por los sueños,
ya que también el juego tiene, a menudo, elementos de “irrealidad”.
Reconozco que hay una seductora simetría verbal en la idea de que, mientras los
hechos reales provocan sensaciones reales, los hechos imaginarios deben provocar,
necesariamente, sensaciones imaginarias. Pero la distinción entre sensaciones
reales e imaginarias no tiene sentido. Todas las sensaciones, cualquiera que sea el
marco en que ocurran, son creaciones internas de la mente del sujeto. Aunque sean
provocadas —como suelen serlo— por los hechos reáles del mundo real, no son
estos hechos como tales los que los evocan sino, antes bien, la percepción que el
sujeto tiene de los hechos y su creencia en ellos. Para que surja una sensación
particular basta que el sujeto tenga las apropiadas percepciones y creencias, que
piense que ocurrirán los hechos pertinentes.
- Por ejemplo, para que un niño sienta miedo bastará que piense que lo persigue un
cocodrilo: su temor será el mismo si el cocodrilo es auténtico, si es un cocodrilo de
pantomima o si es un cocodrilo de sueños, conjurado por su imaginación. O para
que un hombre sienta, por ejemplo, celos, bastará que piense que su esposa le está
siendo infiel: Otelo no se salvó de los celos por el simple hecho de que la versión que
le dio Yago no fuera cierta.
“Eso bien puede ser. Pero le tengo otra pregunta. La idea de su argumento es
establecer que sus tres modos de extender la experiencia personal son modos de
hacer que la gente tenga sensaciones nuevas. No irá usted a decirnos que la gente
puede experimentar, mediante la fantasía —en el sueño o la vigilia— una sensa­
ción que nunca ha tenido antes...”.
Sí, eso voy a decir. Pues, ¿cuál es la objeción? Difícilmente podría ser que, en
principio, una persona no pueda tener una sensación a menos que ya sepa cómo es,
pues esto nos llevaría a la absurda conclusión de que' nadie podría tener una
sensación nueva ni aún en la vida real. Claramente, para cada sensación debe
haber una primera vez, cuando tal sensación brota instintivamente por medio del
primer encuentro con los hechos pertinentes. Pero si, más adelante, la misma
sensación sugiera aun cuando aquellos acontecimientos sean puramente imagina-
70
SOÑAR Y SER SOÑADOR 71
ríos, ¿por qué no debieron de ser imaginarios la primera vez,-por qué no debe el
sujeto reaccionar instintivamente a sus propias fantasías?
Tal vez lo que nos desconcierte sea la idea de que, a menos que alguien haya
conocido una sensación particular en la vida real, no tendrá modo de conocer qué
tipo de situación la engendraría... Y así, difícilmente se encontraría en posición de
inventar con su fantasía la situación apropiada. Por ejemplo, alguien que nunca ha
probado las fresas muy poco probablemente inventará una fresa y la probará en
sueños, y, correspondientemente, alguien que nunca ha probado los celos difícil­
mente inventará la infidelidad de su esposa y la probará en un sueño. Estoy de
acuerdo por loque respecta a las fresas, pero no a los celos. Pero aquí, el argumento
se basa más en la biología que en la lógica. En el curso de la evolución, penetrar en
el sabor de las fresas nunca ha sido gran preocupación para los seres humanos, pero
sí lo ha sido penetrar en el sentimiento de los celos. Por consiguiente, la selección
natural no ha hecho presión para inventar unas fresas de fantasía, pero bien pudo
hacer presión para inventar motivos fantásticos para los celos. Como titiritera que
mueve los hilos de la imaginación humana; la naturaleza —como espero demos­
trarlo— es manipuladora tan hábil como Yago.
“Muy bien. Supongamos que tiene usted razón. Si los sentimientos ocurren
como reacciones instintivas a las situaciones pertinentesy si, lo que es más, el sujeto
está dispuesto innatamente a generar algunas de esas mismas situaciones por sí
mismo, entonces, ¿por qué no tiene, sencillamente, un conocimiento innato de los.
sentimientos sin tener que tomarse todas esas molestias? ¿Por qué necesitará una
persona obtener en forma tan indirecta esa información que ya debe estar latente
en su cerebro?”.
Creo que no puede disputarse que ese camino indirecto es generalmente el único
de que disponemos. Para tomar un ejemplo más sencillo que los celos, diremos que
las personas sentirán instintivamente un dolor de muelas si y cuando tengan
dañadas las muelas; por tanto, la información acerca del dolor de muelas debe
estar genéticamente codificada en el cerebro. Y sin embargo, el hecho es que una
persona —la propietaria del cerebro codificado— no conoce la sensación del dolor
de muelas hasta que haya ocurrido el daño. En forma muy similar, el color de los
ojos de una persona está genéticamente codificado, y sin embargo, la persona no
conoce su color hasta que, por ejemplo, se ha contemplado en un espejo. No haven
esto gran paradoja, no hay nada realmente ilógico en el hecho de que alguien no
debe tener acceso a la información entregada por “sus propios genes”. Cuando
Osip Mandelstam escribió; “Yo soy a la vez el jardinero y la flor” estaba confun­
diendo —con efecto poético— dos sentidos lógicamente distintos de “Yo”.
Y sin embargo, tal vez no haya algo extraño en el hecho de que una persona no
deba aprovechar la información genética ni aun cuando le ayudara a la adapta­
ción biológica: cuando, como ocurre con los sentimientos (pero no con el color de
los ojos) el autoconocimiento innato podría aumentar sus oportunidades de sobre­
vivir. Pensaríamos que la naturaleza había podido arreglar mejor las cosas. Sí,
posiblemente. Pero sólo, supongo yo, si no hubiese habido obstáculos importantes /
en el camino en que evolucionó la conciencia.
Para recapitular la sugerencia hecha en capítulos anteriores, yo supongo que la
evolución de la conciencia llegó relativamente tarde, cuando la estructura básica
72 SONAR Y SER SONADOR

del cerebro ya había quedado establecida. En alguna parte del sendero evolutivo
que condujo al hombre moderno, la selección natural, actuando para promoverá
los mejores psicólogos, realizó un notable avance en la organización cerebral,
transformando un ser que simplemente actuaba en otro que al mismo tiempo
informaba a su cerebro de las razones subjetivas de su propia conducta. Esto
requirió, me atrevo a sugerir, la evolución de un nuevo cerebro, un “cerebro
consciente” paralelo al antiguo “cerebro ejecutante”.
Sin embargo, antes de que evolucionara el cerebro consciente, el cerebro
ejecutante ya tenía alojados en su interior programas innatos, programas que se
relacionaban, por ejemplo, con “tener miedo” o “sentir celos”: de este modo,
nuestros antepasados humanos preconscientes estaban actuando los estados fisioló­
gicos de temor o celos mucho antes de estar en posición de poder ver dentro de
ellos.
Ahora bien, con la evolución del cerebro consciente, los estados mentales que
corresponden a dichos estados fisiológicos del cerebro ejecutante se volvieron
potencialmente accesibles a la conciencia. Pero, puesto que el cerebro consciente
no contenía los antiquísimos programas genéticos, estos estados del cerebro ejecu­
tante sólo podían ser revelados cuando realmente ocurrieran. En otras palabras,
siguió siendo necesario que el cerebro ejecutante primero fuese movido instintiva­
mente a pasar a algún estado nuevo antes de que la imagen correspondiente —una
■sensación nueva— pudiera reflejarse en el espejo de la conciencia, pasando as! a ser
parte del conocimiento de sí mismo de la persona.
Así, por razones que un lógico consideraría enteramente contingentes pero que
un biólogo puede considerar inevitables, el camino al autoconocimiento se convir­
tió en autoexposición a la experiencia pertinente... por cualquier camino que
estuviera abierto.

E ljuego
El papel del juego al extender la experiencia subjetiva probablemente no necesite
ser aquí muy largamente elucidado. Aunque los teóricos puedan discutir acerca
de qué, exactamente, puede contar como juego, y cuáles son las más importantes de
sus muchas funciones, nadie dudará de que la travesura humana es un rasgo
biológico que se manifiesta de una forma u otra en las aventuras caprichosas,
aventuras tanto para la mente como para el cuerpo. Si preguntáramos a un niño
t pequeño (o a un adulto, para el caso) por qué hace lo que hace al jugar,
naturalmente contestaría que simplemente por divertirse. Pero, al divertirse se
está educando —naturalmente— a sí mismo: arrojándose a nuevos tipos de inte­
racción con los mundos físico y social y descubriendo así nuevas gamas de
experiencia.
Cierto es que la mayor parte de los tratados sobre el juego han subrayado la
adquisición de un conocimiento objetivo, más que subjetivo. En un reciente
compendio se concede bastante espacio al papel del juego para dar información al
jugador acerca del mundo exterior —cómo son las cosas, cómo se hacen, cómo
actúa la gente— pero hay pocas referencias explícitas a su papel al introducirlo en
SOÑAR VSERSOÑADOR 73

estados internos de conciencia.1 Pero, cualquiera que sea la tendencia de la


bibliografía científica, los fenómenos hablan por sí solos: mediante aventuras
juguetonas, los niños van a dar a esferas totalmente nuevas de sentimientos: nuevas
sensaciones, nuevas emociones, nuevos deseos. Descubren lo que se siente ser un ser
humano llevado y traído por la vida.
Miremos a un niño jugando a las escondidillas, a la teja, al “rey del castillo’’,
juegos que son casi iguales por todo el mundo. Los sentimientos de angustia, de
satisfacción, de desilusión, de espíritu competitivo, y tal vez de compasión: estas
ideas y otras muchas, más raras y a menudo innombrables están siendo plantadas
y cuidadas en el cerebro virgen del niño. Un día, cuando losjuegos sean de verdad,
el hombre engendrado por aquel niño aprovechará su conocimiento subjetivo de
tales sentimientos, como, base para un modelo psicológico de sus amigos y sus
adversarios.
La línea que separa la fantasía de la realidad en el juego no es fácil de trazar.
Varios autores han notado que, en el juego, acciones potencialmente graves se
vuelven tranquilizadoras al “estar desligadas de sus consecuencias”:12 el niño que es
atrapado en el juego de las escondidillas, no es realmente castigado, ni el que lo
descubre es realmente recompensado, ni realmente les nacen bebés a las “mamitas
y papitos", y nadie muere realmente en los “policías y ladrones”. Según esta
norma, el juego no es juego a menos que los jugadores reconozcan que “sólo están
simulando” ir en serio. Sin embargo, pese a mi afirmación de que la fantasía puede
ser tan eficaz como la realidad al provocar estados mentales subjetivos, no quiero
dar la impresión de que el juego nunca ofrece una causa “auténtica” para los
sentimientos. Pues, huelga decirlo, aun el juego con sus simulaciones se ofrece en el
mundo real, y aunque el jugador pueda librarse de algunas de las consecuencias de
sus acciones, no puede librarse de todas ellas. Un niño que se cae al estarjugando a
policías y ladrones puede no ser un verdadero policía ni tener verdadera razón
para lamentar el escape del ladrón, pero realmente puede hacerse una cortada en
la rodilla. En general, aunque los juegos puedan no tener un objetivo serio (¡aparte
de alcanzar ese objetivo!), provocan acontecimientos con hechos que se tienen que
tomar en serio: a lo largo de la línea, los niñps al jugar, esfuerzan y cansan sus
propios cuerpos, se lastiman la piel, rompen juguetes, violan las reglas del juego y a
veces se causan profundo pesar, celebran tratos y hacen trampa, o son sus compa­
ñeros de juego quienes la hacen...
Contra la visión tranquilizadora del juego como actividad ligera e inocente, hay
que subrayar que eljuego no es completamente “seguro”. No conozco las estadísti­
cas, pero me atrevo a decir que los registros de los hospitales nos mostrarían que
muchos de los accidentes graves —si no la mayoría— que ocurren a los niños, les
pasan mientras “se divertían” (así como la mayor parte de las piernas fracturadas
de los estudiantes ocurren en el “deporte”), y estoy absolutamente seguro de que la
mayor parte de las serias ocasiones de lágrimas, sonrisas de triunfo, rubores de
vergüenza, disculpas más humillantes y hechos de rencor y altruismo surgen por la

1 J. S. Bruner, A. Jolly y K . Silva, Play, Penguin, 1976.


2 Por ejemplo, P. C. Reynolds, “ Play, language and human evolution” , en J. S. Bruner y otros.
op cit- (nota I, supra).
SONAR Y SER SOÑADOR
intrusión de la realidad en las vidas de niños que, aparentemente, se entregan al
juego. El niño propone, y el mundo [junto con el demonio y la carne) dispone.
Pero, ¿qué decir de! lado verdaderamente no mundano, imaginario, del juego?
Aunque puede ocurrir que todo juego tenga un pie en la fantasía y otro en la
realidad, algunos tipos de juegos se inclinan mucho más hacia la fantasía que otros.
Tal vez, en un caso insólitamente equilibrado, una niña corra para proteger de la
lluvia a su muñeca, protegiendo así a su bebé imaginario de mojarse en realidad; pero,
para citar dos extremos opuestos, un niño en un pleito de juego está viviendo en la
fantasía sólo en la medida en que su adversario no le sea antipático y (probable­
mente) no intente hacerle un verdadero daño, mientras que un niño que está
tratando de huir de los osos que le acechan en las líneas que hay entre los guijarros
de la calle, está viviendo en la realidad sólo en la meditja en que tiene que cuidar
sus pasos. Siempre que el niño crea en su situación, real o imaginaria, potencial­
mente podrá ganar experiencia, por un juego de cualquiera de las dos índoles. Y
sin embargo, como lo que ocurre en la realidad está limitado, a la postre, por las
circunstancias materiales y por la ley, mientras que lo que ocurre en la fantasía es
relativamente libre, de hecho es este último el que promete la introducción más
liberal al vocabulario de los sentimientos.
Como testimonio de la asombrosa creatividad de la imaginación de un niño en
la vigilia, no puedo hacer nada mejor que citar extensamente las memorias de
Simone de Beauvoir:
Los juegos que más me gustaban eran aquellos en que yo encarnaba personajes: exigían
una cómplice... A la hora en que el silencio, la sombra, el hastío de las casas burguesas
invadían el vestíbulo, yo daba libertad a mis fantasmas... Monja encerrada en una celda,
desafiaba a mi carcelero cantando himnos. La pasividad a la que me condenaba mi sexo
yo la convertía en desafío. A menudo, sin embargo, empezaba por complacerme
largamente: saboreaba las delicias de la desventura, de la humillación. Mi piedad me
predisponía al masoquismo; postrada a los pies de un joven Dios rubio, o en la noche del
confesionario ante el apacible capellán Martín, saboreaba deliciosos desmayos; las
lágrimas corrían sobre mis mejillas, caía postrada en brazos de los ángeles. Llevaba esas
emociones al paroxismo cuando, revistiendo la camisa ensangrentada de santa Blandi-
ne, me qxponía a las garras de losieones y a las miradas de la muchedumbre. O bien
inspirándome en Griselda o en Genos’eva de Brabante, me metía en la piel de una esposa
perseguida; mi hermana, obligada a encarnar a los Barba Azul, me arrojaba cruelmente
de su palacio, yo me perdía en la selva hasta el día en que resplandecía mi inocencia. A
veces, modificando ese libreto, me imaginaba culpable de una falta misteriosa, me
estremecía de arrepentimiento a los pies de un hombre hermoso, puro y terrible.
Vencido por mi remordimiento, mi abyección, mi amor, el justiciero posaba su mano
sobre mi cabeza inclinada y yo me sentía desfallecer. Algunos de mis fantasmas no
soportaban la luz; yo sólo los evocaba en secreto. Me sentí extraordinariamente conmo­
vida por la suerte de ese rey cautivo que un tirano oriental utilizaba como escabel
cuando subía a caballo; solía sustituirme temerosa, semidesnuda a la esclava cuya
espalda era desgarrada por una dura espuela.3
La tortura, la pasión religiosa, los deleites del infortunio y de la humillación, los
desmayos exquisitos, los destierros al bosque, el más sentido arrepentimiento:
3 Simone de Beauvoir, Memoirs of a Dutiful Daughter, citado en “Character games”, ibid.
SOÑAR Y SER SONADOR 75

experiencia sorprendente para una niña. Si mademoiselle de Beauvoir simplemente


hubiese aguardado, en la cola de la vida, a recoger cualquier experiencia que su
vida de clase media tuviese que ofrecerle, sin duda habría tenido que aguardar
para siempre antes de que las agudas espuelas de un tirano se le encajaran en el
costado. Como ocurrieron las cosas, ella colaboró a alimentar su espíritu en un
banquete preparado por ella misma.
Nadie se pone a aguardar en la cola de la vida. Aunque no cada niño sea tan
inventivo como la joven de Beauvoir, todos buscan e inventan experiencias por sí
mismos.
Dejaré para después, más avanzado este capítulo, un análisis de hasta qué punto
la experiencia así amasada mediante el juego resulta de particular pertinencia
para la educación conceptual de un psicólogo natural, y también un análisis de la
intervención de la naturaleza al determinar la forma de juegos y fantasías particu­
lares. En este punto, permítaseme decir sencillamente que aunque, desde luego, no
creo que debamos atribuir a la naturaleza las reglas precisas del juego del tejo o los
detalles de los ensueños de mademoiselle de Beauvoir, tampoco creo que se le pueda
exonerar por completo. Aunque, a primera vista, diferentes formas de juego
puedan parecer simplemente frívolas, oportunistas o accidentales, están en acción
mecanismos biológicos subyacentes que velan porque, por medio del juego, el niño
vaya llenando su bagaje conceptual con una selección de instrumentos peculiar­
mente adaptados a sus futuras necesidades como psicólogo.
Volviendo a mi imagen anterior, el juego es uno de los medios más eficaces de la
naturaleza para asegurarse que los psicólogos naturales engorden. Pero no es el
único medio. Aunque puede contarse con que los niños al jugar, velarán en gran
parte por sí mismos, hay otros marcos en que necesitarán —o ciertamente,
recibirán— un alimento más forzoso.
BIBLlOTt
MITry»-f |
L a manipulación por la familia
Por muy vasta que pueda ser la esfera del juego, hay límites a la gama de
experiencias que ofrece. Los niños juegan cuando les place y si les place hacerlo, se
entregan al juego libremente y de él se retiran libremente, y, si pueden, no
escogerán libremente tener experiencias que en nada sean gratas. Aunque he
mencionado la omnipresente posibilidad de accidentes en juego (y Simone de
Beauvoir es testigo de la posibilidad de fantasías masoquistas, aunque románticas),
el hecho es que cualquier niño dejado por completo a sus recursos de juego llegará
a tener una muestra sumamente deformada de la experiencia; como quien dice,
demasiada jalea y no mucho vinagre.
Como psicólogo natural en agraz, tal niño sería el perdedor. Los conceptos
esenciales para modelar la conducta de otros en un grupo social frecuentemente
serán relacionados con sentimientos que son desagradables para quien los experi­
menta: depresión, ira, dolor, pena, impotencia, pánico, el fin del amor, el deseo de
hacer daño...
Dado que los niños, en lugar de buscar tales experiencias, tratarán activamente
76 SONAR V SER SONADOR
de evitarlas, su educación en este terreno plantea dificultades especiales. Sugeriré
que la solución ha consistido en darles el vinagre, como una horrible medicina en
cucharadas. La cuchara, las más de las veces, está en manos de un miembro de su
familia.
La teoría de la selección por parentesco muestra que, biológicamente, va en
interés de los miembros de la familia aumentar la aptitud de sus parientes en cual­
quier forma que puedan (simpre que no sea a gran costo para ellos). Desde hace
largo tiempo, los etólogos han comprendido que ésta es la razón de que, tanto
en los hombres corno en los animales, los padres y los hijos mayores tan a menudo
intervengan en la educación de los miembros más jóvenes de la familia, dándoles
lecciones sobre cómo hacer las cosas y siendo compañeros activos de sus juegos.
Pero poco se ha reconocido cómo los parientes y amigos pueden ayudar a los niños
menores abusando de ellos “por su propio bien”.
Por abuso no quiero decir castigo. Cuando un niño es castigado, lo castigan por
alguna mala conducta específica, y el propósito del castigo es hacerle cambiar de
ideas. Pero el abuso, en el sentido al que yo me refiero, no tendrá un propósito
reconocido. En realidad, a menudo puede parecer gratuito, injusto o enconado. Y
sin embargo, su efecto consistirá en extender la gama de conceptos psicológicos del
niño, mostrándole lo que se siente ser víctima de infortunio o abuso.
Permítaseme ¡lustrar el principio con algo que presencié no hace mucho en el
tren, rumbo a Cambridge. Frente a mí iba sentada una señora con su hijita de
cuatro años. La niña hizo a su madre una pregunta inocente. La madre simuló no ■
haberla oído. La niña repitió la pregunta, añadiendo quejumbrosa: “Mami, por
favor dáñelo”. “Yo no soy tu mami”, dijo la señora; “tu mami se bajó en la
estación anterior”. La niña empezó a mostrarse angustiada. “Tú eres mi mami, yo
sé que eres mi mami”. “No, no lo soy, nunca te había visto” . Y así este extraño
juego, si así queremos llamarlo, continuó hasta que, por fin, la angustiada niña
estalló en lágrimas. ¿Una madre perversa, sin corazón? Eso me pareció por
entonces. Mas tal vez este juicio sea injusto. A aquella niñita se le estaba dando, en
el sentido más estricto, una lección, la lección de lo que se siente ser espantada y
desconcertada. Tal vez aprendió más en esos pocos, tristes minutos, de lo que yo he
aprendido de los cien libros que he leído en viajes de tren.
Para que el lector no considere esto como un caso aislado, que sólo pudo ocurrir
con una madre ligeramente chiflada, o tal vez con una madre camino a Cambridge
. (“pues la gente de Cambridge rara vez sonríe, siendo educada, establecida y
llena de culpa”, escribió Rupert Brooke), permítaseme citar otros ejemplos de tal
manera de “molestar” en otros lugares del mundo.
Nos dice J. P. Loudon, desde Tristan da Cunha:
Observé la siguiente actuación, o variación de ella, en muchas ocasiones sobre un
periodo de varias semanas... El padre practicaba un juego con el niño, que consistía en
esconder repetidas veces el juguete predilecto del niño en distintos lugares de la misma
habitación. Durante un tiempo, el juego se desarrollaba felizmente. Sin embargo,
cuando, como inevitablemente ocurría tarde o temprano, el niño empezaba a quejarse o
a dar señales de exasperación porque se estaba cansando o no podía encontrar ya el
juguete o bajarlo de su escondite, el padre le hablaba severamente y, apoderándose del
SONAR V SER SON\DOR
juguete, simulaba arrojarlo al fuego o por la ventana. Si esto producía una nueva
reacción, como generalmente ocurría, el padre amenazaba al niño con un.castigo y, si
continuaba quejándose o empezaba a llorar, el padre lo golpeaba.1
Barbara Ward nos habla de los kan sai en la provincia de Hong Kong:
Un grupo de niños pequeños está jugando a la pelota, un niño mayor se acerca y envía
lejos la pelota, de un puntapié. El pequeño, Ah Kart), la recoge y se va con ella, pero
antes de haber llegado muy lejos, un adulto se acetca y se la tira de las manos... poco
después, Ah Kam empieza a jugar a la “cocina” —con pedacitos de paja para simular la
estufa y pedazos de olla, para el arroz y demás platos—con otro grupo de compañeros de
su edad. El juego procede normalmente a lo largo de unos quince minutos, hasta que
llega otro adulto que, de un manotazo, envía por los aires el supuesto arroz y las
supuestas ollas y cacerolas... Ah Kam se tira al suelo, con una rabia aparentemente
incontenible. Grita durante un tiempo. Nadie le hace caso salvo, tal vez, para mirar en
su dirección una o dos veces.45
Philip y Iona Mayer nos hablan desde el Transkei, en el sur del África:
En lo que se llama thelekisa, las mujeres toman de la mano a dos niños pequeños, de dos
o tres años, les hacen abofetearse mutuamente, hasta que los niños se muestran excitados
y furiosos y empiezan a atacarse por su propia cuenta, arañándose y mordiéndose en
serio. Las mujeres presencian aquello dando carcajadas.6
Reconocidamente, en cada uno de estos ejemplos los adultos, se nos dice,
justifican su ataque a los niños diciendo que “forma el carácter” (del niño,
supuestamente, y no del adulto). No cabe duda de que, junto con el doctor Arnold,
de la Rugby School, en parte tendrían razón: tal trato no puede dejar de influir
sobre el desarrollo del carácter, aunque no está muy claro si es para bien o para
mal. Pero mi propia interpretación y mi hincapié son distintos: un niño así
maltratado sin duda aprenderá cómo caracterizar, por su propia experiencia, la
conducta de o t r o s al estar en dificultades.
La manipulación, el abuso, el fastidiar —llámese como se quiera— a los niños
por la familia y los amigos es, creo yo, mucho más difundido de lo que los científicos
han notado o, tal vez, quisieran reconocer. Pero no tengamos miedo de reconocer
su función potencial. Los niños, como aprendices de psicólogos, necesitan conocer
el miedo, y por ello los adultos —muy probablemente sus padres— los espantan;
necesitan conocer los celos, y entonces los padres hacen cosas para ponerlos celo­
sos; necesitan conocer el dolor y por ello los padres los golpean; necesitan conocer la
culpabilidad, y asi los padres se las arreglan para sorprenderlos haciendo algo
malo.
Una vez lanzada la investigación de tales fenómenos, no resulta difícil encontrar
ejemplos. Probablemente' el lector conocerá algunos, archivados en su propia

4 J. B. Loudon, “ Teasing and socialization on Tristan da C u n h a ” , en Socialization: the Approach


from Social Anthropology, comp. P. Mayer, Tavistock, 1970.
4 B. E. Ward, “Temper tantrums in Kau S ai”, ibid,
6 P. c I. Mayer, “Socialization by peers: the youth organization of'the Red Xhosa”, ibid.
-o1<-> SOÑAR Y SER SOÑADOR
biografía. Pero, antes que narrar más ejemplos anecdóticos, permítaseme recordar
uno de los ejemplos más célebres, más universales y más curiosos. Me refiero al
llamado Complejo de Edipo, en la clásica descripción de Freud.
El Complejo de Edipo es complejo en más de un sentido, y está lejos de ser un
simple caso de manipulación de la experiencia del niño por sus padres. Sin
-y j embargo, merece ser analizado en este contexto, por dos razones: i) los padres
,n voluntariamente o no, son en realidad los agentes de la perturbación del niño; ii)
u las experiencias que el niño encuentra —de amor y odio dentro de la familia
primaria— son de importancia fundamental para su ulterior entendimiento so­
cial; iii) el curso del conflicto emocional entre loS padres y el niño fue considerado
Si11 instintivo por Freud, y hay todas las razones para suponer que, de hecho, puede
tener grandes determinantes biológicas.
■ if! En gracia a la sencillez (y tal vez a la verosimilitud) limitaré mi versión al caso de
un niño varón. La historia va así, poco más o menos (se hace hincapié en la
experiencia emocional del niño). La madre quiere al hijo y el hijo quiete a la madre.
El amor de ella es cálido, lleno de cuidados y atenciones, pero no es sexual; el amor
\ j{ de él es exigente y sexual. La madre no puede permitirse ser propiedad exclusiva de
su hijo: a veces le muestra indiferencia —él responde a la indiferencia con anhelo; a
veces, ella deliberadamente lo rechaza— él responde al rechazo con decepción, que
conduce a la desesperación; a veces, ella muestra su preferencia por el padre: él
responde a ello con celos y odie. El padre quiere al hijo, y el hijo respeta al padre.
Como el hijo respeta al padre, responde a sus propios sentimientos hostiles hacia él
con culpa. Y, al invertir su propio resentimiento, siente que es resentido por el padre.
El padre, en realidad, no permitirá que su propia posición con la madre sea
usurpada por el hijo, y surge una competencia entre dos varones muy desiguales; a
sabiendas o no, el padre provoca al hijo por su muestra de autoridad y de poder, y
amenaza simbólicamente (o en algunos casos raros, literalmente) con castrar al
niño. El niño teme tan extrema represalia. Con el tiempo, el hijo resuelve su
intolerable dilema al identificarse con el padre, permitiéndose así experimentar
vicariamente la posición privilegiada del padre.
Este relato es, desde luego, una abstracción, tomando algunos de los temas
principales entre una gran variedad de interacciones que ocurren en la fámilia
primaria. Pero, cualesquiera que sean los argumentos extravagantes que puedan
hacerse en su favor, y por mucho escepticismo que hayan despertado, hoy es
generalmente aceptado que alguna pauta similar de enredo emocional es bastante
•3:11 común en la temprana relación entre padre e hijo. Olvidemos por el momento el
papel que el Complejo de Edipo pueda desempeñar en la teoría freudiana del
^■ “super-yo”: aquí, lo que digo es que el niño, en el centro del enredo, está recibiendo
¡ una buena dosis de experiencia subjetiva tal que difícilmente habría podido
obtener en alguna otra forma.
Y sin embargo, ¿resulta justificado considerarla como ejemplo de manipulación
activa de la experiencia del niño por los padres? La función desempeñada por los
' padres es, reconocidamente, pasiva hasta cierto grado, y hasta accidental: no es
propósito de la madre el que su hijo tuviese designios sexuales sobre ella, y, ¿qué
más puede hacer, sino decepcionarlo, qué otra cosa puede hacer el padre sino
ponerse entre ellos? Pero no nos dejemos engañar pensando que padre y madre son
SONAR \ SER SONADOR 79
espectadores inocentes en el asunto. Pues los hechos son: i) la madre puede
“iniciar” a su hijo, por ejemplo, jugando con él en alguna forma explícitamente
sexual o erótica (lo que incluye, no pocas veces, la masturbación deliberada); u) la
madre, cuando, después “da calabazas” a su hijo, tal vez no sólo sea insensible sino
deliberadamente cruel (como quedó ejemplificado, tal vez, con aquella señora del
tren): t'it) el padre, al “poner al niño en su lugar” puede jactarse de su propia
virilidad y al mismo tiempo menospreciar la del niño: si no llega hasta amenazarlo
con cortarle el pene, lo derrota en formas que pueden ser equivalentes simbólicos,
por ejemplo, ocultándole su “juguete” favorito o pateando su[s]“pelota[s]” (como
tal vez se mostró en los casos de Tristan da Cunha y Hong Kong).

Los SUEÑOS
Soñé que me habían capturado los caníbales. Todos ellos empezaron a saltar y dar
gritos. Me sorprendió verme a mí mismo en mí propia sala. Había un fuego y, sobre él,
una olla, llena de agua hirviendo. Me arrojaron dentro y de cuando en cuando, el
cocinero venía a pincharme con un tenedor, para ver si ya estaba yo cocido. Luego me
sacó, y me sirvió al jefe, que estaba a punto de morderme cuando desperté.
Así, un niño norteamericano informó que eso había soñado una noche.7 Pese
a que tengo mis sospechas sobre cómo tratan los padres a los hijos, no puedo pen­
sar que ningún padre probablemente picaría a su hijo con un tenedor para ver si
ya estaba cocido; tampoco parece probable que ni aún el niño más emprendedor
inventara, en juegos, semejente episodio. En los sueños ocurren cosas maravillosa­
mente extrañas. Y por tanto, al ser extrañas, los psicólogos naturales las reciben
ávidamente.
Creo yo que los sueños representan el más audaz e ingenioso de los tmeos de la
naturaleza para educar a sus psicólogos. En la libertad del sueño, el soñador puede
inventar relatos extraordinarios acerca de lo que está ocurriendo a su propia
persona y, así, responder a estos acontecimientos como si fuesen reales, puede
descubrir.nuevas esferas de experiencia interna. Si se me permite hablar de mi
propio caso, diré que en sueños me he colocado en situaciones que provocan
sentimientos de terror y pena, pasión y placer, de una índole e intensidad que no he
conocido en la yida real. Si ahora experimentara estos sentimientos en la vida real,
los reconocería como familiares; y, lo que es más importante, si me encontrara yo
con alguien que estuviese pasando por lo que yo pasé en sueños, tendría yo una
base conceptual para modelar su comportamiento. Recuérdese que el Idiota de
Dostoievski soñó que se encontraba ante un pelotón de fusilamiento, y mediante
esa experiencia pudo entrar en el estado mental del condenado.
Escuchemos, con actitud favorable, las versiones de más sueños infantiles (de
niños londinenses, entre las edades de siete a doce años).81

1 C. W . Kimrr.iris, “ Children’s dreams” , en A Handbook of Child Py.rhol::¿v, eci. C. Murchison,


Clark University Press. 1931.
8 ¡bid.
80 SOÑAR Y SER SOÑADOR
Soñé que un barrendero me ponía en una caja y me llevaba en una carreta, y luego me
dejaba de vuelta en la cama, pero en otra.
Anoche soñé que yo era un vale roso cabal! ero... Un gran monstruo empezó a perseguir a
la dama más hermosa que yo hubiese visto. Saqué mi espada y pegué al monstruo en el
lomo. Dio un rugido tan fuerte que la dama gritó. Yo dije: “Pronto mataré a este
monstruo”, y volví a atacarlo y luego le corté la cabeza, y cayó muerto al suelo. La dama
dijo: “Eres un héroe”.
Soñé que estaba en una piscina llena. Mi entrenador estaba en el borde, en un traje de
baño rojo, y me empujaba con una larga pértiga cuando yo trataba de salir. Yo nadaba
en un sentido y otro, desesperado.
Soñé que yo estaba casada y tenía una hijita en la escuela, y también un bebé. Mi esposo
era un soldado y estaba en Francia. Mi hija tenía un largo cabello rizado. Llevaba una
falda blanca con una banda azul, con zapatos y calcetines blancos. Pero una noche, al
meterme a la cama, o¡ que se soltaban los cimarrones. Mis niños estaban casi dormidos,
por lo que levanté primero a la mayor. Los vestí, les puse sus sombreros y sus vestidos, y
luego me vestí yo misma. Luego descendí por un tubo. Poco después, o! que todo había
pasado y cuando entré en la casa, acababa de poner a los niños en la cama cuando oí
unos golpecitos en la puerta. Fui a abrirla, y entró mi esposo. Estaba en vacaciones. Era
un oficial.
Yo soñé que me iban a lavar. Después de lavado, me dejaron en el aparato de planchar.
Luego, me colgar on del tendedero. Estaba yo colgado del tendedero cuando empezó a
llover. Mi madre me sacó de allí y me planchó. La plancha estaba caliente.
Desde luego, es difícil saber cuánta de esta experiencia es verdaderamente
novedosa, sin precedentes en la vida de los niños. Las pruebas circunstanciales
parecen indicar que una parte difícilmente podría dejar de ser nueva: los niños de
nueve años simplemente no matan monstruos, ni las niñas de ocho años tienen
bebés con oficiales que están en Francia. Pero, como tan gran parte de la experien­
cia (incluso juegos, ensoñaciones y abusos de la propia familia), y para el caso,
tantos sueños ocurren tan temprano en la vida de un niño, nunca podría tratarse,
simplemente, de establecer la originalidad de los sueños. Si las medidas fisiológicas
pueden servar de algo, estimaremos que entre el nacimiento y la edad de un año, un
bebé humano ha pasado 1,800 horas soñando, un promedio de cerca de cinco
horas diarias.9 Para cuando el niño puede hablar y decirnos lo que sabe, la
distinción entre lo que ha aprendido en sueños y en la experiencia de la vigilia
probablemente se ha borrado para siempre. Pero hay un terreno de la experiencia
en que, como lo indiqué en un capítulo anterior, es más fácil estar seguro. Me
refiero a las experiencias de la relación sexual.
Parece ser que no pocas mujeres (aunque bastante pocos hombres) llegan a la
edad adulta sin haber experimentado nunca un orgasmo inducido externamente.
¿Ocurre a veces que estas mujeres no iniciadas descubren la sensación del orgasmo

9 H . P Roffwarg, J. M uzio y W Dement, “ The ontogenetic development of the human sleep-


dream ,cycle” , Science, 152,604, 1966.
SOÑAR Y SER SOÑADOR 81

soñando con la situación que lo provoca? La respuesta, aunque algunos pudiesen


disputarla, parece ser positiva.
Ofrezco, como testimonio sugestivo, el célebre “éxtasis” de Santa Teresa de
Avila. En su autobiografía Santa Teresa describe cómo en el momento supremo
de su vida, soñó con un ángel:
Veíase en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco
de fuego. Éste me parecía meter con el corazón algunas veces, y que me llegaba a las
entrañas: al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada eri amor
grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y tan
excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay que desear que se
quite.101
Podemos descontar la posibilidad de que Santa Teresa simplemente estuviese
narrando, con un pretexto, alguna auténtica aventura sexual de su vida anterior.
Si estuviésemos tratando con otro santo, por ejemplo San Agustín, podría haber
razonables motivos de duda, pero no, creo yo, con Santa Teresa, fundadora de la
austera orden de las Carmelitas Descalzas, nacida en una piadosa familia españo­
la, que en tiernos años ingresó en un convento y fue célebre durante toda su vida
por su devoción...
Sin embargo, dejando aparte la cuestión de la originalidad, ¿debemos dudar de
la verdad de los sentimientos experimentados durante los sueños? A veces, no hay
duda: cuando el niño de escuela nadaba en todos sentidos por la alberca, sintiendo
desesperación, o cuando Santa Teresa fue dejada por el ángel abrasada en amor, la
respuesta afectiva es patentemente apropiada al cuadro que el soñador presenta de
los hechos. Y sin embargo, no está enteramente claro si las personas siempre
experimentan las sensaciones apropiadas al contenido manifiesto de sus sueños.
Comentó Freud: “Yo tengo miedo a los ladrones en un sueño; los ladrones, cierto,
son imaginarios, pero el temores real. Y esto no deja de ser cierto si me siento alegre
en un sueño. Un afecto experimentado en un sueño no es en manera alguna
inferior a uno de igual intensidad experimentado durante la vigilia.”11 Pero
también notó que a veces la sensación experimentada no conviene, al parecer, al
contenido manifiesto del sueño: “Yo puedo encontrarme en una situación horri­
ble, peligrosa y repugnante sin sentir ningún temor ni repulsión, mientras que
otras veces, por lo contrario, puedo sentirme aterrorizado ante algo inofensivo, o
encantado ante algo pueril.” Freud se enfrentó a este enigma suponiendo que, en
los casos paradójicos, las sensaciones del soñador son aquéllas evocadas por el
contenido latente del sueño: los pensamientos ocultos tras él, antes que la versión
deformada de aquellos pensamientos que llegan a la conciencia.
Si lo usual de la experiencia subjetiva del soñador consistiera en ser inapropiada
a lo que imagina que le está ocurriendo, el soñar reportaría una educación
anárquica para el psicólogo, y sería difícil sostener el actual argumento. Pero ni
siquiera Freud lo consideró habitual. Al llamar nuestra atención hacia los casos
paradójicos, Freud tenía algo particular que discutir. Mas aún, ni siquiera él

10 Sta. Teresa, citada por G. Bataille, Eroticism, Calder, 1962.


11 S. Freud, The Interpretation of Dreams, Allen & Unwin, 1954.
82 SONAR Y SER SONADOR

mismo sintió necesidad de extender su teoría al caso de los niños pequeños, en


cuyos sueños consideró que había una correspondencia mucho más cercana entre
el contenido latente y el manifiesto (por tal razón, los sueños de los niños eran
“carentes de interés comparados con los sueños de los adultos” ).12
El que las sensaciones del soñador generalmente sean fieles al contenido del
sueño queda confirmado no sólo por lo que después recuerda el soñador, sino
también por señales de provocación fisiológica. C.'W. Kimmins informa que una
niña que soñaba con la muerte de su hermano, derramó lágrimas mientras
■k dormía.13 Los estudios de erección del pene muestran una correlación positiva
entre el contenido específicamente sexual de los sueños y la provocación sexual.14
Además, la validez aparente del sueño experimentado queda atestiguada por las
ocasiones en que el sueño es tratado como si fuese parte de la vida en la vigilia: por
el soñador o, en realidad, por otros. Un niño de seis años soñó que alguien le había
dado una moneda de tres peniques, y al despertar, la buscó en su cama.15 Lamia,
en el mito romano, al oír de un joven que, en un sueño había disfrutado de ella “el
i placer que le había negado en sus sentidos despiertos”, le exigió una recompensa,
“concibiendo que había merecido algo de su fantástico disfrute” .16 Yo mismo no
pocas veces he hecho pasar de los sueños a la vigilia sentimientos de ternura o de ira
hacia otras personas, basados en encuentros fantásticos con ellas (que —si lo
supieran— tendrían buenas razones para mostrarse resentidas).
4 ■: Contra lo que voy a decir podrá objetarse que los sueños muy frecuentemente se
olvidan, y que por tanto no pueden desempeñar un papel importante en la
educación conceptual del niño. Indiscutiblemente, la memoria de los sueños es
sorprendentemente lábil, y tiene que perderse mucho material potencialmente
valioso. Pero aun si conservamos sólo una fracción, esta fracción —especialmente
en los niños— es impresionante. Kimmins, habiendo registrado más de cinco mil
\Í sueños de los niños de escuela de Londres, en forma escrita u oral, comenta:
t;-1
I'
Podrá verse, por la versión que los niños dan de su sueño, que tienen un anormal poder
;.¡i de descripción gráfica de los hechos en que están intensamente interesados, como los que
les ofrece el material onírico. Este poder supera hasta tal punto su capacidad de escribir
ensayos ordinarios sobre temas seleccionados por el maestro y, además, está tan por
encima de su nivel general de realizaciones, que diríase que ha entrado enjuego algún
nuevo elemento mental.17
■sil
*¡5 ■ Parece que los niños pueden encontrar las lecciones de la noche al menos tan
memorables como las lecciones del día.
v*
12 Ibid.
13 C. W. Kimmins, op. cit. (nota 7, jupra).
14 C. Fisher, J. Gross y J. Zuch, “ Cycle of penile erection synchronous with dreaming ( r e m )
sleep’’, Archives of General Psychiatry, 12, 29, 1965.
15 C. W. Kimmins, op. cit. (nota 7, supra).
16 Thom as Browne, “ O n Dream s” (1650), en Dreams and Dreaming, ed. S. G. M . Lee y A. R.
Mayes, Penguin, 1973.
17 C. YV. Kimmins, op. cit. (nota 7, supra).

