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PREAMBULO
Amigo(a):
En esta víspera de la San Silvestre -el Papa del Concilio de Nicea (325) y del Credo
de la misa, un santo varó n que no tuvo nada que ver con el champagne ni con el
pavo-, la fiesta está llegando a su apogeo en este Paris iluminado. Pero también me
he cruzado, en varios sitios de la capital, con una muchedumbre inmensa de
jó venes cristianos de toda Europa que acudieron a la llamada de Taizé, para rezar
juntos y conocerse mejor. Dicen que son má s de treinta y cinco mil. Hace un rato,
en el metro, apenas se podía avanzar, atestado como estaba de jó venes alegres y
que no se parecen en nada a los turistas. «Debe ser otra manifestació n», comentaba
una pareja un poco inquieta, pues acabamos de salir de un mes lleno de huelgas de
todas las categorías. Les tranquilizo explicá ndoles quiénes son estos jó venes sin
pancartas ni consignas. Por otra parte, sus conversaciones, en distintas lenguas,
muestran claramente que su interés no tiene nada que ver con las preocupaciones
del hexá gono nacional. ¡Mi pareja de enamorados se queda asombrada! Hay que
señ alar que, la semana anterior, revistas y perió dicos habían titulado en primera
pá gina: el cristianismo cae en picado. Se cierran iglesias en Amsterdam y en otras
partes. ¡Que vengan a verlo má s de cerca y que se dejen arrastrar por esta riada del
Espíritu!
Pero, ¿sobre qué? No basta con querer escribir, hace falta un mensaje. Quizá
pienses, amigo mío, que mi carrera de escritor está organizada y programada: se
toca un botó n y aparece en la pantalla el título del futuro libro y su esquema
general. Desengá ñ ate. Sin estar inspirado en sentido estricto, como los autores de
la Biblia, intento «recibir» de Dios el tema ú til y la manera de abordarlo. Lo que no
significa, sin embargo, que esté inactivo. «Recibir» no quiere decir esperar
pasivamente, tumbado a la bartola. Pido al Señ or que organice a su manera toda la
documentació n reunida: libros, cartas, encuentros, cursos, artículos... Así pues, la
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oració n y el trabajo está n profundamente imbricados, sin que nunca se sepa lo que
viene de Dios y lo que procede de mí.
Varias cosas me han conducido a esta cuarta etapa que, por otra parte, no será la
ú ltima. En primer lugar, el enorme dossier que desde hace cinco añ os me han
ofrecido los jó venes de la escuela Juventud-Luz acerca de sus tareas misioneras, en
la que recogieron má s de un millar de preguntas que les planteaban los chavales y
chavalas de su edad. A esta amplia muestra añ adí la mía propia, yendo de colegio
en colegio. Es evidente que encontrará s muchas repeticiones, pues cada uno tiene
su propia manera de preguntar, aunque sea sobre el mismo tema.
Un día, en una escuela de Bélgica y en otra de Francia, los chavales me pidieron que
les proporcionase algunos esquemas y ciertas pautas que les ayudasen a ir al grano
en su tarea evangelizadora, sin perderse en detalles y sin alargarse demasiado.
Quieren presentarse ante todo como testigos y contar sencillamente lo que les
pasa, lo que sienten y viven, pero la gente les pide también que «den cuenta de la
esperanza que hay en ellos» (1 Pedro, 3,15), aunque no sean teó logos de carrera.
No se cree por razones, pero hay razones para creer y, por tanto, para rechazar la
increencia o la «malcreencia». De lo contrario, la inteligencia no se ha convertido al
Señ or y só lo entregamos un vago y frá gil sentimiento.
Por eso me encuentro esta tarde ante mi má quina de escribir, para compartir
contigo mi fervor ardiente por el Evangelio. «¡Ya viene éste otra vez con sus
complicaciones. ¡Huyamos a tiempo!». Tranquilízate, amigo. No vengo a
complicarte la vida; al contrario. Lo que te complica la vida es proclamarte
cristiano sin saber por qué; es quedarte con la boca abierta ante cualquier
cuestionamiento que se haga de tu fe. Créeme: comprender y acoger a Cristo como
Verdad proporciona una inmensa alegría. Y no pienses, por otra parte, que debes
desertar de tu corazó n para exiliarte en tu cerebro. Cuando la Verdad es una
persona, es la ternura la que la acoge con inteligencia. La sabiduría no consiste en
la satisfacció n de las meninges, sino en una coherencia sabrosa y que da gusto.
1. Todo lo que está relacionado con Dios. ¿Có mo encontrarle? ¿Por casualidad, por
gracia, por método? ¿Qué cambia en una vida el encuentro con Dios? ¿Por qué
existen las diversas religiones y có mo escoger entre ellas? ¿Cuá l es la cualidad de lo
divino en el cristianismo? ¿Es cierto que Dios puede amarnos? ¿De dó nde sacan
esta certeza los que lo afirman? ¿No será que buscan seguridades? ¿Es posible vivir
inteligente y generosamente sin creer en Dios? ¿Có mo hay que organizar la vida
espiritual? ¿No queda todo esto reducido a la nadador la escandalosa existencia del
mal y finalmente ¿Qué es creer? etcétera
2. Todo lo que está relacionado con Cristo. En un momento en que los medios de
comunicació n le presentan con todo tipo de rostros. ¿Qué pensar de su psicología
y, especialmente, de sus tentaciones? ¿Cuá l puede ser el significado de sus
milagros, negados por algunos exegetas y curiosamente rehabilitados... en el teatro,
por Henri Tisot? ¿Qué pueden aportarnos los sacramentos, celebrados a menudo
de una manera aburrida? ¿La Eucaristía es la presencia de Cristo? Jesú s pretende
ser el Camino, la Verdad y la Vida, ¿có mo puede sostenerse esto hoy, cuando cada
uno se construye su propia religió n a la carta? Jesú s nos ha dado la consigna de
evangelizar: ¿no es esto una agresió n, una intolerancia y un sectarismo? Etcétera.
se dirige no só lo a sus fieles, sino también a toda la sociedad? ¿Qué pensar de sus
intervenciones pú blicas? ¿Tiene derecho a hacerlas? En caso afirmativo, ¿las
intervenciones pú blicas de la Iglesia son adecuadas a los tiempos en que vivimos?
¿Qué sabe la Iglesia del hombre? ¿Có mo conciliar el cristianismo con la
modernidad? Etcétera.
4. Todo lo que define al hombre. Entre los dos extremos de su existencia. ¿La
creació n consiste en el big-bang? ¿Queda herido el hombre cuando la procreació n
se hace sin amor? ¿Saberse amado por Dios basta para ser feliz? ¿Es posible una
«civilizació n del amor»? ¿No es algo sobrehumano el perdonar? ¿Vale la pena vivir,
sobre todo cuando sabemos que vamos a morir? ¿Por qué se nos roban
prematuramente a nuestros seres queridos? ¿Existe el má s allá y en qué consiste?
¿Hay posibilidad de comunicació n con los muertos? ¿Có mo permanecer en
contacto con ellos? ¿Es creíble una alegría eterna, aunque sea con Cristo? Etcétera.
Este es el plan que voy a intentar seguir lo mejor que pueda, sin ahogar por eso las
preguntas. Confía en mí: te descubrirá s en estas pá ginas. Es verdad que no conozco
a todos los jó venes, aunque haya compartido mi vida con muchos.
Ademá s, no todos los jó venes son iguales. Los cercanos no deben hacernos olvidar
a la multitud de los alejados. Por otra parte, algunos jó venes se dejan influir
demasiado por los adultos que se ocupan de ellos. Porque también existe el laico,
«voz de su cura»... Y, sin embargo, tu generació n posee una cierta homogeneidad,
aun teniendo en cuenta los distintos niveles culturales. También en las
Universidades, donde se educa en el rigor, hay jó venes que se dejan tentar por las
sectas, y la ignorancia religiosa es tan grande entre ellos como entre los jó venes
que no han tenido la oportunidad de pisar las aulas universitarias. Hasta tal punto
que el mejor de la promoció n no es capaz, a veces, de entender el sentido de un
belén o de una vidriera de la catedral de Leó n.
Por un lado. «¿cree usted los milagros de la Biblia?». Pregunta que revela la duda
que anida en tu corazó n.
Por otro, «¿por qué Dios no hace ya milagros o no hace más milagros?». Y la
pregunta trasluce tu escá ndalo ante el problema del mal.
2. La gente que tiene entre cuarenta y cincuenta añ os convivió con lo que llaman
las «ciencias humanas», disciplinas que tomaron el relevo de las ciencias físicas sin
suprimirlas. La atenció n se desplazó hacia autores (Marx, Nietzsche, Freud...) que
no atacaron al Dios explicativo, sino al Dios nocivo, o incluso perverso, mostrando
el origen vicioso de la religió n, su sospechosa «genealogía». Se les llamó los
«maestros de la sospecha». No intentaron demostrar la inexistencia de Dios (para
Marx, es una cuestió n inú til), sino có mo podía surgir en la conciencia humana una
idea tan descabellada. Hablaron de Dios como el opio que adormece la misería
econó mica, como el fruto de una neurosis engendrada por la imagen de un padre
terrible, o como el resultado del resentimiento contra el mundo... No se trataba ya
del Dios explicativo, sino del Dios explicado... Estas ideas invadieron a la
inteligencia cató lica, que quedó aterrorizada y obsesionada por ellas. Algunos
incluso añ adieron otras razones. Otros intentaron demostrar que, al destruir las
razones para creer, se alcanzaba la «noche» de los místicos. Todo esto se enseñ ó en
los institutos cató licos y en los seminarios. Con ello se hizo mucho dañ o, sobre todo
a determinados laicos, sacerdotes y religiosas que pretendían ponerse al día y
comprender al hombre moderno en un cursillo de cuatro días. ¿Lo hicieron? Sin
duda hubieran necesitado una serenidad y una lucidez mayores, porque un á rbol
no debe ocultar el bosque.
Confieso que no he encontrado huella alguna de estos debates en tus cuestiones.
A veces, preguntas a los jó venes cristianos si su fe no es una especie de «fó rceps»
psicoló gico para dar sentido a la vida, pero sin acusarles de ninguna perversidad.
Tus preguntas no apuntan hacia la autopsia de un Dios muerto. Seguramente
tampoco hayas leído ninguno de los autores citados, cosa que deberías hacer.
Ademá s, sus doctrinas han envejecido, al menos en algunos de sus puntos,
especialmente el marxismo. Otras doctrinas se han dividido y está n en permanente
lucha unas fracciones contra otras, como en el caso de las distintas escuelas
freudianas.
En lo que concierne a su actitud antirreligiosa, estas doctrinas apenas renuevan
sus argumentos, y muchos de ellos son tributarios del nivel de conocimientos del
siglo pasado. La crítica de la fe no quedó terminada en 1843, como lo pretendía
Marx; y la explicació n que da Freud del monoteísmo bíblico no se sostiene. En
cualquier caso, la «ilusió n» cristiana de la que hablaba el padre del psicoaná lisis,
tiene un bello «futuro» ante sí, decía Jacques Lacan. No te digo todo esto, para que
barras con un golpe de desprecio a todos estos autores, sino para que no te dejes
impresionar por ellos, como lo hicieron ciertos sacerdotes que llegaron incluso a
flirtear con sus ideas. Léelos, si quieres, pero con la cabeza fría.
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decían antañ o esos herejes, llamados maniqueos? ¿y si de los dos el Malo fuese el
má s poderoso? Incluso sin abandonar el monoteísmo, ¿y si se demostrase que
Sataná s, la Bestia, el Anticristo, el nú mero 666, es má s eficaz que el Dios del Amor,
a juzgar por los estragos que causa en el mundo actual? En ese caso, ¿a quién hay
que seguir, a Dios o al Diablo? Fíjate que se trata de la misma tentació n de Jesú s en
el desierto (Lucas 4,5-8), que el rechazó sin contemplaciones. Pero quizá s a ti ya
tus compañ eros se os haya ocurrido pensar: «después de todo, ¿por qué no
intentarlo con Sataná s?; ya veremos; hay que probarlo todo, antes de decidirse».
Puede que incluso hayá is hecho un «pacto»: vender vuestra alma al Diablo a
cambio de poder. Habréis salido de la experiencia tremendamente decepcionados
(Sataná s miente tanto como respira y no mantiene sus promesas) y, a la vez,
heridos.
4. Por eso me he visto obligado a añ adir un cuarto punto a los otros tres ya
enunciados: en el fondo, no está s muy seguro de la calidad de lo divino, y éste es tu
principal problema. No te extrañ es. Es normal que te encuentres inmerso en la
corriente neopagana contemporá nea, enemiga declarada de la revelació n judeo-
cristiana. En efecto, la Biblia no se limita a afirmar que Dios es ú nico, lo que ya
sabían determinados pueblos; nos enseñ a que este Dios es personal, que tiene un
nombre, que es amigo del hombre, que sella una alianza con él y le hace una
promesa, que le manifiesta su misericordia, y que desea entrar en comunió n con él
sin que esta proximidad sea peligrosa. El profeta bíblico no se limita a condenar el
politeísmo, es decir, la pluralidad de dioses; reprocha, sobre todo, al creyente
equivocarse por completo en la manera de entrar en contacto con el, como si se
pudiese forzar la mano de Dios a través de prá cticas má gicas. De hecho las dos
posturas está n relacionadas: si los paganos multiplican las divinidades, es para
explotar a fondo todas las energías sobrenaturales a través de la especializació n de
cada una de las divinidades (salud, riqueza, poder, venganza...). El rito se convierte,
entonces, en la puesta en marcha de estos mecanismos infalibles. Es divino todo lo
que funciona sin pararse ni retrasarse. El corazó n no tiene nada que ver en esta
distribució n automá tica.
Y no creas que la «mística» escapa a este só rdido universo. Ya sabes que para
mucha gente actual, la oració n es la reducció n del hombre al vacío, a través de toda
una serie de ejercicios corporales y psicoló gicos. Y el má s allá , si es que existe, no
es má s que la fusió n del hombre en el gran Todo, como un terró n de azú car se
disuelve en una taza de café caliente. Examinaremos esta cuestió n má s de cerca. En
el fondo se trata de la misma pregunta de los mayores ( «sé quién es Dios, pero
¿existe?; ¿se necesita para explicar el mundo?» ) al revés: «seguramente Dios
existe, pero no sé quién es, ni quiero saberlo; yo mismo deseo desaparecer en este
Desconocido».
El reverso de la medalla no debe ocultarte la otra cara: el convertido de hoy no
se queda satisfecho con saber que Dios existe, lo que realmente le conmociona es el
saberse amado por el. Esto es lo que separa profundamente las diversas
generaciones de nuestra sociedad: la encuesta sobre la existencia de Dios o la
acogida de la calidad de lo divino. Esto es lo que hace difícil la fe. En efecto, a la
existencia de Dios puedo llegar por mí mismo y fá cilmente, como el 78 por l00 de
los jó venes españ oles. El sentirme amado por É l, só lo lo puedo creer. De ahí que
só lo un 46 por l00 de los jó venes españ oles acojan y crean en un Dios personal...
(Nota del editor: Estos datos han sido sacados del libro Jó venes españ oles 89
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Lo que primero me llama la atenció n, amigo mío, es que hablas de Dios sin saber
demasiado lo que se esconde tras esta palabra tan usada y tan manida. Por eso,
preguntas:
El Dios causa
El escándalo
Primero sientes el escá ndalo que provoca en ti el mal. El mal que asola el
mundo, y que conoces a través de los medios de comunicació n, el que te martiriza
personalmente. Entonces buscas la causa, es decir, el culpable, porque, en lenguaje
jurídico, «instruir una causa» es hacer una investigació n policial, para identificar al
responsable de un determinado delito y poder acusarle. En el proceso intelectual
hay, pues, un elemento pasional que quizá tú no percibes. Retomaré este tremendo
interrogante desde má s atrá s, pero, ya desde ahora, quisiera prevenirte de un
error: imaginar un Dios actuando sobre los fenó menos como cualquiera de las
fuerzas físicas (un seísmo) o humanas (una agresió n), exactamente en el mismo
nivel. Pienso en aquella madre que, en vez de dar a su hijo la medicina, se equivocó
de botella y le administró un producto tó xico que causó la muerte de su hijo en
medio de unos dolores tremendos. Esta pobre mujer cristiana intentaba aceptar
esta «voluntad de Dios» imaginá ndose que el mismo Señ or le había guiado la mano
para hacerle pasar esta prueba. ¡Horrible!
Ya ves que, incluso en el hombre má s moderno y racional, anida algo de esa
mentalidad primitiva, llamada animismo, y que no só lo existe en Á frica. El hombre
moderno, cuando sufre un dañ o, quiere identificar al culpable para vengarse de él
o llevarle ante los tribunales. Só lo así se calma. Pero, ¿qué hacer cuando el mal no
se le puede imputar a nadie, como en el caso de un alud o de un cá ncer? El hombre
no acepta fá cilmente el recurso del azar, porque esta solució n no le tranquiliza lo
má s mínimo, ni satisface su corazó n. ¿Có mo un acontecimiento importante puede
ser puramente accidental o inocentemente fortuito? En el Tercer Mundo, la
desgracia se explica por la influencia nefasta de los malos espíritus o por el poder
del brujo. En Europa, es al mismo Dios al que a menudo se acusa y se conmina a
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al Señ or que te ayude a encontrar un buen novio o una buena novia, puedes ser
escuchado(a) e incluso puedes decirlo, pero sin convertirle en un ojeador de caza o
en una Celestina! Así pues, maneja con precaució n esta noció n de «causalidad
divina», sin ser ingenuo cuando las cosas te salgan bien, ni demasiado hurañ o si
salen mal. Si nadas en la felicidad, que te aproveche; pero, al alabar al Señ or, piensa
en los demá s y no creas que está s solo en el mundo. No cantes apresuradamente el
Magníficat para dar gracias a Dios por haber salvado el Carmelo de Lisieux durante
los bombardeos de 1944. ¡Piensa también en el convento de los benedictinos,
totalmente arrasado! Convéncete, con el filó sofo Jean Lacro ix, que, mediando
cierta confusió n mental y verbal, la causalidad es la razó n principal de la
increencia, o de la «malcreencia», o de la fe dolorosa. Sal del infantilismo y deja de
ser un niñ o ante Dios.
La duda
A veces me preguntas:
«¿Por qué está tan seguro de la existencia de Dios? ¡Deme una prueba!».
Y añ ades:
«Si un día se prueba que Dios no existe, ¿cómo reaccionaría? ¿Qué piensa de la
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A su manera, el hombre busca a Dios desde siempre. La Biblia nos presenta una
revelació n que nos sobrepasa, teniendo en cuenta las capacidades de nuestra
sabiduría humana, que no só lo se debe poner en movimiento, sino también evitar
las malformaciones groseras de lo divino. Dicho de otra manera, Dios es un
derecho del hombre: É l es, a la vez, transparente en sus obras y diferente de ellas
(Sabiduría 13,1-9; Romanos 1,18-23). Al volver a repetimos esto en el siglo pasado,
el Concilio Vaticano I toma partido en favor del espíritu humano, castrado por el
racionalismo de la má s bella de sus posibilidades y privado del má s vital de sus
conocimientos. Al mismo tiempo, la Iglesia también proclama este principio para
los ateos, que se adjudican el derecho natural de rechazar a Dios y se vanaglorian
de ello como de una liberació n; a los agnó sticos, que no niegan nada pero se
declaran incompetentes y sin un ó rgano apropiado; y a los mismos cristianos, que
se refugian en el sentimiento invocando la «mística». Haciendo esto, la Iglesia se
sitú a inequívocamente en el camino de la promoció n humana sin la menor
vacilació n. Juan Pablo II no cesa de repetir estas mismas palabras, en una época en
que la defensa de los derechos del hombre no siempre se lleva hasta sus ú ltimas
consecuencias. El hombre tiene derecho a Dios y nadie le debe privar de la libertad
religiosa. Para ti, amigo, la fe te parece ante todo un deber, y un deber penoso; para
el Papa es un derecho que permite el acceso a la alegría y a la realizació n personal.
