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«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con
todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc
10, 27). El diálogo de Jesús con el doctor de la Ley remite a dos textos del
Pentateuco (cfr. Dt 6, 5; Lv 19, 18) para sintetizar lo que el hombre debe
hacer para alcanzar la vida eterna: amar a Dios y amar a sus semejantes.
Las narraciones de Mateo y Marcos (cfr. Mt 22, 37-39; Mc 12, 30-31) son
ligeramente distintas de la lucana: en ellas el doctor de la Ley pregunta al
Señor cuál es el principal mandamiento. La respuesta de Jesús sigue siendo
la misma, porque un amor radical, completo, satisface plenamente todo lo
que Dios pide al hombre y a la vez le abre el camino para disfrutar de Él por
toda la eternidad.
La relación con Dios adquiere así un sentido que, si bien no es del todo
original, contrasta con ciertas propuestas del judaísmo y sobre todo con las
religiones paganas. En ellas se pone con frecuencia el acento en la
adoración, la sumisión, la obediencia... Se remarca la absoluta
trascendencia de Dios ante la cual la criatura humana solo puede postrarse y
reconocer su nimiedad. La perspectiva que abre Jesucristo, sin negar la
anterior, toca más la intimidad del hombre: le llama a entrar en una relación
amorosa en la cual distingue varias dimensiones: corazón, alma, fuerzas y
mente. Jesús parece subrayar que el trato con Dios abarca al hombre en su
integridad, que debe poner en juego su inteligencia, voluntad, sentimientos
y pasiones, al igual que en el trato con sus semejantes. En efecto, «nosotros
no poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las
criaturas: este pobre corazón nuestro, de carne, quiere con un cariño
humano que, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural» [1].
El doble precepto tiene una premisa: Dios es un Padre que nos ama, nos
cuida y vela por nosotros. «Él nos amó primero» (1 Jn 4, 19), nos primerea,
por usar el neologismo acuñado por el Papa Francisco. Nosotros solo
respondemos, y de manera incompleta, al amor con el que Dios se ha
adelantado al crearnos, al darnos una familia, unas capacidades, unos
talentos... y al disponer una morada que nos espera en el Cielo (cfr. Jn 14,
2-3). Como cantamos en Navidad en el himno Adeste fideles, sic nos
amantem, quis non redamaret, ¿cómo no corresponder a quien nos ha
amado tanto?
En ese amor que da y recibe de Dios –y que prolonga a todos sus
iguales– encuentra el hombre la satisfacción plena de sus más íntimos
anhelos. El primer mandamiento no es un imperativo impuesto desde el
exterior, sino la enunciación de aquello que le hace feliz: «nos hiciste,
Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti» [2].
Dios no es un tirano que no se conforma con nuestra sumisión, sino que
además nos obliga a quererle; es un Padre que nos ama, nos cuida, vela por
nosotros y es el único capaz de colmar una irrenunciable necesidad: «lo
único que puede hacer feliz a una persona es la experiencia de amar y de ser
amado» [3].
2. LA AFECTIVIDAD Y SU FORMACIÓN
3. PSICOLOGÍA Y FORMACIÓN
1. NOCIÓN DE PERSONALIDAD
Hay conceptos que forman parte de nuestro lenguaje pero que nos vemos
incapaces de definir de forma satisfactoria. Se trata habitualmente de
nociones muy ricas o complejas para las que una definición, necesariamente
sintética, puede omitir elementos importantes, por lo que dejaría de ser
válida. Sabemos qué es pero no conseguimos definirlo en pocas palabras.
Creo que es lo que nos ocurre con el concepto de personalidad. Forma
parte de nuestra vida cotidiana y lo usamos en muchos contextos: tiene una
personalidad fuerte, está desarrollando su personalidad, no tiene
personalidad... Pero ¿qué es la personalidad? Se trata de un concepto fácil
de intuir pero que se resiste a ser reducido a una definición.
En ocasiones, al dar clases sobre este tema he hecho una pequeña
encuesta entre los asistentes. Salían muchas características: es algo
específico de cada uno, estable, abarca todos los ámbitos de la persona (sus
percepciones internas y externas, sus pensamientos, comportamientos y
relaciones), se puede observar y juzgar desde el exterior... Pero tampoco
mis alumnos conseguían llegar a una definición a gusto de todos.
Los especialistas en este campo, que son los psicólogos, han propuesto
muchas definiciones. Como ocurre en otros aspectos de esta ciencia, no han
llegado a una definición unánime; es más, en ocasiones las diversas
propuestas entran en oposición unas con otras.
Yo tampoco he encontrado ninguna que me satisfaga completamente
pero hay una que, con alguna modificación, me parece muy acertada y la he
asumido para que nos acompañe a lo largo de estas páginas: la personalidad
es un modo estable de relacionarse con uno mismo, con los demás, y con el
mundo. Esta noción se basa en un psicólogo americano, George Kelly
(1905-1967) [1], y es, como todas, incompleta y limitada. Se podría decir
incluso que no es propiamente una definición de personalidad, sino más
bien una enunciación de cómo se manifiesta. Con todo, tiene dos
características que la hacen especialmente útil para la intención que me he
propuesto en este libro.
Por un lado, da una gran importancia a la relación. He hecho cuentas y
esta palabra aparecerá casi trescientas veces a lo largo de estas páginas. No
me parece exagerado y tiene varias explicaciones: independientemente de
cómo la conceptualicemos, la personalidad se manifiesta fundamentalmente
en el trato con los demás y sería muy difícil conocerla en alguien que
viviera aislado. Además, su sano desarrollo requiere vivir con otros: el roce
hace que salten chispas pero también pule las aristas, muestra ejemplos que
emular, despierta el deseo de mejorar para corresponder al afecto que se
recibe, y, sobre todo, permite tener delante alguien a quien amar. Una buena
gama de relaciones es clave para el desarrollo sano y armónico de la
personalidad.
En segundo lugar, Dios forma parte de ese los demás con quien nos
relacionamos. La personalidad de cada uno condicionará también el modo
en que se entra en contacto con Él, ya que la noción de Dios implica
paternidad, amor, cuidado, autoridad, seguridad, dependencia, perdón,
premio, castigo... Todos esos aspectos producen una resonancia afectiva en
el interior del individuo que determinará un acercamiento basado en la
confianza, el recelo, el miedo, la pasividad, etc.
La personalidad tiene tres manifestaciones fundamentales: las
emociones, los pensamientos y la conducta. Generalmente aparecen en este
mismo orden: los sucesos despiertan unas emociones que al hacerse
conscientes llevan a pensar qué ha sucedido y cómo se puede reaccionar,
para a continuación pasar a la acción. El hecho de que este proceso se dé a
veces de modo no del todo consciente no quiere decir que sea simplemente
automático o instintivo: en muchas ocasiones está determinado por la
educación o por experiencias previas. Sería el caso de quienes se han criado
en un ambiente de prejuicios contra personas de otra raza o los que han
desarrollado una fobia por un evento sufrido años atrás.
Creo que se entenderá más claro con un ejemplo. Estoy en el cine y
alguien grita “¡fuego!”. En milésimas de segundo noto en mi interior una
explosión de adrenalina que despierta diversos sentimientos (miedo,
inseguridad...), busco la salida más cercana y pienso un plan de huida; quizá
también me doy cuenta de que algunos necesitarán ayuda para salir.
Finalmente, ejecuto el plan para salvarme... o para arriesgarme en el intento
de salvar a otros. No nos engañemos: lo primero que viene a la mente es
“sálvese quien pueda”; para que el grito “las mujeres y los niños primero”
se haga realidad en una situación de peligro real el individuo debe haber
desarrollado una forma de ver su vida y la de los demás que le permita
tomar esa decisión que a veces es heroica.
La reacción ante un mismo evento es muy distinta en cada persona.
Algunos saltan inmediatamente al ser insultados y pasan al contraataque;
otros, por el contrario, se quedan cohibidos y no saben o no se atreven a
responder, se vienen abajo porque no los quieren, piensan que se merecen
que les desprecien o crucifican por dentro a quien les ha ofendido mientras
les prometen rencor eterno. Reaccionan de forma distinta (por dentro y por
fuera) porque tienen personalidades distintas. Adelanto aquí una idea que
desarrollaré en profundidad más adelante: hay que escuchar las emociones,
porque muchas veces explican los propios pensamientos y estos a su vez
explican mi conducta. Al sentirme humillado, enfadado, despreciado pienso
que el otro ha sido injusto o que, por el contrario, me trata como merezco
porque he cometido un grave, error; en consecuencia, actúo enfrentándome
a él o resignándome de modo más o menos pacífico a su ataque. Es
frecuente que en la tarea de formación se ponga el énfasis en la acción
(“haz esto o no lo hagas”) y se descuide animar al educando a mirar dentro
de sí para descubrir las emociones y pensamientos que han provocado esa
actuación.
Estos simples ejemplos ponen de manifiesto las dos triadas que hemos
visto aquí: relación con nosotros mismos, con los demás y con el mundo;
reacción en forma de afectos, pensamientos y conductas. Nuestra noción de
personalidad tal vez no llegue a lo más recóndito (quizá incluso sea
imposible llegar): eso lo dejamos para los expertos. A fin de cuentas lo que
se aprecia al tratar a alguien no es tanto su personalidad, sino su
comportamiento externo y, si nos fijamos más o él nos lo confía, también el
interno.
Terminamos este apartado con tres características más de la personalidad.
En primer lugar, es una estructura dinámica. Hemos dicho que es un
modo estable de reaccionar (suele hablarse de patrones de conducta). Esto
no quiere decir que sea algo rígido o estereotipado, no es como el armazón
de cemento de un edificio, que no puede variar. Se parece más bien a un
árbol, que es sólido y a la vez va creciendo y diversificando su forma desde
las raíces hasta las flores. Está siempre sujeta al cambio, que puede ser a
mejor o a peor. Es más, está obligada a cambiar, porque los nuevos
acontecimientos a que se enfrenta requieren siempre nuevas estrategias, y
también porque uno mismo tiene sus propias inquietudes, su afán de
novedades, su búsqueda de retos... Esto permite mencionar la
adaptabilidad, la capacidad de ajustarse (en las emociones, en los
pensamientos y en las acciones) a las nuevas circunstancias que
continuamente nos pone por delante la vida; para muchos la adaptabilidad
es el mejor termómetro de madurez y de salud mental.
En segundo lugar, la personalidad hace que la persona sea predecible.
Alguien irascible saltará al percibir una agresión, mientras que otro más
introvertido tenderá a sufrir el agravio en silencio pero quizá rumiando
improperios en su interior. De igual modo, todos conocemos personas
responsables, ordenadas y fiables a quienes se puede dar un encargo con
total confianza de que lo ejecutará, mientras que con otros hay que estar
continuamente supervisando para evitar sorpresas. El hecho de ser
predecibles no va en contra de la libertad: no somos máquinas que
reaccionemos siempre igual ante el mismo estímulo. Lo que quiero decir es
que tendremos un impulso inicial a responder de una determinada manera, a
la vez que conservamos la posibilidad –con más o menos esfuerzo– de
resistir a ese impulso... siempre y cuando conservemos el suficiente
dominio interior, como veremos más adelante.
Por último, la personalidad evoluciona a lo largo de la vida. En los niños
es muy voluble, en los adolescentes se va consolidando y al entrar en la
edad adulta suele ser estable. Pero esto ocurre a expensas de la
adaptabilidad, por lo que el cambio se hace cada vez más difícil.
Volveremos sobre esta idea cuando abordemos el ciclo vital.
En resumen, la personalidad condiciona el modo (interno y externo) de
actuar. Por tanto, tendrá una gran influencia en nuestra posibilidad de ser
felices, de estar a gusto con los propios pensamientos y sentimientos y con
los de los demás, con las circunstancias que nos encontramos en la vida. Y
ayudará a que podamos tener una buena relación con los amigos, con el
cónyuge y con Dios.
3. RASGOS DE LA PERSONALIDAD
b) Conscientiousness o Responsabilidad
c) Extraversion o Extraversión
d) Agreeableness o Cordialidad
5. EL LOCUS DE CONTROL
1. A VER SI MADURAS
Cuentan los que vivieron con san Josemaría que, en alguna ocasión, miró
a los jóvenes que le rodeaban durante un encuentro y les dijo: «hijos míos,
¿sabéis por qué os quiero tanto? [...] porque veo bullir en vosotros la Sangre
de Cristo» [6]. El Señor ha muerto por cada uno de nosotros; no por la
humanidad en general, sino por cada hombre (cfr. Ga 2, 19). Y al morir por
nosotros nos ha elevado a una categoría aún más alta que la de imagen y
semejanza de Dios con que habíamos sido creados: nos ha hecho sus hijos.
¿Quién no ha visto al hijo de un gran personaje –un político, un artista,
un deportista– que “se crece” al pasar ante un grupo de seguidores de su
padre? Pues así es como san Josemaría recomendaba que fuésemos los
cristianos por el mundo: «“Padre –me decía aquel muchachote (¿qué habrá
sido de él?), buen estudiante de la Central–, pensaba en lo que usted me
dijo: ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, ‘engallado’ el
cuerpo y soberbio por dentro, ¡hijo de Dios!”. Le aconsejé, con segura
conciencia, fomentar la “soberbia”» [7].
Si hemos dicho que la base del amor a uno mismo está en interiorizar la
valorización de otros, cuánto debería servir la conciencia de que todo un
Dios nos quiere con amor de Padre. Pase lo que pase, aunque los
progenitores no se hayan portado como sería de esperar, Dios quiere a cada
uno siempre de manera incondicional: soy digno de ser amado, soy digno
de existir.
“Pero –podría preguntar alguno–, ¿y si me porto mal?”. En una ocasión
me encontraba en la sala de espera de un hospital. En un mostrador cuatro
enfermeras cuchicheaban pero yo estaba con mis cosas sin prestarles
atención. En un momento dado escuché la siguiente pregunta: “¿Padre,
Dios quiere también a esta?”. Claramente solo podían dirigirse a mí, que era
el único cura en esa sala. Miré al grupo y distinguí a una que miraba
cabizbaja al suelo; claramente se estaban refiriendo a ella. Respondí sin
dudar: “claro que sí”. Entonces ella levantó un poco la cabeza y me
preguntó: “¿aunque a veces no me porte bien?”. Supongo que acudió en mi
auxilio el Espíritu Santo, porque le respondí sin dudar: “Dios te quiere
siempre, aunque a veces tú no te portes bien. Exactamente como tú quieres
a tus hijos”. ¿Has escuchado alguna vez la expresión se le iluminó la cara?
Puede parecer exagerada pero es exactamente lo que le ocurrió: se
transformó y mantuvimos una entretenida conversación a cinco hasta que
me tocó el turno de entrar al médico.
Sí, Dios nos quiere siempre aunque no nos portemos bien. Como el
Padre del hijo pródigo, que salía todos los días a esperar a quien se marchó
de casa para malgastar la herencia (Lc 15, 11-32). Nos quiere y nos
perdona. Contaba el Papa Francisco en el primer Ángelus de domingo que
rezó en la Plaza de San Pedro, el 17 de marzo de 2013, que muchos años
atrás había estado confesando en una parroquia y al levantarse para atender
otras labores pastorales se acercó casi inoportunamente «una señora
anciana, humilde, muy humilde, de más de ochenta años. La miré y le dije:
“Abuela –porque así llamamos nosotros a las personas ancianas–: Abuela,
¿desea confesarse?”. “Sí, me dijo”. “Pero si usted no tiene pecados...”. Y
ella me respondió: “Todos tenemos pecados”. “Pero quizá el Señor no la
perdona...”. “El Señor perdona todo”, me dijo segura. “Pero ¿cómo lo sabe
usted, señora?”. “Si el Señor no perdonara todo, el mundo no existiría”. [...]
No olvidemos esta palabra: Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. “Y,
padre, ¿cuál es el problema?”. El problema es que nosotros nos cansamos,
no queremos, nos cansamos de pedir perdón».
Es cierto que somos humanos y no es fácil vivir solo a base de consuelos
sobrenaturales, necesitamos escuchar con nuestros oídos el afecto que nos
profesan. Pero tal vez podemos aprender y enseñar a escuchar más ese
consuelo en la oración. La conciencia del amor incondicional de Dios por
nosotros nos dará una estabilidad de ánimo capaz de pasar por encima de
las adversidades que vengan de fuera o de dentro. Nos ayudará a relativizar
nuestros éxitos o nuestros fracasos, que sabremos leer a la luz de la meta
que nos hemos marcado en la vida (nuestro esquema de comprensibilidad,
por usar la expresión de Allport): crecer en amor de Dios y gozar de Él en
el Cielo por toda la eternidad. Todo lo que nos ocurra en la vida, bueno o
malo, incluso el mismo pecado, es reconducible a esta meta. Este es el
equilibrio justo entre el locus de control interno y el externo, tan justo que
es muy difícil de alcanzar; conformémonos con acercarnos a él.
Vernos a la luz de Dios nos ayudará también a ver a los demás con esa
misma perspectiva. Todos somos en parte responsables de la autoestima de
quienes nos rodean y por tanto hemos de esmerarnos para tratarles con
nuestras palabras y nuestra conducta de modo acorde a su condición de
hijos de Dios. Especialmente si tenemos una posición de autoridad o de
guía (una relación padre-hijo, profesor-alumno, etc.), nuestros consejos e
indicaciones contribuirán a reafirmar en ellos la convicción de su propio
valer incluso cuando sea preciso corregir con claridad. San Josemaría solía
decir a sus hijos espirituales: “os quiero con locura, pero os quiero santos”
[8].
Conseguiremos así vivir en un mundo imperfecto, rodeados de personas
imperfectas, siendo nosotros imperfectos... pero serenamente deseosos de
mejorar y sobre todo felices.
4. HUMILDAD Y VERDAD
¿No hay riesgo de excederse en el amor a uno mismo? ¿Cómo evitar que
se infle tanto la propia valoración que se salga por el otro extremo cayendo
en la soberbia? Sin duda existe ese peligro, pero hay también mucha gente
buena que sufre exageradamente ante sus defectos porque ignora sus logros
y virtudes. Cuando están a punto de sentirse satisfechos y darse la
enhorabuena... lo rechazan como si fuera un mal pensamiento y acaban
atrapados en una red de insatisfacción y culpa. No han entendido la virtud
de la humildad.
C. S. Lewis la explica genialmente en una de sus Cartas del diablo a su
sobrino. El maestro de diablos Escrutopo escribe a su joven aprendiz:
«debes ocultarle al paciente la verdadera finalidad de la humildad. Déjale
pensar que es, no el olvido de sí mismo, sino una especie de opinión (de
hecho, una mala opinión) acerca de sus propios talentos y carácter. Algún
talento, supongo, tendrá realmente. Fija en su mente la idea de que la
humildad consiste en tratar de creer que esos talentos son menos valiosos de
lo que él cree que son. Sin duda son de hecho menos valiosos de lo que él
cree, pero no es esa la cuestión. Lo mejor es hacerle valorar una opinión por
alguna cualidad diferente de la verdad, introduciendo así un elemento de
deshonestidad y simulación en el corazón de lo que, de otro modo, amenaza
con convertirse en una virtud. Por este método, a miles de humanos se les
ha hecho pensar que la humildad significa mujeres bonitas tratando de
creer que son feas y hombres inteligentes tratando de creer que son tontos»
[9]. La última frase me parece genial y por eso la destaco.
Santa Teresa de Jesús escribió que «humildad es andar en verdad» [10].
Vernos a la luz de Dios implica considerarnos y aceptarnos como somos,
con talentos y virtudes que tenemos que hacer rendir mientras vuelve
nuestro Señor (Lc 19, 11-27).
Esto nos permitirá aceptar y enfrentarnos a nuestros errores. Como
escuché en una ocasión, “tenemos defectos, pero no somos nuestros
defectos”. Reconoceremos sin desanimarnos que hay otros más inteligentes,
más simpáticos, más atléticos... e intentaremos imitarles con serenidad. La
envidia consiste en entristecerse por los logros de los demás y desear que
fracasen para quedar por encima; la emulación, por el contrario, consiste en
ver los méritos de los otros y aprender de ellos para mejorar.
¿Cómo evitar la soberbia?, nos preguntábamos antes. Un modo es tener
preparada una comprensiva sonrisa ante nuestros propios errores. En la
carta antes citada, el propio demonio recomienda a su sobrino no insistir
demasiado en fomentar la vanidad, «no vayas a despertar su sentido del
humor y de las proporciones, en cuyo caso simplemente se reirá de ti y se
irá a la cama» [11].