M:. -
SOÑAR Y SER SONADOR 83

Tomando todo en cuenta, invito a los lectores a aceptar que los sueños —siendo
memorables, valiosos, originales y extraños— pueden dar al niño en crecimiento
un rico festín de ideas psicológicas. Pero una pregunta estará preocupando a todo
dietista atento, pregunta que no se ha resuelto a lo largo de este capítulo: ¿Hasta
qué punto la experiencia ganada en las diversas formas que yo he mencionado
parece especialmente diseñada para satisfacer las auténticas necesidades de un
psicólogo en potencia? ¿Qué parte de esta experiencia es genuinamente edificante,
y cuánta es simplemente basura?
Para ser explícitos, y dado que lo que importa a un psicólogo natural es la
posibilidad de tener una vislumbre del comportamiento de las personas reales de
su comunidad en particular, ¿qué asegura que í) un soñador tenga sueños pertinen­
tes, ii) un jugador practique los juegos pertinentes, y iii) los miembros de la familia
hagan pasar a los niños por las pruebas pertinentes?
No debemos negar que acaso no haya forma de garantizar la pertinencia, y que
todo el asunto pueda depender del azar. La buena suerte para hacer descubri­
mientos, aunque no pueda contarse con ella, sin embargo, resultaría mejor que no
contar con nada. Por ejemplo, si un soñador soñara al azar, simplemen te haciendo
girar el caleidoscopio de los hechos del día anterior para ver qué salía, muy
probablemente encontraría algo de valor potencial, y sin duda, más probablemen­
te lo encontraría que si no soñara nada. Mr. Micawber, siempre esperando que
“algo saldría” floreció en Australia al final.
Pero supongamos que realmente hubiese algún principio guía que dirigiera a los
niños por el camino de un mayor entendimiento, ¿qué línea podría esperarse que
tomaría? Bueno, no és difícil suponer qué clases de experiencia personal conven­
dría conocer a un joven psicólogo en un mundo ideal. Se dividen en las siguientes
categorías (traslapantes).
1. Las experiencias que aún no conoce, y especialmente aquellas que como
individuo particular acaso nunca llegará a conocer.
2. Las experiencias que no conocerá en realidad hasta haber crecido.
3. Las experiencias por las que ve que pasan otras personas y que son caracterís­
ticas de la vida de la comunidad.
4. Las experiencias que, haya tenido o no ocasión de observar, son característi­
cas de los seres humanos en general.
Teniendo en mente estas normas, podemos entonces buscar pruebas de un desig-
, nio biológico en el juego, el sueño y la manipulación por la familia. Yo ya me
comprometí con la idea de que sí existe. Trataré de establecer el caso en relación
con el sueño, aunque mucho de lo que tengo que decir puede aplicarse con igual
fuerza a los otros dos mecanismos.1
1. Como ya lo he indicado, muchos sueños se relacionan con hechos de los que el
niño no tiene experiencia previa. En realidad, parece ser sorprendentemente raro
que un niño sueñe con ocurrencias cotidianas, por ejemplo actividades escolares.
Comenta Kimmins: “Aunque el niño normal pasa casi la mitad dél día en la
escuela, o en relación con ella, es notable que tan pocos sueños tengan alguna
referencia directa a la escuela... En la escuela de niños, sólo cerca de un 1%es de
8+ SONAR V SER SONADOR

este tipo”.10 Más aún, el niño no sólo sueña con hechos familiares, sino que a veces
sueña con hechos que para él, en la vida real, tendrían que ser insólitos. Los niños
pobres sueñan con ser ricos, los niños ricos con ser pobres, los impedidos con estar
sanos y los sanos con estar impedidos.
Este elemento “compensatorio” en los sueños, notado ya por muchos autores,
fue algo que intrigó especialmente a C. G. Jung. En opinión dejung, la función de
la compensación era “restaurar nuestro equilibrio psicológico, produciendo un
material onírico que restablece, en forma sutil, el equilibrio psíquico total... El
sueño compensa las deficiencias de la personalidad”.19 Sea como fuere (y hasta
donde comprendo la idea dejung, no la discuto), yo sugeriría otra función. El
sueño compensará la ignorancia de la experiencia del soñador, de la que, como
individuo está excluido: al soñar lo que no es, el soñador obtiene una visión de lo
que son los demás.
2. Los niños sueñan comúnmente con experiencias que en realidad se encuen­
tran bastante lejos en su futuro. Obviamente, sueñan con ser “mayores”: casarse,
tener hijos, ocupar puestos de poder o responsabilidad y enfrentarse a la muerte.
Si tales sueños prospectivos tienen una función, ésta bien puede consistir en dar al
soñador uri2 visión no sólo de lo que la vida será para él cuando sea mavor, sino
también de cómo es hoy para los que ya han crecido. (Compárese la teoría
freudiana de que un niño, cuando resuelve el Complejo de Edipo identificándose
con su padre, queda capacitado entre otras cosas para verse a sí mismo [el niño]
desde él punto de vista del padre [adulto].)
3. Cuando un niño pobre sueña con ser rico o una niña pequeña con ser madre,
el sueño incluye claramente un elemento de imitación. En los sueños, la imitación es
ubicua. El soñador observa (u oye) que algo le ocurre a alguien más, y en el sueño
se las arregla para que le ocurra a él mismo. Así, característicamente, el Idiota
primero presenció una ejecución y “soñó con ella después”, la niña que soñó con
que su esposo soldado volvía a casa con licencia había observado que su madre
daba la bienvenida a su padre después de la guerra, y el niño que soñó con rescatar
de un monstruo a una bella dama evidentemente había leído sobre San Jorge.
Yo consideraré la imitación como la forma particular más eficaz de dirigir la
fantasía de un soñador hacia la experiencia que le resultará útil como psicólogo.
Dado que su tarea futura consistirá específicamente en modelar la conducta de
otros de su grupo social, no podría haber mejor preparación que imitar en la
fantasía lo que observa que ocurre en torno suyo. Si los que lo rodean luchan,
entonces él soñará con luchar; si cantan y bailan, que sueñe con cantar y bailar; si
se humillan unos a otros, que sueñe con humillar y ser humillado. De este modo, su
experiencia onírica tendrá pertinencia garantizada para las condiciones locales de
*su propia comunidad: por decirlo así, aprenderá el vocabulario aborigen de los
sentimientos.
4. Mireille Bertrand me ha llamado la atención hacia un ejemplo singular del
sueño de un mono.20 El mono, un cercopiteco macho de seis años que era el
Ibid.
19 C. G. Jung, Afán and H is Symbols, Aldus, 1964.
20 Míreille Bertrand, comunicación personal, 1979.
SOÑAR V SER SOÑADOR 85

consentido de una familia parisiense, empezó inesperadamente a “llamar” duran­


te el sueño. Sus llamados.eran reconociblemente “órdenes de jefe”, altos aullidos
de una especie que, en la selva, dan los jóvenes machos cuando —por la edad de
seis años— se separan de! grupo natal. Aquel mono había vivido con una familia
humana desde su infancia y nunca podía haber oído a otro mono llamar de tal
manera. El mono sólo daba aquellos gritos estando dormido, \ ocurrían en ese
estado profundo del sueño que en las personas suele asociase con los sueños.
Si esto es lo que parece, parece sugerir que este mono tal vez estuviese ensayando
en sus sueños la experiencia misma que, aunque no podía haberla “conocido”, es,
tarde o temprano, el destino de todos los monos machos en la selva. Ya he aludido
a la posibilidad de que también las personas tengan sueños instintivos. Reconozco
que las pruebas están lejos de ser sólidas. Pero cuando una persona sueña con
hechos que no pudo observar y que sin embargo representan episodios típicos de la
vida de los seres humanos, resulta difícil evitar la conclusión de que el sueño, en
cierto sentido, constituía un guión innato. El sueño de Santa Teresa, de una
relación con el ángel armado con I,a espada, nos ofrece un posible ejemplo; yJung,
aunque con un hincapié diferente, ha ejemplificado muchos otros.
Para Jung, son ejemplos de los sueños que él llama “arquetípicos”, sueños cuyos
argumentos fueron escritos por la evolución en el “inconsciente colectivo” de la
humanidad. En sus palabras:
A sí com o la activ idad h u m a n a es influida en alto grad o por los instintos, totalm ente
aparte de las m otivaciones racionales del consciente, así nuestra im aginación, percep­
ción y pensam iento son igualm ente influidos p o r elementos form ales universalm ente
presentes... L o s arquetipos son las im ágenes inconscientes de los propios instintos...
D irig e n la activida d de la fantasía p o r senderos fijados y de este m odo p roducen en
las im ágenes fantásticas de los sueños infantiles asom brosos paralelos con m itos u n i­
versales.31

No puedo tener esperanza siquiera de resumir aquí la extensa investigación por la


que Jung, según afirmó, dejó establecida la existencia de arquetipos particulares.
Pero suponiendo que el fenómeno fuera auténtico, yo propondría una función
biológica para los sueños arquetípicos: le darán así al soñador un conocimiento
anticipado de ciertas experiencias humanas de significado universal, experiencias
de las que un psicólogo natural no puede permitirse quedar en la ignorancia.
“No soñamos”, dijo Jung: “Somos soñados”. No jugamos, juegan con nosotros.
Nuestras familias no manipulan, son manipuladas para que nos manipulen. Todo
esto es hecho por mecanismos biológicos destinados a extender nuestra visión a Iqs
sentimientos de los demás.
Peto los seres humanos son codiciosos. No contentos con dejar que la naturaleza
sea su niñera, han inventado —como veremos en el próximo capítulo— toda una
gama de mecanismos culturales para meter más experiencia aún en la mente del
psicólogo en proceso de crecimiento.

■' C G. Jung, The Archetypes and ihe Coltectue Cncansnous, Routledgc & Kegan Paul, 1968
X'M.
¡ú

I? VIII. ¿QUÉ ES ÉL PARA HÉCUBA?

C ultura o no cultura, la gente seguirá jugando y soñando y peleando con sus


familias. Pero lo que puede decirse del juego no puede decirse, por ejemplo, de las
“obras de teatro”. Una obra de teatro, con sus “actores”, su “escenario”, su
“libreto”, sus “convenciones dramáticas”, no podría existir fuera del marco
cultural que lo soporta. Como muchas otras “instituciones” culturales, el teatro se
origina con la sociedad y es mantenido por ella, y no por sus miembros individua­
■!j les, y se conforma a una pauta normativamente sancionada y, para su supervi­
vencia, depende de que continúe la tradición.
Las actividades descritas en el capítulo anterior, aunque universales entre los
seres humanos, no son instituciones en este sentido. Pero lo que la naturaleza
indica, la cultura a menudo lo sigue. Y como la propia naturalezajia explotado la
, * mayor parte de las posibilidades obvias para ensanchar la experiencia, no resulta
muy sorprendente que las culturas humanas —en la medida en que han sido
guiadas por los intereses de sus miembros en particular— hayan presentado
soluciones similares. Correspondiendo a las “ayudas pedagógicas” naturales ana­
lizadas en el último capítulo, existen paralelos institucionales por todo el mundo,
i que complementan, emulan y sin duda imitan a veces las actividades naturales. El
juego natural tiene su análogo en los juegos institucionales y la provisión de
juguetes institucionales, la manipulación familiar en dureza y abusos instituciona­
les, y sueños en una fantasía institucional.
Sin embargo, el paralelo está lejos de ser directo. Pues, con el surgimiento de
estas técnicas basadas en la cultura que extienden la experiencia personal, hay un
€ factor nuevo y complicador que hemos de tomar en cuenta. Me refiero a la
participación potencial de los espectadores.
Los espectadores no son necesarios ni deseables en el caso, por ejemplo, de un
juego de escondidillas, y nunca podrá haber un espectador en el sueño de otros. En
el caso de las actividades institucionales, en cambio, los espectadores pueden ser no
sólo invitados sino, a veces, realmente necesarios. Veintidós hombres toman parte
en un encuentro de fútbol, un millón de personas los ve por televisión; una docena,
i tal vez, participa en una circuncisión ritual, y hay otras cincuenta, en torno suyo,
observando; uno escribe una novela acerca de diez personajes, y diez mil la leen...
Cuando los espectadores superan en número a los actores, la institución está
¡j. sirviendo, puede suponerse, a los intereses tanto de los unos como de los otros. Pero,
í. ¿en qué forma?
Hasta aquí he insistido en que si se quiere que una persona obtenga experiencia
subjetiva, deberá encontrarse, en la realidad o en la fantasía, en el centro de la
acción: la observación de los demás no sustituye la participación personal. No
volveré a hacer tal suposición, pero sí deseo enmendarla, pues en realidad hay
varios modos en que la observación no participatoria de la conducta de los demás
i, - puede provocar nuevas sensaciones —sea inmediatamente, sea más tarde— en un
“simple” espectador.
L.'.: 86

L:
¿QUÉ ES ÉL PARA HÉCUBA? 87

Por una parte, cuando se trata de ello, el espectador puede ser directamente
afectado por el significado, para si mismo, de lo que ve que le ocurre a algún otro.
Para tomar un par de ejemplos relativamente trillados y no institucionales, cuando
un hombre encuentra a su esposa en la cama con un rival, su observación de
la conducta de su esposa puede provocar, en realidad, sus celos, y cuando un niño
solitario ve que su madre vuelve a casa, la observación que el niño hace de la
conducta de su madre puede provocar la alegría del niño.
Sin embargo, aquí estamos hablando de la observación de “su esposa” o “su
madre”, y la respuesta subjetiva del espectador depende claramente de que tenga
una relación establecida con el actor. Si no hay tal relación, entonces por regla
general no hay respuesta: no me pone celoso la infidelidad de la esposa de otro, ni
me lleno de alegría al ver que la madre de otro vuelve a casa. Pero es posible una
excepción a esta regla general; de hecho, en algunos casos es probable: si las
circunstancias conspiran para dar al espectador la ilusión de que tiene una relación
con el actor —cuando en realidad no la tiene— es probable que su respuesta a la
conducta del actor sea tan fuerte como si la relación fuese auténtica.
Aunque este tipo de ilusión puede ocurrir espontáneamente, ciertas institucio­
nes culturales positivamente la fomentan. Lo hacen en tres formas obvias. /) Es
posible obligar a los actores a actuar bajo la propia “bandera” del espectador,
como si, amigos o parientes, estuviesen haciendo un servicio personal; tal es el caso,
por ejemplo, con los equipos de fútbol, atletas olímpicos o la monarquía inglesa, ü)
Es posible escoger los actores entre una categoría especial de personas con quienes
los desconocidos tienden, sin espíritu critico, a suponer el deber o el derecho de
entablar una relación personal: tal es el caso de los niños, las mujeres bonitas y
(como veremos) los animales domésticos, iii) Los actores, que se mueven dentro de
un marco especial, pueden ser sutilmente presentados al espectador como sus
íntimos en condiciones que fomentan la “suspensión voluntaria de la increduli­
dad”: tal es el caso de los personajes de la ficción literaria y teatral.
Más adelante diré algo al respecto. Aquí, simplemente permítaseme recordar a
dónde nos llevará. Con engaños, se hace creer que el espectador está relacionado
con el actor y que, por tanto, llegará a preocuparse por los hechos y sufrimientos del
actor, aunque la vida de éste no tenga ninguna relación (en ningún otro contexto)
con la suya. Se sentirá orgulloso cuando el guardameta de su equipo haga una
buena atajada, y preocupado cuando la reina embarazada entre en trabajo de
parto; se sentirá halagado por las atenciones de una conejita del Playboy, y triste
por la muerte de un gatito consentido; desconfiará de Lady Macbeth y se dejará
cautivar por James Bond. Y cuando se combinan las fuerzas que sostienen la
ilusión de una relación, el efecto sobre el espectador será particularmente podero­
so: así, el corazón del cristiano se enternece ante el niño Jesús, nuestro Señor y
Salvador, que ve tendido en el establo del libro de devoción, y el londinense se
conmueve mucho cuando la pequeña Twiggy, con su familiar acento cockney, le da
las buenas noches con un beso por televisión.
Y sin embargo, aunque en estas formas el espectador pueda descubrir nuevos
sentimientos en sí mismo, no estará aprendiendo lo que se siente en realidad ser el
actor. Está reaccionando a la situación de otra persona, en lugar de actuarla, así
como un marido recciona más que acciona ante la infidelidad de su esposa. El
«8 .;OUÉ F.S F.I. PARA HECUBA'

marido celoso no se pone en los zapatos de su mujer (probablemente es lo último


que haría) y, del mismo modo, el lector de David Copperfielld, que se preocupa
cuando Steerforth rapta a la Pequeña Em’ly, no se pone en los zapatos de ambos.
El lectos siente un instinto protector hacia Em’ly porque se ha vuelto (bajo la idea
de Dickens) una serie de hermano mayor de ella, y siente que Steerforth le ha fa­
llado porque se había vuelto un querido amigo; pero no se ha vuelto ninguno de
estos personajes. Al menos, tal es la forma en que lo estoy describiendo. Pero, ¿es
la correcta? ¿No se identificad a veces los espectadores con los lectores y realmente
aprenden lo que es sentirse como ellos?
Identificación puede significar una de varias cosas. La forma más conocida
depende de que el espectador ya sepa, por su experiencia pasada, lo que es
encontrarse en la situación del actor. El verso admonitorio de Hilaire Belloc acerca
de Jim, “que huyó de su niñera y fue devorado por un león” , pone aprueba este
tipo de identificación hasta su límite (y más allá):

Ahora, imaginad lo que se siente


cuando primero vuestros dedos y luego vuestros talones,
y luego gradualmente,
vuestras espinillas, tobillos y rodillas,
son devorados lentamente, poco a poco...
La mayoría de los lectores, al tratar de imaginar esto, no lo lograrán cuando el
león deja atrás sus talones. La “ simpatía” de la índole que Belloc pide está abier­
ta, como dije en el capítulo vi, sólo a aquellos que ya son miembros del club expe­
rimental. Como tal, esta especie de identificación no puede ser fuente, en pricipio,
de una nueva vislumbre de otras personas: el espectador puede compartir su expe­
riencia con el actor, pero no aprende de él.
La mayor parte de los ejemplos de la llamada “ experiencia vicaria” son de esta
clase. Por ejemplo, el espectador que ve clavar una jeringuilla hipodérmica en el
brazo extendido de otro, o lee esto en una novela (o en esta misma frase) se encoge­
rá internamente, pero si y sólo si puede identificarse con el paciente sobre la base
de su experiencia anterior. Lo mismo puede decirse del espectador que es sexual -
mente provocado al ver masturbarse a otra persona, o que siente un escalofrío al
ver a otra persona descalza en la nieve.
Hay, sin embargo, otra forma más indirecta de identificación, la cual no exige
que el espectador^ya haya experimentado precisamente ¡o que está observando.
Me refiero a la identificación por medio de lo que un ingeniero probablemente
llamaría “simulación”. Cuando un ingeniero desea saber cómo funcionará una
tmáquina en circunstancias nuevas, podrá hacer un modelo de computadora que
simplemente alimenta con las “condiciones iniciales”, y luego deja correr al
“simulador”, para ver qué ocurre. De este modo, un espectador puede verse
tentado a explorar la conducta de un actor simplemente adoptando la posición
inicial del actor y luego aguardando a ver qué pasa. Observando masturbarse a
otra persona, lo prueba por sí mismo; u observando a otra persona descalza en la
nieve, prueba también esto... Ahora, la identificación se ha emprendido especulad-
¿QUÉ ES ÉL, PARA HÉC.UBA? 89

vamenle: el espectador no necesita tener de antemano una idea de qué sentimientos


entraña su acto, o ei del actor.
La identificación por medio de simulación es, claramente, algo muy distinto
del tipo de identificación empática antes mencionada: allí, el espectador ya debe
conocer por su propia experiencia pasada qué sentimientos está teniendo el actor;
aquí, tiene que descubrirlo.
Dado que la simulación es un modo de descubrir —de aprender algo nuevo—,
constituye otro medio potencialmente importante por el cual la simple observa­
ción de un actor puede poner al espectador en camino de descubrir más acerca de
las posibilidades del sentimiento humano. Si no fuese por su observación del actor,
el espectador no tendría ningún incentivo para experimentar con esas condiciones
iniciales particulares y, así, nunca podría saber a dónde le llevan.
Sin embargo, dado que la simulación generalmente ocurre después que el espec­
tador ha presenciado la actuación del actor, surge esta pregunta: ¿Dónde ocurre y
cuándo? La respuesta, ya anticipada en el capítulo anterior, es que los dos foros
más importantes para ella son, sin la menor duda, los sueños y la actuación.
Cuando en mi anterioranálisis llamé la atención hacia el hecho de que las personas
comúnmente entrelazan sus fantasías en tomo de lo que han visto ocurrir a los
demás en su grupo social, me interesó este tipo de imitación como medio de
fomentar la visión del comportamiento de la población local. En aquel punto no
subrayé el papel de las instituciones culturales a! ofrecer modelos para la fantasía
especulativa (aunque Simone de Beauvoir y uno o dos de los sueños citados nos
ofrecen suficiente testimonio). Permítaseme subrayarlo ahora. Las instituciones
—deportes, ritos, juegos, cuentos— claramente pueden excitar en los espectado­
res, y así lo hacen, la misma tendencia a la imitación. De hecho, dado que actores
institucionales a menudo demuestran ser más atractivos que la gente ordinaria
como modelos —es más probable que un niño sueñe con ser acróbata de circo
que con ser lechero—, ciertas instituciones culturales pueden ofrecer, por de­
cirlo así, “superestímulos”. C. W. Kimmins ha notado la potencia especial de
los cuentos:
Es muy marcada la influencia de los cuentos de hadas sobre el soñador, especialmente
sobre la niña soñadora. Cuando es más marcada es a los ocho años de edad, pero tiene
efectos considerables a lo largo de todo el periodo escolar. El libro acabado de leer al irse
ala cama afecta al soñador, que a menudo se refiere a él en una nota explicativa, después
de registrar un sueño extraño en que el niño adopta el papel de uno de los principales
personajes. Se dan, asimismo, explicaciones similares por los que son, evidentemente,
sueños del cine.1
Tendremos rnás que decir acerca de esto. Pero es hora de pasar de una discusión
general de la participación del espectador, a considerar algunas instituciones
específicas. En estas últimas páginas se ha insistido en que los espectadores se
beneficien al observar a los actores, mas debemos tener en cuenta que a veces pueden
ser los espectadores los que tengan más que aprender. Consideraremos tres tipos de
institución: los animales domésticos, ¡os ritos de iniciación y el teatro.
1 C. W. Kim m ins, op cil. (capitulo 7, nota 7, supra).
90 ¿QUÉ ES ÉL PARA HÉCUBA?
JUCUETES INSTITUCIONALES: EL CASO DE LOS
ANIMALES CONSENTIDOS
En los Estados Unidos de América hay, según cálculos recientes, 33.4 millones de
perros domésticos y 33.6 millones de gatos domésticos: un perro y un gato porcada
seis personas; en Francia, la proporción es de un perro y un gato por cada siete
personas, en Inglaterra, un perro por cada nueve personas y un gato por cada doce.
La pauta es similar por toda la Europa Occidental. La mitad de todas las familias
tiene un animal hogareño, dos tercios de las familias que tienen niños.2
Aunque tener “mascotas” pudiera parecer que es, por completo, responsabili­
dad de individuos, tiene, sin embargo, todas las características de una institución
cultural. Sin el reconocimiento, las facilidades y el fomento que ofrece la sociedad,
el hecho de tener mascotas, como lo conocemos hoy, no habría sobrevivido. Sin
embargo, como institución ha recibido asombrosamente poca atención de los
científicos sociales. Nadie parece haber notado que en los Estados Unidos hay casi
tantos perros y gatos como aparatos de televisión. Los efectos de la televisión han
sido minuciosamente investigados y documentados, pero el efecto de las “masco­
tas” aún está virtualmente no analizado. Si se hiciera el análisis, seguramente
revelaría que los animalitos domésticos, lejos de ser adornos sin ninguna función,
ofrecen toda una variedad de servicios,y comodidades a las personas que viven con
ellos. Creo yo que uno de los más importantes, especialmente en lo que respecta a
los niños, es ampliar la experiencia personal de sus propietarios.
He encabezado esta sección con el subtítulo “Juguetes institucionales”. Pero
“juguetes” es, en realidad, un término demasiado débil para los animalitos en el
papel que yo tengo en mente. Debí decir “jugadores”. O, puesto que no estoy
pensando simplemente en un jugador de juegos, sino en un “actor” de partes
dramáticas, debí decir “actor”. Reconozco que los animalitos son utilizados, a
veces, como juguetes pasivos, y a menudo son activos compañeros de juegos. Pero
su función más importante, fuera del contexto del juego ordinario, se encuentra en
la forma en que se desempeñan como actores en el escenario del hogar. Tal vez
debiéramos considerarlos como bufones de corte o como “locos” shakespeareanos,
introducidos en el seno de la familia para actuar ante el público humano en una
tragicomedia única y que despierta un efecto único. Aunque estadísticamente la
televisión pueda compararse con los animalitos como medio de ganarse los corazo­
nes y los cerebros de la gente, no puede decirse que pertenezca a la misma
categoría.
Las personas observan “el programa” que está a cargo de los animalitos —y
reaccionan a él— y entonces, como con otros programas, descubren en sí mismas
nuevas posibilidades de sentimiento. Los animalitos, como actores, están en
realidad peculíarmente bien calificados para su papel de enseñar algo a los seres
humanos acerca de sí mismos. Están bien calificados, primero, por la naturaleza de

2 Datos tomados de A. H. Cardin, “The growth of pet populations in Western Europe” , en Pet
Animals and Society, comp. R. S. Anderson, Bailliére Tindall, 1975; R. D. Godwin, "Trends in the ow­
nership of domestic pets in Great Britain” Ibid. -, R. Mugford, "The contribution of pets to human
development” , crítica inédita para Pedigree Petfoods, 1977.
¿QUE ES EL PARA HECUBA? 91

lo que hacen y de lo que les ocurre, y segundo, por el hecho de que el espectador hu­
mano fácilmente se deja llevar a pensar que tiene una relación personal con ellos. •
Permítaseme empezar por la naturaleza de la relación. Limitaré el análisis al
caso de los perros y los gatos como “mascotas”, aunque también conejos, hámste­
res y hasta periquitos sean similares en varios aspectos.
Ya es lugar común decir que las personas tratan a los perros y los gatos como si
esos animales fuesen seres humanos, y de este modo estuviesen capacitados a ser
como socios en una relación humana (amigos, parejas, hijos, etc.). Desde luego, no
es accidental el hecho de que los animales logren sostener esta ilusión; en realidad,
su existencia misma puede depender de ello, pues a menudo han sido seleccionados
y criados teniendo en mente tal cualidad.
La semejanza de perros y gatos con los seres humanos actúa en diversos niveles.
Para empezar, se parecen un tanto a ellos. Tienen caras expresivas y móviles, voces
expresivas y andares expresivos. Sus expresiones son fáciles de interpretar por las
personas, y fáciles de traducir en términos humanos. Muestran las que parecen ser
emociones humanas (felicidad, contento, tristeza, celos...), y parecen comprender
tales emociones en la gente. Disfrutan de los placeres humanos (sillas cómodas,
chimeneas que producen un calor grato...), comen alimentos humanos (carne,
leche, pescado...) y, como los seres humanos, los prefieren ya preparados. Padecen
males humanos (enfermedades, diarrea...) y muestran su afecto en formas huma­
nas (lamiendo, hociqueando, acariciando...), y del mismo modo les gusta ver que
les devuelven su afecto. Son sumamente sociables (en especial hacia los propios
seres humanos) y sin embargo, como los seres humanos, también muestran consi­
derable discriminación.
Además de asemejarse a los seres humanos en estas formas generales, a menudo
se parecen específicamente a los infantes humanos. Konrad Lorenz enumeró los
“rasgos clave” que provocan en las personas pautas innatas de cuidado de los niños
y afecto.3 Entre ellos se cuentan: pequeño cuerpo y gran cabeza, nariz aplastada,
ojos grandes, una frente abombada, miembros cortos y gruesos, un cuerpo redon­
deado y una superficie acolchada y suave. Los gatos, con una cría selectiva, sacan
buena calificación según estas normas; y varias razas de perros, especialmente los
Pekineses, han sido artificialmente criados para satisfacerlas: nariz aplastada,
pelo más largo, patas más cortas, cuerpos redondeados y de dimensiones más
reducidas. A mayor abundamiento, aparte de su aspecto infantil, esos animales
han sido seleccionados por su comportamiento infantil. Los perros han sido
“neotenizados”, de modo que conserven características similares a la de cachorros
—retozo, subordinación, dependencia— hasta bien entrada su edad adulta.
Un espectador humano que, fiándose de estos atributos, crea que tiene una
relación personal con el animalito consentido se está dejando engañar en gran
medida. No estoy diciendo que no hay una auténtica relación; pero sea loque fuere,
no es una relación entre personas. El perro o el gato, aunque buen mimo, no es, a la
postre, otro ser humano y la creencia implícita en que sí es un ser humano sólo
puede dar a la relación un significado biológico o social ilusorio. Por ejemplo, el
que cree que hay un cariño mutuo entre él y su gato o una confianza mutua entre él
3 K. Lorenz, citado por I. Eibl-Eibesfeldt, Elhohgy, Holt, Rinehart, Winston, 1970.
¿C¿L'E ES El. PARA HECUBA ‘

y su perro no puede —o, antes bien, no debe— emplear las palabras “cariño” o
“confianza” en la forma en que se les podría emplear para describir la relación
entre dos personas.
Y sin embargo, a un nivel emocional el truco de la confianza indudablemente
funciona. Los sentimientos que los animalitos engendran en las personas son los
mismos que, en circunstancias apropiadas, serian engendrados por otra persona. Y
esto da a los animalitos, actores en el hogar, un poder notable para ensancharla
experiencia del espectador. Pues el hecho es que los animalitos —precisamente
porque no son seres humanos— no se ven limitados por las reglas que gobiernan lo
que ocurre a los demás miembros de la familia. Los animalitos hacen cosas, v hav
cosas que les suceden, que las personas, especialmente los niños, nunca han tenido
oportunidad de presenciar en otras personas de su grupo.
Por ejemplo, los animalitos pueden ser más estúpidos, más traviesos y más sucios
que la mayoría de los seres humanos, y un niño, que sea su dueño, podrá descubrir
así lo que se siente tener un conocimiento superior, perdonar un mal comporta­
miento o compensar o hacer limpieza por las culpas de un miembro menos
responsable de la familia, y enfrentarse a un castigo correctivo. Los animalitos son
más dependientes, más cariñosos y más sumisos que la mayoría de los seres
humanos, y el niño podrá descubrirás! lo que se sienteser necesario, serdominante
y recibir gratitud y admiración inmerecidas. Y lode más importancia: los animali­
tos viven sus vidas más rápido que los seres humanos. El ciclo de nacimiento,
copulación y muerte es, para perr os y gatos, cerca de siete veces más frecuente que
en los seres humanos. Así, para un niño, el primer conocimiento de estos hechos
que provocan tantas emociones probablemente le llegará por la observación de un
animalito, y no de un miembro humano de la familia; ve en su perro la primera
copulación en el prado de la casa, el primer nacimiento es el nacimiento de los
cachorros en el piso de la sala, y la primera muerte es la muerte de su perro bajo las
ruedas de un automóvil.
B. M. Levinson ha escrito sobre cómo la muerte de un animal afecta a un niño:4
Hoy, cori la adopción casi universal de la familia nuclear y, prácticamente, la extinción
de la familia extensa, las muertes de parientes ocurren rara vez, y la relación del niño con
la muerte habitualmente le llega cuando muere un animalito. En semejante familia, un
animalito puede ser, y a menudo es, compañero, amigo, servidor, admirador, confiden­
te, juguete, compañero de equipo, chivo expiatorio, espejo, fideicomisario y defensor del
niño. La muerte es objeto de gran preocupación para el niño, que tiene dificultades para
aceptarla así sea de un animalito... La muerte de un animalito se considera como un
castigo. Una docena de preguntas que los filósofos no han logrado resolver empiezan a
preocupar al niño. ¿Por qué fue castigado? ¿Volverá el animalito? En caso contrario,
t ¿dónde se fue su alma? Pensamientos perturbadores acerca de que sus padres mueran,
dejándolo solo, sin cuidado y sin amor, empiezan a preocupar al niño, que empieza a
sentir que tal vez hizo algo que causó la muerte de su animalito. ¿No deseó a veces que
muriera aquel animalito que tanto lo fastidiaba? Como hemos visto, para un niño un
deseo es equivalente a un hecho. En el niño se desarrollan sentimientos de culpa, y para
apaciguarlos y abrcaceionar su culpa, se dedica a interminables entierros y desentierros*
* B. M. Levinson. “ Pets and environm ent", en R. S. Anderson, op. ril. (nota 2. supra).
¿QUF. ES ÉL PARA HF.GÜBA? 93
del cuerpo de su anim alito. Después de desenterrarlo v arias veces, vie ndo que está
m uerto, el n iñ o se convence de que el an im alito no v olve rá a pre o cuparlo en sus
pesadillas. A p re n d e r a enfrentarse a las penosas experiencias de la m uerte de su
a n im a lito puede fortalecer el Y o del niñ o contra m ayores pé rdid as futuras. S i la fam ilia
acepta la m uerte del an im alito com o pérdida c o m ú n o c o m o situ a c ió n crítica com ún y si
toda la fam ilia lam enta la pérdida, esto reducirá la pena del niño, su im potencia, ira,
hostilid ad y m iedo, y le enseñará que com partir los sentim ientos de pe rdid a con alguien
tenderá a re d u cir los sentim ientos de culpa.

La tendencia psicoanalítica de Levinson tal vez no se justifique, pero los


sentimientos que describe son verdaderos, y lo importante son los sentimientos que
la gente tiene acerca de la muerte de personas. El niño que siente pesar, culpa y
temor por la muerte de un perrito consentido está cobrando una visión de lo que las
personas sienten cuando muere una persona querida.
Aunque vo, como Levinson, he hablado de niños, la preocupación emocional
por el destino de ios animales no se limita a los jóvenes y los crédulos. Damas
entradas en años lloran en el cementerio de animales de Hollywood, y algunos
reyes dieron funerales solemnes a sus caballos. Hace dos mil años, Lesbia lloró la
muerte de su pájaro favorito, y Catulo lloró por Lesbia:
Luget, o Veneres Cupidinesque,
el quantum este kominum venustiorum
passer moriuus esl meae paella...
La traducción de G. S. Davis, al estilo de Burns, evoca la tragedia:
Weep, weep, ye Loves and Cupids all,
And ilka Man o’decent feelin’ >
My lassie's lost her wee, wee bird,
And that's a loss, ye’ll ken, past healin’.
The lassie lo’ed him like her een:
The darling wee thing lo’ed the ither,
And knew and nestled to her breast,
As ony bairnie to her milker.
Her bosom was his dear, dear haunt—
So dear, he cared na long to leave it;
He’d nae but gang his ain smujaunl,
And flutter piping back bereavil.
The wee thing's gane the shadowy road
That's never travelled back by ony:
Out on ye, Shades! ye’re greedy aye
To grab at aught that’s brave and bonny.
Puir, foolish, fondling, bonnie bird,
Ye little ken what work ye’re leavin’:
Ye’ve gard my lassie’s een grow red,
Those bonnie een grow red w i’ grievin’,
94 ¿QUÉ ES ÉL PARA HÉCUBA?
[Llorad, Venus y Cupidos y lodos
cuantos seáis hombres sensibles.
Ha muerto el gorrión de mi amada,
el gorrión, delicia de mi amada,
a quien ella quería más que a sus ojos;
pues era suave como la miel; y la
conocía tan bien como una niña a su madre,
y no se alejaba de su seno, sino
que saltando de aquí a allá,
sólo para su dueña piaba.
Y ahora va por un tenebroso camino
hacia el lugar del imposible retorno.
¡Malditas seáis, pues, malditas tinieblas
del Orco, que devoráis toda hermosura,
y me priváis de tan lindo gorrión!
iOh desdicha, y pobre pajarillo!
Por ti, ahora, sufre mi amada
y el llanto enrojece sus dulcísimos ojos.]
Y, por si esto no fuese bastante malo, imagínese el peculiar horror cuando un
animalito consentido mata a otro. En el Lamento de la monja por Felipe Gorrión escrito
cerca del año 1500, John Skelton lamenta la muerte de un pájaro muerto por un
gato, en una elegía de más de mil trescientos versos.
When I remember'd again
How my Philip was slain,
I wept and I wailed,
The tears down hailed;
But nothing it avail’d
To call Philip again
Whom Gib our cat hath slain.
It had a velvet cap,
And would sit on my lap,
A nd seek after small worms,
A nd sometimes while bread crumbs;
And many times and oft
Within my breast soft
It would lie and rest.
[Cuando volví a recordar
cómo mi Felipe fue muerto
lloré y lamenté,
mis lágrimas corrieron;
mas de nada sirvió
llamar a Felipe
a quien Gib, nuestro gato, mató,
su capa era de terciopelo,
y se posaba en mi regazo,
y buscaba gusanitos,
¿QUÉ ES ÉL PARA HÉCUBA? 95

y a veces m igajas de pan;


y m uchas veces y a m enudo
sobre m i pecho suave,
se echaba a descansar.

¡Ay, pobre Felipe!


¡Ay, pobre Yorick! También el bufón del rey debió de tener capa de terciopelo.
“Lo conocí, Horacio, era un hombre de infinito ingenio, de excelente fantasía; me
llevó sobre sus hombros mil veces... aquí colgaron aquellos labios que besé no sé
cuántas veces. ¿Dónde están ahora tus chistes? ¿Tus piruetas? ¿Tus canciones?”.
Desde luego, la más grande de todas las bromas es morir.

E l ABUSO INSTITUCIONAL: LOS RITOS DE INICIACIÓN


La lámina xiii del libro de Gregory Bateson, Naven, muestra una fotografía de un
hombre limpiándose el trasero con la cabeza de otro.5 El letrero dice: “Iniciación
en Komindimbit (aldea de la Nueva Guinea): un iniciador expresando su despre­
cio a un novicio.” El perro de Bateson puede verse a la derecha de la gráfica, aln *1
parecer indiferente a aquellos procedimientos.
Si la falta de interés del perro indica que las personas tienen menos que enseñar a
sus animales de lo que los animales tienen que enseñar a las personas no es cosa que
debe preocuparnos aquí: al analizar los ritos de iniciación, no haré hincapié en el
actor, sino en el espectador. Cualquier otro que se haya “beneficiado” o no de esta
extraña ceremonia, podemos estar bastante seguros de que el novicio, por su parte,
estaba obteniendo una experiencia personal nueva.
Ya he analizado la posible función didáctica del mal trato “espontáneo” dado a
los jóvenes por grupos de adultos, y mi explicación del mal trato institucional será
muy similar: da al niño un conocimiento privilegiado de lo que se siente estar en
dificultades, sufrir privaciones, dolor, rechazo, miedo al misterio y miedo a los
hombres.
Permítaseme empezar con algunos ejemplos. Primero, otro más del libro Naven,
de Bateson, en que escribe la iniciación de jóvenes al llegar a la edad adulta, tal
como ia practican los iatmules de la Nueva Guinea. Los pies de sus fotografías nos
ofrecen un resumen tan bueno como cualquiera:
L á m in a v. E l novicio es separado de su m adre.

L á m in a ix. L o s iniciadores agu ard an en dos hileras, arm ado s con palos. E l novicio
entrará por la p a n ta lla de hojas que se ve al fondo, y correrá entre los iniciadores.

L á m in a x. E l n o vicio yace sobre u n a c a n oa invertida, aferrado al he rm a n o de su m adre


qu e actúa com o confortador y “m ad re ” . D e l otro la do del novicio, un in ic ia d o r está
haciéndole u n corte en la espalda con u n a p eq ueña hoja de bam bú. E n p rim e r térm ino
puede verse un cuenco de agu a con escobillas de fibras p a ra lim p ia r la sangre.

