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Preguntas jó venes a la vieja fe


André Manaranche (obra agotada y que no se reedita)
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PREAMBULO

Amigo(a):

Es la tarde del 31 de diciembre y en el umbral de este nuevo añ o tengo el corazó n


lleno de cosas que contarte en esta carta a los jó venes que toma forma de libro.
Abre, pues, estas pá ginas como si fuesen una carta dirigida a ti.

En esta víspera de la San Silvestre -el Papa del Concilio de Nicea (325) y del Credo
de la misa, un santo varó n que no tuvo nada que ver con el champagne ni con el
pavo-, la fiesta está llegando a su apogeo en este Paris iluminado. Pero también me
he cruzado, en varios sitios de la capital, con una muchedumbre inmensa de
jó venes cristianos de toda Europa que acudieron a la llamada de Taizé, para rezar
juntos y conocerse mejor. Dicen que son má s de treinta y cinco mil. Hace un rato,
en el metro, apenas se podía avanzar, atestado como estaba de jó venes alegres y
que no se parecen en nada a los turistas. «Debe ser otra manifestació n», comentaba
una pareja un poco inquieta, pues acabamos de salir de un mes lleno de huelgas de
todas las categorías. Les tranquilizo explicá ndoles quiénes son estos jó venes sin
pancartas ni consignas. Por otra parte, sus conversaciones, en distintas lenguas,
muestran claramente que su interés no tiene nada que ver con las preocupaciones
del hexá gono nacional. ¡Mi pareja de enamorados se queda asombrada! Hay que
señ alar que, la semana anterior, revistas y perió dicos habían titulado en primera
pá gina: el cristianismo cae en picado. Se cierran iglesias en Amsterdam y en otras
partes. ¡Que vengan a verlo má s de cerca y que se dejen arrastrar por esta riada del
Espíritu!

Ahora me encuentro en mi habitació n ante mi pequeñ a Hermes, que lleva a sus


espaldas veintidó s añ os de buenos y leales servicios sin rechistar. Los jó venes
amigos de Taizé se repartieron por las grandes iglesias de la ciudad para rezar.
Escucho, en la FM, la emisió n de Radio-Nô tre-Dame que retransmite la vigilia
desde la catedral. Los cá nticos de Jacques Berthier resuenan bajo las bó vedas,
revistiendo de notas musicales las lecturas bíblicas hechas en las diversas lenguas.
El hermano Roger, prior de Taizé, se desplaza de una iglesia a otra. Es algo
extraordinario y que engancha. ¿Puede haber una mejor incitació n para ponerse a
escribir?

Pero, ¿sobre qué? No basta con querer escribir, hace falta un mensaje. Quizá
pienses, amigo mío, que mi carrera de escritor está organizada y programada: se
toca un botó n y aparece en la pantalla el título del futuro libro y su esquema
general. Desengá ñ ate. Sin estar inspirado en sentido estricto, como los autores de
la Biblia, intento «recibir» de Dios el tema ú til y la manera de abordarlo. Lo que no
significa, sin embargo, que esté inactivo. «Recibir» no quiere decir esperar
pasivamente, tumbado a la bartola. Pido al Señ or que organice a su manera toda la
documentació n reunida: libros, cartas, encuentros, cursos, artículos... Así pues, la
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oració n y el trabajo está n profundamente imbricados, sin que nunca se sepa lo que
viene de Dios y lo que procede de mí.

Sin embargo, rezando y reflexionando, descubro la continuidad de lo que he hecho


desde hace tres añ os. Primero escribí un libro para presentarte a Cristo en caliente:
«Un Amor llamado Jesú s». Después precisé en qué consistía hoy la tarea
evangelizadora en «La calle del Evangelio». A continuació n intenté balizar el
camino de la primera conversió n con «Los primeros pasos en el amor». Todavía me
queda responder a esas preguntas a las que das vueltas en tu cabeza
continuamente. Si me seguiste desde el principio, habrá s recorrido el camino que
hace descubrir los componentes de la fe:

-primero, el acontecimiento del encuentro;


-después, su valor de Buena Noticia;
-luego, la organizació n de tu vida espiritual;
-y ahora, la comprensió n de tu fe, es decir, la conversió n de tu espíritu. ¡Porque
debes entregarte totalmente a Cristo!

Varias cosas me han conducido a esta cuarta etapa que, por otra parte, no será la
ú ltima. En primer lugar, el enorme dossier que desde hace cinco añ os me han
ofrecido los jó venes de la escuela Juventud-Luz acerca de sus tareas misioneras, en
la que recogieron má s de un millar de preguntas que les planteaban los chavales y
chavalas de su edad. A esta amplia muestra añ adí la mía propia, yendo de colegio
en colegio. Es evidente que encontrará s muchas repeticiones, pues cada uno tiene
su propia manera de preguntar, aunque sea sobre el mismo tema.

Un día, en una escuela de Bélgica y en otra de Francia, los chavales me pidieron que
les proporcionase algunos esquemas y ciertas pautas que les ayudasen a ir al grano
en su tarea evangelizadora, sin perderse en detalles y sin alargarse demasiado.
Quieren presentarse ante todo como testigos y contar sencillamente lo que les
pasa, lo que sienten y viven, pero la gente les pide también que «den cuenta de la
esperanza que hay en ellos» (1 Pedro, 3,15), aunque no sean teó logos de carrera.
No se cree por razones, pero hay razones para creer y, por tanto, para rechazar la
increencia o la «malcreencia». De lo contrario, la inteligencia no se ha convertido al
Señ or y só lo entregamos un vago y frá gil sentimiento.

En el ú ltimo trimestre de 1988 me pidieron también que me encargase de


responder las cartas que los jó venes dirigían al semanario «Familia cristiana».
Acepté sin dudarlo. En este libro encontrará s, sin duda, algunas cosas de las que
esbocé en la citada publicació n.

Otras comunidades, volcadas de lleno en la segunda evangelizació n, me han


propuesto colaborar con sus esfuerzos, redactando octavillas y pequeñ os
fascículos baratos y fá ciles de leer. El hambre de Dios reclama también estas
migajas que caen de la mesa de los cristianos mejor formados, que pueden venir
muy bien a los má s pobres (Cf. Marcos 7,28). Por todo ello, me siento a gusto
haciendo este tipo de libros, aunque prefiera escribir obras má s elaboradas.
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Por eso me encuentro esta tarde ante mi má quina de escribir, para compartir
contigo mi fervor ardiente por el Evangelio. «¡Ya viene éste otra vez con sus
complicaciones. ¡Huyamos a tiempo!». Tranquilízate, amigo. No vengo a
complicarte la vida; al contrario. Lo que te complica la vida es proclamarte
cristiano sin saber por qué; es quedarte con la boca abierta ante cualquier
cuestionamiento que se haga de tu fe. Créeme: comprender y acoger a Cristo como
Verdad proporciona una inmensa alegría. Y no pienses, por otra parte, que debes
desertar de tu corazó n para exiliarte en tu cerebro. Cuando la Verdad es una
persona, es la ternura la que la acoge con inteligencia. La sabiduría no consiste en
la satisfacció n de las meninges, sino en una coherencia sabrosa y que da gusto.

Dicho esto, me pregunto có mo voy a organizar mi trabajo. Me han hecho varias


proposiciones: redactar una especie de diccionario siguiendo el orden alfabético;
hacer un montaje con las preguntas y establecer un diá logo ficticio entre tú y yo;
dar mis respuestas intentando seguir la construcció n del Credo: o, simplemente, ir
respondiendo a las preguntas sin orden alguno.

Es verdad que los montajes fá cticos no me gustan, pero adoro la coherencia. El


gran defecto de nuestra época es la parcelació n de la conciencia, que convierte la fe
en un caleidoscopio, en el que bailan las verdades sin conexió n alguna entre sí y
que, incluso, pueden contradecirse. En vez de ser un organismo cohesionado, la fe
se convierte en algo sin pies ni cabeza. Por eso me gusta subrayar las relaciones.

Ahora bien, a primera vista encuentro cuatro grandes problemas a la hora de


clasificar las preguntas:

1. Todo lo que está relacionado con Dios. ¿Có mo encontrarle? ¿Por casualidad, por
gracia, por método? ¿Qué cambia en una vida el encuentro con Dios? ¿Por qué
existen las diversas religiones y có mo escoger entre ellas? ¿Cuá l es la cualidad de lo
divino en el cristianismo? ¿Es cierto que Dios puede amarnos? ¿De dó nde sacan
esta certeza los que lo afirman? ¿No será que buscan seguridades? ¿Es posible vivir
inteligente y generosamente sin creer en Dios? ¿Có mo hay que organizar la vida
espiritual? ¿No queda todo esto reducido a la nadador la escandalosa existencia del
mal y finalmente ¿Qué es creer? etcétera

2. Todo lo que está relacionado con Cristo. En un momento en que los medios de
comunicació n le presentan con todo tipo de rostros. ¿Qué pensar de su psicología
y, especialmente, de sus tentaciones? ¿Cuá l puede ser el significado de sus
milagros, negados por algunos exegetas y curiosamente rehabilitados... en el teatro,
por Henri Tisot? ¿Qué pueden aportarnos los sacramentos, celebrados a menudo
de una manera aburrida? ¿La Eucaristía es la presencia de Cristo? Jesú s pretende
ser el Camino, la Verdad y la Vida, ¿có mo puede sostenerse esto hoy, cuando cada
uno se construye su propia religió n a la carta? Jesú s nos ha dado la consigna de
evangelizar: ¿no es esto una agresió n, una intolerancia y un sectarismo? Etcétera.

3. Todo lo que concierne a la Iglesia. ¿Cuá l es su origen y có mo ha nacido? ¿Cuá l es


su papel en relació n con Cristo? ¿No le está haciendo sombra? ¿De donde saca la
Iglesia sus exigencias morales, sobre todo en materia de pureza? ¿Con qué derecho
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se dirige no só lo a sus fieles, sino también a toda la sociedad? ¿Qué pensar de sus
intervenciones pú blicas? ¿Tiene derecho a hacerlas? En caso afirmativo, ¿las
intervenciones pú blicas de la Iglesia son adecuadas a los tiempos en que vivimos?
¿Qué sabe la Iglesia del hombre? ¿Có mo conciliar el cristianismo con la
modernidad? Etcétera.

4. Todo lo que define al hombre. Entre los dos extremos de su existencia. ¿La
creació n consiste en el big-bang? ¿Queda herido el hombre cuando la procreació n
se hace sin amor? ¿Saberse amado por Dios basta para ser feliz? ¿Es posible una
«civilizació n del amor»? ¿No es algo sobrehumano el perdonar? ¿Vale la pena vivir,
sobre todo cuando sabemos que vamos a morir? ¿Por qué se nos roban
prematuramente a nuestros seres queridos? ¿Existe el má s allá y en qué consiste?
¿Hay posibilidad de comunicació n con los muertos? ¿Có mo permanecer en
contacto con ellos? ¿Es creíble una alegría eterna, aunque sea con Cristo? Etcétera.

Este es el plan que voy a intentar seguir lo mejor que pueda, sin ahogar por eso las
preguntas. Confía en mí: te descubrirá s en estas pá ginas. Es verdad que no conozco
a todos los jó venes, aunque haya compartido mi vida con muchos.

Ademá s, no todos los jó venes son iguales. Los cercanos no deben hacernos olvidar
a la multitud de los alejados. Por otra parte, algunos jó venes se dejan influir
demasiado por los adultos que se ocupan de ellos. Porque también existe el laico,
«voz de su cura»... Y, sin embargo, tu generació n posee una cierta homogeneidad,
aun teniendo en cuenta los distintos niveles culturales. También en las
Universidades, donde se educa en el rigor, hay jó venes que se dejan tentar por las
sectas, y la ignorancia religiosa es tan grande entre ellos como entre los jó venes
que no han tenido la oportunidad de pisar las aulas universitarias. Hasta tal punto
que el mejor de la promoció n no es capaz, a veces, de entender el sentido de un
belén o de una vidriera de la catedral de Leó n.

En todo caso, tranquilízate, amigo. No voy a servirme de ti para justificar mis


reacciones de sexagenario. Para confesá rtelo todo, tengo que decirte que hay
algunos puntos importantes sobre los que me siento totalmente diferente de ti. Es
algo que vas a constatar má s de una vez. Al final, quizá puedas, de todas formas,
encontrar en estas pá ginas un retrato de joven muy parecido a ti.

¡Y basta ya de preá mbulos! ¡Que el Espíritu de Jesú s te ayude a leerme, como me


ayuda a escribirte en este momento! El mismo Espíritu que esta noche hace
desplegar en la capital la bella y tranquila pará bola de Taizé.
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I. TUS PREGUNTAS SOBRE DIOS

Permíteme, amigo, comenzar con una pequeñ a clasificació n de tus interrogantes


sobre Dios. Ademá s de clasificarles, eso me permitirá mostrarte en qué direcció n
van las preocupaciones de los jó venes. Porque no todas las generaciones tienen los
mismos problemas ante Dios. Digamos que hay tres capas de preguntas sobre el
Absoluto y, por tanto, tres sensibilidades en el fondo de los corazones.

1. Los má s mayores han buscado y buscan todavía un Dios explicativo, una


Causa primera, una Razó n suprema. En su juventud tuvieron que hacer frente al
dilema «de la fe o la ciencia». Se encontraron con el racionalismo, para el cual Dios
es una hipó tesis inú til (decía el físico Laplace). Inú til en lo que concierne al origen
del universo, que no comporta misterio alguno; inú til en lo que hace referencia a la
vida moral, que no necesita fundamento religioso alguno, y que es mucho má s pura
cuando no entrañ a ni recompensa ni castigo. Así de optimistas eran los científicos
de principios de siglo, aunque no tardaron mucho en desengañ arse. Las teorías
sobre el origen del mundo no cesan de modificarse, porque ninguna parece
satisfactoria. Por otra parte, las costumbres, privadas de su zó calo cristiano, no
dejen de degradarse, como lo habían previsto ya dos no-creyentes, Jean-Paul Sartre
y Jacques Monod. En las dos ú ltimas décadas, la inmoralidad ha dado un salto
cualitativo hacia adelante, y hoy se publican, bajo la protecció n de la ley, cosas
impensables hace veinte añ os.
Frente a las pretensiones del racionalismo, la Iglesia no se encerró en los
sentimientos piadosos, como si el cristiano - tuviese que refugiarse en su
interioridad para hacerse inmune a los ataques. «Sin duda la fe es inú til, puede que
incluso estupidez pero me calienta el corazó n y, por tanto, es verdad.» En 1870 el
Concilio Vaticano I tomó la defensa de la inteligencia, creyéndola capaz de ponerse
en camino hacia Dios, aunque en la ruta se encuentre con numerosas encrucijadas
en las que es fá cil perderse. También recordé que Dios había querido revelarse a sí
mismo en Jesucristo, y que esta luz sobrepasa las capacidades de nuestra razó n, no
porque sea irracional, sino al contrario, por ser superrazonable.
De ahí que la catequesis y la predicació n hayan puesto en marcha dos
argumentaciones. Para salvar la inteligencia, desplegaron las «pruebas de la
existencia de Dios», que, en realidad, no son má s que «vías» y no cá lculos
matemá ticos. Pero, para mantener a la inteligencia en el círculo de la humildad,
insistieron demasiado en el milagro: Dios se manifestaría sobre todo rompiendo
con las leyes naturales e infringiéndolo les espectaculares excepciones, para
humillarnos de alguna manera. La pastoral, por su parte, ha utilizado
machaconamente el siguiente eslogan: «¡Razó n, defiéndete! ¡Razó n, humíllate!».
Si no me equivoco, éste no es tu universo, por distintas razones. En primer lugar,
hoy toda pretensió n de verdad, ya sea religiosa o no, ha perdido su mordiente.
Ademá s, la filosofía no es tu fuerte. Y por ú ltimo, y sobre todo, tú no buscas a Dios
en las galaxias. Tú quieres un Dios Amor que dé sentido a tu vida. Por eso
determinados debates te aburren aunque veces puedas perderte cosas
interesantes. Ademá s cada vez hay menos.
Sin embargo encuentro en mis notas algunas preguntas de este tipo:

«¡Pruébeme que Dios existe! ¿Qué es lo que le permite saberlo?»


«¿Qué piensa de la Creación? ¿y qué pinta Darwin en todo eso?»
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También me encuentro con preguntas sobre los milagros.

Por un lado. «¿cree usted los milagros de la Biblia?». Pregunta que revela la duda
que anida en tu corazó n.
Por otro, «¿por qué Dios no hace ya milagros o no hace más milagros?». Y la
pregunta trasluce tu escá ndalo ante el problema del mal.

Tomo nota, pues, de estos deseos de luz, sobre todo en lo concerniente al


problema del mal, comú n a todas las generaciones, y, en el fondo, el gran y ú nico
problema.

2. La gente que tiene entre cuarenta y cincuenta añ os convivió con lo que llaman
las «ciencias humanas», disciplinas que tomaron el relevo de las ciencias físicas sin
suprimirlas. La atenció n se desplazó hacia autores (Marx, Nietzsche, Freud...) que
no atacaron al Dios explicativo, sino al Dios nocivo, o incluso perverso, mostrando
el origen vicioso de la religió n, su sospechosa «genealogía». Se les llamó los
«maestros de la sospecha». No intentaron demostrar la inexistencia de Dios (para
Marx, es una cuestió n inú til), sino có mo podía surgir en la conciencia humana una
idea tan descabellada. Hablaron de Dios como el opio que adormece la misería
econó mica, como el fruto de una neurosis engendrada por la imagen de un padre
terrible, o como el resultado del resentimiento contra el mundo... No se trataba ya
del Dios explicativo, sino del Dios explicado... Estas ideas invadieron a la
inteligencia cató lica, que quedó aterrorizada y obsesionada por ellas. Algunos
incluso añ adieron otras razones. Otros intentaron demostrar que, al destruir las
razones para creer, se alcanzaba la «noche» de los místicos. Todo esto se enseñ ó en
los institutos cató licos y en los seminarios. Con ello se hizo mucho dañ o, sobre todo
a determinados laicos, sacerdotes y religiosas que pretendían ponerse al día y
comprender al hombre moderno en un cursillo de cuatro días. ¿Lo hicieron? Sin
duda hubieran necesitado una serenidad y una lucidez mayores, porque un á rbol
no debe ocultar el bosque.
Confieso que no he encontrado huella alguna de estos debates en tus cuestiones.
A veces, preguntas a los jó venes cristianos si su fe no es una especie de «fó rceps»
psicoló gico para dar sentido a la vida, pero sin acusarles de ninguna perversidad.
Tus preguntas no apuntan hacia la autopsia de un Dios muerto. Seguramente
tampoco hayas leído ninguno de los autores citados, cosa que deberías hacer.
Ademá s, sus doctrinas han envejecido, al menos en algunos de sus puntos,
especialmente el marxismo. Otras doctrinas se han dividido y está n en permanente
lucha unas fracciones contra otras, como en el caso de las distintas escuelas
freudianas.
En lo que concierne a su actitud antirreligiosa, estas doctrinas apenas renuevan
sus argumentos, y muchos de ellos son tributarios del nivel de conocimientos del
siglo pasado. La crítica de la fe no quedó terminada en 1843, como lo pretendía
Marx; y la explicació n que da Freud del monoteísmo bíblico no se sostiene. En
cualquier caso, la «ilusió n» cristiana de la que hablaba el padre del psicoaná lisis,
tiene un bello «futuro» ante sí, decía Jacques Lacan. No te digo todo esto, para que
barras con un golpe de desprecio a todos estos autores, sino para que no te dejes
impresionar por ellos, como lo hicieron ciertos sacerdotes que llegaron incluso a
flirtear con sus ideas. Léelos, si quieres, pero con la cabeza fría.
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Y sobre todo no exageres su influencia. El error de los ú ltimos veinte añ os


radicó en haber creído que ser moderno era igual a ser ateo, y ser ateo, igual a ser
marxista. Algunos aná lisis han sucumbido a esta confusió n, incluso en el Vaticano
II. De ahí .que se haya llegado a hacer de las ciencias humanas el paso obligado
para ser cristiano hoy (¿có mo creer después de Marx?). Algunos teó logos han
llegado incluso a proponer un cristianismo a la altura de la increencia, en el que la
preocupació n política reemplazaba a la fe evangélica. Es lo que se ha dado en
llamar la secularizació n. Sin embargo, en la URSS, mucho antes de la perestroika
(que no es un remedio milagroso ), el cristianismo ha aguantado por medio de la
oració n litú rgica y privada, y, sobre todo, por medio del martirio. Si en vez de
entrar en la resistencia espiritual, se hubiese enterrado y perdido vitalidad, habría
perecido. No quiero volver a repetir lo que ya dije en «Camino del Evangelio», pero
estoy persuadido que nuestra época rechaza cualquier ideología, y me alegro de
ello, aunque la verdad también sufra las consecuencias de esta indiferencia. Lejos
de haber desaparecido, la preocupació n religiosa se extiende en todas las
direcciones en esta época del «nuevo individualismo» o de la «postmodernidad»
(Gilles Lipovetsky). Surge, entonces, «lo sagrado a la carta» o «la doble
pertenencia», fenó meno que conoces bien. Por muy laico que sea el Estado, la
intimidad de la persona no lo es. Y me parece que el Evangelio tiene má s
posibilidades con el retorno de lo sagrado que con el ateísmo. Esto es lo que
percibe cualquier misionero lú cido que entre en contacto con la gente de la calle.
Hoy, igual que ayer, la timidez no tiene cabida en el corazó n del bautizado.

3. Queda tu problema, o, al menos, el que má s frecuentemente planteas: ¿qué es


la fe y có mo se puede experimentar?; ¿qué cambia eso en una vida? Te entiendo. En
primer lugar, sueles estar angustiado ante la falta de sentido de tu vida, y quisieras
ver má s claro con la ayuda de Dios. Un Dios que está en funció n de tu problema, al
menos en principio (algo que habrá que rectificar má s adelante), pero al que no
quieres reinventar. Un Dios que es tu Dios, verdaderamente Dios, y no una ilusió n.
Para llegar a encontrarle, no cuentas con los recursos de la filosofía, sino que, como
un hombre de finales de siglo, intentas una vía experimental de acceso. Por eso
preguntas a los convertidos có mo lo han hecho y qué es lo que la fe ha
desencadenado en ellos. Su testimonio canta el poder de la gracia, mientras tú
buscas el mecanismo para conseguir lo que te parece que depende del arbitrio del
Otro. No quieres rezar ni provocar. Piensas má s en el laboratorio que en el
oratorio. Má s que esperar el don de Dios, quieres una mecá nica infalible que te
ponga en comunicació n con É l. Colocado ante la pantalla de tu ordenador, te parece
raro que existan distintas religiones. ¿No habrá un error en la informá tica
«espiritual»? Y suponiendo que la pantalla me ofrezca varias posibilidades para
elegir, ¿quién me garantiza, piensas, que he adoptado la mejor, y la ú nica
verdadera? Esta es una de las preguntas que planteas repetidamente, no como un
filó sofo, sino como un consumidor que teme haberse equivocado en la elecció n de
un artículo de valor, por no haberlo pensado lo suficiente. En definitiva, eres un
individualista y un ser experimental, como toda la gente de hoy. Deseas una cosa y
la pruebas para ver qué es lo que má s te gusta: una ú nica cosa o la mezcla de
varias, una bebida seca o un có ctel.
Por eso, algunos se embarcan en un camino peligroso. Cuando se busca un Dios
ú til, se busca un Dios poderoso para convertirse uno mismo en poderoso a través
de la divinidad. En principio, no hay má s que un Dios, ¿y si hubiese dos, có mo
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decían antañ o esos herejes, llamados maniqueos? ¿y si de los dos el Malo fuese el
má s poderoso? Incluso sin abandonar el monoteísmo, ¿y si se demostrase que
Sataná s, la Bestia, el Anticristo, el nú mero 666, es má s eficaz que el Dios del Amor,
a juzgar por los estragos que causa en el mundo actual? En ese caso, ¿a quién hay
que seguir, a Dios o al Diablo? Fíjate que se trata de la misma tentació n de Jesú s en
el desierto (Lucas 4,5-8), que el rechazó sin contemplaciones. Pero quizá s a ti ya
tus compañ eros se os haya ocurrido pensar: «después de todo, ¿por qué no
intentarlo con Sataná s?; ya veremos; hay que probarlo todo, antes de decidirse».
Puede que incluso hayá is hecho un «pacto»: vender vuestra alma al Diablo a
cambio de poder. Habréis salido de la experiencia tremendamente decepcionados
(Sataná s miente tanto como respira y no mantiene sus promesas) y, a la vez,
heridos.

4. Por eso me he visto obligado a añ adir un cuarto punto a los otros tres ya
enunciados: en el fondo, no está s muy seguro de la calidad de lo divino, y éste es tu
principal problema. No te extrañ es. Es normal que te encuentres inmerso en la
corriente neopagana contemporá nea, enemiga declarada de la revelació n judeo-
cristiana. En efecto, la Biblia no se limita a afirmar que Dios es ú nico, lo que ya
sabían determinados pueblos; nos enseñ a que este Dios es personal, que tiene un
nombre, que es amigo del hombre, que sella una alianza con él y le hace una
promesa, que le manifiesta su misericordia, y que desea entrar en comunió n con él
sin que esta proximidad sea peligrosa. El profeta bíblico no se limita a condenar el
politeísmo, es decir, la pluralidad de dioses; reprocha, sobre todo, al creyente
equivocarse por completo en la manera de entrar en contacto con el, como si se
pudiese forzar la mano de Dios a través de prá cticas má gicas. De hecho las dos
posturas está n relacionadas: si los paganos multiplican las divinidades, es para
explotar a fondo todas las energías sobrenaturales a través de la especializació n de
cada una de las divinidades (salud, riqueza, poder, venganza...). El rito se convierte,
entonces, en la puesta en marcha de estos mecanismos infalibles. Es divino todo lo
que funciona sin pararse ni retrasarse. El corazó n no tiene nada que ver en esta
distribució n automá tica.
Y no creas que la «mística» escapa a este só rdido universo. Ya sabes que para
mucha gente actual, la oració n es la reducció n del hombre al vacío, a través de toda
una serie de ejercicios corporales y psicoló gicos. Y el má s allá , si es que existe, no
es má s que la fusió n del hombre en el gran Todo, como un terró n de azú car se
disuelve en una taza de café caliente. Examinaremos esta cuestió n má s de cerca. En
el fondo se trata de la misma pregunta de los mayores ( «sé quién es Dios, pero
¿existe?; ¿se necesita para explicar el mundo?» ) al revés: «seguramente Dios
existe, pero no sé quién es, ni quiero saberlo; yo mismo deseo desaparecer en este
Desconocido».
El reverso de la medalla no debe ocultarte la otra cara: el convertido de hoy no
se queda satisfecho con saber que Dios existe, lo que realmente le conmociona es el
saberse amado por el. Esto es lo que separa profundamente las diversas
generaciones de nuestra sociedad: la encuesta sobre la existencia de Dios o la
acogida de la calidad de lo divino. Esto es lo que hace difícil la fe. En efecto, a la
existencia de Dios puedo llegar por mí mismo y fá cilmente, como el 78 por l00 de
los jó venes españ oles. El sentirme amado por É l, só lo lo puedo creer. De ahí que
só lo un 46 por l00 de los jó venes españ oles acojan y crean en un Dios personal...
(Nota del editor: Estos datos han sido sacados del libro Jó venes españ oles 89
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publicado por la Editorial SM, Madrid, 1989, p.272).


La nueva evangelizació n no consistirá en predicar un Dios explicativo, sino en
testimoniar la ternura. Esta ternura es la que está en el origen de todo. Pero no se
trata de una «razó n», porque no hay razones para amar a alguien. «Amo porque
sí», decía San Bernardo.
Esto era lo que quería decirte, amigo mío, antes de pasar a tus preguntas. Espero
que lo expuesto te haya ayudado a poner en orden el cajó n de sastre de tus
preguntas. Tal vez ya comiences a ver un poco má s claro. Pasemos, ahora, a los
detalles.

DIOS COMO EXPLICACION

Lo que primero me llama la atenció n, amigo mío, es que hablas de Dios sin saber
demasiado lo que se esconde tras esta palabra tan usada y tan manida. Por eso,
preguntas:

«¿Cómo definiría usted a Dios?


-Dios es algo vago. ¿Para usted, Dios tiene forma física?
-¿Cómo se lo imagina?».

Así pues, antes de concederle a Dios la iniciativa, o colocar tal acció n en su


haber, o endosarle tal catá strofe, quisieras saber quién es este poder misterioso al
que los hombres atribuyen la capacidad de bendecir o de maldecir, de crear y de
aniquilar. Y tienes razó n. En efecto, «Dios» es lo que menos conoce el hombre,
aunque sin cesar hable de É l. Cada uno proyecta sobre esta palabra sus propios
sentimientos: el deseo de ser protegido, el miedo de ser castigado, la intercesió n
por los seres queridos, la venganza contra los enemigos, el reconocimiento total, la
envidia venenosa, la bú squeda de una belleza radiante, la espera de una noche
oscura «en la que todos los gatos son pardos», la sed de comunicar con un Ser
«sú per», la manía de querer disolverse en una corriente vertiginosa, el ..deseo de
sobrevivir, la voluntad de desaparecer... Dios es lo que espero de Dios; es lo que me
conviene que sea, para afirmarlo o para negarlo. En este aspecto, tanto el creyente
como el no creyente pueden estar a merced de su imaginació n. El ú nico que escapa
realmente a esta ilusió n es el santo, el místico cristiano, el que supera las pruebas y
atraviesa las «noches» espirituales. Este no inventa, ciertamente, aun Dios que le
contradice duramente, y que no le pasa la mano por la espalda, y que le conduce
hacia caminos donde no quisiera ir (Juan 21,18).
Pregú ntate, amigo mío, si no son tus caprichos, tus manías, tus miedos o tus
frustraciones las que te hacen decir «Dios», tanto para poner las manos juntas
como para lanzar un puñ etazo. ¡Desde este punto de vista, cuá ntas cosas que no
tienen nada que ver con la filosofía se esconden bajo muchos argumentos y
discusiones! Eso no quiere decir que no haya que dialogar, pero teniendo presente
que una manifestació n de amistad hace progresar un debate empantanado, porque
el bloqueo se encontraba en el fondo del corazó n.
En relació n con Dios, también hay ideas falsas «en frío», que proceden de una
falta de formació n o de una mala educació n religiosa. Hablemos de ellas. La Iglesia
sostiene que la inteligencia humana es capaz de buscar a Dios e incluso de admitir
su existencia, pero también reconoce que este proceso es difícil, puede desviarse y
no consigue encontrar el rostro divino tal y como se nos ha querido manifestar. La
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razó n puede construir un retrato robot aproximativo, pero no es capaz de


encontrar a alguien, alguien que es Amor y que nos ama. Segú n los diversos
sondeos, la mayoría de la gente que dice «creer» en Dios confiesa que no sabe
quién es y lo identifica con un espíritu có smico, una especie de gas. En cualquier
caso, como dice Juan, «a Dios nadie lo ha visto jamá s; es el Hijo ú nico, que es Dios y
está al lado del Padre, quien lo ha explicado» (Juan 1,18). No olvides nunca esto e
intenta evitar tus prejuicios. Y ahora abordemos las seis preguntas principales que
me planteas.

El Dios causa

Muchas veces, de una u otra forma, me preguntas:

«¿Cómo puede crear Dios? ¿Cómo se inserta su acción en el encadenamiento de los


fenómenos?
-¿Cómo interviene hoy en el mundo? ¿Sólo a través del milagro?
-¿Por qué el Todopoderoso no es capaz de prevenir las catástrofes?
-¿Cómo surge la fe en el corazón? ¿Hay algún mecanismo? ¿Por qué no surge en mi
corazón?» Etcétera.
Cuando te planteas tales preguntas, está s invadido por varios sentimientos: por
el escá ndalo o por la duda.

El escándalo

Primero sientes el escá ndalo que provoca en ti el mal. El mal que asola el
mundo, y que conoces a través de los medios de comunicació n, el que te martiriza
personalmente. Entonces buscas la causa, es decir, el culpable, porque, en lenguaje
jurídico, «instruir una causa» es hacer una investigació n policial, para identificar al
responsable de un determinado delito y poder acusarle. En el proceso intelectual
hay, pues, un elemento pasional que quizá tú no percibes. Retomaré este tremendo
interrogante desde má s atrá s, pero, ya desde ahora, quisiera prevenirte de un
error: imaginar un Dios actuando sobre los fenó menos como cualquiera de las
fuerzas físicas (un seísmo) o humanas (una agresió n), exactamente en el mismo
nivel. Pienso en aquella madre que, en vez de dar a su hijo la medicina, se equivocó
de botella y le administró un producto tó xico que causó la muerte de su hijo en
medio de unos dolores tremendos. Esta pobre mujer cristiana intentaba aceptar
esta «voluntad de Dios» imaginá ndose que el mismo Señ or le había guiado la mano
para hacerle pasar esta prueba. ¡Horrible!
Ya ves que, incluso en el hombre má s moderno y racional, anida algo de esa
mentalidad primitiva, llamada animismo, y que no só lo existe en Á frica. El hombre
moderno, cuando sufre un dañ o, quiere identificar al culpable para vengarse de él
o llevarle ante los tribunales. Só lo así se calma. Pero, ¿qué hacer cuando el mal no
se le puede imputar a nadie, como en el caso de un alud o de un cá ncer? El hombre
no acepta fá cilmente el recurso del azar, porque esta solució n no le tranquiliza lo
má s mínimo, ni satisface su corazó n. ¿Có mo un acontecimiento importante puede
ser puramente accidental o inocentemente fortuito? En el Tercer Mundo, la
desgracia se explica por la influencia nefasta de los malos espíritus o por el poder
del brujo. En Europa, es al mismo Dios al que a menudo se acusa y se conmina a
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comparecer ya defenderse. « ¿Qué he hecho yo para que Dios me envíe tantas


calamidades? Después de todo, si hubiese un Dios, no me pasaría eso». Quejas
como éstas proliferan. Hay incluso catá strofes (seísmos, inundaciones, erupciones
volcá nicas...) a las que se les llama «actos de Dios». ¡Siniestro! Dios no es ese
«absurdo emperador del mundo» que denunciaba un filó sofo ateo. Deja, pues, de
imaginarte a tu Padre del cielo como un Jú piter bigotudo que, desde lo alto del
Olimpo, acciona los mecanismos có smicos de un motor que aplasta entre sus
ruedas asesinas al Charlot de los «Tiempos modernos».
No hables tampoco de la «voluntad de Dios» a la ligera. ¿Qué sabes tú ? La
voluntad del Padre celestial nos ha sido manifestada en Jesucristo como amor y
salvació n, y de una manera que no admite dudas. Dios no nos inocula las
enfermedades como ese mosquito que, durante una misió n en Benin, me obsequió
con un fuerte ataque de paludismo. No acepto una fiebre o una desgracia como un
don del cielo que me sería comunicado sin intermediario alguno (directamente del
productor al consumidor), sino que, como Pascal, rezo «por la buena utilizació n de
la enfermedad, que no es lo mismo». La voluntad divina no es el mal, sino la gracia
para vivir cristianamente un período difícil de mi vida. Desconfía de los atajos,
porque suelen ser escandalosos.
Ten en cuenta que ésta es una tentació n corriente. Hace unos veinte añ os, para
prevenir el error del que te estoy hablando, los teó logos terminaron por decir que
Dios no intervenía para nada en el mundo. Así se terminaba con los puñ os
levantados hacia el cielo y, en la organizació n del mundo, el hombre gozaba de una
total libertad ( el hombre «secularizado» ). ¿Hasta qué punto se trataba de una
solució n justa? ¿Có mo Dios podía seguir siendo el Amor si se desentendía por
completo de nuestros asuntos y se lavaba las manos ante nuestros problemas?
Hablar así era como «tirar al niñ o con el agua del bañ o». Por eso la reacció n no se
hizo esperar. En determinados ambientes se puso en marcha el motor celestial y se
atribuyeron todos los acontecimientos al Señ or de una manera inmediata: todo lo
que pasa ha sido querido por Dios, que ha colocado todo en su sitio como un buen
ingeniero. Hay que congratularse de poder «recibir», al segundo, la palabra divina
que conviene exactamente, sin tener que estrujarse la cabeza. Ya no hay
intermediarios, ya no hay distinció n entre el bien y el mal, pues ambos proceden de
la misma fuente. ¡Qué cisco!
Yo creo:
-que Dios actú a, pero a su manera, sin entrar en la cadena o ser su primer
motor;
-que no quiere, ni nunca ha querido, el mal;
-que su gracia nos alcanza en circunstancias que el no ha provocado
directamente, pero que utiliza para inspiramos una conducta o para enseñ amos el
camino;
-que esta gracia no nos impide reflexionar y actuar: nuestra participació n no la
mancha;
-que esta manera normal de actuar por parte de Dios no quita su intervenció n
milagrosa.
Amigo, confíate al Padre de Jesú s. No intentes confiscar su voluntad, ni para
injuriarle («¡Hacerme esto, a mí!»), ni para utilizarle como una má quina
tragaperras («¡Dios me ha hablado!»). El Amor no actú a mecá nicamente y no se
manipula como un aparato.
Que tu confianza sea absoluta, sin que eso te dispense de actuar. ¡Puedes pedir
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al Señ or que te ayude a encontrar un buen novio o una buena novia, puedes ser
escuchado(a) e incluso puedes decirlo, pero sin convertirle en un ojeador de caza o
en una Celestina! Así pues, maneja con precaució n esta noció n de «causalidad
divina», sin ser ingenuo cuando las cosas te salgan bien, ni demasiado hurañ o si
salen mal. Si nadas en la felicidad, que te aproveche; pero, al alabar al Señ or, piensa
en los demá s y no creas que está s solo en el mundo. No cantes apresuradamente el
Magníficat para dar gracias a Dios por haber salvado el Carmelo de Lisieux durante
los bombardeos de 1944. ¡Piensa también en el convento de los benedictinos,
totalmente arrasado! Convéncete, con el filó sofo Jean Lacro ix, que, mediando
cierta confusió n mental y verbal, la causalidad es la razó n principal de la
increencia, o de la «malcreencia», o de la fe dolorosa. Sal del infantilismo y deja de
ser un niñ o ante Dios.

La duda

Mal entendida, la idea de un Dios-Causa puede exasperarte cuando la pongas en


relació n con el mal. Y puede obligarte a bajar la cabeza cuando la compares con el
resultado de las ciencias naturales. De las dos explicaciones, la divina y la humana,
¿cuá l es la buena? Es la idea de tu pregunta, referida anteriormente: «¿Qué piensa
de la Creació n? ¿y qué pinta Darwin en todo esto?». Una pregunta que se concreta
en un conocido dilema: o la Biblia o la ciencia.
Yo pienso que la Escritura habla el lenguaje de su época, como también tú lo
haces, y, sobre todo, que no pretende darnos una explicació n. Y esto es algo que tal
vez termines por admitir, siempre que te olvides de los malos catecismos
aprendidos de memoria. La creació n no es el origen, y mucho menos la descripció n
del origen en vídeo. La creació n es la afirmació n de nuestra dependencia radical de
Dios y, al mismo tiempo, nuestra distinció n de el, que no depende de nadie. A veces
te preguntas: «¿Quién ha creado a Dios?» Sin duda alguna está s confundiendo la
creació n con la fabricació n (no te preocupes, Sartre lo hizo antes que tú ). ¡Piensas
en un super ingeniero que construye el prototipo, lo monta en la fá brica y produce
modelos en serie! ¡No estamos en la Seat! Ni siquiera en una maternidad.
Fíjate bien, amigo. La creació n significa que nuestra razó n de ser no está en
nosotros, sino só lo en Dios y en su eterna ternura. «Soy amado, luego soy». «Te
quiero porque te quiero». Esto escandaliza a los racionalistas, que prefieren
justificar el mundo por el azar o la necesidad. Yo, en cambio, me alegro de no
compartir ninguna de estas dos mecá nicas. Me alegro de proceder de un Dios que
no me quiso por necesidad (para romper su soledad, o tener una imagen de sí
mismo al revés, o complacerse en su buena acció n, o enorgullecerse de sus
extraordinarias posibilidades), ni por capricho (para divertirse como un príncipe
aburrido, dedicado a invenciones descabelladas para matar el tiempo). Me
congratulo de no deber la existencia a ningú n cá lculo egoísta, a ninguna sabia
programació n. Me disgustaría enormemente haber salido de un laboratorio o de un
ordenador, aunque tuviese todo el poder de un misil admirable. Es verdad que no
soy autó nomo, ni soy Dios, pero mi dependencia no só lo me distingue de mi Padre,
sino que también me une y relaciona con É l.
Si esto es así, no se puede confundir la creació n con los orígenes. Ciertamente, la
fe nos dice que Dios, al crear, inauguró el tiempo. Pero, como precisa Santo Tomá s,
aunque el mundo hubiese existido desde siempre, no por eso habría dejado de ser
creado. La creació n no es el big-bang: es mi relació n con Dios. Si fuese el big-bang,
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só lo habría sido creado el primer hombre, pero no los demá s, ni yo mismo. No


seríamos má s que copias del prototipo, duplicados. Ahora bien, yo he sido tan
creado como Adá n y tan querido por Dios como él.
La creació n es mucho má s bella que la procreació n. Esta ú ltima puede llevarse a
cabo sin amor en la pareja y sin deseo de un hijo, en una especie de coito instintivo.
Ademá s, aunque esté llena de ternura, la procreació n es una acció n. Que se termina
con el nacimiento. Después, el bebé posee su propia existencia, aunque durante
mucho tiempo dependa de su madre, tanto a nivel sanitario como afectivo. Dios no
se contenta con dar el pistoletazo de salida. Me crea permanentemente y me ama
sin cesar. No se trata de un parto momentá neo, sino de una ternura sin fin. Lo
espiritual teje un lazo má s fuerte que la biología.
Mi creació n es má s bella que mi origen, sobre todo si éste tiene alguna tara. He
podido ser concebido por descuido una noche de borrachera o de adulterio; mi
padre ha podido abandonar inmediatamente a mi madre, y ésta ha podido pensar
en abortar. A pesar de todo eso, mi Padre del cielo me ha querido, me quiere y no
cesará de quererme. Só lo esta «papá - terapia» es capaz de curar mis profundas
heridas.
La creació n del hombre no se confunde, pues, con su procreació n, con su
comienzo bioló gico. De la misma manera que la creació n del universo no se
confunde con el big-bang, su comienzo có smico. El Génesis no es un reportaje
sobre los primeros instantes del mundo. Nos cuenta, con un lenguaje colorido y
lleno de imá genes, que só lo Dios es Dios y que todo lo demá s procede de É l sin
confundirse con É l, y sin que las cosas se confundan tampoco con el hombre. Y nos
da el sabbat para que compartamos cada semana el asombro de Dios ante su obra.
Es decir, puedes adoptar la teoría científica que má s te guste, siempre que
permanezca en su nivel: el de la explicació n de los fenó menos. Si sale de ahí, deja
de ser científica y se mete en el campo de la filosofía.
Hay teorías materialistas y ateas que niegan la existencia y la acció n de Dios. Y,
al contrario, también hay explicaciones científicas que creen poder demostrar la
existencia de Dios experimentalmente, descubriendo por doquier agujeros que
reclaman su intervenció n. No creas ni a los unos ni a los otros. No deduzcas a Dios
mecá nicamente. No le reduzcas al nivel de los fenó menos. La Iglesia llama a esta
ilusió n «concordismo», es decir, el intento de hacer concordar la fe y la ciencia en
el mismo nivel.
Un joven me planteó esta pregunta: « ¿Quién era yo antes de nacer?» Hacías
cuerpo con tu madre, orgullosa de llevarte dentro, de alimentarte, de acariciarte y
de quererte. No eres, pues, un producto de una cadena de montaje o de una fá brica
cualquiera. Y antes de tu concepció n estabas en el corazó n de Dios, como un
proyecto de su ternura, un proyecto eterno y ú nico, destinado a la gloria. Esto es lo
que eres, amigo mío, má s allá de tu carnet de identidad o de tu grupo sanguíneo.
¡No confundas, pues, los planes, ni deteriores tu bello misterio!

EL DIOS QUE BUSCA LA INTELIGENCIA

A veces me preguntas:
«¿Por qué está tan seguro de la existencia de Dios? ¡Deme una prueba!».
Y añ ades:
«Si un día se prueba que Dios no existe, ¿cómo reaccionaría? ¿Qué piensa de la
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gente que dice que Dios no existe?»

Nuestros caminos hacia Dios

A su manera, el hombre busca a Dios desde siempre. La Biblia nos presenta una
revelació n que nos sobrepasa, teniendo en cuenta las capacidades de nuestra
sabiduría humana, que no só lo se debe poner en movimiento, sino también evitar
las malformaciones groseras de lo divino. Dicho de otra manera, Dios es un
derecho del hombre: É l es, a la vez, transparente en sus obras y diferente de ellas
(Sabiduría 13,1-9; Romanos 1,18-23). Al volver a repetimos esto en el siglo pasado,
el Concilio Vaticano I toma partido en favor del espíritu humano, castrado por el
racionalismo de la má s bella de sus posibilidades y privado del má s vital de sus
conocimientos. Al mismo tiempo, la Iglesia también proclama este principio para
los ateos, que se adjudican el derecho natural de rechazar a Dios y se vanaglorian
de ello como de una liberació n; a los agnó sticos, que no niegan nada pero se
declaran incompetentes y sin un ó rgano apropiado; y a los mismos cristianos, que
se refugian en el sentimiento invocando la «mística». Haciendo esto, la Iglesia se
sitú a inequívocamente en el camino de la promoció n humana sin la menor
vacilació n. Juan Pablo II no cesa de repetir estas mismas palabras, en una época en
que la defensa de los derechos del hombre no siempre se lleva hasta sus ú ltimas
consecuencias. El hombre tiene derecho a Dios y nadie le debe privar de la libertad
religiosa. Para ti, amigo, la fe te parece ante todo un deber, y un deber penoso; para
el Papa es un derecho que permite el acceso a la alegría y a la realizació n personal.
Tú preguntas: «¿estoy obligado a creer?». Y tu pastor te responde: «¿tú tienes el
derecho de privarte de la fe?» Tú dudas, temiendo aburrirte o correr un riesgo
incontrolable. Pero también hay otro riesgo, el contrario: asfixiarte por falta de
adoració n, caer en la pasividad por falta de verdadera alegría. Curioso, ¿verdad? ,
Sería grotesco que intentase hacerte en diez líneas una exposició n de las mil y
una razones para admitir la existencia de Dios. Tampoco voy a recurrir a
«pruebas» matemá ticamente comprobables. En este caso, el no creyente sería un
imbécil, como ese alumno que no es capaz de encontrar, en la , pizarra de la clase,
la solució n al problema, que salta a la vista. La cuestió n de Dios no proviene de lo
que Pascal llama el espíritu de la geometría, sino que supone una reflexió n en
profundidad y que compromete la vida entera. El puro razonamiento no llega a la
luz, sobre todo el razonamiento rampló n, que se queda en el nivel má s bajo de sus
posibilidades, en vez de elevarse «a los niveles superiores del saber».
El no creyente no es ningú n tonto, ni el ú ltimo de la clase; puede ser, incluso,
muy inteligente y virtuoso, como veremos má s adelante, pero es insensible al «por
qué» ú ltimo. También puede darse el caso que tenga por una caricatura grotesca
de Dios, que bloquea su reflexió n. Ten en cuenta, amigo mío, que tus falsas
imá genes de Dios pueden provocar la incredulidad en otros.
Santo Tomá s de Aquino no habla de «pruebas» de Dios, sino de «vías» hacia
Dios, y tiene toda la razó n del mundo. Es evidente que la vía concluye en alguna
parte, pero proponiendo un camino, no administrando la solució n del problema al
instante. La solució n nos hace cerrar la boca, el asunto concluye y no hay nada má s
que decir. El camino nos conduce hacia el asombro: un nivel en el que nunca se
terminará de descubrir o de vivir. Tengo miedo, amigo mío, de que me pidas un
«truco» para estar seguro de Dios, para arreglar esta cuestió n de una vez por todas.
Pero reflexiona. Si la existencia de Dios fuese algo evidente, ¿qué harías después?
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La clasificarías en tus archivos como un problema resuelto, como una tesis


demostrada sobre la que no es necesario volver. ¿Poseer estos archivos te
proporcionaría una vida espiritual? ¿Rezaría Rousseau a su «Ser Supremo» o
Voltaire a su «Relojero»? Lo dudo. Ademá s, como decía uno de vosotros: «¿Dios nos
ha creado como el relojero hace un reloj? Pero a mí no me gustan los relojeros».
Cada uno encuentra la vía hacia Dios que le parece mejor, tanto el carbonero
como el universitario. Pero no todas las explicaciones sobre Dios son buenas, ni
siquiera las que se plantean so pretexto de satisfacer el espíritu. Incluso hay
algunas tremendamente simples. Es estú pido decir que Dios tiene que existir para
hacer posible el arranque de la serie, como el primer huevo que da origen a la
primera gallina, o la primera gallina poniendo el primer huevo... Vuelvo a repetirte
que Dios no está só lo en el principio. É l es nuestra razó n de ser permanente. Nadie
existe por sí mismo, ni yo, ni mis padres, ni nadie. Los seres creados habrían
podido continuar en la nada, y no han existido siempre. ¿Quién les pudo llamar,
pues, a la existencia, a no ser el Amor increado y eterno? Este es el fondo de la
cuestió n. Dios no es, pues, el Ser supremo, el primero y el má s grande en la cima de
la pirá mide. Dios está fuera de la construcció n. He aparecido un día en la tierra
porque un Amor eterno, que no me necesitaba, me ha querido y no cesa de
quererme.
Partiendo de aquí, la filosofía prosigue su interrogatorio. Siendo el ser creado
finito e imperfecto, ¿de dó nde saca la idea de infinitud y de perfecció n que
curiosamente anida en su corazó n? ¿De dó nde saca la idea de Dios, que no está en
su poder, como si fuera una secreció n del espíritu? ¿Có mo podría pensarse a Dios
si no existiera? ¿Có mo podría tener todas las perfecciones, salvo la de existir... ?
Ahora bien, todas estas reflexiones todavía no son la fe. Creer en Dios no
consiste en admitir la idea de Dios, ni siquiera su existencia. Creer es acoger la
revelació n que de É l mismo nos hace en su Hijo Jesucristo. Es escuchar a Dios,
hablar de Dios. Es «obedecer al Evangelio» recibiéndolo con humildad y sin
considerarlo como una humillació n. Porque, el Evangelio, lejos de vejar nuestra
inteligencia, la sacia de una manera inesperada; lejos de detener su actividad, le da
en qué pensar. No reproches a Dios el haber complicado las cosas revelá ndose a sí
mismo. Lo hizo porque quería que conociésemos íntimamente su vida, con el fin de
asociarnos a ella. El misterio no es un jeroglífico incomprensible para amargarnos
la vida, si no una confidencia amistosa, que nos invita a la comunió n.
En la Biblia, «conocer» no es tener conocimientos sobre alguien, sino conocer a
alguien; no es identificar a alguien por su carnet, sino entrar en contacto con él y,
en sentido estricto, «hacer el amor» con el ser querido. Esto es lo que quiso Dios al
revelarse: ofrecemos su persona y no su retrato, su ternura y no su existencia
bruta. Y, de esta manera, poner fin a los mú ltiples errores que el hombre no cesaba
de acumular respecto a su Creador, después de haber pecado.
Por consiguiente, respondiendo a tu pregunta «deme una prueba de la
existencia de Dios»), yo no te di la fe cristiana; simplemente espero haberte abierto
el camino, despejando el obstá culo de la duda. No te quedes, pues, tranquilo viendo
la ruta despejada. Avanza, vete mucho má s lejos. Allí te espera, no un certificado o
un diploma, sino una Presencia. ¡Inténtalo, al menos!

