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LA MODERNIDAD CINEMATOGRÁFICA (De José Enrique Monterde)
LA MODERNIDAD CINEMATOGRÁFICA (De José Enrique Monterde)
Introducción
Existe un uso cotidiano y casi intuitivo del concepto “cine moderno”: cotidiano porque
todos fuimos sus contemporáneos o somos –sepámoslo o no– sus herederos; e intuitivo
Porque no responde más que a una vaga sensación distintiva respecto al cine de
siempre, a eso que algunos llaman “el Cine”. Abriendo en este volumen el periodo de la
Historia del Cine que cubre los años que van desde la posguerra mundial hasta la
irrupción triunfante de los Nuevos Cines, nada más oportuno que intentar abordar de
una forma algo más sistemática esa noción de modernidad aplicada al cine, en la medida
en que esa fue una de las grandes aportaciones de esos tiempos.
Podemos decir, por tanto, que, a lo largo de la historia de las artes, lo moderno se
entiende más como categoría reflexiva o axiológica –por no hablar de un “estado de
espíritu” como sugiere Jean Claire (1983: 66)– que como época delimitada y definida.
Con palabras de Thierry de Duve, “a lo largo de la época denominada
modernidad,moderno era un juicio de valor sinónimo de la palabra arte” (1983: 60); es
decir, se convierte en una especie de idea reguladora de la producción artística, aun en la
pluralidad de las facetas de ésta.
Ahora bien, toda idea de modernidad artística ha venido dada, desde las diversas
entregas de la famosa querelle entre antiguos y modernos, como alternativa respecto a la
idea de tradición o clasicismo. Sólo desde la existencia de un paradigma clasicista
podemos establecer la idea de lo moderno, aunque fuese en la concreta etapa de las
llamadas vanguardias artísticas cuando se radicalizó la negatividad del concepto de
moderno respecto a lo clásico. Así, para el fundador de la noción actual de modernidad
estética, Charles Baudelaire, la relación entre lo moderno y lo clásico era inextricable;
por ejemplo, cuando en El pintor de la vida moderna afirmaba que “lo bello está hecho
de un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar,
y un elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, alternativamente, o todo a
la vez, la época, la moda, la moral, la pasión”, sin que por ello podamos suponer la
carencia de audacia innovadora (“Au fond de l’Inconnue pour trouver du nouveau!”).
Poco después, Arthur Rimbaud iniciaba la radicalización al proclamar su famoso “il faut
éter absolument moderne” o más radicalmente aún se consideraba “...libre aux
nouveaux! d’execrer les ancêtres: on-est chez soi et on a le temps” (carta a Paul
Demeny, 15-V-1871) y con ello abría la exaltación de lo nuevo como elemento
constituyente de la vanguardia moderna, proponiendo lo que Paul Valery calificaría
como “superstición de lo nuevo”.
Esa anticipación del futuro y culto de lo nuevo no debe engañarnos, puesto que como
señala Habermas: “la vanguardia se considera a sí misma como invadiendo un territorio
desconocido, como exponiéndose a los peligros de encuentros repentinos y
sorprendentes, como conquistando un futuro todavía no ocupado” pero en realidad “el
nuevo valor atribuido a lo transitorio, lo esquivo y lo efímero, la propia celebración del
dinamismo, revela los anhelos de un presente puro, inmaculado y estable” (en Picó,
1988: 89). Por eso, esa negatividad que lleva a Rosemberg a hablar de “la tradición de
derrocar la tradición”, a Trilling de “cultura adversaria”, a Poggioli de “cultura de la
negación” o a Steinberg de un “absurdo agresivo”, se complementa con las versiones
afirmativas de la modernidad, que apuestan por la ruptura de la distancia entre arte y
vida, sea por la vía del espectáculo comercial, la tecnología industrial, la moda, el
diseño o la política, todas ellas adscribibles al ámbito de la cultura de masas.