5 G . B ateson, Naven, 2a. cd., S ta n fo rd U n iv ersity Press, 1958.


9b ¿QUÉ ES ÉL PARA HÉCiUBA?
Lámina xn. Provocando a! novicio. Durante una semana, después que iehan abierto la
espalda, el novicia se ve sometido cada mañana a una serie de ceremonias de provoca­
ción. Se le obliga a acurrucarse como una mujer, mientras los iniciadores enmascarados
lo maltratan de diversas formas. El incidente particular que aquí se muestra es una
innovación reciente. La máscara que lleva e! iniciador, llamado tumbuan, adivina los
robos. El hueso de vaca que está en tiei ra frente a las rodillas de la figura es sostenido con
una cuerda frente al rostro del novicio. E! tumbuan dice entonces, dirigiéndose al novicio
en la segunda persona femenina del singular: “¿Eres una niña que roba calicó?”. Luego
mueve el brazo, haciendo balancear el hueso, lo que indica una respuesta afirmativa a la
adivinación; y entonces, da una bofetada al novicia. Se hace la misma pregunta acerca
de yams, plátanos, tabaco, etc., etc. En cada caso se obtiene una respuesta afirmativa, v
se dan bofetadas ai novicio.
Lámina xiiia . Un iniciador expresa su desprecio al novicio Trotándose las nalgas contra
su cabeza.
Lámina xiub . Un novicio tomando sus alimentos. Se le obliga a lavarse antes de corner,
y ni aun entonces debe tocar la comida con las manos, sino que debe recogerla, torpe e
ignominiosamente con unas tenazas de bambú o con una hoja doblada. Este fue el mas
joven de los novicios iniciados en la ceremonia (parece tener unos cinco años). Las partes
de su cuerpo en que ha sufrido cortadas están húmedas por aceite, y el resto ha sido
embadurnado de lodo.
Comenta Bateson en su texto principal:
El espíritu con que se celebran las ceremonias no es de esteticismo ni de minucia. Es el
espíritu de irresponsable bravuconería y jactancia. En el proceso de escarificación a
nadie le preocupa cómo los niños soportan el dolor. Si gritan, algunos de los iniciadores
golpean los gongos para ahogar el sonido. Elpadredel niño tal vez esté allí observando el
proceso, y diciendo ocasionalmente en forma convencional: “iBasta, basta!”, pero nadie
le hace caso... En la ablución ritual, la espalda parcialmente curada de los novicios es
cepillada, y se les arroja agua helada hasta que griten de frío y dolor. Se trata más de
humillarlos que de limpiarlos.
Los iatmules de Nueva Guinea son, ciertamente, unos pueblos notoriamente
bárbaros, y no todas las sociedades que practican ritos similares fomentan ni
permiten tan obvio sadismo. Sin embargo, aun entre pueblos de costumbres más
suaves, como los ndembu de Zambia, no se ahorran angustia ni dolor a los
novicios. En el rito de circuncisión de los ndembu, el circuncidador, “con aspecto
muy amenazador, embarrada su frente y sus sienes con barro rojo, y con una
pluma roja en el cabello, canta”:
Yo soy el león que come en el sendero...
Madre del novicio, tráeme a tu hijo
para que yo pueda maltratarlo.6
Y si lo comparamos con los iatmules, el maltrato que sigue resulta poca cosa, pero
debe resultar bastante horrible para el niño de diez años. “Ahora, los tambores
6 V. Turner, op. cit. (capítulo 6, nota 33, supra).
¿QUÉ ES ÉL PARA HÉC.UBA? 97
empiezan a sonar roncamente para ahogar los gritos de los novicios. Kambanji fue
el primer novicio que trajeron. Se le veía realmente alarmado... y gritó cuando
Nyachiu lo tomó por detrás y lo mantuvo inmóvil para la operación.”
A. van Genncp, a comienzos de este siglo, describió en su obra ya clásica Los ritos
de paso numerosas formas de iniciación como las practicaban diversos pueblos por
el mundo entero.7
Entre los aborígenes australianos:
El novicio es encerrado en los arbustos, en un lugar especial, en una choza especial, etc...,
a veces, el vínculo del novicio con su madre dura algún tiempo, pero siempre llega un
momento en que, al parecer por una acción violenta, finalmente es separado de su
madre, que a menudo llora por él... en algunas tribus, el novicio es considerado muerto,
y sigue muerto durante todo el periodo de su noviciado. Dura bastante tiempo y consiste
en un debilitamiento físico y mental... el acto final es una ceremonia religiosa, y ante
todo, una mutilación especial que varía según cada tribu (le quitan un diente, le hacen
una incisión en el pene, etc.)...
Entre los indios ojibwav, de Norteamérica:
Se construye una choza sagrada; el niño es sujetado a un tablero y durante toda la
ceremonia se comporta como si hubiese perdido toda personalidad; los participantes se
visten y pintan en forma especial, etc. Hay una procesión general al interior de la choza;
Iqs jefes-magos-sacerdotes matan a todos los participantes y los hacen resucitar uno tras

Entre las tribus del bajo Congo:


El novicio es separado de su ambiente anterior, en relación con el cual está muerto... lo
llevan al bosque, donde se ve sometido a reclusión, lustración, flagelación y embriaguez
con vino de palmera, resultante en una anestesia. Vienen entonces los ritos de transición,
que incluyen mutilaciones y pintura del cuerpo; como los novicios son considerados
muertos durante su periodo de prueba, van desnudos y no pueden salir de su retiro ni
mostrarse a los hombres... hablan un lenguaje especial y comen alimentos especiales...
Como en mi estudio del abuso familiar en el capítulo anterior, he presentado
estos ejemplos para poner en claro que el abuso institucional no es fenómeno
aislado ni raro. En realidad, dada la difusión de tales ritos entre las sociedades
primitivas actuales, bien podemos r' ooner que hasta el pasado reciente fueron el
destino común de la mayoría de los niños del mundo. Ni siquiera los niños
norteamericanos contemporáneos escapan por completo: 87 por ciento de los ni­
ños nacidos en los Estados Unidos fueron circuncidados en 1976, y también las
niñas frecuentemente fueron circuncidadas a comienzos de este siglo.8
Sobreviven ciertos paralelos a los brutales ritos de iniciación en otros marcos
“modernos”, especialmente en el ejército y en la escuela. R. Lambert, en su libro
sobre los internados ingleses, cita a tres adolescentes:
’ A. van Genncp, The Riles of Passage, edición inglesa, Routledge & Kegan Paul, 1960,
1 K, E. Paige, “The ritual of circumcision", Human Mature, mayo de 1978.
98 ¿QUÉ E S ÉL PARA HÉCUBA?
Bueno, me llevaron a la sala de los prefectos. Me hicieron tender la mano, con los dedos
abiertos sobre un viejo escritorio, luego, un prefecto sacó un compás y empezó a clavarlo
entre mis dedos, con la punta, hacia adelante y atrás, más y más rápido. Luego, cuando
más rápido lo hacía, cerró los ojos. Yo me horroricé. Gracias a Dios, no falló. A veces lo
hacen y los muchachos van a ver a la Matrona (no se atreven a hablar): “Me clavé un
clavo en el dedo...”.
Muchos de ellos (los mayores) nos llevaron (a los novatos) al vestidor y nos hicieron
correr entre dos hileras: pasar bajo un túnel de brazos mientras ellos nos golpeaban con
los cinturones. ¡Los malditos, cómo dolía! Si gritabas o llorabas, te llamaban cobarde y
marica, y no te dejarían olvidarlo pronto.
Cada muchacho nuevo que llega a la casa, hade ir a la mesa. ¿Qué objeto tiene llevar un
niño a la mesa y sostenerle brazos y piernas mientras los malditos (ciertos prefectos) lo
golpean?9 '
Buena pregunta. Pero, para el caso, ¿qué objeto tiene atar un niño a un tablero y
simular que se le va a dar muerte? ¿O hacer cortadas en la espalda de un niño con
una hoja de bambú y luego provocarlo durante cinco días?
La respuesta es que, si hay algún objeto, entonces probablemente hay varios.
Los antropólogos, notando que estos ritos son ritos de transición, por los que el
novicio cambia de categoría a ojos de la sociedad, han enfocado su “estructura”
simbólica: se considera que el novicio está haciendo un viaje simbólico entre dos
mundos, el mundo de los niños y el de Jos adultos, y el viaje está marcado —en
los límites— por el paso a través de una “tierra de nadie” social.10*Pero la culpa, o
más bien la limitación de esta clase de análisis estructuralista .es que no reconoce
que los acontecimientos que a un nivel tiene un significado simbólico, no literal, a
otro nivel tienen consecuencias prácticas de índole totalmente distinta. Así, para to­
mar ejemplos de un terreno distinto, un análisis estructuralista de los tabúes puestos
al incesto puede mostrar que protegen a las personas de toda confusión conceptual
entre las categorías culturales de “esposa” y de “madre” ,11 pero no reconoce que
protegen a las personas de las deletéreas consecuencias genéticas de la endogamia;
mas un análisis estructuralista de por qué se pone a hervir un huevo puede mostrar
que el huevo está pasando por una transición, culturalmente significativa, de la
categoría de “crudo” a la categoría de “cocido”,12 pero no reconoce que al mismo
tiempo el huevo está pasado por unos cambios bioquímicos que lo harán más
digestible..
Consideremos un poco más de cerca el caso del huevo. El cambio de categoría
social del huevo depende de un acto cultural, el cocerlo: el huevo es llevado a un
lugar sagrado —la cocina— y sometido a cuatro minutos de una liminal “tierra de

9 R. Lambert, The Hothouse Society, Weidenfeíd & Nicolson, 1968.


10 E. R. Leach, Culture and Communication: The Logic by which Symbols are Connected, Cambridge
University Press, 1976
" Ibid.
19 C. Lévi-Strauss, The Raw and ike Cooked (to crudoy lo cocido, edición en español del fce, 1968)
Cape, 1970.
¿QUÉ ES ÉL PARA HÉCUBA? 99
ningún huevo”: la olla del agua hirviendo. Mas, como resultado de este rito de
transición, no sólo cambia la condición externa, socialmente determinada del
huevo: también cambia su condición interna. Se vuelve —si el periodo liminal
dura lo bastante— un huevo duro, y la propiedad de ser huevo duro es algo
privado para el huevo: seguirá siendo un huevo duro así se le lleve a la luna.
Ahora bien, sin duda también la iniciación ritual de un niño puede producir
cambios no sólo en las relaciones externas del niño con el mundo social sino
también en sus relaciones privadas consigo mismo. Los ritos de la índole que he
descrito no son, después de todo, “simplemente” simbólicos. El niño es aterroriza­
do, herido y mistificado muy en serio. Están ocurriendo cosas en él, y no sólo a él.
Una de las cosas importantes que deben estar ocurriendo en él es que está
internalizando una nueva gama de conceptos psicológicos. La prueba ritual da al
niño una forzosa introducción en sentimientos que antes no conocía. Y así conquis­
ta una capacidad de visión que puede ser de inestimable valor para sus futuros
intentos de interpretar la conducta de otros seres humanos: visión de por qué la
gente actúa como actúa en situaciones no rituales en que se despiertan sentimientos
comparables: en la guerra, en la caza, en la opresión, en la derrota y ante un terror
natural o sobrenatural.
El lector tal vez comprenda ahora, con consternación, que al cantar los benefi­
cios del sufrimiento, aquí como en el último capítulo, tal vez esté yo haciendo una
apología de la crueldad. Dado que un niño, sufriendo, cobra una visión del
comportamiento de otros al estar en dificultades, de allí se sigue que los agentes de
su sufrimiento deben ser considerados como sus maestros... y sus benefactores.
Comprometido con esta premisa, estoy en cierto modo comprometido con la
conclusión.
Y sin embargo, subrayaré que yo no considero, como por ejemplo, lo consideró
Nietzsche, que el sufrimiento y el inflingir sufrimiento sean, por derecho propio,
fuentes de fuerza y provecho moral. La visión de Nietszche era sombría y alegre:
Examinad las vidas de los hombres y pueblos mejores y más fructíferos, y preguntaos si
un árbol, que hoy se eleva orgullosamente contra el cielo, podría hacerlo sin mal tiem­
po ni tormentas; si la maldad y la oposición desde fuera... no se cuenta entre las circuns­
tancias favorables sin las cuales casi no es posible un gran aumento de virtud.
Casi todo lo que llamamos “alta cultura” se basa en la espiritualización y la intensifica­
ción de la crueldad: tal es mi proposición.13
Tampoco sigo la versión más benévola de ta filosofía, propuesta en una conferen­
cia de radio por A. S. Byatt: “Creo que la gente necesita malas noticias, imágenes
de horror y de desastre... y que siempre las tiene... creo que la capacidad de
imaginar el desastre es parte primitiva y esencial de la capacidad humana de vivir
largo tiempo y sobrevivir.”14
Nietzsche nos engaña con una hueca metáfora. “Preguntad si un árbol... puede
prescindir del mal tiempo y las tormentas.” La respuesta, si pensamos en ella, es

13 F. Nietzsche, A jVielvcke Reader, ed. R. J. Hollingdale, Penguin, 1977.


“ A. S. Byatt, “Imagining the worst”, Listener, 15 de julio de 1976.
?.s
100 ¿Q U É ES É L PA R A H É C U B A ?

que un árbol bien podría pasarse sin mal tiempo ni tormentas. Pero, y éste es el
punto que Nietzsche perdió de vista, los árboles no necesitan comprender los
sufrimientos de otros árboles. Si un árbol del bosque dependiera pata su supervi­
vencia de su capacidad de hacer psicología introspectiva, y si los demás árboles
pudiesen ser víctimas del mal tiempo y de las tormentas, entonces el primer árbol
realmente necesitaría haber compartido su experiencia. •
Ni por un momento creo que las personas se elevan más orgullosamente contra
el cielo por causa del sufrimiento, pero sí creo que se vuelven más sabias como
psicólogas. En el curso de sus vidas, los miembros de cualquier grupo social
humano se enfrentan con el sufrimiento de los demás, y se sienten desafiados a
comprenderlo. “El hombre que nace de mujer”, dijo el predicador, “sólo tiene un
corto tiempo que vivir, y está lleno de dolor”. Para comprender al hombre hemos
de comprender el dolor, y para comprender el dolor hemos de haberlo sufrido en
nosotros mismos.

L a fantasía institucional : el teatro


r ;
Durante el rito de circuncisión de los ndembu, las madres de los novicios “cantan
en voz baja y gritan; se sienten tristes y temerosas, no buenas en absoluto”.15
Al hablar de los ritos de iniciación he enfocado la experiencia del novicio, más
que la del espectador. Es el novicio el que, por decirlo así, es huésped de honor en el
festín experiencial, y parece justo suponer que es él quien tiene más que ganaren
materia de instrucción psicológica.
Pero, sin duda, también hay muchas cosas buenas para el espectador. Me
imagino que pocas personas, ante todo los parientes de sangre, pueden soportar y
observar un rito de iniciación sin conmoverse. Si es verdad, como lo he dicho, que
las personas pueden hablar acerca de la pena humana presenciando la muerte de
un perrito consentido, ¡cuánto más profundo debe ser el efecto para una madre
que presencia la violación o el asesinato simbólico de su hijo!
Al citar la respuesta de una madre como ejemplo de “participación del especta­
dor” debo tomar en cuenta, sin embargo, que las circunstancias son insólitamente

$
favorables. En primer lugar, «su hijo: la relación personal entre espectador y actor
no podría ser más íntima o auténtica. En segundo lugar, los hechos que la madre
presencia, aunque simbólicos a un nivel, a otro nivel son horriblemente auténticos.
Supongamos, por contraste, que la relación fue ilusoria y los hechos fuesen una
t ! ! :H simulación. Supongamos que la madre fuese un ama de casa de Hampstead, que el
novicio hubiese sido contratado en una agencia teatral, y que los hechos no fuesen
más que una ficción dramática actuada en un escenario de Londres. ¿Esperaría­
mos aún que aquella señora en el público se sintiera triste y espantada, no buena?
Dudo que esta obra en particular se haya puesto en escena. Pero hay suficientes
precedentes para sugerir que si algún día se pusiera, la señora haría bien de llevar
¿mi consigo su pañuelo. Tres mil años de teatro institucional han demostrado la
*jl 15 V. Turner, op. cit (capítulo 6, nota 3, supra).
:i
i

-L
¿QUÉ ES ÉL PARA HÉCUBA? 101

disposición de los espectadores anónimos a llegar a un frenesí de sufrimiento por el


espectáculo de hechos imaginarios en el escenario. Se ha dicho que algunas
mujeres dieron a luz a la vista de las Furias de Esquilo; en la plaza de un mercado
chino, en 1678, un espectador saltó al escenario y mató con su sable al actor que
encarnaba al traidor Ch’in Kuei; cuando el personaje ficticio de Grace Archer
(heroína de la radionovela) “murió” en un incendio, en 1955, la familia Archer,
por medio de la BBC, recibió un verdadero diluvio de coronas y mensajes de
condolencia.
El drama (en el teatro, en el cine, en el radio o la televisión), es patentemente,
una de las técnicas más poderosas de que dispone la sociedad para producir —y así,
potencialmente, extender la experiencia de sus miembros—. En nuestra propia
civilización, el drama ha arraigado tanto que para muchas personas es fuente de
experiencia más rica y variada que la vida real. En los bares de toda la Gran
Bretaña, la conversación tan probablemente se centrará sobre lo que ocurrió en la
obra de televisión de la noche anterior como en lo que ocurrió en las calles y casas del
poblado. (Sospecho que sólo puede ser la timidez de los guionistas —o tal vez su
miedo a una regresión infinita— la que impide que la familia Archer discuta sobre
Coronation Street, mientras los habitantes de Coronation Street hablan de los
Archer.)
Pero la familiaridad engendra el desdén, y la familiaridad misma del drama
empacado ha hecho que algunos críticos se muestren escépticos sobre sus benefi­
cios. Yo no comparto su opinión. Por lo contrario, creo que el drama, en todas sus
muy variadas formas, representa un importante mecanismo cultural para introdu­
cir a las personas en nuevas formas de sentir, complementando su educación como
psicólogos naturales y así, a la larga, promoviendo el entendimiento mutuo entre
miembros del grupo social. No es de sorprender que haya ocupado un lugar en el
marco de la civilización moderna. En una cultura en que de otra manera las
personas se verían condenadas a existir gran parte del tiempo como la pareja
casada de Matthew Prior:
Sin amor, odio, alegría ni miedo,
Viven una especie de vida, por decirlo así
Sin deseo ni cuidado ni risa ni llanto:
Y así vivieron y así murieron.
No está de más que tengamos obras, y televisión películas para alimentar nuestra
imaginación y hacernos sentir. Cuando falla la cosecha local, el drama nos da un
botiquín de la Cruz Roja para la mente.
Pese a su importancia y prevalencia, el drama sigue siendo, no obstante, un arte
complejo. En las primeras secciones de este capítulo no dije nada del “arte” de
cuidar animalitos ni del “arte” de maltratar a un novicio porque, a primera vista,
hay comparativamente poco arte en ello. Pero la presentación del drama es cosa
distinta: si el actor teatral profesional ha de lograr despertar las emociones de un
espectador desconocido, debe tener capacidades especiales.
Permítaseme recordar al lector que hay dos rutas por las que un actor pue-'
de llevar a espectador al nuevos campos de experiencias subjetiva, i) El actor puede
fomentar la ilusión de una relación personal entre el espectador y él mismo, de
102 ¿QUÉ ES ÉL PARA HÉCUBA?

modo que el espectador llegue a preocuparse por (el) aparente destino del actor.
ii) El actor puede presentarse como modelo atractivo, de modo que el espectador
se vea tentado a identificarse con él o imitarlo (por ejemplo, en un sueño).
Y sin embargo, antes de que el actor pueda llegar a alguna parte con el
espectador, es esencial que su acto sea convincente. Aunque el espectador pueda
estar dispuesto a hacer ciertas concesiones a los elementos de falsedad en la
presentación de una obra, no aceptará del actor un falso retrato de personajes o
sentimientos. Tuvo razón F. L. Lucas al decir que “sólo el tipo más insensato de
público quiere ver conejos vivos en El sueño de una noche de verano".'6Pero, igualmen­
te, sólo el tipo más insensato de público (o quienes han leído demasiado a Brecht)
desea heroínas y héroes “enajenados”, distintos de los personajes de la vida real..
Los conejos pueden ser hechos de cartón, pero la expresión de odio de Hermia a
Helena debe tener el timbre de la verdad.
Pero, ¿cómo hacer esto? La mujer que encarna a Hermia muy probablemente
no tiene ningunos sentimientos poderosos en pro o en favor de la mujer que
encarna a Helena:
¿No es monstruoso que esta actriz
en simple ficción, en un sueño de emoción,
, pueda obligar su alma a su propio capricho
y que por sus efectos todo su rostro se contraiga,
lágrimas acudan a sus ojos, muestre desesperación,
su voz se quiebre, y todo en ella
convenga a su fingimiento? ¡Y todo para nada!
¡Por Helena!
¿Qué es Helena para ella, o ella para Helena
que quiera escupir contra ella?
Stanislavski, con su célebre “método” , dio una respuesta directa. La mujer que
encarna a Hermia debe creer hasta tal punto, en su papel que, dejando atrás su
vida exterior al teálro, reencarna en el escenario, en forma de la muchacha
ateniense a quien su mejor amiga, Helena, acaba de robarle el amante. “Un actor
debe creer ante todo en lo que está ocurriendo alrededor de él y en lo que él mismo
está haciendo... debe vivir su papel internamente, y luego dar a esta experiencia
una encarnación exterior.”
Al afirmar que un actor debe vivir internamente su papel, Stanislavsky estaba
exigiendo en realidad que" el propio actor se superara como psicólogo instrospecti-
vo. Durante todo el tiempo, he estado diciendo que la tarea del psicólogo consiste
en crear, sobre la base de su propia experiencia, un modelo mental del comporta­
miento de los demás. El método de la tarea del actor es todo eso y más aún, pues
debe ir más allá y dar a su modelo mental su cuerpo y sangre. En Un ociarse ¡¡repara y
en sus otros manifiestos, el consejo de Stanislavski parece ser una introducción a la
psicología natural:16

16 F. L. Lucas, Tragedy: Serious Drama in Retalian lo Aristotle’s Poetics, Hogarth Press, 1957.
¿QUÉ ES ÉL PARA HÉCUBA? 103

La caracterización interna sólo puede lograrse a partir de los elementos internos del pro­
pio actor. Estos deben ser sentidos y elegidos para que convenga a la imagen del
personaje que encarnará.,. Si esto es eficazmente preparado, de allí se seguirá con toda
naturalidad la caracterización exterior... que cada actor logre esta caracterización
exterior empleando material de su propia vida, de la de los demás, real o imaginaria,
empleando su intuición, su observación de si mismo... ¿Esperáis que un actor invente
toda clase de nuevas sensaciones y hasta una nueva alma por cada papel que desempeñe?
¿Cuántas almas se vería obligado a albergar? ¿Puede desgarrarse el alma y reemplazarla
por una que alquiló como más apropiada para ese papel? ¿Dónde puede conseguirla?
Podemos lomar prestadas c o s a s de todas clases, pero no podemos quitar los sentimientos a
otra persona. Podemos comprender un pape!, simpatizar con el personaje retratado y
ponernos en su lugar para actuar como el lo haría. Ello despertará en el actor sentimien­
tos que son análogos a los que requiere el papel... el análisis estudia las circunstancias
externas y los hechos de la vida de un espíritu humano en ese papel; busca en el alma del
propio actor las emociones comunes al papel y a sí mismo, las sensaciones, experiencias y
cualesquier elementos que promueven los nexos entre él y su papel.1718
El actor, pues, debe aprender a cultivar y emplear su intuición. El Teatro de Arte
de Moscú, el Estudio de Arte de Nueva York y la Real Academia de Arte Dra­
mático en Londres al someter a sus estudiantes a una rutina diaria de fantasía,
imitación, provocación y juego pueril bien pueden tener más derecho que ningún
departamento universitario a afirmar que son verdaderas escuelas de psicología.
Pero el actor, como actor, tiene que hacer otra obra seria. Su trabajo en el
escenario no sólo consiste en explorar sus propias posibilidades de sentimiento sino
de encender nuevos sentimientos en un público: habiendo sido discípulo, ha de
volverse a su vez maestro de psicología. Y para ello debe hacer más que representar
su papel en forma convincente: debe hacer que los personajes que encarna sean
atractivos.
¿Por qué ha de importarle a un espectador lo que le ocurre a un personaje en
escena? ¿Por qué ha de suponer —erróneamente— que e! destino del personaje
tiene algo que ver con él?
La ilusión de una relación personal entre el actor y el espectadores típicamente
fomentada en dos formas distintas. Primero, por trucos de la dirección teatral, la
trama y la puesta en escena (lo que Erving GoíTman llama “el marco dramáti-
co”);,e segundo, por la personalidad del actor individual.

E l marco dramático
En la vida real, las personas con que tenemos relaciones cercanas se distinguen de
los desconocidos en varias formas obvias: por ejemplo, conocemos bastante acerca
de sus vidas privadas, esperamos que nos digan cosas que no revelarían a otros, los
acompañamos en los momentos de crisis, entramos en sus hogares y conocemos a
sus familias y sus amigos, y esperamos —y lo permitimos— que bajen la guardia
ante nosotros en cuestión de atuendo, modales y decoro.
17 C. Stanislavski, An Actor's Handbook, Theatre Arts Books, 1963.
18 E. Coffman, Frame Analysis, Penguin, 1975,
Según estas normas, el personaje dramático está lejos —eso parece, al menos—
de ser un desconocido para el público. En escena, Hamlet habla abiertamente del
suicidio con nosotros, Julieta nos habla de sus secretos de alcoba, estamos presentes
en la sala de Casa de muñecas cuando Nora y su marido disputan, Antígona nos mira
desesperadamente pidiendo ayuda cuando los guardias la rodean. En la pantalla,
nos acercamos aún más mediante una ilusión de intimidad física: el rostro de la
heroína llena nuestro campo de visión cuando mira amorosamente a nuestros ojos,
miramos por encima délos hombros de la madre cuando se lleva el bebé al pecho, y
e! villano nos lanza un golpe directamente a la mandíbula.
Que un espectador en estas circunstancias imagine a medias que está personal­
mente relacionado con el actor, resulta perfectamente comprensible. La “falacia”
que lo mueve, conocida de tos lógicos como “afirmar el consecuente” es una que se
ha adueñado poderosamente del razonamiento humano. “Sip ocurre cuando q es
el caso; qe s el caso; por tanto,/) debe ser el caso”: “Si yo soy amigo de ese hombre, él
me dirá sus dificultades; me está diciendo sus dificultades, por lo que debo ser su
amigo”; “Si yo soy el amante de esta mujer, ella me mostrará su cuerpo desnudo;
me está mostrando su cuerpo desnudo, por lo que debo ser sú amante.”
El razonamiento del espectador no es, desde luego, tan sencillo. Pero éste es su
comienzo, y el paso de imaginar a medias a imaginar por completo esta relación
espuria se ve ayudado por otro rasgo del drama: su ubicación en el medio del teatro
o del cine, similar a un templo, en que se pide al espectador olvidar sus relaciones
auténticas y dejarlas, como sus pantunfias, ante la entrada. Unos ayudantes
uniformados lo introducen en el santuario del teatro, las luces se apagan, la música
toca para marcar la frontera entre la realidad y la fantasía, y durante las dos horas
siguientes permanece sentado en total oscuridad, observando en silencio el espec­
táculo. Este medio es ideal para “despersonalizar” temporalmente al espectadoro
hacerle olvidarse de sí mismo.
Y si se quiere que la ilusión funcione, el espectador realmente debe olvidarse:
olvidar su yo anterior, pues se necesitan dos personas para establecer una relación y,
correspondientemente, dos personas imaginarias para establecer una relación
imaginaria: el espectador no sólo debe equivocarse acerca del actor: debe equivo­
carse acerca de sí mismo.
Tal vez sea la falta misma de las condiciones que establecen tal despersonaliza­
ción la que ha impedido que el drama de televisión o radio sea tan poderoso como
el del escenario o de la pantalla. Cuando un espectador, en lugar de tener que ir al
teatro, puede sentarse cómodamente en su casa, ciertamente se reduce mucho la
medida en que se le puede persuadir de que renuncie a su propia personalidad.
Puede no ser demasiado difícil para el “espectador en su hogar” sentirse relaciona­
do con el tabernero de la esquina, pero sólo alguien que entra en la caverna de un
teatro probablemente se olvidará de sí mismo hasta el punto de imaginar que es
hermano del Príncipe de Dinamarca.
CQUÉ ES ÉL PARA HÉCUBA? 105
L a personalidad del actor
Aunque las convenciones de producir y poner en escena explican en buena parte el
poder que tiene el teatro de unir al actor con el espectador, la aureola que rodea al
actor individual puede aumentar considerablemente la ilusión. “Hay ciertos
actores que sólo tienen que dar un paso en escena y el público ya se deja arrebatar
por ellos”, dice Stanislavski. “¿Cuál es la base de la fascinación que ejercen? Es una
cualidad indefinible, intangible...”.
Intangible ciertamente, pero tal vez no indefinible. La cualidad en cuestión, a la
que Stanislavski llamó encanto escénico, se manifiesta más generalmente en la fa­
cultad de cualquier figura “carismática” de mantener la atención y la devoción
de un público. Se basa, creo yo, en la capacidad de semejante figura para despertar
en un total desconocido una sensación de deja connu: el sentido de una relación
preformada.
La relación es sin duda, preformada, pero no entre el espectador y el actor. Se
formó probablemente en la niñez, entre el espectador y algún objeto válido de
afecto: un padre, hermano, maestro o amigo de la infancia. El compañero de la
relación anterior se ha desvanecido pero la energía prevaleciente de la relación
sobrevive, como un gancho de plata en busca de un ojo de oro. Al parecer, la figura
carismática da un ojo para cada gancho.
¿Qué da este tipo de poder? Si yo dijera que estose relaciona con la presentación
ambigua o enigmática del Yo, poco estaría diciendo. Pero tal vez podré hablar más
claramente si tengo una descripción de la reacción de una persona al enigma de la
Mona Lisa, el retrato más carismáticojamás pintado. Las palabras son de Walter
Pater:
Suva es la cabeza a la que “han llegado todos los fines del mundo”... Todos los
pensamientos y la experiencia del mundo están expresados y modelados allí... el anima-
üsmo de Grecia, ¡a lujuria de Roma, el ensueño de la Edad Media con su ambició:
espiritual y sus amores imaginativos, el retorno del mundo pagano, los pecados de lo:
Borgia. Ella es más vieja que las rocas entre las que se sienta; corno el vampiro, ha muert
muchas veces y conocido los secretos de la tumba; y se ha sumergido en ios mares Sjf
profundos y conserva en ella sus días pasados, y ha traficado por redes extrañas con '
mercaderes orientales; y, como Leda, fue la madre de Helena de Troya, y, como Santa
Ana, la madre de María; y todo esto no ha sido para ella más que el timbre de lirasRy‘l•BtFr>'»cv
LiaTEs:
"H
flautas, y vive sólo en la delicadeza con que ha moldeado los cambiantes lincamientos y
matizado los párpados y las manos.19
El encanto de la Mona Lisa se encuentra en esa misma hechicería que le permite
aparecer al espectador como una y, al mismo tiempo, como-Leda, Santa Ana o
cualquiera que el espectador desee ver en ella. Leonardo, al pintar el retrato de la
esposa de un comerciante florentino, logró hacer el cuadro de una mujer que es, en
el sentido más profundo, deja connu, una mujer a la que todos conocen, que pueden
relacionar, y que es como un gancho al primer encuentro.
Los más grandes actores carismáticos —Charles Chaplin, Greta Garbo, Ma-
13 Walter H. Pater, Studies in the History of the Renaissance, MacMillan, 1873.
106 ¿QUÉ ES ÉL PARA HECUBA?
, i-1■■
rilyn Monroe— debieron tener algo de esa misma cualidad. Con su rostro y sus
modales insinúan existencias posibles, que sin embargo nunca confirman ni nie­
gan. Y así invitan al espectador a dar su propia interpretación a trazar límites en
torno de una persona.que esencialmente no está atada. El espectador es libre de
proyectar en ellos sus pasados amores y temores —de ver eri ellos a su esposa, a su
aya, a su amiga, su otro yo— en una forma que cualquier rostro o personalidad
más ordinaria o concreta rechazaría. El rostro de la Mona Lisa —y el rostro de la
M Garbo— nos dan, por decirlo así, un pozo de los deseos humanos.
'Vlü He comenzado esta sección sobre el drama con el ejemplo de la respuesta de una
mujer a la circuncisión de su hijo. En su caso, su relación con el hijo era demasiado
auténtica y los acontecimientos celebrados ante ella demasiado reales; y así, la
jjí pobre cantó en voz baja y lloró. Permítaseme terminar con el ejemplo de la res­
puesta de un espectador de cine al suicidio de Ana Karenina. En su caso, su
relación con Ana (o con la Garbo, que está encarnándola) es todo menos autén­
,!íiic tica, y los hechos son todo menos reales; y sin embargo, él, a su vez, sale con los
i¡ ojos húmedos del cine.
El aficionado al cine llora t) porque la Garbo, experimentada actriz, le ha
convencido de que ella es Ana; ti) porque esta Ana, con los parlamentos y la
dirección del cineasta, se ha revelado convincentemente a él como aun amigo; iii)
porque esta Ana, actuada por la Garbo, tiene un rostro que él ya reconoce
oscuramente como representación de la idealizada amante-madre-hija; iu) porque
en la oscuridad del cine, él ha olvidado los verdaderos límites de lo que es. En total,
1 esto equivale a una notable pieza de “ingeniería experimental”, obra de la
industria cinematográfica.
Pero, una pieza de ingeniería, ¿no necesita un ingeniero? Y un ingeniero, ¿no
& necesita un cliente? ¿Y no deben saber ambos qué están haciendo? ¿Tiene sentido
suponer que Sam Goldwyn —o Pedigree Pet Foods LTD, o el tumbuan de los iat-
mules— está en lo suyo para dar a la gente una mayor visión del comportamiento
de sus congéneres humanos? Desde luego, de muy pocos podemos decir que van
al teatro o al cine con la intención expresa de aumentar sus vocabularios psico­
lógicos; de menos aún podemos decir que por tales razones tienen animalitos; y
menos aún, que por esa razón, se somenten a la circuncisión ritual.
Mi respuesta —que sin duda puede ser mal interpretada y lo será— es que
realmente no importa lo que los participantes de estas ceremonias puedan conside­
:p rar como propósito de sus acciones: lo que importa son las consecuencias, todas
i' ellas, en la práctica. El espectador de Ana Karenina, que ha simpatizado con Ana,
ii: ha sentido piedad de ella viendo venir la tragedia inminente, y ha presenciado,
>*•;
•Al f
impotente, mientras el cuerpo de ella era aplastado por el tren, el espectador que
por ese hecho obtuvo mayor visión de sí mismo y de los demás ha aumentado su
aptitud, como individuo y como miembro de la sociedad. Y lo mismo ocurre a los
otros mecanismos culturales que he estado mencionando. Y lo mismo ocurre a
los mecanismos naturales analizados en el último capítulo.
Ni por un momento pretendo decir que esto es todo lo que hay en los mecanismos
j: culturales o naturales, así como un sociobiólogo no diría, por ejemplo, que evitar la
endogamia es todo lo que hay en el tabú del incesto. Los biólogos —tal vez más que

I
¿QUÉ ES ÉL PARA HÉCUBA? 107

los antropólogos culturales— están habituados a la idea de que un rasgo específico


puede tener, en realidad, varias y distintas “consecuencias beneficiosas” para un
animal.20 Las plumas de un ave le dan aislamiento térmico, un mecanismo de
vuelo y una superficie pigmentada para exhibirla. Quítense las plumas a un
petirrojo y éste morirá de frío, o por no poder volar o por no ser ya petirrojo. En
distintos momentos, la selección natural actuará rnás poderosamente sobre una
consecuencia que sobre otra, pero todas ellas contribuyen en la supervivencia
biológica del petirrojo. También así, en el contexto de una cultura, una película
puede servir para provocar la catarsis emocional, para llenar los bolsillos del
productor o simplemente para que la gente no salga a las calles por la noche,
además de contribuir a la educación del espectador. La función sigue adelante por
varias razones. Pero aún si sólo uno de los beneficios de que la gente suscriba una
institución cultural es que aumenta su visión de otros seres humanos, entonces casi
ciertamente éste será uno de los factores más importantes para mantener viva esa
institución.

“ Por ejemplo, R. A. Hindc, “The concept of function”, en Function and Eoolution of Behaviour,
comps. G. Baerends, C. Beer y A. Manning, Oxford University Press, 1975.
ESTÉTICA E ILUSIÓN
-.3 Cuando se trata de saber si una cosa es hermosa, no
deseamos saber si algo depende o puede depender para
nosotros o para alguien más de la existencia del objeto,
sino sólo como la estimamos en la simple
contemplación... Si la naturaleza hubiese producido sus formas
para nuestra satisfacción, sería una gracia
que nos hubiese hecho la naturaleza, mientras que
en realidad nosotros la conferimos a ella.
s i! K ant. Crítica del juicio, 1790.

