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LA MODERNIDAD CINEMATOGRÁFICA (de José Enrique Monterde)

Introducción

Existe un uso cotidiano y casi intuitivo del concepto “cine moderno”: cotidiano porque
todos fuimos sus contemporáneos o somos –sepámoslo o no– sus herederos; e intuitivo

Porque no responde más que a una vaga sensación distintiva respecto al cine de
siempre, a eso que algunos llaman “el Cine”. Abriendo en este volumen el periodo de la
Historia del Cine que cubre los años que van desde la posguerra mundial hasta la
irrupción triunfante de los Nuevos Cines, nada más oportuno que intentar abordar de
una forma algo más sistemática esa noción de modernidad aplicada al cine, en la medida
en que esa fue una de las grandes aportaciones de esos tiempos.

Y sin embargo, aun reconociendo que la noción de “modernidad cinematográfica” se


define y concreta en el hábeas fílmico más interesante de esa etapa iniciada hacia 1945
(y luego prolongada con renovados bríos por el Nuevo Cine oficialmente consagrado
hacia 1959), ante todo debemos negar que la categoría de moderno corresponda a un
criterio cronológico, ni siquiera histórico y sólo parcialmente estilístico. Así, podemos
seguir a Félix de Azúa cuando plantea que lo “moderno” no equivale a lo
“contemporáneo” (1995: 281), pues esto último responde a una mera coincidencia
temporal, en línea por otra parte con lo postulado por numerosos autores, como Hans
Belting o Arthur Dantoi: “La expresión arte moderno no es un indicador de
temporalidad, en la que cada ocurrencia se refería al momento actualmente presente”
(Danto, 1989: 255). Ni tampoco se corresponde con lo “actual”, pues “la actualidad no
es un valor artístico, sino estadístico y sociológico” (Azúa, 1995: 282). También se nos
ofrecen problemas cuando se trata de vincular lo moderno a un período o época de la
historia, como lo antiguo lo medieval, no sólo por los problemas típicos del límite y la
caracterización epocal, sino por la escasa sincronía entre los diferentes aspectos de la
realidad histórica, distinguiendo entonces Azúa, con gran pertinencia, entre “arte
moderno” y “arte de la modernidad”, siendo esta última una propuesta conceptual, mera
hipótesis o razonada constatación histórica vista desde la posterioridad y bajo un criterio
axiológico, de raíz relativamente artística, en una perspectiva derivada de la idea de
progreso y sancionada por las instituciones. A ese “arte de la modernidad” podríamos
entender que se refiere Jurgen Habermas cuando dice que “esa modernidad estética sólo
es una parte de la modernidad cultural en general” (en Picó, 188: 95). De ahí se
deduciría que la garantía de modernidad depende más de la construcción teórica y de la
sanción institucional (crítica, historiográfica, universitaria, mercantil, etc.) que de la
mera constatación ontológica, puesto que como afirmara Georg Simmel en suFilosofía
del dinero (1900) no hay posibilidad de localizar leyes o explicaciones causales de la
significación de una época.

Podemos decir, por tanto, que, a lo largo de la historia de las artes, lo moderno se
entiende más como categoría reflexiva o axiológica –por no hablar de un “estado de
espíritu” como sugiere Jean Claire (1983: 66)– que como época delimitada y definida.
Con palabras de Thierry de Duve, “a lo largo de la época denominada
modernidad,moderno era un juicio de valor sinónimo de la palabra arte” (1983: 60); es
decir, se convierte en una especie de idea reguladora de la producción artística, aun en la
pluralidad de las facetas de ésta.

Ahora bien, toda idea de modernidad artística ha venido dada, desde las diversas
entregas de la famosa querelle entre antiguos y modernos, como alternativa respecto a la
idea de tradición o clasicismo. Sólo desde la existencia de un paradigma clasicista
podemos establecer la idea de lo moderno, aunque fuese en la concreta etapa de las
llamadas vanguardias artísticas cuando se radicalizó la negatividad del concepto de
moderno respecto a lo clásico. Así, para el fundador de la noción actual de modernidad
estética, Charles Baudelaire, la relación entre lo moderno y lo clásico era inextricable;
por ejemplo, cuando en El pintor de la vida moderna afirmaba que “lo bello está hecho
de un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar,
y un elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, alternativamente, o todo a
la vez, la época, la moda, la moral, la pasión”, sin que por ello podamos suponer la
carencia de audacia innovadora (“Au fond de l’Inconnue pour trouver du nouveau!”).
Poco después, Arthur Rimbaud iniciaba la radicalización al proclamar su famoso “il faut
éter absolument moderne” o más radicalmente aún se consideraba “...libre aux
nouveaux! d’execrer les ancêtres: on-est chez soi et on a le temps” (carta a Paul
Demeny, 15-V-1871) y con ello abría la exaltación de lo nuevo como elemento
constituyente de la vanguardia moderna, proponiendo lo que Paul Valery calificaría
como “superstición de lo nuevo”.

Esa anticipación del futuro y culto de lo nuevo no debe engañarnos, puesto que como
señala Habermas: “la vanguardia se considera a sí misma como invadiendo un territorio
desconocido, como exponiéndose a los peligros de encuentros repentinos y
sorprendentes, como conquistando un futuro todavía no ocupado” pero en realidad “el
nuevo valor atribuido a lo transitorio, lo esquivo y lo efímero, la propia celebración del
dinamismo, revela los anhelos de un presente puro, inmaculado y estable” (en Picó,
1988: 89). Por eso, esa negatividad que lleva a Rosemberg a hablar de “la tradición de
derrocar la tradición”, a Trilling de “cultura adversaria”, a Poggioli de “cultura de la
negación” o a Steinberg de un “absurdo agresivo”, se complementa con las versiones
afirmativas de la modernidad, que apuestan por la ruptura de la distancia entre arte y
vida, sea por la vía del espectáculo comercial, la tecnología industrial, la moda, el
diseño o la política, todas ellas adscribibles al ámbito de la cultura de masas.

Pero esas posturas simplifican la relación entre lo moderno y lo clásico, alimentando


posturas mucho menos proclives a esa “religión del futuro” de la que habla Compagnon
en Las cinco paradojas de la modernidad (1991: 11). Posturas como la de Nietzche
cuando reconocía que “los modernos no tenemos absolutamente nada propio; sólo
llevándonos, con exceso, de épocas, costumbres, artes, filosofías, religiones y
conocimientos ajenos llegamos a ser algo digno de atención, esto es, enciclopedias
andantes (en Jiménez, 1995: 14) y que permitirían romper –como hace Clair: “...la
vanguardia no es más que la caricatura de lo moderno. Al sentido del presente como
momento singular y concreto, ella sustituye el sentido de un futuro quimérico y
abstracto” (1983: 69)– la identificación inmediata entre modernidad y vanguardia. Una
distinción por cierto muy útil al hablar del cine moderno; por ejemplo de la distancia
que va de la modernidad implícita de algunos grandes maestros, que simultáneamente se
constituyen en referentes clásicos para el cine de hoy, hasta la impetuosa voluntad de
ruptura expresa de determinados jóvenes cineastas integrados en la corriente del Nuevo
Cine, explicitada incluso –al modo de los vanguardistas tradicionales– por la vía del
manifiesto y la provocación.