MODERNIDAD Y CLASICISMO
No tenemos por qué suponer que la modernidad cinematográfica difiera de las bases
generales de la modernidad artística y literaria; por ello, su caracterización no puede
dejar de estar referida a una tradición clásica respecto a la cual despliega su negatividad,
tan consustancial como relativa, en la medida en que se desarrolla una dialéctica mucho
más fructífera entre modernidad y clasicismo de lo que un esquema tipo mecanicista
podría suponer. Claro que una deformación de esa circunstancia viene dada por el hecho
de que bajo el epígrafe clasicismo no sólo se refugian las obras más válidas de un cierto
modo de escritura sino que engloba tantas y tantas obras rutinarias y mediocres, que
muy bien podrían asimilarse al más obvio academicismo. Sin volver a repetir el tópico
de “la modernidad de los clásicos” y reafirmando que ello ocurre en cualquier ámbito
artístico, cierto es que “la modernidad en el cine, como en otras artes, no hace más que
volver explícito el momento del pensamiento que ha estado siempre implícitamente en
las obras” (Ishaghpour, 1986: 44).
Ese mismo autor ofrece una interesante explicación de las muy especiales relaciones
que se establecen entre modernidad y clasicismo en el caso específico del cine cuando
señala que “el cine comienza como arte primitivo y moderno a la vez, antes de alcanzar
una forma clásica” (op. cit.: 38). En efecto, esa es una paradoja, que por otra parte
desactiva aquella repetida perplejidad en torno a la posibilidad de un “clasicismo” y de
una “modernidad” en el caso de un arte tan joven como el cine, que precisamente ahora
cumple su primer centenario. El cine es moderno desde sus propios orígenes, en la
medida en que sin duda se convierte en uno de los paradigmas de la modernidad, no
sólo artística sino tambien social e ideológica; pero simultáneamente fue primitivo,
dado que tuvo que articular con notable rapidez su propia narratividad o su “escritura”
audiovisual, no desde la nada sino desde ese “denso capital estético” del que habla
Gubem (AAVV, 1995: 114); esto es, tomando prestados múltiples elementos de las
formas narrativas, plásticas y espectaculares vigentes en el siglo XIX, aunque muchas
veces remontables a épocas anteriores (y que podrían ir desde la perspectiva dramática
de raíz aristotélica hasta la novela naturalista, pasando por el sistema de representación
perspectivo de humanismo renacentista o las mezcladas tradiciones de las diversas
formas espectaculares nacidas a lo largo del siglo XVIII). Del resultado de esa
articulación del dispositivo cinematográfico, en la senda de la narratividad y la
representación, surgirá lo que buenamente llamamos el cine clásico.
Entre las diversas propuestas más o menos recientes cabe recordar que para David
Bordwell es inequívoca la existencia de una “narración clásica” –podemos definir la
narración clásica como una configuración específica de opciones normalizadas para
representar la historia y para manipular las posibilidades de argumento y estilo”
(Bordwell, 1985: 156)– y sobre ella fundamenta la idea prácticamente incontestada de
un cine clásico hollywoodiense. Pero aún más productiva ha resultado la noción de
Modo de Representación Institucional (MRI) introducida por Noel Burch (Burch,
1981), adaptando de forma obvia una propuesta anterior de Pierre Francastel, cuando
este planteó un cierto “modo de expresión convencional” en relación con la perspectiva
lineal en el humanismo renacentista; un MRI que, sin excesivo abuso, podemos asimilar
al cine clásico.
En ese sentido había consenso –con todos los matices del caso– en una serie de
características (tópicos las llama Bordwell): el predominio de la narratividad; la apertura
y habitabilidad del espacio profílmico; la composición del encuadre en función del lugar
privilegiado del sujeto espectador, caracterizada por la profundidad, el centramiento, el
dinamismo interno; la planificación variable sobre un eje, que permite controlar la
cantidad de información visual del plano; la ocularización múltiple, determinante de un
montaje en continuidad espacio-temporal y basado en el raccord; la transparencia
diegética derivada de la invisibilidad del dispositivo por borrado de las marcas de
enunciación y de la conversión del discurso en historia, siempre a favor de un verosímil
fuerte; la consolidación de unas prácticas espectatoriales definidas por la operación de
“sutura” o por los procesos de identificación y proyección; un modelo industrial
constituido por la interrelación entre el Sistema de Estudios, los géneros y elstar system;
etc.
