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La guerra a muerte

Bolívar y la campaña admirable


(1813-1814)
La guerra a muerte
Bolívar y la campaña admirable
(1813-1814)

Manuel Hernández González


Director de arte: Marcelo López
Maquetación: Migdalia Morales

La guerra a muerte. Bolívar y la campaña admirable (1813-1814)


Manuel Hernández González

Primera edición en Ediciones Idea: 2014


© De la edición:
Ediciones Idea, 2014
© Del texto:
Manuel Hernández González

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almacenada o transmitida en manera alguna ni por medio alguno, ya sea elec-
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preso del editor
Índice

Introducción ..................................................................11

El primer estallido de la violencia gubernamental:


la sangrienta represión de la Rebelión de la
Sábana del Teque ....................................................13

La dictadura de Monteverde ...................................37

El decreto de guerra a muerte................................79

El fusilamiento público de españoles


y canarios en la campaña admirable....................100

De estos barros estos lodos: la violenta


contrarrevolución de Boves y Morales.................140

La visión de los contemporáneos del decreto


de guerra a muerte ...............................................173

7
La controversia en plena república de Venezuela
sobre la violencia en la contienda entre el
Marqués del Toro y su mayordomo canario........215

Conclusiones ..............................................................229

Bibliografía...................................................................247

8
Abreviaturas utilizadas

A.H.U.C.V. Archivo Histórico de la Universidad Central de


Venezuela.
A.G.M.S. Archivo General Militar de Segovia
A.G.M.A.B. Archivo General de la Marina Álvaro de
Bazán.
A.G.S. Archivo General de Simancas.
A.A.H. Archivo de la Academia Nacional de la Historia de
Venezuela.
A.G.N. Archivo General de la Nación de Venezuela
R.P.C. Registro principal de Caracas.
A.A.C. Archivo Archidiocesano de Caracas.
A.P.C. Archivo parroquial de Carúpano.
A.P.E.C. Archivo parroquial de El Consejo
A.P.M. Archivo parroquial de Maracay.
A.P.N. Archivo parroquial de Nirgua.
A.P.S.C.E Archivo parroquial de Santa Cruz de Escobar.
A.P.T. Archivo parroquial de Turmero.
A.H.N. Archivo Histórico Nacional de Madrid.
A.G.I. Archivo General de Indias.
A.N.W. Archivos Nacionales de los Estados Unidos.
Washington.

9
A.H.P.T. Archivo Histórico Provincial de Tenerife.
A.H.P.L.P. Archivo Histórico Provincial de Las Palmas.
M.C. Museo Canario de Las Palmas.
R.P.C. Registro Principal de Caracas.
A.M.L.L. Archivo Municipal de La Laguna.
B.U.L.L. Biblioteca de la Universidad de La Laguna.
B.M.L.O. Biblioteca Municipal de La Orotava.
B.N. Biblioteca Nacional de Madrid.
B.N.V. Biblioteca Nacional de Venezuela.
L.C. Biblioteca del Congreso de Washington.
A.H.A.R. Archivo de los Herederos de Álvarez Rixo.
A.D.C. Archivo Diocesano de Canarias.
A.R.S.E.A.P.T. Archivo de la Real Sociedad Económica de
Amigos del País de Tenerife.
CEDOCAM. Centro de Documentación de Canarias y
América.
AEA Anuario de Estudios Atlánticos.
CHCA Coloquios de Historia Canario-Americana
RHC Revista de Historia Canaria.
BANHV Boletín de la Academia Nacional de la Historia de
Venezuela.
AIAHUCV Anuario del Instituto de Antropología e Histo-
ria de la Universidad Central de Venezuela.

10
Introducción

Este trabajo tratará de abordar a partir del manejo de fuen-


tes documentales y testimonios de sus protagonistas uno
de los más discutidos períodos de la Guerra de Indepen-
dencia en Venezuela, la etapa intitulada de la Segunda
República, un efímero lapso de hegemonía republicana
en el país nacido de la Campaña Admirable, mediante la
que en pocos meses las tropas comandadas por Simón
Bolívar conquistaron desde la Nueva Granada el territorio
venezolano y pusieron fin a la Dictadura de Domingo
Monteverde con la entrada triunfal en Caracas el 6 de
agosto de 1813, a raíz de la que la municipalidad cara-
queña proclamó al mantuano Dictador y Libertador de
Venezuela el 14 de octubre de 1813.
Una controvertida fase del conflicto bélico en el que
acontece el decreto de Guerra a muerte emitido en Truji-
llo el 15 de junio de 1813 y el fusilamiento masivo de es-
pañoles y canarios en La Guaira, Caracas y el conjunto
de toda la geografía del País del Orinoco. Recogemos
como preámbulo la ejecución de canarios y criollos en
1811 a raíz de la llamada rebelión de los isleños de la Sa-
bana del Teque, en las inmediaciones de Caracas, por ser

11
el primer acto de inmolación de personas de proporciones
frenéticas en la recién creada Primera República y que
tuvo una influencia significativa en los acontecimientos
posteriores. A continuación la obra se centrará en el aná-
lisis de la Dictadura de Monteverde, argumentada por
parte de la historiografía partidaria de la independencia
como precedente y eximente del decreto de Guerra a
Muerte. Seguidamente el texto abordará el contexto en el
que se originó la citada declaración y su plasmación real
en la práctica a través de los fusilamientos masivos de ca-
narios y españoles. Un quinto capítulo recogerá los pun-
tos de vista de los protagonistas de la Guerra a Muerte de
los dos bandos y los testimonios recopilados por histo-
riadores decimonónicos a partir de fuentes e interrogato-
rios de sus protagonistas. Finalmente, se estudiarán las
consecuencias del decreto de Guerra a Muerte y de la
Campaña Admirable durante el gobierno llanero de Boves
y Morales y se acometerán las conclusiones. Como apén-
dice se recogerá un primer debate sobre la cuestión entre
dos protagonistas de ese período el Marqués del Toro y
su mayordomo canario Agustín Delgado desarrollado en
plena República de Venezuela. Una controversia que tuvo
su origen en un proceso judicial sobre el pago de sus sa-
larios en el que son interrogados un amplio elenco de
personas que abordan esa espinosa y compleja época del
devenir histórico venezolano.

12
El primer estallido de la violencia
gubernamental: La sangrienta represión
de la Rebelión de la Sábana del Teque

La sangrienta represión de la asonada acaecida en la Sa-


bana del Teque en las inmediaciones de Caracas el 11 de
julio de 1811 fue la primera decisión de condena a muerte
en masa emprendida por la República de Venezuela. Tan
desproporcionada medida, en un gobierno que tan solo
pocos días antes había proclamado la independencia, fue
un grave precedente de acontecimientos posteriores que
contribuyeron a ahondar en la profunda división de la so-
ciedad venezolana. Sería el prolegómeno de una zanja
que se tensería con la campaña admirable y que se ahon-
daría con la reacción subsiguiente encabezada por Boves
y Morales y que pondría fin a la efímera Segunda Repú-
blica. Salvador de Madariaga destacó la gravedad de estas
medidas hasta el punto de subrayar que «aquí es quizá
donde se inicia la futura guerra a muerte»1.

1
MADARIAGA, S. Bolívar. México, 1953. 2º ed. Tomo I, p.327.

13
Efectivamente, pocos días después de la proclamación
de la República, aconteció la llamada Insurrección de los
isleños. Era la confirmación de que las deserciones co-
menzaban a crecer entre los canarios de las clases bajas,
que la decepción y el desánimo cundía en ellos y tam-
bién en otros sectores populares. Un realista furibundo
como José Domingo Díaz refiere que los promotores
fueron el mercader canario Juan Díaz Flores, hermano
de Antonio, uno de los regidores del gobierno republi-
cano caraqueño y primo de Pedro Pablo Díaz, el céle-
bre dirigente y ministro republicano y de Ramón Díaz,
el coautor del Resumen de la Historia de Venezuela
junto con Baralt, que se mantuvieron fieles a la causa
republicana, y un caraqueño José María Sánchez.
En su opinión, «la impaciencia o la ignorancia hicie-
ron dar el grito mucho tiempo antes del que estaba de-
signado, y de un modo el más necio torpe y brutal. A
las tres de la tarde del 11 de julio sesenta individuos na-
turales de las islas Canarias se reunieron en los Teques
montados en sus mulas, armados de trabucos, cubiertos
sus pechos con hojas de lata y gritando ¡Viva el Rey y
mueran los traidores!». Tremolaban una bandera en que
estaban pintados la Virgen del Rosario y Fernando VII.
La rebelión fue pronto sofocada por haber sido dela-
tada por uno de sus organizadores. Sus cabecillas, de-
tenidos y conducidos a las cárceles, juzgados en tres
días, fueron fusilados 16 de ellos y colgados en la
horca2. Posición similar fue la del historiador español
Mariano Torrente que por carecer de la «necesaria calma

2
DIAZ, J. D. Recuerdos de la rebelión de Caracas. Caracas, 1961. p.92.

14
y paciencia para aguardar que el mismo exceso del mal
diera nuevas fuerzas a su legítima causa, se lanzaron a
una reacción mal calculada, cuyo malogro había de em-
peorar los necios y la situación de los verdaderos aman-
tes del gobierno real»3.
En el manifiesto hecho al mundo por la Confederación
de Venezuela, firmado por Juan Antonio Rodríguez Do-
mínguez en calidad de Presidente de su congreso y por
Francisco Isnardi como su secretario, fechado el 30 de
julio de 1811 y editado y traducido al inglés en 1812 en
Interesting Official Documents Relating to the United Pro-
vinces of Venezuela... In Spanish and English, se afirmó
que estaba detrás de ella el comisionado Cortabarría. Se
sostuvo que «después del decreto de las Cortes se ha or-
ganizado y tramado una nueva y sanguinaria conjuración
contra Venezuela por el vil emisario introducido pérfida-
mente en el seno pacífico de su patria para devorarla, se
ha alucinado a la clase más sencilla y laboriosa de los
alienígenas de Venezuela, se han sacrificado a la justicia
y tranquilidad los caudillos, conducidos a nuestro pesar
al cadalso». En el texto inglés se recogió que la más ino-
cente y laboriosa clase de importados colonos a la que se
referían eran «principalmente emigrantes de las Islas Ca-
narias, empleados en el cultivo de la tierra y estimados
por su sobriedad e industria»4.
Francisco Javier Yanes reconoció que sus «cadáveres
fueron destrozados, a usanza española, y puestos sus

3
TORRENTE, M. Historia de la revolución hispanoamericana. Madrid, 1829.
Tomo I, p.224.
4 Interesting Official Documents Relating to the United Provinces of Venezuela

... In Spanish and English Londres. 1812, pp.128-129.

15
despojos en varios puntos de la ciudad»5. Por su parte,
Gabriel E. Muñoz añadió a esa lista en el papel de diri-
gentes al médico grancanario Antonio Gómez y al fraile
dominico isleño Fray Juan García. Precisó que acaeció en
un sitio del noroeste de Caracas denominado la Sabana
del Teque. En él un grupo de hombres armados con tra-
bucos, pistolas y armas blancas pretendieron apoderarse
del cuartel principal. En él contaban con la complicidad
del cabo J. Roldán para allí armarse. Sin embargo, ataca-
dos y derrotados con facilidad, bien pronto fueron he-
chos prisioneros sus principales promotores6.
Un pariente de Díaz Flores, Francisco de Azpurúa, ca-
sado con una prima suya, hermana de Pedro Pablo y de
Ramón, contradijo la versión de José Domingo Díaz. Ar-
guyó que los isleños no fueron los directores sino sólo los
ejecutores, que detrás de ellos estaba el clero y un sector
de la élite local. Entendía que la represión se cebó sobre
los cabecillas, y particularmente sobre Díaz Flores, al que
descuartizaron «para aterrar con las reliquias de su cuerpo
a todos los compatriotas de Canarias, de que se compo-
nía una gran parte del vecindario de Caracas»7. Álvarez
Rixo, por su parte, sostuvo que «no tenían jefes inteligen-
tes que pudiesen corresponder a su leal intención, la cual
descubierta y, acometidos los isleños por los numerosos

5
YANES, F.J. Relación documentada de los principales sucesos ocurridos en
Venezuela desde que se declaró Estado independiente hasta el año de 1821. Ca-
racas, 1943. Tomo I. p.4.
6
MUÑOZ, G.E. Monteverde. Cuatro años de historia patria, 1812-1816. Ca-
racas, 1987. Tomo I, p. 35.
7
AZPURUA, R. «Breves observaciones a los recuerdos que sobre la rebelión
de Caracas acaba de publicar en esta corte el señor José Domingo Díaz». En Ma-
teriales para el estudio de la ideología realista de la Independencia. AIAH Nº4-
5-6 Caracas, 1967-69. Tomo II. pp.1107-1108.

16
revolucionarios fanáticos, estimulados más bien por el ali-
ciente de saquear los caudales que habían agenciado los
canarios con su industria y economía, que, inteligencia-
dos de lo que significaban las conveniencias civiles que
sus corifeos proclamaban, ganaron el punto y cometieron
horribles iniquidades con los isleños que pillaron, cuyo
relato horroriza. Su sangre no quedó del todo sin vengar»8.
El hacendado independentista canario Antonio Asca-
nio Franchi Alfaro planteó que el origen de la rebelión
partió de la tormenta derivada de la proclamación de la
independencia absoluta el 5 de julio de 11. En su inter-
pretación como testigo presencial arguyó que, «disgusta-
dos estos hombres con el acto de la independencia
absoluta, porque estaban creídos que la Junta Suprema
de Caracas defendía los derechos de Fernando 7º hasta su
vuelta de Francia, a donde lo había hecho conducir cinco
años Napoleón y animados secretamente por algunos co-
misionados del Congreso ya instalado en Caracas para
que se encontraban en pugna con el poder ejecutivo es-
taban lanzando en un motín con la idea de destruir el go-
bierno, creyendo que el Congreso estaba de acuerdo y
que deseaba poner de nuevo al país bajo la dominación
de los españoles, únicos objetos de su resolución. Reuni-
dos, pues, en la sabana de Colusita (sic) un número de
400 a 500 hombres bien armados, a donde iban llegando
en partidas por diversas direcciones, emprendieron atacar
al cuartel veterano por su espalda, pero fueron individual-
mente atacados, dispersos y aprehendidos por las tropas
del gobierno y por el pueblo y después de un juicio a que
fueron sometidos, fueron sentenciados varios de ellos,

8
ÁLVAREZ RIXO, J. A. «Anécdotas...», p.190.

17
entre los que se encontraba un hombre gigantesco y algu-
nos criollos de color, pasados por las armas. Ya entonces
un cuerpo de ellos se había portado muy bien en la gue-
rra contra Valencia, atacada por las armas de Caracas al
mando del general Miranda, pero desde el día que ellos se
sublevaron contra el gobierno no había más que contar
con ellos»9.
Rafael Baralt y Ramón Díaz reafirmaron su carácter de
conspiración torpe por lo precipitada. Pero señalaron al-
gunas precisiones de interés. Refrendaron que estaban
bien hallados en el país con familia la mayoría. Fueron
muy adictos al principio, pero más tarde se desengañaron
«en los medios que se emplearon para reparar el mal de
los primeros derroches, y temiendo por sus bienes, ame-
nazados de onerosas derramas, empezaron a desear el
restablecimiento del gobierno antiguo». Pese a ello fraca-
saron porque «eran generalmente ignorantes y debían
quedar rezagados en la marcha nuevamente emprendida,
supersticiosos». La ironía no deja de tener una peyorativa
carga social: «Estaban caballeros en mulas, armados de
trabucos y sables»10.
Baralt y Díaz estaban exponiendo los reales condicio-
nantes de la actitud de «estos rudos isleños»: tenían miedo
a las onerosas contribuciones del gobierno. Por su igno-
rancia, se les incitaba a la rebelión y a la proclamación del
antiguo orden. Pero ese es un juicio que nos debe llevar al
quid de la cuestión, la desconfianza de las clases bajas cre-
cía hacia la política gubernamental, potenciada o no por los
clérigos o por los españoles. Esos isleños se rebelaron de

9
ASCANIO FRANCHI ALFARO, A. Op. cit., p.96.
10
BARALT, R.M., DIAZ, R. Op. Cit. Tomo 2. p.86.

18
forma ingenua. Se les trató de reprimir simbólicamente con
la barbarie del descuartizamiento. La proclama del Go-
bierno era concluyente: «Hombres vendidos a déspotas
tanto más despreciables cuanto son la hez y la execración
de las naciones, han hecho en esta tarde un esfuerzo que
para siempre va a librarnos de su odiosa presencia y del es-
pectáculo abominable de su estupidez y envilecimiento»11.
El arzobispo Coll y Prat planteó que la rebelión fue
emprendida por «unos canarios necios que sin plan ni
concierto, y de un modo más impotente que el de la re-
volución de los Linares en octubre de mil ochocientos
diez, se arrojaron a una especie de motín que puso en
consternación a todas las familias». Aportó unos testimo-
nios de gran interés que contribuyen a explicar sus mó-
viles: «los titulados patriotas les habían en su despecho
conminado, si no se adherían a su partido, con que les
despojarían de sus pulperías y creyeron que con la inde-
pendencia les era llegado el caso. Unos pocos pulperos
del barrio de los Teques, al comenzar la tarde del día
once, y a resultas de altercados con un zambo, se pusie-
ron a dar gritos contra la independencia y el Congreso, a
tiempo que al tiro de un cohete hicieron otro tanto otros
pulperos del barrio de San Juan, y en medio del alboroto
suscitado en una y otra parte, se hizo una muerte y hubo
algunas heridas. El Gobierno, que todo era ojos, empleó
inmediatamente las armas, una chusma de pardos, ar-
mada de sables, corrió con precipitación a aprehender a
tos los pulperos canarios. Esa fue la revolución llamada
de los Isleños, que, obligando a todos los vecinos a cerrar

11
BLANCO AZPURUA. Documentos para la historia de la vida pública del
libertador. Tomo III. Caracas, 1878. p.161.

19
sus ventanas y puertas, preparó a los gritones y a aque-
llos quienes habían confabulado su proyectado intento la
muerte o el destierro»12.
El regente Heredia recogió el testimonio del que sería
más tarde Intendente, Dionisio Franco, que se hallaba en-
tonces en Caracas por falta de ocasión para salir. Subrayó
que su denominación se debía a que recibió ese nombre
«porque eran los canarios los principales autores y casi
todos los que entraron en el proyecto». Sostuvo que el
proyecto «era tan descabellado y atroz que en caso de ha-
berse verificado, sólo hubiera servido para que se mata-
ran unos a otros los habitantes de Caracas sin saber
porque lo hacían». Añadió que lo hubiera delatado de
tener noticia anticipada de él13.
El carácter categórico de la decisión gubernamental no
hizo sino propalar la llama del odio que se extendería
como la pólvora. Álvarez Rixo lo sentenció con estas trá-
gicas palabras: «su sangre no quedó del todo sin vengar».
Los odios larvados estallan en la Primera República. Ren-
cores diversos, de todos los disconformes con el nuevo
orden, inconexos, sin ideas claras, que son no sólo de is-
leños de orilla, sino también de pardos, de mulatos, de es-
clavos. Con toda su crudeza un canario de la elite como
Antonio Ascanio precisó con toda su contundente el di-
lema y la contradicción en carne viva que tendrán que
sentir sus compatriotas a partir de entonces y que será
una constante dicotomía en su valoración en la sociedad

12
COLL Y PRAT, N. Memoriales sobre la independencia de Venezuela. Estu-
dio preliminar de Manuel Pérez Vila. Caracas, 1960, pp.172-173.
13
HEREDIA, J. F. Memorias del Regente Heredia. Prólogo de Blas Bruni Celli,
Caracas, 1986, p.46.

20
venezolana. Expresó que «no dejaron de sorprenderse los
patriotas a vista de semejante conducta, pues creían contar
en caso de necesidad con 4 o 5000 isleños que se encon-
traban regados en el país y los suponían poseídos de otros
sentimientos, tanto porque habían encontrado en él su for-
tuna, como porque no podían tenerse por españoles, ya
porque las Canarias pertenecían a África, ya porque eran
gobernados por las mismas leyes con que la España go-
bernaba a los americanos, demasiado pesadas ya para unos
y otros». Para los venezolanos eran en efecto criollos.
Sin embargo, las clases bajas canarias, según el isleño,
eran «hombres imbéciles, ignorantes y supersticiosos en
extremo». Creía que «era un pecado mortal tomar las
armas contra el Rey, aunque el Rey los gobierne con una
vara de hierro y se declararon abiertamente enemigos de
Venezuela. Estos testimonios de ingratitud atormentó de-
masiado a los nativos (...) del trato particular que les dio
el gobierno del país, y al ver que debían pesar la tierra en
que habitaban porque en ella encontraban fortuna y re-
presentación, se convirtieron en unas fieras y en groseros
esbirros del despotismo, su conducta sanguinaria sobre-
pasaba incluso a la de los españoles, porque muchos de
estos fueron caritativos y generosos; y la entrada de Mon-
teverde, hijo de Canarias, puso el sello a la fanática bar-
barie». Con rotundidad reflejó Ascanio en 1839, fecha en
torno a la que redactó su autobiografía, que, pese a los
años transcurridos, e incluso después de haberse promo-
vido su migración apenas proclamada la República de Ve-
nezuela en 1830, no le quedaba más remedio de señalar
que «así fue que con este indigno y depravado comporta-
miento, hecho sobre sí y sobre sus compatriotas, que jamás
se olvidará. Veinte y ocho años han transcurrido ya de

21
aquella época fatal y el nombre de isleño es todavía opro-
bioso. La inmigración de ellos promovida por el gobierno
decretando contratas para pagar su pasaje, en lugar de
apagar la memoria que dejaron sus atentados, más bien
revive, porque, al verlos llegar constantemente a nuestras
playas, se presentan al momento los sucesos del año ac-
tual y 12, yo me atrevo a decir que si se presentara de
nuevo la ocasión por el gobierno si apareciese (...) resti-
tuido, como he dicho de canarios, a pesar que desde las
guerras de la independencia solo vi a los españoles en el
campo de batalla no han dejado, aunque indirectamente,
de alcanzarme algunas chispas de su depravada conducta.
Considérense, pues, cuales son los efectos de una guerra
de partidos y cuan extraordinarios los acontecimientos de
una revolución»14.
El cubano Francisco Javier Yanes, consuegro del ante-
rior, otro testigo presencial de los hechos, calificó la re-
belión de espantosa y conceptuó de acertada su
represión «por las acertadas providencias del gobierno y
la actividad y el entusiasmo de los patriotas». Se actuó
con celeridad y en pocos días, el mismo 17, seis días des-
pués, por el tribunal de vigilancia los considerados prin-
cipales autores y agentes de la conjura fueron
condenados al último suplicio, a presidio y pérdida de
sus bienes y al expulsión del territorio de la confedera-
ción. Ese mismo día «fueron fusilados y suspendidos des-
pués en la horca en la plaza de la Trinidad don José
María Sánchez, don Juan Díaz Flores, F. Atanza, N. Mar-
nuevo, el moreno Simón Cuadrado y otros hasta el com-
pleto de diez, cuyos cadáveres fueron destrozados a

14
ASCANIO FRANCHI ALFARO, A. Op, cit., p.96-97.

22
usanza española y puestos sus despojos en varios pun-
tos de la ciudad y de sus inmediaciones»15.
Fue un acto de despiadada crueldad y saña en una re-
volución que acababa de comenzar y que repetía los mis-
mos rituales de terror que habían adoptado las autoridades
del Antiguo Régimen con los amotinados, incluido el des-
cuartizamiento de los cadáveres y su exhibición pública.
Ni los requerimientos del diputado Ramírez, que había pro-
puesto como «útil y conforme a la humanidad, disminuir el
número de víctimas y castigar sólo a los cabecillas, sorte-
ando, quintando o diezmando a lo demás» no tuvo res-
puesta, como tampoco la petición de Antonio Díaz Flores
y de su mujer que imploraban un indulto de éste «en ob-
sequio de la independencia». Coll y Prat trató de interceder
ante el Congreso en favor de los presos. Representó en su
favor, pero sus ruegos fueron desatendidos. Especificó que,
«bajo protestas de veneración y sentimiento, fueron ahor-
cados el diez y ocho siete canarios, dos negros del país y
don José Sánchez, natural de Caracas»16.
Heredia, que bebía del testimonio de Dionisio Franco,
reflejó que su represión fue un mal preludio para la inde-
pendencia, «pues debía hacerla desagradable a un pueblo
hasta entonces dulce y humano, al ver manchado con san-
gre los primeros pasos de la carrera política». En el mismo
acto del alboroto y en el mismo mes fueron «ahorcados
cinco o seis entre ellos el nombrado Juan y medio por su
estatura agigantada, y otros muchos sufrieron encierros y

15
YANES, F.J. Relación documentada de los principales sucesos ocurridos en
Venezuela desde que se declaró Estado independiente hasta el año 1821. Cara-
cas, 1943. Tomo I, pp. 3-4.
16
COLL Y PRAT, N. Op. cit. p.173.

23
confiscaciones»17. Debe referirse con ese apodo a Juan Díaz
Flores, originario de La Zarza, pago del actual municipio ti-
nerfeño de Fasnia. Francisco Javier Yanes reconoció que
«esta resolución y los actos de justicia que siguieron divi-
dieron definitivamente a los habitantes de Venezuela en
dos partidos: el de los europeos y canarios, que se deno-
minó de los Godos, y el de los criollos, en que había mu-
chos españoles, que se les llamó de los Patriotas, al que
dieron aquellos varios apodos. Tratose en el Congreso de
conciliarlos por medio de una ley que prohibiese y casti-
gase todo apodo o cualquier palabra injuriosa y picante»18.
Se atribuye a Vicente Salías esa primera caracterización de
godo, que más tarde se extendería también a los conserva-
dores, pero indudablemente en los dos bandos militaban
mayoritariamente los mismos venezolanos y no sólo había
españoles en los partidarios de la independencia, sino mu-
chos criollos de todos los sectores sociales en los llamados
godos. Miranda en el congreso propuso que los europeos
fuesen llamados y que se les expresase que al gobierno le
animaba «su amor a la paz y sus deseos de que todos vivie-
sen en fraternal unión». Sin embargo, otros diputados consi-
deraron que sería tan infructuosa esa convocatoria como la
efectuada días antes «a los isleños por medio de personas
escogidas y respetables, como fueron el diputado Cabrera,
don Fernando Key y Muñoz, los Eduardo, Medranda y otros
canarios que conocían la marcha y el espíritu del gobierno»19.
Tan arraigada quedó esa noción entre los patriotas de
considerar la rebelión como origen de la tolerancia hacia

17
HEREDIA, J. F. Op. Cit. p.46.
18
YANES, F.J. Op. cit. Tomo I, p.4.
19
YANES, F.J. Op. cit. Tomo I, pp. 5-6.

24
los godos, que el propio general Santander en 1821 su-
brayó que «en ninguna provincia de Colombia existían tan-
tos españoles como en la de Caracas y en ninguna quizá
les daban más influjo las conexiones y riqueza». Eran la
punta de lanza del partido conformado por disidentes a la
Gran Colombia, que la indulgencia del Libertador en la
campaña de ese año «favoreció a los españoles y criollos
desafectos de la provincia de Caracas y les dio ánimo para
seguir viviendo en el país y trabajar por los intereses de
España». Tras mostrar la similitud entre el partido antico-
lombiano, luego llamado godo, con los partidarios de la
causa española, apuntaba a la raíz de los males en la re-
belión de la Sabana del Teque, derivada según su inter-
pretación del radicalismo antigubernamental de la Sociedad
patriótica, que dio alas a «españoles e isleños, que obser-
varon que en los mismos patriotas tenían ayuda para des-
acreditar la revolución en cabeza de los gobernantes,
empezaron a asociárseles y a mostrar gran liberalidad, y
bajo esta égida pudieron disponer la contrarrevolución que
generalmente es conocida con el nombre de la Revolución
de los isleños. Iguales pasos lleva ahora la conducta de los
desafectos a la capas del pequeño partido de liberales que
contradicen toda la marcha de la República»20.
El 27 de julio de 1811 cinco nuevas personas habían
sido condenadas como reos de conspiración al último su-
plicio. Roscio, que era diputado y secretario de Justicia y
Hacienda, sostuvo que «en Caracas se contuvo en el mo-
mento de su explosión por la energía del pueblo; y luego,
por la sentencia del magistrado, fueron ajusticiados diez

20
Reprod. en PARRA PÉREZ, C. Mariño y la independencia de Venezuela. Ma-
drid, 1955. Tomo III, pp.419-421.

25
y siete». Justificó las ejecuciones aludiendo al hecho de que
«sin esta sangre derramada nuestro sistema sería vacilante y
nuestra independencia no quedaría bien establecida»21. Una
de ellas, la del fraile canario Juan García, se le conmutó por
la intercesión del arzobispo Coll en cinco de reclusión y a
Miguel Portilla en extrañamiento por los servicios prestados.
Era bien nítido que el gobierno no las tenía todas con-
sigo en cuanto a los promotores reales de la rebelión. El
mismo Yanes reconoció «el rumor popular y algunos indi-
cios que constaban del proceso denunciaban como cóm-
plices o sabedores de la conspiración a los diputados don
Nicolás de Castro, don Manuel Vicente Maya y don Juan
Nepomuceno Quintana, al Marqués de Casa León, al Arzo-
bispo, al canónigo don Juan Vicente Echevarría, a don José
Tovar, don Juan Esteban y don Miguel Echezurría, don Be-
nito Austria, don Francisco Iturbe, don Vicente Galguera,
don Isidoro Quintero y don J. Mintegui, pero no hubo prue-
bas bastantes contra estos sujetos». Sólo se decidió final-
mente el extrañamiento del territorio de la confederación
del médico grancanario Antonio Gómez, del que hablare-
mos con amplitud más adelante, por estar acusado de par-
ticipar en la conspiración. Pero lo cierto es que la imagen
de la Primera República quedó gravemente puesta en en-
tredicho en el exterior, como reflejó el diputado, ya que se
escribieron cartas en las que se acusaba a la revolución de
ahorcar a los conspiradores del 11 de julio «sin haberles
oído, ni formado proceso, y así lo anunció el papel que se
publicaba en Londres con el título El Español»22.

21
ROSCIO, J.G. Obras. Compilación de Pedro Grases. Caracas, 1953. Tomo
III, pp.37-38.
22
YANES, F.J. Op. cit. Tomo I, pp. 7-8.

26
En el proceso constaba que Juan Díaz Flores había tra-
tado y conferenciado con varias personas sobre el pro-
yecto de conspiración y sobre los medios para ejecutar
esta empresa, «seduciendo a diferentes individuos y con-
sultando con otras la forma de corromper y traer a su
favor todos los batallones de esta ciudad, agregándose a
esta la conducta que ha observado en estos últimos tiem-
pos de pasearse diariamente y entrarse en las más de las
bodegas y pulperías donde se encontraban isleños a
quienes poder alucinar, tratando secretamente con ellos
en lo interior de sus casas».
Entre los insurrectos Antonio Pinto y Agustín Méndez
recibieron el primero «una herida de resultas de haberse
reventado el trabuco que disparó, y el segundo fue en-
contrado con cartuchos de pólvora y bala, convictos ade-
más por un considerable número de testigos de haberse
presentado con una pistola en la mano y donde quedó
mal herido, muriendo después en el hospital su compa-
ñero Don Ángel Tejera». Francisco González fue acusado
de haber tratado de seducir al fundidor Luis Antonio Toro
y Don Marcos Hernández Tarife. Fueron condenados a la
pena capital Francisco de Paula Francia, Simón Cua-
drado, Hilario Burón, Pascual Arance y Tomás García
que, «después de haber estado veinte y cuatro horas en
capilla, serán fusilados, en defecto de verdugo y sucesi-
vamente suspendidos sus cadáveres en la horca por es-
pacio de dos horas»23. A dos de ellos, Francisco de Paula
Francia y Simón Cuadrado, se le cortarían las cabezas y
«se las enclavarían en unas picas elevadas con una tarjeta

23
Juicio reproducido en «Causa de Infidencia de Juan Escalona». BANH nº369.
Tomo XCIII, Caracas, 2010, pp. 185-186.

27
donde se lea por traidores a la Patria, se fijen una en la
entrada principal de Occidente y la otra en la de Oriente».
José María Sánchez, Juan Díaz Flores, Domingo Piloto,
Agustín Casañas, Hilario Quintero, Francisco Padrón, An-
tonio Pinto, Agustín Méndez, Francisco González y Marcos
Hernández Tarife, calificados de traidores a la Patria, se les
condenó con la pena capital. En caso de no haber horca ni
ejecutores suficientes se les pasaría por las armas en diez
banquillos y se les pondría después en horca por espacio
de dos horas, procediéndose después a la colocación de
sus cabezas en los lugares designados. Tal medida se jus-
tificaba por «la absoluta necesidad de un escarmiento»24.
Por su parte a los canarios Antonio López, Juan Gar-
cía Arbelo, Manuel Yumar, José González de Ara, Francisco
Jiménez, Antonio Betancourt, José Martín Castellano y Cris-
tóbal Perdomo se les destinó al trabajo en las obras del Es-
tado con grillete al pie, a ración y sin sueldo por espacio de
5 años. A cinco años lo fueron Bernardo Yanes, José Gon-
zález Borges, Marcos Estévez, Francisco Méndez, José
Alonso Montesdeoca, José Méndez y José Torres, condena-
dos por una pena menor por no haber seducido a otros ni
concurrir al sitio del Teque. Finalmente, Pedro Manzanares
y Agustín Alonso Vargas por ser solo sabedores. Todos
los bienes de los reos quedaban confiscados a favor del
erario nacional. Una vez cumplidas sus penas serían «per-
petuamente extrañados de la Confederación de Vene-
zuela» bajo de pena de muerte si regresan sin su permiso.
Finalmente, Juan de Dios Frías, José Vicente López, Fran-
cisco Martín Bautista, Santiago Freytes y Félix Real, «sos-
pechados solamente de partícipes en dicho proyecto por

24
«Causa de Infidencia de Juan Escalona», p.192.

28
las circunstancias del lugar y dirección en que fueron
aprehendidos» se les condena al servicio militar por cinco
años en el ejército de Occidente. A Sebastián León de
Frías a multa de 500 pesos por su edad avanzada y acre-
ditada conducta por habérsele hallado armado y a José
Antonio Rasquín por su desafección al Gobierno y haber
difundido especies en su descrédito extrañamiento per-
petuo y remisión a Europa o Islas Canarias25.
Se procedió contra sus bienes incluso a aquellos que
fueron condenados a delitos menores, como el tinerfeño
José Alfonso Montes de Oca, que había sido vecino de
Caracas por espacio de más de 23 años. Al ser detenido
el escribano Rafael Sagobal, acompañado del abogado
Pedro Garrido, pasó a registrar y sellar tres casas de su
propiedad. En una de ellas habitaba y manejaba una
tienda pulpería en la esquina inferior de la quebrada de
lazarinos. A los dos días, «según tuvo noticia por su es-
clava morena María del Carmen» supo que Jacinto Ibarra
con el expresado había entrado en ella, dispuesto los
efectos y moneda de plata que en cantidad de quinientos
pesos dejó en ella al tiempo de su arresto«. Sin embargo,
estuvo privado de comunicación quince meses «y cargado
de grillos y cadena». Con la ocupación de Caracas por los
realistas, solicitó el 8 de agosto de 1812, que se le intimase
al expresado Ibarra que diese razón del embargo o se-
cuestro que hizo de sus bienes. Su paisano Antonio Guan-
che fue notificado que se veía obligado a abonarle 700 y
pico pesos de la pulpería citada «que se embargó y re-
mató por orden del anterior gobierno extinguido»26.

25
«Causa de Infidencia de Juan Escalona».p.189.
26
A.A.H. Judiciales.198-909.

29
El 7 de agosto se ordenó la ejecución de Francisco Rol-
dán, se elevó el rango a segunda clase de Domingo
Ramos y se extendió la condena a José Reyes, José Chi-
nea, José Malnuevo, Agustín González, Esteban Padrón y
Domingo Hernández al servicio de obras públicas y tra-
bajo en el matadero y al primer batallón veterano a Fran-
cisco González, Ramón Ávila y Joaquín Reyna27.
Los mismos británicos quedaron impresionados con
las noticias de esas ejecuciones. Bentham manifestó a
James Mill el efecto desfavorable de «las matanzas» para la
causa caraqueña. Éste último requirió a López Méndez y
a Bello que las aclarasen en el Morning Chronicle. En
carta dirigida a este último, fechada el 11 de diciembre
de 1811, le relató que habían tenido una larga conversa-
ción con Bentham y Kol que tales matanzas habían cau-
sado en el pueblo profundas impresiones. La de Molini,
que menciona que tales ejecuciones eran «el único sacri-
ficio de vidas hecho a la revolución fuera del campo de
batalla, suministra, entre otras pruebas, un fundamento
para contradecir las aserciones de los españoles y otros
enemigos de la independencia sudamericana»28.
El gobernador de Trinidad Hislop, residente por en-
tonces en Londres, escribió a Lord Liverpool, subrayando
que «once comerciantes respetables de Caracas han sido
ejecutados sin proceso el 17 de julio y sus propiedades
confiscadas. El 19, trescientos europeos más fueron arres-
tados, se ignora su destino, pero los propietarios han de-
bido ser arrestados»29.

27
«Causa de Infidencia de Juan Escalona», p.193.
28
FERNÁNDEZ LARRAÍN, S. Cartas a Bello en Londres, 1810-1829. Santiago de
Chile, 1968, pp. 75-76.
29
Cit. en PARRA PÉREZ, C. Historia de la Primera República. Caracas, 1992, p.314.

30
Los franceses Poundex y Mayer consideraron la colo-
cación de sus cabezas «atrocidad inútil, que prueba la es-
casa influencia que habían ejercido sobre las costumbres
los cambios políticos de Venezuela, puesto que no se
abolía la práctica de poner a la vista testimonios indig-
nantes de la vindicta pública»30. El biógrafo de Miranda
Ricardo Becerra expuso como fueron ejecutados en ape-
nas cuatro días «con aplicación estricta de todas las horri-
bles formalidades y menudencias de la penalidad
entonces vigente. Estimó que esa excesiva represión, «con
mucho superior a la importancia del hecho y la culpabi-
lidad de sus autores, había debilitado «ante el tribunal de
la Historia la voz de protesta alzada luego por los ameri-
canos contra la servicia y crueldades de los partidarios de
la Corona»31. El cronista bolivariano Mancini calificó la de-
cisión del tribunal de vigilancia de «un deplorable exceso
de celo», que les llevó a seguir «una práctica cuya conti-
nuación no se hubiera esperado de los patriotas», al cor-
tarse sus cabezas para exponerlas en los caminos32.
El juez Escalona, que era triunviro del poder ejecutivo
de Venezuela, y que, pese a ese cargo relevante y su papel
en la represión, se le abrió una causa de infidencia por la
que fue solo momentáneamente encarcelado y más tarde
liberado por Monteverde, hasta el punto de incorporarse
a la campaña admirable y ser designado por el Libertador
en octubre de 1813 gobernador militar de Valencia, llegó
incluso a dictar estas instrucciones: «en caso que por un

30
POUNDEX, H., MAYER, F. «Memoria para contribuir a la historia de la re-
volución de la capitanía de Caracas». En Tres testigos europeos de la Primera Re-
pública (1808-1814). Caracas, 1974, p. 144.
31
BECERRA, R. Vida de Miranda. Caracas, 1986. Tomo II, p.220.
32
Cit. en PEREYRA, C. La juventud legendaria de Bolívar. Madrid, 1932, p.353.

31
desgraciado accidente que no soy capaz de prever, se re-
pare que los reos intenten la fuga creídos hay pérfidos
que les protejan, y aunque así sucediese, el oficial de
guardia asegurará antes de atender al tumulto de los re-
beldes, a los reos, quitándoles la cabeza o baleándolos.
Su existencia importa nada, y sí concluir con el último
traidor». Mas, no contento con esta apenas velada incita-
ción a la ley de fugas, mandó revestir las tapias de la cár-
cel con mampostería, dejando solamente un pequeño
agujero en cada una». Coronó su obra con esta orden: «A
las horas de la noche, que tenga a bien el oficial de guar-
dia puede requisar los reos, aumentar su seguridad y ha-
cerles entender sin usar de palabras y conversaciones son
reos, tienen delitos y merecen expiarlo»33. Tales términos
y actuación demuestra hasta qué punto el odio estaba
desatado incluso en el mismo tribunal encargado de dic-
taminar sentencia.
El propio arzobispo Coll explicó como solo su inter-
cesión por fray Juan García fue coronada por el éxito. Re-
lató que a éste «un arrojo indiscreto le hizo caer en manos
del tribunal de vigilancia que sin mi previa participación
le puso en la sala de Corona». Por su mediación se le mi-
tigó la pena de muerte a que le hubiera condenado, le
sentenció el 5 de agosto a cinco años de encierro. Pero no
sólo consiguió tal conmutación por su celda conventual,
de la que pidió permiso para oficiar la misa, sino que des-
pués del terremoto fue puesto fuera de todo encierro.
Ejerció libremente su oficio a la sombra del Prelado, de-
jándole encomendado la reedificación de su convento34.

33
«Causa de Infidencia de Juan Escalona». MADARIAGA, S. Op. Cit. Tomo I,
p.327.
34
COLL Y PRAT, N. Op. cit. p.174.

32
El 12 de julio una representación de 60 isleños vecinos
de Caracas ya había tratado de desmarcarse de la acusa-
ción general que se les hacía de desafectos a la indepen-
dencia. Expresaron que se sentían consternados por la
rebelión. Pensaban que estos paisanos que delinquieron
contra el gobierno lo hicieron «seducidos y engañados por
los descontentos, que les habrán hecho creer que se tra-
taba de despojarles de sus intereses». Habían sido embau-
cados por los reales impulsores del movimiento que les
anunciaban que sus bienes habían sido confiscados por la
República. Señalaban que aún así, «no siendo esto motivo
justo para que por una regla general se comprenda a todo
el paisanaje, tampoco debe serlo para que bajo ese con-
cepto nos veamos a cada instante insultados del pueblo,
como ya lo han hecho con algunos y tememos justamente
que lo ejecute con los demás».
Entendían que no habían maquinado jamás contra el
Gobierno, pero algunos de ellos habían dejado sus casas e
intereses por temor a las vejaciones e injurias. Pidieron al
ejecutivo que se les garantizase protección, pues estaban a
favor de la República y eran buenos ciudadanos. Práctica-
mente la totalidad de los firmantes eran mercaderes y pe-
queños propietarios. Excepto el comerciante Esteban
Molowny, todos los demás habían adquirido una cierta es-
tabilidad económica partiendo de un origen humilde o de
modestos niveles económicos en las islas. Entre ellos, Gon-
zalo Lima Quintero, el herreño que se estableció en Cha-
cao, padre del Doctor Ángel Quintero, diputado por
Caracas en las constituyentes de 1830 y del médico y abo-
gado Tomás Quintero, espía al servicio de la Gran Colom-
bia en España, ni tan siquiera sabía firmar. Es bien
significativo que esta representación fuera sólo rubricada

33
por este sector social, sin que apareciera una sola firma de
los de más alta esfera. El objetivo era claro, desligarse de
«la masa ignorante»35.
El Gobierno decretó un día después que tenía reitera-
das pruebas de su «afectuosa sinceridad», que debía casti-
gar a los delincuentes, sea cual sea el país en el que
hubieran nacido. Les expresó que había tomado provi-
dencias para que «vivan seguros de la situación que merece
su conducta» y que si así lo hacen pueden tranquilizarse y
continuar sus honestas ocupaciones bajo la especial pro-
tección del Gobierno que castigará con la mayor severidad
a quienes los insulten o ultrajen36. Pero la espita del odio
social y étnico se había abierto. Los acontecimientos pos-
teriores no harían más que ahondar en ella.
El testimonio de parientes y amigos de uno de los eje-
cutados, el orotavense Antonio Pinto, demuestra hasta
qué punto tales sucesos eran conocidos no solo por los
canarios residentes sino por los afincados en las Islas37.
Arcabuceado por los insurgentes, decapitado y colgado en
Caracas, «para horrorizar a los demás que se interesaban, y
seguían las mismas máximas del difunto»38. La noticia llegó
a La Orotava tanto a través de varias cartas de emigrantes,

35
Gaceta de Caracas. 16 de julio de 1811.
36
Ibídem.
37
«Se declaró a favor de la buena causa y defensa del rey nuestro Señor (que
Dios guarde) de la Patria y conservación de nuestra santa Religión», reveló su
mujer; «porque parece se había unido a otros para defender el partido que obe-
decía el Gobierno de Nuestra España», dijo un indiano retornado. Declararon
como testigos de lo acontecido varios emigrantes que habían regresado: Gabriel
Alemán, de La Vega (Gran Canaria); Domingo García, de La Orotava, José Her-
nández Trujillo, de Guía de Isora y D. José Martínez Oramas, del Puerto de La
Cruz. FAJARDO SPÍNOLA, F. Las viudas de América. Mujer, Migración y Muerte.
Tenerife, 2013, p. 46.
38
FAJARDO SPÍNOLA, F. Op. Cit. p.46.

34
como de relatos de indianos retornados que presencia-
ron la ejecución o la oyeron contar a «otros distintos pai-
sanos que la gozaron»39. Marcos Estévez, de Icod, que,
junto con otros canarios, había sido preso en el castillo
de Puerto Cabello, fue liberado en julio de 1812 cuando
las tropas del general Monteverde ocuparon el puerto.
Incorporado a las filas realistas, murió enseguida lu-
chando contra los patriotas40. El desarrollo de los acon-
tecimientos bélicos y políticos se podía seguir en Canarias.
En una carta escrita en diciembre de 1812 desde la villa de
San Carlos y dirigida a Fasnia, su autor refiere cómo, ante
los sucesos de Caracas, «cuando mataron tantos Paisanos,
y la Guerra que se fundó en la Ciudad de Valencia», hu-
yeron al campo, hasta que «entró nuestro ejército por
Coro». La derrota de la Primera República venezolana la
celebraba con satisfacción41.
Una crónica del periódico londinense Morning Chro-
nicle, favorable a la causa independentista, describía la
situación reinante con la reproducción de una carta fe-
chada en La Guaira el 3 de agosto de 1811. En ella se ma-
nifiesta que «todo es confusión en la América meridional.
Todos los días hay prisioneros de gente que se sospecha
de tramas contra el Gobierno, y los forasteros temen
mucho reunirse; en una palabra estamos en una entera

39
FAJARDO SPÍNOLA, F. Op. Cit. p.46. Según las cartas, habían asesinado
junto con él al también tinerfeño Angélico Tejera.
40
Entre otros testimonios, epistolares u orales, destaca el de D. Francisco Fer-
nández Bignoni, natural de Garachico, quien declaró en Icod el 7-XII-1813, pre-
sentándose como Capitán del Regimiento de Valencia de Caracas y Comandante
del Resguardo de Puerto Cabello. Bignoni se había pasado de los insurgentes a
los contrarrevolucionarios de Monteverde. FAJARDO SPÍNOLA, F. Op. Cit. p.46.
41
«En todo este gobierno intruso que había aquí no se podía adelantar nada
sino fatigosamente estábamos viviendo». FAJARDO SPÍNOLA, F. Op. Cit. p.46.

35
suspensión, no solo de comercio, sino aun de sociedad.
La orden del día es Libertad e Igualdad. Ayer salí de Ca-
racas a las cinco de la tarde, y entonces aún no se sabía
del ejército que se había mandado contra Valencia (...) y
todos los días se reciben despachos del General Miranda,
pero no se dan al público; también se equipan diaria-
mente voluntarios por el Gobierno, se ejecuta a los trai-
dores y están puestas en perchas sus cabezas con un
letrero debajo que dice: «Este hombre ha muerto por trai-
dor a su patria». Dos fueron ahorcados ayer, condenados
por la Sociedad Patriótica, pero no se han publicado sus
delitos. El tiempo de las prisiones es la medianoche: un
piquete entra en la casa, hace salir de la cama al reo y a
la mañana siguiente pierde la vida. Aquí tenemos por
cosa peligrosa el que nos vean reunidos hablando en la
calle, y más peligroso que todo el criticar al Gobierno.
Aun cuando nos juntamos en reuniones particulares, no
sabemos si nuestros criados son nuestros espías»42. Era un
testimonio categórico de la atmósfera reinante.

42
MADARIAGA, S. Op. Cit. Tomo I, pp.328-329.

36
La dictadura de Monteverde

La historiografía venezolana ha justificado parcialmente la


guerra a muerte por la dictadura de Monteverde. Es indis-
cutible el hecho de que el marino canario incumplió la ca-
pitulación firmada con Miranda y condujo de forma
arbitraria a la cárcel a muchos republicanos, que abarrota-
ron las bóvedas de La Guaira en un acto que se funda-
mentaba muchas veces más en el resentimiento social del
sector de canarios de clases bajas, convertidos en su so-
porte socio-político, que en una decisiva vocación repre-
siva sistemática contra los independentistas. Es más, esa
parcialidad se muestra en el trato absolutamente favorable
recibido por parte de los más significativos oligarcas repu-
blicanos como los Rivas y Simón Bolívar, unidos por lazos
de la sangre al caudillo isleño, a los que se les expidió pa-
saporte para que pudieran emigrar hacia Curaçao, a pesar
de su papel significativo en la Primera República. Tampoco
se puede hablar de un sistemático secuestro de los bienes
de los republicanos como el emprendido por Morillo, que
distanció para siempre a la oligarquía mantuana promo-
tora de la insurrección del régimen monárquico español.

37
En general, como demostró palpablemente el proceso de
1835 entre el Marqués del Toro, general del ejército repu-
blicano y su mayordomo canario, sus bienes no fueron in-
cautados y sus familias no sufrieron improperios. Un corifeo
de Monteverde, el caraqueño José Domingo Díaz, con pers-
picacia les reprocha a Bolívar y a Rivas sobre el cumpli-
miento de la capitulación: «cuál ha sido la recompensa que
se ha dado a este acto de inesperada beneficencia, cómo
habéis correspondido vosotros Ciudadanos Bolívar y José
Félix Rivas, de qué tuvisteis que quejaron, qué artículo del
convenio dejó de cumplirse con vosotros, no os dieron pa-
saportes, no os conservaron vuestras propiedades, qué
ofensa recibisteis, qué cosa se os negó, no prometisteis bajo
palabra de honor no mezclaros jamás en las turbaciones de
Venezuela, no hicisteis al General Monteverde las más ex-
presivas protestas de la sinceridad de vuestras promesas»43.
Aunque ciertamente fueron injustas y desproporciona-
das las detenciones, a diferencia de lo sucedido en la Gue-
rra a Muerte, los contradictores no fueron llevados al
patíbulo. Los desmanes de Boves, Yánez y Morales son pos-
teriores a la declaración de Guerra a Muerte y, en cierto sen-
tido, como veremos, fueron una respuesta a ella. Se
integraron en lo que Juan Uslar Pietri llamado la rebelión
popular de 1814, por lo que nada tienen que ver con el go-
bierno de Monteverde de 1812 y nacieron a raíz de la cam-
paña admirable. Incluso el mismo proceso antes citado
demuestra como los asesinatos de mantuanos y de blancos
se originaron en 1814 y no con anterioridad, a pesar de que
ha persistido, quizás como justificación, el afán desme-
dido por injertar en una misma coctelera ambos períodos,

43
DÍAZ, J.D. Op. Cit. p.140.

38
obviando la existencia de la Segunda República a caballo
entre ellos. Alguien tan poco sospecho de parcialidad hacia
Monteverde como el dominicano José Francisco de Heredia
expuso al respecto que «también debe advertirse que en
toda la imprudente persecución por los hechos de la pri-
mera época no se derramó sangre alguna, ni en el año que
duró el mando de don Domingo Monteverde hubo en todo
el distrito más ejecuciones capitales que las de dos o tres
reos de la conspiración descubierta en Barinas contra el
ejército, cuya causa se juzgó allí mismo a estilo militar, y
la de Briceño y un oficial francés aprendido con él que
también se hicieron en aquel cuartel. En el ejército de
Barlovento oí decir muchos excesos desde las primeras
operaciones que dirigía Cerveriz y que un oficial de la
Reina nombrado don Antonio Zuasola tenía la bárbara di-
versión de cortar las orejas a los prisioneros, por lo cual,
habiendo caído en manos de los insurgentes que blo-
queaban Puerto Cabello, lo ahorcaron a la vista de la
plaza, pero estos fueron desórdenes de personas particu-
lares, que la autoridad ignoraba y que los hubiera casti-
gado en caso de saberlos. Jamás le ocurrió a Monteverde,
que un hombre pudiera ser muerto a sangre fría, sin pre-
via condenación en forma legal, y en cuanto ejecutó du-
rante su gobierno creía sinceramente que obraba con
justicia. No fue así en la época siguiente, en la cual se ma-
taba a un hombre con tanta frescura como a un carnero y
sin más delito que el haber nacido al otro lado del trópico
de Cáncer, manifestando los supuestos libertadores en toda
su conducta que solo eran capaces de destruir su patria,
pues con principios tan feroces no se fundan repúblicas»44.