Más allá de estas trazas generales no podemos extendernos en rescribir o comentar la


abundante reflexión desarrollada sobre los principios de la modernidad artística –mejor
aún, de la modernidad a secas–, aún reafirmando que sin esas observaciones resulta
banal intentar clarificar el sentido de hablar de una modernidad cinematográfica. No
obstante, cabe señalar apresuradamente que las trazas más significativas de esa
modernidad en el campo de la literatura, las artes plásticas, la arquitectura o la música
pasa por aspectos como la crisis de representatividad que desemboca en la ruptura de
los valores miméticos; la pérdida de confianza en la relación referencial que conducía al
predominio del carácter inmanente del signo sobre sus funciones trascendentes; la
disolución del vínculo jerárquico entre forma y contenido; el rechazo de la estructura
lógica del discurso; la preeminencia de un nuevo psicologismo que adquiere su
fundamento central en la nueva vivencia del tiempo; la tendencia a la fragmentación,
sea caótica o analítica, en la perspectiva utópica de una síntesis totalizadora; la
reafirmación de los planteamientos hermenéuticos sobre los meramente denotativos o
descriptivos; la instauración de la autorreflexión y los metalenguajes como dispositivo
central del funcionamiento artístico, etc. Todo ello nos conduce a una conciencia de las
poéticas sobre las estéticas, bajo un paradigma común a todas las artes que pasaría por
la explicitación de la conciencia del lenguaje, como correlato siempre a la crisis de
centralidad del sujeto. En definitiva, con otras palabras y de otros modos; no de otra
cosa vamos a hablar cuando penetremos a continuación en el proceloso territorio de la
“modernidad cinematográfica”.

MODERNIDAD Y CLASICISMO

No tenemos por qué suponer que la modernidad cinematográfica difiera de las bases
generales de la modernidad artística y literaria; por ello, su caracterización no puede
dejar de estar referida a una tradición clásica respecto a la cual despliega su negatividad,
tan consustancial como relativa, en la medida en que se desarrolla una dialéctica mucho
más fructífera entre modernidad y clasicismo de lo que un esquema tipo mecanicista
podría suponer. Claro que una deformación de esa circunstancia viene dada por el hecho
de que bajo el epígrafe clasicismo no sólo se refugian las obras más válidas de un cierto
modo de escritura sino que engloba tantas y tantas obras rutinarias y mediocres, que
muy bien podrían asimilarse al más obvio academicismo. Sin volver a repetir el tópico
de “la modernidad de los clásicos” y reafirmando que ello ocurre en cualquier ámbito
artístico, cierto es que “la modernidad en el cine, como en otras artes, no hace más que
volver explícito el momento del pensamiento que ha estado siempre implícitamente en
las obras” (Ishaghpour, 1986: 44).

Ese mismo autor ofrece una interesante explicación de las muy especiales relaciones
que se establecen entre modernidad y clasicismo en el caso específico del cine cuando
señala que “el cine comienza como arte primitivo y moderno a la vez, antes de alcanzar
una forma clásica” (op. cit.: 38). En efecto, esa es una paradoja, que por otra parte
desactiva aquella repetida perplejidad en torno a la posibilidad de un “clasicismo” y de
una “modernidad” en el caso de un arte tan joven como el cine, que precisamente ahora
cumple su primer centenario. El cine es moderno desde sus propios orígenes, en la
medida en que sin duda se convierte en uno de los paradigmas de la modernidad, no
sólo artística sino tambien social e ideológica; pero simultáneamente fue primitivo,
dado que tuvo que articular con notable rapidez su propia narratividad o su “escritura”
audiovisual, no desde la nada sino desde ese “denso capital estético” del que habla
Gubem (AAVV, 1995: 114); esto es, tomando prestados múltiples elementos de las
formas narrativas, plásticas y espectaculares vigentes en el siglo XIX, aunque muchas
veces remontables a épocas anteriores (y que podrían ir desde la perspectiva dramática
de raíz aristotélica hasta la novela naturalista, pasando por el sistema de representación
perspectivo de humanismo renacentista o las mezcladas tradiciones de las diversas
formas espectaculares nacidas a lo largo del siglo XVIII). Del resultado de esa
articulación del dispositivo cinematográfico, en la senda de la narratividad y la
representación, surgirá lo que buenamente llamamos el cine clásico.

La contemporánea teoría cinematográfica –y dependientemente de ella la historiografía–


se ha preocupado con especial atención del proceso de constitución de ese cine clásico,
tanto desde la perspectiva de su itinerario histórico como de su fundamentación
sistemática, esto es, de la constitución de un modelo teórico capaz de explicar esa
concreta y exclusivista configuración del dispositivo cinematográfico. ¿Es adecuado
calificar como “clásico” a ese modelo? Siempre que comprendamos el clasicismo
fundado en aspectos como la constitución de un modelo ideal universal y natural
(remitidos a unos orígenes cargados de un mítico prestigio), la perduración en el tiempo
como mantenimiento de valores “eternos”, el principio de autoridad y la normatividad
canónica, la apariencia de racionalidad y objetividad, el criterio de perfección y un
cierto esencialismo estético-artístico o el apoyo institucional que conduce a la tentación
academicista, podremos establecer las bases desde la que juzgar la idoneidad de tal
calificación.

Entre las diversas propuestas más o menos recientes cabe recordar que para David
Bordwell es inequívoca la existencia de una “narración clásica” –podemos definir la
narración clásica como una configuración específica de opciones normalizadas para
representar la historia y para manipular las posibilidades de argumento y estilo”
(Bordwell, 1985: 156)– y sobre ella fundamenta la idea prácticamente incontestada de
un cine clásico hollywoodiense. Pero aún más productiva ha resultado la noción de
Modo de Representación Institucional (MRI) introducida por Noel Burch (Burch,
1981), adaptando de forma obvia una propuesta anterior de Pierre Francastel, cuando
este planteó un cierto “modo de expresión convencional” en relación con la perspectiva
lineal en el humanismo renacentista; un MRI que, sin excesivo abuso, podemos asimilar
al cine clásico.

Si proponemos esa identificación entre el MRI y el clasicismo cinematográfico, será


bueno recordar como Burch sintetizaba su noción del MRI como “una reglamentación
codificada de las imágenes cinematográficas –con vista a que el espectador las perciba
como una continuidad espacio-temporal lineal, transparente y sin rupturas– y puede ser
definido como el conjunto de las directrices (escritas o no) que, históricamente, han sido
interiorizadas por los cineastas y los técnicos como la base irreductible del “lenguaje
cinematográfico” en el seno de la Institución y que han permanecido constantes a lo
largo de cincuenta años, independientemente de las más importantes transformaciones
estilísticas que hayan podido intervenir”.

En ese sentido había consenso –con todos los matices del caso– en una serie de
características (tópicos las llama Bordwell): el predominio de la narratividad; la apertura
y habitabilidad del espacio profílmico; la composición del encuadre en función del lugar
privilegiado del sujeto espectador, caracterizada por la profundidad, el centramiento, el
dinamismo interno; la planificación variable sobre un eje, que permite controlar la
cantidad de información visual del plano; la ocularización múltiple, determinante de un
montaje en continuidad espacio-temporal y basado en el raccord; la transparencia
diegética derivada de la invisibilidad del dispositivo por borrado de las marcas de
enunciación y de la conversión del discurso en historia, siempre a favor de un verosímil
fuerte; la consolidación de unas prácticas espectatoriales definidas por la operación de
“sutura” o por los procesos de identificación y proyección; un modelo industrial
constituido por la interrelación entre el Sistema de Estudios, los géneros y elstar system;
etc.

