Está en la página 1de 3

Amistad que no muere

PU SONGLING

Había un caballero de Huaiyang llamado Ye, del que no recuerdo qué otros nombres tenía,
pero sus contemporáneos lo reconocían como un maestro de la composición, en prosa y en
verso. Pero había tenido mala suerte y todavía no había aprobado su primer examen oficial.
Un día, un tal Ding Chenghe, oriundo del noreste, fue nombrado magistrado en el distrito de Ye
y, al leer uno de sus ensayos, quedó muy impresionado por su estilo. Lo convocó a su flamante
residencia oficial y, hablando con él, descubrió que le había tomado una simpatía instantánea.
Lo invitó a seguir viniendo, a estudiar y trabajar en sus despachos. También le asignó un
estipendio regular y obsequios ocasionales, en dinero y mercadería, para mantener
cómodamente a su familia. Cuando llegó el momento del examen preliminar, Ding elogió a Ye
frente a la mesa examinadora y, como resultado, Ye fue clasificado entre los candidatos más
prometedores.
Después del examen propiamente dicho, Ding, que había abrigado las mayores esperanzas en
Ye, pudo leer una copia del ensayo presentado. Y se deshizo en elogios. Pero el destino volvió
a estar en contra de Ye, por bueno que haya sido su trabajo. Cuando se publicaron los
resultados, su nombre no estaba en la lista. Ye volvió a casa como un hombre decepcionado y
lleno de remordimiento por haberle fallado de esta manera a su amigo y mecenas. Empezó a
consumirse por dentro. Se convirtió en un ser apático, que ya había muerto para el mundo,
como una marioneta de madera.
El magistrado se enteró y lo invitó a quedarse en su casa una vez más. Hizo todo lo posible por
consolar al joven, que lloraba sin cesar. A Ding le daba pena su amigo y, para consolarlo, se
ofreció a llevarlo la próxima vez que fuera a la capital a rendir su propio examen, la revisión
trienal. Ye le agradeció su solicitud, se despidió y volvió a su casa. Se quedó ahí encerrado: se
negaba a salir y, al poco tiempo, cayó enfermo. Ding mandó mensajeros para preguntar por su
salud y convencer a Ye de tomar innumerables tipos de medicamentos. Pero todo fue en vano.
Mientras tanto, el propio Ding fue despedido de su ministerio, por alguna ofensa cometida
contra un superior, y decidió abandonar su carrera oficial y retirarse al campo. Le escribió en
una carta a Ye:
Querido amigo: ya había elegido un día para regresar a mi casa en el noreste, pero pospondré
mi partida en espera de tu recuperación. Tan pronto como estés bien, ven a verme y nos iremos
juntos.
Este mensaje llegó a la cama de Ye que, cuando lo leyó, se puso a llorar. Su respuesta fue muy
breve, en los siguientes términos:
Mi enfermedad es grave y obstinada. Por favor, no me esperes para hacer tu viaje.
El sirviente regresó con este mensaje. Pero Ding se negó a irse solo. Y esperó y esperó a su
amigo. Varios días después, el portero anunciaba la llegada del señor Ye a su residencia.
Saltando en un pata, Ding salió corriendo a recibirlo, preguntándole ansiosamente por su salud.
—Qué desgracia, esta enfermedad mía —dijo Ye disculpándose—. Pero en fin, ahora ya puedo
acompañarte.
Así que Ding hizo las maletas y se fue con Ye a la mañana siguiente a primera hora.
Cuando llegaron a la aldea natal de Ding, el ex magistrado le ordenó a su propio hijo que
tratara a Ye como su maestro, que lo atendiera en lo que fuera necesario y le hiciera compañía
constantemente. El hijo se llamaba Zaichang y tenía en ese momento dieciséis años. Aún no
había adquirido dominio de las técnicas retóricas propias del “ensayo oficial de ocho pies”,
aunque era un joven excepcionalmente prometedor: solamente necesitaba leer un fragmento
en prosa un par de veces para memorizarlo perfectamente. Un año más tarde, bajo la tutela
experta de Ye, Ding Zaichang estaba escribiendo sus propias composiciones con fluidez y,
gracias a la influencia de su padre, fue aceptado en la Academia del Distrito. Ye copiaba sus
propios ensayos para que el joven Ding los estudiara y, como resultado, el joven pudo
