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Autor:
Eva María Rodríguez
Edades:
autoestima, aceptación
Al príncipe Ludovico no le gustaba su
nombre. Lo encontraba anticuado y señorial,
y no le pegaba nada con su aspecto.
Aunque Ludovico era todavía un niño, era
un muchacho apuesto y atlético, y con
mucho don de gentes. Era simpático,
trabajador, perseverante clemente y
además de un gran guerrero destinado a ser
el mejor capitán que los ejércitos de su
padre, el rey, habían tenido más.
Por eso un día decidió que quería cambiarlo, y partió con su séquito a las
Montañas Borrosas, el inhóspito lugar en el que vivían los Dadores de
Nombres, unos duendes que tenían la misión de dar a cada bebé su nombre al
nacer.
- Gracias, genil hombre -dijo la muchacha-. ¿Qué hacéis por estos parajes?
- Voy camino de las Montañas Borrosas para cambiar mi nombre -respondió-.
Acompáñame y te llevaré de vuelta a casa cuando regrese.
Cuando por fin llegaron a las Montañas Borrosas, Ludovico se presentó antes
los Dadores de Nombres.
En aquel instante al príncipe le pareció que su nombre, por primera vez, había
sonado hermoso, en labios de aquella preciosa muchacha.
- ¿Por qué dices eso? -preguntó el príncipe, inseguro por primera vez en su
vida.
- Ludovico significa guerrero famoso. Ese nombre lo han llevado grandes
líderes en la historia -dijo ella.
- Dicen que quien lleva ese nombre es una persona simpática, amable, segura
de sí misma, culta y distinguida.
- Pero es un nombre feo -acertó a decir el príncipe.
- Es tu nombre, y es perfecto para ti. -dijo ella, un poco sonrojada-. ¿Qué sería
de ti sin tu nombre? ¿Quién serías?
L udovico entendió
entonces que una persona es mucho más que su nombre, y si aquella
muchacha había conseguido mirar más allá, todos los demás podrían.