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KILÓMETRO CERO
copyright
A mis grandes letras A.
06/01/2016
07/01/2016
08/01/2016
11/01/2016
12/01/2016
13/01/2016
14/01/2016
17/01/2016
18/01/2016
21/01/2016
22/01/2016
23/01/2016
24/01/2016
26/01/2016
Epílogo
Agradecimientos
KILÓMETRO CERO
De
Dulce Merce
© 2016 Dulce Merce.
Todos los derechos reservados.
Editado por: Diana Alonso, Carmen Herrera, Marisol Ortiz y Cristina Castell.
Imágenes cedidas por: Adolfo Lloret.
Edición portada y contraportada: Javier Cortés Lloret
Primera edición: diciembre de 2016.
Depósito legal: M-005165/2016
ISBN: 154124558X
ISBN-13: 978-1541245587
A mis grandes letras A.
A mis infinitas.
Gracias.
06/01/2016
Julia
¿Y ahora qué hago?
¿Esperarte despierta?
Julia
Es la puta Noche de Reyes
Se supone que tenemos que poner los regalos
Estoy trabajando
Ya te avisé
Por lo menos me quedan
un par de horas más
Julia
Ya no aguanto esto…
Y tú lo sabes
Lo sabes desde hace tiempo, joder…
Julia
¡¡Julia!!
Aparco en el sitio que me dice y apago el motor del coche para poder darme la
vuelta y despedirme de Isabel. Sonrío al ver el gesto en su rostro.
—Ya hemos llegado.
—Dime cuánto es —contesta ella, sonriéndome de vuelta y mirando
después el taxímetro—. ¡Está parado!
—Se me olvidó volver a encenderlo desde la farmacia. —Me encojo de
hombros—. Te cobro los cinco euros más el suplemento del festivo y estamos en
paz.
—¡De eso nada! —exclama ella hurgando en su monedero y dándome
quince euros—. Toma. Y muchas gracias. Me has ayudado más de lo que crees.
—Gracias a ti, y si te he servido de ayuda, aunque solo sea para que veas las
cosas desde otro punto de vista, pues me alegro. —Cojo el dinero y lo guardo en
mi cajita fuerte, esa que yo pensaba llenar esta noche y que casi tiene telarañas.
—Hasta luego, Daniel, ¡y que te traigan muchas cosas los Reyes!
—¡Igualmente!
Observo cómo cierra la puerta y corre a su portal sin abrir el paraguas. Ojalá
la decisión que tome sea la correcta. Ojalá deje de ver al impresentable que le ha
hecho lo que le ha hecho, y que le dé una patada en los huevos, por gilipollas.
Así tenemos la fama que tenemos los tíos, por cabrones como él que solo
piensan con la punta de la polla.
Miro al frente pensando qué hacer.
La verdad es que tengo ganas de volver a casa y dar la noche por
terminada. Hablar con Julia y pedirle perdón por haber alargado tanto esta
jornada; hacer las paces, demostrarle que la quiero. Joder, es a la única chica que
he querido de verdad en mi vida.
Cojo el móvil, lo desbloqueo y selecciono de nuevo su contacto, pero me
vuelve a saltar el buzón sin dar la señal. Sigue apagado.
—¡Mierda, Julia! ¡No me hagas esto!
Soy consciente de que no me escucha, de que estoy solo en mi taxi, con las
gotas de lluvia salpicando el parabrisas cada vez con más fuerza, con la radio
muy bajita y con unas ganas irrefrenables de mandarlo todo a la mierda.
Y lo hago.
Dejo el teléfono en el salpicadero del coche y manejo por la calle José del
Hierro dispuesto a volver a casa. Esto no puede quedar así. Me tiene que
escuchar, nunca le he dado razones para desconfiar de mí, joder, y últimamente
parece que es lo único que hace: desconfiar, desconfiar por todo y de todos. Ya
no sé cómo explicarle que lo que hago en el taxi es trabajar, no irme de parranda.
Claro que, quizá no se lo he demostrado lo suficiente, quizá tenga que
organizarme de otro modo. En este momento me prometo a mí mismo
distribuirme los horarios y los festivos de otra manera. Ya trabajé en Nochevieja
y salir a la calle hoy no tenía sentido. Claro que, siendo sincero conmigo mismo,
tengo que admitir que lo he hecho para huir de tanta discusión, para dejar atrás
esa tensión constante en el ambiente.
«Mierda».
Hago un mapa mental para llegar hasta la carretera de Canillas, dejándome
envolver por la música de The Ripe, pero justo antes de coger Arturo Soria veo a
un hombre cargado de bolsas bajo un paraguas que levanta el brazo, y lo agita
para que pare. Reduzco la velocidad, pensando a toda prisa si cogerlo o no.
Tendría que pasar de largo, hacer como que no le he visto, y seguir adelante.
Pero no puedo. No puedo dejar a un cliente en la calle con este tiempo, con este
frío y cargado como uno de los camellos de los Reyes Magos.
Así que me paro, doy las luces de emergencia y me bajo para ayudarle a
colocar todo en el maletero. Con un poco de suerte a lo mejor vive cerca de mi
casa y no me retraso demasiado.
07/01/2016
Aporreo al claxon con todas mis fuerzas cuando veo a un Mercedes Clase C
ponerse delante de mí sin señalizar el cambio de carril.
Gentuza… Se piensan que por haberse gastado una pasta indecente en
comprarse un coche adquieren, junto a la ficha técnica, algún tipo de inmunidad
diplomática.
«Gilipollas».
Observo cómo me mira por el espejo retrovisor y levanto las manos del
volante para que me vea el gesto.
—¿¡Estás tonto o qué!? —grito en la soledad de mi taxi. El tipo del otro
coche aparta la vista porque sabe que tengo razón.
Niego con la cabeza e intento avanzar por el carril izquierdo de la rotonda
de la plaza de Cibeles para seguir por el paseo del Prado. Voy a ver si no hay
muchos taxis esperando en la parada de Neptuno, así aparco, me cojo un café en
el Starbucks y estiro las piernas un poco. Me noto embotado, cabreado… triste.
Y es que hoy es día siete y aun no tengo noticias de Julia.
Cuando llegué a casa la Noche de Reyes eran las cuatro de la madrugada,
pero me la encontré vacía. Ella no estaba, ni ella ni algunas de sus cosas. Casi
me vuelvo loco. No me podía creer que se hubiera ido sin más, sin una triste
discusión, sin mirarme a los ojos, sin poder hacer las paces en el momento, sin
darme opción a defenderme de lo que sea que haya hecho; tan sólo me encontré
una escueta nota en la mesa del salón:
«Dame tiempo, Dani.
Esto así no funciona.
TQ
Julia».
He aprovechado para dar una vuelta por la plaza de Olavide y comer algo rápido
en uno de los restaurantes de la zona. Nunca había parado por aquí. Sí, habré
pasado unas mil veces con el taxi, pero no había tenido ocasión de ver el barrio,
de pasearlo. Me descubro pensando que a Julia le encantaría esta zona; seguro
que en primavera las terrazas están abarrotadas.
Voy a marcharme a casa. Creo que intentaré descansar un poco, me daré
una ducha y saldré de noche. Total, no me voy a poder dormir. Pero es normal;
todo me huele a ella, me la imagino en cada rincón de nuestra casa, en nuestra
cama, en el salón, en su pequeño despacho en el que sus pinturas al óleo,
acabadas e inacabadas, se apoyan contra las paredes de esa habitación.
Cuando quiero darme cuenta estoy en pleno atasco en la M-30, escuchando
lo nuevo de The Vaccines, y pensando en si debo mover los muebles de casa
para intentar camuflar que ella no está, o si debo esperar un poco más, darle ese
tiempo que decía ayer mi madre, cuando me suena el móvil. Se corta la música y
salta el manos libres.
—¿Diga? —pregunto porque no he visto quién es.
—Hola, Dani… —la voz de Julia, con ese ligero acento francés, llena mi
coche y mi corazón se vuelve loco. Quisiera colgar. Quisiera gritarle que ahora
no tengo tiempo de atenderla. Hacerle daño verbalmente, pedirle que termine de
recoger sus cosas de mi casa de una maldita vez, y sin embargo…
—Hola, Julia…
08/01/2016
Llevo dos horas dando vueltas por el centro, pero no estoy teniendo suerte. Está
todo muy parado para ser viernes y estar en plenas rebajas.
Quizá mi negatividad, mi estado de ánimo gris, esté influyendo en mi mala
suerte para encontrar clientes porque llevo unos días perdiendo más que
ganando.
Subo por la Gran Vía hasta Callao y me decido a continuar hasta Plaza de
España. Tendría que dar media vuelta, bajar hasta Atocha y allí esperar a algún
cliente en la estación. Estar allí es hacer al menos una carrera segura, pero odio
eso. No me gusta estar parado a no ser que no pueda más. Prefiero conducir y
encontrar clientes al vuelo. Ir atento a las aceras y descubrir que alguien levanta
la mano. Aunque hoy quizá acabe yendo a Barajas o a Chamartín, porque visto
lo visto…
Ha acabado ya mi programa favorito de Radio 3 y cambio a Kiss Fm, pero
Brian Adams empieza a entonar su famoso Please Forgive Me y corto sin más.
No me apetece nada escuchar cancioncitas de amor ahora mismo.
Miro a la derecha y observo a un pijipanoli trajeado y engominado
levantando el brazo en el paso de cebra que hay frente al Teatro Coliseum de la
Gran Vía.
«¡Por fin!»
Me paro a la derecha y espero paciente a que suba.
—Buenos días —saludo con una sonrisa sincera en cuanto veo que cierra
la puerta.
—Al aeropuerto, terminal cuatro.
Vale… no hay buenos días.
—Claro… ¿Vamos por la M-30? —procuro hablar en tono amable, aunque
por el careto que lleva me temo que la contestación va a ser una bordería.
—Por donde tarde menos, tengo prisa —contesta sin levantar la cabeza de
la pantalla del móvil. Lo dicho: un gilipollas.
Le miro por el rabillo del ojo; no lleva ni medio pelo fuera de su sitio y es
el prototipo de ejecutivo estresado. Y pensar que estuve a punto de convertirme
en uno de ellos; bueno, no exactamente. En aquella época en la que no sabía ni
quién era ni en quién me había convertido, quise hacer un módulo de
contabilidad solo porque se me daban bien las matemáticas. Menos mal que mi
tío Ramón se jubiló a tiempo de cederme su licencia de taxi; y es que, después
de haber estado diez años totalmente desconectado de estudios, trabajos y demás
fue realmente duro volver a la normalidad. Apuntarme a clases, buscar un
trabajo para ayudar a mis padres y dejar de sentirme un mantenido se convirtió
en mi prioridad. Quería por todos los medios enmendar mi error, reparar todos
los daños que hice. Con veintiocho años me sentía la peor escoria del mundo: sin
oficio ni beneficio, viviendo bajo el ala protectora de mis padres y encima con
antecedentes penales. Un cromo.
—¡Dime! —ladra mi pasajero al móvil, sacándome de mis mundos de Yupi
—. ¡No, lo que no puedes hacer es pedirme que haga milagros! —Bueno,
probablemente no es que sea borde de nacimiento; quizá le han amargado el día.
A lo mejor le ha dejado la novia después de estar juntos durante más de dos años
sin más explicación que una triste y solitaria frase escrita en una nota—. Pues no
lo sé, el avión sale en menos de una hora y todavía estoy en el taxi. —Estira el
cuello para mirarme y me descubre con los ojos clavados en él. Sonrío.
—En quince minutos estamos allí —digo para tranquilizarlo, aunque no
creo que sirva de nada.
—¡Pues no haberte puesto malo, joder! —grita—. Que ahora tenemos que
estar los demás sacándote las castañas del fuego.
Cuelga sin despedirse y me parece escucharle decir un «gilipollas» al
aparato apagado. Madre mía… lo que hay que ver y escuchar a veces. Creo que
ha llegado la hora de volver a poner la radio.
Estar con mi gente de Abejar ha sido la mejor decisión que he tomado en lo que
va de año. Mis padres, para variar, tenían razón. Caminar por el monte, respirar
aire puro, quedar con mis primos y mi tío, estar con los amigos de la peña. Ha
sido genial.
Me he venido esta misma mañana por estar con ellos más tiempo y porque
así acercaba a mi primo a la facultad. Está trabajando como profesor en la
Complutense, pero aprovecha todos los fines de semana para visitar a su padre.
Le he dejado allí hace un rato y ahora estoy dando vueltas por Moncloa, a ver si
consigo hacer una buena carrera.
Conduzco hasta el Corte Inglés de Argüelles ya que por allí hay más
movimiento. La de veces que mi tío Ramón habrá llevado el taxi por esta misma
calle…
Ayer estuve toda la mañana con él; nos fuimos paseando hasta el embalse
de la Cuerda del Pozo. Hay una buena caminata y, dada la edad avanzada de mi
tío, yo estaba un poco reacio, pero el cabrón me dio una paliza. No había caído
en que él camina por esas tierras todos los días, y yo, aunque procuro ejercitarme
a diario, trabajo detrás de un volante… ¡Tengo agujetas hasta en las espinillas!
Mi tío es un crack. Estoy convencido de que tiene un pacto firmado con el
diablo o algo, porque no es normal que con más de ochenta años tenga tanta
vitalidad, energía y ganas de vivir la vida.
Durante el camino me enseñó las tierras de mis abuelos, las que eran de
mis padres, las suyas y las que le correspondían a su hermana pequeña. Todo un
legado familiar al que yo apenas había prestado atención antes. Conseguimos
llegar al embalse dos horas después y nos sentamos en un viejo tronco cerca de
la playa Pita, mirando al agua y a los pocos pescadores que estaban en la orilla,
lanzando la caña.
—¿Sabes, Dani? Este era el sitio favorito de tu tía —confesó mientras
colocaba la garrota a su derecha.
—La echas de menos… —empecé a decir, pero él me cortó enseguida.
—Cada día, cada hora. Todo me recuerda a ella. —Me callé. No podía
decirle nada; mi tía, que en paz descanse, lo dejó hace ya cinco años, pero
llevaban juntos desde los quince; eso era toda una vida—. Los paseos por esta
playa, los picnics en el monte de Inodejo, cada rincón de nuestra casa... Claro
que la echo de menos.
Una idea me pasó por la cabeza, fugaz, y pregunté.
—Tío, ¿cómo fueron vuestros años en Madrid? —quise saber.
—Ah, Madrid… Fue la mejor época de mi vida. —Sonrió y se calló,
enigmático como siempre, como mi padre. Hablando lo justo y necesario para
darse a entender.
—¿Y cómo os apañabais cuando tú estabas en el taxi? —Él se giró a
mirarme, extrañado por la pregunta y, al cabo de un rato, asintió.
—Eran otros tiempos, Dani. Ella estaba con tus primos en casa y yo
trabajaba de sol a sol. Pero dime, ¿por qué preguntas? ¿Problemas con la chica?
—quiso saber.
—Algunos… Ella se queja de estar sola mucho rato —resumí, parco en
palabras, como él.
—¡Ay, esta juventud! —me reí, porque yo ya de joven tengo poco—. Mira
hijo, solo te voy a decir una cosa. Nunca cambié estar con tu tía por estar
trabajando. Me hacía todas las carreras por la mañana y por la tarde. Un no parar,
eso sí. ¿Pero las noches? En casita. Con mi mujer. Con mi familia. —Palmeó mi
rodilla antes de coger de nuevo la garrota y ponerse de pie—. Qué, ¿nos
acercamos al agua?
Yo asentí y le seguí cabizbajo, con las manos en los bolsillos, pensando en
los fallos que había cometido con Julia y reconociendo que quizá, acomodado en
la relación, no le había prestado la debida atención a los problemas que
llevábamos arrastrando desde hacía semanas.
Dejo de pensar en el fin de semana con mi tío y me centro en los coches
que tengo delante; hay bastantes, como siempre a estas horas en el centro. Doy la
vuelta en Plaza de España para subir otra vez por la calle Princesa. Creo que ese
va a ser mi recorrido hasta la hora de la comida, si no cojo a gente antes, claro.
Estoy de bajón; hablar con mi tío me ha venido bien, pero solo para
descubrir que llevo tiempo siendo un capullo integral con Julia; casi desde que
empezamos a discutir por todo. Nunca he cedido ante sus reclamos. Jamás. He
librado noches, por supuesto, pero he trabajado más de las que puedo recordar.
En lugar de una cena larga y un momento en el sofá, compartía un breve
desayuno antes de que ella se fuera al trabajo. Y así, el tiempo que estábamos
juntos, empezó a reducirse sin darnos cuenta.
«Egoísta», pienso mientras paro en el paso de cebra enfrente del centro
comercial. Miro la luz roja esperando que se ponga en verde y me doy cuenta de
que hoy no he puesto la radio, pero no me apetece… Prefiero el silencio y mis
recuerdos, aunque me resulten bastante amargos ahora mismo.
—Dios, estoy fatal —digo en voz baja, dejando caer la cabeza en el
respaldo.
—¡Hola, buenos días! —grita alguien mientras abre la puerta trasera.
¡Joder; casi me provoca un infarto!
Miro por el retrovisor y descubro a un greñas con una camisa bastante
hortera debajo de la chupa de cuero. Sonrío mientras se acomoda.
—Buenos días, ¿dónde te llevo? —Y espero. Pero no me contesta. Frunzo
el ceño y me giro para mirarle de frente—. ¿Dónde te llevo?
—¿Perdona? —me dice cuando me ve moverme y se quita un auricular de
la oreja, dejándolo colgando de su cuello. ¡¿Será maleducado?!
—Que dónde te llevo —pregunto de nuevo, ya no hay sonrisas por mi
parte; tío, si te vas a dirigir a alguien, hazlo sin tener los putos cascos puestos.
—¡Ah, sí…! ¿No te lo he dicho? —contesta él, como arrastrando las
palabras. Genial, está borracho.
—No, no me lo has dicho.
—Pues a la calle… —Se queda pensando y empieza a descojonarse; ¡Ay,
su padre…, que hoy no tengo paciencia!—. ¡Que no me acuerdo, tío!
El coche que tengo detrás empieza a pitarme.
«De puta madre».
—Bueno, me meto por esta misma calle, que no me puedo quedar en
medio. —No he sido muy agradable y quizá en otras circunstancias me hubiera
reído con él, pero ahora mismo mi nivel de empatía con el ser humano es cero.
—Qué mal… lo siento… —se disculpa con una sonrisa tonta—. Vivo por
Aluche.
—Vale, pues haz memoria de la calle que hasta que lleguemos allí…
—Donde estaban los cines.
—Tío ¿Te acuerdas de unos cines que cerraron hace la tira de tiempo y no
del nombre de tu calle?
—¡Sí! —Y se vuelve a descojonar. Tomo aire y lo expulso despacio.
—Vale; oye… solo te pido que no vomites en el taxi —digo preocupado al
ver que se lleva la mano a la cabeza; se va a marear. Bajo las ventanillas y pongo
rumbo al Paseo de Extremadura—. Si te encuentras muy mal me lo dices.
Y, qué queréis que os diga, prefiero perder la mañana parando cada dos por
tres, a que el coche huela a vómito todo el puto día.
¡Pero yo qué he hecho! ¿Cómo tengo tan mala suerte? Justo tenía que ir a
Aluche, con los malos recuerdos que me trae esa zona cada vez que paso por allí.
Miro por el espejo retrovisor y veo al chico apoyado en el marco de la
puerta de modo que el aire le está dando en toda la cara; chico listo. Yo era así.
No. Yo era peor. Yo estaba por encima del bien y del mal. Yo me sentía Dios
cada vez que me metía una raya, o me cogía un pedo; sep… el puto amo; hasta
que empecé a convertirme en el puto diablo.
Empecé a tontear con las drogas muy joven, demasiado diría yo. Un
cigarro a los catorce, un porro a los quince… A los dieciséis estaba más fuera
que dentro del instituto, poniéndome hasta el culo con los colegas de calimocho
a las once de la mañana, en un pequeño parque que había por allí cerca. Me pulía
la paga de mis padres en tabaco, costo, coca-cola y vino tinto en tetrabrick. Era
una joyita, vamos. Con dieciocho años me metí la primera raya.
Observo el cuentakilómetros y descubro que estoy pisando de más el
acelerador, pero, la verdad, quisiera terminar pronto esta carrera. Enciendo la
radio y no me preocupo de sintonizar ninguna emisora ya que escucho una
canción que me gusta; es un camino relativamente largo y me quiero relajar,
aunque una voz interior no para de recordarme que estas calles, por las que ahora
paso con el coche, son conocidas para mí. Yo en realidad vivía lejos de aquí,
pero venía cada dos por tres a este barrio porque uno de los camellos que me
pasaba coca vivía cerca y quedaba conmigo en los soportales que había detrás
del que ahora es el Carrefour.
Se me instala un nudo en el estómago, como siempre que escucho hablar
de este barrio en concreto.
No, definitivamente la música hoy tampoco consigue relajarme. Y es que
no me gusta recordar lo que fui y ver que en algo ha debido fallar mi «Proyecto
Hombre» particular para no haber conseguido mantener a Julia a mi lado.
Me recoloco en el asiento, incómodo ante tales pensamientos, y aprovecho
para vigilar al chico que llevo atrás. La cabeza apoyada en el asiento y la boca
abierta me confirman que se ha quedado frito. Miro a mi alrededor buscando
incorporarme ya a la calle Maqueda, porque cuanto antes me enfrente a este
momento tan desagradable, mejor.
Madre mía, esto no ha cambiado nada. No es que venga mucho a este
barrio; cuando estuve en Radiotaxi tuve que acercarme un par de veces por aquí,
y alguno de los clientes que he recogido en las estaciones de tren también me ha
pedido venir por aquí cerca, pero hoy, puede que debido a mi estado de ánimo, lo
estoy llevando peor. Me siento ansioso; me da la sensación de que he retrocedido
en el tiempo, de que vuelvo a estar en mis veinte y que quedo con mis colegas
para coger el metro hasta Campamento. Menuda época pasé; bueno, mejor dicho
pasamos, porque mis padres y hermanos también lo vivieron; qué duro tiene que
ser ver a un ser querido echarse a perder de esa manera. Drogas, putas, alcohol…
No. No estoy nada orgulloso de lo que fui, aunque sí del hombre en el que
conseguí convertirme. Y es que me ponga como me ponga no puedo borrar el
pasado, pero he aprendido a vivir con él, a sobrellevarlo. Siempre he creído que
el hecho de haber pasado tan joven por tan malos momentos me ha servido para
construir una base sólida donde labrar un futuro. O al menos pensaba que ya lo
había conseguido; está claro que contar con el apoyo y la confianza de Julia
desde que la conozco ha hecho que no piense demasiado en mi yo anterior.
Escucho cómo el chico de atrás empieza a toser y yo me encomiendo a
todos los santos para que no vomite. Ya estamos cerca, un poco más y podré salir
de este barrio. Como no me ha dicho la calle, decido dejarle justo donde estaban
los multicines, ahora ocupado por un supermercado, y desde allí hacer la pirula,
dar la vuelta y regresar al centro.