Tú preguntas: «¿estoy obligado a creer?». Y tu pastor te responde: «¿tú tienes el
derecho de privarte de la fe?» Tú dudas, temiendo aburrirte o correr un riesgo
incontrolable. Pero también hay otro riesgo, el contrario: asfixiarte por falta de
adoració n, caer en la pasividad por falta de verdadera alegría. Curioso, ¿verdad? ,
Sería grotesco que intentase hacerte en diez líneas una exposició n de las mil y
una razones para admitir la existencia de Dios. Tampoco voy a recurrir a
«pruebas» matemá ticamente comprobables. En este caso, el no creyente sería un
imbécil, como ese alumno que no es capaz de encontrar, en la , pizarra de la clase,
la solució n al problema, que salta a la vista. La cuestió n de Dios no proviene de lo
que Pascal llama el espíritu de la geometría, sino que supone una reflexió n en
profundidad y que compromete la vida entera. El puro razonamiento no llega a la
luz, sobre todo el razonamiento rampló n, que se queda en el nivel má s bajo de sus
posibilidades, en vez de elevarse «a los niveles superiores del saber».
El no creyente no es ningú n tonto, ni el ú ltimo de la clase; puede ser, incluso,
muy inteligente y virtuoso, como veremos má s adelante, pero es insensible al «por
qué» ú ltimo. También puede darse el caso que tenga por una caricatura grotesca
de Dios, que bloquea su reflexió n. Ten en cuenta, amigo mío, que tus falsas
imá genes de Dios pueden provocar la incredulidad en otros.
Santo Tomá s de Aquino no habla de «pruebas» de Dios, sino de «vías» hacia
Dios, y tiene toda la razó n del mundo. Es evidente que la vía concluye en alguna
parte, pero proponiendo un camino, no administrando la solució n del problema al
instante. La solució n nos hace cerrar la boca, el asunto concluye y no hay nada má s
que decir. El camino nos conduce hacia el asombro: un nivel en el que nunca se
terminará de descubrir o de vivir. Tengo miedo, amigo mío, de que me pidas un
«truco» para estar seguro de Dios, para arreglar esta cuestió n de una vez por todas.
Pero reflexiona. Si la existencia de Dios fuese algo evidente, ¿qué harías después?
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La solidez de nuestra fe
ocasió n, para el apó stol y para nosotros, de verificar si realmente se lo hemos dado
todo. Este es el objetivo pedagó gico de este supuesto imposible (igual que de este
otro: «Sería capaz de amar a Dios aunque me condenara al infierno...»).
el cura de Ars también dice: «Si al final de mi vida descubriese que Dios no
existe, estaría atrapado, pero no me arrepentiría en absoluto haber creído en el
Amor». Bajo esta deliciosa ocurrencia, se esconde la certeza de que Dios es Amor y
de que nunca el Amor puede fallar. Pienso también en esta «maliciosa» reflexió n de
un teó logo: «si Dios no existiese, se equivocaría». ¡Y tanto! Pues no podría verificar
la bella imagen que tenemos de É l... Y que el mismo nos ha dado: la imagen del
Amor. ¿De dó nde si no podría venirnos esta imagen?
«Quitad los milagros del Evangelio y toda la tierra caerá de bruces a los pies de
Jesucristo», escribe Jean-Jacques Rousseau. No comparto, ló gicamente, su teoría,
pero intento entender la procedencia de esta reacció n, que se prolonga hasta la
actualidad. Creo que esta reacció n se debe a tres razones.
En primer lugar, porque se ha abusado de la presentació n del milagro, no como
un signo de la atenta presencia de Dios ante las preocupaciones de los hombres,
sino como una travesura destinada a humillar a la razó n. «Creéis en el valor
absoluto de vuestras leyes, parecen decir los partidarios de esta presentació n de
los milagros, para olvidaros de Dios o incluso para negarlo. Pues bien, Dios os
muestra su existencia y sus capacidades violando esas leyes cuando le viene en
gana. ¡Asumid la reprimenda y reconoced vuestro error!». Es decir, el milagro se
definía como una excepció n de las leyes naturales, para dar en la cara a los
racionalistas orgullosos. Se comprende perfectamente la indignació n de éstos, que,
si bien merecían una lecció n, no tenía por qué ser tan humillante. Dios no se dedica
a hacer sietes en el tejido de la naturaleza, sino maravillas. Es capaz de hacer
maravillas sin hacer sietes, es decir, insertando su acció n en el curso de los
acontecimientos. Yo mismo he disfrutado en mi vida de las sonrisas del Señ or, que
no se pueden catalogar como prodigios, pero sí como signos de su presencia. A la
inversa, no basta con que haya un prodigio para concluir afirmando la presencia de
Dios. Ningú n milagro, ni siquiera una resurrecció n, puede forzar a alguien a creer
(Lucas 16,30). Este es, pues, a mi juicio, el primer malentendido.
Dado que el milagro es definido como una excepció n hecha por Dios en las leyes
naturales, para constatar tal hecho se establece en Lourdes un centro médico,
encargado de analizar las curaciones. Só lo podrá hablarse de milagro en el caso de
que la ciencia no encuentre explicació n natural alguna a tal curació n. Es, pues, lo
anormal lo que permite testar la acció n divina. De esta forma, dicen los partidarios
de esta postura, los no creyentes no podrá n hablar de subterfugios. Sin duda, pero
no por eso quedará n má s convencidos. Siempre podrá n decir que algú n día el
progreso científico terminará por hallar la causa que hoy todavía se nos escapa. Así
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pues, a pesar de todas las precauciones tomadas, el milagro nunca puede ser
probado rigurosamente y el científico siempre podrá negarlo.
Pero, ¿por qué haría falta probarlo? ¿Por qué el enfermo curado tendría que
esperar un certificado que le otorgase la etiqueta de milagroso y le permitiese así
dar gracias a su Señ or sin temor a equivocarse? Tanto má s cuanto que este sello de
autenticidad de la Iglesia no convencería a todo el mundo.
El milagro no se confunde, pues, con lo inexplicable. Es un acontecimiento que
se adueñ a de una historia espiritual y que comporta, por ejemplo, peregrinació n,
intercesió n, oració n de confianza, invocació n a María, promesa de una vida má s
fervorosa, caridad hacia los pobres, promesa de conversió n, etc. Só lo los hombres
que han vivido tales momentos tienen derecho a ver en ellos un signo del cielo,
independientemente de que la curació n se pueda explicar, al menos parcialmente,
sin recurrir al milagro. El hecho no debe arrancarse, pues, de su contexto, para
trasladarlo al laboratorio y convertirlo en un caso clínico y nada má s. En el
Evangelio, los relatos de los milagros subrayan ante todo la relació n entre Jesú s y
su interlocutor, insistiendo en la confianza total de éste en el Señ or. Y si Cristo
envía al leproso curado al sacerdote, no es para una verificació n médica, sino para
que sea reinsertado legalmente en la comunidad..., previo pago del don prescrito
(Mateo 8,4).
El tercer malentendido está muy relacionado con los ya expuestos. Algunas
personas curadas milagrosamente se afanan en proclamar que su fe coincide con
su curació n. Y esto no es del todo cierto. Es evidente que el favor recibido puede
producir en el corazó n maravillado del enfermo curado una conversió n profunda.
Ahora bien, el credo del cristiano no se limita a proclamar: «creo en el Dios que me
curó ». No hay que exagerar la nota y colocar una curació n en el culmen del plan
divino. De lo contrario, ¿có mo podrían creer los que no han recuperado su salud?
¡De todas maneras, entre la desaparició n de un tumor y la Resurrecció n de Jesú s
hay una considerable distancia! Una distancia que me hace comprender que mi
Dios es también el de los demá s, que no soy la maravilla de las maravillas, y que ha
hecho en mí algo mucho má s importante que curarme una pierna.
Una curació n no dispensa, pues, de la catequesis. De lo contrario, el milagro
sería un medio có modo y econó mico de creer..., sin necesidad de la fe. Ahora bien,
en el Evangelio, el prodigio no encierra sobre sí mismo al que lo recibe, sino que le
hace volverse hacia Cristo, proclamando que es el Hijo de Dios. Por eso, Jesú s invita
al ciego de nacimiento, totalmente feliz por haber recobrado la vista, a recorrer lo
que le queda de camino para alcanzar la luz.
«-¿Crees en el Hijo del Hombre?, le dice.
-¿y quién es, Señ or, para que crea en él?
-Ya lo está s viendo, es el mismo que habla contigo.
-Entonces él dijo: Señ or, yo creo» (Juan 9,35-38).
El ciego todavía no había caído en la cuenta que el que le había curado era el
mismo Señ or, el Señ or de todos los hombres.
Los tres malentendidos explicados tienen algo en comú n: previenen contra la
tentació n de querer cazar a Dios, de intentar pillarle en flagrante delito de
existencia a través del milagro, como si la fe fuese un simple atestado asequible a
todo el mundo sin la menor preparació n. También en esto, el Evangelio deja las
cosas en su sitio, recordá ndonos que en Nazaret Jesú s no hizo milagros, porque sus
paisanos no creían en el (Mateo 13,58). El milagro no da, pues, la fe, si no existe
previamente, al menos en forma de confianza total en Cristo. Dios es, ante todo,
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Amor ofrecido, mirá ndonos a los ojos. Y la maravilla se produce en esta mirada.
«¿Creéis que puedo hacer esto? -pregunta Jesú s a los dos ciegos.
-Sí, Señ or -le contestan.
-Entonces les tocó los ojos diciendo: Segú n la fe que tenéis, que se cumpla»
(Mateo 9,27-29).
Ya ves qué lejos estamos de la pura mecá nica...
juega este juego. Y los milagros relatados en los Evangelios no contienen nada de
cara a la galería, ni nada que pueda dispensar la conversió n de los corazones.
Cuando Juan Bautista está en la cá rcel y duda de un Mesías tan poco espectacular,
Jesú s le da signos que no engañ an (Maleo 11,2-6). Signos que no miden el poder de
sus bíceps, sino que revelan sus intenciones profundas: devolver la vista a los
ciegos, hacer andar a los paralíticos, curar a los enfermos, hacer oír a los sordos,
resucitar a los muertos y, sobre todo, dar esperanza a los má s pobres. El milagro no
es, pues, un fenó meno que se pueda separar de su raíz y convertirlo en una
curiosidad autó noma y apta para periodistas. Si Jesú s escogió dar la vista a los
ciegos, fue para enseñ amos que el es la Luz y que tanto la luz de los ojos como la
del corazó n proceden de el. El signo llega a su meta cuando provoca en los labios
del curado una profesió n de fe (Juan 9,38). Bartimeo, el ciego de Jericó , escogió
incluso una fó rmula activa: nada má s ser curado, se puso a caminar detrá s de Jesú s
(Marcos 10,52) ¡Qué rapidez de reflejos la de Bartimeo!
Amigo, el milagro es irritante cuando se convierte en algo má s convincente y
apasionante que Jesú s; cuando seduce, en vez de convertir. Como dice San Agustín,
no quieras al anillo má s que a la novia, pero tampoco dudes en recibir el anillo de
manos de la novia. No digas a Dios que no necesitas milagros para creer en su
amor. Tú y yo sabemos que eso no es del todo cierto. Y, sobre todo, no le vayas con
el cuento de que, sin los milagros, su Evangelio pasaría mejor el examen. ¡Deja
hacer su trabajo al Señ or! ¡Es de suponer que lo sabrá hacer mejor que tú y que yo!
Tampoco intentes hacerte el sutil, queriendo separar el hecho del sentido, y
afirmando que la historia es falsa, pero la lecció n bonita. ¡Tonterías de intelectuales
cansados!
«¿Cómo se puede decir que el Sida es un castigo de Dios, cuando hay niños
totalmente inocentes que mueren por culpa de esta terrible enfermedad?».
¿Y el Sida?
mucho que había sufrido durante su vida, y que incluso había pecado como todo el
mundo. ¡Ya ves a donde conducen las teorías! el Papa San Pío V condenó este error
en 1567. Mucho antes, San Agustín había dicho que el sufrimiento funciona como
un remedio má s que como un castigo).
«¿Por qué, si Dios ha creado el mundo, no hace todo lo posible por mejorarlo?
-¿Por qué no hace milagros?
-¿Por qué ha creado Dios a los hombres para que se maten entre ellos?
-¿Por qué algunos niños nacen con minusvalía y otros no?
-¿Por qué hay tantas miserias en la tierra, cuando deberíamos ser felices?
-¿Por qué Dios no hace nada para hacer felices a los africanos que se mueren de
hambre?
-Si Dios es bueno, ¿por qué hay tantas injusticias en la tierra?
-¿Por qué deja morir a los niños de Etiopía?
-¿Piensa que Dios es justo al quitamos a un ser querido? -¿Por qué en la vida
algunos son felices y otros no?
-¿Dios podría lograr que todos los países se entendiesen y evitasen los conflictos?
-No creo en Dios, porque mi familia, incapaz de hacer daño a una mosca, se ha
visto continuamente perseguida por la adversidad.
-Si Jesús ha resucitado, ¿por qué no resuelve todos los problemas del mundo?
-¿Por qué hay guapos y feos?
-¿Aceptaría la muerte de su propio padre...?»
1. Nadie, ni siquiera Dios, pudo dar una explicació n satisfactoria del mal. El
Señ or no pronunció un discurso sobre el asunto. Su ú nica elocuencia es la de un
Crucificado que calla y se ofrece. Didier Rimaud le llama «el Libro abierto a golpe
de lanza», y añ ade: «Jesú s ha muerto: el Libro se ha leído.» Es lo que Pablo llama el
«lenguaje de la Cruz» (1 Corintios 1,18), una locura que la fe transforma en la
verdadera sabiduría con el paso del tiempo. No te digo esto para adormecerte o
para drogarte antes de suministrarte mis razonamientos. Te lo digo porque es lo
ú nico que tengo que decirte. Permanezcamos bajo la imagen del Crucificado.
Contemplemos al Cordero inmolado que en gloria conserva las huellas de sus
heridas para toda la eternidad (Apocalipsis 5 y 6). Cuando tengas que hablar del
mal con algú n compañ ero, comienza y termina con una oració n, si puedes. Jesú s no
explicó la cruz: simplemente la llevó y se dejó clavar en ella. Resucitado, te la
presenta como la Cruz gloriosa, sangre y oro.
4. Evita también todos los discursos que huelan a juicios, esas polémicas
oratorias que enfrentan a los defensores de Dios con los defensores del hombre en
un debate interminable. Jesú s nunca entró en estas consideraciones. Sencillamente,
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nos salvó con el precio de su sangre. Los abogados que defienden al ser humano
argumentan que éste no pidió nacer, que no es responsable del pecado original,
que el Creador pudo haberlo creado bueno, y que, sin duda, su vida está llena de
méritos... Los abogados de Dios, en cambio, defienden que su cliente es inocente y
libre de crear lo que quiera y como quiera, que hizo el mundo bueno desde el
principio, que no inventó el mal y mucho menos la muerte, y que no nos ha dejado
abandonados a nuestra suerte... A lo que contestan los abogados del hombre
diciendo que, si Dios no ha creado el mal, lo permite y, por tanto, es culpable de no
asistir a una persona en peligro, tanto má s cuanto que sus capacidades son
infinitas... Cuando se entra en debates de este sentido, ni ya es posible salir, ni sale
nada bueno.
dejado sin hogar a miles de familias. Cuando se dirigía al sur de la isla para visitar a
los damnificados. Vio una familia en la calle al lado de su casa completamente
destruida. Y pensó : «¿qué voy a decirles a estos pobres desgraciados?» Entonces.
La madre se acercó y le dijo: «Monseñ or. Menos mal que Dios es bueno y estamos
todos vivos; vamos a empezar de nuevo»).
La Madre Teresa no pasa su tiempo quejá ndose de las desgracias humanas y de
la impotencia de Dios, sino que se remanga y acude al trabajo. Ayudando a los
pobres a morir dignamente, no se cree mejor que su Dios. Al contrario, todos los
días come a Dios en la misa para impregnarse de su ternura activa. Haz tú lo
mismo. Después de la torre de Babel (Génesis 11,1-9), cuando el hombre quiere
hacer la burla al Creador reprochá ndole su incompetencia o su indiferencia,
inventa, para subir a las nubes, una horrible termitera llamada Goulag con lengua
ú nica, increencia ú nica, escuela ú nica, partido ú nico, sindicato ú nico, hospital
ú nico, aborto ú nico. Es la destrucció n del hombre en nombre de una felicidad
obligatoria y garantizada, pagada por la «Seguridad», previo pago de una
cotizació n que es la renuncia a la libertad. Dios no parece llegar tan lejos: nos
respeta infinitamente má s, asociá ndonos a la construcció n de la «civilizació n del
amor». Ama, ama con todas tus fuerzas y te hará s menos preguntas paralizantes.
7. El mal del hombre es, pues, ante todo, el mal de Dios. No lo olvides nunca.
Cuando sufras o veas sufrir, no retornes al paganismo para dar rienda suelta a tu
có lera. No te dirijas al Jú piter barbudo del Olimpo que enarbola el rayo o se
divierte con una diosa mientras saborea la ambrosía (especie de postre divino ).
Piensa en Cristo, que se entrega libremente por nosotros en la cruz, y en su Padre,
que «sufre» porque, por amor a nosotros, tiene que abandonarle en estas
condiciones. «Hijo mío, quisiera morir en tu lugar» (2 Samuel 19,1). Piensa en las
Bienaventuranzas, que no son un programa electoral cualquiera. No es que Jesú s
rompa sus promesas; el problema radica en que nosotros nos engañ amos
imaginá ndonos promesas que nunca nos hizo. Jesú s no nos prometió la desgracia,
pero la felicidad que nos anuncia no siempre coincide con nuestros facilongos
itinerarios. El camino que conduce a la Vida no siempre es una autopista de cuatro
carriles (Mateo 7,13-14).
9. En definitiva, tienes que entender, sin oponerlas, las dos tareas del cristiano:
luchar al má ximo contra el mal y saber soportarlo espiritualmente. Luchar contra
él y suprimirlo, si es posible, porque el mal es doloroso y conduce a la blasfemia y a
la desesperació n (Proverbios 30, 7-9). En cualquier caso, no lo beatifiques
ingenuamente, como hacen algunos ricos inconscientes con la pobreza, de la que lo
ignoran todo y que, sin embargo, no dejan de alabar, tomando un whisky hallado
de su piscina. Ser pobre voluntariamente y por ideal, vale (Mateo 5,3), pero
sumirse en la miseria pensando en ser el preferido de Dios o en gozar de
compensaciones maravillosas, de ninguna manera. Si la pobreza material es el
ú nico medio para ser querido por Dios, entonces, que todos los cristianos se vayan
a dormir bajo los puentes. El paraíso no es la compensació n de las injusticias de
aquí abajo, porque el Reino de Dios debe venir «en la tierra como en el cielo», y,
por lo tanto, ya desde ahora.
Así pues, no debemos reducir la salvació n a su aspecto terapéutico, sanitario,
psiquiá trico o econó mico, imaginando un paraíso aquí en la tierra en el que todas
las enfermedades fuesen curables, los coches no atropellasen a los niñ os, el
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Paso por encima de este Dios nocivo o perverso que, a veces, nos presentan las
ciencias humanas, al estudiar la genealogía de la religió n o de la moral. Parece que
este no es tu problema, o al menos yo no he recibido ninguna pregunta sobre ello.
Abordamos, en cambio, el problema de la experiencia de Dios, sobre el que hayal
menos un centenar de preguntas.
Al clasificar mis papeles, se descubren claramente tus seis preguntas
principales:
¿Tiene sentido la vida? ¿Cómo ha hecho para creer? ¿Es necesario creer para ser
feliz y generoso? ¿Cómo se reza? ¿No sois una secta?
Una vez má s, pido a María que me ayude a alimentarte como aun hijo o a una
hija..., y vuelvo a mi má quina de escribir.
Sobre este punto tus preguntas son abundantes, inquietas y, a veces, nerviosas.
Como este desafío: « y si a mi me gusta destruir mi alma, ¿qué le importa a usted?»
Mucho, porque te quiero, comparto tu herida y te confío a Jesú s. Tomo en serio
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¿Cuá l es el camino que conduce a la fe? Sobre este asunto encuentro muchas
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Amigo, en tu corazó n se esconden juntos los pros y los contras. Algunas de tus
preguntas muestran tu temor ante la ilusió n del cristianismo, sin que ello quiera
decir que te hayas quedado anclado en él.
Sí, amigo, la fe en Cristo es un don del Padre. «Nadie puede acercarse a mí, dice
Jesú s, si el Padre que me envió , no le atrae» (Juan 6,44). San Agustín comentó de
una manera admirable este versículo, mostrando que esta atracció n funciona como
una verdadera voluntad del espíritu... Pero no pidas cuentas a Dios sobre su modo
de tocar el corazó n humano. A veces, utiliza el itinerario normal de la formació n
cristiana, llenando el momento clave de ese proceso de una efusió n del Espíritu
Santo que proporciona una verdadera conversió n en el mismo interior de la fe.
