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Contents

KILÓMETRO CERO
copyright
A mis grandes letras A.
06/01/2016
07/01/2016
08/01/2016
11/01/2016
12/01/2016
13/01/2016
14/01/2016
17/01/2016
18/01/2016
21/01/2016
22/01/2016
23/01/2016
24/01/2016
26/01/2016
Epílogo
Agradecimientos
KILÓMETRO CERO

De
Dulce Merce
© 2016 Dulce Merce.
Todos los derechos reservados.
Editado por: Diana Alonso, Carmen Herrera, Marisol Ortiz y Cristina Castell.
Imágenes cedidas por: Adolfo Lloret.
Edición portada y contraportada: Javier Cortés Lloret
Primera edición: diciembre de 2016.
Depósito legal: M-005165/2016
ISBN: 154124558X
ISBN-13: 978-1541245587
A mis grandes letras A.
A mis infinitas.
Gracias.
06/01/2016

Julia
¿Y ahora qué hago?
¿Esperarte despierta?

No tienes que hacer nada que no quieras, Julia


Te lo he dicho mil veces…
Acuéstate si te apetece

Julia
Es la puta Noche de Reyes
Se supone que tenemos que poner los regalos

Estoy trabajando
Ya te avisé
Por lo menos me quedan
un par de horas más

Julia
Ya no aguanto esto…

¿Qué quieres que haga?


Estos son los días que más dinero gano

Y tú lo sabes
Lo sabes desde hace tiempo, joder…
Julia

Estoy viendo que estás leyendo


los mensajes

¡¡Julia!!

—Cojonudo; y ahora se desconecta —susurro para mí mismo en la soledad


de mi coche mientras cojo el móvil y marco su contacto. Un tono, dos, tres.
Nada.
—Olvídate de mí, Daniel. Esto se acabó. ¡Se acabó! —«¿Está llorando?
¡Mierda!»
—Julia, por favor, no pued… —me callo al escuchar que ha colgado—.
¡Julia!
Vuelvo a marcar, pero una amable voz me dice que el móvil está apagado o
fuera de cobertura. Esto no me puede estar pasando.
—¡Coge el puto teléfono! —grito al aparato como si Julia pudiera
escucharme al otro lado. Aprieto la mandíbula, frustrado—. ¡Joder!
Marco el fijo de nuestra casa, pero descuelga y cuelga en el momento. Tiro
el móvil en el asiento del copiloto y golpeo el volante con fuerza. Una, dos,
veinte veces, pero no me siento mejor.
¡Me acaba de dejar por teléfono! ¡Y por estar trabajando! Esto sí que no me
lo esperaba.
—¡Mierda, Julia, no era así como quería pasar la Noche de Reyes! —
vuelvo a increpar en la soledad de mi taxi.
Cierro los ojos por un momento y dejo caer la cabeza en el asiento. «¿Qué
acaba de pasar?» Vale, es posible que mi relación con Julia lleve días, incluso
semanas, haciendo aguas por todas partes. ¿Pero tanto como para llegar a este
punto? No sé.
Quizá haya discutido más con ella en estos dos últimos meses que con mis
padres cuando atravesé aquella etapa tan chunga de mi vida. Y por chunga me
refiero a chunguísima: drogas, algún que otro robo y alcohol, mucho alcohol.
Pues ni punto de comparación. Y eso que al principio la convivencia era
perfecta; pero algo cambió hará unos tres meses, al poco tiempo de dejar de
trabajar con Radiotaxi. Supongo que en cuanto vio que tenía que pasar más
tiempo fuera de casa y que se quedaba sola, empezó a exigirme más, a volverse
más celosa y a dramatizarlo todo. Nos hemos reconciliado en este pasado mes de
diciembre más que en los dos años que llevamos juntos; y es que mi madre tiene
razón cuando dice: «La base de una relación es la confianza, hijo; y si ella no
confía en ti, nunca conseguiréis esa base para construir un futuro juntos».
Confianza; yo sí la tengo en ella. ¿Por qué ella en mí no? Tal vez nos
hemos precipitado al empezar a vivir juntos tan pronto.
Abro los ojos y miro el espejo retrovisor. Ha empezado a llover.
«Julia…»
Desvío la vista hacia el teléfono a mi derecha y lo cojo para marcar de
nuevo, pero vuelve a saltar el buzón. Decido enviarle un escueto mensaje:

Cuando llegue a casa hablamos


de esto tranquilamente.

Inspiro profundamente antes de dejar de nuevo el móvil en el asiento y


centro mi atención en la calle donde he aparcado en segunda fila.
Tengo el coche encendido, la calefacción puesta y Radio 3 a un volumen
muy bajo. Miro el parabrisas; las gotas de lluvia no dejan ver con claridad el
exterior, pero sé que no hay nadie fuera porque ya es muy tarde. No hay coches,
ni gente corriendo de un lado a otro con prisas porque no llegan a sus casas a
tiempo. Siempre me ha gustado trabajar en Reyes, hasta hoy. Resoplo casi sin
darme cuenta. Son cerca de las dos de la mañana y acabo de hacer llorar a Julia
por estar parado en la calle mirando la lluvia caer; solo he hecho dos carreras en
tres horas, lo que equivale a veinte euros. Veinte euros que acaban de hacer que
me pelee con mi chica.
Esto es una mierda.
Observo las figuras que las gotas de lluvia van haciendo en el cristal y me
dejo arrastrar por los suaves acordes de Jones. Ahora llueve con más intensidad.
Tendría que volver.
Tendría que irme a casa, pedirle perdón, hacer el amor con ella y
prometerle dedicarle más tiempo. Prometerle que nunca más voy a dejarla sola
por las noches, aunque de esta manera gane el doble o incluso el triple de lo que
gano en una jornada diurna. Claro que, por otro lado, si no lo hago no podríamos
pagar la hipoteca con tanta tranquilidad como lo hacemos ahora; además, es mi
trabajo, joder. No estoy de cañas ni de copas con mis amigos; no estoy viendo a
ninguna chica a sus espaldas, de hecho ni se me ha pasado por la cabeza
engañarla nunca. No estoy haciendo nada malo. Solo currar, ganarme la vida. Y
parece que soy un delincuente.
Bufo y me froto la cara con ambas manos, intentando despejarme,
intentando no pensar en que lo nuestro se ha acabado. ¿Cómo se va a haber
acabado? Imposible. Seguramente mañana, cuando consigamos sentarnos uno
frente al otro para hablar de esto, lo solucionaremos como personas adultas que
somos.
Eso es: mañana será otro día.
Una ráfaga de aire helado invade mi reducido espacio anunciando un
nuevo cliente. Fijo mi vista en el retrovisor para ver quién se ha atrevido a salir
con este tiempo a estas horas, y sonrío gentilmente.
—Buenas noches —digo mientras observo cómo una chica morena de pelo
largo intenta cerrar el paraguas al mismo tiempo que se sienta.
No pregunto por la dirección que quiere tomar, ni añado nada más; siempre
espero a que los clientes se acomoden primero. Algunos hablan antes siquiera de
sentarse, otros cuando ya he puesto el coche en marcha, tanta variedad como
personas habitan esta ciudad. La chica sigue sin poder cerrar el paraguas y yo me
estoy pelando de frío. Me dan ganas de bajarme y ayudarla.
—Perdón —se disculpa en un susurro cuando por fin consigue cerrar la
puerta. La miro a los ojos y me alarmo un poco. Esta chica está llorando.
—No pasa nada. ¿Estás bien? —pregunto girándome. Quizá se note la
preocupación en mi tono de voz, pero es que parece casi una niña; me recuerda a
Celia, mi hermana pequeña.
—Sí… No… ¿Puedes llevarme a la farmacia más cercana, por favor? —
consigue decir entre sollozos.
Odio esto. Odio ver a las chicas llorar; se me pone un nudo en el estómago.
—Claro. Hay una de esas que abren veinticuatro horas por aquí cerca, en
cinco minutos hemos llegado. —Me muero por preguntarle si le duele algo, si
necesita que le reviente la cabeza a algún panoli que haya jugado con ella, pero
no la conozco de nada; solo soy un simple taxista del que quizá apenas recuerde
nada mañana por la mañana. Y lo sé porque, después de todos estos años sentado
detrás del volante, he aprendido que, normalmente, los clientes cuentan lo que
quieren contar, ni más ni menos, y que no das muy buena impresión si empiezas
a preguntarles cosas. Así que me trago mi curiosidad, bajo la bandera y
conduzco despacio porque la lluvia no me deja ver bien.
—Gracias… Y… ¿Podrías esperarme y luego traerme de vuelta? No
parece que haya muchos taxis libres hoy.
Miro a través del espejo y descubro unos suplicantes ojazos azules.
—Por supuesto.
Ella suspira de nuevo, haciendo que el labio inferior le tiemble un poco, y
se acomoda en el asiento. La vigilo constantemente, no vaya a ser que se maree,
o vomite, o cualquier cosa.
Como un flash, la imagen de Julia sentada en nuestro sofá, acurrucada y
tapada con su manta de cuadros escoceses, asalta mis pensamientos. Miro de
reojo el móvil que permanece en silencio sobre el asiento del copiloto.
Soy gilipollas. Soy gilipollas además de egoísta. Tendría que estar con ella
en nuestra casa, no trabajando. Pero ahora no es momento de lamentarse porque
tengo a un cliente en el asiento trasero de mi taxi. Vuelvo a mirarla e
incumpliendo toda norma autoimpuesta a través de los años, decido preguntarle.
—¿Te encuentras bien? ¿Necesitas ayuda? Si quieres puedo avisar a la
policía o ir al hospital, lo que sea. —Miles de escenarios posibles empiezan a
inundar mi mente. ¿Y si han abusado de ella? ¿O está herida? ¿O tiene un brote
psicótico y quiere suicidarse?
—No, no… Es solo que… Bueno… —Observo cómo empieza a ponerse
roja como un tomate mientras balbucea tratando de explicarse. No tenía que
haberle preguntado.
—Perdóname, me acabo de meter donde no me llaman. No me tienes que
decir nada.
—Es que… es complicado —explica a media voz antes de ponerse a
sollozar de nuevo. Tonto del culo, eso es lo que soy. Primero hago llorar a Julia y
luego a esta chica.
«Ya te vale, Danielito».
—¡Eh, vamos! —digo girándome un poco para mirarla antes de tomar la
rotonda—. No te tenía que haber dicho nada. Mira …—señalo parándome en
doble fila—…, la farmacia está al otro lado de la calle. ¿Prefieres que dé la
vuelta y te deje justo en la puerta?
—Si me haces el favor; me da un poco de miedo esta calle por la noche. —
Aprovecho que estoy parado para girarme y mirarla de frente.
—Estaré vigilando para que no te pase nada. Lo prometo. ¿Quieres que te
acompañe hasta allí o me espero en el taxi? —pregunto de nuevo.
—Prefiero ir sola, gracias. Eres muy amable.
«Y tú muy dulce», quisiera responderle, sin embargo me callo y sonrío;
vuelvo a coger el volante y sigo hacia delante, dispuesto a dar la vuelta en el
próximo cruce haciendo una pirula.
Me dan ganas de preguntar para qué necesita una farmacia; no parece
herida, ni enferma; triste sí, pero nada más. A lo mejor solo necesita un
ibuprofeno, o ha roto con su novio y necesita valeriana para dormir, ¡vete tú a
saber! Menuda película me estoy montando.
Me doy cuenta de que he desarrollado una vena cotilla totalmente insana, y
como se enteren mi padre y mi hermano van a estar riéndose de mí hasta el día
del juicio final.
Aparco el coche delante de la farmacia y paro el taxímetro; observo cómo
la chica abre la puerta, saca el paraguas y me suelta un «enseguida vuelvo»
apenas audible. Miro alrededor para comprobar que no hay nadie y me acomodo
en el asiento por si acaso tengo que salir corriendo. ¿Qué le habrá pasado?
Parece tan afligida.
Están tardando en atenderla; el farmacéutico de guardia seguro que está
durmiendo en la trastienda. Ella vuelve a llamar al timbre, de hecho, apoya el
dedo en el botón y no lo suelta hasta que ve a alguien acercarse. Sonrío y vuelvo
a mirar alrededor; sigue sin aparecer nadie.
Julia y yo hicimos lo mismo la segunda vez que quedamos; ninguno de los
dos estábamos preparados para una noche de sexo desenfrenado. Simplemente
habíamos quedado a tomar algo para conocernos un poquito más, sin embargo
terminamos comiéndonos la boca por los portales, restregándonos el uno contra
el otro apoyados en los capós de los coches y partiéndonos de risa mientras
pedíamos dos cajas de condones en la farmacia que hay cerca de mi casa. Los
dos metiéndonos mano mientras el farmacéutico nos miraba con una sonrisa
contenida.
El ruido de la puerta me devuelve a la realidad; me giro y observo a esa
chica que ha hecho que deje aparcado por un momento el problemón que tengo
con Julia.
—¿Todo bien? —pregunto sabiendo que me va a contestar que no. Está
haciendo inspiraciones profundas, intentando calmarse, mientras mira la bolsita
de papel de la farmacia como si quisiera desintegrarla—. ¿Arranco ya?
—¿Puedes esperar un momento? —me pregunta sin mirarme.
—Claro. Lo que necesites.
No sé exactamente el tiempo que ha pasado, si han sido cinco o diez
minutos, pero ella empieza a hablar:
—Acabo de comprar la pastilla del día después —susurra y yo abro los
ojos como platos mientras me giro para quedar frente a ella—. Y no sé por qué te
estoy contando esto si no te conozco de nada, pero… no sé…
—¿Te han…? ¿Han abusado de ti? —reformulo la pregunta para no herir
los sentimientos de esta chiquilla que vuelve a llorar de manera silenciosa en el
asiento de atrás de mi taxi.
—¡Qué va! —suelta con un tono de rabia en su voz—. Ha sido mi novio de
siempre. Ese cabrón me ha follado y se ha largado. Estaba borracho como una
cuba.
—¿Cómo que se ha largado? —Estoy alucinando primero por el arranque
de sinceridad de la chica, y segundo por el gilipollas del novio.
—Pues eso. Ha venido a verme aprovechando que estaba sola en casa, se
ha descargado y se ha ido para seguir la fiesta con sus amigos.
—¿Lo ha hecho sin protegerse? ¿Te fías de él? Quizá debas también…
—Ya. Será lo siguiente que haga, ir al médico; pero lo principal es esto —
dice limpiándose las lágrimas con una mano y enseñándome la bolsa de papel
con la otra—. No sé si debo tomarme esta pastilla o dejar que la naturaleza siga
su curso.
Vuelve a romperse ante mí. «Mierda». Me dan ganas de salir del coche y
consolarla de alguna manera. Pero no puedo hacerlo sin parecer un psicópata, así
que me conformo con insultar a ese imbécil.
—Ese tío es un cabrón.
—Sep… Lo es —afirma, hipando un poco.
—No se merece que sufras por él. ¿Me permites? —pregunto señalando el
paquete que descansa entre sus manos. Ella solo asiente y estira sus manos. Yo lo
cojo rápido, saco la caja de la bolsa y leo el prospecto. Las contraindicaciones
marean un poco, la verdad, pero lo que le ha pasado a esta chica es muy fuerte
—. ¿No serás menor, verdad?
—Tengo veinticuatro años —contesta entonces frunciendo el ceño, como si
se hubiera ofendido por la pregunta.
—Perdóname; tengo una hermana de tu edad y también me parece más
pequeña. Solo quería estar seguro antes de decirte lo que te voy a decir. —
Observo cómo me mira, aún más perdida—. ¿El chico este es capaz de ser
padre?
—Ni de coña —asegura.
—¿Y tú quieres ser madre?
—No lo sé —confiesa antes de volver a llorar.
—Pues eso es lo principal. —Me callo, ordenando un poco mis
pensamientos y pensando en lo que diría mi madre en esta situación, pero soy
incapaz de empatizar con ella porque, básicamente, no soy una tía, de cualquier
forma lo intento—. Si quieres ser madre, si te sientes capaz de afrontar lo que
venga sola, adelante, no te la tomes; que la naturaleza siga su curso. Pero si
tienes la más ligera duda…
—No es ligera; la verdad es que tengo muchas dudas.
—Te entiendo. Tiene que ser muy duro. Pero… no sé. Creo que esa
decisión tan importante hay que tomarla sin dudas de ningún tipo. Y con la
ayuda de tus seres queridos. Tus padres, tus hermanos o tu mejor amiga; no sé si
me explico.
Ella se calla y me mira un par de segundos fijamente a los ojos antes de
sonreír con tristeza mientras se seca las lágrimas.
—Perfectamente. Gracias.
—No hay por qué darlas. —Le devuelvo la sonrisa y la caja—. Y ahora
voy a llevarte a tu casa; y te recomiendo que hables con alguien cercano a ti que
pueda aconsejarte mejor que yo. A mí mis padres me ayudaron mucho en la peor
época de mi vida.
Me giro para encender el coche, pero su mano alcanza mi brazo para
pararme y la miro de nuevo.
—¿Cómo te llamas? —me pregunta ya sin lágrimas en sus ojos un poco
enrojecidos.
—Daniel, ¿y tú?
—Isabel. —Estira su pequeña mano delante de la mía y se la cojo—.
Encantada de conocerte, Daniel.
—Igualmente, Isabel.
Los dos nos sostenemos la mirada sabiendo que acabamos de vivir un
momento bastante especial. Esta chica me da buen rollo, buena vibra como se
dice ahora; no sé si es porque se parece a mi hermana o simplemente porque me
resulta deleznable que un chico trate así a su novia, pero esta especie de instinto
protector me ha salido automáticamente con ella.
Suspira después de soltar mi mano y yo, ahora sí, enciendo el coche.
—¿Te llevo al mismo sitio donde te he recogido, Isabel? —le pregunto
mientras meto primera.
—No, ahí es donde te he encontrado yo. Voy a la calle Doctor Vallejo.
—De acuerdo, pues vamos allá.
Levanto un poco la cabeza para mirarla por última vez por el espejo
retrovisor y me muerdo el labio conteniendo la sonrisa al ver cómo guarda la
caja en su bolso, saca un pañuelo y se suena con fuerza. Me da la sensación de
que esta chica ya ha tomado una decisión.

Aparco en el sitio que me dice y apago el motor del coche para poder darme la
vuelta y despedirme de Isabel. Sonrío al ver el gesto en su rostro.
—Ya hemos llegado.
—Dime cuánto es —contesta ella, sonriéndome de vuelta y mirando
después el taxímetro—. ¡Está parado!
—Se me olvidó volver a encenderlo desde la farmacia. —Me encojo de
hombros—. Te cobro los cinco euros más el suplemento del festivo y estamos en
paz.
—¡De eso nada! —exclama ella hurgando en su monedero y dándome
quince euros—. Toma. Y muchas gracias. Me has ayudado más de lo que crees.
—Gracias a ti, y si te he servido de ayuda, aunque solo sea para que veas las
cosas desde otro punto de vista, pues me alegro. —Cojo el dinero y lo guardo en
mi cajita fuerte, esa que yo pensaba llenar esta noche y que casi tiene telarañas.
—Hasta luego, Daniel, ¡y que te traigan muchas cosas los Reyes!
—¡Igualmente!
Observo cómo cierra la puerta y corre a su portal sin abrir el paraguas. Ojalá
la decisión que tome sea la correcta. Ojalá deje de ver al impresentable que le ha
hecho lo que le ha hecho, y que le dé una patada en los huevos, por gilipollas.
Así tenemos la fama que tenemos los tíos, por cabrones como él que solo
piensan con la punta de la polla.
Miro al frente pensando qué hacer.
La verdad es que tengo ganas de volver a casa y dar la noche por
terminada. Hablar con Julia y pedirle perdón por haber alargado tanto esta
jornada; hacer las paces, demostrarle que la quiero. Joder, es a la única chica que
he querido de verdad en mi vida.
Cojo el móvil, lo desbloqueo y selecciono de nuevo su contacto, pero me
vuelve a saltar el buzón sin dar la señal. Sigue apagado.
—¡Mierda, Julia! ¡No me hagas esto!
Soy consciente de que no me escucha, de que estoy solo en mi taxi, con las
gotas de lluvia salpicando el parabrisas cada vez con más fuerza, con la radio
muy bajita y con unas ganas irrefrenables de mandarlo todo a la mierda.
Y lo hago.
Dejo el teléfono en el salpicadero del coche y manejo por la calle José del
Hierro dispuesto a volver a casa. Esto no puede quedar así. Me tiene que
escuchar, nunca le he dado razones para desconfiar de mí, joder, y últimamente
parece que es lo único que hace: desconfiar, desconfiar por todo y de todos. Ya
no sé cómo explicarle que lo que hago en el taxi es trabajar, no irme de parranda.
Claro que, quizá no se lo he demostrado lo suficiente, quizá tenga que
organizarme de otro modo. En este momento me prometo a mí mismo
distribuirme los horarios y los festivos de otra manera. Ya trabajé en Nochevieja
y salir a la calle hoy no tenía sentido. Claro que, siendo sincero conmigo mismo,
tengo que admitir que lo he hecho para huir de tanta discusión, para dejar atrás
esa tensión constante en el ambiente.
«Mierda».
Hago un mapa mental para llegar hasta la carretera de Canillas, dejándome
envolver por la música de The Ripe, pero justo antes de coger Arturo Soria veo a
un hombre cargado de bolsas bajo un paraguas que levanta el brazo, y lo agita
para que pare. Reduzco la velocidad, pensando a toda prisa si cogerlo o no.
Tendría que pasar de largo, hacer como que no le he visto, y seguir adelante.
Pero no puedo. No puedo dejar a un cliente en la calle con este tiempo, con este
frío y cargado como uno de los camellos de los Reyes Magos.
Así que me paro, doy las luces de emergencia y me bajo para ayudarle a
colocar todo en el maletero. Con un poco de suerte a lo mejor vive cerca de mi
casa y no me retraso demasiado.
07/01/2016

Aporreo al claxon con todas mis fuerzas cuando veo a un Mercedes Clase C
ponerse delante de mí sin señalizar el cambio de carril.
Gentuza… Se piensan que por haberse gastado una pasta indecente en
comprarse un coche adquieren, junto a la ficha técnica, algún tipo de inmunidad
diplomática.
«Gilipollas».
Observo cómo me mira por el espejo retrovisor y levanto las manos del
volante para que me vea el gesto.
—¿¡Estás tonto o qué!? —grito en la soledad de mi taxi. El tipo del otro
coche aparta la vista porque sabe que tengo razón.
Niego con la cabeza e intento avanzar por el carril izquierdo de la rotonda
de la plaza de Cibeles para seguir por el paseo del Prado. Voy a ver si no hay
muchos taxis esperando en la parada de Neptuno, así aparco, me cojo un café en
el Starbucks y estiro las piernas un poco. Me noto embotado, cabreado… triste.
Y es que hoy es día siete y aun no tengo noticias de Julia.
Cuando llegué a casa la Noche de Reyes eran las cuatro de la madrugada,
pero me la encontré vacía. Ella no estaba, ni ella ni algunas de sus cosas. Casi
me vuelvo loco. No me podía creer que se hubiera ido sin más, sin una triste
discusión, sin mirarme a los ojos, sin poder hacer las paces en el momento, sin
darme opción a defenderme de lo que sea que haya hecho; tan sólo me encontré
una escueta nota en la mesa del salón:
«Dame tiempo, Dani.
Esto así no funciona.
TQ
Julia».

Tiempo… ¿Qué tiempo necesita? Está claro que ni me quiere ni me respeta


cuando ha decidido irse sin más; y me jode, porque había decidido apearme del
burro, no ser tan cabezota, cambiar un poco los horarios y no trabajar tantas
noches. Hacer caso de sus reclamos, esos que se llevan repitiendo desde hace
semanas en los que me insiste en que ya apenas hacemos nada juntos. ¡Y mira tú
por dónde! Se fue antes de que pudiera plantearle el cambio.
La ira me recorre el cuerpo de los pies a la cabeza y se queda ahí,
calentándome la sesera.
Vuelvo a pitar.
—¡Imbécil! —grito de nuevo, esta vez asomándome por la ventanilla; pero
¿dónde se saca la peña el carnet de conducir? ¿Lo sortean en tómbolas, o qué?
Sí, lo sé, no debo descargar la frustración que siento ahora mismo en la
carretera, pero soy humano, ¿vale? No lo puedo evitar. Intento centrarme en la
música de la radio, pero en esta ocasión no es suficiente para ayudarme a
levantar el ánimo. Definitivamente no es mi día, así que bajo el volumen de la
radio.
Cuando llego al destino me pongo el último de la fila en la parada de taxis,
paro el coche y, antes de bajar a por el café, dejo caer la cabeza sobre el volante.
Me siento como el culo ahora mismo, derrotado, cansado porque apenas he
dormido, y sin ganas de nada.
«Me ha abandonado…»
Bufo intentando alejar la pena que invade mi corazón a ratos y me centro
en la sensación de rabia, que es más llevadera. Menos mal que ayer conté con el
apoyo de mi familia, con su cariño, con sus consejos y con sus abrazos. Sonrío
un poco y desaparece la arruga que lleva en mi entrecejo desde esta mañana.
Llegué a casa de mis padres casi a la hora de comer, cargado con los
regalos de Reyes y sin Julia a mi lado. En cuanto mi madre me vio la cara supo
que algo iba mal, así que, apenas dejé los paquetes en el suelo, me llevó a su
cuarto, cerró la puerta con pestillo y me hizo sentarme en la cama con ella. Me
sometió al tercer grado, y yo le conté todo lo que habíamos pasado estos últimos
meses. Y es que yo a esta mujer que ha sufrido por mí lo que no está escrito y
que me ha ayudado tanto hace tiempo que ya no puedo, ni quiero, ocultarle nada.
Tras escuchar en silencio toda la historia me consoló, me aconsejó que le
diera el tiempo que Julia parecía necesitar. Me suplicó que no me hundiera y,
sobre todas las cosas, que no me rindiera porque la química que siempre ha
habido entre nosotros era algo que se notaba a simple vista. Supongo que en el
fondo aún tienen miedo de que vuelva a engancharme a las drogas; me da la
sensación de que en aquella época lo pasaron ellos peor que yo, al fin y al cabo
yo andaba colgado casi todo el día mientras ellos eran testigos de mi declive.
Pero no, eso no va a volver a pasar. Antes me mato que darle otro disgusto a mi
familia.
Cuando salí del cuarto, Celia y Guille, mis hermanos, me esperaban en el
pasillo para abrazarme. Hicimos piña, como siempre, un abrazo conjunto que me
supo a gloria, que me cargó pilas y me calentó el cuerpo. En un segundo plano,
mi padre desaparecía por la puerta de la cocina para no emocionarse delante de
mí. Pobre, con los años se ha vuelto un sentimental.
Me sentí bien, en casa, pero ahora estaba de nuevo solo.
—¡Perdona!, ¿podemos subir sí o no?
Levanto la cabeza del volante de golpe y miro a mi derecha para descubrir
a una chica castaña de ojos casi negros, con la puerta de copiloto abierta y
dispuesta a sentarse a mi lado. Me he quedado totalmente ido mientras
recordaba. Ya no quedan taxis delante de mí.
Miro de nuevo a la derecha y descubro a tres chicas más esperando.
«Mierda».
—¡Sí, claro! Subid, por favor. —Quito los trastos que siempre llevo en ese
asiento y los guardo a toda prisa en la guantera. Enciendo el coche y me quedo
esperando a que las cuatro chicas se pongan cómodas, la castaña a mi lado y las
otras tres detrás—. ¿Dónde os dejo?
—Vamos a la calle Trafalgar, a la plaza que hay allí —dice la que está
sentada en el centro. Morena, con gafas de pasta y sonrisa contagiosa.
—De acuerdo, pues vamos allá. —Me incorporo al tráfico y me fijo en el
reloj de la guantera; ha pasado más de una hora desde que aparqué y no me he
enterado de nada. Adiós café, adiós estirar las piernas.
—¿Te has fijado en cómo está? —cuchichea la que lleva el pelo más corto.
Sonrío y la miró por el retrovisor.
—María —advierte la chica que llevo de copiloto—, que se escucha todo
desde aquí. Yo asiento y vuelvo a mirar por el retrovisor; le guiño un ojo. Es
muy guapa.
—Ups… —dice ella marcando la s, mientras las otras dos chicas se parten
de risa.
Y, contra todo pronóstico, por un momento, dejo aparcado mi drama
personal y me río yo también. Parecen majas, se nota el buen rollo entre ellas a
la legua. Me dan ganas de entablar conversación, de preguntarles si son de aquí,
si les gusta Madrid, si están de comida de empresa tardía, pero me callo. Porque
sé por experiencia que cuando hay varios ocupantes en el taxi la conversación
que pueda dar el taxista de turno está de más.
—Odio que ya sea la hora de comer, se pasa el tiempo volando —suspira la
cuarta chica; la miro por el rabillo del ojo a través del espejo, pero no la distingo
bien; está justo detrás de mí. La morena de gafas la coge de la mano y se la besa.
Y yo vuelvo mi atención al tráfico. Con un poco de suerte no pillaré atasco en
Alonso Martínez.
—Es una mierda sí, pero todavía nos queda todo el día y parte de la noche
—contesta la chica que está a mi lado—. Además, esta vez nos veremos antes.
—¡Es verdad! En poco más de un mes volvemos a Madrid —anima la del
pelo corto.
—¿No sois de aquí? —pregunto sin darme cuenta. ¡No lo he podido evitar!
Cuatro pares de ojos me miran sin saber muy bien si contestarme o hacerme el
vacío. Seré bocazas...
—Yo sí. Ellas son tan majas que vienen a verme desde la otra punta de la
península —me informa la morena.
—Bueno tampoco te pases.
El taxi se llena de conversaciones cruzadas, de risas, de buenas
vibraciones. Y a mí me aligeran un poco el peso que llevo a cuestas desde hace
dos días; se escucha a los Arctic Monkeys y su R U Mine de fondo y trato de
centrarme en la música para dejarlas un poco de intimidad, aunque, la verdad, es
un poco complicado hacerlo en tan reducido espacio.
Conduzco hasta la plaza de Colón y subo por la calle Génova. No hay
muchos coches y preveo que en diez minutos estaré dejándolas en su destino.
Miro de nuevo por el retrovisor y las descubro dándose un abrazo en
grupo. La castaña que está a mi derecha tiene el brazo extendido en una postura
un poco extraña. No es muy seguro ir así en el coche, pero al ver cómo una de
ellas está casi llorando lo dejo pasar.
—Esto de estar embarazada es una mierda, no soy capaz de controlarme,
joder —solloza.
Debe de haber hablado la chica que está justo detrás de mí. La que sentía
que pasara el tiempo tan deprisa. Me estiro un poquito para verla mejor a través
del espejo y frunzo el ceño; se parece un poco a Julia, en el corte de pelo, la
forma de la cara, los ojos… No. Los ojos de Julia son de un azul intenso,
preciosos, y los de esta chica son más oscuros.
Giro por Luchana y me descubro mirando a la ya cerrada Cafetería
Comercial. Se me forma un nudo en la garganta que no puedo tragar; allí vi a
Julia por primera vez.
Aquel día llovía a mares y conducir estaba siendo una tortura, así que
aparqué y me metí en la cafetería a tomarme un café bien cargado y caliente. Me
senté en una de las mesas cerca del ventanal y me quedé un rato mirando la
lluvia golpear contra el cristal. Apenas pasaron cinco minutos cuando me fijé en
una chica que corría por la acera con un pañuelo grande a modo de paraguas. Un
minuto después atravesaba la puerta mientras reía, sacudiéndose la lluvia de
encima; estaba empapada. Me cautivó nada más verla; me quedé como un bobo
mirándola, sin perderme un detalle de sus gestos, de su cara, de su voz... Observé
cómo se acercaba al camarero, lo llamaba por su nombre de pila y le pedía lo de
siempre, después se acercó a las mesas que estaban pegadas a la pared de espejos
y se arregló el pelo mirando su reflejo; fue entonces cuando se fijó en mí.
Yo podía haber retirado la mirada, o disimular de algún modo. Pero no lo
hice. Seguí espiando cada movimiento, sin perder detalle, hasta que ella se
sonrojó, agachó la cabeza y se sentó. Era preciosa.
No.
Es preciosa.
—Perdona, creo que te has pasado de calle —me avisa la chica morena un
tanto preocupada.
«¡Mierda!»
—¡Lo siento! —Seré imbécil. Jamás me había despistado al volante de esta
manera; maldita sea—. No os preocupéis, cogemos la siguiente y enseguida
estamos.
Intento pensar rápido, miro a ambos lados y consigo ponerme en el carril
de la izquierda para girar por la siguiente calle.
Solo me ha llevado un minuto más. Aun así, cuando paro el taxímetro,
decido no cobrarles el pico.
—Son catorce euros —digo con mi sonrisa más encantadora, intentando
que así se olviden de mi metedura de pata. Mi copiloto me sonríe y abre el bolso.
—Pago con el bote, chicas.
—¡Un momento! —grita la de pelo corto—. ¿Puedes bajar la radio?
—Claro —contesto extrañado mientras bajo el volumen. Al hacerlo, las
notas de la nueva canción de uno de los triunfitos inunda el vehículo. Parece que
es la melodía de uno de los móviles de las chicas.
—Ya no… Ya no… —empieza a cantar antes de empezar a reírse.
—Joooder, María, te ha dado fuerte —dice entre risas la chica que se
parece a Julia.
—Es culpa de Meme y su obsesión por este chico —contesta la aludida
antes de descolgar el teléfono.
—¡Sí, claro! —protesta la morena—. No había otra más cerca…, además,
¡a ti te gustaba de antes!
—Discúlpalas —me susurra la que ha sido mi copiloto mientras me da los
catorce euros justos. Yo solo sonrío de vuelta. Son muy graciosas—. ¡Venga
chicas, que perdemos la reserva!
Me despido de ellas y me quedo un momento parado en el taxi. Me siento
raro, incómodo. No es normal que se me vaya la olla de esa manera y menos en
el trabajo. Creo que me voy a tomar un descanso.

He aprovechado para dar una vuelta por la plaza de Olavide y comer algo rápido
en uno de los restaurantes de la zona. Nunca había parado por aquí. Sí, habré
pasado unas mil veces con el taxi, pero no había tenido ocasión de ver el barrio,
de pasearlo. Me descubro pensando que a Julia le encantaría esta zona; seguro
que en primavera las terrazas están abarrotadas.
Voy a marcharme a casa. Creo que intentaré descansar un poco, me daré
una ducha y saldré de noche. Total, no me voy a poder dormir. Pero es normal;
todo me huele a ella, me la imagino en cada rincón de nuestra casa, en nuestra
cama, en el salón, en su pequeño despacho en el que sus pinturas al óleo,
acabadas e inacabadas, se apoyan contra las paredes de esa habitación.
Cuando quiero darme cuenta estoy en pleno atasco en la M-30, escuchando
lo nuevo de The Vaccines, y pensando en si debo mover los muebles de casa
para intentar camuflar que ella no está, o si debo esperar un poco más, darle ese
tiempo que decía ayer mi madre, cuando me suena el móvil. Se corta la música y
salta el manos libres.
—¿Diga? —pregunto porque no he visto quién es.
—Hola, Dani… —la voz de Julia, con ese ligero acento francés, llena mi
coche y mi corazón se vuelve loco. Quisiera colgar. Quisiera gritarle que ahora
no tengo tiempo de atenderla. Hacerle daño verbalmente, pedirle que termine de
recoger sus cosas de mi casa de una maldita vez, y sin embargo…
—Hola, Julia…
08/01/2016

Llevo dos horas dando vueltas por el centro, pero no estoy teniendo suerte. Está
todo muy parado para ser viernes y estar en plenas rebajas.
Quizá mi negatividad, mi estado de ánimo gris, esté influyendo en mi mala
suerte para encontrar clientes porque llevo unos días perdiendo más que
ganando.
Subo por la Gran Vía hasta Callao y me decido a continuar hasta Plaza de
España. Tendría que dar media vuelta, bajar hasta Atocha y allí esperar a algún
cliente en la estación. Estar allí es hacer al menos una carrera segura, pero odio
eso. No me gusta estar parado a no ser que no pueda más. Prefiero conducir y
encontrar clientes al vuelo. Ir atento a las aceras y descubrir que alguien levanta
la mano. Aunque hoy quizá acabe yendo a Barajas o a Chamartín, porque visto
lo visto…
Ha acabado ya mi programa favorito de Radio 3 y cambio a Kiss Fm, pero
Brian Adams empieza a entonar su famoso Please Forgive Me y corto sin más.
No me apetece nada escuchar cancioncitas de amor ahora mismo.
Miro a la derecha y observo a un pijipanoli trajeado y engominado
levantando el brazo en el paso de cebra que hay frente al Teatro Coliseum de la
Gran Vía.
«¡Por fin!»
Me paro a la derecha y espero paciente a que suba.
—Buenos días —saludo con una sonrisa sincera en cuanto veo que cierra
la puerta.
—Al aeropuerto, terminal cuatro.
Vale… no hay buenos días.
—Claro… ¿Vamos por la M-30? —procuro hablar en tono amable, aunque
por el careto que lleva me temo que la contestación va a ser una bordería.
—Por donde tarde menos, tengo prisa —contesta sin levantar la cabeza de
la pantalla del móvil. Lo dicho: un gilipollas.
Le miro por el rabillo del ojo; no lleva ni medio pelo fuera de su sitio y es
el prototipo de ejecutivo estresado. Y pensar que estuve a punto de convertirme
en uno de ellos; bueno, no exactamente. En aquella época en la que no sabía ni
quién era ni en quién me había convertido, quise hacer un módulo de
contabilidad solo porque se me daban bien las matemáticas. Menos mal que mi
tío Ramón se jubiló a tiempo de cederme su licencia de taxi; y es que, después
de haber estado diez años totalmente desconectado de estudios, trabajos y demás
fue realmente duro volver a la normalidad. Apuntarme a clases, buscar un
trabajo para ayudar a mis padres y dejar de sentirme un mantenido se convirtió
en mi prioridad. Quería por todos los medios enmendar mi error, reparar todos
los daños que hice. Con veintiocho años me sentía la peor escoria del mundo: sin
oficio ni beneficio, viviendo bajo el ala protectora de mis padres y encima con
antecedentes penales. Un cromo.
—¡Dime! —ladra mi pasajero al móvil, sacándome de mis mundos de Yupi
—. ¡No, lo que no puedes hacer es pedirme que haga milagros! —Bueno,
probablemente no es que sea borde de nacimiento; quizá le han amargado el día.
A lo mejor le ha dejado la novia después de estar juntos durante más de dos años
sin más explicación que una triste y solitaria frase escrita en una nota—. Pues no
lo sé, el avión sale en menos de una hora y todavía estoy en el taxi. —Estira el
cuello para mirarme y me descubre con los ojos clavados en él. Sonrío.
—En quince minutos estamos allí —digo para tranquilizarlo, aunque no
creo que sirva de nada.
—¡Pues no haberte puesto malo, joder! —grita—. Que ahora tenemos que
estar los demás sacándote las castañas del fuego.
Cuelga sin despedirse y me parece escucharle decir un «gilipollas» al
aparato apagado. Madre mía… lo que hay que ver y escuchar a veces. Creo que
ha llegado la hora de volver a poner la radio.

Ya es la hora de comer y estoy en frente del Alcalá Norte, en doble fila,


esperando a mi hermano Guille. He quedado para comer con él y así aprovecho
para acercarle al colegio y ver a mi sobrino.
Le acabo de comprar en el Imaginarium un maletín de herramientas; le va a
encantar. Ha sido un plan de última hora por parte de mi hermano al enterarse de
que ayer hablé con Julia; me ha dicho que si me ve la cara sabrá exactamente
cómo me siento y me aconsejará mejor. Lo que realmente le pasa es que es un
cotilla y tiene que enterarse de todo.
Guille se separó el año pasado de su mujer después de diez años de
relación, y dice que, como experto en el tema, él sabrá darme algunos consejos
prácticos. De paso me ha rogado que no haga caso a mamá, que es una blanda.
Sonrío al pensar en la discusión que tuvieron los dos el día de Reyes, una
diciéndome que le diera espacio a Julia y el otro que la mandara a Parla; menos
mal que mi padre cortó el tema de conversación de raíz, diciéndoles que ya era
mayorcito para tomar mis propias decisiones.
—¡Eh! —saluda entrando por la puerta del copiloto, arrasando y
aplastando mis hojas de ruta y mi móvil.
—¡Tío, ten cuidado! —Le empujo un poco para rescatar mis arrugados
papeles y el teléfono. Levanto la vista y me encuentro sus ojos negros
inspeccionándome—. Estoy bien —digo apartando la mirada.
Aprovecho para meter las cosas en la guantera. Debería ordenarla algún día
de estos porque es un puto desastre.
—No lo estás. ¿Qué te dijo? —pregunta sin dejar de mirarme.
—Pfff. ¿No prefieres que vayamos a comer primero?
—No.
Me sigue observando fijamente sin pestañear, como si quisiera meterse en
mi cerebro. ¡Odio que haga eso! Desde que éramos pequeños, cada vez que me
pillaba quitándole su saco de chapas o sus coches, me miraba, me hablaba con
monosílabos y yo me cagaba de miedo; conseguía que le dijera en menos de dos
minutos dónde lo tenía escondido. Y todo porque me decía que él tenía
superpoderes, que si me miraba fijamente a los ojos, averiguaría dónde estaba y
sería mucho peor. No es que ahora me cague, pero creo que tengo algún tipo de
trauma con esto.
—¡Joder, tío! —Intento poner en marcha el coche, pero coloca una mano
en mi antebrazo y no me deja—. ¡Está bien! Ayer me llamó.
—Eso ya me lo has dicho; por eso estoy aquí. Abrevia.
—Era una forma de introducirme, gilipollas. Relájate. —Pone los ojos en
blanco y yo intento seguir con lo que estaba diciendo—. Me llamó para pedirme
perdón por la forma en que se fue, pero que sabía que si se quedaba acabaríamos
haciendo el amor para hacer las paces, poniendo otro parche más, y no
hubiéramos arreglado el problema.
—Bah… Todas son iguales, ¡qué manía con no querer arreglar las cosas en
la cama! Si es donde mejor se arreglan los problemas, joder.
—No seas bruto, Guille —le reprocho mientras, esta vez sí, arranco.
—No soy bruto; solo digo la verdad.
—Bueno, eso ahora da igual porque no voy a follar con Julia nunca más.
—¿Lo habéis dejado definitivamente? —pregunta, sorprendido.
—¡No! ¿Sí? Joder, tío…, no tengo ni puta idea —termino diciendo,
frustrado—. Tampoco es que me haya aclarado nada después de haber hablado
con ella por teléfono.
Y esa es la cruda realidad: no sé a qué atenerme ahora con Julia. Ayer,
cuando me llamó, estaba conduciendo y no me podía distraer mucho; tenía que
haber parado, aparcar en algún lado para charlar con ella tranquilamente, pero
estaba en la M-30, en el carril de aceleración. No tenía opción.
Así que la deje hablar.
Me dijo que no estaba preparada para verme. Que me echaba mucho de
menos, que me quería, pero también me dijo que necesitaba pensar en el futuro,
en lo que yo quiero de ella y, sobre todo, en lo que ella quiere de mí.
Yo solo le dije que me parecía una cobarde. Que por lo menos me lo podía
haber dicho a la cara y no haberme dejado esa estúpida nota. Su defensa resultó
aplastante: «Dani, si me hubiera quedado, habríamos acabado follando para
sacudir nuestra frustración como siempre y no habríamos arreglado nada». No
contesté. Ella tenía razón.
—Pues no me parece justo que tengas que estar esperando a que ella se
decida; termina tú con ella —dice mi hermano después de estar un rato en
silencio.
—Quizá debería hacer eso. Dejarla yo y terminar con todo, pero no puedo.
—Me paro en uno de los semáforos de la calle Alcalá y miro por la ventanilla.
—¿Por qué? Tío, no te entiendo. El otro día estabas decidido a mandarlo
todo a la mierda. Y hoy…
—El otro día no sabía nada de ella; además seguía rabioso y muy cabreado
por cómo se había largado. El otro día estaba dispuesto a terminar con todo, sí.
Pero cuando me llamó ayer y escuché su voz… No sé, Guille. No sé si estoy
preparado para dejarla marchar. —Cuando se abre el semáforo sigo conduciendo
y aprovecho para ordenar un poco las ideas—. Tengo la continua sensación de
que no he hecho lo suficiente. Quiero decir, cada vez que peleábamos, no trataba
de convencerla de nada. Solo me enfadaba por sus idas de olla, me iba de casa
enfadado y me ponía a currar más. Quizá, el que Julia haya tomado esa decisión,
se deba a algo… algo que se me escapa, Guille.
—¿Y se te ha ocurrido qué puede ser? ¿Tienes alguna idea? —pregunta.
—No, ninguna. Pero pienso averiguarlo. —Me paro en doble fila al lado de
un sitio libre ya en la calle del colegio, y empiezo a maniobrar para aparcar.
—¿Vienes conmigo o te quedas esperando aquí? —pregunta mientras se
coloca bien la cazadora.
—¿Bromeas? ¡Voy contigo! —anuncio, mientras apago el motor—. Me
muero por ver la cara de mi sobrino favorito cuando me vea aparecer. Le he
comprado una tontería hace un rato.
—Joder, Dani, entre tú y los abuelos me lo vais a malcriar —protesta,
mientras abre la puerta y sale.
—Te jodes. Ya te tocará a ti malcriar a los míos.
«Los míos… Pfff. A este paso nunca tendré hijos». Pienso mientras abro la
puerta dispuesto a salir del coche. Qué pena, justo cuando habíamos decidido
intentar ser padres, fue cuando empezó a cambiar su actitud.
—Vamos tío, que te quedas empanado. —Escucho protestar a mi hermano.
—¡Ya voy, plomo!