Otro modo es dejarse ayudar y corregir por las personas que nos quieren:
los padres en primer lugar, y también los profesores, amigos y aquellos a
quienes confiamos nuestros deseos de mejorar. Hay un medio con una gran
tradición en la Iglesia: la dirección espiritual. Al confiarnos a la objetividad
de alguien que nos conoce y nos ve desde fuera –pero con cariño y
comprensión– podremos avanzar con la tranquilidad de que no dejarán de
señalar los descaminos que inevitablemente surgirán a lo largo de la vida.
«Conviene que conozcas esta doctrina segura: el espíritu propio es mal
consejero, mal piloto, para dirigir el alma en las borrascas y tempestades,
entre los escollos de la vida interior. Por eso es Voluntad de Dios que la
dirección de la nave la lleve un Maestro, para que, con su luz y
conocimiento, nos conduzca a puerto seguro» [12].
1. UN WHATSAPP DE ADOLESCENTE
3. LIMITACIONES DE LA AFECTIVIDAD
Justo después del relato de la creación, el Génesis nos habla del pecado
de nuestros primeros padres (cfr. Gn 3). Es el famoso episodio de la
serpiente y la fruta prohibida, que, por cierto, en ningún sitio se dice que
fuese una manzana. Adán y Eva se hacen culpables no ya de haber
desobedecido un precepto de Dios un poco curioso (podían comer de todos
los árboles menos de uno), sino de desconfiar del motivo por el que Dios se
lo había prohibido y querer ser como dioses negando su condición de
criaturas.
La consecuencia, como sabemos, fue una cascada de desgracias: nuestros
primeros padres fueron expulsados del paraíso y perdieron, entre otras
muchas cosas, la armonía entre las distintas dimensiones de su ser. Las
limitaciones de la afectividad que acabamos de ver se hicieron difíciles de
manejar y cada afecto, emoción y pasión comenzó a tirar para su lado
amenazando con desgarrar al sujeto. La tradición cristiana ha acuñado para
esa situación el término concupiscencia (cfr. 1 Jn 2, 16), definida como una
inclinación al pecado [5]. A veces se entiende mal la concupiscencia, como
si fuese una tendencia a hacer el mal. No es así: la voluntad solo puede ser
atraída por el bien, aunque sea el bien parcial que contiene toda realidad.
Por eso san Agustín definía el pecado como «un apartamiento de Dios, que
es el Creador supremo, y un abrazo de las criaturas inferiores» (aversio a
Deo et conversio ad creaturas) [6].
Incluso se oscureció la inteligencia; no ya porque confunda lo malo con
lo bueno, sino porque considera el bien parcial como bien absoluto, de
manera que puede obnubilarse y perder de vista su fin, que nunca ha dejado
de ser gozar de Dios por toda la eternidad [7]. Tras el pecado original sigue
siendo posible hacer el bien, pero la inteligencia y la voluntad encuentran
tantas dificultades que en la práctica es imposible realizarlo siempre.
Cada persona nota en sí una batalla interior genialmente expresada por
san Pablo: «querer el bien está a mi alcance, pero ponerlo por obra, no.
Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rm 7, 18-
19). ¿Quién no ha sentido alguna vez esa lucha entre lo que siente y lo que
sabe que tiene que hacer, entre lo que le gustaría hacer y lo que acaba
haciendo? Alguno responderá que es justo lo que le ocurre desde primera
hora de la mañana, cuando oye el despertador y se queda remoloneando
unos minutos cuando sabe que debería levantarse inmediatamente. El
Apóstol también sentía esa tensión, hasta el punto de exclamar: «¡Infeliz de
mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rm 17, 24). Él también
tenía sus dificultades, quizá mucho mayores que la levantada matutina. Pero
vale la pena escuchar la respuesta que recibe del Señor en otro momento:
«te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza» (2 Co
12, 9). La vida cristiana no consiste en empujarnos a un esfuerzo ímprobo:
Dios está encantado con prestarnos una ayuda extra, que es su gracia.
Como se ve, estamos en un terreno limítrofe entre la psicología y la
moral. La afectividad desordenada hace que apetezcan cosas que hoy y
ahora no vienen bien al hombre en cuanto criatura racional creada a imagen
y semejanza de Dios: descargar extemporáneamente la ira sobre quien le ha
ofendido, comer desmesuradamente un plato que gusta, tomar bebidas
alcohólicas sin moderación, buscar una relación sexual con alguien que no
es el cónyuge, etc. Pero independientemente de la tendencia, solo se comete
un pecado cuando se pone en uso la libertad y se consiente a realizar esas
acciones.
Hay muchos libros que dan fórmulas para desarrollar el mundo afectivo,
tanto el propio como el ajeno, de forma sana y madura. Algunos, como el
presente, lo hacen partiendo explícitamente de una antropología de matriz
cristiana; otros muchos no nombran a Dios ni dan por supuesta la existencia
de un más allá pero dan ideas sin duda muy aprovechables.
En estas páginas voy a ofrecer una perspectiva –tal vez– un poco original
para potenciar ese mundo interior. Partiré de las tres virtudes teologales –fe,
esperanza y caridad–, que son el armazón sobre el que se construye toda la
vida del cristiano, y sacaré algunas ideas prácticas aplicables a personas de
toda condición, cristianos o no.
2. FE
«El hombre animal no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios,
porque son necedad para él y no puede conocerlas, porque solo se pueden
enjuiciar según el Espíritu» (1 Co 2, 14). Realmente san Pablo tenía un
estilo bastante directo y sin duda conseguiría remover a los que escuchasen
sus cartas.
Hay gente que no entiende la vida cristiana y realmente lo tiene difícil,
porque parte de unos presupuestos muy limitados. En efecto, es difícil
hacerse cargo si el criterio para distinguir el bien del mal es lo que resulta
agradable o placentero, es decir, si se ignora que el lenguaje de los afectos
es siempre limitado, como vimos en el capítulo anterior. Por el contrario, la
apertura a intereses que van más allá de lo puramente material tira para
arriba de las pasiones y pone al alma en sintonía con lo sobrenatural. No
hablo solo de rezar o de tener intereses celestiales, sino de fomentar todo
aquello que manifiesta la dimensión no material de la persona. Partiré en mi
razonamiento de la dimensión puramente corporal, sentido por sentido, para
ilustrar cómo alcanzar esa sintonía con lo sobrenatural que caracteriza la
vida de fe.
La vista. Para conocer el mundo afectivo de una persona es útil hacer
preguntas de este tipo: “¿Qué tipo de película te gusta más? ¿Eres capaz de
disfrutar con una obra de arte? ¿Cuál es la última vez que visitaste un
museo? ¿Qué tipo de novelas sueles leer?”. ¿Tiene esto algo que ver con la
afectividad? Sí, aunque sea indirectamente.
Alguien que pasa muchas horas al día ante la pantalla viendo videos de
acción (fútbol incluido), le aburren las novelas donde abundan las
descripciones y adjetivos (no me atrevo a nombrar la poesía), bosteza ante
una película o un libro menos impactantes pero que ayudan a la reflexión y
la contemplación... tal vez está demasiado pegado al terreno, a lo material.
Unos intereses algo más elevados le ayudarían a potenciar su mundo
interior.
De modo progresivo y acorde a la edad del sujeto, comenzando por lo
que más le llama la atención, se le pueden proponer actividades de este tipo
e ir ampliando poco a poco (en calidad y en número) el círculo de intereses.
El arte (especialmente la buena literatura: pienso ahora en los clásicos rusos
de Tolstoi y Dostoyevski) ayuda a conocer la riqueza y la complejidad de la
psique humana, de la propia y de la ajena, y por tanto facilita la convivencia
con uno mismo, con los demás y con el mundo. La propuesta concreta
dependerá del punto de partida de cada uno, porque si desde el inicio se le
pide demasiado, puede acabar frustrado y pensar equivocadamente que
aquello (el arte, la literatura, etc.) no está hecho para él.
El oído. La facilidad con que tenemos a mano audios y videos en el
móvil dificulta los momentos de silencio y reflexión interior que todos
necesitamos. Es muy frecuente encontrar en el autobús o en el metro gente
de todas las edades escuchando con auriculares música o podcasts. Muchos,
cuando salen en coche, a correr, en bici, cuando tienen que hacer algún
trabajo manual o incluso para estudiar se ponen música de manera casi
refleja. Tienen una especie de temor al silencio (como el horror vacui del
arte rococó). Pero esa música –especialmente los géneros más intensos
como el vallenato, el reggaetón o el rock– llena el cerebro y puede
dificultar la interioridad. Cuánta gente se queja de que no es capaz de
concentrarse en el estudio o de recogerse en la oración; pero es la cosa más
normal si durante el resto de la jornada están continuamente llenando el
cerebro de estímulos.
Vale la pena hacer una prueba: sin cambios radicales, sin siempre o
nunca, reservar algunas islas de silencio en la jornada. Así hacía Jesucristo
en muchas ocasiones: «acudían a él multitudes para oírlo y para que los
sanara de sus enfermedades. Él, por su parte, solía retirarse a lugares
solitarios para orar» (Lc 5, 15-16).
No se trata solo de dedicar expresamente tiempos para pensar, sino de
aprovechar desplazamientos, momentos de espera, etc., para que puedan
venir cosas a la mente. Conocí a una psicóloga a quien le gustaba pasar
unos días al año en una habitación que unos religiosos de clausura
alquilaban con la única condición de que el inquilino respetase el ambiente
de recogimiento del monasterio. Allí iba gente de todo tipo que buscaban la
tranquilidad necesaria para pasar unos días de retiro espiritual, estudiar una
oposición, avanzar en la tesis doctoral o simplemente disfrutar de una cura
de sueño. La psicóloga de quien hablo dedicaba esos días a lo que llamaba
contemplar sus pensamientos: dejaba vagar la mente y acudían recuerdos,
pensamientos, imágenes; ella se dedicaba a considerarlos, interpretarlos,
reflexionar... a conocerse. Puede sonar un poco curioso pero refleja mucha
interioridad, la conciencia de tener dentro una gran riqueza y el deseo de
ahondar en ella.
En palabras de Benedicto XVI, «el silencio es capaz de abrir un espacio
interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite
Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a él
arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida. Por
lo tanto, la primera dirección es: volver a aprender el silencio, la apertura a
la escucha, que nos abre al otro, a la Palabra de Dios» [1].
No hablo por tanto de un silencio vacío, sino de tener un poco de diálogo
con uno mismo... y con Dios. En efecto, el cristiano corriente –no solo el
religioso de clausura– está llamado a ser contemplativo en medio de sus
tareas cotidianas, y esto es difícil si no hay un poco de silencio interior. Por
eso no es tan paradójico que el cardenal Sarah haya escrito un libro de casi
trescientas páginas sobre este tema, titulado precisamente La fuerza del
silencio. Frente a la dictadura del ruido [2].
El gusto. Este sentido da para toda una nueva batería de preguntas:
“¿Cuál es tu plato favorito? ¿Dónde prefieres ir cuando toca comer fuera?”.
Si la respuesta es un burger para comer hamburguesas con patatas fritas y
abundante kétchup, por poner un ejemplo entre muchos, tal vez cabe ganar
en sensibilidad, en apreciar sabores menos contundentes pero algo más
sutiles.
Desde luego la virtud está en el punto medio; como decían los clásicos,
in medio virtus. A veces es divertido leer la etiqueta de una botella de vino:
parece imposible que alguien pueda captar un sabor «intenso, complejo, con
rigor y parquedad llena de matices, con notas de vainilla y sándalo y un
final tánico poderoso donde se revelan largas notas tostadas», como
ironizaba cierto humorista.
También aquí se puede fomentar la sensibilidad. De forma también
progresiva se puede hacer el pequeño esfuerzo de conformarse con el plato
que toca hoy e ir poco a poco arriesgándose con otros más elaborados;
comiendo despacio, saboreando... y disfrutando de la buena mesa. De esta
manera, sin proponérselo, uno hace además más feliz a quien haya
preparado esa comida.
El olfato. Lo pondría en relación con la higiene corporal: ir bien limpio,
aseado, tal vez con un poco de perfume discreto, de los que no empalagan,
sino que hacen más agradable la presencia. Aunque tiene más que ver con
la vista, incluiría aquí el cuidado de la ropa (bien planchada y compuesta),
el afeitado en el caso de los varones, etc. No se trata de ir “hecho un pincel”
ni de vestir de la misma manera en todas las circunstancias, sino de
empezar cuidando el sentido estético en el propio aspecto externo. Esto es
aplicable a otros muchos pequeños placeres de la vida de los que pasamos
por alto sin darnos cuenta, como el perfume de una flor, el olor de la tierra
después de la lluvia, la irrupción de la primavera en un jardín o incluso en
las calles de la propia ciudad, etc.
El tacto. Es el sentido más elemental y rudo, se podría poner en relación
con la delicadeza en las formas, el tono humano, los modales en el trato con
los demás. No son meros convencionalismos sociales, sino manifestación
de respeto en la forma de presentarse, de hablar, de comer, de dialogar, de
llevar la contraria...
Pedir las cosas por favor, dar las gracias, llamar a los demás por su
nombre en vez de por un mote, saludar delicadamente y no con un
contundente golpe en la espalda, evitar un lenguaje soez, no bostezar o
estirarse en público... Estos y otros muchos ejemplos hacen el trato mucho
más agradable y ayudan a tener ese clima interior a que nos estamos
refiriendo.
Quedarían los sentidos internos: la memoria y la imaginación. Aunque
haya silencio exterior, siempre podemos encender la música interior. Pero
en ese caso será igualmente difícil el recogimiento necesario para vivir en
presencia de Dios, para hacer un rato de oración, incluso para sacar unas
horas de estudio.
Estamos llamados a disfrutar del Cielo, que consiste precisamente en la
contemplación de Dios por toda la eternidad. Algunos cuando oyen esto no
pueden contener una exclamación del tipo “¡qué aburrimiento, todo el día
viendo lo mismo!”. Ignoran que la vida eterna no consiste en estarse quieto
mirando siempre lo mismo, como quien ve por quinta vez una película.
Dios tiene una capacidad infinita, rica y llena de matices, de llenar la
inteligencia, la voluntad y los sentimientos del hombre que le contempla.
Por eso nunca sacia, es imposible aburrirse contemplándolo... si se tiene un
mínimo de sensibilidad. El Cielo será un contemplar a Dios “sin descanso y
sin cansancio” [3] poniendo también en juego las emociones, afectos, y
pasiones.
Espero que hayas tenido la suerte de visitar la Capilla Sixtina de los
museos vaticanos, una de las mayores obras de arte del mundo. En la
bóveda, escenas del Génesis pintadas por Miguel Ángel; a ambos lados,
frescos del Antiguo y el Nuevo Testamento realizados por los mejores
artistas del momento; y al frente, el impresionante Juicio Final, obra
también del Buonarroti. Entre las decenas de miles de visitantes diarios he
encontrado muchas veces dos extremos. Unos, quizá un poco cansados de
ver tanto capolavoro –la Sixtina está siempre al final del recorrido– se
detienen, dan un vistazo alrededor y se dirigen a la salida después de pocos
minutos. Otros, por el contrario, pasan horas contemplando el
extraordinario panorama, tanto el armonioso conjunto como los pequeños
detalles; conozco algunos que van directamente a la Capilla para pasar allí
toda una mañana de domingo. Tienen sensibilidad para el arte, para la
belleza, y me atrevería a decir que están más en condiciones de captar lo
inmaterial.
En alguna ocasión, al exponer estas ideas alguno de los oyentes se ha
rebelado: “es que esos son mis gustos”, incluso añadiendo: “sobre gustos no
hay nada escrito”. Esto último no es exacto: sobre gustos hay muchísimo
escrito; entre otras cosas se ha escrito que hay gente con mal gusto. Pero los
gustos se pueden educar, y así ayudarán a entrar en sintonía con lo
sobrenatural.
No estoy hablando de gustos pijos o esnobs, al alcance solo de personas
con estudios especializados y abundantes medios económicos. No todos
tenemos la misma preparación artística pero sí la misma capacidad de
asombrarnos ante la belleza. En una ocasión escuché cuánto ayuda a
fomentar una afectividad madura contemplar aquello que no se puede
poseer: una puesta de sol, un paisaje pintoresco, un edificio curioso que nos
topamos por la calle, una obra de arte... Esto está al alcance de cualquiera y
la experiencia muestra que hay muchas personas con una educación básica
que podrían dar lecciones a grandes personajes de la vida social.
Esa fascinación ante lo bello es un modo de intuir la grandeza de Dios,
de abrirse a la fe. Así lo manifestaba Benedicto XVI: «Tal vez os ha
sucedido alguna vez ante una escultura, un cuadro, algunos versos de una
poesía o un fragmento musical, experimentar una profunda emoción, una
sensación de alegría, es decir, de percibir claramente que ante vosotros no
había solo materia, un trozo de mármol o de bronce, una tela pintada, un
conjunto de letras o un cúmulo de sonidos, sino algo más grande, algo que
“habla”, capaz de tocar el corazón, de comunicar un mensaje, de elevar el
alma. [...] El arte es capaz de expresar y hacer visible la necesidad del
hombre de ir más allá de lo que se ve, manifiesta la sed y la búsqueda de
infinito. Más aún, es como una puerta abierta hacia el infinito, hacia una
belleza y una verdad que van más allá de lo cotidiano. Una obra de arte
puede abrir los ojos de la mente y del corazón, impulsándonos hacia lo alto.
Pero hay expresiones artísticas que son auténticos caminos hacia Dios, la
Belleza suprema; más aún, son una ayuda para crecer en la relación con él,
en la oración» [4].
Pienso que la afirmación de Jesús «bienaventurados los limpios de
corazón, porque verán a Dios» (Mt 5, 8) puede entenderse no solo en el
sentido de que los que no se hayan portado bien serán castigados en el
infierno. Tal vez lo que quiso decir Jesús es que los que no tienen cierta
afinidad con lo inmaterial no serán capaces de disfrutar de un Dios
espiritual ni siquiera estando delante de Él. «El hombre animal no percibe
las cosas que son del Espíritu de Dios, porque son necedad para él y no
puede conocerlas, porque solo se pueden enjuiciar según el Espíritu» (1 Co
2, 14).
3. ESPERANZA
4. CARIDAD
c) Aprender a querer
«¡Aprended a hacer el bien!» (Is 1, 17), dice el profeta Isaías. No es
suficiente tener buena intención, que habitualmente se da por descontada en
todas las personas y desde luego en los lectores de este libro. Se trata de
hacerlo de forma que acertemos con cada una de las personas que tengamos
delante. No hay que inquietarse: nunca lo conseguiremos completamente.
Pero al menos lo podemos intentar y, cuando hayamos fallado, acordarnos
de sacar la pata. A continuación propongo algunas ideas para querer bien.
Ser desinteresado. El amor busca dar sin recibir nada a cambio. Se puede
objetar que esto es aplicable a la caridad en general –por ejemplo, dar
limosna– pero que la amistad no es exactamente así: todos elegimos a
nuestros amigos porque nos caen bien, porque tienen algo que nos llena y
por tanto hay un cierto intercambio que no es malo, sino que forma parte de
la misma naturaleza de la amistad. De acuerdo, corrijamos el tiro: la
amistad busca dar sin buscar una gratificación inmediata, un rédito a corto
plazo para la inversión afectiva que se ha realizado. Implica cierto
desinterés: doy algo a mi amigo porque lo necesita, aunque no me vaya a
devolver el favor ahora, ya me lo devolverá si se da la ocasión. Pero no
queda en deuda conmigo si no se presenta la oportunidad, y si se presenta,
no me siento con derecho a exigirle. Cuando digo dar no me refiero solo a
cosas materiales, sino también a afecto, compañía, tiempo, interés por sus
gustos o sus problemas aunque parezcan poco interesantes... De lo contrario
no estamos hablando de una verdadera amistad, sino de un intercambio
comercial o de una relación de usar y tirar. Esto es aplicable a otros tipos
de vínculos: familia, compañeros de clase o de trabajo, etc.
Respetar la forma de ser del otro. Querer es aceptar al otro como es, no
como a mí me gustaría que fuese. Es quererle con sus defectos, no a pesar
de sus defectos. Por eso la caridad se adapta a los diferentes gustos, ritmos,
tiempos, opiniones, formas de ser, maneras de hacer las cosas, etc.
Técnicamente se dice que respeta la alteridad. En consecuencia, evita el
afán de dominar, no es invasiva y acepta los silencios del otro o los límites
que quiere poner a nuestra curiosidad. Aceptar los defectos de los demás
conlleva rechazar la queja, la crítica y la murmuración cuando nos topamos
con ellos.
No formar quistes. A lo largo del día tratamos a muchas personas y solo
con algunos coincidimos en gustos, aficiones y formas de ser, de modo que
se establece una amistad que conlleva un mayor trato. Pero esto es muy
distinto de quedar encerrados en un círculo exclusivo al que solo tienen
acceso los amiguitos. Sería una amistad inmadura, más propia de niños y
adolescentes. La caridad es inclusiva, respeta y acepta a todos, incluso a los
que no caen tan bien.
