Está en la página 1de 383

Francisco Insa

CON TODO TU CORAZÓN,


CON TODA TU ALMA,
CON TODA TU MENTE
Formar la afectividad en clave cristiana
A todos aquellos que,
al compartir conmigo sus afanes de mejora,
me han demostrado
la grandeza del corazón humano
PRESENTACIÓN

1. MAESTRO, ¿QUÉ DEBO HACER PARA CONSEGUIR LA VIDA


ETERNA?

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con
todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc
10, 27). El diálogo de Jesús con el doctor de la Ley remite a dos textos del
Pentateuco (cfr. Dt 6, 5; Lv 19, 18) para sintetizar lo que el hombre debe
hacer para alcanzar la vida eterna: amar a Dios y amar a sus semejantes.
Las narraciones de Mateo y Marcos (cfr. Mt 22, 37-39; Mc 12, 30-31) son
ligeramente distintas de la lucana: en ellas el doctor de la Ley pregunta al
Señor cuál es el principal mandamiento. La respuesta de Jesús sigue siendo
la misma, porque un amor radical, completo, satisface plenamente todo lo
que Dios pide al hombre y a la vez le abre el camino para disfrutar de Él por
toda la eternidad.
La relación con Dios adquiere así un sentido que, si bien no es del todo
original, contrasta con ciertas propuestas del judaísmo y sobre todo con las
religiones paganas. En ellas se pone con frecuencia el acento en la
adoración, la sumisión, la obediencia... Se remarca la absoluta
trascendencia de Dios ante la cual la criatura humana solo puede postrarse y
reconocer su nimiedad. La perspectiva que abre Jesucristo, sin negar la
anterior, toca más la intimidad del hombre: le llama a entrar en una relación
amorosa en la cual distingue varias dimensiones: corazón, alma, fuerzas y
mente. Jesús parece subrayar que el trato con Dios abarca al hombre en su
integridad, que debe poner en juego su inteligencia, voluntad, sentimientos
y pasiones, al igual que en el trato con sus semejantes. En efecto, «nosotros
no poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las
criaturas: este pobre corazón nuestro, de carne, quiere con un cariño
humano que, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural» [1].
El doble precepto tiene una premisa: Dios es un Padre que nos ama, nos
cuida y vela por nosotros. «Él nos amó primero» (1 Jn 4, 19), nos primerea,
por usar el neologismo acuñado por el Papa Francisco. Nosotros solo
respondemos, y de manera incompleta, al amor con el que Dios se ha
adelantado al crearnos, al darnos una familia, unas capacidades, unos
talentos... y al disponer una morada que nos espera en el Cielo (cfr. Jn 14,
2-3). Como cantamos en Navidad en el himno Adeste fideles, sic nos
amantem, quis non redamaret, ¿cómo no corresponder a quien nos ha
amado tanto?
En ese amor que da y recibe de Dios –y que prolonga a todos sus
iguales– encuentra el hombre la satisfacción plena de sus más íntimos
anhelos. El primer mandamiento no es un imperativo impuesto desde el
exterior, sino la enunciación de aquello que le hace feliz: «nos hiciste,
Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti» [2].
Dios no es un tirano que no se conforma con nuestra sumisión, sino que
además nos obliga a quererle; es un Padre que nos ama, nos cuida, vela por
nosotros y es el único capaz de colmar una irrenunciable necesidad: «lo
único que puede hacer feliz a una persona es la experiencia de amar y de ser
amado» [3].

2. LA AFECTIVIDAD Y SU FORMACIÓN

En los últimos decenios se ha puesto cada vez más en evidencia la


necesidad de ofrecer una sólida formación de la afectividad, especialmente
a los jóvenes, de manera que puedan desarrollar su interioridad de modo
sano y sereno y alcanzar una vida cristiana alegre, integrada, llena de
significado y apostólicamente fructífera. Sin embargo, los formadores
manifiestan con frecuencia que encuentran pocos instrumentos para
desarrollar esta tarea. Tal vez durante muchos siglos se ha puesto el acento
en las dimensiones intelectual y espiritual, que cuentan con abundantes
obras de gran calado, mientras que este aspecto de la formación humana ha
recibido menos interés.
La consecuencia de tal desequilibrio es que en algunos casos se ha
hipertrofiado inadvertidamente alguna de esas dimensiones en perjuicio de
las demás, cayendo en las deformaciones del intelectualismo, el
voluntarismo o el sentimentalismo. Se hace necesario integrar esas
dimensiones en la unidad de la persona.
Podemos hacer una primera definición de afectividad como el conjunto
de emociones, afectos, sentimientos y pasiones que anidan en el hombre y
le hacen sentirse a gusto o a disgusto en las distintas situaciones de la vida.
Se genera así un placer o un malestar –que puede ser sensitivo (el goce de la
comida) o intelectual (una buena conversación o una buena lectura)– que
actúan como señal de lo que se debe buscar o evitar.
Ahora bien, los bienes o males indicados por la afectividad son parciales
y a veces entran en conflicto entre sí, por ejemplo, cuando una incomodidad
a corto plazo (el cansancio) dificulta el logro posterior de un gozo mayor
(ganar una carrera). Para saber a cuál de esos estímulos hay que prestar
atención, todos tenemos –habitualmente de forma no explícita– una
jerarquía de valores que nos indica los bienes que vale la pena sacrificar
para obtener otros más grandes. No es que algunos afectos sean malos o
equivocados, sino que piden para sí un puesto de preeminencia que no les
corresponde amenazando la consecución de otros bienes más importantes
para el bien integral de la persona.
La formación de la afectividad busca ayudar a la inteligencia y a la
voluntad a alcanzar ese orden: saber lo que es bueno, desear alcanzarlo y
poner los medios oportunos para obtenerlo. No se trata de un mero controlar
o reprimir ciertas tendencias humanas ni mucho menos de racionalizar los
instintos. Consiste más bien en obtener tal connaturalidad con el bien –en la
cabeza y en el corazón– que de forma casi instintiva se dé la justa
importancia a cada objeto que reclama la atención, en función del sentido
que se quiere dar a la propia vida. Esto permite disfrutar tanto del bien
conseguido como –este es el punto importante por ser menos evidente– con
la renuncia de los que hay que sacrificar para alcanzar otros más grandes.
San Agustín lo sintetizaba así: «en lo que se ama, o no se siente fatiga o se
ama la misma fatiga» (in eo quod amatur, aut non laboratur aut labor
amatur) [4]. Volvemos así a la cita evangélica con que iniciamos esta
presentación: todo inicia con lo que de verdad amamos. Lo demás se
subordina gustosamente.
Sería ilusorio pretender un equilibrio perfecto. La formación es un
proceso en el que siempre se puede avanzar y que llevará a profundizar en
el sentido de la propia vocación, a tener dominio de vivirla con coherencia
y a avanzar de modo sereno y alegre hasta la meta que nos aguarda.

3. PSICOLOGÍA Y FORMACIÓN

San Pablo exhortaba a los tesalonicenses a «que vuestro ser entero –


espíritu (pneuma), alma (psiche) y cuerpo (soma)– se mantenga sin mancha
hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo» (1 Ts 5, 23). Esta triple
distinción, única en las cartas paulinas, tiene origen semítico [5] y se
encuentra en muchos Padres de la Iglesia sobre todo orientales.
Probablemente a nosotros nos es más familiar la división diádica
cuerpo/alma, deudora de la teoría hilemórfica aristotélica (materia y forma)
y generalizada sobre todo desde la escolástica medieval; el propio san Pablo
la emplea también en varias ocasiones (cfr. 1 Co 5, 3; 7, 34; 2 Co 7, 1).
Cada propuesta tiene sus ventajas y sus límites para explicar la realidad del
ser humano, que permanece siempre inabarcable. En todo caso, ambas
reconocen la unidad de la persona, que no consiste en una simple suma de
dos o tres principios que en última instancia permanecerían distintos como
el agua sobre el aceite.
Con todo, pienso que la división tripartita muestra de manera más clara
la dimensión afectiva de la persona. En efecto, en una división alma/cuerpo
puede no ser fácil encajar los pensamientos, las pasiones y las emociones,
que tienen una base física (se asientan en la actividad cerebral) pero
participan también de la realidad inmaterial y trascendente del hombre,
imagen de Dios. La enfermedad depresiva puede servir como ejemplo: no
es una patología del cuerpo pero tampoco sería correcto decir que enferma
el espíritu. La división triádica, por el contrario, nos delimita mejor el
terreno de la afectividad: pertenece a la psique (alma, mente), es el objeto
de estudio de la psicología y cuando enferma, cae en la órbita de la
psiquiatría.
Para ayudar a las personas en la tarea de formación hay que tener en
cuenta estas tres dimensiones: tienen un espíritu llamado a disfrutar de Dios
por toda la eternidad (que se nutre de la oración, los sacramentos y las
relaciones, especialmente cuando están sostenidas por la caridad), un
cuerpo (que necesita comer, dormir, realizar actividad física) y una psique
sujeta a altibajos de humor, caracterizada por un modo de pensar y de sentir,
condicionada por su biografía, etc. Las tres dimensiones están en continua
interacción: por muy buenas disposiciones que tenga, si una persona no ha
dormido lo suficiente le costará rezar, se mostrará irritable o con un humor
lábil, etc. Del mismo modo, un estado de ánimo bajo suele conllevar
molestias físicas diversas (cansancio, disminución del apetito, cefalea) y
dificultad para “conectar” con Dios en la oración.
Hay algunos conocimientos de psicología que resultan de gran ayuda en
la labor de formación. Por ejemplo, conocer las características de cada etapa
del ciclo vital servirá para tratar de forma más adecuada a cada rango de
edad, a transmitir los contenidos de forma adaptada y a plantear unas metas
acordes con las posibilidades del interesado. Del mismo modo, la tipología
de la personalidad permite dar consejos personalizados sobre los rasgos a
mejorar o aquellos que pueden suponer un punto de apoyo para la labor
formativa.
Por otra parte, existen problemas psicológicos que podrían ser
confundidos con faltas de virtud o con pecados. Por ejemplo, son
conceptualmente distintos narcisismo y soberbia, egocentrismo y egoísmo,
timidez y desinterés por los demás, obsesividad y olvido de sí, falta de
integración de la sexualidad e impureza, impulsividad e ira, conflicto con la
figura de autoridad y desobediencia, perfeccionismo y falta de abandono,
déficit de atención y desorden, inactividad debida a un estado depresivo y
pereza, etc. [6]. En el primer término de cada pareja puede haber una
patología, un desarrollo alterado de la personalidad, heridas biográficas,
errores cognitivos, déficit de habilidades sociales, etc., y no solo en una
insuficiente vida interior.
Sería insuficiente en esos casos limitarse a dar consejos ascéticos –crecer
en fortaleza, reciedumbre, templanza– o fomentar la vida de piedad –rezar,
mortificarse, fomentar el sentido de la filiación divina–, ya que no se
llegaría al núcleo del problema. Podría resultar incluso perjudicial al
distraer al sujeto de su verdadero problema, fomentar la culpa o el sentido
de inadecuación o empujarle a un sobreesfuerzo de la voluntad que
probablemente resultaría ineficaz y extenuante.
No quiero decir que haya que hacer de psicólogos en la tarea de
formación. Se trata más bien de asumir que un aspecto fundamental de esa
labor es la dimensión humana, que en buena parte cae sobre el dominio de
la psicología, la cual tiene su propia dinámica y leyes que conviene conocer
para ayudar mejor. De modo similar, no hace falta ser médico para
recomendar un paracetamol a quien refiere dolor de cabeza, unas horas de
reposo extra a quien dice estar durmiendo mal o una consulta urgente al
médico a quien se queja de dolor a la derecha del ombligo o en el centro del
pecho. San Josemaría solía expresar esa sensibilidad diciendo que un
formador ha de tener la psicología de una madre, que es capaz de apreciar
el estado de ánimo de su hijo, detectar cuándo ha tenido un problema en el
colegio al verle entrar en casa, darse cuenta de que ha discutido con la
novia, etc.
Este conocimiento puede estar basado en una especie de intuición o
sensibilidad que está mucho más desarrollada en unos que en otros. Pero se
requiere también una preparación específica que es parte de la
profesionalidad que se espera en todo educador. El presente libro pretende
ayudar a la formación de los formadores en los aspectos psicológicos de la
persona.

4. CONTENIDO DE ESTE LIBRO

En los últimos años he dado varios cursos sobre formación de la


afectividad a personas que se dedicaban a tareas de formación o se estaban
preparando para realizarlas: padres, profesores, sacerdotes, seminaristas...
Me ha sorprendido comprobar que los contenidos requerían pocas
adaptaciones para ajustarse a las necesidades de cada grupo. En todos he
encontrado intereses básicos comunes y la sensación de que unos
conocimientos básicos de psicología resultaban útiles en su importante
tarea. Muchos referían que además les servían para conocerse mejor a sí
mismos, lo que redundó positivamente en su labor formativa.
En la preparación de esas clases me basé en mi preparación como
psiquiatra, mis estudios de teología, mi posterior labor como sacerdote y la
colaboración que antes y después de mi ordenación he tenido en la
formación cristiana de personas de distintas edades, especialmente jóvenes.
En el presente libro he puesto por escrito y ampliado el contenido de esas
clases. El estilo es muy dependiente de su origen: divulgativo, interpelativo,
directo y práctico, sazonado de anécdotas sacadas de la vida real que
ilustran lo que se quiere decir. Me he servido de una u otra escuela
psicológica sin hacer una exposición sistemática, que puede encontrarse en
otras obras [7]. Cada capítulo desarrolla el contenido de una clase de una
hora de duración, lo que ha obligado a seleccionar los argumentos: me he
centrado en algunos contenidos que considero importantes para un
formador y no se encuentran con tanta facilidad en otras obras. Por el
contrario, dedico menos atención –sin ignorarlos– a contenidos más básicos
y objetivamente más importantes cuyo conocimiento se da por descontado
en el lector: la prioridad de los medios sobrenaturales, algunos aspectos
doctrinales, el dinamismo de las virtudes humanas y sobrenaturales, etc. Al
final del libro se ofrece una bibliografía en la que se podrán profundizar en
estos y en otros aspectos.
Como es de esperar en un sacerdote, parto de una antropología de matriz
cristiana, que reconoce el fin sobrenatural al que está llamado el hombre, su
tendencia hacia el bien y la dificultad que encuentra para reconocerlo y
llevarlo a cabo debido a su naturaleza herida. Ahí se conjuga la ayuda de la
gracia que Dios proporciona para avanzar hacia la santidad con la
correspondencia que se espera en la criatura humana. La interacción de
ambas realidades toma como punto de partida las conocidas afirmaciones
de santo Tomás de Aquino: «la gracia presupone la naturaleza» [8] y «la
gracia no suprime la naturaleza, sino que la perfecciona» [9].
En estas páginas ofreceremos sugerencias para conseguir que la
naturaleza esté sana, bien orientada, de modo que la gracia ordinaria de
Dios actúe como el fertilizante y la lluvia, que son absorbidos por el árbol
que de esta manera crece con fuerza. Pero si el árbol está torcido, necesita
otro tipo de intervención para enderezarse. Dios puede hacerlo, desde luego,
al igual que puede sanar una enfermedad física. Pero se trataría ya de una
intervención extraordinaria, incluso milagrosa, que no se le puede exigir;
habitualmente cuenta con que la persona acuda al médico para recobrar la
salud.
El libro se divide en cuatro apartados. En el primero haré una exposición
general sobre la personalidad y la afectividad, delimitando ambos conceptos
y ofreciendo ideas para fomentar un desarrollo maduro. La segunda sección
hace un recorrido por las distintas etapas del ciclo vital, desde el nacimiento
hasta la muerte, y tratará de ilustrar cómo las adquisiciones y los déficits de
cada fase tienen repercusiones en el desarrollo posterior. El tercer apartado
se dedicará a un aspecto concreto de la afectividad, la dimensión sexual; se
expondrán algunas ideas para su adecuada integración en el bien global de
la persona y se prestará atención a las dificultades que pueden encontrarse
hoy día para vivir la castidad; finalmente, se hará mención de la vocación al
celibato y sus consecuencias desde un punto de vista psicológico. La cuarta
y última sección abordará algunas patologías psiquiátricas, mostrando
estrategias para prevenirlas y modos de acompañar a personas que las
sufren. El libro concluye con un capítulo a modo de epílogo, que responde
al interés que mostraron algunos asistentes a los cursos sobre las
competencias psicológicas necesarias en un formador.
Antes de continuar, querría agradecer a las muchas personas que han
colaborado en la elaboración de este libro. En primer lugar, a José Ignacio
Peláez, asistente al primero de los cursos que impartí; sin su paciente
insistencia no habría encontrado el estímulo para sentarme a escribir.
Alfredo Ruiz de Gámiz ha revisado cada capítulo aportando interesantes
sugerencias basadas en su amplia experiencia sacerdotal. Estoy en doble
deuda con la doctora Marisol Salcedo, psicóloga clínica, que participó en
mi formación como psiquiatra hace ya varios lustros y ahora ha refrescado
muchos conceptos olvidados y ha corregido las inexactitudes que se habían
introducido en el texto. Por último, los coautores del libro Amar y enseñar a
amar [10] reconocerán aquí muchas de sus ideas: Mons. José María
Yanguas (aspectos teologales de la afectividad), Julio Diéguez (la
formación en virtudes humanas), Paul O’Callaghan (la dinámica de la
gratificación diferida), Wenceslao Vial (psicopatología), Carlos Chiclana
(tratamiento integral de la conducta sexual descontrolada), Maurizio
Faggioni (la amistad) y Mons. Massimo Camisasca (la paternidad espiritual
del célibe); recomiendo vivamente la lectura de sus textos para la
comprensión más completa de los correspondientes temas.
Santa María, Madre del Amor Hermoso, ¡ruega por nosotros!
I. PERSONALIDAD
Y AFECTIVIDAD
¿QUÉ ES LA PERSONALIDAD?

1. NOCIÓN DE PERSONALIDAD

Hay conceptos que forman parte de nuestro lenguaje pero que nos vemos
incapaces de definir de forma satisfactoria. Se trata habitualmente de
nociones muy ricas o complejas para las que una definición, necesariamente
sintética, puede omitir elementos importantes, por lo que dejaría de ser
válida. Sabemos qué es pero no conseguimos definirlo en pocas palabras.
Creo que es lo que nos ocurre con el concepto de personalidad. Forma
parte de nuestra vida cotidiana y lo usamos en muchos contextos: tiene una
personalidad fuerte, está desarrollando su personalidad, no tiene
personalidad... Pero ¿qué es la personalidad? Se trata de un concepto fácil
de intuir pero que se resiste a ser reducido a una definición.
En ocasiones, al dar clases sobre este tema he hecho una pequeña
encuesta entre los asistentes. Salían muchas características: es algo
específico de cada uno, estable, abarca todos los ámbitos de la persona (sus
percepciones internas y externas, sus pensamientos, comportamientos y
relaciones), se puede observar y juzgar desde el exterior... Pero tampoco
mis alumnos conseguían llegar a una definición a gusto de todos.
Los especialistas en este campo, que son los psicólogos, han propuesto
muchas definiciones. Como ocurre en otros aspectos de esta ciencia, no han
llegado a una definición unánime; es más, en ocasiones las diversas
propuestas entran en oposición unas con otras.
Yo tampoco he encontrado ninguna que me satisfaga completamente
pero hay una que, con alguna modificación, me parece muy acertada y la he
asumido para que nos acompañe a lo largo de estas páginas: la personalidad
es un modo estable de relacionarse con uno mismo, con los demás, y con el
mundo. Esta noción se basa en un psicólogo americano, George Kelly
(1905-1967) [1], y es, como todas, incompleta y limitada. Se podría decir
incluso que no es propiamente una definición de personalidad, sino más
bien una enunciación de cómo se manifiesta. Con todo, tiene dos
características que la hacen especialmente útil para la intención que me he
propuesto en este libro.
Por un lado, da una gran importancia a la relación. He hecho cuentas y
esta palabra aparecerá casi trescientas veces a lo largo de estas páginas. No
me parece exagerado y tiene varias explicaciones: independientemente de
cómo la conceptualicemos, la personalidad se manifiesta fundamentalmente
en el trato con los demás y sería muy difícil conocerla en alguien que
viviera aislado. Además, su sano desarrollo requiere vivir con otros: el roce
hace que salten chispas pero también pule las aristas, muestra ejemplos que
emular, despierta el deseo de mejorar para corresponder al afecto que se
recibe, y, sobre todo, permite tener delante alguien a quien amar. Una buena
gama de relaciones es clave para el desarrollo sano y armónico de la
personalidad.
En segundo lugar, Dios forma parte de ese los demás con quien nos
relacionamos. La personalidad de cada uno condicionará también el modo
en que se entra en contacto con Él, ya que la noción de Dios implica
paternidad, amor, cuidado, autoridad, seguridad, dependencia, perdón,
premio, castigo... Todos esos aspectos producen una resonancia afectiva en
el interior del individuo que determinará un acercamiento basado en la
confianza, el recelo, el miedo, la pasividad, etc.
La personalidad tiene tres manifestaciones fundamentales: las
emociones, los pensamientos y la conducta. Generalmente aparecen en este
mismo orden: los sucesos despiertan unas emociones que al hacerse
conscientes llevan a pensar qué ha sucedido y cómo se puede reaccionar,
para a continuación pasar a la acción. El hecho de que este proceso se dé a
veces de modo no del todo consciente no quiere decir que sea simplemente
automático o instintivo: en muchas ocasiones está determinado por la
educación o por experiencias previas. Sería el caso de quienes se han criado
en un ambiente de prejuicios contra personas de otra raza o los que han
desarrollado una fobia por un evento sufrido años atrás.
Creo que se entenderá más claro con un ejemplo. Estoy en el cine y
alguien grita “¡fuego!”. En milésimas de segundo noto en mi interior una
explosión de adrenalina que despierta diversos sentimientos (miedo,
inseguridad...), busco la salida más cercana y pienso un plan de huida; quizá
también me doy cuenta de que algunos necesitarán ayuda para salir.
Finalmente, ejecuto el plan para salvarme... o para arriesgarme en el intento
de salvar a otros. No nos engañemos: lo primero que viene a la mente es
“sálvese quien pueda”; para que el grito “las mujeres y los niños primero”
se haga realidad en una situación de peligro real el individuo debe haber
desarrollado una forma de ver su vida y la de los demás que le permita
tomar esa decisión que a veces es heroica.
La reacción ante un mismo evento es muy distinta en cada persona.
Algunos saltan inmediatamente al ser insultados y pasan al contraataque;
otros, por el contrario, se quedan cohibidos y no saben o no se atreven a
responder, se vienen abajo porque no los quieren, piensan que se merecen
que les desprecien o crucifican por dentro a quien les ha ofendido mientras
les prometen rencor eterno. Reaccionan de forma distinta (por dentro y por
fuera) porque tienen personalidades distintas. Adelanto aquí una idea que
desarrollaré en profundidad más adelante: hay que escuchar las emociones,
porque muchas veces explican los propios pensamientos y estos a su vez
explican mi conducta. Al sentirme humillado, enfadado, despreciado pienso
que el otro ha sido injusto o que, por el contrario, me trata como merezco
porque he cometido un grave, error; en consecuencia, actúo enfrentándome
a él o resignándome de modo más o menos pacífico a su ataque. Es
frecuente que en la tarea de formación se ponga el énfasis en la acción
(“haz esto o no lo hagas”) y se descuide animar al educando a mirar dentro
de sí para descubrir las emociones y pensamientos que han provocado esa
actuación.
Estos simples ejemplos ponen de manifiesto las dos triadas que hemos
visto aquí: relación con nosotros mismos, con los demás y con el mundo;
reacción en forma de afectos, pensamientos y conductas. Nuestra noción de
personalidad tal vez no llegue a lo más recóndito (quizá incluso sea
imposible llegar): eso lo dejamos para los expertos. A fin de cuentas lo que
se aprecia al tratar a alguien no es tanto su personalidad, sino su
comportamiento externo y, si nos fijamos más o él nos lo confía, también el
interno.
Terminamos este apartado con tres características más de la personalidad.
En primer lugar, es una estructura dinámica. Hemos dicho que es un
modo estable de reaccionar (suele hablarse de patrones de conducta). Esto
no quiere decir que sea algo rígido o estereotipado, no es como el armazón
de cemento de un edificio, que no puede variar. Se parece más bien a un
árbol, que es sólido y a la vez va creciendo y diversificando su forma desde
las raíces hasta las flores. Está siempre sujeta al cambio, que puede ser a
mejor o a peor. Es más, está obligada a cambiar, porque los nuevos
acontecimientos a que se enfrenta requieren siempre nuevas estrategias, y
también porque uno mismo tiene sus propias inquietudes, su afán de
novedades, su búsqueda de retos... Esto permite mencionar la
adaptabilidad, la capacidad de ajustarse (en las emociones, en los
pensamientos y en las acciones) a las nuevas circunstancias que
continuamente nos pone por delante la vida; para muchos la adaptabilidad
es el mejor termómetro de madurez y de salud mental.
En segundo lugar, la personalidad hace que la persona sea predecible.
Alguien irascible saltará al percibir una agresión, mientras que otro más
introvertido tenderá a sufrir el agravio en silencio pero quizá rumiando
improperios en su interior. De igual modo, todos conocemos personas
responsables, ordenadas y fiables a quienes se puede dar un encargo con
total confianza de que lo ejecutará, mientras que con otros hay que estar
continuamente supervisando para evitar sorpresas. El hecho de ser
predecibles no va en contra de la libertad: no somos máquinas que
reaccionemos siempre igual ante el mismo estímulo. Lo que quiero decir es
que tendremos un impulso inicial a responder de una determinada manera, a
la vez que conservamos la posibilidad –con más o menos esfuerzo– de
resistir a ese impulso... siempre y cuando conservemos el suficiente
dominio interior, como veremos más adelante.
Por último, la personalidad evoluciona a lo largo de la vida. En los niños
es muy voluble, en los adolescentes se va consolidando y al entrar en la
edad adulta suele ser estable. Pero esto ocurre a expensas de la
adaptabilidad, por lo que el cambio se hace cada vez más difícil.
Volveremos sobre esta idea cuando abordemos el ciclo vital.
En resumen, la personalidad condiciona el modo (interno y externo) de
actuar. Por tanto, tendrá una gran influencia en nuestra posibilidad de ser
felices, de estar a gusto con los propios pensamientos y sentimientos y con
los de los demás, con las circunstancias que nos encontramos en la vida. Y
ayudará a que podamos tener una buena relación con los amigos, con el
cónyuge y con Dios.

2. TEMPERAMENTO, CARÁCTER Y PERSONALIDAD

Los estudiosos de la personalidad suelen distinguir dos dimensiones: el


temperamento y el carácter.
El temperamento es un conjunto de características de origen biológico,
hereditario, genético, hormonal, etc. Incluye el nivel basal de actividad
(como el ralentí de los coches, que al encenderse se ponen a más o menos
revoluciones) y se manifiesta en un mayor o menor grado de ansiedad,
reactividad, búsqueda de acción, intro o extroversión, etc. Se trata de la
parte menos moldeable de la personalidad: nos moriremos así... aunque
podemos mejorarlo con tiempo, esfuerzo y paciencia. No es propiamente
innato: se desarrolla hasta los dos años, que es el tiempo en que todos esos
factores (que ya están en interacción con el medio) se sedimentan. Por este
motivo los gemelos no son en absoluto idénticos en su forma de ser.
Por su parte, el carácter abarca las características que se adquieren en la
familia, la educación, los valores asimilados, la cultura, las relaciones
interpersonales, las decisiones y el esfuerzo personal, etc. Es un proceso
dinámico que se retroalimenta (tiene feed-back, se dice en inglés), porque al
enfrentarme a nuevas situaciones descubro estrategias mediante reflexión,
por azar o por imitación de otros. Pongo así en marcha mecanismos que se
perfeccionan, me reafirman y me llevan a ajustarlos para ganar en eficacia...
o que fracasan y complican cada vez más un sano desarrollo. El carácter es
más susceptible de cambio, lo que no quiere decir que sea fácil de
modificar.
La suma de las dos dimensiones se llama personalidad (Figura 1), y es lo
que podemos apreciar en el sujeto.

Figura 1. Temperamento, carácter y personalidad.

3. RASGOS DE LA PERSONALIDAD

Uno de los modelos para estudiar la personalidad consiste en


diseccionarla, como hace el entomólogo con los insectos. Encontramos así
unidades llamadas rasgos, que se pueden definir como disposiciones
relativamente estables a reaccionar de una forma determinada. Como
ocurre al estudiar los órganos de un ser vivo, el todo es más que la suma de
las partes: no podemos entender la personalidad como un simple agregado
de rasgos, sino como la interacción ordenada de ellos.
Algunos tienden a asociarse entre sí, como se pone de manifiesto en
estudios estadísticos, mientras que otros permanecen más bien
independientes. Por ejemplo, una persona perfeccionista suele ser insegura,
ansiosa y rígida, pero puede ser más o menos extrovertida. Dentro de esa
asociación, unos se podrían llamar nucleares, mientras que otros son más
bien derivados. Siguiendo con el mismo ejemplo, la inseguridad sería un
rasgo nuclear mientras que el perfeccionismo, el afán de control, el orden,
etc., serían derivados. Por eso algunos consideran que en el estudio de la
personalidad hay que profundizar como con las capas de cebolla partiendo
de los rasgos más superficiales hasta llegar a los nucleares, que permiten
entender al sujeto en sus aspectos (positivos y negativos) más profundos.
Esto tiene importantes repercusiones prácticas: si queremos ayudar a un
perfeccionista, tendremos que ayudarle a manejar su inseguridad.
Muchos rasgos se presentan como los extremos de un continuum:
introvertido/extrovertido, activo/pasivo, intuitivo/reflexivo,
autónomo/dependiente, flexible/rígido, conservador/abierto a la novedad,
etc. Es normal sentirse más o menos cerca de uno u otro componente de
estas parejas de elementos, pero quien se encuentra completamente en el
extremo suele tener importantes dificultades de adaptación en la vida. Tal
vez sufra algún trastorno de la personalidad, que serán tratados en el último
capítulo del libro.
El estudio de los rasgos de la personalidad permite conocer más en
profundidad a las personas y ayuda a concretar el modo de ayudarles a
mejorar su forma de ser y de relacionarse.

4. OCEAN: EL BIG FIVE DE LA PERSONALIDAD

Muchos autores han intentado realizar estudios estadísticos (los expertos


lo llaman análisis factorial) para reducir la personalidad a algunas
dimensiones básicas que llaman ortogonales, esto es, independientes entre
sí: puntuar con más intensidad en un rasgo de una de esas dimensiones no
implicaría puntuar más o menos en otro rasgo de una dimensión distinta.
Varios de estos investigadores, trabajando independientemente en
distintos centros, han coincidido en que los rasgos de la personalidad se
pueden agrupar en cinco grupos independientes entre sí. Son el big five,
conocidos por el acrónimo OCEAN, cuyos principales promotores son los
psicólogos estadounidenses Robert McCrae y Paul Costa [2]. La
personalidad de cada individuo podría determinarse en función de su
puntuación en cada uno de ellos, que sería apreciable ya desde la infancia,
lo que sugiere un componente genético (temperamental) importante que es
aún más relevante en la extraversión y el neuroticismo.
La Tabla 1 muestra en la primera fila los cinco rasgos con su nombre
original inglés, y en las siguientes su traducción al castellano, los dos
extremos de ese rasgo y algunos rasgos derivados.
Openness Conscientiousness Extraversion Agreeableness Neuroticism
Apertura al
Responsabilidad Extraversión Cordialidad Neuroticismo
cambio
Inventivo Concienzudo Extrovertido Afable Sugestionable
vs. vs. vs. vs. vs.
precavido despreocupado introvertido desapegado ecuánime
Fantasía Competencia Cordialidad Confianza Ansiedad
Estética Orden Gregarismo Franqueza Hostilidad
Sentimientos Sentido del deber Asertividad Altruismo Depresión
Necesidad de Ansiedad
Acciones Actividad Actitud conciliadora
logro social
Búsqueda de
Ideas Autodisciplina Modestia Impulsividad
emociones
Sensibilidad a los
Valores Deliberación Emociones positivas Vulnerabilidad
demás
Tabla 1. El big five de la personalidad.

A continuación estudiaremos las características principales de cada


extremo. Trataremos de poner de manifiesto que cada uno de los ellos tiene
algunas ventajas e inconvenientes en los tres tipos de relaciones que hemos
visto (con uno mismo, con el mundo y con los demás).

a) Openness o Apertura al cambio

El inventivo se caracteriza por una imaginación activa y creativa,


sensibilidad estética (es frecuente que le guste el arte) y originalidad.
Disfruta con la variedad, la aventura y la novedad, hasta el punto de que a
veces busca novedades peculiares o que resultan chocantes a los demás. Se
caracteriza por una curiosidad intelectual hacia el mundo exterior e interior
que le lleva a tomar mayor conciencia de los sentimientos propios y ajenos.
Tiende a la independencia de juicio, al idealismo, a sostener valores no
convencionales y se suele mostrar liberal y tolerante ante las formas de ser
distintas de la suya. Se deja influenciar menos por prejuicios y es menos
autoritario y dominante.
Como ventajas, suele estar especialmente capacitado para el trato con
personas y para sacar adelante iniciativas novedosas.
Pero tiene también sus inconvenientes: le es difícil perseverar en tareas
monótonas y debido a su gran sensibilidad puede ser más propenso al
sufrimiento. Es más impredecible y tiene mayor probabilidad de caer en
comportamientos peligrosos, incluido el consumo de drogas.
El precavido, por el contrario, prefiere lo familiar a lo novedoso, lo
sencillo y lo obvio antes que lo complejo, ambiguo o sutil. Tiende a andar
“con los pies en el suelo” y a ser convencional en su conducta y apariencia.
Se resiste a las nuevas experiencias y puede manifestar cerrazón hacia el
cambio y las novedades. En consecuencia, su rango de intereses es más bien
limitado y puede ver con sospecha el arte y las actividades no
convencionales, considerándolas inútiles y no prácticas.
Un sujeto así suele ser idóneo para el trato con cosas y para desarrollar
actividades que ya están en curso, en las que puede perseverar mucho
tiempo en la misma función.
Por el contrario, puede mostrarse poco empático, especialmente con
personas más volubles. Es más propenso a caer en la rigidez y el
dogmatismo, menos adaptable y con tendencia a dar la misma respuesta
ante situaciones diferentes.

b) Conscientiousness o Responsabilidad

El concienzudo se caracteriza por un alto sentido del deber; es


perseverante, responsable, puntual, escrupuloso, voluntarioso y
determinado. Tiene gran capacidad de orden, autocontrol y disciplina, tanto
en el manejo de sus propios impulsos como en la cuidadosa planificación,
organización y ejecución de tareas y metas.
En consecuencia es muy eficaz para solucionar problemas, logra altos
niveles de éxito y es muy valorado por los demás como inteligente y fiable.
Suele alcanzar mayor estabilidad social, laboral y familiar.
Como contrapartida, le es más fácil caer en el perfeccionismo, la
dependencia del éxito, la adicción al trabajo (workaholism) y el síndrome
del burnout.
El despreocupado, por el contrario, es más flexible, espontáneo e
informal. Tiende a descuidar sus tareas o a dejarlas para más adelante y no
suele estresarse. Presta más atención a sus propios deseos y necesidades que
a las obligaciones que le vienen de fuera.
Su principal ventaja es que maneja su vida en función de lo que él mismo
quiere y no tanto de las obligaciones que le vienen impuestas de fuera. Al
no tenerlo todo tan reglado desarrolla más la capacidad de improvisación.
Para eso hay que pagar un precio: como tiende a descuidar sus
obligaciones, los demás le consideran poco fiable y le es más difícil
alcanzar el éxito social. Sufre con más frecuencia problemas laborales y su
carácter autónomo puede llevarle a practicar conductas de riesgo.

c) Extraversion o Extraversión

El extrovertido se caracteriza por una alta sociabilidad y compromiso con


el mundo. Posee buenas habilidades sociales que pone en práctica con gente
muy diversa. Se muestra asertivo, hablador, atrevido en situaciones sociales.
Busca la compañía de otros, hacerse visible, y se encuentra cómodo en
eventos multitudinarios. Los demás le ven lleno de energía, porque tiene
gran capacidad para experimentar y hacer experimentar emociones
positivas, como alegría, satisfacción, entusiasmo, excitación, etc. Le gusta
el trabajo en equipo, en el que fácilmente despunta como líder. Su rango de
actividades es amplio pero poco profundo; tiende a evitar la soledad, pues le
hace sentirse aburrido y desmotivado: es muy dependiente de la
estimulación externa.
Evidentemente el aspecto más positivo de estas personas es su habilidad
social, su capacidad de construir equipos y su capacidad de liderazgo.
Pero puede caer en la superficialidad, ya que con frecuencia necesita
refuerzo social para cumplir sus obligaciones y rinde poco y a disgusto
cuando le toca trabajar solo.
El introvertido, por su parte, se muestra reservado, introspectivo,
tranquilo, callado; prefiere observar que participar activamente, se lo piensa
antes de hablar. Disfruta el contacto social pero en grupos reducidos y en
ambientes de confianza, mientras que se siente incómodo en lugares muy
frecuentados y tiene dificultad para entablar relaciones con desconocidos.
Prefiere trabajar solo y dedicarse a actividades individuales, como leer,
escribir o meditar; suele tener un menor rango de intereses y dedicarse a
ellos en profundidad. Es autónomo y persevera en sus tareas
independientemente del refuerzo de otras personas, el reconocimiento
social, etc.
Estas personas consiguen alto rendimiento en actividades que requieran
reflexión, empeño y mucha dedicación para dar fruto solo a largo plazo. Sus
amistades son menos numerosas pero más profundas. Como no depende del
reconocimiento ajeno mantiene sus valores e ideales aunque le supongan ir
contracorriente. Es más reflexivo y menos dependiente de los demás para
cumplir sus obligaciones.
A cambio, su déficit de habilidades sociales puede conllevar una cierta
tendencia al aislamiento.

d) Agreeableness o Cordialidad

El afable se caracteriza por un modo de ser amable, empático, altruista,


confiado, modesto, sensible con los demás, conciliador y solidario. Tiene
facilidad para el trabajo en equipo y generalmente goza de buena
consideración por parte de los demás. Le es fácil ceder en sus opiniones
para buscar un consenso.
Una persona así tiene gran facilidad para establecer relaciones de
amistad, fomentarlas entre los demás y crear un clima de trabajo y
convivencia agradable.
Le puede ser sin embargo costoso contrariar a los demás, por ejemplo,
para corregirles o mantener opiniones minoritarias; esto puede suponerle
una lacra para ocupar puestos de formación o de gobierno y dificultarle
perseverar en su ideal de vida en ambientes adversos.
El desapegado por su parte se muestra menos sensible a las necesidades
afectivas de los otros. Se muestra brusco, escéptico y competitivo, tiende a
poner el interés propio por encima de una buena relación con los demás. En
consecuencia, al trabajar en equipo se pueden generar relaciones hostiles en
las que no se encuentran a gusto ni él ni los demás, que le consideran
egocéntrico y poco empático.
Entre las ventajas de este modo de ser destaca la capacidad de ir
contracorriente, manteniendo y manifestando sus ideales a pesar de no ser
considerado políticamente correcto. Al ser más autónomo puede centrarse y
rendir mucho en sus ocupaciones siempre que no requieran trabajo en
equipo.
Tiene, sin embargo, un alto riesgo de caer en el narcisismo, el cinismo y
la manipulación. No es infrecuente que sufra rechazo social y aislamiento.

e) Neuroticism o Inestabilidad emocional

El sugestionable se caracteriza por elevados niveles de ansiedad que le


hacen vivir con intensidad sentimientos de repulsión, ira, irritabilidad,
tristeza, miedo, preocupación, desprecio, odio, frustración, celos, envidia y
culpa. Es muy sensible a los acontecimientos positivos o negativos del día,
por lo que sufre frecuentes cambios de humor. Interpreta los eventos de
forma dramática, los obstáculos ordinarios como amenazantes, las
dificultades habituales como obstáculos insuperables y las pequeñas
frustraciones como grandes fracasos. Puede tener problemas para controlar
los impulsos y retrasar la gratificación.
Cuando está sereno, su gran riqueza emocional le hace muy empático y
de fácil trato.
Sin embargo, a medio plazo su tendencia a la teatralidad puede repeler a
los demás.
El ecuánime, finalmente, tiende a estar tranquilo, se muestra
anímicamente estable y libre de sentimientos negativos persistentes (lo que
no implica que experimente muchos sentimientos positivos). Es menos
probable que se sienta tenso o nervioso y consigue mantener la calma en
situaciones de presión.
Su estabilidad le asegura un buen nivel de funcionamiento
independientemente de los factores externos y le hace ideal para la “gestión
de crisis”.
En el trato con los demás, sin embargo, puede resultar poco atractivo,
dando una imagen de frialdad y falta de empatía.

5. EL LOCUS DE CONTROL

Al principio del capítulo vimos que la personalidad es un concepto rico y


complejo, por lo que es difícil encontrar un sistema que lo explique de
manera completa. Quisiera detenerme ahora en otro modelo
complementario con el anterior (de hecho se le superpone parcialmente)
que aporta algunos matices interesantes. Se trata del locus de control,
desarrollado principalmente por el también psicólogo americano Julian B.
Rotter [3].
El locus de control es la percepción que tiene una persona de dónde está
el origen de los eventos, las conductas de los otros y su propio
comportamiento y emociones, es decir, si se originan dentro o fuera de él.
Un ejemplo clásico es la reacción ante las calificaciones: “he aprobado”
(locus de control interno) y “me han suspendido” (locus de control externo).
Para una persona con locus de control interno los eventos ocurren
principalmente como efecto de sus propias acciones, él mismo controla su
vida. En consecuencia, valora positivamente el esfuerzo, la habilidad y la
responsabilidad personal. Vale la pena poner de su parte para sentirse mejor
o lograr el éxito.
Por el contrario, para quien tiene un locus de control externo los eventos
ocurren como resultado del azar, el destino, la suerte o las decisiones de
otros. Lo que le sucede no puede ser controlado por su propio esfuerzo. Su
relación con el mundo estará caracterizada por la evitación del daño, la
dependencia de la recompensa y el miedo al castigo, con buena dosis de
recelo y hostilidad. Es fácil por tanto que caiga en la indefensión aprendida
[4]: puesto que, haga lo que haga, no mejorará la situación, lo mejor es
quedarse quieto. Hay un cómic de Astérix que lo expresa de forma genial:
el vigía del barco pirata otea el horizonte desde lo alto del palo mayor,
reconoce a los temibles galos que se acercan y se dirige al capitán diciendo:
“¿por qué no hundimos nosotros el barco y nos ahorramos la paliza?”.
Vale la pena subrayar que este concepto no se refiere a qué o quién es
realmente responsable de un evento concreto, sino a dónde tiende a atribuir
el sujeto la responsabilidad. Al igual que con los rasgos del big five, el locus
de control admite un continuum: en una persona concreta no será
completamente interno o externo, sino que se colocará en un punto
intermedio de la línea más o menos cercano a un extremo.
Es preferible tener un locus de control más interno que externo, pero con
moderación: alguien que solo confíe en sí mismo para lograr resultados
caerá fácilmente en un voluntarismo extenuante. Además, en la vida
cristiana hay que contar con un importante factor externo: Dios, que
respetando la libertad guía amorosamente a cada persona con su sabia
Providencia y le da su gracia para comportarse humana y sobrenaturalmente
bien. Ignorarlo conduciría a una especie de pelagianismo, del que ha
prevenido el Papa Francisco [5].
6. LOS MECANISMOS DE DEFENSA DEL YO

Otro enfoque para estudiar la personalidad se basa en los mecanismos de


defensa del yo. El primero que los describió fue el padre del psicoanálisis,
Sigmund Freud, pero fue su hija Anna quien los desarrolló [6].
En la teoría psicoanalítica, los mecanismos de defensa son estrategias
psicológicas inconscientes que se ponen en juego para hacer frente a un
ataque al yo. Esta amenaza al propio equilibrio y bienestar psíquico puede
originarse dentro del individuo (pulsiones, miedos, complejos, traumas) o
fuera (peligros, ofensas, rechazos, sanciones sociales); es más,
generalmente los factores externos despiertan los internos, que suelen ser
los verdaderos agresores.
La función de los mecanismos de defensa es reducir las consecuencias
del estímulo estresante de modo que el individuo pueda seguir funcionando
con normalidad. Sin embargo, no necesariamente resuelven el problema. Es
más, como actúan de forma inconsciente, el sujeto puede no darse cuenta
del peligro que ha evitado, que seguiría encerrado y al acecho, con la
posibilidad de producir silenciosamente psicopatología.
Los mecanismos de defensa se distinguen de las estrategias de
afrontamiento, que son actividades y comportamientos de los que el
individuo sí es consciente.
La Tabla 2 presenta los mecanismos de defensa más estudiados.
Actuación (acting out) Formación reactiva Proyección
Aislamiento Identificación con el agresor Racionalización
Condensación Identificación proyectiva Regresión
Desplazamiento Intelectualización Represión
Disociación Introyección Sublimación
Identificación Negación etc.
Tabla 2. Los mecanismos de defensa del yo.

No me detendré en describirlos para no alargarme y porque apenas haré


referencia a ellos a lo largo de estas páginas. Me limitaré a señalar algunas
cuestiones prácticas.
Todos utilizamos sin darnos cuenta –inconscientemente– muchos de ellos
todos los días. Algunos incluso han pasado a formar parte del lenguaje
coloquial, perdiendo parte de su sentido original. Es el caso de la represión
(esta chica es una reprimida) o la proyección (oye, no te proyectes, el que
está enfadado eres tú). Los mecanismos de defensa constituyen todo un
arsenal más o menos rico a disposición del yo. Si hay pocos, la persona
resulta desadaptativa: ante estímulos distintos tenderá a reaccionar igual y
por tanto su respuesta será ineficaz. En palabras del psicólogo americano
Abraham Maslow, «es tentador, cuando el único instrumento que se tiene es
un martillo, tratar todo como si fuese un clavo» [7].
Pero no es indiferente a cuál de ellos se recurre ante una determinada
circunstancia: algunos son más eficaces que otros para conseguir su
objetivo (proteger el yo), unos son más maduros y otros más inmaduros, etc.
La negación, por ejemplo, es un mecanismo muy inmaduro: meter la cabeza
en el agujero como los avestruces para no ver el peligro.
Por último, señalamos que los mecanismos de defensa pueden hacerse
patológicos, cuando su uso persistente conduce a un comportamiento
inadaptado y pone en riesgo la salud física o mental del sujeto o sus
relaciones.

7. APLICACIONES A LA PROPIA VIDA Y A LA TAREA DE


FORMACIÓN

Siguiendo con el ejemplo del entomólogo que pusimos al empezar a


hablar de los rasgos, estos no agotan lo que es la persona, como el ala de
una mariposa vista al microscopio no define a la mariposa, si bien nos
ayuda a conocerla. Si pretendemos entender a un sujeto, no podemos perder
la visión de conjunto: hay que ver a la persona, no al perfeccionista, al
tímido, al sugestionable, etc. La persona es un misterio y todo lo que hemos
presentado en este capítulo son constructos teóricos para explicarla,
reduccionismos metodológicos, focos para estudiarla desde una u otra
perspectiva.
Probablemente al leer los cinco grandes bloques del big five el lector se
habrá identificado (y habrá identificado a sus conocidos) más o menos con
cada uno y se habrá situado en un punto intermedio más o menos cercano a
uno de los extremos. De modo similar habrá reconocido que su locus de
control es más bien interno o externo y que emplea mecanismos de defensa.
No solo es normal, sino sano. Lo único preocupante sería identificarse solo
con los extremos o comprobar que solo emplea uno o dos mecanismos de
defensa para hacer frente a todos sus problemas.
Todos tenemos estos rasgos en mayor o menor medida y su interacción
es lo que da lugar a una personalidad rica. Mientras se tengan más rasgos
bien desarrollados y se sepan aplicar oportunamente a cada circunstancia,
mejor será la adaptación a las distintas situaciones. Son como las prendas de
vestir, que se emplean en función de la actividad que se realizará (una
entrevista de trabajo, una visita informal, un rato de deporte) y las
condiciones externas (frío, calor, lluvia). Cada rasgo tiene una utilidad
limitada, solo su conjunto es funcional. De por sí no son buenos o malos, lo
importante es que sean variados y se usen en el momento apropiado:
parafraseando el libro de Qohélet, hay momentos para ser reflexivos y
momentos para pasar a la acción, para ser flexibles y para ser
intransigentes, para hablar y para callar...
En definitiva, una personalidad equilibrada se conoce y tiene dominio de
sí para decir ahora no reacciono de este modo aunque sea mi primer
impulso. Y es que independientemente de nuestros genes y de nuestra
biografía gozamos siempre de la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8,
21): somos libres para resistir y responder de otra manera más acorde con la
caridad, la educación, las normas sociales, las obligaciones laborales, etc. O
al menos podemos darnos cuenta a posteriori de que una reacción
determinada no ha sido la más adecuada, reconocer humildemente que nos
hemos equivocado y hacer el propósito de comportarnos de otro modo en la
siguiente ocasión. San Francisco de Sales es conocido como el santo de la
amabilidad a pesar de haber tenido que luchar toda su vida contra un
carácter fuerte, impulsivo e irascible.
Así se mejora la personalidad, algo que es posible en cualquier momento
de la vida. Sin buscar cambios radicales, sin perder las ventajas de su propia
forma de ser, podemos ir evitando los inconvenientes y ser más flexibles,
más adaptables a las distintas personas y circunstancias que encontraremos
a lo largo de nuestra vida.
El estudio de los rasgos y los mecanismos de defensa puede ayudar a
delimitar las carencias propias y, en el caso de las personas que tengan
tareas de educación y formación, también las de las personas que dependan
de ellas. Si se conocen, es más fácil evitar las generalizaciones que
raramente ayudan: en lugar de “tienes mal carácter, con tu forma de ser no
sirves para esa tarea” se le puede decir “este rasgo de tu carácter dificulta el
cumplimiento de tus tareas o la convivencia con los demás”. Y sobre todo
ayudan a centrar el tiro, a plantear metas concretas, evaluables, ambiciosas
y realistas, un programa individualizado de mejora que no busca cambios
radicales (que habitualmente no hacen falta y además suelen ser
imposibles), sino ajustes en el modo de ser y de comportarse.
Por último, cuanto hemos estudiado resulta también útil para la
organización de personas y equipos. Hemos visto que la personalidad hace
que uno sea más apto para algunas tareas y menos para otras. De hecho es
algo que influye en la elección de estudios, el trabajo profesional, los gustos
para el entretenimiento y la diversión e incluso condiciona la aptitud para
dedicarse a tareas formativas. En consecuencia, a la hora de repartir
encargos o de buscar las personas más aptas para el cumplimiento de una
determinada tarea habrá que tener en cuenta su forma de ser, que facilitará
no solo que la cumplan mejor, sino también de una manera –podríamos
decir– connatural y por tanto más agradable: se sentirán más a gusto al
realizarla.

8. CONDICIONADOS PERO NO DETERMINADOS

Una última consideración antes de pasar al siguiente capítulo. Hemos


visto –y profundizaremos en los próximos capítulos– que la personalidad
tiene multitud de influencias de tipo genético, educativo, biográfico, etc.
Indudablemente tienen importantes repercusiones en nuestro modo de ser,
de sentir, de relacionarnos, pero no condenan a nadie a una vida infeliz o
desadaptada.
Nos lo muestra la vida de santa Josefina Bakhita [8], robada de sus
padres en su más tierna infancia, vendida varias veces e incluso regalada,
maltratada por todos sus amos, liberada por un diplomático italiano... hasta
que finalmente encontró el amor de Dios e ingresó en la orden de las Hijas
de la Caridad. Cuando sus superioras le animaron a que contase su historia,
conscientes de que serviría para edificar a muchas personas, aceptó por
obediencia pero no era capaz de narrarla sin derramar abundantes lágrimas.
A pesar de todo, fue feliz durante esos últimos cincuenta años de su vida,
unos años eficaces de servicio a Dios y a multitud de personas que la
llamaban cariñosamente “Madre Moréta”.
No somos esclavos de nuestros genes ni de nuestro pasado, tenemos la
posibilidad de cambiar nuestro futuro cambiándonos nosotros. Contamos
además con el amor de Dios, que es capaz de sanar las heridas más
profundas.
¿CÓMO VALORAR LA MADUREZ?

1. A VER SI MADURAS

¿Qué educador no se ha irritado al ver las niñerías de los niños,


adolescentes y jóvenes que dependen de él y les ha soltado esta
recriminación: “¡a ver si maduras!”? ¿Quién no ha recibido alguna vez esa
reprimenda? Pero aunque el interpelado reconozca sus carencias, puede
responder con otra pregunta: “¿en qué tengo que madurar?”. Y es que,
como veíamos en el capítulo anterior, es mucho más fácil mejorar cuando
nos señalan objetivos concretos y evaluables.
Tal vez tendría que comenzar este capítulo ofreciendo una definición de
madurez, pero nos encontramos ante el mismo problema que cuando
hablamos sobre la personalidad: los distintos intentos son en mayor o menor
medida insatisfactorios, no consiguen abarcar toda la riqueza del término.
En una ocasión leí una idea que puede ayudar: la madurez consistiría en
dar la nota adecuada a la situación, sin estridencias. No es una definición,
sino una imagen de cómo se refleja en el comportamiento de una persona,
que actuaría como un instrumento bien afinado que interviene
armónicamente en el momento oportuno de la sinfonía, integrada en el
conjunto y sin salidas de tono. En la Tabla 3 resumo algunas características
de la persona madura, que serán desarrolladas en este capítulo.
Muestra un adecuado equilibrio entre razón, voluntad y sentimientos.
Es empática con quienes le rodean.
Tiene relaciones sanas con sus iguales, sin abandonarse en la dependencia ni intentar provocarla
en los demás.
Defiende con firmeza y respeto sus ideas e intereses.
Sabe adaptarse a las distintas situaciones.
No se deja llevar por la precipitación ante las labores urgentes ni retrasa indefinidamente las que
pueden esperar.
Es proactiva para resolver sus dificultades.
Es responsable.
Da a las cosas la importancia que tienen, sin exagerarlas ni minimizarlas.

Tabla 3. Características de la persona madura.

Por otra parte, y esto es importante en la tarea de formación, la madurez


es un proceso que se va desarrollando a lo largo de la vida. Por eso es difícil
encontrar a el maduro: nos tendremos que conformar generalmente con
personas suficientemente maduras para las tareas que han de llevar a cabo:
un trabajo de responsabilidad, el matrimonio, entregar su vida en una
vocación particular, etc.
La madurez psicológica está determinada en primer lugar por la
maduración biológica, especialmente cerebral. En consecuencia, las
manifestaciones serán distintas a lo largo de la vida, y que alguien se quede
atrás o avance demasiado rápido, saltándose etapas, tal vez refleje un cierto
grado de inmadurez. Por ejemplo, un señor de setenta años que habla, viste
o se comporta como un adolescente resulta ridículo (no habría entendido
qué significa ser joven de espíritu). En el extremo opuesto estaría el niño
hipermaduro, que está cómodo con las personas mayores pero no sabe
relacionarse con chicos de su edad. La madurez es, pues, un término
relativo, y la mejor forma de valorarla es comparar al sujeto con lo que se
espera de alguien de su edad. Profundizaremos en estas ideas en el apartado
dedicado al ciclo vital.
Más que teorizar sobre el concepto, en este capítulo querría hablar sobre
los signos de madurez, es decir, qué hace decir “este chico es muy maduro”
o “este otro es un inmaduro”, de modo que podamos delimitar el problema
y crecer –y ayudar a otros a crecer– de modo adecuado.
Para eso nos serviremos de la propuesta del psicólogo estadounidense
Gordon W. Allport (1897-1967), que fue profesor de Harvard y es
considerado uno de los padres de la psicología de la personalidad.
Curiosamente tampoco él se atreve a dar una definición precisa, porque
considera que tiene muchas implicaciones, incluso éticas. Sin embargo, en
una de sus últimas obras, titulada La personalidad. Su configuración y
desarrollo [1], ofrece seis criterios (Tabla 4) que nos pueden servir de guía
para evaluarnos a nosotros y a quienes dependen de nosotros. Iré
describiendo cada criterio y daré algunas orientaciones prácticas que
pueden servir en la tarea de formación, especialmente de personas jóvenes
pero aplicables también a personas de más edad.
1. Extensión del sentido de sí mismo.
2. Relación emocional con otras personas.
3. Seguridad emotiva.
4. Percepción realista, aptitudes.
5. Autoobjetivación, conocimiento de sí mismo y sentido del humor.
6. Filosofía unificadora de la vida.

Tabla 4. Criterios de valoración de la madurez.

2. CRITERIO CERO: IDENTIDAD

Comienzo haciendo un inciso, porque este no es uno de los seis criterios


de Allport, sino una característica que él –y otros muchos autores–
menciona en diversos momentos y que en mi opinión es previa.
La primera y más básica característica de una personalidad madura es
saber quién soy, tener un eje X-Y-Z dentro del cual me pueda localizar. Un
recién nacido no sabe quién es, no tiene autoconciencia; poco o poco la irá
desarrollando: se reconoce en la imagen que ve en el espejo (qué divertido
cuando un bebé se pelea con su propio reflejo), en un nombre y unos
apellidos, como hijo de un padre y de una madre, como un niño o una niña,
como miembro de una familia, un país y una cultura... Se forma así un
núcleo sobre el que se podrá construir una personalidad estable.
Si por el contrario falta esa identidad, el chico arranca en la vida con
desventaja. Esto no quiere decir que no podrá llegar a la meta de una vida
lograda y feliz, sino que tendrá que recuperar el terreno perdido. Son
conocidas, por ejemplo, las dificultades que suelen tener los chicos
adoptados o que han crecido en familias rotas. El problema no siempre se
reduce a abandono o carencia de afecto, sino que con frecuencia es aún más
profundo: saber quién soy, y parte de eso es saber quiénes son mis padres,
cuál es mi historia, una historia que ha empezado antes de mi propio
nacimiento (una “prehistoria personal”, podríamos decir). El formador
puede ser de gran ayuda para que estas personas se reconcilien con su
propia biografía, sepan que no han nacido por casualidad ni por un “error”
de sus padres, descubran (ayudados por la fe) que Alguien los ha amado
desde antes que naciesen. Esto les dará seguridad para comprometerse en
un estilo de vida que les oriente hacia lo que quieren ser.
De modo similar, es también frecuente que las personas con alteraciones
de la identidad de género sufran dificultades afectivas que van mucho más
allá de un eventual rechazo social. El problema nuclear estriba en no tener
claro qué soy (varón o mujer) o en sentir una disociación entre el propio
cuerpo, el género con el que se sienten identificados, su rol social, etc. Este
tema es complejo y socialmente sensible, por lo que requeriría ser tratado
en profundidad. Me remito por tanto a la abundante bibliografía que lo trata
de manera adecuada desde un punto de vista tanto científico como
compatible con la antropología cristiana [2].

3. PRIMER CRITERIO: EXTENSIÓN DEL SENTIDO DE SÍ MISMO

Una característica del niño es el egocentrismo, un concepto distinto del


egoísmo: este es uno de tantos puntos de solapamiento entre psicología y
moral. El niño tiende a pensar solo en sí mismo, está centrado en la
satisfacción de sus propias necesidades e intereses: toma el trozo de pastel
más grande o la pieza de fruta más apetitosa, se sirve las croquetas que le
apetecen sin contar si llegarán a los demás, no da las gracias porque
considera todo como debido, etc. Con tiempo, educación y paciencia irá
dándose cuenta de que existen otros seres en el mundo que tienen también
sus derechos, necesidades e intereses, y se va abriendo a ellos. Este proceso
tiene lugar sobre todo en el hogar y es un ejemplo del valor formativo que
pueden tener las familias numerosas.
A partir de la adolescencia, sin embargo, se establece lo que Allport
define «una conexión entre el individuo y otra persona, extendiéndose
rápidamente los límites del sí mismo. El bien de otra persona es tan
importante para el sujeto como el bien propio; mejor: el bien de la otra
persona es idéntico con el bien propio» [3]. En consecuencia vive de modo
diverso sus relaciones, amistades, ambiciones, ideas y aficiones, pues toma
conciencia de que no son cosas que giran a su alrededor, sino parte de su
propia identidad.
Este proceso se aprecia con claridad en el deporte de equipo. A medida
que se va desarrollando, el niño se da cuenta de que lo importante no es
solo que él mismo disfrute, sino que gane el equipo, aunque a veces
suponga que cada jugador se sacrifique un poco: alguien tiene que jugar de
lateral izquierdo en el fútbol. Sin duda el juego es un gran instrumento de
educación y de socialización.
Cuanto hemos dicho no vale solo para los niños: también el adulto ha de
seguir extendiendo su sentido del yo en distintos ámbitos: la empresa, una
institución en la que se ha comprometido, el matrimonio y otros caminos
vocacionales. El siguiente pasaje de la famosa obra de Tolstoi Ana
Karenina lo expresa con la genialidad propia de los grandes escritores.
Refleja cómo uno de los protagonistas entiende que el lazo que le une con
su joven esposa es mucho más profundo de lo que él mismo había pensado.
«Este incidente dio lugar a que Levine comprendiera claramente algo que
hasta entonces solo había entendido a medias, y fue que el límite que los
separaba a ambos era tan impreciso, que él ya ni siquiera sabía dónde
empezaba y dónde terminaba su personalidad. Al principio se molestó, pero
enseguida comprendió que él no podía sentirse molesto con ella, porque ella
formaba parte de él. Había experimentado la sensación del hombre que ha
recibido un fuerte golpe en la espalda y se vuelve en busca del culpable,
advirtiendo entonces que el golpe se lo ha dado él mismo al tropezar con un
objeto y que, por lo tanto, no hay ningún culpable con el que poderse
enojar» [4]. Cuántos problemas matrimoniales se resolverían si los esposos
se viesen como el bueno de Levine acabó considerando a su amada Kitty.
¿Cómo fomentar este criterio de madurez en la labor de formación? El
gran objetivo, aunque genérico, sería que la persona salga de sí misma y
mire a su alrededor. Un primer paso es que descubra y aplique la regla de
oro: trata a los demás como querrías que te trataran a ti, que va mucho
más allá de un funcionalista do ut des. Conviene que desde pequeño se
integre en un grupo, o mejor en varios grupos de distinto tipo: compañeros
de colegio, de deportes, de aficiones en el tiempo libre, la parroquia... Ese
sentirse miembro de una colectividad le ayudará a interesarse por los
intereses de los otros y alegrarse de sus éxitos.
Un escalón más consiste en fomentar su sensibilidad hacia las
necesidades espirituales y materiales ajenas, que en ocasiones es necesario
señalar explícita y delicadamente: “¿te has dado cuenta de que Fulano tiene
hoy mala cara?”. En muchas ocasiones podrá hacer algo para mitigarlas en
la medida de sus posibilidades.
Otro modo de ayudar es hacer las correcciones que se vean necesarias. El
formador tratará de hacerlo de manera desapasionada, como quien trata de
corregir a un amigo o a un hermano, evitando ante los defectos ajenos caer
en la ira santa (que con frecuencia no es tan santa porque lesiona la caridad
o falta a los modales). Esa actitud servirá de ejemplo para que el educando
modere su crítica, por justa que le parezca, a las personas o a las
instituciones de distinto tipo a que pertenece –deportivas, culturales,
religiosas, etc.–. Se pueden señalar las carencias que se aprecien en la
estructura o en el modo de dirigirlas pero tratando de hacerlo desde dentro.
Si esa crítica se dirige a personas y entidades a las que ligan unos lazos más
estrechos, habrá que hacerla como un hijo señalaría los defectos de su padre
o un padre los de su hijo, no como un telespectador critica desde el sofá el
juego de un equipo de fútbol que no es el suyo.
Especialmente en nuestra sociedad del bienestar sirve mucho poner a los
chicos, ya desde edades tempranas, en contacto con personas
desfavorecidas. Será un modo de que valoren lo que tienen y se sientan
espontáneamente movidos a ayudarles aunque les suponga un sacrificio de
tiempo o económico. De este modo aprenderán a hacer el bien sin buscar un
beneficio personal, ya sea de tipo material o psicológico –este generalmente
inconsciente–, como la autoafirmación, el dominio, el reconocimiento, el
“sentirse bien”, etc.
En la formación cristiana, la extensión del sentido del yo abarca su
pertenencia a la Iglesia: es parte de su identidad, la familia a la que
pertenecen. Por eso les servirá conocer el Evangelio y la biografía de los
santos, el crecimiento y las dificultades que experimenta el cristianismo en
diversos lugares del mundo, la riqueza de carismas y vocaciones, etc.
Por último, también han de aplicar esta característica a las personas
responsables de su formación. Sería un error verlos como alguien que trata
de poner metas exigentes ante las que hay que adoptar una cierta actitud de
defensa. Por el contrario, cuando un educando se reconoce el primer
responsable de su formación, esas tensiones se difuminan; considera al
formador “en el mismo equipo”, valora sus desvelos, le plantea con
confianza las dificultades, agradece las correcciones y la ayuda que recibe
para alcanzar lo que él mismo desea: mejorar humana y cristianamente.

4. SEGUNDO CRITERIO: RELACIÓN EMOCIONAL CON OTRAS


PERSONAS

La persona madura «es capaz de una gran intimidad en su capacidad de


amar, ya sea en la vida familiar, ya en una profunda amistad. Por otra parte,
huye de la murmuración y se abstiene de intromisiones y de todo intento de
dominar a los demás, incluso dentro de su propia familia. Tiene en sus
relaciones un cierto desprendimiento que le hace respetar y apreciar la
condición humana en todos los hombres. Este tipo de relación emocional
puede muy bien llamarse simpatía» [5].
Pasamos de la relación con la gente en general o con una institución, al
trato con las personas particulares. El paso puede no ser tan fácil como
parecería a primera vista, como nos muestra la inmortal obra de Dostoievski
Los hermanos Karamazov. Uno de los protagonistas, el starets Zósima,
contaba la siguiente confidencia que le hizo una persona: «Amo a la
humanidad, pero, para sorpresa mía, cuanto más quiero a la humanidad en
general, menos cariño me inspiran las personas en particular,
individualmente. Más de una vez he soñado apasionadamente con servir a
la humanidad, y tal vez incluso habría subido el calvario por mis
semejantes, si hubiera sido necesario; pero no puedo vivir dos días seguidos
con una persona en la misma habitación: lo sé por experiencia» [6].
La persona madura razona de un modo muy distinto: es cercana y
accesible, se interesa por los que tiene alrededor, se muestra empática y
comprensiva, sobrelleva los defectos de los demás y sabe escuchar también
a los que tienen modos de ser e intereses distintos. Con algunos coincide en
gustos, aficiones y formas de ser, y establece con ellos auténticas relaciones
de amistad desinteresada que conllevan un mayor trato, pero sin caer en la
exclusividad ni cerrarse a los demás.
Por otra parte, Allport advierte contra las relaciones de dependencia
afectiva, que acaban por eliminar a la persona porque no respetan la
alteridad. La persona madura no busca imponerse ni dominar, no tiene
necesidad de un séquito de admiradores que le obedezcan acríticamente. En
el otro extremo, tampoco se somete a los dictados de alguien que trate de
anular su personalidad y sabe romper una relación que le está resultando
perjudicial sin experimentar angustia de soledad o abandono. Volveremos
sobre esto en el capítulo dedicado a la personalidad dependiente.
El psicólogo de Harvard destaca una consecuencia de ese equilibrio que
facilitará enormemente la convivencia: evitar «las constantes quejas y
críticas, los celos y los sarcasmos [que] actúan como tóxicos de las
relaciones sociales» [7]. Al leer estas palabras, uno no puede dejar de
pensar en tantas ocasiones en que el Papa Francisco ha criticado esas
actitudes [8].
Aplicado a la formación, se ve la conveniencia de estar atentos a
relaciones que los educandos establecen con sus iguales. Un patrón de
dominio, de dependencia o de desapego, de amistades cerradas a los demás
o de dificultad para establecer relaciones interpersonales, una tendencia a la
crítica descarnada o a la murmuración, nos deben poner en alerta ante la
posibilidad de que el joven esté encontrando dificultades para alcanzar una
plena madurez humana y cristiana. En efecto, «cuanto más alto es el nivel
de madurez personal, tanto más la capacidad de relación con los otros se
muestra abierta a un auténtico don de sí inspirado a y movido por una
autotrascendencia teocéntrica» [9].

5. TERCER CRITERIO: SEGURIDAD EMOTIVA


«Esta característica de la madurez incluye la capacidad de evitar
reacciones excesivas frente a cosas correspondientes a impulsos
segmentarios» [10]: la ira, la sexualidad, el miedo a la muerte, etc.
No se trata de que el individuo se encuentre siempre calmado, sereno y
alegre –esto no sería ni deseable ni maduro, porque faltaría reactividad
emocional–, sino de que esos estados de ánimo guarden una proporción
cualitativa y cuantitativa con las circunstancias que los han provocado.
La persona madura expresa sus convicciones y sentimientos pero tiene
presentes los de los demás y no se siente amenazada ni por sus propias
expresiones emotivas ni por las de los otros. Vive sus emociones –incluso
las más intensas– de modo que no determinen exclusivamente el
cumplimiento de sus obligaciones o la convivencia con los otros.
Una cualidad particularmente importante que destaca Allport es la
tolerancia a la frustración [11]: saber llevar, sin perder la serenidad ni tirar
todo por la borda, los errores propios o ajenos. Ante las cosas que salen
mal, la persona madura no cae en la cólera, la autocompasión o la búsqueda
de un culpable en quien descargar la responsabilidad; posee una sana
autocrítica que le lleva a buscar las soluciones y a tener una conducta
flexible que se adapta a las circunstancias. Como se suele decir en los
másteres de negocios, no ve problemas, sino desafíos. En definitiva, acepta
que no es perfecta, pero busca ser cada vez mejor.
Muy relacionada con esta característica está la capacidad de vivir la
gratificación diferida: perseverar en el esfuerzo en vistas de una
recompensa más grande que la que podría conseguir de modo inmediato.
Como todos los logros que requieren un sacrificio, lleva a un crecimiento en
autoestima y en autonomía (un sano desprendimiento de los premios más o
menos materiales, desde la medalla al reconocimiento).
Me permito añadir una habilidad social de la que no habla Allport, quizá
porque es un concepto más reciente; se trata de la asertividad [12]. Consiste
en la capacidad de ser fiel a uno mismo, llevar a cabo lo que se considera
oportuno independientemente de que los demás no estén de acuerdo, hacer
valer los propios derechos, establecer límites en una relación, expresar
emociones negativas, decir que algo ha molestado, saber decir no de manera
educada venciendo tanto el impuso a responder de forma brusca como el
miedo a contristar o a ser rechazado.
En la labor de formación convendrá prestar atención a cómo viven los
interesados sus estados de ánimo. Habrá que ayudarles a evitar reservas que
los lleven a parecer fríos y poco empáticos, o bien desbordamientos
emocionales ante sentimientos más intensos. La serenidad ante los
obstáculos y una disposición para superarlos que sea a la vez activa y
realista es otro aspecto para tener en cuenta. Será también interesante
constatar cómo guardan su intimidad en el trato con los demás, sin
desahogos o confidencias con personas que no pueden ofrecerles la ayuda
que necesitan, pues con frecuencia esa actitud acaba en la queja mutua y
conlleva un daño psicológico para ambos.
Desde luego habrá que ayudarles a acudir a la oración, no como algo
desesperado, sino como un recurso natural, la mejor manera de confiar las
dificultades a Quien siempre escucha y da su ayuda para soportarlas con la
actitud de Cristo en la Cruz.
Por último, hay que conocer su capacidad de escucha y comprensión ante
los fallos de los demás. Es una actitud básica para aquellos que están
preparándose para desempeñar a su vez tareas de formación y por tanto
tendrán que aprender a mostrarse acogedores ante los débiles y los
pecadores.
Como la seguridad emotiva tiene su origen en la primera infancia,
volveremos sobre ella en el apartado dedicado al ciclo vital, concretamente
cuando describamos la teoría del apego.

6. CUARTO CRITERIO: PERCEPCIÓN REALISTA, APTITUDES Y


TAREAS

Este rasgo se refiere a la relación con el mundo, mientras que lo referente


a uno mismo será desarrollado en el siguiente criterio. Allport lo describe
así: «La persona sana posee disposiciones (sets) que conducen a la verdad
en mayor grado que en las personas inmaduras. El individuo maduro no
tuerce la realidad para acomodarla a las necesidades y fantasías del sujeto»
[13].
En síntesis, se trata de una forma de pensar basada en la realidad de las
cosas. No se refiere directamente al razonamiento lógico o la capacidad
intelectual, sino a haber abandonado lo que hoy llamamos el pensamiento
mágico propio del niño, también llamado razonamiento condicionado por
las emociones. La persona madura llega a la verdad (la reconoce y entiende)
con mayor facilidad que las personas inmaduras, que tienden a torcer la
realidad para acomodarla a sus necesidades y fantasías.
Como complemento necesario para esta apreciación del mundo Allport
habla de la aptitud, entendida como capacidad de interactuar eficazmente
con el entorno. La aptitud incluye a su vez la flexibilidad y la adaptabilidad
a distintos ambientes y formas de ser de los que conviven con él.
Por último, nombra la «capacidad de perderse a sí mismo en la
realización del trabajo» [14], de solucionar los problemas pasando por
encima de criterios egoístas, recompensas, autodefensas y la satisfacción de
sus propios intereses. Esta capacidad está en relación con la
responsabilidad. Da lugar a una persona que trabaja bien, soluciona los
problemas que se le presentan, realiza una programación de su trabajo y la
cumple, es constante, etc.
En resumen, «una persona madura está en estrecho contacto con lo que
llamamos “el mundo real”. Ve los objetos, las personas y las situaciones
tales como son. Y tiene ante sí una importante tarea» [15].
En la labor educativa habrá que evaluar si el joven percibe la realidad
como es o si por el contrario se deja llevar con frecuencia por criterios
subjetivos basados en el propio interés, en los mecanismos de defensa o en
los estados de ánimo. Una buena forma de percibirlo es fijarse en su modo
de enfrentarse a los obstáculos: si se deja llevar por ensoñaciones, por una
confianza ingenua en que las cosas mejorarán por sí solas, por retrasos
indefinidos a la espera de unas situaciones idílicas que difícilmente se
darán, etc. Otra manifestación de realismo será admitir los propios fallos sin
justificaciones, lo que supone un primer paso imprescindible para decidirse
a mejorar.
Dicho en positivo, habrá que ayudarle a plantear los problemas de una
forma realista y a planificar soluciones acordes a sus posibilidades,
proponiéndose metas ambiciosas pero asequibles, contando con la
experiencia de otros y sabiendo trabajar en equipo, implicándose en el
trabajo también cuando requiere esfuerzo y sacrificio sin desanimarse ante
los obstáculos.

7. QUINTO CRITERIO: AUTOOBJETIVACIÓN, CONOCIMIENTO DE


SÍ MISMO Y SENTIDO DEL HUMOR

El origen del concepto “conocimiento de sí mismo” (insight en el texto


original) es psiquiátrico: se refiere a la conciencia que tiene el enfermo
mental (especialmente el psicótico) de sufrir una enfermedad. Allport
utiliza el término en un sentido más amplio y lo define como la relación
entre lo que uno cree ser y lo que realmente es; como esto último se muestra
muy difícil de definir, mete en liza un tercer criterio: lo que los demás
piensan de uno. En resumen, una persona madura tendría un concepto de sí
muy similar al que tienen los que le conocen y quieren.
La diferencia entre ambas valoraciones puede ir en dos direcciones. Por
un lado estaría un autoconcepto excesivamente pobre, baja autoestima,
diríamos hoy. En el extremo opuesto estaría la sensación de que los demás,
incluso los más cercanos, no le conocen bien, no le valoran o no le tratan
como merecería por sus cualidades. Recuérdese el famoso dicho: “el mejor
negocio es comprar a un hombre por lo que vale y venderlo por lo que cree
que vale”.
Por otra parte, Allport señala como experiencia común de los psicólogos
que las personas conscientes de sus defectos o carencias son menos
propensas a atribuirlas a los demás, es decir, a proyectarlas (ya hemos
hablado de este mecanismo de defensa), por lo que serán mejores jueces de
los demás y tendrán mayor probabilidad de ser aceptados. Muchos siglos
antes, san Agustín había formulado esta experiencia: «Procurad adquirir las
virtudes que creéis que faltan en vuestros hermanos, y ya no veréis sus
defectos, porque no los tendréis vosotros» [16]. No hace falta insistir en la
necesidad de esta característica para alguien llamado a ayudar a otros como
formador.
Una característica que el psicólogo americano relaciona con el
conocimiento de sí mismo –hasta el punto de considerarlo un fenómeno
único– es el sentido del humor, que define como la capacidad de reírse de lo
que uno ama (incluyendo, naturalmente, a sí mismo y a todo lo que le
pertenece) y seguir amándolo [17]. Esta capacidad, muy distinta del mero
“ser gracioso”, ayuda a pasar por encima de los defectos, limitaciones y
errores –tanto propios como ajenos– sin sufrirlos en exceso. Cuando
trabajaba como psiquiatra atendí a una paciente que estaba pasando por un
mal momento en varios ámbitos: problemas de salud, familiares,
económicos... que refería con gran dramatismo. Se llamaba Dolores y como
había confianza le dije que tal vez le vendría bien cambiar su nombre de
modo que al llamarla no le recordasen continuamente lo difícil de su
situación. Me lanzó una mirada cómplice y respondió: “es cierto, debería
llamarme Angustias”. Como todo, este humorismo debe ser equilibrado,
pues su exceso haría caer en el cinismo; el cínico se ríe de lo que ama...
pero a costa de dejar de amarlo.
La cara opuesta del conocimiento y sano desprendimiento de uno mismo
es la afectación, es decir, «la tendencia de algunas personas a aparecer
exteriormente como lo que no son» [18]. Se trata de una actitud típica del
adolescente que intenta un engaño imposible, que con frecuencia aboca en
el ridículo.
En el acompañamiento hacia la madurez habrá que animar a las personas
a hacerse dos preguntas: “¿cómo me ven los demás?” y “¿qué me parece
esa opinión?”. Un examen sincero y realista de las propias acciones y
motivaciones será de gran utilidad. La unión del conocimiento de sí con el
juicio justo de la realidad, que vimos como cuarto criterio, llevará al sujeto
a ser a la vez ambicioso y realista en las tareas que asuma: conocerá sus
aptitudes (sin falsas humildades) y sus límites, admitirá sus fallos sin
justificarse, tendrá capacidad de planificación, sabrá pedir ayuda y vivirá su
carrera hacia la madurez con espíritu deportivo, sin desanimarse, siempre
con una cierta distancia de sí mismo que a veces le llevará a reírse de sus
propios fallos.
Especialmente en gente joven es importante estar atentos a la tiranía de
las expectativas: lo que el sujeto piensa que otros (padres, profesores,
formadores, superiores, etc.) esperan de él. Esta expectativa, que no siempre
coincide con la realidad, puede tensarle mucho y llevarle a tener un
esfuerzo voluntarista y sobre todo alienante porque –probablemente con su
mejor voluntad– no estaría buscando su propia mejoría humana y espiritual,
sino satisfacer los deseos de otros, unos deseos que quizá no entiende o
incluso no comparte. Aunque suene a trabalenguas hay que evitar una
excesiva distancia entre lo que soy, lo que podría ser, lo que me gustaría
ser, lo que creo que debería ser y lo que otros me dicen que debería ser.
La forma de convivir con los errores de los demás será otro indicador no
solo de cómo el educando vive la fraternidad, sino también de cómo se
conoce a sí mismo: quien se sabe con defectos no se extrañará al encontrar
que los demás también los tienen.

8. SEXTO CRITERIO: FILOSOFÍA UNIFICADORA DE LA VIDA

Llegamos por fin a la última característica de la personalidad madura,


que Allport define como una filosofía capaz de unificar el sentido de la
vida, formulada como un sistema de valores. Dicha filosofía desembocaría
en el fin (o fines) por los que la persona ha elegido vivir, que dirige sus
acciones y da un sentido unitario a toda su existencia (por ejemplo, un
cristiano, un pacifista, un ecologista, un comunista...); por eso la llama
orientación a valores. Puede tener varios a la vez, pero generalmente hay
uno que está a la cabeza y al cual se subordinan los demás.
Intenta agrupar esas concepciones en esquemas de comprensibilidad.
Serían modos de vida definidos a partir de las principales ideologías o
corrientes de pensamiento que se pueden encontrar en la sociedad, los
cuales permiten comprender –sin encasillar– lo que mueve a una persona
concreta y valorar cuánto está avanzando en la búsqueda de sus objetivos
vitales, así como cuantificar su coherencia con ellos. Obviamente, esos
esquemas no agotan toda la realidad ni existen de forma pura, y su
clasificación variará entre los autores.
Allport define seis esquemas:
— teórico: búsqueda de la verdad;
— utilitario: búsqueda de lo útil;
— estético: búsqueda de la forma y la armonía;
— social: búsqueda del amor;
— político: búsqueda del poder;
— religioso: búsqueda de la unidad.
Desde una perspectiva cristiana puede sorprender la definición del
esquema religioso, hasta el punto de que a primera vista uno podría
identificarse más con el social. Puesto que los otros cuatro parecen más
claros, desarrollaremos brevemente estos dos para delimitarlos y establecer
sus diferencias.
El esquema social, según la propuesta de Allport, tiene como valor más
alto el amor a las personas, ya sea a una en concreto o a muchas. Incluye el
amor conyugal, filial, la amistad y la filantropía. Quienes han optado por
este esquema de comprensibilidad valoran a los demás como fines en sí
mismos, son amables, cordiales y desinteresados. ¿Cuál es la diferencia con
el religioso? Que el esquema social es puramente horizontal, se dirige a los
demás hombres sin mirar hacia arriba, hacia Dios.
El esquema religioso, por el contrario, buscaría conocer el cosmos en su
complejidad y ponerse en relación con la totalidad. Las personas que siguen
esta forma de vida pueden ser místicos inmanentes, que buscan su
experiencia religiosa en la afirmación de la vida y en una activa
participación en ella; o místicos trascendentales, que buscan unirse a una
realidad más elevada apartándose de la vida del mundo a través del
ascetismo, la negación de sí mismos y la meditación.
Se echa de menos un tercer tipo de religiosidad: la que busca esa unidad
con un Dios personal, y en consecuencia ansía una cierta separación de lo
material pero solo como medio para facilitar la relación con el ser divino a
través de la oración (no ya una abstracta meditación) y, al sentirse parte de
la comunidad de los hijos de Dios, se preocupa también de sus hermanos
los hombres y participa activamente en las cosas del mundo.
Pero Allport era un psicólogo, no un teólogo, y no es este el lugar para
un análisis de su visión de la religiosidad. No obstante, junto a una crítica
de formas inmaduras de religiosidad (que sin duda existen) señala también
la posibilidad de una religiosidad madura dentro de las religiones
tradicionales e institucionales.
Podemos decir que la actitud cristiana, el esquema de comprensibilidad
(usando el lenguaje de este autor) que habría que fomentar sería una mezcla
del social (horizontal) y el religioso (vertical), sin excluir elementos de los
otros cuatro. No se cerrará en sus opiniones ni despreciará a los que no
comparten su visión del mundo, una actitud que, como justamente señala
Allport, mostraría una religiosidad inmadura. Por el contrario, buscaría la
unión no con el cosmos, sino con un Dios Trino con el que se puede tener
una relación amorosa y personal de tú a Tú.
Este esquema se puede proponer, nunca imponer. Debe ser cada
individuo quien descubra su camino y decida libremente adherirse a él. La
tarea del formador consiste en presentar un ideal de vida y hacerlo de forma
que resulte atractivo y asequible. La gracia de Dios y la correspondencia de
la persona harán el resto.
La adhesión a esa filosofía de vida no consiste en una mera elección,
como quien va a una tienda de ropa y compara una prenda con otra para ver
cuál le viene mejor. Por el contrario tiene algo de búsqueda activa de algo
muy íntimo: preguntarse qué tipo de persona quiero ser, qué ideal me atrae,
qué me llena, qué es lo mejor para mí y cómo puedo ser más útil a los
demás. Implica también un cierto compromiso, ya que alcanzar esa vida que
se ve conveniente requiere un cierto esfuerzo. Ante una persona que realiza
esa búsqueda con sinceridad, Dios no dejará de hacerse presente.
El esquema de comprensibilidad deberá ser la base de la unidad de vida,
que no es solo un concepto religioso, sino también psicológico (aunque aquí
se llama más bien coherencia). Llevará a la persona a actuar de acuerdo con
sus valores, a interiorizar aquello que escucha a sus educadores hasta
hacerlo propio, a saber renunciar a cosas sin perder la serenidad ni caer en
añoranzas, porque sabe que ha elegido la mejor parte (cfr. Lc 10, 42).
Puede servir, por último, como medidor de la coherencia. Si alguien ha
escogido libremente un estilo de vida y lo ha interiorizado de manera
consciente, será fácil hacerle ver que determinados comportamientos,
ambientes, etc., no son compatibles y pueden llevarle a una doble existencia
que solo le acarrearía infelicidad.
Esa búsqueda del ideal es compatible con ser realistas. Allport dice que
al experimentar la distancia entre lo que aspira y lo que realmente es, la
persona madura razonará de esta manera: «tengo el deber de procurar en
todo lo posible ser la clase de persona que soy parcialmente y que espero
ser completamente» [19].

9. DE LA MADUREZ A LA IDENTIFICACIÓN CON CRISTO

Los seis criterios de madurez que propone Gordon Allport abarcan


aspectos de la relación con uno mismo, con los demás y con el mundo.
Encajan, por tanto, con la definición de personalidad que vimos en el
capítulo anterior e incluyen también muchos factores heredados y
adquiridos, conscientes e inconscientes, que influyen en el modo de ser.
Allport los presenta como un proceso de crecimiento, un camino que
lleva a salir de sí mismo y a olvidarse del propio yo. Concuerdan, por tanto,
con el ideal cristiano y resultan prácticos y útiles para la tarea de formación,
pues su valoración por parte de los educadores supondrá un sólido punto de
apoyo para marcar objetivos en los cuales mejorar a lo largo de la vida.
Al apuntar hacia la madurez no se ha de olvidar que la principal fuerza
proviene de la gracia de Dios y que el objetivo primario de la formación
cristiana –diverso de la finalidad de cualquier teoría psicológica– es mucho
más que ser una persona equilibrada: el cristiano aspira a la santidad, a una
vida de amor a Dios y a los hombres cuyo modelo es Jesucristo.
El equilibrio que refleja esa madurez hará que el joven y después el
adulto sepan reaccionar de manera apropiada a los estresantes que
inevitablemente encontrarán, dando a las cosas la importancia que tienen, ni
más ni menos.
QUERERSE PARA PODER QUERER

1. ¿DIOS, YO Y LOS DEMÁS?

¿Cuál es el orden de la caridad? Probablemente, muchos que hemos


recibido formación cristiana desde pequeños respondemos casi
automáticamente: Dios, los demás y yo. Sin embargo, parece que nada
menos que santo Tomás de Aquino no estaría de acuerdo. En su obra más
conocida, la Suma de Teología, tiene una cuestión (en lenguaje actual la
habría llamado un capítulo) titulada precisamente Del orden de la caridad,
en la que plantea las siguientes preguntas (que sirven de título a otros tantos
artículos): Si hay algún orden en la caridad, Si Dios ha de ser más amado
que el prójimo, Si el hombre debe amar más en caridad a Dios que a sí
mismo y Si el hombre debe amarse más a sí mismo con la caridad que al
prójimo [1].
La respuesta a las tres primeras es evidentemente afirmativa, pero la
solución a la última puede parecer sorprendente: «debe el hombre, después
de Dios, amarse más a sí mismo que a otro cualquiera. [...] En consecuencia
el hombre debe amarse más a sí mismo que al prójimo». Cuando lo leí, me
sentí engañado por todos quienes me habían formado desde la catequesis de
Primera Comunión: nada menos que el Aquinate dice que el orden de la
caridad sería: Dios, yo mismo y los demás. Si profundizamos, podemos
llegar a conclusiones mucho más interesantes.
Santo Tomás parte en su explicación de la enunciación del primer
mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu
alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti
mismo» (Lc 10, 27). Como se ve, Jesús pone un doble rasero al hablar del
amor. A Dios hay que amarle de modo total y radical; en este caso «la
medida es amar sin medida» [2]. Para el prójimo, sin embargo, la medida ya
no es absoluta y ni siquiera se pone en relación con Dios (amarle un poco
menos que a Dios, justo después de Él, casi como a Él, etc.). El punto de
comparación es uno mismo: como me quiero a mí. Nos recuerda a la regla
de oro que ya hemos mencionado en el capítulo anterior: trata a los demás
como querrías que te trataran a ti.
Luego hay que quererse a uno mismo. Pero no como una mera estrategia
para conseguir lo importante, que sería vivir la caridad con los demás; el
amor a uno mismo es algo natural, bueno y sano. Toda persona necesita una
dosis de autoestima porque se lo merece, porque vale mucho, no obstante
sus defectos y limitaciones. Además –pero de modo secundario– es
necesario para querer (para saber cuánto tengo que querer) a los demás.
Dicho en negativo: si no me quiero a mí mismo, si no me valoro, me será
muy difícil amar y valorar a los demás. De modo similar, si uno no es
querido, es difícil que pueda querer, pero esta idea será desarrollada más
adelante.