Al final he acabado en la estación de Atocha, esperando a que salgan los


pasajeros del AVE Barcelona-Madrid de las nueve. Llevo aquí veinte minutos y,
después de hablar con uno de mis colegas, he decidido cargar pasajeros y,
cuando los deje, volver a casa.
Me noto raro, totalmente desconcentrado; antes casi me la pego al no ver
un ceda el paso. Me parece que voy a tomar el consejo de Guille y dejar el taxi
un par de días. Sí, creo que me voy a ir al pueblo el fin de semana. Allí me
despejaré un poco, caminaré, y tomaré una decisión sobre lo que hacer con mi
vida y, sobre todo, cómo actuar con Julia.
Meneo la cabeza al ritmo de The Sunday Drivers y cierro los ojos al
recordarla a ella entre mis brazos, besándonos despacio, abrazados mientras nos
balanceamos al ritmo de cualquier canción, como si nuestros labios quisieran
también bailar.
Escucho el pitido de un coche y veo que todos los que tengo delante ya han
empezado a moverse. Levanto el brazo para disculparme y avanzo despacio
hasta que llego al punto de recogida de pasajeros. Una pareja se mete
apresuradamente en el asiento trasero; me parece raro que no lleven equipaje, tan
solo una mochila de mano.
—Hola, buenas noches —saludo, girándome un poco—. ¿Dónde vamos?
—Vamos a la calle Calatrava, enfrente de la Iglesia de San Francisco.
Está cerca. Hago un plano mental de la ruta que tengo que seguir y meto
primera.
—No tardaremos mucho, a estas horas no hay tráfico por esa zona.
No obtengo respuesta, así que miro por el espejo. Se están besando.
«Mierda».
Estas situaciones me incomodan un poco, la verdad. Y eso que yo también
he sido así; sobre todo al principio de nuestra relación, no me importaba si nos
miraban o no porque yo solo tenía ojos para ella, y si nos besábamos o nos
abrazábamos ya podía haber un terremoto que nos daba igual; pero ahora
mismo… digamos que no estoy pasando por mi mejor momento en cuanto a
temas amorosos.
Me centro en la carretera e intento darles algo de intimidad. Probablemente
se han reencontrado después de estar tiempo separados y por eso ahora mismo
parece que se quieren engullir el uno al otro. Seguro que seguirán dándose la
bienvenida en su casa y dejarán mi taxi tranquilo.
—Te he echado tanto de menos… —dice él.
—Ah… y yo…
Bueno, pues ha llegado la hora de cambiar de emisora para saber cómo va
el partido que sea… porque algo habrá, digo yo. Siempre hay fútbol. Sintonizo
radio Marca para dejarlo de fondo y distraerlos un poco. No hay nada más
antierótico que un tío retransmitiendo un partido.
—Han sido dos días pero… no podía más. —Frunzo el ceño al escuchar un
ruido extraño.
No mires, no mires, no mires… ¡Joder! ¡Le está metiendo la mano por
debajo de la falda! ¡No mancilléis mi taxi!
—Lo sé, Edu…
Vale, necesito ir rápido, porque este tal Edu está desesperado por mojar.
Estoy llegando a la glorieta de Embajadores y en cinco minutos estoy bajando
por la ronda de Toledo. ¡Aguantad por dios!
—Sí, Edu…
¡La madre que me parió! Acelero para pasar el disco en ámbar. Lo consigo,
pero doy un frenazo porque el siguiente lo pillo en rojo. Me viene a la mente el
hijo del Fary cantando «y cuanto más acelero más calentito me pongo» y tengo
que morderme el labio para no reírme.
—Edu…
Vale. Tengo que distraerme de alguna manera porque el morbo me puede y
me dan ganas de ponerme a mirar a ver qué hacen. Miro a mi izquierda, no hay
nadie en la acera. Miro a mi derecha y veo a una chica paseando a su perro.
Atrás han empezado a gemir. Ahora sí, no me puedo aguantar las ganas, miro un
poco y veo que el tal Edu la está masturbando. Estoy tentado de pararles, de
decirles que están en un vehículo de servicio público, que se controlen. ¡Y qué
coño! ¡Que no es de buena educación comer delante de los muertos de hambre!
Joder…, me estoy excitando un poco.
Quisiera apartar la mirada. Quisiera no prestarles atención. Pero es que,
aunque no les vea, les escucho, y no sé qué es peor, si verlo o imaginarlo, porque
con la imaginación siempre llego a ella.
Encontré el punto G de Julia la segunda vez que nos acostamos juntos, fue
una sorpresa para mí, la verdad. Introduje mis dedos para dilatarla un poco y ahí
estaba esa zona rugosa, casi a la entrada. No os voy a mentir, dentro de mí hice
el baile de la victoria cuando empecé a acariciarlo con delicadeza al principio y
con un poco más de fuerza después; ella abrió la boca en un gesto de puro placer
antes de gritar como una loca y correrse en mi mano. Tuve que apretar el culo y
pensar en mi padre cogiendo judías verdes en el pueblo para no eyacular.
Diviso la iglesia de San Francisco a lo lejos y respiro mientras me
acomodo un poco en el asiento. Les voy a cortar todo el rollo, pero no me voy a
esperar a que terminen, lo siento. Me acaba de dejar la novia, no dejo de
recordarla y no tengo paciencia para muestras de amor y pasión desenfrenada
ahora mismo.
—¿A qué altura les dejo? —pregunto un poco más alto para que me
escuchen. Estoy a punto de entrar en la calle y es una oportunidad perfecta para
intentar que paren.
—¿Eh? —El Edu este es gilipollas.
—Que dónde les dejo —digo con un tono de voz enfadado.
Ella me mira a través del espejo, se sonroja y se esconde en el hombro del
chico. Por lo menos tiene la decencia de avergonzarse.
—Sí… Disculpe. En el siguiente cruce, si es tan amable.
Ella le cuchichea algo a él y ambos se ríen. Y a mí eso, no me preguntéis
por qué, pero me cabrea casi más que si estuvieran follando a pelo en mi coche.
¡Mi coche!
Freno en seco y paro el taxímetro.
—Son trece euros con cuarenta y cinco céntimos. —Me quedo mirando por
el espejo retrovisor al chico; parece que va a pagar él—. Si no te importa
prefiero que el dinero me lo dé ella.
Ambos me miran por el reflejo del retrovisor y después entre ellos,
extrañados. Levanto las cejas, con intención, me dan ganas de soltarle un «¡Tío,
que tus manos han estado en su coño!» Pero nunca he perdido los papeles en mi
taxi y no voy a empezar ahora.
—¡Claro! —dice el chico—. Tío, perdona.
—No pasa nada, pero como comprenderás…
—Sí, sí, ten. Quédate con el cambio. —La chica me da quince euros y
ambos salen con la misma prisa con la que entraron. Riéndose, abrazándose...
Suelto el aire; no me había dado cuenta de que lo tenía retenido. Se acabó;
me voy a casa, necesito descansar. Necesito cambiar el chip, desconectar.
Bajo las ventanillas del coche mientras emprendo camino de vuelta y la
brisa helada se lleva el aire viciado. Cambio a Radio 3 y me dejo llevar por las
notas de Fly me to the moon. Pienso que en otro momento estaría tarareando la
canción, dando golpecitos con los pulgares en el volante para marcar el ritmo,
incluso cantando a pleno pulmón el estribillo. Sin embargo ahora todo me da
igual. Nada me distrae, ni el aire, ni la música, ni siquiera haber avergonzado a
una pobre pareja. Ella vuelve a mí, una y otra vez, y esta noche más que nunca;
la recuerdo, mordiéndome, besándome, deshaciéndose entre mis dedos. Y me
encantaría llegar ahora a casa y abrazarla, perderme en ella, asegurarle que todo
va a salir bien, que todo se va a arreglar. Pero no voy a poder hacer nada, porque
me voy a encontrar con una casa vacía.
«Dios, cómo la echo de menos».
Sí, definitivamente mañana temprano me voy al pueblo. Veré a mi tío
Ramón y a mis primos y me desintoxicaré un poco de su recuerdo.
11/01/2016

Estar con mi gente de Abejar ha sido la mejor decisión que he tomado en lo que
va de año. Mis padres, para variar, tenían razón. Caminar por el monte, respirar
aire puro, quedar con mis primos y mi tío, estar con los amigos de la peña. Ha
sido genial.
Me he venido esta misma mañana por estar con ellos más tiempo y porque
así acercaba a mi primo a la facultad. Está trabajando como profesor en la
Complutense, pero aprovecha todos los fines de semana para visitar a su padre.
Le he dejado allí hace un rato y ahora estoy dando vueltas por Moncloa, a ver si
consigo hacer una buena carrera.
Conduzco hasta el Corte Inglés de Argüelles ya que por allí hay más
movimiento. La de veces que mi tío Ramón habrá llevado el taxi por esta misma
calle…
Ayer estuve toda la mañana con él; nos fuimos paseando hasta el embalse
de la Cuerda del Pozo. Hay una buena caminata y, dada la edad avanzada de mi
tío, yo estaba un poco reacio, pero el cabrón me dio una paliza. No había caído
en que él camina por esas tierras todos los días, y yo, aunque procuro ejercitarme
a diario, trabajo detrás de un volante… ¡Tengo agujetas hasta en las espinillas!
Mi tío es un crack. Estoy convencido de que tiene un pacto firmado con el
diablo o algo, porque no es normal que con más de ochenta años tenga tanta
vitalidad, energía y ganas de vivir la vida.
Durante el camino me enseñó las tierras de mis abuelos, las que eran de
mis padres, las suyas y las que le correspondían a su hermana pequeña. Todo un
legado familiar al que yo apenas había prestado atención antes. Conseguimos
llegar al embalse dos horas después y nos sentamos en un viejo tronco cerca de
la playa Pita, mirando al agua y a los pocos pescadores que estaban en la orilla,
lanzando la caña.
—¿Sabes, Dani? Este era el sitio favorito de tu tía —confesó mientras
colocaba la garrota a su derecha.
—La echas de menos… —empecé a decir, pero él me cortó enseguida.
—Cada día, cada hora. Todo me recuerda a ella. —Me callé. No podía
decirle nada; mi tía, que en paz descanse, lo dejó hace ya cinco años, pero
llevaban juntos desde los quince; eso era toda una vida—. Los paseos por esta
playa, los picnics en el monte de Inodejo, cada rincón de nuestra casa... Claro
que la echo de menos.
Una idea me pasó por la cabeza, fugaz, y pregunté.
—Tío, ¿cómo fueron vuestros años en Madrid? —quise saber.
—Ah, Madrid… Fue la mejor época de mi vida. —Sonrió y se calló,
enigmático como siempre, como mi padre. Hablando lo justo y necesario para
darse a entender.
—¿Y cómo os apañabais cuando tú estabas en el taxi? —Él se giró a
mirarme, extrañado por la pregunta y, al cabo de un rato, asintió.
—Eran otros tiempos, Dani. Ella estaba con tus primos en casa y yo
trabajaba de sol a sol. Pero dime, ¿por qué preguntas? ¿Problemas con la chica?
—quiso saber.
—Algunos… Ella se queja de estar sola mucho rato —resumí, parco en
palabras, como él.
—¡Ay, esta juventud! —me reí, porque yo ya de joven tengo poco—. Mira
hijo, solo te voy a decir una cosa. Nunca cambié estar con tu tía por estar
trabajando. Me hacía todas las carreras por la mañana y por la tarde. Un no parar,
eso sí. ¿Pero las noches? En casita. Con mi mujer. Con mi familia. —Palmeó mi
rodilla antes de coger de nuevo la garrota y ponerse de pie—. Qué, ¿nos
acercamos al agua?
Yo asentí y le seguí cabizbajo, con las manos en los bolsillos, pensando en
los fallos que había cometido con Julia y reconociendo que quizá, acomodado en
la relación, no le había prestado la debida atención a los problemas que
llevábamos arrastrando desde hacía semanas.
Dejo de pensar en el fin de semana con mi tío y me centro en los coches
que tengo delante; hay bastantes, como siempre a estas horas en el centro. Doy la
vuelta en Plaza de España para subir otra vez por la calle Princesa. Creo que ese
va a ser mi recorrido hasta la hora de la comida, si no cojo a gente antes, claro.
Estoy de bajón; hablar con mi tío me ha venido bien, pero solo para
descubrir que llevo tiempo siendo un capullo integral con Julia; casi desde que
empezamos a discutir por todo. Nunca he cedido ante sus reclamos. Jamás. He
librado noches, por supuesto, pero he trabajado más de las que puedo recordar.
En lugar de una cena larga y un momento en el sofá, compartía un breve
desayuno antes de que ella se fuera al trabajo. Y así, el tiempo que estábamos
juntos, empezó a reducirse sin darnos cuenta.
«Egoísta», pienso mientras paro en el paso de cebra enfrente del centro
comercial. Miro la luz roja esperando que se ponga en verde y me doy cuenta de
que hoy no he puesto la radio, pero no me apetece… Prefiero el silencio y mis
recuerdos, aunque me resulten bastante amargos ahora mismo.
—Dios, estoy fatal —digo en voz baja, dejando caer la cabeza en el
respaldo.
—¡Hola, buenos días! —grita alguien mientras abre la puerta trasera.
¡Joder; casi me provoca un infarto!
Miro por el retrovisor y descubro a un greñas con una camisa bastante
hortera debajo de la chupa de cuero. Sonrío mientras se acomoda.
—Buenos días, ¿dónde te llevo? —Y espero. Pero no me contesta. Frunzo
el ceño y me giro para mirarle de frente—. ¿Dónde te llevo?
—¿Perdona? —me dice cuando me ve moverme y se quita un auricular de
la oreja, dejándolo colgando de su cuello. ¡¿Será maleducado?!
—Que dónde te llevo —pregunto de nuevo, ya no hay sonrisas por mi
parte; tío, si te vas a dirigir a alguien, hazlo sin tener los putos cascos puestos.
—¡Ah, sí…! ¿No te lo he dicho? —contesta él, como arrastrando las
palabras. Genial, está borracho.
—No, no me lo has dicho.
—Pues a la calle… —Se queda pensando y empieza a descojonarse; ¡Ay,
su padre…, que hoy no tengo paciencia!—. ¡Que no me acuerdo, tío!
El coche que tengo detrás empieza a pitarme.
«De puta madre».
—Bueno, me meto por esta misma calle, que no me puedo quedar en
medio. —No he sido muy agradable y quizá en otras circunstancias me hubiera
reído con él, pero ahora mismo mi nivel de empatía con el ser humano es cero.
—Qué mal… lo siento… —se disculpa con una sonrisa tonta—. Vivo por
Aluche.
—Vale, pues haz memoria de la calle que hasta que lleguemos allí…
—Donde estaban los cines.
—Tío ¿Te acuerdas de unos cines que cerraron hace la tira de tiempo y no
del nombre de tu calle?
—¡Sí! —Y se vuelve a descojonar. Tomo aire y lo expulso despacio.
—Vale; oye… solo te pido que no vomites en el taxi —digo preocupado al
ver que se lleva la mano a la cabeza; se va a marear. Bajo las ventanillas y pongo
rumbo al Paseo de Extremadura—. Si te encuentras muy mal me lo dices.
Y, qué queréis que os diga, prefiero perder la mañana parando cada dos por
tres, a que el coche huela a vómito todo el puto día.
¡Pero yo qué he hecho! ¿Cómo tengo tan mala suerte? Justo tenía que ir a
Aluche, con los malos recuerdos que me trae esa zona cada vez que paso por allí.
Miro por el espejo retrovisor y veo al chico apoyado en el marco de la
puerta de modo que el aire le está dando en toda la cara; chico listo. Yo era así.
No. Yo era peor. Yo estaba por encima del bien y del mal. Yo me sentía Dios
cada vez que me metía una raya, o me cogía un pedo; sep… el puto amo; hasta
que empecé a convertirme en el puto diablo.
Empecé a tontear con las drogas muy joven, demasiado diría yo. Un
cigarro a los catorce, un porro a los quince… A los dieciséis estaba más fuera
que dentro del instituto, poniéndome hasta el culo con los colegas de calimocho
a las once de la mañana, en un pequeño parque que había por allí cerca. Me pulía
la paga de mis padres en tabaco, costo, coca-cola y vino tinto en tetrabrick. Era
una joyita, vamos. Con dieciocho años me metí la primera raya.
Observo el cuentakilómetros y descubro que estoy pisando de más el
acelerador, pero, la verdad, quisiera terminar pronto esta carrera. Enciendo la
radio y no me preocupo de sintonizar ninguna emisora ya que escucho una
canción que me gusta; es un camino relativamente largo y me quiero relajar,
aunque una voz interior no para de recordarme que estas calles, por las que ahora
paso con el coche, son conocidas para mí. Yo en realidad vivía lejos de aquí,
pero venía cada dos por tres a este barrio porque uno de los camellos que me
pasaba coca vivía cerca y quedaba conmigo en los soportales que había detrás
del que ahora es el Carrefour.
Se me instala un nudo en el estómago, como siempre que escucho hablar
de este barrio en concreto.
No, definitivamente la música hoy tampoco consigue relajarme. Y es que
no me gusta recordar lo que fui y ver que en algo ha debido fallar mi «Proyecto
Hombre» particular para no haber conseguido mantener a Julia a mi lado.
Me recoloco en el asiento, incómodo ante tales pensamientos, y aprovecho
para vigilar al chico que llevo atrás. La cabeza apoyada en el asiento y la boca
abierta me confirman que se ha quedado frito. Miro a mi alrededor buscando
incorporarme ya a la calle Maqueda, porque cuanto antes me enfrente a este
momento tan desagradable, mejor.
Madre mía, esto no ha cambiado nada. No es que venga mucho a este
barrio; cuando estuve en Radiotaxi tuve que acercarme un par de veces por aquí,
y alguno de los clientes que he recogido en las estaciones de tren también me ha
pedido venir por aquí cerca, pero hoy, puede que debido a mi estado de ánimo, lo
estoy llevando peor. Me siento ansioso; me da la sensación de que he retrocedido
en el tiempo, de que vuelvo a estar en mis veinte y que quedo con mis colegas
para coger el metro hasta Campamento. Menuda época pasé; bueno, mejor dicho
pasamos, porque mis padres y hermanos también lo vivieron; qué duro tiene que
ser ver a un ser querido echarse a perder de esa manera. Drogas, putas, alcohol…
No. No estoy nada orgulloso de lo que fui, aunque sí del hombre en el que
conseguí convertirme. Y es que me ponga como me ponga no puedo borrar el
pasado, pero he aprendido a vivir con él, a sobrellevarlo. Siempre he creído que
el hecho de haber pasado tan joven por tan malos momentos me ha servido para
construir una base sólida donde labrar un futuro. O al menos pensaba que ya lo
había conseguido; está claro que contar con el apoyo y la confianza de Julia
desde que la conozco ha hecho que no piense demasiado en mi yo anterior.
Escucho cómo el chico de atrás empieza a toser y yo me encomiendo a
todos los santos para que no vomite. Ya estamos cerca, un poco más y podré salir
de este barrio. Como no me ha dicho la calle, decido dejarle justo donde estaban
los multicines, ahora ocupado por un supermercado, y desde allí hacer la pirula,
dar la vuelta y regresar al centro.
—Perdona… —digo, parando el taxi y carraspeando un poco. Nada. Sé
que está vivo porque acaba de toser y ahora está roncando que si no…—. ¡Oye!
¡Eh!
Como única respuesta, una especie de bufido. «Mierda». Aparco en doble
fila, pongo las luces de emergencia y me giro.
—¡Eh! ¡Oye! —Estiro el brazo un poco y empiezo a dar golpecitos en su
rodilla—. ¡Despierta! ¡Vamos, tío! —Insisto dándole cada vez más fuerte.
—Mmm.
—¡Ya hemos llegado! ¡Eh! —Dejo de darle y empiezo a pitar.
—Qué pasa... —dice incorporándose un poco. Me mira confundido, frunce
el ceño y observa a su alrededor—. ¿Qué hago aquí?
«Joder, qué cuece que lleva».
—Te has metido en mi taxi y me has pedido que te traiga a Aluche. —
Empieza a restregarse la cara con las manos y a hacer ruidos extraños.
—Joder, qué dolor de pelota. ¿Cuánto te debo? —Empieza a hacer
contorsionismo para sacar un par de billetes de veinte arrugados. Mierda, no he
parado el taxímetro. Miro el importe y redondeo quitando cincuenta céntimos.
—Son veintisiete euros.
Me da el dinero que lleva en la mano y empieza a toser cada vez más
fuerte, pero antes de yo decir nada, abre la puerta y vomita en la acera. «Joder,
qué ascazo».
Extiendo la mano para darle las vueltas y rezo para que termine de irse ya.
—Gracias, tío.
Solo respiro de nuevo cuando escucho el portazo.
Se me ha quedado mal cuerpo. En otras circunstancias aparcaría a un lado
el coche, llamaría a Julia, le contaría lo que acaba de pasarme y ella me diría
algo, la frase justa, la palabra exacta, que conseguiría calmarme; después me
hablaría sobre sus compañeras de trabajo, diría cualquier cosa que me hiciera
reír y me olvidaría del mal rato que acabo de pasar.
—Soy gilipollas —digo en la soledad de mi taxi; dejo caer la cabeza sobre
el volante—, subnormal, imbécil…
—Perdona, ¿está libre?
Levanto la cabeza de golpe y me giro para descubrir unas largas y delgadas
piernas intentando meterse en el coche.
—Sí, sí. Sube.
Sonrío y me recoloco mientras observo a mi pasajera por el retrovisor.
Grito mentalmente: «¡Sácame de este barrio, por favor!»
—¿Puedes llevarme a la Paz? El hospital.
—Claro. Si vamos a ir por la M-30 tendrás que ponerte el cinturón de
seguridad, que ya es obligatorio. —Meto primera mientras sonrío, agradecido, y
salgo de allí. A mi izquierda, los soportales de la calle Maqueda van quedando
atrás; acelero.
—Yo me pongo o me quito lo que tú me digas.
Levanto la vista y me fijo en su reflejo. La chica me está mirando
fijamente, mascando chicle con la boca abierta y enredándose un mechón de
melena rubia de bote en el dedo.
—El cinturón. Ponte el cinturón. Nada más. —Sé que he estado borde,
pero, a ver, ¿qué espera que diga? ¿Quítate la camiseta y enséñame las tetas?
Pues no. Ni es mi tipo, ni es mi rollo. Además las tetas ya casi se las estoy
viendo.
—¡Qué pena!
Me sonríe a través del espejo, todo dientes blancos, y me guiña un ojo en
un gesto coqueto. No me gusta.
No es que sea fea, es mona y seguro que alguno de mis compañeros la
entraban al trapo, pero la verdad, no me ponen nada este tipo de chicas. Yo
prefiero algo más natural, una cara lavada, un pelo suave y sin oxigenar, prefiero
intuir a través de la ropa, no verlo todo de primeras. Yo prefiero a Julia. Su piel
blanca y suave, sin maquillaje, sus formas redondeadas, firmes; su pelo,
salpicado de canas que se niega a teñir y que le dan ese aire tan hippie que me
encanta; sus tetas… Dios, sus tetas me vuelven loco. No muy grandes,
perfectamente proporcionadas con su cuerpo delgado.
Trago el nudo que se me ha formado en la garganta y me vuelvo a colocar
en el asiento. Definitivamente no es bueno pensar en estas cosas conduciendo.
—Acabo de ser tía. Por eso voy al hospital —empieza a contar la chica tras
dos minutos en silencio. Pfff, no sé yo si voy a tener paciencia hoy para mucha
conversación vacía de contenido. Que el día lo he empezado relativamente
tranquilo, pero venir a este barrio me ha puesto de los nervios, la verdad—. Ha
sido una niña, tres kilos me ha dicho mi hermano que pesa; eso es mucho, ¿no?
Yo es que de estas cosas no tengo ni idea; tía las veces que quieras, pero, ¿niños
yo? como que no.
Me centro en la conducción intentando desconectar un poco de su
verborrea. Me queda un largo camino hasta el hospital y temo que va a ser un
infierno.
Miro de reojo el móvil que descansa en el asiento del copiloto y me
descubro pensando en que probablemente sea su hora de comer. Muero de ganas
de llamarla, de hablar con ella, de saber cómo está. ¡Joder! ¡Quiero saber cuánto
tiempo necesita para darse cuenta de que soy el hombre de su vida! Escucharla el
otro día solo me sirvió para anhelarla más, para echarla de menos como nunca;
su voz, su modo de expresarse, de explicar el porqué de su decisión, me abrieron
un agujero en el pecho. Tengo que convencerla de que vuelva conmigo, de que
los dos, juntos, funcionamos.
—… Pero yo ya se lo he dicho, que no voy a dejar de pintarme solo porque
le pueda dar una reacción alérgica al bebé, vamos, que a la peña se le va la pinza
ya con estos temas…
—Sí… —Me está resultando desagradable hasta el tono de voz, esa
manera tan estridente de hablar, como haciéndose la dulce, cuando está claro que
de dulce no tiene ni un pelo. Enciendo disimuladamente la radio y pongo Los 40,
a ver si escucha alguna canción de las que están de moda ahora, se distrae y se
deja de tanta charla.

Este viaje me ha dejado agotado. Vuelvo conduciendo sin levantar la bandera,


disfrutando del silencio de mi taxi. ¡Qué dolor de cabeza me ha puesto esa chica!
Pero es normal, porque entre la conversación incesante, que ni la música ha
conseguido apaciguar, y el olor a perfume tan empalagoso, lo raro hubiera sido
que estuviera como si nada.
Quiero irme directo a casa, comer algo, darme una ducha y descansar un
poco antes de volver a la calle. Quizá luego me acerque hasta el centro y curre
allí por la noche; la zona de Chueca y Lavapiés últimamente es un buen sitio
para encontrar clientes.
Un sonido me hace mirar el móvil y descubro que tengo varios mensajes de
WhatsApp. Frunzo el ceño y miro alrededor; imposible pararme por aquí. Vuelve
a sonar, pero tengo que prestar atención a la carretera, aparte de que me ha
parecido ver un coche de los que regulan el tráfico más adelante y como me
pillen con el móvil en la mano me cae una multa. De cualquier forma, lo mismo
es mi hermano para dar por culo. Si hubiera pasado algo importante me hubieran
llamado directamente.
Así que, sin prestarle más atención, enfilo por la M-30 hacia casa dejando
que el aire que entra por la ventanilla se lleve mi dolor de cabeza.

Julia
Miró el móvil pensando que en cualquier momento él contestaría sus mensajes,
pero no fue así. Estaba preocupada. Necesitaba hablar con él cuanto antes, pero
tenía que hacerlo cara a cara; esas cosas no se podían solucionar a base de iconos
de WhatsApp, desde luego. Dejó el móvil en la encimera del baño y volvió a
coger la prueba de embarazo.
Quizá era una señal que no contestara.
Quizá era mejor esperar. Ver a un médico, saber con certeza que todo estaba
bien.
Lloró. Lloró sabiendo que se encontraba más sola que nunca.
Se había imaginado tantas veces ese mismo momento. Los dos esperando
delante del palito a que aparecieran las dos rayitas rosas, abrazados, para luego
felicitarse, besarse e incluso, quién sabe, hacer el amor. Sin embargo ahí estaba,
sola, en el baño de su hermana, esperando que el hombre al que acababa de
abandonar, contestara sus mensajes.
Se sintió patética.
Ella había sido la primera en proponerle tener un bebé, habían hablado
bastantes veces del tema y afortunadamente ambos pensaban que, con la edad
que ya tenían, mucho más no podían esperar. A pesar de que últimamente no
estaban pasando por una buena racha, ambos decidieron seguir intentándolo;
solo fue una vez, ¿o quizá dos? Y de eso hacía ya más de un mes, pero había
sido más que suficiente para fecundar uno de sus óvulos. Fue la última vez que
consiguieron hacer bien las paces, con su reconciliación correspondiente, y
acertó de pleno.
Qué cruel era el destino, qué forma tan macabra de jugar con los débiles
sentimientos de los humanos, seres volubles, que por su propia naturaleza se
dejan llevar por impulsos.
Miró su reflejo en el espejo. Sus ojos claros, enrojecidos por el llanto, le
mostraban una imagen de ella que no le gustaba. Había adelgazado unos cuantos
kilos, se sentía muy cansada y sin apetito. Todo le daba asco. Y ella que pensaba
que era por la situación que estaba viviendo, por la angustia que le producía estar
horas enteras sin saber nada de él un día tras otro, una noche tras otra. El miedo
a que le pasara algo, a que encontrara a otra, a que la engañara.
Sí. Le había dejado porque en ese momento no veía nada claro un futuro
junto a él. Ella necesitaba que Daniel se implicara un poco más en su relación,
no quería ser una segunda opción, algo que hacer después de trabajar y sobre
todo necesitaba estar convencida de que era ella y nada más que ella. Los celos
la estaban volviendo loca; quería, necesitaba, ser su prioridad, y cada vez que le
decía algo al respecto, él trabajaba más, pasaba más tiempo fuera de casa.
Ignorándola. No haciendo caso de sus reclamos, de sus señales.
Por eso lo abandonó.
Por eso y porque estaba claro que una revolución de hormonas estaban
campando libremente por su cuerpo.
Miró de nuevo el móvil. No le había contestado aún, así que en otro impulso
lo apagó, se lavó la cara y salió del baño.
Ya hablaría con Daniel más tarde.
12/01/2016

Julia
Hola, Dani
¿Estás por ahí?
Bueno… supongo que estarás con algún cliente.

Hola Julia
¿Cómo estás?
¿Todo bien?
¿Hola?

Miro de nuevo la conversación y me desespero. Su última conexión fue


diez minutos después del último mensaje y no sé qué pensar.
He intentado llamarla por teléfono, pero no me lo coge. Ayer, cuando
llegué a casa y pude leer los mensajes, contesté de inmediato. No me respondió
en el acto, pero no le di importancia en ese momento porque otras veces también
ha tardado en responder; además, estuve hasta bien entrada la noche bastante
liado. Miraba el móvil a cada rato, sí, pero como no tenía señal de ella y su
última conexión seguía siendo la del último mensaje, mi pensamiento volvía a
los clientes y a sus conversaciones.
Después, cuando estuve más tranquilo, me animé a llamarla por la noche,
pero me saltó directamente el buzón de voz como si lo tuviera apagado, así que,
respetando su decisión de obtener más tiempo, lo dejé pasar. Hoy lo he vuelto a
intentar hasta tres veces con el mismo resultado.
Suena el móvil y descuelgo, sin mirar quién es, con el manos libres,
aprovechando que ahora no tengo clientes en el taxi.
—¿Diga? —pregunto, esperando que sea Julia la que me está devolviendo
la llamada.
—Hola, Capitán América.
—¡Celia! ¡Qué sorpresa! —saludo a mi hermana, contento de escucharla.
—Sí, sí… mucha alegría, pero bien que quedas con Guille y a mí que me
den por culo.
—No te pongas celosona, enana.
—No son celos. Son hechos totalmente objetivos e irrefutables que pongo
en tu conocimiento: con él quedas siempre, conmigo nunca, ergo a mí que me
den por culo. —Sonrío ante sus quejas. Siempre está igual, demandando que
pase más tiempo con ella, reclamando atención. Estoy convencido de que paso
con mis dos hermanos más o menos el mismo tiempo, pero a lo mejor Celia
necesita más que Guille.
Frunzo el ceño; Julia me demandaba lo mismo. ¿Tan despegado soy con la
gente que me importa?
—¿Solo llamas para regañarme o me vas a decir algo más? —pregunto sin
querer ahondar demasiado en ese tema ahora.
—¿Te apetece quedar un rato? ¿Tienes tiempo para tomar un café, té o
equivalente con tu hermana pequeña? —Acabo de notar su tono nervioso a
través del teléfono. La conozco bien, y sé que algo va mal.
—¿Qué ha pasado? —pregunto sin rodeos.
—Nada… —contesta, esquiva.
—Celia. Sé que algo te pasa. Dime qué es.
—Necesito comentarte algo. Bueno en realidad necesito tu consejo, tener
tu punto de vista masculino sobre una cosa que me ha pasado en la facultad…
Bueno, ¿puedes quedar sí o no? Que parece que si no tenemos una excusa para
vernos no nos vemos nunca. Y, antes de que digas nada, la casa de los papás no
cuenta. —Esto último me lo dice en tono enfadado y casi sin respirar.
—Claro que puedo quedar contigo. Dime dónde y cuándo.
—Después de las clases, a eso de las cinco… ¿un café en mi facultad? Así
luego me meto en la biblioteca.
—Allí nos vemos. ¿En la cafetería del campus?
—Perfecto. ¡Chao, Capitán!
—Hasta luego, enana —me despido riendo y negando a la vez.
Adoro a Celia. Ella nació cuando yo tenía dieciséis años; fue un precioso
«descuido» de mis padres y lo único que recuerdo con cariño de aquella etapa
tan chunga de mi vida. Me vienen a la mente, cuando ya había cumplido los
veinte, las tardes que nos sentábamos en la alfombra del salón a jugar a las
muñecas, me acuerdo que cogía su Barbie favorita, una que tenía una melena
hasta los pies llena de enredos, y le empezaba a colocar todos los vestidos que
tenía hasta que parecía una bola de ropa con pelo rubio, totalmente oronda; nos
partíamos de risa. También me acuerdo de las veces que la acompañaba al
colegio, de recogerla para llevarla al parque un rato y luego dejarla corriendo en
casa porque había quedado con mis colegas para empezar la juerga. Eso sí, el
tiempo que estaba con ella no bebía, no me drogaba, era el antiguo y verdadero
Daniel, no aquél desconocido en el que me acabé convirtiendo sin apenas ser
consciente de lo que estaba pasando.
Miro el reloj del salpicadero del coche. Llevo ya un buen rato esperando en
la parada de Nuevos Ministerios, pero no se mueve ni un coche. Hace buen día y
decido estirar un poco las piernas, así que me desperezo, abro la puerta y, antes
de salir, cojo el móvil; no vaya a ser que llame Julia justo cuando no lo tenga a
mano. Acabo de ver a un viejo conocido un par de coches delante de mí, así que
decido salir y socializar un poco.

¡Qué mañana más aburrida!


Después de estar una hora más en la zona de Nuevos Ministerios, me harté
de no coger a nadie y me fui a dar una vuelta; llegué hasta Plaza Castilla y allí
montó un cliente, pero no iba muy lejos. Y así llevo toda la mañana, rodando
desde Plaza Castilla hasta Colón y otra vez a Plaza Castilla. Estoy pensando en
irme ya hacia Vicálvaro y comer cerca de la Universidad de la enana, conozco un
bar que tiene una tortilla de patatas digna de una Estrella Michelín, o lo que sea
que les den como premio gastronómico a los bares de este país.
Acabo de dejar atrás Cuzco, saco del compartimento al lado de la palanca
de cambios un chicle para engañar un poco al estómago y justo cuando me
dispongo a cambiar de carril para ir más rápido veo a una señora mayor
levantando el brazo. ¡A ver si tengo suerte y hago una carrera en condiciones!
Abre la puerta del coche con un poco de dificultad y estoy tentado a salir a
ayudarla, pero finalmente entra por su propio pie.
—Buenos días —digo en tono amable.
—Buenos días nos dé Dios —responde mientras se acomoda en el asiento,
pone el bolso a su izquierda y se coloca bien el abrigo para no arrugarlo. Sonrío
ante sus gestos y sus movimientos un poco más lentos de lo normal. Y yo,
paciente, espero hasta que escucho un sonoro suspiro.
—¿A dónde vamos, señora? —pregunto mientras meto primera.
—Al cementerio de la Almudena, por favor —me pide mientras se coloca
el cinturón de seguridad.
Resoplo mentalmente.
A ver, no es que sea supersticioso, ni nada de eso, pero ir a tanatorios y
cementerios siempre me ha dado mal rollo. Tengo compañeros que se pasan allí
las horas esperando clientes, y sé que se gana dinero, pero… No. Nunca sé cómo
actuar en esos casos. No sé si quieren distracción, o prefieren que les deje llorar.
Yo que sé; digamos que es mi talón de Aquiles.
—Claro; iremos por la M-30. Llegaremos enseguida; no creo que haya
mucho tráfico —contesto, sonriéndola a través del espejo retrovisor.
—Perdone, pero si no le importa preferiría llegar allí yendo por otro sitio
—me dice ahora ella, también mirándome por el espejo.
—Como usted diga.
—En esa carretera se mató mi nieto hace tres años
—mecagoenmiputavida...—, y desde entonces prefiero no pasar por allí.
—Tranquila, es normal, iremos por la Avenida Daroca. Tardaremos un
poco más, pero no entraremos en la M-30 para nada; bueno, pasaremos por
encima nada más —digo, intentando tranquilizarla y rezando para que cambie de
tema. Adoro mi trabajo, pero hay días que no estoy para consolar, sino para que
me consuelen.
—Tenía veinticinco años, mi Carlitos… —empieza a explicarme en tono
lastimero, y yo asintiendo con pesar, porque una cosa es que no tenga muchas
ganas de dramas y otra muy distinta que niegue a alguien un poco de consuelo
—. Un conductor borracho se saltó la mediana y se chocó contra su coche. De
frente.
—Madre mía, cuánto lo siento —digo, pensando que tuvo que ser un buen
golpe.
—Así son los designios del Señor; nunca sabes cuándo te va a tocar.
—Totalmente de acuerdo, señora. —Y asiento porque es verdad, no
sabemos cuándo nos va a llegar la hora.
—Por eso yo siempre digo lo mismo a todo el mundo: vive cada día como
si fuera el último; nunca te quedes con las ganas de hacer algo que realmente
quieras hacer. —La señora mira las calles a través del cristal, agarrada
fuertemente al asidero encima de la ventanilla, perdida, supongo, en sus
pensamientos.
—Y tiene toda la razón. Porque hay veces que luego, ya es demasiado
tarde.
Demasiado tarde.
Un pálpito.
La certeza de que algo no marcha bien amenaza con asfixiarme. Miro de
nuevo hacia el asiento del copiloto, donde descansa el móvil, y suelto un
momento el volante para encender la pantalla. Nada. Ningún mensaje. ¿Por qué
no me ha escrito? El otro día, cuando me llamó, parecía que en el fondo quisiera
arreglar las cosas, y sin embargo, no sé. Me preocupa. En cuanto deje a esta
señora en el cementerio vuelvo a intentarlo, y si no me lo coge llamaré
directamente a su hermana. Ella seguro que sabe algo. No quería meter a su
familia, pero estoy preocupado y, si Marie no consigue decirme dónde está, soy
capaz de plantarme en alguna de las tiendas en las que trabaja y no moverme
hasta que alguien me dé información de ella.
—Efectivamente… Nunca podemos esperar a que sea demasiado tarde, o
nos iremos a la otra vida con una mochila cargada de culpas y frustraciones.
Asiento, pensativo. Joder con la señora.