Elegir a los amigos. Si un amigo dificulta ser fiel al estilo de vida que se
quiere llevar, tal vez valga la pena dejar que se enfríe un poco esa amistad
(no que se extinga) y fomentar, por el contrario, el trato de los que con su
ejemplo y su palabra nos ayudarán a ser aquello que queremos ser.
Ser empáticos. Cinco años antes de su bautismo, en 1917, santa Edith
Stein defendió su tesis doctoral, titulada Sobre el problema de la empatía
[9]. Se trataba de un término técnico casi novedoso, pero desde entonces se
ha profundizado tanto que ha sido incorporado al lenguaje coloquial. Se
trata de la capacidad de darse cuenta del estado anímico del otro y mostrar
cercanía emocional. No se trata simplemente de “darse cuenta”
racionalmente de cómo está, ni tampoco necesariamente de compartir su
estado de ánimo. Se trata más bien de comprender –con la cabeza y con el
corazón– y aceptar que es legítimo que se sienta así. A esto se le llama
técnicamente validar sus sentimientos.
Valorizar. Ya hemos hablado sobre este concepto dos capítulos atrás,
pero no me resisto a repetirlo: reconocer es aumentar, decir a alguien tú
vales es ayudarle a que valga más.
Querer a gusto del consumidor. A personas desiguales, trato desigual.
No va contra la justicia, pues la definición clásica de esta virtud, atribuida a
Ulpiano, es «dar a cada uno lo suyo» [10], y cada persona necesita y merece
algo distinto. No vale el “café para todos”, sino que hay que comportarse
con cada uno como necesita él, no como nos gusta a nosotros. Es cierto que
“a nadie le amarga un dulce”, pero hay gente que prefiere el salado;
además, el exceso de dulces empalaga a cualquiera y a un diabético le
puede dañar.
Apreciar las manifestaciones del otro. Es la otra cara de la idea anterior:
aceptar que cada uno tiene su forma de expresar el afecto. Algunos son más
cariñosos y detallistas, otros por el contrario son más secos. Los primeros
tenderán a inundarnos con su afecto y los segundos pueden dejarnos
insatisfechos. Respetar su forma de ser implica no exigirles más de lo que
pueden cómodamente dar ni obligarles a reprimir sus manifestaciones de
afecto.
Dejarse querer. Si todos necesitamos sentirnos queridos, somos
absolutamente dependientes de los demás para ser felices. Curiosamente
hay gente que pone barreras, son un poco erizos. ¿Por qué? No porque no lo
necesiten, sino porque tienen miedo, miedo a sufrir, como los estoicos. Y es
que el amor nos hace vulnerables: si me encariño con alguien, puede ocurrir
que me defraude, que se aleje, que muera... ¿Mejor no amar para no sufrir?
Este sería un modo de asegurar, en el mejor de los casos, una vida
moderadamente tranquila. Pero quedaría una necesidad insatisfecha en lo
más hondo del corazón. Hay que abrirse sin miedo aunque se hayan
acumulado las decepciones, aunque la gente no sea perfecta (no es un gran
descubrimiento: tampoco nosotros lo somos). Ya lo hemos dicho: hay que
aprender a vivir en un mundo imperfecto, rodeados de personas
imperfectas, siendo nosotros imperfectos... pero serenamente deseosos de
mejorar.
Mostrarse vulnerables. Forma parte de lo anterior pero vale la pena
destacarlo. Hay gente que busca inconscientemente dar sensación de
solidez, no mostrar fisuras, esconder sus limitaciones más allá de lo que
hace necesario un sano pudor. Y cuando los defectos se hacen evidentes (es
inevitable) se justifican, se comparan, se racionalizan. Muchas veces estos
intentos fracasan y quedan como unos vanidosos, aunque es peor si triunfan
y convencen de su integridad, porque quedarán como frías estatuas de
mármol que se pueden admirar pero no se pueden querer. Probablemente
estas personas no fueron suficientemente valorizadas en su infancia y bajo
esa cáscara dura ocultan una gran inseguridad y miedo al rechazo, como si
tuviesen que mostrarse perfectos para merecer cariño. Olvidan, sin
embargo, que a las personas normales les caen bien los que son como ellos:
gente con limitaciones pero con buena voluntad.
Perder el tiempo con los demás. Acompañar a dar un paseo o a hacer
unas compras, interesarse por sus ambiciones y éxitos profesionales, hablar
de lo que el otro tiene en la cabeza y le importa aunque nos parezca una
nimiedad, un sano pasilleo... Todo esto pueden ser muestras de olvido de sí
y entrega a los demás. Me parece un buen ejemplo lo que narra el famoso
director de cine Frank Capra sobre su primer encuentro con el presidente
Roosevelt: «su principal don era la forma en que hacía que tú –no
importaba qué o quién fueras– te sintieras importante. Lo hacía sobre todo
siendo un gran oyente. Sabía que la abrumadora presencia del presidente de
los Estados Unidos podía convertir a los hombres fuertes en débiles, y a los
hombres débiles en imbéciles. Así que, con una gran sonrisa amistosa, y el
brillo del intenso interés en sus destellantes ojos, te animaba a que hablaras
de ti mismo, de tu familia, de tu trabajo, de cualquier cosa. “¡Vaya, no me
diga!”, exclamaba después de que tú hubieras hecho alguna afirmación
idiota. Con pequeñas risas, y aguijoneos, y ánimos a seguir hablando como:
“¿De veras? ¡Cuénteme más!”, “¡Vaya, así que lo sabe!”... “¡Lo mismo me
ocurrió a mí docenas de veces!”. “Oh, eso es fascinante”..., su calidez podía
cambiarlo a uno de un tímido tartamudeante a un experto contador de
historias. Y quedabas siempre en deuda con él» [11].
Perdonar. San Juan Crisóstomo decía que «nada nos asemeja tanto a
Dios como estar dispuestos al perdón» [12]. El esfuerzo por pasar por
encima de los fallos de los demás, por evitar rencores, dilata el corazón del
hombre. Le hace capaz de amar a la manera divina. Así nos quiere Dios,
que nos perdona cada vez que nos acercamos a la confesión, y por eso Jesús
nos invita a perdonar a todos «no hasta siete veces, sino hasta setenta veces
siete» (Mt 18, 22).
Ayudarles a ser mejores. Al igual que nosotros, nuestros conocidos
tienen la ilusión de ser buenas personas y a muchos también les gustaría ser
buenos cristianos. Se lo podemos facilitar con nuestro ejemplo, con una
conversación que les abra horizontes o señalándoles con delicadeza algún
aspecto que podrían mejorar. Y siempre con la oración, rezando por nuestra
familia, por nuestros amigos, por las personas que de algún modo dependen
de nosotros.
Mirar a la cara. Es frecuente compartir mesa, cruzarnos con alguien en
un pasillo o incluso iniciar una conversación... y notar que el otro –aunque
solo por unos segundos– se abstrae ante la pantalla del móvil, ignorándonos
o al menos prestándonos solamente una atención compartida. Es mucho
más amable evitar el multitasking cuando estemos con alguien y dedicarle
todo nuestro tiempo y atención: escuchar, sonreír, mirar.
5. UN TERRENO FÉRTIL
Figura 3. Los estilos de apego en el adulto según Kim Bartholomew y Leonard M. Horowitz.
1. EL NIÑO
2. EL ADOLESCENTE
a) El eterno conflicto generacional
“Esta juventud está podrida en lo más profundo del corazón. Los jóvenes
son malos y perezosos, nunca serán como los jóvenes de antes; los de hoy
no serán capaces de mantener nuestra cultura” (incisión en un vaso de
arcilla de la antigua Babilonia, año 3000 a.C.).
“Nuestro mundo ha llegado a una etapa crítica, los niños ya no escuchan
a sus padres: el fin del mundo no puede estar lejos” (sacerdote del antiguo
Egipto, año 2000 a.C.).
“Ya no hay esperanza para el futuro de nuestro país si los jóvenes de hoy
toman el poder mañana, porque esta juventud es insoportable, sin ningún
límite, es terrible” (Hesíodo, año 720 a.C.).
“Nuestra juventud ama el lujo, es maleducada, se burla de la autoridad y
no tiene el mínimo respeto por los ancianos. Los niños de hoy son unos
tiranos; no se levantan cuando un viejo entra en una habitación, responden
mal a sus padres. En una palabra: son malos” (Sócrates, año 470 a.C.).
Son frases que circulan por la web y cuya historicidad es más que dudosa
(no he encontrado la fuente de ninguna de ellas). Con todo, me ha parecido
interesante copiarlas porque reflejan una realidad: en todas las épocas y
culturas se ha criticado de manera inmisericorde a la juventud del momento,
habitualmente con una sentencia final de tipo “menos mal que yo no era
así”. No pasa nada, por tanto, si se nos escapa en alguna ocasión una
expresión semejante. Es un signo normal de vejez.
Muchos se preguntan si el adolescente de hoy día es similar a los de
generaciones anteriores o tiene características peculiares. Me atrevería a
responder que básicamente el adolescente del siglo XXI es como el de otras
épocas con algunas diferencias cuantitativas: puede ser algo más o menos
solidario, tolerante, autónomo, constante, recio, sacrificado, altruista,
inseguro, resiliente... Pero creo que hay algunas diferencias cualitativas que
merece la pena reseñar.
Se trata de una generación altamente capacitada. El nivel de
escolarización en las sociedades occidentales es cercano al cien por cien, la
mayor parte de los adolescentes tiene acceso a la educación secundaria y los
jóvenes tienen grandes facilidades para acceder a la universidad. No es
infrecuente que tengan una formación académica superior a la de sus
padres. En consecuencia razonan más las cosas, quieren hacerlas suyas, son
ambiciosos y quieren sentirse libres, autónomos y dueños de su futuro. La
otra cara de la moneda es que hay muchas expectativas puestas en ellos –no
solo externas, sino también interiorizadas– y se pueden sentir desde
pequeños muy presionados para alcanzar el éxito a nivel social y
profesional.
Una consecuencia de lo anterior es la crisis de autoridad. A finales de
los años ’60 del siglo pasado unos jóvenes popularizaron el lema “prohibido
prohibir”. En su momento era una minoría algo marginal pero el eslogan ha
sido ya asumido como propio por varias generaciones. El argumento de
autoridad (“porque yo te lo digo”, “porque siempre se ha hecho así”) ya no
es válido, las normas se ven por defecto como algo arbitrario que hay que
buscar cómo saltarse (véase Harry Potter), se piden explicaciones a
cualquier decisión... No es falta de confianza, es una forma mentis distinta.
Pero el rechazo de la autoridad tiene un precio: no hay una guía clara y el
adolescente puede sentirse a la deriva en el mar de las decisiones: no sabe
qué hacer con su libertad e incluso tiene dificultad para construir su propia
identidad.
Por otra parte, hay una gran movilidad que dificulta el establecimiento de
relaciones estables y el arraigo en un barrio, una escuela, una ciudad y un
país. Es un factor que unido a otros muchos facilita el individualismo. En
parte se compensa con la facilidad para las relaciones online pero desde un
punto de vista psicológico no pueden sustituir a una relación presencial.
Una cuarta característica es la inmediatez. El mundo de los digital
natives (nacidos en la era digital) fomenta lo instantáneo. Hasta hace un par
de décadas con frecuencia uno se enteraba de los resultados deportivos al
comprar el periódico a la mañana siguiente. Hoy esto es inconcebible: se
busca en internet y en décimas de segundos se llega a toda la información.
Pero esto se consigue a costa de no saber esperar. Ya hemos hablado de esto
unos capítulos atrás, al mencionar la dinámica de la gratificación diferida.
Los jóvenes de hoy son un claro exponente de la civilización de la
imagen. Se han criado en la era audiovisual y han convivido con las
tecnologías de la comunicación y la información desde su más tierna
infancia. Esto tiene consecuencias en el modo de pensar, de aprender, de
prestar atención, de relacionarse, etc. [9]. Por poner un ejemplo del ámbito
educativo, la típica lección magistral de un profesor que habla desde el
estrado les resulta con frecuencia insufrible y se distraen a los pocos
minutos. Necesitan que las clases sean dinámicas, interactivas, apoyadas
por videos, PowerPoint o Prezi, etc. Esto supone todo un reto para los
profesores, que no solo tienen que estar preparados en sus materias, sino
dotarse de instrumentos pedagógicos no siempre al alcance de sus
posibilidades.
La última característica, consecuencia de la anterior, es el multitasking,
que no es exclusivo de ellos pero sí, por así decirlo, congénito. Yo mismo
mientras escribo estas líneas tengo abiertos en el ordenador cuatro
programas en los que tengo material que he recopilado y cuando necesito
algún otro dato busco en la web; con frecuencia no me resisto a la tentación
de acceder a noticias que no tienen que ver con este trabajo y de vez en
cuando compruebo si me ha llegado algún mensaje. No soy ya un
adolescente pero entiendo que a la generación Z (nacidos entre 1994 y
2010) le sea difícil focalizarse en una sola tarea cuando se han criado en
este ambiente.
Se podría objetar que estas características son meramente cuantitativas,
pero creo que no es así. La mente, la afectividad y el comportamiento del
adolescente se han forjado con un nuevo sistema operativo que exige de los
educadores un estilo distinto de aquel en el que ellos mismos fueron
formados, lo que con frecuencia no es fácil y favorece los conflictos
generacionales. Como la dificultad de interacción entre iOS y Android.
b) Delimitación de la etapa
La adolescencia se inicia con la pubertad, esa explosión de hormonas
sexuales que inicia alrededor de los 10 años en las niñas y los 13 en niños,
con un rango de variabilidad muy amplio. Si tuviese que resumir en una
palabra el drama en la adolescencia, creo que elegiría desequilibrio, y es
que la maduración que hasta entonces ha tenido lugar de manera más o
menos armónica asume ahora velocidades distintas a varios niveles:
Fisiológico: un par de años después de la pubertad ya pueden ser padres.
Corporal: prácticamente “estrenan” un nuevo cuerpo en el que apenas se
reconocen.
Psíquico: no están preparados para asumir responsabilidades
importantes, ni siquiera de cuidarse de sí mismos.
Social: su rol está aún supeditado a la familia y tardarán muchos años en
tener los recursos económicos suficientes para dejar la casa de sus padres y
fundar su propio hogar.
Este desequilibrio conlleva inseguridad, miedo y tensiones consigo
mismos y con los demás. La pregunta que implícitamente se repiten es:
¿quién soy? No se consideran ya niños y les molesta que les traten como
tales o les den tareas demasiado simples. Pero saben que aún no son
adultos; las responsabilidades serias les atraen y les dan miedo casi en la
misma proporción. Saben que aún no están preparados para decidir sobre su
vida y tienen miedo al fracaso. A veces, como reacción a esa inseguridad,
pueden caer en la impulsividad, es decir, resolver sus dudas actuando sin
pensar.
El final de la adolescencia es variable: suele ponerse en los 19 años, que
coincide aproximadamente con el final de la educación secundaria y el
inicio de la universidad o la incorporación al mundo laboral. Para entonces
ya han alcanzado la configuración física de adultos, un cierto equilibrio
emocional y comenzarán a ganarse la autonomía económica. Otros autores
hablan de los eternos adolescentes, los rebeldes sin causa en quienes este
periodo se prolonga hasta los treinta, los cuarenta años...
Erikson [10] dice que lo que define esta etapa es la lucha por la
identidad, que es el primer término de la crisis que la caracteriza; el otro
elemento de la díada es la confusión de identidad (Tabla 8). En una obra
anterior había definido la identidad del yo como la suma de dos factores:
conciencia de igualdad interna o para sí mismo (inner sameness) y
continuidad del propio significado para los demás [11]. El adolescente tiene
que discriminar en lo que ha sido hasta ahora –un niño– para aceptar
algunas características y repudiar otras. Pero en ese despojo tiene que
reconocerse en continuidad con lo que ha sido hasta entonces –“sigo siendo
yo aunque haya cambiado”– y, además, necesita que los otros le sigan
también reconociendo.
Radio de relaciones Fuerza Patología
Edad Estadio Crisis psicosociales
significativas básica básica
Identidad vs.
13-21 Grupos de pares y grupos Repudio
Adolescencia confusión de Fidelidad
años externos; modelos de liderazgo del rol
identidad
Tabla 8. Estadios y competencias evolutivas en la adolescencia según Erik Erikson [12].
Las relaciones significativas salen del ámbito familiar para situarse en los
grupos de pares, grupos externos y modelos de liderazgo. Hay una
transferencia de confianza desde los padres a unos líderes o mentores, en
los que se acepta un estilo de vida, ideología o militancia en grupos,
instituciones, corrientes de pensamiento, etc. Este nuevo ámbito determina
que la fuerza básica sea la fidelidad a esos nuevos líderes. La patología
básica sería el repudio del rol, que consiste en rechazar aquello que no se
puede integrar en la propia identidad; puede aparecer como falta de
confianza o como una oposición obstinada sistemática, una especie de
“identidad negativa” que está en la base de la rebeldía adolescente.
Con todo, el repudio del rol es también necesario para la formación de
una identidad adulta. A pesar de que el nombre sugiera lo contrario, la
patología o vicio básico –aquí y en el resto de los estadios evolutivos– no es
una especie de “enfermedad” o “freno” para la madurez, sino un impulso
que ayuda a alcanzarla aunque sea partiendo de la negación. Del mismo
modo, algo de rebeldía es también necesaria para que el adolescente sea “él
mismo” y rompa con los estereotipos y con lo que otros le dicen que debe
ser.
Arminda Aberastury y Mauricio Knobel sintetizan la ruptura del
adolescente con lo que ha sido hasta entonces en tres duelos básicos: el
duelo por el cuerpo infantil, el duelo por el rol y la identidad infantil, y el
duelo por los padres de la infancia [13].
c) Construyendo la identidad
1. EL ADULTO JOVEN
a) Delimitación de la etapa
d) La crisis de los 30
2. LA PLENITUD DE LA VIDA
a) Delimitación de la etapa
La etapa que vamos a considerar abarca los años comprendidos entre la
adquisición de una cierta estabilidad en la vida a nivel familiar, laboral, etc.,
y la jubilación.
Prácticamente coincide con el estadio psicosocial adultez, que Erikson
sitúa entre los 40 y los 60 años (Tabla 10) [9]. El radio de relaciones
significativas se reparte entre el trabajo compartido y la casa compartida,
que son los dos ámbitos en los que se desarrolla la mayor parte de su vida.
La crisis que caracteriza esta etapa tiene como primer término la
generatividad, que tiene tres niveles: procreatividad (seres), productividad
(objetos) y creatividad (ideas). Toda persona tiene la necesidad de sentirse
útil y necesitada por los demás, y busca proyectarse en el futuro para dejar
un legado a su familia y al mundo. El modo de lograrlo pasa en primer
lugar por la generación y educación de los hijos, orientándolos hacia una
existencia lograda que es vista como una extensión de la propia vida. En
otros ámbitos esa proyección de uno mismo puede conseguirse a través del
trabajo, la escritura, la ciencia, el arte o el activismo social. El otro
elemento de la crisis es el estancamiento, la renuncia a dejar tras de sí un
legado, tal vez al comprobar que el poso que se dejará en la historia no será
tan grande como se había soñado. El desengaño puede llevar a preguntarse:
¿qué estoy haciendo aquí?, ¿para qué tanto esfuerzo y renuncia?
Radio de relaciones Fuerza Patología
Edad Estadio Crisis psicosociales
significativas básica básica
40-60 Generatividad vs. Trabajo dividido y casa
Adultez Cuidado Rechazo
años estancamiento compartida
Tabla 10. Estadios y competencias evolutivas en la adultez según Erikson [10].
1. LA FAMILIA
2. EL TRABAJO
2. DELIMITACIÓN DE LA ETAPA
Erikson sitúa aquí su octavo y último estado psicosocial (Tabla 11) [3].
El radio de relaciones significativas se expande al máximo hasta abarcar la
especie humana, mi especie. Los polos en los que se mueve la crisis
correspondiente son integridad vs. desesperanza. La integridad, según el
psicólogo americano, consiste en un sentimiento de coherencia y de
totalidad a nivel somático, psicológico y social; justo los tres elementos con
que describimos la personalidad en el primer capítulo. Con los años los tres
corren el riesgo de descomponerse, por lo que el otro polo es la
desesperanza.
Radio de relaciones Fuerza Patología
Edad Estadio Crisis psicosociales
significativas básica básica
60 Integridad vs. “Especie humana”, “mi
Vejez Sabiduría Desdén
años-... desesperanza especie”
Tabla 11. Estadios y competencias evolutivas en la vejez según Erikson [4].
a) La necesidad de adelantarse
c) Cambios sociales
Hemos asumido hasta ahora que la persona que llega a estas edades pasa
por el filtro de la jubilación, que supone un cambio brusco en su vida, un
día que marca un antes y un después. Esto tiene un efecto beneficioso: es
una señal imposible de ignorar de que el tiempo pasa inexorablemente.