Otras veces se sirve de las circunstancias, introduciéndose en la cadena de los
hechos que dependen del má s puro azar. Pienso, por ejemplo, en Paul Baudet,
abogado de Jacques Fesch, que encontró la fe porque una agencia de viajes se
equivocó y le dio pasaje en un barco en el que se encontraban varios centenares de
estudiantes parisinos con destino a Tierra Santa. Dios se sirve también del
testimonio de los creyentes y de su valentía misionera, que Juan Pablo II no cesa de
alentar. Pero también es capaz de irrumpir en un alma sin preparació n alguna y
cuando menos se lo espera, como lo atestiguan los relatos de los convertidos. Y no
es que Dios actú e así para burlarse de los demá s hombres, sino para mostrar la
«energía» que se desprende de su Palabra, y, quizá también, porque a hombres
como Paul Claudel, André Frossard y André Levet los necesita para encomendarles
una misió n especial.
Tranquilízate, amigo mío. Yo siempre he sido cristiano, cosa que agradezco
profundamente a mis padres, y nunca tuve una revelació n especial; sin embargo, a
lo largo de mi carrera sacerdotal, he conocido sorprendentes intervenciones del
Espíritu. Porque la gracia no se contenta con mantener limpio el corazó n del
bautizado, sino que no cesa de crear cosas nuevas en él.
Así pues, trata de encontrar tu itinerario personal sin envidiar el del vecino. Lee
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testimonios de jó venes como tú , y, sobre todo, reza, reza sin cansarte. Y después,
pon los medios adecuados para encontrarte con el Señ or y descubrir sus signos. A
ello te ayudará n sobremanera los grupos de oració n, de profundizació n de la fe o
de evangelizació n. También puedes acercarte a un monasterio, no para descubrir
emociones especiales, sino para dejarte ayudar por esa pará bola viviente que son
los monjes, y para empaparte de su liturgia. Asimila todo esto en el silencio de la
soledad o con los demá s. Dios no dejará sin respuesta tu oració n. Lo prometió . Pero
muévete un poco y decídete. Arriésgate, avanza. No te quedes quieto con la boca
abierta esperando un milagro. Practica la direcció n espiritual. Recurre al
sacramento del perdó n. Comulga. Adora al Santísimo Sacramento y suplica al Dios
que desea que le ames.
«¿Tengo derecho a exigir un signo a Dios para creer, o tengo que conformarme
con pedírselo simplemente?», preguntas. En tu frase adivino, amigo mío, tu
bú squeda impaciente y tu oració n que roza el umbral del desafío. Yo te aconsejaría
que suprimieras el verbo «exigir», porque está escrito: «no tentará s al Señ or tu
Dios», no le provocará s, no intentará s sacarle por intimidació n lo que É l quiere
regalarte. En ese caso, no descubrirías realmente la fe, que es acogida de un Amor
esencialmente gratuita. Ademá s, exigiendo, te contradirías: te impedirías creer a ti
mismo, pues pretenderías verificar a Dios sin tener que esperarle ni recibirle. Sin
embargo, tienes todo el derecho de pedirle un signo, como lo hizo Gedeó n en dos
ocasiones, y de una forma un tanto grosera (Jueces 6,36-40)... Pero no intentes
provocar el signo de una forma automá tica, porque caerías en el mundo de la
ilusió n, yeso es peligroso. No pidas grandes cosas. ¡Las pequeñ as son tan bonitas y
llegaron al fondo de nuestro corazó n! Si es posible, no presentes siquiera c
proposiciones precisas al Señ or. Abandó nate a lo que É l quiera. Así pues, no espíes
a Dios ni le esperes con ansiedad, como se espera al cartero. Reza y vive con calma.
Ya sé que, estando en la cá rcel, André Levet tuvo la osadía de concertar una cita
con Cristo ya una hora exacta: las dos de la mañ ana..., y el Señ or se presentó ,
porque conocía el corazó n profundo de este gran hombre. Pero, seguramente, éste
no será tu itinerario. No seas celoso y espera lo que Dios te tiene reservado a ti
solo.
A menudo me preguntas qué siente un converso, y con razó n. Tienes que saber
que la irrupció n de Dios es imposible de describir, porque es, ante todo, el
sentimiento de una Presencia. «De pronto, mi Dios es Alguien», exclama el joven
Claudel, que no había ido a Nô tre Dame a rezar, sino a buscar inspiració n literaria.
En su cá rcel, Jacques Fesch había conseguido ya eliminar las dificultades para
creer, pero todavía no era capaz de rezar, aunque Dios le parecía cada vez má s
plausible. La noticia de una traició n arrancará un grito de su pecho: «¡Dios mío!»
«Al instante, escribe, me envolvió el Espíritu del Señ or, como un viento violento
que pasa sin saber muy bien de dó nde procede. Se trata de una impresió n de
fuerza infinita y de dulzura que no se podría soportar mucho tiempo. Y, a partir de
ese instante, creí con una convicció n inalterable que nunca me ha abandonado.» Es
curioso comprobar có mo la infidelidad de un ser querido le hizo descubrir la
fidelidad absoluta de Dios.
Por ú ltimo, todos los conversos dan testimonio de una misma experiencia
fundamental: una Presencia que provoca la mezcla de dos sentimientos tan
opuestos como la fuerza y la dulzura. En ciertos momentos de mi vida, también yo
sentí esta curiosa mezcla de poder y suavidad, de atrevimiento y de ternura,
sentimientos que han impregnado toda mi vida, aunque de una manera menos
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El papel de la oración
1. «¿Por qué rezar es una osadía?», preguntas con acierto y aduces al ejemplo de
la misa, en la que el sacerdote introduce el Padre Nuestro diciendo: «nos
atrevemos a decir.» Rezar es una audacia, porque, hasta Jesú s, ningú n hombre se
había atrevido a decir a su Dios: «¡Abba, mi papaíto querido!». Y también porque el
pecado ha desdibujado nuestra relació n con el Señ or. En uno de sus catequesis, el
cura de Ars decía a los niñ os: «nos habíamos ganado a pulso no poder rezar; pero
Dios, en su bondad, nos ha permitido hablarle.» No só lo nos lo permitió , sino que
nos pidió que lo hiciésemos. El mismo Dios fue el primero en dirigirse al hombre:
«Adá n, ¿dó nde está s?» Así pues, «atrévete todo lo que puedas», como dice un
himno al Santísimo Sacramento, sabiendo muy bien que no tienes la audacia de
abordar aun terrible tirano, sino la audacia de creer en la ternura ofrecida. No
estés atemorizado, sino emocionado, como el hijo pró digo cuando vuelve a casa
con la cabeza gacha y su padre «se lanza a su cuello» (Lucas 15,20).
Por ú ltimo, la audacia no consiste en interpretar al Todo- poderoso, sino en
vencer en ti mismo la timidez y la incredulidad. ¡Atrévete a creer en el don que se
te hace! ¡Atrévete a responder a la invitació n que se te dirige! ¡No esperes má s!
¡Comienza inmediatamente!
automá tico, sino que encuentran siempre una razó n atento de Dios.
- Ademá s, la oració n siempre es escuchada. El Evangelio no nos permite dudarlo.
«Pedid y se os dará , buscad y encontraréis, llamad y os abrirá n; porque todo el que
pide recibe, el que busca encuentra, y al que llama le abren» (Lucas 11,9-10). Para
afirmar esto de una manera tan categó rica, Jesú s utiliza el ejemplo de nuestros
padres. A ninguno de ellos, por muy «malo» que sea, se le ocurriría dar una
serpiente aun niñ o que pide un pez, o un escorpió n al que pide un huevo.
- Ahora bien, el Señ or no siempre responde lo que tú esperas. A menudo, no
responde al instante, no porque quiera hacerse de rogar, sino porque quiere
probar la solidez de tu confianza. A veces, no responde de una forma sensible, sino
dá ndote la paz, incluso una paz austera (Gá latas 5,22). No siempre responde
concediéndote lo que re pides, sino entregá ndote el mejor de los regalos: el
espíritu filial (Lucas 11,13). Ponerse en actitud de oració n es ya ser escuchado en
10 que concierne a lo esencial: se entra en contacto con el Padre, la fe funciona y la
ternura circula.
3. «¿Có mo se reza? No sé hacerlo y, por eso, apenas rezo». Amigo, no hay una
escuela de preparació n a la oració n. En efecto, Jesú s nunca respondió a la pregunta
de sus discípulos, muy parecida a la tuya: «Señ or, enséñ anos a rezar, como Juan
enseñ ó a sus discípulos» (Lucas 11,1). Simplemente, les contestó : «cuando recéis,
haced como Yo» (Lucas .11,2). No les prestó un manual, ni les enseñ ó un método;
simplemente, les abrió su corazó n y les entregó su secreto. Para rezar no te hace
falta un cursillo de seis meses sancionado con un diploma vá lido para toda la vida.
Lo ú nico que tienes que hacer es empezar inmediatamente. Dile al Padre la misma
frase, llena de desolació n, que me diriges a mí: «Padre no sé rezar.» ¡Qué oració n
tan hermosa! Me hace pensar en el grito de Charles de Foucauld: «Dios mío, si
existes, deja que te conozca.» En tu caso, sería: «Dios mío, ya que me amas,
ayú dame a confiar en ti.» La oració n no se ensaya, como lo hace un piloto en una
cabina simulada. Sería ridículo que dijeses a Dios: «Señ or, durante algú n tiempo
voy a pronunciar la frase "há gase tu voluntad", para ver el efecto que produce en
mí, pero sin tomá rmelo en serio. Cuando lo diga de verdad, ya te lo diré. («Hasta
ese momento, me entreno...»). Reza desde el primer, momento, comprométete
desde el principio, arriésgate desde el comienzo, y, só lo después, hazte ayudar por
alguien. Si te apuntas a un grupo o a una «escuela», vete con todas las de la ley y
para convertirte de verdad, no para gesticular en una piscina. El animador es un
educador de la fe, no un instructor de natació n. En definitiva, como dice Pablo, no
busques a Dios ni en los abismos ni en las nubes: está muy cerca de ti, en tu
corazó n» (Romanos 10,6-8) ¡No necesitas ir a las orillas del Ganges ni a la escuela
de los derviches turcos!
4. «¿Para que una oració n sea eficaz, hay que rezar durante mucho tiempo?», me
preguntas. Hay que rezar durante mucho tiempo, pero no para alegrar a un Dios
distante y enfadado (como si Dios fuese un frasco que hay que agitar antes de
usarlo, o un antipá tico al que ni las cosquillas hacen sonreír), sino para que el don
de Dios pueda descender sobre ti e impregnar tu corazó n. El tiempo no está hecho
para Dios, sino para ti, para que puedas acoger la gracia que desciende sobre ti, a
borbotones o gota a gota. « ¿No tiene usted ganas de rezar durante todo un dla, de
vez en cuando?» Claro que sí. y por la misma razó n. No para acumular fó rmulas,
como si mis peticiones se valorasen a peso, sino para exponerme a los rayos del sol
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divino, para empaparme de su cá lida luz. No tengo que contarle nada que ya no
sepa, ni ablandar un corazó n que ya me ama. Lo ú nico que tengo que hacer es
dejarme amar ampliamente y sin cansarme.
5. «¿Rezar es aburrido?
-¿De qué habla usted en sus oraciones?
-¿La repetición no termina en la monotonía?»
A veces, cuando se está seco, rezar puede ser algo austero. O doloroso, cuando
se está sufriendo. Pero pronto te dará s cuenta de que la oració n nunca es aburrida.
«¿Reza usted con regularidad?». Sí, y aquí radica la solució n. Si só lo te vuelves hacia
Dios por capricho, o cuando te apetece, nunca entrará s en la intimidad del Señ or, y
no se te entregará , porque sucumbes a la… sensació n. Pero si haces oració n todos
los días con un corazó n fiel, renunciará s a la sensació n (y, por lo tanto, también al
aburrimiento cuando falla la sensació n) y entrará s en el reino de la paz. Yo rezo
con regularidad -gracias, Jesú s- y nunca me he planteado tu pregunta. Tampoco me
aburro, porque no busco éxtasis ni estremecimientos. Mi alegría consiste en ser fiel
a la cita... En cuanto a la repetició n, es la ley de todo progreso. Avanzar en la
oració n no consiste en consumir fó rmulas siempre nuevas y cada vez má s
asombrosas, con el fin de vibrar cada vez má s y mejor. Avanzar en la oració n es
repetir incansablemente las palabras de amor má s sencillas, como hacen todos los
enamorados. Cuando quieres a una chica, no utilizas para hablarle un diccionario
de palabras tiernas y dulces. No haces literatura; entregas tu presencia y tu ternura
y repites incansablemente las palabras y los gestos má s sugestivos. Lo mismo pasa
con la oració n: el debutante busca las emociones; el veterano, la sencillez. ¿Có mo
rezaba Jesú s a su Padre? ...Cuando estés cansado, retoma una y otra vez la sú plica
ritmada de nuestros hermanos orientales: «Señ or Jesú s, hijo de Dios, ten piedad de
mí, pecador.» Empá pate y confú ndete con este humilde murmullo durante mucho
tiempo.
«Si Dios nos ama tal y como somos, ¿por qué tenemos que cambiar?»
Te respondo, amigo mío. Que la alegría y la paz son las antes de un corazó n
enamorado, no necesita demostració n. Amar a Dios produce la serenidad de la
confianza que del abandono entre las manos del Padre, allí donde ningú n miedo,
por muy profundo que sea, puede atacarnos. Este mensaje de Charles de Foucauld.
Es evidente que pueden, momentos malos, pero la fe está ahí para calmarnos en los
salmos, Dios es la roca só lida y fiable. Apoyados corazó n, los malos tragos
desaparecen y se funden como a al fuego. No piensen en una emoció n superficial o
en alegría extraordinaria. Se trata de una profundidad mucho má s bella que estos
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escalofríos momentá neos y superficie .La paz de Dios no aturde como las
contorsiones o los decibelios de tu rock. Tampoco hace olvidar, sino que ayuda a ir
las dificultades de la existencia.
Mientras uno está enamorado, no quiere regresar a la vida, anterior, anclada en
el sin-sentido, en la esclavitud del pecado a huida de la droga. Pero el contraste
entre el antes y el es existe, aunque el antes no fuese tan disoluto. La gran verdad
es, en efecto, el descubrimiento de la gran ternura de que nos saca de la morosidad,
de la rutina, del egoísmo y aburrimiento que se desprende de un universo estrecho
le se puede ser un gran VIP y no tener amor en el corazó n. Lo que lo cambia todo es
la oració n de cada día y de cada momento. Ella permite, cerrando los ojos un
momento, saber queridos del Padre. y la susodicha operació n se puede )comenzar
las veces que se quiera. Lee el salmo 139. Es la oració n del creyente que se
descubre rodeado por todas partes su Señ or.
Esta maravilla no se descubre de golpe y porrazo, y hay profundizar
continuamente en ella. La fe no consiste en conservar un tesoro, sino en la acogida
siempre renovada de un flujo amoroso que nos sobrepasa y que no deja de
invadirnos. Aunque encuadres el certificado de tu bautismo y lo cuelgues en las
paredes de tu casa, eso no quiere decir que tu bautismo dé frutos en tu corazó n. No
se pertenece a Cristo como aquel que pertenece a una asociació n con su
correspondiente carnet de socio. Estamos injertados en Cristo y su vida no deja de
alimentarnos. No está s inscrito en un registro, sino incorporado a una persona. Por
eso, en vez de ser una mancha de tinta que va perdiendo su color, eres un miembro
que crece.
Pero todo eso no te impide cometer pecados, porque eres débil y el mundo te
solicita. Aunque hayas hecho enormes progresos en tu vida, no está s blindado. Eso
sí, crees, por encima de todo, en la misericordia de tu Dios y recibes el sacramento
del perdó n siempre que lo necesitas. Esto lo cambia todo. y no me digas que se
trata de una facilidad. Nadie se hace una herida pensando que es fá cil curarla. En
tal caso, se estaría actuando como el niñ o que no duda en manchar su chá ndal
contando con el detergente milagroso utilizado por su madre. El chá ndal es un
objeto inerte e insensible a la mancha; pero el corazó n de Dios está vivo y es
infinitamente sensible a nuestras faltas de amor. El perdó n divino nos alegra, o si
somos leales, también tiene que confundirnos, porque, una vez má s, y a pesar de
nuestras promesas, hemos herido al Señ or. Es lo que Pablo llama la «tristeza segú n
Dios» (2 Corintios 7,10). El enamorado también cae, pero nunca peca con
desenvoltura, diciéndose que Dios es bueno y que, al final, por mucho que se
peque, lo perdona todo. El enamorado de Dios implora con humilde confianza:
«¡No permitas me separe de ti!». Una oració n dulce, pero nada confortable. ¡Rézala
y verá s!
En el perdó n recibido el cristiano encuentra la fuerza para perdonar a su vez. De
lo contrario, su falta de ló gica seria monstruosa (Mateo 18,23-35). No es posible
rezar a Dios Padre misericordioso sin hacer misericordia (Mateo 6,14). El perdó n
no te exige olvidar, ni hacerte insensible, ni abrzarte al cuello de tu «enemigo». Te
exige desearle el bien, todo el bien que Dios quiere para él (incluida su conversió n,
si la necesita. Se trata, pues, de no odiarle, ni de olvidarle cortando los puentes con
él. Haz como yo. Reza todos los días de manera especial por todos aquellos a los
que má s te cuesta amar o por aquellos a los que no les resulta fá cil amarte. Es algo
tremendamente liberador. Y ten en cuenta que el perdó n no es un detalle
facultativo: el perdó n es lo má s divino (Lucas 7,49). Al hacerte compartir esta
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difícil actitud, el Padre te cree realmente capaz de ser su hijo. Ademá s, la vida es
corta y disponemos de muy poco tiempo para amar. ¡No lo malgastes odiando!
Sí, Dios nos ama tal y como somos, pero sin hacerse có mplice de nuestras
enfermedades. Nos da la mano allí donde nos encontremos, pero para hacernos
caminar, sin aprobar nuestras deficiencias. Hay que tener cuidado al hablar de que
nos ama como somos, porque es una frase ambigua a la que se le puede hacer decir
cualquier cosa. No arrastres al Señ or hacia ti. Déjate arrastrar por El. No le hagas
cargar con tus pecados ni con tus malas tendencias. Por el contrario, si te
encuentras desolado por tus enfermedades, la pesadez de tus instintos, tus taras o
tus pecados repetidos, no te desanimes y ten la suficiente humildad como para
dejarte querer por el Padre. La desesperació n puede ser un acto de orgullo, de un
orgullo sutil. ¡Deja a Dios hacer su trabajo! ¡No quieras ocupar su sitio! ¡No es nada
fá cil!
Sí, amigo, saberse amado por Dios transfigura la existencia. Tú hablas de una
mayor facilidad en los estudios, pero es verdad ante cualquier trabajo o ante
cualquier impotencia para poder trabajar (estoy pensando en los enfermos, por
ejemplo). El amor no resuelve todas las dificultades, pero impide crisparse,
desesperarse, angustiarse y mandar todo a paseo amor es la certeza de una ternura
extraordinaria y má s fuerte todo. Es abandonarse entre sus brazos.
El ú ltimo lote de tus preguntas me hace pensar en el Polyeucte de Corneille. Se
trata de un hombre que corre hacia el martirio olvidá ndose de Pauline, la mujer
que tanto ama. y le dice, con dolor, refiriéndose al Dios de los cristianos «¿no se
puede amar a nadie para entregarse a É l?»
Me da la sensació n de que exageras un poco el asunto... Vuelvo a repetirte algo
que vengo diciendo desde el principio libro. No hagas de Dios un ser entre otros
seres, aunque el Ser por excelencia. No le incluyas en la serie. De lo contrario, le
convertirá s en el rival de los afectos má s legítimos y le asignará s unos celos que
nada tienen que ver con los celos de que habla la Biblia (Deuteronomio 4,24). El
Señ or está celoso de que el hombre ame a los ídolos, pero no de que ame a sus
hermanos. Se irrita al verte llamar dios a lo que no es Dios, de oírte dar el título de
señ or a otro (Mateo 6,24). Y como no es posible tener dos absolutos, tienes que
escoger. Pero esta decisió n no te impedirá querer a los hombres. Al contrario, te
dirá que los ames a todos sin excepció n (Mateo 5,43-47) y les perdones setenta
veces siete (Mateo 18,21-22). ¡Está s atrapado! El Señ or no es el enemigo del
hombre. Si está s enamorado de Dios, nadie te prohíbe que te cases; pero te puedes
dispensar de casarte, si ésa es tu vocació n. La ternura que das a tu pareja no se la
robas a Dios, y la que das a tu Señ or en el celibato no se la robas tampoco a tus
hermanos pobres que esperan tu servicio. Una cosa no tiene que ver con la otra.