—Perdona… —digo, parando el taxi y carraspeando un poco. Nada. Sé
que está vivo porque acaba de toser y ahora está roncando que si no…—. ¡Oye!
¡Eh!
Como única respuesta, una especie de bufido. «Mierda». Aparco en doble
fila, pongo las luces de emergencia y me giro.
—¡Eh! ¡Oye! —Estiro el brazo un poco y empiezo a dar golpecitos en su
rodilla—. ¡Despierta! ¡Vamos, tío! —Insisto dándole cada vez más fuerte.
—Mmm.
—¡Ya hemos llegado! ¡Eh! —Dejo de darle y empiezo a pitar.
—Qué pasa... —dice incorporándose un poco. Me mira confundido, frunce
el ceño y observa a su alrededor—. ¿Qué hago aquí?
«Joder, qué cuece que lleva».
—Te has metido en mi taxi y me has pedido que te traiga a Aluche. —
Empieza a restregarse la cara con las manos y a hacer ruidos extraños.
—Joder, qué dolor de pelota. ¿Cuánto te debo? —Empieza a hacer
contorsionismo para sacar un par de billetes de veinte arrugados. Mierda, no he
parado el taxímetro. Miro el importe y redondeo quitando cincuenta céntimos.
—Son veintisiete euros.
Me da el dinero que lleva en la mano y empieza a toser cada vez más
fuerte, pero antes de yo decir nada, abre la puerta y vomita en la acera. «Joder,
qué ascazo».
Extiendo la mano para darle las vueltas y rezo para que termine de irse ya.
—Gracias, tío.
Solo respiro de nuevo cuando escucho el portazo.
Se me ha quedado mal cuerpo. En otras circunstancias aparcaría a un lado
el coche, llamaría a Julia, le contaría lo que acaba de pasarme y ella me diría
algo, la frase justa, la palabra exacta, que conseguiría calmarme; después me
hablaría sobre sus compañeras de trabajo, diría cualquier cosa que me hiciera
reír y me olvidaría del mal rato que acabo de pasar.
—Soy gilipollas —digo en la soledad de mi taxi; dejo caer la cabeza sobre
el volante—, subnormal, imbécil…
—Perdona, ¿está libre?
Levanto la cabeza de golpe y me giro para descubrir unas largas y delgadas
piernas intentando meterse en el coche.
—Sí, sí. Sube.
Sonrío y me recoloco mientras observo a mi pasajera por el retrovisor.
Grito mentalmente: «¡Sácame de este barrio, por favor!»
—¿Puedes llevarme a la Paz? El hospital.
—Claro. Si vamos a ir por la M-30 tendrás que ponerte el cinturón de
seguridad, que ya es obligatorio. —Meto primera mientras sonrío, agradecido, y
salgo de allí. A mi izquierda, los soportales de la calle Maqueda van quedando
atrás; acelero.
—Yo me pongo o me quito lo que tú me digas.
Levanto la vista y me fijo en su reflejo. La chica me está mirando
fijamente, mascando chicle con la boca abierta y enredándose un mechón de
melena rubia de bote en el dedo.
—El cinturón. Ponte el cinturón. Nada más. —Sé que he estado borde,
pero, a ver, ¿qué espera que diga? ¿Quítate la camiseta y enséñame las tetas?
Pues no. Ni es mi tipo, ni es mi rollo. Además las tetas ya casi se las estoy
viendo.
—¡Qué pena!
Me sonríe a través del espejo, todo dientes blancos, y me guiña un ojo en
un gesto coqueto. No me gusta.
No es que sea fea, es mona y seguro que alguno de mis compañeros la
entraban al trapo, pero la verdad, no me ponen nada este tipo de chicas. Yo
prefiero algo más natural, una cara lavada, un pelo suave y sin oxigenar, prefiero
intuir a través de la ropa, no verlo todo de primeras. Yo prefiero a Julia. Su piel
blanca y suave, sin maquillaje, sus formas redondeadas, firmes; su pelo,
salpicado de canas que se niega a teñir y que le dan ese aire tan hippie que me
encanta; sus tetas… Dios, sus tetas me vuelven loco. No muy grandes,
perfectamente proporcionadas con su cuerpo delgado.
Trago el nudo que se me ha formado en la garganta y me vuelvo a colocar
en el asiento. Definitivamente no es bueno pensar en estas cosas conduciendo.
—Acabo de ser tía. Por eso voy al hospital —empieza a contar la chica tras
dos minutos en silencio. Pfff, no sé yo si voy a tener paciencia hoy para mucha
conversación vacía de contenido. Que el día lo he empezado relativamente
tranquilo, pero venir a este barrio me ha puesto de los nervios, la verdad—. Ha
sido una niña, tres kilos me ha dicho mi hermano que pesa; eso es mucho, ¿no?
Yo es que de estas cosas no tengo ni idea; tía las veces que quieras, pero, ¿niños
yo? como que no.
Me centro en la conducción intentando desconectar un poco de su
verborrea. Me queda un largo camino hasta el hospital y temo que va a ser un
infierno.
Miro de reojo el móvil que descansa en el asiento del copiloto y me
descubro pensando en que probablemente sea su hora de comer. Muero de ganas
de llamarla, de hablar con ella, de saber cómo está. ¡Joder! ¡Quiero saber cuánto
tiempo necesita para darse cuenta de que soy el hombre de su vida! Escucharla el
otro día solo me sirvió para anhelarla más, para echarla de menos como nunca;
su voz, su modo de expresarse, de explicar el porqué de su decisión, me abrieron
un agujero en el pecho. Tengo que convencerla de que vuelva conmigo, de que
los dos, juntos, funcionamos.
—… Pero yo ya se lo he dicho, que no voy a dejar de pintarme solo porque
le pueda dar una reacción alérgica al bebé, vamos, que a la peña se le va la pinza
ya con estos temas…
—Sí… —Me está resultando desagradable hasta el tono de voz, esa
manera tan estridente de hablar, como haciéndose la dulce, cuando está claro que
de dulce no tiene ni un pelo. Enciendo disimuladamente la radio y pongo Los 40,
a ver si escucha alguna canción de las que están de moda ahora, se distrae y se
deja de tanta charla.
Julia
Miró el móvil pensando que en cualquier momento él contestaría sus mensajes,
pero no fue así. Estaba preocupada. Necesitaba hablar con él cuanto antes, pero
tenía que hacerlo cara a cara; esas cosas no se podían solucionar a base de iconos
de WhatsApp, desde luego. Dejó el móvil en la encimera del baño y volvió a
coger la prueba de embarazo.
Quizá era una señal que no contestara.
Quizá era mejor esperar. Ver a un médico, saber con certeza que todo estaba
bien.
Lloró. Lloró sabiendo que se encontraba más sola que nunca.
Se había imaginado tantas veces ese mismo momento. Los dos esperando
delante del palito a que aparecieran las dos rayitas rosas, abrazados, para luego
felicitarse, besarse e incluso, quién sabe, hacer el amor. Sin embargo ahí estaba,
sola, en el baño de su hermana, esperando que el hombre al que acababa de
abandonar, contestara sus mensajes.
Se sintió patética.
Ella había sido la primera en proponerle tener un bebé, habían hablado
bastantes veces del tema y afortunadamente ambos pensaban que, con la edad
que ya tenían, mucho más no podían esperar. A pesar de que últimamente no
estaban pasando por una buena racha, ambos decidieron seguir intentándolo;
solo fue una vez, ¿o quizá dos? Y de eso hacía ya más de un mes, pero había
sido más que suficiente para fecundar uno de sus óvulos. Fue la última vez que
consiguieron hacer bien las paces, con su reconciliación correspondiente, y
acertó de pleno.
Qué cruel era el destino, qué forma tan macabra de jugar con los débiles
sentimientos de los humanos, seres volubles, que por su propia naturaleza se
dejan llevar por impulsos.
Miró su reflejo en el espejo. Sus ojos claros, enrojecidos por el llanto, le
mostraban una imagen de ella que no le gustaba. Había adelgazado unos cuantos
kilos, se sentía muy cansada y sin apetito. Todo le daba asco. Y ella que pensaba
que era por la situación que estaba viviendo, por la angustia que le producía estar
horas enteras sin saber nada de él un día tras otro, una noche tras otra. El miedo
a que le pasara algo, a que encontrara a otra, a que la engañara.
Sí. Le había dejado porque en ese momento no veía nada claro un futuro
junto a él. Ella necesitaba que Daniel se implicara un poco más en su relación,
no quería ser una segunda opción, algo que hacer después de trabajar y sobre
todo necesitaba estar convencida de que era ella y nada más que ella. Los celos
la estaban volviendo loca; quería, necesitaba, ser su prioridad, y cada vez que le
decía algo al respecto, él trabajaba más, pasaba más tiempo fuera de casa.
Ignorándola. No haciendo caso de sus reclamos, de sus señales.
Por eso lo abandonó.
Por eso y porque estaba claro que una revolución de hormonas estaban
campando libremente por su cuerpo.
Miró de nuevo el móvil. No le había contestado aún, así que en otro impulso
lo apagó, se lavó la cara y salió del baño.
Ya hablaría con Daniel más tarde.
12/01/2016
Julia
Hola, Dani
¿Estás por ahí?
Bueno… supongo que estarás con algún cliente.
Hola Julia
¿Cómo estás?
¿Todo bien?
¿Hola?
Conduzco despacio por el carril derecho del Paseo de las Delicias vigilando la
acera y los coches que me rodean. Hay bastante gente, pero parece que nadie
necesite un taxi a estas horas de la tarde. Suspiro antes de cambiar de carril y
acelerar; hoy no tengo paciencia para esperar.
Esta noche ha hecho una semana que Julia me abandonó; una semana
completa, con sus mañanas y sus noches en vela, y no he conseguido quitarme la
sensación de acidez del estómago que parece agudizarse más según van pasando
los días. Cuando llego a la Plaza del Emperador Carlos V, dudo del camino a
seguir, pero un autobús que no parece respetar la señalización decide por mí.
Pito, enfadado por la invasión, pero ni siquiera grito por la ventanilla, como
hubiera hecho otras veces. ¿Para qué? Total, no voy a conseguir nada.
Así de pasota estoy hoy. Apático total.
Me he levantado hecho polvo porque he dormido como el culo, por eso
esta mañana no he salido a trabajar. He preferido quedarme en casa, limpiando y
organizando un poco mis trastos, pero ha sido casi peor, porque la mayoría de
sus cosas siguen allí; casi toda su ropa, sus cuadros y sus libros. Además, aunque
la casa no tuviera nada suyo, todo me recuerda a ella, todo huele a ella, toda la
casa me grita su recuerdo. Dios…, o encuentro una solución a esto pronto o voy
a acabar volviéndome loco.
Paro en el semáforo y, cuando miro a mi izquierda, me doy cuenta de que
estoy delante de Mundo Fantástico. Sonrío por primera vez en todo el día casi
sin darme cuenta al acordarme de la vez que Julia me quiso traer aquí al
principio de empezar a salir. Creo que mi polla también lo está recordando. Pero,
¿cómo no lo va a hacer?
Eran cerca de las doce de la noche y habíamos estado cenando en el Museo
del Jamón de Antón Martín. Al salir de allí quisimos dar un paseo para bajar los
champiñones rellenos que nos metimos entre pecho y espalda. Caminamos por la
calle Atocha, pasando por la puerta de este local de estriptis y sexshop y Julia se
paró; se quedó embobada mirando la entrada.
—¿Has entrado aquí alguna vez? —preguntó entre la curiosidad y la
fascinación por las luces de neón rosa fucsia.
—Pues, la verdad, no. No he entrado nunca —contesté, girándome para
mirarla de frente con el ceño levemente fruncido, curioso. Esperando a ver cuál
sería su siguiente movimiento, porque cada minuto que pasaba con ella me
sorprendía más y más. Su espontaneidad, su falta de vergüenza, su manera de ver
la vida.
—¿Entramos? —pidió evidenciando en esta ocasión más que en otras su
acento francés.
—¡¿Entrar!? ¡¿A qué!? —dije escandalizado y excitado a partes iguales.
—A echar un vistazo. —Empezó a tirar de mi brazo, mientras caminaba de
espaldas hacia la entrada del local, riéndose de la cara de alucinado que puse.
Recuerdo que me guiñó un ojo antes de dar media vuelta y meternos
dentro. Fueron diez minutos los que aguanté allí con ella, pero no me culpéis ni
me tachéis de cavernícola; la verdad es que no pude soportar verla allí de pie,
rodeada de vibradores, pollas de goma y arneses; aunque en realidad lo que
realmente hizo que le cogiera de la mano y la sacara de allí, fue observarla
caminar decidida hacia una de las cabinas dispuesta a pagar para ver un
espectáculo.
Me dio morbo, me puse un poco celoso y me entraron unas ganas
tremendas de cogerla del trasero, encaramarla a mis caderas y apoyarla en el
mostrador con las pollas de goma para follarla sin piedad. Tampoco me gustaba
la idea de que alguien pudiera mirarla como la estaba mirando yo, toda
ruborizada, con esos ojazos azules brillando de excitación; estaba tan guapa…
No. No lo soporté, y antes de que pudiera avanzar más, le cogí la mano,
tiré de ella y no paré de caminar hasta que respiramos de nuevo el aire fresco de
la noche; me giré y me la comí, literalmente. Un beso incendiario que me
correspondió ansiosa, hambrienta, con una pasión desmedida, reflejo de la que
sentía yo mismo. Comencé a dar pasos sin ver hacia dónde la arrastraba,
cogiéndola a ella por el pelo, por el culo, por donde podía poner mis manos,
hasta que chocamos contra uno de los coches aparcados frente al local.
El pitido de un taxi que está detrás de mí me trae de vuelta al presente, a la
cruda realidad, a la soledad que llevo arrastrando una semana. Miro por el espejo
retrovisor y levanto el brazo derecho en señal de disculpa, después intento
recolocar mi erección, aunque sentado y conduciendo me está resultando
bastante complicado. Tomo aire e intento no pensar en ella desnuda sobre mí,
cabalgándome, apretándome en su interior…, pero no lo consigo. El bamboleo
de sus tetas delante de mis ojos, sus gemidos tronando en mis oídos, sus uñas
clavadas en mi piel.
«Joder».
Freno de golpe al ver que alguien está cruzando el paso de cebra. ¡Dios!
¡Casi me llevo a un peatón por delante! El estado de excitación se me ha quitado
de golpe con el susto que llevo ahora mismo en el cuerpo; me tiemblan hasta las
manos.
«Mierda».
Esto no puede seguir así; aparco de mala manera en doble fila y me froto la
cara. Tengo que quedar y hablar con ella, pero, ¿cómo lo hago? ¿Cómo acerco
posturas sin invadir el espacio que me está pidiendo? ¿Sin enfadarla más de lo
que está?
Cojo el móvil y entro en nuestro chat. La última vez que se ha conectado
ha sido hoy a las tres de la tarde. Ya ha encendido el móvil y sin embargo no me
ha contestado los mensajes; veo los dos tics marcados en azul y presiono mi
último mensaje enviado para poder ver cuándo lo ha leído. Sí, soy masoca.
Hace dos horas.
Me rasco la barba y pienso en llamarla. Total, no pierdo nada. De repente
veo en el chat que Julia está en línea y, con el corazón a punto de salirse por la
boca, me decido a marcar.
Un tono.
Dos.
—Hola, Daniel —saluda con su casi imperceptible acento francés.
—Hola, Julia… —Y me callo porque me he quedado en blanco.
—Me dijo mi hermana que ayer llamaste —empieza a hablar tras escuchar
mi silencio, y yo se lo agradezco enormemente porque no sé qué decirle. ¿Cómo
es posible que me cueste tanto expresarme? Me nubla el pensamiento, me hace
perder toda idea cabal de mi cabeza.
—Sí. Hablé con ella… Te echo de menos. —Ambos nos callamos y al rato
la oigo suspirar.
—Tengo que decirte una cosa, Daniel. No es algo fácil y no es un tema que
se pueda tratar por teléfono. —Todas las alarmas y voces de alerta que habitan
en mi interior se disparan. ¿Hablar? ¿Hablar de qué?
—Pues tú dirás, Julia. Dime cuándo y dónde.
Sí. Soy un calzonazos, un gilipollas, un imbécil al que no le importaría
arrastrarse con tal de conseguir su perdón. Si Guille me viera probablemente me
daría de hostias hasta en el carnet de identidad. Me la pela. Me da igual. Solo sé
que cada vez que abro la puerta de casa y descubro que ella no está, se me instala
un nudo en la garganta que amenaza con asfixiarme.
—¿Mañana? —propone Julia.
—¿Hoy? —digo yo, casi al mismo tiempo.
Silencio de nuevo. ¿Cuándo hemos dejado de saber comunicarnos? Ah sí;
cada vez que ella me pedía que me quedara y yo la ignoraba haciendo ver que
tenía mucho trabajo.
—Hoy no puedo, Dani.
—Necesito verte, Julia. Necesito… —Soy consciente de que estoy
suplicando, pero no es que me importe mucho ahora mismo, la verdad. Dios, soy
patético.
—¿Mañana por la mañana, a las diez? —me pregunta.
—De acuerdo… Mañana a las diez. ¿Dónde?
—En Colón. En la puerta del Vips de la calle Génova. ¿Sabes dónde es? —
Claro que sé cuál es; hemos quedado allí varias veces.
—Sí, donde tiene la consulta tu ginecólogo ¿no?
—Exacto. —Me quedo callado, esperando que me diga algo más, pero no
parece que quiera añadir nada.
—De acuerdo, Julia. Nos vemos mañana —me despido reticente.
—Hasta mañana, Dani. —No la escucho colgar. Me muerdo el labio,
nervioso.
—¿Julia? —pregunto por el simple placer de escucharla de nuevo.
—Dani… —me llama—. Yo también te echo de menos —susurra antes de
colgar.
El corazón se acaba de volver loco en mi pecho. Sonrío. A lo mejor lo que
me quiere decir es que quiere volver…
«No te hagas ilusiones, Capitán América».
Pero ya es tarde; la sonrisa esperanzada se me ha extendido por la cara.
Una chica me hace señas desde la acera, como pidiendo permiso para
entrar. Yo afirmo con ganas, se esfumó la nube gris y aparece un cliente. Estoy
empezando a pensar que Julia es mi ángel de la guarda.
—Buenos días —saludo en tono mucho más animado en cuanto veo
sentada a la chica—, ¿dónde vamos?
—Al Teatro Lara, por favor —dice la chica justo antes de cerrar la puerta
de un portazo. Me encojo en el asiento; acaba de convertir la pobre puerta de mi
coche en giratoria.
—¿Es el que está cerca de Callao? —pregunto porque entre Gran Vía, el
barrio de las letras, Callao... hay tanto teatro junto que me lío con los nombres de
todos.
—Es el que está en la Corredera Baja de San Pablo.
—Ya sé cuál es. —Miro por el espejo retrovisor. Iba a preguntarle si había
alguna representación ahora que estuviera bien, pero la chica está mirando la
pantalla del móvil con cara de pocos amigos y cierro la boca. No la voy a
distraer… Además, parece un poco borde.
Callejear por el centro una tarde de rebajas va a ser una locura, de hecho
probablemente andando tarde menos, unos diez minutos en línea recta. Pero el
cliente siempre lleva la razón, así que me callo y conduzco hacia el teatro. La
observo de nuevo, su cara me resulta familiar, pero no estoy seguro porque no
levanta la cabeza del aparato. No es uno de esos clientes que hablan sin parar
buscando un tema de conversación cualquiera, así que la ignoro sin más y me
centro en mí y en mi taxi.
Cambio de emisora mientras sigo por Atocha directo hacia la Plaza Mayor,
buscando otro tipo de música; vamos lentos, la chica que va detrás no me da
conversación y Mando Diao entona una canción demasiado sensual para mi
mente enferma. El cuerpo desnudo de Julia vuelve a meterse en mi sistema y con
él, la realidad más absoluta: llevaba más de un mes sin tocarla, sin olerla, sin
saborearla. Y antes de ese mes…, antes de ese mes habíamos tenido tantas
discusiones que apenas recuerdo las reconciliaciones.
«Joder, Daniel, te cubres de gloria, colega».
¿Cómo he podido no prestarle atención? ¿De verdad prefería estar
trabajando a estar con ella? No… Sí… Joder, desde luego eso no era lo que yo
quería. Supongo que acabé prefiriendo trabajar que estar escuchando sus
continuos reclamos; reconozco que en el fondo me dejé llevar, que, a lo tonto,
me acomodé y que la rutina del trabajo en el taxi acabó absorbiéndome por
completo. Pero en ningún momento se me pasó por la cabeza que le estaba
haciendo daño, no lo hice aposta; en realidad ni si quiera lo pensé. Cada vez que
se ponía pesada con el tema de que pasaba mucho tiempo fuera de casa
trabajando, yo simplemente le decía que estaba loca o que estaba flipando y me
iba, sin más. Jamás imaginé que se pudiera sentir tan herida como para coger la
puerta y largarse sin decirme nada. Siempre pensé que sus reclamos provenían
de los celos, que no confiaba en mí. Pero, ¿por qué no lo hablamos más en
profundidad? ¿Por qué no me dijo cómo se sentía realmente antes de irse y
dejarme atrás?
«Gilipollas. Te estás contestando. Lo hizo mil veces, pero tú la acusaste de
ser celosa y en lugar de profundizar en el tema, te largaste a trabajar».
Maldigo en mi interior antes de centrarme de nuevo en la carretera.
Un semáforo en rojo me hace mirar a mi cliente y aparcar por un momento
el tema de Julia. Parece que está nerviosa, mirando el móvil y la ventanilla
alternativamente.
—Quizá habrías tardado menos andando —le digo, como si tuviera que
excusarme por ir despacio—. Hay mucho tráfico.
—Da igual, prefiero ir en taxi. —Me mira por el espejo al decírmelo y
entonces la observo bien. ¡Es una actriz! Por eso me sonaba su cara. ¡Coño! ¡Si
salía en la serie de Aída! Hacía de amiga choni de la familia; sonrío un poco y
sigo conduciendo. Ella se ha dado cuenta de que la he reconocido y me ha
sonreído también, pero no decimos nada.
Llevo más de media hora queriendo avanzar por la calle Mayor hacia la Puerta
del Sol, pero es imposible; el tráfico es muy lento. Aunque, vamos, es lo normal
a estas horas. De todas formas mañana voy a intentar no acercarme por aquí.
Mañana…
A ver cómo terminamos Julia y yo mañana.
Me quedo mirando la fila de taxis que hay delante de mí; a lo lejos un
grupo de turistas se hace fotos en la acera de la derecha, en el Kilómetro Cero.
Sonrío inconscientemente.