Dejando de lado las matizaciones que el concepto de MRI haya significado –sin duda
menos arduas que en relación con el MRP (Modo de Representación Primitivo)– se nos
presenta la oportunidad de abordar la modernidad cinematográfica en función de la
noción de Modo de Representación Moderno (MRM), lo cual nos conducirá
paralelamente a su caracterización intrínseca y a las relaciones establecidas tanto con el
MRI como con unos supuestos Modos de Representación Alternativos (MRA) que
vendrían constituidos tanto por impugnaciones radicales del MRI (caso del llamado cine
de vanguardia o experimental) como por variantes definibles desde instancias
institucionalizadoras diferenciadas nacional, estetica o ideológicamente, tal como
ejemplifican el expresionismo o el kammerspiele alemanes, el impresionismo francés o
el cine revolucionario soviético. Una de las determinaciones del MRI será precisamente
su capacidad de integrar variantes tanto inherentes a su propia lógica –caso del sonido o
el color– como procedentes de alguno de esos MRA (como la fotografía o la temática
expresionista, tan importantes en ciertos géneros como el fantástico o el cine “negro”,
las técnicas de montaje soviéticas, los métodos documentalísticos, etc.), aunque nunca
irán más allá de l que Burch denominaba “transformaciones estilísticas”. De ese modo,
un hipotético MRM –denominación que por otra parte me parece mucho más ajustada
que la de cine “de arte y ensayo” que propone Bordwell, ante su convicción de que la
modernidad debe adscribirse al área de las que él llama narraciones
histórico-materialista y paramétrica– deberá situarse más allá de una mera cuestión
estilística para convertirse en una propuesta más radical, capaz en principio de impugnar
al MRI, aunque al final se halla cumplido la inevitable conversión de la propia
modernidad en tradición y desde ahí su parcial asimilación por el indeclinable MRI,
aunque sólo sea porque “una obra moderna se convierte en clásica porque ha sido una
vez auténticamente moderna” (Habermas, en Picó, 1988: 89).

Ésa última observación hay que situarla en el marco de una costatación importante: las
relaciones entre los modos institucional, alternativo y moderno (MRI, MRA y MRM)
no son diacrónicas, sino sincrónicas. A diferencia de lo que ocurre entre MRP y MRI,
en que se trata de una relación genética y por tanto causal, las negaciones que pudieran
representar el MRA y el MRM respecto del MRI sólo adquieren sentido “en presencia”
del MRI. Frente a una visión diacrónica de los paradigmas de la historia del arte cada
vez más hay que insistir en las zonas de sincronicidad o superposición, sea en la
indefinición representada por el manierismo entre renacimiento y barroco o en la
pertinencia de romper con la idea de la sucesión de paradigmas como rococó,
neoclasicismo y romanticismo. Pues bien, las formas más radicales del MRA –el
llamado propiamente “cine de vanguardia”– en su voluntad de afirmar una especificidad
fílmica por la vía de la aiconicidad o anarratividad se sitúan en los márgenes más
remotos del MRI, pero su propia sustancialidad negativa no tendría el menor sentido sin
ningún enlace con él. Véase como ejemplo el análisis de Un chien andalou (Un perro
andaluz, 1929) por parte de Jenaro Talens en El ojo tachado, donde la opción surrealista
del film se apoya en una sistemática violación del raccord clásico.

Por su parte, el cine moderno ha coexistido necesariamente con el cine clásico, con
múltiples contaminaciones mutuas, de forma que no ha llegado a constituir un
paradigma sustitutorio –más allá de los programas o las proclamas– sino una opción
que, eso sí, desborda la mera variante estilística para permitir intuirse como enmienda a
la totalidad. Y respecto al cine vanguardista, el modernismo cinematográfico ha
mantenido una posición ambigua aunque sin duda ha extraido de él mucho menos que
del clasicismo, tal como ya indicaba en sus comienzos Alexandre Astruc cuando
manifestaba que “entre el cine puro de los años 20 y el teatro filmado , sigue habiendo
lugar para un cine libre (...) Pero esta vanguardia ya es una retaguardia. Intentaba crear
un terreno exclusivo del cine; nosotros, al contrario, intentamos extenderlo y convertirlo
en el lenguaje más vasto y más transparente posible” (en Romaguera y Alsina, 1980:
210). Aseveramos por tanto que, sin negar algunas derivaciones de la poética
expresionista o surrealista y la herencia de ciertas figuras de estilo o posturas
político-ideológicas (recordemos que el MRA de los años 20 no sólo experimentó sobre
aspectos formales y narrativos), el cine moderno no fue jamás una variedad o una
continuación de la vanguardia experimental cinematográfica, de forma que ésta tuvo sus
propias vías de continuidad más o menos asintónicas con el modernismo y que
acabarían desembocando en el campo del video-arte y en las tendencias minimalistas o
conceptualistas.

ORÍGENES DE LA MODERNIDAD CINEMATOGRÁFICA

El despliegue de la modernidad cinematográfica se fue incubando a lo largo de la


década de los años 40 en diversos frentes y sin un programa común, sino como el
paulatino florecer de sensibilidades paralelas aún situadas en aparentes antípodas, esas
que van desde la supuesta megalomanía de Orson Welles hasta el aparente
franciscanismo de Rossellini. Dejando de lado la presencia de elementos prefiguradores
de la modernidad –en realidad perceptibles a posteriori– en muchos de los grandes
representantes del cine mundial de los años anteriores (de Von Stroheim, Eisenstein u
Ozu a Ford, Hawks o Renoir), podemos señalar algunos de los vectores decisivos para
la modernidad cinematográfica en esos años, tal como entre nosotros ha recordado
Bordwell: “el cine de arte y ensayo como alternativa narrativa totalmente asentada no
emerge hasta después de la Segunda Guerra Mundial (Bordwell, 1985: 229).

El primero en importancia fue sin duda la irrupción del neorrealismo italiano en las
postrimerías de la Guerra Mundial. Sin reafirmar la idea hoy poco defendible de que el
neorrealismo significó una ruptura absoluta con el cine anterior, sí que podremos
destilar en alguna de sus múltiples variantes –casi tantas como cineastas podamos
adscribir al movimiento– muchos de los elementos que van a configurar la modernidad
cinematográfica, cuando no la génesis de las trayectorias fílmicas de algunos de los que
serían sus más eximios exponentes (Rossellini, Antonioni, Visconti, Fellini) ya en los
años 50.

Paralelamente al estallido neorrealista, cuyo impacto alcanzó a todo el cine mundial


pero cuyo desarrollo teórico fue débil al principio y sólo generó abundantes páginas
cuando el movimiento ya entraba en su fase agónica (caso de los escritos de Zavattini,
Aristarco o Chiarini), comenzaron a desarrollarse en Francia diversas posturas teóricas y
críticas –y en mucha menor medida en la propicia práctica fílmica– que iban a dotar al
modernismo cinematográfico de una parte importante de su marco conceptual. Por una
parte, André Bazin publicaba en 1945 su artículo “Ontología de la imagen fotográfica”,
comienzo de una larga serie de reflexiones que iban a alimentar de forma inmediata el
desarrollo de las más llamativas tendencias críticas de la siguiente década –simbolizada
por la revista Cahiers Du Cinéma– y, a más largo plazo, toda la teoría cinematográfica
contemporánea, en una línea ajena a la tradición formativa. Tres años despu+es,
Alexandre Astruc publicó en la revista L’Écran Français–que junto con la Revue Du
Cinéma, en su segunda etapa, iban a llenar el espacio de la crítica más seria de aquellos
años– otro artículo “Naissance d’une nouvelle avant-garde: la caméra stylo”, que iba a
introducir nuevas cuestiones en el debate teórico y sobre el que habrá que volver más
tarde.