Quizá comentes: «¡de buena me he librado! Por seguir a Jesú s, estuve apunto de no
casarme. Ahora recupero mi libertad y podré amar a mi prometida en la autonomía
má s absoluta.» no tan deprisa, amigo. Vas a poder y a deber amar a tu esposa como
Cristo ama a su Iglesia (Efesios 5,25), haciendo de tu matrimonio el sacramento de
la Alianza. La exigencia recae totalmente sobre 1a calidad de vuestra ternura, que
no puede ser una ternura de pacotilla. Ya ves, tenías miedo de no poder amar; y
ahora temes... tener que amar por encima de tus pequeñas posibilidades. Jesú s le ha
dado la vuelta a tus pretensiones
Pero, tranquilízate, porque también te da. el Espíritu Santo para poder llegar a
ese ideal.
41
De todas formas, tanto para los célibes como para los casados, hay una
preferencia absoluta debida a Dios: el martirio. Ante esto, nada tiene valor. La
pequeñ a Inés, en Roma, tuvo que abandonar a sus padres. Tomá s Moro, en la torre
de Londres, tuvo que resistir a las sú plicas de su mujer y de su hija. Pero morir por
Cristo no les obligaba a romper con los suyos: Inés y Tomá s les dieron cita en la
eternidad.
Tus preguntas:
A principios de siglo, un soció logo alemá n opuso la secta a la Iglesia. Para él, la
secta es un grupo integrado por miembros absolutamente voluntarios y que se han
convertido individualmente sin beneficiarse de una tradició n anterior, como la
tradició n familiar. Aquí, la fe viene desde arriba, verticalmente sin transmitirse
horizontalmente a través de una formació n continuada. Así pues, la secta nunca es
anterior a sus miembros y en ella todo es inestable y todo se improvisa
constantemente bajo la acció n imprevisible del Espíritu. Por el contrario, la Iglesia
es una institució n que posee una fuerte consistencia que envuelve a sus miembros,
aunque no tengan una fe viva. Los fieles pertenecen a ella, pero sin componerla
realmente, porque la Iglesia existe antes que ellos. La fe nace aquí, no de una
conversió n en sentido estricto, sino de una tradició n familiar y catequética que
asegura una vaga continuidad, sin que tenga que ser asumida a la fuerza por los
individuos. La secta engancha, la Iglesia habitú a.
Esta distinció n que, vista por encima, puede parecerte bastante exacta,
examinada en profundidad, es falsa y cada vez lo será má s, porque el mundo
moderno hace la vida imposible a los habituados y acomodados, como tú sabes
muy bien. Es verdad que la Iglesia es una institució n y la familia también, y que
ésta prepara para aquélla. Pero la educació n no intenta formar seres rutinarios,
consumidores ocasionales; intenta, má s bien, construir hombres convencidos y
convertidos desde el mismo seno de su fe. En tiempos difíciles, el margen entre la
secta y la Iglesia tiende, pues, a reducirse cada vez má s. El ú nico cristianismo que
conserva su atractivo es el del voluntariado, cualquiera que sea su forma. Tanto en
la Edad Media como en la actualidad, las sectas aparecen cuando la Iglesia está en
un momento de decadencia. Si la Iglesia vuelve a ser una Iglesia viva y vigorosa, no
hará falta buscar fuera lo que hay dentro.
44
Quizá s estés pensando que también las sectas practican la misió n. Es cierto,
pero el objetivo de nuestra misió n no es modificar el numerus clausus de los ciento
cuarenta y cuatro mil salvados, ni dotar de agresividad a los misioneros y
asegurarles una victoria arrolladora en un concurso elitista. Esta no es la manera
de evangelizar que Jesú s preconiza cuando envía a sus discípulos por todo el
mundo (Marcos 16,15-16), «pues el quiere que todos los hombres se salven y
lleguen al conocimiento de Dios» (1 Timoteo 2,3-4).
EL MERCADO DE LO RELIGIOSO
Diversas reacciones
1. En primer lugar, el asombro. ¿Có mo es posible que Dios no sea capaz de darse
a conocer claramente? ¿Por qué abandona a los hombres religiosos y los sume en
una continua lucha entre sí? Si ya no es nada fá cil encontrarle, ¿por qué encima
borra las pistas que conducen a É l? ¿Por qué no interviene má s a menudo para
desenredar la madeja? ¿Por desinterés o por impotencia? ¿Có mo se puede
entender un Absoluto que no es evidente y que, ademá s, aparece fragmentado?
Es verdad, amigo mío, que Dios no es un detalle insignificante, sino una cuestió n
fundamental. Pero el Absoluto no salta a la vista como un objeto sobre una mesa,
sino que se propone el corazó n puro que le busca en la oració n y que ajusta su vida
a su mensaje. La multiplicidad de religiones muestra, a la vez, que la cuestió n de
Dios es universal y, al mismo tiempo, difícil, porque el pecado ha emborronado las
cartas. Por eso, cada cultura termina por darse la divinidad que se corresponde con
sus esquemas y que congenia con sus proyectos. Pero, al final de un lento proceso
pedagó gico, el mismo Dios intervino en persona y puso fin a los tiempos de la
ignorancia (Hechos 17,30-31). Así pues, no puedes acusarle de permanecer pasivo,
ya que arriesgó su vida para revelarte su corazó n.
Pero, entonces, ¿por qué subsisten todavía las religiones precristianas? Porque
la misió n de la Iglesia no se ha terminado todavía. Y es a través de esta misió n -a la
que también tú está s llamado- como quiere darse a conocer el Amor, vivido en una
comunidad de hermanos. ¿Y las confesiones religiosas nacidas después de Cristo?
Son rupturas del cristianismo reproducidas a lo largo de la historia por diversas
causas. Divisiones que se deben al pecado de los hombres y al riesgo que Dios
asumió al venir entre nosotros. Esperemos, de todas formas, que algú n día
volvamos a la unidad y trabajemos por ella. Así pues, en este sentido, la ú nica
religió n que plantea algú n problema es el Islam, aunque es bien sabido que el
Corá n está muy relacionado con el cristianismo, puesto que en su redacció n
participaron algunos monjes heréticos.
Má s allá de las apariencias, las diferentes religiones se inscriben en el plan
divino. Representan tres cosas, sin que ello signifique que son queridas de Dios -un
Dios que no puede renegar de sí mismo-: las huellas, a veces deformadas, del
Creador en su creació n; los restos del camino paciente de una pedagogía divina; y
la resonancia de la Encarnació n del Dios-con-nosotros en el riesgo de la historia.
¡Deja, pues, la cantinela de la incoherencia y entra en la paciencia de tu Dios! .
verdad que las naciones cristianas no siempre han vivido este ideal, también lo es
que el Islam enseñ a la guerra santa. Sin embargo, Juan Pablo II no se desanima por
eso y tuvo la audacia de reunir, por vez primera en la historia, en Asís a los
responsables de todas las grandes religiones del mundo. Su intenció n no fue
mezclarlas, sino hacerlas rezar en el mismo lugar, todos juntos y separadamente,
en pro de la paz. ¡Una magnífica iniciativa! Habrá que continuar en esta línea,
porque una golondrina no hace verano.
Clarificaciones necesarias
Dicho esto, amigo mío, no metas todo en el mismo saco y reflexiona un poco.
Tan falso es sostener que para ser cristiano es necesario haber recorrido con
antelació n todas las religiones para poder escoger (como si Cristo fuese una
mercancía y el creyente un avispado consumidor de lo religioso ), como negarse a
conocer las diversas religiones del mundo, aunque só lo sea para no mezclarlas.
Distingue bien, en primer lugar, las grandes confesiones cristianas (ortodoxos,
anglicanos, luteranos y calvinistas), separadas del catolicismo, pero que
permanecen mucho má s cercanas a la Iglesia que otras comunidades que se fueron
separando ulteriormente unas de otras, perdiendo algo de sustancia en cada una
de las escisiones. Por otra parte, las grandes confesiones cristianas son bastante
diferentes entre sí. Por ejemplo, el calvinismo se encuentra bastante lejos de la
Iglesia ortodoxa. Los que tú llamas «protestantes» cobijan, asimismo, en su seno
una serie de sectas que ya no tienen nada de cristiano, aunque hablen de Jesú s,
porque han repudiado la Trinidad, la Encarnació n y la Redenció n. Lo suelo
constatar a menudo en Á frica, donde trabajan adventistas, testigos de Jehová y
otros grupos que se hacen pasar por reformados sin serlo, ya que han sobrepasado
con creces la frontera má s allá de la cual se vacía al Evangelio de contenido.
Fuera del cristianismo, coloca en un lugar especial el judaísmo, ese olivo
mutilado sobre el que nos hemos injertado, dice San Pablo (Romanos 11,16-24).
Aunque se haya constituido en «religió n» autó noma, distanciá ndose de nosotros
hacia el añ o 90 (Juan 9-22) y separando sus Escrituras de las nuestras, seguimos
estando vital mente unidos. Honramos al mismo Dios, proclamamos el mismo
monoteísmo, el de un Señ or que es uno, no só lo cuantitativamente, sino también
cualitativamente. Si quieres, nuestro monoteísmo no es aritmético, sino amoroso.
Es un monoteísmo monó gamo: un só lo Dios y un só lo Esposo. No hables, pues, de
los tres grandes monoteísmos, expresió n absolutamente falsa. No hay má s que dos
grandes monoteísmos: el judeo-cristiano y el islá mico. Esta es la razó n por la que
los cristianos honramos al Antiguo Testamento. ¡Me contentaría con que muchos
cató licos adorasen al Dios de los profetas, en vez de hacerlo con el DiosRelojero de
Voltaire! Cuando Jesú s y Pablo utilizan y citan «las Escrituras», lo hacen a través de
los rollos de Israel, los ú nicos existentes, y que anuncian ya el misterio de la Pascua
(Lucas 24,27). No seas, pues, un antisemita furibundo, porque con esa actitud
ofenderá s a Jesú s ya María, y pronto te convertirá s en un pagano.
En cuanto a las demá s religiones, también es necesario distinguirlas. Hay
religiones que adoran aun Dios o a varios Dioses. Existen sabidurías que buscan,
sobre todo, una actitud espiritual o una forma de vivir (frente al deseo y al
sufrimiento que éste engendra). Hay confesiones con los contornos bien definidos
y místicas indefinidas. Hay revelaciones (verdaderas o supuestas) que se
presentan como tales, y paganismos que no pretenden haber recibido mensaje
50
alguno del cielo. Hay revelaciones consignadas en un Libro, como es el caso del
Islam, del Judaísmo y del Cristianismo. Es decir, hay religiones del Libro y
religiones con libro. Y, por ú ltimo, hay religiones misioneras que se exportan y
paganismos locales, ligados a una cultura, una etnia o una tierra.
Discú lpame por ser tan esquemá tico. Mi intenció n es ofrecerte una mera
clasificació n. De todas formas, a mi juicio, la diferencia fundamental estriba en que
las religiones no bíblicas tienen algo en comú n: parten del mundo. Se parecen
mucho entre sí, porque, para todas ellas, es el hombre el que busca a Dios.
mientras, en las Escrituras, es Dios el que desde el primer instante busca al
hombre. «Adá n, ¿donde está s?», dice Yahvé en el Génesis. Dios ama primero(1 Juan
4,19). Esto es algo absolutamente original y pone fin a tantas bú squedas a ciegas ya
los tiempos de la ignorancia (Hecho-r 17,27-30) que han caracterizado y
caracterizan a muchos itinerarios religiosos. La verdadera fe no brota de una
bú squeda policial de Dios a partir de un retrato robot. No es un objeto lo que se
encuentra, sino que, en la fe, me descubro encontrado y amado por alguien que ha
tomado la iniciativa. Di a tus amigos que presten atenció n a cualquier cosa rara,
que, si' Dios es digno de su nombre y de su reputació n, no va a jugar al escondite ni
a hacerse de rogar. Si es tan bueno como lo suponemos y deseamos, ha debido dar
los primeros pasos, mostrá ndonos a su propio Hijo en la historia. Diles que el
exoterismo es lo contrario de la religió n del Amor; un Amor que se ofrece
libremente a todos los hombres.
Así pues, amigo mío, es hora de que pulses la tecla adecuada. Después del ú ltimo
concilio no puedes despreciar las otras religiones, ni siquiera ignorarlas; pero
tampoco tienes por qué avergonzarte de la tuya. Entre el triunfalismo y la
depresió n nerviosa, hay sitio para el orgullo cristiano, que es la Cruz de Jesú s
(Gá latas 6,14). No pienses, ni por un instante, que Dios haría mejor en no revelarse
a nadie, para no dar celos a los demá s. No pienses que el Evangelio es algo que te
complica la vida. No sostengas que el ecumenismo prohíbe las conversiones o
suprime la libertad de conciencia. En efecto, algunos cató licos han criticado sin
piedad la entrada del hermano Max Thurian (monje protestante de Taizé)en
nuestra iglesia así como su ordenació n sacerdotal. ¿Por qué razó n? ¿Habrían
tenido la misma reacció n sin un monje cató lico se hubiese pasado al
protestantismo? En cambio el hermano Roger tuvo la delicadeza y la lealtad de
seguir cobijando a Max en su comunidad. Escapa, pues, a toda prisa de la mala
conciencia y de esos complejos ridículos. Tú que admiras a los creyentes
convencidos, no vayas a avergonzarte de sus propias convicciones.
¿DIOS O EL DIABLO?
«-Cree en el diablo?
-¿El demonio es más fuerte que Dios? ¿Cuál es su poder exacto?
-¿cómo pudo Satanás atacar al propio Jesús?
-¿Qué es el anticristo?
el tema te preocupa. Puede que incluso conozcas a algú n compañ ero con teorías
y practicas raras. El satanismo es, a mismo tiempo, un error sobre Sataná s, cuyo
poder se magnifica, y un error sobre Dios, al que se asimila a un poder anó nimo,
capaz de hacer el bien y el mal. En el fondo, ciertos jó venes confunden la religió n
con la conquista (iba a decir captura) y la explotació n de un poder. Está n
dispuestos a pagar cualquier precio por ello, aunque sea un precio exorbitante y
alienante como el don de su alma al diablo. Y este pacto les destruye Por eso, el
52
«¿Quién es más fuerte, Dios o Goldorack?», Preguntas. Cuá nta angustia se esconde
bajo este lenguaje aparentemente infantil! La angustia, es decir, el miedo inherente
a todo paganismo.
Y no exagero. Me ciñ o a las encuestas má s recientes. Ya te he dicho que del 74
por 1 00 de jó venes españ oles cree en Dios, el 46 por 1 00 cree en un Dios
personal; el 27 por 100, en un Espíritu o fuerza vital, mientras el 18 por 100 es
incapaz de identificar al ser o a la fuerza cuya existencia reconoce. Por otra parte,
los no creyentes definen su ateismo en funció n de las respuestas dadas por los
creyentes: niegan la divinidad (mal entendida) que estos ú ltimos reconocen. De ahí
que un de las preguntas que planteas de distintas formas sea: «¿Có mo puede saber
que Dios nos quiere?». Para hablar de un Dios que nos ama es necesario que ese
Dios sea personal. ¡Soy incapaz de imaginarme la ternura que podría sentir hacia
mí un espíritu có smico!
Un Dios impersonal
¡Cuá nta angustia y cuá ntas ganas de huir hay que tener para que esta débiles
imá genes puedan alimentar una esperanza!
Al Dios que está por encima de todo lo creado, sólo podíamos llamarle ¡el
Desconocido!
Bendito seas por esa voz
que sabe tu Nombre, que viene de ti,
y hace posible que nuestra humanidad te dé gracias.
Tú, a quien ningún hombre ha podido ver, te vemos coger tu parte
de nuestros sufrimientos.
¡Bendito seas por haber mostrado, sobre el Rostro bien amado
del Cristo ofrecido a nuestras miradas, tu inmensa gloria!
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Me parece que este plan engloba todas tus interrogantes. De todas formas,
permíteme remitirme a mi libro «un amor llamado Jesú s», en el que muchos de
estos temas está n mas ampliamente tratados.
JESÚS Y DIOS
plato comú n de todas las religiones en la gran cocina ecuménica que cada religió n
puede preparar y condimentar a su manera. ¡ la trinidad sería, pues, una especie de
salsa para todo! O dicho de otra manera, Dios es un patró n confeccionado en la
fabrica ecuménica al que cada confesió n religiosa puede modificar y adornar como
le plazca, sin salirse del modelo está ndar. Cuando la gente dice que todas las
religiones tienen el mismo Dios, esto es lo que sobreentienden. Para ellos, Dios es
un objeto, una cantidad sin calidad(sin amor). La trinidad es pura palabrera:
sugiere aspectos diferentes, pero no relaciones vivas. Por eso, su oració n es
mortalmente aburrida.
No, amigo mío. El creyente no comienza creyendo simplemente en Dios para
después irle añ adiendo florituras sin importancia. Desde el principio el
cristianismo, en compañ ía de Jesú s, empieza por descubrir al Padre, «abba, Padre
querido», al que el espíritu hace nombrar así. Desde el principio conoces su ternura
y no solo su existencia bruta, sin embargo, fíjate que en todas tus preguntas del
capitulo anterior versaban sobre un ser concebido como un superobjeto, cuya
mecá nica solo ponía en funcionamiento el mal. ¡Por eso me preguntabas como un
Dios así podía amarte! Y yo te contesté, no con teorías, sino acurrucá ndome contra
el corazó n de Jesú s para oír los latidos del Hijo. La fuente de mis enseñ anzas es la
oració n.
Jesú s es pues, el Hijo de Dios Padre, que se hizo hombre en el seno virginal de
Maria para revelarnos un misterio maravilloso: que somos hijos queridos, salvados
y destinados a la gloria.
En el nuevo testamento, Dios es casi siempre el Padre, o«el Dios y Padre».
Ciertamente, el Padre no es el ú nico que posee la vida divina, por la sencilla razó n
de que no la posee, sino que la entrega. Ahora bien, como É l es la fuente, se le
atribuye, en primer lugar, el nombre de «Dios». Hay un solo Dios porque hay un
solo Padre, del que procede todo. Eso no quiere decir que Jesú s no sea Dios,
ciertamente lo es, pero recibe su divinidad del Padre. Y también es hombre.
Lo mismo ocurre en la liturgia, donde «Dios» significa el Padre. De ahí que todas
las oraciones estén compuestas siguiendo el mismo esquema bá sico: «Dios
todopoderoso y eterno… tú que has hecho esto o aquello…, te pedimos… nos
concedas… por Jesucristo tu Hijo. » el Dios que tiene un Hijo no puede ser mas que
el Padre. No olvides y note lo imagines mas allá arriba como un Jú piter barbudo
que se burla de tu oració n. Y entonces caerá s en la cuenta de que el poder divino
má s colosal es, ante todo, la misericordia.
En el lenguaje corriente, «Dios» suele designar a toda la trinidad. En este
sentido me encanta una frase sé sor Isabel, que repito todos los días al levantarme:
«OH, Dios mío, trinidad que yo adoro.» Es decir. Tienes que tener cuidado para que
la palabra «Dios» no pierda su sabor trinitario y se convierta en una palabra
pagana. En este caso se vacía de vida, evoca un desierto por donde el amor no
circula, y te encuentras ante un bloque de cemento sin entrañ as que no puede
responder a tus preguntas. Desgraciadamente, esto se produce muy a menudo.
Amigo, no «descristianices» nunca a tu Dios.
Lo mismo ocurre con el titulo de «Señ or». En la Biblia Adonai se aplica, como
nombre propio de Dios. Pero, en san Pablo, «Señ or» (kyrios) se aplica sobre todo al
Cristo resucitado. Entonces la palabra funciona como un adjetivo. «Jesú s es el
Señ or» significa que Jesú s es tan Señ or como el Padre. El gloria de la misa dice lo
mismo: «solo Tú Señ or, Jesucristo», señ alando con ello que ningú n ser humano ( ni
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siquiera el emperador) puede reivindicar esta apelació n. Hay má rtires que dieron
su vida por ello.