2. CÓMO SE ORIGINA EL AMOR A UNO MISMO

«La idea positiva o negativa que tenemos de nosotros depende del


conocimiento propio y se va modificando en función del cumplimiento de
las metas que nos proponemos» [3]. Cada vez que alcanzamos un objetivo
difícil nos sorprendemos gratamente a nosotros mismos y nos decimos, tal
vez de manera inconsciente: valgo mucho más de lo que creía.
Pero previamente cada uno tiene lo que podríamos llamar una imagen
interiorizada de sí mismo que arranca antes de adquirir una plena capacidad
de conocerse: en su más tierna infancia. Hay mensajes –palabras y
acciones– con las que los padres dicen al niño que es valioso... o que no lo
es, fomentando o dificultando ese buen concepto de sí. Se verá más claro
con un ejemplo.
Un niño está construyendo un castillo con bloques de madera; al llegar a
cierta altura, la estructura se cae y el niño empieza a llorar. El padre o la
madre se acercarán a consolarle y le animarán a que reintente la
construcción; básicamente pueden hacerlo de dos formas. Pueden ir por la
vía más rápida y eficaz a corto plazo, que sería construir el castillo ellos
mismos y decir al chico: “aquí lo tienes, ya puedes empezar a jugar”. Pero
en este caso el chico puede interiorizar el siguiente mensaje: “eres un inútil,
lo que tú haces siempre acaba por los suelos, necesitas que otra persona
haga por ti incluso las cosas más sencillas”.
Por el contrario, los padres pueden sentarse a su lado, mostrarle dónde ha
estado el error en el “cálculo de estructuras” y recomenzar juntos a levantar
el edificio: colocar las piezas, indicar dónde es mejor poner o no algún
bloque, avisar del riesgo cuando comienza a hacerse inestable o se ha
alcanzado una altura prudente... e ir poco a poco retirándose para que el
chico sea el constructor principal. Al acabar se sentirá orgulloso del castillo
que él –con ayuda de otros, pero él– ha construido.
No digo que haya que seguir siempre este modo de actuar, pero hay que
intentar aplicarlo a cuantas más situaciones mejor. Cámbiese el castillo por
las tareas del colegio, ordenar el armario, preparar un postre, coser un
botón, resolver un conflicto con un compañero de colegio, compensar por
algo que ha roto... y cualquier educador verá gran cantidad de ocasiones en
que puede ayudar al niño, al adolescente y al joven a desarrollar sus
capacidades y, en consecuencia, el buen concepto de sí mismo. Requiere
más paciencia pero es mucho más eficaz.
Un segundo modo de fomentar el amor propio es la valorización. Me
parece muy aprovechable la definición de valorizar que ofrece el
Diccionario de la Real Academia: «Reconocer el valor de alguien o algo.
Aumentar el valor de algo» [4]. Reconocer es aumentar, decir a alguien tú
vales es ayudarle a que valga más. Lo ilustraremos con otro ejemplo. Un
chico llega del colegio con un 7 en un examen. Las madres habitualmente
entienden de modo intuitivo esto de la valorización y por tanto suelen dar la
enhorabuena y reconocer el esfuerzo. Pero la prueba de fuego llega con el
padre. Cuánto daño puede hacer un “no está mal”, que deja en casi nada las
horas de estudio, el sacrificio, la renuncia a otros planes, etc. Y aún hay otra
actitud que puede ser más perniciosa: si el padre solo se muestra
verdaderamente satisfecho cuando el niño le muestra un 10. Si ese es el
único momento en que el chico escucha “estoy orgulloso de ti”, se puede
estar fomentando una personalidad perfeccionista e insegura, con bajo amor
a sí misma, que nunca estará satisfecha, consiga lo que consiga: siempre
podría haber llegado “más rápido, más alto, más fuerte”, como dice el lema
de los Juegos Olímpicos.
La valorización utiliza el lenguaje del afecto, no de los objetos. El
principal premio que espera quien ha hecho algo bien es un gesto de
reconocimiento, una sonrisa, un aplauso, no un regalo material. Lo mejor
es, desde luego, combinar ambos, y pienso que el modo ideal de conjugarlo
es dedicarles tiempo: ir juntos a comer, a un espectáculo de su agrado, etc.
Los efectos de la valorización no se limitan a la infancia. Mientras
escribía este capítulo comenté con un amigo las ideas que estaba
desarrollando. Al llegar a esta se le nubló la cara y afirmó: “mi padre jamás
me valorizó”. Estaba en plena madurez y la herida aún sangraba, si bien no
le impedía reconocer que le aportó otras muchas cosas igualmente
necesarias, ni tampoco fue obstáculo para alcanzar una vida satisfactoria, un
trabajo exitoso y fundar una familia estable. Pero sobre todo no le impidió
cuidar cariñosamente a su padre durante los muchos años que padeció una
enfermedad de Alzheimer. Dios se lo pagará.
Aquí viene la pregunta del millón: ¿cómo dar una sincera enhorabuena
por un resultado bueno... y a la vez decir al chico que aún puede dar más?
La educación es un arte y no hay reglas para mantener ese delicado
equilibrio. Cada hijo, cada estudiante, cada persona en formación tiene su
punto adecuado que hay que saber encontrar. Más difícil todavía: ese punto
no es fijo, sino que varía en función de la edad, el estado de ánimo, la tarea
que se haya realizado, etc.
Otra conducta evitable son las generalizaciones. Sin embargo, cuántas
veces se nos escapan: “siempre llegas tarde”, “lo dejas todo tirado”, “eres
un vago y un desastre”... Suele ser más delicado, más eficaz y sobre todo
más real emplear términos relativos: “con frecuencia llegas tarde”,
“deberías ser más ordenado”, “tienes que ser más constante en el estudio”,
etc. Dicho de otro modo, conviene delimitar la conducta que habría que
mejorar (tal vez puedan servir los rasgos del big five o los criterios de
madurez que hemos visto) y cambiar en nuestro lenguaje eres por haces.
Cuando se dice a alguien “eres así” se puede dejar la sensación de situación
irreparable (“yo soy así, qué le vamos a hacer”). Por el contrario, suele
considerarse más asequible cambiar progresivamente el modo de actuar:
raramente nos dirán “yo no puede dejar de actuar siempre así”. Recordemos
la importancia de fomentar un locus de control preferentemente interno
para una eficaz resolución de los problemas.
En el extremo opuesto, un padre que valoriza desproporcionadamente los
logros de su hijo dará lugar a un narcisista ridículo con el que solo
conectarán los débiles y al que la vida acabará poniendo en su sitio. Una
persona educada así será candidata al desánimo e incluso a la depresión
cuando se dé cuenta de que no es tan listo o tan capaz como le decía
siempre su papá.
Los niños tienden a asimilar lo que se dice de ellos (técnicamente se dice
a introyectarlo, que es lo opuesto al mecanismo de defensa de la
proyección). Si se les repite continuamente “eres malo”, “eres vago”, “eres
extraordinario”, etc., acabarán por creérselo y hacerlo propio, y encontrarán
cierta justificación para seguir comportándose así: “es normal que haya
suspendido en el colegio porque soy un vago”; “es lógico que me hayan
expulsado porque soy malo”. También conviene cuidar la coherencia entre
el lenguaje verbal y el no verbal tanto al felicitar como al corregir: el tono y
volumen de la voz, la mirada que afirma o menosprecia, la posición de las
manos y del cuerpo, etc.
Me gusta el eslogan: los niños necesitan el abrazo de la madre y los
adolescentes necesitan la valorización del padre. Creo que es aplicable
tanto a los varones como a las chicas, aunque con ellos puede ser más
evidente debido al modo distinto de vivir la afectividad de unos y otras.
Los chicos son más activos y buscan más producir, por lo que requieren
que se les enseñe a hacer las cosas y hacerlas bien. Además son muy
competitivos, lo que puede servirles de estímulo para mejorar pero también
llevarlos a la frustración si tienen expectativas excesivas. Los formadores
pueden apoyarse en estas características con frases como “eres de los
mejores de tu clase” (ojo, habitualmente no es oportuno empujarles a ser “el
mejor”) o preferiblemente “te has superado”, donde el punto de referencia
es uno mismo y la posibilidad de crecimiento ilimitada. Por último, valoran
más la fuerza física y la destreza, por lo que hay que reconocer esa faceta:
“te estás haciendo un hombre”, “qué fuerza tienes”.
Las chicas, por el contrario, son más afectivas: hay que ser especialmente
expresivos o explícitos en las manifestaciones de afecto. Además son
naturalmente más seductoras, por lo que hay que mostrarse “tocado” por su
apariencia externa, admirarlas: “qué guapa estás”, “qué bien te sienta ese
vestido” [5]. Por último son más inseguras y requieren que se les confirme
en sus decisiones... sin suplantar que sean ellas quienes las tomen y asuman
las consecuencias. Las comparaciones en su caso van más en la línea del
reconocimiento que de los logros: las demás son más queridas o admiradas,
tienen más amigas o más éxito con los chicos, etc.
En uno y otro caso, hay que darles el feed-back que necesitan pero sin
excederse para que no se conviertan en “adictos al reconocimiento externo”
o a los likes. El objetivo es que ellos y ellas interioricen la valorización para
que sean capaces de sentirse satisfechos por lo que hacen aunque tengan
que nadar contracorriente o nadie les dé la enhorabuena.
Me parece necesario hacer un inciso. A lo largo de estas páginas saldrán
errores que los padres –o en general los formadores– pueden cometer en la
tarea educativa; de hecho daremos algunas ideas más en el epílogo del libro,
titulado precisamente Un estilo formativo sano. Pero mi intención no es
culpabilizarlos. Cada uno educa como sabe, generalmente como ha sido
educado: con frecuencia los errores de un padre se deben a que así le trató
su propio padre (el abuelo del educando). Esto puede llevar a perpetuar los
errores: el chico los acabará transmitiendo a su vez a sus propios hijos y así
pasarán de generación a generación no por los genes (que sin duda influyen,
pues condicionan el temperamento), sino por la educación. Por desgracia es
frecuente que los padres no tengan quien les enseñe cómo educar a sus hijos
y tengan que funcionar por intuición, lo que siempre es arriesgado. Qué
importancia tiene por tanto que se formen a través de lecturas, cursos, etc. –
como hacen en su profesión–, para esa tarea que es la más importante de su
vida y la que dejará un mayor poso. No existe el padre ni el formador
perfecto, pero sí existen padres y formadores que se forman para sacar lo
mejor de sus hijos y de sus alumnos.
Por parte de los hijos es necesario reconciliarse con la figura del padre
en caso de que haya alguna herida abierta. Al inicio del capítulo anterior
dijimos que la identidad incluye reconocerse como hijo de unos padres y
miembros de una familia. Una relación difícil, traumática o incluso abusiva
puede llevar al rechazo completo de ese progenitor, pero ese repudio
conlleva habitualmente una cierta negación de lo que uno mismo es, le deja
desenraizado. Si todo rencor es dañino, el dirigido contra el padre o la
madre es especialmente pernicioso. Perdonar a los padres –que no quiere
decir ignorar que hayan hecho cosas mal ni necesariamente restablecer una
relación fluida– es una fuente de paz y un modo de afianzar la propia
identidad y la propia autoestima. Sin duda este proceso de sanación requiere
tiempo pero es especialmente agradable a los ojos de Dios, que dará con
abundancia su gracia a quien se decida a llevarlo a cabo.

3. VERSE A LA LUZ DE DIOS

Cuentan los que vivieron con san Josemaría que, en alguna ocasión, miró
a los jóvenes que le rodeaban durante un encuentro y les dijo: «hijos míos,
¿sabéis por qué os quiero tanto? [...] porque veo bullir en vosotros la Sangre
de Cristo» [6]. El Señor ha muerto por cada uno de nosotros; no por la
humanidad en general, sino por cada hombre (cfr. Ga 2, 19). Y al morir por
nosotros nos ha elevado a una categoría aún más alta que la de imagen y
semejanza de Dios con que habíamos sido creados: nos ha hecho sus hijos.
¿Quién no ha visto al hijo de un gran personaje –un político, un artista,
un deportista– que “se crece” al pasar ante un grupo de seguidores de su
padre? Pues así es como san Josemaría recomendaba que fuésemos los
cristianos por el mundo: «“Padre –me decía aquel muchachote (¿qué habrá
sido de él?), buen estudiante de la Central–, pensaba en lo que usted me
dijo: ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, ‘engallado’ el
cuerpo y soberbio por dentro, ¡hijo de Dios!”. Le aconsejé, con segura
conciencia, fomentar la “soberbia”» [7].
Si hemos dicho que la base del amor a uno mismo está en interiorizar la
valorización de otros, cuánto debería servir la conciencia de que todo un
Dios nos quiere con amor de Padre. Pase lo que pase, aunque los
progenitores no se hayan portado como sería de esperar, Dios quiere a cada
uno siempre de manera incondicional: soy digno de ser amado, soy digno
de existir.
“Pero –podría preguntar alguno–, ¿y si me porto mal?”. En una ocasión
me encontraba en la sala de espera de un hospital. En un mostrador cuatro
enfermeras cuchicheaban pero yo estaba con mis cosas sin prestarles
atención. En un momento dado escuché la siguiente pregunta: “¿Padre,
Dios quiere también a esta?”. Claramente solo podían dirigirse a mí, que era
el único cura en esa sala. Miré al grupo y distinguí a una que miraba
cabizbaja al suelo; claramente se estaban refiriendo a ella. Respondí sin
dudar: “claro que sí”. Entonces ella levantó un poco la cabeza y me
preguntó: “¿aunque a veces no me porte bien?”. Supongo que acudió en mi
auxilio el Espíritu Santo, porque le respondí sin dudar: “Dios te quiere
siempre, aunque a veces tú no te portes bien. Exactamente como tú quieres
a tus hijos”. ¿Has escuchado alguna vez la expresión se le iluminó la cara?
Puede parecer exagerada pero es exactamente lo que le ocurrió: se
transformó y mantuvimos una entretenida conversación a cinco hasta que
me tocó el turno de entrar al médico.
Sí, Dios nos quiere siempre aunque no nos portemos bien. Como el
Padre del hijo pródigo, que salía todos los días a esperar a quien se marchó
de casa para malgastar la herencia (Lc 15, 11-32). Nos quiere y nos
perdona. Contaba el Papa Francisco en el primer Ángelus de domingo que
rezó en la Plaza de San Pedro, el 17 de marzo de 2013, que muchos años
atrás había estado confesando en una parroquia y al levantarse para atender
otras labores pastorales se acercó casi inoportunamente «una señora
anciana, humilde, muy humilde, de más de ochenta años. La miré y le dije:
“Abuela –porque así llamamos nosotros a las personas ancianas–: Abuela,
¿desea confesarse?”. “Sí, me dijo”. “Pero si usted no tiene pecados...”. Y
ella me respondió: “Todos tenemos pecados”. “Pero quizá el Señor no la
perdona...”. “El Señor perdona todo”, me dijo segura. “Pero ¿cómo lo sabe
usted, señora?”. “Si el Señor no perdonara todo, el mundo no existiría”. [...]
No olvidemos esta palabra: Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. “Y,
padre, ¿cuál es el problema?”. El problema es que nosotros nos cansamos,
no queremos, nos cansamos de pedir perdón».
Es cierto que somos humanos y no es fácil vivir solo a base de consuelos
sobrenaturales, necesitamos escuchar con nuestros oídos el afecto que nos
profesan. Pero tal vez podemos aprender y enseñar a escuchar más ese
consuelo en la oración. La conciencia del amor incondicional de Dios por
nosotros nos dará una estabilidad de ánimo capaz de pasar por encima de
las adversidades que vengan de fuera o de dentro. Nos ayudará a relativizar
nuestros éxitos o nuestros fracasos, que sabremos leer a la luz de la meta
que nos hemos marcado en la vida (nuestro esquema de comprensibilidad,
por usar la expresión de Allport): crecer en amor de Dios y gozar de Él en
el Cielo por toda la eternidad. Todo lo que nos ocurra en la vida, bueno o
malo, incluso el mismo pecado, es reconducible a esta meta. Este es el
equilibrio justo entre el locus de control interno y el externo, tan justo que
es muy difícil de alcanzar; conformémonos con acercarnos a él.
Vernos a la luz de Dios nos ayudará también a ver a los demás con esa
misma perspectiva. Todos somos en parte responsables de la autoestima de
quienes nos rodean y por tanto hemos de esmerarnos para tratarles con
nuestras palabras y nuestra conducta de modo acorde a su condición de
hijos de Dios. Especialmente si tenemos una posición de autoridad o de
guía (una relación padre-hijo, profesor-alumno, etc.), nuestros consejos e
indicaciones contribuirán a reafirmar en ellos la convicción de su propio
valer incluso cuando sea preciso corregir con claridad. San Josemaría solía
decir a sus hijos espirituales: “os quiero con locura, pero os quiero santos”
[8].
Conseguiremos así vivir en un mundo imperfecto, rodeados de personas
imperfectas, siendo nosotros imperfectos... pero serenamente deseosos de
mejorar y sobre todo felices.

4. HUMILDAD Y VERDAD

¿No hay riesgo de excederse en el amor a uno mismo? ¿Cómo evitar que
se infle tanto la propia valoración que se salga por el otro extremo cayendo
en la soberbia? Sin duda existe ese peligro, pero hay también mucha gente
buena que sufre exageradamente ante sus defectos porque ignora sus logros
y virtudes. Cuando están a punto de sentirse satisfechos y darse la
enhorabuena... lo rechazan como si fuera un mal pensamiento y acaban
atrapados en una red de insatisfacción y culpa. No han entendido la virtud
de la humildad.
C. S. Lewis la explica genialmente en una de sus Cartas del diablo a su
sobrino. El maestro de diablos Escrutopo escribe a su joven aprendiz:
«debes ocultarle al paciente la verdadera finalidad de la humildad. Déjale
pensar que es, no el olvido de sí mismo, sino una especie de opinión (de
hecho, una mala opinión) acerca de sus propios talentos y carácter. Algún
talento, supongo, tendrá realmente. Fija en su mente la idea de que la
humildad consiste en tratar de creer que esos talentos son menos valiosos de
lo que él cree que son. Sin duda son de hecho menos valiosos de lo que él
cree, pero no es esa la cuestión. Lo mejor es hacerle valorar una opinión por
alguna cualidad diferente de la verdad, introduciendo así un elemento de
deshonestidad y simulación en el corazón de lo que, de otro modo, amenaza
con convertirse en una virtud. Por este método, a miles de humanos se les
ha hecho pensar que la humildad significa mujeres bonitas tratando de
creer que son feas y hombres inteligentes tratando de creer que son tontos»
[9]. La última frase me parece genial y por eso la destaco.
Santa Teresa de Jesús escribió que «humildad es andar en verdad» [10].
Vernos a la luz de Dios implica considerarnos y aceptarnos como somos,
con talentos y virtudes que tenemos que hacer rendir mientras vuelve
nuestro Señor (Lc 19, 11-27).
Esto nos permitirá aceptar y enfrentarnos a nuestros errores. Como
escuché en una ocasión, “tenemos defectos, pero no somos nuestros
defectos”. Reconoceremos sin desanimarnos que hay otros más inteligentes,
más simpáticos, más atléticos... e intentaremos imitarles con serenidad. La
envidia consiste en entristecerse por los logros de los demás y desear que
fracasen para quedar por encima; la emulación, por el contrario, consiste en
ver los méritos de los otros y aprender de ellos para mejorar.
¿Cómo evitar la soberbia?, nos preguntábamos antes. Un modo es tener
preparada una comprensiva sonrisa ante nuestros propios errores. En la
carta antes citada, el propio demonio recomienda a su sobrino no insistir
demasiado en fomentar la vanidad, «no vayas a despertar su sentido del
humor y de las proporciones, en cuyo caso simplemente se reirá de ti y se
irá a la cama» [11].
Otro modo es dejarse ayudar y corregir por las personas que nos quieren:
los padres en primer lugar, y también los profesores, amigos y aquellos a
quienes confiamos nuestros deseos de mejorar. Hay un medio con una gran
tradición en la Iglesia: la dirección espiritual. Al confiarnos a la objetividad
de alguien que nos conoce y nos ve desde fuera –pero con cariño y
comprensión– podremos avanzar con la tranquilidad de que no dejarán de
señalar los descaminos que inevitablemente surgirán a lo largo de la vida.
«Conviene que conozcas esta doctrina segura: el espíritu propio es mal
consejero, mal piloto, para dirigir el alma en las borrascas y tempestades,
entre los escollos de la vida interior. Por eso es Voluntad de Dios que la
dirección de la nave la lleve un Maestro, para que, con su luz y
conocimiento, nos conduzca a puerto seguro» [12].

5. DIOS, LOS DEMÁS Y YO

Volvemos a la pregunta sobre el orden de la caridad con que empezamos


el capítulo. ¿Nos habían realmente engañado, según santo Tomás? No,
como se ve al avanzar un poco más en su Suma de Teología. Nos habíamos
quedado en el artículo 4 de la cuestión 26: El hombre debe amarse más a sí
mismo que al prójimo.
Pero hay un quinto artículo, que se titula Si el hombre debe amar más al
prójimo que a su propio cuerpo. La respuesta es evidentemente afirmativa.
Tengo que amar a los demás más que mi comodidad, mi tiempo, mis
gustos...
Se puede decir, en efecto, que el orden de la caridad es Dios, los demás y
yo.
QUÉ ES LA AFECTIVIDAD

1. UN WHATSAPP DE ADOLESCENTE

En una ocasión recibí un WhatsApp que presento con el permiso del


autor (Figura 2).

Figura 2. Un WhatsApp de adolescente.

Se trataba de un chico bueno que estaba pasando por un mal momento,


con bastantes altibajos de humor. Teníamos conversaciones de dirección
espiritual en las que trataba de ayudarle a llevar con garbo y visión
sobrenatural sus estados de ánimo y a buscar el origen de su malestar. Me
mandó el mensaje después de una charla en la que me había contado varios
problemas que le estaban haciendo sufrir, lo que nos llevó a remover
sucesos dolorosos. Como se ve, el hecho de contarlos –que le hizo sentirse
liberado– le había dejado muy tenso. Tengo que reconocer que le respondí
de manera un tanto irónica y casi me gané el insulto que he tenido que
censurar. Por suerte el chico era bueno y había confianza, de modo que
inmediatamente concretó el siguiente encuentro como si no hubiese pasado
nada.
¿Por qué lo presento aquí? Porque hay personas que tienen mucha
dificultad para reconocer y nombrar sus emociones, y eso les dificulta
gestionarlas. Son los que puntuarían muy bajo en el rasgo apertura al
cambio del big five de la personalidad que vimos en el primer capítulo, es
decir, los más precavidos. Se sorprenden de sus estados de ánimo y de sus
reacciones interiores y exteriores preguntándose sorprendidos: ¿qué me está
pasando?, ¿por qué me siento así? A estas personas suelo recomendarles
que vean con calma la película de Pixar Del revés [1]: todos tenemos en
nuestra cabeza esas cinco emociones básicas (alegría, tristeza, temor,
desagrado y furia) en continuo diálogo no siempre pacífico.
En este capítulo y en el siguiente trataré de explicar en qué consisten
esos estados afectivos de modo que podamos –como dice el título de un
libro que recomiendo [2]– entender la afectividad. Además ofreceré
algunas sugerencias para fomentar que esas reacciones sean más
equilibradas y maduras, es decir, para formar la afectividad.

2. UNA POSIBLE DEFINICIÓN

La afectividad es la reacción emotiva –en forma de sentimientos,


emociones y pasiones– que surge en cada persona al relacionarse con el
mundo, conmigo misma y con los demás. Ante cualquier evento
significativo todos notamos una sensación interior que puede ser agradable
o desagradable y por eso decimos que aquello me ha afectado. En
consecuencia, nos sentimos a gusto ante los sucesos positivos y a disgusto
ante los negativos.
Vemos que la afectividad tiene una función muy importante: informa de
que algo resulta agradable o desagradable y en consecuencia lleva a la
acción: a buscar o evitar ese algo. Sería el equivalente psicológico del
placer y el dolor físicos, que tienen la misma función en relación con el
cuerpo. La afectividad, por otra parte, refleja la unidad entre cuerpo, mente
y espíritu, porque las emociones, sentimientos y pasiones provocan con
frecuencia reacciones somáticas: taquicardia, sudoración, palidez, sonrojo,
molestias abdominales, dolor de cabeza o de espalda, etc. Por eso estas
reacciones suelen llamarse psicosomáticas.
Vale la pena detenerse a hacer una distinción. Aunque en el lenguaje
coloquial a veces se utilizan casi como equivalentes los tres elementos de la
definición que hemos asumido, tienen diferencias que son mucho más que
matices.
Las emociones suelen aparecer de manera rápida, a veces con gran
intensidad, y durar poco tiempo. Un ejemplo sería la repentina alegría ante
una buena noticia o el enfado automático ante un insulto.
Los sentimientos son similares pero más estables en el tiempo y
habitualmente menos intensos; más que una reacción puntual son un estado,
como el enamoramiento.
Las pasiones, por último, tienen características comunes a los dos
anteriores: son intensas y duraderas; su característica principal es que
arrastran a la acción, de una manera más o menos vehemente e irresistible
en función de la personalidad del sujeto. Pensemos en un “apasionado” por
el fútbol, que vive toda la semana pendiente del partido de su equipo, que
no se perdería por nada en el mundo.
La Tabla 5 muestra una clasificación clásica de las pasiones que nos
ayudará a entenderlas mejor.
Suceso Perspectiva Inclinación Si no lo tenemos Si lo tenemos
Amor: Gozo:
Bueno Deseo
principio fin
Presente
Dolor, tristeza, angustia,
Malo Odio Huida
aburrimiento
Futuro y Esperanza Valentía, audacia, Gozo:
Bueno
arduo (se ve posible) acción fin
Malo Desesperación Temor, paralización Ira, venganza
(se ve
imposible)
Tabla 5. Clasificación clásica de las pasiones [3].

De esta breve explicación se pueden sacar ya algunas conclusiones. La


primera es que la afectividad es algo que se siente o se padece (el término
pasión es bastante indicativo) y por tanto uno en principio no es
responsable de tenerlas; a veces incluso le gustaría no experimentarlas: las
padece o las sufre.
Pero he destacado en principio porque no son algo que viene de fuera
ante lo que el sujeto queda indefenso. Por el contrario, está al alcance de
todos moderar el caso que hacemos a esas sensaciones interiores para
fomentar las positivas y frenar las negativas. Quién no ha notado que al dar
vueltas a una afrenta se va enfadando cada vez más, mientras que al
justificar y perdonar a quien le ha ofendido (o al menos intentarlo) se queda
mucho más sereno.
También es posible regular la conducta. Los afectos vienen dados, pero
uno tiene siempre la última palabra sobre lo que hace o deja de hacer. En
caso contrario estaríamos ante una voluntad débil o incluso enferma, como
ocurre en las adicciones, compulsiones, etc.
Por último, tenemos la tarea de formar la propia afectividad, de manera
que la aparición y la intensidad de emociones, sentimientos y afectos sean
más acordes con lo que a uno le gustaría ser (con su proyecto de vida o
esquema de comprensibilidad). Esta educación, que es el principal objetivo
del presente libro, contribuirá a que acabe gustando lo bueno y
desagradando lo malo, y a que ese gusto o disgusto no arrastre a la voluntad
a buscarlo o rechazarlo de manera inconveniente.

3. LIMITACIONES DE LA AFECTIVIDAD

Ya hemos visto que la afectividad tiene un papel muy importante en la


vida, pues indica lo que resulta agradable o desagradable y por tanto mueve
a actuar en consecuencia. Sin embargo, se le debe escuchar de forma crítica,
pues tiene también algunas limitaciones.
Las emociones, afectos y pasiones son muy individualistas: cada una va
a lo suyo. Son como un niño pequeño que al comer tiende a dejarse llevar
por lo que le agrada o le desagrada y necesita que su madre le diga que
algunos alimentos que gustan al paladar no sientan bien y otros que en
principio repelen son necesarios para crecer sanos y fuertes. Hace falta un
director de orquesta que ponga en orden tantas inclinaciones a veces
contradictorias. Es el papel de la prudencia, que con razón ha sido llamada
desde antiguo auriga virtutum [4], auriga de las virtudes; su papel es que
cada uno de los caballos (pura raza en muchos casos) que tiran de la
cuadriga unan sus fuerzas en una misma dirección.
El lenguaje básico de los afectos es agradable/desagradable, no
bueno/malo: no se detienen en disquisiciones morales, sino que la ira puede
impulsar a la venganza y la búsqueda de placer conducir a la gula o la
lujuria. Tenemos otra instancia superior, la conciencia, encargada de regular
esta dimensión moral, es decir, de señalar cuáles de esas tendencias
ayudarán a ser mejores como personas y cuáles, por el contrario, nos harán
peores.
Por último, la afectividad ve a corto plazo: el miedo lleva a huir del mal
posible por el camino más rápido, pero hay circunstancias en que está en
juego un bien mayor y por tanto se hace necesario enfrentarse a los temores
con valentía y audacia. La prudencia necesita un norte, una dirección hacia
donde encauzar la energía de los caballos. Esa meta es, digámoslo una vez
más, el esquema de comprensibilidad, el fin que cada uno ha elegido
libremente dar a su vida.
Vemos por tanto que los afectos son buenos. No podría ser de otra forma,
porque forman parte de nuestra naturaleza y por tanto están incluidos en la
satisfacción que experimentó Dios al dar su primer vistazo a la recién
terminada creación: «miró todo lo que había hecho, y vio que era muy
bueno» (Gn 1, 31). No solo bueno, sino muy bueno, como regodeándose de
la obra salida de sus manos. Solo Dios podría haber hecho algo así.
Ahora bien, a veces la afectividad lleva al hombre a equivocarse. ¿Por
qué?
4. EL PECADO ORIGINAL Y SUS CONSECUENCIAS

Justo después del relato de la creación, el Génesis nos habla del pecado
de nuestros primeros padres (cfr. Gn 3). Es el famoso episodio de la
serpiente y la fruta prohibida, que, por cierto, en ningún sitio se dice que
fuese una manzana. Adán y Eva se hacen culpables no ya de haber
desobedecido un precepto de Dios un poco curioso (podían comer de todos
los árboles menos de uno), sino de desconfiar del motivo por el que Dios se
lo había prohibido y querer ser como dioses negando su condición de
criaturas.
La consecuencia, como sabemos, fue una cascada de desgracias: nuestros
primeros padres fueron expulsados del paraíso y perdieron, entre otras
muchas cosas, la armonía entre las distintas dimensiones de su ser. Las
limitaciones de la afectividad que acabamos de ver se hicieron difíciles de
manejar y cada afecto, emoción y pasión comenzó a tirar para su lado
amenazando con desgarrar al sujeto. La tradición cristiana ha acuñado para
esa situación el término concupiscencia (cfr. 1 Jn 2, 16), definida como una
inclinación al pecado [5]. A veces se entiende mal la concupiscencia, como
si fuese una tendencia a hacer el mal. No es así: la voluntad solo puede ser
atraída por el bien, aunque sea el bien parcial que contiene toda realidad.
Por eso san Agustín definía el pecado como «un apartamiento de Dios, que
es el Creador supremo, y un abrazo de las criaturas inferiores» (aversio a
Deo et conversio ad creaturas) [6].
Incluso se oscureció la inteligencia; no ya porque confunda lo malo con
lo bueno, sino porque considera el bien parcial como bien absoluto, de
manera que puede obnubilarse y perder de vista su fin, que nunca ha dejado
de ser gozar de Dios por toda la eternidad [7]. Tras el pecado original sigue
siendo posible hacer el bien, pero la inteligencia y la voluntad encuentran
tantas dificultades que en la práctica es imposible realizarlo siempre.
Cada persona nota en sí una batalla interior genialmente expresada por
san Pablo: «querer el bien está a mi alcance, pero ponerlo por obra, no.
Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rm 7, 18-
19). ¿Quién no ha sentido alguna vez esa lucha entre lo que siente y lo que
sabe que tiene que hacer, entre lo que le gustaría hacer y lo que acaba
haciendo? Alguno responderá que es justo lo que le ocurre desde primera
hora de la mañana, cuando oye el despertador y se queda remoloneando
unos minutos cuando sabe que debería levantarse inmediatamente. El
Apóstol también sentía esa tensión, hasta el punto de exclamar: «¡Infeliz de
mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rm 17, 24). Él también
tenía sus dificultades, quizá mucho mayores que la levantada matutina. Pero
vale la pena escuchar la respuesta que recibe del Señor en otro momento:
«te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza» (2 Co
12, 9). La vida cristiana no consiste en empujarnos a un esfuerzo ímprobo:
Dios está encantado con prestarnos una ayuda extra, que es su gracia.
Como se ve, estamos en un terreno limítrofe entre la psicología y la
moral. La afectividad desordenada hace que apetezcan cosas que hoy y
ahora no vienen bien al hombre en cuanto criatura racional creada a imagen
y semejanza de Dios: descargar extemporáneamente la ira sobre quien le ha
ofendido, comer desmesuradamente un plato que gusta, tomar bebidas
alcohólicas sin moderación, buscar una relación sexual con alguien que no
es el cónyuge, etc. Pero independientemente de la tendencia, solo se comete
un pecado cuando se pone en uso la libertad y se consiente a realizar esas
acciones.

5. REPARAR LA IMAGEN DE DIOS

Una visión muy pobre y equivocada de la naturaleza humana lleva a ver


el mundo afectivo con un poco de recelo, como una fuente de dificultades
para llevar una vida cristiana sólida; los afectos supondrían simplemente
una amenaza para caer en el sentimentalismo. Quienes tienen esa visión dan
por descontado –habitualmente de forma implícita– que la virtud sería
mayor cuanta más capacidad tenga el individuo de funcionar en contra o al
menos de espaldas de lo que pide su sensibilidad. Un ejemplo es la ética
kantiana, para la cual las acciones realizadas por gusto no tienen valor
moral positivo e incluso pueden tenerlo negativo: serían un modo de buscar
el propio provecho. La única motivación éticamente meritoria sería obrar
por sentido del deber. Este tipo de éticas suele formar personas
voluntaristas, tensas e insensibles; podrán ganarse un Cielo muy grande
pero difícilmente serán de verdad felices en la tierra.
La visión aristotélica puede ayudarnos a corregir este error [8]. Su
definición de virtud como hábito operativo bueno ha sido muchas veces
malinterpretada como si fuese una especie de rutina o automatismo para
hacer las cosas de una determinada manera, con poco esfuerzo y casi sin
darse cuenta. Pero no es eso lo que decía Aristóteles: para él una persona
honrada no es quien no roba, sino quien no lo hace porque le desagrada
robar; le atrae el dinero, puede sentirse tentado a tomar lo que no es suyo,
pero se da cuenta de que esas acciones no van con él, con el estilo de vida
que ha elegido. Y esto no lo hace después de un razonamiento más o menos
largo, sino de manera casi automática o intuitiva: le sale de lo más profundo
de su ser; no como una ley externa que le atenaza la conciencia, sino como
una segunda naturaleza.
En esto consiste la formación de la afectividad, en que uno mismo y las
personas que acuden a formarse con nosotros vayan adquiriendo –
libremente, porque ven que es lo mejor para ellos– esa segunda naturaleza.
Que les atraiga y disfruten con el bien aunque sea arduo, aunque les sigan
atrayendo otras cosas que son buenas pero no son compatibles con la
orientación que han querido dar a la propia vida. Para que esto sea posible
es necesario formar la razón (no solo saber lo que es bueno o malo, sino
también por qué) y la voluntad, que ha de ser suficientemente fuerte para
resistir a las atracciones desordenadas y perseverar en la búsqueda del bien.
Se evitan así las tres patologías de la afectividad: el sentimentalismo, el
voluntarismo y el intelectualismo. Cada una de ellas significa que una
dimensión de la persona ha tomado dominio excesivo sobre las otras dos.
Esta formación no cancela el sentido del deber. Un norte claro y objetivo
es necesario para quienes inician (o reinician) el camino de la vida. Incluso
los que están ya avanzados pueden servirse de esa guía en momentos de
oscuridad o de duda. Pero funcionar solo por deber es insuficiente y acaba
agotando. Funcionar porque quiero –en última instancia, por amor– llena de
sentido la propia vida. Y una afectividad bien formada hace que quiera lo
bueno.
La persona aprende de este modo a escuchar su afectividad y a seguirla
pero sin dejarse arrastrar siempre por ella. Actúa como un guardia de tráfico
situado en un cruce concurrido: deja pasar unos coches y frena otros; de
pronto escucha una ambulancia y para todo el tráfico para darle prioridad; a
un conductor temerario lo baja del coche y no le permite proseguir, etc.
Cabeza y corazón, inteligencia y afectos, dejan de estar en conflicto; no es
que vayan de la mano, sino que actúan en sinergia.
Creo que esta perspectiva, coherente con la antropología cristiana pero
asumible por los no creyentes (de hecho se basa en un filósofo pagano),
tiene una gran ventaja: no es alienante. Lo son las antropologías pesimistas
para quienes el hombre es un magma de pulsiones que hay que reprimir
bajo el lema “no te fíes de lo que brota de tu interior”.
Al contrario, el cristianismo anima precisamente a comportarnos de
acuerdo con nuestra realidad más profunda, repara la imagen de Dios herida
–pero no destruida– por el pecado original y por los pecados personales
cometidos después. Adán y Eva no eran ángeles, sino personas como
nosotros, con cuerpo, psique y alma, con emociones, sentimientos y
pasiones. La diferencia es que antes de su caída todo estaba en armonía.
Veían todas las cosas buenas y les atraían, pero sabían cuándo tocaba
dejarlas para otro momento y lo hacían sin dificultad.
Formar la afectividad es ayudar a las personas a ser libres y a tener en lo
más íntimo de su ser un anticipo del Cielo: sentirse y comportarse como
hijos de Dios salidos de sus manos y llamados a disfrutar de Él por toda la
eternidad.
DESARROLLAR LA AFECTIVIDAD DESDE LAS
VIRTUDES TEOLOGALES

1. UNA PROPUESTA ENTRE TANTAS

Hay muchos libros que dan fórmulas para desarrollar el mundo afectivo,
tanto el propio como el ajeno, de forma sana y madura. Algunos, como el
presente, lo hacen partiendo explícitamente de una antropología de matriz
cristiana; otros muchos no nombran a Dios ni dan por supuesta la existencia
de un más allá pero dan ideas sin duda muy aprovechables.
En estas páginas voy a ofrecer una perspectiva –tal vez– un poco original
para potenciar ese mundo interior. Partiré de las tres virtudes teologales –fe,
esperanza y caridad–, que son el armazón sobre el que se construye toda la
vida del cristiano, y sacaré algunas ideas prácticas aplicables a personas de
toda condición, cristianos o no.

2. FE

«El hombre animal no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios,
porque son necedad para él y no puede conocerlas, porque solo se pueden
enjuiciar según el Espíritu» (1 Co 2, 14). Realmente san Pablo tenía un
estilo bastante directo y sin duda conseguiría remover a los que escuchasen
sus cartas.
Hay gente que no entiende la vida cristiana y realmente lo tiene difícil,
porque parte de unos presupuestos muy limitados. En efecto, es difícil
hacerse cargo si el criterio para distinguir el bien del mal es lo que resulta
agradable o placentero, es decir, si se ignora que el lenguaje de los afectos
es siempre limitado, como vimos en el capítulo anterior. Por el contrario, la
apertura a intereses que van más allá de lo puramente material tira para
arriba de las pasiones y pone al alma en sintonía con lo sobrenatural. No
hablo solo de rezar o de tener intereses celestiales, sino de fomentar todo
aquello que manifiesta la dimensión no material de la persona. Partiré en mi
razonamiento de la dimensión puramente corporal, sentido por sentido, para
ilustrar cómo alcanzar esa sintonía con lo sobrenatural que caracteriza la
vida de fe.
La vista. Para conocer el mundo afectivo de una persona es útil hacer
preguntas de este tipo: “¿Qué tipo de película te gusta más? ¿Eres capaz de
disfrutar con una obra de arte? ¿Cuál es la última vez que visitaste un
museo? ¿Qué tipo de novelas sueles leer?”. ¿Tiene esto algo que ver con la
afectividad? Sí, aunque sea indirectamente.
Alguien que pasa muchas horas al día ante la pantalla viendo videos de
acción (fútbol incluido), le aburren las novelas donde abundan las
descripciones y adjetivos (no me atrevo a nombrar la poesía), bosteza ante
una película o un libro menos impactantes pero que ayudan a la reflexión y
la contemplación... tal vez está demasiado pegado al terreno, a lo material.
Unos intereses algo más elevados le ayudarían a potenciar su mundo
interior.
De modo progresivo y acorde a la edad del sujeto, comenzando por lo
que más le llama la atención, se le pueden proponer actividades de este tipo
e ir ampliando poco a poco (en calidad y en número) el círculo de intereses.
El arte (especialmente la buena literatura: pienso ahora en los clásicos rusos
de Tolstoi y Dostoyevski) ayuda a conocer la riqueza y la complejidad de la
psique humana, de la propia y de la ajena, y por tanto facilita la convivencia
con uno mismo, con los demás y con el mundo. La propuesta concreta
dependerá del punto de partida de cada uno, porque si desde el inicio se le
pide demasiado, puede acabar frustrado y pensar equivocadamente que
aquello (el arte, la literatura, etc.) no está hecho para él.
El oído. La facilidad con que tenemos a mano audios y videos en el
móvil dificulta los momentos de silencio y reflexión interior que todos
necesitamos. Es muy frecuente encontrar en el autobús o en el metro gente
de todas las edades escuchando con auriculares música o podcasts. Muchos,
cuando salen en coche, a correr, en bici, cuando tienen que hacer algún
trabajo manual o incluso para estudiar se ponen música de manera casi
refleja. Tienen una especie de temor al silencio (como el horror vacui del
arte rococó). Pero esa música –especialmente los géneros más intensos
como el vallenato, el reggaetón o el rock– llena el cerebro y puede
dificultar la interioridad. Cuánta gente se queja de que no es capaz de
concentrarse en el estudio o de recogerse en la oración; pero es la cosa más
normal si durante el resto de la jornada están continuamente llenando el
cerebro de estímulos.
Vale la pena hacer una prueba: sin cambios radicales, sin siempre o
nunca, reservar algunas islas de silencio en la jornada. Así hacía Jesucristo
en muchas ocasiones: «acudían a él multitudes para oírlo y para que los
sanara de sus enfermedades. Él, por su parte, solía retirarse a lugares
solitarios para orar» (Lc 5, 15-16).
No se trata solo de dedicar expresamente tiempos para pensar, sino de
aprovechar desplazamientos, momentos de espera, etc., para que puedan
venir cosas a la mente. Conocí a una psicóloga a quien le gustaba pasar
unos días al año en una habitación que unos religiosos de clausura
alquilaban con la única condición de que el inquilino respetase el ambiente
de recogimiento del monasterio. Allí iba gente de todo tipo que buscaban la
tranquilidad necesaria para pasar unos días de retiro espiritual, estudiar una
oposición, avanzar en la tesis doctoral o simplemente disfrutar de una cura
de sueño. La psicóloga de quien hablo dedicaba esos días a lo que llamaba
contemplar sus pensamientos: dejaba vagar la mente y acudían recuerdos,
pensamientos, imágenes; ella se dedicaba a considerarlos, interpretarlos,
reflexionar... a conocerse. Puede sonar un poco curioso pero refleja mucha
interioridad, la conciencia de tener dentro una gran riqueza y el deseo de
ahondar en ella.
En palabras de Benedicto XVI, «el silencio es capaz de abrir un espacio
interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite
Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a él
arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida. Por
lo tanto, la primera dirección es: volver a aprender el silencio, la apertura a
la escucha, que nos abre al otro, a la Palabra de Dios» [1].
No hablo por tanto de un silencio vacío, sino de tener un poco de diálogo
con uno mismo... y con Dios. En efecto, el cristiano corriente –no solo el
religioso de clausura– está llamado a ser contemplativo en medio de sus
tareas cotidianas, y esto es difícil si no hay un poco de silencio interior. Por
eso no es tan paradójico que el cardenal Sarah haya escrito un libro de casi
trescientas páginas sobre este tema, titulado precisamente La fuerza del
silencio. Frente a la dictadura del ruido [2].
El gusto. Este sentido da para toda una nueva batería de preguntas:
“¿Cuál es tu plato favorito? ¿Dónde prefieres ir cuando toca comer fuera?”.
Si la respuesta es un burger para comer hamburguesas con patatas fritas y
abundante kétchup, por poner un ejemplo entre muchos, tal vez cabe ganar
en sensibilidad, en apreciar sabores menos contundentes pero algo más
sutiles.
Desde luego la virtud está en el punto medio; como decían los clásicos,
in medio virtus. A veces es divertido leer la etiqueta de una botella de vino:
parece imposible que alguien pueda captar un sabor «intenso, complejo, con
rigor y parquedad llena de matices, con notas de vainilla y sándalo y un
final tánico poderoso donde se revelan largas notas tostadas», como
ironizaba cierto humorista.
También aquí se puede fomentar la sensibilidad. De forma también
progresiva se puede hacer el pequeño esfuerzo de conformarse con el plato
que toca hoy e ir poco a poco arriesgándose con otros más elaborados;
comiendo despacio, saboreando... y disfrutando de la buena mesa. De esta
manera, sin proponérselo, uno hace además más feliz a quien haya
preparado esa comida.
El olfato. Lo pondría en relación con la higiene corporal: ir bien limpio,
aseado, tal vez con un poco de perfume discreto, de los que no empalagan,
sino que hacen más agradable la presencia. Aunque tiene más que ver con
la vista, incluiría aquí el cuidado de la ropa (bien planchada y compuesta),
el afeitado en el caso de los varones, etc. No se trata de ir “hecho un pincel”
ni de vestir de la misma manera en todas las circunstancias, sino de
empezar cuidando el sentido estético en el propio aspecto externo. Esto es
aplicable a otros muchos pequeños placeres de la vida de los que pasamos
por alto sin darnos cuenta, como el perfume de una flor, el olor de la tierra
después de la lluvia, la irrupción de la primavera en un jardín o incluso en
las calles de la propia ciudad, etc.
El tacto. Es el sentido más elemental y rudo, se podría poner en relación
con la delicadeza en las formas, el tono humano, los modales en el trato con
los demás. No son meros convencionalismos sociales, sino manifestación
de respeto en la forma de presentarse, de hablar, de comer, de dialogar, de
llevar la contraria...
Pedir las cosas por favor, dar las gracias, llamar a los demás por su
nombre en vez de por un mote, saludar delicadamente y no con un
contundente golpe en la espalda, evitar un lenguaje soez, no bostezar o
estirarse en público... Estos y otros muchos ejemplos hacen el trato mucho
más agradable y ayudan a tener ese clima interior a que nos estamos
refiriendo.
Quedarían los sentidos internos: la memoria y la imaginación. Aunque
haya silencio exterior, siempre podemos encender la música interior. Pero
en ese caso será igualmente difícil el recogimiento necesario para vivir en
presencia de Dios, para hacer un rato de oración, incluso para sacar unas
horas de estudio.
Estamos llamados a disfrutar del Cielo, que consiste precisamente en la
contemplación de Dios por toda la eternidad. Algunos cuando oyen esto no
pueden contener una exclamación del tipo “¡qué aburrimiento, todo el día
viendo lo mismo!”. Ignoran que la vida eterna no consiste en estarse quieto
mirando siempre lo mismo, como quien ve por quinta vez una película.
Dios tiene una capacidad infinita, rica y llena de matices, de llenar la
inteligencia, la voluntad y los sentimientos del hombre que le contempla.
Por eso nunca sacia, es imposible aburrirse contemplándolo... si se tiene un
mínimo de sensibilidad. El Cielo será un contemplar a Dios “sin descanso y
sin cansancio” [3] poniendo también en juego las emociones, afectos, y
pasiones.
Espero que hayas tenido la suerte de visitar la Capilla Sixtina de los
museos vaticanos, una de las mayores obras de arte del mundo. En la
bóveda, escenas del Génesis pintadas por Miguel Ángel; a ambos lados,
frescos del Antiguo y el Nuevo Testamento realizados por los mejores
artistas del momento; y al frente, el impresionante Juicio Final, obra
también del Buonarroti. Entre las decenas de miles de visitantes diarios he
encontrado muchas veces dos extremos. Unos, quizá un poco cansados de
ver tanto capolavoro –la Sixtina está siempre al final del recorrido– se
detienen, dan un vistazo alrededor y se dirigen a la salida después de pocos
minutos. Otros, por el contrario, pasan horas contemplando el
extraordinario panorama, tanto el armonioso conjunto como los pequeños
detalles; conozco algunos que van directamente a la Capilla para pasar allí
toda una mañana de domingo. Tienen sensibilidad para el arte, para la
belleza, y me atrevería a decir que están más en condiciones de captar lo
inmaterial.
En alguna ocasión, al exponer estas ideas alguno de los oyentes se ha
rebelado: “es que esos son mis gustos”, incluso añadiendo: “sobre gustos no
hay nada escrito”. Esto último no es exacto: sobre gustos hay muchísimo
escrito; entre otras cosas se ha escrito que hay gente con mal gusto. Pero los
gustos se pueden educar, y así ayudarán a entrar en sintonía con lo
sobrenatural.
No estoy hablando de gustos pijos o esnobs, al alcance solo de personas
con estudios especializados y abundantes medios económicos. No todos
tenemos la misma preparación artística pero sí la misma capacidad de
asombrarnos ante la belleza. En una ocasión escuché cuánto ayuda a
fomentar una afectividad madura contemplar aquello que no se puede
poseer: una puesta de sol, un paisaje pintoresco, un edificio curioso que nos
topamos por la calle, una obra de arte... Esto está al alcance de cualquiera y
la experiencia muestra que hay muchas personas con una educación básica
que podrían dar lecciones a grandes personajes de la vida social.
Esa fascinación ante lo bello es un modo de intuir la grandeza de Dios,
de abrirse a la fe. Así lo manifestaba Benedicto XVI: «Tal vez os ha
sucedido alguna vez ante una escultura, un cuadro, algunos versos de una
poesía o un fragmento musical, experimentar una profunda emoción, una
sensación de alegría, es decir, de percibir claramente que ante vosotros no
había solo materia, un trozo de mármol o de bronce, una tela pintada, un
conjunto de letras o un cúmulo de sonidos, sino algo más grande, algo que
“habla”, capaz de tocar el corazón, de comunicar un mensaje, de elevar el
alma. [...] El arte es capaz de expresar y hacer visible la necesidad del
hombre de ir más allá de lo que se ve, manifiesta la sed y la búsqueda de
infinito. Más aún, es como una puerta abierta hacia el infinito, hacia una
belleza y una verdad que van más allá de lo cotidiano. Una obra de arte
puede abrir los ojos de la mente y del corazón, impulsándonos hacia lo alto.
Pero hay expresiones artísticas que son auténticos caminos hacia Dios, la
Belleza suprema; más aún, son una ayuda para crecer en la relación con él,
en la oración» [4].
Pienso que la afirmación de Jesús «bienaventurados los limpios de
corazón, porque verán a Dios» (Mt 5, 8) puede entenderse no solo en el
sentido de que los que no se hayan portado bien serán castigados en el
infierno. Tal vez lo que quiso decir Jesús es que los que no tienen cierta
afinidad con lo inmaterial no serán capaces de disfrutar de un Dios
espiritual ni siquiera estando delante de Él. «El hombre animal no percibe
las cosas que son del Espíritu de Dios, porque son necedad para él y no
puede conocerlas, porque solo se pueden enjuiciar según el Espíritu» (1 Co
2, 14).

3. ESPERANZA

La esperanza es «la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los


Cielos y a la vida eterna como nuestra felicidad, poniendo nuestra confianza
en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los
auxilios de la gracia del Espíritu Santo» [5].
Es la virtud del caminante, de quien mira hacia adelante porque espera
conseguir algo que está más allá de lo inmediato pero vale más la pena.
Requiere tener clara la jerarquía de valores y también fortaleza para no
quedar atrapado en el aquí y ahora.
El problema es que el ritmo de vida actual potencia mucho lo
instantáneo, sobre todo gracias a la llegada de internet a nuestros bolsillos
en forma de smartphone, que permite que todo pueda ser inmediato... y que
asumamos como consecuencia que todo debe ser inmediato. A quién no le
ha pasado: estamos hablando con una persona, estudiando o incluso
haciendo un rato de oración; suena o vibra una notificación en el móvil y
somos incapaces de frenar la curiosidad aunque sabemos que
probablemente no será algo urgente y que lo correcto sería esperar. O al
revés: mandamos un WhatsApp a un amigo y quedamos impacientes hasta
que la flecha se hace doble, y luego azul, y finalmente responde a nuestra
pregunta o simplemente envía un emoticono. O cuántas veces miramos el
móvil después de haber colgado una foto o una historia en Instagram,
Snapchat, etc., para ver si han hecho comentarios o le han puesto like.
Internet facilita la inmediatez pero a costa de no aprender a esperar.
Sin embargo, es de experiencia que quien no es capaz de aguantar la
curiosidad tendrá también dificultad para decir no al impulso de las
pasiones cuando le pidan algo que no es coherente con el estilo de vida que
quiere llevar, por ejemplo, cortar una lectura, un video de YouTube o una
imagen inconvenientes.
Resulta muy útil proponer y proponernos un reto: esperar unos segundos
antes de comprobar esa notificación, no mirar con tanta frecuencia las
noticias o las redes sociales a ver si ha pasado algo. Aún más: poner el
móvil en modo avión en algunas ocasiones (en clase, al estudiar, al rezar) y
funcionar offline. Habitualmente el resultado es también instantáneo: no
solo se atiende, estudia y reza mejor, sino que además uno gana en dominio
de sí mismo. La persona se pone en disposición de crecer en esperanza a
base de mortificar lo inmediato, porque es consciente de que más allá hay
cosas mucho más grandes que por tanto valen la pena. Y se dispone a tener
una vida más feliz.
En psicología de la educación es famoso el experimento del
marshmallow. Fue desarrollado en los años 60 del siglo pasado por el
profesor Walter Mischel, de la universidad de Stanford. Consistía en poner
a unos niños de entre tres y cinco años delante de un marshmallow (un
dulce blando conocido según los lugares como malvavisco, esponjita, etc.).
Se explicaba a cada niño que, si conseguía aguantar quince minutos sin
comérselo, recibiría una segunda golosina. El investigador se retiraba a otra
habitación y observaba la escena desde un espejo unidireccional sin ser
visto por el niño. Se puede pasar un rato divertido buscando en YouTube
“experimento del marshmallow” para ver los esfuerzos de los pobres niños
para aguantar. Creo que si viviese hoy día el profesor Mischel, sería
denunciado por maltrato infantil.
El resultado del experimento en sí es bastante previsible: solo un tercio
de los niños conseguía resistir hasta recibir su recompensa. Pero lo
interesante es que el propio Mischel les siguió durante varias décadas para
evaluar su adaptación social. Pues bien, resultó que aquellos que a la tierna
edad de 3-5 años habían sido capaces de esperar, llegados a la madurez
tenían un trabajo mejor remunerado, un matrimonio más estable, más
amigos e intereses y menos problemas relacionados con sexo, drogas y rock
& roll.
La aplicación para los educadores es sencilla: enseña a los chicos a
esperar desde que son pequeños y contribuirás a que sean más felices
cuando lleguen a adultos. Es lo que algunos llaman fomentar la dinámica de
la gratificación diferida.
El Papa Francisco lo explica poniéndolo en relación con otras
dimensiones que ya hemos estudiado: «En este tiempo, en el que reinan la
ansiedad y la prisa tecnológica, una tarea importantísima de las familias es
educar para la capacidad de esperar. No se trata de prohibir a los chicos que
jueguen con los dispositivos electrónicos, sino de encontrar la forma de
generar en ellos la capacidad de diferenciar las diversas lógicas y de no
aplicar la velocidad digital a todos los ámbitos de la vida. La postergación
no es negar el deseo, sino diferir su satisfacción. Cuando los niños o los
adolescentes no son educados para aceptar que algunas cosas deben esperar,
se convierten en atropelladores, que someten todo a la satisfacción de sus
necesidades inmediatas y crecen con el vicio del “quiero y tengo”. Este es
un gran engaño que no favorece la libertad, sino que la enferma. En cambio,
cuando se educa para aprender a posponer algunas cosas y para esperar el
momento adecuado, se enseña lo que es ser dueño de sí mismo, autónomo
ante sus propios impulsos. Así, cuando el niño experimenta que puede
hacerse cargo de sí mismo, se enriquece su autoestima. A su vez, esto le
enseña a respetar la libertad de los demás. Por supuesto que esto no implica
exigirles a los niños que actúen como adultos, pero tampoco cabe
menospreciar su capacidad de crecer en la maduración de una libertad
responsable. En una familia sana, este aprendizaje se produce de manera
ordinaria por las exigencias de la convivencia» [6].
En resumen, las personas que no saben esperar se comportan como
peleles empujados por sus emociones, sentimientos y pasiones, que les
mueven a realizar aquello que saben que no deberían hacer, que les gustaría
no hacer... pero se encuentran sin fuerzas para evitarlo. No son libres pues,
como dice san Pedro, «uno es esclavo de quien le ha vencido» (2 P 2, 19).
No llegarán a disfrutar de aquellas metas más grandes que solo se pueden
alcanzar renunciando un día y otro a cosas que son en sí buenas pero que
pueden distraer en el camino hacia objetivos superiores. Se pondrán así las
bases para conseguir la mayor recompensa posible: el Cielo.

4. CARIDAD

a) Si me falta el amor, no me sirve de nada

Así decía el estribillo de una canción que aprendí en mi parroquia hace


ya muchos años, parafraseando el himno a la caridad de san Pablo (1 Co
13, 1-13). Sin duda se aplica a lo que hemos dicho hasta aquí. Alguien
podría pensar que los epígrafes anteriores se resumen en una palabra:
autocontrol. Pues no, la propuesta de este libro es mucho más ambiciosa. El
autocontrol es lo que predicaban muchos filósofos paganos, como los
estoicos, pero es distinto de lo que propone el cristianismo. Los maestros de
la stoa promovían un estricto control sobre las pasiones con dos objetivos:
obtener el dominio absoluto sobre las tendencias y conseguir la apatheia
que insensibiliza contra los afectos (tanto agradables como desagradables),
pues estos pueden dificultar el autocontrol y llevar a la frustración cuando
no se satisfacen. Los estoicos decían: mejor no amar para no sufrir.
El cristianismo tiene algún punto en común con estas doctrinas, pero son
mayores las diferencias. Es cierto que ha tomado en préstamo el término
ascesis, que es de origen pagano y se usaba tanto en ámbito civil como
religioso para indicar el esfuerzo del alma para abrirse a la sabiduría y
acceder a ella [7]. Como hemos visto, una vida cristiana busca reconstruir el
orden roto por el pecado, no dejarse esclavizar por las pasiones, recuperar
en la medida de lo posible el estado anterior al pecado original y vivir en
esta tierra de forma parecida a como estamos llamados a vivir en el Cielo.
Pero la diferencia fundamental es que el cristiano no debe en absoluto
anular sus afectos; por el contrario, su deseo es orientarlos hacia Dios,
amarle «con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y
con toda tu mente» (Lc 10, 27). El problema es que nadie puede dar lo que
no tiene: es necesario poseerse enteramente para ponerse enteramente –del
modo que determine su vocación– al servicio de Dios y de sus hermanos los
hombres.
Es ese amor lo que no supieron descubrir los filósofos paganos y lo que
colma completamente todas las necesidades del corazón del hombre. La
mera continencia de los estoicos, la vida honesta, puede parecerse
externamente a una vida cristiana virtuosa, pero le falta el alma, que es el
amor, y por tanto no puede satisfacer. Dios, por el contrario, no defrauda
nunca.
Estoy derivando hacia un discurso más sobrenatural, pero me parece
importante hacer de vez en cuando un alto en nuestro camino para recordar
que el objetivo de estas páginas no es promover personas equilibradas, sino
cristianos capaces de llevar una vida entregada, con una cierta exigencia, y
a la vez serenos. Dejo para otros el discurso vertical sobre el amor a Dios y
me voy a concentrar ahora en la dimensión horizontal: el amor a los demás
hombres.

b) Querer y sentirse querido

Todos necesitamos querer y sentirnos queridos. Aquí he tenido que


modificar el discurso con que hace unos años explicaba estas cuestiones.
Parecería más correcto decir querer y ser querido; sin embargo, lo que
necesitamos no es ser, sino sentirnos queridos. De poco nos importa que
nos aseguren que nos quieren, que se preocupan por nosotros, recibir
atenciones y detalles de cariño... Si no nos sentimos queridos –así,
subjetivamente–, todo aquello nos puede parecer algo formal que no
satisface nuestra necesidad.
Esto supone un doble reto para las personas con responsabilidades de
formación. Por un lado, fomentar un clima en la familia –y análogamente
en la escuela, en las asociaciones, en el ambiente de trabajo, etc.– en que
todos se quieran entre sí de una forma que se note. Por otro lado, han de
estar atentos a las necesidades afectivas de quienes dependen de ellos,
porque hay personas que para sentirse queridas necesitan mucha
manifestación externa, que puede ser de tipo físico (besos, abrazos y
palmadas), verbal (ánimo, enhorabuena, agradecimiento, mostrar interés) o
en forma de gestos (miradas, atenciones, servicio, etc.). En muchos de estos
casos nos encontramos ante alguien que ha tenido carencias afectivas en su
infancia (no se ha sentido querido y valorado por sus padres) y le ha
quedado un agujero afectivo que intenta sin éxito colmar en sus relaciones
como joven o como adulto, a veces con llamadas de atención inadecuadas o
inmaduras. Este último punto es especialmente delicado, porque requiere un
delicado equilibrio entre aceptar a la persona como es y ayudarla a ser
mejor. Lo dejamos abierto porque será tratado con más profundidad en el
bloque dedicado a las patologías de la personalidad. De momento nos
centraremos en las personas sin grandes problemas.
¿Qué quiere decir que necesitamos querer? En palabras de san Josemaría,
«la existencia del cristiano –la tuya y la mía– es de Amor. Este corazón
nuestro ha nacido para amar. Y cuando no se le da un afecto puro y limpio y
noble, se venga y se inunda de miseria. El verdadero amor de Dios –la
limpieza de vida, por tanto– se halla igualmente lejos de la sensualidad que
de la insensibilidad, de cualquier sentimentalismo como de la ausencia o
dureza de corazón» [8]. Esto es aplicable no solo al amor a Dios, sino
también a las demás personas. Hay que querer no solo porque como
cristianos tenemos que vivir la caridad, ver a Dios en los otros, etc., sino
porque querer es sano. Y no querer, caer en la insensibilidad o en la dureza
de corazón, es un obstáculo para un adecuado desarrollo de la personalidad.

c) Aprender a querer
«¡Aprended a hacer el bien!» (Is 1, 17), dice el profeta Isaías. No es
suficiente tener buena intención, que habitualmente se da por descontada en
todas las personas y desde luego en los lectores de este libro. Se trata de
hacerlo de forma que acertemos con cada una de las personas que tengamos
delante. No hay que inquietarse: nunca lo conseguiremos completamente.
Pero al menos lo podemos intentar y, cuando hayamos fallado, acordarnos
de sacar la pata. A continuación propongo algunas ideas para querer bien.
Ser desinteresado. El amor busca dar sin recibir nada a cambio. Se puede
objetar que esto es aplicable a la caridad en general –por ejemplo, dar
limosna– pero que la amistad no es exactamente así: todos elegimos a
nuestros amigos porque nos caen bien, porque tienen algo que nos llena y
por tanto hay un cierto intercambio que no es malo, sino que forma parte de
la misma naturaleza de la amistad. De acuerdo, corrijamos el tiro: la
amistad busca dar sin buscar una gratificación inmediata, un rédito a corto
plazo para la inversión afectiva que se ha realizado. Implica cierto
desinterés: doy algo a mi amigo porque lo necesita, aunque no me vaya a
devolver el favor ahora, ya me lo devolverá si se da la ocasión. Pero no
queda en deuda conmigo si no se presenta la oportunidad, y si se presenta,
no me siento con derecho a exigirle. Cuando digo dar no me refiero solo a
cosas materiales, sino también a afecto, compañía, tiempo, interés por sus
gustos o sus problemas aunque parezcan poco interesantes... De lo contrario
no estamos hablando de una verdadera amistad, sino de un intercambio
comercial o de una relación de usar y tirar. Esto es aplicable a otros tipos
de vínculos: familia, compañeros de clase o de trabajo, etc.
Respetar la forma de ser del otro. Querer es aceptar al otro como es, no
como a mí me gustaría que fuese. Es quererle con sus defectos, no a pesar
de sus defectos. Por eso la caridad se adapta a los diferentes gustos, ritmos,
tiempos, opiniones, formas de ser, maneras de hacer las cosas, etc.
Técnicamente se dice que respeta la alteridad. En consecuencia, evita el
afán de dominar, no es invasiva y acepta los silencios del otro o los límites
que quiere poner a nuestra curiosidad. Aceptar los defectos de los demás
conlleva rechazar la queja, la crítica y la murmuración cuando nos topamos
con ellos.
No formar quistes. A lo largo del día tratamos a muchas personas y solo
con algunos coincidimos en gustos, aficiones y formas de ser, de modo que
se establece una amistad que conlleva un mayor trato. Pero esto es muy
distinto de quedar encerrados en un círculo exclusivo al que solo tienen
acceso los amiguitos. Sería una amistad inmadura, más propia de niños y
adolescentes. La caridad es inclusiva, respeta y acepta a todos, incluso a los
que no caen tan bien.
Elegir a los amigos. Si un amigo dificulta ser fiel al estilo de vida que se
quiere llevar, tal vez valga la pena dejar que se enfríe un poco esa amistad
(no que se extinga) y fomentar, por el contrario, el trato de los que con su
ejemplo y su palabra nos ayudarán a ser aquello que queremos ser.
Ser empáticos. Cinco años antes de su bautismo, en 1917, santa Edith
Stein defendió su tesis doctoral, titulada Sobre el problema de la empatía
[9]. Se trataba de un término técnico casi novedoso, pero desde entonces se
ha profundizado tanto que ha sido incorporado al lenguaje coloquial. Se
trata de la capacidad de darse cuenta del estado anímico del otro y mostrar
cercanía emocional. No se trata simplemente de “darse cuenta”
racionalmente de cómo está, ni tampoco necesariamente de compartir su
estado de ánimo. Se trata más bien de comprender –con la cabeza y con el
corazón– y aceptar que es legítimo que se sienta así. A esto se le llama
técnicamente validar sus sentimientos.
Valorizar. Ya hemos hablado sobre este concepto dos capítulos atrás,
pero no me resisto a repetirlo: reconocer es aumentar, decir a alguien tú
vales es ayudarle a que valga más.
Querer a gusto del consumidor. A personas desiguales, trato desigual.
No va contra la justicia, pues la definición clásica de esta virtud, atribuida a
Ulpiano, es «dar a cada uno lo suyo» [10], y cada persona necesita y merece
algo distinto. No vale el “café para todos”, sino que hay que comportarse
con cada uno como necesita él, no como nos gusta a nosotros. Es cierto que
“a nadie le amarga un dulce”, pero hay gente que prefiere el salado;
además, el exceso de dulces empalaga a cualquiera y a un diabético le
puede dañar.
Apreciar las manifestaciones del otro. Es la otra cara de la idea anterior:
aceptar que cada uno tiene su forma de expresar el afecto. Algunos son más
cariñosos y detallistas, otros por el contrario son más secos. Los primeros
tenderán a inundarnos con su afecto y los segundos pueden dejarnos
insatisfechos. Respetar su forma de ser implica no exigirles más de lo que
pueden cómodamente dar ni obligarles a reprimir sus manifestaciones de
afecto.
Dejarse querer. Si todos necesitamos sentirnos queridos, somos
absolutamente dependientes de los demás para ser felices. Curiosamente
hay gente que pone barreras, son un poco erizos. ¿Por qué? No porque no lo
necesiten, sino porque tienen miedo, miedo a sufrir, como los estoicos. Y es
que el amor nos hace vulnerables: si me encariño con alguien, puede ocurrir
que me defraude, que se aleje, que muera... ¿Mejor no amar para no sufrir?
Este sería un modo de asegurar, en el mejor de los casos, una vida
moderadamente tranquila. Pero quedaría una necesidad insatisfecha en lo
más hondo del corazón. Hay que abrirse sin miedo aunque se hayan
acumulado las decepciones, aunque la gente no sea perfecta (no es un gran
descubrimiento: tampoco nosotros lo somos). Ya lo hemos dicho: hay que
aprender a vivir en un mundo imperfecto, rodeados de personas
imperfectas, siendo nosotros imperfectos... pero serenamente deseosos de
mejorar.
Mostrarse vulnerables. Forma parte de lo anterior pero vale la pena
destacarlo. Hay gente que busca inconscientemente dar sensación de
solidez, no mostrar fisuras, esconder sus limitaciones más allá de lo que
hace necesario un sano pudor. Y cuando los defectos se hacen evidentes (es
inevitable) se justifican, se comparan, se racionalizan. Muchas veces estos
intentos fracasan y quedan como unos vanidosos, aunque es peor si triunfan
y convencen de su integridad, porque quedarán como frías estatuas de
mármol que se pueden admirar pero no se pueden querer. Probablemente
estas personas no fueron suficientemente valorizadas en su infancia y bajo
esa cáscara dura ocultan una gran inseguridad y miedo al rechazo, como si
tuviesen que mostrarse perfectos para merecer cariño. Olvidan, sin
embargo, que a las personas normales les caen bien los que son como ellos:
gente con limitaciones pero con buena voluntad.
Perder el tiempo con los demás. Acompañar a dar un paseo o a hacer
unas compras, interesarse por sus ambiciones y éxitos profesionales, hablar
de lo que el otro tiene en la cabeza y le importa aunque nos parezca una
nimiedad, un sano pasilleo... Todo esto pueden ser muestras de olvido de sí
y entrega a los demás. Me parece un buen ejemplo lo que narra el famoso
director de cine Frank Capra sobre su primer encuentro con el presidente
Roosevelt: «su principal don era la forma en que hacía que tú –no
importaba qué o quién fueras– te sintieras importante. Lo hacía sobre todo
siendo un gran oyente. Sabía que la abrumadora presencia del presidente de
los Estados Unidos podía convertir a los hombres fuertes en débiles, y a los
hombres débiles en imbéciles. Así que, con una gran sonrisa amistosa, y el
brillo del intenso interés en sus destellantes ojos, te animaba a que hablaras
de ti mismo, de tu familia, de tu trabajo, de cualquier cosa. “¡Vaya, no me
diga!”, exclamaba después de que tú hubieras hecho alguna afirmación
idiota. Con pequeñas risas, y aguijoneos, y ánimos a seguir hablando como:
“¿De veras? ¡Cuénteme más!”, “¡Vaya, así que lo sabe!”... “¡Lo mismo me
ocurrió a mí docenas de veces!”. “Oh, eso es fascinante”..., su calidez podía
cambiarlo a uno de un tímido tartamudeante a un experto contador de
historias. Y quedabas siempre en deuda con él» [11].
Perdonar. San Juan Crisóstomo decía que «nada nos asemeja tanto a
Dios como estar dispuestos al perdón» [12]. El esfuerzo por pasar por
encima de los fallos de los demás, por evitar rencores, dilata el corazón del
hombre. Le hace capaz de amar a la manera divina. Así nos quiere Dios,
que nos perdona cada vez que nos acercamos a la confesión, y por eso Jesús
nos invita a perdonar a todos «no hasta siete veces, sino hasta setenta veces
siete» (Mt 18, 22).
Ayudarles a ser mejores. Al igual que nosotros, nuestros conocidos
tienen la ilusión de ser buenas personas y a muchos también les gustaría ser
buenos cristianos. Se lo podemos facilitar con nuestro ejemplo, con una
conversación que les abra horizontes o señalándoles con delicadeza algún
aspecto que podrían mejorar. Y siempre con la oración, rezando por nuestra
familia, por nuestros amigos, por las personas que de algún modo dependen
de nosotros.
Mirar a la cara. Es frecuente compartir mesa, cruzarnos con alguien en
un pasillo o incluso iniciar una conversación... y notar que el otro –aunque
solo por unos segundos– se abstrae ante la pantalla del móvil, ignorándonos
o al menos prestándonos solamente una atención compartida. Es mucho
más amable evitar el multitasking cuando estemos con alguien y dedicarle
todo nuestro tiempo y atención: escuchar, sonreír, mirar.
5. UN TERRENO FÉRTIL

Pedir la gracia de Dios es fundamental. Pero es necesario también que la


propia vida sea un terreno fértil, sin piedras ni espinas, capaz de recibir y
hacer fructificar esa gracia, como proponía Jesús en la parábola del
sembrador (cfr. Lc 8, 4-15). La semilla siempre es la misma (la gracia de
Dios) pero en algunos sitios germina y da fruto y en otros, por el contrario,
se queda solo en promesas estériles: es comida por los pájaros, se seca por
falta de raíz, acaba ahogada por las malas hierbas que hay alrededor.
En este capítulo hemos visto algunas condiciones que ayudan a crear un
clima interior que facilita que la semilla plantada por Dios germine en el
corazón. Es algo que no se puede imponer pero sí se puede proponer en la
labor de formación.
II. CRECER POR DENTRO A LO LARGO DEL
CICLO VITAL
EL CICLO VITAL

1. QUÉ ES EL CICLO VITAL

Comenzamos esta sección haciendo unas consideraciones generales


sobre qué entendemos por ciclo vital. La psicología evolutiva estudia cómo
se va desarrollando el individuo a lo largo de su vida, desde el nacimiento
hasta la muerte, desarrollando capacidades a varios niveles:
— cognitivo: su modo de pensar;
— afectivo: su modo de sentir, de emocionarse;
— conductual: su modo de actuar;
— social: su modo de relacionarse.
El ciclo vital está condicionado, en primer lugar, por aspectos biológicos:
la forma de pensar de un niño es más sencilla porque su cerebro está aún
poco desarrollado; la adolescencia está marcada por la explosión hormonal
que se produce en la pubertad; la vejez viene determinada por el desgaste de
los distintos órganos y sistemas corporales, etc. Pero no solo influyen estos
aspectos físicos: también el ambiente, la educación, el estilo de vida que se
haya llevado y el empeño que se haya puesto para mejorar el propio
carácter harán que los avances o retrocesos esperables a una cierta edad se
anticipen o se retrasen.
Este itinerario tiene algunas características que exponemos a
continuación.
Es constante: siempre se está en evolución desde el nacimiento, o mejor
dicho, desde el mismo momento de la concepción (aunque no hablaremos
aquí de las múltiples influencias que recibe el niño durante el embarazo).
Además es progresivo: se va siempre hacia delante ganando aptitudes o,
al avanzar la edad, perdiéndolas. No hay que confundir progresivo con
lineal: puede haber pequeños retrocesos, como las subidas y bajadas de las
gráficas de beneficios de una empresa, pero la línea de tendencia va
siempre en una dirección clara. El estancamiento es una situación anormal,
como ocurre con el síndrome de Peter Pan o el eterno adolescente.
Se trata de un proceso irreversible: no es sano volver al modo de pensar,
sentir, relacionarse, etc., propios de una etapa anterior; esta situación se
llamaría regresión. Del mismo modo, la involución del anciano es un
proceso natural de decadencia física y psíquica que tampoco revierte (a
menos que la Medicina consiga modificarlo).
Por último, es necesario: hay que pasar por cada una de las etapas. Un
sujeto que “no ha podido ser niño” porque las dificultades de la vida le
obligaron a incorporarse demasiado pronto al mundo laboral tal vez
desarrolle precozmente algunas capacidades, pero lo hará a costa de otras
que echará de menos a lo largo de su vida. Del mismo modo, cada una de
las etapas implica algunas crisis que hay que superar [1]. En más de un
curso para matrimonios, cuando he mencionado esta “necesidad de pasar
por cada una de las crisis”, algunos padres jóvenes me han preguntado
asustados si sus hijos, aún pequeños, tendrán que pasar todos por la temida
crisis de la adolescencia. Lo siento pero sí. Hablaremos más despacio en el
capítulo correspondiente pero podemos adelantar alguna idea.
Las crisis son momentos de cambio en que el modo precedente de
pensar, sentir, relacionarse y actuar ya no resulta adaptativo y se hace
necesario encontrar otros nuevos. Vemos aquí la tensión que acompaña
estos momentos: la manera de funcionar que hasta entonces había resultado
exitosa se muestra ahora desadaptativa, aparecen nuevas situaciones y retos
que requieren nuevos instrumentos, el entorno tiene expectativas distintas...
Pensemos en un chico que entra en la adolescencia: sus padres le piden que
asuma responsabilidades en su estudio y el cuidado de sus hermanos, la
escuela se vuelve más exigente, él mismo se ve distinto respecto a pocos
años antes, con nuevos intereses y ambiciones. Se ve obligado, por tanto, a
encontrar nuevos instrumentos.
Otro motivo de tensión es que durante el periodo de transición han de
coexistir características de una y otra etapa. El individuo ha de abandonar la
seguridad de lo ya vivido para adentrarse en una fase desconocida, lo que a
veces conlleva cierta resistencia al cambio; o bien se lanza en una “huida
hacia delante” precipitándose demasiado rápido en la etapa sucesiva.
En cada persona estas crisis tendrán una duración e intensidad variables,
serán más o menos conscientes o externamente visibles y se resolverán de
forma más o menos traumática. Pero en todo caso hay que resolverlas, es
decir, encontrar esos instrumentos nuevos más adaptativos para relacionarse
con sí mismo, con el mundo y con los demás. De lo contrario el individuo
quedará con déficits que le producirán dificultades en su vida a menos que
consiga compensarlos, lo que requerirá un esfuerzo extra a él mismo y a los
que le traten. Es algo parecido a lo que sucede en un edificio al que falla la
estructura por un error en el proceso de construcción: la mayor parte de las
veces no será necesario derruirlo, sino que bastará con emprender una
paciente labor para reforzar los cimientos, inyectar cemento y tal vez limitar
algunos usos que se pensaron al principio; con esto la construcción puede
quedar tan sólida como se pensó originalmente o incluso más... pero lo
cierto es que necesitará un plus de trabajo respecto a un edificio bien
construido desde el inicio. Este ejemplo, aunque me parece ilustrativo, tiene
también importantes limitaciones, porque la personalidad no es un bloque
rígido ni existe un paradigma concreto al que todos deban aspirar.
Son muchos los autores y corrientes psicológicas que han propuesto una
división del ciclo vital en fases o etapas. El resultado no es homogéneo,
entre otros motivos porque depende del enfoque de cada escuela y también
de la diferencia individual y cultural que encontramos en cada sociedad y
época. Debido a la perspectiva que nos interesa en estas páginas, vamos a
ofrecer una clasificación muy simplificada, con un rango de edad siempre
aproximado:
Infancia: de 0 a 11 años, es decir, entre el nacimiento y la pubertad.
Suele distinguirse una primera infancia, 0 a 6 años, y una segunda infancia,
entre los 6 y los 11; el límite entre una y otra viene dado por la aparición del
uso de razón, es decir, la capacidad de ser consciente y por tanto
responsable de los propios actos.
Adolescencia: de 12 a 18 años. Abarca desde la pubertad hasta el final de
la escolarización.
Juventud: de 19 a 30 años. Son los años de la emancipación del hogar
familiar, el inicio de la vida laboral y la formación de un hogar propio.
Adultez: de 30 a 65 años. Incluye la mayor parte de la vida laboral y
matrimonial.
Tercera edad: de 65 años en adelante, es decir, a partir de la edad de la
jubilación.
Cada una de estas etapas no ha de considerarse como una mera
preparación de la siguiente, sino que tiene sus características propias, sus
retos y unos objetivos a alcanzar que se irán sumando a los anteriores y
facilitarán la adquisición de los sucesivos. En palabras de Guardini, «en el
joven está incluida la infancia correcta o incorrectamente vivida; en la
persona mayor de edad, el impulso ascendente del joven; en la persona
madura, la plenitud de actividad y de experiencia del mayor de edad; en el
anciano, la herencia del conjunto de la vida. [...] Por otra parte, cada fase
constituye por sí misma una forma de vida peculiar, tiene su sentido propio
y no se la puede sustituir por ninguna otra» [2].
Hay muchos autores que hablan extensamente de las etapas de la vida o
incluso se centran específicamente en una de ellas. Mi objetivo es ofrecer
solo los aspectos que me parecen más directamente implicados en la labor
de formación. Conocer las características de cada una de estas fases es de
gran utilidad para la labor formativa: es distinto acompañar espiritualmente
a un chico de quince años que a una persona de setenta. Esta comprensión
integral de la persona, de sus recursos, retos, riesgos y vulnerabilidades
permitirá ayudarla a superar sus crisis y a compensar los eventuales déficits
que haya podido acumular.
Una última consideración. Entre los factores biológicos que influyen en
el ciclo vital, uno de los principales es el hecho de ser varón o mujer. El
género tiene importantes implicaciones a distintos niveles: entrada más
precoz en la adolescencia por parte de las niñas, roles y expectativas
sociales diversos (más o menos diversos según las culturas), modos de
pensar (en parte peculiares), la vivencia de la maternidad o la paternidad
(que es evidentemente muy distinta), etc. Se trata de otro tema muy extenso
que requeriría un estudio profundo y transversal, es decir, que abarcase cada
una de las etapas. Mi objetivo es más discreto y, cuando sea el caso, me
limitaré a destacar los rasgos específicos de cada sexo que más influyen en
cada una de las etapas, remitiendo nuevamente a la bibliografía a quien
quiera ampliar [3].
Antes de pasar a las etapas del ciclo vital querría exponer el pensamiento
de dos autores recientes cuyas obras son fundamentales en psicología
evolutiva. Tienen el mérito de ser compatibles entre sí (lo que no siempre
ocurre en psicología) y con la antropología cristiana. Ellos nos darán una
base teórica sobre la que construir la parte práctica que veremos en los
capítulos sucesivos.

2. LOS ESTADIOS PSICOSOCIALES

El psicoanalista estadounidense de origen alemán Erik Erikson (1902-


1994) desarrolló la llamada teoría psicosocial. Distinguió a lo largo de la
vida ocho etapas o estadios psicosociales (Tabla 6) [4], cada uno de los
cuales supone una crisis o conflicto. Al enfrentarse a él, el individuo
desarrolla una competencia evolutiva, que es el primer término de la díada
que da nombre a la crisis. La adquisición de esa competencia dispondrá a la
persona a enfrentarse a la siguiente etapa, le capacitará para resolverla
adecuadamente y le dará una sensación de dominio que Erikson llama
fuerza del ego, superponible en parte a lo que hoy llamamos autoestima.
Por otra parte, en cada etapa hay un radio de relaciones significativas,
que se va ampliando desde la figura materna (infancia) hasta la entera
especie humana (vejez). Finalmente, el progreso en cada etapa viene guiado
por una virtud o fuerza básica (también llamada cualidad del yo) a la que se
opone un vicio o patología básica que amenaza la resolución de la crisis a
la vez que sirve de motor, pues obliga a poner en ejercicio la fuerza básica.
Crisis Radio de relaciones Fuerza Patología
Edad Estadio
psicosociales significativas básica básica
0-18 Infancia Confianza vs. Figura materna Esperanza Retraimiento
meses desconfianza
1,5-3 Niñez Autonomía vs.
Figuras paternas Voluntad Compulsión
años temprana vergüenza y duda
3-5 Edad del
Iniciativa vs. culpa Familia básica Finalidad Inhibición
años juego
5-13 Industria vs.
Edad escolar Vecindario, escuela Competencia Inercia
años inferioridad
Identidad vs. Grupos de pares y grupos
13-21 Repudio del
Adolescencia confusión de externos; modelos de Fidelidad
años rol
identidad liderazgo
Compañeros de amistad,
21-40 Intimidad vs.
Juventud sexo, competición y Amor Exclusividad
años aislamiento
cooperación
40-60 Generatividad vs. Trabajo dividido y casa
Adultez Cuidado Rechazo
años estancamiento compartida
60 Integridad vs. “Especie humana”, “mi
Vejez Sabiduría Desdén
años-... desesperanza especie”
Tabla 6. Estadios y competencias evolutivas de Erik Erikson [5].

Estos estadios no forman compartimentos estancos en los que se va


avanzando linealmente, sino que las competencias van perfeccionándose
también en las sucesivas etapas. En palabras de Erikson, “‘después’ solo
debe significar una versión posterior de un ítem previo, no una pérdida de
este” [6].
Dejamos de momento en suspenso a Erikson porque estudiaremos cada
estadio y competencia dentro de la correspondiente etapa del ciclo vital.

3. LA TEORÍA DEL APEGO [7]

La mayor parte de estas escuelas psicológicas están de acuerdo en que la


personalidad del adulto hunde sus raíces en las primeras experiencias del
niño, incluso en algo tan precoz como la relación que el lactante instaura
con su madre. Una de las explicaciones que ha alcanzado mayor aceptación
–incluso ha sido ampliamente aplicada a la formación cristiana– ha sido la
teoría del apego del psicoanalista inglés John Bowlby (1907-1990) [8].
En síntesis, el apego es la vinculación afectiva que el niño establece con
su madre desde el nacimiento por medio de las interacciones entre ambos.
En sentido amplio el concepto se aplica también a las relaciones entre el
niño y su cuidador, y en menor medida a las que establecerá con otras
figuras significativas.
Es de experiencia que desde los primeros días de vida el bebé busca el
contacto con su madre, que le proporciona seguridad, protección y consuelo
especialmente en los momentos de amenaza. En consecuencia el niño se
esfuerza por mantener la proximidad con ella, que es su principal figura de
apego. Por otra parte, se resiste a la separación y, cuando esta se produce,
siente ansiedad (llamada precisamente ansiedad de separación) y sensación
de abandono ante lo que interpreta como una pérdida; cuando la madre
regresa, el niño vuelve a calmarse. Se sirve de la figura de apego como base
segura, un punto de referencia desde el cual explora el mundo físico y
social para luego tornar nuevamente a ella. Por último, se refugia en esa
figura en momentos de tristeza, temor o malestar, buscando apoyo y
bienestar emocional.
Lo que hemos expuesto sería una relación normal madre-hijo, que daría
lugar a un apego seguro en el niño. El bebé sabe –aunque se trate aún de un
conocimiento más instintivo que consciente– que la madre estará ahí
incondicionalmente y esto refuerza la comunicación y el cariño entre ellos.
A lo largo de la primera infancia, durante la cual se va construyendo el
aparato psíquico, se ponen los cimientos de un edificio que crece sólido,
porque el mundo parece fiable y coherente: el niño siente que no está solo,
que es valorado, que tiene un valor intrínseco. Se sabe amado y sostenido.
En ocasiones no puede establecer este vínculo con la madre biológica
debido a fallecimiento, familias rotas, etc., pero ese rol puede ser asumido
por una figura de apego sustitutiva que asume la función maternal. Puede
ser el padre, la abuela, un cuidador, etc.
¿Pero qué pasa si la madre no consigue cumplir con esta función? En ese
caso se forma un apego inseguro, cuyo origen estaría en una madre:
Ausente: es lo que ocurre con frecuencia en niños criados en orfanatos,
cuyos padres se han separado en sus primeros años; o bien cuando la madre
pasa mucho tiempo fuera de casa y el niño no ha conseguido establecer ese
lazo estrecho ni con ella ni con otra persona que asuma el papel de figura de
apego sustitutiva.
Angustiada: no es capaz de absorber la ansiedad del niño (de hacer de
esponja) porque ella misma se tensa al ver a su hijo nervioso, se lo
transmite, y ambos entran en un creciente estado de agitación.
Sobreprotectora: no deja que el niño se ponga nervioso y por tanto
tampoco le permite explorar lo desconocido, abrirse al mundo. En
consecuencia el niño no aprende a soportar frustraciones que le pueden
acarrear sufrimiento ni a manejar los estados de ansiedad. Como la vida se
encargará de proporcionarle esas situaciones, acabará desarrollando una
baja tolerancia a la frustración.
Incoherente: es el estilo más pernicioso. Ocurre cuando la madre
reacciona de forma muy distinta ante los mismos estímulos, como ocurre en
personalidades inestables o atrapadas en las drogas o el alcohol. Si el niño
se porta mal y la madre está serena, le dará un castigo proporcionado; si por
el contrario la madre está tensa o bebida, responderá de manera
descontrolada. En consecuencia, el mero hecho de escuchar que la madre se
acerca supondrá para el niño un motivo de tensión: con su escasa capacidad
de razonar no sabrá cómo presentarse, cómo hablar, si contar o no sus éxitos
y sus fracasos; con frecuencia se refugiará en el mutismo. El mundo es visto
como incoherente y nada fiable, poco influenciable por el propio
comportamiento.
Estas experiencias tempranas influyen en el desarrollo posterior. Si los
cimientos no han sido suficientemente sólidos, si se ha desarrollado un
apego inseguro, aparecerán dificultades en distintos ámbitos cuando el niño,
el adolescente y el adulto traten de explorar el mundo e interaccionar con
otras personas. En estos casos el sujeto seguirá buscando el contacto o la
proximidad con una base segura, ya sea la madre u otra figura de apego
sustitutiva, sin alcanzar nunca la necesaria autonomía. Es decir, buscará
apoyo emocional ante cualquier problema, ya que no será capaz de
gestionarlo solo; pero si encuentra alguien que se lo resuelva, aumentará la
dependencia. Tenderá a sufrir una exagerada ansiedad de separación; es el
caso, que se repite todos los años en los primeros días de colegio, del niño
que no consigue adaptarse a la ausencia de la madre, no deja de llorar, y
debe acudir un progenitor a recogerlo.
Una persona así desarrolla un bajo concepto de sí mismo, porque le han
enseñado que no es capaz de sobrevivir autónomamente. Presentará
dificultad para establecer relaciones paritarias con los demás, buscando la
dependencia (si se siente incapaz) o, por el contrario, el dominio. Esto
último ocurre cuando ha sido aplaudido en todo por su madre, que le ha
llevado a creer que es el mejor despreciando a los demás; desarrolla la
hipertrofia del yo propia de una personalidad narcisista. En ambos casos, al
salir del entorno familiar el niño será incapaz de establecer relaciones
normales y paritarias: tenderá a someterse o a imponerse, y siempre a
manipular a los demás. Volveremos a estos extremos en el apartado
dedicado a las patologías de la personalidad.
Como vemos, el estilo de apego adquirido en la infancia influye sobre la
personalidad del adulto. Ya en los años 1980 diversos autores trataron de
adaptar la teoría de Bowlby a las relaciones de pareja y a la actitud ante al
trabajo [9]. Basados en esos estudios, Kim Bartholomew y Leonard M.
Horowitz [10] distinguieron cuatro tipos de apego en el adulto, para lo cual
tomaron en cuenta dos variables: la imagen de uno mismo (que si es
negativa, conduce a establecer relaciones de dependencia) y la imagen de
los otros (que si es negativa, lleva a la evitación de la intimidad) (Figura 3).

Figura 3. Los estilos de apego en el adulto según Kim Bartholomew y Leonard M. Horowitz.

Seguro: tiene una visión positiva de sí mismo y de los demás. Se siente


cómodo tanto en situaciones de proximidad afectiva como de autonomía, y
consigue equilibrar ambas.
Preocupado: combina una imagen negativa de sí mismo con una imagen
positiva de los demás. Busca intimidad, aprobación y respuesta en sus
relaciones, volviéndose excesivamente dependiente. Puede presentar altos
niveles de expresividad emocional, preocupación e impulsividad.
Desapegado (dismissing): tiene una visión positiva de sí mismo pero un
mal concepto de los demás. Presenta un alto nivel de autonomía emocional,
mostrándose autosuficiente, invulnerable a los sentimientos y sin necesidad
de relaciones cercanas. Tiende a reprimir sus afectos y a distanciarse de los
demás.
Temeroso: la imagen de sí mismo y la de los demás son negativas. Tiene
sentimientos encontrados sobre las relaciones, ya que siente necesidad de
contacto con otras personas pero se nota incómodo con la intimidad
emocional por miedo a ser dañado. En consecuencia acaba rechazando las
relaciones estrechas o las vive con gran tensión. Tiende a reprimir su
afectividad.
Una persona de las tres últimas categorías afrontará con gran inquietud
decisiones en las cuales no tiene certeza de éxito, por ejemplo, la elección
de una carrera o un trabajo, el matrimonio o una vocación de entrega a
Dios. El apego inseguro tiene además repercusiones en la relación con Dios.
Será difícil encontrar la paz en el Señor a quien ha interiorizado, en lo más
profundo de su mente, que la figura de apego no satisface sus necesidades
de afecto y protección, sino que es alguien intransigente, controlador,
exigente, castigador, arbitrario e impermeable a las necesidades ajenas.
Esos mismos prejuicios se pueden proyectar también sobre la figura del
formador, que tendrá una posición privilegiada para sanar el apego, es
decir, para permitir que el sujeto experimente (no solo sepa porque se lo
han dicho, sino que viva) que es valioso, que se puede relacionar con los
demás –sus iguales, sus superiores y sus subordinados– de manera confiada,
que vale la pena emprender proyectos sin certeza de éxito, que puede
arriesgarse, que un error no equivale a un fracaso vital. En este proceso de
sanación le ayudará sentirse aceptado y querido de manera incondicional, a
la vez que se le animará delicada y respetuosamente a mejorar. Este
contexto le sostendrá cuando se atreva a explorar el mundo de manera
autónoma y evitará que se sienta bloqueado por el miedo al fracaso o
desanimado ante los inevitables reveses de la vida. Se trata de una función
clave en cualquier género de formación. Volveremos, por tanto, a ella en
dos momentos: al hablar de las patologías de la personalidad y en el
epílogo, en que propondremos algunas características de un estilo formativo
sano.
Terminamos esta parte más teórica repitiendo lo que dijimos al final de
primer capítulo: todos hemos tenido experiencias negativas en nuestros
primeros años y conservamos pequeñas carencias afectivas que tratamos de
compensar en nuestras relaciones; somos en definitiva un poco inseguros.
No hay que inquietarse, por tanto, si se advierten –en uno mismo o en los
demás– algunos de los rasgos que hemos descrito siempre que no
interfieran significativamente con las actividades y las relaciones y no se
pierda la esperanza de seguir mejorando durante toda la vida.
INFANCIA Y ADOLESCENCIA

1. EL NIÑO

a) Estadios evolutivos de la infancia

Como hemos visto, esta etapa abarca desde el nacimiento hasta la


pubertad y se suele dividir en primera y segunda infancia [1]. Debido a los
objetivos de este libro me detendré menos en esta etapa, pero me parece
importante hacer una mención, pues de lo contrario el recorrido por el ciclo
vital quedaría incompleto y sobre todo porque los logros y carencias de esta
etapa influirán en las sucesivas.
La primera infancia llega hasta los 6 años. El niño va desarrollando las
capacidades básicas motoras, lingüísticas, etc. A la vez, empieza a forjar su
carácter y a despuntar la conciencia moral. Es un periodo tan fundamental
que Erikson le asigna tres de los ocho estadios evolutivos [2].
El primero es la infancia (0-18 meses). Básicamente es superponible a
cuanto hemos desarrollado al exponer la teoría del apego, donde vimos que
la aceptación, seguridad, tolerancia a la frustración y satisfacción emocional
que el niño adquiere en las relaciones con padres y cuidadores se van
extendiendo a otros tipos de relaciones.
Como vemos en la Tabla 7 (que resume la Tabla 6 del capítulo anterior),
la principal relación significativa en esta etapa es, evidentemente, la figura
materna. La crisis que hay que superar estará enmarcada por la confianza
que pone en su madre frente a la desconfianza que surge cuando ella no
consigue satisfacer sus necesidades. La fuerza básica es la esperanza, el
“deseo expectante” de entrar en relación con el mundo [3], y la patología
opuesta es el retraimiento: no atreverse a explorarlo porque se lo considera
peligroso.
Radio de relaciones Fuerza Patología
Edad Estadio Crisis psicosociales
significativas básica básica
0-18 Confianza vs.
Infancia Figura materna Esperanza Retraimiento
meses desconfianza
1,5-3 Niñez Autonomía vs.
Figuras paternas Voluntad Compulsión
años temprana vergüenza y duda
3-5 Edad del
Iniciativa vs. culpa Familia básica Finalidad Inhibición
años juego
5-13 Edad Industria vs.
Vecindario, escuela Competencia Inercia
años escolar inferioridad
Tabla 7. Estadios y competencias evolutivas en la infancia según Erik Erikson [4].