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IX. EL ENGAÑO DE LA BELLEZA

“ B elleza es verdad, y verdad belleza”, para el poeta. Pero el biólogo está obliga­
do a considerar la belleza —al menos, la belleza hecha por el hombre— como algo
más cercano a una mentira. Reconocemos que es una mentira de una índole pecu­
liar, pero de un tipo al que hombres y animales son especialmente vulnerables.
Si yo doy a un perro hambriento una solución de sacarina, él la lamerá; si
muestro a un petirrojo un montón de plumas con una mancha roja en la parte de
abajo, el petirrojo la atacará; y si muestro a un hombre una pintura abstracta o toco
para él una pieza de música, él, si le parece hermosa, se detendrá a observar o a es­
cuchar. Creo yo que hay una similitud formal entre estos casos. En cada uno
vemos a un animal hacer una respuesta potencialmente útil y pertinente a un
estímulo sensorio inapropiado. Pero también hay una diferencia bastante básica; á
saber, que en los dos primeros casos contamos con una buena explicación científica
de lo que está ocurriendo, mientras que en el tercer caso somos casi ignorantes. En
el caso de la sacarina y del manojo de plumas con “pecho” rojo, sabemos a qué
corresponde el estímulo artificial, “ilusorio” en la naturaleza, y sabemos cuál seria
el comportamiento del perro o del petirrojo que en circunstancias normales
contribuiría a su supervivencia biológica. La sacarina tiene ún sabor parecido al
azúcar y es biológicamente adaptativo que el perro hambriento la coma: el manojo
de plumas se parece a un petirrojo macho, y es biológicamente adaptativo que un
petirrojo expulse de su territorio a un intruso. Pero en el caso de la respuesta del
hombre a una bella obra de arte, no tenemos una idea clara de a qué corresponde
la obra de arte en la naturaleza, o por qué debe ser biológicamente adaptativo que
los hombres gusten del análogo natural (sea el que fuere).
En este capítulo nos dedicaremos a estas cuestiones fundamentales de la biología
de la estética. Me propongo intentar, primero, definir la cualidad particular que
las cosas de belleza tienen en común y luego sugerir una posible razón de que los
hombres —y, para el caso, los animales— sean atraídos a la presencia de esa
cualidad.
Setenta años antes de que Darwin publicara El origen de la.¡ especies, Thomas Reid
sugirió cómo debía proceder un biólogo moderno:
Mediante minucioso examen de los objetos a los que Naturaleza ha dado esta amable
cualidad (de belleza), tal vez podamos descubrir alguna verdadera excelencia en el
objeto, o al menos algún propósito válido que sea servido por el electo qtte produce en
nosotros. Este sentido instintivo de la belleza, en distintas especies animales, puede
diferir tanto como el sentido externo del gusto, y en cada especie estar adaptado a su’
modo de vida.1
Sin embargo, es fácil burlarse del manifiesto de Reid. El consejo de “examinar
minuciosamente” los objetos de belleza sería bueno si fuese cierto que diferentes
1 Thom as Reíd, op. cit. (capítulo 6, nota 9, supra).
Ill
! IJ E L E N G A Ñ O DE LA B E L L E Z A

individuos de la misma especie encuentran hermosos los mismos objetos. Pero uno
de los problemas centrales de la estética siempre lia sido que, al menos en el
hombre, no hay un consenso claro. Este punto fue enérgicamente establecido por
Maureen Duffy en su crítica al libro de Jane Goodall, ¡n the Shadow of Man [A la
sombra del hombre]. Jane Goodall había escrito: “Pero ¿qué pasaría si un chim­
pancé derramara lágrimas al oír la música de Bach en el órgano de una catedral?”.
A lo que Duífy respondió: “¿Qué pasaría, realmente, si un pigmeo del Amazonas
o un peón de una fábrica del siglo xtx derramara lágrimas ante ese fenómeno
cultural para minorías occidentales?”.
La solución, para algunos críticos, ante la diversidad de los gustos individuales,
ha consistido en reaccionar con el cinismo de Clive Bell, afirmando que “todo
sistema de estética que afirme estar basado en alguna verdad objetiva es tan
palpablemente ridículo que no vale la pena analizarlo”.2Pero William Empsonse
burló de tal antirracionalidad y escribió: “Los críticos son de dos clases: los que
simplemente se desahogan contra la flor de la belleza, y aquellos, menos modera­
dos, que después tratan de borrarla. Yo mismo, debo confesarlo, aspiro a pertene­
cer a Iá segunda de estas clases; la belleza no explicada me provoca irrita­
ción”.3 Mis propias simpatías están, desde luego, con Empson. Pero las raíces de la
flor de la belleza pueden ser profundas y si vamos a exponerlas sin causarles daño,
debemos empezar excavando a cierta distancia del tallo.
El problema de buscar principios comunes tras una diversidad aparente no es
exclusivo de la estética. Han surgido problemas muy similares en otras disciplinas,
especialmente en la lingüística y la antropología. El gran avance en estos campos
vino al aplicar el método del eslruduralismo. Creo yo que un enfoque estructuralista
es la clave de una ciencia de la estética.
Hablando del análisis del mito, Claude Lévi-Strauss escribió lo siguiente:
Pues la contradicción a la que nos enfrentamos se parece mucho a la que en tiempos
anteriores produjo considerable preocupación a los primeros filósofos interesados en los
problemas lingüísticos... Los antiguos filósofos notaron que ciertas secuencias de sonidos
iban asociadas a significados definidos, y muy en serio trataron de descubrir la razón de
ese vínculo entre a q u e llo s sonidos y a q u e l significado. Sin embargo, su intento fue
frustrado desde el principio por el hecho de que los mismos sonidos estaban igualmente
presentes en otros idiomas, aunque el significado que expresaran fuese enteramente
distinto. Esta contradicción sólo fue superada por el descubrimiento de que es la
combinación de sonidos, y no los sonidos mismos, la que aporta los datos significativos.*
Pasa a decir: “ Si puede encontrarse un significado en la mitología, no podrá re­
sidir en los elementos aislados que intervienen en la composición de un mito, sino
tan sólo en la forma en que esos elementos están combinados.”
Siguiendo esta indicación, parecería prometedor el hecho de buscar la esencia de
la belleza en las relaciones formadas entre los elementos percibidos. Tal como están
las cosas, semejante enfoque fue propuesto en el año 1808 por el filósofo Johann
Herbart:
2 C. Bell, Art, Chatto & Windus, 1913.
3 VV. Empson, Seven Types o f Ambiguity, Chatto & W ind us, 1930.
* C, Lévi-Strauss, Structural Anthropology, Basic Books, 1963.
L a m in a ... A u i o u r i r a t o de Rnnhramlt, H>5!>
--- •■ --A ir-- ■■■??■&.
L á m in a 5. L a lección de anatom ía del D r T u lp , por Rembrandt.
L ámina 7. L a R esurrección, por Ugolino di Nerio.
EL ENCANO DE LA BELLEZA 113

La conclusión c.s que cada elemento de! conjunto apr obado o desaprobado es indiferente,
si se le toma por separado; en tina palabra, el materiales indiferente, pero laforma cae bajo
el juicio estético,.. Aquellos juicios que son comúnmente concebidos bajo el nombre de
gusto son resultado de la perfecta aprehensión de las relaciones formadas por una
complejidad de elementos.5
Pero una cosa es indicar la importancia de las relaciones y otra es decir qué
relaciones son importantes, y otra más es decir por qué.
El propio Lévi-Strauss, en la medida en que tuvo algo qué decir acerca de estéti­
ca, solió considerar el arte simplemente como una clase especial de mito. Para él,
la obra de arte es un “sistema de signos” que transmite un mensaje. Para compren­
der el mensaje debemos equiparar las relaciones qué hay entre los signos y las relacio­
nes que hay entre las cosas significadas.
No cabe duda de que sí existen esas obras de arte similares a mitos. Por ejemplo,
sabemos de un sabio chino, Lvrtg Lun, quien 2,500 años antes de Cristo unió cinco
notas de música oriental, las explicó, las formó en un sistema y les dio nombres
extraños, recibiendo cada nota el nombre de un estrato social desde el emperador
hasta el campesino: kong, el emperador; chang, el ministro; kyo, el burgués; tchi, el
funcionario;yti, el campesino.6 Dentro de tal sistema casi cada pieza de música, si
se interpretaba en forma estructural, debió de transmitir un potencial mensaje
social. En el campo de las artes gráficas, Caroline Humphrey ha mostrado cómo
los mágicos dibujos del pueblo mongol buriato encar nan recursos estructuralistas
que convierten eficazmente los dibujos en “textos visuales”.7 Y casi ciertamente,
hay en acción similares sistemas de signos dentro de la corriente principal de la
pintura occidental. Christopher McManus y yo descubrimos pruebas de que
Rembrandt, por ejemplo, tal vez empleó un sencillo sistema de señales en sus
retratos, en los cuales la posición social de su modelo quedaba indicada por la
dirección en que apuntaba su cabeza (véase el capítulo x).
Pero, sea como fuere, estos sistemas de signos, donde existen, sirven básicamente
a una función semántica, no estética. No dan belteia a una obra de arte. Si el
estructuralismo quiere ayudarnos a descubrir las relaciones que son estéticamente
satisíáctorias, deberá dar otro giro.
Pocos han escrito con mayor visión acerca de la belleza que el poeta Gerard
Manléy Hopkins. Dificil sería llamar “estructuralista” a Hopkins, ya que esta
palabra aún tenía que ser inventada durante su vida, y sin embargo no sólo vio que
la esencia de la belleza se encuentra en ciertas relaciones, sino que intentó
explícitamente definir cuáles son esas relaciones. En 1865 escribió un artículo para
su preceptor de Oxford, en forma de un “diálogo platónico” entre un estudiante y
un profesor, en eljardín de un colegio.8Ambos empiezan a discutir sobre la belleza
del jardín, y se explayan particularmente sobre las hojas de un castaño. El profesor
habla de las relaciones estructurales que hay en el abanico del castaño (figura 4),
5 Johann Herbart, Practical Philosphy, 1808.
6 K. Pablen, Music of the Wat Id: A History, Spring Books, 1963.
7 C Humphrey, “Some ideas of Saussure applied to Buryat magical drawings” , en Social Anthropo­
logy and Language, comp. E. Ardcner, Tavistock, 1971
8 C. M. Hopkins, ‘‘On the origin of beauty: a platonic dialogue” , en G. M. Hopkins Journals
and Papers ed H. House y G. Storey, Oxford University Press, 1959.
114 EL ENGAÑO DE LA BELLEZA
haciendo ver cómo cada hoja es una variación con una diferencia de la pauta
común, cómo la forma general del abanico muestra una simetría de espejo, siendo
la parte izquierda un perfecto reflejo de la derecha, mientras que en otras formas,
los reflejos internos son de una irregularidad que nos pone nerviosos. Cada una de
las grandes hojas oblicuas, por ejemplo, es reflejada por una copia exacta de sí
misma en miniatura; también habla de la relación entre las hojas del castaño y las
hojas de otros árboles, llamando la atención sobre la forma en que la hoja de
castaño, más ancha en el extremo exterior que en el central, tiene una forma
opuesta a la forma común, por ejemplo, de la hoja del olmo. Continúa diciendo el
profesor:
“Entonces la belleza del roble v el abanico del castaño y el cielo es una mezcla de
similitud y diferencia, o de acuerdo o desacuerdo o de congruencia y variedad o de
simetría y cambio”.
“Así parece”.
“Y si no sintiéramos la semejanza, entonces no nos parecerían tan bellos, o si no
sintiéramos la diferencia nonos parecerían tan bellos. La belleza que descubrimos viene
de la comparación que hacemos de las cosas consigo mismas, viendo su semejanza y
diferencia, ¿verdad?”.
Antes de que transcurra mucho rato, han pasado al tema de la poesía:

F ig u r a 4: e l abanico del castaño


EL ENGANO DE LA BELLEZA 115

“El ritmo, por tanto, es una semejanza moderada con diferencia... Y la belleza del ritmo
se remonta a las mismas causas que la del abanico del castaño, ¿verdad?”... “¿Qué es una
rima?”. “¿No es un acuerdo de sonidos, con un ligero desacuerdo?"... “En realidad, me
parece que la rima es el epítome de nuestro principio. Toda belleza puede, mediante una
metáfora, ser llamada rima, ¿no es verdad?”.
En 1909, Christiansen acuñó la palabra “Dillerenzqualitát” para referirse alo
que Hopkins habia llamado “semejanza moderada por diferencia”. Y poco des­
pués, los escritores de la escuela del formalismo ruso propusieron un sistema de
estética basado en ideas estructuralistas esencialmente similares. En Inglaterra, el
filósofo A. N. Whitehead escribió acerca del ritmo:
La esencia del ritmo es la función de mismidad y novedad, de modo que el todo nunca
pierda la unidad esencial de la pauta, mientras que sus partes muestran el contraste que
surge de la novedad de su detalle. La simple recurrencia mata el ritmo, asi como
cualquier confusión de diferencias. Un cristal carece de ritmo por una pauta excesiva,
mientras que una niebla es arrítmica al mostrar, sin pauta alguna, una confusión de
detalles.9
Vemos aquí los principios de una respuesta sobre qué relaciones se encuentran
en el meollo de la belleza. “Toda belleza puede, mediante una metáfora, ser
llamada rima". ¿Cómo es una rima? Bueno, veamos un ejemplo:
C a lo rima con m a lo \
g a lo no rima con mera;
g a l o no rima con g a lo .

Tomando la rima como paradigma de la belleza, permítaseme volver al punto a O l B L l I


la cuestión fundamental: ¿Por qué nos gusta esa relación que la rima ejemplifica? MEtil
¿Cuál es la ventaja biológica de buscar en el medio elementos que rimen?
La respuesta que yo propongo es ésta: consideradas las preferencias estéticas
como fenómeno biológico, brotan de una predisposición existente en los animales y
los hombres por buscar experiencias por medio de las cuales puedan aprender a
clasificar los objetos que hay en el mundo circundante. Las “estructuras” bellas de
la naturaleza o del arte son aquellas que facilitan la tarea de clasificación, al
presentar pruebas de relaciones “taxonómicas” entre las cosas, en una forma que
sea informativa y fácil de captar.
Se necesitan tres pasos para justificar este argumento. Primero, una explicación
de por qué la clasificación debe ser importante para la supervivencia biológica.
Segundo, una explicación de por qué unas estructuras particulares como las que
quedan ejemplificadas por la rima deban ser el mejor modo de presentar el
material para la clasificación. Tercero, la prueba de que hombres y animales
tienen la propensión de clasificar cosas y que se ven atraídos, en particular, por la
presencia de la rima.

A. N. Whitehead, An Enquiry Concerning the Principles of Natural Knowledge. Cambridge University


Press, 1919.
! 16 EL ENGAÑO DE EA BELLEZA
¿P or qué es importante la clasificación?
Para ser agentes eficientes en el mundo natural, los animales necesitan la guía de
“un modelo del mundo”, una representación interna de cómo es el mundo y cómo
funciona. Este modelo los capacita a predecir las características de objetos “reco­
nocibles”, a prever el curso probable de los acontecimientos en el medio y de
planear, en consecuencia, su conducta. El papel de la planeación en este contexto
consiste en ayudar a organizar la experiencia sensorial e introducir una economía
esencial en la descripción del mundo. Un buen sistema de clasificación es el que
divide los objetos del mundo en categorías discretas, de acuerdo con normas que
hacen que la pertenencia de un objeto a cualquier clase en particular sea dato
pertinente para guiar la conducta: los objetos, en cualquiera de las clases, pueden
diferir en detalle pero deben compartir ciertos rasgos esenciales que les dan un
significado común para el animal. Tal sistema de clasificación reduciría la “carga
mental” del animal, facilitaría el nuevo aprendizaje y permitiría una extrapola­
ción rápida y eficiente, de un conjunto de circunstancias a otro.
Podemos estar seguros de que cualquier animal que no clasificara o no pudiera
clasificar las cosas eficazmente, que no reconociera las semejanzas entre las cosas,
no tendría oportunidad de sobrevivir mucho tiempo. Y así, en el curso de la
evolución, debió de haber muy poderosas presiones sobre los animales para que
perfeccionaran las técnicas de clasificación, tal vez al mismo nivel de las que
hicieron que la comida y el sexo evolucionaran hasta ser actividades tan eficientes
y predominantes. Afirmaré que, como la alimentación o el sexo, una actividad tan
vital como la clasificación tenía que evolucionar hasta ser fuente de placer para el
animal. Al fin y al cabo, podemos contar con que animales y hombres harán mejor
lo que les guste hacer.
Pero me estoy adelantando. El siguiente paso del argumento consiste en demos­
trar la pertinencia de la rima.

¿Sobre qué tipo de “evidencia" se basan los sistemas de clasificación’


La tarea del animal joven, de imponer un sistema de categorías al mundo, es
comparable a la tarea a la que se enfrenta un taxonomista de la zoología cuando se
pone a clasificar todo el reino animal. Podemos suponer que el objetivo que hay
frente al animal está “dado” en algún sentido, que tiene una predisposición innata
a desarrollar un sistema de categorías, pero que el verdadero sistema al que llega
debe estar basado, en gran parte, en su propia experiencia. ¿Cómo procede el
animal... y el zoólogo? Sugeriré que pasan por las siguientes etapas:
¡jhace un reconocimiento preliminar, y con ello se forman ciertas conjeturas
acerca de cómo está constituido su mundo, qué clases de objetos contiene y cuáles
son las normas para distinguirlos;
¿ij busca nuevas evidencias para someter a prueba la “validez” de estas normas y
al mismo tiempo trabar conocimiento con la diversidad que pueda cxhúr dentro de
cada clase;
EL ENGAÑO DE LA BELLEZA 117
i i!) en la medida en que sus normas resultan buenas, las adopta como lincamien­
tos permanentes para toda clasificación futura, mientras que en la medida en que
fallan, las abandona o las revisa.
Las normas buenas serán, en general, las que produzcan un sistema de clasifica­
ción que sea a la vez inequívoco (es decir, los objetos sólo pertenecen a una clase);
exhaustivo (es decir, cada objeto pertenece a una clase u otra); y útil (es decir, los
objetos de la misma clase pueden ser tratados como idénticos para algunos fines
prácticos). De este modo, un zoólogo que aparece con una sencilla clasificación de
los animales que los divide en dos clases, vertebrados e invertebrados, ha produci­
do un esquema que satisface los tres requerimientos; pero, por ejemplo, una
división de los animales en carnívoros y plantívoros no es inequívoca, pues hay
algunos animales que comen de una y otras cosas; una división entre animales que
nadan y animales que vuelan no es exhaustiva porque hay animales que no nadan
ni vuelan; una división en animales de zoológico y animales salvajes no es útil, pues
no tiene ningún propósito (para un zoólogo) tratar como idénticos a los miembros
de algunas de estas dos clases.
Con objeto de examinar el proceso de buscar testimonios para someterá prueba
las normas establecidas para distinguir entre las clases, permítaseme continuar con
un ejemplo zoológico. Imaginemos que el taxonomista está interesado en clasificar
a los vertebrados de sangre caliente. Al hacer una revisión preliminar se encuentra
con un gato, un perro y una gallina, y nota que el gato y el perro están cubiertos de
pelo, pero que la gallina está cubierta de plumas. Sobre esta base, establece dos
clases putativas, mamíferos y aves, definidos respectivamente como animales que
tienen pelo y animales que tienen plumas. Su siguiente paso será buscar otros
ejemplos que pongan a prueba sus ideas. Supóngase que el siguiente animal que se
encuentra es un caballo, y después un conejo. Aplicando sus normas, descubre que
estos animales caben limpiamente en la categoría de los mamíferos. Luego tal vez
encuentre un petirrojo, luego un ratón y luego un loro, y le complace encontrar
que, aunque el ratón es indudablemente mamífero, el petirrojo y el loro embonan
en la definición de ave. Buscando más, encuentra otro gato, pero esta vez le presta
poca atención pues no le dice nada nuevo. Y después encuentra un pulpo, pero
como éste no es un vertebrado de sangre caliente, no puede aportar un testimonio,
en ningún sentido, y tampoco se interesa por él. Lentamente, acumulando las
pruebas, establece que sus normas realmente sirven para hacer distinciones inequí­
vocas, y al mismo tiempo se familiariza con la gama de los distintos animales que
caben dentro de cada clase. Desde luego, le queda por demostrar que su clasifica­
ción es útil: que sirve a algún propósito al agrupar ratones y caballos, o gallinas y
loros.
Surgen entonces ciertos indicios sobre cómo recabar pruebas. El zoólogo tiene
que probar que sus normas sirven ala vez para agrupar a distintos animales y separar
un grupo de otros. Por consiguiente, busca dos tipos de ejemplos: i) conjuntos de
animales que comparten un particular rasgo distintivo, y fi) otros conjuntos
de animales que comparten un rasgo contrestante. Así, busca, en realidad, una
“semejanza moderada por la diferencia” —la “rima”— y un contraste entre
conjuntos de elementos que riman. Pero no está interesado en ver ejemplos
118 EL ENCANO DE LA BELLEZA
repetitivos de) mismo animal, ni en ver un animal que es totalmente distinto de los
demás y que, por tanto, está más allá de la esfera de su clasificación: “una simple
recurrencia mata la rima, así como lo hace una simple confusión de diferencias”.
Llevemos adelante esta metáfora del “poema” taxonómico:
caballo rima con perro;
gallina rima con loro;
caballo y perro contrastan con gallina y loro;
caballo no rima con caballo, ni gallina con gallina;
ni caballo ni perro ni gallina ni loro riman ni contrastan
en forma pertinente con pulpo.

Llegamos ahora al meollo de mi argumento. Creo que los mismos principios que
se aplican al taxonomista zoológico se aplican a cada animal que necesita clasificar
el mundo que lo rodea. Para el taxonomista, es útil buscar “rimas” en sus
materiales, por tanto es útil para el animal hacerlo. Por esta razón, hemos
evolucionado para responder a la relación de belleza que la rima ejemplifica, a
cierto nivel encontramos placer en la estructura abstracta de la rima como modelo
de una evidencia bien presentada, y a otro nivel nos deleitan los ejemplos particu­
lares de rima como fuentes de nueva visión sobre cómo las cosas están relacionadas
y divididas.
Permítaseme pasar a la siguiente etapa del argumento y presentar pruebas de
que hombres y animales encuentran en realidad un placer en clasificar cosas y, por
lo tanto, se ven especialmente atraídos por la rima.

L a propensión a clasificar y el amor a la - rima"


“Aprender”, dijo Aristóteles, “es muy agradable, no sólo para los filósofos sino
también para los demás hombres”.10 ¿Qué prueba tenemos de que la clasificación
—núcleo de la enseñanza— sea agradable para los hombres y también para los
animales?
Podemos buscar pruebas experimentales de una índole general en los muchos
estudios del comportamiento exploratorio. Los psicólogos comparativos han des­
cubierto que, en casi toda especie estudiada, los animales se esforzarán por entrar
en contacto con algunos estímulos sensorios nuevos. En realidad, la “novedad del
estímulo” es el refuerzo más universal de conducta que se conoce. En mi propio
trabajo con monos, yo he descubierto que los monos se esforzarán para contemplar
una pintura abstracta, y prefieren tales pinturas a los cuadros de alimento apetito­
so pero familiar. Experimentos recientes parecen indicar que cuando los monos se
esfuerzan por contemplar las imágenes lo hacen porque éstas les presentan un
desafio para incorporar material nuevo a su modelo del mundo: las imágenes de
objetos familiares retienen su atención mucho menos tiempo que las imágenes
10 Aristóteles, P oética ív.
,
EL ENGAÑO DE LA BELLEZA 119

de objetos para los que no tienen ya una categoría." Pero aunque no dediquen
mucho rato a cosas totalmente familiares, los monos tampoco se interesan, diría
yo, en contemplar lo que se podría llamar un desorden total, y esto me lleva a la
cuestión de la rima'.
La importancia de la rima fue reconocida, de hecho, por los psicólogos experi­
mentales hace algún tiempo, aunque le dieron —y siguen dándole— el engorroso
nombre de ‘‘discrepancia de estimulo”. A comienzos de los cincuentas se propuso
una teoría llamada la “teoría de la discrepancia”, cuyo núcleo es que los hombres
que han estado durante algún tiempo en contacto con un estímulo sensorial
particular responden con placer a las variaciones menores de tal estímulo.1" Y
buen número de estudios han aportado pruebas que lo confirman; por ejemplo, los
bebés humanos que se han familiarizado con una pauta visual “abstracta” en
particular, encuentran un placer en ver nuevas pautas que sean transformaciones
menores de la original.11*1314Entre los animales, se ha demostrado, por ejemplo, que
los pollitos que al principio de la vida fueron “impresos” con un estimulo artificial
pronto llegan a preferir nuevos estímulos que sean ligeramente distintos de aquél
con que están familiarizados.H Ni los bebés ni los pollitos son atraídos por
estímulos que no tengan ninguna relación con los que ya han visto.
Yo he seguido mis propias investigaciones con monos a lo largo de estos
lincamientos. Pero éste no es el lugar para informar de los detalles de los experime-
tos. Y tampoco es a la evidencia experimenta] a la que deseo dar el mayor peso en
este estudio, pues hay mucho, en los testimonios de las anécdotas y la experiencia
común, que confirma la idea de que los hombres, al menos, encuentran placer en
una u otra forma de la actividad clasificatoria.
Como podríamos esperar, en quienes más pronunciada es la tendencia es en los
niños. Los niños tienen un afán de saber “qué son las cosas”. Especialmente les
encanta aprender nombres y poner a prueba el poder de su vocabulario con nuevos
ejemplos. Los libros de imágenes para niños a menudo no sirven a otro propósito
que el de ejercicios prácticos de clasificación. Los mismos animales —conejos,
pollos, cerdos— aparecen una y otra vez en las imágenes. “¿Dónde está el
conejito?”, pregunta la madre del niño, y con una sonrisa de placer el niño le
señala con el dedo otro conejo más, que rima con los que ya ha visto. La capacidad
de nombrar se vuelve prueba tangible de la capacidad de clasificar, y cuando no
hay nombre para un objeto, los niños a menudo inventan uno. El poeta Richard
Wilbur nos cuenta esto:
Llevé a mi hijo de tres años a pasear por los bosques de Lincoln. Al avanzar, yo
identificaba los árboles y las plantas que podía... Después de un rato llegamos a un tramo
en que el suelo del bosque era denso, con esas plantas perennes de tres pulgadas que
pueden verse por doquier en los bosques de la Nueva Inglaterra, y me vi obligado a
11 N . K . H u m p h re y y G . K e eb le, “ H o w m o n k ey s a cq u ire a new w ay o f se e in g " , Perception,^, 51,
1976 (y refe re n c ia s a n te rio re s ibid.).
13 D.C. McLelland, J. YV. Atkinson, Ps. A. Clark y E. L. Lowell, The Achievement Motive Applcton-
Century, 1953.
13 J. Kagan, ‘‘Attention and psychological change in the young child”, Science, 170, 826, 1970.
14 P. P. G. B ateson, “ In tern al influences on early learn in g in b ird s” , en R . A . H ind e y J . S tcvcnson-
H ind e, op. cit. (capítulo 2, no ta 3, supra),
lío El. ENGAÑO DE LA BELLEZA
confesar que no sabía cómo llamarlas. Mi hijo pronlo colmó esa laguna: “Son mlllows”,
me dijo, “mira los millows1’. Sin vacilación, sin jactancia, con una serena confianza
adamita, había encontrado un nombre para algo innombrable y lo había puesto bajo
nuestro control mental. Y millows siguieron siendo.,s
Aunque los niños puedan manifestar con la mayor claridad esta tendencia, los
adultos a menudo muestran un placer igualmente inocente en clasificar, y no
menor en nombrar. Un poema de Robert Bridges, llamado “Las flores ociosas’’,
menciona 83 diferentes flores, por su nombre, ien un poema de sólo 84 versos!
/ have roten u p o n th e f i e l d s
E y e b r i g h l a n d P i m p e r n e l,

A n d P a n sy a n d P o p p y se e d
R i p e n 'd a n d s c a t t e r 'd w e ll.

A n d silv e r L a d y - s m o c k

T h e m e a d s w i t h l i g h t to J i l l , '

C o w s l ip a n d Buttercup ,

D a i s y a n d D a f f o d il;

K in g - c u p a n d F le u r -d e -t y s

U p o n th e m a r s h to m eet

W i t h C om fre y, W a t e r m in t ,

L o o se -st r ife a n d M e a d o w s w e e t ;

A n d a lt a l o n g th e st r e a m

M y ca re h a th not fo rg o t

C r o w f o o t 's w h i l e g a l a x y

A n d lo v e ’s F o r g e t - m e - n o t . . .

[Por los campos he sembrado


eufrasias y pimpinelas,
pensamientos y amapolas
bien maduras y esparcidas.
Y plateadas cardaminas
a llenar de luz los campos,
prímulas, botones de oro,
margaritas y narcisos;
Ranúnculo y flor de lis
en lo húmedo, junto con
consuelda, menta acuática,
lisimaqtiia y filipéndula;
Y al lado de la corriente
mi cuidado no ha olvidado
la galaxia de patas de gallo
y el nomeolvides del amor...]
R. Wilbur, “Poetry and the landscape", en The N e w í.á n d se a p e in A rt and Seier.ce, comp. G. Kr-
pes, Paul Theobald, 1956.
KL ENGAÑO DI. LA BELLEZA 121
El reverso de la medalla es el ludibrio con que se cubre a las personas que
cometen errores con los nombres. A. P. Herbert nos cuenta un cuento, en que se
burla de sí mismo, que también tiene que ver con flores:
“Las anemias son maravillosas”, dije. Mi compañera me echó una mirada de duda, pero
no dijo nada. Seguimos caminando por el borde de la hierba. “Y esas artritis, siempre
tan divinas en esta época del año". Otra mirada de duda, y tan sólo un apreciativo
“Hum". Llegué a la conclusión deque la dama no sabía más que yo acerca de las (lores.1516
La preocupación por nombrar, llevada a tal extremo en el poema de Bridges,
encuentra un eco er. otro aspecto notable del comportamiento humano: la pasión
por coleccionar. Sorprendentemente, sólo conozco a un estudioso de la conducta
humana que haya considerado digno de comentar el afán de coleccionar. En un
ensayo intitulado “El reflejo del propósito”, Iván Pavlov caracterizó el coleccionar
como “la aspiración de unir las partes o unidades de un gran total o de una enorme
clasificación, habitualmente inalcanzable”.n Sigue diciendo:
Si consideramos el coleccionar en todas sus variaciones, no puede dejar de llamarnos la
atención el hecho de que, por esta pasión, a menudo se acumulen cosas frecuentemente
triviales e inútiles, que no representan absolutamente ningún valor desde ningún punto
de vista aparte del placer de ceder a la propensión de coleccionar. Pese a lo inútil del
objetivo, todos conocemos la dedicación y la obsesión con que el coleccionista logra sus
propósitos. Puede convertirse en hazmerreír de todos y blanco de ridículo, puede
suprimir sus necesidades fundamentales, y todo por su colección.
Y sin embargo, aunque a los coleccionistas no suele atribuírseles una sensibi­
lidad estética, su actividad tal vez no esté muy lejos de otras formas de apreciación
estética. Consideremos la naturaleza de una colección típica, por ejemplo una
colección de estampillas. Las estampillas postales son, en términos estructuralistas,
como flores hechas por el hombre: se dividen en “especies”, cuyo rasgo distintivo es
el país de origen, aunque dentro de cada especie existen desconcertantes variacio­
nes. El coleccionista de estampillas se pone a clasificarlas. Dispone sus estampillas
en un álbum, con una página para las especies de cada país. Las estampillas de
cada página “riman” entre sí, y contrastan con las de otras páginas.
Pero Pavlov tenía razón: coleccionar estampillas es, al parecer, una actividad
inútil. Al ir revisando mis ejemplos, desde un joven animal que aprende a reco­
nocer los objetos del mundo que le rodea hasta un niño que aprende a nombrar
las imágenes de un libro y un hombre que pega estampillas en un albúm, nos he­
mos ido apartando más y más de las actividades que tienen una evidente función
biológica. Pie de suponer que todos son ejemplos de la propensión a clasificar,
pero por cada ejemplo la clasificación parece tener menor y menor valor de su­
pervivencia.
No debemos sorprendernos. Antes he comparado el placer que ¡es hombres
obtienen de la clasificación con el placer que obtienen de la actividad sexual.
15 A . P. H e rb e rt, citado en NI H ad í'ield , T<:¿ Gardener's Camparme, D e n t, 1936.
17 I. P. P avio v, “ T h e reflex o í p u rp o s e " , en Lectures on Conditioned R e fle x \ c l . ¡, L aw ren ce &
Wishait.
122 EL ENCANO DE LA BELLEZA
Ahora bien, aunque el sexo tiene una clara función biológica, huelga decir que no
todo ejemplo de actividad particular debe tener importancia biológica para ser
grato; en realidad, gran parte de la actividad sexual humana normal ocurre en los
momentos en que la mujer, por razones naturales o artificiales, muy improbable­
mente concebiría. Y así también, el proceso de clasificación puede producir placer
por derecho propio aunque esté alejado de su contexto biológico apropiado. Una
vez que la naturaleza ha dejado los cerebros de los hombres como los ha dejado, de
ahí se siguen ciertas consecuencias “no intentadas”, y de diversos modos, nosotros
salimos beneficiados.
Así, permítaseme tratar, por último, la belleza', ejemplos de rima y contraste que
los hombres consideran estéticamente atractivos. Primero, deseo considerar no
“obras de arte” , sino ciertos fenómenos naturales que los hombres llaman her­
mosos y que sin embargo no tienen un valor “ natural” para nosotros.
Entre la plétora de ejemplos de hermosura en la naturaleza, escogeré el caso de
las flores. Las flores ejercen un atractivo casi universal, a hombres de todas las
culturas, todas las clases y todas las edades. Las cultivamos enjardines, decoramos
nuestras casas y nuestros cuerpos con ellas, y, ante todo, las apreciamos como
rasgos del paisaje natural. En realidad, se les considera parangones de la belleza
natural, y creo que no es accidental el que así sean tan admiradas, pues al menos en
tres formas, las flores son encarnaciones de la “rima visual”.
Consideremos, primero, la forma estática de una flor sencilla, como un ranúncu­
lo o una margarita. La cabeza de la flor consiste en un conjunto de pétalos
dispuestos en simetría radial en torno de un grupo de estambres, y la cabeza de la
flor se sostiene sobre un tallo que contiene un grupo de hojas. Pétalos, estambres y
hojas forman tres conjuntos de elementos que riman en forma contrastante: cada
pétalo difiere en detalle de los demás miembros de su clase, y sin embargo
comparte su forma y su color distintivos; lo mismo puede decirse de los estambres y
las hojas; los rasgos que sirven para unir cada conjunto también sirven, al mismo
tiempo, para separar a uno de otro. En segundo lugar, consideremos la forma
kinética de la flor. La flor viva se encuentra en estado de continuo crecimiento, y
cambia de un día a otro. Las transformaciones que ocurren cuando la flor germina,
florece y decae hacen surgir una estructura temporal en que cada forma sucesiva
rima con la anterior. En tercer lugar, consideremos los grupos de flores. Típica­
mente, cada planta con flores tiene varios florecimientos, y las plantas de una
misma especie suelen crecer en gran proximidad, de modo que nos presentan una
variedad de flores relacionadas y expuestas juntas. Pero, más que esto, los grupos '
de flores de .diferentes especies suelen crecer unas al lado de otras: margaritas y
ranúnculos unas al lado de otros en el campo, violetas y velloritas en los setos. Así,
aunque las flores de una especie riman entre sí, la rima se vuelve más marcada por
las rimas contrastantes de diversas especies. Y es este último aspecto el que, tal vez
más que ningún otro, hace que las flores sean tan especiales para nosotros. Las
flores de diversas clases son, por necesidad, perceptualmente distintas en color,
forma y olor, para que puedan ganarse la lealtad de los insectos entregados a la
polinización. Los hombres ni se comen el polen ni recogen su néctar, y sin embargo
las flores les dan una especie de alimento: alimento para nuestras almas, idealmen­
te apropiado para satisfacer nuestro afán de clasificación.
EL ENGAÑO DE LA BELLEZA 123
Pero las flores no ejercen el monopolio de la belleza natural. De hecho, casi
dondequiera que hay formas orgánicas, descubrimos la estructura de la rima
visual. Mucho tiempo antes de que los arquitectos inventaran un módulo, la
naturaleza ya había empleado un principio similar de diseño, basando sus creacio­
nes vivas en el principio de la duplicación: a un nivel, la duplicación de elementos
estructurales dentro de un solo cuerpo; a otro nivel, la duplicación del cuerpo
del organismo en total. Pero, a uno y otro nivel, las réplicas son pocas veces
o nunca copias perfectas: en las hojas de un árbol, las manchas de un leopardo,
los cuerpos de una manada de gansos, se nos presentan conjuntos de “varia­
ciones sobre un tema”. Y no sólo entre los seres vivos encontramos tales estructu­
ras, pues también los objetos inanimados suelen ser moldeados por fuerzas
físicas que los convierten en formas “modulares”: las cumbres de las montañas, los
guijarros de una playa, las nubes, las gotas de lluvia, las olas del océano: similares
todas ellas pero distintas de las demás. Así, por medio de su estructura variada pero
coherente, un paisaje natural puede competir con la belleza rítmica de una
catedral gótica o de una sinfonía.
Para mi argumento, es fundamental que las personas puedan descubrir la
belleza en muchas guisas diferentes. Antes de enfocar el arte como tal, permítase­
me decir algo acerca de la belleza intelectual, la belleza que la gente encuentra en
la cultura académica. La ciencia pura es, para la mayoría desús practicantes, una
actividad eminentemente estética. El objetivo del científico es imponer un orden
nuevo a los fenómenos naturales, uniendo hechos al parecer dispersos bajo una ley
común. Los artistas han confundido, frecuentemente, la naturaleza de la ciencia.
Keats, el poeta, se quejó de que Newton había “desacralizado el arco iris”. Pero la
realización de Newton estuvo bastante cerca de la poesía. Mostró cómo el arco iris
rimaba con el espectro solar que él lanzaba con un prisma contra la pared de su
estudio.
En el extremo entre los estudiosos, los matemáticos encuentran su propio tipio de
belleza en las relaciones entre ideas numéricas abstractas. Nosotros, los no mate­
máticos, a veces podemos percibir el sabor de sus estructuras abstractas cuando se
nos muestran las propiedades mágicas de ciertos números ordinarios. Recuerdo la
vez que mi abuelo mostró a un niño de ocho años el número 142,857. Si multiplica­
mos este número, primero por uno, luego por dos, luego por tres, y así hasta siete
veces, se genera la serie siguiente:
142857
285714
428571
571428
714285
• 857142
999999
Seis número que riman, y luego el contraste, súbito e inesperado. Imagínese mi
pasmo cuando diez años después encontré una prueba de que éste es el único
número que tiene tales propiedades.
12-1 EL ENGAÑO DE LA BELLEZA

Niños, monos, jardineros, coleccionistas de estampillas, matemáticos... todos


ellos, creo yo, se dedican a similares empresas estéticas. ‘‘La oscuridad”, escribió
Hume, ‘‘es tan penosa para la mente como para el ojo”, v no debe sorprendernos
saber que un difunto profesor de lógica formal de la Universidad de Cambridge
también fue un prodigioso coleccionista de estampillas y de mariposas. Pero, debe
decirse, no era un artista. ¿Dónde puede entrarel arte en esta versión de la belleza?
Hasta principios de este siglo, la mayor parte de la pintura sólo a medias se
relacionaba con la belleza, consistiendo su otro papel en contarnos una historia
por medio de representación, expresión, simbolismo, etc. Sólo con la llegada del
abstraccionismo puro llego a ser meta de algunos artistas la creación de grandes
obras que fuesen “simplemente” bellas. Si consideramos los mejores ejemplos del
arte abstracto moderno, por ejemplo las obras de Vasarely y de Calder, creo yo que
es fácil, tal vez demasiado fácil, ver cómo su estructura es esencialmente la de un
poema visual construido sobre la base de ritmo y contraste entre los elementos
visuales. Recientemente, algunos artistas han vuelto al uso de elementos represen­
tativos como máterial.para crear estructuras puramente abstractas. Los collages
pintados de Suzi Gablik —que a primera vista parecen un estrafalario libro de
estampillas, con imágenes de animales [véase la lámina 1)— son, en realidad, un
audaz intento en esta dirección, y deseo citar una carta en que ella misma describe
su método:
Estas imágenes actúan como un caleidoscopio, un instrumemoque contiene fragmentos
y piezas por medio de las cuales se forman pamas estructurales. Lo que se produce es una
red de relaciones. Las imágenes llegan a funcionar, a la vez, como sistemas de relaciones
abstractas y como objetos de contemplación. Estas relaciones abstractas quedan defini-
- das por e! número y la naturaleza de los ejes empleados. Por ejemplo, todos los
fragmentos tienen que ser similares en varios aspectos, como tamaño, forma, brillo o
colorido, o compartir una cualidad común, como tener manchas o rayas, o ser todos lisos
o con alas o todos de tres metros de altura... Es una manera de relacionar escalas v
dimensiones diferentes peto entrelazadas.
Ruskin dijo acerca de las pinturas: “Hay que considerar el conjunto como una
prolongada composición musical”. Entre todas las artes, la música ha sido,
tradicionalmente, el medio de la más pura expresión de relaciones estructurales
abstractas. Y la “rima”, en forma de variación temática, surge como principio
fundamental de la música: el “material” de casi todo compositor. El compositor
nos presenta, digamos, una melodía sencilla, la repite unas cuantas veces y luego se
lanza a una serie de variaciones, tocadas en distintos instrumentos, con diferentes
énfasis o en un tono distinto, hasta que, a la postre, vuelve al original. Pero la
repetición del mismo terna, aunque con variaciones, se vuelve a la larga relativa­
mente aburrida. Como en la poesía —y como en cualquiera otra actividad
“taxonómica” — se necesita el contraste para manifestar la unidad de los elementos
que riman, y el compositor introduce, característicamente, un tema contrastante
con sus propias variaciones. Así, en una pieza sencilla, como un nocturno de
Chopin, dos temas distintos, I y II, están dispuestos de la manera siguiente:
I-I-II-I-I1-!. Si tomamos como ejemplo el nocturno en Mi bemol, veremos que la
primera melodía se repite dos veces de modo que el tono principal y el modo
EL ENCANO DE LA BELLEZA 125
principal queden bien establecidos en la memoria de! oyente. Viene entonces la
segunda tonada, que se encuentra en la clave más cercana (de modo que el electo
del contraste no se pierda por excesiva diferencia). Luego, las dos tonadas alter­
nan, aunque en cada repetición se introducen pequeños cambios, en forma, por
ejemplo, de arabescos decorativos para la mano derecha. En piezas más complejas,
como las sonatas de Beethoven, el compositor introduce una sección de ‘‘desarro­
llo” en que los motivos del primer temase repiten y disponen de otra manera, hasta
el punto en que el oyente puede encontrarse en peligro de no saber ya qué está
pasando, pero entonces el orden queda restaurado por la “recapitulación” del
primer tema, puro y sencillo.
La “forma sonata” es, a mi parecer, un ejemplo perfecto de un ejercicio
instructivo y difícil de clasificación. Si yo fuese psicólogo educacional interesado en
crear máquinas de enseñanza para emplearlas en las escuelas, yo no basaría, como
lo han hecho los conductistas norteamericanos, mis máquinas en principios deriva­
dos de experimentos sobre cómo se comportan las palomas en cajas de Skinnersino
que, en cambio, volvería vo a los principios consagrados del diseño musical.
Y esto me lleva casi al final de este capítulo; pero a un final, debo decirlo, que no
está completamente en armonía con el principio. Empecé diciendo que la belleza
hecha por el hombre es una mentira. Y esto, en cierto sentido, creo que loes. No fue
por las sonatas de Beethoven por lo que los hombres evolucionaron hasta encontrar
un deleite en clasificar; hasta ese punto, Beethoven simplemente capitalizó una
facultad humana que se había desarrollado por razones totalmente distintas. Pero
aunque pueda ser cierto que, a un nivel, no ganamos nada de valor biológico
aprendiendo a clasificar los temas de una sonata, de allí no necesariamente se sigue
que escuchar una sonata no desempeñe ninguna función, pues puede argüirse que, fe fia u a ir
a otro nivel, mediante la experiencia de la belleza en las obras de arte, aprendemos a t A & Ü S b l
aprender. Todo esto impliqué recientemente al sugerir que los psicólogos podrían
emplear la música como modelo para el diseño de máquinas de enseñanza. Si los
psicólogos pudiesen aprender de la música cómo presentar mejor la prueba de las
relaciones entre las cosas en una forma que las personas consideraran fácil,
igualmente posible sería que los legos pudieran aprender a hacerlo por sí mismos.
De este modo, la obra de arte alcanzaría nueva importancia, como modelo de la
forma en que debiéramos estructurar nuestra experiencia siempre que necesitára­
mos adquirir una información auténticamente útil.
Todos conocen el argumento de que una preparación en latín y griego, por muy
poco aplicable que sea a la vida real, es una excelente “preparación para el
espíritu”. iCuánto mejor sería, con tal propósito, una preparación de apreciación
de la belleza si, como lo he dicho, nuestro amor a la belleza ya cumplió cien
millones de años de psicología educativa!
Permítaseme terminar, entonces, con una nota más positiva. La belleza puede
ser una “ilusión”. Pero, en cambio, Keats no estaba muy equivocado al afirmar
que “ la belleza es verdad, y la verdad belleza” . Tal vez eso no sea “ todo lo que
sabéis en la tierra y todo lo que necesitáis saber”, pero es, al menos, un buen
principio.
X . SOBRE PONER LA MEJILLA IZQUIERDA

C on C hristopher M c M anus

El cuadro de Van Gogh, Los comedores de papa (lámina 4) muestra una familia de
campesinos sentados a la mesa. Imaginemos ahora que el cuadro estuviese inverti­
do, como en un espejo. Aunque cada detalle del cuadro cambiaría de sentido,
podría pensarse que como obra de arte, la imagen reflejada no sería menos satisfacto­
ria que el original; sin embargo, sabemos que ésta no fue la opinión de Van Gogh.
Habiendo hecho un boceto preliminar de su cuadro, creó una litografía. Para ha­
cerlo, copió el boceto, directamente en su blok, y la litografía resultó así una ima­
gen de espejo. Su satisfacción por la litografía ha quedado registrada en una carta
que escribió a su hermano Theo: “ Si hago un cuadro del boceto, al mismo tiempo
haré de él una nueva litografía, y en tal forma que las figuras que, lamento decir­
lo, hoy están en la dirección errónea, vuelvan a quedar bien” .1
¿Qué hay en esta imagen reflejada de un cuadro que puede ser descrito como
“erróneo”? De parte del artista, simplemente puede ser que estuviese menos
familiarizado con la nueva versión y por tanto le gustara menos. Y sin embargo, se
ha mostrado que las personas (los artistas en particular), generalmente pueden
diferenciar la imagen de espejo de un cuadro de su versión original cuando el
cuadro les es totalmente desconocido, siempre que ambas versiones se les presenten
juntas. La asimetría de derecha a izquierda no es, al parecer un rasgo neutral y
“accidental” de la composición.
Decidimos examinar la asimetría en retratos pintados. Los retratos son material
particularmente apropiado para semejante estudio: primero, porque abundan
(producidos de acuerdo con una pauta bastante estándar, y con fines bastante
estándar); y, segundo, porque la asimetría en los retratos es de una índole relativa­
mente sencilla, que resulta obvia al ojo y fácil de clasificar. Los retratistas rara vez
pintan de frente a sus modelos sino que, en cambio, suelen poner la cabeza
ligeramente de lado, con objeto de producir una imagen “tridimensional” más
fácilmente reconocible. En la medida en que el objetivo del pintores simplemente
retratar la apariencia física del modelo, al parecer no habría razón para tina
tendencia constante a poner la cabeza hacia la derecha o la izquierda. Podríamos
esperar así que, en una muestra bastante grande, 50% de los retratos mostraran
más de la mejilla izquierda, y 50% más de la derecha. Esta fue la “hipótesis cero”
con la que empezamos. Pronto tuvimos buenos motivos para rechazarla.
Examinamos 1,474 retratos pintados, cada uno de los cuales mostraba a una sola
persona, pintados en la Europa Occidental entre los siglos XIV y XX. Las fuentes

1 V. van Gogh, The Complete Letten oj l'incent van Gogh, 1958.


SOBRE PONER LA MEJILLA IZQUIERDA 127

fueron la Galería Nacional de Retratos, de Londres, el Museo Fitzwilliam, de


Cambridge, el definitivo libro de texto de Roy Strong sobre retratos ¡sabelinos y
jacobianos, y una colección miscelánea de otros libros sobre arte. De esta gran
muestra de retratos, encontramos que 891 mostraban más de la mejilla izquierda,
y 583 más de la derecha. Habría podido esperarse que semejante proporción —de
60 a 40%— fuera producida por el azar menos de una vez en 10,000 posibilidades.
La explicación más inmediata de esta tendencia (defendida por cada historiador
del arte con el que hablamos) es que se debe a algún factor mecánico relacionado
con el hecho de que la mayoría de la gente no es zurda. Así, podría ser que un
artista no zurdo simplemente encuentra más fácil dibujar un perfil en la parte
izquierda de la tela. Pero rechazamos esta explicación al analizar más los resulta­
dos de nuestra investigación.
Dividimos los retratos de acuerdo con el sexo del modelo y descubrimos que
mientras 68% de las mujeres mostraban más de la mejilla izquierda, sólo 56% de los
hombres lo hacían: ambos resultados son significativamente diferentes de todo
azar; pero, lo que es más importante, la propia diferencia entre hombres y mujeres
es sumamente significativa en el aspecto estadístico. Resulta difícil concebir que
una explicación puramente mecánica pudiese explicar convincentemente esta
diferencia entre los sexos.
El descubrimiento de que la tendencia es mucho menos marcada en los retratos
que muestran el rostro de perfil que en los que lo muestran de tres cuartos de perfil
añadió razones para no dar tanta importancia a la mano con que pintó el artista.
Asimismo, la tendencia es menos marcada en los retratos que sólo muestran la
cabeza y los hombros que en los que muestran el resto del cuerpo del modelo.2
Se impone otra explicación. Y sin embargo, los resultados tal como estaban en
aquella etapa, no daban sólido apoyo —tuvimos que reconocerlo— a ninguna otra
explicación que pudiésemos pensar. Sin embargo, había una posibilidad que
parecía dar al menos alguna promesa: una explicación por el simbolismo de la
derecha y de la izquierda.
El meollo de la ¡dea era que el retratista pinta “izquierda” y “derecha” como
señales para transmitir información acerca del carácter o la posición social del
modelo (tal vez sin estar consciente de hacerlo). Se sabe que tales sistemas de signos
operan en diversos tipos del arte primitivo. En los dibujos mágicos (llamados
“ongones”) del pueblo mongol buriato, por ejemplo, la categoría social y espiri­
tual de las figuras del dibujo queda indicada por la posición de las figuras, arriba y
abajo y a la derecha o la izquierda. Pensamos que el retratista profesional,
obligado por su cliente a hacer una representación fiel (y halagüeña) tal vez -
empleara la dirección de la cabeza para hacer una afirmación más personal acerca
de la categoría del modelo. Desde entonces, hemos conseguido nuevos testimonios
en apoyo de esta teoría.
Consideramos la obra de un solo artista, en lugar de recabar datos de muchos
pintores, esperando así presentar los factores particulares que influyeron sobre el

2 1. C. McManus y N. K. Humphrey, “Turning the left cheek”, Nature, 243, 271, 1973.
I2« SOBRE PONER F.A MEJILLA IZQUIERDA

artista en particular al tomar una decisión sobre hacia dónde debía estar el rostro
de su modelo. Escogimos la obra de Rembrandt van Rijn.
Se sabe que Rembrandt pintó más de 300 retratos, incluso 57 autorretratos
(aproximadamente dos por año durante toda su vida laboral). Empezando por los
autorretratos descubrirnos que 9 mostraban más de la mejilla izquierda y 48
más de la derecha, como en la lámina 2: es decir, sólo 16% mostraban la mejilla
izquierda. Sin embargo, el resto de los retratos reveló una pauta muy distinta.
Catalogamos los retratos de acuerdo con el sexo del modelo y la relación familiar
con el propio Rembrandt, siendo sus familiares su padre, madre, hermano,
hermana, esposa (Saskia), amante (Hendrijke Stoffels) e hijo (Titus). Los resulta­
dos de este análisis se muestran en la figura 5. El resultado más importante que
surgió, aparte de la diferencia de sexo, es que los retratos que no eran de parientes
suyos muestran mucho más frecuentemente la mejilla izquierda (como en la
lámina 3) que los retratos de sus parientes; esta diferencia llega a ser significativa al
nivel de uno en cincuenta.
¿Cómo interpretar este notable descubrimiento? Sugerimos, muy sencillamen­
te, que Rembrandt estructuró su mundo social a lo largo de la dimensión “social-
mente como vo-socialmente no como yo” y sus retratos a lo largo de la dimensión
“mostrando la mejilla derecha-mostrando la mejilla izquierda”. En la mente de
Rembrandt estos dos constructos fueron, en la terminología de George Kelly,
paralelos y equivalentes.
Así, cada vez que Rembrandt pintó un retrato, dio cierta indicación de la
distancia social que había entre él y el modelo. Sintió que el grupo de modelos más
parecidos a él mismo eran sus parientes varones, y después de ellos, los varones no
parientes. Consideró, en general, que las mujeres estaban mucho menos cerca de
él, hasta el grado de que su propia parentela femenina estaba más lejos de él que los
varones no emparentados con él. Al parecer, consideró esto aun de su mujer, de
cuyos retratos 60% muestra la mejilla izquierda.