La solidez de nuestra fe

« ¿Y si un día se probase que Dios no existe...?»


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Como ves, acabo de contestar a tu pregunta. Primero, Dios no se «prueba»: se


descubre. Ademá s, es imposible probar la existencia de alguien. Para conseguirlo,
haría falta haber recorrido todos los lugares susceptibles de cobijarle, y nadie
puede enorgullecerse de haber visitado todos los posibles escondrijos. Se puede
afirmar, con André Frossard: «Dios existe, yo lo he encontrado». Pero no se puede
decir: «Dios no existe, yo no lo he encontrado». Si no lo he encontrado es porque,
tal vez, no haya escogido el buen camino...
Por ú ltimo, y sobre todo, para mí creer no consiste en tener mis propias ideas
sobre Dios, sino en acoger su visita personal. No se trata de contentarme sabiendo
que existe, como existe una silla, un á rbol, o fulanito de tal, sino de experimentar su
ternura. No es decir «Dios», sino «Abba, mi queridísimo papá ».
Por eso, cuando esta gracia me ha sido dada, ya no puedo perder la fe, como
suele decirse. Imposible perderla por casualidad, como se pierde un manojo de
llaves. Lo que se pierde así no es una fe viva, sino una costumbre mal enraizada, un
há bito familiar, una religió n juvenil. Y la prueba de todo ello es bien fá cil de hacer.
Cuando la gente pierde un objeto que estima mucho, lo reclama rá pidamente en la
oficina de objetos perdidos. Pero los que dicen haber perdido la fe no está n
dispuestos a recorrer ni medio kiló metro para buscarla. Má s aú n, a veces, ni
siquiera se dan cuenta de lo que han perdido... No se pierde un gran amor sin sentir
enseguida un vacío intolerable, ¿verdad?
En cambio, se puede rechazar la fe en Jesú s. La Iglesia no se pronuncia sobre la
culpabilidad de este abandono libre y consciente. Só lo nos dice, en el Vaticano I,
que el cristiano no tiene ninguna razó n objetiva para renegar del Evangelio. En
efecto, cuando se ha conocido verdadera y experiencialmente el amor de Jesú s,
nada puede justificar nuestra deserció n. Y, sin embargo, los abandonos se
multiplican. ¿Por qué? Por razones subjetivas, a las que só lo Dios puede juzgar.
Amigo, con la gracia de Dios y la fuerza del Espíritu, creo poder decir que no me
escandalizo fá cilmente. Puedo sufrir, sobre todo a causa de determinadas personas
de la iglesia, pero hay otras muchas que me ayudan poderosamente. Ademá s, todo
esto no tiene nada que ver con mi relació n con Jesucristo. Lo que soporta É l, ¿por
qué no lo podría soportar yo también? Así pues, no hagas mezclas explosivas. No
tengo ningú n motivo vá lido para dudar del Dios que me ha entregado a su Hijo ya
quien he entregado mi corazó n. Por eso me gusta este cá ntico:

Padre, yo soy tu hijo amado; mil pruebas de amor me has ofrecido.


Alabarte quiero con mi canto,
canto de amor de mi bautismo.

Cuanto má s viejo me hago, má s evidente me parece este Dios, má s descubro su


identidad, má s me hundo en él, mi fe se hace má s familiar y mi corazó n má s
sencillo. Estamos lejos de las «pruebas» que reclamabas y que só lo son buenas
para los principiantes. Después, el Señ or es capaz de revelarse a Sí mismo, má s allá
de cualquier jeroglífico cerebral. Sé má s de É l apretá ndome contra su corazó n que
leyendo un libro.
Me dirá s, sin duda, que también algunos santos se plantearon la cuestió n: « ¿y si
Dios no existiera?» Es cierto, pero hay que entender bien lo que querían decir con
ello. El primero en hacerlo es San Pablo, y su razonamiento es el siguiente: si Cristo
no hubiese resucitado, lo habría perdido todo y sería tremendamente desgraciado,
porque todo se lo he dado a É l (1 Corintios 15,14-19). Se trata de una excelente
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ocasió n, para el apó stol y para nosotros, de verificar si realmente se lo hemos dado
todo. Este es el objetivo pedagó gico de este supuesto imposible (igual que de este
otro: «Sería capaz de amar a Dios aunque me condenara al infierno...»).
el cura de Ars también dice: «Si al final de mi vida descubriese que Dios no
existe, estaría atrapado, pero no me arrepentiría en absoluto haber creído en el
Amor». Bajo esta deliciosa ocurrencia, se esconde la certeza de que Dios es Amor y
de que nunca el Amor puede fallar. Pienso también en esta «maliciosa» reflexió n de
un teó logo: «si Dios no existiese, se equivocaría». ¡Y tanto! Pues no podría verificar
la bella imagen que tenemos de É l... Y que el mismo nos ha dado: la imagen del
Amor. ¿De dó nde si no podría venirnos esta imagen?

EL DIOS QUE HACE MARAVILLAS

Abordemos ahora los milagros, un tema que planteas continuamente para


decirme que no crees en ellos... Y, al mismo tiempo, que te gustaría que hubiese
má s. Yo, en cambio, creo en ellos, y pienso que se dan a menudo cuando se tiene
una fe viva. Esta es mi tesis. Ahora me explico.

Falsas ideas sobre el milagro

«Quitad los milagros del Evangelio y toda la tierra caerá de bruces a los pies de
Jesucristo», escribe Jean-Jacques Rousseau. No comparto, ló gicamente, su teoría,
pero intento entender la procedencia de esta reacció n, que se prolonga hasta la
actualidad. Creo que esta reacció n se debe a tres razones.
En primer lugar, porque se ha abusado de la presentació n del milagro, no como
un signo de la atenta presencia de Dios ante las preocupaciones de los hombres,
sino como una travesura destinada a humillar a la razó n. «Creéis en el valor
absoluto de vuestras leyes, parecen decir los partidarios de esta presentació n de
los milagros, para olvidaros de Dios o incluso para negarlo. Pues bien, Dios os
muestra su existencia y sus capacidades violando esas leyes cuando le viene en
gana. ¡Asumid la reprimenda y reconoced vuestro error!». Es decir, el milagro se
definía como una excepció n de las leyes naturales, para dar en la cara a los
racionalistas orgullosos. Se comprende perfectamente la indignació n de éstos, que,
si bien merecían una lecció n, no tenía por qué ser tan humillante. Dios no se dedica
a hacer sietes en el tejido de la naturaleza, sino maravillas. Es capaz de hacer
maravillas sin hacer sietes, es decir, insertando su acció n en el curso de los
acontecimientos. Yo mismo he disfrutado en mi vida de las sonrisas del Señ or, que
no se pueden catalogar como prodigios, pero sí como signos de su presencia. A la
inversa, no basta con que haya un prodigio para concluir afirmando la presencia de
Dios. Ningú n milagro, ni siquiera una resurrecció n, puede forzar a alguien a creer
(Lucas 16,30). Este es, pues, a mi juicio, el primer malentendido.
Dado que el milagro es definido como una excepció n hecha por Dios en las leyes
naturales, para constatar tal hecho se establece en Lourdes un centro médico,
encargado de analizar las curaciones. Só lo podrá hablarse de milagro en el caso de
que la ciencia no encuentre explicació n natural alguna a tal curació n. Es, pues, lo
anormal lo que permite testar la acció n divina. De esta forma, dicen los partidarios
de esta postura, los no creyentes no podrá n hablar de subterfugios. Sin duda, pero
no por eso quedará n má s convencidos. Siempre podrá n decir que algú n día el
progreso científico terminará por hallar la causa que hoy todavía se nos escapa. Así
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pues, a pesar de todas las precauciones tomadas, el milagro nunca puede ser
probado rigurosamente y el científico siempre podrá negarlo.
Pero, ¿por qué haría falta probarlo? ¿Por qué el enfermo curado tendría que
esperar un certificado que le otorgase la etiqueta de milagroso y le permitiese así
dar gracias a su Señ or sin temor a equivocarse? Tanto má s cuanto que este sello de
autenticidad de la Iglesia no convencería a todo el mundo.
El milagro no se confunde, pues, con lo inexplicable. Es un acontecimiento que
se adueñ a de una historia espiritual y que comporta, por ejemplo, peregrinació n,
intercesió n, oració n de confianza, invocació n a María, promesa de una vida má s
fervorosa, caridad hacia los pobres, promesa de conversió n, etc. Só lo los hombres
que han vivido tales momentos tienen derecho a ver en ellos un signo del cielo,
independientemente de que la curació n se pueda explicar, al menos parcialmente,
sin recurrir al milagro. El hecho no debe arrancarse, pues, de su contexto, para
trasladarlo al laboratorio y convertirlo en un caso clínico y nada má s. En el
Evangelio, los relatos de los milagros subrayan ante todo la relació n entre Jesú s y
su interlocutor, insistiendo en la confianza total de éste en el Señ or. Y si Cristo
envía al leproso curado al sacerdote, no es para una verificació n médica, sino para
que sea reinsertado legalmente en la comunidad..., previo pago del don prescrito
(Mateo 8,4).
El tercer malentendido está muy relacionado con los ya expuestos. Algunas
personas curadas milagrosamente se afanan en proclamar que su fe coincide con
su curació n. Y esto no es del todo cierto. Es evidente que el favor recibido puede
producir en el corazó n maravillado del enfermo curado una conversió n profunda.
Ahora bien, el credo del cristiano no se limita a proclamar: «creo en el Dios que me
curó ». No hay que exagerar la nota y colocar una curació n en el culmen del plan
divino. De lo contrario, ¿có mo podrían creer los que no han recuperado su salud?
¡De todas maneras, entre la desaparició n de un tumor y la Resurrecció n de Jesú s
hay una considerable distancia! Una distancia que me hace comprender que mi
Dios es también el de los demá s, que no soy la maravilla de las maravillas, y que ha
hecho en mí algo mucho má s importante que curarme una pierna.
Una curació n no dispensa, pues, de la catequesis. De lo contrario, el milagro
sería un medio có modo y econó mico de creer..., sin necesidad de la fe. Ahora bien,
en el Evangelio, el prodigio no encierra sobre sí mismo al que lo recibe, sino que le
hace volverse hacia Cristo, proclamando que es el Hijo de Dios. Por eso, Jesú s invita
al ciego de nacimiento, totalmente feliz por haber recobrado la vista, a recorrer lo
que le queda de camino para alcanzar la luz.
«-¿Crees en el Hijo del Hombre?, le dice.
-¿y quién es, Señ or, para que crea en él?
-Ya lo está s viendo, es el mismo que habla contigo.
-Entonces él dijo: Señ or, yo creo» (Juan 9,35-38).
El ciego todavía no había caído en la cuenta que el que le había curado era el
mismo Señ or, el Señ or de todos los hombres.
Los tres malentendidos explicados tienen algo en comú n: previenen contra la
tentació n de querer cazar a Dios, de intentar pillarle en flagrante delito de
existencia a través del milagro, como si la fe fuese un simple atestado asequible a
todo el mundo sin la menor preparació n. También en esto, el Evangelio deja las
cosas en su sitio, recordá ndonos que en Nazaret Jesú s no hizo milagros, porque sus
paisanos no creían en el (Mateo 13,58). El milagro no da, pues, la fe, si no existe
previamente, al menos en forma de confianza total en Cristo. Dios es, ante todo,
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Amor ofrecido, mirá ndonos a los ojos. Y la maravilla se produce en esta mirada.
«¿Creéis que puedo hacer esto? -pregunta Jesú s a los dos ciegos.
-Sí, Señ or -le contestan.
-Entonces les tocó los ojos diciendo: Segú n la fe que tenéis, que se cumpla»
(Mateo 9,27-29).
Ya ves qué lejos estamos de la pura mecá nica...

Los signos de Jesús

En su Evangelio, Juan habla casi siempre de signos en vez de milagros. Y esto


nos va a ayudar a profundizar en el tema. Para mucha gente, Jesú s es alguien que
anuncia una doctrina misteriosa y difícil de entender, bien sea porque lo hace
aposta, para invitarnos a la humildad, o bien sea porque, a pesar de intentarlo, no
lo puede evitar. De ahí que, para recuperarse, realice milagros que nada tienen que
ver con lo que dice, pero que le confieren prestigio y credibilidad a sus enseñ anzas.
Esta credibilidad, sin embargo, no procede de su enseñ anza, demasiado abstrusa,
sino de sus capacidades y de su extraordinaria personalidad. De esta manera, Jesú s
renunciaría a convencemos, contentá ndose con asombramos. Algo así como un
profesor de geometría que, al verse incapaz de hacer entender a sus alumnos la
demostració n de un teorema, se pusiera a hacer el pino delante de la pizarra, para
que sus alumnos le creyesen en nombre de su talento acrobá tico (imagen utilizada
por Claudel, para hacernos comprender lo ridículo de la situació n.) el milagro sería,
pues, una pura payasada, sin relació n con la doctrina de Jesú s, ni con su corazó n, y
su funció n sería servir de apoyo externo al Evangelio. Desde esta perspectiva, se
entiende perfectamente a esas personas poco creyentes, o poco dispuestas a
convertirse realmente, que corren de aquí para allá en busca de milagros
(verdaderos o falsos) para coleccionarlos y utilizarlos contra la Iglesia.
Paradó jicamente, reprochan a los demá s cristianos su incredulidad, cuando los
primeros incrédulos son ellos. En efecto, digan lo que digan, no tienen fe
evangélica, porque ésta consiste en una toma de posició n ante la persona de Jesú s
y ante su mensaje, algo por lo que no muestran ningú n interés. Son simplemente
gente curiosa que se deja asombrar por fenó menos extrañ os (verdaderos o falsos)
y que confunden su asombro con un sentimiento religioso. Porque está n
asombrados, ya piensan que «creen». Pero, ¿es posible creer sin seguir a Jesú s? El
milagro se hace para conducirnos al Señ or, no para quedarnos pegados al milagro.
Lo que yo venero no es el prodigio, sino el amor de mi Dios.
Por eso Juan habla de «signos», es decir, de hechos significativos y que no só lo
son visibles, sino también legibles. Hechos que nos designan a Jesú s como la fuente
de todo y que nos dan la consigna de ser sus discípulos. Una payasada no nos
enseñ a nada acerca del corazó n del acró bata; só lo nos manifiesta su talento. Un
truco de magia no nos dice nada sobre la vida interior del prestidigitador,
simplemente nos muestra su destreza de ilusionista. Por el contrario, el milagro
procede de lo má s profundo de Jesucristo, nos revela su persona, su obra y su
mensaje, procede de É l y nos conduce a É l.
Ademá s, en los Evangelios, Jesú s no tiene nada del charlatá n de feria que dice
«nada en las mangas, nada en el sombrero, nada en los bolsillos», aprovechá ndose
del asombro de los demá s para pasar la bandeja. Mira su discreció n en Caná , por
ejemplo. ¡Nada de películas! Sataná s es el que le propone que monte un show
arrojá ndose desde el piná culo del templo sin paracaídas un día de fiesta. Jesú s no
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juega este juego. Y los milagros relatados en los Evangelios no contienen nada de
cara a la galería, ni nada que pueda dispensar la conversió n de los corazones.
Cuando Juan Bautista está en la cá rcel y duda de un Mesías tan poco espectacular,
Jesú s le da signos que no engañ an (Maleo 11,2-6). Signos que no miden el poder de
sus bíceps, sino que revelan sus intenciones profundas: devolver la vista a los
ciegos, hacer andar a los paralíticos, curar a los enfermos, hacer oír a los sordos,
resucitar a los muertos y, sobre todo, dar esperanza a los má s pobres. El milagro no
es, pues, un fenó meno que se pueda separar de su raíz y convertirlo en una
curiosidad autó noma y apta para periodistas. Si Jesú s escogió dar la vista a los
ciegos, fue para enseñ amos que el es la Luz y que tanto la luz de los ojos como la
del corazó n proceden de el. El signo llega a su meta cuando provoca en los labios
del curado una profesió n de fe (Juan 9,38). Bartimeo, el ciego de Jericó , escogió
incluso una fó rmula activa: nada má s ser curado, se puso a caminar detrá s de Jesú s
(Marcos 10,52) ¡Qué rapidez de reflejos la de Bartimeo!
Amigo, el milagro es irritante cuando se convierte en algo má s convincente y
apasionante que Jesú s; cuando seduce, en vez de convertir. Como dice San Agustín,
no quieras al anillo má s que a la novia, pero tampoco dudes en recibir el anillo de
manos de la novia. No digas a Dios que no necesitas milagros para creer en su
amor. Tú y yo sabemos que eso no es del todo cierto. Y, sobre todo, no le vayas con
el cuento de que, sin los milagros, su Evangelio pasaría mejor el examen. ¡Deja
hacer su trabajo al Señ or! ¡Es de suponer que lo sabrá hacer mejor que tú y que yo!
Tampoco intentes hacerte el sutil, queriendo separar el hecho del sentido, y
afirmando que la historia es falsa, pero la lecció n bonita. ¡Tonterías de intelectuales
cansados!

¿UN DIOS CASTIGADOR?

Esta es la pregunta que me planteas:

«¿Cómo se puede decir que el Sida es un castigo de Dios, cuando hay niños
totalmente inocentes que mueren por culpa de esta terrible enfermedad?».

Siempre es lo mismo: un Dios-explicació n de una plaga contemporá nea. En


primer lugar, debo confiarte que estos dos ú ltimos añ os ayudé a bien morir, en un
hospital de París, a dos jó venes amigos, afectados por el Sida: Frank, muerto el18
de mayo de 1988, a los 22 añ os, y Martín, muerto el 22 de enero de 1988, a los 29
añ os de edad. También debo decirte que Martín, pensando en su caso personal, me
había planteado tu misma pregunta. Evidentemente, no le traté como un maldito
de Dios, sino como el hijo querido del Abba, nuestro Padre del cielo, y así, poco a
poco, le fui convenciendo. Comprenderá s que, si el mismo Dios hubiese enviado
desde lo alto del cielo este virus terrible, para castigar a la gente, no nos iba a pedir
que amá semos a los afectados en su nombre. ¡Al menos que estuviese arrepentido
y quisiese reparar un mal del que se avergonzase! ¡Seamos ló gicos! En ese caso no
nos habría dicho: «amaros los unos a los otros», sino «apartaos de los sidosos,
está n malditos...».
Mi actitud contigo no será diferente a la que mantuve con mis amigos, que en
paz descansen, aunque mi respuesta tratará de ser má s reflexiva y profunda.
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¿Quién plantea esta pregunta?

Permíteme, en primer lugar, preguntarte con qué actitud planteas esta


pregunta. Porque hay dos formas de reaccionar. Por un lado está , sin duda, tu
reacció n, que traduce una perplejidad o, incluso, un escá ndalo doloroso. Y por otro
lado, la del «deshacedor de entuertos», que muestra su alegría, constatando que -
¡por fin!- Dios defiende su causa, sanciona enérgicamente el mal, y detiene la
decadencia creando esta terrible pero benéfica disuasió n. ¡Ya iba siendo hora! ¡El
principio de la sabiduría es el miedo del policía... Y de la enfermedad mortal!
Ademá s, la amenaza comienza ya a dar sus frutos: aunque la permisividad moral
continú e, ya no se muestra tan triunfante. A lo que algunos, má s pesimistas,
añ aden: «es cierto, pero llega demasiado tarde; la Virgen predijo la inminencia de
la catá strofe y la hora ha llegado; preparémonos para el Apocalipsis».
Ten en cuenta, ademá s, que no es raro encontrarse con esta actitud. Después de
escribir un artículo en «Familia cristiana», para restablecer la verdad, es decir, la
bondad de Dios, recibí una carta indignadísima de un lector, reprochá ndome el
haber desfigurado el verdadero rostro de Dios y haber apoyado la inmoralidad. Le
respondí preguntá ndole sencillamente si, cuando comulgaba, recibía en la hostia el
cuerpo de un .verdugo de los demá s... Y el episodio me hizo recordar un pasaje de
la película «Señ or Vicente». Unas señ oras de la alta sociedad, a las que San Vicente
Paul había invitado a acoger a unos niñ os abandonados, le responden indignadas:
«¡Dios no quiere que vivan; son los hijos del pecado!». A lo que el santo, muy serio,
replicó : «Señ oras, cuando Dios quiere que alguien muera por el pecado, envía a su
propio hijo». ¡Qué respuesta!

¿Qué dice la Escritura?

Y, sin embargo, la idea de un Dios castigador, que a ti ya mí nos aterroriza,


puede basarse en argumentos bíblicos nada despreciables. Es verdad que, desde el
primer pecado (Génesis 3,14-19) hasta los de hoy (Romanos 1,18-32), el Señ or
castiga la rebeldía con penas diversas, de las que la peor es la muerte. Su palabra
anuncia el juicio: «por haber hecho esto..., ¡OH hombre!..., te pasará esto.»
De esta forma enérgica fue tratado el pueblo de Dios, cuando se mostraba infiel,
por los profetas. Así, en tiempo de los Jueces, el pueblo puede elegir entre la
zanahoria o el palo. Ademá s, en la Biblia, Dios no se contenta con dejar que el
pecado dé su propio fruto automá ticamente (es lo que se llama la «justicia
inmanente»), sino que infringe el castigo en persona.
Pero esta tá ctica divina del golpe por golpe puede que funcione a nivel colectivo,
pero no a nivel individual. En este segundo nivel, lejos de sancionar
inmediatamente al malo, a menudo Dios le deja prosperar y pavonearse en un lujo
insolente. Ya tiene papada y, mientras sigue engordando (Salmo 73,6-7), se burla
de un cielo que parece sordo, ciego y manco (versículos 10-11). En cambio, el justo
soporta toda clase de calamidades... ¡Realmente la justicia divina escandaliza y
confunde! Es el mundo al revés. Algo de eso vivió el pobre Job ahogado por las
desgracias, mientras sus amigos intentaban hacerle confesar un pecado secreto
que justificase sus males. ¡Y Yahvé se contentaba con mandarle guardar silencio!
En la misma época, los profetas se ponen a proclamar que Dios no quiere la
muerte del pecador, sino que viva (Ezequiel 18,23). Sin aflojar su exigencia, Yahvé
se muestra dispuesto al perdó n y multiplica sus llamadas al arrepentimiento. El
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tono va cambiando: se acercan los nuevos tiempos.


El Evangelio confirma esta oferta de misericordia. Puesto en presencia del ciego
de nacimiento, Jesú s rechaza categó ricamente la idea de un castigo personal o
familiar (Juan 9,1-3). Asimismo, al hablar de la torre de Siloé, que había sepultado
bajo sus escombros a dieciocho personas, evita poner en relació n directa la
catá strofe con un eventual pecado cometido por las victimas (Lucas 13, 4-5).
Ademá s, el Padre celestial no mira la buena o mala conciencia de los campesinos
para sobre sus tierras el sol y la lluvia. En efecto, calienta y riega indistintamente a
justos y pecadores sin que las nubes salten las tierras de los malos para castigarles
por sus pecados también nosotros hemos de hacer lo mismo y saludar a nuestros
enemigos como si fuesen amigos.
A la inversa, el Señ or no cura a todos los enfermos, y cuando cura a algunos, no
se trata de una recompensa, sino de un signo, y los que no son librados de su
enfermedad no pueden tomá rselo como un castigo. ¡Aléjate, pues, de este
simplísimo que te proporciona débiles explicaciones!

¿Y el Sida?

Volvamos al Sida. Aunque a menudo vaya unido a la homosexualidad ( sobre


todo el principio) o la toxicomanía ( por el uso de jeringuillas contaminadas), esta
terrible enfermedad se transmite también por otras causas. Por ejemplo por una
simple transfusió n sanguínea. El personal hospitalario se arriesga
permanentemente a un accidente, a pesar de las precauciones tomadas. No debes
pues establecer una relació n directa entre el Sida y la inmoralidad.
Por otra parte, guardá ndote muy mucho de imaginar un Dios vengador,
entregando una especie de querrá bacterioló gica contra los impuros, como los
rusos en Afganistá n. El Sida muestra simplemente que el hombre no puede jugar
con su humanidad de una manera insensata, contraviniendo la sabiduría inscrita
en la naturaleza. No se puede hacer el amor de forma cualquiera. ¡No se maltratan
impunemente las mucosas ni los sentimientos! Desgracia también para los poderes
pú blicos que, bajo el pretexto de acabar por todos los medios con esta grave
amenaza, no consiguiesen mas que amentar y legalizar la permisividad
banalizando la distribució n de preservativos. La urgencia a corto plazo no debe
hacemos olvidar el problema de fondo, que no es só lo un asunto de la Iglesia, a la
que, por otra parte, se acusa de intolerancia y se ridiculiza.
el asunto no es nuevo. En todas las épocas, má s menos turbulentas, algunos
creyentes predijeron catá strofes o atribuyeron una catá strofe presente al pecado
social del momento. ¡Durante la Segunda Guerra Mundial, algunos predicadores
presentaron la derrota de Francia como un castigo por su laicismo! No interpretes
a tu gusto los acontecimientos de este mundo, atribuyéndolos a los designios del
cielo. En ese caso estará s proyectando sobre Dios tus terrores y tus violencias. Es
verdad que el Sida es una tremenda amenaza ante la que no se pueden cerrar los
ojos, ya que su presencia es cada vez má s evidente. Se comprende también que
algunos vean un juicio de Dios en una plaga de una amplitud galopante. Pero sería
totalmente erró neo buscar en el Sida el horó scopo divino. Lo que Dios quiere de ti
es que te armes con el coraje de la pureza y de la caridad. ¡No busques en otra
parte! (1: A mediados del siglo XVI, un teó logo flamenco, Miguel Bayo, defendió que
todo sufrimiento humano era el castigo del pecado original o de los pecados
personales. Concluyó , ademá s, que la Virgen Maria no era inmaculada. por lo
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mucho que había sufrido durante su vida, y que incluso había pecado como todo el
mundo. ¡Ya ves a donde conducen las teorías! el Papa San Pío V condenó este error
en 1567. Mucho antes, San Agustín había dicho que el sufrimiento funciona como
un remedio má s que como un castigo).

EL DIOS QUE PERMITE EL MAL

Pero tu gran problema y el de todas las generaciones es el problema del mal.


Hay multitud de preguntas sobre este punto concreto:

«¿Por qué, si Dios ha creado el mundo, no hace todo lo posible por mejorarlo?
-¿Por qué no hace milagros?
-¿Por qué ha creado Dios a los hombres para que se maten entre ellos?
-¿Por qué algunos niños nacen con minusvalía y otros no?
-¿Por qué hay tantas miserias en la tierra, cuando deberíamos ser felices?
-¿Por qué Dios no hace nada para hacer felices a los africanos que se mueren de
hambre?
-Si Dios es bueno, ¿por qué hay tantas injusticias en la tierra?
-¿Por qué deja morir a los niños de Etiopía?
-¿Piensa que Dios es justo al quitamos a un ser querido? -¿Por qué en la vida
algunos son felices y otros no?
-¿Dios podría lograr que todos los países se entendiesen y evitasen los conflictos?
-No creo en Dios, porque mi familia, incapaz de hacer daño a una mosca, se ha
visto continuamente perseguida por la adversidad.
-Si Jesús ha resucitado, ¿por qué no resuelve todos los problemas del mundo?
-¿Por qué hay guapos y feos?
-¿Aceptaría la muerte de su propio padre...?»

Las preguntas son impresionantes y, antes de contestarte, me pongo de rodillas


y rezo...

1. Nadie, ni siquiera Dios, pudo dar una explicació n satisfactoria del mal. El
Señ or no pronunció un discurso sobre el asunto. Su ú nica elocuencia es la de un
Crucificado que calla y se ofrece. Didier Rimaud le llama «el Libro abierto a golpe
de lanza», y añ ade: «Jesú s ha muerto: el Libro se ha leído.» Es lo que Pablo llama el
«lenguaje de la Cruz» (1 Corintios 1,18), una locura que la fe transforma en la
verdadera sabiduría con el paso del tiempo. No te digo esto para adormecerte o
para drogarte antes de suministrarte mis razonamientos. Te lo digo porque es lo
ú nico que tengo que decirte. Permanezcamos bajo la imagen del Crucificado.
Contemplemos al Cordero inmolado que en gloria conserva las huellas de sus
heridas para toda la eternidad (Apocalipsis 5 y 6). Cuando tengas que hablar del
mal con algú n compañ ero, comienza y termina con una oració n, si puedes. Jesú s no
explicó la cruz: simplemente la llevó y se dejó clavar en ella. Resucitado, te la
presenta como la Cruz gloriosa, sangre y oro.

2. Por otra parte, lo que te preocupa no es el mal en general, sino el mal de


alguien o el tuyo propio. Y esto lo cambia todo, porque el á mbito personal es
inexplicable; só lo se pueden hacer teorías sobre lo genérico. El mal no es una idea,
sino un corazó n concreto que sufre. Confó rtale, no só lo con palabras, sino también
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con tu silencio y tu oració n...

3. Elimina también los simplismos sobre el asunto, y hay varios:


-Suprimir el problema divinizando el mal. Es lo que suele llamarse el
«maniqueísmo», la herejía de Manes, a la que Agustín sucumbió durante nueve
añ os, hasta su conversió n al cristianismo. Sus postulados son, muy sencillos: hay
dos Dioses, uno bueno y otro malo. Con esta simple divisió n, se evitan todos los
problemas. No se puede hacer nada ante el mal físico, debido al cará cter impuro de
la creació n material. Tampoco se puede evitar el mal moral, que es má s fuerte que
nosotros. ¡Por lo tanto, no vale la pena privarse de nada! Tal vez algunos santos
pueden intentar liberarse de ambos males recurriendo a purificaciones ascéticas,
hasta el límite de sus posibilidades: Agustín nos sacó de este error desesperante
recordando la bondad del Dios ú nico y la bondad de su creació n, y achacando el
mal a la responsabilidad humana, para que el pecador intente salir de él con la
ayuda de la gracia. Si san Agustín hace hincapié en el pecado, no es porque sea
pesimista, sino porque rechaza todo fatalismo. ¿Un problema arcaico ese del
fatalismo? De ninguna manera. Los Albigenses eran maniqueos y todavía existen
hoy muchos má s de los que crees.
-Evitar el bien que procede del mal. Es lo que se llama la dialéctica, afició n
intelectual que se puso muy de moda el siglo pasado. ¡Viva la guerra, que endurece
los caracteres! ¡Viva la lucha, que es la comadrona del progreso! ¡Viva la
revolució n, que nos hace pasar a la etapa siguiente! ¡Y si el individuo muere es para
permitir el progreso de la especie! Ademá s, ¡no se puede hacer una tortilla sin
cascar los huevos! Etcétera.
Este discurso, utilizado tanto por la derecha como por la izquierda, suena a
falso. Se trata de ideologías, es decir, de explicaciones totalitarias, que funcionan
exactamente como el Goulag: pasando a los individuos por las horcas caudinas de
las ideas inamovibles. Por eso, el filó sofo Emmanuel Lévinas dice un no rotundo «a
una historia que hace una buena compra con nuestras lá grimas privadas». Yo
también. Es evidente que el bien puede brotar del mal, pero no de una manera
infalible y sistemá tica. Enfrentado a la pena capital, el joven Jacques Fesch murió
en 1957, a los veintisiete añ os de edad, en medio de una gran dulzura y serenidad.
¡Pero eso no canoniza la guillotina!
-Mostrar una sabiduría razonable. Una sabiduría aburrida, la sabiduría del
sentido comú n, la sabiduría del «así es la vida», o del «olvidemos las penas y
disfrutemos todo lo que podamos», o del «hay tiempo para todo; unas veces somos
felices y otras desgraciados, no está tan mal»..., etc. Una sabiduría estoica del estilo
del «aceptemos lo inevitable con fría resignació n; abordemos el mal con la frente
alta y con dignidad». El emperador romano Marco Aurelio escribió bellas ideas
sobre este tema..., lo que no le impidió perseguir a los cristianos sin ninguna
dignidad.
La fe evangélica no escamotea el mal. Al contrario, lo mira de frente, no como un
problema que hay que analizar con frialdad, sino como un misterio. Un «misterio
de iniquidad» (2 Tesalonicenses 2,7) que Jesú s absorbe en el «misterio de su
piedad» (1 Timoteo 3,16).

4. Evita también todos los discursos que huelan a juicios, esas polémicas
oratorias que enfrentan a los defensores de Dios con los defensores del hombre en
un debate interminable. Jesú s nunca entró en estas consideraciones. Sencillamente,
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nos salvó con el precio de su sangre. Los abogados que defienden al ser humano
argumentan que éste no pidió nacer, que no es responsable del pecado original,
que el Creador pudo haberlo creado bueno, y que, sin duda, su vida está llena de
méritos... Los abogados de Dios, en cambio, defienden que su cliente es inocente y
libre de crear lo que quiera y como quiera, que hizo el mundo bueno desde el
principio, que no inventó el mal y mucho menos la muerte, y que no nos ha dejado
abandonados a nuestra suerte... A lo que contestan los abogados del hombre
diciendo que, si Dios no ha creado el mal, lo permite y, por tanto, es culpable de no
asistir a una persona en peligro, tanto má s cuanto que sus capacidades son
infinitas... Cuando se entra en debates de este sentido, ni ya es posible salir, ni sale
nada bueno.

5. De todas formas, no dudes en buscar la verdad. En primer lugar, como ya te


dije, Dios no es un especialista en marionetas que está tirando de nuestras cuerdas
para dirigirnos hacia donde É l quiera. Y esto vale lo mismo aplicado a la felicidad y
a la desgracia. La acció n divina ordinaria no pone directamente en movimiento ni
los acontecimientos favorables ni los desfavorables. De lo contrario, Dios sería un
simple superman. Te digo esto porque la mayoría de tus preguntas suponen una
idea de Dios en forma de perverso Goldorak, que se divierte haciendo sufrir a la
gente. Recuerda, una vez má s, que el Creador no es un fabricante. Cuando un niñ o
nace disminuido, no tiene la culpa la fá brica de Dios. Si soy feo, no es porque el se
haya encarnizado con mi rostro y haya gozado haciéndome así, con una nariz
parecida a la de Cyrano. Libérate de esas imá genes de laboratorio que representan
aun sá dico apunto de confeccionar monstruos. La Biblia no tiene nada que ver con
tus comics llenos de vampiros medievales o futuristas. Es tal vez el hombre
moderno el que, apoyado en las recientes adquisiciones bioló gicas, está tentado de
hurgar en los embriones. ¡Y nadie protesta por eso! Cuando una esquela funeraria
señ ala que «Dios ha llamado a su seno a tal persona», no significa que el Señ or pase
la vida desconectando los cables de los pacientes o ahogando a los niñ os en los
lagos.
Seguro que me dirá s que, sin causar el mal, Dios lo permite y deja que exista sin
hacer nada. ¿Está s seguro de ello? ¿Sabes exactamente lo que Dios hace en el
mundo, directamente o a través de sus criaturas? Incluso allí donde da la sensació n
de no pasar nada, ¿eres capaz de ver el interior de los corazones y lo que tal vez el
Señ or esté realizando dentro? Si lo supieras, seguro que quedarías asombrado.
Pero imagino que la agenda de Dios só lo nos será enseñ ada en la eternidad. ¿Quién
puede dar lecciones a Dios, sobre todo teniendo en cuenta las energías que
desarrolla? Porque, dice Jesú s, «mi Padre trabaja y yo también» (Juan 5,17).
Tú reclamas el milagro permanente... en el que, por otra parte, dices no creer.
Piensas en una especie de seguro sanitario, econó mico o policial que funcionaría al
segundo, a través de una señ alizació n electró nica. Te gustaría un mundo sú per
protegido y sin posibilidad de correr riesgos graves... Y, sin embargo, quieres ser
un hombre adulto, maduro, responsable y sin tutela alguna. Tendrías que escoger,
amigo. Sé muy bien que hay catá strofes terribles en el mundo: terremotos,
erupciones volcá nicas, tifones... Pero, en muchos casos, Dios só lo te tiene a ti para
hacer lo que quiere y te da el coraje de hacerlo, porque Dios quiso necesitar del
hombre. Déjate enviar por el para llevar a cabo su obra, en vez de levantar el puñ o
contra el cielo (2: Acabo de encontrarme con mi amigo Monseñ or Gilbert Aubry.
Obispo de Reunió n. Su isla acaba de ser devastada por un tremendo cicló n que ha
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dejado sin hogar a miles de familias. Cuando se dirigía al sur de la isla para visitar a
los damnificados. Vio una familia en la calle al lado de su casa completamente
destruida. Y pensó : «¿qué voy a decirles a estos pobres desgraciados?» Entonces.
La madre se acercó y le dijo: «Monseñ or. Menos mal que Dios es bueno y estamos
todos vivos; vamos a empezar de nuevo»).
La Madre Teresa no pasa su tiempo quejá ndose de las desgracias humanas y de
la impotencia de Dios, sino que se remanga y acude al trabajo. Ayudando a los
pobres a morir dignamente, no se cree mejor que su Dios. Al contrario, todos los
días come a Dios en la misa para impregnarse de su ternura activa. Haz tú lo
mismo. Después de la torre de Babel (Génesis 11,1-9), cuando el hombre quiere
hacer la burla al Creador reprochá ndole su incompetencia o su indiferencia,
inventa, para subir a las nubes, una horrible termitera llamada Goulag con lengua
ú nica, increencia ú nica, escuela ú nica, partido ú nico, sindicato ú nico, hospital
ú nico, aborto ú nico. Es la destrucció n del hombre en nombre de una felicidad
obligatoria y garantizada, pagada por la «Seguridad», previo pago de una
cotizació n que es la renuncia a la libertad. Dios no parece llegar tan lejos: nos
respeta infinitamente má s, asociá ndonos a la construcció n de la «civilizació n del
amor». Ama, ama con todas tus fuerzas y te hará s menos preguntas paralizantes.

6. La fe certifica que el Creador no ha creado el mal, ya sea el físico o la moral


(Sabiduría 1,13-14; 2,23-24). Me adhiero a este postulado con todo mi corazó n y
sin dudarlo, aunque sea difícil imaginar que una criatura infinita pueda no morir,
que una cantidad limitada de energía pueda no degradarse, o que el cuerpo
humano no se vaya deshaciendo con el paso del tiempo. Pero, tal vez, este mundo
no sea el que salió de la mano de Dios, antes que los celos del diablo (Sabiduría
2,24) empujasen a Adá n a pecar (Romanos 5,12). Curiosamente, constato que
nunca me preguntas nada sobre el pecado original y las consecuencias mortíferas
que conlleva ¡Y quizá la culpa no sea tuya, sino de la Iglesia, que apenas habla de
ello!... Sin embargo, no se puede conocer el corazó n del hombre desconociendo
este drama.
«Acepto, puedes pensar, su explicació n sobre el mal físico. Pero, ¿có mo el
Creador pudo hacer un hombre capaz de resistirle?» Si me permites esta imagen
humorística, el Creador ha debido rascarse la cabeza ante el siguiente dilema: «
¿hago hombres libres o autó matas? Los autó matas no me complicarían la vida...,
mientras que las libertades...» That is the question. San Juan Damasceno decía: «Si
Dios se hubiera rajado ante la perspectiva del mal posible, habría que afirmar que
el mal es má s fuerte que el amor». Sabes bien que, hoy, cantidad de jó venes
piensan esta dolorosa enormidad. Diles que el Amor es má s fuerte que todo,
incluso que la muerte (Cantar de los Cantares 8,67). Dios eligió crear hombres
libres, pero asumiendo el riesgo, no desde fuera, sino desde dentro. Dios está como
pegado a su criatura, dispuesta a acompañ arla hasta los bajos fondos del pecado,
para ayudarle a salir del abismo. El teó logo Urs von Balthasar decía que el hombre
puede caer por debajo de sí mismo, pero nunca caerá má s bajo que Dios. El Señ or
Jesú s quiso rebajarse al má ximo y «descender a los infiernos», para que todas las
caídas del hombre sean caídas en É l. Tocó fondo, para que el mayor de los
pecadores le encuentre en el fondo de su pozo. La misericordia del Señ or recorre
absolutamente todos los caminos posibles. Sí, decía el padre Huvelin a Charles de
Foucauld, «Jesú s se ha adueñ ado de tal manera de la ú ltima plaza que nunca nadie
se la podrá quitar» (3: Por suerte, el hombre, que es un ser personal, nunca puede
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expresarlo todo en un solo acto. Peca, pero no es ú nica ni definitivamente un


pecador. También puede salvarse. En cambio, el á ngel, por ser espíritu, es capaz de
poner todo su ser en una decisió n, en un sí o en uno no inapelable. Este es el drama
de Sataná s.)

7. El mal del hombre es, pues, ante todo, el mal de Dios. No lo olvides nunca.
Cuando sufras o veas sufrir, no retornes al paganismo para dar rienda suelta a tu
có lera. No te dirijas al Jú piter barbudo del Olimpo que enarbola el rayo o se
divierte con una diosa mientras saborea la ambrosía (especie de postre divino ).
Piensa en Cristo, que se entrega libremente por nosotros en la cruz, y en su Padre,
que «sufre» porque, por amor a nosotros, tiene que abandonarle en estas
condiciones. «Hijo mío, quisiera morir en tu lugar» (2 Samuel 19,1). Piensa en las
Bienaventuranzas, que no son un programa electoral cualquiera. No es que Jesú s
rompa sus promesas; el problema radica en que nosotros nos engañ amos
imaginá ndonos promesas que nunca nos hizo. Jesú s no nos prometió la desgracia,
pero la felicidad que nos anuncia no siempre coincide con nuestros facilongos
itinerarios. El camino que conduce a la Vida no siempre es una autopista de cuatro
carriles (Mateo 7,13-14).

8. Me preguntabas sobre Dios y sobre el mal. Ahora, al mirar la cruz, te das


cuenta de que ignorabas lo que es Dios y lo que es el mal, porque aislabas al uno
del otro. Sin embargo, Dios no es insensible al mal porque, en Jesucristo, lo ha
llevado incluso en su carne. El sufrimiento te habrá hecho conocer el lado
asombroso y extraordinario del Señ or. Y también te habrá descubierto al mal en
toda su misteriosa profundidad, que consiste en rechazar a Dios, y no só lo en un
dolor de muelas o en una jaqueca. Tú y yo hablamos mucho, amigo mío, pero
¿sabemos lo que decimos? ¿Hemos sondeado los abismos? « ¡Oh, abismo de la
sabiduría y de la ciencia de Dios!» (Romanos 11,33). ¡Un abismo mucho má s
revelador que la alienació n de Marx o la neurosis de Freud! Porque «el Espíritu
Santo lo sondea todo, hasta las profundidades de Dios» (1 Corintios 2,10),
evitando, en cambio, que conozcamos «las profundidades de Sataná s» (Apocalipsis
2,24).

9. En definitiva, tienes que entender, sin oponerlas, las dos tareas del cristiano:
luchar al má ximo contra el mal y saber soportarlo espiritualmente. Luchar contra
él y suprimirlo, si es posible, porque el mal es doloroso y conduce a la blasfemia y a
la desesperació n (Proverbios 30, 7-9). En cualquier caso, no lo beatifiques
ingenuamente, como hacen algunos ricos inconscientes con la pobreza, de la que lo
ignoran todo y que, sin embargo, no dejan de alabar, tomando un whisky hallado
de su piscina. Ser pobre voluntariamente y por ideal, vale (Mateo 5,3), pero
sumirse en la miseria pensando en ser el preferido de Dios o en gozar de
compensaciones maravillosas, de ninguna manera. Si la pobreza material es el
ú nico medio para ser querido por Dios, entonces, que todos los cristianos se vayan
a dormir bajo los puentes. El paraíso no es la compensació n de las injusticias de
aquí abajo, porque el Reino de Dios debe venir «en la tierra como en el cielo», y,
por lo tanto, ya desde ahora.
Así pues, no debemos reducir la salvació n a su aspecto terapéutico, sanitario,
psiquiá trico o econó mico, imaginando un paraíso aquí en la tierra en el que todas
las enfermedades fuesen curables, los coches no atropellasen a los niñ os, el
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tratamiento psicoló gico suprimiese toda posibilidad de equivocarse o pecar, o


reinase la paz entre las naciones de la tierra. En una palabra, «el mejor de los
mundos». Sin querer desanimarnos ni aumentar la despreocupació n, Jesú s nos dice
que, desgraciadamente, «a los pobres los tendréis siempre con vosotros» (Mateo
26,11 ). Por otra parte, hay muchas formas de pobreza: la que procede de la
miseria econó mica, la proveniente de la falta de cultura, de la falta de relaciones, de
la enfermedad física o mental, y la que se origina en el desierto espiritual. Al
trabajar en el desarrollo del mundo, el cristiano lucha por la salvació n integral, de
todo el hombre. Ademá s, hay que reconocer que muchas situaciones defectuosas
tienen su fuente en el pecado, y no só lo en una mala organizació n.
Tampoco se puede olvidar el hecho de que, para algunas personas, el
sufrimiento, a pesar de seguir siendo sufrimiento, fue también la ocasió n de un
salto espiritual. A Jacques Lebreton, la explosió n de una granada le dejó ciego y
manco, pero también le hizo descubrir a Dios hasta el punto de hacerse diá cono.
Para aquellos otros que ven prolongarse su enfermedad, el ofrecimiento de los
dolores que la medicina no llega a calmar completamente, se convierte en una
oració n de intercesió n, en una actividad apostó lica. Y lo mismo sucede con los
abundantes sufrimientos morales o afectivos. Así pues, es absolutamente
razonable decir que el mal debe ser suprimido, pero sin olvidar que también debe
ser evaluado en toda su profundidad, e incluso a veces transfigurado por la
comunió n en el sacrificio de Cristo.
Esto es, querido amigo, lo que te puedo decir (y lo que me digo a mí mismo)
sobre este tema escabroso. Mi reflexió n, a pesar de ser má s larga que de
costumbre, no es exhaustiva. Y, sobre todo, no se la vayas a contar a alguien que
sufre y que se rebela: conténtate con rezar por él y amarle. En cambio, estos nueve
puntos pueden servirte para dialogar con tus camaradas no creyentes o poco
creyentes. Y, sobre todo, son nueve puntos para seguir profundizá ndolos en tu
grupo apostó lico. ¡Tendréis para varios encuentros!