Acabo de salir del cementerio y me planteo ir hacia la universidad de mi


hermana porque estoy muy cerca de allí. Después de la charla con la señora se
me ha quedado el cuerpo raro y quiero despejarme un poco antes de ver a la
enana y que descubra con solo mirarme que algo chungo me pasa.
He intentado hablar con Julia y con Marie hace apenas unos minutos, pero no me
han cogido el teléfono. Julia lo tenía apagado y la hermana lo ha dejado sonar.
Esta incertidumbre me está matando, porque no puedo dejar de pensar en ella.
No puedo evitar preocuparme porque tenga el teléfono desconectado desde hace
tanto tiempo. ¿Y si la ha pasado algo grave, o está enferma o cualquier cosa aún
peor?
La verdad es que esta situación no es nada fácil. ¿Hasta qué punto tengo
derecho a preguntarle o a llamarla sin descanso? Ya no estamos juntos, ¿o sí? Me
ha pedido tiempo, pero ¿para qué? ¿Para dejarme definitivamente o para
sentarnos a hablar? Supongo que todo sería más fácil si realmente supiera lo que
ha pasado, si ella me diera sus razones a la cara. O si al menos fuera consciente
del momento en el que todo se fue a la mierda.
Conduzco rodeando el cementerio y miro a la derecha para incorporarme a
la siguiente calle. Sigo perdido en mis pensamientos, pero una pareja en la acera
me hace volver al presente. Ella, de frente, parece increpar a un chico; me ve y
levanta el brazo para llamarme. Frunzo el ceño al ver cómo él la sujeta el brazo y
ella se zafa del agarre casi a zarpazos; me paro a su lado un poco preocupado
ante la escena y ella no tarda ni un segundo en abrir la puerta. Quiero saludarla,
pero ver su imagen reflejada en el espejo me deja un poco descolocado; se le ha
corrido el rímel, respira con dificultad y no es capaz de hablar.
—¡Espera, Maite, por favor! —grita el chico, mientras ni corto ni perezoso
corre al otro lado del taxi. Miro por el espejo esperando que no venga ningún
coche por la carretera, ya que estamos aparcados en una zona con mala
visibilidad y se lo pueden llevar por delante.
—Arranca por favor —me suplica la chica, pero ya es tarde. Él ya ha abierto
la puerta y se coloca con premura a su lado.
-—¿Le echo? —le pregunto mirándola a través del espejo retrovisor,
dispuesto a bajarme del coche y sacar al chico a la fuerza si es necesario. Aquí
no vale camaradería de tíos. Aquí vale que esta chica está mal y parece que el
culpable es él. Observo como niega y, sin perder ni un segundo más, meto
primera y presto atención a lo que hablan por si acaso tengo que intervenir de
alguna manera. Miro por el espejo y veo cómo dos lagrimones negros resbalan
por sus mejillas.
—Maite escúchame —dice él, con la voz rota. Pero ella no le habla.
—A la calle Sirio —me pide, mirándome por el espejo. Yo asiento; está
justo al lado de la casa de mis padres así que maniobro para dirigirme al barrio
de mi infancia. Me temo que me espera un viajecito de mierda.
—¿Te vas a la casa de tus padres? No Maite, por favor. Vamos a casa.
Vamos a casa y hablamos tranquilamente. —Trago el nudo que tengo en la
garganta; no puedo evitar verme reflejado en él—. No me hagas esto, Maite.
Déjame que te explique todo, vamos a hablar, vamos a…
—¿¡Hablar!? ¡¿Ahora quieres hablar!? —grita la chica, supongo que harta
de tanta súplica—. ¡Llevo semanas, meses, queriendo hablar Raúl! ¿¡Y tú!? ¿¡Tú
qué me decías!? ¡Ah, sí! ¡Que no podía estar tan celosa de ella! ¡Que eran
imaginaciones mías! ¡IMAGINACIONES, RAÚL!
—No ha pasado nada, Maite, te lo juro. Por favor, te lo juro.
«Por dios, qué angustia».
—¡OS HE VISTO, JODER! —Me encojo en el asiento y empiezo a
masticar con más fuerza el chicle que ya no sabe a nada.
—¿Qué has visto? —pregunta entonces él.
«La acabas de cagar, colega».
—Soy gilipollas. Una imbécil —dice ahora ella entre sollozos, mirando por
la ventanilla—. Y tú llamándome histérica cada vez que venías oliendo a ella. Y
yo creyéndome una psicópata celosa de mierda.
—No ha sido así, Maite, por favor. Déjame que te explique…
—Has tenido tiempo de sobra para hacerlo… De sobra, Raúl. Ahora las
explicaciones te las puedes meter por el culo.
—Maite…
—¡No me toques! —Doy un frenazo ante el grito de la chica y me doy la
vuelta, dispuesto a intervenir si es necesario. El pulso me va a mil por hora. La
veo abrir la puerta y cómo él intenta retenerla sujetándola de la mano, pero ella
se suelta de un manotazo.
—Por favor, cariño. Tenemos que hablarlo. Por favor… —Él quiere salir del
taxi detrás de la chica, pero ella le empuja de nuevo dentro.
—Como me sigas llamando o siguiendo o lo que sea, llamo a la policía. —
Se está quitando las lágrimas con tanta rabia que se está dejando la cara roja—.
Quiero que me dejes en paz. Que me olvides.
—Solo fue un beso… Solo fue un beso, nada más… —dice él.
—Se acabó, Raúl. —Le cierra la puerta del taxi de un portazo y se da media
vuelta. Da dos pasos y empieza a correr calle abajo.
Aún aguantamos un minuto en silencio en el taxi el chico y yo. Yo no hablo;
no es plato de gusto presenciar una escena de este tipo, y menos aun cuando
estoy pasando por algo parecido. Espero paciente hasta que el chico se pasa las
manos por la cara para secarse las lágrimas y me da una nueva dirección. Yo solo
asiento y conduzco.
Miro por el espejo retrovisor, ahora está sentado en el sitio que antes
ocupaba la chica. Permanece con la cabeza agachada; joder, qué duro es.
Irremediablemente pienso en Julia. Yo no la he engañado, aunque ante sus
reclamos quizá en alguna ocasión sí la he llamado histérica. Me doy una hostia
mental por insensible.
Llego al destino y le digo el importe. Él me paga, me dice que me quede con
las vueltas y se va.
Hubiera podido hablarle, decirle que yo me encuentro en una situación
parecida. Quizá haberle propuesto ir a tomarnos unas cervezas, en plan película
americana, dos desconocidos que se encuentran y se hacen íntimos en una noche
de borrachera en un bar perdido de carretera. Pero no. Esto no es una película,
esta es la vida real y no me ha parecido prudente decirle nada.
Me quedo parado en el paso de cebra y observo cómo se aleja por la acera
caminando despacio, con las manos en los bolsillos y cabizbajo. Avanza sin
llevar el paso firme del que sabe adónde le dirigen sus pasos, como si en realidad
no tuviera ganas de volver a su casa, una casa que encontrará vacía y a la vez
llena de momentos, de recuerdos. Bueno, vale, quizá he extrapolado la situación.
Quizá él no sienta la soledad más absoluta cada vez que gire la llave de la
cerradura.
Suspiro con pesar, abrumado por todo lo que he vivido en el coche y lo que
me ha hecho revivir. Aunque, la verdad, ojalá Julia me hubiera hablado así, a la
cara; lo hubiera preferido a tener que descubrir una triste nota. Como si se
hubiera dado por vencida conmigo. Pero, ¿por qué? Me gustaría llegar a
entender esa huida precipitada, sin embargo soy incapaz. No lo entiendo, no
entiendo cómo hemos llegado a este punto, ni lo que he hecho en realidad para
provocar esta situación.
Han pasado ya más de tres meses, pero recuerdo como si fuera ayer el
momento en el que todo cambio, nuestra primera bronca, o desacuerdo, mejor
dicho. Fue la noche en la que decidí hacer horas nocturnas fuera de mi plan
inicial. Llevaba ya varias semanas sin trabajar en radiotaxi y los ingresos habían
menguado considerablemente. No es que no ganara dinero, es que ganaba lo
justo. Coincidió además que habíamos empezado a hablar de dar el siguiente
paso: ser padres. Yo quería. No; yo quiero. Tenemos ya los cuarenta y si nos
queremos, ¿por qué esperar más? Estuvimos saliendo durante varios meses antes
de que se mudara conmigo y ya llevamos más de un año viviendo juntos.
Pero quizá no fuera el momento adecuado, justo después de dejar de trabajar
para la empresa y con el poco dinero que estaba ganando, no parecía muy
coherente ponernos a hacer planes para ser padres. Y es que había una cosa que
me preocupaba muchísimo: no ser capaz de mantener a mi familia.
Sí. Lo sé. En esa afirmación hay muchos fallos. Sé que Julia tiene un buen
trabajo y entre los dos, mal que bien, habríamos salido del paso, llámalo
machismo mal disimulado o pensamiento retrogrado. Pero necesitaba saber que
yo era capaz de crear una familia y sacarla adelante. Supongo que el ejemplo de
mi padre me ha guiado de manera inconsciente durante toda mi vida, y ahora que
lo veo a mis casi cuarenta y un años se ha convertido en un ejemplo a seguir. El
hecho era que entre Julia y yo, llegábamos perfectamente a fin de mes, pero
meter otra incógnita en la ecuación, eran ya palabras mayores.
¿Sabéis la de veces que he escuchado a los clientes, a mis colegas, incluso a
mi hermano hablar sobre el gasto que supone tener un niño? Fue una noche de
diario, una noche cualquiera, cuando decidí trabajar un poco más de lo que solía
hacer. Un amigo me había comentado que a partir de las once de la noche, en las
estaciones de tren se curraba mogollón, porque había mucho empresario que
volvía en AVE desde Barcelona, Valencia o Zaragoza. Me pareció buena idea
intentarlo y le mandé un mensaje a Julia para avisarle que no llegaría a cenar y
que no me esperara, que iba a trabajar un poco más. Creo recordar que me
contestó un simple OK, pero ahora no estoy seguro. El caso es que si quería
tener más dinero tenía que trabajar más.
Me largué a la estación de Atocha a probar suerte y enlacé varias carreras,
gané más de cien euros esa noche. Y, aunque llegué a las tres de la madrugada a
casa, lo hice feliz y satisfecho con el trabajo hecho.
Cuando entré en casa todo estaba a oscuras y en silencio; normal dadas las
horas que eran. De puntillas, caminé hacia la cocina para hacerme un bocadillo y
allí me encontré a Julia; tenía la cabeza apoyada sobre los brazos y estaba
recostada sobre la mesa. Los platos con la cena de ambos todavía estaban sin
quitar y en su mano derecha agarraba con fuerza el móvil. Me acuerdo de la
sensación de ternura que me produjo verla así. Estaba claro que había querido
esperarme y se había quedado dormida. Un pinchazo de culpabilidad se me
agarró al pecho y pensé que al día siguiente le repetiría que no me esperara. Me
quité la cazadora despacio y me agaché para cogerla en brazos con mucho
cuidado de no despertarla, pero en cuanto la rocé abrió los ojos.
—¿Dani? —preguntó frotándose un ojo para despejarse.
—Hola cariño —dije yo agachándome en cuclillas.
—¿Dónde estabas? —Abría y cerraba los ojos intentando adaptarse a la luz
fluorescente. Yo le quise retirar el pelo de la cara, pero ella se me adelantó.
Como si huyera de mi contacto. No le di importancia.
—Trabajando —contesté.
—Te he llamado y te mandé un par de mensajes. —El tono parecía de
reproche, pero lo dejé pasar.
—Lo siento, me quede sin batería —me disculpé. Me acerqué para darle un
beso en la mejilla, pero ella se alejó arrugando la nariz.
—Hueles raro, Dani.
—¿Cómo que huelo raro? —pregunté entonces, oliéndome la camiseta al
mismo tiempo. No recordaba haber sudado demasiado, ya empezaba a refrescar
y esa noche en concreto hacía frío.
—No sé… hueles como a perfume. —Me miró a los ojos, fijamente, como
si estuviera estudiando mis gestos. Automáticamente me acordé de la mujer que
se subió al taxi antes de dar por concluido el trabajo. Había llegado a la estación
de madrugada y estaba obsesionada con que todo olía fatal, así que sacó un
frasco de colonia del bolso y se roció. Bueno, a ella y a mí de paso.
—¡Ah! —exclamé—. Ha sido la última clienta que ha entrado, que se ha
puesto como loca a echar colonia en el coche.
—Ya…
Fruncí el ceño, extrañado ante la actitud borde y el interrogatorio al que me
estaba sometiendo. No quería eso; estaba cansado. Se me había quitado el
hambre y solo me apetecía llevarla hasta la cama y acurrucarme a su lado.
Abrazarla, hundir mi nariz en su pelo y dormir. Estaba agotado. Le propuse irnos
ya a la cama, ella asintió, se levantó de la silla y caminó por el pasillo hacia el
dormitorio.
—¿Y esto lo vas a repetir más veces? —quiso saber ella parándose y
mirándome de nuevo.
—¡Claro! —exclamé contento, con ganas de compartir mis éxitos con ella
—. En este rato por la noche he ganado…
—Ya… —me cortó entonces, siguiendo con ese estado de apatía que
mantenía desde que se había despertado. Me cabreé.
—¿Qué pasa? —pregunté, extrañado por su comportamiento. Julia no era
así. Ella no se hubiera despertado del todo con solo rozarla; si hubiera sido
cualquier otro día se hubiera enganchado como si fuera un koala, con manos y
piernas, y se hubiera dejado llevar hasta la cama. Se habría acomodado entre mis
brazos y se habría quedado dormida con una sonrisa en la boca, pero no fue así.
—Nada. Te eché de menos todo el día, nada más. Y luego como no me
cogías el teléfono…
—Pero me quedé sin batería —le contesté ya en el mismo tono en el que me
estaba hablando ella, como si de repente fuésemos dos desconocidos—. Además,
te avisé de que iba a llegar tarde y te pedí que no me esperaras despierta—. En el
momento en el que lo dije me arrepentí porque me acordé de la cena que se
había quedado en la cocina, pero me había sentido atacado y automáticamente
me puse a la defensiva.
—Tienes razón, Dani. Ha sido culpa mía. Me voy a la cama que mañana
tengo que irme temprano al trabajo.
Y se metió en el cuarto.
Y a mí me dejó en el pasillo con la palabra en la boca y un cabreo de tres
pares de narices.
Cuando vuelvo en mí y miro el reloj me doy cuenta de que son más de las
tres de la tarde y ni he comido. ¡A este paso no llego a por mi hermana!

—Ey, Capitán América —saluda Celia cuando descuelgo el teléfono.


—Lo siento enana, me he entretenido, pero ya estoy llegando. —Intento
que en mi tono no se note la tristeza que me ha invadido después de todos esos
malos recuerdos.
—He cambiado de idea, ¿me acercas a casa? Puedo comprar los cafés para
llevar.
—¿Y ese cambio tan repentino? —pregunto extrañado, olvidando en parte
mis problemas para centrarme en los de mi hermana.
—Nah... He tenido un pequeño altercado con alguien hoy y no me apetece
verlo de nuevo. —Y de repente todo se vuelve cristalino: un chico.
—Está bien. Espérame en la puerta dentro de …—miro el reloj—…, unos
diez minutos. Y te llevo a la cafetería cerca de casa de los papás. ¡Ni se te ocurra
pillar ese brebaje venenoso! Que una cosa es que me lo tome allí contigo y otra
muy distinta llevárnoslo con premeditación y alevosía. ¡Ni de coña!
—Qué sibarita te has vuelto… —dice con retintín—. Está bien, te espero
en la puerta, Capi.
Sonrío cuando la escucho despedirse y me centro en no pasarme la salida
de la M-40. Lleva diez años llamándome Capitán América; me pusieron el mote
sus compañeras de instituto y, aunque no me parezco en nada al superhéroe
rubiales porque yo soy moreno de ojos negros y casi siempre con barba, Celia
defiende que soy lo más parecido a uno que haya conocido, y que, como le
gustaba más el Capitán América que Iron Man, para ella yo era como este
fortachón. Inspiro con fuerza; ella no es consciente de lo que me ayudó en esa
etapa tan oscura de mi vida.
La veo enseguida, abrazando un libro gordísimo, y pito para llamar su
atención, pero parece que no me ha escuchado porque está prestando atención a
otra cosa. Observo sus gestos y la sensación de que algo no marcha bien, cobra
fuerza. Automáticamente todas las movidas de Julia, todo lo que he estado
recordando gracias a la pareja de hace un rato, pasa a un segundo plano y me
centro en mi hermana. Está hablando con un chico alto, moreno, con barba, y
parece alterada. Se gira y le cambia la cara cuando me ve, deja al chico con la
palabra en la boca, sin despedirse siquiera y corre hacia mí. Éste se le queda
mirando el culo y yo estoy tentado de bajarme y partirle la cara.
—¡Hola, Capitán! —saluda antes de sentarse a mi lado y darme un beso en
la mejilla—. Justo a tiempo...
—¿Quién es ese gilipollas? —pregunto a modo de saludo.
—¿Quién?
—Ese barbas. —Meneo la cabeza en la dirección en la que él permanece
plantado, sin perder detalle de lo que hace Celia.
—Nadie. —Frunzo el ceño y me giro en el asiento para mirarla a los ojos.
—¿Cómo que nadie? Te he visto discutir con él. ¿Es el chico que no te
querías encontrar de nuevo?
—Es solo un compañero de máster. Nada más. —Observo cómo agacha la
cabeza y se centra en el libro que descansa sobre sus piernas. Me resulta tan fácil
leer sus gestos, que solo sonrío y le cojo la mano dándole un apretón.
—Sabes que puedes contar conmigo para lo que sea, ¿verdad?
Como ella no me mira, sujeto su barbilla para hacer que levante la cabeza.
—Lo sé… Anda, llévame a casa y te cuento un poco de mi vida.
Asiento y enciendo el motor. Por un lado no se me olvida que Julia sigue
sin devolverme las llamadas, que no ha contestado a mis mensajes, y por otro me
preocupa que mi hermana me necesite y yo no esté a la altura, porque estoy más
pendiente de mi relación, de encontrar un porqué que del resto del mundo.
—Estoy deseando que me cuentes, enana.
—Pfff, a ver por dónde empiezo. —Para un momento y se queda como
pensando bien lo que va a decir antes de continuar—. El barbas de antes,
bueno… digamos que llevo detrás de él desde que empecé la carrera. Hemos
compartido muchas horas de estudio, cafés y confidencias en estos años, y yo ya
me había hecho a la idea de que no seríamos más que amigos, así que hace unos
meses empecé a salir en serio con un chico…
—Espera, espera, espera —digo sonriendo mientras miro a un lado y otro
para incorporarme a la M-40—, ¿estás saliendo con un chico desde hace meses?
¿Cómo se llama? ¿Y por qué yo no sabía nada? —le reclamo haciéndome el
ofendido.
—¡Ay, madre…, para qué te diré nada!
—Pero me lo has dicho, así que dale. Desembucha —digo al más puro
estilo de mi madre y me río ante los bufidos de protesta que hace.
—Empecé a salir con Álvaro en noviembre, después de una de las fiestas
de la facultad. Barra libre, música hasta las tantas… el caso es que nos
enrollamos y luego quedamos y me pidió salir a cenar y bueno. Nos estamos
conociendo.
—¿Y el barbas?
—El barbas, Jano, lleva desde la semana pasada detrás de mí. El caso es
que el sábado coincidí con él…
—¿Le has puesto los cuernos a Álvaro? —me giro un segundo para mirarla
con los ojos como platos.
—Hombre, poner, poner…
—¡Celia! —grito porque, qué queréis que os diga, me cuesta ver a mi
hermana pequeña como una femme fatale.
—¿¡Qué!?
—Pues que no me cuadra eso de ti. —Y es que es verdad, Celia no es así.
—No pasó nada, ¿vale? No te montes una película. Tampoco necesito que
me juzgues ahora… —Y me pone esos ojitos de cordero que me calientan el
alma.
—No te juzgo. Perdóname, sigue por favor. —Veo la Plaza Conde de Casal
y me meto en el carril de la derecha.
—Solo fue un beso, ¿vale?, pero me siento fatal. A mí Álvaro me gusta, no
le quiero hacer daño, pero Raúl…
—¿Raúl te ha pedido algo más? —La miro de reojo, con mi vena cotilla
elevada a la máxima potencia.
—Raúl se me acaba de declarar después de decirle que no iba a traicionar a
Álvaro. Quiere que deje a mi novio y que empecemos algo juntos.
—Joder…
—Exacto, eso es lo que quiere: joderme.
—¡Celia!
—¡Deja de gritarme, coño! —La carcajada que sale de mí es automática—.
Sé que lo estás haciendo aposta para distraerme, pero por favor… ponte serio.
No quiero que me trates como a una niña; ya he crecido, Dani. Y tengo un
problema.
—Ay, Celia… —La miro de reojo sonriendo y tomo aire—. No soy el más
adecuado para darte consejos de pareja. A la vista está que soy un puto desastre a
ese respecto. Lo que sí te diré es algo que me aconsejó papá hace muchos años y
que yo aplico a todos los aspectos de mi vida. O al menos lo procuro.
—¿El qué?
—Nunca hagas lo que no quieras que te hagan a ti. —Y según lo digo noto
un pinchazo de culpabilidad en el corazón, porque quizá antes de ponerme a
trabajar como un loco debería haber consultado a mi chica, a mi pareja. Al fin y
al cabo el cambio también la afectaba a ella; a mí no me hubiera gustado que me
lo hiciera—. Sé que es una frase hecha, pero es real como la vida misma. Si todo
el mundo actuara teniendo esto en cuenta se solucionarían el noventa por ciento
de los problemas de la gente. —De la gente en general y del mío en particular.
—Ya…
—Pero también te voy a decir otra cosa que me ha dicho una señora hoy:
«nunca te quedes con las ganas de hacer algo que realmente quieras hacer». —
La miro de reojo y observo cómo aprieta la mandíbula—. ¡Mira qué suerte! Un
sitio para aparcar. —He cambiado de tema porque sé que ahora necesita pensar
lo que le he dicho—. Luego subiré a saludar a los papás. Pero antes, vamos a
tomarnos ese café y seguimos hablando.
—Gracias, Capitán —me dice mirándome a los ojos mientras se
desabrocha el cinturón de seguridad.
—De nada, enana… —la miro con cariño; yo también me desabrocho y
recojo mis cosas—. Anda, vamos.

Llevo diez minutos mirando el móvil. Fuera ha empezado a llover, pero no he


accionado los limpiaparabrisas. De hecho tengo el coche apagado y solo escucho
las gotas de lluvia contra el capó. He acompañado a Celia a casa para, de paso,
saludar a mis padres, y mi madre me ha pillado por banda. Está preocupada por
cómo estoy llevando la separación. Hablar con ella me ha venido bien; además,
tiene razón en todo lo que me ha dicho: si quiero a Julia en mi vida de vuelta,
tengo que hacer algo para recuperarla; darle el espacio que me pide, sí, pero que
ella sepa que estoy aquí, que no me voy a rendir tan fácilmente. Tengo que
conseguir hablar con ella sea como sea; los nervios se me han agarrado al
estómago, pero cuanto antes lo haga, mejor.
Desbloqueo el móvil y observo en el WhatsApp que la última vez que se
conectó fue ayer, pero eso ya lo sabía.
Llamo, pero me salta directamente el buzón: el móvil sigue apagado.
Accedo a los contactos y busco con mano temblorosa a Marie, su hermana,
pero no me lo coge a la primera. Vuelvo a insistir.
—Hola, Daniel —me contesta por fin.
—¿Está contigo? —pregunto directo. La oigo suspirar.
—Sí, está conmigo.
—Tiene el teléfono desconectado.
—Lo sé… Mira, Daniel, necesita su tiempo, tienes que respetar…
—Esto me está sacando de quicio, Marie. Necesito hablar con Julia, no
creo que esté pidiendo una tontería.
—Solo un par de días, por favor. —Esto me lo susurra y el corazón
empieza a latir frenético en mi pecho.
—¿La tienes al lado, verdad? —pregunto, ansioso—. Pásamela, por favor,
déjame decirle…
—No puedo, Daniel. —Vuelve a decir a media voz.
—¡¿Pero qué he hecho, joder?! ¡¿Qué cojones he hecho para que me tratéis
como si fuera un puto delincuente?!
—Un par de días, Daniel, por favor —susurra de nuevo—. Y después seré
yo misma la que la lleve hasta ti si hace falta.
—Esto no es justo, Marie. —Y me callo porque se me quiebra la voz.
—Tampoco está siendo justo para ella; Julia no lo está pasando
precisamente bien ahora mismo. —Sus palabras me saben a ácido —. Mira
Daniel, tengo que colgar. Adiós.
Cuando cuelga, escucho el ruido incesante de la lluvia como si de repente
tuviera Dolby Surround dentro del taxi. Me siento solo, vacío y no sé qué hacer
para arreglar las cosas. De nuevo los recuerdos de nuestras primeras peleas
asolan mi mente, lo que pude haber hecho, lo que hice y lo que no hice; mi
comportamiento, que ahora en la distancia veo infantil y estúpido.
Arranco el coche y la radio empieza a sonar. Las notas de Hushabye
Mountain de Richard Hawley inundan este reducido espacio y el nudo de nervios
que tenía en el estómago sube hasta mi garganta, amenazando con llegar a mis
ojos.
Joder…
«¿Qué hago, Julia? ¿Cómo puedo demostrarte lo mucho que te quiero si ni
siquiera me coges el teléfono?»
13/01/2016

Llevo un rato escuchando El Sótano en Radio 3; normalmente este programa, la


voz del locutor y la música que ponen en él, consiguen relajarme, pero hoy no es
el caso.
Las notas de The Pretty Things y su The same sun invaden el diminuto
espacio del taxi. Inspiro profundamente, observando la carretera, prestando
atención a la letra, intentando disfrutar de las notas de esta melodía sesentera; no
lo consigo. Y eso que este tipo de música siempre me hace sonreír, recordar
épocas mejores: la colección de vinilos de mis padres, ir hasta el salón y poner el
tocadiscos a escondidas, un castigo sin ver la tele por romper la delicada aguja al
no bajar bien el brazo del dichoso aparato… Nada es suficiente. Y no lo es
porque no paro de pensar en el último mes de convivencia con Julia.
La última vez que hicimos el amor fue antes de la primera pelea gorda, justo
la tarde de antes, hará poco más de un mes.
Llegué a casa cuando ella estaba desayunando, agotado por pasar toda la
noche sentado en el taxi y sin parar de trabajar. Solo quería comer algo y
meterme en la cama, pero ella todavía estaba en casa. Y tengo que reconocer que
en ese momento hubiera preferido no verla, pero la noche anterior habíamos
hecho el amor y, no sé, pensé que quizá hubiera cambiado algo. Me equivoqué.
No me di cuenta de sus ojeras, de su gesto, de sus movimientos lentos o de
su saludo a media voz. O quizá lo más correcto sea decir que sí me di cuenta,
pero decidí ignorarlo.
Como ya he dicho, la tarde anterior habíamos hecho las paces, otra vez;
ella me seguía reclamando atención. Me decía que ella no era importante para
mí, que me pensaba que era un florero decorativo de la casa y no sé cuántas
cosas más. Quise demostrarle que no, que se equivocaba, que seguía pensando
que para mí ella era única, que a pesar de todas las broncas no me iría a ningún
lado. El sexo fue salvaje, casi más una pelea o un duelo de titanes, que una
demostración de amor eterno. Yo en realidad estaba enfadado porque no entendía
el cambio de las últimas semanas, y ella seguía enfadada porque… ¡No lo sé!
¡No sé por qué estaba enfadada! El caso es que descargamos frustraciones a base
de gruñidos, gritos, mordiscos y orgasmos que, lejos de liberarnos, al menos en
mi caso, nos llevó al más profundo vacío.
Se sintió, se palpó.
—Esta noche es la fiesta de la empresa, ¿vas a venir? —me dijo a modo de
saludo, ni hola, ni buenos días; el tono afilado, cortante.
—Hoy imposible; es el día que más curro hay —contesté también seco—.
Es viernes.
—Cómo no. —Y lo soltó entre dientes, con una sonrisa irónica asomando
de sus labios.
—¿Ya empiezas? —dije cabreado. Acababa de llegar del trabajo, ni si
quiera me había dado un beso al entrar por la puerta como otras veces y ya
estábamos peleando. Solo quería dormir.
—¿Empezar? ¡Si no me dejas empezar nada! ¡Si cada vez que te digo algo
desapareces sin más! ¡Ya ni siquiera hablamos! —Fue ella la que empezó a
gritar, pero yo no me quedé atrás.
—¿¡Y qué me vas a decir, Julia!? ¿¡Qué pase más tiempo en casa!?
—¡Sí! —El labio empezó a temblarle, y yo no la quería ver llorar, pero en
ese momento no me pude callar. Y contesté como siempre.
—¡Es mi puto trabajo! ¡Tengo que trabajar si queremos ahorrar un poco,
joder!
—Ya trabajabas antes. Ahora… ni siquiera vives; prefieres estar en un
coche a estar conmigo. Eso no es trabajar. —Las lágrimas empezaron a rodar por
sus mejillas. Pero seguí increpándola.
—¿Ah no? ¿A caso no ves la cuenta del banco? ¿No ves que hay más
dinero? —contesté fuera de mí—. Si no es trabajo, ¿¡qué coño es, Julia!?
—¡Otra cosa que no quieres decirme!
—Paso de esto —dije ya cansado de lo mismo de siempre; sabía que iba a
empezar a decirme que la había dejado de querer, que pasaba mucho tiempo con
otras mujeres y que a ella no la veía apenas. Estaba hastiado; solo quería un poco
de comprensión. Comprensión que, por otro lado, ni siquiera yo era capaz de
pedirle; esperaba constantemente a que ella sola se diera cuenta de la realidad,
que viera las cosas tal y como eran y que me apoyara.
—Últimamente pasas de todo —musitó. Me di media vuelta.
—Me voy a la cama.
—Hasta luego.
—Hasta luego.
Desde entonces nuestros encuentros han pasado por varias etapas. Ha
habido un par de veces que hemos intentado ser civilizados, contarnos nuestro
día de manera normal, sin alterarnos demasiado. La semana pasada, con la
excusa de las fiestas fue tranquila; me quedé dos días descansando en casa,
pensando que a ella le haría ilusión pasar más tiempo juntos. Fue extraño de
repente estar a solas, en nuestro salón, en silencio, sabiendo que en el momento
en que habláramos empezaríamos a discutir de nuevo. No estábamos igual, no
éramos nosotros. Aquello no estaba bien.

Conduzco despacio por el carril derecho del Paseo de las Delicias vigilando la
acera y los coches que me rodean. Hay bastante gente, pero parece que nadie
necesite un taxi a estas horas de la tarde. Suspiro antes de cambiar de carril y
acelerar; hoy no tengo paciencia para esperar.
Esta noche ha hecho una semana que Julia me abandonó; una semana
completa, con sus mañanas y sus noches en vela, y no he conseguido quitarme la
sensación de acidez del estómago que parece agudizarse más según van pasando
los días. Cuando llego a la Plaza del Emperador Carlos V, dudo del camino a
seguir, pero un autobús que no parece respetar la señalización decide por mí.
Pito, enfadado por la invasión, pero ni siquiera grito por la ventanilla, como
hubiera hecho otras veces. ¿Para qué? Total, no voy a conseguir nada.
Así de pasota estoy hoy. Apático total.
Me he levantado hecho polvo porque he dormido como el culo, por eso
esta mañana no he salido a trabajar. He preferido quedarme en casa, limpiando y
organizando un poco mis trastos, pero ha sido casi peor, porque la mayoría de
sus cosas siguen allí; casi toda su ropa, sus cuadros y sus libros. Además, aunque
la casa no tuviera nada suyo, todo me recuerda a ella, todo huele a ella, toda la
casa me grita su recuerdo. Dios…, o encuentro una solución a esto pronto o voy
a acabar volviéndome loco.
Paro en el semáforo y, cuando miro a mi izquierda, me doy cuenta de que
estoy delante de Mundo Fantástico. Sonrío por primera vez en todo el día casi
sin darme cuenta al acordarme de la vez que Julia me quiso traer aquí al
principio de empezar a salir. Creo que mi polla también lo está recordando. Pero,
¿cómo no lo va a hacer?
Eran cerca de las doce de la noche y habíamos estado cenando en el Museo
del Jamón de Antón Martín. Al salir de allí quisimos dar un paseo para bajar los
champiñones rellenos que nos metimos entre pecho y espalda. Caminamos por la
calle Atocha, pasando por la puerta de este local de estriptis y sexshop y Julia se
paró; se quedó embobada mirando la entrada.
—¿Has entrado aquí alguna vez? —preguntó entre la curiosidad y la
fascinación por las luces de neón rosa fucsia.
—Pues, la verdad, no. No he entrado nunca —contesté, girándome para
mirarla de frente con el ceño levemente fruncido, curioso. Esperando a ver cuál
sería su siguiente movimiento, porque cada minuto que pasaba con ella me
sorprendía más y más. Su espontaneidad, su falta de vergüenza, su manera de ver
la vida.
—¿Entramos? —pidió evidenciando en esta ocasión más que en otras su
acento francés.
—¡¿Entrar!? ¡¿A qué!? —dije escandalizado y excitado a partes iguales.
—A echar un vistazo. —Empezó a tirar de mi brazo, mientras caminaba de
espaldas hacia la entrada del local, riéndose de la cara de alucinado que puse.
Recuerdo que me guiñó un ojo antes de dar media vuelta y meternos
dentro. Fueron diez minutos los que aguanté allí con ella, pero no me culpéis ni
me tachéis de cavernícola; la verdad es que no pude soportar verla allí de pie,
rodeada de vibradores, pollas de goma y arneses; aunque en realidad lo que
realmente hizo que le cogiera de la mano y la sacara de allí, fue observarla
caminar decidida hacia una de las cabinas dispuesta a pagar para ver un
espectáculo.
Me dio morbo, me puse un poco celoso y me entraron unas ganas
tremendas de cogerla del trasero, encaramarla a mis caderas y apoyarla en el
mostrador con las pollas de goma para follarla sin piedad. Tampoco me gustaba
la idea de que alguien pudiera mirarla como la estaba mirando yo, toda
ruborizada, con esos ojazos azules brillando de excitación; estaba tan guapa…
No. No lo soporté, y antes de que pudiera avanzar más, le cogí la mano,
tiré de ella y no paré de caminar hasta que respiramos de nuevo el aire fresco de
la noche; me giré y me la comí, literalmente. Un beso incendiario que me
correspondió ansiosa, hambrienta, con una pasión desmedida, reflejo de la que
sentía yo mismo. Comencé a dar pasos sin ver hacia dónde la arrastraba,
cogiéndola a ella por el pelo, por el culo, por donde podía poner mis manos,
hasta que chocamos contra uno de los coches aparcados frente al local.
El pitido de un taxi que está detrás de mí me trae de vuelta al presente, a la
cruda realidad, a la soledad que llevo arrastrando una semana. Miro por el espejo
retrovisor y levanto el brazo derecho en señal de disculpa, después intento
recolocar mi erección, aunque sentado y conduciendo me está resultando
bastante complicado. Tomo aire e intento no pensar en ella desnuda sobre mí,
cabalgándome, apretándome en su interior…, pero no lo consigo. El bamboleo
de sus tetas delante de mis ojos, sus gemidos tronando en mis oídos, sus uñas
clavadas en mi piel.
«Joder».
Freno de golpe al ver que alguien está cruzando el paso de cebra. ¡Dios!
¡Casi me llevo a un peatón por delante! El estado de excitación se me ha quitado
de golpe con el susto que llevo ahora mismo en el cuerpo; me tiemblan hasta las
manos.
«Mierda».
Esto no puede seguir así; aparco de mala manera en doble fila y me froto la
cara. Tengo que quedar y hablar con ella, pero, ¿cómo lo hago? ¿Cómo acerco
posturas sin invadir el espacio que me está pidiendo? ¿Sin enfadarla más de lo
que está?
Cojo el móvil y entro en nuestro chat. La última vez que se ha conectado
ha sido hoy a las tres de la tarde. Ya ha encendido el móvil y sin embargo no me
ha contestado los mensajes; veo los dos tics marcados en azul y presiono mi
último mensaje enviado para poder ver cuándo lo ha leído. Sí, soy masoca.
Hace dos horas.
Me rasco la barba y pienso en llamarla. Total, no pierdo nada. De repente
veo en el chat que Julia está en línea y, con el corazón a punto de salirse por la
boca, me decido a marcar.
Un tono.
Dos.
—Hola, Daniel —saluda con su casi imperceptible acento francés.
—Hola, Julia… —Y me callo porque me he quedado en blanco.
—Me dijo mi hermana que ayer llamaste —empieza a hablar tras escuchar
mi silencio, y yo se lo agradezco enormemente porque no sé qué decirle. ¿Cómo
es posible que me cueste tanto expresarme? Me nubla el pensamiento, me hace
perder toda idea cabal de mi cabeza.
—Sí. Hablé con ella… Te echo de menos. —Ambos nos callamos y al rato
la oigo suspirar.
—Tengo que decirte una cosa, Daniel. No es algo fácil y no es un tema que
se pueda tratar por teléfono. —Todas las alarmas y voces de alerta que habitan
en mi interior se disparan. ¿Hablar? ¿Hablar de qué?
—Pues tú dirás, Julia. Dime cuándo y dónde.
Sí. Soy un calzonazos, un gilipollas, un imbécil al que no le importaría
arrastrarse con tal de conseguir su perdón. Si Guille me viera probablemente me
daría de hostias hasta en el carnet de identidad. Me la pela. Me da igual. Solo sé
que cada vez que abro la puerta de casa y descubro que ella no está, se me instala
un nudo en la garganta que amenaza con asfixiarme.
—¿Mañana? —propone Julia.
—¿Hoy? —digo yo, casi al mismo tiempo.
Silencio de nuevo. ¿Cuándo hemos dejado de saber comunicarnos? Ah sí;
cada vez que ella me pedía que me quedara y yo la ignoraba haciendo ver que
tenía mucho trabajo.
—Hoy no puedo, Dani.
—Necesito verte, Julia. Necesito… —Soy consciente de que estoy
suplicando, pero no es que me importe mucho ahora mismo, la verdad. Dios, soy
patético.
—¿Mañana por la mañana, a las diez? —me pregunta.
—De acuerdo… Mañana a las diez. ¿Dónde?
—En Colón. En la puerta del Vips de la calle Génova. ¿Sabes dónde es? —
Claro que sé cuál es; hemos quedado allí varias veces.
—Sí, donde tiene la consulta tu ginecólogo ¿no?
—Exacto. —Me quedo callado, esperando que me diga algo más, pero no
parece que quiera añadir nada.
—De acuerdo, Julia. Nos vemos mañana —me despido reticente.
—Hasta mañana, Dani. —No la escucho colgar. Me muerdo el labio,
nervioso.
—¿Julia? —pregunto por el simple placer de escucharla de nuevo.
—Dani… —me llama—. Yo también te echo de menos —susurra antes de
colgar.
El corazón se acaba de volver loco en mi pecho. Sonrío. A lo mejor lo que
me quiere decir es que quiere volver…
«No te hagas ilusiones, Capitán América».
Pero ya es tarde; la sonrisa esperanzada se me ha extendido por la cara.
Una chica me hace señas desde la acera, como pidiendo permiso para
entrar. Yo afirmo con ganas, se esfumó la nube gris y aparece un cliente. Estoy
empezando a pensar que Julia es mi ángel de la guarda.
—Buenos días —saludo en tono mucho más animado en cuanto veo
sentada a la chica—, ¿dónde vamos?
—Al Teatro Lara, por favor —dice la chica justo antes de cerrar la puerta
de un portazo. Me encojo en el asiento; acaba de convertir la pobre puerta de mi
coche en giratoria.
—¿Es el que está cerca de Callao? —pregunto porque entre Gran Vía, el
barrio de las letras, Callao... hay tanto teatro junto que me lío con los nombres de
todos.
—Es el que está en la Corredera Baja de San Pablo.
—Ya sé cuál es. —Miro por el espejo retrovisor. Iba a preguntarle si había
alguna representación ahora que estuviera bien, pero la chica está mirando la
pantalla del móvil con cara de pocos amigos y cierro la boca. No la voy a
distraer… Además, parece un poco borde.
Callejear por el centro una tarde de rebajas va a ser una locura, de hecho
probablemente andando tarde menos, unos diez minutos en línea recta. Pero el
cliente siempre lleva la razón, así que me callo y conduzco hacia el teatro. La
observo de nuevo, su cara me resulta familiar, pero no estoy seguro porque no
levanta la cabeza del aparato. No es uno de esos clientes que hablan sin parar
buscando un tema de conversación cualquiera, así que la ignoro sin más y me
centro en mí y en mi taxi.
Cambio de emisora mientras sigo por Atocha directo hacia la Plaza Mayor,
buscando otro tipo de música; vamos lentos, la chica que va detrás no me da
conversación y Mando Diao entona una canción demasiado sensual para mi
mente enferma. El cuerpo desnudo de Julia vuelve a meterse en mi sistema y con
él, la realidad más absoluta: llevaba más de un mes sin tocarla, sin olerla, sin
saborearla. Y antes de ese mes…, antes de ese mes habíamos tenido tantas
discusiones que apenas recuerdo las reconciliaciones.
«Joder, Daniel, te cubres de gloria, colega».
¿Cómo he podido no prestarle atención? ¿De verdad prefería estar
trabajando a estar con ella? No… Sí… Joder, desde luego eso no era lo que yo
quería. Supongo que acabé prefiriendo trabajar que estar escuchando sus
continuos reclamos; reconozco que en el fondo me dejé llevar, que, a lo tonto,
me acomodé y que la rutina del trabajo en el taxi acabó absorbiéndome por
completo. Pero en ningún momento se me pasó por la cabeza que le estaba
haciendo daño, no lo hice aposta; en realidad ni si quiera lo pensé. Cada vez que
se ponía pesada con el tema de que pasaba mucho tiempo fuera de casa
trabajando, yo simplemente le decía que estaba loca o que estaba flipando y me
iba, sin más. Jamás imaginé que se pudiera sentir tan herida como para coger la
puerta y largarse sin decirme nada. Siempre pensé que sus reclamos provenían
de los celos, que no confiaba en mí. Pero, ¿por qué no lo hablamos más en
profundidad? ¿Por qué no me dijo cómo se sentía realmente antes de irse y
dejarme atrás?
«Gilipollas. Te estás contestando. Lo hizo mil veces, pero tú la acusaste de
ser celosa y en lugar de profundizar en el tema, te largaste a trabajar».
Maldigo en mi interior antes de centrarme de nuevo en la carretera.
Un semáforo en rojo me hace mirar a mi cliente y aparcar por un momento
el tema de Julia. Parece que está nerviosa, mirando el móvil y la ventanilla
alternativamente.
—Quizá habrías tardado menos andando —le digo, como si tuviera que
excusarme por ir despacio—. Hay mucho tráfico.
—Da igual, prefiero ir en taxi. —Me mira por el espejo al decírmelo y
entonces la observo bien. ¡Es una actriz! Por eso me sonaba su cara. ¡Coño! ¡Si
salía en la serie de Aída! Hacía de amiga choni de la familia; sonrío un poco y
sigo conduciendo. Ella se ha dado cuenta de que la he reconocido y me ha
sonreído también, pero no decimos nada.

Llevo más de media hora queriendo avanzar por la calle Mayor hacia la Puerta
del Sol, pero es imposible; el tráfico es muy lento. Aunque, vamos, es lo normal
a estas horas. De todas formas mañana voy a intentar no acercarme por aquí.
Mañana…
A ver cómo terminamos Julia y yo mañana.
Me quedo mirando la fila de taxis que hay delante de mí; a lo lejos un
grupo de turistas se hace fotos en la acera de la derecha, en el Kilómetro Cero.
Sonrío inconscientemente.
Recuerdo aquella noche como si fuera ayer. Acabábamos de salir de las
Tres Encinas, un restaurante un poco pijo y muy caro cerca de Callao. Quise
darle una sorpresa como celebración de nuestro primer aniversario y pedí
opinión a mis padres. ¡En qué hora! Sí, estaba muy bien, todo muy rico, pero no
era nuestro estilo para nada. Tenía que haberla llevado a la Musa Latina, que era
mi idea original; un sitio bastante más acorde a nuestros gustos y a mi bolsillo.
¡Madres! ¿Quién nos mandará hacerles caso?
La cuestión es que fuimos allí; comimos las especialidades que nos
recomendó el camarero y a lo tonto modorro nos cogimos un pedo monumental.
Entre las cervecitas de antes, el vino blanco para el marisco, el tinto para las
carnes, la copa de hierbas de después, el brindis por nosotros con cava… Cuando
salimos por la puerta no podíamos caminar en línea recta; por esa razón
decidimos dar un paseo para ver si nos quitábamos la nube etílica de encima.
Estábamos en noviembre pero no hacía un frío excesivo y la temperatura
invitaba a estar al aire libre.
Recuerdo coger su cintura y apretarla contra mi costado para darle un poco
de calor. Recuerdo hundir mi nariz en su pelo y marearme un poco al cerrar los
ojos. Recuerdo andar despacio hacia la Plaza de San Martín y hablar en el
trayecto de todo un poco; de cómo su hermana y ella vinieron a España después
de la muerte de sus padres; de cómo se buscaron la vida, de cómo estuvieron
mucho tiempo viviendo juntas en las Rozas, en la que ahora era la casa de su
hermana. Recuerdo que durante todo el trayecto nos besamos, nos abrazamos,
nos reímos.
Llegamos a la calle Mayor y seguimos hacia la Puerta de sol. Aquél día me
confesó que a pesar de llevar todos estos años viviendo en Madrid, nunca había
caminado por esa parte de la plaza. Pasamos por la placa del kilómetro cero y
Julia se paró preguntándome qué era; yo se lo expliqué un poco por encima,
tampoco había mucho que decirle, la verdad, pero ella se quedó fascinada con la
historia y se quiso hacer una foto para inmortalizar que había estado en el lugar
donde comenzaban todas las carreteras de España. Y aunque no era así
realmente, no la quise contradecir.
Estaba tan guapa, toda sonrojada, poniendo ojitos y muecas a la cámara de
mi móvil, que no puede hacer otra cosa que dejarme llevar por la magia del
momento.
Me declaré.
Bajé el teléfono tras hacer la foto número quince y se lo pedí.
—Julia…, ¿qué me dirías si te pido que te mudes conmigo? —pregunté
con una sonrisa de medio lado, mirándola directamente a los ojos.
—Que estás loco —me contestó con una expresión de total asombro.
—¿Y después de llamarme loco? ¿Qué me dirías? —pregunté de nuevo,
acercándome a ella, despacio.
—Que sí… —susurró.
No fui hacia ella como un Miura, no. Continué mi avance lento hasta llegar
a su encuentro, cogí su cara entre mis manos y la besé. Con delicadeza al
principio, con vehemencia después. Reclamándola. Poseyéndola. Reconociendo
cada rincón de su boca como mía; porque era ella, la elegida, la única que había
despertado en m í la ansiedad por querer compartir mi vida con alguien.
—Te quiero —dije casi sin pensar.
—Yo también te quiero, Dani.

Dejo la Puerta del Sol a mis espaldas y pongo rumbo a la M-30.