F igura 5. A nálisis de 3 3 5 retratos de Rem brandt.


SOBRE PONER LA MEJILLA IZQUIERDA 129
Tales actitudes tal vez debieran esperarse de un hombre de la posición que
ocupó Rembrandt en la Holanda del siglo xvii. Podemos así reconstruir, para
Rembrandt, una especie de paleopsicología; y tal vez logremos extenderla más
allá. Por ejemplo, resulta tentador extrapolar algunos de los retratos de grupo que
Rembrandt pintó, y sugerir que en un cuadro como La lección de anatomía de! Dr.
Tulp (lámina 5), Rembrandt pintó al doctor Tulp mostrando la mejilla izquierda y
a los estudiantes mostrando la derecha porque él se consideró más afin a los
estudiantes que al maestro; es decir, más dispuesto a aprender acerca del mundo
que a enseñar a otros.
Si este tipo de teorías resulta aceptable para Rembrandt, ¿hasta dónde se le
puede llevar con otros retratistas? ¿Existe, tal vez, una tendencia general a equi­
parar los dos constructos Yo/no-Yo, y derecha/izquierda y, además (entre los ar­
tistas varones), a considerar a las mujeres más lejanas de su Yo que a los hom­
bres? El profesor Walter Landauer, de la Universidad de Londres, descubrió,
en un análisis de 302 autorretratos de diferentes artistas, que 30% mostraba la
mejilla izquierda. Si se unen estos datos a los de nuestro estudio anterior, obtene­
mos la pauta de resultados que aparece en la figura 6. La semejanza general entre
los datos exclusivos para Rembrandt (figura 5) y para muchos artistas, colectiva­
mente {figura 6) es tan notable que no podemos dejar de sentir que el análisis hecho
para Rembrandt acaso tenga validez más universal.

% hq-

39.4
56.2
67.7

F igura 6. A n á l i s i s de 1 7 7 C retra tos d e m u c h o s p in t o r e s

Hombres/mujeres y parientes/no parientes no son sino dos de las dimensiones


que, en principio, se pueden correlacionar con la dimensión Yo/no-Yo. Podría
esperarse que cada artista individual tuviese sus propias ideas sobre qué tipo de
persona está cerca de él, y qué tipo está lejos de él. Por ejemplo, hay testimonios
sugerentes de que Van Gogh diferenciaba sus retratos en tal forma que los campesi­
nos varones solían mostrar la mejilla derecha más a menudo que lós burgueses
varones que él pintó. Por lo que sabemos de Van Gogh, resulta verosímil suponer
LÍO SOBRE PONER LA MEJILLA IZQUIERDA
que se sentía más cerca, más a gusto con los campesinos que con los burgueses. Tal
vez ésta sea, al menos, una razón de su descontento por los comedores de papas
reflejados en el espejo. Van Gogh sintió que al retratarlos así estaba alejándose de
los hombres del cuadro, y al mismo tiempo, imponiéndoles una serie de valores
burgueses.3

5 ¡. C. MacManus nos ofrece un análisis más extenso de este problema y de otros relacionados con
el, en “Determinants of laterality in man” , tesis para cl doctorado, Cambridge, 1378.
XI. M ARIPOSAS Q U E SE PEGAN

E n 1974 Charles Sibley, de la Universidad de Yale, fue multado con tres mil
dólares por “importar ilegalmente partes de aves tomadas en el extranjero, en
violación de las leyes extranjeras sobre vida silvestre”. Las “partes de aves” en
cuestión eran huevos. La acusación contra Sibley fue resultado de una labor
detectivesca realizada por Richard Porter, funcionario de investigaciones de la
Real Sociedad para la Protección de los Pájaros y azote de los coleccionistas
ingleses de huevos. El propio Porter expresó su desconcierto por las actividades de
los hombres a los que él perseguía. “¿Por qué lo hacen?”, preguntó. “Acampan en
condiciones terribles. A veces tienen que hacer ascensos peligrosísimos. Luego,
ponen los huevos en un gabinete, y sólo los ven ellos y unos cuantos amigos suyos.
Son como niños.”1
“Todo el mundo conoce”, como lo observó Pavlov, “la dedicación, la obsesión
con que el coleccionista logra sus fines”. Pero, aunque los coleccionistas de huevos
y de estampillas nos sorprenden por su pasión de adquirir cosas sin valor, todos
conocemos también la devoción de algunas personas a una forma de coleccionar
que, en ciertos aspectos, es aún más extraña; me refiero a su devoción a la actividad
de “observar”, a coleccionar nada más que observaciones. Siendo yo niño, pasé
largas horas “viendo pasar los trenes”, de pie sobre un puente del ferrocarril, para
anotar el número de cada tren que pasaba. Y la mayoría de los niños, en un
momento u otro, han ido provistos de un “libro de observaciones” o de un manual
tipo “yo, espía”, sin otro propósito que, simplemente, alcanzar a ver un pájaro, un
hongo, una placa de automóvil, el letrero de un bar o cualquiera otra cosa. Esta
manía se podría perdonar en la niñez. Pero se podría no perdonar. Los “observa­
dores aéreos” de mediana edad y mediana cultura que atiborran los techos de la
terminal del Aeropuerto Heathrow continúan dejando buen dinero a las tiendas
londinenses que atienden a sus necesidades. “El típico observador ‘aéreo’ no hace
nada más que mirar al aire”, dijo el propietario de una tienda para espectadores a
un enviado del periódico Guardian. “No está casado, ni nada por el estilo” .12
Que un hombre se obsesione hasta el punto de que arriesgue su vida en una
montaña, pierda su tiempo en un puente de ferrocarril o se niegue toda posibilidad
de casarse es algo que necesita explicación. ¿Por qué lo hace, por qué lo hacemos?
Puede suponerse que hay algo especial en una Colección, es decir, una Colección
con C mayúscula.
¿Qué es una Colección? ¿Cómo difiere de cualquier simple conjunto de objetos
raros o preciosos? Los coleccionistas son de gustos universales; estampillas, taba­
queras, mariposas... casi cualesquier objetos. Y sin embargo, debemos notar que
ninguna sola colección, contiene todas estas cosas. El primer principio de coleccio-

1 Sundav Times, 16 de j'unio de 1974.


2 Guardian, 20 de octubre de 1973.
131
132 MARIPOSAS QUE SE PEGAN
nar es que los objetos coleccionados quepan dentro de una categoría estrictamente
limitada: una tarjeta de cigarrillos no tiene lugar en una colección de estampillas,
ni una tabaquera en una colección de dedales, por muy rara v valiosa que pudiera
ser por derecho propio. Lo mismo puede decirse de los observadores: un observa­
dor “aéreo” probablemente ni siquiera notará a un ave de rapiña que planeaba
sobre el avión en la pista.
Pero parece haber un segundo principio, contrario en ciertos aspectos: pues
aunque es verdad que todas las piezas de la colección deben ser similares, sigue en
pie el hecho de que ninguna debe ser tan similar que, simplemente, constituya un
duplicado de otra. Cincuenta estampillas idénticas no integran una colección, y
ver cincuenta veces la misma máquina de ferrocarril no alegrará al observador.
Así, dentro de los límites de su categoría elegida, el coleccionista busca típicamente
y aprecia la ¡'anadón. “Miren los huevos del paro crestado”, dijo uno de los amigos
del profesor Sibley, coleccionista de huevos. “Este pertenece al paro crestado
escocés, y éste al paro continental. ¡Miren las diferencias]”.
De este modo, la colección se distingue de una simple acumulación, por su
estructura. Debe tener unidad, y debe tener variedad. Y las relaciones entre cada
uno de los elementos llegan a ser tan importantes como los elementos mis­
mos: es decir, deben tener lo que Gerard Manley Hopkins (véase el capítulo ix)
llamó rima.
Sospecho yo que todo esto es obvio. Pero su obviedad no debe hacernos ciegos a
su significado. El reconocer que coleccionar es una actividad definida por reglas
abstractas claramente definibles nos permite rechazar, al punto, la idea de que sim­
plemente refleja algún tipo de tendencia adquisitiva o posesiva. Reconozco que
hay coleccionistas para quienes el poseer una colección se ha vuelto importantísimo,
y puede parecer que tienen poco en común con los observadores que simplemente
anotan sus observaciones en sus cuadernos o las guardan en la memoria. Pero sería
erróneo prestar demasiada atención a la propiedad como tal. Aunque en años
recientes la explotación comercial ha dado una nueva dimensión al coleccionar, el
aspecto mercenario debe verse como lo que es: la prostitución de un afán humano
más inocente y fundamental. Los coleccionistas de objetos —así como los coleccio­
nistas de observaciones— no se dedican a ello fundamental ni habitualmente por
una satisfacción material, sino por la emoción mental que les produce. El placer
que obtienen va aunado a la satisfacción que los seres humanos encuentran en
clasificar una información que les llega: establecer comparaciones, descubrir
relaciones e imponer orden en el mundo.
Las razones biológicas de que los seres humanos, junto con otros animales,
^havan desarrollado una necesidad —y un amor— a clasificar la experiencia se han
analizado con más detalle en el capítulo IX. Pero, ¿qué debemos decir de un rasgo
biológico que deja a la gente “sin casar, ni nada por el estilo”, cuyo efecto in extremis
es reducir a cero la aptitud biológica de un hombre? Sólo, tal vez, que donde la
naturaleza ha sembrado el viento, los seres humanos pueden recoger y recogerán
las tempestades. El “medio de adaptatividad” de los seres humanos, el medio en
que se Ies desarrolló el instinto de ser coleccionistas de observaciones que rimen, no
es el medio en que viven hoy. En la ciudad civilizada, los artefactos hechos por el
hombre, como estampillas postales y aeroplanos, que embonan tan limpiamente
MARIPOSAS Qt'E SE PEGAN 133

en categorías casi naturales, captarán y peivertirán la natural tendencia humana


de buscar un orden. El observador aéreo o el coleccionista de estampillas puede
dejarse engañar por un “superestímulo” artificial, así como la gaviota de cabeza
negra que se posa sobre un gigantesco huevo de porcelana, de preferencia sobre el
suyo propio.
XII. EL COLOR DE LA N A TURALEZA

El. hombre, como especie, no puede jactarse mucho de sus capacidades sensorias.
El olfato del perro, el oído del murciélago, la agudeza visual del halcón son muy
superiores a las de! hombre. Pero de un aspecto sí puede envanecerse con justifica­
ción: en su capacidad de ver los colores no hay animal que lo supere. A este
respecto, tiene sorprendentemente pocos rivales. Entre los mamíferos, sólo sus
parientes más cercanos, los monos y los grandes simios, comparten su capacidad:
todos los demás mamíferos son ciegos —o casi— a los colores. En el resto del reino
animal, la visión del color sólo se da en algunos peces, reptiles, insectos y aves.
Nadie puede dudar de la buena fortuna del hombre. El mundo visto en
monocromía debe ser un lugar mucho menos atractivo, más sombrío, en que vivir.
Pero la naturaleza no concedió lá visión del color al hombre y a otros animales
simplemente para que diesen vuelo a sus sensibilidades estéticas. La capacidad de
ver los colores sólo pudo evolucionar porque contribuye a la supervivencia
biológica.
La pregunta de cómo ha evolucionado la visión al color es importante —o
debiera serlo— para los psicólogos... y para los diseñadores. Si quisiéramos com­
prender cómo ver el color contribuyó en el pasado distante a la vida del hombre,
estaríamos en mejor situación para apreciar lo que el coloren situaciones “artifi­
ciales” significa para él. Sin embargo, no es cuestión que haya sido muy explorada.
En realidad, pocos psicólogos, con toda su obsesión por el mecanismo fisiológico de
la visión al color, han planteado la pregunta que a un biólogo evolucionista debe
parecerle obvia: “¿Dónde —y por qué— ocurre el color en la naturaleza?”.
Puede parecer extraño añadir "¿por qué?” a la pregunta “¿dónde?”, pero la
pregunta por qué es importante, pues la evolución de la visión en color está
íntimamente vinculada con la evolución del color sobre la superficie de la Tierra.
Huelga decir que en un mundo sin color los animales no tendrían ningún uso que
dar a la visión del color; pero sí es necesario decir que en un mundo sin animales
que poseyeran visión del color, habría muy poco color. Los variados colores que
caracterizan la superficie de la Tierra (y que hacen de la Tierra, tal vez, el planeta
más pintoresco del universo) son, en lo principal, colores orgánicos, llevados por los
tejidos de las plantas y los animales, y la mayor parte de estos colores transmitidos
con la vida fueron diseñados en el curso de la evolución para ser vistos.
Desde luego, hay excepciones. Antes de que la vida evolucionara, el triste
panorama de laTíerra debió tener alguna variedad ocasional, por ejemplo, por un
fuego volcánico, un arco iris, una puesta de Sol y tal vez algunos cristales de color
en la Tierra. Y antes de que ¡a visión en los colores evolucionara, ya algunos tejidos
vivos habían sido “fortuitamente” coloreados: la sangre era roja, el follaje era
verde, aunque la rojez de la hemoglobina y el verdor de la clorofila sean totalmente
incidentales a sus funciones bioquímicas. Pero los colores más notables de la
naturaleza, los de las llores y los frutos, el plumaje de las aves, los peces de un
' 134
EL COLOR DE LA NATURALEZA 135

arrecife de coral, son creaciones evolutivas “deliberadas”, que fueron selecciona­


das para actuar como signos visuales que transmiten mensajes a quienes tienen ojos
para verlos. Los pigmentos que dan un color visible a los pétalos de un diente de
león o al pecho de un petirrojo no están allí con otro fin.
Bien podemos suponer que la visión al color no evolucionó para revelar los raros
colores de la naturaleza inorgánica, ya que los arco iris y las puestas de Sol no son
importantes para la supervivencia. Tampoco es probable que evolucionaran de tal
modo que fuese posible ver simplemente el verdor de la hierba o lo rojo de la carne
cruda, ya que los animales que se alimentan básicamente de hierba o de carne son
ciegos al color, Sin duda, evolucionó junto con la coloración de señales, para
permitir a los animales observar e interpretar los mensajes de la naturaleza, en
código de color.
Los mensajes transmitidos por la coloración de señales son de muchas clases. A
veces el mensaje es sencillo: “Ven aquí”, dirigido a un aliado (el color de una flor
que sirve para atraer a un insecto polinizador, el color de un fruto, para atraer un
pájaro que dispersará las semillas), o “No te acerques” dirigido a un enemigo (el
color de un insecto que pica o de un hongo venenoso que sirve para mantener lejos
a un potencial depredador). A veces el mensaje es más complejo, como cuando se
emplea el color para la comunicación en un contexto social, para .hacer la corte o
para encuentros agresivos (el pavo real que despliega su abanico, o el mono que
muestra sus genitales de vivos colores). Cualquiera que sea el nivel del mensaje, los
colores en las señales tienen comúnmente tres funciones: despiertan la atención,
transmiten información y afectan directamente las emociones del que los contem­
pla: una naranja despierta el apetito de un mono, una avispa amarilla despierta
temor en un paparrioscas, v los rojos labios de unajoven despiertan la pasión de uR' 1 2/
hombre. ‘ '
Los primates llegaron al escenario relativamente tarde en la historia de la
evolución, y la superficie de la Tierra debía de haber recibido ya gran parte de su
color por la interacción de plantas, insectos, reptiles y aves. Los primeros primates
arborícolas se desplazaban en un nicho ecológico antes ocupado por aves: recogían
las mismas frutas, atrapaban los mismos insectos y estaban en peligro de recibir
daño de los mismos piquetes y los mismos venenos. Para competir bien contra las
aves, los primates necesitaban evolucionar una visión al color, del mismo orden.
Sospecho que por esa razón, el sistema de rojo-verde-azul de la visión al color que
posee.la mayor parte de los primates (incluso el hombre) es, en realidad, muy
similar al de una paloma, por ejemplo (aunque, como sucede, la selectividad de los
tres tipos de receptor de color se logra mediante mecanismos fisiológicos totalmen­
te distintos en los primates y en las aves). Sin embargo, una vez que los primates
ingresaron en el “club” de la visión al color, también ellos debieron desempeñar su
papel en la evolución progresiva del color natural, influyendo por medio de la
selección de colores a la vez de sí mismos y de otras plantas y animales.
Luego, no muy atrás en la historia, el surgimiento del hombre constituyó un hito
en el uso del color, pues el hombre atinó con una capacidad nueva y única: la
capacidad de aplicar el color a los lugares en que no se daba. Muy probablemente,
primero empleó colores artificiales para adornarse el cuerpo, pintarse la piel,
cubrirse de joyas y plumas y ponerse ropas de colores. Pero con el tiempo, los
136 EL COLOR DE LA NATURALEZA
hombres fueron más lejos y empezaron a aplicar el color a los objetos que los
rodeaban, especialmente a las cosas que ellos mismos habían hecho, hasta que el
uso del color llegó a ser casi una característica de la especie humana.
En las primeras etapas, los hombres quizá continuaron la tradición natural de
emplear el color básicamente por su función como señal, para indicar (tal vez)
categoría o valor. Y hasta cierto punto, esta tradición ha continuado hasta
nuestros días, como lo muestra por ejemplo el uso que damos al color en las ropas
ceremoniales, las señales de tránsito, los emblemas de la política o las rosetas que se
conceden a los caballos en una exposición. Pero, al mismo tiempo, el advenimiento
de la tecnología moderna ha traído consigo una devaluación de la “moneda” del
color. Hoy, casi cada objeto que sale de la línea de producción de una fábrica,
desde automóviles hasta lápices, recibe un color distintivo... y en su mayor parte,
esos colores no tienen ningún significado. Al mirar a mi alrededor en el estudio en que
estoy trabajando, colotes hechos por el hombre me llaman desde cada superficie:
libros, almohadones, un tapete, una taza de café, una caja de cosas diversas: azules
brillantes, rojos, amarillos, verdes. Hay aquí tanto color como en cualquier selva
tropical; y sin embargo, aunque casi cada color de la selva tendría un significado,
aquí en mi estudio casi ninguno lo tiene. Impera la anarquía de los colores.
El uso indiscriminado del color sin duda ha menoscabado la respuesta del
hombre a él. Desde el primer momento en que a un bebé se le da para qu¿ juegue,
una hilera de cuentas multicolores —pero, por lo demás, idénticas—, se le está
enseñando inconscientemente a desentenderse del color como señal. Y sin embargo,
yo no creo que nuestro largo contacto con los colores como señales en el curso de la
evolución pueda olvidarse por completo. Aunque el uso que el hombre moderno
da al color sea frecuentemente arbitrario, su respuesta a él sigue mostrando huellas
de su herencia evolutiva. Así, los hombres persisten en buscar un significado en el
color, aunque no se lo propongan: descubren que los colores despiertan nuestra
atención, esperan que los colores transmitan una información y, hasta cierto punto
al menos, suelen despertar emociones en ellos.
La ilustración más sorprendente de la herencia biológica del hombre es el
significado que se ha venido a dar al color rojo. La primera vez que noté la
importancia psicológica peculiar del rojo fue en algunos experimentos, no con
hombres, sino con monos rhesus. Duránte algunos años estudié las preferencias
visuales de los monos empleando el aparato que puede verse en la figura 7. El mono
se queda en una cámara oscura, de prueba, con una pantalla en un extremo en la
cual se puede proyectar una de dos diapositivas. El mono controla la presentación
de las diapositivas apretando un botón, y cada presión presenta una u otra de las
diapositivas, en estricta alternación: así, cuando le gusta lo que ve, hade mantener
oprimido el botón, pero cuando desea cambiar debe soltarlo y volver a oprimir.
Examiné la “preferencia de color” en esta situación dejando que los monos
eligieran entre dos campos de luz coloreada. Todos los monos sometidos a prueba
mostraron preferencias claras y continuas. Por ejemplo, cuando se les daba a
escoger entre el rojo y el azul, solían pasar el triple o el cuádruple del tiempo con el
azul que con el rojo. En general, el orden de preferencia fue: azul, verde, amarillo,
anaranjado, rojo. Cuando cada uno de los colores fue separadamente proyectado
sobre un campo blanco “neutral", el rojo y el anaranjado causaron profundas
Í'.L C O L O R D E LA N A TU RA LEZA
137

F igura 7. Aparato para probar tas preferencias


visuales de los monos.

aversiones, el azul y el verde parecieron m oderadamente atractivos,1 La observa­


ción directa de los monos en la situación de prueba indicó que la luz roja les
pertu r b ab a considerablem ente. Y cuando vo, deliberadamente, aumenté la pre­
sión haciendo que durante toda la prueba hubiese unos altos y desagradables
sonidos de fondo, la aversión a la luz roja se volvió aún más extrema. Otros
experim entos m ostraron que los monos estaban reaccionando a la luz roja exacta­
m ente com o si les estuviese provocando miedo.12
Esta aversión a la luz roja no es exclusiva de los monos rhesus. Lo mismo se ha
descubierto con babuinos y tam bién, más sorprendentemente, con palomas. Pero,
¿qué decir de los hom bres? Ciertos experimentos efectuados con preferencias del
color en los hom bres han dado resultados que, a primera vista, parecen contradecir
los obtenidos en otros prim ates. C uando se les pide a los hombres .ordenar los co­
lores p o r lo m ucho que les “ gustan” , entonces el rojo aparece a menudo en los
prim eros lugares de la lista, aunque haya una gran variación entre cada persona,
dep end ien do entre otras cosas de su personalidad, edad, sexo y cultura. Yo me
inclino a d a r poca importancia a tal descubrimiento, por dos razones. Primero, la
elección de un color “favorito” puede ser poderosamente influida por los cambios
de la moda; en realidad, cuando T. Porter sometió a prueba a varias personas de
posicionessociales en que la moda probablem ente ejercía poca influencia —niños
africanos, por una parte, los residentes de un hogar para ancianos, de Oxford, por
la o tra — descubrió que ambos grupos clasificaban Jos colores en forma muy *
parecida a la de mis monos, prefiriendo constantemente el extremo azul del
espectro, al rojo.3 En segundo lugar, y de más importancia, existe un problema
m etodológico en casi todos los experimentos sobre preferencia. La pregunta:
“ eCuál le gusta más?" realmente es demasiado sencilla para planteársela a un
hom bre: pueden decir que les “gusta” un color por una veintena de razones,

1 N. K. Humphrey, “ Interest and pleasure: two determinants of a monkey's visual preferen­


ces’’, Perception, 1, 395, 1972
2 N. K. Humphrey y G. Keeble, “ The reaction of monkeys to fearsome pictures’’, Nature, 251,
500, 1974.
3 T. Poner, “An investigation into colour preferences’’, Designer, septiembre dc 1973.
138 EL COLOR DE LA NATURALEZA
dependiendo del contexto en que imaginen que aparecerá el color, o de cómo
interpreten el término “gusta”. Sería manifiestamente disparatado plantear a la
gente una pregunta tan abstracta como: “¿Qué le gusta más, sentirse excitado o
calmado?”, y tal vez sería igualmente absurdo preguntan “¿Le gusta más el rojo
que el azul?”. Si queremos descubrir el significado de los colores para el hombre,
hemos de buscar estudios más específicos.
Enumeraré brevemente algunos de los testimonios particulares que muestran
cómo, en una variedad de contextos, el rojo parece tener una significación especial
para el hombre, i) Grandes campos de luz roja producen síntomas fisiológicos de
excitación emocional: cambios del ritmo cardiaco, resistencia de la pie! y actividad
eléctrica del cerebro.'* ii) En pacientes que sufren ciertos desórdenes patológicos,
por ejemplo parálisis del cerebelo, estos efectos fisiológicos se vuelven exagerados:
en los pacientes del cerebelo, la luz roja puede causar intolerable tensión, exacer­
bando sus desórdenes de postura y movimiento, reduciendo los umbrales del dolor
y causando una perturbación general del pensamiento y del comportamiento
especializado.45 iii) Cuando el valor afectivo de los colores se mide con una técnica,
el “diferencial semántico”, mucho más sutil que una simple prueba de preferencia,
los hombres consideran el rojo como un color “pesado”, “poderoso”, “activo”,
“caliente”.6 ir) Guando el “peso aparente” de los colores se mide en forma directa
pidiendo a los hombres que encuentren el punto de equilibrio entre dos discos de
color, el rojo siempre es considerado el de más peso.78r) En ia evolución de los
idiomas, el rojo es sin excepción, la primera palabra de color que entra en el
vocabulario: en un estudio de 96 idiomas, B. Berlin y P. Kay descubrieron 30 en
que la única palabra para color (aparte del negro y el blanco) era el rojo.0vi) En el
desarrollo del lenguaje del niño, el rojo, una vez más, suele ser el primero en surgir,
y cuando se pide a los adultos simplemente pronunciar palabras que indiquen
color lo más rápidamente que pued.an, muestran una muy marcada tendencia a
empezar por el rojo.9 vii) Cuando la visión del color se ve dañada por lesiones del
cerebro central, la visión al rojo es la más resistente a la pérdida, y la primera que se
recobra.10
Estos hechos heteróclitos señalan todos en el mismo sentido, hacia la conclusión
de que el hombre como especie considera el rojo a la vez como un color incompara­
blemente impresionante y, a veces, incomparablemente perturbador. ¿Porqué ha
de ser así? ¿Qué lugar especial ocupa el rojo en el esquema natural de las señales de
color?

4 R. M. Gerard, citado por J. M. Fitch. “The control of the luminous environment” , Scientific
American, 219, 190, 1968-
5 K. Goldstein, “Some experimental observations concerning the influence of colors on the
function of the organism”, Ocupalional Therapy, 21, 147 1942; L. Halpern, “Additional contributions
to the sensorimotor induction syndrome m unilateral disequilibrium with special reference to the
effects of colors”, Journal of Nervous and Aiental Diseases, 123, 34, 1956.
6 fl. Wrigth y L. Rainwater, “The meanings of color”, Journal of General Psychology, 67, 89, 1962.
* E. Pinkerton y N. K. Humphrey, ‘‘The apparent heaviness of colours*’, nature, 250, 164, 1974.
8 B. Berlin y P. Kay, Basic Color Terms, University of Los Angeles Press, 1969.
9 YV. P. Brown, “Studies of word listing”, Irish Journal of Psychology, 3, 117, 1972.
10 K. Goldstein, op. cit. (nota 5, supra).

I
EL COLOR DE LA NATURALEZA 139
La explicación del efecto psicológico dei rojo sin duda debe ser que el rojo es, por
mucho, la seña! de color más común en la naturaleza. Hay dos buenas razones
para que el rojo se escoja para emitir señales. Primero, por virtud del contraste que
ofrece, el rojo destaca peculiarmente bien contra un trasfondo de follaje verde o
cielo azul. En segundo lugar, sucede que el rojo es el color más fácilmente
disponible para que los animales se coloreen sus cuerpos porque, por simple
casualidad, es el color de la sangre. Asi, un animal puede crear una clara señal
simplemente sacando a la superficie de su cuerpo el pigmento que ya corre por sus
arterias: testigo de ello es la cresta del gallo, las nalgas rojas de un mono en celo, o el
rubor de las mejillas de una mujer.
La razón de que el rojo en algunas situaciones sea tan perturbador resulta más
oscura. Si el rojo siempre se usara como advertencia para emitir señales de alarma,
po habría problema. Pero no es así: se emplea tan a menudo para atraer como para
repeler. Me atrevo a suponer que su potencial para perturbar se encuentra en la
ambigüedad misma como señal de color. Los hongos rojos, las mariquitas rojas, las
amapolas rojas, son peligrosas para comer, pero los tomates rojos, las fresas rojas y
las manzanas rojas son buenas. La roja boca abierta de un mono agresivo es
amenazadora, pero las rojas nalgas de una hembra sexualmente receptiva son
atractivas. Las mejillas encendidas de un hombre o de una mujer pueden indicar
ira, pero también pueden indicar placer. Así el color rojo, por sí mismo, sólo puede
poner alerta al espectador, preparándole para recibir un mensaje de potencial
importancia; el contenido del mensaje sólo podrá interpretarse cuando ya se haya
definido el contexto déla rojez. Cuando el rojo aparece en un marco poco familiar se
vuelve, por tanto, un color sumamente peligroso. El espectador entra en conflicto
sobre qué hacer. Todos sus instintos le dicen que haga algo, pero no tiene modo de
saber qué es ese algo que debe hacer. No es de sorprender que mis monos, ante una
brillante pantalla roja, se pusieran tensos, presas a veces de pánico: la pantalla les
grita “esto es importante”, pero sin un marco para interpretarlo son incapaces de
ver en qué está la importancia." Y no es de sorprender que los sujetos humanos en
la situación artificial, de un laboratorio psicológico, sin contexto, pueden reaccio­
nar en forma similar. Una tribu del oeste de Africa, los ndembu, plantean este
dilema explícitamente. “El rojo actúa para bien y para mal”.12 Todo depende.
He tratado de mostrar cómo un enfoque evolucionista puede ayudar a arrojar
luz sobre la respuesta del hombre al color. Si este enfoque puede ser útil para la
práctica del diseño, ésta sigue siendo pregunta abierta. En muchos terrenos de
nuestras vidas, ya pasamos por encima de las tendencias naturales del hombre y las
anulamos. Mas yo creo que debernos tratar de ser “conservacionistas”, tanto por
nosotros mismos corno para aprender a hacerlo en bien de otras especies, y que
debemos tratar, siempre que sea posible, de hacer que nuestro estilo de vida se
conforme al estilo al que el hombre está biológicamente adaptado. Los diseñado­
res, que hoy son responsables más que nadie de colorear nuestro mundo, tienen

" N. K. Humphrey y G. Keeble, 1'Kf i r of red light and loud noise on the rates at which mon­
keys sample the sensory environment” , Perecptiun, 7, 343, 197o.
n V. Turner, “ Color classification in Ndembu ritual", cn Anltopotogica! Approuaches to the Study of
Religion, ed. M. Banton, Tavistock, 1966.
140 E L C O L O R D E I. \ X A 1 L S A l . t / 'A

ante ellos una alternativa: pueden seguir devaluando el color al emplearlo en


forma arbitraria, antinatural, o pueden reconocer y aprovechar la predisposición
biológica a tratar el color corno una señal. Si escogen este último curso, el más
audaz, harán bien en estudiar cómo se emplea el color en la naturaleza. Al fin y al
cabo, la naturaleza ha estado en el “negocio” de diseñar durante más de 100
millones de años.
XIII. ILUSIONES CONTRASTANTES EN PERSPECTIVA

En el hogar de uno de los primeros pintores cubistas, en París, vivía un tal Maurice
Princet, figura un tanto indefinible, conocida por el grupo como LeMathématicien.
Se cuenta que Princet planteó la siguiente pregunta a Picasso y a Braque: “Ustedes f,'
representan por medio de un trapezoide una mesa como la ven transformada por $
la perspectiva, pero, ¿qué ocurriría si se les ocurriera expresar la mesa como tipo?
Sería necesario que se colocaran ustedes en el lugar de la tela, y volver del
trapezoide al verdadero rectángulo”.1 j
Pero, si el propio Princet, el matemático, hubiese probado antes esta fórmula, el D
resultado le habría sorprendido. La figura 8 muestra una mesa no “transformada ;
por la perspectiva” de modo que su parte superior sea un trapezoide, sino antes ¡
bien “expresada como tipo” de modo que su cubierta sea un perfecto paralelogra- ¡'
mo. Curiosamente, no parece un paralelogramo, sino un trapezoide. Estarnos
expuestos a una ilusión visual, ilusión que es nueva para la ciencia. U
r

F igura 8. L a ilusión de la cubierta de la mesa. Véase la


explicación en el texto.

Las condiciones a que esto se debe son fáciles de descubrir. Quitar las patas a la
mesa hace que la ilusión casi desaparezca; colocar sobre ella un jarrón de flores
hace que se haga aún más obvia. El error que cometemos al juzgar la forma del
paralelogramo se debe a que lo vernos corno la cubierta de una mesa, con la
implicación de que representa una superficie horizontal que vemos indinada.
Sucede que cada vez que dos líneas iguales son convincentemente pintadas en tal
forma que una parezca más lejana que la otra, la línea más lejana tendrá que verse

! M . Princel, citado en C. H. Waddington, Behind Appearance, Edinburgh University Press, 1969.

141
W> ILUSIONES CONTRASTANTES EN PERSPECTIVA
más larga que la cercana. Pero, ¿por qué una aparente profundidad había de
influir de ese modo sobre la percepción de tamaño?
Guando las personas hacen cálculos del valor de; los estímulos sensorios, general­
mente es cierto que su estimación no sólo depende del valor real del estímulo sino
también del valor que esperan que tenga. Las desviaciones del valor esperado son
exageradas, de modo que si el valor de un estímulo es menor del esperado, se le
subestima, y si es mayor, se le sobreestima: cuanto mayor la discrepancia, mayor el
error.
En esta formulación, el valor esperado tiene un sentido bastante especial. Siendo
iguales otras cosas, la “expectativa” queda condicionada simplemente por el
contexto sensorial prevaleciente, y el valor esperado se aproxima al valor prome­
dio de estímulos similares en el ambiente local. En presencia de grandes estímulos,
el valor esperado es alto, y en presencia de pequeños estímulos, es bajo. Por tanto,
un estímulo particular es juzgado más pequeño en el primer contexto que en el
segundo.
Estos llamados “efectos de contraste” ocurren en todas las modalidades senso­
riales. Una luz con particular brillo, por ejemplo una bombilla, nos parece más
tenue en una habitación brillantemente iluminada que en una oscura; un interva­
lo de una duración particular por ejemplo de un segundo, nos parece más largo en
el movimiento presto de una sinfonía que en el lento; una fruta dé sabor particular-,
mente dulce, por ejemplo una naranja, nos parece más amarga si la tomamos con
una bebida dulce que con una amarga. Ejemplos menos familiares ocurren en la
percepción de la forma visual. Las figuras 9 y 10 muestran la influencia del
contraste sobre las dimensiones de un círculo y la orientación de una línea: un
círculo nos parece más pequeño si está rodeado por círculos grandes que por
círculos pequeños; nos parece que una línea va apartándose de otra cuando la
atraviesa.

F igura 9. L a ilusión de tam año p or contraste.. L os dos círculos cenitales son del m ism o diáíhelro.
ILUSIONES CONTRASTANTES EN PERSPECTIVA 14.3

F ig u r a 10. Ilusión de orientación. L a línea corla que hay arriba a la derecha es continuación de la
m ás corla de las líneas que se cruzan a la izquierda.

El efecto de un contexto sensorial particular puede persistir hasta cierto grado


cuando se suprime el contexto, de modo que la estimación subjetiva de un estímulo
particular es influida no sólo por la exposición actual sino también pQr la anterior a
estímulos de diferente valor. Después de ponernos unas gafas rojas, un pedazo de
papel blanco nos parece de tono verde; después de correr por una autopista, nos
parece que un límite de 45 kilómetros por hora es terriblemente lento; después de
paseamos por un barco que se movía, sentimos que la tierra sube y baja bajo
nuestros pies. También estos efectos posteriores ocurren para la forma visual. El
efecto sobre la percepción de tamaño puede mostrarse en la figura 11. Aquí, se
emplea una prolongada inspección del par de rejillas de la izquierda para influir
sobre nuestra percepción del par de la derecha: llegamos a esperar que las barras
de la parte superior del campo estén más apartadas que las de la parte inferior, y
por tanto cuando vemos las dos rejillas que son la misma, juzgamos que las barras
de la superior están más cerca que las de la inferior.
Pero el valor que esperamos no queda exclusivamente determinado por el valor
de estímulos similares en el ambiente. La expectativa puede ser influida asimismo
por correlaciones establecidas, que conservan su valor entre los estímulos en una
dimensión y los estímulos en otra. Un ejemplo notable a través de modalidades
sensorias ocurre en la ilusión de “peso-tamaño”. Aquí, una expectativa basada en
la información visual afecta nuestro juicio de un estímulo táctil. Es un hecho
confiable acerca del mundo rea] que los objetos grandes suden ser más pesados que
los pequeños, de modo que se llega a ver el tamaño de un objeto como guía
potencial de su peso, y el peso esperado del mayor de dos objetos es más grande que
I i4 ILUSIONES CONTRASTANTES EN PERSPECTIVA

el del pequeño. Por tanto, si se nos pide levantar dos objetos de diferente tamaño
pero del mismo peso real, juzgaremos que el más grande pesa menos que el
pequeño; juzgamos que el kilo de plumas es más ligero que el kilo de plomo.
La “ilusión profundidad-tamaño” de la figura 8 es, en mi opinión, un fenóme­
no de esta última cdase, en que la información de la dimensión de un estímulo
condiciona nuestras expectativas acerca del valor de los estímulos en otra. Viendo
el dibujo corno una mesa, y viendo el borde superior como más lejano de nosotros que
el inferior, esperamos que el borde superior sea acortado por la perspectiva. Pero no
lo es. Y la discrepancia entre lo que esperamos y lo que observamos nos lleva a
exagerar el “error” y a ver el borde superior como si realmente se prolongara más
en la página.