44
HEREDIA, J. F. Op. Cit. p.144-145.

39
No se puede ser más riguroso ni más concluyente, por
lo que los lodos y la inmundicia que derivaron de la revo-
lución promovida por Boves, Yánez y Morales nacieron y
se fundaron en los de la campaña admirable. El regente de
la Audiencia de Caracas puntualizaba al respecto la con-
traposición entre un gobierno como el de Monteverde con
leyes a que sujetarse y con una opinión pública que res-
petar con el de un mando arbitrario de la usurpación sos-
tenido solo con la fuerza. Reconocía que no le faltarían al
caudillo canario «sus buenos deseos de hacer lo que lla-
maba ejemplares la facción de godos exaltados, y a estos
por supuesto que le sobrarían ganas de vengarse y que
quizás se hubieran alegrado de que todas las cabezas de
los patriotas se redujesen a una para poderla cortar de un
solo golpe, como que en ello suponían consistir su segu-
ridad. Mas, sin embargo, la persecución no llegó a este
punto porque vivían bajo el gobierno de España, cuyas
leyes daban fuerza a la oposición que hacía la Real Au-
diencia, y al fin la hicieron ganar a la interesantísima vic-
toria de acabar con la persecución de hechos anteriores,
sancionando y ejecutando la completa amnistía». Establecía
una nítida diferenciación entre el mandato de Monteverde,
en el que «los mismos patriotas exaltados, sin obrar de
buena fe, deben confesarse deudores de la vida en aquel
tiempo a la misma máquina del gobierno español que tanto
se habían empeñado en censurar y desacreditar, la cual, a
pesar de todos sus ponderados vicios, le proporcionó
quién defendiera tan eficazmente» y el del Libertador.
Sobre el gobierno de Bolívar se preguntaba si «tenían
acaso ellos mismos otro tanto». Le injirió si «no se veían
atropellados y condenados con la misma facilidad que los
infelices europeos y canarios». Concluyó magistralmente

40
su valoración afirmando que los godos, en lugar de la ven-
ganza que anhelaban, encontraron la muerte, el destierro,
la miseria, y los patriotas, cuando creyeron libertarse de la
opresión, trajeron a su patria la feriz anarquía, y casi todos
perecieron después infelizmente a manos del sanguinario
Boves, fiera desencadenada por consecuencia de las cruel-
dades de Bolívar «Nom semines mala in sulus injustitia, et
non metes ea in septuplum. Eclesiastici. Cap. 7º, Tº 3º»45. No
puede ser más certero ni más meridiano sobre las conse-
cuencias de la aplicación del decreto de guerra a muerte.
Otro tanto apuntó el obispo de la diócesis de Caracas
Narciso Coll y Prats. Afirmó que «en Caracas, en la época
que voy exponiendo, o período primero de la revolución,
no se llegó a ese lance. El ejército casi en todas partes fue
recibido y aclamado como amigo, y hasta las mismas bata-
llas presentadas en el interior de la provincia contra las
armas de V.M. y ganadas por Monteverde fueron el preludio
de la paz, produjeron alegría en los pueblos, que aún esta-
ban bajo el poder usurpador, prepararon el tratado de unión
y olvido de todo lo pasado, firmado en Maracay, retirán-
dose en su consecuencia ocho mil hombres bien armados
y municiones, que componían el ejército al mando de Mi-
randa en La Victoria, y hasta la invasión de Bolívar no se de-
rramó la sangre de nadie»46. Lo mismo afirma el capellán
realista calaboceño José Ambrosio de la Concepción Lla-
mozas, profundamente crítico con la política del dictador ca-
nario y con la de José Tomás Boves, cuyo memorial, dirigido
a Fernando VII en 1815 ha sido ampliamente utilizado por
los historiadores bolivarianos en la misma medida que las

45
HEREDIA, J. F. Op. Cit. p.145-146.
46
COLL Y PRAT, N. Op. cit. p.234.

41
memorias de Heredia, obviando sin embargo tales apre-
ciaciones y escogiendo solo las críticas con su gobierno.
Subrayó que «Monteverde quebrantó la capitulación, pues
sin causa o delitos nuevos prendió a muchos y remitió pre-
sos a España a algunos de los principales cabezas de la re-
volución, de donde comenzó un disgusto grande y se
originó que Simón Bolívar, uno de los principales revolu-
cionarios que se había fugado a colonias, juntó gente de
ellas y del Virreinato de Santa Fe y, declarando la guerra a
muerte a los españoles en la Provincia de Caracas en 1813,
publicando la independencia y degollando a cuantos se le
oponían, sin perdonar a un solo español de cuantos caían
en sus manos, aunque estuviesen desarmados»47.
Los expedicionarios franceses H. Poundex y F Mayer en
su Memoria para contribuir a la historia de la revolución
de la capitanía de Caracas, impresa en París en 1815, re-
firieron como «Bolívar, José Félix Ribas y Nepomuceno
Ribas (primos de Monteverde los dos últimos) – tíos de
Bolívar diríamos también nosotros-, Carabaño y otras va-
rias personas tuvieron la fortuna de conseguir pasaportes;
Chantillon, Smith y otros extranjeros fueron puestos en li-
bertad, y todos se dirigieron a Curaçao, de donde pasaron
a Cartagena. El canónigo Madariaga, Germán Roscio, Es-
calona, Juan Pablo Ayala y Juan Castillo fueron remitidos
a España». Comentaron al respecto que Monteverde, «al
dar libertad a sus prisioneros, olvidó hacerles jurar que no
se alzarían nuevamente en armas contra España»48.

47
LLAMOZAS, J.A. Memorial al Rey”, En PÉREZ TENREIRO, T. Para acer-
carnos a Don Francisco Tomás Morales, mariscal de campo, último capitán ge-
neral en Tierra Firme y a José Tomás Boves, coronel primera lanza del Rey.
Caracas, 1994, pp.347-348.
48
POUNDEX, H., MAYER, F. Op. Cit., p. 144.

42
El mismo Francisco Javier Yanes, diputado firmante del
acta de independencia, tuvo que reconocer que «los ve-
nezolanos que no cayeron en prisión, se vieron obligados
para salvarse de la más atroz perfidia, a ocultarse en los
montes, abandonar su nativo suelo, si lo podían lograr con
sumas inmensas y refugiarse en países extraños en que al
fin tendrían una muerte menos vilipendiosa». Detenciones
injustificadas, atendiéndonos a la capitulación, de los pro-
tagonistas de la revolución, pero no ejecuciones, y mucho
menos para aquellos que no se habían significado en la
Primera República. Y al mismo tiempo pasaportes para
salir sin problemas al exterior para notables dirigentes de
ella como el más tarde célebre Briceño, el mismo Bolívar
y los Rivas. Yanes, para justificar «esa desigual considera-
ción», la atribuye a la mediación del comerciante vasco
Iturbe, que obtuvo para el Libertador pasaporte de Mon-
teverde, con el que «con algunos pocos compañeros llegó
a Curaçao, con las miras de ir a servir en el ejército de We-
llington, mas, habiendo sabido que sus bienes se habían
secuestrado, las violencias y atentados de Monteverde, y
que, si volvía a Caracas, sufriría la misma suerte que los
demás que habían abrazado la causa de la independencia,
de acuerdo con los otros refugiados en aquella isla, de-
terminó trasladarse a Cartagena en busca de auxilios para
libertar a su patria de tan pérfido tirano»49.
El militar realista Tomás de Surroca y de Montó recalcó
que la guerra a muerte preconizada por Bolívar a su sa-
lida de Bogotá nació para «dar una elección bien dolo-
rosa a los españoles y criollos buenos, de lo que valió el
mal entendido perdón e indulto general que concedió

49
YANES, F.X. Op. Cit. Tomo II, pp. 81-83.

43
Monteverde con la referida capitulación, que, observada
por él escrupulosamente en menosprecio de las leyes y
grave perjuicio de tercero, no sirvió más que para que los
que los enemigos del orden pudiesen aparentar ilegalida-
des de los jueces españoles, y la impotencia de estos, por-
que no los castigaban en sus reincidencias que ellos
mismos publicaron para obtener los premios a sus maqui-
naciones e intrigas, con las cuales escaparon honradamente
a las cárceles que debieron pagar su delito e ingratitud»50.
Como resaltó Ángel Rafael Lombardi, los canarios de
clase baja y sus descendientes llegaron a ser 190.000 per-
sonas unidas por los lazos de la sangre con amplias sec-
tores de los blancos de orilla y los pardos, descontentos
con la prepotencia y desplantes de los criollos, que proce-
dían de los tiempos de la colonia y que se habían acrecen-
tado con la política oligárquica de la Primera República51,
como evidenció la sublevación de la sabana del Teque y se
pudo percibir en el mundo llanero, Aragua o Valencia, cues-
tión que no entendió Bolívar en la Guerra a Muerte y que
explica la furia desatada tras ella.
No cabe duda que el arribo a Coro del marino profe-
sional canario Domingo Monteverde y Rivas, de origen
oligárquico, que había participado en la batalla naval de
Trafalgar, primo de los Rivas, y estrechamente vinculado
a linajes caraqueños de ese apellido y con otro pariente,
Fernando Monteverde y Molina, que más tarde casaría su
hija con el Presidente Navarte, sirvió de aglutinador de
este heterogéneo movimiento de intereses bien diversos,

50
SURROCA Y DE MONTÓ, T. Op. cit. p.139.
51
LOMBARDI BOSCÁN, A.R. Banderas del Rey (La visión realista de la inde-
pendencia). Maracaibo, 2006, p.116.

44
pero agrupado por su firme rechazo a la Primera Repú-
blica. Monteverde desafió la autoridad española y se au-
toproclamó Capitán General de Venezuela frente a la
voluntad de la Regencia española. Se convertiría por tanto
en el ejecutor de los puntos de vista de sectores socio-po-
líticos que vivían y se identificaban con Venezuela, no en
el de órdenes emanadas desde Cádiz. Creará un poder
propio, enfrentado con las instituciones del Antiguo Ré-
gimen y con los representantes de las Cortes Gaditanas.
Este movimiento, complejo y heterogéneo que ha venido
a llamar la conquista canaria de forma despectiva por Ca-
rraciollo Parra Pérez y Juan Uslar Pietri, se agrupó en
torno a un caudillo que convirtió a Coro en la base de su
programa contrarrevolucionario. Apoyado por el clero y
por numerosos individuos de los sectores populares, con-
dujo a una rápida ocupación del área controlada por la
Primera República y obligó a Miranda a capitular52.
Su rápida sucesión de victorias, la paulatina incorpo-
ración de cada vez más personas a su expedición contra-
rrevolucionaria, la designación de jefes militares sin contar
con sus superiores, como la del nuevo gobernador de Ba-
rinas, le elevaron a la cúspide. El clérigo tinerfeño Pedro
Gamboa53 y el criollo fray Pedro Hernández en su apolo-
gía de la actuación de Monteverde subrayaron que en la

52
Véase las reflexiones de LYNCH, J. «Inmigrantes canarios en Venezuela
(1700-1800: entre la élite y las masas». VII CHCA. Las Palmas, 1990. pp.19-21.
53
Pedro Gamboa Sanabria era originario de Icod, donde nació el 14 de marzo
de 1772. Ordenado clérigo de menores en la iglesia de las bernardas de su lo-
calidad natal el 18 de diciembre de 1789. Emigró con su padre Pedro Gamboa
Sanabria a Caracas poco después. En 1799 dos testigos declararon que hacía
tres años se encontraba estudiando en la Universidad de Caracas. A.D.T. Cape-
llanías. Leg. 153.

45
provincia de Barinas gobernaba el natural de Santiago del
Teide Pedro González de Fuentes por órdenes suyas. Éste
«la había reconquistado y Cevallos se propuso quitarle el
mando, enviando con él a Barinas desde Barquisimeto a
Don José Miralles, pero González, que no podía reconocer
a Cevallos como general en jefe, sino a Monteverde, que
tenía una emanación legítima, se resistió a la entrega del
mando y Miralles regresó a Coro»54. Surroca describió el
clima reinante: los pueblos de la Provincia de Caracas, «ya
dispuestos con la buena fama y progresos del General, que
así lo titulaban, salieron a buscarle en el tránsito, dándole
pruebas ingenuas del amor con que recibían el ramo de oli-
vos que le presentaba en nombre del cautivo rey Fernando
Séptimo, a quien juraron eterna fidelidad y ciega obedien-
cia a sus delegados». Su victoria final, tras la caída de Puerto
Cabello y la capitulación, condujeron a autotitularse desde
entonces como capitán general de Venezuela55.
Como ponderó el citado militar, Monteverde se negó
a obedecer al capitán general y a cederle el mando que
empuñaba al cubano Fernando Miyares. Le replicó que,
«tanto por haber reconquistado las provincias, como por
estar prevenido en uno de los tratados de la capitulación
que había aceptado, que él debía ser el capitán general de
Venezuela, no dejaría el gobierno de ella hasta la Regen-
cia determinase la consulta que le había elevado acerca
de dicho particular». De esa forma quedó dueño absoluto

54
GAMBOA, P. HERNÁNDEZ P. Manifestación sucinta de los principales su-
cesos que proporcionaron la pacificación de la Provincia de Venezuela debida
a las proezas del capitán de fragata Don Domingo de Monteverde y a la utili-
dad de trasladar la capital de Caracas a la ciudad de Valencia presentada al
Augusto Congreso Nacional. Cádiz, 1813, pp. 15-16.
55
SURROCA Y DE MONTÓ, T. Op. cit. pp.118-119.

46
de Venezuela, tal y como remarcó Surroca, realidad de
facto que la Regencia se vio obligada a reconocer56. Here-
dia se reafirmó en su posición de que «era el más inferior
entre los jefes que la capitanía general tenía a sus órdenes,
despojó del ejercicio de ella al propietario que la servía
con nombramiento del legítimo gobierno, y este no solo di-
simuló un acto de rebelión, sino también lo premió, con-
firiendo al usurpador la propiedad del empleo que tan
elegantemente había arrebatado»57. El canario se valió del
coronel Manuel Fierro, paisano suyo, «por creer que podía
persuadirlo valiéndose del respeto, de la edad y del influjo
de la coterraneidad» y del temor a la guerra civil y «de la in-
dignación con que el gobierno miraría al atentado». Mas,
nada causó «impresión en el Nuevo Cortés. No era fácil
vencer la vanidad de aquel joven que se creía coronado
de victorias, la ambición de los que le rodeaban con espe-
ranza de mandar en su nombre y hacer su negocio»58.
Cajigal sostuvo que ese hecho era escandaloso y sin
precedente, hasta el punto de ser capaz de desorganizar
el ramo castrense. Para este militar profesional nada im-
portaban las conquistas, «si por ellas se ha de perder el
sistema militar con que han de conservarse»59. Los prejui-
cios hacia los canarios, de los que no dudó en llamar afri-
canos de forma despectiva, se pueden apreciar en sus
juicios de valor hacia él cuando afirmó que «le tocó en
suerte un carácter duro y no pudo desprenderse de cier-
tos agentes inseparables de quien respira el primer aliento

56
SURROCA Y DE MONTÓ, T. Op. cit. pp.119-120.
57
HEREDIA, J.F. Op. cit. P. 71.
58
HEREDIA, J.F. Op. cit. p.72.
59
CAJIGAL, J.M. Memorias sobre la revolución de Venezuela. Caracas, 1960, p. 71.

47
en las Islas Canarias». Lo estimó como «celoso de gloria,
desconfiado, astuto y emprendedor; sabe lo necesario
para su carrera, pero ni una línea más de lo preciso; poco
inclinado a la lectura, ignora cuánto se enseña en las salas
destinadas a la instrucción de los caballeros guarda mari-
nas». Planteó que obedeció con repugnancia y pocas
veces «sin anticipar la sátira o la murmuración de cuanto
por disposición de otro emprende». Pero su orgullo se so-
metió finalmente «al consejo de los intrigantes, único que
rodean a esta especie de hombres adustos y ambiciosos»60.
Monteverde, en un impreso de 31 de agosto de 1812,
que difundió entre las autoridades locales, justificó la rup-
tura de la capitulación porque Miranda y «sus principales
secuaces» se olvidaron «del cumplimiento de las capitu-
laciones, e intentaron embarcarse furtivamente, lleván-
dose cantidades y buques que ya pertenecían a S.M. y
que fueron traspuestos a la isla de Curaçao, de donde
los he mandado restituir». Expresó también que había
disuelto «las tropas de pardos, que, aunque levantadas
en los pueblos de Barlovento con el honroso y plausible
fin de defender los derechos de nuestro Legítimo Sobe-
rano, no era fácil que se recogiesen a sus casas sin un im-
pulso que condujese a sus individuos a la tranquilidad,
de que con ellos debían participar los interesados». Pro-
cedió más tarde a criticar la Primea República, a la que
consideró «árbitros del poder y de la fuerza», por lo que
lo fueron también «de la suerte de los habitantes, de las
propiedades reales y particulares y de todos los recursos
de la soberanía», que condujeron a la ruina de Venezuela
con el agotamiento de los fondos públicos, incluidos los

60
CAJIGAL, J.M. Op. Cit. pp.75-76.

48
religiosos. Reflejó el encarcelamiento de «los europeos,
los isleños y aún algunos patricios que no pudieron ocul-
tar sus sentimientos», la condena a muerte de los canarios
«sacrificados en el cadalso» y la expatriación ignominiosa
de sus familias y bienes». Arremetió contra su moral, que
estimó «corrompida de tal manera por la libertad de cos-
tumbres y tolerancia de los franceses que los templos se
vieron profanados, los eclesiásticos ultrajados y los minis-
tros del Altar decapitados y la religión católica atacada».
Sobre la economía política la implantación de «una mo-
neda papel sin limitación y sin fondos para su amortiza-
ción», una ley marcial en todo su vigor y la libertad de los
esclavos que se prestasen a tomar las armas, fueron al-
gunas de las medidas adoptadas.
El 5 de septiembre efectuó una proclama en la que
convierte en »dichosos los fieles españoles que con sus
personas, sus bienes y cualquiera otro servicio han con-
tribuido a la reconquista» a «los europeos e isleños que,
sacrificando so comodidad por el amor de su Rey, han su-
perado las cadenas y las miserias para recoger el fruto de
su lealtad en la rectitud y equidad del Gobierno» y «tam-
bién los patricios y los habitantes todos de Venezuela que
al cano de más de dos años de horror, de confusión y de
tinieblas, han llegado a los días felices de la paz, la con-
cordia, la fraternidad y el orden de la justicia»61.
De esa forma argumentó las causas de la caída de la
Primera República y la ruptura de la capitulación fir-
mada. Prevaleció en él su intención de restablecer el
orden del Antiguo Régimen. Por tal motivo su política re-
presiva no se centró en la oligarquía mantuana y sobre

61
A.G.M. A.B. Indiferente. Leg. 1406.

49
sus propiedades, sino de forma aleatoria y discriminato-
ria sobre algunos de los dirigentes de la Primera Repú-
blica, mientras que proporcionó la libertad a no pocos de
los más significativos.
Los canarios pasaron a convertirse en la columna ver-
tebral del nuevo orden. La restauración realista no podía
entregar el poder a la antigua elite que en su gran mayo-
ría había apoyado la causa republicana. Monteverde se
apoyó en los isleños hostiles a la República y ellos se sir-
vieron de él. Eran en su mayoría de origen social bajo,
salvo algunos oportunistas que se le incorporaron por as-
pirar a puestos altos, como Vicente Gómez, nombrado
Administrador General de la Renta de Tabaco, o críticos
por circunstancias personales a la naciente República
como Gonzalo Orea, pese al notorio republicanismo de
su hermano Telesforo, representante en los Estados Uni-
dos de la Primera República, o el citado Fernando Mon-
teverde. Cajigal reflejó que «todo isleño, sin causa, ni
indagaciones de su conducta, se le emplea, protege y au-
xilia». En la esfera local, «los cabildos se eligieron de
aquellos isleños que bajo la palabra se les creía haber
sido opuestos a la independencia, pero que, a pesar de
su fidelidad no desamparaban sus labranzas, comercio y
tiendas de despacho, contribuyendo para los fastos lo
mismo que el resto del vecindario. A éstos se encargó la
observancia de las leyes, la policía y la tranquilidad pú-
blica». Sin embargo, no creía necesario demostrar las
persecuciones que emprendieron y «el resentimiento y
las vejaciones que se crearon en esta sola provincia.
Todos trataban de hallar delincuentes para asegurar cos-
tas; las tiendas se embargaban, los hatos se disemina-
ban, el numerario desaparecía y hasta el recurso se

50
hallaba obstruido» por elevarse a Monteverde «contra los
apoyos de su confianza»62.
Los canarios eran un sector social lo suficientemente
minoritario como para que el ejercicio de su poder no
creara fricciones tanto con las autoridades españolas
como frente a los demás grupos étnicos. Controvertido
ha sido el tratamiento que ha dado la historiografía ve-
nezolana hacia «la conquista canaria». Parra Pérez sostiene
que con Monteverde, «convertido en ídolo de sus paisa-
nos, cambió por completo el aspecto de las cosas. Los ar-
dientes revolucionarios se convirtieron en endiablados
realistas y principales sostenedores de un régimen de ven-
ganzas y pillaje. Miyares los denunció entonces como mo-
nopolizadores de los empleos públicos (...). Una de las
características de la situación y que indica como Monte-
verde no obedecía más ley que su capricho, es que al en-
tregar los puestos a los canarios no tuvo para nada en
cuenta que éstos hubieran sido republicanos o realistas:
lo esencial en aquel momento era que diesen pruebas de
ser monteverdistas». Tal obcecación se aprecia en sus ex-
presiones sobre su papel como creador del personalismo
en Venezuela. Sus soportes eran, según Ceballos, «los que
con las armas vociferaban poco antes el odio irreconci-
liable al gobierno español»63. Heredia reflejó que en el
tránsito de su camino victorioso a Caracas «prendía y en-
viaba a Coro indistintamente cuantas personas le decían
sus paisanos los canarios que eran malas»64.

62
CAJIGAL, J.M. Op. Cit. pp. 97 y 91-93.
63
PARRA PEREZ, C. Historia de la Primera República de Venezuela. Caracas,
1959. Tomo II. p.487.
64
HEREDIA, J.F. Op. Cit. p.61.

51
Cajigal reiteró las acusaciones de permitir saqueos en
los pueblos inocentes, de imponer contribuciones a su ar-
bitrio y de dar «como fieles y buenos españoles a muchos
de sus paisanos, que el tiempo hará conocer por los pa-
triotas venezolanos más desaforados»65. Una recriminación
a la evolución hacia la independencia de los canarios en
la década siguiente. Sarcásticamente refirió como entregó
el mando a sus compatriotas Gamboa y Gómez, que,
como era «hombre que lo entiende, y como fue de vues-
tro Congreso, no se le ocultarán las condiciones o conve-
nios de diplomacia66. Duras apreciaciones de inhumanidad
y despojo que en su opinión hicieron de sus huestes
«hombres avaros y sediciosos» que «trataban, y lo consi-
guieron, de enriquecerse, apoyados en el derecho de la
fuerza, o más bien en el de la voluntaria entrega de los in-
felices, víctimas de su amor y credulidad»67.
Con esa conducta, sostuvo, la conquista canaria hizo
prevalecer entre el pueblo el odio general a la dominación
de los europeos que antes sólo existía «en los principales
de las primeras familias de las capitales». Mas, en un juego
hábil de palabras, los desliga de esa europeidad al califi-
carlos africanos, tal y como eran considerados al ser crio-
llos, de un territorio ultramarino español en el norte de
África. Pronosticaba con clarividencia que su poder estaba
condenado a derrumbarse, como antes había acaecido con
el caraqueño: «es bien delicado el proponer el remedio, el
mal ha llegado a tal grado que se expone mucho el que se
crea capaz de encontrar el modo de extinguirlo absoluta-

65
CAJIGAL, J.M. Op. Cit. p.83.
66
CAJIGAL, J.M. Op. Cit. p.84.
67
CAJIGAL, J.M. Op. Cit. p.67.

52
mente; ya se concluyó el partido caraqueño, ahora es ex-
puesto el acabar con el isleño; gradualmente han llamado
así el todo de las riquezas, y en este ramo de sostener que-
rellas es innegable que son generosísimos, y hasta pródigos
los tales africanos, en tiempos de la independencia Vene-
zuela, españoles celosos cuando Monteverde entraba en
los pueblos de su residencia»68.
El texto antes citado de Pedro Gamboa y fray Pedro
Hernández, impreso en Cádiz en 1813, constituye el testi-
monio más meridiano de los planteamientos socio-políticos
del sector que apoyó a Monteverde. El objetivo de esta re-
lación era, por un lado, resaltar la grandeza de la victoria
de Monteverde sobre las tropas insurrectas, que justificaban
su autoproclamación como Capitán General y descalifica-
ban el comportamiento de la autoridad respaldada por el
Consejo de Regencia, Fernando Miyares, y por otro avala-
ban el cambio de capitalidad de Caracas por Valencia. Se
alegaba su mayor centralidad y conexiones con Puerto Ca-
bello y la región occidental de la Capitanía General, que le
convertirían en el lugar más adecuado como sede de la
máxima autoridad militar y de la Audiencia, e incluso, si el
Congreso lo estimase conveniente, de la sede episcopal,
aunque esto último podría proseguir en Caracas sin con-
tradicción con tales cambios. Como justificación histórica se
valen de los argumentos del ingeniero Crame en 1778 que
manifestó por aquel entonces que había sido un error de
los antiguos el haber erigido la capitalidad en Caracas y no
en Valencia, ya que era el punto más seguro, cómodo y
proporcionado para el comercio era Puerto Cabello.

68
CAJIGAL, J.M. Op. Cit. pp.97-98.

53
Subyacía un rechazo a la hegemonía de Caracas por am-
plios sectores de las elites dirigentes de ciudades de la re-
gión occidental y central del país, cuyo control político
derivó de la asunción en ella de la Capitanía General, la In-
tendencia y la Audiencia de todo el territorio que confor-
maban las antiguas provincias de Maracaibo, Caracas y
Oriente. Esa preeminencia condujo a su plasmación en una
Junta que rechazaba la autoridad del Consejo de Regencia
y que, tras deponer al Capitán General Emparan, se hizo
con el poder en 1810 y proclamó la independencia al año
siguiente. Una ruptura cuya legitimidad rechazaron amplios
sectores de estas clases dirigentes que se autotitularon rea-
listas, no tanto por su concepción españolista, sino por su
rechazo y desconfianza de las directrices de los mantuanos.
Su argumentación se centraba en la deslegitimación del
comportamiento de la autoridad «accidental» del coman-
dante designado por la Regencia y el carácter victorioso y
agrupador de todos los sectores locales contrarios a la Junta
caraqueña que integró el isleño. La solicitud de ayuda de
tocuyanos y corianos, frente a la ofensiva del ejército re-
publicano dirigido por el Marqués del Toro, según el dis-
curso de las elites realistas, de las que estos autores se
erigían en sus representantes, fueron despreciadas por el
gobernador de Maracaibo, que decidió abandonar increí-
blemente Trujillo tras haberlo ocupado sin haber sido ni
siquiera amenazado por las tropas contrarias. En la acusa-
ción frente a la actuación de Miyares se denunciaba sus in-
tereses y lazos familiares con la elite criolla partidaria de la
independencia, ya que su propio yerno, Miguel María
Pumar, protegido por éste, se había erigido en jefe de la
Junta revolucionaria de Barinas que había ocupado Trujillo.
También se cuestionó la designación como comisionado

54
para la pacificación de la provincia de Juan José Men-
doza, canónigo de Mérida, hermano de Cristóbal Men-
doza, presidente del ejecutivo insurgente. En sus
planteamientos por su inacción, cuando no implícita com-
plicidad, se había perdido para los realistas la provincia
de Mérida de Maracaibo con la excepción de la plaza
fuerte de esa última ciudad, y se había puesto en riesgo
la de Coro, si no hubiera sido por su «heroica resistencia».
El discurso de Gamboa y Hernández, que hacían suyo
amplios sectores de las clases dirigentes realistas, condu-
cía a plantear que sólo su unidad fue factible por la ac-
tuación coordinada de sus intereses por parte de
Monteverde, que supo conducirlos a la victoria frente a la
incapacidad de los restantes oficiales monárquicos, no sólo
representados por Miyares, sino también por José Ceba-
llos, que no supo auxiliar el levantamiento de Valencia,
retirándose a Coro. En la Venezuela de 1810-1812 todo
giraba hacia una auténtica guerra civil, que revestía tam-
bién carácter de conflagración social, en la que amplios
sectores de las capas dirigentes locales de pueblos tanto
del llano como de la Sierra desconfiaban del poder om-
nímodo de los mantuanos, disidencia que agrupaba en
torno a ellos a los llaneros pardos, que veían en las or-
denanzas de los Llanos la concentración en manos de ese
sectores de la propiedad de la tierra en la región. De ahí
la conjunción de diferentes intereses y expectativas que
supo canalizar Domingo Monteverde. Ciertamente que
había canarios entre sus dirigentes como los tinerfeños
Pedro González de Fuentes o José Yanes, que se conver-
tirían más tarde en dirigentes de los llaneros realistas, o
vascos como Luis María Oyarzábal, pero este no era un
conflicto entre españoles y canarios frente a venezolanos,

55
sino que traspasó esa frontera, agrupando en torno a re-
volucionarios y reaccionarios a concepciones ideológicas
y sociales difusas que se articularon por su rechazo o
aprobación del poder emanado desde Caracas.
El texto incide en destacar la inacción de Miyares e in-
cluso las facilidades que proporcionaba a los republicanos
frente a la derrota de la rebelión de Valencia. Con esa falta
de apoyo se quedaron los insurgentes con la hegemonía
en la mayor parte del territorio, hasta que apareció el
capitán de fragata Domingo Monteverde con un poco
tropa de procedente de La Habana, que se convirtió
según su opinión en el factor decisivo que inclinó la vic-
toria hacia el bando realista desde la batalla del Valle de
Yaragua, en la que iba de segundo de su paisano Julián
Izquierdo, cuyo triunfo abrió el camino hacia la ocupa-
ción sin la menor oposición de Carora. Respaldado tam-
bién por la rebelión de Siquisiqui, Monteverde ya como
jefe de la contrarrevolución de hecho, tomó ese pueblo,
al mismo tiempo que el cubano tomó la extraña deter-
minación de ausentarse a Puerto Rico, lo que le convir-
tió al canario de facto en el capitán general. Esa victoria
levantó a numerosas localidades en cadenas para pro-
clamar a Fernando VII como su rey, lo que le permitió
ejecutar la ofensiva hacia Barquisimeto, y la rápida en-
trada en Valencia. En la obra se destaca que supo atraer
«el anhelo general de aquellos habitantes de verse libres
del yugo pesado que los oprimía y de las catástrofes de
una nueva revolución por la confusión de castas». La
ocupación de la plaza fuerte de Puerto Cabello, tras la
deserción del jefe del castillo, abrió el camino hacia la
victoria definitiva de Monteverde, la ocupación de Ca-
racas, la capitulación de Miranda y el fin de la Primera

56
República. Frente a ella los intentos por parte de Ceba-
llos de no reconocer su autoridad y los nombramientos
por él designados quedaban de hecho sin valor, como re-
flejaron los autores de la obra.
Los autores insisten en acusar a los insurgentes de pro-
mover la guerra de las castas con la liberación de los es-
clavos que se uniesen a su causa, acusación que
efectuarán también los contrarios más adelante a los par-
tidarios de Boves. Francisco Javier Yanes culpó a los crio-
llos José Llamozas, antiguo presidente de la Junta
Suprema, Elzaburu y Galárraga, a Gaspar González y al
andaluz de Rota Isidoro Quintero, comerciante, regidor e
implicado en la conspiración del intento de creación de
la Junta de 1808, de haber conmovido y conducido a la
seducción el 24 de mayo de 1812 «con la oferta de liber-
tad y grandes premios» a los negros esclavos y libres de
los Valles de Curiepe, Capaya y otros puntos de Barlo-
vento». Tras proclamar a Fernando VII como legítimo rey
de Venezuela, «se dirigieron en masa sobre Caracas y pue-
blos de la costa, cometiendo atroces excesos e inauditas
crueldades en las personas y bienes de los patriotas». El
cubano le sirvió esta imputación de argumento frente a
Miranda, pues le acusó de haber dado ocasión a ella por
haber ofrecido la libertad a los esclavos que tomasen las
armas a favor de la República69. José Félix Blanco habló
también de «la espantosa insurrección de los negros en
todos los valles de Barlovento capitaneados por el más
ingrato español y su socio M. Elzaburu»70. Urquinaona

69
YANES, F.J. Op. cit. Tomo I, pp.44-45.
70
BLANCO, J.F. Bosquejo de la revolución de Venezuela. Caracas, 1960, p.141.

57
también se refirió sobre «la conmoción de los negros de
Curiepe, Capaya, Guapo y costas orientales sublevadas
por Quintero y Elzaburu»71.
Pero, como reflejó el dominicano José Francisco de
Heredia, cada grupo social y étnico en última instancia lo
que defendía era sus intereses, aunque lo hicieran en
nombre del Rey o de la Primera República. En los escla-
vos, «este es el hecho: el objeto de aquel levantamiento
no fue otro que el de intentar por este medio conseguir
la libertad que le habían ofrecido los que levantaron la
esclavitud de aquel y otros valles si tomaban las armas
contra Miranda»72. Coll y Prat precisó que, aun no estaba
alojado el ejército de Monteverde, cuando «los negros li-
bres y esclavos y demás castas establecidas en las ha-
ciendas y pueblos al oriente», que habían hecho la causa
monárquica «la suya propia». Su objeto era «liberal gene-
ral y absoluta»73.
El comerciante andaluz, originario de Rota, Isidro
Quintero, que había estado implicado en la Junta de 1808,
y que apoyó, como regidor de Caracas, la deposición de
Emparan, se mantuvo fiel al principio a la Primera Repú-
blica. Nicolás Ascanio, en mayo de 1812 en misiva a Mi-
randa, habla de sus transacciones mercantiles y lo llama
ciudadano74. Pero Juan José Toro, en carta dirigida a Bolí-
var desde Curaçao el 29 de agosto de 1813, diría sobre él
que desde allí había pasado a Puerto Cabello y «última-
mente ha pasado a Coro con otros muchos, para continuar

71
URQUINAONA, P. Op. Cit. p.117.
72
HEREDIA, J.F. Op. cit. p.86.
73
COLL Y PRAT, N. Op.cit. , pp.237-238.
74
Archivo del General Miranda. Tomo XXIV, p.320.

58
sus hostilidades e intrigas contra nuestra libertad; el tal
Quintero y todos los que han salido de ahí merecen una
confiscación absoluta de sus bienes»75. Al año siguiente,
en un manifiesto en el que recalcaba los innumerables
españoles y canarios que habían sido elevados a la pri-
mera magistratura, reseñaba sobre él que, a pesar de no
haber «más que honores del pueblo y del gobierno, que
obtuvo enviar al país enemigo de Coro las cantidades en
metálico para sus parientes, no siendo quizás más que u
pretexto para auxiliar aquel gobierno en la irrupción que
luego subyugó a Venezuela»76.
Para los críticos, las medidas de Monteverde conduci-
rían al caos social y a la anarquía, por lo que agradecie-
ron la proposición del arzobispo de Caracas de que
acelerase la entrada a la capital «para apagar el incendio
devorador». Tras la firma de la capitulación se vieron sor-
prendidos por el regreso de Miyares de Puerto Rico para
hacerse cargo del mando. En ese punto le acusan de tal
conducta, mientras que ensalzan la actuación del canario
que «vencía al enemigo, conquistaba plazas, restablecía
el orden y adquirís el renombre de Libertador de la tira-
nía y pacificador de la provincia».
Tras resaltar los méritos de Monteverde y contrapo-
nerlos a la actuación de Miyares, los comisionados expu-
sieron su programa político de convertir a Valencia en la
capital de Venezuela, alejada «de la sospecha de corrup-
ción de la antigua capital» con la instalación en ella de la
sede de la capitanía, la intendencia y la Audiencia. Signi-
ficativamente, al mismo tiempo defendían la apertura al

75
Epistolario de la Primera República. Tomo II, p.347.
76
BOLÍVAR, S. Proclamas y discursos. Caracas, 1939, p. 94.

59
libre comercio con las colonias extranjeras de los puertos
de Coro y Maracaibo y el revestimiento de fidelísimas de
las cuatro ciudades señaladas. Tales proposiciones, que
lógicamente no serían bien recibidas por los propósitos
monopolistas de la burguesía gaditana, demuestran hasta
qué punto el programa librecambista estaba arraigado
en la sociedad venezolana. Al mismo tiempo expresa la
existencia de un sentimiento contrario al poder omní-
modo de los mantuanos caraqueños entre los sectores
sociales dominantes de tales ciudades que fue instru-
mentalizado por los realistas, u obedecía a los puntos
de vista e intereses de sus clases dirigentes y que se
plasmó en su propuesta de capitalidad en Valencia. Esta
solicitud fue desestimada en las Cortes, si bien de facto
se reconoció la capitanía general en Monteverde. Esta
obra es un fiel reflejo de los planteamientos de los diri-
gentes realistas que auparon al canario a la concentra-
ción en su persona del poder político en Venezuela y a
la radicalización del proceso por la declaración de Gue-
rra a muerte. El miedo a la revolución de las castas que
atemorizaba a tales sectores con «las violencias de ase-
sinatos» de los esclavos de las plantaciones de la costa,
presente en su discurso, se convertiría ya en el eje cen-
tral de los planteamientos ideológicos de los años veni-
deros en ambos sectores políticos.
Heredia precisó que Monteverde entró en Caracas «ro-
deado de europeos, isleños y demás individuos del par-
tido que llamaban godos, que habían sido perseguidos o
mal vistos durante el gobierno revolucionario». A estos se
le unieron los que creyeron «que aquel memorable acon-
tecimiento era el triunfo de su facción sobre la contraria»
y que «sólo respiraban venganza y hablaban con la mayor

60
imprudencia contra los que siguieron el partido de la re-
volución, cuyo exterminio deseaban y creían necesario»77.
Uno de los instrumentos de que se valió Monteverde
para ejercer la represión en ese plan «que llamaban seguri-
dad pública, fue el batallón de milicias denominado Volun-
tarios de Fernando VII, «compuesto de europeos y canarios
y de los criollos que se habían distinguido por su conducta
a favor de la justa causa durante la revolución». Del mismo
pie que en Caracas se erigieron en La Guaira, Puerto Cabe-
llo, Valencia y en todos los demás pueblos de cierta entidad.
Con tal medida «se consumó la división de las dos faccio-
nes que han desolado la provincia», reafirmó Heredia78.
Las contradicciones entre Monteverde y su ejercicio de
poder despótico con las autoridades realistas era bien vi-
sible, como se puede apreciar en los actos relacionados
con la proclamación de la constitución gaditana. En su
afán de erigir una contrapoder juntista de carácter des-
pótico que limitase el poder de los organismos tradicio-
nales, tales como el cabildo y la audiencia, por lo que
instrumentó las juras al Rey a la Constitución para confi-
gurarse como restaurador y pacificador de la provincia.
Las Cortes habían abolido el pendón en los actos de pro-
clamación regia, pero este no sólo no se derogó, sino su
exhibición pública se convirtió en un motivo de confron-
tación entre los capitulares caraqueños y Monteverde. Al
estar en manos de los insurgentes en Caracas ni se había
proclamado al Rey ni se había jurado la Constitución, por
lo que ambos ceremoniales debían celebrarse simultánea-
mente. El 2 de septiembre de 1812 el cabildo caraqueño

77
HEREDIA, J.F. Op. cit. p.73.
78
HEREDIA, J.F. Op. cit.p.84.

61
se reunió en sesión extraordinaria con el objetivo de fa-
cilitar la celebración de la promulgación de la Constitu-
ción, tal y como se había celebrado en Puerto Rico,
«teniendo en consideración las circunstancias locales en
que se halla, verificándolo a la brevedad que le sea más
posible», tres días después de la jura a Fernando VII79.
Al día siguiente los munícipes acordaron hacerse res-
ponsables de la proclamación regia para el 24 de ese mes
a la usanza tradicional del Antiguo Régimen «en los mis-
mos términos» de la de su padre con el correspondiente
tablado y la conducción del pendón por el alférez real, a
pesar de la abolición del paseo del mismo por las Cortes,
adornándose «éstas cuadras por los dueños del mejor
modo posible en las actuales circunstancias», con una
misa pontifical con Te Deum el 25 en San Francisco «por
ser el templo que brinda más proporción y capacidad des-
pués de las ruinas del terremoto del 26 de marzo, oficiada
por el prelado Narciso de Coll y Prat. Los festejos debían
comprender, «cabalgaduras bastantemente enjaezadas» y
músicas que tocasen en el paseo, «como ha sido costum-
bre, de clarines y timbales» y con iluminación general
desde la noche del 23 al tercero después de la jura. No se
debían reparar gastos para que todo condujera «a la so-
lemnidad de todas las fiestas y diversiones, la ilumina-
ción, vestidos de reyes de armas, música y demás»80. El 5
se reunieron de nuevo señalando el 26 para la jura de la
Constitución, al tercer día de la regia a las 4 de la tarde
con la misma carrera de calles y plazas de San Pablo, San
Felipe Neri y la Mayor y con un tablado al que habían de

79
Actas del cabildo de Caracas (Monárquicas) 1810, 1812-1814. Caracas, 1976.
80
Op. cit. pp. 131-135.

62
subir el comandante general con el ayuntamiento y el es-
cribano con cuatro reyes de armas en los ángulos del ta-
blado. Se entregaría la ley de Leyes por la máxima
autoridad miliar al secretario del cabildo, que la pondría
en manos del rey de armas más antiguo, que la leerá en
alta voz. Tras su conclusión la cederá al comandante, ob-
servándose estas ceremonias en todos los tablados que
haya que publicarse. Las salvas, desfile, lugares dentro de
éste y fórmula de juramento de las tropas correspondía
«privadamente» a su jefe superior. Desde allí se marcharía
hacia las casas consistoriales, donde quedaría la constitu-
ción y el retrato regio manifiesto con la iluminación y
guardia correspondiente, «con el testimonio extendido por
el escribano del cabildo de haberse cumplido en todas
sus partes con las formalidades prevenidas por las Cortes»
y el Consejo de Regencia. Acabado el acto lo pasaría a la
máxima autoridad militar, quien la besará y pondrá sobre
su cabeza. Después de concluida la misa volverá a be-
sarla y se tomaría juramento a todos los vecinos y clero
de guardarla81. Era transparente su propósito de instru-
mentalizar tales actos para revestirse del halo de recon-
quistador y pacificador de la Provincia, dejando a las
autoridades locales el papel de meros acompañantes.
El 28 de noviembre Monteverde comunicó exultante al
ayuntamiento que el Consejo de Regencia había avalado su
autoproclamación y lo confirmaba como capitán general y
jefe político interino, con lo que en la realidad de los hechos
las Cortes se plegaban y sancionaban ese poder de facto,
con la asunción de facultades omnímodas como «recon-
quistador», en clara contradicción con la división de poderes

81
Op. cit. pp. 136-141.

63
que emanaba del texto constitucional82. De esa forma se dio
pleno protagonismo a la «proclamación militar» del capitán
general Era una viva expresión del nuevo orden erigido en
la provincia de Caracas, que apenas duraría un año.
Coincidimos con Lynch en que las apreciaciones hacia
los canarios de clase baja procedían de una visión resentida
sobre los protagonistas de la contrarrevolución. Lo que po-
nían en tela de juicio era su origen social, al cual desprecia-
ban con vehemencia83. Una percepción más ecuánime del
proceso nos permite apreciar algunos de sus rasgos. Es sig-
nificativo que sus mayores y más despiadados críticos sean
las autoridades españolas. El Regente Heredia, que despre-
ciaba a los isleños de orilla, dijo de Francisco de Miranda
que había nacido de «una familia obscena» y los calificó con
los conocidos epítetos de cerriles, ignorantes, bárbaros y
rústicos»84. Urquinaona, el colombiano que fue comisionado
de la Regencia para pacificar Venezuela, los llamó traidores
por incitar la República y bastos y groseros. El vasco Ola-
varría señalaba «la decidida protección del señor Capitán
General a los idiotas isleños sus paisanos»85. Baralt atribuyó
a éstos la actitud despótica de Monteverde por verse «cer-
cado por sus paisanos», pues «aquella gente ruin y codiciosa»
se apoderó «de todos los empleos de la milicia, de las judi-
caturas y ayuntamientos». Con la junta de proscripciones
«los isleños satisficieron sus pasiones mezquinas»86. Los epí-
tetos serían eternos acerca de su ignorancia y estupidez.

82
Op. cit. pp. 246-247.
83
LYNCH, J. Op. cit. p.20.
84
HEREDIA, J.F. Op. cit. pp.41 y 61.
85
URQUINAONA, P. Op. Cit. pp.253-254.
86
BARALT, R. Op. Cit. Tomo II, p. 126.

64
Es incuestionable que el nuevo capitán general se
comportaba con rasgos de un auténtico caudillo, que se
valió de los canarios para consolidar su poder y que
ellos se valieron de él ocupando los cargos públicos. Ur-
quinaona refiere que éstos, «a pesar de su conducta es-
candalosa en los primeros y últimos cargos de aquel
gobierno tumultuario, supieron después aprovecharse
de la estupidez de su paisano Monteverde para vilipen-
diar no sólo a los que lisonjearon con sus servicios y hu-
millaciones, sino a los europeos y americanos por no
haber transigido con los sediciosos». Colocó en su opi-
nión a «los isleños más rústicos, ignorantes y codiciosos,
que empeñados en resarcir lo que había perdido o de-
jado de ganar durante la revolución, cometían todo gé-
nero de tropelías con los americanos y aun con los
españoles europeos que detestaban su soez predominio».
El general Miyares, a quien usurpó el cargo, se reafirma
en similar apreciación: «nombraba en todos los pueblos,
cabildos y justicias de sus paisanos los isleños»87. Cajigal
manifiesta que no temiesen los delincuentes porque el
marino canario les conferiría el poder. Con él al mando «a
todo isleño, sin causa ni indagaciones de su conducta se
le emplea, protege y auxilia». Los acusó de querellantes
por sentirse españoles sólo cuando triunfó su paisano: «En
este ramo de sostener querellas es innegable que son ge-
nerosísimos y hasta pródigos los tales africanos (en
tiempo de la independencia de Venezuela), españoles ce-
losos cuando Monteverde entraba en los pueblos de su
residencia»88.

87
URQUINAONA, P. Op. Cit.p.254-255.
88
CAJIGAL, J.M. Memorias. pp. 84, 97 y 98.

65
Un ejemplo del comportamiento de los canarios en esa
coyuntura la tenemos en el sumario abierto el 5 de abril
de 1813 por el teniente del pueblo de San Joaquín de Ma-
riara Jacinto Arce de Osorio sobre los excesos cometidos
por varios de ellos en su jurisdicción. Eran cinco, a los
que se les expedientó «para contenerlos con tiempo y que
no llegue esto a otro grado». El juez reconoció el 2 de
abril que desde su ingreso en esa tenencia había conocido
«tantas y repetidas quejas que ha tenido este tribunal del
orgullo y desórdenes que a cada instante están come-
tiendo los isleños don José, don Domingo y don Pedro
Arocha, don Antonio Hernández y don Diego González
creyéndose estos que son los únicos que hay en el pue-
blo leales a nuestro soberano y a su legítimo gobierno,
imputando a los demás de patriotas, y con un orgullo
están haciendo y cometiendo cuanto les da gana estando
este tribunal en consideración a la época presente, siendo
estos europeos y que nos pueden servir para alguna con-
trarrevolución, siendo también el tolerarles y disimularles
tolerando algo de su orgullosas expresiones, a pesar de
ser contra la tranquilidad del vecindario». Al hallarse el tri-
bunal consciente del orgullo y expresiones injurias con
que se conducían, se vio obligado a tomar un serio pro-
cedimiento para su contención a través de una sumaria.
Pedro Arocha había reincidido en el delito de desobe-
diencia al haber llegado a su pulpería en una ronda el
sargento José Eusebio Aponte. Este le ordenó a las 9 de
la noche su cierre, a lo que le contestó que «la tendría
abierta hasta que le diera la gana». Hallándose en ella su her-
mano Domingo y Diego González «tuvieron la osadía y atre-
vimiento de presentarse en este tribunal como a las diez de
la misma noche tocándome a la puerta y reconviniéndome

66
sobre que iban a atropellar a la mencionada patrulla». Tal
atentado lo tuvo que contener de modos suaves para no
causar tumulto89.
Diferentes vecinos los calificaron de «hombres muy
criminosos y orgullosos» y de acusar a sus opositores de
patriotas. Vicente Romero, de 57 años, que había sido te-
niente justicia mayor durante muchos años había tenido
numerosos pleitos con ellos por no quererles obedecer,
acaeciendo similares conflictos con otros jueces. Los tildó
de «inquietadores de la tranquilidad pública, muy crimi-
nosos, muy revoltosos y cualquier cosa que el juez les
manda ya están todos en concilio para irse a presentar
contra el teniente». Por su parte, Antonio Rodríguez, de
36 años de edad, indicó que «quieren vivir sin quien les go-
bierne. Cuando el juez les manda se arma un pelotón de
todos ellos y hacen su concilio para presentar contra el te-
niente y en su misma tribunal». Expresó que el teniente
Ángel Perdomo reprehendió a dos de ellos «por haber es-
tado estos conquistando gente de este pueblo para que se
conspiraran contra don Ángel y que estos hombres aten-
dido a que son europeos campean en este pueblo de
godos y todos los demás son patriotas para ellos y a mu-
chos de ellos se los han gritado en la cara. Son unos hom-
bres que no pueden vivir en ninguna república por
inquistadores de ella». Pablo Silva, de 43, sostuvo que
«desde que están en este pueblo no han pasado un día so-
segado y tranquilo poique siempre tienen el pueblo re-
vuelto». Finalmente, Miguel Martínez, de 51, expuso que
«Diego González puede decir que es el hombre más des-
almado que hay en este pueblo, como que a un hijo del

89
A.A.H. Judiciales. 197-903. 5 de abril de 1813.

67
declarante le ha salido por varias ocasiones a los caminos,
amenazándolo porque no le quería pagar un trabuco que
le debía porque ante dos tribunales ha demandado por él
y ha salido siempre a favor de su hijo la demanda y que
el tribunal de Guácara tuvo el atrevimiento de amenazarlo
ante el mismo teniente que él se creía pago de su trabuco
y que desde que llegó a este pueblo lo ha conocido
amancebado público con escandalosa vida, teniendo en
su misma casa la concubina»90.
El fiscal de la Audiencia dictaminó en Valencia el 7 de
mayo de 1813 que los canarios debían ser reprehendidos
y aun castigados por sus excesos. Sostenía que era justo
que sean reprendidos y aun castigados los excesos que
cometan los referidos «porque en el vasto espacio de la
Monarquía española no hay uno solo que puede eximirse
de respetar y obedecer a las autoridades y que tenga de-
recho para insultar impunemente a sus conciudadanos
porque todos son iguales a los ojos de la ley»91. Este tes-
timonio reafirmó el excesivo orgullo y prepotencia mos-
trado por los isleños durante «la conquista canaria», lo que
actuó en descrédito de su proyecto político, al conside-
rarse a sí mismos como los realistas por antonomasia.
Es cierto que los canarios se aprovecharon del ejerci-
cio del poder que les había brindado Monteverde para
mostrar sus rencores y sus ansias de venganza hacia las
clases altas o para escalar en todos los estamentos del
poder. Se convirtieron en oficiales del ejército, magistra-
dos de justicia y acapararon la Junta de Secuestros, en-
cargada de confiscar las propiedades de los republicanos.