DIOS COMO EXPERIENCIA

Paso por encima de este Dios nocivo o perverso que, a veces, nos presentan las
ciencias humanas, al estudiar la genealogía de la religió n o de la moral. Parece que
este no es tu problema, o al menos yo no he recibido ninguna pregunta sobre ello.
Abordamos, en cambio, el problema de la experiencia de Dios, sobre el que hayal
menos un centenar de preguntas.
Al clasificar mis papeles, se descubren claramente tus seis preguntas
principales:
¿Tiene sentido la vida? ¿Cómo ha hecho para creer? ¿Es necesario creer para ser
feliz y generoso? ¿Cómo se reza? ¿No sois una secta?
Una vez má s, pido a María que me ayude a alimentarte como aun hijo o a una
hija..., y vuelvo a mi má quina de escribir.

¿Tiene sentido la vida?

Sobre este punto tus preguntas son abundantes, inquietas y, a veces, nerviosas.
Como este desafío: « y si a mi me gusta destruir mi alma, ¿qué le importa a usted?»
Mucho, porque te quiero, comparto tu herida y te confío a Jesú s. Tomo en serio
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no las palabras de la pregunta, sino el sufrimiento que esconden. Escríbeme, te


contestaré.
Otras veces, las preguntas manifiestan dolor y desesperanza:
«Después de la muerte de mi madre, desapareció mi última razón de vivir. ¡Todas
vuestras palabras juntas no son capaces de hacer revivir a alguien! »
-¿Vale la pena vivir cuando se sabe que hay que morir? »
-¿Para qué sirve y qué aporta »
Otros se contentan simplemente con preguntar
«¿Por qué se existe?»
Otros precisan un poco má s sus preguntas:
«La vida es demasiado corta: ¿se puede ser feliz»?
-¿Cómo hacerse amar en la sociedad en la que vivimos? »
-¿Qué es la felicidad? »
-¿Dónde siente la gente mayor necesidad de amor?¿En las prisiones, en los
hospitales...?»

Para serte franco, amigo, todos estos gritos me cuestionan en profundidad,


aunque no sean los míos propios. Evidentemente, no soy perfecto, ni de má rmol y
no siempre las cosas me han salido bien en la vida. Pero a pesar de la guerra y de la
postguerra, la juventud de mi tiempo vivía con otra actitud, aunque Sartre, Camus
y Anouilh enarbolaban la bandera de la ná usea, del sentido del absurdo y del
ensimismamiento. Estuve, por supuesto, en contacto con esta literatura, pero, para
mí, había también en esa época pensadores má s excitantes como Emmanuel
Mounier. Y el espíritu misionero y evangelizador estaba en su punto culminante.
Entonces no se hablaba de «heridas», prá ctica habitual en nuestros días.
Ciertamente se recibían golpes, como los de hoy, pero se reaccionaba y no se
pasaba la vida lamentá ndose o curá ndose las heridas. Y que conste que no te digo
esto para provocarte, sino para hacerte comprender que tu problema no es el mío,
aunque lo asuma como tal por simpatía.
Intento comprender la causa de tus inquietudes y descubro varias. Los jó venes,
ló gicamente, sois má s frá giles que los mayores y tenéis una conciencia menos
formada y constantemente agredida por los medios de comunicació n. Tenéis
menos convicciones que hace unos veinte añ os, aunque algunos anuncian, no sé si
para alegrarse o para lamentarse, «la vuelta de las certezas». Pero, ¿cuá les? Vuestra
formació n cultural comporta grandes lagunas, sobre todo en historia, y, sin
conciencia histó rica, flotá is a la deriva en nuestra época. El mundo es duro y, para
hacerse un sitio al sol, hay que luchar y competir duramente. Los medios de
comunicació n nos bombardean constantemente con todas las desgracias del
mundo: en nuestras pantallas la catá strofe es casi cotidiana. La familia atraviesa
una crisis inquietante; la Iglesia sufre una fuerte contestació n interna, y la fe se
desinfla en numerosos sectores, aunque renazca en otros. En definitiva, la sociedad
y su trampa consumista nos cerca por todas partes.
No quiero tranquilizarte ni asustarte, pero tampoco voy a decirte aquello de:
«cree en Dios y todo se arreglará ». ¡Dios no es una pó cima má gica para un Asterix
espiritual! Lo que tienes que hacer, sin que esto signifique separar lo humano de lo
divino, es desarrollar en ti el hombre ante todo y por todos los medios. Ya sé que es
muy fá cil de decir, pero no se me ocurre otra cosa. El gusto por la vida no se
consigue drogá ndose de televisió n y cultivando el aburrimiento. Al contrario, está
en funció n de las cualidades humanas de la persona, de su regla de vida, de su
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sentido de la responsabilidad, de sus ganas de trabajar, de su espíritu de servicio,


de su fidelidad a sus promesas y compromisos, y de su amor hacia los demá s. El
Evangelio no te regala todo esto de golpe y porrazo, má s bien lo exige, aunque te
ayude a conseguirlo.
Por otra parte, la felicidad no estriba en una vida ideal, sin fracasos y sin luchas.
No hagas caso de la publicidad comercial que te propone continuamente imá genes
y modelos débiles, al estilo de playa de Tahití con cocoteros, mar azul, bella
muchacha y un joven que hace surf mientras la mira. La felicidad no está en el
turismo paradisíaco, ni en la molicie prolongada, ni en las sensaciones fuertes en
un país extranjero. La felicidad es compatible con la lucha diaria que comienza
todos los días al levantarse. Para mí, la felicidad consiste en no tener que
plantearse nunca la cuestió n de la felicidad, vivir sin palparse nunca el pulso, hacer
cotidianamente lo que hay que hacer, esperando en un mañ ana mejor. Eso es todo.
Me preguntas si «la droga y la depresió n se pueden arreglar con la fe». A veces
sí, pero hay que luchar y plantarles cara, en vez de dejarse llevar. Replicas: «¿no es
algo demasiado fá cil pedir la solució n a Dios?». Si no se hace nada por encontrarla,
acogerla y vivirla, ciertamente. Ademá s, estate seguro de que, en este caso, no
pasará nada.
Dicho esto, creo con todo mi corazó n que la fe en Jesú s multiplica tus razones
para vivir. Ante todo, porque te hace descubrir el Amor fundamental, el Amor
indefectible, el Amor que soluciona cualquier dificultad del pasado, de tu familia,
de tu ambiente, de tus tentaciones, tu pecado, tus desá nimos y decepciones. Ahora
bien, la fe no es una pastilla que se toma y actú a sin que tú hagas nada. La fe se
mantiene con la caridad, se construye con la lucha y se alimenta con la oració n.
Ademá s, el Evangelio no só lo cura las depresiones; calma también las có leras,
frenas las impaciencias y reduce el orgullo. La fe es, a la vez, fuerza y dulzura.
Sin embargo, al decirte todo esto, estoy inquieto y temo que conviertas a Dios en
tu servidor, al que utilizas a tu antojo, y que lo coloques al servicio de tus intereses
personales. Sería el mundo al revés, es decir la idolatría. Tienes que darle la vuelta
a la tortilla. Dios no puede ser tu Dios, sino que tú tienes que ser su discípulo. É l
tiene que entrar en tu casa por la puerta grande (Salmo 24,7-10), no por la puerta
de servicio. Este es el error de determinados métodos psicoló gico-religiosos:
someter a Dios a los deseos del yo, con el riesgo de promover una religió n huérfana
de adoració n y en la que el crucificado queda reducido aun ser traumatizante. Un
retiro espiritual no es una cura psicoló gica. Busca, ante todo, el Reino de Dios, y
todo lo demá s se te dará por añ adidura (Mateo 6,33). De lo contrario, después de
haber gemido por tu herida, celebrará s tu curació n, pero sin haberte encontrado
con Jesú s ni antes ni después. Huye de este narcisismo religioso como de la peste,
pues te hará confundir la oració n con la auto degustació n de tu euforia
psicosomá tica. ¡No es así como invocaba Jesú s al Padre en Getsemaní o en la Cruz!
Dios es el Otro (Juan 21,18). La oració n no consiste en concentrarte, sino en
descentrarte. Preguntas, con sentido del humor, si Dios tiene defectos. Y te
contesto en la misma clave: «sí, suele llevar la contraria». Pero es así como
construye tu verdadero yo. Los santos, empezando por María, son los que han
entendido esto. María nunca fue tan ella misma como cuando fue del Otro.

¿Qué hay que hacer para creer?

¿Cuá l es el camino que conduce a la fe? Sobre este asunto encuentro muchas
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preguntas: algunas pintorescas y casi todas conmovedoras.

¿La debilidad de creer o la felicidad de creer?

Amigo, en tu corazó n se esconden juntos los pros y los contras. Algunas de tus
preguntas muestran tu temor ante la ilusió n del cristianismo, sin que ello quiera
decir que te hayas quedado anclado en él.

«¿Dios es la última esperanza, cuando se han perdido todas las demás?


-¿No le parece que creer es una debilidad?
-Nos refugiamos en la religión como otros en la droga o en el alcohol.
-Creer es encontrar una razón de vivir, cueste lo que cueste.
-Creemos por miedo a la muerte.
-Cuando dice que Dios le habla, ¿está seguro de no estar hablando consigo mismo?
-La fe, ¿no es algo subjetivo? Cuando rezo, tengo la impresión de estar hablando
conmigo mismo.
-La fe cambia según nuestro estado de ánimo»

A través de tus preguntas, muestras dos temores. Tienes miedo de los


espejismos, como si tu sed te hiciese inventar una fuente inexistente; y también
tienes miedo de ser un cobarde, como si la fe te hiciese recurrir a un doping o aun
narcó tico. Y tú no quieres ser ni un ingenuo ni viajar por las nubes. ¡Eso te honra!
¡Bravo! Pero créeme, con Jesucristo no te arriesgas a nada de eso. Lejos de
mantener ilusiones, el Evangelio las disuelve y de una manera ruda. Piensa en el
joven rico, ese simpá tico globo que el Señ or hizo estallar con tres alfilerazos. Me
haces pensar en la gente que dice que, para entrar en un convento, es necesario
haber sufrido una gran decepció n sentimental, a la que se intenta ahogar en la
mística. Pregú ntaselo a un maestro o a una maestra de novicias. Primero, se reirá
un poco y, con delicadeza, te dirá después que, con una motivació n así, no só lo no
se aguantaría mucho tiempo, sino que ni siquiera se sería admitido/a en la vida
religiosa...
Yo, que soy cristiano sencillo, constato que Cristo no ha entrado en mi juego
(también es cierto que no le impuse ninguno y simplemente me ofrecí a su
servicio). Me ha conducido por caminos que ni podía imaginar y me ha colmado,
desconcertá ndome. En mi vocació n, no hubo fumadero de opio, ni sueñ os heroicos,
sino una vida recibida del Otro momento a momento, y la certeza de haber
encontrado mi verdadera personalidad penetrando cada día en lo insospechable.
La fe nunca me ha adormecido; al contrario, la he vivido siempre muy despierto,
con los pies en el suelo y una brizna de humor y de alegría. Puedes creerme. Y no
soy el ú nico que ha tenido esta experiencia. Me está n entrando ganas de devolverte
tu interrogante y preguntarte si tú , que tienes miedo a creer, no temes, má s que a
la ilusió n, a una realidad infinitamente peligrosa: ¡ese brasero al que no quieres
acercarte porque haría una buena limpieza en tu corazó n atiborrado! Amigo mío,
tienes que intentarlo...
Por otra parte, tu curiosidad supera tus reticencias. De ahí tus preguntas:

« ¿Cómo es posible pasar de la in creencia a la creencia de golpe?


-¿Es como un flechazo?
-¿Cómo se manifiesta Dios en su vida?
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-¿Qué se puede hacer para cambiar?


-¿Hay que hacer cosas excepcionales para encontrar a Dios?
-¿Cómo se siente la presencia de Dios la primera vez?
-¿Cuál ha sido el momento en el que ha sentido a Dios más presente en su vida?
-¿Cuál es la edad ideal para ser como usted?
¿Por qué Dios aparece claramente en usted y no en nosotros que, sin embargo, le
deseamos?
-¿Por qué Dios no se manifiesta a todos, dado que nos quiere a todos por igual?
-Llamé a Dios y no me respondió. ¿por qué?
-¿Por qué usted siente a Dios y nosotros no?
-Usted ha logrado el privilegio de encontrar a Dios. ¿Cómo lo siente sin verle?
-¿Qué le pasó?
-¿Cómo darse cuenta que Dios existe y que nos ama?
-Dices que Dios es tu amigo. ¿También es mi amigo?
-¿Se puede aprender a amar a Dios?
-¿Se puede pasar toda una vida esperando el milagro de la fe?»

Todas estas preguntas me afectan y me emocionan má s de lo que crees, porque


detrá s de ellas veo corazones sedientos, como los de los convertidos, y sin saciar.
Siento el jadeo de estos jó venes en busca de oxígeno, que no encontraron en la
Iglesia la vida espiritual que buscaban. Escuchad me bien.

La fe, un don bajo múltiples formas

Sí, amigo, la fe en Cristo es un don del Padre. «Nadie puede acercarse a mí, dice
Jesú s, si el Padre que me envió , no le atrae» (Juan 6,44). San Agustín comentó de
una manera admirable este versículo, mostrando que esta atracció n funciona como
una verdadera voluntad del espíritu... Pero no pidas cuentas a Dios sobre su modo
de tocar el corazó n humano. A veces, utiliza el itinerario normal de la formació n
cristiana, llenando el momento clave de ese proceso de una efusió n del Espíritu
Santo que proporciona una verdadera conversió n en el mismo interior de la fe.
Otras veces se sirve de las circunstancias, introduciéndose en la cadena de los
hechos que dependen del má s puro azar. Pienso, por ejemplo, en Paul Baudet,
abogado de Jacques Fesch, que encontró la fe porque una agencia de viajes se
equivocó y le dio pasaje en un barco en el que se encontraban varios centenares de
estudiantes parisinos con destino a Tierra Santa. Dios se sirve también del
testimonio de los creyentes y de su valentía misionera, que Juan Pablo II no cesa de
alentar. Pero también es capaz de irrumpir en un alma sin preparació n alguna y
cuando menos se lo espera, como lo atestiguan los relatos de los convertidos. Y no
es que Dios actú e así para burlarse de los demá s hombres, sino para mostrar la
«energía» que se desprende de su Palabra, y, quizá también, porque a hombres
como Paul Claudel, André Frossard y André Levet los necesita para encomendarles
una misió n especial.
Tranquilízate, amigo mío. Yo siempre he sido cristiano, cosa que agradezco
profundamente a mis padres, y nunca tuve una revelació n especial; sin embargo, a
lo largo de mi carrera sacerdotal, he conocido sorprendentes intervenciones del
Espíritu. Porque la gracia no se contenta con mantener limpio el corazó n del
bautizado, sino que no cesa de crear cosas nuevas en él.
Así pues, trata de encontrar tu itinerario personal sin envidiar el del vecino. Lee
34

testimonios de jó venes como tú , y, sobre todo, reza, reza sin cansarte. Y después,
pon los medios adecuados para encontrarte con el Señ or y descubrir sus signos. A
ello te ayudará n sobremanera los grupos de oració n, de profundizació n de la fe o
de evangelizació n. También puedes acercarte a un monasterio, no para descubrir
emociones especiales, sino para dejarte ayudar por esa pará bola viviente que son
los monjes, y para empaparte de su liturgia. Asimila todo esto en el silencio de la
soledad o con los demá s. Dios no dejará sin respuesta tu oració n. Lo prometió . Pero
muévete un poco y decídete. Arriésgate, avanza. No te quedes quieto con la boca
abierta esperando un milagro. Practica la direcció n espiritual. Recurre al
sacramento del perdó n. Comulga. Adora al Santísimo Sacramento y suplica al Dios
que desea que le ames.
«¿Tengo derecho a exigir un signo a Dios para creer, o tengo que conformarme
con pedírselo simplemente?», preguntas. En tu frase adivino, amigo mío, tu
bú squeda impaciente y tu oració n que roza el umbral del desafío. Yo te aconsejaría
que suprimieras el verbo «exigir», porque está escrito: «no tentará s al Señ or tu
Dios», no le provocará s, no intentará s sacarle por intimidació n lo que É l quiere
regalarte. En ese caso, no descubrirías realmente la fe, que es acogida de un Amor
esencialmente gratuita. Ademá s, exigiendo, te contradirías: te impedirías creer a ti
mismo, pues pretenderías verificar a Dios sin tener que esperarle ni recibirle. Sin
embargo, tienes todo el derecho de pedirle un signo, como lo hizo Gedeó n en dos
ocasiones, y de una forma un tanto grosera (Jueces 6,36-40)... Pero no intentes
provocar el signo de una forma automá tica, porque caerías en el mundo de la
ilusió n, yeso es peligroso. No pidas grandes cosas. ¡Las pequeñ as son tan bonitas y
llegaron al fondo de nuestro corazó n! Si es posible, no presentes siquiera c
proposiciones precisas al Señ or. Abandó nate a lo que É l quiera. Así pues, no espíes
a Dios ni le esperes con ansiedad, como se espera al cartero. Reza y vive con calma.
Ya sé que, estando en la cá rcel, André Levet tuvo la osadía de concertar una cita
con Cristo ya una hora exacta: las dos de la mañ ana..., y el Señ or se presentó ,
porque conocía el corazó n profundo de este gran hombre. Pero, seguramente, éste
no será tu itinerario. No seas celoso y espera lo que Dios te tiene reservado a ti
solo.
A menudo me preguntas qué siente un converso, y con razó n. Tienes que saber
que la irrupció n de Dios es imposible de describir, porque es, ante todo, el
sentimiento de una Presencia. «De pronto, mi Dios es Alguien», exclama el joven
Claudel, que no había ido a Nô tre Dame a rezar, sino a buscar inspiració n literaria.
En su cá rcel, Jacques Fesch había conseguido ya eliminar las dificultades para
creer, pero todavía no era capaz de rezar, aunque Dios le parecía cada vez má s
plausible. La noticia de una traició n arrancará un grito de su pecho: «¡Dios mío!»
«Al instante, escribe, me envolvió el Espíritu del Señ or, como un viento violento
que pasa sin saber muy bien de dó nde procede. Se trata de una impresió n de
fuerza infinita y de dulzura que no se podría soportar mucho tiempo. Y, a partir de
ese instante, creí con una convicció n inalterable que nunca me ha abandonado.» Es
curioso comprobar có mo la infidelidad de un ser querido le hizo descubrir la
fidelidad absoluta de Dios.
Por ú ltimo, todos los conversos dan testimonio de una misma experiencia
fundamental: una Presencia que provoca la mezcla de dos sentimientos tan
opuestos como la fuerza y la dulzura. En ciertos momentos de mi vida, también yo
sentí esta curiosa mezcla de poder y suavidad, de atrevimiento y de ternura,
sentimientos que han impregnado toda mi vida, aunque de una manera menos
35

conmovedora. Como dice Jacques Fesch, la efusió n del Espíritu no podría


aguantarse durante mucho tiempo. De la misma María nos dice el Evangelio: «y el
á ngel la dejó » (Lucas 1,38). La Asunció n es, pues, un acontecimiento limitado en el
tiempo, aunque la gracia recibida permanece: la Virgen tiene que volver a su
cocina. Entonces, la extraordinaria alegría se convierte en una paz plá cida o incluso
austera. «Caridad, alegría, paz....» (Gá latas 5,22).
Entonces es cuando el cristiano debe efectuar un reajuste: acomodar el resto de
la vida al paso de Dios, es decir, convertir también las costumbres y las ideas.
Claudel nos dice que empleó cuatro añ os en repudiar por completo las razones de
su increencia, que seguían intactas después de su conversió n. Jacques Fesch tuvo el
mismo problema, pero no tuvo tiempo de resolverlo, porque murió a los veintisiete
añ os. Sentía en su interior «presencia, calor, luz, dulzura, gratuidad», pero sin
poder refutar el ateísmo de su guardiá n comunista, lo cual no le impedía hacer
apostolado, pero no discutiendo, sino de otra manera. Tal vez los conversos hayan
escondido demasiado los debates posteriores a su conversió n, dando la impresió n
de que Dios les ha dispensado de luchar. Escucha bien esto, amigo mío, que
intentas remar en medio de las dificultades: la misma María debió crecer en su fe,
porque no lo comprendió todo de golpe (Lucas 2,50), y, ademá s, tuvo que vivir
acontecimientos tremendamente dolorosos.

El papel de la oración

Te felicito por preguntarme tantas cosas sobre la oració n. Este es el buen


camino, el camino de un Dios personal que te escucha y que quiere entregarse a
ti..., si es que me hablas de la oració n cristiana. Intentaré responder a tus
inquietudes con brevedad.

1. «¿Por qué rezar es una osadía?», preguntas con acierto y aduces al ejemplo de
la misa, en la que el sacerdote introduce el Padre Nuestro diciendo: «nos
atrevemos a decir.» Rezar es una audacia, porque, hasta Jesú s, ningú n hombre se
había atrevido a decir a su Dios: «¡Abba, mi papaíto querido!». Y también porque el
pecado ha desdibujado nuestra relació n con el Señ or. En uno de sus catequesis, el
cura de Ars decía a los niñ os: «nos habíamos ganado a pulso no poder rezar; pero
Dios, en su bondad, nos ha permitido hablarle.» No só lo nos lo permitió , sino que
nos pidió que lo hiciésemos. El mismo Dios fue el primero en dirigirse al hombre:
«Adá n, ¿dó nde está s?» Así pues, «atrévete todo lo que puedas», como dice un
himno al Santísimo Sacramento, sabiendo muy bien que no tienes la audacia de
abordar aun terrible tirano, sino la audacia de creer en la ternura ofrecida. No
estés atemorizado, sino emocionado, como el hijo pró digo cuando vuelve a casa
con la cabeza gacha y su padre «se lanza a su cuello» (Lucas 15,20).
Por ú ltimo, la audacia no consiste en interpretar al Todo- poderoso, sino en
vencer en ti mismo la timidez y la incredulidad. ¡Atrévete a creer en el don que se
te hace! ¡Atrévete a responder a la invitació n que se te dirige! ¡No esperes má s!
¡Comienza inmediatamente!

2. También me preguntas: «¿siente usted que Dios le responde en la oració n?»


- Convéncete que Dios te escucha y no está distraído, ni se tapa los oídos ante tu
oració n. Los salmos lo repiten constantemente: «Tú me escuchas, Señ or, cuando te
llamo.» Tus sú plicas no se pierden en el vacío, ni rebotan en un contestador
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automá tico, sino que encuentran siempre una razó n atento de Dios.
- Ademá s, la oració n siempre es escuchada. El Evangelio no nos permite dudarlo.
«Pedid y se os dará , buscad y encontraréis, llamad y os abrirá n; porque todo el que
pide recibe, el que busca encuentra, y al que llama le abren» (Lucas 11,9-10). Para
afirmar esto de una manera tan categó rica, Jesú s utiliza el ejemplo de nuestros
padres. A ninguno de ellos, por muy «malo» que sea, se le ocurriría dar una
serpiente aun niñ o que pide un pez, o un escorpió n al que pide un huevo.
- Ahora bien, el Señ or no siempre responde lo que tú esperas. A menudo, no
responde al instante, no porque quiera hacerse de rogar, sino porque quiere
probar la solidez de tu confianza. A veces, no responde de una forma sensible, sino
dá ndote la paz, incluso una paz austera (Gá latas 5,22). No siempre responde
concediéndote lo que re pides, sino entregá ndote el mejor de los regalos: el
espíritu filial (Lucas 11,13). Ponerse en actitud de oració n es ya ser escuchado en
10 que concierne a lo esencial: se entra en contacto con el Padre, la fe funciona y la
ternura circula.

3. «¿Có mo se reza? No sé hacerlo y, por eso, apenas rezo». Amigo, no hay una
escuela de preparació n a la oració n. En efecto, Jesú s nunca respondió a la pregunta
de sus discípulos, muy parecida a la tuya: «Señ or, enséñ anos a rezar, como Juan
enseñ ó a sus discípulos» (Lucas 11,1). Simplemente, les contestó : «cuando recéis,
haced como Yo» (Lucas .11,2). No les prestó un manual, ni les enseñ ó un método;
simplemente, les abrió su corazó n y les entregó su secreto. Para rezar no te hace
falta un cursillo de seis meses sancionado con un diploma vá lido para toda la vida.
Lo ú nico que tienes que hacer es empezar inmediatamente. Dile al Padre la misma
frase, llena de desolació n, que me diriges a mí: «Padre no sé rezar.» ¡Qué oració n
tan hermosa! Me hace pensar en el grito de Charles de Foucauld: «Dios mío, si
existes, deja que te conozca.» En tu caso, sería: «Dios mío, ya que me amas,
ayú dame a confiar en ti.» La oració n no se ensaya, como lo hace un piloto en una
cabina simulada. Sería ridículo que dijeses a Dios: «Señ or, durante algú n tiempo
voy a pronunciar la frase "há gase tu voluntad", para ver el efecto que produce en
mí, pero sin tomá rmelo en serio. Cuando lo diga de verdad, ya te lo diré. («Hasta
ese momento, me entreno...»). Reza desde el primer, momento, comprométete
desde el principio, arriésgate desde el comienzo, y, só lo después, hazte ayudar por
alguien. Si te apuntas a un grupo o a una «escuela», vete con todas las de la ley y
para convertirte de verdad, no para gesticular en una piscina. El animador es un
educador de la fe, no un instructor de natació n. En definitiva, como dice Pablo, no
busques a Dios ni en los abismos ni en las nubes: está muy cerca de ti, en tu
corazó n» (Romanos 10,6-8) ¡No necesitas ir a las orillas del Ganges ni a la escuela
de los derviches turcos!

4. «¿Para que una oració n sea eficaz, hay que rezar durante mucho tiempo?», me
preguntas. Hay que rezar durante mucho tiempo, pero no para alegrar a un Dios
distante y enfadado (como si Dios fuese un frasco que hay que agitar antes de
usarlo, o un antipá tico al que ni las cosquillas hacen sonreír), sino para que el don
de Dios pueda descender sobre ti e impregnar tu corazó n. El tiempo no está hecho
para Dios, sino para ti, para que puedas acoger la gracia que desciende sobre ti, a
borbotones o gota a gota. « ¿No tiene usted ganas de rezar durante todo un dla, de
vez en cuando?» Claro que sí. y por la misma razó n. No para acumular fó rmulas,
como si mis peticiones se valorasen a peso, sino para exponerme a los rayos del sol
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divino, para empaparme de su cá lida luz. No tengo que contarle nada que ya no
sepa, ni ablandar un corazó n que ya me ama. Lo ú nico que tengo que hacer es
dejarme amar ampliamente y sin cansarme.

5. «¿Rezar es aburrido?
-¿De qué habla usted en sus oraciones?
-¿La repetición no termina en la monotonía?»

A veces, cuando se está seco, rezar puede ser algo austero. O doloroso, cuando
se está sufriendo. Pero pronto te dará s cuenta de que la oració n nunca es aburrida.
«¿Reza usted con regularidad?». Sí, y aquí radica la solució n. Si só lo te vuelves hacia
Dios por capricho, o cuando te apetece, nunca entrará s en la intimidad del Señ or, y
no se te entregará , porque sucumbes a la… sensació n. Pero si haces oració n todos
los días con un corazó n fiel, renunciará s a la sensació n (y, por lo tanto, también al
aburrimiento cuando falla la sensació n) y entrará s en el reino de la paz. Yo rezo
con regularidad -gracias, Jesú s- y nunca me he planteado tu pregunta. Tampoco me
aburro, porque no busco éxtasis ni estremecimientos. Mi alegría consiste en ser fiel
a la cita... En cuanto a la repetició n, es la ley de todo progreso. Avanzar en la
oració n no consiste en consumir fó rmulas siempre nuevas y cada vez má s
asombrosas, con el fin de vibrar cada vez má s y mejor. Avanzar en la oració n es
repetir incansablemente las palabras de amor má s sencillas, como hacen todos los
enamorados. Cuando quieres a una chica, no utilizas para hablarle un diccionario
de palabras tiernas y dulces. No haces literatura; entregas tu presencia y tu ternura
y repites incansablemente las palabras y los gestos má s sugestivos. Lo mismo pasa
con la oració n: el debutante busca las emociones; el veterano, la sencillez. ¿Có mo
rezaba Jesú s a su Padre? ...Cuando estés cansado, retoma una y otra vez la sú plica
ritmada de nuestros hermanos orientales: «Señ or Jesú s, hijo de Dios, ten piedad de
mí, pecador.» Empá pate y confú ndete con este humilde murmullo durante mucho
tiempo.

6. «La oración ¿ayuda a dirigir los sentimientos?» Ciertamente. Y cuando tengas


que hacer algo difícil o tengas que mantenerte firme en tu postura sin
encolerizarte, reza antes y durante. Cuando tus sentidos vibren en ti
peligrosamente, cá lmate en los brazos de María. No se trata de una técnica sin alma
o de tomar un tranquilizante, sino de un abandono del corazó n que repercutirá
positivamente en tu psicología y en tu cuerpo. Porque todo está relacionado. A
veces, la oració n puede curar las heridas, tanto tu propia oració n como la que los
demá s hagan por ti.

7. «¿No es mejor ayudar a los pobres y desfavorecidos?» Mi querido amigo, hago


las dos cosas. ¿Crees que la Madre Teresa –o sus Misioneras de la Caridad- podría
haber cumplido con su incansable trabajo si no pasase largos ratos ante el
Santísimo o con el rosario en las manos? Las comunidades que se está n fundando
para atender a los enfermos del Sida son, ante todo, comunidades contemplativas.
Las Hermanitas de Jesú s aguantan con los pobres en medio del desierto por la
adoració n.
Esto es todo lo que puedo decirte aquí sobre la oració n. Busca algú n otro libro
sobre ello. Hay muchos. Escoge uno bueno, pero no leas demasiado, correrías el
riesgo de... no rezar, contentá ndote con ideas sublimes o con testimonios de otros.
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¿Cambia algo todo esto?

Me planteas preguntas muy significativas:

« ¿La alegría ocupa un lugar importante en su vida?


-¿Puede tener miedo un cristiano?
-¿Comete usted pecados?
-Cuando se conoce a Dios, ¿se pueden seguir haciendo tonterías?
-¿Tiene tentaciones? ¿Sobre qué?
-¿Su amor por Dios permanece estable o crece?
-¿Teme perder la fe?
-¿Tiene miedo de que pueda separarse de Dios?
-¿No le gustaría vivir como todo el mundo?
-¿Echa de menos su antigua vida?
-¿Es verdad que los estudios son más sencillos y fáciles cuando se ama a Dios?»

El perdó n es la cuestió n que te parece má s complicada:

«-¿Cómo hay que perdonar?


-¿No llega un momento en que uno se harta de perdonar?
-Perdonar ¿es olvidarlo todo? ,
-¿Por qué relacionar creer con perdonar?»

Y esta sutil pregunta:

«Si Dios nos ama tal y como somos, ¿por qué tenemos que cambiar?»

Pero lo que má s te preocupa es la incompatibilidad que tú crees descubrir entre


el amor a Dios y el amor a los demá s. El a Dios te parece que se opone a la ternura
humana. De da una serie de preguntas, que denotan tu preocupació n:

-¿Amó usted a alguien antes que a Dios?


-¿En su vida dedicada a Cristo, queda algún sitio para su vida personal?
-¿Se puede amar a Dios ya alguien más?
-¿Se relaciona usted con otras personas además de hacerlo líos?
-Cuando se ama a Dios, ¿hay que permanecer célibe?
-¿Amaría igual a Dios si estuviese casado?
-¿Pueden compararse el amor de Dios y el amor humano?
-¿Cree usted que no hay ningún amor comparable al de Dios?

Te respondo, amigo mío. Que la alegría y la paz son las antes de un corazó n
enamorado, no necesita demostració n. Amar a Dios produce la serenidad de la
confianza que del abandono entre las manos del Padre, allí donde ningú n miedo,
por muy profundo que sea, puede atacarnos. Este mensaje de Charles de Foucauld.
Es evidente que pueden, momentos malos, pero la fe está ahí para calmarnos en los
salmos, Dios es la roca só lida y fiable. Apoyados corazó n, los malos tragos
desaparecen y se funden como a al fuego. No piensen en una emoció n superficial o
en alegría extraordinaria. Se trata de una profundidad mucho má s bella que estos
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escalofríos momentá neos y superficie .La paz de Dios no aturde como las
contorsiones o los decibelios de tu rock. Tampoco hace olvidar, sino que ayuda a ir
las dificultades de la existencia.
Mientras uno está enamorado, no quiere regresar a la vida, anterior, anclada en
el sin-sentido, en la esclavitud del pecado a huida de la droga. Pero el contraste
entre el antes y el es existe, aunque el antes no fuese tan disoluto. La gran verdad
es, en efecto, el descubrimiento de la gran ternura de que nos saca de la morosidad,
de la rutina, del egoísmo y aburrimiento que se desprende de un universo estrecho
le se puede ser un gran VIP y no tener amor en el corazó n. Lo que lo cambia todo es
la oració n de cada día y de cada momento. Ella permite, cerrando los ojos un
momento, saber queridos del Padre. y la susodicha operació n se puede )comenzar
las veces que se quiera. Lee el salmo 139. Es la oració n del creyente que se
descubre rodeado por todas partes su Señ or.
Esta maravilla no se descubre de golpe y porrazo, y hay profundizar
continuamente en ella. La fe no consiste en conservar un tesoro, sino en la acogida
siempre renovada de un flujo amoroso que nos sobrepasa y que no deja de
invadirnos. Aunque encuadres el certificado de tu bautismo y lo cuelgues en las
paredes de tu casa, eso no quiere decir que tu bautismo dé frutos en tu corazó n. No
se pertenece a Cristo como aquel que pertenece a una asociació n con su
correspondiente carnet de socio. Estamos injertados en Cristo y su vida no deja de
alimentarnos. No está s inscrito en un registro, sino incorporado a una persona. Por
eso, en vez de ser una mancha de tinta que va perdiendo su color, eres un miembro
que crece.
Pero todo eso no te impide cometer pecados, porque eres débil y el mundo te
solicita. Aunque hayas hecho enormes progresos en tu vida, no está s blindado. Eso
sí, crees, por encima de todo, en la misericordia de tu Dios y recibes el sacramento
del perdó n siempre que lo necesitas. Esto lo cambia todo. y no me digas que se
trata de una facilidad. Nadie se hace una herida pensando que es fá cil curarla. En
tal caso, se estaría actuando como el niñ o que no duda en manchar su chá ndal
contando con el detergente milagroso utilizado por su madre. El chá ndal es un
objeto inerte e insensible a la mancha; pero el corazó n de Dios está vivo y es
infinitamente sensible a nuestras faltas de amor. El perdó n divino nos alegra, o si
somos leales, también tiene que confundirnos, porque, una vez má s, y a pesar de
nuestras promesas, hemos herido al Señ or. Es lo que Pablo llama la «tristeza segú n
Dios» (2 Corintios 7,10). El enamorado también cae, pero nunca peca con
desenvoltura, diciéndose que Dios es bueno y que, al final, por mucho que se
peque, lo perdona todo. El enamorado de Dios implora con humilde confianza:
«¡No permitas me separe de ti!». Una oració n dulce, pero nada confortable. ¡Rézala
y verá s!
En el perdó n recibido el cristiano encuentra la fuerza para perdonar a su vez. De
lo contrario, su falta de ló gica seria monstruosa (Mateo 18,23-35). No es posible
rezar a Dios Padre misericordioso sin hacer misericordia (Mateo 6,14). El perdó n
no te exige olvidar, ni hacerte insensible, ni abrzarte al cuello de tu «enemigo». Te
exige desearle el bien, todo el bien que Dios quiere para él (incluida su conversió n,
si la necesita. Se trata, pues, de no odiarle, ni de olvidarle cortando los puentes con
él. Haz como yo. Reza todos los días de manera especial por todos aquellos a los
que má s te cuesta amar o por aquellos a los que no les resulta fá cil amarte. Es algo
tremendamente liberador. Y ten en cuenta que el perdó n no es un detalle
facultativo: el perdó n es lo má s divino (Lucas 7,49). Al hacerte compartir esta
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difícil actitud, el Padre te cree realmente capaz de ser su hijo. Ademá s, la vida es
corta y disponemos de muy poco tiempo para amar. ¡No lo malgastes odiando!
Sí, Dios nos ama tal y como somos, pero sin hacerse có mplice de nuestras
enfermedades. Nos da la mano allí donde nos encontremos, pero para hacernos
caminar, sin aprobar nuestras deficiencias. Hay que tener cuidado al hablar de que
nos ama como somos, porque es una frase ambigua a la que se le puede hacer decir
cualquier cosa. No arrastres al Señ or hacia ti. Déjate arrastrar por El. No le hagas
cargar con tus pecados ni con tus malas tendencias. Por el contrario, si te
encuentras desolado por tus enfermedades, la pesadez de tus instintos, tus taras o
tus pecados repetidos, no te desanimes y ten la suficiente humildad como para
dejarte querer por el Padre. La desesperació n puede ser un acto de orgullo, de un
orgullo sutil. ¡Deja a Dios hacer su trabajo! ¡No quieras ocupar su sitio! ¡No es nada
fá cil!
Sí, amigo, saberse amado por Dios transfigura la existencia. Tú hablas de una
mayor facilidad en los estudios, pero es verdad ante cualquier trabajo o ante
cualquier impotencia para poder trabajar (estoy pensando en los enfermos, por
ejemplo). El amor no resuelve todas las dificultades, pero impide crisparse,
desesperarse, angustiarse y mandar todo a paseo amor es la certeza de una ternura
extraordinaria y má s fuerte todo. Es abandonarse entre sus brazos.
El ú ltimo lote de tus preguntas me hace pensar en el Polyeucte de Corneille. Se
trata de un hombre que corre hacia el martirio olvidá ndose de Pauline, la mujer
que tanto ama. y le dice, con dolor, refiriéndose al Dios de los cristianos «¿no se
puede amar a nadie para entregarse a É l?»
Me da la sensació n de que exageras un poco el asunto... Vuelvo a repetirte algo
que vengo diciendo desde el principio libro. No hagas de Dios un ser entre otros
seres, aunque el Ser por excelencia. No le incluyas en la serie. De lo contrario, le
convertirá s en el rival de los afectos má s legítimos y le asignará s unos celos que
nada tienen que ver con los celos de que habla la Biblia (Deuteronomio 4,24). El
Señ or está celoso de que el hombre ame a los ídolos, pero no de que ame a sus
hermanos. Se irrita al verte llamar dios a lo que no es Dios, de oírte dar el título de
señ or a otro (Mateo 6,24). Y como no es posible tener dos absolutos, tienes que
escoger. Pero esta decisió n no te impedirá querer a los hombres. Al contrario, te
dirá que los ames a todos sin excepció n (Mateo 5,43-47) y les perdones setenta
veces siete (Mateo 18,21-22). ¡Está s atrapado! El Señ or no es el enemigo del
hombre. Si está s enamorado de Dios, nadie te prohíbe que te cases; pero te puedes
dispensar de casarte, si ésa es tu vocació n. La ternura que das a tu pareja no se la
robas a Dios, y la que das a tu Señ or en el celibato no se la robas tampoco a tus
hermanos pobres que esperan tu servicio. Una cosa no tiene que ver con la otra.
Quizá comentes: «¡de buena me he librado! Por seguir a Jesú s, estuve apunto de no
casarme. Ahora recupero mi libertad y podré amar a mi prometida en la autonomía
má s absoluta.» no tan deprisa, amigo. Vas a poder y a deber amar a tu esposa como
Cristo ama a su Iglesia (Efesios 5,25), haciendo de tu matrimonio el sacramento de
la Alianza. La exigencia recae totalmente sobre 1a calidad de vuestra ternura, que
no puede ser una ternura de pacotilla. Ya ves, tenías miedo de no poder amar; y
ahora temes... tener que amar por encima de tus pequeñas posibilidades. Jesú s le ha
dado la vuelta a tus pretensiones
Pero, tranquilízate, porque también te da. el Espíritu Santo para poder llegar a
ese ideal.
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De todas formas, tanto para los célibes como para los casados, hay una
preferencia absoluta debida a Dios: el martirio. Ante esto, nada tiene valor. La
pequeñ a Inés, en Roma, tuvo que abandonar a sus padres. Tomá s Moro, en la torre
de Londres, tuvo que resistir a las sú plicas de su mujer y de su hija. Pero morir por
Cristo no les obligaba a romper con los suyos: Inés y Tomá s les dieron cita en la
eternidad.

¿Es necesario creer en Cristo para encontrar sentido a la vida?

Tus preguntas:

«-¿Qué sentido dan a su vida los que no creen?


-¿Para ser feliz hay que ser creyente?
-¿Hay que ser un super-creyente para amar a los disminuidos?».

Cuando yo era joven, algunos cristianos acomplejados pasaban su tiempo


diciendo que no só lo la fe no era necesaria, si no que, ademá s, los no creyentes
eran superiores a los creyentes, y los no practicantes a los practicantes. Superiores
en materia moral, por supuesto, y especialmente en entrega y compromiso.
Afortunadamente, nunca caí en tal especie de mala conciencia, que tiene la virtud
de horripilarme; y tampoco creo que este sea el sentido de tus interrogantes. Tal
vez lo que te pasa es que está s convencido de lo que aporta la vida cristiana y lo
ú nico que quieres hacer, para terminar con cualquier resquicio de duda, sea la
prueba inversa. Ademá s, seguramente conoces a increyentes admirables (yo
también).
Cuando uno está orgulloso de su fe y de su Iglesia no siente celos cuando ve que
el bien se realiza en otra parte. Porque el evangelio nos muestra que Dios está
presente desde siempre todo el mundo. El universo no es, pues, un No God's Land.
«¿Por qué Dios está presente en su vida, mientras que no aparece en sociedad?»,
me preguntas. Tal vez Dios sea negado, y está ciertamente olvidado, pero no por
eso deja de estar presente en la sociedad. Por eso me alegro de todo el bien que se
hace en pro de los desfavorecidos. Me horroriza el bien etiquetado
confesionalmente («somos los mejores») o recuperado políticamente
(«vó tennos»). Sin embargo, también yo me planteo algunas preguntas.
En primer lugar, cuando la gente dice que no cree en Dios, ¿de qué «Dios» está
hablando? ¿Lo pueden precisar? Cuando aceptan hacerlo, les hago caer en la cuenta
que ese «Dios» no es el mío y que, desde ese punto de vista, yo soy tan ateo como
ellos. ¡Algo que ya hacían los primeros cristianos!
Ademá s, y sin que esto suene a orgullo, estoy convencido de que la Iglesia
cumple en el mundo una funció n saludable, incluso para los que no forman parte
de ella. La Iglesia reza por ellos y les ama. Y todas las gracias que bajan a la tierra
pasan por sus manos de esposa, de intendente. Este es el sentido exacto del viejo
adagio: «fuera de la Iglesia no hay salvació n». No quiere decir que, «como no eres
de los nuestros, no vales nada ni tienes nada que hacer«. Lo que quiere decir es lo
siguiente: «todo lo que tienes y todo lo que vales te ha sido o por el Señ or a través
de su Iglesia». Y llevar a cabo este servicio que se nos ha confiado no puede ser
para nosotros motivo de vanidad, pero tampoco de vergü enza.
También creo que, con su presencia, la Iglesia juega un papel fundador y
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sanitario. Fundador, porque los valores morales má s humanos no pueden subsistir


durante mucho tiempo fuera del marco religioso. Algo, por otra parte, puesto
relieve por no creyentes como Sartre y Monod. El mejor ejemplo de ello es la
destrucció n acelerada de la familia. Y también juega la Iglesia un papel sanitario,
porque su misió n -no só lo la de los obispos, sino también la de los laicos
competentes- es sanar la sociedad en la medida de sus posibilidades. Sobre este
importante punto volveremos má s adelante.
Dicho esto, es evidente que yo no soy el Buen Dios. Ignoro lo que pasa en el
fondo del corazó n de cada uno. No sé có mo se alimentan de convicciones morales
los no creyentes. Tampoco sé có mo llegan a ser felices y hasta qué punto, dejando
subsistir en su corazó n vacíos tan gigantescos como el del má s allá , por ejemplo.
No sé có mo viven las dificultades y la muerte, y có mo son capaces de perdonar. A
pesar de sus virtudes, les falta el conocimiento de Jesucristo, algo importante si
juzgo por mi experiencia personal. Me da pena que sus valores, recibidos de Dios
como todo don, les hagan volverse orgullosamente contra un cielo inú til, en una
actitud arrogante y desafiante, como la que tuvieron algunos miembros eminentes
del paganismo antiguo como Marco Aurelio.
Por eso, reconocer los valores vividos por los no creyentes no me impide
evangelizar; al contrario, porque el Evangelio es la capa freá tica de la que brotan
todas las fuentes.

¿POR QUÉ HAY QUE PROCLAMARLO A LOS DEMÁ S?

En este punto me encuentro con reacciones contradictorias. Por un lado, la


admiració n llena de asombro y de inquietud:

«Dónde encuentra usted el coraje para "misionar?”


-¿Cómo hay que reaccionar cuando se burlan de uno?
-¿ Cómo le reciben a usted?
-¿Por qué nos da vergüenza hablar de Dios?
-¿Qué responde usted cuando se compara al catolicismo con una secta?»
Por otro lado, preguntas llenas de desconfianza:
«¿Qué espera de nosotros al venir aquí?
-¿Qué quiere hacernos creer?
-¿Qué busca viniendo aquí?
-¿No son tremendamente fanáticos vuestros testimonios?
-¿Forma usted parte de los nuevos fariseos que muestran su fe públicamente, en
vez de vivirla humildemente?
-¿No es usted demasiado ambicioso?
-¿No tiene el sentimiento de luchar por una causa perdida?
-¿No forma usted parte de una secta?»

La evangelizació n puede, a veces, encontrarse con resistencias y con


mecanismos de defensa. También es verdad que la evangelizació n pertenece al
nú cleo del cristianismo, porque la fe no anuncia una opinió n facultativa, sino La
Buena Noticia, el Camino y. en definitiva, la Salvació n. Guardar la felicidad para uno
mismo sería egoísmo. No luchar por la salvació n de los hombres, un crimen
culpable de pena por no asistencia a persona en peligro. En ambos casos, sería una
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incomprensió n total de la persona y del mensaje de Jesú s, que quedaría reducido a


un gurú má s, de tipo medio, en la galería de los sabios religiosos. Ser apó stol no
brota del fanatismo, sino que es el fruto de una convicció n a la vez serena y
ferviente. «Misionar» no es un orgullo, sino el testimonio de la humildad capaz de
sobrepasar el miedo. Los jó venes que te escuchan no son comerciantes imbuidos
de las técnicas de marketing... Si les vieses rezar de rodillas, antes de empezar la
reunió n, seguramente lo entenderías mejor. Se acercan a ti con las manos vacías
(Hechos 3,6). Son tan vulnerables ante ti, como tú ante ellos (4: Mientras estaba
escribiendo este libro, me invitaron a dar una charla a trescientos jó venes en un
parroquia de París. Y me encontré absolutamente vacío. Había garabateado unas
cuantas ideas en un papel, pero no sabía có mo llegar hasta esos desconocidos.
Entonces, durante la misa que precedió , recé como un chaval..., y todo salió a las
mil maravillas).
Si brota algo de tu corazó n, hay que atribuírselo a Dios y no a ningú n tipo de
«magia». Si así fuese, no les reproches nada; Simplemente da gracias a Dios con
ellos de la alegría reencontrada. En cuanto a hablar de «ambició n» y de «causa
perdida», díselo al mismo Jesú s, porque el es el Dueñ o de la misió n. Te responderé
que conoce bien esta reflexió n, porque se la hicieron cuando estaba en la Cruz...
De lo que sí quiero hablarte es de la palabra secta, que suele utilizarse sin
haberla definido. A mi juicio, puede tener cuatro acepciones.