Dentro del área francófona aún cabría añadir la aportación de Gilbert Cohen-Séat que,
con su Essaisur les principes d’une philosophie du cinéma. I. Introduction
genérale(1946), sentaba las bases de la “filmología” que fuertemente apoyada desde
sectores católicos y centrada en la Revue International Du Cinéma –fundada en 1947–
iba a tener un notable protagonismo en los años siguientes, través de figuras
interdisciplinares como Etienne Soriau. Entre los mitos de la filmología, claramente
enraizada en posturas fenomenológicas (a partir, por ejemplo, de Maurice
Mérleau-Ponty) y en los avatares de la psicología de la percepción, cabe señalar la
voluntad de remontar las posturas teóricas de la entreguerra a favor de una
sistematicidad y cientificidad insólitas en el pensamiento cinematográfico anterior o
incluso contemporáneo, lo cual repercutirá indudablemente en conferir un aura de
“seriedad” a la reflexión cinematográfica que permitirá después las institucionalización
de esos estudios en el ámbito universitario, completando –junto a la crítica– el aparato
legitimador de las propias aventuras del cine moderno.

Desde luego no podemos situar esos orígenes de la modernidad cinematográfica a partir


solamente de unos trabajos teóricos que muchas veces vienen impulsados por
determinadas prácticas fílmicas o al menos por la revisión de obras ya históricas. De
una parte, la desagregación de muchas cinematografías nacionales europeas tras la
guerra y sobre todo como consecuencia del definitivo control de la cinematografía
europea por parte norteamericana significará la presencia o aparición de algunas figuras
individuales cuya personal trayectoria cimentará y ejemplificará la modernidad
cinematográfica. Tal será el caso de muy pocos viejos conocidos como Carl Theodor
Dreyer, S. M. Eisenstein, Jean Renoir o Luis Buñuel, y de algunos recién llegados como
Ingmar Bergman, Robert Bresson o Jacques Tati, además del bloque de figuras italianas
derivadas del neorrealismo.

Otro factor que iba a tener una importante influencia en el devenir de la modernidad
cinematográfica fue el descubrimiento de cinematografías ignotas hasta aquellos años
para el público europeo. Aparte de epifenómenos escasamente influyentes como Emilio
Fernández o Satyajit Ray, fue sin duda el conocimiento del cine japonés lo que iba a
hacer comprender que el monolitismo del cine clásico occidental era relativo, de que
otras sensibilidades culturales podían generar propuestas fílmicas no sólo interesantes
por su exotismo, sino por su operatividad sobre las prácticas fílmicas y teóricas de los
cineastas emergentes de la modernidad. La frecuentación de los festivales europeos, las
filmotecas y las salas de arte y ensayo por parte de nombres como Kenji Mizoguchi,
Akira Kurosawa o Yasujiro Ozu no podían dejar indiferente a los jóvenes críticos y
futuros cineastas.

Tampoco la actividad cinematográfica norteamericana resultaría ajena a los orígenes


históricos del modernismo cinematográfico. Obviamente se centraría la atención sobre
la aparición de algunas tendencias externas a Hollywood, como lo que se llamó Escuela
de Nueva York, indudablemente importante para el devenir del cine documental, pero
también deberíamos tener en cuenta el papel jugado por el revisionismo del cine
hollywoodense clásico –comenzado ya por los críticos italianos de la revista Cinema a
comienzos de los cuarenta– para el desarrollo de la fructífera dialéctica entre clasicismo
y modernismo ya citada; o incluso un factor trascendental, a medio plazo, que tiene su
laboratorio de ensayo en los Estados Unidos, será la repercusión de la masificación de la
televisión en los diversos campos de la industria y la creación cinematográficas.

Pero aún más importante será la aportación directa a la modernidad cinematográfica por
parte de algunos cineastas situados en una relativa periferia del epicentro
hollywoodense. Antes ya citamos el caso de Orson Welles, cuyas primeras películas –y
muy especialmente su debut en Citizen Kane (Ciudadano Kane, 1941)– iban a significar
un “shock” para muchos cineastas y críticos europeos, que debemos recordar la
conocerán con algún retraso debido a la guerra. Tanto en lo relativo al poderoso
despliegue técnico como a la voluntad estilística o el peso de la personalidad wellesiana
se vislumbran ya poderosos estigmas del cine moderno, algo que de una forma menos
explícita se irá revelando también en la obra de otro curioso periférico como fue Alfred
Hitchcock, que si bien trabajó siempre integrado el Sistema de Estudios, lo hizo
manteniendo una autonomía y asumiendo una “marca de fábrica” absolutamente insólita
en otros grandes cineastas como Ford, Hawks, Lang o Wyler, entre los cuales será
preciso rebuscar los aspectos más modernos de su cine tras la apariencia de acatamiento
extremo de las normas del clasicismo.

De todas formas, la aportación de esos cineastas al arranque de la modernidad será


mucho más profunda y duradera que las de la gran mayoría de nuevos cineastas
americanos surgidos durante los 40, momento en que se realiza un auténtico recambio
generacional con realizadores como Elia Kazan, Joseph Losey, Robert Rossen, Otto
Preminger, Billy Wilder, Jules Dassin, Vincente Minelli, etc. Sin duda, muchos de ellos
aportaron algunas transformaciones estilísticas dentro del clasicismo hollywoodense,
pero difícilmente podremos entender que contribuyeran a la noción de cine moderno
con una riqueza equivalente a la de sus compañeros europeos. Se trata, pues, de una
renovación de la gran tradición del cine de hollywood, capaz incluso de entroncar con
nuevas situaciones, preocupaciones y costumbres sociales, pero insuficiente para
conmover los cimientos del MRI.

No encontraremos así en estos últimos cineastas un grado de conciencia semejante al de


Astruc cuando en el artículo citado advertía que “es imposible dejar de ver que en el
cine está a punto de ocurrir algo (...) El cine está a punto de convertirse en un medio de
expresión, cosa que antes que él han sido todas las restantes artes, y muy especialmente
la pintura y la novela” (en Romaguera y Alsina, 1980:207).

BASES DEL MODERNISMO CINEMATOGRAFICO

Tal como ya planteamos anteriormente no debemos centrar la noción de cine


moderno en el seguimiento de un devenir histórico-cronológico, sino que debemos
dirigir nuestra atención a la caracterización profunda de sus muy diversas variantes,
pues denuevo con Astruc recordaremos que “no se trata de una escuela, ni siquiera de
un movimiento, tal vez simplemente de una tendencia” (op. cit.: 211).