90
A.A.H. Judiciales. 197-903. 5 de abril de 1813.
91
A.A.H. Judiciales. 197-903. 5 de abril de 1813.

68
Era una viva muestra de todos los odios larvados en la
época colonial y exacerbados durante la republicana. La
represión fue ejercida fundamentalmente por los herma-
nos Gómez y el mercader andaluz Gabriel García. Signi-
ficativamente los tres habían colaborado con la Primera
República. Heredia señala que «hubo depredaciones y ul-
trajes que no lo exigía la necesidad sino la infame avari-
cia o el deseo de la venganza que animaba a los isleños
zafios y a los zambos que eran los principales comisio-
nados». Para el Regente, «el más temible de los exaltados
por el ascendiente que tenían en Monteverde, era el is-
leño don Antonio Gómez (...). De golpe le nombró Con-
tador Mayor interino con todo el sueldo»92. Repletaron las
cárceles de Caracas con todos aquellos que consideraban
partidarios del régimen republicano. Pero en no poca me-
dida influyeron razones personales, como la venganza
que los Gómez ejecutaron contra José Ventura Santana,
hijo expósito del asimismo expósito canario Marcos San-
tana, grancanario como Gómez, del cual eran acreedores
y les había cobrado con apremio una fuerte suma que les
había prestado anteriormente93.
Level de Goda acusó a la camarilla que lo arropó como
culpable de haberle inducido a no entregar el mando a
Miyares: «No fue más que un ejecutor de la voluntad de
aquel cerco envalentonado, por lo cual abundaban órde-
nes contradictorias y providencias opresivas e inhumanas
incapaces de salir de la noble alma de Monteverde, hom-
bre honrado, inocente y candoroso, en cuya cabeza no

92
HEREDIA, J.F. Op. cit. pp. 92 y 109.
93
MUÑOZ, G.E. Monteverde: cuatro años de historia patria, 1812-1816. Ca-
racas, 1987. Tomo I. p. 432.

69
cabía una idea innoble o bastarda, sino hidalguía y gene-
rosidad»94. Lógicamente eras apreciaciones absurdas, por-
que en realidad él se sirvió de ellos en la misma medida
que aquellos se valieron de su poder para imponer sus
rencores y aspiraciones.
Urquinaona acusó de trato de favor a los canarios que
participaron activamente en la Primera República: «No hay
en las listas isleño sospechoso y peligroso que en el ter-
mómetro de su paisano Gómez suba hasta la primera
clase, sin embargo de que los proscriptores europeos lo
coloquen en ella». Rodulfo Vasallo, Tomás Molowny y
Pedro Eduardo eran insurgentes de primera categoría, sin
embargo contra ellos no hubo proceso. Lo mismo acon-
teció con los que tenían relaciones familiares con Monte-
verde. El caso más célebre fue el pasaporte entregado por
este Capitán General a Simón Bolívar y a todos los Rivas,
incluido José Félix, por su parentesco con éstos últimos95.
El comisionado colombiano estimó que su conducta «tras-
luce el descontento general nacido de las infracciones y la
altanería de los isleños de Canarias cuyo soez predominio
hacía desear la llegada de los insurgentes de Santa Fe»96.
Feliciano Montenegro en su Historia de Venezuela, cu-
riosamente realista por esas fechas, recogió el testimonio
de Bolívar, precisamente un protegido por Monteverde,
para aseverar que en su entrada a Caracas arremetió con-
tra «los hombres más condecorados del tiempo de la repú-
blica arrancados del seno de sus mujeres, hijos y familias

94
LEVEL DE GODA, A. Op. Cit., p.1267.
95
URQUINAONA, P. Op. Cit. p.307. HERNÁNDEZ GONZÁLEZ, M. Francisco
de Miranda y Canarias. Tenerife, 2007.
96
IBIDEM. Op. Cit. p.303.

70
en el silencio de la noche, atados a las colas de los caba-
llos de los tenderos, bodegueros y gente más soez, con-
ducidos con ignominia a las cárceles, llevados a pie unos
y otros en enjalmas, amarrados de pies y manos hasta las
bóvedas de La Guaira y Puerto Cabello, encerrados allí con
grillos y cadenas y entregados a la inhumana vigilancia de
hombres feroces, muchos de ellos perseguidos en tiempo
de la revolución, colmando la maldad bajo pretexto de que
todos esos infelices eran autores de un proyecto revolu-
cionario, contra lo pactado en la capitulación, y de esta
manera quedaba en pie la duda y todos vacilaban, hasta
que, asegurados de tan calumniosa felonía, huyeron a los
montes a buscar seguridad entre las fieras, dejando des-
iertas las ciudades y pueblos, en cuyas calles no se veían
sino europeos y canarios, cargados de pistolas, sables y
trabucos echando fieros y vomitando venganzas, ha-
ciendo ultrajes sin distinción de sexos y cometiendo los
más descarados robos; de tal manera que no había oficial
de Monteverde que no llevase la camisa, casaca o calzo-
nes de algún americano a quien habían despojado (...)
Hiciéronse estos hombres dueños de todos, ocuparon las
haciendas y casas de los vecinos y destrozaban o inutili-
zaban lo que no podían poseer. Es imposible dibujar con
la brevedad que exigen las circunstancias el cuadro de
esta provincia (...). La casa del tirano resonaba con el ala-
rido y llanto de tantos infelices; él se complacía con este
homenaje, agradado del humo que despedían las vícti-
mas; y sus satélites, en especial sus paisanos los canarios,
lejos de moverse a piedad, los insultaban con las bárba-
ras expresiones y groseras sonrisas con que manifestaban
cuanta era la complacencia que recibían en la humilla-
ción de la gente del país».

71
Se puede apreciar el odio de clase no entre el comer-
ciante acomodado europeo y el hacendado criollo, que
eran considerados de similar grupo social, sino entre los
mantuanos y «los tenderos, bodegueros y gente más soez
que revisten tales apreciaciones. Montenegro las hace suyas
y sostiene que «Monteverde, Martínez y los demás de su
comparsa» reafirmaron esa conducta contra la opinión de
«los jefes españoles Cajigal, Miyares y Ceballos y la Au-
diencia del distrito». La redacción de listas, encargada a Vi-
cente Gómez y Gabriel García, autorizó «en seguida a los
canarios más despreciables para las prisiones»97.
Como contraste otro realista, Surroca, afirmó todo lo
contrario, que el autoproclamado capitán general «instó
fuertemente un indulto general para todos los revolucio-
narios, mientras lo esperaba como le vino realmente, pudo
prender por diferentes motivos y hechos posteriores a in-
dicada capitulación a casi todos los cabecillas de la revo-
lución, de los cuales llenó las bóvedas de Caracas y La
Guaira; pero a fuerza de empeños o intrigas formadas en
la capital, dio pasaporte a los más principales, y así es que
cuando llegó el indulto que exceptuaba a Miranda y tres o
cuatro más de los primeros motores que fueron llamados
a España, llegaron todos impunes o libres de toda pena»98.
Es cierto que «el poder isleño», secundado por pe-
ninsulares y criollos fieles a la Corona, estaba cavando
su propia fosa y abriendo la puesta en 1813 a la II Re-
pública venezolana. Pero no lo es menos que la contra-
rrevolución no podía tener otra apoyatura, porque no

97
MONTENEGRO Y COLÓN, F. Historia de Venezuela. Caracas, 1970. Tomo
I, pp. 251-253.
98
SURROCA Y DE MONTÓ, T. Op. cit. pp.120-121.

72
podía fundamentarse en la oligarquía, ni dejar la puerta
abierta a los zambos o a los pardos. Lo que sí es cierto
es que no podía tener proyección de futuro. Monteverde
se enfrentó con las autoridades legales, se enemistó con
la Audiencia, que trataba de limitar su poder absoluto,
creó instituciones paralelas que desafiaban el orden es-
tablecido como la Junta especial compuesta por 5 cana-
rios, 8 peninsulares y 4 criollos y no llegó a poner en
práctica la Constitución de Cádiz. No sacó beneficios
económicos, pero se apoyó en sus paisanos para con-
solidar su poder personal. Heredia los acusó de haber
inundado el país de odios contra los españoles, que pre-
pararon «con esta división entre el corto número de blan-
cos la tiranía de las gentes de color que ha de ser el triste
y necesario resultado de esas ocurrencias»99.
Francisco Javier Yanes culpó a Monteverde de ocuparse
en exclusiva de «secuestrar bienes, destruir conspiraciones y
reducir a prisión a los sospechosos de patriotismo». El 15
de febrero de 1813 efectuó una proclama en la que anun-
ció el descubrimiento de «de una horrible conspiración
que iba a envolverlos promiscuamente en las ruinas de las
autoridades constituidas y en estragos más espantosos
que las desgracias pasadas». Para salvar la vida y las pro-
piedades creó una comisión militar con facultades ex-
traordinarias. Su sumaria se limitó a la delación de un
pardo, Ricardo Castro, al que en su casa le solicitó asus-
tado otro, Ildefonso Ramos, un par de pistolas y de espue-
las, porque a las cuatro de la tarde del 13 de febrero «se iba
a dar el golpe. Los testigos fueron el canario Juan Cabrera
que lo vio armado, por lo que dijo a su paisano Roque

99
Cit. por PARRA PEREZ, C. Op. Cit. Tomo II. p.501.

73
Sánchez que lo siguiese «hasta asegurarle». Este último lo si-
guió hasta un monte, lo prendió y lo condujo al capitán ge-
neral, que mando registrarle. Solo encontró unos papeles
de diligencias para casarse en Cagua. La Audiencia se
opuso a tal comisión por vulnerar las leyes, pero Monte-
verde le contestó que tomó esa medida por hallarse la ciu-
dad en estado de sitio. Se lisonjeaba que el Supremo
Gobierno no le reprobaría su conducta «pues ya le había
manifestado que si había publicado la Constitución había
sido por un efecto de respeto y obediencia, no porque
considerase a la provincia de Venezuela merecedora de tan
benigno código». En efecto, pese a las recriminaciones de
ese tribunal, el 13 de marzo de 1813 hizo circular por bando
una orden de la Secretaria de la Guerra de 11 de enero en
la que la Regencia aprobaba su conducta100.
Álvarez Rixo planteó que Monteverde se comportó como
un soberano absoluto que trataba a sus súbditos como gru-
metes. A sus paisanos les había oído decir que «entre las cos-
tumbres que introdujo fue que no oía ni despechaba asunto
ninguno sino de las 10 o las 11 de la mañana hasta las 2 de
la tarde. Recibía a las gentes con sequedad y altivez101. Su
paisano y pariente, el diputado Fernando Llarena, en el de-
bate que su autoproclamación suscitó en las Cortes de Cádiz,
señaló que era injusto que se le diese al militar cubano el
mando «cuando ha estado quieto en Puerto Rico, lejos del
humo de la pólvora. Señor ¿Dónde estamos? ¿Miyares con
sus manos lavadas se ha de calzar un mando que Monte-
verde se ha conquistado?102

100
YANES, F.J. Op. cit. Tomo I, pp.100-102.
101
ALVAREZ RIXO, J.A. Anécdotas...
102
Diario de las Cortes de Cádiz. Sesión de 6 de abril de 1813.

74
Monteverde trató de atraerse a sus filas a los pardos, a
los que se estimuló con su ensalzamiento y la elevación
de su reputación. Buena prueba de ello es el sermón pre-
dicado por el agustino canario Miguel de Soto ante la
compañía de tiradores pardos de la ciudad de Guayana el
11 de marzo de 1812103. Un decreto suyo de 29 de enero
de ese año los habilitó para ser admitidos en las univer-
sidades, a llevar prendas y vestidos que antes no se les
permitía, a tomar hábitos religiosos y entrar en el semi-
nario y los promocionó y los reconoció con la finalidad
de involucrarlos en la causa monárquica104. Pero su ejer-
cicio del poder estaba condenado a morir. Era difícil man-
tener un experimento de esa naturaleza con un apoyo
social cada vez más reducido.
Francisco Javier Yanes con crudeza sentenció que los
voluntarios europeos que se sublevaron el 18 de diciem-
bre de 1813 en Puerto Cabello le obligaron a retirarse a la
isla de Curaçao, sucediéndole en el mando el mariscal de
campo Juan Manuel de Cajigal. Se acababa con ellos su
«despotismo tenebroso e inflexible», que «había agotado el
sufrimiento de sus humildes súbditos y aún el de sus adic-
tos y sicofantas». Había dejado «a Venezuela incendiada,
prostituida y escandalizada por la conducta insubordinada
que lo colocó en el mando, por su incapacidad, por la in-
diferencia con que veía los delitos de sus dependientes y
sobre todo por su desprecio a las leyes, siendo todavía más

103
SOTO, M. Sermón predicado en la fiesta celebrada en honor de N.S. del
Carmen al elegirla por su patrona la compañía de tiradores pardos de Fernando
VII creada en la ciudad de Guayana, el 11 de marzo de 1812. San Juan de
Puerto Rico, 1812.
104
LOMBARDI BOSCÁN, A.R. Banderas del Rey (La visión realista de la in-
dependencia). Maracaibo, 2006, p.177.

75
escandalosa y reprensible la indiferencia con que el go-
bierno peninsular oía la relación de tan abominable pro-
ceder». Calculó que desde el 19 de abril de 1810 hasta el fin
de ese año habían muerto en ese país por los terremotos
y la guerra sobre cuarenta mil personas, siendo las pérdi-
das económicas de cerca de veinte millones de pesos105.
La versión de su retirada proporcionada por Surroca
era notablemente diferente. Aseveró que al marchar para
Puerto Cabello, Cajigal, Correa y Cevallos, «encontraron a
Monteverde herido de de una bala de fusil que le dio en
un carrillo, por cuyo motivo nombró por sustituto al re-
ferido Cajigal y se marchó a Curaçao a curarse la he-
rida»106. Por su parte, Heredia refirió que «en uno de esos
tiroteos fue mortalmente herido». Le fue atravesada por
una bala que le entró por la boca la quijada izquierda, ya
que «su intrepidez le hacía olvida las reglas que prescri-
ben a los jefes la prudencia sobre no exponer su persona,
como la de un soldado o simple oficial, cuando no lo
exige la necesidad107.
El 4 de julio Monteverde dejó a su paisano Manuel Fie-
rro con el mando en Caracas cuando la derrota ya era in-
eludible. El palmero convocó una junta que acordó la
capitulación y nombró como comandante político y mili-
tar de la ciudad a Francisco Antonio Paul. Por disposición
de este salió hacia La Victoria para capitular con Simón
Bolívar el 4 de agosto de 1813. Pero Monteverde no la
aprobó. Los emisarios firmantes, entre los que se encon-
traba el vasco Gerardo Patrullo, redactaron un manifiesto

105
YANES, F.J. Op. cit. Tomo I, p.138.
106
SURROCA Y DE MONTÓ, T. Op. cit. p.147.
107
HEREDIA, J.F. Op. cit. p. 156.

76
con graves acusaciones hacia el marino canario. Le incri-
minaron que su política había fomentado «una aversión y
odio entre ultramarinos y americanos que a todos envol-
vía cuando muy pocos eran autores de los hechos que lo
causaban». El carácter cruento de sus acciones bélicas
«puso a los patricios en el doloroso caso de adoptar igual
temperamento con todos los europeos», mientras que su
práctica del terror derivó en un odio hacia los europeos
que llevó al pueblo a pensar que todos debían desapare-
cer. La población que lo distinguió como un libertador, sin
embargo, pecibió incumplidas sus promesas, ya que «el
respeto a la sangre humana y el ver libre su país natal de
víctimas sacrificadas al furor y a la venganza fueron sin
duda la causa de su condescendencia», que no tuvo efecto
por su represión108.
El 6 entró Bolívar en Caracas. Una comisión formada
por el Libertad se trasladó a Puerto Cabello para que Mon-
teverde les diera su aprobación. Sin embargo, este sar-
cásticamente contestó que Fierro ni nadie estaba facultado
«para misiones de capitulación, no otras que son privati-
vas del capitán general de la provincia», por lo que eran
nulas todas las operaciones obradas109. Ante tal acusación
el palmero desde Curaçao el 27 pasó un oficio a Urqui-
naona y Pardo en el que le pedía que calificase su con-
ducta política, que el comisionado reputó como
intachable. El vasco recogió el testimonio de Level de
Goda, en el que afirmó todos son independientes y todos
mandan, por lo que estaba en esa isla holandesa «el ca-
pitán general don Domingo Monteverde en riñas con el

108
Reprod. en MUÑOZ, G.E. Op. Cit. Tomo I, pp.119-122.
109
COLL Y PRAT, N. Op. cit., pp.251-254.

77
brigadier Manuel Fierro, sobre quien de los dos perdió
Caracas y con la desgracia de ser el nombre que resuena
en el lastimero grito universal. Los magistrados de la Au-
diencia, dispersos, errantes, cubiertos de improperios y
huyendo de la execración pública»110.
A todas luces guerra social y restauración del antiguo
orden eran mensajes contradictorios. Rebeliones de es-
clavos y de pardos canalizan proyecciones de contenido
ideológico difuso, pero eran incontestables en sus con-
signas y en su rechazo al poder establecido. Buscaban la
libertad en la misma medida que odiaban a la oligarquía.
Por ello tampoco la Segunda República que le sucedió
tenía porvenir. Seguía siendo inflexible en la defensa de
los intereses mantuanos. Los sectores populares veían a
los republicanos como sus antiguos amos. La conflictivi-
dad era inevitable. De ahí el papel que desempeñarán
los llaneros en la segunda ofensiva realista contra Cara-
cas, en la que destacaron Boves, Yáñez y Francisco
Tomás Morales.

110
URQUINAONA, P. Op. Cit., p.77.

78
El Decreto de guerra a muerte

El punto de partida del decreto de guerra a muerte nos re-


mite en sus antecedentes a Antonio Nicolás Briceño, ori-
ginario de Mendoza en Trujillo. Había tomado decidido
partido por la independencia, como la gran mayoría de
los de su clase desde la llamada conspiración de los man-
tuanos de 1808. Elegido diputado por Mérida al Congreso
constituyente, donde respaldó abiertamente la indepen-
dencia, el 21 de marzo de 1812 resultó electo para la su-
plencia del nuevo ejecutivo federal. Durante la dictadura
de Miranda fue su hombre de confianza. Actuó como fis-
cal en el juicio contra dos sacerdotes desafectos a la Re-
pública, que fueron ejecutados acusados de conspiración.
A la caída de la Primera República, como a Bolívar y a los
Rivas, se le dio pasaporte por Monteverde para que pu-
diese embarcarse a Curaçao. El 31 de julio de 1812 salió
con ese rumbo en la goleta Matilde en unión de su mujer,
la mantuana María de los Dolores Jerez de Aristeguieta y
Gedler, pariente del Libertador, en la que se trasladaron
también el cubano Francisco Javier Yanes, firmante del acta
de independencia, Juan Nepomuceno y Francisco José Rivas,
parientes de Monteverde, Juan Silvestre Chaquea, Vicente

79
Tejera, Francisco de Paula Navas y Pedro Labatur111. Re-
sulta irónico que varios de los más encarnizados enemigos
de los realistas, que juraron más tarde el exterminio de
«españoles y canarios» y que se habían significado con car-
gos de relieve en la Primera República, pudieran irse al
extranjero sin problemas y con salvoconducto.
El Plan de Briceño para libertar a Venezuela, dado a la
luz en Cartagena de Indias el 16 de enero de 1813, expo-
nía en su artículo nº2 que, «como esta guerra se dirige en
su primer y principal fin a destruir en Venezuela la raza
maldita de los españoles europeos, incluso los isleños, que-
dan por consiguiente excluidos de ser admitidos en la Ex-
pedición por patriotas y buenos que parezcan, puesto que
no debe quedar uno solo vivo, y así por ningún motivo y
sin excepción alguna serán rechazados», como también
acontecería con los ingleses, por ser aliados de los espa-
ñoles. Sus propiedades se dividirían, como si se tratase de
un botín de conquista, dos de las cuales serían una para los
oficiales y otra para los soldados, siendo la mitad restante
para el Estado. El 9º puntualizaba que era «mérito suficiente
para ser premiado y obtener grados en el ejército, presen-
tar un número de cabezas de españoles europeos, incluso
los isleños». El soldado que presentase 20 sería ascendido
a alférez, el que presentase 30 a teniente y 50 a capitán.
Entre los firmante se encontraban varios franceses y algu-
nos criollos a los que Monteverde había dado pasaporte,
como Francisco de Paula Navas y Chaquea112.
La historiografía republicana tiende a considerar el
plan del Diablo como improcedente y brutal y a valorar

111
BRICEÑO PEROZO, M. El Diablo Briceño. Caracas, 1982 (2ªed.), pp. 111-120.
112
Reprod. en BRICEÑO PEROZO, M. Op. Cit., pp.212-217.

80
como positiva la crítica que mereció por parte de Bolívar
y del coronel neogranadino Manuel Castillo y Rada. En
efecto, los dos desde Cúcuta matizaron lo aprobado en él
el 20 de marzo de 1813. Exceptuaron de su articulado el
segundo punto, «en cuanto se dirigen a matar a todos los
españoles europeos, pues por ahora solo se hará con
aquellos que se encuentren con las armas en la mano»,
mientras que «los demás que parezcan inocentes segui-
rán con el ejército para vigilar sus operaciones»113.
El Libertador remitió el 10 de abril una misiva a Bri-
ceño, tras haber este degollado a dos personas octoge-
narias en San Cristóbal. En ella le recriminó la ejecución
de ningún individuo sin proceso. El 5 de mayo calificó
ese hecho de «muy escandaloso y contrario en todo a la
buena disciplina del ejército y servicio del Estado». Por su
parte, Del Castillo el 9 de abril se sintió «estremecido» por
el acto violento ejecutado ese mismo día en San Cristóbal.
La respuesta del andino desde la capital del Táchira del
día siguiente no fue menos categórica. Aseveró que el
hecho de matar «yo aquí los únicos españoles que en-
contré», se justificaba por la idea por él concebida «de des-
truir en Venezuela la raza de los españoles». Estimaba que
era indispensable matarlos porque «de otro modo jamás
seremos libres». Lo justificaba por los patriotas presos en
las cárceles, frente a cuya detención no era crueldad «el
fusilar dos españoles que hasta hoy no dan dado pruebas
de desviarse de los sentimientos de sus paisanos». Su eje-
cución «dará quizá vida no solo a nuestros compatriotas»
y con ella los enemigos «huirán al ver la severidad con
que nosotros procedemos». Contrapuso la muerte de más

113
Reprod. en BRICEÑO PEROZO, M. Op. Cit., pp.217-218.

81
de 6.000 criollos en las guerras de toda Hispanoamérica,
frente a las de solo cien españoles. Reflejó el caso del
Santo Domingo francés, donde sus antiguos esclavos de-
rrotaron a la flor y la nata del ejército napoleónico, en
claro contraste con el de los dominios del rey de España,
en los que «caemos al imperio de 4 tristes españoles que
ni saben escribir, ni pelear, ni tienen país, ni Gobierno, ni
son otra cosa que la escoria y el desprecio de los espa-
ñoles». Sostuvo que su proyecto es el de los ilustres que
sacrificar»114. El error en la estimación del trujillano era pri-
meramente que en la Hispanoamérica de 1813 no había
ningún ejército español reclutado para ocupar el conti-
nente, como acaeció en Haití, y que la inmensa mayoría
de las tropas realistas eran criollas, y en segundo lugar
que la Venezuela de la antigua capitanía general no era ni
Colombia ni el mundo andino venezolano, de donde era
natural, en los que en esa época el número de españoles
era muy escaso, sino el de una sociedad compleja en la
que, tanto en las áreas rurales como en las ciudades,
había un número relativamente alto de españoles, en su
mayoría canarios, de aquellos que en su parecer no sa-
bían leer ni escribir ni tenían muy clara de su identidad,
pero sí de sus intereses, y que estaban estrechamente
mezclados por los lazos de la sangre y el paisanaje con
los criollos blancos de orilla y pardos de Los Llanos, de
Valencia o de Aragua e incluso con los mismos mantua-
nos de Caracas, entre los que se encontraban no pocos
hijos y nietos de canarios. No tomar conciencia de esa
singularidad, que no supo entender el propio Bolívar en
ese momento, pero sobre la que reflexionó muchos años

114
Reprod. en BRICEÑO PEROZO, M. Op. Cit., pp.226-230.

82
después, fue un grave error de cálculo que él mismo pa-
garía muy poco después y que abriría la violenta senda
que estalló con toda su crudeza en esos aciagos años.
La posición de Briceño fue compartida por su propia
mujer, que hizo ver a Carmen Ramírez «las ventajas que
podemos experimentar con solo la ejecución de estas dos
cabezas». Le refirió a su esposo que «unos aprueban tu
hecho, que creo en el interior se han alegrado infinito.
Girardot lo aprobó con aquella satisfacción de todo hom-
bre orgulloso y que no quiere que otro le supedite. Tejera,
lo mismo, lo ha celebrado. Y en una palabra, eres el coco
de estos lugares, en términos que el viejo Mesa dice que
no está seguro ni al lado de Bolívar, si no es debajo de su
cama. Y yo bien contenta».
Es significativo también que Vicente Tejera, caraqueño
de ascendencia canaria, fue ministro de la Alta Corte de
Justicia e integró el tribunal que condenó a los canarios
de la rebelión de la Sabana del Teque. No obstante, en
julio de 1812 pudo salir con pasaporte en el mismo navío
que Bolívar para Curaçao, y desde allí firmar junto con el
Libertador el manifiesto de 27 de noviembre de1 812. Par-
ticipó junto con José Félix Rivas en la campaña admirable
y en la Caracas de la Segunda República. Se significó en
la represión con su cargo de Juez de secuestros. Por su
parte, el primo de Briceño, Cristóbal Mendoza, firmante
más tarde de numerosas ejecuciones en Caracas y La
Guaira, reconoció que «el pasaporte de los godos a todos
les gusta, pero muchos no lo aprueban porque creen es-
capar de este modo, si ellos los cogen»115. Trujillano
como su pariente, fue presidente del poder ejecutivo de

115
Reprod. en BRICEÑO PEROZO, M. Op. Cit., pp.131-132.

83
la Primera República, pudo salir con pasaporte hacia el
exterior y marchar a Cartagena. Incorporado a las hues-
tes de la campaña admirable, fue designado por Bolívar
gobernador político de Caracas, donde, como Tejera, jugó
un papel destacado en los procesos de incautación de
bienes y fusilamientos de los españoles y canarios.
Sin embargo, la única disparidad entre la propuesta del
Diablo y el decreto de Guerra a Muerte estribaba en la ex-
clusión de los españoles y canarios que tomaban las
armas en favor de la independencia. En todo lo demás se
ratificaba en los mismos términos, incluidos los indife-
rentes, por lo que no se puede considerar en absoluto su
antítesis, como afirman todos aquellos que quieren con-
siderarlas antagónicas. El primer texto de Bolívar en que
departió de guerra a muerte fue su discurso de 31 de
mayo de 1813, dirigido a la municipalidad de Mérida. En
él arengó sobre «la inicua invasión que hicieron a este
Estado los bandidos de la España que infestaban y tienen
todavía sujeta una parte de la confederación de Vene-
zuela. Declamó que sus armas redentoras no actuarán
frente «al noble americano», sino «contra vuestros natos
enemigos, los españoles de Europa, a quienes juramos
una guerra eterna y un odio implacable». La justificación
de esa batalla sin cuartel procedía, según su interpreta-
ción, de la violación de «los derechos de gentes y de las
naciones» y de la persecución impía «al inocente y al
débil, reduciendo los pueblos enteros a la indigencia y
desolación». Culminó su exhortación con la invocación de
que su mandato «no tiene otros objeto que amparar al
americano y exterminar al español»116.

116
BOLÍVAR, S. Escritos. Caracas, 1968. Tomo IV, pp. 286-287.

84
Pocos días después, el 8 de junio, en la misma locali-
dad, Bolívar efectuó una proclama dirigida a los meride-
ños en la que sentenció que «los odiosos y crueles
españoles han introducido la desolación y la muerte en
medio de los inocentes y pacíficos pueblos del hemisfe-
rio colombiano, porque la guerra y la muerte que justa-
mente merecen les ha hecho abandonar su país nativo,
que no han sabido conservar y han perdido con ignomi-
nia». Resultan paradójicas y bien llamativas sus expresio-
nes para justificar la caída de la Primera República, al
aseverar que la misma se produjo por una inexistente in-
vasión de españoles arribados a sus costas como conse-
cuencia de su expulsión de España, como si la inmensa
mayoría de las tropas realistas no estuviera formada por
criollos y como si la mayor parte de los españoles y ca-
narios que vivían en Venezuela no estuvieran arraigados
en el país con anterioridad a la invasión napoleónica y
unidos por los lazos de la sangre con sus naturales. Sola-
mente con citar la elevada proporción de próceres que
eran hijos de canarios se podría apreciar su directa invo-
lucración y su integración en la sociedad venezolana. La
guerra de independencia venezolana nada tiene que ver
con la de las Trece Colonias ni con la de Cuba.
Hasta la arribada de las tropas de Morillo en 1815 la
contienda fue esencialmente una guerra civil, en las que
casi la totalidad de los protagonistas en ambos bandos eran
americanos, por lo que estas frases del Libertador solo pue-
den explicarse desde una perspectiva propagandista, tra-
tando de ocultar el cariz real de la contienda: «Tránsfugos
errantes cono los enemigos del Dios salvador, se ven arro-
jados de todas partes y perseguidos por todos los hombres.
La Europa los expulsa y la América los rechaza porque sus

85
vicios en ambos mundos los han cargado de la execración
de la especie humana. Todas las partes del globo están te-
ñidas en sangre inocente, que han hecho derramar los fe-
roces españoles, como todas ellas están manchadas con los
crímenes que han cometido, no por amor a la gloria, sino
en busca del vil metal infame que es su Dios soberano».
Referencias más que veladas a la conquista que le con-
ducen de nuevo al texto de Briceño, con invocaciones a la
degollación de «millares de nuestros prisioneros en México»
y a la sepultura viva «en las bóvedas de Puerto Cabello y
de La Guaira a nuestros padres, hijos y amigos de Vene-
zuela». Tales atrocidades serán vengadas con el exterminio
de los verdugos, ya que «nuestra vindicta será igual a la fe-
rocidad española», puesto que «nuestra bondad se agotó
ya, y puesto que nuestros opresores nos fuerzan a una gue-
rra mortal, ellos desaparecerán de América y nuestra tierra
será purgada de los monstruos que la infestan. Nuestro
odio será implacable»117.
Resulta cuando menos irónico que los actores vene-
zolanos de la campaña admirable, que ocuparon cargos
de relieve en su primer experimento republicano y que se
embarcaron todos ellos con pasaporte firmado por el
mismo Monteverde, justifiquen la guerra implacable y el
exterminio de los españoles amparados en el trato reci-
bido por las autoridades nacidas de la contrarrevolución
realista de 1812. Como subrayamos con anterioridad, es
indiscutible el incumplimiento de la capitulación por el
canario y el encarcelamiento, contraviniéndola, de algu-
nos republicanos en las bóvedas de La Guaira y Caracas y,
finalmente, la conducción de unos pocos a los presidios

117
BOLÍVAR, S. Escritos. Caracas, 1968. Tomo IV, pp.298-300.

86
españoles, incluido el propio Miranda, que el propio Li-
bertador en un gesto, no precisamente cortés había puesto
en bandeja a Monteverde. Pero en todo caso las deten-
ciones fueron selectivas, ya que, mientras que privilegió y
dio la libertad curiosamente a muchos de los mantuanos
que más tarde se iban a erigir en artífices y ejecutores de
la guerra a muerte, dio prisión a otros. Sin embargo, como
reflejaron Heredia y Llamozas, dos testigos presenciales
ampliamente citados por los autores republicanos por sus
críticas a los realistas, pero ampliamente ignorados en sus
apreciaciones sobre los republicanos, Monteverde no eje-
cutó a ninguno, por lo que la guerra a muerte era un salto
de gigantescas proporciones frente a lo acaecido en la dic-
tadura del marino canario.
La Guerra a muerte estaba ya, pues, formulada en sus
escritos merideños. El decreto de Trujillo de 15 de junio
solo añadió como novedad una precisa demarcación ét-
nica de los partidarios de la causa realista. En ella «todo
español que no conspire contra la tiranía en favor de la justa
causa por los medios más activos y eficaces, será tenido por
enemigo y castigado como traidor a la patria, y por conse-
cuencia, será irremisiblemente pasado por las armas». Solo
tendrían perdón si se incorporarán al ejército insurgente.
Únicamente en ese caso serían reputados y tratados como
americanos. Como expresa en el punto más célebre de su
proclama, «españoles y canarios, contad con la muerte, aun
siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio
de la libertad de América». Mientras que a estos últimos se
les obligada a tomar abiertamente partido por no valerles ni
siquiera el no tomar parte en la contienda y pasar desaper-
cibido, a los americanos se les ofrecía la vida «aun cuando
seáis culpables». Los criollos recibían siempre el perdón ya

87
que solo eran culpables por «la ceguera e ignorancia en
que os han tenido hasta el presente los autores de vues-
tros crímenes». Contaban «con una inmunidad absoluta en
vuestro honor, vida y propiedades», por ser su título de
americanos «vuestra garantía y salvaguardia»118.
Como refrendó Salvador de Madariaga, con esa deci-
sión «por primera vez en la guerra civil venezolana, Bolí-
var dio valor de ley a la guerra de exterminio. De lo que
Bolívar es responsable es, pues, de la índole legal y ge-
neral que otorga su autoridad personal y oficial a la gue-
rra a muerte. Esto sí que carecía de precedentes hasta el
decreto de Trujillo»119. Recalcó que fue un documento ela-
borado a sangre fría. Pero, como lo acaecido con poste-
rioridad demostró, estaba profundamente equivocado con
esa decisión. El Libertador, en una carta dirigida al capitán
general de Curaçao, fechada el 2 de octubre de 1813, jus-
tificó el decreto por la actitud del «español feroz, vomi-
tando sobre las costas de Colombia, para convertir la
porción más bella de la naturaleza en un vasto y odioso
imperio de crueldad y rapiña; vea ahí V.E. el autor pro-
tervo de estas escenas trágicas que lamentamos. Señaló su
entrada en el Nuevo Mundo con la muerte y la desola-
ción; hizo desaparecer de la tierra su casta primitiva; y
cuando su saña rabiosa no halló más seres que destruir, se
volvió contra los propios hijos que tenía en el suelo que
había usurpado». Adujo que el incumplimiento de la capi-
tulación por Monteverde había conducido «a la infracción
más bárbara e impía: los pueblos saqueados, los edificios
incendiados, el bello sexo atropellado, las ciudades más

118
BOLÍVAR, S. Escritos. Caracas, 1968. Tomo IV, pp. 306-307.
119
MADARIAGA, S. Op. Cit. Tomo I, p.409.

88
grandes encerradas en masa, por decirlo así, en horribles
cavernas, viendo realizado lo que hasta entonces parecía
imposible, la encarcelación de un pueblo entero». Le re-
firió que, cuando él salió de Nueva Granada para Vene-
zuela, su propósito no era ejercer el derecho de represalia
sobre los españoles, pero fue el ver «a estos tigres burlar
nuestra noble clemencia y asegurados de la impunidad
continuar aun vencidos la misma sanguinaria fiereza» lo
que le llevó a decretar la guerra a muerte «para quitar a
los tiranos la ventaja incomparable que le prestaba su sis-
tema destructor». Volvió a aludir como argumento justifi-
cativo la ejecución de Briceño y «otros oficiales de honor
que el bárbaro y cobarde Tizcar hizo pasar por las armas,
hasta el número de dieciséis», cuando estos fueron juzga-
dos y condenados por un tribunal militar. Relató más
tarde todos los casos posteriores de Antoñanzas, Boves y
los de los valles del Tuy y Tácata, donde «han elevado ya
los malvados monumentos lamentables de su rabiosa
crueldad», como si no fueran en cierto sentido conse-
cuencia de su político y como si no hubieran sido reali-
zados por huestes formadas en más de un 90% por
criollos y no por ejércitos invasores reclutados en la Pe-
nínsula. Finalizó su exposición invocándole si «los ameri-
canos deben dejarse exterminar pacientemente o deben
destruir una raza inicua, que, mientras respira, trabaja sin
cesar por nuestro aniquilamiento». Le precisó que podría-
mos «ser indulgentes con los cafres del África, pero los ti-
ranos españoles, contra los más poderosos sentimientos
del corazón, nos fuerzan a represalia»120.

120
BOLÍVAR, S. Obras. Cartas, proclamas y discursos. Caracas, 1982. Tomo I,
pp.66-69.

89
En carta firmada en Campo de Techo el 8 de diciembre
de 1814 Bolívar se preguntó que si sería justo sufrir la gue-
rra a muerte y no hacerla. Sobre los cerca de mil españoles
presos en las bóvedas y castillos de La Guaira, expuso: «¿es-
peraría yo la misma suerte infausta del castillo de Puerto
Cabello, que destruyó mi patria y me quitó el honor? Amigo,
póngase Vd. En mi lugar y póngase todo español, y como
no lo haga mejor que yo, digo que no son hombres ni es-
pañoles. He aquí mis decantadas crueldades, mi irreligión
y todo lo que me han hecho el favor de atribuirme los se-
ñores que no me conocen o me conocen mal». Confrontó
Venezuela a Colombia al protestar «bajo mi palabra de
honor, que ni el gobierno ha declarado la guerra a muerte,
ni yo lo he hecho, ni lo haré nunca en esta país pacífico
donde los españoles se han portado de un modo muy di-
ferente que en Venezuela»121.
En San Carlos Cojedes el 28 de julio de 1813 el Liberta-
dor efectuó una proclama en la que hablaba que las armas
libertadoras, conducidas por el Dios que protege la causa
de la justicia y de la naturaleza, habían libertado todas las
Provincias de Occidente, al tiempo que el ejército de Oriente
había dado la libertad a Cumaná, Barcelona y todos los Lla-
nos hasta Calabozo, por lo que solo quedado un pequeño
territorio entre Valencia y Caracas. En él, «un puñado de es-
pañoles y canarios pretende con demencia detener el carro
de nuestras victorias, guiado por la fortuna y sostenido por
el valor divino de nuestros soldados granadinos y venezo-
lanos». Huyen despavoridas sus bandas «porque temen una
espada exterminadora que la justicia del Cielo ha puesto en
nuestras manos para vengar la humanidad, que tan vilipen-

121
BOLÍVAR, S. Obras. Cartas... Tomo I, p.107.

90
diosamente ha sido encarnecida en el suelo americano». La
guerra a muerte se había convertido en el Ángel justiciero de
Bolívar. Pero en San Carlos, el centro canario por excelen-
cia de Los Llanos junto con Calabozo, convocó a la rendición
a los isleños y a su incorporación a las filas del ejército li-
bertador. Poco tiempo antes, se daba la circunstancia que
varios isleños acomodados habían sido asesinados por
Boves en Calabozo, como reseñó Julián Llamozas122. Ahora
invocaba a estos en la capital de Cojedes, a abandonar «esas
tristes reliquias del partido de bandidos que infestaron a Ve-
nezuela, acaudillados por el pérfido Monteverde, que os ha
puesto en la crítica y desesperada situación de morir en el
campo o en los cadalsos, perdiendo vuestras familias, vues-
tros hogares y vuestras propiedades». Les conminaba, si que-
rían vivir, «a pasaros a nuestros ejércitos o conspirar directa
o indirectamente contra el intruso e inicuo Gobierno espa-
ñol», ya que «si permanecéis en la indiferencia, sin tomar
parte en el restablecimiento de la República de Venezuela,
seréis privados de vuestras propiedades (...) y sin remisión
condenados a muerte». Les informó que «todos los españo-
les y canarios que se han presentado a nuestro ejército han
sido conservados en sus destinos y son tratados como ame-
ricanos, asegurándoos que son dignos de este título y se
portan con el valor y lealtad que caracteriza a los hijos de
Colombia». Les expresó que todos los que han probado no
ser desafectos a nuestro sistema y se han mantenido en in-
acción mientras los tiranos perseguían con el oprobio y la
muerte a los inocentes americanos han sido recibidos con
amistad y clemencia. Precisó que sus ejércitos no necesitan

122
Véase LLAMOZAS, J. Acontecimientos de Calabozo en PÉREZ TENREIRO,
T. Op. Cit., pp.357-366.

91
de ellos para triunfar, pero lo hacen pero efectúan este re-
querimiento por su humanidad, «aun siendo españoles», y
por resistirse a derramar sangre humana. Por ello les re-
quirió «por la última vez, españoles y canarios, oíd la voz
de la justicia y de la clemencia. Si preferís nuestra causa a
la de los tiranos, seréis perdonados, y disfrutaréis de vues-
tros bienes, vida y honor, y si persistís en ser nuestros ene-
migos, alejaos de nuestro país o preparaos a morir»123.
Años después, en misiva dirigida al general Santander fe-
chada el 1 de noviembre de 1819, Bolívar reveló que, «para
comprometer cuatro guerrillas, que han contribuido a liber-
tarnos, fue necesario declarar la guerra a muerte, para ha-
cernos de algunos partidarios fieles necesitamos de la
libertad de los esclavos»124. Confesaría al respecto, algo que
era evidente: «vuestros hermanos y no los españoles han
desgarrado vuestro seno, derramado vuestra sangre, incen-
diado vuestros hogares y os han condenado a la expatria-
ción. Vuestros clamores deben dirigirse contra esos ciegos
esclavos que pretenden legaros a las cadenas que ellos mis-
mos arrastran. Un corto número de sucesos han desplomado
el edificio de nuestra gloria, estando la masa de los pueblos
descarriada por el fanatismo religioso y seducida por el in-
centivo de la anarquía125». Al culpabilizar de forma automá-
tica a todos los españoles y canarios que no tomaron las
armas por la República, por el solo hecho de hacer nacido
en el otro confín del Atlántico, al mismo tiempo que perdo-
naba de idéntica forma a los americanos, aunque hubiesen

23
BOLÍVAR, S. Escritos. Caracas, 1968. Tomo IV, pp. 385-386
124
BOLÍVAR, S. Obras. Cartas. Tomo I, p.339.
125
Reprod. en VALLENILLA LANZ, l. Cesarismo democrático. Caracas, 1994,
2ª ed., pp.45-46.

92
cometido las mayores crueldades, estaba trazando un
abismo muy peligroso que se iría en contra de él y en con-
tra de su clase, que había hegemonizado la Primera Repú-
blica y que era vista por los sectores bajos venezolanos
como la forjadora de un régimen que, bajo la invocación
de la Patria, defendía en realidad sus intereses sociales. Esa
realidad no supo o no quiso verla Bolívar y en todo caso se
equivocó con el diagnóstico de la situación. Ciertamente
Venezuela no era Colombia, y en el País del Orinoco los
españoles y canarios no eran unos soldados foráneos re-
cién llegados a Tierra Firme sino profundamente arraigados
e integrados dentro de la población, no solo en las ciuda-
des sino en las tierras agrícolas de Aragua, Carabobo,
Oriente o el Yaracuy y en la inmensidad de los Llanos ga-
naderos. Y en la misma medida que formaban parte de la
oligarquía mantuana, la gran mayoría de ellos pertenecían
a las clases bajas. Tratar de trascender bajo el disfraz de la
americanidad, las diferencias sociales y étnicas, era no en-
tender en toda su profundidad la complejidad de la socie-
dad colonial venezolana. En todo caso fue un inmenso error
político, como lo demostró palpablemente la llamada, en
definición de Juan Uslar Petri, rebelión popular de 1814, que
derrocó con la misma inusitada celeridad que la campaña
admirable a la Segunda República.
En los tiempos de la guerra a muerte el hacendado ba-
rinés Manuel Antonio Pulido, gobernador de su provincia
natal, supo reflejar en un escrito dirigido a Bolívar el 1 de
octubre de 1813 el hecho de que las tropas del canario José
Yánez se componían «de americanos delincuentes y feroces
enemigos nuestros y de españoles agraviadísimos que, ani-
mados del grande interés de recuperar sus bienes, respiran
además los más vivos deseos de vengarse contra el hero-

93
ísmo y bizarría de nuestras huestes que les han expulsado
de un suelo que miran como propio». Expresó además algo
que descalificaba la estrategia de la guerra a muerte: el tener
«dentro de nosotros eficaces agentes y espías, pues no son
otra cosa sus mujeres, sus hijos, sus domésticos y aún sus
amigos. Ellos reciben positivamente, sin poderlos nosotros
impedir, los avisos que necesitan de nuestra crítica debilidad
para trazar y determinar su indicada invasión». La contienda
no era, como reconoció Pulido, entre españoles y criollos,
sino que adquiría una profunda dimensión social, en la que
juegan un papel esencial los odios hacia los mantuanos que
quisieron con las ordenanzas de los llanos privatizar y ha-
cerse con la propiedad de estas regiones ganaderas. Ase-
veraba que están protegidos no solo por el ejército del
isleño, sino también por «las facciones de los indios de San
José, jurisdicción de Obispos, las de los zambos de Quintero
y las que han afligido a Guasdalito». Era esencial para los re-
publicanos «la defensa y conservación de los llanos, que son
un almacén de víveres para nuestros ejércitos y un granero
continuo de nuestros pueblos». Si no se frenaba esa rebelión
«los bandidos» se comunicarán con los de Coro y «pondrán
sobre las armas cuatro mil o más caballos, montados de hom-
bres vagos que, acostumbrados a la torpeza de un vida bru-
tal y selvática, no apetecen otra cosa que la ocasión que les
ofrecen los españoles para emplearse en el ruinoso ejercicio
de la rapiña y el brigandaje, de que han subsistido siempre,
a pesar de nuestra vigilancia, que cesará inmediatamente
que entren nuestros enemigos a ocupar estos terrenos
donde todas nuestras propiedades serán comunes para sus
prosélitos». Se configura de esa forma un conflicto en el que
en realidad no se pugnaba entre la españolidad y la ameri-
canidad, como planteaba Bolívar en su guerra a muerte, sino

94
en una conflagraciónsocial entre los hacendados que apoyan
la política mantuana de la República, entre los que se en-
contraban también una minoría canaria contra la que actuó
Boves en Calabozo, y las clases bajas de la sociedad, que
eran tildadas de vagabundas y partidarias del pillaje por
parte de los insurgentes y que mantenían lazos de toda ín-
dole con los canarios de clase baja y algunos peninsulares
hasta el punto de ser la hueste principal de sus «bandas».
Muchos años todavía tardarán los republicanos en darse
cuenta de que no ganarían la guerra si no atraían a su bando
a estos «bárbaros llaneros realistas». Sólo con el cambio ra-
dical en la estrategia ejecutado por uno de su mismo origen,
José Antonio Páez, pudo revertir hacia los republicanos el
triunfo en la contienda. A partir de 1816, cuando la guerra
había ya dejado de ser civil con la irrupción de las tropas de
Morillo y cuando las deserciones se multiplicaban en las mi-
licias realistas criollas, es cuando los republicanos comen-
zaron a ser meridianamente consciente de su error.
Pulido planteó en su análisis «el efecto que han causado
las antipolíticas instrucciones que el Comandante General
del Occidente». Recalcó que las tropas de Yáñez no lucha-
ban por su paga sino por vengarse y defender su interés pa-
trio y personal. Reconoció que había «tomado la terrible
medida de matar a todos los españoles que tenía presos y
cuantos se aprehendan» y dado orden de pasar «a cuchillo
a todos los revoltosos a la menor sospecha; más de 30
aprehendidos en Quintero serán víctimas, según la dispo-
sición que di para ello ayer». No obstante, estableció que
esa era una maniobra equivocada porque «lo peor es que
al fin se reunirán todos los ofendidos y nos arrollarán para
vengarse de estas muertes que nos es forzoso ejecutar con-
tra sus parientes y amigos». Aseveró una idea capital que

95
contradice radicalmente los principios del decreto de Gue-
rra a Muerte y demostraba hasta qué punto eran errados. Le
horrorizaba saber que todas esas facciones se encuentraban
estimuladas «de un mismo principio, el deseo de acreditarse
los pardos con los españoles, para que los premien cuando
vuelvan y los eleven sobre los blancos criollos». Era una
idea «tan subversiva entre los ignorantes» estaba tan dise-
minada que con solo 200 hombres «todos estos partidos
están unidos en favor del invasor, sacrificando a la parte
sana de la población, sobre cuyas ruinas fundan estos ini-
cuos su felicidad»126. Frente a tales apreciaciones el argu-
mento del Libertador, como le expresó a Pulido el 10 de
diciembre de 1813, era el de continuar con esa política por-
que sin ella no se lograría destruir los enemigos, por lo que
era preciso «someter por la fuerza aquellos pueblos refrac-
tarios de la misma, afectos a la causa española, que obsti-
nadamente hacen la guerra a la libertad»127. Obviamente
tenían una idea muy distinta de su libertad.
El oligarca caraqueño de origen isleño Juan Bautista
Paz Castillo128, con notables intereses y propiedades en la

126
Reprod. en AZPURÚA, R. Biografías de hombres notable de Hispanoamé-
rica. Caracas, 1982, Tomo I, pp.436-441.
127
BOLÍVAR, S. Obras. Cartas. Tomo I, p.81.
128
Hacendado caraqueño y terrateniente en propiedades en los Llanos, era
hijo del natural de Granadilla (Tenerife) Blas Paz Castillo, que había sido en el
ayuntamiento de Caracas Síndico Procurador General y alcalde y de la hija de
isleños Antonia Díaz Padrón y primo del célebre prócer de la independencia
Juan Paz Castillo, hijo de un hermano de su padre y de una hermana de su
madre. Emigrado en 1814, fue ajusticiado en unión de su primo, el licenciado
Rafael González Núñez, de idéntico origen por Boves a orillas del río Neveri
en Barcelona. ITURRIZA GUILLÉN, C. Algunas familias caraqueñas. Caracas,
1967. Tomo II, p.639. HERNÁNDEZ GONZÁLEZ, M. Los canarios en la Vene-
zuela colonial (1670-1810). Caracas, 2008, pp.426-427.

96
región llanera, presentó ante las autoridades republicanas
un escrito para recuperar las Ordenanzas de los Llanos y
para hacerlas plenamente vigentes en la Segunda Repú-
blica. Es un documento capital para entender porque los
promotores de la restauración republicana seguían pen-
sando con las mismas claves que en el primer experimento
independentista. Como hacendado de ganado mayor en
esa comarca manifestó que «uno de los puntos que exige
toda justificada consideración del gobierno es de los cita-
dos Llanos, pues abunda de gentes sin moral ni educación
alguna, propensos al hurto y al pillaje y capaces de ser mo-
vidos a cada momento a trastornar el orden y seguridad
pública. Por otra parte, de considerarse que si en estos lu-
gares no se establecen leyes particulares que contengan el
latrocinio y produzcan un régimen político severo, desapa-
recerán insensiblemente estos almacenes de provisión y ni
los vecinos particulares tendrán el necesario y preciso ali-
mento de la carne, ni podrán tampoco sustentar sus escla-
vitudes destinadas para la labranza y cultura de los campos».
Paz Castillo entendía que «en tiempos más tranquilos
que los presentes no ha perdido de vista el gobierno un
objeto tan interesante al sosiego general, a la seguridad de
las propiedades y del sustento común y de esto son una
prueba de las diferentes providencias y ordenanzas parti-
culares que se han formado para aquellos países, las que
no han producido todo el efecto que era de desearse, al
menos han surtido alguno». Por ello, el 8 de noviembre
de 1813 plantea que no debía creerse que «la fuerza mili-
tar sea el único y solo el antídoto capaz de curar estos
males. Se necesitan medidas y providencias de otro orden,
ya porque la permanencia de aquella es costosa y perjudicial,
porque hace falta a otros objetos interesantes a la república

97
y ya porque ella no puede ser tan numerosa que ocurra
a todos los pueblos para mantenerlos en orden y quietud.
En una palabra, yo creo que en la conservación de los
Llanos está cifrada la del gobierno en general no menos
que la verdadera riqueza de estos pueblos de suerte que
sise pierden aquellos puede decirse perdida la provincia
toda». Ante esa realidad debían otorgarse que deben se-
guir en vigor «aquellas leyes que por el voto común se
han creído más útiles y más adecuadas a reserva de que
con el tiempo puedan reformarse y mejorarse, porque
más vale tener aquellas que no ningunas». Hizo presente
la existencia de «un código de ordenanzas formado por
personas interesadas e inteligentes, las que se examinaron
con la legislatura de la provincia y fueron aprobadas.
Estas mismas, cuando no sea una obra perfecta del inge-
nio humano, pueden mandarse observar bajo la reserva
que traigo indicada y como un remedio provisorio con
solo la innovación de que el caudal que hubiere de for-
marse con las exacciones de los hacendados, entre pre-
cisamente en las arcas nacionales, y de estas se reciban
sus sueldos los implicados», Propone a para las judicatu-
ras de los Llanos divididos en la forma común de arriba
y abajo, a Rosalino Medina y Félix Matías»129.
Solo a partir de 1816, cuando la guerra había ya dejado
de ser civil con la irrupción de las tropas de Morillo y
cuando las deserciones se multiplicaban en las milicias re-
alistas criollas, fue cuando empezó a ser meridianamente
consciente de su error. En su proclama de Ocumare de 6
de julio de 1816 explicitó que «la guerra a muerte que nos
han hecho nuestros enemigos cesará por nuestra parte;

1292
A.A.H. Judiciales. 231-1072.

98
perdonaremos a los que se rindan, aunque sean españoles
(...). Las tropas pertenecientes al enemigo que se pasen a
nosotros gozarán de todos los beneficios que la patria con-
cede a sus bienhechores. Ningún español sufrirá la muerte
fuera del campo de batalla»130. Sin embargo, en ocasiones
seguía sin reconocer su error en su totalidad con la ne-
cesaria humildad, como el 13 de febrero de 1818 frente
a Calabozo al escribirle a las tropas españolas de Pablo
Morillo que «nuestra humanidad, contra toda justicia, ha
suspendido la sanguinaria guerra a muerte que los espa-
ñoles nos hacen. Por último ofrezco la cesación de tan
horrible calamidad y empiezo mi oferta por devolver
todos los prisioneros que hemos tomado ayer en el
campo de batalla ¡Qué ese ejemplo de generosidad sea
el mayor ultraje de nuestros enemigos!». Sin embargo, el
17 de ese mes reflejó ante un cuerpo de sus oficiales que
«la política, de acuerdo con la humanidad, me ha movido
a suspender la ejecución de la guerra a muerte; y la ex-
periencia ha empezado a manifestarnos las ventajas de
esta medida; más de 200 españoles se han pasado a nues-
tro ejército después que se les ha hecho saber la clemen-
cia con que se les recibe»131 .