Recuerdo aquella noche como si fuera ayer. Acabábamos de salir de las
Tres Encinas, un restaurante un poco pijo y muy caro cerca de Callao. Quise
darle una sorpresa como celebración de nuestro primer aniversario y pedí
opinión a mis padres. ¡En qué hora! Sí, estaba muy bien, todo muy rico, pero no
era nuestro estilo para nada. Tenía que haberla llevado a la Musa Latina, que era
mi idea original; un sitio bastante más acorde a nuestros gustos y a mi bolsillo.
¡Madres! ¿Quién nos mandará hacerles caso?
La cuestión es que fuimos allí; comimos las especialidades que nos
recomendó el camarero y a lo tonto modorro nos cogimos un pedo monumental.
Entre las cervecitas de antes, el vino blanco para el marisco, el tinto para las
carnes, la copa de hierbas de después, el brindis por nosotros con cava… Cuando
salimos por la puerta no podíamos caminar en línea recta; por esa razón
decidimos dar un paseo para ver si nos quitábamos la nube etílica de encima.
Estábamos en noviembre pero no hacía un frío excesivo y la temperatura
invitaba a estar al aire libre.
Recuerdo coger su cintura y apretarla contra mi costado para darle un poco
de calor. Recuerdo hundir mi nariz en su pelo y marearme un poco al cerrar los
ojos. Recuerdo andar despacio hacia la Plaza de San Martín y hablar en el
trayecto de todo un poco; de cómo su hermana y ella vinieron a España después
de la muerte de sus padres; de cómo se buscaron la vida, de cómo estuvieron
mucho tiempo viviendo juntas en las Rozas, en la que ahora era la casa de su
hermana. Recuerdo que durante todo el trayecto nos besamos, nos abrazamos,
nos reímos.
Llegamos a la calle Mayor y seguimos hacia la Puerta de sol. Aquél día me
confesó que a pesar de llevar todos estos años viviendo en Madrid, nunca había
caminado por esa parte de la plaza. Pasamos por la placa del kilómetro cero y
Julia se paró preguntándome qué era; yo se lo expliqué un poco por encima,
tampoco había mucho que decirle, la verdad, pero ella se quedó fascinada con la
historia y se quiso hacer una foto para inmortalizar que había estado en el lugar
donde comenzaban todas las carreteras de España. Y aunque no era así
realmente, no la quise contradecir.
Estaba tan guapa, toda sonrojada, poniendo ojitos y muecas a la cámara de
mi móvil, que no puede hacer otra cosa que dejarme llevar por la magia del
momento.
Me declaré.
Bajé el teléfono tras hacer la foto número quince y se lo pedí.
—Julia…, ¿qué me dirías si te pido que te mudes conmigo? —pregunté
con una sonrisa de medio lado, mirándola directamente a los ojos.
—Que estás loco —me contestó con una expresión de total asombro.
—¿Y después de llamarme loco? ¿Qué me dirías? —pregunté de nuevo,
acercándome a ella, despacio.
—Que sí… —susurró.
No fui hacia ella como un Miura, no. Continué mi avance lento hasta llegar
a su encuentro, cogí su cara entre mis manos y la besé. Con delicadeza al
principio, con vehemencia después. Reclamándola. Poseyéndola. Reconociendo
cada rincón de su boca como mía; porque era ella, la elegida, la única que había
despertado en m í la ansiedad por querer compartir mi vida con alguien.
—Te quiero —dije casi sin pensar.
—Yo también te quiero, Dani.
Julia
Julia no sabía qué hacer, cómo actuar, cómo decírselo, porque,
independientemente de cómo hubiera terminado todo, de lo bien o lo mal que
hubiera afrontado los problemas, el hecho era que iban a ser padres. Y esto era
algo con lo que no contaba cuando decidió irse de casa.
Frunció el ceño al recordar las primeras veces que propuso el tema; no
estaban pasando por el mejor momento pero también era verdad que iba a
cumplir los cuarenta años y no podía esperar mucho más a decidirse. Al
principio Daniel parecía tener algún reparo, pero cuando ella le explicó que su
cuerpo envejecía, y que física y psicológicamente tampoco podía esperar mucho
más, aceptó, comprendiendo que incluso él tampoco podía dejar pasar el tiempo.
Llegaron a la conclusión de que si se querían, si estaban viviendo juntos y si
ambos deseaban ser padres porque les gustaban los niños, debían dar el paso
cuanto antes. Claro que luego vino todo lo demás.
Recordó la ilusión con la que vivieron el momento, con la certeza absoluta
de estar haciendo lo correcto, la dedicación con la que aquella noche hicieron el
amor, sin preservativo, sin marcha atrás, sin tomar ningún tipo de precaución.
Qué maravilloso fue y qué poco duró.
¿Querría seguir adelante? ¿Querría ser padre a pesar de no seguir juntos?
¿Ella estaba convencida de no querer seguir con él? Solo esperaba que no le
propusiera interrumpir el embarazo. Se tocó la tripa en un gesto inconsciente y
sonrió. No; Daniel no le pediría eso porque sabía que ella deseaba más que nada
en el mundo ser madre y sabía con seguridad que él también lo deseaba.
La noche antes de la cita apenas durmió. Estaba nerviosa, ansiosa ante la
incertidumbre de lo que pudiera pasar, ante la reacción que él pudiera tener.
¿Qué haría, la abrazaría? ¿Intentaría besarla? ¿Le pediría volver? ¿Querría ella
volver?
No; realmente aquello no cambiaba nada. Seguía necesitando más; una
señal, hechos, pruebas de que no cometería los mismos errores. No quería que le
pidiera perdón, sino que le demostrara que la quería tanto como lo hacía ella;
quería poder confiar ciegamente, saber con certeza que, si faltaba de su lado una
noche tras otra era porque realmente estaba trabajando. Y aunque quizá no le
había dicho toda la verdad sobre sus fantasmas, lo cierto era que le veía tan raro
que dudó más que nunca. Y ya no quería dudar más.
Había quedado con Daniel a las diez porque a las once y media tenía cita
con su ginecólogo de siempre. Pensaba planteárselo tomando un café, como dos
viejos amigos, y él sería libre entonces de involucrarse y acompañarla o dar
media vuelta y no volverla a ver. El estómago se le encogió solo de pensar en esa
posibilidad.
Llegó antes de la hora y eso que había tardado demasiado en arreglarse,
que su hermana, que se había encargado de acercarla en coche, se entretuvo con
la vecina y pilló un poco de tráfico en la Castellana. A pesar de todo eso, estaba
plantada en la puerta del sitio media hora antes.
Él también.
No estaba preparada para verlo de nuevo, ni para volver a sentir el mismo
hormigueo que sintió en la yema de los dedos la primera vez que sus ojos se
cruzaron en aquella cafetería. Quería tocarlo, su cuerpo entero clamaba por un
roce; quería besar su boca, lamer su lengua, pasar los dedos por su barba,
perderse en su abrazo.
—Hola, Daniel —saludó con voz trémula una vez lo tuvo delante de ella.
Él se inclinó para besarla, titubeando dónde hacerlo, porque, aunque las
bocas de ambos se buscaban, el sentido común de uno de ellos gritaba por no
hacerlo.
—Hola, Julia… —dijo él posando sus labios finalmente en la mejilla y
separándose demasiado pronto.
Notó su mirada cálida a pesar de haber sido ella la que rompió con todo,
leyó sus gestos de anhelo, de incertidumbre, y por un momento, solo por un
momento, quiso decirle que se olvidaran de todo, que volvieran juntos a casa,
que le hiciera el amor hasta que sus cuerpos colapsaran encima de la alfombra
del salón.
—¿Entramos? —preguntó sin embargo, señalando la puerta del Vips.
—Claro; adelante. —Estiró el brazo, dejándola pasar a ella primero,
siempre atento, siempre un caballero. Inspiró con fuerza antes de darse la vuelta
y su aroma a colonia fresca, a cítrico y menta, invadió su sistema. Cerró los ojos
y tragó el nudo que se formó en ese momento en su garganta: lo deseaba.
—Sabes que no me gustan los rodeos —dijo él una vez ambos estuvieron
sentados esperando sus cafés—, así que dime lo que tengas que decirme cuanto
antes.
Claro, sencillo, directo…, ¿por qué dudaba tanto de él? Daniel era de las
típicas personas que te dicen lo que están sintiendo en ese mismo momento, sin
dobles sentidos, sin intenciones ocultas, lo primero que se le pasara por la
cabeza, lo primero que sintiera o que procesara su sistema. Así le dijo «te
quiero» por primera vez; así le decía siempre todo, a bocajarro.
Además, si se paraba a pensar un poco mejor las cosas, sabría sin lugar a
dudas que si Daniel hubiera querido estar con alguien más se lo habría dicho. Sin
darle más explicaciones que un simple: «Te he dejado de querer».
La Julia que observaba al amor de su vida sentado delante de ella mirarla a
los ojos fijamente, se daba de golpes contra la pared, pero la Julia que estuvo
esperándole noche tras noche, después de que él se negara a quedarse con ella en
más de una ocasión, aquél que salió corriendo a trabajar después de cada
discusión buscando espacio, la hizo coger fuerzas.
No le contestó. Se irguió en su asiento y rebuscó en su bolso el test de
embarazo que se hizo tres días atrás. Lo había metido en la caja, esperaba que
con eso bastara para que él se diera cuenta de lo que estaba pasando. Lo cogió y
lo dejó delante de él con cautela. Después inspiró profundamente y esperó.
—Julia ...—susurró él tras cerciorarse de ver lo que estaba viendo—…,
¿estás...?
Ella solo asintió. Las lágrimas se le habían acumulado en los ojos y estaba
convencida de que si abría la boca saldría disparado el gimoteo que precedía al
llanto, y ella no quería llorar, no delante de él, no cuando las cosas estaban así
aún entre ellos porque sabía que necesitaba su abrazo, su consuelo, y que
después de eso ya no habría marcha atrás.
Daniel abrió la caja, sacó con cuidado una parte del palito de plástico y
observó las dos rayitas rosas. Tomó aire despacio y la miró…, pero no habló.
—Tengo cita a las once y media para que la doctora me vea —dijo ella
bajito, apartando la mirada, nerviosa de repente ante la posible contestación que
pudiera darle.
—¿Quieres que te acompañe? —preguntó un Daniel visiblemente
emocionado.
—¿Quieres acompañarme? —contestó ella, temblando como un flan,
esperando que él le cogiera de la mano. Pero no dio el paso y ella se asustó un
poco al darse cuenta de la fuerza con la que deseaba ese contacto.
Un hijo.
Voy a tener un hijo.
O una hija.
¿Y si son mellizos?
¡Dios! ¿Por qué ha tenido que ser así? ¿Por qué el karma es tan cabrón a
veces? ¿Cuántas posibilidades hay de que una chica se quede embarazada tan
pronto después de haber estado tomando anticonceptivos media vida?
La imagen borrosa y en blanco y negro del ecógrafo no para de repetirse en
mi mente. Julia está embarazada. No, peor aún. Julia está embarazada y sola.
«¡Me cago en mi puta vida!»
—Disculpe, se ha pasado el portal —dice alguien detrás de mí. Freno en
seco.
—¡Perdón! —me disculpo asombrado porque se me había olvidado que
llevaba un cliente. Miro por el espejo e intento dar marcha atrás, pero tengo tres
coches esperando a que me decida—. Mierda.
—No pasa nada. Me bajo aquí mismo. —El cliente estira la mano con un
billete de diez para que le cobre.
—Discúlpeme de nuevo, caballero. No sé en qué estoy pensando hoy.
Cojo el portamonedas para coger el euro y darle el cambio, pero escucho
abrirse la puerta.
—Quédese con el cambio. Tengo prisa. Buenas noches.
—Oh. Gracias… Buenas noches.
Arranco de nuevo y continúo recto por la estrecha calle del barrio de
Chamartín. Julia está engendrando una nueva vida en su interior y yo no estoy
con ella. ¿Por qué no estoy con ella? ¿Por qué no me ha dejado acompañarla
aunque fuera a casa de su hermana? ¿Por qué sigue apartándome de su lado?
Qué duro ha sido decirle adiós. Qué duro ha sido esperar a que se metiera
en el coche de Marie y ver que ni siquiera miraba atrás.
Qué duro.
He estado a punto de llamar a mi madre y contárselo a pesar de que Julia
me ha pedido que no diga nada de momento. En ese momento he discutido con
ella, sí, porque me parece injusto que ella pueda contar con su hermana para
compartir sus pensamientos, miedos y comeduras de tarro y yo no pueda contar
con nadie, ni siquiera con la propia Julia. Pero me lo ha pedido por favor con esa
cara, con esos ojos tan azules y brillantes, con esa boca que me moría por besar y
no he podido hacer otra cosa que asentir y prometerle que no iba a decir nada a
nadie hasta que ella considerara oportuno. ¿Y por qué? Pues porque al final
Guille va a tener razón y soy un calzonazos.
Estoy jodido, y no porque no me apetezca todo esto de la paternidad, al
contrario. Si hay algo que he aprendido en esta vida a base de cometer error tras
error es a ser consecuente con mis actos, y si antes tenía ganas de ser padre junto
a Julia y no pusimos ningún método anticonceptivo cuando empezamos con las
discusiones, ahora no podemos echarnos las manos a la cabeza o decir que fue
algo que pasó sin querer. No fue así. Ambos queríamos.
¿Qué ahora no es el momento? Efectivamente. Está claro que la situación
en la que nos encontramos ahora no es la ideal, pero nuestro hijo no tiene la
culpa. El hecho es que, a pesar de todo, Julia y yo decidimos ser padres. Dimos
el paso. Hicimos el amor sabiendo lo que hacíamos, siendo conscientes de que
no estábamos poniendo barreras, que pasara lo que tuviera que pasar. Aunque,
quién sabe, quizá inconscientemente estábamos poniendo un parche tras otro
pensando que, al centrarnos en buscar un hijo, los problemas se evaporarían por
arte de magia.
Pero no fue así, al contrario; Julia comenzó a ser más demandante, a estar
más peleona, a exigirme más, a agobiarme, y yo, en lugar de hacer algo en ese
momento, en lugar de sentarme a hablar con ella y tranquilizarla, comencé a
rehuir cualquier intento de acercamiento y lo dejé estar, pensando que ya se le
pasaría.
Hice mal.
Tenía que haberle quitado la tontería de encima a base de quererla todas las
noches; no tenía que haberla dejado a su aire pensando que solo estábamos
pasando por una mala racha, que eran los típicos problemas de pareja. ¿No dicen
que el primer año es cuando pasan todas las crisis del mundo? Está claro que la
nuestra nos ha estallado en las narices.
Paro el coche porque no veo la salida de esta calle.
¿Dónde estoy? Miro a mi alrededor, buscando algún indicio, algo que me
haga reconocer la zona, pero no consigo distinguir nada.
¿Me he perdido? Abro los ojos como platos. ¡Me he perdido!
—¡No me jodas! —grito en la soledad de mi coche. ¿De verdad me he
perdido? ¡Pero si yo no acciono nunca ni el GPS, hombre, por favor!
Miro hacia el techo del coche poniendo los ojos en blanco; con un poco de
pereza cojo el móvil para acceder a Google Maps y activar la ubicación, pero me
quedo mirando la pantalla y, como soy masoca, me voy a la galería a ver las
fotos que tengo ahí. ¿Por qué? Pues ni puta idea. Quizá me apetece flagelarme
pensando en lo que tuve y no supe conservar, o porque soy imbécil, sin más.
La primera foto que aparece es la que saqué a Julia justo el fin de semana
antes de dejarme. Tras pasar aquél par de días descansando en casa, me puse a
trabajar como un loco; quería recuperar el tiempo perdido porque en las fiestas
de Navidad es cuando más trabajo hay. Tenía que aprovechar. Después de haber
pasado toda la mañana currando aparecí en casa a eso de las cinco de la tarde
para darme una ducha, comer algo rápido y volver a la carretera. Entré como un
vendaval y sin apenas decir hola para tardar lo menos posible, pero antes de irme
de nuevo la busqué.
Julia se encontraba en nuestro estudio trabajando en su último óleo. Estaba
preciosa, con la luz de última hora de la tarde entrando de pleno por la ventana;
llevaba puestas sus mallas negras y mi viejo jersey gris, ese que siempre utiliza
para pintar. A pesar de lo mal que lo estábamos pasando, se removió todo en mi
interior: anhelo, melancolía, tristeza, deseo… todo. Saqué el móvil y la
fotografié sin que ella se diera cuenta antes de hacerme notar con un leve
carraspeo.
La magia del momento se fue al traste en cuanto me descubrió allí de pie
como un pasmarote y me preguntó si me iba a quedar en casa o si pensaba volver
a salir. Contesté que me iba, que tenía que trabajar; no me dijo nada, tan solo se
me quedó mirando con una pena infinita antes de asentir en silencio y centrar de
nuevo su atención en el cuadro.
«Daniel, eres tonto del culo».
Cierro los ojos y me froto la cara con las manos, intentando despejarme.
Me resulta muy difícil concentrarme; por un lado pienso que debería irme a casa,
pero por otro, sé con certeza que se me caería encima porque no paro de
pensarla, no paro de sentirla. ¡La quiero de vuelta ya, joder! Pero no sé qué hacer
para conseguirlo, porque esta vez tengo la sensación de que, o hago las cosas
bien, o la pierdo para siempre, y pensar en no tener de nuevo a Julia conmigo me
pone triste, ansioso y furioso a partes iguales.
Ya son las once de la noche y no hay ni un alma en la calle. Por primera
vez en diez años vuelvo a sentirme perdido; y no por haber entrado en un
callejón sin salida del barrio de Chamartín, como es el caso, sino por no saber a
qué atenerme.
Suspiro derrotado y centro de nuevo mi atención en el móvil para abrir la
aplicación y salir de aquí.
—Oye, tío... perdona… ¿está libre…?
Doy un bote en el asiento y dejo el móvil con disimulo escondido entre mis
piernas; observo con atención a la persona que acaba de subir al coche.
Pelo largo y grasiento, piel sudorosa, ojos demasiado grandes para esa cara
tan delgada y apagados. Este chico busca un pico o algo que meterse en el
cuerpo y automáticamente pienso que entra a robarme.
Algo parecido al pánico recorre mis venas. Todo mi cuerpo reacciona
poniéndose en alerta.
Nunca he tenido problemas de este tipo, algún borracho pasado de rosca,
algún niñato que quería bajarse sin pagar, pero nada más. Sin embargo conozco a
compañeros a los que han atracado a punta de navaja para llevarse el dinero en
efectivo que tuvieran y poder pillar su dosis.
¿Y si me hace daño? Mi pulso se acelera al mismo tiempo que la imagen
borrosa del ecógrafo invade mis pensamientos. Le miro expectante; no puedo ni
hablar de lo que se me ha secado la garganta.
—¿Me llevas a La Cañada? —Niego mentalmente. Paso de meter mi coche
allí, porque si este chico no me hace nada, lo más probable es que me lo haga
alguno de los que rondan por allí; algún arañazo, un golpe o algo peor, como un
robo por ejemplo; lamentablemente conozco la zona y sé de lo que estoy
hablando.
—Lo siento, pero no. No voy a ir hasta allí —digo con decisión mientras le
miro por el espejo retrovisor. Está nervioso, pero su actitud no es agresiva. De
momento.
—Venga tío, estoy muy lejos… por favor… Necesito ir… Tengo dinero
para pagarte… Por favor. —Y me saca un puñado arrugado de billetes de veinte.
Prefiero no pensar de dónde lo ha sacado.
Tomo aire por la nariz y aprieto fuerte la mandíbula. La Cañada Real, más
conocida como el súper de la droga, es un sitio muy peligroso. Por más que
hayan metido allí más policía, más vigilancia las veinticuatro horas, lo cierto es
que sigue siendo uno de los asentamientos ilegales más grandes y peligrosos de
Madrid. Allí no respetan nada, ni siquiera a las numerosas patrullas que rondan
la zona, mucho menos un simple taxi. Tan solo dejan en paz a las cundas y
porque son los que se llevan y traen a los clientes.
No. Yo allí me convertiría en blanco fácil.
Observo que el chico está temblando; lo que sea que necesite su
organismo, lo necesita ya. El miedo se evapora de mi sistema dando paso a una
pena inmensa, porque sé lo que es, sé lo que se siente al desear con tanta fuerza,
un pico, una raya, una dosis de lo que sea. No mides, no controlas. Solo lo
quieres. Ya. Y es que, aunque no me enganché a la heroína, sí tuve una época
muy mala. La imagen de mí mismo, mucho más joven, con un montón de
papelinas a un lado y un fajo de billetes al otro hace que se me revuelva el
estómago.
«Mierda».
—Te acerco hasta el Ensanche, desde allí tendrás que ir andando —digo
sin opción a réplica mientras doy marcha atrás.
—¿Sí, tío…? ¡Gracias! Muchas gracias, de verdad… Me has salvado la
vida, estoy muy lejos y… —Prefiero no escuchar sus excusas y corto su
discurso.
—Lo sé. ¿Eres de aquí? ¿Sabes cómo salir?
—No sé decirte… La estación está cerca —titubea.
—De acuerdo.
Me callo y rezo para que él se encuentre lo suficientemente ansioso como
para no querer mantener una conversación conmigo.
Doy marcha atrás hasta el principio del callejón sin salida y doblo a la
izquierda para salir; solo tengo que llegar al siguiente cruce para ver de frente la
estación de Chamartín.
Estoy gilipollas... No sé cómo he podido meterme aquí sin darme cuenta.
Otra imagen, esta vez mucho más nítida, aparece en mi mente. Soy yo de
nuevo, sentado en el bordillo de la calle, con los pantalones vaqueros rotos, muy
sucios, y con sudores fríos y probablemente alucinaciones, aunque en ese
momento no era consciente. Hacía un buen rato que me había metido una raya y
observaba con fascinación cómo un tipo en la acera de enfrente se preparaba una
base. La curiosidad, el pensar que no me vendría mal probar algo nuevo y
dejarme llevar, me hizo cruzar sin pensar siquiera en que me pudiera pillar un
coche; solo sabía que quería llegar hasta aquél conocido y pedirle el favor de que
me preparara la mezcla ya que yo no lo había hecho nunca; recuerdo que me dio
la piedra de coca y me puse a quemarla para poderla fumar.
Lo siento Julia
Necesito contárselo a alguien
Me estoy volviendo loco
Miro como ella aparece en línea. Los dos tics se ponen azules. Pero no
contesta. «Vamos Julia, por dios, dame un poco de tregua». Escribe y al rato deja
de hacerlo. Me quedo mirando la pantalla un minuto, dos… Vuelve a escribir.
Julia
OK
Guille es un bocazas.
Es un hecho.
En realidad llevo años observando con resignación su incontinencia verbal,
perdonando sus meteduras de pata, encubriendo su conducta, a veces temeraria,
en cuanto al manejo de información se refiere.
Pero esto… Esto no se lo perdono.
¡La que me ha liado en casa de mis padres en un segundo!