JESUS y LA HISTORIA
Hace algunos añ os, un sondeo afirmaba que, para el 50 por 100 de los franceses,
Jesú s era un personaje sobre el que só lo podemos saber que existió . Tú , en cambio,
me preguntas:
«¿Por qué Jesús se ha convertido en un punto de referencia en la historia?
-¿Es normal a nuestra edad plantearse preguntas sobre Jesús?
-¿Qué pensar de los milagros de Jesús?
-¿Qué es el Evangelio para usted?
-A su juicio, ¿Jesús es un impostor?»
Estas cinco preguntas plantean el problema de la historicidad de los cuatro
Evangelios, del que intentaré darte un resumen progresivo.
1. Actualmente nadie niega ya la existencia de Jesús, que ha servido de punto de
partida a nuestra era cristiana (los judíos dicen «era comú n» porque les molesta el
adjetivo «cristiano», lo cual es perfectamente comprensible). Esta era tiene cuatro
añ os de retraso porque el monje Dionisio el Pequeñ o se equivocó en sus cá lculos.
Los musulmanes utilizan también otro calendario que comienza en el 622, fecha de
la égira, es decir, de la huida de Mahoma de la Meca a Medina.
Que los historiadores griegos y romanos apenas hablen de Jesú s es una prueba
má s de su existencia, ya que en su tiempo era imposible detectar la presencia de un
«perro judío», de un Israel minú sculo en la enormidad del imperio romano. Por
otra parte, en el propio Israel proliferaban los falsos mesías, que, de vez en cuando,
alteraban la paz de los ocupantes romanos. En cambio, es normal que un
historiador judío, contemporá neo de Jesú s, Flavio Josefo, hable de É l en su libro
«La Guerra de los Judíos». Los mejores especialistas; entre ellos mi compañ ero
André Pellegier, han establecido la autenticidad de un pasaje controvertido de su
obra en el que hace alusió n a Cristo y a su brillante reputació n. Los demá s historia-
dores, todos ellos má s tardíos, só lo hablan de los discípulos de «Chrestos»,
perseguidos por los emperadores.
2. Los manuscritos má s completos de los textos evangélicos se remontan al siglo
IV, lo que no deja de ser sorprendente, ya que en todas las grandes obras literarias
de la antigü edad la distancia entre el autor y las primeras huellas escritas de su
obra es mucho mayor. Ademá s, poseemos fragmentos de papiros del capítulo 18 de
San Juan, del añ o 130. Conservamos también citas evangélicas en las obras de
autores cristianos de los siglos II Y IlI. En lo que concierne, pues, a la tradició n
manuscrita, los evangelios ocupan una excelente ,posició n en relació n con las
demá s grandes obras de la antigü edad.
3. Todas las disciplinas científicas han sido utilizadas para verificar la exactitud
de lo que dicen los evangelios. No contrapongas, pues, la ciencia a la Biblia, porque
hay una ciencia de la Biblia, e incluso varias. Los exégetas suelen ser auténticos
sabios que, ademá s de estar especializados en una determinada materia, tienen
conocimientos de arqueología, de numismá tica, de tejidos, inscripciones,
costumbres y, naturalmente, de lingü ística. Si has visitado Tierra Santa, habrá s
visto excavaciones arqueoló gicas impresionantes que nos hacen remontar a los
tiempos bíblicos má s remotos, y, por supuesto, a la época de Jesú s. Los judeo-
cristianos, y después los bizantinos, construyeron santuarios ,en los lugares
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a) Esa no es una razó n suficiente para excitarse y dar a la disputa una vertiente
política, como sucede en Francia.
b) Tampoco hay que exagerar y remontar demasiado las fechas, como si se
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LA PERSONA DE JESUS
No sé, amigo mío, de dó nde has sacado esta idea. Tal vez de un libro (¿cuá l?),
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Tú eres joven e ignoras las peripecias de los ú ltimos cincuenta añ os. Tienes que
saber que, durante la gran persecució n de Israel por el nazismo, la Iglesia, a pesar
de todo, se puso de parte de estas víctimas y, ante el antisemitismo de Hitler, el
Papa Pío XI se declaró un «semita espiritual». A partir de los añ os 30 se desa-
rrollaron las relaciones judeo-cristianas, y el judaísmo intelectual comenzó a mirar
a Jesú s de una forma totalmente nueva, incluso admirativa, sin que -dicho respeto
llegue hasta la conversió n masiva, naturalmente. Desde entonces, muchos histo-
riadores judíos escribieron obras en las que mostraban sus simpatías hacia Cristo,
aunque só lo fuese reconociéndole... uno de los suyos, tanto a nivel de pensamiento,
como de espiritualidad, cultura y prá ctica religiosa. Hoy, esta evolució n se ha
confirmado tanto de una parte como de la otra, hasta el punto de provocar la
emocionante visita de Juan Pablo II a la sinagoga de Roma. Ú ltimamente, por un
curioso cambio, son los antisemitas los que han recogido la antorcha del
anticristianismo. Pero estas gentes, a menudo relacionadas con la extrema derecha,
no han llegado a tachar de impostor a Jesú s.
Insertá ndose en una larga tradició n filosó fica de siglos, tradició n que recuerda
el cardenal Lustiger en «La Elecció n de Dios», estos racionalistas afirman que Jesú s
no es má s que ti n aventurero de ideas incendiarias e incoherentes, un profeta
hirsuto de palabras revolucionarias capaces de desestabilizar el mundo, un
charlatá n incapaz de crear una obra só lida. Le reprochan también el haber
nivelado la humanidad por abajo, tomando partido por los pobres y predicando el
perdó n de los enemigos; haber degradado y debilitado el cará cter de ese hombre
vigoroso que era el pagano, criticando a los jefes y a los emprendedores, y de haber
hecho má s frá gil la conciencia, predicando la misericordia. Prefieren con mucho a
San Pablo, que es, para ellos, el verdadero inventor del cristianismo. Y, por ú ltimo,
felicitan a la Iglesia cató lica de antañ o, por haber contribuido a la construcció n de
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Su doctrina es, a la vez, difícil y sencilla. Se expresa con imá genes claras, como
en la admirable pará bola del hijo pró digo. Lejos de planear por las alturas, es capaz
de pensar en las necesidades elementales de la gente y de conmoverse ante la
multitud hambrienta (Mateo 15-32). Resucita a la hija de Jairo y, ante el estupor
general, está pendiente incluso de recordar a sus padres que le den de comer
(Marcos 5,43). Es capaz de hablar del cielo y de abrazar a los niñ os.
Y, sin embargo, Jesú s no es un coloso de má rmol, inaccesible a la emoció n: se
estremece y llora ante la tumba de Lá zaro (Juan 11,32-38), o ante la vista de su
ciudad rebelde, Jerusalén (Lucas 19,41-44). Es vulnerable y fuerte a la vez. Cuando
Pedro lo niega, acusa el golpe, pero aun así es capaz de volverse y de fijar en el
Apó stol su penetrante mirada para hacerle sentir su cobardía (Lucas 22,61).
Ciertamente no murió abatido, pero tampoco fue al Calvario como un héroe
intrépido: llevó la cruz sin chulería; tuvo miedo a morir (Mateo 26,37). Su coraje no
fue el de un «duro» que, para fingir serenidad, se muestra cínico, jovial o bromista.
Sin embargo, en la vía dolorosa sacó fuerzas de flaqueza para consolar a las
mujeres que lloraban por el (Lucas 23,26-32). Sus ú ltimas palabras en la cruz son
asombrosas. ¿Có mo puede un moribundo pensar todo eso y decirlo, incluso en un
suspiro y entre dos gemidos?
De los milagros de Jesú s ya te he hablado, al menos de una forma general. Te
aconsejo que leas una y otra vez un libro magnífico sobre la cuestió n de los
milagros (10: «Milagros de Jesú s y teología del milagro», Cerf Bellarmin, 1980. No
es un libro fá cil de leer de una tirada, pero puedes consultarlo sobre un
determinado milagro. No conozco un libro mejor sobre la cuestió n).
En él cada relato evangélico es estudiado minuciosamente, y se percibe
claramente la estupidez (el cará cter no científico) de tantos intentos de
demolició n. En efecto, la tradició n de los milagros evangélicos sería inexplicable si
Jesú s no fuese un «taumaturgo» (hacedor de cosas maravillosas). Los signos má s
incontestables son aquellos que má s molestaron a los judíos: las curaciones hechas
en sá bado y los exorcismos. Todo ello nos es contado de la manera má s sencilla,
con detalles sorprendentes y en vivo. Ya te lo he dicho: Jesú s nunca se presenta
como un vendedor de feria; al contrario, realiza sus signos de una manera discreta
e imperceptible. No intenta asombrar. sino demostrar que el Reino está presente.
Algunos pretenden que determinados episodios han podido ser retocados después
de la resurrecció n. Por ejemplo, el de Jesú s marchando sobre las aguas (Marcos
6,45-52). Pero eso es algo imposible. En efecto, si bajo el influjo de la alegría
pascual Los Once y sus discípulos hubieran retocado el acontecimiento, no
hubieran escrito: «Y fue sobremanera mayor el asombro que les invadió , pues no
habían comprendido aú n el hecho de los panes y tenían embotada su inteligencia»
(Versículos 51-52).
Por el contrario, en la euforia reencontrada, hubieran concluido: «Los Apó stoles
estaban en el colmo de la alegría y llenos de reconocimiento cantaron: Aleluya.»
Marcos cuenta, pues, la verdad má s estricta sin maquillarla. ¡De hecho, en su
Evangelio, no les regala nada a los Apó stoles, sobre todo a Pedro! Es evidente, sin
embargo, que, después de Pascua, los cristianos daban al relato una significació n
má s profunda: en la tempestad del lago ven ahora la imagen de las borrascas que
azotan a la barca de la Iglesia, y piensan que el milagro va a repetirse muchas veces
a lo largo de la Historia. Así pues, releían el relato, es decir lo veían con otros ojos,
pero no por eso lo retocaban.
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Pero si bien Dios nuestro Padre nos puede hacer pasar por la prueba siempre
ayudados por su gracia, nosotros, en cambio, no debemos poner a prueba su
eficacia, dá ndole un ultimá tum, para ver có mo reacciona. Es lo que Jesú s responde
a Sataná s para rechazar la película que le presenta: «No tentará s al Señ or, tu Dios»
(Mateo 4,7). No se puede probar a Dios, como se prueba la solidez de un puente o
se verifica la firmeza de cará cter. Hacer eso con Dios sería intentar burlarse de el.
La fe confía y se abandona en los brazos de una persona en vez de verificar la
mecá nica de un motor.
El segundo sentido de la palabra «tentació n» significa ser empujada al mal por
una seducció n que viene del exterior o del interior y que encuentra en nosotros
complicidad. Evidentemente, de esta manera Dios no tienta a nadie (Santiago
1,1215). En el Padre Nuestro (tan mal traducido, por cierto) no le pedimos que «no
nos someta a la tentació n» (como si fuera É l el que nos diese males ideas), sino que
le suplicamos que no nos deje caer en ella. «No nos dejes caer en la tentació n.» Le
pedimos, asimismo, que nos libre del mal, es decir, del Maligno, de Sataná s.
Pero, ¿có mo es posible que Jesú s, el Hijo de Dios, haya podido sufrir una
agresió n de este tipo, aunque fuese así de sutil? ¿Por dó nde ha podido introducirse
la tentació n en su conciencia?
3. Porque, a pesar de que tenía siempre clara su misió n, Jesú s tiene que buscar
el có mo realizarla en el detalle y en lo concreto, con la libertad que le es propia y
sin la cual no sería realmente un hombre. Por eso, la idea de evitar la humillació n
de la cruz se le presenta como un atajo humanamente plausible, e incluso seductor.
Las sugerencias que le hace el Maligno, con gran profusió n de textos de la
Escritura, se reducen a utilizar los medios fá ciles para conseguir una mayor
eficacia, preparar el terreno con profusió n de pequeñ os regalos, el recurso a las
técnicas de mercadotecnia. Pero Jesú s huele desde el primer momento la enorme
falsedad que le presenta el Mentiroso (Juan 8,44), susurrá ndole al oído que la cruz
no merece la pena, cuando será el polo de atracció n por excelencia (Juan 12,32). El
Tentador se aleja entonces, antes de volver a la carga (Lucas 4,13). Má s tarde
utilizará la ingenuidad de Pedro para disuadir a Jesú s de aceptar la Pasió n, y el
pobre Apó stol será tratado de Sataná s (Mateo 16,22-23). El diablo se introducirá ,
asimismo, en las burlas de los fariseos, retando al Crucificado, en un odioso
chantaje: «Baja de la Cruz y creeremos en Ti» (Mateo 27,42). Esta es la verdadera
tentació n de Jesú s, la primera y la ú ltima, la de toda su vida. No hay otra. Lucas
afirma explícitamente que Sataná s agotó todos sus recursos. Esta tentació n
procedía, sin duda, también del mesianismo político de los zelotas, gentes que
desenvainaban fá cilmente la espada, luchando por la liberació n del territorio de
Israel. No olvidemos que, en el grupo de Jesú s, había cinco o seis miembros de ese
grupo.
70
Vivimos una época en la que la sexualidad se exhibe sin recato alguno. Es, pues,
comprensible que algunos proyecten mis fantasmas sobre Jesú s para justificar sus
prá cticas. Al hacer esto, no se dan cuenta hasta qué punto su conducta contradice
la Encarnació n. En efecto, el Hijo se hace hombre para revelar al hombre a sí
mismo. El hombre no puede, pues, pretender revelar a Cristo atribuyéndole
problemas que no son suyos. No pongamos el mundo al revés.
Señ alemos, en primer lugar, que, en los Evangelios, los escribas, que no cesan de
hostigar a Jesú s, nunca lo cogieron en flagrante delito de irregularidad sexual, a
pesar de su inmejorable servicio de espionaje. Se acusó a Cristo de ser un glotó n y
un bebedor (Mateo 11,19), se le reprochó el que frecuentaba a los pecadores, pero
nunca se interpretaron sus relaciones con las mujeres como faltas de impureza, a
pesar de que algunos de sus encuentros con ellas fueron insó litos, e incluso
escabrosos. Sin embargo, Simó n el fariseo no se escandaliza de los besos de la
pecadora. De esta promiscuidad consentida deduce que su huésped seguramente
no es un profeta, pues no sabe quién le está tocando (Lucas 7,39). De lo que
realmente se escandaliza Simó n es del perdó n que Cristo concede a la prostituta
(Lucas 7,49). De la misma manera, en el pozo de Siquém, los Apó stoles, que
vuelven a buscar vituallas, no imaginan nada dudoso al encontrar a Jesú s con la
Samaritana. De lo ú nico que se sorprenden es de que el rabí puede hablar con una
mujer que, ademá s, es extranjera (Juan 4,27). Nadie reprocha tampoco a Cristo que
permanezca só lo -aunque sea en pú blico- con la mujer adú ltera. Lo que les
escandaliza es que haya impedido que sus acusadores la lapidasen, como lo exigía
la ley (Juan 8, 1 -1 l). Por eso, Jesú s pudo lanzar este desafío increíble: «¿Quién de
vosotros me acusará de pecado?» (Juan 8,46). Al no poder acusarle de impureza,
sus enemigos le dieron la vuelta al argumento y le trataron de impotente y de
eunuco (Mateo 19,12). Una buena ocasió n para que Jesú s precisase: «Eunuco, si
queréis, pero por el Reino, voluntariamente, y no por malformació n o por
mutilació n.»
De lo que no se puede dudar es que Cristo fue un hombre sexuado (Lucas 2,23;
Apocalipsis 12,5). Pero su afectividad no se puede comparar totalmente con la
nuestra. Tuvo necesidad de amigos, como Lá zaro y sus hermanas de Betania; fue
feliz acariciando a los niñ os; sufrió la indiferencia y la traició n..., pero su vida
afectiva se desarrolló en un nivel distinto al nuestro, un nivel que pueden entender
un poco mejor que los demá s los célibes consagrados.
No es bueno que el hombre esté solo, dice el Creador a Adá n antes de darle una
esposa (Génesis 2,18). Pero a Jesú s no le falta nada: como Hijo ú nico está
plenamente satisfecho por su Padre, que jamá s le deja só lo (Juan 8,29; 16,32). No
necesita, pues, compañ ía. Es plenamente feliz con la ternura que recibe de su Padre
y a la que corresponde a corazó n abierto. Su relació n trinitaria le basta: se empapa
en ella sin necesitar ningú n otro complemento. Y, como siempre, el cuerpo sigue al
corazó n.
Jesú s viene como el Esposo (Marcos 2,19-20), pero de otra manera. En efecto, no
necesita a su Iglesia como Adá n deseaba a Eva, para servirle de ayuda y de
complemento. É l es la Plenitud (Colosenses 1,19; 2,9) y nos la comunica
generosamente, pero sin fondo para apagar la sed de la Samaritana. No está casado
con una Diosa como los Dioses paganos de la antigü edad. Ciertamente, no es
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Abordemos juntos la ú ltima cuestió n sobre Jesú s, que es también una cuestió n
sobre María. Tú la expresas discretamente y a tu manera, sin utilizar el lenguaje
oficial de la Iglesia, pero, aun así, te plantea problemas. Tanto má s que la
enseñ anza habitual sobre este punto concreto dista mucho de ser la enseñ anza de
la fe.
Se llama así a los dos primeros capítulos de Mateo y de Lucas. Ahora bien, estos
pasajes han planteado dos cuestiones. En primer lugar, ¿por qué no está n en los
demá s Evangelios? Y, en segundo lugar, ¿hay que tomar en serio estos relatos que,
má s bien, parecen fá bulas?
1. Es verdad que Marcos comienza por la vida pú blica de Jesú s, y que Juan,
después de comenzar hablá ndonos de la Encarnació n del Verbo, se salta también la
infancia de Cristo para hablarnos de su bautismo en el Jordá n (11: Sin embargo, los
exégetas discuten sobre Juan 1,13, texto que los manuscritos no transcriben de la
misma forma. Si se adapta el singular, como ocurre en la versió n má s antigua, nos
encontramos con la concepció n virginal de Jesú s: «... El, cuya generació n no es
carnal, ni fruto, del instinto, ni de un plan humano, sino de Dios»).
Pero, ¿Qué prueba eso? Que la fe cristiana tiene su centro en el misterio pascual
y no en ninguna otra parte, como es ló gico. ¿Y de q u e es centro este centro? De un
conjunto de verdades segundas, que no secundarias, y que, muy pronto, la fe ha
tenido que desarrollar para no quedarse sin base histó rica. En efecto, ¿quién sería
un Cristo que no fuese Jesú s, hijo de María? ¿Y có mo se convirtió en hijo de María?
No se puede eludir esta profundizació n de lo contrario el Resucitado se
encontraría privado de su tronco como un niñ o huérfano. Aquí vuelves a constatar
el error que te señ alaba anteriormente y que pretende que «todo lo que es tardío
es falso». Los que sostienen esto poseen una concepció n regresiva de la verdad:
só lo se fían de las fuentes. Entonces, ¿qué pasa con el Vaticano II?... ¡Amigo mío, no
seas de esos cristianos que, como en los autobuses, caminan hacia adelante
mirando hacia atrá s!
2. No, amigo mío: los Evangelios de la infancia no son culebrones escritos para
satisfacer la imaginació n popular. Nada má s lejos de la realidad. Ciertamente no
nos presentan la historia como un historiador actual, cosa que tampoco hacían los
mejores historiadores de la antigü edad. ¡Lucas no cronometra, reloj en mano, la
hora en que Gabriel llega a Nazaret! Só lo se preocupa por presentar los hechos,
73
aceptan, pero pensando que no tiene la menor importancia y que no vale la pena
hablar de ello.
A todo esto hay que añ adir que la Iglesia acaba de salir de una fuerte crisis,
durante la cual numerosos sacerdotes y religiosos se casaron: unos, en silencio, y
otros, declarando pú blicamente su gesto como un gesto profético. Para muchos de
ellos, la Virgen representa un reproche.
Ahora puedo ya, amigo mío, introducirte en el bello misterio de Nuestra Señ ora,
que se resume en tres puntos: novedad, gratuidad y audacia.
Dios, sino que Dios se hizo hombre. Y esto se le atraganta a mucha gente (quizá
también a ti). En términos má s cultos, la Iglesia no nos enseñ a la apoteosis, sino la
kénosis, no predica la elevació n de un hombre, sino el rebajamiento de un Dios.
¡Así de claro!