F ig u r a 11. Un poslejeclo de dimensión. Como mejor se obtiene la ilusión es colocando la jig u ra a


cerca de un metro y contemplando la barra horizontal corta entre las rejillas de la izquierda durante
cerca de un m inuto antes de pasar la m irada al punto equivalente de la derecha.

Según esto, la ilusión de profundidad-tamaño, la ilusión de peso-tamaño y las


ilusiones mostradas en las figuras 9-11 son fenómenos esencialmente similares, y se
originan en el contraste entre los valores reales y los esperados.
En el nivel fisiológico, es posible que estas ilusiones tengan un mecanismo
común. Las pruebas de la electrofisiología indican que para muchas dimensiones
de estímulo hay unidades nerviosas que responden, de preferencia a estímulos de
ciertos valores: cualquier fenómeno excita una gama de tales unidades, a un grado
ILUSIONES CONTRASTANTES EN PERSPECTIVA 145
que depende de cuán cercano es el valor preferido al valor real del estímulo; v la
estimación sugestiva se basa sobre una media de la respuesta general. La explica­
ción más sencilla de las ilusiones es que aquellas unidades que responden de
preferencia al “valor esperado” son selectivamente deprimidas. En el caso de las
ilusiones contrastantes tradicionales, en que el valor esperado simplemente se
determina por el valor de otros estímulos similares en el ambiente, esta depresión
selectiva resultaría de la adaptación y la mutua inhibición entre aquellas unidades
excitadas por dichos estímulos similares. En el caso de las ilusiones en que el va­
lor esperado queda determinado por estímulos en otra dimensión de estímu­
lo, la depresión tendría que abarcar algún tipo de interacción inhibitoria interdi­
mensional.
Por muy fascinadoras que estas ilusiones puedan ser para los científicos interesa­
dos en los mecanismos de la percepción, su importancia en la práctica puede
parecer pequeña. Sin embargo, a los artistas gráficos, la ilusión profundidad-
tamaño les puede causar verdaderas dificultades. En el cuadro llamado Reposo de
verano bajo un algarrobo, del Museo del Palacio de Pekín (lámina 6), el artista Sung del
siglo x ha trazado a la vez el colchón en que el filósofo yace y la mesa que hay tras
él como paralelogramos casi perfectos, con el resultado de que las partes posterio­
res parecen más largas que las frontales. Asimismo, en el cuadro de la Resurrección,
de la National Gallery, de Londres (lámina 7), Ugolino, primitivo italiano, ha
hecho lo mismo con el sarcófago de Cristo, y una vez más se manifiesta la ilusión.
En lugar de valerse de las leyes de la perspectiva, estos artistas bien pueden haber
seguido implícitamente la sugerencia de Princet y trazado su material como fiel a un
tipo, y no fie! a lo que veían: los dos lados de un diván, los dos lados de un sarcófago
son iguales en realidad: y los han presentado iguales en la página. Podemos
suponer que les desconcertó la distorsión que encontraron, pero habría estado de
acuerdo con la práctica medieval preferir una regla formal a la evidencia munda­
na de los sentidos.

BlBLlCJTESa^
F igura 12. Ilustración de un texto m ongol del siglo x v m M f n F UlUiá

Sin embargo, lo mismo no puede decirse del artista mongol que trazó el templo
de la figura 12 para ilustrar un texto budista del siglo xvm. Trazó el lado lejano
del templo, que sin duda pretendió ser cuadrado, no de la misma longitud sino en
realidad considerablemente más largo que el borde más cercano. Esta manera de
hacerlas cosas ño parece tener una razón obvia. Pero podemos hacer especulacio­
nes acerca de su historia. ¿Qué pasa si el artista modeló inocentemente su estilo
basado en ejemplos de la escuela Sung? Habría sido engañado por sus ojos, hasta
146 ILUSIONES CONTRAS'! AVI ES '¿ \ i’LK SI’ECTIVA

pensar que ei pintor Sung representaba la más lejana de dos longitudes iguales
corno más larga que la más cercana. Lo que era bastante bueno para el chino debía
ser bastante bueno para él, y al intentar emularlo en realidad ha dado expresión
concreta a lo que, sin saberlo, era la ilusión profundidad-tamaño.

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SOBRE LIBROS DE OTROS
XIV. U N A ECOLOGÍA DE ÉXTASIS

The Spiritual Nature of Man


[La naturaleza espiritual del hombre]
Por Alister Hardy

D e pronto, e n tre la tristeza, la n e g ru ra esp iritu al y la depresión, su cerebro parecía


encenderse, y con un im pulso ex tra o rd in ario sus fuerzas vitales llegab an a to d a su
capacidad. Su sensación de estar vivo y su conciencia se decu plicaban... S u espíritu y su
corazón se in u n d ab an de u n a luz deslu m b rad o ra. T o d a su agitación, todas sus dudas y
preocupaciones p arecían resueltas en un m om en to , c u lm in an d o en u n a g ran calm a,
llena de serena y arm oniosa alegría y esp eranza, llena de e n ten d im ien to y del conoci­
m iento de la causa final.
C aso 3001, P ríncipe M yshkin, V aró n , E d ad : 27 años.
C lasificación de la experiencia: I(b)(d); 7(a)(b)(I)(g)(i);
8(e); 9(a); 11 (n); 12(a).

C uando Alister Hardy comenzó su carrera de zoología en Oxford, el reverendo W.


A. Spooner era el presidente del New College. Cualesquiera que fuesen las inclina­
ciones de sus condiscípulos, sin duda no pudo ser de Hardy de quien se cuenta la
histor ia de que trastornó al reverendo doctor “silbando en todas sus conferencias
sobre misterios, y llevándose a la boca un gusano”. Me sorprendería saber que
Hardy había silbado contra nada, ya no digamos contra conferencias sobre
mister ios; y sospecho que, si se le ofreciera un gusano, su tendéncia natural siempre
habría sido —después de tomar notas, debidamente— dejarlo de vuelta en la
tierra.
Nadie habría podido estar mejor colocado que este científico gracioso, amucha­
chado e intransigente, para fundarla Unidad de Investigación sobre la Experien­
cia Religiosa en Manchester College.
L a posibilidad [escribe] de investigar las experiencias trascendentales del ho m b re y de
form ar un cuerpo de conocim iento acerca de ellas po r experiencias personales ha sido
un interés de toda m i vida q u e siem pre he considerado com o p a rte de m i visión
biológica. E m pecé a re ca b a r m aterial p a ra un estudio sem ejante hace m ás de cincuenta
años: p ara ser exactos, en septiem bre de 1925. S iem pre consideré qu e la planeación de
m i investigación era un ejercicio de ecología h u m a n a , pues p a ra m í u n a de las m ás
grandes aportaciones qu e la biología po dría h a c e r a la h u m a n id a d sería ela b o ra r u n a
visión ecológica qu e to m ara en c u en ta no sólo las necesidades económ icas y nutricionales
del hom bre, sino tam bién su com portam ien to em ocional y espiritual.

Con este fin, desde 1969 lanzó Hardy una gran investigación de la experiencia
religiosa en la Inglaterra contemporánea solicitando, mediante la prensa y por
H9
150 UNA ECOLOGÍA DE ÉXTASIS
medio de cuestionarios, versiones personales de “todos aquellos que sienten que
han estado conscientes de algún Poder, y tal vez influidos, por él, lo llamen Dios o
no, que pueda parecer estar más allá de su yo individual, o parcial o aun
enteramente dentro de su ser". Los relatos serían tratados en forma estrictamente
confidencial, anotados, clasificados y devueltos. Ningún acoso, ninguna crítica,
ninguna disección... y llovieron las respuestas. Al cabo de ocho años habia recibido
más de tres mil descripciones personales de experiencias religiosas o casi religiosas.
Una mezcla bastante aleatoria de la población de las Encuestas Nacionales de
Opinión reveló que más de tina de cada tres personas debía haber estado conscien­
te de tal presencia o poder personal, o influido por él.
La naturaleza espiritual del hombre ofrece un resumen de los descubrimientos de la
Unidad, basado en los primeros tres mil casos. Tal como Píardy la consideró,
su primera labor consistía en inventar un sistema para clasificar y anotar los
diversos tipos de experiencia. Creó una elaborada tipología que permite describir
cualquier experiencia particular bajo una variedad de titulares distintos: su
cualidad sensoria (visiones, voces, experiencias extracorpóreas...),' su cualidad
afectiva (sentido de seguridad, temor, éxtasis, sentido de internporalidad...), su •
causa o medio antecedente (plegaria, música, belleza natural, desesperación,
dolor de parto...) etc. La mayor parte del libro está dedicada a explicare ilustrar
cómo pueden clasificarse, así, las “experiencias típicas”. Los relatos de testigos
presenciales, muchos de los cuales Hardy cita extensamente, son por lo menos
notablemente francos, interesantes y, muy a menudo, conmovedores; y es proba­
ble que el lector quede asombrado, como quedó el propio Hardy, no sólo por lo
extraño y rico de las experiencias sino por la riqueza de expresión literaria que él
ha obtenido. El libro contiene cierta cantidad de información estadística relacio­
nada con las frecuencias relativas de diversos tipos de experiencia (mucho de lo
cual parece matemáticamente inválido). Y concluye con un ensayo intitulado:
“¿Qué es la espiritualidad?”, en que Hardy no responde a su propia pregunta,
pero pone en claro que, sea lo que sea la espiritualidad, él está en favor de ella.
No hay ocultación, no hay disección, no hay ningún intento, en palabras de
Gabriel Marcel (que Hardy cita, con aprobación) de “reducir misterios a proble­
mas”. Pero, ¿por qué no? ¿Porqué no preguntar, al principio, cuánto de ese material
es auténtico y, después, qué significa todo ello? Si el hombre tiene, acaso, una
naturaleza espiritual, también tiene, sin duda,"una naturaleza investigadora y
escéptica, y no es obvio que debiéramos estar de acuerdo en suprimir la última
para hacer justicia a la primera. Hardy se describe a sí mismo como darwiniano.
Un darwiniano de los domingos, tal vez; de lunes a sábado Darvviñ nunca dejó de
hacer de los misterios simples problemas.
La defensa de Hardy contra toda investigación más profunda o general sobre la
significación del material que ha recabado sería que en esta primera etapa al
desarrollar una “historia natural de la experiencia religiosa”, el papel del científi­
co debe seguir siendo el de un observador imparcial. Recabemos los hechos,
clasifiquémoslos, y después pensaremos en ellos. Recabemos los hechos, desde
luego: siempre que sean hechos, no fantasías. Los hechos que Hardy buscó eran,
presumiblemente, los hechos acerca de lo que las personas auténticamente experi­
mentaron en el momento en que la crisis, la revelación o lo que sea cayó sobre ellos.
UNA ECOLOGIA l)E EXTASIS liil
Pero lo que en realidad recabó fueron informes de personas sobre lo que recorda­
ban de sus experiencias. Y esto es algo muy distinto, en especial cuando los
informantes estaban recordando hechos que ocurrieron a veces hace medio siglo, y
cuando su edad modal era entre 60 y 69 (no 50 y 59 años, como dice el propio
Hardy, habiendo calculado mal los números en su cuadro II). La memoria engaña
a la gente, sobre todo a la gente que —según sus propios relatos—, es, en gran
parte, de disposición histérica. Lo que es más, la gente engaña a los cientílicos,
especialmente cuando recibe tan buena oportunidad, sea de autoglorificación, sea
para la glorificación de su dios. En este contexto, la anonimidad no es garantía
contra una tendencia de los informantes de alardear acerca de sus supuestas
experiencias religiosas: puede suponerse que Dios conoce la identidad de cada
informante aun si no la conocemos nosotros, los lectores del libro de Alisten Hardy.
Demasiadas de esas narraciones se parecen sospechosamente a actos de culto en sí
mismas.
La autoselección por los informantes es, como lo saben lodos los sociólogos (y el
propio Hardy lo reconoce, sólo para después negarlo) un modo arriesgado de
recabar una información que sea honrada o representativa. Como base para
análisis estadíst icos carece de todo valor; y sin embargo, cualesquiera reservas que
tengamos acerca del método de Hardy, no podemos rechazar sin más ni más sus
descubrimientos. Entre la basura más pomposa y solemne, hay indudablemente
bastante material que tiene el sonido de la verdad. Mi verdadera objeción es al
hecho de que Hardy no sometiera su extraño material a alguna crítica constructi­
va. Habiendo descrito y clasificado sus 3,000 relatos, casi deja las cosas allí, con un
“Que Dios te bendiga", y un “¿No es maravilloso el mundo?.”
La reverencia a las obras de la naturaleza, aunque sea una cualidad admirable,
a la postre resulta poco iluminadora. Bueno sería que Hardy mostrase un poco de
irritación, que hubiese intentado —si no desarraigar la experiencia religiosa—, al
menos raspar un poquito a su alrededor, pero no lo hace. Y el lector escéptico, que
piensa en los problemas, queda librado a sus propios recursos.
Una vez suprimida la glosa, el rasgo más notable de estas versiones de experien­
cia religiosa es su semejanza con fenómenos patológicos. Cuando el libro avanza
con sus relatos de iluminaciones, voces que guían, sensaciones de presencia,
despersonalizaciones, cualquiera que tenga un conocimiento así sea somero de
historias clínicas habrá de reconocer los signos reveladores de la epilepsia, la
migraña, la esquizofrenia, el daño en el lóbulo pariental del cerebro, etc. En
realidad, cualquiera que esté familiarizado con ciertas obras clásicas de la literatu­
ra tiene que hacer lo mismo. Al principio de esta crítica he citado un pasaje de El
idiota, de Dostoievski, en que el autor describe las sensaciones del príncipe
Myshkin a punto de sufrir un ataque de epilepsia (pasaje del cual hay un paralelo
casi exacto en la descripción hecha por Dostoievski de su propia experiencia de la
epilepsia). Como comparación, permítaseme citar uno de los casos de experiencia
religiosa que Hardy nos presenta:
El fenóm eno... generalm en te va precedido p o r u n a sensación general de alegría de estar
vivo. N u n ca sé c u án to tiem po d u ra este sentim iento, pero después de un ra to cobro
conciencia de q u e todos mis sentidos despiertan. T odo se vuelve de p ro n to m ás clara-
152 UNA ECOLOGÍA DE ÉXTASIS
m e n te d e fin id o ; vistas, sonidos y olfatos co b ra n u n significado e n te ra m e n te nuevo.
C o b ro c o n c ie n c ia d e la b o n d a d d e todo. L uego, com o si alg u ien a p a g a ra un a luz, todo
q u e d a en c a lm a y m e sie n to com o si fo rm a ra p a rte de! esc e n ario q u e m e rod ea.

He aquí otro caso de Hardy, cuyo paralelo obvio es la “aureola” de la migraña


clásica;
D e b o d e c ir q u e la e x p e rie n c ia d u ró unos tre in ta segundos y m e p a re ció lleg ad a de! cielo
en q u e re s o n a b a n arm o n ías. El p e n sa m ien to “ ésta es la m ú sica de las esferas" fue
in m e d ia ta m e n te seg u id o p o r u n a v islu m b re d e cuerpos lum inosos — m eteoros o e stre­
lla s— q u e c irc u la b a n e n cursos p re d e stin a d o s e m itie n d o luz y m ú s ic a M e q u e d é
in m ó v il e n el c a m in o de sirg a, p re g u n tá n d o m e si iría a ra e r.

He aquí un caso similar que los neurólogos reconocen como calopña (sentido de
que todo es bello y reconfortante), asociados a lesiones en la corteza pariental de­
recha del cerebro.
S ólo d u ra n te u n o s c u a n to s seg und os, to d o el c o m p a rtim ie n to [del tre n ] se llenó de luz...
M e s e n tí a tr a p a d o e n a lg ú n e n o rm e sen tid o de e sta r d e n tro de un p ro p ó sito am oroso,
triu n fa l y b rilla n te . N u n c a m e sen tí m ás h u m ild e. N u n c a m e sen tí m ás exaltad o . U n
se n tid o c u rio sísim o p e ro a b ru m a d o r se a d u e ñ ó de m í, lle n án d o m e d e éxtasis. S en tí q u e
to d o e r a b u e n o p a ra la h u m a n id a d . T o d o s los ho m b res e ra n seres gloriosos v brillan tes
q u e , a la p o stre , e n tra ría n en u n a a le g ría increíble. B elleza, m ú sica, alegría, a m o r
in c o n m e n s u ra b le y u n a g lo ria indecible: todo esto h e re d aría n .

He aquí un caso de experiencia extracorpórea, similar en todos aspectos a la


experiencia del Doppelg&nger, que es relativamente común en los epilépticos, en los
pacientes que sufren delirio agudo o en quienes han sufrido daño en la corteza
pariental-occipital:
D e sp u é s, te n ie n d o p o co m á s d e v e in te años, com o p re d ic a d o r laico, e sta b a yo c e le b ra n ­
d o u n serv ic io en la c a p illa d e u n a m in ú sc u la a ld ea, y tu v e o tra e x p e rie n c ia q u e h a
q u e d a d o c o m o cosa in só lita y ú n ic a. S in n in g ú n c o n tex to e x tra o rd in a rio , m ie n tras
lle v a b a y o a d e la n te el servicio , d e jé d e e sta r con scien te de q u e to m a ra a lg u n a p a rte
a c tiv a . M i ú n ic a e x p e rie n c ia fue la d e e sta r sen ta d o detrás d e m í m ism o en el p u lp ito
m ie n tra s p e n s a b a c ó m o h a b ía o c u rrid o q u e yo e stu v iera o b se rv á n d o m e a m i m ism o
d irig ir el servicio.

No quiero implicar que los informantes de Hardy fuesen personas gravemente


enfermas, pero sí parece probable que muchos de ellos por la época de su “expe­
riencia religiosa” estuviesen al borde de la enfermedad. Sin embargo, como los
síntomas no resultan incapacítadores, dado que no hubo nadie que les dijera que
estaban enfermos, la interpretación que dieron a su experiencia fue la religiosa.
Mucho mejor —dentro del marco de nuestra cultura— ser inspirados que estar
locos.
En el siglo XI, Hildegarda de Bingen sufrió una serie de ataques como los de
migraña, asociados con auras visuales dramáticas. Nos describe corno sigue una de
tales visiones: “Vi una gran estrella espléndida y bellísima y con una enorme
UNA ECOLOGÍA DE ÉXTASIS 153

multitud de estrellas que caían y que, con la estrella, seguían hacia el sur... Y de
pronto todas fueron aniquiladas, convirtiéndose en carbones negros... Y cayeron al
abismo, de modo que no pude verlas más.” Como escribe Oliver Sacks en su libro
sobre la Migraine, “nuestra interpretación literal sería que Hildegarda experimen­
tó una lluvia de fosfenos en tránsito a través del campo visual, siendo su paso
sucedido por un escotorna negativo”.1 Mas para Hildegarda: “Las visiones que
tuve, no las vi dormida, ni en sueños, ni en la locura, ni con mis ojos carnales, ni
con los oídos de la carne, ni en lugares ocultos, sino en la vigilia, alerta y con los ojos
del espíritu y los oídos internos, las percibí en visión abierta y de acuerdo con la
voluntad de Dios.” Y para Hildegarda, estas visiones colaboraron a que ella se
consagrase a una vida de santidad y misticismo. Sólo en años recientes unos
psicólogos experimentales, basándose en la obra de Schachter, empezaron a
comprender cómo ciertos estados fisiológicos del cuerpo reciben sentido y significa­
do en sus mentes por el marco en que surgen y son interpretadas: asi, los propios
síntomas corpóreos pueden ser percibidos por la persona como temor, amor sexual,
ira, éxtasis religioso, dependiendo del marco social y cultural.
Hardy debe saber todo esto. Debe conocer los paralelos entre sus casos de “ ex­
periencia religiosa” y casos de indudable enfermedad. Debe conocer la obra de
Schachter sobre la percepción de las emociones. Ha estado en el asunto demasiado
tiempo, rodeado en Oxford por demasiados colegas bien informados, para que
pueda no saber esto. Entonces, ¿por qué guardó silencio? ¿Porqué escribió un libro
intelectualmente hueco?
La respuesta, sospechó yo, se encuentra en la injustificada angustia de Hardy
por no callar, por no disecar, por nunca socavar la ilusión —aun si lo es— de la
intercesión divina. Hardy sabe, por su propia experiencia, y lo ha confirmado a
menudo por el testimonio de sus informantes, que aquellas personas que “sienten
que han estado consciente y tal vez influidas por algún Poder, le llamen Dios o
no, que puede... parecer que se encuentra más allá de sus egos individuales”, son,
por eso mismo, más felices, más confiadas y más generosas. Y, a quien Dios —o la
fisiología cerebral— ha unido, que ningún escéptico lo separe.
Pero el peligro no es real. Convertir un misterio en un problema no es reducirlo,
y aún menos es destruir su valor. A este respecto, El idiota de Dostoievsky
habiendo tenido la primera palabra, tal vez pueda decimos la última:
L legó po r fin a la parad ó jica conclusión, “ ¿Q ué pasa si es un a enferm edad?... ¿Q ué
im p orta q u e sea u n a tensión anorm al, si el resultado, si el m om en to de sensación
reco rdad o y analizad o en estado de salud, resulta arm o n ía y belleza llevadas al m áx im o
p u n to de perfección, y nos d a u n a sensación, no div id id a ni soñ ada h asta entonces, de
integridad, proporción, reconciliación y de la fusión ex tática y de pleg aria en la m ás a lta
síntesis de la v id a ? ” ... Si en aquel segundo — es decir, en el ú ltim o m om en to de
conciencia antes del a ta q u e — tenía tiem po p ara decirse a sí m ism o, consciente y
claram ente, “sí, d a ría to d a m i v id a por este m om en to” , entonces este m om en to valía,
desde luego, por sí m ism o, to d a u n a vida.

O. Sacks, Afii>raine: The Erelnlion of a Common Diwrdet, Faber, 1971.


XV. LOS FANTASM ONES

Thts lióme is Haunted: And Investigation uj the Enfield Poltergeist


[En esta rasa espantan: una investigación del fantasma de Enfield]
Por G uy L yon P layfair
Science and the Supernatuial
[La ciencia y lo sobrenatural]
Por J ohn T aylor

S iendo yo subgraduado de Cambridge, a veces tomaba té con el profesor C. D.


Broad, y hablábamos acerca de fantasmas. El profesor Broad vivía en las habita­
ciones de Newton, en Trinity, y su lugar predilecto para charlar y tomar el té era
un sillón colocado a! lado de la ventana en que, en 1665, Newton captó un rayo de
Sol en el prisma que había comprado en la feria de Stourbridge y lo extendió como
un arco iris en el piso. Una tarde, sentado en su sillón, Broad me habló de sus
temores de que el mundo espiritual de mediados del siglo xx estuviera perdiendo
todo su color. No que los espíritus, como tales, finalmente se hubiesen ido a reposar
—cada día le llegaban nuevos informes de espantos, poltergeists, etc.—pero le
parecía que esos espíritus modernos ya no eran del temple de los antiguos. Sus
actividades estaban volviéndose —¿se atrevería a decirlo?— cada vez más vulga­
res. Tan sólo la víspera había oído hablar de un poltergeist que estaba rondando las
caravanas en torno de un campamento de vacaciones cerca de Great Yarmouth. Si
esta corriente continuaba, pronto veríamos a Banquo anunciando tartanes por la
televisión, y al padre de Hamlet llevando viajes “guiados” por Elsinore. El rostro
del viejo filósofo se nubló al pensar en aquella desagradable perspectiva, y yo
comprendí demasiado bien por qué había concluido su célebre Conferencia sobre la
investigación psíquica con esta observación: “Por mi parte, yo me sentiría más
disgustado que sorprendido si me encontrara en algún sentido persistiendo inme­
diatamente tras la muerte de mi cuerpo actual”. Espero que hoy no esté pasando
su retiro postmortem en el gran sitio de la caravana en el cielo.
Pero las pruebas, en la medida en que siguen llegándonos del otro lado, no son
alentadoras. De hecho —si es una prueba— la versión dada por Mr. Playfair sobre
los sucedidos en una casa consistorial de Enfield, en 1977, sugiere que la baja de las
normas que Broad descubrió hace veinte años se está convirtiendo en un desastre.
Éste no es un libro para almas sensibles, ni tampoco acerca de ellas.
La objeción no es a los lugares como tales. Wood Lane, Enfield, Middlesex, tal
LOS FANTASMONES I5.Í

vez sea una localidad perfectamente respetable. El hecho de que el fantasma no sea
el propietario y ocupante, por lamentable que pueda ser, no es nada nuevo; y si un
fantasma decide mostrarse semialejado, entonces eso —como lo comprenderá
cualquier estudiante de estructuralismo— tiene en sí mismo cierta congruencia
lógica. Pero con los fantasmas como con las personas io que importa no es dónde
estamos sino qué somos: y lo que es ese poltergeist de Enfield claramente no es
agradable.
Los fantasmas tienen, desde luego, la reputación de ser horribles (a veces, hasta
horripilantes), pero, sin duda, nunca se les ha visto tan manifiestamente incultos,
trapaceros y baratos. En los días de antaño, podía esperarse que un fantasma se
presentara "a sí mismo adecuadamente —“Soy el fantasma de la Navidad pasa­
da”—, pero ahora, en diciembre de 1977, los fantasmas de Enfield gritan a través
de las paredes: “Vengo de Durants Park, tengo setenta y dos años... Cierre esa
maldita puerta... Quiero un poco de música de jazz, ahora, váyase y póngala,
antes deque me enoje”. Antaño, el escribir letreros ingeniosos en las paredes era un
arte —“Mene, rnene, tekel, upharsin”, escrito en letras de fuego en el muro del
salón de banquetes—, pero ahora en Enfield el poltergeist, habiendo dejado fuera
una fila de macetas con cactos sobre el suelo de la cocina, escribe “Yo soy Fred”, en
cinta negra pegajosa en la puerta del baño. En otras épocas, si un espíritu ofendido
se acercaba a la cuchillería era para tomar una daga y blandiría ante los ojos _
pasmados del Thane de Cawdor, pero ahora saca de la cómoda una cucharita de té
y la blande ante la cámara de un reportero del Daily Mirror.
A pesar de todo, si hay algo que el filósofo debiera hacer es algo filosófico. Y
Broad era, además, generoso. Si hubiese vivido para oír z\poltergeist de Enfield, no
creo que le hubiese pasado por la cabeza considerar que los malos modales de un
fantasma eran prueba de mala fe (o hasta de mala observación) de parte del
cazador de fantasmas. Pero aquí, él y vo nos separamos, pues en cuestión d§lB *-IGT
fantasmas yo siempre he suscrito lo que puede llamarse el Argumento de Falta deMF n 5rJ'
Diseño. Simplemente planteado, el argumento es éste: Si es feo, informe o trivial,
tal vez es falso.
Pues de lo sobrenatural, yo espero algo “super”. Si los espíritus existen, debemos
conocerlos por sus obras... Y sus obras ex hypothesi deben ser poderosas, elegantes,
grandiosas. Aun tomando en cuenta un ocasional día de descanso, no puedo creer
que un espíritu digno de su nombre desafíe las leyes de la fisica doblando cucharas,
o desafíe la voluntad de los seres humanos diciéndoles que se vayan al demonio y
pongan un poco de música de jazz. Yo sé que vivimos en un mundo en proceso de
cambio pero, seguramente, no en un mundo en qüe la entelequia que ordena el
universo sobrenatural sea una cruza de Honguito el Fantasma y la Sra. Thatcher.
Entonces, ¿quién es Fred? ¿Y qué está haciendo Mr. Playfair al escribir un libro
acerca de él? Para obtener una respuesta tal vez debamos ir a ver al profesor John
Taylor, que conoció a Fred —o, antes bien, a un compañero suyo llamado Uri—
en uno y otro lado.
Hace ocho años, LIri Geller —que había sido modelo de modas, brujo y
estafador convicto— apareció en nuestras pantallas de televisión con una exhibi­
ción milagrosa de doblar cucharas. Su efecto sobre él público británico fue
notable. Hubo quienes se maravillaron ante los poderes sobrenaturales de Geller y
LOS FANTASMONES

otros que se pasmaron ante ellos. John Taylor, profesor de matemáticas en la


Universidad de Londres, hizo ambas cosas.
Taylor es un empirista. El no acepta el argumento de la buena forma o su falta
sino, en cambio, el argumento de los galvanómetros y los medidores de presión.
Ante el fenómeno paranormal de doblar metales, tomó la determinación —con
cucharas o sin ellas— de llegar a la verdad científica: y cuando resultó que la
verdad cambiaba con el paso de los años, tanto mejor pues entonces Taylor podría
hablarnos acerca de ello en dos libros, y no en uno solo.
En su primer libro, Superminds (1975), describió cómo su investigación de!
“efecto de Geller” lo había convencido por aquel tiempo de la realidad de fuerzas
extrañas, ajenas al mundo de la física. Pero cuando en Science and the Supernatural
(1980) nos cuenta cómo una nueva investigación del mundo de los fenómenos
físicos (percepción extrasensorial, mesas que giran,poltergeists, adivinación, etc.) le
hizo cambiar de opinión: “Hemos buscado lo sobrenatural y no lo hemos encon­
trado. Sólo hemos encontrado mala experimentación, confusa teoría y mucha
credibilidad humana.” Al parecer, años de investigación sobre cómo doblar
paranormalmente el metal no han revelado más que las alteraciones demasiado
normales de los hechos.
Taylor, reencarnado, aparece corno crítico severo, a veces poco caritativo, déla
fraternidad psíquica a la que antes perteneció. Sin embargo, como algunos
apóstatas, continúa teniendo una relación de amor-odio con su antigua Iglesia.
Aunque ya no puede tolerar sus ritos, tampoco puede pasarlos por alto. No mueren
fácilmente los hábitos de fe (y los hábitos de escribir bestsellers), y si hay un buen
relato que escribir, podemos confiar en que Taylor lo narrará, aun cuando ya no
crea en su verdad. Empieza así con la “combustión humana espontánea”, termina
con la supervivencia después de la muerte, y pone muy poco en el medio. De
hecho, está tan ansioso de no perderse un solo truco (no sólo en un sentido) que a
veces parece resuelto a superar la mano desús adversarios. Tanta satisfacción le da
desenmascarar un fantasmón, derribar los bastiones de una caravana o devolver
una cuchara a su vaina, como le gusta descubrir una falla en un serio ejemplo de
investigación de laboratorio. El resultado es que el libro, en conjunto, parece más
periodismo de campaña que auténtica erudición.
Esto no es decir que las tácticas de Taylor carezcan de sutileza. Aunque sea un
cruzado, no intenta atacar el campamento del enemigo, en la ingenua creencia de
que al grito de “¡Ciencia akbah!” los muros de la superstición se vendrán abajo
instantáneamente. En cambio, logra atraer a los defensores a campo abierto,
antes de moverles el terreno bajo los pies.
t Con una técnica casi socrática en su marrullería, Taylor presenta un argumento
en forma de un diálogo de tres personajes: la oveja, el lobo disfrazado de oveja, y el
lobo. Entra primero la oveja, confiado lego que está dispuesto a creer todo lo que
oiga. Este amable personaje, que se comporta ante todo el mundo corno si el
ectoplasma no se fundiera en su boca, recibe la misión de preparar la escena
psíquica: “Allí estaba yo, sin meterme con nadie, cuando de pronto el hombre se
incendió... La mesa se elevó sobre el suelo, ante mis ojos. La dama entró en trance y
se encontró reviviendo su antigua vida como doncella del rey de Francia... La
cuchará se dobló sin que el muchacho siquiera la tocara...”, etc. Entra entonces el
LOS FANTASMONES 157

físico liberal que a primera vista parece totalmente dispuesto a creerlo todo
siempre que sus instrumentos de medición puedan confirmar que los hechos
descritos así ocurrieron realmente: “Si el hombre se incendió, entonces debió de
haber algún gran calor que un termómetro registraría. Si la mesa se elevó del suelo,
entonces un equilibrio de los resortes debió indicar que temporalmente la mesa
tenía una masa negativa... Si la dama vivió hace 800 años, entonces debiera
recordar el eclipse de Sol del año 1180... Si la cuchara se dobló sin que el muchacho
la tocara, entonces no debe mostrar sus huellas digitales...” Y por último, entra el
científico forense, psicólogo cam detective que sabe todo acerca de fraude y algo
acerca de Freud: “El testigo fue después admitido en un hospital, por alucinacio­
nes confiagratorias... La mesa fue levantada por un cómplice pagado... La dama
de Francia, aunque no estaba dispuesta a reconocerlo ni ante sí misma, lo había
leído todo en una novela histórica... El muchacho fue atrapado en el acto de torcer
la cuchara tras la espalda...” iAy de la pérdida de la inocencia! Cuandoalguien va
a cenar con Uri Geller, al parecer no sólo debe tomar una cuchara larga, sino
mantener sobre ella un ojo vigilante.
Corno Taylor intenta cubrir tanto, no siempre cumple satisfactoriamente su
cometido; y a veces en realidad quita valor a su alegato contra los investigadores
psíquicos al cometer errores metodológicos por cuenta propia. Inevitablemente
habrá lectores que consideren vano sh tratamiento: un viaje de mistificador
mágico que resulta excesivo para ser “sólo al pasar”. Hay algunas personas (v
conozco algunas de ellas, entre mis colegas académicos) que creen que cuando nos
encontramos ante pruebas prima facie de lo paranormal, debemos echarnos hacia
atrás antes de aceptar las afirmaciones más estupendas hasta que su carácter
dudoso haya quedado establecido fuera de toda duda razonable. Tales personas
inevitablemente querrían que Taylor hubiese elegido examinar unos cuantos de los
casos mejor documentados con cierta profundidad. Yo, por mi parte, confieso mis
prejuicios: la vida es demasiado breve y el mundo natural demasiado interesante
para que insistamos en enfocar aun las piezas más notables de la investigación
psíquica con un criterio obsesivamente abierto. Aunque sigo alimentando una
esperanza infantil en que algún día me encontraré con alguna grandiosa e incon­
trovertible manifestación del mundo espiritual, no estoy dispuesto a seguir buscán­
dola a gatas. Por el momento, la pelota sigue firmemente en la cancha sobrenatu­
ral. En palabras de Taylor, lo paranormal, una vez investigado, resultó totalmente
normal.
¿De veras? Sólo, pienso yo, si aceptamos una definición muv extraña de lo
normal. Pues una vez leído el libro de Taylor, quedan sin explicar dos aspectos
importantes del tema. Primero, ¿por qué lo llevan de puerta en puerta los
partidarios de lo paranormal? ¿En realidad es “normal” que ciudadanos normal­
mente honrados perjuren, mientan, falsifiquen los resultados de experimentos y
practiquen el engaño —y el autoengaño— en una escala que casi se ha vuelto
institucional? Segundo, ¿por qué la sociedad les presta tan crédula atención? ¿Es
realmente “normal” que el resto de nosotros tratemos a embaucadores, histéricos,
charlatanes y bromistas corno si hubiesen recibido una inspiración sobrenatural?
Una respuesta a la segunda pregunta respondería, en gran medida, a la prime­
ra; pues en una forma u otra, atención es precisamente lo que está buscando la
158 LOS FANTASMONES

mayoría de estos que afirman poseer o haber presenciado poderes sobrenaturales.