Ayer llegué a un acuerdo con Julia; bueno, más que un acuerdo fue una
decisión unilateral con su consentimiento. El caso es que ella sabe lo importante
que es mi familia para mí, el apego que les tengo desde que pasé aquella época
negra de mi vida y, a pesar de que hablar con mi hermano el otro día me vino
bien, no puedo ocultarle algo así a mi madre; es como si estuviera haciendo algo
malo, cuando en realidad es todo lo contrario. Por eso anoche acabé mandándole
un mensaje kilométrico por WhatsApp contándole mi preocupación, pero hasta
esta mañana no me ha contestado. Otro sencillo OK.
El caso es que cuando he llegado a casa de mis padres solo estaba mi madre
con mi hermana, pero he preferido no contarlo hasta que no estuvieran todos.
Meeec. ¡Error! Se lo tenía que haber contado primero a ellas, sin tener testigos
de ningún tipo, y no esperarme a los postres para dar la gran noticia.
—¿Qué te pasa, hijo? —me ha preguntado mi madre mientras traía la fuente
con la fruta—. Hoy estás completamente ido…, ¿has tenido noticias de Julia?
¿Te ha dicho algo nuevo?
—Sí, bueno… al respecto… —He parado dos segundos a ordenar mis
palabras, un poco nervioso ante lo que me pudieran contestar; otro error.
—¿Qué pasa, Capitán América? ¿Sigues sin hablar con ella? —me dijo mi
hermana cortando el desastroso intento de explicarme.
—Sí, no… Bueno, en realidad…
—¿Pero todavía no has hablado con ella? ¿No me dijiste...? —Siguió mi
madre, cortándome de nuevo y haciendo que perdiera el hilo de lo que iba a
decir. Yo ya había fruncido el ceño y estaba mirando a mi hermano, pidiendo
ayuda. Y entonces el imbécil, porque no le puedo llamar de otra forma, ha
soltado la bomba:
—Julia está embarazada.
Así.
Sin anestesia.
Sin preparación.
Y sin medir las consecuencias de sus escasas palabras.
La hecatombe. Eso es lo que se ha producido en el salón de la casa de mis
padres hoy a las tres de la tarde. El «¿¡QUÉ!?» que ha soltado mi madre se ha
escuchado hasta en el primer piso, y eso que viven en el séptimo. Yo me he
hundido en la silla, le he dado una patada en la espinilla a Guille y he aguantado
el chaparrón como he podido entre mi madre y mi hermana, mi hermana y mi
madre, hasta el punto de que ya no sabía ni quién me estaba hablando. ¡La
Vírgen, qué susceptibles son!
—¿Cómo que está embarazada?
—¿Desde cuándo lo sabes?
—¿Por qué lo sabe Guille antes que yo?
—¿Y por qué no me lo has dicho a mi primero?
—Luego decís que no, pero están claras las preferencias.
—Ten hijos, que así te pagarán la confianza. —Hasta que por fin ha
intervenido mi padre
—Enhorabuena, hijo —ha dicho entonces, callando las bocas de las mujeres
de la casa. Le he dado las gracias mil veces y él solo ha negado con un gesto de
complicidad.
Después sí, me han felicitado, me han abrazado, mi madre me ha pedido
permiso para hablar con Julia —que no lo había hecho desde antes de romper, o
lo que sea que haya hecho conmigo—, y mi hermana se ha quedado abrazada a
mi estómago durante unos diez minutos.
Pero el que me ha dejado loco ha sido mi sobrino, Martín, el hijo de Guille,
que ha estado callado y muy atento a la conversación.
—Tito, ¿tengo que hacerle hueco al primo nuevo en mi cuarto? —me ha
preguntado muy serio, con el ceño fruncido. Él tiene un cuarto de juegos en casa
de mis padres; en realidad es el cuarto de Guille y mío remodelado, es un sueño
para cualquier niño. Tiene un sofá cama como si fuera un barco pirata y dos
baúles como si fueran cofres del tesoro llenos de juguetes. No tengo nada más
que añadir.
—Aún no, Martín —le he explicado—. Falta mucho antes de que puedas
jugar con él en tu cuarto… O con ella.
—Ah, no —ha dicho cruzando sus minibrazos sobre el pecho—, una chica
sí que no. Son un rollo.
—¡Oye! —ha gritado entonces mi hermana antes de abalanzarse sobre él y
empezar una guerra de cosquillas.
Mi madre ha aprovechado ese momento para sentarse a mi lado en la mesa y
preguntarme en voz baja cómo estaba y qué pensaba hacer con la nueva
situación.
—Y yo que sé mamá. Cada vez me lo pone más difícil —he contestado
mientras me frotaba la cara.
—No digas tonterías, Dani. Está embarazada y tendrá la cabeza hecha un
lío. —Me ha cogido las manos para poder mirarme a los ojos y ha sonreído con
dulzura—. Además, has de saber que la revolución hormonal que está teniendo
en su cuerpo no ayuda para nada a pensar las cosas en frío, desde luego.
—Ya, mamá. Pero al fin y al cabo estoy haciendo lo que tú misma me has
aconsejado, dejarle espacio, ceder, darle tiempo… —Quizá ha sonado a
reproche, pero es la realidad.
—Sí, sí. Ya sé lo que te dije; pero dime, ¿cuánto tiempo ha pasado desde que
se marchó? —ha preguntado mi madre entonces.
—Doce días con sus noches —he contestado casi sin pensármelo. Sí. Llevo
la cuenta, ¿qué pasa? Ya hemos quedado en que soy un poco patético.
—Pues yo creo que ya es suficiente, ¿no? Tenemos que empezar con la
siguiente fase del plan: la reconquista —ha dicho con determinación. Le ha
faltado dar un golpe en la mesa como en una de esas pelis americanas en la que
la matriarca se hace abanderada de las causas perdidas de sus hijos.
—¿Pero no me habías aconsejado q...? —quise preguntar, confundido por el
cambio de discurso, pero no me dejó.
—Bueno, pues al diablo con lo que dije. Tienes que empezar a ganar
terreno, a volver a introducirte en su vida poco a poco, sin que ella se dé cuenta,
como si fueras un guepardo de la sabana africana que se escondiera tras los
matorrales, y justo cuando la gacela menos se lo espera… ¡zas! —Se ha
golpeado el puño con la palma de la mano, como si quisiera machacar a la pobre
gacela.
—No empieces a conspirar, Diana; que nos conocemos —ha dicho mi
padre, levantando la mirada por encima de sus gafas de pasta negra.
—¡Yo no conspiro! —ha replicado mi madre, muy ofendida—. Solo estoy
ayudando a mi hijo, que es distinto. Ya podrías tú también echar un cable en
lugar de estar leyendo el periódico todo el día. —Mi padre, que es muy sabio, ha
sonreído de medio lado, ha sacudido dicho periódico y se ha centrado de nuevo
en su lectura.
—Mamá, no estoy seguro de…
—Daniel, escúchame —ha dicho entonces, en un tono mucho más serio—.
No te digo que vaya a ser fácil, pero puedes empezar mandándole un mensaje de
buenas noches, o acercándote hasta su trabajo para recogerla y llevarla a donde
esté viviendo ahora, o… ¡Ya sé! Llévale algún dulce, una flor… pequeñas cosas,
pequeños detalles, todos los días.
—No sé, mamá —dudé. No tenía muy claro que eso fuera a funcionar con
Julia.
—Hijo, voy a ser abuela de nuevo. Y, si todo va bien, tú vas a ser papá.
Arréglalo. Sé que os queréis, se ve a la legua, por cómo la miras. Si fuera el
mismo caso de tu hermano no insistiría, porque su matrimonio llevaba tiempo
haciendo aguas y se veía venir. ¿Pero vosotros? Daniel, he sido testigo de cómo
te mira, ella te adora, y tú… tenías que haberte visto la cara cada vez que Julia se
separaba de tu lado aunque fuera un segundo. Siempre la seguías con la mirada
aunque solo fuera a una de las habitaciones a coger algo, o a recoger la cocina, y
cuando aparecía de nuevo se te iluminaba la cara, hijo. Y eso, una madre lo ve.
Somos sabias y las que mejor os conocemos.
—¿Y si me presento en casa de su hermana y le pido que nos casemos? —se
me ocurrió entonces.
—Pues si haces eso te doy con un palo en las costillas, por burro.
—Diana… —Ha vuelto a interceder mi padre, haciéndome sonreír.
—Vale, vale. No te voy a dar con un palo. Pero hazme caso, cariño —ha
seguido aconsejándome mi madre—, en los pequeños detalles está la inmensidad
de las cosas.
Sonrío al recordar los ojos en blanco de mi padre al escucharla. Yo quiero
ser como él. Íntegro, calmado, sabio, amigo… Cómo me gustaría que con los
años mis hijos tuvieran de mí la visión que yo tengo de él. Un ejemplo a seguir.
Estoy ya muy cerca del barrio y, nada más girar a la derecha, siguiendo una de
las calles que llevan hacia la carretera de Canillas, me encuentro con una chica
entre dos coches aparcados, con el brazo levantado, intentando que pare el taxi.
Frunzo el ceño porque no llevo encendida la luz, y la mujer insiste con sus señas;
me acerco un poco más y descubro un bebé en su costado y su cara de alarma
hace que me decida a parar el coche de inmediato. Escucho el llanto del pequeño
antes siquiera de que abra la puerta.
—Por favor —me dice antes de entrar, con la voz quebrada—, ¿podría
acercarme hasta el Niño Jesús?
—Sí, sí. Suba —contesto sin pensármelo dos veces mientras enciendo el
taxímetro.
El llanto se hace más fuerte cuando la mujer se recoloca en el asiento antes
de cerrar la puerta. Estoy cerca de la incorporación a la M-30, así que doy
marcha atrás, aprovechando que no hay nadie más en la calle para llegar de
nuevo a Arturo Soria.
—Ya, cariño, ya… —escucho a la mujer intentando calmar al niño, aunque
no sirve de mucho—. Dime qué te pasa… por favor…, ya mi niño… Ya...
Miro por el espejo retrovisor y la descubro abrazada a su hijo, con los ojos
cerrados y un gesto que a mí me parece de desesperación; al menos yo estaría
desesperado en su situación. Trago en seco y el corazón se me aprieta un poco.
Joder; ni el tío más duro del mundo permanecería impasible ante semejante
imagen. Alargo la mano y corto la radio, porque no me parece que el ruido extra
ayude en esta situación y no tengo música adecuada para un trayecto en coche
con un niño.
—Lleva así desde las siete de la mañana —me dice al verme apagar la
música—, y ya no sé qué hacer. Llora con tal desesperación y es tan pequeño...
—En diez minutos estamos en urgencias, tranquila —intento calmarla,
aunque no creo que sirva de mucho.
—A lo mejor son solo gases y me mandan para casa, tachándome de madre
histérica, pero… ¿qué hago? ¿Le dejo llorar? ¿Y si se deshidrata? ¿Y si le pasa
algo grave? Perdona que te he pillado y me estoy desahogando contigo.
—No te preocupes. Te entiendo —digo al ver que se calla; sigue meciendo
al pequeño—. Yo estaría igual. Debe ser frustrante.
—Lo es. Se ha quedado medio dormido hace un rato, pero han sido diez
minutos y no ha parado de moverse, incómodo y no me importa si me ponen la
etiqueta de mamá plasta. Me da igual que me llamen lo que sea, pero que me
aseguren que está bien, que no tiene nada malo… y que deje de llorar…
—Claro, mujer. Seguro que le dan algo que le calme.
You´re beautiful de James Blunt empieza a sonar y la mujer hace
malabarismos para sacar el móvil del bolsillo del abrigo con el bebé en brazos.
—Dime —contesta cuando consigue desbloquear el móvil, elevando el tono
para que se le oiga a ella más que al llanto—. No, acabo de subir al taxi —
explica mientras vuelve a colocar al niño; ya estoy llegando a la salida de
Estrella Polar. Si no me pillan semáforos llego en menos de cinco minutos—.
No, cielo, no vengas… ¿Cómo vas a coger un avión? Espera a ver qué me dice el
médico y te aviso. No te pongas nervioso tú también —dice con una triste
sonrisa—, a lo mejor es lo del cólico del lactante…, vete tú a saber. Sí… lo del
manual de instrucciones no habría estado mal.
Me da un poco de pena; está claro que está hablando con el padre del niño, y
él no está con ella. No les conozco de nada, pero automáticamente empatizo con
ese hombre que estará a tomar por culo de su familia, quizá en viaje de negocios,
tirándose de los pelos porque en un momento tan importante como este, con su
hijo de pocos meses enfermo, se encuentra lejos, sin poder ayudar. Yo no quiero
eso. No quiero ver a Julia sola y triste, cuidando de mi hijo y sin tenerme a su
lado. Yo quiero estar a cada momento con ella.
El llanto del niño ha remitido un poco y yo miro de nuevo por el espejo, la
mujer ha colocado el móvil en la oreja del pequeño. Su padre le tiene que estar
hablando al otro lado; trato de tragar el nudo que se me ha formado en la
garganta. «Por Dios, qué congoja».
—Ya llegamos —digo cuando veo que cuelga el teléfono. El bebé empieza a
llorar más fuerte, como si lo que realmente le pasara es que echa de menos a su
padre.
—No, ratón… otra vez no…
Cuando llego a la entrada de urgencias me falta derrapar. Sin decir
absolutamente nada, la mujer me da quince euros con cincuenta céntimos, que es
exactamente lo que marca el taxímetro.
—Muchas gracias por traerme —me dice al mismo tiempo que abre la
puerta. Se abraza al pequeño y sale corriendo, sin mirar atrás.
La observo con preocupación. Ojalá ese pequeño no tenga nada grave. Ojalá
puedan calmarle.
Inspiro con fuerza y doy media vuelta para salir a Menéndez Pelayo. Vuelvo
a encender la radio, intentando que mi mente se evada un poco. Sin embargo, a
pesar de que la música de George Harrison me gusta, no puedo quitarme la
escena de esa pobre mujer con su bebé en brazos de la cabeza.
Mi madre tiene razón, ya está bien de no hacer nada. Le he dado tiempo de
sobra… ¡Casi dos semanas! ¡Eso es una barbaridad! ¿Así que en los pequeños
detalles está la inmensidad de las cosas, eh?
Aprovecho que he parado en un semáforo para coger el móvil. Abro la
galería, selecciono la última foto que le hice mientras estaba pintando y se la
mando. Escribo un mensaje rápido:
Y enviar.
Que sea lo que dios quiera.
18/01/2016
Voy conduciendo hacia el centro con una sola idea en mente: intentar ganarme
de nuevo la confianza de Julia. Quizá pueda preguntarle la próxima vez que la
vea qué es exactamente lo que le hizo abandonarme; o no. Quizá deba esperar un
poco para hacerle esa pregunta y centrarme en ganar algunos puntos más; en
seguir trabajando esos pequeños detalles que me dijo mi madre; pequeñas cosas
que le hagan ver que estoy ahí para ella. Para ellos.
Suspiro y asiento al compás de la música que va sonando en la emisora;
pienso que, independientemente de que Julia y yo arreglemos nuestros
problemas, independientemente de que me dé otra oportunidad, voy a ser padre.
Y eso no hay forma de cambiarlo. Bueno, siempre y cuando todo salga bien,
claro. Pero después de ver al niño de esta mañana interactuar con su padre, y
recordar los gestos cómplices de Guille con Martín, tomo plena consciencia de
que no hay marcha atrás.
Sonrío ensimismado al imaginarme a un enano, rubiales como su madre,
llamándome papá.
Padre.
Papi.
¿Cómo me llamará? ¿Cómo me verá? ¿Seré su referente alguna vez en la
vida, tal y como mi padre lo es ahora para mí? Noto una especie de nudo en la
garganta. No me quiero perder esto, quiero formar una familia junto a Julia,
pero, aunque no consiga la reconciliación que ansío con todas mis fuerzas,
tendré una familia. Con él, con mi hijo… o mi hija. Da igual, sé que nunca le
dejaré de lado, sé que nunca le abandonaré, que procuraré por todos los medios
que sea feliz. Que crezca sano y fuerte.
—You are, so beautiful… —tarareo el estribillo de la canción con mi inglés
vallecano, intentando imitar la voz rasgada de Joe Cocker y vuelvo a pensar en
ella. Con qué poquito me ha hecho cambiar de actitud; que poco ha hecho falta
para darme alas, para alimentar mi esperanza. Pero no voy a entrar a
psicoanalizarme en este momento. Me da lo mismo parecer un calzonazos ante
el resto del mundo, como ya se ha encargado de repetirme mi queridísimo
hermano mayor hasta la saciedad. Hace mucho tiempo que dejó de importarme
lo que opinen los demás de mí y no voy a empezar a preocuparme ahora; lo
único que quiero con todas mis fuerzas es hacerla sonreír de nuevo, poder
acercarme a ella y besarle la mejilla, cogerle de la mano y convencerla para dar
un paseo por el Retiro. ¡Ah! ¡Hay tantas cosas que podríamos estar haciendo los
dos juntos!
Sonrío de nuevo. Físicamente aún no se le nota, aunque me ha parecido que
las tetas las tenía más grandes; pero eso no quiere decir nada, porque hace
mucho que no las veo y ando algo desesperado últimamente, para qué
engañarnos, así que puede que esté viendo más chicha donde no la hay.
He de confesar que sueño con ella, con nuestros momentos más íntimos, que
visualizo su cara teniendo un orgasmo, totalmente entregada a mis caricias.
También he de confesar que todas las mañanas utilizo esos sueños y su recuerdo
para desahogarme en la ducha y que, hasta ayer, después de ese momento, la
sensación de estar solo en mi propia casa era angustiosa.
«Poco a poco...», pienso mientras paro en uno de los semáforos de la Gran
Vía.
Es media mañana y no hay mucho movimiento aún. Quizá a la hora de
comer haya más gente buscando taxi, pero ahora, nada de nada. De momento me
obligo a llegar hasta Moncloa para después volver a Cibeles antes de parar a
tomar algo para comer.
Qué tonto he sido. Lo que pagaría ahora por poder llamarla y quedar a
comer juntos, tal y como hacíamos al principio de venirse a vivir conmigo.
¿Cómo dejé que esto pasara?
Me da mucha rabia haber llegado hasta este punto para abrir los ojos y
descubrir que he estado haciendo el imbécil a lo grande. ¿En qué estaba
pensando cuando cada vez que ella me reclamaba, yo le armaba bronca en lugar
de tranquilizarla? Definitivamente fui un capullo integral.
Confianza; tengo que conseguir que confíe de nuevo en mí, a toda costa.
Me suena el móvil, pero como lo tengo sepultado por mi cazadora que he
dejado arrebuñada en el asiento del copiloto, no veo quién es. Así que,
aprovechando que no tengo a nadie a bordo, descuelgo con el manos libres.
—¿Sí?
—¿Daniel? —escucho la voz de Julia en el taxi y se me desestabiliza un
poco el volante. El corazón se me ha subido a la garganta y el estómago me ha
dado un ligero vuelco. Vamos, que me acabo de poner de los putos nervios.
—¿Julia? —pregunto por asegurarme, no vaya a ser que mi anhelo por ella
me esté nublado la razón y el entendimiento y, en realidad, me estén llamando de
la compañía de seguros o los de la telefonía móvil.
—Sí… Soy yo… ¿Te pillo en mal momento?
—¡No! —grito sin darme cuenta. Carraspeo para aclararme la voz y dejar
de parecer imbécil—, no. Dame un minuto para que pueda apartarme a un lado.
—Sí, claro —susurra, y los pelos de la nuca se me ponen de punta.
—¡Ya está! —exclamo como si ella pudiera verme. Doy a las luces de
posición y guardo silencio, esperando que sea ella la que me diga el motivo de su
llamada.
—Quería darte las gracias por el bizcocho —dice tras aclararse la garganta
—, estaba muy rico… como siempre.
—De nada, Julia —contesto, sonriendo.
—Te quería decir también que no hace falta que me acompañes; total, son
unos simples análisis sin importancia para confirmar si estoy o no embarazada
cosa que ya sé y además hay que madrugar un montón y está súper lejos. —Esto
lo ha dicho de carrerilla y a mí me hace sonreír, porque la conozco y me la
imagino con la cabeza baja mirando cómo las manos estiran el bajo del jersey.
—Antes de que pasara todo esto te dije que te acompañaría siempre que
pudiera y pienso cumplirlo. Además, no tengo nada más importante que hacer
mañana por la mañana —replico con un tono de voz que no admite
contradicciones. La oigo suspirar.
—De acuerdo. Pues los análisis son a las ocho de la mañana en el Ramón y
Cajal. —Tomo nota mental y antes de poder decir nada, ella sigue hablando—. Y
son el jueves, no el miércoles; vamos que son pasado mañana no mañana; pero si
no puedes venir lo entiendo perfectamente. Sé que tienes que trabajar y que es
muy importante que no pares el taxi.
—Te he dicho que voy a ir y voy a ir —digo enérgicamente intentando
cortar su monólogo.
—Como quieras.
—De acuerdo; entonces, ¿te paso a buscar? La casa de tu hermana está
muy lejos y si hay que estar temprano… —pregunto sonando, me temo,
demasiado ansioso.
—Si no te importa preferiría que no, Daniel. Es mejor que nos veamos allí.
—Me quedo callado, tratando de asimilar su negativa. Estaba claro que no iba a
ser tan fácil—. Espero que no te moleste, pero…
—No, no; tranquila. Es normal que prefieras mantener las distancias. —Me
ha salido un tono de cierto reproche, pero no lo he podido evitar.
—No es eso, Dani; es solo que me gustaría ir despacio y no precip… —Me
va a dar una explicación, ¡por fin!
—Disculpe, ¿está libre? —dice alguien a mi espalda cortando la
conversación con Julia.
—Vaya, tienes un cliente. —A tomar por culo el buen rollo.
—¡No, Julia! —Conozco ese tono de sobra. Llevo escuchándolo
demasiadas veces los últimos dos meses.
—¿No está libre?
—Te dejo trabajar, Daniel —corta ella, más seca—. Nos vemos el jueves.
—Julia… —digo yo queriendo desentenderme del cliente y centrarme por
completo en ella, pero ya ha colgado.
—¿Subo o no subo? —dice la mujer un poco molesta.
—Sí, sí. Disculpe.
Observo cómo se acomoda en el asiento y me mira por el espejo con aire
de superioridad. Una nube de perfume, demasiado empalagoso para mi gusto,
inunda el pequeño espacio del taxi y me revuelve el estómago. Con disimulo,
estiro el brazo para bajar un poco la ventanilla y renovar el aire.
—Lléveme a la tienda de Carolina Herrera en la calle Serrano. —No tengo
ni idea de dónde cojones está la tienda, pero no quiero preguntar. No parece muy
simpática que digamos. No ha habido un buenos días, ni mucho menos un por
favor, así que dudo mucho que se deshaga en darme explicaciones de cómo
llegar. Es en la calle Serrano, así que voy hacia allí.
—Claro —añado sin más. No me apetece hablar con ella; ha cortado una
conversación importante y, la verdad, me ha cabreado.
Tiene pinta de ser una pija estirada, de las que con tal de llegar a su cita
con la tal Carolina Herrera no tiene en cuenta que está interrumpiendo una
llamada telefónica. Niego con pesar; ni siquiera he podido despedirme de Julia.