Así pues, acoge con alegría este signo que el Padre te da en María. No le digas,
haciendo una mueca: «ha sido todo un detalle por tu parte, Señ or, pero, entre
nosotros, lo habrías podido hacer de otra manera; te hubiera costado mucho
menos, y nos habría complicado mucho menos la vida, todo sea dicho sin que te
enfades.» ¡No vayas a poner pegas a la maravilla de regalo que se te hace! ¡No des
lecciones al amor para que ahorre en la Economía de la Salvació n! ¡No tengas la
cara de querer proponerle un plan má s audaz, má s astuto y má s competitivo! ¿Qué
sabes tú del corazó n del hombre? ¿Es tan ruin como tú lo crees?
Esto es lo que quería decirte sobre Jesú s. Estoy terminando estas pá ginas el
Miércoles de Ceniza, portada de la Cuaresma. Hoy he ayunado, escribiendo para mi
Dios y para ti. Ya es tarde. Buenas noches. ¡Y hasta mañ ana!...
LA IGLESIA Y JESUS
1. Algunos dicen que Jesú s no era má s que un gurú , cuya ú nica pretensió n
consistía en atraer hacia el, mientras vivía, a unos cuantos discípulos. Fue después
de su trá gico final -trá gico, pero no redentor- cuando sus amigos le habrían
convertido en un Dios y habrían organizado su culto.
Para otros, por el contrario, Jesú s habría sido un profeta impaciente que
anunciaba la inminente venida del Reino. De ahí su desapego de las cosas de este
mundo. Desgraciadamente, lo ú nico que pasó fue la condena de un profeta excitado
que había calculado mal la cuenta atrá s. También aquí, a falta de otra cosa mejor,
los discípulos habrían creado una institució n de reemplazo, que no tenía el
atractivo de la esperanza primera. A falta de pan, buenas son tortas. A falta del
Reino, se crea la Iglesia. Eso es todo.
En ambos casos, Jesú s habría muerto sin haber hecho el testamento y sin haber
dado la má s mínima consigna para que la cosa continuase después de el. De lo
contrario, dicen algunos, habría dejado algunas indicaciones, aunque no fuesen
muy precisas, que hubieran permitido el lanzamiento de una serie de comunidades
por el mundo. No una Iglesia, sino Iglesias provisionales sin estructura obligatoria
y sin organizació n centralizada. En definitiva, un perpetuo renacer y una constante
invenció n' al gusto de las comunidades de base, manipuladas por algunos há biles
líderes...
destinada a durar hasta el final de los tiempos y que dispone de la Eucaristía para
hacer presente su sacrificio, una comunidad propulsada hacia el mundo por una
evangelizació n de larga duració n; un grupo unido por el colegio apostó lico, y no
una federació n de Iglesias, unidas por un secretario general; un cuerpo lleno de
vida, y no una asociació n jurídica. Por otra parte, ya te dije también que Jesú s no es
un hombre divinizado, sino un Dios que se humanizó libremente.
Ademá s, el Cristo de los Evangelios no tiene nada de faná tico. Por el contrario,
es un hombre ponderado, que se pasa la vida calmando a sus discípulos, que no
acaban de ver llegar el Reino (Lucas 19,11; Hechos 1,6), tal como ellos lo conciben.
Las pará bolas muestran que todo esto exige una lenta germinació n (Marcos 4,26-
29). Y, en cualquier caso, la ú ltima cena atestigua que Jesú s no muere
desprevenido: la Eucaristía inaugura un nuevo modo de presencia en provecho de
una multitud que todavía no está allí. Porque, antes de que llegue el final, «el
Evangelio tiene que ser proclamado a todas las naciones» (Marcos 13,10). ¡el fuego
con el que el Señ or desea incendiar la tierra entera todavía no ha prendido en
muchos corazones! (Lucas 12,49).
ocupado por Cristo no está vacío. É l continú a desempeñ ando el papel que es má s
suyo que nunca y que nadie le podrá confiscar. La Iglesia está siempre con su
esposo; no es su viuda triste, y mucho menos su viuda alegre. No puede ser una
asociació n encargada de gestionar la memoria de un genio muerto, cuyos dossieres
guardase. Ademá s, Jesú s no escribió ni una sola línea. Es el sacerdocio, el del
obispo y el del sacerdote, el que recuerda a la comunidad su dependencia de Cristo.
Cuando celebra, el ministro consagrado es la vez otro y uno de tantos: forma parte
del cuerpo, pero a la vez es, diferente. ¡É l impide que el cuerpo pierda la cabeza! Si
las vocaciones desapareciesen, la Iglesia se convertiría en una sociedad de gestió n.
Ya no dependería de Cristo, sino que vendría en su auxilio. ¡el mundo al revés!
Sí, dirá s, pero todo eso se mueve en el universo de los principios; en la prá ctica,
«¿se puede decir que la Iglesia es portadora de Evangelio?» Es una pregunta que
todavía hoy escuché a los alumnos de un instituto, a los que respondí sin dudarlo:
«sí, en el bueno y en el mal tiempo, yo doy testimonio.» Por encima de sus grandes
y pequeñ as miserías, la Iglesia es una madre fiel y valiente, llena de santos y de
má rtires, puros reflejos de las bienaventuranzas. La mú sica cantada se
corresponde a la perfecció n con la mú sica escrita, como decía Francisco de Sales.
«¿ No está la Iglesia en contradicció n con Dios?», me preguntas. No sé, lo que
pasa por tu cabeza ni a qué aludes, pero es un disparate pensar que la totalidad del
pueblo santo y el conjunto del episcopado puedan ser la negació n de lo que Dios
piensa y quiere. Y fíjate que tal afirmació n puede proceder tanto de «progresistas»
virulentos como de «tradicionalistas» disidentes. ¿Y quién es el individuo o el
grupo capaz de juzgar a 1.000 millones de hermanos de una manera tan
expeditiva?
«Lo que era visible en nuestro Redentor, de ahora en adelante está presente en
los sacramentos», dice el Papa San Leó n (siglo V) en una homilía del día de la
Ascensió n. Y, sin embargo, a ti, amigo mío, estos ritos te aburren. Por eso
preguntas:
«¿Son necesarios los símbolos religiosos, o, má s bien, todo lo que pasa, sucede
en nuestro corazó n?»
Estoy tentado de contestarte: «entonces, deja de abrazar a tu novia o a tu
novio.» Tú objetará s: «no es lo mismo. Los hombres necesitan signos porque son
hombres. Pero Dios es Dios y, por lo tanto, no vale la pena representarle. Con É l
basta la intenció n del corazó n.» el Dios del que me hablas no es el de Jesucristo. Es
el Ser supremo o el gran Espíritu. En el Evangelio, Dios es el Emmanuel que viene a
nosotros para que nuestros ojos le vean, nuestros oídos le oigan y nuestras manos
le toquen (1 Juan 1,1). Dios es el Resucitado que sopla sobre los suyos (Juan 20,22),
y que dice a Tomá s, mostrá ndole su costado abierto: «Mete aquí tu dedo» (Juan
20,27). Es el Cristo de la Cena que nos da su cuerpo y su sangre, con la consigna de
hacer este rito en memoria suya. Realmente, Dios es má s humano que nosotros,
pobres idealistas que degustamos nuestros pensamientos en nuestro interior, sin
saber si se corresponden con los de Jesucristo...
80
Y, ademá s, los signos tienen otra «utilidad»: vividos en comunidad, nos reú nen
en la celebració n de un mismo Señ or. Hoy, el Movimiento Renovador explota a
fondo los símbolos religiosos para crear asambleas menos morosas y má s
diná micas.
Todavía añ ade: «con los objetos litú rgicos se podría alimentar a los que tienen
hambre.» Es cierto. Y desde hace mucho tiempo, los grandes obispos han hecho lo
que tú sugieres sin la menor duda. Recientemente, en su encíclica Sollicitudo rei
socialis, Juan Pablo II vuelve a decir lo mismo. De todas formas, dudo mucho que se
pueda ayudar a las multitudes hambrientas con las baratijas de muchas de
nuestras parroquias. Y en las grandes iglesias y catedrales, los objetos de valor son
propiedad de la comunidad. Por otra parte, muchos cristianos se enfadan, y con
razó n, al encontrar en los escaparates de los anticuarios sagrarios convertidos en
bares y cá lices en vasos para tomar el aperitivo. Hay que encontrar otras fuentes
de financiació n má s rentables y má s respetuosas.
Después de esto, pasas a las aplicaciones particulares, y me comentas, con
mucha franqueza: «me aburro en misa, siempre con las mismas lecturas y las
mismas oraciones.» No es del todo verdad. Las lecturas cambian todos los días del
añ o. Las del domingo, incluso cada tres añ os. En todas ellas hay una fantá stica
riqueza si eres capaz de preparar tu misa y de retomar los textos leídos en ella para
tu oració n diaria. ¡Inténtalo! En cuanto a las oraciones, es verdad que se repiten, a
pesar de que hay una gran variedad a lo largo del añ o litú rgico. Pero, si hubiese que
inventarlas todos los días, pronto te sentirías ahogado. La repetició n lenta y
ferviente es la gran ley de la meditació n, que rumia tranquilamente las palabras
má s sabrosas. ¿No retomas, con tu novio o con tu novia, en cada cita las mismas
actitudes de ternura, las mismas palabras y los mismos besos? Ademá s, si el
sacerdote no dice la misa como un tren de alta velocidad, te ayudará a descubrir la
profundidad, hasta entonces ignorada, de algunas frases. Para mí, repetir es un
regalo: lejos de desgastar el texto, lo rejuvenece.
En el fondo, tú también lo dudas. Un joven cató lico me comentaba hace poco que
había tenido que contestar a esta pregunta de otro joven cató lico, pero no
practicante. «¿Porqué durante tanto tiempo la misa te ha dado lo mismo, y después
todo cambió ?» La respuesta es evidente: la que cambió no fue la misa, sino el
chaval. Cambia, pues, también tu corazó n, sin esperar para ello un gran milagro,
pero pidiendo al Señ or ti no pequeñ o. No vayas a la Eucaristía con zapatos de
plomo, decidido a hundirte una vez má s. Acércate a ella con un nuevo corazó n, con
un deseo intenso y con hombre de Dios, y participa activamente en las oraciones
con tus amigos.
«¿Qué hacer, cuando se está tentado de no volver a ir a misa?» Depende de lo
que entiendas por la palabra «tentado». Si, a pesar de tus esfuerzos, la Eucaristía
había perdido para ti -aunque momentá neamente- todo significado, está claro que
no puedes continuar haciendo una comedia. Eso sí, deberías estar absolutamente
seguro de encontrarte en tal extremo. E, incluso en este caso, deberías evitar el dar
un portazo sin esperanza de retorno. ¡Quizá puedas rezar de otra manera...!
Pero si la tentació n se reduce a un cambio de humor, a la ley del mínimo
esfuerzo, a una época de desá nimo o de falta de sensibilidad, al típico qué dirá n,
entonces te invito a no capitular. Insiste, entra con resolució n en el juego litú rgico y
participa en él con todas tus fuerzas. Puedes, incluso, ofrecerte como animador
litú rgico. ¡Haz algo! No pierdas una prá ctica que te costará mucho retomar.
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EL PERSONAL DE LA IGLESIA
EL PAPA
Cuando Juan Pablo II va de visita a cualquier país del mundo es acogido por
decenas de miles de jó venes que le aplauden con entusiasmo, incluso en Marruecos
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Su función
Personalmente, preguntaría:
«¿Quién es el Papa y cuál es su función en la Iglesia y en el mundo?»
Porque el Papa no es un utensilio, sino alguien, una persona con corazó n. Para
responderte, te remito directamente al Evangelio.
dominada por el vértigo, «tanto a derecha como a izquierda», Juan Pablo II asume
su funció n con una firmeza llena de bondad. ¡Es infinitamente menos autoritario
que algunos pensadores, para quienes todo el mundo es infalible..., menos el Papa!
3. El Papa es el obispo de Roma. No es, pues, un superjefe de los obispos, sin ser
él mismo obispo. No es tampoco el presidente de las Iglesias unidas. Forma parte
de lo que se llama el colegio episcopal, así como Pedro pertenecía al grupo de los
Doce, y es en el grupo donde lleva a cabo su funció n: ejercer no una primacía
honorífica (¿dó nde habla el Evangelio del honor humano?, ¿se habría preocupado
Jesú s de las dignidades ... ?), sino real. Esta autoridad no confisca la de los obispos,
ni los reduce a meros delegados o vicarios; no interviene continuamente en sus
asuntos. ¡el Papa aguanta mucho má s que cualquier presidente o jefe de gobierno!
Y, sin embargo, es una autoridad real y universal.
Encontrará s dos tipos de hombres en la Iglesia: unos (los galicanos), con un
«complejo antirromano» subido; otros (los ultramontanos), que saltan por encima
de su dió cesis y se proclaman inmediatamente ciudadanos de la Iglesia universal.
Evítalos a los dos. No elijas. Có gelo todo. No ames al Papa para despreciar mejor a
tu obispo. No te aferres a tu obispo para oponerte mejor al Papa. Estos son juegos
estériles de países ricos, europeos y americanos. La autoridad es un todo
indisoluble. Para un obispo, el Papa no es una amenaza, sino una ayuda preciosa.
Algo que se nota mucho en los países pobres o perseguidos (14: el Estado
perseguidor intenta siempre aislar a la Iglesia local para dominarla mejor).
Para el Papa, el obispo no es un «subordinado» gruñ ó n que se limita a gestionar
sus problemas locales, sino un hermano que, en su Iglesia particular, hace latir el
corazó n de la Iglesia universal.
Su vida
En tus preguntas pasas revista a todos los tó picos, desde los grifos de oro del
Vaticano hasta la piscina de Castelgandolfo, que, a tu juicio, escandaliza a la gente.
A mí, no. ¿Es un lujo una piscina? ¡Y un Papa deportista es algo genial! Y en cuanto
a los famosos grifos, te propongo que subas a ver los apartamentos privados de
Juan Pablo II. Verá s que no hay gran lujo en ellos. ¡Tus estrellas preferidas, a las
que perdonas todo, seguramente tienen mucho má s confort en sus apartamentos
de Marbella o de Miami!
Por otra parte, los edificios representan un patrimonio difícil y costoso de
conservar. El gobierno españ ol tiene estos mismos problemas con sus
monumentos histó ricos, que no son funcionales, pero son difíciles de conservar y
que, ademá s, no se pueden demoler. ¿Por qué, entonces, tantas protestas contra el
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Es verdad que, desde Pablo VI, los Papas viajan mucho, y cada vez má s.
Habíamos perdido la costumbre de que los Papas viajasen y, por eso, sus viajes
siguen sorprendiendo. Pero, ¡qué difícil es contentar a los cató licos! Cuando
permanecía tranquilamente en su casa, recibiendo a los cardenales y a los
embajadores, se decía que olía a cerrado. Y cuando sale, se dice que hace turismo.
¡Es el cuento del padre, el hijo y el asno ...! Yo, en cambio, estoy loco de contento de
que el Santo Padre no permanezca encerrado en sus 44 hectá reas (¡con piscina!).
Le vemos y nos ve. No viene a pasearse ni a tirar de las orejas a los episcopados
nacionales, sino a reunirse en torno suyo con nuestros pastores y a animarnos. Nos
habla y eso nos hace mucho bien.... aunque a veces se alargue un poco... ¿Se puede
llamar turismo a sus cabalgadas agotadoras, en las que hay que viajar, sonreír
constantemente, hablar en una lengua desconocida y abrazar a los niñ os? ¿Se
pueden llamar shows a esas asambleas tormentosas, como en Nicaragua, o al
inevitable cortejo de homosexuales, como en Amsterdam, o al de las monjas
americanas que reclaman el sacerdocio? De tal manera, que Juan Pablo II es
recibido con má s delicadeza en los países no cristianos o poco cristianos, como
Marruecos o Japó n. Lo que má s me llama la atenció n de sus viajes son esos raros
momentos de calma, en lo que se ve a nuestro Juan Pablo sentado en su silló n, con
los ojos cerrados y la cabeza entre la manos, só lo con su Dios. ¡Esta capacidad de
recogimiento, en medio de una inmensa multitud, es algo impresionante!
Desde los acuerdos de Letrá n (1929), el Vaticano es considerado como un
Estado independiente. Este estatus le concede al jefe de la Iglesia una mayor
independencia (como se pudo constatar durante la ú ltima guerra). Pero esto no
engañ a a nadie. El Papa no es primordialmente un jefe de Estado. ¡Tiene otras
muchas cosas que hacer, ademá s de gobernar sus 44 hectá reas! Cuando visita un
país, es recibido como un soberano extranjero, con el himno nacional del país en
cuestió n y el himno pontificio (por cierto, no muy bonito). Esto le complica la vida,
porque tiene que pedir y obtener el permiso del correspondiente gobierno, y debe
saber muy bien donde pone los pies. Pero tranquilízate; desde el mismo instante
en que baja del avió n, Juan Pablo II proclama inmediatamente que ha venido a
llevar a cabo una misió n pastoral, lo que despeja cualquier ambigü edad. Y, aunque
mide sus palabras, no duda en hablar de justicia social y poner el dedo en la llaga,
aun en presencia de los potentados y poderosos, que no suelen poner buena cara.
Los periodistas, que está n siempre al acecho, han publicado algunas de estas
muecas desaprobadoras de determinados gobernantes.
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Nos queda la inevitable cuestió n de la financiació n de los viajes, que suele recaer
en los cató licos del país visitado. ¡Después de todo, tienen derecho a darse este
gusto! Pero, incluso en este punto, déjame que me ría un poco contigo. ¿Sabes
cuá nto cuestan los desplazamientos habituales de nuestras personalidades
políticas? Ademá s, Juan Pablo II no tiene la culpa de haber recibido tres balas en el
vientre un trece de mayo, y que, como consecuencia de ello, haya que movilizar un
contingente importante de policía para protegerle. Si caes en la cuenta de la
importancia espiritual de un viaje pastoral, lo entenderá s perfectamente. Tu crítica
-o la que un adulto te ha soplado- procede seguramente de que no ves la
importancia de estas visitas que nos reú nen y nos animan. A no ser que no tengas
el má s mínimo interés en escuchar al Papa recordarte, en tu propia patria, alguna
exigencia mortal que detestas. Interró gate sobre este punto. ¿Cuá ntas cosas no
eres capaz de perdonar a las personas que quieres? Y en cuanto a las pobres, el
Papa también va a verles, y ellos está n felices de recibirlo sin reparar en gastos.
Porque no só lo de pan vive el hombre... (15: Después del paso de un terrible cicló n
que arrasó el sur de obispo de La Reunió n pensaba anular el viaje del Papa,
programado para tres meses después, para que el dinero fuese destinado a los
siniestrados. Pero la gente le decía: «de ninguna manera, Padre, también nosotros
necesitamos un signo de esperanza».)
Su enseñanza
¡Yo, sí, y por Completo, y un gran nú mero de jó venes también! Para justificar mi
respuesta no voy a darte todo un curso, pero sí voy a proponerte un
discernimiento previo, es decir aclarar tu malestar. Sígueme, amigo.
¿Quiere eso decir que su enseñ anza era falsa o inoportuna? ¡De ninguna manera; al
contrario, daba en el clavo! Si, cuando sale una encíclica, todos los cristianos
dijesen: «¡Bravo, Santo Padre, genial, nos habéis dicho lo que ya sabíamos!», eso
significaría que el Papa habría perdido el tiempo y la tinta, escribiendo un texto
inú til. Por lo tanto, en cierto sentido, la contestació n es una buena señ al. Muestra
que, descubriendo la herida, el Santo Padre puso sal en ella y no azú car. La sal
quema, pero mata los microbios.
2. ¿Por qué no nos damos cuenta de todo esto? Porque nuestra sensibilidad ha
cambiado. Hace un siglo, Leó n XIII hacía vociferar a una parte importante de la
burguesía, al publicar una encíclica sobre la miseria del mundo obrero (Rerum
Novarum, 1891), y, cuarenta añ os después, Pío XI constataba que la herida todavía
no estaba cicatrizada. ¿Se equivocaba el Papa? ¡Qué va! Hoy todo el mundo lo
reconoce e incluso afirma que debería haberlo hecho antes. ¿A qué se debe este
cambio? Porque hoy estamos ya acostumbrados a escuchar a nuestros pastores
hablar de la cuestió n social (algunos no hablan de otra cosa), y nos parece algo
absolutamente normal... De la misma manera, dentro de algú n tiempo, que espero
que sea corto, los cristianos verá n como algo normal que la Iglesia hable de moral
sexual, porque, con el paso del tiempo, habrá n caído en la cuenta del cará cter
profético de las enseñ anzas actuales, y de la valentía de los Papas que se atrevieron
a desafiar a la opinió n pú blica.