Si tuviésemos que definir la modernidad a partir de un concepto básico recurriríamos a


la noción de “conciencia lingüística”. No resulta difícil probar que la cultura moderna se
ha mostrado obsesionada por la reflexión sobre la naturaleza y los límites del lenguaje
(desde Rousseau a Herder y Barthes y Eco, pasando por Nietzsche y Wittgenstein),
sobre las posibilidades de expresión y comunicación, hasta el punto de transformar la
filosofía en una “crítica del lenguaje”, donde éste alcanza el status de objeto de
conocimiento. Se ha operado un retorno del lenguaje como definidor de la episteme
moderna (algo que ya Foucault remontara a los orígenes de la modernidad en sentido
fuerte); de un lenguaje replegado sobre sí mismo, con historias y leyes propias, con
profundas consecuencias sobre el devenir del arte moderno, insinuadas por Gadamer
–“desde que el arte no quiso ser ya nada más que arte comenzó la gran revolución
artística moderna”– entre muchos otros autores. Pero otra traza de esa preocupación
lingüística (y no olvidemos que el Curso de lingüística general de Saussure es
prácticamente simultáneo a los primeros films de Lumière) radica en la voluntad –o
necesidad– de tematizar argumentalmente el problema en la literatura y el cine
modernos (Kafka, Joyce, Antonioni y Godard son otros tantos ejemplos), en una línea
ya advertida por Adorno cuando planteara que “la tendencia del arte moderno es la de
tematizar sus propias categorías por medio de la reflexión sobre sí mismo”.

Para inscribir esa “conciencia lingüística” en el campo de lo cinematográfico,


recordemos que el antecitado artículo de André Bazin terminaba con una frase
determinante: “Por otra parte, el cine es un lenguaje” (1966: 20). Con ello Bazin, al
tiempo que postulaba la naturaleza ontológica del realismo cinematográfico, marcaba
también sus límites, al inscribir el cine en el ámbito lingüístico; por mucho que se pueda
discutir sobre lo ajustado de comprender el cine como un lenguaje –tema esencial del
debate de décadas posteriores– toda la teoría contemporánea será heredera de tal
constatación, aunque fuese para impugnarla como hace Gilles Deleuze: “El cine no es
lengua universal o primitiva, ni siquiera lenguaje. Saca a la luz una materia intangible
que es como un presupuesto, una condición, un correlato necesario a través del cual el
lenguaje construye sus propios “objetos” (unidades y operaciones significantes)” (1985:
347). De la naturaleza de ese lenguaje cinematográfico en Bazin, Dudley Andrew anota
agudamente que consiste en “todo lo que la representación en la pantalla agrega al
objeto representado” (1978: 155), con lo que se instaura en la propia inevitabilidad de la
representación el fundamento lingüístico de la expresión fílmica, tal como el propio
Bazin indica en su célebre ensayo sobre Welles: “Ha transformado a la naturaleza en
una serie de signos” (en Andrew, 1978: 166).

Paralelamente Astruc se refería a esa capacidad lingüística del cine cuando decía que
“se convierte poco a poco en una lengua. Un lenguaje, es decir, una forma en la cual y
mediante la cual un artista puede expresar su pensamiento, por muy abstracto que sea,
traducir sus obsesiones exactamente igual como ocurre actualmente con un ensayo o
con la novela (...) Por eso llamo a esta nueva era del cine la era de la “Caméra-stylo” (en
Romaguera y Alsina, 1980: 208). Evidentemente, la intención de Astruc era otra que la
de Bazin, puesto que mientras éste englobaba el carácter ligüístico en la propia realidad
material representativa de la imagen fílmica , para Astruc abría el campo de
posibilidades del cine a la expresión artística o intelectual, más allá de una
semantucidad puramente denotativa de esa imagen.

De esa conciencia lingüística deriva, como decía Adorno, la tendencia hacia la


reflexividad. Para Ishaghpour esa reflexividad “constituye incluso la marca de la
modernidad: el “discurso” contra “la historia”, la escritura, los procedimientos
antinarrativos en la obra y la transparencia de los signos, la heteronomía, la apertura al
contexto, a la historicidad del material contra la clausura y la autonomía. Las obras no
se refieren ya a un real o a un sentido, sino a la posibilidad misma de la dimenión
estética, a la posibilidad de su propia existencia” (1986: 37). En el arte moderno en
general se establece el límite de la reflexividad, entendible como el predominio de la
inmanencia de la obra sobre su trascendencia (el ser sobre el representar), en la
autonegación irónica o silenciosa, aunque esa opción radical raramente se alcance en el
cine de la modernidad, a diferencia de lo que ocurre en ciertas prácticas experimentales
de la vanguardia.

En términos cinematográficos, esa conciencia de sí –que ya podemos encontrar en


cineastas tan distintos como Dziga Vertov o incluso Búster Keaton– será creciente con
el paso del tiempo, desde los planteamientos más espontáneos o intuitivos de los
primeros artífices del modernismo y la segunda oleada de jóvenes cineastas; lo implícito
en Rossellini, Fellini o Bresson puede resultar explícito en Godard o Pasolini.
Recordemos las observaciones de Pierre Sorlin sobre I vitelloni (Los inútiles, 1953), de
Fellini: “No hay personaje central, no hay problema que resolver, no hay historia de
amor. También hay una parte de la película que es puramente visual; muchas de sus
secuencias se filmaron porque eran interesantes o divertidas, aunque no estuvieran
directamente conectadas con el relato. Fellini insistía en el hecho de que estaba
mostrando una película; no sólo una ficción, sino también un texto, un artefacto
audiovisual que debe sus cualidades a sus componentes físicos (fotografía y sonido)”
(Sorlin, 1985: 136). Y de esa conciencia creciente nos darán cuenta los numerosos
escritos en los que los cineastas de la modernidad postulan las posiciones teóricas desde
las que apoyan su empresa (citamos los casos destacados de Antonioni, Zavattini,
Bresson, Rossellini, Godard, Rohmer, Rivette, Pasolini, Anderson, Kluge, Mekas, etc.),
equivalente a la obsesión teorética y programática de los artistas modernos. Ahora bien,
¿cómo se verifica esa capacidad autorreflexiva en las opciones fílmicas? Podemos
responder en las varias direcciones que la pluralidad de intereses de los diferentes
cineastas modernistas plantea, hasta el punto de resultar abiertamente contradictorias
entre sí en muchas ocaciones. Esa misma contradictoriedad arraiga en el seno de la
modernidad cinematográfica como valor intrínseco y además diferencial respecto al
monolitismo del MRI. Tomemos como ejemplo la bipolaridad entre la retórica de la
implicación sentimental y el énfasis en los efectos distanciadores (y/o provocadores) de
la puesta en escena que en su momento propugnara Guido Aristarco como objetivo del
cine contemporáneo: “...un cine que para nosotros, siguiendo los postulados del teatro
“épico” brechtiano, no debe sumergir al público en algo sino colocarle frente a algo, no
ofrecerle sugestiones o sólo sugestiones sino argumentos, integrándolo en su auténtica
dimensión de hombre, modificable y modificador” (1966: 45).

Siendo el neorrealismo un momento germinal de la modernidad cinematográfica, vale la


pena recordar sus componentes melodramáticas, reveladores de esa voluntad de
implicación en una realidad tan pregnante como la italiana de posguerra, mediante una
especia de “borrado” de las marcas de representación y narración, apostando a favor de
un cierto efecto de contigüidad entre la imagen (signo) y aquella realidad referencial
que se quiere reconocible como la propia del espectador, con una contundencia del
efecto de transparencia excesivo incluso para la tradición del MRI. De esas nuevas
posturas aportadas por el neorrealismo derivarán algunas de las opciones de los años 50
ya decantadas hacia el modernismo.