La secta como voluntariado

A principios de siglo, un soció logo alemá n opuso la secta a la Iglesia. Para él, la
secta es un grupo integrado por miembros absolutamente voluntarios y que se han
convertido individualmente sin beneficiarse de una tradició n anterior, como la
tradició n familiar. Aquí, la fe viene desde arriba, verticalmente sin transmitirse
horizontalmente a través de una formació n continuada. Así pues, la secta nunca es
anterior a sus miembros y en ella todo es inestable y todo se improvisa
constantemente bajo la acció n imprevisible del Espíritu. Por el contrario, la Iglesia
es una institució n que posee una fuerte consistencia que envuelve a sus miembros,
aunque no tengan una fe viva. Los fieles pertenecen a ella, pero sin componerla
realmente, porque la Iglesia existe antes que ellos. La fe nace aquí, no de una
conversió n en sentido estricto, sino de una tradició n familiar y catequética que
asegura una vaga continuidad, sin que tenga que ser asumida a la fuerza por los
individuos. La secta engancha, la Iglesia habitú a.
Esta distinció n que, vista por encima, puede parecerte bastante exacta,
examinada en profundidad, es falsa y cada vez lo será má s, porque el mundo
moderno hace la vida imposible a los habituados y acomodados, como tú sabes
muy bien. Es verdad que la Iglesia es una institució n y la familia también, y que
ésta prepara para aquélla. Pero la educació n no intenta formar seres rutinarios,
consumidores ocasionales; intenta, má s bien, construir hombres convencidos y
convertidos desde el mismo seno de su fe. En tiempos difíciles, el margen entre la
secta y la Iglesia tiende, pues, a reducirse cada vez má s. El ú nico cristianismo que
conserva su atractivo es el del voluntariado, cualquiera que sea su forma. Tanto en
la Edad Media como en la actualidad, las sectas aparecen cuando la Iglesia está en
un momento de decadencia. Si la Iglesia vuelve a ser una Iglesia viva y vigorosa, no
hará falta buscar fuera lo que hay dentro.
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La secta como convicción

La gente de la calle suele llamar sectarios a los creyentes convencidos de que


«misionan» en pú blico, sin miedo. Intervienen, pues, aquí dos elementos: el
testimonio dado fuera de los lugares eclesiá sticos y de una manera decidida que
interpela a la gente. El asombro de la gente significa sencillamente que la Iglesia se
reencuentra perió dicamente con esos audaces que siempre ha tenido en su seno ya
los que, a veces, ha abandonado por falso pudor, por vergü enza o por respeto
humano. En efecto, San Pablo, San Francisco, Santo Domingo, San Ignacio y otros
muchos hablaron de Dios en las plazas y por los caminos. ¡Y no eran miembros de
ninguna secta! Lo que pasa es que nuestros contemporá neos nunca habían visto
tales prá cticas en el seno de la Iglesia y califican de sectarios a los cató licos que
vuelven a conectar con su tradició n.
Muchos cató licos critican estos métodos de evangelizació n, porque, a su juicio,
corresponden a otras épocas y la modernidad ya no los soporta. ¡Se dice pronto! La
verdad es que ya no estamos en la estrecha modernidad de hace dos o tres
decenios, sino en una nueva modernidad individualista que autoriza la
manifestació n de cualquier idea o de cualquier valor. Sería ridículo que, ante esta
nueva modernidad, el cristianismo permaneciese escondido. La nueva
evangelizació n debe volver a sentar sus reales en calles y plazas, así como en los
medios de comunicació n y en el mundo de la informá tica.
el asombro de la gente se explica, en parte, por la sorpresa que produce en ellos
esta forma de evangelizació n a la que no está n acostumbrados, así como por el
miedo que hace presa en la sociedad que vuelve a descubrir que la Iglesia, cuyas
exequias no cesan de anunciarse, está bien viva. La palabra secta expresa, pues, a la
vez el asombro ante lo inhabitual y el temor ante la insurrecció n espiritual. Ambas
cosas se sienten no só lo fuera de la Iglesia; si no también dentro, por parte de esos
pensadores que preconizan un enterramiento de la fe parecido a una inhumació n
sin flores ni coronas. ¡No escuches los cá nticos de un mundo secular que intenta
convertirse en cementerio de una Iglesia muda y escondida! Se equivocan los que
así piensan. Y, como no quieren reconocerlo, intentan amedrentarnos con la
etiqueta infamante de secta y de sectarismo. ¡No te dejes impresionar por estos
obsesos del suicidio colectivo!

La secta como doctrina pesimista

A lo largo de toda la historia de la Iglesia, las sectas se han inspirado, a través de


una mala comprensió n del Apocalipsis, en una concepció n pesimista del mundo, un
mundo radicalmente impuro e irremediablemente condenado. De ahí que
proclamasen el rechazo de las instituciones, la inminencia de la catá strofe final y el
reducido nú mero de los salvados. Estos son sus tres componentes principales.
Si esto es así, ¿có mo se puede afirmar que la Iglesia es una secta sin cometer un
grave error? La fe cató lica combate el pecado, pero no a la sociedad en cuanto tal ni
a ninguna de sus legítimas instituciones. La fe está preparada para el retorno del
Señ or, pero sin establecer calendario ni cuenta atrá s alguna. Y, sobre todo, la fe no
duda un instante de la misericordia divina ni del crecimiento de la Iglesia, previsto
ya por Isaías (Isaías 54,2-3). También Pablo abría su corazó n a los Corintios y les
confesaba: «entre nosotros no está is estrechos; sois vosotros los de sentimientos
estrechos» (2 Corintios 6,11-12).
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Quizá s estés pensando que también las sectas practican la misió n. Es cierto,
pero el objetivo de nuestra misió n no es modificar el numerus clausus de los ciento
cuarenta y cuatro mil salvados, ni dotar de agresividad a los misioneros y
asegurarles una victoria arrolladora en un concurso elitista. Esta no es la manera
de evangelizar que Jesú s preconiza cuando envía a sus discípulos por todo el
mundo (Marcos 16,15-16), «pues el quiere que todos los hombres se salven y
lleguen al conocimiento de Dios» (1 Timoteo 2,3-4).

La secta como grupo deshonesto

En el sentido má s siniestro de la palabra, la secta es un grupo con métodos


detestables, con convicciones contrarias a los derechos del hombre, y perseguidas
por la ley. Muchos padres se quejan de que estas organizaciones secuestran
literalmente a los jó venes, ejercen sobre ellos violencia psicoló gica para
convertirlos en adeptos sumisos, y les retienen mediante amenazas que pueden
llegar incluso a inspirarles el suicidio ritual, arrojá ndose al metro, por ejemplo. Sin
hablar de la explotació n financiera destinada a enriquecer al idolatrado fundador.
No veo, en la Iglesia cató lica, algo que pueda parecerse, ni siquiera de lejos, a
estas maniobras. Cesa, pues, de llamar sectarios a los apó stoles de Jesú s, que no
hacen má s que proclamar su mensaje con un respeto total a la libertad de
conciencia. ¡Libertad muy querida también en nuestra Iglesia, que no quiere
suprimir en su seno lo que no cesa de reclamar para los otros!

DIOS COMO UN DON DE CALIDAD

Queda un punto má s a tener en cuenta y clarificar, en la medida de lo posible.


Estoy seguro que buscas a Dios, pero, en el fondo, no sabes quién es. Muchas de tus
preguntas demuestran que, si bien está s de acuerdo sobre la cantidad de lo divino
(un só lo Dios), ignoras casi todo de la calidad de lo divino. Por eso deambulas por
las diversas religiones sin conseguir encontrar a Dios. A veces, incluso confundes a
Dios y al diablo, o caes en una nueva forma de paganismo.

EL MERCADO DE LO RELIGIOSO

Déjame que te recuerde algunas de tus preguntas.


«¿Por qué hay tantas religiones en el mundo que se contradice entre si al tiempo
que todas dicen ser las mejores?
-¿Por qué el Corán dice a sus fieles: «lucharéis en nombre del Profeta hasta que el
mundo entero lo reconozca?»
-¿Cómo construir un mundo unido si ni siquiera somos capaces de creer en el
mismo Dios?
-¿Por qué la religión católica es la verdadera y qué pruebas hay de ello?
-¿Qué diferencia hay entre los diversos monotelismos?
No importa la religión en la que se crea, siempre que la religión sea el centro y el
amor de nuestra vida!»
Y estas curiosas confesiones de jó venes musulmanes:
«Nosotros, los marroquíes, no entendemos por qué amáis tanto a Dios.
-Aunque no seamos de la misma religión, ¿el Dios cristiano también nos ama a
nosotros?»
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Diversas reacciones

Ante la multiplicidad de religiones, puedes reaccionar dar diversas maneras.

1. En primer lugar, el asombro. ¿Có mo es posible que Dios no sea capaz de darse
a conocer claramente? ¿Por qué abandona a los hombres religiosos y los sume en
una continua lucha entre sí? Si ya no es nada fá cil encontrarle, ¿por qué encima
borra las pistas que conducen a É l? ¿Por qué no interviene má s a menudo para
desenredar la madeja? ¿Por desinterés o por impotencia? ¿Có mo se puede
entender un Absoluto que no es evidente y que, ademá s, aparece fragmentado?
Es verdad, amigo mío, que Dios no es un detalle insignificante, sino una cuestió n
fundamental. Pero el Absoluto no salta a la vista como un objeto sobre una mesa,
sino que se propone el corazó n puro que le busca en la oració n y que ajusta su vida
a su mensaje. La multiplicidad de religiones muestra, a la vez, que la cuestió n de
Dios es universal y, al mismo tiempo, difícil, porque el pecado ha emborronado las
cartas. Por eso, cada cultura termina por darse la divinidad que se corresponde con
sus esquemas y que congenia con sus proyectos. Pero, al final de un lento proceso
pedagó gico, el mismo Dios intervino en persona y puso fin a los tiempos de la
ignorancia (Hechos 17,30-31). Así pues, no puedes acusarle de permanecer pasivo,
ya que arriesgó su vida para revelarte su corazó n.
Pero, entonces, ¿por qué subsisten todavía las religiones precristianas? Porque
la misió n de la Iglesia no se ha terminado todavía. Y es a través de esta misió n -a la
que también tú está s llamado- como quiere darse a conocer el Amor, vivido en una
comunidad de hermanos. ¿Y las confesiones religiosas nacidas después de Cristo?
Son rupturas del cristianismo reproducidas a lo largo de la historia por diversas
causas. Divisiones que se deben al pecado de los hombres y al riesgo que Dios
asumió al venir entre nosotros. Esperemos, de todas formas, que algú n día
volvamos a la unidad y trabajemos por ella. Así pues, en este sentido, la ú nica
religió n que plantea algú n problema es el Islam, aunque es bien sabido que el
Corá n está muy relacionado con el cristianismo, puesto que en su redacció n
participaron algunos monjes heréticos.
Má s allá de las apariencias, las diferentes religiones se inscriben en el plan
divino. Representan tres cosas, sin que ello signifique que son queridas de Dios -un
Dios que no puede renegar de sí mismo-: las huellas, a veces deformadas, del
Creador en su creació n; los restos del camino paciente de una pedagogía divina; y
la resonancia de la Encarnació n del Dios-con-nosotros en el riesgo de la historia.
¡Deja, pues, la cantinela de la incoherencia y entra en la paciencia de tu Dios! .

2. Esto puede dar pie al escepticismo, como el de Charles de Foucauld antes de


su conversió n. «Nada me parecía bastante probado, decía, a su amigo Henri de
Castries. La fe con la que se siguen religiones tan diversas me parecía la
condenació n de todas». Se trata de una opinió n superficial de un cristiano hasta
ese momento protegido que, al descubrir la variedad de los fervores religiosos, se
desengancha de una fe que creía ú nica en el mundo y se convierte en un mero
espectador. En este proceso, Foucauld se mantuvo tremendamente respetuoso y se
mostró má s decepcionado que sarcá stico y con un profundo dolor en su corazó n.
Durante algú n tiempo se sintió atraído por la sencillez del Islam, una religió n sin
dogma, hasta que descubrió la Trinidad, es decir, el Amor divino, pasando por el
47

Corazó n de Jesú s. Su prima, María de Bondy, una mujer inteligente y piadosa, le


facilitó este encuentro y el padre Henri Huvelin le dio el ú ltimo empujó n: «poneos
de rodillas y confesaos: creeréis».
Para ciertos padres se trata de una reacció n de prudencia o de algo parecido.
Estos padres conocen de oídas (má s que por propia experiencia) la multiplicidad
de religiones y, al no estar a gusto en la que por tradició n familiar es la suya, el
cristianismo, razonan de la siguiente manera: «no bautizo a mi hijo, ni le enseñ o
doctrina alguna; cuando sea mayor ya escogerá por sí mismo; así, no podrá
echarnos en cara que hemos atentado contra su libertad». Una falsa justificació n.
Primero, porque estos mismos padres, afortunadamente, no les dan a sus hijos
todos sus caprichos. Al contrario, les imponen no só lo una educació n y unos
estudios, sino también una serie de valores morales, como la honradez y la
capacidad de lucha, a veces sin ayudarles a descubrirlos. Les educan en una
libertad que no existe como algo dado, ya que tiene que conquistarse con el
esfuerzo personal. En definitiva, les comunican lo mejor de sí mismos y lo que es
importante para ellos. ¿También Dios les parece importante o, má s bien, la
cuestió n de la divinidad se la plantean como algo accesorio y sin demasiada
importancia? ¿Su aparente grandeza de alma no esconde un profundo desprecio?
Y, ademá s, el joven no escoge a partir de cero. El que no ha recibido formació n
alguna es incapaz de decidirse. Un adolescente sin educar no es libre; al contrario,
está abocado a la delincuencia. Y algú n día se lo reprochará duramente a sus
padres. No hay, pues, una educació n neutra. Lo que a veces se califica de «libertad»
no es má s que la peor de las negligencias.
Ahora puedo responder a tu pregunta. «¿Obligaría a un hijo suyo a creer en Dios
y a ir a misa?». Le propondría mi fe con palabras y obras. Y le pediría que fuese a
misa hasta que fuese capaz de asumir sus propias responsabilidades, sin
confundirlas con sus caprichos

4. Para muchos jó venes, las religiones constituyen una especie de zoco de lo


religioso que se recorre para echar un vistazo. Ojean algunos libros sagrados, pero
sin comprometerse, y la mayoría de las veces pasan a engrosar los estantes de una
colecció n de cosas raras. Un poco del Corá n, otro poco de la Biblia y unos gramos
de Bhagavad Gita, como se hace en una confitería, ante los bombones: ¡pó ngame
cien gramos de cada tipo. Esto no es creer, sino considerarse inteligente y cultivado
y mirar todas las creencias por encima del hombro, como un experto. Pero ¿se ha
encontrado con alguien? En el Evangelio, Jesú s no dice al joven rico: «aquí tienes
un librito en el que está n resumidas todas las religiones; consú ltalo tranquilamente
y decídete si quieres.» Por el contrario, mirá ndole con cariñ o a los ojos, le dice:
«¡sígueme!». Creer no es coleccionar cosas, sino seguir a alguien.
Creer es enamorarse después de haber recibido su amor. Quizá lo entiendas
mejor comparando la fe con el matrimonio. Para buscar una mejor esposa, no te
haces presentar todas las chicas casaderas del mundo. Sería muy cansado..., y no
creo que la consiguieras así. ¡No confundas el «salir con amigas» con una feria de
animales! el tratante de ganado no se enamora de la vaca que compra. Lo ú nico que
quiere es conseguir una buena vaca lechera. Para no equivocarse, realiza una serie
de exá menes y verificaciones. Después compra la vaca, que puede revender cuando
quiera.
Para ti, las cosas son completamente distintas. «La mirada de amor, dijo un
teó logo luterano alemá n, no existe hasta que no se ve al ser querido y se enciende
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aliado de la persona amada. Nace en el momento en que la vista se posa sobre la


persona amada. El tú amado se diferencia de los demá s por sí mismo y no a partir
de la comparació n con todas las demá s chicas del país.» Lo mismo ocurre con la fe
cristiana: nace del encuentro con el mismo Jesucristo, de un cruce de miradas, y no
de una confrontació n comercial entre el producto Jesucristo y los demá s productos
del mismo tipo... No lo olvides nunca, amigo mío. La mirada que paseas por el zoco
de lo religioso no es una mirada religiosa, sino má s bien curiosa. Por muy sublimes
que sean las cosas, no son personas ni pueden guiñ ar un ojo. Solamente Jesucristo,
enamorado de ti, puede, de golpe, y sin comparació n alguna, hacer que te
enamores de É l, y así detener tu turismo religioso. Sin que ello te impida
enriquecer tu cultura, pero sin convertir en seducció n la documentació n religiosa.
Lo mismo que un hombre casado no duda en conocer a otras mujeres porque está
seguro de que, para él, la suya es ú nica e incomparable.
5 en la mayoría de la gente funciona una especie de pereza que concluye: «en el
fondo, todo es lo mismo; que cada uno escoja lo que le venga en gana y que deje en
paz a los demá s; y, sobre todo, nada de evangelizar a los demá s, porque eso sería
caer en la intolerancia.» Expresiones como éstas tienen la virtud de hacerme saltar
inmediatamente.
Que en todas partes haya valores, y valores comunes, concedido. Es má s: no
tengo dificultad alguna en reconocerlo, y me alegro de ello. Que Dios juzgue a los
creyentes (y también a las no creyentes) de acuerdo con la rectitud de su
conciencia, tampoco me ofrece problemas. El Vaticano II nos lo ha recordado. Que
el hombre sincero, cuando dice «Dios» en su religió n, puede alcanzar al verdadero
Dios revelado en Jesucristo, de acuerdo.
Pero que su Dios sea «objetivamente» el mismo al que yo adoro, de ninguna
manera. El no creyente puede alcanzar al mismo Dios, pero sin que sea el mismo
Dios. Y eso es algo que no me saco de la manga. Su mismo Libro sagrado, el Corá n,
lo afirma al negar la Trinidad, la Encarnació n y la Redenció n. Para Mahoma, Alá es
ú nico en el sentido má s absoluto del término; Jesú s no es má s que un profeta (y no
de los má s importantes), y no murió en la cruz, sino que crucificaron a otro en su
lugar. Como ves, estamos muy lejos de la revelació n cristiana. Por eso, en el Islam
no está bien llamar a Dios amor, Padre o Esposo. Pero, si es recto y sincero, el
musulmá n es capaz de comunicarse en su corazó n, a través de la oració n, con el
Dios al que niega su cerebro. Y lo mismo ocurre con el ateo, a pesar de que rechaza
cualquier tipo de oració n. Pero eso no quiere decir que la subjetividad suprima la
objetividad, o que la sinceridad pueda reemplazar a la verdad.
En menor medida todavía, me atrevería a señ alar -como hacen algunos
misioneros, desgraciadamente- que todas las religiones son queridas por Dios
como auténticos medios de salvació n, al mismo nivel que la fe cristiana. Otros
manifiestan que la palabra de Dios es una multinacional con sucursales o una gran
empresa que proporciona trabajo a otras. Es absurdo pensar que todo da lo mismo.
Precisamente para eso
La misió n consiste en anunciar el Evangelio, y no «otro Evangelio» ( Gá latas
1,67), porque no pueden existir dos evangelios contradictorios. La misió n no
consiste en hacer amigos, sino discípulos de Cristo. La tarea misionera no consiste
en hacer a un musulmá n un mejor musulmá n.
6. La multiplicidad de confesiones diferentes no tiene por qué engendrar miedo
ante la posibilidad de una guerra religiosa. En lo que a los cató licos se refiere, el
Evangelio no nos pide desollar infieles, y el Apocalipsis tampoco. Y si bien es
49

verdad que las naciones cristianas no siempre han vivido este ideal, también lo es
que el Islam enseñ a la guerra santa. Sin embargo, Juan Pablo II no se desanima por
eso y tuvo la audacia de reunir, por vez primera en la historia, en Asís a los
responsables de todas las grandes religiones del mundo. Su intenció n no fue
mezclarlas, sino hacerlas rezar en el mismo lugar, todos juntos y separadamente,
en pro de la paz. ¡Una magnífica iniciativa! Habrá que continuar en esta línea,
porque una golondrina no hace verano.

Clarificaciones necesarias

Dicho esto, amigo mío, no metas todo en el mismo saco y reflexiona un poco.
Tan falso es sostener que para ser cristiano es necesario haber recorrido con
antelació n todas las religiones para poder escoger (como si Cristo fuese una
mercancía y el creyente un avispado consumidor de lo religioso ), como negarse a
conocer las diversas religiones del mundo, aunque só lo sea para no mezclarlas.
Distingue bien, en primer lugar, las grandes confesiones cristianas (ortodoxos,
anglicanos, luteranos y calvinistas), separadas del catolicismo, pero que
permanecen mucho má s cercanas a la Iglesia que otras comunidades que se fueron
separando ulteriormente unas de otras, perdiendo algo de sustancia en cada una
de las escisiones. Por otra parte, las grandes confesiones cristianas son bastante
diferentes entre sí. Por ejemplo, el calvinismo se encuentra bastante lejos de la
Iglesia ortodoxa. Los que tú llamas «protestantes» cobijan, asimismo, en su seno
una serie de sectas que ya no tienen nada de cristiano, aunque hablen de Jesú s,
porque han repudiado la Trinidad, la Encarnació n y la Redenció n. Lo suelo
constatar a menudo en Á frica, donde trabajan adventistas, testigos de Jehová y
otros grupos que se hacen pasar por reformados sin serlo, ya que han sobrepasado
con creces la frontera má s allá de la cual se vacía al Evangelio de contenido.
Fuera del cristianismo, coloca en un lugar especial el judaísmo, ese olivo
mutilado sobre el que nos hemos injertado, dice San Pablo (Romanos 11,16-24).
Aunque se haya constituido en «religió n» autó noma, distanciá ndose de nosotros
hacia el añ o 90 (Juan 9-22) y separando sus Escrituras de las nuestras, seguimos
estando vital mente unidos. Honramos al mismo Dios, proclamamos el mismo
monoteísmo, el de un Señ or que es uno, no só lo cuantitativamente, sino también
cualitativamente. Si quieres, nuestro monoteísmo no es aritmético, sino amoroso.
Es un monoteísmo monó gamo: un só lo Dios y un só lo Esposo. No hables, pues, de
los tres grandes monoteísmos, expresió n absolutamente falsa. No hay má s que dos
grandes monoteísmos: el judeo-cristiano y el islá mico. Esta es la razó n por la que
los cristianos honramos al Antiguo Testamento. ¡Me contentaría con que muchos
cató licos adorasen al Dios de los profetas, en vez de hacerlo con el DiosRelojero de
Voltaire! Cuando Jesú s y Pablo utilizan y citan «las Escrituras», lo hacen a través de
los rollos de Israel, los ú nicos existentes, y que anuncian ya el misterio de la Pascua
(Lucas 24,27). No seas, pues, un antisemita furibundo, porque con esa actitud
ofenderá s a Jesú s ya María, y pronto te convertirá s en un pagano.
En cuanto a las demá s religiones, también es necesario distinguirlas. Hay
religiones que adoran aun Dios o a varios Dioses. Existen sabidurías que buscan,
sobre todo, una actitud espiritual o una forma de vivir (frente al deseo y al
sufrimiento que éste engendra). Hay confesiones con los contornos bien definidos
y místicas indefinidas. Hay revelaciones (verdaderas o supuestas) que se
presentan como tales, y paganismos que no pretenden haber recibido mensaje
50

alguno del cielo. Hay revelaciones consignadas en un Libro, como es el caso del
Islam, del Judaísmo y del Cristianismo. Es decir, hay religiones del Libro y
religiones con libro. Y, por ú ltimo, hay religiones misioneras que se exportan y
paganismos locales, ligados a una cultura, una etnia o una tierra.
Discú lpame por ser tan esquemá tico. Mi intenció n es ofrecerte una mera
clasificació n. De todas formas, a mi juicio, la diferencia fundamental estriba en que
las religiones no bíblicas tienen algo en comú n: parten del mundo. Se parecen
mucho entre sí, porque, para todas ellas, es el hombre el que busca a Dios.
mientras, en las Escrituras, es Dios el que desde el primer instante busca al
hombre. «Adá n, ¿donde está s?», dice Yahvé en el Génesis. Dios ama primero(1 Juan
4,19). Esto es algo absolutamente original y pone fin a tantas bú squedas a ciegas ya
los tiempos de la ignorancia (Hecho-r 17,27-30) que han caracterizado y
caracterizan a muchos itinerarios religiosos. La verdadera fe no brota de una
bú squeda policial de Dios a partir de un retrato robot. No es un objeto lo que se
encuentra, sino que, en la fe, me descubro encontrado y amado por alguien que ha
tomado la iniciativa. Di a tus amigos que presten atenció n a cualquier cosa rara,
que, si' Dios es digno de su nombre y de su reputació n, no va a jugar al escondite ni
a hacerse de rogar. Si es tan bueno como lo suponemos y deseamos, ha debido dar
los primeros pasos, mostrá ndonos a su propio Hijo en la historia. Diles que el
exoterismo es lo contrario de la religió n del Amor; un Amor que se ofrece
libremente a todos los hombres.
Así pues, amigo mío, es hora de que pulses la tecla adecuada. Después del ú ltimo
concilio no puedes despreciar las otras religiones, ni siquiera ignorarlas; pero
tampoco tienes por qué avergonzarte de la tuya. Entre el triunfalismo y la
depresió n nerviosa, hay sitio para el orgullo cristiano, que es la Cruz de Jesú s
(Gá latas 6,14). No pienses, ni por un instante, que Dios haría mejor en no revelarse
a nadie, para no dar celos a los demá s. No pienses que el Evangelio es algo que te
complica la vida. No sostengas que el ecumenismo prohíbe las conversiones o
suprime la libertad de conciencia. En efecto, algunos cató licos han criticado sin
piedad la entrada del hermano Max Thurian (monje protestante de Taizé)en
nuestra iglesia así como su ordenació n sacerdotal. ¿Por qué razó n? ¿Habrían
tenido la misma reacció n sin un monje cató lico se hubiese pasado al
protestantismo? En cambio el hermano Roger tuvo la delicadeza y la lealtad de
seguir cobijando a Max en su comunidad. Escapa, pues, a toda prisa de la mala
conciencia y de esos complejos ridículos. Tú que admiras a los creyentes
convencidos, no vayas a avergonzarte de sus propias convicciones.

¿DIOS O EL DIABLO?

A veces, la gente dice: «fulanito no cree ni en Dios ni en el diablo.» Colocan, así, a


los dos en el mismo cesto, lo cual es un grave error, porque, aunque admita sin
dudarlo la existencia del diablo, no creo en él de la misma manera que creo en Dios.
A Este me entrego por completo, al diablo, no. Ademá s, si creo en Dios es porque
admito mucho má s que su simple existencia, cosa que también el diablo es capaz
de hacer (Santiago 2,19). Si creo en Dios es para entregarme a el de todo corazó n,
no temblando de miedo, sino saltando de alegría. No juegues, pues, con el verbo
«creer» sin saber bien lo que dices.
Te hablo de ello porque, hoy en día, muchos jó venes no saben ya a qué Dios
51

entregarse, si: al benéfico o al maléfico. Es curioso, porque en nuestra Iglesia ya


casi no se menciona al diablo para nada, si no es para definirle como un mito de los
tiempos pasados o un fantasma para retrasados mentales, incapaces de distinguir
lo religioso de lo psicoló gico. Incluso algunos teó logos han llegado a dudar de la
capacidad de Jesú s para clarificar este problema.
Sin embargo, tú está s oyendo hablar de Sataná s continuamente, en tus revistas y
perió dicos llenos de vampiros, brujos, magos y otras especies. Pero, en estas
publicaciones, el diablo deja de ser un á ngel caído al que Jesú s desenmascara y
domina, y María aplasta con su calcañ al, para convertirse en una cuasi-divinidad,
en un competidor de Dios. Por eso, bastantes jó venes rinden culto a Sataná s como
el poder que compite con el del Creador.
Estoy recordando a Gabriel, un joven hippie que confesaba a su amiga Elena que
él veneraba al mal como la fuerza superior a todas las demá s. Por eso llevaba un
pequeñ o ataú d colgando del cinturó n. Piensa en Mó nica, que un día, a la vuelta de
unas convivencias espirituales, decide dar su medalla de la Virgen al primer joven
que se encuentre en el metro. Y así lo hace. Pero el joven al que le entrega la
medalla se queda sorprendido y, al verla, le contesta: «lo siento, mi Dios es Satá n.»
Y, pensá ndolo un poco, añ ade: «sin embargo, la voy a guardar; así comprobaré
quién de los dos es má s fuerte.» ¡Espero que María haya defendido su causa y la de
su Hijo!»
Esta confusió n nos viene desde la noche de los tiempos. En latín, «sagrado»
significa al mismo tiempo «bendito» y «maldito». En griego, la palabra «daimon»
también significa las dos cosas. De hecho, es la palabra que Pablo utiliza en el
Areó pago para llamar «religiosos» a los atenienses (Hechos 17,22). Ademá s, hay
cultos paganos en los que no se sabe exactamente a quién se reza. En este sentido,
Pablo es muy claro: ~ ciertas inmolaciones hechas a los ídolos son hechas, en
realidad, al mismo demonio (1 Corintios 10,20). Cuando un hombre pide a la
«divinidad» que le ayude a vengarse de su enemigo, que le convierta en un
superman invulnerable e inmortal, o que le descubra los secretos del mundo, no
puede dirigirse má s que al diablo. Só lo Mefistó feles puede escuchar la oració n de
Fausto. Una oració n que, por otra parte, es incapaz de atender, porque el diablo
miente má s que respira. Así lo hizo con Jesú s, cuando le llevó a la cima del monte y
le dijo: «te daré todo ese poder y esa gloria, porque me lo han dado a mí y yo lo doy
a quien quiero; si me rindes homenaje, todo será tuyo» , (Lucas 4,6).
No creo que tú caigas en tales exageraciones, pero algunas de tus preguntas
versan sobre Satá n:

«-Cree en el diablo?
-¿El demonio es más fuerte que Dios? ¿Cuál es su poder exacto?
-¿cómo pudo Satanás atacar al propio Jesús?
-¿Qué es el anticristo?

el tema te preocupa. Puede que incluso conozcas a algú n compañ ero con teorías
y practicas raras. El satanismo es, a mismo tiempo, un error sobre Sataná s, cuyo
poder se magnifica, y un error sobre Dios, al que se asimila a un poder anó nimo,
capaz de hacer el bien y el mal. En el fondo, ciertos jó venes confunden la religió n
con la conquista (iba a decir captura) y la explotació n de un poder. Está n
dispuestos a pagar cualquier precio por ello, aunque sea un precio exorbitante y
alienante como el don de su alma al diablo. Y este pacto les destruye Por eso, el
52

exorcista tiene que identificar al demonio, conocer su nombre y el pacto


establecido, para poder liberar al endemoniado.
Amigo mío, no confundas al Padre de Jesú s con un dinamismo impersonal, ni la
gracia con una posesió n diabó lica. E Cristo que vive en ti ( Gá latas 2,20) no
destruye tu personalidad. El Otro que te dirige a donde tú no quieres ir (Juan
21,18) no te viola ni te violenta. Lejos de deteriorar tu ser, la vida divina lo
restaura. Lejos de coartar tu libertad, la gracia la reclama y la activa. No eres el
juguete de un mago ni el autó mata de un sabio maldito. Jesú s no tiene esbirros; sus
servidores son sus amigos (Juan 15,15).

LA RENOVACIÓ N DEL PAGANISMO

«¿Quién es más fuerte, Dios o Goldorack?», Preguntas. Cuá nta angustia se esconde
bajo este lenguaje aparentemente infantil! La angustia, es decir, el miedo inherente
a todo paganismo.
Y no exagero. Me ciñ o a las encuestas má s recientes. Ya te he dicho que del 74
por 1 00 de jó venes españ oles cree en Dios, el 46 por 1 00 cree en un Dios
personal; el 27 por 100, en un Espíritu o fuerza vital, mientras el 18 por 100 es
incapaz de identificar al ser o a la fuerza cuya existencia reconoce. Por otra parte,
los no creyentes definen su ateismo en funció n de las respuestas dadas por los
creyentes: niegan la divinidad (mal entendida) que estos ú ltimos reconocen. De ahí
que un de las preguntas que planteas de distintas formas sea: «¿Có mo puede saber
que Dios nos quiere?». Para hablar de un Dios que nos ama es necesario que ese
Dios sea personal. ¡Soy incapaz de imaginarme la ternura que podría sentir hacia
mí un espíritu có smico!

Un Dios impersonal

En la actualidad, como antañ o en la tierra de Canaá n, lo divino es una energía


anó nima que puede cumplir diversas y mú ltiples funciones: hacer llover, conceder
hijos, hacer germinar el trigo, ganar una guerra, curar..., etc. Cada santuario tiene
su especialidad, como las distintas oficinas de la Administració n. El rito no es una
oració n en el sentido judeo-cristiano, es decir, la sú plica confiada dirigida a un
verdadero padre, sino el medio infalible para obligar a la divinidad, siempre que se
haga correctamente y respetando la tradició n. Lo divino es también una realidad
misteriosa a la que hay que sorprender por medio de una serie de técnicas
adivinatorias, ya que el conocimiento de ese saber oculto proporciona un poder
que ya no se encuentra en la magia, sino en la gnosis.
De ahí que no haya oració n ni vida espiritual. Só lo el Dios amor puede abrirnos
su intimidad para que la compartamos con el. El don y la gracia constituyen lo má s
específico del judeo-cristianismo.
Tampoco hay pecado, es decir, rechazo total de la ternura de Dios. El pagano se
muerde los dedos, pero no conoce la contrició n y cree que la divinidad es como una
especie de corriente eléctrica de alta tensió n a la que es mejor no acercarse.
De ahí que el hombre tenga que reencarnarse, es decir, cambiar de «casa» las
veces que le sean necesarias para que ¿y después? Si existe un «después» (algunos
partidarios ( la reencarnació n no lo estiman necesario), no tiene nada que ver con
una comunió n, con un «ser con Cristo» (Filipenses 1,23; Tesalonicenses 4,17), sino
una supervivencia difusa y muy definida, de tipo cuantitativo y sin ternura alguna.
53

¡Cuá nta angustia y cuá ntas ganas de huir hay que tener para que esta débiles
imá genes puedan alimentar una esperanza!

Un Dios que despersonaliza

el universo neopagano también despersonaliza al hombre. En el Canaá n de la


Biblia, para hacer llover, germinar nacer, los paisanos practicaban la prostitució n
sagrada. Cuando lo divino es anó nimo, la mujer también; Dios se reduce a su poder
y la mujer a su fecundidad.
En nuestros días, la prostitució n ya no está relacionada con la religió n. Pero,
para algunos, la oració n se reduce a un: serie de técnicas corporales y psicoló gicas
destinadas a crea el vacío en uno mismo. Se buscan posiciones, se controla la
respiració n y se repiten unas palabras, para fundirse en un gran todo inmó vil. Los
que han vuelto desde las riberas de Ganges a las del Jordá n han dado testimonio
del cará cter destructor de estos métodos, en los que caen ciertos cristianos. He
visto, en Bélgica, un cartel con una larga lista de todos lo Monasterios cató licos en
los que se practicaba y enseñ aba el Zen.
Otros confunden el éxtasis con esos estados segundos que se pueden alcanzar
por la danza, la droga o el ayuno. Pero, ¿se puede provocar el éxtasis? ¿Constituye
éste el ú ltimo peldañ o de la perfecció n? «Prefiero la monotonía del sacrificio, decía
la pequeñ a Teresa, al éxtasis. Cristo es mi amor y toda mi vida.» Ella lo había
entendido. Si Dios es Amor, la santidad no puede ser má s que la perfecció n de la
caridad. Los místicos cató licos lo han repetido por activa y por pasiva. Si, cuando
estoy rezando, me entero de que hay alguien que está hambriento, es preferible
interrumpir la oració n y socorre verdadero Dios no despersonaliza; al contrario,
esta pendiente de cada persona.
En cuanto al cielo, no es la disolució n de los individuos, la pérdida de la
conciencia. Dios, en su eternidad, permanece atento activo: «no duerme, ni
descansa, el guarda Israe1» (Salmo 121,4). La comunió n trinitaria no suprime la
distinció n de las tres Personas divinas. En su reposo, el Padre no cesa de engendrar
al Hijo en el Espíritu; la vida bulle y circula sin estancarse, es dada y recibida sin
cesar. La felicidad no es soporífera, sino alegre y radiante. Es verdad que el cielo
sigue siendo misterioso para nosotros, pero conocemos lo suficiente para saber en
qué consiste «la bienaventurada esperanza». No impedir a Dios que me ame, ni
privar a los demá s de que les debo, intentando desaparecer.
Y así se termina éste nuestro primer diá logo, en el que hemos abordado las
cuestiones má s importantes por eso valía la pena detenerse un poco má s. Espero
que no te hayas cansado demasiado. Toma un respiro y reza un buen rato conmigo
para agradecer a Dios la gracia recibida.

Al Dios que está por encima de todo lo creado, sólo podíamos llamarle ¡el
Desconocido!
Bendito seas por esa voz
que sabe tu Nombre, que viene de ti,
y hace posible que nuestra humanidad te dé gracias.
Tú, a quien ningún hombre ha podido ver, te vemos coger tu parte
de nuestros sufrimientos.
¡Bendito seas por haber mostrado, sobre el Rostro bien amado
del Cristo ofrecido a nuestras miradas, tu inmensa gloria!
54

Tú, a quien ningún hombre escucho, Nosotros te escuchamos, palabra enterrada


En nuestro interior. ¡bendito seas por haber sembrado
En el universo que hay que consagrar, palabras que todavía hablan hoy y nos
construyen!
Tú, a quien ningún hombre ha tocado,
nosotros te hemos cogido: el Arbol fue levantado en medio de la tierra.
¡Bendito seas por haber puesto
entre las manos de los más pequeños, este Cuerpo en el que no cabe tu corazón de
Padre!» (5)
55

II. TUS PREGUNTAS SOBRE JESÚS

Querido amigo, de Jesú s ya te he hablado mucho, porque todo lo dicho de Dios


puede aplicarse a el. Es curioso que tus preguntas sobre Jesú s sean menos que
sobre Dios. Ademá s, las preguntas que me planteas sobre Dios muestran que
quieres resolver muchos problemas prescindiendo del Hijo. Y eso es imposible. No
tomes, pues este capitulo como si el Hijo fuese un apéndice, y no pienses tampoco
que Dios es mas conocido que Jesú s.
Con tus preguntas sobre Jesú s se pueden hacer cinco grupos:

1. ¿Cuál es la relación que hay entre Dios y Jesús?


2. ¿Qué sabemos del Jesús histórico?
3. ¿Cómo comprender la persona de Jesús?
4. ¿Cómo creer en su concepción virginal?
5. ¿Para que sirven los sacramentos?

Me parece que este plan engloba todas tus interrogantes. De todas formas,
permíteme remitirme a mi libro «un amor llamado Jesú s», en el que muchos de
estos temas está n mas ampliamente tratados.

JESÚS Y DIOS

Entre el cú mulo de preguntas que hacen referencia este tema, me permito


seleccionar estas tres:

«Jesús y Dios ¿son dos personas diferentes?»


«¿por qué se habla mas de Jesús que de Dios?»
«¿por qué no soy capaz de rezar a Dios Padre?»

¿Cómo relacionar a Jesús con Dios?

Comprendo perfectamente tu dificultad, amigo mío. Cuando era pequeñ o me di


cuenta que mi abuelo materno hablaba de «Dios» y del «buen Dios». El primero
era… Dios; él «buen Dios» era Jesú s. En estos términos, que aparecen oponer a las
dos personas sugiriendo que una es mejor que la otra, se expresaba mi abuelo.
Ahora bien, en el texto del joven rico, Cristo rechaza categó ricamente esta idea.
«¿Por que me llamas bueno? Nadie es bueno mas que Dios»
Ya ves que no eres el ú nico en pensar así. Muchos cristianos creen en lo mismo,
aunque no se atrevan a confesarlo. En Europa, «Dios» evoca al ser supremo; en
Á frica, a una antigua divinidad pagana mal bautizada. En ambos casos, ¿quién es
Jesú s?¿Un hombre bueno, un profeta, un mensajero, un testigo? Tú sabes bien
quien es Jesú s es mucho má s que todo esto.
En el fondo, la dificultad radica en lo mal que se nos ha enseñ ado el misterio de
la trinidad. Para muchos cristianos, este misterio no es mas que un puro detalle
que no cambia nada y que lo complica todo. La trinidad sería un invento de los
teó logos que clasifican el espacio divino para colocar en él a tres personas difíciles
de identificar. En el fondo, piensan estos cristianos, la trinidad no cambia nada a la
cuestió n de Dios, a no ser en que ofende a los musulmanes, y hace mucho má s
difícil el diá logo. Má s en concreto, estos cristianos piensan que la divinidad es un
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plato comú n de todas las religiones en la gran cocina ecuménica que cada religió n
puede preparar y condimentar a su manera. ¡ la trinidad sería, pues, una especie de
salsa para todo! O dicho de otra manera, Dios es un patró n confeccionado en la
fabrica ecuménica al que cada confesió n religiosa puede modificar y adornar como
le plazca, sin salirse del modelo está ndar. Cuando la gente dice que todas las
religiones tienen el mismo Dios, esto es lo que sobreentienden. Para ellos, Dios es
un objeto, una cantidad sin calidad(sin amor). La trinidad es pura palabrera:
sugiere aspectos diferentes, pero no relaciones vivas. Por eso, su oració n es
mortalmente aburrida.
No, amigo mío. El creyente no comienza creyendo simplemente en Dios para
después irle añ adiendo florituras sin importancia. Desde el principio el
cristianismo, en compañ ía de Jesú s, empieza por descubrir al Padre, «abba, Padre
querido», al que el espíritu hace nombrar así. Desde el principio conoces su ternura
y no solo su existencia bruta, sin embargo, fíjate que en todas tus preguntas del
capitulo anterior versaban sobre un ser concebido como un superobjeto, cuya
mecá nica solo ponía en funcionamiento el mal. ¡Por eso me preguntabas como un
Dios así podía amarte! Y yo te contesté, no con teorías, sino acurrucá ndome contra
el corazó n de Jesú s para oír los latidos del Hijo. La fuente de mis enseñ anzas es la
oració n.
Jesú s es pues, el Hijo de Dios Padre, que se hizo hombre en el seno virginal de
Maria para revelarnos un misterio maravilloso: que somos hijos queridos, salvados
y destinados a la gloria.
En el nuevo testamento, Dios es casi siempre el Padre, o«el Dios y Padre».
Ciertamente, el Padre no es el ú nico que posee la vida divina, por la sencilla razó n
de que no la posee, sino que la entrega. Ahora bien, como É l es la fuente, se le
atribuye, en primer lugar, el nombre de «Dios». Hay un solo Dios porque hay un
solo Padre, del que procede todo. Eso no quiere decir que Jesú s no sea Dios,
ciertamente lo es, pero recibe su divinidad del Padre. Y también es hombre.
Lo mismo ocurre en la liturgia, donde «Dios» significa el Padre. De ahí que todas
las oraciones estén compuestas siguiendo el mismo esquema bá sico: «Dios
todopoderoso y eterno… tú que has hecho esto o aquello…, te pedimos… nos
concedas… por Jesucristo tu Hijo. » el Dios que tiene un Hijo no puede ser mas que
el Padre. No olvides y note lo imagines mas allá arriba como un Jú piter barbudo
que se burla de tu oració n. Y entonces caerá s en la cuenta de que el poder divino
má s colosal es, ante todo, la misericordia.
En el lenguaje corriente, «Dios» suele designar a toda la trinidad. En este
sentido me encanta una frase sé sor Isabel, que repito todos los días al levantarme:
«OH, Dios mío, trinidad que yo adoro.» Es decir. Tienes que tener cuidado para que
la palabra «Dios» no pierda su sabor trinitario y se convierta en una palabra
pagana. En este caso se vacía de vida, evoca un desierto por donde el amor no
circula, y te encuentras ante un bloque de cemento sin entrañ as que no puede
responder a tus preguntas. Desgraciadamente, esto se produce muy a menudo.
Amigo, no «descristianices» nunca a tu Dios.
Lo mismo ocurre con el titulo de «Señ or». En la Biblia Adonai se aplica, como
nombre propio de Dios. Pero, en san Pablo, «Señ or» (kyrios) se aplica sobre todo al
Cristo resucitado. Entonces la palabra funciona como un adjetivo. «Jesú s es el
Señ or» significa que Jesú s es tan Señ or como el Padre. El gloria de la misa dice lo
mismo: «solo Tú Señ or, Jesucristo», señ alando con ello que ningú n ser humano ( ni
57

siquiera el emperador) puede reivindicar esta apelació n. Hay má rtires que dieron
su vida por ello.

¿Hay que hablar de Dios o de Jesús?