130
BOLÍVAR. Obras. Cartas. Tomo 6, p. 2580.
131
BOLÍVAR. Obras. Cartas. Tomo I, p. 284. GIL FORTOUL, J. Historia cons-
titucional de Venezuela. Caracas, 1953. 4ªed. Tomo I, p.337.

99
El fusilamiento público de españoles
y canarios en la campaña admirable

El Libertador, al tiempo que declaraba benemérito ameri-


cano al canario Francisco Lugo el 20 de octubre de 1813
por haber manifestado, sin embargo de su origen, «la más
constante adhesión a nuestra causa, pues, aun en los tiem-
pos de la dura tiranía de Monteverde, amparaba a los pa-
triotas perseguidos, fomentaba el espíritu de independencia
y daba avisos fidedignos e importantes sobre operaciones
del Ejército Libertador»132, desde el mismo 4 de agosto de
ese año ordenó al ciudadano alcalde de Villa de Cura Ga-
briel Barrios a «proceder inmediatamente contra los espa-
ñoles e isleños de su jurisdicción, confiscando sus bienes
y remitiéndolos a La Victoria, para que sean sentenciados
de acuerdo a sus delitos, exceptuando solo los que hayan
tenido la mejor conducta y se hubiesen manifestado adic-
tos a nuestro sistema». Por esas fechas, como veremos do-
cumentalmente, por los campos de Aragua y sus áreas
colindantes plasmará con toda su intensidad y crudeza la
doctrina de la Guerra a muerte en una región donde la pre-

132
BOLÍVAR, S. Escritos. Tomo V, p. 226.

100
sencia canaria desde el siglo XVII era muy intensa, y en la
que el moderno desarrollo de cultivos como el tabaco, el
añil o el café había conducido a muchos de ellos y sus fa-
milias a establecerse en ella en fechas recientes.
Aunque ese mismo día habló de capitulación y pre-
sentó su firma en La Victoria133, era todo realmente papel
mojado y una estrategia político-militar, ya que mucho
antes de las ejecuciones masivas de febrero de 1814 en La
Guaira y Caracas, los valles de Aragua dejaron una pro-
lija relación de españoles y canarios ejecutados en acto
público ante los ojos estupefactos de sus parientes y ami-
gos. El mismo 14 de agosto de 1813, en comunicación al
presidente del Congreso de Nueva Granada, el Libertador
especificó que «después de la batalla campal del Tina-
quillo, marché sin detenerme por las ciudades y pueblos
del Tocuyito, Valencia, Guayos, Guácara, San Joaquín,
Maracay, Turmero, San Mateo y La Victoria, donde todos
los europeos y canarios más criminales han sido pasados
por las armas». Describió la capitulación como «la más in-
fame felonía de aquel Gobierno», que «tranquilizó con ese
paso a los más europeos y canarios y aprovechó la con-
fianza de estos para fugarse al puerto de La Guaira, y emi-
grar con cuanto el pavor y la precipitación le permitió
robar». Le requirió a Monteverde la rendición inmediata
de Puerto Cabello con la entrega de todos sus armamen-
tos y pertrechos como «el único medio de salvar a los in-
numerables prisioneros españoles e isleños que están en
mi poder, y le he hecho entender que a la menor dilación
serán exterminados todos»134.

133
BOLÍVAR, S. Escritos. Tomo IV, pp. 392-397.
1343
BOLÍVAR, S. Escritos. Tomo V, pp. 29-30.

101
En Aragua y Valencia el fusilamiento de españoles y
canarios, en particular de estos últimos, como veremos,
fue considerable en las fechas anteriores a la toma de Ca-
racas por parte de Bolívar, aunque en algunos casos como
en La Victoria los libros de defunciones se han perdido,
o en Cagua, se cortan en 1810 o en otros como los de Va-
lencia no hemos podido acceder. En esas tres localidades
fueron significativamente numerosas les ejecuciones. De La
Victoria se conserva el testimonio del fusilamiento, entre
otros isleños, de Mateo de Torres, originario de Guía de
Isora, y de su compañero Francisco Díaz, a quienes muti-
laron y degollaron salvajemente. La viuda del primero reci-
bió la noticia por distintas cartas enviadas desde La Habana
por Nicolás Delgado, uno de sus hermanos135. En 1822, al
desear contraer segundas nupcias, tuvo que solicitar el tes-
timonio de algunos retornados, entre ellos de uno que
había presenciado los hechos desde las filas republicanas,
como acaeció con el herreño Agustín González136.
Muchos de los canarios ejecutados eran pequeños arren-
datarios o pulperos con utilidades insignificantes, como el
icodense Francisco Bermejo y su yerno Andrés García, que
lo fueron en La Victoria de Aragua. Al tratar de incautarle
sus bienes el tribunal de secuestros en octubre de 1813
Francisco Javier Montero informó que no poseían apenas

135
«Le doy la buena pesadumbre de la muerte de su marido que delante de
mis ojos le cortaron cabeza y piernas, y a no ser una buena alma que me es-
condió a mí y me enseñó el modo que podía escaparme de aquellos enemigos
feroces también me hubieran hecho lo mismo. Vea Vmd. que lance tan apre-
tado nos sucedió en Victoria». En FAJARDO SPINOLA, F. Op. Cit. p. 49.
136
Declaró que «con motivo de la insurrección salió de allí [Caracas] con otros
paisanos unidos al ejército insurgente, para de esta manera salvar las vidas, y
pasaron al Pueblo de la Victoria […]», TF 22, exp. de Mª Josefa Delgado, 1822.

102
nada allí y que «los pocos que tenían existen en poder de
sus respectivas consortes que se hallan en esta ciudad»137.
Otros, sin embargo, tenían bienes de mayor entidad
como el canario Isidro Bernal, fusilado en La Victoria, que
«tenía una recua de mulas considerable, 24 enjalmas de
todo aperadas, un conuco de dos fanegas de maíz de
sembradura de este mismo fruto, 150 fanegas entrojadas,
40 cargas más o menos de caraotas, y otras cosas y deu-
das activas». Después de su fallecimiento el teniente Fran-
cisco Sosa, alias Francisquito, tomó para sí 48, las
ensalmas, el maíz y el conuco que vendió Vicente Ramos.
Por su parte, José Manuel Díaz vecino del pueblo del
Consejo y residente en el Rincón del Valle, se apoderó de
la mula aperada de silla y de una deuda de 28 pesos que
había contraído con él. Su hermano don Agustín Bernal
había notificado rodo ello al defensor, para que se la en-
tregasen a sus tres hermanas, residentes en Canarias y a
él, vecino de Caracas y traficante en comprar y vender
cerdos desde la villa de Araure. En Caracas, el 11 de junio
de 1818, el fiscal mandó despacho al corregidor de La
Victoria para gestionar su devolución, que no se había
efectuado en el discurso de tres años138.
Por su parte, en Cagua, la isleña Francisca Linares del
Castillo, cónyuge del canario pasado por las armas Pedro
Oramas y cuñada de su paisano José Arcila, hermano de
su marido, refirió que este último, soltero, «sacrificado por
los patriotas», había fallecido sin testar y sin dejar en Ve-
nezuela herederos forzosos, ni tampoco transversales,
porque su esposo, no dejó sucesión alguna. Se trasladó a

137
A.A.H. Judiciales. 11-52-1677.8 de octubre de 1813.
138
A.A.H. Judiciales. 241-1131.11 de octubre de 1818.

103
Maracay, donde residía, para reclamarla para sí y sus pa-
rientes en Canarias de una casa que poseía allí, que po-
dría valer unos mil pesos. No pudo hacerlo por oponerse
el vicario foráneo José Luis Montesinos, que la tenía ocu-
pada con una familia con el pretexto de que Arcila había
sido mayordomo de fábrica de aquella iglesia de Mara-
cay y de la cofradía de San José y no saber si tendría
algún alcance. Se ordenó al teniente justicia de Maracay
el 4 de octubre de 1814 que procediese al inventario de
sus bienes. Sin embargo, «alguna mano oculta impide la
ejecución de la providencia por utilizarse de la casa o por
otro oculto motivo», hasta el punto que hasta el 16 de
marzo de 1821 no se había tomado posesión de ella». Fi-
nalmente, el 9 de abril de ese año, entregó ante el alcalde
de Cagua Pedro Antonio el poder de la orotavense María
García Arcila, hermana de José García Arcila, «muerto vio-
lentamente por los criollos revolucionarios de la provin-
cia de Caracas en la costa firme, como lo hicieron con
muchos isleños y españoles por amantes al partido de
nuestro rey». José, hijo de Agustín Arcila y María García,
había nacido en esa villa el 19 de agosto de 1754139.
En Los Valle de Aragua, donde la presencia de espa-
ñoles y muy especialmente de canarios era bien notable,
y donde sus redes de paisanaje y parentesco estaban muy
extendidas, las ejecuciones fueron muy comunes desde
los primeros días de agosto de 1813. A diferencia de lo
acaecido en La Guaira y Caracas, sí quedaron registradas
en los libros de defunciones. Maracay, la populosa y ex-
pansiva localidad añilera, fue la primera en la que tales fu-
silamientos tuvieron lugar. El 6 de agosto se recogen las

139
A.A.H. Judiciales. 239-31. 9 de abril de 1821.

104
de dos isleños Juan Antonio Martín y Sebastián González,
este último soltero, y la del vizcaíno Miguel de Aranguren.
Se registran como «pasados por las armas por orden del
Gobierno». El 9 aconteció la de otro canario, Agustín Ba-
rroso, casado. El 26 de ese mes aconteció la de tres cali-
ficados como españoles: Francisco Plaza, Roque Mireles
y Manuel Márquez y un isleño, Antonio González, siendo
el estado civil de los cuatro la soltería. El 6 de septiembre
fueron ejecutados dos isleños casados Antonio González,
desposado con Doña Clara Gorrín, Bartolomé González
con doña Josefa González, los dos con estrechos víncu-
los en la sociedad de la comarca. Finalmente, el 29 de ese
mes tuvo lugar la del isleño Pedro Martel, con nupcias
con Josefa Córdova, de gran arraigo en la zona140.
Particularmente llamativo fue el número de ejecuciones
en un pueblo tan pequeño como El Consejo, donde el 5 de
agosto fueron pasados por las armas siete isleños y otros
dos de los que no se indica su naturaleza. Se trata entre los
canarios de Mateo Torres, Francisco González, Domingo
Gorrín, Agustín Monroy, Joaquín y Agustín y de Isidoro Ber-
nal y José Sunga, este último esposo de Josefa González141.
Una viva demostración de la complejidad del proceso
y de la comunidad de intereses entre los blancos pobres,
entre los que se hallaban un notable porcentaje de cana-
rios, y los pardos frente a los mantuanos lo constituye la
villa de Nirgua, en el actual estado Yaracuy, un hecho sin-
gular en la Venezuela colonial, una localidad regida desde
su fundación por privilegio de la Corona por pardos libres,

140
Archivo parroquial de Maracay (A.P.M.). Libro de defuncion
141
Archivo parroquial de El Consejo. (A.P.E.C.)Libro de defunciones 1802-1819.

105
cuya existencia, jurisdicción y tierras siempre despertó
profundas tensiones y conflictos con la oligarquía man-
tuana142. La oposición de amplios sectores de su elite a la
emancipación ya fue relatada por Roscio en El patriotismo
de Nirgua y abuso de Reyes143.
Junto con el blanco avecindado en San Felipe Antonio
Llanes, marido de Feliciana Linda, y el de Turmero Juan
de Dios Guevara, esposo de Felipa Melindres, fueron
ajusticiados en esa localidad entre el 19 de octubre y el
20 de diciembre de 1813 6 pardos libres originarios de
esa villa. Se trata de Miguel, soltero, el 13 de octubre,
José de los Santos Reyes, también, soltero, hijo de Ven-
tura Reyes y de Victoria Sánchez, pardos libres de esta fe-
ligresía, José Gabriel Sanabria, de idéntica naturaleza, hijo
de Juan Miguel Sanabria y de Luisa Castillo, pardos libres
de esta feligresía, los dos el 5 de noviembre. Los tres úl-
timos lo fueron el 20 de diciembre: Bartolo, hijo de Se-
bastián Pacheco y de Juana Josefa Díaz, pardos libres de
esta feligresía, Pedro Dubrón, casado con María Ignacia
Bocanegra y Liborio Dubrón, con nupcias con Juana Vi-
centa Calisto Campos144.
En Turmero fueron ajusticiados en acto público el 24 de
septiembre de 1813 a cinco isleños y europeos. El párroco
bachiller Manuel Antonio Limardo hizo constar el 23 de oc-
tubre que «no se estampó en su propia fecha porque nadie
daba razón de sus padres o deudos para especificarla del

142
MENDOZA, I. «El Cabildo de pardos en Nirgua. Siglos XVII y XVIII». Anua-
rio de estudios bolivarianos nº4. Caracas, 1995, pp.95-120. ROJAS, R. «Mestizaje
y poder en la Venezuela colonial. Nirgua, una villa de mulatos libres en Vene-
zuela colonial (1628-1810)». Presente y pasado IV nº77, pp.7-32. Mérida, 1999.
143
En ROSCIO, J.G. Obras. Tomo II, pp.85-102.
144
Archivo parroquial de Nirgua (A.P.N). Libro de defunciones.

106
modo correspondiente». Fueron Manuel Carrión hijo de
Manuel Carrión y de Catalina Rodríguez, naturales de las
Islas Canarias, soltero, Don Marcos, hijo de Sebastián
González Guanches y de Alonsa Vargas, también canario,
marido que fue de Eulalia Ruiz, José López, natural de
Buendía en Castilla la Nueva, hijo de Manuel López y de
Teresa Toro, ,esposo de María Leonarda Flores, el isleño
Pedro Díaz Timudo Rodríguez, soltero, sin que hubiese
quien diese razón de sus padres y Manuel N. viudo sin
haber quien dé razón de su ascendencia145. En Santa Cruz
de Aragua se efectuó la del vizcaíno Pedro Oyarzabal el
4 de octubre de ese año. Era cónyuge de María del Rosa-
rio García, residente en esa localidad146.
También en algunas localidades del Oriente venezo-
lano se desarrollaron ejecuciones al margen de las muer-
tes en acciones bélicas, pero la pérdida de la gran mayoría
de los archivos parroquiales de esa época dificulta la in-
vestigación. No es el caso de Carúpano. Con la caída de
la Primera República y la ascensión al poder de Monte-
verde, Isidro, en su calidad de paisano del autoprocla-
mado Capitán General, fue premiado con el cargo de
administrador de las Rentas Reales de Carúpano. En ella
la declaración de la guerra a muerte por Bolívar en 1813
se tradujo en una brutal persecución de los canarios, que
sufrió en las carnes de su misma familia el capitán del ejér-
cito realista y vecino de esa localidad Isidro Barradas, que
dirigirá años después en 1829 la expedición de conquista
de México de 1829. Fue particularmente despiadada en ese

145
Archivo parroquial de Turmero (A.P.T.). Libro de defunciones.
146
Archivo parroquial de Santa Cruz de Escobar (A.P.S.C.E). Libro de de-
funciones.

107
puerto, donde fueron «arcabuceadas» hasta las mujeres.
Su propio padre murió «degollado por los insurgentes».
El 22 de agosto de 1813 la esposa de su pariente Jacinto
Barradas Manuela Maraña Barradas fue pasada por las
armas. El mismo día la parda Isabel Beatriz Rivilla, viuda
de Bartolomé Núñez, fue también fusilada por las auto-
ridades republicanas. Junto con ellas fue ajusticiado ese
día Ignacio Martín, vecino de la Margarita. El 22 de sep-
tiembre por sentencia gubernamental lo fueron Santiago
Capdevila, marido que fue de doña Inés Urda, «mis parro-
quianos», Manuel Roche, marido de Ana Núñez, parro-
quianos de Cariaco, Domingo Torres, marido de María
del Carmen Chuputi, «mis parroquianos», Rafael Llavería,
marido de María Josefa Cañas, parroquiano de Cariaco,
Jaime Five, marido de Josefa Cuerpo, parroquiano de
Puerto Rico, Jaime Xiva, marido de Manuela Xivera, veci-
nos de Barcelona, Juan Estefuau, soltero. El 25 de ese
mes se repitieron las ejecuciones en tres personas más:
Juan Francisco Alba, soltero, José Fernández y José María
Núñez soltero, todos ellos por orden gubernativa147.
Como refleja Francisco Fajardo, en algunas circuns-
tancias, la información para acreditar la muerte se hizo
en Venezuela, en los lugares y períodos en que los es-
pañoles recuperaron el poder, como es el caso de los
hermanos don Isidro y don Agustín García, quienes,
según los isleños que declararon en Caracas ante la Jus-
ticia en abril de 1816, habían fallecido, el primero «pa-
sado por las armas» en Valencia en la plaza pública, «en
un acto con Don José María Ortiz, administrador de Ta-
baco» de dicha ciudad, por lo que fue bien notorio; y el

147
Archivo parroquial de Carúpano (A.P.C.). Libro de defunciones.

108
segundo enviado desde Cagua, en los Valles de Aragua,
a Caracas, donde murió preso148.
También por esas fechas se habían originado fusila-
mientos en La Guaira, entre los que se encontraban los
hermanos José Gabriel y Laureano García, originarios de
la aldea de Río Tinto, donde su padre, natural de Frene-
gal de la Sierra (Badajoz), ejercía como capataz de sus
minas. José Gabriel García, nacido en esa localidad el 18
de marzo de 1767, había emigrado soltero y con permiso
paterno a Caracas desde Cádiz, donde se había estable-
cido, en 1796149. Los negocios le fueron bien porque en
1808 aparece registrado en la categoría de comerciante
en el Consulado caraqueño, lo que suponía una fortuna
de cierta consideración150. En ese año reformó el viejo Co-
liseo, dotándolo de todo lo necesario para poder ofrecer
espectáculos de cierta entidad. Además de reconstruir el
teatro, introdujo el sistema de boletas con el estableci-
miento de los precios de entrada en dos reales para la lu-
neta, de real y medio para el centro y de un real para la
galería. Fue reinaugurado en mayo con una compañía
francesa de ópera, a cuya soprano Andrés Bello le recitó
desde el proscenio su soneto A una artista, en la que ex-
presaba su admiración por ella. En 1809 el empresario había
expresado en junio de 1809 de haber puesto todo su em-
peño «en acabar las obras de remozar el coliseo lo más pa-
recido al de Cádiz», después del «melancólico, deplorable

148
A.D.T. TF 20, exp. de Ana Mª Delgado, 1818.FAJARDO SPINOLA, F. Op. Cit.
p. 49.
149
A.G.I. Arribadas, 518 nº275.
150
ÁLVAREZ F., M. M. El tribunal del Real Consulado de Caracas. Contribu-
ción al estudio de nuestras instituciones. Caracas, 1967. Tomo I, p.207.

109
y mísero estado en que estaba antes». En cuanto al «buen
gusto» procuró introducirlo en «la música, trajes, deco-
rado e iluminación». Solicitaba al ayuntamiento una su-
bida del precio de las entradas de un real a dos, «tal
como se acostumbra en los teatros de Lima, Habana, Ve-
racruz y México», para así poder contratar mejores actores.
Albero Calzavara reseñó su empeño por perfeccionarlo
fue meritorio, a pesar de las dificultades políticas de la
época que le tocó vivir. El edificio sufrió las consecuen-
cias del terremoto de 1812, por lo que no pudo volver a
levantarse de nuevo151. Tomó partido por la causa repu-
blicana en 1811 al emitir una representación junto con
otros comerciantes el 1 de agosto ofreciéndose como ac-
cionista de la casa de bolsa. En ella afirmaba «que la in-
dependencia feliz de aquellos países abría un campo
extenso a sus esperanzas y que solo los ocupaban las
ideas y deberes de todo buen ciudadano de Venezuela,
y dirigidos únicamente a sostener el sistema proclamado».
Fue incluso comisionado para preparar la casa del Conde
de San Xavier para la celebración de las sesiones del
Congreso independiente, para cuyos adornos se le pagó
9000 pesos. Con la contrarrevolución fue acusado por
Urquinaona de formar para Monteverde, junto al canario
Vicente Gómez, una lista en la que sentaban «los nom-
bres que les iban dictando sus intereses, sus resenti-
mientos o el deseo de elevarse sobre la ruina de los que
acaso ellos mismos comprometieron, cuando excitaban
al pueblo a sostener la sedición, y cuando la prestaron

151
CALZAVARA, A. Historia de la música en Venezuela período hispánico con
referencial teatro y la danza. Caracas, 1987, pp.97-101. SALAS, C. Historia del
teatro en Caracas. Caracas, 1974, pp.13-15.

110
servicios personales a costa de las rentas públicas dilapi-
dadas por sus manos insidiosas»152.
José Domingo Díaz narró esas primeras ejecuciones
caraqueñas en las que sucumbió José Gabriel García. Re-
cogió como el 18 de agosto de 1813 fueron puestos en
prisión la mayor parte de los españoles y canarios que
existían en Caracas y demás pueblos. Especificó que el
20 «corrió la primera sangre del modo más escandaloso
que el mundo ha visto jamás. En aquel día dio el Sedi-
cioso Rivas un convite en su casa, cuyo total de convida-
dos ascendía a 36. A las 5 de la tarde el Doctor don
Vicente Tejera, uno de ellos, pidió el permiso para un
brindis; y concedido, manifestó que era preciso solemni-
zar aquel acto con brindar cada concurrente por la muerte
de uno de los presos que se designase; se formó la lista
correspondiente, y media hora después perecieron 36
personas en la plaza de La Catedral. Entonces murió don
José Gabriel García, uno de los hombres más bondadosos
que se conocieron». Aunque el editor de las memorias del
médico caraqueño considera falsa esa aseveración153, un
escrito de su hermano Manuel, fechado el 25 de abril de
1815 demuestra palpablemente la verosimilitud de su eje-
cución, junto a la de otro hermano Laureano. En él alegó
que «José Gabriel García fue muerto por los insurgentes
el 25 de agosto de 1813 junto con otro hermano nom-
brado don Laureano, que ambos fueron pasados por las
armas en el Puerto de la Guaira». Especificaba que poseía
«algunos bienes o intereses que importaban no pocos

152
URQUINAONA, P. Op. Cit., pp. 168 y 264
153
DÍAZ, J.D. Op. Cit. pp.125-127.

111
pesos y la mayor parte existían en nuestra casa de habi-
tación, que es la que se conoce con el nombre de socie-
dad, la que ocupó José Félix Ribas con sus satélites por
algunos días desde el en que fueron presos dichos mis
hermanos, que fue el día 17 del mismo agosto. Apode-
rado Ribas de la casa, se apoderó igualmente de cuanto
había en ella y de todo dispusieron él y sus secuaces,
como igualmente de muchos efectos, ropas, trastes y
muebles que se guardaban en una pieza de la casa de en-
frente, sin perdonar lo que existían en el Coliseo que era
de su servicio de que era mi hermano el asentista». Sos-
tenía en todos esos bienes y efectos era interesado por la
sociedad que tuvo con sus difuntos parientes por espacio
de tres años y en la parte correspondiente de otro falle-
cido en Caracas hacía ocho años, en la que también lo
son dos hermanas «que existen en España». Era propieta-
rio de un rancho en el sitio de los Teques, que fabricó a
raíz del terremoto el que aún permanecía cuando entra-
ron los insurgentes». Hizo constar que todos ellos eran
asentistas del coliseo y tenían algunos miles de pesos em-
pleados en ropas, comedias, músicas, maderas y demás
utensilios propios del teatro, a más de los que habían gas-
tado en la obra del Coliseo. Manuel había tenido a su
cargo la casa de sociedad amueblada154.
El 2 de octubre de 1813 desde Valencia Simón Bolívar
replicó al gobernador de Curaçao J. Hodgson acerca de
sus críticas al Decreto de Guerra a Muerte. Justificó la con-
ducta que «a mi pesar observo con los españoles en este
año pasado» por los tres siglos de tiranía española, «la más
dura que ha afligido a la especie humana», que sembró en

154
A.A.H. Judiciales. 252-1186. 25 de abril de 1815.

112
el Nuevo Mundo «muerte y desolación» e «hizo desapare-
cer de la tierra su casta primitiva; y cuando su saña ra-
biosa no halló más seres que destruir, la volvió contra los
propios hijos que tenía en el suelo que había usurpado».
Tras condenar la colonización española se detuvo en los
encarcelamientos de Monteverde, con los que ancianos
respetables y sacerdotes venerables «se vieron uncidos a
cepos y otras infames prisiones, confundidos con hom-
bres groseros y criminales y expuestos al escarnio de la
soldadesca brutal y de los hombres más viles de todas
clases». Argumentos estos que no parecían legitimar por
sí solos la guerra a muerte, por lo que llegó a afirmar, lo
cual, como hemos visto, era completamente falso, que sus
tropas no salieron de Nueva Granada con el designio de
ejercer el derecho de represalias, sino que esta decisión
fue una consecuencia de la burla por los españoles de su
noble clemencia, por lo que la consumación de las ac-
tuaciones de Cerveriz y de Zuasola y la aprehensión de
Briceño y su fusilamiento fueron los móviles que le lle-
varon a tal decreto «para quitar a los tiranos la ventaja in-
comparable que les prestaba su sistema destructor»155.
Obviamente Bolívar era consciente que eran alegatos a
posteriori para legitimar su decreto, porque Briceño fue
procesado y condenado por sus actuaciones e incluso la
carta de Cerveriz era incluso posterior a su decreto, ya
que aparece fechada el 18 de junio.
A su entrada a Caracas siguió dictando algunos salvo-
conductos a canarios partidarios de la emancipación
como el del ciudadano Domingo Delgado de Linares, fe-
chado en la capital de Venezuela el 11 de enero de 1814.

155
BOLÍVAR, S. Escritos. Tomo V, pp. 174-177.

113
En él manifestó que, «aunque canario, ha acreditado aun
en tiempo de la persecución suscitada contra los patrio-
tas, que no tomaba parte en las pasiones de nuestros ene-
migos, favoreciendo al contrario con cuanto está en su
poder a los que más se perseguían, haciendo además do-
nativos voluntarios para auxiliar los gastos del Estado». En
él precisó, sin embargo, su carácter excepcional frente a
«las providencias que se han expedido o se expidieren para
la prisión general de los europeos y canarios»156. El rico ha-
cendado tinerfeño Bernardo Marrero, el mayor propietario
del Calvario, en Los Llanos, siguió colaborando con la Se-
gunda República hasta el punto que exhibió, como reco-
gió el Libertador en comunicación de 14 de enero de ese
año, mil pesos para el socorro de las tropas del Llano y
dos mil más en el término de quince días para el mismo
objeto «y todo en calidad de empréstito»157. Sin embargo, la
subasta y confiscación de los bienes de la mayoría de los
españoles y canarios prosiguió, como la acaecida en Va-
lencia en la hacienda de caña del Palotal, propiedad del
isleño Francisco Ríos, que solicitó para sí el hacendado Fer-
nando Peñalver, juez de secuestros, que se dice con ella en
ventajosas condiciones al no presentarse comprador158.
La Gaceta de Caracas de 2 de mayo de 1815 repro-
dujo los documentos que testimoniaban la decisión de las
autoridades republicanas de fusilar a los españoles y ca-
narios. El 13 de febrero de 1814, desde La Guaira, Lean-
dro Palacio dio cumplimiento de «orden expresa del
Excmo. Sr. General-Libertador para que sean decapitados

156
BOLÍVAR, S. Escritos. Tomo VI, p. 48.
157
BOLÍVAR, S. Escritos. Tomo VI, p. 66.
158
BOLÍVAR, S. Escritos. Tomo VI, p. 88.

114
todos los presos españoles y canarios reclusos en las bó-
vedas de este puerto». Subrayó que «se ha comenzado la
ejecución pasándose por las armas esta noche cientos de
ellos». Al día siguiente comunicó que el día anterior se ha-
bían decapitado ciento cincuenta y «entre hoy y mañana lo
será el resto de ellos». El 15 informó del fusilamiento de
247 españoles y canarios enfermos, especificando que solo
quedaban en el hospital 21 enfermos y en las bóvedas
ciento ocho criollos. Finalmente, el 16 se dio cuenta de la
ejecución de todos los enfermos. El 25 se hizo constancia
que esa orden de exterminio de 18 de febrero dada por el
Libertador se había cumplido tanto en Caracas como en
ese puerto con el pase por las armas de «todos los espa-
ñoles y canarios que se hallaban presos en número de más
de ochocientos, contando los que se han podido recoger
de los que se hallaban ocultos»159.
Solo incluyendo los originarios del Noroeste de Tene-
rife, según recogen sus protocolos notariales, se puede
precisar que de esa zona el número de ejecutados fue
considerable. En Icod podemos encontrar los casos de
Ventura Pérez Gordillo, José Regalado, que formó parte
de «la multitud de isleños que en la terrible catástrofe
acaecida en la Provincia de Caracas perecieron por de-
fender la justa causa de nuestra Nación y amado rey el
señor D. Fernando séptimo y la religión sagrada que pro-
fesamos» o Antonio González Acevedo, muerto «en la pro-
vincia de Venezuela a manos de los insurgentes contra el
actual Gobierno, en El Tanque el de Domingo González
Grillo, cuya mujer declaraba que «según las últimas noti-
cias que la compareciente ha tenido ha fallecido allí al

159
Gaceta de Caracas nº14, 2 de mayo de 1815, pp. 120-121.

115
poder de aquellos naturales en las últimas revoluciones
que han ocurrido en aquel país» y en Buenavista los her-
manos José, Andrés y Francisco Méndez, que «perecieron
en la revolución y guerra civil ocurrida en aquella pro-
vincia». No obstante, de algunos no se tiene noticia cierta,
aunque se le supone por sus parientes fallecidos en ese
conflicto, como acaeció con el icodense José González
Manduca, o el buenavistero Juan Abreu160.
Tal impacto tuvo esa decisión que fue reflejada con
toda su crudeza en la prensa extranjera, convirtiéndose
en una dura loza difícil de justificar para los partidarios de
la independencia. Así en la parisina se recibieron «las últi-
mas noticias de Caracas, recibidas en Nueva York por el
navío Henry Guilder, dicen que los patriotas han llevado
al frenesí hasta proscribir sin distinción a todos los nativos
de la vieja España y de las Islas Canarias. Se exceptúan
muy contadas personas por creérseles firmemente adictas
a su causa. Es imposible determinar el número de vícti-
mas, pero, según los informes de Calabozo, Caracas, La
Guaira, etc., se acercaría a los tres mil. Parece que estos
afortunados europeos, una vez llevados ante una especie
de tribunal, si ejecutados militarmente y luego saqueadas
y quemadas sus casas»161. El mismo historiador Vicente Le-
cuna, defensor a capa y espada del Libertador, tuvo que
reconocer su carácter brutal, pero lo enmarcó como «un
episodio de la espantosa tragedia de Venezuela en este
año de 1814», aunque liberando a los republicanos de las

160
RODRÍGUEZ MENDOZA, F. Sociología de la emigración canaria a Amé-
rica. Un estudio del fenómeno migratorio en la comarca noroeste de Tenerife
entre 1750 y 1830. Tenerife, 2004, pp. 364-366.
161
Reprod. en ROSAS MARCANO, J. La independencia de Venezuela y los pe-
riódicos de París (1808-1825). Caracas, 1964, p. 144.

116
documentadas críticas de Juan Vicente González, «respecto
a cohechos en el cobro de cupos o multas impuestas a los
españoles». Argumentó que «en toda la administración
hubo virilidad, grandeza y honradez. Tal fue el sello que
le imprimieron Bolívar y sus principales colaboradores»162.
La documentación no respalda, sin embargo, esa su-
puesa honradez, como ya recogió Juan Vicente Gonzá-
lez, cuyo testimonio reproduciremos más adelante. Véase,
por ejemplo, el caso de Josefa Melo Navarrete, originaria
de Guía de Isora (Tenerife), vecina de Calabozo y her-
mana del comerciante caraqueño José Melo Navarrete, re-
gidor del primer ayuntamiento de la Caracas independiente
y connotado partidario de la independencia. Ante el Go-
bierno político de Caracas se vio obligado a recurrir el 4 de
diciembre de 1813. Argumentó que, al decretarse la prisión
de su consorte el palmero José Pérez Taño, se había pro-
cedido a su confiscación por los comandantes y justicias
de los lugares donde poseía bienes, creyendo pertene-
cerles a su cónyuge. Sin embargo, acreditó en la Coman-
dancia General que eran suyos «y aun muchos más» que
aportó a su matrimonio, por lo que se libraron inmediata-
mente órdenes de desembargo. Manifestó a la máxima au-
toridad caraqueña que «con las ventas que hice de mulas y
ropas pude entrar en las cajas considerables cantidades
de pesos que ofrecí por la libertad de mi marido». Mas,
aún no había acabado de exhibir tal suma, cuando se le
condenó a muerte. Conducido al patíbulo, «le salvé la vida
con otra contribución que ofrecí». Reconoció que a cuenta
de ella había entregado varias partidas, pero, vencido el

162
LECUNA, V. «La guerra a muerte». Boletín de la Academia Nacional de la
Historia nº110. Caracas, 1945, pp.201-202.

117
plazo, se le requería por el gobierno el resto. Para dar
cumplimento al edicto «y evitar los costos de un procedi-
miento executivo con que me amenazó, celebré una con-
trata de ganado con el ciudadano Francisco González,
quien, para franquearme el dinero del valor» le exigió una
escritura formal y, habiendo ocurrido al oficio del escri-
bano para su extensión, le opuso «el reparo de ser casada
y debe prestar mi asenso mi consorte». Al no poder veri-
ficarlo de otra manera, se vio obligada a franquear el per-
miso gubernamental163. Queda de esa forma confirmado
el chantaje practicado por las autoridades durante su en-
carcelamiento y después de su condena a muerte, que, a
pesar de todo el dinero aportado por sus parientes, fue
verificada en la gran mayoría de los casos.
Otro hecho escandaloso fue el del comerciante gadi-
tano asentado en Cumaná Juan Manuel Tejada. De él dijo
Level de Goda que era «español de mucho juicio y pro-
bidad», que gozaba en esa ciudad oriental de «algo más de
medio millón de pesos de capital propio». Señaló que hizo
«los mayores esfuerzos para sacarlo de la cárcel (de La
Guaira) a fuerza de dinero; fue Tejada enviado a Cumaná
y en cuanto llegó lo mataron. Así (...) pereció el bienhe-
chor de aquel pueblo, (...) el que a nadie hizo mal, el que
a todos hacía bien164». En 1823 el español Francisco Már-
quez, exiliado desde 1818 en Puerto Rico, trató de cobrar
a su tío Romualdo Pascual de Tejada, del comercio de
Cádiz, 463 pesos que le había proporcionado a su sobrino
durante su prisión en La Guaira. Angustiado por la grave

163
A.A.H. Judiciales 222-1021. 4 de diciembre de 1813.
164
LEVEL DE GODA, A, «Antapódosis». Boletín de la Academia Nacional de
la Historia. Tomo 16, nºs 63-64, pp.527 y 539.

118
situación económica que sufría, le suplicó su abono. En
su misiva decía que no incluía en ellos ni se los deman-
daba «los mil pesos que entregué al Gobierno a cuenta
de los cuatro mil que el difunto había dado al señor co-
merciante Galguera para su pasaporte, estando en las bó-
vedas de La Guaira, cuya cantidad la libró a mi favor y
que el señor Galguera la protestó porque esta suma se
había entregado al Marques del Toro en Trinidad»165. Este
es un testimonio más de los negocios emprendidos por
los gobernantes republicanos a cambio de la vida de los
españoles y canarios acomodados, que, más tarde, a pesar
de esos pagos, fueron ejecutados.
La falta de recursos para el sostenimiento del aparato
del Estado y del ejército llevó a las autoridades a un afán
desmedido para incautar sumas de dinero a los españo-
les y canarios y a sus descendientes. Ese fue el caso de un
dinero enterrado por el labrador José Aniceto Blanco, na-
tural y vecino de Caracas, de 20 años de edad, hijo del ca-
nario Francisco Plasencia, preso en las cárceles del
Estado. Las autoridades tuvieron noticia en noviembre de
1813 de que «en las inmediaciones de esta ciudad, en el
partido de Catia, se haya escondida cantidad de dinero

165
RIGAU PÉREZ, J.G. Puerto Rico en la conmoción de Hispanoamérica. His-
toria y cartas íntimas 1820-1823. San Juan de Puerto Rico, 2013, p.222. José Vi-
cente Galguera fue un comerciante español, originario de Santibañez y Carrejo,
en el valle de Cabezón de la Sal (Santander), arribado a Venezuela en 1790
(A.G.I. Juzgado, de Arribadas 515 nº 106, 29-10-1790), que fue firmante del mo-
vimiento juntista de 1808 y desempeño diferentes cargos en la Primera Repú-
blica, entre ellos la dirección de la Casa de la Moneda y del Monte de Piedad
de Caracas y la junta de policía de esa ciudad. Fue comisionado por la Junta
Suprema para deponer a los militares realistas del castillo de Puerto Cabello y
participó en la capitulación del gobierno realista en agosto de 1813. Durante
la dictadura de Monteverde fue capitán de los voluntarios realistas.

119
perteneciente a los enemigos del Estado», se comisionó
al ciudadano Feliciano Cabral para que con personas de
confianza pasase al lugar a practicar todas las diligencias
posibles para su descubrimiento y presentar al gobierno.
Se le extrajo al campesino el 22 de ese mes 59 pesos y 4
y medio reales y en alhajas una guarnición de sable con
sus dos conteras, todo de plata y un par de hebillas gran-
des del mismo metal. 22 de noviembre de 1813. El im-
plicado declaró que nada sabía sobre el dinero
escondido. Manifestó que «lo aprendido lo adquirió con
su trabajo en el campo y lo segundo a su padre Francisco
Plasencia y la causa de tenerlo oculto dentro del tunal fue
porque temió que algún malvado sin autoridad lo sor-
prendiesen y le quitasen su propiedad valiéndose del pre-
texto de que exhibían dicho dinero y alhajas en la casa de
un isleño, como lo es su padre». Al ser requerido por el
dinero de su padre, contestó que «no tiene ninguno tanto
que para sostenerlo el declarante en la prisión en que se
halla, se ha estado valiendo del expresado arriba, que lo
han conservado a pesar de que debía satisfacer con el
diezmo y otros gastos de su labranza». Finalmente se le
entregó al día siguiente «por no pertenecer a los enemi-
gos del estado»166.
Incluso de los fallecidos por muerte natural y hereda-
dos por su mujer procedió el tribunal de secuestros. Así
aconteció con María del Carmen Paz, viuda del herreño
Guillermo Morales. Al ser aprehendido, se le incautó una
pulpería en la esquina de Candelaria, que trancaron y ce-
rraron, llevándose las llaves el comisionado Dionisio Sojo.
Manifestó que los gananciales de ella le correspondían y

166
A.A.H. Judiciales.227-1053.23 de noviembre de 1813.

120
cierta mejora. El 18 de agosto de 1813, tres meses después
de su muerte, verificada el 18 de mayo, no había podido
acceder a su testamentaria. Consideraba que «de cual-
quier aspecto que se vea la resolución que tomó el co-
misionado debe estimarse violenta, lo uno porque yo no
he cometido delito y en que corriese don Juan Antonio
Morales con los cortos enceres de la tienda habiéndola el
testador mi marido encomendado al cuido de aquel
mientras vengan las resultas de ultramar con los poderes
de mis suegros y lo otro por el derecho exclusivo que le
asiste y favorece en la mitad de los gananciales». Sostuvo
que ninguna conexión tenía su marido con José Antonio
Morales. El tribunal el 29 de noviembre devolvió la do-
cumentación al gobernador político por entender que en
el mismo «no se ha conocido de los bienes del canario
don Guillermo Morales, ni de los que a su nombre se dice
administraba don José Antonio Morales»167.
Por su parte, la canaria Manuela Cartaya denunció el
6 de octubre de 1813 que había sido despojada por el go-
bierno republicano de veinte espejos, de una docena de
silletas de moda, de tres mesas, de las que una era re-
donda y grande de caoba, dos voluminosas de cajón y
una pequeña de lo mismo,5 cenefas de las puertas y ven-
tanas, una cama grande pintada con cielo y colgaduras
blancas, colchones y cuatro almohadas, escaparate, uno
de cedro, tres cajas grandes de cedro y tres pequeñas, una
de las grandes llena de macetas del niño Jesús y otra con
ropa de cama, colchas y tres docenas de sábanas, 5 pares
de cortinas coloradas de seda amarillas de lo mismo y blan-
cas de morcelina, 2 pailas grandes de cobre, un caldero

167
A.A.H. Judiciales. 227-1058. 29 de noviembre de 1813.

121
de diez botijuelas, seis más pequeños, el santo niño Jesús
con dos vestidos de lana, una cruz en las manos esmal-
tada en plata, potencias de oro, un rosario de cien pesos
de oro, su nicho con vidriera y un pabellón de seda, pie-
dra de ara, una de San Mauricio, tres manteles de altar,
tres alfombras de lo mismo y un misal una santa cruz
verde, la efigie de San Juan Bautista, con que se recogía
limosna, un guión de Nuestra Señora de Guía, silletas
azules, tres de ellas de la referida Virgen, 20 garrafones,
una romana, dos barras tres palas, dos asadas, dos al-
mireces de metal amarillo, 200 de enseñas, multitud de
botellas y frascos del bodegón, 200 botijuelas, dos bom-
bas de cristal, más de cien velas y más de cien pesos.
Primeramente se llevaron los muebles desde su resi-
dencia y condujeron a su esposo José Domingo Martínez
a prisión. Era dueña de una casa propia suya, «alhajada
y proveída de todo lo necesario». El 5 de diciembre de
1814 solicitó la devolución de todas sus prendas. Mas ig-
noraba su paradero y el de los republicanos que las in-
cautaron, que lógicamente habían huido. Pensaba que
los muebles existían intramuros de la ciudad. Sospechaba
que «puedan existir en ciertas casas diputadas por aque-
llos para almacén de despojos de su avaricia». Expuso el
2 de septiembre de 1814 que su cónyuge fue fusilado en
las bóvedas de La Guaira «en la persecución de este go-
bierno abolido hizo a los europeos y canarios en la per-
secución de este gobierno abolido hizo a los europeos y
canarios». Tenía noticia que se hallaba en la casa de Vi-
cente Tejera lo que le despojó Tomás Santana y Manuel
de Fuenmayor, que ejercía de ayudante de órdenes del
gobernador político Cristóbal Mendoza. Entendía que en
esa mansión yen la de su padre, en la inmediata y en la

122
de don Francisco Padrón donde se encontraban «tres vue-
les de ropa de mi pertenencia»168.
El 24 de febrero de 1814 Simón Bolívar efectuó en San
Mateo una proclama sobre la Guerra a Muerte unos pocos
días después de haberse vertido «la sangre de los espa-
ñoles prisioneros en La Guaira». Es más, con esa impre-
cación la dio comienzo. Sentenció en ella que «aquella
parte del Mundo instruida de nuestros sucesos aplaudirá
una medida que imperiosamente exigían después de
algún tiempo la justicia y el interés de casi una mitad del
Universo». Justificó «la necesidad de la sentencia que con-
tra su característica humanidad ha pronunciado al fin el
Supremo Jefe de la República» por la armazón que reci-
bieron «en los muros sangrientos de Quito», donde por
vez primera La España «despedazó los derechos de la na-
turaleza y de las naciones» de «la espada de las represalias
para vengar aquellas sobre todos los españoles». Reflejó las
acciones de Boves en Calabozo y San Juan de Los Morros,
donde refirieron como asesinaron en el primero «por sus
propias manos, casi sin excepción» a sus habitantes, «apa-
centadores de ganados» y en el segundo a «cultivadores de
la tierra». Dos años habían pasado y se veían «aún en las
empalizadas de San Juan de los Morros suspensos los es-
queletos humanos». Tras tales atentados, el manifiesto boli-
variano volvió a reiterar con lenguaje florido los episodios
comunes de las prisiones de Monteverde en las que «ancia-
nos y moribundos amarrados duramente, apareados con
veinte o treinta, pasaban un día entero sin comida, bebida,
ni descanso en trepar por inaccesibles sendas». Relató el fra-
caso de las capitulaciones con la negativa del marino y el

168
A.A.H. Judiciales.244-1150. 6 de octubre de 1813.

123
descubrimiento de una supuesta conspiración de los pri-
sioneros de La Guaira después de la derrota republicana
de 10 de noviembre de 1813169.
Era la excusa que necesitaban para justificar la ejecu-
ción indiscriminada de todos ellos, que coincidió con los
asesinatos de hacendados blancos por parte de Rosete en
Ocumare. Tal y como refrenda con sus propias palabras,
ese complot «se rebela contra el Gobierno y, uniéndose al
convencimiento de él, los clamores más vehementes que
nunca, del pueblo, se dispuso su decapitación», debía pro-
cederse contra «las víboras que nos soplaban su aliento
emponzoñado», vuelve a reiterar su mayor frustración
como militar, la pérdida de Puerto Cabello, que originó la
caída de la Primera República por la sublevación de los
prisioneros. Finalizaba el tiempo de las indulgencias, de
las que habían tenido tiempo de arrepentirse, «los prisio-
neros españoles han sido pasado por las armas cuando su
impunidad esforzaba el encono de sus compañeros,
cuando sus conspiraciones en el centro mismo de los ca-
labozos, apenas desbaratadas, cuando resucitadas, nos
han impuesto la dura medida a que nos había autorizado,
mucho tiempo ha, el derecho de las represalias». La fun-
damenta «para contener el torrente de las devastaciones,

169
Relató el caso el 4 de febrero de un canario que había sido puesto en li-
bertad con permiso para embarcarse que denunció al gobierno que Carlos Gar-
cía le aconsejaba que no se fuese por programar un golpe para poner en
libertad los presos. Detenido este, resultó ser el mismo proyecto descubierto en
septiembre, que había quedado sin castigo por no haber aparecido sus auto-
res principales. El 6 se comprobó como en el camino de La Guaira entre la
Cruz y la Cumbre de San Chorquiz se habían reunido «varios españoles e isle-
ños ocultos o puestos en libertad, con armas de fuego y blancas, y asociados
de algunos americanos seducidos, comenzaron a asesinar a cuantos entraban
o salían». BOLÍVAR, S. Escritos. Tomo VI, pp. 168-169.

124
para estancar esa inundación de sangre humana, de la
que la autoridad suprema es responsable ante la divina,
ha dado un ejemplo que escarmiente a los demás, apo-
yados hasta ahora en la benignidad, que había sido el es-
cudo de aquellos, defendería a ellos mismos». El objetivo
de los españoles ya no era aspirar «a establecer un impe-
rio, es su objeto arruinarlo todo. La tiranía misma, para
que pueda existir, está obligada a conservar», pero des-
truyen las plantaciones, los ganados, las obras de arte, la
opulencia de las ciudades, son «las bandas de tártaros que
quieren borrar los rasgos de la civilización», su deseo «no
es más que una perversidad de crueldad, un instinto de
maleficencia que les hace ejercer la barbaridad contra sí
mismos», por lo que «un corto número de advenedizos no
debe prevalecer sobre millones y millones de hombres
civilizados. Vosotros aplaudís ya nuestra última indispen-
sable sentencia y el sufragio del universo es lo que más
la justifica». Es ahora finalmente la barbarie de Boves y
Rosete la que sirve de justificación a la ejecución masiva
e indiscriminada de españoles y canarios, que se había
ejecutado desde los tiempos del decreto de Guerra a
Muerte, como hemos tenido oportunidad de ver. Lo lla-
mativo de esta es el carácter masivo, pero no fue un pro-
cedimiento inmediato, sino que se había efectuado
también de forma paulatina. Pero, ahora ya se habla de
salvajismo contra la civilización, porque, a diferencia de
lo acaecido con Monteverde, que fue tolerante con la elite
mantuana y ni siquiera le incautó sus bienes, la rebelión
de 1814 fue directamente contra su clase social y eso es lo
que verdaderamente le repugna, la conversión nítida de la
guerra civil en una social. En el Tuy se cortó la cabeza a
los hacendados blancos sin distinguir su origen étnico,

125
como tampoco lo tuvo en cuenta Boves en Calabozo,
donde mató a canarios de ese mismo origen social. No
fueron Boves ni Rosete los ejecutores de esa guerra cruel
y despiadada, «salvaje e incivilizada», ni los soldados es-
pañoles, fueron las mismas clases bajas venezolanas los
protagonistas, por más que se quiera disfrazarla el Liber-
tador bajo el manto protector de los conquistadores es-
pañoles. Por eso acierta plenamente al afirmar que los
lujos y el oro eran incentivo de aquellos, pero quienes
ahora operan eran «bandas de tártaros»170.
El testimonio directo de un canario, el tinerfeño Car-
los González Casanova sobre esos sucesos en una carta
dirigida por este al Marqués de Villanueva del Prado el 12
de agosto de 1814 desde Caracas puede ayudarnos a
comprender los puntos de vista de los isleños realistas
sobre tales ejecuciones. Su hermano Guillermo había fa-
llecido en julio de 1812 en La Victoria, batalla en la que
él mismo fue herido, cuando, según él mismo manifestó,
«seducido por los insurgentes, lo hicieron salir a campaña
y fue sacrificado y quizá en la confusión que hubo en la ac-
ción yo mismo le habría dado muerte». Describió la época
de la guerra a muerte hasta la toma de Caracas por Boves
como «once meses, tres días», en los que los Bolívar y los
Rivas «estuvieron manchados estos con aquellos monstruos
de la iniquidad, y en este tiempo fueron suscitadas las es-
cenas más desgraciadas. El suplicio destinado para dar
muerte a los fieles vasallos del país era el teatro erigido
para el recreo del tirano, no bastando para ello los lamen-
tables gemidos de las familias desgraciadas de estos már-
tires, ni los empeños de las personas más juiciosas y de

170
BOLÍVAR, S. Escritos. Tomo VI, pp. 158-170.

126
representación en esta capital. Más de cuatro mil qui-
nientas personas entre europeos e isleños fueron muertos
entre Caracas y las bóvedas de La Guaira, unos a cuchi-
llo y otros fusilados, sin contar más de 200 que fueron sa-
crificados en Valencia, muchos en otros pueblos de la
provincia y los innumerables quede tan oprimidos en la
prisión murieron ahogados. De suerte que los que esca-
paron con vida fueron aquellos que aceleradamente se
embarcaron a las Islas de Barlovento y los que tuvieron
la fortuna de conservar las suyas en la misma tierra»171.
El isleño relató más tarde sus circunstancias personales.
Tras «más de dos meses de hallarme privado de ver la clari-
dad del día», un amigo le informó que «el gobierno solo pre-
tendía sacrificar aquellos europeos cuya conducta en
tiempo del de Monteverde fue demasiado perjudicial a
los americanos y que, hallándome yo libre por la mía de
cualquier sorpresa, bien podía salir a la calle en amplia li-
bertad». Lo hizo creyendo la palabra «que aquel amigo
falso me había dado, pero siempre temeroso. Basta ser
transeúnte para vérseme con odio y repugnancia». Espe-
cificó que apenas habían transcurrido doce días de ha-
llarse «disfrutando del aire de la libertad» cuando fue
sorprendido «en la calle más pública a eso de las cinco de
la tarde por unos cinco facciosos, entre los cuales iba uno
a quien le colmé de favores en el tiempo que Monteverde
gobernaba esta provincia hasta hacerle quitar los grillos y
ponerle en su casa con amplia libertad y arrebatado por
los mismos fui a dar a la cárcel del Estado, donde per-
manecía cuatro meses y diez días sujeto con grillos y ca-

171
A.R.S.E.A.P.T. RM 113 (20/7). Carta de Carlos González Casanova a Alonso de
Nava Grimón, VI Marqués de Villanueva del Prado. Caracas, 12 de agosto de 1814.