Las posiciones distanciadoras, no necesariamente emanadas de la teoría brechtiana,


pueden adoptar formas irónicas o paródicas, cargarse de
referencias metalingüísticas–consecuencia también de la no menos notoria conciencia
histórica del cine de la modernidad– o resultar de una explícita fragmentación del relato,
que sin embargoDeleuze ya localiza –interpretando a Bazin– en el propio neorrealismo,
entendido como “una nueva forma de la realidad, supuestamente dispersiva, elíptica,
errante u oscilante, que opera por bloques y con nexos deliberadamente débiles y
acontecimientos flotantes. Ya no se representaba o reproducía los real sino que “se
apuntaba” a él. En vez de representar un real ya descifrado, el neorrealismo apuntaba a
un real a descifrar, siempre ambiguo...” (Deleuze, 1985: 11).

No puede extrañarnos que un examen de la actitud respecto a la representación fílmica


moderna nos confronte al problema de la realidad e incluso nos lleve más allá, por la vía
de la ambigüedad. De una parte debemos recordar el ya mencionado realismo
ontológico o fenomenológico según Bazin, para quien el cine tiende hacia una especie
de “revelación de lo real”, fruto no tanto de la transparencia con que la cámara registra
la realidad fenoménica sino de la co-presencia entre un real profílmico y una conciencia,
simbolizado por aquella idea del cine como “asíntota de la realidad”. Ése será sin duda
uno de los valores del Rossellini de Viaggio in Italia (Te querré siempre, 1953), uno de
los films fundadores de la modernidad, que tanta repercusión tuvo sobre críticos como
Jacques Rivette o Eric Rohmer. Éste último precisamente su investigación teórica no
tanto en torno al problema del realismo como sobre el sentido de la construcción
espacial y sus consecuencias, tal como ha indicado Joël Magny: “el espacio del film es
un espacio virtual que puede distinguirse del espacio material sin traicionarlo, puesto
que está compuesto de deducciones de este último. Es en la organización de este espacio
donde se constituye el autor, en tanto que sujeto estructurante que dé cohesión tanto a
esas deducciones como a los diversos films portadores de la misma firma. Pero sólo el
respeto de la objetividad cinematográfica puede dar un peso de verdad a la visión
subjetiva de un autor” (Magny, 1991: 89). Con ello también vemos aparecer la identidad
del sujeto de esa conciencia bajo la forma del “autor”, sobre la que debemos volver más
adelante.

Junto al empeño de Bazin de hacer significativa la realidad, algo muy distinto de su


simple registro mecánico y que implica la presencia de una conciencia autoral, se nos
ofrece un más amplio abanico de opciones, que van desde el realismo psicológico –que
parte de la experiencia vivida (y no sólo perceptiva) del espectador–, hasta el realismo
“épico” heredero de Brecht, pasando por la reafirmación de la capacidad de
descubrimiento de la realidad, en esa “redención de la realidad física” de la que habla
Sigfried Kracauer, o por la confianza ilimitada en la capacidad de indagación
antropológica y sociológica de la cámara que respaldarán opciones como el
“cinéma-verité” de Rouch y Morin o el “cine-encuesta de Zavattini.

La idea del realismo psicológico abre la puerta a la subjetividad en las relaciones entre
representación fílmica y realidad. Ésta última no se ofrece ya como totalidad armónica,
sino que se desarticula y fragmenta en función de los flujos vivenciales del espacio y el
tiempo. La representación de la realidad queda al albur de la experiencia que de ella
tenga el sujeto y la función del artista/cineasta será más la de dar cuenta de esa
experiencia que no restituir una realidad objetiva y autónoma respecto de su observador,
aunque ello signifique asumir una estructura caleidoscópica, tan bien simbolizada por la
técnica del collage. Ello es posible en la confianza modernista revelada por Simmel
cuando habla de “la posibilidad de encontrar en cada uno de los detalles de la vida la
totalidad de su significado” (en Picó, 1988: 19) o cuando postula que “la esencia de la
modernidad como tal es el psicologismo, la experiencia y la interpretación del mundo
en términos de reacciones de nuestra vida interior, y por tanto como un mundo interior,
la disolución de contenidos fijados en el elemento fluido del alma, de la cual todo lo que
es sustantivo está filtrado y cuyas formas son meramente formas de movimiento” (en
Frisby, 1992: 51). Y ello aunque el horizonte de esa fragmentación y disolución pueda
ser la incomunicabilidad ante la experiencia intersubjetiva, eso que tan a fondo explora
Antonioni en sus reflexiones sobre la pareja.

Si antes decíamos que Rohmer y otros cineastas iban a preocuparse por la


representación de los valores espaciales de la realidad, otros como Antonioni o Resnais
desarrollarán una obra obsesionada por la vivencia experimental del tiempo, por una
personalización subjetivista de lo temporal, el primero bajo la idea bergsoniana (y
proustiana) de la durée (ésa que hacía decir a Bazin que el fin del cine era “dar a ver la
duración misma”); el segundo sobre la entremezcla de los flujos temporales que
disuelven la noción del pasado, presente y futuro en un continuumpsicológico. Como
señaló muy ajustadamente Aristarco, en el cine moderno “el acento se pone ahora sobre
la simultaneidad de los contenidos de la conciencia, la inmanencia del pasado en el
presente tanto para el individuo como para la comunidad y la humanidad, el constante
fluir conjunto de los diferentes periodos de tiempo, la fluidez amorfa de la experiencia
interna, la infinitud de la corriente temporal en la cual es transportada el alma, la
relatividad del espacio y tiempo, es decir, la imposibilidad de diferenciar y definir los
medios en que el sujeto se mueve” (Aristarco, 1966: 52).

La consecuencia en apariencia más degradada de esa “conciencia transformada del


tiempo” (Habermas) o de esa obsesión por lo temporal será la moda (ese “sentimiento
moral y estético de su tiempo” según Baudelaire), estigma que sin duda ofrecen muchos
films del modernismo, sensiblemente datados y, por tanto, con gran tendencia al
envejecimiento. Siguiendo con Baudelaire, sólo en los casos en que el artista –aquí el
cineasta–– sea capaz de “destilar lo eterno en lo transitorio”, es decir, de afirmar los
valores permanentes (clásicos) aún en el seno de lo moderno, esos films serán capaces
de superar el anclaje en el fugaz valor de la moda, que por otra parte historiza de forma
contundente films como Los inútiles, A bout de soufflé (Al final de la escapada, 1959) o
Blow-up (Blow-up, Deseo de una mañana de verano, 1967).

El paso del modernismo a la modernidad cinematográfica podrá entenderse así como


derivado del paso de una estética de la permanencia a otra de la transitoriedad; del
tiempo socialmente mensurable de la civilización capitalista (objetivo) al tiempo
personal y privado de la duración (subjetivo). Por eso no cabe extrañarse de la
identificación por parte de Deleuze del cine moderno con el predominio de la
“imagen-tiempo” sobre la “imagen-acción” o la “imagen-movimiento”, que él compara
con la significación del impresionismo en el ámbito pictórico: “Es quizá tan importante
como la conquista de un espacio puramente óptico en la pintura, con el impresionismo”
(1985: 13), en una transformación mucho más decisiva que, por ejemplo, el paso del
mudo al sonoro que los historiadores rutinarios han situado como punto de inflexión de
la Historia del Cine. En ese cine supone Deleuze que es posible “hacer sensibles el
tiempo, el pensamiento, hacerlos visibles y sonoros” (1985: 32), asumiendo la vía del
despojamiento esencialista característico de diversas formas de la modernidad artística,
que conduce de la imagen indirecta del tiempo (por el montaje) inherente a la
“imagen-movimiento” hacia la imagen óptica y sonora pura de la “imagen-tiempo”, que
por otra parte deviene en una imagen legible y a partir de ella en una imagen-pensante,
con lo que Deleuze no se aparta demasiado del anhelo de Astruc cuando entendía al cine
como la posibilidad para el artista de “expresar su pensamiento”.