Entiende muy bien tu segunda pregunta, porque también yo me la planteo. De


hecho, parece que hay dos clases de cristianos: los adultos que siempre hablan de
«Dios» y los jó venes que hablan de Jesú s con afecto. ¿Por qué? Es toda una historia.
En el nuevo testamento el problema no se plantea. En efecto, la primera
predicació n de los apó stoles recoge todo el plan de salvació n. «el Dios de nuestros
padres, que hizo a Abraham la promesa de un pueblo nuevo, acaba de cumplir sus
promesas, entregá ndonos a su Hijo, anunciando por los profetas. Pero vosotros
habéis matado al dador de la vida. Sabed, sin embargo, que Dios le ha resucitado,
mostrá ndonos así a Jesú s, como Cristo y Señ or. De eso somos testigos. Creed, pues
en la palabra, uniros a nosotros y recibid el bautismo. Este era el discurso de los
apó stoles a sus compatriotas judíos. En cambio, a los paganos, que desconocen las
escrituras, les hablan así: «¡escuchadnos! Por lo que parece, sois muy religiosos,
pero os engañ á is creyendo encerrar a Dios en vuestros templos. En efecto, el credo
del mundo no es un objeto en nuestras manos, al contrario, él es el que nos da la
vida. Eso es lo que vislumbraron algunos de vuestros poetas. Pero para clausurar el
tiempo de la ignorancia, durante el cual los hombres buscaron lo divino en la
oscuridad a ciegas, Dios ha enviado a su Hijo Jesú s. Y para acreditarlo ante
nuestros ojos, le ha resucitado de entre los muertos. La carcajada que en ese
momento resonó en el areó pago ateniense impidió a Pablo proseguir su discurso y
proponerles el bautismo. Sin embargo, algunos le siguieron. En ambos casos, la fe
cristiana es un conjunto coherente. Esta claro que no hay Dios sin Jesú s, ni Jesú s sin
Dios.
Pero también es verdad que en el centro del anuncio ( del kerigma) es un grito
gozoso: «Jesucristo es el Señ or», o «Cristo ha resucitado. Lo que en el fondo, quiere
decir: «Dios le ha resucitado. Fíjate en una cosa. Al decir«Jesucristo», no estamos
pronunciando un nombre, si no haciendo una profesió n de fe. En efecto, el nombre
es Jesú s, Yeschoua en hebreo. «Cristo», en cambio, es el título dado a Jesú s para
confesar que es el Mesías y el Señ or. Juntando las dos palabras, proclamo que el
hombre llamado Jesú s, el hijo de Maria es, para mí, el hijo de Dios resucitado. Pero,
¿quién sabe hoy esto? La gente dice «Jesucristo» como si dijese cualquier otra cosa.
Tienes que tener, amigo mío, ideas claras a ese respecto. Pablo, en sus cartas,
utiliza diversas formas: «Jesú s el Cristo», «el Cristo Jesú s», «el Señ or Jesú s» o el
Señ or «Jesucristo». Si Jesú s hubiera tenido un carnet, se leería en él: Nombre,
yeschoua; sobrenombre, alias «el Cristo». Pero en el credo le llamamos «Jesucristo
nuestro Señ or. ¿Entiendes ahora el por que?
Si sigues avanzando en el devenir de los siglos, veras que, en la practica
espiritual, los cristianos han privilegiado en cada momento una manera de invocar
al Señ or. Hay toda una corriente muy antigua, que se decanta por «Jesú s», con un
matiz muy afectivo. Esta forma se encuentra en la edad media, en un poema latino,
por ejemplo, utilizando en la liturgia:
«Jesu, dulcis memoria». En el siglo XV nos volvemos a encontrar con él, en la
vigorosa predicació n de Bernandino de Siena. En Ignacio de Loyola, «fundador de
la compañ ía de Jesú s» en el siglo XVI. Y má s cerca ya de nosotros, en Charles de
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Foucauld y en la pequeñ a teresa. Charles trataba a su Señ or de usted; en cambio,


teresa lo tuteaba.
Fue al final del siglo pasado, en un contexto muy deísta (en el que Dios era una
adquisició n de la razó n), cuando algunos santos revalorizaron el nombre de Jesú s.
Sin hacer cortes absolutos en la historia de la iglesia, la revalorizaron del nombre
de Jesú s preside también el nacimiento de la acció n cató lica hacia 1925. Jesú s de la
JOC, que era cordial sin ser dulzó n, estalla, de alguna manera, en el movimiento
carismá tico y en su calurosa oració n. Las dos silabas de la palabra «Jesú s» se
musitaban libremente después de la acció n de gracias colectiva.
Entretanto, se produjo una gran debacle en el seno de la iglesia. Sucumbiendo
ante las ciencias humanas que denunciaban a Dios como un ser perverso, fruto del
ser humano enfermo (psicoló gicamente para Freud y Nietzsche, y
socioló gicamente Marx), o negaban cualquier valor filosó fico a la misma cuestió n
de absoluto, algunos teó logos comenzaron a cantarnos una canció n que les duro
unos veinte añ os. El estribillo era siempre el mismo: «Dios ha muerto.» La frase es
ambigua y puede interpretarse de diferentes maneras: «Dios ha muerto sobre la
cruz en Jesú s crucificado», lo cual es cierto; o «muriendo, Jesú s ha hecho perecer
una idea falsa de Dios», lo que es verdad a medias, porque, después de eso, ¿hay
que hablar del verdadero Dios o hay que guardar el mas absoluto silencio sobre el?
o, por ultimo, «para nuestros contemporá neos, ha muerto la misma pregunta sobre
Dios; Abordemos, pues, el evangelio reduciéndolo a filantropía social y utilizá ndolo
solamente para la hacino política». ¡Que catá strofe!
La reacció n no se hizo esperar y fue una reacció n por parte doble. Primero en
América, y después en Francia, surgió el movimiento hippy «Jesú s people», que,
apartá ndose de la droga y del sexo, extendió por la sociedad europea una ola de
admiració n por un Jesú s en vaqueros y bastante mal definido. En su camino, un
éxito al menos: el espectá culo musical «Godspell» La otra reacció n partió de una
serie de familias espirituales (no me atrevo a llamarles sectas) que, obviando la
pantomima de un Jesú s ídolo y vedette, recogieron de la tierra al Dios que los
cristianos(al menos, algunos!)habían tirado al suelo. Dicho de otra forma, tanto
unos como otros nos acusaron de habernos convertido en ateos. ¿Y có mo sostener
lo contrario, cuando los mismos teó logos lo escribían en grandes caracteres y los
marxistas trataban de atraer hacia sus tesis a este «ateismo cristiano» que les
presentamos en bandeja de plata?
Quizá por eso habían surgido diversas escuelas que, con una curiosa mezcla de
psicología y religió n, ofrecían sus servicios a los cristianos que se sentían mal
consigo mismos, ofreciéndoles un Dios aspirina... muy parecido a ellos mismos o a
su ombligo. En este contexto, una vez participé en la clausura de una de estas
sesiones en la que la Eucaristía no tenía sentido, y menos durante el tiempo de
Cuaresma. Pero el colmo lo constituyó la fiesta compartida, en la que algunos
dieron gracias a Dios, pero en la que nadie pronunció el nombre de Jesucristo. La
curació n no es la conversió n. No se adhiere uno a Jesú s mirá ndose en un espejo.
Discú lpame por contarte todas estas cosas, pero tengo que hacerla si quiero
contestar a tu pregunta. Volvamos ahora al fondo de la cuestió n y escú chame bien.
Jesús no vino a anunciar a los judíos otra religión u otro Dios, sino a cumplir la
Promesa. No vino a enseñ amos otra! doctrina sobre Dios, sino a actuar de parte de
Dios y como el mismo Dios. Ni siquiera vino a revelarles una misericordia divina de
la que no tuviesen ni la má s mínima idea, sino a enseñ arles que dicha misericordia
no excluía a nadie, ni siquiera a los pecadores o a los paganos.
59

Jesús no vino a ocupar el sitio de Dios ni a suplantarle. Ya te lo dije: el no es todo


Dios, ya que no es má s que el Hijo; y no só lo es Dios, ya que también es hombre (1
Timoteo 2,5). Ciertamente, los judíos le acusaron de blasfemar (Juan 5,18; 10,33),
por hacerse igual al Padre, lo que, efectivamente, pretendía (Juan 10,30); pero
nunca le acusaron de ser un ateo (6: Los primeros cristianos fueron acusados de
ateísmo, pero porque negaban los falsos dioses paganos). Sobre esta cuestió n, los
exá menes má s minuciosos siempre le fueron favorables. «Muy bien, Maestro», le
dice el escriba, «tienes razó n al decir que Dios es ú nico» (Marcos 12,32).
Jesús tampoco tuvo la intención de añadirse a Dios, herejía que el Islam reprocha
a los cristianos. «¿Có mo situá is a Dios, a Jesú s y a María en el mismo nivel?», me
preguntaba un musulmá n, creyendo que esa era la Trinidad de los cristianos. Es
evidente que María no es Dios (¿por qué, entonces, algunos de nuestros hermanos
protestantes nos acusan de adorarla?). El Hijo -y el Espíritu- no se añ aden
aritméticamente a un Dios que sería ya un só lo Dios aritméticamente. Y es que no
se puede someter al Infinito a nuestras raquíticas sumas. Como dice con razó n
Tertuliano, un abogado africano del final del siglo IlI, dá ndonos a su Hijo y al
Espíritu, «Dios ha querido ser creído uno de una nueva manera». En efecto, el Dios
Tri. nidad no es uno como un bloque de cemento só lido y está tico. Es uno como el
Amor que circula del Padre al Hijo en el Espíritu. Su unidad dimana del dinamismo
de la ternura. Una vez má s constatas que, a pesar de la semejanza de los términos,
las religiones apenas se parecen, a no ser para el ignorante o para el miope.
No está s, pues, forzado a escoger entre Dios y Jesú s. Puedes quedarte con todo,
como Teresa.

¿Cómo hay que rezar a Dios Padre?

Antes de responder a tu pregunta, quisiera que analizaras la procedencia de esta


dificultad. Quizá sea debida a que en tu hogar no ha habido un papá , porque tu
mamá era madre soltera; o quizá porque tu madre se casó después de tu
nacimiento, y un padrastro, por muy cariñ oso que sea, nunca es lo mismo que un
padre. O todavía peor, quizá has sido abandonado por una madre a la que nunca
llegaste a conocer, y, por supuesto, mucho menos a tu padre, aunque quizá hayas
sido adoptado por un matrimonio que te quiere como a un hijo. «Con ellos estoy
tranquilo, me decía un chaval hablando de sus padres adoptivos, porque estoy
completamente seguro de que nunca me abandonará n...» O puede, incluso, que
tengas un verdadero padre con el que no te entiendes, porque es demasiado
severo. O incluso puede que tus padres estén divorciados y tu padre viva con otra
mujer, lo que te ha herido profundamente. En cualquier caso, necesitas
urgentemente una «papá terapia». Necesitas que el Señ or ponga en tu camino la
ternura de un hombre que cure tu herida y que sea como la imagen del papá de
Jesú s. Incluso el cariñ o de tu novia, ú nico para ti, se sitú a en otro nivel. Seas lo que
seas, casado o soltero consagrado, ojalá consigas la experiencia de la paternidad,
aunque sea simplemente espiritual, y ojalá descubras a este Padre «de donde viene
toda paternidad, en el cielo y en la tierra» (Efesios 3,15).
Má s allá de estos casos trá gicos, quizá só lo seas un adolescente que tiene un
amigo muy cerca del corazó n y, en casa, continuas escenas con tus padres. En este
caso estará s predispuesto a rezar a Jesú s como a tu amigo má s querido, mientras
que Dios Padre te parece má s lejano. Pero ten cuidado de no hacer có mplice de tus
60

sentimientos a Cristo, que amaba apasionadamente a su Padre, incluso en su


agonía en Getsemaní. No intentes arrastrado a tus posiciones; de lo contrario no
entenderá s nada del Evangelio.
Quizá seas un joven lanzado a la acción, y la Escritura te sirva para revitalizar tu
fervor y recalentar calderas. Buscas en el Evangelio textos en los que puedas
encontrar una imitació n de Jesú s o una incitació n a amar a los pobres. Pones la
oració n al servicio de tus compromisos; ella es, para ti, como el alcohol del
combatiente. Por eso no tienes demasiadas ganas de contemplar al Padre..., lo que,
sin embargo, Jesú s hacía a menudo y nos aconseja hacer. Por lo tanto, te hace falta
rectificar un poco tu postura.
No voy a repetirte lo que ya he escrito en «Un Amor llamado Jesú s». Quiero
decirte simplemente que no entenderá s nada del corazó n de tu amigo si no
adivinas el secreto de su ternura: Abba. No entenderá s el Evangelio si no pones el
«estéreo»; es decir, si al captar la voz de Jesú s, haces callar a la otra fuente sonora,
la del testigo oculto que dará a tu escucha relieve trinitario. Empieza
inmediatamente. Verá s como eso lo cambia todo.
El Padre es la fuente primera de donde brota todo amor; la . roca sobre la que
puedes construir só lidamente tu vida; la ternura que te sirve de fortaleza. El es la
respuesta a todas tus preguntas..., no la busques en otra parte.
Amigo mío, para tener un corazó n filial só lo puedes hacer una cosa: vivir en
estado de vocación. Y entiéndeme bien. No hablo só lo de las grandes orientaciones
vitales y de las grandes decisiones. No hablo só lo de un camino de Damasco, sino
de la vida diaria. Por otra parte, ten presente que no eres el ú nico hombre en la
tierra y no será s el ú ltimo. Desde hace mucho tiempo, la humanidad ha elaborado
una sabiduría (má s o menos exacta) y la ha confiado a su memoria. Esta sabiduría
te llega bajo la forma de leyes generales recapituladas en có digos. Pero cuando
tienes que escoger el bien, no te encuentras ante un libro, sino ante el Padre del
cielo, que te mira con una infinita ternura. «Pobre Dios, estará tan ocupado que no
sabrá a quién atender, y su central telefó nica debe estar continuamente saturada.
Aunque lo intente, seguramente lo ú nico que conseguirá será conectar con el
contestador automá tico, en el que la voz de un á ngel desesperadamente suave
repetirá hasta la saciedad: «Este es el Secretariado de la Primera Persona de la
Santísima Trinidad, que os pide disculpas por no poder atenderos a causa de sus
mú ltiples ocupaciones, pero os remite al código de la moral universal, editado por
su Iglesia, que podéis comprar en las buenas librerías. Al final de la obra
encontrará un índice detallado, en el que con toda seguridad estará resuelto su
caso personal. ¡Animo y hasta la pró xima!» No, amigo mío. El Padre Eterno no tiene
problemas de tiempo. Rézale: es todo tuyo. Ama a todo el mundo y, por tanto, te
ama a ti. Escucha có mo te dice en las má s pequeñ as circunstancias de la vida:
«Pequeñ o mío, soy yo el que te lo pide; hazlo por mí.» Y contéstale, sin dudado: «Sí,
Papá , te quiero, y por ti lo hago inmediatamente» (cf. Mateo 21,28-32). Verá s có mo
eso lo cambia todo, y có mo el Padre te adjudicará tareas que no está n en el có digo:
las má s bellas tareas, evidentemente.
Así pues, di conmigo una vez má s:

Oh, Padre, soy tu hijo,


Tengo mil pruebas de tu amor. Quiero alabarte con mi canto, el canto de amor de
mi bautismo.
61

JESUS y LA HISTORIA

Hace algunos añ os, un sondeo afirmaba que, para el 50 por 100 de los franceses,
Jesú s era un personaje sobre el que só lo podemos saber que existió . Tú , en cambio,
me preguntas:
«¿Por qué Jesús se ha convertido en un punto de referencia en la historia?
-¿Es normal a nuestra edad plantearse preguntas sobre Jesús?
-¿Qué pensar de los milagros de Jesús?
-¿Qué es el Evangelio para usted?
-A su juicio, ¿Jesús es un impostor?»
Estas cinco preguntas plantean el problema de la historicidad de los cuatro
Evangelios, del que intentaré darte un resumen progresivo.
1. Actualmente nadie niega ya la existencia de Jesús, que ha servido de punto de
partida a nuestra era cristiana (los judíos dicen «era comú n» porque les molesta el
adjetivo «cristiano», lo cual es perfectamente comprensible). Esta era tiene cuatro
añ os de retraso porque el monje Dionisio el Pequeñ o se equivocó en sus cá lculos.
Los musulmanes utilizan también otro calendario que comienza en el 622, fecha de
la égira, es decir, de la huida de Mahoma de la Meca a Medina.
Que los historiadores griegos y romanos apenas hablen de Jesú s es una prueba
má s de su existencia, ya que en su tiempo era imposible detectar la presencia de un
«perro judío», de un Israel minú sculo en la enormidad del imperio romano. Por
otra parte, en el propio Israel proliferaban los falsos mesías, que, de vez en cuando,
alteraban la paz de los ocupantes romanos. En cambio, es normal que un
historiador judío, contemporá neo de Jesú s, Flavio Josefo, hable de É l en su libro
«La Guerra de los Judíos». Los mejores especialistas; entre ellos mi compañ ero
André Pellegier, han establecido la autenticidad de un pasaje controvertido de su
obra en el que hace alusió n a Cristo y a su brillante reputació n. Los demá s historia-
dores, todos ellos má s tardíos, só lo hablan de los discípulos de «Chrestos»,
perseguidos por los emperadores.
2. Los manuscritos má s completos de los textos evangélicos se remontan al siglo
IV, lo que no deja de ser sorprendente, ya que en todas las grandes obras literarias
de la antigü edad la distancia entre el autor y las primeras huellas escritas de su
obra es mucho mayor. Ademá s, poseemos fragmentos de papiros del capítulo 18 de
San Juan, del añ o 130. Conservamos también citas evangélicas en las obras de
autores cristianos de los siglos II Y IlI. En lo que concierne, pues, a la tradició n
manuscrita, los evangelios ocupan una excelente ,posició n en relació n con las
demá s grandes obras de la antigü edad.
3. Todas las disciplinas científicas han sido utilizadas para verificar la exactitud
de lo que dicen los evangelios. No contrapongas, pues, la ciencia a la Biblia, porque
hay una ciencia de la Biblia, e incluso varias. Los exégetas suelen ser auténticos
sabios que, ademá s de estar especializados en una determinada materia, tienen
conocimientos de arqueología, de numismá tica, de tejidos, inscripciones,
costumbres y, naturalmente, de lingü ística. Si has visitado Tierra Santa, habrá s
visto excavaciones arqueoló gicas impresionantes que nos hacen remontar a los
tiempos bíblicos má s remotos, y, por supuesto, a la época de Jesú s. Los judeo-
cristianos, y después los bizantinos, construyeron santuarios ,en los lugares
62

venerados, ya fuese la casa de María en Nazaret o la de Pedro en Cafarnaú m. Otros


sabios se dedicaron a estudiar las distintas maneras de crucifixió n en tiempos de
los romanos, o las diversas formas de enterrar pe los judíos, que confirman lo que
nos dicen los textos sagrados. Amigo mío, la Iglesia no tiene miedo al rigor
científico. Pío XII no dudó en mandar hacer excavaciones bajo la basílica de San
Pedro para verificar la existencia de la tumba de Pedro, que quedó así confirmada.
Por su parte, Juan Pablo 11 ha querido someter el santo sudario de Turín a la
prueba del carbono 14, y ya sabes que los tres laboratorios encargados de hacerlo
han coincidido en fechar el tejido en torno al siglo xv. Acepto este veredicto. De
cualquier manera, el sudario no es el fundamento de mi fe, aunque me emocionaba
rezando ante él y lo sigo haciendo. Ademá s, este aná lisis no invalida los hechos
anteriormente por los sabios de la NASA en lo que concierne a los pó lenes
descubiertos así como a la imagen tridimensional y al origen no químico de la
imagen (que parece que se debe a una radiació n). Todavía estoy esperando que
alguien me explique estos fenó menos, y, sobre todo, có mo se podía inventar un
cliché negativo en pleno siglo xv...
4. La exégesis bíblica está todavía viciada por una serie de presupuestos,
procedentes del siglo pasado, y que no tienen nada de científico. Numerosos sabios
alemanes, pertenecientes a menudo al protestantismo liberal, basaron sus estudios
en aprioris racionalistas que falsearon sus juicios. Para muestra, dos ejemplos.
Estos exégeta s afirman: el milagro es imposible; luego los relatos de milagros han
sido inventados por la comunidad cristiana primitiva; luego los evangelios son
tardíos; y todo lo que es tardío es sospechoso. Señ alan también que la profecía no
existe; luego las que se encuentran en el texto han sido escritas después de que se
hubiesen producido los acontecimientos anunciados; luego los evangelios son
tardíos; y lo tardío es sospechoso. Postulan, asimismo, que los ministerios de la
Iglesia son invenciones del catolicismo, que Jesú s no ha podido crear, ni Pablo
poner en funcionamiento en Corinto; luego las epístolas de la cautividad, que
hablan mucho de los ministerios, no son de San Pablo; son, pues, má s tardías; y lo
tardío es sospechoso... Hoy, cada vez má s exégetas denuncian estos presupuestos
pseudocientíficos.
5. Así pues, el camino es estrecho y serpentea entre dos errores.

Por una parte, debes saber que:


a) el Evangelio no es una biografía de Jesús. Su objetivo ( dar un testimonio para
conducir al lector o al oyente a plantearse la cuestió n: ¿Quién es este hombre? Lo
que no quiere decir que un testimonio sea menos verdadero que una biografía.
b) el Evangelio no es un reportaje hecho por un periodista con una cá mara y un
magnetofó n, para sorprender a Jesú s e flagrante delito de existir y de actuar.
Ademá s, a una instantá nea de este tipo le hubiera faltado profundidad.
Reflexionando con posterioridad, San Juan no alteró nada. Tardío n quiere decir
inexacto, sino má s profundizado y reflexionado.
Por otra parte, es falso adjudicar todo el trabajo a la primitiva comunidad como
si fuese una especie de comodín capaz d explicado todo.
a) En primer lugar, los sabios han rechazado la idea de que las obras de los
grandes autores de la Antigüedad, Homero por ejemplo, son una creación colectiva.
¿Por qué el Evangelio tendría que ser la ú nica excepció n a esta regla?
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b) Se le endilgan a la comunidad una serie de cosas que no j quieren adjudicar a


Jesús, como la institució n de la Iglesia, la d los Doce Apó stoles o la de la Eucaristía.
Todo esto habría aparecido má s tarde para tapar un agujero, reemplazando la
Iglesia al Reino que tardaba en llegar, o para crear un rito semejante al de los
paganos (la misa). Pero estos aprioris son falsos. Los mismos protestantes han
demostrado que la formació n de la Iglesia no só lo coincidió con la época de Jesú s
sino que fue puesta en marcha por el propio Jesú s. Probaron también que era
imposible entender la Eucaristía si el mismo Jesú s no la hubiese instituido, y
descubrieron los sacramento en el Evangelio de San Juan.
6. Hoy se percibe mejor la estrecha relación existente entre Jesús y los
Evangelios.
a) El mismo Jesús dio a sus discípulos y a sus Apó stoles una formació n inspirada
en la tradició n rabínica, con una manera de hablar que favorecía la memorizació n:
frases cortas, juegos de palabras y juegos sonoros, técnicas pertenecientes todas
ellas a la tradició n oral. Muy pronto sus enseñ anzas fueron puestas por escrito en
forma de «fichas» má s o menos grandes, en las que se inspiraron los evangelistas.
b) Por otra parte, el texto griego, que es nuestro texto actual, deja entrever, por
sus giros incorrectos, que es la traducció n de un original más antiguo, hebreo o
arameo. Así pues, los evangelios se basan en testimonios semíticos (7: Así, en el
cá ntico de Zacarías (1, 72-73), las tres palabras «salvació n», «memoria» y
«promesa» corresponden en hebreo a los nombres de tres personajes: Juan (Yahvé,
salva), Zacarías (Yahvé se recuerda) e Isabel (promesa). Yendo hacia el portal, los
pastores se dicen: «Vayamos a ver esta palabra» (Lucas 2,15), lo que no es correcto
en griego, pero sí en hebreo, porque en esta lengua una palabra (dabar) es, ante
todo, un acontecimiento que se contempla y no un discurso que se oye. Ademá s,
hay juegos de palabras que facilitan la memorizació n: «Con estas piedras (abanim),
Dios puede hacer hijos (banim) de Abrahá n» (Lucas 3,8). Etcétera.

En cualquier caso, Lucas nos advierte que él ha utilizado fuentes de primera


mano (Lucas 1,1-4).
c) Se ha rehabilitado, sobre todo, el Evangelio de Juan, que, a principios de siglo,
pasaba a ser una meditació n piadosa escrita al final del siglo n. Ahora bien, los
papiros encontrados en Egipto obligan a situar su composició n antes del añ o 100.
Y los descubrimientos del Qumran, en el desierto de Judea, permiten relacionado
con la tradició n judía, lo que, por otra parte, reconocen los mismos judíos. Ademá s,
Juan demuestra en cantidad de detalles que conoce perfectamente aquello de lo
que habla. Incluso relata tradiciones desconocidas para los demá s evangelistas, y la
fecha que asigna a la Cena parece muy plausible. «Si Jesú s hubiera podido leer el
cuarto Evangelio, concluye P. Dreyfus, hubiera dicho: "soy yo".» '
7. Hoy existe una tendencia que consiste en volver a fechar el Nuevo
Testamento, es decir, en situar los Evangelios má s pró ximos a Jesú s. Se trata de un
asunto que hay que seguir estudiando, pero:
., '

a) Esa no es una razó n suficiente para excitarse y dar a la disputa una vertiente
política, como sucede en Francia.
b) Tampoco hay que exagerar y remontar demasiado las fechas, como si se
64

quisiesen convertir los textos en un reportaje.


c) No hay que caer en el razonamiento del adversario. Hace algunas décadas se
decía que una fecha tardía convertía en sospechoso al testimonio. Por eso, hay hoy
algunos que fechan los Evangelios lo má s cerca posible de Jesú s, para demostrar
así su autenticidad. Pero el error es el mismo en ambos casos: la proximidad del
escrito y del acontecimiento no establece la verdad del acontecimiento, así como la
distancia entre ambos no significa una menor autenticidad. Un reportaje inmediato
puede ser falso o simplemente superficial; en cambio, una mediació n má s alejada
puede ser má s justa y má s profunda.
8. Ademá s, no olvidemos a San Pablo, cuyas cartas, redactadas a partir del añ o
50, son anteriores a los textos evangélicos que poseemos. Pablo es un puente
fundamental entre Jesú s y la Iglesia. Hacia el añ o 57 recuerda a los Corintios lo que
les ha enseñ ado algunos añ os antes (hacia el 51), durante la fundació n de su
Iglesia: una doctrina que él mismo había recibido de los Apó stoles en el momento
de su conversió n (hacia el añ o 37), y que éstos habían a su vez recibido del mismo
Señ or, cuyos testigos habían sido. Esta doctrina es la Eucaristía (1 Corintios 11,23).
¡De esta manera, estamos conectados directamente con el acontecimiento, y en un
tiempo récord! Ademá s, reconocemos en los escritos paulinos la misma fe que la
nuestra de hoy, aunque en la actualidad esté má s desarrollada. Por eso, un teó logo
protestante se ha atrevido a decir que, en el espacio de dos décadas, han pasado
má s cosas en la-Iglesia que en los siete siglos anteriores. ¡Algo extraordinario!
Por otra parte, fíjate bien en que Pablo no se hace pasar por el Buen Dios. En
determinados momentos nos dice: «Os he transmitido lo que yo mismo he
recibido» (1 Corintios 15,3). «He recibido del Señ or lo que a mi vez os he
transmitido» (1 Corintios 11,23). En otro momento, precisa: «Por lo que se refiere a
las vírgenes, no recibí orden del Señ or, pero os doy mi parecer como un hombre
que, por la misericordia del Señ or, merece confianza (1 Corintios 7,25). El Apó stol
juega, pues, claro y sin mezclar unas cosas con otras: lo que procede directamente
de Cristo y lo que procede de él. ¡Es digno de todo crédito!
Discú 1pame, amigo mío, por estas pá ginas un poco densas, que tal vez tengas
que releer con má s tranquilidad y haciéndote ayudar por alguien competente. Pero
no podía ser má s breve si quería responder a tu pregunta. Es bueno que, al menos
una vez en tu juventud, te des cuenta de la seriedad de nuestra fe. Dicho esto, te
invito a que leas con cariñ o y con toda confianza la Escritura. ¡el novio no lee la
carta de su prometida haciendo un estudio de su estilo, y todavía menos buscando
las faltas de ortografía!

LA PERSONA DE JESUS

Sobre la persona de Jesú s me voy a detener solamente en dos de tus preguntas:


una que me parece muy... anticuada, y otra que está de rabiosa actualidad. La
primera versa sobre la «impostura» de Jesú s, la segunda sobre sus tentaciones
(puestas de actualidad por la película de. Scorsese).

¿Fue Jesú s un impostor?

No sé, amigo mío, de dó nde has sacado esta idea. Tal vez de un libro (¿cuá l?),
65

charlando con un camarada anticristiano, o simplemente dialogando contigo


mismo. Vamos a analizarla juntos con calma..

Opiniones sobre Jesú s

Cuando el Hijo de Dios se encarnó entre nosotros, se encontró aprisionado entre


dos gigantescos pares de tenazas que le oprimieron de muchas y diversas formas.
El odio le manchó , la incredulidad le redujo, la herejía le mutiló , la curiosidad le
violó , la impureza le manchó , la opinió n y los medios de comunicació n le
banalizaron... Y el fervor le adoró . Este fue el riesgo que Jesú s corrió con la
Encarnació n. ¡Ya ves que no ha regateado compromiso! ¡Toma ejemplo!
Hubo muchos enfrentamientos entre los judíos y los cristianos, pero só lo existió
realmente un escrito judaico que denigró a Cristo má s allá de los límites
permitidos. Es el «Toledot Jesu», panfleto redactado en Alemania en los alrededores
del siglo IX. Este libro atribuye el nacimiento de Jesú s al adulterio de María, y
justifica su condenació n imputá ndole crímenes de herejía y magia. Casi me da
vergü enza contarte todo esto, porque se trata de una historia muy antigua que
hace avergonzarse incluso a nuestros hermanos judíos (8 Al menos la mayoría,
porque no hace mucho tiempo todavía escuché a un guía israelita recordar esta
historia durante una peregrinació n a Tierra Santa. ¡Pero esto no es má s que un
anticristianismo... primario!)

Tú eres joven e ignoras las peripecias de los ú ltimos cincuenta añ os. Tienes que
saber que, durante la gran persecució n de Israel por el nazismo, la Iglesia, a pesar
de todo, se puso de parte de estas víctimas y, ante el antisemitismo de Hitler, el
Papa Pío XI se declaró un «semita espiritual». A partir de los añ os 30 se desa-
rrollaron las relaciones judeo-cristianas, y el judaísmo intelectual comenzó a mirar
a Jesú s de una forma totalmente nueva, incluso admirativa, sin que -dicho respeto
llegue hasta la conversió n masiva, naturalmente. Desde entonces, muchos histo-
riadores judíos escribieron obras en las que mostraban sus simpatías hacia Cristo,
aunque só lo fuese reconociéndole... uno de los suyos, tanto a nivel de pensamiento,
como de espiritualidad, cultura y prá ctica religiosa. Hoy, esta evolució n se ha
confirmado tanto de una parte como de la otra, hasta el punto de provocar la
emocionante visita de Juan Pablo II a la sinagoga de Roma. Ú ltimamente, por un
curioso cambio, son los antisemitas los que han recogido la antorcha del
anticristianismo. Pero estas gentes, a menudo relacionadas con la extrema derecha,
no han llegado a tachar de impostor a Jesú s.
Insertá ndose en una larga tradició n filosó fica de siglos, tradició n que recuerda
el cardenal Lustiger en «La Elecció n de Dios», estos racionalistas afirman que Jesú s
no es má s que ti n aventurero de ideas incendiarias e incoherentes, un profeta
hirsuto de palabras revolucionarias capaces de desestabilizar el mundo, un
charlatá n incapaz de crear una obra só lida. Le reprochan también el haber
nivelado la humanidad por abajo, tomando partido por los pobres y predicando el
perdó n de los enemigos; haber degradado y debilitado el cará cter de ese hombre
vigoroso que era el pagano, criticando a los jefes y a los emprendedores, y de haber
hecho má s frá gil la conciencia, predicando la misericordia. Prefieren con mucho a
San Pablo, que es, para ellos, el verdadero inventor del cristianismo. Y, por ú ltimo,
felicitan a la Iglesia cató lica de antañ o, por haber contribuido a la construcció n de
66

Europa y al nacimiento de la industria, olvidando a Jesucristo. En cualquier caso,


estas gentes ven en Jesú s a un malhechor que a un impostor. ¡No compartirá s tú su
opinió n ... !

La luminosa figura de Jesús

Jesú s, desembarazado de todas las leyendas inventadas por los evangelios


apó crifos -es decir, los evangelios no reconocidos por la Iglesia (9: Gracias a
nuestra querida Iglesia por haber barrido todas estas fábulas románticas o heréticas,
para entregarnos al verdadero Jesús. Cuando se examinan estos textos, que datan del
final del siglo II, se descubre todavía con mayor claridad la seriedad de nuestros
Evangelios canónicos. La diferencia es apabullante. Desgraciadamente, todavía hoy
hay gente que busca la fantasía para tapar los agujeros de la Escritura, sobre todo
los de la infancia o la Pasión. ¡No ofendas al Espíritu acusándole de hacer mal su
trabajo...!)-, es una figura absolutamente límpida. Rechaza en el desierto todos los
tratos que Sataná s le propone (Lucas 4,1-13). Predica su Evangelio con las manos
desnudas, como sus Apó stoles (Hechos 3,6). Habla en pú blico sin ocultarse ni
esconderse, como hacen los truhanes (Marcos 14,48-49). Dice bien alto lo que
piensa, sin parar mientes ante los poderosos (Mateo 23). Es capaz de descubrir las
cá scaras de plá tano que los hipó critas le colocan bajo los pies y de responder con
sabiduría, sin dejarse engatusar por los cumplidos (Mateo 22,15-22). Domina la
situaciones difíciles (Lucas 13,3 1 33) con má s astucia que el astuto zorro. Quiere
ayudar a la gente, pero sin hacerse partícipe de sus «componendas» (Lucas 12,13-
15). Hace lo que tiene que hacer, sin precipitarse (Juan 11,6-10). Trata con cariñ o a
los discípulos que ha elegido, aunque a menudo no le entiendan. Asume su soledad
con dignidad (Marcos 10,32). Y, si seduce a las multitudes (Juan 7,12), no es con
trucos comerciales para tontos, ni con promesas falsas, ni con sentimentalismos.
Con la gente es bueno, esencialmente bueno. Asume la defensa de la mujer
adú ltera con valentía, y planteando a los hipó critas la pregunta que les confunde
(Juan 8,1-11). Es capaz de postular la mayor de las misericordias, pero sin por ello
alentar el pecado (Lucas 15,11-32). No apaga la mecha humeante (Mateo 12,20).
Rectifica el torpe gesto de una mujer enferma que toma su tú nica por un talismá n,
y, sin vejarla, le muestra el poder de su fe (Mateo 15,21-28). Sabe hacer a Zaqueo
(Lucas 19,1-10) y a la Samaritana (Juan 4) la propuesta que transformará toda su
vida.
Pero es siempre absolutamente leal. No se aprovecha de la generosidad
adolescente del joven rico para embarcarle de inmediato; al contrario, le pone a
prueba, aun a riesgo de verle volver hacia su casa, a pesar de que le amaba (Marcos
10, 17-22). A los dos hijos del Zebedeo, que se han compinchado con su madre para
que interceda por sus respectivas carreras ante el Maestro, les plantea la cuestió n
decisiva del cá liz que han de beber: así, las cosas quedará n claras (Mateo 19,20-
23). Cuando la multitud le sigue, seducida por la multiplicació n de los panes, no se
aprovecha de la ocasió n para ganar admiradores. Inesperadamente, les provoca
hablá ndoles de una comida imperecedera, lo que terminará por desalentar a casi
todos (Juan 26-27). En realidad, no tiene sentido alguno del marketing, para
desesperació n de sus Apó stoles. No, realmente no hay en el gesto alguno de
impostura. Los suyos vivirá n días difíciles, pero el ya les había prevenido (Juan
16,4).
67

Su doctrina es, a la vez, difícil y sencilla. Se expresa con imá genes claras, como
en la admirable pará bola del hijo pró digo. Lejos de planear por las alturas, es capaz
de pensar en las necesidades elementales de la gente y de conmoverse ante la
multitud hambrienta (Mateo 15-32). Resucita a la hija de Jairo y, ante el estupor
general, está pendiente incluso de recordar a sus padres que le den de comer
(Marcos 5,43). Es capaz de hablar del cielo y de abrazar a los niñ os.
Y, sin embargo, Jesú s no es un coloso de má rmol, inaccesible a la emoció n: se
estremece y llora ante la tumba de Lá zaro (Juan 11,32-38), o ante la vista de su
ciudad rebelde, Jerusalén (Lucas 19,41-44). Es vulnerable y fuerte a la vez. Cuando
Pedro lo niega, acusa el golpe, pero aun así es capaz de volverse y de fijar en el
Apó stol su penetrante mirada para hacerle sentir su cobardía (Lucas 22,61).
Ciertamente no murió abatido, pero tampoco fue al Calvario como un héroe
intrépido: llevó la cruz sin chulería; tuvo miedo a morir (Mateo 26,37). Su coraje no
fue el de un «duro» que, para fingir serenidad, se muestra cínico, jovial o bromista.
Sin embargo, en la vía dolorosa sacó fuerzas de flaqueza para consolar a las
mujeres que lloraban por el (Lucas 23,26-32). Sus ú ltimas palabras en la cruz son
asombrosas. ¿Có mo puede un moribundo pensar todo eso y decirlo, incluso en un
suspiro y entre dos gemidos?
De los milagros de Jesú s ya te he hablado, al menos de una forma general. Te
aconsejo que leas una y otra vez un libro magnífico sobre la cuestió n de los
milagros (10: «Milagros de Jesú s y teología del milagro», Cerf Bellarmin, 1980. No
es un libro fá cil de leer de una tirada, pero puedes consultarlo sobre un
determinado milagro. No conozco un libro mejor sobre la cuestió n).
En él cada relato evangélico es estudiado minuciosamente, y se percibe
claramente la estupidez (el cará cter no científico) de tantos intentos de
demolició n. En efecto, la tradició n de los milagros evangélicos sería inexplicable si
Jesú s no fuese un «taumaturgo» (hacedor de cosas maravillosas). Los signos má s
incontestables son aquellos que má s molestaron a los judíos: las curaciones hechas
en sá bado y los exorcismos. Todo ello nos es contado de la manera má s sencilla,
con detalles sorprendentes y en vivo. Ya te lo he dicho: Jesú s nunca se presenta
como un vendedor de feria; al contrario, realiza sus signos de una manera discreta
e imperceptible. No intenta asombrar. sino demostrar que el Reino está presente.
Algunos pretenden que determinados episodios han podido ser retocados después
de la resurrecció n. Por ejemplo, el de Jesú s marchando sobre las aguas (Marcos
6,45-52). Pero eso es algo imposible. En efecto, si bajo el influjo de la alegría
pascual Los Once y sus discípulos hubieran retocado el acontecimiento, no
hubieran escrito: «Y fue sobremanera mayor el asombro que les invadió , pues no
habían comprendido aú n el hecho de los panes y tenían embotada su inteligencia»
(Versículos 51-52).
Por el contrario, en la euforia reencontrada, hubieran concluido: «Los Apó stoles
estaban en el colmo de la alegría y llenos de reconocimiento cantaron: Aleluya.»
Marcos cuenta, pues, la verdad má s estricta sin maquillarla. ¡De hecho, en su
Evangelio, no les regala nada a los Apó stoles, sobre todo a Pedro! Es evidente, sin
embargo, que, después de Pascua, los cristianos daban al relato una significació n
má s profunda: en la tempestad del lago ven ahora la imagen de las borrascas que
azotan a la barca de la Iglesia, y piensan que el milagro va a repetirse muchas veces
a lo largo de la Historia. Así pues, releían el relato, es decir lo veían con otros ojos,
pero no por eso lo retocaban.
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¿CÓ MO Y DE QUÉ FUE TENTADO JESUS?

En algunas de tus preguntas me interrogas sobre la película de Scorsese de una


forma lacó nica. Pero mi respuesta no se centrará en el film, sino en el problema
que plantea y que resuelve mal. Ahora bien, a pesar de la indignació n que la
susodicha producció n ha suscitado «por principio», estoy seguro de que muchos
cristianos piensan lo mismo que el cineasta, con la ú nica excepció n de que no
pondrían sus pensamientos en imá genes. No hace mucho tiempo, una mujer muy
tradicionalista me hacía partícipe de sus ideas realmente sorprendentes sobre la
sexualidad de Jesú s.

¿Zarandeado por la prueba o seducido por el mal?

La palabra griega, que en el Nuevo Testamento es traducida a menudo por


«tentació n», puede tener dos sentidos.
En primer lugar, significa poner a prueba a alguien y testar su resistencia a
través del sufrimiento físico o moral. Seguramente Jesú s pasó por ello: «Por cuanto
no tenemos un Pontífice incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas; antes
bien, a excepció n del pecado, ha sido en todo probado igual que nosotros»
(Hebreos 4,15). La culminació n es, evidentemente, la Pasió n. En Getsemaní sobre
la cruz, Cristo «ofreció plegarias y sú plicas con vehemente clamor y lá grimas al que
podía salvarlo de la muerte; y fue atendido a causa de su abnegació n. Aun con ser
Hijo, aprendió con la experiencia del sufrimiento la obediencia» (Hebreos 5,7-8).
La misma idea es la expresada por el grito de Jesú s en el Calvario: «Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?» (Marcos 15,34).

Pero si bien Dios nuestro Padre nos puede hacer pasar por la prueba siempre
ayudados por su gracia, nosotros, en cambio, no debemos poner a prueba su
eficacia, dá ndole un ultimá tum, para ver có mo reacciona. Es lo que Jesú s responde
a Sataná s para rechazar la película que le presenta: «No tentará s al Señ or, tu Dios»
(Mateo 4,7). No se puede probar a Dios, como se prueba la solidez de un puente o
se verifica la firmeza de cará cter. Hacer eso con Dios sería intentar burlarse de el.
La fe confía y se abandona en los brazos de una persona en vez de verificar la
mecá nica de un motor.
El segundo sentido de la palabra «tentació n» significa ser empujada al mal por
una seducció n que viene del exterior o del interior y que encuentra en nosotros
complicidad. Evidentemente, de esta manera Dios no tienta a nadie (Santiago
1,1215). En el Padre Nuestro (tan mal traducido, por cierto) no le pedimos que «no
nos someta a la tentació n» (como si fuera É l el que nos diese males ideas), sino que
le suplicamos que no nos deje caer en ella. «No nos dejes caer en la tentació n.» Le
pedimos, asimismo, que nos libre del mal, es decir, del Maligno, de Sataná s.
Pero, ¿có mo es posible que Jesú s, el Hijo de Dios, haya podido sufrir una
agresió n de este tipo, aunque fuese así de sutil? ¿Por dó nde ha podido introducirse
la tentació n en su conciencia?

¿De qué fue tentado Jesús y cómo?


69

En el desierto (Mateo 4, 1 -11; Lucas 4,1-13) el diablo no propone el pecado a


Jesú s: sería algo demasiado evidente. ¡Poner el fruto del paraíso ante las narices de
Eva para tentarla, sin respetar la prohibició n divina y sin temer el castigo, es una
estrategia demasiado grosera y evidente para almas mal convertidas, a quienes el
pecado les gusta tanto, que está n dispuestas a jugarse el infierno! Con Cristo,
Sataná s utiliza una técnica mucho má s sutil. Diciéndole «si eres el Hijo de Dios», el
tentador presenta las cosas de una manera tremendamente há bil; se disfraza de
padre espiritual, e incluso de exégeta bíblico o de «á ngel de la luz» (2 Corintios
11,14). Pero sin éxito alguno. Jesú s recibe la tentació n de frente y sin encontrar en
el la menor complicidad. Jesú s es capaz de descubrir al primer golpe de vista los
sofismas má s verosímiles. Por eso responde al diablo en los mismos términos y sin
dudar ni un segundo. La respuesta es inmediata y fulgurante.
Pero, ¿de qué fue tentado Jesú s? ¿Có mo es posible tal cosa? ¿Dó nde se encuentra
su punto débil, si se puede hablar así?...

1. Jesú s nunca ignoró quien era. En É l, su conciencia se confunde con su misió n:


É l es el Hijo que el Padre ha enviado a salvar el mundo. Cuando dice «Yo», añ ade
inmediatamente, «Yo he venido para...” (Juan 9,39; 10,10; 12,27...). É l es Aquel que
ha venido a darnos la vida, y es perfectamente consciente de ello. Su persona es
inseparable de su misió n. Sobre este punto no hay duda alguna. Jesú s tiene una
conciencia clara de su identidad y no necesita informarse para saber quién es.

2. Jesú s nunca quiso hacer lo contrario de su misió n. Nunca se preguntó si debía


o no llevarla a cabo, y todavía menos si podía desviarse de la línea trazada por la
voluntad de su Padre. É l «poder pecar» no tiene cabida en su libertad: É l es
muchísimo má s libre que nosotros. No estuvo sometido al poder del mal, lo que no
quiere decir que no haya tenido mérito alguno.

3. Porque, a pesar de que tenía siempre clara su misió n, Jesú s tiene que buscar
el có mo realizarla en el detalle y en lo concreto, con la libertad que le es propia y
sin la cual no sería realmente un hombre. Por eso, la idea de evitar la humillació n
de la cruz se le presenta como un atajo humanamente plausible, e incluso seductor.
Las sugerencias que le hace el Maligno, con gran profusió n de textos de la
Escritura, se reducen a utilizar los medios fá ciles para conseguir una mayor
eficacia, preparar el terreno con profusió n de pequeñ os regalos, el recurso a las
técnicas de mercadotecnia. Pero Jesú s huele desde el primer momento la enorme
falsedad que le presenta el Mentiroso (Juan 8,44), susurrá ndole al oído que la cruz
no merece la pena, cuando será el polo de atracció n por excelencia (Juan 12,32). El
Tentador se aleja entonces, antes de volver a la carga (Lucas 4,13). Má s tarde
utilizará la ingenuidad de Pedro para disuadir a Jesú s de aceptar la Pasió n, y el
pobre Apó stol será tratado de Sataná s (Mateo 16,22-23). El diablo se introducirá ,
asimismo, en las burlas de los fariseos, retando al Crucificado, en un odioso
chantaje: «Baja de la Cruz y creeremos en Ti» (Mateo 27,42). Esta es la verdadera
tentació n de Jesú s, la primera y la ú ltima, la de toda su vida. No hay otra. Lucas
afirma explícitamente que Sataná s agotó todos sus recursos. Esta tentació n
procedía, sin duda, también del mesianismo político de los zelotas, gentes que
desenvainaban fá cilmente la espada, luchando por la liberació n del territorio de
Israel. No olvidemos que, en el grupo de Jesú s, había cinco o seis miembros de ese
grupo.
70

No hay nada que buscar en la sexualidad

Vivimos una época en la que la sexualidad se exhibe sin recato alguno. Es, pues,
comprensible que algunos proyecten mis fantasmas sobre Jesú s para justificar sus
prá cticas. Al hacer esto, no se dan cuenta hasta qué punto su conducta contradice
la Encarnació n. En efecto, el Hijo se hace hombre para revelar al hombre a sí
mismo. El hombre no puede, pues, pretender revelar a Cristo atribuyéndole
problemas que no son suyos. No pongamos el mundo al revés.
Señ alemos, en primer lugar, que, en los Evangelios, los escribas, que no cesan de
hostigar a Jesú s, nunca lo cogieron en flagrante delito de irregularidad sexual, a
pesar de su inmejorable servicio de espionaje. Se acusó a Cristo de ser un glotó n y
un bebedor (Mateo 11,19), se le reprochó el que frecuentaba a los pecadores, pero
nunca se interpretaron sus relaciones con las mujeres como faltas de impureza, a
pesar de que algunos de sus encuentros con ellas fueron insó litos, e incluso
escabrosos. Sin embargo, Simó n el fariseo no se escandaliza de los besos de la
pecadora. De esta promiscuidad consentida deduce que su huésped seguramente
no es un profeta, pues no sabe quién le está tocando (Lucas 7,39). De lo que
realmente se escandaliza Simó n es del perdó n que Cristo concede a la prostituta
(Lucas 7,49). De la misma manera, en el pozo de Siquém, los Apó stoles, que
vuelven a buscar vituallas, no imaginan nada dudoso al encontrar a Jesú s con la
Samaritana. De lo ú nico que se sorprenden es de que el rabí puede hablar con una
mujer que, ademá s, es extranjera (Juan 4,27). Nadie reprocha tampoco a Cristo que
permanezca só lo -aunque sea en pú blico- con la mujer adú ltera. Lo que les
escandaliza es que haya impedido que sus acusadores la lapidasen, como lo exigía
la ley (Juan 8, 1 -1 l). Por eso, Jesú s pudo lanzar este desafío increíble: «¿Quién de
vosotros me acusará de pecado?» (Juan 8,46). Al no poder acusarle de impureza,
sus enemigos le dieron la vuelta al argumento y le trataron de impotente y de
eunuco (Mateo 19,12). Una buena ocasió n para que Jesú s precisase: «Eunuco, si
queréis, pero por el Reino, voluntariamente, y no por malformació n o por
mutilació n.»
De lo que no se puede dudar es que Cristo fue un hombre sexuado (Lucas 2,23;
Apocalipsis 12,5). Pero su afectividad no se puede comparar totalmente con la
nuestra. Tuvo necesidad de amigos, como Lá zaro y sus hermanas de Betania; fue
feliz acariciando a los niñ os; sufrió la indiferencia y la traició n..., pero su vida
afectiva se desarrolló en un nivel distinto al nuestro, un nivel que pueden entender
un poco mejor que los demá s los célibes consagrados.
No es bueno que el hombre esté solo, dice el Creador a Adá n antes de darle una
esposa (Génesis 2,18). Pero a Jesú s no le falta nada: como Hijo ú nico está
plenamente satisfecho por su Padre, que jamá s le deja só lo (Juan 8,29; 16,32). No
necesita, pues, compañ ía. Es plenamente feliz con la ternura que recibe de su Padre
y a la que corresponde a corazó n abierto. Su relació n trinitaria le basta: se empapa
en ella sin necesitar ningú n otro complemento. Y, como siempre, el cuerpo sigue al
corazó n.
Jesú s viene como el Esposo (Marcos 2,19-20), pero de otra manera. En efecto, no
necesita a su Iglesia como Adá n deseaba a Eva, para servirle de ayuda y de
complemento. É l es la Plenitud (Colosenses 1,19; 2,9) y nos la comunica
generosamente, pero sin fondo para apagar la sed de la Samaritana. No está casado
con una Diosa como los Dioses paganos de la antigü edad. Ciertamente, no es
71

indiferente a nuestra respuesta, pero, pidiéndonosla, es É l el que nos la concede


como una gracia.
Jesú s tiene muchos hijos, pero no bajo el impulso del instinto (Juan 1,13), ni en
la có pula, ni para conjurar la muerte. Nos ofrece un nuevo nacimiento, un
nacimiento de lo alto, absolutamente gratuito. Inaugura un nuevo Reino en el que
los hijos tic la Resurrecció n no podrá n morir jamá s y donde el matrimonio habrá
prescrito (Lucas 20,35-36).
Jesú s nos ama con todo su corazó n. Su ternura alcanza el punto culminante
cuando en la Cena nos dice: «Tomad y comed: este es mi cuerpo entregado por
vosotros.» Renueva incesantemente esta donació n en la Eucaristía, entregá ndose
en nuestros labios como el beso del Esposo. Pero esta comunió n sacramental, que
toma su simbología del matrimonio, nos introduce en otra realidad, má s allá de
nuestras bodas y de nuestra tierra.
Jesú s inaugura un Reino en el que las relaciones familiares saldrá n de su
estrecho círculo (Marcos 3,31-35) y romperá n todas las barreras (Gá latas 3,28). No
se puede encerrar a Jesú s en una familia, que siempre constituye un límite, aunque
las relaciones que en ella se establezcan sean tremendamente generosas. ¿No tuvo
que tomar distancias con su clan de Nazaret, que se estaba convirtiendo para el en
una carga pesada?
Por todas estas razones, la psicología de Cristo no es igual que la nuestra. Moon,
el dirigente de la secta que lleva su mismo nombre, lo ha entendido muy bien; y
para evitar el, en su opinió n, «fracaso» de un Jesú s virgen y crucificado, ha
preferido vivir como un esposo prolífico y colmado de bienes para instaurar el
Reino en la tierra.
La tentació n de Cristo no es, pues, moral (no se basa en un posible pecado), sino
mesiá nica, porque plantea la cuestió n del verdadero Mesías. Es una tentació n
teologal, porque pone en juego (durante una fracció n de segundo solamente) la
legitimidad del plan del Padre, aparentemente inhumano e ineficaz. En este nivel
es en el que Cristo ha tenido que elegir libre y amorosamente para no
«avergonzarse del Evangelio» (Romanos 1,16). Esto es todo, amigo mío. No
busques en otra parte.