127
denas, desnudo, sufriendo las más enormes calamidades
y miserias y esperando por momentos la muerte»172.
Carlos González Casanova detalló cómo «en aquellos
oscuros calabozos no se oía otra cosa que el ruido de los
pesados grillos, los clamores de los casados que habían de-
jado sus familias abandonadas y los insultos que con ex-
presiones indecentes y amenazadoras recibíamos de la
mayor parte del pueblo corrompido y obstinado». En medio
de tales aflicciones «quiso la Providencia que apareciese
otro amigo a quién también libré de la prisión que se ha-
llaba en la provincia de Cumaná, íntimo amigo del tirano
Rivas y, habiéndole hablo e interesádose por mí, fui puesto
en libertad». Refirió las amenazas e insultos que sufrió a la
salida de la prisión, efectuadas por «muchos de los bandi-
dos insurgentes», originadas solo «por ser natural de Cana-
rias y por haber obtenido el empleo de capitán que en la
carrera de la conquista y de los triunfos le merecí a Mon-
teverde por haberle acompañado desde Coro, donde me
hallaba, en todas las batallas hasta esta capital». Por último,
se extendió en la crónica de su sepultura nuevamente «den-
tro de un hoyo que hice en la misma tierra en el corral de
la casa en que moraba, cuyas dueñas de ellas eran unas in-
felices mujeres que, validas de la humanidad, me suminis-
traban con algún socorro a las cuales, después de Dios, le
debo mi existencia». Puntualizó que vivió en ese agujero «la
capitación de todos los europeos e isleños, y, aunque el
Gobierno infame me mandó solicitar con patrullas de
armas, no quiso el cielo pudiera dar conmigo». Le salvó la
irrupción en Caracas de las tropas españolas «al mando del

172
A.R.S.E.A.P.T. RM 113 (20/7). Carta de Carlos González Casanova a Alonso de
Nava Grimón, VI Marqués de Villanueva del Prado. Caracas, 12 de agosto de 1814.

128
valeroso y fiel general Don José Tomás Boves, que entró
triunfalmente en esta capital el 7 del pasado julio y ha mar-
chado ya para las provincias de Barcelona y Cumaná a des-
truir con sus bravos soldados el Gobierno arbitrario que
aún sufren y tomar posesión de ellas como Gobierno que
ha sido nombrado por las Cortes». Explicó a Alonso de
Nava que le pormenorizó con todo lujo de detalles tales
hechos solo «para que vea hasta qué grado de iniquidad se
elevaron las disposiciones de Bolívar y sus acompañantes
y cual los sacrificios que se expusieron tanto en sus per-
sonas como en sus intereses los buenos vasallos del Rey
que tuvieron la fortuna de quedar vivos»173.
Otros testimonios epistolares nos pueden ayudar a pro-
fundizar en esa coyuntura. Domingo González Grillo, ve-
cino de El Tanque, fue asesinado en Caracas en agosto de
1813, como otros muchos isleños, al ser ocupada la capital.
Según su viuda, murió «inhumanamente al poder de aque-
llos naturales insurgentes (...), como que decretaron pena
de muerte contra todo Isleño y Europeo» por no haber fal-
tado «a la fidelidad debida a nuestro soberano»174. Francisco
Fajardo recogió las narraciones de su huida de Caracas en las
personas de José Forte, Juan Martel, Domingo Martel, Juan
Martel el menor, Juan Martín Ramón de Acevedo, José Gon-
zález de Ara, Pedro Torres, Bartolomé de Vargas y Antonio
Alonso, vecinos de diferentes localidades del oeste de Te-
nerife, que, «dejando sus intereses», se refugiaron en Curaçao
o en La Habana. Salvador González, vecino de la villa de

173
A.R.S.E.A.P.T. RM 113 (20/7). Carta de Carlos González Casanova a Alonso de
Nava Grimón, VI Marqués de Villanueva del Prado. Caracas, 12 de agosto de 1814.
174
Archivo del Obispado de Tenerife. Solterías y Viudedades Caja nº20, exp. de
María Pérez Velázquez, 1815. En FAJARDO SPINOLA, F. Op. Cit. p. 47.

129
Santiago, murió en esa huida175. Algunos de ellos regresa-
ron a Venezuela, y hasta se reintegraron a la lucha. El citado
González de Ara manifestó que la segunda vez que Caracas
fue tomada por las armas españolas, «venía el declarante en
el ejército». Otros se volvieron a las Islas. Varios de ellos
vieron a González Grillo apuñalado en su pulpería, y
cómo, después, ésta pasó a manos de una mujer venezo-
lana. Todos eran concordes en su discurso realista176.
En los primeros meses de 1814 los patriotas fusilaron
sistemáticamente a los prisioneros españoles y canarios
en Valencia y en otras localidades. En marzo de ese año
fue ejecutado en la plaza de Barcelona, «con otros mu-
chos isleños», Juan de Morales, natural de El Carrizal, en
Gran Canaria. Sus cuerpos fueron quemados177. La fuga,
otra vez, salvó las vidas de los más precavidos o adverti-
dos de «que era preciso huir porque no iba á quedar vivo
Español catalán ni Isleño». Por cartas, otra vez, se recibían
las noticias de lo acontecido178. Entre los isleños asesinados

175
Archivo del Obispado de Tenerife. Solterías y Viudedades Caja nº20, exp.
de María Gil Fonte, 1819. En FAJARDO SPINOLA, F. Op. Cit. p. 47.
176
«Aquellos naturales enemigos de la Nación»; «aquella mala gente»; «víctimas
del furor de los tiranos»; sin otro motivo que llevar la voz del rey nuestro Señor
y conservarle sus legítimos derechos. Archivo del Obispado de Tenerife. Sol-
terías y Viudedades Caja nº20, exp. de María Pérez Velázquez, 1815. En FA-
JARDO SPINOLA, F. Op. Cit. p. 47.
177
Se dio también el nombre de otro canario asesinado, José Taisma. Fueron
testigos José López, de Ingenio; Buenaventura Borges, de La Orotava; D. José
González, de Las Palmas, y D. Juan Flores, Archivo Diocesano de Canarias,
009, 582, 1816. En FAJARDO SPINOLA, F. Op. Cit. p. 48.
178
«Aquí los Patriotas no dejaron español ni isleño vivo, unos quemados y otros
afusilados y otros a lanzazos. Esto parecía una carnicería pues en ellos no se ha-
llaba piedad ninguna los hombres, a los hombres, y las mujeres a las mujeres»
[Carta 123, enviada desde La Guaira, en 7 de Junio de 1815, por una grancanaria
escapada de Barcelona de Venezuela] En FAJARDO SPINOLA, F. Op. Cit. p. 48.

130
entonces se encontraban estaban Antonio Gorrín y Fran-
cisco Pérez Núñez, oriundos de San Juan del Reparo, ma-
rido y hermano, respectivamente, de una de las viudas, la
que lo expuso al juez eclesiástico179. Varios de los retor-
naron presenciaron tales hechos y los pormenorizaron
con todo lujo de detalles, especificando la forma en que
habían logrado huir180. Otros lo asentaron en su corres-
pondencia, como acaeció con José Matías Carballo el 27
de junio de 1815 desde La Guaira de Paracotos:

«Prima lo que por esta se me ofrece después de


saludarla, es darle la infeliz noticia de la muerte de
Francisco Pérez de la O, su querido esposo, y mi
afecto amigo, este ha sido muerto como infinidad
de paisanos y parientes y conocidos por las crueles
manos, de los insurgentes y levantados contra
Nuestro Rey, hijos de esta tierra, después de ha-
berlos aprisionados, amarados con cadenas y gri-
llos y, al fin, sin delito culposo, los degollaban solo
porque eran isleños, y amantes a su rey; yo me es-
cape del furor de esos crueles escondido en los
montes favorecido de una buena familia que me
daban la mantención hasta que tuve la dicha de

179
«En la insurrección de aquella Provincia contra nuestro Católico Monarca
el Señor Don Fernando 7º tan notoriamente sabida», Canaria 010, 631, año de
1817. En FAJARDO SPINOLA, F. Op. Cit. pp. 48-49.
180
«Que después de un riguroso encierro en el Paraje que llamaban la Bóveda,
allí lo mataron a machetazos, y que, muerto fue atado a una puerta o tapia, y
descuartizado, o hechas sus carnes pedazos, como hacían a otros, que con aquel
no se querían rendir al Partido de aquellos». Declaraciones de José Antonio Lo-
renzo Monte (San Juan del Reparo), Diego Pérez (Chasna) y Antonio González
Carminatis (Guía), Ibidem. En FAJARDO SPINOLA, F. Op. Cit. p. 48.

131
salir y unirme a las tropas que defendían la causa
de nuestro Rey, contarle los trabajos angustias y
penas que he sufrido por espacio de un año fuera
nunca acabar, pero le doy infinitas gracias a Dios de
haber escapado la vida de manos de tan cruel gente
no pongo los muertos por sus nombres porque son
muchos, y los que escapamos porque nos oculta-
mos fuimos muy pocos»181.

Hubo emigrantes que al llegar a Venezuela fueron in-


terceptados por los insurgentes y presos o confinados.
Uno de ellos fue Juan López Cartaya, de Güímar, cuya
viuda intentó un segundo matrimonio182. Su padre, tam-
bién Juan López, o Juan Guanche, había dejado su casa
y pulpería en Caracas y huido a Puerto Rico, desde donde
escribiría en julio de 1814, en sendas cartas a su hermano
y a su esposa, cómo Boves había tomado Caracas y él se
aprestaba a regresar a esta ciudad, aunque sólo para re-
coger lo suyo y regresar a Canarias183. Otros indianos pre-
sos por los republicanos expusieron a su retorno sus

181
Carta 124, Guaira de Paracotos, 27 de Junio 1815.En FAJARDO SPINOLA,
F. Op. Cit. p. 49.
182
Llevado a isla Margarita, falleció en seguida en Cumaná. Antonio Barrios,
de Garachico, compañero de cautiverio, relató a su vuelta lo sucedido, Cana-
ria 009, 573. 1815. En FAJARDO SPINOLA, F. Op. Cit. p. 50.
183
«Hermano noticio a Vmd. como el día ocho de la fecha entró Boves en Ca-
racas igualmente en la Guaira sin un tiro de fusil se entregaron aquellos ban-
didos siendo bajo los dominios de España», Carta 115, Puerto Rico, 27 de julio
de 1814; «el día ultimo de esta fecha me vuelvo a Caracas a ver si recojo lo que
deje en Caracas en poder de mi sobrino Pancho yo no tengo intención de
poner más pulpería sino recoger lo que hallare y irme a mi Casa», Carta 116,
Puerto Rico, 27 de julio de 1814. En FAJARDO SPINOLA, F. Op. Cit. p. 50.

132
peripecias, aunque, como recoge Francisco Fajardo, no
constan sus fechas184.
A tal grado de rencor y odio llevó esa escala masiva de
ejecuciones que el arriero grancanario José González, ave-
cindado en Caracas, conocido por el apodo de Chepito
González, que hasta la caída de la Primera República se
había mantenido fiel a la causa republicana185, convertido
ahora en dirigente de la contrarrevolución, llegó a solici-
tar en Cádiz a la Regencia el 10 de abril de 1813 un pro-
yecto para transportar de las Islas Canarias a Caracas de
400 a 500 milicianos sin gravamen al erario, ya que «no
tiene otro plan que el constarle que muchos de dichos mi-
licianos y otros que no lo son desean pasar voluntaria-
mente a la capital de Caracas y avecindarse en ella y no
les es concedido por aquel capitán general». Expuso que
«la escasez de europeos hace necesaria esta medida para
la tranquilidad del país, en razón de que serán otros tanto
soldados que aumentarán la milicia, para cuyo fin deberán
ser de la edad de 15 hasta de 45 años, milicianos filiados
todos que podrán reemplazarse fácilmente en su patria».
Tras la obtención de la licencia sería de su cargo el co-
brarles el pasaje, facilitándoles los navíos. Le suplicó
que, «estando realizando sus asuntos para emprender su
viaje a las Islas, contribuyan a la breve determinación de
este asunto». Sin embargo, sin que aparecieran argumentos

184
Así, Miguel Francisco Rodríguez de León, fallecido en Venezuela, y Cris-
tóbal Borges, vecino de Santa Cruz, que regresó. TF 20, exp. de Bárbara Anto-
nia Delgado, 1816.En FAJARDO SPINOLA, F. Op. Cit. p. 50.
185
Patricio Padrón, en carta a Miranda, fechada el 20 de junio de 1812, ex-
plicita que el gobierno republicano le había solicitado mil mulas para trans-
portar los papeles y el dinero. ARCHIVO DEL GENERAL MIRANDA. La Habana,
1950.Tomo XXIV, p.309.

133
justificativos de su denegación, la Regencia calificó el 5 de
mayo de ese año tal propuesta como no admisible186.
Pareja a las ejecuciones venía la confiscación de los
bienes de españoles y canarios. Esta última dio lugar a
toda clase de irregularidades y negocios, como denunció
el canario partidario de la independencia y comerciante
Pedro Eduardo, quien en calidad de juez de secuestros de
La Guaira solicitó el 1 de diciembre de 1813 por la bo-
dega, tienda y casa de su paisano el herreño Juan Andrés
Salazar seis mil pesos. El ciudadano Francisco Martínez la
quería y para ello se avaluó por un valor inferior a la mitad
de la primera compra que hizo de ella Salazar, siendo «la
casa más acreditada de La Guaira. Caso de no ser abona-
dos, recomendó su alquiler. Reconocía que sabía «muy
bien que el Estado debe auxiliar a los buenos patriotas,
pero en los momentos en que nos hallamos todo debe di-
rigirse al bien general». En la misma Gaceta de Caracas de
16 de diciembre de ese año un artículo denunció los ma-
nojos escandalosos del ramo de secuestros. Con ironía re-
flejó: «¡Qué espanto para los Godos si vieran los inventarios
y avalúos de sus casas! Capaces eran de creer que no había
en cada una de ellas la décima parte de los que dejaron.
Otros desconocerían sus efectos y jurarían que se los ha-
bían cambiado. Y otros tendrían por imposible que en tan
poco tiempo sus cafés de primera de hubieran vuelto de
segunda y sus añiles, bien surtidos, reducidos a CC y SS. De
aquellos que tuviesen mujeres e hijos naturales del país se
debía deducir de sus bienes una quinta parte187».

186
A.G.M. A.B. Indiferente. Leg. 4605.
187
Materiales para el estudio de la cuestión agraria en Venezuela (1800-
1830). Estudio preliminar de Germán Carrera Damas. Caracas, 1964. Vol. 1,
pp.115-118 y 131-133.

134
Entre los ejecutados en La Guaira en febrero de 1814
se encontraba «el español don Agustín de Madariaga, ve-
cino y del comercio que era de esta ciudad». Sus intere-
ses, «que no eran pocos», habían quedado a cargo de
Marcelino Argaín. Al emigrar a la entrada de las tropas es-
pañolas, fueron depositados en Josefa Echenique, viuda
de Gerónimo Alzualde. El fiscal general del juzgado de
difuntos expuso el 20 de enero de 1815 que en la cuadra
norte, opuesta a la casa de Gabriel José Aramburu, se en-
contraba una casa una de zaguán que había sido suya, «y
consiguientemente a su madre, que vive en la provincia
de Guipúzcoa por haber muerto intestado violentamente
en la Guaira por el gobierno revolucionario»188.
Otros ajusticiados «por el gobierno intruso» en febrero
de 1814 en La Guaira fueron los hermanos grancanarios
Juan y Bartolomé González Díaz, el primero con catorce
años de residencia en el país, y el segundo, de apenas 18
años189, tan solo unos pocos meses antes de la entrada de
Bolívar en Caracas, un caso que evidencia una vez más la
importancia de las redes familiares en una emigración de las
características singulares de la canaria. Su hermana María
Eusebia, arribada desde hacía diez años desde ese archi-
piélago, los había alimentado mientras estuvieron presos
gracias a su trabajo personal, aportando 166 pesos a su

188
A.A.H. Judiciales 258-1217. 29 de octubre de 1814.
189
Domingo González, viudo de Josefa Montesdeoca e hijo de Manuel Gon-
zález y María Lorenzo naturales y vecinos de esta ciudad y María Rodríguez, hija
de Mateo Rodríguez y Francisca Déniz, naturales de Arucas contrajeron nupcias
en Las Palmas el 30 de julio de 1781. Su hijo Juan Francisco María del Pino, na-
cido el 22 de junio de 1782, había sido bautizado en esa ciudad el 29, mien-
tras Bartolomé Mariano del Rosario, nacido el 24 de agosto de 1794, fue
bautizado el 28 de ese mes.A.A.H. Judiciales 258-1217. 29 de octubre de 1814.

135
compadre Gregorio López, esposo de su hermana María Jo-
sefa. A su fallecimiento, hallándose «en un estado misera-
ble», presentó el 5 de septiembre de 1814 demanda ante el
juez de difuntos reclamando ese dinero «y lo que se re-
gulase por mis asistencias que dispensé a estos dos her-
manos que me tuvieron en lugar de madre y al mismo
tiempo algunas prendas le compuse para ello que en
poder del referido mi compadre había una botijuela de
pesos para un cofre de prendas de oro y plata unos zu-
rrones de añil y un baúl de ropa todo lo que creo se en-
contró y acerca de lo cual presté una declaración ante el
presente escribano»190.
Su defensor afirmó el 29 de octubre que no podía des-
entenderse de la denuncia que hizo la González de la he-
rencia y tenía a la vista en su declaración lo manifestado por
don Gregorio López de Doña Eusebia González sobre su
asistencia a los González desde que vinieron de IsIas Ca-
narias, lo mismo que a sus hijos, particularmente en la pri-
sión que sufrieron aquí y en La Guaira hasta que fueron
privados de la vida, como es público y notorio, de que
suerte que, aunque hubiese sido mantenida y regalada por
don Juan González en el concepto del defensor es digna de
alguna recompensa. Por consiguiente le parecía dejar en ca-
lidad de gratificación la armadura de dicha pulpería que
según el avalúo alcanza a 105 pesos, proposición que final-
mente fue aprobada por el magistrado el 8 de noviembre191.
Sin embargo, María Eusebia, no se sintió satisfecha con tan
corto estipendio, por lo recurrió por los salarios devengados
por su trabajo. Es interesante el testimonio del canario

190
A.A.H. Judiciales. 249-1177. 5 de septiembre de 1814.
191
A.A.H. Judiciales. 249-1177. 5 de septiembre de 1814.

136
Francisco Rivero, de 70 años de edad, que no sabía firmar,
que especificó «por el conocimiento y amistad que tuvo
con don Juan González desde que vino de Islas y lo mismo
con su hermano don Bartolomé le constan los muchos ser-
vicios que doña María Eusebia le prestó en más de diez
años, hasta que los decapitó inicuamente el gobierno in-
surgente, los cuidó y asistió con el mayor esmero de ese
modo y lo mimo a sus peones con la esperanza de que
cuando se fueran para las Islas la dejaría recompensada,
constándole como que fue compañero tres años de Gon-
zález en la estancia del Guaire, que todo lo que buscó le
ayudó a ello, la que lo presenta sin haberla recompen-
sado su trabajo como se lo tenía ofrecido y que algunas
veces se le ofreció ir a buscar dinero y, como no estu-
viese en casa su paisano González, ella le daba aun delo
suyo». Finalmente, el defensor el 24 de diciembre, «hecho
cargo de la cortedad de los bienes que alcanzarán a re-
mediar las escaseces de los herederos ultramarinos, y que
se le ha mandado entregar la armadura y mostrador de la
pulpería de González. Valuado en 105 pesos, creía que
ella quedaría socorrida con 500, sin necesidad de regula-
ción, con por lo menos 8 pesos mensuales»192.
Precisamente, los derechos de sus parientes ultramari-
nos dieron lugar a otro proceso judicial, al no testar
ambos. Sus padres, Domingo González y María Rodrí-
guez, se hallaban todavía vivos. El problema era obtener
alguna cantidad de su herencia en tan graves circunstan-
cias. El 8 de marzo de 1815 su progenitor dio poder en
«Las Palmas, isla de Gran Canaria» a Francisco Aramburu
y Simón Ugarte, ambos vecino de Caracas, para que lo

192
A.A.H. Judiciales. 249-1177. 5 de septiembre de 1814.

137
que se percibiese entrara a disposición del comerciante
de Santa Cruz de Tenerife Manuel Martínez. Juan Gonzá-
lez Díaz, pensando ausentarse para escapar de la
muerte, había pasado a Carayaca, donde había puesto
en poder de su amigo Juan José Morín Sánchez para
trasportarse 800 y pico pesos en metálico, un sable guar-
necido de plata y parece que otras cosas más». Su te-
niente de justicia pasó a las casas de este último el 18 de
noviembre de 1814, que declaró que «en la emigración
que hicieron los europeos y canarios llegaron a su casa
cinco que de este solo conoció a don Santiago Freytes y
don Juan Antonio Díaz, otro Francisco del que ignora
su apellido y los otros dos no hace memoria de sus
nombres ni apellido». Preguntado si estuvo en ella Juan
González Díaz, refirió que no sabía sino que «en junta de
los cinco llevaron a su casa un baúl y dos escopetas y un
par de pistolas y cinco sables y que estos determinaron
regresar a Caracas sacaron sus sables del baúl y lo deja-
ron abierto y luego que salieron se apareció en ella don
José Miguel Hernández dándole las armas que había de-
jado aquellos canarios en su poder y un baúl que el
mismo lo había visto»193.
Las incautaciones de bienes prosiguieron en toda las
localidades. El 25 de abril de 1814 se decretó por el au-
ditor de guerra Vicente Texera la de la hacienda en Cara-
yaca del canario Salvador Izquierdo y las de los demás
españoles y canarios propietarios de esa localidad, «que
deben ser confiscadas a beneficio del erario». El primero
poseía una posesión de tierra de 50 fanegadas de tierra, 9
y tres cuartos tablones de caña dulce, un platanito y varias

193
A.A.H. Judiciales.249-1178. 14 de agosto de 1814.

138
matas de totumas, naranjos, aguacates y níspero, una casa
de trapiche y sala de paila y 6 ranchos de vivienda194.
Muchas veces las noticias no eran precisas por las in-
certidumbres reinantes, como aconteció con los herma-
nos José, Antonio y Francisco Méndez, originarios de
Buenavista (Tenerife). El 31 de julio de 1815 Diego Mén-
dez y Rafael Hernández, vecinos y naturales de esa loca-
lidad y Josefa Hernández, viuda de Francisco Antonio
Méndez, que lo era del colindante Los Silos, supieron por
José Martín Castellano, residente en Caracas y natural de
esta que sus tres hermanos carnales ya citados «perecieron
en la revolución y guerra civil ocurrida en aquella provin-
cia195». Las diligencias judiciales quedaron en Caracas en
ese punto.

194
A.A.H. Judiciales. 259-1195. 25 de abril de 1814.
195
A.A.H. Judiciales. 258.1215. 15 de julio de 1815.

139
De estos barros estos lodos: La violenta
contrarrevolución de Boves y Morales

El militar toyucano José Trinidad Morán, sobre el que ha-


blaremos más adelante, que formaba parte del ejército repu-
blicano que había conquistado la ciudad de los techos rojos,
en sus memorias dejó un espléndido retrato de la agonía de
la Caracas de la Segunda República, cuando las tropas de
Boves se dirigían hacia ella. Fue testigo de primera mano de
la reunión en cabildo abierto de «los hombres más notables de
Caracas» en el convento de San Francisco. En esa asamblea
Bolívar, «con un discurso verdaderamente patriótico, depositó
la autoridad en sus manos, ofreciendo servir con la mejor
buena fe y con idéntica constancia bajo las órdenes del que
tuviesen a bien elegir para mandar en su reemplazo». Des-
cribió «esta escena calamitosa» de lo que era «el pueblo so-
berano deliberando», arrimado a una columna, niño aún,
apoyado sobre sus muletas. Especificó como «mil candidatos
se presentaron pretendiendo el mando supremo; los parien-
tes y amigos del general Ribas hacían presente su fortuna en
los campos de batalla, pero la masa del pueblo lo rechaza; tres
días llevábamos de estas reuniones populares sin que nadie
se entendiera, y al último ya no había quien discurriese con

140
lógica, ni quien mandase ni tampoco quienes obedeciesen. La
capital de mi patria era juguete de los partidos, la intriga y la
cábala había tomado el lugar del patriotismo; el populacho
quería ya saqueo diciendo que todos los blancos era godos,
pero el Libertador los contuvo haciendo fusilar a dos que co-
menzaron esta «patriótica» ocupación. Hecho este ejemplar
castigo, se presentó Bolívar a la Asamblea y le dio cuenta de
la pena que había impuesto a los criminales; les hizo presente
que él no era el Jefe de la Nación, pero que, como un gene-
ral, estaba en el deber de no permitir el desorden, lo que
atrajo multitud de aplausos. Las deliberaciones y muchos des-
propósitos populares seguían, y si el orden no se alteraba en
Caracas era debido a los dos mil soldados que le quedaban
al Libertador, que obedecíamos y no deliberábamos, que éra-
mos soldados y no tribunos». Finalmente, cuando se dejaron
de vejar, «por un movimiento general aclamaron nuevamente
para Jefe Supremo de Venezuela al Libertador, pero ya no era
tiempo. Boves marchaba sobre Caracas con un ejército ven-
cedor y sembrando por todas partes la desolación y la
muerte». Se resolvió abandonar la capital y sacar la plata la-
brada de las iglesias por el puerto de La Guaira.
Trazó el cuadro del éxodo de la población hacia Oriente
el 6 de julio de 1814, cuando se dejaron ver desde el 5 las
primeras avanzadas de Boves a cuatro leguas de Caracas:
«Veinte mil habitantes de ambos sexos y de todas clases se-
guían nuestros pasos; casi toda esta emigración iba a pie y
como el camino de las montañas de Capaya hacia Barce-
lona es lo más fragoso que se puede imaginar, consternaba
ver a señoras delicadas que no habían conocido la adversi-
dad y que habían vivido en la abundancia y los goces, mar-
char con el lodo a las rodillas, sacando fuerzas de flaqueza,
para salvar su honor y su vida amenazadas por la horda de

141
facinerosos que acaudillaba Boves. Nuestras tropas les pro-
porcionaban para aliviarlos cuanto estaba en nuestras
manos, pero no era posible hacerlo con todos en una emi-
gración tan numerosa y muchos perecieron de hambre y
de cansancio, ahogados en los ríos o devorados por las fie-
ras que abundaban en aquellos bosques»196.
Morán reflejaba la angustia y el terror que reinaba entre
los emigrados republicanos, pero también las controver-
sias y los fracasos del proyecto mantuano hegemonizado
por Simón Bolívar, erigido no solo sobre la guerra a
muerte de españoles y canarios, sino frente a la cólera de
los mestizos y blancos de orilla criollos que se levantaron
junto a Boves. El fusilamiento de esos pardos que osaron
decir que todos los blancos eran godos es bien significa-
tivo. La huida de las mantuanas es un magistral testimonio
de esa guerra social. Nada que ver con la caída de la Pri-
mera República, en la que esas familias de la oligarquía no
fueron objeto de afrenta y permanecieron en la Caracas
monárquica. Como bien precisó Morán, la deserción acae-
cía ahora por primera vez. El militar larense siguió na-
rrando la persecución de la caballería de Boves en ese
destierro forzoso: «cuanta persona encontraban era lan-
ceada: era el exterminio de todos los americanos lo que
querían los españoles». Puntualizó que él debió de ser una
de las víctimas por salir a pie y con muletas, arrastrándose
a duras penas. Sin embargo, el Libertador le salvó la vida
al desmontar a un soldado para proporcionarle un caba-
llo, por lo que le estuvo eternamente agradecido197.

196
GUANASI MORÁN, A. General Trinidad Morán 1796-1854. Estudios histó-
ricos y biográficos. Caracas, 1952, 2ª ed. facsímil de la de Arequipa de 1918,
pp.30-31.
197
GUANASI MORÁN, A. Op. Cit., p. 31.

142
Rafael Diego Mérida, crítico contumaz del Libertador
en sus relatos críticos desde 1819, no habló ni una pala-
bra de su actuación durante la Guerra a muerte, obvia-
mente por haber sido en ese período su ministro de
gracia y justicia y policía, salvo la acusación de conver-
tirse en dictador y creerse depositario de la soberanía po-
pular. Sin embargo, le fustigó por «la espantosa
emigración que salió de Caracas, seducida de su invicto
Libertador. ¿Qué podía esperarse de esta soberanía tu-
multuaria y despótica? Yo nada diré de sus escenas ho-
rrorosas y lamentables, de cuya memoria se resienten
hasta las almas menos sensibles, tampoco de las exequias
can bailes y banquetes por tantos infelices que murieron
trágicamente. Más adelante relata que fue recibido en
Barcelona de forma triunfal con tres días consecutivos
de bailes y banquetes, por lo que »estas fueron las exe-
quias por tantos infelices que murieron en el tránsito y
más de treinta diarios en el mismo Barcelona. Si su alma
hubiese sido un momento siquiera, capaz de sensibili-
dad, ni habría ambicionado el mando, entrado de día, ni
admitido los obsequios»198.

198
Reproducido en JÁUREGUI, R.M. Otra versión de la obra de Bolívar. Mé-
rida, 2011, pp. 47 y 92. Mérida en 1811 había sido secretario de la Sociedad Pa-
triótica. Fue encarcelado por Monteverde. Más tarde liberado, se incorporó a la
campaña admirable, donde el Libertador le designó, como hemos indicado, se-
cretario de gracia, justicia y policía. Tras la caída de la Segunda República, se
refugió en Margarita, donde formó parte del triunvirato elegido por Arismendi
para gobernar la isla. En Haití se incorpora a la expedición de los Cayos. Más
adelante, desde Curaçao se convierte en un crítico de Bolívar. En 1819 elevó
al Congreso de Angostura una denuncia de lo que considera su gobierno des-
pótico. En 1821 se estableció en Caracas, donde continúa su labor de denun-
cia del Libertador y del gobierno de su intendente en Venezuela, el general
Francisco Rodríguez del Toro, IV marqués del Toro.

143
El 7 de septiembre de 1814 desde Carúpano Simón Bo-
lívar efectuó un manifiesto en el que abordó las causas de
la caída de la Segunda República. Se designó a sí mismo
como el «elegido por la suerte de las armas para que-
brantar vuestras cadenas» y el instrumento de la Provi-
dencia para colmar vuestras aflicciones. Sin embargo, «en
pos de esos inestimables bienes han venido conmigo la
guerra y la esclavitud». La campaña que condujo a la toma
de Caracas «contra los fieros españoles que intentaron de
nuevo subyugarnos», derivó en un hecho para él absolu-
tamente desconcertante: al pueblo en «una inconcebible
demencia hizo tomar las armas para destruir a sus liberta-
dores y restituir el cetro a sus tiranos». Se había acabado
con las bandas enemigas, pero se había sucumbido ante
las capas populares. Su argumento era ahora que no era
«justo destruir los hombres que no quieren ser libres», pero
tampoco era libertad «la que se goza bajo el imperio de las
armas contra la opinión de seres fanáticos, cuya deprava-
ción de espíritu les hace amar las cadenas con los víncu-
los sociales». Por fin refrendó lo que era evidente: que
«vuestros hermanos y no los españoles han desgarrado
vuestro seno, derramado vuestra sangre, incendiado vues-
tros hogares y os han condenado a la expatriación». Los
clamores ahora debían dirigirse «contra esos ciegos escla-
vos que pretenden ligaros a las cadenas que ellos mismos
arrastran». Esa actitud es para él la causa de la derrota. Los
dirigentes independentistas no tenían culpa ya que «no
han tenido otro designio que el de adquirir una perpetua
felicidad para vosotros, que fuese para ellos una gloria in-
mortal». Pero los sucesos no se habían correspondido por
sus miras, y no «por efecto de ineptitud o cobardía, sino
por «la inevitable consecuencia de un proyecto agigantado,

144
superior a todas las fuerzas, imposible». El establecimiento
de la libertad en un país de esclavos era una obra impo-
sible de acometer súbitamente, por lo que «nuestra excusa»
se debía a la insuficiencia de medios. Un corto número de
hechos por parte de los contrarios han derruido «el edifi-
cio de nuestra gloria, por estar «la masa de los pueblos
descarriada por el fanatismo religioso y seducida por el
incentivo de la anarquía devoradora»199.
En su análisis de las causas de la caída de la Segunda
República, el Libertador atribuyó la derrota al «hacha in-
cendiaria de la discordia, de la devastación y el grande es-
tímulo de la usurpación de los honores y de la fortuna a
hombres envilecidos por el yugo de la servidumbre y em-
brutecidos por la doctrina de la superstición». Asintió im-
plícitamente, si hacemos abstracción de sus planteamientos
doctrinales de corte ilustrado, que la reacción ha triunfado
porque ha dado protagonismo a las clases populares, que
han reaccionado frente a los republicanos que representa-
ban a la oligarquía tradicional. Es más, aseveró que «no son
los hombres vulgares los que pueden calcular el eminente
valor del reino de la libertad, para que lo prefieran a la
ciega ambición y a la vil codicia». La suerte estaba en
mano de los venezolanos que, «pervertidos, han fallado
contra nosotros». No obstante, se estimaba «muy distante
de tener la loca presunción de conceptuarme inculpable
de la catástrofe de mi Patria». Al contrario, sufría «el pro-
fundo pesar de creerme el instrumento infausto de sus
espantosa miserias». Proclamó su inocencia porque «no ha
participado del error voluntario o de la malicia». Debía ser
un tribunal de sabios el encargado de juzgar su actuación.

199
BOLÍVAR, S. Escritos. Tomo VI, pp. 390-392.

145
Concluyó su exposición con la convicción de que su de-
rrota no se debía al fracaso de su proyecto, sino a la su-
perioridad de las bestias, que solo pueden ser vencidas
con la perseverancia, ya que «Dios concede la victoria a
la constancia»200.
Por esas mismas fechas, el 26 de septiembre de 1814,
Pedro Eduardo, un canario partidario de la independen-
cia, que se casaría más tarde con la viuda del general An-
zoátegui y será presidente del tribunal del consulado de
Angostura, escribiría al comerciante tinerfeño Bernardo
Cólogan desde su exilio en Saint Thomas, que, «contra
mis principios y carácter he permanecido en medio de la
Revolución de Caracas ínterin me he creído en seguridad
por el deseo bien natural de conservar el fruto de 18 años
de fatigas y separación de mi familia, el que desgraciada-
mente había colocado casi todo en una hacienda de café
que jamás pude realizar después del 19 de abril de 1810,
pero, habiendo sufrido Caracas la última desgracia de su-
cumbir bajo la facción de Llano al mando de su digno
jefe Boves, y, no queriendo yo ser testigo de mayor de-
solación de la que he tenido la necesidad de presenciar,
ni tampoco ser juzgado por mi residencia en Caracas por
semejante caudillo, no obstante que solo ha influido esta
en la salvación y existencia de muchos de mis paisanos,
prescindiendo de todo, he preferido la emigración y ab-
soluto abandono de mi propiedad en un país, el más her-
moso del Universo, pero reducido por la más arreada
política del Gobierno español a la mayor desolación, en
términos que, aunque los patriotas tienen sobre sí los ma-
yores cargos, principalmente el indigno jefe Bolívar, todo,

200
BOLÍVAR, S. Escritos. Tomo VI, pp.392-394.

146
todo recae sobre aquel gobierno que en su impotencia
de apagar una revolución justa en su origen y hecha a su
ejemplo, con la violencia y con el despotismo adoptó el
medio más inicuo, como es el introducir la guerra civil en
una misma familia. Nada otra cosa fue la misión de Cor-
tabarría que incendiar a la Costa Firme con sus papeles
valiéndose de la ignorancia y ceguedad de los europeos,
que, desconociendo su interés y el de la Nación, intenta-
ron conspiraciones que, descubiertas, solo influyeron en
la declaración de la Independencia y en el odio, que des-
pués casi nunca ha dejado de existir en europeos y crio-
llos». Al respecto se interrogaba: «¿Qué consecuencias
podrían tener la falta de cumplimiento de la capitulación
de Monteverde, de sus proclamas a nombre de la Nación
y las bóvedas y grillos que sufrieron casi todas las perso-
nas de algún carácter del País, solo porque los Gómez,
don Fernando Monteverde, Orea decrépito ya y otros tan
ignorantes como estos se lo aconsejasen?»201.
Pedro Eduardo entendió que «las hemos visto con
harto dolor y repetirse en el día la venganza en términos
que se fusila en forma a todo el que se puede llamar pa-
triota y se quita del medio a todo el que cae en desgracia
de un facineroso del Llano y por fin se halla Venezuela en
términos de que solo falta una voz para repetirse las es-
cenas del Guárico, así repito a Usted que, decidido a no
volver a Venezuela, ni a otro país en donde se hable de
Revolución, lo estoy también en pasar a Inglaterra con el

201
A.H.P.T. Archivo Zárate Cólogan. Carta de Pedro Eduardo a Bernardo Có-
logan. Saint Thomas, 26 de septiembre de 1814. Sobre Pedro Eduardo y su aná-
lisis del proceso emancipador véase HERNÁNDEZ GONZÁLEZ, M. (Ed.) Entre
la insurgencia y la fidelidad. Testimonios canarios sobre la independencia ve-
nezolana. Tenerife, 2010, pp. 22-28 y 103-118.

147
objeto de formar un nuevo establecimiento, persuadido
que podré hacer mucho con la experiencia y conoci-
mientos adquiridos». No obstante, cambió su punto de
vista ante la evolución de los acontecimientos y retornó
al País del Orinoco, donde falleció. Un mes más tarde, el
25 de octubre precisó que, «habiendo tomado distinto as-
pecto la causa de los Patriotas en Venezuela, de modo
que se espera probablemente estén en Caracas antes del
nuevo año, este motivo me hace decidir a diferir mi viaje
a Inglaterra hasta el próximo Abril, a ver si puedo sacar
algo de mi propiedad que llevar conmigo»202.
El análisis efectuado por Pedro Eduardo era un diag-
nóstico preciso de la realidad, que demuestra los justos
términos de lo acontecido en Venezuela entre la dictadura
de Monteverde y la ocupación de Caracas por los llaneros,
aunque no entra a describir el período de la Segunda Re-
pública, solo llama indigno a Bolívar y puntualiza que la
entrada de Boves en la capital se había traducido en la
salvación de muchos de sus paisanos. Pero fue riguroso en
el diagnóstico de lo acontecido, el gobierno de Monte-
verde se tradujo en un arbitrario procedimiento de deten-
ciones, pero no en asesinatos en masa, cuestión que si
tuvo lugar en el segundo mandato republicano y en el de
los llaneros, en el que se plasmó todo el odio de lo que
llama «la facción del Llano» hacia los patriotas, que eran los
blancos criollos acomodados que se habían significado
por su adhesión a la causa republicana.
Bolívar, en su misiva al presidente del Congreso de
Nueva Granada de 20 de septiembre de 1814, inquirió

202
A.H.P.T. Archivo Zárate Cólogan. Cartas de Pedro Eduardo a Bernardo Có-
logan. Saint Thomas, 26 de septiembre y 25 de octubre de 1814.

148
que fue «la sublevación general de todo el interior de Ca-
racas» la que dio al enemigo un número de tropas incom-
parable que se tradujo en «la devastación absoluta y
espantosa de todo el territorio». Se percató de que «los pocos
pueblos que combatían conmigo por la libertad desmaya-
ron, cuando el enemigo se aumentaba prodigiosamente y se
conciliaba con el afecto de sus tropas». Frente a sus esfuer-
zos, «el enemigo, pillando, destruyendo y usando de una
desenfrenada licencia de nada necesitaba»203.
Estaba expresando varios aspectos significativos. En
primer lugar, el carácter abrumadoramente mayoritario de
la rebelión de los pueblos interiores de Venezuela con-
tra la Segunda República. No era esta ni nunca lo fue
una contienda entre españoles y criollos, aunque con la
Guerra a Muerte se pretendió enmascarar. La campaña
admirable y sus métodos de actuación habían acelerado
el afán de venganza y los odios sociales larvados en la
colonia y que las ordenanzas de los Llanos y el proce-
der oligárquico de los republicanos habían enervado
aun más. En segundo lugar, el botín de los llaneros, que
era a sus ojos, no el reparto de la propiedad, que no era
la divisa que se planteaban porque no tenían un proyecto
político alternativo, sino el pillaje y la apropiación de
bienes muebles, joyas, ropas y ganado. Finalmente, la con-
ciliación de los caudillos con las tropas llaneras. Esta es
también una idea clave, frente a una República en la que
los cuadros de mando del ejército se seguían estable-
ciendo con los criterios estamentales del Antiguo Régimen
y con una evidente discriminación étnica y social, en las
patrullas realistas llaneras tales prejuicios no existían, lo

203
BOLÍVAR, S. Escritos. Tomo VII, pp.1-2.

149
que explica las fuertes críticas de los pocos militares pro-
fesionales que existían en Venezuela, como Cajigal, que
fueron sus mayores críticos.
En el novedoso y clarificador texto de Germán Ca-
rrera Damas Boves. Aspectos socio-económicos de la
Guerra de Independencia, a pesar de los años transcu-
rridos desde su publicación, se apuntan tales explica-
ciones del proceso, poniendo en cuestión «cuanto hay
de artificioso, de torcido y deleznable en la historiogra-
fía venezolana sobre la emancipación». En sus conclu-
siones registra algo que sí es evidente, que Boves no es
un elemento singular y único, sino que, como Morales
o Yánez, supo aunar los sentimientos de un amplio es-
pectro de los llaneros contrarios a la apropiación que la
oligarquía republicana había establecido del mundo lla-
nero, cuyo instrumento más preciso de dominación fue-
ron las ordenanzas de los llanos. Coincidimos plenamente
con él que el ganado fue la reivindicación socio-econó-
mica fundamental que llevó a las capas llaneras a la re-
belión contra una República que encarnaba en sí misma
la personificación de la clase dominante mantuana que
en la colonia, primero, y en la República después, ya ple-
namente hegemónica, había impuesto su proyecto de do-
minación socio-político sobre el escenario llanero. Tales
sectores adolecían de un proyecto político nítido y cla-
rificado, por lo que, como subrayó Carrera Damas, las
interpretaciones socio-económicas de su actuación ado-
lecen de serios vicios metodológicos por su irrisoria do-
cumentación y su prejuiciada vinculación en el acopio de
los testimonios escritos. Nada hay que induzca a pensar
que Boves y los llaneros se comportaran con distribuido-
res de la propiedad, pero sí hay argumentos suficientes

150
para entender que se apropiaran del ganado y de otros
bienes muebles como un botín de guerra204.
En su proclama de San Mateo de 15 de marzo de 1814
José Tomás Boves expuso que Bolívar, Rivas y «sus san-
guinarios compañeros» habían procurado «sembrar entre
los criollos y europeos para hacerlos implacables enemi-
gos». Pero les dice a los primeros que ya están desenga-
ñados, que en tiempos de la colonia «no se han
representado en su suelo las tristes escenas y los horro-
res que ha visto en la época de estos egoístas». Manifestó
que «declararon a los europeos y canarios la Guerra a
muerte solo para comprometerse», pero las ejecuciones
se extendieron también «sobre los honrados criollos, que
han provocado igualmente que nosotros el Sangriento Cu-
chillo, porque, conociendo sus miras, no se dejaron en-
gañar». Sostuvo que tal decreto había sido sufrido por
todos: criollos, europeos y canarios, ya que el Libertador
«solo ha sido la causa y ha dado el motivo y el ejemplo
para tantos horrores que han llenado los pueblos de te-
rror y espanto». Detalló todas las milicias llaneras que
componían su ejército victorioso, incluidos los negros de
Morón y Alpargatón. Describió como tres mil hombres al
mando de Rosete habían destruido en los Valles del Tuy
«las legiones que envío Bolívar, cuando Caracas estaba a
punto de caer. A todos ellos les ofrecía su humanidad y
su indulto si se incorporaban a sus ejércitos, en los que
»tendréis abundancias, buen trato y estimación, lo mismo
que sus fieles soldados». Sin embargo, si seguían fieles a
la causa republicana y resistían su avance «probareis la

204
CARRERA DAMAS, G. Boves. Aspectos socio-económicos de la Guerra de In-
dependencia. Caracas, 2009. 5ªed, pp. 245-249.

151
espada vengadora de la Sangre de tantos hombres de bien
derramadas por esos injustos enemigos del reposo, de la
paz y de la felicidad de los venezolanos»205. Se expresan
aquí algunas de las claves de su pensamiento: La Guerra
a Muerte no se cebó solo sobre los europeos y los cana-
rios, sino sobre los criollos de clase baja, porque la revo-
lución de Bolívar era una tiranía mantuana. Frente a ella
aplicó «el sangriento cuchillo» hacia los patriotas, mientras
que proporciona «abundancia, buen trato y estimación», a
los que se integran en sus filas, en definitiva, botines de
guerra e igualdad étnica y social, algo que distaba mucho
de ser transmitido por un ejército como el republicano que
seguía funcionando con los criterios sociales jerárquicos y
discriminatorios de las milicias del Antiguo Régimen.
En esa nueva coyuntura los canarios y los peninsulares
participaron e incitaron a la sublevación contra la Segunda
República. Francisco Javier Yanes refirió que «en los valles
de Barlovento de Caracas los pueblos de Maycara y Río
Chico fueron sublevados por dos canarios, a los cuales,
junto con sus cómplices, escarmentó el coronel Juan Bau-
tista Arismendi206. Pero esa acusación recayó en los del Tuy
en Rosete. Una carta del 10 de abril de 1814, escrita desde
Ocumare, planteaba la recuperación de la agricultura des-
pués de la huida de Rosete, «ya que muchos hacendados
comienzan ya a trabajar en el cultivo de sus campos» y «mu-
chos negros fieles a sus amos han salido de los montes
donde se habían ocultado durante la irrupción de Rosete,
prefiriendo el buen trato de sus amos a la aparente libertad
que les ofrecía aquel perverso español con el solo designio

205
Reprod. en PÉREZ TENREIRO, T. Op. Cit. pp.369-371.
206
YANES, F.J. Op. cit. Tomo I, pp.139-149.

152
de pervertir la esclavitud y conducirlos a una muerte se-
gura». Expuso que el isleño los ponía delante de los fuegos
republicanos «para que sirviesen de parapeto a los demás
bandidos que conducía». Pensaba que la paz volvería a rei-
nar en los Valles del Tuy, sobre todo después de la deten-
ción «de cuatro o cinco europeos y canarios que hacían
incursiones para seducir a los incautos». Refirió que «hoy se
ha sabido aquí que el famoso canario, compañero de Ro-
sete, nombrado El niño Arico, ha sido aprehendido y pa-
sado por las armas. Este hombre cruel ha merecido bien la
suerte que le ha tocado, pues había cometido en estos par-
tidos los más crueles asesinatos»207, un sobrenombre que
delataba su juventud y su procedencia de la localidad del
sur de Tenerife de esa denominación.
Los llaneros, en una actitud a caballo entre el odio ra-
cial y el afán de recompensas, continuaron fieles a la
causa realista. Como precisó Carrera Damas, actuaban re-
almente motivados por objetivos militares. Querían el ga-
nado, al igual que los canarios y peninsulares que se
integraban en sus filas y se identificaron con esa lucha
porque querían obtener las tierras que arrebatarían a la
oligarquía criolla. Se repartían el botín, pero no se plan-
teaban la abolición de la sociedad clasista. Era una con-
tienda social pasional y violenta, pero no contenía una
orientación política decidida. Se lucha más contra que
a favor de. Eran realistas porque en la República no te-
nían nada que ganar. Cajigal lo evidenció cuando afirmó
sobre ellos, al referirse a la actuación del tinerfeño Salva-
dor Gorrín, que «estos no han sostenido la sagrada causa
del Soberano, han atendido sólo a sus venganzas y a sus

207
Gaceta de Caracas de 14 de abril de 1814, p. 321

153
designios particulares»208. Un realista como Surroca certi-
ficó que el ejército de Morales, el sucesor en el mando lla-
nero de Boves, «desde que Monteverde les puso en
movimiento, no sabían más doctrinas que las de matar y
hacer correrías como cazadores de fieras, además que la
mayor parte eran gente sin moral ni ilustración y que
jamás conocieron la ordenanza y sí actos de insubordi-
nación radicada por el propio Monteverde»209.
Frente a lo que vulgarmente se cree, en esa nueva co-
yuntura no pocos canarios con tierras en el mundo de
Los Llanos fueron ejecutados por las huestes de Boves.
Es el caso del grancanario Juan María Serpa y Gil, vecino
de Chaguaramas y casado con una lugareña y con 4 hijos
adultos, que murió ajusticiado por el Gobierno realista en
1813. En su testamento dejó constancia de su apoyo al
proceso emancipador y condenó la actitud de la mayoría
de sus compatriotas. Poseía dos leguas de tierra contiguas
al hato y casa donde residía comprado a los Cuevas y los
Morenos, dos de los propietarios de la región, gravadas
con 500 pesos. Tres años antes había comprado con Ca-
yetano González 800 becerros. González puso el dinero
y él los transportó desde Apure. Se obligaba a pagarle la
mitad de su valor, 1.200 pesos210. Julio Llamozas en su re-
lato de la emancipación en Calabozo expuso los asesina-
tos del palmero Diego García en su hato de Benegas, «que
estaba allí con su familia», al sargento isleño Domingo
Delgado, que custodiaba los presos, «dándole puñaladas»

208
CAJIGAL, J.M. Op. cit., pp. 211-212.
209
SURROCA Y DE MONTÓ, T. Op.cit. La provincia de Guayana en la inde-
pendencia de Venezuela. Estudio preliminar y notas de Héctor Bencomo Ba-
rrios. Caracas, 2003, p.166.
210
A.G.N. Escribanías. León de Urbina, 30 de septiembre de 1813.

154
y «poniendo los presos en libertad» o al vecino criador
José Antonio Morales, que atrajo a otros «vecinos nota-
bles por su honradez, edades, empleos y bienes de for-
tuna» de su mismo origen. Al llegar a Calabozo fueron
fusilados en la plaza el 28 de junio de 1814»211. El odio de
clase era lo que se trasmitía.
Un caso similar fue el de dos comerciantes y hacen-
dados canarios enlazados con la elite venezolana, los her-
manos originarios de Arona, en el sur de Tenerife,
Antonio y Francisco Sarabia. En 1813 el primero contrajo
nupcias con Petronila Rodríguez del Toro e Ibarra, her-
mana del IV Marqués del Toro y prócer de la indepen-
dencia venezolana. Antonio poseía una hacienda en la
Sabana de Ocumare, con 40.000 árboles de cacao y 77
esclavos y otra con 28 en San Francisco de Yare. Habían
simpatizado con el proceso independentista. Antonio fue
uno de los firmantes del manifiesto isleño de 12 de julio
de 1811, por el que se adherían a los principios del go-
bierno revolucionario tras la rebelión de la Sabana del
Teque. Francisco fue asesinado en Caracas durante las re-
vueltas de 1814, mientras que Antonio, sobre el que ha-
blaremos más tarde en el anexo por su papel como
administrador de las haciendas de su cuñado el IV Mar-
qués del Toro, lo fue en 1814 en la Sabana de Ocumare
en una de las entradas de las tropas de Rosete a esa lo-
calidad212. La irrupción de este caudillo canario el 11 de
agosto de ese año fue particularmente sanguinaria, como

211
DI LLAMOZAS, J. Op. cit., pp. 358, 360 y 365.
212
Archivo General de La Nación (A.G.N). Testamentarias de Antonio y Fran-
cisco Sarabia. 1815. Sobre los Sarabia, véase, PÉREZ BARRIOS, C.R. «Los Sara-
bia, una familia de Arona: sus conexiones con Venezuela». XI Coloquios de
Historia Canario-Americana. Las Palmas, 1994, T.III, pp. 321-346.