Me voy a casa.
No puedo más.
14/01/2016

Julia
Julia no sabía qué hacer, cómo actuar, cómo decírselo, porque,
independientemente de cómo hubiera terminado todo, de lo bien o lo mal que
hubiera afrontado los problemas, el hecho era que iban a ser padres. Y esto era
algo con lo que no contaba cuando decidió irse de casa.
Frunció el ceño al recordar las primeras veces que propuso el tema; no
estaban pasando por el mejor momento pero también era verdad que iba a
cumplir los cuarenta años y no podía esperar mucho más a decidirse. Al
principio Daniel parecía tener algún reparo, pero cuando ella le explicó que su
cuerpo envejecía, y que física y psicológicamente tampoco podía esperar mucho
más, aceptó, comprendiendo que incluso él tampoco podía dejar pasar el tiempo.
Llegaron a la conclusión de que si se querían, si estaban viviendo juntos y si
ambos deseaban ser padres porque les gustaban los niños, debían dar el paso
cuanto antes. Claro que luego vino todo lo demás.
Recordó la ilusión con la que vivieron el momento, con la certeza absoluta
de estar haciendo lo correcto, la dedicación con la que aquella noche hicieron el
amor, sin preservativo, sin marcha atrás, sin tomar ningún tipo de precaución.
Qué maravilloso fue y qué poco duró.
¿Querría seguir adelante? ¿Querría ser padre a pesar de no seguir juntos?
¿Ella estaba convencida de no querer seguir con él? Solo esperaba que no le
propusiera interrumpir el embarazo. Se tocó la tripa en un gesto inconsciente y
sonrió. No; Daniel no le pediría eso porque sabía que ella deseaba más que nada
en el mundo ser madre y sabía con seguridad que él también lo deseaba.
La noche antes de la cita apenas durmió. Estaba nerviosa, ansiosa ante la
incertidumbre de lo que pudiera pasar, ante la reacción que él pudiera tener.
¿Qué haría, la abrazaría? ¿Intentaría besarla? ¿Le pediría volver? ¿Querría ella
volver?
No; realmente aquello no cambiaba nada. Seguía necesitando más; una
señal, hechos, pruebas de que no cometería los mismos errores. No quería que le
pidiera perdón, sino que le demostrara que la quería tanto como lo hacía ella;
quería poder confiar ciegamente, saber con certeza que, si faltaba de su lado una
noche tras otra era porque realmente estaba trabajando. Y aunque quizá no le
había dicho toda la verdad sobre sus fantasmas, lo cierto era que le veía tan raro
que dudó más que nunca. Y ya no quería dudar más.
Había quedado con Daniel a las diez porque a las once y media tenía cita
con su ginecólogo de siempre. Pensaba planteárselo tomando un café, como dos
viejos amigos, y él sería libre entonces de involucrarse y acompañarla o dar
media vuelta y no volverla a ver. El estómago se le encogió solo de pensar en esa
posibilidad.
Llegó antes de la hora y eso que había tardado demasiado en arreglarse,
que su hermana, que se había encargado de acercarla en coche, se entretuvo con
la vecina y pilló un poco de tráfico en la Castellana. A pesar de todo eso, estaba
plantada en la puerta del sitio media hora antes.
Él también.
No estaba preparada para verlo de nuevo, ni para volver a sentir el mismo
hormigueo que sintió en la yema de los dedos la primera vez que sus ojos se
cruzaron en aquella cafetería. Quería tocarlo, su cuerpo entero clamaba por un
roce; quería besar su boca, lamer su lengua, pasar los dedos por su barba,
perderse en su abrazo.
—Hola, Daniel —saludó con voz trémula una vez lo tuvo delante de ella.
Él se inclinó para besarla, titubeando dónde hacerlo, porque, aunque las
bocas de ambos se buscaban, el sentido común de uno de ellos gritaba por no
hacerlo.
—Hola, Julia… —dijo él posando sus labios finalmente en la mejilla y
separándose demasiado pronto.
Notó su mirada cálida a pesar de haber sido ella la que rompió con todo,
leyó sus gestos de anhelo, de incertidumbre, y por un momento, solo por un
momento, quiso decirle que se olvidaran de todo, que volvieran juntos a casa,
que le hiciera el amor hasta que sus cuerpos colapsaran encima de la alfombra
del salón.
—¿Entramos? —preguntó sin embargo, señalando la puerta del Vips.
—Claro; adelante. —Estiró el brazo, dejándola pasar a ella primero,
siempre atento, siempre un caballero. Inspiró con fuerza antes de darse la vuelta
y su aroma a colonia fresca, a cítrico y menta, invadió su sistema. Cerró los ojos
y tragó el nudo que se formó en ese momento en su garganta: lo deseaba.
—Sabes que no me gustan los rodeos —dijo él una vez ambos estuvieron
sentados esperando sus cafés—, así que dime lo que tengas que decirme cuanto
antes.
Claro, sencillo, directo…, ¿por qué dudaba tanto de él? Daniel era de las
típicas personas que te dicen lo que están sintiendo en ese mismo momento, sin
dobles sentidos, sin intenciones ocultas, lo primero que se le pasara por la
cabeza, lo primero que sintiera o que procesara su sistema. Así le dijo «te
quiero» por primera vez; así le decía siempre todo, a bocajarro.
Además, si se paraba a pensar un poco mejor las cosas, sabría sin lugar a
dudas que si Daniel hubiera querido estar con alguien más se lo habría dicho. Sin
darle más explicaciones que un simple: «Te he dejado de querer».
La Julia que observaba al amor de su vida sentado delante de ella mirarla a
los ojos fijamente, se daba de golpes contra la pared, pero la Julia que estuvo
esperándole noche tras noche, después de que él se negara a quedarse con ella en
más de una ocasión, aquél que salió corriendo a trabajar después de cada
discusión buscando espacio, la hizo coger fuerzas.
No le contestó. Se irguió en su asiento y rebuscó en su bolso el test de
embarazo que se hizo tres días atrás. Lo había metido en la caja, esperaba que
con eso bastara para que él se diera cuenta de lo que estaba pasando. Lo cogió y
lo dejó delante de él con cautela. Después inspiró profundamente y esperó.
—Julia ...—susurró él tras cerciorarse de ver lo que estaba viendo—…,
¿estás...?
Ella solo asintió. Las lágrimas se le habían acumulado en los ojos y estaba
convencida de que si abría la boca saldría disparado el gimoteo que precedía al
llanto, y ella no quería llorar, no delante de él, no cuando las cosas estaban así
aún entre ellos porque sabía que necesitaba su abrazo, su consuelo, y que
después de eso ya no habría marcha atrás.
Daniel abrió la caja, sacó con cuidado una parte del palito de plástico y
observó las dos rayitas rosas. Tomó aire despacio y la miró…, pero no habló.
—Tengo cita a las once y media para que la doctora me vea —dijo ella
bajito, apartando la mirada, nerviosa de repente ante la posible contestación que
pudiera darle.
—¿Quieres que te acompañe? —preguntó un Daniel visiblemente
emocionado.
—¿Quieres acompañarme? —contestó ella, temblando como un flan,
esperando que él le cogiera de la mano. Pero no dio el paso y ella se asustó un
poco al darse cuenta de la fuerza con la que deseaba ese contacto.

Un hijo.
Voy a tener un hijo.
O una hija.
¿Y si son mellizos?
¡Dios! ¿Por qué ha tenido que ser así? ¿Por qué el karma es tan cabrón a
veces? ¿Cuántas posibilidades hay de que una chica se quede embarazada tan
pronto después de haber estado tomando anticonceptivos media vida?
La imagen borrosa y en blanco y negro del ecógrafo no para de repetirse en
mi mente. Julia está embarazada. No, peor aún. Julia está embarazada y sola.
«¡Me cago en mi puta vida!»
—Disculpe, se ha pasado el portal —dice alguien detrás de mí. Freno en
seco.
—¡Perdón! —me disculpo asombrado porque se me había olvidado que
llevaba un cliente. Miro por el espejo e intento dar marcha atrás, pero tengo tres
coches esperando a que me decida—. Mierda.
—No pasa nada. Me bajo aquí mismo. —El cliente estira la mano con un
billete de diez para que le cobre.
—Discúlpeme de nuevo, caballero. No sé en qué estoy pensando hoy.
Cojo el portamonedas para coger el euro y darle el cambio, pero escucho
abrirse la puerta.
—Quédese con el cambio. Tengo prisa. Buenas noches.
—Oh. Gracias… Buenas noches.
Arranco de nuevo y continúo recto por la estrecha calle del barrio de
Chamartín. Julia está engendrando una nueva vida en su interior y yo no estoy
con ella. ¿Por qué no estoy con ella? ¿Por qué no me ha dejado acompañarla
aunque fuera a casa de su hermana? ¿Por qué sigue apartándome de su lado?
Qué duro ha sido decirle adiós. Qué duro ha sido esperar a que se metiera
en el coche de Marie y ver que ni siquiera miraba atrás.
Qué duro.
He estado a punto de llamar a mi madre y contárselo a pesar de que Julia
me ha pedido que no diga nada de momento. En ese momento he discutido con
ella, sí, porque me parece injusto que ella pueda contar con su hermana para
compartir sus pensamientos, miedos y comeduras de tarro y yo no pueda contar
con nadie, ni siquiera con la propia Julia. Pero me lo ha pedido por favor con esa
cara, con esos ojos tan azules y brillantes, con esa boca que me moría por besar y
no he podido hacer otra cosa que asentir y prometerle que no iba a decir nada a
nadie hasta que ella considerara oportuno. ¿Y por qué? Pues porque al final
Guille va a tener razón y soy un calzonazos.
Estoy jodido, y no porque no me apetezca todo esto de la paternidad, al
contrario. Si hay algo que he aprendido en esta vida a base de cometer error tras
error es a ser consecuente con mis actos, y si antes tenía ganas de ser padre junto
a Julia y no pusimos ningún método anticonceptivo cuando empezamos con las
discusiones, ahora no podemos echarnos las manos a la cabeza o decir que fue
algo que pasó sin querer. No fue así. Ambos queríamos.
¿Qué ahora no es el momento? Efectivamente. Está claro que la situación
en la que nos encontramos ahora no es la ideal, pero nuestro hijo no tiene la
culpa. El hecho es que, a pesar de todo, Julia y yo decidimos ser padres. Dimos
el paso. Hicimos el amor sabiendo lo que hacíamos, siendo conscientes de que
no estábamos poniendo barreras, que pasara lo que tuviera que pasar. Aunque,
quién sabe, quizá inconscientemente estábamos poniendo un parche tras otro
pensando que, al centrarnos en buscar un hijo, los problemas se evaporarían por
arte de magia.
Pero no fue así, al contrario; Julia comenzó a ser más demandante, a estar
más peleona, a exigirme más, a agobiarme, y yo, en lugar de hacer algo en ese
momento, en lugar de sentarme a hablar con ella y tranquilizarla, comencé a
rehuir cualquier intento de acercamiento y lo dejé estar, pensando que ya se le
pasaría.
Hice mal.
Tenía que haberle quitado la tontería de encima a base de quererla todas las
noches; no tenía que haberla dejado a su aire pensando que solo estábamos
pasando por una mala racha, que eran los típicos problemas de pareja. ¿No dicen
que el primer año es cuando pasan todas las crisis del mundo? Está claro que la
nuestra nos ha estallado en las narices.
Paro el coche porque no veo la salida de esta calle.
¿Dónde estoy? Miro a mi alrededor, buscando algún indicio, algo que me
haga reconocer la zona, pero no consigo distinguir nada.
¿Me he perdido? Abro los ojos como platos. ¡Me he perdido!
—¡No me jodas! —grito en la soledad de mi coche. ¿De verdad me he
perdido? ¡Pero si yo no acciono nunca ni el GPS, hombre, por favor!
Miro hacia el techo del coche poniendo los ojos en blanco; con un poco de
pereza cojo el móvil para acceder a Google Maps y activar la ubicación, pero me
quedo mirando la pantalla y, como soy masoca, me voy a la galería a ver las
fotos que tengo ahí. ¿Por qué? Pues ni puta idea. Quizá me apetece flagelarme
pensando en lo que tuve y no supe conservar, o porque soy imbécil, sin más.
La primera foto que aparece es la que saqué a Julia justo el fin de semana
antes de dejarme. Tras pasar aquél par de días descansando en casa, me puse a
trabajar como un loco; quería recuperar el tiempo perdido porque en las fiestas
de Navidad es cuando más trabajo hay. Tenía que aprovechar. Después de haber
pasado toda la mañana currando aparecí en casa a eso de las cinco de la tarde
para darme una ducha, comer algo rápido y volver a la carretera. Entré como un
vendaval y sin apenas decir hola para tardar lo menos posible, pero antes de irme
de nuevo la busqué.
Julia se encontraba en nuestro estudio trabajando en su último óleo. Estaba
preciosa, con la luz de última hora de la tarde entrando de pleno por la ventana;
llevaba puestas sus mallas negras y mi viejo jersey gris, ese que siempre utiliza
para pintar. A pesar de lo mal que lo estábamos pasando, se removió todo en mi
interior: anhelo, melancolía, tristeza, deseo… todo. Saqué el móvil y la
fotografié sin que ella se diera cuenta antes de hacerme notar con un leve
carraspeo.
La magia del momento se fue al traste en cuanto me descubrió allí de pie
como un pasmarote y me preguntó si me iba a quedar en casa o si pensaba volver
a salir. Contesté que me iba, que tenía que trabajar; no me dijo nada, tan solo se
me quedó mirando con una pena infinita antes de asentir en silencio y centrar de
nuevo su atención en el cuadro.
«Daniel, eres tonto del culo».
Cierro los ojos y me froto la cara con las manos, intentando despejarme.
Me resulta muy difícil concentrarme; por un lado pienso que debería irme a casa,
pero por otro, sé con certeza que se me caería encima porque no paro de
pensarla, no paro de sentirla. ¡La quiero de vuelta ya, joder! Pero no sé qué hacer
para conseguirlo, porque esta vez tengo la sensación de que, o hago las cosas
bien, o la pierdo para siempre, y pensar en no tener de nuevo a Julia conmigo me
pone triste, ansioso y furioso a partes iguales.
Ya son las once de la noche y no hay ni un alma en la calle. Por primera
vez en diez años vuelvo a sentirme perdido; y no por haber entrado en un
callejón sin salida del barrio de Chamartín, como es el caso, sino por no saber a
qué atenerme.
Suspiro derrotado y centro de nuevo mi atención en el móvil para abrir la
aplicación y salir de aquí.
—Oye, tío... perdona… ¿está libre…?
Doy un bote en el asiento y dejo el móvil con disimulo escondido entre mis
piernas; observo con atención a la persona que acaba de subir al coche.
Pelo largo y grasiento, piel sudorosa, ojos demasiado grandes para esa cara
tan delgada y apagados. Este chico busca un pico o algo que meterse en el
cuerpo y automáticamente pienso que entra a robarme.
Algo parecido al pánico recorre mis venas. Todo mi cuerpo reacciona
poniéndose en alerta.
Nunca he tenido problemas de este tipo, algún borracho pasado de rosca,
algún niñato que quería bajarse sin pagar, pero nada más. Sin embargo conozco a
compañeros a los que han atracado a punta de navaja para llevarse el dinero en
efectivo que tuvieran y poder pillar su dosis.
¿Y si me hace daño? Mi pulso se acelera al mismo tiempo que la imagen
borrosa del ecógrafo invade mis pensamientos. Le miro expectante; no puedo ni
hablar de lo que se me ha secado la garganta.
—¿Me llevas a La Cañada? —Niego mentalmente. Paso de meter mi coche
allí, porque si este chico no me hace nada, lo más probable es que me lo haga
alguno de los que rondan por allí; algún arañazo, un golpe o algo peor, como un
robo por ejemplo; lamentablemente conozco la zona y sé de lo que estoy
hablando.
—Lo siento, pero no. No voy a ir hasta allí —digo con decisión mientras le
miro por el espejo retrovisor. Está nervioso, pero su actitud no es agresiva. De
momento.
—Venga tío, estoy muy lejos… por favor… Necesito ir… Tengo dinero
para pagarte… Por favor. —Y me saca un puñado arrugado de billetes de veinte.
Prefiero no pensar de dónde lo ha sacado.
Tomo aire por la nariz y aprieto fuerte la mandíbula. La Cañada Real, más
conocida como el súper de la droga, es un sitio muy peligroso. Por más que
hayan metido allí más policía, más vigilancia las veinticuatro horas, lo cierto es
que sigue siendo uno de los asentamientos ilegales más grandes y peligrosos de
Madrid. Allí no respetan nada, ni siquiera a las numerosas patrullas que rondan
la zona, mucho menos un simple taxi. Tan solo dejan en paz a las cundas y
porque son los que se llevan y traen a los clientes.
No. Yo allí me convertiría en blanco fácil.
Observo que el chico está temblando; lo que sea que necesite su
organismo, lo necesita ya. El miedo se evapora de mi sistema dando paso a una
pena inmensa, porque sé lo que es, sé lo que se siente al desear con tanta fuerza,
un pico, una raya, una dosis de lo que sea. No mides, no controlas. Solo lo
quieres. Ya. Y es que, aunque no me enganché a la heroína, sí tuve una época
muy mala. La imagen de mí mismo, mucho más joven, con un montón de
papelinas a un lado y un fajo de billetes al otro hace que se me revuelva el
estómago.
«Mierda».
—Te acerco hasta el Ensanche, desde allí tendrás que ir andando —digo
sin opción a réplica mientras doy marcha atrás.
—¿Sí, tío…? ¡Gracias! Muchas gracias, de verdad… Me has salvado la
vida, estoy muy lejos y… —Prefiero no escuchar sus excusas y corto su
discurso.
—Lo sé. ¿Eres de aquí? ¿Sabes cómo salir?
—No sé decirte… La estación está cerca —titubea.
—De acuerdo.
Me callo y rezo para que él se encuentre lo suficientemente ansioso como
para no querer mantener una conversación conmigo.
Doy marcha atrás hasta el principio del callejón sin salida y doblo a la
izquierda para salir; solo tengo que llegar al siguiente cruce para ver de frente la
estación de Chamartín.
Estoy gilipollas... No sé cómo he podido meterme aquí sin darme cuenta.
Otra imagen, esta vez mucho más nítida, aparece en mi mente. Soy yo de
nuevo, sentado en el bordillo de la calle, con los pantalones vaqueros rotos, muy
sucios, y con sudores fríos y probablemente alucinaciones, aunque en ese
momento no era consciente. Hacía un buen rato que me había metido una raya y
observaba con fascinación cómo un tipo en la acera de enfrente se preparaba una
base. La curiosidad, el pensar que no me vendría mal probar algo nuevo y
dejarme llevar, me hizo cruzar sin pensar siquiera en que me pudiera pillar un
coche; solo sabía que quería llegar hasta aquél conocido y pedirle el favor de que
me preparara la mezcla ya que yo no lo había hecho nunca; recuerdo que me dio
la piedra de coca y me puse a quemarla para poderla fumar.

Me revuelvo incómodo porque una bestia se acaba de despertar en mi interior;


una bestia que tengo dormida, en letargo, desde hace ya más de diez años; una
bestia que no despertó el otro día en Campamento, pero que ahora me llama,
como un canto de sirena. Me apetece drogarme, justo ahora; el sabor en el
paladar me quema. Humedezco mis labios y por un breve momento pienso lo
fácil que sería dejarse llevar. Podría irme con este chico, pillarme unos gramos y
acabar con las ganas que tengo de volver a sentir nada.
Julia.
Mi bebé.
«Dios…, ¿pero en qué mierdas estoy pensando?»
—¿Falta mucho? —pregunta el chico trayéndome de vuelta a la realidad.
Parece que suda un poco más.
—Aún falta un poco. Intenta relajarte.
—¿Relajarme? Ja. Relajarme dice, sabrás tú lo que tengo que intentar
ahora... Necesito llegar. ¿Lo entiendes? Necesito llegar ya.
—Créeme. Lo sé. Pero esto es un Hyundai no un Chárter. Así que o te
relajas o te bajas ya y te buscas la vida por otro lado —digo, elevando un poco la
voz. Me está poniendo nervioso tenerle dentro del coche. El olor que desprende
es nauseabundo, la verdad.
Intento ignorarlo, a él y a los recuerdos que me suscita, y procuro
centrarme en conducir. No es fácil, pero en peores plazas hemos toreado.
Busco la salida a la Avenida de Pío XII para coger la M-30. Me esperan
más de quince minutos de camino y estoy deseando llegar a destino y terminar
con esto de una vez. Me produce bastante ansiedad esta situación.
Pero no es solo este viajecito a un mal barrio, es que hoy ha sido un día
intenso. Joder, entendedme: quedo con Julia y no puedo besarla, abrazarla o
cogerla de la mano como hubiera querido hacer, me entero de que en ocho
meses, si todo va bien, voy a ser padre, cosa que me alegra a pesar de esta
situación atípica, no me deja acompañarla a casa, ni invitarla a comer para seguir
hablando del tema o procurar un acercamiento; ni siquiera me deja hablar de esto
con nadie de momento. Imposible no rayarme. Para colmo también ha sido un
día horrible en el trabajo, he estado ausente con los clientes o los clientes han
sido especialmente bordes conmigo, y he terminado perdiéndome a doscientos
metros de la estación de Chamartín y recogiendo a un toxicómano loco por
llegar al súper de la droga utilizándome de cunda.
No. Definitivamente hoy no ha sido mi día. Bueno, ni mi semana, ya
puestos a protestar.
Miro de nuevo por el espejo retrovisor para controlar al pasajero, no vaya a
tener un ataque de pánico producido por el mono y le dé por tirarse en marcha.
No para de moverse, pero, dentro de sus posibilidades, parece que está tranquilo.
Si le hubiera recogido cualquier otro día, puede que me hubiera atrevido a
decirle algo, a comerle la oreja explicándole que se puede salir de esto, que lo
único que tiene que tener es ganas de hacerlo y fuerza de voluntad. Que las
clínicas de desintoxicación en realidad funcionan si tú pones de tu parte. Sin
embargo, no es otro día, es hoy. Y el día de hoy no mola. No mola una mierda.
—Ponte el cinturón, que vamos a entrar en la M-30 —le digo mientras
acelero al incorporarme.
Él no contesta, pero se lo coloca por encima; tomo aire, pisando el pedal un
poco más de la cuenta. Prefiero pagar la multa por exceso de velocidad a pasar
más tiempo del necesario con este asunto. Quiero centrarme en lo que de verdad
me importa: en Julia, en mi futura paternidad y en cómo arreglarlo todo. No
quiero pensar en el lado oscuro de Madrid o en las desgracias y miserias de la
gente. Aunque suene egoísta, solo quiero centrarme en mi familia, en que tengo
que lograr que ella vuelva a casa, en que tenemos que seguir con nuestros planes,
con nuestra vida, pero los dos juntos.
Me siento tan extraño ahora mismo, como si fuera otro Daniel, como si
fuera mi antiguo yo, como si el niñato que habitaba en mí volviera a hacer acto
de presencia. Así era yo. Un crío que no sabía qué hacer con su vida, cómo
actuar ante los demás, que tenía miedo a decir las cosas claras. Un cobarde que
se escondía en la falsa calma que la química le proporcionaba.
Estoy dudando de mí; siento que si me dejo llevar, si bajo la guardia un
poco más de la cuenta, todo lo que he construido en estos años se irá a la mierda.
Tengo que seguir fuerte, por muchas ganas que tenga en este momento de sentir
esa euforia que me daba el chute y de olvidarme de los problemas, he de
mantenerme firme. Porque, ¿qué clase de padre sería? Ya no soy ese Daniel. Ese
chico voluble, asustadizo y con mil pájaros en la cabeza se quedó en Alcalá
Meco, después de pasar una temporada allí por tráfico de drogas. Ahora soy un
tío que sabe lo que quiere en la vida: formar una familia y ser feliz en el proceso.
Nada más.
—Tío, ¿falta mucho? —pregunta el chico que tengo detrás.
—Aún queda un poco, sí. —Se pasa las manos por la cara, en un claro
gesto de desesperación.
—Llévame hasta allí, tío, por favor.
—No. Y da gracias porque otro compañero te hubiera dejado tirado en
Chamartín.
Piso el acelerador un poco más, alcanzo los ciento treinta kilómetros por
hora; es un tramo recto, pero como me pille la poli fijo que me quitan puntos del
carnet. Hoy no me importa, solo quiero llegar al ensanche, dejarle allí, y que se
busque la vida.
Me pongo a pensar en que es una casualidad que en estos días en los que
no he estado con Julia me hayan pasado cosas que me hagan recordar a mi
antiguo yo, que me hagan tambalearme sobre los cimientos que he estado
construyendo todos estos años: el otro día en Campamento, ahora en el
Empalme… Y es que me noto disperso, demasiado ido diría yo.
Salgo de la M-30 por fin y conduzco por las calles de esta nueva zona
hacia la boca de metro de La Gavia. Cuando paro el taxi me giro y le hablo de
frente.
—Hasta aquí he llegado, son treinta y siete euros con cuarenta y cinco
céntimos.
—Pero estoy muy lejos… —dice nervioso.
—Lo sé, pero no voy a acercarme más. Lo siento. No puedo.
El chico se pasa la mano por la nariz y asiente mientras vuelve a coger los
billetes de veinte y saca dos. Me los da, abre la puerta y se va sin mirar atrás. Y
yo cojo aire y bloqueo las puertas antes de dejar caer la cabeza en el respaldo del
asiento.
«Qué bajón me acaba de dar…»
La adrenalina, que conseguía que estuviera alerta y pendiente de cada
movimiento, se ha esfumado dejándome con el cuerpo temblando.
Me siento débil. Tan débil que ahora mismo pienso que no me merezco a
Julia en realidad, que ella es una gran mujer y yo soy muy poca cosa a su lado.
Tiene un alma tan pura, una sensibilidad tan a flor de piel, que me hace sentir
insignificante. ¿Seré un buen padre? He estado en la cárcel y, aunque no fue una
condena larga, siempre va a aparecer en mi expediente.
¿Seré capaz de confesárselo a mi hijo? Es más, ¿que me haya drogado
influirá para algo en la gestación? ¿¡Pero porqué me estoy planteando todas estas
cosas a toro pasado en lugar de hacerlo cuando decidimos no tomar
precauciones!? Cojo el móvil de entre mis piernas, desbloqueo la pantalla y
entro en el chat que tengo con Julia.

Lo siento Julia
Necesito contárselo a alguien
Me estoy volviendo loco

Miro como ella aparece en línea. Los dos tics se ponen azules. Pero no
contesta. «Vamos Julia, por dios, dame un poco de tregua». Escribe y al rato deja
de hacerlo. Me quedo mirando la pantalla un minuto, dos… Vuelve a escribir.

Julia
OK

Y se desconecta. Esta situación es desesperante, de verdad.


Entro en mi lista de contactos y no me lo pienso más. Marco.
—Perdona que te llame a estas horas, Guille —digo mirando el reloj del
salpicadero, ya son cerca de las doce. Pero sé que puedo contar con mi hermano
a cualquier hora.
—No pasa nada, estaba viendo capítulos repetidos de Big Bang Theory. —
Le escucho bostezar—. ¿Ha pasado algo? ¿Estás bien?
—Bien, lo que se dice bien… Pues no, Guille, no estoy nada bien.
—¿Pero ha pasado algo grave? ¿Ha sido el coche? —Noto la alarma en su
voz y me apresuro a tranquilizarlo.
—Solo necesito una charla de hermano mediano a hermano mayor.
Urgentemente —le respondo lo más tranquilo que puedo. Escucho un suspiro.
—¿Quieres venir a casa? Mañana no trabajo. Podemos quedarnos
debatiendo sobre el bien y el mal hasta las tantas de la madrugada si quieres —
me ofrece.
—No te quiero molestar, Guille. Si lo prefieres quedamos mañana…
—¿Eres gilipollas? —Se trata de una pregunta retórica, pero me apresuro a
contestar.
—¿Sí?
—Anda, imbécil. Te espero despierto, ven. Si necesitas emborracharte
tengo Jonhy Walker y Puerto de Indias. Además, a mí también me vendrá bien
una copa.
Cuelga el teléfono y yo sonrío por primera vez desde que esta mañana he
visto la imagen de mi hijo en el ecógrafo.
17/01/2016

Guille es un bocazas.
Es un hecho.
En realidad llevo años observando con resignación su incontinencia verbal,
perdonando sus meteduras de pata, encubriendo su conducta, a veces temeraria,
en cuanto al manejo de información se refiere.
Pero esto… Esto no se lo perdono.
¡La que me ha liado en casa de mis padres en un segundo!
Ayer llegué a un acuerdo con Julia; bueno, más que un acuerdo fue una
decisión unilateral con su consentimiento. El caso es que ella sabe lo importante
que es mi familia para mí, el apego que les tengo desde que pasé aquella época
negra de mi vida y, a pesar de que hablar con mi hermano el otro día me vino
bien, no puedo ocultarle algo así a mi madre; es como si estuviera haciendo algo
malo, cuando en realidad es todo lo contrario. Por eso anoche acabé mandándole
un mensaje kilométrico por WhatsApp contándole mi preocupación, pero hasta
esta mañana no me ha contestado. Otro sencillo OK.
El caso es que cuando he llegado a casa de mis padres solo estaba mi madre
con mi hermana, pero he preferido no contarlo hasta que no estuvieran todos.
Meeec. ¡Error! Se lo tenía que haber contado primero a ellas, sin tener testigos
de ningún tipo, y no esperarme a los postres para dar la gran noticia.
—¿Qué te pasa, hijo? —me ha preguntado mi madre mientras traía la fuente
con la fruta—. Hoy estás completamente ido…, ¿has tenido noticias de Julia?
¿Te ha dicho algo nuevo?
—Sí, bueno… al respecto… —He parado dos segundos a ordenar mis
palabras, un poco nervioso ante lo que me pudieran contestar; otro error.
—¿Qué pasa, Capitán América? ¿Sigues sin hablar con ella? —me dijo mi
hermana cortando el desastroso intento de explicarme.
—Sí, no… Bueno, en realidad…
—¿Pero todavía no has hablado con ella? ¿No me dijiste...? —Siguió mi
madre, cortándome de nuevo y haciendo que perdiera el hilo de lo que iba a
decir. Yo ya había fruncido el ceño y estaba mirando a mi hermano, pidiendo
ayuda. Y entonces el imbécil, porque no le puedo llamar de otra forma, ha
soltado la bomba:
—Julia está embarazada.
Así.
Sin anestesia.
Sin preparación.
Y sin medir las consecuencias de sus escasas palabras.
La hecatombe. Eso es lo que se ha producido en el salón de la casa de mis
padres hoy a las tres de la tarde. El «¿¡QUÉ!?» que ha soltado mi madre se ha
escuchado hasta en el primer piso, y eso que viven en el séptimo. Yo me he
hundido en la silla, le he dado una patada en la espinilla a Guille y he aguantado
el chaparrón como he podido entre mi madre y mi hermana, mi hermana y mi
madre, hasta el punto de que ya no sabía ni quién me estaba hablando. ¡La
Vírgen, qué susceptibles son!
—¿Cómo que está embarazada?
—¿Desde cuándo lo sabes?
—¿Por qué lo sabe Guille antes que yo?
—¿Y por qué no me lo has dicho a mi primero?
—Luego decís que no, pero están claras las preferencias.
—Ten hijos, que así te pagarán la confianza. —Hasta que por fin ha
intervenido mi padre
—Enhorabuena, hijo —ha dicho entonces, callando las bocas de las mujeres
de la casa. Le he dado las gracias mil veces y él solo ha negado con un gesto de
complicidad.
Después sí, me han felicitado, me han abrazado, mi madre me ha pedido
permiso para hablar con Julia —que no lo había hecho desde antes de romper, o
lo que sea que haya hecho conmigo—, y mi hermana se ha quedado abrazada a
mi estómago durante unos diez minutos.
Pero el que me ha dejado loco ha sido mi sobrino, Martín, el hijo de Guille,
que ha estado callado y muy atento a la conversación.
—Tito, ¿tengo que hacerle hueco al primo nuevo en mi cuarto? —me ha
preguntado muy serio, con el ceño fruncido. Él tiene un cuarto de juegos en casa
de mis padres; en realidad es el cuarto de Guille y mío remodelado, es un sueño
para cualquier niño. Tiene un sofá cama como si fuera un barco pirata y dos
baúles como si fueran cofres del tesoro llenos de juguetes. No tengo nada más
que añadir.
—Aún no, Martín —le he explicado—. Falta mucho antes de que puedas
jugar con él en tu cuarto… O con ella.
—Ah, no —ha dicho cruzando sus minibrazos sobre el pecho—, una chica
sí que no. Son un rollo.
—¡Oye! —ha gritado entonces mi hermana antes de abalanzarse sobre él y
empezar una guerra de cosquillas.
Mi madre ha aprovechado ese momento para sentarse a mi lado en la mesa y
preguntarme en voz baja cómo estaba y qué pensaba hacer con la nueva
situación.
—Y yo que sé mamá. Cada vez me lo pone más difícil —he contestado
mientras me frotaba la cara.
—No digas tonterías, Dani. Está embarazada y tendrá la cabeza hecha un
lío. —Me ha cogido las manos para poder mirarme a los ojos y ha sonreído con
dulzura—. Además, has de saber que la revolución hormonal que está teniendo
en su cuerpo no ayuda para nada a pensar las cosas en frío, desde luego.
—Ya, mamá. Pero al fin y al cabo estoy haciendo lo que tú misma me has
aconsejado, dejarle espacio, ceder, darle tiempo… —Quizá ha sonado a
reproche, pero es la realidad.
—Sí, sí. Ya sé lo que te dije; pero dime, ¿cuánto tiempo ha pasado desde que
se marchó? —ha preguntado mi madre entonces.
—Doce días con sus noches —he contestado casi sin pensármelo. Sí. Llevo
la cuenta, ¿qué pasa? Ya hemos quedado en que soy un poco patético.
—Pues yo creo que ya es suficiente, ¿no? Tenemos que empezar con la
siguiente fase del plan: la reconquista —ha dicho con determinación. Le ha
faltado dar un golpe en la mesa como en una de esas pelis americanas en la que
la matriarca se hace abanderada de las causas perdidas de sus hijos.
—¿Pero no me habías aconsejado q...? —quise preguntar, confundido por el
cambio de discurso, pero no me dejó.
—Bueno, pues al diablo con lo que dije. Tienes que empezar a ganar
terreno, a volver a introducirte en su vida poco a poco, sin que ella se dé cuenta,
como si fueras un guepardo de la sabana africana que se escondiera tras los
matorrales, y justo cuando la gacela menos se lo espera… ¡zas! —Se ha
golpeado el puño con la palma de la mano, como si quisiera machacar a la pobre
gacela.
—No empieces a conspirar, Diana; que nos conocemos —ha dicho mi
padre, levantando la mirada por encima de sus gafas de pasta negra.
—¡Yo no conspiro! —ha replicado mi madre, muy ofendida—. Solo estoy
ayudando a mi hijo, que es distinto. Ya podrías tú también echar un cable en
lugar de estar leyendo el periódico todo el día. —Mi padre, que es muy sabio, ha
sonreído de medio lado, ha sacudido dicho periódico y se ha centrado de nuevo
en su lectura.
—Mamá, no estoy seguro de…
—Daniel, escúchame —ha dicho entonces, en un tono mucho más serio—.
No te digo que vaya a ser fácil, pero puedes empezar mandándole un mensaje de
buenas noches, o acercándote hasta su trabajo para recogerla y llevarla a donde
esté viviendo ahora, o… ¡Ya sé! Llévale algún dulce, una flor… pequeñas cosas,
pequeños detalles, todos los días.
—No sé, mamá —dudé. No tenía muy claro que eso fuera a funcionar con
Julia.
—Hijo, voy a ser abuela de nuevo. Y, si todo va bien, tú vas a ser papá.
Arréglalo. Sé que os queréis, se ve a la legua, por cómo la miras. Si fuera el
mismo caso de tu hermano no insistiría, porque su matrimonio llevaba tiempo
haciendo aguas y se veía venir. ¿Pero vosotros? Daniel, he sido testigo de cómo
te mira, ella te adora, y tú… tenías que haberte visto la cara cada vez que Julia se
separaba de tu lado aunque fuera un segundo. Siempre la seguías con la mirada
aunque solo fuera a una de las habitaciones a coger algo, o a recoger la cocina, y
cuando aparecía de nuevo se te iluminaba la cara, hijo. Y eso, una madre lo ve.
Somos sabias y las que mejor os conocemos.
—¿Y si me presento en casa de su hermana y le pido que nos casemos? —se
me ocurrió entonces.
—Pues si haces eso te doy con un palo en las costillas, por burro.
—Diana… —Ha vuelto a interceder mi padre, haciéndome sonreír.
—Vale, vale. No te voy a dar con un palo. Pero hazme caso, cariño —ha
seguido aconsejándome mi madre—, en los pequeños detalles está la inmensidad
de las cosas.
Sonrío al recordar los ojos en blanco de mi padre al escucharla. Yo quiero
ser como él. Íntegro, calmado, sabio, amigo… Cómo me gustaría que con los
años mis hijos tuvieran de mí la visión que yo tengo de él. Un ejemplo a seguir.

Llevo unos quince minutos conduciendo camino de mi casa; hubiera tardado


menos cogiendo la M-30, pero no me apetece. Solo quiero conducir, callejear,
aunque no coja a ningún cliente; ni siquiera llevo la señal que indica que el taxi
está libre encendida. Nada. Solos yo y mi coche.
Y es que, os lo creáis o no, tras la charla de la madrugada del viernes con
Guille no he sido capaz de tener una buena experiencia con la gente. Es como si
de repente se me hubiera fundido el buen karma, como si se hubiera agotado la
buena racha que tenía mientras estaba con Julia. Como si la empatía con el ser
humano se hubiera evaporado de golpe.
Estoy fatal; hasta el hecho de no encontrar clientes, que es algo totalmente
aleatorio, lo achaco a su ausencia, a no estar con ella. Y es que jamás pensé que
la echaría tanto de menos.
Son las cuatro y media de la tarde y tengo puesta la radio con un programa
bastante ameno: las bandas sonoras de las películas de Martin Scorsese;
tamborileo con las manos en el volante al escuchar las primeras notas de I´m Just
a Gigoló de Louis Prima y la conversación con Guille se recrea en mi mente casi
sin darme cuenta. Caigo en la cuenta de que, si bien mi queridísimo hermano
estuvo una hora intentando convencerme de que siga adelante sin Julia, en el
fondo acabó diciéndome lo mismo que me ha dicho mi madre hace un rato: que
si tanto la quiero, la reconquiste de nuevo.
—Pues solo tampoco se está tan mal —me dijo para animarme después del
primer cubata.
—He estado solo casi toda mi vida, Guille. No quiero estar solo; no me
gusta. Quiero estar con Julia, quiero estar en casa y que huela a ella. Quiero
entrar por la puerta y encontrarla pintando en el estudio, o leyendo en mi sillón,
u ocupando el único baño que tenemos —contesté con bastante firmeza.
—Pero ella no quiere estar contigo —me recordó entonces.
—¡Eso tampoco es así! —repliqué como si tuviera que defenderla a pesar de
todo. Como si en el fondo estuviera de acuerdo en la decisión que había tomado.
—¡Tío, te dejó! —soltó frustrado.
—Sí, pero no del todo. Se fue con la enorme posibilidad de volver en algún
momento. Solo me pidió tiempo y eso es lo que estoy haciendo. Darle tiempo.
—Le miré a los ojos y apreté la mandíbula. Me frustraba enormemente hablar de
este tema.
—Pues si tan convencido estás de que es la mujer de tu vida y de que
quieres estar con ella, ¿por qué cojones no estás luchando? ¡Haz algo! ¡Muévete!
—Porque ella me ha dicho… —empecé a contestar con tono de resignación.
—Para. Stop. Eso ya me lo has dicho. Pero Daniel, soy tu hermano mayor.
¡Aprende de mis errores, por Dios! Estoy separado y solo llegamos a un acuerdo
por el bien de Martín. ¿Nos llevamos bien? Sí. Mantenemos una relación formal
por nuestro hijo, vale; pero nos quemamos mucho durante todo el tiempo que
intentamos poner remedio a nuestra situación, porque poner parche tras parche
para que una relación funcione es un error como una catedral de grande. Al final
se acaban cayendo todos los parches del propio peso y la grieta que empezó
siendo algo sin importancia tiene ya las dimensiones de las del Coliseo de Roma.
Hay que hablar las cosas en profundidad y buscar soluciones definitivas. Nada
de medias tintas. Actúa.
—Hay un pequeño detalle que todavía no te he comentado… —dije después
de permanecer unos minutos en silencio, masticando las palabras de Guille,
guardándolas con mucho cuidado en mi interior.
—¿El qué? —preguntó mientras se volvía a llevar la copa a los labios para
dar otro sorbo.
—Julia está embarazada. —Tuve que cerrar los ojos porque me escupió todo
el trago en la cara, el muy subnormal.
—¿¡Qué!? —gritó después de toser.
—¡Joder, Guille! —protesté limpiándome la cara con el bajo del jersey—.
¡Eres un cerdo!
—¿Cómo que está embarazada? ¿Desde cuándo? ¿Es tuyo? —Solo esa
pregunta hizo que levantara la cabeza y le matara unas ochenta veces seguidas
con mi mirada.
—Por supuesto que es mío, gilipollas —contesté en un tono que no admitía
réplica.
—Vale, vale. Perdóname —se disculpó levantando la palma de las manos en
son de paz—, pero es que hasta donde yo sé hace casi dos semanas que te ha
dejado y llevabais ya tiempo mal, ¿no?
—Es mío. Punto. —Por un momento, solo por un momento se me pasó por
la cabeza que las rarezas de Julia en estos últimos meses fueran por esa razón.
Que como yo trabajaba más, ella se sintiera sola y buscara consuelo en otros
brazos. Pero deseché ese pensamiento inmediatamente. No tenía sentido. Yo
confiaba plenamente en ella, y estaba convencido de que, de haber sido esa la
razón, habría cortado la relación.
Guille se cayó; después de un rato asintió y me rellenó la copa.
—Entonces la cosa cambia.
—Lo sé. —Los dos nos quedamos de nuevo en silencio, mirando nuestras
bebidas, hasta que Guille se levantó y empezó a dar vueltas a mi alrededor.
Pensativo.
—Tienes que conseguir que vuelva. Porque te voy a decir una cosa, si hay
algo de lo que no me arrepiento en absoluto es de haber intentado salvar mi
matrimonio después de que naciera mi hijo. Estar en casa el primer año de
Martín, verle crecer, ser partícipe de todos sus avances, ha sido una de las
mejores decisiones que he tomado en mi vida; y eso es algo que me llevo como
recompensa por ese intento, ese esfuerzo de que las cosas salieran bien. Pero tu
situación no es la mía. Lo mío con mi ex venía fraguándose durante años.
—Eso está claro, pero… ¿cómo cojones lo hago?
Los dos nos quedamos callados, pensando en algún modo de recuperar a
Julia. Guille cogió su copa en silencio y le dio un trago. Yo le imité, pero no se
nos ocurrió nada.
Luego me convenció para que me quedara a dormir en su casa, porque
según él, no me encontraba en mis plenas facultades para conducir.