A continuación viene la niñez temprana (1,5-3 años), en la que el radio


de relaciones significativas se amplía a ambas figuras paternas. Para
Erikson está ligada a dos factores: por un lado, el desarrollo cognitivo, que
da al niño suficiente autoconciencia; y por otro, el desarrollo muscular y la
capacidad de control de los esfínteres. Esta última da al niño una gran
autonomía: deja de depender de sus padres para el autocuidado; pero se
adquiere poco a poco, con avances y retrocesos que conllevan momentos de
vergüenza y duda. Aquí tenemos los dos elementos de la crisis.
El éxito en esta etapa ayuda al niño a sentir su cuerpo como
independiente, lo que le sirve para afianzar su yo, es decir, afirmar su propia
voluntad frente a la de los demás; esta es la fuerza básica de la etapa, que
pone las bases para el proceso de emancipación que se culminará mucho
más adelante. A veces el niño se afirma más bien en oposición a los demás,
lo que da lugar a episodios de negativismo y terquedad: la patología básica
es la compulsión.
El tercer estadio es la edad del juego (3-5 años), en la que el radio de
relaciones se amplía a toda la familia básica. En estos años se produce un
rápido crecimiento físico e intelectual y el niño se muestra más enérgico y
locuaz. Se despierta su curiosidad (es la etapa de las infinitas cadenas de
preguntas) y aparecen fantasías y juegos con connotaciones sexuales
(coincide con la famosa fase fálica de Freud, es decir, con el complejo de
Edipo).
Por otra parte, comienza a relacionarse con otros niños especialmente a
través del juego, en el que pone a prueba su imaginación, creatividad,
habilidades y capacidades. Su desarrollo motor le permite mayor iniciativa
en sus acciones, que es la competencia básica de esta etapa y el primer
elemento de la crisis que tendrá que superar; el segundo, como veremos a
continuación, es la culpa.
Se trata en definitiva de una fase en la que el niño hace numerosos
descubrimientos y desarrolla nuevas capacidades; la fuerza básica es la
finalidad. Por parte de los padres requiere apoyo, estímulo y orientación en
su exploración de la realidad, así como respuesta a sus interrogantes. Por el
contrario, la reprensión o la falta de soporte pueden llevar a la pérdida de
iniciativa (la patología básica es la inhibición) y a la aparición de miedo y
culpa, que junto con la iniciativa forma la díada que caracteriza la crisis
propia de este estadio.
La segunda infancia (5-13 años según Erikson) viene condicionada por
la adquisición del uso de razón, la conciencia de que es dueño y por tanto
responsable de sus actos. Se prolonga hasta la pubertad, por lo que su
término es muy variable: aproximadamente 10 años en las niñas y 13 en los
niños. El psicólogo americano hace coincidir esta fase con la edad escolar o
más concretamente con lo que hoy llamamos educación primaria [5].
El radio de relaciones significativas se amplía al vecindario y la escuela.
El niño muestra gran interés por conocer y por hacer. Pregunta, explora,
planifica e intenta llevar a cabo una gran variedad de actividades tanto por
sí mismo como involucrando a otros, lo que le obliga a poner en juego sus
habilidades y su tenacidad: la competencia básica que tiene que adquirir es
la industria. En función del resultado se sentirá capaz (la fuerza básica es la
competencia) y mejorará el concepto de sí o, por el contrario, al compararse
con sus iguales se frustrará y se sentirá inseguro e incapaz: el segundo
elemento de la crisis es la inferioridad, y la patología básica es la inercia.
Tanto en casa como sobre todo en el colegio son muy importantes el apoyo
y la estimulación para que vaya desarrollando sus capacidades a pesar de
los fracasos parciales que siempre encontrará en su camino.
b) Orientaciones para los formadores

Durante la infancia, los formadores –padres, profesores, etc.– tendrían


que apoyar el desarrollo de algunas características que cito a continuación,
sin pretensión de establecer un claro orden jerárquico.
En primer lugar mencionaría el buen concepto de sí (autoestima), que,
como hemos visto en capítulos anteriores, depende de que el niño se sienta
valorizado. Esto es compatible con corregirlos cuando sea necesario, como
veremos a continuación.
Es importante que desarrollen la fuerza de voluntad, que los llevará a
perseguir con tesón el bien arduo o lejano. El niño se mueve inicialmente
por lo inmediato, las ganas o los impulsos más primarios; busca sentirse
bien o dejar de sentirse mal ahora aun a costa de hacer cosas malas o de
dejar de hacer cosas buenas. Pero estos son objetivos muy básicos cuya
satisfacción no le harán sentirse realizado como persona. Ver que ha
conseguido con paciencia y esfuerzo completar un puzle, alzar una
construcción, etc., sí le hace exclamar: “he sido yo quien lo ha hecho, soy
capaz”.
La tolerancia a la frustración le llevará a no hundirse ante los pequeños
fracasos, sino a levantarse y volverlo a intentar. Es lo que algunos llaman
resiliencia, la capacidad de adaptarse positivamente a situaciones adversas
[6]. Esta característica requiere que el educador esté a su lado para
consolarle, animarle afectuosamente a recomenzar y retirarse a tiempo para
que sea el niño quien obtenga el logro, siempre proporcionado a sus
capacidades. Evidentemente para que el niño desarrolle tolerancia a la
frustración es necesario que haya frustraciones: si crece entre algodones,
quedará desprotegido frente a los inevitables reveses de la vida.
En una ocasión hablaba con un padre, empresario de prestigio, sobre la
educación, en mi opinión un poco blanda, que estaba dando a sus hijos.
Para mi sorpresa me contestó: “mira, yo he salido de la nada, he encontrado
muchas dificultades a lo largo de mi vida y a base de fuerza de voluntad he
conseguido llegar donde he llegado. Quiero ahorrar a mis hijos todos los
sufrimientos que he tenido”. Desde luego es elogiable su preocupación por
el bienestar de sus hijos, pero no era fácil hacerle ver la dificultad que estos
tendrían para adquirir la fuerza de voluntad de su padre sin pasar al menos
por algunos de los reveses que él había superado.
Otra característica para fomentar es el sentido de realidad. En la infancia
es normal una cierta dosis de pensamiento mágico, una cierta confusión
entre sueño, deseo y realidad incluso para la resolución de problemas. Entre
los dos y los tres años es además característica la aparición del llamado
amigo invisible. Siendo normal en esta fase, hay que respetarlo sin mostrar
extrañeza, conscientes de que el pensamiento mágico tiene una función
positiva al ayudarles a resolver miedos y conflictos y a desarrollar la
creatividad. Pero hay que fomentar que el niño se vaya anclando cada vez
más en la realidad y sobre todo evitar que se escude en ese mundo para
evadirse de la realidad ante las frustraciones y reveses.
Corresponde especialmente a los padres apoyar el desarrollo de la
conciencia moral. Hemos definido el uso de razón como la conciencia que
el niño tiene de sí mismo y de la responsabilidad de sus actos. En un primer
momento esa conciencia dependerá de las normas que haya vivido en casa;
en palabras de Erikson, que revelan su formación psicoanalítica, “en la
niñez las prohibiciones y prescripciones de los padres se internalizan para
transformarse en parte del superyó; es decir, una voz interna, superior-al-tú,
que nos hace ‘obedecer’; o un ideal del yo que nos hace tener en cuenta con
ansiedad y orgullo a nuestro yo superior y nos ayuda, más tarde, a encontrar
mentores y ‘grandes’ líderes y a confiar en ellos” [7].
Poco a poco el infante aprende a distinguir el bien del mal no ya en
función de lo que le han dicho sus padres, sino escuchando en su propio
interior. Adquiere autonomía de juicio que le permite desarrollar una
capacidad crítica tanto hacia fuera (comienza a cuestionar a sus padres)
como hacia dentro (la conciencia). Aparece el sentido del mal moral, por
eso es habitual establecer la edad de la primera confesión entre los ocho y
los diez años. Por otro lado, el niño va distinguiendo entre los preceptos
establecidos por las reglas de la casa, las normas de buena educación, el
funcionamiento de las cosas... y el pecado. En las confesiones de niños muy
pequeños es frecuente que se acusen sin distinguir de haberse peleado con
su hermano, tirado de la trenza a su hermana, dicho alguna mentira, roto un
juguete... y haberse metido el dedo en la nariz. Requieren que se les
explique con paciencia el juicio distinto que merecen estas acciones. Por
otra parte, hay que estar atentos a niños muy sensibles y con tendencias
obsesivas, pues pueden desarrollar escrúpulos si se es demasiado rigorista o
no se les enseña a manejar sus inseguridades.
A medida que van ampliando su radio de relaciones significativas se ha
de fomentar en ellos el altruismo, sobre el cual me remito a la extensión del
sentido del yo que mencionamos al estudiar a Allport. Permitirá superar el
característico egocentrismo infantil, distinto del egoísmo entendido desde el
punto de vista moral. Como se dijo en su momento, el niño se lanza
instintivamente por el trozo de tarta más grande, la mejor pieza de fruta, el
número de croquetas que le apetecen... independientemente de quiénes y
cuántos sean los otros comensales. Poco a poco, de manera en parte
espontánea y en parte inducida, aprende a mirar a su alrededor y a sacrificar
su propio gusto en beneficio de los demás. Aquí tiene una función clave la
familia, especialmente cuando hay varios hermanos; es sin duda el ambiente
más propicio para que el niño renuncie a su propio gusto en bien del otro...
que es parte de su yo. Se ponen así las bases para una rica vida social y
religiosa y para ir forjando una adecuada jerarquía de valores.
Querría detenerme en un último aspecto de esta etapa. Desde el punto de
vista cognitivo el cerebro del niño es aún muy inmaduro, por lo que el
pensamiento será eminentemente concreto. En efecto, no se le enseña a
sumar diciéndole “dos más dos son cuatro”, sino “tengo dos manzanas y me
dan dos manzanas, luego tendré cuatro manzanas”. Esto hay que tenerlo en
cuenta también a la hora de hablar de Dios tanto en casa como en la
catequesis, por ejemplo, en vistas de la Primera Comunión: de alguna
manera hay que materializar a Dios para hacerlo entender (ya veremos que
en la adolescencia se realizará con naturalidad el proceso inverso). Es lo
que se suele hacer de manera intuitiva cuando se enseña a rezar a un niño:
se le anima a dirigirse a Jesús presente en el Sagrario hablándole de tú a Tú,
a dirigirse a Dios como hablaría con su padre si estuviese presente, etc.
Hago aquí un inciso que me parece oportuno. Un niño que ha recibido
una educación adecuada (evidentemente no perfecta) en una familia estable
tendrá interiorizada una figura paterna amable y positiva y aplicará casi
espontáneamente esta visión a su relación con Dios. Desgraciadamente cada
vez nos encontramos con más frecuencia chicos que no han tenido esta
suerte por haber crecido en hogares rotos o con padres negligentes. Aunque
por la edad del protagonista sería más apropiado poner este sucedido en el
próximo epígrafe, ilustraré esta idea con la primera vez que me encontré de
bruces ante esta dura realidad. Un chico en plena adolescencia me buscó
porque quería recomenzar su vida cristiana. Hablamos de oración, de
sacramentos, de virtudes... y concluí diciéndole que tenía que tratar a Dios
con la confianza con que trataba a su padre. Ahí me cortó en seco: “mire,
como tenga que tratar a Dios como a mi padre me hago ateo, porque mi
padre es un sinvergüenza” (en realidad no utilizó exactamente esta última
palabra, sino otra más contundente). Resulta que cuando el chico tenía
pocos años el padre había dejado a su madre y sus hermanos –todos
pequeños– y se había ido con su secretaria. No solo cortó todo trato con su
familia, sino que a pesar de tener una situación económica holgada se
resistía a colaborar en el mantenimiento de sus hijos, lo que obligó a todos –
especialmente a su madre– a grandes sacrificios.
“A ver cómo salgo de esta”, me dije. Pienso que el Espíritu Santo corrió
en mi ayuda, porque le respondí que de acuerdo, no había vivido la figura
de un padre adecuado; pero sí sabía cómo debería haberse portado, es más,
conocía a los padres de muchos amigos suyos que sí prestaban a sus hijos
esa atención. “Pues bien –concluí–, Dios es mejor que el mejor de los
padres”. Eso sí lo entendió y le sirvió para inaugurar su nueva relación con
Dios “como con el padre que le gustaría haber tenido”.
Aprovecho para recordar que uno no es esclavo de sus genes, su
temperamento ni su biografía. En palabras del Papa Francisco dirigidas a
los jóvenes, «quizá la experiencia de paternidad que has tenido no sea la
mejor, tu padre de la tierra quizá fue lejano y ausente o, por el contrario,
dominante y absorbente. O sencillamente no fue el padre que necesitabas.
No lo sé. Pero lo que puedo decirte con seguridad es que puedes arrojarte
seguro en los brazos de tu Padre divino, de ese Dios que te dio la vida y que
te la da a cada momento. Él te sostendrá con firmeza, y al mismo tiempo
sentirás que Él respeta hasta el fondo tu libertad» [8].

2. EL ADOLESCENTE
a) El eterno conflicto generacional

“Esta juventud está podrida en lo más profundo del corazón. Los jóvenes
son malos y perezosos, nunca serán como los jóvenes de antes; los de hoy
no serán capaces de mantener nuestra cultura” (incisión en un vaso de
arcilla de la antigua Babilonia, año 3000 a.C.).
“Nuestro mundo ha llegado a una etapa crítica, los niños ya no escuchan
a sus padres: el fin del mundo no puede estar lejos” (sacerdote del antiguo
Egipto, año 2000 a.C.).
“Ya no hay esperanza para el futuro de nuestro país si los jóvenes de hoy
toman el poder mañana, porque esta juventud es insoportable, sin ningún
límite, es terrible” (Hesíodo, año 720 a.C.).
“Nuestra juventud ama el lujo, es maleducada, se burla de la autoridad y
no tiene el mínimo respeto por los ancianos. Los niños de hoy son unos
tiranos; no se levantan cuando un viejo entra en una habitación, responden
mal a sus padres. En una palabra: son malos” (Sócrates, año 470 a.C.).
Son frases que circulan por la web y cuya historicidad es más que dudosa
(no he encontrado la fuente de ninguna de ellas). Con todo, me ha parecido
interesante copiarlas porque reflejan una realidad: en todas las épocas y
culturas se ha criticado de manera inmisericorde a la juventud del momento,
habitualmente con una sentencia final de tipo “menos mal que yo no era
así”. No pasa nada, por tanto, si se nos escapa en alguna ocasión una
expresión semejante. Es un signo normal de vejez.
Muchos se preguntan si el adolescente de hoy día es similar a los de
generaciones anteriores o tiene características peculiares. Me atrevería a
responder que básicamente el adolescente del siglo XXI es como el de otras
épocas con algunas diferencias cuantitativas: puede ser algo más o menos
solidario, tolerante, autónomo, constante, recio, sacrificado, altruista,
inseguro, resiliente... Pero creo que hay algunas diferencias cualitativas que
merece la pena reseñar.
Se trata de una generación altamente capacitada. El nivel de
escolarización en las sociedades occidentales es cercano al cien por cien, la
mayor parte de los adolescentes tiene acceso a la educación secundaria y los
jóvenes tienen grandes facilidades para acceder a la universidad. No es
infrecuente que tengan una formación académica superior a la de sus
padres. En consecuencia razonan más las cosas, quieren hacerlas suyas, son
ambiciosos y quieren sentirse libres, autónomos y dueños de su futuro. La
otra cara de la moneda es que hay muchas expectativas puestas en ellos –no
solo externas, sino también interiorizadas– y se pueden sentir desde
pequeños muy presionados para alcanzar el éxito a nivel social y
profesional.
Una consecuencia de lo anterior es la crisis de autoridad. A finales de
los años ’60 del siglo pasado unos jóvenes popularizaron el lema “prohibido
prohibir”. En su momento era una minoría algo marginal pero el eslogan ha
sido ya asumido como propio por varias generaciones. El argumento de
autoridad (“porque yo te lo digo”, “porque siempre se ha hecho así”) ya no
es válido, las normas se ven por defecto como algo arbitrario que hay que
buscar cómo saltarse (véase Harry Potter), se piden explicaciones a
cualquier decisión... No es falta de confianza, es una forma mentis distinta.
Pero el rechazo de la autoridad tiene un precio: no hay una guía clara y el
adolescente puede sentirse a la deriva en el mar de las decisiones: no sabe
qué hacer con su libertad e incluso tiene dificultad para construir su propia
identidad.
Por otra parte, hay una gran movilidad que dificulta el establecimiento de
relaciones estables y el arraigo en un barrio, una escuela, una ciudad y un
país. Es un factor que unido a otros muchos facilita el individualismo. En
parte se compensa con la facilidad para las relaciones online pero desde un
punto de vista psicológico no pueden sustituir a una relación presencial.
Una cuarta característica es la inmediatez. El mundo de los digital
natives (nacidos en la era digital) fomenta lo instantáneo. Hasta hace un par
de décadas con frecuencia uno se enteraba de los resultados deportivos al
comprar el periódico a la mañana siguiente. Hoy esto es inconcebible: se
busca en internet y en décimas de segundos se llega a toda la información.
Pero esto se consigue a costa de no saber esperar. Ya hemos hablado de esto
unos capítulos atrás, al mencionar la dinámica de la gratificación diferida.
Los jóvenes de hoy son un claro exponente de la civilización de la
imagen. Se han criado en la era audiovisual y han convivido con las
tecnologías de la comunicación y la información desde su más tierna
infancia. Esto tiene consecuencias en el modo de pensar, de aprender, de
prestar atención, de relacionarse, etc. [9]. Por poner un ejemplo del ámbito
educativo, la típica lección magistral de un profesor que habla desde el
estrado les resulta con frecuencia insufrible y se distraen a los pocos
minutos. Necesitan que las clases sean dinámicas, interactivas, apoyadas
por videos, PowerPoint o Prezi, etc. Esto supone todo un reto para los
profesores, que no solo tienen que estar preparados en sus materias, sino
dotarse de instrumentos pedagógicos no siempre al alcance de sus
posibilidades.
La última característica, consecuencia de la anterior, es el multitasking,
que no es exclusivo de ellos pero sí, por así decirlo, congénito. Yo mismo
mientras escribo estas líneas tengo abiertos en el ordenador cuatro
programas en los que tengo material que he recopilado y cuando necesito
algún otro dato busco en la web; con frecuencia no me resisto a la tentación
de acceder a noticias que no tienen que ver con este trabajo y de vez en
cuando compruebo si me ha llegado algún mensaje. No soy ya un
adolescente pero entiendo que a la generación Z (nacidos entre 1994 y
2010) le sea difícil focalizarse en una sola tarea cuando se han criado en
este ambiente.
Se podría objetar que estas características son meramente cuantitativas,
pero creo que no es así. La mente, la afectividad y el comportamiento del
adolescente se han forjado con un nuevo sistema operativo que exige de los
educadores un estilo distinto de aquel en el que ellos mismos fueron
formados, lo que con frecuencia no es fácil y favorece los conflictos
generacionales. Como la dificultad de interacción entre iOS y Android.

b) Delimitación de la etapa
La adolescencia se inicia con la pubertad, esa explosión de hormonas
sexuales que inicia alrededor de los 10 años en las niñas y los 13 en niños,
con un rango de variabilidad muy amplio. Si tuviese que resumir en una
palabra el drama en la adolescencia, creo que elegiría desequilibrio, y es
que la maduración que hasta entonces ha tenido lugar de manera más o
menos armónica asume ahora velocidades distintas a varios niveles:
Fisiológico: un par de años después de la pubertad ya pueden ser padres.
Corporal: prácticamente “estrenan” un nuevo cuerpo en el que apenas se
reconocen.
Psíquico: no están preparados para asumir responsabilidades
importantes, ni siquiera de cuidarse de sí mismos.
Social: su rol está aún supeditado a la familia y tardarán muchos años en
tener los recursos económicos suficientes para dejar la casa de sus padres y
fundar su propio hogar.
Este desequilibrio conlleva inseguridad, miedo y tensiones consigo
mismos y con los demás. La pregunta que implícitamente se repiten es:
¿quién soy? No se consideran ya niños y les molesta que les traten como
tales o les den tareas demasiado simples. Pero saben que aún no son
adultos; las responsabilidades serias les atraen y les dan miedo casi en la
misma proporción. Saben que aún no están preparados para decidir sobre su
vida y tienen miedo al fracaso. A veces, como reacción a esa inseguridad,
pueden caer en la impulsividad, es decir, resolver sus dudas actuando sin
pensar.
El final de la adolescencia es variable: suele ponerse en los 19 años, que
coincide aproximadamente con el final de la educación secundaria y el
inicio de la universidad o la incorporación al mundo laboral. Para entonces
ya han alcanzado la configuración física de adultos, un cierto equilibrio
emocional y comenzarán a ganarse la autonomía económica. Otros autores
hablan de los eternos adolescentes, los rebeldes sin causa en quienes este
periodo se prolonga hasta los treinta, los cuarenta años...
Erikson [10] dice que lo que define esta etapa es la lucha por la
identidad, que es el primer término de la crisis que la caracteriza; el otro
elemento de la díada es la confusión de identidad (Tabla 8). En una obra
anterior había definido la identidad del yo como la suma de dos factores:
conciencia de igualdad interna o para sí mismo (inner sameness) y
continuidad del propio significado para los demás [11]. El adolescente tiene
que discriminar en lo que ha sido hasta ahora –un niño– para aceptar
algunas características y repudiar otras. Pero en ese despojo tiene que
reconocerse en continuidad con lo que ha sido hasta entonces –“sigo siendo
yo aunque haya cambiado”– y, además, necesita que los otros le sigan
también reconociendo.
Radio de relaciones Fuerza Patología
Edad Estadio Crisis psicosociales
significativas básica básica
Identidad vs.
13-21 Grupos de pares y grupos Repudio
Adolescencia confusión de Fidelidad
años externos; modelos de liderazgo del rol
identidad
Tabla 8. Estadios y competencias evolutivas en la adolescencia según Erik Erikson [12].

Las relaciones significativas salen del ámbito familiar para situarse en los
grupos de pares, grupos externos y modelos de liderazgo. Hay una
transferencia de confianza desde los padres a unos líderes o mentores, en
los que se acepta un estilo de vida, ideología o militancia en grupos,
instituciones, corrientes de pensamiento, etc. Este nuevo ámbito determina
que la fuerza básica sea la fidelidad a esos nuevos líderes. La patología
básica sería el repudio del rol, que consiste en rechazar aquello que no se
puede integrar en la propia identidad; puede aparecer como falta de
confianza o como una oposición obstinada sistemática, una especie de
“identidad negativa” que está en la base de la rebeldía adolescente.
Con todo, el repudio del rol es también necesario para la formación de
una identidad adulta. A pesar de que el nombre sugiera lo contrario, la
patología o vicio básico –aquí y en el resto de los estadios evolutivos– no es
una especie de “enfermedad” o “freno” para la madurez, sino un impulso
que ayuda a alcanzarla aunque sea partiendo de la negación. Del mismo
modo, algo de rebeldía es también necesaria para que el adolescente sea “él
mismo” y rompa con los estereotipos y con lo que otros le dicen que debe
ser.
Arminda Aberastury y Mauricio Knobel sintetizan la ruptura del
adolescente con lo que ha sido hasta entonces en tres duelos básicos: el
duelo por el cuerpo infantil, el duelo por el rol y la identidad infantil, y el
duelo por los padres de la infancia [13].

c) Construyendo la identidad

En su camino hacia la madurez el adolescente cuenta con nuevas


herramientas que van apareciendo de forma progresiva.
El pensamiento concreto infantil deja paso al pensamiento abstracto, que
le permite una mayor introspección (reflexión crítica sobre sí mismo), le
abre a la búsqueda de la verdad, el sentido de la vida y los ideales, etc.
Se abre así paso la capacidad de razonar. Se plantea el porqué de las
cosas (no vale el “porque me lo han dicho” o “porque siempre ha sido así”).
El proceso es mucho más costoso pero el resultado es excelente: esos
porqués se interiorizan y pasan a formar parte del bagaje de valores propios.
Pero antes hay que pagar un precio: son muy críticos, detectan
incongruencias en los razonamientos o en los modos de vida, hay que darles
razones convincentes, etc.
El egocentrismo de los primeros años va dejando paso a una auténtica
preocupación por los demás y un idealismo a veces ingenuo. Estos
extremos coexisten durante varios años, llevando a comportamientos
paradójicos: el adolescente es capaz de quedarse sin comer porque ha dado
su almuerzo a un pobre por la calle... y al día siguiente se reserva las
monedas con que va a comprar unas golosinas al pasar por delante de una
madre que le pide limosna para dar de comer a su bebé.
Desde el punto de vista emocional se caracteriza por una alta reactividad
afectiva, evidente en sus frecuentes altibajos emocionales, irritabilidad,
bajones, dificultad para controlar su impulsividad, etc.
Ha de aprender a controlar sus reacciones, a cumplir sus tareas sin ganas
o cuando no acompañan las ganas o el estado de ánimo. En definitiva, a
alcanzar la seguridad emotiva frente a los impulsos segmentarios que
constituía el tercer criterio de madurez en Allport.
Para él solo existe el ahora: las recompensas diferidas, planes a largo
plazo, metas a años vista, etc., le pueden parecer poco atractivas. Hay que
ayudarle a proyectarse en el futuro y a ver que depende de su
comportamiento de hoy. Y también a relativizar las esperas: repetir un
curso, aparte de la decepción académica, es visto por muchos como tener
que esperar un año más para trabajar, ganar dinero, emanciparse, casarse... y
una lacra que los acompañará toda la vida. Les sorprende saber que
probablemente nadie pierda el tiempo haciendo cuentas al recibir su
currículum para calcular el número de años que tardó en terminar los
estudios.
En esta etapa tiene lugar la irrupción de la sexualidad, que debe ser
integrada –en sus dimensiones afectiva y de placer físico– con el amor y el
don de sí que esta facultad está llamada a expresar. Esto supone un reto
especialmente importante en nuestra sociedad, donde el acceso al sexo
explícito es muy precoz (con frecuencia antes de la pubertad) debido, entre
otros muchos factores, a la difusión de la pornografía en internet.
Dedicaremos a este tema todo un bloque de capítulos cuando estudiemos la
virtud cristiana de la castidad.
Hemos hablado de la inseguridad como una de las características del
adolescente. Le falta experiencia y se resiste a recibirla, de modo que cada
decisión es en cierto modo un salto al vacío. Pero necesita probarse a sí
mismo, explorar límites, y es normal que en ocasiones los rompa. Es
conocido el carácter pedagógico del castigo y la reparación, pero querría
subrayar la necesidad de ser coherentes al establecerlos: tienen que ser
proporcionados y estables, admitiendo también cierta flexibilidad. Una
educación demasiado rígida disuade la exploración y fomenta jóvenes
timoratos o insinceros. Volveremos sobre este tema en el epílogo, cuando
abordemos los estilos educativos.
Sienten una gran atracción por la coherencia de vida. Este es uno de los
puntos fuertes donde apoyarse para ayudarles a crecer. A medida que vayan
teniendo claro su esquema de comprensibilidad se les podrá señalar con
delicadeza las incongruencias, si es posible de manera que sean ellos
mismos quienes lleguen a la conclusión. Hay que saber orientar su sentido
crítico también hacia su grupo, sus “líderes y mentores”, el ambiente
dominante, animándoles a que vivan de acuerdo con lo que quieren ser
aunque les suponga nadar contracorriente.
Mientras tanto habrá que tener paciencia al constatar que estamos
recorriendo un largo camino que no siempre es lineal; un chico me dijo en
una ocasión: “no querrás que sea siempre coherente con lo que pienso,
¿no?”. Un modo de fomentar esa coherencia es que todos en casa –también
los padres y los hermanos mayores– asuman la responsabilidad de sus
acciones: quien rompe, paga y quien se equivoca, pide perdón. Se le podrá
ayudar a arreglar sus estropicios con ideas o incluso facilitando algún medio
(“lo arreglaremos entre los dos”) pero el chico tendrá que gastar tiempo y
dinero en reparar las consecuencias de sus acciones.
Muy en relación con lo anterior, buscan de la autonomía, la autenticidad
y la libertad interior. Detectan lo artificial, lo fingido y lo impuesto, que les
genera un rechazo instintivo. Sin abandonarles, hay que “soltar carrete”,
dejarles que actúen de acuerdo con lo que quieren aunque suponga dejarles
que se equivoquen; y estar ahí para cuando caigan y necesiten una mano
que les ayude a levantarse sin reproches. Cuánto daño puede hacer en ese
momento decirles “ya te lo dije” en vez de “no te preocupes, lo
arreglaremos entre los dos”. A la vez que se les facilita esa autonomía
(horarios, cierta independencia económica, etc.) se les puede plantear qué
quieren hacer con esa libertad; la respuesta a esta pregunta les señalará
dónde está la autenticidad que están buscando. Será una buena forma de
fomentar su sentido de identidad y por tanto su seguridad en sí mismos.
Una forma de desarrollar la propia identidad es afirmarla contra o en
oposición a los demás. Ya vimos este mecanismo en la niñez temprana, pero
en la adolescencia se hace más evidente hasta alcanzar cotas exasperantes.
Veamos un ejemplo típico. Me comentaban unos padres que su hijo
adolescente les había dicho el sábado por la tarde que al día siguiente quería
ir a Misa con ellos. Una victoria después de meses de duras negociaciones,
y además lo decía de manera espontánea e inesperada. A la mañana
siguiente, al acercarse la hora y decirle que se diera prisa si quería ir con
ellos, el chico propició el siguiente diálogo:
–Ya me estáis forzando, ahora no voy.
–Pero si ayer nos dijiste que querías venir...
–Ah, es verdad, esperadme que me cambio y salgo con vosotros.
–Bien, pero cámbiate rápido o llegaremos tarde.
–¿Lo veis? Otra vez intentando obligarme, me quedo en casa.
Los adolescentes, en efecto, necesitan distanciarse de sus padres para ser
ellos mismos, aunque esto les suponga separarse de lo que querrían hacer.
¿Que esto es un lío? Bienvenido a la mente del adolescente confuso sobre
su propia identidad. Por el contrario tienen menos reparo para identificarse
con el grupo de amigos, el cantante o deportista de moda, etc., sobre todo si
además de la apariencia externa aportan un plus de rebeldía. Les es, por
tanto, de gran utilidad tener modelos positivos que sean a la vez atractivos
(ni aburridos ni mojigatos) y lugares sanos donde pasar el tiempo libre con
personas de su edad: campamentos, boy scouts, asociaciones juveniles,
grupos parroquiales, movimientos, etc.
Pero hay también formas para integrarlos en la vida familiar (y por
extensión, en la escuela y en los distintos grupos a que pertenecen). Un
modo de hacerlos es contar con ellos: informarles de las decisiones que hay
que tomar, preguntarles su opinión y, en la medida de lo posible, tenerla en
cuenta antes de adoptar una resolución. Otro modo es darles
responsabilidades en la casa: aspectos que dependen de ellos en los que –
salvo que lo pidan– nadie les suplirá. De esta forma el adolescente siente
que está entrando en el mundo de los adultos, se siente escuchado,
integrado, valorado. Al ver que confían en él, que es tomado en serio,
aumentará también su confianza en los adultos.
Por eso mismo hay que respetar su intimidad. La vigilancia policial no
sirve: interrogatorios, registros, triangulaciones, etc., pueden servir a corto
plazo para confirmar o desmentir lo que dice el chico, pero a medio plazo
hacen que se sienta traicionado. Y se tarda mucho en recuperar la confianza
frustrada de un adolescente.
Para que desarrollen su identidad han de ganar en conocimiento propio:
descubrir qué hay detrás de sus aspiraciones, sus reacciones, sus estados de
ánimo, sus rebeldías, sus comparaciones. Unos padres que se han hecho
acreedores de confianza sabrán sugerir estas preguntas en el momento
oportuno y del modo más pertinente, por ejemplo, “haciendo de espejo”:
describiendo las situaciones de modo objetivo, sin juzgar ni interpretar. De
este modo se facilita que el propio chico razone y llegue a sus
conclusiones... que sin duda no coincidirán al cien por cien con las de los
progenitores.
Una última característica de esta etapa es que la vida religiosa es más
personal. Al actuar porque quiere su trato con Dios se hace más maduro,
hondo y constante. Las oraciones vocales o la asistencia a Misa se le
pueden hacer gravosas al chocar con su tendencia a la espontaneidad. Sirve
de poco imponerlas pero se les pueden hacer atractivas: ir toda la familia a
tomar un refresco a la salida de la iglesia puede sonar a refuerzo pavloviano
pero no deja de ser un agradable estímulo para indecisos. En muchos casos
les resultará aún más atractivo tomar ese refresco con los amigos que hayan
asistido, lo que puede hacer más oportuno que vaya solo a la iglesia
(fiándose de su palabra cuando dice que ha ido) o ajustar el horario de toda
la familia.
Pero el estímulo más convincente es el testimonio de vida cristiana
coherente y alegre de los padres y educadores. Me comentaba un chico que
en uno de sus escasos momentos de docilidad fue cabizbajo a su madre a
decirle que no sabía cómo conseguía ser tan paciente con él; ella le
respondió: “hijo mío, tú eres el motivo por el que voy a Misa todos los días,
de lo contrario hace mucho que hubiese perdido la paciencia”.
Con el paso de los años las aguas se van calmando, el chico va ganando
en confianza y puede comenzar a hacerse preguntas sobre el futuro cada vez
más inmediato: qué quiere estudiar y dónde, la orientación profesional, los
valores que querrá seguir en su vida, la práctica religiosa, etc. En palabras
de Guardini, la adolescencia es «la época en la que ese sentimiento tan
fuerte de lo incondicionado proporciona el valor necesario para tomar
resoluciones que decidirán sobre toda la vida de la persona. Entre ellas se
cuenta, por ejemplo, la elección de la profesión. Esta elección constituye
con frecuencia toda una audacia, puesto que con ella se da un paso que
determinará todo el futuro en una época en la que todavía falta la mirada
sobria a la realidad, tanto a la de las propias capacidades como a la de las
cosas que nos rodean. Ese paso es especialmente difícil cuando las
circunstancias exteriores se oponen a la elección tomada, o cuando lo
variado de los talentos y aptitudes dificulta la decisión interna. Pero, por
otra parte, con frecuencia es precisamente la falta de conocimiento realista
del mundo lo que permite tener la osadía a que nos referíamos. Esa osadía
puede incluso llegar a ser heroica cuando la decisión recae sobre algo
extraordinario. En esta fase de su vida el joven puede empeñarse en
proyectos que más tarde nunca se atrevería a emprender» [14]. Para
muchos, en efecto, la adolescencia supone el descubrimiento de una
vocación de entrega a Dios.
Termino recordando que una de las características del ciclo vital es que
las fases y crisis son necesarias: hay que pasar por la temida rebeldía
adolescente. Siento asustar a los padres que conservan la esperanza de que
su hijo podría ahorrarse (y ahorrarles) esta crisis, con frecuencia dolorosa
para todos. Pero es mejor que la pasen cuando están ellos para sostenerlos.
Por desgracia no es infrecuente encontrarse adultos jóvenes que han
seguido siento niños buenos en la adolescencia y entran en crisis con diez o
más años de retraso, cuando su entorno es menos comprensivo y las
consecuencias de su rebeldía más irreversibles.
Si la madurez psicológica es un equilibrio entre cabeza y corazón (razón,
voluntad y afectividad), el adolescente tiene aún mucho camino por delante
para alcanzar esa armonía. La formación buscará explicarle motivos por los
que conviene que haga las cosas, de modo que cada vez más las haga
porque quiere. A la vez, se intentará educar el gusto para que le atraiga lo
bueno y fortalecer su voluntad para que lo persiga a pesar de las dificultades
externas e internas. Esto no quiere decir cancelar la autoridad, sino ser
conscientes de que funcionar por obligación no hace virtud ni asegura que,
cuando abandonen el hogar paterno, seguirán comportándose de acuerdo
con el deseo de los padres.
LA EDAD ADULTA

1. EL ADULTO JOVEN

a) Delimitación de la etapa

Pasado el tsunami de la adolescencia pasamos a la edad adulta, que


dividiremos en dos etapas: el adulto joven y la plenitud de la edad.
Dejaremos la tercera edad para un capítulo específico.
Podemos delimitar la fase de adulto joven entre el final de la
adolescencia (19 años, que suelen marcar la incorporación al mundo laboral
o la entrada en la universidad) y los 40 años, en que el individuo
habitualmente se encuentra situado en la vida desde el punto de vista
afectivo (matrimonio), laboral (carrera profesional), social, espiritual, etc.
Se trata de una fase en que se toman decisiones importantes, con frecuencia
irreversibles o que comprometen el futuro.
Erikson sitúa aquí su quinto estadio psicosocial (Tabla 9) [1]. La crisis
propia de esta edad no es tanto interior, como en los estadios anteriores,
sino referida a las relaciones: el individuo se encuentra ante la posibilidad
de establecer vínculos que suponen un compromiso y le proporcionarán
seguridad, compañía y confianza. El radio de relaciones significativas se
sigue ampliando hasta abarcar compañeros de amistad, sexo, competición y
cooperación. Para alcanzarlo debe adquirir la competencia evolutiva de
intimidad, pero es consciente de que le hará perder autonomía: la patología
básica que le amenaza es el aislamiento.
Crisis Fuerza Patología
Edad Estadio Radio de relaciones significativas
psicosociales básica básica
21-40 Intimidad vs. Compañeros de amistad, sexo,
Juventud Amor Exclusividad
años aislamiento competición y cooperación
Tabla 9. Estadios y competencias evolutivas del adulto joven según Erikson [2].

Si ha superado adecuadamente los anteriores estadios, el sujeto estará en


condiciones de instaurar estas relaciones, ya que habrá consolidado su
identidad y por tanto no tendrá miedo a perderse a sí mismo en el trato con
los demás: ya no necesita demostrarse su propia valía ni oponerse a los
demás para afianzar su yo. Está en condiciones de dar amor, que es la
fuerza básica de esta etapa. Una exageración de esta apertura sería lo que el
propio Erikson llama promiscuidad, consistente en una excesiva facilidad
para establecer relaciones de intimidad a costa de la suficiente profundidad.
No limita el término a las relaciones de pareja (ni mucho menos a los
contactos sexuales), sino que lo aplica también a los amigos, compañeros y
vecinos. En el otro extremo, el rechazo a la intimidad llevaría a la soledad y
el aislamiento, que pueden predisponer a la patología depresiva.
La patología básica de esta etapa es la exclusividad, que llevaría a
quedarse en una sola relación cerrándose a todas las demás. Nuevamente
algo de esta “patología” es necesaria, pues de otra forma no se puede llegar
al matrimonio. Pero estudiemos esta etapa por orden cronológico.

b) La incorporación al mundo laboral

Uno de los eventos que caracterizan esta etapa es la emancipación del


hogar paterno. No se trata tanto de marcharse físicamente de casa; de hecho
no es infrecuente en algunas culturas que el hijo permanezca en el hogar
paterno hasta el momento del matrimonio. Hablamos más bien de una
emancipación de hecho respecto a las normas, horarios, recursos
económicos, etc., compatible con permanecer en la casa paterna durante los
estudios universitarios o los primeros años de actividad laboral.
La incorporación al mundo del trabajo permite una verdadera autonomía
económica: basta de pedir dinero a los padres y de justificar los gastos.
Muchos recordamos décadas después nuestra primera nómina e incluso las
primeras compras que hicimos con nuestro primer dinero.
En sus primeras fases el trabajo puede resultar muy gratificante. La cuna
de aprendizaje es exponencial: el adulto joven tiene tan poco conocimiento
y experiencia que todo es nuevo, lo que hace que acuda al trabajo con gran
ilusión: mi primer caso, mi primer cliente, mi primer paciente... Con los
años se irán repitiendo las tareas y acabará entrando la monotonía.
El umbral de cansancio es alto y la resistencia física es buena, por lo que
pueden dedicar muchas horas al trabajo físico o intelectual, restar tiempo al
sueño, etc., sin comprometer la salud. Además tiene buena capacidad de
recuperación, que es el complemento ideal para la característica anterior.
Después de una dura semana de trabajo basta un fin de semana de reposo –o
incluso un día o unas horas– para recuperar fuerzas y volver con ganas el
lunes.
Como mientras no funde una familia propia no tiene compromisos
estables, el sujeto cuenta con más tiempo para completar su formación
profesional o hacer horas extra. Es candidato ideal para una cierta
explotación laboral a la que no raramente accede gustoso porque le permite
avanzar en el escalafón y acumular recursos económicos para ir preparando
el futuro.
Suele tener pocas responsabilidades en el trabajo: habitualmente la
asunción de tareas complicadas es gradual y en los primeros compases
cuenta con una persona que supervisa. Esto compensa en parte la tensión
ante la novedad y permite que vaya ganando progresivamente en seguridad.
Todo esto viene endulzado por una gratificación inmediata: además del
incentivo económico está el reconocimiento por parte de superiores y
compañeros, los ascensos y promociones, la posibilidad de conocer nuevos
ambientes, etc. Quedan muy lejos las inseguridades del adolescente.
Se han expuesto aquí unas condiciones idílicas que raramente se darán a
la vez. Por el contrario, hay multitud de escollos que pueden entorpecer o
frustrar el primer trabajo: dificultad para acceder al mercado laboral, un
trabajo distinto del que se deseaba o que no cumple con las expectativas,
poca habilidad para llevarlo a cabo, choque con los jefes o los compañeros,
sobrecarga de trabajo o de responsabilidad, etc. Son situaciones que
pondrán a prueba la adaptabilidad y la flexibilidad del individuo, que en
esta fase deberían estar en su máximo nivel.
Con todo, suele ser una etapa de expansión en la que el joven tiene la
sensación de que capta y domina la realidad, quizá porque no la conoce:
apenas ha tenido aún experiencia de los límites propios y de la complejidad
de su entorno [3].

c) La formación de un nuevo hogar

Desde el punto de vista afectivo esta fase se caracteriza por el


establecimiento de relaciones estables con vistas más o menos cercanas al
matrimonio (puesto que estamos hablando de formación en un contexto
cristiano no nos detendremos en otros tipos de relación). El noviazgo es una
etapa de la vida en que el amor lleva al compromiso, se pasa de querer a
una persona a plantearse un proyecto de vida común.
La formación que se haya recibido facilitará o dificultará esa decisión,
pues la inseguridad (en uno mismo, en los demás, en la vida) entorpecerá la
asunción de vínculos estables, la persistencia del egocentrismo adolescente
obstaculizará el don de sí, una visión distinta de la sexualidad entre los
novios (relaciones prematrimoniales, apertura a la vida, etc.) será una
potencial fuente de conflictos, etc. Por el contrario, el altruismo y la
extensión del sentido del yo permitirán integrar al otro –respetando su
alteridad– en el propio proyecto de vida, la flexibilidad ayudará a establecer
pactos de convivencia, la asertividad permitirá que se defiendan los propios
derechos frente a los requerimientos inadecuados del otro sin poner en
riesgo la relación, etc.
No quisiera detenerme en los aspectos específicos de la relación de
pareja, pues hay obras que los desarrollan de manera muy completa [4].
Pero no me resisto a señalar una idea que me parece fundamental: la
decisión de casarse se refiere a la persona concreta que se tiene delante, no
a aquella que uno desearía tener o que espera que llegue a ser. Cuántos
matrimonios fracasan porque se basaron en un “ya cambiará” o, aún peor,
“ya le cambiaré”. Sin duda hay que confiar en que las aristas se irán
limando, pero suele ser más realista dar por hecho que el futuro cónyuge (al
igual que uno mismo) morirá con esos defectos que tanto pueden llegar a
irritar. Ni siquiera es descartable que empeoren, pues como afirmaba
Sancho Panza con su proverbial realismo, «cada uno es como Dios le hizo,
y aún peor muchas veces» [5].

d) La crisis de los 30

Esta etapa desemboca en la crisis de los 30, en la que se experimenta un


primer choque a varios niveles entre los planes que se han forjado y la
realidad. Se puede decir que la vida pone a prueba la solidez de los
principios con los que se ha vivido hasta entonces.
Un primer campo son las exigencias de la fe. Se experimenta que es
complicado atenderlas adecuadamente porque las tareas se multiplican y el
tiempo se convierte en un bien muy escaso. Se hace más difícil vivir las
prácticas diarias de piedad, invertir en la propia formación, dedicarse a
obras de beneficencia... Un aspecto especialmente complejo es la moral
profesional, cuando se ven prácticas difundidas que no son compatibles con
la ética pero cuyo rechazo pondría en peligro la incipiente carrera. Todas
estas circunstancias requieren una respuesta que solo será correcta si no se
abandona la oración.
Por otra parte el periodo idílico del enamoramiento acaba y comienzan
las dificultades ordinarias de la vida familiar [6]. A la cabeza de ellas está la
necesidad de integrar la profesión con la familia apenas fundada. Alguien
que haya basado la propia valía en el aspecto profesional puede sentirse
infravalorado cuando el cónyuge no le reconozca adecuadamente sus
éxitos. La clave es la palabra adecuadamente, que puede tener significados
distintos para ambos: raramente se escoge a otro para fundar una familia
solo por sus capacidades laborales; se le escoge por su carácter, su
capacidad de entrega, de dar afecto, etc.
Cuántas crisis matrimoniales se originan en este choque, cuando uno de
los esposos se siente valorado por todos menos por su cónyuge o ve en la
familia un freno para sus expectativas profesionales, mientras que el otro le
recrimina que invierte sus mejores horas en el trabajo y deja para la casa el
cansancio y las quejas. No raramente se despiertan en un cónyuge celos más
o menos justificados al ver el empeño con que el otro se dedica al trabajo y
la poca implicación en la familia. No me estoy refiriendo solamente a la
situación en que la esposa recrimina a su marido, aunque puede ser la más
frecuente en nuestra sociedad. Los peores celos que he visto son los del
marido, cuando la mujer avanza más en su profesión, es más reconocida... y
sobre todo cuando gana más que él.
Las mujeres que trabajan fuera de casa tienen habitualmente una carga
mucho mayor, pues a las obligaciones laborales tienen que sumar un reparto
asimétrico de las tareas domésticas y sobre todo las irrenunciables
obligaciones derivadas de la maternidad.
¿Cómo superar esta crisis? En primer lugar, verbalizando el problema.
La palabra puede sonar un poco rebuscada, así que acudamos al
Diccionario: «Expresar una idea o un sentimiento por medio de palabras»
[7]. A base de sentimientos e impresiones es difícil resolver una dificultad.
Esta crisis pone de manifiesto dos cuestiones que hasta entonces quizá
habían estado solo implícitas (tal vez aquí radique el problema: deberían
haberse abordado durante el noviazgo).
La primera pregunta que ha de hacerse cada cónyuge es: ¿cuáles son mis
prioridades personales? Es decir, ¿cuál es el esquema de comprensibilidad
que he elegido –y que el otro ha aceptado antes del matrimonio– y al cual
estoy dispuesto a sacrificar aquello que se demuestre de alguna manera
incompatible?
La segunda han de hacérsela los dos juntos: ¿hasta qué punto queremos –
los dos– sacrificar la profesión en bien de la familia o viceversa? La
respuesta no es tan fácil como afirmar que la familia tiene prioridad sobre el
trabajo; en esto estarán de acuerdo. La cuestión es que la dinámica familiar
se beneficia desde muchos puntos de vista del trabajo de los padres, ya que
este determina el estatus socioeconómico, la elección del colegio y
universidad de los hijos, las comodidades materiales, las vacaciones, etc.
Todo esto puede requerir una menor dedicación de tiempo para el hogar por
parte de uno o incluso de los dos cónyuges, que habrá que compensar
poniendo más tiempo y afecto cuando estén presentes.
Esta pregunta es importantísima pero no siempre fácil de responder de
modo totalmente satisfactorio. Suele ser necesaria una aproximación
progresiva, por ensayo error, abierta siempre a la revisión. Y sobre todo,
insisto, es necesario que ambos cónyuges hablen... y escuchen, que se
apoyen mutuamente para que ninguno quede solo ante sus propias
dificultades. Según John Gray, «una relación es sana cuando a ambos
miembros se les permite pedir lo que desean y necesitan y ambos tienen
permiso para decir que no si así lo desean» [8].
Mucho de lo que hemos dicho se puede aplicar mutatis mutandis al
desarrollo de una vocación eclesial específica; aquí la dedicación a la
misión propia de esa vocación ocuparía el puesto del trabajo, y la
convivencia con quienes comparten la vocación sería la equivalente a la
vida familiar. Pero sobre este tema trataremos en el capítulo dedicado al
celibato.
Señalo por último que en los 30 aparecen las primeras limitaciones
físicas, por lo que es llamada por algunos “la década del yo nunca”: “yo
nunca tenía que calentar antes del deporte”, “nunca pasaba una mala noche
por una cena pesada”, “nunca me dolía la espalda después de cargar pesos”,
“nunca llegaba tan cansado al viernes tras una semana laboral intensa”, etc.
El umbral de cansancio, la resistencia física y la capacidad de recuperación
ya no son como en la década anterior y requieren un ajuste en el ritmo de
trabajo y descanso.

2. LA PLENITUD DE LA VIDA

a) Delimitación de la etapa
La etapa que vamos a considerar abarca los años comprendidos entre la
adquisición de una cierta estabilidad en la vida a nivel familiar, laboral, etc.,
y la jubilación.
Prácticamente coincide con el estadio psicosocial adultez, que Erikson
sitúa entre los 40 y los 60 años (Tabla 10) [9]. El radio de relaciones
significativas se reparte entre el trabajo compartido y la casa compartida,
que son los dos ámbitos en los que se desarrolla la mayor parte de su vida.
La crisis que caracteriza esta etapa tiene como primer término la
generatividad, que tiene tres niveles: procreatividad (seres), productividad
(objetos) y creatividad (ideas). Toda persona tiene la necesidad de sentirse
útil y necesitada por los demás, y busca proyectarse en el futuro para dejar
un legado a su familia y al mundo. El modo de lograrlo pasa en primer
lugar por la generación y educación de los hijos, orientándolos hacia una
existencia lograda que es vista como una extensión de la propia vida. En
otros ámbitos esa proyección de uno mismo puede conseguirse a través del
trabajo, la escritura, la ciencia, el arte o el activismo social. El otro
elemento de la crisis es el estancamiento, la renuncia a dejar tras de sí un
legado, tal vez al comprobar que el poso que se dejará en la historia no será
tan grande como se había soñado. El desengaño puede llevar a preguntarse:
¿qué estoy haciendo aquí?, ¿para qué tanto esfuerzo y renuncia?
Radio de relaciones Fuerza Patología
Edad Estadio Crisis psicosociales
significativas básica básica
40-60 Generatividad vs. Trabajo dividido y casa
Adultez Cuidado Rechazo
años estancamiento compartida
Tabla 10. Estadios y competencias evolutivas en la adultez según Erikson [10].

La virtud o fuerza básica que surge de esta antítesis es el cuidado. No


basta con traer hijos (o ideas, productos, etc.) al mundo, sino que hace falta
un compromiso con ellos para que desarrollen todas sus potencialidades. La
patología básica consiste en «el rechazo, la no disposición a incluir
personas o grupos específicos en la propia preocupación generativa –uno no
se preocupa de preocuparse por ellos–» [11]. Evidentemente es necesaria
una cierta exclusión o selección de los elementos a adoptar: no todo puede
incluirse en la propia generatividad, sino solo lo que es o puede llegar a ser
“familiar”; el rechazo como patología en sentido estricto consiste en
negarse a cuidar aquello (en el ámbito familiar o en la comunidad) que se
esperaría que fuese de algún modo cuidado.
Esta etapa, que abarca casi un tercio de la expectativa vital de una
persona, se considera la plenitud de la vida, el momento en el que más
desarrolladas están las potencialidades de la persona y esta tiene todo a
favor para llevarlas a la práctica. Las fases anteriores, aun teniendo un
significado propio, han sido una especie de preparación y lo que vendrá
después será un epílogo. Con todo, como bien saben quienes han llegado a
esta edad, no es el culmen que una vez alcanzado se disfruta pacíficamente,
sino una fase evolutiva sujeta a conflictos específicos.
En los siguientes epígrafes recorreremos las décadas que conforman este
periodo destacando los principales retos que se presentan en cada una. En
síntesis, el adulto se encuentra ante la necesidad de equilibrar su
productividad (en el ámbito familiar más que en el laboral) con las
frustraciones que irá encontrando en la vida.
Concluyo esta presentación señalando que desde una perspectiva
cristiana la tensión entre generatividad y estancamiento que caracteriza esta
fase deja entrever el afán de trascendencia inserto en el corazón del hombre.

b) Los años 40: estabilidad vs. búsqueda de novedades

Si se ha superado la fase anterior, se llega a la cuarentena con una familia


consolidada, un trabajo estable (incluso un puesto fijo con el que muchos
sueñan), una personalidad equilibrada... ¡incluso la casa definitiva! Parece
que solo habría que dejarse llevar o como mucho defender lo que se ha
conseguido contra las inevitables dificultades que surjan. ¿Basta eso para
prometer una existencia satisfactoria? No.
El matrimonio entra ahora en una nueva etapa: aparecen los hijos, cada
uno “con un pan debajo del brazo” y una importante demanda de tiempo y
atención. Se hace necesario renegociar toda la vida: no solo la dedicación al
trabajo (incluidos viajes y promociones laborales), sino la misma dinámica
familiar: las tareas de cada cónyuge, las vacaciones, las salidas juntos para
comer, ir al cine o al teatro... y es que disminuye el tiempo para estar solos,
un tiempo que hay que cuidar como oro en paño.
Un amigo que está pasando por esta etapa me contaba su intenso ritmo
de trabajo y que inevitablemente muchos fines de semana tanto él como su
mujer tenían que acabar en casa asuntos laborales pendientes. Como tienen
dos inquietos niños pequeños, le contesté dando por hecho que en esas
ocasiones su mujer saldría con los niños el sábado por la mañana mientras
él se quedaba en casa trabajando, y que por la tarde harían lo contrario. Me
miró con cara de “no te estás enterando de cómo funciona una familia” y
me dijo: “mira, de lunes a viernes llegamos a casa por la tarde, casi a la vez
que los niños. Nos falta tiempo para hacer las tareas con ellos, bañarlos,
preparar la cena, recogerlo todo, acostarlos... y a continuación nos
acostamos nosotros rendidos; no tenemos apenas tiempo para comentar las
incidencias del día. Si actuamos como propones, tampoco podríamos hablar
el fin de semana. Lo que solemos hacer es salir los dos con los niños, por la
mañana y por la tarde; mientras ellos juegan en el parque nosotros
hablamos de nuestras cosas. ¿El trabajo? Al volver a casa, mientras los
niños juegan, ven la tele... o saltan a nuestro alrededor; y si no, por la
noche. Hemos llegado a la conclusión de que esta es la mejor manera de
que no falte diálogo en nuestro matrimonio”.
En el ámbito laboral se pasa del crecimiento exponencial de los primeros
años a lo que podemos considerar una fase de meseta. Ahora las sorpresas,
los logros y gratificaciones son menos frecuentes o pierden el atractivo de
la novedad.
Aquí entra en juego uno de los rasgos de personalidad que estudiamos en
el big five: openness, apertura al cambio, que conlleva la búsqueda de
novedades. Una persona inquieta e inventiva necesita desarrollar su
creatividad y se aburre ante la monotonía. Tenderá a romper cualquier
homeostasis al poco de haberla alcanzado.
Conocí a un profesor universitario, muy reconocido por compañeros y
alumnos, que después de veinte años explicando una asignatura solicitó a su
departamento cambiarla por otra. La propuesta era sorprendente: tendría
que familiarizarse con la nueva materia, empezar a preparar las lecciones,
etc., cuando era capaz de dar la suya casi de memoria. Justificó su petición
así: su problema era precisamente que estaba cansado de repetir año tras
año los mismos argumentos con los mismos ejemplos y las mismas bromas,
y de recibir las mismas preguntas. Necesitaba un cambio aunque le
supusiese mucho más trabajo.
Si se llega a esta situación, puede resultar más o menos sencillo dar
cauce a esa necesidad de novedades en una nueva empresa o en otro destino
dentro de la misma, pero hay situaciones en que este cambio no es factible:
¿qué hay de las elecciones definitivas, como el matrimonio y la vocación?
En estos casos la creatividad consiste en buscar la ansiada renovación desde
dentro, dar un nuevo tinte a la relación de siempre (justo lo que hacen
algunas personas con su look). Si un matrimonio ha de mantenerse
encendido día a día, hay temporadas en las que se hace necesario un cierto
giro de timón (siempre compartido entre ambos cónyuges) para conservar el
sabor agradable de la novedad. Si las personas cambian, la relación (reglas,
acuerdos, límites) debe también ajustarse a la nueva realidad.
Como todos los rasgos de personalidad, in medio virtus. La apertura al
cambio debe ser gestionada con moderación, pues si es excesiva, puede
llevar a un inconformismo insaciable, una excesiva dependencia de nuevas
sensaciones o un carácter inadaptado, que habitualmente reflejan problemas
de personalidad. Son esas personas que no están a gusto en ninguna
circunstancia porque lo que les incomoda no está en el exterior, sino dentro
de ellos mismos. Si cambian de lugar u ocupación, seguirán encontrándose
incómodos porque han llevado consigo el verdadero problema: su propia
persona. Sería el caso, por ejemplo, de quien solicita un traslado porque la
relación con sus superiores no es buena, pero encuentran que el conflicto se
repite en la nueva localización. En definitiva, hay que saber disfrutar con el
día a día, el trabajo ordinario, la “velocidad de crucero”.
En el extremo opuesto tendríamos las personas más conservadoras. La
tranquilidad obtenida con los logros alcanzados puede llevarlas al
conformismo, la rutina, la falta de ilusiones y de retos... el estancamiento.
La vida pierde su chispa y se cae en un envejecimiento precoz del espíritu,
una especie de aburguesamiento. En efecto, como declaraba un conocido
deportista, “a medida que uno va ganando cosas, se hamburguesa”.
Por otro lado, la estabilidad no puede derivar en egoísmo o insensibilidad
ante los problemas de la sociedad, limitando la preocupación a quien
solemos llamar “los míos”. Hay que tener la audacia de complicarse la vida
para ayudar a personas más alejadas, especialmente a los necesitados,
compartiendo con ellos los bienes que hemos logrado con el propio
esfuerzo.
Una última consideración sobre el rasgo búsqueda de novedades.
Aunque ya lo dijimos en el primer capítulo, no está de más recordar que
debe ser tenido en cuenta a la hora de decidir la propia orientación
profesional o, en el caso de formadores o simplemente amigos, para orientar
a la persona que busca consejo.
El culmen de la tensión entre estabilidad y búsqueda de novedades se da
en la llamada crisis de los 40 o del ahora o nunca. Los años pasan
inexorablemente y el individuo toma conciencia de que ha consumido ya la
mitad de la vida y está en la cima del vigor físico o iniciando la decaída. Ya
no podrá realizar todos los proyectos que le hubiesen gustado pero quizá
está a tiempo de dar un giro de timón, en este caso, más brusco, para
cambiar la dirección del barco. Pero el tiempo se agota: hay que hacerlo
ahora o nunca. ¿Cambiar qué? Ahí está la pregunta, en ese cambio puede
entrar todo: trabajo, familia, vocación... San Josemaría comentaba que
siendo joven sacerdote recibió la siguiente advertencia de un amigo: «no
olvides que cuando llega la gente a los cuarenta años, los casados se quieren
descasar; los frailes, hacerse curas; los médicos, abogados; los abogados,
ingenieros; y todo así: es como una hecatombe espiritual» [12]. Como se
ve, se vuelven a poner a prueba la solidez de las convicciones más
profundas.
Esta crisis suele tener connotaciones distintas en el hombre y en la mujer.
Para ellas esta es la década de la menopausia, con todos los cambios que
conlleva a nivel biológico (fisiológicos y hormonales) y psicológico (la
afectividad se hace más lábil). El hecho de perder la posibilidad de volver a
ser madre puede ser muy doloroso, especialmente en nuestros días en que es
frecuente retrasar la edad del matrimonio. También en el aspecto físico la
edad suele pasar más factura a ellas, lo que les obliga a compensar a base de
cosmética. Algunas experimentan estos cambios de manera muy frustrante:
notan que han perdido atractivo incluso para su marido, las relaciones
sexuales son menos placenteras o incluso molestas, y en casos extremos
alguna –que probablemente tenía un concepto de feminidad demasiado
limitado– llega a comentar: “he dejado de ser mujer”.
La vivencia en el hombre es muy distinta, porque aún conserva gran
parte del vigor de la juventud, tanto en la fortaleza física como en el deseo
sexual. Esto último puede ser un motivo de conflicto o de frustración si ella
–que, como hemos dicho, puede ver disminuido su deseo– no entiende que
su marido necesita las manifestaciones de afecto, también corporales, que
han tenido hasta entonces.
Si se ha dejado que se enfríe el amor, si no hay comprensión ni
valorización, si las muestras de afecto estaban demasiado basadas en las
manifestaciones corporales, si no hay diálogo en que ambos ceden a los
deseos y necesidades del otro... se ponen las bases para un alejamiento. Y
vagando en ese alejamiento se puede encontrar a otra persona que ofrezca
justo lo que el cónyuge no está sabiendo dar. En el caso del varón, es lo que
ocurre cuando encuentra otra mujer más joven y atractiva, que aprecia su
masculinidad (fortaleza física y seguridad psicológica, sin olvidar la
estabilidad económica) y que sabe dar lo que él está pidiendo desde el punto
de vista afectivo y sexual. Aunque menos frecuente, también puede ser la
mujer quien busque una relación extraconyugal, habitualmente buscando
sentirse rejuvenecida y apreciada. No pocas infidelidades y rupturas
matrimoniales tienen su origen en que los cónyuges no han entendido esta
dinámica cuya clave es la comunicación.
Para prevenir de raíz estas situaciones, conviene ser muy sincero con uno
mismo desde el principio, cuando se comienza a abrir el corazón con otra
persona. Quizá haya un deseo no declarado de «probar si todavía somos
atractivos, si podemos brindar firmeza a una mujer quebrada por un marido
violento e indiferente, o ternura a un hombre cuya mujer nunca lo entendió
o lo abandonó por otro. Tal vez tampoco sea esto sino una auténtica
intención de consolar al que sufre o a la angustiada. Pero en todos estos
casos, es evidente que no es esta persona concreta (la de corazón débil,
enamoradiza, frágil, soñadora o cándida) la que tiene que realizar estos
actos. Lo demuestra el desenlace: el cariño que comenzó en amistad
terminó en lujuria. No comenzar, no pararse ante el camino que no es mi
camino» [13].
Concluimos esta década con una reflexión final. Cuando comenzamos a
hablar del ciclo vital dijimos que las fases y las consiguientes crisis son
necesarias. Aplicado a la que estamos estudiando podemos afirmar que hay
que pasar por la crisis de los 40, si bien las manifestaciones y el sufrimiento
será mayor o menor en las distintas personas. Quienes tienen más marcado
el rasgo de búsqueda de novedades estarán mucho más expuestos a ella que
las personas más sedentarias y conformistas. El propio conocimiento –y el
conocimiento del cónyuge– ayudará a verlas venir y a tomar las medidas
adecuadas: más vale prevenir que curar.

c) Los años 50: estabilidad sin rigidez

Llegamos así a la “madurez dentro de la madurez”. Platón, en efecto,


afirmaba que se necesitan cincuenta años para que un hombre sea capaz de
gobernar [14]. Es el momento de disfrutar de todo lo que se ha logrado
(carácter, virtudes, cualificación profesional, familia, amigos...) y
desarrollarlo. Pero también se echan en falta los hábitos que no se
alcanzaron y que facilitarían tener una vida más plena y unas relaciones
más satisfactorias tanto para uno mismo como para los demás.
¿Se puede cambiar la personalidad pasada la madurez? ¿Es posible
mejorar el carácter cuando los años van pasando? Sí, ese afán por superarse
en la forma de ser, mejorar los hábitos y adquirir otros nuevos no solo es
posible, sino necesario. De lo contrario, la estabilidad se puede convertir en
rigidez.
Retomando el big five, toda persona es capaz de deslizarse en las cinco
líneas marcadas por cada una de las parejas de rasgos: inventivo vs.
precavido, concienzudo vs. despreocupado, extrovertido vs. introvertido,
afable vs. desapegado, sugestionable vs. ecuánime. Se trata de alejarse de
los extremos desadaptativos y fomentar las dimensiones menos
desarrolladas. Conviene emprender esta tarea con realismo, sin buscar
cambios radicales que se acaban mostrando imposibles; más bien hay que
evitar los riesgos inherentes al propio carácter sin perder las ventajas que
innegablemente se tienen.
Es cierto que a medida que pasan los años este cambio puede resultar
más difícil: los hábitos están más consolidados y las respuestas surgen casi
automáticamente. Pero siempre cabe resistirse a esa inercia o al menos
darse cuenta a posteriori de que una reacción determinada no ha sido la más
adecuada, pedir disculpas a los “damnificados” y buscar otro modo de
comportarse en la siguiente ocasión. Esta es la juventud de espíritu que
nunca se debería perder y que lleva a ser más flexibles, optimistas y
tolerantes ante las distintas personas y en las diversas circunstancias.
En una ocasión estaba trabajando en un documento que debía ser
aprobado por varias personas. Una de ellas añadió unos cambios cuya
necesidad era cuanto menos discutible. Al redactar con otras dos personas
la versión definitiva, una de ellas propuso que se introdujesen esas
modificaciones, pues aunque no mejorarían sustancialmente el resultado sin
duda tampoco lo empeorarían y de ese modo evitábamos que quien las
había propuesto se sintiese ignorado. La otra persona afirmó: “eso es justo
lo que yo hago con mi marido: le doy la razón en todas las cosas que me
dan igual”. Qué sabia estrategia: cuántas veces nos empeñamos en mantener
nuestra postura aunque no perdemos nada dando nuestro brazo a torcer... y
podemos así hacer feliz a la otra persona.
Con todo, es inevitable que vayan enquistándose pequeños hábitos y que
se desarrollen las temidas manías (temidas por los demás, se entiende). En
una ocasión escuché a un sacerdote mayor, cargado de experiencia y de
sentido común, que había escuchado muchas veces que había que evitar en
absoluto las manías. Argumentaba que ese objetivo le parecía poco realista
y prefería sustituirlo por el lema “manías pocas, pero constantes”. Según él,
es inevitable acabar teniéndolas, pero si son muchas agotan a los que viven
con uno y, aún peor, si son cambiantes les marean. Ponía el ejemplo de las
ventanas: algunos las prefieren abiertas para que se ventile la habitación y
otros, cerradas para evitar corrientes; se puede llegar a pactos siempre y
cuando cada uno sea coherente con su preferencia.
Aquí la vida cristiana viene en ayuda de la psicología, pues las virtudes
(con la caridad a la cabeza, seguida de la humildad, la fortaleza, la
templanza...) serán un sólido apoyo para mejorar el carácter. Por otra parte,
algunas prácticas de piedad como el examen diario de conciencia permitirán
reconocer los comportamientos inadecuados y hacer el propósito de
mejorarlos. De este modo no solo se hace la vida más agradable a quienes
están alrededor, sino que uno mismo se encuentra más alegre y relajado,
disminuyen las angustias y las frustraciones e incluso se reduce el riesgo de
padecer las enfermedades que estas tensiones producen.
En cuanto a la actividad, laboral o de otro tipo, se plantean también
algunos retos. La conciencia de las propias capacidades y los logros en el
trabajo pueden llevar a la autosuficiencia, a cerrarse de manera más o
menos consciente a aprender de otros, especialmente de quienes tienen
menos experiencia. Por el mismo motivo puede resultar difícil pedir ayuda
y dejarse ayudar.
Por otro lado, con los años inevitablemente se acumulan proyectos no
comenzados, inacabados o fracasados. Una defensa ante las desilusiones es
la que leemos en la famosa fábula de la zorra y las uvas: el desprecio de lo
que no se pudo alcanzar (es decir, nada menos que de los propios sueños
acariciados durante tantos años); esto llena el alma de amargura. Peor aún
sería caer en el cinismo, que ya definimos como reírse de las cosas que uno
ama... a costa de dejar de amarlas; sería como secar el corazón.
Guardini pone aquí la “crisis de la experiencia de los límites”, cuando la
persona se ve obligada a aceptar las fronteras, insuficiencias y miserias de
la existencia propia y ajena. Si consigue superarla sin resignación ni
cinismo, saldrá reforzado, pues «en personas de este tipo es en las que
confía la existencia. Precisamente porque ya no albergan la ilusión de
obtener grandes éxitos ni espléndidas victorias, son capaces de llevar a cabo
lo que verdaderamente vale y permanece. Así es como deberían ser el
hombre de Estado, el médico, el educador en todas sus formas» [15].
Donde más se nota el paso del tiempo es el aspecto físico. Supone un
duro golpe cuando uno se da cuenta de que “ya no está madurando, sino
envejeciendo”. Los achaques se acumulan, hay que renunciar a deportes y
actividades más exigentes y adaptar el ritmo de descanso y de trabajo. El
funcionamiento psíquico se ve también afectado: cuesta más aprender cosas
nuevas, sobre todo las que tienen que ver con las dichosas tecnologías que
se van metiendo en todo. Quien durante toda su vida ha sido un genio del
diseño con el lápiz y el papel ve que cualquier jovenzuelo con un ordenador
le gana la partida en menos tiempo como por arte de brujería. En muchas
profesiones esta dificultad se compensa acudiendo a la propia experiencia,
que aporta soluciones más rápidas y acertadas; en efecto, en muchos
trabajos intelectuales, artísticos o artesanales el culmen llega a edades muy
avanzadas. Pero el caso será muy distinto para quienes se dedican a
actividades físicas, que sufrirán las limitaciones de la edad sin poder
compensarlas de esta manera.
Además, hay que hacerse a la idea de que la muerte ya no es algo tan
remoto: para un adolescente la vejez empieza a los treinta años y la muerte
se ve como algo muy lejano. Al llegar a los treinta uno se ve tan sano que
considera que la vejez llegará al menos a los cincuenta y así
sucesivamente... hasta que la realidad de los achaques nos plantea que no
podemos retrasar indefinidamente la entrada en esa etapa. Por otro lado, el
contacto con “muertes naturales prematuras” (infarto, cáncer, accidentes) de
personas conocidas y queridas lleva a plantearse que también a uno mismo
le podría tocar antes de lo esperado.

d) El síndrome del nido vacío

Dependiendo de la edad en que nacieron los últimos hijos, durante la


década de los 50 o ya en los 60 tiene lugar una nueva crisis: el síndrome del
nido vacío. Ocurre cuando los hijos se han ido de casa (o son mayores y
autónomos) y quedan frente a frente los dos cónyuges, en circunstancias en
parte parecidas a cuando comenzaron su vida en común: el resto de la casa
está vacía, comen habitualmente sin más compañía, los temas de
conversación vuelven a ser más restringidos, etc.
Si no se ha cuidado la vida de pareja (recuérdese mi amigo que insistía
en ir siempre con su mujer para sacar a los niños de paseo) pueden
encontrarse frente a frente dos personas que se miran como extraños: los
intereses se han desarrollado de manera tan divergente que ya no son
compartidos, el carácter no se reconoce, la afinidad ha disminuido... y el
afecto se ha enfriado.
En ocasiones esa distancia en la pareja no se ha debido a un simple
descuido, sino que se ha utilizado a los hijos para tapar las pequeñas
dificultades de la vida de pareja. Para evitar conflictos o esquivar la
intimidad con el otro se sacan a colación los mil aspectos de la vida de los
hijos (el colegio, los amigos, los planes de verano) mientras que los
intereses y problemas de pareja no se abordan y por tanto no se solucionan.
Si se llega a esta situación, se hace urgente un nuevo replanteamiento de
la dinámica familiar, los roles en la casa, los planes de descanso y la vida en
común. Será mucho más fácil si se ha cuidado la flexibilidad y se ha evitado
que las manías tomen posesión de uno mismo. Se trata de redescubrir a la
persona amada, con sus cualidades positivas antiguas y nuevas, para
rejuvenecer el amor.
El amor conyugal debe ser continuamente alimentado en todas las etapas
de la vida para que no se apague. Pero hay momentos, y este es uno de
ellos, en los que no es suficiente añadir unas ramas o algo de hojarasca: es
necesario echar un tronco grande para que vuelva a encenderse la llama.
Esto requiere reflexión y un cierto ingenio. Una mirada al pasado puede
orientar la acción del presente: ¿por qué nos casamos?, ¿qué encontré en
ella o en él para entregarme por toda la vida?, ¿qué planes nos gustaba
hacer juntos? Será el momento de recuperar aquellas pequeñas cosas
nuestras que tanto se disfrutaban treinta años antes, a las que quizá hubo de
renunciar para ocuparse de los niños: nuestro paseo favorito, nuestro
restaurante, nuestra película, nuestra canción, nuestro lugar de vacaciones...
Se ponen así las bases para entrar de la mano en la siguiente etapa de la
vida, la última, que permitirá avanzar también de la mano hacia la meta del
Cielo. En una ocasión un matrimonio amigo me pidió que celebrase la Misa
de sus bodas de oro. La pequeña iglesia estaba llena del fruto de su amor
fecundo: tres generaciones se dieron cita formando un perfecto cuadro de
“conflicto generacional”: los niños pequeños corrían, algún adolescente
miraba aburrido el móvil, las madres intentaban poner orden, los padres
dejaban que las madres pusiesen orden... y en el pasillo central, los
protagonistas. Llegó el momento de la homilía y comencé dándoles las
gracias. Mirada de sorpresa: creo que los fieles están más acostumbrados a
que el cura les riña desde el púlpito. Gracias por el ejemplo de fidelidad en
una época en que por desgracia las rupturas matrimoniales están a la orden
del día, gracias por demostrarnos que es posible mantener la promesa
realizada el día del matrimonio. Y no será, continuaba la homilía, por falta
de dificultades, que habéis sabido vencer juntos (aquí se cruzaron una
mirada de complicidad, asintiendo), también las dificultades provocadas por
el carácter del otro (aquí miraron al cielo con un gesto que parecía decir “no
lo sabe usted bien”) y también a pesar de tantas oportunidades de haber sido
infieles (aquí miraron para abajo) que habéis sabido vencer porque os
queríais (y volvieron a intercambiar una mirada y una sonrisa).
En palabras del Papa Francisco, «hay hermosura en la esposa despeinada
y casi anciana, que permanece cuidando a su esposo enfermo más allá de
sus fuerzas y de su propia salud. Aunque haya pasado la primavera del
noviazgo, hay hermosura en la fidelidad de las parejas que se aman en el
otoño de la vida, en esos viejitos que caminan de la mano. [...] Descubrir,
mostrar y resaltar esta belleza, que se parece a la de Cristo en la cruz, es
poner los cimientos de la verdadera solidaridad social y de la cultura del
encuentro» [16].
Lord Byron, con su fina ironía inglesa, decía que es más fácil morir por
la mujer que se ama que vivir con ella; pienso que ellas podrían afirmar
otro tanto. El día a día de la convivencia supone todo un reto para los
esposos, para el que cuentan con la gracia de Dios recibida en el sacramento
del matrimonio.
La salida de los hijos del hogar implica una nueva forma de tratarlos. Ya
hemos visto que los padres se proyectan en su hijo: quieren que sea como
ellos pero sin sus limitaciones y que llegue donde ellos no pudieron. Pero
raramente se cumplen esas expectativas: porque no les gusta esa profesión,
porque la vida los lleva por otro camino, porque no se esforzaron lo
suficiente... en definitiva, porque son libres y toman sus propias decisiones
que los padres pueden compartir o no. La emancipación puede suponer un
nuevo motivo de conflictos, porque el hijo se va de casa sin pedir permiso,
porque sigue pidiendo algo de ayuda económica, por la elección del
cónyuge, por el tipo de vida que emprende... En cualquiera de los casos,
cuando alcanza la adultez hay que cambiar la forma de tratarle: siempre
será de padre a hijo, pero queda solo la autoridad moral que se haya ganado.
Ahora hay que tratarles según lo que han llegado a ser: como a iguales,
como a adultos.
Y esto nos abre al último de los retos de la etapa adulta: permitir, es más,
fomentar el relevo generacional, tanto en la familia como en el trabajo. Será
la mejor manera de vivir la generatividad que Erikson planteaba como la
competencia evolutiva a alcanzar, la mejor prueba de que se dejará un poso
en la vida. Y se abre así la puerta a la inversión de roles que tendrá lugar en
la ancianidad, cuando el padre pase de cuidador a cuidado.
Terminamos así el rápido repaso de la etapa adulta de la vida. Puede
parecer una carrera de obstáculos, pero a mí me parece más adecuado verlo
como una aventura apasionante, con dificultades, desafíos y recompensas.
MEJORAR EL CARÁCTER EN LA VIDA ADULTA:
CUIDAR LAS RELACIONES

Antes de pasar a la tercera edad querría profundizar en la mejora


personal que hemos mencionado en el capítulo anterior. ¿Cómo
conseguirlo? Cuidando las relaciones, es más, abriéndose lo más
ampliamente posible en tres ámbitos que desarrollaremos a continuación:
familia, trabajo y amigos.

1. LA FAMILIA

La familia es el primer ámbito para considerar, pues es ahí donde la


persona podrá desarrollar de manera más completa su necesidad de querer y
ser querido. Entendemos familia no solo en el sentido más evidente –
matrimonio e hijos, alargada con los abuelos, primos, etc.–, sino también
otras formas de convivencia determinadas por una vocación común u otras
circunstancias. En todos estos casos se dan algunas características
peculiares.
Los lazos son irreversibles. Uno es padre, hijo o esposo para toda la vida.
Señalamos que en este libro partimos de una perspectiva cristiana por lo
que descartamos de entrada la posibilidad del divorcio; en la separación,
cuando se tiene que recurrir a ella por circunstancias graves, los cónyuges
son conscientes de que el vínculo se mantiene.
No se elige al otro, con la evidente excepción del cónyuge. A partir del
matrimonio, todos los que aparezcan han de ser aceptados: hijos, hermanos,
tíos, primos, familia política, etc.
Lo anterior no impide que la afinidad es variable: no se coincide en la
misma medida con todos en cuanto al carácter, gustos, intereses, etc.
Pero con unos y otros hay aceptación incondicional. A pesar de que
“vienen dados” y con algunos haya poca afinidad, el lazo familiar hace que
sean todos integrados tanto en la familia nuclear como en la ampliada. San
Juan Pablo II afirmaba que la familia es el lugar donde «el otro no es
querido por la utilidad o placer que puede procurar: es querido en sí mismo
y por sí mismo» [1].
Especialmente en la familia nuclear hay una convivencia estrecha.
Después del trabajo, de la escuela o de estar con los amigos uno regresa a
su hogar, con su familia. No existen las vacaciones familiares,
habitualmente la necesidad de una evasión refleja un problema en la
dinámica familiar que habría que afrontar. Como veremos más adelante,
esto no quiere decir que siempre haya que hacer todo juntos, hay muchas
actividades que se hacen con otras personas y que pueden servir para
“descansar” un rato de la familia y volver a ella con más fuerza.
El modo de facilitar la convivencia es querer al otro con los defectos.
Hablando con matrimonios, san Josemaría solía preguntar a cada cónyuge si
quería al otro. La respuesta era evidentemente afirmativa y entonces
realizaba la pregunta verdaderamente importante: “¿pero le quieres con sus
defectos? Porque, si no, no le quieres de verdad”. Querer de verdad es
aceptar las limitaciones del otro, también cuando tenemos la sensación de
que no hace lo suficiente por superarlas. Es posible, incluso, tener
verdadero cariño por esos defectos (como el lunar de cielito lindo), porque
son parte de la persona que se ama en su globalidad y a la que no
reconoceríamos sin ellos (como decía la canción del lampiño, “si no tuviera
tres pelos, ya no sería mi barba”). Esos fallos hacen que sintamos al otro
vulnerable y necesitado de nuestro afecto, de nuestra ayuda para
sobrellevarlos y mejorar sin concederles demasiada importancia. Pueden ser
una ocasión de poner en juego el sentido del humor, según la definición que
vimos en Allport: capacidad de reírse de lo que uno ama (incluyendo,
naturalmente, a sí mismo y a todo lo que le pertenece) y seguir amándolo
[2].
En consecuencia la familia ayuda a salir de sí. La convivencia estrecha
con personas a las que se quiere pero que son distintas a uno, con quien no
se ha elegido estar y con las cuales hay que seguir viviendo, obliga a dejar
en segundo plano los propios gustos, a ceder; en primer lugar, por amor al
cónyuge, hijos, hermanos, etc., pero también porque uno es consciente de
que el mantenimiento de la armonía y la unidad familiar necesitan y
merecen esas renuncias.
Por último, siempre estará ahí. Esto es lo más bonito de la familia.
Cuando llegan los momentos difíciles uno sabe a quién recurrir porque sabe
que le aceptarán incondicionalmente.
Sin duda es hermoso, pero... ¿es realista? Creo que sí. Es más, en mi
experiencia lo es siempre que se ajusten las expectativas a lo que la doctora
Ceriotti Migliarese llama la pareja imperfecta y la familia imperfecta [3].
Aunque suponga volver a repetirme, uno de los objetivos de este libro es
aprender a vivir en un mundo imperfecto, rodeados de personas
imperfectas, siendo nosotros imperfectos... pero serenamente deseosos de
mejorar y sobre todo de ser felices; y ahora añado: y de hacer felices a
nuestros seres más queridos.
El matrimonio puede conllevar dificultades, como todos los caminos de
la vida, pero incluye precisamente la forma de solucionarlas: apoyarse en el
otro. Bien me lo demostró un matrimonio amigo. A él le diagnosticaron una
enfermedad neurológica progresiva, y para que no perdiese movilidad le
recomendaron hacer fisioterapia. Como buen médico, se resistió lo que
pudo a las prescripciones de sus colegas... hasta que pocos meses después a
su esposa le realizaron una intervención en un brazo y también le
recomendaron fisioterapia con el mismo objetivo. Ahora fue el marido
quien le animó a que fuese, pero resultó que ella también estaba muy
ocupada, es decir, tampoco le apetecía. Finalmente decidieron ir los dos
juntos, conscientes de que así se obligarían mutuamente. Durante la
rehabilitación era frecuente que uno encontrara una excusa para escabullirse
(trabajo, cansancio, los hijos, etc.) y animase al otro a ir solo. Pero este
aprovechaba para sacar su propia excusa, añadiendo: “no pasa nada, nos
quedamos los dos en casa”, obligando al primero a ceder e ir a hacer sus
ejercicios. El resultado fue que durante muchos meses ambos cuidaron
escrupulosamente sus citas de fisioterapia, porque sabían que estaba en
juego la salud del otro.
Los cónyuges son como dos naipes de una baraja: individualmente
pueden ser débiles o inestables, pero cuando caen en la cuenta de que cada
uno es el apoyo del otro desaparecen de un plumazo buena parte de los
pretextos. Incluso se critican menos los defectos del cónyuge porque uno se
ve a sí mismo como el apoyo con que cuenta el otro para vencerlos.

2. EL TRABAJO

Buena parte de nuestra jornada, al menos de lunes a viernes, transcurre


en la actividad laboral, fuente de un nuevo tipo de relaciones. Podemos
destacar las siguientes características de las relaciones en el trabajo.
Lo que une es una empresa común, la realización de una determinada
tarea.
Para llevarla a cabo se requiere cooperación, una unión de fuerzas cuyo
paradigma ideal es la sinergia, en la que el esfuerzo de todos cunde más que
el que pueda hacer cada uno por separado. Uno más uno es más que dos.
No se eligen las relaciones, sino que habitualmente uno se incorpora a un
equipo preexistente que va después sumando nuevos elementos. Se hace
necesario por tanto adaptarse a los distintos modos de ser, así como un
cierto esfuerzo de integración.
En consecuencia exige respeto a la diversidad. Una de las diferencias
con la familia es que las relaciones laborales no vienen caracterizadas por el
amor (aunque evidentemente hay que vivir la caridad con todos), sino por el
respeto. Es muy conveniente llevarse bien, que el clima de trabajo sea
distendido, evitar conflictos... pero lo importante en una empresa es que se
cumplan los objetivos de ventas, atención al cliente, etc. Para esto es
necesaria la flexibilidad, escuchar las opiniones de los demás, estar abiertos
a ceder, ocupar una función que no gusta tanto pero hará que funcione
mejor el conjunto, etc.
Por último, el ámbito laboral es un lugar natural para que surja la
amistad. Tantas horas codo con codo compartiendo un objetivo común
supone con frecuencia el caldo de cultivo para que surja la amistad e
incluso en algunos casos el amor que desemboca en el matrimonio.
3. LOS AMIGOS

Llegamos por último a la amistad, ese «afecto personal, puro y


desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el
trato» [4]. Podemos destacar las siguientes propiedades.
Se basa en la sintonía afectiva. Partiendo de algo en común (un trabajo,
una afición, un equipo de fútbol) se descubre una especial afinidad que
lleva a estar bien junto a esa persona, a sentirse escuchado y comprendido.
El filósofo Joseph Pieper decía que el amor lleva a decir: «qué maravilloso
es que tú existas, que estés sobre el mundo» [5].
Es un lugar donde compartir la intimidad. Decía Cicerón que el amigo es
aquel «a quien no temes confesar tus yerros, a quien no te sonroja
manifestar tu progreso espiritual, a quien confiesas todas las cosas secretas
de tu corazón y en cuyas manos pones tus proyectos» [6].
Se trata de un ámbito de gratuidad. Según Aristóteles, el amigo es «otro
yo» [7], es decir, definió veinticuatro siglos antes lo que Allport llamó
extensión del sentido del yo. Como es parte de uno, se le da lo que necesita
sin esperar nada a cambio, sin llevar la cuenta. Por esto el Estagirita añade a
reglón seguido que «sin la amistad el hombre no puede ser feliz» [8].
No todas las amistades son iguales, sino que admite grados, los cuales
dependerán de la intensidad del afecto y de la importancia de las cosas que
se compartan. Por eso las amistades más sólidas surgen cuando se ponen en
común cosas muy importantes: eventos vitales emocionalmente intensos,
preocupaciones íntimas, ideales comunes, una misma vocación, etc.
Se encuentra y se acepta. No basta una decisión de la voluntad (voy a
hacerme amigo de esta persona). Uno puede disponerse, frecuentar a
alguien, pero el sentimiento de amistad tiene que brotar solo, no se puede
forzar. Por otra parte, tiene que ser correspondido: la amistad es siempre
bidireccional.
Sufre atrofia por desuso. Igual que crece con el trato, se enfría con la
distancia. Afortunadamente los medios tecnológicos ayudan a mantener el
trato, pero no nos engañemos: es mucho mejor mirar a los ojos, unos ojos
no pixelados y que brillan con una luz natural, auténtica.
Puede surgir en la familia y en el trabajo, que son los dos ambientes en
que la persona transcurre la mayor parte de su tiempo. El roce hace el
cariño, se suele decir. Esta superposición de ámbitos es fácil de entender en
el terreno laboral, pero en relación con la familia puede requerir alguna
explicación más: hay hermanos que además son amigos, y otros que son
simplemente hermanos; es decir, con los primeros se llega a unos niveles de
afinidad y confianza muy altos que llevan a tener un trato preferencial.
Esta última idea abre un interesante campo sobre las amistades sanas:
preferencial no implica exclusivo ni excluyente. Lewis dice que es «el
menos celoso de los amores» [9]. Las amistades celosamente cerradas a
terceros –como a veces se ve en los adolescentes– no son sanas. Dos
personas que tienden a buscarse continuamente, a aislarse, a compartir todo
su mundo interior con una cierta falta de pudor, a prometerse secretos, etc.,
pueden estar manifestando inseguridad, es decir, utilizándose mutuamente
de forma inconsciente para compensar su miedo al mundo exterior.
Otro tema controvertido para algunos es si la amistad puede darse
solamente entre iguales. De hecho, inicialmente había añadido una
característica más: simétrica. ¿Se puede tener, por el contrario, una amistad
asimétrica, por ejemplo, entre personas con una diferencia de edad muy
importante? Sí... y no. Ciertamente puede darse entre ellos un alto grado de
afinidad y confianza y por tanto podría hablarse de verdadera amistad...
hasta cierto punto.
En mi opinión, los niveles más altos de amistad requieren una cierta
paridad. El distinto desarrollo afectivo y madurativo hace que sea difícil
hallar la sintonía necesaria para que se dé una amistad profunda. Los gustos
e intereses y sobre todo la manera de vivirlos son –deben ser– distintos
entre personas que se llevan varias decenas de años. Volviendo a
Aristóteles, si mi otro yo tiene esa diferencia de edad, tal vez yo mismo no
estoy bien situado en la etapa del ciclo vital que me corresponde. Creo que
el modelo adecuado para una relación con una importante diferencia de
edad sería más bien el de padre-hijo.
Y, ya que sale el tema, ¿es posible la amistad entre padre e hijo? Es
frecuente oír que “los padres deben ser los mejores amigos de sus hijos”.
Estoy de acuerdo siempre que se entienda que aquí se utiliza la amistad en
sentido impropio y lo que se quiere decir es que los padres deben inspirar
en sus hijos la confianza que tienen con sus amigos. Me parece más bien
que los padres deben ser padres. Esto incluye desde luego un ambiente de
confianza y cariño que facilite que una de las primeras personas con quien
un chico quiera confiar sus problemas sea su padre o su madre. Pero la
función de padre –y su responsabilidad– es mucho más amplia que la del
amigo: incluye educar y formar, lo que conlleva el ejercicio de la autoridad
(que no tiene el amigo), mostrar lo bueno y premiar cuando se alcanza y
señalar lo malo y castigar cuando se comete. El amigo, repetimos, es un
igual. El padre, por el contrario, es un referente, lo que le coloca en otro
plano que sin duda incluye también una dimensión afectiva.
Una última consideración sobre las amistades asimétricas. Cuando la
mayor parte de las amistades –es decir, las personas con quienes uno
verdaderamente se encuentra bien– son personas con las que hay gran
diferencia de edad, con frecuencia hay un déficit de habilidades sociales
que dificulta el contacto con los iguales. La relación asimétrica supondría
en este caso un refugio frente a dichas dificultades, buscando alguien más
débil (por más joven) que acepte y valore de manera acrítica, o por el
contrario alguien más fuerte que dé seguridad.
Mencionaré a continuación dos situaciones concretas en que la vivencia
de la amistad tiene alguna especificidad: el matrimonio y la vida de celibato
apostólico.
El matrimonio es definido por muchos como una forma particular de
amistad en la que los esposos deciden entregarse completamente al otro
para toda la vida, dando lugar a una “comunidad de vida y amor” [10] que
tenderá a crecer con la llegada de los hijos. Este carácter indisoluble y
abierto a la vida, junto con el componente erótico presente en la relación,
hace que la relación conyugal sea en sentido estricto distinta de la mera
amistad, como bien describe C. S. Lewis en su obra ya citada Los cuatro
amores.
Pero más que hablar de la relación entre los cónyuges querría detenerme
en las amistades que los cónyuges pueden tener fuera del matrimonio. Los
esposos comparten casa, proyectos, ilusiones, lecho... ¿deberían compartir
también a sus amigos? Dicho de otro modo: ¿es bueno que cada uno tenga
sus propias amistades y pase tiempo con ellas, o es mejor que acuda
siempre la pareja a cada uno de esos encuentros, dejando languidecer si es
necesario aquellas amistades en que no se consigue que ambos enganchen?
Mi respuesta sería: para que un matrimonio funcione hay que respetar la
alteridad. Comunidad de vida no quiere decir identidad de gustos, aficiones
y afinidades personales. Estas diferencias son más evidentes cuando
tenemos en cuenta la distinta sensibilidad del hombre y la mujer, como
ilustraba el conocido anuncio de cerveza: ella está enseñando a sus amigas
su nueva casa y todas gritan emocionadas al abrir un gran armario donde
guarda una gran variedad de ropa... y en ese momento son interrumpidas
por los gritos aún más sonoros del marido y sus amigos, que han
descubierto que el frigorífico está lleno de cervezas.
Muchas veces, con un cierto sacrificio gustoso, uno se adaptará al otro
para aumentar la gama de actividades que se pueden hacer juntos. Pero en
otras ocasiones no será necesario ese esfuerzo, es más, será más oportuno
que cada uno de ellos quede –lógicamente sin descuidar las propias
obligaciones familiares– con aquellas personas con quienes antes o después
del matrimonio ha entablado una relación de amistad para algún plan de
descanso, cultural, etc. No se trata de “descansar del otro” –expresión que a
veces se usa y que bien entendida no presenta problemas–, sino de no
ignorar las propias necesidades relacionales, que no se agotan en la vida
familiar. Por el contrario, si se atienden –repito, con orden– estas
necesidades, ambos cónyuges se encontrarán más a gusto compartiendo
tantas cosas como tienen en común, y en muchas ocasiones llegarán a
compartir también esas amistades.
La segunda situación que querría mencionar es la de las personas que han
entregado su vida enteramente a Dios en celibato apostólico. Aunque
dedicaremos a este modo de vida un capítulo entero, vaya por adelantado
una reflexión. El don de sí a Dios y a los hombres no quita la necesidad de
tener amigos, entendidos en sentido estricto y no simplemente las personas
que comparten la misma vocación o que reciben el benéfico influjo de su
labor apostólica. En la triple división que hemos hecho, los primeros
entrarían más bien en la categoría de familia, y los segundos en la de
trabajo; en ambos ámbitos puede nacer una verdadera amistad pero no hay
que darla por descontado.
El celibato supone una renuncia a emprender un proyecto de vida con
una persona y tener con ella una intimidad de alma y cuerpo, pero no
implica que desaparezca la necesidad de compartir con otros los propios
gustos, aficiones, ilusiones, etc., en un ambiente distendido de confianza.
Alguien podría objetar que eso ya se hace en el acompañamiento o
dirección espiritual; es cierto, y también es verdad que habitualmente tiene
lugar en un clima empático y afectuoso. Pero la amistad es algo distinto: es
compartir espontáneamente una parte de la interioridad afectivamente
significativa en un clima de igualdad. En la dirección espiritual no se dan
estas características: falta la reciprocidad en el compartir, la paridad, la
espontaneidad (solamente se ejercita en los momentos que se han fijado) y
los contenidos y el modo de tratarlos son distintos.
Maurizio Faggioni hace la siguiente reflexión, referida al sacerdote pero
aplicable a otros tipos de celibato, también femenino. La amistad permite
que “cuando esté inmerso en la exigente cotidianidad de su ministerio
pastoral, pueda encontrar en los amigos –ya sean hermanos en el sacerdocio
o bien laicos, hombres o mujeres, solteros o casados– esa integración
afectiva y ese apoyo humano del que el presbítero, al igual que el hombre
casado, puede necesitar. La persona célibe no puede esperar del amigo el
soporte afectivo que le podría dar un marido o una esposa, porque la
amistad es distinta del amor conyugal, pero sabe que, a pesar de las
distancias, el paso del tiempo y las vicisitudes de la vida, el amigo estará
siempre ahí” [11].
Terminamos esta sección con una afirmación de Aristóteles que
condensa cuanto hemos tratado de exponer: “la amistad es absolutamente
indispensable para la vida: sin amigos nadie querría vivir, aun viéndose
saciado de todos los demás bienes” [12].

4. SIN CONFUNDIR Y CON UNA CLARA JERARQUÍA


Hemos visto tres tipos de relaciones básicas, todas ellas necesarias.
Todas las personas necesitan sentirse miembros de una familia [13], un
trabajo donde desarrollar sus capacidades en cooperación con otros y unos
amigos con quienes disfrutar y compartir las aficiones y la interioridad.
Estos tres ámbitos no forman compartimentos estancos, sino que pueden
solaparse entre sí: uno puede trabajar en la empresa familiar codo con codo
con un hermano, y mantener una relación tan buena con él que se
consideren amigos.
Ahora bien, conviene distinguir los planos, porque esos tres ámbitos
tienen sus peculiaridades y, cuando se confunden, se da lugar a situaciones
incómodas. Tal vez la más clara se sintetiza con la expresión, habitualmente
dicha en tono de queja, “mi mujer es mi jefe”, que podemos extender al
marido, al hermano, al amigo, al director espiritual, al superior de una
institución religiosa, etc. En esas circunstancias es fácil que se den
invasiones inadecuadas en otros ámbitos, como sería hacer una petición
laboral en la sobremesa de una comida familiar, durante un rato de deporte,
en una conversación de acompañamiento espiritual o desde la dirección de
la institución religiosa.
En general conviene evitar esas invasiones, que pueden poner en peligro
la armonía en las dos relaciones implicadas. En ocasiones puntuales pueden
ser oportunas, pero requieren una gran delicadeza por parte de quien hace
de jefe y una capacidad asertiva por parte del subordinado para defender la
distinción de ámbitos ante peticiones extemporáneas.
En la medida de lo posible convendrá que no se acumulen muchos roles
en el mismo sujeto, por ejemplo, que sea a la vez director espiritual y jefe
directo de un hermano de vocación en una labor apostólica.
Una última cuestión es cuando las exigencias de uno y otro ámbito
entran en conflicto entre sí o con el sistema de valores del individuo. Ya
hemos hecho referencia a las crisis derivadas de la compatibilización entre
trabajo y familia. Quisiera ahora detenerme en los posibles contrastes entre
la forma de vivir de los amigos y el estilo de vida que el sujeto ha elegido
para sí. Como se ha dicho antes, existen grados de amistad: algunos son
más amigos que otros no tanto por la cantidad de cosas que se comparten,
sino por su calidad, es decir, por la importancia subjetiva que tienen las
cosas que se comparten. Por ese motivo los mejores amigos no son los que
tienen en común el equipo de fútbol, sino los grandes ideales de su vida.
Puede ocurrir, sin embargo, que el trato o el ejemplo de un amigo empuje a
ceder en los propios ideales (por ejemplo, llevar una vida cristiana
coherente); como dice el refrán, “dime con quién andas y te diré quién
eres”. Son momentos en que se hace necesario revisar la jerarquía de
valores, el esquema de comprensibilidad que se está poniendo en peligro.
Habitualmente no será necesario dejar que se extinga esa amistad pero
puede ser oportuno mantener alguna distancia, evitar ciertos temas o no
frecuentar juntos determinados ambientes aun a costa de que se enfríe la
relación; un verdadero amigo lo aceptará y tal vez la relación acabe
paradójicamente fortalecida, pues quedarán otras muchas cosas para
compartir y se habrá puesto de manifiesto una característica esencial de la
amistad: el respeto del otro.
Esta situación tiene también lecturas positivas: en primer lugar, querer
compartir los grandes ideales llevará a buscar el trato con aquellos que ya
los viven, especialmente cuando además ayudan a llevarlo a cabo; son las
llamadas buenas amistades. También impulsará a hablar con naturalidad a
los amigos del propio sistema de valores, por ejemplo, la vida cristiana que
se quiere llevar, en la que se encuentra motivación para ser mejores. A
quienes no compartan esos valores se les podrá explicar de un modo
asequible por qué se hacen o se evitan determinados comportamientos,
sabiendo, como dice san Pedro, «dar respuesta a todo el que os pida razón
de vuestra esperanza» (1 P 3, 15). Esta explicación y tal vez la invitación –
respetando la libertad del otro– a saborear aquello que nos llena de paz y de
alegría es la base del apostolado cristiano.
En resumen, si estos tres ámbitos –familia, trabajo y amistad– están bien
distinguidos e integrados en el propio sistema de valores, será más fácil
establecer una jerarquía que permitirá evitar o solucionar los eventuales
conflictos. Esta jerarquía llevará a la unidad de vida, a crecer humana y
sobrenaturalmente en cada uno de ellos y llegar a la meta de la vocación
cristiana: la santidad.
LA TERCERA EDAD

1. ¿QUIÉN SE ATREVE A MARCAR EL INICIO?