Hay sin embargo algunas personas que no tienen un trabajo profesional
en el sentido en que socialmente se suele entender (con contrato,
remunerado y sujeto a extinción). Sería el caso de las amas de casa, en
algunos casos los sacerdotes, etc. Incluimos también aquí a las personas que
se han prejubilado y a los profesionales liberales que mantienen su ejercicio
laboral hasta edades muy avanzadas.
En ellos el paso de los años va dejando huella como en todos pero no hay
un evento concreto que ponga en evidencia que han alcanzado ya una edad
avanzada. En consecuencia tanto ellos como las personas con quienes
conviven o que les proveen de trabajo pueden no ser tan conscientes de los
achaques que se van acumulando y, por tanto, no ajustar oportunamente su
labor a las capacidades reales. Sería algo similar a cuando se ve a un
sobrino después de un largo tiempo: uno puede ser más consciente de los
cambios físicos y psíquicos que ha experimentado que los propios padres y
hermanos que conviven día a día con el chico.
En estas categorías de personas conviene estar particularmente atentos a
manifestaciones de la edad que ni el propio interesado puede notar:
cansancio, olvidos, pequeños dolores o molestias, etc.
Last but not least (por último, pero no menos importante), llegamos a la
tarea principal de esta fase, que consiste en prepararse para dar el salto al
Cielo. Al estudiar los estadios anteriores del ciclo vital hemos subrayado
que cada uno tiene un sentido propio y a la vez ha de vivirse en vistas del
sucesivo; por ejemplo, hemos insistido en que la adultez debe ser también
una preparación para la ancianidad. Pues bien, la tercera edad ha de ser
vivida en función de la etapa siguiente y definitiva: la vida eterna a la que
estamos llamados. «Hacerse viejo quiere decir acercarse a la muerte, y
cuanto mayor se es, más cerca se está de ella. En esta cercanía se llega a
tocar con las manos el fondo de la existencia. Se plantean las preguntas
últimas: ¿es la muerte la disolución en el vacío, o más bien el paso a lo
verdaderamente real? Solo la religión responde a estos interrogantes. Mala
cosa hacerse viejo sin fe en Dios. Aquí no hay palabrería que valga. El
núcleo de la vida del anciano no puede ser otro que la oración, sea cual sea
la forma que esta tome» [15]. Si la vida se ha vivido como un don de Dios,
es más fácil aceptar que ese don se está acabando... para dejar paso a otro
aún más grande y duradero.
Entre las muchas tareas a realizar ocupa un lugar primordial el fomento
del trato con Dios, concretado en un tiempo diario de oración y la
frecuencia de sacramentos. Qué mejor manera de asegurarse de que Dios
nos recibirá que recibirle diariamente en la Sagrada Comunión. Se puede
valorar también la conveniencia de administrar la unción de los enfermos,
que “no es un sacramento solo para aquellos que están a punto de morir. Por
eso, se considera tiempo oportuno para recibirlo cuando el fiel empieza a
estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez” [16].
Al hacer balance de la vida, con sus luces y sus sombras, servirá la
jaculatoria que solía repetir el beato Álvaro del Portillo: “gracias, perdón y
ayúdame más”. Es una forma de reconocer el bien que hemos hecho, la
imperfección de nuestras obras y la confianza en la gracia divina para el
tiempo que queda.
Entre los motivos de agradecimiento ocupa un lugar destacado el haber
perseverado en la propia vocación cristiana, manifestación del amor de Dios
que ha orientado toda la existencia. Como recordaba Benedicto XVI en un
encuentro con sacerdotes, religiosos, seminaristas y diáconos –pero se
puede aplicar también a los laicos y especialmente a los matrimonios–, «la
fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor; de un amor
coherente, verdadero y profundo a Cristo Sacerdote» [17]. Esta
consideración hará que al ver acercarse el momento «de pasar de este
mundo al Padre» (Jn 13, 1), nos llenemos de la serenidad y esperanza que
mostraba san Pablo: «he peleado el noble combate, he alcanzado la meta, he
guardado la fe» (2 Tm 4, 7).
El humilde reconocimiento del bien realizado –real aunque siempre
insuficiente–, de los frutos de la propia vida, de las obras que nos
sobrevivirán y de los hijos –naturales y espirituales– confirmarán que la
vida ha sido fructuosa, que ha valido la pena. La conciencia de que se
podría haber hecho más volverá a poner a prueba esa tolerancia a la
frustración que tan necesaria hemos visto desde la más tierna infancia e
impulsará a aprovechar el tiempo restante para seguir realizando obras
buenas. Un estímulo en esa perseverancia será el deseo de dejar un buen
recuerdo a los seres queridos y «a los jóvenes un noble ejemplo», como el
anciano Eleazar (2 M 6, 18-31), mostrando cómo vivir con sentido
cristiano, paciencia y buen humor los achaques de los años y los dolores de
la enfermedad. Una actitud así hace verdad el adagio juvenes videntur
sancti sed non sunt: senes non videntur sed sunt, los jóvenes parecen santos
pero no lo son, los viejos no lo parecen pero lo son.
En ocasiones pasará a primer plano un doloroso sentimiento de
inutilidad, desesperanza y remordimiento por los errores cometidos o, más
ampliamente, por haber desperdiciado la existencia. En este último caso
puede generarse la sensación de que aún no se puede abandonar esta vida:
no ha conseguido dejar el poso, la generatividad que caracterizaba el
estadio evolutivo anterior. Para esos momentos se puede fomentar el sentido
de contrición y renovar el deseo de pasar el tiempo de vida restante como
un «tiempo de verdadera penitencia» [18]. No siempre será posible hacer
las paces con las personas a las que se haya tratado mal, pero siempre es
buen momento para reconciliarse con Dios. Por eso no hay motivos para la
desesperación: el Señor siempre está dispuesto a concedernos el perdón y
hacernos disfrutar del premio del Cielo aunque seamos trabajadores de la
hora undécima (cfr. Mt 20, 1-16).
Esta actitud llevará a ver el futuro sin aprensión, con la confianza –
basada en el sentido de la filiación divina– de que nos espera el premio
prometido por nuestro Padre Dios: «vosotros sois los que habéis
perseverado conmigo en mis pruebas; yo, por mi parte, dispongo un Reino
para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis
a mi mesa en mi Reino» (Jn 22, 28-30).
CUANDO EL FINAL SE ACERCA
“¿Por qué yo?”. “¿Por qué no podía haber sido el viejo George?”. “No es
justo”.
La realidad es implacable y el muro levantado en la fase anterior se
acaba derrumbando. El paciente terminal asume que su situación es
realmente grave y culpa a la familia, el médico, el sistema sanitario, la
sociedad, etc. No prestaron suficiente atención a las primeras quejas, no
fueron diligentes para iniciar las pruebas diagnósticas, no acertaron con el
tratamiento adecuado... Una vez encontré la foto de una tumba cuyo
epitafio mostraba a las claras que el pobre difunto había sido sorprendido en
esta fase: “Ya os dije que estaba enfermo”.
En ocasiones la ira se manifiesta de manera más vaga, como un
resentimiento hacia los que tienen salud, que pueden reaccionar
sorprendidos: “¿qué culpa tengo yo de estar sano?”.
Según Kübler-Ross, en esta fase «la tragedia es quizá que no pensamos
en las razones del enojo del paciente y lo tomamos como algo personal,
cuando el origen no tiene nada que ver, o muy poco, con las personas que se
convierten en blanco de sus iras. Sin embargo, cuando el personal o la
familia se toman esta ira como algo personal y reaccionan en consecuencia,
con más ira por su parte, no hacen más que fomentar la conducta hostil del
paciente» [5]. En efecto, lo peor que puede ocurrir es entrar en una
“escalada simétrica de violencia” que acabe alejando a las personas justo en
el momento en que más se necesitan.
En el fondo, el enfermo no está verdaderamente enfadado con ninguna de
esas personas, aunque sus argumentos puedan sugerirlo. El paciente se
rebela contra la situación y carga contra todo lo que tiene alrededor como
un jabalí herido. Por eso habitualmente es preferible no justificarse ni
razonar lo equivocado de las acusaciones (lo que no implica darle la razón).
Es el momento de escuchar, de “hacer de esponja” de la angustia del otro
(lo que implica que el familiar tenga un lugar donde “descargar” lo que ha
absorbido). Puede ser oportuno reducir la duración de las visitas o
espaciarlas, especialmente si se trata de personas que despiertan
especialmente la agresividad del enfermo.
Sobre todo es crucial mostrarse empático. Qué distinto es decir en tono
acusatorio: “no tienes razón, estás siendo injusto”, que afirmar: “veo que lo
estás pasando muy mal; esta situación debe resultar muy dolorosa para ti”.
Son modos de mostrarle que es respetado, cuidado, querido, que se aceptan
sus sentimientos sin culparle por tenerlos.
En esta fase en que el paciente se ve emocionalmente desbordado por la
enfermedad ayuda hacerle partícipe de las decisiones: le dará un mínimo de
sensación de control. Por ejemplo, conviene acordar con él el momento y
duración de las visitas de conocidos o de las consultas médicas. Aunque no
tiene directamente que ver, creo que es aplicable una experiencia común en
medicina paliativa con el uso de analgésicos: si en lugar de prescribir una
pauta fija se le indica al paciente que regule la dosis él mismo en función de
la intensidad del dolor, habitualmente acaban consumiendo menos
medicación. Parece que la sensación de control disminuye o hace más
soportable el dolor físico y el sufrimiento psicológico.
La ira puede ir también dirigida contra Dios: “¿cómo ha podido permitir
esta enfermedad que no solo me afecta a mí, sino que deja desprotegida a
mi familia?”. El creyente ve cómo se pone a prueba la solidez de sus
convicciones: probablemente ha escuchado muchas veces que Dios es
bueno, Padre providente, que «todas las cosas cooperan para el bien de los
que aman a Dios» (Rm 8, 28)... pero quizá no lo tenía del todo interiorizado
y se rebela. No se trata en estos casos de intentar “defender a Dios” o
repetir “lo mismo de siempre”, algo que el sujeto podría interpretar como
recetas precocinadas que ya han mostrado su ineficacia.
Un enfermo grave frecuentemente no está en condiciones de hacer
grandes razonamientos... que quizá no sean necesarios: dejemos que vaya al
Cielo –que es lo importante– con sus errores y allí se dará cuenta de lo
equivocado de sus juicios. Puede ser más eficaz aportar algún argumento
positivo que llegue a su cabeza y a su corazón: “a pesar de todo, Dios es tu
Padre y te quiere”, “Él sabe más, porque tiene la perspectiva de la
eternidad; nosotros vivimos demasiado condicionados por el momento
presente”. Retomaremos estas ideas en el último epígrafe del capítulo.
“Déjeme vivir para ver a mis hijos graduarse”. “Haré cualquier cosa por
un par de años más”.
Se trata de una reacción similar a la de un niño que primero exige y
luego pide por favor prometiendo un cambio de conducta. El enfermo
puede tratar de negociar con el médico (donar su cuerpo, adquirir por fin
hábitos de vida sanos, dejar de fumar) o más frecuentemente con Dios (ir a
Misa todos los domingos, rezar, alejarse del pecado...). A cambio les pide
algo más de vida o por lo menos una disminución del dolor o de la
incapacidad.
Kübler-Ross manifiesta que «nos ha impresionado el número de
pacientes que prometen “una vida dedicada a Dios” o “una vida al servicio
de la Iglesia” a cambio de vivir más tiempo» [6]. Sin embargo, también
comenta con cierta ironía que «ninguno de nuestros pacientes ha “cumplido
su promesa”» [7]: si obtienen lo que pidieron, ni mantienen el cambio de
conducta ni se conforman con el plazo solicitado.
Una primera respuesta por parte de médicos y familiares sería “hacer
todo lo posible” por atender su petición, sin comprometerse a lo que es
imposible asegurar. Pero la misma escucha comprensiva y paciente de esas
peticiones tiene otro efecto beneficioso: ayuda a conocer las preocupaciones
del enfermo: el futuro de su familia, remordimientos por el pasado, etc. Su
sola verbalización ayuda a quitar miedos excesivos o irracionales y a
proponer alguna solución. Por ejemplo, se le podría decir afectuosamente:
“no te vas a perder mi boda: si no puedes acudir en persona, la verás mucho
mejor desde el Cielo”, o “no es necesario que prometas a Dios que, si te
curas, comenzarás a portarte bien, creo que lo que te pide es que lleves
ahora con paciencia tu dolor”. Sobre todo estas conversaciones permiten
afrontar uno de los mayores miedos, el de la soledad y el abandono: “pase
lo que pase, estaré contigo”.
Se abre así la posibilidad a una nueva forma de relacionarse con Dios,
más madura y desinteresada. La negociación que hay que fomentar con
Dios se podría resumir de este modo: “dame fuerzas para soportar la
enfermedad y te prometo que ya ahora haré lo posible para crecer en amor a
ti y a los demás”. Ya lo decía san Agustín: «Dios no pide imposibles; sino
que hagas lo que puedas, le pidas lo que no puedas, y Él te ayudará para que
puedas» [8].
El estudio de las fases del duelo nos ha ayudado a “entrar en la mente del
enfermo”. Conocer este proceso, al igual que los aspectos médicos de su
enfermedad, ayudará a acercarse a él con cariño y delicadeza, respetando
sus tiempos. La perspectiva de Kübler-Ross está además explícitamente
abierta a una visión trascendente del hombre y tiene en cuenta su dimensión
religiosa de modo compatible con los distintos credos.
En este último apartado veremos algunas ideas para ayudar a bien morir
desde una perspectiva específicamente católica. No repetiré contenidos que
ya salieron en los apartados anteriores, como escuchar más que hablar, no
intentar dar muchas explicaciones o defender a Dios, etc.
El concepto de Dios para un cristiano parte de dos premisas: es mi Padre
y me ama. Se trata de realidades tan grandes que siempre permiten una
mayor profundización; a la vez, también se pueden poner en cuestión ante
situaciones de crisis, por ejemplo, ante la cercanía de una muerte inesperada
que trunca el bienestar y los proyectos de futuro y trae dolor e
incertidumbre a las personas amadas.
Para muchas personas se hace necesario un itinerario que san Josemaría
describió así: «Escalones: Resignarse con la Voluntad de Dios:
Conformarse con la Voluntad de Dios: Querer la Voluntad de Dios: Amar la
Voluntad de Dios» [13]. Los dos primeros pasos (resignarse y conformarse)
parecen evidentes, pero ¿se puede querer e incluso amar esa Voluntad
cuando consiste en abandonar precozmente esta vida? Sí, porque aunque la
muerte produce un natural rechazo espontáneo, para alguien con fe supone
el umbral para entrar en el Cielo, que es un bien mucho mayor que
cualquier mal parcial (pérdidas, dolor, sufrimiento, etc.). Además, Dios es
tan poderoso que de los males saca bienes, y de los grandes males, grandes
bienes. Este razonamiento aporta serenidad, porque abre a la esperanza del
gozo futuro.
Ahora bien, ¿tiene algún sentido lo mal que lo estoy pasando ahora?
Para una reflexión antropológica y teológica profundas, recomiendo la
Carta Salvifici doloris de san Juan Pablo II [14]. En los siguientes párrafos
me limitaré a dar unas breves pinceladas que me parecen oportunas para la
finalidad de este libro.
En primer lugar, el dolor es una consecuencia del pecado. No estaba en el
designio originario de Dios al crear al hombre, sino que entró a raíz de la
desobediencia de Adán y Eva (cfr. Gn 3, 16-19). Forma parte del castigo
que toda persona debe asumir pero, he aquí una paradoja, no directamente
en relación con sus propios pecados. El libro de Job nos lo muestra con gran
dramatismo: en vista de las grandes desgracias que le afligen, sus tres
amigos insisten en que debe haber hecho algo malo para merecerlas, pero
Job insiste en que siempre ha caminado con rectitud ante Dios. La
intervención de Yahveh al final del libro es doblemente sorprendente: en
primer lugar, porque no responde al motivo de su sufrimiento, simplemente
apela a su propio poder y sabiduría y pide al patriarca confianza y
aceptación. El segundo motivo es que Job acaba recuperando la salud y los
bienes que había perdido, lo que parece un retorno a la retribución en esta
misma vida.
El misterio del dolor solo encuentra explicación mirando a Jesucristo, el
verdadero justo, que asume el sufrimiento «hasta la muerte y muerte de
cruz» (Flp 2, 8). De esta forma manifiesta su amor a la Voluntad del Padre
(el escalón más alto que proponía san Josemaría) y también su amor a los
hombres, a quienes rescató del pecado con su sangre (cfr. Is 53, 5). Al igual
que con Job, no se nos desvela completamente el sentido del dolor, pero se
nos confirma de manera definitiva que el dolor es compatible con el amor
de Dios: Jesús nunca duda del amor del Padre ni deja de amarle.
El evangelio muestra incluso un sentido del sufrimiento que hasta
entonces apenas se había intuido. Es san Pablo quien lo sintetiza con más
claridad: «completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en
beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). La identificación con
los sentimientos de Cristo consiste también en participar –cada uno con su
propia vida– en la Pasión del Señor y contribuir así a la salvación de la
humanidad siendo corredentores.
Estas breves líneas no ofrecen una explicación definitiva capaz de
resolver cualquier género de incertidumbres ni eliminan el carácter
misterioso del dolor. Pero creo que al menos encienden una luz: algo tendrá
el dolor cuando ha sido el instrumento elegido por Dios para mostrar su
amor a los hombres y salvarles. Como dice el Concilio Vaticano II, «por
Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera
del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad» [15].
Mirar a Cristo sufriente tiene consecuencias mucho más directas para el
enfermo de lo que parecería a primera vista. El propio Jesús tuvo antes de
su Pasión su propia fase de negociación: en la oración en el huerto de
Getsemaní rezó de esta forma: «Padre mío, si es posible, aleja de mí este
cáliz; pero que no sea tal como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26,
39). Comenzó apelando a la bondad del Padre y terminó aceptando
confiadamente su voluntad. No hay, por tanto, que sorprenderse si nosotros,
pobres criaturas, no solo negociamos, sino también nos enfadamos
filialmente con Dios, para luego “hacer las paces” reconociendo que Él sabe
más. Ante la enfermedad y el dolor la libertad a veces no consiste en elegir
lo que haremos con nuestra vida, sino en la decisión de cómo vamos a
afrontar lo inevitable.
La mejor ayuda para vivir cristianamente la enfermedad y la muerte será
precisamente ponerse –o ayudar al enfermo a situarse– delante de Cristo,
leer el evangelio y especialmente las escenas de la Pasión, preguntar a
Jesús: “¿cómo pudiste soportar todo esto?, ¿podrías ayudarme a sobrellevar
mi dolor?”. Será de gran ayuda la cercanía de un crucifijo; o mejor de dos:
uno a la vista para contemplarlo desde la cama y otro en la mano para asirlo
con fuerza cuando el sufrimiento físico o moral se haga más intenso.
Situarse junto a la cruz de Cristo conlleva además un encuentro inesperado:
allí está Santa María (Jn 19, 25), consolando a Jesús y a san Juan, y en este
a cada uno de los discípulos amados de su Hijo.
Es necesario, por tanto, perseverar en la oración a pesar de que no se
termine de comprender el porqué de la situación. Basta intuirlo y fiarse de
nuestro Padre Dios. Para que el enfermo rece, lo mejor es rezar con él y
darle intenciones para encomendar: será un modo de que se sepan útiles.
Cuando estén muy incapacitados, las oraciones vocales sencillas como el
rosario acompañarán las largas horas de inactividad exterior.
Algunos enfermos pueden sufrir en este momento una especie de crisis:
“¿y si me hubiese equivocado? ¿Y si no hubiese una vida después de esta?”.
Habitualmente no será una verdadera duda de fe, sino un cierto escrúpulo
que se infiltra subrepticiamente y se resuelve explicitando el deseo de estar
con Él, de verle cara a cara. Otras veces puede reflejar una fe inmadura, no
interiorizada, que se tambalea al ponerse a prueba. En uno y otro caso no
suele ser momento de hacer grandes razonamientos, sino de abandonarse,
humillando si es necesario la inteligencia y volviendo quizá a la fe ingenua
de la infancia: «dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque
de los que son como ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 19, 14).
