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La excepcionalidad concluye
Dos direcciones
En este contexto, la vanguardia seguirá dos direcciones que bien pueden ser
entendidas como dos maneras diferenciadas de manifestar un común repudio de
lo verosímil.
Dos grandes vías, pues, para rechazar lo verosímil, para apartarse de todo
efecto de transparencia, y que comparten, también, una insistente emergencia
Y frente a él, otro Yo, éste nacido de las poéticas del desgarro, heredero, por
tanto, del lacerado gesto romántico, que rechaza el orden de la razón constitui-
da, toda pretensión de control y eficacia, para volcarse a la expresión dramática
de su experiencia subjetiva.
Emerge, así, una nueva conciencia del acto de escritura, vivido como un
encuentro dramático con el universo del lenguaje. Que cobrará la forma de
encuentro con el significante, de despiece y deconstrucción/reconstrucción de la
representación, o bien de estallido de subjetividad, de desmembración del Yo
imantado por el vértigo de lo real; en cualquier caso, en los textos de la van-
guardia, ese Yo, a la vez que afirma su acto de toma de la palabra (no olvidemos
que el gesto inicial de toda vanguardia es un acto de rebelión frente a los discur-
sos del pasado que se conforma bajo la figura del manifiesto), experimenta la
angustia de no lograr pronunciar una palabra verdadera.
Tanto más se afirma el Yo del que habla, tanto más parece condenado a
encontrarse con un discurso descoyuntado. Habla, afirma su acto de enuncia-
ción y, sin embargo, siente que no logra depositar un enunciado verdadero.
Después de todo, si la palabra simbólica no llega, nada puede circular. Así, el
sujeto no puede despegarse de un enunciado cuya insuficiencia percibe: el vacío
de simbolización de la escritura es el vacío del sujeto, y éste se aferra al acto de
enunciación, prolonga su palabra en un gesto, muchas veces desesperado, de
intentar que, así, la verdad termine alguna vez por acceder. Hay sin duda, allí,
autenticidad, experiencia radical, pero experiencia necesariamente desgarrada
porque en ella el símbolo no llega para hacer posible la sutura.
En todo caso, por este camino, el relato tiende a volverse imposible, pues si
el Yo invade el discurso tratando -como en ciertos psicóticos- de afirmarse a tra-
vés de la insistencia en la enunciación subjetiva, resulta en esa misma medida
incapaz de desembragar como figura distinta, diferenciada, el "El" del persona-
je, esa tercera persona del relato que es siempre al menos tres, pues se despliega
en forma de trama (narrativa). Así, la lógica simbólica del relato -y del mito-,
cuya cifra base es el tres, resulta inaccesible en los textos de la vanguardia, siem-
pre sometidos a la dialéctica especular de la enunciación subjetiva: a la dialécti-
ca dual del yo-tú.
Al final de la escapada
Nada nuevo, por otra parte, aunque como tal fuera percibido en el territorio
de las salas comerciales de exhibición cinematográfica. Ya mucho antes, en las
Sólo otro suceso relevante tendrá lugar en el film: la muerte final de su pro-
tagonista, abatido en su huida por las balas de la policía. Entre ambos, la narra-
ción renunciará a configurarse como una intriga coherente, haciendo imposible,
en esa misma medida, todo mecanismo de suspense: el personaje no manifiesta
remordimiento por el asesinato cometido, pero tampoco preocupación alguna
por sus posibles consecuencias. Su posterior periplo por Paris acumulará una
serie de encuentros y situaciones deshilvanadas y en ningún caso focalizadas en
términos de suspense por el conflicto abierto con la policía, cuya presencia resul-
ta del todo diluida.
Los estilemas nucleares del cine de Godard entran todos ellos en este regis-
tro: la cámara en mano, la ruptura constante, sistemática, del raccord, la mirada
a cámara: figuras todas ellas que refrendan una y otra vez simultáneamente la
incertidumbre del acto narrativo y el protagonismo del acto de escritura, consti-
tuido en único acto posible. Existe, por lo demás, un lazo evidente entre ambas
cuestiones. Cuando el acto narrativo posee sentido, ello establece un criterio que
determina la elección de la posición la cámara: escribirlo, hacerlo visible. Y así,
en tanto centra la atención del espectador sobre ese sentido, le hace olvidar la
presencia de la cámara que lo escribe. Cuando, en cambio, el sentido del acto
narrativo se vuelve incierto, la presencia de la cámara pasa a primer término
como protagonista del acto de escritura: si el sentido del acto resulta confuso,
emerge la figura del yo de la escritura que escribe su duda.
¿No existe acaso un lazo directo entre ese distanciamiento con respecto al
acto incierto que se desdibuja en la distancia y la vivencia de desrealización? Pues
el acto es el momento en el que el sujeto toca lo real. De manera que la irreali-
dad emergente que invade al acto en el cine europeo postclásico manifiesta un
sesgo esquizoide; y así, en ausencia de acto, el universo narrativo deviene des-
cosido, siempre en el límite de su desmembramiento.
Situémonos ahora en los prolegómenos del otro gran suceso que cierra Al
final de la escapada: la muerte de su protagonista abatido en plena calle por los
disparos de la policía. El personaje se ha refugiado con la mujer a la que ama en
un estudio fotográfico. Los focos y el pequeño plató constituyen así referencias
precisas de la representación que, allí mismo, tiene lugar cuando la mujer con-
fiesa a su amante que lo ha delatado a la policía. De nuevo, ningún dramatismo.