Joder, yo que la notaba mucho más calmada que otras veces y con ganas de
hablar y esta tía tiene que montarse en mi coche, con todos los que hay por aquí.
¿Qué es lo que se le habrá pasado por la cabeza para ese cambio de
actitud? ¿Tanto le molesta mi trabajo? Joder, cuando ella me conoció ya
conducía el taxi, no es algo que haya surgido de la noche a la mañana y a lo que
ella no se pueda acostumbrar. No sé, hay veces que creo que lo nuestro solo
funcionaría si dejara el taxi, pero ¿por qué?
Empieza a sonar una canción que no me gusta y pienso en cambiar de
emisora, sin embargo lo que hago es cortar la radio. No estoy de humor.
—¿Podría subir la ventanilla? —pregunta la mujer. Miro por el espejo y la
veo sujetándose la melena. ¡Dios nos libre de despeinar a la señora!
—Por supuesto. —Acciono el botón para cerrarla y espero que me dé las
gracias, pero eso no sucede—. De nada.
No lo he dicho muy alto, pero seguro que me ha escuchado, porque ha
levantado la vista y ha puesto un gesto raro, como si oliera mal. «Su perfume
señora; es su perfume lo que apesta», pienso para mí.
Centro mi atención en la carretera, divagando de vez en cuando en mi
encuentro con la dueña de mis desvelos. Yo creo que hoy estaba aún más guapa.
Tenía un brillo especial en la mirada; la verdad es que toda ella resplandecía.
Quizá sea el hecho de que dentro de ella está creciendo una parte de mí, o
simplemente que la veo con otros ojos ahora que ya no la tengo a mi lado.
Suspiro casi sin darme cuenta intentando deshacer el nudo que de nuevo se me
ha formado en la garganta. Pues sí que estoy sensiblero hoy. Pero, joder, quiero
levantarme por las mañanas y ver los cambios que experimenta su cuerpo.
Quiero verles crecer, a los dos; despertarme todos los putos días sabiendo que a
mi lado descansan ellos, que están bien.
¡Tengo que conseguirlo!
Recuerdo, cuando estaba en la clínica de desintoxicación, cómo una de las
psicólogas me dijo en una de las charlas que nos daban que tenía que fijarme un
objetivo, una meta en mi vida, y que todos mis esfuerzos diarios tenía que
centrarlos en conseguirlo. Pero, ¿y cuando se consigue esa meta? ¿Qué
hacemos? Buscarnos la siguiente. Y yo, con Julia y mi futuro hijo, iba a tener un
montón de metas que lograr.
Y así, como si tuviera luces de neón señalándola intermitentemente, Julia y
nuestro bebé se convierten en mi objetivo en la vida.
Cuando llego a la Puerta de Alcalá, hago la rotonda para enfilar por la calle
Serrano y al poco veo la dichosa tienda.
Miro a la señora a través del reflejo y la veo sacar una cartera, con unas
manos de uñas largas y pintadas. Es como si esta mujer hubiera envejecido antes
de tiempo. A simple vista parece incluso más joven que yo y sin embargo parece
mi madre.
«Ni de coña. Mi madre es mucho más guapa. Ya quisiera ella parecerse a la
Señora Diana».
Aparco en doble fila y paro el taxímetro.
—Son trece euros con veinte céntimos —indico sin girarme como hago
con otros clientes. Solo me muevo cuando veo que tiende la mano para pagarme.
Frunzo el ceño cuando me doy cuenta de que me está entregando una tarjeta de
crédito; me la quedo mirando.
—Lo siento, pero no tengo cash.
«Esta tía es gilipollas y en su casa no hay botijo».
Creo que en los tres años que llevo con el datáfono en el coche lo he
utilizado dos veces, y ninguna de las dos veces para cobrar trece putos euros.
Suelto el aire por la nariz y abro la guantera para sacar el aparato del
demonio. Estará sin batería; así que saco también el cargador y lo enchufo al
coche.
—Llevo un poco de prisa —me dice entonces doña nollevocash.
—Pues si va a pagar con la tarjeta tendrá que esperar un minuto que esto se
encienda —contesto enseñándole el aparato y poniendo la sonrisa más cínica que
soy capaz de hacer.
Tras cinco largos minutos consigo ponerlo en marcha y se lo tiendo para
que ponga la contraseña.
Mientras termino de cobrarle no dejo de pensar en Julia. Menuda
diferencia de mujer; ella que por increíble que parezca sigue sacando el dinero
de su cuenta con la libreta de ahorros, que lleva las uñas cortadas al máximo;
pintadas sí, pero muy cortas, y únicamente viste con ropa cómoda, nada de
escotazos o minifaldas.
—Aquí tiene. Que pase un buen día —me despido devolviéndole la tarjeta
a la señora.
Ni gracias, ni adiós. Se coloca su bolso, abre la puerta y sale directa a la
tienda mientras se retoca el peinado.
«¡Cuánta tontería, la hostia!»
Bajo todas las ventanillas del coche y enciendo de nuevo la radio. Está
sonando You know i´m not good, pero la versión original de Wanda Jackson, no
la de Amy Whinehouse. No es que sea lo mejor para levantar el ánimo, pero aun
así empiezo a tararear mientras saco mi móvil de debajo de la cazadora. Me
extraño al ver que me ha llegado un mensaje porque no lo he escuchado sonar;
abro la aplicación y observo que es de Julia. ¡Espero que no se haya echado
atrás!
Sonrío al leer.
Julia
Nos vemos el jueves
¿Te parece bien a las 7:50 en la puerta del hospital?
Gracias de nuevo por el bizcocho.
Perfecto
Allí nos vemos
¿Quieres que luego nos tomemos un café?
Tendrás que desayunar…
Son las cinco de la tarde y seguro que Julia ya ha salido del trabajo, pero sigue
sin contestarme. De hecho no se ha conectado aún.
No voy a preocuparme por adelantado. Es más que probable que haya tenido
algún imprevisto, se habrá retrasado por cualquier cosa, no sería la primera vez
que se tiene que quedar hasta tarde. Aunque, ¿y si se encuentra mal? Apenas
hemos hablado cuando he ido a verla al trabajo, ni por el móvil, ni siquiera le he
preguntado cómo se encuentra, si tiene mareos o náuseas.
«¡Bien por ti, colega!»
Me descubro conduciendo hacia Gran Vía de nuevo y parando en uno de los
pasos de cebra cerca de la Plaza de Callao. Sé que prefiere esta boca de metro y
no la de Sol porque se agobia con tanta gente, además, para ir hacia la casa de su
hermana es mejor coger primero esta línea de metro; quizá el destino esté de mi
parte y me la encuentre por casualidad. No sería muy descabellado, al fin y al
cabo ella no tiene coche, no le gusta conducir y prefiere utilizar el transporte
público, así que cruzo los dedos y espero como un vulgar acosador. Observo la
boca de metro libre de gente y después me aseguro de que no haya patrullas de
policía cerca; no estoy en zona de parada de taxis y tampoco puedo estar aquí
eternamente. Unas tímidas gotas empiezan a caer sobre el parabrisas. ¿Llevará
paraguas? Espero que haya sido previsora y se haya metido el que le regalé en
Navidad en el bolso, aunque con la cabeza que tiene…
Los pensamientos se quedan congelados en mi mente.
Es ella. Avanza enganchada al brazo de un hombre trajeado, alto y
engominado que la cobija bajo su paraguas negro. A Julia no le gusta el negro, ni
los trajes y mucho menos la gomina. ¿Qué hace con ese tío?
Algo parecido a la rabia empieza a bullir en mi interior. La parte racional
que habita en mi cerebro me dice que me tranquilice, que probablemente sea un
compañero de trabajo que iba al metro y han compartido paraguas. Pero otra
parte, esa otra parte que tenemos todos, la insensata y masoca, se flagela
pensando en que si me dejo comer terreno la perderé para siempre; porque con
un aleteo de sus pestañas conseguiría poner a sus pies a más de un incauto.
Joder, ni siquiera puedo imaginarla con otro hombre sin que me hierva la sangre.
La lluvia cae ahora con más intensidad y apenas puedo ver bien el exterior,
lo suficiente como para darme cuenta de que el acompañante de Julia no entra en
el metro, sino que deja que ella le bese la mejilla y espera a que baje las
escaleras para después dar media vuelta y volver por donde han venido.
«Genial». Se trata de un perfecto caballero que la ha acompañado para que
no se moje bajo la lluvia. Y caigo en la cuenta de que probablemente el paraguas
que le regalé, blanco, con miles de corazones de colores, esté en casa, en nuestro
armario, junto a las cosas que aún permanecen guardadas en su interior.
Quito el freno de mano y, justo cuando voy a incorporarme al tráfico, el
móvil vibra entre mis piernas.
Julia
Es mejor que no…
21/01/2016
Me he levantado a las seis de la mañana para no llegar tarde; aunque eso hubiera
sido prácticamente imposible ya que apenas he pegado ojo. Las pesadillas en las
que Julia me deja por aquél chico de pelo engominado y traje a medida que le
acompañó hasta el metro el otro día, no han parado de sucederse noche tras
noche. No logro sacarme de la cabeza la imagen nítida de ella embarazada de
muchos meses besando en la boca a ese hombre.
Se me revuelve el estómago cada vez que me acuerdo.
No he vuelto a hablar con ella desde el último Whatsapp en el que declinaba
mi invitación a tomar un café, pero mi padre me ha enseñado toda la vida a ser
perseverante con las cosas que quiero, y yo quiero a Julia con toda mi alma, así
que no me queda otra que hacer eso mismo: perseverar.
Puede que estos días la haya dejado tranquila, sí; pero en ningún momento
he pensado darme por vencido, ni mucho menos. Digamos que estaba cogiendo
fuerzas para el día de hoy. Tengo que conseguir que hablemos, tengo que hacer
que esto vaya hacia delante, necesito hacerle ver que esta vez no la voy a cagar.
Que reconozco que estos últimos meses, en lugar de enfrentarme al problema he
salido huyendo, pero que ya no voy a cometer el mismo error.
Quiero demostrarle que he cambiado. Pero para eso necesito que me de otra
oportunidad.
Llevo media hora parado delante de la puerta del hospital porque he llegado
antes de tiempo. He estado dándole vueltas a cómo abordar el tema y no he
encontrado nada decente; soy un desastre para estas cosas, lo reconozco. Quizá
sea por miedo a cagarla, a que no salgan las cosas como yo quiero, pero lo único
que se me ocurre es no dejar de proponerle ir a desayunar juntos hasta que ella
acepte.
Sí, lo sé. Es una mierda de plan, pero algo es algo. Ya improvisaré según
vaya acercándose el momento. Lo que tengo claro es que he venido para hablar y
pasar tiempo con ella y es lo que pienso hacer. La imagen de Patrick Swayze
cantando Enrique VIII a Whoopi Goldberg me hace tomar consciencia de que
quizá parezca igual de pesado, pero sinceramente, ahora mismo todas esas cosas
me resbalan bastante.
Me acomodo en el asiento y cierro un poco los ojos. Estoy agotado. Lógico
teniendo en cuenta que desde que se fue no he conseguido dormir una noche
entera. Mi madre me dijo que probablemente la conciencia no me deje, pero yo
creo que no es la conciencia, sino su recuerdo y la certeza de no tenerla conmigo
lo que impide que pueda descansar.
Ayer estuve con mi hermana y me dijo que parecía un indigente, guapo, pero
indigente; que la barba que me había dejado tenía que recortarla y arreglarla, que
si no iba a parecer un hipster cuarentón venido a menos. ¿Quién quiere enemigos
teniendo hermanas pequeñas metomentodo?
Hoy, sin embargo, me he afeitado y adecentado un poco con la esperanza de
que Julia me vea bien; total, la barba me volverá a salir enseguida y hoy quiero
dar buena impresión. Estoy de un gilipollas que no me aguanto ni yo.
Empieza a sonar en la radio Tócala Uli, de Gabinete Caligari, y sonrío.
Parece que fue ayer cuando cantaba esta canción a pleno pulmón con Guille en
la cocina de la casa de mis padres. Es curioso cómo recordamos algunas cosas
con tanta claridad y otras, a lo mejor más importantes o de más trascendencia en
nuestra vida, las dejamos marchar sin más. Pero sí, veo perfectamente a Guille
saltando en la cocina y yo imitándole mientras mi madre preparaba la comida y
nos gritaba que nos separáramos del fuego. Siento un poco de nostalgia por
aquella época en la que era feliz y no tenía más preocupaciones que conseguir
terminar la colección de cromos de Dragones y Mazmorras.
Abro los ojos mientras canto en voz baja el estribillo y la veo. Camina
despacio por la acera hacia la puerta del hospital mirando al suelo, perdida en
sus pensamientos, con una mano metida en el bolsillo del abrigo y la otra
sujetando el asa de su bolso gigante.
Está preciosa.
Es preciosa.
Su melena castaña tapa casi la mitad de su rostro. En un gesto muy típico en
ella deja de agarrar el asa para colocarse el pelo detrás de la oreja. Los nervios se
me están agarrando a la boca del estómago ante la incertidumbre de lo que va a
pasar hoy. No sé si pitar para que sepa que la estoy esperando en el coche o
quedarme dentro mirándola, observando cada gesto, no perdiendo detalle de sus
movimientos. Pero opto por no parecer un psicópata y hacer lo más coherente:
avisar de mi presencia tocando el pito… el del coche quiero decir; el claxon.
Julia levanta la cabeza y me busca entre los vehículos aparcados hasta que
localiza el mío. Yo sonrío y saludo casi con efusividad, muy contento por verla
de nuevo, pero ella simplemente levanta la mano y agita los dedos. Hmm, mal
empezamos.
Miro la hora en el salpicadero. Aún quedan cuarenta minutos para que
abran, así que le hago señas para que se acerque y entre en el taxi con la
calefacción. Ella niega, pero no desisto. Bajo la ventanilla del coche y asomo la
cabeza
—Hola, Julia —saludo con media sonrisa—. ¿Subes? Aún es pronto.
—Hola —dice ella mientras se acerca a la puerta y se agacha un poco. Su
olor a colonia fresca, a jabón, a su piel hace que un escalofrío me recorra el
cuerpo—, casi prefiero entrar ya y ponerme a la cola. Cuanto antes entremos,
antes saldremos. —La miro, sopesando sus palabras y asiento porque, de nuevo,
tiene razón. Suspiro derrotado.
—De acuerdo; deja que apague.
Observo cómo ella se sube de nuevo a la acera y me espera, sin apartar su
mirada de mí, escondiendo el rostro en un cuello de esos de punto gordo para
resguardarse del frío.
Quiero abrazarla, besarla, estar con ella de nuevo y la impotencia que siento
se hace cada vez más grande porque no sé qué hacer para conseguirlo.
Tomo aire, cojo la chupa de cuero, la cartera, el móvil y saco la llave del
contacto. Tengo más de una hora para convencerla de que vuelvo a ser yo,
Daniel, el mismo Daniel que le dijo te quiero por primera vez en el kilómetro
cero, el mismo Daniel del que se enamoró.
Julia
Aquel día Julia estaba muy nerviosa. Se había metido en el baño de la casa de su
hermana un poco antes de las seis de la mañana, dispuesta a arreglarse rápido y
salir pronto hacia el hospital para no llegar tarde; pero se había quedado
embobada mirando su reflejo en la mampara del baño, pensando en cómo
crecería su tripa de aquí a unos meses, en que Dani no la vería, soñando con otra
vida a su lado.
Haberle visto aquél día en la tienda, con su barba bastante más larga de lo
normal, con su vieja cazadora de cuero y el bizcocho de chocolate que siempre
le hacía cuando había pasado un mal día en el trabajo, había sido demasiado para
su estúpida autodeterminación.
Flaqueó.
Flaqueó y quizá se precipitó al llamarle por teléfono para algo que bien
podría haberse dicho con un simple mensaje. De hecho, si lo hubiera hecho, no
le habrían asaltado otra vez esas malditas dudas. Sin embargo, le apetecía hablar
con él, agradecerle el detalle de viva voz; quizá quería asegurarse de que
realmente estaba cambiando, que volvería a ser el hombre cariñoso con el que se
fue a vivir; pero cuando escuchó esa voz de mujer fue como si se despertara de
un magnífico sueño de golpe. Un sueño en el que Daniel estaría por y para ella
en todo momento, con el que podría pasear por las tardes de vez en cuando por
el Retiro o con el que podría salir los fines de semana, y del que no dudaría en
ningún momento, porque ella confiaría en él ciegamente.
Pero no sería así, porque el trabajo de Daniel, era el que era y eso no iba a
cambiar. No tenía un horario ni un sueldo fijo todos los meses; por eso tenía que
buscarse la vida a diario, procurarse los clientes y tratar de cubrir al menos los
gastos de gasolina; y ella no sabía si sería capaz de volver a aguantar tardes y
noches enteras sin poder verle, sin poder hablar con él más que por el móvil,
preguntándose por qué tardaba más de la cuenta, imaginándose mil historias que
no serían verdad porque ella era consciente de que eran producto de su
imaginación.
El caso es que todo se le vino encima con aquella llamada y el
descubrimiento de que quizá se había precipitado al querer quedarse embarazada
a pesar de las peleas y los malos rollos, creyendo que así encauzarían su
relación. Una relación que se había desbordado.
Pero ya no era solo eso; lo peor era darse cuenta de que era un ser egoísta,
que miraba únicamente por ella misma. A esa conclusión había llegado después
de pensar mucho en el almacén de la tienda mientras saboreaba ese delicioso
bizcocho de chocolate. En ningún momento pensó en lo que quería él o en lo que
él necesitaba. Jamás se preguntó si le gustaba o no el trabajo que realizaba y
últimamente ni siquiera le preguntaba cómo había ido su jornada. Sólo pensaba
en que no estaba con ella y que eso la hacía tener muchas dudas, demasiadas.
No era ella. No se sentía ella. Era como si otra persona hubiera poseído su
cuerpo y estuviera mirando todo lo que hacía o deshacía desde fuera, dispuesta a
recriminarla, pero sin hacer nada por cambiar ese modo de actuar.
Tenía tal lío en la cabeza que no conseguía pensar con claridad; por eso
tenía que poner algo de distancia. Primero tenía que aclararse ella para saber
hacia donde dirigir sus pasos y, con él cerca, era imposible.
Se miró de nuevo la tripa y la acarició. Había perdido la cuenta de las
veces que había realizado ese gesto desde que supo que estaba esperando un
hijo. Era lo único que conseguía calmarla, lo único que lograba que dejara de
pensar en la situación desastrosa en la que se encontraba: saber que dentro de
ella estaba creciendo una vida producto del amor que se tuvieron, que
seguramente aún se tenían.
Tomó aire y se metió en la ducha decidida a terminar de arreglarse para
llegar a tiempo a esos simples análisis a los que Daniel había querido
acompañarla. Mientras enjabonaba su cuerpo pensando que en unas horas
volvería a verle, recordó la cantidad de veces que hablaron sobre su futuro
embarazo. Daniel siempre le dijo que no quería perderse nada; que le gustaría
acompañarla a cada prueba por simple que pareciera para, de este modo, vivir de
igual manera el embarazo. Por eso, cuando se ofreció a acompañarla a sus
primeros análisis, no se extrañó en absoluto.
Iba a ser bastante complicado estar a su lado y permanecer inmune a sus
encantos, sobre todo después de las muestras de cariño de esos días, pero no se
le ocurrió negarse. La acompañaría, se aseguraría de que todo estaba en orden,
que ella se encontraba bien y luego se irían cada uno por su lado. ¿Quién era ella
para decirle que no? Era también su hijo lo que venía en camino y ya se estaba
perdiendo muchas cosas: la prueba de embarazo, la espera de las dos rayitas
rosas, las primeras náuseas matutinas. Cosas que planearon en su momento, que
quisieron hacer juntos y que, por la situación en la que se encontraban, tenía que
hacer sin él. Cerró los ojos mientras el agua de la ducha caía con fuerza sobre su
rostro; puede que una lágrima traicionera se perdiera por el desagüe.
Julia caminaba hacia el hospital triste, sola, hecha un mar de dudas. Mientras una
parte de ella, quería dejar de dar palos de ciego y volver a su casa, junto a él,
otra, un poco más asustada, insistía en que si regresaba a su lado, sufriría. Tenía
que aprender a convivir con alguien que solo estaría de vez en cuando, quería
volver a confiar en él, no hacer caso de gente malintencionada que lo único que
quería era hacerles daño; no podía creer en simples rumores sin más. Tenía que
darse cuenta de que el trabajo de Daniel era trabajo, y que si llegaba tarde era
porque estaba ocupado, no porque estuviera engañándola.
Cuando llegó a la entrada y le localizó en el taxi, con el pelo un poco más
largo y despeinado, con aquellos ojos negros que siempre parecían desnudarla
con la mirada y esa media sonrisa tan sexy que se veía a la perfección en su cara
afeitada, sintió que el suelo se desestabilizaba un poco bajo sus pies.
Daniel quiso que entrara en el coche, al igual que iba a querer acompañarla a
desayunar. Lo sabía. Le conocía. Pero no estaba preparada para pasar más
tiempo con él del estrictamente necesario. Ya era complicado pensar de modo
coherente estando con esos cambios tan bruscos de humor, las hormonas de
embarazada le estaban haciendo pasar malas jugadas; si encima tuviera que
disfrutar de su compañía toda la mañana, no iba a poder analizar su situación con
algo de perspectiva. Al contrario, se dejaría querer. ¿Y si le daba otra
oportunidad por no pensar bien las cosas y acababan peor de lo que estaban?
Se negó, excusándose como pudo, y Daniel asintió y bajó del taxi. Sin
peleas. Sin reclamos. Servicial a sus deseos.
Tentada estuvo de engancharse a su brazo y entrar al hospital pegada a su
cuerpo, apoyar la cabeza en su hombro, sentir su beso en el pelo, como si fueran
una pareja normal y corriente, sin embargo lo que hizo fue agarrarse más fuerte
al asa de su bolso y tragarse las ganas. Ya había tenido bastante con intentar
mantener las formas cuando el olor de la colonia fresca que él siempre llevaba se
introdujo en su sistema. Añoranza, deseo, apetito, calor… Se estaba volviendo
loca.
Mientras sacaban tubo tras tubo de sangre, Julia intentaba tragar el nudo que se
había instalado en su garganta, pero no había forma. Se moría por atravesar esa
puerta, lanzarse a sus brazos y decirle que ella también se moría por besarle;
quería dejar que la mimara como antes, como si nada hubiera pasado, como si
todo siguiera como al principio de conocerse. No; mejor aún, como al principio
de empezar a vivir juntos. Pero eso no era así y no era así porque ella se fue. Ella
tomó la decisión de darse un tiempo como pareja, de poner distancia entre
ambos, porque dudaba, porque sufría, porque no estaba segura de querer
soportarlo más.