Conviene que las personas que tienen un contacto más directo con estos
enfermos (familiares, capellanes de hospital, voluntarios, etc.) conozcan
material adaptado a su capacidad y situación: libros, folletos, páginas de
internet, etc. Las biografías suelen ser de gran utilidad porque no explican
sino que muestran que es posible sobrellevar cristianamente la enfermedad,
mueven la cabeza y el corazón a decir: “así querría yo morir”.
Esto nos ofrece un sentido más del sufrimiento del enfermo: dejar a los
seres queridos un recuerdo y un ejemplo. La propia Kübler-Ross dice que
para muchos familiares que han acompañado a sus seres queridos hasta la
fase de aceptación la experiencia resulta sorprendente, «porque le muestra
que la muerte no es esa cosa espantosa y horrible que tantos quieren
esquivar» [16].
Viktor Frankl escribió que «en realidad no importa lo que esperamos de
la vida, sino que importa lo que la vida espera de nosotros» [17]. De modo
similar al enfermo le servirá preguntarse qué espera Dios de él en su
situación y centrarse no en lo que le hace el dolor, sino en lo que él puede
hacer con su dolor, que es mucho para su propio bien y para el de muchas
personas.
Todo lo dicho puede resultar muy bonito, ¿pero no es superior para las
fuerzas de una persona normal? Quizá sí, por eso necesitamos una ayuda
externa: la gracia divina que se nos ofrece en los sacramentos.
Concretamente hay tres especialmente relacionados con este momento:
El primero es la confesión. Qué paz da saber que independientemente de
lo mal que nos hayamos comportado en nuestra vida, Dios nos perdona
siempre. Nunca es tarde para reconciliarnos con Él, y a través de Él hallar
también la paz con uno mismo y con los demás.
En segundo lugar tenemos la unción de los enfermos, que conviene
ofrecer tempestivamente al enfermo, sin esperar a una fase muy avanzada
de la enfermedad y sin arriesgarse a que pierda la conciencia. A veces hay
temor a mencionar este sacramento, pero ocurre algo parecido a la
comunicación del diagnóstico fatal: puede haber más miedo en el familiar
que en el propio paciente.
Por último, la comunión, que para los enfermos terminales tiene un
nombre específico: el viático, un alimento –que consiste nada menos que en
el mismo Cuerpo de Jesús– para el último tramo del camino hacia el Cielo.
Me contaban en una ocasión de una persona que acompañaba a su madre en
el lecho de muerte y le dijo: “mamá, ¿tú crees que el Señor te acogerá
enseguida?” (una pregunta, por cierto, muy poco oportuna en ese
momento). Pero la madre tenía más sentido común que el hijo y le
respondió llena de fe: “si yo le he recibido todos los días, durante tantos
años, ¿cómo no me va a recibir hoy? Sí, me recibirá”.
III. LA VIRTUD CRISTIANA DE LA
CASTIDAD
¿POR QUÉ VIVIR LA CASTIDAD?
5. EL DESORDEN DE LA CONCUPISCENCIA
Ya vimos al hablar de las pasiones en general que «Dios miró todo lo que
había hecho, y vio que era muy bueno» (Gn 1, 31). Todas las dimensiones
de la persona humana, también la sexual, han sido creadas por Dios, que
estaba muy satisfecho de cómo habían salido de sus manos. Pero en el caso
del hombre quiso añadir un ingrediente más: la libertad; le dio la capacidad
de decirle sí o no... y encontró un problema ya con la primera pareja.
Como consecuencia del pecado el hombre advierte un desorden en sus
pasiones del que ya hablamos al inicio de este libro. Es significativo que la
primera manifestación es que «se abrieron los ojos de los dos y
descubrieron que estaban desnudos» (cfr. Gn 3, 7), experimentaron
vergüenza uno frente al otro e incluso ante el mismo Dios (cfr. Gn 3, 10).
Cayeron en la cuenta de que su cuerpo desnudo puede ser visto con malos
ojos: de una manera que no les valore en toda su riqueza personal, sino
simplemente como un cuerpo que se puede usar para satisfacer un capricho,
una pasión, una curiosidad, unas ganas de excitarse... Pero esa mirada no
respetaría su dignidad, su psique, su espíritu. Adán y Eva son conscientes y
se protegen: primero vistiéndose –la famosa hoja de parra o de higuera,
según las traducciones (cfr. Gn 3, 7)– y luego escondiéndose: ¡nada menos
que de Dios, que nunca los miraría de esa forma!
El plan de Dios para el hombre tenía sus riesgos: que el hombre se
quedase con el placer e ignorase a la persona, que se diese pero solo un
poco, que se donase del todo pero solo por una noche (lo que implica no
darse del todo). Estas conductas suponen utilizar a la persona, como cuando
se toma el regalo y se desprecia el envoltorio o se toma la carta y se tira el
sobre. No importa que se realice con el consentimiento del otro o que sea el
propio cuerpo el medio para obtener placer. Por eso hay conductas que no
son lícitas aunque aparentemente no hagan daño a nadie. Hacen daño a
aquel que las comete aunque quizá no sea muy consciente: su dignidad se
resiente, queda ignorada, y la persona es reducida a un cuerpo que produce
excitación y placer.
Me permito poner un ejemplo real, una de las situaciones más
embarazosas que me ha tocado vivir. En mis años de universidad estábamos
hablando un grupo de estudiantes durante un intervalo entre las clases. En
un momento dado, una chica miró fijamente a un compañero y le dijo en
tono enojado: “deja de mirarme los pechos”. Se podía cortar el silencio y
nadie sabía dónde mirar; no desde luego a los dos interesados, ambos rojos:
una de ira y el otro de vergüenza. ¿Qué había querido expresar esta pobre
veinteañera? Que detrás de lo que estaba mirando el chico había una
persona y que se sentía reducida a su dimensión sexual. Esta era la malicia
de la mirada, que hubiese seguido existiendo en el caso de que ella no se
hubiese percatado.
Conviene recordar que nuestras acciones tienen repercusión en primer
lugar sobre nosotros mismos: cuando alguien roba, el principal daño no lo
hace a quien es robado, sino a sí mismo, que se convierte en ladrón; de
igual modo, el que miente se hace mentiroso y quien usa sexualmente al
otro o a sí mismo se hace lujurioso. De aquí deriva la malicia de los
pecados internos, de los cometidos con uno mismo o de las miradas impuras
condenadas en el noveno mandamiento del Decálogo. Detengámonos en
ellas.
Dice la sabiduría popular que la cara es el espejo del alma. Una mirada
limpia es reflejo de un alma limpia. Pero ¿qué es una mirada limpia? Así lo
explica el propio Jesús: «todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha
cometido adulterio en su corazón» (Mt 5, 28). No da igual lo que se mira, ni
mucho menos cómo se mira. Por eso, justo después de la explicación
anterior Jesús da un consejo radical: «si tu ojo te escandaliza, arráncatelo y
tíralo lejos de ti. Más te vale entrar tuerto en la Vida, que con los dos ojos
ser arrojado al fuego del infierno» (Mt 18, 9).
Nos jugamos mucho con nuestros ojos, con nuestras miradas. Nos
jugamos ver a Dios por toda la eternidad. Y es que no estamos llamados a
contemplar a Dios con los ojos del alma (que no existen), sino con los del
cuerpo, con los que estamos leyendo ahora estas líneas: «Tras despertar me
alzará junto a Él, y con mi propia carne veré a Dios. Yo, sí, yo mismo le
veré, mis ojos le mirarán» (Jb 19, 26-27).
Esos ojos se ensucian cuando miran de manera obscena, es decir,
sexualizando a la otra persona. Evidentemente la expresión es una imagen:
lo que se ensucia es la persona que ha mirado así. Esa cosificación del otro
a través de la mirada se ve muy claramente en la pornografía, a la que
dedicaremos el próximo capítulo. Quien mira –quien consume, se dice a
veces– esas imágenes busca solo la propia excitación sin dar nada a cambio,
sin llegar a un encuentro personal ni tener en cuenta que aquel o aquella a
quien está mirando es una persona con un nombre, una biografía, unos
sentimientos, una familia, quizá unas necesidades económicas que le
obligan a exponer su cuerpo... es reducida a instrumento para proporcionar
placer.
Esperar al matrimonio para tener relaciones sexuales protege a las
personas de ser utilizadas simplemente como un objeto para conseguir un
rato de placer sin llegar a la entrega total de cuerpo y alma, sin
compromiso. Aquí encontramos un motivo más por el que el matrimonio
implica exclusividad y estabilidad en el tiempo: no es posible entregarse
completamente a una persona y luego a otra, y luego a otra, etc.
El concepto de relaciones prematrimoniales además es equívoco [5].
Sería más apropiado llamarlas relaciones sexuales entre novios, porque de
hecho hoy día suelen iniciarse mucho antes de que haya intención de
comprometerse de por vida. Incluso si hubiera una relación consolidada y
una perspectiva de matrimonio más o menos cercana faltaría un elemento
fundamental: la promesa solemne que tiene lugar en el momento central de
la boda. No es infrecuente que el matrimonio sea visto como un mero
trámite social, como decir delante de los familiares y amigos (o incluso de
la misma Iglesia) lo que ambos ya tienen claro desde hace tiempo. Por el
contrario, el matrimonio transforma a quienes lo contraen; la misma
terminología lo refleja. Hasta el mismo momento de la celebración son
novios o prometidos, y permanecen libres para retractarse de las promesas
que se hayan hecho y buscar a otra persona con quien asociar su proyecto
de vida. Tras el matrimonio pasan a ser esposos o cónyuges, lo que les da
unos nuevos deberes y derechos. Adelantar las relaciones sexuales sería
anticipar esos derechos... a los cuales aún no se tiene derecho.
Es cierto que en la sociedad actual el matrimonio tiende a diferirse
mucho, a veces por motivos ajenos a la voluntad de los novios. Esto puede
hacer difícil la espera para tener relaciones o llevarlos a conformarse con un
“compromiso verbal de estabilidad” en espera de que la situación
económica, laboral, etc., permita la boda. Pero aun en estos casos la
donación personal no sería total (exclusiva y definitiva en el tiempo) porque
aún no se habría cerrado el compromiso: de hecho, tanto la Iglesia como la
sociedad civil admiten que se rompa ese pacto verbal. Las dificultades –
reales– que se puedan encontrar serán ocasión de expresar la fe de los
novios y el amor que tienen a la persona que más quieren, que se
manifestará en saber esperar.
Cuanto hemos dicho hasta aquí no excluye que también dentro del
matrimonio pueda usarse a la otra persona como objeto o como medio de
obtener placer. Desgraciadamente no faltan ejemplos en las páginas de
sucesos de cualquier periódico. Hay, sin embargo, una diferencia
importante: el marco objetivo que se establece con el compromiso
matrimonial protege a ambas personas de que esto ocurra.
En conclusión, los pecados contra la castidad, aunque se cometan con el
cuerpo, dañan también al alma, porque ambos son inseparables. Revuelven
el mundo interior de quien los comete y deforman la visión de sí mismo y
de los demás. Por eso acaban produciendo intranquilidad, tristeza,
sentimiento de que hay algo sucio en uno mismo o en las relaciones. Y es
que efectivamente ensucian el templo que está llamado a albergar a Dios y
lesionan la dignidad propia y de la otra persona: ambos son reducidos a
algo que produce placer en lugar de ser tratados como alguien que da y
recibe en el contexto de una donación total. Finalmente, estos pecados
frustran el plan de Dios, que puso en el hombre la capacidad de ser partícipe
de su poder creador y la ve reducida a una mera fuente de placer con un
componente egoísta.
Amor, donación, entrega, matrimonio, dignidad, respeto... Son realidades
universales que afectan a todos los hombres independientemente de su
religión y su sistema de valores. Este libro está dirigido a personas que
quieren llevar una vida cristiana, pero la mayoría de estas reflexiones son
aplicables a personas de cualquier condición. Todos tienen la misma
dignidad en su alma y en su cuerpo y están llamados a respetarla en sí
mismos y en los demás.
6. LA VIRTUD DE LA CASTIDAD
Cuanto hemos dicho, vale la pena insistir, no quiere decir que el sexo y
todo lo que conlleva –atracción por otras personas, placer, etc.– se hayan
vuelto malos. Se han vuelto desordenados, han perdido su lugar en la
jerarquía de valores. Como vimos al estudiar las pasiones, estas tienden a su
satisfacción sin tener en cuenta el resto de las dimensiones del hombre, su
dignidad y su fin trascendente. El sexo es algo muy grato a Dios... siempre
y cuando se viva de acuerdo con sus reglas propias. No ya con unas reglas
que Dios se ha inventado para fastidiarnos, como decía el conferenciante
con que empezábamos este capítulo, sino con las condiciones necesarias
para que se respete el bien y la dignidad del hombre y de la mujer. Esas
reglas vienen dadas por la virtud de la castidad.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que «la castidad significa la
integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad
interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La sexualidad, en la que
se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico, se hace
personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de
persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del
hombre y de la mujer» [6].
En la dimensión sexual confluyen de manera clara las dimensiones
corporal, psicológica y espiritual de la persona, que al igual que en los
demás ámbitos deben estar adecuadamente equilibradas y jerarquizadas en
vistas del bien global. El Catecismo emplea el término integradas, que me
parece especialmente acertado. ¿Qué es integrar la sexualidad? Trataré de
ilustrarlo con un ejemplo un poco tonto pero muy gráfico. En una ocasión
me dijo un amigo: “mis gafas son parte de mí hasta el punto de que a veces
me meto en la ducha con ellas puestas sin darme cuenta”. Esto es lo que hay
que hacer con la dimensión sexual: llevarla donde quiera que vayamos
durante toda nuestra vida, en mi trato con Dios y con los demás, en el
noviazgo, en la amistad, al ver la televisión o navegar por internet, en el
matrimonio o en el celibato... siempre respetando los dos aspectos que
pertenecen a la esencia del acto sexual: el don total de sí al cónyuge y la
apertura a la vida.
Al igual que el resto de virtudes, la castidad es mucho más que la
negación de determinadas acciones. Los mandamientos nos marcan un
mínimo, una línea por debajo de la cual no se puede decir realmente que se
ama a Dios o a los hombres pero por encima de la cual hay un campo de
crecimiento infinito. Por ejemplo, el quinto mandamiento dice “no
matarás”, pero es un mínimo bastante escaso para marcar nuestro trato con
otras personas. La virtud que hay que desarrollar en positivo es la caridad,
que lleva a amar a los demás y, en consecuencia, a no hacerles ni desearles
ningún mal. Pues bien, la virtud de la castidad o pureza –santa pureza la
llaman algunos autores espirituales para subrayar su carácter alegre y
positivo– es la que se asocia al sexto y al noveno mandamientos.
Este carácter positivo se ve mejor si no consideramos las virtudes como
compartimentos estancos, sino como un armazón que mantiene en pie a la
persona. Como en muchos edificios, hay una viga maestra que sostiene a las
demás, que es la caridad. La castidad es amor: amor a Dios (a su designio
creador), al otro y a sí mismo. San Agustín escribió que «la templanza –
dentro de la cual incluía la castidad– es el amor que totalmente se entrega al
objeto amado [...], que se conserva íntegro e incorruptible para Dios» [7].
La castidad es amar con el cuerpo, reconociendo y respetando su dignidad
de imagen y templo de Dios. Por eso pienso que el primer mandamiento
que el Señor propone a sus seguidores puede ser complementado: amar a
Dios con todo el corazón, con toda el alma... y con todo el cuerpo.
De modo similar, la castidad significa también amarse a uno mismo y a
los demás (amigos, novio o novia, cónyuge) con la dimensión corporal. Es
mucho más que la ausencia de relaciones sexuales y debe ser vivida –con
distintas manifestaciones– dentro del matrimonio; ese clima de respeto al
otro y a la misma naturaleza del acto sexual es el mejor caldo de cultivo
para que el amor conyugal crezca. Los hijos –los que Dios mande, contando
con la decisión responsable de los esposos– serán como una manifestación
visible de ese amor.
Reducir la castidad a prohibiciones (no hacer, no mirar) podría como
máximo generar personas continentes, que quizá se comportarían
externamente igual que el casto pero con la importante diferencia de que les
faltaría el alma: el amor como origen y como meta de sus actuaciones. La
caridad, por el contrario, lleva a formar personas virtuosas capaces de amar
con todo el corazón.
Puede resultar costoso vivir así pero no es imposible ni está al alcance
solo de algunos privilegiados. Vale la pena traer de nuevo a colación la
batalla interior que sentía san Pablo, que ya vimos al hablar de las pasiones
en general: «querer el bien está a mi alcance, pero ponerlo por obra, no.
Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rm 7, 18-
19), y su grito de dolor: «¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo
de muerte?» (Rm 17, 24). En alguna ocasión he escuchado decir que esta
frase probablemente haría alusión a algún defecto corporal o una dificultad
física –quizá tartamudez– de la que habla en otras de sus cartas. No me
convence: he conocido muchos tartamudos que están hartos de su defecto
pero ninguno se expresa con tanto dramatismo. Sí he conocido a muchas
personas buenas que pasan por momentos de dificultad para vivir la
castidad y lanzan una exclamación similar. Que me perdone el Apóstol si
me equivoco, pero a muchas personas les da ánimo saber que él también
tenía que luchar, y sobre todo que contamos con la misma ayuda de Dios,
que nos asegura: «te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la
flaqueza» (2 Co 12, 9).
Junto con la gracia de Dios, la castidad requiere el esfuerzo del hombre
para dominarse. Pero este dominio no constriñe, sino que libera y permite
darse: nadie puede dar aquello que no posee. En efecto, «uno es esclavo de
quien le ha vencido» (2 P 2, 19). Quien consigue vencer sus pasiones puede
tener una vida auténtica, atractiva, se hace capaz de amar y de ser amado.
La castidad no quita nada como persona, sino que devuelve lo que se
había perdido por el pecado, por el de Adán y Eva y quizá también por los
que uno mismo ha cometido. Permite volver a presentarse delante de Dios
tal y como Él había querido que fuésemos, recomponer el desorden de las
pasiones que lleva a hacer lo que no queremos. En efecto, a medida que
crece la virtud, la persona se ve más atraída por el orden y la belleza
integrales que por el desorden de quedarse con una sola dimensión de la
persona.
Si la castidad es una virtud positiva que tiene que ver mucho con el amor
–a Dios y a los hombres–, los medios para crecer en ella se resumirán en
crecer en amor. Ya hemos traído antes a colación la siguiente frase de san
Josemaría, que creo que sintetiza el problema y su solución: «He de
repetirte que la existencia del cristiano –la tuya y la mía– es de Amor. Este
corazón nuestro ha nacido para amar. Y cuando no se le da un afecto puro y
limpio y noble, se venga y se inunda de miseria» [8].
En este apartado veremos brevemente algunos medios que la tradición
cristiana ha desarrollado para que ese amor se consolide en el corazón de
modo que se abra a la gracia de Dios en un clima interior en sintonía con Él
(Tabla 12). De ese modo será más fácil tanto decir sí a lo que nos une a Él
como decir no a aquellas cosas que amenazan con alejarnos.
Conocer qué hay que vivir y por qué.
Vida de oración.
Saberse querido por Dios.
Frecuencia de sacramentos (Eucaristía y confesión).
Mortificación.
Obras de servicio a los demás.
Pudor.
Aprovechamiento del tiempo.
Huir de las ocasiones.
Dirección espiritual.
Trato con la Virgen.
8. AFECTIVIDAD Y CASTIDAD
1. EL MUNDO VIRTUAL
2. ¿VICIO O ADICCIÓN?
3. ADICCIÓN E INTERNET
4. UN PROBLEMA MÉDICO
Tabla 13. Características del trastorno por comportamiento sexual compulsivo de la CIE-11 [7].
5. UN PROBLEMA SOCIAL
La red puede actuar como una tela de araña, dejando atrapado a quien
cae en ella. Ahora bien, ¿hay personas con más facilidad para engancharse?
¿Se pueden enumerar factores de riesgo que delimiten la población que
necesita mayor protección? Lo primero que habría que afirmar es que toda
persona tiene posibilidad de caer, hombres y mujeres, jóvenes y mayores,
casados y solteros, católicos practicantes y ateos militantes. Cualquiera
puede acceder a estos contenidos de manera casual o intencionada, quedar
deslumbrado por el goce fácil que proporcionan y, solo cuando quiere salir,
darse cuenta de que ya no es tan fácil decir no como la primera vez que
accedió. Con todo, sí hay algunos factores de riesgo, que resumimos en la
Tabla 15 y desarrollaremos a continuación [10].
Cualquier patología psiquiátrica.
Trastornos afectivos: depresión y ansiedad.
Exceso de estrés y cansancio crónico.
Trastornos del control de los impulsos.
Personalidad adictiva.
Emotividad desordenada o maleducada.
Factores biográficos (apego inseguro, marginalidad, rechazo social, abusos).
Exposición precoz a la pornografía.