Estoy ya muy cerca del barrio y, nada más girar a la derecha, siguiendo una de
las calles que llevan hacia la carretera de Canillas, me encuentro con una chica
entre dos coches aparcados, con el brazo levantado, intentando que pare el taxi.
Frunzo el ceño porque no llevo encendida la luz, y la mujer insiste con sus señas;
me acerco un poco más y descubro un bebé en su costado y su cara de alarma
hace que me decida a parar el coche de inmediato. Escucho el llanto del pequeño
antes siquiera de que abra la puerta.
—Por favor —me dice antes de entrar, con la voz quebrada—, ¿podría
acercarme hasta el Niño Jesús?
—Sí, sí. Suba —contesto sin pensármelo dos veces mientras enciendo el
taxímetro.
El llanto se hace más fuerte cuando la mujer se recoloca en el asiento antes
de cerrar la puerta. Estoy cerca de la incorporación a la M-30, así que doy
marcha atrás, aprovechando que no hay nadie más en la calle para llegar de
nuevo a Arturo Soria.
—Ya, cariño, ya… —escucho a la mujer intentando calmar al niño, aunque
no sirve de mucho—. Dime qué te pasa… por favor…, ya mi niño… Ya...
Miro por el espejo retrovisor y la descubro abrazada a su hijo, con los ojos
cerrados y un gesto que a mí me parece de desesperación; al menos yo estaría
desesperado en su situación. Trago en seco y el corazón se me aprieta un poco.
Joder; ni el tío más duro del mundo permanecería impasible ante semejante
imagen. Alargo la mano y corto la radio, porque no me parece que el ruido extra
ayude en esta situación y no tengo música adecuada para un trayecto en coche
con un niño.
—Lleva así desde las siete de la mañana —me dice al verme apagar la
música—, y ya no sé qué hacer. Llora con tal desesperación y es tan pequeño...
—En diez minutos estamos en urgencias, tranquila —intento calmarla,
aunque no creo que sirva de mucho.
—A lo mejor son solo gases y me mandan para casa, tachándome de madre
histérica, pero… ¿qué hago? ¿Le dejo llorar? ¿Y si se deshidrata? ¿Y si le pasa
algo grave? Perdona que te he pillado y me estoy desahogando contigo.
—No te preocupes. Te entiendo —digo al ver que se calla; sigue meciendo
al pequeño—. Yo estaría igual. Debe ser frustrante.
—Lo es. Se ha quedado medio dormido hace un rato, pero han sido diez
minutos y no ha parado de moverse, incómodo y no me importa si me ponen la
etiqueta de mamá plasta. Me da igual que me llamen lo que sea, pero que me
aseguren que está bien, que no tiene nada malo… y que deje de llorar…
—Claro, mujer. Seguro que le dan algo que le calme.
You´re beautiful de James Blunt empieza a sonar y la mujer hace
malabarismos para sacar el móvil del bolsillo del abrigo con el bebé en brazos.
—Dime —contesta cuando consigue desbloquear el móvil, elevando el tono
para que se le oiga a ella más que al llanto—. No, acabo de subir al taxi —
explica mientras vuelve a colocar al niño; ya estoy llegando a la salida de
Estrella Polar. Si no me pillan semáforos llego en menos de cinco minutos—.
No, cielo, no vengas… ¿Cómo vas a coger un avión? Espera a ver qué me dice el
médico y te aviso. No te pongas nervioso tú también —dice con una triste
sonrisa—, a lo mejor es lo del cólico del lactante…, vete tú a saber. Sí… lo del
manual de instrucciones no habría estado mal.
Me da un poco de pena; está claro que está hablando con el padre del niño, y
él no está con ella. No les conozco de nada, pero automáticamente empatizo con
ese hombre que estará a tomar por culo de su familia, quizá en viaje de negocios,
tirándose de los pelos porque en un momento tan importante como este, con su
hijo de pocos meses enfermo, se encuentra lejos, sin poder ayudar. Yo no quiero
eso. No quiero ver a Julia sola y triste, cuidando de mi hijo y sin tenerme a su
lado. Yo quiero estar a cada momento con ella.
El llanto del niño ha remitido un poco y yo miro de nuevo por el espejo, la
mujer ha colocado el móvil en la oreja del pequeño. Su padre le tiene que estar
hablando al otro lado; trato de tragar el nudo que se me ha formado en la
garganta. «Por Dios, qué congoja».
—Ya llegamos —digo cuando veo que cuelga el teléfono. El bebé empieza a
llorar más fuerte, como si lo que realmente le pasara es que echa de menos a su
padre.
—No, ratón… otra vez no…
Cuando llego a la entrada de urgencias me falta derrapar. Sin decir
absolutamente nada, la mujer me da quince euros con cincuenta céntimos, que es
exactamente lo que marca el taxímetro.
—Muchas gracias por traerme —me dice al mismo tiempo que abre la
puerta. Se abraza al pequeño y sale corriendo, sin mirar atrás.
La observo con preocupación. Ojalá ese pequeño no tenga nada grave. Ojalá
puedan calmarle.
Inspiro con fuerza y doy media vuelta para salir a Menéndez Pelayo. Vuelvo
a encender la radio, intentando que mi mente se evada un poco. Sin embargo, a
pesar de que la música de George Harrison me gusta, no puedo quitarme la
escena de esa pobre mujer con su bebé en brazos de la cabeza.
Mi madre tiene razón, ya está bien de no hacer nada. Le he dado tiempo de
sobra… ¡Casi dos semanas! ¡Eso es una barbaridad! ¿Así que en los pequeños
detalles está la inmensidad de las cosas, eh?
Aprovecho que he parado en un semáforo para coger el móvil. Abro la
galería, selecciono la última foto que le hice mientras estaba pintando y se la
mando. Escribo un mensaje rápido:

Esta es la foto que acabo de poner


como fondo de pantalla.

La luz que entra por la ventana


hace que la habitación sea
perfecta para poner la cuna

Y enviar.
Que sea lo que dios quiera.
18/01/2016

Julia tiene alma de artista. A las pocas semanas de conocernos, cuando me


confesó que su familia procedía de Francia y que llevaban aquí viviendo más de
veinticinco años, empecé a decirle que acabaría retirándose de su trabajo y
volviendo a París, que alquilaría un pequeño estudio con vistas al Sena y pintaría
en plena calle, en el barrio del Montmartre, a la vista de los turistas. Y estos,
embobados por ese aire bohemio y elegante que siempre la acompañaba, se
pelearían por comprar sus cuadros.
Pero nada más lejos de la realidad; Julia siempre ha sido consciente de que
no podría vivir de sus cuadros, aunque deseara dedicar su tiempo por completo a
esto y explotar su vena artística de un modo más… fructífero. Estoy convencido
de que se sentiría mucho más realizada. Estudió Bellas Artes, hizo un curso de
decoración de interiores y actualmente está trabajando como responsable de
merchandising en una importante firma de moda francesa. Y aunque no se
dedica a pintar, sino a preparar los escaparates y las presentaciones de las nuevas
colecciones en las tiendas de ropa que la firma tiene en El Corte Inglés, siempre
ha dicho que por lo menos no estaba sentada y encerrada en una oficina; y
menos mal, porque en un trabajo así Julia acabaría marchitándose. No quiero ni
imaginarla sentada entre cuatro paredes, su piel se volvería gris y perdería ese
brillo tan especial en la mirada.
Hoy, sin embargo, por muy moñas que me ponga con su solo recuerdo, su
trabajo me dificulta un poco las cosas para lo que tengo en mente. Cambia de
zona casi todas las semanas; tan pronto está en el mismísimo centro como en
cualquier centro comercial de las afueras. Cuando estaba en casa me iba
enterando de dónde iba a currar casi de un día para otro, así que con el panorama
actual lo de sorprenderla iba a estar complicado.
Y es que ayer, después de la charla familiar, ya estaba decidido a seguir el
consejo de mi madre y presentarme en su trabajo; pero, ¿dónde iba? Podría estar
en cualquier centro comercial de Madrid, y aunque en un momento determinado
sería capaz de recorrerme la ciudad de punta a punta en su busca, reconozco que
no sería muy práctico ni productivo.
Decidí tragarme el orgullo y mandarle un mensaje a su hermana Marie
pidiéndole ayuda. Menos mal que debo de caerle bien, porque la verdad es que
no ha cerrado filas en torno a Julia. De hecho, estoy convencido de que ella
también quiere esa reconciliación porque tampoco se niega a hablarme y darme
información. Bueno, quizá eso sea mucho suponer.
El caso es que me atreví a mandarle un mensaje explicándole brevemente
mi plan para intentar recuperar a su hermana; le dije que necesitaba estar con
ella, que por favor me ayudara a intentar reconquistarla. No me contestó de
inmediato, y eso que en la pantalla aparecieron los dos tics azules muy poco
después de haberlo mandado. Tuve que esperar dos eternas horas a que me diera
una respuesta, pero lo hizo y, afortunadamente para mí, fue afirmativa.
Y aquí estoy ahora, en el parking de El Corte Inglés de Sol, con un trozo de
bizcocho de chocolate, que hago yo y le encanta, en un tupper fucsia, que sé que
es su favorito, rezando porque la jugada salga como quiero y no me mande a la
mierda en cuanto me vea aparecer por el pasillo central.
Tomo aire, lo dejo escapar lentamente y, sujetando bien el bizcocho, abro
la puerta dispuesto a salir del coche y a enfrentarme a este encuentro.

No me puedo aguantar la sonrisa. Ni tampoco puedo quedarme quieto en el


asiento, la verdad. Al final mi santa madre va a tener razón: pequeños detalles.
Cuando Julia me ha visto aparecer con la tartera entre las manos, casi se le
cae de las manos el brazo del maniquí que estaba colocando en ese momento. Se
ha quedado quieta, mirándome, como si quisiera asegurarse de que era yo el que
estaba parado frente a ella y no una alucinación. De acuerdo, no ha sonreído,
pero tampoco se ha dado media vuelta y me ha dejado con la palabra en la boca,
como estaba seguro que haría al verme. Se ha puesto roja como un tomate
cuando se ha dado cuenta de que no era una alucinación y de que el bizcocho de
chocolate que se dejaba ver por el recipiente transparente, era para ella.
Pero sin lugar a dudas lo mejor ha venido después, cuando le he dicho que,
si no le importaba, me gustaría acompañarla a los primeros análisis que, según
me dijo el otro día, tiene pasado mañana y me ha dicho que sí.
¡Me ha dicho que sí!
Y no se queda ahí la cosa, no. Se ha despedido dándome las gracias por la
foto que le envié porque era preciosa.
Je.
Por dentro estoy haciendo el baile de la victoria estilo Carlton del Príncipe
de Bel Air.
Por eso no puedo dejar de sonreír, por eso no quiero dejar de hacerlo,
¡porque estoy contento de cojones!
Hoy sí que no pienso quedarme quieto a la espera de clientes. Ya me cuesta
normalmente ir de parada en parada, pero hoy ni se me pasa por la cabeza. Y eso
que uno de mis colegas, con el que me llevo bastante bien me ha pedido que me
fuera con él a Barajas y ya aprovechábamos y comíamos algo por allí, pero le he
tenido que decir que no. Y no es porque no me apetezca una caña sin alcohol, un
bocata y una buena charla. Es que estoy demasiado inquieto como para
quedarme parado esperando o centrarme en una conversación.
¡Necesito moverme!
Escucho la sirena de una ambulancia y miro por el retrovisor por si acaso
viniera por detrás para echarme a un lado, pero aún está lejos y no se distingue
bien el sonido. Desacelero y cambio al carril derecho, pegándome a la acera.
Me sorprendo cuando veo a un hombre aparecer casi de la nada, con un
chaval un poco más mayor que Martín en brazos. Me llama con la mano y doy
las luces de emergencia.
Abre la puerta y antes de entrar me saluda:
—Hola, buenos días —saluda este chico, de mi edad más o menos.
—Buenos días —contesto con educación.
—¿Eres fumador? —La pregunta me descoloca un poco y frunzo el ceño.
—Eh… No.
—Perfecto entonces. —Deja al niño en el suelo y se vuelve a dirigir a mí—.
Y sillas para niños no tienes, ¿verdad?
—No. Lo siento. —No es la primera vez que me preguntan por la silla, pero
como para los taxistas no es obligatorio y ocupa mucho sitio en el maletero, la
mayoría de nosotros pasamos olímpicamente. Muy mal hecho, por cierto.
—Entra, Alberto.
El pequeño de ojos grandes, y muy parecido al que deduzco que es su padre,
se arrastra a gatas por el asiento trasero mientras su padre se acomoda.
—¿Dónde vamos? —pregunto sin quitar ojo al niño por el espejo retrovisor.
No puedo evitar pensar en un futuro.
—Pues vamos a Nuevos Ministerios, al Museo de Ciencias Naturales —me
dice el hombre mientras intenta acomodar al niño y abrocharle el cinturón de
seguridad, pero el pequeño no se deja.
—¡Voy a ver dinosaurios! —grita el niño zafándose de los brazos de su
padre y colocándose detrás de mí. Asoma la cabeza y me mira sonriente.
—¡Alberto! ¿Quieres estarte quieto? ¿O prefieres que nos volvamos a casa?
—amenaza su padre.
—Jo, papá… —contesta el niño con pesar acomodándose y dejándose
abrochar.
—No pasa nada. No me molesta —digo para mediar. Qué queréis que os
diga la sonrisa canalla del crío me tiene ganado.
—Dice el señor que no pasa nada… —reclama el pequeño con una voz de
no haber roto un plato en su vida.
—Que te sientes bien. —Esta vez el tono del padre no admite réplica. Me
pongo en marcha y padre e hijo empiezan a charlar; no puedo evitar observarles
por el espejo retrovisor de vez en cuando.
—¿Y va a estar el tío?
—Sí, claro. La idea del museo fue suya, ¿te acuerdas?
—¿Y la abuela?
—También.
—¿Y mami? ¿Por qué no viene mami? ¡Se lo va a perder!
—Ya te he dicho que mamá tiene que trabajar. Pero si quieres, a la salida
nos pasamos a buscarla y la invitamos a comer, ¿quieres?
—Siiiiiii. —Noto cómo el niño empieza a dar botes en el asiento. Mucho
rato había estado quieto.
—Para ya, Alber.
Me sale una pequeña risa casi sin querer e inmediatamente levanto la vista
por si el padre se siente molesto. Pero éste me está mirando, pone los ojos en
blanco en un gesto bastante cómico y yo vuelvo a reír.
¿Cómo será ese momento, esa primera vez en la que descubres que una
miniatura te tiene sorbido el seso? Porque este hombre regañará mucho a su hijo
por no estarse quieto, pero estoy seguro de que en el fondo le encanta. Al menos
eso siempre me ha dicho Guille; ve en Martín pequeños gestos que tiene que
corregir, pero que sé que adora porque se ve reflejado en ellos. Y bueno, es que
Martín es un Guille pequeñito. ¿Me pasará a mí lo mismo?
—¿Falta mucho? —escucho hablar al niño.
—No —contesto yo—. Casi estamos llegando.
—¿Tienes música divertida? —pregunta de nuevo; observo que el padre le
hace un gesto para que se calle. Yo sonrío, ahora está sonando algo de She &
Him y hombre, no está mal, pero divertida lo que se dice divertida… pues no.
—No tengo nada, lo siento.
—Jo…
—Pero te prometo que la próxima vez que nos veamos tendré preparado
algo especialmente para ti.
—¿De verdad? —le miro por el espejo retrovisor y asiento—. ¡Qué guay!
—Alberto, mira. Es ese edificio de allí —explica su padre señalando el lugar
con su mano. Yo cambio al carril derecho y pongo las luces de emergencia para
pararme en doble fila.
—¿Puedo pagar, papi?
—Pues claro, toma —observo cómo el padre le da un billete y aprovecho
para girarme casi del todo y facilitarle el trabajo al chaval. Y así también puedo
verle mejor.
—Son doce euros con cincuenta y cinco céntimos. —El niño me da el billete
y escucho al padre cuchichearle algo al oído.
—Pues cobra trece —suelta el niño con su lengua de trapo. Una carcajada
espontánea se me escapa casi sin darme cuenta. El padre me sonríe y yo, con
mucha ceremonia, le doy el cambio al enano y las gracias. Ven a alguien en el
exterior y saludan.
—¡Hasta luego! —grita el niño mientras sale del taxi a la carrera y se tira a
los brazos de la que parece su abuela.
—Perdona —me dice el hombre cuando se asegura de que su hijo está
vigilado—, ¿tendrías una tarjeta?
—Pues… no… ahora mismo me pillas sin nada. —Me deja totalmente
descolocado y en realidad no sé qué contestarle.
—Es que no tenemos coche y siempre me gusta llevar el contacto de algún
taxista en caso de necesidad. Da gusto entrar y que huela a limpio; por no hablar
de la educación. Viajo mucho por trabajo y cada vez que llamo al radiotaxi salgo
tarifando con algún conductor. —Y le creo, sé cómo son algunos taxistas
consagrados.
—Vaya… Pues no tengo tarjeta, pero si quiere apunte mi móvil y si estoy
disponible me encantará llevarle a donde sea. —Y dicho y hecho, el hombre
apunta mi móvil, se despide y se va.
Y yo me quedo pensando en que, con la cantidad de ofertas de taxis y
coches de alquiler con conductor que hay en Madrid, no es mala idea hacerme
unas tarjetas de visita y dárselas a la gente. Sería algo parecido a la cooperativa,
pero más personalizado. Algo mío; solo yo.
Sonrío mientras pongo de nuevo el coche en marcha y me incorporo al
tráfico. ¡Ojalá pudiera llamar a Julia y comentarle esto!

Voy conduciendo hacia el centro con una sola idea en mente: intentar ganarme
de nuevo la confianza de Julia. Quizá pueda preguntarle la próxima vez que la
vea qué es exactamente lo que le hizo abandonarme; o no. Quizá deba esperar un
poco para hacerle esa pregunta y centrarme en ganar algunos puntos más; en
seguir trabajando esos pequeños detalles que me dijo mi madre; pequeñas cosas
que le hagan ver que estoy ahí para ella. Para ellos.
Suspiro y asiento al compás de la música que va sonando en la emisora;
pienso que, independientemente de que Julia y yo arreglemos nuestros
problemas, independientemente de que me dé otra oportunidad, voy a ser padre.
Y eso no hay forma de cambiarlo. Bueno, siempre y cuando todo salga bien,
claro. Pero después de ver al niño de esta mañana interactuar con su padre, y
recordar los gestos cómplices de Guille con Martín, tomo plena consciencia de
que no hay marcha atrás.
Sonrío ensimismado al imaginarme a un enano, rubiales como su madre,
llamándome papá.
Padre.
Papi.
¿Cómo me llamará? ¿Cómo me verá? ¿Seré su referente alguna vez en la
vida, tal y como mi padre lo es ahora para mí? Noto una especie de nudo en la
garganta. No me quiero perder esto, quiero formar una familia junto a Julia,
pero, aunque no consiga la reconciliación que ansío con todas mis fuerzas,
tendré una familia. Con él, con mi hijo… o mi hija. Da igual, sé que nunca le
dejaré de lado, sé que nunca le abandonaré, que procuraré por todos los medios
que sea feliz. Que crezca sano y fuerte.
—You are, so beautiful… —tarareo el estribillo de la canción con mi inglés
vallecano, intentando imitar la voz rasgada de Joe Cocker y vuelvo a pensar en
ella. Con qué poquito me ha hecho cambiar de actitud; que poco ha hecho falta
para darme alas, para alimentar mi esperanza. Pero no voy a entrar a
psicoanalizarme en este momento. Me da lo mismo parecer un calzonazos ante
el resto del mundo, como ya se ha encargado de repetirme mi queridísimo
hermano mayor hasta la saciedad. Hace mucho tiempo que dejó de importarme
lo que opinen los demás de mí y no voy a empezar a preocuparme ahora; lo
único que quiero con todas mis fuerzas es hacerla sonreír de nuevo, poder
acercarme a ella y besarle la mejilla, cogerle de la mano y convencerla para dar
un paseo por el Retiro. ¡Ah! ¡Hay tantas cosas que podríamos estar haciendo los
dos juntos!
Sonrío de nuevo. Físicamente aún no se le nota, aunque me ha parecido que
las tetas las tenía más grandes; pero eso no quiere decir nada, porque hace
mucho que no las veo y ando algo desesperado últimamente, para qué
engañarnos, así que puede que esté viendo más chicha donde no la hay.
He de confesar que sueño con ella, con nuestros momentos más íntimos, que
visualizo su cara teniendo un orgasmo, totalmente entregada a mis caricias.
También he de confesar que todas las mañanas utilizo esos sueños y su recuerdo
para desahogarme en la ducha y que, hasta ayer, después de ese momento, la
sensación de estar solo en mi propia casa era angustiosa.
«Poco a poco...», pienso mientras paro en uno de los semáforos de la Gran
Vía.
Es media mañana y no hay mucho movimiento aún. Quizá a la hora de
comer haya más gente buscando taxi, pero ahora, nada de nada. De momento me
obligo a llegar hasta Moncloa para después volver a Cibeles antes de parar a
tomar algo para comer.
Qué tonto he sido. Lo que pagaría ahora por poder llamarla y quedar a
comer juntos, tal y como hacíamos al principio de venirse a vivir conmigo.
¿Cómo dejé que esto pasara?
Me da mucha rabia haber llegado hasta este punto para abrir los ojos y
descubrir que he estado haciendo el imbécil a lo grande. ¿En qué estaba
pensando cuando cada vez que ella me reclamaba, yo le armaba bronca en lugar
de tranquilizarla? Definitivamente fui un capullo integral.
Confianza; tengo que conseguir que confíe de nuevo en mí, a toda costa.
Me suena el móvil, pero como lo tengo sepultado por mi cazadora que he
dejado arrebuñada en el asiento del copiloto, no veo quién es. Así que,
aprovechando que no tengo a nadie a bordo, descuelgo con el manos libres.
—¿Sí?
—¿Daniel? —escucho la voz de Julia en el taxi y se me desestabiliza un
poco el volante. El corazón se me ha subido a la garganta y el estómago me ha
dado un ligero vuelco. Vamos, que me acabo de poner de los putos nervios.
—¿Julia? —pregunto por asegurarme, no vaya a ser que mi anhelo por ella
me esté nublado la razón y el entendimiento y, en realidad, me estén llamando de
la compañía de seguros o los de la telefonía móvil.
—Sí… Soy yo… ¿Te pillo en mal momento?
—¡No! —grito sin darme cuenta. Carraspeo para aclararme la voz y dejar
de parecer imbécil—, no. Dame un minuto para que pueda apartarme a un lado.
—Sí, claro —susurra, y los pelos de la nuca se me ponen de punta.
—¡Ya está! —exclamo como si ella pudiera verme. Doy a las luces de
posición y guardo silencio, esperando que sea ella la que me diga el motivo de su
llamada.
—Quería darte las gracias por el bizcocho —dice tras aclararse la garganta
—, estaba muy rico… como siempre.
—De nada, Julia —contesto, sonriendo.
—Te quería decir también que no hace falta que me acompañes; total, son
unos simples análisis sin importancia para confirmar si estoy o no embarazada
cosa que ya sé y además hay que madrugar un montón y está súper lejos. —Esto
lo ha dicho de carrerilla y a mí me hace sonreír, porque la conozco y me la
imagino con la cabeza baja mirando cómo las manos estiran el bajo del jersey.
—Antes de que pasara todo esto te dije que te acompañaría siempre que
pudiera y pienso cumplirlo. Además, no tengo nada más importante que hacer
mañana por la mañana —replico con un tono de voz que no admite
contradicciones. La oigo suspirar.
—De acuerdo. Pues los análisis son a las ocho de la mañana en el Ramón y
Cajal. —Tomo nota mental y antes de poder decir nada, ella sigue hablando—. Y
son el jueves, no el miércoles; vamos que son pasado mañana no mañana; pero si
no puedes venir lo entiendo perfectamente. Sé que tienes que trabajar y que es
muy importante que no pares el taxi.
—Te he dicho que voy a ir y voy a ir —digo enérgicamente intentando
cortar su monólogo.
—Como quieras.
—De acuerdo; entonces, ¿te paso a buscar? La casa de tu hermana está
muy lejos y si hay que estar temprano… —pregunto sonando, me temo,
demasiado ansioso.
—Si no te importa preferiría que no, Daniel. Es mejor que nos veamos allí.
—Me quedo callado, tratando de asimilar su negativa. Estaba claro que no iba a
ser tan fácil—. Espero que no te moleste, pero…
—No, no; tranquila. Es normal que prefieras mantener las distancias. —Me
ha salido un tono de cierto reproche, pero no lo he podido evitar.
—No es eso, Dani; es solo que me gustaría ir despacio y no precip… —Me
va a dar una explicación, ¡por fin!
—Disculpe, ¿está libre? —dice alguien a mi espalda cortando la
conversación con Julia.
—Vaya, tienes un cliente. —A tomar por culo el buen rollo.
—¡No, Julia! —Conozco ese tono de sobra. Llevo escuchándolo
demasiadas veces los últimos dos meses.
—¿No está libre?
—Te dejo trabajar, Daniel —corta ella, más seca—. Nos vemos el jueves.
—Julia… —digo yo queriendo desentenderme del cliente y centrarme por
completo en ella, pero ya ha colgado.
—¿Subo o no subo? —dice la mujer un poco molesta.
—Sí, sí. Disculpe.
Observo cómo se acomoda en el asiento y me mira por el espejo con aire
de superioridad. Una nube de perfume, demasiado empalagoso para mi gusto,
inunda el pequeño espacio del taxi y me revuelve el estómago. Con disimulo,
estiro el brazo para bajar un poco la ventanilla y renovar el aire.
—Lléveme a la tienda de Carolina Herrera en la calle Serrano. —No tengo
ni idea de dónde cojones está la tienda, pero no quiero preguntar. No parece muy
simpática que digamos. No ha habido un buenos días, ni mucho menos un por
favor, así que dudo mucho que se deshaga en darme explicaciones de cómo
llegar. Es en la calle Serrano, así que voy hacia allí.
—Claro —añado sin más. No me apetece hablar con ella; ha cortado una
conversación importante y, la verdad, me ha cabreado.
Tiene pinta de ser una pija estirada, de las que con tal de llegar a su cita
con la tal Carolina Herrera no tiene en cuenta que está interrumpiendo una
llamada telefónica. Niego con pesar; ni siquiera he podido despedirme de Julia.
Joder, yo que la notaba mucho más calmada que otras veces y con ganas de
hablar y esta tía tiene que montarse en mi coche, con todos los que hay por aquí.
¿Qué es lo que se le habrá pasado por la cabeza para ese cambio de
actitud? ¿Tanto le molesta mi trabajo? Joder, cuando ella me conoció ya
conducía el taxi, no es algo que haya surgido de la noche a la mañana y a lo que
ella no se pueda acostumbrar. No sé, hay veces que creo que lo nuestro solo
funcionaría si dejara el taxi, pero ¿por qué?
Empieza a sonar una canción que no me gusta y pienso en cambiar de
emisora, sin embargo lo que hago es cortar la radio. No estoy de humor.
—¿Podría subir la ventanilla? —pregunta la mujer. Miro por el espejo y la
veo sujetándose la melena. ¡Dios nos libre de despeinar a la señora!
—Por supuesto. —Acciono el botón para cerrarla y espero que me dé las
gracias, pero eso no sucede—. De nada.
No lo he dicho muy alto, pero seguro que me ha escuchado, porque ha
levantado la vista y ha puesto un gesto raro, como si oliera mal. «Su perfume
señora; es su perfume lo que apesta», pienso para mí.
Centro mi atención en la carretera, divagando de vez en cuando en mi
encuentro con la dueña de mis desvelos. Yo creo que hoy estaba aún más guapa.
Tenía un brillo especial en la mirada; la verdad es que toda ella resplandecía.
Quizá sea el hecho de que dentro de ella está creciendo una parte de mí, o
simplemente que la veo con otros ojos ahora que ya no la tengo a mi lado.
Suspiro casi sin darme cuenta intentando deshacer el nudo que de nuevo se me
ha formado en la garganta. Pues sí que estoy sensiblero hoy. Pero, joder, quiero
levantarme por las mañanas y ver los cambios que experimenta su cuerpo.
Quiero verles crecer, a los dos; despertarme todos los putos días sabiendo que a
mi lado descansan ellos, que están bien.
¡Tengo que conseguirlo!
Recuerdo, cuando estaba en la clínica de desintoxicación, cómo una de las
psicólogas me dijo en una de las charlas que nos daban que tenía que fijarme un
objetivo, una meta en mi vida, y que todos mis esfuerzos diarios tenía que
centrarlos en conseguirlo. Pero, ¿y cuando se consigue esa meta? ¿Qué
hacemos? Buscarnos la siguiente. Y yo, con Julia y mi futuro hijo, iba a tener un
montón de metas que lograr.
Y así, como si tuviera luces de neón señalándola intermitentemente, Julia y
nuestro bebé se convierten en mi objetivo en la vida.
Cuando llego a la Puerta de Alcalá, hago la rotonda para enfilar por la calle
Serrano y al poco veo la dichosa tienda.
Miro a la señora a través del reflejo y la veo sacar una cartera, con unas
manos de uñas largas y pintadas. Es como si esta mujer hubiera envejecido antes
de tiempo. A simple vista parece incluso más joven que yo y sin embargo parece
mi madre.
«Ni de coña. Mi madre es mucho más guapa. Ya quisiera ella parecerse a la
Señora Diana».
Aparco en doble fila y paro el taxímetro.
—Son trece euros con veinte céntimos —indico sin girarme como hago
con otros clientes. Solo me muevo cuando veo que tiende la mano para pagarme.
Frunzo el ceño cuando me doy cuenta de que me está entregando una tarjeta de
crédito; me la quedo mirando.
—Lo siento, pero no tengo cash.
«Esta tía es gilipollas y en su casa no hay botijo».
Creo que en los tres años que llevo con el datáfono en el coche lo he
utilizado dos veces, y ninguna de las dos veces para cobrar trece putos euros.
Suelto el aire por la nariz y abro la guantera para sacar el aparato del
demonio. Estará sin batería; así que saco también el cargador y lo enchufo al
coche.
—Llevo un poco de prisa —me dice entonces doña nollevocash.
—Pues si va a pagar con la tarjeta tendrá que esperar un minuto que esto se
encienda —contesto enseñándole el aparato y poniendo la sonrisa más cínica que
soy capaz de hacer.
Tras cinco largos minutos consigo ponerlo en marcha y se lo tiendo para
que ponga la contraseña.
Mientras termino de cobrarle no dejo de pensar en Julia. Menuda
diferencia de mujer; ella que por increíble que parezca sigue sacando el dinero
de su cuenta con la libreta de ahorros, que lleva las uñas cortadas al máximo;
pintadas sí, pero muy cortas, y únicamente viste con ropa cómoda, nada de
escotazos o minifaldas.
—Aquí tiene. Que pase un buen día —me despido devolviéndole la tarjeta
a la señora.
Ni gracias, ni adiós. Se coloca su bolso, abre la puerta y sale directa a la
tienda mientras se retoca el peinado.
«¡Cuánta tontería, la hostia!»
Bajo todas las ventanillas del coche y enciendo de nuevo la radio. Está
sonando You know i´m not good, pero la versión original de Wanda Jackson, no
la de Amy Whinehouse. No es que sea lo mejor para levantar el ánimo, pero aun
así empiezo a tararear mientras saco mi móvil de debajo de la cazadora. Me
extraño al ver que me ha llegado un mensaje porque no lo he escuchado sonar;
abro la aplicación y observo que es de Julia. ¡Espero que no se haya echado
atrás!
Sonrío al leer.

Julia
Nos vemos el jueves
¿Te parece bien a las 7:50 en la puerta del hospital?
Gracias de nuevo por el bizcocho.

Perfecto
Allí nos vemos
¿Quieres que luego nos tomemos un café?
Tendrás que desayunar…

Espero, aguantando la respiración a que me conteste, pero no aparece


conectada. Así que, dejando el móvil entre mis piernas, pongo en marcha de
nuevo el taxi y decido avanzar por la calle Serrano. No es una zona de Madrid
que me guste en exceso, pero reconozco que aquí hay clientes potenciales, así
que, intuyendo que no me va a contestar en breve porque debe estar trabajando,
me olvido del móvil y me centro en la carretera.

Son las cinco de la tarde y seguro que Julia ya ha salido del trabajo, pero sigue
sin contestarme. De hecho no se ha conectado aún.
No voy a preocuparme por adelantado. Es más que probable que haya tenido
algún imprevisto, se habrá retrasado por cualquier cosa, no sería la primera vez
que se tiene que quedar hasta tarde. Aunque, ¿y si se encuentra mal? Apenas
hemos hablado cuando he ido a verla al trabajo, ni por el móvil, ni siquiera le he
preguntado cómo se encuentra, si tiene mareos o náuseas.
«¡Bien por ti, colega!»
Me descubro conduciendo hacia Gran Vía de nuevo y parando en uno de los
pasos de cebra cerca de la Plaza de Callao. Sé que prefiere esta boca de metro y
no la de Sol porque se agobia con tanta gente, además, para ir hacia la casa de su
hermana es mejor coger primero esta línea de metro; quizá el destino esté de mi
parte y me la encuentre por casualidad. No sería muy descabellado, al fin y al
cabo ella no tiene coche, no le gusta conducir y prefiere utilizar el transporte
público, así que cruzo los dedos y espero como un vulgar acosador. Observo la
boca de metro libre de gente y después me aseguro de que no haya patrullas de
policía cerca; no estoy en zona de parada de taxis y tampoco puedo estar aquí
eternamente. Unas tímidas gotas empiezan a caer sobre el parabrisas. ¿Llevará
paraguas? Espero que haya sido previsora y se haya metido el que le regalé en
Navidad en el bolso, aunque con la cabeza que tiene…
Los pensamientos se quedan congelados en mi mente.
Es ella. Avanza enganchada al brazo de un hombre trajeado, alto y
engominado que la cobija bajo su paraguas negro. A Julia no le gusta el negro, ni
los trajes y mucho menos la gomina. ¿Qué hace con ese tío?
Algo parecido a la rabia empieza a bullir en mi interior. La parte racional
que habita en mi cerebro me dice que me tranquilice, que probablemente sea un
compañero de trabajo que iba al metro y han compartido paraguas. Pero otra
parte, esa otra parte que tenemos todos, la insensata y masoca, se flagela
pensando en que si me dejo comer terreno la perderé para siempre; porque con
un aleteo de sus pestañas conseguiría poner a sus pies a más de un incauto.
Joder, ni siquiera puedo imaginarla con otro hombre sin que me hierva la sangre.
La lluvia cae ahora con más intensidad y apenas puedo ver bien el exterior,
lo suficiente como para darme cuenta de que el acompañante de Julia no entra en
el metro, sino que deja que ella le bese la mejilla y espera a que baje las
escaleras para después dar media vuelta y volver por donde han venido.
«Genial». Se trata de un perfecto caballero que la ha acompañado para que
no se moje bajo la lluvia. Y caigo en la cuenta de que probablemente el paraguas
que le regalé, blanco, con miles de corazones de colores, esté en casa, en nuestro
armario, junto a las cosas que aún permanecen guardadas en su interior.
Quito el freno de mano y, justo cuando voy a incorporarme al tráfico, el
móvil vibra entre mis piernas.

Julia
Es mejor que no…
21/01/2016

Me he levantado a las seis de la mañana para no llegar tarde; aunque eso hubiera
sido prácticamente imposible ya que apenas he pegado ojo. Las pesadillas en las
que Julia me deja por aquél chico de pelo engominado y traje a medida que le
acompañó hasta el metro el otro día, no han parado de sucederse noche tras
noche. No logro sacarme de la cabeza la imagen nítida de ella embarazada de
muchos meses besando en la boca a ese hombre.
Se me revuelve el estómago cada vez que me acuerdo.
No he vuelto a hablar con ella desde el último Whatsapp en el que declinaba
mi invitación a tomar un café, pero mi padre me ha enseñado toda la vida a ser
perseverante con las cosas que quiero, y yo quiero a Julia con toda mi alma, así
que no me queda otra que hacer eso mismo: perseverar.
Puede que estos días la haya dejado tranquila, sí; pero en ningún momento
he pensado darme por vencido, ni mucho menos. Digamos que estaba cogiendo
fuerzas para el día de hoy. Tengo que conseguir que hablemos, tengo que hacer
que esto vaya hacia delante, necesito hacerle ver que esta vez no la voy a cagar.
Que reconozco que estos últimos meses, en lugar de enfrentarme al problema he
salido huyendo, pero que ya no voy a cometer el mismo error.
Quiero demostrarle que he cambiado. Pero para eso necesito que me de otra
oportunidad.

Llevo media hora parado delante de la puerta del hospital porque he llegado
antes de tiempo. He estado dándole vueltas a cómo abordar el tema y no he
encontrado nada decente; soy un desastre para estas cosas, lo reconozco. Quizá
sea por miedo a cagarla, a que no salgan las cosas como yo quiero, pero lo único
que se me ocurre es no dejar de proponerle ir a desayunar juntos hasta que ella
acepte.
Sí, lo sé. Es una mierda de plan, pero algo es algo. Ya improvisaré según
vaya acercándose el momento. Lo que tengo claro es que he venido para hablar y
pasar tiempo con ella y es lo que pienso hacer. La imagen de Patrick Swayze
cantando Enrique VIII a Whoopi Goldberg me hace tomar consciencia de que
quizá parezca igual de pesado, pero sinceramente, ahora mismo todas esas cosas
me resbalan bastante.
Me acomodo en el asiento y cierro un poco los ojos. Estoy agotado. Lógico
teniendo en cuenta que desde que se fue no he conseguido dormir una noche
entera. Mi madre me dijo que probablemente la conciencia no me deje, pero yo
creo que no es la conciencia, sino su recuerdo y la certeza de no tenerla conmigo
lo que impide que pueda descansar.
Ayer estuve con mi hermana y me dijo que parecía un indigente, guapo, pero
indigente; que la barba que me había dejado tenía que recortarla y arreglarla, que
si no iba a parecer un hipster cuarentón venido a menos. ¿Quién quiere enemigos
teniendo hermanas pequeñas metomentodo?
Hoy, sin embargo, me he afeitado y adecentado un poco con la esperanza de
que Julia me vea bien; total, la barba me volverá a salir enseguida y hoy quiero
dar buena impresión. Estoy de un gilipollas que no me aguanto ni yo.
Empieza a sonar en la radio Tócala Uli, de Gabinete Caligari, y sonrío.
Parece que fue ayer cuando cantaba esta canción a pleno pulmón con Guille en
la cocina de la casa de mis padres. Es curioso cómo recordamos algunas cosas
con tanta claridad y otras, a lo mejor más importantes o de más trascendencia en
nuestra vida, las dejamos marchar sin más. Pero sí, veo perfectamente a Guille
saltando en la cocina y yo imitándole mientras mi madre preparaba la comida y
nos gritaba que nos separáramos del fuego. Siento un poco de nostalgia por
aquella época en la que era feliz y no tenía más preocupaciones que conseguir
terminar la colección de cromos de Dragones y Mazmorras.
Abro los ojos mientras canto en voz baja el estribillo y la veo. Camina
despacio por la acera hacia la puerta del hospital mirando al suelo, perdida en
sus pensamientos, con una mano metida en el bolsillo del abrigo y la otra
sujetando el asa de su bolso gigante.
Está preciosa.
Es preciosa.
Su melena castaña tapa casi la mitad de su rostro. En un gesto muy típico en
ella deja de agarrar el asa para colocarse el pelo detrás de la oreja. Los nervios se
me están agarrando a la boca del estómago ante la incertidumbre de lo que va a
pasar hoy. No sé si pitar para que sepa que la estoy esperando en el coche o
quedarme dentro mirándola, observando cada gesto, no perdiendo detalle de sus
movimientos. Pero opto por no parecer un psicópata y hacer lo más coherente:
avisar de mi presencia tocando el pito… el del coche quiero decir; el claxon.
Julia levanta la cabeza y me busca entre los vehículos aparcados hasta que
localiza el mío. Yo sonrío y saludo casi con efusividad, muy contento por verla
de nuevo, pero ella simplemente levanta la mano y agita los dedos. Hmm, mal
empezamos.
Miro la hora en el salpicadero. Aún quedan cuarenta minutos para que
abran, así que le hago señas para que se acerque y entre en el taxi con la
calefacción. Ella niega, pero no desisto. Bajo la ventanilla del coche y asomo la
cabeza
—Hola, Julia —saludo con media sonrisa—. ¿Subes? Aún es pronto.
—Hola —dice ella mientras se acerca a la puerta y se agacha un poco. Su
olor a colonia fresca, a jabón, a su piel hace que un escalofrío me recorra el
cuerpo—, casi prefiero entrar ya y ponerme a la cola. Cuanto antes entremos,
antes saldremos. —La miro, sopesando sus palabras y asiento porque, de nuevo,
tiene razón. Suspiro derrotado.
—De acuerdo; deja que apague.
Observo cómo ella se sube de nuevo a la acera y me espera, sin apartar su
mirada de mí, escondiendo el rostro en un cuello de esos de punto gordo para
resguardarse del frío.
Quiero abrazarla, besarla, estar con ella de nuevo y la impotencia que siento
se hace cada vez más grande porque no sé qué hacer para conseguirlo.
Tomo aire, cojo la chupa de cuero, la cartera, el móvil y saco la llave del
contacto. Tengo más de una hora para convencerla de que vuelvo a ser yo,
Daniel, el mismo Daniel que le dijo te quiero por primera vez en el kilómetro
cero, el mismo Daniel del que se enamoró.

Julia
Aquel día Julia estaba muy nerviosa. Se había metido en el baño de la casa de su
hermana un poco antes de las seis de la mañana, dispuesta a arreglarse rápido y
salir pronto hacia el hospital para no llegar tarde; pero se había quedado
embobada mirando su reflejo en la mampara del baño, pensando en cómo
crecería su tripa de aquí a unos meses, en que Dani no la vería, soñando con otra
vida a su lado.
Haberle visto aquél día en la tienda, con su barba bastante más larga de lo
normal, con su vieja cazadora de cuero y el bizcocho de chocolate que siempre
le hacía cuando había pasado un mal día en el trabajo, había sido demasiado para
su estúpida autodeterminación.
Flaqueó.
Flaqueó y quizá se precipitó al llamarle por teléfono para algo que bien
podría haberse dicho con un simple mensaje. De hecho, si lo hubiera hecho, no
le habrían asaltado otra vez esas malditas dudas. Sin embargo, le apetecía hablar
con él, agradecerle el detalle de viva voz; quizá quería asegurarse de que
realmente estaba cambiando, que volvería a ser el hombre cariñoso con el que se
fue a vivir; pero cuando escuchó esa voz de mujer fue como si se despertara de
un magnífico sueño de golpe. Un sueño en el que Daniel estaría por y para ella
en todo momento, con el que podría pasear por las tardes de vez en cuando por
el Retiro o con el que podría salir los fines de semana, y del que no dudaría en
ningún momento, porque ella confiaría en él ciegamente.
Pero no sería así, porque el trabajo de Daniel, era el que era y eso no iba a
cambiar. No tenía un horario ni un sueldo fijo todos los meses; por eso tenía que
buscarse la vida a diario, procurarse los clientes y tratar de cubrir al menos los
gastos de gasolina; y ella no sabía si sería capaz de volver a aguantar tardes y
noches enteras sin poder verle, sin poder hablar con él más que por el móvil,
preguntándose por qué tardaba más de la cuenta, imaginándose mil historias que
no serían verdad porque ella era consciente de que eran producto de su
imaginación.
El caso es que todo se le vino encima con aquella llamada y el
descubrimiento de que quizá se había precipitado al querer quedarse embarazada
a pesar de las peleas y los malos rollos, creyendo que así encauzarían su
relación. Una relación que se había desbordado.
Pero ya no era solo eso; lo peor era darse cuenta de que era un ser egoísta,
que miraba únicamente por ella misma. A esa conclusión había llegado después
de pensar mucho en el almacén de la tienda mientras saboreaba ese delicioso
bizcocho de chocolate. En ningún momento pensó en lo que quería él o en lo que
él necesitaba. Jamás se preguntó si le gustaba o no el trabajo que realizaba y
últimamente ni siquiera le preguntaba cómo había ido su jornada. Sólo pensaba
en que no estaba con ella y que eso la hacía tener muchas dudas, demasiadas.
No era ella. No se sentía ella. Era como si otra persona hubiera poseído su
cuerpo y estuviera mirando todo lo que hacía o deshacía desde fuera, dispuesta a
recriminarla, pero sin hacer nada por cambiar ese modo de actuar.
Tenía tal lío en la cabeza que no conseguía pensar con claridad; por eso
tenía que poner algo de distancia. Primero tenía que aclararse ella para saber
hacia donde dirigir sus pasos y, con él cerca, era imposible.
Se miró de nuevo la tripa y la acarició. Había perdido la cuenta de las
veces que había realizado ese gesto desde que supo que estaba esperando un
hijo. Era lo único que conseguía calmarla, lo único que lograba que dejara de
pensar en la situación desastrosa en la que se encontraba: saber que dentro de
ella estaba creciendo una vida producto del amor que se tuvieron, que
seguramente aún se tenían.
Tomó aire y se metió en la ducha decidida a terminar de arreglarse para
llegar a tiempo a esos simples análisis a los que Daniel había querido
acompañarla. Mientras enjabonaba su cuerpo pensando que en unas horas
volvería a verle, recordó la cantidad de veces que hablaron sobre su futuro
embarazo. Daniel siempre le dijo que no quería perderse nada; que le gustaría
acompañarla a cada prueba por simple que pareciera para, de este modo, vivir de
igual manera el embarazo. Por eso, cuando se ofreció a acompañarla a sus
primeros análisis, no se extrañó en absoluto.
Iba a ser bastante complicado estar a su lado y permanecer inmune a sus
encantos, sobre todo después de las muestras de cariño de esos días, pero no se
le ocurrió negarse. La acompañaría, se aseguraría de que todo estaba en orden,
que ella se encontraba bien y luego se irían cada uno por su lado. ¿Quién era ella
para decirle que no? Era también su hijo lo que venía en camino y ya se estaba
perdiendo muchas cosas: la prueba de embarazo, la espera de las dos rayitas
rosas, las primeras náuseas matutinas. Cosas que planearon en su momento, que
quisieron hacer juntos y que, por la situación en la que se encontraban, tenía que
hacer sin él. Cerró los ojos mientras el agua de la ducha caía con fuerza sobre su
rostro; puede que una lágrima traicionera se perdiera por el desagüe.