155
refleja el testimonio de su párroco: «Sobre trescientos ca-
dáveres de aquellas primeras personas de representación y
adhesión a nuestra libertad cubren las calles, fosos y mon-
tes de sus inmediaciones. El clamor de las viudas y de los
huérfanos es tan general como irremediable, pues todo el
pueblo fue robado y saqueado hasta no dejar cosa útil»213.
Los líderes realistas llaneros tenían todos ellos en común
su procedencia social. Pertenecían a los estratos más bajos
de la sociedad venezolana. No eran ninguno militares pro-
fesionales, prácticamente eran simples milicianos cuando
comenzó la guerra. Cajigal denigraba la pertenencia al es-
tamento militar de Morales, al que se le había ascendido
por Morillo a coronel y se le dio el mando de Venezuela,
«sin haberme querido oír sobre el asunto, como parece co-
rrespondía, y aún sin quizá saber que Don Francisco Tomás
Morales no obtenía el menor carácter militar, pues sólo fue
nombrado por mí subteniente en el pueblo de San Mateo,
que es decir de las milicias urbanas»214. Un artículo de la
Gaceta de Caracas de 23 de septiembre de 1813 glosó la
muerte en ese año de algunos de los más significados diri-
gentes realistas, entre los que se encontraba Pascual Martí-
nez y precisó de forma despectiva que lo hacía sin contar
«los canarios que de malojeros pasaron a oficiales»215.
La barbarie, la violencia era desenfrenada por ambas
partes. Se fusilaba sin piedad al enemigo en un simbolismo
despiadado en el que se descuartizaban los restos. Level su-
brayó que fue el capellán Ambrosio Llamozas, que se unió
a Boves en su campaña, el que le inculcó a Morales «la idea

213
MUÑOZ, G.E. Op. Cit.
213
CAJIGAL, J.M. Op. cit., p. 212.
213
Gaceta de Caracas de 23 de septiembre de 1813, p.4.

156
concebida por él y los otros de que se hiciera independiente
de todas las autoridades de Venezuela obrando por sí solo,
sin sujeción a nadie, sino al Rey en todos los ramos del
Gobierno de la tierra». Tal acuerdo se levantó en Urica y
fue en su opinión «ese pronunciamiento el origen de todos
los de Venezuela y sus actas populares»216. Con la arribada
de la expedición de Morillo en 1815 y la mala acogida que
el acta de Urica, «creyendo que la fortuna en las acciones
de guerra favorecen al vencedor, autorizándole para
cuanto quiera y le da derecho para todo», remitió a Lla-
mozas «para neutralizar la indignación que hasta el interior
de estas provincias había trascendido»217.
Fue precisamente la restauración del absolutismo en Es-
paña en 1814, que posibilitó el envío en marzo de 1815 de
una fuerza expedicionaria al mando de Pablo Morillo, cons-
tituida por diez mil soldados, y el más tardío cambio de ac-
titud hacia los llaneros por parte de los republicanos lo que
modificó radicalmente el rumbo de la contienda. Con tales
refuerzos la Guerra de Independencia venezolana dejó de
ser por vez primera una contienda social interna, una con-
flagración civil, para introducir un elemento foráneo. Mo-
rillo necesitaba con urgencia recursos económicos y para
ello recurrió a la subasta de tierras de los dirigentes repu-
blicanos. De esa forma más de las 2/3 partes de las familias
oligárquicas venezolanas vieron vendidas sus propiedades.
Con ello las autoridades españolas rompían de forma defi-
nitiva con los garantes del antiguo orden social. Pero a la
larga se quedarían sin la base social que garantizase la con-
tinuidad del dominio colonial en América.

216
LEVEL DE GODA, A. Op. cit., p. 1298.
217
LEVEL DE GODA, A. Op. cit., p. 1301.

157
El gobierno español trató de consolidar su hegemonía en
el país a través del ejército expedicionario, con lo que tra-
taba de convertirlo en el baluarte para restaurar la estructura
social colonial. Por vez primera la jerarquía y la subordina-
ción deberían ser los principios militares. Pero esa decisión
les fue distanciando de los llaneros y de los isleños. Para
ellos eran unos recién llegados, parásitos sin ninguna co-
nexión ni raíces en Venezuela, cuyo único interés era ama-
sar fortuna y abandonar el país. La deserción paulatina en
el ejército realista se hizo más evidente. Incluso los que se
mantuvieron fieles como Morales tuvieron numerosos en-
frentamientos con los militares profesionales.
Las tropas que habían luchado por el Rey fueron me-
nospreciadas y consideradas de segunda fila. El capitán
Rafael Sevilla reflejó una conversación entre Morales y
Morillo que confirmó su distanciamiento. El último se
opuso a sus consejos, ante lo que el canario le señaló que
«en adelante me abstendré de dárselos». Le podrán repro-
char que la nueva autoridad militar «fue vilmente enga-
ñada, pero no que lo fueron los veteranos del ejército de
Venezuela. El tiempo, mi general, el tiempo y la historia
dirán cual de los dos se equivoca». El militar español pre-
cisó que «desde aquel día quedó profundamente resentido
el brigadier Morales con el general218. Torrente en su His-
toria de la Revolución Hispanoamericana señaló al res-
pecto que «las ideas del general Morales eran terribles,
por cierto; y, aunque estamos muy distantes de compla-
cernos con las escenas sangrientas, tal vez hubiera sido
más útil a la misma humanidad que se hubiera llevado a

218
SEVILLA, R. Memorias de un oficial del ejército español (Campañas con-
tra Bolívar y los separatistas de América). 3ª ed. Bogotá, 1983, p.37.

158
efecto sin alteración. La amputación de un brazo muchas
veces salva a todo el cuerpo de la muerte»219.
El mismo Morales, en una carta dirigida al propio Mo-
rillo, dejó constancia de esa postergación, a diferencia de
lo actuado por Boves y por él: «los jefes españoles que
podían tomar o tenían en la mano las riendas del Go-
bierno, o no tenían el conocimiento necesario de la loca-
lidad, de los pueblos e índole de sus habitantes, o
queriendo hacer la guerra por lo que han leído en los li-
bros, se veían envueltos y enredados por la astucia y vi-
veza de las tropas, sin poder dar un paso con feliz éxito,
a menos que fuese seguido de los mismos naturales (...).
Verdad es que las tropas disciplinadas saben hacer la gue-
rra por principios, pero es contra otras tropas que operan
por la misma táctica, y están arregladas a unas costumbres
militares, pero venga un jefe, cualquiera que sea, y entre
en combate sin contar con los modales y genios de sus
soldados, hallará seguramente su destrucción y su ruina.
Diecinueve mil hombres mandaba Boves y tenía reuni-
dos para acciones hasta 12.000. ¿Y podrá algún otro ha-
cerlo en el día? Usted lo sabe y nadie lo ignora»220.
La guerra fue antes que nada una contienda social, en
la que fluían intereses particulares y de grupos sociales y
étnicos que eran teñidos de bandos o partidas particula-
res. Eso lo fue así desde el principio de la beligerancia,
pero en el horizonte de 1818 era más claro que nunca.
Comenzaba el desaliento en los soldados profesionales, al
tiempo que la deserción en los llaneros era poco menos

219
Reprod. en A.A.V.V. Materiales para el estudio de la ideología realista de
la independencia. Anuario del IAHUCV. Vol. IV, V y VI, v. 1, p. 1562.
220
Reprod. en PÉREZ TENREIRO, T. Op. cit. pp.60-61.

159
que inevitable con los cambios operados en los contin-
gentes militares monárquicos y republicanos. Morales
sería acusado por Morillo de actuar como un revolucio-
nario por haber ejercido la autoridad suprema militar tras
la muerte de Boves. Afirmó en esa misiva al general en
jefe fechada en villa de Cura el 31 de julio de 1816, que
el acta de Urica no era un quebrantamiento de la legali-
dad, sino que debía «llamarse en todo el sentido de la pa-
labra Junta conservadora de los derechos del monarca, y
la que solo pudo asegurar la reconquista y pacificación de
estas provincias». Arguyó que los soldados le conocían y
trataban como al asturiano, «como que yo los manejaba
de más adentro». Con él era factible reconquistar Vene-
zuela, pues sólo quedaba Maturín como único asilo de la
insurgencia. Frente a ello el capitán general Cajigal era
odiado por los soldados que deseaban su exterminio,
hasta el punto que alguno pensó en pasar a Puerto Ca-
bello para darle muerte. Atribuyó su decisión de convo-
car tal reunión a la voluntad del ejército de elegirlo como
tal. Para justificar su proclamación como jefe supremo
empleó un subterfugio en pleno absolutismo por el que
habían actuado frente la actuación de los liberales. Su ar-
gumento era que se procedió así por no haber sido de-
signado Cajigal por el Rey en persona, sino por las Cortes,
por lo que, tras la recepción de la real orden, la obede-
cieron, por lo que expuso que no era revolucionario por
obedecer al Rey y no a las Cortes221.
Level subrayó que entre los desatinos de Morillo se en-
contraba «el enormísimo de haber en Carúpano despa-
chado para sus casas las tropas de Morales, previas

221
Reprod. en PÉREZ TENREIRO, T. Op. cit. pp.62-63.

160
algunas burlas y chulerías, por no estar a estilo exterior de
las tropas veteranas europeas y previos algunos escarnios
por no tener zapatos y estar en calzoncillos, prodigándo-
les desprecios acerca de sus campañas y su valor perso-
nal». El capitán general interino José Ceballos le precisó
que «muchos son los males y las desgracias a esta tierra
traerá este desatino«. Agregó que aquí no había nadie que
«los expedicionarios, porque todos los demás son nadie,
y ellos no más deben serlo todo y considere V. si esto
podrá subsistir en paz ni un año. Por mi parte me creo de
capitán general interino por dos o tres semanas». En
efecto, al poco tiempo, fue sustituido por el catalán Sal-
vador Moxó y se retiró Ceballos222.
Cajigal en sus memorias expuso que Morales le había
ofrecido al general en jefe 5000 hombres de su división
para operar en Cartagena de Indias. Reconoció que era
propuesta deparaba, además de su consiguiente utilidad
militar, otra política, ya que, «acostumbradas aquellas tro-
pas a vivir del asesinato y el saqueo, convenía mucho ex-
traerlas de unas provincias en que se trataba de establecer
la quietud y el orden». Sin embargo la promesa no pudo
ser cumplida, pues, «a proporción que se acercaba el mo-
mento de dar la vela, desertaban a centenares, de modo
que ya no contaba la división de dos mil hombres» Fue-
ron reemplazados por levas de corianos, mientras que los
desertores quedaron en Venezuela, «para en seguida
unirse a las corporaciones de insurgentes»223.
Al tiempo que los llaneros eran arrinconados dentro de
las tropas españolas, mientras tanto en los republicanos

222
LEVEL DE GODA, A. Op. Cit., pp.1302-1303.
223
CAGIGAL, J.M. Op. cit., pp. 168-169.

161
se operaba un cambio que será decisivo. El objetivo de Bo-
lívar era organizar un ejército sobre la base de la igualdad
legal y la americanidad, que posibilitara a los pardos un
cierto acceso al poder a través de la milicia. Gracias a ello
un amplio número de llaneros, decepcionados con la
marginación con que habían sido tratados por los nuevos
dirigentes militares españoles, se integraron en el ejército
republicano. Agrupados en torno a un caudillo de origen
isleño y de procedencia social baja, José Antonio Páez,
fueron seducidos por las promesas el Libertador de darle
parte de las tierras tomadas al enemigo y garantizarles su
parte en las de propiedad nacional. Ese cambio de acti-
tud republicano fue esencial para el éxito final de la causa
independentista.
Morales, en su interpretación de este proceso, sostuvo
que el ejército anterior a la llegada de Morillo no eran tro-
pas desordenadas sino batallones arrojados y valientes.
Con este jefe supremo se hizo la guerra con más mérito y
regularidad y con ascensos regulados a ordenanza224. Ál-
varez Rixo, que bebió directamente de los testimonios de
sus paisanos, entre ellos del propio Morales, apuntó que
la tropa peninsular, bien vestida y equipada «con aquel
garbo que es peculiar a los españoles de raza pura» con-
trastaba con los pobreza de los del país, descalzos y con
trajes rotos. En su opinión Morillo cometió la imprudencia
de «considerar a los criollos sólo por su mezquino aspecto»,
sin atender a su mayor mérito para una guerra en tierra
para la que los españoles no estaban preparados. La mar-
ginación y la altanería con que los militares profesionales

224
MORALES, F.T. «Relación histórica de las operaciones del ejército expedi-
cionario de Costa firme». HERNÁNDEZ GONZÁLEZ, M. (Ed.). Op. Cit.p.315.

162
miraban a los criollos hizo que «en poco tiempo se vio que
estos hombres despreciados, afiliados después en las filas
patriotas supieron y pudieron ir destrozando a los ufanos
e indiscretos soldados del General Morillo, al paso que ra-
dicando el odio contra los incorregibles españoles225». El
propio Morales vislumbró esa evolución y efectuó un lú-
cido contraste entre sus tropas y las de Morillo: «no se co-
nocían las pagas, los alojamientos, las tiendas de campaña,
los vestuarios, no había más que una ración de carne in-
sípida. Igual era en todo el oficial al soldado; tratábanse
como padres e hijos, se corregían del mismo modo, y esta
uniformidad sostenía el contento y la opinión de todos.
(...) Algunos creerán acaso que aquellos ejércitos se com-
ponían de tropas colectivas desordenadas y cobardes, más
al contrario eran los batallones más arrojados y valientes,
eran, en fin, los mismos que después de centenares de
combates al lado de los guerreros más denodados de la
Europa y de la misma clase de lo que por último nos arro-
jaron de la América meridional»226.
Entre los criollos pasados por las armas en esa época
se encontraba Fernando Párraga. El 1 de octubre de 1814
el teniente justicia mayor de Guácara Miguel Osio expresó
que se aseguraba haber muerto en Valencia. Poseía algu-
nos intereses dentro del pueblo y una hacienda de café y
una casa en el campo con un platanal y algunos cafeta-
les227. Había sido adicto al gobierno republicano y des-
empeñado ese mismo empleo durante su mandato. El
vecino del lugar de 26 años Bernardo Flores refirió que

225
ÁLVAREZ RIXO, J.A. Anécdotas...
225
MORALES, F.T. Op. Cit.
225
A.A.H. Judiciales.245-1157. 1 de octubre de 1814.

163
«fue siempre un insurgente que a cara descubierta lo ma-
nifestaba con sus acciones y palabra que con el mayor
escándalo profería contra el Gobierno español y a favor
de la insurrección y en esta última época acabó de mani-
festar su implacable odio contra los defensores de la justa
causa, pues, habiendo ejercido en este pueblo el empleo
de Teniente Justicia Mayor, pasó por las armas a cuantos
cayeron en sus manos, así europeos como americanos
que se distinguían por el partido realista». Por su parte,
Enrique Garcilaso, de 30 años, sostuvo que actuó en ese
empleo como exaltado insurgente. Durante su mando «co-
metió la crueldad de pasar por las armas a muchos hom-
bres que aprendió de los que defendían la justa causa del
rey y comprometiendo todo este vecindario a seguir las
banderas de la insurrección». Flores declaró que «vio muer-
tos y pasados por las armas por Párraga a un gallego cuyo
nombre ignora, a dos hombres que trajo del pueblo de
San Joaquín que no supo sus nombres, igual a un negro
esclavo de la hacienda de Mucumbo nombrado Clemente,
que también vio tirar a un indio nombrado Seyca, que era
del propio pueblo y a todos por decirse seguían el partido
del Rey». José María Fernández relató también el fusila-
miento de «un catalán, el cual venía perdido de la vigía de
Puerto Cabello buscando a los que seguían el partido del
Rey». El 20 de octubre de 1814 se ordenó la confiscación
de sus bienes y se le condenó a muerte228.
¿Cómo eran tratados por los realistas aquellos criollos
que no tomaron decidido partido por ninguno de los ban-
dos tras la caída de la Segunda República? El vecino de
Cagua e hijo de canarios José Antonio Melo ejemplifica el

228
A.A.H. Judiciales. 245-1157. 1 de octubre de 1814.

164
debate que entre ellos se dio sobre su comportamiento en
la contienda. Su mujer, María del Carmen Rodríguez, sin-
tiendo que su esposo se hallaba «en mala opinión por al-
gunos vecinos» se vio precisada a calificar su conducta
ante los testigos para que se supiese a ciencia cierta que
«no tomó armas él en contra de los españoles y sí en todas
las operaciones que intentaban en contra de los transma-
rinos de este pueblo. No era el primero que salía a de-
fenderlos con súplicas y con toda su posibilidad, si
cuando entraron en primeras y hasta ahora en últimas el
gobierno español anduvo entre ellos y en la salida de
ellos suplicó su marido a don Pedro Cáceres que se lo
llevara en su compañía y no se determinó y que en la re-
tirada de los patriotas si es cierto que jamás se fue con
ellos quedándose en este pueblo sin ninguna voluntad de
seguirlos. Si teniendo los patriotas amarrado a don José
González Delgado para matarlo, se presentó al coman-
dante de ellos de rodillas y libertó de la muerte a ese
tenor a varios europeos. Si su compaña y amistad que
tenía no era siempre celebrada con los españoles e isle-
ños y demás personas adictas a la monarquía española»229.
Entre los testigos, Fermín Capote, de 44 años, que no
sabía firmar, sostuvo que «jamás tomó armas ni en contra
ni a favor del Rey porque su ejercicio ha sido comerciante
de ganado. Cuando entró en primeras el gobierno del co-
mandante Boves no se fue con los patriotas y se quedó
escondido y no salió hasta que entro el Gobierno dicho.
En la entrada del gobierno español, hallándose viviendo
en el Jabillar, tenía relaciones con varios del ejército y, es-
tando este apostado, el declarante se hallaba reuniendo

229
A.A.H. Judiciales. 259-1226. 14 de septiembre de 1814.

165
gente adicta a su sistema para presentarla en la descu-
bierta. A esta sazón llegó Melo con intención de recono-
cer las operaciones de las tropas para ir. No hacían mal a
la gente que se pasaba a unirse con el declarante, para ve-
rificarlo, que se conoce que Melo no quería seguir a los
patriotas, que le dijo el que declara, que volviese por la
mañana y le daría la respuesta y, como antes de llegar le
dieron a Melo una mala noticia, se volvió atrás que des-
pués entró el declarante en Cagua y lo halló que no se fue
con los patriotas y que le consta es un hombre de bien».
Antonio Albino, de 57 años, analfabeto, reflejó que «se
fue oculto a los montes, huyendo de los patriotas» y que
fue visto siempre acompañado a gente adicta a España.
Pedro Casares, de 50, que sí firma, manifestó que había
«tenido compañía de amistad con varios europeos e isle-
ños de este pueblo y se ha tratado con hombre de bien».
Pedro Luis de Barrio, de 46 y que no sabe firmar, era
de la opinión que «tuvo muchas palabras en contra del
gobierno revolucionario. Su conducta ha sido muy hon-
rada sin haber hecho daño en tiempo de la patria a nin-
gún trasmarino». Bonifacio del Toro, de 32, que no sabía
tampoco leer, se había criado junto a él, «ejercitándose
siempre en el trabajo del comercio de ganado para man-
tener su familia, era muy adicto a los españoles porque
tuvieron muchas conversaciones en contra del Gobierno
patriota, que nunca tomó armas en el Gobierno de Mon-
teverde en servicio del Rey, que, cuando el justicia de la
patria intentaban contra los trasmarinos alguna prisión o
justicia era el primero. Hallándose el declarante huyendo
por los montes se encontró con Melo, que hacía lo mismo,
que no quería servir a la patria y el teniente justicia mayor
del pueblo lo iba a pasar por las armas por dos ocasiones

166
y que, según Melo, ha obrado es más español que pa-
triota». Finalmente, el canario José González Delgado, de
45 años y que firma, refirió que lo conocía de vista y trato
desde hacía más de tres años y que «en todo este tiempo
lo ha tenido por un hombre de bien, que él defendía a los
transmarinos, como que el declarante siendo isleño lo tu-
vieron los patriotas amarrado en la plaza para matarlo y
Melo lo defendió de la muerte, que a la mujer del decla-
rante, que es española, en el mismo tiempo de la repú-
blica apalearon a esta y la ultrajaron de palabras y obras
y Melo la defendió también sufriendo este varios golpes
en la mano del agresor que lo hizo y lo mismo defendió
a otros. Todo el tiempo lo ha tenido con los europeos y
canarios y demás personas buenas, que su padre era is-
leño y todos sus parientes y que le parece que su con-
ducta no era adicta a los patriotas»230.
Las tensiones entre isleños y mantuanos volvieron de
nuevo a entablarse, como ejemplifica el conflicto entre el
tinerfeño José Sabino, vecino de Santa Lucía y el man-
tuano de ascendencia vasca Pedro Pablo Echezuría. El 17
de agosto de 1814 el primero se quejó de que Melo «a la
entrada feliz de las armas católicas en esta ciudad fui sa-
cado de las cadenas del calabozo de la cárcel de esta pro-
pia ciudad a donde fui conducido con guardia al cargo
del Dr. Garmendia de orden del comandante Pedro Eche-
zuría, habiendo permanecido en la prisión desde marzo
hasta principios de julio que según los oprobios, insultos,
empellones, fierros y hambres que padecí estoy vivo, aun-
que obstruido y moribundo por la misericordia de nues-
tro señor. Me veo señor reducido a pedir una limosna

230
A.A.H. Judiciales. 259-1226. 14 de septiembre de 1814.

167
para poderme alimentar porque el comandante del pue-
blo de Santa Lucía don Pedro Echezuría y sus dos com-
pañeros el Dr. Garmendía y don Vicente Abrantes al acto
de mi prisión se apoderaron de todo los bienes que dis-
frutaba en mi casa. Alcanzaron por un precio moderado
de 1576 pesos 2 reales, según se acredita de la adjunta
cuenta. Yo no puedo mirar con abandono la sustancia de
mis tiernos hijos pobres y miserables y mi mujer que des-
pués de ultrajada y escarnecida se ha mantenido de por-
diosera de casa en casa, de sitio en sitio buscando para
que nuestros hijos no padeciesen de necesidad».
En su defensa el 27 diciembre de 1814 Echezuría
afirmó que «el gobierno no ha dejado sin duda sorpren-
derse de tan artificiosa demanda cuando ha estimado de
justicia prestarme audiencia. De 10 testificantes, pero de
ningún valor por el amaño que ha intervenido por la par-
cialidad y enemistad que han concurrirlo a viciarla y por
la clase y calidad de la mayor parte de los deponentes
que no merecen crédito alguno. Dos de ellos son natura-
les de Islas Canarias, que, huyendo de las persecuciones
suscitadas durante la última rebelión, buscaron asilo en la
ocultación y de consiguiente era imposible que supiesen
ni presenciasen la clase y calidad de existencias que había
en la casa de Sabino cuando se verificó su embargo y ex-
tracción no lo demás que han declarado, estos son don
Francisco Martín Acevedo y los Gabriel González Veláz-
quez. Seis de los propios testigos son unos hombres co-
rrompidos y nada convenientes en el seno de la sociedad
de que debían ser secuestrados por delitos de falsarios,
pues cometieron al de abrir las puertas de mi casa de la
hacienda de Pichao y robarlo que había en ella incorpo-
rados con los insurgentes. Tales don Concepción Morales,

168
Feliciano Álvarez y Félix Villegas y los otros tres son peo-
nes asalariados y enlazados con Sabino y además perso-
nas sin conducta. Estos son Vicente Noguera, José Vicente
Puvero y José Carpacio Rengifo. Procedí en virtud de co-
misión que me confirió el gobierno revolucionario y otros
tribunales, y del cual encargo no pude eximirme sin ha-
cerme más odioso a los insurgentes, que sabían mis bue-
nos sentimientos políticos ni sin exponerme a perder la
vida o cuando menos a cruel persecuciones y a ser sacri-
ficado llevando las armas en una guerra injusta. Lo más
sensible es que aspire a manchar mi pureza, hombría de
bien y fidelidad un hombre a quien he colmado de be-
neficios, que ha sido mi arrendatario hace más de doce
años, con sus labores dentro de mi posesión, las que he
procurado fomentar y sostener, que cuando entró a ser-
virme en clase de mayoral, en cuya época era un por-
diosero, me adeudaba 250 pesos que he tenido la
consideración de no cobrárselos. Esta vez fue sin duda
descubierto el asilo de Sabino, de donde le retrajo uno de
sus testigos, Concepción Morales, caudillo de una patrulla
de insurgentes, por orden del Justicia mayor don Rafael
Peña y consiguió se le constituyera en libertad a la sombra
de una información la más favorable que logró instruir ob-
teniendo del cabecilla Bolívar la más favorable declarato-
ria en que se le tituló de buen americano y de adicto al
partido de la revolución y la independencia. No le sirvió de
salvaguardia esta determinación porque posteriormente fue
aprendido por el comandante y teniente de Guarenas don
José María Lanz y el doctor don Juan Antonio Garmendía
y con este objeto pasaron a Santa Lucía con tropa de aquel
pueblo y los emigrados de este con disposición del su-
puesto gobierno y cerciorados, de la comisión que llevo

169
referida y de que esta se extendía hasta Guarenas, me ci-
taron e impelieron a presenciar el acta de prisión, como
también a encargarme de la casa y labranza de Sabino»231.
En su réplica, fechada el 5 de diciembre de 1814, Sa-
bino Ramos afirmó que le hizo «prorrumpir en carcajadas»
la especie de hacerle cargo de «falso patriota, adicto de la
revolución y libertad figurada, vaya que Don Pedro tiene
una invectiva muy original, yo patriota, yo revolucionario
y el mismo confiesa que está huyendo de aquel gobierno
y el mismo me persigue por contrario, me aprende y con-
duce con guardia a esta ciudad. Lo cierto es que ha que-
rido hacer conmigo el mismo papel que con mi mujer e
hijos en mi ausencia, intimidarme para ver si le dejo el
campo y me retraigo, esta engañado, yo me retiraré
cuando me haya pagado lo que extrajo de mi casa. Su-
pone para mi persecución y embargo órdenes del Go-
bierno revolucionario y tuvo para esto la que tuve yo para
embargar los bienes de él que fue ninguna, esto lo sabe
todo el pueblo, por más que quiera afectar lo contrario.
Es bien notorio que aquel gobierno no despojó a las mu-
jeres e hijos de los canarios de sus bienes, sino que a lo
más que sucedió en esta materia fue a tomarles la quinta
parte, como que tenía más política que don Pedro y no
quería hacerse tan odioso. ¿Qué motivos hubo, pues para
excluirnos a solos don Salvador del Castillo y a mí de la
ley que impuso solamente el quinto contra los canarios,
cuando no hubo un ejemplar de que se hubiese alterado
con ningún otro aquí ni en pueblo alguno? De Santa Lucía
vinieron presos varios paisanos casados, pero es cons-
tante que nada se le quitó de sus bienes porque fueron

231
A.A.H. Judiciales. 259-1226. 14 de septiembre de 1814.

170
presos por otros, yo solo fui el desgraciado porque caí
en manos de don Pedro»232.
El 25 de febrero de 1815 José Sabino solicitó la aper-
tura de un interrogatorio en el que se tenía que declarar
«si saben o oyeron decir de público y notorio que el go-
bierno revolucionario estableció por punto general no se
secuestrasen ni quitasen los bienes de los ultramarinos
que fuesen casados aquí o tuviesen hijos, sino que so-
lamente a estos se les quitasen el quinto de sus tempo-
ralidades, segundo si es cierto y constante que en todo
el partido de Santa Lucía, aunque había canarios como
lo eran don Andrés Hernández, don Pedro González,
don José Bello, don Antonio Mentado y otros por ser
casados en el país no se le embargaron sus bienes ni se
les quitó parte alguna de ellos a pesar de que algunos
de estos fueron presos y decapitados y de que también
eran pudientes. Si es cierto que solo fuimos despojados
de nuestros bienes yo y don Salvador Alonso del Casti-
llo que fuimos los únicos que persiguió Don Pedro
Echezuría, por lo que se evidencia que no tuvo orden
para despojarnos de nuestras temporalidades. Si es cierto
que dicho Don Pedro por tener un genio intrépido y en-
greído de algunas temporalices que goza se ha hecho te-
mible en aquel partido hasta de los mismos tenientes y
no hay de extrañar que hubiese procedido a destruirme
sin órdenes superiores». Finalmente el pleito concluyó en
una transacción el 3 de marzo en la que los dos, «ins-
truidos ambos de nuestros derechos respectivos y bien
al cabo de lo que aventuramos después de una madura
y detenida reflexión, consulta y acuerdo de personas

232
A.A.H. Judiciales. 259-1226. 14 de septiembre de 1814.

171
bien intencionadas, sensatas y desinteresas hemos re-
suelto recíproca y respectivamente preferir la paz, tran-
quilidad y buena armonía a todo interés, don Pedro
satisfacerá a mí la cantidad de 500 pesos, 300 de pronto
y 200 dentro de 2 meses» desde la fecha de ese acuerdo233.

233
A.A.H. Judiciales. 259-1226. 14 de septiembre de 1814.

172
La visión de los contemporáneos del Decreto
de guerra a muerte

A lo largo de estas páginas expondremos como fue visto


el Decreto de la Guerra a Muerte por personas que fue-
ron testigos de tal hecho y de sus repercusiones o nacie-
ron en períodos recientes a los mismos y bebieron de las
fuentes de sus contemporáneos. Entre los críticos con La
Guerra a Muerte conviene destacar el testimonio del do-
minicano José Francisco de Heredia, generalmente utili-
zado por la historiografía republicana por sus deposiciones
críticas hacia Monteverde, pero curiosamente olvidado en
sus opiniones contrapuestas. El magistrado criollo destacó
la asociación en el proyecto de la invasión a Venezuela en
la llamada campaña admirable entre José Félix Rivas, hijo
del regidor del cabildo caraqueño, el tinerfeño Marcos
Rivas, y Simón Bolívar. Si bien expone el parentesco del
primero con Monteverde, ignora que Rivas era tío del Li-
bertador. Planteó que «entre los dos y otros desesperados
sin nombre conocido que huyeron de distintos pueblos al
entrar las tropas del Rey y algunos franceses, se firmó el
horrible convenio para la restitución de Venezuela a la
que llamaban libertad bajo los principios del asesinato y

173
del pillaje. Todos los europeos y canarios que no favore-
ciesen la invasión debían perder la vida y los bienes, sin
más delitos que su origen». Relató la indignación que le
causó al jefe nombrado por el gobierno de Cartagena, Ma-
nuel Castillo, la remisión por Antonio Nicolás Briceño de
«las primeras cabezas que se cortaron en la villa de San
Cristóbal a hombres inocentes y desarmados234.
Heredia especificó como en Valencia habían sido «las
primeras víctimas algunos de los más acalorados promo-
vedores de estas prisiones, que tuvieron la imprudencia
de quedarse en el pueblo y presentarse a Bolívar con su
cucarda tricolor. Los hizo fusilar en el mismo día por más
empeño que mediaron pagando aquellos infelices nada
menos que con la vida la recia satisfacción que habían
tenido cuatro o cinco días antes». Su delito para ser con-
denados a la pena capital era el haber llevado a la cárcel
«cada isleño o vizcaíno» a su enemigo y desafecto, «para
que, saliendo como salieron a pocos días con la llaga
fresca de la injuria, fuese cada uno de ellos atizados de las
crueles venganzas que mancharon el nombre americano
en la época inmediata»235. Precisó que ese poder absoluto
con el que actuaron Rivas y Bolívar, con solo su voluntad
como ley y «sin más principio de justicia que la matanza y
la rapiña», explica, «junto con el entusiasmo de la voz del
Rey», que se originara «la insurrección casi general del país
contra el gobierno de la patria, como la nombraba el
vulgo»236. Refirió «la noticia de los europeos y criollos fieles
que estaban presos desde Agosto en Caracas y La Guaira»

234
HEREDIA, J.F. Op. cit. p. 119.
235
HEREDIA, J.F. Op. cit. p. 127-128
236
HEREDIA, J.F. Op. cit. p. 151.

174
que «a sangre fría y machetazos perecieron en tres o cuatro
días cerca de novecientos infelices, sin más delito que su
opinión o su origen y sin otro objeto que saciar el senti-
miento feroz del partido». Sin embargo, «a la verdad nunca
creí que los caraqueños, nacidos entre los trópicos y suaves
y dulces hasta en las modulaciones provinciales de su len-
guaje, fuesen capaces de venganza tan bárbara y feroz»237.
El militar gaditano Juan Manuel de Cajigal, mariscal de
campo y futuro capitán general de Venezuela, enemistado
con Monteverde, en sus memorias definió la campaña ad-
mirable «no solo el complemento de las iniquidades, sino
la suma de cuantas inhumanidades produjo la amenísima
imaginación destructora de los Nerones, Atilas y Robes-
pierres; sería imposible detallar los hechos inhumanos y
repugnantes con que los corifeos de la revolución en Ve-
nezuela se propusieron, mandaron y verificaron su plan
de asesinar cuantos europeos respiraban en Venezuela»238.
Cajigal planteó que la estrategia de Bolívar con ese
plan era buscar el arbitrio de comprometer a todos «de
un modo capaz de acallar a los buenos e irritar a los ti-
bios moderados (decía), sin duda, declarando la guerra a
muerte y llevándola rigurosamente exacta, no les queda
a los buenos la esperanza de ser perdonados porque en
las desavenencias de los pueblos solo produce al fin dos
partidos, que tratan de devorarse o extinguirse, y por este
medio consigo ponerme a la cabeza de una fuerza com-
parablemente mayor que la que puede oponer Monte-
verde y mis ideas serán completamente satisfechas»239.

237
HEREDIA, J.F. Op. cit. p. 165.
238
CAJIGAL, J.M. Memorias. pp. 112-113.
239
CAJIGAL, J.M. Memorias. pp. 113-114.

175
Un realista furibundo como el caraqueño José Do-
mingo Díaz expuso que apenas pasaron el Táchira des-
plegó «Bolívar el furor de aquella alma, la más feroz que
jamás he visto. Se dio principio al tratado de Cartagena.
Fueron degollados todos los españoles y canarios que se
encontraron; y ni la hospitalidad, ni las virtudes, ni los rue-
gos y lágrimas de pueblos enteros pudieron salvarlos de
aquella brutal carnicería»240. Reseñó como en una conver-
sación familiar con su amigo el vasco Iturbe le refirió el Li-
bertador en La Victoria: «No tema Vd. Por las castas, las
adulo porque las necesito, la democracia en los labios y la
aristocracia aquí, señalando el corazón». Ciertamente esa
era su idea con el Decreto de Guerra a Muerte, al contra-
poner radicalmente a los españoles y canarios frente a los
criollos. Pero, como la historia demostró después, fue una
estrategia errada, porque no entendió la realidad social y
étnica de la Venezuela llanera y campesina. No cabe duda
que tan radical medida hizo temblar a los españoles y ca-
narios que huirían en desbandada de Valencia, de Caracas
y de los pueblos circunvecinos hacia la costa para tratar de
embarcarse en Puerto Cabello o La Guaira, travesía que
efectuó y narró el propio facultativo. Supo que se hallaban
en su casa de Caracas para buscarle y recorrió las calles
con una pistola en la mano. Relató como «reinaba un si-
lencio de muerte, y en medio de la oscuridad solo se divi-
saban grupos de hombres encapotados, semejantes a las
sombras». Resonaba en sus oídos «los lamentos y alaridos
de seis o siete mil personas, hombres, mujeres, viejos y
niños, que a pie o caballo cubrían el camino, llevando por
todos los bienes los que sus fuerzas les permitían».

2402
DÍAZ, J.D. Op. Cit. p.111.

176
Arribó a La Guaira al amanecer, pero no existían sino
siete buques de 100 a 200 toneladas que solo podían alber-
gar la cuarta parte de la emigración. Pudo hacerlo finalmente
a la una de la tarde, siendo el último que tuvo la felicidad
de embarcarse. Quedaron sobre aquellas playas «más de
1.500 españoles, canarios y buenos americanos que con sus
manos levantadas hacia el cielo se despedían de nosotros».
Especificó que lo hacían «para no volvernos a ver» pues es-
taba sobre sus cabezas «el puñal del asesino que en Barqui-
simeto, el Tocuyo, Trujillo, San Carlos, Valencia, Maracay,
Turmero, La Victoria y demás pueblos de su tránsito había
degollado cuantos españoles y americanos existían en ellos.
Con contundencia expuso la crudeza de una guerra
que alcanzará elevados niveles de brutalidad e inhumani-
dad a partir de entonces. Reflejó como al tiempo que el 5
entraba El Inhumano y que con «igual ferocidad» José
Francisco Bermúdez ocupaba Cumaná y «daba al mundo
el horrible espectáculo de pasearse en un birlocho sobre
los cadáveres de 27 españoles degollados en sus órdenes.
Seguidamente plasmó como en ese mismo día acontecía
la reacción, curiosamente timoneada por las etnias y gru-
pos sociales bajos de la sociedad venezolana. Díaz pun-
tualizó como «el fiel indio don Juan de los Reyes Vargas
atacaba con su partida de 80 hombres a otra igual en nú-
mero, y la destrozaba en Cerritos Blancos»241. La guerra so-
cial se expandía con toda su crudeza, aunque se
enarbolase y se amparase en una bandera u otra.
José Domingo Díaz sostuvo que «ese primer año de la
guerra a muerte» tuvo una crueldad de tal calibre que
solo tuvo parangón «en 1794 bajo el brutal despotismo de

241
DÍAZ, J.D. Op. Cit. p.118-119.

177
Robespierre». Al llegar a Caracas aparentó una benigni-
dad general que hizo olvidar «los cuarenta y tres asesina-
tos cometidos a sangre fría en la ciudad de Valencia y
pueblos de Maracay, La Victoria, El Mamón y San Pedro,
atribuyéndolos a un exceso de la cuadrilla y no a las ór-
denes de su jefe». Pero no sucedió así porque el 18 de
agosto de 1813 fueron puestos en las cárceles «una gran
parte de los europeos y canarios que existían en Caracas
y los pueblos».
El médico caraqueño reprodujo una comunicación de
Rivas de 15 de septiembre de 1813 en la que constaba
que no solo serán presos, «todos los españoles y canarios
que se hallaban sueltos», siendo todos ellos «asegurados
con grillos, excepto aquellos pocos amigos conocidos de
nuestra causa y que hayan sido perseguidos con nosotros,
los cuales son bienes conocidos de V. S.» Aconteció fi-
nalmente la muerte «de muchos centenares de los espa-
ñoles y canarios nuestros hermanos», que perecieron por
el cuchillo o en las prisiones. Mas, sin embargo, «aún
quedaban en ellas más de mil». La derrota de Campo Elías
el 3 de febrero «fue la señal de su muerte. El Bárbaro, en
su desesperación, dio la orden para aquella brutal carni-
cería (...). El Insolente, después de saborearse con la san-
gre inocente, osó publicar un manifiesto justificando su
conducta». En una carta reproducida en sus Recuerdos, re-
lató que «aún humea en el castillo de San Carlos, sobre las
alturas de La Guaira, en el camino de Macuto, en la plaza
de la Catedral de Caracas en el sitio destinado al matadero
general, la sangre inocente de tantos que perecieron desde
el 10 hasta el 16 de febrero»242.

242
DÍAZ, J.D. Op. Cit. pp.148, 196, 197, 264, 267 y 268.

178
Un realista moderado, el prelado de la diócesis de Ca-
racas Narciso Coll y Prats, precisó que, autorizado Bolívar
por el Congreso de Tunja tras las victorias que en Colom-
bia, hicieron caer Bogotá, Tunja, Mompox, Cartagena y
Santa Marta, «para el exterminio de los pueblos, después de
haber recibido de él los decretos de la guerra a muerte y
su primer Ejército. Fiero con las batallas que había dado
hasta los Taguanes y ensoberbecido con la propia sangre,
que había inicuamente mandado derramar dentro y fuera
de la provincia de Caracas, pisó osadamente este suelo in-
feliz, creyendo que su imperio iba a ser eterno. El terror y
la muerte le habían precedido desde sus primeras invasio-
nes; el pavor y la desolación le seguían, y parece que con
la presencia de aquel monstruo la provincia toda cayó
como en un repentino desfallecimiento. Sus columnas se
derramaron por todas partes, y con estas irrupciones se-
mejantes a las de los Lombardos, Suevos, Hunos, y demás
bárbaros del Norte, hicieron callar inmediatamente a todos
los pueblos a vista del nuevo Atila». Concentró en sí mismo
todos los poderes del Estado. Con tales potestades de go-
bierno absoluto «su voluntad imperiosa era le ley irrefra-
gable; la fuerza el medio de ejecutarla y la muerte la
primera pena que se imponía contra los infractores». Re-
suelto a arrojar «a todos los europeos y canarios solteros»,
llegó a prohibir su casamiento con criollas. Decretó que
«ninguno de los prohibidos podía casarse, sin que los sub-
alternos del caudillo los favoreciesen con su licencia, su-
pliendo como a ultramarinos el asenso paterno»243.
Coll y Prat precisó que no respetó ni a los clérigos,
como fue el caso del presbítero Juan Felipe Rodríguez,

243
COLL Y PRAT, N. Op. cit. pp.255-257.

179
ajusticiado en La Guaira. Subrayó que la política de exter-
minio de Bolívar derivó en un estallido generalizado de la
violencia. Narró como «el pueblo de Tácata vino repenti-
namente sobre su vecino Charallave, mató, destrozó, sin
distinción de edades ni sexos. Al momento la autoridad
pudiente envío una partida de tropas que hizo en Tácata
otro tanto. Los negros de Santa Lucía, resucitando aquel
espíritu que yo había tenido que extinguir cuando la en-
trada del General Monteverde, se derramaron por los in-
mediatos valles del Tuy, y chocando con los de esos,
ostentaban su lealtad por el pillaje, por los asesinatos, por
los estupros y por todo género de ultrajes. Sobre la marcha
las feroces armas del usurpador cayeron sobre ellos, y unos
delitos eran vengados con otros». Este cuadro de violencia
incesante, de guerra social, de irrupción de odio despia-
dado, proporcionaba «incesante calor a la sangrienta im-
petuosidad del gobierno; señalábase en todas partes con la
prisión y la muerte y caían en sus manos no solo los que
eran aprehendidos en los motines, sino también los veci-
nos pacíficos, los honrados europeos y americanos que
aguardaban la ocasión favorable para sostener la causa de
V.M. y no tenían parte en aquellos bárbaros tumultos»244.
Cuando se decidió condenar a muerte los españoles y
canarios presos en La Guaira, trató de interceder por la
vida de Bruno Perdomo y Benito Gayoso, «que estaban en
capilla para ser pasados por las armas». Se puso en pre-
sencia de José Félix Rivas el 8 de febrero de 1814, «inter-
cediendo con la mayor eficacia por tantos europeos y
canarios prisioneros en todas partes, y aunque me ofre-
ció no proceder contra nadie, sin que primero fuese oído

244
COLL Y PRAT, N. Op. cit. pp.264 y 267-268.

180
y defendido con arreglo a las Leyes, el feroz me ocultó su
cruel resolución». Insensible a sus súplicas y amenazas,
habiendo tenido ya el pesar de haberle quitado en Va-
lencia la vida a su anciano portero Zalaverri, natural de
Vizcaya, tuvo la amargura de «saber al cabo de algunos
días que en el puerto de La Guaira se había ejecutado la
espantosa matanza que el bárbaro había ordenado, con-
tándose entre aquellos inocentes muertos mi amado fa-
miliar don José Jiménez, y mi sirviente Francisco Pauleta,
natural de Cádiz, así como a su entrada hizo morir en Va-
lencia al minorista Francisco Rodríguez de la Barrera, que
había pertenecido a mi misma familia»245.
Lo mismo sostuvo el capellán realista calaboceño José
Ambrosio de la Concepción Llamozas, crítico contumaz
de la política de Monteverde y de la de José Tomás Boves,
cuyas frases contra la Guerra a Muerte han sido «olvida-
das» por los historiadores republicanos, en la misma me-
dida que han sido exaltadas las arremetidas contra los
anteriores. En su memorial expresa que Simón Bolívar,
«uno de los principales revolucionarios que se había fu-
gado a colonias, juntó gente de ellas y del Virreinato de
Santa Fe y, declarando la guerra a muerte a los españo-
les en la Provincia de Caracas en 1813, publicando la in-
dependencia y degollando a cuantos se le oponían, sin
perdonar a un solo español de cuantos caían en sus
manos, aunque estuviesen desarmados»246.
Sobre la guerra a muerte el militar realista Tomás de
Surroca y de Montó, oficial de las milicias de voluntarios
de Angostura, describió como «las partidas de Mariño que

245
COLL Y PRAT, N. Op. cit. pp.286-287.
246
LLAMOZAS, J.A. «Memorial al Rey», En PÉREZ TENREIRO, T. Op. Cit., p.348.

181
salieron a perseguir los restos del ejército de Monteverde,
no daban cuartel a ningún español ni isleño de Canarias, a
los cuales, si no los mataban en el acto de prenderlos, lo
efectuaban después celebrando primero a su presencia la
alegría del triunfo, con profusión de bebidas, asesinándo-
los por postres, haciéndoles sufrir mil tormentos»247.
Reseñó que con su llegada a Venezuela en San Cristóbal,
en el cual no había más que dos españoles octogenarios
establecidos en él con mujer e hijos tuvo el bárbaro gusto
de degollarlos y escribir el primer parte a un tal Castillo,
que le seguía diciendo: «tengo el placer de escribiros el pri-
mer parte de mis operaciones con sangre de gachupines»248.
Evidentemente no era cierto, ya que el autor de esos asesi-
natos fue el Diablo Briceño y no Bolívar, pero no cabe duda
de que fue el primer eslabón de la Guerra a Muerte.
Tras la derrota de Monteverde, Surroca precisó que los
revolucionarios de Caracas se quitaron «la hipócrita marca
de realistas, y el 3 de agosto renovaron los votos de inde-
pendencia cometiendo las más grandes atrocidades, procu-
rando cortar la comunicación con los puertos de mar donde
corrían precipitadamente los españoles, isleños y criollos
fieles al Rey con sus familias, a fin de escaparse de las armas
del tirano». A la entrada de Bolívar en Caracas, los europeos
fueron prendidos y «presentados al tirano, que a la primera
vista les consolaba con buenas razones, pero los mandaba
llevar a la cárcel diciéndoles era en clase de arrestos». Por
sus órdenes fueron detenidos «los españoles, isleños y crio-
llos buenos, que entre otros pasaban de seis mil solamente
en las cuatro indicadas provincias revolucionadas, de los

247
SURROCA Y DE MONTÓ, T. Op. cit. p.129.
248
SURROCA Y DE MONTÓ, T. Op. cit. p.139.

182
cuales la mayor parte eran ricos, acaudalados y padres de
crecidas familias; y sin compadecer a estas, confiscaron
los bienes y ya en los primeros inventarios apareció sola-
mente los inmuebles, porque lo demás fuesen efectos de
comercio, muebles de casa o cosa manuable, desapareció
en manos de los comisionados»249.
Surroca afirmó que podía asegurar que «entre los más
de cuatro mil españoles que estaban en las cárceles de
Caracas y La Guaira, no había 25 que hubiesen tomado
las armas contra la República de Bolívar, pues que todos
estaban ocupados en sus casas de comercio, otros en las
grandes haciendas que ellos mismos se habían fomen-
tado, ya dedicados a la agricultura o crías de ganado ha-
bían pasado su vida, de modo que había hombre que en
los cincuenta o sesenta años que residía en los pueblos
interiores, no sabía dónde estaba la capital de Caracas. Y
no solamente se dedicaban a su provecho, sino que tam-
bién enriquecieron a otros, dándoles protección para tra-
bajar imitando sus virtudes; de esta clase fueron los
criollos que Bolívar trató como a españoles, pues ya fuese
porque no tenían espíritu de revolucionarios, o porque,
conociendo la ingratitud de sus compatricios, no quisie-
ron tomar parte para destruir a unos hombres que les
había protegido». Sostuvo que el Libertador no solo se
contentaba con los bienes secuestrados, sino que creyó
que poseían mucho dinero enterrado, por lo que se valió
para ello de estratagemas. Hizo creer a las mujeres de los
ricos encarcelados que si ofrecían alguna suma para los
gastos del Estado «tal vez lograrían poner en libertad a sus
maridos», cuestión que hemos visto que fue rigurosamente

249
SURROCA Y DE MONTÓ, T. Op. cit. pp.141-142.

183
cierta en algunos casos. Albergados en prisiones inmun-
das en las que hubo día en que amanecieron 60 muertos,
las esposas se dirigieron solicitando su libertad, mientras
les vio largas, regateando con su dinero «como mercader
judío», hasta el punto que «tuvo la serenidad de ver que al-
gunas esposas vendieron no solamente sus alhajas, sino
también las de sus hijas para dar la cantidad que el tirano
pedía hasta que, al ver que no podían dar más, en ocho
de febrero de mil ochocientos catorce decretó el extermi-
nio de los indicados presos y de los que había puesto en
libertad, burlándose de cuantas palabras de honor y pro-
mesas había dado a los interesados»250.
El militar relató que Arismendi, recién designado Go-
bernador de Caracas, condujo a la plaza en la capital ve-
nezolana a las víctimas amarradas que, viendo su próximo
fin, «llenos de terror y confusión empezaron a gritar y
pedir confesión, pero sus clamores no tuvieron más re-
sultado que el de irlos separando de seis en seis, a quie-
nes pasaban por las armas, y por los destinados a la
cadena les hacía cargar y echar a la hoguera que encen-
dieron en aquel momento, con muchos gritos que em-
pezó Arismendi diciendo «Viva la patria y mueran los
godos. Viva Bolívar» etc.». Narró como «tan sacrílega como
inhumana función duro tres días en Caracas, cuando los
rebeldes se divertían como día de toros, y cuando se aca-
baron los de la cárcel fueron a buscar en sus casas y al-
gunos sacaron de sus camas, aquellos que por el dinero
habían logrado ponerlos en libertad, y después a fuerza
de bayonetazos por la espalda, hicieron echar en la
misma hoguera los presidiarios que la compusieron».