Dejando de lado las matizaciones que el concepto de MRI haya significado –sin duda
menos arduas que en relación con el MRP (Modo de Representación Primitivo)– se nos
presenta la oportunidad de abordar la modernidad cinematográfica en función de la
noción de Modo de Representación Moderno (MRM), lo cual nos conducirá
paralelamente a su caracterización intrínseca y a las relaciones establecidas tanto con el
MRI como con unos supuestos Modos de Representación Alternativos (MRA) que
vendrían constituidos tanto por impugnaciones radicales del MRI (caso del llamado cine
de vanguardia o experimental) como por variantes definibles desde instancias
institucionalizadoras diferenciadas nacional, estetica o ideológicamente, tal como
ejemplifican el expresionismo o el kammerspiele alemanes, el impresionismo francés o
el cine revolucionario soviético. Una de las determinaciones del MRI será precisamente
su capacidad de integrar variantes tanto inherentes a su propia lógica –caso del sonido o
el color– como procedentes de alguno de esos MRA (como la fotografía o la temática
expresionista, tan importantes en ciertos géneros como el fantástico o el cine “negro”,
las técnicas de montaje soviéticas, los métodos documentalísticos, etc.), aunque nunca
irán más allá de l que Burch denominaba “transformaciones estilísticas”. De ese modo,
un hipotético MRM –denominación que por otra parte me parece mucho más ajustada
que la de cine “de arte y ensayo” que propone Bordwell, ante su convicción de que la
modernidad debe adscribirse al área de las que él llama narraciones
histórico-materialista y paramétrica– deberá situarse más allá de una mera cuestión
estilística para convertirse en una propuesta más radical, capaz en principio de impugnar
al MRI, aunque al final se halla cumplido la inevitable conversión de la propia
modernidad en tradición y desde ahí su parcial asimilación por el indeclinable MRI,
aunque sólo sea porque “una obra moderna se convierte en clásica porque ha sido una
vez auténticamente moderna” (Habermas, en Picó, 1988: 89).
Ésa última observación hay que situarla en el marco de una costatación importante: las
relaciones entre los modos institucional, alternativo y moderno (MRI, MRA y MRM)
no son diacrónicas, sino sincrónicas. A diferencia de lo que ocurre entre MRP y MRI,
en que se trata de una relación genética y por tanto causal, las negaciones que pudieran
representar el MRA y el MRM respecto del MRI sólo adquieren sentido “en presencia”
del MRI. Frente a una visión diacrónica de los paradigmas de la historia del arte cada
vez más hay que insistir en las zonas de sincronicidad o superposición, sea en la
indefinición representada por el manierismo entre renacimiento y barroco o en la
pertinencia de romper con la idea de la sucesión de paradigmas como rococó,
neoclasicismo y romanticismo. Pues bien, las formas más radicales del MRA –el
llamado propiamente “cine de vanguardia”– en su voluntad de afirmar una especificidad
fílmica por la vía de la aiconicidad o anarratividad se sitúan en los márgenes más
remotos del MRI, pero su propia sustancialidad negativa no tendría el menor sentido sin
ningún enlace con él. Véase como ejemplo el análisis de Un chien andalou (Un perro
andaluz, 1929) por parte de Jenaro Talens en El ojo tachado, donde la opción surrealista
del film se apoya en una sistemática violación del raccord clásico.