¿Cuándo empieza la tercera edad? No es fácil poner una fecha, sobre


todo cuando se conoce a personas de edad avanzada con un nivel muy
bueno de actividad física e intelectual. La mejora de las condiciones de vida
y el avance de la medicina, así como las características propias de muchas
profesiones, permiten tener un funcionamiento óptimo muchas décadas
después de una edad que hace medio siglo se consideraría plena vejez.
Más que a una edad concreta, en estas páginas me voy a referir a una
nueva situación en la vida, la que comienza con la jubilación, que en la
mayoría de los países occidentales tiene lugar entre los 65 y los 70 años. Se
trata de un acontecimiento objetivo que supone el paso a un nuevo estilo de
vida con muchas repercusiones a nivel personal, familiar y social. Este
evento puede no ser tan claro en muchos casos, ya que puede anticiparse
por reajustes de empresa, privilegios de algunas categorías de trabajadores,
empleos de riesgo, enfermedades que no afectan al funcionamiento global
de la persona, etc. Otros, por el contrario, consiguen desarrollar una
actividad profesional –sobre todo de tipo intelectual– hasta edades muy
avanzadas.
El concepto tercera edad no hace referencia a una edad o situación, sino
a una serie de características personales y sociales que pueden aparecer en
distinto momento, a veces de forma progresiva e imperceptible. La entrada
dependerá además de la situación sanitaria del lugar donde viva, el nivel
socioeconómico de la persona, el desgaste laboral que haya sufrido, etc., y
tiende a variar en los distintos países y momentos históricos.
Se habla incluso de una cuarta edad, que comenzaría cuando las
limitaciones físicas afectan a la autonomía personal, generalmente en torno
a los 80 años. Primero hace falta una persona que asuma las tareas
domésticas (limpieza de la casa y de la ropa, preparación de la comida, etc.)
y posteriormente también para el cuidado básico: vestido, aseo y
alimentación. Para entonces habitualmente se han acumulado patologías
degenerativas y crónicas que hasta el siglo pasado eran poco frecuentes en
sus estadios más avanzados pero que con las mejoras de calidad de vida han
retrasado su aparición y pueden evolucionar a formas que antes eran muy
infrecuentes.
Hay otras denominaciones para esta franja de edad: vejez, ancianidad,
senectud, etc. Cada una aporta matices no indiferentes pero no nos
detendremos a considerarlos.
El punto final de esta etapa es claro: la muerte. La esperanza de vida en
los países occidentales está actualmente en unos 74 años en varones y 80 en
mujeres, según la Organización Mundial de la Salud [1]. Esto quiere decir
que desde la jubilación pueden quedar aún muchos años de vida que deben
tener un sentido propio. No sería lógico que casi la quinta parte de nuestra
existencia consistiera simplemente en una preparación para la muerte. Por
el contrario, toda persona merece un fin de sus días significativo, como una
coronación de su paso por esta vida. Merece ser capaz de mirar hacia atrás
diciendo “ha valido la pena” y mirar hacia delante con serenidad,
consciente de que «la vida de tus fieles, Señor, no termina, se transforma, y
al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el
cielo» [2].

2. DELIMITACIÓN DE LA ETAPA

Erikson sitúa aquí su octavo y último estado psicosocial (Tabla 11) [3].
El radio de relaciones significativas se expande al máximo hasta abarcar la
especie humana, mi especie. Los polos en los que se mueve la crisis
correspondiente son integridad vs. desesperanza. La integridad, según el
psicólogo americano, consiste en un sentimiento de coherencia y de
totalidad a nivel somático, psicológico y social; justo los tres elementos con
que describimos la personalidad en el primer capítulo. Con los años los tres
corren el riesgo de descomponerse, por lo que el otro polo es la
desesperanza.
Radio de relaciones Fuerza Patología
Edad Estadio Crisis psicosociales
significativas básica básica
60 Integridad vs. “Especie humana”, “mi
Vejez Sabiduría Desdén
años-... desesperanza especie”
Tabla 11. Estadios y competencias evolutivas en la vejez según Erikson [4].

La búsqueda de integridad le llevará a continuar fiel al estilo de vida que


ha llevado hasta entonces, a lo que ha sido y ha querido ser, a actuar de
acuerdo con su sistema de valores y a tender siempre hacia las metas que se
propuso. Implica también aceptar la propia biografía y el hecho de que la
muerte es una fase de la existencia; ya dijimos en el primer capítulo sobre el
ciclo vital que una de las características de todas las fases es que son
necesarias. La adquisición de esta competencia prepara al individuo para
abandonar esta vida con serenidad.
La fuerza básica de esta etapa es la sabiduría, que es definida como una
«preocupación informada y desapegada por la vida misma, frente a la
muerte misma» [5]. El anciano sabe de la vida y a la vez está desprendido
de ella. La patología opuesta es el desdén, una reacción de desprecio ante la
sensación progresiva de acabamiento, de confusión, de desamparo (y ante el
hecho de percibir que los otros le ven así). Entre sus múltiples
manifestaciones está la falta de interés por lo nuevo y la correspondiente
idealización de lo antiguo, indiferencia ante lo que le rodea, reducción del
círculo de relaciones, descuido por el cuidado físico y un largo etcétera.
Romano Guardini coincide con Erikson al señalar los polos de sabiduría
y desdén como característicos de esta edad. De una vejez lograda, afirma,
«emana tranquilidad, una dignidad que no procede de los logros de su
actividad, sino de sí mismo» [6]. Añade además una tarea ética: aceptar que
se va envejeciendo e identificarse con la existencia que toca llevar. De este
modo «perderá esa rabia contra la vida que se le escapa y la envidia hacia
quienes todavía la tienen. Reconocerá la existencia de los jóvenes, e incluso
aprenderá a amarlos e intentará ayudarles. Pero no animado de la voluntad
de dominarles, que hace de la ayuda una forma de encubrir la envidia, sino
–podemos decir quizá– por solidaridad con la causa de la vida, llevado del
deseo de que esta vida que corre tanto peligro y tan sumida está en la
desorientación y la confusión sea como debe ser» [7]. Esta es la gran
aportación que puede hacer el anciano y el mejor recuerdo que puede dejar.

3. MANIFESTACIONES DEL ENVEJECIMIENTO

a) La necesidad de adelantarse

El objetivo de estas líneas es ofrecer algunas ideas para que la tercera


edad suponga un crecimiento humano y espiritual. La mayor parte de lo que
diremos se puede resumir en una palabra: adelantarse. Pensemos en una
persona de ochenta años que se rompe la cadera, sufre una operación para
colocarle una prótesis, regresa a casa del hospital y solo entonces cae en la
cuenta de que vive en un tercer piso sin ascensor, que para entrar en la
bañera tiene que alzar las piernas cuarenta centímetros, que el
supermercado y la parada de autobús más cercanos están a quince minutos
andando, que como vive solo necesita urgentemente alguien que le ayude en
las tareas domésticas... claramente habría comenzado tarde a plantear estos
problemas. En la mayor parte de los casos el declive será más progresivo e
insensible, pero conviene prevenirlo en la medida de lo posible.
Para adelantarse es necesario saber lo que nos espera. En este apartado
enumeraremos algunas limitaciones que van apareciendo con los años,
dando siempre por descontado la gran variedad individual en su momento
de aparición y manifestaciones [8]. Dividiremos esos cambios en personales
y sociales, aunque evidentemente ambas facetas tienen muchas conexiones
entre sí y el límite puede no ser claro en algunos casos.

b) Cambios físicos y cognitivos

A nivel de actividad física, ya desde la década de los 30 (la del “yo


nunca”) hemos ido señalando que el cuerpo comienza a gastarse muy
pronto. La plenitud física en la especie humana tiene lugar antes de la mitad
de la expectativa de vida. Se ve muy claramente en los deportistas de élite,
que habitualmente “cuelgan las botas” antes de los 40 años.
La tercera edad añade un factor nuevo: las fuerzas escasean hasta el
punto de limitar la realización de las tareas cotidianas o de impedir
realizarlas correctamente. Se padece pérdida de energía, disminución del
umbral del cansancio, lentitud, torpeza y un largo etcétera de limitaciones
psicomotrices.
Tal vez lo que más limita es la pérdida sensorial, que tiene también sus
prolegómenos años atrás. Por ejemplo, la presbicia suele aparecer a partir
de los 40 años y se compensa fácilmente con unas gafas. El anciano
comienza a ver peor tanto por desgaste del sistema óptico (más de la mitad
de los mayores de 80 años sufren cataratas, que tienen también solución
médica pero más invasiva) como por el desgaste de la retina, cuya solución
suele ser más complicada.
Pero lo que más condiciona habitualmente al anciano es la pérdida de
audición, pues suele llevar al aislamiento, especialmente si se combina con
poca paciencia de familiares y amigos. Los tratamientos suelen ser más
costosos e incómodos y sus resultados más limitados.
El envejecimiento afecta también a nivel cognitivo, con lentitud para
razonar y entender, disminución de la capacidad de pensamiento abstracto
(lo que afecta al sentido del humor, porque no captan el doble sentido) y
pérdida de memoria, es decir, de la capacidad de retención y recuperación
de datos. Estas limitaciones dificultan mucho la capacidad de aprender y de
adquirir las nuevas habilidades necesarias para adaptarse a los cambios.
Con los años, además, aumenta la probabilidad de padecer algún tipo de
demencia; la más frecuente es la enfermedad de Alzheimer, que afecta a un
1% de la población en la franja de edad 65-75 años y hasta un 22% de los
mayores de 85.
Conviene estar alerta ante la aparición de los primeros síntomas de
demencia, que suelen consistir en olvidos de nombres o de objetos. Es
frecuente que el interesado trate de camuflarlos –de modo no siempre
consciente– mediante justificaciones, echando la culpa a otro, etc. (“¿quién
ha cambiado de sitio las llaves?”); es la llamada confabulación. Una visita
al médico permitirá el diagnóstico precoz y la instauración de un
tratamiento (farmacológico y/o de estimulación cognitiva) que al menos
frene el deterioro.
Una queja frecuente es el sueño. Hay más dificultad para conciliarlo, más
despertares nocturnos y en general peor calidad, que puede conllevar
hipersomnia diurna. Como decía un conocido, “con los años cada vez se
duerme menos y se dormita más”. Aquí resulta de gran utilidad una de las
principales aportaciones de la cultura española a la humanidad: la siesta; se
trata de un concepto tan característico que muchos idiomas han adoptado
directamente el término sin traducirlo. Un reposo de 30-60 minutos después
de comer (en algunos casos viene bien uno más breve antes del almuerzo)
puede compensar las dificultades nocturnas y permitir un buen nivel de
funcionamiento.
En cuanto al carácter, los mecanismos inhibidores se vuelven menos
eficaces y la personalidad aflora más “en bruto”. Por eso pueden mostrarse
más impacientes, impulsivos, irritables, exigentes, rígidos, “maniáticos”,
depresivos, avaros, controladores... En gran parte cada uno cosecha lo que
ha sembrado, por eso no han de temer tanto esta desinhibición las personas
que se han esforzado por ser pacientes, bondadosas, optimistas, alegres,
reflexivas, etc. Es característica una disminución del rasgo “apertura al
cambio”, que en ocasiones degenera en una actitud de sospecha o rechazo
ante la novedad. Como veremos más adelante, se debe fundamentalmente a
una sensación de “extrañeza” ante el mundo en el que viven y una cierta
añoranza de aquel en que se sentían protagonistas. Pueden mostrarse muy
reivindicativos de su autonomía e independencia aun cuando hayan perdido
la capacidad de valerse por sí mismos.
La percepción del tiempo suele ser distinta. No solo porque tienen menos
tareas que realizar y, por tanto, se alargan en las conversaciones telefónicas
o al llevar a cabo actividades simples. Es también una cuestión cognitiva: su
enlentecimiento global los lleva a sentir de otro modo el paso de las horas y
se sienten más a gusto haciendo las cosas despacio y sin prisas.
A nivel sexual tiene lugar una dificultad o pérdida de la capacidad de
realizar el acto conyugal. Al hablar de los cuarenta años vimos las
consecuencias psicológicas que la menopausia puede tener en la mujer.
Ahora el más afectado es el hombre, que en ocasiones recurre a soluciones
médicas o paramédicas que pueden ayudarle a mantener esa función –que
tiene importantes consecuencias en la dinámica conyugal– pero no siempre
son completamente eficaces ni inocuas. Un conocido que estaba empezando
a sufrir estas limitaciones rezaba así: “Dios mío, si me has quitado la fuerza,
quítame también las ganas”.
Por último, se van acumulando patologías crónicas (hipertensión,
diabetes, hipercolesterolemia, artrosis) que pueden provocar dolores o
limitaciones en el estilo de vida, la dieta o la capacidad de actividad física.
Son reflejo de que el cuerpo se está gastando.
El desgaste físico y psíquico habitualmente no es lineal, sino que tiene
lugar a saltos. Una enfermedad aparentemente leve, un accidente doméstico
o una intervención quirúrgica pueden llevar a que la persona envejezca de
golpe varios años.

c) Cambios sociales

Tras la jubilación cesan las obligaciones laborales, que estructuraban el


día y la semana. Todos los días pasan a ser iguales –todos los días son
domingo– y puede faltar el impulso externo para realizar las tareas que aún
se pueden o deben hacer, postergándolas indefinidamente a pesar de que lo
que sobra es precisamente el tiempo.
Por encima de la falta de actividad se produce una pérdida de rol en la
vida, mayor cuanto más identificado estuviese el sujeto con su profesión: yo
soy profesor, médico, empresario, agricultor, artesano... Ese papel puede ser
también proyectado –con o más o menos razón– en la sociedad: antes era
“su” médico y por eso me valoraba. En efecto, uno deja de ser punto de
referencia y de consulta. Sigue siendo una persona muy preparada y capaz
(no deja de serlo el día de la jubilación) pero es menos visible y poco a
poco puede caer en el olvido. La ilusión, no exenta de un sano narcisismo,
de que sigan llamándole para que aporte su larga experiencia en los
problemas que surjan en su antiguo trabajo no raramente se ve frustrada.
Después de la jubilación surgen por tanto las preguntas: “¿qué soy ahora?,
¿para qué sirvo?”. Adelantarse en este campo significa potenciar otras
dimensiones además de la laboral de forma que la identidad no sufra un
gran menoscabo cuando haya que dejar la profesión.
Ya hemos hecho referencia al síndrome del nido vacío y sus efectos en la
vida de pareja. Si no se ha conseguido enderezar la relación conyugal, la
convivencia puede ser aún más difícil, pues tenderán a pasar más horas
juntos. En el caso de que solo trabajase uno de los cónyuges, el otro puede
ver invadidos sus espacios y alteradas sus rutinas: hasta entonces la casa era
“solo suya” durante toda la mañana y se organizaba para recogerla,
limpiarla, etc. El jubilado, por su parte, puede sentirse un extraño en su
propio hogar. Como en ocasiones anteriores, la situación obliga a
renegociar las reglas de la convivencia: horarios (levantarse, acostarse,
comidas, etc.), salidas, reparto de las tareas domésticas, empleo de objetos o
de habitaciones, uso de la televisión, etc.
En caso de fallecimiento de uno de los cónyuges el otro puede verse
obligado a vivir solo, lo que suele ser especialmente duro en caso de los
varones, que no raramente se muestran incapaces de hacerse cargo de la
casa. El deseo de independencia y de no hacer de intruso en casa de los
hijos lleva a tratar de alargar lo más posible la asunción de una persona que
ayude o el traslado a un lugar –la casa de un hijo o una residencia– donde
sus necesidades puedan ser adecuadamente atendidas.
Otra fuente de inquietudes es el aspecto económico. La pensión
habitualmente no permite mantener el ritmo de vida anterior e incluso cubre
con dificultad todas las necesidades. Por otra parte, la incertidumbre sobre
el futuro recomienda ahorrar por si vienen otras exigencias. Algunos
pueden vivir esta situación con gran angustia y volverse excesivamente
ahorrativos. El choque con esta realidad puede frustrar además alguno de
los sueños que se pensaba cumplir con la jubilación, como viajar.
En cuanto a las relaciones sociales, vienen también muy condicionadas
por la jubilación. La ocasión de conocer y tratar a otras personas se ve
frenada de golpe; de la noche a la mañana uno se encuentra “jugando en
otra división”, debe llenar su tiempo solo, pues sus amigos y conocidos de
siempre continúan trabajando. El progresivo desgaste físico y mental hace
que resulte cada vez más costoso salir, de forma que el anciano puede
limitar su ámbito de relación al familiar. Por otra parte, con el tiempo los
amigos van falleciendo, lo que fomenta la sensación de aislamiento (cada
vez queda menos gente con quien quedar) y produce un fuerte impacto
psíquico al sentir que el propio momento se acerca. Miguel Delibes lo
expresa genialmente en una de sus obras: Eloy, jubilado de 75 años, vuelve
de enterrar al último amigo que le quedaba y mientras regresa a casa
acompañado por el sacerdote «le dijo amargamente, señalando con el dedo
las tapias del camposanto, que tenía ya más amigos allí que en la ciudad»
[9].
Debido a los déficits sensoriales y cognitivos les puede resultar
incómodo estar en lugares muy concurridos (por ejemplo, las celebraciones
familiares). Sin marginarle, conviene ofrecerle un espacio en el que se
sienta a gusto, integrado, donde pueda escuchar y participar en la
conversación, contando también con la indulgencia del resto de personas
cuando repite sus historias o pregunta una y otra vez lo que no ha
entendido.
Por último, el mundo sigue avanzando a pasos agigantados y es fácil que
el anciano quede desactualizado, especialmente en lo que se refiere a la
tecnología. La menor capacidad de retención y aprendizaje hace que le
resulte costoso estar al día de las noticias, los nuevos personajes de la
política y el deporte, las innovaciones que pasan a formar parte del día a
día. En pocos años puede acabar con la sensación de que “esta ya no es mi
época”. Por eso le gusta hablar y a veces refugiarse en el pasado: es “su
mundo”, el que comprendía, con el que interaccionaba de modo activo, en
el que era reconocido y valorado, el que recuerda con nostalgia más o
menos explícita.
Otras veces la reacción es opuesta, aferrarse a esta vida y negar el paso
del tiempo en un intento de demostrar y demostrarse que los años no están
dejando una huella tan profunda. Hay que ser muy comprensivos en estos
casos, considerando que el anciano tiene que elaborar «un duelo no solo por
el tiempo perdido y el espacio agotado, sino también [...] por la autonomía
debilitada, la iniciativa abandonada, la intimidad faltante, la generatividad
descuidada» [10]. No hay que olvidar que «la persona senil es débil y se
siente amenazada. Su manera de defenderse consiste, por tanto, en afirmar
lo que es y posee: sus propiedades, sus derechos, sus costumbres, opiniones
y valoraciones. Aparece la obstinación senil: una tenacidad, un aferrarse a
unas cosas y resistirse a otras, que pueden llegar hasta lo más minúsculo y
necio. Es difícil contrarrestar este endurecimiento, ya que con frecuencia la
inteligencia y los sentimientos han perdido la movilidad necesaria para
comprender las razones expuestas y hacerse cargo de los motivos aducidos»
[11].
La desadaptación puede conducir a una depresión, que con frecuencia es
infradiagnosticada porque se confunde con la inactividad propia del
anciano. No me detengo en la depresión senil porque tiene características
similares a la fase depresiva del luto, que será estudiada en el capítulo
siguiente.
Visto este elenco se hace poco apetecible llegar a estas edades. Sin
embargo, este progresivo deterioro tiene algunas consecuencias positivas a
nivel psicológico: pone delante la ineludible realidad de que «no tenemos
aquí ciudad permanente» (Hb 13, 14) y ayuda a desapegarse de las
realidades terrenas. Podemos decir que el fin del ciclo vital es en cierto
modo una inversión de su origen: la vida del niño comenzó con el apego a
la figura materna y la del anciano termina con un cierto desapego (que no
debe caer en el desdén) a este mundo en que se siente un poco extraño. Se
facilita así el anhelo de otra vida donde «no habrá ya muerte, ni llanto, ni
lamento, ni dolor» (Ap 21, 4).
Con todo, muchos de los efectos que hemos visto en esta sección se
pueden atenuar, como veremos tras un breve inciso.

4. EXCURSUS: CUANDO NO HAY JUBILACIÓN

Hemos asumido hasta ahora que la persona que llega a estas edades pasa
por el filtro de la jubilación, que supone un cambio brusco en su vida, un
día que marca un antes y un después. Esto tiene un efecto beneficioso: es
una señal imposible de ignorar de que el tiempo pasa inexorablemente.
Hay sin embargo algunas personas que no tienen un trabajo profesional
en el sentido en que socialmente se suele entender (con contrato,
remunerado y sujeto a extinción). Sería el caso de las amas de casa, en
algunos casos los sacerdotes, etc. Incluimos también aquí a las personas que
se han prejubilado y a los profesionales liberales que mantienen su ejercicio
laboral hasta edades muy avanzadas.
En ellos el paso de los años va dejando huella como en todos pero no hay
un evento concreto que ponga en evidencia que han alcanzado ya una edad
avanzada. En consecuencia tanto ellos como las personas con quienes
conviven o que les proveen de trabajo pueden no ser tan conscientes de los
achaques que se van acumulando y, por tanto, no ajustar oportunamente su
labor a las capacidades reales. Sería algo similar a cuando se ve a un
sobrino después de un largo tiempo: uno puede ser más consciente de los
cambios físicos y psíquicos que ha experimentado que los propios padres y
hermanos que conviven día a día con el chico.
En estas categorías de personas conviene estar particularmente atentos a
manifestaciones de la edad que ni el propio interesado puede notar:
cansancio, olvidos, pequeños dolores o molestias, etc.

5. PREPARARSE PARA LA VEJEZ

Antes o después y de forma más o menos acusada todos acabaremos


teniendo muchas de las limitaciones que acabamos de señalar. Pero se
puede hacer mucho para atenuar su impacto sobre nuestro funcionamiento
diario.
La clave, ya lo dijimos, está en adelantarse a la llegada de esos
problemas. Muchos autores recomiendan que hay que considerar
expresamente la vejez unos diez años antes de la jubilación. En ese
momento –55 años, por poner una edad– aún se tiene la flexibilidad física y
mental para proponerse cambios importantes y el margen de tiempo es
suficientemente amplio. Señalaremos a continuación algunos de esos
ajustes, que se resumen en planificar las relaciones y actividades que
sustituirán al trabajo tras la jubilación.
Puesto que las relaciones laborales terminarán, hay que potenciar los
otros dos grandes bloques: la familia y los amigos. Esta visión ayuda a
redimensionar la importancia concedida al trabajo: no tendría sentido
plantear los últimos años de ejercicio profesional como un sprint final para
jubilarse lo más arriba posible en el escalafón a costa de descuidar a quienes
nos acompañarán en la vida a partir de entonces.
Los hábitos de vida sanos –que hay que cuidar desde la juventud– no
solo alargan la vida, sino que facilitan una mayor calidad: un ictus o un
infarto pueden provocar la muerte pero también dejar como secuelas
importantes minusvalías. Por eso conviene evitar hábitos poco sanos, como
el tabaco o el sedentarismo, mantener un peso adecuado, hacer un rato de
ejercicio semanal, mantener el orden en el ritmo de trabajo, descanso y
sueño, etc. También es importante realizar revisiones médicas periódicas
que detecten las patologías en sus primeras fases, antes de que produzcan
daños serios o irreversibles.
Hemos hablado largamente sobre la necesidad de mejorar el carácter en
todas las etapas de la vida: fomentar la flexibilidad, suavizar las aristas,
evitar el acúmulo de manías, fomentar el buen humor sin cinismos, ser
comprensivos con los fallos ajenos (y con los propios) sin perder la
serenidad, respetar las formas de ser y de hacer distintas de las propias,
adaptarse al ritmo de los otros, etc. Como decía un conocido, “a los 50 años
hay que decidir si quieres ser un abuelito bonachón o un viejo
cascarrabias”. A veces sirve plantearse: “¿cómo sería si me llegase una
demencia y mi carácter se desinhibiese?”.
Una capacidad que será de gran utilidad con el paso de los años es la de
aprender a pedir ayuda y dejarse servir. Es cuestión de tiempo: si vivimos lo
suficiente, acabaremos siendo más o menos físicamente dependientes. La
ancianidad conlleva que tarde o temprano «otro te ceñirá y te llevará
adonde no quieras» (Jn 21, 18). Una persona con un excesivo afán de
autonomía, a quien pedir ayuda le supone una humillación, que interpreta
los ofrecimientos de los demás como una minusvaloración de las propias
capacidades, tendrá muy difícil sobrellevar las limitaciones de la edad.
Tanto en la familia como el trabajo es necesario no solo permitir sino
fomentar el relevo generacional con la ilusión de que otros asuman los
propios proyectos no desde cero, sino desde donde nosotros los hemos
dejado. De esta forma podrán desarrollarlos y hacer realidad el deseo de
generatividad que caracteriza la adultez. Se facilitará también así la
inversión de roles que inevitablemente acabará llegando, cuando haya que
pasar de cuidador a cuidado.
En la medida de lo posible hay que preparar el hogar donde se espera
vivir al llegar a los 80 años: eliminar barreras físicas, adaptar los cuartos de
baño, instalar un ascensor, asegurar acceso fácil a los servicios básicos
(tiendas, medios de transporte públicos, etc.), que no resulte excesivamente
grande después de la emancipación de los hijos, que sea económicamente
sostenible con la pensión, etc. En ocasiones esto puede requerir cambiar de
casa o al menos afrontar reformas importantes.
Por último, vale la pena recordar la importancia de vivir con coherencia
el propio proyecto vital, los valores con que se ha vivido y con los que se
quisiera morir. No tiene sentido engañarse con excepciones; como suele
decirse, “o se vive como se piensa o se acaba pensando como se vive”. La
unidad de vida, entendida tanto en sentido psicológico como cristiano, da
un sentido de identidad –de integridad, por emplear la terminología de
Erikson– que ayuda a resistir las dificultades, a mirar hacia atrás con
serenidad y hacia adelante con esperanza.

6. UNA ETAPA PARA SEGUIR CRECIENDO

En esta sección expondremos algunos consejos concretos que pueden


servir para vivir la tercera edad de una manera enriquecedora. Son
aplicables tanto para uno mismo como para recomendarlos a familiares,
amigos o a las personas a quienes se ayuda en la dirección espiritual.
Profundizando en la “tarea ética” de la vejez, Guardini afirma que «solo
envejece de manera correcta quien haya aceptado interiormente su
envejecimiento» [12], los límites que le son impuestos por la propia
naturaleza, sin limitarse a sufrirlos. También la vejez es vida, con unas
características propias pero vida. Por eso sabio es «es quien sabe del final y
lo acepta. Con ello no queremos decir que se alegre de él –aunque esto llega
a darse en algunos casos excepcionales–, sino que nos referimos a la
disposición cada vez más sincera a aceptar lo que tiene que suceder
necesariamente» [13].
Conviene que familiares y amigos aborden y expliciten los miedos que
suelen aparecer con los años, a veces de modo no del todo consciente: a
perder autonomía, a las limitaciones económicas, a quedarse solo, a ser una
carga para la familia, a ser abandonado, a acabar los días en un asilo, al
dolor, a la enfermedad, a la muerte... Es frecuente que les cueste hablar de
ellos, como si por no mencionarlos dejasen de existir. En estas
conversaciones hay que ser muy sensibles a la lectura subjetiva que el
interesado hace de su deterioro. La valoración que haya tenido a lo largo de
su vida de las propias capacidades le hará vivir el proceso como una
dolorosa pérdida, una humillación, etc.
No será posible poner solución a todos, pero el hecho de compartirlos
sirve de desahogo y también para descubrir que no sería racional
condicionar el bienestar actual por un posible mal futuro. Un amigo me
contó un ejemplo muy ilustrativo. Su madre anciana tuvo que ingresar unos
días en el hospital y asistió a una aparatosa caída de su compañera de
habitación, que tuvo como consecuencia una fractura importante. Al volver
a casa la madre tomó tal miedo a sufrir un traumatismo similar que
restringió casi completamente su actividad, llegando a estar todo el día tan
limitada como si realmente hubiese sufrido una lesión invalidante. No fue
fácil, pero una paciente conversación con sus hijos consiguió que volviese a
normalizar su día, abrirse al mundo y replantearse lo que aún podía ofrecer
a los demás.
«Negociad hasta mi vuelta» (Lc 19, 13). Si alguien está en condiciones
de escuchar estos consejos, quiere decir que el Señor aún no ha vuelto –por
muy cerca que parezca estar– y por tanto tiene la misión de hacer fructificar
sus talentos. Nadie puede pensar: “ya lo he hecho todo en la vida”, pues se
haría acreedor de la reprensión que recibió el siervo que escondió su talento
en vez de hacerlo fructificar (Lc 19, 20-26).
Un primer paso sería sentarse a pensar: “¿cuáles son mis talentos hoy y
ahora?, ¿cómo puedo ponerlos al servicio de Dios y de los demás?”. A
pesar de la merma física y psíquica hay un talento que se mantiene hasta el
final: el tiempo, las 24 horas que tiene cada día. Nunca es tarde, como
muestra el Señor en la parábola de los obreros de la viña (cfr. Mt 20, 1-16):
a pesar de la incomprensión de los otros trabajadores, el que se incorporó a
la faena a la hora undécima recibió el mismo jornal que los demás. Pueden
servir para esa reflexión alguno de los libros que ofrecemos en la biografía
final, y también conocer la biografía de personas que supieron vivir hasta el
final una vida plena y basada en el servicio a los demás, también cuando
llegó la enfermedad, la vejez y las limitaciones físicas.
Más adelante hablaremos con detalle de muchas actividades que pueden
realizarse en esta etapa, pero no quisiera dar la sensación de que el objetivo
es llenar el día de tareas dirigidas hacia fuera. Recordemos que, según
Erikson, la generatividad es la competencia evolutiva propia de la edad
adulta, mientras que lo que corresponde buscar ahora es la integridad. Por
eso donde primero hay que mirar es hacia dentro y la primera tarea es
crecer en interioridad. Tal vez esto explica en parte la lentitud característica
del anciano: no se debe solo a un deterioro motor o cognitivo, sino que
tener menos presión externa para hacer cosas le ayuda a ser naturalmente
más reflexivo, lo que unido a su experiencia de la vida le da la sabiduría
que le es propia.
Hemos visto repetidamente que la persona crece sobre todo en la
relación. Por eso es necesario evitar el aislamiento y mantener contacto con
otras personas dentro y fuera de la familia, superando la resistencia –que
será cada vez mayor— a ponerse en movimiento. Puesto que hemos
hablado ya de la vida familiar en la tercera edad, quisiera hacer una breve
mención al ámbito de la amistad. Es cierto que se pierden conocidos, pero
el anciano puede al menos en parte compensarlo retomando contactos
antiguos y sobre todo poniéndose en ocasión de conocer nuevas personas;
esto último requiere frecuentar lugares donde entablar esas relaciones:
parroquia, ONGs, hogar del pensionista, etc.
En el trato con los demás habitualmente hay que asumir un cierto papel
secundario: no forzar que los otros se adapten a uno, sino tratar de adaptarse
a los otros sin exigirles que den lo que no quieren o no pueden dar. Y a la
vez ser proactivos: plantearse los problemas desde la perspectiva de “qué
tengo que cambiar yo, con los medios que tengo y con las personas que
tengo a mi alrededor, para mejorar mi situación”.
Llegamos por fin a uno de los grandes retos de esta edad: es necesario
tener el tiempo ocupado, que sean y se sientan de verdad útiles. Esto
requiere tener un plan diario de actividades que sea a la vez realista y
mínimamente exigente, un horario que comience con la levantada, a ser
posible a hora fija, y continúa con el aseo personal: hay que seguir cuidando
el aspecto físico (aseo, cambio de ropa, etc.). Conviene que realicen todas
las actividades que puedan aunque haya otra persona que ayude en las
tareas domésticas, por ejemplo, no dejar de hacer la cama, colaborar en la
limpieza y la cocina, etc. Como se ha dicho, puede ser oportuno reposar un
tiempo antes o después de la comida (suelen bastar 30-60 minutos) para
compensar el déficit de sueño nocturno.
Es muy recomendable realizar diariamente actividades físicas adaptadas
a la edad. Durante muchos años será posible realizar algún deporte, pero
llegará un momento en que habrá que reducirlo o incluso abandonarlo...
sustituyéndolo por paseos, aunque sea acompañados del bastón o incluso
empujados en la silla de ruedas (en este caso, será el acompañante quien
haga ejercicio).
A la vez, hay que saber renunciar a las actividades que suponen peligro:
lesiones deportivas, caídas al caminar, olvidar apagar el fuego al hacer la
comida... El equilibrio no es fácil en los casos concretos pero hay un lema
que habitualmente sirve de orientación: “mejor que lo haga el interesado
aunque lo haga mal o tarde más tiempo”. Hay que recordar que las
habilidades se atrofian por el desuso, es difícil recuperarlas y la pérdida
puede ampliarse a otras capacidades relacionadas.
Algunas personas requieren que se les anime a bajar el ritmo y la
intensidad de las actividades, adaptándolo a sus capacidades y a la menor
exigencia de su nuevo género de vida. Tal vez durante años han estado
presionados (quizá por sí mismos en el caso de las personas activistas y
pragmáticas) para producir y ahora tienen que aprender a disfrutar con lo
que hacen independientemente del resultado visible.
Es cierto que las tareas serán socialmente menos relevantes y en cierto
sentido no tan gratificantes; pero, por otra parte, los jubilados pueden
dedicarse mucho más a lo que de verdad les gusta. Es el momento de
recuperar antiguos hobbies que hubo que abandonar por falta tiempo: leer,
escribir, escuchar música, tocar un instrumento, disfrutar del arte, hacer
turismo incluso en la propia ciudad, aprender o potenciar los idiomas,
inscribirse en una Universidad de Mayores, mejorar los conocimientos
informáticos (que les servirán para estar más “conectados” con el mundo),
etc. Se trata de actividades que estimulan la mente e incluso retrasan la
aparición de las manifestaciones de demencia. No se trata simplemente de
terapia ocupacional, sino de realizar actividades placenteras y que ayuden a
enriquecer a la persona; hacer sudokus ya es algo, pero habitualmente se
puede ser más ambicioso.
Aunque he evitado ser exhaustivo, no me resisto a transcribir la larga
lista de tareas que propone el autor de uno de los libros que aparecen en la
bibliografía: «artesanías, manualidades, labores contables o estadísticas,
arreglos domésticos, pequeñas instalaciones, jardinería, decoración,
bordados y tejidos, costura, arreglo o modificación de trajes, mantenimiento
y refacción de pequeños equipos, mecánica elemental, culinaria, panadería,
dulcería, carpintería, marquetería, clasificación y ordenamiento de
documentos, libros, casetes, discos y revistas; organización y
mantenimiento de archivos, pintura al óleo o acuarela, fotografía y
revelado, fotocopiado y reproducción, mecanografía y trabajos en el
computador, elaboración de afiches, avisos, tarjetas y otros elementos de
propaganda o para invitaciones, distribución de los mismos o de otros
materiales, servicios de mensajería física o telefónica, atención a “call
centers”, secretariado, traducciones, servicios temporales, enfermería,
inyectología, recreacionismo, docencias ocasionales o específicas,
organización de viajes y excursiones, investigación de mercados y de
tendencias, realización de encuestas, compilación de datos, cosmetología y
estética, peluquería, modistería, sastrería, alquiler de trajes para diversas
ocasiones, reparación de calzado, muñequería, refacción de porcelanas y de
otros artículos decorativos; ventas en el hogar de artículos de uso frecuente,
tales como: adornos, botones, hilos, agujas, hebillas, ganchos, cintas,
lápices, cuadernos, etc.; tiendas o graneros, salsamentarías, venta de
helados y refrescos, o de otras golosinas; ayuda en la elección de regalos
para matrimonios y otras ocasiones, envoltura y envío de los mismos,
asesoría para preparación de eventos y fiestas; acompañamiento y atención
a niños, a inválidos o a personas mayores que ya no tienen parientes
cercanos que cuiden de ellos» [14].
La lista es larga pero no agota todas las posibilidades. Cabría añadir, por
ejemplo, la ayuda en el cuidado de los nietos (cuántos hogares dependen de
la abnegada implicación de los abuelos), la colaboración en parroquias,
clubes juveniles, ONGs, etc. El rango es amplio: dar catequesis y clases de
formación cristiana, realizar tareas sencillas como atender la portería, el
juego o el estudio de los jóvenes, o incluso poner en juego las competencias
adquiridas en la propia profesión en tareas más especializadas, como llevar
la contabilidad, realizar reparaciones y mantenimiento de instalaciones, etc.
Merece especial atención la gestión de la propia medicación y de la
economía doméstica. Los olvidos en estos campos son especialmente
perjudiciales y hacen recomendable que alguien les prepare los fármacos
que debe tomar en cada momento del día y que una persona de confianza se
haga cargo del manejo del dinero –tal vez dejándole una pequeña cantidad
para uso diario–, esté autorizada para gestionar la cuenta bancaria y
conozca las claves, tenga poderes sobre bienes y acciones, etc. A este
respecto es importante que haga testamento con antelación y que todos los
familiares cercanos conozcan su contenido y respeten la voluntad del dueño
de esos bienes. Otra actividad a la que tarde o temprano hay que renunciar
es la conducción, una vez que la disminución de vista o de reflejos la hacen
peligrosa para él mismo o para otros.
Un momento especialmente doloroso es cuando se pierde el control de
los esfínteres. La higiene obliga a plantear la “crisis del pañal”, al menos
por la noche, lo que también evita que tengan que levantarse con el
consiguiente riesgo de caídas.
Una última tarea que se puede realizar siempre, incluso en las fases más
avanzadas de una enfermedad que deja postrado en cama, es rezar. No es
poca cosa ni un mero consuelo cuando no se puede ya colaborar “de
verdad” en otras iniciativas. Es una forma de poner la cabeza, el corazón y
el alma en los demás. Es significativo que la patrona de las misiones sea
santa Teresita del Niño Jesús a pesar de que desde los 15 años hasta su
fallecimiento, nueve años después, no salió de su convento carmelita. Con
su celo por el bien de las almas ofreció desde allí abundantes oraciones y
sacrificios con los que sostuvo la actividad de muchos misioneros de todas
partes del mundo.
Cuando las limitaciones físicas avanzan, se hace necesario tal nivel de
cuidado y atención que es desaconsejable o incluso peligroso que el anciano
viva solo. Se trata de una decisión difícil tanto para el propio interesado
(que ve cómo perderá autonomía) como para la familia. El traslado a la casa
de un hijo puede ser una buena solución siempre que sea consensuada por
ambos cónyuges (y los hijos, si es el caso) y la vivienda disponga de
espacio suficiente (no siempre será viable disponer una habitación para él) y
condiciones materiales adecuadas. La situación se complica cuando, tal vez
después de unos años de convivencia, se hacen necesarias atenciones
especiales –por ejemplo, para el aseo, la alimentación o cuidados de tipo
médico– o necesita una supervisión continua. En ocasiones bastará
contratar una persona preparada, pero si el deterioro es más pronunciado, lo
mejor para el anciano puede ser el traslado a un centro especializado; ambas
opciones tienen consecuencias económicas que han de ser tenidas en
cuenta. El ingreso en una residencia suele ser doloroso para unos y otros,
pues se puede vivir como abandono lo que en realidad es asegurar la
vigilancia y el cuidado especializado que el anciano necesita en sus
circunstancias actuales.
No es fácil la tarea del familiar o del cuidador. Hace falta una
combinación de paciencia y fortaleza en proporciones que no siempre serán
evidentes. Es necesaria también una negociación entre los familiares más
cercanos para repartir las tareas de forma equilibrada. No se puede
sobrecargar a quien “lo hace bien”, vive más cerca o se ha ganado la
confianza del anciano; las competencias de un buen cuidador se adquieren
con tiempo y empeño. En todo caso, siempre se podrán quitar a los que
estén sobrecargados algunas tareas más fáciles o mecánicas y asegurarle
periódicamente las oportunas “vacaciones terapéuticas”. A pesar de las
dificultades los familiares tratarán de mostrar siempre cariño y respeto
hacia los mayores, como recomienda san Pablo a Timoteo: «al anciano no
le reprendas ásperamente, sino exhórtale como a un padre; [...] a las
ancianas, como a madres» (1 Tm 5, 1-2).
7. PREPARARSE PARA DAR EL SALTO A LA MORADA DEFINITIVA

Last but not least (por último, pero no menos importante), llegamos a la
tarea principal de esta fase, que consiste en prepararse para dar el salto al
Cielo. Al estudiar los estadios anteriores del ciclo vital hemos subrayado
que cada uno tiene un sentido propio y a la vez ha de vivirse en vistas del
sucesivo; por ejemplo, hemos insistido en que la adultez debe ser también
una preparación para la ancianidad. Pues bien, la tercera edad ha de ser
vivida en función de la etapa siguiente y definitiva: la vida eterna a la que
estamos llamados. «Hacerse viejo quiere decir acercarse a la muerte, y
cuanto mayor se es, más cerca se está de ella. En esta cercanía se llega a
tocar con las manos el fondo de la existencia. Se plantean las preguntas
últimas: ¿es la muerte la disolución en el vacío, o más bien el paso a lo
verdaderamente real? Solo la religión responde a estos interrogantes. Mala
cosa hacerse viejo sin fe en Dios. Aquí no hay palabrería que valga. El
núcleo de la vida del anciano no puede ser otro que la oración, sea cual sea
la forma que esta tome» [15]. Si la vida se ha vivido como un don de Dios,
es más fácil aceptar que ese don se está acabando... para dejar paso a otro
aún más grande y duradero.
Entre las muchas tareas a realizar ocupa un lugar primordial el fomento
del trato con Dios, concretado en un tiempo diario de oración y la
frecuencia de sacramentos. Qué mejor manera de asegurarse de que Dios
nos recibirá que recibirle diariamente en la Sagrada Comunión. Se puede
valorar también la conveniencia de administrar la unción de los enfermos,
que “no es un sacramento solo para aquellos que están a punto de morir. Por
eso, se considera tiempo oportuno para recibirlo cuando el fiel empieza a
estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez” [16].
Al hacer balance de la vida, con sus luces y sus sombras, servirá la
jaculatoria que solía repetir el beato Álvaro del Portillo: “gracias, perdón y
ayúdame más”. Es una forma de reconocer el bien que hemos hecho, la
imperfección de nuestras obras y la confianza en la gracia divina para el
tiempo que queda.
Entre los motivos de agradecimiento ocupa un lugar destacado el haber
perseverado en la propia vocación cristiana, manifestación del amor de Dios
que ha orientado toda la existencia. Como recordaba Benedicto XVI en un
encuentro con sacerdotes, religiosos, seminaristas y diáconos –pero se
puede aplicar también a los laicos y especialmente a los matrimonios–, «la
fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor; de un amor
coherente, verdadero y profundo a Cristo Sacerdote» [17]. Esta
consideración hará que al ver acercarse el momento «de pasar de este
mundo al Padre» (Jn 13, 1), nos llenemos de la serenidad y esperanza que
mostraba san Pablo: «he peleado el noble combate, he alcanzado la meta, he
guardado la fe» (2 Tm 4, 7).
El humilde reconocimiento del bien realizado –real aunque siempre
insuficiente–, de los frutos de la propia vida, de las obras que nos
sobrevivirán y de los hijos –naturales y espirituales– confirmarán que la
vida ha sido fructuosa, que ha valido la pena. La conciencia de que se
podría haber hecho más volverá a poner a prueba esa tolerancia a la
frustración que tan necesaria hemos visto desde la más tierna infancia e
impulsará a aprovechar el tiempo restante para seguir realizando obras
buenas. Un estímulo en esa perseverancia será el deseo de dejar un buen
recuerdo a los seres queridos y «a los jóvenes un noble ejemplo», como el
anciano Eleazar (2 M 6, 18-31), mostrando cómo vivir con sentido
cristiano, paciencia y buen humor los achaques de los años y los dolores de
la enfermedad. Una actitud así hace verdad el adagio juvenes videntur
sancti sed non sunt: senes non videntur sed sunt, los jóvenes parecen santos
pero no lo son, los viejos no lo parecen pero lo son.
En ocasiones pasará a primer plano un doloroso sentimiento de
inutilidad, desesperanza y remordimiento por los errores cometidos o, más
ampliamente, por haber desperdiciado la existencia. En este último caso
puede generarse la sensación de que aún no se puede abandonar esta vida:
no ha conseguido dejar el poso, la generatividad que caracterizaba el
estadio evolutivo anterior. Para esos momentos se puede fomentar el sentido
de contrición y renovar el deseo de pasar el tiempo de vida restante como
un «tiempo de verdadera penitencia» [18]. No siempre será posible hacer
las paces con las personas a las que se haya tratado mal, pero siempre es
buen momento para reconciliarse con Dios. Por eso no hay motivos para la
desesperación: el Señor siempre está dispuesto a concedernos el perdón y
hacernos disfrutar del premio del Cielo aunque seamos trabajadores de la
hora undécima (cfr. Mt 20, 1-16).
Esta actitud llevará a ver el futuro sin aprensión, con la confianza –
basada en el sentido de la filiación divina– de que nos espera el premio
prometido por nuestro Padre Dios: «vosotros sois los que habéis
perseverado conmigo en mis pruebas; yo, por mi parte, dispongo un Reino
para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis
a mi mesa en mi Reino» (Jn 22, 28-30).
CUANDO EL FINAL SE ACERCA

1. ON DEATH AND DYING

¿Cómo afrontar la noticia de que ha llegado la hora? ¿Cuál es el mejor


modo de comunicar el diagnóstico de una enfermedad mortal? ¿Cómo
ayudar a los familiares a superar el dolor por la pérdida de un ser querido?
La psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross (Zúrich 1926-Arizona 2004) es
conocida por su descripción de las fases del duelo, es decir, el proceso
psicológico de asimilación de la noticia de que el final está próximo. Su
interés comenzó ya en su época de estudiante, cuando después de la
Segunda Guerra Mundial visitó el campo de exterminio de Majdanek
(Polonia) y se sorprendió por los cientos de imágenes de mariposas
grabadas en las paredes de los barracones. Este animal se convertiría en el
símbolo de su concepción de la muerte: para ella sería el paso a otra forma
de vida más elevada.
En 1958 se trasladó a Nueva York y, aunque se sentía inclinada por la
pediatría, comenzó la especialización en psiquiatría. Durante los siguientes
años fue frecuentemente solicitada para atender a moribundos que
mostraban síntomas depresivos. Uniendo un gran sentido de humanidad con
sus conocimientos científicos los escuchó durante horas y los acompañó
con palabras y silencios hasta un fallecimiento sereno. Después de seguir a
unos doscientos pacientes a pie de cama durante todo el proceso (a lo largo
de su carrera llegaría a acompañar a miles), escribió su obra más conocida:
On Death and Dying (1969), traducida al castellano como Sobre la muerte y
los moribundos [1].
En este libro describió cinco etapas por las que pasaban sus enfermos
desde que les era comunicado el diagnóstico infausto: negación, ira,
negociación, depresión y aceptación. No se trata, afirmaba, de un proceso
rígidamente lineal, sino de fases que se pueden solapar, sucederse en orden
distinto y tener una duración variable en función de la personalidad del
paciente y de sus circunstancias personales: una persona irritable
experimentará más intensamente la fase de ira, un “luchador nato” tenderá a
negociar todo lo posible, alguien pesimista caerá más fácilmente en la
depresión, etc. En algunos pacientes pueden no ser evidentes todas estas
etapas.
Kübler-Ross se dio cuenta pronto de que sus etapas eran válidas también
para los familiares de los enfermos y, más en general, para la aceptación de
otras noticias negativas. Su consideración nos puede ayudar a entender el
sufrimiento del sujeto que pasa por una etapa de duelo y darnos
instrumentos para ayudarlo.

2. PRIMERA FASE: NEGACIÓN

“No, yo no, no puede ser verdad”.


La primera reacción del paciente ante la noticia fatal es comportarse
como si el asunto no tuviera que ver con él, dando por hecho un error de
diagnóstico, que los resultados de las pruebas clínicas corresponden a otra
persona, etc. En consecuencia sigue actuando como si nada hubiera pasado
mientras solicita que se repitan los test o busca una segunda opinión. Pero
esta fase tiene su función: permite ganar tiempo mientras se consigue
“digerir” la noticia.
Según la psiquiatra suizo-americana, «esta negación tan angustiosa ante
la presentación de un diagnóstico es más típica del paciente que es
informado prematura o bruscamente por alguien que no le conoce bien o
que lo hace rápidamente para “acabar de una vez” sin tener en cuenta la
disposición del paciente» [2].
Aquí encontramos una primera pista para ayudar a morir bien. La noticia
ha de ser comunicada por la persona adecuada y en el momento oportuno.
Quienes hemos trabajado en hospital hemos visto con frecuencia ese
dilema: el médico comunica el diagnóstico a los familiares y estos discuten
entre sí sobre quién es el más indicado para transmitirlo al enfermo. No es
infrecuente que se plantee que sea el propio médico (a fin de cuentas, forma
parte de sus obligaciones profesionales) o el capellán que ha empezado a
atenderlo. Sin descartar que en algunos casos puedan ser legítimas estas
posibilidades, lo ideal es que se encargue el familiar con quien el enfermo
tiene más confianza, alguien que goce a la vez de un cierto ascendiente
moral y de una relación afectiva cercana. Ante un conocido le será además
más fácil dar vía a sus sentimientos y buscar consuelo: llorar, abrazarlo, etc.
Aunque cada vez es menos frecuente, siguen dándose situaciones en que
se intenta retrasar la noticia lo máximo posible con la excusa –o la recta
intención– de ahorrar tiempo de sufrimiento al enfermo. A veces sin
embargo también se busca ahorrárselo a uno mismo. Hay que recordar en
primer lugar que el enfermo tiene derecho –reconocido legalmente– a saber
su estado de salud y el resultado de las pruebas diagnósticas que se le hayan
realizado. El hecho de que por motivos humanitarios se comuniquen en
primer lugar a los familiares cercanos no puede llevar al abuso de
ocultárselas al interesado.
Por otra parte, el enfermo intuye fácilmente que algo va mal en su
evolución y empieza a sospechar. El sucederse de pruebas y
hospitalizaciones, la comunicación de que “el resultado no es concluyente”
o que hay que realizar un test más invasivo, leer el prospecto de la medicina
que le han prescrito o una simple búsqueda en Wikipedia le harán sospechar
que al menos se está pensando en un diagnóstico grave.
Un excesivo retraso puede dar lugar a perniciosos pactos de silencio, en
que el enfermo y los familiares “saben que el otro sabe” pero no se atreven
a hablar de lo que realmente preocupa y hace sufrir por no hacer sufrir al
otro. Por ahorrarse mutuamente el mal trago dejan de apoyarse y de
compartir lo que necesitan expresar.
La doctora Kübler-Ross, por el contrario, opina que conviene hablar
mucho antes. «A menudo nos acusan de hablar de la muerte con pacientes
muy enfermos cuando el médico cree –con mucha razón– que no están
muriéndose. Soy partidaria de hablar de la muerte y del morir con los
pacientes mucho antes de que llegue su hora si el paciente indica que quiere
hacerlo. Un individuo más sano y más fuerte puede afrontarlo mejor y está
menos asustado ante la muerte venidera cuando todavía está “a kilómetros
de distancia” que cuando “está a la puerta”, como dijo uno de nuestros
pacientes muy apropiadamente. También es más fácil para la familia hablar
de estas cosas en momentos de relativa salud y bienestar y disponer la
seguridad financiera de los niños y otros familiares mientras el cabeza de
familia todavía funciona. A menudo, posponer estas conversaciones no
sirve para nada al paciente, sino a nuestra actitud defensiva» [3].
La última frase nos da una clave de la falta de comunicación. Hablar de
la muerte es incómodo para todos porque despierta muchos fantasmas,
obliga a enfrentarse a la realidad de la propia muerte. Tal vez esto sea más
frecuente en nuestra sociedad actual secularizada de lo que era hace medio
siglo, cuando se escribió el libro en que nos estamos basando. No es que
hoy no esté presente la muerte en general: basta leer las noticias. El
problema es enfrentarse a la posibilidad de la propia muerte.
Acudamos nuevamente a los clásicos de la literatura, en este caso a
Tolstoi, para ilustrar esta idea: «El silogismo aprendido en la Lógica de
Kiezewetter: “Cayo es un ser humano, los seres humanos son mortales, por
consiguiente Cayo es mortal”, le había parecido legítimo únicamente con
relación a Cayo, pero de ninguna manera con relación a sí mismo. Que
Cayo –ser humano en abstracto– fuese mortal le parecía enteramente justo;
pero él no era Cayo, ni era un hombre abstracto, sino un hombre concreto,
una criatura distinta de todas las demás: [...] ¿Acaso Cayo sabía algo del
olor de la pelota de cuero de rayas que tanto gustaba a Vanya? ¿Acaso Cayo
besaba de esa manera la mano de su madre? ¿Acaso el frufrú del vestido de
seda de ella le sonaba a Cayo de ese modo? ¿Acaso se había rebelado este
contra las empanadillas que servían en la facultad? ¿Acaso Cayo se había
enamorado así? ¿Acaso Cayo podía presidir una sesión como él la presidía?
Cayo era efectivamente mortal y era justo que muriese, pero “en mi caso –
se decía–, en el caso de Vanya, de Ivan Illich, con todas mis ideas y
emociones, la cosa es bien distinta, y no es posible que tenga que morirme.
Eso sería demasiado horrible”» [4].
Cuanto hemos dicho no significa poner bruscamente al enfermo delante
de su situación o insistir en romper la defensa de su negación.
Frecuentemente lo mejor es ir poco a poco, insinuando la noticia, haciendo
preguntas abiertas de tanteo y permaneciendo atento a lo que el interesado
quiere oír y está preparado para aceptar. No solo sus preguntas sino sus
gestos y su actitud general serán el mejor modo de descubrirlo. Mientras
tanto, habrá que dejar abierta la posibilidad de que siga preguntando y
puede ser oportuno mantener viva la llama de la esperanza y –en la medida
de lo razonable– pedir otras pruebas o pareceres.
En todo caso, hay que tener siempre presente el bien del oyente, no el
propio. Ese bien incluye darle tiempo para prepararse en todas las
dimensiones: laboral, familiar (despedirse, reconciliarse, hacer testamento,
etc.) y también espiritual. Obviamente le será mucho más fácil abordar esas
cuestiones cuanto mejor sea su estado de salud.

3. SEGUNDA FASE: IRA

“¿Por qué yo?”. “¿Por qué no podía haber sido el viejo George?”. “No es
justo”.
La realidad es implacable y el muro levantado en la fase anterior se
acaba derrumbando. El paciente terminal asume que su situación es
realmente grave y culpa a la familia, el médico, el sistema sanitario, la
sociedad, etc. No prestaron suficiente atención a las primeras quejas, no
fueron diligentes para iniciar las pruebas diagnósticas, no acertaron con el
tratamiento adecuado... Una vez encontré la foto de una tumba cuyo
epitafio mostraba a las claras que el pobre difunto había sido sorprendido en
esta fase: “Ya os dije que estaba enfermo”.
En ocasiones la ira se manifiesta de manera más vaga, como un
resentimiento hacia los que tienen salud, que pueden reaccionar
sorprendidos: “¿qué culpa tengo yo de estar sano?”.
Según Kübler-Ross, en esta fase «la tragedia es quizá que no pensamos
en las razones del enojo del paciente y lo tomamos como algo personal,
cuando el origen no tiene nada que ver, o muy poco, con las personas que se
convierten en blanco de sus iras. Sin embargo, cuando el personal o la
familia se toman esta ira como algo personal y reaccionan en consecuencia,
con más ira por su parte, no hacen más que fomentar la conducta hostil del
paciente» [5]. En efecto, lo peor que puede ocurrir es entrar en una
“escalada simétrica de violencia” que acabe alejando a las personas justo en
el momento en que más se necesitan.
En el fondo, el enfermo no está verdaderamente enfadado con ninguna de
esas personas, aunque sus argumentos puedan sugerirlo. El paciente se
rebela contra la situación y carga contra todo lo que tiene alrededor como
un jabalí herido. Por eso habitualmente es preferible no justificarse ni
razonar lo equivocado de las acusaciones (lo que no implica darle la razón).
Es el momento de escuchar, de “hacer de esponja” de la angustia del otro
(lo que implica que el familiar tenga un lugar donde “descargar” lo que ha
absorbido). Puede ser oportuno reducir la duración de las visitas o
espaciarlas, especialmente si se trata de personas que despiertan
especialmente la agresividad del enfermo.
Sobre todo es crucial mostrarse empático. Qué distinto es decir en tono
acusatorio: “no tienes razón, estás siendo injusto”, que afirmar: “veo que lo
estás pasando muy mal; esta situación debe resultar muy dolorosa para ti”.
Son modos de mostrarle que es respetado, cuidado, querido, que se aceptan
sus sentimientos sin culparle por tenerlos.
En esta fase en que el paciente se ve emocionalmente desbordado por la
enfermedad ayuda hacerle partícipe de las decisiones: le dará un mínimo de
sensación de control. Por ejemplo, conviene acordar con él el momento y
duración de las visitas de conocidos o de las consultas médicas. Aunque no
tiene directamente que ver, creo que es aplicable una experiencia común en
medicina paliativa con el uso de analgésicos: si en lugar de prescribir una
pauta fija se le indica al paciente que regule la dosis él mismo en función de
la intensidad del dolor, habitualmente acaban consumiendo menos
medicación. Parece que la sensación de control disminuye o hace más
soportable el dolor físico y el sufrimiento psicológico.
La ira puede ir también dirigida contra Dios: “¿cómo ha podido permitir
esta enfermedad que no solo me afecta a mí, sino que deja desprotegida a
mi familia?”. El creyente ve cómo se pone a prueba la solidez de sus
convicciones: probablemente ha escuchado muchas veces que Dios es
bueno, Padre providente, que «todas las cosas cooperan para el bien de los
que aman a Dios» (Rm 8, 28)... pero quizá no lo tenía del todo interiorizado
y se rebela. No se trata en estos casos de intentar “defender a Dios” o
repetir “lo mismo de siempre”, algo que el sujeto podría interpretar como
recetas precocinadas que ya han mostrado su ineficacia.
Un enfermo grave frecuentemente no está en condiciones de hacer
grandes razonamientos... que quizá no sean necesarios: dejemos que vaya al
Cielo –que es lo importante– con sus errores y allí se dará cuenta de lo
equivocado de sus juicios. Puede ser más eficaz aportar algún argumento
positivo que llegue a su cabeza y a su corazón: “a pesar de todo, Dios es tu
Padre y te quiere”, “Él sabe más, porque tiene la perspectiva de la
eternidad; nosotros vivimos demasiado condicionados por el momento
presente”. Retomaremos estas ideas en el último epígrafe del capítulo.

4. TERCERA FASE: NEGOCIACIÓN

“Déjeme vivir para ver a mis hijos graduarse”. “Haré cualquier cosa por
un par de años más”.
Se trata de una reacción similar a la de un niño que primero exige y
luego pide por favor prometiendo un cambio de conducta. El enfermo
puede tratar de negociar con el médico (donar su cuerpo, adquirir por fin
hábitos de vida sanos, dejar de fumar) o más frecuentemente con Dios (ir a
Misa todos los domingos, rezar, alejarse del pecado...). A cambio les pide
algo más de vida o por lo menos una disminución del dolor o de la
incapacidad.
Kübler-Ross manifiesta que «nos ha impresionado el número de
pacientes que prometen “una vida dedicada a Dios” o “una vida al servicio
de la Iglesia” a cambio de vivir más tiempo» [6]. Sin embargo, también
comenta con cierta ironía que «ninguno de nuestros pacientes ha “cumplido
su promesa”» [7]: si obtienen lo que pidieron, ni mantienen el cambio de
conducta ni se conforman con el plazo solicitado.
Una primera respuesta por parte de médicos y familiares sería “hacer
todo lo posible” por atender su petición, sin comprometerse a lo que es
imposible asegurar. Pero la misma escucha comprensiva y paciente de esas
peticiones tiene otro efecto beneficioso: ayuda a conocer las preocupaciones
del enfermo: el futuro de su familia, remordimientos por el pasado, etc. Su
sola verbalización ayuda a quitar miedos excesivos o irracionales y a
proponer alguna solución. Por ejemplo, se le podría decir afectuosamente:
“no te vas a perder mi boda: si no puedes acudir en persona, la verás mucho
mejor desde el Cielo”, o “no es necesario que prometas a Dios que, si te
curas, comenzarás a portarte bien, creo que lo que te pide es que lleves
ahora con paciencia tu dolor”. Sobre todo estas conversaciones permiten
afrontar uno de los mayores miedos, el de la soledad y el abandono: “pase
lo que pase, estaré contigo”.
Se abre así la posibilidad a una nueva forma de relacionarse con Dios,
más madura y desinteresada. La negociación que hay que fomentar con
Dios se podría resumir de este modo: “dame fuerzas para soportar la
enfermedad y te prometo que ya ahora haré lo posible para crecer en amor a
ti y a los demás”. Ya lo decía san Agustín: «Dios no pide imposibles; sino
que hagas lo que puedas, le pidas lo que no puedas, y Él te ayudará para que
puedas» [8].

5. CUARTA FASE: DEPRESIÓN

“Estoy tan triste... ¿por qué seguir luchando?”.


La enfermedad sigue su curso y se hace evidente que las negociaciones
han fracasado: Dios puede hacer milagros pero de hecho no siempre los
realiza. Se suceden las hospitalizaciones, las operaciones, aumenta la
pérdida de fuerza y la limitación de la autonomía... La relación con el
cuerpo se hace distinta, casi conflictiva; hasta entonces había sido un fiel
compañero pero ahora se empeña en hacerse notar. El adelgazamiento y las
percepciones somáticas pueden incluso dificultar que el enfermo reconozca
ese cuerpo como propio.
De esta forma se llega a la fase de depresión. Kübler-Ross distinguía dos
tipos: una reactiva y otra preparatoria. Es importante conocerlas, ya que su
naturaleza es diversa y la actitud del personal sanitario y de la familia han
de ser diferentes.
La depresión reactiva se debe a la pérdida de la imagen corporal, la
autonomía y el rol social y laboral, así como la imposibilidad de seguir
atendiendo a la familia, la conciencia de los proyectos inacabados, los
objetivos no alcanzados, la culpa por los errores pasados, etc. Este primer
tipo es el que más necesita del apoyo de los seres queridos, que pueden
ayudarle a verbalizar los miedos, ver el futuro propio y ajeno con más
objetividad, resolver en la medida de lo posible las causas de su
preocupación, facilitarles que tengan el tiempo ocupado y se sientan útiles y
productivos en la medida que lo permita su estado clínico, etc.
Cuando el sujeto ha caído en una verdadera depresión no es fácil
conseguir que mantenga un mínimo de actividades. Le será de utilidad que
se realicen esas tareas con él, incluso pidiéndoselo como un favor (una
especie de chantaje emocional). En lugar de decirle en modo imperativo:
“tienes que salir”; puede ser más eficaz pedirle: “necesito que alguien me
acompañe a hacer la compra, ¿podrías venir?” o “me apetece dar un paseo,
¿te importaría salir conmigo?”.
Evidentemente es fundamental el papel de los diferentes profesionales
(médicos, psiquiatras, psicólogos, etc.), que además de tratar los síntomas
directamente relacionados con la enfermedad estarán atentos a los aspectos
subjetivos. En muchos casos será necesario iniciar un tratamiento
farmacológico o psicoterapéutico.
En esta fase puede aparecer no solo el deseo de morir cuanto antes, sino
también la ideación suicida o –en países donde está aprobada– una solicitud
de eutanasia. Recomiendo el libro Seducidos por la muerte, del doctor
Herbert Hendin [9], para encontrar sólidos argumentos al respecto. Me
parece importante destacar que –dejando aparte la posibilidad de una
depresión clínica, que debe ser adecuadamente tratada– hay que saber
interpretar el verdadero mensaje que intenta transmitir el paciente. Detrás
de un “no quiero vivir más” quizá haya un “no puedo seguir viviendo así”
(con dolor, con soledad, con miedo), y detrás de una petición de “morir con
dignidad” tal vez se oculte la petición de “vivir con dignidad”. Con
frecuencia estas peticiones no se basan tanto en la situación actual cuanto
en el miedo al futuro: al dolor, a ser abandonados, a depender de otros, a
resultar una carga, etc. Hoy día se puede asegurar que la muerte no llegará
entre dolores insoportables gracias a los avances en medicina paliativa y
terapia de dolor (incluida la sedación en caso necesario). Más difícil es
tranquilizar en lo referido a la pérdida de autonomía, como vimos al
estudiar la tercera edad. Sin duda es uno de los grandes retos de nuestra
sociedad y no se limita a la dimensión estrictamente médica.
Una segunda causa de afectación del estado de ánimo es la depresión
preparatoria, debida a la conciencia de pérdida de la misma vida. A
diferencia de la anterior se trata de una depresión silenciosa: no hay quejas
ni lamentos porque es mucho más difícil verbalizar lo que se echa en falta.
Según la psiquiatra suizo-americana, tiene una función propia: prepararse
psicológicamente para la inminente muerte y abrir las puertas a la última
fase, la aceptación.
La actitud de los familiares y del personal sanitario ha de ser distinta en
este caso: no se necesitan palabras de ánimo, argumentos contra el
pesimismo o mostrar todo lo que aún pueden disfrutar. Dicho con otras
palabras: no es oportuno intentar que vea las cosas de otro modo; el
enfermo tiene razón al sentirse así: está abandonando esta vida.
Ayuda mucho más permitirle que exprese su dolor y apoyarle de manera
también silenciosa mediante la comunicación no verbal: actitudes, gestos y
miradas. Los enfermos agradecerán que alguien se siente a su lado
dispuesto a escucharlos y respete su mutismo sin repetirle los motivos por
los que “no deberían estar tan tristes”. Es igualmente importante respetar
sus ganas de estar solo. ¿Cómo compatibilizarlo con un cariño, cercanía y
disponibilidad que puedan apreciar? Tal vez haciendo visitas cortas y
frecuentes limitadas a preguntarle: “¿Necesitas algo? Me voy a quedar un
rato contigo”.
Otra de las características de esta etapa que destaca nuestra autora es que
la dimensión espiritual de la persona suele hacerse más presente, pues
comienza a ocuparse más de lo que le espera que de lo que deja atrás.
Volveremos también sobre este punto en el último apartado del capítulo.

6. QUINTA FASE: ACEPTACIÓN


“Todo va a estar bien”. “No puedo luchar más, tengo que prepararme
para dar el salto”.
Según Kübler-Ross, «si un paciente ha tenido bastante tiempo (esto es,
no una muerte repentina e inesperada) y se le ha ayudado a pasar por las
fases antes descritas, llegará a una fase en la que su “destino” no le
deprimirá ni le enojará. Habrá podido expresar sus sentimientos anteriores,
su envidia a los que gozan de buena salud, su ira contra los que no tienen
que enfrentarse con su fin tan pronto. Habrá llorado la pérdida inminente de
tantas personas y de tantos lugares importantes para él, y contemplará su
próximo fin con relativa tranquilidad» [10].
El objetivo de todo este capítulo es ofrecer instrumentos a familiares y
médicos para que los enfermos lleguen cuanto antes a esta fase, que tiene
también sus peculiaridades. En efecto, sería un error esperar que con la
aceptación se normalicen las actividades y el estado anímico sea
equivalente al que tenía antes de recibir el diagnóstico. «No hay que
confundirse y creer que la aceptación es una fase feliz. Está casi desprovista
de sentimientos. Es como si el dolor hubiera desaparecido, la lucha hubiera
terminado, y llegara el momento del “descanso final antes del largo viaje”,
como dijo un paciente» [11].
Esta fase culmina con lo que llamamos en el capítulo anterior el
“desapego de esta vida”. A pesar de no encontrarse deprimido (no hay
tristeza, llanto o desesperación) puede persistir una cierta apatía o
indiferencia hacia el mundo exterior. Las cosas que antes le apasionaban
(aficiones, intereses, su equipo de fútbol, incluso algunas dinámicas de la
propia familia) pueden dejar de tener un impacto emocional apreciable. Las
vive como si pertenecieran a otro mundo, y es que en efecto se encuentra
psicológicamente cada vez más alejado de este.
También es frecuente que desee estar solo y se muestre menos
comunicativo, pero no deja de necesitar y apreciar la cercanía de sus seres
queridos: «puede hacer un simple gesto con la mano para invitarnos a que
nos sentemos un rato. Puede limitarse a cogernos la mano y pedirnos que
nos estemos allí sentados en silencio. Estos momentos de silencio pueden
ser las comunicaciones más llenas de sentido» [12]. Esa compañía le dará la
seguridad de que hay muchas personas que le quieren, le respetan y le
acompañan en su dolor, que su vida ha tenido sentido porque ha amado y ha
sido amado.
En esta fase quien puede necesitar más ayuda es la familia. En las etapas
anteriores se habrá desvivido para apoyar al enfermo y tratar de mitigar su
sufrimiento. Una vez que este se muestra sereno, los familiares se
encuentran con la calma suficiente para enfrentarse a la noticia: además de
seguir atendiendo a las necesidades de su ser querido también ellos tendrán
que superar las cinco fases del duelo. En efecto, ya hemos dicho que la
doctora Kübler-Ross aplicaba su modelo también al duelo de los familiares
e incluso a la asimilación de cualquier tipo de mala noticia. Por acabar con
una sonrisa, así lo aplicaba a sus alumnos un experimentado y exigente
profesor: “cuando he tenido que suspender a un estudiante, primero lo
niega, pensando que he hecho mal la suma de las preguntas o le he dado la
nota de otro; luego se enfada porque pregunté algo que no expliqué
suficientemente o he sido demasiado severo; después viene a revisar el
examen y trata de negociar para obtener un punto más aquí o allí o
prometiendo que repasará la materia en verano; posteriormente se deprime
pensando que nunca será capaz de aprobar y tendrá que cambiar de carrera
o de universidad. Pero finalmente la mayoría acepta que simplemente tiene
que estudiar un poco más, dedica las horas necesarias y saca la asignatura
sin mayores problemas”.

7. ACOMPAÑAR A UNA MUERTE CRISTIANA

El estudio de las fases del duelo nos ha ayudado a “entrar en la mente del
enfermo”. Conocer este proceso, al igual que los aspectos médicos de su
enfermedad, ayudará a acercarse a él con cariño y delicadeza, respetando
sus tiempos. La perspectiva de Kübler-Ross está además explícitamente
abierta a una visión trascendente del hombre y tiene en cuenta su dimensión
religiosa de modo compatible con los distintos credos.
En este último apartado veremos algunas ideas para ayudar a bien morir
desde una perspectiva específicamente católica. No repetiré contenidos que
ya salieron en los apartados anteriores, como escuchar más que hablar, no
intentar dar muchas explicaciones o defender a Dios, etc.
El concepto de Dios para un cristiano parte de dos premisas: es mi Padre
y me ama. Se trata de realidades tan grandes que siempre permiten una
mayor profundización; a la vez, también se pueden poner en cuestión ante
situaciones de crisis, por ejemplo, ante la cercanía de una muerte inesperada
que trunca el bienestar y los proyectos de futuro y trae dolor e
incertidumbre a las personas amadas.
Para muchas personas se hace necesario un itinerario que san Josemaría
describió así: «Escalones: Resignarse con la Voluntad de Dios:
Conformarse con la Voluntad de Dios: Querer la Voluntad de Dios: Amar la
Voluntad de Dios» [13]. Los dos primeros pasos (resignarse y conformarse)
parecen evidentes, pero ¿se puede querer e incluso amar esa Voluntad
cuando consiste en abandonar precozmente esta vida? Sí, porque aunque la
muerte produce un natural rechazo espontáneo, para alguien con fe supone
el umbral para entrar en el Cielo, que es un bien mucho mayor que
cualquier mal parcial (pérdidas, dolor, sufrimiento, etc.). Además, Dios es
tan poderoso que de los males saca bienes, y de los grandes males, grandes
bienes. Este razonamiento aporta serenidad, porque abre a la esperanza del
gozo futuro.
Ahora bien, ¿tiene algún sentido lo mal que lo estoy pasando ahora?
Para una reflexión antropológica y teológica profundas, recomiendo la
Carta Salvifici doloris de san Juan Pablo II [14]. En los siguientes párrafos
me limitaré a dar unas breves pinceladas que me parecen oportunas para la
finalidad de este libro.
En primer lugar, el dolor es una consecuencia del pecado. No estaba en el
designio originario de Dios al crear al hombre, sino que entró a raíz de la
desobediencia de Adán y Eva (cfr. Gn 3, 16-19). Forma parte del castigo
que toda persona debe asumir pero, he aquí una paradoja, no directamente
en relación con sus propios pecados. El libro de Job nos lo muestra con gran
dramatismo: en vista de las grandes desgracias que le afligen, sus tres
amigos insisten en que debe haber hecho algo malo para merecerlas, pero
Job insiste en que siempre ha caminado con rectitud ante Dios. La
intervención de Yahveh al final del libro es doblemente sorprendente: en
primer lugar, porque no responde al motivo de su sufrimiento, simplemente
apela a su propio poder y sabiduría y pide al patriarca confianza y
aceptación. El segundo motivo es que Job acaba recuperando la salud y los
bienes que había perdido, lo que parece un retorno a la retribución en esta
misma vida.
El misterio del dolor solo encuentra explicación mirando a Jesucristo, el
verdadero justo, que asume el sufrimiento «hasta la muerte y muerte de
cruz» (Flp 2, 8). De esta forma manifiesta su amor a la Voluntad del Padre
(el escalón más alto que proponía san Josemaría) y también su amor a los
hombres, a quienes rescató del pecado con su sangre (cfr. Is 53, 5). Al igual
que con Job, no se nos desvela completamente el sentido del dolor, pero se
nos confirma de manera definitiva que el dolor es compatible con el amor
de Dios: Jesús nunca duda del amor del Padre ni deja de amarle.
El evangelio muestra incluso un sentido del sufrimiento que hasta
entonces apenas se había intuido. Es san Pablo quien lo sintetiza con más
claridad: «completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en
beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). La identificación con
los sentimientos de Cristo consiste también en participar –cada uno con su
propia vida– en la Pasión del Señor y contribuir así a la salvación de la
humanidad siendo corredentores.
Estas breves líneas no ofrecen una explicación definitiva capaz de
resolver cualquier género de incertidumbres ni eliminan el carácter
misterioso del dolor. Pero creo que al menos encienden una luz: algo tendrá
el dolor cuando ha sido el instrumento elegido por Dios para mostrar su
amor a los hombres y salvarles. Como dice el Concilio Vaticano II, «por
Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera
del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad» [15].
Mirar a Cristo sufriente tiene consecuencias mucho más directas para el
enfermo de lo que parecería a primera vista. El propio Jesús tuvo antes de
su Pasión su propia fase de negociación: en la oración en el huerto de
Getsemaní rezó de esta forma: «Padre mío, si es posible, aleja de mí este
cáliz; pero que no sea tal como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26,
39). Comenzó apelando a la bondad del Padre y terminó aceptando
confiadamente su voluntad. No hay, por tanto, que sorprenderse si nosotros,
pobres criaturas, no solo negociamos, sino también nos enfadamos
filialmente con Dios, para luego “hacer las paces” reconociendo que Él sabe
más. Ante la enfermedad y el dolor la libertad a veces no consiste en elegir
lo que haremos con nuestra vida, sino en la decisión de cómo vamos a
afrontar lo inevitable.
La mejor ayuda para vivir cristianamente la enfermedad y la muerte será
precisamente ponerse –o ayudar al enfermo a situarse– delante de Cristo,
leer el evangelio y especialmente las escenas de la Pasión, preguntar a
Jesús: “¿cómo pudiste soportar todo esto?, ¿podrías ayudarme a sobrellevar
mi dolor?”. Será de gran ayuda la cercanía de un crucifijo; o mejor de dos:
uno a la vista para contemplarlo desde la cama y otro en la mano para asirlo
con fuerza cuando el sufrimiento físico o moral se haga más intenso.
Situarse junto a la cruz de Cristo conlleva además un encuentro inesperado:
allí está Santa María (Jn 19, 25), consolando a Jesús y a san Juan, y en este
a cada uno de los discípulos amados de su Hijo.
Es necesario, por tanto, perseverar en la oración a pesar de que no se
termine de comprender el porqué de la situación. Basta intuirlo y fiarse de
nuestro Padre Dios. Para que el enfermo rece, lo mejor es rezar con él y
darle intenciones para encomendar: será un modo de que se sepan útiles.
Cuando estén muy incapacitados, las oraciones vocales sencillas como el
rosario acompañarán las largas horas de inactividad exterior.
Algunos enfermos pueden sufrir en este momento una especie de crisis:
“¿y si me hubiese equivocado? ¿Y si no hubiese una vida después de esta?”.
Habitualmente no será una verdadera duda de fe, sino un cierto escrúpulo
que se infiltra subrepticiamente y se resuelve explicitando el deseo de estar
con Él, de verle cara a cara. Otras veces puede reflejar una fe inmadura, no
interiorizada, que se tambalea al ponerse a prueba. En uno y otro caso no
suele ser momento de hacer grandes razonamientos, sino de abandonarse,
humillando si es necesario la inteligencia y volviendo quizá a la fe ingenua
de la infancia: «dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque
de los que son como ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 19, 14).
Conviene que las personas que tienen un contacto más directo con estos
enfermos (familiares, capellanes de hospital, voluntarios, etc.) conozcan
material adaptado a su capacidad y situación: libros, folletos, páginas de
internet, etc. Las biografías suelen ser de gran utilidad porque no explican
sino que muestran que es posible sobrellevar cristianamente la enfermedad,
mueven la cabeza y el corazón a decir: “así querría yo morir”.
Esto nos ofrece un sentido más del sufrimiento del enfermo: dejar a los
seres queridos un recuerdo y un ejemplo. La propia Kübler-Ross dice que
para muchos familiares que han acompañado a sus seres queridos hasta la
fase de aceptación la experiencia resulta sorprendente, «porque le muestra
que la muerte no es esa cosa espantosa y horrible que tantos quieren
esquivar» [16].
Viktor Frankl escribió que «en realidad no importa lo que esperamos de
la vida, sino que importa lo que la vida espera de nosotros» [17]. De modo
similar al enfermo le servirá preguntarse qué espera Dios de él en su
situación y centrarse no en lo que le hace el dolor, sino en lo que él puede
hacer con su dolor, que es mucho para su propio bien y para el de muchas
personas.
Todo lo dicho puede resultar muy bonito, ¿pero no es superior para las
fuerzas de una persona normal? Quizá sí, por eso necesitamos una ayuda
externa: la gracia divina que se nos ofrece en los sacramentos.
Concretamente hay tres especialmente relacionados con este momento:
El primero es la confesión. Qué paz da saber que independientemente de
lo mal que nos hayamos comportado en nuestra vida, Dios nos perdona
siempre. Nunca es tarde para reconciliarnos con Él, y a través de Él hallar
también la paz con uno mismo y con los demás.
En segundo lugar tenemos la unción de los enfermos, que conviene
ofrecer tempestivamente al enfermo, sin esperar a una fase muy avanzada
de la enfermedad y sin arriesgarse a que pierda la conciencia. A veces hay
temor a mencionar este sacramento, pero ocurre algo parecido a la
comunicación del diagnóstico fatal: puede haber más miedo en el familiar
que en el propio paciente.
Por último, la comunión, que para los enfermos terminales tiene un
nombre específico: el viático, un alimento –que consiste nada menos que en
el mismo Cuerpo de Jesús– para el último tramo del camino hacia el Cielo.
Me contaban en una ocasión de una persona que acompañaba a su madre en
el lecho de muerte y le dijo: “mamá, ¿tú crees que el Señor te acogerá
enseguida?” (una pregunta, por cierto, muy poco oportuna en ese
momento). Pero la madre tenía más sentido común que el hijo y le
respondió llena de fe: “si yo le he recibido todos los días, durante tantos
años, ¿cómo no me va a recibir hoy? Sí, me recibirá”.
III. LA VIRTUD CRISTIANA DE LA
CASTIDAD
¿POR QUÉ VIVIR LA CASTIDAD?

1. ¿POR QUÉ NO PUEDO DISFRUTAR DEL CUERPO COMO


QUIERO?

En una ocasión asistí a una conferencia en la que el ponente afirmó: “si


Moisés viviese en nuestros días, habría escrito once mandamientos. El
undécimo sería una prohibición de la velocidad, porque el Decálogo
prohíbe todo lo que nos gusta y a todos nos encanta la emoción de ir rápido,
casi tanto como la del sexo”. Sin duda tenía razón al afirmar el atractivo de
la velocidad, por ejemplo, al montar en bicicleta, al conducir una moto o un
coche, en un parque de atracciones, etc. También parece oportuno comparar
la excitación que se experimenta en esas situaciones con el placer sexual.
Ahora bien, nos podemos preguntar: ¿Dios ha puesto los mandamientos
para fastidiarnos? Responder que sí sería como afirmar que las autoridades
civiles han establecido un límite de velocidad o la obligación de sacarse el
carné de conducir solamente para incomodar al ciudadano. ¿No habrá algo
en el hombre que hace aconsejable una determinada actitud ante la
sexualidad, ante el propio cuerpo y el de los demás? ¿Tiene algo el cuerpo
que hace desaconsejable que se haga con él lo que venga en gana? En
resumen: ¿las cosas son malas porque son pecado o son pecado porque son
malas?
En nuestros días está muy difundida una mentalidad positivista que lleva
a pensar que hay que obedecer las normas simplemente porque lo dice
quien manda (Dios, en este caso). Se olvida que en muchos casos lo que
está en juego es el bien del hombre, que se lesiona cuando actúa
contrariamente a su naturaleza. No es infrecuente encontrar personas –no ya
en general, sino cristianos que tratan de vivir de acuerdo con su fe– que no
tienen claro por qué es bueno para el hombre vivir de forma casta de
acuerdo con su estado (ya veremos que castidad no es sinónimo de ausencia
de relaciones sexuales).
En este capítulo trataré de dar algunas respuestas sin intención de
exhaustividad; como en otras ocasiones, se puede profundizar en los textos
recomendados en la bibliografía final. Usaré argumentos de tipo tanto
teológico (es decir, basados en la revelación divina) como antropológico (o
sea, fundamentados en el mero hecho de ser hombres). Estos últimos son
especialmente importantes porque muestran que la castidad, como todas las
virtudes, no es patrimonio de los cristianos: todos los hombres están
llamados a ser castos, al igual que honrados, sinceros, respetuosos con los
demás, etc.; se ponen así las bases para un diálogo con personas de diversos
credos y sistemas de valores. Comenzaremos con los argumentos
teológicos.

2. LA ENTRADA EN UNA NUEVA VIDA

La mayor parte de las cartas paulinas (Romanos, Gálatas, Efesios,


Colosenses, Primera a los Tesalonicenses) tienen dos partes: una doctrinal
y otra llamada moral, exhortativa o parenética.
De una u otra forma, la primera sección habla del misterio de Cristo:
Jesucristo ha venido al mundo para que participemos en su relación filial
con el Padre: ser por la gracia hijos de Dios como Jesús lo es por
naturaleza. La entrada a esa participación se realiza a través del bautismo,
que supone una participación en su muerte y resurrección. El modo como
habitualmente se celebra este sacramento, derramando un poco de agua
sobre la frente del niño puede insinuar más bien que se trata de un lavado
del pecado. El bautismo de inmersión que se empleaba en la antigüedad
refleja mejor el paso a una nueva vida que significa el sacramento. Para los
judíos el agua era signo de muerte (recordemos el diluvio, el paso del Mar
Rojo, la tempestad en el lago de Genesaret); era un pueblo que vivía de
espaldas al mar. Sumergirse les traía a la mente la idea de morir ahogados,
mientras que salir del agua era como una vuelta a la vida, como el náufrago
que consigue llegar a tierra firme. Esta forma de celebrar el bautismo, que
aún se emplea en algunas comunidades cristianas, refleja con gran claridad
lo que significa y realiza el sacramento: morir al pecado y resucitar a una
vida nueva de hijo de Dios.
El cristiano es hecho así semejante a Cristo, pero no simplemente como
quien consigue parecerse a un modelo a quien trata de imitar, sino que es
transformado íntimamente hasta decir con el Apóstol: «no soy yo el que
vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). La llamada de Jesucristo “ven
y sígueme” que encontramos frecuentemente en los evangelios afecta –si es
correspondida– a lo más profundo del ser humano. Y es que la gracia no
actúa simplemente desde fuera ayudando a hacer el bien, sino que
transforma. Como afirmaba cierto sacerdote, no es como la nata del pastel,
que lo adorna y da sabor pero se puede separar fácilmente para comer
ambos por separado. Es más bien como el babà, un delicioso postre
napolitano en que la masa está impregnada en ron; no se pueden separar y
aunque se consiguiese ya no tendríamos un babà, sino un trozo de bizcocho
seco y una pequeña cantidad de licor. De modo similar, la gracia divina
penetra en el interior del hombre y lo transforma sin que deje de ser un
hombre. Recordemos la afirmación del Aquinate que citamos en la
introducción: «la gracia no suprime la naturaleza, sino que la perfecciona»
[1].
Después de esta primera exposición las cartas mencionadas suelen incluir
unos versículos a modo de “bisagra” en los que con distintas expresiones el
Apóstol exhorta a los cristianos a «que viváis una vida digna de la vocación
a la que habéis sido llamados» (Ef 4, 1). Se da así paso a la segunda parte,
la sección moral, que tiene un carácter eminentemente práctico: muestra lo
que se debe hacer o evitar. Es ahí donde aparecen las largas listas de
conductas (pecados) incompatibles con esa nueva vida en Cristo. A veces
san Pablo dice taxativamente que «los que hacen esas cosas no heredarán el
reino de Dios» (Ga 5, 21).
Este es el sentido de los Diez Mandamientos que Dios dio a Moisés. No
son un capricho divino, sino una guía para que el hombre sea en su vida
ordinaria lo que ya es en el orden de la gracia. De este modo alcanzará la
felicidad en esta tierra y en la venidera: «hoy pongo delante de ti la vida y
la felicidad, la muerte y la desdicha; [...] la bendición y la maldición. Elige
la vida, y vivirás, tú y tus descendientes» (Dt 30, 15.19).
Puede parecer que en este epígrafe nos hemos alejado del título de este
capítulo. Es solo en apariencia: cuanto hemos dicho es necesario para
entender la virtud de la castidad y su papel en la vida del cristiano.

3. UN TEMPLO PARA EL ESPÍRITU SANTO

Una buena catequesis y acompañamiento espiritual incluyen hablar de la


castidad pero situándola en su lugar propio, que desde luego no es el
primero. El primer mandamiento –nunca es suficiente la insistencia y
además es el título de este libro– es el amor a Dios, y el segundo, el amor al
prójimo (cfr. Lc 10, 27). Después vienen otras consecuencias de la nueva
vida en Cristo, «muchas cuestiones que interesan al hombre o a la mujer
corriente: su padre, su madre, su hogar, sus hijos. Más tarde, su profesión.
Y allá, en cuarto o quinto término, aparece el impulso sexual» [2]. Una
formación cristiana –peor aún si está dirigida a los jóvenes– que pusiera la
virtud de la pureza en primer plano daría una imagen falsa del querer de
Dios para el hombre y correría el riesgo de sobrecargar las conciencias.
Ahora bien, es significativo que en las listas de pecados a que hemos
hecho referencia el uso desordenado de la función sexual está siempre muy
a la cabeza (a veces, en primer lugar). San Pablo, que escribe en griego,
suele emplear una palabra –porneía– que no es fácil de traducir. En alguna
ocasión emplea incluso varios términos similares, cada uno de los cuales
aporta sus matices; por ejemplo, el elenco de la Carta a los Gálatas
comienza así: «están claras cuáles son las obras de la carne: la fornicación
(porneía), la impureza (akazarsía), la lujuria (asélgeia)» (Ga 5, 19), para
luego continuar con otros doce pecados de diversa índole, el último de los
cuales vuelve sobre el tema, «las orgías (kómoi) y otras cosas semejantes»
(Ga 5, 21).
¿Por qué esta insistencia? Parecería más lógico que a unos cristianos
provenientes del paganismo se les plantease primero un cambio de conducta
en otros ámbitos y luego, progresivamente y como coronación del proceso
de conversión, se les insistiese en llevar una vida casta. Pero no es esta la
forma de pensar del Apóstol. Para él la castidad no es el punto de llegada de
la conducta cristiana, sino el punto de partida.
La respuesta última nos la da el propio san Pablo en otra carta: «¿no
sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?»
(1 Co 3, 16). No habla simplemente de la presencia del Paráclito en el alma
del cristiano, sino que la aplica expresamente al cuerpo: «¿no sabéis que
vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, y que no
os pertenecéis?» (cfr. 1 Co 3, 16; 6, 19).
Esta expresión puede resultar chocante, porque muchos hemos
escuchado desde pequeños que la Trinidad inhabita en el alma en gracia.
¿Entonces está en el cuerpo o en el alma? Ambas afirmaciones son ciertas,
aunque si se absolutizan, se equivocan las dos: el Espíritu Santo no está ni
en el cuerpo ni en el alma, sino en la persona, que es unidad formada por
cuerpo (soma), mente (psique) y espíritu (pneuma), según vimos al
principio del libro.
Las divisiones serán siempre artificiales y reductivas. Incluso cuando
decimos que “el alma será feliz en el Cielo” no estamos expresando la
realidad: lo que gozará plenamente en el Cielo será el alma unida al cuerpo
después de la resurrección. San Agustín llegó a afirmar que después de la
muerte el alma quedará en un estado como de tensión que solo acabará
cuando vuelva a reunirse con el cuerpo en la resurrección, al final de los
tiempos: entonces la persona podrá disfrutar plenamente de la visión de
Dios en el Cielo [3].
Los extremos se tocan y los distintos materialismos y espiritualismos
coinciden en decir que da igual lo que se haga con el cuerpo, afirmando
respectivamente que es solo un puñado de barro (científicamente se diría un
conjunto de átomos o de células) o que lo único importante es el alma. Pero
en el cuerpo también está la imagen de Dios; muchos Padres y Doctores de
la Iglesia lo han expresado de diversos modos, generalmente en relación
con la Humanidad Santísima de Cristo: Jesucristo quiso asumir no solo una
naturaleza humana, sino un cuerpo.
El cuerpo humano tiene, por tanto, una gran dignidad, y la insistencia de
Dios (como la de san Pablo o la Iglesia) en proscribir algunos
comportamientos sexuales busca precisamente proteger esa importancia.
Siguiendo con el Apóstol, «el cuerpo no es para la fornicación, sino para el
Señor, y el Señor para el cuerpo» (1 Co 6, 13). Y de aquí extrae una
consecuencia: «glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Co 6,
20). Es lo que hacemos cuando “rezamos con el cuerpo” en muchas
ocasiones: una genuflexión ante el Santísimo, arrodillarse en algunas partes
de la Misa, una inclinación de cabeza ante una imagen de la Virgen, etc. Y
no solo cuando rezamos, el propio san Pablo nos anima a adorar a Dios en
todas las circunstancias de la vida, también en las más básicas: «tanto si
coméis como si bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para
gloria de Dios» (1 Co 10, 31).
El mal uso del sexo, que san Pablo llama en sentido amplio porneía
(impureza, fornicación, etc.) supone una profanación del templo de Dios
que el Apóstol condena con palabras fuertes: «¿voy, entonces, a tomar los
miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? ¡De ninguna
manera! [...]. En cambio, el que se une al Señor se hace un solo espíritu con
él. Huid de la fornicación. Todo pecado que un hombre comete queda fuera
de su cuerpo; pero el que fornica peca contra su propio cuerpo» (1 Co 6, 15-
18).
La relación de la fornicación con la traición a Dios tenía además para los
cristianos provenientes del judaísmo unas connotaciones especiales. El
pecado sexual no era considerado simplemente un pecado corporal, sino
una auténtica traición espiritual. En efecto, en varios pasajes del Antiguo
Testamento la idolatría es comparada con la fornicación. En algunos casos
la comparación tiene incluso un sentido literal, pues en muchos pueblos
vecinos era común la práctica de la prostitución sagrada en el templo
pagano. Una adecuada vivencia de la sexualidad, por el contrario, era vista
como fidelidad a la Alianza de Dios con su Pueblo.
De cuanto hemos dicho deriva la dignidad del cuerpo y se concluye la
necesidad de cuidarlo en todas sus dimensiones: la higiene, la salud... y la
esfera sexual.