Julia caminaba hacia el hospital triste, sola, hecha un mar de dudas. Mientras una
parte de ella, quería dejar de dar palos de ciego y volver a su casa, junto a él,
otra, un poco más asustada, insistía en que si regresaba a su lado, sufriría. Tenía
que aprender a convivir con alguien que solo estaría de vez en cuando, quería
volver a confiar en él, no hacer caso de gente malintencionada que lo único que
quería era hacerles daño; no podía creer en simples rumores sin más. Tenía que
darse cuenta de que el trabajo de Daniel era trabajo, y que si llegaba tarde era
porque estaba ocupado, no porque estuviera engañándola.
Cuando llegó a la entrada y le localizó en el taxi, con el pelo un poco más
largo y despeinado, con aquellos ojos negros que siempre parecían desnudarla
con la mirada y esa media sonrisa tan sexy que se veía a la perfección en su cara
afeitada, sintió que el suelo se desestabilizaba un poco bajo sus pies.
Daniel quiso que entrara en el coche, al igual que iba a querer acompañarla a
desayunar. Lo sabía. Le conocía. Pero no estaba preparada para pasar más
tiempo con él del estrictamente necesario. Ya era complicado pensar de modo
coherente estando con esos cambios tan bruscos de humor, las hormonas de
embarazada le estaban haciendo pasar malas jugadas; si encima tuviera que
disfrutar de su compañía toda la mañana, no iba a poder analizar su situación con
algo de perspectiva. Al contrario, se dejaría querer. ¿Y si le daba otra
oportunidad por no pensar bien las cosas y acababan peor de lo que estaban?
Se negó, excusándose como pudo, y Daniel asintió y bajó del taxi. Sin
peleas. Sin reclamos. Servicial a sus deseos.
Tentada estuvo de engancharse a su brazo y entrar al hospital pegada a su
cuerpo, apoyar la cabeza en su hombro, sentir su beso en el pelo, como si fueran
una pareja normal y corriente, sin embargo lo que hizo fue agarrarse más fuerte
al asa de su bolso y tragarse las ganas. Ya había tenido bastante con intentar
mantener las formas cuando el olor de la colonia fresca que él siempre llevaba se
introdujo en su sistema. Añoranza, deseo, apetito, calor… Se estaba volviendo
loca.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Daniel en cuanto ella se sentó en una de las


butacas de la sala de espera. Él miró alrededor, pero finalmente se sentó a su
lado.
—Bien… —contestó, indecisa, con ganas de decirle la verdad. Con ganas
de empezar a reconocer que en realidad estaba hecha polvo desde que se fue de
casa.
—¿Seguro? No pareces muy convencida —dijo entonces él, con el ceño
fruncido mientras observaba su rostro en busca de respuestas que ella no iba a
dar. Quizá estuviera sacando sus propias conclusiones al ver su cara tan pálida y
las marcadas ojeras, pero antes de que él añadiera nada más, trató de restarle
importancia.
—No, en serio. Estoy bien. Me encuentro bien —aseguró esta vez Julia sin
titubear.
—¿Has tenido náuseas o mareos? —Julia le miró a los ojos y quiso
preguntarle que a qué venía ahora tanto interés por ella. Pero se calló, porque
sabía perfectamente a qué venía ese interés.
—Mareos no muchos y náuseas solo al levantarme; luego se van pasando a
lo largo del día —explicó ella, intentando no prestar atención al mechón que
tapaba la frente de Daniel, sujetándose las manos para no llevarlas allí y
colocarlo en su sitio.
—¿Estás muy cansada? ¿Tienes antojos? —quiso saber entonces él.
—Cansada mucho, y antojos… Pues no lo sé, la verdad; creo que aún no.
—Julia quería hacerse la indiferente, la fuerte, pero verle tan preocupado y
ansioso por saber todo lo que estaba sintiendo, la enterneció.
Maldijo a las hormonas en el preciso instante en que bajó la guardia, ladeó
la cabeza para mirarle y se le escapó una sonrisa, porque él se dio cuenta.
—Ey, no te rías de mí —dijo entonces Daniel, ligeramente avergonzado o
quizá asombrado por el cambio en su actitud.
—No, no, para nada; es solo que me resulta tierno y un poco divertido que
de repente me preguntes todas esas cosas.
—¿Divertido? —preguntó él, extrañado por la palabra empleada.
—Bueno, a lo mejor divertido no es la palabra adecuada. Quizá gracioso
sea mejor. El caso es que estás tan concentrado, como si estuvieras siguiendo
una lista mental, chequeando que todo esté en orden. Poniendo un tic a cada
pregunta de esa lista —contestó ella sin dar mucha importancia a las palabras
empleadas.
—En realidad, no hay nada en orden ahora mismo, Julia, y mucho menos
gracioso —dijo entonces Daniel apretando la mandíbula mientras la miraba a los
ojos. Ella se sintió un poco avergonzada ante tal comentario, cayendo en la
cuenta de que él había entendido de esa frase algo que en realidad no quería
decir.
—Perdón, no quería haberte dicho eso. La verdad es que no sé ni por qué te
lo he dicho. De cualquier forma eres libre de irte cuando quieras si te sientes
incómodo o a disgusto aquí conmigo. —El tono empleado no fue beligerante,
pero tampoco sumiso. Bajó la cabeza y dejó de mirarlo por un segundo,
intentando poner en orden su alocada cabeza. Pero cuando él empezó a hablar, se
giró para no perderse detalle de sus palabras y sus gestos. Siempre le había
gustado cómo hablaba, cómo defendía su postura, esa forma tan peculiar de
apretar los dientes hasta que se marcaba el hueso de la quijada cada vez que
quería soltar una bordería; todo. Todo en él le gustaba. Todo en él la volvía loca.
A todo él lo echaba de menos.
—No me refiero a haber venido, Julia. O a lo que me has dicho o cómo me
lo has dicho, si no a esto —explicó Daniel señalando el espacio que les separaba
—. A que no te pueda coger de la mano mientras estamos esperando, a que no te
pueda dar un beso al verte, cuando en realidad me muero de ganas. —Siguieron
observándose fijamente hasta que ella apartó la mirada.
—Dani…
—¿Qué? —quiso saber sin dejarla terminar la frase.
—No lo hagas más difícil —respondió ella, con pesar. Mientras se
agolpaban en su cabeza recuerdos de estos dos meses atrás. Gritos, reproches,
—¿Yo? —empezó a decir abriendo los ojos como platos, sorprendido.
—Atención, por favor, todos los que tengan que hacer análisis de sangre
colóquense delante de la sala 201 en orden de llegada.
Julia se levantó cabizbaja y, sin contestarle, se colocó delante de la puerta
que había dicho la enfermera. Observó que Daniel sin embargo no se movió; se
quedó quieto, mirando hacia el suelo, con los antebrazos apoyados en las rodillas
y las manos unidas, pensando quizá que había metido la pata, pensando quizá en
que tanto tira y afloja no merecía la pena.

Mientras sacaban tubo tras tubo de sangre, Julia intentaba tragar el nudo que se
había instalado en su garganta, pero no había forma. Se moría por atravesar esa
puerta, lanzarse a sus brazos y decirle que ella también se moría por besarle;
quería dejar que la mimara como antes, como si nada hubiera pasado, como si
todo siguiera como al principio de conocerse. No; mejor aún, como al principio
de empezar a vivir juntos. Pero eso no era así y no era así porque ella se fue. Ella
tomó la decisión de darse un tiempo como pareja, de poner distancia entre
ambos, porque dudaba, porque sufría, porque no estaba segura de querer
soportarlo más.
Definitivamente, era ella la que había complicado las cosas, la que estaba
haciendo las cosas difíciles. No él. Él ni siquiera sabía la realidad, la verdadera
razón por la que cambió casi de la noche a la mañana. Era ella la culpable de
haberlo mandado todo a la mierda, él lo único que había hecho era ayudar a que
tomara esa decisión con su comportamiento.
«¿Y por qué narices no he pensado así las cosas antes de escribir aquella
nota y largarme?»
—Ya está listo —dijo la enfermera—. Si te mareas, siéntate un rato en las
butacas de fuera.
—No, estoy bien. Gracias —contestó en voz baja, triste por el derrotero
que habían tomado sus pensamientos, mientras recogía sus cosas.
Cuando salió de la sala de extracciones se encontró con Daniel de pie
esperándola cerca de la puerta. Estaba tan guapo, a pesar de las ojeras que
también adornaban su rostro, que por un minuto se quedó paralizada, pensando
en que definitivamente ella también quería cogerle de la mano y perderse en su
abrazo. Sin embargo, ahí estaban, como dos pasmarotes, de pie, mirándose y en
silencio.
¿A qué esperaba? ¿Qué señal tenía que recibir para dejarse de tonterías,
confesarle la verdad y empezar de nuevo?
—¿Me deja pasar? —escuchó Julia detrás de ella. Se había quedado tan
ensimismada, aguantando el algodón en la curva del codo, que no se había dado
cuenta de que bloqueaba la salida de la sala.
—Claro, perdone —se disculpó, girándose a la vez que se apartaba, pero lo
hizo tan rápido que toda la sala empezó a darle vueltas. Estaba convencida de
que se daría de bruces contra el suelo, sin embargo, antes de que eso pasara,
sintió los brazos de Daniel rodeando su cuerpo.
—¿Estás bien? —preguntó, preocupado.
—Sí… Ha sido el giro… Estoy bien —contestó Julia, irguiéndose y
apoyándose en él ligeramente. Cerró los ojos y aspiró su aroma; una oleada de
recuerdos y sensaciones que tenía olvidadas asolaron su débil cuerpo. Se agarró
a la solapa de la chaqueta de Daniel y por un momento se dejó llevar. No podía
separarse, no encontraba las fuerzas para hacerlo; aunque una parte de ella
buscaba las ganas para poner un poco de distancia entre ambos, otra parte
prefería regodearse en ese momento, buscando el refugio de sus brazos,
sintiendo el calor de su cuerpo.
Notó cómo él acariciaba su espalda y apoyaba ligeramente la cara en su
pelo. Quiso parar el tiempo y quedarse así para siempre.
—¿Quieres ir a desayunar? —susurró Daniel, temeroso por romper la
magia de ese instante.
Julia se separó solo un poco, despacio y levantó el rostro para mirarle a los
ojos. Llevaba días convenciéndose de que lo mejor era negarse a pasar más
tiempo del necesario con él, pero por más que intentaba hacer memoria, no
lograba acordarse de todas esas razones.
Asintió.
22/01/2016

—Joder, mamá. —Esta mujer me saca de quicio a veces.


—Perdón, perdón… ya me callo —se disculpa por tercera vez en lo que
llevamos hablando por teléfono.
—Es que no me dejas terminar de contártelo —la reclamo aun sabiendo
que es superior a ella.
—Es que luego no me cuentas bien las cosas. Se te olvida la mitad de la
información; además, ¡me estás poniendo de los nervios!
—Que no pasó nada más, mamá. Le dije que nos tomáramos ese café y que
luego la acercaba al trabajo. Aceptó tomarse el café, pero se negó a que la
acompañara porque había quedado allí cerca con una antigua compañera. —Paro
de hablar un momento por si mi madre vuelve a interrumpir, pero no es el caso.
Sonrío al imaginarla mordiéndose la uña del dedo gordo—. Y el desayuno…,
bueno. No fue como me hubiera gustado, pero no estuvo mal.
—¡Por Dios, Daniel! Deja de hacerte el interesante que me tienes al borde
de un infarto de miocardio.
—Vale, vale —intento calmarla, sin mucho éxito me temo—. Pues
lógicamente hablamos de nuestra situación. Ella me dijo que seguía confundida,
que lo estaba pasando mal; que también me echaba de menos, pero que tenía la
cabeza hecha un lío, y yo aproveché para pedirle que no me alejara de nuevo,
que ahora era distinto y que pensara todo lo que quisiera, pero no lejos de mí —
termino diciendo en voz baja.
—¿Y qué dijo ella?
—Que sí, que tenía razón. Que teníamos que arreglarlo.
—¡Pero eso es estupendo, hijo! —exclama mi madre.
—Sí, ¿verdad? —pregunto aún con la duda. La verdad es que necesito su
consuelo y ánimo como el respirar ahora mismo.
—¡Pues claro! —expresa con ímpetu. Si hay alguien que sepa levantarme
la moral, esa es ella.
—No sé, mamá. —Y es que ayer, cuando vi como Julia me daba la espalda
para entrar en la parada del Cercanías, me dejó un mal sabor de boca.
—¿Por qué lo dudas, Daniel?
Tomo aire y pienso mi contestación. Ayer cuando le pedí perdón, quizá
esperaba otra respuesta por su parte. Un: «Sí Daniel, ha sido un error separarnos;
ahora mismo vuelvo a casa contigo». Pero no fue así.
—Porque aceptó lo que le propuse, pero nada más. Yo en realidad esperaba
que me perdonara ya y que volviera a casa conmigo. Que habláramos más…
—Pero, cariño… ¿No quedamos el otro día en que irías poco a poco y que
serías paciente? —Automáticamente me acuerdo de mi salida de tono en la
puerta de los análisis; me había prometido ir despacio y entré a matar a la
primera.
—¡Es que no lo entiendo mamá! Ella dice que me quiere, que me echa de
menos, pero si realmente me quiere, ¿por qué no estamos juntos? —pregunto
con desesperación, sacando la frustración con mi madre. Bendita madre lo que
me ha aguantado a lo largo de mi vida. Cómo quiero a esta mujer.
—A ver Daniel, ¿ella te ha dicho en algún momento lo que le ha pasado?
¿Lo que le hizo decidirse a marcharse de vuestra casa?
—La única razón que me ha dado es que le hacía sufrir, pero no el porqué
real —contesto recordando lo que me dijo en aquella llamada de teléfono que
parece ya tan lejana.
—Bien, estaba sufriendo y aún no sabemos la razón, pero tienes que tener
en cuenta que ahora estará aterrada, Dani. Porque antes era ella sola la que tomó
la decisión, pero ahora, esa decisión cambia con un bebé en camino. ¡Las dudas
la tendrán loca! Por no hablar de las hormonas que nos tienen en un constante
balancín de emociones —intenta explicarme mi madre—. Vamos, yo lo veo
clarísimo.
—Pero ya le he dicho que he cambiado, y aun así me mira como si no se lo
creyera del todo.
—Ajá… Claro, y te va a creer así, sin más, por tu cara bonita.
—Se supone que tienes que estar de mi lado, mamá.
—Y lo estoy, cariño, lo estoy —me dice ella suavizando un poco el tono—.
¿Pero no lo ves? Ella misma te está dando la pista de cómo actuar.
—¿Pero qué pista? —quiero saber, desesperado porque mi madre descubra
pistas con la poca información que le he dado y yo siga totalmente perdido en
este asunto—. ¡Hostias, mamá, las mujeres sois complicadas de cojones!
—¡Oye! Recuérdame que cuando te vea te dé una colleja —protesta, pero
yo no la dejo continuar.
—¡Es verdad! ¿No me lo puede decir a las claras? Daniel, no te soporto o
Daniel vámonos a Las Vegas y nos casamos, ¡yo qué sé! —suelto, exasperado—.
Que me diga ya a qué atenerme, ¡me está volviendo loco!
—Qué obtuso eres, hijo. —Quiero responderla con alguna bordería, pero
esta vez es ella la que no me deja meter baza—. No necesita que le digas nada,
estará harta de palabras, lo que yo veo que quiere son hechos. Demuéstraselo,
enséñale ese cambio. Por eso ha aceptado seguir pensándolo sin apartarte,
Daniel. Estoy convencida de que ella te quiere y que solo necesita estar segura
de su decisión. Tomar consciencia de que si llega a sufrir por algo más contigo,
merecerá la pena. Por eso precisamente tu madre, que es muy sabia, lista y no
aparenta en absoluto la edad que tiene, te dijo el otro día que fueras poco a poco
y no a lo bruto.
Me callo porque esta mujer es la polla, aparte de tener razón, claro, como
siempre. Miro a mi izquierda y veo que el colega con el que he quedado a comer
ya me espera en la puerta del bar.
—Escucha mamá, te tengo que dejar que he quedado a comer. Hablamos
luego, ¿vale?
—Claro, hijo. Pero, por favor, hazme caso por una vez en tu vida.
—Te haré caso; prometido. Un beso, mamá —me despido mientras pienso
en sus palabras: demostrárselo y dejarme de palabrería.
—Un beso también para ti… ¡Espera! —escucho voces a lo lejos—. Me
está diciendo tu padre que necesita tu ayuda mañana para bajar unas cajas al
trastero, que vengas a comer.
—¿Irá Guille también? —pregunto pensando que entre los tres tardaremos
menos para hacer lo que sea.
—Se iba de viaje, creo.
—Es verdad. —Acabo de recordar que tenía una convención en Barcelona
de trabajo—. De acuerdo, allí estaré.
—Hasta mañana entonces. Te quiero, hijo.
—Y yo a ti, mamá. Hasta mañana.
Cuelgo y me quedo mirando el móvil. Pistas, parece ser que Julia me está
mandando pistas. Ya… Lo peor de esto es que quedas como un gilipollas integral
al no haberte dado cuenta antes de esas pistas. De hecho sigo sin saber de qué
mierda de pistas me acaba de hablar mi madre.
Bufo mientras recojo las cosas antes de salir del coche. A ver si una
cerveza sin alcohol y una charla intrascendente me ayuda a despejar un poco mi
mente.

La M-30 está hasta arriba, pero es normal. Es viernes y la gente coge el coche
para irse el fin de semana fuera, y más con la previsión de buen tiempo. Solo a
mí se me ocurre irme a Plaza Castilla a las dos de la tarde por este camino,
aunque en realidad creo que hoy va a estar todo colapsado.
Estiro el brazo para encender la radio de nuevo; he tenido que cortarla
antes porque no paraban de hablar de los pactos de gobierno y me han puesto de
mala hostia; ni ganas de escuchar música me han dejado.
Pero ahora escucho a Rodrigo Leão en Discópolis y automáticamente me
relajo. Los coches a mi alrededor pitan, seguro que algún que otro conductor
insulta al prójimo, pero yo ahora necesito evadirme y la música de este
compositor portugés lo consigue. Entro en una especie de estado zen y me centro
en respirar.
Aún no la he llamado. Pensaba hacerlo antes de hablar con mi madre, pero
le he prometido que iría poco a poco, y eso pienso hacer. Aprovecho que
estamos parados para mandarle un mensaje; al fin y al cabo ayer me dio un beso
en la mejilla al despedirse, y demasiado cerca de mis labios, por cierto. Espero
que esta vez acepte mi invitación sin tantos rodeos como ayer.

Hola
¿Como te encuentras?
¿A qué hora sales?
¿Te paso a buscar y nos
tomamos un café?

Julia
Hola

Me contesta a la primera y me siento como un adolescente, con el corazón


a punto de salírseme por la boca de lo rápido que late. Miro hacia delante y meto
primera para avanzar despacio ya que los coches han empezado a moverse un
poco y estoy entorpeciendo el tráfico.

Julia
Hoy trabajo de tarde
Salgo a las 10 :(
¿Y eso?
¿Ha pasado algo?
Julia
Nada grave
Solo estoy haciendo un favor

¿Pero estas vendiendo hoy?


Julia
Sep

Bueno, pues paso a las 10


¿sigues en Preciados?
Julia
No. Hoy estoy en Goya

¿Quieres que te acerque a casa


de tu hermana?
Me quedaría más tranquilo…

Julia
Vale
¡Hostias!
¡Me ha dicho «vale»! ¡Y sin pensarse la respuesta!
La sonrisa sale automática en mi cara. Tengo que conseguir hablar con ella
de verdad, esta noche sin falta; preguntarle qué es lo que tiene que pensar, qué es
lo que realmente le da miedo. Qué es lo que le hizo tomar la decisión de
abandonarme de la noche a la mañana. De hoy no pasa; soy capaz de encerrarla
en el taxi y no dejar que salga hasta que hablemos de todo. No como ayer en la
cafetería del hospital, que tan solo tocamos el tema por encima. Tendré que
decirle a mi madre que no he seguido su consejo.
Estiro el brazo y cambio a Kiss Fm. Subo el volumen y empiezo a cantar a
pleno pulmón I´m Yours de Jason Mraz. Los coches vuelven a moverse… ahora
solo me falta encadenar un cliente tras otro hasta las diez y empezaré a creer que
mi suerte en el taxi tiene nombre de mujer.

—A ver tampoco le vamos a pedir milagros, pero espero que Zidane haga algo
porque vaya racha llevamos —me dice el cliente. Pfff, a ver cómo le digo yo a
este abuelo tan majo que no me gusta el fútbol. Que yo soy más de tenis,
natación...—. Porque el otro mucha carrera en el Real Madrid, pero…
Asiento musitando un «ajá» mientras miro por el espejo retrovisor, dándole
la razón sin tener ni puta idea de lo que me está hablando.
—¿A qué altura me dijo de la calle? —pregunto intentando desviar el tema
este del futbol en el que ando un poco pez.
—A la altura de la Iglesia de San Blas. Yo creo que va a ser mejor que el
Luis Enrique. —¡Ay, Dios! Y no para; me dan ganas de asentir otra vez; creo que
ese tal Luis Enrique es del Barça, pero no me quiero arriesgar. Así que voy al
segundo tema de conversación favorito de las personas mayores: el tiempo.
—Pues parece que viene una ola de frío esta semana que viene.
—Buah. A cualquier cosa le llaman ya frío. O ciscogénesis de esas. ¡Estáis
muy mal acostumbrados los jóvenes de hoy día! En mis tiempos sí que hacía un
frío de cojones. Y caían unas nevadas… íbamos a la escuela con la nieve hasta
las rodillas y unos sabañones en los pies del tamaño de pelotas de golf.
—Vaya… —respondo, sonriéndole mientras giro un poco la cabeza para
que me vea.
—Sí, hijo sí. Frío ahora… ¡A cualquier cosa llaman frío! —sigue hablando,
pero yo desconecto un poco. Miro el reloj del taxímetro y descubro que queda
una hora para las diez. Menos mal que ya estoy llegando. Por nada del mundo
quisiera llegar tarde a mi cita con Julia. Madre mía; hace mil años que no voy a
buscarla al trabajo. En realidad hace mil años que no paso tiempo con ella...
—¿Le dejo aquí mismo? —pregunto al cliente al ver las campanas de la
ermita.
—Sí, aquí está bien. ¿Qué le debo? —Veo por el espejo cómo se ahueca en
el asiento para sacar la cartera del bolsillo y a mí ese gesto hace que me acuerde
de mi tío Ramón.
—Diecisiete euros —respondo mientras paro el taxímetro.
—Pues muchas gracias por el viaje. Que pase buena noche.
—Igualmente caballero. —Le doy las vueltas y guardo el billete de veinte
en mi cartera.
Hoy ha sido un día fantástico de trabajo. No he parado de mover el taxi
casi en ningún momento y, aunque ahora mismo estoy doblado por estar tantas
horas sentado y necesito estirar las piernas como sea, no pienso parar de
conducir hasta que llegue al trabajo de Julia.
Arranco y sigo por esta misma calle hasta el desvío a la M-30. Ahora no
habrá tráfico y seguro que llego a tiempo para aparcar y dar una vuelta por la
plaza de Felipe II.
¿Estará de ánimo para tomar algo?
Quizá encontremos mesa en los 100 Montaditos. Saco el móvil
aprovechando que estoy parado en un semáforo y le mando un mensaje.

¿Te apetece tomar algo


en la plaza?

Le doy a enviar y dejo el móvil, sabiendo que si está en la tienda no puede


hacer caso al teléfono.
Estoy un poco nervioso, pero no tanto como ayer. Cuando estuvimos
hablando noté cómo sus ojos miraban mi boca en más de una ocasión, sonrió
varias veces y se despidió con un beso demasiado cerca de mis labios.
Escucho el tono del mensaje. ¿Me habrá contestado ella? Mierda; no puedo
mirar ahora. ¿Estará bien? ¿Aceptará mi invitación? ¿Me mandará a freír
espárragos? Quizá esté más ansioso que nervioso. Sí, eso se acerca más a lo que
siento ahora mismo, como diría Nat King Cole: ansiedad, de tenerte en mis
brazos…

Llego a Goya media hora antes de que cierren el centro comercial. Como hoy la
suerte está de mi lado he podido aparcar al lado del Media Mark que hay en esa
misma zona. Estoy tentado de subir a la tienda y verla, pero me controlo.
De pronto recuerdo que me ha sonado el móvil y lo cojo del asiento del
copiloto. Tengo respuesta de Julia.

Julia
Dani, en serio que me encantaría
Pero estoy agotada...

Inspiro profundamente y me convenzo de que por lo menos he quedado


con ella y hay un largo camino hasta Las Rozas. Es la tercera vez que la voy a
ver desde que me dejó, y dicen que a la tercera va la vencida.
Cojo aire por la nariz y lo hecho por la boca en un intento de calmarme,
pero no funciona, así que sin perder más tiempo recojo mis cosas y salgo del
taxi.

La oigo suspirar en cuanto se acomoda en el taxi. Tiene carilla de cansada. No


me ha mentido en su mensaje. Me dan ganas de pasar de hablar y de decirle que
se duerma un poco de camino a casa de su hermana, pero no me da tiempo a
abrir la boca.
—Madre mía, ya no estoy acostumbrada a estas palizas en tienda. Me
duele todo el cuerpo.
—¿Un mal día? —pregunto después de abrochar mi cinturón; le señalo el
suyo para que haga lo mismo.
—Malo no, ajetreado más bien. —Se encoge de hombros para restarle
importancia al mismo tiempo que intenta enganchar el cierre sin conseguirlo;
recuerdo que el enganche siempre se atasca un poco.
—Espera; déjame ayudarte. —Me inclino sobre ella y su inconfundible
aroma me hace cerrar los ojos. Dios, cómo la echo de menos—. Este chisme se
atasca siempre…
—No te preocupes —susurra al lado de mi oreja, con tanta dulzura que me
asombra y me hace mirarla. La tengo demasiado cerca; ella me mira a los ojos,
sonriendo y con cara de sueño. Necesito besarla pero, por la sacudida que acaba
de dar mi polla, me temo que necesito más que un beso, mucho más, y este no es
el momento.
—Ya está —digo reuniendo toda mi fuerza de voluntad para no
abalanzarme sobre ella y cometer una locura.
—Gracias… —La miro mientras enciendo el contacto. La luz de la farola
alumbra su rostro y veo que sus ojeras hoy están mucho más marcadas.
—¿Quieres contármelo? —Mi tono es de cautela y creo que ella se ha dado
cuenta porque me sonríe antes de desviar su mirada a las manos en su regazo.
—En realidad no hay mucho que contar; la encargada se ha tenido que ir
corriendo a Toledo por un asunto familiar y no tenían chicas para cubrir su turno.
Con los recortes andan un poco escasos de personal, así que me lo han pedido y
he aceptado. Y no pasa nada, pero no estoy acostumbrada a trabajar los sábados;
me ha pesado mucho la semana, además, me temo que un embarazo absorbe
demasiada energía. —Se ríe y yo me la quedo mirando embobado; pero qué
guapa es.
—Ya me imagino. —Quiero añadir algo más, pero estoy maniobrando
marcha atrás y se me ha olvidado lo que tenía pensado decirle.
—Tú sin embargo nunca has tenido ese problema. —La miro un segundo
al escuchar esa afirmación y frunzo el ceño, pensativo.
—¿Y eso? —pregunto mientras me incorporo al tráfico. Pero ella mira
ahora por la ventanilla y no me responde; me gustaría saber lo que le está
pasando por la cabeza—. Me tienes que recordar la dirección de tu hermana, por
cierto.
—Es la Calle de San Roque —dice sin dejar de observar la calle; aunque
yo quiero que se gire hacia mí, que me mire, verle la cara. Centro de nuevo la
vista en la carretera; la escucho suspirar—. Me refería a que nunca te ha costado
ir a trabajar. En festivos, fines de semana, por las noches, daba igual. Siempre
has ido acoplándote a tu trabajo, como si no te costara en absoluto.
—Bueno, me gusta mi trabajo, lo sabes. —Me muerdo el labio porque este
tema de conversación ha sido motivo de peleas desde hace meses.
—Lo sé… —La miro de reojo y veo que ella está haciendo lo mismo.
Sonreímos al pillarnos.
Quizá no es buena idea que empecemos a hablar ahora de esto. No quiero
que vuelva a reclamarme el tiempo que no pasé con ella, no me apetece romper
esta especie de tregua que parece que hemos pactado. No quiero que se enfade…
quiero que siga con la sonrisa que tenía cuando la he recogido en la puerta de
personal, con el suspiro entrecortado que ha salido de sus labios al sentir los
míos en su mejilla.
—¿Cómo te encuentras? —pregunto—. Además de cansada, claro. ¿Has
tenido más náuseas o mareos?
—Náuseas todas las mañanas —contesta volviendo a centrar su mirada en
la ventanilla del coche.
—He leído que comer algo justo cuando te levantas ayuda a asentar el
estómago. —Lo he dicho como el que no quiere la cosa, pero lo cierto es que
desde que sé que vamos a tener un hijo, he investigado un poco todo lo referente
a los síntomas del embarazo.
—Lo he probado. Y es una burda mentira. —Vuelve a reír y a mí se me
dispara el pulso. La quiero de vuelta, ya, y sin darme cuenta empiezo a pensar en
cómo abordar el tema, en cómo preguntar si ya ha pensado lo suficiente, si está
dispuesta a darnos otra oportunidad y, sobre todo, por qué tiene que pensar tanto.
—Hay un elefante rosa gigante, ¿verdad? —suelta Julia cortando mi hilo
de pensamiento.
—Enorme —afirmo. Y es que supongo que ella también estará dándole
vueltas a cómo abordar el tema que ambos intentamos eludir.
—Estoy asustada, Daniel. No me gusta la mujer en la que me he convertido
en estos últimos meses. —Abro los ojos como platos al escucharla afirmar algo
así.
—¿Por qué dices eso? —pregunto al ver que no sigue hablando, intentando
que no se me noten los nervios en el tono de voz. La miro brevemente; tener este
tema de conversación en el coche no es buena idea, tengo que prestar atención a
la carretera y con ella en plena confesión me resulta complicado.
—Me he vuelto muy egoísta y celosa. Yo antes no era así, Dani, y ser así
me hace sufrir.
—¿Pero es por mi culpa, Julia? —insisto, mandando a la mierda mi
cautela, la misma que esta misma mañana le he prometido a mi madre—. Dime
qué he hecho para hacerte sufrir. Porque, siendo sincero, nunca he entendido
muy bien tus reclamos y mucho menos esa huida precipitada de la noche a la
mañana.
Aprovecho que estoy parado en un semáforo para observarla bien. Se
acaba de recolocar de lado, mirando hacia mí, y las lágrimas empiezan a rodar
por sus mejillas.
—Eh —musito mientras estiro la mano intentando secarlas; ella se apoya
en mi palma—, sabes que odio verte llorar.
—Lo sé… —lanza tomando aire y recolocándose un poco—. Me hubiera
gustado tomar algo por ahí y hablar de esto tranquilamente.
—¿Ya estás preparada para decirme lo que sea que te atormenta? —indago
antes de ponerme de nuevo en marcha.
—Creo que sí… —Vale. Tengo que aparcar aunque sea en doble fila
porque esto se merece toda mi atención. Enciendo los intermitentes y me giro
hacia ella.
—Antes de que me digas nada quiero que sepas que te quiero más que a mi
vida y que independientemente de lo que hayas decidido eso no va a cambiar.
—Yo también te quiero más que a mi vida, pero me temo que mi amor por
ti no estaba siendo muy sano. Creo que todo este tiempo te he estado acusando
de algo de lo que no tienes culpa ninguna. —Me quedo descolocado tras su
confesión; ¿ahora resulta que yo no soy el culpable?
—No te entiendo Julia —señalo intentando que me lo explique mejor.
—Perdóname. No sé si me estoy expresando bien. Estoy tan cansada…
Pero supongo que ha llegado el momento de decir la verdad. —Se recuesta un
poco en el respaldo del asiento y se intenta limpiar las húmedas mejillas; toma
aire y sigue hablando—. Ayer, mientras me estaban sacando sangre, me di cuenta
de que me temo que el problema es mío, no tuyo. Yo soy la que tengo que
aprender a convivir con lo que eres, con tu trabajo y con todo lo que eso implica.
—Sigo sin entender absolutamente nada, Julia. —Intento dejar la mente en
blanco mientras espero su explicación, pero los recuerdos de las peleas y de los
reproches de estas últimas semanas no paran de sucederse en mi mente.
—Esta mañana he hablado con mi hermana. Me ha confesado que llevas
días mandándole mensajes. —Estrecho los ojos, dudando sobre el cambio de
tema—. Es mi hermana, es normal que me diga las cosas.
—Le pedí que no te dijera nada. —Estoy intentando procesar toda la
información, pero sigo sin entender qué tiene eso que ver ahora. La escucho
tomar aire de nuevo, pero esta vez más fuerte.
—Me temo que lo que te voy a decir te va a enfadar bastante… Y no sé si
tengo la suficiente fuerza ahora como para defenderme. —Empieza a bostezar y
yo la miro de nuevo un segundo.
—Ah no, no me puedes dejar así. —La cojo de la barbilla e intento que se
centre en mí y no en el bolso que tiene sobre el regazo—. Háblame, Julia, por
favor. Aunque sea para decirme que has averiguado que ya no me quieres, que
has decidido dejarlo, pero háblame con el corazón en la mano, sé sincera. Sé
clara. Por favor.
La observo detenidamente. Yo también me he girado hacia ella; sus ojos
transmiten mucha pena y algo de indecisión, pero unos segundos después
comienza a hablar.
—¿Te acuerdas que hace unos meses me encontré con Marga? —me
interroga con voz contenida.
—¿La del radiotaxi? Sí; lo recuerdo. —Fue hace cuatro meses o así. Lo
recuerdo porque, al hablarme de Marga, empecé a pensar que con ellos ganaba
más dinero que estando solo y fue uno de los detonantes para que yo empezara a
trabajar más. Me dijo que se la encontró en la calle y que estuvieron un rato
hablando. Ahora sí que estoy perdido.
—Bueno, pues digamos que, además de los recuerdos que me dio para ti,
me comentó de pasada algunas cosas. —Frunzo el ceño.
—¿Cosas? ¿Qué cosas? —Cierra un momento los ojos y, al abrirlos, la
tristeza de su mirada ha desaparecido y aparece cierta determinación.
—Me habló de una tal Inma y de… ¿cómo se llamaba? Ah sí; Raquel.
—¿Inma y Raquel? —pregunto extrañado—. Pero si hace un montón de
tiempo que no sé nada de ellas. —Julia no dice nada más, solo me mira como si
me estuviera estudiando—. Un momento, ¿se puede saber qué te dijo esa vieja
arpía? ¿Por qué te habló de unas chicas de las que no sé nada desde hace mil
años? —mascullo con la rabia carcomiéndome por dentro—. Espera, me crees,
¿verdad? —algo empieza a romperse dentro de mí.
—Quiero creerte con todas mis fuerzas Daniel, y ese es el problema: que
no siempre lo consigo.
—Pero… —No sé qué más decir. Me ha dejado helado.
—Por eso necesitaba tiempo, un poco de distancia —sigue añadiendo ella
—. Me estaba volviendo una psicótica, Dani. La imaginación, después de pasar
noche tras noche sola en casa juega muy malas pasadas.
La rabia que sentía hace un momento explota por fin haciendo que pierda
toda mi paciencia. Me enfado; me cabreo muchísimo y me veo incapaz de
controlarme.
—¿¡Y se puede saber por qué cojones no me lo dijiste en su día!? —la
increpo dándome igual en este momento su cansancio, su estado y las ganas de
hacer las paces.
—Porque en ese momento no le di ninguna importancia. Pensé que eran
chismes de jubilada aburrida que no tenía otra cosa que hacer en esta vida que
meterse en la de los demás. Pero el germen se quedó ahí… y fermentó.
—¿Qué es lo que fermentó, Julia? ¿O necesitas otros tres meses para
decírmelo? —pregunto cabreado. No me puedo creer que esta gilipollez sea lo
que la ha tenido así durante todo este tiempo, que haya desconfiado tanto de mí o
que todavía lo siga haciendo. ¿Realmente puede romperse un corazón? Porque
debe ser algo parecido a lo que estoy sintiendo yo ahora mismo.
—Fue al poco tiempo cuando te volcaste más en el trabajo; cada vez que te
pedía que te quedases conmigo, que nos fuésemos a cenar, o que me
acompañaras a algún lado, tú te negabas. Y eso lo único que hizo fue alimentar
mis dudas.
—¡Estaba trabajando, Julia! ¡Habíamos decidido ser padres, joder! Solo
pretendía ahorrar, nada más. ¿Cuántas veces te lo dije?
—Muchas, Daniel —contesta con las lágrimas rodando por sus mejillas de
nuevo—, pero yo no te creía. Me imaginaba que habías estado con esas
compañeras de trabajo; Marga me dijo que te habías liado con una y con otra
intermitentemente hasta que aparecí yo.
—Marga es una bocazas, pero te dijo la verdad: «Hasta que llegaste tú»,
Julia. Porque te puedo asegurar que no he hecho absolutamente nada a tus
espaldas. ¡Nada! ¡Nunca! ¿Cómo has podido dudar de mí así? —Duele. Duele de
cojones esta verdad. No me lo esperaba.
—Lo siento —susurra sin mirarme.
—Lo sientes. —La miro fijamente y siento que de repente no la conozco
—. Yo también Julia. Yo también lo siento.
Pero ¿cómo ha sido capaz de ocultar algo así todo este tiempo?
Me cago en la Marga de los cojones y en su puta madre.
Vuelvo a arrancar el coche y me incorporo a la carretera mientras la
escucho llorar en silencio. Intento no pensar en que Julia a mi lado se acaba de
derrumbar, procuro mantener las formas y no hacer leña porque sé que ahora
mismo está destrozada.
Siento una pizca de culpabilidad ya que Julia me ha pedido hablar en otro
momento. Está muerta de sueño y quizá haya forzado un poco la situación para
que me confesara todo esto, pero estoy muy enfadado con ella y, ahora, creo que
el único que tiene derecho a pensar las cosas soy yo.
23/01/2016

Miro el reloj del salpicadero del coche; ya pasa de la medianoche.


Está lloviendo otra vez; quizá deba salir fuera e irme a casa antes de que
empiece a caer más fuerte, pero no tengo fuerzas para salir del coche. Aquí al
menos todavía huele a ella.
Llevo dando vueltas por el barrio desde que he dejado a Julia con su
hermana, por un lado buscando aparcamiento y por otro porque sé que, si me
meto en casa ahora mismo, esta se me va a caer encima.
He agotado el depósito de gasolina y la luz de reserva está encendida;
podría ir a la estación de servicio que hay en esta misma calle y de paso comprar
unas cervezas para ahogar mis penas en alcohol; así haría más tiempo, pero
tampoco tengo ganas. En realidad no tengo ganas de nada. Estoy dolido,
cabreado y triste a partes iguales. Y en este momento no veo más allá que el fallo
tan gordo que hemos cometido los dos, Julia por no confiar en mí y yo por darle
la espalda y huir en lugar de enfrentarme a la realidad.
Estoy convencido de que si la hubiera enfrentado de verdad, si me hubiera
sentado con ella un minuto para hablar en profundidad las cosas, hubiera
acabado confesando lo que había pasado. Pero eso, ahora, ya da igual, ya no
importa.
Mi parte tóxica solo quiere que lo mande todo a la mierda y me vaya a
Soria con mi tío Ramón una temporada. Sin embargo, creo que en el fondo soy
un masoca, gilipollas, tonto del culo, y no me veo capaz de alejarme de ella o
dejarla de lado, menos aún sabiendo que una parte de mí crece en su interior.
Además, me temo que poner más distancia entre nosotros de la que ya hay sería
perjudicial.
Necesito pensar bien en esto; meditarlo, volver a localizar ese punto de
intermedio en mi cabeza, ese en el que veo que aún la quiero y que sigo
queriendo estar con ella, porque la verdad es que después de la confesión de
hace unas horas me he quedado con un bajonazo importante.
El viaje en coche con Julia a mi lado ha sido en completo silencio. Yo no
he querido saber más y ella no ha abierto la boca; nos hemos despedido con un
hasta luego susurrado y una mirada esquiva. Nada más.
Miro a mi alrededor y cojo aire. Fuera está diluviando, pero una fuerza
irresistible me hace coger las cosas y salir del coche para caminar bajo la lluvia
hasta el portal; total, solo son dos calles.

¡Dios mío, estoy hecho polvo!