Hoy, como hace un siglo, los que se oponen al Papa utilizan, sin darse cuenta, los
mismos argumentos. Unos argumentos de sobra conocidos:
Así pues, amigo mío, pregú ntate de dó nde proviene tu reacció n. ¿Por qué eres
tan hipersensible en ciertos puntos y nada sensible en otros? ¿Por qué rechazas
categó ricamente el racismo y, sin embargo, toleras la prostitució n? ¿Se trata de una
convicció n razonada? ¿Cuá l? ¿O se trata, má s bien, del miedo a no pensar como la
mayoría?
LOS SACERDOTES
-Si Dios quiere nuestra felicidad, ¿por qué prohíbe el matrimonio de los curas?»
Las chicas se preocupan má s por las religiosas. Una de ellas hace una pregunta
como si las monjas fuesen el harén del Santo Padre:
«¿Por qué el Papa prohíbe a las monjas casarse? ¿Por qué las guarda todas para
él? Es muy egoísta».
Podría hacer como Jesú s que, de vez en cuando, actuaba como los gallegos, es
decir, respondía a una pregunta con otra (Mateo 21,23-37). Podría decirte:
«explícame primero qué es lo que entiendes por matrimonio y yo te diré después
por qué no me he casado.» Pero no voy a hacerte esperar má s. No me he casado
porque el Señ or me ha dispensado del matrimonio y la Iglesia se ha aprovechado
de ello para llamarme al sacerdocio. Estoy tan contento de pertenecer a mi Dios
que no me imagino entregá ndome a una mujer. Por otra parte, con el nunca estoy
solo. Soy feliz consagrá ndome enteramente a la paternidad espiritual. Loco de
alegría por no tener el corazó n dividido. Loco de alegría por encontrarme ya en la
ternura del Reino, donde el matrimonio ya no existirá .
«La Iglesia está acabada, ¿por qué, entonces, perder el tiempo evangelizando?»
¿El Evangelio? Claro que no. La Buena Noticia continú a siendo anunciada y
creída. La Palabra no cesa de convertir corazones y originar nuevas comunidades,
que relevan con ventaja a las viejas comunidades que desaparecen. Má s aú n, allí
donde los cató licos han bajado la guardia, otras confesiones má s audaces se lanzan
sobre el terreno. ¡Realmente, el Evangelio es inquebrantable!
Pero una cosa es el Evangelio y otra cosa distinta es la Iglesia. Esta es portadora
del Evangelio, pero el portador puede cansarse aunque su carga permanezca
intacta. ¿Qué es lo que má s fatiga al portador: el camino, las piedras, los obstá culos
externos... o la misma carga de cuya eficacia se duda? Dicho de otra forma, ¿la
dificultad de creer en Cristo procede de tu entorno... o de tu propio corazó n?
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1. El cristianismo es una religió n insó lita y mucho má s frá gil e inestable que las
demá s. Para nuestro Dios es una empresa arriesgada y azarosa. En vez de quedarse
tranquilo en su cielo, fuera de nuestro alcance, el Señ or quiso caminar entre
nosotros y se entregó a las manipulaciones de los hombres, que pueden triturarle a
su gusto. Y no estoy hablando só lo y, sobre todo, de los enemigos de Dios, sino de
los mismos bautizados, que pueden ser los primeros falseadores de su fe. ¿Por qué?
Porque la fe cristiana tiene la extrañ a capacidad de deshacerse desde el interior, a
causa del relajamiento de sus miembros o de su verdad mal entendida. Alguien ha
dicho que el cristianismo era la ú nica religió n susceptible di, suprimirse a sí misma,
llevando sus principios hasta el final Llevados hasta el final... de la incoherencia, los
citados principios ya no son evangélicos. Porque las bienaventuranzas, que nos
prometen la persecució n, no nos invitan al suicidio. N mucho menos al suicidio
alegre.
2. Pero, por las mismas razones, la fe cristiana posee una capacidad constante de
resurrecció n. Mira la historia de la Iglesia: es un continuo y renovado surgimiento
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de bellas figuras y creaciones, nuevos santos y nuevas iniciativas. Toda una serie
de insurrecciones espirituales que llegan siempre en el mejor momento, y cuando
má s falta hacen. Así, mientras centenares de sacerdotes morían en condiciones
horribles durante la Revolució n Francesa, el Señ or hacía crecer al joven Juan María
Vianney, fruto de su heroico sacrificio. Por lo tanto, deja de hablar de las
«posibilidades» de la fe en el futuro. Posibilidad, suerte o azar son palabras
paganas dirigidas a una Diosa caprichosa. Pero el cristiano no adora a ningú n
poder anó nimo. Su suerte es el don que procede de un Dios personal y amoroso, y
este don se llama gracia. La gracia no es una casualidad, aunque llegue de
improviso. Tampoco es el resultado de un cá lculo estimativo de probabilidades,
porque interviene cuando menos se le espera. Piensa en la pesca milagrosa en el
lago Tiberíades. No estaba programada, pero tampoco fue fortuita. «¡Es el Señ or!»,
grita Juan, que identificó de pronto la silueta del hombre en la orilla (Juan 21,7).
¡Tú haz como él y olvídate de los sondeos!
4. Por otra parte, los medios de comunicació n saben muy bien que la Iglesia no
muere, que está prodigiosamente viva, y, eso les inquieta. Sí, amigo mío,
contrariamente a lo que piensas, la Iglesia da miedo a algunos a causa de su
vitalidad: nadie se ensañ a con un cadá ver. Por eso los «buitres» atosigan con todas
sus fuerzas al Leó n de Judá o al Emmanuel porque estas comunidades son
vigorosas y evangelizadora.. Por eso también lanzan sospechas sobre las reuniones
de jó venes, acusá ndolas de triunfalistas o de conformismo gregario. Por eso
preocupa el éxito de Juan Pablo II. En cuanto a los nuevos movimientos
carismá ticos, después de haberlos despreciado como una ingenuidad cantante y
gesticulante, se les comienza a valorar. Libros y revistas hablan con inquietud del
«retorno de las certezas», del renacimiento del «fundamentalismo» o de la
aparició n de «nuevos integrismos». Y. ademá s, se culpa a los grupos editoriales de
sostener la reaparició n de lo retro. Ya ves, cada uno se defiende como puede,
blandiendo palabras como espantapá jaros.
6. Debes amar apasionadamente el mundo contemporá neo, como los santos han
amado su época, para hacer frente a sus necesidades. Piensa en Juan Bosco, o en
Ignacio de Loyola. Pero eso no quiere decir que seas un ingenuo. La sociedad va a
intentar neutralizar a la Iglesia por todos los medios. En primer lugar, haciéndola
callar, argumentando que el cristianismo, como todas las religiones, pertenece al
dominio privado. Algo que rechazo en nombre del Concilio Vaticano II, que ha
pedido a los Estados que no impidan a las comunidades recordar sus principios ni
aplicarlos en la vida social (Dignitatis humanae n. 4). Los Papas anteriores han
dicho lo mismo a los Estados totalitarios, sobre todo Pío XI. Entiéndelo bien. La
Iglesia no pide reinar ni imponer sus leyes. En esto, nuestro mundo está
secularizado y, sin duda, es mejor así. Pero, dado que es una Iglesia, y no una secta;
dado que cree en una Buena Nueva, que es algo diferente a una opinió n; dado que
trae la salvació n, y no una bagatela.... por todas estas razones es «experta en
humanidad» (Pablo VI). Cristo no trae una verdad para el cristiano, sino una
verdad para el hombre. La Iglesia no impone esta verdad a nadie, pero la proclama
bien alta, incluso si molesta a algunos. La Iglesia no incendia los cines que
proyectan «malas películas», pero tiene todo el derecho del mundo a declarar que
una determinada producció n ofende la conciencia de muchos. La Iglesia no juzga a
los ministros y a los médicos que, ante la amenaza galopante del SIDA, piensan, en
conciencia, que hay que utilizar preservativos, pero tiene todo el derecho del
mundo para decir que ésa no es la verdadera solució n del problema, y que este
procedimiento no debe convertirse en una incitació n a la anarquía moral para los
jó venes.
8. Lo que apena a algunos cató licos es ver que algunos pronó sticos del ú ltimo
concilio no se han cumplido, es decir, que el mundo no se ha convertido tan
rá pidamente ni tan globalmente como se esperaba, gracias a la actitud má s
conciliadora de la Iglesia. Es una pena, pero la historia no se detiene en 1964. Creo
que debemos proseguir con todas nuestras fuerzas la tarea iniciada por el Vaticano
II, pero, como decía Maurice Clavel, «ir al mundo» no es «rendirse al mundo».
Personalmente, y poniendo la palabra entre comillas, espero una especie de
«persecució n» larvada, de tipo administrativo por ejemplo, en la medida en que el
Estado vea confirmarse la renovació n de la Iglesia. En el fondo, no tiene
importancia. Al final, «todo, es gracia».
las lá grimas, las lá grimas de la sangre y del amor de Dios» (18: Poema
compuesto por Marie-Anne Petit).
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Así pues, voy a hacer tres partes desiguales: una pequeñ a reflexió n sobre la
libertad; otra sobre el cuerpo, y la ú ltima, y la má s importante, sobre la vida eterna.
LA LIBERTAD
a) Soy libre físicamente cuando nada externo me fuerza o me impide hacer una
determinada cosa. No estoy encerrado con llave en una habitació n. No soy
prisionero, ni estoy secuestrado, ni bajo la amenaza de nadie. En definitiva, soy
libre de hacer lo que me plazca.
Fíjate bien en esto, para no mezclarlo todo: puedo estar encarcelado físicamente
y, sin embargo, tener una extraordinaria libertad espiritual. Por el contrario, puedo
hacer todo lo que me venga en gana durante un fin de semana y, sin embargo,
aburrirme como un cosaco. Puedo estar en pleno uso de todas mis facultades y
servirme de ellas para enterrarme en el pecado. Así pues, só lo gracias a mi vida
espiritual soy capaz de liberar mi libertad. Porque la verdadera libertad no es la
posibilidad de hacer lo que cada uno quiera, como aburrirse por no tener una ideal
o suicidarse por no tener una razó n suficiente para vivir. Se puede también,
desgraciadamente, utilizar la libertad psicoló gica para matar a la libertad
profunda. Tal era el desafío que se lanzaba a sí mismo un joven cuando decía: «¿Y
si me da la gana de destruir mi alma?» Pero este desafío, ¿no era en el fondo una
llamada de socorro, como lo son tantos suiciDios fracasados? Por el contrario, es
96
bueno ayudar a una voluntad debilitada -la de un drogadicto, por ejemplo- para
hacerle salir de su caos, aunque los límites de la insistencia sean difíciles de fijar.
Lo mismo sucede con un niñ o, cuyos padres podrían llegar a prohibirle algo de
manera terminante. Só lo má s tarde, cuando haya madurado, el joven les estará
agradecido por haberle ayudado a madurar su libertad. Porque la libertad se educa
y se conquista.
3. Tu libertad debe tener también en cuenta la del otro. Es algo que nunca debes
olvidar. A mi edad ya he oído a este respecto tres discursos sucesivos. En primer
lugar, el discurso de los derechos humanos: «La libertad es el derecho a hacer lo
que no molesta al otro.» Después, el discurso de las ideologías: «La libertad es el
deber de hacer todo aquello que va en el sentido de la historia, despreciando a los
enemigos, que no son má s que unos reaccionarios.» Y, por ú ltimo, el discurso del
nuevo individualismo actual: «Libertad es poder hacer cualquier cosa, incluso si
molesta a los demá s».
Por favor, amigo mío, no caigas en esta trampa. Tienes que estar pendiente del
otro. No puedes molestarle, ni atentar contra sus derechos. Tienes que evitar
escandalizarle y atentar contra sus convicciones morales o religiosas, haciendo
gala de tu impudor o profiriendo blasfemias (19: Esta regla vale para ti y para la
sociedad a la que perteneces. Ahora bien, es evidente que el ofendido no tiene
derecho a recurrir al atentado o a la muerte para vengar su derecho. No estoy de
acuerdo ni con Jomeini, invitando a matar a Rushdie, ni con los cristianos que
incendiaban los cines donde se proyectaba la película de Scorsese. Aunque también
es verdad la sociedad no puede provocar tales reacciones, dejando impunes a los
que insultan).
Debes ayudar al otro en caso de necesidad, y aunque nada te obligue a ello. No
puedes decirle que se levante para sentarte tú . Y mucho menos, puedes decir a
Dios, como Caín: «¿Acaso soy yo el guardiá n de mi hermano?» (Génesis 4,9). ¡Eso es
97
ser un caradura! Ahora bien, tampoco debes tener miedo a herir a tu hermano si le
das un consejo amistoso para sacarlo de sus debilidades o de sus errores, o si le
presentas la Verdad en Persona, que es Jesucristo. Hecha así, la propuesta de la fe
no es una agresió n, sino la má s hermosa de todas las caridades. No digas, pues,
para justificarte, que respetas mucho la libertad de los demá s, cuando lo que en
realidad te pasa es que tienes miedo a utilizar la tuya, porque no te atreves o
porque dudas.
¿Está s seguro de no ser intolerante, cuando, después de mi charla, me dices
furioso: «cá llese, es usted un intolerante»? Tú eres el intolerante, porque me
prohibes hablar. Yo no te impongo mis ideas, pero tengo todo el derecho a
exponerlas, sobre todo teniendo en cuenta que he sido invitado para ello. Es
evidente que puedes contradecirme. Yo mismo te invité a ello, pero sin salirle de
tus casillas. Acepta que sea diferente a ti sin sentirte por ello agredido y sin
impedirme que tome la palabra o que exponga mis razones. Haría falta que mi
lenguaje fuese realmente odioso y mis ideas ofensivas para que alguien me
impusiese el silencio o me pusiese de patitas en la calle.
a) el «dejar hacer» total conduce a la ley de la selva. Es la teoría del zorro libre
en un gallinero libre. Siguiendo esta regla, las leyes del siglo pasado permitían a los
patronos contratar a los niñ os para trabajar en la industria del textil. Niñ os de seis
añ os trabajaban once horas diarias hasta que, pocos añ os después, morían de tisis.
Cuando la jerarquía protestó , los economistas de entonces contestaron lo mismo
que los sexó logos de hoy: «¡Esto no es un asunto de obispos1» Como ves, las cosas
apenas han cambiado. Antes, a decir de algunos, no entendían nada de economía, y
ahora no saben ni papa de sexualidad.
EL CUERPO
¿Ser o tener?
¿el cuerpo forma parte del tener o del ser? ¿Es un objeto que poseo o un
componente de mí mismo? En el primer caso, es un estuche, una bolsa, un há bito
intercambiable por cualquiera de mis cosas. En el segundo caso, soy un todo, hasta
tal punto que la muerte me hace violencia porque introduce en mí una dolorosa
separació n. Lo sabes bien, y, por eso, me preguntas con un asombro comprensible:
«¿qué es un hombre sin cuerpo?>, es decir, un alma sola.
Lo mismo sucede con el cuerpo del otro. El feto, incluso cuando está
desarrollado, parece a veces un tumor de la mujer; y algunos comerciantes se
aprovechan de las rebajas para hacer productos de belleza con ellos. Se trata, pues,
de una «cosa» que se opera y que se explota. En vez de acoger con cariñ o a este ser
ya constituido, algunos esposos deciden autoritariamente si lo reconocen o no; se
erigen en jueces para decretar si este objeto puede ser tratado como una persona.
Es lo que se llama la dialéctica del dueñ o y del esclavo: éste só lo existe en la
medida en que aquel le confiere la existencia. Al Creador, que les dice: «os hago un
regalo maravilloso», el hombre y la mujer responder sin rubor alguno: «nosotros
somos los que decidimos.»
Suponiendo, incluso, que el niñ o haya sido aceptado, a veces se confía el objeto-
embrió n a una madre de alquiler, una especie de incubadora humana que funciona
por dinero y con un contrato en toda regla. No hay amor por ninguna parte: só lo
una cosa que se confía a una má quina que ofrece garantías ¿Qué podrá sentir un
101
Ahora bien:
b) No tengo má s que una vida y no dos. Una sola vida para amar, una sola vida
para experimentar. El tiempo del viaje se termina con mi muerte corporal. «Y por
cuanto a los hombres les está establecido morir una vez, y después de esto el
juicio» (Hebreos 9,27). Resucitaré, porque mi alma no está hecha para permanecer
separada; pero nunca me reencarnaré. Seré totalmente «yo», con mi cuerpo
glorioso, pero no iré a revestirme del cuerpo mortal de otra persona.... que no
puede prestá rmelo para dar otra vuelta a la pista, porque se ha convertido en
polvo, y también ella debe resucitar un día.
ESTO ES MI CUERPO
El cuerpo de Jesús
eso, pero se hace tocar (Juan 20,27). Yo creería en el, haciendo abstracció n de su
carne y de los agujeros de su cuerpo, que, en adelante, son fuertes. Y, ciertamente,
cuando hablo del cuerpo de Jesú s, no olvido que está animado, y que es humano
gracias a un alma. «Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sá lvame.»
La Eucaristía hace intervenir el signo del pan y del vino. De esta forma nos
entrega la presencia del Resucitado por medio de estas humildes cosas. Pero estas
cosas han dejado de ser intermediarias para convertirse en «especies». Han
perdido, no su química, pero sí su substancia profunda, para convertirse realmente
en el Cuerpo y la Sangre del Señ or. No son símbolos, en el sentido normal del
término, ni simples alusiones poéticas. Tengo, pues, todo el derecho y el deber de
decir «Jesú s» al Santísimo Sacramento, aunque en esta presencia real haya un
aspecto provisional y limitado a nuestra tierra. Te digo todo esto porque me
preguntas: «¿qué es la hostia absolutamente ú nica- el Hijo encarnado y resucitado
hace conmigo una especie de cuerpo a cuerpo por medio de este signo que es el
alimento. De esta forma, va mucho má s allá que el cuerpo a cuerpo de los esposos
que no permite una tal interioridad y que no tiene una tal permanencia, pero se
presenta en la misma línea y con la misma imagen (cf. 1 Corintios 6,16-17).
Con cuanta má s fe comulgues, amigo mío, mayor será tu comprensió n de la
grandeza del cuerpo y de su maravillosa dignidad. No. El cuerpo no es un objeto
manipulable, sino la persona en su aspecto concreto, el «tú » vibrante y amante.
Ahora entiendes que uno no pueda divertirse con su carne sin destruir su ser
profundo. Y también entenderá s esta extraordinaria frase de Pablo a los Corintios,
reprochá ndoles su impureza: «el cuerpo no es para la fornicació n, sino para el
Señ or, y el Señ or para el cuerpo» (1 Corintios 6,13).
Tu propio cuerpo
Es evidente, amigo mío, que no te has encarnado como el Hijo de Dios: tu carne
es tu condició n normal. Lo que eres no lo has conseguido, a pesar de que también
tú entres en la misma diná mica del cuerpo recibido y entregado.
Tus padres no te han «infligido la vida», como dice Chateaubriand hablando de
su nacimiento, sino que te la han dado, espero que con sumo gusto. Como decía
Diana, dirigiéndose a su madre, que nunca había conocido porque la había
abandonado recién nacida: «Gracias por no haber abortado; la vida es tu mejor
regalo.» Cuando dos jó venes padres contemplan a su primer bebé en la cuna, no se
extasían ante él de la misma manera que ante un coche. En la cuna hay ya una
persona, cuyo destino es todavía desconocido, pero que ya lleva un nombre propio,
no un nombre comú n. En cualquier caso, cualquiera que sea tu origen humano,
Dios tu Padre te quiere y no puedes dudar de ello ni un instante. Y tampoco puede
molestarte, como a los ateos de hace algunas décadas, que hubieran preferido no
ser los hijos de nadie para poder ser totalmente libres.
Su cuerpo, un cuerpo que, evidentemente, no habían elegido, les parecía el signo
de su dependencia respecto a sus padres y a su Creador. Querían ser libres, sin
cuerpo y sin Dios. ¡Afortunadamente, esta época ha pasado!