Por su parte, el cine moderno ha coexistido necesariamente con el cine clásico, con
múltiples contaminaciones mutuas, de forma que no ha llegado a constituir un
paradigma sustitutorio –más allá de los programas o las proclamas– sino una opción
que, eso sí, desborda la mera variante estilística para permitir intuirse como enmienda a
la totalidad. Y respecto al cine vanguardista, el modernismo cinematográfico ha
mantenido una posición ambigua aunque sin duda ha extraido de él mucho menos que
del clasicismo, tal como ya indicaba en sus comienzos Alexandre Astruc cuando
manifestaba que “entre el cine puro de los años 20 y el teatro filmado , sigue habiendo
lugar para un cine libre (...) Pero esta vanguardia ya es una retaguardia. Intentaba crear
un terreno exclusivo del cine; nosotros, al contrario, intentamos extenderlo y convertirlo
en el lenguaje más vasto y más transparente posible” (en Romaguera y Alsina, 1980:
210). Aseveramos por tanto que, sin negar algunas derivaciones de la poética
expresionista o surrealista y la herencia de ciertas figuras de estilo o posturas
político-ideológicas (recordemos que el MRA de los años 20 no sólo experimentó sobre
aspectos formales y narrativos), el cine moderno no fue jamás una variedad o una
continuación de la vanguardia experimental cinematográfica, de forma que ésta tuvo sus
propias vías de continuidad más o menos asintónicas con el modernismo y que
acabarían desembocando en el campo del video-arte y en las tendencias minimalistas o
conceptualistas.
El primero en importancia fue sin duda la irrupción del neorrealismo italiano en las
postrimerías de la Guerra Mundial. Sin reafirmar la idea hoy poco defendible de que el
neorrealismo significó una ruptura absoluta con el cine anterior, sí que podremos
destilar en alguna de sus múltiples variantes –casi tantas como cineastas podamos
adscribir al movimiento– muchos de los elementos que van a configurar la modernidad
cinematográfica, cuando no la génesis de las trayectorias fílmicas de algunos de los que
serían sus más eximios exponentes (Rossellini, Antonioni, Visconti, Fellini) ya en los
años 50.
Dentro del área francófona aún cabría añadir la aportación de Gilbert Cohen-Séat que,
con su Essaisur les principes d’une philosophie du cinéma. I. Introduction
genérale(1946), sentaba las bases de la “filmología” que fuertemente apoyada desde
sectores católicos y centrada en la Revue International Du Cinéma –fundada en 1947–
iba a tener un notable protagonismo en los años siguientes, través de figuras
interdisciplinares como Etienne Soriau. Entre los mitos de la filmología, claramente
enraizada en posturas fenomenológicas (a partir, por ejemplo, de Maurice
Mérleau-Ponty) y en los avatares de la psicología de la percepción, cabe señalar la
voluntad de remontar las posturas teóricas de la entreguerra a favor de una
sistematicidad y cientificidad insólitas en el pensamiento cinematográfico anterior o
incluso contemporáneo, lo cual repercutirá indudablemente en conferir un aura de
“seriedad” a la reflexión cinematográfica que permitirá después las institucionalización
de esos estudios en el ámbito universitario, completando –junto a la crítica– el aparato
legitimador de las propias aventuras del cine moderno.
Otro factor que iba a tener una importante influencia en el devenir de la modernidad
cinematográfica fue el descubrimiento de cinematografías ignotas hasta aquellos años
para el público europeo. Aparte de epifenómenos escasamente influyentes como Emilio
Fernández o Satyajit Ray, fue sin duda el conocimiento del cine japonés lo que iba a
hacer comprender que el monolitismo del cine clásico occidental era relativo, de que
otras sensibilidades culturales podían generar propuestas fílmicas no sólo interesantes
por su exotismo, sino por su operatividad sobre las prácticas fílmicas y teóricas de los
cineastas emergentes de la modernidad. La frecuentación de los festivales europeos, las
filmotecas y las salas de arte y ensayo por parte de nombres como Kenji Mizoguchi,
Akira Kurosawa o Yasujiro Ozu no podían dejar indiferente a los jóvenes críticos y
futuros cineastas.
Pero aún más importante será la aportación directa a la modernidad cinematográfica por
parte de algunos cineastas situados en una relativa periferia del epicentro
hollywoodense. Antes ya citamos el caso de Orson Welles, cuyas primeras películas –y
muy especialmente su debut en Citizen Kane (Ciudadano Kane, 1941)– iban a significar
un “shock” para muchos cineastas y críticos europeos, que debemos recordar la
conocerán con algún retraso debido a la guerra. Tanto en lo relativo al poderoso
despliegue técnico como a la voluntad estilística o el peso de la personalidad wellesiana
se vislumbran ya poderosos estigmas del cine moderno, algo que de una forma menos
explícita se irá revelando también en la obra de otro curioso periférico como fue Alfred
Hitchcock, que si bien trabajó siempre integrado el Sistema de Estudios, lo hizo
manteniendo una autonomía y asumiendo una “marca de fábrica” absolutamente insólita
en otros grandes cineastas como Ford, Hawks, Lang o Wyler, entre los cuales será
preciso rebuscar los aspectos más modernos de su cine tras la apariencia de acatamiento
extremo de las normas del clasicismo.