Está claro que el paseíto de ayer, en lugar de ser un catalizador para
ayudarme a aclarar las ideas, ha sido un claro ejemplo de cómo pillar un
tremendo catarro caminando sin paraguas bajo la lluvia en menos de doce horas.
Me he levantado a eso de las diez de la mañana con mucho frío y no paro de
estornudar; además, a pesar de haberme dado una ducha con agua bien caliente
antes de meterme en la cama, sigo con escalofríos. Puede incluso que tenga algo
de fiebre.
«Lo que me faltaba».
Dejo caer la cabeza en el respaldo de mi asiento y me centro en la música
de Zé Manel que suena ahora en la radio. A Julia le gusta la música africana;
siempre ha dicho que si te dejas llevar por el ritmo de los timbales y por la
cadencia de su melodía, el alma sale de tu cuerpo y se pone a bailar contigo.
Sonrío con nostalgia al descubrir que vuelvo a pensar en ella. Acabábamos
de empezar a vivir juntos; llevaríamos un par de semanas como mucho. Había
sido un día horrible en el trabajo, tuve pocos clientes y «mal avenidos» como
diría mi abuela y, derrotado, me fui casa. Cuando abrí la puerta me encontré con
Julia bailando en medio del salón como si la hubiera poseído algún espíritu o se
hubiera dado un buen golpe en el dedo gordo del pie. Había retirado la mesita
que tenemos delante del sofá y movido el mueble de la tele para hacerse espacio.
Me quedé completamente paralizado ante el espectáculo que tenía frente a mí;
no sabía si soltar la carcajada que me brotaba en ese momento por la garganta,
llamar al exorcista o ponerme a su lado y ver si me dislocaba el cuello junto a
ella. Tan sorprendido me quedé, que la puerta de la calle se cerró de un portazo
por la corriente y yo ni me enteré; aunque ese ruido fue suficiente para que Julia
saliera del trance.
Me miró jadeando, sin resuello, con las mejillas rojas y los ojos brillantes;
recuerdo que aun así estaba preciosa. Llevaba unas mallas negras, una de mis
camisetas grises, sin nada de maquillaje y sudorosa por el ejercicio. Pero lo
mejor fue la sonrisa en su cara, radiante, sincera. Al final no me reí, no. Ni la
exorcicé, ni nada de lo que en un primer momento se me había pasado por la
cabeza; solo me acerqué, la besé con ansia y follamos como si no hubiera un
mañana encima de la alfombra del salón primero y en la ducha después.
Suspiro volviendo al presente y pienso que, por mucho que me haya
molestado que me haya ocultado información, por mucho que me haya dolido
esa falta de confianza, sigo queriendo despertarme cada mañana a su lado, sigo
queriendo sorprenderla bailando en casa; es más, quiero hacerla bailar todos los
días de mi vida.
«Mierda. Estoy jodido».
—¡Hola, Capitán América! —saluda Celia, al abrir la puerta del copiloto y
sentarse a mi lado. Me llevo una mano al corazón.
—¡Joder, Celia! ¿Qué haces aquí? —pregunto extrañado cuando consigo
recuperarme del susto.
—Buenos días a ti también hermanito. La vida me va estupendamente,
gracias por preguntar, es un detalle por tu parte.
—Perdón —farfullo, riéndome mientras me acerco para besarle la mejilla
—. Empezamos de nuevo: ¡Hola guapa! ¿Qué haces aquí?
—Mamá te ha visto desde la terraza hace más de media hora; estaba
preocupada —explica mientras se coloca en el asiento de lado para mirarme.
—Pero si aún quedan dos horas para comer —protesto, abriendo mucho los
ojos.
—Pues precisamente por eso. Dice que algo te pasa, que no es normal que
estés aquí solo y tan temprano. —Y me mira con gesto inquisitivo; sé que las dos
están preocupadas por mí, por eso intento quitarle hierro al asunto.
—Joder, qué mujer, ¿por qué tendría que pasarme nada? —me quejo antes
de estornudar cogiendo aire y quedándomelo para mí. Herencia de mi madre,
Guille lo hace como si fuera a escupir un orco por la boca, yo como si me lo
tragara.
—¿Te has constipado? —pregunta mi hermana en tono maternal tocando
mi frente—. Estás caliente Dani. ¿Te has puesto el termómetro?
—Ayer cogí un poco de frío, en realidad no me encuentro tan mal —
explico, siendo consciente de que estoy intentando convencerme a mí mismo y
de que en realidad esta madrugada me he cogido un buen catarro—. De todas
formas no se lo digas a mamá, que sólo es un resfriado y ya sabes cómo se pone.
—Como si no la conocieras. ¡No va a hacer falta! En cuento te dé dos
besos se va a dar cuenta, luego te va a poner los morros en el hueco del cuello y
te va a decir exactamente la temperatura que tienes —replica entre risas.
—Mierda. Es verdad. —Me río con ella y la cojo de la mano para darla un
beso—. Y ahora sí, Celia, ¿cómo te va la vida? —Ella no me contesta, me
observa fijamente, como si quisiera ver a través de mí.
—En serio, Daniel, ¿qué te pasa? A parte del trancazo que has pillado. Las
ojeras te llegan hasta las rodillas y tus ojos, aparte de congestionados, están muy
tristes.
Me quedo mirando a mi hermana, dudando en si contarle lo que pasó ayer
por la noche. Claro que, si voy a enfrentarme al tercer grado de mi madre, quizá
necesite una aliada. Me llevo la mano a la frente y la froto; en realidad sí que me
encuentro mal, algo destemplado; todo por haberme atrevido a caminar bajo la
lluvia. Parezco tonto. Sí, vale, puede que en ese momento notara cómo la lluvia
se llevaba todo lo malo, quizá sintiera como una especie de purificación del
alma. Pero hoy me dan ganas de darme un capón por no pensar mejor las cosas y
dejarme llevar por ese misticismo repentino.
Aunque en realidad, podría echarle la culpa a Julia. Si no me hubiera
enterado de lo que realmente estaba pasando, me habría ido a casa después de
llevarla en el coche con su hermana y no hubiera hecho el imbécil.
No.
¿A quién quiero engañar?
Está claro que yo soy el único responsable de mis actos, que yo también
soy culpable de muchas cosas. No puedo echarle a ella todo el peso de nuestras
broncas cuando esta crisis ha sido cosa de los dos.
Necesitamos hablar, necesitamos confiar en nosotros de nuevo y ser
conscientes de que la falta de comunicación ha sido un escollo en nuestra
relación. En realidad como pareja solo llevamos saliendo dos años, conviviendo
solo uno, y por más que quiera echarle a Julia la culpa de sus celos infundados,
yo tampoco he sabido atajar el problema. Al revés, cuando noté que Julia me
asfixiaba con tantos reclamos, me puse a currar más, huí. Podría poner mil
excusas, el trabajo, ahorrar, los planes de ser padres; pero siendo sincero
conmigo mismo había una razón más oscura, algo más que espoleaba todas esas
razones: me asfixiaba.
Así que sí; he llegado a la conclusión de que yo soy tan culpable como ella,
y también he llegado a la certeza absoluta de que como me encuentre a Marga
algún día por la calle me la cargo, o le pongo la zancadilla, o le meto el dedo en
un ojo, lo que se me ocurra en ese momento, pero esta me la paga.
¿Será metiche? ¿Cómo se le ocurre hablar con Julia de los líos que tuve
con Inma y Raquel? Dos compañeras de trabajo con las que sí, estuve liado, pero
nada más. ¡Si ni siquiera salí con ellas a cenar o a tomar algo!
—Tierra llamando a Capitán América —dice mi hermana chascando los
dedos frente a mis ojos y sacándome de mis pensamientos.
—Lo siento, enana —me disculpo y sonrío sin muchas ganas.
—Es por Julia, ¿verdad? —susurra, como si temiera decir su nombre. Yo
asiento.
—En realidad siempre es ella —explico en tono derrotista.
—Pero mamá me dijo que ya habíais hablado y que lo ibais a solucionar
súper rápido —indica sin saber el verdadero motivo de mi estado de ánimo.
—Pues me temo que no va a ser tan rápido. Anda, vamos para arriba antes
de que a mamá le dé un infarto. —Corto la radio y apago el coche—. Dime, ¿al
final qué pasó con el chico ese de la facultad?
—El chico ese de la facultad es imbécil —contesta ella abriendo la puerta
del coche.
—¿Y el otro chico? —Cojo mis cosas y abro yo también.
—El otro es gilipollas —gruñe antes de cerrar la puerta del coche de un
portazo.

Entro en el coche, enciendo la calefacción y me froto las manos. En cuanto


llegue a casa me voy a hacer un té y me voy a meter en la cama, aunque quizá
deba llamar antes a Julia o mandarle un mensaje. Todavía no sé qué hacer la
verdad; bueno, después de hablar con mi padre, sí sé qué hacer, pero no cómo.
Y es que él siempre me hace ver las cosas de otra manera, con otra
perspectiva. Hablar con mi madre está genial, me explica las cosas del derecho y
del revés, me da consejos, expone su opinión y analiza cada posibilidad; vamos,
que se enrolla como las persianas, con todo el cariño y el respeto que mi señora
madre se merece, por supuesto.
Mi padre sin embargo es más reservado. Muchas veces, medio en broma
medio en serio, dice que mi madre ya se expresa y habla por los dos; pero en
realidad lo que pasa es que él piensa mucho más las cosas antes de ponerlas en
palabras, y cuando las dice parece que dicta sentencia. Por eso no me ha
extrañado cuando, estando los dos en el trastero colocando las cajas con todos
los adornos de navidad que aún seguían puestos, después de haber sido testigo de
toda la conversación en la que explicaba a mi madre lo que había pasado ayer
por la noche, ha sentenciado:
—Hay muchas veces en la vida que es mejor retroceder un poco sobre tus
pasos para coger el camino correcto.
—¿Y eso, papá? —he preguntado desde lo alto de la escalera de mano—, ¿a
qué viene?
—¿Te acuerdas aquella vez que fuimos a ver aquella sima en el monte, cerca
del Castillejo? El tío Ramón nos explicó dónde estaba y cómo ir, pero nosotros
no le hicimos caso y nos fuimos con las deportivas que llevábamos y el pantalón
corto. ¿Te acuerdas cómo se nos quedaron las piernas entre zarzas, cardos y
ramas?
—Claro que me acuerdo —he contestado riéndome; echo de menos las
excursiones con mi padre y mi hermano, mucho antes de mi declive—. Y
también me acuerdo de las risas con el tío Ramón llamándote de todo por
olvidarte de cómo se camina por el monte. ¿Que fue lo que te llamó? ¿Algo así
como pijo urbanita, no?
—Eso es. Me puso verde cuando volvimos, pero ¿recuerdas qué hicimos
nosotros? —al decirlo, me ha mirado fijamente a los ojos desde el pie de la
escalera, como si quisiera transmitir su sabiduría a través del influjo de su
mirada. Claro que, a pesar del paracetamol que me ha dado mi madre, me notaba
febril, así que lo mismo me lo he imaginado.
—Sí, volvimos al día siguiente con pantalones de lona, botas Hi-Tec,
mochila y palos que utilizamos como bastones —he respondido con seguridad
—. Conseguimos llegar hasta allí y ver la gruta.
—Exacto.
Y ahí ha terminado la conversación. Se ha dado media vuelta y ha seguido
acercándome las cajas para que las colocara en la parte alta de la estantería. Yo le
he mirado un momento, meditando sus palabras, repitiendo eso de dar un paso
atrás para coger el camino correcto. Y así sigo ahora, pensando en la
conversación con mi madre en la que me ha dado ánimos y me ha pedido que
reflexione las cosas, que hable con Julia, y en la mini charla con mi padre en la
que me insinúa que retroceda.
Tomo aire y enciendo la radio. Estoy esperando a que venga mi hermana
porque se ha entretenido con una vecina en el portal; he quedado en acercarla al
centro pero me estoy arrepintiendo por momentos. Son más de las seis de la
tarde y el programa de flamenco de Radio 3 no me gusta en exceso, pero aun así
lo dejo puesto, dejándome llevar por los acordes de la guitarra española.
Creo que soy bastante afortunado por haber llegado hasta donde he llegado.
Mi vida no ha sido un camino de rosas, por elección propia, eso sí, pero no ha
sido nada fácil. Mis padres me dieron todas las facilidades del mundo para que
lograra todo lo que me propusiera, el cariño incondicional de una familia, un
techo, comida y unos estudios; quisieron darme una vida lo más cómoda posible.
Fui yo el que se empeñó en complicarla.
También he tenido mucha suerte a nivel profesional. Y es que no es fácil ser
taxista en Madrid; hay muchísima competencia. Taxis que están en
funcionamiento las veinticuatro horas del día, taxis ilegales, coches de alquiler
con conductor que han abaratado costes, o las decenas de empresas de radiotaxi
entre las que yo estuve una temporada hasta que empecé a salir con Julia. Al
principio, cuando mi tío Ramón me cedió su licencia, yo trabajaba a la antigua,
echando horas y quemando carretera; pero según fue ampliando la oferta y
disminuyendo la demanda tuve que echar mano de la cooperativa.
De todas formas tampoco aguanté mucho tiempo con ellos. A mí siempre
me ha gustado ir por libre. Por eso, acabé dejándolo de lado hace ya medio año;
quería probar de nuevo el negocio por mi cuenta. Fue duro. Ha sido duro. Aún lo
está siendo. Porque en realidad cuando hay más clientela es por las tardes,
noches y fines de semana. Además, después del verano me volqué en conseguir
más clientes y más dinero, y no me he dado cuenta de que estaba sacrificando mi
tiempo con ella. Claro, que estar a la gresca cada rato que pasábamos juntos,
tampoco ayudaba a que decidiera quedarme algún día en casa.
Quizá confundiera las prioridades, sí, pero gracias a eso podemos pagar la
hipoteca y los recibos sin pasar penurias a fin de mes. Y encima haciendo algo
que en realidad me gusta hacer, algo con lo que disfruto. Para mí coger el coche
no es un sacrificio, es un placer.
Cuando salí de la cárcel y empecé mi proceso de desintoxicación, comencé a
soñar con un posible futuro, a desear tener un trabajo decente, algo con lo que
sentirme un hombre realizado y no una basura. Probé muchas cosas, estudié
mucho y trabajé en distintos puestos de oficina, pero eso no era para mí. No era
suficiente. Sentía que no encajaba y mis fantasmas me asaltaban cada dos por
tres. Soñaba que me drogaba de nuevo y que todo volvía a ser como antes, tenía
pesadillas noche sí, noche también, unas pesadillas horribles en las que me
encontraba en la cárcel y mi padre me miraba desde el otro lado de las rejas y,
con mucha tristeza, me daba la espalda.
Estuve haciendo terapia durante mucho tiempo y conseguí hacer caso a Los
Cuatro Acuerdos de Miguel Ruiz, libro que me recomendó mi psicóloga y que
he tenido muchos meses en mi mesilla de noche. «No hagas suposiciones» fue el
acuerdo más difícil de seguir; pensaba que todos me señalaban con el dedo, que
me tenían lástima y que me criticaban. «Haz siempre lo máximo que puedas» era
mi favorito, y eso quería hacer: darlo todo, ser el mejor.
Que mi tío Ramón se jubilara fue como ver la luz al final de un túnel muy
negro, y me aferré a esa licencia de taxi como un náufrago a una tabla a la
deriva. A partir de ahí todo rodó solo y ahora mismo, no podría concebir una
vida sin conducir.
Miro a mi derecha, hacia el portal, aburrido de esperar a mi hermana para
llevarla en coche; la pastilla que me ha dado mi madre me ha sentado bien, pero
estoy deseando echarme en la cama y dormir hasta mañana. Ojalá Julia estuviera
conmigo; me sentaría tan bien ahora ese caldo de pollo que hace, receta de su tía
abuela. Siempre me ha cuidado, siempre me ha mimado, incluso cuando hemos
discutido. Y yo a ella, que conste. Y eso que siempre he sido de los que rehuían
el compromiso.
¿Novias? Alguna tuve en el instituto, aunque no sé yo si eso se consideraría
una relación seria. La época en la que tonteé con la droga me lie con muchas
chicas; pero nunca quise atarme, ni complicarme la vida.
Sin embargo, cuando vi a Julia por primera vez algo cambió dentro de mí.
La forma en que corría bajo la lluvia y entraba en la cafetería con la respiración
entrecortada, la manera en que nuestras miradas conectaron a través del espejo
de La Comercial o su tímida sonrisa; no sé. Quizá fue ese famoso flechazo del
que todo el mundo habla, pero desde el principio supe que ella era distinta.
La primera vez que la besé, o mejor dicho, que me besó, tuve la certeza de
que ella no era como las demás. Con un simple roce de sus labios despertó todas
y cada una de las terminaciones nerviosas de mi cuerpo; nunca he sabido
explicar si lo que sentí en mis entrañas fueron mariposas, colibríes o abejorros en
plena recolecta de polen. Era algo nuevo, algo grande. Y lo supe; quería que
fuera mi chica, pasar tiempo juntos. En realidad, lo quería todo de ella. Y sé que
ella lo quería todo de mí.
Me viene a la mente el día que trasladamos sus cosas a mi casa. Encajó en
mi espacio casi como si el arquitecto lo hubiera diseñado pensando en Julia.
—Siempre me ha gustado tu casa —dijo nada más entrar en el piso—. Es
perfecta.
—Ya es nuestra casa, del banco en realidad —contesté mientras dejaba un
par de maletas en el suelo de la entrada—. Voy a bajar a por más, ponte cómoda.
—Ya estoy cómoda. —Me miró, feliz, y añadió—. En realidad, solo
necesito un pequeño rincón para poner mis pinturas.
Yo sonreí, cerré la puerta de la calle y la cogí de la mano para llevarla al que
sería su cuarto. Me había pasado la semana anterior quitando trastos para dejar
sitio para su caballete. Era el lugar perfecto para que ella pudiera dar rienda
suelta a su creatividad.
El grito de júbilo y el abrazo que me dio fue muestra suficiente de que le
había gustado mi idea.
A los dos días, la sola presencia de Julia había transformado mi casa en un
hogar. ¿Cómo he podido dar todo por sentado? ¿En qué momento di por hecho
que ella estaría conmigo siempre? ¿Cómo no la he cuidado más?
Por eso ahora en realidad no le puedo culpar de todo a ella.
Seguimos teniendo una conversación pendiente, necesitamos sentarnos
cara a cara y decirnos las cosas de una manera clara y directa. Ya está bien de
ocultarnos y de evadir los problemas.
Saco mi móvil del bolsillo interior de la chaqueta y compruebo que no
tengo noticias suyas. Claro que, tal y como me despedí ayer de ella, no me
extraña.
Cierro los ojos frustrado. La mala leche del momento no me dejó pensar
con claridad. Tenía que haber hablado con ella ayer, no callarme y dar media
vuelta como hago siempre. Pero no lo puedo evitar, tengo ese pronto cuando me
enfado.
Levanto la cabeza para ver si viene ya mi hermana y la veo hablando
todavía en el portal. Decidido, desbloqueo la pantalla y accedo a nuestra última
conversación; observo que ha cambiado su foto de perfil y ha puesto la que yo le
hice aquél día mientras pintaba. Una sonrisa de tonto enamorado se extiende por
mi rostro.

Hola Julia
Tenemos que hablar

Julia
Aquél día después de comer, Julia y Marie se sentaron delante de una taza de
café humeante y un televisor apagado. En silencio. Una mordiéndose las ganas
de preguntar, y otra reordenando sus pensamientos porque no sabía por dónde
empezar a confesar.
Julia había estado toda la noche dando vueltas sobre lo que había pasado en
el taxi; no podía quitarse de la cabeza la cara de incredulidad de Daniel cuando
le dijo toda la verdad sobre el famoso encuentro con Marga.
Cuando llegó a casa estaba agotada, con mucho sueño, y sin embargo, no
pegó ojo. Toda la rabia que sintió meses atrás se transformó casi de la noche a la
mañana en una tremenda culpabilidad.
Le quería. Lo amaba con toda el alma, pero todo ese amor tan grande que
sentía por él, se le fue de las manos. Estaba claro que necesitaban encauzar de
nuevo su relación, quitarse todos esos pájaros que habitaban en su cabeza. Iban a
ser padres, e iban a serlo porque los dos estuvieron de acuerdo en su momento,
porque lo hablaron, lo planearon. Quizá cuando todo empezó a desmoronarse
debió frenarlo, puede que de una manera egoísta pensara que si finalmente se
quedaba embarazada, se suavizarían las cosas, se solucionarían los problemas.
En ningún momento, cuando decidió largarse la Noche de Reyes, pensó
que pudiera estar embarazada. De haberlo sabido, quizá hubiera confesado todo
antes, o no. La verdad era que no tenía ni idea.
Tenía que hablar con Daniel, decirle la verdad, explicarle lo que realmente
pasó por su cabeza, prometerle que nunca volvería a hacer algo parecido. Y
hacerle ver que, sobre todas las cosas, ella le quería a su lado; porque por más
que intentara negarse a la evidencia, la realidad era que solo se sentía completa
cuando estaba junto a él. Pero eso ya no dependía de ella. Ahora era Daniel el
que debía actuar y decidir si estaba dispuesto a intentarlo de nuevo.
Aquella noche de insomnio se arrepintió mil veces de haber cogido la
maleta y haber salido por la puerta. No tenía una explicación lógica a su
comportamiento y temía no poder defender su postura y su reacción en el caso
de que él se lo pidiera. Simplemente podía justificarse aludiendo que había
entrado en una espiral de pensamiento autodestructivo del que necesitaba salir
como fuera.
Toda la película que se formó en su cabeza no se sostenía de ninguna
manera, porque ¿en qué momento Daniel había hecho algo para que dudara de
esa forma? Nunca. De lo único que le podía culpar era de desaparecer, de aquel
modo enfermizo que tenía de irse a trabajar por las noches, los fines de semana,
las vacaciones, los festivos, de salir huyendo después de cada bronca, pero de
nada más.
Recordó la cantidad de veces que le había increpado por oler a perfume de
mujer y cómo él siempre decía que la mayoría de sus clientes eran mujeres. Si
llegaba oliendo a tabaco, él respondía que se había parado a hablar con algún
compañero que estaba fumando, y ella se volvía loca pensando que ese
compañero en realidad era una de esas chicas. Así, a cada excusa que ponía, o a
cada explicación que daba a cada una de sus acusaciones, menos le creía y más
iba creciendo esa bola en su cabeza.
No obstante, haber pasado la Noche de Reyes más sola que la una
esperando a que él hiciera acto de presencia no ayudó en su determinación de
escapar de allí, buscar aire fuera de esa casa donde cada día se agobiaba más.
Se equivocó.
Tendría que haberle dicho desde el principio la conversación completa con
Marga, porque una vez lo había dicho en voz alta y había observado su reacción,
se había dado cuenta de que había sacado las cosas de contexto; él le hubiera
hablado de esas chicas, quitando hierro al asunto, y ella le hubiera creído, sin
más. Porque Daniel nunca le había dado motivos para desconfiar, porque ella
sabía que todo lo que él había pasado en su juventud, su presente y lo que
esperaba del futuro le habían hecho ser así. Un hombre íntegro, leal y, sobre
todo, fiel.
Ella lo sabía. Ella le conocía. Marga no.
—Tierra llamando a Julia —dijo Marie haciéndole regresar al salón de
aquella casa.
Julia sonrió sin muchas ganas. Tomó aire y se giró en el sofá para encararse
con ella. Se mordió el labio mientras pensaba en contarle todo, pero, ¿cómo lo
hacía sin parecer una imbécil? Si Daniel se había enfadado por no haber
confiado en él, estaba convencida de que Marie no iba a ser menos.
—No sé por dónde empezar —titubeó.
—¿Qué tal por el principio? —Julia la observó con cautela y se dejó coger
la mano. Tampoco le había dicho toda la verdad a su hermana y en ese momento
fue consciente de que, de haberlo hecho, de haberse abierto con ella y confesado
todos sus miedos, ahora estaría celebrando su embarazo en lugar de estar
llorando.
—Hace unos meses me encontré en la calle a una antigua compañera de
trabajo de Daniel —empezó a decir Julia, recordando el momento del encuentro
—. Se había jubilado hacía poco y creo que estaba aburrida porque de lo
contrario, no me explico a qué vino su conversación. El caso es que me estuvo
contando lo buen chico que era Daniel, lo guapo que era Daniel, el éxito que
tenía entre las mujeres Daniel.
—De momento esa mujer no ha mentido —replicó Marie con una sonrisa,
quitándole importancia a los halagos de Marga.
—Ese es el problema —dijo mirando a su hermana inspirando para
tranquilizarse un poco—. Me habló de dos chicas compañeras de trabajo a las
que parece ser que veía alternativamente hasta que yo aparecí en escena.
También me confesó que esas chicas se quejaron en más de una ocasión de que
ya no hablaba con ellas y que le constaba que ellas seguían interesadas en él.
—Bueno, July, es normal; si un hombre te ha dejado huella, y él no te
corresponde, es lógico que lo lamentes.
—Lo sé. El caso es que yo empecé a ver fantasmas, a imaginarme cosas.
Pensaba constantemente que coincidía con estas chicas en el trabajo y que me
engañaba con ellas —soltó por fin.
—¡Julia! —exclamó Marie escandalizada.
—¿Qué? —preguntó ella un poco a la defensiva y con ojos llorosos.
Empezó a temblarle la voz—. Mi mente me traicionó y me hizo ver cosas que no
eran; creía que se liaba con ellas noche tras noche. Por más que yo intentaba
explicarme a mí misma que no, que era imposible, que Dani no era ese tipo de
hombre, no podía evitar imaginarle con estas chicas, acostándose con ellas,
utilizando el taxi para irse a los moteles, o en algún oscuro callejón entre cliente
y cliente. Mil cosas, Marie.
—Pero, Julia. —La mano de su hermana acarició su mejilla y cerró los
ojos. Por fin, una lágrima se escapó entre sus espesas pestañas y Marie se
apresuró a secarla—. Daniel sería incapaz de hacer algo así; es transparente. Se
le nota todo. Si apenas se hablaba con mi novio porque el primer día que se
conocieron el chico se puso a hablar del Real Madrid y le dijo para cortarle que a
él no le gustaba el fútbol. ¿Te acuerdas la cara que le ponía cada vez que se veían
y empezaba a contarle el último partido?
—Sí —contestó, sonriendo con tristeza—. Menos mal que tampoco duraste
tanto con él.
—Pues sí —asintió—. De cualquier forma, estoy convencida de que si
hubiera querido estar con otra mujer, te lo habría dicho —dijo frunciendo el
ceño, extrañada por las dudas de Julia—. Lo que no entiendo es cómo no eres
capaz de verlo tú.
—Lo sé. Por eso estoy así —explicó sorbiendo un poco la nariz.
—No entiendo nada, cariño. —Volvió a cogerle de las manos y las apretó
un poco, esperando una respuesta.
—Ayer, cuando vino a buscarme al trabajo dispuesto a hacer las paces
conmigo, le confesé la verdad. Y no se lo tomó muy bien.
—Ya… Mira July, no quiero hacer más leña del árbol caído, pero le
entiendo. —Cogió aire y la miró muy seria—. Yo estoy intentando evadir el
hecho de que ni siquiera confiaras en mí, así que, siendo parte implicada en el
asunto, entiendo su cabreo a la perfección.
—Si le entiendo hasta yo, Marie. El problema es que ahora no sé cómo
hacer para que me perdone. —Cogió su café descafeinado entre sus manos y
sopló antes de acercarlo a sus labios y beber—. Y para que me perdones tú
también.
—Yo no tengo nada que perdonarte, tontita; pero vosotros dos necesitáis
sentaros a hablar e intentar no centraros en que viene un bebé en camino. Porque
si queréis solucionar lo vuestro, antes de ser padres, tenéis que volver a ser una
pareja —aconsejó antes de beber de su taza.
—¿Crees que querrá hablar conmigo? —preguntó Julia mirándola de
soslayo.
—July, cariño, estoy convencida de que está deseando hablar contigo.
Lloró.
Lloró por enésima vez ese día.
Lloró porque se daba cuenta de la metedura de pata, de que se había
comportado como una cría inmadura, de que no había sabido manejar para nada
esa situación. No podía más; se acurrucó en el sofá y se dejó mimar por su
hermana, se dejó llevar por sus caricias en el pelo, sus besos y sus palabras de
ánimo hasta que, por fin, se quedó dormida.

Cuando Julia se desperezó de la siesta de dos horas que se había echado, se


encontró tapada con la pequeña colcha y apoyada en un cojín; no había señal de
su hermana.
Se frotó un poco la cara y se acercó hasta la cocina a beber agua.
Sentía pesadez en las piernas, tenía los ojos muy hinchados y un fuerte dolor
de cabeza. Normal teniendo en cuenta que apenas había dormido y que se había
pasado buena parte de la noche llorando.
Perdida en sus pensamientos de nuevo, creyó escuchar el sonido de un
mensaje en su teléfono; dejó con cuidado el vaso en la encimera y se dirigió al
que ahora era su dormitorio. Cogió el móvil que descansaba en la mesilla de
noche y desbloqueó la pantalla para poder leer el mensaje.

Dani
Hola Julia
Tenemos que hablar

Arrugó la frente y se mordió el labio inferior en un gesto muy típico en ella


cuando se quedaba pensando.

Hola Dani
¿Puedo llamarte?

Dani
OK

Respiro profundamente y, armándose de valor, seleccionó su contacto.


—Hola Julia —saludó Daniel nada más descolgar. Tenía la voz ronca.
—Hola —contestó ella con cierta timidez—. No te entretendré mucho.
—No te preocupes. Ahora tengo tiempo; estoy esperando a mi hermana para
llevarla al centro con unas amigas. —Ambos se quedaron callados, quizá un
poco más de la cuenta, hasta que Julia reaccionó.
—Solo quería decirte que yo también creo que tenemos mucho de lo que
hablar —susurró Julia intentando que no se la quebrara la voz; maldijo a las
hormonas, harta de quejarse de su propio comportamiento.
—Pues sí; los dos debemos explicarnos y escucharnos… —Daniel dejó la
frase suspendida en el aire, como si pensara muy bien lo que iba a decir a
continuación—. Pero escucharnos de verdad.
Julia se quedó pensando, recordando cada bronca en la que parecía que uno
tenía que quedar siempre por encima del otro.
—¿Quieres que quedemos hoy cuando dejes a tu hermana en el centro?
Puedo coger el cercanías y luego el metro hasta donde me digas —propuso ella,
ansiosa por verle, deseando que llegara el momento de hablar.
—Va a sonar fatal, pero …—se calló para estornudar—… hoy no puedo,
Julia.
—¿Estás malo? —indagó preocupada mientras le escuchaba sonarse la
nariz.
—Ayer cogí un poco de frío al volver a casa. El caso es que, de verdad,
necesito meterme en la cama. De hecho, como Celia tarde un poco más va a
tener que cogerse el metro.
—No te veo capaz de dejar a tu hermana irse en metro —contestó ella con
una triste sonrisa en su cara—. Está bien, ¿te viene bien mañana?
—Claro. Seguro que mañana estoy mucho mejor; ¿me voy a casa de tu
hermana y te recojo a eso de las doce?
—¿No prefieres quedar en Madrid? Puedo coger el tren y…
—No, no. Te recojo yo. No me cuesta nada, Julia. —Se mordió el labio al
escuchar el tono de su voz y cerro los ojos.
—De acuerdo. —Julia, estaba nerviosa ante la idea de verlo otra vez, de
tenerlo cerca, de poder tocarlo y de hablar.
—Entonces, ¿sobre las doce te parece bien?
—Me parece perfecto —declaró con rapidez. No quiso sonar muy
entusiasmada, pero lo estaba.
—Pues hasta mañana, Julia.
—Hasta mañana, Dani.
Julia miró emocionada el teléfono y observó su fondo de pantalla; eran ellos,
los dos sentados en una de las enormes piedras que rodean la Laguna Negra en
Soria, Julia apoyaba la cabeza en su hombro, y él besaba su pelo suelto. Se la
sacó Guillermo sin que ellos se enteraran un año atrás en una de las visitas al
pueblo.
Levantó la cabeza y la dejó caer hacia atrás mientras cerraba los ojos.
«Tonta, tonta, tonta».
24/01/2016

Hoy he vuelto a soñar con ella; quizá haya sido producto de mi estado febril,
quizá estoy desesperado por volver con ella, pero el sueño de hoy ha sido tan
real que pensaba que Julia estaba a mi lado. Durante todo este tiempo en el que
no hemos estado juntos, estas escasas tres semanas, me he descubierto
pensándola a cada rato; en el taxi, en casa, en la cama, daba igual donde me
encontrara, siempre había algo que me recordara a ella.
He echado tanto en falta todos esos momentos que no he parado de fantasear con
un futuro reencuentro; en volver a olerla, tocarla, sentirla, a estar en su interior.
Ahora, sin embargo, no me acabo de creer que esto vaya a suceder, que podamos
llegar a un entendimiento.
«¡Ya estoy adelantando acontecimientos!»
No puedo evitarlo. Estoy deseando volver con ella y eso me crea un poco de
ansiedad. Además de que ahora mismo estoy de los putos nervios.
Son poco más de las diez de la mañana, pero ya estoy conduciendo camino
a Las Rozas, escuchando la radio y tarareando el nuevo single de Mucho; seguro
que a Julia le gusta.
¿Veis? Ella, ella, ella; todo el rato la tengo en la mente. Es lo único en lo
que pienso todo el día, toda la noche.
Nos hacía mucha falta esta conversación que tenemos pendiente, pero,
¿cómo decirle todo lo que mi corazón siente? ¿Cómo expresarle lo que he
sentido durante estos días sin ella? ¿Cómo hacer para no volver a repetir los
mismos errores? Quiero que lo nuestro funcione, tirar los dos para delante,
juntos; quiero más que nada en el mundo crear una familia con ella, vivir y morir
con ella.
Suena un mensaje en el móvil y miro un segundo la pantalla que se ha
encendido para mostrarme el aviso. Julia. La idea de bajarme una de esas
aplicaciones para leer los Whatsapp mientras conduces no me parece ninguna
tontería ahora mismo.
Aprovecho que estoy parado en un semáforo para coger el móvil y poder
leerlo.

Julia
Yo ya estoy lista
Por si acaso llegas antes

Sonrío como un bobo. Y le grabo un audio rápidamente porque los demás


coches ya han empezado a andar.

«Hola Julia. En quince minutos habré llegado. Por si quieres bajar»

Julia
Ok
Suelto el móvil y me centro de nuevo en la carretera. Enciendo la radio,
sintonizo Kiss FM y me dejo llevar por la conocida música de One Republic.

Nada más girar a la izquierda para entrar en la calle de Marie veo a Julia de pie
en la acera mirando en mi dirección. Sonríe nada más verme y levanta la mano
para saludarme; ¡mi corazón va a mil por ahora! Vale. Creo que me acabo de
poner muy, pero que muy nervioso. Acciono los intermitentes y me paro frente a
ella mientras bajo la ventanilla.
—¿Subes? —pregunto, intentando que no me tiemble mucho la voz. Ella asiente
y, decidida, pasa por delante del taxi para subir a mi lado. Siempre me ha
gustado eso de ella, nunca ha dudado al subirse a mi taxi, mis amigos, mi
familia, algún que otro rollo, siempre dudaban si sentarse delante o detrás; sin
embargo mi chica, desde el primer día se sentó en el asiento del copiloto sin
dudarlo siquiera.
Observo que tiene mala cara y un pellizco de culpabilidad me aprieta la boca
del estómago. Entra en el coche, pero no me mira. ¿Por qué no me mira? Quiero
que lo haga. Echo un vistazo a cómo intenta abrocharse el cinturón con cuidado
para que no se atasque y me dan ganas de ayudarla, pero me quedo quieto
dándole su espacio.
—¿Te apetece ir a tomar algo? ¿Café? ¿Té? —Arranco el coche y sigo por
la misma calle para llegar a Las Rozas Village, uno de los centros comerciales de
la zona.
—¿Sigues enfadado conmigo? —me asalta de manera directa, con la vista
clavada en sus rodillas.
—¡Vaya! ¿Nada de cafés entre medias para suavizar la charla? —digo en
tono de broma.
—Solo necesito saber… a qué atenerme. —Paro en un stop y la soslayo
con la mirada antes de cerciorarme si puedo seguir avanzando.
—Eso justo es lo que necesito saber yo. —Por fin levanta la mirada y me
clava sus ojazos azules. Tiene bastante marcadas las ojeras, pero aun así está
preciosa. Su piel pálida, sus pecas dispersas en la nariz, sus mejillas sonrojadas
por el frío. No puedo evitar desviar mi vista hacia sus labios, sin maquillar, al
natural como siempre, listos para besar, listos para ser besados. Me relamo antes
de volver mi cabeza al frente. Quiero besarla.
—Touché —susurra.
—En realidad creo que ahora deberíamos empezar por el final. O sea,
quiero decir, yo quiero arreglar esto, ¿y tú?
—Con toda el alma. —Suelto el aire de golpe y la miro un segundo. La
sonrisa que veo en su cara es reflejo de la mía.
—Pues entonces ya sabemos a qué atenernos. —Me paro porque
automáticamente he pensado en decirle: «Pues dejémonos de charlas y vamos a
hacer las paces en horizontal», pero en realidad eso ahora no procede. Así que,
tiro del hombre maduro que habita en mí para seguir hablando—. Ahora dime,
¿te apetece ese café? ¿Vamos allí? —Señalo el centro comercial que ya se ve
frente a nosotros. Observo cómo abre los ojos como platos y me sujeta el
antebrazo con su pequeña mano.
—¡Tengo un antojo! —me dice, radiante. Yo solo puedo sentir el calor de
su mano en mi brazo.
—¿Tu primer antojo? —pregunto sonriente y la veo asentir—. ¿Cuál es?
—Quiero un Frapuccino del Starbucks. —Miro a Julia y cojo su mano para
besar su palma.
—Pues Frapuccino va a ser. —Ambos nos quedamos un momento en
silencio, observándonos. Va a pasar, lo siente cada folículo de mi piel, cada
célula; es pura química. Ella mira mi boca y yo vuelvo a centrarme en la suya;
me acerco, despacio…, pero un pitido nos saca del trance haciendo que botemos
en nuestros asientos. Nos reímos mientras nos recolocamos y meto primera. No
ha pasado ni un minuto cuando la escucho aclararse la garganta.
—Ayer se lo dije a mi hermana. —Abro los ojos sorprendido.
—¿Tampoco lo sabía tu hermana? —La miro un instante y me centro de
nuevo en la carretera.
—No. No se lo dije a nadie, Dani.
—Pero Julia… —Me gustaría decirle muchas cosas, sin embargo me quedo
callado.
—Lo sé. Se lo tenía que haber contado. Estoy convencida de que al menos
ella me hubiera quitado la tontería de una colleja.
—Mujer, tampoco es eso —digo intentando bromear.
—Sí que lo es, Dani. Soy consciente de que todo esto ha pasado por mi
culpa. Mis celos absurdos, mi falta de confianza y mi desconsideración hacia ti.
—La oigo suspirar y frunzo el ceño.
—Pero no puedes culparte de todo, Julia. Yo no es que haya sido un novio
modelo tampoco. —Me quedo callado centrándome en la entrada del parquin—.
¿Qué te parece si dejamos este tema de conversación para cuando tengamos ese
fantástico Frapuccino delante? —La veo asentir justo cuando yo empiezo a
maniobrar para aparcar—. Escucha; en realidad los dos tenemos nuestra parte de
culpa, ¿vale? Vamos a tener esa conversación sin perder este hecho de vista.
—De acuerdo.
Paro el coche y quito la llave del contacto, pero ella no se mueve. Un
mechón de su melena se le escapa de detrás de la oreja tapando su rostro y yo me
apresuro a retirarlo y colocarlo en su sitio, dejando mi mano apoyada en su nuca.
Se gira.
—Dani…
El labio inferior empieza a temblarle y yo ya no puedo soportarlo más. Me
abalanzo sobre su boca, la beso y en cuanto nuestros labios se rozan, suelto todo
el aire que tenía en mis pulmones en forma de gruñido. Abro la boca dejando
que mi lengua vaya en busca de la suya y creo morir. Cuántas ganas, cuánta
ansiedad corriendo por mis venas, cuánta necesidad de ella.
—Perdóname —dice separándose un poco de mí para besarme poco
después con el mismo hambre que tengo yo de ella—. Perdóname, por favor…
No tenía que haberme ido, no…
—Julia, para. —Sujeto su cara entre mis manos y la obligo a mirarme; está
llorando y ni a mi corazón ni a mi mente les gusta verla así—. Perdóname tú a
mí, no supe hacerlo. No supe verlo.
—Pero te abandoné —dice empezando a sollozar—. Me dejé llevar por
mis celos absurdos. No confié en ti, creí en las absurdas palabras de una señora
que apenas conozco. ¡Tú nunca harías algo así! Lo sé, en el fondo lo sabía, y sin
embargo… Dios, soy la peor mujer del mundo.
—Cariño… —Desabrocho nuestros cinturones, tiro de la palanca que hay
bajo el asiento para deslizarlo hacia atrás y la cojo casi en volandas para que se
siente en mi regazo—. Escúchame, nena. Escúchame y no llores, por favor.
—No puedo evitarlo Dani —explica mientras las lágrimas empapan su
rostro—. Últimamente las hormonas se apoderan de mi cuerpo y me hacen ser
demasiado intensa. —Vuelve a sollozar, hipando incluso, y siento que me rompo
por dentro; una fuerza que nace de mi interior lucha por hacer que se calme;
necesito protegerla a toda costa, a ella y a nuestro bebé, que deje de llorar y me
deje curarla; que me deje amarla.
—Julia, nena… —La estrecho entre mis brazos y hundo mi nariz en su
pelo; tener a Julia entre mis brazos es lo mejor que me ha pasado en la vida—.
Mírame, por favor… Mírame —insisto separándola de nuevo.
—Yo solo… quiero que me perdones… y volver a casa. —El labio inferior
vuelve a temblarle haciendo un puchero tan tierno que hace que me emocione.
Mis manos automáticamente cogen sus mejillas y alzo su cara para levantar su
mirada; la profundidad de sus ojos azules, húmedos por el llanto, me invita a
sumergirme en ellos y dejarme llevar a la deriva por el influjo de su mirada,
tierna, dulce, pasional.
—No, cariño. No llores más. Tan solo ...—pido, quebrando mi voz—… no
lo vuelvas a hacer. No te vuelvas a ir sin decir adiós. Casi me matas, Julia. —
Seco sus mejillas con mi mano y la dejo en el hueco de su cuello—. Yo no puedo
hacer nada para que me creas; tienes que confiar en mí, igual que yo lo hago en
ti; sin más razones que el amor que nos tenemos, porque se da por hecho que nos
respetamos, que nos queremos. Además, yo nunca, jamás, te engañaría.
—Te creo, pero, ¡yo que sé! Tenía miedo, Dani; cada vez pasábamos
menos tiempo juntos, hacíamos menos cosas juntos. No quería perderte y, sin
embargo, al mismo tiempo, te estaba alejando de mí. Qué boba he sido.
Vuelve a romperse entre mis brazos y yo la aprieto contra mi pecho; tomo
aire y lo expulso aliviado. Aunque seguimos teniendo mucho de lo que hablar,
por planear y por hacer, estar así ya es un paso enorme. Cierro los ojos y apoyo
mi cabeza en el tope de la suya, disfrutando del momento, consolándola,
dejándome llevar por la manera en la que su cuerpo encaja a la perfección con el
mío, por su aroma, por la sensación de plenitud que siento al tenerla de nuevo
conmigo.
—Yo no te ayudé en eso con mi actitud, nena. Tenía que haberme parado a
explicarte porqué estaba haciendo lo que estaba haciendo, mis miedos y mi
obsesión por ganar más dinero. Tampoco confié en ti en ese sentido. Perdóname,
Julia. Perdóname tú a mí por no haberte escuchado de verdad, por no haber
sabido verlo a tiempo. Porque te fuiste, sí, pero en realidad llevabas tiempo
dándome señales que yo no supe o no quise interpretar. Lo siento, nena.
Noto que se calma de nuevo y asiente. Apoya su frente en mi cara y
suspira.
—Vaya par de tontos somos —dice al cabo de un rato, poniendo en
palabras lo que yo estoy pensando.
Cojo su barbilla para mirarla de nuevo a los ojos, me sonríe, sin rastro de
tristeza ahora, pero con la cara roja por el llanto. Aun así la veo preciosa.
Me dejo llevar por el hambre que siento por ella e irrumpo de nuevo en su
boca, esta vez con más fuerza. La posición que tenemos es incómoda y sabiendo
que tiene el volante en la espalda, y que le puede hacer daño, echo el respaldo
hacia atrás.
Ignoro que estamos en medio de un parquin de un centro comercial y mis
manos se cuelan por dentro de su cazadora para apretar su espalda contra mí. Ya
no puedo pensar en otra cosa que en su piel, en lamerla, en tenerla desnuda sobre
mí, por fin.
La cura para mi ansiedad, la dueña de mis desvelos, el calmante para mis
nervios. Julia. Solo Julia.
Siento sus dedos acariciando mi barba, arrastrándolos hasta mi nuca. Me
tira del pelo y se separa, incorporándose casi hasta rozar el techo.
—Te quiero, Dani. —Miro sus labios hinchados y me relamo. La beso de
nuevo, un suave roce que me sabe a poco. A muy poco en realidad.
—Yo también te quiero, preciosa —contesto antes de ponerme a acariciar
su tripa—. Y a ella también.
—¿A ella? —me pregunta con una sonrisa emocionada.
—Sí. Ella. Va a ser chica y va a sacar tus ojos azules. —Beso la punta de la
nariz y la acurruco de nuevo contra mi pecho. Aunque mis manos, ansiosas por
recuperar todo este tiempo perdido sin tocarla no paran de buscar hueco bajo su
camiseta, de apretar su culo, de acariciar su pelo o su espalda. Quiero hacerla el
amor.
—¿Tú crees? —Me mira y, con sonrisas perezosas en los labios, nos
volvemos a besar. Entonces, una idea se empieza a formar en mi cabeza; el
consejo de mi padre aparece escrito en mi mente con luces de neón y flechas que
señalan una única dirección: «...hacer las cosas bien... retroceder sobre tus pasos
para coger el camino correcto…».
—Oye, ¿sigues teniendo ganas de ese Frapuccino? —indago con una
sonrisa nerviosa. El plan, la muestra definitiva de mi amor por ella, por ellos; ya
sé cómo hacerlo.
—Pues en realidad tengo ganas de otra cosa. —Se lame el labio superior y
me mira a través de sus pestañas; trago en seco. Conozco esa mirada. Me dan
ganas de llevarla a casa, cogerla en plan troglodita y follarla contra la pared de la
entrada. Pero no puede ser ahora. No en este preciso momento; tengo que hacer
las cosas bien, como dijo mi padre. Me coloco disimuladamente mi incipiente
erección y carraspeo.
—Me gustaría satisfacer los dos antojos, pero tengo que hacer una cosa —
digo con cautela, sabiendo que puede sentarle mal este cambio de planes.
—¿Hacer una cosa? —Frunce el ceño mientras me mira—. ¿Qué cosa?
—Una cosa importante. El caso es que me tengo que ir. —Observo cómo
me mira con cierta duda, pero también veo que trata por todos los medios de
buscar una explicación a mi repentino cambio.
—¿Qué? ¿Por qué? —Quiero tranquilizarla, pero tampoco quiero que
sospeche nada de lo que se me está pasando por la cabeza hacer.
—Porque tengo que hacer las cosas bien contigo, Julia. Porque no quiero
volver a perderte —digo cogiendo su cara de nuevo y la miro con toda la
devoción que siento por ella.
—Vale, pero…
—Escúchame —le corto; acaricio sus mejillas con mis pulgares y clavo
mis ojos en ella, para que vea que digo la verdad, para que sienta que no le estoy
mintiendo. Soy consciente de que acabamos de hacer las paces y esto me haría
dudar hasta a mí—. Necesito ir a un sitio, tengo que enseñarte algo importante.
—Pues entonces déjame ir contigo.
—No puedo, Julia, porque antes tengo que hacer una cosa. —Empiezo a
ver una sombra de tristeza en su mirada y me apresuro a preguntar—: ¿Confías
en mí?
Ella no contesta de inmediato, me mira a un ojo y a otro intermitentemente
debido a la proximidad de nuestras caras y entonces la observo inspirar fuerte.
Acaba de desaparecer esa sombra y me hace sonreír aliviado. Sin abrir la boca,
asiente con la cabeza y yo me apresuro a besarla de nuevo, en la boca, en la cara,
en los ojos. No quiero que se preocupe, no quiero que tenga nada por lo que
temer.
—De acuerdo, esto es lo que se me ha ocurrido; nos tomamos ese
Frapuccino, terminamos esta conversación y te dejo en casa de tu hermana para
que recojas tus cosas. ¿Crees que ella podrá acompañarte a la Puerta del Sol? La
verdad, es que no me gustaría que fueras sola y cargada con las maletas —le
pregunto arrastrando mis manos para colocar los mechones de pelo detrás de sus
orejas.
—No sé… Tendría que hablar con ella. ¿Para qué quieres ir a la Puerta del
Sol? —Me mira achicando los ojos y arrugando un poco la nariz. Mi mente
empieza a gritarme que ella lleva razón. ¿Qué cojones pintamos en la Puerta del
Sol? ¡Con lo a gusto que estaríamos los dos en casita! Pero no; intento encauzar
mis pensamientos y centrarme en el tema que nos ocupa. Ya habrá tiempo para
todo lo demás más tarde. ¡Espero!
—En realidad es una sorpresa.
—Ya. Sorpresa. —Sonríe y se quita de mi regazo para coger el móvil. La
echo de menos al instante. Escribe, espera un segundo y me mira—. Sí, sigue en
casa.
—Vale. ¿Te parece bien si quedamos a las cuatro de la tarde en el
Kilómetro Cero? —Desvía su mirada del móvil y asiente dudosa. Sé que ahora
mismo estará dando mil vueltas a todas y cada una de las posibilidades que han
hecho que cambie de idea, pero estoy seguro de que ni se acerca a lo que en
realidad estoy pensando—. Cuando salgamos del Starbucks te llevo a casa de tu
hermana, preparas las maletas y comes un poco.
—De acuerdo —contesta encogiendo los hombros; creo que se ha dado por
vencida en sus elucubraciones y se está dejando llevar.
—Perfecto. —Sin que ella se lo espere, la cojo para colocarla en mi regazo
de nuevo. La carcajada espontánea que brota de su pecho me calienta el alma.
¡Dios, cómo la he echado de menos! Beso su nariz y después apoyo mi frente
contra la suya cerrando los ojos—. Jamás se me ocurriría engañarte, Julia. No
dudes de mí, sabes que yo no soy así. —La escucho suspirar y noto sus manos de
nuevo en mi barba de tres días. Se me pone la carne de gallina y gimoteo
internamente.
—Lo sé, Dani. Lo siento.
Ya está.
Se acabó. Por fin la tengo de nuevo conmigo. Por fin mi corazón podrá latir
acompasado de nuevo. Por fin puedo volver a respirar y sentirme vivo.