responder las siete preguntas del examen y quedó en segundo lugar en la lista general.
Ding habló con Ye del éxito de su hijo.
—Le has dado a mi hijo conocimientos suficientes para aprobar exámenes de los más difíciles.
Pero a vos mismo, la fuente de todo este conocimiento, todavía se te niega el éxito que te
mereces. ¡Eso no está bien!
—Es el destino —le respondió Ye—. Gracias a nuestra amistad y la buena fortuna que me has
traído, pude utilizar mis humildes capacidades para lograr un buen fin. Es un consuelo enorme.
El éxito de tu hijo le mostrará al mundo que mi lamentable fracaso en la vida no se debe a una
total falta de talento. Estoy contento con eso. Tener un amigo verdadero es suficiente para mí.
¿Por qué debería esforzarme por alcanzar el éxito?
A Ding lo preocupaba que tener a Ye como huésped en su casa durante demasiado tiempo le
impidiera asistir al siguiente examen en su propio distrito. Por eso lo instó a regresar a casa. Ye
parecía muy descontento con la idea de irse, y Ding no insistió, pero le ordenó a su hijo que le
tramitara a su amigo la membresía en el Colegio Imperial, una vez que estuviera en la capital.
Eso le daría derecho a Ye a pasar directamente a la mesa de exámenes del segundo grado.
Ding Zaichang tuvo éxito en los exámenes metropolitanos e inmediatamente después de recibir
el puesto de secretario en un consejo ministerial, dispuso que Ye fuera admitido en el Colegio
Imperial. y cuando llegó a la capital, le hizo compañía día y noche.
Un año después, Ye se presentó a los exámenes en la capital y obtuvo el segundo grado. Al
mismo tiempo, a Ding Zaichang se le asignó un período de servicio en la provincia de Henan.
—No es lejos de tu ciudad —le dijo a Ye su antiguo discípulo—. Sería una excelente
oportunidad para que regreses a casa y celebres con tus seres queridos.
Ye quedó encantado con la idea y, juntos, eligieron un día propicio para el viaje. Al llegar a la
zona de Huaiyang, el joven Ding dispuso un carruaje para que llevara a Ye a su casa. Al llegar
encontró la casa en un estado ruinoso y desolado. Vio a su esposa, justo cuando salía de
compras. Cuando vio a Ye, dejó caer el canasto y retrocedió horrorizada.
—Estoy muy cambiado, ya sé —dijo Ye con tristeza—. Pero me he convertido en una persona
de rango. ¿Me reconocerás, aunque no nos hayamos visto en más de tres años?
—¡Cambiado! ¡Estás muerto hace más de tres años! —respondió su esposa desde una
distancia segura—. ¿Cómo te atrevés a hablar de rango? ¡Ni siquiera hemos podido enterrarte!
Éramos demasiado pobres, y mi hijo todavía muy chiquito. Ahora el niño es mayor y está listo
para ocupar su lugar en el mundo. Él se va a encargar de elegir un lugar adecuado para la
tumba. ¡¡Te ruego que no vengas a molestarnos!!
Esta súplica provocó una expresión de gran tristeza en el rostro de Ye. Entró vacilando a la
casa y allí vio su propio ataúd esperándolo. Cayó directo al suelo y se fundió en el aire ante los
ojos de su desconcertada esposa. Su vestido, gorra y zapatos quedaron en el suelo, como
fragmentos de un capullo desechado. Angustiada por el dolor, la esposa recogió la ropa en sus
brazos antes de abandonarse a un ataque de llanto. Al poco tiempo su hijo regresó de la
escuela y, al ver los caballos en el palenque, preguntó de quién eran. Se había apresurado a
decirle a su madre que tenían una visita distinguida, pero la encontró secándose las lágrimas.
Ella le contó lo que acababa de presenciar y juntos interrogaron a los sirvientes que habían
acompañado a Ye. De boca de ellos conocieron la historia completa.
Los sirvientes regresaron con su amo. Cuando le contaron al joven Ding lo que había sucedido,
derramó lágrimas amargas y pidió un carruaje para ir a la casa de Ye, a despedirlo. Dio dinero
para los gastos del funeral y Ye fue enterrado con los honores debidos a un académico de
segundo grado. El joven Ding también fue obsequioso con el hijo de Ye, contrató un tutor para
que lo educara y lo recomendó ante la mesa examinadora.
Un año después, el joven aprobó su primer examen.

También podría gustarte