Esa primacía psicologista se manifiesta de formas diversas: por ejemplo, en la


preeminencia de la crónica sobre la historia, incluso entendiendo ésta en clave dialéctica
y materialista; una prueba de ello podría ser la confrontación en el seno del cine
histórico entre Rossellini y Visconti. Mientras el segundo sitúa el desarrollo de lo
particular y subjetivo en el fluir histórico (véanse Senso [Senso, 1954] o Il gatopardo
[El gatopardo, 1963]), dándole a la vivencia particular una dimensión y espesor
histórico, el primero relata en clave de crónica el acontecimiento histórico (de Viva
l’Italia [Viva Italia, 1960] a La prise pouvoir par Louis XIV [1966]). Para este
Rossellini –pero también para el artífice del neorrealismo– de cada detalle inscrito en la
crónica se extrae un conocimiento histórico; en el Visconti historicista sólo se
comprenderá lo particular desde la perspectiva de una visión general, como pueda ser el
devenir de la lucha de clases. Ni qué decir tiene que esa apuesta del cine moderno por la
crónica –extrapolable a la historicidad más inmediata de films como Prima della
rivoluzione (Antes de la revolución, 1964), de Bertolucci– lo aproxima a las tendencias
de la “nueva historia”.

Como muy bien señala Francis Vanoye, “en la crónica el relato se ciñe al punto de vista
del personaje, en la Historia domina el punto de vista del autor” (1991: 77). Pues bien,
en el cine moderno el autor habla muchas veces explícitamente a través de unos
personajes –“crónica de los sentimientos” retitula Antonioni a sus films– que no
pretenden tanto una entidad propia como una significatividad. De ahí que el
propioVanoye caracterice al personaje del cine moderno bajo los parámetros del
personaje problemático, opaco o incluso del no-personaje, sin olvidar la opción
brechtiana. Para el primero, a diferencia del protagonista del cine clásico no habrá
motivos y objetivos claros –como también advirtiera Bordwell–, se nos ofrecerá
inmerso en una crisis sentimental, social o profesional, no manifiesta una voluntad muy
precisa y se ofrece con na personalidad ambigua o ambivalente; recordemos al respecto
cómo lo ejemplifica en Te querré siempre: “una pareja (inglesa) en crisis, inmersa en un
ambiente extraño, desocupada, casi vagabunda y sin dominio real sobre lo que sucede,
que pasa de una situación a otra y de un encuentro a otro para ir a desembocar en una
especie de revelación final sin enlace lógico evidente con lo que antecede...” (Vanoye,
1991: 56). Posiblemente será este tipo de personaje problemático –el de La dolce vita
(La dolce vita, 1960), L’avventura (La aventura, 1960), Muriel ou le temps d’un retour
(Muriel, 1963), Le mépris (El desprecio, 1963), Antes de la revolución o Persona
(Persona, 1965)– el que de una forma más directa se convierte en representante de las
propias preocupaciones del cineasta, bajo la clave de la alineación y la desposesión de
uno mismo y de sus actos.

Aún más radical será la opción del personaje opaco según Vanoye: “Está vacío de
cualquier característica psicológica o sociológica demasiado afirmada o, en cualquier
caso, éstas se dan de entrada y como un todo en bruto, algo así como en ciertas películas
mudas. Es un cuerpo, una voz incolora, un rostro inexpresivo y unos gestos
inescrutables. Actúa poco –incluso nada en absoluto– y pasa de un estado a otro sin que
se subrayen las relaciones de causa-efecto que motivan sus cambios o ausencia de
cambios” )Vanoye, 1991: 57). Atinadamente se remonta Vanoye a la tradición del cine
humorístico, recuperada en los años de la modernidad –aunque fuese para criticarla– por
Jacques Tati, en su vaciado de psicología; será el caso de los Lancelot du Lac (Lancelot
du Lac, 1974), L’argent (El dinero, 1982), India song (India song, 1974), etc.

Y en el límite del vaciado psicológico encontramos la idea del no-personaje, en una


dimensión muy distinta al que significara la identificación entre personaje y actor
característica del actor no profesional del neorrealismo (aspecto que olvida Vanoye).
Pensando en los protagonistas de L’année dernière à Marienbad (El año pasado en
Marienbad, 1961), L’homme qui ment (1968) o Alphaville (Lemmy Caution Contra
Alphaville, 1965), podemos decir que “sobre ellos no pueden formularse hipótesis, ni
siquiera experimentarse ningún tipo de sentimiento: se asiste simplemente al juego de
sus apariciones, desapariciones y metamorfosis” (Vanoye, 1991: 58). Finalmente, la
aplicación de la técnica distanciadora del brechtianismo lleva a un tipo de personaje
ajeno a cualquier identificación espectatorial y no creíble puesto que “las palabras y
comportamientos de los personajes no están en armonía realista con las situaciones, sino
que muestran un desfase reflexivo y crítico (...) Gusto, discurso y acciones no están al
servicio de la emoción, sino de la comprensión crítica de los comportamientos”
(Vanoye, 1991: 59).

Esos personajes están muchas veces al albur de formas manifiestas de lo subjetivo


(sueños, alucinaciones, ensoñaciones, fantasías, recuerdos, etc.) correspondientes a
figuras estilísticas y narrativas como el flashback y el flash-foward, distensiones
temporales, etc. Con ello ya introducimos la investigación sobre nuevas formas de
narración como otro punto esencial de la modernidad cinematográfica. En cierto modo
esa apuesta por una nueva narratividad es coherente con la intransitividad de la escritura
moderna –utilizando un concepto de Barthes–, con la tendencia analítica y
fragmentadora del discurso (y de la realidad), con el nuevo papel de la temporalidad o
con el rechazo de las estructuras aparentemente lógicas del discurso, es decir, con buena
parte de las manifestaciones de aquella conciencia lingüística que hemos situado en el
epicentro de lo moderno: “el mundo-objeto es inseparable de su percepción cambiante y
pluridimensional, la estructura uniforme y narrativa de las artes se rompe y ello
contribuye a la desublimación de las jerarquías y la deslegitimación de los discursos
globalizantes...” (Picó, 1988: 28).

Sin embargo, aún me parece más adecuado asociar la nueva narratividad del cine
moderno con la ruptura del valor mimético de la representación del arte moderno, en la
medida en que las formas narrativas del MRI, volcadas hacia la transparencia e
inmediatez, corresponderían a la tradición de la representación mimética, si nos
atenemos a la concepción de Bordwell sobre la narración clásica: “(el film clásico)
presenta individuos psicológicamente definidos que luchan por resolver un problema
claramente indicado o para conseguir unos objetivos específicos. En el transcurso de
esta lucha, el personaje entra en conflicto con otros o con circunstancias externas. La
historia termina con una victoria decisiva o una derrota, la resolución del problema o la
consecución clara de los objetivos” (1996a: 157).