Paralelamente Astruc se refería a esa capacidad lingüística del cine cuando decía que
“se convierte poco a poco en una lengua. Un lenguaje, es decir, una forma en la cual y
mediante la cual un artista puede expresar su pensamiento, por muy abstracto que sea,
traducir sus obsesiones exactamente igual como ocurre actualmente con un ensayo o
con la novela (...) Por eso llamo a esta nueva era del cine la era de la “Caméra-stylo” (en
Romaguera y Alsina, 1980: 208). Evidentemente, la intención de Astruc era otra que la
de Bazin, puesto que mientras éste englobaba el carácter ligüístico en la propia realidad
material representativa de la imagen fílmica , para Astruc abría el campo de
posibilidades del cine a la expresión artística o intelectual, más allá de una
semantucidad puramente denotativa de esa imagen.
La idea del realismo psicológico abre la puerta a la subjetividad en las relaciones entre
representación fílmica y realidad. Ésta última no se ofrece ya como totalidad armónica,
sino que se desarticula y fragmenta en función de los flujos vivenciales del espacio y el
tiempo. La representación de la realidad queda al albur de la experiencia que de ella
tenga el sujeto y la función del artista/cineasta será más la de dar cuenta de esa
experiencia que no restituir una realidad objetiva y autónoma respecto de su observador,
aunque ello signifique asumir una estructura caleidoscópica, tan bien simbolizada por la
técnica del collage. Ello es posible en la confianza modernista revelada por Simmel
cuando habla de “la posibilidad de encontrar en cada uno de los detalles de la vida la
totalidad de su significado” (en Picó, 1988: 19) o cuando postula que “la esencia de la
modernidad como tal es el psicologismo, la experiencia y la interpretación del mundo
en términos de reacciones de nuestra vida interior, y por tanto como un mundo interior,
la disolución de contenidos fijados en el elemento fluido del alma, de la cual todo lo que
es sustantivo está filtrado y cuyas formas son meramente formas de movimiento” (en
Frisby, 1992: 51). Y ello aunque el horizonte de esa fragmentación y disolución pueda
ser la incomunicabilidad ante la experiencia intersubjetiva, eso que tan a fondo explora
Antonioni en sus reflexiones sobre la pareja.
Como muy bien señala Francis Vanoye, “en la crónica el relato se ciñe al punto de vista
del personaje, en la Historia domina el punto de vista del autor” (1991: 77). Pues bien,
en el cine moderno el autor habla muchas veces explícitamente a través de unos
personajes –“crónica de los sentimientos” retitula Antonioni a sus films– que no
pretenden tanto una entidad propia como una significatividad. De ahí que el
propioVanoye caracterice al personaje del cine moderno bajo los parámetros del
personaje problemático, opaco o incluso del no-personaje, sin olvidar la opción
brechtiana. Para el primero, a diferencia del protagonista del cine clásico no habrá
motivos y objetivos claros –como también advirtiera Bordwell–, se nos ofrecerá
inmerso en una crisis sentimental, social o profesional, no manifiesta una voluntad muy
precisa y se ofrece con na personalidad ambigua o ambivalente; recordemos al respecto
cómo lo ejemplifica en Te querré siempre: “una pareja (inglesa) en crisis, inmersa en un
ambiente extraño, desocupada, casi vagabunda y sin dominio real sobre lo que sucede,
que pasa de una situación a otra y de un encuentro a otro para ir a desembocar en una
especie de revelación final sin enlace lógico evidente con lo que antecede...” (Vanoye,
1991: 56). Posiblemente será este tipo de personaje problemático –el de La dolce vita
(La dolce vita, 1960), L’avventura (La aventura, 1960), Muriel ou le temps d’un retour
(Muriel, 1963), Le mépris (El desprecio, 1963), Antes de la revolución o Persona
(Persona, 1965)– el que de una forma más directa se convierte en representante de las
propias preocupaciones del cineasta, bajo la clave de la alineación y la desposesión de
uno mismo y de sus actos.