4. EL SEXO ES BUENO... VIVIDO CON ORDEN


Estoy de acuerdo en que los curas tenemos gran parte de culpa. A veces
nos explicamos mal y podemos dar la sensación de que el sexo es malo,
como si Dios hubiese puesto dentro de cada persona una bomba de relojería
que puede estallar y poner en peligro su salvación eterna.
El sexo, por el contrario, es una cosa maravillosa que Dios ha concedido
al hombre. Es la capacidad de participar en su poder creador. Para que el
hombre lleve a cabo esta capacidad Dios ha puesto en él (al igual que en los
animales) un instinto, de manera que pueda realizarla sin nadie que se la
enseñe (los animales no necesitan clases de educación sexual). Además ha
asociado un placer muy intenso, de manera que le apetezca y le sea
agradable realizarlo. Pero hasta aquí llegan las semejanzas entre el hombre
y el animal.
«Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se
hacen una sola carne» (Gn 2, 24). Cuando el amor es muy fuerte, el hombre
y la mujer dejan su hogar para fundar otro con la persona querida y
comenzar una aventura común. Todas las culturas han protegido esa unión
dándole un reconocimiento social –el matrimonio– y una característica: la
estabilidad en el tiempo, uno con una y para siempre. Es una manera de
salvaguardar el bien, tanto a los esposos como a los hijos, que necesitan un
ambiente de cariño y seguridad para crecer y educarse de manera sana.
Para los cristianos ese mismo matrimonio ha sido elevado por Jesús a la
categoría de sacramento. Es decir, tiene una dignidad semejante a la del
bautismo o la mismísima Eucaristía, porque el amor entre los esposos es
reflejo del amor que Dios tiene por su Iglesia (cfr. Ef 5, 21-33). Un motivo
más del para siempre: el amor de Cristo por su Iglesia no cesa ni ante los
defectos que tenemos los cristianos. En palabras del Papa Francisco, «el
Sacramento del matrimonio envuelve este amor con la gracia de Dios, lo
enraíza en Dios mismo. Con este don, con la certeza de esta llamada, se
puede partir seguros, no se tiene miedo de nada, se puede afrontar todo,
¡juntos!» [4].
Este contexto es el lugar apropiado para la unión sexual, que es un acto
de amor (así se suele decir coloquialmente: “hacer el amor”). En efecto, el
hombre y la mujer no unen simplemente sus cuerpos, sino que se entregan
el uno al otro también en su dimensión espiritual: la relación conyugal es
una donación total de los esposos, de su intimidad, de lo más profundo que
tiene cada uno. Esa totalidad incluye también la capacidad generativa, la
posibilidad de ser padres; no ya la realidad de que cada unión sea fecunda –
esto no está en manos de los esposos–, sino que no esté cerrada a la
posibilidad de ser padres. A una unión que omitiese esta dimensión le
faltaría un componente esencial. Implicaría un “me entrego completamente
menos mi fecundidad”, lo que daría a esa relación algo de incompleto, de
falso.
La Iglesia considera que estas dos dimensiones (entrega amorosa y
procreación) son inseparables, es decir, que deben estar siempre presentes
(o al menos no voluntariamente separadas) en cada unión sexual. Por el
contrario, tomar una de ellas aislada de la segunda sería un uso desordenado
de esta facultad. Es lo que ocurre con los actos que en sí mismos están
cerrados a la procreación (uso de anticonceptivos, masturbación, relaciones
homosexuales) o cuando se busca la generación de manera independiente
del encuentro conyugal (fecundación in vitro).

5. EL DESORDEN DE LA CONCUPISCENCIA

Ya vimos al hablar de las pasiones en general que «Dios miró todo lo que
había hecho, y vio que era muy bueno» (Gn 1, 31). Todas las dimensiones
de la persona humana, también la sexual, han sido creadas por Dios, que
estaba muy satisfecho de cómo habían salido de sus manos. Pero en el caso
del hombre quiso añadir un ingrediente más: la libertad; le dio la capacidad
de decirle sí o no... y encontró un problema ya con la primera pareja.
Como consecuencia del pecado el hombre advierte un desorden en sus
pasiones del que ya hablamos al inicio de este libro. Es significativo que la
primera manifestación es que «se abrieron los ojos de los dos y
descubrieron que estaban desnudos» (cfr. Gn 3, 7), experimentaron
vergüenza uno frente al otro e incluso ante el mismo Dios (cfr. Gn 3, 10).
Cayeron en la cuenta de que su cuerpo desnudo puede ser visto con malos
ojos: de una manera que no les valore en toda su riqueza personal, sino
simplemente como un cuerpo que se puede usar para satisfacer un capricho,
una pasión, una curiosidad, unas ganas de excitarse... Pero esa mirada no
respetaría su dignidad, su psique, su espíritu. Adán y Eva son conscientes y
se protegen: primero vistiéndose –la famosa hoja de parra o de higuera,
según las traducciones (cfr. Gn 3, 7)– y luego escondiéndose: ¡nada menos
que de Dios, que nunca los miraría de esa forma!
El plan de Dios para el hombre tenía sus riesgos: que el hombre se
quedase con el placer e ignorase a la persona, que se diese pero solo un
poco, que se donase del todo pero solo por una noche (lo que implica no
darse del todo). Estas conductas suponen utilizar a la persona, como cuando
se toma el regalo y se desprecia el envoltorio o se toma la carta y se tira el
sobre. No importa que se realice con el consentimiento del otro o que sea el
propio cuerpo el medio para obtener placer. Por eso hay conductas que no
son lícitas aunque aparentemente no hagan daño a nadie. Hacen daño a
aquel que las comete aunque quizá no sea muy consciente: su dignidad se
resiente, queda ignorada, y la persona es reducida a un cuerpo que produce
excitación y placer.
Me permito poner un ejemplo real, una de las situaciones más
embarazosas que me ha tocado vivir. En mis años de universidad estábamos
hablando un grupo de estudiantes durante un intervalo entre las clases. En
un momento dado, una chica miró fijamente a un compañero y le dijo en
tono enojado: “deja de mirarme los pechos”. Se podía cortar el silencio y
nadie sabía dónde mirar; no desde luego a los dos interesados, ambos rojos:
una de ira y el otro de vergüenza. ¿Qué había querido expresar esta pobre
veinteañera? Que detrás de lo que estaba mirando el chico había una
persona y que se sentía reducida a su dimensión sexual. Esta era la malicia
de la mirada, que hubiese seguido existiendo en el caso de que ella no se
hubiese percatado.
Conviene recordar que nuestras acciones tienen repercusión en primer
lugar sobre nosotros mismos: cuando alguien roba, el principal daño no lo
hace a quien es robado, sino a sí mismo, que se convierte en ladrón; de
igual modo, el que miente se hace mentiroso y quien usa sexualmente al
otro o a sí mismo se hace lujurioso. De aquí deriva la malicia de los
pecados internos, de los cometidos con uno mismo o de las miradas impuras
condenadas en el noveno mandamiento del Decálogo. Detengámonos en
ellas.
Dice la sabiduría popular que la cara es el espejo del alma. Una mirada
limpia es reflejo de un alma limpia. Pero ¿qué es una mirada limpia? Así lo
explica el propio Jesús: «todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha
cometido adulterio en su corazón» (Mt 5, 28). No da igual lo que se mira, ni
mucho menos cómo se mira. Por eso, justo después de la explicación
anterior Jesús da un consejo radical: «si tu ojo te escandaliza, arráncatelo y
tíralo lejos de ti. Más te vale entrar tuerto en la Vida, que con los dos ojos
ser arrojado al fuego del infierno» (Mt 18, 9).
Nos jugamos mucho con nuestros ojos, con nuestras miradas. Nos
jugamos ver a Dios por toda la eternidad. Y es que no estamos llamados a
contemplar a Dios con los ojos del alma (que no existen), sino con los del
cuerpo, con los que estamos leyendo ahora estas líneas: «Tras despertar me
alzará junto a Él, y con mi propia carne veré a Dios. Yo, sí, yo mismo le
veré, mis ojos le mirarán» (Jb 19, 26-27).
Esos ojos se ensucian cuando miran de manera obscena, es decir,
sexualizando a la otra persona. Evidentemente la expresión es una imagen:
lo que se ensucia es la persona que ha mirado así. Esa cosificación del otro
a través de la mirada se ve muy claramente en la pornografía, a la que
dedicaremos el próximo capítulo. Quien mira –quien consume, se dice a
veces– esas imágenes busca solo la propia excitación sin dar nada a cambio,
sin llegar a un encuentro personal ni tener en cuenta que aquel o aquella a
quien está mirando es una persona con un nombre, una biografía, unos
sentimientos, una familia, quizá unas necesidades económicas que le
obligan a exponer su cuerpo... es reducida a instrumento para proporcionar
placer.
Esperar al matrimonio para tener relaciones sexuales protege a las
personas de ser utilizadas simplemente como un objeto para conseguir un
rato de placer sin llegar a la entrega total de cuerpo y alma, sin
compromiso. Aquí encontramos un motivo más por el que el matrimonio
implica exclusividad y estabilidad en el tiempo: no es posible entregarse
completamente a una persona y luego a otra, y luego a otra, etc.
El concepto de relaciones prematrimoniales además es equívoco [5].
Sería más apropiado llamarlas relaciones sexuales entre novios, porque de
hecho hoy día suelen iniciarse mucho antes de que haya intención de
comprometerse de por vida. Incluso si hubiera una relación consolidada y
una perspectiva de matrimonio más o menos cercana faltaría un elemento
fundamental: la promesa solemne que tiene lugar en el momento central de
la boda. No es infrecuente que el matrimonio sea visto como un mero
trámite social, como decir delante de los familiares y amigos (o incluso de
la misma Iglesia) lo que ambos ya tienen claro desde hace tiempo. Por el
contrario, el matrimonio transforma a quienes lo contraen; la misma
terminología lo refleja. Hasta el mismo momento de la celebración son
novios o prometidos, y permanecen libres para retractarse de las promesas
que se hayan hecho y buscar a otra persona con quien asociar su proyecto
de vida. Tras el matrimonio pasan a ser esposos o cónyuges, lo que les da
unos nuevos deberes y derechos. Adelantar las relaciones sexuales sería
anticipar esos derechos... a los cuales aún no se tiene derecho.
Es cierto que en la sociedad actual el matrimonio tiende a diferirse
mucho, a veces por motivos ajenos a la voluntad de los novios. Esto puede
hacer difícil la espera para tener relaciones o llevarlos a conformarse con un
“compromiso verbal de estabilidad” en espera de que la situación
económica, laboral, etc., permita la boda. Pero aun en estos casos la
donación personal no sería total (exclusiva y definitiva en el tiempo) porque
aún no se habría cerrado el compromiso: de hecho, tanto la Iglesia como la
sociedad civil admiten que se rompa ese pacto verbal. Las dificultades –
reales– que se puedan encontrar serán ocasión de expresar la fe de los
novios y el amor que tienen a la persona que más quieren, que se
manifestará en saber esperar.
Cuanto hemos dicho hasta aquí no excluye que también dentro del
matrimonio pueda usarse a la otra persona como objeto o como medio de
obtener placer. Desgraciadamente no faltan ejemplos en las páginas de
sucesos de cualquier periódico. Hay, sin embargo, una diferencia
importante: el marco objetivo que se establece con el compromiso
matrimonial protege a ambas personas de que esto ocurra.
En conclusión, los pecados contra la castidad, aunque se cometan con el
cuerpo, dañan también al alma, porque ambos son inseparables. Revuelven
el mundo interior de quien los comete y deforman la visión de sí mismo y
de los demás. Por eso acaban produciendo intranquilidad, tristeza,
sentimiento de que hay algo sucio en uno mismo o en las relaciones. Y es
que efectivamente ensucian el templo que está llamado a albergar a Dios y
lesionan la dignidad propia y de la otra persona: ambos son reducidos a
algo que produce placer en lugar de ser tratados como alguien que da y
recibe en el contexto de una donación total. Finalmente, estos pecados
frustran el plan de Dios, que puso en el hombre la capacidad de ser partícipe
de su poder creador y la ve reducida a una mera fuente de placer con un
componente egoísta.
Amor, donación, entrega, matrimonio, dignidad, respeto... Son realidades
universales que afectan a todos los hombres independientemente de su
religión y su sistema de valores. Este libro está dirigido a personas que
quieren llevar una vida cristiana, pero la mayoría de estas reflexiones son
aplicables a personas de cualquier condición. Todos tienen la misma
dignidad en su alma y en su cuerpo y están llamados a respetarla en sí
mismos y en los demás.

6. LA VIRTUD DE LA CASTIDAD

Cuanto hemos dicho, vale la pena insistir, no quiere decir que el sexo y
todo lo que conlleva –atracción por otras personas, placer, etc.– se hayan
vuelto malos. Se han vuelto desordenados, han perdido su lugar en la
jerarquía de valores. Como vimos al estudiar las pasiones, estas tienden a su
satisfacción sin tener en cuenta el resto de las dimensiones del hombre, su
dignidad y su fin trascendente. El sexo es algo muy grato a Dios... siempre
y cuando se viva de acuerdo con sus reglas propias. No ya con unas reglas
que Dios se ha inventado para fastidiarnos, como decía el conferenciante
con que empezábamos este capítulo, sino con las condiciones necesarias
para que se respete el bien y la dignidad del hombre y de la mujer. Esas
reglas vienen dadas por la virtud de la castidad.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que «la castidad significa la
integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad
interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La sexualidad, en la que
se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico, se hace
personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de
persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del
hombre y de la mujer» [6].
En la dimensión sexual confluyen de manera clara las dimensiones
corporal, psicológica y espiritual de la persona, que al igual que en los
demás ámbitos deben estar adecuadamente equilibradas y jerarquizadas en
vistas del bien global. El Catecismo emplea el término integradas, que me
parece especialmente acertado. ¿Qué es integrar la sexualidad? Trataré de
ilustrarlo con un ejemplo un poco tonto pero muy gráfico. En una ocasión
me dijo un amigo: “mis gafas son parte de mí hasta el punto de que a veces
me meto en la ducha con ellas puestas sin darme cuenta”. Esto es lo que hay
que hacer con la dimensión sexual: llevarla donde quiera que vayamos
durante toda nuestra vida, en mi trato con Dios y con los demás, en el
noviazgo, en la amistad, al ver la televisión o navegar por internet, en el
matrimonio o en el celibato... siempre respetando los dos aspectos que
pertenecen a la esencia del acto sexual: el don total de sí al cónyuge y la
apertura a la vida.
Al igual que el resto de virtudes, la castidad es mucho más que la
negación de determinadas acciones. Los mandamientos nos marcan un
mínimo, una línea por debajo de la cual no se puede decir realmente que se
ama a Dios o a los hombres pero por encima de la cual hay un campo de
crecimiento infinito. Por ejemplo, el quinto mandamiento dice “no
matarás”, pero es un mínimo bastante escaso para marcar nuestro trato con
otras personas. La virtud que hay que desarrollar en positivo es la caridad,
que lleva a amar a los demás y, en consecuencia, a no hacerles ni desearles
ningún mal. Pues bien, la virtud de la castidad o pureza –santa pureza la
llaman algunos autores espirituales para subrayar su carácter alegre y
positivo– es la que se asocia al sexto y al noveno mandamientos.
Este carácter positivo se ve mejor si no consideramos las virtudes como
compartimentos estancos, sino como un armazón que mantiene en pie a la
persona. Como en muchos edificios, hay una viga maestra que sostiene a las
demás, que es la caridad. La castidad es amor: amor a Dios (a su designio
creador), al otro y a sí mismo. San Agustín escribió que «la templanza –
dentro de la cual incluía la castidad– es el amor que totalmente se entrega al
objeto amado [...], que se conserva íntegro e incorruptible para Dios» [7].
La castidad es amar con el cuerpo, reconociendo y respetando su dignidad
de imagen y templo de Dios. Por eso pienso que el primer mandamiento
que el Señor propone a sus seguidores puede ser complementado: amar a
Dios con todo el corazón, con toda el alma... y con todo el cuerpo.
De modo similar, la castidad significa también amarse a uno mismo y a
los demás (amigos, novio o novia, cónyuge) con la dimensión corporal. Es
mucho más que la ausencia de relaciones sexuales y debe ser vivida –con
distintas manifestaciones– dentro del matrimonio; ese clima de respeto al
otro y a la misma naturaleza del acto sexual es el mejor caldo de cultivo
para que el amor conyugal crezca. Los hijos –los que Dios mande, contando
con la decisión responsable de los esposos– serán como una manifestación
visible de ese amor.
Reducir la castidad a prohibiciones (no hacer, no mirar) podría como
máximo generar personas continentes, que quizá se comportarían
externamente igual que el casto pero con la importante diferencia de que les
faltaría el alma: el amor como origen y como meta de sus actuaciones. La
caridad, por el contrario, lleva a formar personas virtuosas capaces de amar
con todo el corazón.
Puede resultar costoso vivir así pero no es imposible ni está al alcance
solo de algunos privilegiados. Vale la pena traer de nuevo a colación la
batalla interior que sentía san Pablo, que ya vimos al hablar de las pasiones
en general: «querer el bien está a mi alcance, pero ponerlo por obra, no.
Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rm 7, 18-
19), y su grito de dolor: «¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo
de muerte?» (Rm 17, 24). En alguna ocasión he escuchado decir que esta
frase probablemente haría alusión a algún defecto corporal o una dificultad
física –quizá tartamudez– de la que habla en otras de sus cartas. No me
convence: he conocido muchos tartamudos que están hartos de su defecto
pero ninguno se expresa con tanto dramatismo. Sí he conocido a muchas
personas buenas que pasan por momentos de dificultad para vivir la
castidad y lanzan una exclamación similar. Que me perdone el Apóstol si
me equivoco, pero a muchas personas les da ánimo saber que él también
tenía que luchar, y sobre todo que contamos con la misma ayuda de Dios,
que nos asegura: «te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la
flaqueza» (2 Co 12, 9).
Junto con la gracia de Dios, la castidad requiere el esfuerzo del hombre
para dominarse. Pero este dominio no constriñe, sino que libera y permite
darse: nadie puede dar aquello que no posee. En efecto, «uno es esclavo de
quien le ha vencido» (2 P 2, 19). Quien consigue vencer sus pasiones puede
tener una vida auténtica, atractiva, se hace capaz de amar y de ser amado.
La castidad no quita nada como persona, sino que devuelve lo que se
había perdido por el pecado, por el de Adán y Eva y quizá también por los
que uno mismo ha cometido. Permite volver a presentarse delante de Dios
tal y como Él había querido que fuésemos, recomponer el desorden de las
pasiones que lleva a hacer lo que no queremos. En efecto, a medida que
crece la virtud, la persona se ve más atraída por el orden y la belleza
integrales que por el desorden de quedarse con una sola dimensión de la
persona.

7. LOS MEDIOS TRADICIONALES

Si la castidad es una virtud positiva que tiene que ver mucho con el amor
–a Dios y a los hombres–, los medios para crecer en ella se resumirán en
crecer en amor. Ya hemos traído antes a colación la siguiente frase de san
Josemaría, que creo que sintetiza el problema y su solución: «He de
repetirte que la existencia del cristiano –la tuya y la mía– es de Amor. Este
corazón nuestro ha nacido para amar. Y cuando no se le da un afecto puro y
limpio y noble, se venga y se inunda de miseria» [8].
En este apartado veremos brevemente algunos medios que la tradición
cristiana ha desarrollado para que ese amor se consolide en el corazón de
modo que se abra a la gracia de Dios en un clima interior en sintonía con Él
(Tabla 12). De ese modo será más fácil tanto decir sí a lo que nos une a Él
como decir no a aquellas cosas que amenazan con alejarnos.
Conocer qué hay que vivir y por qué.
Vida de oración.
Saberse querido por Dios.
Frecuencia de sacramentos (Eucaristía y confesión).
Mortificación.
Obras de servicio a los demás.
Pudor.
Aprovechamiento del tiempo.
Huir de las ocasiones.
Dirección espiritual.
Trato con la Virgen.

Tabla 12. Medios tradicionales para la guardia de la castidad.

Aunque pueda parecer obvio, pienso que el primer medio es entender la


castidad: qué tengo que vivir y por qué. Es lo que he intentado explicar en
este capítulo, que en muchos casos requerirá releer, profundizar, pensar y
rezar.
A continuación señalaría una vida de oración. Para amar a Dios hay que
tratarle. Pero no hablo solo de rezar algunas oraciones puntuales (un
rosario, unos minutos de recogimiento ante el Santísimo o en la propia
habitación, etc.). Esto es necesario pero insuficiente. Me refiero a que toda
la vida sea un diálogo con él. ¿Cómo se consigue? En primer lugar,
mediante la presencia de Dios: saberse siempre mirado y acompañado por
nuestro Padre Dios, y dirigirle de vez en cuando algunas palabras para
decirle que le queremos y que deseamos hacer todo por su gloria. Sin
embargo no podemos estar continuamente hablando con Dios, porque hay
actividades que absorben completamente nuestra mente: el estudio, el
trabajo, la lectura, una conversación... Estas ocasiones se pueden
transformar en obras de oración si se realizan con el deseo de cumplir su
voluntad y darle gloria [9]. Será así más fácil acudir a él en los momentos
buenos y en los malos, también cuando llegue la tentación.
De este modo no solo se crece en amor de Dios, sino que se acaba
haciendo un descubrimiento: Dios nos quiere. Qué fácil es decirlo pero
cuánto cambia la vida cuando uno realmente cae en la cuenta de que es así:
se siente querido por Dios, hijo de Dios. Esta conciencia cambió a muchos
grandes pecadores que trataron a Jesús: la Magdalena, Zaqueo, el Buen
Ladrón... Es la mayor fuente del sano amor a uno mismo y algo que llena el
corazón: otros afectos pueden hacerlo pero solo parcialmente, ya que son
limitados y a veces defraudan. Dios, por el contrario, no defrauda nunca.
Muy unidos a la oración están los sacramentos: la recepción frecuente de
la Eucaristía y de la confesión. El mismo Jesús prometió: «Yo soy el pan de
vida [...]. Si alguno come de este pan vivirá eternamente» (Jn 6, 48.51).
Recibir la comunión en la Misa dominical –o más a menudo, si es posible–
supone el alimento que fortalece para afianzarnos en el bien y evitar el
pecado.
Sin embargo, leemos también en la Biblia: «el que come y bebe sin
discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación» (1 Co 11, 29). En
efecto, para recibir al Señor hay que tener el alma en gracia, es decir, no
tener conciencia de haber cometido un pecado mortal. Por eso no tiene
sentido comulgar por vergüenza a lo que digan los otros si uno tiene
conciencia de haber caído en una falta grave. A la vez, Jesús afirma: «no he
venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2, 17). ¿Cómo
compatibilizar esas dos afirmaciones? Mediante el sacramento de la
penitencia, que reconcilia con Dios y hace recuperar la vida de gracia. Dios
nos quiere tal y como somos, con nuestros defectos y pecados. Por eso nos
perdona y añade: «tampoco yo te condeno; vete y a partir de ahora no
peques más» (Jn 8, 11). La confesión restablece nuestra amistad con Dios y
por eso se llama también el sacramento de la reconciliación y el
sacramento de la alegría. El mejor modo de agradecérselo es acudir todas
las veces que haga falta, tan pronto lo necesitemos.
La castidad es una afirmación, pero requiere tener preparado un no
rotundo para cuando vengan las tentaciones. Por eso es importante ejercitar
la fuerza de voluntad en pequeños vencimientos a lo largo del día,
renunciando no solo a cosas malas, sino también a cosas buenas que
podemos retrasar o negarnos a costa solo de un poco de incomodidad. Es lo
que se llama mortificación. Pero no se trata solo de conseguir autocontrol.
Como vimos al hablar del sentido del dolor, nuestros sacrificios son
también un modo de unirnos a la Pasión del Señor, es decir, de desagraviar
por los pecados de todos los hombres, los nuestros en primer lugar. Tiene
sentido desagraviar con el cuerpo cuando se ha ofendido a Dios con el
cuerpo.
Hasta ahora hemos hablado de crecer en amor a Dios. Pasemos a
desarrollar el amor por los demás. Si la castidad tiene que ver con el respeto
a los otros y los pecados de este género consisten en utilizarlos, qué mejor
que un servicio desinteresado. Por otra parte, la relación con personas de
todo tipo y especialmente la amistad ayuda a reconocer siempre a las
personas como sujetos, nunca como objetos y menos aún como objetos
sexuales. Vale la pena hacer una precisión: las redes sociales han hecho el
mundo mucho más pequeño y nos permiten tener un contacto más cercano
con personas que se encuentran a miles de kilómetros de distancia; pero no
han conseguido cambiar una cosa: las relaciones cara a cara sin pantalla de
por medio siguen siendo mucho más enriquecedoras.
Con relación a uno mismo, un modo de proteger la castidad es el pudor
[10]. Esta virtud, que abarca no solo el ámbito corporal sino también el
psicológico y el espiritual, consiste en esconder la propia intimidad de
intromisiones ajenas. Hay aspectos que son muy personales cuya difusión
indiscriminada produce vergüenza y han de quedar reservados a aquellos
que se sabe que los respetarán. Es lo que ocurre con algunos afectos y
convicciones profundos y con las partes más sexualizadas del propio
cuerpo. El modo de hablar, de comportarse y de vestirse han de manifestar
lo que somos de manera clara, sin dar lugar a equívocos. Un padre de
familia contaba que cuando su hija adolescente compraba una prenda que le
parecía demasiado corta o ceñida no entraba en discusiones con ella, sino
que le mandaba ponérsela y hacer el “test de la plaza”. Consistía en salir a
la plaza que había frente a su casa, donde una panda de jóvenes poco
delicados solía pasar la tarde hablando de los transeúntes; la chica debía
simplemente acercarse lo suficiente para escuchar sus comentarios. No
raramente volvía a casa enojadísima y arrojaba su ropa recién comprada al
fondo del armario.
Muchos tienen la triste experiencia de que las tentaciones suelen aparecer
en los momentos de ocio transcurridos en un simple quemar las horas:
navegando sin rumbo fijo en internet, buscando novedades en las redes
sociales, etc. O bien cuando uno no pone la cabeza en lo que debería hacer
(trabajo, estudio, tareas domésticas, etc.) o deja que vague la imaginación
hasta detenerse justo en la imagen donde menos debería. En resumen: en los
momentos de pereza. Justo ahí es más difícil resistirse a los malos deseos si
aparecen. Por el contrario, cuando se intenta aprovechar bien el tiempo
parece que las tentaciones se mitigan y además se gana en dominio propio.
Por eso es de gran utilidad tener un cierto horario en el día (también en
vacaciones y en los fines de semana) que contemple tanto el trabajo como el
deporte, la lectura, salir con los amigos, leer las noticias, el necesario
descanso, etc. San Jerónimo recomendaba: «trabaja en algo, para que el
diablo te encuentre siempre ocupado» [11], que no se refiere simplemente a
tener una terapia ocupacional ni mucho menos a estar siempre
frenéticamente activo. Se trata, por el contrario, de estar cumpliendo la
voluntad de Dios aquí y ahora; a veces consistirá en trabajar y otras en
descansar, pero en uno y otro caso sabiéndose acompañado por Él.
San Josemaría recomendaba: «No tengas la cobardía de ser “valiente”:
¡huye!» [12]. Cada uno tiene sus puntos débiles, de los que puede ser más o
menos consciente, pero quien habitualmente los conoce es el demonio y
aprovecha para atacar por ese lado. Ante ataques de ese tipo es mejor no
plantar cara, sino salir corriendo: dejar la lectura o la película que están
subiendo de tono, la navegación que empieza a oler a naufragio, la
compañía que está haciendo que las pasiones se revuelvan, etc. En cierto
modo aquí confluyen todos los medios que hemos visto hasta ahora: una
persona que reza y que se sabe en presencia de Dios se da cuenta de que
algo no va, tiene fuerza de voluntad para cortar –la fortaleza que da la
Eucaristía y se ha ejercitado con la mortificación– y sabe redirigirse a las
tareas donde le espera Dios: el trabajo, el servicio a los demás, etc.
«Si uno cae, el otro puede darle la mano y ayudarle, pero ¡ay del que está
solo y se cae! No tiene a nadie que lo levante» (Qo 4, 10). La Iglesia ha
recomendado siempre la práctica de la dirección o acompañamiento
espiritual para avanzar en la vida cristiana. Así lo han hecho muchos
santos, empezando por san Pablo desde el mismo momento de su
conversión (Hch 9, 5-18). Esta ayuda fraternal puede ser prestada por un
sacerdote (incluso dentro de la misma confesión) o también por un laico
preparado, como ha recordado el Papa Francisco [13]. En estas
conversaciones periódicas se habla de los avances y dificultades en la vida
interior y el director sugiere puntos de mejora y medios para lograrla. No es
algo específico del cristianismo, sino que se busca en muchos otros ámbitos
de la vida: social, profesional o deportivo; no sé por qué, pero en estos
casos habitualmente se le da nombres en inglés como coaching, tutoring,
mentoring, etc. El motivo es el mismo en todos los casos: desde fuera se
ven las cosas con más objetividad, y la experiencia ayuda a resolver muchos
problemas que parecen tener difícil salida.
La dirección espiritual solo funciona en un clima de libertad: libertad
para elegir a la persona con quien abrirse, para contarle lo que se ve
oportuno y para seguir o no los consejos recibidos. No hay obligación de
hablar temas específicos pero sí es conveniente contar las dificultades que
se experimentan para tener una vida cristiana coherente. En lo que se refiere
a la castidad esta distinción es muy importante: la dimensión sexual es una
de las más íntimas de la persona y hay un pudor natural para hablar de ella;
además, las dificultades para vivir esta virtud pueden resultar vergonzosas e
incluso humillantes. Aunque solo es necesario contar estos pecados en la
confesión para recuperar la vida de gracia, es conveniente hablar también
de estas luchas en la dirección espiritual, de modo que el director conozca
el estado real del alma. Tendría poco sentido, por ejemplo, que propusiera
unas metas altas de oración o de entrega a Dios o a los demás cuando hay
aspectos más básicos de la vida de cristiano en los que aún hay que mejorar.
Sería como recomendar un traje que resulta varias tallas grande o pequeño.
En definitiva, iría en perjuicio del propio interesado.
Además, la sinceridad en la dirección espiritual hace crecer en humildad,
pues quien se abre confiadamente se reconoce como realmente es, lo
manifiesta y pide ayuda consciente de que luchando por sí mismo lo tendrá
más difícil. Esa actitud dispone al alma para recibir la gracia de Dios,
porque «la santa pureza la da Dios cuando se pide con humildad» [14].
Dejamos para el final el trato con la Virgen. No porque sea menos
importante o un recurso extremo, sino porque es como la coronación de
todos estos medios, tal vez uno de los más tradicionales en la ascética
cristiana. Santa María es modelo de todas las virtudes, pero siendo
Inmaculada y siempre Virgen ha sido puesta especialmente como modelo de
pureza. Por eso el trato con ella, confiado y filial, es un recurso de primer
orden para alcanzar esta virtud. «Todos los pecados de tu vida parece como
si se pusieran de pie. –No desconfíes. –Por el contrario, llama a tu Madre
Santa María, con fe y abandono de niño. Ella traerá el sosiego a tu alma»
[15]. Si mantenemos el trato con ella, también en los momentos de
dificultad y derrota, ella se encargará de que estemos preparados en el
momento fundamental de la vida: el de entregar el alma a Dios.

8. AFECTIVIDAD Y CASTIDAD

Antes de acabar el capítulo vale la pena volver al punto de vista


psicológico que caracteriza este libro. Ya vimos en su momento que el
objetivo de la formación de la afectividad es ayudar a que la inteligencia y
la voluntad gestionen las emociones, afectos, sentimientos y pasiones. Una
afectividad ordenada sabe lo que es bueno, desea alcanzarlo, es capaz de
poner los medios oportunos para obtenerlo y disfruta de eso aunque le
suponga renunciar a otras cosas agradables que están por debajo en su
jerarquía de valores. La integración de la sexualidad en la globalidad de la
persona, por seguir empleando el término usado en el Catecismo, es una
parte importante de la formación de la afectividad, que evidentemente es
mucho más amplia.
Como la dimensión sexual es un punto de encuentro de las dimensiones
corporal, psicológica y espiritual de la persona, muchas alteraciones
sexuales –tengan o no repercusiones morales– tienen factores causales
provenientes a la vez de esas tres esferas. Dicho de otro modo: en muchos
casos sería una simplificación intentar abordar un problema sexual –
disminución de libido, relaciones insatisfactorias, masturbación,
pornografía– exclusivamente desde uno de esos tres puntos de vista
ignorando los otros. Esas dificultades son con frecuencia la punta del
iceberg de problemas más profundos que conviene abordar, son una llamada
de atención de que algo no va bien en otros ámbitos de la vida.
En el caso de un mal uso de esta facultad desde el punto de vista moral,
los formadores –padres, directores espirituales, confesores, etc.– necesitan
estar formados también sobre los aspectos psicológicos que pueden
subyacer en estas conductas. Esto los llevará a no insistir exclusiva y
persistentemente en las soluciones de tipo ascético que acabamos de ver,
sino a atender a la globalidad de la persona: tensiones familiares o
laborales, falta de descanso o de sueño, insatisfacción con el estilo de vida,
problemas relacionales, heridas biográficas, etc.
Como no todo el mundo puede acceder a una preparación profunda y hay
casos muy complejos, en ocasiones será necesario recomendar a estas
personas que acudan a un especialista, es decir, un médico o psicólogo.
Profundizaremos en esta idea al tratar de la adicción a la pornografía.
No se trata tampoco de psicologizar los problemas para vivir la castidad:
en muchos casos bastarán los medios ascéticos tradicionales para crecer en
esta virtud. A las personas con hábitos muy asentados o que se han decidido
recientemente a llevar una vida cristiana habrá que llevarlas con paciencia
por un plano inclinado, dando esperanza y animando a confiar en la gracia
de Dios. También es importante formar la cabeza: explicar de manera
positiva y adaptada a su edad y capacidades por qué es bueno para él vivir
castamente.
¿Cómo balancear una y otra perspectiva ante una persona concreta? Es
uno de los puntos en que se ve clara la necesidad que el director espiritual
tiene de ciencia y experiencia y el motivo por el que san Gregorio Magno
decía que este servicio a las almas es «el arte de las artes» [16].
Es cierto que no se podrá alcanzar en esta vida –donde siempre
estaremos sujetos a la concupiscencia– un equilibrio perfecto. Me atrevería
a añadir: ni falta que hace. El crecimiento en la virtud de la castidad es un
proceso en que siempre se puede avanzar, que no se limita a evitar
determinados comportamientos o impulsos, sino que incluye también una
purificación del corazón y los afectos.
Tampoco sería correcto decir que hoy día no se puede vivir esta virtud.
Es cierto que el ambiente está muy sexualizado, que las ocasiones están más
al alcance de la mano, pero, insisto, se puede vivir la castidad. He conocido
a muchas personas de todas las edades que la viven. Todos con dificultades,
algunos con traspiés, otros con unos hábitos estables que han conseguido
con esfuerzo. Y todos contando con la gracia de Dios. No solo son
normales, sino que son muy buenos, humana y sobrenaturalmente
fantásticos, gente generosa que sabe querer. Son capaces de entregarse a los
demás... e incluso algunos han tenido el valor de entregarse a Dios.
LA ADICCIÓN DEL SIGLO XXI

1. EL MUNDO VIRTUAL

El mundo del siglo XXI no se puede entender sin internet. La


comunicación entre personas, la información, las compras, el estudio, el
trabajo, la diversión y el entretenimiento se basan en mayor o menor
medida en este instrumento que forma parte de nuestras vidas. Ciertamente
nuestra existencia sería mucho más incómoda sin la web.
Sin embargo, a nadie se le oculta que tiene también su cara oscura. En la
red está todo: lo que se busca y lo que se preferiría no encontrar, lo que
descansa y lo que atrapa, lo que puede acercar o alejar de Dios, lo que uno
sabe que debería evitar... y lo que busca en momentos de debilidad. Lo peor
es que todo está junto. Tenemos experiencia de que, junto a lo que
indudablemente nos ha dado, la red también nos ha quitado algo: tiempo,
relaciones, rendimiento laboral, lecturas, hobbies, etc.
En este capítulo estudiaremos una de las consecuencias negativas que ha
tenido la entrada de internet en nuestros hogares y en nuestros bolsillos: la
difusión de la pornografía, que en estas páginas consideraremos como la
presentación de imágenes sexuales explícitas (dibujos, fotografías o videos)
con el fin de excitar a quien las ve.

2. ¿VICIO O ADICCIÓN?

Durante los años que me he dedicado a la formación de candidatos al


sacerdocio me he encontrado repetidamente con la siguiente situación. Al
comenzar su labor pastoral después de la ordenación, los nuevos sacerdotes
encontraban personas –jóvenes o no tanto– que acudían a ellos para
confesarse de haber visto imágenes pornográficas en la red, frecuentemente
acompañadas de masturbación. Era una situación no desconocida pero que
ahora, continuaban, se da con mucha más frecuencia de la que veían antes
de comenzar su preparación para el sacerdocio. En muchos casos los
penitentes querían llevar una vida cristiana, rezaban diariamente y asistían a
Misa al menos cada domingo, además de intentar poner los medios
tradicionales para vivir la castidad; precisamente por eso recurrían al
sacramento de la reconciliación. ¿Es que la gracia de Dios –concluían estos
presbíteros– no es suficiente en su caso, al contrario que en el de san Pablo?
¿O es que han perdido la capacidad de controlarse? ¿Nos encontramos, en
definitiva, ante un viejo vicio más difícil de extirpar o se trata, por el
contrario, de una nueva forma de adicción?
Tomaré pie de la última pregunta para estudiar en profundidad el
problema, mientras que en el capítulo siguiente ofreceré sugerencias para
quienes desarrollan tareas de formación, sean o no sacerdotes.
Lo primero que habría que decir es que la alternativa –vicio o adicción–
no está bien planteada. Comencemos delimitando qué es un vicio, para lo
cual partiremos de su origen en la ética filosófica. Si en este libro hemos
hablado mucho de virtudes, los vicios serían la otra cara de la moneda: son
modos de obrar mal de forma habitual. En sentido amplio no tienen
necesariamente implicaciones morales: ya hablamos de la primera
confesión de los niños: “he mentido, me he peleado con mi hermano, he
tirado de las trenzas a mi hermana, me he metido el dedo en la nariz y me
he mordido las uñas”. Dentro de la poca malicia que tiene cada uno de estos
elementos, los dos últimos claramente no son pecado aunque pueda
considerarse un vicio, un mal hábito o una falta de educación.
En sentido estricto, el vicio –como bien se entiende al oponerlo a la
virtud– sí tiene un significado ético: son acciones que empeoran a la
persona en cuanto tal. No consisten simplemente en una tendencia a actuar
de modo incorrecto, sino que tienen repercusiones más profundas:
transforman por dentro a la persona (recordemos: quien roba se hace ladrón,
quien miente se convierte en mentiroso, etc.). Esto conlleva que el sujeto se
sentirá menos atraído a actuar correctamente, le será más difícil obrar bien
aunque quiera (la voluntad se debilita) y hallará menos gozo en la
consecución del bien. Un vicio arraigado puede incluso nublar la
inteligencia y hacer que confunda el bien con el mal: “o se vive como se
piensa o se acaba pensando como se vive”.
La adicción, por el contrario, es un concepto médico o psicológico. Suele
definirse como el uso descontrolado de sustancias o actividades nocivas
para la salud o el equilibrio psíquico con las que se busca una sensación de
bienestar [1]. Hemos dado un salto: no hablamos ya de problemas éticos ni
tampoco del cumplimiento de unas normas humanas o divinas, sino que
pasamos al campo de la salud, de la salud mental para ser más precisos. Al
igual que con los vicios, hay adicciones que en principio no suponen
pecado, como el abuso de tabaco (así se ha considerado tradicionalmente,
aunque hay autores que lo ponen en duda). Pero en la mayoría de los casos
–también de consumo de tabaco– el hecho de haberse dejado caer en una
adicción tiene un juicio moral negativo en cuanto implica consentir
voluntariamente un comportamiento que conduce a perder libertad y supone
un daño físico o psicológico para uno mismo.

3. ADICCIÓN E INTERNET

Volviendo al caso que nos ocupa, el consumo de imágenes sexuales en


internet, seguido o no de otras conductas como la masturbación, puede
suponer una actividad puntual –sujeta a valoración moral pero sin producir
en apariencia un daño psíquico evidente– o bien dar lugar a un vicio o una
adicción. ¿Dónde poner la frontera? Sigamos profundizando en el concepto
de adicción.
¿Qué puede producir adicción? Lo primero que se nos viene a la cabeza
son sustancias como las drogas y el alcohol. Pero también hay conductas
que pueden “enganchar”, como los juegos de azar o las apuestas. En
definitiva, cualquier circunstancia (por usar un término amplio) que
produce placer (físico o psicológico) o que ayuda a descargar la tensión
puede generar una adicción. En efecto, se ha descrito este trastorno ante
causas tan diversas y aparentemente inocuas como el café, el deporte, los
videojuegos, los chats, las actividades de riesgo... y desde luego la
pornografía. Es interesante saber que todas tienen en común la activación
de los mismos circuitos neuronales en el cerebro, e implican sobre todo un
neurotransmisor (sustancia que intercambia información entre las neuronas)
llamado dopamina [2].
Evidentemente no todas esas circunstancias tienen la misma capacidad
de producir adicción (capacidad adictógena, se dice técnicamente).
Dependerá fundamentalmente de dos parámetros: la cercanía del consumo
de la sustancia o de la ejecución de la conducta con el placer que se genera,
y la intensidad del placer o de la descarga de tensión. Muchas conductas
permiten incluso jugar con el rango de placer: aumentar la tensión de modo
que al consumar la conducta la descarga sea mayor y se potencie la
sensación de bienestar y relajación; es lo que se busca al ponerse en una
situación extrema o de riesgo.
Pues bien, el sexo cumple esas dos condiciones: produce el placer físico
más intenso que se puede alcanzar por medios naturales (es decir,
excluyendo las drogas) y ese goce se genera de manera inmediata al realizar
la conducta (estimulación con imágenes, masturbación, relación física con
otra persona, etc.).
Dando un paso más en nuestra reflexión, la mezcla de internet con sexo
se hace explosiva, ya que la red aporta tres características que en el lejano
1998 puso de manifiesto el doctor Al Cooper, de la Universidad de
Stanford. Es la llamada triple A de Cooper [3]:
Accesibilidad: inicialmente Cooper pensaba en el ordenador personal,
disponible a cualquier hora del día o de la noche en casa, en el trabajo o en
locales públicos. En la actualidad esta característica ha aumentado mucho,
pues casi todo el mundo tiene contrato de datos en su teléfono móvil y basta
echarse la mano en el bolsillo para acceder a la red.
Asequibilidad (la traducción más correcta sería costeabilidad, pero esta
palabra no existe y además no empieza por A): habitualmente se accede a
precio cero o al menos ya incluido en un contrato fijo; no supone gasto
extra.
Anonimato: la sensación de “mirar sin ser mirado” facilita conductas que
nunca se realizarían delante de otras personas y reduce la conciencia
subjetiva de responsabilidad.
¿Cómo saber que se ha pasado el umbral de la adicción? Hay dos
manifestaciones o síntomas característicos. El primero es la dependencia,
cuya principal manifestación es la aparición de síndrome de abstinencia
cuando se lleva un tiempo sin consumir. Consiste en un anhelo vehemente
acompañado de ansiedad, inquietud y síntomas vegetativos (sudoración,
palpitaciones, temblor); es lo que coloquialmente se llama el mono y en
inglés se conoce como craving. Se ve en un fumador cuando no tiene a
mano un cigarro: está inquieto, busca, pide... puede entretenerse con otras
actividades pero solo se calmará del todo cuando consiga un pitillo.
El segundo síntoma es la tolerancia. Quien está enganchado necesita,
para conseguir el mismo efecto placentero –o simplemente para calmar su
inquietud– cada vez más dosis (en frecuencia o en intensidad): más vasos
de licor, bebidas de mayor graduación o, en el caso que estamos estudiando,
escenas más crudas o hard. En la Divina Comedia, Dante emplea la
alegoría de la loba como símbolo de la concupiscencia y la describe como
una fiera insaciable que «hambrea más cuanto es mayor su hartura» [4].
Para el adicto el consumo deja de ser algo agradable para convertirse en una
cadena, un tributo que hay que pagar al cuerpo para seguir funcionando con
normalidad, pues este se muestra cada vez más exigente. Y es que «uno
nunca tiene suficiente de lo que en realidad no desea» [5].
La tolerancia es el motivo por el que muchas personas acaban
traspasando líneas rojas que nunca pensaron traspasar: gastos económicos,
pasar de relaciones virtuales a reales, consumo de imágenes violentas o con
menores, etc. En definitiva, abre las puertas a conductas que además de
patológicas pueden ser ilegales y que ahora son más fáciles de realizar
gracias a la triple A.
Estamos, como se ve, a un nivel distinto de los problemas que vimos en
el capítulo anterior. No es que vengan tentaciones (malos pensamientos o
malos deseos difíciles de cortar) o que se haya despertado la curiosidad por
un uso imprudente de internet. Lo que ocurre aquí es que el cuerpo está
mal, inquieto, necesita su dosis para que desaparezca la ansiedad. No
siempre será fácil determinar el punto en que se encuentra un sujeto
concreto, entre otras cosas, porque hay una zona gris donde esa distinción
es complicada.
Los nuevos estilos de vida pueden dar origen a nuevas enfermedades o a
manifestaciones nuevas de las enfermedades de siempre. Es lo que ha
pasado con internet (o en sentido más amplio con las “tecnologías de la
información y de la comunicación”) y las adicciones. No se trata
simplemente de que hoy sean más frecuentes que en el pasado, sino que se
dan condiciones que facilitan su aparición.

4. UN PROBLEMA MÉDICO

En el capítulo anterior mencionamos la idea difundida en nuestra


sociedad de que el cuerpo –y por tanto el sexo– está para disfrutarlo.
Quienes piensan así no siempre ven mal que haya restricciones en el
comportamiento sexual, pero las admiten solamente cuando dañan al otro
(relaciones con menores, chantajes, humillaciones, ausencia de
consentimiento, etc.) o por motivos religiosos o morales. Cualquier
conducta que no dañe a otras personas sería aceptable y sana. ¿Qué dice la
ciencia médica? ¿Se puede decir desde un punto de vista objetivo que una
determinada conducta sexual es normal y sana mientras que otra sería
patológica?
La respuesta a la última pregunta es afirmativa. Los manuales de
psiquiatría tradicionalmente han considerado anormales algunas conductas
sexuales. Al igual que en otros campos no suelen emplear el término
enfermedad por motivos epistemológicos que no vienen al caso, sino otros
más amplios como trastorno o alteración (disorder en inglés). Sería el caso
de las parafilias –antes llamadas perversiones sexuales, término actualmente
en desuso por sus claras connotaciones moralizantes– como el
exhibicionismo, el fetichismo, la pedofilia, etc., considerados modos
insanos de conseguir una excitación. ¿Podría decirse algo similar de la
pornografía en internet?
Las dos principales sistematizaciones de enfermedades son la
Clasificación Internacional de Enfermedades de la Organización Mundial
de la Salud, que actualmente está en su undécima edición (CIE-11) y el
Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la
Asociación Americana de Psiquiatría, del que está en vigor la quinta
edición (DSM-5). A lo largo de los años ambas han recibido propuestas por
parte de clínicos e investigadores para incluir como categoría específica la
situación que hemos visto en el epígrafe anterior. Por poner solo un
ejemplo, en el lejano año 1994 (la red estaba aún naciendo) comenzó a
publicarse Sexual Addiction & Compulsivity: toda una revista con cuatro
números anuales de 8-10 artículos cada uno escritos por psiquiatras,
psicólogos, sexólogos, trabajadores sociales, terapeutas familiares,
consejeros pastorales y personas del mundo del derecho. Antes y después
de ese año son miles los libros, artículos y webs que afrontan el problema
desde distintos puntos de vista, muchos de ellos completamente ajenos a
cuestiones morales o religiosas.
Todas estas publicaciones tratan de poner en evidencia que hay personas
que pierden el control sobre su actividad sexual y sufren por ese motivo a
distintos niveles: familiar, social, laboral, económico, legal, etc. Quieren
cambiar pero no pueden resistir sus impulsos. Los nombres que se han
propuesto en el último cuarto de siglo para categorizar esta situación han
sido muy diversos: trastorno por adicción a internet, trastorno hipersexual,
adicción a la pornografía o al sexo, etc., pero la comunidad médica no ha
conseguido ponerse de acuerdo para aceptar ninguno de esos cuadros. Los
motivos aducidos han sido variados, desde la falta de suficiente evidencia
empírica hasta la acusación de que se estaban intentando patologizar
comportamientos sexuales por motivos religiosos o morales; dicho de otro
modo, si alguien quiere vivir de acuerdo con su fe o su sistema de valores,
donde tendría que ir es a su director espiritual o a su coach, no al médico.
Finalmente, la CIE-11 –aprobada en la 72 Asamblea Mundial de la Salud
en mayo de 2019 y que entrará en vigor el 1 de enero de 2022– atendió a
esas peticiones e incluyó el trastorno por comportamiento sexual
compulsivo (compulsive sexual behaviour disorder). La prevalencia (tanto
por ciento de la población que lo padece) se estima entre el 1 y el 6% de los
adultos [6]. La Tabla 13 expone sintéticamente la descripción del cuadro.
Incapacidad persistente para controlar los impulsos sexuales intensos y repetitivos.
Actividades o comportamientos sexuales repetitivos que se convierten en un punto central de la
vida de la persona.
Descuido de la salud, el cuidado personal u otros intereses, actividades y responsabilidades.
Numerosos esfuerzos infructuosos por reducir significativamente el comportamiento.
La conducta se mantiene a pesar de las consecuencias adversas o de que conlleva poca o ninguna
satisfacción.
Se manifiesta durante un periodo prolongado (por ejemplo, 6 meses o más).
Causa un malestar personal marcado o un deterioro significativo a nivel personal, familiar, social,
educativo, ocupacional o en otras áreas importantes de funcionamiento.
El malestar no está completamente relacionado con los juicios morales y la desaprobación acerca
de los impulsos o conductas sexuales.

Tabla 13. Características del trastorno por comportamiento sexual compulsivo de la CIE-11 [7].

Como se ve, la OMS no describe el cuadro como una adicción, según la


hemos descrito en el apartado anterior, a pesar de que había propuestas para
considerarlo así. No lo excluye pero prefiere esperar datos más
concluyentes a partir de la experiencia clínica y la investigación. Por el
contrario, al igual que hace con la cleptomanía (impulso a robar), la
piromanía (provocar incendios), la tricotilomanía (arrancarse cabellos) o la
onicofagia (morderse las uñas), el síntoma que considera clave es la
incapacidad de refrenar un impulso. Es lo que técnicamente se llama
compulsión: repetir una acción que se reconoce absurda, inútil o incluso
dañina, que el sujeto querría evitar pero se ve incapaz de contenerse.
Pienso que no pocas personas que querrían abandonar el consumo de
pornografía se reconocerán en la descripción del trastorno por
comportamiento sexual compulsivo; también en el último punto, que se
añadió para satisfacer a quienes señalaban el peligro de patologizar los
comportamientos sexuales por motivos religiosos o morales.

5. UN PROBLEMA SOCIAL

La pornografía en internet no es solo un problema moral o sanitario, sino


un reto mucho más amplio que afecta a toda la sociedad. En este apartado
veremos algunas de sus consecuencias negativas a otros niveles (Tabla 14)
[8].
Alteración de la visión de la sexualidad.
Altas expectativas sobre el sexo que acaban defraudadas.
Reducción del cónyuge a objeto para conseguir placer.
Problemas en la vida de pareja.
Infidelidad matrimonial.
Prostitución.
Divorcio.
Hipersexualización de los niños.
Pérdida de la capacidad de esfuerzo, de espera, de búsqueda de lo arduo.
Tendencia al aislamiento.
Aumento del umbral de excitabilidad (búsqueda de escenas violentas, ilegales, etc.).
Problemas de identidad sexual.
Violencia en la vida real.
Problemas legales.
Problemas económicos.
Enfermedades de transmisión sexual.
Heridas a nivel afectivo.
Patología depresiva.
Problemas futuros.

Tabla 14. Consecuencias sociales de la pornografía.

En primer lugar, altera la visión de la sexualidad. Las imágenes que


muestran están grabadas por profesionales que buscan producir un
determinado efecto en el espectador: la excitación. Esto conlleva que en la
pornografía el acto sexual tenga mucho de antinatural: se exageran
comportamientos, se realizan de modo que sean más visibles por el
espectador, se omite parte de lo que experimentan los protagonistas, etc. En
ese sentido se pueden poner en relación con las películas que buscan
conmover, emocionar o despertar otras pasiones: la vida real habitualmente
no es tan intensa. Un sencillo ejemplo puede ayudar a entenderlo. Si un
aficionado a las películas de acción cree que conducir un coche es algo
similar a las persecuciones de James Bond, lo más probable es que cuando
se ponga al volante acabe defraudado o que, si trata de imitarlo, se estrelle a
la primera curva. Estas dos posibilidades sintetizan cuanto veremos a
continuación, y es que la pornografía no se limita a mostrar imágenes para
disfrutar pasivamente, sino que de alguna manera incita a imitarlas. Y
cuando un aficionado trata de emular a los profesionales tiene muchas
posibilidades de acabar mal.
La pornografía genera unas altas expectativas sobre el sexo que acaban
defraudadas. Un cónyuge no puede estar a la altura de un actor profesional.
Y uno mismo, tampoco. Esto tiene repercusiones en la vida de pareja, que
se hace insatisfactoria o se vive con la tensión de cumplir con lo que el otro
podría esperar. Dicho de otro modo, los varones no se ven suficientemente
viriles ni las mujeres suficientemente femeninas. No es de extrañar que
muchos estudios correlacionan el consumo de pornografía con varias
disfunciones sexuales y con una menor satisfacción en las relaciones
conyugales.
Peores son las consecuencias de la segunda actitud: tratar de imitar en la
realidad lo que se ve en la ficción. El cónyuge –especialmente la mujer–
puede verse reducido a un objeto para producir placer, ya que se le sugieren
comportamientos que no son naturales ni espontáneos. Por el contrario, la
ternura, la caricia, el diálogo, la espera, el respeto de los ritmos, dejar para
mañana, etc., raramente se encuentran en las imágenes que estamos
considerando. Además, no siempre se sugiere al cónyuge este tipo de
relación, sino que a veces se le obliga física o psicológicamente a llevarla a
cabo, lo que supone una auténtica vejación aunque se dé dentro del
matrimonio. La pornografía favorece el gran riesgo de la sexualidad que
señalamos en el capítulo anterior: la cosificación del otro, especialmente de
la mujer.
Estos dos factores generan importantes problemas en la vida de pareja.
Algunas personas que han desarrollado un hábito muy arraigado afirman
que las relaciones conyugales no les satisfacen: lo que de verdad les
estimula es la pornografía y prefieren, por tanto, disfrutarla solos mientras
dejan abandonado al cónyuge. Por otra parte, al comprobar que este no
satisface se abre la puerta a buscar esas sensaciones con otra persona, ya sea
alguien conocido o un profesional del sexo. La pornografía favorece la
infidelidad matrimonial y la prostitución. Los trabajos publicados ponen
también en relación el divorcio con el consumo de pornografía por parte de
alguno de los esposos.
Los niños y adolescentes son mucho más sensibles que los adultos.
Estudios recientes tanto en España como en Estados Unidos coinciden en
señalar que la edad media de inicio del consumo de pornografía son los 14
años para los chicos y los 16 para las chicas, si bien señalan que uno de
cada cuatro varones ha comenzado antes de los 13 y que la edad más
temprana de primer acceso se anticipa a los 8 años. ¿Qué capacidad tiene un
adolescente –no digamos un prepúber– de entender la riqueza de la
sexualidad como don de sí al otro también en la dimensión espiritual,
cuando lo único que se le muestra es el encuentro entre dos cuerpos? Se
produce de este modo una sexualización precoz o una hipersexualización
que algunos comparan con la que sufren los niños que han sido abusados.
Independientemente de la edad (aunque afecta más cuanto más joven sea
el sujeto en su primer contacto), el placer fácil e inmediato que se obtiene
con el sexo condiciona también el desarrollo de la capacidad de esfuerzo,
de espera, de búsqueda de lo arduo. Incide también negativamente en la
confianza en uno mismo y en la integración social: es más fácil permanecer
ante la pantalla que atreverse a contactar con personas reales que pueden
rechazarle. Se fomenta así una tendencia al aislamiento.
El consumo de imágenes lleva a un aumento del umbral de excitabilidad
debido a un mecanismo neurológico y psicológico similar al que produce la
tolerancia en las adicciones. El cerebro se acostumbra a las imágenes y para
alcanzar el mismo nivel de excitación pide que sean cada vez más fuertes,
crudas, hard, etc. Ya hemos visto las consecuencias que esto tiene en la vida
de pareja, pero tiene también repercusiones en el propio consumo en la red:
búsqueda de escenas violentas, ilegales (por ejemplo, no consentidas o con
niños), homosexuales, etc. Me detengo en este último punto porque he
encontrado varias personas que, habiendo tenido un desarrollo heterosexual
hasta bien entrada la adolescencia, han caído progresivamente en una
espiral que culminó en la ausencia de satisfacción con la pornografía
heterosexual, y llegaron a perder la atracción por las personas del sexo
opuesto en la vida real. Existían otros factores que sin duda influyeron, pero
el hecho es que los problemas de identidad sexual se desencadenaron varios
años después de lo que suele ser habitual y en clara relación causal con
estas imágenes.
Si ya hemos visto que el consumidor tiende a actuar lo que ve en la vida
real, el consumo de imágenes violentas, unido a la pérdida de la capacidad
de esperar, conlleva un aumento de violencia (de cualquier tipo, pero
especialmente sexual) y de abusos. Está demostrado que entre los
abusadores, violadores, personas con problemas de conducta (robo,
violencia, delincuencia), etc., se dan unas tasas de consumo de pornografía
mayores que en la población general. La consecuencia es que estos
consumidores tienen problemas legales con mayor frecuencia que la
población general.
En algunas personas estos comportamientos pueden llevar también a
problemas económicos a veces serios. ¿No se ha dicho que la red es
asequible y prácticamente gratuita? Sí, pero no toda. Muchas de las páginas
que ofrecen estos servicios aprovechan la tendencia a buscar contenidos
más excitantes y ofrecen links a páginas de pago, frecuentemente a través
del internet oculto o deep web, que son páginas que no aparecen en los
motores de búsqueda ordinarios y, por tanto, son difíciles de rastrear por
parte de las autoridades. Son ideales para cargar contenidos ilegales. Junto a
estos gastos en contenidos virtuales están aquellos que se pueden producir
para satisfacer la excitación en el mundo real, especialmente a través de la
prostitución.
No hay que olvidar que la pornografía es, según muchos, uno de los
ámbitos de negocio más lucrativos de internet. Es difícil hallar números
fiables, precisamente porque en muchos casos no son legales, pero se
calcula que la pornografía online mueve alrededor de cien mil millones de
dólares al año en todo el mundo [9]. Alguien ha tenido que pagarlos. No es
de extrañar este volumen si se tiene en cuenta que, en 2017, el 25% de las
búsquedas en Google, el 35% de las descargas y el 12% de los sitios web
(más de veinticuatro millones y medio) tenían que ver con este tema. Con
estas cifras en juego no hace falta ser conspiranoico para sospechar que
existe gente sin escrúpulos que pretende sacar el máximo número posible de
los usuarios –clientes que pagan directamente o bien indirectamente como
consumidores de publicidad– independientemente de su edad o de que se
pueda facilitar una adicción o una conducta insana o ilegal.
En el epígrafe anterior hablamos de un problema médico, la adicción,
pero hay otros muchos derivados del consumo de pornografía que permiten
hablar de un problema sociosanitario. En primer lugar estarían las
enfermedades de transmisión sexual causadas por la promiscuidad a la que
estas páginas incitan. Pero no se queda ahí: la unión cuerpo-psique-alma
hace que se produzca una profunda herida a nivel afectivo, manifestada en
una disminución de la autoestima, inseguridad, dificultad para establecer un
vínculo emocional con otras personas, patología depresiva (con el
correspondiente incremento de intentos de suicidio) y un largo etcétera. Se
da con frecuencia un círculo vicioso en el consumidor, pues la pornografía
puede servir como evasión de la realidad y llenar –temporalmente– el vacío
que siente la persona con estas dificultades, pero a medio-largo plazo
contribuye a aumentarlo.
Cabe citar, por último, eventuales problemas futuros que se hacen
posibles cuando la tercera A de Cooper, el anonimato, se pone en cuestión.
La web deja muchas huellas: en el historial de búsqueda del dispositivo
empleado (el móvil, el portátil, el ordenador de la familia o de la empresa) y
también en el registro que llevan los buscadores (es sabido que si se les pide
borrarlo, lo habitual es que la empresa deje de mostrarlo al usuario pero lo
retenga al menos durante un tiempo). Una búsqueda bien conducida o un
hallazgo casual puede hacer sonrojar a muchos honrados ciudadanos. Junto
a esto están los links o contenidos enviados de manera voluntaria o
inadvertida que en manos no deseadas pueden poner en compromiso,
también años después, a quien pensaba simplemente gastar una broma
picante a alguien de confianza.
Concluyo este desagradable epígrafe. No se trata de exagerar ni es mi
intención meter miedo, pero los datos están disponibles para quien quiera
buscarlos: se trata de una incómoda realidad ante la que no se puede mirar
para otro lado. Los formadores –los padres en primer lugar– deben
conocerla para ayudar a quienes dependen de ellos a no caer en los aspectos
más pegajosos de la red y, si es el caso, a salir.
Pero el problema es más grande y se presta a un planteamiento más
amplio. Si la pornografía es un problema social, la sociedad en su conjunto
debe poner los medios oportunos para protegerse y las autoridades deben
establecer medidas adecuadas para defender a sus ciudadanos. ¿Restringir
la posibilidad de ofrecer y ver contenidos sexuales? ¿No atentaría contra la
libertad? No, y de hecho es algo que ya se hace y es pacíficamente
aceptado, aunque no siempre obedecido. Todos los gobiernos tienen leyes
que regulan en mayor o menor medida tanto la red (ventas ilegales,
ciberacoso, hackeo de cuentas, fake news, etc.) como la pornografía:
habitualmente está prohibido exhibir en la calle imágenes explícitas,
también en el exterior de locales que las venden, pues se considera un delito
contra la moral pública o una denominación similar. Sin embargo,
curiosamente la interacción entre internet y pornografía encuentra casi un
vacío legal; es decir, se da por hecho que una imagen en el escaparate de
una tienda es perjudicial para un menor de edad pero no se tiene en cuenta
que ese mismo menor la tiene al alcance de la mano desde su móvil o
cualquier otro dispositivo conectado a la red.
Quienes se oponen a medidas restrictivas defienden que debe ser la
propia red la que se autorregule. No seamos ingenuos: la autorregulación es
una falacia en la mayor parte de los ámbitos, pues cada colectivo
(periodistas, médicos, abogados) tiene más interés en conservar un margen
de maniobra más amplio que en limitarlo. En la red hay además muchos
intereses creados, tanto los ya mencionados de tipo económico como otros
de carácter ideológico: las tecnologías de la comunicación y la información
son vistas como un summum intocable de libertad de expresión y de acceso
a la información. Como en otras conductas potencialmente peligrosas, el
estado tiene la obligación de defender a sus ciudadanos informándoles de
los riesgos y limitando o dificultando la posibilidad de acceso a los
contenidos potencialmente dañinos. Es lo que hace con el tabaco, el
alcohol, el juego y las apuestas, las otras grandes dependencias.

6. PERSONAS MÁS VULNERABLES

La red puede actuar como una tela de araña, dejando atrapado a quien
cae en ella. Ahora bien, ¿hay personas con más facilidad para engancharse?
¿Se pueden enumerar factores de riesgo que delimiten la población que
necesita mayor protección? Lo primero que habría que afirmar es que toda
persona tiene posibilidad de caer, hombres y mujeres, jóvenes y mayores,
casados y solteros, católicos practicantes y ateos militantes. Cualquiera
puede acceder a estos contenidos de manera casual o intencionada, quedar
deslumbrado por el goce fácil que proporcionan y, solo cuando quiere salir,
darse cuenta de que ya no es tan fácil decir no como la primera vez que
accedió. Con todo, sí hay algunos factores de riesgo, que resumimos en la
Tabla 15 y desarrollaremos a continuación [10].
Cualquier patología psiquiátrica.
Trastornos afectivos: depresión y ansiedad.
Exceso de estrés y cansancio crónico.
Trastornos del control de los impulsos.
Personalidad adictiva.
Emotividad desordenada o maleducada.
Factores biográficos (apego inseguro, marginalidad, rechazo social, abusos).
Exposición precoz a la pornografía.
Algunos estilos de educación.
Falta de formación afectivo-sexual.
Planteamiento voluntarista de la ascética cristiana.
Dificultad para relaciones sociales.

Tabla 15. Factores que predisponen a la adicción a la pornografía.

En sentido amplio se puede afirmar que cualquier patología psiquiátrica


predispone en mayor o menor medida a estas conductas. Hablaremos de
ellas con más detalle en los dos últimos capítulos del libro, y por tanto aquí
haré solo mención de la relación directa con el tema que estamos
estudiando.
Comencemos por los trastornos afectivos. La depresión, caracterizada
por un estado de ánimo bajo (tristeza, falta de ganas para actuar y llevar a
cabo incluso las tareas que antes eran agradables) es un factor
predisponente de primer orden para cualquier tipo de adicción. Una persona
en estas condiciones se encuentra con poca fuerza de voluntad y puede
pensar que el placer a corto plazo que le proporciona la sustancia o el
comportamiento es el único modo de sentirse bien y olvidar su sufrimiento,
aunque sea durante un rato. Sin embargo, a medio y largo plazo lo único
que hace es empeorarlo, pues los dos males se potencian mutuamente
formando un círculo vicioso, como leemos en el encuentro del Principito
con el bebedor:
«–¿Qué haces ahí? –preguntó al bebedor, que estaba sentado en silencio
ante un sinnúmero de botellas vacías y otras tantas botellas llenas.
–Bebo –respondió el bebedor con tono lúgubre.
–¿Por qué bebes? –volvió a preguntar el principito.
–Para olvidar.
–¿Para olvidar qué? –inquirió el principito, ya compadecido.
–Para olvidar que siento vergüenza –confesó el bebedor bajando la
cabeza.
–¿Vergüenza de qué? –se informó el principito deseoso de ayudarle.
–¡Vergüenza de beber! –concluyó el bebedor, que se encerró nueva y
definitivamente en el silencio» [11].
También la ansiedad puede propiciar adicciones de cualquier tipo. Una
persona tensa necesita momentos de serenidad y puede encontrarlos gracias
a la sustancia o el comportamiento que le acabará generando dependencia.
El problema en este caso es que al acudir a este recurso fácil acabará
olvidando otros modos de calmarse que quizá no son tan inmediatos pero sí
más sanos y duraderos.
Aunque no llegue a constituir un trastorno, un exceso de estrés o un
cansancio crónico en la vida cotidiana puede ser también un factor
predisponente al activar los mismos mecanismos que las dos enfermedades
que acabamos de ver.
Los distintos trastornos del control de los impulsos, dentro de los cuales
la CIE-11 incluye el comportamiento sexual compulsivo, pueden también
predisponer. Es fácil de entender, pues la voluntad es una y si el individuo
no es capaz de refrenarse en un área (explosiones de ira, robo, tirarse del
pelo, morderse las uñas, etc.), le puede resultar también difícil controlarse
en otras. Por ese motivo señalamos el trastorno por déficit de atención con
hiperactividad, tanto en su presentación infantil como en la adulta, pues una
de sus manifestaciones características es la impulsividad.
Pasando a la personalidad y sus trastornos, que también serán estudiados
más adelante, algunos autores hablan de un patrón de personalidad
adictiva, que toma rasgos de varios de los tipos reconocidos. Se trataría de
individuos ansiosos, obsesivos, inseguros, con inestabilidad anímica, baja
autoestima, pocas habilidades sociales, dificultad para el manejo de la
impulsividad, poca capacidad de retrasar la recompensa, etc.
Saliendo del marco de la patología propiamente dicha hay otros factores
psicológicos que pueden favorecer el desarrollo de la adicción que estamos
estudiando. En sentido amplio podríamos denominarlos emotividad
desordenada o maleducada. Se trata de una falta de armonía en las
pasiones, sentimientos y afectos que, sin llegar a constituir una enfermedad
propiamente dicha, haría que el individuo esté a merced de su estado de
ánimo, con pocos recursos para dominarlo y dominarse.
Generalmente esa inmadurez se debe a factores biográficos que han
dificultado el desarrollo de la personalidad. Puede deberse a unos padres
ausentes o que no han conseguido que el chico adquiriese un apego seguro,
o bien a situaciones de marginalidad, rechazo social, etc. Evidentemente la
experiencia de haber sufrido abusos de cualquier tipo es un factor de primer
orden, ya que altera la vivencia de la propia corporalidad y de la de los
demás. En el caso del abuso sexual la interiorización de la dimensión sexual
estará gravemente distorsionada: ¿cómo hacer entender que el sexo es algo
bueno, una entrega libre de uno mismo al otro con el cuerpo y con los
afectos, cuando la primera experiencia del chico fue ser utilizado para
obtener placer? Ya hemos visto que una exposición precoz a la pornografía
puede provocar –evidentemente en menor grado– una deformación similar.
Algunos estilos de educación –en casa, en la escuela o en el lugar donde
se recibe la formación cristiana– pueden también favorecer la aparición de
estos trastornos. Hablamos principalmente de un estilo rígido, basado en
normas y reglas con poca explicación de los porqués y escasa atención a la
dimensión subjetiva en general y afectiva en particular. En el ámbito
específico de la sexualidad, es muy perniciosa una educación basada en
tabús, con evasivas ante las preguntas a veces incómodas que suscita la
curiosidad infantil, o que castiga severamente comportamientos que quizá
ni el mismo niño es capaz de valorar desde un punto de vista moral. Una
falta de adecuada formación afectivo-sexual (no meramente información)
puede hacer que recurran a la pornografía para satisfacer las preguntas que
no han encontrado respuesta o no se atreven a plantear. No hay que olvidar
tampoco la fascinación que produce lo oscuro o lo prohibido y el
gratificante sentimiento de rebelión que puede experimentar un adolescente
al traspasar unos límites impuestos desde fuera y no interiorizados. Por otra
parte, ver el sexo como algo malo o que no se debe nombrar llevará a
vivirlo con tensión tanto antes como después de contraer matrimonio. Todas
estas actitudes, en definitiva, dificultan la integración (volvemos a este
concepto clave) de la dimensión sexual en la globalidad de su persona.
En el caso de la formación cristiana, el equivalente a cuanto hemos dicho
se podría sintetizar como un planteamiento voluntarista de la ascética.
Consistiría en centrarse en los comportamientos vedados por los
mandamientos, su correspondiente gravedad (pecado mortal o venial) y su
pena. Qué daño puede hacer a un chico que está empezando a formar su
conciencia una amenaza con la condena eterna en el infierno en lugar de
poner en primer plano la bondad misericordiosa de Dios, su amor por los
hombres y su deseo de que estos se amen y respeten entre sí. Sería
comenzar una casa por el tejado, siempre con el riesgo de que se derrumbe
por falta de cimientos.
Una formación de este tipo difícilmente dará lugar a cristianos que se
esfuerzan serenamente en vivir las virtudes. Si el chico tiene tendencia
obsesiva, puede desarrollar escrúpulos que le atormentarán el resto de su
vida; si por el contrario ha reducido todo a un equilibrio entre el
cumplimiento de la norma y el perdón divino, no dará la debida importancia
a las caídas que tenga en este ámbito porque pensará que con confesarse
vuelve a estar a bien con Dios como si no hubiese pasado nada... lo cual es
cierto en lo que se refiere a la recuperación del estado de gracia pero ignora
la afectación de estas conductas sobre otras esferas. Ya lo hemos dicho: no
son solo pecados. Además, alguien que se haya formado con estos
parámetros puede tener dificultades en el don de sí tanto en el matrimonio
como en el celibato.
Mencionamos en último lugar la dificultad para relaciones sociales. La
falta de habilidades en el trato personal puede llevar a conformarse con los
contactos online. De por sí no son malos pero su abuso supone en un doble
peligro. Por un lado, pasar mucho tiempo ante la pantalla aumenta la
probabilidad de encontrar y acceder a contenidos inapropiados. En segundo
lugar, entre los “cibernautas frecuentes” es mayor la proporción de personas
que entran y animan a otros a entrar a estas páginas. Aun sabiendo el riesgo
de repetirme, insisto en la necesidad de fomentar relaciones cara a cara al
aire libre.
En resumen, detrás de una conducta sexual descontrolada puede haber un
grito de auxilio de problemas más profundos que habrá que abordar en el
ámbito oportuno. La presencia de estos factores de riesgo llevará a sopesar
la conveniencia de tratarlos en un contexto profesional si se quiere lograr
una auténtica y duradera sanación.
Incluso en el ámbito sanitario es necesario abordarlos desde una
perspectiva integral, no del síntoma, sino de la persona. Cuando trabajaba
como psiquiatra expusieron en una sesión clínica el siguiente caso: se
trataba de una persona en la cuarta década de la vida en tratamiento por
adicción a drogas blandas. Después de un largo tiempo de terapia consiguió
cesar el consumo... pero al poco desarrolló una dependencia a los
ansiolíticos, que dejaron su lugar al juego, que se transformó en una
adicción al café: llegó a tomar treinta tazas al día. Se hizo evidente lo que
hemos mostrado aquí: que hay que considerar a la persona en la globalidad.
Solo así se consiguió que el cuadro remitiese definitivamente.
AYUDAR A VIVIR LA CASTIDAD

1. NUEVAS DIFICULTADES, NUEVOS MEDIOS

Nadie nace adicto a internet ni a ninguna otra sustancia o


comportamiento. Hay personas que van cayendo poco a poco, tal vez
insensiblemente, a base de buscar su bienestar en el consumo de aquello
que terminará por engancharles mientras descuidan otras alternativas. Una
vez se ha caído, la recuperación suele requerir un paciente trabajo a
distintos niveles y durante un largo tiempo. Y es que hay patologías para las
que la curación no pasa tanto por tomar pastillas como por ajustar el estilo
de vida, sustituyéndolo por otro más sano: evitar el sedentarismo, mantener
un peso más bajo, cambiar la dieta, modificar el ritmo de trabajo y
descanso, etc. Suele ser más costoso pero a la larga resulta más sano y
eficaz. Pienso que el tema que estamos estudiando exige algo similar.
Las siguientes páginas versarán sobre el modo en que los formadores
pueden ayudar a llevar una vida limpia a quienes se han confiado a ellos. En
continuidad con el capítulo anterior se centrarán en la pornografía, ya que la
mayor parte de las dificultades viene facilitada –precedida, acompañada o
seguida– del consumo de estas imágenes, pero las ideas son también útiles
para otras situaciones.
No repetiré las sugerencias que ya han salido antes, que son básicas para
crecer en esta virtud. En efecto, tendrá mucho ganado quien viva de forma
habitual los medios tradicionales, y en este campo cobra una especial
importancia cuanto vimos en el capítulo Desarrollar la afectividad desde
las virtudes teologales: fomentar intereses más allá de lo puramente
material, la dinámica de la gratificación diferida y amar y sentirse amado.
Pero hay personas que viven esos medios –evidentemente siempre
podrían hacerlo con más finura y constancia– y tienen dificultades
importantes, es decir, caídas frecuentes contra la castidad. Muchos
formadores tienen la sensación de que cuentan con pocos instrumentos para
ayudar no solo a los casos extremos y claramente patológicos, sino también
a la gente empeñada en vivir una vida cristiana que se encuentra atascada
en la impureza [1].

2. UN MODO SANO DE USAR INTERNET

Una persona que impartía formación cristiana a adolescentes solía


recomendarles que tuvieran con internet la misma relación que entablarían
con un mal vecino: estar juntos el mínimo tiempo posible, es decir, entrar,
realizar lo que se tiene que hacer y salir cuanto antes. Me parece una actitud
un poco exagerada: puede involuntariamente provocar tensiones y resulta
poco acorde con la realidad de internet, que es un medio necesario para el
trabajo y el descanso con el que se debe convivir en armonía.
Diría más bien que es necesario aprender a manejarlo con cabeza.
Cuando compramos un móvil, un coche o un electrodoméstico recibimos un
manual de instrucciones; cosa distinta es que habitualmente no lo leamos
porque es más entretenido aprender mientras los vamos utilizando. Pero hay
máquinas delicadas que se pueden dañar o incluso hacernos daño si las
usamos incorrectamente. En ese caso no se podría reclamar nada al
fabricante: respondería que para eso estaba el manual de instrucciones.
Como tantas otras cosas, hemos empezado a utilizar la red sin muchas
explicaciones, y tal vez ya hemos lamentado en algún momento las
consecuencias. A continuación expondré algunas ideas que pueden ayudar a
evitarlas, adaptándolas a cada persona y situación (Tabla 16). Es
conveniente que las conozcan en primer lugar los padres, de modo que se
vivan en el hogar con naturalidad; será la mejor forma de que sus hijos las
incorporen desde pequeños.
Tener un objetivo claro.
Fijar un tiempo de navegación.
No usar navegador, sino Apps.
No acceder en momentos de bajón, aburrimiento, etc.
No navegar antes de dormir.
Usar el modo seguro.
Instalar filtros de contenidos.
Fijar momentos offline.
Organizar actividades largas sin móvil.
Fomentar descanso y hobbies offline.
Darse de baja en redes sociales, grupos de WhatsApp, etc.
Ojo con las relaciones virtuales.
Cuidado con lo que se envía.
Las relaciones reales son mejores que las virtuales.
Sacar el móvil de la habitación.
Instalar bloqueadores de aplicaciones.
Usar servicios de rendición de cuentas.
Tabla 16. Un modo sano de usar internet.

Tener un objetivo claro. Se suele usar el término navegar para indicar


que uno circula por la red. La palabra me parece muy adecuada. A nadie se
le ocurriría entrar en el océano en una barquichuela para dar una vuelta sin
un plan de viaje claro (destino, hora de retorno, condiciones
meteorológicas). El riesgo de perderse, de ir a la deriva o de naufragar sería
alto. Pues bien, la red es un océano de información y de imágenes, y si uno
no quiere extraviarse o acabar donde no desea, conviene que sepa de
antemano dónde va: a consultar las noticias, a ver los highlights de la
jornada deportiva o el tráiler de una película, etc.
Fijar un tiempo de navegación, lógicamente con flexibilidad, acabado el
cual se desconecta. Es un modo de no acabar perdiendo el tiempo saltando
indefinidamente de un link a otro o profundizando en un asunto que
realmente no interesa tanto. Por otra parte es una forma de crecer en
dominio de sí: quien sabe cortar cuando toca tendrá mucho más fácil
hacerlo ante un contenido inconveniente.
No usar navegador sino Apps. Las aplicaciones (para el correo, la
información o las redes sociales) son más cómodas porque ahorran escribir
la dirección en el browser, meter la contraseña, etc. Pero tienen otra gran
ventaja: nos delimitan el marco de lo que queremos hacer, el motivo por el
que hemos accedido a la red. Seguiremos encontrando sugerencias, links,
etc., pero el hecho de salir del App será ya una señal de aviso de que nos
estamos alejando del fin por el que nos conectamos.
No acceder en momentos de bajón, aburrimiento, etc., que son justo
cuando uno es más vulnerable. Hay otras formas de animarse o de
descansar que además son más efectivas a medio y largo plazo. Quién no ha
acabado una sesión de internet, iniciada horas antes con el solo propósito de
entretenerse un rato, con la incómoda sensación de haber echado a perder
media tarde o unas necesarias horas de sueño; esto último sin duda no
ayuda a superar el momento bajo.
No navegar antes de dormir. En las últimas horas del día uno se
encuentra cansado y por tanto con las defensas algo bajas; para qué ponerse
en peligro. Es mucho mejor pasar los últimos ratos del día hablando,
jugando o viendo algo en televisión con la familia. ¿Y si no nos ponemos de
acuerdo en algo que nos gusta a todos? Este es uno de los riesgos que ha
traído la tecnología: la facilidad para montarse cada uno su plan
independientemente de los demás. Sin ser radicales, vale la pena sacrificar
los propios gustos para descansar con los seres queridos; con frecuencia se
descubre que es más satisfactorio que estar encerrado en la habitación
viendo la serie favorita. Por otra parte, las pantallas de los dispositivos
electrónicos desvelan (también, aunque en menor medida, si se usan en
“modo noche”): suponen un estímulo fuerte de luz que entra directamente
en la retina y engaña al cerebro, que se activa en “modo día”.
Usar el modo seguro. La mayor parte de los buscadores, incluidos
Google y YouTube, tienen una opción que bloquea contenidos
inconvenientes (violentos, sexuales, etc.). Es lo que llaman modo
restringido o modo seguro y es fácil de activar (y de desactivar) en las
opciones de configuración. No son eficaces al 100% pero ahorran muchos
encuentros desagradables no buscados, por ejemplo, mientras se busca un
video en YouTube y la barra derecha propone otros que cree que interesan al
usuario.
Instalar filtros de contenidos. Hacen una función parecida al modo
seguro, ofreciendo mayor fiabilidad. Los más efectivos son de pago, pero
sin duda es una inversión que vale la pena, especialmente para el ordenador
de uso familiar o de instituciones educativas [2].
Fijar momentos offline. Qué pena da entrar en un local y encontrar un
grupo de amigos o una familia desconectados unos de otros mientras cada
uno está fijo en su móvil. En muchas circunstancias (comidas, clases, ratos
de estudio o de oración) vale la pena activar el modo avión o al menos
apagar los datos o el wi-fi; si hay alguna urgencia, llamarán por teléfono. Es
una agradable decepción cuando al volver a conectarse se comprueba que
no se ha recibido nada interesante (algunos mensajes que podían esperar,
unos memes, etc.), lo que refuerza la conciencia de que es posible
desconectarse y consultar el correo o las redes solo en algunos momentos
del día. Añadiría que vale la pena ponerse offline por la noche, al dirigirse a
la habitación; el hecho de encenderlo ya es un aviso de que se está
accediendo en un momento no previsto. Algunos amigos me han contado
que les ha servido sacar el ordenador de su habitación –para distinguir
ámbitos de trabajo, entretenimiento y descanso–, apagarlo al terminar de
utilizarlo –sin limitarse a ponerlo en modo suspensión– y guardar el portátil
en un armario en vez de dejarlo encima del escritorio.
Organizar actividades largas sin móvil. Supone un paso más respecto al
anterior. Consiste en concretar ratos en que todos los integrantes de un
grupo (familia, pandilla, compañeros de trabajo, etc.) no llevan encima el
móvil; si llegasen tentaciones, el aparato ni siquiera está a mano. Al igual
que en el caso anterior, acabada la actividad los integrantes se precipitan
sobre sus móviles para ponerse al día del correo o de la actualidad, como se
ve en los aviones tras el aterrizaje. Si encuentran que durante varias horas o
días no ha ocurrido nada muy interesante (o que no pasa nada por enterarse
más tarde), se refuerza la idea de que también en los momentos en que está
accesible se puede funcionar offline sin que el mundo deje de rodar. Hay
muchas ocasiones de ponerlo en práctica: fines de semana o vacaciones
familiares, excursiones, campamentos, jornadas de trabajo o de estudio, etc.
Estas últimas son especialmente interesantes porque suelen acabar con una
exclamación de sorpresa: “¡cuánto me ha cundido el tiempo!”, que supone
un refuerzo para hacer algo parecido en el día a día. Para que sirva de
verdad (es decir, para que ayude a crecer en virtud) es necesario que todos
los integrantes estén de acuerdo, de modo que no se viva como algo
impuesto desde fuera.
Fomentar descanso y hobbies offline, especialmente de tipo creativo y en
contacto con la naturaleza. En la actualidad hay una especie de reflejo: ante
un rato libre sacar el móvil del bolsillo y aprovechar para consultar las
redes, escribir mensajes o ponerse al día de las noticias. A veces actuamos
así también cuando tenemos a disposición tiempos más largos. La
consecuencia es que olvidamos que en diez o en treinta minutos se pueden
hacer otras muchas cosas útiles y placenteras: dar un paseo, escuchar
música, practicar un instrumento, hacer manualidades, leer un artículo o el
capítulo de un libro, etc.
Darse de baja en redes sociales, grupos de WhatsApp, etc. No hay que
tener miedo: si algo quita más de lo que aporta, lo lógico es alejarlo y dar a
quien sea necesario un mínimo de explicaciones; muchas veces basta decir:
“me hacía perder mucho tiempo”. Para muchas personas este paso supone
una prueba de fuego de la firmeza de sus convicciones.
Ojo con las relaciones virtuales. Todos sabemos, quizá por experiencia,
lo fácil que es crear un perfil falso; a saber quién hay realmente en la otra
pantalla en un juego o una amistad virtual. La palabra sexting se ha
incorporado ya al lenguaje común y para muchos resulta una actividad
excitante, pero quizá es más sano dejarlo para personas que no se atreven a
dar la cara porque temen ser rechazados (quizá son realmente rechazados, y
con motivo). No olvidemos que muchos de ellos tienen verdaderamente
malas intenciones: ojo, no vayan a querer algo más que una simple
conversación.
Cuidado con lo que se envía. Suele decirse: “si no quieres que algo se
sepa, ni lo pienses”. Con mucho más motivo no se deben enviar fotos o
videos que no se desea que estén a disposición de todo el mundo. Un
enfado, una broma que sale mal o un simple error en el destinatario pueden
convertirlos en virales y ahí quedarán hasta que el día de mañana los
encuentren los amigos, el cónyuge, los hijos, los jefes, los clientes, la prensa
o un navegante cualquiera.
Las relaciones reales son mejores que las virtuales. La gente es mejor
cara a cara, y además ayudan a ser mejores, porque permiten salir de uno
mismo, ejercitarse en el servicio, la amistad, el diálogo... En palabras del
Papa Francisco, en el trato humano «hacen falta gestos físicos, expresiones
del rostro, silencios, lenguaje corporal, y hasta el perfume, el temblor de las
manos, el rubor, la transpiración, porque todo eso habla y forma parte de la
comunicación humana» [3].
Hasta aquí hemos sugerido consejos generales para vivir más
desapegados de la red. A continuación añado otros más específicamente
orientados a personas con problemas. Tienen en común que requieren a
alguien de confianza que esté dispuesto a ayudar. Tal vez parezcan algo
extremos y difíciles de mantener a largo plazo pero resultan muy útiles para
alguien que busca la abstinencia a corto plazo. Como el freno viene
marcado desde fuera, solo son efectivos si el propio interesado quiere
verdaderamente recurrir a ellos: se les pueden sugerir pero sin coaccionar.
De lo contrario encontrará modos de hacer trampas, pondrá excusas más o
menos creíbles, los dejará a la primera oportunidad o accederá a los
contenidos desde un dispositivo diferente.
Sacar el móvil de la habitación. Muchos consumidores de pornografía
tienen un patrón de conducta similar: con el teléfono móvil, en su propia
habitación y durante las últimas horas del día. Una forma de limitarlo sería
alejar el teléfono móvil al caer de la tarde, cuando ya ha cumplido con las
funciones que se esperan de él. Se puede dejar en otra estancia de modo que
el solo hecho de ir a tomarlo sirva ya de señal de alerta, o incluso entregarlo
a un familiar, a quien se le puede pedir en caso de necesidad.
Instalar bloqueadores de aplicaciones. Son Apps que impiden el
funcionamiento de otras Apps (generalmente el navegador y el descargador
de aplicaciones); es decir, restringen el uso del móvil a solo algunas
aplicaciones que son consideradas seguras. El bloqueador tiene una
contraseña que se entrega a la persona de confianza por si hace falta
desactivarlo.
Usar servicios de rendición de cuentas (accountability). Se trata de
aplicaciones que, cuando se accede a una página que la propia App
considera sospechosa, envían un mensaje a individuos previamente
establecidos por el usuario: el cónyuge, un amigo, un grupo de autoayuda,
el director espiritual, etc. La más conocida es covenanteyes.com. Su
objetivo es evitar el anonimato y dar un serio motivo para no entrar en esas
páginas: se van a enterar otras personas (“me voy a poner colorado la
próxima vez que los vea”, “me va a echar una bronca”). Hay familias que
ponen la instalación de una de estas Apps como condición imprescindible
para comprar a sus hijos el primer móvil; algunas incluso dan de alta a
todos los miembros –padres e hijos– que permanecen en casa como muestra
de cariñosa vigilancia de unos por otros.

3. PERSONALIZAR LA SOLUCIÓN

“Conócete a ti mismo”, se leía en el frontispicio del templo de Apolo en


Delfos. Saber cuáles son los puntos fuertes y los débiles ayuda a dar una
solución personalizada –y por tanto más eficaz– a los problemas (Tabla 17).
Localizar las situaciones que precipitan las caídas.
Prever inhibidores de la conducta.
Tener prefijado un plan de huida.
Darse autoinstrucciones.
Establecer un coste de conducta.
Concederse recompensas.
Tabla 17. Personalizar la solución.

Localizar las situaciones que precipitan las caídas. Es necesario saber el


patrón con el que tienen lugar los problemas, si lo hay: día de la semana,
momento del día, estado de ánimo, actividades que se estaban realizando,
circunstancias que actuaron como desencadenantes, etc. No es lo mismo si
las caídas tienen lugar después de la cena o los domingos por la tarde, en
periodo de exámenes o en vacaciones, con aburrimiento o con estrés,
después de estar con la pareja o los amigos o tras una aburrida tarde
colgado en casa. Cada una de esas circunstancias indican qué puede estar
gritando a través de la conducta que se quiere evitar y marcamos lo que
habrá que corregir en el resto de los ámbitos para que también se normalice
la dimensión sexual.
Este breve examen ayudará a detectar las circunstancias que despiertan la
curiosidad o producen excitación. Pueden ser tan aparentemente neutras
como algunos tipos de música o de películas, determinados ambientes o
amistades, el modo de vivir el noviazgo, comidas abundantes, exceso de
alcohol, horas robadas al descanso o al sueño, etc.
Prever inhibidores de la conducta: se trata de objetos que estarán a la
vista mientras se utiliza el dispositivo habitual de acceso a internet y
recordarán, si llega la ocasión, por qué no se quiere acceder a determinados
contenidos. Estos inhibidores pueden ser fotos de familiares, un crucifijo o
una estampa de la Virgen, la factura que originó la última metedura de pata,
etc.
Tener prefijado un plan de huida: cuando la excitación está comenzando
a nublar el entendimiento no es el momento de pensar a dónde ir, eso tiene
que estar claro antes, a ser posible por escrito y con varias alternativas en
función del momento y lugar (solo en la habitación, en el trabajo, de
madrugada, etc.). Puede consistir en llamar a alguien (un familiar, un
amigo, el director espiritual), leer un libro (preferentemente en papel),
ponerse música o un video agradable (obviamente offline y mejor si no es
en el ordenador), rezar el rosario, etc. Debe incluir actividades agradables y
placenteras: no es suficiente decir “si viene la tentación, me pondré a
trabajar” a menos que ese trabajo sea muy gratificante.
Darse autoinstrucciones: consiste en que el sujeto hable consigo mismo
–en voz alta, si está solo– recordándose por qué no quiere realizar esas
conductas, las alternativas que tiene e incluso dictándose los pasos que tiene
que seguir.
Establecer un coste de conducta: después de una caída se establece una
pena. Puede ser de tiempo (dedicar menos tiempo a algo agradable o más a
algo poco atractivo), una mortificación de las que hablamos en el capítulo
correspondiente (ir andando al lugar de trabajo, no merendar, no tomar
durante una temporada el dulce o la bebida favoritos), una penalización
económica (no comprar algo que estaba previsto, dar una limosna más
cuantiosa de lo habitual), etc. Las penas más efectivas son las que tienen
que ver directamente con la conducta, por ejemplo, no utilizar el móvil o el
ordenador durante una temporada.
Concederse recompensas: el refuerzo positivo suele ser mucho más
motivador y ayuda a mejorar la autoestima. Sin duda la mejor recompensa
es la satisfacción de haber estado libres de conducta durante una temporada.
Pero también cabe celebrar con un extraordinario que durante un tiempo
previamente fijado no ha habido caídas: ir al cine, comprar un capricho, una
comida de fiesta o fuera de casa, etc. Recordemos lo que se dijo sobre el
locus de control interno: la primera enhorabuena que debe satisfacer es la
de uno mismo.