Puede ser un conjurador israelí simplemente en busca de fama y dinero, puede ser
un periodista tratando de impresionar a su director, un estudiante de Cambridge
en busca de un diploma de parapsicología, o cualquiera de los demás hombres y
mujeres del montón que están tratando de mostrarse más grandes de lo que son en
realidad. Hasta puede ser, como en Enfield, la hija adolescente de un matrimonio
deshecho que, con sus voces y sus letreros pegados con cinta, esté tratando de
expresar su depresión emocional (“¿Por qué tienen periodo las muchachas?",
preguntó la voz del poltergeist en uno de sus momentos más reveladores.) Pero, sea
quien fuere, cualquiera que sea su motivo particular, no cabe duda deque meterse
con lo sobrenatural es un medio seguro de alcanzar un reconocimiento especial. La
pregunta es: ¿por qué el resto de nosotros estamos tan dispuestos a ceder?
Vivimos en una cultura en que la fe en lo sobrenatural es poderosa y creciente.
En 1660 pudo escribir Joseph Glanvil (citado por Taylor): “El mundo actual trata
todas estas versiones con risa y escarnio y está firmemente convencido de que se les
debe considerar como una pérdida de tiempo y cuentos de comadres...” Pero en
1977, una encuesta de profesores de las universidades norteamericanas reveló que
65% pensaba que la existencia de fenómenos paranormales había quedado, ora
establecida, ora extremadamente probable (siendo la proporción de los
creyentes, lo que no nos sorprende, considerablemente más alta entre ingenieros y
físicos que entre psicólogos y antropólogos). Hasta cierto punto, este crecimiento se
mantiene de sí mismo, pues creencia engendra creencia: una vez que hemos
abandonado los límites de la racionalidad, resulta demasiado cómodo preferir las
explicaciones sobrenaturales fáciles de captara las explicaciones naturales difíciles
de captar.
Así, una dama de Dublin sueña con el asesinato del presidente Kennedy la
noche anterior a su muerte, y al punto aceptamos esto como un “sueño precog­
noscitivo”, olvidando que cada noche del año se sueñan en este planeta cerca de
20,000 millones de sueños (cinco por noche por cabeza de la población mundial),
lo que hace casi inevitable que algunos se cumplan. Un astrólogo descubre que en
más de la mitad de las aulas de Inglaterra hay dos o más niños exactamente con el
mismo día de cumpleaños, y en seguida observamos en acción alguna influencia
cósmica... Olvidando que en cualquier grupo de veintitrés personas hay una
probabilidad de 50% de que dos tengan, por casualidad, la misma fecha de
nacimiento. Una adivina gitana nos lee la mano y nos revela algún secreto
conocido sólo de nosotros y al punto lo atribuimos a una segunda visión... Olvidan­
do que aunque estuviese contemplando nuestras manos, ella también nos miraba a
la cara, y que leer la expresión facial es una habilidad que la especie humana ha
estado perfeccionando lentamente desde, al menos, los últimos 5 000 000 de años.
Una vez que creemos y que queremos seguir creyendo, no hay razón para
detenernos. No sólo podemos encontrar pruebas que lo confirmen todo en torno
nuestro, sino que cada prueba en contrario deja de existir, pues siempre podemos
dar una interpretación-diversa a algo que de otra manera pareciera indicar que
nos estaban tomando el pelo. Por ejemplo, cuando Janet Harper, la adolescente de
la casa consistorial de Enfield, confiesa bajo hipnosis que ella y su hermana son las
culpables de causar “todas las dificultades”, Mr. Playfair sólo por un momento se
LOS FAN r ASMONLS 159
preocupa antes de decidir que lo que Janet en realidad quiere decir es que ella y su
hermana son responsables indirectamente, porque son ellas las que dieron un susto al
poltergehl. Cuando parece que Stephen North, uno de los “chicos estrellas” dobla-
dores de cucharas, siempre logra sus mejores resultados en el momento en que la
señora North interrumpe la sesión experimental para servir el té, el profesor John
Hasted concluye que Stephen está aplicando sus poderes paranormales “en res­
puesta á un oferta de recompensa” , y no que está aprovechando, para hacer
trampa la confusión provocada por la llegada del té, (¡'ráseel escrito dej. B. Hasted
a la tercera Conferencia Internacional de la Sociedad para la Investigación
Psíquica). O cuando, como muchos de nosotros debemos saber, uno de nuestros
amigos nos habla en voz baja de su encuentro con un fantasma, consideramos su
relato como prueba de cuán “franco” es nuestro amigo, y no como prueba prima
facie de que nos está contando embustes. Pero si tales deformaciones del juicio son
consecuencias de la fe, ¿dónde empieza tal fe? Creo que empieza con el temor de
que nos empiecen a considerar incrédulos.
' En una cultura cuya fe en lo sobrenatural es lugar común, los escépticos que
públicamente expresan sus dudas deberán ocultarse. Nos caerán mal por tener
razón, o nos caerán mal por no tenerla. Cuando puedan demostrar su argumento,
lo mejor que podrán esperar será ser tildados de sabelotodos. Cuando no puedan
probarla, se les criticará por atreverse a dudar lo que otros aceptan simplemente
sobre palabra. Se les acusará de pretensión intelectual (“Hay más cosas en la tierra
y en el cielo de las que puedas soñar con tu filosofía”); o de insensibilidad (“El
hombre no perecerá por falta de maravillas; sólo por falta del poder de maravillar­
se”); de que “las uvas estaban verdes” (“Sólo porque no te ha pasado a ti”); de
protestar demasiado (“Ya te ha ocurrido a ti, pero tienes demasiado miedo para
reconocerlo”); de no ver el bien en los demás (“¿Cómo te atreves a sugerir que él es
mentiroso?”); de no servir para nada (“iNo lo acusarías de mentir si no fueses
experimentado en mentir tú mismo! ’ ’); etc. Aún peor: se les podrá acusar de una
especie de infanticidio espiritual (“Cada vez que un niño dice ‘No creo en las
hadas’ hay una hadita que en algún lugar cae muerta”).
Es malo matar naditas. Y sin embargo, cuando todo se ha dicho, tal vez los
creyentes y no los escépticos sean los mayores criminales, pues son ellos los que con
sus pacientes supersticiones y disparatadas teorías nos arrastran a un estado de
apatía intelectual en que no atendemos al verdadero misterio: el hombre. Lo más
extraño que hay en la Tierra no son fantasmas ni reencarnaciones ni percepciones
extrasensoriales; es el hombre, confuso, engañado y engañador. Son el profesor
Broad, John Taylor, Uri Geller y Fred.
X V I. ESTÁ LLOVIENDO K ARM A SOBRE MI CABEZA

Mind and Nature: A Necessary Unity


[Mente y naturaleza: una unidad necesaria]
Por G regory Bateson

A l final de su vida, el distinguido biólogo C. H. Waddington tomó parte en una


discusión acerca de la naturaleza de la mente. Las circunstancias eran extraordi­
narias. Waddington yacía tendido de espaldas, y sus palabras fueron leídas de un
texto prearado por un amigo suyo. La discusión entre él y los otros dos participan­
tes fue animada: es decir, hasta que llegó un punto en que Waddington, habiendo
acallado momentáneamente a sus colegas, de pronto salió de la habitación. La
plataforma en que había estado se hundió debajo de él, y su cuerpo fue entregado a
las llamas.
Gregory Bateson, si hubiese estado presente en esa cremación en Edimburgo, sin
duda habría sentido tristeza por la muerte de su viejo amigo. Sin embargo,
seguramente le habría gustado un acontecimiento que en tantas formas ilustraba
sus propias obsesiones filosóficas: su preocupación por el nacimiento, la muerte, los
ritos de paso, la comunicación, la metacomunicación, la mente, la naturaleza y, en
especial, la categoría lógica de estas cosas. Aquí había un ejemplo, si alguna vez lo
hubo, de un “metálogo”: una mente en presencia de mentes, discutiendo con otras
mentes sobre la naturaleza de la mente. Y aquí había tierra fértil para paradojas
conceptuales. Waddington había muerto, y sin embargo en cuerpo y mente aún se
encontraba en la habitación. La vida de Waddington había llegado a su fin, y sin
embargo su “karma” (palabra de Bateson) continuaría lloviendo como ceniza
sobre los dolientes al salir del crematorio, y sigue lloviendo ahora mismo sobre esta
página.
El propio Bateson estuvo a punto de morir mientras se escribía este libro. Pero,
habiendo superado una grave enfermedad, pasó a producir lo que sus editores
llaman la principal obra'de su vida. Es una obra que, como el propio Bateson lo
reconoce en el último capítulo, está lejos de quedar terminada; no había encontra­
do, como tampoco Waddington, las respuestas finales a los problemas que causa­
ron su perplejidad. Si llegara a ocurrir que estos dos notables pensadores volvieran
a reunirse, entonces yo espero —por el bien de cualquiera de los demás que se les
pueda unir en el Elíseo (y nadie, imagino yo, querría ingresar en un club que no
admitiese a ellos dos como miembros) que continuarán el debate. Tal vez, til
no verse amenazados por un plazo qué cumplir, realicen una mejor labor de lo
que hace Bateson en Mind and Nature.
El tema de Bateson es que la propia evolución biológica es un proceso mental.
Que este tema es, como lo anuncian los editores en la cubierta del libro, “asombro-
160
ESTA I.LOCIF.N'DO KARMA SOBRE Ml CABEZA 161

so”, pocos lo negarían. Pero no menos asombroso es el truco de prestidigitación


lógica por el cual Bateson trata de convencernos de tomar en serio la proposición.
Su argumento se apoya de plano sobre la falacia que los lógicos conocen como
afirmar el consecuente. Va así. Si hay algo a lo que llamar un proceso mental, debe
tener ciertas propiedades (que Bateson enumera); la evolución tiene esas propieda­
des; ergo, la evolución es un proceso mental. Del mismo modo, podríamos argüir;
si es un Día de Navidad, no se entregará el correo; no se entrega el correo los
domingos; por tanto, el domingo es Día de Navidad.
Las propiedades que Bateson enumera como “normas de la mente” —una
mente es un agregado de partes interactuantes, el proceso mental requiere cadenas
circulares de determinación, etc.— no son controvertibles v, en general, están bien
Jy
escogidas. Para los lectores que no están ya plenamente familiarizados con estas
propiedades mentales, su análisis de ellas puede resultar, a veces, revelador. Pero !!
cuando Bateson pasa a argüir que, como la evolución —para no mencionar (como
lo hace él) la vida, la ecología, la biosfera— también tiene estas propiedades, la
evolución (vida, ecología, etc.) debe ser el mismo tipo de cosa que la mente, es­

í.
to equivale, en el mejor de los casos, a pura presunción verbal. En su peor aspecto
equivale a una pieza de chantaje moral. La clara implicación del argumento de
Bateson (aunque no lo plantea explícitamente) es que si toda la naturaleza
orgánica está imbuida por cualidades de la mente, entonces nosotros como seres 1
humanos debemos tratar a la naturaleza con el respeto debido a una mente
humana. Va sé que hay buenas razones para no cor tar las selvas del Amazonas,
pero la idea de que tal destrucción equivale a psicocirugía no es una de ellas.
Puede haber verdaderos paralelos que sacar entre el funcionamiento de la
mente (en el sentido habitual) y el funcionamiento de la selección natural. Bateson
tiene razón al insistir en que los conceptos tomados de las ciencias de la conducta
pueden aportar útiles metáforas para pensar acerca de la evolución. Por ejemplo: ■ :-'T

Mi teoría puede describirse como un intento por aplicar a toda la evolución lo que
aprendimos al analizar la evolución del lenguaje animal al lenguaje humano. Yconsiste
en cierta visión de la c, aluvión como creciente sistema jerárquico de controles flexibles, y en
cierta visión de los organismos en el sentido de que incorporan este creciente sistema n
S.
jerárquico de controles flexibles. Se presupone la teoría neodarwimana de la evolución; ■

pero es replanteada señalando que sus “mutaciones” pueden interpretarse como gambi­
tos más o menos accidentales de prueba y error, y la “selección natural” como un modo
de controlarlos mediante eliminación del error... La eliminación del error puede proce­
der, ya sea mediante la completa eliminación de formas fracasadas (la muerte de formas
fracasadas por selección natural) ya por la evolución (tentativa) de los controles que
modifican los organismos o formas de control fracasados, o hipótesis.
Pero Bateson no tiene razón al presentar estas ideas como si fuesen nuevas, por
las cuales él pudiese recibir algún crédito. La cita anterior, que resume limpiamen­
te una parte de su argumento, no procede, en realidad, de su propio libro, sino del
célebre ensayo de Karl Popper, “De nubes y relojes”, publicado hace catorce
años.1
K . R. Popper, “ Of’clouds and docks” , en O yc/i.v Knoult'due, Oxford Universiiv Press, 1972.
l<>2 ESTÁ LLOVIENDO KARMA SOBRE MI CABEZA
La cuestión de si Bateson está diciendo algo nuevo surge aún más obviamente
cuando se pone a analizar la cara opuesta de su tesis, a saber, que la mente es un
proceso evolutivo. El proceso intelectual, sostiene Bateson, como el proceso biológi­
assss

co, depende de seleccionar entre un mar de nuevas posibilidades. Pero la nove­


dad debe sugir del azar: “Sin el azar no puede haber cosa nueva.” Cuando surgen
ideas nuevas no tienen dirección, así como las mutaciones genéticas no tienen
dirección; sólo cuando han llegado por azar al mundo, se puede someter su aptitud
a prueba,por su coherencia con él existente cuerpo del pensamiento, y su compati­
bilidad con el medio exterior.
Ahora bien, en caso de que el lector pensara que esta idea de Bateson surgió por
azar en el mundo, comparémosla con algo que dijo William James en 1880:
Fácilmente puedo mostrar que por toda la extensión de aquellos departamentos menta­
les que son los más elevados... las nuevas concepciones, emociones y tendencias activas
que evolucionan son pwducidas originalmente en forma de imágenes, fantasías, brotes
acccidentales, al azar, de variación espontánea en la actividad funcional de ese cerebro
humano tan excesivamente inestable que el medio exterior simplemente confirma o
refuta, conserva o destruye; selecciona, en suma, así como selecciona las variaciones
morfológicas y sociales debidas a accidentes moleculares de una índole análoga.
O con Mach, en 1895:
La revelación de nuevas provincias de hechos antes desconocidos sólo pueden producirse
por circunstancias accidentales... De las hormigueantes y cada vez mayores hordas de
fantasías que una imaginación libre y de altos vuelos evoca, de pronto surge a la luz
aquella forma particular que armoniza perfectamente con la idea, modo o diseño
gobernante. Entonces aquello que ha surgido lentamente como resultado de una
selección gradual aparece como si fuera el resultado de un deliberado acto de creación.
O con Souriau, en 1881:
Sabemos cómo ha de terminar la serie de nuestros pensamientos, pero no cómo ha de
empezar. En este caso, es evidente que no hay forma de empezar, salvo al azar. Nuestra
mente sigue el primer camino que se abre ante ella, percibe que es un falso camino,
vuelve sobre sus pasos y toma otra dirección... Por un tipo de selección artificial,
perfeccionamos considerablemente nuestro propio pensamiento, haciéndolo cada vez
más lógico.
Es un importante ensayo sobre la epistemología evolutiva, D.T. Campbell ha
enumerado veintiséis afirmaciones previas, de diferentes autores de la misma
idea.2

2 D. T. Campltell, "Evolutionary epistemology”, en The Philosophy oj K ail Poppet, comp. P. A.


Schilpp, Open Court, 1974.
ESTA LLOVIENDO KARMA SOBRE MI CABEZA 163

Podría afirmarse que Bateson en este libro había presentado un conjunto de


viejas ideas con nueva fuerza o claridad, y entonces tal vez habría cierta excusa.
Como él mismo afirma, correctamente, en un capítulo sobre las versiones múltiples
del mundo, “Dos descripciones valen más que una”, como en el caso de la visión
binocular, donde dos ojos, viendo la misma escena desde puntos de vista ligera­
mente distintos, añaden una tercera dimensión a la imagen. Pero cuando la
versión monocular, como la que nos ofrece el libro de Bateson, es, como yo la veo,
francamente astigmática, no es obvio que profundice nuestra percepción de las
cosas.
El texto del libro está tan mal enfocado, y muchas de las ideas bizquean tanto,
que se requiere del lector un esfuerzo inmenso (y a veces inútil) para ver lo que
quiere decir. Aunque al parecer escribiendo para un público general, Bateson
emplea la jerga técnica con una desenvoltura que pocas veces he encontrado ni
aun en la más densa prosa científica. Emplea palabras familiares en lugares
extraños (“el elefante... es adido al tamaño que es”), y palabras extrañas (pleumáli-
co, exotérico) en lugares en que términos familiares habrían bastado. Se complace en
los arcaísmos (alamy por átomo) y en feos neologismos (creatural, caraclerológico,
estocasticismo). Y deliberadamente tiende trampas verbales al lector: “La ciencia,
como el arte, la religión, el comercio, la guerra y hasta el sueño, se basa en
presuposiciones”. ¿Hasta el sueño? el shock, supongo yo, del no-reconocimiento.
Pero uno de los riesgos que un escritor corre al hacer que sus lectores se esfuercen
tanto es que los lectores seguirán batallando aun cuando el escritor no haya
preparado debidamente el terreno. Si el texto de Bateson dice “El circuito del
zumbador {véase la figura 3) está dispuesto de tal modo que la corriente pasará en
torno del circuito cuando la armadura haga contacto con el electrodo en A”, sin
duda un lector atento tendrá derecho a mostrarse sorprendido cuando no pueda
encontrar un electrodo marcado A en la figura. Si, hablando de pulsaciones
acústicas, el texto dice: “El fenómeno se explica pasando a la simple aritmética,
según la regla de que si una nota produce un pico en cada n unidades de tiempo, y
la otra tiene un pico en cada m unidades de tiempo, entonces la combinación
producirá una pulsación en cada m x n unidades cuando los picos coinciden” y
entonces el lector tiene derecho a pensar varias veces acerca de.mx.ny concluir que
Bateson lo ha escrito mal. Una vez que el lector ha visto que debe desconfiar de los
diagramas de circuito de Bateson y de su aritmética, bien puede percatarse de que
también puede desconfiar de la ciencia de Bateson.
Tal vez fuese pedantesco que un zoólogo objetara la afirmación de que “los
salmones inevitablemente mueren cuando se reproducen” (después de todo, un
buen número de salmones hembras si mueren después de desovar). Pero un
psicólogo objetaría justificadamente esta afirmación seudocientífica: “Con el
dominante hemisferio (izquierdo) [del cerebro], podemos contemplar algo como
una bandera con una especie de nombre del país o de la organización que represen­
ta. Pero el hemisferio derecho no establece esta distinción ni considera la bandera
como sacramentalmente idéntica a lo que representa”.
■ Y sin embargo, en medio de este libro pretencioso y confuso. Bateson en oca­
siones revela una humildad desarmante. Nos dice: “ La epistemología siempre e
inevitablemente es personal... ¿Cuál es mi respuesta a la pregunta de la naturaleza
164 ESTA LLOVIENDO KARMA SOBRE MI CABEZA
del conocimiento? Me rindo ante la idea de que el conocimiento es una parte
pequeña de un conocimiento integrado, más vasto, que entreteje toda la biosfera o
creación” . Muy bien, señor Bateson, puede usted bajar las manos. No es nece­
sario rendirse. Esta creencia en particular no lleva en sí ninguna potencia de
fuego.

t
XVII. ¿QUÉ ES LA MENTE? NO IM PORTA
¿QUÉ ES LA MATERIA? NO SE PREOCUPEN

The Mind’s I: Fantasies and Reflections on Self and Soul


[El Vo de la mente: fantasías y reflexiones sobre el Yo y el alma]
Presentado por D ouglas H ofstadter y D aniel D ennett

T anto ésta como la siguiente afirmación son falsas. The Mind’s I [Ei Yo de la
Mente] bien vale sus 9.95 libras.
No es necesario ser filósofo para comprender que ya he ido más allá de lo que
debiera una humilde crítico de libros. El valor del libro que comentamos es, podría
pensarse, cosa de opinión. No es así. Hoy, ya se ha establecido como una verdad
lógicamente necesaria.
Consideremos la primera afirmación del párrafo superior: “Taño ésta como la
siguiente afirmación son falsas1’, Si esto fuera verdad, sería falsa, por reconoci­
miento propio. Por tanto, no puede ser verdad, y la única alternativa lógica es que
es falsa. Consideremos la segunda afirmación: “The Mind's 1 bien vale sus 9.95
libras”. Si también esta afirmación fuera falsa, entonces ambas serían falsas, y
precisamente eso es lo que sostiene la primera afirmación. Pero ello significaría
que, después de todo, la primera afirmación era cierta, y acabamos de estable­
cer que no puede ser. Por ende, la segunda afirmación no puede ser falsa, y la
única alternativa lógica es que es cierta.
A quienes guste este tipo de cosas sin duda encontrarán que esto es lo que les
gusta. Contándome yo entre ellos, diré que The Mind’s Teña barato aún si costara
el doble.
The Mind’s /... ¿La Mente es yo, o El Yo de la Mente? es un conjunto de ensayos,
cuentos de hadas y acertijos, obra de diecinueve distintos autores elegidos por
Hofstadter y Dennett porque iluminan en una forma u otra los problemas de
autorreferencia, identidad persona!, conciencia y las relaciones entre el lenguaje,
la mente y el cerebro. Los compiladores, como dicen ellos, han “arreglado y
dispuesto” las piezas y a cada una le han dado una atractiva “reflexión” o
comentario. Aunque el libro es filosófico en el mejor sentido de la palabra, hay
poco en él de filosofa directa; y aunque toca ciertas cuestiones centrales de la
psicología, la neurofisología y la ciencia de las computadoras, no se arroga una
experiencia técnica o fáctica.
“En la poesía”, escribió Auden en The Dyer’s Hand, “todos los hechos y todas las
creencias dejan de ser verdaderas o falsas y se vuelven interesantes posibilidades”.
El To de la mente está cerca de la poesía. Es un libro de fantasías y experimentos
mentales, una exploración de mundos posibles, personas posibles, máquinas posi-
165
166 ¿QUÉ ES LA MENTE? NO IMPORTA
bles y divinidades posibles. Verdaderas o falsas —o, como en varios casos, ni una
cosa ni la otra—, estas posibilidades fueron planteadas para hacernos considerar y
reconsiderar un puñado de conceptos que solemos dar por sentados.
Una vez, en un tiempo futuro, imagine el lector que su cerebro queda físicamen­
te separado de su cuerpo,pero con todas las conexiones habituales con los músculos
y los órganos sensoriales, conservadas por nexos radiales. Por ejemplo, si su cerebro
está en un baño de agua salada caliente en un hospital de París, mientras su cuerpo
va caminando por las calles de Londres, ¿dónde estará usted? Si su cuerpo comete
entonces un delito, ¿quién o qué debe ir a prisión? Imagine una máquina que
puede sacar una copia perfecta de cualquier estructura física existente, átomo por
átomo. Supongamos que saca una copia de usted. ¿Qué diría usted a esta copia
í... cuando los dos sean presentados? (¿Y qué le dirá la copia a usted?) Supongamos
k que, habiendo tomado todas sus estadísticas vitales en 1982, la máquina no entrega
la copia terminada hasta 1992. ¿Qué se dirá usted a sí mismo dentro de diez años,
cuando se encuentre con usted mismo como era hacía diez años? Imagine las
células nerviosas de su cabeza reemplazadas una por una por microchips, que
funcionen exactamente como las células nerviosas originales. ¿En qué punto, si es
que hay alguno, se interrumpirá en este proceso de reemplazo su corriente fie
conciencia? Supongamos que en lugar de ser puestos en su cabeza, los chips
de reemplazo se conservan en un laboratorio donde se establecen conexiones con
sistema, por control remoto. Supongamos, en realidad, que se les conserva en
muchos laboratorios distintos. ¿Cómo se sentirá cuando su cerebro de reemplazo se
haya difundido por todo el mundo? Imagínese a usted diciendo a Dios: “Dios mío,
temo pecar, y sé que lo lamentaré”, y Él dirá: “Eso está muy bien, no evitaré que
'f sigas pecando, pero te quitaré tu arrepentimiento”. ¿Cómo respondería usted a
;c. esta bien intencionada propuesta? Imagine usted que despierta una mañana y se
ii encuentra aún en mitad de un sueño...
Estas paradojas y otras aún más preocupantes son exploradas aquí en fórmula
de fábulas literarias, escritos académicos serios aunque traviesos, y críticas (en el
caso del “Non serviam”, de Stanislaw Lem, la crítica de un libro inexistente). Algu­
nas de sus partes, como “Borges y yo” de Borges, y “La maquinaria de las computa­
l doras y la inteligencia” de Turing, son ya clásicas. Otras han sido antes publica­
das, pero son menos conocidas. Y otras parecen haber sido especialmente escritas
para este libro. Dennett ha incluido, entre otras cosas, el “Preludio... v Fuga de
Hormigas” , tomado del Gódel, Escher, Bach, de Hofstadter, y al mismo tiempo,
éste último ha incluido “ ¿Dónde estoy?” tomado de Brainstorms, de Daniel Den-
net. Además de sus aportaciones conjuntas y diversas a los comentarios y la in­
troducción, los compiladores también nos han dado una útil guía para nuevas
lecturas. (¡Ay!, esta guía no es tan útil como parece. Un escrito, citado como
Lenneberg 1975, resulta no ser más que un resumen, escrito por otro, de un
experimento inédito, lo que no añade nada al resumen ya presentado en este libro.
Eric Lenneberg se suicidó en 1975. Tal vez Hofstadter, quien en cierto punto de El
To de la mente dirige una conversación con el cerebro de Einstein, tras la muerte de
éste, sepa algo que el resto de nosotros no sabemos.)
Podría pensarse que cualquier filósofo que apreciara su reputación académica
vacilaría antes de poner su nombre en una colección descaradamente exótica y

?r -
¿QUE ES LA MENTE? NO IMPORTA 167
extravagante. En realidad, en Brainstorms, publicado hace pocos años, el extraño
cuento de Dennett acerca de haber perdido su cerebro (¿o fue su cuerpo?) quedó
para el último capítulo, donde fue descrito un tanto tímidamente como “postre”.
Pero aquí, semejante modestia estaría fuera de lugar, pues todo el libro es un libro
de postres, sin ningún intento por ofrecernos una dieta más sana o mejor equilibra­
da. La abuclita, desde luego, nos dirá que tan rico banquete no puede hacernos
bien: es demasiado de Tao, y no es bastante de oaTs (avena).
No puedo dejar de pensar que la abuelita quizá tenga razón. Este es un libro
rico, y peligrosamente desequilibrado. Las paradojas son divertidas; también
pueden ser iluminadoras. Pero no debemos ceder a la tentación de celebrar las
paradojas como un camino real a algún nivel superior de realidad; como si, con su
ayuda, pudiésemos tener esperanzas de descubrir un mundo conceptual en que se
resuelven todos los opuestos, en que “Es” y “No es”, “Así” y “Así no” quedan
borrados para siempre. Tales doctrinas taoístas acaso resultaran productivas en
otros campos de la ciencia —por ejemplo, en la física atómica, donde conceptos
irreconciliables acerca de la naturaleza de la materia se han resuelto, al parecer,
con el descubrimiento de la teoría del campo cuántico— pero no son lo que con
mayor urgencia se necesita en la ciencia de la mente.
Aunque de este libro podríamos concluir que lo que se necesita es una teoría
nueva revolucionaria de la relación entre mente y materia, yo no estoy convencido
de que muchas de las paradojas aquí presentadas representen misterios que sólo
puedan resolverse apelando a principios aún desconocidos. Una de cada dos veces,
parecen representar nada más que anticuados acertijos, del tipo que los pensado­
res humanos habitualmente encuentran cuando llevan sus conceptos familiares
a territorio desconocido. A riesgo de que me acusen de enseñar a los filósofos a
chupar huevos, me atrevo a sugerir que lo que en este libro falla es el reconocimien­
to de que nuestras ideas y nuestro lenguaje operan —como pretenden operar—
sólo dentro de los límites de! “juego” para el que fueron planeados. La percepción
humana, el pensamiento humano y hasta los modos humanos de filosofar han
evolucionado como adaptaciones al mundo de la experiencia pasada, y no ante el
futuro aún no experimentado. Es el mundo del pasado el que constituye lo que
John Bovvlby ha llamado “el medio de la adaptatividad”. Y, como lo descubrió
Alicia al observar al juego de croquet en el País de las Maravillas, fuera del medio
de la adaptatividad, cualquier cosa puede pasar.
Abundan los ejemplos, no sólo en las fantasías y los experimentos mentales, sino
en hechos bien probados. En circunstancias normales, la gente, por ejemplo, no tiene
dificultades para tomar una decisión inequívoca sobre si el color de un objeto es rojo
o verde. Pero, permítase que alquien sea inducido por un psicólogo experimental a
ver un objeto rojo con un ojo mientras contempla un objeto verde con el
otro, y entonces, confiadamente informará —sí las condiciones son adecuadas—
que lo que ve es un sólo objeto coloreado de “rojo y verde por doquier” (no una
parte roja y una parte verde, ni rojo y verde por turnos, sino rojo y verde por
doquier). En circunstancias normales, la gente no tiene dificultades para hacer
interpretaciones tridimensionales sensatas sobre dibujos lineales planos. Pero que
a alguien se le enseñe el dibujo de la figura 13, en que M. C. Escher ha burlado
sagazmente las reglas familiares de la perspectiva lineal, y lo que verá es una
168 ¿Ql'É F.S LA MENTI-’ NO IMPORTA
escalera “imposible” que sube v sube para siempre. En circunstancias normales, la
gente no tiene dificultades para emplear ideas comunes de “verdad” y “falsedad”
al hacer un análisis de! discurso humano. Pero que un filósofo cretense convenza a
alguien de hacer la afirmación (completamente inverosímil) de “yo estoy mintien­
do” v verá quCj cualquiera que sea su estado mental, habrá hecho una afirmación
que nunca pretendió hacer.

F igura 13. La escalera imposible de Esther.

Tales paradojas son divertidas. Pero, desde luego, lo último que necesitamos
hacer es resolverlas: desperdiciar nuestras energías filosóficas inventando, por ejem­
plo, una nueva definición de color, o un nuevo tipo de espacio 4-D 3-D, o aun (que
me perdone Bertrand Russell) una nueva tipología de “verdad”.
Y lo mismo puede aplicarse, creo yo, a la mayor parte de las paradojas de mente
y materia que se encuentran en el meollo de este libro. Lo que tan sagazmente
demuestra el libro es que cuando las personas llevan sus conceptos de sentido
común acerca de la mente, al País de las Maravillas de las computadoras de
Ciencia Ficción, teleclones y cirugía cerebral, se pueden alterar esos conceptos de
sentido común en un abrir y cerr ar de ojos. Por ejemplo, se encuentran concluyen­
do que una persona puede estar al mismo tiempo aquí y allá, o que la conciencia
puede residir en las páginas de un libro, o que una máquina puede tener libre
albedrío. Pero la pregunta que a menudo queda implicita en los cuentos y los
comentarios —a saber, “¿Podemos inventar un nuevo tipo de elástico filosófico
que nos salve, en el futuro, de la molestia de tener nuestros conceptos mentales
colgando en torno de nuestras rodillas?” — me parece errónea. La pregunta debe
ser: “ ¿Podemos aprovechar esta molestia para descubrir cuáles son los límites
de nuestros conceptos existentes, y por qué?’’ En otras palabras, una pregunta de
psicología y no de filosofía. Y, para el caso, una pregunta de psicología evolutiva.
,QL'F. ES I.A MENTE? NO IMPORTA 169

Mi propia opinión es ésta. La mayor parte de nuestros conceptos mentales


cotidianos —las ideas de mente, persona, conciencia, libre albedrío, etc.— son
conceptos primitivos con que los seres humanos van cargados no sólo por la
convención cultural sino por una larga historia biológica. Son, si el lector lo
prefiere (algunos no lo preferirán), “ideas innatas”: ideas con que la gente inevita­
blemente crece hasta convertirse en ellas, porque el desarrollo cognoscitivo de los
seres humanos ha sido moldeado por la selección natural para cumplir con ciertas
funciones muy especiales.
Durante millones de años, la tarea intelectual más importante y al mismo
tiempo más desconcertante que todos los seres humanos han tenido que resolver ha
sido la tarea de hacer lo que yo he llamado “psicología natural”: el entendimiento
y la predicción de la conducta de los congéneres humanos que forman su grupo
social. La psicología es difícil de practicar, tan difícil que la tarea de hacer
psicología natural probablemente habría resultado imposible a falta de alguna
clase de lincamientos conceptuales (prueba de ello es, por comparación, el fracaso,
en tiempos modernos, de los sistemas abiertos de psicología académica, como el
conductismo). Pero en el curso de la evolución, los seres humanos han desarrolla­
do, en realidad, sus propios lincamientos, y lo han hecho mediante un recurso
notable: la invención de la facultad de conciencia reflexiva. La conciencia reflexi­
va, al dar a cada individuo un cuadro de la “estructura psicológica” subyacente en
su propio comportamiento, le da un marco para interpretar el comportamiento de
otros parecidos a él.
De este modo, la mayor parte de nuestros conceptos mentales cotidianos son, en
ese sentido, conceptos psicológicos naturales, de los que no podemos prescindir
como no podernos prescindir de nuestros conceptos de color, espacio o verdad.
Dennett, en sus demás escritos, a veces parece estar cerca de adoptar una
perspectiva similar. Sin embargo, en este libro no da cuartel a las consideraciones
sobre la función evolutiva de los conceptos mentales humanos. Dennett se une a
Holfstadter en el País de las Maravillas, en que como una pareja de Sombrereros
Locos, nos invitan a tornar el té ante una mesa que está a muchos kilómetros del
medio al que están adaptados nuestros conceptos. Y, por muy provocativas que
sean sus paradojas, las preguntas que plantean —¿Pueden pensar las máquinas?
¿Qué se sentiría tener la cabeza despegada del cuerpo? ¿De qué lado está Dios?—
son, a la postre, preguntas tontas. Casi tan tontas como la pregunta de un ex
arzobispo, ¿es adulterio la aid?, o la pregunta del presidente Reagant “¿Pueden los
Estados Unidos ganar una guerra nuclear?”. No, desde luego, las máquinas no
pueden pensar. El medio deadaptatividad del término “pensar” es el mundo de la
inteligencia humana, así como el medio deadaptatividad del término “adulterio”
es el mundo de las relaciones sexuales humanas, y el medio de adaptatividad del
término “ganar una guerra" es el mundo de la estrategia militar tradicional.
No estoy diciendo que las preguntas de Hofstadter y Dennett nunca sean dignas
de plantearse. Un día, sus interesantes posibilidades tal vez lleguen a ser realidades
comunes, y si ello ocurre tendremos que readaptarnos a este mundo nuevo. Pero •
lo primero es lo primero. Tanto ésta como la siguiente afirmación son falsas. La
filosofía mental no debe tratar de correr antes que la psicología evolutiva pueda
andar.
CUATRO MINUTOS PARA LA MEDIA NOCPIE
XVIII. UNA PROPOSICIÓN INM ODESTA

En lo más profundo de mi alma acaricio la suposición


de que con la frase de Dios, “Hágase"... que hizo surgir
de la nada al cosmos, y con la generación de la vida a
partir de lo inorgánico, lo que a la postre se intentaba
era el hombre, y que con él se inició un gran
| experimento, cuyo fracaso por la culpa del hombre
sería el fracaso de la creación misma, equivalente a su
refutación. Sea así o no, más valdría que el hombre se
comportara como si así fuera.
T homas M ann

En la Universidad de Bolonia, en el siglo xm, había una profesora, Novella


d’Andrea, quien, según fama, era tan anebatadoramente hermosa que había de
dar su cátedra tras una cortina. Yo he estado pensando acerca de Novella
d’Andrea... Pensando que lo que es salsa para Bolonia, es salsa para Cambridge. Si
la profesora D’Andrea pudo hacerlo, ¿por qué yo no?
Reconozco que mi reputación de guapura es—o ha sido hasta ahora^- bastante
inferior a la de Novella d’Andrea. Cuando en el pasado di valientemente mis
conferencias a plena vista de los estudiantes, de frente, por decirlo así, nadie se
desmayó, nadie se clavó el bisturí en el corazón ni derramó lágrimas de pasión
sobre las notas que tomaba. Pero ahora comprendo en qué estuve equivocado:
estas lecciones pasadas debieron dejar muy poco a la imaginación.
En el próximo curso también yo daré mis cátedras detrás de una cortina. Y, a
guisa de explicación, liaré correr la voz de que el Dr. Humphrey es tan guapo que,
lamentándolo mucho, se ha sentido obligado a ocultarse de la vista del público.
Añadiré, de paso, que la voz del doctor Humphrey es tan seductora y el contenido
de sus conferencias tan perturbadoramente profundo que ha considerado lo más
prudente no hablar en voz alta. Entonces, silencioso e invisible ante las apretadas
hileras de estudiantes, aguardaré a que ios creadores de mitos cumplan con su
labor. Espero que, al terminar el año, seré el conferenciante más célebre de
Cambridge.
Este principio no es nuevo. De hecho, imagino que ha sido explotado por
‘‘vendedores de imágenes” llenos de iniciativa, desde el principio de los tiempos.
Estrellas de cine, diplomáticos, jugadores de poker y políticos, todos ellos saben
—si es que saben algo— que si queremos que la gente crea que somos lo que no
somos, entonces no debemos mostrarles lo que somos. Si hemos de pensar que
Ronald Reagan es todo un estadista, él no debe permitirse hablar sin un “guión”.
Si hemos de pensar que Brigitte Bardot es joven, no debe permitirse aparecer sin
maquillaje. O —y este es un truco que ni siquiera los encargados de relaciones del
174 UNA PROPOSICIÓN INMODESTA
señor Reagan han vacilado en emplear— si un simio quiere ser considerado el Don
Juan de la selva, no debe dejar que se le vea un pene del tamaño del pulgar de un
hombre. Al cadáver del primer gorila llevado a Inglaterra hace cien años le habían
cortado, deliberadamente, los órganos genitales para que las exageradas expecta­
tivas del público no sufriesen una terrible desilusión ante la verdad. Fuera de la
vista, pero —debemos suponer— no completamente fuera de su juicio.
Pero no me interpreten mal. No estoy sugiriendo que este tipo de engaños
necesariamente sea objetable. Puede hacernos bien imaginar que nuestros héroes y
heroínas fueron más grandes, más gloriosos y menos humanos de lo que realmente
fueron. Y socavaremos estas ilusiones a nuestro propio riesgo. Jonathan Swift, en su
poema Cassinus and Peter, nos relata el cuento moralizante de un doncel que, por
creer que su amada estaba libre de los cuidados ordinarios en los mortales, la siguió
hasta la letrina para asegurarse de que, en realidad, no era tan humana como el
resto de nosotros... y lo único que sacó fue una profunda consternación.
La curiosidad no paga:
Vi que Celia, Celia caga.
Un versito lamentable, para un descubrimiento lamentable.
No, no siempre es erróneo vivir con un cuadro falso de los demás. Pero lo que
siempre es erróneo es vivir con un cuadro falso de uno mismo. El verdadero peligro
es que Novella d’Andrea tras su cortina, Brigitte Bardot tras su maquillaje o Rea­
gan tras su máquina publicitaria lleguen a creer que las ficciones que nos presen­
tan son verdaderas.
Y esto me lleva a mi argumento: un serio mensaje para la señora Thatcher, el
presidente Andropov... y los que vayan a sucederles.
Es éste. Sea cual fuere la imagen pública que presenten, ya es tiempo de que
recuerden en privado que, de hecho, no son ustedes más dignos ni menos humanos
que los demás. Pese a sus cargos, pese a sus ropajes y títulos, es tiempo de que
recuerden que también ustedes tienen que cagar. Y mientras estén allí, recuerden
la observación de San Agustín, tan aplicable a ustedes como a cualquier otro: Inter
urinas el Jaeces nascimur. Todos nacimos entre orina y heces. Pronuncien sus confe­
rencias tras una cortina, si quieren, pero no pongan una cortina frente asu propio
espejo, porque si lo hacen podrían olvidar que son humanos.
En 1957, en el debate del Partido Laborista acerca del desarme, AneurinBevan
declaró que no estaba dispuesto a “entrar desnudo en la sala de conferencias”. Es
una frase que ha sido repetida por portavoces de la defensa, conservadores y
laboristas por igual; algo semejante se dijo en la conferencia del Partido Liberal, en
septiembre de 1981. Pero, ¿qué tenía Bevan que ocultar? Bevan vino desnudo al
mundo, y desnudo se fue. ¿Por qué tuvo miedo de entrar desnudo en la sala de
conferencias a discutir sobre cuestiones de vida y muerte globales? Lo que él tenía
que ocultar, tanto a sí mismo como a sus adversarios, no era nada menos que su
humanidad.
Desde luego, según las reglas del juego tenía que ocultarlas, pues ningún ser
humano desnudo, consciente de su propia ordinariez esencial, con el asiento
presidencial oprimiéndole las nalgas, con los dedos de los pies encogidos bajo la
UNA PROPOSICION INMODESTA 175

mesa de conferencias y con el pene colgando inerte a unos cuantos metros del señor
Andropov, podía jugar al juego de la política internacional y como un dios tratar
las vidas de millones de sus congéneres. Ningún ser humano desnudo podría
amenazarnos con oprimir el “botón nuclear”.
Llego así a mi propuesta. Nuestros dirigentes no deben tener más remedio que
entrar desnudos en el salón de conferencias. En la Asamblea General de las
Naciones Unidas, en las negociaciones de Ginebra, por el desarme, en la próxima
“cumbre”, en Moscú o en Washington, deberá haber un letrero fijado a la puerta:
“Puerta de la realidad. Tras este punto, sólo seres humanos. ,A'ada de ropas." Y
entonces, cuando la ex dama de hierro ocupe su lugar al lado del ex comisario
biónico, deberán comprender que ni él ni ella están hechos de hierro o de acero,
sino de un material mucho más cálido, mucho más suave y mucho más mágico:
carne y hueso. Tal vez cuando el señor Andropov se contemple el ombligo v
comprenda que él, como el resto de nosotros, una vez estuvo unido por esa parte a
una madre orgullosa y dolorida, cuando la señora Thatcher sienta que el paño de
la mesa le hace cosquillas en el estómago, ambos empezarán a reir al pensar en sus
pretensiones de ser dirigentes sobrehumanos de las vidas de otros. Si no hacen en
realidad el amor, por lo menos, difícilmente serán capaces de hacer la guerra.

v
BlU U IQ JM »
X IX . C U A TR O M IN U TO S PARA LA M EDIANOCHE

En noviembre de 1945, Jacob Bronowski fue, como miembro de la misión británi­


ca, a la ciudad japonesa de Nagasaki. En agosto de aquel mismo año, el presidente
Truman, con el acuerdo de Winston Churchill, había ordenado que esa ciudad y
su población fuesen destruidas por una bomba atómica. La bomba que cayó en
Nagasaki el 9 de agosto mató a 70,000 personas. La bomba que cayó en Hiroshima
tres días antes mató a 140,000. En lamilla cuadrada central de cada ciudad, nueve
de cada diez personas murieron. Y nueve de cada diez de aquellos nueve de cada
diez no eran soldados ni políticos: eran niños, madres, ancianos y ancianas de
cabello blanco.
Al estallar la guerra en 1939, semejante ataque por los Aliados contra civiles no
combatientes habría sido inimaginable. Los países civilizados aún se aferraban a
una moral que les ordenaba respetarla vida y limitarel sufrimiento aun de quienes
les amenazaban con las armas, una moral que ordenaba a un capitán de barco
que, habiendo hundido a un barco enemigo, debía rescatar del mar a los sobrevi­
vientes, v a un jefe decampo de concentración que debía ti atar con caballerosidad
a sus prisioneros de guerra. Era una moral que prohibía en todo momento el
empleo de violencia indiscriminada contra una población desarmada. Los Aliados
habían entrado en guerra para defender precisamente aquellos valores contra el
bárbaro Estado de la Alemania nazi.
Pero el mundo —y la civilización— habían recorrido un largo camino entre
1939 y 1945. Hitler había muerto. Había perdido la batalla. Pero la política de'
terror que el propio Hitler había preconizado, al parecer, ganó la guerra.
Bronowski recuerda que, mientras se encontraba en las ruinas de Nagasaki, su
imaginación quedó como aplastada por la catástrofe. Era un hombre —bien lo
sabemos— al que no solían faltarle palabras; pero allí no encontró ninguna que
fuera adecuada. Aquel fue, nos dice, “un momento universal... la civilización cara
a cara con sus propias consecuencias”.1
El mundo había recorrido un largo camino entre. 1939 y 1945. Y ha recorrido
otro más largo aún desde 1945. Hoy encontramos, a disposición de los militares no
dos sino 50,000 armas nucleares, con una potencia explosiva combinada igual a
más de 1 000 000 de bombas como la de Hiroshima, o el equivalente de más de tres
t toneladas de tnt para cada persona que hay sobre la faz de la Tierra. Si se
emplearan estas armas, entonces, como dijo el presidene Carter en su discurso
de despedida a la nación norteamericana, “ un poder destructivo mayor que el de
toda la Segunda Guerra Mundial se desencadenaría a cada segundo durante toda
la larga tarde que se necesitaría para que cayesen todas las bombas y proyectiles...
Una Segunda Guerra Mundial a cada segundo: más personas muertas en las
primeras horas que c-n todas las guerras de la historia mundial”. Prosiguió Carter:

J. Bronowski, Snrnce and Human l ’alur\, Harper and Row, 1965.


76
CUATRO MINUTOS PARA LA MEDIANOCHE 177
“ Hoy sólo es cuestión de tiempo antes de que la locura, la desesperación, la ava­
ricia, o el error de cálculo desencadenen esta terrible fuerza.”2
Bronowski hizo una serie de televisión, El ascenso de! hombre. Lo que subió, ¿debe
bajar? Contemplando nuestro progreso de los últimos treinta años, es diílcil no
llegar a la conclusión de que la humanidad, habiendo volado demasiado cerca del
Sol, ya se encuentra en un atolladero.
No han faltado voces de advertencia, las voces de estadistas que en otros tiempos
han sido escuchadas. Lord Mountbatten, hablando en Estrasburgo pocas semanas
antes de ser asesinado: ‘‘El mundo está hoy al borde del abismo final...”3*5 Lord
Zuckerman, en una conferencia pronunciada ante la Academia Norteamericana
de Ciencias: “El mundo, sin la menor duda, se ha vuelto un lugar más peligroso
que nunca en la historia humana... el avance de la carrera nuclear no tiene
ninguna lógica...” 3 El profesor George Kennan, ex embajador de los Estados
Unidos ante Rusia, hablando en Washington en 1981: “Hemos seguido apilando
arma sobre arma, proyectil sobre proyectil... como las víctimas de una clase de
hipnotismo, como hombres en un sueño, como lemmings que corren hacia el
mar..."3 En la cubierta del Bulletin of the Atomic Scientists, el reloj del día del juicio,
puesto hace algunos años a los diez minutos para la medianoche, avanzó en seis
minutos en el pasado mes de enero: sólo faltan cuatro minutos.
Yo deseo plantear una simple pregunta: ¿Por qué? ¿’Por qué nos comportamos
como lemmings? ¿Por qué dejamos que suceda? En palabras de Lord Mountbat­
ten: “¿Cómo podemos permanecer mirando sin hacer nada para prevenir la
destrucción de nuestro mundo?”
En el mismo discurso dijo Mountbatten: “¿Los hechos temibles acerca de la
carrera por los armamentos, que muestran que corremos hacia un precipicio,
hacen que alguno de los responsables de este curso desastroso se contenga y trate de
aplicar los frenos? La respuesta es ‘no’... ” Yo deseo preguntar cómo puede la res­
puesta ser “no” .
Dejo a otros el explicar nuestra extraordinaria situación en términos de necesi­
dad militar, competencia económica o política de la guerra fría. Mi preocupación
es más primitiva. Estoy preocupado, como psicólogo, por los sentimientos, las
percepciones y los motivos de los seres humanos individuales. Cuando un lemming
corre, no es atraído ni empujado por fuerzas extrañas: corre a la destrucción sobre
sus propias cuatro patas. Como individuos podernos y debemos aplicar los frenos, y
como individuos-podemos fracasar y fracasamos. Aquí mismo empieza la respon­
sabilidad por este “curso desastroso”.
Tal vez haya una respuesta obvia, y es que sencillamente estamos inconscientes.
¿Es posible que no sepamos o que descontemos los peligros de la carrera por los
armamentos? ¿Que pensemos que la hoguera que se está formando en torno a
nosotros nunca se encenderá, en realidad que cuanto más crezca menos peligrosa
será?
Cuando yo era niño teníamos una vieja tortuga a la que llamábamos Ayax. Un
2 Guardian, 15 de enero de 1981.
' Earl Mountbaiten, “The final abyss?”, en Apocalyfae .Yon?, Spokesman, 1980.
* Lord Zuckerman, Science Advisers, Scientific Advisers and Nuclear Weapons, M enard Press, 1980
5 Guardian, 25 de mayo de 1981.
178 CUATRO MINUTOS PARA LA MEDIANOCHE

día de otoño Ayax, buscando su hogar de invierno, avanzó sin ser notada bajo la
pila de leña y helécho que mi padre estaba formando para el día de Guy Fawkes.
Al pasar los días e ir añadiéndose más y más piezas de leña a la pila, Ayax debió de
sentirse cada vez más segura; cada día recibía mayor protección contra la lluvia y
el granizo. El día 5 de noviembre, leña y tortuga quedaron reducidas a cenizas.
¿Hay algunos de nosotros que aún crean que el estar apilando armas sobre armas
aumenta nuestra seguridad, que los peligros no son nada comparados con la
seguridad que nos dan?
Sí, hay algunos de nosotros. Y no es muy sorprendente que los haya, pues
quienes tienen autoridad hacen poco o nada por informamos de los peligros. No
oímos al primer ministro británico hablar acerca de que el mundo “se encuentra al
borde del abismo”. No oímos al secretario de la defensa decir que la carrera por las
armas nucleares carece “completamente de lógica” . El director general de la BBC,
protege al público de televisión de ver la película El juego de la guerra, porque
calcula con toda razón que la gente la consideraría alarmante y perturbadora. Los
directores de periódicos y los corresponsales de la defensa se han vuelto apologistas
de la política oficial, en lugar de cumplir con su tradicional y honroso papel de
críticos. Y cuando recibimos noticias de lo que está ocurriendo, están redactadas
en un lenguaje destinado a conquistar nuestra admiración hacia las maravillas de
la tecnología militar y acallar nuestros temores y embotar nuestra sensibilidad. El
habla de las noticias —el habla del Pentágono— es utilizada por los portavoces de!
ejército para distanciarnos de la realidad. Se ha vuelto lugar común, como observó
el arzobispo de Canterbury en un discurso pronunciado en Washington, referirse a
la destrucción de una ciudad y de su pueblo como “blanco demográfico”.6
Y sin embargo... y sin embargo nadie, ni siquiera la mayoría de la,población se
deja engañar. Encuestas de opinión efectuadas el año anterior muestran que, pese
a tanto hablar de la eficacia de una estrategia de disuasión, casi la mitad de la
población adulta espera la guerra nuclear durante su propia vida. Pese a tanto
hablar acerca de la defensa civil, uno de cada diez cree que él y su familia no
morirían. Y eso, desde luego, es sólo la población adulta; nadie ha efectuado aún
una encuesta nacional de nuestros niños de escuela, pero los padres y los maestros
saben que también los niños, y tal vez los niños más que nadie, están profundamen­
te preocupados. Un inspector de escuelas de condado escribe en una carta a The
Times: “Yo he participado en lecciones de discusión, cuando los niños han sacado
la cuestión de la bomba. Muchos de ellos han llegado a aceptar que tal vez no
vivan sus vidas completas... Algunos sonríen... otros están más penosamente
conscientes de lo que se trata.”7 Nunca en tiempos recientes, desde las pestes y
hambres de la Edad Media, pudo tanta gente de este país tener una visión tan
pesimista del futuro.
Pero, ¿los mueve este pesimismo a la acción? Al ser interrogados en nombre de la
revista New Society, 70% de la muestra dijo que le preocupaban las armas nuclea­
res... pero nueve de cada diez de este 70% afirmaron que no se podía hacer nada o

6 Financial Times, 29 de abril de 1981.


’ P. Payne, carta a The Times, 22 de mayo de 1981.
CUATRO MINUTOS PARA LA MEDIANOCHE 179

bien que no estaban dispuestos a hacer nada. Y aun en el uno de cada diez que dijo
que podría hacer algo, las acciones mencionadas parecen totalmente inconmensu­
rables con los peligros percibidos: organizarían una marcha, escribirían una carta
a los periódicos...'
Es como si nos hubiésemos vuelto espectadores pasivos y fascinados de una
tragedia nuclear que se desarrollara lentamente. A mí me enseñaron en la escuela
que la cualidad esencial de una obra trágica es ésta: al levantarse el telón, vemos
una pistola en la pared, y sabemos que en el último acto, el héroe o la heroína
tomará la pistola de la pared y se matará. Tiene que ser así, pues la lógica interna
de la obra no tolera otro fin... Pero ahora no somos el público de esta obra. Somos
nosotros los que nos mataremos.
Es fácil para aquellos de nosotros que no somos historiadores engañarnos
pensando que nada semejante ha ocurrido antes... y que como nunca ha ocurrido
antes, realmente no puede ocurrir hoy. Pero sí ha ocurrido antes, si bien no én
escala tan desastrosa. Hay, en realidad, terribles precedentes en la historia:
tiempos en que grupos enteros de seres humanos, hombres y mujeres cuyo amor a
la vida no era menor al nuestro, fueron casi sin protestar a la destrucción, “como
las víctimas de algún tipo de hipnotismo, como hombres en un sueño”. Estoy
pensando en los sufridos judíos europeos de la última guerra, en la forma en que
muchos de ellos pacientemente tomaron los trenes que los conducían a los campos
de exterminio; en lo que ocurrió en 1942 en una cañada cercana a Kiev conocida
como Babi Yar, donde miles sobre miles hicieron cola para ser ejecutados, madres
y padres de la mano con sus hijos, avanzando lentamente hasta llegar al frente de la
línea y ser ametrallados. Pienso en las víctimas de las purgas stalinistas de la Rusia
de los años treinta, en la forma en que, semana tras semana, la gente veía a sus
camaradas desaparecer en las cámaras de tortura y Jas cárceles; sabían que ellos
serían los siguientes... y aguardaban.
En su valerosa memoria de las purgas, Esperar contra toda esperanza, Nadezhda
Mandelstam, viuda del poeta ruso Osip Mandelstam, describe cómo, con incredu­
lidad, observó primero a sus amigos y finalmente a su esposo seguir el mismo
camino que los demás.
Después me pregunté a menudo si lo correcto es gritar cuando nos están golpeando o
pisoteando... Decidí que lo mejor es gritar. Este sonido plañidero es expresión concentra­
da del-último vestigio de dignidad humana... Con sus gritos un hombre afirma su
derecho a vivir, envía un mensaje al mundo exterior, en demanda de asuda, y pide
resistencia. Si no queda más, debemos gritar. El silencio es el verdadero crimen contra la
humanidad.5
¿Por qué no gritamos? ¿Por qué, ante la amenaza nuclear, tantos de nosotros
adoptamos una política de quietud y colaboración? ¿Por qué elegimos la pasivi­
dad antes'que la protesta? “Papá, ¿qué estás haciendo tú por detener la próxi­
ma guerra?”
B Ant- Society, 25 de septiembre de 1980.
5 Nadezhda Mandelstam, Hope Against Hope, Collins and Harvill Press, 197i.
ISO CUATRO MINUTOS PARA LA MEDIANOCHE
Ese hombre es muchas personas distintas... y la respuesta apropiada a una
persona no necesariamente será apropiada a la otra. Pero sov yo y es usted. Y al
tratar de explicar por qué tantas personas no están haciendo nada, no seguiré el
fácil camino de sugerir explicaciones de una índole que siempre parece convenir a
otros mucho mejor que a nosotros mismos... Explicaciones, por ejemplo, de vacui­
dad moral, obediencia ciega a la autoridad o simple estupidez. No cabe duda de
que el mundo tiene su propia proporción de ovejas que no piensan, y no cabe duda
de que no están haciendo nada. Pero no están solas. Y vo quiero aquí traer la
discusión más cerca de nosotros: enfocar cosas que he sentido en mí mismo, que yo
conozco entre mis amigos y que creo que también el lector reconocerá. En todos
nosotros hay en acción poderosas fuerzas inhibidoras, que nos bloquean o nos
desvían de toda protesta efectiva. Hablaré primero de incomprensión y negativa,
después de embarazo social, después de impotencia y, cuarto, y tal vez lo más
siniestro a lo que llamaré el Síndrome del Doctor Insólito, sentimientos latentes
de admiración, casi de apetito, por la bomba y la solución final que ofrece.
Empezaré por la incomprensión, donde sospecho que muchos de nosotros
empezamos y terminarnos. Las armas nucleares no son comprensibles: ni usted ni vo
tenemos ninguna esperanza de comprender exactamente qué son v qué hacen. Al
decir esto, no estoy menospreciándonos; es casi un cumplido, pues no veo cómo
algún ser humano cuya inteligencia y sensibilidad han sido formadas por hechos y
valores tradicionales, podría comprender la naturaleza de estas armas antinatura­
les y extraterrenas. Los llamados “hechos" acerca de la Bomba no son hechos en el
sentido ordinario: no son hechos que podamos relacionar, con que podamos
establecer contacto. Son simples números, palabras.
Permítaseme repetir un hecho. La bomba que cayó en Hiroshima mató a
140 000 personas. El uranio que contenía pesaba unos doce kilos; habría cabido en
una pelota de cricket. Y 140 000 personas son casi lo mismo que la población total
de Cambridge.
Yo, por mi parte, no puedo captar ese tipo de hechos. No puedo establecer la
conexión entre una pelota de cricket y la muerte de todos los que viven en
Cambridge. No puedo imaginarme los 140,000 cadáveres, y mucho menos sentir
compasión por cada individuo que muere. Y cuando alguien me dice —y yo les
digo— que una guerra entre los Estados Unidos y Rusia significará ahora una
Segunda Guerra Mundial a cada segundo, y que el equivalente de 5 000 bombas
como la de Hiroshima caerán sobre Inglaterra, mi imaginación queda en blanco.
No sólo se trata de que yo no pueda soportar el pensamiento: ni siquiera puedo
concebir la idea de 5 000 bombas como la de Hiroshima... 5 000 veces 140 000, igual
a 700 millones. Setecientos millones de muertos en una población de 50 millones.
Aquí, algo está mal en alguna parte. Cada quien muerto diez o veinte veces.
Dejemos todos esos absurdos. Por mucho que nos esforcemos, no captaremos el
mensaje. Nuestra mentalidad está delicadamente afinada por una cultura y por
una evolución para responder a las frecuencias del mundo real. Y cuando nos llega
un mensaje de una longitud de onda ajena, no despierta vibraciones. Los llamados
hechos pasan a través de nosotros, como emisiones de radio llegadas de las estrellas.
Hay precedentes extraños e interesantes en la historia. Cuando el gran navio del
capitán Cook, el Endeavour, entró navegando hace 200 años en Botany Bay, los
CUATRO MINUTOS PARA LA MEDIANOCHE

aborígenes australianos que pescaban ante las costas no mostraron ninguna reac­
ción. “El navio” —estoy copiando de la bitácora de Joseph Banks—, “el navio
pasó a unos 400 metros, pero ellos ni siquiera levantaron la mirada... No expresa­
ron sorpresa ni preocupación". En la experiencia de aquellos hombres, nunca algo
tan monstruoso se habia visto sobre la superficie de las aguas... Y entonces, al
parecer, no pudieron verlo cuando llegó.
Pero aquélla era una ceguera selectiva. Cook bajó sus botes de remos: entonces los
aborígenes se alarmaron, y entonces corrieron a sus defensas. Ciegos ante el terror
más grande pero incomprensible, reaccionaron con prontitud a una amenaza que
estaba dentro de su esfera.
Tamhién nosotros reaccionamos selectivamente a las amenazas hechas por el
hombre. No son los peligros gigantescos ni las tragedias gigantescas, sino la
situación de seres humanos en particular la que nos alarma. En una semana en que
3 000 personas mueren en un terremoto en Irán, un niño solitario cae en el pozo de
una mina en Italia... y todo el mundo se consterna. Seis millones de judíos reciben
la muerte en la Alemania de Hitler, y es Ana Frank, temblando en su buhardilla, la
que queda para siempre en nuestra memoria.
La historia de Hiroshima puede contarse como la historia de seres humanos en
particular. Por ejemplo, el cuento de una niñita:
C u an d o volvió m i abuela, yo le p regu nté “ ¿D ónde está m am á?". “ Y o la llevé sobre mis
espaldas” , m e contestó. M e sentí infeliz y g rité “ ¡M am á!” pero al m ira r m ás de cerca, vi
que sólo llevaba u n a m ochila. S entí g ra n decepción... entonces m i ab uela se q u itó la
m ochila y de allí sacó unos huesos... E cho m ucho de m enos a m i m a d re .10

Keiko Sasaki y su madre. Pero multipliquemos esta tragedia por 100 000, y
pierde todo significado. Cada uno de nosotros es demasiado humano para com­
prender el poder asesino de armas nucleares, estamos demasiado cerca de la buena
tierra para comprender cómo una pelota de cricket de metal puede hacer explo­
sión con la fuerza de 10 000 toneladas de t n t . Cada uno de nosotros tiene la
ceguera de aquellos aborígenes.
Tenernos que-vivir con esta ceguera. No cambiará. No espero que mi perro
aprenda a leer The Times, ni espero que yo o ningún otro ser humano aprenda el
significado de la guerra nuclear, o hable racionalmente acerca de megamuertes o
megatones de tn t . Lo más que podemos pedir es un reconocimiento abierto de
que ni nosotros, cuando protestamos contra los armamentos nucleares, ni los
generales y los políticos cuando los defienden, sabemos de qué estamos hablando.
Y sin embargo, sí sabemos algo acerca de lo que estamos hablando. Aunque sólo
sea ello, sabemos que estamos hablando de algo que si ocurriera, sería muy, muy
malo. Y con este conocimiento podemos encontrarnos sufriendo de otro tipo de
ceguera, una ceguera igualmente humana pero en muchos aspectos menos inocen­
te que la ceguera que procede de la falta de comprensión. Me refiero a la ceguera
deliberada que se apodera de nosotros cuando vemos algo y luego lo rechazamos:
cuando reconocemos la verdad, o al menos parte de la verdad, y —encontrándola,
ln A. Osada, en Childien uf Hiroshima, cd. Y. Fukushima, Taylor and Francis, 1980.
182 CUATRO MINUTOS PARA LA MEDIANOCHE
tal vez, demasiado dolorosa o inconveniente— mediante la censura le bloqueamos
el acceso a nuestro consciente. Me refiero a lo que los psicólogos han llamado
rechazo. Llamémoslo racionalización de los deseos, si queremos, o llamémoslo
optimismo, o buen hábito inglés de no tomar las cosas demasiado en serio. Todo se
reduce a lo mismo.
Desde luego, el rechazo tiene excusas buenas y obvias. No sólo ayuda a llevar
una vida cómoda. Algunos dirían que es el único tipo de vida digna de vivirse. Sin
duda, no podemos proceder normalmente a la sombra de la Bomba. La perspecti­
va de la guerra nuclear, si le diéramos entrada, sería absolutamente deprimente y no
nos permitiría pensar en otra cosa. Si le diéramos entrada quitaría el significado al
resto de nuestras vidas, dándonos fin como personas creadoras y productivas. Es
una perspectiva que contradice categóricamente cualquiera otra perspectiva que
nos sea valiosa.
Los seres humanos aspiran a la congruencia en sus asuntos. No pueden mante­
ner creencias incompatibles; al menos, no por mucho tiempo. Al parecer, tenemos
que ver la derecha del cuadro, o bien la izquierda. O bien creemos que el mundo
está amenazado de extinción, o no lo creemos. ¿Cómo podemos al mismo tiempo
declararnos en favor de los derechos humanos, consagrarnos a nuestros hijos,
esforzarnos por producir obras de arte y de sabiduría duraderas... y al mismo
tiempo tomar en serio una visión del futuro en que no hay hijos, en que no quedará
nadie para leer nuestros libros y en que nuestros cuadros, nuestras casas y nuestros
jardines terminarán en polvo? Una u otra visión tiene que desaparecer.
No nos engañemos. Los peligros no disminuirán si cerramos los ojos ante ellos. Si
no podemos seguir viviendo normalmente bajo las sombras de la Bomba, entonces,
por el momento tenemos el deber de no seguir normalmente. Vivimos en una época
en que negar la perspectiva de la muerte nos puede costar la vida
Y sin embargo, trate de decirlo a los demás. Trate de decirlo en Cath, y
publicarlo en las calles de Askelon... pues la actitud de las hijas de los filisteos ha
cambiado poco. Decir la verdad entre quienes no quieren oírla es considerado casi
como un acto de agresión... una invasión de la intimidad, un allanamiento del
espacio de otros. No es bonito, no se hace...
Hace un año, en Pennsylvania, Estados Unidos, ocho personas que protestaban
contra la guerra nuclear, y que se llamaban a sí mismos los Arados 8 (incluían a
dos sacerdotes, una monja, un abogado y un profesor de historia) irrumpieron en
una fábrica de armamentos y dañaron el cono de un proyectil Mark 12 con un
martillo.11 En su juicio, se les acusó de allanamiento, de conspiración criminal y de
invasión. Cada uno se enfrentó a una sentencia máxima de veinticinco años. “Esta
*vez”, dijo el fiscal, “han ido demasiado lejos”. Sí habían ido demasiado lejos,
habían invadido: pero su allanamiento no fue tanto contra la propiedad de la
General Electric Company como contra la mente del público norteamericano. Al
atacar el proyectil con un martillo, estaban obligando a otros a pensar, aunque
fuese por pocos momentos, acerca de un tema considerado indecente: la cuestión
de para qué podía ser semejante proyectil.

11 .'VVíp York Times, 28 de marzo de 1981.


CUATRO MINUTOS PARA LA MEDIANOCHE 183
Su comportamiento resultó embarazoso. No fue simpático. La simpatía puede
ser una virtud. La mayoría es gente simpática: no desconcertamos a los demás si
podemos evitarlo, ni los despojaremos deliberadamente de sus ilusiones confortado­
ras. Pero la simpatía también puede ser un vicio terrible. He aquí loque Heinrich
Himmler tuvo que decir en un discurso pronunciado en 1943: “En público nunca
hablaremos de ello... Dentro de nosotros hay, gracias a Dios, un don innato de
tacto, y por ello nunca hemos conversado acerca de esto, nunca hemos hablado de
ello... Me refiero a la exterminación del pueblo judío.”12 En realidad, Himmler no
se refirió en público a la “exterminación del pueblo judío”: en cambio, bien le
sirvieron términos como “trato especial”.
Y sin embargo, los nazis no eran los únicos en su afán de no hablar claro.
También lo hicieron las víctimas. Vemos que algunos ancianos de la comunidad
judía se referían a los trenes que se llevaban a la muerte a sus hermanas y
hermanos, como “transporte favorecido”. Hasta en Auschwitz, a un crematorio se
le llamaba una “panadería”.
¿Y ahora? ¿Quién puede evitar el paralelo con nuestra propia situación, y los
trucos del lenguaje que el buen gusto y el decoro imponen a las discusiones —al
menos, a las discusiones oficiales— sobre la Bomba? En lugar de “trato especial”
léase “blanco demográfico”, y en lugar de “panadería” léase “refugio doméstico
contra la llovizna nuclear”.
Pero erróneo sería dar a entender que sólo es decente reticencia la que nos
impide romper los tabúes. Tendremos que pagar un precio público —y por lo
general, estamos bien conscientes de ello— por “ir demasiado lejos”. Cuando otros
no quieren saber, no quieren saber... y no toman con paciencia al autodeclarado
profeta que considera que su deber es informarles.
En días de antaño se decía que los reyes mataban al mensajero que les llevaba
malas noticias. Hoy, en los Estados Unidos, el mensajero puede ser “silenciado”
por la ley, como estuvo a punto de ocurrir a los Arados 8; en Rusia, pueden
encerrarlo en un hospital para enfermos mentales. Pero hay otros medios más
sutiles de contener a quienes de otra manera hablarían. Y en nuestro país nada está
mejor probado ni es más eficaz que la técnica de la picota social. Todo el que
impone, por la fuerza, una confrontación no deseada con el tema de la Bomba será
castigado por su impudicia siendo ridiculizado, vilipendiado, cubierto de burla y
ludibrio.
Todos conocemos el vocabulario de los acabadores. “Idealista”, “pacifista”,
“moralista”, “santurrón”. Están con nosotros desde hace mucho tiempo. Los
mismos insultos de escolar que Winston Churchill empleó para vilipendiar a
quienes objetaron la idea de emplear bombas de ántrax en la última guerra
—“derrotistas, cantores de salmos”—, los llamó Churchill13— han sido hoy
desempolvados por los directores del Daily This, o del Morning Thai, para lanzarlos
contra nuestros “desarmadores” nucleares. Y en un medio en que tales clichés
pueden verse como lo que son, podemos contar con que hombres listos se presenten

lz Citado en Raúl Hilberg, Tht Destruction of the European Jews, VV. H. Alien, 1961.
13 Listener, 4 de ¡unió de 1981.
184 CUATRO MINUTOS PARA LA MEDIANOCHE
con burlas más sutiles pero igualmente desdeñosas. Por ejemplo, Alistair Cooke
escribió hace algunos años acerca de Bertrand Russell en el Manchester Guardian-.
“Un enanito suspendido ante una enorme pantalla de cinemascopio... un encanta­
dor títere buscando un milagro y, al hacerlo, inflando su minúsculo cuerpecillo...
‘se trata’, dijo en su alta voz nasal, ‘de la cuestión más importante que los hombres
hayan tenido que decidir en toda la historia de la especie humana’ ” 14 ¿Un insulto
sutil? Sí, un insulto sutil porel que un hombre que ha revelado demasiada emoción
es definido como un pelele, como un títere sin emociones.
Lord Russell, par del reino y el más grande filósofo de Inglaterra, sin dtida podía
soportar este tipo de insultos. Pero pocos de nosotros tenemos la confianza social o
intelectual de Russell. Entonces, no es de sorprender que a veces nos convenzamos
a nosotros mismos de que, pensemos lo que pensemos en privado, simplemente no
es nuestro papel adoptar una actitud pública contra la Bomba. Lores, filósofos,
actrices, sacerdotes... todos lo hacen. Ellos pueden exhibirse. Pero, ¿y el resto de
nosotros? Bueno, en general,' pensándolo bien, nos gusta guardar la calma. No
estamos habituados a gritar, ni a cantar salmos, ni a decir que nuestro problema es
el más importante en toda la historia déla especie humana, aun cuando el agua ya
nos llegue a los pies. El primero que muestre pánico será un cobarde.
Pero hay otra razón, en ciertos modos más reveladora, de que aun los más
valerosos de nosotros podamos mostrarnos renuentes a hablar. No es tanto que nos
importe la acusación de malos modales, o que nos incomode encontrarnos mencio­
nando un problema inmencionable, cuanto que nos incomoda encontrarnos
mencionándolo y sin embargo no haciendo nada. Si vamos a alarmar a la gente, más
nos vale alarmarla con algún propósito; más nos vale ofrecer una solución al
problema, y lo que es más, debemos mostrar con nuestro ejemplo que nosotros
mismos estamos buscando activamente la solución. No podemos simplemente
tocar a la puerta del vecino y decirle: “El mundo está al borde del abismo final...
pensé que le gustaría saberlo.” Si nosotros mismos no tenemos una solución, o si
no estamos dispuestos a dedicar nuestras vidas a encontrarla, entonces no sólo son
los demás sino nuestras propias conciencias las que nos dirán que cerremos la
boca. No resulta honorable ser un profeta impotente... llenode protestas pero sin ira
ninguna parte.
Impotencia. Me refiero a esa horrible sensación que muchos de nosotros conoce­
mos, de que en realidad no hay nada que podamos hacer, de que en realidad somos
como títeres aplastados por fuerzas poderosas sobre las que los seres humanos no
tienen ningún dominio.
No encuentro razones objetivas para esta impotencia. No hay nada en la
^situación política, económica o estratégica que nos imponga que el mundo debe
continuar su curso actual. Cuando la gente habla déla amenaza rusa, o acerca del
poder del complejo militar-industrial, o acerca de la marcha incontenible de la
tecnología de las armas, está ofreciendo pantallas, no explicaciones, de por qué
sigue adelante la carrera. Aún me falta oír una buena razón para no contenerla
mañana.

14 Manchester Guardian, 1955, citado en E. P. Thompson, Out of Apathy, Stevens and Sons, 1960.
CUATRO MINUTOS PARA LA MEDIANOCHE 18.5

Una buena razón... salvo, es decir, el propio sentido de impotencia, pues la


impotencia puede ser un proceso autoconfirmador. Es una enfermedad del espíri­
tu humano que, una vez que se ha puesto en marcha, no necesita buenas razones
para continuar. Cuando los seres humanos se creen impotentes, impotentes se
vuelven.
Los psicólogos reconocen dos tipos de impotencia. Puede desarrollarse una
impotencia aprendida cuando, por ejemplo, una persona ha encontrado repetidas
veces que sus esfuerzos anteriores por dominar su propia vida no han conducido a
nada; pierde toda fe en su propia eficiencia y proyecta en el presente un cuadro de
sí mismo como de alguien que ya no es capaz de influir sobre los acontecimientos.
¿No desempeña el aprendizaje, al menos algún papel en la impotencia que hoy
sentimos al enfrentarnos a las armas nucleares? Vivimos en una sociedad en que las
personas se ven cada vez más incapaces, por sus propios esfuerzos, de dominar sus
propias vidas. Un trabajador desempleado es impotente para conseguir un traba­
jo, una pareja sin hogar es incapaz de encontrar una morada, un hombre de
negocios es impotente contra las fuerzas del mercado... ¿Es probable que esa gente
tenga fe en su poder de actuar contra la Bomba?
Pero también hay otro tipo de impotencia: una impotencia supersticiosa por la
que la fe de una persona en su propia impotencia no está basada en la experiencia
sino resulta, en cambio, tan sólo de una supersticiosa premonición de que su vida,
y tal vez la vida de todo el mundo, ha adoptado un curso inalterable... es decir,
inalterable para los agentes humanos. Por ejemplo, la idea de que su propio
destino ha sido sellado por un curso específico; o que, por todo el mundo, Dios y el
Diablo están elaborando sus altos propósitos sin cuidarse de seres humanos en
par ticular. Digo “tan sólo” de una premonición supersticiosa... pero la impotencia
supersticiosa puede quitar el poder de luchar a un hombre tan eficazmente como
un temor más razonable. Cordelia Edvardson, una de las delegadas de la reunión de
este año de Sobrevivientes del Holocausto, describió cómo algunos de los judíos
de Alemania cayeron víctimas de esa parlizante superstición: “ Desde luego” , nos
dice, “deseábamos sobrevivir, pero no estábamos muy seguros de tener el derecho
de sobrevivir” . 15 Y cuando una persona ya no cree tener el derecho de sobrevivir,
su impotencia misma la mata. Citaré un estudio de lo que se ha llamado “muerte
del vudú”: “Un indio brasileño condenado y sentenciado por un médico brujo
muere al cabo de horas... en Australia, un médico brujo señala el hueso de un
hombre. Creyendo que nada puede salvarlo, el hombre rápidamente cae en la
depresión y se prepara a morir”.16
Antes cité estadísticas de una encuesta de j\ew Society: nueve de cada diez
personas, preocupadas por las armas nucleares, declararon que no hay nada que
pudieran hacer. ¿Nada sino deprimirse y prepararse a morir? A veces nos portamos
como si nos hubiese embrujado la Bomba, como si nos hubiese lanzado un conjuro.
Una fe supersticiosa en la Bomba como máquina del destino que los seres
humanos no pueden contener tiene obvios orígenesen la imaginación humana. La

15 Cuantían, 20 de ju n io d e 1981.
Ili YV. C a n n o n , citado en M. Seligman, Helplessness, Freeman, 1975.

BiautgígS?
185 CUATRO MINUTOS PARA LA MEDIANOCHE
Bomba es, patentemente, un arma sobrehumana: destructiva hasta donde no
alcanzamos a comprender y, si queremos verla así, magnífica hasta donde tampo­
co alcanzamos a comprender. No es de sorprender que el temor de la gente se
mezcle con un pavor reverencial: si se dejan hipnotizar por la belleza de la Bomba
y su fascinadora potencia. Los primeros creadores de la Bomba, los físicos que la
integraron en 1945, también trataron su creación con reverencia casi mística.
Cuando Robert Oppenheimcr presenció la primera explosión de prueba en el
desierto de Nuevo México, en Alamogordo, las palabras que le vinieron a la mente
fueron las del libro sagrado, el Bhagavad Gita: .
Si lo radiante de mil soles
estallara a la vez en el cielo,
eso sería como el esplendor del Poderoso...
Me he vuelto la muerte,
la quebrantadora de mundos.
A aquella prueba se le dio un nombre en clave, Trinity. Y en el informe oficial de
la explosión, el lenguaje estuvo lleno de imágenes específicamente cristianas. He
aquí una parte del informe que fue llevado a toda prisa al presidente Truman, que
estaba reunido con Churchill y Stalin en Potsdam:
Iluminó cada pico, cañada y cordillera de las montañas cercanas, con una claridad y una
belleza que no pueden describirse, sino que hay que verlas para imaginarlas. Fue la be­
lleza con la que sueñan los grandes poetas, pero que la describen de la manera más
pobre e inadecuada... Luego llegó el poderoso, sostenido, terrible rugido que advertía
del juicio final y que nos hizo sentir, a nosotros, pobres cosas minúsculas, como blasfemos
por atrevernos a manipular fuerzas hasta aquí reservadas al Todopoderoso...17
¿Hasta aquí reservadas al Todopoderoso... y en adelante reservadas a Truman,
Churchill y Stalin? ¿A Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Y'uri Andropov? No.
Que nos perdonen si vemos a nuestros jefes políticos como servidores, no como
amos de esta fuerza, y a la propia Bomba como un airado gigante que, despertado
de su sueño, se vengará de la arrogancia del hombre, parecido al Jack Matador de
Gigantes.
Es fácil comprender cómo las personas pueden pasar de este tipo de imagen
supersticiosa a una visión verdaderamente apocalíptica de una guerra nuclear.
Quiero decir ahora “apocalíptica” en el antiguo sentido: Día deljuicio. Un día en
que la Bomba llegará a juzgar a los vivos y a los muertos. Un día que será visto por
algunos como un día de renovación, un holocausto purificador... cuando nuestra
^decadente civilización deberá responder por sus pecados, por no comprender o no
dar uso adecuado a los dones de la ciencia y la tecnología, su fracaso en el Tercer
Mundo, su capacidad de establecer un firme orden moral.
Como prueba de que, en realidad, hay en este país personas que ven el
holocausto como un periodo de renovación, léase la revista de la industria de los

17 Brigadier Thomas Fairel, citado en R. J.Lifton, The Broken Connection, Simon & Schuster, 1980.
CUATRO MINUTOS PARA LA MEDIANOCHE 187

refugios nucleares, Protect and Survive Monthly. El espíritu de la frontera está aún, se
nos dice, vivo y bien, y estará viviendo “en alguna parte de Inglaterra” dentro de
diez años, cuando los sobrevivientes de la próxima Guerra Mundial estarán
llevando unas vidas heroicamente autosuficientes a base de la agotada tierra,
sonriendo y silbando y abriéndose paso a tiros. Los fusiles son “básicamente" para
emplearlos contra hordas de animales merodeadores, aunque, “tristemente” tam­
bién se les podrá necesitar, tal vez, contra nuestros congéneres humanos. Nadie
dice que la próxima guerra no vaya a ser horrible. Podrá e indudablemente será
maravillosamente horrible, como Dunkerque, como el bombardeo de Londres...
siempre que aquellos a quienes se llama “derrotistas”, “topos”, oportunistas,
chiflados, locos y traidores no se salgan con la suya e impidan que se desate.18
O léase —no, no se permitirá, porque es un documento confidencial— el Plan
de Contingencia de Guerra de una de nuestras Autoridades Regionales de Salu­
bridad:
De este modo, una nación es como un bosque, y el objetivo de la plancación de guerra es
lograr la supervivencia de los grandes árboles... si todos los grandes árboles y gran parte
de los arbustos son talados, un bosque podría no regenerarse durante siglos. Sin
embargó, si se deja un número suficiente de los grandes árboles, si la tala es hasta cierto
grado selectiva y controlada, la recuperación es rápida... quedará suficiente hojarasca si
podemos describir así a 30 millones de sobrevivientes. La política de planeación es
claramente elitista...19
Las fantasías apocalípticas siempre han estado acechando bajo la superficie del
subconsciente de los(hombres. Han resurgido una y otra vez en la historia en
tiempos de dificultad, incertidumbre e inseguridad moral. Durante la Edad
Media, la imagen del Día del Juicio nos habría sido familiar, uno de los pocos
cuadros que conoceríamos, pintando sobre el crucero en los muros de la iglesia
local. Y desde el pulpito nos habría llegado el trueno del Apocalipsis de San Juan.
Lo cito ahora como descripción de una fantasía que podría ser la realidad de la
guerra nuclear:
Y vi, y he aquí un caballo amarillento, y el que montaba sobre él tenía por nombre
“Peste”, y con él iba en pos el Infierno... y sobrevino un gran terremoto y el Sol se tornó
negro como saco tejido de crin, y la Luna entera se tornó como sangre, y las estrellas del
cielo cayeron en la Tierra... y el cielo fue retirado como un libro que se arrolla, y todo
monte e isla fueron removidos de sus sitios. Y los reyes de la tierra, y los magnates, y los
tribunos militares, y los ricos, y los poderosos, y todo siervo y libres se escondieron en las
cavernas y en las peñas de los montes; y dicen a los montes y a las peñas: “Caed sobre
nosotros y escondednos de la faz del que está sentado sobre el trono y de la cólera del
Cordero...2'1
Caed sobre nosotros... un extraño imperativo. En este estado mental, la gente
10 Protect and Survive Monthly. 1901.
:s Non East Thames Regional Health Authority Contingency War Pian, 1980.
20 Apocalipsis de San Juan, 6:8, 12-15.
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puede llegar a recibir con alegría aquello mismo que teme, se puede seriliratraída
a la catástrofe inminente... como Trilby a Svengali, como conejos hipnotizados
por la serpiente que se enrolla. Tal es el Síndrome del Doctor Insólito. Un apego a
las máquinas de destrucción, un cariño aun al feliz estado de ser destruido.
Pues las personas no aceptan fácilmente el hecho de su propia muerte. Como tin
suicida que deja una nota “Me imagino a ustedes leyendo esta nota cuando yo me
haya ido’’, la gente se imagina a sí misma de pie por encima del caos en que ella
misma ha muerto... y puede experimentar una repulsiva excitación ante las
imágenes de destrucción y descomposición.
“Hazlo bellamente”, dice Hedda Gabler a Lovborg, al tenderle la pistola. Oh,
sí, lo haremos bellamente. ¿Qué más bella manera de hacerlo que en la forma en
que los poetas lo sueñan, pero lo describen pobre e inadecuadamente? Pero la
pistola se dispara por accidente, y Lovborg cae y sufre una muerte miserable, no
con el corazón atravesado, sino con los testículos atravesados. La Bomba no es
bella. Debemos hacer que caiga el telón sobre esta Obra Trágica, y gritar fuera del
escenario.
El silencio, dijo una vez Nadezhda Mandelstam, es el verdadero crimen. En
ruso, su nombre ‘'nadezhda" significa “esperanza”. La esperanza está en la esperan­
za. Así como la desesperación puede ser una profecía que se autocumpla, también
lo puede su opuesto. La esperanza, asimismo, creará su propio objeto, dándonos la
fuerza de espíritu y la voz necesarias para atacar nuestro embarazo, nuestra
impotencia, nuestras propias y oscuras imágenes de la muerte, y surgir a un mundo
que no sólo es creación nuestra, sino de nuestra elección.
Cuando Mountbatten pregunta, “¿Se reúnen algunos de los responsables de este
.curso desastroso y tratan de meter los frenos?" La respuesta debe ser “¡Observad­
me!” Y la respuesta “No” podrá reservarse para una pregunta distinta, la pregun­
ta que el propio Jacob Bronowski se planteó al término de su ensayo, Science and
Human Values: “¿Ha adherido la ciencia a nuestra sociedad un monstruoso don de
destrucción, que no podemos deshacer ni dominar y que como un autómata con
mecanismo de relojería acabará por rompernos el cuello?” No. La Bomba no es un
autómata incontrolable, y nosotros no somos incapaces de controlarla.
Nuestro control se encuentra —como siempre se ha hecho cada vez que se ha
tratado— en la fuerza del argumento público y la ira pública. Fue la opinión
pública en este país la que puso fin al tráfico de esclavos; una opinión expresada
entonces, como puede expresarse ahora, mediante folletos, discursos y reuniones en
cada ayuntamiento municipal. Fue el temor a la ira del público el que impidió que
el presidente Nixon empleara la bomba atómica en Vietnam, y fueron las protestas
fdel pueblo norteamericano contra esa guerra cruel e insensata las que finalmente
lograron el retiro norteamericano.
Olvidamos, a veces, nuestro propio poder. En este país, cada penique que se
gasta en armamentos es dinero que nosotros suscribimos, cada hectárea de tierra
tras una cerca de púas en torno de cada base de bombarderos en una hectárea de
nuestra tierra y cada decisión tomada por cada ministro de Estado es una decisión
tomada en nombre nuestro por un representante elegido para servirnos a nosotros. Si
aquellos a quienes confiamos nuestros asuntos adoptan extrañas políticas, si una
vez en su cargo resultan agentes dobles —una mano para acariciar a nuestros
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bebés, y la otra saludando a la Bomba— entonces tenemos el derecho y el deber de
despedirlos como incapaces.
¿Qué ocurre cuando una fuerza irresistible choca con un objeto en movimiento?
Pues, se mueve. Pero no ocurrirá fácilmente. La esperanza de Nadezhda fue
estridente y poderosa. También debe serlo la nuestra.
Dylan Thomas dijo estas palabras a su padre ya achacoso:
No te vayas suavemente a la noche buena,
Protesta con rabia contra la muerte de la luz.
ÍNDICE

Reconocimientos........................................................................................................ 7
Prólogo......................................................................................................................... 9

L a psicología natural y la evolución de i .a conciencia


I. Introducción: El “Homo Psychologies"......................................... 13
II. La función social del intelecto............................................................. 22
III. Los psicólogos de la naturaleza............................................................ 34
IV. Tener sensaciones y mostrar sensaciones........................................ . . 44
V. La conciencia: Un cuento de “así precisamente"........................... 47

E l camino del conocimiento propio


VI. Uniéndose al clu b .................................................................................. 57
VII. Soñar y ser soñado............................................................................... 70
El ju e g o ................................................................................................... 72
La manipulación por la fa m ilia ................................................... 75
Los sueños.................... 79
VIII. ¿Qué es él para Hécuba?.................................................................... 86
Juguetes institucionales: el caso de los animales consenti­
dos............................................................................................................... 90
El abuso institucional: los ritos de in iciación........................ 95
La fantasía institucional: el teatro............................................ . 100
El marco dramático............................................................................. 103
La personalidad del a cto r................................................................ 105

E stética e ilusión
IX . El engaño de la belleza................. 111
¿Por qué es importante la clasificación?.................................. 116
¿Sobre qué tipo de “ evidencia” se basan los sistemas de
clasificación?........................................................................................... 116
La propensión a clasificar y el amor a la “ rim a” ..............118
X . Sobre poner la mejilla izquierda............................................................ 126
X I. Mariposas que se pegan............................................................................ 131
193
104 INDICE

XII. El color de la naturaleza.................................................................... 134


XIII. Ilusiones contrastantes en perspectiva.................................................. 141

Sobre libros de otros


X IV . Una ecología de éxtasis.......................................................................... 149
XV. Los fantasmones..................................................................................... 154
X V I. Esta lloviendo Karma sobre mi cabeza................................................ 160
X V II. ¿Qué es la mente?No importa. ¿Qué es la materia?No se preocupen 165

C uatro minutos para la media noche


XVIII. Una proposición inmodesta................................................................. 173
X IX . Cuatro minutos para la media noche.................................................. 176

f
Este libro se terminó de imprimir y encuader­
nar en el mes de enero de 1989 en los talleres
de Encuadernación Progreso, S. A. de G. V.,
Calz. de San Lorenzo, 202; 09830 México, D. F.
Se tiraron 2 000 ejemplares.

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