Tú sabes que el hombre es imagen de Dios. Ahora bien, Dios es relació n, en el
interior de sí mismo, del Padre al Hijo en el Espíritu. Dios es también relació n al
exterior de sí mismo, que es lo que la Biblia llama Alianza. La imagen má s bonita de
esta Alianza es la del matrimonio. Y éste es el don de los corazones a través del don
de los cuerpos. Tu cuerpo te permite, pues, vivir a imagen de Dios, estableciendo
104
con el otro una relació n amorosa y fecunda. Está claro que hay otras relaciones,
ademá s de la del matrimonio. Así pues, amigo mío, el cuerpo no es un obstá culo
para el Espíritu Santo, como me decías al principio, sino un ó rgano del Espíritu
Santo, aunque en ciertas condiciones. En la Visitació n, María e Isabel hablan con
sus cuerpos. María, embarazada de Jesú s, siembra la alegría a su paso como una
verdadera procesió n. Y Jesú s, desde lo má s profundo de sus entrañ as, hace
estremecer a Juan, que da saltos de gozo en el seno de Isabel. Todo vibra al mismo
tiempo, carne y espíritu... Incluso los enfermos y los minusvá lidos son capaces de
brillar casi físicamente con un cuerpo deficiente.
Y, ademá s, no hay donació n de ti mismo si no se expresa con tu cuerpo y si no
repercute en tu cuerpo. Ya sea casá ndote o aceptando el celibato consagrado, te
comprometes a una manera concreta de vivir y amar que no só lo se desarrollará en
el espíritu. De una u otra manera, toda ofrenda de ti seguirá las palabras de la misa:
«Tornad y comed: esto es mi cuerpo entregado por vosotros.» Entonces te
convertirá s en trigo del Señ or, que será molido por los dientes de las bestias, como
decía Ignacio de Antioquía antes de sufrir el martirio.
Por ú ltimo, quiero suplicarte una cosa: que no repitas esa estupidez que a veces
se sostiene incluso dentro de la Iglesia: que el cristianismo ha despreciado el
cuerpo. Es verdad, sin duda, que en algunas épocas lo trato con dureza, porque lo
creía capaz de lo mejor. Rompe con los estereotipos falsos. La cultura actual
desprecia muchísimo má s a esta carne con la que hace cualquier cosa, y a la que ha
excluido totalmente de la zona del sentido y, por lo tanto, de la zona de la moral.
105
LA VIDA ETERNA
Muchas de tus preguntas versan sobre el má s allá . Se nota que es una cuestió n
que te inquieta, aunque algunas sean extremadamente ingenuas.
Otras de tus preguntas no versan sobre la muerte individual, sino sobre el fin
del mundo:
3. ¡Hablemos, pues, del alma! Ademá s, está de actualidad, aunque desde fuera.
Porque lo que la catequesis se olvida de mencionar nos viene siempre mal y desde
fuera. Por eso es necesario clarificar este punto:
b) el alma es, sin duda, inmortal, pero el cielo no consiste en eso. La vida eterna
no es la propiedad química de un espíritu que, por sí mismo, durase siempre. La
vida eterna es un don, el don de la salvació n. Y ésta no consiste en sobrevivir como
un producto de «larga duració n», sino en comulgar. Por otra parte, la eternidad no
consiste en estirar perpetuamente el tiempo. ¡Esto sí que sería lú gubre, como tú
dices! En el cielo, el hombre no será una especie de pescado supercongelado o un
bote de leche pasteurizado de duració n infinita. Al contrario, en el cielo el hombre
hervirá de ternura en presencia de su Dios y de sus hermanos reencontrados. «Sí,
nos volveremos a ver, hermanos míos, esto no es má s que un hasta luego.» el alma
ha sido hecha inmortal de cara a su felicidad, felicidad que no está en su poder y
que la sobrepasa. El paraíso no es una aburrida supervivencia, sino una alegría
desbordante.
5. Me preguntas sobre el escenario del fin de los tiempos. ¿Habrá catá strofes
terribles en la tierra y fenó menos espantosos en el cielo? Todas estas descripciones
las tomas del Apocalipsis de Juan. Pero, ¿lees correctamente este libro? el objetivo
del Apocalipsis no es predecir una fecha, ni describir espantos, sino hablar de la
esperanza final para los perseguidos, anunciá ndoles un mundo completamente
nuevo. «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Apocalipsis 21,5). Apocalipsis
significa «revelació n» y no «catá strofe». Deja a las sectas que hablen con profusió n
de las venganzas del Todopoderoso. Yo espero la vuelta de Cristo cantando:
«Marana tha» (Apocalipsis 21,17), sin el menor miedo en el fondo del alma. Y para
este mundo yo espero má s bien una dulce y radiante aurora (Salmo 130,6) que una
gigante explosió n nuclear.
6. Amigo mío, deshazte de tus falsas ideas, que yo esquematizo así: la vida, la
revida y la supervida.
b) Otros cuentan con una revida, es decir una o varias reencarnaciones, ya sea
para purificarse, ya sea para completar su turismo, ofreciéndose una prolongació n
del viaje hasta hartarse. Afortunadamente no se muere má s que una vez, y después
de la muerte viene el Juicio (Hebreos 9,27). Só lo disponemos de una vida para
decir sí o no a Dios, sin que haya un examen de recuperació n después de un
recorrido suplementario. El jardinero divino concede simplemente un añ o a su
higuera improductiva para que se decida a dar fruto; después de lo cual, si sigue
siendo estéril, la cortará (Lucas 13,6-9). El alma no es un espíritu autó nomo que
pudiera revestirse con diferentes disfraces, ni un motor para diversas carrocerías.
La purificació n no se obtiene mecá nicamente; se produce como un acontecimiento
interior; no procede de la necesidad, sino de la libertad. La puerta del cielo no será
abierta por un controlador o un «gorila». Será el Abba, mi Padre querido, el que me
acogerá en el umbral con sus grandes brazos abiertos.
c) Por ú ltimo, otros esperan una supervida, que conciben como la prolongació n
de la existencia actual, pero muy mejorada, y creen ver el cielo en los fantasmas del
enfermo en coma. En primer lugar, a lo sobrenatural no se le pueden poner
trampas, ni enviarle una especie de globo sonda para hacer espionaje espiritual, ni
se toma a la eternidad en flagrante delito de existir. Ademá s, el má s allá no es la
prolongació n del má s acá . De lo contrario, al llegar al cielo, los esposos que se
108
hayan vuelto a casar serían polígamos (Lucas 20,27-40). Cuando se cree esto,
pronto se cae en el ocultismo.
7. Amigo mío, tienes que creer que la vida eterna es una nueva realidad que te es
ofrecida por el Amor. La eternidad no tiene nada que ver con una duració n
¡limitada y aburrida... hasta morir una segunda vez. No estriba tanto en la cantidad
cuanto en la calidad. No propone una supervivencia de la vida terrestre, pero
realizando todos nuestros caprichos. ¡Puro materialismo! La vida eterna no es la
inmortalidad, sino la comunió n: «estar con Cristo», eso es todo (Filipenses 1,23; 1
Tesalonicenses 4,17; Lucas 23,43). Lo ú nico que pido al Señ or es que, al llegar al
paraíso, pueda encontrarme con tres grandes sorpresas:
Pero no creas que todo eso me paraliza. Al contrario, en ello encuentro una
formidable razó n para vivir y un gusto furioso por la vida...
EL CIELO Y EL INFIERNO
109
Voy a reagrupar tus preguntas para ponerlas en relació n con el amor, e incluso
con el infierno.
esencial. Otros, llevando la paradoja hasta el final, dijeron al Señ or que le amaban
tanto, y só lo a el, que serían capaces de amarle incluso en el infierno. Así expresan
la gratuidad de su afecto, que no busca recompensa alguna.
c) Ya te dije que, para San Pablo, el paraíso es estar con Cristo, y nada má s. No se
trata, pues, de un tener, sino de un ser. No se trata de una determinada cantidad de
bienes, sino de una calidad de vida. No esperes nada má s. Estar con el Señ or
significará también reencontrarme con todos los que liemos amado y que
constituyen su cuerpo místico. Pero no intentes imaginar el cuadro. Confía en Dios
y en el saber hacer de sus á ngeles...
d) Así pues, el cielo comienza en la tierra, porque Jesú s nos lo dice: «Si alguien
me ama, mi Padre le amará , y vendremos a él y haremos morada en él» (Juan
14,23). «el cielo es Dios, grita Teresa, y Dios está en mi alma.» Encuentra ya un
aperitivo de la felicidad en todas las formas de caridad, en la oració n y en el
servicio. Hay momentos en los que no se siente pasar el tiempo...
d) En el Evangelio, Jesú s só lo habla del infierno con sus mejores amigos (Lucas
12,4-5). En efecto, es el amigo íntimo el que, al traicionarle, puede convertirse en el
enemigo ideal. Por eso, «a los que se les ha dado mucho se les exigirá mucho». La
posibilidad de condenarse no es, pues, un sermó n destinado a meter miedo a la
gente para que no peque, sino la meditació n de un enamorado ferviente. Cuanto
má s amo, má s temo no amar suficientemente, o dejar de amar un día. Es, pues, la
ternura -y no el miedo- el que me hace decir esta oració n: «¡No permitas que me
separe de ti!» el infierno só lo le parece algo posible y real para el que está
enamorado. No puedo pensar que en el infierno pueda estar alguien má s que yo,
decía un santo cardenal de la Iglesia. Como ves, no salimos de la diná mica del amor.
f) Jesú s nos habla a menudo y de una forma enérgica del infierno como
posibilidad (Mateo 18,8-9), pero, aparte de los á ngeles caídos (Mateo 25,41), no
designa a ningú n condenado, ni siquiera a Judas. La Iglesia también canoniza a los
santos, pero no publica las listas de los condenados. ¿Quiere esto decir que el
infierno existe, pero que está vacío? Jesú s tampoco dice esto, sino que nos invita a
estar vigilantes y a rezar no como seres aterrados por el infierno, sino como
centinelas' del cielo.
EL PURGATORIO
112
Por ú ltimo, voy a tratar, amigo mío, un punto que seguramente está s esperando,
porque compromete nuestra oració n por los muertos: el purgatorio.
2. Imagina que un esposo abandona a su mujer y a sus hijos para correr una
aventura, pero cambia de opinió n y vuelve al domicilio conyugal. Imagina también
que su mujer le perdona y retoman su vida en comú n sin hablar de este mal
recuerdo. La falta (culpa) ha desaparecido. Pero la herida (poena) permanece: la
magulladura en el corazó n de la mujer y de los niñ os, así como la pérdida del
equilibrio en el corazó n del marido y su ruptura de la fidelidad. Por eso, el hombre
se va a dedicar con má s ahínco que nunca a curar las heridas de los que ha hecho
sufrir y a familiarizarse con el amor que ha manchado... Esto es exactamente lo que
pasa cuando te confiesas. En el sacramento del perdó n, después de que has
reconocido tu culpa (mea culpa), el sacerdote te absuelve de tu pecado, lo suprime
arrojá ndolo al brasero del corazó n de Jesú s. Pero tu ser permanece herido por el
acto cometido. Por eso, el sacerdote te pone una «penitencia» (poena), no para
hacerte pasar por caja, para que pagues el precio del perdó n, sino para que no te
deslices por la cuesta del pecado. ¡Qué mal entienden todas estas cosas muchos
cristianos! Algunos creen que hay que cumplir la penitencia para arreglar la
contabilidad, y por eso quieren que la penitencia sea una oració n cortita que se
pueda decir rá pidamente para quedarse con la conciencia tranquila. Ahora bien, la
penitencia es retomar un nuevo dinamismo que dé la vuelta por completo a la
atracció n del pecado. Así, si has pecado contra la esperanza, el sacerdote te
mandará hacer un acto de esperanza; si rezas poco, te pedirá que hagas diez
minutos de adoració n, etc... Está claro, por otra parte, que esta penitencia no es
má s que un comienzo simbó lico, algo así como en la misa el beso de la paz no hace
má s que expresar un deseo de reconciliació n, que deberá realizarse después del
podéis ir en paz con una persona que quizá ni siquiera esté presente.
corazó n. Aquí no hay nada de todo esto. Cuando alguien muere, incluso en estado
de gracia, le hace falta concluir la curació n que comenzó en la tierra pero que dejó
inacabada. Porque la cicatrizació n se comienza en la tierra a través de nuestros
actos de amor, nuestras oraciones, ayunos y pruebas materiales y espirituales, y se
termina en el má s allá , en esta especie de horno que nada tiene que ver con el
infierno, sino con un fuego de amor, humilde e impaciente por ver a Dios. El
purgatorio no es un castigo, sino una purificació n; no es una explosió n de odio,
sino una ardiente oració n. Es aquí donde interviene la oració n de la Iglesia en favor
de los difuntos, aunque su forma de actuar siga siendo un misterio para nosotros.
5. Seguramente has conocido personas muy buenas, muy queridas y muy santas,
en cuyo entierro todo el mundo decía: «Seguro que está en el cielo.» Esperémosle,
pero nadie puede asegurarlo. A excepció n de los que la Iglesia beatifica y canoniza,
los elegidos permanecen en el anonimato. Por eso les honramos en la fiesta de
Todos los Santos. En los funerales suele ser normal subrayar brevemente los
méritos del difunto. Pero cuando yo muera, no vengá is a hacerme el panegírico.
Eso sí, rezad con todas vuestras fuerzas por mí. Pienso siempre en la pequeñ a
Bernadette de Lourdes, que, en el convento, decía con humor a la gente que le
admiraba demasiado: «Seguro que cuando muera, la gente dirá que era una santa,
y me dejará arder en el purgatorio ... » Dios es el ú nico que puede Juzgarnos.
¡Déjale hacer su trabajo! Por otra parte, sucede a menudo que, al hacer el elogio de
los difuntos, se haga el elogio de uno mismo. «Ha librado un buen combate, lo
mismo que yo ... » Evita esta película y reza.
CONCLUSION
Por otra parte, el entrevistado no se limita a recitar una lecció n bien aprendida,
como lo haría un estudiante en un examen real. El entrevistado no se encuentra
ante ningú n jurado, pues no es un estudiante, sino un testigo. Como Jesú s, puede
responder a una pregunta con otra: «¿Por qué me dice usted eso? ¿En qué le
molesta la posició n de la Iglesia? ¿No se está contradiciendo usted? ¿Me está usted
tendiendo una trampa? ... » el entrevistado puede también detenerse má s sobre el
problema y profundizar en él, lo que conduce al otro a reformular su pregunta.
Tampoco es fá cil para un hombre de mi edad dialogar con los jó venes de hoy. En
este punto veo cuatro posibilidades:
a) Dar una conferencia sobre un tema bien preciso y detallado. En ese caso, el
oyente pide explicaciones objetivas y sin implicaciones personales. A veces, cuando
la conferencia ha merecido la pena, se aplaude con fervor al orador y se vuelve a
casa satisfecho, con la conciencia de no haber perdido el tiempo. A los directores
de los colegios les gusta mucho este tipo de encuentros, porque se desarrollan con
toda tranquilidad y no revolucionan a los alumnos...
b) Dar un discurso enfá tico del tipo: «¡Bravo por vosotros. los jó venes, que sois
el futuro de la Iglesia! Cristo cuenta con vosotros y la jerarquía os apoya. Continuad
sintiéndoos amados, apoyados y bendecidos ...». Los aplausos surgen entusiastas,
pero ahí se acabó todo. Es como una tormenta de verano que no cala ni deja rastro.
2. Pero este espiritualismo es el de un pagano. Para ti, Dios es una especie de ley
mecá nica que provoca los fenó menos naturales o un espíritu có smico sin
consistencia personal. La religió n no comporta ninguna vida interior propiamente
dicha, es decir, una comunió n con el Señ or. Todo esto lo reemplazas por una serie
de técnicas y trucos. Ignoras al Dios Padre y, por consiguiente, ignoras lo que es el
don y la gracia, palabras que nunca utilizas.
3. Por eso te sientes poco atraído por Jesú s. La generació n anterior a la tuya
decía: «Sí a Jesú s, no a la Iglesia», y la precedente: «Sí a Jesú s, no a Dios.» Tú , en
cambio, pareces interesarte má s por Dios que por Cristo. La vida sexual de Jesú s y
de María te plantea problemas y les aplicas tu forma habitual de ver las cosas.
4. La Iglesia ha dejado de ser para ti la enemiga que todavía sigue siendo para
los adultos, y se ha convertido en una extrañ a y desconocida, en una institució n
rara a la que analizas a través de los clichés estereotipados de los medios de
comunicació n. La cosa resulta curiosa, sobre todo teniendo en cuenta que tal vez
nunca esta Iglesia haya sido tan cristiana desde la base a la cú pula, tan
internacional, tan creativa, tan viva, y tan de hoy, a pesar de lo que tú puedas
pensar. Deberías informarte mejor sobre la vida de la Iglesia. Pero, ¿có mo podrías
interesarte por la Iglesia, si Cristo no te dice nada? La Iglesia es Iglesia de Cristo y
de nadie má s.
para ti una ceremonia, y la hostia una cosa. Tu régimen alimenticio cristiano es una
pena. Tienes que equilibrar tu menú .
6. Hay dos cosas que la catequesis no te ha enseñ ado y que has aprendido en las
revistas y en las sectas. Y, evidentemente, los has aprendido mal: el diablo, al que
has hecho pasar de á ngel caído a divinidad maléfica, y los novísimos o las ú ltimas
verdades.
10. Hablas poco de lo social, aunque no haces ascos a entregarte a los demá s,
porque también a veces eres generoso y porque lo social te singulariza menos que
la fe. Después de todo, cuidar a los enfermos no está tan mal visto.
11. No tienes noció n del bien y del mal, pero juzgas lo que te conviene cada día e
improvisas diariamente. No tienes sentido del pecado porque no crees en un Dios
Padre que te pide que le ames. Y pasar por encima de los mandamientos de la
Iglesia no te causa problema alguno. Segú n dicen los medios de comunicació n, es la
actitud de casi todo el mundo. Ademá s, tú haces imperturbablemente lo que te
apetece. ¡Y que todo el mundo haga lo mismo!
12. Para complicar todavía má s el problema, hoy las actitudes morales está n
ligadas a los descubrimientos de la biología. Tú piensas a priori, como mucha otra
gente, que todo lo que permite la ciencia es necesariamente buena. No te das
cuenta de que, por primera vez en la historia, las citadas ciencias provocan
consecuencias malas, e incluso mortales, mientras que antes contribuían a mejorar
la situació n del hombre. ¿No deberíamos, pues, tener el coraje suficiente de decir
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13. Al hacer este retrato tuyo, no olvido, amigo mío, que participas, tanto o má s
que los otros, en la sociedad que se prepara. Los investigadores nos hablan ya de la
«postmodernidad» y de un nuevo individualismo, e incluso de la «derrota del
pensamiento». Nos dicen que la gente vive de impresiones, «feelings». Ya no existe
ni verdad, ni mentira, ni belleza, ni fealdad, sino una muestra indefinida de
placeres diferentes e iguales. Provisto de un mando a distancia, el hombre se
programa segú n sus pulsiones del momento -que llama «cultura»-, sin preocuparse
para nada de los valores tradicionales. ¿No vale tanto Bob Marley como
Beethoven? Atrapado por la industria del ocio, Su Majestad el Consumidor
sucumbe deliciosamente al principio del placer: satisfacer los deseos inmediatos.
El hombre consumista confunde egoísmo con autonomía, es alérgico a los
proyectos totalitarios, pero también incapaz de combatirlos. Predica la libertad,
pero no hace nada por ella... Por eso la sociedad corre el peligro de descomponerse
y de ver enfrentarse a dos tipos de hombres: el zombi, que pasa de todo, y el
faná tico, excitado e intolerante. El zombi engendra al faná tico y toma por tal a
cualquier persona convencida y reflexiva.
14. Y, sin embargo, amigo mío, no olvido tus cualidades, que Juan Pablo II te
reconoce en su carta «Christifideles laici» (30 de noviembre de 1988): la
preocupació n por la justicia y por la paz; el gusto por la no-violencia; el sentido de
la fraternidad, de la solidaridad y de la amistad (n.º 46). Conozco también tu
bú squeda inquieta de Dios. Sé asimismo que bajo una aparente desenvoltura eres
capaz de entender que el pecado es una masacre. Y veo, entre los má s cristianos de
tu generació n, que vuelve a florecer el espíritu misionero. En esta víspera de
Ramos, en la que doy el ultimo repaso a este libro, se anuncia que los jó venes de
Montmartre van a formar equipos de oració n y de predicació n en los cuatro puntos
cardinales de París, para contar a los parisinos qué es la Semana Santa.
¡Enhorabuena!