4. LA CATEQUESIS, EL ACOMPAÑAMIENTO ESPIRITUAL Y LA


CONFESIÓN

Ya hemos hablado en distintos momentos de la importancia de una


adecuada formación afectivo-sexual. Me detendré a continuación en otros
aspectos que no han sido mencionados, especialmente referidos a la labor
de catequesis –que, es importante señalarlo, comienza en el propio hogar
[4]–, al acompañamiento espiritual y al sacramento de la penitencia. Se trata
de un servicio que hay que prestar con paciencia y delicadeza, de modo
adaptado a la edad, a la formación que haya recibido el sujeto y a otras
circunstancias subjetivas que hacen recomendable poner el énfasis en unos
u otros contenidos.
En primer lugar, es esencial explicar el valor de la sexualidad en el
conjunto de la persona humana y los motivos para vivir la castidad, tanto
los de orden meramente natural como los que enriquecen esa visión desde
la revelación cristiana. En su Exhortación Apostólica sobre el amor en la
familia Amoris laetitia, el Papa Francisco dedica todo un apartado a la
formación en este ámbito, titulado precisamente Sí a la educación sexual.
Anima a afrontarla desde la infancia de forma positiva, gradual y apropiada
a la edad. Menciona muchos contenidos que se han desarrollado en las
páginas anteriores: amor, pudor, interioridad, respeto del otro que lleva a
evitar reducirlo a un objeto, finalidad procreativa natural de la sexualidad,
compromiso, ternura, comunicación, don de sí, lenguaje del cuerpo,
dominio de uno mismo, respeto y valoración de la diferencia entre el
hombre y la mujer, variabilidad de los roles sociales de ambos sexos en
diferentes tiempos y culturas, etc. [5]. Muchas veces esta formación se
llevará a cabo sin palabras, por medio del mismo ambiente familiar que el
niño y el adolescente van incorporando de modo natural.
Si se trata de personas que viven en celibato, conviene explicarles, desde
el inicio de su itinerario vocacional (es decir, independientemente de que
tengan más o menos dificultades), el porqué de esa forma de vida y el hecho
de que su renuncia al uso de la facultad generativa no implica prescindir de
la propia sexualidad, pues es una dimensión irrenunciable de la persona.
Evidentemente los problemas en este ámbito habrán de ser tenidos en
cuenta a la hora del discernimiento vocacional. Profundizaremos en el
próximo capítulo, enteramente dedicado al celibato.
Conviene dar la justa importancia a este tipo de pecados. Una excesiva
atención es contraproducente, pues, como ya hemos visto, provoca
tensiones y genera escrúpulos. Es preferible insistir positiva y
pacientemente en la dignidad del cuerpo propio y de los demás, en el amor
y la entrega que la sexualidad significa y el amor misericordioso de Dios
que da su gracia para vencer la tentación y perdona las veces que haga falta.
Además, centrar directamente la lucha en este problema suele ser
ineficaz y muchas veces es preferible resolverlo “en oblicuo”. El novelista
ruso Leon Tolstoi contaba una prueba que tuvo que pasar para acceder al
círculo de amigos de su hermano mayor. Aparentemente era sencilla: tenía
que sentarse en un rincón hasta que dejara de pensar en un oso blanco. Sin
embargo lo intentó durante horas en vano: cuanto más trataba de cancelar
de su mente imágenes de osos blancos volvían con más fuerza; cuando
exclamaba “por fin dejé de pensar en el dichoso animal”, el mero hecho de
nombrarlo hacía que se lo volviera a representar. Concluía así la narración
de su experiencia: «intente imponerse la tarea de no pensar en un oso polar
y verá al maldito animal a cada minuto».
Se dice que “un clavo saca a otro”: la mejor forma de dejar de pensar en
algo es poner la cabeza en otra cosa. Puede ser un pensamiento
sobrenatural, un rato de oración mental o vocal (el rosario, por ejemplo, que
es fácil de recitar por la calle o estando acostado) o simplemente quedar con
una persona, abrir un libro, ver un video entretenido o meterse en una
actividad absorbente. Cada persona sabe qué actividad consigue “atrapar”
su atención y despertar su interés.
En el extremo opuesto, los formadores rechazarán una mal entendida
“actitud comprensiva” que ignore la importancia de estos problemas.
Mucho menos aceptarán el difundido pesimismo antropológico –que se ve
también en cristianos bien formados– que se puede sintetizar así: “es
normal que los adolescentes tengan caídas en este tema”, justificado quizá
en las dificultades de nuestro mundo digital o en un erróneo concepto del
desarrollo psicosexual del individuo.
Es importante que entiendan que el número no es indiferente. En la labor
pastoral se encuentran personas que se esfuerzan habitualmente por vivir la
virtud pero, al sufrir un traspiés, en lugar de confesarse cuanto antes lo
aplazan y acuden al confesionario solo después de varios episodios. En
parte se debe al desánimo, la vergüenza, la dificultad para acceder al
sacramento u otros motivos. Pero en ocasiones también influye la idea –no
del todo consciente– de que “de perdidos al río”, que ya que han errado, da
igual confesarse de una caída que de tres porque en definitiva la absolución
e incluso la penitencia que impondrá el sacerdote no cambiarán: lo mismo
le cuesta perdonar un pecado que cinco. No rara vez este comportamiento
esconde una actitud tibia y cumplidora de los deberes cristianos, donde el
amor a Dios tiene poca cabida: todos podemos hacer mal a una persona que
queremos en un momento de debilidad, pero esto no justifica que en vez de
una palabra fuerte se le digan tres, que si en un momento de enfado se ha
pegado una patada en el fútbol que conllevará la expulsión, se aproveche
para dar también un pisotón al rival.
Si se sospecha esta actitud, habrá que ayudarles a profundizar en el
sentido del pecado: la ofensa a Dios y el daño que cada una de las acciones
supone para el mismo sujeto que las comete. Muchas veces la raíz de los
comportamientos adictivos o compulsivos en personas que parecerían tener
condiciones para llevar una vida casta está en que permitieron que una
caída puntual se convirtiera en tres, de ahí pasaron al mal hábito, al vicio, y
finalmente cayeron en la adicción.
Un gran servicio es enseñarles a confesarse bien. La confesión, se ha
dicho clásicamente, ha de ser íntegra en número (es decir, las veces que el
sujeto recuerda haber cometido el pecado después de examinarse, sin
inquietarse si es solo aproximado) y especie (es decir, el tipo concreto de
pecado cometido). En este segundo aspecto se puede facilitar la sinceridad
enseñando, si se advierte dificultad para expresarse, formas delicadas de
referir determinadas acciones; por ejemplo, “me acuso de haber visto
pornografía” equivale a “me acuso de haber visto imágenes impuras”,
“masturbación” equivale a “pecados contra el sexto mandamiento
cometidos conmigo mismo”, etc.
El confesor tratará de fomentar la confianza y de animar al penitente a
que se exprese como sepa y pregunte sus dudas. Se mostrará comprensivo y
acogedor, imitando al Buen Pastor que busca la oveja perdida para cargarla
sobre sus hombros y al padre del hijo pródigo que le recibe sin reproches.
Una actitud dura o reprensiva, aunque sea con la actitud más que con la
palabra, puede transmitir inquietud o desánimo al penitente, tal vez el
desánimo que sufre el mismo confesor al notar que el interesado no va al
ritmo que considera deseable. Por eso es fundamental que el propio
confesor –y cualquier persona que se dedica a la formación cristiana– sea él
mismo una persona de fe y de oración.
Para facilitar la confesión, el sacerdote puede hacer algunas preguntas,
siempre en tono delicado y positivo, valorando su oportunidad, evitando dar
la impresión de curiosidad y mostrando confianza en lo que dice el
penitente. Más vale quedarse corto que generar la sensación de que la
conversación se centra en un solo tema. Las preguntas específicas sobre
castidad solo tendrían sentido en el contexto de un repaso más amplio de la
vida cristiana, por ejemplo, cuando se ayuda a hacer el examen
mandamiento por mandamiento. Es especialmente útil poner a la
disposición de los penitentes hojas o pequeños folletos adecuados a cada
edad que faciliten realizar ese examen antes de acercarse al sacramento [6].
Si se sospecha que por falta de formación puede haberse omitido algún
elemento importante, en lugar de insistir suele ser preferible invitar al
penitente a volver a confesarse más adelante sin esperar a que haya faltas
graves, de modo que poco a poco vaya ganando en delicadeza de
conciencia.
Termino con un asunto especialmente delicado en nuestros días: la
atención de menores de edad, tanto en el confesionario como en la dirección
espiritual. Los execrables casos de abusos cometidos por clérigos que
hemos tenido que lamentar nos obligan a ser especialmente delicados con
los niños y adolescentes [7]. Entre las muchas cautelas que se deben tomar
me permito señalar dos. En primer lugar, evitar completamente quedarse a
solas con un menor, ya sea en las dependencias parroquiales –menos aún en
la propia casa del sacerdote– como con ocasión de excursiones,
campamentos, etc. Se les ha de atender en la iglesia o capilla –en el
confesionario o en otro lugar bien visible– o en una estancia situada en un
lugar transitado y dotada de vidrio transparente en la puerta. Como dijo
Julio César, “la mujer del césar no solo debe ser honrada, sino además
parecerlo”.
En segundo lugar, es preferible explicar estos temas más delicados en
grupos amplios de edades homogéneas, no individualmente. Incluso puede
ser mejor dar a leer un texto adaptado a su edad –mejor si lo leen con sus
padres– que ahorre conversaciones y se adelante a las preguntas que
inevitablemente surgirán, manifestando la disponibilidad para resolver otras
dudas: “lee esto y hablamos de lo que quieras” [8].

5. LA AYUDA PROFESIONAL

No hay que psicologizar los problemas morales. Siempre ha habido


personas con conductas equivocadas, malos hábitos, vicios arraigados, etc.,
que han logrado salir gracias a su fuerza de voluntad y con la ayuda de la
gracia de Dios que llega a través de los medios tradicionales. El ejemplo de
san Agustín es bastante elocuente: «entonces las cosas inferiores me
quedaron por encima, me oprimían y no me daban respiro ni descanso.
Salían a mi encuentro atropelladamente y en masa cuando yo no pensaba
sino en imágenes corporales y estas mismas imágenes me cortaban el paso
cuando yo quería regresar a Ti» [9]. A pesar de que textos como este nos
recuerdan las patologías que estudiamos en el capítulo anterior, el futuro
obispo de Hipona consiguió superar su vida disoluta... sin ayuda de
psicólogos.
El hecho de sospechar una adicción o un comportamiento compulsivo no
quiere decir recomendar inmediatamente un profesional. También el tabaco
es una adicción y hay mucha gente que consigue dejarlo por sí misma...
pero otros no, y mientras tanto la conducta sexual incontrolada sigue
haciéndole daño a la mente y al espíritu, y quizá también al cuerpo.
Vimos en la Presentación la afirmación de santo Tomás «la gracia no
suprime la naturaleza, sino que la perfecciona» [10]. Ahora bien, ¿qué pasa
cuando la naturaleza está enferma? Dios puede sin duda hacer un milagro,
como con cualquier patología. Pero ante un cáncer a nadie se le ocurre
limitarse a rezar: se acude al médico para que ponga el remedio oportuno.
¿Cuándo conviene pedir ayuda a un profesional? Son varios los signos de
que es necesario tomar otras medidas, a pesar de las mejores intenciones y
el intento de poner en práctica los medios tradicionales (Tabla 18). De aquí
en adelante daremos por hecho que se dan estas condiciones que,
obviamente, habrá que mantener en caso de que se recurra a un profesional.
Invirtiendo la expresión de san Pablo que ya hemos traído a colación varias
veces (cfr. 2 Co 12, 9), podemos resumir la necesidad de ayuda profesional
con la expresión “la gracia no está siendo suficiente”. Puede ser un signo de
que hay en juego otros factores además de los meramente ascéticos que
están clamando por una solución.
Pasa el tiempo y no consigue salir.
Personas vulnerables (trastornos psiquiátricos y heridas biográficas).
Los comportamientos están produciendo daño en alguna dimensión de la vida.
Presencia de abstinencia y tolerancia.
Conductas claramente anormales.

Tabla 18. Signos de alerta para acudir a un profesional.

Una primera señal sería que pasa el tiempo y el interesado no consigue


abandonar la conducta indeseada. Hace años asistí a la conferencia-
testimonio de una persona que durante treinta años había luchado sin éxito
contra la pornografía. Había contraído el hábito durante la adolescencia, se
lo contó a la que acabaría siendo su mujer –ambos confiaban en que la vida
de pareja contribuiría a que cesara el vicio– y tras el matrimonio intentaban
llevar una existencia cristiana a pesar de la creciente frustración que se iba
apoderando de ellos. Durante ese tiempo acudió a infinidad de confesores,
cuyos consejos se acabaron repitiendo y mostrándose insuficientes.
Finalmente, uno de ellos le sugirió: “¿no cree que su problema parece más
complejo? ¿Ha probado a ponerse en manos de un psicólogo?”. Los
resultados no fueron inmediatos; costó varios años, esfuerzos, lágrimas,
ahondar en su pasado, en sus miedos... pero lo consiguió. Ahora se dedica a
poner su experiencia al servicio de otras personas para que no tengan que
soportar todo lo que él sufrió.
No me atrevería a marcar un tiempo determinado para buscar este tipo de
ayuda; sinceramente creo que no lo hay y que depende del empeño que el
interesado esté poniendo en todas las medidas que hemos mencionado. En
todo caso, no es prudente dejar pasar treinta años como en el caso que
acabo de narrar: la vida de fe, las relaciones (especialmente familiares) y
tantos otros daños que –quizá insensiblemente– se pueden desarrollar hacen
aconsejable actuar mucho antes.
Un factor importante a tener en cuenta es si se trata de personas
vulnerables, de las que ya hemos hablado en el capítulo anterior y que
podemos sintetizar como otros trastornos psiquiátricos y heridas
biográficas. Ellos necesitarán una ayuda extra de modo más perentorio.
En tercer lugar, hay que prestar atención al daño que esos
comportamientos están produciendo a nivel familiar (peligro de ruptura
matrimonial, escándalo en los hijos), laboral (pérdida de rendimiento,
acceso a contenidos desde el ordenador de la empresa por el que puede ser
descubierto y despedido, disminución del rendimiento académico), social
(abandono de obligaciones importantes o de aficiones significativas,
aislamiento, estigma debido a que su comportamiento es conocido),
vocacional (tentación de abandonar por este motivo el camino por el que
creía que Dios le llamaba), de salud (enfermedades de transmisión sexual,
se está insinuando una alteración de la identidad de género), económico,
etc.
Otro dato indicativo es la aparición de los dos grandes síntomas de
adicción que vimos en el capítulo anterior: la dependencia (lo que busca no
es tanto el placer de la conducta, sino calmar el malestar producido por la
abstinencia) y la tolerancia (está aumentando el consumo en cantidad o en
intensidad, o está traspasando líneas rojas que se prometió no cruzar).
Por último, habrá que actuar con especial rapidez si las conductas son
claramente anormales por su frecuencia (número de veces que las realiza o
tiempo que les dedica), por su modalidad (parafilias) o porque son ilegales
(violentas, con niños, etc.).
En todos estos casos el sujeto es más o menos consciente de que no
puede cambiar por sí mismo, pero de ahí a aceptar que necesita un
profesional hay un paso. Esta ayuda supone un gasto de tiempo,
frecuentemente un coste económico y, sobre todo, aceptar la cualidad de su
problema: no se trata solo de un vicio que conviene extirpar, sino que se ha
adentrado en el terreno de la patología. Por estos motivos es frecuente que
el interesado se resista. Es incluso posible que tenga que pasar por las cinco
fases de aceptación del duelo de Kübler-Ross, que ya hemos visto que se
aplican también a la aceptación de otras malas noticias. Quienes tratan de
ayudarlo tienen que asumirlo y respetar sus tiempos. Pero muchas veces se
siente aliviado al plantearle el recurso a un profesional, pues deja de verse a
sí mismo como un depravado y cae en la cuenta de que es un enfermo.
Un modo de insinuar la conveniencia de acudir a este tipo de ayuda es
presentar a los profesionales como especialistas en el cambio de conducta.
En cierto modo los psicólogos lo son, además de otras muchas
orientaciones que pueden dar a su carrera. Cuando alguien sufre una
contractura cervical, habitualmente intenta resolverlo solo: trata de reposar,
cuida las posturas, toma un analgésico suave... Si no se calma la molestia,
recurre a unos ejercicios de estiramiento recomendados por un conocido o
descargados de YouTube. Pero si no mejora –o incluso empeora, como es
frecuente con las terapias no supervisadas– acude a un fisioterapeuta, que es
el profesional apropiado para indicar y supervisar los ejercicios que
mejorarán el cuadro. Algo parecido ocurre con el psicoterapeuta, que es el
“especialista en ayudar a cambiar de conducta”, teniendo en cuenta que ese
cambio es el resultado final de un proceso que implica el abordaje –que
requiere una adecuada preparación– de aspectos más profundos de tipo
caracterial, biográfico, etc.
Una vez tomada la decisión de acudir a un profesional surge una
pregunta: ¿a quién acudir? Dividiré la respuesta en dos partes.
En primer lugar, el tipo de profesional: ¿psicólogo, psiquiatra o médico
general? Este último puede resultar de entrada menos problemático porque
el paciente suele aceptar mejor medicalizar que psicologizar su problema.
Sin embargo no es fácil encontrar un médico no especialista en salud mental
bien formado en los complejos mecanismos psicológicos que hemos visto
implicados en los problemas referidos a la sexualidad.
Reconozco que no soy imparcial debido a mi experiencia profesional,
pero en mi opinión el profesional más indicado para una primera visita es
un psiquiatra. Supone vencer el estigma de que “los psiquiatras solo tratan a
los locos”. No es así: la mayor parte de los pacientes que tratan estos
profesionales son personas corrientes con las que uno convive sin darse
cuenta de que necesitan una ayuda para vencer su ansiedad, depresión o
algún tipo de dificultad en su conducta. La preparación médica de los
psiquiatras les permitirá evaluar las posibles patologías orgánicas o
mentales que pueden haber contribuido a la aparición o el mantenimiento
del problema. Están además capacitados para prescribir medicación, que,
como veremos más adelante, suele facilitar la mejoría. Si el psiquiatra no se
siente suficientemente preparado para iniciar el abordaje psicoterapéutico
podrá derivar al paciente a un psicólogo de su confianza. Pero también se
puede actuar al revés: una primera valoración por parte del psicólogo y
posterior derivación al psiquiatra (o a un médico adecuadamente
capacitado) para la evaluación de los aspectos orgánicos y de la
conveniencia de tratamiento farmacológico. Sea quien sea el que asuma el
rol de “director de orquesta”, habitualmente es necesario un trabajo en
equipo.
La segunda cuestión que se plantea es cuál será la persona concreta más
indicada a quien acudir. Muchos padres cristianos y directores espirituales
dicen: “tengo que buscar a un médico o psicólogo cristiano”. Creo que es
más oportuno decir: “tengo que buscar a un médico o psicólogo
competente”. Ya lo hemos dicho: no se trata solo de un problema moral; si
lo fuese, no tendría sentido ir al psicólogo. Una de las personas actualmente
más activas para explicar los efectos perjudiciales de la pornografía, Gary
Wilson, es declaradamente ateo [11].
Es cierto que puede ayudar a una buena relación terapéutica el hecho de
que el profesional comparta la antropología, los valores, etc. Pero esto no es
necesario, lo importante es que los respete. Un buen profesional no juzga el
estilo de vida que haya elegido su paciente o su concepción de la sexualidad
(a menos, claro está, que sean claramente dañinos), más bien tratará de
ayudarlo a vivir de acuerdo con esos valores.
Si por el contario le animase a abandonarse a esos comportamientos,
sencillamente sería un mal profesional. Le faltaría respeto a su paciente y
sobre todo preparación científica sobre las posibles derivas patológicas de
la sexualidad que vimos en el capítulo anterior. En este caso lo más
oportuno sería cambiar de profesional. Estas consideraciones son aplicables
a otros motivos de consulta. Por ejemplo, cuando ante una persona con
ansiedad o depresión se ponen los síntomas en relación con problemas
conyugales o dificultades en la vocación; no sería correcto indicarle
directamente que abandone a su cónyuge o sus compromisos vocacionales.
El psicoterapeuta debe ser muy prudente en sus consejos y promover en
primer lugar estrategias de afrontamiento para llevar a cabo de manera
serena el proyecto de vida que su paciente quiere llevar a cabo. Solo ante
signos claros de que el estilo de vida resulta perjudicial para su salud de
forma insoluble –repetido fracaso de otras alternativas, relaciones alienantes
o abusivas– podría sugerir delicadamente la posibilidad de un cambio.
A la hora de plantear la necesidad de acudir a un profesional, el confesor
o el director espiritual han de ser muy prudentes, sin precipitarse y
planteándolo solo cuando parezca claro que los medios tradicionales son
insuficientes. En general no es oportuno que aconseje la visita al médico en
una primera conversación salvo en casos extremos (ideación suicida o
psicosis), sino esperar a alcanzar un ambiente de confianza. De todos
modos, si es previsible que no volverá a ver al penitente, puede hacer un
comentario amplio del estilo: “por lo que me dice, se ve que está sufriendo
mucho y tal vez hay factores de ansiedad que convenga afrontar: ¿no sería
recomendable que le plantee su situación también a un buen médico?”.
Como posiblemente el interesado pedirá un nombre, vale la pena tener
preparado alguno de confianza (mejor si es más de uno).
Si se trata de menores, la decisión debe estar consensuada con los padres,
no solo porque probablemente deberán costear el tratamiento, sino porque
son los responsables legales y tienen derecho a saber que su hijo tiene un
problema de salud importante. Lo más correcto será que el propio hijo les
cuente sus dificultades, superando la lógica vergüenza que experimentará.
Será un modo de que asuma la gravedad de su problema y la iniciativa en la
recuperación. Él sabrá si es más sencillo abordar la cuestión primero con el
padre, con la madre o con ambos a la vez. Es frecuente que los progenitores
ya estén al tanto del problema o tengan serias sospechas basadas en que el
chico apaga el móvil cuando ellos aparecen, les esconde la pantalla o pasa
muchas horas encerrado en su habitación delante del ordenador ofreciendo
evasivas cuando se le pregunta qué está haciendo. Puede haber signos
indirectos como la actitud, la conducta, la cara... o irrefutables, como un
descuido al ocultar la pantalla o al borrar el registro de páginas visitadas. Se
trata, en definitiva, de algo similar a lo que sucede con los adolescentes que
fuman y creen que su madre no lo sabe, cuando le denunciaron hace tiempo
el olor del jersey y de las manos, el aliento a caramelo de menta, restos de
tabaco en los bolsillos... o directamente el paquete de cigarrillos que olvidó
esconder. En realidad es un alivio que sea así: quiere decir que le conocen,
le quieren y se preocupan de él.
El director espiritual puede apoyar al chico en esas conversaciones –en la
primera o mejor en las sucesivas– respetando siempre la privacidad de
cuanto este le ha confiado; la única información que se comparte con los
padres es la que el chico ponga sobre la mesa. En muchos casos los padres
necesitarán una explicación sobre la importancia de esas conductas, pues
pueden minimizarlas o –tengan o no buena formación cristiana– pensar que
se tratan de comportamientos normales en chicos de esa edad.
El desarrollo de la terapia dependerá mucho del profesional, si bien hay
un patrón habitual. En primer lugar hablarán con el interesado –a veces
también con la familia– para hacerse cargo del problema. A continuación se
hará una “historia psicobiográfica” para conocer los eventos vitales más
importantes y su repercusión afectiva en el sujeto. Luego iniciará algún tipo
de psicoterapia orientada a mejorar el manejo de la ansiedad, fomentar
rasgos de personalidad más sanos, mostrar estrategias conductuales para los
momentos difíciles, etc. Con frecuencia es necesario abordar aspectos más
profundos: relaciones, heridas biográficas, etc. Un conocimiento superficial
de psicología puede llevar a pensar que el terapeuta se limita a dar
indicaciones de sentido común, muchas de las cuales se están ya llevando a
cabo; sin embargo, hay consejos de sentido común que pueden ser inútiles o
incluso contraproducentes. Me remito a la comparación que hice con el
fisioterapeuta al inicio de este epígrafe: la psicología humana es una ciencia
y las pautas están basadas en los mecanismos de funcionamiento de la
mente humana y en la experiencia profesional.
Al igual que en otras adicciones, se ha mostrado muy eficaz la terapia de
grupo, hasta el punto de que en numerosos países se han establecido
asociaciones de sexólogos anónimos. Este tipo de tratamiento ayuda a que
los pacientes verbalicen sus emociones, se sientan comprendidos y
animados, se vean integrados y aprendan recursos de labios de alguien que
tiene sus mismas dificultades. Es fundamental la figura del moderador, que
requiere una formación específica.
En algunos casos es útil tomar durante una temporada un fármaco que
baje la ansiedad o mejore el estado de ánimo. Suele recurrirse a los
antidepresivos de la familia de los inhibidores selectivos de la recaptación
de la serotonina (que están también indicados para los trastornos de
ansiedad y la patología obsesiva) y quizá un ansiolítico (benzodiacepinas o
neurolépticos suaves como el sulpiride).
No se trata de resolver temas morales con pastillas, sino de bajar la
ansiedad –tanto el estrés cotidiano como el craving que solo se calma
cuando se realiza la conducta– a unos niveles manejables. El individuo
vuelve a ser de esta forma dueño de sí mismo, de sus actos, y no se ve
impelido a hacer cosas que no quiere hacer debido a una impulsividad
incontrolable.
El tiempo de recuperación cuando se ha llegado a una adicción es, como
en los trastornos similares, largo: varios años (algunos ponen de media
tres). Es lo que se necesita no solo para deshabituar el cerebro, sino también
para desarrollar estrategias alternativas, sanar las heridas, madurar la
personalidad, fortalecer la voluntad, mejorar las relaciones, etc. Los
beneficios se notarán también en todos estos ámbitos: no se quitará un
síntoma, sino que se mejorará a la persona.

6. LA RESPONSABILIDAD MORAL
Si el lector está de acuerdo con lo que se ha dicho hasta aquí, tal vez se le
haya despertado la siguiente duda: ¿qué grado de responsabilidad tiene una
persona que se encuentra en una situación de adicción o compulsión?
Independientemente de los errores evitables que pueda haber cometido para
llegar a esta situación, parece que la voluntad está patológicamente
comprometida, de modo que le puede resultar muy difícil resistirse a los
impulsos. Los confesores y directores espirituales podrían añadir una
pregunta más: ¿es necesario que una persona así acuda a la confesión
después de cada falta o podría incluso acercarse a la comunión aunque haya
habido alguna caída?
Algunos puntos del Catecismo de la Iglesia Católica nos ayudarán a
responder a estos interrogantes. Como se sabe, el pecado mortal implica
materia grave, plena conciencia de la maldad de lo que se realiza y «un
consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal»
[12]. Si falta esto último, el pecado sería leve debido a las circunstancias
subjetivas de quien lo comente [13].
El Catecismo trata de ese consentimiento insuficiente en otros dos puntos
que tienen que ver con nuestro tema. El primero se encuentra en el apartado
dedicado a la moral fundamental y dice así: «Los impulsos de la
sensibilidad, las pasiones pueden [...] reducir el carácter voluntario y libre
de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos
patológicos» [14]. El segundo, referido específicamente a la masturbación
pero sin duda aplicable también a la pornografía, desarrolla la idea aún más:
«Para emitir un juicio justo acerca de la responsabilidad moral de los
sujetos y para orientar la acción pastoral, ha de tenerse en cuenta la
inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de
angustia u otros factores psíquicos o sociales que pueden atenuar o tal vez
reducir al mínimo la culpabilidad moral» [15].
La respuesta a los interrogantes con que hemos iniciado este apartado es,
por tanto, afirmativa: puede haber personas que hayan cometido actos
objetivamente graves contra la virtud de la castidad (masturbación,
pornografía, etc.) pero han perdido el dominio de su voluntad hasta el punto
de que su consentimiento no haya sido «suficientemente deliberado». En
estos casos no nos encontraríamos ante un acto humano libre y el pecado
tendría categoría de venial.
Lo difícil será determinar en un caso concreto cuándo se han dado estas
condiciones. No valen reglas generales, sino que es necesaria una
valoración caso por caso que incluso puede variar en la misma persona:
puede haber ocasiones “salvables” cometidas con pleno consentimiento y
otras en que la fuerza de la pasión era tal que ha superado su capacidad de
resistencia patológicamente mermada. Las siguientes ideas nos pueden
servir para orientar este juicio [16].
En primer lugar, si hay hábito, vicio o adicción, la responsabilidad está
siempre disminuida, tal como hemos visto en el Catecismo, pero la adicción
no es incompatible con el pecado mortal. También en este hay una
graduación y se puede hablar de una mayor o menor malicia o gravedad. Si
una persona agrede a otra, en principio nos encontramos ante una falta
grave, pero no tiene la misma consideración si ha sido en el contexto de una
discusión progresivamente acalorada que si se ha llevado a cabo después de
un minucioso plan de venganza a sangre fría.
Esto nos abre a un criterio útil para el caso que nos ocupa: atender al
grado de elaboración de la conducta. Será distinto el caso de quien trata de
dormir mientras le vienen pensamientos impuros; quien está navegando por
la red, se encuentra ante una imagen inconveniente y no es capaz de dejarla;
quien deja que despierte la curiosidad, enciende el ordenador, desactiva el
modo seguro y busca directamente las imágenes; o quien sale de su casa,
toma el coche y se desplaza treinta minutos para entrar en un local de
alterne. Este último ha tenido que superar varias barreras y ha tenido tiempo
para dar marcha atrás, lo que hace más difícil que no haya tenido un
momento de lucidez para rectificar.
Habrá que tener también en cuenta la existencia de los factores
predisponentes que hemos mencionado anteriormente. Dos ejemplos
tomados de la vida real pueden ayudar a ilustrarlos. Un joven estudiante se
dirige a su lugar de estudios; en el autobús se fija en unas chicas sentadas
enfrente que despiertan su sensualidad y le inspiran pensamientos contra la
castidad. Consigue refrenarse pero esas imágenes le acompañan durante
toda la mañana, dificultándole la concentración en clase, continúan durante
el regreso a casa y le tienen en tensión hasta que al final del día cede y
acaba visitando sitios web pornográficos y masturbándose.
El segundo es otro joven que no conseguía quedarse dormido sin antes
consumir pornografía y masturbarse. Se daba cuenta de que ese hábito no
era normal e intentaba resistirse, dejar el móvil fuera de la habitación,
dormirse sin realizar el ritual... pero en vano: a altas horas de la noche se
acababa levantando para llevarlo a cabo y poder dormir, lleno de vergüenza
y de reproches.
Ambos casos tienen un punto en común: una persistencia en el tiempo
anormalmente larga de esos impulsos, que parecen ir más allá de las
normales tentaciones, y una cierta obsesividad, además de otros factores
biográficos y caracteriales que sería muy largo desarrollar. Después de un
largo e infructuoso intento de resolver el problema por sí mismos, los dos
acabaron consultando a un especialista y consiguieron vencer con paciencia
y esfuerzo. Ambos querían llevar una vida cristiana y afirmaban que les fue
de gran ayuda la perseverancia en la oración, los sacramentos y la dirección
espiritual.
Un último criterio sería el diagnóstico de un psiquiatra o psicólogo
fiables. Será un argumento de peso a favor de que la libertad de esa persona
está gravemente comprometida, si bien no será definitivo porque habrá que
ponerlo en relación con otras dimensiones de la persona. En mi opinión,
este diagnóstico, siempre que sea posible obtenerlo, es condición necesaria
pero no suficiente para considerar que no es necesario acudir en un caso
concreto al sacramento de la confesión. Por otro lado, el hecho de iniciar
una terapia será un signo claro de que el interesado quiere realmente
superar la conducta indeseada.
Teniendo en cuenta estos y otros factores, si en un caso concreto el
confesor, después de pensarlo despacio, ve claro que el interesado no debe
confesarse siempre, no debe tener miedo a decirlo por pensar que no está
siguiendo la doctrina de la Iglesia. De lo contrario correría el riesgo de
cargar la conciencia de quien podría estar padeciendo –vale la pena
recordarlo– una patología.
Con todo, en muchos casos al director espiritual o al confesor le será
difícil llegar a una certeza moral sobre cómo proceder. Es lógico, porque
estamos ante una patología mental compleja en cuyo conocimiento se está
aún profundizando. En estos casos puede ser conveniente que pidan consejo
–evidentemente respetando el anonimato– a una persona de más experiencia
y formación. Además, habrán de tener en cuenta la conciencia bien formada
del interesado, que tendrá que examinar en la presencia de Dios la lucha y
los medios –sobrenaturales y humanos– que puso en cada ocasión concreta,
sin caer en los escrúpulos o la casuística.
Durante todo el proceso de sanación se prestará una gran ayuda
ofreciendo acompañamiento espiritual, ayudándole a mantener una sincera
vida de piedad, orientando sus esfuerzos y dando esperanza en la bondad y
misericordia de Dios. El Señor no abandonará a una persona que sabe
rectificar, que sigue poniendo los medios –aunque siempre podría ser más
diligente– y sobre todo que está empeñada en crecer en amor a Él a pesar de
las propias debilidades. «Podéis estar seguros: si morimos con él, también
viviremos con él; [...] si no somos fieles, él permanece fiel, pues no puede
negarse a sí mismo» (2 Tm 2, 11-13). En sus mismas luchas y derrotas está
la cruz donde el Señor le espera y que ha de santificar.
El sacramento de la penitencia también tiene algunas peculiaridades.
Aunque no haya necesidad de acudir si se dan las condiciones apenas
expuestas, convendrá que no dejen de recibirlo con una frecuencia aún
mayor de la que solían antes de caer en este problema. Incluso les puede
ayudar confesarse después de cada caída: además de recibir la gracia que
les ayudará en su esfuerzo, les servirá de recordatorio de la maldad objetiva
de esas acciones. Pero hay que ayudarles a que no se centren excesivamente
en ellas, lo que cargaría su conciencia o la llenaría de escrúpulos. La mezcla
de comportamientos pecaminosos puntuales con escrúpulos habituales
resulta explosiva. Conviene recordar a estas personas que la confesión no
está “para quedarse tranquilo” o “por si acaso es pecado grave”, sino que es
un encuentro con la misericordia de Dios para pedirle perdón por el mal que
voluntariamente se ha cometido. Que esa voluntad haya sido mayor o
menor es otra cuestión a la que en ocasiones no se podrá dar una respuesta.
Dios, que nos conoce mejor que nosotros mismos –es «más interior que lo
más íntimo mío» [17]–, lo sabe, y eso basta a una persona de fe.
Un sujeto con hábito arraigado bastará ordinariamente que se confiese de
los actos externos (acciones consumadas o imágenes buscadas con fines
morbosos). Por el contrario, los actos internos (imaginación, haber tardado
en retirar la vista ante una escena hallada fortuitamente) raramente
constituirán para ellos materia grave, más bien al contrario: el hecho de que
esos actos internos –a pesar del mal hábito– no hayan llegado a más, podría
suponer en cierto sentido una victoria, aunque sea parcial.
Les suele ayudar confesarse también de las veces que no fueron
prudentes para evitar las situaciones que suelen desencadenar las caídas:
quedarse hasta tarde viendo la televisión o internet, pasar en la web más
tiempo del previsto, trasnochar sin motivo, descuidar el horario que se
habían fijado, etc. Esto les ayudará a recordar que en esas circunstancias,
habitualmente, aún tienen el control y que si las viven con delicadeza, les
será más fácil desarraigar el hábito.
Y sobre todo hay que ayudarles a mirar más allá de este limitado campo.
No han de limitar su examen a la virtud de la castidad, sino que deben
centrarlo en la caridad: el amor a Dios y la preocupación por los demás, que
serán una guía para salir de sí mismos.
La mejor ayuda que podrá prestar un director espiritual a una persona
con estas dificultades es recordarle que Dios le sigue queriendo. Siempre,
haga lo que haga, también si se porta mal. No le gusta pero le sigue
aceptando como persona y como hijo, y está deseando que vuelva a Él
como el hijo pródigo las veces que haga falta mientras sigue poniendo lo
que está de su parte.
Una última reflexión que ha ayudado a serenarse a muchas personas
inquietas. Si alguien se reconoce en la situación que hemos desarrollado en
los dos últimos capítulos, no debe culparse demasiado. Es cierto que las
cosas serían distintas si hubiese sido más diligente para cortar, más
prudente, más rápido para pedir ayuda. Pero el asunto, ya lo hemos visto, es
mucho más amplio: estamos ante un problema social en el que unas
personas sin escrúpulos están dañando a toda una generación de jóvenes,
frecuentemente explotando a chicas desgraciadas y sin recursos. Dios les
pedirá cuenta del daño que están produciendo y de las almas que se pierdan
por su culpa. Por eso vale la pena que quienes han llegado a situaciones de
descontrol recen por ellos... y por ellas. Será una forma de desagraviar por
los pecados de unos y de otros, también por los propios. Rezar es una forma
de ver en el otro a una persona, no solo un cuerpo. Es por tanto un modo de
salir de sí mismo, que es uno de los pasos necesarios para la recuperación.
Es posible y vale la pena.
EL CELIBATO CRISTIANO

1. DON Y MISTERIO

Cuanto hemos dicho en los tres capítulos anteriores sobre la virtud de la


castidad ha de ser vivido por todas las personas –también por los no
cristianos– de modo acorde a su estado de vida: hombres o mujeres, jóvenes
o adultos, solteros o casados, laicos o sacerdotes. Pero estos últimos –y
otras muchas personas que reciben una vocación específica– tienen una
peculiaridad: son llamados a un estilo de vida caracterizado, entre otras
cosas, por la renuncia al matrimonio. ¿Por qué la Iglesia lo exige a algunos?
Eso mismo me preguntó un amigo con quien tengo gran confianza. Es un
poco descreído y a veces hace planteamientos provocadores. Entendía que
quien permanece soltero dispone de más tiempo para dedicarlo a las labores
pastorales, pero le parecía un motivo insuficiente: lo mismo se podría exigir
a docentes, investigadores, militares, políticos, etc., pero supondría un
abuso. “Ándate con cuidado –me decía–, que el Vaticano te quiere
explotar”. Su razonamiento me dio pie para explicarle las tres razones que
tradicionalmente se dan para el celibato [1]: disponibilidad para atender a
los fieles, en efecto, pero también configuración con Cristo y signo
escatológico (anticipo del Cielo). Al decirle el tercer punto saltó aún con
más fuerza: “si vivir en continencia absoluta es un anticipo del Cielo, yo
preferiría ir al infierno”. Sin duda mi respuesta era insuficiente, pues mi
amigo no es un obseso, sino un buen padre de familia y un excelente
profesional. Creo que la clave de la confusión está en no dar la suficiente
importancia al segundo motivo: la configuración con Cristo.
El celibato es un modo particular de vivir la identificación con Cristo a la
que está llamado todo cristiano. Entramos por tanto en una dimensión
trascendente: la Humanidad de Jesucristo es un misterio en el que se puede
profundizar pero no es posible abarcar completamente; las explicaciones
resultan siempre insuficientes. Ahora bien, el hecho es que el Señor eligió
un estilo de vida célibe y que eso contrastaba con el modo de vivir habitual
entre sus iguales. Los sacerdotes hebreos podían casarse (el ejemplo más
claro es Zacarías, el marido de santa Isabel, prima de la Virgen) y muchos
profetas del Antiguo Testamento (Oseas, Isaías) también contrajeron
matrimonio. Otros, por el contrario, permanecieron solteros (Elías, Eliseo,
Jeremías) y ya entrados en el Nuevo Testamento destaca la figura de Juan
Bautista, que permaneció célibe, como parece que era norma en algunas
comunidades judías como los esenios.
Jesús eligió no fundar una familia carnal a pesar de que entre las
personas que le seguían había algunas mujeres que le asistían con sus
bienes (cfr. Lc 8, 3). Tal vez era un modo de mostrar que la relación que
quería establecer con sus discípulos iba mucho más allá de los lazos de la
sangre: «mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios
y la cumplen» (Lc 8, 21). Pero sobre todo deja clara su unión exclusiva con
el Padre: el matrimonio consiste en que «deja el hombre a su padre y a su
madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne» (Gn 2, 24), mientras
que Cristo afirma: «el Padre y yo somos uno» (Jn 10, 30).
Jesús no solo asumió una vida célibe, sino que además lo pidió a sus
seguidores más estrechos, los doce apóstoles. Añadió, eso sí, que recibirían
una gran recompensa tanto en esta vida como en la otra: «os aseguro que no
hay nadie que haya dejado casa, o mujer, o padre, o hijos por causa del
Reino de Dios, que no reciba mucho más en este mundo y, en el siglo
venidero, la vida eterna» (Lc 18, 29). En respuesta a su llamada, los Doce
renunciaron al matrimonio, tanto aquellos que con certeza estaban solteros
(como san Juan, apenas un adolescente), como los que estaban casados
(como san Pedro, cuya suegra es mencionada por el evangelio [cfr. Lc 4,
38-39]). Si no había enviudado, renunció a la convivencia con su mujer
para dedicarse del todo a la naciente Iglesia. Desde luego hay una gran
diferencia entre que fuese viudo o no, porque no es lo mismo dejar mujer e
hijos por el Reino de Dios que dejar simplemente a la suegra...
Al igual que Jesucristo, los apóstoles son llamados no simplemente a
dedicar más tiempo a su misión evangelizadora, sino a tener una relación
exclusiva con el Padre, dedicándole todo su afecto, toda su mente, toda su
alma. Esta exclusividad no va en perjuicio de la relación con las demás
personas; al contrario, es precisamente la que sustenta el amor a los
hombres. Jesús puede entregarse completamente a su servicio porque está
completamente entregado a Dios. Esta me parece una clave para entender la
llamada al celibato cristiano: permite amar al Padre con el corazón de
Cristo y dilata ese corazón para que pueda darse a cada uno de sus
hermanos los hombres.
El celibato, por tanto, predispone para el servicio: ambos se potencian
mutuamente. Cuando la entrega a los demás se hace ardua, el célibe
recuerda que ese darse a los hombres es signo de su entrega y amor total a
Dios. Y cuando es el celibato lo que se hace más costoso, la mirada a
aquellos a los que se está llamado a servir ayuda a sostenerse ante las
dificultades: «por ellos yo me santifico, para que también ellos sean
santificados en la verdad» (Jn 17, 19).
Se trata, lo hemos dicho ya, de una verdad misteriosa, ante la que se
pierde pie. Hace falta un don de Dios para acceder a ella, como dijo el
propio Jesús: «no todos son capaces de entender esta doctrina, sino aquellos
a quienes se les ha concedido» (Mt 19, 11). Y sobre todo hace falta un don
de Dios que transforme el corazón para vivir de forma sana y alegre la
entrega total a Él y a los demás. Amor a Dios y misión evangelizadora se
sostienen mutuamente.
El celibato no implica minusvaloración por el matrimonio; si se viese de
esa forma, se estaría desdeñando la propia vocación: renunciar a algo malo
o pobre no tiene mucho mérito. Por el contrario, el matrimonio, ya lo
dijimos, es llamado por san Pablo misterio o sacramento grande, y lo pone
en relación con el amor de Cristo por su Iglesia (cfr. Ef 5, 32). Cuanto más
se profundice en la dignidad del matrimonio más se caerá en la cuenta de la
grandeza de la vocación al celibato. Si vale la pena renunciar a algo muy
valioso, quiere decir que el camino que se emprende es aún más excelente.
La comparación con el matrimonio ayuda además a entender algunas
características del celibato.
El matrimonio es una vocación y un camino de santidad, como ha
recordado el Papa Francisco [2]. Es más, cada uno de los esposos es camino
de santidad para el otro: uno de los fines del matrimonio es que ambos
cónyuges vayan de la mano al Cielo (guiando al otro en los momentos de
dificultad, si es necesario), acompañados de los hijos y la familia más
extensa. La santidad en el matrimonio, sin dejar de ser individual, está en
cierto modo mediada por el otro cónyuge. «El matrimonio implica que, para
la persona casada, su camino de entrega a Dios pasa por el amor a su
cónyuge, por la dedicación a su familia, haciendo presente en ella el amor
de Dios» [3]. En el celibato, por el contrario, no existe tal mediación: quien
recorre ese camino se encuentra cara a cara con Dios y establece con él una
relación, por decirlo así, más directa, sin intermediarios. Está llamado a
afirmar con Jesús: «el Padre y yo somos uno» (Jn 10, 30). Por eso la
tradición cristiana, basándose en san Pablo (1 Co 7, 8.25-38), habla de la
“superioridad objetiva” del celibato.
Hay un último elemento en que el matrimonio ayuda a comprender la
vocación al celibato. Los esposos encuentran en los hijos la respuesta
palpable a su necesidad de generatividad, que, como vimos al estudiar el
ciclo vital según Erikson, es la competencia evolutiva a alcanzar en la
adultez, entre los 40 y los 60 años. Podría concluirse que una persona célibe
verá frustrada esta competencia evolutiva y se verá condenada al
estancamiento. Nada más lejos de la realidad. El celibato también ayuda a
que la persona alcance la trascendencia de sí mismo mediante el servicio a
los demás y la ayuda para que encuentren a Cristo, avancen en su vida de
cristianos y lleguen al Cielo. Se da de este modo una paternidad espiritual
que no por ser inmaterial es menos real o psicológicamente satisfactoria.
Por eso el celibato cristiano es llamado celibato apostólico.
En el matrimonio ocurre algo similar: lo que satisface verdaderamente la
tensión hacia la generatividad de los padres no es el mero hecho de traer
hijos al mundo, sino que al educarlos se desarrollen humana y
sobrenaturalmente. La mayor alegría que darán a sus padres será fundar una
nueva familia, conseguir un puesto en la sociedad y desarrollar una vida
cristiana autónoma basada en lo que aprendieron de sus padres. La
paternidad que satisface tanto a los cónyuges como a los célibes es la
espiritual.
Pues bien, el celibato habilita para desarrollar esta paternidad amplia,
pues facilita tener un corazón abierto de par en par a todos sin la limitación
de tener que concentrarlo en una mujer y unos hijos. San Pablo expresaba
su experiencia con estas palabras: «hijos míos, por quienes padezco otra vez
dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros» (Ga 4, 19).
En definitiva, el celibato no es una carga o un tributo que se ha de pagar
a Dios para acceder a un determinado estilo de vida, sino un don de sí
mismo que el célibe hace a Dios y sobre todo un don que recibe de Él para
configurarse más plenamente a Cristo en su amor indiviso al Padre y, en Él,
a todos los hombres. «Jesús quería que todos vieran en Él el amor
preferencial y total por el Padre. Pidió la virginidad a los apóstoles para que
todos vieran en ellos el amor preferencial y total por Cristo» [4].
En estas páginas me referiré al celibato apostólico en general, es decir, el
vivido dentro una vocación específica recibida en el seno de la Iglesia por
parte de hombres y mujeres, sacerdotes, religiosos y laicos, que se sienten
llamados a este modo de entrega a Dios. En varios momentos, sin embargo,
haré referencia específicamente al sacerdocio debido a dos razones: por
motivos evidentes es el que más ha sido estudiado [5], y en cierto modo es
el paradigma o analogado principal para otros tipos de celibato.

2. AFECTIVIDAD Y CELIBATO

La vocación al celibato apostólico implica un modo peculiar de vivir la


afectividad, que conlleva modos también específicos de crecer en madurez.
El camino ordinario de desarrollarse es el matrimonio, que conlleva muchas
consecuencias que objetivamente ayudan a madurar: ya hemos hablado de
la generatividad, a la que habría que sumar el apoyo afectivo que se recibe y
que se ha de prestar al cónyuge, el don de sí y la aceptación del otro en la
unión sexual, el hecho de convivir con otras personas, la responsabilidad de
sacar adelante una familia, las dificultades que hay que superar
(económicas, compatibilización entre trabajo y familia), etc. La pregunta es
si esta es la única forma en que puede madurar la persona.
Antes de avanzar en el razonamiento conviene señalar que el modo de
vivir la sexualidad propio del celibato es peculiar solo hasta cierto punto.
Hay muchas personas que por razones muy diversas y sin motivaciones
religiosas viven la continencia como solteros en espera de encontrar una
pareja o bien deciden no casarse, están separados o viudos, etc. También se
espera la abstinencia del ejercicio de la sexualidad a los casados cuando por
distintos motivos no pueden tener relaciones conyugales. La nota diferente
del célibe es la irrevocabilidad: ha renunciado para siempre para entregarse
en cuerpo y alma a Dios. El dominio de sí que se requiere es en cierto modo
mayor, pero solo en cierto modo: un padre de familia me decía que estaba
convencido de que a los sacerdotes nos es más fácil vivir la castidad que a
él, pues nosotros podemos acostumbrarnos a no tener relaciones sexuales
mientras que en su caso tenerlas o no dependía de las circunstancias: un
viaje, una enfermedad o indisposición del cónyuge y otras muchas
eventualidades podían frustrar su legítimo deseo y obligarle a una
abstinencia imprevista.
Sea más fácil o más difícil, lo cierto es que el célibe debe tener bien
integrada –por seguir empleando el término utilizado por el Catecismo– su
sexualidad y el modo de vivirla en el conjunto de su proyecto vital, de su
vocación. El celibato para quien está llamado por Dios a vivirlo pasa a
formar parte de su identidad. Si no entiende el valor intrínseco de ese estilo
de vida, podría limitarse a soportarlo como un tributo o un yugo requerido
externamente que no le da nada y le quita algo que querría tener. Este
planteamiento sería una fuente de conflictos potenciales y por tanto
conviene evitarlo desde la fase de discernimiento vocacional mediante una
adecuada formación en el porqué de este tipo de vida, basada en un enfoque
positivo de lo que el celibato le aportará tanto personalmente como en la
labor apostólica que desarrollará.
Pienso que la principal peculiaridad del celibato desde el punto de vista
afectivo no está tanto en la abstinencia del ejercicio de la función sexual,
sino en la renuncia a formar un proyecto de vida compartido con otra
persona que acompañe física y emocionalmente, aportando las
peculiaridades del otro sexo. El segundo capítulo del Génesis narra que,
después de la creación de Adán, dijo Dios: «No conviene que el hombre
esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gn 2, 18). Ni los animales
domésticos y silvestres ni las aves del cielo supusieron para Adán esa
ayuda, de modo que Yahveh acabará formando a Eva a partir de una de sus
costillas (cfr. Gn 2, 20-22). Ahí sí encontrará el hombre la compañía que
necesitaba, de modo que los esposos «con la unión íntima de sus personas y
actividades se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de
su unidad y la logran cada vez más plenamente» [6].
En el celibato por el Reino de los Cielos (cfr. Mt 19, 12) se mantiene el
hecho de ser un individuo sexuado, es decir, no significa renunciar a la
condición de varón o de mujer –es una dimensión irrenunciable– con lo que
implica de curiosidad, atracción por el otro sexo, etc. La elección de este
estilo de vida tampoco conlleva que se extingan las pasiones y emociones
en este ámbito, ni tampoco las tentaciones. Aún más importante, se
mantiene la necesidad de querer y de sentirse querido, de tener una amplia
gama de relaciones con personas de todo tipo y de que en algunas de ellas
haya una buena dosis de intimidad. Esta es la necesidad irrenunciable: tener
alguien con quien compartir los afanes, las preocupaciones, las alegrías y
las tristezas.
El celibato apostólico está abierto a tener una gran variedad de
relaciones, que no serán exclusivas ni corporales como en el caso del
matrimonio y por tanto se puede decir que serán menos intensas. Pero son –
deberían ser– cuantitativamente más numerosas y de naturaleza más
espiritual, por lo que pueden llenar las necesidades de afecto: espiritual no
quiere decir irreal, abstracto o insatisfactorio. Requiere, desde luego, ese
clima interior espiritual del que hablamos en el capítulo Desarrollar la
afectividad desde las virtudes teologales.
Lo que iría contra la tendencia natural del hombre es el aislamiento. Es
cierto que hay vocaciones, como la eremítica o algunas formas de
monaquisino, que eliminan o reducen al mínimo la vida de relación con
otros. Más adelante haré mención de ellas, pero adelanto que Dios ha de
completar con la llamada “gracia de estado” esas carencias para que puedan
desarrollar su personalidad de modo adecuado y vivir su entrega de manera
sana y feliz también desde un punto de vista humano.
Con frecuencia se hace referencia al cónyuge como a la media naranja,
pero esta expresión tiene importantes limitaciones [7]. Da la impresión de
que cada uno de los esposos –y en sentido más amplio todas las personas–
serían seres incompletos que se encuentran en tensión hasta que llegan a la
unidad acabada: el encuentro con la persona del otro sexo. No es así: todos
–solteros, casados, viudos, sacerdotes– somos naranjas enteras con
necesidad de relacionarnos con muchas personas. Encontramos un buen
complemento en el otro sexo pero no es el único modo de cubrir la
verdadera exigencia de la naturaleza humana, que es desarrollarse a partir
de la relación con los demás.
De lo contrario el propio Jesucristo hubiese sido una persona
humanamente frustrada o bien habría que afirmar que no fue un verdadero
hombre. En todo caso no parece válido decir que se sirvió de su condición
divina para esconder una dimensión tan importante de la humanidad. Los
antiguos Padres de la Iglesia afirmaban que «lo que no ha sido asumido no
ha sido sanado, pero lo que se une a Dios se salva» [8]. Así, el Concilio
Vaticano II afirmó que «el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en
cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con
inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de
hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los
nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado» [9]. Pues
bien, Jesús asumió también la afectividad humana –y en concreto la
afectividad vivida en el celibato apostólico–, la vivió, la sanó y mostró al
hombre cómo puede ser para él un modo de realizarse humana y
sobrenaturalmente de modo que le acerque a Dios y a los hombres.
Pienso que la clave para el sano desarrollo de la personalidad en el
celibato está en la motivación que debe moverlo: el amor, amor a Dios y a
los hombres. Esto es lo que más ayuda a desplegar todas las potencialidades
de la persona, a madurar, y lo que le lleva a sentirse realizado. El hombre
encuentra su propia plenitud en la entrega sincera de sí mismo a los demás
[10]. El celibato no solo no supone menoscabo al adecuado desarrollo del
hombre, sino que «desarrolla la madurez de la persona, haciéndola capaz de
vivir la realidad del propio cuerpo y de la propia afectividad desde la lógica
del don» [11].
Aunque se trate de una ficción, puede servir como contrapunto el
celibato que viven los caballeros Jedi en la saga Star Wars. Se trata de
personas de una elevada rectitud moral y vida de entrega a los demás, a los
que también se exige renunciar al matrimonio. Hay un cierto parecido con
los sacerdotes. Pero la motivación en ellos es muy distinta: se basa en que el
amor conlleva el miedo a perder el ser amado y, como dice el maestro Joda,
“el miedo es el camino hacia el lado oscuro: el miedo lleva a la ira, la ira
lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento, el sufrimiento, al lado oscuro”.
Los Jedi no son un ejemplo del celibato sacerdotal, sino de la visión estoica
que vimos unos capítulos atrás: es mejor no amar para no sufrir. Nada que
ver con la vida de Jesucristo.

3. LA AFECTIVIDAD DE JESÚS

Una lectura del evangelio muestra la gran riqueza de sentimientos que


tenía el Señor. Sin ser exhaustivos, nos dicen explícitamente que amaba al
apóstol Juan (cfr. Jn 13, 23), al joven rico (cfr. Mc 10, 21) y a la familia de
Betania (cfr. Jn 11, 5), con la que mantiene una auténtica relación de
amistad: va y viene a su casa como si fuese propia, le hablan con confianza
e incluso se atreven a recriminarle por haber dejado morir a Lázaro (cfr. Jn
11, 21.32). Jesús mismo llama amigos a los Doce (cfr. Jn 11, 15). Hay
momentos en que muestra el deseo (no me atrevería a decir necesidad,
puesto que es Dios) de sentirse amado: echa de menos los detalles de
cortesía del fariseo que le invita a comer (cfr. Lc 7, 44-46), aprecia la
unción de Betania (cfr. Jn 12, 1-8) y pide a los tres discípulos más íntimos
que estén cerca de él en Getsemaní (cfr. Mt 26, 36-45). En este último
episodio encontramos además miedo, tristeza y angustia hasta el punto de
que debe venir un ángel a confortarle para suplir a los apóstoles dormidos
(cfr. Lc 22, 43). Jesús a veces se retiraba para estar solo y dedicarse a la
oración (cfr. Lc 5, 16) pero en muchas otras ocasiones prefería estar
acompañado.
Jesucristo se deja tocar por las necesidades de los hombres hasta el punto
de compadecerse (padecer y sufrir con ellos). Así ocurre con la viuda que
va a enterrar a su hijo (cfr. Lc 7, 13), la muchedumbre que anda como
ovejas sin pastor (cfr. Mt 9, 36; Mc 6, 34), la multitud de enfermos (cfr. Mt
14, 14; Mc 10, 46-52; Jn 5, 6) o las hijas de Jerusalén (cfr. Lc 23, 28). Llega
incluso a llorar ante la tumba de su amigo Lázaro (cfr. Jn 11, 33-36) y ante
la ciudad de Jerusalén que será destruida (cfr. Lc 19, 41). Y se conmueve
ante la limosna de la viuda pobre (cfr. Lc 21, 2-3) y ante el arrepentimiento
del Buen Ladrón (cfr. Lc 23, 43). Todos estos personajes se han llevado una
mirada salvadora de Jesús.
También se enfadaba cuando era preciso y corrige con fuerza, como en el
episodio de los mercaderes del Templo (cfr. Mt 21, 12-13), ante la
incredulidad con que muchos reciben sus milagros (cfr. Mc 3, 5) y cuando
Pedro trata de disuadirle de su Pasión (Mt 16-23). Pero solo lo mostraba
cuando las situaciones lo exigían, y además era capaz de desenfadarse
rápidamente: inmediatamente después de la expulsión de los mercaderes le
vemos todavía en el Templo de Jerusalén, pero ahora curando enfermos (cfr.
Mt 21, 14).
Tenía amigos, hemos dicho, y también amigas: «Jesús amaba a Marta, a
su hermana y a Lázaro» (cfr. Jn 11, 5). Me parece que el orden no es
indiferente y el evangelio parece confirmarlo: nunca nos presenta a Lázaro
dirigiéndose directamente al Señor pero vemos a las dos hermanas hasta en
tres ocasiones mostrando una gran cercanía y confianza. Con todo, da la
impresión de que no era normal que se quedase a solas con ellas, como se
desprende del pasaje de la samaritana: «Llegaron sus discípulos, y se
sorprendieron de que estuviera hablando con una mujer» (cfr. Jn 4, 27). En
definitiva, tenía amigas y trataba a las mujeres con cariño y delicadeza, sin
miedo ni de manera distante, pero evitaba intimidades. Es lo que
tradicionalmente se ha llamado la guarda del corazón.
Jesús quiere a los hombres y mujeres que encuentra y establece con
algunos una relación más intensa de amistad; Juan se define a sí mismo
como «aquel a quien amaba Jesús» (Jn 13, 23). Se alegra, se enfada y llora
con ellos. Busca afecto, lo agradece cuando lo encuentra y lo echa en falta
cuando le es negado. Se debía estar verdaderamente bien a su lado y
probablemente este es el motivo por el que resultaba atractivo, de modo
que, cuando lanzaba la invitación trascendental –“sígueme”–, muchos
dejaron todo para ir tras él.
Detengámonos en un episodio que pone de manifiesto la riqueza de
sentimientos de Jesús: el pasaje del joven rico (cfr. Mc 10, 17-31). Jesús le
mira con ojos de cariño y le invita a seguirle. El muchacho, sin embargo, le
da la espalda y el Señor respeta su libertad y le deja marcharse; eso sí, este
joven se va triste... y parece que dejó también un poco triste a Jesús, porque
lanza una nueva mirada a su alrededor acompañada de un desahogo: «¡Qué
difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!».
Hablando en términos psicológicos, se ha puesto a prueba su tolerancia a la
frustración. Pero sale de esta situación gracias a sus amigos, pues Pedro
salta a consolarle: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos
seguido». Jesús vuelve a recuperar la alegría ante la fidelidad de sus amigos
y les promete como premio a su entrega la felicidad en esta vida y en el
Cielo.

4. UN CELIBATO PSICOLÓGICAMENTE SANO

La crisis motivada por los abusos sexuales cometidos por algunos


clérigos, iniciada dos décadas atrás y cuyos efectos aún se dejan sentir, ha
vuelto a levantar una pregunta antigua: ¿es psicológicamente sano el
celibato? ¿No será algo bonito pero utópico, accesible solo para algunos y
fuente de tensiones para otros muchos?
A la primera pregunta hay que responder afirmativamente: sí, el celibato
es psicológicamente sano. Una persona puede alcanzar el equilibrio
afectivo, la madurez de su personalidad y una vida lograda, serena y feliz
siguiendo este género de vida. Son miles las personas que a lo largo de la
historia refuerzan con su testimonio esta afirmación. Defender que el único
estilo de vida sano es el matrimonio –o que es necesario ejercer la
capacidad sexual al menos ocasionalmente para tener una vida sana–
implicaría excluir de la salud a muchas personas, cristianas o no, que
renuncian al ejercicio de esta capacidad por una gran variedad de motivos.
Equivaldría a decir que la persona es incompleta.
Con todo, es innegable que la crisis ha puesto aún más en evidencia la
necesidad de una adecuada selección de quienes se plantean una entrega
total a Dios en el celibato en cualquiera de los muchos caminos que existen
dentro de la Iglesia. En este apartado hablaremos de algunas características
que se requieren en ellos (Tabla 19) [12].
Personalidad madura, armónica y equilibrada.
Vida moral asentada.
El estilo de vida que conlleva esa vocación llena a la persona.
Buena capacidad relacional.
Tolerancia a la frustración.
Intensa vida interior de modo que Dios llene el corazón.
Tabla 19. Exigencias psicológicas para el celibato cristiano.

La primera sería una personalidad madura, armónica y equilibrada. El


estilo de vida célibe conlleva la capacidad de asumir compromisos estables
(es decir, entender el motivo y las consecuencias de su elección y ser capaz
de llevarla adelante), un adecuado dominio de sus pasiones (en especial en
lo que se refiere a la dimensión sexual), ser capaz de mostrarse acogedor
con todos a pesar de los normales altibajos de humor, servir a personas muy
distintas de uno y otro sexo, etc. En definitiva, requiere un grado de
madurez no inferior al que podríamos considerar promedio. A la vez,
raramente podremos decir que una persona es completamente madura; se
trata de un concepto dinámico, sujeto a avances, estancamientos y
retrocesos. Por eso el Código de Derecho Canónico habla, refiriéndose al
sacerdocio, de una «suficiente madurez» [13] para asumir estos
compromisos como requisito para la ordenación.
A continuación se podría nombrar una vida moral asentada, es decir, la
estabilidad en las virtudes humanas y cristianas, cardinales y teologales. En
el campo de las virtudes morales se ve la relación entre gracia y naturaleza,
cómo el crecimiento humano ayuda al crecimiento sobrenatural. Es el
motivo que llevó a san Juan Pablo II a establecer el lema: «la formación
humana, fundamento de toda la labor sacerdotal» [14], aplicable a otros
tipos de vocación. El documento que regula la formación de los candidatos
al sacerdocio [15] enuncia una larga lista de virtudes que conviene asegurar
en quienes están en el camino de preparación: «la simplicidad, la sobriedad,
el diálogo sereno, la autenticidad» (n. 42), la prudencia (cfr. n. 43), las
virtudes teologales y cardinales (cfr. n. 69), «la humildad, la valentía, el
sentido práctico, la magnanimidad de corazón, la rectitud en el juicio y la
discreción, la tolerancia y la transparencia, el amor a la verdad y la
honestidad» (n. 93), la obediencia (cfr. n. 109), la castidad (cfr. n. 110), la
pobreza (cfr. n. 111), «la fidelidad, la coherencia, la sabiduría, la acogida de
todos, la afabilidad, la firmeza doctrinal en las cosas esenciales, la libertad
sobre los puntos de vista subjetivos, el desprendimiento personal, la
paciencia, el gusto por el esfuerzo diario, la confianza en la acción
escondida de la gracia, que se manifiesta en los sencillos y en los pobres
(...), la humildad y la misericordia para con todo el pueblo de Dios,
especialmente respecto de las personas que se sienten extrañas a la Iglesia»
(n. 115).
El tercer criterio es que el estilo de vida que conlleva esa vocación llene
a la persona. En una ocasión, al mencionar este principio me encontré con
una interesante objeción: ¿no faltaría rectitud de intención si se busca “estar
a gusto” con ese género de vida?, ¿dónde queda la cruz, la abnegación, el
cumplimiento de la voluntad de Dios que llama, aunque cueste? Creo que
con un ejemplo se entiende mejor. Si durante el noviazgo uno de los
jóvenes se da cuenta de que le será muy difícil la convivencia con el otro
debido a su carácter, hábitos, gustos, etc., sería muy arriesgado seguir
adelante con el matrimonio; por más que haya otros aspectos que agraden y
que haya un sincero amor, comprometerse para toda la vida en esas
condiciones podría equivaler a condenarse a un futuro de infelicidad.
Jesucristo no prometió a sus seguidores una vida de arduo sacrificio con
la promesa de un Cielo final, sino que les anticipó la alegría y el premio ya
en esta tierra: «en verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa,
hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o campos por mí y por el
Evangelio, que no reciba en este mundo cien veces más en casas, hermanos,
hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo
venidero, la vida eterna» (Mc 10, 29-31). San Josemaría sintetizaba esta
idea afirmando que «la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices
en la tierra» [16].
En su exhortación apostólica sobre los jóvenes y el discernimiento
vocacional, el Papa Francisco ha afirmado lo mismo: «Quiero que sepan
que cuando el Señor piensa en cada uno, en lo que desearía regalarle, piensa
en él como su amigo personal. Y si tiene planeado regalarte una gracia, un
carisma que te hará vivir tu vida a pleno y transformarte en una persona útil
para los demás, en alguien que deje una huella en la historia, será
seguramente algo que te alegrará en lo más íntimo y te entusiasmará más
que ninguna otra cosa en este mundo. No porque lo que te vaya a dar sea un
carisma extraordinario o raro, sino porque será justo a tu medida, a la
medida de tu vida entera» [17].
Claro que en el camino de la vocación habrá cruz y sacrificio, como en
todos los caminos de la vida. Lo que quiere expresar este criterio es que el
tipo de vida que se llevaría en esa vocación –el que llevan las personas que
ya lo viven desde hace muchos años– se ve como algo que satisface: yo
podría ser feliz viviendo así.
El siguiente es una buena capacidad relacional. El celibato apostólico
está orientado a la entrega a los demás, a servir a personas de condiciones
muy variadas sin favoritismos ni exclusivismos. No requiere ser un
animador de masas pero sí don de gentes, afabilidad, cortesía, buen humor,
una sonrisa pronta, sentirse bien rodeado de personas, trabajar en equipo,
etc. En muchos casos implica una disponibilidad muy amplia de tiempo (al
sacerdote le pueden llamar a cualquier hora para atender a un moribundo) o
perder un poco de intimidad. En definitiva, se trata de mostrar el rostro
amable y atractivo de Jesús a que hemos hecho referencia, de modo que uno
sea y se sienta instrumento para acercar al Padre a todo género de personas.
Quien se sienta a disgusto en estas circunstancias, es decir, quien se
encuentre habitualmente más cómodo solo, podría vivir la entrega como
algo cargante o bien tendería a rehuir ese trato a costa de disminuir la
disponibilidad, dañando uno de los motivos principales de su entrega.
En quinto lugar, quien quiera llevar una vida de entrega ha de tener
tolerancia a la frustración. En los primeros años de vocación es frecuente
la ilusión para acercar a las personas a Dios, la inventiva para llevar a cabo
nuevas actividades, etc. Pero la vida –cualquier vida– no es de color de
rosas. Tarde o temprano llega el momento en que los frutos –conversiones,
frecuencia de sacramentos, participación en medios de formación cristiana,
decisiones de entrega a Dios, etc.– no terminan de llegar. Esto puede abrir
la puerta a la desilusión o incluso a replantearse si vale la pena el sacrificio
ante la escasez de resultados. No es una novedad: el mismo Jesús narró una
situación parecida en la parábola de los invitados a las bodas (cfr. Lc 14, 15-
24) y el mismo modo en que murió puede verse como un fracaso.
Ya hemos vistos algunos factores humanos que ayudan a desarrollar la
tolerancia a la frustración, que si bien nace en la infancia, ha de
desarrollarse durante toda la vida y adaptarse a las distintas circunstancias.
Hay además dos consideraciones de tipo sobrenatural que pueden ayudar.
En primer lugar, es cierto que Cristo murió en la cruz prácticamente solo,
abandonado de todos excepto de su madre y de un puñado de discípulos;
pero la muerte no tuvo la última palabra, después vino la resurrección, y fue
buscando a las ovejas perdidas una a una. La vida del cristiano acaba en
victoria, aunque no la veamos en esta tierra. Por otra parte, entender la parte
apostólica del celibato requiere dar un paso atrás: Jesús «llamó a los que él
quiso, y fueron donde él estaba. Y constituyó a doce, para que estuvieran
con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14). Lo primero para una persona
entregada no es la misión, sino el hecho de estar junto a Jesús. Lo hemos
subrayado al hablar de los tres motivos del celibato: las explicaciones
basadas en la disponibilidad para desarrollar una labor, al igual que las
fundadas en la felicidad futura, son insuficientes. Esto nos abre paso a la
sexta y última consideración.
La vocación ha de estar sustentada en una intensa vida interior de modo
que Dios llene el corazón de quien se le ha entregado y dé sentido a su vida
independientemente de las dificultades del día a día. La vida de oración, la
experiencia del amor de Dios que dirige providentemente la propia vida, la
conciencia de saberse un hijo delante del Padre que le protege, el deseo de
dar gloria a Dios y de manifestarle amor en todas las acciones, serán un
recordatorio de que vale la pena la entrega. Y supondrá un refugio a la hora
de la dificultad. La persona célibe debe tener una gran interioridad capaz de
colmar los silencios de su vida con una oración contemplativa, que será el
mejor modo de llenar su alma de Dios.
Hemos mencionado antes la peculiar vocación de aquellos que se retiran
a una vida de oración sin apenas trato con otras personas. Es chocante que
se pueda renunciar a algo tan importante como el apoyo de otros hombres
sin que quede mermada la personalidad. Pienso que la clave es una
experiencia de Dios que es difícil de concebir para quien no la haya
conocido de primera mano; una experiencia que les lleva a decir con santa
Teresa: «solo Dios basta» [18]. Quien está iluminado por la luz del sol no
necesita encender una lámpara. Pero esto quiere decir que quienes entran en
este género de vida han de tener ya desarrollada una profunda vida interior.

5. SITUACIONES QUE REQUIEREN ESPECIAL DISCERNIMIENTO


La aceptación de que el celibato no supone en sí mismo una situación de
riesgo de patología mental no anula otra pregunta más insidiosa: ¿puede ser
el celibato psicológicamente dañino en algún caso particular? La respuesta
me parece también afirmativa. Una persona que accede a este estado sin
tener condiciones puede vivirlo con tensiones que pongan en peligro su
salud mental. Veamos algunas situaciones particulares (Tabla 20).
Necesidades afectivas especiales.
Dificultad para establecer relaciones interpersonales sanas.
Dificultad con las figuras de autoridad.
Dificultad para adaptarse a la soledad.
Dificultad para vivir la castidad.
Antecedente de abusos.
Homosexualidad.

Tabla 20. Situaciones que requieren especial discernimiento en vistas de una vocación al celibato.

Hay personas que tienen lo que podríamos llamar necesidades afectivas


especiales: para sentirse queridas requieren manifestaciones explícitas,
palpables, sensibles y frecuentes. Tal vez sufrieron carencias en la infancia
(unos padres poco afectuosos), son muy inseguras (locus de control externo,
necesidad de que les reafirmen), no han desarrollado una sana autoestima o
tienen otros muchos condicionantes. El célibe, ya lo hemos visto, puede
encontrar a lo largo de su vida muchas ocasiones de sentirse querido, pero
en general serán de índole más bien inmaterial: serán muy distintas del
constante apoyo de un cónyuge con quien se convive y que manifiesta su
afecto también mediante besos, abrazos y caricias. Una forma más
inmaterial podría no colmar esa necesidad y hacer que se sientan poco
amados, llevándolos a una existencia poco satisfactoria.
Otro obstáculo vendría por la dificultad para establecer relaciones
interpersonales sanas: individuos excesivamente dependientes, invasivos,
inestables, que se encuentran más a gusto con personas de edad mucho
mayor o menor que con gente de su edad. En definitiva, se trataría de
personas que buscan en las relaciones –de modo habitualmente no
consciente– colmar sus propias necesidades, lo que amenazaría el don de sí
desinteresado que debe caracterizar su entrega.
También requeriría atención especial quien muestre dificultad con las
figuras de autoridad, que nuevamente suele estar en relación con una mala
relación con la figura paterna. El trato con los superiores sería una fuente
continua de conflictos, ya sea por rebeldía (dificultad para vivir la
docilidad) o por servilismo (caer en una obediencia ciega alienante). Pero
aún suele ser más peligroso el modo en que una persona con estas
limitaciones ejerce la autoridad, pues fácilmente caerá en vicios por exceso
(autoritarismo) o por defecto (permisivismo), dificultando su labor
apostólica: en el primer caso le sería difícil vivir la amable exigencia que
caracteriza la dirección espiritual y en el segundo correría un grave riesgo
de caer en abuso de poder o de conciencia.
Otro obstáculo vendría dado por una dificultad para adaptarse a la
soledad, que podríamos llamar también poca autonomía emocional. Aunque
tenga una amplia gama de relaciones y amistades, aunque viva con otras
personas que comparten su vocación, hay un punto de soledad en la vida del
célibe, pues hay afectos que se comparten con el cónyuge y no se pueden
compartir con nadie más. El propio hecho de que los casados compartan
habitualmente lecho me parece bastante significativo: no implica solamente
tener relaciones sexuales, sino estar siempre al lado de otra persona. Ahora
bien, en palabras de san Pablo VI –nuevamente aplicadas a los sacerdotes
pero ampliables a otros géneros de entrega a Dios–, «su soledad no es el
vacío, porque está llena de Dios y de la exuberante riqueza de su reino [...],
debe ser plenitud interior y exterior de caridad [...]; no le faltará la
protección de la Virgen, Madre de Jesús, los maternales cuidados de la
Iglesia a cuyo servicio se ha consagrado» [19]. La identificación con
Jesucristo del célibe debería llevarle a decir con él: «Yo no estoy solo,
porque el Padre está conmigo» (Jn 16, 32).
En otro orden de cosas estaría la dificultad para vivir la castidad, es
decir, no conseguir vivir una continencia total, que incluye la ausencia de
experiencias sexuales consigo mismo o con otras personas, el consumo de
pornografía, la recreación consciente en imágenes inconvenientes, etc. En el
caso de pecados cometidos con otras personas hay que tener en
consideración el riesgo de escándalo en esa misma persona y, si
trascendiesen, en terceros.
No quiero decir que haya que ser impecable, es decir, que se deba excluir
a una persona que tenga un traspiés puntual. Mucho menos se puede
establecer una “frecuencia máxima permisible”, que supondría una visión
superficial, legalista o de mínimos. Donde habría que llegar –donde debería
llegar el interesado, ayudado por su director espiritual– es a preguntarse por
qué no es capaz de llevar una vida casta: si hay hábitos arraigados, falta de
dominio de sí, dependencia del placer sensible, insatisfacción con el estilo
de vida, necesidad de recompensas fáciles, inmadurez afectiva, falta de
integración cuerpo-mente-espíritu, etc. Ya hemos visto que muchas
conductas sexuales problemáticas son la punta del iceberg que esconde (y a
la vez señala) conflictos escondidos mucho más importantes.
En ocasiones hay que lamentar en formadores y formandos una
malentendida confianza en la gracia de Dios que lleva a comprometerse (o a
permitir que se comprometan) en un estilo de vida célibe cuando se
arrastran dificultades para llevar una vida casta, pensando que el hecho de
dar ese paso ayudará a evitar las caídas. En estas páginas nunca se ha puesto
en duda la eficacia de la gracia, pero sí se ha señalado repetidamente que
ordinariamente se apoya en una naturaleza sana. Así parecía también
considerarlo san Pablo VI cuando afirmaba que «una vida tan total y
delicadamente comprometida interna y externamente, como es la del
sacerdocio célibe, excluye, de hecho, a los sujetos de insuficiente equilibrio
psicofísico y moral, y no se debe pretender que la gracia supla en esto a la
naturaleza» [20].
Claro que la gracia de Dios ayuda los esfuerzos humanos. Pero igual
puede hacerlo durante la fase de discernimiento que después de asumir el
compromiso. Por eso habitualmente es preferible hacer esperar a un
candidato que presenta estas dificultades, de modo que mientras crece en
esta y otras muchas virtudes, en oración y amor de Dios, alcance el
equilibrio necesario. Lo contrario pondría en riesgo la incipiente vocación e
incluso la conciencia del individuo: después de un tiempo tratando en vano
de vivir la castidad podría caer en el derrotismo de pensar que es un ideal
bonito pero alcanzable solo para algunos privilegiados. El propio formador
es el primero que ha de estar convencido de que la castidad es posible y la
continencia también.
No se debe concluir que una persona con estas dificultades deba
simplemente ser encaminada al matrimonio, basándose en una
interpretación sesgada de la frase de san Pablo «si carecen de dominio
propio, cásense; que mejor es casarse que abrasarse» (1 Co 7, 9). Esa visión
degradaría el matrimonio a refugio para personas que no tienen dominio de
sí... y que por tanto tendrían también dificultades para vivir la castidad
conyugal: respetar los tiempos del otro, vivir la continencia cuando no
pueden tener relaciones por las mil circunstancias de la vida o incluso
mantenerse fieles. La visión del matrimonio como mero remedium
concupiscentiae es estrecha y hasta ofensiva, como se lee en la novela de
Unamuno La tía Tula. La protagonista vive obsesionada con no ser remedio
para la concupiscencia de ningún pervertido incontinente, por lo que decide
permanecer soltera para siempre y animar a cuantos dependen de ella a
seguir su ejemplo; pero lo hace a costa de sacrificar sus más nobles afectos
y la posibilidad de comenzar un proyecto de vida con la persona que ama.
Siguiendo con esta virtud, merece especial atención quien haya vivido
experiencias sexuales anteriores, pues dejan una huella que puede
manifestarse en la entrega posterior. Recordemos que estas relaciones están
llamadas a significar una donación total (espiritual y corporal), por lo que
entran directamente en conflicto con el don completo de sí mismo a Dios
que se quiere iniciar. Estas personas pueden tener dificultades para vivir la
continencia, pero hay algo más sutil y, en mi opinión, más importante: una
persona que ha vivido un noviazgo con relaciones sexuales –o que ha
enviudado– se puede haber acostumbrado a dar y recibir afecto de una
forma muy corporal. Al quitarle esa dimensión quizá se le haga difícil
expresar el afecto que siente por los demás de un modo más espiritual o
“sobrio” y quedarse, por así decir, con un “afecto reprimido”. Y a la
inversa, si ha estado acostumbrado a recibir afecto corporalmente podría no
sentirse querido con manifestaciones eminentemente “espirituales”. Esto
último es mucho más difícil de ver, porque se notará sobre todo a largo
plazo: en las fases iniciales de la entrega es previsible que la ilusión le
satisfaga afectivamente. Será quizá con los años cuando las dificultades de
la entrega, del trato con los demás, etc., le hagan añorar aquel cariño más
palpable.
Obviamente no hablo de excluir de entrada a personas que hayan tenido
relaciones. Supondría alejar del sacerdocio nada menos que a san Agustín y
a tantos que se han entregado a Dios después una conversión o
sencillamente tras haber enviudado. De lo que se trata es de dejar pasar un
tiempo que permita asegurarse razonablemente de que no tienen especial
problema en la guarda del corazón ni en la continencia.
Merecen especial atención las personas que hayan sufrido abusos. Esta
horrible situación deja una herida en la integración de la corporalidad. Un
joven que había pasado por este trance al inicio de su adolescencia me
contaba que durante los primeros tres años cualquier contacto físico le
ponía en tensión: no podía soportar un apretón de manos, una palmada en la
espalda, los deportes de choque, etc. Fue necesaria una paciente labor de
años –muchos años– de psicoterapia acompañada por una intensa vida de
oración, el deseo firme de perdonar y una dirección espiritual competente
para que las heridas se fuesen cerrando. Al inicio de la edad adulta decidió
entregar su vida a Dios y –me parece muy indicativo– concluyó su relato
tendiéndome la mano de manera espontánea; no noté ningún rictus de
tensión cuando la estreché.
Una última cuestión que merece la pena ser mencionada es la
homosexualidad. En 2005 la Congregación para la Educación Católica
emanó una Instrucción en la que afirmaba con claridad, confirmando la
doctrina anterior, que «la Iglesia, respetando profundamente a las personas
en cuestión, no puede admitir al Seminario y a las Órdenes Sagradas a
quienes practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales
profundamente arraigadas o sostienen la así llamada cultura gay»,
añadiendo que, «si se tratase, en cambio, de tendencias homosexuales que
fuesen solo la expresión de un problema transitorio, como, por ejemplo, el
de una adolescencia todavía no terminada, esas deberán ser claramente
superadas al menos tres años antes de la Ordenación diaconal» [21]. Once
años después este texto fue recogido literalmente en el documento que la
Congregación para el Clero emanó sobre la formación de los candidatos al
sacerdocio [22].
El motivo de la exclusión no se ponía en eventuales dificultades para
vivir la castidad. Donde hacía hincapié es en la necesidad de que el
sacerdote tenga una madurez afectiva que lo capacite para relacionarse
adecuadamente con hombres y mujeres y ejercer una verdadera paternidad
espiritual en relación con la comunidad eclesial que le será confiada [23].
Se trata sin duda de una decisión que choca con la mentalidad dominante
y que no es entendida incluso en algunos ámbitos católicos. Sin embargo,
también el Papa Francisco se ha manifestado en esa línea en un reciente
libro-entrevista, en la que cuenta la objeción que le hizo un religioso: «“En
definitiva –decía él– no es tan grave; es solo expresión de un afecto”. Esto
es un error. No es solo la expresión de un afecto. En la vida consagrada y en
la vida sacerdotal, ese tipo de afectos no tienen cabida. Por eso, la Iglesia
recomienda que las personas con esta tendencia arraigada no sean aceptadas
al ministerio ni a la vida consagrada. El ministerio o la vida consagrada no
es su lugar» [24].
Como han puesto de manifiesto distintos autores desde el punto de vista
psicológico, pastoral, y moral [25] –en ocasiones sufriendo
incomprensiones e incluso ataques–, detrás de una persona homosexual
suele haber una relación conflictiva con los padres (con ambos) que ha
conllevado la falta de identificación con el progenitor del mismo sexo y ha
derivado en una dificultad de relación con otro tipo de personas. Sin duda
estos problemas no son específicos de las personas homosexuales: muchos
heterosexuales refieren relaciones aún más conflictivas con sus padres.
También puede haber personas con atracción por el mismo sexo que
afirmen haber tenido una óptima relación, pero mi experiencia y la de tantos
otros apoya cuanto hemos dicho. El tema es complejo y hay desde luego
otros factores implicados además de los progenitores, por ejemplo, los
genes, pero parecen tener una influencia mucho menor [26].
Las circunstancias que hemos estudiado en este epígrafe no excluyen
necesariamente y de modo definitivo una eventual vocación al celibato
apostólico. Lo que exigen siempre es un adecuado discernimiento, primero
por parte del interesado y en segundo lugar de quienes tienen autoridad para
admitirle en un determinado camino de entrega a Dios. En algunas
ocasiones lo más prudente será dejar pasar un tiempo –años incluso– antes
de tomar un compromiso que el interesado puede no estar en condiciones de
cumplir. Es importante subrayar esta idea: lo que se busca en primer lugar
es el bien del propio candidato, ya que una decisión precipitada le llevaría a
asumir unos compromisos que, en sus condiciones psíquicas y afectivas
actuales, podría no estar en condiciones de vivir, haciendo su entrega
onerosa y poniendo en peligro la fidelidad al carisma recibido. Por eso lo
ideal es que sea él mismo quien exponga con sinceridad y confianza su
situación a quienes le pueden ayudar y si ve que las dificultades que hemos
expuesto no están aún resueltas, reconsidere su noble deseo de entregarse a
Dios en el celibato.
Por otra parte, no hay que olvidar que los fieles cristianos tienen el
derecho de encontrar pastores maduros y bien formados [27]. La persona
entregada a Dios goza de un estatus ante la comunidad cristiana que está
llamada a servir, que verá en él a un instrumento de Dios para su propio
bien. Es frecuente que los fieles traten de agradecérselo a través de
manifestaciones de servicio espiritual o material. Una persona madura
apreciará esos detalles pero tendrá siempre presente que, como Jesús, «no
ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención por
muchos» (Mt 20, 28). Alguien sin un adecuado equilibrio, por el contrario,
puede encontrar en este estilo de vida un refugio donde camuflar sus
carencias afectivas, su dificultad de relacionarse con personas de uno u otro
sexo, su afán de dominio, su miedo a enfrentarse a la vida, etc.
Concluimos con un texto de la Ratio sobre la formación sacerdotal,
aplicable nuevamente a otros tipos de vocación al celibato: «Sería
gravemente imprudente admitir al sacramento del Orden a un seminarista
que no hubiese madurado una afectividad serena y libre, fiel en la castidad
celibataria, a través del ejercicio de las virtudes humanas y sacerdotales,
entendida como apertura a la acción de la gracia y no solo como esfuerzo de
la voluntad» [28].
IV. LA AFECTIVIDAD ENFERMA
LOS TRASTORNOS AFECTIVOS

1. LA ENFERMEDAD MENTAL

En esta última parte veremos algunas enfermedades mentales y la ayuda


que se puede prestar desde la labor de formación y acompañamiento
espiritual. Pienso que la explicación puede resultar más clara si partimos de
la división clásica de la patología mental, que distinguía tres categorías.
La primera estaba formada por las psicosis, que son las enfermedades
más evidentes. Se caracterizan por una alteración del sentido de realidad y
sus síntomas básicos son el delirio y la alucinación. Se entiende por delirio
una creencia falsa que el enfermo sostiene a pesar de cualquier evidencia,
por ejemplo, que alguien le quiere dañar (delirio de persecución), que el
cónyuge es infiel (celotípico), que un personaje famoso está enamorado de
él (erotomaníaco), que está llamado a salvar el mundo (mesiánico), que
tiene grandes dotes (megalomaníaco), etc. Las alucinaciones consisten en
percepciones sin objeto, es decir, oír voces cuando nadie le está hablando o
ver cosas que no tiene ante los ojos. Ejemplos de cuadros psicóticos son la
esquizofrenia y la fase maníaca del trastorno bipolar (antes llamado
maniaco-depresivo).
La segunda categoría estaba constituida por las neurosis. En ellas existe
una adecuada percepción de la realidad, y sus manifestaciones
características –llamadas síntomas afectivos– son la ansiedad y el estado de
ánimo bajo o depresivo. Estos dos síntomas son cualitativamente normales
(todas las personas los experimentan a lo largo de su vida) y habitualmente
tienen carácter reactivo (lo que no quiere decir que siempre se pueda
determinar con claridad el factor desencadenante). El carácter patológico
viene marcado por la desproporción con la causa que los motivó, ya sea por
la intensidad del síntoma o por su persistencia en el tiempo. Por ejemplo, el
duelo por la pérdida de un ser querido es una reacción normal pero en
algunos casos lleva a quien lo sufre a estar meses encerrado en sus
recuerdos evitando el contacto con otras personas, y entonces se convierte
en patológico. Del mismo modo, a mucha gente le impresionan los perros o
las tormentas pero a algunos les producen una reacción de pánico tan
intensa y limitante que se considera una enfermedad (cinofobia y
lilapsofobia, respectivamente).
El término neurosis está actualmente en desuso, entre otros motivos,
porque ha adquirido connotaciones negativas: a alguien emocionalmente
inestable, preocupón, etc., se le dice coloquialmente “eres un neurótico”. En
salud mental se habla, por tanto, de trastornos afectivos, del humor, del
estado de ánimo, depresivos o de ansiedad.
Por último estarían las psicopatías (actualmente incluidas en los
trastornos de la personalidad). Al contrario que las categorías anteriores,
no presentan unos síntomas concretos, sino que afectan a toda la
personalidad, ese patrón estable de relación con uno mismo, con los demás
y con el mundo. Su característica principal será, por tanto, un patrón
alterado de relaciones y de reacciones.
Estas tres categorías interaccionan entre sí. Por ejemplo, algunos de los
rasgos de personalidad que vimos en el primer capítulo, cuando son muy
acusados, predisponen a la enfermedad neurótica: está confirmada su
asociación con un alto nivel de neuroticismo, mientras que un neuroticismo
bajo, la extroversión, la cordialidad y la responsabilidad son factores
protectores.
Debido a los objetivos del presente libro, en este capítulo y en el
siguiente trataremos las dos últimas categorías y no entraremos en la ayuda
específica que se puede prestar a las personas con patología psicótica,
aunque evidentemente necesitan también apoyo para llevar cristianamente
la enfermedad.
Como hemos hecho en otras ocasiones, presentaremos brevemente los
aspectos médicos más relevantes de los distintos trastornos para centrarnos
a continuación en la ayuda que se puede prestar desde la labor de formación
a las personas que los sufren.
2. LA ANSIEDAD

Los trastornos de ansiedad son los más frecuentes en psicopatología, con


una prevalencia global de hasta el 25% [1]. Es decir, la cuarta parte de la
población sufriría a lo largo de su vida alguno de los cuadros que veremos a
continuación con tal intensidad que requerirían atención por parte de un
médico o psicólogo.
La ansiedad es una reacción normal que tiene su propia función: señalar
que hay una amenaza y conviene ponerse en guardia para enfrentarla. Ante
la percepción de un peligro se dice coloquialmente que el cerebro “libera
adrenalina” (que, en efecto, es uno de los principales neurotransmisores
implicados) y la persona se prepara tanto en el plano psíquico
(hipervigilancia, inquietud, tensión) como en el físico (taquicardia, aumento
de la frecuencia respiratoria, sudoración, disminución de la necesidad de
sueño).
Esta reacción es adaptativa y sirve para resolver la causa que la origina.
Un poco de tensión ayuda a estudiar los exámenes (el tiempo cunde más),
hablar en público, prepararse para una competición deportiva o una pelea,
no desmayarse en una cita con el dentista o cuando nos tienen que sacar
sangre, hacer una maniobra difícil al conducir, esquivar un vehículo que no
respeta el paso de peatones, alejarnos de un animal que parece dispuesto a
atacarnos, etc.
Hay un nivel de activación que podríamos llamar basal, que varía en
cada persona; es similar al ralentí de un coche, distinto en cada modelo y en
cada vehículo. Así, hay personas muy activas (se suele decir que tienen un
carácter nervioso) y otras más tranquilas. El fundamento de esta diferencia
es genético pero hay también un componente aprendido: autoexigencia
razonable, proactividad/pasividad en la resolución de problemas, locus de
control interno/externo, equilibrio entre el trabajo y el descanso, etc.
Otro concepto relacionado es el estrés, que es un estado fronterizo entre
la normalidad y la patología. Se trata de un nivel alto de ansiedad
mantenido en el tiempo debido a un estilo de vida con requerimientos de
actividad sostenidamente altos. Algunas profesiones son especialmente
propensas, por ejemplo, las que implican asumir responsabilidades y
decisiones rápidas (ejecutivos, empresarios, inversores, políticos) o que
conllevan un peligro vital para uno mismo o para las personas que están a
su cargo (pilotos de avión, capitanes mercantes, cirujanos, deportistas de
alto riesgo, controladores aéreos, bomberos, toreros).
Dependiendo de la resistencia del individuo, tanto la ansiedad como el
estrés mantenidos en el tiempo acaban degenerando antes o después en
patología. Es decir, la clínica se hace independiente de la causa que la
motivó: se pierde la proporción. Puede ocurrir que la tensión se mantenga
en los momentos de reposo, las vacaciones, al intentar dormir, etc.,
impidiendo el descanso, o bien que en lugar de ayudar a actuar mejor (y por
tanto a resolver la causa y bajar la tensión) vuelva ineficaces los esfuerzos.
Además, se acumulan otros síntomas molestos de carácter somático
(cansancio, insomnio, hiperhidrosis, temblor, contracturas musculares,
cefaleas, alteraciones intestinales, falta de apetito) o psíquico (irritabilidad,
dificultad para concentrarse, humor bajo). Cada persona tiene su
manifestación característica, y es que la ansiedad actúa como las goteras,
que buscan la zona más débil para filtrarse y a veces se descubren en un
punto lejano del lugar por donde entraron. Por eso, si uno conoce sus puntos
débiles (o el de las personas que dependen de él) y está atento a las primeras
manifestaciones, podrá anticiparse y poner las medidas adecuadas para
reducir la tensión antes de que la enfermedad se desarrolle.

3. TRISTEZA Y DEPRESIÓN

La tristeza es una pasión normal en el hombre que, como vimos más


atrás (Tabla 5), se experimenta al tomar conciencia de un mal físico o
psicológico que no se puede evitar. El paso a la patología se da cuando
objetivamente no existe ese motivo o no es proporcionado en intensidad y
tiempo con los síntomas que produce. Además, para que se considere
enfermedad debe persistir al menos dos semanas e impedir el
funcionamiento normal [2].
La depresión afecta a un 14% de la población, unos 300 millones de
personas en el mundo, y es la principal causa mundial de discapacidad [3].
Su frecuencia es aproximadamente el doble en mujeres que en hombres.
El síntoma básico es la tristeza, que se suele acompañar de otras
manifestaciones psíquicas: no apetece hacer nada (apatía), no se disfrutan
las cosas (anhedonia), alta reactividad emocional (labilidad afectiva), llanto
frecuente, ansiedad, inquietud, irritabilidad y cambio generalizado del
carácter. Puede llevar a la desesperación y a la ideación suicida, ya sea
genérica o, en casos más graves, planificada. El síntoma más definitorio de
que se ha pasado la frontera de la patología es la anhedonia: no solo no
apetece hacer nada, sino que, aun realizando el esfuerzo para ponerse en
marcha, no se disfruta ni siquiera de las cosas que siempre han agradado.
Hay además una afectación general del tono vital, una disminución de
energía que puede manifestarse como cansancio crónico, entorpecimiento,
lentitud o bloqueo físico y psíquico. Es frecuente que se asocien molestias
somáticas como las que vimos en la ansiedad.
A nivel cognitivo se produce una disminución de la capacidad de
atención y concentración, pérdida de memoria, dificultad para tomar
decisiones, pesimismo (se ve todo como a través de un filtro gris),
sentimientos de inutilidad y culpa y pensamientos relacionados con la
muerte.
Por último, se produce una importante afectación a nivel social:
disminución del rendimiento laboral o académico, incapacidad para cumplir
con sus obligaciones, pérdida de intereses e ilusiones y tendencia al
aislamiento.
Los tipos principales son el trastorno depresivo mayor y el trastorno
depresivo recurrente (también llamado distimia). El primero está en
relación con lo que clásicamente se llamaba depresión endógena, que
tendría mayor componente biológico y la peculiaridad de mejorar por la
tarde. La distimia, por el contrario, tiene que ver con la antiguamente
llamada depresión neurótica, que se asociaba más con la personalidad de
base (inestabilidad emocional, necesidad de afecto, baja autoestima,
inseguridad, dificultad de adaptación a nuevas circunstancias), aparición
más insidiosa, curso más largo y fluctuante, síntomas menos intensos e
incapacitantes, empeoramiento vespertino, relación más clara con
desencadenantes (dificultades familiares o profesionales) y mayor
dependencia de los acontecimientos externos en su evolución (una buena
noticia puede suponer una semana de bienestar y viceversa).
Aunque tiene cierto fundamento clínico, la diferencia entre depresión
endógena y neurótica está actualmente en desuso, porque se ha visto que
ambas comparten factores biológicos y caracteriales así como una
alteración similar del cerebro a nivel bioquímico y de neuroimagen.
Además, la respuesta a fármacos y psicoterapia es similar en los dos
cuadros. Por ese motivo actualmente el modelo explicativo de la depresión
–y de la patología psiquiátrica en general– es el bio-psico-social [4], que
tiene en cuenta las alteraciones estructurales y funcionales del organismo,
los factores caracteriales y biográficos, los estresantes externos y la red de
apoyo con que cuenta la persona.