250
SURROCA Y DE MONTÓ, T. Op. cit. pp.151-152.

184
Otro tanto hizo en La Guaira, en cuyas cárceles, una
vez encendida la hoguera, «con un golpe de sable que le
mandaba dar a la cabeza, los echaban al fuego y a mu-
chos lo verificaban sin darles golpe alguno». Recogió el
testimonio de un manifiesto a las naciones civilizadas de
Europa de 1819 en el que se refiere «la orden escandalosa
de 8 de febrero de 1814, que condenó a muerte a ocho-
cientos españoles europeos, haciéndoles perecer en los
días 14, 15 y 16 y declarando el lugar del origen por el
único delito, cuando fueron públicamente asesinados
hombres nonagenarios, hombres gravemente enfermos y
postrados en sus camas (...), siendo el más atroz de todos
los déspotas, el asesino de los más pacíficos de todos los
hombres, el más feriz, estúpido y brutal Arismendi»251.
Al conocerse en Guayana tales noticias se pasó un
guante por la ciudad para un funeral por sus almas. Fue
tanto lo recogido que hubo «un suntuoso funeral, un no-
venario de misas cantadas» y para otras celebradas con
posterioridad. Al tener noticia de ese exterminio, Boves y
Sebastián de la Calzada juraron venganza. El asturiano en-
arboló en su columna «el estandarte negro y en lugar de
escudo hizo poner una cabeza con dos brazos de calavera
y abajo un lema todo blanco que decía: Vencer o morir».
Reflejó que, a partir de entonces, en todas sus acciones
«de tal modo que le mataban a todos sus soldados o le
quitaba la existencia a todos sus contrarios, sin que jamás
se hicieron prisioneros en uno y otro ejército»252.
Para el realista criollo Andrés Level de Goda, en la cam-
paña admirable el decreto de guerra a muerte no quedó «en

251
SURROCA Y DE MONTÓ, T. Op. cit. pp.152-153.
252
SURROCA Y DE MONTÓ, T. Op. cit. p.154.

185
mero escrito», pues «solo en La Guaira perecieron 800 hom-
bres que se hallaban en las bóvedas, sin caber en ellas»253.
Por su parte, los franceses Poundex y Mayer subraya-
ron que «el libertador de Venezuela empañó su gloria con
una atrocidad: todos los europeos prisioneros fuero0n
condenados a ser pasados por las armas». Precisaron que
trató en seguida de atenuar esta barbarie con la publica-
ción de un manifiesto suscrito por su secretario de estado
Muñoz Tebar, en el que se afirmaba que «la conducta de
los españoles le había forzado a adoptar tan rigurosas me-
didas, que la seguridad de los pueblos de Venezuela
había hecho necesarias». Reflejaron que les habían co-
municado que el número de condenados al suplicio fue
de mil setecientos, aunque, al no estar en Caracas, no
podía autentificarlo. No obstante, «al hacer justicia al ta-
lento de ese capitán, no podemos menos de censurar la
severidad demostrada por él en esta ocasión, pues solo
sirvió para aumentar el odio de sus enemigos, en vez de
inspirarles temor. Único objetivo que se proponía obte-
ner». Sostuvieron que «la nación española no puede ser
dominada por medio de la violencia», pues solo exalta en
ello el deseo de venganza, del que «la guerra de la pe-
nínsula nos proporciona al efecto un triste ejemplo»254.
El militar inglés George Dawson Flinter, que residió
primero en Caracas como traductor de la embajada de
su país y más tarde como militar al servicio de Cajigal, re-
fiere en A History of the revolution in Caracas255 que, tras
el fusilamiento de Briceño, declaró «la Guerra a muerte

253
DI LEVEL DE GODA, A. Op. Cit, p.1282.
254
POUNDEX, H, MAYER, F. Op. Cit, p.151.
255
FLINTER, G.D. A History of the revolution in Caracas. Londres, 1819.

186
contra todos los españoles y nativos de las Islas Canarias».
Revestido pomposamente del título de Libertador, derivó
en un verdadero Nerón, que decretó la destrucción de in-
defensos hombres, muchos de los que quizás estaban arri-
bando a las costas de Colombia buscando asilo de la
opresión francesa. Sostuvo que «el entero proceder del
general patriota Bolívar estuvo marcada por el asesinato
de todos los españoles que residían en las ciudades por
las que había pasado. En la de San Mateo, situada en los
valles de Aragua, un viejo español, que tenía sobre
ochenta años de edad, que estaba tambaleante y rodeado
de sus hijos y nietos, imploró la clemencia del conquista-
dor, pero él contestó que ordenaba que el desafortunado
suplicante fuese disparado en el lugar, en el umbral de la
puerta del general»256.
A su arribada a Caracas, bajo la plausible pretensión de
represalia, ordenó que muchos cientos de inocentes víc-
timas fueran «arrastradas desde los pechos de sus familias
y fueron consignadas a respirar el aire fétido de mazmo-
rras subterráneas, donde muchos de ellos murieron de as-
fixia. Todos los españoles que no habían sido capaces de
dejar el país antes de la llegada de los patriotas fueron
tratados de esta inhumana manera sin ninguna imputa-
ción de rimen, sino por la circunstancia casual de haber
nacido en España». Expuso que marcharon por las calles
principales calles, atados por sus espaldas, en medio de
los suspiros y lágrimas de sus hijos, nietos y domésticos,
expuestos a la insultante burla de la turba sin principios
y destinados a languidecer sus pocos días de vida en la
miseria y las cadenas. Estas arbitrarias transacciones se

256
FLINTER, G.D. Op. cit. pp. 44-45 y 48-49.

187
prestaron a una vía todavía más abominable, al ser ex-
torsionados estos desafortunados cautivos, bajo el pre-
texto del servicio público para tenderles la promesar de
libertarlos. Sin embargo, en pocos días, bajo los más frí-
volos pretextos, ser encarcelados nuevamente y cuando
sus exhaustas finanzas no podían contribuir más a saciar
la avaricia de estos monstruos, fueron conducidos al mer-
cado público y disparados; pero atendiendo a las cir-
cunstancias de tan horrorosa barbarie sin sentido en la
ejecución, como en una época civilizada como la presente
podría parecer increíble. Estas desafortunadas víctimas de
la cruel persecución serían primero disparadas por los
pies y brazos, mientras la angustia del dolor les embar-
gaba y sus súplicas de misericordia suponían un motivo
de alegría para los espectadores. Los verdugos no los eje-
cutaban hasta que la multitud expresase sus deseos de
tener un fresco objeto que les llevó al teatro, clamando
«mátenle, mátenle», sus sufrimientos podrían finalizar con
el disparo a su cabeza. Las bandas de música interpreta-
ban los aires más vivos, formando un impactante con-
traste y mostraban más evidentemente la cruel frivolidad
de esas gentes, que podrían mostrar todos los razona-
mientos de filosofía (...). El aire de música de la danza se
mezclaba con el repique de muerte de la campana de la
catedral, que anunciaba la inminente ejecución. Muchas
mujeres miserables en las esperanza de evitar la muerte
de sus hermanos o sus esposos habían deliberado pros-
tituirse para gratificar los deseos impuros de esos mons-
truos, pero después de pasar una noche de amarga
infamia, pero el amanecer de la mañana vino para reno-
var su violencia por diez (...). A muchas de esas afrenta-
das mujeres les había oído relatar la narración de esos

188
sufrimientos y con muestras de lágrimas y con las manos
levantadas invocaban la venganza del cielo sobre los ase-
sinos de sus familia y los expoliadores de sus honor».
Flinter planteó que los patriotas imputaron esa bárbara
forma de ejecución de los prisioneros a los españoles. Sin
embargo, «personas decididamente a favor de la inde-
pendencia de Caracas me informaron de eses hechos y yo
puedo solemnemente declarar que todo el tiempo que yo
estuve con los españoles durante un muy crítico período
nunca vi a ellos recurrir a medidas de represalia cruel».
Los republicanos, en orden a dar alguna sombra de justi-
cia a sus atrocidades, habían imputado sus negros críme-
nes a los españoles. Mas, cuando el tiempo reveló la
verdad, la mancha de esas imputaciones pocas veces ha
sido enteramente olvidada257.
El letrado español Cristóbal M. González de Soto, arrai-
gado en Venezuela desde 1837, redactó en Caracas en
1872 y dio a la luz en Barcelona al año siguiente una No-
ticia histórica de la República de Venezuela, que, aunque
dedicada esencialmente a la trama bélica de la Guerra Fe-
deral, dedicó varias páginas al Decreto de la Guerra a
Muerte elaborada a través de testimonios de personas que
vivieron esa época. En un relato no exento de ribetes xe-
nófobos, definió a Bolívar con unas entrañas peores que
Nerón, «que mandó degollar en la ciudad de La Victoria a
media noche a más de ochocientos españoles e isleños, que
había mandado encerrar en las cárceles, siendo muchos
de ellos ancianos, niños y mujeres; que igualmente mandó
degollar en La Guaira a más de mil doscientos españoles
que había ido encerrando en las bóvedas de la muralla,

257
FLINTER, G.D. Op. cit. pp. 59-62 y 66-67.

189
todos inofensivos e inocentes, muchos ancianos, algunos
sacerdotes y varios recién llegados por primera vez de
España». Afirmó que «a estos infelices los sacaron a la
puerta del Cardonal con un haz de leña al hombro,
como Isaac o Jesucristo, y detrás de cada víctima iba un
sayón con un machete bien afilado, y al llegar al lugar del
sacrificio le decía engrille la cabeza y se le cortaba a ma-
chetazos; y consumada aquella bárbara y espantosa car-
nicería, ordenada por el malvado y feroz Bolívar, se dio
fuego a aquella pira enorme de cadáveres con la leña
que ellos mismos habían cargado».
Se preguntó al respecto: «¿Y no les gusta que los lla-
men salvajes, asesinos e inhumanos, cuando en el día se
reproducen iguales escenas entre ellos mismos?». Narró fi-
nalmente las acusaciones ya conocidas de aprovecha-
miento sexual de esposas e hijas de los encarcelados y de
ponerlos en capilla, exigiéndoles dinero a cambio de la
vida y ejecutándolos después de entregarlos258.
Domingo Antonio Olavarría, hijo de un funcionario rea-
lista, en sus Estudios histórico-políticos: 1810 a 1889, de-
dicó un capítulo al decreto de Guerra a muerte, en el
que se muestró verdaderamente crítico con el proceder
de Bolívar. Al tiempo que recriminó a los historiadores
republicanos como Restrepo y Baralt de ser furibunda-
mente críticos con Briceño y justificadores del proceder
del Libertador, recogió un texto de Joaquín Ricaurte de
9 de octubre de 1814, dirigido al Congreso de las Pro-
vincias Unidas de Nueva Granada, que constituía una
crítica frontal al Decreto. En él sostuvo que «el bárbaro

258
GONZÁLEZ DE SOTO, C.M. Noticia histórica de la República de Vene-
zuela. Barcelona, 1873, pp.94-95.

190
e impolítico proyecto de la guerra a muerte, que nos iba
convirtiendo los pueblos y las provincias enteras en ene-
migos, no solo hacía odioso al ejército, sino el sistema
que este sostenía, y así es que los mismos pueblos que
por su opinión nos recibían con la oliva en la mano y que
unían sus esfuerzos a los nuestros para lanzar los españo-
les de su territorio, luego que observaban nuestra con-
ducta sanguinaria, se convertían en enemigos nuestros,
mucho mayores que antes lo habían sido de los otros».
Declaro como «el latrocinio reducido a sistema, la im-
punidad con que se atacaban las propiedades, sin distin-
ción de los propietarios y la aplicación del producto de
los robos al provecho de algunas familias fue otro motivo
de exasperación para unos pueblos que nos esperaban
como libertadores y que nos veían obrar con más fiereza,
más inmoralidad que nunca lo habían hecho los españo-
les, ni podían hacerlo los caribes»259.
No pudo ser más categórico este testimonio que re-
frenda que fue el despotismo de los jefes, la opresión de
los pueblos lo que condujo a los venezolanos a «antes en-
tregarse a los otomanos que a sus paisanos», por lo que
recomienda que en una nueva reconquista «no se ponga un
Jefe que no sea de los que han mandado en la anterior des-
graciada campaña». Tales aseveraciones le condujeron a
Olavarría a manifestar que el decreto de Trujillo, «si es que
estaba llamado a desligar a los americanos de los españo-
les, como se ha supuesto por los que se presentan «más re-
alistas que el Rey», al sostener con una defensa imposible lo
mismo que su propio autor condenó tan expresiva como

259
OLAVARRÍA, D.A. Estudios histórico-políticos: 1810 a 1889.Valencia, 1894,
pp.63-64.

191
elocuentemente». Reseñó como el mismo Restrepo su-
brayó que «fue contestada por otra, acaso más formidable,
que tiñó en sangre venezolana casi todo el territorio de
sus provincias. Este fue el mal, harto grave, que produjo
la mencionada declaración de Mérida y Trujillo». Reafirmó,
«con efecto, despertado el espíritu de matanza, elevado a
dogma de guerra, eran de esperarse hechos horribles»260.
Reprodujo asimismo un relato de Antonio Leocadio
Guzmán, el líder del Partido liberal y padre de Guzmán
Blanco, hijo de un militar realista, de una discusión entre
Cristóbal Mendoza y el general Arismendi sobre la deci-
sión de Bolívar de pasar por las armas a todo español que
haya quedado, excepto lo que tengan carta de natura-
leza». Arismendi entendía que el secretario no servía para
nada porque, «decía el general», «es claro que Bolívar no
quiso decir excepto, lo que quiso decir es fueron inclusos,
pero yo vivo diciéndoselo, »ese secretario es un imbécil».
¿No piensa U. como yo? Esto he venido a consultarlo»261.
Olavarría determinó que, al observar la insistencia con
que se defendía el decreto de Trujillo, toda su argumen-
tación se limitaba a hablar «del deber de la defensa, de la
justicia de la causa, del derecho de represalias». Sin em-
bargo «imponía el deber de sacrificar a todo peninsular o
canario por inocente o indiferente que fuera y el derecho
de salvación a todo americano o venezolano por culpable
o criminal que fuese». Si eso mismo lo hubieran aplicado
los españoles, cuál hubiera sido el resultado. Al ser estos
mucho menos, hubieran muerto muchos más venezolanos
y habrían «quedado dueños de todo el territorio después de

260
OLAVARRÍA, D.A. Op. Cit. p.65.
261
OLAVARRÍA, D.A. Op. Cit. pp.65-66.

192
la desastrosa campaña de 1814». Bolívar no aplicó ese de-
creto «ni en Nueva Granada, ni en el Ecuador, ni en nin-
guna otra región de la América ha sido necesario para
alcanzar su independencia, castigar de propósito delibe-
rado al inocente, ni premiar a sabiendas al culpable. ¿Por
qué habría de ser Venezuela la excepción?»262.
Juan Vicente González, nacido expósito en Caracas en
pleno 1810, es otro de los periodistas y ensayistas vene-
zolanos crítico con la actuación republicana en la Cam-
paña Admirable. En su biografía de José Félix Ribas,
publicada en 1865, frente a la creencia en la salud del
pueblo como justificación de los hechos de 1813, asevera
que «La Guerra a Muerte, o llámase el Terror de los años
1813 y 1814, lejos de ser un medio de victoria, fue un
obstáculo insuperable para conseguirla; ella crea a la Re-
pública millares de enemigos en lo interior, le arrebató
las simpatías exteriores, hizo bajar al sepulcro en dos años
a 60.000 venezolanos, formó a Boves, fue la causa de los
desastres de la Puerta y Urica»263.
Juan Vicente González se preguntó sobre la animad-
versión contra los canarios: «¿Por qué envolver en la pros-
cripción a multitud de hombres laboriosos y de honestas
costumbres, que fecundaban los campos, enlazados con
venezolanas, padres de compatriotas nuestros que iban a
ser enemigos necesarios de los que inmolaban a los auto-
res de sus días?». Una cosa era actuar contra los crimina-
les, pero no contra el común de los españoles y canarios,

262
OLAVARRÍA, D.A. Op. Cit. pp.68-70.
263
GONZÁLEZ, J.V. «Biografía de José Félix Ribas». En GONZÄLEZ, J.V. La
Doctrina conservadora. Caracas, 1961, p.133.

193
puesto que, «hijo el venezolano del español, con una
madre, esposa de aquel, ¿no era terrible alternativa colo-
carle entre la patria y sus padres, parricida en uno y otro
caso? Hacer de la fe de bautismo un título de muerte,
proscribir padres, tíos, parientes, ¿no era sembrar la dis-
cordia en las familias, romper los lazos más satos, des-
truir el respeto, preparar los días que atravesamos?». Pero
tampoco se podría justificar desde la perspectiva política,
por ser realista la mayor parte del país y prescribirse el
odio entre hermanos y el degüello de unos por otros, ya
que «las huestes de Boves, que desolaron la República,
estaban compuestas exclusivamente de venezolanos. De-
clarar tal guerra era excitarla furiosa, resolverla a agotar
los suplicios, a derramar torrentes de sangre»264.
González reveló tales sucesos con precisas fuentes do-
cumentales y testimonios orales las ejecuciones ordenadas
en Caracas por el coronel Juan Bautista Arismendi, de las
que llegó a decir que si le faltaba «su ración a uno de los
diecinueve banquillos de la plaza pública, a los de La Tri-
nidad, o a los de San Pablo, que tiemble el español, o is-
leño que crea cubrirse, porque un perro le conduzca,
ciego implorando por él o por ser un protegido del colé-
rico Ribas». Narró como un mayordomo canario de ese ge-
neral, de los que hemos visto protestar contra él, «se
paseaba por los alrededores y lo hizo fusilar sobre el ban-
quillo vacío265, el de Tío Medina, de la esquina de su nom-
bre, ajusticiado a sus ochenta años, con las lágrimas del
pueblo y el salvoconducto de Bolívar o el llamado manco
de Tocoragua, Juan Andrés Marrero, al que sus seis hijos

264
GONZÁLEZ, J.V. Op. Cit., pp.133-134.
265
GONZÁLEZ, J.V. Op. Cit., pp.165-166.

194
habían comprado con dinero su vida, tras tener presas a
su mujer y a su hija. La esposa isleña fue apremiada con
«azotes de dolor, sin que cediese al tirano».
Especificó hechos rigurosamente ciertos y documenta-
dos, como hemos tenido ocasión de ver, como los de los
tres mil pesos del canario Antonio Hernández Orta, que
debía dar el abogado José Rafael Rodríguez, bajo la ame-
naza de condena de muerte, a pesar de ser un legado pia-
doso. Recogió los documentos del comandante de La
Guaira Leandro Palacios, en los que se exponían la deca-
pitación el 13 y 14 de febrero de 1814 de 397 españoles y
canarios, quedando en el hospital 21 enfermos y en las
bóvedas 109 criollos. El 16 comunicó al general Arismendi
la ejecución de los enfermos. No menos brutal el oficio
de este último al ministro de la Guerra, que rememoró la
ejecución en Caracas y La Guaira de «todos los españoles
y canarios que se hallaban presos en número de más de
800, contando los que se han podido recoger de los que
se hallaban ocultos», a pesar de que se le habían presen-
tado un número de ciudadanos beneméritos garantizando
la conducta e varios de los individuos que según la real
orden de 8 de febrero debían ser decapitados. Finalmente
Juan Vicente González glosó el eco soez de la Marsellesa
del asesinato, que resonaba en la esquina de las Gradillas:

Bárbaros isleños,
Brutos animales,
Haced testamento
De vuestros caudales266.

266
GONZÁLEZ, J.V. Op. Cit., pp.179-182.

195
Otro escritor crítico con el Decreto de la Guerra a Muerte
fue el economista, diplomático e historiador Mariano To-
rrente, originario de Barbastro (Huesca), donde nació el 12
de octubre de 1792. Su Historia de la Revolución Hispano-
americana, se erigió como la inspiración crítica de Baralt y
Montenegro para escribir sus Historias de Venezuela en
parte como su reputación. Montenegro y Colón, curiosa-
mente realista con anterioridad, especificó que su obra es-
taba llena de «multitud de falsedades con que el español D.
Mariano Torrente ha querido lastimar la conducta de los
americanos, siempre imbéciles a su modo de pensar»267.
Sobre la Guerra a Muerte aseveró que 1500 infelices se
quedaron en La Guaira por no haber tenido cabida en los
buques surtos en sus aguas, por lo que «estas desventu-
radas familias volvieron a Caracas, en donde fueron gra-
dualmente arrestadas y confinadas en las bóvedas del
citado punto de La Guaira». Relató que en el mismo día
que entró Bolívar en Caracas, en Cumaná José Francisco
Bermúdez paseó «en su birlocho sobe los cadáveres de 27
españoles, degollados por sus órdenes». La guarnición ca-
raqueña, por su parte, pese a la capitulación, fue encerrada

267
MONTENEGRO Y COLÓN, F. Op. Cit. Tomo I, pp.91-92. Torrente, falle-
cido en La Habana el 28 de Julio de 1856, había colaborado con los franceses
en la Guerra de Independencia española hasta que desertó, pasando a servir a
los británicos en la contienda. Cónsul en los Estados pontificios y en Liorna, se
exilió en 1823 en Londres, donde trabó amistad con Agustín de Iturbide. Dio a
la luz en 1827-1828 su Geografía universal y en 1829-1830 su Historia de las re-
voluciones hispanoamericanas. En 1833 fue nombrado Tesorero de Rentas de
la Habana y en 1837 intendente de esa provincia. Retornado a España fue di-
putado por Huesca en 1843. Finalizó sus días en la capital cubana, donde diri-
gió periódicos y editó libros sobre Historia de la isla, en los que siguió pensando
en la idea de la reconquista de la América continental. (GIL NOVALES, A. Op.
Cit. Tomo III, pp. 3009-3010).

196
y fue fusilado su comandante Juan Budia y sus oficiales.
Manifestó que una de las primeras providencias del Li-
bertador fue la exacción violenta bajo pena de muerte de
120.000 pesos, «que fueron aportados por aquellos mis-
mos que no habían querido suministrar a Monteverde sino
5.000 para la campaña de Maturín». Narró también el con-
vite de Rivas en su casa de Caracas a 35 individuos, en el
que «uno de los brindis, ofrecido por el doctor Vicente Te-
jera, fue el de votar cada concurrente la muerte de uno de
los detenidos por opiniones. Los resultados de este tene-
broso conciliábulo fueron la decapitación inmediata de 36
realistas en la plaza de la Catedral». Finalmente, relató la
ejecución masiva de febrero de 1814 «aquel inhumano sa-
crificio que no se halla otro igual en la historia: sacar desde
el 10 al 16 de febrero mil desgraciadas víctimas de las bó-
vedas de La Guaira y cárceles de Caracas, en las que ha-
bían sufrido las más penosas amarguras, hacer llevar a
vista de las mismas la leña que debía reducir a cenizas
aquellos monumentos de la lealtad española, reunirlas en
los altos de La Guaira, en el camino de Macuto y en otros
mataderos, caer sus soldados furiosos al primer toque de
degüello sobre aquellos infelices, verlos sucumbir asesi-
nados a sangre fría a los golpes de las sacrílegas bayone-
tas, machetes, sables y puñales y arrojarlos semivivos a la
ardiente hoguera encendidas a su presencia. Este fue un
ensayo de fiereza que difícilmente podrá ser copiados aun
por los caribes más despiadados»268.
El general franco-alemán Ducoundray Holstein, que
fue amigo, confidente y agregado militar de Bolívar y más
tarde uno de sus más feroces críticos en sus Memorias de

268
TORRENTE, M. Op. Cit. Tomo I, pp. 414-415 y tomo II, p.74.

197
Simón Bolívar y de sus principales generales, publicada en
1818 en inglés, atribuyó «ese sanguinario documento» de-
rivaba del hecho de haber oído que «los españoles e isle-
ños cometieron los actos más bárbaros sobre los pacíficos
habitantes de Venezuela, quienes, en virtud del convenio
entre Miranda y Monteverde tenían confianza ahora en re-
gresar de nuevo a sus ocupaciones anteriores». Al ser Mon-
teverde canario y «rodeado por tanto de sus coterráneos,
era lo suficientemente débil como para permitirles que se
dejaran llevar por sus pasiones y su odio en contra de cual-
quiera que hubiera tomado parte en la revolución de Cara-
cas». Reconocía que era cierta la sentencia a muerte por
parte de los jefes españoles no solo de los prisioneros de
guerra, sino de muchos pacíficos habitantes. Sin embargo
deja a juicio del lector si «si tal retaliación fue justificable».
Sobre las penas capitales de La Guaira y Caracas ex-
puso que el Libertador dio a luz un manifiesto el 8 de fe-
brero de 1814 en el que anunciaba su intención de
sentenciar a muerte a todos los españoles y canarios resi-
dentes en ambas localidades, «como retaliación por las víc-
timas que habían caído debido a la crueldad de los
españoles». Aseveró que «esta sentencia sangrienta fue eje-
cutada efectivamente sobre 1253 prisioneros de guerra, co-
merciantes y otros españoles e isleños, quienes jamás
habían tomado las armas en contra del dictador y quienes
se habían establecido en Curaçao y la Guaira. De estos,
823 fueron fusilados en Caracas y 430 en La Guaira. Estas
ejecuciones duraron los tres días seleccionados, sin ningún
otro proceso o juicio. El dictador no quiso escuchar nin-
guna protesta o súplica alguna. Nada los pudo salvar. Entre
estas víctimas, había hombres incapaces de caminar por al-
guna enfermedad o por edad avanzada. Muchos de ellos

198
de 80 años de edad o más. Ellos fueron puestos en una
silla, fuertemente amarrados, llevados al lugar de ejecución
y fusilados». Tales hechos le fueron corroborados por aque-
llos que vivían por esa época en esas dos ciudades»269.
El historiador cubano Francisco Javier Yanes, firmante
del acta de la independencia, en su Relación documen-
tada de los principales sucesos ocurridos en Venezuela
desde que se declaró Estado independiente hasta el año
de 1821, tras señalar la consabida crítica de Bolívar y Cas-
tillo a Briceño por sus disposiciones, fue el único que su-
brayó que «los dos ancianos europeos de edad avanzada»
fueron ejecutados por no intimidarse con su bando «y tra-
taron de burlarse de él, ya con especies que soltaban
entre la gente que estaba habituada a mirarlos como se-
ñores, ya con avisos que dirigieron a Yáñez para que vi-
niera a vengarlos». Al ser descubiertos por el Diablo, los
pasó por las armas el día 9. Su imprudencia sería el haber
remitido a Cúcuta sus cabezas, «lo que causó gran escán-
dalo en esos valles y en Bolívar y Castillo señales de in-
dignación» por un el testimonio de un «furioso realista»,
Francisco Antonio Fortoul, donde había hecho alto, tuvo
el caudillo canario «una exacta noticia de lo ocurrido en
los valles, de las miras de Bolívar, fuerza y designios de
Briceño», por lo que fue sorprendido y derrotado el 15 de
mayo y conducido a Barinas, donde, tras un juicio sumario,
fue ejecutado con varios de sus soldados»270.
Expuso que en Mérida publicó su primera proclama
sobre la Guerra a Muerte, en la que manifestó que la vio-

269
DUCONDDRAY HOLSTEIN, H.L. Memorias de Simón Bolívar y de sus prin-
cipales generales. Bogotá, 2010, pp. 100-101 y 121.
270
YANES, F.X. Op. Cit. Tomo I, pp.89-90.

199
lación del sagrado derecho de las naciones en Quito, La
Paz, Méjico, Caracas y de forma reciente en Barinas, debía
vengarse «con el exterminio de sus autores, y que, de-
biendo, ser nuestro odio a esos monstruos tan injusto como
implacable, la guerra que se haría en adelante sería a
muerte». Expuso que en Trujillo ratificó su proclama meri-
deña con la declaración de guerra a muerte «contra todos
los españoles y canarios que se encontrasen con la armas
en la mano como también contra los que no tomasen una
parte activa en la libertad de Venezuela»271.
Tras su entrada en Caracas, manifestó que Bolívar vol-
vió a reiterar la guerra a muerte. Anunció que «el que el
que faltase a los principios que había manifestado y cum-
plido fielmente él y su ejército o contribuyese directa o in-
directamente a turbar la paz, el orden y la tranquilidad
pública sería castigado con la pena ordinaria de muerte»272.
Las proclamaciones bolivarianas de Mérida y Trujillo fueron
hechas en su opinión porque, «con tan franca manifesta-
ción, los europeos adictos al Gobierno peninsular aban-
donarían el territorio y los que quedasen se adherían de
buena fe al sistema de libertad que venía a restablecer». No
obstante, «estuvo bien distante de que fuese ejecutada,
como lo probaba la de San Carlos de 28 de julio en la que
refirió que, por última vez les invocaba a canarios y espa-
ñoles que oyesen la voz de la justicia y la clemencia, ya
que serían perdonados si se unían a su causas, pero, si per-
sistían «en ser nuestros enemigos, alejaos de nuestro país o
preparaos a morir»273. Disculpó la conducta de los jefes re-

271
YANES, F.X. Op. Cit. Tomo I, pp.92-93.
272
YANES, F.X. Op. Cit. Tomo I, pp.125-126.
273
YANES, F.X. Op. Cit. Tomo I, pp.157-158.

200
publicanos «por la necesidad de contener la ferocidad de
sus enemigos» y certificó que, «aunque en ella hubiera ha-
bido alguna demasía o exceso, debería imputarse a estos
nuevos vándalos, pues la sola necesidad de contener a
estos monstruos del averno, más bien que el deseo de ven-
ganza, hizo adoptar aquella medida de justa represalia, fun-
dada en el derecho de guerra y justificada por su mismo
origen, es decir, por la conducta que observaron los espa-
ñoles». Pero se vio obligado a reconocer que «los suceso-
res de Monteverde, legítimos o intrusos, siguieron el plan
de exterminio y devastación que principió y dejó trazado
ese bárbaro, y más adelante se verá hasta qué punto llegó
bajo las hordas de Boves y Morales». Los patriotas la hicie-
ron «no por venganza, sino para contener a sus encarniza-
dos enemigos, y la sostuvieron hasta que pudieron infundir
a estos el respeto y consideraciones que merecían como
hombres y exigía el sistema que habían proclamado». Sin
embargo, los españoles, «cuando eran los más fuertes, fue-
ron crueles, perseguidores, feroces, carniceros, extermina-
dores, inflexibles; los republicanos triunfantes fueron
prudentemente tolerantes, inmensamente generosos, com-
pasivos, liberales y humanos sin limitación»274.
Para justificar la guerra a muerte, Yanes planea que en
su origen procedió del Gobierno español, al declarar «Las
Leyes de Partida, de Castilla e Indias» de «rebelde y traidor
al que se resista o se opone a la voluntad del Soberano»,
por lo que «por disposiciones posteriores se previno que
fuese fusilado todo el que se aprehendiese llevando armas
contra el Rey, confiscándosele sus bienes y notado de in-
famia». El bloqueo de Venezuela por parte de la Regencia

274
YANES, F.X. Op. Cit. Tomo I, pp.160-161.

201
y la calificación de traidores y rebeldes de todos los que
no se sometían a su autoridad, era una declaración de
guerra a muerte a sus habitantes y «por esto era que no
se castigaba a los que sacrificaban a los insurgentes que
caían prisioneros»275. Las ejecuciones de La Guaira y Ca-
racas derivaban de la conducta anterior de los españoles
y de «ser muy crecido el número de los que estaban bajo
la autoridad republicana y trataban de derrocarla por sor-
das y repetidas conspiraciones». No deja de sorprendernos
cuando afirma que «el número de estos no pasó de mil»,
como si fueran pocos los «españoles y canarios» conduci-
dos al patíbulo en febrero de 1814, máxime teniendo en
cuenta la población de esa procedencia establecida en
esas dos localidades que no había huido hacia el exterior
o hacia otras partes de Venezuela276.
Entre los escritores de filiación republicana que justifi-
caron la guerra a muerte el colombiano José Manuel Res-
trepo en su Historia de la Revolución de la República de
Colombia alegó que esta derivaba de la indolente apatía
en que habían sido educados los americanos del sur «en
el sueño letárgico de la esclavitud española». Para desper-
tarlo demandaba «fuertes sacudimientos para recuperar el
vigor y la libertad». Se mostró de acuerdo de que era cierto
que para alcanzar esos saludables efectos, «se cometen
actos que hacen gemir a la humanidad, pero no quedaba
otro remedio, ya que «males envejecidos necesitan reme-
dios extremos». Estimó que «la justicia más rigurosa le
arrancó, bien a pesar suyo, el terrible decreto», que no sig-
nificaba que debía fusilarse para todos los prisioneros,

275
YANES, F.X. Op. Cit. Tomo I, pp.153-154.
276
YANES, F.X. Op. Cit. Tomo I, pp.144-145.

202
sino que «no se perdonaría la vida a español alguno o
isleño de Canarias que cayera en poder de Bolívar y de
sus tropas si no había hecho servicios y cooperado acti-
vamente en promover la causa de la independencia». Por
haber sido caracterizado este decreto por sus partidarios
como el «rango de los primeros actos de política, acaso el
más propia para asegurar la independencia de la América
del Sur, y por sus detractores «a la clase de un acto de des-
esperación y barbarie», para abordarlo reprodujo los tex-
tos del propio Bolívar en los que trató de justificarla ante
los británicos, «a los ojos de una nación culta y humana»,
en unos «bellos párrafos» que insertó literalmente277.
El sacerdote republicano José Félix Bolívar, tras calificar
de intempestiva la declaratoria de guerra a muerte de Bri-
ceño contra los españoles, expresó que fue «la ley suprema
de la propia conservación, que obliga más vivamente al
débil a ponerse en guarda contra el fuerte, las leyes del
honor» y las atrocidades del enemigo fueron la causa que
llevaron a Bolívar a emitir el decreto de la guerra a muerte.
Sostiene que sus razones fueron la de un puñado de va-
lientes para arrostrar «a masas enormes de enemigos encar-
nizados y de soldados aguerridos», la necesidad de dejar
cubierta y asegurada la espalda de toda infidencia, por
no tener evidencia de auxilios desde Nueva Granada, por
lo que debían «perdonar medio ni ardid alguno para ase-
gurar el plan de libertar la patria. Finalmente, «el justo
derecho de represalia a que los autorizaba la atroz con-
ducta de Monteverde, su gobierno y sus satélites». Repi-
tieron la cantinela de las crueldades de Antoñanzas, y «de

277
ESTREPO, J.M. Historia de la Revolución de la República de Colombia.
París, 1827.Tomo IV, pp. 17-22.

203
los abominables carniceros del Llano, Boves y Morales y de
mil más monstruos de crueldad que tenían anegado el país
en sangre americana y a la humanidad entera horrorizada
de sus brutales matanzas»278, aunque la cronología hiciese
agua, por ser posteriores a tal declaración, aunque le sir-
ven como tradicional justificación.
Sin embargo, José Félix Blanco recalcó que no la llevó
a la práctica, ya que «puede asegurarse que no pasó de
amenazas» y que no la ejecutó sino en Valencia contra
«unos pocos españoles tomados con las armas en las
manos aún después de derrotado su ejército y encerrados
sus jefes en Puerto Cabello». A su entrada en Caracas per-
donó con magnanimidad a los prisioneros españoles, no
siendo «más brillante la diferencia de principios que tanto
distinguía a los americanos de sus injustos opresores que en
el contraste que presentó en aquella ocasión Monteverde
encerrado en Puerto Cabello, pues allí desaprobó y no
quiso sancionar la capitulación que dejó propuesta el Go-
bernador al jefe republicano, abandonando así la sangre es-
pañola y la de sus paisanos los canarios, a su bien merecida
venganza, mientras que Bolívar continuaba generosamente
conservando sus vida aún después de tan bávara negativa».
Pese a ello «los españoles y canarios que se hallaban en li-
bertad fueron a encender entre las esclavitudes de los Va-
lles del Tuy y en el Bajo Llano insurrecciones que llenaron
de horror aquellos territorios y que aniquilaron sus pobla-
ciones en casi un tercio de sus habitantes». Obviamente,
«esos perdones generales»279 brillaron por su ausencia antes
y después de la entrada triunfal en Caracas.

278
BLANCO, J.F. Bosquejo de la revolución de Venezuela. Caracas, 1960, pp.
152-153.
279
BLANCO, J.F. Op. Cit. pp.153-154.

204
Otro criollo venezolano identificado con la indepen-
dencia, Manuel Palacio Fajardo, que dio a la luz en inglés
y francés en Londres, París y Nueva York en 1817 su Bos-
quejo de la Revolución en la América española, perseve-
rará en tales justificaciones. El ajusticiamiento de Briceño,
tratado como bestia feroz, le llevó a originar «el debido
desquite, abandonando al resentimiento de los patriotas
todos los prisioneros que cayesen en su poder. Desde ese
momento comenzó la guerra a muerte». Obviamente fal-
sificó la realidad cuando afirmó que a la entrada de Bolí-
var en Caracas en agosto de 1813 «ni un solo español
recibió el más leve insulto; los sentimientos de felicidad y
gratitud llenaban todos los corazones»280.
Un testigo presencial comprometido directamente con
la Guerra a Muerte, el marabino Rafael Urdaneta, en sus Me-
morias volvió a reiterar que el proceder de Bolívar derivó de
la ejecución de Briceño. Sostuvo que dos fueron las razones
de esa decisión, «a cual más poderosas». La primera era ha-
cerles ver a los españoles que si ellos mataban a todos los
patriotas sin expresa declaración, «él usaría una represalia
abierta». La segunda era mostrar a los criollos que «ninguno
era criminal ante el Ejército libertador, sino aquel que aban-
donase a los españoles y que, aun así, obtendría perdón». De
ello se derivarían dos consecuencias necesarias: «que los es-
pañoles, sabiendo que encontraban una muerte cierta se
acobardarían, como sucedió, y que los criollos engrosarían
las filas de Bolívar, como era necesario». El éxito de tal me-
dida lo demostraría la ocupación de Caracas281. Obviamente,
los sucesos posteriores desmentirían tal eficacia.

280
PALACIO FAJARDO, M. Bosquejo de la Revolución en la América española.
Caracas, 1953, pp. 84 y 86.
281
URDANETA, R. Memorias. Caracas, 1987, p.6.

205
Un paisano suyo, el historiador republicano Rafael
María Baralt, reconoció que el fusilamiento de Briceño
por Tizcar en Barinas fue «en justa represalia, es verdad»,
pero no el de varios vecinos inofensivos, «a quienes por
sus connotaciones o amistad con el cabeza de aquella
loca empresa, hizo matar también, sin haberles probado
que tuviesen la más pequeña parte en ella». Sería en Mé-
rida donde, tras recibir la noticia de tales ejecuciones,
donde Bolívar concibió «el más grande y trascendental de
sus pensamientos revolucionarios». No bastaba sin em-
bargo amenazar, había que apoyar en el triunfo esa osa-
día, «para no darle el aire de una ridícula fanfarronada».
Resuelto «a tomar la gran medida redentora», dio a luz su
famoso decreto de Trujillo del 15 de junio, en el que «no
se podía expresar en menos palabras, ni más concisas, ni
más enérgicas, aquella terrible necesidad». Estaban inspi-
radas por «el hombre fuerte, de grande espíritu y profun-
das pasiones», que «domina y arrebata las almas inferiores
y, a pesar suyo, las conduce a ejecutar los vastos fines
que él solo es capaz de concebir y pretender»282.
Por su parte, el militar republicano venezolano José de
Austria en su Bosquejo de la historia militar de Venezuela
concretó que la guerra a muerte fue proclamada por «los
denodados hijos de Venezuela, inflamados ya por el sa-
grado fuego de la libertad, y clamando venganzas por tan-
tos ultrajes y persecuciones tantas». Efectuaron un
juramento para colocar triunfante el pabellón tricolor de
la República, ya que «todo había de sacrificarse en aras de
la patria». Esas eran las ideas «de aquella época y con ellas
dio principio a la guerra más cruda que registraron los

282
BARALT, R.M. Op. Cit. Tomo II, pp.160-163.

206
fastos americanos». La terrible amenaza, así la calificó, del
decreto de guerra a muerte «no la hacía a los enemigos ya
rendidos; la hizo cuando tenían las armas en la mano para
combatir; y ella debió servir de mayor estímulo para alejar
la cobardía y para que defendiesen hasta el último ex-
tremo, si no abandonaban la fatal manía de ser tiranos».
Reconocía que, «si se quiere imputar exceso de severidad
a aquella amenaza, olvidando la conducta de los opreso-
res, nadie podrá negar al menos que ella está envuelta en
buena fe, nobleza y bizarría». Fue la noticia de las ejecu-
ciones de los españoles lo que le llevó a concebir «el más
grande y trascendental de sus pensamientos revoluciona-
rios, el de la guerra a muerte». Resulta irónico que diga pre-
cisamente en el caso de Bolívar que «las leyes españoles,
en fin, que condenaban a muerte irremisiblemente a los
rebeldes eran las que demostraba que el patriota ameri-
cano no podía esperar de sus enemigos olvido ni perdón».
La barbaridad de los españoles la remite a las matan-
zas de Quito, Popayán y México y «las más recientes y
horribles de Antoñanzas y Zuasola y las de Tizcar con los
vecinos de Barinas, estás últimas posteriores al decreto
de guerra a muerte. De Monteverde solo puede decir «las
proscripciones y latrocinios», lo que es bien significativo
de su abierta contradicción. Reconoció una vez más que
la conducta de Briceño escandalizó al pueblo y a las tro-
pas granadinas, pero fue efectuado sin autorización y re-
prendido por el gobierno granadino y por Bolívar mismo».
Su culpa era «su exaltación y frenético odio contra los es-
pañoles y canarios, hasta el grado de mandar que se qui-
tase la vida a dos pacíficos isleños de la villa de San
Cristóbal». Un Briceño que pudo salir de Venezuela con
pasaporte del mismo Monteverde. Dos hechos eran los

207
decisivos en la cuestión: que «los españoles eran agreso-
res en la guerra a muerte» y que «las tropas venezolanas
estaban dispuestas a aceptarla y hacerla con igual rigor a
sus contrarios». Todo se reducía finalmente a saber si «los
americanos, declarados traidores por la Regencia y dego-
llados sin piedad en todas partes, se vengarían oscura-
mente de sus enemigos, o si añadirían al placer o la
justicia de la venganza, la utilidad de publicarla con fran-
queza, de hacer de ella una ley al ejército y al pueblo, de
separar a los españoles de los venezolanos, de inspirar
ánimo en estos, en aquellos terror». Se contentó por lo
pronto con publicar una proclama que amenazaba a los
realistas «con un odio implacable y una guerra de exter-
minio», pero vacilaba con su aplicación283.
Entre los militares republicanos contamos también con
el testimonio directo del tocuyano José Trinidad Morán
(1796-1854). Nacido en esa ciudad larense, se incorporó
desde muy joven al Regimiento de La Unión (1812), que
participó en la campaña sobre Barinas. En junio de 1813 se
alistó junto con su hermano Jacinto al ejército venezolano
dirigido por Bolívar. Su primer jalón en un larga carrera mi-
litar que le llevó al Perú acaeció en Guanare, después en
la Batalla de Taguanes bajo las órdenes de José Félix Rivas.
Llegó a acompañar al Libertador en su entrada triunfal a
Caracas el 6 de agosto de 1813. En sus memorias reflejó
que su padre los había mandado, «llevado de su patrio-
tismo», a incorporarse al ejército republicano apenas cua-
tro días antes de la declaratoria de guerra a muerte,
notificada en persona a las tropas formadas en Trujillo.
Afirmó al respecto que «tiramos el guante para conseguir la

283
AUSTRIA, J. Op. Cit. Tomo I, pp.48-49.

208
independencia de Venezuela y de toda la América, porque
nuestros corazones eran americanos». Sus argumentos
sobre la aplicación de ese decreto fueron categóricos: «A
dos días de ella sorprendieron a los guarnición de Gua-
nare hasta el punto de que «los españoles que habían allí,
quienes no tuvieron tiempo de disponer de sus propieda-
des y quedaron intactos en poder del ejército sus almace-
nes, tiendas y cuanto poseían. Por el mero hecho de ser
españoles morían en el patíbulo»284.
Morán narró la arribada de las tropas republicanas en
la capital venezolana y la concesión de los títulos de Dic-
tador y Liberador a Bolívar: «Nuestro ejército siguió per-
siguiendo a los españoles por todas direcciones y el 7 de
agosto de 1813 entramos en la ciudad de Caracas entre los
alborozos de un pueblo encadenado que veía llegar a sus
libertadores. Cada soldado recibió de las manos de una
señorita caraqueña una palma y eran los mejores honores
del triunfo que podíamos recibir. Al siguiente día de nues-
tra llegada a Caracas se reunió el cabildo y todo el pue-
blo y proclamaron al General Bolívar Jefe Supremo de
Venezuela, condecorándole con el título de Libertador,
que después le acordó toda Colombia». Más tarde se de-
tuvo a relatar, entre otros aspectos de la contienda, la cap-
tura del sanguinario Zuasola por el «paisanaje de
Apargatón», tras su huida del fuerte llamado del Mirador de
Solano, que lo trajo preso y lo entregó al Libertador. Se-
ñaló que luego que se supo entre el ejército republicano
su detención «pocas eran las personas que no quisieran
ver al que era causa de la pérdida de algún pariente o
cuando menos de un amigo. Calabozo, Aragua, Barcelona

284
GUANASI MORÁN, A. Op. Cit., p.11.

209
y demás pueblos del llano arriba fueron víctimas de su fe-
rocidad». Refirió uno de sus actuaciones más crueles en los
pueblos de Aragua de Barcelona, donde «hacía salir sus sol-
dados a los campos a caza de hombres y cuantos le traían
los hacía fusilar». Entre ellos uno que al estar a punto de ser
fusilado recibió la súplica de su hijo de 8 a 9 años de edad.
Parecía que iba a perdonarle ablandado, al decirle que per-
donaría a su padre «siempre que sufriese lo que iba a man-
darle», pero sin llorar, la criatura se lo ofreció. Mas, entones
llamó a su ayudante y le dijo «Córtale a este muchacho las
orejas». «Cuidado con que llores, porque pierdes», repetía al
niño, quien sufrió la mutilación, sin dar la más pequeña
muestra del dolor, mas el monstruo encolerizado exclamó:
«Si a esta edad hace esto, que será cuando grande, que lo
fusilen con su padre, lo que ejecutó». Finalmente plasmó su
ejecución, de la que dijo que Bolívar no sabía qué clase de
muerte podría dársele, por lo que lo entregó al coronel Gi-
rardot, «para que lo hiciese ejecutar de uno modo que en
algo sintiese sus crímenes; le hicieron dar quinientos lati-
gazos y que se ahorcara él mismo, sin embargo de que ale-
gaba tener dos hermanas monjas en España y que no
podía ser condenado a la horca»285.
Las noticias de sus victorias se vieron enturbiadas con
las del fusilamiento de su padre en Oriente, «junto con
cinco vecinos más de los hombres respetables y padres de
numerosas familias. Los Sres. Oropesa, Lozada, Yepes y
otros dos fueron las víctimas que acompañaron a mi
padre en el patíbulo». José Trinidad Morán llegó a reco-
nocer desapasionadamente que «eran tales los horrores
que se cometían de una y otra parte con los prisioneros y

285
GUANASI MORÁN, A. Op. Cit., pp-12-14.

210
heridos en la guerra a muerte, que pedían como un favor
la muerte para que no los tomasen vivos los enemigos.
Todo español que nosotros tomábamos sufría la muerte y
ellos lo hacían con todo el que tomaban de nuestra parte,
pues ser insurgente bastaba para morir. Sin embargo, de la
guerra horrorosa que hacíamos nos guardábamos escru-
pulosamente de matar ningún americano por criminal que
fuese; esta fue la política del Libertador y esta la que nos
dio la independencia, pues al fin los españoles concluye-
ron por echarse de enemigos a todos los americanos»286.
El razonamiento del militar larense expresa certera-
mente los rasgos brutales derivados de la Guerra a Muerte,
solo con la diferencia de que los realistas ejecutaban a los
insurgentes por el hecho de serlos, aunque no hubiera par-
ticipado en la contienda, mientras que los republicanos ha-
cían lo mismo con todo español por el mero hecho de
haber nacido en el otro lado del Océano, al mismo tiempo
que se era indulgente con los criollos monárquicos, a pesar
de la gravedad de sus delitos. El error de cálculo de Bolí-
var aunó a todos los contrarios a la hegemonía mantuana,
por lo que el Libertador solo muy tardíamente tomó con-
ciencia el carácter suicida de su política. Su evolución se
debió más a la nueva política de Morillo a partir de 1815 y
a la transformación del carácter clasista de las milicias re-
publicanas desarrollado por Páez, que atrajo a sus filas a los
llaneros «españolistas», desilusionados con su marginación
por parte de los militares profesionales peninsulares, que
a una modificación sincera de sus planteamientos.
El historiador republicano Feliciano Montenegro y Colón,
curiosamente realista en esa época, justificó el decreto de

286
Op. Cit., p.17.

211
guerra a muerte por «el resultado de la mala fe y tiranía
de Monteverde y de su criminal conducta hacia los hijos
del país, cuyos asesinatos y persecuciones había autori-
zado bajo la salvaguardia de las más solemnes prome-
sas, haciendo observar constantemente la máxima
favorita que luego adoptaron todos los españoles, a
saber: de que era un bien para la España que desapare-
cieran en los cadalsos y en las batallas cuando hubieran
visto la luz primera en el Nuevo Mundo, pertenecientes
o no a su partido»287. Aseveración esta última sin duda
singular por partir de un criollo que durante esa etapa se
mantuvo fiel a la causa de España.
El ideólogo del partido liberal venezolano Antonio Leo-
cadio Guzmán, padre del presidente Antonio Guzmán
Blanco, significativamente hijo de un militar realista pe-
ninsular y cuyos suegros se exiliaron y murieron en las
Islas Canarias, pasando en el Tenerife natal de su padre
Bernardo Blanco su esposa Carlota buena parte de su in-
fancia y primera juventud, dio a luz su opúsculo Historia
Patria. La Guerra a muerte. En él, tras arremeter contra la
biografía de José Félix Rivas escrita por su paisano Juan Vi-
cente González, que calificó de «libelo infamatorio contra
el Padre de la Patria», habló del proceder de su padre, el
jienense Antonio Guzmán, «patriota español y militar de
honor, capitán del regimiento de la Reina, que, siendo go-
bernador y teniente coronel, «sembró mil gratitudes, salvó
muchas vidas, amparó a muchos desgraciados» y consideró
la Guerra a Muerte «lógica y simplemente, moral y políti-
camente, honrada y verazmente el ejercicio del derecho de
represalia», por lo que no podía ser denominado horrible

287
MONTENEGRO Y COLÓN, F. Op. Cit. Tomo I, p.247.

212
camino «el curso gloriosísimo de aquellos años, en que
seres nacidos colonos y educados por el despotismo y la
inquisición, adivinando los goces imprescriptibles de la li-
bertad, las grandezas nobilísimas de la independencia y el
glorioso porvenir del Nuevo Mundo, cuyo sueño yacente
simulaba la muerte, se inspiraron a sí mismos o recibieron
la divina inspiración de sacrificarse a la vez con sus tira-
nos para legar a tantas generaciones su rango soberano».
El fusilamiento de los españoles y canarios en La Guaira
y Caracas lo califica de «indispensable represalia y nece-
saria defensa de la causa nacional, equilibrando así la re-
solución de los partidos y su compromiso y su valor». Los
encarcelamientos de los patriotas por Monteverde «fueron
el origen del decreto y que la perseverancia en cumplirlo
fue la necesaria consecuencia» de las crueldades posterio-
res de Zuasola, Cerveriz o Martínez. Para él empezó «pues
por los magistrados coloniales como cumplimiento im-
prescindible de las leyes, a cuyo deber se aliaban muy ló-
gicamente la soberbia del dominador, su despecho por la
resistencia, su rencor por lo que sufría y su temor por lo
que perdía», mientras que por la parte republicana no fue
«sino el ejercicio de un derecho que el mundo civilizado
reconoce, y aun toda la redondez de la tierra, y que es tan
indispensable en la guerra, que sin él no hay otro extremo
de la disyuntiva, que el abandono de la causa que se de-
fiende: rendir la bandera y cubrirse de ignominia»288.
El decreto de Trujillo era indispensable para el mila-
gro de la independencia, pues para él era lógico que
«todo peninsular que no estuviera dispuesto a aceptarla (la
independencia) abandonase el país, y también lo era que,

288
GUZMÁN, A.L. Historia patria. La Guerra a muerte. Caracas, 1876, pp.8-14.

213
quedando en él, trabajase por mantener el poder y la glo-
ria de su Patria, labrando nuestra servidumbre y que fuese
por ende castigado, como castigaban ellos en los patrio-
tas el sublime y heroico amor a la libertad». El perdón de
los americanos nació de la voluntad de «revelar a la po-
blación colonial que ser venezolano era cosa distinta de
ser peninsular, era necesario apartar a los siervos de sus
dominadores, separar a los venezolanos para formar con
ellos la Patria que estamos gozando»289.
Sin embargo, el historiador y sociólogo larense José Gil
Fortoul se manifestó profundamente crítico con la Guerra
a Muerte. Reconoció que, pese a que las violencias atri-
buidas por los españoles estaban comprobadas por la tra-
dición, también era verdad que «los patriotas venezolanos,
enloquecidos por la lucha, no repararon durante los años
de 13 y 14 que el sistema de guerra a muerte favorecía
más bien a sus enemigos, dueños de casi todo el territo-
rio». Su actitud solo se explica por el despecho de la de-
rrota de 1812 y la necesidad de desquite a toda costa. Al
equiparse con el salvajismo de los jefes españoles contri-
buyeron a retardar el triunfo definitivo de la Independen-
cia. Sostuvo que el propio Bolívar tuvo en ocasiones
conciencia de su error, aunque todo su genio no fue bas-
tante para desengañarle por completo hasta 1816, año en
el que estampó en la proclama de Ocumare de 6 de julio
«la declaración que la patria hubiera agradecido tres años
antes: el cese de la guerra a muerte con el perdón de los
que se rindiesen, no sufriendo ningún español la muerte
fuera del campo de batalla290.