Julia
Julia llegó antes de tiempo al Kilómetro Cero.
Miró a un lado, después al otro, pero allí no estaba Daniel. Observó a su
alrededor intentando localizar un sitio donde apoyarse y descansar. Últimamente
estaba permanentemente cansada y quiso encontrar algún banco para poder
esperar tranquilamente, pero allí no había nada.
Se fijó entonces en la maleta que llevaba y, encogiendo los hombros, la
arrastró hasta la placa en el suelo y se sentó en ella dispuesta a esperar lo que
hiciera falta. Notó que la mochila empezaba a pesarle sobre los hombros, así
que, con cuidado de no caerse de la maleta y dar un espectáculo en pleno centro
de Madrid, se la quitó y la dejó entre sus piernas.
Suspiró. Estaba nerviosa.
Tras despedirse esa mañana de Daniel como si fueran adolescentes en la
puerta de la casa de su hermana, comenzó una yincana por todas las habitaciones
buscando su ropa, su cuaderno de acuarelas, su maquillaje, todo lo que
desperdigó por aquél dúplex que compartieron Marie y ella cuando llegaron a
España, pero que ya no sentía como suyo.
Entre risas y prisas terminaron con el tiempo justo para comer algo rápido
y salir hacia la estación para coger el cercanías a Sol. Su hermana la acompañó y
cargó con la maleta hasta allí, pero tras recibir un mensaje de móvil se fue con
mucha prisa dejándola sola.
Sola y nerviosa.
Atacada, más bien.
¿Cuál sería la sorpresa que le tenía preparada Daniel? ¿Qué se traía entre
manos? Estaba deseando volverlo a ver, pasar tiempo los dos juntos, follar.
Follar como antes, sin cronómetro, como si al día siguiente no fuera a salir el sol
y tuvieran que saciarse el uno del otro. En eso pensaba: en hacer el amor hasta
que amaneciera, o hasta que se volviera a poner el sol.
Se frotó la cara, intentando despejarse y eliminar la imagen del cuerpo
desnudo de Daniel de su mente. Ese cuerpo tan perfecto en cada curva, en cada
arista, en cada pliegue. Entonces, como si su subconsciente cobrara vida le
escuchó. Creyó que se estaba volviendo loca, pero no eran alucinaciones suyas,
era su nombre lo que escuchaba. Daniel la llamaba.
—¡Julia! —escuchó a su espalda; se giró de inmediato sorprendiéndose al
encontrarlo rodeado de Guille y Marie. Cruzaban los tres sonrientes por el paso
de cebra a su encuentro. ¿Qué significaba aquello?
—¿Qué hacéis aquí? —exclamó Julia sorprendida. Pero Guille y Marie no
dijeron nada, se miraron cómplices y, cuando llegaron a su altura, se pusieron
detrás de Dani.
—Ven —dijo él, cogiéndola de la mano y colocándola justo en el centro de
la placa del Kilómetro Cero. Ni un beso, ni un hola. Julia no sabía qué esperar.
Los turistas observaban curiosos la escena, pero eso no parecía importarle
mucho a Daniel.
—¿Qué es esto, Dani? —susurró, mirando alternativamente a su hermana,
a su cuñado y a él. Pero cuando vio cómo Daniel abría su cazadora y, con una
sonrisa contenida, sacaba un anillo de una cajita de terciopelo rojo, supo
exactamente lo que se proponía. Se llevó las manos a la boca, sorprendida.
Abrumada.
—Vaya… —contestó un poco alterado—. Esto era bastante más fácil en mi
cabeza. Me acabo de quedar en blanco. —Empezó a reírse, nervioso,
contagiando a Julia. Miró a sus testigos como cogiendo fuerza y empezó a hablar
—. Julia, quiero que este sea nuestro principio, un empezar de nuevo, de cero.
Quiero que olvidemos estos últimos meses y que retrocedamos un poco para
hacer las cosas bien. Hace poco más de un año te pedí aquí, en este mismo lugar,
que te mudaras conmigo, te dije por primera vez te quiero, me terminaste de
enamorar con tu espontaneidad, con tu seguridad en ti misma, con tu simpatía, tu
belleza. —Le cogió una mano y tomó aire—. Hoy te he hecho venir aquí porque
necesito que entiendas algo. Por un momento olvida que dentro de ti crece
nuestro bebé y escucha con atención. —Daniel hincó una rodilla y Julia
comenzó a llorar—. Quiero formar una familia contigo, Julia. Quiero
despertarme junto a ti todos los días de mi vida; pelearnos y hacer las paces,
sentarme a tu lado en el sofá y acariciarte el pelo; verte pintar, bailar contigo,
cocinarte mi bizcocho de chocolate cada vez que me lo pidas. Quiero todo de ti,
Julia. Tus buenos y tus malos momentos, lo quiero todo. Quiero quererte y a
veces odiarte para después quererte de nuevo. Quiero ser tu vida y que tú seas la
mía. —Julia observó cómo empezaba a deslizar el anillo en su dedo anular, pero
se paró a medio camino—: Julia, ¿quieres casarte conmigo?
El sollozo de emoción salió de su pecho antes que su afirmación, así que,
comenzó a asentir con ímpetu mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
Marie, que lloraba casi tanto como su hermana, y Guille la miraron
cómplices y ella intentó vocalizar un trémulo «gracias» antes de enganchar a
Daniel de la solapa de la cazadora y tirar de él hacia su boca.
Le besó. Le besó con desesperación, con vehemencia, incluso con un poco
de rabia porque le pareció que había desperdiciado sus labios durante todos estos
días; meses incluso.
¡Qué tontos habían sido! ¡Qué ciegos!
—Gracias —susurró él contra su boca.
—¿Gracias? ¿Por qué? —dijo ella, radiante.
—Por ser, por estar…, por existir.
Ella volvió a besarle hasta que escuchó los silbidos de su cuñado y los
aplausos de su hermana detrás de ella. Pero no le importó; en realidad nada más
importaba que no fuera aquél hombre, el padre de su hijo; nada era más
importante que aquél instante, aquél momento. Porque lo que de verdad
importaba era empezar de nuevo en el Kilómetro Cero.
26/01/2016

Estoy cantando a pleno pulmón la canción que suena ahora en la radio. No es


para nada mi estilo ni mi rollo, pero da igual porque la vida es maravillosa.
Sí. Estoy contento de cojones. De hecho, ¡estoy feliz!
Esta mañana no quería salir de la cama; verla a ella desnuda a mi lado, con
el pelo enmarañado rodeando su rostro, relajada, satisfecha, es un espectáculo
que no me quiero volver a perder en la vida. La quiero tanto, la amo tanto, que
solo he accedido a salir de casa porque sé que con lo que tengo pensado le voy a
sacar una enorme sonrisa. Una de mis preferidas, la sonrisa de niña golosa.
Ayer estuvimos hablando, entre sesión y sesión de sexo loco y
desenfrenado, y me confesó que le apetecería volver un día a San Ginés a tomar
un chocolate con churros. La primera y la única vez que los probó fue cuando la
llevé a las pocas semanas de empezar a salir juntos. Como vivía en Las Rozas
con su hermana, y trabajaba muchas horas, había tenido muy poco tiempo de
conocer algunos de los sitios típicos de Madrid y yo quise encargarme de
enseñárselos casi todos. El caso es que me confesó que llevaba días pensando en
el chocolate caliente tan rico que tomó allí, ¡y allá voy!, dispuesto a comprar un
termo de chocolate caliente y unos churros para mimar a mi chica. ¡Perdón!, ella
ya no es solo mi chica, es mi futura mujer.
Una señora baja de la acera y me llama para que pare el taxi; yo observo el
panel del taxímetro que permanece apagado, no tengo la luz verde encendida y
tampoco he levantado el cartel de LIBRE del parabrisas, ¿por qué me llama la
buena señora? Cuando me acerco un poco más niego con la cabeza, con una
mueca de disculpa, y sigo cantando.
Pienso que hace un par de meses habría parado sin pensarlo dos veces, sin
embargo ahora mismo mi prioridad es llegar al centro y comprar el desayuno
antes de que Julia se despierte para llevárselo a la cama.
Sonrío y suspiro como un tonto enamorado mientras muevo la cabeza al
compás de La Flaca.
Qué bonito es el amor… ¡Sobre todo cuando se hace!
Me río como un tontainas de mi broma estúpida, pero es que, ¡menuda
reconciliación hemos tenido!
Llegamos el domingo por la tarde a casa dispuestos a celebrar que
volvíamos a estar juntos y que nos íbamos a casar. Estuvimos hablando por el
camino de organizar algo sencillo y rápido, con nuestra familia más allegada y
ya. No necesitamos más; no queremos más.
Me muerdo el labio conteniendo la sonrisa de idiota, al acordarme de
nuestra entrada triunfal en el piso. Tiramos el paragüero de la entrada sin querer
y el cuadro del pasillo que pintó Julia la primera semana que se vino a vivir
conmigo, pero no hicimos caso. Me urgía hundirme en ella, me quemaba la piel,
necesitaba sentirla caliente a mi alrededor; da igual la cantidad de veces que me
he masturbado pensando en ella estos días en completa soledad. Nada es
equiparable a verla desnuda, a tocar su piel, a enterrar mi nariz entre sus tetas y
casi esnifar su aroma.
Por eso no llegamos al dormitorio. Me enterré en ella contra la pared del
pasillo y empujé sin descanso, como si fuera un sueño y tuviera miedo de
despertar en cualquier momento. Pánico a que se convirtiera en humo entre mis
brazos. Pero no fue así; todo lo contrario. Ella estaba igual de ansiosa que yo,
receptiva, húmeda. Fue algo brutal, primario, salvaje.
Paro en un semáforo y me coloco la bragueta, llevo toda la mañana medio
empalmado; mi polla no está muy de acuerdo con que me haya marchado y la
haya dejado sola en la cama, pero la ansiosa tendrá que esperar. Además, tengo
que hacer que Julia recupere fuerzas, que he leído que el primer trimestre es el
más agotador para una embarazada y yo llevo día y medio sin darle tregua. Y eso
no puede ser. Así que dirijo mis pensamientos a mi morcillona erección para que
se calme.
Suena el móvil y se acciona el manos libres del coche.
—¿Diga?
—¡Hijo! —grita mi madre con alegría al otro lado del teléfono.
Y así es como se baja una erección de golpe; ¡gracias mamá!
—Hola —contesto, sospechando del tono de voz y pensando que quizá
sepa algo.
—Por fin te localizo, ayer fue imposible hablar contigo, pero cuando llamé
a Guille me dijo que intentara hablar contigo hoy —me dice a toda prisa.
Estrecho los ojos y miro por un momento al móvil que descansa en el asiento del
copiloto con recelo. Guille. Ya.
—¿Y no te dijo nada más? —indago con cierto sarcasmo.
—Nada de nada; por eso te llamo hoy. —¿Pero en realidad se piensa que
va a colar semejante mentira?—. ¿Qué pasó al final, hijo? ¿Conseguisteis
hablar? ¿Hicisteis las paces? ¡Dime algo, por Dios, que me tienes en ascuas!
—Ay mamá, mamá, ¿qué voy a hacer contigo? —Niego e intento darle un
poco de credibilidad a sus palabras, darle un voto de confianza.
—Quererme como hago yo contigo. Desembucha. —Río con ganas y me
apresuro a contestarle antes de que a la buena mujer le dé un síncope.
—Pues ayer me pillaste en plena reconciliación; me resultó imposible
coger el teléfono. Lo siento. —Aunque por el tono que he utilizado estoy seguro
de que mi madre sabe que no lo siento en absoluto.
—¿De verdad, hijo? —me pregunta con tono esperanzado—. ¿Lo habéis
arreglado ya?
—Hemos hablado mucho; lógicamente todavía está todo muy reciente y
nos tenemos que sentar a hablar largo y tendido, pero yo creo que vamos por
buen camino. —A lo mejor debo contarle mi declaración en la Puerta del Sol,
pero no creo que sea el momento.
—Quiero verla —me pide ella y yo acepto de inmediato ya que la misma
Julia me dijo que se moría de ganas de ver a mis padres.
—¿Nos invitáis a comer? —Me autoinvito pensando que sería un buen
momento para contarles lo de la boda.
—¡Pues claro! ¿Nos vais a enseñar el anillo?
—¡Será cabrón! —exclamo, cagándome en mi hermano—. ¡Lo sabía! ¡Es
que lo sabía! Es incapaz de estarse callado. ¿Será bocazas? Claro que, la culpa es
mía por contar con él en lugar de llevarme a Celia que es lo que tenía que haber
hecho, porque encima de poca ayuda fue a la hora de escoger el anillo.
—¡Daniel! —me llama la atención, pero yo la ignoro.
—Es un bocachancla, mamá, no le defiendas —digo, enfadado por
haberme jodido la sorpresa.
—Claro que le defiendo, ¡es el único que me tiene al tanto de todo! —
Niego con la cabeza, dejándolos por imposibles. A los dos porque siempre hacen
comandita. Así no hay quien tenga un secreto en esta familia, coño.
—Ya hablaré yo con él; ni una sorpresa me respeta el mamón. En fin; luego
te veo mamá.
—No te enfades, anda; si en el fondo es culpa mía, que ya sabes que me
puede la vena cotilla y en definitiva soy irresistible. ¿Cómo se va a negar si se lo
pide su madre? —Pongo los ojos en blanco.
Me despido de mala leche y cuelgo.
Voy a matar a Guille.

Llevo a Julia sentada a mi lado. Está hablando por teléfono con su jefa en
francés y escucharla me está poniendo tontorrón. Bueno, llevo tontorrón desde el
domingo, la verdad. El caso es que ayer le pidió los dos días de asuntos propios
que le debían del año pasado y parece que todo son problemas, como si no
supieran vivir sin ella, aunque yo en ese sentido la entiendo, la verdad.
Cuelga y yo me giro a mirarla. Parece enfadada.
—¿Todo bien? —pregunto mientras cojo su mano y se la beso.
—Sí. Es que hoy han recibido el avance de la nueva temporada y están
como locas. Pero me da igual, que se las apañen ellas. Hace mucho que no
desconectamos tú y yo; he aprovechado para decirle que todavía me debe días de
vacaciones del año pasado y que me las pienso coger en breve.
—Es verdad, el año pasado ni siquiera nos fuimos de vacaciones —digo
pensando que estaba muy ocupado trabajando hasta en verano, ya que fue
cuando mi economía empezó a resentirse por haber dejado el radiotaxi.
—Fue cuando empezaron nuestros problemas, —dice ella arrugando la
nariz, en un gesto muy gracioso—, pero no lo pienses ahora. Acuérdate que
hemos decidido empezar de cero. Por eso es normal que tengamos unos días
libres. Además, creo que nos van a venir de perlas. —Ella me sonríe, pícara, y
yo le devuelvo la sonrisa. La adoro.
—¡Hey! —exclamo de pronto—. ¿Qué te parece si la semana que viene
nos vamos los dos por ahí?
—¿Un viaje? —me pregunta con los ojos como platos, ilusionada.
—Un viaje, ¿te apetece? —propongo, pensando en mil planes que hacer
con Julia. ¡París! Un viaje a París, para que me enseñe la ciudad donde nació y
me presente a la poca familia que tiene allí.
Llego a la calle de mis padres y encuentro un sitio para aparcar justo en la
puerta.
—¿¡Que si me apetece!? ¡Me parece una idea genial! —Empieza a dar
palmas y, antes de empezar la maniobra para aparcar, se lanza a mis brazos.
—Pues déjamelo todo a mí; quiero sorprenderte —comento contra su boca
justo antes de besarla con hambre, como si hubiera pasado un lustro, en lugar de
una hora, desde la última vez que le hice el amor.
—Dani, —susurra contra mis labios—. Nos están esperando tus padres.
—Sí, sí …—contesto también en un susurro—… mis padres.
Pero no hago caso porque hundo de nuevo mi lengua en su cavidad y mis
manos, que actúan como si tuvieran vida propia, se empeñan en tocar su piel
debajo de la ropa. La deseo. La deseo todo el tiempo, pero me detengo cuando
noto que se aleja un poco de mí.
—En serio. —Sonríe y me rasca la barba; me dan ganas de ponerme a
ronronear—. Me estoy imaginando a tu madre asomada al balcón y ansiosa por
vernos.
Me río a carcajadas, porque tiene razón. Como mi madre vea el coche
desde la ventana y no salgamos en un tiempo prudencial es capaz de bajar a ver
qué pasa.
—Está bien. ¿Quieres subir tú mientras termino de aparcar?
—De acuerdo. —Me da un pico en los labios, coge sus cosas y sale del
taxi. Y yo me pierdo en el bamboleo de sus caderas.
Qué culo tiene. Me encanta morderlo, es superior a mí. Humedezco mis
labios y casi sin darme cuenta me pongo a pensar en una de tantas veces que
hemos hecho el amor esta noche.
Sus manos, ancladas en mi pecho me hacían daño de lo fuerte que
apretaba, pero no me importó lo más mínimo. Quería sentirla a toda costa,
aunque doliera, porque prefería mil veces eso a no tenerla a mi lado. Subí las
mías hasta sujetar sus tetas, un poco más voluminosas, más duras, e intenté no
apretarlas con fuerza porque ya se había quejado de que le dolían mucho. Me
centré en su boca entreabierta y en el lento vaivén de sus caderas, y tuve que
cerrar los ojos con miedo a terminar como un pre púber; era demasiado
placentero, demasiado intenso y la quería esperar para terminar los dos juntos.
Sentí su aliento en mi cara y abrí los ojos, su mirada cargada de deseo me hizo
enloquecer; me incorporé solo un poco abrazando su cintura con un brazo y me
apoyé en el colchón con el otro, aguantando sus envites cada vez más rápidos.
Sus brazos rodearon mi cuello y aplastó su pecho contra el mío antes de acelerar
el ritmo hasta volverlo casi frenético.
Nos besamos mil veces, respirándonos. Y en cada uno de esos besos nos
entregamos por completo. Hubiéramos querido alargar ese momento hasta el
infinito, pero el orgasmo nos sorprendió a ambos casi al mismo tiempo,
dejándonos hechos polvo sobre la cama.
Suspiro como un gilipollas y comienzo la maniobra para aparcar el coche.
Pero no me quito del pensamiento esa escena. Los dos en la misma postura, sin
movernos ni un ápice, abrazados, con nuestros sexos palpitando, mi semen
deslizándose entre los dos. Julia cogió mi cara y me besó dulcemente en la
frente, en los párpados, en la nariz, en las mejillas, en la boca.
—Te he echado tanto de menos —me dijo entonces—. Pero no desde estos
días, desde antes de irme; en realidad llevo meses haciéndolo.
—Lo sé. Lo siento —contesté acariciando su espalda, su culo, sus piernas.
—No debí marcharme. No debí alejarte —empieza a decir ella de nuevo.
No para de culparse, como si al ir pasando las horas fuera cada vez más
consciente de todo lo que ha pasado desde la Noche de Reyes.
—No pienses más en eso, Julia. Eso ya no importa. —Introduje mi mano
entre ambos y toqué su vientre todavía plano—. Lo que importa es que aquí
dentro está creciendo algo que hemos creado tu y yo, una mezcla perfecta de
ambos; el resultado de nuestro amor. Lo que ahora importa es que vamos a
formar una familia, y que vamos a confiar el uno en el otro sobre todas las cosas.
Lo que importa es que te quiero y que tú me quieres. Que este momento, esta
reconciliación, será nuestro kilómetro cero y que desde aquí emprenderemos
miles de caminos.
Se emocionó de nuevo con mis palabras y me besó antes de separarse un
poco y observar detenidamente mi mano extendida sobre su tripa; se mordió el
labio antes de entrelazar sus dedos con los míos. Despacio se levantó para
sacarme de su interior y se acomodó sobre mis muslos.
—Madre mía, Dani —dijo con sus ojos brillando de emoción—. ¿Eres
consciente de que aquí dentro está creciendo una personita?
—De personita nada, está creciendo una pequeña princesa —añadí yo con
una sonrisa como la que tengo ahora.
—De eso nada; está creciendo un pequeño superhéroe —rebatió
palmeando mi brazo. Volví a acariciar su tripa.
—No, no, no. Aquí dentro está creciendo una Cloé en potencia. Una niña
con pequeños rizos rubios y sonrisa pícara que me volverá loco. De hecho ya me
tiene totalmente enloquecido.
—¡Qué va! ¿Cloé? ¿De dónde has sacado ese nombre? —me dijo riéndose
a carcajadas y dándome un pequeño empujón.
—De internet. —Me recosté con los codos apoyados en el colchón y la
miré hambriento de ella de nuevo. Pero ella se levantó para coger el paquete de
toallitas y poder limpiarnos.
—Como se entere tu hermana de que le quieres poner ese nombre tan
repipi seguro que te da una colleja. —Siguió riéndose y yo me perdí un poco en
sus gestos, en su sonrisa, en su mirada; estaba más bonita que nunca, tenía un
brillo especial, transmitía plena felicidad—. Además no va a ser una princesa; va
a ser chico, un mini tú, moreno de ojos grandes y se va a llamar Paco.
—¡Ni de coña! ¿¡Paco!? —exclamé escandalizado—. ¿Por qué le quieres
poner Paco? ¿Cómo eres tan cruel? —pregunto, exagerando un poco mi reacción
—. ¡Por encima de mi cadáver!
—¿Y qué tiene de malo el nombre de Paco? —preguntó ella poniéndose de
rodillas en el colchón y con los brazos en jarras en su gloriosa desnudez—. A mí
me gusta mucho. Tan español, tan de aquí.
—Mi hijo no se va a llamar Paco, punto. Además, ¿qué tiene de malo
Cloé? —contesté yo cruzando los brazos sobre mi pecho. Ambos nos miramos y
antes de decir nada más, Julia se abalanzó sobre mí y empezó a hacerme
cosquillas—. ¡Para! —dije riendo e intentando frenarla con cuidado de no
hacerle daño—. Para, y deja a mi Cloé tranquila.
—¡No será Cloé! ¡Será Paquito! —dijo poniéndose de nuevo a horcajadas
y hundiendo sus pequeños dedos en mi abdomen y en mis costados.
—¡Jamás! —grité antes de ponerme a reír. Sí, tengo muchas cosquillas y
ella sabe el lugar exacto donde encontrarlas.
Le cogí de las manos, la tiré sobre mí y nos di la vuelta sobre la cama,
procurando no aplastarla.
—¡Paco! —dijo ella jadeando por el esfuerzo.
—¡Cloé! —refuté antes de abalanzarme sobre ella de nuevo.
Despierto de mi ensoñación cuando escucho unos golpes en el cristal.
Levanto la vista y me encuentro la cara interrogante de Julia. Miro a mi
alrededor, estoy aparcado, pero sigo con el coche encendido. ¿Cuánto tiempo
llevo aquí quieto perdido en mis pensamientos? Bajo la ventanilla del taxi y mi
futura mujer se asoma por ella.
—¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? —pregunta frunciendo un poco el ceño.
Yo me apresuro a quitarme el cinturón.
—¿No están en casa? —Saco la llave del contacto y cojo mis cosas.
—La verdad es que no he llamado, he preferido subir contigo. —Se
muerde el labio. Tiene cara de preocupación y me arrepiento de haberla traído
tan pronto.
—¿Te da miedo? ¿Quieres que lo dejemos para otro momento? A lo mejor
ha sido un poco precipitado venir hoy a comer.
—¡Para nada! —corta ella antes de que siga diciendo tonterías—. Pero
después de lo mal que te lo he hecho pasar, me da un poquito de miedo
enfrentarme a solas con tu madre.
Yo la miro a los ojos y sonrío con dulzura. Subo la ventanilla y abro la
puerta del taxi, dispuesto a salir, coger a Julia de la mano y enfrentarnos juntos a
mi familia, pero no porque vayan a ir en contra de Julia, ¡qué va! Si no porque
mi madre va a ser una lapa con ella; empezará a darle mil consejos sobre el
embarazo, la lactancia, lo importante que es la alimentación en el embarazo. Va a
volverla un poco loca.
Niego divertido, quitándome esa intranquilidad de encima ya que estoy
convencido de que será Julia la que haga mil preguntas a mi madre.
Me doy la vuelta para coger la cazadora de cuero y miro el asiento trasero
del taxi, vacío, desocupado, sin clientes.
Y así se va a quedar hasta la semana que viene, porque pienso dedicar mi
tiempo libre a buscar un sitio donde alojarnos en París, a hacer un buen plan de
trabajo, a remodelar algunas zonas de la casa y, por petición popular, a hacer
bizcocho de chocolate para Julia.
Epílogo

EPÍLOGO

11/10/2016
Bostezo por enésima vez en lo que llevo al volante mientras cambio de emisora.
No he pegado ojo en toda la noche. La verdad que ha habido momentos de
plena desesperación. Cloé lloraba y lloraba y no éramos capaces de saber qué le
pasaba, ni de calmarla.
Hasta a Julia se le saltaban las lágrimas de pura impotencia y yo he tenido
un par de momentos en los que casi pierdo los papeles.
Hemos esperado a que fuera una hora prudencial para hablar con mi madre.
«Eso es el cólico del lactante», nos ha dicho cuando la hemos llamado
desesperados; me ha mandado buscar los masajes del sol y la luna en Internet y
eso he hecho. Tutoriales en Youtube, blogs para padres primerizos y capítulos
enteros de pediatras especializados que me he apresurado a comprar. Madre mía,
casi me vuelvo loco entre tanto enlace, ventanita emergente y mierdas varias,
pero al final lo hemos hecho bien y hemos conseguido calmarle las molestias un
poco.
Eran ya las diez de la mañana cuando le he pedido a Julia que se echara un
rato mientras yo me quedaba con mi pequeña princesa; por lo menos hasta que
me fuera a trabajar. Ni me ha discutido, me ha mirado con tristeza y agotamiento
y se ha metido en nuestro cuarto a aprovechar la hora y media que me quedaba
para irme. Yo me he quedado en el sofá, con Cloé boca abajo sobre mi estómago,
completamente dormida, disfrutando de ese momento. He intentado calmarla
con mi respiración y colocar su cabeza de tal manera que escuchara los latidos
de mi corazón. Parecerá una moñada, pero lo he leído en uno de esos blogs y he
creído que podría funcionar. Así he estado un buen rato, totalmente concentrado
en mi respiración, hasta que he conseguido que se quedara profundamente
dormida; me he levantado con cuidado y la he dejado en el capazo, no porque
me apeteciera, sino porque tenía que prepararme para empezar mi jornada
laboral.
Miro el semáforo de Arturo Soria que sigue en rojo y después al frente.
Bostezo. Está claro que hoy va a ser un día muy largo; pienso en mis chicas y
automáticamente sonrío. Mi reina y mi princesa; ¡cómo las quiero!
Giro por la calle José del Hierro y avanzo un poco hasta darme cuenta de
que estoy en la misma calle donde Julia me dejó, un poco más abajo. Y que en la
gasolinera que acabo de dejar a mi izquierda fue donde preferí coger un último
cliente antes que volver a casa y hacer las paces con ella, pensando que
tendríamos tiempo de hablar esa noche, cuando llegara.
Podía haber sido distinto; podía no haber cogido a ese cliente, haber llegado
a casa y haberme enzarzado en otra pelea absurda. Sí, claro que podía haber sido
distinto, pero no lo fue. Las cosas pasan por algo, todo acto conlleva una
consecuencia, y en este caso la consecuencia ha sido aprender de nuestros
propios errores, saber respetarnos, conocernos mejor, aprender a confiar el uno
en el otro y saber ceder un poco, lo justo para no agobiar al otro.
Paro el coche en el siguiente semáforo y observo a la gente cruzar el paso de
cebra. Una chica joven, morena de pelo largo, que va empujando un cochecito,
llama mi atención. Su cara me suena de algo, aunque no logro ubicarla. Va
hablando con una señora más mayor que ella. Se ríe y me mira.
Sí. Definitivamente la conozco de algo y ella ha debido reconocerme a mí
porque abre los ojos como platos, sonríe y me saluda. ¿Y esta chica quién será?
Se está acercando y pienso que a lo mejor estoy equivocado y lo que quiere
es coger el taxi, ya que está libre. Deja el carrito en la acera para que lo vigile la
señora mayor y se para en la puerta del copiloto, expectante; yo bajo la
ventanilla.
—¿Daniel? —Frunzo el ceño ante el sonido de mi nombre; de verdad me
conoce—. Soy Isabel, ¿te acuerdas de mí?
Empiezo a negar y me dispongo a decirle que no tengo el placer, pero una
imagen cristalina asalta mi mente. Ella llorando en la parte trasera de mi taxi. ¡Es
la chica de la píldora del día después!
—¡Sí! —exclamo sorprendido, porque mira que es grande Madrid—. Ahora
caigo, perdona por no haberte reconocido antes.
—No te preocupes. No te vas a acordar de todo el mundo que entra en tu
taxi. —La sonrisa que me lanza es radiante, nada que ver con la chica que
lloraba compungida en el asiento de atrás.
—No te creas; tengo muy buena memoria. —Y precisamente por eso, miro
detrás de ella, hacia el carrito de bebé, y luego vuelvo a mirarla a ella. No me da
tiempo a preguntar nada, porque ella empieza a hablar sin más.
—Cuando aquella noche llegué a casa me esperaba mi madre, muy
preocupada porque era la Noche de Reyes y no estaba en mi cama.
—Ya… —Quiero decirle que no hace falta que me dé explicaciones, pero
ella continúa hablando, como si tuviera que explicarse, o como si quisiera, de
algún modo, hacerme partícipe de su historia. Me siento violento al estar yo
sentado y ella fuera, de pie.
—Te hice caso. Hablé con la gente que me conocía. Y bueno, hace una
semana nació Daniela. —La miro sorprendido y me quedo con cara de gilipollas.
—¿Le has puesto mi nombre? —pregunto solo por asegurarme.
—¡Pues claro! En realidad, no podía haberle puesto otro; gracias a ti, ella
está aquí. —Se escucha un llanto procedente del carrito y ella se da la vuelta
para comprobar que está todo bien. Me mira de nuevo y se separa un poco de la
ventanilla—. Me tengo que ir. Ha sido un placer encontrarte de nuevo.
—Igualmente Isabel. Cuidaos. ¡Quién sabe! Puede que con el tiempo
volvamos a vernos. ¡Ah! —Abro la guantera y saco una de las tarjetas que me ha
diseñado mi mujer. Mi mujer… qué bien suena eso—. Por si alguna vez
necesitas un taxi. Que sepas que lo tengo totalmente equipado para viajar con tu
bebé.
Le tiendo la tarjeta y ella la mira con curiosidad.
—Vaya, muchas gracias. ¿Sabes? puede que te llame más pronto que tarde.
—Se despide con prisa, ya que los coches empiezan a pitar detrás de mí, y agita
la tarjeta como si quisiera decirme que me llamará. Nos sonreímos, cómplices.
Yo le devuelvo el saludo mientras observo a Isabel llegar a la acera y hablar
con la que supongo será su madre, me señala y yo espero. La mujer levanta la
vista y me mira, sonriendo también. Yo asiento a modo de saludo y arranco para
seguir mi camino, no sin antes ver cómo Isabel guarda la tarjeta en el monedero.
Joder, qué casualidad. El mundo es un pañuelo «lleno de mocos», añadiría
Celia; qué curioso habernos encontrado entre tanta gente. Madre mía; aquél
chico la dejó embarazada y prefirió tenerlo. Quizá algún día me llame, quizá
entonces me atreva a preguntarle en qué momento decidió cambiar de idea, si
fue antes o después de mi consejo.
Llevo seis meses utilizando esas tarjetas y la verdad es que han dado muy
buen resultado. A parte de que el dibujo del logotipo que me ha hecho Julia es
precioso, la verdad es que ofertar un taxi con todas las seguridades para llevar a
bebés y niños pequeños está siendo un gran acierto. La creatividad y
personalidad de Julia ha invadido mi negocio y me encanta.
Ahora participa más, se preocupa, me pregunta y piensa y repiensa en cómo
puedo optimizar mi tiempo en el taxi.
Ideó todo este tema de las tarjetas de visita con propaganda para los padres
usuarios de taxis y se le ocurrió realizar un plan de rutas. Dividiendo zonas por
días: viernes, domingos y lunes me voy turnando entre aeropuerto y estaciones
de trenes. Un fin de semana al mes libro, y las semanas que trabajo enteras libro
uno entre semana. Los sábados me doy paseos por el centro y el resto de la
semana suelo trabajar temprano y terminar antes de las seis.
Ahora solo trabajo de noche o de madrugada cuando me llaman para realizar
algún servicio concreto. Aunque la verdad es que desde que soy papá, evito un
poco estos encargos. Prefiero quedarme en casa con mis chicas, aprovechar al
máximo mi tiempo con ellas.
El caso es que la idea de las tarjetas, tener el coche limpio y cuidado, llevar
en el maletero una silla para niños pequeños y mi don de gentes ha hecho que
tenga bastante clientela fija, a los que he cogido bastante cariño. Pero hoy por
hoy ni si quiera por ellos soy capaz de cambiar mi tiempo en familia.
Mi familia, la que yo he querido crear; aquella por la que he apostado, por la
que he luchado, por la que apenas duermo y que me crea ansiedad.
La adoro.
Julia es mi mujer, mi amiga, mi asesora comercial, mi cómplice, mi media
naranja, ¡qué coño! Julia es mi naranja entera. Con ella soy yo, sin sombras del
pasado, sin fantasmas que me hagan acordarme de que hace mucho tiempo fui
otra persona.
Con Julia hablo mucho, y me río más; con ella discuto y hago las paces;
muchas veces por si acaso con una sola vez no es suficiente. Julia me hace tocar
el cielo y, a veces, me lleva hasta el infierno más profundo. Con ella es todo, y
todo el rato.
Disfruto tanto de cada uno de nuestros momentos, de nuestro tiempo juntos,
que podría decirse que, hoy por hoy, soy plenamente feliz. Y si bien el día que
nos casamos delante del juez del ayuntamiento de la Plaza Mayor, en la Casa de
la Panadería, le prometí a Julia que estaba loco perdido por sus huesos y que
jamás tendría ojos para otra mujer, mentí como un bellaco, porque ahora mi
corazón se ha dividido en dos mitades perfectas: una es de Julia, mi compañera
de viaje, y otra de Cloé, mi niña, mi princesa.
Jamás pensé que pudiera querer alguna vez a alguien más que a Julia,
mucho menos a alguien a quien apenas acabas de conocer; y pienso con ilusión
en cuántas porciones perfectas sería capaz mi corazón de dividirse. Estoy seguro
que hasta el infinito. Aunque tengo que frenar mis pensamientos ahí, porque
como le diga a mi chica que quiero que me haga padre de nuevo, seguramente
me tire las pezoneras a la cara o, lo que es peor, el sacaleches, y eso hace más
daño.
Suspiro y subo el volumen de la música que llevo de fondo en el taxi
mientras pongo rumbo a Atocha.
De momento la vida me sonríe. Habrá que aprovechar para ser feliz.

- FIN -
Agradecimientos

En primer lugar tengo que agradecerte a ti, lector@, por haberte subido al taxi
de Daniel y haberte dejado llevar a través de su historia.
Muchas, muchísimas gracias a mi marido, por servirme de ejemplo y de
apoyo. Por no tomarme por loca cuando le conté mis planes, por guardarme su
sonrisa para mí. Gracias.
A mi hijo, porque me ha hecho ver la vida a través de sus ojos.
Gracias al foro de crepúsculo, en el que empecé a dejarme llevar por la magia
de las letras, y a la gente tan maravillosa que me encontré allí: Nury, Nuria,
Cristina, Marieta, Teresa, Maria José, Mery, Anuska, Pe, Vero, Sira, Reby.
Gracias por haberme apoyado desde el principio. Y a las que vinieron después
para quedarse: Mónika y Ana Ebrume.
A Mábel, por ser la estrella cuya estela nos sirve de guía. Gracias por
ayudarnos, por animarnos, por ser nuestro ejemplo. Eres grande amiga.
Y así, en bloque, gracias s mis hermanas del alma, a mis infinitas. Por su
dedicación y entrega, por su apoyo incondicional, por las sugerencias, las
correcciones, los comentarios, las llamadas de atención, por aguantar mis
desvaríos y por seguirme en esta locura.
Ela, mi clon, gracias por hacerme hueco en tu vida y por darme tu valioso
tiempo para ayudarme en este proyecto. Por ser mi prelectora y beta, y por
adoptar a mis personajes. Te quiero, bonita.
May, mi pequeMay, gracias porque a pesar de todo lo que llevas a cuestas no
me has dejado ni a sol ni a sombra, por tu cariño y dedicación, por tus consejos
(a todos los niveles), por cederme tu espacio y tu tiempo tan escaso últimamente,
por preleer, por requeteleer, por betear y requetebetear. Pero sobre todo por
formar parte de mi vida. Gracias.
Y tengo que hacer una mención especial a mi amiga Anaidam. Gracias niña,
porque estás ahí, al otro lado, a pesar de todo lo que te ha pasado últimamente;
por animarme y apoyarme desde la primera entrada que publiqué en el foro, por
seguir a mi lado durante todos estos años, por ser mi referente, mi luz, mi guía.
Por ser un pozo de sabiduría. Por ser mi prelectora, mi beta, pero sobre todo, por
ser mi sis.
Y muchas gracias también a mis niñas que vinieron después pero que se
implicaron desde el momento en que me confesé y dije, “Hola, soy Mercedes, y
me encanta escribir”: Cristina, Mar y Natalia. Cristina, por animarme desde que
te conocí, por servirme de diccionario, de fuente de ideas y por las charlas
hablando de mi taxista. Lo que te echo de menos, jodía. Mar y Natalia, por
servirme de apoyo en esta locura, porque cuando os pedí el favor no dudasteis en
decirme ¡Sí! Mil millones de gracias.
A mi compi de curro, y tocaya, Mercedes. Gracias por no chivarte…
(Introducir el emoticono del guiño sacando la lengua justo aquí).
A mi familia, a mis padres y hermanos, cuñados y sobrinos, porque cuando
me confesé ninguno salió corriendo despavorido. Gracias por estar ahí y ser
fuente de inspiración en muchos momentos de esta historia. Papá, gracias por
regalarme mi primera pluma. Mamá, gracias por contarme la primera historia de
amor. Miguel, Mario, gracias por demostrarme que currando duro se sacan las
cosas adelante. Que si quieres algo puedes conseguirlo. Gracias por todo.
A mi cuñado Adolfo por cederme las imágenes para hacer la portada, por la
rapidez en hacerlas y por captar a la primera lo que tenía en mente.
A mi sobrino político Javier Cortés @cortesgraphy por ser casi mi diseñador
de portadas oficial. Por sacar tiempo de la nada a pesar del curro tan estresante
que ha tenido este año.
Y para terminar gracias a Metro de Madrid y a Polenta café por servirme de
despacho improvisado y de espoleadores de musas.

Kilómetro Cero no termina aquí, dentro de unos meses encontraréis más


sorpresas en mi blog:
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También podéis seguirme en mi cuenta en Twitter @dulceml1 y en Instagram
@dulce_merce

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