La concepción virginal de Jesús

Abordemos juntos la ú ltima cuestió n sobre Jesú s, que es también una cuestió n
sobre María. Tú la expresas discretamente y a tu manera, sin utilizar el lenguaje
oficial de la Iglesia, pero, aun así, te plantea problemas. Tanto má s que la
enseñ anza habitual sobre este punto concreto dista mucho de ser la enseñ anza de
la fe.

Antes de comenzar, quisiera asegurarme de que no confundes, como otra mucha


gente, incluso Académicos, la concepció n virginal de Jesú s con la inmaculada
concepció n de María, su madre. Para María, la inmaculada concepció n es el hecho
de haber sido concebida sin pecado original, a causa de la maternidad divina a la
que había sido destinada. Nosotros somos salvados de este pecado en el bautismo
por liberació n, María lo fue por preservació n. La concepció n virginal de Jesú s
consiste en el hecho de que Este nació de una mujer virgen por la acció n del
Espíritu Santo y, por lo tanto, no tiene padre humano en el sentido bioló gico del
término.
72

La concepció n virginal de Jesú s se encuentra en el Evangelio (Lucas 1,34-35;


Mateo 1,18 y 20) y, por lo tanto, no es una idea discutible. El Credo recoge esta
verdad y la introduce en la confesió n de la fe, texto comú n a todas las Iglesias
cristianas. Tanto es así, que este punto concreto de la doctrina nunca fue
cuestionado, ni siquiera en los momentos en los que la comunidad cristiana se
dividió . Es un error adjudicar al protestantismo primitivo una total alergia a María:
tal fobia fue muy posterior. En los comienzos de la Reforma nadie puso en duda la
concepció n virginal de Jesú s. ¿De dó nde provienen, entonces, las dificultades que
han terminado por alcanzar también a numerosos miembros de la Iglesia cató lica?
Creo que hay dos grandes explicaciones para ello. La primera es la Sospecha
lanzada por el racionalismo contra los Evangelios de la infancia. La segunda es la
incomprensió n de lo que significa esta doctrina.

LOS EVANGELIOS DE LA INFANCIA

Se llama así a los dos primeros capítulos de Mateo y de Lucas. Ahora bien, estos
pasajes han planteado dos cuestiones. En primer lugar, ¿por qué no está n en los
demá s Evangelios? Y, en segundo lugar, ¿hay que tomar en serio estos relatos que,
má s bien, parecen fá bulas?

1. Es verdad que Marcos comienza por la vida pú blica de Jesú s, y que Juan,
después de comenzar hablá ndonos de la Encarnació n del Verbo, se salta también la
infancia de Cristo para hablarnos de su bautismo en el Jordá n (11: Sin embargo, los
exégetas discuten sobre Juan 1,13, texto que los manuscritos no transcriben de la
misma forma. Si se adapta el singular, como ocurre en la versió n má s antigua, nos
encontramos con la concepció n virginal de Jesú s: «... El, cuya generació n no es
carnal, ni fruto, del instinto, ni de un plan humano, sino de Dios»).
Pero, ¿Qué prueba eso? Que la fe cristiana tiene su centro en el misterio pascual
y no en ninguna otra parte, como es ló gico. ¿Y de q u e es centro este centro? De un
conjunto de verdades segundas, que no secundarias, y que, muy pronto, la fe ha
tenido que desarrollar para no quedarse sin base histó rica. En efecto, ¿quién sería
un Cristo que no fuese Jesú s, hijo de María? ¿Y có mo se convirtió en hijo de María?
No se puede eludir esta profundizació n de lo contrario el Resucitado se
encontraría privado de su tronco como un niñ o huérfano. Aquí vuelves a constatar
el error que te señ alaba anteriormente y que pretende que «todo lo que es tardío
es falso». Los que sostienen esto poseen una concepció n regresiva de la verdad:
só lo se fían de las fuentes. Entonces, ¿qué pasa con el Vaticano II?... ¡Amigo mío, no
seas de esos cristianos que, como en los autobuses, caminan hacia adelante
mirando hacia atrá s!

2. No, amigo mío: los Evangelios de la infancia no son culebrones escritos para
satisfacer la imaginació n popular. Nada má s lejos de la realidad. Ciertamente no
nos presentan la historia como un historiador actual, cosa que tampoco hacían los
mejores historiadores de la antigü edad. ¡Lucas no cronometra, reloj en mano, la
hora en que Gabriel llega a Nazaret! Só lo se preocupa por presentar los hechos,
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subrayando su significado profundo. Y es una suerte, porque una simple anécdota


no puede salvamos. Pero, lejos de sucumbir a la mentalidad ambiental, Lucas y
Mateo la contradicen totalmente en dos puntos precisos.
En primer lugar, en la concepció n virginal precisamente. Los judíos cristianos de
la época hubieran preferido que Jesú s naciese de José. Primero, porque era mucho
má s fá cil de entender y su explicació n no era nada problemá tica; mientras que la
concepció n milagrosa, ¿quién se la iba a creer?...
Ademá s, eso permitía entroncar a Jesú s con la familia real, lo que,
evidentemente, era mucho má s honorable para el y para nosotros. Asimismo, eso
exigía una explicació n por parte del á ngel Gabriel a José: «No temas, le hubiera
tenido que decir, tomar a esta mujer, de cuya pureza no sospechas -¡la conoces
demasiado bien!-, pero que no te atreves a disputá rsela a Dios, que la ha tomado
para É l (entre nosotros, ¡bravo por tu humildad!). Naturalmente, no es necesario
decirle que el niñ o que lleva no es tuyo, pero tú le dará s un nombre de parte de
todo Israel. Así, gracias a ti, su padre adoptivo, la genealogía que comienza en
Abrahá n será la de Jesú s.» Al escribir algo así, Mateo no sigue la opinió n
generalizada, sino que trata de revelar la verdad absoluta, al tiempo que calma sus
inquietudes.
Lo mismo sucede con la estancia de Jesú s en Nazaret. También en este punto los
judeo-cristianos hubieran preferido otro lugar distinto de esa aldea de provincias,
de donde nada bueno podía salir (Juan 1,46). Les hubiera gustado que Jesú s viviese
en un barrio elegante de Jerusalén y hubiese estudiado en un buen colegio...
Tampoco aquí ceden los evangelistas. Só lo mucho má s tarde los apó crifos
sucumbirá n a la tentació n.
Me temo que, también hoy, los que niegan la concepció n virginal de Jesú s se
plieguen a su vez a la presió n de la cultura racionalista ambiental. ¿Dó nde está ,
pues, la libertad?

Una mala comprensión

Siempre se rechazará un milagro en el que no tenga sentido alguno creer. Y,


mucho má s, si ofende los valores en curso. Esto es lo que sucede en este caso.
La mayoría confunde la concepció n virginal con la inmaculada concepció n, y les
parece una afrenta a los nacimientos normales, lo cual es absolutamente falso.
María no es pura por ser virgen, sino porque no tiene pecado, que no es lo mismo.

El plan de Dios no intenta infravalorar el matrimonio ni el amor conyugal.

Incluso los que no comparten esta teoría no conceden mucho valor a la


virginidad. En nuestra época, permanecer virgen má s allá de una edad cada vez
má s precoz se considera algo anormal y poco saludable. Por otra parte, la
concepció n del cuerpo humano no tiene en cuenta para nada lo moral o lo
espiritual. Al contrario, el cuerpo es un objeto de placer o un estorbo, cuya libertad
hay que salvaguardar a cualquier precio, sobre todo para protegerse de la amenaza
del amor, es decir, de los hijos.
Hay gente que piensa que es grotesco que el cuerpo humano tenga un papel que
jugar... en el plan de Dios. ¿Qué relació n puede haber entre un ú tero y el Amor de
Dios?, se preguntan. Y por eso niegan la doctrina. Otros, por el contrario, la
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aceptan, pero pensando que no tiene la menor importancia y que no vale la pena
hablar de ello.
A todo esto hay que añ adir que la Iglesia acaba de salir de una fuerte crisis,
durante la cual numerosos sacerdotes y religiosos se casaron: unos, en silencio, y
otros, declarando pú blicamente su gesto como un gesto profético. Para muchos de
ellos, la Virgen representa un reproche.

Comprender bien lo que se cree

Ahora puedo ya, amigo mío, introducirte en el bello misterio de Nuestra Señ ora,
que se resume en tres puntos: novedad, gratuidad y audacia.

1. La concepció n virginal de Jesú s significa, en primer lugar, la novedad de Dios.


La salvació n que nos trae no es el resultado de nuestros procesos humanos,
bioló gicos o políticos, sino un don que se manifiesta en una intervenció n
inesperada de Dios que no se atiene al desarrollo normal de las cosas. Ciertamente,
el Padre pide su seno a una madre, pero es el quien toma la iniciativa y, ademá s,
pasa de padre. Al contrario de muchas tareas humanas masculinas, la salvació n
escapa a nuestra creatividad... Otra huella de novedad tendrá lugar al final de la
vida de Jesú s: su resurrecció n. Ya lo dijo el teó logo protestante Karl Barth: se trata
de un mismo y ú nico signo, el de un seno virgen lleno y el de una tumba llena que
se encuentra vacía.

2. La concepció n virginal de Jesú s significa que el Salvador procede del Amor


gratuito de Dios y de nada má s. El embarazo ordinario procede de la masculinidad,
de la necesidad sexual o de prolongació n de la especie, cosas que, evidentemente,
no tienen nada de malo, pero que evidencian los límites humanos. Só lo Dios es
capaz de querer sin sentir necesidad alguna: Cristo es fruto de este Agape
absolutamente libre. Por eso su nacimiento nos puede traer la salvació n: porque es
un regalo de la caridad en estado puro y absolutamente desinteresado.

3. Finalmente, y sobre todo, la concepció n virginal de Jesú s atestigua esta audaz


realidad: que Cristo es el Hijo del Padre desde el primer instante, y no un hombre
cualquiera. Alguien dijo que «en Jesú s, Dios no tuvo un hijo, sino que nos dio su
Hijo». El Padre no esperó a que un hombre y una mujer de buena familia y con
excelente estado de salud tuviesen un niñ o precioso, y que este niñ o bien educado
estuviese vacunado y hubiese superado sus exá menes universitarios y su servicio
militar, para inocularle hacia la treintena (¡edad tranquila!) una sobredosis de
Espíritu Santo que le convirtiese en su hijo, o en algo parecido, al menos hasta que
no se descubriese el pastel... El Padre no tomó estas precauciones de pequeñ o
burgués: cometió una locura desde el primer momento. Puedes, pues, adorar a
Jesú s desde las Navidades, o incluso algunos meses antes («Oh, Jesú s, viviente en
María», decíamos todas las mañ anas en el seminario): es el Hijo en persona, es el.
No es una carcasa humana en espera de divinizació n, y menos en espera de una
divinizació n provisional.
Fíjate bien en esto. Si la fe cristiana hubiese predicado la divinizació n de un
hombre, los paganos no hubieran encontrado dificultad alguna en creerlo, dado
que estaban acostumbrados a conceder la gloria a sus emperadores sin ninguna
dificultad. Pero la fe dijo absolutamente lo contrario: no que un hombre se hizo
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Dios, sino que Dios se hizo hombre. Y esto se le atraganta a mucha gente (quizá
también a ti). En términos má s cultos, la Iglesia no nos enseñ a la apoteosis, sino la
kénosis, no predica la elevació n de un hombre, sino el rebajamiento de un Dios.
¡Así de claro!
Así pues, acoge con alegría este signo que el Padre te da en María. No le digas,
haciendo una mueca: «ha sido todo un detalle por tu parte, Señ or, pero, entre
nosotros, lo habrías podido hacer de otra manera; te hubiera costado mucho
menos, y nos habría complicado mucho menos la vida, todo sea dicho sin que te
enfades.» ¡No vayas a poner pegas a la maravilla de regalo que se te hace! ¡No des
lecciones al amor para que ahorre en la Economía de la Salvació n! ¡No tengas la
cara de querer proponerle un plan má s audaz, má s astuto y má s competitivo! ¿Qué
sabes tú del corazó n del hombre? ¿Es tan ruin como tú lo crees?
Esto es lo que quería decirte sobre Jesú s. Estoy terminando estas pá ginas el
Miércoles de Ceniza, portada de la Cuaresma. Hoy he ayunado, escribiendo para mi
Dios y para ti. Ya es tarde. Buenas noches. ¡Y hasta mañ ana!...

«¿,A qué país de soledad,


cuarenta días y cuarenta noches,
irá s, empujado por el Espíritu?
¿Qué te pone a prueba y te desnuda?
Pero los tiempos son llegados,
y Dios se convoca al olvido
de lo que fueron vuestras servidumbres.
¿Por qué permanecer anclados en vuestras huellas,
bajando vuestras frentes de ciegos de nacimiento?
¡Habéis sido bautizados!
el amor de Dios hace renacer todo. Creed a Jesú s.- ¡es el Enviado! Vuestros
cuerpos está n unidos al suyo.
Aprended de É l a ser luz.
Ya vuestras tumbas se abren
con la fuerza del Dios vivo.
Mirad ¡Jesú s desciende!
Llamadle.- ¡el os llama!
¡Venid! Es hoy,
el día en que la carne y la sangre
está n llenas de vida nueva» (12: Poema de Didier Rimaud).
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77

TUS PREGUNTAS SOBRE LA IGLESIA

Hemos llegado a tus preguntas sobre la Iglesia. No voy a ocultarte que me


decepcionan un poco, porque son «periodísticas» y, por lo tanto, superficiales casi
todas. Ademá s, nunca dices -aunque se adivina- qué es lo que tú entiendes por
Iglesia. Só lo te refieres a ella como una administradora lejana de ritos soporíferos.
No parece que estés al corriente de que en nuestra Iglesia ha habido todo un
Concilio Vaticano II, ni que valores las cosas buenas que está n surgiendo por todas
partes. Por eso te preguntas qué futuro puede tener todo esto, sobre todo en un
mundo que se separa cada vez má s de la moral tradicional. Ademá s, las iglesias se
vacían...
De todas formas, eres tú el que escogiste el menú de este capítulo. Yo no hice
má s que tomar nota.
Permíteme que te ofrezca, como un aperitivo, lo que no has pedido. Eso nos
facilitará después las cosas.

LA IGLESIA Y JESUS

Hay que empezar por esto.

¿La Iglesia está al servicio de Jesús o le hace sombra?


¿Fue Él el que la quiso, o se fundó a sí misma, después de su muerte, para llenar un
vacío?

1. Algunos dicen que Jesú s no era má s que un gurú , cuya ú nica pretensió n
consistía en atraer hacia el, mientras vivía, a unos cuantos discípulos. Fue después
de su trá gico final -trá gico, pero no redentor- cuando sus amigos le habrían
convertido en un Dios y habrían organizado su culto.
Para otros, por el contrario, Jesú s habría sido un profeta impaciente que
anunciaba la inminente venida del Reino. De ahí su desapego de las cosas de este
mundo. Desgraciadamente, lo ú nico que pasó fue la condena de un profeta excitado
que había calculado mal la cuenta atrá s. También aquí, a falta de otra cosa mejor,
los discípulos habrían creado una institució n de reemplazo, que no tenía el
atractivo de la esperanza primera. A falta de pan, buenas son tortas. A falta del
Reino, se crea la Iglesia. Eso es todo.
En ambos casos, Jesú s habría muerto sin haber hecho el testamento y sin haber
dado la má s mínima consigna para que la cosa continuase después de el. De lo
contrario, dicen algunos, habría dejado algunas indicaciones, aunque no fuesen
muy precisas, que hubieran permitido el lanzamiento de una serie de comunidades
por el mundo. No una Iglesia, sino Iglesias provisionales sin estructura obligatoria
y sin organizació n centralizada. En definitiva, un perpetuo renacer y una constante
invenció n' al gusto de las comunidades de base, manipuladas por algunos há biles
líderes...

2. Ya he respondido a estas teorías. Jesú s no jugó a ser gurú . El anunció el Reino


y fundó con sus Apó stoles una comunidad estable, unida en torno a Pedro (Mateo
16,13-20); una comunidad con una regla de vida y de oració n; una comunidad
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destinada a durar hasta el final de los tiempos y que dispone de la Eucaristía para
hacer presente su sacrificio, una comunidad propulsada hacia el mundo por una
evangelizació n de larga duració n; un grupo unido por el colegio apostó lico, y no
una federació n de Iglesias, unidas por un secretario general; un cuerpo lleno de
vida, y no una asociació n jurídica. Por otra parte, ya te dije también que Jesú s no es
un hombre divinizado, sino un Dios que se humanizó libremente.
Ademá s, el Cristo de los Evangelios no tiene nada de faná tico. Por el contrario,
es un hombre ponderado, que se pasa la vida calmando a sus discípulos, que no
acaban de ver llegar el Reino (Lucas 19,11; Hechos 1,6), tal como ellos lo conciben.
Las pará bolas muestran que todo esto exige una lenta germinació n (Marcos 4,26-
29). Y, en cualquier caso, la ú ltima cena atestigua que Jesú s no muere
desprevenido: la Eucaristía inaugura un nuevo modo de presencia en provecho de
una multitud que todavía no está allí. Porque, antes de que llegue el final, «el
Evangelio tiene que ser proclamado a todas las naciones» (Marcos 13,10). ¡el fuego
con el que el Señ or desea incendiar la tierra entera todavía no ha prendido en
muchos corazones! (Lucas 12,49).

3. El misterio pascual es el lanzamiento efectivo de la Iglesia, institució n


carismá tica. «Institució n» no quiere decir «multinacional», sino «don permanente
y estructurado». Si la comunidad no es estable, no es por falta de impulso, por
debilidad, pereza, rutina y pesadez, sino porque Cristo no nos la ha dado para que
juguemos con ella a nuestro capricho (13: Cuando respeto el ritual de la Eucaristía
no es por pereza: a) es para no desviarme de la regla de la fe inventando un Canon
fantasioso; b) y para no aburrirte con mis estados de á nimo o con los impulsos de
mi subjetividad. Así, no te entrega un Evangelio falsificado y eres libre de rezar
como quieras).
Tienes que distinguir, por lo tanto, entre el adormilamiento y la fidelidad: ésta
es una tranquilidad diná mica. Perturbar la estructura que el Señ or quiere para su
pueblo no es avanzar, sino meterse en líos que obstaculizan su progreso. En cuanto
al adjetivo «carismá tico», significa justamente que la institució n está al servicio del
Espíritu. También hoy, la prueba está en que los grupos que má s inventan son los
má s fieles a la Iglesia; su creatividad se enraíza en lo má s profundo del amor filial.

4. Si la Iglesia no existiese, o si se hubiese creado a sí misma, eso querría decir


que Cristo no ha resucitado, que es lo que piensan el 70 por 100 de los franceses.
Se lo suelo repetir a menudo a los jó venes que siguen utilizando ese conocido
slogan, «Sí a Jesú s, no a la Iglesia». «En ese caso, les digo, Jesú s, para vosotros, no es
má s que un desaparecido genial, y colocá is siempre entre los muertos al que está
vivo, incluso cuando le venerá is». Emaú s (Lucas 24,13-35) es un camino al final del
cual el Señ or desaparece para transaparecer. La Iglesia prosigue ahora la
catequesis que É l inició y que calienta el corazó n, Eucaristía es É l en la mesa. Esto
es lo que Pedro afirma, testimonia la puesta en comú n de los bienes. Así pues,
Cristo no es una «estrella», cuyo pó ster cuelgo en las pared, de mi cuarto. Mi Cristo
es una comunidad viva, con sus sacramentos y su caridad.

5. Y sin embargo, Cristo y su Iglesia no se confunden; son como el esposo y la


esposa, o bien, como la cabeza y el cuerpo La Iglesia no reemplaza, pues, al Señ or,
ni le sucede, dado que estas son palabras que se utilizan en caso de ausencia o
muerte. Pero el Resucitado está siempre con nosotros (Marcos 28,20). El sitio
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ocupado por Cristo no está vacío. É l continú a desempeñ ando el papel que es má s
suyo que nunca y que nadie le podrá confiscar. La Iglesia está siempre con su
esposo; no es su viuda triste, y mucho menos su viuda alegre. No puede ser una
asociació n encargada de gestionar la memoria de un genio muerto, cuyos dossieres
guardase. Ademá s, Jesú s no escribió ni una sola línea. Es el sacerdocio, el del
obispo y el del sacerdote, el que recuerda a la comunidad su dependencia de Cristo.
Cuando celebra, el ministro consagrado es la vez otro y uno de tantos: forma parte
del cuerpo, pero a la vez es, diferente. ¡É l impide que el cuerpo pierda la cabeza! Si
las vocaciones desapareciesen, la Iglesia se convertiría en una sociedad de gestió n.
Ya no dependería de Cristo, sino que vendría en su auxilio. ¡el mundo al revés!
Sí, dirá s, pero todo eso se mueve en el universo de los principios; en la prá ctica,
«¿se puede decir que la Iglesia es portadora de Evangelio?» Es una pregunta que
todavía hoy escuché a los alumnos de un instituto, a los que respondí sin dudarlo:
«sí, en el bueno y en el mal tiempo, yo doy testimonio.» Por encima de sus grandes
y pequeñ as miserías, la Iglesia es una madre fiel y valiente, llena de santos y de
má rtires, puros reflejos de las bienaventuranzas. La mú sica cantada se
corresponde a la perfecció n con la mú sica escrita, como decía Francisco de Sales.
«¿ No está la Iglesia en contradicció n con Dios?», me preguntas. No sé, lo que
pasa por tu cabeza ni a qué aludes, pero es un disparate pensar que la totalidad del
pueblo santo y el conjunto del episcopado puedan ser la negació n de lo que Dios
piensa y quiere. Y fíjate que tal afirmació n puede proceder tanto de «progresistas»
virulentos como de «tradicionalistas» disidentes. ¿Y quién es el individuo o el
grupo capaz de juzgar a 1.000 millones de hermanos de una manera tan
expeditiva?

LA IGLESIA Y SUS SACRAMENTOS

«Lo que era visible en nuestro Redentor, de ahora en adelante está presente en
los sacramentos», dice el Papa San Leó n (siglo V) en una homilía del día de la
Ascensió n. Y, sin embargo, a ti, amigo mío, estos ritos te aburren. Por eso
preguntas:
«¿Son necesarios los símbolos religiosos, o, má s bien, todo lo que pasa, sucede
en nuestro corazó n?»
Estoy tentado de contestarte: «entonces, deja de abrazar a tu novia o a tu
novio.» Tú objetará s: «no es lo mismo. Los hombres necesitan signos porque son
hombres. Pero Dios es Dios y, por lo tanto, no vale la pena representarle. Con É l
basta la intenció n del corazó n.» el Dios del que me hablas no es el de Jesucristo. Es
el Ser supremo o el gran Espíritu. En el Evangelio, Dios es el Emmanuel que viene a
nosotros para que nuestros ojos le vean, nuestros oídos le oigan y nuestras manos
le toquen (1 Juan 1,1). Dios es el Resucitado que sopla sobre los suyos (Juan 20,22),
y que dice a Tomá s, mostrá ndole su costado abierto: «Mete aquí tu dedo» (Juan
20,27). Es el Cristo de la Cena que nos da su cuerpo y su sangre, con la consigna de
hacer este rito en memoria suya. Realmente, Dios es má s humano que nosotros,
pobres idealistas que degustamos nuestros pensamientos en nuestro interior, sin
saber si se corresponden con los de Jesucristo...
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Y, ademá s, los signos tienen otra «utilidad»: vividos en comunidad, nos reú nen
en la celebració n de un mismo Señ or. Hoy, el Movimiento Renovador explota a
fondo los símbolos religiosos para crear asambleas menos morosas y má s
diná micas.
Todavía añ ade: «con los objetos litú rgicos se podría alimentar a los que tienen
hambre.» Es cierto. Y desde hace mucho tiempo, los grandes obispos han hecho lo
que tú sugieres sin la menor duda. Recientemente, en su encíclica Sollicitudo rei
socialis, Juan Pablo II vuelve a decir lo mismo. De todas formas, dudo mucho que se
pueda ayudar a las multitudes hambrientas con las baratijas de muchas de
nuestras parroquias. Y en las grandes iglesias y catedrales, los objetos de valor son
propiedad de la comunidad. Por otra parte, muchos cristianos se enfadan, y con
razó n, al encontrar en los escaparates de los anticuarios sagrarios convertidos en
bares y cá lices en vasos para tomar el aperitivo. Hay que encontrar otras fuentes
de financiació n má s rentables y má s respetuosas.
Después de esto, pasas a las aplicaciones particulares, y me comentas, con
mucha franqueza: «me aburro en misa, siempre con las mismas lecturas y las
mismas oraciones.» No es del todo verdad. Las lecturas cambian todos los días del
añ o. Las del domingo, incluso cada tres añ os. En todas ellas hay una fantá stica
riqueza si eres capaz de preparar tu misa y de retomar los textos leídos en ella para
tu oració n diaria. ¡Inténtalo! En cuanto a las oraciones, es verdad que se repiten, a
pesar de que hay una gran variedad a lo largo del añ o litú rgico. Pero, si hubiese que
inventarlas todos los días, pronto te sentirías ahogado. La repetició n lenta y
ferviente es la gran ley de la meditació n, que rumia tranquilamente las palabras
má s sabrosas. ¿No retomas, con tu novio o con tu novia, en cada cita las mismas
actitudes de ternura, las mismas palabras y los mismos besos? Ademá s, si el
sacerdote no dice la misa como un tren de alta velocidad, te ayudará a descubrir la
profundidad, hasta entonces ignorada, de algunas frases. Para mí, repetir es un
regalo: lejos de desgastar el texto, lo rejuvenece.
En el fondo, tú también lo dudas. Un joven cató lico me comentaba hace poco que
había tenido que contestar a esta pregunta de otro joven cató lico, pero no
practicante. «¿Porqué durante tanto tiempo la misa te ha dado lo mismo, y después
todo cambió ?» La respuesta es evidente: la que cambió no fue la misa, sino el
chaval. Cambia, pues, también tu corazó n, sin esperar para ello un gran milagro,
pero pidiendo al Señ or ti no pequeñ o. No vayas a la Eucaristía con zapatos de
plomo, decidido a hundirte una vez má s. Acércate a ella con un nuevo corazó n, con
un deseo intenso y con hombre de Dios, y participa activamente en las oraciones
con tus amigos.
«¿Qué hacer, cuando se está tentado de no volver a ir a misa?» Depende de lo
que entiendas por la palabra «tentado». Si, a pesar de tus esfuerzos, la Eucaristía
había perdido para ti -aunque momentá neamente- todo significado, está claro que
no puedes continuar haciendo una comedia. Eso sí, deberías estar absolutamente
seguro de encontrarte en tal extremo. E, incluso en este caso, deberías evitar el dar
un portazo sin esperanza de retorno. ¡Quizá puedas rezar de otra manera...!
Pero si la tentació n se reduce a un cambio de humor, a la ley del mínimo
esfuerzo, a una época de desá nimo o de falta de sensibilidad, al típico qué dirá n,
entonces te invito a no capitular. Insiste, entra con resolució n en el juego litú rgico y
participa en él con todas tus fuerzas. Puedes, incluso, ofrecerte como animador
litú rgico. ¡Haz algo! No pierdas una prá ctica que te costará mucho retomar.
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Por ú ltimo, me planteas esta pregunta: «¿Después de la comunió n se siente


algú n cambio? ¿Se es diferente de otros días?». Si se comulga con fervor y se toma
el tiempo necesario para «digerir» el don de Dios antes de volver al trabajo, seguro
que sí. No se tienen necesariamente estremecimientos viscerales, pero uno se
siente habitado por una presencia, que es la de toda la Trinidad. Porque la
Eucaristía conduce a la Trinidad. Se entra así en la paz, y esta paz es la que
alimenta nuestra caridad, y, en determinados momentos, nos hace encontrar las
palabras precisas para tal situació n. ¡Inténtalo...! Ademá s, la comunió n te hará
descubrir, con toda seguridad, la adoració n eucarística. Entonces querrá s
encontrarte en presencia de tu Señ or, porque habrá s cogido gusto a su cuerpo. No
hagas caso a los que dicen que el pan fue hecho para ser comido y no para ser
mirado. Si no te paras a mirar, no sabrá s a quién comes.
Simplemente te pondrá s en la cola de los que van a comulgar porque forma
parte de la ceremonia, un rito de participació n social, al que todo buen españ ol
«tiene derecho».
Me encuentro también con una pregunta sobre el sacramento de la Penitencia:
«¿Hay que confesarse a un sacerdote, o es suficiente con dirigirse directamente a
Dios?» Te agradezco que me hayas planteado esta pregunta, aunque me suena a
pregunta de adulto, pues, habitualmente, los jó venes reaccioná is ante el
sacramento del perdó n de otra forma. Es evidente que tampoco para vosotros es
fá cil ir a confesaros con un sacerdote, pero vuestra generació n se confía con mayor
facilidad. Tenéis, ademá s, toda una serie de organizaciones especializadas en
aconsejaros. Y en todas las reuniones, asambleas, peregrinaciones juveniles....
disponéis de momentos previstos para la celebració n del perdó n, con numerosos
sacerdotes a vuestro servicio. Sacerdotes con los que soléis ser má s espontá neos
de lo que nosotros lo éramos a vuestra edad. Se puede decir, pues, que las cosas se
asientan y, al menos, no son má s difíciles.
Pero el sacramento es algo má s que una consulta: es un acto de Dios. Si
realmente adoras al Dios-Amor, y no a otra divinidad, un día te dirá lo que le dijo a
Pablo en el camino de Damasco: «entra en la ciudad, y allí, se te dirá lo que tienes
que hacer» (Hechos 9,6). El se es Ananías, el responsable de la comunidad. El Señ or
ha querido necesitar a los hombres y te remite a ellos, no para deshacerse de ti,
sino para perdonarte con un corazó n y una voz humanos. No intentes pasar por
encima de la Iglesia: ofenderías al Señ or y perderías el tiempo. Acoge la ternura
donde te es ofrecida, y llora un buen rato si el corazó n te lo pide. Después
comprenderá s que hasta ese momento te habías equivocado de Dios.
No olvides lo que acabo de decirte respecto a los hombres (le Iglesia, que es el
tema que voy a abordar a continuació n. No son jefes; son padres. Uno de ellos se
llama incluso «el Santo Padre».

EL PERSONAL DE LA IGLESIA

EL PAPA

Cuando Juan Pablo II va de visita a cualquier país del mundo es acogido por
decenas de miles de jó venes que le aplauden con entusiasmo, incluso en Marruecos
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o en otros países musulmanes. A pesar de ello, me planteas preguntas sobre él,


directas y sin miramientos, como soléis hacer siempre los jó venes.

Su función

En primer lugar, preguntas sin contemplaciones:


«¿Para qué sirve el Papa?»

Personalmente, preguntaría:
«¿Quién es el Papa y cuál es su función en la Iglesia y en el mundo?»

Porque el Papa no es un utensilio, sino alguien, una persona con corazó n. Para
responderte, te remito directamente al Evangelio.

Í . El Papa es el sucesor de Pedro. No es que esté al mismo nivel que Pedro,


porque él no ha visto a Jesú s ni antes ni después de su Resurrecció n. Pero posee el
mismo carisma que Pedro. Los Papas se suceden unos a otros en la sede de Pedro y
su carisma es el de ser el cimiento del edificio, el fundamento que sostiene los
muras e impide que se agrieten (Mateo 16,18). Por eso Jesú s dio a Simó n el
sobrenombre de Cefas. ¡Un sobrenombre poco corriente en su época y que no
debió sentar muy bien a su suegra!
En la Iglesia cató lica hay, pues, un principio visible de unidad, a diferencia de lo
que sucede en la Iglesia ortodoxa, donde la comunió n es ú nicamente espiritual, sin
ningú n signo tangible. Bien practicado, el ecumenismo es algo excelente e
indispensable, pero la unidad querida por Cristo es mucho má s profunda que una
simple confederació n de Iglesias, aunque ésta pudiera ser un primer paso para
lograrla. El secretario general del Consejo Ecuménico no es un Papa, sino un
coordinador.

2. El servicio de la unidad no es una tarea administrativa, sino que su objetivo es


la preservació n y la fortificació n de la fe, sobre todo en los momentos difíciles. Este
es el papel que Jesú s confió a Pedro horas antes de que le negase. Para ello, le dijo,
llamá ndole por su antiguo nombre, el de un hombre débil como todos los demá s:
«Simó n, Simó n, Sataná s os reclama para cribaros, como a la arena, pero Yo he
rezado por ti, para que tu fe no desfallezca. Así pues, tú , cuando hayas vuelto,
confirma a tus hermanos» (Lucas 22,31-34). Pá gina emocionante, en la que se ve
có mo el Señ or, sin hacerse ilusiones, confiere a Pedro una gracia capital. El Papa es,
pues, pecador, pero infalible, aunque no siempre, sino ú nicamente en los actos
solemnes de su funció n, es decir, cuando define la fe y las costumbres. No hagas
como ciertos teó logos que, para destruir la infalibilidad, empiezan por exagerarla
para poder ridiculizarla mejor. Tampoco veas en ello un acto autoritario, sino un
carisma, es decir, una ayuda dada por el mismo Espíritu para que no sucumbamos
al vértigo, una especie de freno en la pendiente, si lo prefieres, aunque la imagen
sea demasiado negativa.
Fíjate que algunos textos del Evangelio, como el que acabo de citarte, confrontan
tres realidades: Pedro, Sataná s y la Cruz. Sataná s induce a Pedro a rechazar la Cruz
(Mateo 16,21-23), pero Pedro, una vez que ha vuelto de su traició n, preserva a la
Iglesia de sucumbir a esta tentació n. Sí, el papel de Papa es impedimos que «nos
avergoncemos del Evangelio» (Romanos 1, 16), rechazando la Cruz. En una época
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dominada por el vértigo, «tanto a derecha como a izquierda», Juan Pablo II asume
su funció n con una firmeza llena de bondad. ¡Es infinitamente menos autoritario
que algunos pensadores, para quienes todo el mundo es infalible..., menos el Papa!

3. El Papa es el obispo de Roma. No es, pues, un superjefe de los obispos, sin ser
él mismo obispo. No es tampoco el presidente de las Iglesias unidas. Forma parte
de lo que se llama el colegio episcopal, así como Pedro pertenecía al grupo de los
Doce, y es en el grupo donde lleva a cabo su funció n: ejercer no una primacía
honorífica (¿dó nde habla el Evangelio del honor humano?, ¿se habría preocupado
Jesú s de las dignidades ... ?), sino real. Esta autoridad no confisca la de los obispos,
ni los reduce a meros delegados o vicarios; no interviene continuamente en sus
asuntos. ¡el Papa aguanta mucho má s que cualquier presidente o jefe de gobierno!
Y, sin embargo, es una autoridad real y universal.
Encontrará s dos tipos de hombres en la Iglesia: unos (los galicanos), con un
«complejo antirromano» subido; otros (los ultramontanos), que saltan por encima
de su dió cesis y se proclaman inmediatamente ciudadanos de la Iglesia universal.
Evítalos a los dos. No elijas. Có gelo todo. No ames al Papa para despreciar mejor a
tu obispo. No te aferres a tu obispo para oponerte mejor al Papa. Estos son juegos
estériles de países ricos, europeos y americanos. La autoridad es un todo
indisoluble. Para un obispo, el Papa no es una amenaza, sino una ayuda preciosa.
Algo que se nota mucho en los países pobres o perseguidos (14: el Estado
perseguidor intenta siempre aislar a la Iglesia local para dominarla mejor).
Para el Papa, el obispo no es un «subordinado» gruñ ó n que se limita a gestionar
sus problemas locales, sino un hermano que, en su Iglesia particular, hace latir el
corazó n de la Iglesia universal.

4. Por ser el obispo de Roma, el Papa es elegido, no por el conjunto de los


obispos, ni siquiera por un sínodo (en una especie de elecció n a dos vueltas), sino
que es elegido por el colegio cardenalicio, que constituye el Senado de la Iglesia
romana. Afortunadamente, el colegio cardenalicio es cada vez má s internacional,
pero no por eso deja de estar menos unido a la Santa Sede. Má s que ningú n otro,
Juan Pablo II, a pesar de ser polaco, se afana en cumplir su funció n episcopal en su
dió cesis, aunque se haga ayudar en ello, sin contentarse con gobernar el conjunto
de la Iglesia. Si participas en una audiencia de los miércoles, y si hay diocesanos de
Roma, verá s hasta qué punto el Papa se interesa por ellos.... Y ellos por él.

Su vida

En tus preguntas pasas revista a todos los tó picos, desde los grifos de oro del
Vaticano hasta la piscina de Castelgandolfo, que, a tu juicio, escandaliza a la gente.
A mí, no. ¿Es un lujo una piscina? ¡Y un Papa deportista es algo genial! Y en cuanto
a los famosos grifos, te propongo que subas a ver los apartamentos privados de
Juan Pablo II. Verá s que no hay gran lujo en ellos. ¡Tus estrellas preferidas, a las
que perdonas todo, seguramente tienen mucho má s confort en sus apartamentos
de Marbella o de Miami!
Por otra parte, los edificios representan un patrimonio difícil y costoso de
conservar. El gobierno españ ol tiene estos mismos problemas con sus
monumentos histó ricos, que no son funcionales, pero son difíciles de conservar y
que, ademá s, no se pueden demoler. ¿Por qué, entonces, tantas protestas contra el
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Vaticano? Después de todo, es un patrimonio: la gran casa de toda la humanidad.


No suelen ser los má s pobres los que má s se quejan de ello, porque allí se sienten
como en su casa. Ademá s, es bello. A mí, que formo parte del pueblo, me gusta.

También cuestionas los viajes de Juan Pablo II en tus preguntas:

«¿Para qué sirven estos viajes oficiales?


-¿Por qué el Papa se hace aclamar como una estrella?
-¿Por qué, en sus numerosas visitas por todo el mundo, el Papa hace gastar sumas
importantes de dinero que podrían darse a los pobres?
-Cuando es recibido en el aeropuerto por un jefe de Estado, ¿el Papa es recibido
como obispo o como soberano? ¿No resulta algo ambiguo todo esto?»

Es verdad que, desde Pablo VI, los Papas viajan mucho, y cada vez má s.
Habíamos perdido la costumbre de que los Papas viajasen y, por eso, sus viajes
siguen sorprendiendo. Pero, ¡qué difícil es contentar a los cató licos! Cuando
permanecía tranquilamente en su casa, recibiendo a los cardenales y a los
embajadores, se decía que olía a cerrado. Y cuando sale, se dice que hace turismo.
¡Es el cuento del padre, el hijo y el asno ...! Yo, en cambio, estoy loco de contento de
que el Santo Padre no permanezca encerrado en sus 44 hectá reas (¡con piscina!).
Le vemos y nos ve. No viene a pasearse ni a tirar de las orejas a los episcopados
nacionales, sino a reunirse en torno suyo con nuestros pastores y a animarnos. Nos
habla y eso nos hace mucho bien.... aunque a veces se alargue un poco... ¿Se puede
llamar turismo a sus cabalgadas agotadoras, en las que hay que viajar, sonreír
constantemente, hablar en una lengua desconocida y abrazar a los niñ os? ¿Se
pueden llamar shows a esas asambleas tormentosas, como en Nicaragua, o al
inevitable cortejo de homosexuales, como en Amsterdam, o al de las monjas
americanas que reclaman el sacerdocio? De tal manera, que Juan Pablo II es
recibido con má s delicadeza en los países no cristianos o poco cristianos, como
Marruecos o Japó n. Lo que má s me llama la atenció n de sus viajes son esos raros
momentos de calma, en lo que se ve a nuestro Juan Pablo sentado en su silló n, con
los ojos cerrados y la cabeza entre la manos, só lo con su Dios. ¡Esta capacidad de
recogimiento, en medio de una inmensa multitud, es algo impresionante!
Desde los acuerdos de Letrá n (1929), el Vaticano es considerado como un
Estado independiente. Este estatus le concede al jefe de la Iglesia una mayor
independencia (como se pudo constatar durante la ú ltima guerra). Pero esto no
engañ a a nadie. El Papa no es primordialmente un jefe de Estado. ¡Tiene otras
muchas cosas que hacer, ademá s de gobernar sus 44 hectá reas! Cuando visita un
país, es recibido como un soberano extranjero, con el himno nacional del país en
cuestió n y el himno pontificio (por cierto, no muy bonito). Esto le complica la vida,
porque tiene que pedir y obtener el permiso del correspondiente gobierno, y debe
saber muy bien donde pone los pies. Pero tranquilízate; desde el mismo instante
en que baja del avió n, Juan Pablo II proclama inmediatamente que ha venido a
llevar a cabo una misió n pastoral, lo que despeja cualquier ambigü edad. Y, aunque
mide sus palabras, no duda en hablar de justicia social y poner el dedo en la llaga,
aun en presencia de los potentados y poderosos, que no suelen poner buena cara.
Los periodistas, que está n siempre al acecho, han publicado algunas de estas
muecas desaprobadoras de determinados gobernantes.
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Nos queda la inevitable cuestió n de la financiació n de los viajes, que suele recaer
en los cató licos del país visitado. ¡Después de todo, tienen derecho a darse este
gusto! Pero, incluso en este punto, déjame que me ría un poco contigo. ¿Sabes
cuá nto cuestan los desplazamientos habituales de nuestras personalidades
políticas? Ademá s, Juan Pablo II no tiene la culpa de haber recibido tres balas en el
vientre un trece de mayo, y que, como consecuencia de ello, haya que movilizar un
contingente importante de policía para protegerle. Si caes en la cuenta de la
importancia espiritual de un viaje pastoral, lo entenderá s perfectamente. Tu crítica
-o la que un adulto te ha soplado- procede seguramente de que no ves la
importancia de estas visitas que nos reú nen y nos animan. A no ser que no tengas
el má s mínimo interés en escuchar al Papa recordarte, en tu propia patria, alguna
exigencia mortal que detestas. Interró gate sobre este punto. ¿Cuá ntas cosas no
eres capaz de perdonar a las personas que quieres? Y en cuanto a las pobres, el
Papa también va a verles, y ellos está n felices de recibirlo sin reparar en gastos.
Porque no só lo de pan vive el hombre... (15: Después del paso de un terrible cicló n
que arrasó el sur de obispo de La Reunió n pensaba anular el viaje del Papa,
programado para tres meses después, para que el dinero fuese destinado a los
siniestrados. Pero la gente le decía: «de ninguna manera, Padre, también nosotros
necesitamos un signo de esperanza».)

¿No existe también la pobreza espiritual, como la tuya, por ejemplo?


Alguna vez me pregunto: «¿qué haría si el Papa entrase ahora mismo en esta
sala?» yo respondo sin dudarlo: una gran aclamació n y un círculo familiar a su
alrededor... su isla, el

Su enseñanza

Esto es lo que les hace «pupa» a algunos: la doctrina.

«¿Admite las ideas del Papa sobre el sexo?»

¡Yo, sí, y por Completo, y un gran nú mero de jó venes también! Para justificar mi
respuesta no voy a darte todo un curso, pero sí voy a proponerte un
discernimiento previo, es decir aclarar tu malestar. Sígueme, amigo.

1. Cuando un pastor se pronuncia sobre un determinado punto, es para


clarificar un problema debatido; de lo contrario, su enseñ anza no tendría interés
alguno. Interviene, pues, en un debate agitado y toma partido resueltamente. En
estas condiciones es normal que sus documentos susciten diversas reacciones, y,
por lo tanto, contestació n. Evidentemente, los medios de comunicació n insistirá n
mucho má s en las posturas de los recalcitrantes que en las de las los satisfechos: es
una de las reglas del periodismo.
En Teología se dice, a veces, que un texto del magisterio debe ser «recibido» por
toda la Iglesia. Recibido en el sentido de «acogido en la fe», y no en el sentido de
que sea «votado». ¿Por qué? Hoy hablamos mucho de los profetas. Pues bien, estos
valientes personajes suscitaron la contradicció n y llorará n: piense en Jeremías
debatiéndose en el cieno en el fondo de la cisterna y jurando que, si lo hubiera
sabido, nunca habría dicho sí a Yahvé (Jeremías 20,7-18). Ademá s, su enseñ anza no
fue aceptada porque criticaba la manera habitual de comportarse de los israelitas.
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¿Quiere eso decir que su enseñ anza era falsa o inoportuna? ¡De ninguna manera; al
contrario, daba en el clavo! Si, cuando sale una encíclica, todos los cristianos
dijesen: «¡Bravo, Santo Padre, genial, nos habéis dicho lo que ya sabíamos!», eso
significaría que el Papa habría perdido el tiempo y la tinta, escribiendo un texto
inú til. Por lo tanto, en cierto sentido, la contestació n es una buena señ al. Muestra
que, descubriendo la herida, el Santo Padre puso sal en ella y no azú car. La sal
quema, pero mata los microbios.

2. ¿Por qué no nos damos cuenta de todo esto? Porque nuestra sensibilidad ha
cambiado. Hace un siglo, Leó n XIII hacía vociferar a una parte importante de la
burguesía, al publicar una encíclica sobre la miseria del mundo obrero (Rerum
Novarum, 1891), y, cuarenta añ os después, Pío XI constataba que la herida todavía
no estaba cicatrizada. ¿Se equivocaba el Papa? ¡Qué va! Hoy todo el mundo lo
reconoce e incluso afirma que debería haberlo hecho antes. ¿A qué se debe este
cambio? Porque hoy estamos ya acostumbrados a escuchar a nuestros pastores
hablar de la cuestió n social (algunos no hablan de otra cosa), y nos parece algo
absolutamente normal... De la misma manera, dentro de algú n tiempo, que espero
que sea corto, los cristianos verá n como algo normal que la Iglesia hable de moral
sexual, porque, con el paso del tiempo, habrá n caído en la cuenta del cará cter
profético de las enseñ anzas actuales, y de la valentía de los Papas que se atrevieron
a desafiar a la opinió n pú blica.
Hoy, como hace un siglo, los que se oponen al Papa utilizan, sin darse cuenta, los
mismos argumentos. Unos argumentos de sobra conocidos:

a) La Iglesia se sale de su terreno: es lo que decía, hace ya mucho tiempo, un


almirante al obispo de Orleans, a propó sito de un problema de Defensa nacional.

b) La Iglesia no conoce nada sobre el tema: es lo que decían los economistas


liberales de los tiempos de Leó n XIII.

c) La Iglesia va contra la marcha de la Historia: también lo decían Hitler y Stalin.

d) No se puede moralizar sobre el sexo: lo mismo que no se podía moralizar


sobre la política en el período de entreguerras.