Aún más radical será la opción del personaje opaco según Vanoye: “Está vacío de
cualquier característica psicológica o sociológica demasiado afirmada o, en cualquier
caso, éstas se dan de entrada y como un todo en bruto, algo así como en ciertas películas
mudas. Es un cuerpo, una voz incolora, un rostro inexpresivo y unos gestos
inescrutables. Actúa poco –incluso nada en absoluto– y pasa de un estado a otro sin que
se subrayen las relaciones de causa-efecto que motivan sus cambios o ausencia de
cambios” )Vanoye, 1991: 57). Atinadamente se remonta Vanoye a la tradición del cine
humorístico, recuperada en los años de la modernidad –aunque fuese para criticarla– por
Jacques Tati, en su vaciado de psicología; será el caso de los Lancelot du Lac (Lancelot
du Lac, 1974), L’argent (El dinero, 1982), India song (India song, 1974), etc.
Sin embargo, aún me parece más adecuado asociar la nueva narratividad del cine
moderno con la ruptura del valor mimético de la representación del arte moderno, en la
medida en que las formas narrativas del MRI, volcadas hacia la transparencia e
inmediatez, corresponderían a la tradición de la representación mimética, si nos
atenemos a la concepción de Bordwell sobre la narración clásica: “(el film clásico)
presenta individuos psicológicamente definidos que luchan por resolver un problema
claramente indicado o para conseguir unos objetivos específicos. En el transcurso de
esta lucha, el personaje entra en conflicto con otros o con circunstancias externas. La
historia termina con una victoria decisiva o una derrota, la resolución del problema o la
consecución clara de los objetivos” (1996a: 157).
Esa discontinuidad narrativa resulta reforzada por el papel jugado por la nueva
concepción de la temporalidad y simbolizada por la emergencia de un nuevo tipo de
personaje, pero además se apoya en determinadas propuestas argumentales, como
pueden ser la importancia del azar –casualidad frente a la causalidad– que se constituye
incluso en una poética de lo imprevisto. A ello ayuda además la presencia de estructuras
itinerantes en el argumento, la construcción episódica del relato, ladesdramatización
revelada por la ausencia de clímax o por la selección de situaciones
mostradas, aceptando incluso lo trivial y cotidiano, en la línea instaurada por el
neorrealismo.
Esa visión personal del mundo, manifestada en la doble dimensión del guión y la puesta
en escena, fundamenta la constitución de “corpus” fílmicos personalizados que pueden
entrecruzarse con otros “corpus” de caracteres tan diversos como los géneros o los
movimientos y escuelas cinematográficas. Ahora bien, ¿quién instaura esa figura
autoral? Sin duda será antes la crítica que el propio público, asumiendo un doble
papeltambién tradicional en el seno de la modernidad artística, quien establecerá por
una parte la condición de autor y por otra intervendrá en la operación hermenéutica que
es inseparable del despliegue del arte moderno.
Asumido el carácter del cine como hecho cultural –que va de la mano en los orígenes de
la modernidad con la proliferación de cine-clubs y filmotecas y los esfuerzos por
cientifizar la teoría fílmica por parte de la filmología– el papel de la crítica se consolida
tanto en lo que tuviera de guía en las procelosas aguas de lo moderno, como en el
ejercicio de esa política autoral o incluso como campo de batalla contra lo viejo y
plataforma de lanzamiento hacia la práctica fílmica. No se trata pues tan sólo de
establecer desde la crítica criterios de orden axiológico , sino de desarrollar una labor
exegética a favor de una “lectura” productiva del film, motivada entre otras cosas por la
propia ambigüedad inherente a una narrativa moderna que se fundamenta en unanoción
relativista de la verdad.