4. EL ESTRÉS PROFESIONAL O SÍNDROME DEL BURNOUT

Aunque no ha sido incluido en las principales clasificaciones de


enfermedades, vale la pena detenerse en este cuadro, que no tiene una
definición clara ni un nombre unánimemente aceptado. Más que de una
enfermedad se trata más bien de un síndrome, es decir, un estado patológico
que puede deberse a múltiples causas y que da lugar a un cuadro mixto
ansioso-depresivo.
El síndrome del burnout (también llamado sobrecarga, estrés o desgaste
laboral) es un cuadro caracterizado por el agotamiento psíquico ante la
labor profesional que se está realizando. Se manifiesta como desgana, falta
de ilusión, empeoramiento del estado de ánimo y muchos de los síntomas
que hemos visto en los dos apartados anteriores [5].
Es más frecuente en mujeres y se da sobre todo en profesiones de
servicio: se ha descrito una mayor incidencia en docentes, sanitarios,
trabajadores sociales... y en sacerdotes [6]. Algunos lo han llamado la
enfermedad del don de sí mismo [7]. Habitualmente se da en personas que
se comprometieron en un trabajo dedicando incluso más horas de las
necesarias, con altas expectativas respecto de los resultados... y con el
tiempo acaban frustradas. Se quejan de que los beneficiarios de su trabajo
no responden ni agradecen sus desvelos, sus compañeros no se implican,
sus jefes no reconocen sus logros, el trabajo resulta monótono y poco
gratificante... En resumen, aquello que iniciaron con ilusión resulta
insatisfactorio después de unos años, lo que lleva al agotamiento físico y
psíquico.
Sería el caso del profesor que todos los años tiene que enseñar la misma
asignatura a estudiantes que muestran –según él– cada vez menos interés, el
médico que día tras día ve pacientes que le cuentan las mismas molestias, el
sacerdote que se da a unos feligreses en cuya vida cristiana apenas ve
mejora... todos con la expectativa de que seguirán indefinidamente con esa
actividad. De una u otra forma, narran su vida como el mito de Sísifo:
deben subir una inmensa piedra hasta lo alto de una montaña para volver a
encontrársela abajo a la mañana siguiente, recomenzando su fútil labor sin
esperanza ni recompensa.
Hay algunos rasgos comunes en las personas que sufren este cuadro.
Habitualmente son personas responsables, sinceramente preocupadas por
trabajar bien y ayudar a los demás; el pasota raramente se quema. Pero
suelen tener unos marcados rasgos de personalidad obsesivos o
perfeccionistas, que los llevan a exigirse a sí mismos y a los demás de
manera exagerada. En el capítulo siguiente dedicaremos un largo apartado a
este estilo de personalidad, de modo que me remito a lo que allí se dirá para
completar la descripción. Otros rasgos de personalidad característicos son
una excesiva dependencia de resultados y de gratificaciones externas y un
locus de control prevalentemente externo.
El cuadro suele aparecer después de un tiempo largo de dedicación a la
misma tarea, experimentado con sensación de monotonía creciente. Aquí
suele influir la menor resistencia al cansancio (físico y mental) que tiene
lugar con la edad y la crisis de los 40, de la que se habló en otro lugar.
Desde el punto de vista específico de este libro me parece importante
señalar que a veces este cuadro se puede malinterpretar como una falta de
entrega a la vocación, de paciencia, de fe en que los frutos son
sobrenaturales. Sin duda puede haber algo de esto pero es importante dar un
paso más y profundizar en los condicionantes psicológicos; de lo contrario,
la persona puede empeñarse en colmar con oración y desprendimiento de sí
una carencia afectiva y de personalidad, lo que puede llevarle a romperse.

5. PREVENIR LA PATOLOGÍA AFECTIVA

El formador, como dijimos en la introducción, no es ni debe hacer de


psicólogo. Pero dentro de sus competencias está ayudar a que el interesado
desarrolle una personalidad armónica que le sirva para relacionarse
sanamente consigo mismo, con los demás y con Dios, realizando sus tareas
de modo sereno, ambicioso y realista. En este apartado veremos algunas
sugerencias para esa dimensión humana de la formación que sirven para
prevenir la aparición de patología afectiva (Tabla 21).
a) Un estilo de vida sano:
Hábitos de vida.
Higiene mental.
b) Cuidar el descanso:
Dormir las horas necesarias.
Tiempo diario de reposo.
Descansar en la cotidianidad de la vida en familia.
Periodos más prolongados de reposo semanales y mensuales.
Descanso acompañado.
Descanso improductivo.
Evitar el descanso pasivo.
Técnicas de relajación.
Defender la paz y alegría interior.
Tener y transmitir serenidad.
c) Corregir las distorsiones cognitivas.
d) Optimizar el tiempo de trabajo:
Organizarse antes de empezar.
Vivir en el presente.
No buscar tanto el resultado como el proceso.
Hacer el bien aunque no nos den la enhorabuena.
Aprender a irse a la cama con una larga lista de pendientes.
Delegar.
Decir no.
Salir de la tiranía de las expectativas.
Comenzar el día con una actividad agradable.
Aprovechar las golden hours.
Apagar las notificaciones y las aplicaciones de correo.
Hacer el trabajo más motivante.
Estar atentos al exceso de trabajo prolongado y al estrés acumulado.
Cambiar de ocupación.
e) Vida de piedad a prueba de estrés:
Visión de Dios como Padre que nos ama.
Conciencia de que espera una recompensa en el Cielo.
Reorientar el concepto de santidad.
Dar valor a la oración improductiva.
Meditar la Pasión del Señor.
Santificar la enfermedad.
Dar al sufrimiento un sentido apostólico.

Tabla 21. Prevenir la patología afectiva.

a) Un estilo de vida sano

Empezando por lo más básico, conviene incorporar hábitos de vida


sanos: evitar el sedentarismo, tener una dieta sana y equilibrada, cuidar el
horario de comidas (dedicando a cada una el tiempo necesario), mantenerse
en un peso adecuado, hacer ejercicio físico regular, evitar el tabaco y los
estimulantes, etc. Todas estas medidas no solo alargan la vida, sino que
permiten que estemos en mejores condiciones los años que vivamos [8].
Además es necesario cuidar la higiene mental. Todos los días dedicamos
a la higiene física un tiempo con el que ya contamos, o mejor, con el que no
contamos para dedicarlo a otras labores. No lo consideramos una pérdida de
tiempo, sino una inversión en nuestro cuerpo que nos ayuda a sentirnos
mejor y a presentarnos más dignamente ante los demás.
De modo similar, hay hábitos que ayudan a encontrarse psíquicamente
mejor. Requieren frenarse, dejar de producir y dedicarse un tiempo a uno
mismo. En ocasiones nos genera el escrúpulo de si estamos robando ese
tiempo al trabajo, a la familia, a la labor apostólica en que nos hemos
comprometido. No hay que preocuparse: es una inversión que redundará en
todos esos ámbitos, porque si nos encontramos bien, realizaremos mejor
todas esas actividades. El último de Los 7 hábitos de la gente altamente
efectiva de Stephen Covey es afile la sierra, es decir, deja de talar árboles
durante un rato y dedícate a reparar un instrumento que se está volviendo
cada vez más ineficaz [9].
Pero no querría caer en la trampa fácil de un pragmatismo activista. Hay
que cuidarse para estar bien, porque nos lo merecemos, porque hace falta
que la naturaleza esté en buenas condiciones para acoger adecuadamente la
gracia, porque la caridad comienza con uno mismo. Y como efecto
secundario estaremos en condiciones de querer y cuidar a los demás.

b) Cuidar el descanso

Es importante dormir las horas necesarias. Una de las principales


tentaciones que insinúa el estilo acelerado de nuestra sociedad es robar
horas al sueño. En ocasiones será necesario pero hay que saber recuperarlas
de modo adecuado: un reposo después de las comidas, retrasar la hora de la
levantada el fin de semana, un día de cura de sueño, acordar con el cónyuge
los días en que cada uno se levantará por la noche para atender a los niños
pequeños, etc. Un déficit acumulado de sueño acaba provocando problemas
psíquicos importantes. En sentido inverso, el sueño es una de las principales
goteras que mencionamos atrás: la dificultad crónica para conciliarlo, sufrir
despertares frecuentes, desvelarse horas antes de lo previsto o el hecho de
levantarse habitualmente con sensación de no haber descansado puede ser
señal de que el estilo de vida no es sostenible. En ocasiones bastará algún
pequeño ajuste y otras veces será necesario un cambio más importante o
incluso tomar un fármaco durante un tiempo (siempre con prescripción
médica); hay que respetar este orden: si se comienza con el fármaco sin
realizar los ajustes vitales, los malos hábitos se acabarán cronificando y los
hipnóticos se convertirán en compañeros imprescindibles.
Hay que procurarse un tiempo de reposo diario para bajar revoluciones,
recuperar fuerzas y solo después volver al trabajo. Se dice de algunos que
“no saben descansar”, van enlazando una actividad tras otra sin solución de
continuidad y con el paso de los años acaban siendo carne de cañón para el
agotamiento físico y psíquico. El contenido de ese descanso dependerá de
las circunstancias de cada persona, pero está al alcance de todos unos
minutos para “desconectar” leyendo un libro o las noticias, escuchando
música... preferiblemente en la tranquilidad de la propia habitación u otro
sitio que permita desconectar del ajetreo diario.
Como no es posible desconectar durante mucho tiempo, hay que saber
descansar en la cotidianidad de la vida en familia. El día a día conlleva
muchas prisas: vestir a los niños, preparar los desayunos, acompañarlos al
colegio... y luego recogerlos, hacer con ellos las tareas, ducharlos, preparar
la cena y acostarlos. Entre medias hay que asegurarse de que dejen recogida
la habitación, separarles cuando se pelean, recordarles que cumplan las
tareas domésticas que tienen asignadas, etc. Toda familia necesita tener
también momentos distendidos para pasarlos juntos, sin prisas. Una buena
oportunidad son las comidas con su consiguiente sobremesa, que con un
poco de paciencia y buen humor (no hace falta corregirlo todo) pueden ser
ocasión de disfrutar juntos y comentar las incidencias del día. Para que así
sea, se requiere que la televisión esté apagada, que los hijos colaboren
desde pequeños para poner y quitar la mesa y que todos (padres e hijos)
lleguen puntuales y no muestren prisa en cortar los minutos de sobremesa.
De igual modo, hay que concederse periodos más prolongados de reposo
semanales y mensuales. Los fines de semana dan ocasión para realizar
planes especiales que no hace falta que sean muy elaborados: ir a Misa
todos juntos el domingo y luego tomar un refresco, un paseo por el parque o
por el campo, una visita cultural, etc. Y hacerlo sin prisa: un buen propósito
es “no correr al menos durante toda una mañana o tarde a la semana”.
Estos periodos, al igual que las vacaciones, son ocasiones de mantener
contacto con la familia extensa, amigos, clubes sociales, etc. Este descanso
acompañado cumple con una necesidad que es aún mayor que la del
reposo: la de querer y ser querido, de la que hemos hablado largamente en
otras partes de este libro. He escuchado muchas veces que hay que saber
“fastidiarse por los demás”, y estoy de acuerdo. Pero creo que antes es
necesario aprender a “disfrutar con los demás”, tener una gama tan amplia
de gustos y amigos que sea fácil encontrar alguien con quien descansar.
En el campo del ocio suelo recomendar –especialmente a las personas
con rasgos perfeccionistas– el descanso improductivo: dar un paseo, leer,
ver arte, escuchar música, tocar un instrumento, pintar, hacer puzles, tener
una conversación sobre temas insustanciales (en los que muchas veces
descubrimos los verdaderos intereses de quienes nos rodean). En definitiva,
disfrutar de tantas cosas buenas como tiene la vida y “perder el tiempo” con
los demás, que a veces es el mejor modo de aprovecharlo.
Por el contrario, conviene en la medida de lo posible evitar el descanso
pasivo. Quién no ha tenido el movimiento casi reflejo de encender la tele o
el ordenador en un rato libre “a ver qué hay” para acabar con la sensación
de haber “quemado” su tiempo de descanso. Y qué sensación de vacío
después de un fin de semana dedicado a ver, uno tras otro, partidos de
fútbol, series y películas. No se trata solo de evitar riesgos morales, sino de
emplear esos tiempos en tareas que descansen el cuerpo, la mente y el
espíritu, que dejen un cierto poso intelectual o cultural (que desde luego
también puede encontrarse en esos medios usados con moderación).
En ocasiones no es fácil encontrar un tiempo suficiente para descargar el
estrés. Para estos casos se puede recurrir a las técnicas de relajación.
Algunas, como la respiración diafragmática y la relajación muscular
profunda, son muy fáciles de aprender y se pueden poner en práctica
mientras se realizan otras actividades: al andar o al conducir, mientras se
escucha a otra persona, etc.
Probablemente muchos lectores tengan desde hace tiempo en la cabeza:
“ya me gustaría tener tiempo para llegar también a todas estas formas de
descansar”. De acuerdo: intentemos practicar algunas, las que sean
realistamente posibles. Pero no olvidemos que no se trata de un capricho o
una evasión de las propias obligaciones, sino de una necesidad física y
psíquica.
Un cansancio cronificado tiene efectos muy negativos sobre diversos
ámbitos de la persona. Uno de ellos es que se pierde la frescura de la alegría
y hay que obligarse a hacer un esfuerzo para mantener la sonrisa ante las
dificultades de la vida, pequeñas o grandes. Es importante defender la paz y
alegría interior, a costa, si es necesario, de reducir un poco la actividad. El
enrarecimiento del carácter, el mal humor, la tensión propia o que
generamos alrededor son otras tantas goteras que nos indican que se está
filtrando el agua por algún sitio. Es importante tener y transmitir serenidad
y recordar que la caridad está por encima de la eficacia.
Los formadores pueden prestar una gran ayuda a las personas que
dependen de ellos recordándoles la obligación del descanso (que forma
parte del quinto mandamiento aplicado a uno mismo), sugiriéndoles modos
sanos de reposar y animándolos a desarrollar modos variados de reposar
solos o en compañía de otros.

c) Corregir las distorsiones cognitivas

La psicología cognitiva, desarrollada por los psicólogos estadounidenses


Albert Ellis y Aaron Beck, desarrolló el concepto de distorsiones
cognitivas. Son creencias desadaptativas muy interiorizadas que determinan
la interpretación de la realidad (incluida la realidad interna) y la reacción
ante los problemas. La lista de dichas distorsiones ha ido incrementándose a
medida que otros autores han profundizado en su estudio. A continuación
comentaremos las 17 que proponen Yurita y DiTomasso [10].
Inferencia arbitraria o saltar a las conclusiones. Obtener una conclusión
negativa en ausencia de evidencia que la avale: “este examen es muy
importante, seguro que lo suspendo”.
Catastrofismo. Dar por hecho que ocurrirá la peor de las posibilidades:
“no le ha gustado el regalo sorpresa, seguro que me deja”.
Pensamiento dicotómico. Limitar todo, sin admitir matices, a dos
categorías como bueno/malo, blanco/negro, posible/imposible: “si no saco
un diez, seré un fracasado”.
Descalificación de lo positivo. Ignorar las experiencias o rasgos
positivos: “me salió bien por casualidad”.
Razonamiento emocional. Basarse en el propio estado de ánimo para
juzgar la realidad: “me pongo nervioso al subir a un avión, luego deben ser
muy peligrosos”.
Externalización de la autoestima. Basar el propio concepto
exclusivamente en cómo los demás le consideran: “si se han reído de mí, es
que no valgo nada”.
Adivinación. Pronosticar un resultado negativo y dar por hecho que
ocurrirá así: “nunca llegaré a sentirme bien”.
Etiquetaje. Darse una calificación peyorativa: “soy un perdedor”.
Magnificación. Exagerar sucesos o rasgos negativos: “mi exposición ha
sido tan mala que el profesor me ha fichado como mal alumno”.
Minimización. Quitar importancia a sucesos o rasgos positivos: “me ha
dicho que se alegraba de verme pero eso no significa nada”.
Leer la mente. Dar por hecho que otra persona está reaccionando o
pensando negativamente ante uno sin tener evidencia: “yo sé que le caigo
mal”.
Sobregeneralización. Extraer conclusiones basándose en pocas
experiencias o aplicarlas a situaciones que no tienen que ver con ellas: “no
me pasó el balón en el partido, seguro que no quiere que salga con su
grupo”.
Perfeccionismo. Esforzarse constantemente para alcanzar un alto nivel de
calidad sin considerar si ese estándar es razonable, habitualmente para
evitar una experiencia subjetiva de fracaso: “si no puedo acabar bien todos
los detalles, es mejor ni intentarlo”.
Personalización. Asumir una causalidad personal en eventos o
reacciones de otros sin que haya evidencias que lo apoyen: “alguien se
estaba riendo, seguro que de mí”.
Abstracción selectiva. Focalizarse solo en un aspecto de una situación
negativa, de modo que todo el evento adquiere una consideración negativa:
“el examen salió fatal, me equivoqué en una de las fechas”.
Afirmaciones con “debería”. Aceptar expectativas sobre las propias
capacidades sin contrastarlas con los verdaderos recursos: “debería ser más
hablador”.
Sin duda todos tenemos en mayor o menor medida estos pensamientos
automáticos, como los llaman los cognitivistas. Pueden tener origen muy
variado pero desde luego no son innatos, aunque puede haber una cierta
predisposición genética relacionada con el temperamento. Son más bien
modos de pensar aprendidos de los padres u otros educadores, de la
relación con los amigos y otras personas significativas, de las experiencias
de la vida con sus inevitables reveses, etc. Si se han aprendido, se pueden
desaprender, es decir, sustituir por otros modos de razonar más conscientes,
razonables y realistas. Aquí juegan un importante papel los formadores, que
pueden señalar las incongruencias de ese estilo de pensar y ayudar a
formular juicios y planteamientos más acordes con la realidad y con las
posibilidades del sujeto.

d) Optimizar el tiempo de trabajo


En una ocasión asistí a un curso para sacerdotes impartido por un
matrimonio –se invirtieron los papeles habituales– que se dedicaba a la
orientación familiar. El título de una de las clases se podría sintetizar así:
“¿qué espera una persona casada de un director espiritual?”. Entre otras
cosas decían que les era de gran ayuda cuando su director espiritual, además
de darles consejos orientados a su vida de piedad y a la práctica de la
caridad con los demás, les ayudaba a organizar mejor su tiempo,
recordándoles las prioridades y proponiéndoles alternativas para los
momentos de dificultad.
En este apartado me referiré a algunos modos de optimizar el tiempo que
pueden ayudar a compatibilizar mejor las distintas obligaciones familiares,
laborales, sociales, religiosas, etc. Vaya por adelantado una premisa
fundamental: no se puede llegar a todo. Ahora bien, poniendo un poco de
cabeza se puede llegar a más cosas, realizar al menos las más importantes, y
además no ir corriendo por la vida.
El primer paso es organizarse antes de empezar, sentarse (con lápiz y
papel o con el App de tareas del móvil) a pensar cuáles son los asuntos
pendientes, establecer prioridades y fijar tiempos para cada una. Un modo
clásico de realizarlo es la matriz de Eisenhower (Figura 4), que debe su
nombre al famoso general de la Segunda Guerra Mundial que llegó a ser
presidente de los Estados Unidos. La estudiaremos en orden inverso de
importancia.

Figura 4. La matriz de gestión de tiempo de Eisenhower.


El sector Q4 (no urgente y no importante) se podría titular desperdiciar
el tiempo: si no es urgente ni importante, ¿por qué lo hacemos, con todas las
tareas pendientes que hay? Es fácil darse cuenta “a toro pasado”, pero lo
ideal sería localizarlo antes. Aquí se podrían incluir muchas búsquedas en
internet, conversaciones insustanciales, mensajes innecesarios, una excesiva
comprobación del correo, actividades banales, asistencia a reuniones o
cursos que en realidad no son de interés, dedicar un tiempo excesivo a
ponerse al día de las noticias, etc. Son los llamados depredadores de
tiempo, que tiran de nosotros porque resultan relajantes; pero en ese caso
deberían cambiar de categoría y pasar a formar parte del descanso, del que
ya hemos hablado, mientras que aquí estamos hablando de cómo organizar
mejor nuestro trabajo.
Podemos resumir la casilla Q3 (urgente y no importante) como
distracciones evitables. Son aquellas cosas que surgen y hay que atender
pero nos impiden cumplir la planificación que habíamos hecho: responder
un correo inaplazable, atender una llamada telefónica, realizar un favor que
nos piden, escribir invitaciones... ¿Cómo gestionarlas? De dos maneras:
postponerlas y delegarlas.
Retrasar una tarea permite integrarla en la planificación en vez de ir a
remolque de los imprevistos, lo que da una agradable sensación de control
sobre nuestro tiempo. Una vez escuché a una persona que ejercía de jefe de
un pequeño equipo: “el que alguien me mande un mensaje no le da derecho
a que yo le responda, y menos de forma inmediata”. De no ser así, nos
pasaríamos el día atendiendo a las urgencias de los otros... a costa de las
nuestras. Obviamente hay que compatibilizar las respuestas con la
delicadeza en las formas y una actitud negociadora: “¿para cuándo necesitas
ese trabajo?, ¿podrías volver al final de la mañana?, estoy ocupado,
llámame luego”. El retraso, por otra parte, pone en juego importantes
habilidades: decir no de forma asertiva, asumir que a veces hay que quedar
mal (por no hacer un favor o no hacerlo inmediatamente) y frustrar
expectativas, mostrarse limitado, etc.
Delegar es todo un reto, sobre todo para quienes tienen rasgos
perfeccionistas y controladores (“prefiero hacerlo yo porque otros lo harán
mal”) o tienen una visión excesivamente a corto plazo (“tardo menos en
hacerlo que en explicarle a otro”, que muchas veces equivale a “lo haré
siempre yo aunque sea competencia de otro”).
La casilla Q1 (urgente e importante) contiene distracciones inevitables.
Al igual que la anterior, está constituida por imprevistos, pero en este caso
requieren dejar todo para sacarlas adelante en primera persona, porque
forman parte de las propias responsabilidades y un retraso tendría
consecuencias negativas. Incluye las entregas de documentos con fecha
límite, emergencias médicas, averías de máquinas imprescindibles para el
trabajo, etc. Son extraordinarios que forman parte de la cotidianidad de
nuestro día y nos recuerdan que la planificación debe ser flexible y dejar
márgenes para eventualidades. En una ocasión escuché que el índice de
ocupación ideal para un hospital es el 85%. Inicialmente me sorprendí: ¿qué
sentido tiene dejar un 15% de camas libres? La respuesta es que, si el
hospital está habitualmente al 100% de utilización de recursos materiales y
humanos, no tendrá capacidad de reacción ante un accidente, la habitual
gripe de otoño, la baja laboral de un empleado, una avería que obliga a
cerrar temporalmente una planta, etc. En definitiva, no hay que comprimir
demasiado el planning, sino dejar huecos para reprogramar la actividad
cuando sea necesario. Y desde luego emplear en estas distracciones
inevitables el menor tiempo posible para dedicarnos cuanto antes a lo
realmente importante.
Lo realmente importante está en la casilla Q2. Son las actividades que
requieren tiempo y planificación. Permiten alcanzar objetivos a medio y
largo plazo trabajando con serenidad y constancia, sin prisas. El objetivo de
la matriz se resume en programar la mayor parte del tiempo para estas
tareas importantes pero no urgentes, protegiéndolo de las interrupciones.
¿Cómo llevar a cabo en la práctica esta planificación? Se atribuye a
Eisenhower la frase: “la cosa importante raramente es urgente, y lo urgente
raramente es importante”. El problema es que lo urgente produce un prurito
difícil de resistir, mientras que habitualmente no tenemos tanto reparo para
retrasar lo que es meramente importante. Los expertos en gestión de tiempo
recomiendan la siguiente secuencia: 1) comenzar realizando una lista de
tareas para hacer; 2) ordenarlas por importancia; 3) solo entonces aplicar el
factor urgencia; 4) actuar dando por hecho que nunca conseguiremos una
planificación ni ejecución perfectas... pero siempre podemos mejorarla.
Dejando aparte a Eisenhower y su matriz, hay otras estrategias que
ayudan a trabajar de forma más serena y eficiente.
Comenzaría, a modo de marco general, diciendo que hay que vivir en el
presente, previendo lo que viene después pero disfrutando de la tarea
concreta que se tiene entre manos. Esto implica no buscar tanto el resultado
como el proceso. El mundo laboral está marcado por la productividad:
fabricar y vender, reducir listas de espera, ganar un juicio... pero el éxito no
siempre está en nuestras manos y permitir que nuestra serenidad dependa de
alcanzarlo supondría deslizarnos peligrosamente hacia el locus de control
externo. Por el contrario, si independientemente del resultado nos podemos
dar la enhorabuena porque hicimos lo que buenamente estaba en nuestras
manos (ojo, esto es distinto de “hacer todo lo posible”, lo cual es imposible)
entonces nuestra serenidad depende en gran medida de nosotros mismos,
también porque tenemos la posibilidad de examinar y mejorar el proceso.
Esto nos ayudará a hacer el bien aunque no nos den la enhorabuena,
experimentando, como se suele decir, la satisfacción (humana y
sobrenatural) del deber cumplido. Ya hemos recordado que el primero que
tiene que valorizarnos somos nosotros mismos. Se evita así una importante
fuente de tensiones: la competitividad y las comparaciones. Llevadas
razonablemente son de gran utilidad, porque nos ayudan a mejorar a través
de la emulación y de un sano deseo de destacar. Pero quien solo se
encuentra a gusto cuando ha superado a los demás se arriesga a estar
continuamente tenso (como el corredor que llega a la meta mirando a los
lados para asegurarse de que ha llegado el primero) y ha puesto su locus de
control fuera de sí (es posible mejorar, pero no siempre lo es ser el mejor).
Se suele decir que “la hierba del vecino siempre es más verde”.
Uno de los enemigos de la paz interior es la task list. Pues bien, hay que
aprender a irse a la cama con una larga lista de pendientes... y dormir a
pierna suelta. Si el día tuviese treinta horas, haríamos muchas más cosas y
algunas de ellas supondrían un gran bien para muchas personas. El
problema es que la jornada inexorablemente tiene solo veinticuatro horas,
de las que tenemos que dedicar siete u ocho a dormir.
La lista de tareas se puede reducir no solo a base de trabajo: ya hemos
hablado de la importancia de delegar. Otro modo de evitar que crezca hasta
aplastarnos es decir que no a algunas peticiones que ponen en riesgo
nuestro bienestar. Esto requiere pensárselo dos veces antes de aceptar una
nueva responsabilidad cuando ya nos sentimos sobrecargados y aceptar que
quedaremos mal. En definitiva, se trata de salir de la tiranía de las
expectativas que llevan a sentirse alienados, es decir, profundamente
insatisfechos por dedicarse a muchas tareas ajenas que impiden atender a
las propias necesidades y encargos.
Cuando el trabajo se hace más pesado o en los momentos de mayor
cansancio, suele ayudar comenzar el día con una actividad agradable: unos
minutos de conversación con un compañero especialmente simpático, leer
la prensa deportiva, ver los goles del propio equipo... en definitiva, algunos
de los contenidos que incluimos en el Q4 de Eisenhower. Como se ve, los
consejos que estamos dando se pueden asumir con flexibilidad, en función
de la situación personal. Mejor es rendir menos que no rendir nada por
agotamiento. Esto puede ayudar a afrontar el trabajo con otra cara: será
pesado, sí, pero conlleva momentos gratificantes.
Una vez puestos en faena, hay que aprovechar las golden hours, los
momentos en que estamos más frescos. Habitualmente son las primeras
horas del día: es ahí cuando se puede pensar más y producir mejor en las
tareas Q2. Otras actividades más fáciles y rutinarias se pueden dejar para el
final de la mañana o de la tarde o para hacer un descanso cada una o dos
horas.
Para evitar invasiones en esas horas de máximo rendimiento conviene
apagar las notificaciones y las aplicaciones de correo (email, WhatsApp,
redes sociales, etc.), siempre evidentemente que el tipo de trabajo lo
permita. Después de un tiempo preestablecido se comprueba el correo, se
contesta solo si es importante o se quiere hacer un descanso y se vuelve
cuanto antes a la tarea importante y no urgente. De modo similar, conviene
sacar las llamadas de teléfono de las golden hours.
Siempre es posible hacer el trabajo más motivante. Un modo de
conseguirlo es el que propone el psicólogo americano de origen húngaro y
apellido impronunciable Mihály Csíkszentmihályi con su teoría del Flow
[11]. Según este profesor de la Universidad de Chicago, uno de los factores
que llevan a la satisfacción en el trabajo es cuando hay un adecuado
equilibrio entre el desafío que supone y las propias capacidades. En esas
circunstancias el sujeto se siente agradablemente absorbido por su tarea
(alcanza el flow), lo que le lleva a comprometerse libremente en ella como
si se dejase arrastrar por una corriente. Por el contrario, una labor sin un
mínimo de desafío resulta aburrida, mientras que una excesivamente
exigente resulta estresante (Figura 5).

Figura 5. El Flow según Mihály Csíkszentmihályi.

Conviene estar atentos al exceso de trabajo prolongado y al estrés


acumulado, que, como hemos visto, degeneran tarde o temprano en
patología afectiva. Es especialmente importante en quienes tienen horarios
peculiares (por ejemplo, turnos de noche), ritmos muy exigentes
(opositores, plazos de entrega apretados), etc. El propio interesado, en
primer lugar, pero también quienes conviven con él, habrá de concederse
momentos de reposo y estar atento a las goteras para concederse un
descanso que le ayude a reincorporarse con más eficacia al trabajo y evitar
lo que en traumatología se llama fracturas por estrés.
Por último, cuando la salud comienza a resentirse puede ser conveniente
un cambio de ocupación al menos durante una temporada. No siempre será
fácil o factible porque –en lo que se refiere al aspecto profesional– depende
de la cualificación del sujeto y de la situación del mercado laboral. Además,
antes de plantearse un cambio es necesaria una dosis de realismo para
prever expectativas irracionales: se cambiará la ocupación pero no el
carácter, que muchas veces es el verdadero problema (autoexigencia
excesiva, pocas habilidades sociales, dificultad de relación con la figura de
autoridad, etc.). Habitualmente un cambio externo tiene que ir acompañado
de una disposición de cambiar también internamente.

e) Una vida de piedad a prueba de estrés

Según numerosos estudios, las creencias y la práctica religiosa son


factores que protegen al menos moderadamente frente a la depresión y el
suicidio [12] y mejoran la capacidad de enfrentarse a las adversidades [13].
No obstante, esos mismos estudios señalan que a pesar del efecto positivo
global hay aspectos de la religiosidad que pueden favorecer o empeorar los
síntomas afectivos, como un incremento de los sentimientos de culpa, la
rigidez o escrupulosidad moral o la tensión por ajustarse a ideales
inalcanzables. En este apartado veremos algunos modos en que la fe
cristiana hecha vida puede prevenir la aparición de la patología afectiva y,
en caso de que llegue, ayudar a llevarla mejor. Algunas de las ideas que
vimos en los capítulos sobre la enfermedad y la muerte son aplicables aquí
y no las repetiré.
Una visión de Dios como Padre que nos ama. «–¡Dios es mi Padre! –Si
lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración. –¡Jesús es mi
Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina
locura de su Corazón. –¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía
en el andar de todo mi camino. Piénsalo bien. –Tú eres de Dios..., y Dios es
tuyo» [14]. Tal vez la idea más repetida en este libro es la necesidad de
amar y de sentirse amado; pues bien, Dios colma esa necesidad
sobreabundantemente. Como todo buen padre nos quiere, también cuando
permite que pasemos por situaciones duras. Esta conciencia, en la que
siempre se puede profundizar, es un sólido punto de apoyo que hacía
exclamar a san Pablo: «si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?»
(Rm 8, 31).
Cuando esta fe ha sido interiorizada es capaz de resistir a los embates
que la ponen a prueba, consciente de que nos espera una recompensa en el
Cielo. No se trata simplemente de pasar “por este valle de lágrimas” lo más
dignamente posible, sino de disfrutar de esta vida viendo las dificultades
como ocasiones de mostrar el amor y confianza en nuestro Padre Dios y de
disponernos para el premio eterno: «estoy convencido de que los
padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura
que se va a manifestar en nosotros» (Rm 8, 18).
En algunos casos es necesario reorientar el concepto de santidad, que no
consiste ni en ser impecables ni en “hacer cosas” (prácticas de piedad, obras
de servicio, labores apostólicas), sino en amar a Dios. Hay gente
sinceramente empeñada en un camino cristiano que se carga de
“obligaciones con Dios o con los demás” y caen en un activismo que el
Papa Francisco calificó como “el pelagianismo actual” [15], que se puede
resumir como quedarse en los medios olvidando el fin. El consejo de san
Agustín «ama y haz lo que quieras» [16] es una fuente de libertad de
espíritu. A la vez, nos hace recordar que a veces nuestro querer no es recto,
es decir, queremos cosas de las que luego nos arrepentimos. Ya vimos que
la virtud es una clave para querer –también afectivamente– el bien, es decir,
que nos apetezca y disfrutemos con él aunque sea arduo y suponga la
renuncia a otros bienes.
En relación con lo anterior, conviene dar valor a la oración
improductiva. Unas páginas atrás empleamos una expresión similar al
hablar del descanso; ahora quería aplicarlo a la forma de rezar: sin
sobrecargarse de oraciones vocales en las que puede faltar espontaneidad y
sobrar cumplimiento, sin llenarla del pragmatismo de hablar con Dios sobre
la tarea apostólica que se está realizando, la clase de formación (catequesis,
curso, homilía) que se debe impartir, la gente que depende de uno, los
propósitos que se quieren sacar como fruto palpable de ese rato...
Hay dos modos de hacer oración que cuadran con lo que intento decir: la
lectura meditada del evangelio tratando de descubrir la figura de Jesús y la
oración silenciosa ante el Santísimo Sacramento aunque no surjan palabras:
basta permanecer a su lado haciéndole compañía. En palabras de san Juan
Pablo II, «es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el
discípulo predilecto (cfr. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón.
Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el
“arte de la oración”, ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos
ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de
amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis
queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he
encontrado fuerza, consuelo y apoyo!» [17].
Para los momentos en que llega la enfermedad y el sufrimiento sirve
meditar la Pasión del Señor, mirar el crucifijo –sin victimismo– para
considerar al amor que le llevó a sufrirla y relativizar así nuestros dolores:
«¿Qué vale, Jesús, ante tu Cruz, la mía; ante tus heridas mis rasguños?
¿Qué vale, ante tu Amor inmenso, puro e infinito, esta pobrecita
pesadumbre que has cargado Tú sobre mis espaldas?» [18].
Serán momentos de buscar la unión con Dios en la realidad de mi vida,
que se concreta en santificar la enfermedad, también la patología psíquica.
Como todas las realidades de la vida, debe llevar al cristiano a preguntarse:
“¿cómo voy a manifestar aquí y ahora mi amor a Dios y a los hombres?,
¿cómo me serviré de esas circunstancias para crecer en «caridad, alegría,
paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de
sí» (Ga 5, 22-23)?”. Este elenco de san Pablo no contiene virtudes humanas
que haya que adquirir con esfuerzo, sino frutos del Espíritu Santo que el
Paráclito concede de manera gratuita a quienes los piden.
Por último, también estas situaciones dolorosas –ya lo vimos al hablar de
las fases del duelo– pueden recibir un sentido apostólico si se unen a los
sentimientos redentores de Cristo en la Cruz.

6. CUANDO LLEGA LA ENFERMEDAD

La enfermedad mental es una realidad que puede afectar a todo tipo de


personas. Hay factores de riesgo que predisponen y estilos de vida que
protegen, pero ni los primeros son determinantes ni los segundos son
efectivos al cien por cien. Por tanto, un individuo con una personalidad
madura y una vida de piedad sólida puede sufrir un cuadro ansioso o una
enfermedad depresiva que requieran atención por un profesional de salud
mental, es decir, un psicólogo o psiquiatra. No se pueden confundir los
síntomas con “estar pensando demasiado en sí mismo” ni precipitarse a
recomendar simplemente “reza y piensa en los demás”. En estas líneas
propondré algunas ideas para ayudar desde la labor de formación a las
personas que sufren patología depresiva.
En primer lugar, un formador con sensibilidad puede facilitar un
diagnóstico precoz, pues en sus conversaciones con el interesado detectará
–aunque no se lo refieran explícitamente– el estado de ánimo del
interesado, sus dificultades para realizar las actividades ordinarias, los
signos iniciales de que algo está funcionando mal y finalmente los síntomas
característicos de un cuadro depresivo: ansiedad, tristeza, llanto fácil,
cambio de carácter, irritabilidad, insomnio, apatía y –los más definitorios–
anhedonia e ideación suicida. Basta la presencia de estos dos últimos para
encender las alarmas. Igualmente habrá que estar alerta cuando estas
manifestaciones son menos intensas pero duraderas, por ejemplo, cansancio
o somatizaciones que no remiten después de un fin de semana de descanso
o unas semanas de vacaciones.
Es importante acudir a un médico cuando comienza a aparecer esta
clínica, porque el pronóstico varía mucho en función del momento en que
se inicia la terapia: no es lo mismo reparar un instrumento que se ha
deformado un poco por la tensión que arreglarlo cuando ya se ha roto. Algo
similar ocurre con la mente humana: si se empieza a poner remedio a los
primeros síntomas, probablemente la recuperación será más rápida. Si por
el contrario el sujeto “se ha roto” –ha caído de lleno en una situación
patológica–, la mejoría será más lenta y tal vez no llegue a ser completa.
Como no es posible saber cuál es el momento exacto, parece preferible
acudir al médico demasiado pronto que demasiado tarde.
Habitualmente el primer recurso es el médico de familia, que además de
confirmar el diagnóstico descartará la presencia de patologías que simulen
un cuadro psiquiátrico: anemia, alteraciones hormonales o metabólicas,
tumores, etc. Una vez confirmado el cuadro probablemente iniciará un
tratamiento farmacológico con antidepresivos (habitualmente de la familia
de los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina) y/o
ansiolíticos. Además, hará indicaciones sobre el modo de vida, el carácter,
el estilo cognitivo, etc., que pueden favorecer la recuperación. Si el estado
clínico es más grave o no se ve suficientemente capacitado para atender a
ese enfermo, le derivará a un psiquiatra. No raramente el paciente muestra
reparo para acudir al médico (más aún si se le recomienda que vaya al
especialista) y a tomar medicación; como en otros eventos adversos, tendrá
que pasar por las cinco fases del duelo que vimos en su momento, la
primera de las cuales es, recordémoslo, la negación.
La psicoterapia es otro recurso terapéutico de gran importancia y puede
sustituir o más frecuentemente asociarse a la medicación. No nos referimos
ya a los consejos que puede dar un médico no especializado sobre hábitos
de vida poco saludables, sino a abordar los rasgos de personalidad
desadaptativos y cambiarlos, mejorar los recursos de afrontamiento del
estrés, indagar en eventos vitales que tal vez dejaron heridas que solo ahora
se descubre que nunca cerraron, etc.
Durante todo el proceso terapéutico es de gran ayuda el soporte familiar.
Un enfermo con depresión es un reto para todos los que conviven con él,
que tratarán de servirle conscientes de que «curar a un enfermo, acogerlo,
servirlo, es servir a Cristo: el enfermo es la carne de Cristo» [19]. En efecto,
se trata de una de las siete obras de misericordia corporales que el Señor
recompensará como si las hubiese recibido Él en persona (cfr. Mt 25, 34-
36).
El cuidado de una persona con depresión con frecuencia no es fácil, ya
que puede dar la sensación de “no poner todo de su parte”, “se queja de
todo”, “no está contento con nada”, se resiste a salir, a ocupar su tiempo, a
relacionarse... Sus seres queridos han de combinar las palabras de ánimo
con la paciencia y la comprensión. Estos enfermos agradecen mucho que se
les muestre cariño y empatía, que no se les juzgue ni se invaliden sus
sentimientos (“no deberías sentirte así”). Me remito a lo que dijimos al
hablar de la fase depresiva del luto, especialmente a la frase, cargada de
resonancias afectivas: “pase lo que pase, yo estaré aquí contigo”.
Como el enfermo puede tener dificultad para pensar y tomar decisiones,
le será de ayuda que se le ofrezcan indicaciones concretas para organizar su
tiempo de trabajo y de descanso, con metas fáciles y a corto plazo que le
ayuden a sentirse útil, recomendando actividades agradables (aunque no las
disfrute como antes). O mejor aún, no decirles lo que tienen que hacer, sino
hacerlo con ellos. Conviene equilibrar su deseo de estar solo con su
necesidad (aunque no la perciba) de saberse acompañado, escuchado y
querido. Esto requiere invertir (que no es perder) tiempo con él. Muchas
veces bastará quedarse en silencio haciendo otra actividad o pedirle que
acompañe en una salida.
Debido al pesimismo patológico que le invade necesita que se le dé
esperanza: las enfermedades mentales habitualmente mejoran y muchas
veces se alcanza la recuperación completa.
Poco a poco podrá recuperar el ritmo de vida normal. Las personas
hiperresponsables pueden mostrar una prisa contraproducente por volver a
su actividad previa y habrá que asegurarse de que la mejoría sea suficiente y
hayan incorporado los cambios necesarios a su estilo vital, de forma que se
prevengan recaídas.
Acabamos el capítulo recordando que quien sufre patología afectiva
sigue necesitando el acompañamiento espiritual. Es más, lo necesitará más
que antes, al igual que en otras circunstancias extraordinarias de la vida. El
director espiritual, si es posible en contacto con la familia –evidentemente
si el paciente lo desea y guardando la debida discreción–, puede ayudarle a
que la enfermedad le sirva para acercarse a Dios. Una fe madura, como
vimos, facilita el proceso de curación.
Una persona que ha superado una enfermedad depresiva suele ser mucho
más comprensiva con el estado subjetivo de los demás, adquiere una gran
capacidad de empatía que le hace muy capaz de apoyar a quienes pasan por
cuadros similares. En este sentido es una experiencia dolorosa pero
enriquecedora.
LOS TRASTORNOS DE LA PERSONALIDAD

1. LA PERSONALIDAD Y SUS TRASTORNOS

En el primer capítulo definimos la personalidad como un modo estable


de relacionarse con uno mismo, con los demás y con el mundo, y
desarrollamos los criterios de madurez propuestos por el psicólogo Gordon
Allport. En este último capítulo abordaremos la personalidad desde una
perspectiva distinta: en vez de hablar de madurez e inmadurez, nos
referiremos a salud y enfermedad. Las dos categorías están muy
relacionadas pero no se identifican: una persona inmadura no debe ser
considerada automáticamente enferma, si bien hay grados de inmadurez que
se consideran patológicos.
Podemos definir los trastornos de la personalidad como una alteración
global del modo de ser, de pensar y de relacionarse. Afecta por tanto al
individuo a distintos niveles.
Desde el punto de vista estructural se caracterizan por la presencia de
algunos rasgos muy marcados. Por utilizar el modelo del big five que
presentamos en el primer capítulo, estarían en el polo extremo en una o
varias de las cinco díadas: son excesivamente precavidos, sugestionables,
introvertidos, desapegados, etc.
En consecuencia, su comportamiento es incorregiblemente rígido: actúan
siempre de la misma manera ante distintas circunstancias porque no tienen
recursos para actuar de otro modo, a pesar de que esas estrategias hayan
fracasado anteriormente. Recordemos la certera frase de Abraham Maslow:
«es tentador, cuando el único instrumento que se tiene es un martillo, tratar
todo como si fuese un clavo» [1]. Estas personas son rígidas, carentes de
flexibilidad, y por tanto se adaptan con dificultad a las diversas
circunstancias.
En la base de esas conductas suele haber alteraciones afectivas,
habitualmente consecuencia de carencias en sus relaciones tempranas,
defectos en la educación u otras heridas biográficas. Suelen presentar poca
autonomía afectiva, tristeza, inseguridad, miedo, ansiedad, sentimiento de
inferioridad (evidente u oculto tras estrategias compensadoras), baja
tolerancia a la frustración, falta de control sobre sus pasiones y emociones,
impulsividad, dificultad para concebir el medio y corto plazo (retraso de la
recompensa, consecuencias de sus acciones), ambivalencia (es decir,
sentimientos hacia la misma persona de amor y odio o de idealización y
devaluación, que llevan a establecer relaciones intensas pero inestables),
etc.
Tratan de colmar esos déficits afectivos estableciendo relaciones insanas
que resultan ineficaces o dañinas. Por ejemplo, tienden a aislarse, invadir o
dejarse invadir, no respetar ni hacer respetar la alteridad, utilizar al otro, etc.
Esta última actitud se suele llamar manipulación, que consiste en forzar la
relación para que me beneficie. Para conseguirlo se intenta –recordemos
que de modo no del todo consciente– que el otro haga o sienta lo que no
quiere hacer o sentir, por ejemplo, descuidándose para que le cuiden,
explotando sus virtudes o defectos en beneficio propio, poniéndole en
situación límite, presionando para despertar sus sentimientos (chantaje
emocional, inducir pena o culpa, hacerle sentir inferior), etc.
En consecuencia tienen dificultad para establecer relaciones paritarias, en
decir, con sus iguales y en igualdad de condiciones; el patrón habitual es de
dominio o sumisión. Es difícil por tanto que las relaciones sean duraderas y
variadas: el otro acaba por retirarse agotado y solo se mantienen a su lado
quienes tienen también personalidades poco equilibradas. Es clásico el
ejemplo del psicópata y el dependiente: uno necesita pisar para afirmarse y
el otro requiere de alguien que le sostenga aunque también le maltrate.
Desde otro punto de vista se pueden conceptualizar algunos de estos
trastornos como una persistencia del egocentrismo infantil a costa de la
autotrascendencia y la extensión del sentido de sí mismos (este último,
como se recordará, era el primero de los criterios de madurez de Allport). El
sujeto centra –de modo no del todo consciente, es importante resaltar esta
idea– su atención sobre sí mismo, busca a toda costa sentirse bien o no
sentirse mal. Por el contrario no es capaz de apreciar las necesidades de los
demás y tal vez ni siquiera concibe que ellos tienen también sus propias
necesidades. En consecuencia reclama la atención sobre sí, da prioridad a su
propia satisfacción, no atiende a las implicaciones que sus acciones o
exigencias tienen sobre los otros, etc.
Desde el punto de vista cognitivo tienen lo que en el capítulo anterior
llamamos distorsiones cognitivas o pensamientos automáticos que los
llevan a interpretar la realidad de modo errado: me quieren dañar
(paranoide), el otro tiene la culpa (antisocial), si las cosas no saldrán
perfectas, es mejor no intentarlas (obsesivo-compulsivo), etc.
Es característica la falta de conciencia de tener un problema, lo que hace
muy difícil que busquen tratamiento. En muchos casos lo más que puede
conseguirse es que acudan al médico por los síntomas que aparecen
secundariamente (por ejemplo, insomnio, ansiedad o depresión).
Los trastornos de la personalidad se ven venir ya desde la infancia o la
adolescencia y se hacen evidentes al inicio de la vida adulta o de la
madurez. Como no se está hablando de comportamientos puntuales sino de
la globalidad de la personalidad, para llegar a un diagnóstico las
alteraciones han de ser estables, duraderas y de larga evolución, e interferir
significativamente en distintas áreas de la vida del individuo (familiar,
social, laboral, etc.). Además de la entrevista personal y los datos que
ofrezca la familia, se suele recurrir a test psicológicos, que pueden ser de
distinto tipo: proyectivos (como el test de Rorschach, que consiste en
láminas de dibujos no definidos), de preguntas con respuesta múltiple
(MMPI, 16-PF), etc. En los cuadros menos severos el diagnóstico puede ser
difícil y dejar una zona gris entre la normalidad y la patología.
El tratamiento suele ser arduo y requerir muchos años. Como se puede
suponer, los fármacos son de utilidad solo para paliar algunas
manifestaciones (por ejemplo, disminuir la impulsividad) o para mitigar los
síntomas secundarios (ansiedad y estado de ánimo bajo) pero no
conseguirán sanar el cuadro. Es necesaria una psicoterapia que indague en
las raíces, corrija las distorsiones cognitivas y ayude a incorporar modos
sanos de relacionarse y de afrontar los problemas.
2. LA AYUDA DESDE LA TAREA DE FORMACIÓN

En la labor de formación y de acompañamiento espiritual se puede


ayudar de varios modos a quienes sufren estos cuadros. A continuación se
ofrecerán algunas sugerencias generales para todos los trastornos, que serán
estudiados en el siguiente apartado añadiendo algunas consideraciones
específicas.
Vaya por adelantado que para una persona sana estos enfermos son muy
difíciles de entender, porque da la sensación de que adoptan
voluntariamente actitudes que los llevan repetidamente al fracaso. En
efecto, les falta sentido de realidad, pero no como al psicótico que tiene
creencias o percepciones alteradas, sino que no se hacen cargo de sus
propias necesidades ni de las ajenas. Instintivamente pueden provocar
rechazo, por lo que un abordaje correcto requiere que sus dificultades no
sean vistas como manías o defectos del carácter, sino como auténticas
patologías debido a las cuales «sufren por su anormalidad o hacen sufrir,
bajo ella, a la sociedad» [2].
Conviene señalar además que el formador no es inmune al patrón de
relaciones anormales que tienden a establecer: también intentarán
manipularle, apegarse, utilizarle, etc. En consecuencia, no cualquier persona
está en condiciones de ayudar a este tipo de sujetos. Se requiere una
especial preparación, experiencia y una sincera capacidad de
autoobservación y de autocontrol para no caer en las redes de una relación
que sería dañina para ambos.
El formador podrá, en primer lugar, señalar los comportamientos
inadecuados y reforzar los adaptativos. No suele ser tan fácil, ya que
habitualmente estas personas –es parte del trastorno– no perciben la
alteración de sus comportamientos, creencias o relaciones, y por tanto
tampoco sienten la necesidad de establecer patrones de conducta más sanos.
Con frecuencia ponen toda la responsabilidad en los demás. Les servirá
confrontarles con la realidad, lo que supondrá un paso para superar el
egocentrismo: necesitan observar por encima de sí mismos, trascenderse.
Para eso se les puede señalar las consecuencias que su comportamiento
tiene en ellos y en los demás (el daño o la ausencia de bien que producen a
quienes están a su alrededor), así como el modo como se comportan las
personas que llevan una vida integrada y feliz, de modo que puedan
aprender por imitación alternativas sanas.
Una alternativa es facilitar un libro donde el sujeto se pueda reconocer,
ya sea una obra de psicología o una novela (o película) en la que uno de los
personajes tenga rasgos similares a los suyos. Este último recurso suele
resultar menos agresivo al interesado y da lugar a conversaciones en que se
señalan similitudes y estrategias de cambio.
Las conversaciones de formación serán también ocasión para señalar
rasgos y defensas más adaptativos con que pueden enfrentarse a las distintas
situaciones de la vida. El estudio de los rasgos asociados a cada uno de los
cinco grandes factores de la personalidad (el big five) servirá para plantear
objetivos realistas y concretos.
Al proponer estas metas conviene ser muy prudentes para no exigir lo
que el sujeto no está en condiciones de dar ni forzarle a realizar lo que no
está en condiciones de hacer. Se trata de individuos frágiles que pueden
acabar rompiéndose. Por ejemplo, a un joven con pocas habilidades sociales
y dificultades de relación se le podría sugerir que acuda a una actividad –
campamento, convivencia, etc.– con chicos de su edad, y tal vez le sea de
ayuda. Pero si el interesado no se ve con fuerzas o sus intentos se ven
frustrados, sería dañino continuar en esa situación, pues acabaría reforzando
sus miedos y minando aún más su autoestima. Es mejor avanzar
progresivamente, observando sus reacciones y dejando que el propio
interesado marque el ritmo de su progreso.
Otra ayuda que puede prestar el formador es sospechar que detrás de las
conductas desadaptativas se esconde una patología y animarlos a
encaminarse a un profesional. Es frecuente, por el contrario, que quienes
están alrededor de estos enfermos tiendan a minimizar el problema o
piensen que no tienen solución: “es así, siempre lo ha sido y no se puede
hacer nada”. A veces, por el contrario, se confía simplemente en que con
tiempo y esfuerzo conseguirá solucionar el problema. La consecuencia es
que el cuadro se cronifica y la recuperación se hace cada vez más difícil:
muchas veces la evolución natural de estos cuadros es a empeorar.
Pensemos en una persona que muestra cansancio crónico: se fatiga
después de una caminata moderada o al subir escaleras, llega al final del día
exhausto, se le ve pálido... “Anemia”, suelen pensar quienes tienen un
mínimo de conocimiento médico. En efecto, la actitud lógica sería pedir una
cita con un médico que realizará una entrevista, una exploración, unos
análisis, y una vez confirmado el cuadro prescribirá un complemento de
hierro y sobre todo indagará la causa del cuadro. Si por el contrario sus
allegados –familiares, formadores, director espiritual, etc.– se limitasen a
exhortarle a ser más recio, vivir el olvido de sí, darse a los demás, descansar
tal vez un poco más y fomentar el abandono en Dios, estarían haciéndole un
flaco favor desde el punto de vista corporal y espiritual. Ante un cuadro
patológico no basta con que el interesado o quienes le rodean tengan buena
voluntad.
En resumen, ante una persona “peculiar” o cuya dificultad de adaptación
se mantiene en el tiempo a pesar de su esfuerzo personal y la ayuda de los
formadores, vale la pena recomendarle una evaluación por parte de un
profesional sin esperar a que las manifestaciones se hagan más evidentes. El
diagnóstico y tratamiento precoz es una de las medidas que facilita el buen
pronóstico. Puesto que muchas veces el interesado no es capaz de aceptar
sus rasgos de personalidad desadaptativos, puede ser oportuno apoyarse en
los síntomas que hemos llamado secundarios o en la necesidad de mejorar
las relaciones: aunque no asuma la responsabilidad y eche la culpa a los
otros, le ayudarán a desarrollar estrategias que mejoren la convivencia.
Como hemos visto en otras situaciones –luto, adicciones, depresión–,
han de servirse de su situación real para crecer en amor a Dios y a los
demás. En estos enfermos es especialmente importante distinguir psicología
y vida interior, algo que –lo hemos visto varias veces– tiene algo de
artificioso, porque la persona es una y todas sus dimensiones están
interrelacionadas. Con todo, sería erróneo plantear en términos morales las
manifestaciones de la personalidad alterada, confundiendo egocentrismo
con egoísmo, tendencia al aislamiento con falta de preocupación por los
demás, impulsividad con falta de templanza, etc.
Por último, estas personas tienen un importante obstáculo para la entrega
de sí mismos tanto en el matrimonio como en otro tipo de vocaciones. Los
trastornos de la personalidad son una causa frecuente de nulidad
matrimonial [3], pero los comportamientos inadaptados se pondrán de
manifiesto ya durante el noviazgo: excesivo control, celos, raptos de ira,
etc. Ya dijimos en su momento que no se puede confiar ingenuamente en
que mejorará con el tiempo ni mucho menos en que “yo le mejoraré”. Ante
la duda es conveniente realizar una evaluación por parte de un profesional,
que podrá valorar no solo la estabilidad de la personalidad de cada uno, sino
también la complementariedad de ambos.
Por un motivo similar, sería imprudente que quienes padecen estos
cuadros se comprometan en una vocación de entrega total a Dios. Son
enfermedades que afectan profundamente a la persona y dificultarían
notablemente la relación con Dios y con otras personas. La vida cristiana no
consiste en realizar unas prácticas diarias de piedad o dedicar más o menos
horas a la oración, sino en tener una relación íntima con Dios. Pues bien, la
dificultad para establecer relaciones interpersonales sanas incluye también
las que establezcan con Dios: si algo caracteriza al cristiano, es que le
considera como tres Personas, a cada una de las cuales está llamado a tratar
y a amar. La relación con Dios, por tanto, también puede estar viciada, lo
que daría lugar a formas de religiosidad inmaduras o insanas: sin trato
personal (lo que no llenaría afectivamente), inspiradas en el miedo o en el
do ut des, basadas en el rígido cumplimiento de unas normas, etc.
La dificultad para establecer vínculos sanos será más evidente en la
relación con otras personas, ya sea sus hermanos de vocación o los
destinatarios de su apostolado. La utilización del otro, manipulación,
dominio, dependencia, etc. –aunque se busquen de forma no del todo
consciente–, están especialmente en contraste con el estilo de vida que se
requiere en quien se ha entregado en servicio de los demás.
No raramente las personas con trastornos buscan este género de vida para
ocultar o compensar sus carencias afectivas o sus dificultades de relación.
Esto implicaría un error de partida en la entrega, la cual supondría una
forma de huir o esconderse, no de entregarse. En la fase de discernimiento
es, por tanto, necesario estar atentos ante personas en quienes se aprecian
problemas de integración con sus iguales o que se sabe que los tuvieron en
los ambientes de donde provienen. Este último dato no es posible saberlo de
primera persona, por lo que es útil que los formadores conozcan a las
familias de los candidatos, a ser posible en su propio ambiente, en su hogar,
no simplemente invitándoles a la institución donde se está llevando a cabo
el proceso de discernimiento o de formación. Por otra parte, en las
conversaciones con los candidatos hay que abordar su biografía y prestar
atención a la relación que han tenido con sus padres; si se descubriese
conflictiva o con carencias importantes, habría que realizar un
discernimiento más cuidadoso.
En definitiva, la presencia de un trastorno de personalidad nubla la
libertad a la hora de tomar una decisión de entrega de sí y pone en riesgo la
vivencia del carisma al que se cree llamado y el cumplimiento de la misión
apostólica que este conlleva. Nuevamente, en caso de duda será oportuno
realizar una valoración psicológica.
Ante una sospecha es prudente ir más despacio, a pesar de que el
candidato muestre un sincero deseo de entregarse y una válida ilusión en
seguir ese camino. Es mejor que mientras crece en su vida de piedad y
conoce el carisma que quiere seguir, vaya sanando los rasgos patológicos,
se asegure la rectitud de su motivación, se garantice una normal relación
con Dios y con los demás y se llegue a una razonable seguridad de que el
estilo de vida al que opta le permitirá avanzar de modo sano y feliz en la
entrega a Dios y a sus hermanos los hombres. Lo contrario podría suponer
arriesgarse a que el interesado caiga en la infelicidad y la insatisfacción
vital; al ponerlas en relación con su entrega, podría verse tentado a
abandonar su vocación e incluso la entera vida cristiana, haciéndoles
responsables de su infelicidad.

3. CLASIFICACIÓN DE LOS TRASTORNOS DE LA PERSONALIDAD

El manual de clasificación de enfermedades mentales de la Asociación


Americana de Psiquiatría distingue diez trastornos de la personalidad [4],
agrupados en tres grupos que expondremos a continuación (Tabla 22).
Después de cada grupo señalaré algunas ideas específicas para la labor de
formación, que se suman a las orientaciones generales que vimos en el
epígrafe anterior. El DSM-5 añade además el cambio de personalidad
debido a otra afección médica con repercusiones a nivel cerebral (tumores,
traumatismos, epilepsia, infecciones, problemas vasculares o endocrinos,
etc.) y otros dos trastornos más amplios en los que se incluyen quienes
presentan cuadros mixtos o no cumplen todos los criterios diagnósticos.
Grupo A:
Paranoide.
Esquizoide.
Esquizotípico.
Grupo B:
Antisocial.
Límite.
Histriónica.
Narcisista.
Grupo C:
Evitativa.
Dependiente.
Obsesivo-compulsiva.
Cambio de la personalidad debido a otra afección médica.
Otro trastorno de la personalidad especificado.
Trastorno de la personalidad no especificado.

Tabla 22. Clasificación DSM-5 de los trastornos de la personalidad.

Una última advertencia antes de pasar adelante. En alguna ocasión, al


hablar de estos trastornos –no son tipos de personalidad, sino
personalidades patológicas– se me ha acercado alguien comentando: “creo
que tengo todos”. Habitualmente respondo que no se preocupe demasiado,
porque si tiene rasgos de cada uno de los cuadros, difícilmente tendrá un
trastorno: como hemos visto, estos se caracterizan por tener solo algunos
rasgos y ponerlos en ejercicio en una gran variedad de situaciones. El
problema vendrá más bien si alguien se identificase con un solo tipo de
personalidad.

Grupo A: los excéntricos


Tienen un importante paralelismo con los cuadros psicóticos que
mencionamos al inicio del capítulo anterior y probablemente son los que
tienen una mayor carga genética. Se distinguen tres categorías.
El trastorno de la personalidad paranoide se caracteriza por la
desconfianza. El nombre hace referencia al delirio o paranoia, del que ya
hemos hablado. Sin llegar a esas creencias falsas e incorregibles, el
paranoide tiene una suspicacia que le lleva –sin base objetiva suficiente– a
ver intenciones torcidas en los demás: percibe como ataques comentarios
inofensivos, se quieren aprovechar de él o dañarlo, no son leales, el
cónyuge flirtea con otras personas, etc. Tiende a ser muy rencoroso.
El trastorno de la personalidad esquizoide se podría conceptualizar
como poca reactividad emocional. Toma su nombre de otra enfermedad
psicótica, la esquizofrenia, porque –sin tener los síntomas más graves y
evidentes de esta enfermedad (el delirio y la alucinación)– el esquizoide
comparte con ella el aplanamiento afectivo y el distanciamiento de las
relaciones sociales. Al contrario que en los trastornos del grupo C, el
esquizoide no se retrae por miedo al fracaso o al rechazo (no es
simplemente tímido), sino que no siente la necesidad de relacionarse, se
encuentra mejor solo.
El trastorno de la personalidad esquizotípico es el más cercano a un
cuadro psicótico, porque añade a las características de los dos cuadros
anteriores la excentricidad de intereses y comportamientos: pensamiento
mágico, telepatía, supersticiones, esoterismo, lenguaje extravagante, etc. En
el ámbito religioso puede tener interés excesivo por lo extraordinario:
apariciones, posesiones diabólicas, estigmas, revelaciones, etc.
El acompañamiento formativo de estas personas es sumamente
complicado, porque no perciben lo extraño de su comportamiento ni de sus
creencias y no sienten la necesidad de relacionarse. Los objetivos, por tanto,
suelen ser limitados. Como guía básica, hay que ayudarles a ponerse delante
de la realidad en relación con los sucesos y con las personas. En este último
sentido se les podrá señalar que, aunque ellos no sientan la necesidad de
establecer relaciones con otros, los demás sí los necesitan, por lo que vale la
pena vencer su carácter –al igual que debe hacer el colérico, el invasivo,
etc.– para darse a los otros.
Su tendencia al aislamiento y su déficit de habilidades sociales les hacen
poco aptos para una vida de entrega a Dios en el sacerdocio o en el celibato
apostólico. Se plantea sin embargo una duda: ¿tienen disposiciones para una
vida de entrega a Dios en la soledad del claustro? A primera vista parece
que sería un estilo muy acorde con sus aptitudes, pero una reflexión más
detenida plantea serias dudas. En primer lugar, hay que evaluar su relación
con Dios, que puede sufrir todas las limitaciones que hemos visto en las
relaciones con otras personas. Una vida de entrega a Dios, como se ha
dicho, no es sinónimo de vida solitaria, sino de unión íntima con él, que
puede ser difícil para una persona con dificultad para establecer vínculos
estrechos.
Merece especial atención la peculiar visión que el esquízotípico puede
tener de algunos aspectos de la vida cristiana. A primera vista podría
confundirse con un sano interés por el desarrollo espiritual, un alto grado de
unión con Dios e incluso con verdaderos fenómenos místicos
extraordinarios [5]. Requieren, por tanto, un adecuado discernimiento por
parte de personas con prudencia y experiencia. A este respecto conviene
recordar que los grandes místicos –san Francisco de Asís, santa Teresa de
Jesús, san Juan de la Cruz, el Padre Pío– eran personas que llevaron con
gran discreción sus fenómenos místicos extraordinarios, cuyo trato en el día
a día era normal y sobre todo que se sometieron siempre a sus superiores y
se dejaron guiar por sus directores espirituales. Supieron además combinar
sus experiencias elevadas con una vida sencilla de trabajo ordinario (“Dios
también anda entre los pucheros”, decía la santa de Ávila), de servicio a los
demás y con largos períodos de noche oscura.

Grupo B: los extrovertidos o egocéntricos

Haciendo un paralelismo con la distinción de trastornos neuróticos y


psicóticos, los trastornos del grupo A serían cualitativamente anormales,
mientras que en los grupos B y C hay una alteración cuantitativa, una
exageración de rasgos que en mayor o menor medida tenemos todos. A
primera vista estos individuos suelen dar sensación de normalidad e incluso
resultar muy agradables en el trato; sin embargo, con el paso del tiempo se
ve que tienen importantes deficiencias en su modo de ser.
El trastorno de la personalidad antisocial se puede conceptualizar como
explotación del otro. Se trata de un desprecio de las personas y de las
normas que lleva a utilizar a los demás (manipulándolos, engañándolos,
haciéndoles promesas que incumple sistemáticamente) y transgredir las
reglas sin experimentar sentimientos de culpa o remordimiento. En algunos
casos producen daño a personas o animales sin buscar otro beneficio que el
simple placer que experimentan al hacerlo. Al ponerles delante de esos
actos tienden a racionalizar su conducta abusiva y a proyectar en los demás
la responsabilidad; al contradecirles se pueden mostrar irritables y
agresivos. No saben establecer auténticas relaciones de intimidad y tienen
una gran falta de empatía hacia las necesidades y sufrimientos de los demás,
salvo cuando la simulan para ganarse su confianza, controlarlos o
manipularlos. Se trata de un patrón frecuente en delincuentes, pero puede
darse también en “dirigentes sin escrúpulos” que buscan su propio beneficio
o el de su empresa o institución sin detenerse en utilizar o dañar a otras
personas.
El trastorno de la personalidad límite es probablemente el más grave y
de peor pronóstico [6]. Se caracteriza por una extremada inestabilidad tanto
interna (emociones intensas y cambiantes, ambivalencia afectiva, sensación
de vacío, estado de ánimo deprimido, impulsividad) como en las relaciones,
que tienden a ser intensas y frágiles. En la base hay una imagen de sí muy
desestructurada, miedo al abandono y dificultad para darse confiadamente a
los demás. Es frecuente la presencia de ideación suicida y la aparición de
conductas autolesivas que les sirven para descargar la tensión. En los casos
más graves pueden presentar episodios psicóticos.
Podemos sintetizar el trastorno de la personalidad histriónica como
seducción. Se trata de una tendencia a ser el centro de atención; cuando por
el contrario está pasando desapercibido, se siente incómodo y trata de pasar
a primer plano. Es muy dependiente de la estima y cariño ajenos. Para eso
se sirve de comentarios o conductas infantiles o teatrales, una forma de
vestir provocativa, comportamientos sensuales, etc. Su emotividad es
superficial y cambiante, y su carácter, muy sugestionable, de modo que los
eventos externos le afectan exageradamente.
Por último, el trastorno de la personalidad narcisista se caracteriza por
la grandiosidad. Tiene un sentido exagerado de su propia importancia y
capacidades. Busca como algo natural y debido una cohorte de seguidores
que le sigan y admiren pero les trata de modo poco empático, ya que se ve
habilitado para despreciarlos, mostrándose arrogante, altivo y prepotente.
Tiende a explotar y a humillar a los demás pero, al contrario que el
antisocial, no lo hace por el placer de verlos sufrir o de obtener ventajas
materiales, sino porque el contraste con la humillación del otro le hace
brillar más. Da por hecho que se le debe todo, que solo merecen
relacionarse con él otras personas especiales o de alto estatus y que está
destinado a triunfar. Se muestra envidioso de los éxitos ajenos. En el fondo
le falta autonomía afectiva: es un dependiente de la aceptación y el
reconocimiento de los demás porque su aparente grandiosidad esconde un
núcleo muy débil. Por eso cuando se ve solo, rechazado o fracasado sufre lo
que los psicoanalistas llaman una herida narcisista que lleva a la cólera o al
derrumbe depresivo.
Un formador avezado no tardará en darse cuenta de que estas cuatro
categorías de personas tienden a utilizar y manipular a los demás para
compensar de forma patológica sus necesidades psicológicas. Conviene de
todas formas recordar que lo hacen de modo no consciente o al menos sin
plena conciencia: el problema no es de egoísmo, sino de egocentrismo, no
de virtudes, sino de personalidad; obviamente ambos conceptos se
entrecruzan y se potencian mutuamente en sentido positivo y negativo, pero
requieren ser adecuadamente distinguidos.
Un primer modo de ayudarles es hacerles ver las consecuencias que sus
acciones tienen en los demás, el daño que están provocando en los otros o el
esfuerzo a que les someten para cumplir con sus exigencias. Se podrá
señalar, por ejemplo, que su actitud está requiriendo de los otros un gran
desvelo al que no están obligados (y por tanto no deben sentirse heridos si
no se ven satisfechos) y sobre todo que falta reciprocidad en la relación que
intenta establecer: está dando –se está dando– mucho menos de lo que
recibe. Habrá que hacerlo de modo progresivo y delicado, pues si se quita
bruscamente el apoyo externo, la débil estructura de su personalidad se
puede derrumbar.
Suele ser de utilidad poner en relación su comportamiento con el estilo
educativo que recibieron: carencias afectivas, madre sobreprotectora
(frecuente en los narcisistas), reglas rígidas o ausentes (características en los
antisociales), familia desestructurada, eventos traumáticos, etc. No se trata
de que el formador “ejerza de psicoanalista”, lo que sería un desorden de
consecuencias nefastas. Se trata de que conozca a la persona en su
integridad, en el contexto de su biografía, de modo que –este es el punto
fundamental– el propio individuo aprenda a comprenderse a sí mismo y a
interpretar lo que verdaderamente está buscando en el trato con los otros:
apoyo, reconocimiento, afecto, etc., y ajuste su conducta para encontrarlo
de forma madura sin dañar los otros ni dañarse a sí mismo.
Cuanto hemos dicho a lo largo de este libro sobre la madurez del carácter
y de los afectos, así como sobre las relaciones paritarias (especialmente la
amistad entre iguales), cobra especial relieve en estas personas. En la
medida que aprendan a entablar vínculos sanos, respetando la alteridad y
soportando la frustración, irán desarrollando una personalidad más sólida y
estable y ganarán confianza en sí mismos.
Merecen un comentario especial las personalidades narcisista y
antisocial. Suelen mostrar una gran capacidad de liderazgo y proactividad,
por lo que parecerían ideales para tareas de dirección y gobierno en labores
apostólicas e instituciones. Craso error. El nombramiento puede ser
percibido como un reconocimiento de su valía personal, potenciando sus
rasgos más desadaptativos. Es cierto que al principio se muestran muy
carismáticos y atractivos, pero con el tiempo se acaba haciendo evidente su
escasa empatía y respeto hacia las necesidades de los demás. Confunden la
adhesión a su persona con la fidelidad al carisma o la institución: “el Estado
soy yo”, de modo que el cuestionamiento de una decisión es visto como una
ofensa personal o una falta de obediencia o de entrega. Como tienen poca
capacidad de autocrítica e introspección les será difícil reconocer su
responsabilidad y cambiar lo que sea necesario en ellos mismos.
Las personas normales acaban alejándose de ellos o incluso de la
institución, o bien se les enfrentarán dando lugar a resistencias, disputas,
crispación, triangulaciones, intervenciones de otros dirigentes, etc. No es
infrecuente que tengan también dificultades para obedecer, de manera que
acaban siendo una fuente de conflictos tanto con sus superiores como con
sus subordinados. Solo les siguen acríticamente las personas débiles que
tienen deficiencias de signo opuesto, especialmente los dependientes que
veremos a continuación. Por último, su falta de escrúpulos les convierte en
candidatos al abuso de poder y de conciencia, que el Papa Francisco ha
puesto acertadamente en la base de los abusos sexuales que hemos tenido
que lamentar en los últimos decenios [7].
Una vida interior sólida les ayudará a profundizar en el valor del servicio
desinteresado, sin buscar nada a cambio ni hacer balance coste-beneficio.

Grupo C: los introvertidos o ansiosos

Este grupo comparte con el anterior el carácter cuantitativo de los


defectos de su personalidad pero sus rasgos definitorios se encuentran en el
extremo opuesto: en lugar de actuar para compensar sus carencias tienden a
la pasividad.
El trastorno de la personalidad evitativa se caracteriza por el
retraimiento ante el contacto interpersonal. Vimos este rasgo en la
personalidad esquizoide, pero no resulta difícil distinguir ambos cuadros. El
dependiente no muestra autonomía, frialdad excesiva o insensibilidad hacia
las relaciones: se da cuenta de que las necesita. Sin embargo siente un
miedo insuperable a ser rechazado, porque se siente inadecuado, inferior a
los demás y con pocas habilidades sociales. Es muy sensible a la crítica, la
vergüenza, la broma hiriente, el ridículo y el abandono. En consecuencia se
inhibe en las situaciones sociales a menos que tenga la seguridad de que
será aceptado. Por otra parte, se resiste a asumir retos y riesgos por miedo a
fracasar.
El trastorno de la personalidad dependiente se caracteriza por la
sumisión. Tiene una gran inseguridad que le lleva a eludir la toma de
decisiones, dejando la responsabilidad (incluso para asuntos personales
importantes) en manos de otros o a buscar persistentemente que le
reafirmen en sus resoluciones. Su gran miedo es ser abandonado y
experimenta una exagerada necesidad de ser cuidado, protegido y apoyado.
Para conseguirlo está dispuesto a renunciar a su propia dignidad: se muestra
sumiso, hace cosas que le desagradan, se deja explotar, no expresa
desacuerdo y hace todo tipo de dejación de derechos. Cuando se le deja solo
se siente incómodo o desamparado, pues se siente incapaz de cuidar de sí
mismo [8].
El trastorno de la personalidad obsesivo-compulsiva (antes llamado
anancástico) se puede resumir como control sobre el mundo material y
sobre los demás. Tienden a controlar lo de fuera para no verse desbordados
por su propia inseguridad. Se trata de personas ordenadas y perfeccionistas,
preocupadas por los detalles, las normas, las listas, el orden, la organización
y los horarios. Se muestran rígidos, tercos y obstinados hasta el punto de
perder de vista el objeto principal de la actividad y poner en riesgo su
consecución. Les cuesta mucho delegar y tratan de que los demás hagan las
cosas a su manera. Tienden a dedicarse excesivamente al trabajo y la
productividad a costa de las actividades de ocio y la relación con los amigos
y la familia. En el campo moral se muestran escrupulosos e inflexibles,
siendo muy exigentes consigo mismos y con los demás. Su afán por
asegurar eventuales necesidades los lleva a ser avaros y a no deshacerse de
objetos deteriorados o inútiles aunque no tengan un valor sentimental.
Las personas que sufren estos tres trastornos suelen presentar una mayor
conciencia de enfermedad que los dos grupos anteriores, es decir, son
conscientes de que su personalidad es desadaptativa. Por este motivo y por
la frecuencia con que se encuentran personas con estos problemas en la
labor de formación cristiana y de discernimiento vocacional, en los
epígrafes siguientes los desarrollaré con más detenimiento. Lo haré sin
seguir de modo estricto las clasificaciones psicopatológicas, sino desde una
perspectiva más amplia aplicable a personas con rasgos acusados pero que
no llegan a sufrir un trastorno de la personalidad propiamente dicho. Por ese
motivo, más que a los cuadros apenas descritos haré una referencia más
genérica a la personalidad evitativo-dependiente y a la personalidad
obsesivo-perfeccionista [9].
4. LA PERSONALIDAD EVITATIVO-DEPENDIENTE

Sirviéndonos de la teoría del apego que estudiamos al inicio del ciclo


vital, podemos poner el origen de estas personalidades en una relación
demasiado estrecha con la figura materna, que dificultaría que el niño
alcance la autoestima, autonomía y seguridad necesarias para explorar e
interactuar con el mundo por sí solo [10]. Con el pasar de los años el joven
sale del ámbito familiar, va al colegio y comienza a relacionarse con sus
iguales, encontrando gran dificultad para entablar contacto con ellos. Le
gustaría acercarse pero siente dos miedos que luchan entre sí: a sufrir
rechazo y a quedarse solo.
Si le vence el miedo a ser excluido, evitará las relaciones y vivirá en la
soledad del evitativo. Si, por el contrario, le vence el miedo al abandono,
buscará establecer un vínculo con alguien que le dé seguridad; una figura
de apego sustitutiva que ocupe el lugar de la figura materna. Se establecen
así relaciones de dependencia que, en casos extremos, pueden incluir una
doble explotación. Por un lado, el dependiente está dispuesto a hacer
cualquier cosa con tal de que le acepten, por lo que es caldo de cultivo para
ser utilizado o abusado sin atreverse a decir no o cortar esa relación por
miedo a quedarse solo. Por otro lado, trata de controlar al otro absorbiendo
su tiempo y su afecto, que quiere acaparar completamente para sí (es muy
celoso) reclamando una disponibilidad total. La autonomía del otro es vista
como una ofensa personal. En ocasiones trata de controlarlo a través del
servicio, lo que en italiano se denomina con la gráfica expresión sindrome
della crocerossina (síndrome de la voluntaria de la Cruz Roja), que se
podría definir como la tendencia a prestar ayuda incluso de manera invasiva
con el fin de recibir afecto.
Un individuo con estas características puede acumular rabia y rencor
hacia la figura de referencia pero no es capaz de manifestarlos abiertamente
por la dificultad de dar cauce a sus emociones y por temor a que lo
abandonen. Utiliza, por tanto, una actitud de pasivo-agresividad: muestra su
resentimiento mediante la resistencia, el obstruccionismo, el reproche, los
olvidos o una mala cara acompañada de un poco convincente “no me pasa
nada”.
El joven evitativo o dependiente puede encontrar más cómodo el trato
con adultos que con personas de su edad, ya que aquellos le dan seguridad,
lo aceptan (en el grupo de iguales hay que ganárselo) y lo respetan (lo que
por desgracia no siempre ocurre entre los niños). En consecuencia, los
mayores pueden tener la falsa sensación de que se trata de un chico muy
maduro.
Puede encontrar también esa seguridad que le falta en un grupo de tipo
religioso: la parroquia, un movimiento, un club. Allí se encuentra querido,
acogido, respetado. La búsqueda de este tipo de vínculos es aún mayor
cuando no solo tiene dificultades en la relación con sus iguales, sino que
tampoco se encuentra bien en su propia casa debido a unos padres fríos,
ausentes o poco afectuosos, o bien porque proviene de un hogar
desestructurado. El contraste con el ambiente de alegría, servicio y
preocupación por los demás que encuentra en los diversos grupos a que nos
hemos referido le puede llevar a pensar que ese es el camino donde
encontrará la felicidad y, por tanto, por donde Dios lo está llamando.
Supondría confundir la vocación con la satisfacción de las necesidades
afectivas.
Sin duda uno de los signos de que Dios se puede servir para hacer ver a
alguien que le llama a un determinado camino es que se sienta
humanamente a gusto en ese ambiente. Pero hay que purificar y madurar
ese motivo. Dios llama a servirle, a tener una relación personal con Él; la
vinculación, el apego seguro que hay que establecer, ha de ser en primer
lugar con Dios, no con los formadores o con el grupo. Por otra parte, al
seguir esa vocación la persona puede tratar de permanecer en la seguridad
de la institución en lugar de lanzarse a la tarea apostólica, dando lugar a una
tensión entre la identidad vocacional y la misión que esa llamada conlleva.
Desde el punto de vista humano la labor de los formadores consiste en
primer lugar en ayudar a estas personas a mejorar su relación consigo
mismos y con los otros. El orden es importante: primero, consigo mismos;
este es el motivo por el que hemos comenzado el epígrafe volviendo a
hablar del apego. El objetivo fundamental es que supere la inseguridad y el
bajo concepto de sí mismo para alcanzar la libertad que le permitirá decidir
qué hacer con su vida.
Ayuda mucho que el tono de las conversaciones sea siempre positivo,
valorizándolo y animándolo a asumir riesgos sin delegarlos en los demás.
Un individuo con personalidad evitativa o dependiente encuentra un gran
estímulo al recibir de personas revestidas de autoridad felicitaciones por los
objetivos alcanzados, pero también hay que valorar los esfuerzos
aparentemente desperdiciados cuando no se ha tenido éxito: al menos lo ha
intentado. Habrá que ser sobrios en esas felicitaciones, pues pueden
fomentar la dependencia del chico o su inseguridad cuando no encuentra
reconocimiento. El objetivo es que vaya ganando en autonomía y que sea él
mismo quien se valore y felicite ante los grandes o pequeños éxitos.
Hay que guardar un delicado equilibrio para no caer en su trampa de
dependencia, porque probablemente la buscará con las figuras de autoridad.
No hay que perder de vista que para un formador puede ser agradable saber
que alguien depende de él –que se ha convertido en base segura para uno
de los muchachos– y por tanto podría involuntariamente fomentar una
relación que no sería sana para ninguno de los dos.
Esto no quiere decir abandonar al sujeto cuando aún no está preparado
para ser autónomo. Se trata más bien de ir poco a poco, por ejemplo,
disminuyendo la frecuencia de los encuentros respecto a lo que pide, no
respondiendo siempre cuando llama, etc. Conviene explicar que si uno se
resiste a ser su base segura, no es porque le esté rechazando, sino al
contrario, porque tiene confianza en sus capacidades, aunque él mismo no
sea capaz de apreciarlas en el momento actual.
Por otra parte hay que corregir con delicadeza y fortaleza las
manifestaciones impropias de afecto, ya sea por exceso o por defecto:
relaciones exclusivas y absorbentes, faltas de comprensión, episodios de
desbordamiento emocional, poca empatía, no tener en cuenta los gustos,
intereses o modos de ser diferentes, exclusión de determinadas personas del
ámbito de relación, falta de interés por los otros y tendencia al aislamiento,
queja, crítica, envidia, sarcasmo, celo amargo, etc.
Las conversaciones serán una gran ayuda para que se vaya conociendo a
sí mismo, viendo y valorando sus talentos mientras reconoce también sus
carencias afectivas, las causas de sus miedos y ansiedades, etc. Este
conocimiento le permitirá superar su dificultad para expresar las propias
emociones, verbalizando sus necesidades, temores y estados de ánimo,
incluidas las emociones negativas de enfado y resentimiento. Podrá así
resistirse a eventuales intentos de manipulación por parte de terceros y
hacerlo además de forma asertiva, es decir, haciendo valer sus derechos sin
faltar a la caridad o al respeto.
En cuanto a la relación con sus iguales, habrá que potenciar las
habilidades sociales: animarle a romper su inseguridad tratando a todos
(especialmente a sus coetáneos) sin encerrarse en el círculo restringido en
que se siente seguro ni limitarse a tratar a personas mucho mayores o
menores de él con las que se encuentre seguro. Las relaciones y amistades
que necesita establecer, mantener y promover son, repitámoslo, con sus
iguales. Por ejemplo, en el ámbito parroquial no le ayudará que se le
confíen encargos con niños pequeños –catequesis de primera comunión–,
sino con personas de su edad: preparación para la confirmación, cursos
prematrimoniales, etc.
Se le puede animar a que examine lo que espera de sus relaciones: debe
buscar el bien del otro, no el suyo propio en forma de afecto o
reconocimiento. En este sentido, es interesante saber que las llamadas
personalidades depresivas, en las que con frecuencia encontramos muchos
de los rasgos descritos, tienden a dedicarse a labores de ayuda a los demás –
como el voluntariado, la enseñanza o las profesiones sanitarias– como
manera de compensar su baja autoestima y de colmar su necesidad de
afecto [11]. No sería, por tanto, extraño encontrar a un sujeto con estas
características en diversas formas de entrega a Dios.
Finalmente, hay que prestar atención a las relaciones anormales, es decir,
demasiado estrechas, exclusivas o con intimidades impropias. Aquellas, en
definitiva, en las que se adivina una dependencia afectiva y que acaban por
destruir a la persona porque no respetan la alteridad. Resulta especialmente
peligrosa la pareja formada por una persona con marcados rasgos de
personalidad dependientes y otra con rasgos narcisistas o antisociales –son
psicológicamente complementarias–, que da lugar a la doble explotación a
que se ha hecho referencia más arriba. Sería un claro ejemplo de lo que
coloquialmente se llama una relación tóxica.
5. LA PERSONALIDAD OBSESIVO-PERFECCIONISTA

Llegamos al segundo tipo de personalidad: el obsesivo-perfeccionista


[12]. Se trata de un individuo que busca seguridad y apego no en las
personas, sino en sus propias acciones realizadas de una manera que le quita
toda incertidumbre.
Habitualmente hay un sustrato positivo muy claro: una persona así
muestra un elevado sentido del deber, es ordenada, cumplidora y fiable. Por
tanto es ideal para confiarle encargos de responsabilidad, porque inspira la
confianza de que los realizará bien.
Visto, sin embargo, desde más cerca salta a la vista un componente
obsesivo muy marcado que condiciona su modo de trabajar y de
relacionarse con los otros. Nos llevaría demasiado lejos hablar de las causas
de estos rasgos obsesivos, y nos limitaremos simplemente a señalar que en
su origen confluyen factores educacionales (habitualmente un padre rígido
y muy exigente) y biológicos.
En la base de la personalidad obsesiva hay, como en la evitativa y en la
dependiente, un sustrato de inseguridad: el sujeto no tolera la
incertidumbre, tiene miedo al fracaso y por este motivo trata de asegurarlo
todo y de prevenir cualquier error. Esto lo hace extremadamente rígido:
debe seguir las normas y protocolos de forma estricta, tratando de prevenir
cualquier eventualidad.
Por otra parte, no tolera los imprevistos o los cambios de planes, le
angustian las listas de pendientes (tiene una exagerada sensación placentera
cada vez que consigue hacer un clic en su lista de tareas al acabar un
trabajo), se exige más de lo que requieren las circunstancias y es incapaz de
dejar cosas sin hacer. Es característica de ellos la distorsión cognitiva “si no
tengo la seguridad de acabar la tarea perfectamente, mejor ni la intento”.
Al enfrentarse a los problemas tiende al activismo: busca resolver todo
trabajando más. Pero como es poco flexible, habitualmente insiste en los
mismos procedimientos aunque se hayan demostrado poco eficientes y está
poco abierto a soluciones alternativas (tanto a pensarlas como a aceptarlas
de los otros). Es poco creativo y tiene escaso lateral thinking [13]. Por otra
parte, es muy característica su dificultad para tener una visión amplia,
global: a menudo es muy cuidadoso en los detalles pero se pierde en ellos
descuidando el resultado de conjunto: el árbol no le deja ver el bosque.
Esto determina una frecuente paradoja: aunque habitualmente es muy
eficaz para llevar a cabo múltiples tareas, puede ser difícil trabajar con él
precisamente debido a su rigidez. Exige que las cosas se hagan siempre a su
modo, que todo quede acabado sin excepciones hasta en los últimos
detalles, se concentra en detalles nimios y es poco comprensivo con la
forma de ser y los sentimientos de los demás. Al final termina irritado
haciéndolo todo: piensa que los demás trabajan menos o peor que él y con
menos sentido de responsabilidad. Es un candidato al agotamiento y a
entrar en el síndrome del burnout. Las mujeres son además más
susceptibles de padecer anorexia nerviosa.
Desde el punto de vista afectivo suele tener escasa capacidad para
descubrir y hablar de las emociones, lo que le hace muy exigente y poco
comprensivo con las necesidades subjetivas propias y ajenas. Por ejemplo,
le puede resultar difícil entender que él o los otros están cansados y
necesitan una pausa y no consigue disfrutar de los momentos de reposo sin
inquietarse con la urgencia de recomenzar el trabajo.
Es también muy característico un continuo estado de ansiedad: por no
llegar, por no cumplir los objetivos, por no llegar a las expectativas que han
puesto en él... Estos motivos pueden estar más o menos justificados en la
realidad actual o en experiencias pasadas, pero es característica la
desproporción entre el estado de tensión interior y las causas que lo
mantienen.
Desde el punto de vista ascético puede faltarle abandono y confianza en
Dios: busca preferentemente tener todo asegurado, cumplir (un horario, un
programa, unas prácticas de piedad), y le puede faltar reflexión (y por tanto,
adhesión interna) para vivir la obediencia, para preguntarse el porqué de
aquello que vive. Le falta una auténtica libertad de espíritu. Como
consecuencia, el perfeccionista es candidato al derrumbe cuando ve sus
limitaciones, sus flaquezas y sobre todo sus caídas: “ya no podré ser
perfecto”. Por último, una personalidad con estas características es caldo de
cultivo para los escrúpulos.
En síntesis, el perfeccionista puede llegar a olvidar que el motor de sus
acciones ha de ser el amor a Dios y el amor a los otros, no la consecución
de un resultado mediante sus propias obras. Le puede ser útil recordar las
palabras del Señor: «pagáis el diezmo de la menta y la ruda y toda clase de
hortaliza, y sin embargo pasáis por alto la justicia y el amor de Dios; hay
que practicar esto sin descuidar lo otro» (Lc 11, 42).
Como el núcleo de la personalidad obsesivo-perfeccionista es la
inseguridad, la ayuda que pueden prestar los formadores consiste en primer
lugar en facilitar el desarrollo de la confianza en sí mismo, animándole a
convivir con la incertidumbre de no tener todo calculado al milímetro: el
guión de una exposición preparado casi para leerlo, el examen repasado
hasta el último detalle, una explicación que abarca todos los pormenores
para evitar que no se entienda, etc. Se trata, en resumen, de ayudarle a
desapegarse de la confianza en sus propias seguridades para establecer un
apego seguro en realidades más maduras y elevadas.
Es necesario decir con claridad que un formador (o un director espiritual)
rígido o perfeccionista es lo peor que le puede pasar a una persona con
rasgos de personalidad obsesivo-perfeccionistas. Un formador con estas
características se podría contentar con exigir (y obtener) cosas externamente
bien hechas –el respeto de las normas y objetivos o el cumplimiento de
ciertas prácticas de piedad– sin fijarse en el reflejo que tienen en la
interioridad del individuo.
Es fundamental, por otra parte, que los formadores se muestren siempre
muy comprensivos: las ironías sobre su modo de hacer no harán otra cosa
que potenciar su miedo a fracasar, socavar su baja autoestima y por tanto
aumentar su ansiedad. Por el contrario, es preferible tratar de acompañarlo
de manera que poco a poco asuma nuevos riesgos sin sentirse
excesivamente solo. Algunas veces convendrá animarle a “saltar con red”
para que no se haga daño al caer, mientras que en otras ocasiones será más
oportuno quitarla para facilitarle que aprenda por ensayo-error. En todo
caso hay que valorar siempre los intentos aunque los resultados no hayan
sido positivos.
Conviene estar atentos para no cargarle demasiado de trabajo:
ciertamente es eficaz y fiable, pero le es difícil decir que no y puede
fácilmente sobrecargarse sin darse cuenta ni manifestarlo.
Un campo importante sobre el que insistir es la flexibilidad: el
perfeccionista tiene que aprender que hay muchas formas de hacer las cosas
y caminos para llegar a la misma meta, saber distinguir lo importante de lo
accesorio. La vida no es blanco o negro, sino una multiplicidad de matices
de gris. Y en relación con la flexibilidad, le servirá cultivar un sano sentido
del humor: reírse de sí, de sus limitaciones y defectos sin sentirse humillado
por ellos.
Su concepto del deber, por tanto, ha de ser redimensionado. Esto no
quiere decir que haya que erradicarlo, sino simplemente equilibrarlo. En
efecto, no es infrecuente que estas personas se sientan confusas cuando se
les hace ver que el modo como han planteado sus esfuerzos hasta ese
momento (a menudo con éxito en diversos ámbitos: familiar, social,
académico e incluso vocacional) ya no es válido; esta conclusión no sería
correcta. Se trata más bien de ampliar las posibilidades de respuesta de
acuerdo con los desafíos que ofrece la vida, de manera que se puedan
afrontar de manera distinta los problemas que son distintos entre sí.
Este redimensionamiento puede ayudarle a frenarse, a concederse los
necesarios momentos para el reposo y actividades lúdicas sin tener la
sensación de estar perdiendo el tiempo. Le ayudará a ser más comprensivo
con los otros cuando también se toman un descanso; es más, le permitirá
pasarlo bien en esos momentos no solo como un intervalo entre un trabajo y
otro, sino como una posibilidad de disfrutar de los ratos agradables que
ofrece la vida y de perder el tiempo con los demás, es decir, dedicarles
generosamente el propio tiempo para descansar y divertirse juntos.
En la relación con los otros, por tanto, hay que anteponer la caridad a la
eficacia. Por eso el perfeccionista necesita ganar y transmitir serenidad y
paz: aceptar que es una persona imperfecta en un mundo imperfecto
rodeada de personas imperfectas.
Hemos dejado para el final el punto más importante: la relación que el
candidato con personalidad obsesivo-perfeccionista establece con Dios, que
debe convertirse para él en un punto sólido de apego seguro.
En las conversaciones con los formadores se puede revisar la imagen que
tiene de Dios: es posible que haya interiorizado una visión muy parcial,
quizá en relación con normas, obligaciones y cumplimientos más que con el
amor y la misericordia, y esta visión parcial condicionará su relación con
Él. Conviene, por tanto, ayudarle a que no plantee la exigencia en términos
de deberes, acciones y resultados, sino en hacer las cosas por amor a Dios,
que está por encima de las obras concretas y sus resultados: «ama y haz lo
que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges,
corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti la raíz
de la caridad; de dicha raíz no puede brotar sino el bien» [14]. Se pondrá el
acento en la rectitud de intención, el valor sobrenatural de las acciones
(distinto de su eficacia humana), la prioridad de la oración, especialmente
aquella de la que no surgen propósitos pero facilita la relación personal con
Jesucristo, por ejemplo, la meditación del evangelio y la adoración
silenciosa y contemplativa delante del sagrario.
Ante los propios errores (y también ante los fallos de los demás) le será
de gran ayuda redescubrir la maravilla de un Dios que no nos pide que
seamos impecables. El amor a Dios es compatible con que las cosas no
salgan perfectamente bien y cuando caemos, nos perdona. A veces el
problema es que el perfeccionista no se perdona a sí mismo.
Para terminar, tanto el formador como el interesado han de ser realistas
con sus objetivos. No se trata de tener una personalidad completamente
equilibrada, sino de que el trato confiado con Dios lleve a aceptarse y a
tratar de ser cada vez más pacientes con uno mismo y con los demás.
EPÍLOGO
UN ESTILO FORMATIVO SANO

1. DOS MODOS DE FORMAR

Antes de finalizar el libro me gustaría hacer algunas reflexiones sobre la


persona del formador. Hasta ahora hemos hablado sobre cómo ayudar
eficazmente a las personas que buscan nuestra ayuda para orientar su vida.
Ahora tocaría mirar hacia uno mismo y preguntarse: ¿puede realizar esta
importante tarea cualquier tipo de persona o está solo al alcance de
algunos? ¿Qué competencias específicas conviene adquirir o mejorar para
realizar este servicio? ¿Qué aspectos de la propia personalidad conviene
moderar para que no interfieran negativamente? ¿Cómo combinar el afecto
y la exigencia, las metas altas con las potencialidades reales de quien
tenemos delante?
Comencemos señalando que hay dos modos de formar, en función de
donde se ponga el acento. Ambos pueden dar lugar a los mismos resultados
externos –personas que actúan rectamente– pero el interior del educando
será muy distinto en uno y en otro caso.
Existe un estilo formativo sano del que resultan personas libres.
Entienden lo que es bueno para ellas, lo hacen suyo y tratan de ponerlo en
práctica en las distintas circunstancias de su vida. Este modelo se detiene a
explicar los porqués desde el punto de vista del interesado, es decir, no
enumerando reglas o criterios impuestos desde fuera, sino haciendo ver que
el contenido de esas reglas tiene raíces muy profundas y que su
cumplimiento es lo mejor para él: le ayudará a ser mejor persona. Una
consecuencia directa es que el interesado sabrá aplicar los criterios
generales a las situaciones concretas con iniciativa, creatividad, flexibilidad
y epiqueya. Tal vez valga la pena explicar este último concepto, porque no
es conocido ni correctamente entendido por todos.
La epiqueya [1] es una virtud que perfecciona el juicio moral
permitiendo llegar a la decisión correcta incluso en circunstancias
excepcionales o no previstas por la norma. No se trata de una simple
excepción o de aplicarla de forma flexible o progresiva, sino de hacerlo con
cabeza: quien ha entendido el sentido de una regla sabe que en un caso
concreto no se ha de seguir porque el mismo que la estableció no la hubiese
considerado oportuna en esas circunstancias. Por ejemplo, “hay que llegar
puntuales a clase”; pero si por el camino me encuentro a alguien
gravemente necesitado, mi obligación es atenderle aunque llegue tarde
contraviniendo a esa regla. No es propiamente una excepción (de lo
contrario habría que añadir una larga lista de excepciones detrás de cada
norma), sino haber entendido bien que el enunciado completo de esa
sencilla norma debería ser: “hay que llegar puntuales a clase siempre que
alguna necesidad grave de caridad no nos recomiende detenerse”. Cuál es la
gravedad suficiente, cómo conjugar la caridad con el necesitado con la que
se debe vivir con los compañeros de clase, con la diligencia en el trabajo,
etc., es algo que la persona virtuosa es capaz de discernir de forma natural.
El no virtuoso, por el contrario, se sirve de la epiqueya –a veces bajo la
máscara de libertad de espíritu– para rebajar la exigencia en lo que le cuesta
o desagrada. Por su parte, quien ha sido educado de modo formalista se
aferraría a la letra de la ley y pasaría de largo ante la necesidad del prójimo,
como hicieron el sacerdote y el levita en la parábola del buen samaritano
(Lc 10, 30-37). Este ejemplo se puede aplicar a muchas situaciones de la
vida en que entran en conflicto intereses y obligaciones que es imposible
compatibilizar.
Existe, por tanto, un estilo formativo insano que oprime a la persona
porque no fomenta ni respeta su libertad, se empeña en que el sujeto mejore
algunos aspectos pero se olvida de la globalidad de la persona, se conforma
con que cumpla sus obligaciones sin atender a que interiorice el porqué,
sobrecarga con reglas, desconfía, controla, coacciona, etc.
Veremos a continuación algunas características de ambos estilos,
tomando pie de las ciencias de la educación.