Algunos estilos de educación.
Falta de formación afectivo-sexual.
Planteamiento voluntarista de la ascética cristiana.
Dificultad para relaciones sociales.
3. PERSONALIZAR LA SOLUCIÓN
5. LA AYUDA PROFESIONAL
6. LA RESPONSABILIDAD MORAL
Si el lector está de acuerdo con lo que se ha dicho hasta aquí, tal vez se le
haya despertado la siguiente duda: ¿qué grado de responsabilidad tiene una
persona que se encuentra en una situación de adicción o compulsión?
Independientemente de los errores evitables que pueda haber cometido para
llegar a esta situación, parece que la voluntad está patológicamente
comprometida, de modo que le puede resultar muy difícil resistirse a los
impulsos. Los confesores y directores espirituales podrían añadir una
pregunta más: ¿es necesario que una persona así acuda a la confesión
después de cada falta o podría incluso acercarse a la comunión aunque haya
habido alguna caída?
Algunos puntos del Catecismo de la Iglesia Católica nos ayudarán a
responder a estos interrogantes. Como se sabe, el pecado mortal implica
materia grave, plena conciencia de la maldad de lo que se realiza y «un
consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal»
[12]. Si falta esto último, el pecado sería leve debido a las circunstancias
subjetivas de quien lo comente [13].
El Catecismo trata de ese consentimiento insuficiente en otros dos puntos
que tienen que ver con nuestro tema. El primero se encuentra en el apartado
dedicado a la moral fundamental y dice así: «Los impulsos de la
sensibilidad, las pasiones pueden [...] reducir el carácter voluntario y libre
de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos
patológicos» [14]. El segundo, referido específicamente a la masturbación
pero sin duda aplicable también a la pornografía, desarrolla la idea aún más:
«Para emitir un juicio justo acerca de la responsabilidad moral de los
sujetos y para orientar la acción pastoral, ha de tenerse en cuenta la
inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de
angustia u otros factores psíquicos o sociales que pueden atenuar o tal vez
reducir al mínimo la culpabilidad moral» [15].
La respuesta a los interrogantes con que hemos iniciado este apartado es,
por tanto, afirmativa: puede haber personas que hayan cometido actos
objetivamente graves contra la virtud de la castidad (masturbación,
pornografía, etc.) pero han perdido el dominio de su voluntad hasta el punto
de que su consentimiento no haya sido «suficientemente deliberado». En
estos casos no nos encontraríamos ante un acto humano libre y el pecado
tendría categoría de venial.
Lo difícil será determinar en un caso concreto cuándo se han dado estas
condiciones. No valen reglas generales, sino que es necesaria una
valoración caso por caso que incluso puede variar en la misma persona:
puede haber ocasiones “salvables” cometidas con pleno consentimiento y
otras en que la fuerza de la pasión era tal que ha superado su capacidad de
resistencia patológicamente mermada. Las siguientes ideas nos pueden
servir para orientar este juicio [16].
En primer lugar, si hay hábito, vicio o adicción, la responsabilidad está
siempre disminuida, tal como hemos visto en el Catecismo, pero la adicción
no es incompatible con el pecado mortal. También en este hay una
graduación y se puede hablar de una mayor o menor malicia o gravedad. Si
una persona agrede a otra, en principio nos encontramos ante una falta
grave, pero no tiene la misma consideración si ha sido en el contexto de una
discusión progresivamente acalorada que si se ha llevado a cabo después de
un minucioso plan de venganza a sangre fría.
Esto nos abre a un criterio útil para el caso que nos ocupa: atender al
grado de elaboración de la conducta. Será distinto el caso de quien trata de
dormir mientras le vienen pensamientos impuros; quien está navegando por
la red, se encuentra ante una imagen inconveniente y no es capaz de dejarla;
quien deja que despierte la curiosidad, enciende el ordenador, desactiva el
modo seguro y busca directamente las imágenes; o quien sale de su casa,
toma el coche y se desplaza treinta minutos para entrar en un local de
alterne. Este último ha tenido que superar varias barreras y ha tenido tiempo
para dar marcha atrás, lo que hace más difícil que no haya tenido un
momento de lucidez para rectificar.
Habrá que tener también en cuenta la existencia de los factores
predisponentes que hemos mencionado anteriormente. Dos ejemplos
tomados de la vida real pueden ayudar a ilustrarlos. Un joven estudiante se
dirige a su lugar de estudios; en el autobús se fija en unas chicas sentadas
enfrente que despiertan su sensualidad y le inspiran pensamientos contra la
castidad. Consigue refrenarse pero esas imágenes le acompañan durante
toda la mañana, dificultándole la concentración en clase, continúan durante
el regreso a casa y le tienen en tensión hasta que al final del día cede y
acaba visitando sitios web pornográficos y masturbándose.
El segundo es otro joven que no conseguía quedarse dormido sin antes
consumir pornografía y masturbarse. Se daba cuenta de que ese hábito no
era normal e intentaba resistirse, dejar el móvil fuera de la habitación,
dormirse sin realizar el ritual... pero en vano: a altas horas de la noche se
acababa levantando para llevarlo a cabo y poder dormir, lleno de vergüenza
y de reproches.
Ambos casos tienen un punto en común: una persistencia en el tiempo
anormalmente larga de esos impulsos, que parecen ir más allá de las
normales tentaciones, y una cierta obsesividad, además de otros factores
biográficos y caracteriales que sería muy largo desarrollar. Después de un
largo e infructuoso intento de resolver el problema por sí mismos, los dos
acabaron consultando a un especialista y consiguieron vencer con paciencia
y esfuerzo. Ambos querían llevar una vida cristiana y afirmaban que les fue
de gran ayuda la perseverancia en la oración, los sacramentos y la dirección
espiritual.
Un último criterio sería el diagnóstico de un psiquiatra o psicólogo
fiables. Será un argumento de peso a favor de que la libertad de esa persona
está gravemente comprometida, si bien no será definitivo porque habrá que
ponerlo en relación con otras dimensiones de la persona. En mi opinión,
este diagnóstico, siempre que sea posible obtenerlo, es condición necesaria
pero no suficiente para considerar que no es necesario acudir en un caso
concreto al sacramento de la confesión. Por otro lado, el hecho de iniciar
una terapia será un signo claro de que el interesado quiere realmente
superar la conducta indeseada.
Teniendo en cuenta estos y otros factores, si en un caso concreto el
confesor, después de pensarlo despacio, ve claro que el interesado no debe
confesarse siempre, no debe tener miedo a decirlo por pensar que no está
siguiendo la doctrina de la Iglesia. De lo contrario correría el riesgo de
cargar la conciencia de quien podría estar padeciendo –vale la pena
recordarlo– una patología.
Con todo, en muchos casos al director espiritual o al confesor le será
difícil llegar a una certeza moral sobre cómo proceder. Es lógico, porque
estamos ante una patología mental compleja en cuyo conocimiento se está
aún profundizando. En estos casos puede ser conveniente que pidan consejo
–evidentemente respetando el anonimato– a una persona de más experiencia
y formación. Además, habrán de tener en cuenta la conciencia bien formada
del interesado, que tendrá que examinar en la presencia de Dios la lucha y
los medios –sobrenaturales y humanos– que puso en cada ocasión concreta,
sin caer en los escrúpulos o la casuística.
Durante todo el proceso de sanación se prestará una gran ayuda
ofreciendo acompañamiento espiritual, ayudándole a mantener una sincera
vida de piedad, orientando sus esfuerzos y dando esperanza en la bondad y
misericordia de Dios. El Señor no abandonará a una persona que sabe
rectificar, que sigue poniendo los medios –aunque siempre podría ser más
diligente– y sobre todo que está empeñada en crecer en amor a Él a pesar de
las propias debilidades. «Podéis estar seguros: si morimos con él, también
viviremos con él; [...] si no somos fieles, él permanece fiel, pues no puede
negarse a sí mismo» (2 Tm 2, 11-13). En sus mismas luchas y derrotas está
la cruz donde el Señor le espera y que ha de santificar.
El sacramento de la penitencia también tiene algunas peculiaridades.
Aunque no haya necesidad de acudir si se dan las condiciones apenas
expuestas, convendrá que no dejen de recibirlo con una frecuencia aún
mayor de la que solían antes de caer en este problema. Incluso les puede
ayudar confesarse después de cada caída: además de recibir la gracia que
les ayudará en su esfuerzo, les servirá de recordatorio de la maldad objetiva
de esas acciones. Pero hay que ayudarles a que no se centren excesivamente
en ellas, lo que cargaría su conciencia o la llenaría de escrúpulos. La mezcla
de comportamientos pecaminosos puntuales con escrúpulos habituales
resulta explosiva. Conviene recordar a estas personas que la confesión no
está “para quedarse tranquilo” o “por si acaso es pecado grave”, sino que es
un encuentro con la misericordia de Dios para pedirle perdón por el mal que
voluntariamente se ha cometido. Que esa voluntad haya sido mayor o
menor es otra cuestión a la que en ocasiones no se podrá dar una respuesta.
Dios, que nos conoce mejor que nosotros mismos –es «más interior que lo
más íntimo mío» [17]–, lo sabe, y eso basta a una persona de fe.
Un sujeto con hábito arraigado bastará ordinariamente que se confiese de
los actos externos (acciones consumadas o imágenes buscadas con fines
morbosos). Por el contrario, los actos internos (imaginación, haber tardado
en retirar la vista ante una escena hallada fortuitamente) raramente
constituirán para ellos materia grave, más bien al contrario: el hecho de que
esos actos internos –a pesar del mal hábito– no hayan llegado a más, podría
suponer en cierto sentido una victoria, aunque sea parcial.
Les suele ayudar confesarse también de las veces que no fueron
prudentes para evitar las situaciones que suelen desencadenar las caídas:
quedarse hasta tarde viendo la televisión o internet, pasar en la web más
tiempo del previsto, trasnochar sin motivo, descuidar el horario que se
habían fijado, etc. Esto les ayudará a recordar que en esas circunstancias,
habitualmente, aún tienen el control y que si las viven con delicadeza, les
será más fácil desarraigar el hábito.
Y sobre todo hay que ayudarles a mirar más allá de este limitado campo.
No han de limitar su examen a la virtud de la castidad, sino que deben
centrarlo en la caridad: el amor a Dios y la preocupación por los demás, que
serán una guía para salir de sí mismos.
La mejor ayuda que podrá prestar un director espiritual a una persona
con estas dificultades es recordarle que Dios le sigue queriendo. Siempre,
haga lo que haga, también si se porta mal. No le gusta pero le sigue
aceptando como persona y como hijo, y está deseando que vuelva a Él
como el hijo pródigo las veces que haga falta mientras sigue poniendo lo
que está de su parte.
Una última reflexión que ha ayudado a serenarse a muchas personas
inquietas. Si alguien se reconoce en la situación que hemos desarrollado en
los dos últimos capítulos, no debe culparse demasiado. Es cierto que las
cosas serían distintas si hubiese sido más diligente para cortar, más
prudente, más rápido para pedir ayuda. Pero el asunto, ya lo hemos visto, es
mucho más amplio: estamos ante un problema social en el que unas
personas sin escrúpulos están dañando a toda una generación de jóvenes,
frecuentemente explotando a chicas desgraciadas y sin recursos. Dios les
pedirá cuenta del daño que están produciendo y de las almas que se pierdan
por su culpa. Por eso vale la pena que quienes han llegado a situaciones de
descontrol recen por ellos... y por ellas. Será una forma de desagraviar por
los pecados de unos y de otros, también por los propios. Rezar es una forma
de ver en el otro a una persona, no solo un cuerpo. Es por tanto un modo de
salir de sí mismo, que es uno de los pasos necesarios para la recuperación.
Es posible y vale la pena.
EL CELIBATO CRISTIANO
1. DON Y MISTERIO
2. AFECTIVIDAD Y CELIBATO
3. LA AFECTIVIDAD DE JESÚS
Tabla 20. Situaciones que requieren especial discernimiento en vistas de una vocación al celibato.
1. LA ENFERMEDAD MENTAL
3. TRISTEZA Y DEPRESIÓN
b) Cuidar el descanso
b) Mostrarse vulnerable
4. VALE LA PENA
1. BIBLIOGRAFÍA GENERAL
2. PERSONALIDAD Y AFECTIVIDAD
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apego, Paidós, Barcelona 1989.
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formación de un adolescente, Cobel, Murcia 20142.
NOTAS
Notas de la Presentación
[1] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Rialp, Madrid
200430, n. 229.
[2] SAN AGUSTÍN, Las confesiones, I, 1, 1.
[3] FRANCISCO, Audiencia general, 14 de julio de 2017.
[4] SAN AGUSTÍN, Sobre la bondad de la viudez, XXI, 26.
[5] Cfr. P. IOVINO, La prima lettera ai Tessalonicesi, Edizioni
Dehoniane Bologna, Bologna 1992, pp. 284-287.
[6] Cfr. C. CHICLANA ACTIS, “Formación y evaluación psicológica
del candidato al sacerdocio”, Scripta Theologica 51 (2019), 467-504.
[7] Cfr., entre otras, M. A. MONGE SÁNCHEZ (coord.), Medicina
pastoral. Cuestiones de biología, antropología, medicina, sexología,
psicología y psiquiatría, EUNSA, Pamplona 20105; J. CABANYES, M. A.
MONGE (coord.), La salud mental y sus cuidados, EUNSA, Pamplona
20174; W. VIAL, Madurez psicológica y espiritual, Palabra, Madrid 20194.
[8] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I, q. 2, a. 2, ad 1.
[9] Ibidem, I, q. 1, a. 8, ad 2.
[10] F. J. INSA GÓMEZ (coord.), Amar y enseñar a amar. La formación
de la afectividad en los candidatos al sacerdocio, Palabra, Madrid 2019.
Notas de ‘¿Qué es la personalidad?’
[1] Cfr. G. KELLY, A Theory of Personality. The Psychology of Personal
Constructs, Norton, New York (NY) 1963.
[2] Cfr. R. R. McCRAE, P. T. COSTA, The NEO Personality Inventory
Manual, Psychological Assessment Resources, Odessa (FL) 1985; IDEM,
“Validation of the Five-Factor Model of Personality Across Instruments and
Observers”, Journal of Personality and Social Psychology 52 (1987) 81-90;
R. R. McCRAE, P. T. COSTA, T. A. MARTIN, “The NEO-PI-3: A More
Readable Revised NEO Personality Inventory”, Journal of Personality
Assessment 84 (2005) 261-270; R. R. McCRAE, P. T. COSTA, Personality
in Adulthood. A Five-Factor Theory Perspective, The Guilford Press, New
York-London 20052.
[3] Cfr. J. B. ROTTER, “Generalized Expectancies of Internal versus
External Control of Reinforcements”, Psychological Monographs 80 (1966)
1-28.
[4] El concepto de indefensión aprendida fue desarrollado por el
psicólogo americano Martin Seligman mientras estudiaba las causas
psicológicas de la depresión. Cfr. M. E. P. SELIGMAN, Helplessness. On
Depression, Development, and death, W. H. Freeman, San Francisco 1975;
IDEM, Aprenda optimismo. Haga de la vida una experiencia maravillosa,
Debolsillo, Barcelona 2011.
[5] Cfr. FRANCISCO, Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate, 19
de marzo de 2018, nn. 47-62.
[6] Cfr. A. FREUD, El Yo y los mecanismos de defensa, Paidós Ibérica,
Barcelona 1980; J. LAPLANCHE, J. B. PONTALIS, D. LAGACHE,
Diccionario de psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires-Barcelona-México
1996, pp. 221-223.
[7] A. H. MASLOW, The Psychology of Science: A Reconnaissance,
Harper & Row, New York (NY) 1966, pp. 15-16.
[8] Cfr. H. ROULLET, La esclava indomable. Biografía de Bakhita, la
santa sudanesa, Rialp, Madrid 2019.
Notas de ‘¿Cómo valorar la madurez?’
[1] G. W. ALLPORT, La personalidad. Su configuración y desarrollo,
Herder, Barcelona 19682, pp. 329-367. Los siguientes apartados son una
adaptación de mi artículo “Accompagnare i candidati al sacerdozio sulla
strada della maturità. Una proposta dalla psicologia di Gordon Allport”,
Tredimensioni 14 (2017) 176-187, disponible en español:
http://www.isfo.it/files/File/Spagnolo/e-Insa17.pdf (14-11-2020).
[2] Cfr., entre otros, A. CENCINI, “Omosessualità strutturale e non
strutturale. Contributo per un’analisi differenziale (I)”, Tredimensioni 6
(2009) 31-42; IDEM, “Omosessualità strutturale e non strutturale.
Contributo per un’analisi differenziale (II)”, Tredimensioni 6 (2009) 131-
142; J. HARVEY, Same Sex Attraction: Catholic Teaching and Pastoral
Practice, Knights of Columbus Supreme Council, New Haven (CT) 2007
(disponible en: http://www.kofc.org/un/en/resources/cis/cis385.pdf (14-11-
2020)).
[3] G.W. ALLPORT, La personalidad, p. 338.
[4] L. TOLSTOI, Ana Karenina, V, 13.
[5] Ibidem, pp. 340-341.
[6] F. DOSTOIEVSKI, Los hermanos Karamazov, I, II, 4.
[7] G. W. ALLPORT, La personalidad, p. 341.
[8] Sin ánimo de ser exhaustivo, cfr. Audiencia general, 25 de noviembre
de 2013, 9 de octubre de 2013, 12 de febrero de 2014, 27 de agosto de
2014; Discurso a la Curia romana con motivo de las felicitaciones
navideñas, 21 de diciembre de 2013; Ángelus, 16 de febrero de 2014;
Diálogo con los estudiantes de los Colegios Pontificios y residencias
sacerdotales de Roma, 12 de mayo de 2014; Encuentro con los sacerdotes
diocesanos de Caserta, 26 de julio de 2014; Discurso a las capitulares de la
Congregación de las Hijas de María Auxiliadora, 8 de noviembre de 2014;
y sobre todo las homilías diarias en la capilla de la Domus Sanctae
Marthae: 13 de abril de 2013, 18 de mayo de 2013, 2 de noviembre de
2013, 13 de septiembre de 2013, 23 de enero de 2014, 11 de abril de 2014,
12 de septiembre de 2014, etc.
[9] A. M. RAVAGLIOLI, “Educare alla relazione interpersonale i futuri
presbiteri (I). Maturità personale, processi simbolici e relazione”,
Tredimensioni 10 (2013), 121-133 (aquí p. 124).
[10] G. W. ALLPORT, La personalidad, p. 343.
[11] La tolerancia a la frustración ha sido ampliamente estudiada por
Albert ELLIS (1913-2007) en el contexto de su terapia racional emotiva
conductual. Cfr., como obra más madura, El camino de la tolerancia. La
filosofía de la Terapia Racional-Emotiva, Obelisco, Barcelona 2016.
[12] Cfr, entre otros, M. J. SMITH, Cuando digo no, me siento culpable,
Debolsillo, Barcelona 20099.
[13] G. W. ALLPORT, La personalidad, p. 345.
[14] Ibidem, p. 346.
[15] Ibidem.
[16] SAN AGUSTÍN, Comentarios a los Salmos, 30, 2, 7.
[17] Cfr. G. W. ALLPORT, La personalidad, p. 349.
[18] Ibidem, p. 350.
[19] Ibidem, p. 362.
Notas de ‘Quererse para poder querer’
[1] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, II-II, q. 26, a. 1-
4.
[2] SAN AGUSTÍN, Carta 109, 2. Aunque esta carta se suele citar como
parte del epistolario del santo de Hipona, en realidad no la escribió él, sino
que se la envió Severo, amigo suyo y obispo de Milevi.
[3] C. CAVANYES, “El amor a uno mismo”, en W. VIAL (ed.), Ser
quien eres. Cómo construir una personalidad feliz con el consejo de
médicos, filósofos, sacerdotes y educadores, Rialp, Madrid 2017, p. 32.
[4] Diccionario de la Lengua Española, Espasa, Madrid 201423, p. 2211.
[5] Esta mayor atención a su aspecto físico es uno de los motivos por los
que son más vulnerables a sufrir anorexia nerviosa.
[6] A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, Vol. III,
Rialp, Madrid 2003, p. 405.
[7] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Rialp, Madrid 200682, n.
274.
[8] Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, Vol. III,
p. 404.
[9] C. S. LEWIS, Cartas del diablo a su sobrino, Rialp, Madrid 201620,
pp. 80-81.
[10] SANTA TERESA DE JESÚS, Las moradas, VI, 10.
[11] C. S. LEWIS, Cartas del diablo a su sobrino, p. 80.
[12] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 59.
Notas de ‘Qué es la afectividad’
[1] Título original: Inside out, Pixar 2015.