Así pues, amigo mío, pregú ntate de dó nde proviene tu reacció n. ¿Por qué eres
tan hipersensible en ciertos puntos y nada sensible en otros? ¿Por qué rechazas
categó ricamente el racismo y, sin embargo, toleras la prostitució n? ¿Se trata de una
convicció n razonada? ¿Cuá l? ¿O se trata, má s bien, del miedo a no pensar como la
mayoría?

3. El Papa no es un farmacéutico, sino un pastor. Es lo que respondí a una chica


de un instituto que me decía: «Soy cristiana, pero tomo la píldora, ¿qué piensa usted
de ello?»
a) que no debe disociarse el amor del don de la vida;
b) que el don de la vida no debe disociarse del amor. Esta es la verdad. Y una
verdad inalterable... Y liberadora. Y añ adí: a) Todo depende de lo que quieras hacer
tomando la píldora. b) ¿Está s segura de no arruinar tu cuerpo con ella? (16:
Buscar en las encíclicas «lo prohibido» o «lo permitido» es no entender nada de
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nada. En realidad, la Iglesia no cesa de repetir continuamente lo mismo, ya sea por


boca de Juan XXIII o de Juan Pablo II)

4. El recuerdo de una exigencia moral no funciona como algo meramente


mecá nico, dado que es algo que se propone a una conciencia responsable de sus
actos. Es verdad que una ley es siempre una ley y comporta un imperativo que no
se puede esquivar ni diluir. No se puede decir del «amará s al Señ or con todo tu
corazó n»: es una simple indicació n que no reviste cará cter obligatorio alguno. Sin
embargo, y sin querer atenuar el rigor de la exigencia, la conciencia humana puede
dar pasos hacia ella. Cristo nunca te reprochará que estés en camino, si ese camino
tiene una meta. Lo que sí te reprocharía, seguramente, es que arrojaras la ley a la
basura, tachá ndola de estú pida. La vida moral es el camino de una alegre humildad.

5. No reduzcas todo a tu problema personal. Cuando el Papa escribe un


documento importante, está pensando en la sociedad internacional. Así, cuando en
1968, Pablo VI escribió la tan discutida encíclica «Humanae vitae», sabía muy bien
que las grandes potencias preferían pagar programas de esterilizació n a los países
del Tercer Mundo que ayudarles a desarrollarse: ¡lo primero era mucho menos
costoso! Y cuando Juan Pablo II -o el cardenal Ratzinger- abordan cualquier
problema de bioética, lo primero que denuncian es la inquietante deriva que está
tomando actualmente la ciencia. En efecto, al principio cualquier prá ctica parece
absolutamente normal e inofensiva, pero es el primer paso del aprendiz de brujo
en la manipulació n del ser humano. ¿Quién sabe a dó nde nos puede conducir?
Tanto má s que este tipo de ciencia se produce por vez primera en la historia.
Ademá s, hay que tener en cuenta que los individuos está n siempre influenciados
por la cultura global dominante y terminan por no poder resistir a su influjo. ¿No te
parece que todo esto merece una reflexió n?

6. En el fondo, lo que te da miedo es ir en contra de la opinió n mayoritaria. Pero,


en esto, como en otras muchas cosas, no podrá s ser cristiano sin aceptar ser
diferente. Seguramente tu padre sabe lo que cuesta ser honrado en los negocios.
Pues en esto es exactamente lo mismo. El día en que lo aceptes y decidas vivirlo
alegremente será s libre (17: «Usted habla de libertad, pero defiende la autoridad
del Papa» me dices ¡Por la sencilla razó n de que esta autoridad me permite ser
libre!), sin que ello signifique que eres un héroe ni un cascarrabias desagradable.

LOS SACERDOTES

No me planteas pregunta alguna sobre los obispos. En cambio, sí hay muchas


sobre los sacerdotes, y la mayoría de ellas son preguntas mediatizadas, como si no
fueses má s que un espejo de la sociedad. Hay, sobre todo, una cuestió n que repites
continuamente, como un loro, y es la que hace referencia al matrimonio de los
curas:

«¿Por qué no se casan los sacerdotes?


-¿Por qué los clérigos no pueden tener hijos?
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-Si Dios quiere nuestra felicidad, ¿por qué prohíbe el matrimonio de los curas?»

Las chicas se preocupan má s por las religiosas. Una de ellas hace una pregunta
como si las monjas fuesen el harén del Santo Padre:

«¿Por qué el Papa prohíbe a las monjas casarse? ¿Por qué las guarda todas para
él? Es muy egoísta».

Siento muchísimo todo esto como sacerdote feliz de serlo. Y lo que má s me


aflige es que no hagas un esfuerzo para comprender mi corazó n. ¿Cuá l es mi
problema? Mi problema es que he entregado mi vida a Jesú s para que venga su
Reino, y su Reino no acaba de llegar. Mi problema es encontrarme a menudo, en
bautizos y matrimonios, con gente que apenas tiene fe y que, sin quererlo, me
hacen hacer una comedia. Mi problema es aguantar a los niñ os en la catequesis,
ayudar a los jó venes a convertirse de verdad, entrar en contacto con el mayor
nú mero de personas y encontrar las palabras justas para hacerlo. Mi problema es
acoger a los heridos y orientarles lentamente hacia la curació n; sostener a los
militantes comprometidos en la vida familiar, social, o en la acció n caritativa. Mi
problema es conciliar las obligaciones de mi agenda con las imprevistas que
surgen; mantener el tiempo de oració n aunque me cueste; acompañ ar a los
moribundos... Y tú , para consolarme, me dices, con un tono lleno de compasió n:
«cá sese y todo se arreglará .» No conoces nada del corazó n del cura, y la ú nica
canció n que le cantas es la del matrimonio. Es exactamente como en la película de
Scorsese: ¡en la cruz, Jesú s consuma su sacrificio por la salvació n de todos los
hombres, está en el paroxismo de su caridad, se retuerce de dolor.... Y el cineasta le
propone las caricias y los mimos de María Magdalena! ¡Grotesco y repugnante!
Mi dolor de cura no procede de dormir só lo en una cama, sino de constatar que
la gente intenta siempre buscarme otra «razó n social» distinta a la que anida en mi
corazó n. ¡Como si no se viese a las claras que estoy enamorado de Jesú s! Lo mismo
suele ocurrirles a los monjes, a quienes muchos turistas confunden con fabricantes
de queso...
Es evidente que no conoces el sacerdocio. ¿Y el matrimonio? A finales de 1988
estuve tres días en un instituto, sometido a toda clase de preguntas por parte de
los chavales. Algunas está n recogidas aquí. Como no podía ser menos, entre ellos
proliferaron las preguntas sobre el sexo. Después de haber hecho el recorrido a
todos los problemas relativos a la sexualidad (aborto, divorcio, anticonceptivos,
relaciones prematrimoniales ... ), me plantearon el problema del celibato «forzado»
de los curas. De pronto, me enfadé. No soy malo, pero tengo un cará cter fuerte.
Entonces, les dije: «¡Ah, mis canallas! Acabá is de destruirme por completo el
matrimonio, y después de la carnicería, venís a ofrecerme los pedazos en un plato.
¿Lo hacéis aposta u os está is burlando de mí?... Vosotros no queréis curas casados:
un matrimonio legítimo y feliz es demasiado retro para vosotros... Lo que queréis
son sacerdotes amancebados, divorciados, vueltos a casar (con monjas, mucho
mejor), abortistas, homosexuales... Dejadme que os diga una cosa: ¡vosotros no
queréis mi felicidad, sino mi complicidad, porque mi vivencia alegre del celibato os
avergü enza y no la soportá is. Y si defendéis a los sacerdotes que no se encuentran
a gusto en su estado, no es por ellos, sino por vosotros, porque su desgracia os
complace: ¡por fin, los curas van a ser como todo el mundo, en vez de
singularizarse en lo imposible! ... » Intenta imaginar sus caras asombradas. Estos
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ratos de indignació n los he vuelto a repetir en varias ocasiones, y siempre con el


mismo éxito.

Podría hacer como Jesú s que, de vez en cuando, actuaba como los gallegos, es
decir, respondía a una pregunta con otra (Mateo 21,23-37). Podría decirte:
«explícame primero qué es lo que entiendes por matrimonio y yo te diré después
por qué no me he casado.» Pero no voy a hacerte esperar má s. No me he casado
porque el Señ or me ha dispensado del matrimonio y la Iglesia se ha aprovechado
de ello para llamarme al sacerdocio. Estoy tan contento de pertenecer a mi Dios
que no me imagino entregá ndome a una mujer. Por otra parte, con el nunca estoy
solo. Soy feliz consagrá ndome enteramente a la paternidad espiritual. Loco de
alegría por no tener el corazó n dividido. Loco de alegría por encontrarme ya en la
ternura del Reino, donde el matrimonio ya no existirá .

Esto es todo, amigo mío. Y no me eches en cara que desprecio el matrimonio.


Creo en él mucho má s que tú .

LA IGLESIA, SU PRESENTE Y SU FUTURO

Siento que en el fondo de tu corazó n bulle una pregunta inquietante:

«¿Hay que ser cristiano o moderno?»

A la que se añ ade esta otra:

«La Iglesia está acabada, ¿por qué, entonces, perder el tiempo evangelizando?»

Está s inquieto y te preguntas:

«¿Se puede ser joven y cristiano hoy?»

Anteayer la pregunta era todavía má s radical:

«¿No ha pasado totalmente de moda el Evangelio?»

¿El Evangelio? Claro que no. La Buena Noticia continú a siendo anunciada y
creída. La Palabra no cesa de convertir corazones y originar nuevas comunidades,
que relevan con ventaja a las viejas comunidades que desaparecen. Má s aú n, allí
donde los cató licos han bajado la guardia, otras confesiones má s audaces se lanzan
sobre el terreno. ¡Realmente, el Evangelio es inquebrantable!
Pero una cosa es el Evangelio y otra cosa distinta es la Iglesia. Esta es portadora
del Evangelio, pero el portador puede cansarse aunque su carga permanezca
intacta. ¿Qué es lo que má s fatiga al portador: el camino, las piedras, los obstá culos
externos... o la misma carga de cuya eficacia se duda? Dicho de otra forma, ¿la
dificultad de creer en Cristo procede de tu entorno... o de tu propio corazó n?
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Intentemos pensarlo juntos.

1. El cristianismo es una religió n insó lita y mucho má s frá gil e inestable que las
demá s. Para nuestro Dios es una empresa arriesgada y azarosa. En vez de quedarse
tranquilo en su cielo, fuera de nuestro alcance, el Señ or quiso caminar entre
nosotros y se entregó a las manipulaciones de los hombres, que pueden triturarle a
su gusto. Y no estoy hablando só lo y, sobre todo, de los enemigos de Dios, sino de
los mismos bautizados, que pueden ser los primeros falseadores de su fe. ¿Por qué?
Porque la fe cristiana tiene la extrañ a capacidad de deshacerse desde el interior, a
causa del relajamiento de sus miembros o de su verdad mal entendida. Alguien ha
dicho que el cristianismo era la ú nica religió n susceptible di, suprimirse a sí misma,
llevando sus principios hasta el final Llevados hasta el final... de la incoherencia, los
citados principios ya no son evangélicos. Porque las bienaventuranzas, que nos
prometen la persecució n, no nos invitan al suicidio. N mucho menos al suicidio
alegre.

Voy a ponerte cuatro ejemplos para ilustrarte los posibles patinazos.

a) La Encarnació n es Emmanuel, Dios-con-nosotros. Pero con tanto insistir en el


«con nosotros», olvidamos que es Dios el que está «con nosotros». Estamos
llegando, sin darnos cuenta, a un humanismo no religioso o antirreligioso. ¿No se
ha llegado incluso a decir que Cristo había sido el primer ateo? el pobre Jesú s se ha
hecho atrapar completamente por la tierra y la Encarnació n se ha convertido en su
enterrado¡ Es un riesgo que no existe, por ejemplo, en el Islam, donde Dios está
allá , el hombre aquí, y cada uno en su sitio.

b) La misericordia es algo realmente formidable. Pero puede conducir a


entender el perdó n como una complicidad. Es algo que se desprende de una de tus
preguntas: «Si Dios nos ama tal como somos, ¿por qué tenemos que cambiar?» Así,
Dios pasa de ser una exigencia a convertirse en una connivencia.

c) el respeto de la conciencia es algo fundamental, pero, mal entendido, conduce


al subjetivismo, en cuyo caso la sinceridad reemplaza a la verdad. Con ello, la
misió n desaparece y se termina diciendo que evangelizar a un budista es hacerle
un mejor budista. Y cuando la falta de coraje se suma a la falta de convicció n, el
mismo misionero suele convertirse al budismo (casá ndose con una budista, por
ejemplo). De esta forma, la cosa de la vuelta por completa.

d) La libertad de los hijos de Dios es una felicidad, pero, malentendida, puede


degenerar en permisividad. Pablo lo decía: «En efecto, vosotros, hermanos, habéis
sido llamados a la libertad; só lo que no sea esta libertad pretexto para vivir segú n
las pasiones» (Gá latas 5,13). Lo que falta en todo esto es el discernimiento, el ú nico
capaz de descubrir a este Sataná s que se disfraza de á ngel de la luz (2 Corintios
11,14). Porque el diablo sabe muy bien que la belleza del cristianismo es también
su debilidad. Así pues, amigo mío, ya ves que temo mucho má s a la ceguera que a la
persecució n, y a la estupidez interior mucho má s que a la violencia externa.

2. Pero, por las mismas razones, la fe cristiana posee una capacidad constante de
resurrecció n. Mira la historia de la Iglesia: es un continuo y renovado surgimiento
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de bellas figuras y creaciones, nuevos santos y nuevas iniciativas. Toda una serie
de insurrecciones espirituales que llegan siempre en el mejor momento, y cuando
má s falta hacen. Así, mientras centenares de sacerdotes morían en condiciones
horribles durante la Revolució n Francesa, el Señ or hacía crecer al joven Juan María
Vianney, fruto de su heroico sacrificio. Por lo tanto, deja de hablar de las
«posibilidades» de la fe en el futuro. Posibilidad, suerte o azar son palabras
paganas dirigidas a una Diosa caprichosa. Pero el cristiano no adora a ningú n
poder anó nimo. Su suerte es el don que procede de un Dios personal y amoroso, y
este don se llama gracia. La gracia no es una casualidad, aunque llegue de
improviso. Tampoco es el resultado de un cá lculo estimativo de probabilidades,
porque interviene cuando menos se le espera. Piensa en la pesca milagrosa en el
lago Tiberíades. No estaba programada, pero tampoco fue fortuita. «¡Es el Señ or!»,
grita Juan, que identificó de pronto la silueta del hombre en la orilla (Juan 21,7).
¡Tú haz como él y olvídate de los sondeos!

3. Los medios de comunicació n no cesan de repetirnos que la Iglesia muere, que


la prá ctica religiosa se hunde, que las Iglesias se cierran, que los cristianos se
convierten al Islam, que los mismos curas ya no creen, y, como el administrador
prudente (Lucas 16,1-8), buscan un trabajo en otra parte, cuando todavía está n a
tiempo. Y todo esto te impresiona a pesar de que habría mucho que discutir sobre
todo ello. La prá ctica habitual se hunde, pero la fe militante se afianza. Los
intelectuales desvarían, atrapados por el mundo, pero aumentan
considerablemente las peregrinaciones populares. Hay iglesias que cierran, pero se
está n construyendo otras muchas en los barrios nuevos de las grandes capitales.
Los cristianos se convierten al Islam, pero también hay musulmanes que entran en
la Iglesia cuando se hallan en países libres. Ha habido una caída considerable del
nú mero de curas, pero está surgiendo una joven generació n de calidad. Para
responder a esta cuestió n que te preocupa, en la revista «Familia cristiana» me
contenté con abrir mi cuaderno y contar lo que había hecho durante un trimestre.
Era la ú nica respuesta elocuente...

4. Por otra parte, los medios de comunicació n saben muy bien que la Iglesia no
muere, que está prodigiosamente viva, y, eso les inquieta. Sí, amigo mío,
contrariamente a lo que piensas, la Iglesia da miedo a algunos a causa de su
vitalidad: nadie se ensañ a con un cadá ver. Por eso los «buitres» atosigan con todas
sus fuerzas al Leó n de Judá o al Emmanuel porque estas comunidades son
vigorosas y evangelizadora.. Por eso también lanzan sospechas sobre las reuniones
de jó venes, acusá ndolas de triunfalistas o de conformismo gregario. Por eso
preocupa el éxito de Juan Pablo II. En cuanto a los nuevos movimientos
carismá ticos, después de haberlos despreciado como una ingenuidad cantante y
gesticulante, se les comienza a valorar. Libros y revistas hablan con inquietud del
«retorno de las certezas», del renacimiento del «fundamentalismo» o de la
aparició n de «nuevos integrismos». Y. ademá s, se culpa a los grupos editoriales de
sostener la reaparició n de lo retro. Ya ves, cada uno se defiende como puede,
blandiendo palabras como espantapá jaros.

5. La tentació n de la sociedad es hacer callar a la Iglesia. Dado que rehú sa


hacerse có mplice, que, al menos, se encierre en su silencio. Se ha llegado, incluso, a
hablar de un apartheid blando para ella. Pero, como la Iglesia se defiende, se
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continú a descalificando a sus pastores má s conocidos. Y se habla de clericalismo,


de secta y de intolerancia. (¿Quién es el intolerante? ¿No es, acaso, la misma
sociedad, que hace callar todas las voces discordantes?)

Lo que má s rabia me da es que algunos cristianos sucumben y se convencen de


que el mundo tiene razó n. Por eso reclaman para la Iglesia su «encarnació n» en un
mundo absolutamente «secularizado», y le piden que se adapte en nombre de la
pureza del Evangelio y del respeto a la «modernidad» (pero, ¿no estamos ya en la
«postmodernidad»?). Invocan, incluso, el despojo de los místicos..., e intentan
ganar para su causa al mismo Charles de Foucauld. No escuches estas canciones
que huelen a 1968. Una cosa me sorprende. Antes, los mayores se empecinaban en
conservar el pasado, lo cual es comprensible. Hoy, en cambio, se afanan en todo lo
contrario, como si el futuro necesitase su permiso para existir. Pero, después de
todo, ¿el futuro que nos anuncian no es un pasado reciente? Estaba pensando en
eso anteayer, entresacando de mi biblioteca las obras de un autor difunto ya
superadas. ¡Dios mío, qué rá pido pasan las cosas y el tiempo! Sé muy bien que a
mis libros les va a suceder lo mismo. De hecho, podría ponerles una advertencia,
como la que se coloca en los yogures: «consumir preferentemente antes de...» Só lo
pido a Dios que no me convierta en un «antiguo combatiente de la vanguardia» o
en «un conservador de mi propia revolució n ....».

6. Debes amar apasionadamente el mundo contemporá neo, como los santos han
amado su época, para hacer frente a sus necesidades. Piensa en Juan Bosco, o en
Ignacio de Loyola. Pero eso no quiere decir que seas un ingenuo. La sociedad va a
intentar neutralizar a la Iglesia por todos los medios. En primer lugar, haciéndola
callar, argumentando que el cristianismo, como todas las religiones, pertenece al
dominio privado. Algo que rechazo en nombre del Concilio Vaticano II, que ha
pedido a los Estados que no impidan a las comunidades recordar sus principios ni
aplicarlos en la vida social (Dignitatis humanae n. 4). Los Papas anteriores han
dicho lo mismo a los Estados totalitarios, sobre todo Pío XI. Entiéndelo bien. La
Iglesia no pide reinar ni imponer sus leyes. En esto, nuestro mundo está
secularizado y, sin duda, es mejor así. Pero, dado que es una Iglesia, y no una secta;
dado que cree en una Buena Nueva, que es algo diferente a una opinió n; dado que
trae la salvació n, y no una bagatela.... por todas estas razones es «experta en
humanidad» (Pablo VI). Cristo no trae una verdad para el cristiano, sino una
verdad para el hombre. La Iglesia no impone esta verdad a nadie, pero la proclama
bien alta, incluso si molesta a algunos. La Iglesia no incendia los cines que
proyectan «malas películas», pero tiene todo el derecho del mundo a declarar que
una determinada producció n ofende la conciencia de muchos. La Iglesia no juzga a
los ministros y a los médicos que, ante la amenaza galopante del SIDA, piensan, en
conciencia, que hay que utilizar preservativos, pero tiene todo el derecho del
mundo para decir que ésa no es la verdadera solució n del problema, y que este
procedimiento no debe convertirse en una incitació n a la anarquía moral para los
jó venes.

7. La sociedad puede utilizar también otras tácticas con la Iglesia:

a) Neutralizarla educadamente, asimilando, por ejemplo, los lugares de culto a


lugares culturales, o eximiendo de impuestos el dinero entregado para el culto...
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b) O neutralizarla despiadadamente, haciendo prá cticamente imposible, por


ejemplo, a los médicos y a las enfermeras el derecho a la objeció n de conciencia en
materia de aborto. Y esto es la má s pura intolerancia y negando libertad de
conciencia.

8. Lo que apena a algunos cató licos es ver que algunos pronó sticos del ú ltimo
concilio no se han cumplido, es decir, que el mundo no se ha convertido tan
rá pidamente ni tan globalmente como se esperaba, gracias a la actitud má s
conciliadora de la Iglesia. Es una pena, pero la historia no se detiene en 1964. Creo
que debemos proseguir con todas nuestras fuerzas la tarea iniciada por el Vaticano
II, pero, como decía Maurice Clavel, «ir al mundo» no es «rendirse al mundo».
Personalmente, y poniendo la palabra entre comillas, espero una especie de
«persecució n» larvada, de tipo administrativo por ejemplo, en la medida en que el
Estado vea confirmarse la renovació n de la Iglesia. En el fondo, no tiene
importancia. Al final, «todo, es gracia».

9. Me preguntas: ¿cristiano o moderno? Yo no escojo. Ni la madre Teresa, ni el


Abbé Pierre, ni un matrimonio que ha adoptado dos niñ os subnormales, ni Jean
Vanier, ni Roger Schutz. Y, que yo sepa, no son dinosaurios... ¡Tira tu vergü enza a la
papelera! ¡Tienes que estar orgulloso de Jesú s!

«Iglesia, mi amor, Iglesia, mi madre:


Só lo corres haciéndote cautiva
del amor del Hijo de Dios.
Iglesia rechazada, Iglesia escarnecida:

Mi amor cura tus heridas,


y tus sufrimientos transfiguran mi vida.
el secreto de los pobres, que son tu fuerza,
es toda nuestra alegría.

Tu canto de alabanza despierta mi corazó n,


tu silencio habla má s alto que todos los gritos.
Tu pasió n se hace Eucaristía.
Por la verdad de tu libertad,
haces de mí lo que soy.

Felicidad de ofrecer la vida por la Esposa elegida,


en su pobreza y en su esplendor.
Comunió n en la felicidad de su Bien Amado,
luz de los que han perdonado,
salvació n de la humanidad.

Has besado la cadena de tus pies y de tu cuello,


cadena de oro, cadena de amor
que te une a Jesú s y a María.
Algunas flores só lo brotan entre
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las lá grimas, las lá grimas de la sangre y del amor de Dios» (18: Poema
compuesto por Marie-Anne Petit).
95

IV. TUS PREGUNTAS SOBRE EL HOMBRE

A decir verdad, no he encontrado preguntas tuyas sobre el hombre. Quizá s eres


todavía demasiado joven para interesarte por ello. Por eso no me atrevo a juzgar;
simplemente constato que en el hombre ves sobre todo al individuo y sus
problemas, y no al ser social. Sin embargo, me hablas de los pobres para acusar a
Dios y a su Iglesia de no hacer nada por ellos (¿realmente lo crees?). Evocas la
guerra, pero para reprochá rsela también a Dios. Yo, en cambio, temo menos a la
guerra que al mundo estú pido que los hombres construyen... Dicho sin querer
ofenderte, eres un individualista encantador preocupado ú nicamente de tus
heridas, de tu profesió n... Y de tu sexualidad... Quizá sea tu edad. Por el contrario,
hay un tema que te obsesiona y que vuelve continuamente: el má s allá .

Así pues, voy a hacer tres partes desiguales: una pequeñ a reflexió n sobre la
libertad; otra sobre el cuerpo, y la ú ltima, y la má s importante, sobre la vida eterna.

LA LIBERTAD

No voy a darte un curso de filosofía. Só lo intentaré ayudarte a reflexionar y a


poner en claro tus propias ideas.

1. La palabra libertad tiene tres sentidos:

a) Soy libre físicamente cuando nada externo me fuerza o me impide hacer una
determinada cosa. No estoy encerrado con llave en una habitació n. No soy
prisionero, ni estoy secuestrado, ni bajo la amenaza de nadie. En definitiva, soy
libre de hacer lo que me plazca.

b) Soy libre psicoló gicamente cuando he logrado un grado suficiente de


madurez; si no soy un retrasado mental; cuando no estoy en estado de embriaguez;
cuando nadie me aterroriza ni me hipnotiza.

c) Soy libre espiritualmente cuando consigo vencer la servidumbre del pecado o


cuando llego a discernir mi vocació n.

Fíjate bien en esto, para no mezclarlo todo: puedo estar encarcelado físicamente
y, sin embargo, tener una extraordinaria libertad espiritual. Por el contrario, puedo
hacer todo lo que me venga en gana durante un fin de semana y, sin embargo,
aburrirme como un cosaco. Puedo estar en pleno uso de todas mis facultades y
servirme de ellas para enterrarme en el pecado. Así pues, só lo gracias a mi vida
espiritual soy capaz de liberar mi libertad. Porque la verdadera libertad no es la
posibilidad de hacer lo que cada uno quiera, como aburrirse por no tener una ideal
o suicidarse por no tener una razó n suficiente para vivir. Se puede también,
desgraciadamente, utilizar la libertad psicoló gica para matar a la libertad
profunda. Tal era el desafío que se lanzaba a sí mismo un joven cuando decía: «¿Y
si me da la gana de destruir mi alma?» Pero este desafío, ¿no era en el fondo una
llamada de socorro, como lo son tantos suiciDios fracasados? Por el contrario, es
96

bueno ayudar a una voluntad debilitada -la de un drogadicto, por ejemplo- para
hacerle salir de su caos, aunque los límites de la insistencia sean difíciles de fijar.
Lo mismo sucede con un niñ o, cuyos padres podrían llegar a prohibirle algo de
manera terminante. Só lo má s tarde, cuando haya madurado, el joven les estará
agradecido por haberle ayudado a madurar su libertad. Porque la libertad se educa
y se conquista.

2. No seas individualista, amigo mío; no te encierres en tu subjetividad, ni te


creas ú nico en el mundo. Tu libertad no consiste en hacer lo que quieras, por
capricho o por fantasía, sino en lograr lo que realmente debes ser. Y no tengas
miedo de la verdad. No digas que la verdad no existe. Por propia experiencia, sabes
bien que algunos caminos son falsos, que determinados actos te hieren, que las
ilusiones decepcionan y que el pecado destruye. Es cierto que, como nos recuerda
el Vaticano II, el hombre tiene que alcanzar la verdad libremente, sin coacciones.
Esto es lo que se llama la libertad de conciencia, a la que la Iglesia respeta por
encima de todo. Pero esta libertad no te exime de buscar lo que es justo, lo que es
exacto, lo bueno, lo que construye. Dicho de otra forma: la sinceridad no basta.
«Sincero» quiere decir «sin cera» (sine cera) y, por lo tanto, sin maquillaje. Pero la
ausencia de maquillaje no implica necesariamente la belleza. Se puede ser sincero
y estar en un error.
Regodearse en el mal hasta el punto de dejar de ser dueñ o de uno mismo y
perder la salud no es ningú n éxito. El pecado no da la felicidad. El poeta decía: «la
carne, desgraciadamente, es triste ... » La verdadera libertad no es libertinaje. La
exigencia moral no es algo arbitrario, como puede serlo una ley positiva (circular
por la derecha o por la izquierda). La exigencia moral es una sabiduría. Jesú s no
dice: «Esto es así», sino «bienaventurados seréis si ... ». Y, si no me crees, pregunta
a los que intentaron hacer lo contrario.

3. Tu libertad debe tener también en cuenta la del otro. Es algo que nunca debes
olvidar. A mi edad ya he oído a este respecto tres discursos sucesivos. En primer
lugar, el discurso de los derechos humanos: «La libertad es el derecho a hacer lo
que no molesta al otro.» Después, el discurso de las ideologías: «La libertad es el
deber de hacer todo aquello que va en el sentido de la historia, despreciando a los
enemigos, que no son má s que unos reaccionarios.» Y, por ú ltimo, el discurso del
nuevo individualismo actual: «Libertad es poder hacer cualquier cosa, incluso si
molesta a los demá s».
Por favor, amigo mío, no caigas en esta trampa. Tienes que estar pendiente del
otro. No puedes molestarle, ni atentar contra sus derechos. Tienes que evitar
escandalizarle y atentar contra sus convicciones morales o religiosas, haciendo
gala de tu impudor o profiriendo blasfemias (19: Esta regla vale para ti y para la
sociedad a la que perteneces. Ahora bien, es evidente que el ofendido no tiene
derecho a recurrir al atentado o a la muerte para vengar su derecho. No estoy de
acuerdo ni con Jomeini, invitando a matar a Rushdie, ni con los cristianos que
incendiaban los cines donde se proyectaba la película de Scorsese. Aunque también
es verdad la sociedad no puede provocar tales reacciones, dejando impunes a los
que insultan).
Debes ayudar al otro en caso de necesidad, y aunque nada te obligue a ello. No
puedes decirle que se levante para sentarte tú . Y mucho menos, puedes decir a
Dios, como Caín: «¿Acaso soy yo el guardiá n de mi hermano?» (Génesis 4,9). ¡Eso es
97

ser un caradura! Ahora bien, tampoco debes tener miedo a herir a tu hermano si le
das un consejo amistoso para sacarlo de sus debilidades o de sus errores, o si le
presentas la Verdad en Persona, que es Jesucristo. Hecha así, la propuesta de la fe
no es una agresió n, sino la má s hermosa de todas las caridades. No digas, pues,
para justificarte, que respetas mucho la libertad de los demá s, cuando lo que en
realidad te pasa es que tienes miedo a utilizar la tuya, porque no te atreves o
porque dudas.
¿Está s seguro de no ser intolerante, cuando, después de mi charla, me dices
furioso: «cá llese, es usted un intolerante»? Tú eres el intolerante, porque me
prohibes hablar. Yo no te impongo mis ideas, pero tengo todo el derecho a
exponerlas, sobre todo teniendo en cuenta que he sido invitado para ello. Es
evidente que puedes contradecirme. Yo mismo te invité a ello, pero sin salirle de
tus casillas. Acepta que sea diferente a ti sin sentirte por ello agredido y sin
impedirme que tome la palabra o que exponga mis razones. Haría falta que mi
lenguaje fuese realmente odioso y mis ideas ofensivas para que alguien me
impusiese el silencio o me pusiese de patitas en la calle.

4. En efecto, nacemos a la vida en sociedad, y, en primer lugar, en la sociedad


civil. Los soció logos nos dicen que para pasar del estado animal al estado humano
hay que respetar, al menos, dos prohibiciones: la del incesto y la del asesinato.
Escribir, pues, sobre los muros de la Sorbona, como en mayo de 1968, «prohibido
prohibir», es una estupidez, tanto má s que ello significa una prohibició n má s. La
verdadera libertad no es, pues, liberal, como no cesan de recordá rnoslo los Papas
desde hace un siglo. Ya ves en esta doctrina tres aplicaciones posibles.

a) el «dejar hacer» total conduce a la ley de la selva. Es la teoría del zorro libre
en un gallinero libre. Siguiendo esta regla, las leyes del siglo pasado permitían a los
patronos contratar a los niñ os para trabajar en la industria del textil. Niñ os de seis
añ os trabajaban once horas diarias hasta que, pocos añ os después, morían de tisis.
Cuando la jerarquía protestó , los economistas de entonces contestaron lo mismo
que los sexó logos de hoy: «¡Esto no es un asunto de obispos1» Como ves, las cosas
apenas han cambiado. Antes, a decir de algunos, no entendían nada de economía, y
ahora no saben ni papa de sexualidad.

b) ¡Atenció n a la incoherencia! ¿Có mo puede entenderse que se permita a los


medios de comunicació n incitar a los jó venes a la violació n, o a los padres al
incesto, cuando tales conductas está n duramente castigadas por la ley? ¿Puede el
Estado continuar con este doble juego? En un encuentro con jó venes de un
instituto, alguien me dijo: «entonces, ¿ qué hay que hacer: suprimir la ley penal o
censurar la televisió n?» Conociendo la opinió n de la sala, mayoritariamente laxista,
respondí: «pregú ntaselo a los encarcelados y a sus víctimas.»

c) ¡Cuidado con la parcialidad! No eres justo en el campo moral, cuando cierras


los ojos ante ciertas cosas y, sin embargo, vituperas otras. De tal forma que todo lo
relacionado con el sexo te parece mínimo (incluso la prostitució n de jó venes y
niñ os); en cambio, exiges que se castigue con rigor el racismo y el antisemitismo. 0
bien, absuelves con facilidad el mal que cometes (la impureza), pero denuncias el
de los demá s - y el que no te afecta personalmente (la tortura, por ejemplo). ¿A qué
viene esta diferenciació n? Hace un rato hablabas de sinceridad para disculpar el
98

error. Pero, seguramente, hay torturadores sinceros. Muchos de ellos, como


Eichmann, uno de los principales verdugos de los judíos durante la ú ltima guerra,
defienden su derecho a hacerla y se declaran dispuestos a volver a repetirla, sin
ningú n remordimiento, siempre que su superior jerá rquico se lo ordene. ¿Hay que
dejarles impunes?

5. Abordemos ahora el problema de la Iglesia.

a) La pertenencia a la comunidad cristiana es absolutamente voluntaria. Al


entrar libremente en ella, aceptas la institució n como la quiso Cristo, haces tuyo el
Credo y asumes unas exigencias mayores que las que te impone la nacionalidad.
Este es tu compromiso. Antes, la Iglesia te pregunta: «¿Crees? ¿Quieres?», y no
dejaré de replantearte estas dos preguntas en el umbral de los principales
sacramentos, especialmente el del matrimonio y el del orden sacerdotal.

b) No contrapongas tu libertada la autoridad (del Papa o de otros superiores).


En primer lugar, porque tú fuiste el que quisiste entrar, sin coacció n alguna, en la
Iglesia apostó lica. Ademá s, la autoridad es un medio para crecer (auctoritas viene
de augere, que significa hacer crecer). No la confundas con el autoritarismo, es
decir, el abuso de los que mandan sin explicaciones ni diá logo alguno. La verdadera
autoridad es un servicio, y un servicio difícil. Cuando un jefe es negligente e
irresponsable, puede cometer auténticas barbaridades. Por otra parte, mandar es
una prueba de gran humildad y disponibilidad. Estoy seguro de que has
encontrado ya auténticos jefes, cuya valentía te ha maravillado, al tiempo que no
entorpecía para nada sus dotes relacionales. Juan Pablo II hace su trabajo con todo
el corazó n y sin dejarse abatir por la contradicció n. Seguro que los que le critican,
cuando ejercen su autoridad, no tienen con sus subordinados la misma delicadeza
del Papa.

c) Un pastor nunca se opone al surgimiento de la vida. Lo ú nico que hace es


canalizarla para que no se pierda entre la arena inú tilmente. El pastor es el que
está atento a esos patinazos de los que hemos hablado má s arriba: los doctrinales y
los morales, que provocan, por un lado, la pérdida de la fe, y, por el otro, el
integrismo. El pastor se erige en defensor de los má s pequeñ os y de todos aquellos
que, para hacer valer sus derechos, acuden a las instituciones de la Iglesia. El
pastor visita las comunidades para escuchar a cada uno, y elige hombres
competentes y vá lidos para cada una de ellas. No hace falta que te recuerde los
duros combates que ha tenido que mantener el Papado para arrancar la
nominació n de los obispos al cá lculo político o a la cooptació n local. El Romano
Pontífice pudo reformar la Iglesia só lo porque se mantuvo firme en la ya famosa
«querella de las investiduras». Y continú a haciéndolo con valor, porque ése es su
deber, oponiéndose, sobre todo, a la designació n del amigo por los amigos, ya que
los «matrimonios consanguíneos» nunca dan buenos resultados. En el campo
intelectual, el Papa no prohíbe la investigació n, pero pide a los investigadores que
no lancen sus hipó tesis al gran pú blico, sobre todo prematuramente, para no
perturbar la opinió n pú blica ni escandalizar a los má s sencillos. Ademá s, los
verdaderos sabios no necesitan recurrir a tales procedimientos, porque son
humildes, no quieren impresionar a nadie, y son conscientes de la fragilidad de sus
descubrimientos.
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d) La Iglesia de Jesú s promueve tu libertad. Una de las frases del Evangelio má s


importante para Juan Pablo II es la siguiente: «La verdad os hará libres» (Juan
8,32). Para San Juan, en efecto, la verdad es la plenitud del don de Dios que se
encuentra en una Persona. Só lo será s realmente libre amando a Alguien con todas
tus fuerzas. «Ama y haz lo que quieras.» Todo lo demá s son griteríos de perió dicos,
vanas disputas, pérdida de tiempo y de energías. Deja para los má s mayores este
«complejo antirromano», que procede de su galicanismo y que funciona como la
rabia.

EL CUERPO

«A mi juicio, dices, el cuerpo es un obstáculo para el Espíritu Santo y una bestia de


carga.»

Tu opinió n puede parecerle mística a algunos, porque privilegia lo espiritual. En


realidad, expresa un dualismo muy grave que puede conducirte al extremo
contrario, es decir, a la licencia moral. Por otra parte, me da la sensació n de que te
sientes mal contigo mismo y todas tus preguntas revisten un cará cter moral:

«¿Qué piensa del aborto?


-¿Por qué la Iglesia prohíbe los anticonceptivos?
-¿Por qué las relaciones prematrimoniales no están permitidas?
-¿Qué diría a una chica que toma la píldora?»

Todas estas preguntas remiten a un problema má s hondo: «¿Qué dices de tu


cuerpo?» Sígueme y verá s como todas tus preguntas se reducen a este problema de
fondo.

¿Ser o tener?

¿el cuerpo forma parte del tener o del ser? ¿Es un objeto que poseo o un
componente de mí mismo? En el primer caso, es un estuche, una bolsa, un há bito
intercambiable por cualquiera de mis cosas. En el segundo caso, soy un todo, hasta
tal punto que la muerte me hace violencia porque introduce en mí una dolorosa
separació n. Lo sabes bien, y, por eso, me preguntas con un asombro comprensible:
«¿qué es un hombre sin cuerpo?>, es decir, un alma sola.

Ahora bien, a menudo conviertes tu cuerpo y el de los demá s en una cosa. Y de


ahí vienen todos tus problemas.

¿Se puede disponer del propio cuerpo?

«La mujer es dueñ a de su cuerpo», dicen los esló ganes de la planificació n


familiar. ¡Bonita forma de plantear el problema de la regulació n de la natalidad! Si
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la carne no fuese má s que un material cualquiera, el aborto no causaría ningú n


traumatismo a la mujer. Si la carne fuese algo extrañ o al espíritu del hombre, los
problemas psicoló gicos no acarrearían ese problema que se llama «somatizació n»,
es decir, la repercusió n de lo espiritual sobre lo corporal. El problema es que no
está s convencido de ello.
En primer lugar, está s preocupado por tener un cuerpo ideal y, para ello, está s
dispuesto a manipularlo, retocarlo y hacerte la cirugía, para gustarte a ti mismo y a
los demá s. Actú as como un espíritu que pilotase una má quina, segú n la idea que
Descartes tenía del ser humano.
Y después tratas de exprimir al má ximo esta bolsa de placeres, buscando, por
encima de todo, tu confort y tu comodidad. En esta bú squeda pides al cuerpo del
otro lo que, evidentemente, no encuentras en la caricia de un sofá , y te prestas a
este juego sin que haya ternura mutua, de manera mecá nica, y cambiando
constantemente de pareja. Te ofreces al instante, sin má s, o le provocas.
De hecho, confundiendo el noviazgo con las relaciones prematrimoniales,
ofreces tu cuerpo al otro como un cobaya, sin que haya compromiso alguno por
ninguna parte. A partir de este test sueles evaluar el conocimiento de tu amigo(a) y
las posibilidades de una eventual unió n. Pero pronto constatas que este pretendido
título de fidelidad no funciona. Me preguntas: «¿Esto es moral?» Y yo te contesto:
«Eso no es sabiduría ni conduce a nada. Cuando la Iglesia te pide la abstenció n, no
intenta importunarte ni interrumpir algo que funciona bien. Lo ú nico que te dice es
que lo que buscas no se obtiene de esa manera.» La relació n sexual só lo procura
una experiencia de plenitud si conlleva el don incondicional de dos personas que
desean amarse toda la vida. Sin esta donació n mutua, no es má s que un
frotamiento carnal en la superficie de la piel y del consentimiento. No esperes
ningú n conocimiento verdadero de esta curiosidad, que se limita a realizar
sondeos y a medirlos en el registrador de los estremecimientos. No, este juego sin
alma no es el aprendizaje del amor. Por eso, muchos de los que se han ido a vivir
juntos terminan renunciando a la idea del matrimonio: ya no quieren concluir
nada, porque tal experiencia nunca será concluyente y, entonces, la persiguen
hasta el agotamiento de la sensació n. Ni por un momento habrá n hecho un acto
realmente humano y libre.

¿Se puede disponer del cuerpo del otro?

Lo mismo sucede con el cuerpo del otro. El feto, incluso cuando está
desarrollado, parece a veces un tumor de la mujer; y algunos comerciantes se
aprovechan de las rebajas para hacer productos de belleza con ellos. Se trata, pues,
de una «cosa» que se opera y que se explota. En vez de acoger con cariñ o a este ser
ya constituido, algunos esposos deciden autoritariamente si lo reconocen o no; se
erigen en jueces para decretar si este objeto puede ser tratado como una persona.
Es lo que se llama la dialéctica del dueñ o y del esclavo: éste só lo existe en la
medida en que aquel le confiere la existencia. Al Creador, que les dice: «os hago un
regalo maravilloso», el hombre y la mujer responder sin rubor alguno: «nosotros
somos los que decidimos.»
Suponiendo, incluso, que el niñ o haya sido aceptado, a veces se confía el objeto-
embrió n a una madre de alquiler, una especie de incubadora humana que funciona
por dinero y con un contrato en toda regla. No hay amor por ninguna parte: só lo
una cosa que se confía a una má quina que ofrece garantías ¿Qué podrá sentir un
101

día el adolescente al que su madre cuente su nacimiento? ¡Es para traumatizarse!


Por otra parte, a veces la madre de alquiler se niega a entregar el niñ o después del
parto, porque el niñ o le parece suyo. No se puede transplantar impunemente un
niñ o en otras entrañ as para recuperarlo después, como si fuese una gabardina que
se lleva a la tintorería...
Se pueden también comprar otros cuerpos recurriendo a las prostitutas de
todos los sexos y edades. Entonces, lo que se atreven a llamar «el amor» funciona al
minuto y sin la menor ternura (aquí la ternura sería una trampa en las reglas del
juego ya establecidas). Se entabla, pues, una relació n hecha de desprecio mutuo.
Desprecio del hombre por esta mujer que se vende a cualquiera y que se puede
utilizar como se quiera; desprecio de la mujer así tratada hacia el macho que se
sirve de ella como un instrumento de placer.
También se puede llegar a querer deshacerse de un minusvá lido o de un viejo,
como si se demoliese un muro que estorba. Y todavía hay quien tiene la cara
suficiente para hablar de «eutanasia», es decir «muerte bella», como si se prestase
un servicio al enfermo, suprimiéndolo. ¿Quién puede encontrarse a gusto en tal
operació n? No es esta la actitud de la madre Teresa hacia los moribundos de las
calles de Calcuta... La «muerte bella» es terminar la vida como una persona, en
unos brazos llenos de ternura.
Todavía hay una ú ltima operació n posible: el embellecimiento del cadá ver que
se realiza en los salones funerarios de América del Norte. Es como encontrarse
ante un animal disecado del Museo de Historia Natural. El muerto es un objeto que
parece que está vivo, para tranquilizar a los que vienen a visitarle por ú ltima vez. Y
todo ello con el fondo musical de una composició n de Mozart. ¡Qué angustia
contenida se respira en esta comedia! Si has asistido al entierro de un monje,
habrá s descubierto inmediatamente la diferencia!

¿Tendremos otro cuerpo?

Hoy se habla mucho de la reencarnació n. También tú me preguntas varias veces


mi opinió n de ella. Má s adelante abordaré el tema en profundidad, pero déjame
decirte ya desde ahora que la reencarnació n es la consecuencia del cuerpo objeto.
Al final de esta vida, piensan algunos, no queda má s que sufrir o encontrar
complementos: ya sea para pasar por pruebas purificadoras, ya sea para continuar
un turismo que se juzga insuficiente. El alma pasa por las carcasas que sean
necesarias para eliminar el mal por frotamiento (en el primer caso) o para apagar
la sed de viajar (en el segundo). De esta forma, el dualismo es completo: de un lado,
un espíritu independiente que no tiene nada que ver con el alma; del otro, una piel
que, como las serpientes, se cambia tantas veces como sea necesario. Como ves, no
se sale de la ló gica que vengo denunciando.

Ahora bien:

a) el cuerpo es mi propio cuerpo, y no un disfraz disponible en cualquier teatro.


Yo no tengo a mi cuerpo. Yo no soy ni i cuerpo. Pero yo no soy sin mi cuerpo. Para
mí, ser es vivir, es palpitar en una carne. No es mi boca lo que besan, sin(> yo en
persona. No se dice a alguien: «mi corazó n te presenta sus respetos.» Mis
miembros no tienen nada que ver con esos autó matas manipulados a distancia que
pueden verse en las fá bricas modernas. Yo no maniobro mi cuerpo, ni asisto de
102

lejos a sus evoluciones, ni le contemplo hacer su gimnasia. El amor no es el reajuste


de dos mecanismos en un engranaje, sino la comunió n de dos personas con todo su
ser. Curiosamente, nuestra época se ufana de haber rehabilitado el cuerpo que se
encontraba postergado, se dice. Y, sin embargo, es todo lo contrario: lo ha
degradado, y, si lo cuida má s, lo hace como si fuese un objeto que hay que mimar
para que proporcione el má ximo placer.

b) No tengo má s que una vida y no dos. Una sola vida para amar, una sola vida
para experimentar. El tiempo del viaje se termina con mi muerte corporal. «Y por
cuanto a los hombres les está establecido morir una vez, y después de esto el
juicio» (Hebreos 9,27). Resucitaré, porque mi alma no está hecha para permanecer
separada; pero nunca me reencarnaré. Seré totalmente «yo», con mi cuerpo
glorioso, pero no iré a revestirme del cuerpo mortal de otra persona.... que no
puede prestá rmelo para dar otra vuelta a la pista, porque se ha convertido en
polvo, y también ella debe resucitar un día.

c) No me salvaré por el desgaste, sino por la misericordia de Dios. No será la


erosió n la que elimine las huellas dejadas por mi pecado, sino la ternura de mi
Dios, que provoca en mi corazó n un fuego purificador y activa mi deseo del Reino.

d) La reencarnació n no me dice absolutamente nada sobre la vida eterna: es un


movimiento sin fin que no desemboca en nada, a no ser en mi disolució n en el gran
Todo. Si esto es así, no vale la pena purificarse, porque no hay que encontrarse con
nadie. Nos arreglamos para ir de visita y no para ir a ahogamos.

Amigo mío, no te entretengas haciendo mezclas imposibles y fíjate en las


incompatibilidades radicales que hay entre ciertas teorías y la fe cristiana. No
intentes, pues, practicar la doble pertenencia. De lo contrario, estará s proclamando
a los cuatro vientos que no has entendido nada del cristianismo.

ESTO ES MI CUERPO

Retén la frase de Jesú s en la Cena: «Este es mi cuerpo entregado por vosotros.»


Esta frase se aplica a el y, en cierto modo, también a ti.