El punto de partida para entender la apuesta modernista en el terreno narrativo radica en


la conciencia del carácter discursivo del relato, más allá de la “naturalidad” mimética
del MRI. Esa ruptura del nexo sensoriomotor de la narración clásica-en palabras de
Deleuze– es la manifestación en el orden del relato de esa autoconciencia que
afirmamos constituye el eje de la modernidad. Las manifestaciones concretas de ese
principio general son variadas, pero podemos citar algunas: la primera será la
importancia otorgada –tanto desde la teoría como desde la práctica– al découpageahora
no en la perspectiva clásica que apuntaba Bazin –“darnos la ilusión de estar ante hechos
reales que se desarrollan ante nosotros como en la realidad diaria. Pero esta ilusión
esconde un toque esencial de engaño, porque la realidad existe en un espacio contínuo y
en la pantalla nos presenta de ello una sucesión de fragmentos llamados “tomas”, cuya
elección, orden y duración constituyen exactamente lo que llamamos découpage de un
film” (en Andrew, 1978: 166)– sino a favor de su destrucción. La vía para esas
operación será la discontinuidad narrativa, esto es, la ruptura del mecanicismo del relato
a partir del predominio de la causalidad, linealidad y diacronicidad logradas mediante el
montaje clásico.

Esa discontinuidad narrativa resulta reforzada por el papel jugado por la nueva
concepción de la temporalidad y simbolizada por la emergencia de un nuevo tipo de
personaje, pero además se apoya en determinadas propuestas argumentales, como
pueden ser la importancia del azar –casualidad frente a la causalidad– que se constituye
incluso en una poética de lo imprevisto. A ello ayuda además la presencia de estructuras
itinerantes en el argumento, la construcción episódica del relato, ladesdramatización
revelada por la ausencia de clímax o por la selección de situaciones
mostradas, aceptando incluso lo trivial y cotidiano, en la línea instaurada por el
neorrealismo.

Finalmente, la autoconciencia narrativa desplegada en el cine moderno se manifestará


por la presencia explícita o implícita de las marcas de enunciación de lo que ahora ya se
asume como hecho discursivo. Por ejemplo, en esa tensión entre el corte y la duración
prolongada del plano, entre un montaje sincopado correspondiente a la multiplicación
de los focos de ocularización y el mantenimiento de un plano-secuencia enfatizado por
la inmovilidad de la cámara o por su hiperactividad. Por eso, la principal marca de la
enunciación se situará junto al montaje en el terreno de la puesta en escena, la otra
noción que en compañía del découpage cimenta la teoría cinematográfica derivada de
Bazin y sus seguidores.

La puesta en escena –esa “elaboración de la imagen de lo real”, según Bazin, o


esa“forma y composición de los elementos que aparecen en el encuadre” (Carmona,
1991 : 127)– será el campo de manifestación de la subjetivización estilística que tanto
alabaron los “macmahonianos” de Cahiers du Cinéma o que ya Astruc había colocado
en el centro de su teoría de la “caméra-stylo”: “La puesta en escena ya no es un medio
de ilustrar o presentar una escena, sino una auténtica escritura” (en Romaguera y Alsina,
1980: 210). Como señalara Michel Mourlet, “la colocación de los actores y objetos, sus
desplazamientos en el interior del encuadre debe expresarlo todo” (en Magny, 1991: 88)
y dentro de esa puesta en escena no dejarán de aparecer fetiches como la profundidad de
campo, el virtuosismo en el movimiento de cámara y la angulación (véanse ante todo
los films de Welles) o las funciones dramáticas y simbólicas del decorado.

Si la puesta en escena se constituye en una forma de escritura y no una emanación


directa de la realidad, se está reclamando la presencia de un sujeto de esa escritura; de
ahí que las constantes generales de la modernidad hasta ahora definidas requiere lo que
muy atinadamente fue calificado de “política de autor”. El énfasis estilístico no sólo se
ofrece como revelación de la conciencia discursiva y lingüística del relato sino de la
inequívoca presencia del sujeto enunciador encarnado en la figura del “autor”,sometido
siempre al peligro de un cierto “culto estético de la personalidad”, en la medida en que
se entienda que “el film no sería más que la puesta en forma de un universo mental
preconcebido por el cineasta” o que “los diversos puntos de vista que se suceden en un
film postulan una unidad de visión que no se realiza más que en la conciencia
del espectador, unidad que constituye esa personalidad ficticia denominada autor”
(Magny, 1991: 90), sin olvidar posiciones tan rotundas en su idealismo como la de
Gerald Mast cuando dice que “ninguna gran película ha llegado a hacerse sin la visión e
inteligencia unificadora de una sola mente para crear y controlar toda la película” (en
Allen y Gomery, 1985: 102), ante lo cual detectaríamos reacciones radicales como la de
Gérard Lenne: “Si es necesario y urgente reconsiderar la política de autores, que marcó
en su tiempo un progreso decisivo, no es negando el “hecho de autor” como podremos
llegar a ello, sino destruyendo la “idea de autor” (Lenne, 1971: 14).

Esa visión personal del mundo, manifestada en la doble dimensión del guión y la puesta
en escena, fundamenta la constitución de “corpus” fílmicos personalizados que pueden
entrecruzarse con otros “corpus” de caracteres tan diversos como los géneros o los
movimientos y escuelas cinematográficas. Ahora bien, ¿quién instaura esa figura
autoral? Sin duda será antes la crítica que el propio público, asumiendo un doble
papeltambién tradicional en el seno de la modernidad artística, quien establecerá por
una parte la condición de autor y por otra intervendrá en la operación hermenéutica que
es inseparable del despliegue del arte moderno.

Asumido el carácter del cine como hecho cultural –que va de la mano en los orígenes de
la modernidad con la proliferación de cine-clubs y filmotecas y los esfuerzos por
cientifizar la teoría fílmica por parte de la filmología– el papel de la crítica se consolida
tanto en lo que tuviera de guía en las procelosas aguas de lo moderno, como en el
ejercicio de esa política autoral o incluso como campo de batalla contra lo viejo y
plataforma de lanzamiento hacia la práctica fílmica. No se trata pues tan sólo de
establecer desde la crítica criterios de orden axiológico , sino de desarrollar una labor
exegética a favor de una “lectura” productiva del film, motivada entre otras cosas por la
propia ambigüedad inherente a una narrativa moderna que se fundamenta en unanoción
relativista de la verdad.

Esa dinámica hermenéutica, crítica y teórica se inscribe, además, en unos momentos de


evidente aumento de la conciencia histórica del cine. Lejos quedaron ya los años de los
pioneros y fundadores, de tal forma que tal vez la generación neorrealista –y tras ella las
subsiguientes– corresponda al primer momento en que los jóvenes cineastas han
comprendido su inserción en una etapa de la Historia del Cine. Ellos ya podrán disponer
de antecedentes e incluso maestros y a su vez sabrán que están abriendo caminos para
los que les seguirán, tal como muchos de los integrantes de los Nuevos Cines partirán
de los neorrealistas o de algunas de las otras de las grandes individualidades ya citadas.
De todas maneras, no podía ser de otra forma, ya que sólo desde la historicidad tiene
sentido hablar de modernidad y clasicismo. Así pues, la conciencia lingüística encuentra
su correlato en la conciencia histórica, que a través de parámetros como la autoría
significará la plena emergencia del sujeto en la creación cinematográfica. Y esa
conciencia del sujeto –o su crisis– fue el fundamento de toda noción de modernidad.

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