[2] F. SARRÁIS, Entender la afectividad, Teconté, Madrid 2017.
[3] Adaptado de: R. YEPES STORK, J. ARANGUREN ECHEVARRÍA,
Fundamentos de Antropología. Un ideal de la excelencia humana, EUNSA,
Pamplona 19994, p. 48. Estos autores a su vez han sintetizado: SANTO
TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I-II, qq. 22-48.
[4] Cfr. SAN BERNARDO, Sermones sobre el Cantar de los Cantares,
XL, 5.
[5] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 405, 1264, 1426, 2514.
[6] SAN AGUSTÍN, Cuestiones diversas a Simpliciano, I, II, 18.
[7] Me parece muy interesante al respecto la propuesta de G. K.
POPCAK, Dioses rotos. Los siete anhelos del corazón humano, Palabra,
Madrid 2017. Para este psicólogo estadounidense los pecados capitales son
respuestas equivocadas e ineficaces a los siete anhelos del corazón humano
(abundancia, dignidad, justicia, paz, confianza, bienestar y comunión) que
solo Dios puede colmar.
[8] Cfr. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco.
Notas de ‘Desarrollar la afectividad desde las virtudes teologales’
[1] BENEDICTO XVI, Audiencia general, 7 de marzo de 2012.
[2] R. SARAH, La fuerza del silencio, Frente a la dictadura del ruido,
Palabra, Madrid 2017.
[3] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Rialp, Madrid
200430, n. 296.
[4] BENEDICTO XVI, Audiencia general, 31 de agosto de 2011.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1817.
[6] FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris laetitia,
19 de marzo de 2016, n. 275.
[7] Cfr. J. GRIBOMONT, “Ascesis”, en A. DI BERARDINO (ed.),
Encyclopedia of Ancient Christianity, Vol. 1, InterVarsity Press Academic,
Downers Grove (IL) 2014, p. 253.
[8] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 183.
[9] E. STEIN, Sobre el problema de la empatía, Trotta, Madrid 2004.
[10] Digesto, I, I, 10.
[11] F. CAPRA, El nombre delante del título. Autobiografía, T & B,
Madrid 2000, p. 400.
[12] SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el evangelio de san
Mateo, XIX, 7.
Notas de ‘El ciclo vital’
[1] Sobre el concepto de crisis en el ciclo vital son interesantes las
reflexiones de R. GUARDINI, Las etapas de la vida. Su importancia para
la ética y la pedagogía, Palabra, Madrid 1997, pp. 65-70. El planteamiento
de Guardini no es psicológico ni teológico, sino fenomenológico y ético. Su
visión es compatible con los dos autores que estudiaremos a continuación,
como se ve en la división en fases y crisis que propone: seno materno
[nacimiento], niño [crisis de la pubertad], joven [crisis de la experiencia],
mayor de edad [crisis de la experiencia de los límites y de la dejación
(monotonía)], persona madura [crisis de la separación de cosas y personas],
anciano [crisis de la pérdida de autonomía] y persona senil.
[2] Ibidem, p. 122.
[3] Entre otras muchas obras, cfr. J. GRAY, Los hombres son de Marte,
las mujeres son de Venus, Grijalbo, Barcelona 1993; B. CASTILLA DE
COTÁZAR, Persona femenina, persona masculina, Rialp, Madrid 1996; N.
LÓPEZ MORATALLA, Cerebro de mujer y cerebro de varón, Rialp,
Madrid 2007; S. FELDHAHN, J. FELDHAHN, Solo para hombres, Unilit,
Medley (FL) 2007; S. FELDHAHN, Solo para mujeres, Unilit, Medley
(FL) 2017; M. CERIOTTI MIGLIARESE, Erótica y materna. Un viaje al
universo femenino, Rialp, Madrid 20182; IDEM, Masculino. Fuerza, eros,
ternura, Rialp, Madrid 2019.
[4] Cfr. E. ERIKSON, El ciclo vital completado, Paidós, México-Buenos
Aires-Barcelona 1988.
[5] Adaptado de Ibidem, pp. 38-39.
[6] Ibidem, p. 79.
[7] Este apartado es una adaptación de E J. INSA GÓMEZ,
“Dependencia afectiva y perfeccionismo: una propuesta a partir de la teoría
del apego”, en IDEM (coord.), Amar y enseñar a amar. La formación de la
afectividad en los candidatos al sacerdocio, Palabra, Madrid 2019, pp. 119-
128.
[8] Cfr. J. BOWLBY, Una base segura. Aplicaciones clínicas de una
teoría del apego, Paidós, Barcelona 1989. Esta teoría ha sido difusamente
aplicada a una psicología de matriz cristiana; cfr., entre otros ejemplos, S.
BRUNO, “La costruzione dei legami di attaccamento nel rapporto uomo-
Dio”, Tredimensioni 5 (2008), 292-302; J. R. PRADA RAMÍREZ,
Psicologia e formazione. Principi psicologici utilizzati nella formazione per
il Sacerdozio e la Vita consacrata, Editiones Academiae Alfonsianae, Roma
2009, pp. 146-157; P. CIOTTI, “Teoría dell’«attaccamento» e maturazione
di fede”, Tredimensioni 7 (2010), 266-278; W. VIAL, Madurez psicológica
y espiritual, Palabra, Madrid 2016, pp. 72-75.
[9] Cfr. M. MAIN, N. KAPLAN, J. CASSIDY, “Security in Infancy,
Childhood, and Adulthood: A Move to the Level of Representation”, en I.
Bretherton, E. Waters (eds.), Growing Points in Attachment Theory and
Research, Wiley-Blackwell, Boston (MA) 1985, pp. 66-106; C. HAZAN, P.
R. SHAVER, “Romantic Love Conceptualized as an Attachment Process”,
Journal of Personality and Social Psychology 52 (1987) 511-524; IDEM,
“Love and Work: An Attachment Theoretical Perspective”, Journal of
Personality an Social Psicology 59 (1990) 270-280; IDEM, “Attachment as
an Organitazional Framework for Research on Colse Relationships”,
Psychological Inquiry 5 (1994) 1-22.
[10] Cfr. K BARTHOLOMEW, “Avoidance of Intimacy: An Attachment
Perspective”, Journal of social and Personal Relationships 7 (1990) 147-
178; K. BARTHOLOMEW, L. M. HOROWITZ, “Attachment Styles
Among Young Adults: A Test of a Four-Category Model”, Journal of
Personality and Social Psychology 61 (1991) 226-244.
Notas de ‘Infancia y adolescencia’
[1] Sobre el desarrollo psicológico del niño es imprescindible la obra del
biólogo suizo Jean Piaget. Cfr, entre otras obras, J. PIAGET, El criterio
moral en el niño, Fontanella, Barcelona 1971; B. INHELDER, J. PIAGET,
De la lógica del niño a la lógica del adolescente. Ensayo sobre la
construcción de las estructuras operatorias, Paidós Ibérica, Barcelona
1985.
[2] Cfr. E. ERIKSON, El ciclo vital completado, Paidós, México-Buenos
Aires-Barcelona 1988, pp. 99-107.
[3] Cfr. Ibidem, p. 74.
[4] Adaptado de Ibidem, pp. 38-39.
[5] Cfr. Ibidem, pp. 96-99.
[6] Aunque no es el creador del concepto, su máximo divulgador es
Boris CYRULNIK, de quien destacan las obras: La maravilla del dolor. El
sentido de la resiliencia, Granica, Barcelona 2001; Los patitos feos. La
resiliencia. Una infancia infeliz no determina la vida, Gedisa, Barcelona
2002; El amor que nos cura, Gedisa, Barcelona 2005; Resiliencia y
adaptación. La familia y la escuela como escuela de resiliencia, Gedisa,
Barcelona 2018. El autor, de origen judío, consiguió esconderse de los nazis
durante la Segunda Guerra Mundial, mientras que sus padres murieron
deportados. Terminada la guerra estudió Medicina y se especializó en
psiquiatría. Sus libros tienen mucho de autobiográfico.
[7] E. ERIKSON, El ciclo vital completado, p. 53.
[8] FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Christus vivit, 25
de marzo de 2019, n. 113.
[9] L. A. RUIZ, “Comunicare la fede nel secolo XXI”, en F. J. INSA
GÓMEZ, Ti concedo un cuore saggio e intelligente. La dimensione
intellettuale della formazione sacerdotale, Edusc, Roma 2020, pp. 197-216;
M. MCLUHAN, Q. FIORE, El medio es el masaje. Un inventario de
efectos, Paidós, Barcelona-Buenos Aires-México 1997.
[10] Cfr. E. ERIKSON, El ciclo vital completado, pp. 92-96.
[11] Cfr. IDEM, Childhood and Society, Penguin Books, Harmondsworth
19652, p. 253.
[12] Adaptado de Ibidem, pp. 38-39.
[13] A. ABERASTURY, M. KNOBEL, La Adolescencia Normal. Un
enfoque psicoanalítico, Paidós, Buenos Aires 1984.
[14] R. GUARDINI, Las etapas de la vida. Su importancia para la ética
y la pedagogía, Palabra, Madrid 1997, p. 50.
Notas de ‘La edad adulta’
[1] Cfr. E. ERIKSON, El ciclo vital completado, Paidós, México-Buenos
Aires-Barcelona 1988, pp. 90-92.
[2] Adaptado de Ibidem, pp. 38-39.
[3] Cfr. R. GUARDINI, Las etapas de la vida. Su importancia para la
ética y la pedagogía, Palabra, Madrid 1997, p. 66.
[4] Cfr., entre tantas, FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal
Amoris laetitia, 19 de marzo de 2016; J. GRAY, Los hombres son de Marte,
las mujeres son de Venus, Grijalbo, Barcelona 1993; M. CERIOTTI
MIGLIARESE, La familia imperfecta. Cómo transformar los problemas en
retos, Rialp, Madrid 2019; F. J. INSA GÓMEZ (coord.), Cómo acompañar
en el camino matrimonial. La pastoral familiar a la luz de Amoris laetitia,
Rialp, Madrid 2020.
[5] M. CERVANTES, Don Quijote de la Mancha, II, 3.
[6] La neuropsicóloga y terapeuta familiar Mariolina Ceriotti Migliarese
distingue tres etapas en todo matrimonio: idealización (enamoramiento),
desilusión (inicio de la convivencia) y reorganización (renegociación
continua de las normas y objetivos de la convivencia para que se adapten a
las circunstancias siempre cambiantes). Cfr. M. CERIOTTI MIGLIARESE,
“La ayuda a las parejas en crisis”, en F. J. INSA GÓMEZ (coord.), Cómo
acompañar en el camino matrimonial, pp. 111-127.
[7] Diccionario de la Lengua Española, Espasa, Madrid 201423, p. 2228.
[8] J. GRAY, Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus, p.
325.
[9] Cfr. E. ERIKSON, El ciclo vital completado, pp. 83-90.
[10] Adaptado de Ibidem, pp. 38-39.
[11] Ibidem, p. 87.
[12] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 1, n. 22, en IDEM, Cartas,
Vol. I (ed. Luis Cano), Rialp, Madrid 2020, p. 105.
[13] M. A. FUENTES, La castidad. ¿Posible?, Ediciones Verbo
Encarnado, San Rafael (Mendoza, Argentina) 2006, pp. 182-183.
[14] Cfr. PLATÓN, La República, VII, 18.
[15] R. GUARDINI, Las etapas de la vida, p. 83.
[16] FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Christus vivit,
25 de marzo de 2019, n. 183.
Notas de ‘Mejorar el carácter en la vida adulta...’
[1] SAN JUAN PABLO II, Homilía en la Misa para las familias,
Madrid, 2 de noviembre de 1982.
[2] G. W. ALLPORT, La personalidad. Su configuración y desarrollo,
Herder, Barcelona 19682, p. 349.
[3] Cfr. M. CERIOTTI MIGLIARESE, La coppia imperfetta. E se anche
i difetti fossero un ingrediente dell’amore?, Ares, Milano 2012; IDEM, La
familia imperfecta. Cómo transformar los problemas en retos, Rialp,
Madrid 2019.
[4] Diccionario de la Lengua Española, Espasa, Madrid 201423, p. 132.
[5] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 201711, p.
307.
[6] M. T. CICERÓN, Lelio, acerca de la amistad, VI, 22.
[7] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, IX, 9.
[8] Ibidem.
[9] C. S. LEWIS, Los cuatro amores, Rialp, Madrid 200812. Recomiendo
la lectura, al menos, del capítulo sobre la amistad de este libro.
[10] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes,
7 de diciembre de 1965, n. 48.
[11] M. FAGGIONI, “El valor de la amistad en la vida célibe”, en F. J.
INSA GÓMEZ (coord.), Amar y enseñar a amar. La formación de la
afectividad en los candidatos al sacerdocio, Palabra, Madrid 2019, pp. 201-
234.
[12] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, IX, 9.
[13] Como se ha dicho, considero como familia las que surgen de un
vínculo espiritual en quienes viven una vocación específica en una
institución de la Iglesia.
Notas de ‘La tercera edad’
[1] Datos referidos a 2016,
http://apps.who.int/gho/data/view.main.SDG2016LEXREGv?lang=en (26-
10-2020).
[2] Misal Romano, Prefacio I de difuntos.
[3] Cfr. E. ERIKSON, El ciclo vital completado, Paidós, México-Buenos
Aires-Barcelona 1988, pp. 77-83.
[4] Adaptado de Ibidem, pp. 38-39.
[5] Ibidem, p. 77.
[6] R. GUARDINI, Las etapas de la vida. Su importancia para la ética y
la pedagogía, Palabra, Madrid 1997, p. 101.
[7] Ibidem, p. 146.
[8] Entre los diversos sitios online que ofrecen información práctica,
recomiendo la web de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología.
Contiene numerosos documentos para la valoración y estimulación física y
cognitiva de personas mayores:
https://www.segg.es/publicaciones/biblioteca-online-segg (11-11-2020).
[9] M. DELIBES, La hoja roja, Argos Vergara, Barcelona 1979, p. 156.
[10] G. ERIKSON, El ciclo vital completado, p. 80.
[11] R. GUARDINI, Las etapas de la vida, pp. 106-107.
[12] Ibidem, p. 144.
[13] Ibidem, p. 93.
[14] A. DELGADO CARDONA, Aprender a envejecer, Corporación
CED, Medellín 2006, pp. 95-96.
[15] R. GUARDINI, Las etapas de la vida, p. 116.
[16] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1514.
[17] BENEDICTO XVI, Homilía en la Basílica de la Santísima Trinidad
de Fátima, 12 de mayo de 2010.
[18] Misal Romano, Fórmula para la intención de la Misa.
Notas de ‘Cuando el final se acerca’
[1] E. KÜBLER-ROSS, Sobre la muerte y los moribundos, Grijalbo,
Barcelona 1993.
[2] Ibidem, p. 60.
[3] Ibidem, p. 61.
[4] L. TOLSTOI, La muerte de Ivan Illich, VI.
[5] E. KÜBLER-ROSS, Sobre la muerte y los moribundos, p. 76.
[6] Ibidem, pp. 113-114.
[7] Ibidem, p. 113.
[8] SAN AGUSTÍN, Sobre la naturaleza y de la gracia, XLIII, 50.
[9] H. HENDIN, Seducidos por la muerte, Planeta, Barcelona 2009.
[10] E. KÜBLER-ROSS, Sobre la muerte y los moribundos, pp. 147-148.
[11] Ibidem, p. 148.
[12] Ibidem, pp. 148-149.
[13] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Rialp, Madrid 200682, n.
774.
[14] SAN JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11 de
febrero de 1984.
[15] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes,
7 de diciembre de 1965, n. 10.
[16] E. KÜBLER-ROSS, Sobre la muerte y los moribundos, p. 149.
[17] V. FRANKL, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona
20163, p. 106.
Notas de ‘¿Por qué vivir la castidad?’
[1] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I, q. 1, a. 8, ad 2.
[2] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Rialp, Madrid
200430, n. 179.
[3] SAN AGUSTÍN, Comentario literal al Génesis, XII, 35.
[4] FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Christus vivit, 25
de marzo de 2019, n. 260.
[5] Entre otros muchos, recomiendo el libro: J. DE IRALA ESTÉVEZ,
Te quiero, por eso no quiero. El valor de la espera, Publicación
independiente, 20207.
[6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2337.
[7] SAN AGUSTÍN, De las costumbres de la Iglesia Católica y de las
costumbres de los maniqueos, I, 15.
[8] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 183.
[9] «Como los actos de virtud y el cumplimiento de los preceptos vienen
a ser una parte de la oración, resulta que ora sin cesar el que a las obras
debidas une la oración, y a la oración une las obras convenientes; pues la
recomendación “orad sin cesar” la podemos considerar como un precepto
realizable únicamente si pudiésemos decir que la vida toda de un varón es
una gran oración continuada» (Orígenes, Sobre la oración XXII, 2).
[10] A. DAL LAGO, P. A. ROVATTI, Elogio del pudor, Paidós,
Barcelona-Buenos Aires-México, D.F. 1991; W. SHALIT, Retorno al
pudor, Rialp, Madrid 2012.
[11] SAN JERÓNIMO, Carta CXXV, 11.
[12] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Rialp, Madrid 200682, n.
132.
[13] Cfr. FRANCISCO, Christus vivit, nn. 242, 247.
[14] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 118.
[15] Ibidem, n. 498.
[16] SAN GREGORIO MAGNO, Regla pastoral, I, 1.
Notas de ‘La adicción del siglo XXI’
[1] Cfr. AMERICAN SOCIETY OF ADDICTION MEDICINE, Public
Policy Statement: Definition of Addiction, 12 de abril de 2011, en:
https://www.asam.org/docs/default-source/public-policy-
statements/1definition_of_addiction_long_4-11.pdf?sfvrsn=a8f64512_4
(28-01-2020).
[2] Los aspectos neurobiológicos de la pornografía, relacionados
fundamentalmente con los circuitos de la recompensa, han sido
ampliamente estudiados. Me remito a: J. D. STOEHR, The Neurobiology of
Addiction, Chelsea House, Philadelphia (PA) 2006; W. STRUTHERS,
Wired for Intimacy: How Pornography Hijacks the Male Brain, InterVarsity
Press, Downers Grove (IL) 2009, C. M. KUHN, G. F. KOOB, Advances in
the Neuroscience of Addiction, CRC Press, Boca Raton (FL) 2010; G.
WILSON, Your Brain on Porn: Internet Pornography and the Emerging
Science of Addiction, Commonwealth Publishing, London 2014.
[3] A. COOPER, “Sexuality and the Internet: Surfing into the New
Millennium”, CyberPsychology & Behavior 1 (1998) 187-193.
[4] DANTE, La Divina Comedia, Inferno, Canto 1, 99.
[5] M. SHEA, Catholics and the Cult of Fun, en: http://www.mark-
shea.com/fun.html (28-10-2020).
[6] Cfr. S. W. KRAUS, R. B. KRUEGER, P. BRIKEN, M. B. FIRST, D.
J. STEIN, M. S. KAPLAN, V. VOON, C. H. N. ABDO, J. E. GRANT, E.
ATALLA, G. M. REED, “Compulsive Sexual Behaviour Disorder in the
ICD-11”, World Psychiatry 17 (2018) 109-110.
[7] Cfr. https://icd.who.int/browse11/l-
m/es#/http://id.who.int/icd/entity/1630268048 (28-10-2020).
[8] Cfr. G. DINES, Pornland: How Pom Has Hijacked Our Sexuality,
Beacon Press, Boston (MA) 2010; J. R. STONER, D. M. HUGHES (eds.),
Los costes sociales de la pornografía, Rialp, Madrid 2014; G. WILSON,
Your Brain on Porn: Internet Pornography and the Emerging Science of
Addiction, Commonwealth Publishing, London 2014.
[9] J. STRINGER, Unwanted: How Sexual Brokenness Reveals Our Way
to Healing, NavPress, Colorado Springs (CO) 2018.
[10] C. CHICLANA, “Abordaje integral de la conducta sexual fuera de
control”, en F. J. INSA GÓMEZ (coord.), Amar y enseñar a amar. La
formación de la afectividad en los candidatos al sacerdocio, Palabra,
Madrid 2019, pp. 155-197.
[11] A. DE SAINT-EXUPÉRY, El Principito, XII.