El cuerpo de Jesús

El cuerpo de Jesú s es, a la vez, recibido y entregado. Al entrar en el mundo,


mientras María ofrece su carne al misterio de la Encarnació n, el Hijo recibe la suya
para ofrecerla en sacrificio (Hebreos 10,5-7). No se la coloca, como un vestido, sino
que se la apropia y la hace suya. «Lo que fue clavado en la cruz no era un disfraz»,
dice Paul Claudel. Su cuerpo es el que permite a Cristo decir «Yo», con su condició n
limitada y vulnerable. Es la traducció n concreta de la palabra Emmanuel, Dios con
nosotros. Es el signo por el cual se nos entrega en la Pasió n y en la Eucaristía: no un
pedazo de el, sino el mismo en persona. Su cuerpo es la humanidad llena de fiebre,
en la que se abandona el Padre en Getsemaní. Resucitado, no se desencarna por
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eso, pero se hace tocar (Juan 20,27). Yo creería en el, haciendo abstracció n de su
carne y de los agujeros de su cuerpo, que, en adelante, son fuertes. Y, ciertamente,
cuando hablo del cuerpo de Jesú s, no olvido que está animado, y que es humano
gracias a un alma. «Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sá lvame.»
La Eucaristía hace intervenir el signo del pan y del vino. De esta forma nos
entrega la presencia del Resucitado por medio de estas humildes cosas. Pero estas
cosas han dejado de ser intermediarias para convertirse en «especies». Han
perdido, no su química, pero sí su substancia profunda, para convertirse realmente
en el Cuerpo y la Sangre del Señ or. No son símbolos, en el sentido normal del
término, ni simples alusiones poéticas. Tengo, pues, todo el derecho y el deber de
decir «Jesú s» al Santísimo Sacramento, aunque en esta presencia real haya un
aspecto provisional y limitado a nuestra tierra. Te digo todo esto porque me
preguntas: «¿qué es la hostia absolutamente ú nica- el Hijo encarnado y resucitado
hace conmigo una especie de cuerpo a cuerpo por medio de este signo que es el
alimento. De esta forma, va mucho má s allá que el cuerpo a cuerpo de los esposos
que no permite una tal interioridad y que no tiene una tal permanencia, pero se
presenta en la misma línea y con la misma imagen (cf. 1 Corintios 6,16-17).
Con cuanta má s fe comulgues, amigo mío, mayor será tu comprensió n de la
grandeza del cuerpo y de su maravillosa dignidad. No. El cuerpo no es un objeto
manipulable, sino la persona en su aspecto concreto, el «tú » vibrante y amante.
Ahora entiendes que uno no pueda divertirse con su carne sin destruir su ser
profundo. Y también entenderá s esta extraordinaria frase de Pablo a los Corintios,
reprochá ndoles su impureza: «el cuerpo no es para la fornicació n, sino para el
Señ or, y el Señ or para el cuerpo» (1 Corintios 6,13).

Tu propio cuerpo

Es evidente, amigo mío, que no te has encarnado como el Hijo de Dios: tu carne
es tu condició n normal. Lo que eres no lo has conseguido, a pesar de que también
tú entres en la misma diná mica del cuerpo recibido y entregado.
Tus padres no te han «infligido la vida», como dice Chateaubriand hablando de
su nacimiento, sino que te la han dado, espero que con sumo gusto. Como decía
Diana, dirigiéndose a su madre, que nunca había conocido porque la había
abandonado recién nacida: «Gracias por no haber abortado; la vida es tu mejor
regalo.» Cuando dos jó venes padres contemplan a su primer bebé en la cuna, no se
extasían ante él de la misma manera que ante un coche. En la cuna hay ya una
persona, cuyo destino es todavía desconocido, pero que ya lleva un nombre propio,
no un nombre comú n. En cualquier caso, cualquiera que sea tu origen humano,
Dios tu Padre te quiere y no puedes dudar de ello ni un instante. Y tampoco puede
molestarte, como a los ateos de hace algunas décadas, que hubieran preferido no
ser los hijos de nadie para poder ser totalmente libres.
Su cuerpo, un cuerpo que, evidentemente, no habían elegido, les parecía el signo
de su dependencia respecto a sus padres y a su Creador. Querían ser libres, sin
cuerpo y sin Dios. ¡Afortunadamente, esta época ha pasado!
Tú sabes que el hombre es imagen de Dios. Ahora bien, Dios es relació n, en el
interior de sí mismo, del Padre al Hijo en el Espíritu. Dios es también relació n al
exterior de sí mismo, que es lo que la Biblia llama Alianza. La imagen má s bonita de
esta Alianza es la del matrimonio. Y éste es el don de los corazones a través del don
de los cuerpos. Tu cuerpo te permite, pues, vivir a imagen de Dios, estableciendo
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con el otro una relació n amorosa y fecunda. Está claro que hay otras relaciones,
ademá s de la del matrimonio. Así pues, amigo mío, el cuerpo no es un obstá culo
para el Espíritu Santo, como me decías al principio, sino un ó rgano del Espíritu
Santo, aunque en ciertas condiciones. En la Visitació n, María e Isabel hablan con
sus cuerpos. María, embarazada de Jesú s, siembra la alegría a su paso como una
verdadera procesió n. Y Jesú s, desde lo má s profundo de sus entrañ as, hace
estremecer a Juan, que da saltos de gozo en el seno de Isabel. Todo vibra al mismo
tiempo, carne y espíritu... Incluso los enfermos y los minusvá lidos son capaces de
brillar casi físicamente con un cuerpo deficiente.
Y, ademá s, no hay donació n de ti mismo si no se expresa con tu cuerpo y si no
repercute en tu cuerpo. Ya sea casá ndote o aceptando el celibato consagrado, te
comprometes a una manera concreta de vivir y amar que no só lo se desarrollará en
el espíritu. De una u otra manera, toda ofrenda de ti seguirá las palabras de la misa:
«Tornad y comed: esto es mi cuerpo entregado por vosotros.» Entonces te
convertirá s en trigo del Señ or, que será molido por los dientes de las bestias, como
decía Ignacio de Antioquía antes de sufrir el martirio.
Por ú ltimo, quiero suplicarte una cosa: que no repitas esa estupidez que a veces
se sostiene incluso dentro de la Iglesia: que el cristianismo ha despreciado el
cuerpo. Es verdad, sin duda, que en algunas épocas lo trato con dureza, porque lo
creía capaz de lo mejor. Rompe con los estereotipos falsos. La cultura actual
desprecia muchísimo má s a esta carne con la que hace cualquier cosa, y a la que ha
excluido totalmente de la zona del sentido y, por lo tanto, de la zona de la moral.
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LA VIDA ETERNA

Muchas de tus preguntas versan sobre el má s allá . Se nota que es una cuestió n
que te inquieta, aunque algunas sean extremadamente ingenuas.

«¿Qué piensa de la vida después de la muerte? ¿La vida es un aprendizaje para


más tarde?
-¿Tiene miedo a la muerte?
-¿Es verdad que hay algunas personas que, después de salir de un coma, dicen que
han visto una luz?
-¿Dónde están los muertos? ¿Nos ven?
-¿Existe el paraíso? ¿Habrá sitio en él para todos los muertos?
-¿Qué haría usted si fuera eterno?
-Toda una eternidad con Dios debe ser algo tremendamente lúgubre.
-La religión es una estupidez. Sólo vale para alimentar sueños. Cuando muere un
padre, la religión dice que va al paraíso, pero no lo devuelve»

Otras de tus preguntas no versan sobre la muerte individual, sino sobre el fin
del mundo:

«¿Habrá un gran cataclismo el día del fin del mundo?


-¿Es verdad que al final de los tiempos había un nuevo mundo en el que
viviremos mejor?
-¿Cree usted que se va a retomar la vida y el cuerpo?
-¿Está seguro de que resucitaremos un día?
-¿Qué piensa de la reencarnació n?»

Vayamos por partes.

1. Tú sabes que el hombre entero ha salido de las manos de un Dios, que es


ú nico. No puede tener, pues, un alma buena y un cuerpo malo, como si cada uno de
estos elementos procediese de una divinidad diferente. Esta es una concepció n
pagana que debes olvidar. El hombre es creado a imagen de Dios en toda su
unidad. Es con su cuerpo puesto en pie como el hombre se vuelve hacia su Creador
para decirle: «Padre nuestro que está s en el cielo.» En esta misma posició n (homo
erectus) puede mirar a los demá s, amarles, hablarles y abrazarles. Tal es la altura
desde la que Dios se nos revela, como dice el filó sofo judío Levinas. La criatura nos
enseñ a también el amor de Dios por los hombres y su deseo de alianza en su
diferencia sexual. No separes, pues, nunca la materia del espíritu.

2. La Escritura nos dice que la muerte es fruto del pecado, y la Iglesia lo


confirma. No quiero entrar en esta difícil cuestió n del pecado original, pero sí
tengo que decirte que la muerte no es la destrucció n del hombre. Lo que Dios crea,
no lo vuelve a «descrear». Así pues, no hasta con decir que cuando uno desaparece,
Dios conserva en su corazó n el proyecto que tiene para mí, de tal manera que lo
puede continuar después de una interrupció n. De ninguna manera, me dice la
Iglesia. Dios no cesa de dialogar conmigo y no habla nunca con un puro proyecto.
Lo que en mí hay de indestructible se llama el alma.
106

3. ¡Hablemos, pues, del alma! Ademá s, está de actualidad, aunque desde fuera.
Porque lo que la catequesis se olvida de mencionar nos viene siempre mal y desde
fuera. Por eso es necesario clarificar este punto:

a) el alma no es lo que los paganos llaman el «doble», una especie de fantasma


que saldría ileso de la batalla. Ciertamente, mi alma es inmortal, pero, cuando
muero, paso por esa experiencia por entero. Mi alma no ve morirse a mi cuerpo,
diciendo: «Pobrecito». La agonía afecta a todo el hombre. Má s aú n, porque tengo
un alma es por lo que me veo morir, a diferencia de los animales. En mi lecho de
muerte, la funció n del alma no es poner un pedazo de mí mismo al abrigo de la
muerte. Su funció n es hacer que mi yo entero la traspase. No só lo es mi cuerpo el
que muere, sino yo en persona. Amigo mío, te aconsejo que desees vivir tu muerte
y abandonar este mundo con plena conciencia «para comulgar al morir», como
decía Teillhard de Chardin.

b) el alma es, sin duda, inmortal, pero el cielo no consiste en eso. La vida eterna
no es la propiedad química de un espíritu que, por sí mismo, durase siempre. La
vida eterna es un don, el don de la salvació n. Y ésta no consiste en sobrevivir como
un producto de «larga duració n», sino en comulgar. Por otra parte, la eternidad no
consiste en estirar perpetuamente el tiempo. ¡Esto sí que sería lú gubre, como tú
dices! En el cielo, el hombre no será una especie de pescado supercongelado o un
bote de leche pasteurizado de duració n infinita. Al contrario, en el cielo el hombre
hervirá de ternura en presencia de su Dios y de sus hermanos reencontrados. «Sí,
nos volveremos a ver, hermanos míos, esto no es má s que un hasta luego.» el alma
ha sido hecha inmortal de cara a su felicidad, felicidad que no está en su poder y
que la sobrepasa. El paraíso no es una aburrida supervivencia, sino una alegría
desbordante.

c) En la espera de la resurrecció n, el alma del difunto queda como asumida por


el Cristo resucitado, que la guarda en su cuerpo. Por eso la Iglesia reza por los
muertos durante la Eucaristía, y el sacerdote les recuerda mirando la hostia en el
altar. Amigo, no busques a tus seres queridos desaparecidos en los recuerdos que
te hayan dejado, por muy venerables que sean esos objetos; reencuéntrales
comulgando con Jesú s. Esto no te los «devolverá », pero estará s realmente unido a
ellos en la fe. Díselo a los padres que hayan perdido un hijo, o a tu padre, si se ha
quedado viudo. Las fotos se vuelven amarillas y los cabellos también; só lo
permanece la fe.

4. Nuestro Dios nos promete la resurrecció n, que ya se ha realizado para Jesú s y


para María, pero todavía no para nuestros difuntos. La resurrecció n no es la
reanimació n de un cadá ver que, como el de Lá zaro, volviese a la vida anterior y
tuviese que volver a morir (¡el pobre!). ¡Tanto má s que al final de los tiempos la
mayoría de los cadá veres seguramente se encuentren en un estado lastimoso! No
«retomaremos la vida», como si volviésemos atrá s en el tiempo. «Pues sabemos
que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere; la muerte ya no tiene
dominio sobre EI» (Romanos 6,9). Es, pues, inú til buscar en la tumba. Escucha al
á ngel de Pascua: «No busques entre los muertos al que está vivo.» No quedan
reliquias del Resucitado. Cree solamente que el Espíritu reconstituirá tu persona
entera de una forma nueva, y no intentes imaginar có mo lo hará . En ti, el hombre
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será salvado, y no só lo el alma, en una especie de salto en el vacío indescriptible


para desembocar en la ternura de Dios, donde hay sitio para todos. No vayas a
imaginarte que el cielo está superpoblado y que hay crisis de viviendas. En la
ternura de Dios hay sitio para todos. Ya se lo decía Pablo a los Corintios: que en su
corazó n hay sitio para todos (2 Corintios 6,12).

5. Me preguntas sobre el escenario del fin de los tiempos. ¿Habrá catá strofes
terribles en la tierra y fenó menos espantosos en el cielo? Todas estas descripciones
las tomas del Apocalipsis de Juan. Pero, ¿lees correctamente este libro? el objetivo
del Apocalipsis no es predecir una fecha, ni describir espantos, sino hablar de la
esperanza final para los perseguidos, anunciá ndoles un mundo completamente
nuevo. «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Apocalipsis 21,5). Apocalipsis
significa «revelació n» y no «catá strofe». Deja a las sectas que hablen con profusió n
de las venganzas del Todopoderoso. Yo espero la vuelta de Cristo cantando:
«Marana tha» (Apocalipsis 21,17), sin el menor miedo en el fondo del alma. Y para
este mundo yo espero má s bien una dulce y radiante aurora (Salmo 130,6) que una
gigante explosió n nuclear.

6. Amigo mío, deshazte de tus falsas ideas, que yo esquematizo así: la vida, la
revida y la supervida.

a) Los materialistas dicen que só lo existe la vida terrestre. Los má s generosos de


entre ellos se ven pudrirse como una hoja en la tierra para hacer el estiércol del
progreso de la humanidad. Los estoicos se resignan a esta dura ley de las cosas. Los
epicú reos se consuelan reconociendo que han aprovechado a tope la vida. Algunos
«místicos» creen que se van a disolver en el nirvana de la nada. En cambio, el
cristiano cree de todo corazó n en la promesa de su Cristo, que, ademá s, conecta
con el deseo má s profundo del hombre.

b) Otros cuentan con una revida, es decir una o varias reencarnaciones, ya sea
para purificarse, ya sea para completar su turismo, ofreciéndose una prolongació n
del viaje hasta hartarse. Afortunadamente no se muere má s que una vez, y después
de la muerte viene el Juicio (Hebreos 9,27). Só lo disponemos de una vida para
decir sí o no a Dios, sin que haya un examen de recuperació n después de un
recorrido suplementario. El jardinero divino concede simplemente un añ o a su
higuera improductiva para que se decida a dar fruto; después de lo cual, si sigue
siendo estéril, la cortará (Lucas 13,6-9). El alma no es un espíritu autó nomo que
pudiera revestirse con diferentes disfraces, ni un motor para diversas carrocerías.
La purificació n no se obtiene mecá nicamente; se produce como un acontecimiento
interior; no procede de la necesidad, sino de la libertad. La puerta del cielo no será
abierta por un controlador o un «gorila». Será el Abba, mi Padre querido, el que me
acogerá en el umbral con sus grandes brazos abiertos.

c) Por ú ltimo, otros esperan una supervida, que conciben como la prolongació n
de la existencia actual, pero muy mejorada, y creen ver el cielo en los fantasmas del
enfermo en coma. En primer lugar, a lo sobrenatural no se le pueden poner
trampas, ni enviarle una especie de globo sonda para hacer espionaje espiritual, ni
se toma a la eternidad en flagrante delito de existir. Ademá s, el má s allá no es la
prolongació n del má s acá . De lo contrario, al llegar al cielo, los esposos que se
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hayan vuelto a casar serían polígamos (Lucas 20,27-40). Cuando se cree esto,
pronto se cae en el ocultismo.

7. Amigo mío, tienes que creer que la vida eterna es una nueva realidad que te es
ofrecida por el Amor. La eternidad no tiene nada que ver con una duració n
¡limitada y aburrida... hasta morir una segunda vez. No estriba tanto en la cantidad
cuanto en la calidad. No propone una supervivencia de la vida terrestre, pero
realizando todos nuestros caprichos. ¡Puro materialismo! La vida eterna no es la
inmortalidad, sino la comunió n: «estar con Cristo», eso es todo (Filipenses 1,23; 1
Tesalonicenses 4,17; Lucas 23,43). Lo ú nico que pido al Señ or es que, al llegar al
paraíso, pueda encontrarme con tres grandes sorpresas:

a) Primero, la de encontrarme allí.

b) Segundo, la de ver allí a la gente que ya no pensaba encontrar.

c) Y, por ú ltimo, la de descubrir a un Dios mucho má s hermoso que todas las


cosas bonitas que he escrito sobre el.

8. Después de haberte dicho todo esto, ya puedo responder a tu pregunta:


«¿Tiene miedo de la muerte?». ¿Có mo se puede tener miedo de pasar por la muerte
para volver a encontrarse vivo? De ninguna manera. Deseo con todo mi corazó n
«estar con Cristo» y confío ciegamente en su palabra. No temo al má s allá , porque,
en lo esencial, no representa una incertidumbre para mí. ¿Miedo del trance de la
muerte? ¿Miedo de sufrir? Sí, un poco. Pero me abandono en manos de Dios y
cuento con mis hermanos y con la oració n de la Iglesia. Cuanto má s pienso en la
muerte, para familiarizarme con ella, má s me prohíbo imaginarme el escenario.
«Padre mío, me abandono en ti.» Por eso la muerte se encuentra integrada en mi
vida espiritual como un momento capital, y así se lo enseñ o a los demá s cuando
dirijo ejercicios espirituales. Quiero vivirla ya de antemano como un acto cotidiano.
«Muero todos los días», decía San Pablo (1 Corintios 15,31), porque amar es morir
un poco. Como Jesú s la tarde de la Cena, la víspera de su Pasió n, quiero que mi
muerte sea, ante todo, un acontecimiento espiritual y no só lo algo bioló gico. En
este sentido, «mi vida nadie me la toma, soy yo el que la da» (Juan 10, 17-18). No
quisiera tener que improvisar el acto terminal de mi existencia, mi ú ltima ofrenda.
Si no muero de repente, quisiera que mis amigos me acompañ asen desde el
momento en que el médico me hiciese ver lo irreversible de la situació n para
entrar en el «morir» con un acto perfecto de oblació n y la celebració n de la unció n
de enfermos.

Pero no creas que todo eso me paraliza. Al contrario, en ello encuentro una
formidable razó n para vivir y un gusto furioso por la vida...

EL CIELO Y EL INFIERNO
109

«¿Cree en el paraíso, en el infierno y en el purgatorio? -¿Qué significa todo esto


para usted? -Si Dios ama a los hombres, ¿por qué existe el infierno?»

Voy a reagrupar tus preguntas para ponerlas en relació n con el amor, e incluso
con el infierno.

Es verdad que la Iglesia se ha vuelto muy discreta en estos asuntos. Parece


haber colocado sobre estos temas la pancarta de «cerrado por inventario». Y, sin
embargo, no cesa de hablamos de todo ello, pero con otros términos. Por ejemplo,
el del «Reino» para designar el cielo.

1. No se puede hablar de las realidades invisibles como un explorador que, a la


vuelta a casa, relata sus lejanas experiencias. Nadie vuelve del má s allá . El mismo
Jesú s y la Escritura só lo nos hablan del má s allá con imá genes, porque es la ú nica
forma de evocar las realidades profundas.

2. A veces empleamos la expresió n «las ú ltimas verdades» para designar las


diversas posibilidades que nos esperan en el má s allá . Pero este tipo de lenguaje es
impropio, porque parece colocar todas las posibilidades en pie de igualdad. Ahora
bien, el ú nico «fin» con el objetivo logrado, el recorrido hecho, el happy end, es el
cielo. Dios no nos coloca ante la vida y ante la muerte como si nos pusiese ante dos
hipó tesis que pudiesen dejarnos indiferentes, sino que nos llama
«bienaventurados» o «malaventurados». El sí y el no no producen el mismo efecto,
sino que imponen una elecció n. Só lo uno de los caminos elegidos es un verdadero
«final», es decir, una llegada satisfactoria. El otro es un final trá gico.

3. El hombre es creado por amor y para el amor. Y no se trata de un detalle sin


importancia. Si se «divierte», como dice Pascal, un día u otro terminará por echar
en falta algo esencial. Si se desvía y se deforma, puede sufrir graves trastornos y
lanzarse a cualquier cosa: sexo, alcohol, droga, espiritismo... o suicidio. No te dejes
dominar por este vértigo, ni impresionar por los que se burlan de todo, pues sus
burlas pueden esconder una herida. Tampoco seas duro con ellos y muéstrate
siempre dispuesto a echarles una mano. Los psicó logos afirman que hay neurosis
que provienen de una pérdida profunda de identidad, porque falta la memoria de
Dios.

4. Dicho esto, hablemos del cielo.

a) No es el producto de tu imaginació n, ni la proyecció n de tus deseos má s


tenaces, buenos o malos. No es un lugar donde, al fin, todo es posible, ni una mesa
llena de los manjares má s exquisitos... Tampoco es el lugar donde, al fin, todo está
permitido y donde se pueden conseguir todas las alegrías del pecado sin que sea
pecado. Realmente, ¿hay alegría en el pecado?... Los santos han luchado para no
precipitarse sobre el paraíso como niñ os sobre un caramelo o un pastel, y el mismo
Dios purificó su deseo. En su cama de tuberculosa, Teresa de Lisieux murmuraba:
«me da la sensació n que después de esta vida mortal no hay nada; todo ha
desaparecido para mí; só lo me queda el amor.» Había tenido que renunciar, sin
duda bajo los efectos de su dolorosa enfermedad, a todas las imá genes suaves por
medio de las cuales se representaba la felicidad eterna, y só lo le quedaba lo
110

esencial. Otros, llevando la paradoja hasta el final, dijeron al Señ or que le amaban
tanto, y só lo a el, que serían capaces de amarle incluso en el infierno. Así expresan
la gratuidad de su afecto, que no busca recompensa alguna.

b) el cielo tampoco es la compensació n para el creyente por sus privaciones,


voluntarias u obligadas, ni la recompensa futura para resignarse aquí abajo. Es el
lenguaje atípico del siglo XIX: «Aceptad vuestros sufrimientos actuales en espera
del juicio final en el que creéis, y aceptad que yo sea rica, porque no tengo la fe que
me recompense en el cielo». De ninguna manera. El Reino debe comenzar por
establecerse en la tierra y no exime de ser justo aquí abajo: «Que venga tu Reino en
la tierra como en el cielo.»

c) Ya te dije que, para San Pablo, el paraíso es estar con Cristo, y nada má s. No se
trata, pues, de un tener, sino de un ser. No se trata de una determinada cantidad de
bienes, sino de una calidad de vida. No esperes nada má s. Estar con el Señ or
significará también reencontrarme con todos los que liemos amado y que
constituyen su cuerpo místico. Pero no intentes imaginar el cuadro. Confía en Dios
y en el saber hacer de sus á ngeles...

d) Así pues, el cielo comienza en la tierra, porque Jesú s nos lo dice: «Si alguien
me ama, mi Padre le amará , y vendremos a él y haremos morada en él» (Juan
14,23). «el cielo es Dios, grita Teresa, y Dios está en mi alma.» Encuentra ya un
aperitivo de la felicidad en todas las formas de caridad, en la oració n y en el
servicio. Hay momentos en los que no se siente pasar el tiempo...

5. Só lo puedes «comprender» el infierno en funció n del cielo. No se trata, pues,


del horno lleno de torturas sutiles y suplicios refinados, sino el sufrimiento
procedente del hecho de haber rechazado conscientemente el amor para el que
estamos hechos.

a) el infierno no es un lugar delimitado, sino un fuera, un no-lugar. Es el exterior


de la comunidad, de la que se es excluido por la propia culpa. Por eso la Biblia
coloca al diablo en el desierto, en la tierra á rida, inhó spita y sin senderos. Por otra
parte, el mismo Sataná s es un ser marginado. De la misma manera, la condenació n
es lo contrario del comedor familiar, donde brillan las luces familiares. Es la noche
opaca de fuera, que el Evangelio denomina «tinieblas exteriores».

b) el dolor del condenado no proviene de los instrumentos de tortura, sino de la


evidencia de su falta de sentido. El dolor del condenado no es algo que se añ ade,
sino que surge desde dentro. Al estilo de la alegría del cielo, que tampoco es un
suplemento de amor, sino el mismo amor. Deja, pues, de lado las imá genes
terroríficas de tus libros de adolescente. Dios no castiga; só lo deja de resistir al
hombre cuando le dice: «¡Oh, hombre, que se haga tu voluntad!» Y entonces
comienza la condenació n y toda la verdad irrumpe en un alma vendida al error. El
condenado continú a prefiriendo todo a Dios, pero se da cuenta de que nada puede
confundirse con el. El condenado se encuentra destrozado entre todo lo que ha
elegido, y que no es nada, y Aquel al que ha rechazado, que lo es todo.
No se necesita buscar un tormento exterior; el interior es má s que suficiente. No
se necesita imaginar un suplicio, puesto que aquí el castigo se confunde con la falta.
111

c) el infierno nos es revelado en el Nuevo Testamento, al mismo tiempo que se


nos revela el mismo Amor. Se nos muestra como la terrible posibilidad creada por
la apertura de corazó n de Jesú s, si este Amor, reconocido como tal, no es acogido.
También aquí la condenació n no es má s que una consecuencia y no se corresponde
con ninguna intenció n deliberada de Dios, como lo precisaron los concilios. Quizá
me digas que, en estas condiciones, el Señ or habría hecho mejor quedá ndose
tranquilamente en su cielo sin amarnos nunca. Como ya te he explicado má s arriba,
no fue ajeno a este problema, pero tampoco se dejó intimidar por él, sino que lo
asumió . Crucificado, vino a impedir con sus dos brazos extendidos la entrada del
infierno; en adelante, para entrar en él hay que pasar sobre su cuerpo.
Por otra parte, el es el primero en mostrarse afectado por el rechazo categó rico
del hombre. Si lo piensas bien, el infierno es una humillació n para Dios, de tal
forma que algunos, al pensar en esto, niegan la condenació n. Sugieren que el
oponente absoluto debía, má s bien, ser reducido a la nada para evitar el escá ndalo
de una contestació n definitiva. De esta forma, Creador y criatura quedaban
aliviados de un tremendo problema. Ahora bien, ésta es una teoría demasiado
humana, Es la actitud que nosotros tomaríamos si estuviésemos en el lugar de
Jesú s. En cambio, el Señ or nunca rompe sus compromisos y asume sus
consecuencias con lealtad y valentía.

d) En el Evangelio, Jesú s só lo habla del infierno con sus mejores amigos (Lucas
12,4-5). En efecto, es el amigo íntimo el que, al traicionarle, puede convertirse en el
enemigo ideal. Por eso, «a los que se les ha dado mucho se les exigirá mucho». La
posibilidad de condenarse no es, pues, un sermó n destinado a meter miedo a la
gente para que no peque, sino la meditació n de un enamorado ferviente. Cuanto
má s amo, má s temo no amar suficientemente, o dejar de amar un día. Es, pues, la
ternura -y no el miedo- el que me hace decir esta oració n: «¡No permitas que me
separe de ti!» el infierno só lo le parece algo posible y real para el que está
enamorado. No puedo pensar que en el infierno pueda estar alguien má s que yo,
decía un santo cardenal de la Iglesia. Como ves, no salimos de la diná mica del amor.

e) el Evangelio nos dice que el fuego del infierno no se apaga jamá s. El


condenado ha traspasado, pues, el punto de no retorno, como afirma la fe de la
Iglesia. De ahí que se hable de un fuego eterno, pero la expresió n es ambigua. En
primer lugar, porque la eternidad no es una cantidad de tiempo, sino una calidad
del ser. Por lo tanto, esta calidad del ser no puede ser la misma en el cielo que en el
infierno. De lo contrario, no valdría la pena salvarse.

f) Jesú s nos habla a menudo y de una forma enérgica del infierno como
posibilidad (Mateo 18,8-9), pero, aparte de los á ngeles caídos (Mateo 25,41), no
designa a ningú n condenado, ni siquiera a Judas. La Iglesia también canoniza a los
santos, pero no publica las listas de los condenados. ¿Quiere esto decir que el
infierno existe, pero que está vacío? Jesú s tampoco dice esto, sino que nos invita a
estar vigilantes y a rezar no como seres aterrados por el infierno, sino como
centinelas' del cielo.

EL PURGATORIO
112

Por ú ltimo, voy a tratar, amigo mío, un punto que seguramente está s esperando,
porque compromete nuestra oració n por los muertos: el purgatorio.

1. Cuando el hombre peca, su mala acció n produce un doble efecto: la falta


(culpa), que puede llegar incluso a destruir la relació n amistosa con Dios, y una
especie de lesió n (poena), que crea en su corazó n un desorden, una propensió n,
una vulnerabilidad o una desestabilizació n. La falta se anula con el perdó n: la
absolució n la suprime radicalmente. Pero la lesió n permanece, y quizá su
cicatrizació n sea larga. ¿0 es que crees que el hijo pró digo pudo retomar con toda
facilidad su vida anterior, nada má s concluida la fiesta dada en su honor? ¿Y las
malas costumbres9 Ademá s, ¿crees que el corazó n de su padre, profundamente
herido por su huida brutal, se quedó curado de sus heridas por arte de magia? No.
Por muy real que sea el perdó n, no se puede confundir con la magia.

2. Imagina que un esposo abandona a su mujer y a sus hijos para correr una
aventura, pero cambia de opinió n y vuelve al domicilio conyugal. Imagina también
que su mujer le perdona y retoman su vida en comú n sin hablar de este mal
recuerdo. La falta (culpa) ha desaparecido. Pero la herida (poena) permanece: la
magulladura en el corazó n de la mujer y de los niñ os, así como la pérdida del
equilibrio en el corazó n del marido y su ruptura de la fidelidad. Por eso, el hombre
se va a dedicar con má s ahínco que nunca a curar las heridas de los que ha hecho
sufrir y a familiarizarse con el amor que ha manchado... Esto es exactamente lo que
pasa cuando te confiesas. En el sacramento del perdó n, después de que has
reconocido tu culpa (mea culpa), el sacerdote te absuelve de tu pecado, lo suprime
arrojá ndolo al brasero del corazó n de Jesú s. Pero tu ser permanece herido por el
acto cometido. Por eso, el sacerdote te pone una «penitencia» (poena), no para
hacerte pasar por caja, para que pagues el precio del perdó n, sino para que no te
deslices por la cuesta del pecado. ¡Qué mal entienden todas estas cosas muchos
cristianos! Algunos creen que hay que cumplir la penitencia para arreglar la
contabilidad, y por eso quieren que la penitencia sea una oració n cortita que se
pueda decir rá pidamente para quedarse con la conciencia tranquila. Ahora bien, la
penitencia es retomar un nuevo dinamismo que dé la vuelta por completo a la
atracció n del pecado. Así, si has pecado contra la esperanza, el sacerdote te
mandará hacer un acto de esperanza; si rezas poco, te pedirá que hagas diez
minutos de adoració n, etc... Está claro, por otra parte, que esta penitencia no es
má s que un comienzo simbó lico, algo así como en la misa el beso de la paz no hace
má s que expresar un deseo de reconciliació n, que deberá realizarse después del
podéis ir en paz con una persona que quizá ni siquiera esté presente.

3. La penitencia tiene algo de propio y algo de comunitario. Quizá sepas que el


santo cura de Ars, que confesaba hasta diecisiete horas diarias a muchos y grandes
pecadores, ponía penitencias bastante suaves. Alguien se lo dijo un día, y él
respondió : «Es que yo hago el resto ... » Cargaba, pues, sobre sí mismo, practicando
la mortificació n, con una parte importante de la curació n de los demá s.

4. El purgatorio se mueve también en esta diná mica, No se parece en nada al


infierno, ni siquiera a un infierno reducido. No tiene nada que ver con la
condenació n, que es un castigo, y que se cumple lejos de Dios y con el odio en el
113

corazó n. Aquí no hay nada de todo esto. Cuando alguien muere, incluso en estado
de gracia, le hace falta concluir la curació n que comenzó en la tierra pero que dejó
inacabada. Porque la cicatrizació n se comienza en la tierra a través de nuestros
actos de amor, nuestras oraciones, ayunos y pruebas materiales y espirituales, y se
termina en el má s allá , en esta especie de horno que nada tiene que ver con el
infierno, sino con un fuego de amor, humilde e impaciente por ver a Dios. El
purgatorio no es un castigo, sino una purificació n; no es una explosió n de odio,
sino una ardiente oració n. Es aquí donde interviene la oració n de la Iglesia en favor
de los difuntos, aunque su forma de actuar siga siendo un misterio para nosotros.

5. Seguramente has conocido personas muy buenas, muy queridas y muy santas,
en cuyo entierro todo el mundo decía: «Seguro que está en el cielo.» Esperémosle,
pero nadie puede asegurarlo. A excepció n de los que la Iglesia beatifica y canoniza,
los elegidos permanecen en el anonimato. Por eso les honramos en la fiesta de
Todos los Santos. En los funerales suele ser normal subrayar brevemente los
méritos del difunto. Pero cuando yo muera, no vengá is a hacerme el panegírico.
Eso sí, rezad con todas vuestras fuerzas por mí. Pienso siempre en la pequeñ a
Bernadette de Lourdes, que, en el convento, decía con humor a la gente que le
admiraba demasiado: «Seguro que cuando muera, la gente dirá que era una santa,
y me dejará arder en el purgatorio ... » Dios es el ú nico que puede Juzgarnos.
¡Déjale hacer su trabajo! Por otra parte, sucede a menudo que, al hacer el elogio de
los difuntos, se haga el elogio de uno mismo. «Ha librado un buen combate, lo
mismo que yo ... » Evita esta película y reza.

6. En las grandes circunstancias, el Papa pone a nuestra disposició n todo el


tesoro de la Iglesia: es lo que se llama las indulgencias. Las indulgencias no se
refieren al perdó n de los pecados (culpa), que pertenece al sacramento y supone
estar confesado y haber comulgado. Su objetivo es acelerar tu curació n,
conectá ndote con la comunió n de los santos, para que esta profusió n de caridad
suprima en ti toda lesió n (poena). Para ello, el Papa te pide, ademá s de la confesió n
y de la comunió n, que hagas alguna obra buena: una oració n por sus intenciones,
una peregrinació n, una visita a la Iglesia, etc... Y, sobre todo, no tomes esto como un
rito má gico y no transformes todo esto en un trá fico mercantil (ganar
indulgencias), puesto que la misericordia es eminentemente gratuita. Y no hagas
caso de los que critican las indulgencias. Pronto te dará s cuenta de que no han
entendido nada y de que se está n refiriendo a caricaturas como las del tiempo de
Lutero. Tú , en cambio, muéstrate orgulloso de la comunió n de los santos, este
intercambio extraordinario del que habla el Credo. Y no te obsesiones con tu
problema: pide a María que te eche una mano...

7. En el centro de todo está la Eucaristía, el gran intercambiador cielo-tierra, el


punto de encuentro de toda la Iglesia militante, sufriente y triunfante. Piensa en
todo esto durante el Canon de la misa, porque ése es el momento prodigioso en el
que se comunican los á ngeles y los hombres, los santos y los pecadores, los vivos y
los muertos, con una sola y misma voz (una voce).

La muerte no me puede retener sobre la cruz;


mi cuerpo tiene que revivir en tus brazos.
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Voy hacia ti, mi Señ or, con alegría.


Voy hacia ti, mi Señ or y mi Rey.
el día no puede ya tardar,
el invierno tiene que ceder a la primavera.
Tú sabes mi nombre, mi Señ or, y me esperas;
tú sabes mi nombre, mi Señ or, Dios vivo.
Tú tomas mi vida y la llevas alegre;
tú tomas mi sangre y yo abro los ojos.
Y ves tus manos, mi Señ or, en los cielos,
ves tus manos, mi Señ or y mi Dios» (20 Poema de Didier Rimaud).

CONCLUSION

No es nada fá cil responder a tus preguntas, ya sea de palabra o por escrito, a


bote pronto o con tiempo. A veces no se entiende bien lo que se pregunta. Se puede
comenzar a responder, y de pronto bifurcarse hacia otro asunto má s conocido,
para evolucionar en un terreno má s familiar. Incluso a veces se puede haber
preparado tanto la intervenció n, que las respuestas parecen preceder a las
preguntas. Un humorista puso en labios del general de Gaulle, que dirigía con mano
de hierro sus conferencias de piensa, esta frase: «Por favor, señ ores, traten de
adaptar sus preguntas a mis respuestas ... »

Por otra parte, el entrevistado no se limita a recitar una lecció n bien aprendida,
como lo haría un estudiante en un examen real. El entrevistado no se encuentra
ante ningú n jurado, pues no es un estudiante, sino un testigo. Como Jesú s, puede
responder a una pregunta con otra: «¿Por qué me dice usted eso? ¿En qué le
molesta la posició n de la Iglesia? ¿No se está contradiciendo usted? ¿Me está usted
tendiendo una trampa? ... » el entrevistado puede también detenerse má s sobre el
problema y profundizar en él, lo que conduce al otro a reformular su pregunta.

Tampoco es fá cil para un hombre de mi edad dialogar con los jó venes de hoy. En
este punto veo cuatro posibilidades:

a) Dar una conferencia sobre un tema bien preciso y detallado. En ese caso, el
oyente pide explicaciones objetivas y sin implicaciones personales. A veces, cuando
la conferencia ha merecido la pena, se aplaude con fervor al orador y se vuelve a
casa satisfecho, con la conciencia de no haber perdido el tiempo. A los directores
de los colegios les gusta mucho este tipo de encuentros, porque se desarrollan con
toda tranquilidad y no revolucionan a los alumnos...

b) Dar un discurso enfá tico del tipo: «¡Bravo por vosotros. los jó venes, que sois
el futuro de la Iglesia! Cristo cuenta con vosotros y la jerarquía os apoya. Continuad
sintiéndoos amados, apoyados y bendecidos ...». Los aplausos surgen entusiastas,
pero ahí se acabó todo. Es como una tormenta de verano que no cala ni deja rastro.

c) La recuperació n tendenciosa: «Vosotros los jó venes, pensá is exactamente


igual que nosotros, vuestros mayores. Juntos haremos un mundo nuevo después de
haber barrido la actual podredumbre...». Esta actitud me parece oDiosa y
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deshonesta. Tú puedes manifestarme, siempre que quieras, tu desacuerdo o tu


diferente visió n de las cosas, sin que por ello deje de considerarte mi amigo.

d) La interpelació n franca y cordial. Esta es la actitud que creo he tomado


contigo. No he querido distraerte, ni excitarte, ni condicionarte, sino hacerte
reaccionar amistosamente. Tus salidas de pata de banco y tus embestidas de toro
bravo no me han impresionado.

Y ahora permíteme que te cuente mis reflexiones sobre ti y sobre tu generació n,


porque a tu lado he aprendido muchas cosas que no tenía tan claras. Al principio
de este libro te prometí una foto: aquí está . Poco a poco tus contornos se han ido
diseñ ando, unos má s acusados que otros, hasta que fue surgiendo tu retrato. Un
retrato que coincida totalmente con el que, no hace mucho tiempo, hacía el
cardenal Danneels de la juventud de su país.

1. Ya no está s aferrado a un materialismo grosero. Y no crees a los profetas de


las «mañ anas luminosas». No me planteas ninguna pregunta sobre Marx, por
ejemplo, y ni siquiera me interrogas sobre lo que suele llamarse las ciencias
humanas. De entrada, te siento má s espiritualista, o, en todo caso, má s
espiritualista que las generaciones anteriores, aunque, en la prá ctica, te muestres
indiferente ante las diversas comunidades religiosas clá sicas y ampliamente
ignorante de la fe cató lica.

2. Pero este espiritualismo es el de un pagano. Para ti, Dios es una especie de ley
mecá nica que provoca los fenó menos naturales o un espíritu có smico sin
consistencia personal. La religió n no comporta ninguna vida interior propiamente
dicha, es decir, una comunió n con el Señ or. Todo esto lo reemplazas por una serie
de técnicas y trucos. Ignoras al Dios Padre y, por consiguiente, ignoras lo que es el
don y la gracia, palabras que nunca utilizas.

3. Por eso te sientes poco atraído por Jesú s. La generació n anterior a la tuya
decía: «Sí a Jesú s, no a la Iglesia», y la precedente: «Sí a Jesú s, no a Dios.» Tú , en
cambio, pareces interesarte má s por Dios que por Cristo. La vida sexual de Jesú s y
de María te plantea problemas y les aplicas tu forma habitual de ver las cosas.

4. La Iglesia ha dejado de ser para ti la enemiga que todavía sigue siendo para
los adultos, y se ha convertido en una extrañ a y desconocida, en una institució n
rara a la que analizas a través de los clichés estereotipados de los medios de
comunicació n. La cosa resulta curiosa, sobre todo teniendo en cuenta que tal vez
nunca esta Iglesia haya sido tan cristiana desde la base a la cú pula, tan
internacional, tan creativa, tan viva, y tan de hoy, a pesar de lo que tú puedas
pensar. Deberías informarte mejor sobre la vida de la Iglesia. Pero, ¿có mo podrías
interesarte por la Iglesia, si Cristo no te dice nada? La Iglesia es Iglesia de Cristo y
de nadie má s.

5. Tienes enormes lagunas en tu formació n, aunque no te sean imputables. Por


eso nunca hablas del pecado, original o personal, ni de la redenció n, de la cruz o del
sacrificio; casi nunca de la presencia real, y nunca de los sacramentos. La misa es
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para ti una ceremonia, y la hostia una cosa. Tu régimen alimenticio cristiano es una
pena. Tienes que equilibrar tu menú .

6. Hay dos cosas que la catequesis no te ha enseñ ado y que has aprendido en las
revistas y en las sectas. Y, evidentemente, los has aprendido mal: el diablo, al que
has hecho pasar de á ngel caído a divinidad maléfica, y los novísimos o las ú ltimas
verdades.

7. En el fondo, eres esencialmente un ser narcisista, vuelto sobre sí mismo y


mirando casi exclusivamente en direcció n de su sexo, que se ha convertido en una
verdadera obsesió n para ti. A tu juicio, el hombre es una tierra sacudida
permanentemente por un seísmo cuyo epicentro es el bajo vientre. «Tienen por
Dios a su vientre», dice Pablo (Filipenses 3,19). Se diría que nuestra época, después
de haber utilizado todas las demá s fuentes de placer, se vuelca sobre esta ú ltima
manera de gozar; pero ¿por cuá nto tiempo? Dudo mucho que la sociedad pueda
mantenerse en buena salud, mientras continú e deslizá ndose por esta pendiente.

8. Eres un ser esencialmente conformista, incapaz de definirte y de llevar la


contraria a la mayoría. La opinió n má s extendida te parece absolutamente
irrefutable, no tanto por una cuestió n de verdad, cuanto por una cuestió n de
confort psicoló gico. Porque ser diferente es ser un desviado, y, por lo tanto, un
anormal, y como tal, un estigmatizado. Tu reflejo interior es el miedo de
diferenciarte de la tribu cultural. ¡el grupo ante todo! Como no tienes una
personalidad fuerte, te alineas con la infalibilidad tranquilizadora de la sociedad en
todo lo que concierne a las ideas y a las costumbres. ¡Te hace falta calcio!

9. Eres el hombre del momento presente, y, por eso, te da miedo


comprometerte. O mejor dicho, haces promesas, pero casi nunca las cumples. Tu
unidad de tiempo es el día a día. El mañ ana no existe para ti. ¿Qué haces de ese
valor de base que es la fidelidad a la palabra dada? ¿Qué coherencia esperas de una
visió n de la vida puramente puntual?

10. Hablas poco de lo social, aunque no haces ascos a entregarte a los demá s,
porque también a veces eres generoso y porque lo social te singulariza menos que
la fe. Después de todo, cuidar a los enfermos no está tan mal visto.

11. No tienes noció n del bien y del mal, pero juzgas lo que te conviene cada día e
improvisas diariamente. No tienes sentido del pecado porque no crees en un Dios
Padre que te pide que le ames. Y pasar por encima de los mandamientos de la
Iglesia no te causa problema alguno. Segú n dicen los medios de comunicació n, es la
actitud de casi todo el mundo. Ademá s, tú haces imperturbablemente lo que te
apetece. ¡Y que todo el mundo haga lo mismo!

12. Para complicar todavía má s el problema, hoy las actitudes morales está n
ligadas a los descubrimientos de la biología. Tú piensas a priori, como mucha otra
gente, que todo lo que permite la ciencia es necesariamente buena. No te das
cuenta de que, por primera vez en la historia, las citadas ciencias provocan
consecuencias malas, e incluso mortales, mientras que antes contribuían a mejorar
la situació n del hombre. ¿No deberíamos, pues, tener el coraje suficiente de decir
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no al aprendiz de brujo, aunque sus primeras realizaciones todavía parezcan


buenas?

13. Al hacer este retrato tuyo, no olvido, amigo mío, que participas, tanto o má s
que los otros, en la sociedad que se prepara. Los investigadores nos hablan ya de la
«postmodernidad» y de un nuevo individualismo, e incluso de la «derrota del
pensamiento». Nos dicen que la gente vive de impresiones, «feelings». Ya no existe
ni verdad, ni mentira, ni belleza, ni fealdad, sino una muestra indefinida de
placeres diferentes e iguales. Provisto de un mando a distancia, el hombre se
programa segú n sus pulsiones del momento -que llama «cultura»-, sin preocuparse
para nada de los valores tradicionales. ¿No vale tanto Bob Marley como
Beethoven? Atrapado por la industria del ocio, Su Majestad el Consumidor
sucumbe deliciosamente al principio del placer: satisfacer los deseos inmediatos.
El hombre consumista confunde egoísmo con autonomía, es alérgico a los
proyectos totalitarios, pero también incapaz de combatirlos. Predica la libertad,
pero no hace nada por ella... Por eso la sociedad corre el peligro de descomponerse
y de ver enfrentarse a dos tipos de hombres: el zombi, que pasa de todo, y el
faná tico, excitado e intolerante. El zombi engendra al faná tico y toma por tal a
cualquier persona convencida y reflexiva.

14. Y, sin embargo, amigo mío, no olvido tus cualidades, que Juan Pablo II te
reconoce en su carta «Christifideles laici» (30 de noviembre de 1988): la
preocupació n por la justicia y por la paz; el gusto por la no-violencia; el sentido de
la fraternidad, de la solidaridad y de la amistad (n.º 46). Conozco también tu
bú squeda inquieta de Dios. Sé asimismo que bajo una aparente desenvoltura eres
capaz de entender que el pecado es una masacre. Y veo, entre los má s cristianos de
tu generació n, que vuelve a florecer el espíritu misionero. En esta víspera de
Ramos, en la que doy el ultimo repaso a este libro, se anuncia que los jó venes de
Montmartre van a formar equipos de oració n y de predicació n en los cuatro puntos
cardinales de París, para contar a los parisinos qué es la Semana Santa.
¡Enhorabuena!

No soy, pues, un médico que te anuncia tu muerte cercana o que hace tu


autopsia. Simplemente, he querido rendirte el servicio de la franqueza, para que
puedas fortalecer tu humanidad y tu fe, y, de esta forma, ayudar a tus hermanos y
comprender mejor sus problemas. Evidentemente, he generalizado, pero
seguramente te has reconocido en muchas o en algunas de las consideraciones
realizadas. Y si, por fortuna, ya has conseguido construirte una osamenta
espiritual, piensa en aquellos que son débiles y está n todavía a la merced de
cualquier virus.

Hasta pronto, amigo mío. Só lo he pretendido la evangelizació n calurosa de tu


espíritu para que seas capaz de dar razó n de tu esperanza a cualquiera que te la
pida (1 Pedro 3,15). Gracias por haber reflexionado conmigo y hasta otra ocasió n.
Un abrazo.
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