Definitivamente, era ella la que había complicado las cosas, la que estaba
haciendo las cosas difíciles. No él. Él ni siquiera sabía la realidad, la verdadera
razón por la que cambió casi de la noche a la mañana. Era ella la culpable de
haberlo mandado todo a la mierda, él lo único que había hecho era ayudar a que
tomara esa decisión con su comportamiento.
«¿Y por qué narices no he pensado así las cosas antes de escribir aquella
nota y largarme?»
—Ya está listo —dijo la enfermera—. Si te mareas, siéntate un rato en las
butacas de fuera.
—No, estoy bien. Gracias —contestó en voz baja, triste por el derrotero
que habían tomado sus pensamientos, mientras recogía sus cosas.
Cuando salió de la sala de extracciones se encontró con Daniel de pie
esperándola cerca de la puerta. Estaba tan guapo, a pesar de las ojeras que
también adornaban su rostro, que por un minuto se quedó paralizada, pensando
en que definitivamente ella también quería cogerle de la mano y perderse en su
abrazo. Sin embargo, ahí estaban, como dos pasmarotes, de pie, mirándose y en
silencio.
¿A qué esperaba? ¿Qué señal tenía que recibir para dejarse de tonterías,
confesarle la verdad y empezar de nuevo?
—¿Me deja pasar? —escuchó Julia detrás de ella. Se había quedado tan
ensimismada, aguantando el algodón en la curva del codo, que no se había dado
cuenta de que bloqueaba la salida de la sala.
—Claro, perdone —se disculpó, girándose a la vez que se apartaba, pero lo
hizo tan rápido que toda la sala empezó a darle vueltas. Estaba convencida de
que se daría de bruces contra el suelo, sin embargo, antes de que eso pasara,
sintió los brazos de Daniel rodeando su cuerpo.
—¿Estás bien? —preguntó, preocupado.
—Sí… Ha sido el giro… Estoy bien —contestó Julia, irguiéndose y
apoyándose en él ligeramente. Cerró los ojos y aspiró su aroma; una oleada de
recuerdos y sensaciones que tenía olvidadas asolaron su débil cuerpo. Se agarró
a la solapa de la chaqueta de Daniel y por un momento se dejó llevar. No podía
separarse, no encontraba las fuerzas para hacerlo; aunque una parte de ella
buscaba las ganas para poner un poco de distancia entre ambos, otra parte
prefería regodearse en ese momento, buscando el refugio de sus brazos,
sintiendo el calor de su cuerpo.
Notó cómo él acariciaba su espalda y apoyaba ligeramente la cara en su
pelo. Quiso parar el tiempo y quedarse así para siempre.
—¿Quieres ir a desayunar? —susurró Daniel, temeroso por romper la
magia de ese instante.
Julia se separó solo un poco, despacio y levantó el rostro para mirarle a los
ojos. Llevaba días convenciéndose de que lo mejor era negarse a pasar más
tiempo del necesario con él, pero por más que intentaba hacer memoria, no
lograba acordarse de todas esas razones.
Asintió.
22/01/2016
La M-30 está hasta arriba, pero es normal. Es viernes y la gente coge el coche
para irse el fin de semana fuera, y más con la previsión de buen tiempo. Solo a
mí se me ocurre irme a Plaza Castilla a las dos de la tarde por este camino,
aunque en realidad creo que hoy va a estar todo colapsado.
Estiro el brazo para encender la radio de nuevo; he tenido que cortarla
antes porque no paraban de hablar de los pactos de gobierno y me han puesto de
mala hostia; ni ganas de escuchar música me han dejado.
Pero ahora escucho a Rodrigo Leão en Discópolis y automáticamente me
relajo. Los coches a mi alrededor pitan, seguro que algún que otro conductor
insulta al prójimo, pero yo ahora necesito evadirme y la música de este
compositor portugés lo consigue. Entro en una especie de estado zen y me centro
en respirar.
Aún no la he llamado. Pensaba hacerlo antes de hablar con mi madre, pero
le he prometido que iría poco a poco, y eso pienso hacer. Aprovecho que
estamos parados para mandarle un mensaje; al fin y al cabo ayer me dio un beso
en la mejilla al despedirse, y demasiado cerca de mis labios, por cierto. Espero
que esta vez acepte mi invitación sin tantos rodeos como ayer.
Hola
¿Como te encuentras?
¿A qué hora sales?
¿Te paso a buscar y nos
tomamos un café?
Julia
Hola
Julia
Hoy trabajo de tarde
Salgo a las 10 :(
¿Y eso?
¿Ha pasado algo?
Julia
Nada grave
Solo estoy haciendo un favor
Julia
Vale
¡Hostias!
¡Me ha dicho «vale»! ¡Y sin pensarse la respuesta!
La sonrisa sale automática en mi cara. Tengo que conseguir hablar con ella
de verdad, esta noche sin falta; preguntarle qué es lo que tiene que pensar, qué es
lo que realmente le da miedo. Qué es lo que le hizo tomar la decisión de
abandonarme de la noche a la mañana. De hoy no pasa; soy capaz de encerrarla
en el taxi y no dejar que salga hasta que hablemos de todo. No como ayer en la
cafetería del hospital, que tan solo tocamos el tema por encima. Tendré que
decirle a mi madre que no he seguido su consejo.
Estiro el brazo y cambio a Kiss Fm. Subo el volumen y empiezo a cantar a
pleno pulmón I´m Yours de Jason Mraz. Los coches vuelven a moverse… ahora
solo me falta encadenar un cliente tras otro hasta las diez y empezaré a creer que
mi suerte en el taxi tiene nombre de mujer.
—A ver tampoco le vamos a pedir milagros, pero espero que Zidane haga algo
porque vaya racha llevamos —me dice el cliente. Pfff, a ver cómo le digo yo a
este abuelo tan majo que no me gusta el fútbol. Que yo soy más de tenis,
natación...—. Porque el otro mucha carrera en el Real Madrid, pero…
Asiento musitando un «ajá» mientras miro por el espejo retrovisor, dándole
la razón sin tener ni puta idea de lo que me está hablando.
—¿A qué altura me dijo de la calle? —pregunto intentando desviar el tema
este del futbol en el que ando un poco pez.
—A la altura de la Iglesia de San Blas. Yo creo que va a ser mejor que el
Luis Enrique. —¡Ay, Dios! Y no para; me dan ganas de asentir otra vez; creo que
ese tal Luis Enrique es del Barça, pero no me quiero arriesgar. Así que voy al
segundo tema de conversación favorito de las personas mayores: el tiempo.
—Pues parece que viene una ola de frío esta semana que viene.
—Buah. A cualquier cosa le llaman ya frío. O ciscogénesis de esas. ¡Estáis
muy mal acostumbrados los jóvenes de hoy día! En mis tiempos sí que hacía un
frío de cojones. Y caían unas nevadas… íbamos a la escuela con la nieve hasta
las rodillas y unos sabañones en los pies del tamaño de pelotas de golf.
—Vaya… —respondo, sonriéndole mientras giro un poco la cabeza para
que me vea.
—Sí, hijo sí. Frío ahora… ¡A cualquier cosa llaman frío! —sigue hablando,
pero yo desconecto un poco. Miro el reloj del taxímetro y descubro que queda
una hora para las diez. Menos mal que ya estoy llegando. Por nada del mundo
quisiera llegar tarde a mi cita con Julia. Madre mía; hace mil años que no voy a
buscarla al trabajo. En realidad hace mil años que no paso tiempo con ella...
—¿Le dejo aquí mismo? —pregunto al cliente al ver las campanas de la
ermita.
—Sí, aquí está bien. ¿Qué le debo? —Veo por el espejo cómo se ahueca en
el asiento para sacar la cartera del bolsillo y a mí ese gesto hace que me acuerde
de mi tío Ramón.
—Diecisiete euros —respondo mientras paro el taxímetro.
—Pues muchas gracias por el viaje. Que pase buena noche.
—Igualmente caballero. —Le doy las vueltas y guardo el billete de veinte
en mi cartera.
Hoy ha sido un día fantástico de trabajo. No he parado de mover el taxi
casi en ningún momento y, aunque ahora mismo estoy doblado por estar tantas
horas sentado y necesito estirar las piernas como sea, no pienso parar de
conducir hasta que llegue al trabajo de Julia.
Arranco y sigo por esta misma calle hasta el desvío a la M-30. Ahora no
habrá tráfico y seguro que llego a tiempo para aparcar y dar una vuelta por la
plaza de Felipe II.
¿Estará de ánimo para tomar algo?
Quizá encontremos mesa en los 100 Montaditos. Saco el móvil
aprovechando que estoy parado en un semáforo y le mando un mensaje.
Llego a Goya media hora antes de que cierren el centro comercial. Como hoy la
suerte está de mi lado he podido aparcar al lado del Media Mark que hay en esa
misma zona. Estoy tentado de subir a la tienda y verla, pero me controlo.
De pronto recuerdo que me ha sonado el móvil y lo cojo del asiento del
copiloto. Tengo respuesta de Julia.
Julia
Dani, en serio que me encantaría
Pero estoy agotada...
Hola Julia
Tenemos que hablar
Julia
Aquél día después de comer, Julia y Marie se sentaron delante de una taza de
café humeante y un televisor apagado. En silencio. Una mordiéndose las ganas
de preguntar, y otra reordenando sus pensamientos porque no sabía por dónde
empezar a confesar.
Julia había estado toda la noche dando vueltas sobre lo que había pasado en
el taxi; no podía quitarse de la cabeza la cara de incredulidad de Daniel cuando
le dijo toda la verdad sobre el famoso encuentro con Marga.
Cuando llegó a casa estaba agotada, con mucho sueño, y sin embargo, no
pegó ojo. Toda la rabia que sintió meses atrás se transformó casi de la noche a la
mañana en una tremenda culpabilidad.
Le quería. Lo amaba con toda el alma, pero todo ese amor tan grande que
sentía por él, se le fue de las manos. Estaba claro que necesitaban encauzar de
nuevo su relación, quitarse todos esos pájaros que habitaban en su cabeza. Iban a
ser padres, e iban a serlo porque los dos estuvieron de acuerdo en su momento,
porque lo hablaron, lo planearon. Quizá cuando todo empezó a desmoronarse
debió frenarlo, puede que de una manera egoísta pensara que si finalmente se
quedaba embarazada, se suavizarían las cosas, se solucionarían los problemas.
En ningún momento, cuando decidió largarse la Noche de Reyes, pensó
que pudiera estar embarazada. De haberlo sabido, quizá hubiera confesado todo
antes, o no. La verdad era que no tenía ni idea.
Tenía que hablar con Daniel, decirle la verdad, explicarle lo que realmente
pasó por su cabeza, prometerle que nunca volvería a hacer algo parecido. Y
hacerle ver que, sobre todas las cosas, ella le quería a su lado; porque por más
que intentara negarse a la evidencia, la realidad era que solo se sentía completa
cuando estaba junto a él. Pero eso ya no dependía de ella. Ahora era Daniel el
que debía actuar y decidir si estaba dispuesto a intentarlo de nuevo.
Aquella noche de insomnio se arrepintió mil veces de haber cogido la
maleta y haber salido por la puerta. No tenía una explicación lógica a su
comportamiento y temía no poder defender su postura y su reacción en el caso
de que él se lo pidiera. Simplemente podía justificarse aludiendo que había
entrado en una espiral de pensamiento autodestructivo del que necesitaba salir
como fuera.
Toda la película que se formó en su cabeza no se sostenía de ninguna
manera, porque ¿en qué momento Daniel había hecho algo para que dudara de
esa forma? Nunca. De lo único que le podía culpar era de desaparecer, de aquel
modo enfermizo que tenía de irse a trabajar por las noches, los fines de semana,
las vacaciones, los festivos, de salir huyendo después de cada bronca, pero de
nada más.
Recordó la cantidad de veces que le había increpado por oler a perfume de
mujer y cómo él siempre decía que la mayoría de sus clientes eran mujeres. Si
llegaba oliendo a tabaco, él respondía que se había parado a hablar con algún
compañero que estaba fumando, y ella se volvía loca pensando que ese
compañero en realidad era una de esas chicas. Así, a cada excusa que ponía, o a
cada explicación que daba a cada una de sus acusaciones, menos le creía y más
iba creciendo esa bola en su cabeza.
No obstante, haber pasado la Noche de Reyes más sola que la una
esperando a que él hiciera acto de presencia no ayudó en su determinación de
escapar de allí, buscar aire fuera de esa casa donde cada día se agobiaba más.
Se equivocó.
Tendría que haberle dicho desde el principio la conversación completa con
Marga, porque una vez lo había dicho en voz alta y había observado su reacción,
se había dado cuenta de que había sacado las cosas de contexto; él le hubiera
hablado de esas chicas, quitando hierro al asunto, y ella le hubiera creído, sin
más. Porque Daniel nunca le había dado motivos para desconfiar, porque ella
sabía que todo lo que él había pasado en su juventud, su presente y lo que
esperaba del futuro le habían hecho ser así. Un hombre íntegro, leal y, sobre
todo, fiel.
Ella lo sabía. Ella le conocía. Marga no.
—Tierra llamando a Julia —dijo Marie haciéndole regresar al salón de
aquella casa.
Julia sonrió sin muchas ganas. Tomó aire y se giró en el sofá para encararse
con ella. Se mordió el labio mientras pensaba en contarle todo, pero, ¿cómo lo
hacía sin parecer una imbécil? Si Daniel se había enfadado por no haber
confiado en él, estaba convencida de que Marie no iba a ser menos.
—No sé por dónde empezar —titubeó.
—¿Qué tal por el principio? —Julia la observó con cautela y se dejó coger
la mano. Tampoco le había dicho toda la verdad a su hermana y en ese momento
fue consciente de que, de haberlo hecho, de haberse abierto con ella y confesado
todos sus miedos, ahora estaría celebrando su embarazo en lugar de estar
llorando.
—Hace unos meses me encontré en la calle a una antigua compañera de
trabajo de Daniel —empezó a decir Julia, recordando el momento del encuentro
—. Se había jubilado hacía poco y creo que estaba aburrida porque de lo
contrario, no me explico a qué vino su conversación. El caso es que me estuvo
contando lo buen chico que era Daniel, lo guapo que era Daniel, el éxito que
tenía entre las mujeres Daniel.
—De momento esa mujer no ha mentido —replicó Marie con una sonrisa,
quitándole importancia a los halagos de Marga.
—Ese es el problema —dijo mirando a su hermana inspirando para
tranquilizarse un poco—. Me habló de dos chicas compañeras de trabajo a las
que parece ser que veía alternativamente hasta que yo aparecí en escena.
También me confesó que esas chicas se quejaron en más de una ocasión de que
ya no hablaba con ellas y que le constaba que ellas seguían interesadas en él.
—Bueno, July, es normal; si un hombre te ha dejado huella, y él no te
corresponde, es lógico que lo lamentes.
—Lo sé. El caso es que yo empecé a ver fantasmas, a imaginarme cosas.
Pensaba constantemente que coincidía con estas chicas en el trabajo y que me
engañaba con ellas —soltó por fin.
—¡Julia! —exclamó Marie escandalizada.
—¿Qué? —preguntó ella un poco a la defensiva y con ojos llorosos.
Empezó a temblarle la voz—. Mi mente me traicionó y me hizo ver cosas que no
eran; creía que se liaba con ellas noche tras noche. Por más que yo intentaba
explicarme a mí misma que no, que era imposible, que Dani no era ese tipo de
hombre, no podía evitar imaginarle con estas chicas, acostándose con ellas,
utilizando el taxi para irse a los moteles, o en algún oscuro callejón entre cliente
y cliente. Mil cosas, Marie.
—Pero, Julia. —La mano de su hermana acarició su mejilla y cerró los
ojos. Por fin, una lágrima se escapó entre sus espesas pestañas y Marie se
apresuró a secarla—. Daniel sería incapaz de hacer algo así; es transparente. Se
le nota todo. Si apenas se hablaba con mi novio porque el primer día que se
conocieron el chico se puso a hablar del Real Madrid y le dijo para cortarle que a
él no le gustaba el fútbol. ¿Te acuerdas la cara que le ponía cada vez que se veían
y empezaba a contarle el último partido?
—Sí —contestó, sonriendo con tristeza—. Menos mal que tampoco duraste
tanto con él.
—Pues sí —asintió—. De cualquier forma, estoy convencida de que si
hubiera querido estar con otra mujer, te lo habría dicho —dijo frunciendo el
ceño, extrañada por las dudas de Julia—. Lo que no entiendo es cómo no eres
capaz de verlo tú.
—Lo sé. Por eso estoy así —explicó sorbiendo un poco la nariz.
—No entiendo nada, cariño. —Volvió a cogerle de las manos y las apretó
un poco, esperando una respuesta.
—Ayer, cuando vino a buscarme al trabajo dispuesto a hacer las paces
conmigo, le confesé la verdad. Y no se lo tomó muy bien.
—Ya… Mira July, no quiero hacer más leña del árbol caído, pero le
entiendo. —Cogió aire y la miró muy seria—. Yo estoy intentando evadir el
hecho de que ni siquiera confiaras en mí, así que, siendo parte implicada en el
asunto, entiendo su cabreo a la perfección.
—Si le entiendo hasta yo, Marie. El problema es que ahora no sé cómo
hacer para que me perdone. —Cogió su café descafeinado entre sus manos y
sopló antes de acercarlo a sus labios y beber—. Y para que me perdones tú
también.
—Yo no tengo nada que perdonarte, tontita; pero vosotros dos necesitáis
sentaros a hablar e intentar no centraros en que viene un bebé en camino. Porque
si queréis solucionar lo vuestro, antes de ser padres, tenéis que volver a ser una
pareja —aconsejó antes de beber de su taza.
—¿Crees que querrá hablar conmigo? —preguntó Julia mirándola de
soslayo.
—July, cariño, estoy convencida de que está deseando hablar contigo.
Lloró.
Lloró por enésima vez ese día.
Lloró porque se daba cuenta de la metedura de pata, de que se había
comportado como una cría inmadura, de que no había sabido manejar para nada
esa situación. No podía más; se acurrucó en el sofá y se dejó mimar por su
hermana, se dejó llevar por sus caricias en el pelo, sus besos y sus palabras de
ánimo hasta que, por fin, se quedó dormida.
Dani
Hola Julia
Tenemos que hablar
Hola Dani
¿Puedo llamarte?
Dani
OK
Hoy he vuelto a soñar con ella; quizá haya sido producto de mi estado febril,
quizá estoy desesperado por volver con ella, pero el sueño de hoy ha sido tan
real que pensaba que Julia estaba a mi lado. Durante todo este tiempo en el que
no hemos estado juntos, estas escasas tres semanas, me he descubierto
pensándola a cada rato; en el taxi, en casa, en la cama, daba igual donde me
encontrara, siempre había algo que me recordara a ella.
He echado tanto en falta todos esos momentos que no he parado de fantasear con
un futuro reencuentro; en volver a olerla, tocarla, sentirla, a estar en su interior.
Ahora, sin embargo, no me acabo de creer que esto vaya a suceder, que podamos
llegar a un entendimiento.
«¡Ya estoy adelantando acontecimientos!»
No puedo evitarlo. Estoy deseando volver con ella y eso me crea un poco de
ansiedad. Además de que ahora mismo estoy de los putos nervios.
Son poco más de las diez de la mañana, pero ya estoy conduciendo camino
a Las Rozas, escuchando la radio y tarareando el nuevo single de Mucho; seguro
que a Julia le gusta.
¿Veis? Ella, ella, ella; todo el rato la tengo en la mente. Es lo único en lo
que pienso todo el día, toda la noche.
Nos hacía mucha falta esta conversación que tenemos pendiente, pero,
¿cómo decirle todo lo que mi corazón siente? ¿Cómo expresarle lo que he
sentido durante estos días sin ella? ¿Cómo hacer para no volver a repetir los
mismos errores? Quiero que lo nuestro funcione, tirar los dos para delante,
juntos; quiero más que nada en el mundo crear una familia con ella, vivir y morir
con ella.
Suena un mensaje en el móvil y miro un segundo la pantalla que se ha
encendido para mostrarme el aviso. Julia. La idea de bajarme una de esas
aplicaciones para leer los Whatsapp mientras conduces no me parece ninguna
tontería ahora mismo.
Aprovecho que estoy parado en un semáforo para coger el móvil y poder
leerlo.
Julia
Yo ya estoy lista
Por si acaso llegas antes
Julia
Ok
Suelto el móvil y me centro de nuevo en la carretera. Enciendo la radio,
sintonizo Kiss FM y me dejo llevar por la conocida música de One Republic.
Nada más girar a la izquierda para entrar en la calle de Marie veo a Julia de pie
en la acera mirando en mi dirección. Sonríe nada más verme y levanta la mano
para saludarme; ¡mi corazón va a mil por ahora! Vale. Creo que me acabo de
poner muy, pero que muy nervioso. Acciono los intermitentes y me paro frente a
ella mientras bajo la ventanilla.
—¿Subes? —pregunto, intentando que no me tiemble mucho la voz. Ella asiente
y, decidida, pasa por delante del taxi para subir a mi lado. Siempre me ha
gustado eso de ella, nunca ha dudado al subirse a mi taxi, mis amigos, mi
familia, algún que otro rollo, siempre dudaban si sentarse delante o detrás; sin
embargo mi chica, desde el primer día se sentó en el asiento del copiloto sin
dudarlo siquiera.
Observo que tiene mala cara y un pellizco de culpabilidad me aprieta la boca
del estómago. Entra en el coche, pero no me mira. ¿Por qué no me mira? Quiero
que lo haga. Echo un vistazo a cómo intenta abrocharse el cinturón con cuidado
para que no se atasque y me dan ganas de ayudarla, pero me quedo quieto
dándole su espacio.
—¿Te apetece ir a tomar algo? ¿Café? ¿Té? —Arranco el coche y sigo por
la misma calle para llegar a Las Rozas Village, uno de los centros comerciales de
la zona.
—¿Sigues enfadado conmigo? —me asalta de manera directa, con la vista
clavada en sus rodillas.
—¡Vaya! ¿Nada de cafés entre medias para suavizar la charla? —digo en
tono de broma.
—Solo necesito saber… a qué atenerme. —Paro en un stop y la soslayo
con la mirada antes de cerciorarme si puedo seguir avanzando.
—Eso justo es lo que necesito saber yo. —Por fin levanta la mirada y me
clava sus ojazos azules. Tiene bastante marcadas las ojeras, pero aun así está
preciosa. Su piel pálida, sus pecas dispersas en la nariz, sus mejillas sonrojadas
por el frío. No puedo evitar desviar mi vista hacia sus labios, sin maquillar, al
natural como siempre, listos para besar, listos para ser besados. Me relamo antes
de volver mi cabeza al frente. Quiero besarla.
—Touché —susurra.
—En realidad creo que ahora deberíamos empezar por el final. O sea,
quiero decir, yo quiero arreglar esto, ¿y tú?
—Con toda el alma. —Suelto el aire de golpe y la miro un segundo. La
sonrisa que veo en su cara es reflejo de la mía.