Notas de ‘Ayudar a vivir la castidad’
[1] Hay una abundante bibliografía que ofrece esta ayuda desde distintos
puntos de vista: R. J. MOLENKAMP, L. M. SAFFIOTTI, “Dipendenza da
cybersesso”, Tredimensioni 3 (2006) 188-195; M. A. FUENTES, La trampa
rota, Ediciones Verbo Encarnado, San Rafael (Mendoza, Argentina) 2008;
C. CHICLANA ACTIS, Atrapados en el sexo. Cómo liberarte del amargo
placer de la hipersexualidad, Almuzara, Córdoba 2013; G. WILSON, Your
Brain on Porn: Internet Pornography and the Emerging Science of
Addiction, Commonwealth Publishing, London 2014. Además, hay
numerosas páginas web en distintos idiomas que ofrecen información y
ayuda; señalo algunas en español y en inglés: www.lapurezaesposible.com,
www.daleunavuelta.org, www.sexolicosanonimos.org, saa-recovery.org,
www.fightthenewdrug.org, www.covenanteyes.com,
www.yourbrainonporn.com, y un largo etcétera.
[2] El filtro educativo del que he obtenido mejores referencias es la
versión premium de qustodio.com.
[3] FRANCISCO, Carta Encíclica Fratelli tutti, 3 de octubre de 2020, n.
43.
[4] Recomiendo la página www.amortotal.org, que ofrece materiales para
facilitar las conversaciones de los padres con los hijos sobre el amor
humano, la procreación, el uso de los dispositivos electrónicos, la
pornografía, etc.
[5] Cfr. FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris
laetitia, 19 de marzo de 2016, nn. 280-286.
[6] Un ejemplo entre muchos se encuentra en:
https://odnmedia.s3.amazonaws.com/files/Como%20confesarme20170525-
125349.pdf (28-10-2020).
[7] Cfr. F. J. INSA GÓMEZ, “El escándalo de los abusos en la Iglesia:
causas y líneas de prevención”, Toletana 41 (2019) 311-347.
[8] Me permito recomendar un breve libro dirigido a chicos de 13 a 16
años que escribí con esta finalidad: Mirar con los ojos de Jesús. Consejos
para llevar una vida limpia en el siglo XXI, Palabra, Madrid 2019.
[9] SAN AGUSTÍN, Las confesiones, VII, 7, 3.
[10] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I, q. 1, a. 8, ad
2.
[11] Es el autor del libro Your Brain on Porn y responsable de la web del
mismo nombre, mencionados en la primera nota a pie de página de este
capítulo.
[12] Catecismo de la Iglesia Católica, 1859.
[13] Cfr. Ibidem, n. 1862.
[14] Ibidem, n. 1860.
[15] Ibidem, n. 2352.
[16] Me baso en parte en A. RODRÍGUEZ LUÑO, Valutazione della
responsabilità morale in condizioni di dipendenza radicate, conferencia
pronunciada en la Penitenciaría Apostólica (Roma) el 6 de diciembre de
2011, disponible en:
http://www.eticaepolitica.net/eticafondamentale/Dipendenze.pdf (28-10-
2020).
[17] SAN AGUSTÍN, Las confesiones III, 6, 11.
Notas de ‘El celibato cristiano’
[1] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 7 de
diciembre de 1965, n. 16; SAN PABLO VI, Encíclica Sacerdotalis
caelibatus, 24 de junio de 1967, nn. 22-23; Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 1579.
[2] Cfr. FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris
laetitia, 19 de marzo de 2016, nn. 69, 72, 317; IDEM, Exhortación
Apostólica Gaudete et exsultate, 19 de marzo de 2018, nn. 14, 141.
[3] F. OCÁRIZ, Cristianos en la sociedad del siglo XXI, Ediciones
Cristiandad, Madrid 2020, p. 102.
[4] M. CAMISASCA, “La paternidad cristiana, fruto maduro de una vida
casta”, en F. J. INSA GÓMEZ (coord.), Amar y enseñar a amar. La
formación de la afectividad en los candidatos al sacerdocio, Palabra,
Madrid 2019, p. 239.
[5] Sobre el celibato sacerdotal ha habido recientemente muchas
publicaciones que profundizan en su inabarcable riqueza desde distintas
perspectivas. Destaco algunas de ellas: TH. Mc-GOVERN, El celibato
sacerdotal. Una perspectiva actual, Cristiandad, Madrid 2004; S.
GUARINELLI, El celibato de los sacerdotes. ¿Por qué elegirlo todavía?,
Sígueme, Salamanca 2015; M. OUELLET, Sacerdotes, amigos del esposo.
Para una visión renovada del celibato, Encuentro, Madrid 2019; W. VIAL,
El sacerdote, psicología de una vocación, Palabra, Madrid 2020; C.
GRIFFIN, ¿Por qué el celibato? Reclamando la paternidad del sacerdote,
Emmaus Road, Steubenville (OH) 2019; R. SARAH (con J. RATZINGER-
BENEDICTO XVI), Desde lo más hondo de nuestros corazones, Palabra,
Madrid 2020.
[6] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, 7
de diciembre de 1965, n. 48.
[7] La expresión media naranja proviene de la obra El banquete, donde
Platón expone una teoría de Aristófanes. Según este, el ser humano original
tenía cuatro brazos, cuatro piernas, dos caras, una sola cabeza y dos órganos
reproductivos: podía ser andrógino. Los hombres se vieron tan fuertes que
osaron escalar el cielo, por lo que Júpiter les castigó separándolos en dos
para restarles fortaleza y que no pudiesen competir con él. De ahí vendría la
diversidad sexual y también el hecho de que cada hombre y mujer sean,
según Platón, incompletos y en continua tensión hasta unirse el uno con el
otro: «cada mitad trató de encontrar aquella de la que había sido separada y,
cuando se encontraban, se abrazaban y unían con tal ardor en su deseo de
volver a la primitiva unidad, que perecían de hambre y de inanición en
aquel abrazo, no queriendo hacer nada la una sin la otra» (PLATÓN, El
banquete, 191a).
[8] SAN GREGORIO NACIANCENO, Carta 101, I, 32. La expresión,
basilar en cristología, suele ponerse en relación con san Irineo de Lyon, que
vivió en el siglo II, doscientos años antes que san Gregorio.
[9] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, n. 22.
[10] Cfr. Ibidem, n. 24.
[11] CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, El don de la vocación
presbiteral. Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, 8 de diciembre
de 2016, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2016, n. 110.
[12] Me serviré de las clases sobre formación de candidatos al sacerdocio
–aplicables a otras formas de vocación– del profesor Julio Diéguez
(Universidad Pontificia de la Santa Cruz), cuyo contenido aún no ha sido
publicado. Le agradezco que me haya permitido servirme de estas ideas,
que he adaptado a los objetivos del presente libro.
[13] Código de Derecho Canónico, c. 1031, §1.
[14] SAN JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Postsinodal
Pastores dabo vobis, 25 de marzo de 1992, n. 43.
[15] CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, El don de la vocación
presbiteral.
[16] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, Rialp, Madrid 1987, n. 1005.
[17] FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Christus vivit,
25 de marzo de 2019, n. 288.
[18] SANTA TERESA DE JESÚS, Poema Nada te turbe.
[19] SAN PABLO VI, Sacerdotalis caelibatus, n. 58.
[20] Ibidem, n. 64.
[21] CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA,
Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con
las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al seminario
y a las Órdenes Sagradas, 4 de noviembre de 2005, n. 2. La Instrucción
citaba una carta que pocos años antes se expresaba en el mismo sentido,
emanada por la CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA
DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, “Carta, 16 de mayo de 2002”,
Notitiae 38 (2002) 586.
[22] CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, El Don de la vocación
presbiteral, n. 199.
[23] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA,
Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con
las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al seminario
y a las Órdenes Sagradas, n. 1.
[24] FRANCISCO, La fuerza de la vocación. La vida consagrada hoy.
Una conversación con Fernando Prado, Publicaciones Claretianas, Madrid
2018, p. 82.
[25] Por citar solo algunos trabajos recientes, cfr. A. CENCINI,
“Omosessualità strutturale e non strutturale. Contributo per un’analisi
differenziale (I)”, Tredimensioni 6 (2009) 31-42; J. HARVEY, Same Sex
Attraction: Catholic Teaching and Pastoral Practice, Knights of Columbus
Supreme Council, New Haven (CT) 2007 (disponible en:
http://www.kofc.org/un/en/resources/cis/cis385.pdf [14-11-2020]).
[26] A. GANNA, K. J. H. VERWEIJ, M. G. NIVARD, et al., “Large-
scale GWAS reveals insights into the genetic architecture of same-sex
sexual behavior”, Science 365 (30 agosto 2019), DOI:
10.1126/science.aat7693. En este artículo, bien documentado y aceptado
por la comunidad científica, se concluye que no existe un único gen que
determine la homosexualidad (la influencia es poligénica) y que los genes
determinan entre un 8 y un 25% en la homosexualidad (el resto de la
causalidad se debería, por tanto, a factores ambientales).
[27] Cfr. CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, El Don de la vocación
presbiteral, n. 82.
[28] Ibidem, n. 110.
Notas de ‘Los trastornos afectivos’
[1] Esta cifra se refiere a los trastornos de ansiedad considerados
globalmente, es decir, el trastorno de ansiedad generalizada, el trastorno de
pánico, la fobia social, las fobias específicas, etc. En este capítulo
hablaremos de la ansiedad en general, sin hacer referencia a ningún cuadro
concreto. Puede encontrarse una información más desarrollada en:
ASOCIACIÓN AMERICANA DE PSIQUIATRÍA, Manual diagnóstico y
estadístico de los trastornos mentales (DSM-5), Asociación Americana de
Psiquiatría, Arlington (VA) 20145, pp. 189-233.
[2] Me remito nuevamente al DSM para las características de los
distintos cuadros englobados en la categoría de trastornos depresivos. Cfr.
ibidem, pp. 155-188.
[3] Datos de la Organización Mundial de la Salud:
https://www.who.int/es/news-room/fact-
sheets/detail/depression#:~:text=Datos%20y%20cifras,carga%20mundial%
20general%20de%20 morbilidad (29-10-2020).
[4] Cfr. G. L. ENGEL, “The Need for a New Medical Model: A
Challenge for Biomedicine”, Science 196 (1977) 129-136.
[5] Cfr. C. MASLACH, Burnout. The cost of Caring, Malor Book-ISHK,
Los Altos (CA) 2003; P. R. GIL-MONTE, El síndrome de quemarse por el
trabajo (burnout). Una enfermedad laboral en la sociedad del bienestar,
Ediciones Pirámide, Madrid 2005; M. BOSQUED, Quemados. El síndrome
del Burnout. ¿Qué es y cómo superarlo?, Paidós, Barcelona 2008.
[6] Cfr. G. RONZONI, Ardere, non bruciarsi. Studio sul «burnout» tra il
clero diocesano, Edizioni Messaggero, Padova 2008; S. J. ROSSETTI, Why
Priests Are Happy. A Study of the Psychological and Spiritual Health of
Priests, Ave Maria Press, Notre Dame (IN) 2011.
[7] Cfr. P. IDE, «Le burn-out, une urgence pastorale», Nouvelle Revue
Théologique 137 (2015) 628-657.
[8] Sobre los hábitos que tienen más repercusión en la duración y calidad
de vida recomiendo el libro: M. A. MARTÍNEZ-GONZÁLEZ, Salud a
ciencia cierta. Consejos para una vida sana (sin caer en las trampas de la
industria), Planeta, Madrid 2018.
[9] S. R. COVEY, Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva, Paidós
Ibérica, Barcelona 1997, pp. 323-345.
[10] C. L. YURITA, R. A. DITOMASSO, Cognitive Distortions, en A.
FREEMAN, S. H. FELGOISE, A. M. NEZU, C. M. NEZU, M. A.
REINECKE (eds.), Encyclopedia of Cognitive Behavior Therapy, Springer,
New York 2004, pp. 117-121.
[11] M. CSÍKSZENTMIHÁLYI, Fluir (Flow). Una psicología de la
felicidad, Debolsillo, Barcelona 2008.
[12] Cfr., entre otras muchas publicaciones, M. E. McCULLOUGH, D.
B. LARSON, “Religion and Depression: A Review of the Literatura”, Twin
Research 2 (1999) 126-136; P. MURPHY, J. W. CIARROCHI, R. L.
PIEDMONT, S. CHESTON, M. PEYROT, G. FITCHETT, “The Relation of
Religious Belief and Practices, Depression, and Hopelessness in Persons
With Clinical Depression”, Clinical Psychology 68 (2000) 1102-1106; C. H.
HACKNEY, G. S. SANDERS, “Religiosity and mental health: a meta-
analysis of recent studies”, Journal for the Scientific Study of Religion 42
(2003) 43-55; T. B. SMITH, M. E. McCULLOUGH, J. POLL,
“Religiousness and Depression: Evidence for a Main Effect and the
Moderating Influence of Stressful Life Events”, Psychological Bulletin 129
(2003) 614-636; H. G. KOENIG, “Research on Religion, Spirituality, and
Mental Health: A Review”, The Canadian Journal of Psychiatry (2009)
283-291; L. MILLER, P. WICKRAMARATNE, M. J. GAMEROFF, M.
SAGE, C. E. TENKE, M. M. WEISSMAN, “Religiosity and Major
Depression in Adults at High Risk: a Ten-Year Prospective Study”, The
American Journal of Psychiatry 169 (2012) 89-94; R. D. HAYWARD, A.
D. OWEN, H. G. KOENIG, D. C. STEFFENS, M. E. PAYNE, “Religion
and the Presence and Severity of Depression in Older Adults”, The
American Journal of Geriatric Psychiatry 20 (2012) 188-192; M.
JONGKIND, B. VAN DEN BRINK, H. SCHAAP-JONKER, N. VAN DER
VELDE, A. W. BRAAM, “Dimensions of Religion Associated With
Suicide Attempt and Suicide Ideation in Depressed, Religiously Affiliated
Patients”, Suicide and Life-Threatening Behavior 49 (2019) 505-519.
[13] B. CYRULNIK, Psicoterapia de Dios. La fe como resiliencia,
Gedisa, Barcelona 2018; S. M. SOUTHWICK, M. VYTHILINGAM, D. S.
CHARNEY, “The Psychobiology of Depression and Resilience to Stress:
Implications for Prevention and Treatment”, Annual Review of Clinical
Psychology 1 (2005) 255-91.
[14] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, Rialp, Madrid 1987, n. 2.
[15] Cfr. FRANCISCO, Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate, 19
de marzo de 2018, nn. 42-62.
[16] SAN AGUSTÍN, Exposición de la Epístola de San Juan, VII, 8.
[17] SAN JUAN PABLO II, Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 17 de
abril de 2003, n. 25.
[18] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Rialp, Madrid
200430, n. 310.
[19] FRANCISCO, Ángelus, 8 de febrero de 2015.
Notas de ‘Los trastornos de la personalidad’
[1] A. H. MASLOW, The Psychology of Science: A Reconnaissance,
Harper & Row, New York (NY) 1966, pp. 15-16.
[2] K. SCHNEIDER, Las personalidades psicopáticas, Morata, Madrid
19808, p. 32.
[3] F. POTERZIO, “Il dialogo tra il giudice e il perito nella prospettiva
del perito”, en H. FRANCESCHI, M. A. ORTIZ (a cura di), La ricerca
della verità sul matrimonio e il diritto a un processo giusto e celere. Temi di
diritto matrimoniale e processuale canonico, Edusc, Roma 2012, pp. 254-
304.
[4] ASOCIACIÓN AMERICANA DE PSIQUIATRÍA, Manual
diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5), Asociación
Americana de Psiquiatría, Arlington (VA) 20145, pp. 645-684.
[5] Para la difícil cuestión del discernimiento de los fenómenos
extraordinarios, cfr. J. B. TORELLÓ, Psicología y vida espiritual, Rialp,
Madrid 2008, pp. 229-250; M. BELDA, Ars artium. Storia, teologia e
pratica della direzione spirituale, Edusc, Roma 2020, pp. 193-205.
[6] Para comprender y ayudar a las personas con este trastorno puede
servir el libro P. T. MASON, R. KREGER, Deja de andar sobre cáscaras
de huevo. Retoma el control ante el comportamiento de una persona con
trastorno límite de personalidad, Ediciones Pléyades, Madrid 2003.
[7] Cfr. FRANCISCO, Carta al Pueblo de Dios que peregrina en Chile,
31 de mayo de 2018; IDEM, Discurso al final de la Concelebración
Eucarística con ocasión del encuentro “La Protección de los menores en la
Iglesia”, 24 de febrero de 2019.
[8] El trastorno de la personalidad evitativa guarda similitudes con el
estilo de apego adulto temeroso a que hicimos referencia en el primer
capítulo dedicado al ciclo vital, mientras que el trastorno dependiente se
podría poner en relación con el estilo preocupado. Asimismo, el trastorno
de la personalidad esquizoide tiene características comunes con el estilo de
apego desapegado.
[9] Retomaré muchas de las ideas ya expuestas en F. J. INSA GÓMEZ,
“Dependencia afectiva y perfeccionismo: una propuesta a partir de la teoría
del apego”, en IDEM (coord.), Amar y enseñar a amar. La formación de la
afectividad en los candidatos al sacerdocio, Palabra, Madrid 2019, pp. 119-
144.
[10] Para profundizar en estos tipos de personalidad, cfr. L.
BALUGANI, “La personalità dipendente”, Tredimensioni 10 (2013) 133-
146; F. SARRÁIS, El miedo, EUNSA, Pamplona 2014.
[11] Cfr. M. FIERRO, J. J. ORTEGÓN, “Trastorno de personalidad
depresivo: el sinsentido de la vida”, Revista Colombiana de Psiquiatría 34
(2005) 581-594.
[12] Sobre los aspectos etiológicos y una propuesta de estrategias de
cambio, cfr. C. CIOTTI, “La personalità ossessivo-compulsiva”,
Tredimensioni 5 (2008) 75-87; M. M. ANTONY, R. P. SWINSON, Cuando
lo perfecto no es suficiente. Estrategias para hacer frente al
perfeccionismo, Desclée De Brouwer, Bilbao 20082; A. E. MALLINGER,
J. DE WYZE, Too Perfect: When Being in Control Gets Out of Control, The
Random House Publishing Group, New York 20113; J. SCHLATTER
NAVARRO, Ser felices sin ser perfectos, EUNSA, Pamplona 20163; M.
ÁLVAREZ ROMERO, D. GARCÍA-VILLAMISAR, El síndrome del
perfeccionista: el anancástico, Almuzara, Córdoba 20174.
[13] Cfr. E. DE BONO, El pensamiento lateral. Manual de creatividad,
Paidós, Barcelona-Buenos Aires-México 1986; IDEM, Seis sombreros para
pensar, Paidós, Barcelona-Buenos Aires-México 2019.
[14] SAN AGUSTÍN, Exposición de la Epístola de San Juan, VII, 8.
Notas de ‘Un estilo formativo sano’
[1] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, II-II, q. 120,
a. 1; A. RODRÍGUEZ LUÑO, Elegidos en Cristo para ser santos, Palabra,
Madrid 2001, pp. 296-301.
[2] Cfr. S. TORÍO LÓPEZ, J. V. PEÑA CALVO, M. C. RODRÍGUEZ
MENÉNDEZ, “Estilos educativos parentales. Revisión bibliográfica y
reformulación teórica”, Teoría de la Educación 20 (2008) 151-178; C.
CHICLANA ACTIS, “Formación y evaluación psicológica del candidato al
sacerdocio”, Scripta Theologica 51 (2019) 467-504.
[3] S. TORÍO LÓPEZ, J. V. PEÑA CALVO, RODRÍGUEZ
MENÉNDEZ, Estilos educativos parentales, pp. 164-165.
[4] Cfr. C. CHICLANA ACTIS, Formación y evaluación psicológica del
candidato al sacerdocio, pp. 467-504.
[5] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Rialp, Madrid 200682, n.
930.
[6] SAN PABLO VI, Exhortación Apostólica Postsinodal Evangelii
nuntiandi, 8 de diciembre de 1975, n. 41.
[7] FRANCISCO, Santa Misa y bendición de los Palios para los nuevos
Metropolitanos en la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, 29 de junio de
2015.
[8] SAN JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en un curso
sobre la procreación responsable, 1 de marzo de 1984.
[9] SAN JUAN DE LA CRUZ, Llama de amor viva, III, 30.
[10] C. J. VAN-DER HOFSTADT ROMÁN, El libro de las habilidades
de la comunicación, Díaz de Santos, Madrid 20052; S. R. COVEY, Los 7
hábitos de la gente altamente efectiva, Paidós Ibérica, Barcelona 1997, pp.
266-293.
[11] Cfr. SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 8 de agosto de 1956, n.
38.
[12] FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris laetitia,
19 de marzo de 2016, n. 295.
[13] R. GUARDINI, Las etapas de la vida. Su importancia para la ética
y la pedagogía, Palabra, Madrid 1997, p. 63.
[14] FRANCISCO, Discurso en el encuentro con los estudiantes de los
Colegios Eclesiásticos romanos, 16 de marzo de 2018.
[15] IDEM, Exhortación Apostólica Postsinodal Christus vivit, 25 de
marzo de 2019, n. 221.