289
GUZMÁN. A.L. Op Cit. p.19.
290
GIL FORTOUL, J. Op. Cit. Tomo I, pp.336-337.

214
La controversia en plena República de
Venezuela sobre la violencia
en la contienda entre el Marqués del Toro
y su mayordomo canario

Un pleito en 1835 ya con la República de Venezuela conso-


lidada plenamente como nación, entre el IV Marqués del
Toro, Francisco Rodríguez del Toro, y el mayordomo de San
Bernardo, la hacienda principal de su mayorazgo, el cana-
rio Agustín Delgado, a consecuencia de sus salarios de la
época de la Guerra de Independencia paradójicamente se
convirtió en un significativo debate sobre la Guerra a Muerte.
Agustín Delgado, natural de Tenerife y vecino de la Sa-
bana de Ocumare, reclamó en 1835 al IV Marqués del Toro
los salarios de su empleo como mayordomo de esa hacienda
desde el 15 de febrero de 1808 a razón de 300 pesos por
año. Calculaba que por el tiempo transcurrido de cuatro años
y nueve meses le devengaba la suma de 1425 pesos, de los
cuales se le adeudaban 1061 por haber recibido 364. Hizo
presente el 21 de noviembre de 1812 que Antonio Saravia291

291
Antonio y su hermano José Saravia eran dos grandes hacendados en Ocu-
mare. Emigrados en 1791 hicieron una considerable fortuna a través de com-
pañías y arrendamientos de trapiches y haciendas. Antonio, que ejerció como

215
que era «el que ha manejado y entendido todos los intereses
de las Casas de los Toros» era bien sabedor de que se le adeu-
daban la cantidad enunciada y lo mismo podrían verificar
la señora Marquesa del Toro y don Vicente de Ibarra. Pre-
sentó como prueba una declaración del primero, origina-
rio de Arona en el sur de Tenerife, mayor de 50 años,
cuñado del Marqués y su administrador, fechada el 23 de
dicho mes. En ella constaba que en su calidad de tal por
espacio de más de 20 años «ha estado sirviendo en la ha-
cienda de cacao y café nombrada San Bernardo de la Sa-
bana de Ocumare, le restan 1061 que ha dejado ir
cayendo en el usufructuario de la misma hacienda para
formar un capital y, según le ha hecho el que le pregunta
y regresar a Islas Canarias». Refrendaron lo dicho por este
su cuñado Vicente Ibarra y su esposa, la IV Marquesa,
María del Socorro Berrotarán292.
Francisco Rodríguez del Toro, IV Marqués del Toro,
general del ejército de la Primera República, tras la firma
de la capitulación de 1812, se refugió con su hermano el
general de división Fernando Rodríguez del Toro en la
isla de Trinidad. Había contraído nupcias el 18 de di-
ciembre de 1789 con la mantuana María del Socorro Be-
rroterán y Gedler. Los dos hermanos retornaron a Caracas
en 1821, después de la batalla de Carabobo. Francisco
Rodríguez del Toro y Simón Bolívar mantuvieron una co-
rrespondencia continua mientras el segundo combatía en

administrador de Francisco Rodríguez del Toro, enlazó con su hermana Pe-


tronila, aunque no tuvieron sucesión. Los dos murieron asesinados en la Gue-
rra de Independencia. Se hizo cargo de su hacienda su sobrino Diego. Contaba
con oratorio 76 esclavos y 40.000 matas de cacao.
292
A.A.H. Judiciales. 65-776. 19 de marzo de 1835.

216
el Ecuador y el Perú. Ya en la cincuentena se dedicó allí
a cuidar a su hermano, quien había quedado mutilado
como resultado de las acciones militares de Valencia en
1811. Entre 1823 y 1824 ejerció como intendente de Ve-
nezuela. A partir de 1825 residió en su célebre Quinta
Anauco de Caracas, actual Museo de Arte Colonial, en la
que hospedó al Libertador durante su última visita a Ca-
racas. En el 1840 se erigió como fundador del partido li-
beral, cuyo principal dirigente fue Antonio Leocadio
Guzmán. En 1842 fue designado para encabezar la comi-
sión que habría de acompañar la repatriación de los res-
tos del Libertador, privilegio que declinó por su elevada
edad, al superar ya los ochenta años293.
En su réplica, fechada el 19 de marzo de 1835, Fran-
cisco Rodríguez del Toro sostuvo que en 1812 se hallaba
expatriado por haber sido general de la República, por lo
que «tan extemporánea pretensión se fundamentaba en
tres declaraciones solicitadas por Delgado «en la época
de su paisano don Domingo Monteverde a los señores
don Antonio Sarabia, don Vicente Ibarra y Socorro Be-
rrotarán, mi consorte, de quienes trató de inquirir si había
servido de mayordomo en la expresada hacienda y si los sa-
larios que devengaba con ese carácter dejaba reservado en
mi poder un tanto para formar un capital y regresar a Islas
Canarias, lugar de su nacimiento». Sin embargo, manifestó
que «si el tribunal se detiene un tanto en las declaraciones
observará que nada dicen en sustancia que acrediten la pre-
tensión del demandante. Todos tres testificantes quisieron
satisfacer y halagar los deseos de un isleño en aquel tiempo

293
QUINTERO, I. El último Marqués. Francisco Rodríguez del Toro, 1761-
1851. Caracas, 2006.

217
fatal de horror y de sangre sin duda para evitar la perse-
cución que les habría abierto de lo contrario y ni aun así
convencen su propósito, según lo representó el fiscal de
la Audiencia, donde ocurrió con esos papeluchos o testi-
monios arrancados por pavor en circunstancias, que no
podían menos sus autores que diferir a cualquier gestión
que intentase un canario protegido a la sazón de la pri-
mera autoridad española, especialmente a aquellos que
tenían alguna relación con los Toros, que se miraban per-
seguidos por el concepto de patriotas. Nada habría sido
más fácil a Delgado, si era positiva la deuda, que haberlo
comprobado en el libro de cuentas que llevaba y debía
llevar el administrador Sarabia, como lo exigió el fiscal en
aquella fecha, en que no habían sucedido los trastornos
a que quiere acogerse el nuevo apoderado, más si no dio
este paso y no cumplió con una cosa que sola ella era la
que podía poner en claro al cabo de tantos años resuci-
tar un cobro imaginario que le ley la cierra la puerta, ase-
gurando que no lo niego por obstinación, sino porque no
creo deberlo en conciencia»294.
El reconocimiento de la deuda por sus allegados en su
argumentación procedía del terror reinante en el mandato
de Monteverde, donde la justicia era una marioneta de
los isleños, siendo su objetivo fundamental los Toros por
su papel en la Primera República y por la necesidad de
poner a salvo su persona: «Si, como se le antojó a Delgado
decir que eran mil sesenta y un pesos, se le hubiese an-
tojado decir que eran diez mil, estoy en lo cierto que Sa-
rabia, mi cuñado y mujer habían declarado conforme y
aun yo mismo hubiera hecho también por poner en salvo

294
A.A.H. Judiciales. 65-776. 19 de marzo de 1835

218
mi persona y libertarme de la persecución de mis enemi-
gos. Nadie puede dudar de este aserto si hace memoria de
aquella fatal época en que todos aquí eran el juguete de
los isleños, que no habían tomado parte por nuestra causa,
que el propio Sarabia, aun siéndolo por nacimiento, fue
sacrificado a manos de ellos, tan solo por pertenecer a mi
casa y ¿será posible aspire Delgado lograr en estos días la
injusticia que no pudo alcanzar en el tiempo de la suya?
Si no me engaño padece mucha equivocación, hablando
como está a presencia de los tribunales y jueces que no ig-
noran las escenas de esa triste y desgraciada era295». Al vin-
cular el asesinato del canario Antonio Sarabia con la
dictadura de Monteverde, decapitado por los canarios a
pesar de su naturaleza por su parentesco con los Toros,
faltaba a la verdad por haber acaecido esta en la estampida
de Rosete en la Sabana de Ocumare en 1814, que se cebó
por igual contra todos los blancos.
Finalmente su alegato culmina con verdadero pavor a
que la causa del mayordomo obtuviera respaldo en plena
República de Venezuela, en la que él era uno de sus más
significativos representantes, cuando no se había finiqui-
tado con éxito en etapas anteriores, incluida la de la lla-
mada conquista canaria: «Repase por otra parte que el
señor Agustín Delgado, sin embargo de haber permane-
cido constantemente en este país, siempre ha visto con in-
diferencia y abandono sus tentativas, al principio las
movió el año 12, las relegó al olvido, volvió a resucitar-
las el año de 21 y, desde entonces hasta el presente ha
guardado un profundo silencio y qué significa todo esto
sino que nada absolutamente se le debe, quien sabe que

295
A.A.H. Judiciales. 65-776. 19 de marzo de 1835

219
esperanza le habrán dado y esto quizá le ha inducido a
dar por tercera vez poder para dirigirse a mí demandando
unos salarios prescritos y de los que no hay la menor cer-
teza y es difícil acreditar», por lo que imprecaba que »no
se le moleste con un cobro imaginario»296.
La defensa de Agustín Delgado, representada por el
procurador José Macías González, impugnó el 2 de abril
de 1835 su razonamiento al fundamentarse solo por el
paisanaje del demandante y Monteverde y por la alusión
de que las certificaciones presentadas «quisieron satisfa-
cer los deseos de un isleño como Delgado». Pero se in-
terrogaba: «¿Dónde está la violencia para declarar ante
un escribano como entonces se hacía? ¿Dónde la pro-
tección que a Delgado procuraron los gobernantes? El
capitán general admitió la justificación y después lo re-
mitió a la audiencia. La audiencia al fiscal y del fiscal
volvió a este tribunal, de donde quedó estancado hasta
el año de 1821, ¿qué carta de favor es este?»297. Trató de
evidenciar la falsedad del argumento de las atrocidades
de la dictadura de Monteverde hacia los Toros y la in-
consistencia de la afirmación de la muerte de Sarabia a
cargo de esta, al exponer que, «para figurar persecución a
la casa de los Toros, que nada sufrieron, como todos lo sa-
bemos, se dice que Sarabia, siendo isleño, fue sacrificado
a manos de los españoles por pertenecer a dicha casa. ¿No
es así Sarabia murió como otros muchos después de una
acción con Rosete, sin haber sido perseguido, ni tener
tiempo de serlo, pues, cuando declaró, acababan de entrar
las tropas de Monteverde, que si protegía a sus paisanos,

296
A.A.H. Judiciales. 65-776. 19 de marzo de 1835.
297
A.A.H. Judiciales. 65-776. 19 de marzo de 1835.

220
protegió a Sarabia, que lo era y lo conservó en la admi-
nistración de las haciendas, como lo expresa en su misma
declaración?» Precisamente Monteverde fue acusado por
Urquinaona por la protección otorgada a sus paisanos a
pesar de haber sido declarados independentistas, como
aconteció con José Luis Cabrera, diputado firmante de la
declaración de independencia, Pedro Eduardo, o Fer-
nando Key Muñoz, que, como Sarabia, mantuvieron por
entero sus propiedades sin ser confiscadas por el go-
bierno realista.
En su refutación el Marqués del Toro aseveró que, al
referirse a «la protección de los isleños y conducta de
estos en la época de Don Domingo Monteverde, me
fundé precisamente en lo que vieron por sus ojos todos
los habitantes de este país, en que cada americano pa-
triota se encogía de hombros a la más leve mirada de uno
de ellos, y me fundé también en el modo con que da
principio a sus escritos manifestando en cada uno a más
de su vecindario que era natural de Tenerife, como dice
para recomendar su intención y que tuviese buena aco-
gida, puesto que no era necesario añadir esa cláusula con
olvido del estilo de libelar, comprendido en el verso quis,
quid coram quo, quo jure pelatur et a quo. Pueden ser fú-
tiles las especies de que hago referencia en el concepto
contrario pero, pesadas con prudencia y cordura por el
tribunal»298. Se entiende que, ante los demoledores plan-
teamientos del procurador, el mantuano parece recular y
admitir que su justificación se fundamentaba únicamente
en la naturaleza de isleño del demandante durante la go-
bernación de su compatriota.

298
A.A.H. Judiciales. 65-776. 19 de marzo de 1835.

221
Se dio paso a toda una serie de declaraciones promovi-
das por el Marqués del Toro de significados individuos de
Caracas sobre la naturaleza del gobierno de Monteverde,
que aparecen encabezadas el 20 de febrero de 1836 por el
canario republicano Fernando Key y Muñoz, natural de Icod
(Tenerife) y ministro de la Junta Suprema de 1810. En ellas
se pide que «si fueron públicas las persecuciones, prisiones
bóvedas y vejámenes que padecieron los americanos du-
rante la permanencia de Monteverde, inferidas señalada-
mente por los isleños a merced de tener a la cabeza a su
paisano de Capitán General, en términos que continuamente
perdían degüello contra los criollos que no eran de su de-
voción, nombrando con esto y con las frecuentes prisiones
que ejecutaban de su arbitrio y sin orden de jefe alguno el
terrorismo y atolondramiento más asustadizo». La segunda
pregunta planteaba «si los americanos, con especialidad
aquellos que pertenecían a las familias de algún patriota co-
nocido como fue la mía, tenían que contemporizar y doble-
gar a cualquier instancia de los isleños para libertaste de toda
saña y persecución que quisiesen. Si a vista de los conducta
que observaron dichos isleños durante aquella época con-
sideran que cualquiera declaración que se hubiese dado por
un patriota a pedimento de uno de aquellos, con singulari-
dad contra algún emigrado que había salido huyendo de
ella no fue emitida con toda libertad y franqueza y que por
consiguiente no tiene valor alguno como obra precisamente
del temor y de la fuerza o más bien de las circunstancias y
del peligro que les amenazaba»299.
Sin aportar nada sustancial intervinieron en el proceso
José López Villavicencio, Juan Ascanio y Rada, José Manuel

299
A.A.H. Judiciales. 65-776. 19 de marzo de 1835.

222
García de Noda, José Antonio Hernández Bello, José Fran-
cisco Irazábal e Isidro Hernández Bello.
Tras ese primer interrogatorio Sebastián Fernández de
León les preguntó en nombre del citado el 29 de febrero
a los testigos si Delgado no había salido de la provincia y
se había mantenido en ella, siendo propietario de un gran
rebaño de ganado mayor, algunas bestias y varios esclavos
y si Sarabia «jamás fue soldado ni entró en acción de gue-
rra y si los españoles le quitaron la vida dentro de la casa
en que estaba en la Sabana de Ocumare». La siguiente pre-
gunta se refería a su residencia en Caracas «cuando los is-
leños y españoles persiguieron a los patriotas en tiempo
de Monteverde y de Boves, sin respetar a ninguno de ellos
y si contestasen lo contrario, digan las personas que con-
ceptuaron y las que perseguían dando de esto la razón. Si
saben que el gobierno español mando dé la ciudad de Ca-
racas a don Vicente Ibarra en unión de don Carlos Plaza
y don Juancho Verde para que les quitasen la vidas en San
Juan de los Morros y, si habiendo dado muerte a dos úl-
timos, se salvó dicho Ibarra al sacarlo al suplicio porque
se interpuso sus respetos don Manuel Cayetano Monse-
rrate, que andaba por allá con dichos españoles, y si des-
pués de restituido a Caracas, lo enviaron a España bajo de
registro en castigo de ser patriota»300. Desde un primer mo-
mento se advierte la intención de la defensa de vincular la
época de Monteverde con la de Boves para insistir en el
carácter asesino de la restauración monárquica.
Por parte de Agustín Delgado declararon Feliciano Díaz,
Julián Navarro, Pablo Méndez, Antonio Fierro, Ramón del
Pino, Juan Antonio García, Marcos Silveira y Miguel Tovar,

300
A.A.H. Judiciales. 65-776. 19 de marzo de 1835.

223
pero no se reproducen sus afirmaciones. Seguidamente el
célebre médico independentista venezolano Carlos Arvelo
dio paso a toda una serie de declaraciones promovidas por
el Marqués sobre la muerte del cuñado del Marqués. Mani-
festó que «los españoles mataron a Antonio Sarabia en la sa-
bana de Ocumare pero ignora el motivo». Por su parte, María
de Jesús Gedler Arestiquieta, expresó que «por publicidad e
informes que tomó de varias personas y entre ellas su her-
mana María de la Luz Gedler Arestiquieta, que vivía en la
Sabana de Ocumare con su marido el señor Diego Hur-
tado, sabe y le consta que cuando entró en dicho pueblo
Machado o Rosete mataron muchos individuos y entre ellos
al expresado cuñado Diego Hurtado y a don Antonio Sa-
rabia, ignorando el motivo, aunque se persuade el decla-
rante que porque eran blancos». Mariano Ruiz, que estuvo
en ese pueblo con los generales Rivas y Arismendi des-
pués de la entrada de Rosete, reflejó que mataron al isleño,
pero afirma desconocer el motivo. El licenciado Manuel Ti-
rado, médico mayor del ejército, refirió que lo fue por la
tropa de Rosete a causa de ser patriota301.
El interrogatorio se amplió a San Francisco de Yare en
marzo de 1836. En él Juan Antonio García, natural del Ha-
tillo, mayor de 50 años y residente en esa localidad de 34
años, reveló que «lo vio de mayordomo. Sufrió la muerte
como otros vecinos reunidos en la plaza de Ocumare». Mi-
guel Tovar, mayor de 37 años, natural de este pueblo, en el
que residía desde su nacimiento, notificó que Sarabia fue
mayordomo de Toro en 1809 y 1810. Lo mataron los espa-
ñoles en la bajada de Araguita cuando iba huyendo de Ro-
sete, como murieron todos los que no pudieron escaparse

301
A.A.H. Judiciales. 65-776. 19 de marzo de 1835.

224
en Ocumare. Especificó que «en tiempo de Monteverde
estuvo cuatro meses, pero nunca en el de Boves, oyó
decir perseguían a los patriotas, pero ignora quienes eran
ni a quienes exceptuaban». Pablo Méndez, juez de paz de
Yare, natural de Caracas y avecindado allí desde 1812, ex-
presó que su asesinato fue efectuado pro Rosete en la
casa de Diego Hurtado302.
El contraataque de los representantes de Agustín Del-
gado el 12 de febrero de 1836 no se hizo esperar y embis-
tió con contundencia a la artillería argumentativa
desplegada por los del Marqués. Su apoderado José Matías
González abrió otro nuevo interrogatorio sobre la consi-
deración gozada en la época de Monteverde por los Toros
y sobre si su cuñado Sebastián León, su hermano Juan Toro
Ibarra y otros individuos de ella fueron alcaldes de aque-
lla época y que ocuparon varios destinos de confianza
como se puede comprobar por actas públicas, si estaban
al corriente del secuestro de sus bienes y de su persecu-
ción. Finalmente reflejó que «si aunque los isleños tuvieron
influjo en el Capitán General Monteverde y persiguieron a
muchos americanos, no fue esto una cosa tan general que
no considerasen y respetasen a muchos como el señor Vi-
cente Ibarra, la señora Socorro Berroterán, a otras infinitas
personas y a todos o casi todos los patriotas que hoy exis-
ten» y finalmente si «todas las declaraciones contra isleños
en aquella época fueron hijas del terror y falsas»303.
Al abrirse el interrogatorio Fernando Key declaró que
en la Constitución española fue alcalde el señor Juan
Toro. Por su parte, Pablo Méndez, que emigró en tiempo

302
A.A.H. Judiciales. 65-776. 19 de marzo de 1835.
303
A.A.H. Judiciales. 65-776. 19 de marzo de 1835.

225
de Morillo y entonces tenían secuestrada la hacienda, ex-
puso que Agustín Delgado era mayordomo y cobraba 300
pesos. El isleño Antonio Fierro, de 53 años, sostuvo que
«la familia de Toro fue estimada y la hacienda solo se-
cuestrada en la época de Morillo. El año 9 cuando vino el
declarante de las Islas Canarias ya encontré a Delgado de
mayordomo y lo vio en este servicio con 300 pesos hasta
la desolación del terremoto». Feliciano Díaz, mayor de 49
años, aseveró que «los isleños tuvieron algún influjo en la
época de Monteverde y persiguieron a muchos america-
nos no fue tan general que no considerasen y respetasen las
casas de los señores Toros y Ibarras y otros patriotas de
nombre». Por su parte, Marcos Silvera, mayor de 60, mani-
festó que era «público que los Sarabias no fueron persegui-
dos por sus paisanos ni por otra autoridad en aquella época.
Jamás fueron embargadas las propiedades sino con Morillo.
Juan Antonio García, de 46, reflejó que «le quedaron de-
biendo cantidad de pesos de los salarios». Ramón del Río,
mayor de 50, mantuvo que en tiempos de la mayordomía
de Delgado, la hacienda «era de las más populosas bien
en esclavitud y bien en arboleda y extensión»304.
Se abrió otro interrogatorio que incluyó como pre-
guntas las siguientes: si la migración no fue con Monteverde,
sino en 1814 con Boves como comandante, y si el asesinato
de Sarabia no fue por su persona sino que «cayó como todos
en la matanza general que hizo Rosete en Ocumare»; sobre
la erección de un tribunal o junta de secuestros sino des-
pués de la arribada del ejército expedicionario, siendo en-
tonces cuando vendió Don Lorenzo la hacienda de San
Bernardo, sobre si hubo persecución sobre su persona y

304
A.A.H. Judiciales. 65-776.

226
«mucho menos» sobre su esposa, «que siempre fue muy re-
putada y conservada en el manejo de los intereses de su ma-
rido»; si hasta la entrada de Boves tampoco fue perseguido
ni el Marqués ni Sarabia, sino «por el contrario gozaron de
la tranquila que había en general, pues no hubo persecu-
ción especial contra su persona». Incluía también una in-
terpelación a José María Lovera sobre la recepción de un
poder e instrucciones en Valencia, donde se hallaba la Au-
diencia, por parte de Delgado para el cobro de sus salarios
y lo presento e hizo otras gestiones305.
El interrogatorio se abrió el con las declaraciones del
galeno independentista Carlos Arvelo, quien reafirmó que
no emigró el 29 de febrero de 1813 y que era cierto que
«cuando Boves salió para Maturín y en la batalla de Urica
estaba de gobernador militar Don Juan Nepomuceno
Quero» acaeció su prisión. Sostuvo que el Marqués «no su-
frió de los españoles y solo sufriría lo que es concerniente
a una emigración» José María Lovera, mayor de 40, por su
parte, precisó que «emigró el 14 y la prisión de los dichos
fue después de la emigración del exponente, no creo que
fueran capaces de faltar a la religión del juramento». Su-
brayó que no sabía cuando dirá Delgado la acción del es-
cribano si era contra el Marqués del Toro. Finalmente,
María Jesús Gedler expuso que nunca había emigrado, Ma-
riano Ruiz que no lo hizo hasta el 14, el licenciado Manuel
Tirado hasta la entrada de Morillo, mientras que la de Iba-
rra había acontecido en la época del gobernador Quero306.
A pesar de tales argumentos y pruebas el juez de primera
instancia falló el 14 de julio de 1838 que no había lugar a

305
A.A.H. Judiciales. 65-776.
306
A.A.H. Judiciales. 65-776.

227
la demanda «sin especial condenación de costas por no
haber demostrado las deudas, aunque consta haber sido
mayordomo», sentencia que fue confirmada por la corte
suprema de Justicia el 8 de agosto de 1840307. Aunque los
tribunales no le dieron la razón, este proceso demuestra
hasta qué punto ya desde plena época de la República
de Venezuela se cuestionaba la justificación a posteriori
de la guerra a muerte efectuada por los partidarios de la
independencia, al tratar de enlazar la dictadura de Mon-
teverde con los acontecimientos posteriores de 1814.

307
A.A.H. Judiciales. 65-776.

228
Conclusiones

La sangrienta represión de la asonada acaecida en la Sa-


bana del Teque en las inmediaciones de Caracas el 11 de
julio de 1811 fue la primera decisión de condena a muerte
en masa emprendida por la República de Venezuela. Tan
desproporcionada medida en un gobierno que tan solo
pocos días antes había proclamado la independencia fue
un grave precedente de acontecimientos posteriores que
contribuyeron a ahondar en la profunda división de la so-
ciedad venezolana. Sería el prolegómeno de una zanja
que se tensaría con la Guerra a muerte y que se ahonda-
ría con la reacción subsiguiente encabezada por Boves y
Morales y que pondrá fin a la efímera Segunda República.
Salvador de Madariaga destacó la gravedad de estas me-
didas hasta el punto de subrayar que «aquí es quizá donde
se inicia la futura guerra a muerte»308.
La contundencia de la decisión gubernamental no
hizo sino propalar la llama del odio que se extendería
como la pólvora. Álvarez Rixo lo sentenció con estas trá-
gicas palabras: «su sangre no quedó del todo sin vengar».

308
MADARIAGA, S. Op. Cit.Tomo I, p.327.

229
Los odios larvados estallan en la Primera República. Ren-
cores diversos, de todos los disconformes con el nuevo
orden, inconexos, sin ideas claras, que son no sólo de is-
leños de orilla, sino también de pardos, de mulatos, de
esclavos. Con toda su crudeza un canario de la elite
como Antonio Ascanio precisó de forma categórica el di-
lema y la contradicción en carne viva que tendrán que
sentir sus compatriotas a partir de entonces y que será
una constante dicotomía en su valoración en la sociedad
venezolana. Expresó que «no dejaron de sorprenderse los
patriotas a vista de semejante conducta, pues creían con-
tar en caso de necesidad con 4 o 5000 isleños que se en-
contraban regados en el país y los suponían poseídos de
otros sentimientos, tanto porque habían encontrado en él
su fortuna, como porque no podían tenerse por españo-
les, ya porque las Canarias pertenecían a África, ya por-
que eran gobernados por las mismas leyes con que la
España gobernaba a los americanos, demasiado pesadas
ya para unos y otros». Para los venezolanos eran en
efecto criollos, Sin embargo, las clases bajas canarias,
según el isleño, eran «hombres imbéciles, ignorantes y
supersticiosos en extremo».
La historiografía venezolana ha justificado parcialmente
la guerra a muerte por la dictadura de Monteverde. No
cabe duda que el marino canario incumplió la capitulación
firmada con Miranda y condujo de forma arbitraria a la cár-
cel a muchos republicanos, que abarrotaron las bóvedas
de La Guaira en un acto que se fundamentaba muchas
veces más en el resentimiento social del sector de canarios
de clases bajas, convertidos en su soporte socio-político,
que en una decisiva vocación represiva sistemática contra
los independentistas. Es más, esa parcialidad se muestra en

230
el trato absolutamente favorable recibido por parte de los
más significativos oligarcas republicanos como los Rivas y
Simón Bolívar, unidos por lazos de la sangre al caudillo is-
leño, a los que se les expidió pasaporte para que pudieran
emigrar hacia Curaçao, a pesar de su papel significativo en
la Primera República. Tampoco se puede hablar de un sis-
temático secuestro de los bienes de los republicanos como
el emprendido por Morillo, que distanció para siempre a la
oligarquía mantuana promotora de la insurrección del ré-
gimen monárquico español. En general, como demostró
palpablemente el proceso de 1835 entre el Marqués del
Toro, y su mayordomo canario, sus bienes no fueron in-
cautados y sus familias no sufrieron improperios.
Detenciones injustificadas, atendiéndonos a la capitula-
ción, de los protagonistas de la revolución, pero no ejecu-
ciones, y mucho menos para aquellos que no se habían
significado en la Primera República. Y al mismo tiempo pa-
saportes para salir sin problemas al exterior para notables
dirigentes de la Primera República como el más tarde cé-
lebre Briceño, el mismo Bolívar y los Rivas. Como recalca
Ángel Rafael Lombardi, los canarios de clase baja y sus
descendientes llegaron a ser 190.000 personas unidas por
los lazos de la sangre con amplias sectores de los blancos
de orilla y los pardos, descontentos con la prepotencia y
desplantes de los criollos, que procedían de los tiempos
de la colonia y que se habían acrecentado con la política
oligárquica de la Primera República309, como evidenció la
sublevación de la sabana del Teque y se puede percibir
en el mundo llanero, Aragua o Valencia, cuestión que no
entendió Bolívar en la Guerra a Muerte y que explica la

309
LOMBARDI BOSCÁN, A.R. Op. Cit., p.116.

231
furia desatada tras ella. Los canarios pasaron a convertirse
en la columna vertebral del nuevo orden. La restauración
realista no podía entregar el poder a la antigua elite que
en su gran mayoría había apoyado la causa republicana.
Monteverde se apoyó en los isleños hostiles a la Repú-
blica y ellos se sirvieron de él. Eran en su mayoría de
origen social bajo.
Con la derrota y el exilio en Cartagena surge entre los
republicanos refugiados en ese puerto colombiano la idea
de la reconquista, que plasmó Bolívar en la campaña ad-
mirable y el decreto de guerra de españoles y canarios. Ins-
pirado este último en los postulados desarrollados por el
trujillano Antonio Nicolás Briceño, su error de estimación
era primeramente que en la Hispanoamérica de 1813 no
había ningún ejército español reclutado para ocupar el con-
tinente, como acaeció en Haití, y que la inmensa mayoría
de las tropas realistas eran criollas, y en segundo lugar que
la Venezuela de la antigua capitanía general no era ni Co-
lombia ni el mundo andino venezolano, en los que en esa
época el número de españoles era muy escaso, sino el de
una sociedad compleja en la que, tanto en las áreas rura-
les como en las ciudades, había un número relativamente
alto de españoles, en su mayoría canarios, de aquellos que
en su parecer no sabían leer ni escribir ni tenían muy clara
de su identidad, pero sí de sus intereses, y que estaban es-
trechamente mezclados por los lazos de la sangre y el pai-
sanaje con los criollos blancos de orilla y pardos de Los
Llanos, de Valencia o de Aragua e incluso con los mismos
mantuanos de Caracas, entre los que se encontraban no
pocos hijos y nietos de canarios. No tomar conciencia de
esa singularidad, que no supo entender el propio Bolívar
en ese momento, pero sobre la que reflexionó muchos

232
años después, fue un grave error de cálculo que él mismo
pagaría muy poco después y que abriría la violenta senda
que estalló con toda su crudeza en esos aciagos años.
El 8 de junio de 1813 en Mérida Bolívar efectuó una pro-
clama dirigida a sus moradores en la que sentenció que
«los odiosos y crueles españoles han introducido la de-
solación y la muerte en medio de los inocentes y pací-
ficos pueblos del hemisferio colombiano, porque la
guerra y la muerte que justamente merecen les ha hecho
abandonar su país nativo, que no han sabido conservar
y han perdido con ignominia». Resultan paradójicas y
bien llamativas sus expresiones para justificar la caída
de la Primera República, al considerar que la misma se
produjo por una inexistente invasión de españoles arri-
bados a sus costas como consecuencia de su expulsión
de España, como si la inmensa mayoría de las tropas re-
alistas no estuviera formada por criollos y como si la
mayor parte de los españoles y canarios que vivían en
Venezuela no estuvieran arraigados en el país con ante-
rioridad a la invasión napoleónica y unidos por los lazos
de la sangre con sus naturales. Solamente con citar la
elevada proporción de próceres que eran hijos de cana-
rios se podría apreciar su directa involucración y su inte-
gración en la sociedad venezolana. La guerra de
independencia venezolana nada tenía que ver con la de
las Trece Colonias ni con la de Cuba. Hasta la arribada de
las tropas de Morillo en 1815 fue esencialmente una gue-
rra civil, en las que la mayor parte de los protagonistas en
ambos bandos eran americanos, por lo que estas frases
del Libertador solo pueden explicarse desde una perspec-
tiva propagandista, tratando de ocultar el cariz real de la
contienda.

233
Resulta cuando menos irónico que los actores vene-
zolanos de la campaña admirable, que ocuparon cargos
de relieve en su primer experimento republicano y que se
embarcaron todos ellos con pasaporte firmado por el
mismo Monteverde, justifiquen la guerra implacable y el
exterminio de los españoles amparados en el trato reci-
bido por las autoridades nacidas de la contrarrevolución
realista de 1812. Como subrayamos con anterioridad, es
indiscutible el incumplimiento de la capitulación por el
canario y el encarcelamiento, contraviniéndola, de algu-
nos republicanos en las bóvedas de La Guaira y Caracas
y, finalmente la conducción de unos pocos a los presidios
españoles, incluido el propio Miranda, que el propio Li-
bertador en un gesto no precisamente cortés había puesto
en bandeja a Monteverde. Pero en todo caso las deten-
ciones fueron selectivas, ya que, mientras que privilegió y
dio la libertad curiosamente a muchos de los mantuanos
que más tarde se iban a erigir en artífices y ejecutores de
la guerra a muerte, dio prisión a una minoría. Sin embargo,
como reflejaron Heredia y Llamozas, dos testigos presen-
ciales ampliamente citados por los autores republicanos
por sus críticas a los realistas, pero ampliamente ignorados
en sus apreciaciones sobre los republicanos. El marino ca-
nario no ajustició a ninguno, por lo que la guerra a muerte
era un salto de gigantescas proporciones frente a lo acae-
cido en la dictadura del marino canario.
Como refrendó Salvador de Madariaga, con esa deci-
sión «por primera vez en la guerra civil venezolana, Bolí-
var dio valor de ley a la guerra de exterminio. De lo que
Bolívar es responsable es, pues, de la índole legal y ge-
neral que otorga su autoridad personal y oficial a la gue-
rra a muerte. Esto sí que carecía de precedentes hasta el

234
decreto de Trujillo»310. Recalcó que fue un documento ela-
borado a sangre fría. Pero, como lo acaecido con poste-
rioridad demostró, estaba profundamente equivocado con
esa decisión. Al culpabilizar de forma automática a todos
los españoles y canarios que no tomaron las armas por la
República, por el solo hecho de hacer nacido en el otro
confín del Atlántico, al mismo tiempo que perdonaba de
idéntica forma a los americanos, aunque hubiesen come-
tido las mayores crueldades, estaba trazando un abismo
muy peligroso que se iría en contra de él y en contra de
su clase, que había hegemonizado la Primera República y
que era vista por los sectores bajos venezolanos como la
forjadora de un régimen que, bajo la invocación de la Pa-
tria, defendía en realidad sus intereses sociales. Esa reali-
dad no supo o no quiso verla el Libertador y en todo caso
se equivocó con el diagnóstico de la situación. Cierta-
mente Venezuela no era Colombia, y en el País del Ori-
noco los españoles y canarios no eran unos soldados
foráneos recién llegados a Tierra Firme sino unos ciuda-
danos profundamente arraigados e integrados dentro de
la población, no solo en las ciudades sino en las tierras
agrícolas de Aragua, Carabobo, Oriente o el Yaracuy y en
la inmensidad de los Llanos ganaderos. En la misma me-
dida que formaban parte de la oligarquía mantuana, la
gran mayoría de ellos pertenecían a las clases bajas. Tra-
tar de trascender bajo el disfraz de la americanidad, las di-
ferencias sociales y étnicas, era no entender en toda su
profundidad la complejidad de la sociedad colonial vene-
zolana. En todo caso fue un inmenso error político, como
lo demostró palpablemente la llamada, en definición de

310
MADARIAGA, S. Op. Cit. Tomo I, p.409.

235
Juan Uslar Petri, rebelión popular de 1814, que derrocó
con la misma inusitada celeridad que la campaña admi-
rable a la Segunda República.
La contienda no era, como reconoció el gobernador
de Barinas Manuel Antonio Pulido, entre españoles y crio-
llos, sino que adquiría una profunda dimensión social, en
la que jugaban un papel esencial los odios hacia los man-
tuanos que quisieron con las ordenanzas de los llanos pri-
vatizar y hacerse con la propiedad de estas regiones
ganaderas. Se configuró de esa forma un conflicto en el
que en realidad no se pugnaba entre la españolidad y la
americanidad, como planteaba Bolívar en su decreto de
guerra a muerte, sino que se hallaba entablada una con-
tienda social entre los hacendados que apoyaban la polí-
tica oligárquica republicana, entre los que se encontraban
también una minoría canaria contra la que actuó Boves en
Calabozo, y las clases bajas de la sociedad, que eran til-
dadas de vagabundas y de partidarias del pillaje por parte
de los insurgentes y que mantenían lazos de toda índole
con los canarios de clase baja y algunos peninsulares
hasta el punto de ser la hueste principal de sus «bandas».
Muchos años todavía tardarán los republicanos en
darse cuenta de que no ganarían la guerra si no atraían a
su bando a estos «bárbaros llaneros realistas». Sólo con el
cambio radical en la estrategia ejecutado por uno de su
mismo origen, José Antonio Páez, pudo revertir hacia los
republicanos el triunfo en la contienda. A partir de 1816,
cuando la guerra había ya dejado de ser civil con la irrup-
ción de las tropas de Morillo y cuando las deserciones se
multiplicaban en las milicias realistas criollas es cuando
los republicanos comenzaron a ser meridianamente cons-
ciente de su error.

236
La Guerra a Muerte, antes que en Caracas y La Guaira,
donde miles de canarios y españoles fueron ajusticiados,
se desarrolló con toda su crudeza por los campos de Ara-
gua y sus áreas colindantes. En ellos plasmará con toda su
intensidad su doctrina en una región donde la presencia
canaria desde el siglo XVII era muy intensa, y en la que
el moderno desarrollo de cultivos como el tabaco, el añil
o el café había conducido a muchos de ellos y sus fami-
lias a establecerse en ella en fechas recientes. Aunque Bo-
lívar habló de capitulación y presentó su firma en La
Victoria, era todo realmente papel mojado y una estrate-
gia político-militar, ya que mucho antes de las ejecuciones
masivas de febrero de 1814 en La Guaira y Caracas, los
valles de Aragua dejaron una prolija relación de españo-
les y canarios ejecutados en acto público ante los ojos es-
tupefactos de sus parientes y amigos.
Una viva demostración de la complejidad del proceso
y de la comunidad de intereses entre los blancos pobres,
entre los que se hallaban un notable porcentaje de cana-
rios, y los pardos frente a los mantuanos, lo constituye la
villa de Nirgua, en el actual estado Yaracuy, un hecho sin-
gular en la Venezuela colonial, una localidad regida desde
su fundación por privilegio de la Corona por pardos li-
bres, cuya existencia, jurisdicción y tierras siempre des-
pertó profundas tensiones y conflictos con la oligarquía
mantuana. La oposición de amplios sectores de su elite a
la emancipación ya fue evidenciada por Roscio en El pa-
triotismo de Nirgua y abuso de Reyes.
La Gaceta de Caracas de 2 de mayo de 1815 repro-
dujo los documentos que testimoniaban la decisión de
las autoridades republicanas de fusilar a los españoles
y canarios. El 13 de febrero de 1814, desde La Guaira,

237
Leandro Palacio dio cumplimiento de «orden expresa del
Excmo. Sr. General-Libertador para que sean decapitados
todos los presos españoles y canarios reclusos en las bó-
vedas de este puerto». Subrayó que «se ha comenzado la
ejecución pasándose por las armas esta noche cientos de
ellos». Al día siguiente comunicó que el día anterior se ha-
bían decapitado ciento cincuenta y «entre hoy y mañana lo
será el resto de ellos». El 15 informó del fusilamiento de
247 españoles y canarios enfermos, especificando que solo
quedaban en el hospital 21 enfermos y en las bóvedas
ciento ocho criollos. Finalmente, el 16 se dio cuenta de la
ejecución de todos los enfermos. El 25 se hizo constancia
que esa orden de exterminio de 18 de febrero dada por el
Libertador se había cumplido tanto en Caracas como en
ese puerto con el pase por las armas de «todos los espa-
ñoles y canarios que se hallaban presos en número de más
de ochocientos, contando los que se han podido recoger
de los que se hallaban ocultos»311. Numerosos testimonios
documentales ratifican los planteamientos de Juan Vicente
González y confirman el chantaje practicado por las auto-
ridades durante su encarcelamiento y después de su con-
dena a muerte, que, a pesar de todo el dinero aportado
por sus parientes, fue verificada en la gran mayoría de los
casos. En efecto, la falta de recursos para el sostenimiento
del aparato del Estado y del ejército llevó a las autorida-
des a un afán desmedido para incautar sumas de dinero a
los españoles y canarios y a sus descendientes.
El 24 de febrero de 1814 Simón Bolívar efectuó en San
Mateo una proclama sobre la Guerra a Muerte unos pocos
días después de haberse vertido «la sangre de los españoles

311
Gaceta de Caracas nº14, 2 de mayo de 1815, pp. 120-121.

238
prisioneros en La Guaira». Es más, con esa imprecación la
dio comienzo. Sentenció en ella que «aquella parte del
Mundo instruida de nuestros sucesos aplaudirá una me-
dida que imperiosamente exigían después de algún
tiempo la justicia y el interés de casi una mitad del Uni-
verso». Justificó «la necesidad de la sentencia que contra
su característica humanidad ha pronunciado al fin el Su-
premo Jefe de la República» por la armazón que recibie-
ron «en los muros sangrientos de Quito», donde por vez
primera La España «despedazó los derechos de la natura-
leza y de las naciones» de «la espada de las represalias para
vengar aquellas sobre todos los españoles». Reflejó las ac-
ciones de Boves en Calabozo y San Juan de Los Morros,
donde refirieron como asesinaron en el primero «por sus
propias manos, casi sin excepción» a sus habitantes, «apa-
centadores de ganados» y en el segundo a «cultivadores de
la tierra». Dos años habían pasado y se veían «aún en las
empalizadas de San Juan de los Morros suspensos los es-
queletos humanos». Tras tales atentados, el manifiesto bo-
livariano volvió a reiterar con lenguaje florido los episodios
comunes de las prisiones de Monteverde, en las que «an-
cianos y moribundos amarrados duramente, apareados con
veinte o treinta, pasaban un día entero sin comida, bebida,
ni descanso en trepar por inaccesibles sendas». Relató el
fracaso de las capitulaciones con la negativa de Monte-
verde y el descubrimiento de una supuesta conspiración
de los prisioneros de La Guaira después de la derrota re-
publicana de 10 de noviembre de 1813.
Es ahora finalmente la barbarie de Boves y Rosete la
que sirve de justificación a la ejecución masiva e indiscri-
minada de españoles y canarios, que se había ejecutado
desde los tiempos del decreto de Guerra a Muerte, como

239
hemos tenido oportunidad de ver. Lo llamativo de esta es
el carácter masivo, pero no fue un procedimiento inme-
diato, sino que se había efectuado también de forma pau-
latina. Pero, ahora ya se habla de salvajismo contra la
civilización, porque, a diferencia de lo acaecido con Mon-
teverde, que fue tolerante con la elite mantuana y ni si-
quiera le incautó sus bienes, la rebelión de 1814 fue
directamente contra su clase social y eso es lo que ver-
daderamente le repugna, la conversión nítida de la gue-
rra civil en una social. En el Tuy se cortó la cabeza a los
hacendados blancos sin distinguir su origen étnico, como
tampoco lo tuvo en cuenta Boves en Calabozo, donde
mató a canarios de ese mismo origen social. No fueron
Boves ni Rosete los ejecutores de esa guerra cruel y des-
piadada, «salvaje e incivilizada», ni los soldados españoles,
fueron las mismas clases bajas venezolanas los protago-
nistas, por más que se quiera disfrazarla el Libertador bajo
el manto protector de los conquistadores españoles. Por
eso acierta plenamente que los lujos y el oro eran el in-
centivo de los conquistadores, pero quienes ahora operan
eran «bandas de tártaros».
El militar tocuyano José Trinidad Morán trazó el cua-
dro del éxodo de la población hacia Oriente el 6 de
agosto de 1814, cuando se dejaron ver desde el 5 las pri-
meras avanzadas de Boves a cuatro leguas de Caracas:
«Veinte mil habitantes de ambos sexos y de todas clases
seguían nuestros pasos; casi toda esta emigración iba a
pie y como el camino de las montañas de Capaya hacia
Barcelona es lo más fragoso que se puede imaginar, cons-
ternaba ver a señoras delicadas que no habían conocido
la adversidad y que habían vivido en la abundancia y los
goces, marchar con el lodo a las rodillas, sacando fuerzas

240
de flaqueza, para salvar su honor y su vida amenazadas
por la horda de facinerosos que acaudillaba Boves. Nues-
tras tropas les proporcionaban para aliviarlos cuanto es-
taba en nuestras manos, pero no era posible hacerlo con
todos en una emigración tan numerosa y muchos pere-
cieron de hambre y de cansancio, ahogados en los ríos o
devorados por las fieras que abundaban en aquellos bos-
ques»312. Retrató la angustia y el terror que reinaba entre los
emigrados republicanos, pero también las controversias y
los fracasos del proyecto mantuano hegemonizado por
Simón Bolívar, erigido no solo sobre la guerra a muerte
de españoles y canarios, sino frente a la cólera de los par-
dos y blancos de orilla criollos que se levantaron junto a
Boves. El fusilamiento de esos pardos que osaron decir
que todos los blancos eran godos es bien significativo. La
huida de las mantuanas es un magistral testimonio de esa
guerra social. Nada que ver con la caída de la Primera Re-
pública, en la que esas familias de la oligarquía no fueron
objeto de afrenta y permanecieron en la Caracas monár-
quica. Como bien precisó, la deserción acaecía ahora por
primera vez. El oficial larense siguió narrando la persecu-
ción de la caballería de Boves en ese destierro forzoso:
«cuanta persona encontraban era lanceada: era el extermi-
nio de todos los americanos lo que querían los españoles».
Bolívar, en su misiva al presidente del Congreso de
Nueva Granada de 20 de septiembre de 1814, recono-
ció que fue «la sublevación general de todo el interior
de Caracas» la que dio al enemigo un número de tropas

312
GUANASI MORÁN, A. General Trinidad Morán 1796-1854. Estudios his-
tóricos y biográficos. Caracas, 1952, 2ª ed. facsímil de la de Arequipa de 1918,
pp.30-31.

241
incomparable que se tradujo en «la devastación absoluta
y espantosa de todo el territorio». Se percató de que «los
pocos pueblos que combatían conmigo por la libertad
desmayaron, cuando el enemigo se aumentaba prodigio-
samente y se conciliaba con el afecto de sus tropas». Frente
a sus esfuerzos, «el enemigo, pillando, destruyendo y
usando de una desenfrenada licencia de nada necesi-
taba»313. Estaba expresando varios aspectos significativos.
En primer lugar, el carácter abrumadoramente mayoritario
de la rebelión de los pueblos interiores de Venezuela con-
tra la Segunda República. No era esta ni nunca lo fue una
contienda entre españoles y criollos, aunque con la Gue-
rra a Muerte se pretendió enmascarar. La campaña admi-
rable y sus métodos de actuación habían acelerado el afán
de venganza y los odios sociales larvados en la colonia y
que las ordenanzas de los Llanos y el proceder oligárquico
de los republicanos habían enervado aun más. En se-
gundo lugar el botín de los llaneros, que era a sus ojos, no
el reparto de la propiedad, que no era la divisa que se
planteaban porque no tenían un proyecto político alterna-
tivo, sino el pillaje y la apropiación de bienes muebles,
joyas, ropas y ganado. Finalmente, la conciliación de los
caudillos con las tropas llaneras. Esta es también una idea
clave, frente a una República en la que los cuadros de
mando del ejército se seguían estableciendo con los crite-
rios estamentales del Antiguo Régimen y con una evidente
discriminación étnica y social, en las patrullas realistas lla-
neras tales prejuicios no existían, lo que explica las fuertes
críticas de los pocos militares profesionales que existían en
Venezuela, como Cajigal, que fueron sus mayores críticos.

313
BOLÍVAR, S. Escritos. Tomo VII, pp.1-2.

242
En el novedoso y clarificador texto de Germán Carrera
Damas Boves. Aspectos socio-económicos de la Guerra de
Independencia, a pesar de los años transcurridos desde su
publicación, se apuntan tales explicaciones del proceso,
poniendo en cuestión «cuanto hay de artificioso, de torcido
y deleznable en la historiografía venezolana sobre la eman-
cipación». En sus conclusiones registra algo que sí es evi-
dente, que Boves no es un elemento singular y único, sino
que, como Morales o Yánez, supo aúnan los sentimientos
de un amplio espectro de los llaneros contrarios a la apro-
piación que la oligarquía republicana había establecido del
mundo llanero, cuyo instrumento más preciso de domina-
ción fueron las ordenanzas de los llanos. Coincidimos ple-
namente con él que el ganado fue la reivindicación
socio-económica fundamental que llevó a las capas llane-
ras a la rebelión contra una República que encarnaba en sí
misma la personificación de la clase dominante mantuana
que en la colonia, primero, y en la República después, ya
plenamente hegemónica, había impuesto su proyecto de
dominación socio-político sobre el escenario llanero. Tales
sectores adolecían de un proyecto político nítido y clarifi-
cado, por lo que, como subrayó Carrera Damas, las inter-
pretaciones socio-económicas de su actuación adolecen de
serios vicios metodológicos por su irrisoria documentación
y su prejuiciada vinculación en el acopio de los testimonios
escritos. Nada hay que induzca a pensar que Boves y los
llaneros se comportaran con distribuidores de la propie-
dad, pero sí hay argumentos suficientes para entender que
se apropiaran del ganado y de otros bienes muebles como
un botín de guerra314.

314
CARRERA DAMAS, G. Op. Cit., pp. 245-249.

243
Los llaneros, en una actitud a caballo entre el odio ra-
cial y el afán de recompensas, continuaron fieles a la causa
realista. Como precisó Carrera Damas, los llaneros actua-
ban realmente motivados por objetivos militares. Querían
el ganado, al igual que los canarios y peninsulares que se
integraban en sus filas y se identificaron con esa lucha por-
que querían obtener las tierras que arrebatarían a la oli-
garquía criolla. Se repartían el botín, pero no se planteaban
la abolición de la sociedad clasista. Era una contienda so-
cial pasional y violenta, pero no contenía una orientación
política decidida. Se lucha más contra que a favor de. Eran
realistas porque en la República no tenían nada que ganar.
Fue precisamente la restauración del absolutismo en Es-
paña en 1814, que posibilitó el envío en marzo de 1815 de
una fuerza expedicionaria al mando de Pablo Morillo cons-
tituida por diez mil soldados y el más tardío cambio de ac-
titud hacia los llaneros por parte de los republicanos lo que
cambió radicalmente el rumbo de la contienda. Con tales
refuerzos la Guerra de Independencia venezolana dejó de
ser por vez primera una guerra social interna, una guerra
civil, para introducir un elemento foráneo. Morillo necesi-
taba con urgencia recursos económicos y para ello recurrió
a la subasta de tierras de los dirigentes republicanos. De
esa forma más de las 2/3 partes de las familias oligárquicas
venezolanas vieron vendidas sus propiedades. Con ello las
autoridades españolas rompían de forma definitiva con los
garantes del antiguo orden social. Pero a la larga se que-
darían sin la base social que garantizase la continuidad del
dominio colonial en América.
El gobierno español trató de consolidar su hegemonía en
el país a través del ejército expedicionario, con lo que tra-
taba de convertirlo en el baluarte para restaurar la estructura

244
social colonial. Por vez primera la jerarquía y la subordina-
ción deberían ser los principios militares. Pero esa decisión
les fue distanciando de los llaneros y de los isleños. Para
ellos eran unos recién llegados, parásitos sin ninguna co-
nexión ni raíces en Venezuela, cuyo único interés era ama-
sar fortuna y abandonar el país. La deserción paulatina en
el ejército realista se hizo más evidente. Incluso los que se
mantuvieron fieles como Morales tuvieron numerosos en-
frentamientos con los militares profesionales.
Las tropas que habían luchado por el Rey fueron me-
nospreciadas y consideradas de segunda fila. Al tiempo que
los llaneros eran arrinconados dentro del ejército realista,
mientras tanto en los republicanos se operaba un cambio
que será decisivo. El objetivo de Bolívar era organizar un
ejército sobre la base de la igualdad legal y la americani-
dad, que posibilitara a los pardos un cierto acceso al poder
a través de la milicia. Gracias a ello un amplio número de
llaneros, decepcionados con la marginación con que ha-
bían sido tratados por los nuevos dirigentes militares es-
pañoles, se integran en el ejército republicano. Agrupados
en torno a un caudillo de origen isleño y de procedencia
social baja, José Antonio Páez, son conquistados por las
promesas de Bolívar de darle parte de las tierras tomadas
al enemigo y garantizarles su parte en las de propiedad na-
cional. Ese cambio de actitud republicano fue esencial para
el éxito final de la causa independentista. Un cambio de ac-
titud que contrata radicalmente con el desarrollado por el
Libertador durante la Campaña Admirable.

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