—Pues entonces ya sabemos a qué atenernos. —Me paro porque
automáticamente he pensado en decirle: «Pues dejémonos de charlas y vamos a
hacer las paces en horizontal», pero en realidad eso ahora no procede. Así que,
tiro del hombre maduro que habita en mí para seguir hablando—. Ahora dime,
¿te apetece ese café? ¿Vamos allí? —Señalo el centro comercial que ya se ve
frente a nosotros. Observo cómo abre los ojos como platos y me sujeta el
antebrazo con su pequeña mano.
—¡Tengo un antojo! —me dice, radiante. Yo solo puedo sentir el calor de
su mano en mi brazo.
—¿Tu primer antojo? —pregunto sonriente y la veo asentir—. ¿Cuál es?
—Quiero un Frapuccino del Starbucks. —Miro a Julia y cojo su mano para
besar su palma.
—Pues Frapuccino va a ser. —Ambos nos quedamos un momento en
silencio, observándonos. Va a pasar, lo siente cada folículo de mi piel, cada
célula; es pura química. Ella mira mi boca y yo vuelvo a centrarme en la suya;
me acerco, despacio…, pero un pitido nos saca del trance haciendo que botemos
en nuestros asientos. Nos reímos mientras nos recolocamos y meto primera. No
ha pasado ni un minuto cuando la escucho aclararse la garganta.
—Ayer se lo dije a mi hermana. —Abro los ojos sorprendido.
—¿Tampoco lo sabía tu hermana? —La miro un instante y me centro de
nuevo en la carretera.
—No. No se lo dije a nadie, Dani.
—Pero Julia… —Me gustaría decirle muchas cosas, sin embargo me quedo
callado.
—Lo sé. Se lo tenía que haber contado. Estoy convencida de que al menos
ella me hubiera quitado la tontería de una colleja.
—Mujer, tampoco es eso —digo intentando bromear.
—Sí que lo es, Dani. Soy consciente de que todo esto ha pasado por mi
culpa. Mis celos absurdos, mi falta de confianza y mi desconsideración hacia ti.
—La oigo suspirar y frunzo el ceño.
—Pero no puedes culparte de todo, Julia. Yo no es que haya sido un novio
modelo tampoco. —Me quedo callado centrándome en la entrada del parquin—.
¿Qué te parece si dejamos este tema de conversación para cuando tengamos ese
fantástico Frapuccino delante? —La veo asentir justo cuando yo empiezo a
maniobrar para aparcar—. Escucha; en realidad los dos tenemos nuestra parte de
culpa, ¿vale? Vamos a tener esa conversación sin perder este hecho de vista.
—De acuerdo.
Paro el coche y quito la llave del contacto, pero ella no se mueve. Un
mechón de su melena se le escapa de detrás de la oreja tapando su rostro y yo me
apresuro a retirarlo y colocarlo en su sitio, dejando mi mano apoyada en su nuca.
Se gira.
—Dani…
El labio inferior empieza a temblarle y yo ya no puedo soportarlo más. Me
abalanzo sobre su boca, la beso y en cuanto nuestros labios se rozan, suelto todo
el aire que tenía en mis pulmones en forma de gruñido. Abro la boca dejando
que mi lengua vaya en busca de la suya y creo morir. Cuántas ganas, cuánta
ansiedad corriendo por mis venas, cuánta necesidad de ella.
—Perdóname —dice separándose un poco de mí para besarme poco
después con el mismo hambre que tengo yo de ella—. Perdóname, por favor…
No tenía que haberme ido, no…
—Julia, para. —Sujeto su cara entre mis manos y la obligo a mirarme; está
llorando y ni a mi corazón ni a mi mente les gusta verla así—. Perdóname tú a
mí, no supe hacerlo. No supe verlo.
—Pero te abandoné —dice empezando a sollozar—. Me dejé llevar por
mis celos absurdos. No confié en ti, creí en las absurdas palabras de una señora
que apenas conozco. ¡Tú nunca harías algo así! Lo sé, en el fondo lo sabía, y sin
embargo… Dios, soy la peor mujer del mundo.
—Cariño… —Desabrocho nuestros cinturones, tiro de la palanca que hay
bajo el asiento para deslizarlo hacia atrás y la cojo casi en volandas para que se
siente en mi regazo—. Escúchame, nena. Escúchame y no llores, por favor.
—No puedo evitarlo Dani —explica mientras las lágrimas empapan su
rostro—. Últimamente las hormonas se apoderan de mi cuerpo y me hacen ser
demasiado intensa. —Vuelve a sollozar, hipando incluso, y siento que me rompo
por dentro; una fuerza que nace de mi interior lucha por hacer que se calme;
necesito protegerla a toda costa, a ella y a nuestro bebé, que deje de llorar y me
deje curarla; que me deje amarla.
—Julia, nena… —La estrecho entre mis brazos y hundo mi nariz en su
pelo; tener a Julia entre mis brazos es lo mejor que me ha pasado en la vida—.
Mírame, por favor… Mírame —insisto separándola de nuevo.
—Yo solo… quiero que me perdones… y volver a casa. —El labio inferior
vuelve a temblarle haciendo un puchero tan tierno que hace que me emocione.
Mis manos automáticamente cogen sus mejillas y alzo su cara para levantar su
mirada; la profundidad de sus ojos azules, húmedos por el llanto, me invita a
sumergirme en ellos y dejarme llevar a la deriva por el influjo de su mirada,
tierna, dulce, pasional.
—No, cariño. No llores más. Tan solo ...—pido, quebrando mi voz—… no
lo vuelvas a hacer. No te vuelvas a ir sin decir adiós. Casi me matas, Julia. —
Seco sus mejillas con mi mano y la dejo en el hueco de su cuello—. Yo no puedo
hacer nada para que me creas; tienes que confiar en mí, igual que yo lo hago en
ti; sin más razones que el amor que nos tenemos, porque se da por hecho que nos
respetamos, que nos queremos. Además, yo nunca, jamás, te engañaría.
—Te creo, pero, ¡yo que sé! Tenía miedo, Dani; cada vez pasábamos
menos tiempo juntos, hacíamos menos cosas juntos. No quería perderte y, sin
embargo, al mismo tiempo, te estaba alejando de mí. Qué boba he sido.
Vuelve a romperse entre mis brazos y yo la aprieto contra mi pecho; tomo
aire y lo expulso aliviado. Aunque seguimos teniendo mucho de lo que hablar,
por planear y por hacer, estar así ya es un paso enorme. Cierro los ojos y apoyo
mi cabeza en el tope de la suya, disfrutando del momento, consolándola,
dejándome llevar por la manera en la que su cuerpo encaja a la perfección con el
mío, por su aroma, por la sensación de plenitud que siento al tenerla de nuevo
conmigo.
—Yo no te ayudé en eso con mi actitud, nena. Tenía que haberme parado a
explicarte porqué estaba haciendo lo que estaba haciendo, mis miedos y mi
obsesión por ganar más dinero. Tampoco confié en ti en ese sentido. Perdóname,
Julia. Perdóname tú a mí por no haberte escuchado de verdad, por no haber
sabido verlo a tiempo. Porque te fuiste, sí, pero en realidad llevabas tiempo
dándome señales que yo no supe o no quise interpretar. Lo siento, nena.
Noto que se calma de nuevo y asiente. Apoya su frente en mi cara y
suspira.
—Vaya par de tontos somos —dice al cabo de un rato, poniendo en
palabras lo que yo estoy pensando.
Cojo su barbilla para mirarla de nuevo a los ojos, me sonríe, sin rastro de
tristeza ahora, pero con la cara roja por el llanto. Aun así la veo preciosa.
Me dejo llevar por el hambre que siento por ella e irrumpo de nuevo en su
boca, esta vez con más fuerza. La posición que tenemos es incómoda y sabiendo
que tiene el volante en la espalda, y que le puede hacer daño, echo el respaldo
hacia atrás.
Ignoro que estamos en medio de un parquin de un centro comercial y mis
manos se cuelan por dentro de su cazadora para apretar su espalda contra mí. Ya
no puedo pensar en otra cosa que en su piel, en lamerla, en tenerla desnuda sobre
mí, por fin.
La cura para mi ansiedad, la dueña de mis desvelos, el calmante para mis
nervios. Julia. Solo Julia.
Siento sus dedos acariciando mi barba, arrastrándolos hasta mi nuca. Me
tira del pelo y se separa, incorporándose casi hasta rozar el techo.
—Te quiero, Dani. —Miro sus labios hinchados y me relamo. La beso de
nuevo, un suave roce que me sabe a poco. A muy poco en realidad.
—Yo también te quiero, preciosa —contesto antes de ponerme a acariciar
su tripa—. Y a ella también.
—¿A ella? —me pregunta con una sonrisa emocionada.
—Sí. Ella. Va a ser chica y va a sacar tus ojos azules. —Beso la punta de la
nariz y la acurruco de nuevo contra mi pecho. Aunque mis manos, ansiosas por
recuperar todo este tiempo perdido sin tocarla no paran de buscar hueco bajo su
camiseta, de apretar su culo, de acariciar su pelo o su espalda. Quiero hacerla el
amor.
—¿Tú crees? —Me mira y, con sonrisas perezosas en los labios, nos
volvemos a besar. Entonces, una idea se empieza a formar en mi cabeza; el
consejo de mi padre aparece escrito en mi mente con luces de neón y flechas que
señalan una única dirección: «...hacer las cosas bien... retroceder sobre tus pasos
para coger el camino correcto…».
—Oye, ¿sigues teniendo ganas de ese Frapuccino? —indago con una
sonrisa nerviosa. El plan, la muestra definitiva de mi amor por ella, por ellos; ya
sé cómo hacerlo.
—Pues en realidad tengo ganas de otra cosa. —Se lame el labio superior y
me mira a través de sus pestañas; trago en seco. Conozco esa mirada. Me dan
ganas de llevarla a casa, cogerla en plan troglodita y follarla contra la pared de la
entrada. Pero no puede ser ahora. No en este preciso momento; tengo que hacer
las cosas bien, como dijo mi padre. Me coloco disimuladamente mi incipiente
erección y carraspeo.
—Me gustaría satisfacer los dos antojos, pero tengo que hacer una cosa —
digo con cautela, sabiendo que puede sentarle mal este cambio de planes.
—¿Hacer una cosa? —Frunce el ceño mientras me mira—. ¿Qué cosa?
—Una cosa importante. El caso es que me tengo que ir. —Observo cómo
me mira con cierta duda, pero también veo que trata por todos los medios de
buscar una explicación a mi repentino cambio.
—¿Qué? ¿Por qué? —Quiero tranquilizarla, pero tampoco quiero que
sospeche nada de lo que se me está pasando por la cabeza hacer.
—Porque tengo que hacer las cosas bien contigo, Julia. Porque no quiero
volver a perderte —digo cogiendo su cara de nuevo y la miro con toda la
devoción que siento por ella.
—Vale, pero…
—Escúchame —le corto; acaricio sus mejillas con mis pulgares y clavo
mis ojos en ella, para que vea que digo la verdad, para que sienta que no le estoy
mintiendo. Soy consciente de que acabamos de hacer las paces y esto me haría
dudar hasta a mí—. Necesito ir a un sitio, tengo que enseñarte algo importante.
—Pues entonces déjame ir contigo.
—No puedo, Julia, porque antes tengo que hacer una cosa. —Empiezo a
ver una sombra de tristeza en su mirada y me apresuro a preguntar—: ¿Confías
en mí?
Ella no contesta de inmediato, me mira a un ojo y a otro intermitentemente
debido a la proximidad de nuestras caras y entonces la observo inspirar fuerte.
Acaba de desaparecer esa sombra y me hace sonreír aliviado. Sin abrir la boca,
asiente con la cabeza y yo me apresuro a besarla de nuevo, en la boca, en la cara,
en los ojos. No quiero que se preocupe, no quiero que tenga nada por lo que
temer.
—De acuerdo, esto es lo que se me ha ocurrido; nos tomamos ese
Frapuccino, terminamos esta conversación y te dejo en casa de tu hermana para
que recojas tus cosas. ¿Crees que ella podrá acompañarte a la Puerta del Sol? La
verdad, es que no me gustaría que fueras sola y cargada con las maletas —le
pregunto arrastrando mis manos para colocar los mechones de pelo detrás de sus
orejas.
—No sé… Tendría que hablar con ella. ¿Para qué quieres ir a la Puerta del
Sol? —Me mira achicando los ojos y arrugando un poco la nariz. Mi mente
empieza a gritarme que ella lleva razón. ¿Qué cojones pintamos en la Puerta del
Sol? ¡Con lo a gusto que estaríamos los dos en casita! Pero no; intento encauzar
mis pensamientos y centrarme en el tema que nos ocupa. Ya habrá tiempo para
todo lo demás más tarde. ¡Espero!
—En realidad es una sorpresa.
—Ya. Sorpresa. —Sonríe y se quita de mi regazo para coger el móvil. La
echo de menos al instante. Escribe, espera un segundo y me mira—. Sí, sigue en
casa.
—Vale. ¿Te parece bien si quedamos a las cuatro de la tarde en el
Kilómetro Cero? —Desvía su mirada del móvil y asiente dudosa. Sé que ahora
mismo estará dando mil vueltas a todas y cada una de las posibilidades que han
hecho que cambie de idea, pero estoy seguro de que ni se acerca a lo que en
realidad estoy pensando—. Cuando salgamos del Starbucks te llevo a casa de tu
hermana, preparas las maletas y comes un poco.
—De acuerdo —contesta encogiendo los hombros; creo que se ha dado por
vencida en sus elucubraciones y se está dejando llevar.
—Perfecto. —Sin que ella se lo espere, la cojo para colocarla en mi regazo
de nuevo. La carcajada espontánea que brota de su pecho me calienta el alma.
¡Dios, cómo la he echado de menos! Beso su nariz y después apoyo mi frente
contra la suya cerrando los ojos—. Jamás se me ocurriría engañarte, Julia. No
dudes de mí, sabes que yo no soy así. —La escucho suspirar y noto sus manos de
nuevo en mi barba de tres días. Se me pone la carne de gallina y gimoteo
internamente.
—Lo sé, Dani. Lo siento.
Ya está.
Se acabó. Por fin la tengo de nuevo conmigo. Por fin mi corazón podrá latir
acompasado de nuevo. Por fin puedo volver a respirar y sentirme vivo.
Julia
Julia llegó antes de tiempo al Kilómetro Cero.
Miró a un lado, después al otro, pero allí no estaba Daniel. Observó a su
alrededor intentando localizar un sitio donde apoyarse y descansar. Últimamente
estaba permanentemente cansada y quiso encontrar algún banco para poder
esperar tranquilamente, pero allí no había nada.
Se fijó entonces en la maleta que llevaba y, encogiendo los hombros, la
arrastró hasta la placa en el suelo y se sentó en ella dispuesta a esperar lo que
hiciera falta. Notó que la mochila empezaba a pesarle sobre los hombros, así
que, con cuidado de no caerse de la maleta y dar un espectáculo en pleno centro
de Madrid, se la quitó y la dejó entre sus piernas.
Suspiró. Estaba nerviosa.
Tras despedirse esa mañana de Daniel como si fueran adolescentes en la
puerta de la casa de su hermana, comenzó una yincana por todas las habitaciones
buscando su ropa, su cuaderno de acuarelas, su maquillaje, todo lo que
desperdigó por aquél dúplex que compartieron Marie y ella cuando llegaron a
España, pero que ya no sentía como suyo.
Entre risas y prisas terminaron con el tiempo justo para comer algo rápido
y salir hacia la estación para coger el cercanías a Sol. Su hermana la acompañó y
cargó con la maleta hasta allí, pero tras recibir un mensaje de móvil se fue con
mucha prisa dejándola sola.
Sola y nerviosa.
Atacada, más bien.
¿Cuál sería la sorpresa que le tenía preparada Daniel? ¿Qué se traía entre
manos? Estaba deseando volverlo a ver, pasar tiempo los dos juntos, follar.
Follar como antes, sin cronómetro, como si al día siguiente no fuera a salir el sol
y tuvieran que saciarse el uno del otro. En eso pensaba: en hacer el amor hasta
que amaneciera, o hasta que se volviera a poner el sol.
Se frotó la cara, intentando despejarse y eliminar la imagen del cuerpo
desnudo de Daniel de su mente. Ese cuerpo tan perfecto en cada curva, en cada
arista, en cada pliegue. Entonces, como si su subconsciente cobrara vida le
escuchó. Creyó que se estaba volviendo loca, pero no eran alucinaciones suyas,
era su nombre lo que escuchaba. Daniel la llamaba.
—¡Julia! —escuchó a su espalda; se giró de inmediato sorprendiéndose al
encontrarlo rodeado de Guille y Marie. Cruzaban los tres sonrientes por el paso
de cebra a su encuentro. ¿Qué significaba aquello?
—¿Qué hacéis aquí? —exclamó Julia sorprendida. Pero Guille y Marie no
dijeron nada, se miraron cómplices y, cuando llegaron a su altura, se pusieron
detrás de Dani.
—Ven —dijo él, cogiéndola de la mano y colocándola justo en el centro de
la placa del Kilómetro Cero. Ni un beso, ni un hola. Julia no sabía qué esperar.
Los turistas observaban curiosos la escena, pero eso no parecía importarle
mucho a Daniel.
—¿Qué es esto, Dani? —susurró, mirando alternativamente a su hermana,
a su cuñado y a él. Pero cuando vio cómo Daniel abría su cazadora y, con una
sonrisa contenida, sacaba un anillo de una cajita de terciopelo rojo, supo
exactamente lo que se proponía. Se llevó las manos a la boca, sorprendida.
Abrumada.
—Vaya… —contestó un poco alterado—. Esto era bastante más fácil en mi
cabeza. Me acabo de quedar en blanco. —Empezó a reírse, nervioso,
contagiando a Julia. Miró a sus testigos como cogiendo fuerza y empezó a hablar
—. Julia, quiero que este sea nuestro principio, un empezar de nuevo, de cero.
Quiero que olvidemos estos últimos meses y que retrocedamos un poco para
hacer las cosas bien. Hace poco más de un año te pedí aquí, en este mismo lugar,
que te mudaras conmigo, te dije por primera vez te quiero, me terminaste de
enamorar con tu espontaneidad, con tu seguridad en ti misma, con tu simpatía, tu
belleza. —Le cogió una mano y tomó aire—. Hoy te he hecho venir aquí porque
necesito que entiendas algo. Por un momento olvida que dentro de ti crece
nuestro bebé y escucha con atención. —Daniel hincó una rodilla y Julia
comenzó a llorar—. Quiero formar una familia contigo, Julia. Quiero
despertarme junto a ti todos los días de mi vida; pelearnos y hacer las paces,
sentarme a tu lado en el sofá y acariciarte el pelo; verte pintar, bailar contigo,
cocinarte mi bizcocho de chocolate cada vez que me lo pidas. Quiero todo de ti,
Julia. Tus buenos y tus malos momentos, lo quiero todo. Quiero quererte y a
veces odiarte para después quererte de nuevo. Quiero ser tu vida y que tú seas la
mía. —Julia observó cómo empezaba a deslizar el anillo en su dedo anular, pero
se paró a medio camino—: Julia, ¿quieres casarte conmigo?
El sollozo de emoción salió de su pecho antes que su afirmación, así que,
comenzó a asentir con ímpetu mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
Marie, que lloraba casi tanto como su hermana, y Guille la miraron
cómplices y ella intentó vocalizar un trémulo «gracias» antes de enganchar a
Daniel de la solapa de la cazadora y tirar de él hacia su boca.
Le besó. Le besó con desesperación, con vehemencia, incluso con un poco
de rabia porque le pareció que había desperdiciado sus labios durante todos estos
días; meses incluso.
¡Qué tontos habían sido! ¡Qué ciegos!
—Gracias —susurró él contra su boca.
—¿Gracias? ¿Por qué? —dijo ella, radiante.
—Por ser, por estar…, por existir.
Ella volvió a besarle hasta que escuchó los silbidos de su cuñado y los
aplausos de su hermana detrás de ella. Pero no le importó; en realidad nada más
importaba que no fuera aquél hombre, el padre de su hijo; nada era más
importante que aquél instante, aquél momento. Porque lo que de verdad
importaba era empezar de nuevo en el Kilómetro Cero.
26/01/2016
Llevo a Julia sentada a mi lado. Está hablando por teléfono con su jefa en
francés y escucharla me está poniendo tontorrón. Bueno, llevo tontorrón desde el
domingo, la verdad. El caso es que ayer le pidió los dos días de asuntos propios
que le debían del año pasado y parece que todo son problemas, como si no
supieran vivir sin ella, aunque yo en ese sentido la entiendo, la verdad.
Cuelga y yo me giro a mirarla. Parece enfadada.
—¿Todo bien? —pregunto mientras cojo su mano y se la beso.
—Sí. Es que hoy han recibido el avance de la nueva temporada y están
como locas. Pero me da igual, que se las apañen ellas. Hace mucho que no
desconectamos tú y yo; he aprovechado para decirle que todavía me debe días de
vacaciones del año pasado y que me las pienso coger en breve.
—Es verdad, el año pasado ni siquiera nos fuimos de vacaciones —digo
pensando que estaba muy ocupado trabajando hasta en verano, ya que fue
cuando mi economía empezó a resentirse por haber dejado el radiotaxi.
—Fue cuando empezaron nuestros problemas, —dice ella arrugando la
nariz, en un gesto muy gracioso—, pero no lo pienses ahora. Acuérdate que
hemos decidido empezar de cero. Por eso es normal que tengamos unos días
libres. Además, creo que nos van a venir de perlas. —Ella me sonríe, pícara, y
yo le devuelvo la sonrisa. La adoro.
—¡Hey! —exclamo de pronto—. ¿Qué te parece si la semana que viene
nos vamos los dos por ahí?
—¿Un viaje? —me pregunta con los ojos como platos, ilusionada.
—Un viaje, ¿te apetece? —propongo, pensando en mil planes que hacer
con Julia. ¡París! Un viaje a París, para que me enseñe la ciudad donde nació y
me presente a la poca familia que tiene allí.
Llego a la calle de mis padres y encuentro un sitio para aparcar justo en la
puerta.
—¿¡Que si me apetece!? ¡Me parece una idea genial! —Empieza a dar
palmas y, antes de empezar la maniobra para aparcar, se lanza a mis brazos.
—Pues déjamelo todo a mí; quiero sorprenderte —comento contra su boca
justo antes de besarla con hambre, como si hubiera pasado un lustro, en lugar de
una hora, desde la última vez que le hice el amor.
—Dani, —susurra contra mis labios—. Nos están esperando tus padres.
—Sí, sí …—contesto también en un susurro—… mis padres.
Pero no hago caso porque hundo de nuevo mi lengua en su cavidad y mis
manos, que actúan como si tuvieran vida propia, se empeñan en tocar su piel
debajo de la ropa. La deseo. La deseo todo el tiempo, pero me detengo cuando
noto que se aleja un poco de mí.