Por el contrario, una serie de desplazamientos circulares de la cámara siguiendo
por separado a cada uno de los personajes mientras recitan, con voces amanera-
das, desprovistas de todo sentimiento, las más peculiares racionalizaciones sobre
su relación amorosa.
Diríase que ese amaneramiento, esa distancia, esa frialdad que preside la
puesta en escena, fuera la expresión más palpable de su incapacidad -pero tam-
bién de la de la enunciación del film- de afrontar el plano emocional, como si,
en suma, cierto pánico a las emociones latiera en el fondo del film, solo aparen-
temente encubierto por el tono distanciado y burlesco que asume explícitamen-
te su enunciación.
EL CINE POSTCLÁSICO
El cine postclásico americano: la forma relato
Sin duda, desde los años ochenta para acá -pero sería posible remontarse
incluso a los sesenta, por lo que se refiere al llamado cine independiente neoyor-
kino- no han dejado de producirse en el cine americano films que han tratado
de seguir la senda del cine europeo. Sin embargo, la línea dominante del film
postclásico americano sigue un camino acentuadamente diferente: no renuncia
a la forma relato, sus narraciones rechazan la indeterminación característica de
las europeas para conformarse como máquinas narrativas absolutamente inte-
gradas y que, en esa misma medida -en ello estriba la diferencia más palpable-,
en vez de provocar el distanciamiento del espectador con respecto a la peripecia
narrativa, apuntan a su identificación total, en aras a conseguir una descarga
emocional lo más intensa posible.
El eje de la donación
Relatos, pues, potentes como los clásicos pero, a la vez, vacíos de todo orde-
namiento simbólico; convertidos en máquinas espectaculares destinadas a con-
ducir la pulsión visual de sus espectadores hasta su paroxismo.
A primera vista, podría parecer que la fórmula más apropiada para ello fuera
la del relato organizado exclusivamente sobre el eje de la carencia. Y, sin embar-
Tal es, entonces, la función del nuevo Destinador -no simbólico, sino sinies-
tro- y tal es, a su vez, la índole de la tarea, negra, que al héroe -reconvertido cada
vez más acentuadamente en psicópata- aguarda. Mas no puede extrañar, enton-
ces, que el mundo del relato, en ese mismo movimiento, se desmorone: que la
locura se descubra progresivamente filtrándose por todos sus resquicios.
Destruida la trama del relato simbólico, ya nada articula la distancia con res-
pecto al objeto de la mirada. Ninguna restricción, ninguna ley simbólica que
regle, que articule la travesía visual del espectador; por el contrario: apertura de
un espectáculo que desconoce límite alguno; así, la puerta, ese viejo operador
simbólico, no constituye ya la escritura de ninguna ley -de ninguna limitación
de la mirada en su devenir pulsional- sino sólo la promesa del suplemento de
horror que será dado ver más allá de ella.
Ninguna posición tercera para la cámara, pero tampoco aquella otra, manie-
rista, que conducía la mirada al ámbito de la seducción: la cámara es emplazada
siempre -es decir: desde el primer momento-, a través de un uso masivo del plano
subjetivo, allí donde la pulsión escópica alcanza el vértice de su paroxismo. Es
decir, simultáneamente en la posición del psicópata y en la de su víctima, gene-
rando un asfixiante mecanismo de suspense que convoca al goce del atravesa-
miento -y de la aniquilación- del objeto: el ojo del espectador es arrastrado a la
experiencia inmediata de lo real.
Tal es el contexto en el que deben ser situados los otros rasgos más notables
que separan al cine posclásico americano del europeo: frente al protagonismo de
la presencia de la cámara y al fuerte desapego con respecto al punto de vista de
los personajes que caracteriza a éste, el americano optará por todo lo contrario:
el borrado de la presencia de la cámara y la adopción masiva del punto de vista
de los personajes con el fin, como señaláramos, a provocar en el espectador la
más intensa identificación emocional posible. De manera que de nuevo aparece
un criterio determinante para la ubicación de la cámara. Sólo que, esta vez, no
uno simbólico, sino escópico: allí donde mejor pueda acentuarse el goce de la
mirada.
Sin duda, una común latencia psicótica invade el cine postclásico: la de una
subjetividad que no encuentra ya sujeción -articulación, construcción- en relato
simbólico alguno. Pero en uno u otro caso cobrará una diferente conformación
textual. Frente a la posición esquizoide que caracteriza a la escritura postclásica
europea -un yo enunciador de mirada desorientada que, sometido a la experien-
cia del desvanecimiento de la realidad, escribe la pérdida de la dimensión del
acto, y, en esa misma medida, su experiencia de desintegración- dominará, en el
cine postclásico americano una posición psicopática: la de un yo de mirada abso-
lutamente focalizada sobre sus puntos de goce, que se afirma a través de la des-
integración del otro, en tanto protagonista de un acto pulsional que conduce a
su aniquilación: el acto siniestro. Y con él un Yo -ya no, propiamente, un suje-
to, pues a nada sujeto- que se abisma en su goce.