2. LOS ESTILOS EDUCATIVOS


Muchos autores han intentado categorizar los modos de educar.
Habitualmente el punto de partida (el analogado principal) es la educación
en ámbito familiar, que puede ser aplicada mutatis mutandis a otros
ámbitos. Aquí me serviré de un modelo que se sirve de la intersección de
dos parámetros: la exigencia y el afecto (Figura 6) [2]. En este caso he
puesto líneas discontinuas para remarcar que los cuadrantes no son
compartimentos estancos ni habitualmente se encuentran estilos puros, sino
una mezcla de todos ellos con mayor o menor proporción de cada uno de
los ingredientes.

Figura 6. Los estilos educativos.

La combinación de ambos parámetros determina cuatro estilos:


democrático, autoritario, negligente e indulgente. En la Tabla 23 se exponen
las principales características de cada uno de ellos tanto desde el punto de
vista de la conducta del educador como de las consecuencias que conllevan
en el hijo.
Rasgos de conducta parental Consecuencias educativas sobre los hijos
D • Afecto manifiesto. • Competencia social.
e
• Sensibilidad ante las necesidades del niño: • Autocontrol.
m
responsabilidad. • Motivación.
o
c • Explicaciones. • Iniciativa.
r • Promoción de la conducta deseable.
á • Moral autónoma.
t • Disciplina inductiva o técnicas punitivas • Alta autoestima.
i razonadas (privaciones, reprimendas).
• Alegres y espontáneos.
c • Promueven el intercambio y la comunicación
o abierta. • Autoconcepto realista.
• Hogar con calor afectivo y clima democrático. • Responsabilidad y fidelidad a
compromisos personales.
• Prosociabilidad dentro y fuera de la casa
(altruismo, solidaridad).
• Elevado motivo de logro.
• Disminución en frecuencia e intensidad
de conflictos padres-hijos.
A
u • Normas minuciosas y rígidas.
• Baja autonomía y autoconfianza.
t • Recurren a los castigos y muy poco a las
• Baja autonomía personal y creatividad.
o alabanzas.
r • Escasa competencia social.
• No responsabilidad paterna.
i • Agresividad e impulsividad.
t • Comunicación cerrada o unidireccional
(ausencia de diálogo). • Moral heterónoma (evitación de
a
castigos).
r • Afirmación de poder.
i • Menos alegres y espontáneos.
• Hogar caracterizado por un clima autocrático.
o
• Indiferencia ante sus actitudes y conductas tanto
positivas como negativas. • Baja competencia social.
• Responden y atienden las necesidades de los • Pobre autocontrol y heterocontrol.
N
e niños. • Escasa motivación.
g • Permisividad. • Escaso respeto a normas y personas.
l • Pasividad. • Baja autoestima, inseguridad.
i
g • Evitan la afirmación de autoridad y la • Inestabilidad emocional.
e imposición de restricciones. • Debilidad en la propia identidad.
n • Escaso uso de castigos, toleran todos los • Autoconcepto negativo.
t impulsos de los niños.
e • Graves carencias en autoconfianza y
• Especial flexibilidad en el establecimiento de autorresponsabilidad.
reglas.
• Bajos logros escolares.
• Acceden fácilmente a los deseos de los hijos.
I
n • No implicación afectiva en los asuntos de los
• Escasa competencia social.
d hijos.
u • Bajo control de impulsos y agresividad.
• Dimisión en la tarea educativa, invierten en los
l hijos el menor tiempo posible. • Escasa motivación y capacidad de
g esfuerzo.
• Escasa motivación y capacidad de esfuerzo.
e • Inmadurez.
n • Inmadurez.
t • Alegres y vitales.
• Alegres y vitales.
e
Tabla 23. Estilos de educación familiar y comportamiento infantil [3].
Evidentemente lo deseable es establecer un estilo democrático, donde la
exigencia vaya adecuadamente equilibrada con afecto y el diálogo.
La personalidad de los educandos estará muy condicionada por estos
patrones. Por ejemplo, el estilo autoritario fomenta actitudes rígidas,
perfeccionistas y ansiosas, o bien puede dar lugar a la rebeldía ante la
autoridad y la norma. El estilo negligente, por su parte, deja carencias
afectivas que el sujeto intentará colmar con relaciones no siempre sanas,
como vimos en el capítulo anterior.
La relación que establece con sus padres en la infancia tiende a replicarse
ya en la vida adulta con otros formadores o figuras de autoridad: profesores,
formadores, jefes, superiores etc. Con ellos el sujeto se mostrará sumiso,
complaciente, tenso, rebelde, dependiente, etc.
Al pasar a tener un papel formador pueden actuar de dos maneras. La
habitual es reiterar el patrón de conducta con que fueron educados,
repitiendo los errores que sufrieron y perpetuándolos. Puede ocurrir por el
contrario que en su deseo de evitarlos caigan en el extremo opuesto, es
decir, que quien fue educado autoritaria o negligentemente se muestre
excesivamente sobreprotector.
Señalamos, por último, que los estilos educativos afectan a la imagen de
Dios que interiorizará el educando [4]. En el modelo democrático será visto
como alguien cercano pero independiente, que atiende a las propias
necesidades; en el autoritario, como alguien que exige y castiga; en el
negligente, como un ser lejano que nos ignora; finalmente, en el indulgente
se considera a Dios como alguien permisivo e incongruente.
Es conveniente, por tanto, que el formador conozca a la familia del
educando para corregir las carencias que haya tenido y no perpetuarlas con
su propia actitud. Pero sobre esto ya hemos hablado en los capítulos
anteriores. El objetivo de este capítulo es más bien señalar que el formador
debe ser consciente del modo en que él mismo fue educado y cómo afecta
su propio estilo formativo. Con esto entramos por fin en el último apartado
de este libro.
3. LA PERSONALIDAD DEL FORMADOR

Al principio del capítulo se formulaban varias preguntas sobre las


aptitudes que se esperan en un buen formador. La primera de ellas era un
poco radical: ¿puede realizar esta importante tarea cualquier tipo de persona
o está solo al alcance de algunos? Pienso que cualquier persona
mentalmente sana está capacitada; de hecho, ser padre o madre es lo más
natural del mundo y no se requieren disposiciones especiales para realizar
aceptablemente esta tarea. Ahora bien, dudo que nadie se conforme con ser
un padre, un profesor o un director espiritual “aceptable”. Afortunadamente
todos nos pedimos más.
En este apartado desarrollaré algunas competencias que ayudan a realizar
la tarea educativa de modo más sano y eficaz, del que surgirán personas (el
formador y el formado) humana y espiritualmente sólidas, serenas,
confiadas, alegres, seguras de sí mismas, capaces de enfrentarse con éxito a
los avatares de la vida.

a) Personalidad madura y vida virtuosa

«Alma de apóstol: primero tú» [5], recomienda san Josemaría. Cuanto


hemos expuesto en este libro ha de ser vivido en primer lugar por el
formador, que necesita una piedad sólida para transmitir fe hecha vida y no
meros conceptos abstractos, seguridad en sí mismo, autoestima, capacidad
autocrítica, coherencia de vida, estabilidad emocional, control sobre sus
estados de ánimo y sus impulsos, empatía, sensibilidad con las necesidades
psicológicas de los otros, habilidades sociales, capacidad de escucha,
alegría, estabilidad en las virtudes humanas y sobrenaturales, etc.
Es importante que tenga cubiertas sus necesidades afectivas, pues de lo
contrario fácilmente buscará de manera inadvertida compensarlas en la
relación formativa, cuando lo que se espera de él es que dé
desinteresadamente sin buscar nada a cambio (aunque evidentemente un
formador encuentra muchas gratificaciones afectivas en su tarea).
No se trata desde luego de ser perfectos, y más adelante veremos algunas
maneras de compensar las propias limitaciones. Se trata simplemente de
reflejar en la propia persona aquello que se enseña, no porque se encarne de
modo acabado, sino porque se intenta vivir. En palabras de san Pablo VI,
«el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio
que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan
testimonio» [6]. Quien trata de adquirir las capacidades que hemos dicho se
hace atractivo para el educando y entonces podrá remitirle humildemente a
su propio modelo: a Jesucristo. Del trato con Él en la oración y en los
sacramentos es donde en última instancia un formador cristiano sacará la
fuerza para estar siempre disponible y sonriente a pesar de las dificultades.
Por eso el Papa Francisco animaba: «enseñad a rezar rezando, anunciad la
fe creyendo, dad testimonio con la vida» [7].
Una característica especialmente importante en quien se dedica a tareas
formativas es la tolerancia a la frustración; ya vimos en su momento que el
síndrome del burnout es especialmente frecuente en los educadores. La
gente no siempre avanza al ritmo que nos gustaría ni corresponde a nuestros
desvelos. Por eso quien se dedica a estas labores ha de tener claro desde el
principio un objetivo: hacer el bien independientemente de los resultados.
Esto requiere un equilibrio interior que ya ha sido tratado varias veces en
los capítulos precedentes.
Junto a esta capacidad psicológica, un formador cristiano ha de tener el
optimismo que deriva de la fe en el poder de la gracia y en la capacidad del
hombre que se decide a corresponder a ella. Por eso es ambicioso a la hora
de plantear objetivos de mejora y riega con la oración lo que ha sembrado
con palabras. San Juan Pablo II afirmaba que «sería un error gravísimo
concluir [...] que la norma enseñada por la Iglesia es en sí misma un “ideal”
que ha de ser luego adaptado, proporcionado, graduado a las –se dice–
posibilidades concretas del hombre: según un “equilibrio de los varios
bienes en cuestión”. Pero ¿cuáles son las “posibilidades concretas del
hombre”? ¿Y de qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la
concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la
realidad de la redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa
que él nos ha dado la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro ser;
ha liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia. [...] El
mandamiento de Dios ciertamente está proporcionado a las capacidades del
hombre: pero a las capacidades del hombre a quien se ha dado el Espíritu
Santo; del hombre que, aunque caído en el pecado, puede obtener siempre
el perdón y gozar de la presencia del Espíritu» [8].

b) Mostrarse vulnerable

No hace falta ser perfectos, decíamos hace poco. No solo porque es


imposible, sino porque tampoco es lo que espera el educando. Lo que
necesita es que su formador sea humano, lo que implica que sea agradable y
empático y también que tenga defectos. La autoridad moral no se pierde por
tenerlos, por evidentes que sean, sino cuando se trata de ocultarlos o
negarlos.
Por eso hay que pedir disculpas cuando no se ha obrado correctamente,
sin justificarse: “he llegado tarde a nuestra cita”, “he sido demasiado
categórico en lo que era solo un consejo”, “me equivoqué al recomendarte
que actuases de esta forma”... Trataré de ejemplificarlo con la primera
disculpa, el retraso. Habitualmente sale espontáneo llegar con una excusa
por delante: “he tenido un día muy ocupado”, “se alargó la reunión
anterior”, etc., que pueden ser ciertas. Probablemente no es lo que se quiere
decir, pero el mensaje implícito –lo reciba o no el interesado– es: “tenía
entre manos cosas más importantes que tú” o “tengo tantos asuntos que me
estás robando tiempo”. Por el contrario, una frase del tipo “calculé mal los
tiempos”, “me alargué en la anterior reunión” (no “se alargó”), etc. –
precedidas por “lo siento”– pone la responsabilidad en uno mismo (locus de
control interno también cuando actuamos mal) y facilita la respuesta del
otro: “no te preocupes, no pasa nada”.
En definitiva, mostrarse vulnerable es otro modo de ser testigo. Los
educandos no verán a su formador desde abajo, como a un modelo
inalcanzable, sino precisamente como lo que ellos mismos son y quieren
ser: alguien con limitaciones que trata de mejorar día a día.
Aceptar las propias limitaciones y reconocerlas ante los demás permitirá
a los formadores algo más importante y difícil: mostrarse indulgentes
consigo mismos, lo que evitará muchas frustraciones y desánimos.

c) La formación del formador

Otro modo de suplir las limitaciones es cuidar la propia preparación. San


Juan de la Cruz fue un gran maestro en la formación de formadores, y en
una de sus obras afirma que las tres condiciones para dirigir bien las almas
son el conocimiento, la prudencia y la experiencia [9].
Es necesario un buen conocimiento de lo que se quiere transmitir: los
contenidos científicos, espirituales, teológicos, etc. Pero también se requiere
exponerlos adecuadamente a cada tipo de público (como enseña la
pedagogía) y las dinámicas internas de los destinatarios. El presente libro es
un intento de iluminar este último punto. Pienso que con frecuencia se
prepara más el contenido que se quiere transmitir que el modo de hacerlo,
lo que resta eficacia a la tarea docente. Esta preparación requiere tiempo y
es una muestra de profesionalidad en el formador.
Sobre el segundo punto, la prudencia, hemos hablado implícitamente a
lo largo de estas páginas, y volveremos a ella en los apartados que quedan.
Añadiré solamente uno de los aspectos de esta virtud: en ocasiones hay que
dudar de la propia competencia y pedir consejo. En cierto modo está en
relación con el conocimiento: saber lo suficiente para detectar que el propio
saber resulta insuficiente y conviene acudir a otro mejor preparado. Como
decían unos humoristas, “lo importante no es saber, sino tener el teléfono de
quien sabe”. Sobre todo en los primeros años de dedicación a tareas
formativas es de gran utilidad tener una persona de referencia a quien
consultar los casos más complicados, obviamente guardando la debida
discreción y sin dar datos sobre la identidad del interesado, si se trata de
cuestiones delicadas.
Llegamos al tercer elemento, que para el gran místico y doctor de la
Iglesia es el más importante: la experiencia. No se trata de una condición
absoluta, pues de lo contrario nadie podría empezar a dedicarse a labores
formativas. Se trata de hacerlo de modo progresivo, comenzando por
personas que no tengan grandes dificultades o problemas complejos y
recomendando a quienes presenten problemáticas más delicadas que acudan
a una persona mejor preparada. En ocasiones esto no es fácil o posible, o
bien el interesado insiste en su petición. Pienso que no hay problema en
aceptarla siempre que se le diga con sencillez que uno tiene poca
experiencia pero hará lo que esté de su parte para atenderle
competentemente. En estos casos habrá que ser cautos, por ejemplo, para no
dar consejos teóricos o recetas prefabricadas.
La inexperiencia se puede compensar con las condiciones que hemos
visto hasta ahora: una vida de piedad asentada, el esfuerzo por vivir las
virtudes, una sólida preparación intelectual y el asesoramiento por parte de
personas más experimentadas. De este modo la juventud no se convierte en
impedimento para ser un buen formador, como leemos en la Biblia: «he
entendido más que los ancianos, porque he guardado tus mandamientos»
(Sal 119, 100).

d) Preocupación por la persona en su integridad

Cuando alguien se confía a otro en una relación formativa, generalmente


lo hace para ganar determinadas competencias: mejorar el carácter, el
rendimiento académico o profesional, las habilidades sociales, la vida
espiritual, etc. La relación formativa tiene en este sentido algo de “relación
profesional”, donde una persona acude a otra solicitando un determinado
servicio. En algunos casos se trata incluso de un trabajo remunerado
(muchas formas de coaching, mentoring y tutoring, asesoramiento familiar
y la misma relación profesor-alumno), mientras que en otros muchos ese
servicio es gratuito por su propia naturaleza (por ejemplo, la dirección
espiritual).
Un buen formador se centrará en los aspectos para los que ha sido
requerido pero no se limitará a dar fríos consejos desde un punto de vista
técnico. Por el contrario, tendrá en cuenta a la persona en toda su riqueza, es
decir, no buscará hacer un mejor estudiante, esposo, cristiano, etc., sino una
mejor persona, que en cierto modo abarca todo lo anterior. De esta forma
evitará forjar seres deformes que, por ejemplo, obtengan un brillante
currículum pero a costa de comprometer su vida familiar.
El mejor modo de conseguirlo es preocuparse por la persona, no “en
cuanto” pariente, alumno, hermano de vocación, dirigido espiritual,
candidato a seguir una vocación, etc., sino en su globalidad. Esto ayudará a
plantear metas amplias sin salirse de la propia competencia ni del contenido
para el que se ha establecido la relación formativa.
Se evitará así caer en una formación conductista, basada en cosas a hacer
o evitar pero sin entrar en los verdaderos deseos y dificultades del
interesado. Con frecuencia las personas necesitan hablar más de lo que
sienten que de lo que hacen, aunque quizá ellos mismos no se den cuenta.
En una ocasión atendí en dirección espiritual a un joven que me parecía un
poco formalista. Decidí comenzar la conversación con una pregunta muy
abierta: “¿estás bien, contento...?”. Se bloqueó un poco y respondió
evasivamente: “no sé, Vd. sabrá, que para eso le cuento lo que hago”. Fue
una estupenda ocasión para ayudarle a conocerse, a profundizar en sus
disposiciones interiores, estados de ánimo, motivaciones, etc., sin limitar las
conversaciones a las prácticas de piedad que había realizado y los detalles
de servicio que había tenido con los demás. Surgieron así muchas
dimensiones que tenían que ver con su vida espiritual o que simplemente le
ayudaban o dificultaban a llevarla adelante de forma serena y alegre.
Evidentemente hay que hacerlo de forma afectuosa, de forma que se
sienta querido y comprendido. Un modo de facilitarlo es detectar e
interesarse por sus preocupaciones: un aniversario, un achaque de salud, la
enfermedad de un familiar, un momento de mayor presión laboral, una
dificultad económica, etc., también cuando se consideran nimias o
desproporcionadas –mi gato se ha puesto enfermo–. Pueden ser
objetivamente exageradas pero de hecho son su preocupación.
Para eso conviene ejercitarse en la escucha empática [10], poniendo
atención a lo que el educando dice, lo que quiere decir y cómo lo dice. Hay
muchos signos y gestos elocuentes que ayudan más a conocerle que muchas
palabras: momentos de silencio, miradas perdidas, que caen al suelo o al
reloj, muestras de rubor al abordar un tema, bostezos, brazos fuertemente
cruzados en actitud de cerrazón, actitud relajada con ojos que miran con
expectación e interés, etc.
El propio formador transmite también todos estos signos y ha de estar
atento para no dar a su interlocutor una idea falsa... o una impresión cierta
que hubiese querido disimular. Lo mejor en estos casos es la verbalización:
decir sencillamente que está cansado, que tiene prisa, etc. Y es que
interesarse por la persona no quiere decir escuchar todo lo que quiera contar
sin límites de tiempo: conviene, tal vez después de una o dos
conversaciones introductorias, delimitar la duración de los encuentros, los
temas a tratar, etc. A veces será necesario reconducir la conversación de
forma delicada: “me parece que nos estamos saliendo del tema”, “nos
estamos centrando en este asunto pero creo que deberíamos abordar
también otros”, “se nos está acabando el tiempo y aún no hemos hablado de
este punto”, etc.
La escucha empática se corona con una pregunta final que, de una u otra
forma, no debería faltar en cada una de las conversaciones: “¿tienes algo
más que comentar?”.
Esta actitud franca, de afecto y profesionalidad, ayuda mucho a la
apertura sincera. Suele decirse que “la confianza no se impone, se inspira”,
se gana con el testimonio de la propia vida coherente y con el interés y
atención con que se escucha lo que el otro quiere decir.
Se abren así las puertas a la amable exigencia que es inherente a toda
relación formativa. En ocasiones hay que pisar el acelerador planteando
metas más altas o señalando conductas y actitudes que no son compatibles
con el estilo de vida que el formando asegura que quiere seguir. Cuando se
ha establecido una relación sólida, cuando se ha sentido comprendido y
querido, entonces está en condiciones de aceptar esas reconvenciones que
tal vez en un primer momento no comprende o se resiste a asumir.
Pero pueden darse momentos de contraste entre lo que el formador
piensa que es mejor y lo que el formado está dispuesto a aceptar, lo que nos
introduce en el siguiente apartado.
e) Respeto a la persona y a sus tiempos

Las personas tienen sus sistemas de valores, sus jerarquías y prioridades,


que no coincidirán completamente con los del formador. Es necesario
distinguir lo nuclear de lo accesorio. Por ejemplo, en una relación profesor-
alumno se está buscando mejorar el rendimiento académico, y en la
dirección espiritual, progresar en la vida cristiana. Si en el primer caso el
alumno no quisiese estudiar o en el segundo el dirigido rechazase algunos
puntos básicos de la doctrina o la moral, habría que plantearse si vale la
pena centrarse en otros aspectos distintos o es preferible suspender la
relación formativa.
Pero hay muchos puntos secundarios en los que legítimamente puede
haber desacuerdo, por ejemplo, en relación con el tiempo de dedicación a
unas tareas u otras, el ritmo que el interesado se ve capacitado a seguir, las
relaciones que ayudan o dificultan su avance, la conveniencia de entregarse
a una vocación específica, etc. ¿Cómo compatibilizar las metas altas con las
disposiciones reales del formando? ¿Cómo distinguir una imposibilidad real
–aunque sea por motivos subjetivos– de las excusas motivadas por la
comodidad o un carácter pusilánime? No hay respuestas unívocas, por lo
que planteo algunas ideas que quizá abran nuevos interrogantes.
Por una parte, la tarea formativa requiere cierta desconfianza en el propio
juicio. Toda persona tiene una gran riqueza y complejidad que es imposible
abarcar y sería ingenuo asumir que se la ha comprendido plenamente. Más
pretencioso aún resultaría creer que se conoce la voluntad concreta de Dios
para esa persona. No hay que perder de vista que el verdadero formador es
el Espíritu Santo y el principal protagonista de la formación es el propio
interesado: es él quien ha de querer mejorar y a quien corresponde la
iniciativa de hacerlo de forma ágil, magnánima y ambiciosa. La tarea del
formador consiste en ponerle delante de sus posibilidades y obligaciones,
formar su conciencia, ayudarle a un examen más sincero de sus acciones y
motivaciones, hacerle ver sus capacidades, sugerirle cómo desarrollarlas y
abrir horizontes de mejora. San Josemaría sintetizaba estos objetivos con la
concisa expresión ayudar a que el alma (la persona desde su interioridad)
quiera [11].
Es cierto que en ocasiones el formando podría ir más rápido, pero todas
las resistencias que se encuentren son precisamente parte de lo que hay que
educar. No se trata simplemente de indicar el camino a seguir, sino también
de quitar los obstáculos también internos, explicar los motivos de modo
comprensible y animante, estimular y fortalecer su voluntad, proponer
estrategias alternativas, etc. El camino más corto entre dos puntos no
siempre es la línea recta y, antes de abordar un objetivo, puede ser necesario
resolver otros aspectos más básicos que bloquean el avance.
Especialmente con los que están comenzando –independientemente de su
edad– conviene ir despacio, de modo progresivo, llevándolos como por un
plano inclinado. Si se les plantean de golpe todas las consecuencias del
género de vida que quieren asumir pueden acabar desanimándose al
compararlo con sus fuerzas actuales o viéndolas como un ideal bonito pero
inalcanzable. Por eso el Papa Francisco ha recordado que «san Juan Pablo II
proponía la llamada “ley de gradualidad” con la conciencia de que el ser
humano “conoce, ama y realiza el bien moral según diversas etapas de
crecimiento” (Familiaris consortio, n. 34). No es una “gradualidad de la
ley”, sino una gradualidad en el ejercicio prudencial de los actos libres en
sujetos que no están en condiciones sea de comprender, de valorar o de
practicar plenamente las exigencias objetivas de la ley. Porque la ley es
también don de Dios que indica el camino, don para todos sin excepción
que se puede vivir con la fuerza de la gracia, aunque cada ser humano
“avanza gradualmente con la progresiva integración de los dones de Dios y
de las exigencias de su amor definitivo y absoluto en toda la vida personal y
social” (Familiaris consortio, n. 9)» [12].
Por último, el sincero afecto por el formando llevará a asumir que es él
quien mejor se conoce a sí mismo, sus capacidades, sus fuerzas; a él
corresponde tomar libremente las decisiones para mejorar su vida. Solo así
sus acciones cuajarán en virtudes y le mejorarán en lo más profundo de su
ser.

f) Superar los propios fantasmas


Un joven, durante una conversación de dirección espiritual, me contó su
preocupación por su hermana, profundamente inserta en la crisis
adolescente; muchos pequeños problemas pero afortunadamente ninguno
grave. Aprovechamos para hablar de su familia: sus padres tenían un
carácter algo débil y él había asumido muchos años atrás el papel de
“cabeza de familia” ante sus hermanos, e incluso en alguna ocasión también
con sus padres. Se encontraba lógicamente sobrecargado de
responsabilidad. Pero además tenía lo que hemos llamado un carácter
obsesivo-perfeccionista y el modo con que trataba de gestionar las
dificultades de su familia era el control. La rebeldía de su hermana había
sumido a este chico en una profunda crisis: estaba un poco descontrolada.
Fuimos profundizando y llegamos a un miedo nuclear: que su hermana
tomase decisiones equivocadas con consecuencias irreversibles. Su modo
de prevenirlo era que las decisiones de la adolescente pasasen por su
aprobación, algo a lo que ella había accedido pacíficamente hasta pocos
meses atrás; ahora se negaba.
Rezar por las personas a quienes se intenta ayudar sirve, y a veces uno
incluso obtiene luces que no reconoce como propias. Se me ocurrió
preguntarle si había considerado la actitud que Dios tiene con nosotros: vela
providentemente pero nos ha creado libres, asumiendo el riesgo de que
obremos mal y pongamos en peligro nuestra salvación eterna. La respuesta
de este chico me sorprendió: “sí, lo he pensado muchas veces y he llegado a
la conclusión de que yo no hubiese creado así al hombre; me daría mucha
pena que se condenase”. La consecuencia que sacamos es que o se estaba
equivocando él en su forma de tratar a su hermana... o se había equivocado
Dios al crearnos libres.
Todos tenemos nuestros miedos e inseguridades, muchas veces derivados
de un sincero afecto hacia las personas que se nos confían. Pero a veces ese
miedo interfiere con la ayuda que queremos prestar y hace que, con la
mejor intención, caigamos en un estilo formativo insano. Por eso es
necesario que el formador se conozca. A continuación expondremos
algunos de esos fantasmas que pueden interferir con la labor de formación.
El caso que acabamos de exponer se puede resumir como inseguridad-
control. Cualquier labor de formación es una gran responsabilidad que cae
sobre los hombros del formador. Puede verse abrumado por la confianza
que han puesto en él los superiores o por la posibilidad de que el educando
no llegue todo lo alto que podría o incluso fracase. Un modo de gestionar
ese miedo es prever y evitar todos los posibles descaminos, incluso cuando
el interesado no los reconoce como tales, o bien instarle a consultar todos
los planes bloqueando los que se salgan de una estrecha y segura rutina.
Son actitudes que acogotan al formando, impiden que actúe con autonomía
y adquiera criterio, dificultan la adquisición de virtudes y amenazan con
contagiarle los propios rasgos obsesivo-perfeccionistas, de modo que con el
tiempo se convertirá a su vez en otro formador inseguro y controlador.
No es solo cuestión de fe: es una condición psicológica que dificulta una
auténtica labor de formación. Quienes dirigen las labores e instituciones
habrán de estar atentos ante tales “candidatos a formadores”, pues con su
mejor intención pueden hacer daño a quienes acudan a ellos.
Conviene recordar que para el ser humano el ensayo-error es una de las
formas más efectivas de aprender. Pensemos en el modo con que hemos
aprendido a montar en bicicleta: primero con las ruedas accesorias, luego
con nuestro padre agarrando el sillín hasta que finalmente se arriesgó a
soltarnos, tal vez conteniendo el aliento mientras avanzábamos en zigzag.
Cuántas cicatrices en la barbilla son una muestra de cariño de unos padres
que supieron confiar en sus hijos a pesar de su escasa habilidad y pasaron
por el mal trago de verlos caer. Como dice Guardini, «cada uno tiene que
hacer sus propias tonterías él mismo para aprender a no hacerlas más» [13].
Esto no quita que es muy bueno servirse de la experiencia de los demás
para escarmentar en cabeza ajena.
El Papa Francisco afirma que quien tiene confiada una labor de consejo
ha de ser «un testigo: un testigo cercano, que no habla, sino que escucha y
luego da orientaciones. No resuelve [el problema] pero te dice: mira esto,
mira esto, mira esto, mira esto..., esta no parece una buena inspiración por
esta razón, esta sí... ¡Pero sigue adelante tú y decide tú!» [14].
Otra dificultad viene dada por el miedo a contristar al corregir o al
exigir, distinto del respeto a los tiempos y ritmos de la persona del que
hemos hablado. Con esta dejación de funciones no se trataría de buscar el
bien de la persona, sino de evitarse a sí mismo un mal rato. Un buen
formador también debe pasarlo mal y poner al formando delante de sus
responsabilidades. De lo contrario estaría traicionando su propio papel y la
confianza que el interesado puso en sus manos al buscarle.
La labor formativa es un darse desinteresadamente. Tiene muchas
gratificaciones, pero el bien del otro ha de estar siempre por encima de la
recompensa que pueda darnos en forma de afecto, reconocimiento, etc.
Sería un desorden tratar de resolver las propias necesidades afectivas en la
relación formativa. No me refiero a formadores con grandes carencias, sino
a personas normales que se sienten queridas por sus educandos o que ven
cumplidas en ellos sus ansias de generatividad. Todo esto es legítimo y de
hecho se da con naturalidad en cualquier labor formativa, lo que la hace
muy satisfactoria. Pero si el bien del formando requiriese una corrección –
realizada siempre con delicadeza y caridad–, no sería maduro por parte del
formador sacrificar el bien del educando en aras del mantenimiento de una
relación plácida y serena. Sería buscarse a sí mismo por encima del bien del
otro, lo que metería una semilla de insinceridad en el núcleo mismo de la
relación formativa.
En el extremo opuesto, el formador debe estar también precavido ante los
intentos de invasión por parte del formando, en el caso de que pretenda
encontrar en la relación lo que debería buscar en otros ámbitos: familia,
amigos, etc. La relación formativa tiene sus objetivos, debe hacerse en un
clima de afecto y confianza pero su fin no es simplemente que alguien con
quien me encuentro bien me escuche y me anime, sino que me ayude a ser
mejor. En este sentido, aplicando lo que hablamos en el capítulo sobre las
relaciones en la edad adulta, se asemeja más a la relación paterno-filial que
a la amistad entre iguales. Así como el padre tiene que hacer las veces de
padre, no de amigo, también el formador debe asumir su rol, aunque fuera
de las conversaciones formativas haya otros lazos de tipo familiar,
vocacional o incluso de amistad. Habitualmente esta distinción se alcanza
de modo intuitivo, pero en ocasiones –especialmente con personas jóvenes
o con personalidades inmaduras o enfermas– puede ser necesario
explicitarlo.
Por último, el formador debe saber distanciarse de los problemas ajenos.
No está llamado a llevar sobre sus hombros el peso del mundo, como el
titán Atlas debía sostener la bóveda del cielo. Cuando se tiene un verdadero
afecto por los formandos se pasa mal cuando parece que no avanzan al
ritmo que deberían o incluso se están alejando de lo que objetivamente es
mejor para ellos. Pero no se puede caer en el pesimismo, la frustración o la
pérdida de la propia paz interior. Algo falla en el profesor que llega a casa
deprimido después de una insatisfactoria sesión de exámenes o en el
sacerdote que termina una tarde de confesionario abatido por la debilidad de
la naturaleza humana.
El afecto verdadero por los que dependen de uno llevará a respetar su
libertad dejando siempre una mano tendida, haciendo quizá como los
pescadores, que saben soltar carrete para que el pez que trata de escaparse
no acabe rompiendo el hilo. Y sobre todo llevará a rezar más
insistentemente por ellos y a ejercitar la propia fe en la bondad de Dios y en
el poder de la oración, de la que Él se sirve para cambiar los corazones.

4. VALE LA PENA

Vale la pena ser formador. Es laborioso, porque exige no solo tiempo,


sino sobre todo cabeza y corazón. Pero cuando pasan los años uno siente la
legítima satisfacción interior del padre que ve que sus hijos han llegado
lejos, incluso más lejos que él. «Una de las alegrías más grandes de un
educador se produce cuando puede ver a un estudiante constituirse a sí
mismo como una persona fuerte, integrada, protagonista y capaz de dar»
[15]. Entonces siente cumplidas sus ansias irrenunciables de generatividad
que le llevan a exclamar en acción de gracias con san Pablo: «me pongo de
rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en
la tierra» (Ef 3, 14).
Alguno quizá no llegó todo lo lejos que hubiésemos querido, o tal vez lo
hizo por otro camino o llegó a otro punto en el que se encuentra feliz. En
todo caso, siguió su camino y llegó a su meta. «Yo planté, Apolo regó; pero
es Dios quien dio el crecimiento; de tal modo que ni el que planta es nada,
ni el que riega, sino el que da el crecimiento, Dios. [...] Porque nosotros
somos colaboradores de Dios; vosotros sois campo de Dios, edificación de
Dios» (1 Co 3, 6-9).
BIBLIOGRAFÍA

1. BIBLIOGRAFÍA GENERAL

Javier CABANYES, Miguel Ángel MONGE (coord.), La salud mental y


sus cuidados, EUNSA, Pamplona 20174.
Stephen R. COVEY, Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva, Paidós
Ibérica, Barcelona 1997.
Francisco Javier INSA GÓMEZ (coord.), Amar y enseñar a amar. La
formación de la afectividad en los candidatos al sacerdocio, Palabra,
Madrid 2019.
Miguel Ángel MONGE SÁNCHEZ (coord.), Medicina pastoral.
Cuestiones de biología, antropología, medicina, sexología, psicología y
psiquiatría, EUNSA, Pamplona 20105.
Jordan PETERSON, 12 Reglas para Vivir: Un Antídoto al Caos, Planeta,
Barcelona 2018.
Ángel RODRÍGUEZ LUÑO, Elegidos en Cristo para ser santos. Curso de
teología moral fundamental, Palabra, Madrid 2001.
Juan Bautista TORELLÓ, Psicología y vida espiritual, Rialp, Madrid 2008.
Wenceslao VIAL, Madurez psicológica y espiritual, Palabra, Madrid 20194.
—, (ed.), Ser quien eres. Cómo construir una personalidad feliz con el
consejo de médicos, filósofos, sacerdotes y educadores, Rialp, Madrid
2017.
Ricardo YEPES STORK, Javier ARANGUREN ECHEVARRÍA,
Fundamentos de Antropología. Un ideal de la excelencia humana,
EUNSA, Pamplona 19994.

2. PERSONALIDAD Y AFECTIVIDAD

Giuseppe ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud. Ensayo de filosofía moral,


Eiunsa, Barcelona 1992.
Alfonso AGUILÓ, Educar el carácter. Principios clave de la formación de
la personalidad, Palabra, Madrid 201912.
Gordon W. ALLPORT, La personalidad. Su configuración y desarrollo,
Herder, Barcelona 1968.
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco.
Michel ESPARZA, Amor y autoestima, Rialp, Madrid 20097.
Leslie GREENBERG, Emociones: una guía interna. Cuáles sigo y cuáles
no, Desclée de Brouwer, Bilbao 2000.
Romano GUARDINI, Cartas sobre la formación de sí mismo, Palabra,
Madrid 20175.
Javier DE LAS HERAS, Conoce tu personalidad. Por qué eres como eres,
La Esfera de los Libros, Madrid 2010.
Dietrich VON HILDEBRAND, El corazón. Un análisis de la afectividad
humana y divina, Palabra, Madrid 20096.
Jacques PHILIPPE, La libertad interior, Rialp, Madrid 200321.
Josef PIEPER, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 201711.
Fernando SARRÁIS, Personalidad, EUNSA, Pamplona 2012.
—, Madurez psicológica y felicidad, EUNSA, Pamplona 2013.
—, Temperamento, carácter y personalidad, Teconté, Madrid 20162.
—, Entender la afectividad, Teconté, Madrid 2017.

3. CRECER POR DENTRO A LO LARGO DEL CICLO VITAL

John BOWLBY, Una base segura. Aplicaciones clínicas de una teoría del
apego, Paidós, Barcelona 1989.
Mariolina CERIOTTI MIGLIARESE, Erótica y materna. Un viaje al
universo femenino, Rialp, Madrid 20182.
—, Masculino. Fuerza, eros, ternura, Rialp, Madrid 2019.
—, La familia imperfecta. Cómo transformar los problemas en retos, Rialp,
Madrid 2019.
Blanca CASTILLA DE COTÁZAR, Persona femenina, persona masculina,
Rialp, Madrid 1996.
Alberto DELGADO CARDONA, Aprender a envejecer, Corporación CED,
Medellín 2006.
Erik ERIKSON, El ciclo vital completado, Paidós, México-Buenos Aires-
Barcelona 1988.
Shaunti FELDHAHN, Jeff FELDHAHN, Solo para hombres, Unilit,
Medley (FL) 2007.
—, Solo para mujeres, Unilit, Medley (FL) 2017.
FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris laetitia, 19 de
marzo de 2016.
—, Exhortación Apostólica Postsinodal Christus vivit, 25 de marzo de
2019.
John GRAY, Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus, Grijalbo,
Barcelona 1993.
Romano GUARDINI, Las etapas de la vida. Su importancia para la ética y
la pedagogía, Palabra, Madrid 1997.
Bärbel INHELDER, Jean PIAGET, De la lógica del niño a la lógica del
adolescente. Ensayo sobre la construcción de las estructuras operatorias,
Paidós Ibérica, Barcelona 1985.
Francisco Javier INSA GÓMEZ (coord.), Cómo acompañar en el camino
matrimonial. La pastoral familiar a la luz de Amoris laetitia, Rialp,
Madrid 2020.
Elisabeth KÜBLER-ROSS, Sobre la muerte y los moribundos, Grijalbo,
Barcelona 1993.
Clive Staples LEWIS, Los cuatro amores, Rialp, Madrid 200812.
Natalia LÓPEZ MORATALLA, Cerebro de mujer y cerebro de varón,
Rialp, Madrid 2007.
Jean PIAGET, El criterio moral en el niño, Fontanella, Barcelona 1971.
Lluís SEGARRA, Cuidar y ser cuidado. Aprender a envejecer, EUNSA,
Pamplona 2015.

4. LA VIRTUD CRISTIANA DE LA CASTIDAD

Juan Luis CABALLERO (coord.), El celibato cristiano. Una vida plena y


fecunda, Palabra, Madrid 2019.
Carlos CHICLANA ACTIS, Atrapados en el sexo. Cómo liberarte del
amargo placer de la hipersexualidad, Almuzara, Córdoba 2013.
San Josemaría ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Rialp, Madrid 200430, nn. 175-
189 (homilía Porque verán a Dios).
—, Camino (edición crítico-histórica preparada por Pedro Rodríguez),
Rialp, Madrid 2002, nn. 118-171 (capítulos Santa pureza y Corazón).
Miguel Ángel FUENTES, La castidad. ¿Posible?, Ediciones Verbo
Encarnado, San Rafael (Mendoza, Argentina) 2006.
—, La trampa rota, Ediciones Verbo Encarnado, San Rafael (Mendoza,
Argentina) 2008.
Francisco Javier INSA GÓMEZ, Mirar con los ojos de Jesús. Consejos
para llevar una vida limpia en el siglo XXI, Palabra, Madrid 2019.
J. DE IRALA ESTÉVEZ, El valor de la espera, Palabra, Madrid 2007.
—, Te quiero, por eso no quiero. El valor de la espera, Publicación
independiente, 20207.
SAN JUAN PABLO II, Hombre y Mujer los creó. Catequesis sobre el amor
humano, Ediciones Cristiandad, Madrid 20102.
André LEONARD, La moral sexual explicada a los jóvenes, Palabra,
Madrid 1994.
Antonio PÉREZ VILLAHOZ, ¡Estás hecho para amar! Cómo vivir la
pureza y no morir en el intento, Cobel, Alicante 2014.
Fernando SARRÁIS, Afectividad y sexualidad, EUNSA, Pamplona 2015.
Jesús María SILVA, Sexo: cuándo y por qué, Palabra, Madrid 2018.
James R. STONER, Donna M. HUGHES (eds.), Los costes sociales de la
pornografía, Rialp, Madrid 2014.
Christopher WEST, Theology of the body for beginners, Recording for the
Blind & Dyslexic, Princeton (NJ) 2008.
Gary WILSON, Your Brain on Porn. Internet Pornography and the
Emerging Science of Addiction, Commonwealth Publishing, United
Kingdom 2017.
Karol WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 20166.
5. LA AFECTIVIDAD ENFERMA

Manuel ÁLVAREZ ROMERO, Domingo GARCÍA-VILLAMISAR, El


síndrome del perfeccionista. El anancástico, Almuzara, Córdoba 20174.
Martin M. ANTONY, Richard P. SWINSON, Cuando lo perfecto no es
suficiente. Estrategias para hacer frente al perfeccionismo, Desclée De
Brouwer, Bilbao 20082.
ASOCIACIÓN AMERICANA DE PSIQUIATRÍA, Manual diagnóstico y
estadístico de los trastornos mentales (DSM-5), Asociación Americana de
Psiquiatría, Arlington (VA) 20145.
Javier SCHLATTER NAVARRO, Ser felices sin ser perfectos, EUNSA,
Pamplona 20163.
Fernando SARRÁIS, Aprendiendo a vivir. El descanso, EUNSA, Pamplona
2011.
—, El miedo, EUNSA, Pamplona 2014.

6. UN ESTILO FORMATIVO SANO

Julio DIÉGUEZ, Sin que él sepa cómo. Crecer en libertad, Letra Grande,
2020.
Fulgencio ESPÁ, Cuenta conmigo. El acompañamiento espiritual, Palabra,
Madrid 2017.
Francisco FERNÁNDEZ-CARVAJAL, Para llegar a puerto. El sentido de
la ayuda espiritual, Palabra, Madrid 20197.
Antonio PÉREZ VILLAHOZ, Formar bien es posible. 10 claves en la
formación de un adolescente, Cobel, Murcia 20142.
NOTAS

Notas de la Presentación
[1] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Rialp, Madrid
200430, n. 229.
[2] SAN AGUSTÍN, Las confesiones, I, 1, 1.
[3] FRANCISCO, Audiencia general, 14 de julio de 2017.
[4] SAN AGUSTÍN, Sobre la bondad de la viudez, XXI, 26.
[5] Cfr. P. IOVINO, La prima lettera ai Tessalonicesi, Edizioni
Dehoniane Bologna, Bologna 1992, pp. 284-287.
[6] Cfr. C. CHICLANA ACTIS, “Formación y evaluación psicológica
del candidato al sacerdocio”, Scripta Theologica 51 (2019), 467-504.
[7] Cfr., entre otras, M. A. MONGE SÁNCHEZ (coord.), Medicina
pastoral. Cuestiones de biología, antropología, medicina, sexología,
psicología y psiquiatría, EUNSA, Pamplona 20105; J. CABANYES, M. A.
MONGE (coord.), La salud mental y sus cuidados, EUNSA, Pamplona
20174; W. VIAL, Madurez psicológica y espiritual, Palabra, Madrid 20194.
[8] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I, q. 2, a. 2, ad 1.
[9] Ibidem, I, q. 1, a. 8, ad 2.
[10] F. J. INSA GÓMEZ (coord.), Amar y enseñar a amar. La formación
de la afectividad en los candidatos al sacerdocio, Palabra, Madrid 2019.
Notas de ‘¿Qué es la personalidad?’
[1] Cfr. G. KELLY, A Theory of Personality. The Psychology of Personal
Constructs, Norton, New York (NY) 1963.
[2] Cfr. R. R. McCRAE, P. T. COSTA, The NEO Personality Inventory
Manual, Psychological Assessment Resources, Odessa (FL) 1985; IDEM,
“Validation of the Five-Factor Model of Personality Across Instruments and
Observers”, Journal of Personality and Social Psychology 52 (1987) 81-90;
R. R. McCRAE, P. T. COSTA, T. A. MARTIN, “The NEO-PI-3: A More
Readable Revised NEO Personality Inventory”, Journal of Personality
Assessment 84 (2005) 261-270; R. R. McCRAE, P. T. COSTA, Personality
in Adulthood. A Five-Factor Theory Perspective, The Guilford Press, New
York-London 20052.
[3] Cfr. J. B. ROTTER, “Generalized Expectancies of Internal versus
External Control of Reinforcements”, Psychological Monographs 80 (1966)
1-28.
[4] El concepto de indefensión aprendida fue desarrollado por el
psicólogo americano Martin Seligman mientras estudiaba las causas
psicológicas de la depresión. Cfr. M. E. P. SELIGMAN, Helplessness. On
Depression, Development, and death, W. H. Freeman, San Francisco 1975;
IDEM, Aprenda optimismo. Haga de la vida una experiencia maravillosa,
Debolsillo, Barcelona 2011.
[5] Cfr. FRANCISCO, Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate, 19
de marzo de 2018, nn. 47-62.
[6] Cfr. A. FREUD, El Yo y los mecanismos de defensa, Paidós Ibérica,
Barcelona 1980; J. LAPLANCHE, J. B. PONTALIS, D. LAGACHE,
Diccionario de psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires-Barcelona-México
1996, pp. 221-223.
[7] A. H. MASLOW, The Psychology of Science: A Reconnaissance,
Harper & Row, New York (NY) 1966, pp. 15-16.
[8] Cfr. H. ROULLET, La esclava indomable. Biografía de Bakhita, la
santa sudanesa, Rialp, Madrid 2019.
Notas de ‘¿Cómo valorar la madurez?’
[1] G. W. ALLPORT, La personalidad. Su configuración y desarrollo,
Herder, Barcelona 19682, pp. 329-367. Los siguientes apartados son una
adaptación de mi artículo “Accompagnare i candidati al sacerdozio sulla
strada della maturità. Una proposta dalla psicologia di Gordon Allport”,
Tredimensioni 14 (2017) 176-187, disponible en español:
http://www.isfo.it/files/File/Spagnolo/e-Insa17.pdf (14-11-2020).
[2] Cfr., entre otros, A. CENCINI, “Omosessualità strutturale e non
strutturale. Contributo per un’analisi differenziale (I)”, Tredimensioni 6
(2009) 31-42; IDEM, “Omosessualità strutturale e non strutturale.
Contributo per un’analisi differenziale (II)”, Tredimensioni 6 (2009) 131-
142; J. HARVEY, Same Sex Attraction: Catholic Teaching and Pastoral
Practice, Knights of Columbus Supreme Council, New Haven (CT) 2007
(disponible en: http://www.kofc.org/un/en/resources/cis/cis385.pdf (14-11-
2020)).
[3] G.W. ALLPORT, La personalidad, p. 338.
[4] L. TOLSTOI, Ana Karenina, V, 13.
[5] Ibidem, pp. 340-341.
[6] F. DOSTOIEVSKI, Los hermanos Karamazov, I, II, 4.
[7] G. W. ALLPORT, La personalidad, p. 341.
[8] Sin ánimo de ser exhaustivo, cfr. Audiencia general, 25 de noviembre
de 2013, 9 de octubre de 2013, 12 de febrero de 2014, 27 de agosto de
2014; Discurso a la Curia romana con motivo de las felicitaciones
navideñas, 21 de diciembre de 2013; Ángelus, 16 de febrero de 2014;
Diálogo con los estudiantes de los Colegios Pontificios y residencias
sacerdotales de Roma, 12 de mayo de 2014; Encuentro con los sacerdotes
diocesanos de Caserta, 26 de julio de 2014; Discurso a las capitulares de la
Congregación de las Hijas de María Auxiliadora, 8 de noviembre de 2014;
y sobre todo las homilías diarias en la capilla de la Domus Sanctae
Marthae: 13 de abril de 2013, 18 de mayo de 2013, 2 de noviembre de
2013, 13 de septiembre de 2013, 23 de enero de 2014, 11 de abril de 2014,
12 de septiembre de 2014, etc.
[9] A. M. RAVAGLIOLI, “Educare alla relazione interpersonale i futuri
presbiteri (I). Maturità personale, processi simbolici e relazione”,
Tredimensioni 10 (2013), 121-133 (aquí p. 124).
[10] G. W. ALLPORT, La personalidad, p. 343.
[11] La tolerancia a la frustración ha sido ampliamente estudiada por
Albert ELLIS (1913-2007) en el contexto de su terapia racional emotiva
conductual. Cfr., como obra más madura, El camino de la tolerancia. La
filosofía de la Terapia Racional-Emotiva, Obelisco, Barcelona 2016.
[12] Cfr, entre otros, M. J. SMITH, Cuando digo no, me siento culpable,
Debolsillo, Barcelona 20099.
[13] G. W. ALLPORT, La personalidad, p. 345.
[14] Ibidem, p. 346.
[15] Ibidem.
[16] SAN AGUSTÍN, Comentarios a los Salmos, 30, 2, 7.
[17] Cfr. G. W. ALLPORT, La personalidad, p. 349.
[18] Ibidem, p. 350.
[19] Ibidem, p. 362.
Notas de ‘Quererse para poder querer’
[1] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, II-II, q. 26, a. 1-
4.
[2] SAN AGUSTÍN, Carta 109, 2. Aunque esta carta se suele citar como
parte del epistolario del santo de Hipona, en realidad no la escribió él, sino
que se la envió Severo, amigo suyo y obispo de Milevi.
[3] C. CAVANYES, “El amor a uno mismo”, en W. VIAL (ed.), Ser
quien eres. Cómo construir una personalidad feliz con el consejo de
médicos, filósofos, sacerdotes y educadores, Rialp, Madrid 2017, p. 32.
[4] Diccionario de la Lengua Española, Espasa, Madrid 201423, p. 2211.
[5] Esta mayor atención a su aspecto físico es uno de los motivos por los
que son más vulnerables a sufrir anorexia nerviosa.
[6] A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, Vol. III,
Rialp, Madrid 2003, p. 405.
[7] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Rialp, Madrid 200682, n.
274.
[8] Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, Vol. III,
p. 404.
[9] C. S. LEWIS, Cartas del diablo a su sobrino, Rialp, Madrid 201620,
pp. 80-81.
[10] SANTA TERESA DE JESÚS, Las moradas, VI, 10.
[11] C. S. LEWIS, Cartas del diablo a su sobrino, p. 80.
[12] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 59.
Notas de ‘Qué es la afectividad’
[1] Título original: Inside out, Pixar 2015.
[2] F. SARRÁIS, Entender la afectividad, Teconté, Madrid 2017.
[3] Adaptado de: R. YEPES STORK, J. ARANGUREN ECHEVARRÍA,
Fundamentos de Antropología. Un ideal de la excelencia humana, EUNSA,
Pamplona 19994, p. 48. Estos autores a su vez han sintetizado: SANTO
TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I-II, qq. 22-48.
[4] Cfr. SAN BERNARDO, Sermones sobre el Cantar de los Cantares,
XL, 5.
[5] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 405, 1264, 1426, 2514.
[6] SAN AGUSTÍN, Cuestiones diversas a Simpliciano, I, II, 18.
[7] Me parece muy interesante al respecto la propuesta de G. K.
POPCAK, Dioses rotos. Los siete anhelos del corazón humano, Palabra,
Madrid 2017. Para este psicólogo estadounidense los pecados capitales son
respuestas equivocadas e ineficaces a los siete anhelos del corazón humano
(abundancia, dignidad, justicia, paz, confianza, bienestar y comunión) que
solo Dios puede colmar.
[8] Cfr. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco.
Notas de ‘Desarrollar la afectividad desde las virtudes teologales’
[1] BENEDICTO XVI, Audiencia general, 7 de marzo de 2012.
[2] R. SARAH, La fuerza del silencio, Frente a la dictadura del ruido,
Palabra, Madrid 2017.
[3] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Rialp, Madrid
200430, n. 296.
[4] BENEDICTO XVI, Audiencia general, 31 de agosto de 2011.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1817.
[6] FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris laetitia,
19 de marzo de 2016, n. 275.
[7] Cfr. J. GRIBOMONT, “Ascesis”, en A. DI BERARDINO (ed.),
Encyclopedia of Ancient Christianity, Vol. 1, InterVarsity Press Academic,
Downers Grove (IL) 2014, p. 253.
[8] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 183.
[9] E. STEIN, Sobre el problema de la empatía, Trotta, Madrid 2004.
[10] Digesto, I, I, 10.
[11] F. CAPRA, El nombre delante del título. Autobiografía, T & B,
Madrid 2000, p. 400.
[12] SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el evangelio de san
Mateo, XIX, 7.
Notas de ‘El ciclo vital’
[1] Sobre el concepto de crisis en el ciclo vital son interesantes las
reflexiones de R. GUARDINI, Las etapas de la vida. Su importancia para
la ética y la pedagogía, Palabra, Madrid 1997, pp. 65-70. El planteamiento
de Guardini no es psicológico ni teológico, sino fenomenológico y ético. Su
visión es compatible con los dos autores que estudiaremos a continuación,
como se ve en la división en fases y crisis que propone: seno materno
[nacimiento], niño [crisis de la pubertad], joven [crisis de la experiencia],
mayor de edad [crisis de la experiencia de los límites y de la dejación
(monotonía)], persona madura [crisis de la separación de cosas y personas],
anciano [crisis de la pérdida de autonomía] y persona senil.
[2] Ibidem, p. 122.
[3] Entre otras muchas obras, cfr. J. GRAY, Los hombres son de Marte,
las mujeres son de Venus, Grijalbo, Barcelona 1993; B. CASTILLA DE
COTÁZAR, Persona femenina, persona masculina, Rialp, Madrid 1996; N.
LÓPEZ MORATALLA, Cerebro de mujer y cerebro de varón, Rialp,
Madrid 2007; S. FELDHAHN, J. FELDHAHN, Solo para hombres, Unilit,
Medley (FL) 2007; S. FELDHAHN, Solo para mujeres, Unilit, Medley
(FL) 2017; M. CERIOTTI MIGLIARESE, Erótica y materna. Un viaje al
universo femenino, Rialp, Madrid 20182; IDEM, Masculino. Fuerza, eros,
ternura, Rialp, Madrid 2019.
[4] Cfr. E. ERIKSON, El ciclo vital completado, Paidós, México-Buenos
Aires-Barcelona 1988.
[5] Adaptado de Ibidem, pp. 38-39.
[6] Ibidem, p. 79.
[7] Este apartado es una adaptación de E J. INSA GÓMEZ,
“Dependencia afectiva y perfeccionismo: una propuesta a partir de la teoría
del apego”, en IDEM (coord.), Amar y enseñar a amar. La formación de la
afectividad en los candidatos al sacerdocio, Palabra, Madrid 2019, pp. 119-
128.
[8] Cfr. J. BOWLBY, Una base segura. Aplicaciones clínicas de una
teoría del apego, Paidós, Barcelona 1989. Esta teoría ha sido difusamente
aplicada a una psicología de matriz cristiana; cfr., entre otros ejemplos, S.
BRUNO, “La costruzione dei legami di attaccamento nel rapporto uomo-
Dio”, Tredimensioni 5 (2008), 292-302; J. R. PRADA RAMÍREZ,
Psicologia e formazione. Principi psicologici utilizzati nella formazione per
il Sacerdozio e la Vita consacrata, Editiones Academiae Alfonsianae, Roma
2009, pp. 146-157; P. CIOTTI, “Teoría dell’«attaccamento» e maturazione
di fede”, Tredimensioni 7 (2010), 266-278; W. VIAL, Madurez psicológica
y espiritual, Palabra, Madrid 2016, pp. 72-75.
[9] Cfr. M. MAIN, N. KAPLAN, J. CASSIDY, “Security in Infancy,
Childhood, and Adulthood: A Move to the Level of Representation”, en I.
Bretherton, E. Waters (eds.), Growing Points in Attachment Theory and
Research, Wiley-Blackwell, Boston (MA) 1985, pp. 66-106; C. HAZAN, P.
R. SHAVER, “Romantic Love Conceptualized as an Attachment Process”,
Journal of Personality and Social Psychology 52 (1987) 511-524; IDEM,
“Love and Work: An Attachment Theoretical Perspective”, Journal of
Personality an Social Psicology 59 (1990) 270-280; IDEM, “Attachment as
an Organitazional Framework for Research on Colse Relationships”,
Psychological Inquiry 5 (1994) 1-22.
[10] Cfr. K BARTHOLOMEW, “Avoidance of Intimacy: An Attachment
Perspective”, Journal of social and Personal Relationships 7 (1990) 147-
178; K. BARTHOLOMEW, L. M. HOROWITZ, “Attachment Styles
Among Young Adults: A Test of a Four-Category Model”, Journal of
Personality and Social Psychology 61 (1991) 226-244.
Notas de ‘Infancia y adolescencia’
[1] Sobre el desarrollo psicológico del niño es imprescindible la obra del
biólogo suizo Jean Piaget. Cfr, entre otras obras, J. PIAGET, El criterio
moral en el niño, Fontanella, Barcelona 1971; B. INHELDER, J. PIAGET,
De la lógica del niño a la lógica del adolescente. Ensayo sobre la
construcción de las estructuras operatorias, Paidós Ibérica, Barcelona
1985.
[2] Cfr. E. ERIKSON, El ciclo vital completado, Paidós, México-Buenos
Aires-Barcelona 1988, pp. 99-107.
[3] Cfr. Ibidem, p. 74.
[4] Adaptado de Ibidem, pp. 38-39.
[5] Cfr. Ibidem, pp. 96-99.
[6] Aunque no es el creador del concepto, su máximo divulgador es
Boris CYRULNIK, de quien destacan las obras: La maravilla del dolor. El
sentido de la resiliencia, Granica, Barcelona 2001; Los patitos feos. La
resiliencia. Una infancia infeliz no determina la vida, Gedisa, Barcelona
2002; El amor que nos cura, Gedisa, Barcelona 2005; Resiliencia y
adaptación. La familia y la escuela como escuela de resiliencia, Gedisa,
Barcelona 2018. El autor, de origen judío, consiguió esconderse de los nazis
durante la Segunda Guerra Mundial, mientras que sus padres murieron
deportados. Terminada la guerra estudió Medicina y se especializó en
psiquiatría. Sus libros tienen mucho de autobiográfico.
[7] E. ERIKSON, El ciclo vital completado, p. 53.
[8] FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Christus vivit, 25
de marzo de 2019, n. 113.
[9] L. A. RUIZ, “Comunicare la fede nel secolo XXI”, en F. J. INSA
GÓMEZ, Ti concedo un cuore saggio e intelligente. La dimensione
intellettuale della formazione sacerdotale, Edusc, Roma 2020, pp. 197-216;
M. MCLUHAN, Q. FIORE, El medio es el masaje. Un inventario de
efectos, Paidós, Barcelona-Buenos Aires-México 1997.
[10] Cfr. E. ERIKSON, El ciclo vital completado, pp. 92-96.
[11] Cfr. IDEM, Childhood and Society, Penguin Books, Harmondsworth
19652, p. 253.
[12] Adaptado de Ibidem, pp. 38-39.
[13] A. ABERASTURY, M. KNOBEL, La Adolescencia Normal. Un
enfoque psicoanalítico, Paidós, Buenos Aires 1984.
[14] R. GUARDINI, Las etapas de la vida. Su importancia para la ética
y la pedagogía, Palabra, Madrid 1997, p. 50.
Notas de ‘La edad adulta’
[1] Cfr. E. ERIKSON, El ciclo vital completado, Paidós, México-Buenos
Aires-Barcelona 1988, pp. 90-92.
[2] Adaptado de Ibidem, pp. 38-39.
[3] Cfr. R. GUARDINI, Las etapas de la vida. Su importancia para la
ética y la pedagogía, Palabra, Madrid 1997, p. 66.
[4] Cfr., entre tantas, FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal
Amoris laetitia, 19 de marzo de 2016; J. GRAY, Los hombres son de Marte,
las mujeres son de Venus, Grijalbo, Barcelona 1993; M. CERIOTTI
MIGLIARESE, La familia imperfecta. Cómo transformar los problemas en
retos, Rialp, Madrid 2019; F. J. INSA GÓMEZ (coord.), Cómo acompañar
en el camino matrimonial. La pastoral familiar a la luz de Amoris laetitia,
Rialp, Madrid 2020.
[5] M. CERVANTES, Don Quijote de la Mancha, II, 3.
[6] La neuropsicóloga y terapeuta familiar Mariolina Ceriotti Migliarese
distingue tres etapas en todo matrimonio: idealización (enamoramiento),
desilusión (inicio de la convivencia) y reorganización (renegociación
continua de las normas y objetivos de la convivencia para que se adapten a
las circunstancias siempre cambiantes). Cfr. M. CERIOTTI MIGLIARESE,
“La ayuda a las parejas en crisis”, en F. J. INSA GÓMEZ (coord.), Cómo
acompañar en el camino matrimonial, pp. 111-127.
[7] Diccionario de la Lengua Española, Espasa, Madrid 201423, p. 2228.
[8] J. GRAY, Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus, p.
325.
[9] Cfr. E. ERIKSON, El ciclo vital completado, pp. 83-90.
[10] Adaptado de Ibidem, pp. 38-39.
[11] Ibidem, p. 87.
[12] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 1, n. 22, en IDEM, Cartas,
Vol. I (ed. Luis Cano), Rialp, Madrid 2020, p. 105.
[13] M. A. FUENTES, La castidad. ¿Posible?, Ediciones Verbo
Encarnado, San Rafael (Mendoza, Argentina) 2006, pp. 182-183.
[14] Cfr. PLATÓN, La República, VII, 18.
[15] R. GUARDINI, Las etapas de la vida, p. 83.
[16] FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Christus vivit,
25 de marzo de 2019, n. 183.
Notas de ‘Mejorar el carácter en la vida adulta...’
[1] SAN JUAN PABLO II, Homilía en la Misa para las familias,
Madrid, 2 de noviembre de 1982.
[2] G. W. ALLPORT, La personalidad. Su configuración y desarrollo,
Herder, Barcelona 19682, p. 349.
[3] Cfr. M. CERIOTTI MIGLIARESE, La coppia imperfetta. E se anche
i difetti fossero un ingrediente dell’amore?, Ares, Milano 2012; IDEM, La
familia imperfecta. Cómo transformar los problemas en retos, Rialp,
Madrid 2019.
[4] Diccionario de la Lengua Española, Espasa, Madrid 201423, p. 132.
[5] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 201711, p.
307.
[6] M. T. CICERÓN, Lelio, acerca de la amistad, VI, 22.
[7] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, IX, 9.
[8] Ibidem.
[9] C. S. LEWIS, Los cuatro amores, Rialp, Madrid 200812. Recomiendo
la lectura, al menos, del capítulo sobre la amistad de este libro.
[10] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes,
7 de diciembre de 1965, n. 48.
[11] M. FAGGIONI, “El valor de la amistad en la vida célibe”, en F. J.
INSA GÓMEZ (coord.), Amar y enseñar a amar. La formación de la
afectividad en los candidatos al sacerdocio, Palabra, Madrid 2019, pp. 201-
234.
[12] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, IX, 9.
[13] Como se ha dicho, considero como familia las que surgen de un
vínculo espiritual en quienes viven una vocación específica en una
institución de la Iglesia.
Notas de ‘La tercera edad’
[1] Datos referidos a 2016,
http://apps.who.int/gho/data/view.main.SDG2016LEXREGv?lang=en (26-
10-2020).
[2] Misal Romano, Prefacio I de difuntos.
[3] Cfr. E. ERIKSON, El ciclo vital completado, Paidós, México-Buenos
Aires-Barcelona 1988, pp. 77-83.
[4] Adaptado de Ibidem, pp. 38-39.
[5] Ibidem, p. 77.
[6] R. GUARDINI, Las etapas de la vida. Su importancia para la ética y
la pedagogía, Palabra, Madrid 1997, p. 101.
[7] Ibidem, p. 146.
[8] Entre los diversos sitios online que ofrecen información práctica,
recomiendo la web de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología.
Contiene numerosos documentos para la valoración y estimulación física y
cognitiva de personas mayores:
https://www.segg.es/publicaciones/biblioteca-online-segg (11-11-2020).
[9] M. DELIBES, La hoja roja, Argos Vergara, Barcelona 1979, p. 156.
[10] G. ERIKSON, El ciclo vital completado, p. 80.
[11] R. GUARDINI, Las etapas de la vida, pp. 106-107.
[12] Ibidem, p. 144.
[13] Ibidem, p. 93.
[14] A. DELGADO CARDONA, Aprender a envejecer, Corporación
CED, Medellín 2006, pp. 95-96.
[15] R. GUARDINI, Las etapas de la vida, p. 116.
[16] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1514.
[17] BENEDICTO XVI, Homilía en la Basílica de la Santísima Trinidad
de Fátima, 12 de mayo de 2010.
[18] Misal Romano, Fórmula para la intención de la Misa.
Notas de ‘Cuando el final se acerca’
[1] E. KÜBLER-ROSS, Sobre la muerte y los moribundos, Grijalbo,
Barcelona 1993.
[2] Ibidem, p. 60.
[3] Ibidem, p. 61.
[4] L. TOLSTOI, La muerte de Ivan Illich, VI.
[5] E. KÜBLER-ROSS, Sobre la muerte y los moribundos, p. 76.
[6] Ibidem, pp. 113-114.
[7] Ibidem, p. 113.
[8] SAN AGUSTÍN, Sobre la naturaleza y de la gracia, XLIII, 50.
[9] H. HENDIN, Seducidos por la muerte, Planeta, Barcelona 2009.
[10] E. KÜBLER-ROSS, Sobre la muerte y los moribundos, pp. 147-148.
[11] Ibidem, p. 148.
[12] Ibidem, pp. 148-149.
[13] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Rialp, Madrid 200682, n.
774.
[14] SAN JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11 de
febrero de 1984.
[15] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes,
7 de diciembre de 1965, n. 10.
[16] E. KÜBLER-ROSS, Sobre la muerte y los moribundos, p. 149.
[17] V. FRANKL, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona
20163, p. 106.
Notas de ‘¿Por qué vivir la castidad?’
[1] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I, q. 1, a. 8, ad 2.
[2] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Rialp, Madrid
200430, n. 179.
[3] SAN AGUSTÍN, Comentario literal al Génesis, XII, 35.
[4] FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Christus vivit, 25
de marzo de 2019, n. 260.
[5] Entre otros muchos, recomiendo el libro: J. DE IRALA ESTÉVEZ,
Te quiero, por eso no quiero. El valor de la espera, Publicación
independiente, 20207.
[6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2337.
[7] SAN AGUSTÍN, De las costumbres de la Iglesia Católica y de las
costumbres de los maniqueos, I, 15.
[8] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 183.
[9] «Como los actos de virtud y el cumplimiento de los preceptos vienen
a ser una parte de la oración, resulta que ora sin cesar el que a las obras
debidas une la oración, y a la oración une las obras convenientes; pues la
recomendación “orad sin cesar” la podemos considerar como un precepto
realizable únicamente si pudiésemos decir que la vida toda de un varón es
una gran oración continuada» (Orígenes, Sobre la oración XXII, 2).
[10] A. DAL LAGO, P. A. ROVATTI, Elogio del pudor, Paidós,
Barcelona-Buenos Aires-México, D.F. 1991; W. SHALIT, Retorno al
pudor, Rialp, Madrid 2012.
[11] SAN JERÓNIMO, Carta CXXV, 11.
[12] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Rialp, Madrid 200682, n.
132.
[13] Cfr. FRANCISCO, Christus vivit, nn. 242, 247.
[14] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 118.
[15] Ibidem, n. 498.
[16] SAN GREGORIO MAGNO, Regla pastoral, I, 1.
Notas de ‘La adicción del siglo XXI’
[1] Cfr. AMERICAN SOCIETY OF ADDICTION MEDICINE, Public
Policy Statement: Definition of Addiction, 12 de abril de 2011, en:
https://www.asam.org/docs/default-source/public-policy-
statements/1definition_of_addiction_long_4-11.pdf?sfvrsn=a8f64512_4
(28-01-2020).
[2] Los aspectos neurobiológicos de la pornografía, relacionados
fundamentalmente con los circuitos de la recompensa, han sido
ampliamente estudiados. Me remito a: J. D. STOEHR, The Neurobiology of
Addiction, Chelsea House, Philadelphia (PA) 2006; W. STRUTHERS,
Wired for Intimacy: How Pornography Hijacks the Male Brain, InterVarsity
Press, Downers Grove (IL) 2009, C. M. KUHN, G. F. KOOB, Advances in
the Neuroscience of Addiction, CRC Press, Boca Raton (FL) 2010; G.
WILSON, Your Brain on Porn: Internet Pornography and the Emerging
Science of Addiction, Commonwealth Publishing, London 2014.
[3] A. COOPER, “Sexuality and the Internet: Surfing into the New
Millennium”, CyberPsychology & Behavior 1 (1998) 187-193.
[4] DANTE, La Divina Comedia, Inferno, Canto 1, 99.
[5] M. SHEA, Catholics and the Cult of Fun, en: http://www.mark-
shea.com/fun.html (28-10-2020).
[6] Cfr. S. W. KRAUS, R. B. KRUEGER, P. BRIKEN, M. B. FIRST, D.
J. STEIN, M. S. KAPLAN, V. VOON, C. H. N. ABDO, J. E. GRANT, E.
ATALLA, G. M. REED, “Compulsive Sexual Behaviour Disorder in the
ICD-11”, World Psychiatry 17 (2018) 109-110.
[7] Cfr. https://icd.who.int/browse11/l-
m/es#/http://id.who.int/icd/entity/1630268048 (28-10-2020).
[8] Cfr. G. DINES, Pornland: How Pom Has Hijacked Our Sexuality,
Beacon Press, Boston (MA) 2010; J. R. STONER, D. M. HUGHES (eds.),
Los costes sociales de la pornografía, Rialp, Madrid 2014; G. WILSON,
Your Brain on Porn: Internet Pornography and the Emerging Science of
Addiction, Commonwealth Publishing, London 2014.
[9] J. STRINGER, Unwanted: How Sexual Brokenness Reveals Our Way
to Healing, NavPress, Colorado Springs (CO) 2018.
[10] C. CHICLANA, “Abordaje integral de la conducta sexual fuera de
control”, en F. J. INSA GÓMEZ (coord.), Amar y enseñar a amar. La
formación de la afectividad en los candidatos al sacerdocio, Palabra,
Madrid 2019, pp. 155-197.
[11] A. DE SAINT-EXUPÉRY, El Principito, XII.
Notas de ‘Ayudar a vivir la castidad’
[1] Hay una abundante bibliografía que ofrece esta ayuda desde distintos
puntos de vista: R. J. MOLENKAMP, L. M. SAFFIOTTI, “Dipendenza da
cybersesso”, Tredimensioni 3 (2006) 188-195; M. A. FUENTES, La trampa
rota, Ediciones Verbo Encarnado, San Rafael (Mendoza, Argentina) 2008;
C. CHICLANA ACTIS, Atrapados en el sexo. Cómo liberarte del amargo
placer de la hipersexualidad, Almuzara, Córdoba 2013; G. WILSON, Your
Brain on Porn: Internet Pornography and the Emerging Science of
Addiction, Commonwealth Publishing, London 2014. Además, hay
numerosas páginas web en distintos idiomas que ofrecen información y
ayuda; señalo algunas en español y en inglés: www.lapurezaesposible.com,
www.daleunavuelta.org, www.sexolicosanonimos.org, saa-recovery.org,
www.fightthenewdrug.org, www.covenanteyes.com,
www.yourbrainonporn.com, y un largo etcétera.
[2] El filtro educativo del que he obtenido mejores referencias es la
versión premium de qustodio.com.
[3] FRANCISCO, Carta Encíclica Fratelli tutti, 3 de octubre de 2020, n.
43.
[4] Recomiendo la página www.amortotal.org, que ofrece materiales para
facilitar las conversaciones de los padres con los hijos sobre el amor
humano, la procreación, el uso de los dispositivos electrónicos, la
pornografía, etc.
[5] Cfr. FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris
laetitia, 19 de marzo de 2016, nn. 280-286.
[6] Un ejemplo entre muchos se encuentra en:
https://odnmedia.s3.amazonaws.com/files/Como%20confesarme20170525-
125349.pdf (28-10-2020).
[7] Cfr. F. J. INSA GÓMEZ, “El escándalo de los abusos en la Iglesia:
causas y líneas de prevención”, Toletana 41 (2019) 311-347.
[8] Me permito recomendar un breve libro dirigido a chicos de 13 a 16
años que escribí con esta finalidad: Mirar con los ojos de Jesús. Consejos
para llevar una vida limpia en el siglo XXI, Palabra, Madrid 2019.
[9] SAN AGUSTÍN, Las confesiones, VII, 7, 3.
[10] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I, q. 1, a. 8, ad
2.
[11] Es el autor del libro Your Brain on Porn y responsable de la web del
mismo nombre, mencionados en la primera nota a pie de página de este
capítulo.
[12] Catecismo de la Iglesia Católica, 1859.
[13] Cfr. Ibidem, n. 1862.
[14] Ibidem, n. 1860.
[15] Ibidem, n. 2352.
[16] Me baso en parte en A. RODRÍGUEZ LUÑO, Valutazione della
responsabilità morale in condizioni di dipendenza radicate, conferencia
pronunciada en la Penitenciaría Apostólica (Roma) el 6 de diciembre de
2011, disponible en:
http://www.eticaepolitica.net/eticafondamentale/Dipendenze.pdf (28-10-
2020).
[17] SAN AGUSTÍN, Las confesiones III, 6, 11.
Notas de ‘El celibato cristiano’
[1] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 7 de
diciembre de 1965, n. 16; SAN PABLO VI, Encíclica Sacerdotalis
caelibatus, 24 de junio de 1967, nn. 22-23; Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 1579.
[2] Cfr. FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris
laetitia, 19 de marzo de 2016, nn. 69, 72, 317; IDEM, Exhortación
Apostólica Gaudete et exsultate, 19 de marzo de 2018, nn. 14, 141.
[3] F. OCÁRIZ, Cristianos en la sociedad del siglo XXI, Ediciones
Cristiandad, Madrid 2020, p. 102.
[4] M. CAMISASCA, “La paternidad cristiana, fruto maduro de una vida
casta”, en F. J. INSA GÓMEZ (coord.), Amar y enseñar a amar. La
formación de la afectividad en los candidatos al sacerdocio, Palabra,
Madrid 2019, p. 239.
[5] Sobre el celibato sacerdotal ha habido recientemente muchas
publicaciones que profundizan en su inabarcable riqueza desde distintas
perspectivas. Destaco algunas de ellas: TH. Mc-GOVERN, El celibato
sacerdotal. Una perspectiva actual, Cristiandad, Madrid 2004; S.
GUARINELLI, El celibato de los sacerdotes. ¿Por qué elegirlo todavía?,
Sígueme, Salamanca 2015; M. OUELLET, Sacerdotes, amigos del esposo.
Para una visión renovada del celibato, Encuentro, Madrid 2019; W. VIAL,
El sacerdote, psicología de una vocación, Palabra, Madrid 2020; C.
GRIFFIN, ¿Por qué el celibato? Reclamando la paternidad del sacerdote,
Emmaus Road, Steubenville (OH) 2019; R. SARAH (con J. RATZINGER-
BENEDICTO XVI), Desde lo más hondo de nuestros corazones, Palabra,
Madrid 2020.
[6] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, 7
de diciembre de 1965, n. 48.
[7] La expresión media naranja proviene de la obra El banquete, donde
Platón expone una teoría de Aristófanes. Según este, el ser humano original
tenía cuatro brazos, cuatro piernas, dos caras, una sola cabeza y dos órganos
reproductivos: podía ser andrógino. Los hombres se vieron tan fuertes que
osaron escalar el cielo, por lo que Júpiter les castigó separándolos en dos
para restarles fortaleza y que no pudiesen competir con él. De ahí vendría la
diversidad sexual y también el hecho de que cada hombre y mujer sean,
según Platón, incompletos y en continua tensión hasta unirse el uno con el
otro: «cada mitad trató de encontrar aquella de la que había sido separada y,
cuando se encontraban, se abrazaban y unían con tal ardor en su deseo de
volver a la primitiva unidad, que perecían de hambre y de inanición en
aquel abrazo, no queriendo hacer nada la una sin la otra» (PLATÓN, El
banquete, 191a).
[8] SAN GREGORIO NACIANCENO, Carta 101, I, 32. La expresión,
basilar en cristología, suele ponerse en relación con san Irineo de Lyon, que
vivió en el siglo II, doscientos años antes que san Gregorio.
[9] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, n. 22.
[10] Cfr. Ibidem, n. 24.
[11] CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, El don de la vocación
presbiteral. Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, 8 de diciembre
de 2016, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2016, n. 110.
[12] Me serviré de las clases sobre formación de candidatos al sacerdocio
–aplicables a otras formas de vocación– del profesor Julio Diéguez
(Universidad Pontificia de la Santa Cruz), cuyo contenido aún no ha sido
publicado. Le agradezco que me haya permitido servirme de estas ideas,
que he adaptado a los objetivos del presente libro.
[13] Código de Derecho Canónico, c. 1031, §1.
[14] SAN JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Postsinodal
Pastores dabo vobis, 25 de marzo de 1992, n. 43.
[15] CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, El don de la vocación
presbiteral.
[16] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, Rialp, Madrid 1987, n. 1005.
[17] FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Christus vivit,
25 de marzo de 2019, n. 288.
[18] SANTA TERESA DE JESÚS, Poema Nada te turbe.
[19] SAN PABLO VI, Sacerdotalis caelibatus, n. 58.
[20] Ibidem, n. 64.
[21] CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA,
Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con
las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al seminario
y a las Órdenes Sagradas, 4 de noviembre de 2005, n. 2. La Instrucción
citaba una carta que pocos años antes se expresaba en el mismo sentido,
emanada por la CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA
DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, “Carta, 16 de mayo de 2002”,
Notitiae 38 (2002) 586.
[22] CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, El Don de la vocación
presbiteral, n. 199.
[23] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA,
Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con
las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al seminario
y a las Órdenes Sagradas, n. 1.
[24] FRANCISCO, La fuerza de la vocación. La vida consagrada hoy.
Una conversación con Fernando Prado, Publicaciones Claretianas, Madrid
2018, p. 82.
[25] Por citar solo algunos trabajos recientes, cfr. A. CENCINI,
“Omosessualità strutturale e non strutturale. Contributo per un’analisi
differenziale (I)”, Tredimensioni 6 (2009) 31-42; J. HARVEY, Same Sex
Attraction: Catholic Teaching and Pastoral Practice, Knights of Columbus
Supreme Council, New Haven (CT) 2007 (disponible en:
http://www.kofc.org/un/en/resources/cis/cis385.pdf [14-11-2020]).
[26] A. GANNA, K. J. H. VERWEIJ, M. G. NIVARD, et al., “Large-
scale GWAS reveals insights into the genetic architecture of same-sex
sexual behavior”, Science 365 (30 agosto 2019), DOI:
10.1126/science.aat7693. En este artículo, bien documentado y aceptado
por la comunidad científica, se concluye que no existe un único gen que
determine la homosexualidad (la influencia es poligénica) y que los genes
determinan entre un 8 y un 25% en la homosexualidad (el resto de la
causalidad se debería, por tanto, a factores ambientales).
[27] Cfr. CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, El Don de la vocación
presbiteral, n. 82.
[28] Ibidem, n. 110.
Notas de ‘Los trastornos afectivos’
[1] Esta cifra se refiere a los trastornos de ansiedad considerados
globalmente, es decir, el trastorno de ansiedad generalizada, el trastorno de
pánico, la fobia social, las fobias específicas, etc. En este capítulo
hablaremos de la ansiedad en general, sin hacer referencia a ningún cuadro
concreto. Puede encontrarse una información más desarrollada en:
ASOCIACIÓN AMERICANA DE PSIQUIATRÍA, Manual diagnóstico y
estadístico de los trastornos mentales (DSM-5), Asociación Americana de
Psiquiatría, Arlington (VA) 20145, pp. 189-233.
[2] Me remito nuevamente al DSM para las características de los
distintos cuadros englobados en la categoría de trastornos depresivos. Cfr.
ibidem, pp. 155-188.
[3] Datos de la Organización Mundial de la Salud:
https://www.who.int/es/news-room/fact-
sheets/detail/depression#:~:text=Datos%20y%20cifras,carga%20mundial%
20general%20de%20 morbilidad (29-10-2020).
[4] Cfr. G. L. ENGEL, “The Need for a New Medical Model: A
Challenge for Biomedicine”, Science 196 (1977) 129-136.
[5] Cfr. C. MASLACH, Burnout. The cost of Caring, Malor Book-ISHK,
Los Altos (CA) 2003; P. R. GIL-MONTE, El síndrome de quemarse por el
trabajo (burnout). Una enfermedad laboral en la sociedad del bienestar,
Ediciones Pirámide, Madrid 2005; M. BOSQUED, Quemados. El síndrome
del Burnout. ¿Qué es y cómo superarlo?, Paidós, Barcelona 2008.
[6] Cfr. G. RONZONI, Ardere, non bruciarsi. Studio sul «burnout» tra il
clero diocesano, Edizioni Messaggero, Padova 2008; S. J. ROSSETTI, Why
Priests Are Happy. A Study of the Psychological and Spiritual Health of
Priests, Ave Maria Press, Notre Dame (IN) 2011.
[7] Cfr. P. IDE, «Le burn-out, une urgence pastorale», Nouvelle Revue
Théologique 137 (2015) 628-657.
[8] Sobre los hábitos que tienen más repercusión en la duración y calidad
de vida recomiendo el libro: M. A. MARTÍNEZ-GONZÁLEZ, Salud a
ciencia cierta. Consejos para una vida sana (sin caer en las trampas de la
industria), Planeta, Madrid 2018.
[9] S. R. COVEY, Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva, Paidós
Ibérica, Barcelona 1997, pp. 323-345.
[10] C. L. YURITA, R. A. DITOMASSO, Cognitive Distortions, en A.
FREEMAN, S. H. FELGOISE, A. M. NEZU, C. M. NEZU, M. A.
REINECKE (eds.), Encyclopedia of Cognitive Behavior Therapy, Springer,
New York 2004, pp. 117-121.
[11] M. CSÍKSZENTMIHÁLYI, Fluir (Flow). Una psicología de la
felicidad, Debolsillo, Barcelona 2008.
[12] Cfr., entre otras muchas publicaciones, M. E. McCULLOUGH, D.
B. LARSON, “Religion and Depression: A Review of the Literatura”, Twin
Research 2 (1999) 126-136; P. MURPHY, J. W. CIARROCHI, R. L.
PIEDMONT, S. CHESTON, M. PEYROT, G. FITCHETT, “The Relation of
Religious Belief and Practices, Depression, and Hopelessness in Persons
With Clinical Depression”, Clinical Psychology 68 (2000) 1102-1106; C. H.
HACKNEY, G. S. SANDERS, “Religiosity and mental health: a meta-
analysis of recent studies”, Journal for the Scientific Study of Religion 42
(2003) 43-55; T. B. SMITH, M. E. McCULLOUGH, J. POLL,
“Religiousness and Depression: Evidence for a Main Effect and the
Moderating Influence of Stressful Life Events”, Psychological Bulletin 129
(2003) 614-636; H. G. KOENIG, “Research on Religion, Spirituality, and
Mental Health: A Review”, The Canadian Journal of Psychiatry (2009)
283-291; L. MILLER, P. WICKRAMARATNE, M. J. GAMEROFF, M.
SAGE, C. E. TENKE, M. M. WEISSMAN, “Religiosity and Major
Depression in Adults at High Risk: a Ten-Year Prospective Study”, The
American Journal of Psychiatry 169 (2012) 89-94; R. D. HAYWARD, A.
D. OWEN, H. G. KOENIG, D. C. STEFFENS, M. E. PAYNE, “Religion
and the Presence and Severity of Depression in Older Adults”, The
American Journal of Geriatric Psychiatry 20 (2012) 188-192; M.
JONGKIND, B. VAN DEN BRINK, H. SCHAAP-JONKER, N. VAN DER
VELDE, A. W. BRAAM, “Dimensions of Religion Associated With
Suicide Attempt and Suicide Ideation in Depressed, Religiously Affiliated
Patients”, Suicide and Life-Threatening Behavior 49 (2019) 505-519.
[13] B. CYRULNIK, Psicoterapia de Dios. La fe como resiliencia,
Gedisa, Barcelona 2018; S. M. SOUTHWICK, M. VYTHILINGAM, D. S.
CHARNEY, “The Psychobiology of Depression and Resilience to Stress:
Implications for Prevention and Treatment”, Annual Review of Clinical
Psychology 1 (2005) 255-91.
[14] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, Rialp, Madrid 1987, n. 2.
[15] Cfr. FRANCISCO, Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate, 19
de marzo de 2018, nn. 42-62.
[16] SAN AGUSTÍN, Exposición de la Epístola de San Juan, VII, 8.
[17] SAN JUAN PABLO II, Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 17 de
abril de 2003, n. 25.
[18] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Rialp, Madrid
200430, n. 310.
[19] FRANCISCO, Ángelus, 8 de febrero de 2015.
Notas de ‘Los trastornos de la personalidad’
[1] A. H. MASLOW, The Psychology of Science: A Reconnaissance,
Harper & Row, New York (NY) 1966, pp. 15-16.
[2] K. SCHNEIDER, Las personalidades psicopáticas, Morata, Madrid
19808, p. 32.
[3] F. POTERZIO, “Il dialogo tra il giudice e il perito nella prospettiva
del perito”, en H. FRANCESCHI, M. A. ORTIZ (a cura di), La ricerca
della verità sul matrimonio e il diritto a un processo giusto e celere. Temi di
diritto matrimoniale e processuale canonico, Edusc, Roma 2012, pp. 254-
304.
[4] ASOCIACIÓN AMERICANA DE PSIQUIATRÍA, Manual
diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5), Asociación
Americana de Psiquiatría, Arlington (VA) 20145, pp. 645-684.
[5] Para la difícil cuestión del discernimiento de los fenómenos
extraordinarios, cfr. J. B. TORELLÓ, Psicología y vida espiritual, Rialp,
Madrid 2008, pp. 229-250; M. BELDA, Ars artium. Storia, teologia e
pratica della direzione spirituale, Edusc, Roma 2020, pp. 193-205.
[6] Para comprender y ayudar a las personas con este trastorno puede
servir el libro P. T. MASON, R. KREGER, Deja de andar sobre cáscaras
de huevo. Retoma el control ante el comportamiento de una persona con
trastorno límite de personalidad, Ediciones Pléyades, Madrid 2003.
[7] Cfr. FRANCISCO, Carta al Pueblo de Dios que peregrina en Chile,
31 de mayo de 2018; IDEM, Discurso al final de la Concelebración
Eucarística con ocasión del encuentro “La Protección de los menores en la
Iglesia”, 24 de febrero de 2019.
[8] El trastorno de la personalidad evitativa guarda similitudes con el
estilo de apego adulto temeroso a que hicimos referencia en el primer
capítulo dedicado al ciclo vital, mientras que el trastorno dependiente se
podría poner en relación con el estilo preocupado. Asimismo, el trastorno
de la personalidad esquizoide tiene características comunes con el estilo de
apego desapegado.
[9] Retomaré muchas de las ideas ya expuestas en F. J. INSA GÓMEZ,
“Dependencia afectiva y perfeccionismo: una propuesta a partir de la teoría
del apego”, en IDEM (coord.), Amar y enseñar a amar. La formación de la
afectividad en los candidatos al sacerdocio, Palabra, Madrid 2019, pp. 119-
144.
[10] Para profundizar en estos tipos de personalidad, cfr. L.
BALUGANI, “La personalità dipendente”, Tredimensioni 10 (2013) 133-
146; F. SARRÁIS, El miedo, EUNSA, Pamplona 2014.
[11] Cfr. M. FIERRO, J. J. ORTEGÓN, “Trastorno de personalidad
depresivo: el sinsentido de la vida”, Revista Colombiana de Psiquiatría 34
(2005) 581-594.
[12] Sobre los aspectos etiológicos y una propuesta de estrategias de
cambio, cfr. C. CIOTTI, “La personalità ossessivo-compulsiva”,
Tredimensioni 5 (2008) 75-87; M. M. ANTONY, R. P. SWINSON, Cuando
lo perfecto no es suficiente. Estrategias para hacer frente al
perfeccionismo, Desclée De Brouwer, Bilbao 20082; A. E. MALLINGER,
J. DE WYZE, Too Perfect: When Being in Control Gets Out of Control, The
Random House Publishing Group, New York 20113; J. SCHLATTER
NAVARRO, Ser felices sin ser perfectos, EUNSA, Pamplona 20163; M.
ÁLVAREZ ROMERO, D. GARCÍA-VILLAMISAR, El síndrome del
perfeccionista: el anancástico, Almuzara, Córdoba 20174.
[13] Cfr. E. DE BONO, El pensamiento lateral. Manual de creatividad,
Paidós, Barcelona-Buenos Aires-México 1986; IDEM, Seis sombreros para
pensar, Paidós, Barcelona-Buenos Aires-México 2019.
[14] SAN AGUSTÍN, Exposición de la Epístola de San Juan, VII, 8.
Notas de ‘Un estilo formativo sano’
[1] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, II-II, q. 120,
a. 1; A. RODRÍGUEZ LUÑO, Elegidos en Cristo para ser santos, Palabra,
Madrid 2001, pp. 296-301.
[2] Cfr. S. TORÍO LÓPEZ, J. V. PEÑA CALVO, M. C. RODRÍGUEZ
MENÉNDEZ, “Estilos educativos parentales. Revisión bibliográfica y
reformulación teórica”, Teoría de la Educación 20 (2008) 151-178; C.
CHICLANA ACTIS, “Formación y evaluación psicológica del candidato al
sacerdocio”, Scripta Theologica 51 (2019) 467-504.
[3] S. TORÍO LÓPEZ, J. V. PEÑA CALVO, RODRÍGUEZ
MENÉNDEZ, Estilos educativos parentales, pp. 164-165.
[4] Cfr. C. CHICLANA ACTIS, Formación y evaluación psicológica del
candidato al sacerdocio, pp. 467-504.
[5] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Rialp, Madrid 200682, n.
930.
[6] SAN PABLO VI, Exhortación Apostólica Postsinodal Evangelii
nuntiandi, 8 de diciembre de 1975, n. 41.
[7] FRANCISCO, Santa Misa y bendición de los Palios para los nuevos
Metropolitanos en la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, 29 de junio de
2015.
[8] SAN JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en un curso
sobre la procreación responsable, 1 de marzo de 1984.
[9] SAN JUAN DE LA CRUZ, Llama de amor viva, III, 30.
[10] C. J. VAN-DER HOFSTADT ROMÁN, El libro de las habilidades
de la comunicación, Díaz de Santos, Madrid 20052; S. R. COVEY, Los 7
hábitos de la gente altamente efectiva, Paidós Ibérica, Barcelona 1997, pp.
266-293.
[11] Cfr. SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 8 de agosto de 1956, n.
38.
[12] FRANCISCO, Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris laetitia,
19 de marzo de 2016, n. 295.
[13] R. GUARDINI, Las etapas de la vida. Su importancia para la ética
y la pedagogía, Palabra, Madrid 1997, p. 63.
[14] FRANCISCO, Discurso en el encuentro con los estudiantes de los
Colegios Eclesiásticos romanos, 16 de marzo de 2018.
[15] IDEM, Exhortación Apostólica Postsinodal Christus vivit, 25 de
marzo de 2019, n. 221.

También podría gustarte