—En serio. —Sonríe y me rasca la barba; me dan ganas de ponerme a
ronronear—. Me estoy imaginando a tu madre asomada al balcón y ansiosa por
vernos.
Me río a carcajadas, porque tiene razón. Como mi madre vea el coche
desde la ventana y no salgamos en un tiempo prudencial es capaz de bajar a ver
qué pasa.
—Está bien. ¿Quieres subir tú mientras termino de aparcar?
—De acuerdo. —Me da un pico en los labios, coge sus cosas y sale del
taxi. Y yo me pierdo en el bamboleo de sus caderas.
Qué culo tiene. Me encanta morderlo, es superior a mí. Humedezco mis
labios y casi sin darme cuenta me pongo a pensar en una de tantas veces que
hemos hecho el amor esta noche.
Sus manos, ancladas en mi pecho me hacían daño de lo fuerte que
apretaba, pero no me importó lo más mínimo. Quería sentirla a toda costa,
aunque doliera, porque prefería mil veces eso a no tenerla a mi lado. Subí las
mías hasta sujetar sus tetas, un poco más voluminosas, más duras, e intenté no
apretarlas con fuerza porque ya se había quejado de que le dolían mucho. Me
centré en su boca entreabierta y en el lento vaivén de sus caderas, y tuve que
cerrar los ojos con miedo a terminar como un pre púber; era demasiado
placentero, demasiado intenso y la quería esperar para terminar los dos juntos.
Sentí su aliento en mi cara y abrí los ojos, su mirada cargada de deseo me hizo
enloquecer; me incorporé solo un poco abrazando su cintura con un brazo y me
apoyé en el colchón con el otro, aguantando sus envites cada vez más rápidos.
Sus brazos rodearon mi cuello y aplastó su pecho contra el mío antes de acelerar
el ritmo hasta volverlo casi frenético.
Nos besamos mil veces, respirándonos. Y en cada uno de esos besos nos
entregamos por completo. Hubiéramos querido alargar ese momento hasta el
infinito, pero el orgasmo nos sorprendió a ambos casi al mismo tiempo,
dejándonos hechos polvo sobre la cama.
Suspiro como un gilipollas y comienzo la maniobra para aparcar el coche.
Pero no me quito del pensamiento esa escena. Los dos en la misma postura, sin
movernos ni un ápice, abrazados, con nuestros sexos palpitando, mi semen
deslizándose entre los dos. Julia cogió mi cara y me besó dulcemente en la
frente, en los párpados, en la nariz, en las mejillas, en la boca.
—Te he echado tanto de menos —me dijo entonces—. Pero no desde estos
días, desde antes de irme; en realidad llevo meses haciéndolo.
—Lo sé. Lo siento —contesté acariciando su espalda, su culo, sus piernas.
—No debí marcharme. No debí alejarte —empieza a decir ella de nuevo.
No para de culparse, como si al ir pasando las horas fuera cada vez más
consciente de todo lo que ha pasado desde la Noche de Reyes.
—No pienses más en eso, Julia. Eso ya no importa. —Introduje mi mano
entre ambos y toqué su vientre todavía plano—. Lo que importa es que aquí
dentro está creciendo algo que hemos creado tu y yo, una mezcla perfecta de
ambos; el resultado de nuestro amor. Lo que ahora importa es que vamos a
formar una familia, y que vamos a confiar el uno en el otro sobre todas las cosas.
Lo que importa es que te quiero y que tú me quieres. Que este momento, esta
reconciliación, será nuestro kilómetro cero y que desde aquí emprenderemos
miles de caminos.
Se emocionó de nuevo con mis palabras y me besó antes de separarse un
poco y observar detenidamente mi mano extendida sobre su tripa; se mordió el
labio antes de entrelazar sus dedos con los míos. Despacio se levantó para
sacarme de su interior y se acomodó sobre mis muslos.
—Madre mía, Dani —dijo con sus ojos brillando de emoción—. ¿Eres
consciente de que aquí dentro está creciendo una personita?
—De personita nada, está creciendo una pequeña princesa —añadí yo con
una sonrisa como la que tengo ahora.
—De eso nada; está creciendo un pequeño superhéroe —rebatió
palmeando mi brazo. Volví a acariciar su tripa.
—No, no, no. Aquí dentro está creciendo una Cloé en potencia. Una niña
con pequeños rizos rubios y sonrisa pícara que me volverá loco. De hecho ya me
tiene totalmente enloquecido.
—¡Qué va! ¿Cloé? ¿De dónde has sacado ese nombre? —me dijo riéndose
a carcajadas y dándome un pequeño empujón.
—De internet. —Me recosté con los codos apoyados en el colchón y la
miré hambriento de ella de nuevo. Pero ella se levantó para coger el paquete de
toallitas y poder limpiarnos.
—Como se entere tu hermana de que le quieres poner ese nombre tan
repipi seguro que te da una colleja. —Siguió riéndose y yo me perdí un poco en
sus gestos, en su sonrisa, en su mirada; estaba más bonita que nunca, tenía un
brillo especial, transmitía plena felicidad—. Además no va a ser una princesa; va
a ser chico, un mini tú, moreno de ojos grandes y se va a llamar Paco.
—¡Ni de coña! ¿¡Paco!? —exclamé escandalizado—. ¿Por qué le quieres
poner Paco? ¿Cómo eres tan cruel? —pregunto, exagerando un poco mi reacción
—. ¡Por encima de mi cadáver!
—¿Y qué tiene de malo el nombre de Paco? —preguntó ella poniéndose de
rodillas en el colchón y con los brazos en jarras en su gloriosa desnudez—. A mí
me gusta mucho. Tan español, tan de aquí.
—Mi hijo no se va a llamar Paco, punto. Además, ¿qué tiene de malo
Cloé? —contesté yo cruzando los brazos sobre mi pecho. Ambos nos miramos y
antes de decir nada más, Julia se abalanzó sobre mí y empezó a hacerme
cosquillas—. ¡Para! —dije riendo e intentando frenarla con cuidado de no
hacerle daño—. Para, y deja a mi Cloé tranquila.
—¡No será Cloé! ¡Será Paquito! —dijo poniéndose de nuevo a horcajadas
y hundiendo sus pequeños dedos en mi abdomen y en mis costados.
—¡Jamás! —grité antes de ponerme a reír. Sí, tengo muchas cosquillas y
ella sabe el lugar exacto donde encontrarlas.
Le cogí de las manos, la tiré sobre mí y nos di la vuelta sobre la cama,
procurando no aplastarla.
—¡Paco! —dijo ella jadeando por el esfuerzo.
—¡Cloé! —refuté antes de abalanzarme sobre ella de nuevo.
Despierto de mi ensoñación cuando escucho unos golpes en el cristal.
Levanto la vista y me encuentro la cara interrogante de Julia. Miro a mi
alrededor, estoy aparcado, pero sigo con el coche encendido. ¿Cuánto tiempo
llevo aquí quieto perdido en mis pensamientos? Bajo la ventanilla del taxi y mi
futura mujer se asoma por ella.
—¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? —pregunta frunciendo un poco el ceño.
Yo me apresuro a quitarme el cinturón.
—¿No están en casa? —Saco la llave del contacto y cojo mis cosas.
—La verdad es que no he llamado, he preferido subir contigo. —Se
muerde el labio. Tiene cara de preocupación y me arrepiento de haberla traído
tan pronto.
—¿Te da miedo? ¿Quieres que lo dejemos para otro momento? A lo mejor
ha sido un poco precipitado venir hoy a comer.
—¡Para nada! —corta ella antes de que siga diciendo tonterías—. Pero
después de lo mal que te lo he hecho pasar, me da un poquito de miedo
enfrentarme a solas con tu madre.
Yo la miro a los ojos y sonrío con dulzura. Subo la ventanilla y abro la
puerta del taxi, dispuesto a salir, coger a Julia de la mano y enfrentarnos juntos a
mi familia, pero no porque vayan a ir en contra de Julia, ¡qué va! Si no porque
mi madre va a ser una lapa con ella; empezará a darle mil consejos sobre el
embarazo, la lactancia, lo importante que es la alimentación en el embarazo. Va a
volverla un poco loca.
Niego divertido, quitándome esa intranquilidad de encima ya que estoy
convencido de que será Julia la que haga mil preguntas a mi madre.
Me doy la vuelta para coger la cazadora de cuero y miro el asiento trasero
del taxi, vacío, desocupado, sin clientes.
Y así se va a quedar hasta la semana que viene, porque pienso dedicar mi
tiempo libre a buscar un sitio donde alojarnos en París, a hacer un buen plan de
trabajo, a remodelar algunas zonas de la casa y, por petición popular, a hacer
bizcocho de chocolate para Julia.
Epílogo
EPÍLOGO
11/10/2016
Bostezo por enésima vez en lo que llevo al volante mientras cambio de emisora.
No he pegado ojo en toda la noche. La verdad que ha habido momentos de
plena desesperación. Cloé lloraba y lloraba y no éramos capaces de saber qué le
pasaba, ni de calmarla.
Hasta a Julia se le saltaban las lágrimas de pura impotencia y yo he tenido
un par de momentos en los que casi pierdo los papeles.
Hemos esperado a que fuera una hora prudencial para hablar con mi madre.
«Eso es el cólico del lactante», nos ha dicho cuando la hemos llamado
desesperados; me ha mandado buscar los masajes del sol y la luna en Internet y
eso he hecho. Tutoriales en Youtube, blogs para padres primerizos y capítulos
enteros de pediatras especializados que me he apresurado a comprar. Madre mía,
casi me vuelvo loco entre tanto enlace, ventanita emergente y mierdas varias,
pero al final lo hemos hecho bien y hemos conseguido calmarle las molestias un
poco.
Eran ya las diez de la mañana cuando le he pedido a Julia que se echara un
rato mientras yo me quedaba con mi pequeña princesa; por lo menos hasta que
me fuera a trabajar. Ni me ha discutido, me ha mirado con tristeza y agotamiento
y se ha metido en nuestro cuarto a aprovechar la hora y media que me quedaba
para irme. Yo me he quedado en el sofá, con Cloé boca abajo sobre mi estómago,
completamente dormida, disfrutando de ese momento. He intentado calmarla
con mi respiración y colocar su cabeza de tal manera que escuchara los latidos
de mi corazón. Parecerá una moñada, pero lo he leído en uno de esos blogs y he
creído que podría funcionar. Así he estado un buen rato, totalmente concentrado
en mi respiración, hasta que he conseguido que se quedara profundamente
dormida; me he levantado con cuidado y la he dejado en el capazo, no porque
me apeteciera, sino porque tenía que prepararme para empezar mi jornada
laboral.
Miro el semáforo de Arturo Soria que sigue en rojo y después al frente.
Bostezo. Está claro que hoy va a ser un día muy largo; pienso en mis chicas y
automáticamente sonrío. Mi reina y mi princesa; ¡cómo las quiero!
Giro por la calle José del Hierro y avanzo un poco hasta darme cuenta de
que estoy en la misma calle donde Julia me dejó, un poco más abajo. Y que en la
gasolinera que acabo de dejar a mi izquierda fue donde preferí coger un último
cliente antes que volver a casa y hacer las paces con ella, pensando que
tendríamos tiempo de hablar esa noche, cuando llegara.
Podía haber sido distinto; podía no haber cogido a ese cliente, haber llegado
a casa y haberme enzarzado en otra pelea absurda. Sí, claro que podía haber sido
distinto, pero no lo fue. Las cosas pasan por algo, todo acto conlleva una
consecuencia, y en este caso la consecuencia ha sido aprender de nuestros
propios errores, saber respetarnos, conocernos mejor, aprender a confiar el uno
en el otro y saber ceder un poco, lo justo para no agobiar al otro.
Paro el coche en el siguiente semáforo y observo a la gente cruzar el paso de
cebra. Una chica joven, morena de pelo largo, que va empujando un cochecito,
llama mi atención. Su cara me suena de algo, aunque no logro ubicarla. Va
hablando con una señora más mayor que ella. Se ríe y me mira.
Sí. Definitivamente la conozco de algo y ella ha debido reconocerme a mí
porque abre los ojos como platos, sonríe y me saluda. ¿Y esta chica quién será?
Se está acercando y pienso que a lo mejor estoy equivocado y lo que quiere
es coger el taxi, ya que está libre. Deja el carrito en la acera para que lo vigile la
señora mayor y se para en la puerta del copiloto, expectante; yo bajo la
ventanilla.
—¿Daniel? —Frunzo el ceño ante el sonido de mi nombre; de verdad me
conoce—. Soy Isabel, ¿te acuerdas de mí?
Empiezo a negar y me dispongo a decirle que no tengo el placer, pero una
imagen cristalina asalta mi mente. Ella llorando en la parte trasera de mi taxi. ¡Es
la chica de la píldora del día después!
—¡Sí! —exclamo sorprendido, porque mira que es grande Madrid—. Ahora
caigo, perdona por no haberte reconocido antes.
—No te preocupes. No te vas a acordar de todo el mundo que entra en tu
taxi. —La sonrisa que me lanza es radiante, nada que ver con la chica que
lloraba compungida en el asiento de atrás.
—No te creas; tengo muy buena memoria. —Y precisamente por eso, miro
detrás de ella, hacia el carrito de bebé, y luego vuelvo a mirarla a ella. No me da
tiempo a preguntar nada, porque ella empieza a hablar sin más.
—Cuando aquella noche llegué a casa me esperaba mi madre, muy
preocupada porque era la Noche de Reyes y no estaba en mi cama.
—Ya… —Quiero decirle que no hace falta que me dé explicaciones, pero
ella continúa hablando, como si tuviera que explicarse, o como si quisiera, de
algún modo, hacerme partícipe de su historia. Me siento violento al estar yo
sentado y ella fuera, de pie.
—Te hice caso. Hablé con la gente que me conocía. Y bueno, hace una
semana nació Daniela. —La miro sorprendido y me quedo con cara de gilipollas.
—¿Le has puesto mi nombre? —pregunto solo por asegurarme.
—¡Pues claro! En realidad, no podía haberle puesto otro; gracias a ti, ella
está aquí. —Se escucha un llanto procedente del carrito y ella se da la vuelta
para comprobar que está todo bien. Me mira de nuevo y se separa un poco de la
ventanilla—. Me tengo que ir. Ha sido un placer encontrarte de nuevo.
—Igualmente Isabel. Cuidaos. ¡Quién sabe! Puede que con el tiempo
volvamos a vernos. ¡Ah! —Abro la guantera y saco una de las tarjetas que me ha
diseñado mi mujer. Mi mujer… qué bien suena eso—. Por si alguna vez
necesitas un taxi. Que sepas que lo tengo totalmente equipado para viajar con tu
bebé.
Le tiendo la tarjeta y ella la mira con curiosidad.
—Vaya, muchas gracias. ¿Sabes? puede que te llame más pronto que tarde.
—Se despide con prisa, ya que los coches empiezan a pitar detrás de mí, y agita
la tarjeta como si quisiera decirme que me llamará. Nos sonreímos, cómplices.
Yo le devuelvo el saludo mientras observo a Isabel llegar a la acera y hablar
con la que supongo será su madre, me señala y yo espero. La mujer levanta la
vista y me mira, sonriendo también. Yo asiento a modo de saludo y arranco para
seguir mi camino, no sin antes ver cómo Isabel guarda la tarjeta en el monedero.
Joder, qué casualidad. El mundo es un pañuelo «lleno de mocos», añadiría
Celia; qué curioso habernos encontrado entre tanta gente. Madre mía; aquél
chico la dejó embarazada y prefirió tenerlo. Quizá algún día me llame, quizá
entonces me atreva a preguntarle en qué momento decidió cambiar de idea, si
fue antes o después de mi consejo.
Llevo seis meses utilizando esas tarjetas y la verdad es que han dado muy
buen resultado. A parte de que el dibujo del logotipo que me ha hecho Julia es
precioso, la verdad es que ofertar un taxi con todas las seguridades para llevar a
bebés y niños pequeños está siendo un gran acierto. La creatividad y
personalidad de Julia ha invadido mi negocio y me encanta.
Ahora participa más, se preocupa, me pregunta y piensa y repiensa en cómo
puedo optimizar mi tiempo en el taxi.
Ideó todo este tema de las tarjetas de visita con propaganda para los padres
usuarios de taxis y se le ocurrió realizar un plan de rutas. Dividiendo zonas por
días: viernes, domingos y lunes me voy turnando entre aeropuerto y estaciones
de trenes. Un fin de semana al mes libro, y las semanas que trabajo enteras libro
uno entre semana. Los sábados me doy paseos por el centro y el resto de la
semana suelo trabajar temprano y terminar antes de las seis.
Ahora solo trabajo de noche o de madrugada cuando me llaman para realizar
algún servicio concreto. Aunque la verdad es que desde que soy papá, evito un
poco estos encargos. Prefiero quedarme en casa con mis chicas, aprovechar al
máximo mi tiempo con ellas.
El caso es que la idea de las tarjetas, tener el coche limpio y cuidado, llevar
en el maletero una silla para niños pequeños y mi don de gentes ha hecho que
tenga bastante clientela fija, a los que he cogido bastante cariño. Pero hoy por
hoy ni si quiera por ellos soy capaz de cambiar mi tiempo en familia.
Mi familia, la que yo he querido crear; aquella por la que he apostado, por la
que he luchado, por la que apenas duermo y que me crea ansiedad.
La adoro.
Julia es mi mujer, mi amiga, mi asesora comercial, mi cómplice, mi media
naranja, ¡qué coño! Julia es mi naranja entera. Con ella soy yo, sin sombras del
pasado, sin fantasmas que me hagan acordarme de que hace mucho tiempo fui
otra persona.
Con Julia hablo mucho, y me río más; con ella discuto y hago las paces;
muchas veces por si acaso con una sola vez no es suficiente. Julia me hace tocar
el cielo y, a veces, me lleva hasta el infierno más profundo. Con ella es todo, y
todo el rato.
Disfruto tanto de cada uno de nuestros momentos, de nuestro tiempo juntos,
que podría decirse que, hoy por hoy, soy plenamente feliz. Y si bien el día que
nos casamos delante del juez del ayuntamiento de la Plaza Mayor, en la Casa de
la Panadería, le prometí a Julia que estaba loco perdido por sus huesos y que
jamás tendría ojos para otra mujer, mentí como un bellaco, porque ahora mi
corazón se ha dividido en dos mitades perfectas: una es de Julia, mi compañera
de viaje, y otra de Cloé, mi niña, mi princesa.
Jamás pensé que pudiera querer alguna vez a alguien más que a Julia,
mucho menos a alguien a quien apenas acabas de conocer; y pienso con ilusión
en cuántas porciones perfectas sería capaz mi corazón de dividirse. Estoy seguro
que hasta el infinito. Aunque tengo que frenar mis pensamientos ahí, porque
como le diga a mi chica que quiero que me haga padre de nuevo, seguramente
me tire las pezoneras a la cara o, lo que es peor, el sacaleches, y eso hace más
daño.
Suspiro y subo el volumen de la música que llevo de fondo en el taxi
mientras pongo rumbo a Atocha.
De momento la vida me sonríe. Habrá que aprovechar para ser feliz.
- FIN -
Agradecimientos
En primer lugar tengo que agradecerte a ti, lector@, por haberte subido al taxi
de Daniel y haberte dejado llevar a través de su historia.
Muchas, muchísimas gracias a mi marido, por servirme de ejemplo y de
apoyo. Por no tomarme por loca cuando le conté mis planes, por guardarme su
sonrisa para mí. Gracias.
A mi hijo, porque me ha hecho ver la vida a través de sus ojos.
Gracias al foro de crepúsculo, en el que empecé a dejarme llevar por la magia
de las letras, y a la gente tan maravillosa que me encontré allí: Nury, Nuria,
Cristina, Marieta, Teresa, Maria José, Mery, Anuska, Pe, Vero, Sira, Reby.
Gracias por haberme apoyado desde el principio. Y a las que vinieron después
para quedarse: Mónika y Ana Ebrume.
A Mábel, por ser la estrella cuya estela nos sirve de guía. Gracias por
ayudarnos, por animarnos, por ser nuestro ejemplo. Eres grande amiga.
Y así, en bloque, gracias s mis hermanas del alma, a mis infinitas. Por su
dedicación y entrega, por su apoyo incondicional, por las sugerencias, las
correcciones, los comentarios, las llamadas de atención, por aguantar mis
desvaríos y por seguirme en esta locura.
Ela, mi clon, gracias por hacerme hueco en tu vida y por darme tu valioso
tiempo para ayudarme en este proyecto. Por ser mi prelectora y beta, y por
adoptar a mis personajes. Te quiero, bonita.
May, mi pequeMay, gracias porque a pesar de todo lo que llevas a cuestas no
me has dejado ni a sol ni a sombra, por tu cariño y dedicación, por tus consejos
(a todos los niveles), por cederme tu espacio y tu tiempo tan escaso últimamente,
por preleer, por requeteleer, por betear y requetebetear. Pero sobre todo por
formar parte de mi vida. Gracias.
Y tengo que hacer una mención especial a mi amiga Anaidam. Gracias niña,
porque estás ahí, al otro lado, a pesar de todo lo que te ha pasado últimamente;
por animarme y apoyarme desde la primera entrada que publiqué en el foro, por
seguir a mi lado durante todos estos años, por ser mi referente, mi luz, mi guía.
Por ser un pozo de sabiduría. Por ser mi prelectora, mi beta, pero sobre todo, por
ser mi sis.
Y muchas gracias también a mis niñas que vinieron después pero que se
implicaron desde el momento en que me confesé y dije, “Hola, soy Mercedes, y
me encanta escribir”: Cristina, Mar y Natalia. Cristina, por animarme desde que
te conocí, por servirme de diccionario, de fuente de ideas y por las charlas
hablando de mi taxista. Lo que te echo de menos, jodía. Mar y Natalia, por
servirme de apoyo en esta locura, porque cuando os pedí el favor no dudasteis en
decirme ¡Sí! Mil millones de gracias.
A mi compi de curro, y tocaya, Mercedes. Gracias por no chivarte…
(Introducir el emoticono del guiño sacando la lengua justo aquí).
A mi familia, a mis padres y hermanos, cuñados y sobrinos, porque cuando
me confesé ninguno salió corriendo despavorido. Gracias por estar ahí y ser
fuente de inspiración en muchos momentos de esta historia. Papá, gracias por
regalarme mi primera pluma. Mamá, gracias por contarme la primera historia de
amor. Miguel, Mario, gracias por demostrarme que currando duro se sacan las
cosas adelante. Que si quieres algo puedes conseguirlo. Gracias por todo.
A mi cuñado Adolfo por cederme las imágenes para hacer la portada, por la
rapidez en hacerlas y por captar a la primera lo que tenía en mente.
A mi sobrino político Javier Cortés @cortesgraphy por ser casi mi diseñador
de portadas oficial. Por sacar tiempo de la nada a pesar del curro tan estresante
que ha tenido este año.
Y para terminar gracias a Metro de Madrid y a Polenta café por servirme de
despacho improvisado y de espoleadores de musas.