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ARTICULOS DE FE JAMES E.

TALMAGE
religiosos y sociales que deben su origen, como instituciones del siglo xix, al ministerio de este hombre, le dan
una importancia individual que exige una consideración seria e imparcial.
Su Parentela y Juventud. — José Smith, el cuarto hijo y el tercer hombre de una familia de diez, nació el
23 de diciembre de 1805 en Sharon, Condado o Distrito de Wíndsor, Estado de Vermont. Fue hijo de José
Smith y Lucía Mack de Smith, una pareja honrada, quienes a pesar de su pobreza vivían felizmente en su
ambiente doméstico de industria y frugalidad. Cuando José tenía diez años, la familia salió de Vermont y se
estableció en el Estado de Nueva York, primeramente en Palmyra, y más tarde en Mánchester. En este último
lugar el futuro profeta pasó la mayor parte de los días de su niñez. Igual que sus hermanos y hermanas, recibió
muy poca instrucción; y los sencillos rudimentos de una educación que pudo adquirir por medio de una
aplicación sincera se debió mayormente a sus padres, quienes siguieron la regla de dedicar parte de su tiempo
desocupado a la instrucción de los niños menores de la familia.
En cuanto a sus inclinaciones religiosas, la familia favorecía la iglesia presbiteriana; de hecho, la madre y
algunos de los hijos se unieron a esa secta; pero José, aunque impresionado favorablemente durante algún
tiempo por los metodistas, no quiso hacerse miembro de ninguna de las sectas, encontrándose muy confuso por
causa de la contienda y disensiones que se manifestaban entre las iglesias de aquella época. Tenía razón de
esperar ver en la Iglesia de Cristo unidad y armonía; sin embargo, en aquellas sectas contenciosas sólo vió
confusión. Cuando José entró en los quince años, la región en donde vivía se vió envuelta en una tempestad de
violenta agitación religiosa, la que, empezando con los metodistas, pronto se generalizó entre todas las sectas;
hubo avivamientos y servicios prolongados, y las vergonzosas manifestaciones de aquella rivalidad sectaria
fueron muchas y diversas. Estas condiciones aumentaron a la pesadumbre del jovencito que sinceramente
buscaba la verdad.
Su Búsqueda y el Resultado.—He aquí el relato del mismo José Smith en cuanto a su manera de
proceder:
En medio de esta guerra de palabras y tumulto de opiniones, a menudo me decía a mí mismo: ¿Qué se
puede hacer? ¿Cuál de todos estos partidos tiene razón; o están todos en error? Si uno de ellos está en lo justo,
¿cuál es, y cómo podré saberlo?
Hallándome en medio de las inmensas dificultades que las contenciones de estos partidos de religiosos
originaban, un día estaba leyendo la Epístola de Santiago, primer capítulo y quinto versículo, que dice: Si alguno
de vosotros tiene falta de sabiduría, demándela a Dios, el cual da a todos abundantemente, y no zahiere; y le será
dada.
Nunca un pasaje de las Escrituras llegó al corazón de un hombre con más fuerza que éste en esta ocasión
al mío. Parecía introducirse con inmenso poder en cada fibra de mi corazón. Lo medité repetidas veces, sabiendo
que si alguna persona necesitaba sabiduría de Dios, esa persona era yo; porque no sabía qué hacer, y, a menos
que pudiese lograr más sabiduría de la que hasta entonces tenía, jamás llegaría a saber; pues los maestros
religiosos de las diferentes sectas interpretaban los mismos pasajes de las Escrituras de un modo tan distinto, que
destruía toda esperanza de resolver el problema con recurrir a la Biblia.
Por último, llegué a la conclusión de que tendría que permanecer en tinieblas y confusión, o, de lo
contrario, hacer lo que Santiago aconsejaba, es decir, pedir a Dios. Al fin tomé la determinación de pedir a Dios,
habiendo concluido que si él daba sabiduría a quienes carecían de ella, y la impartía abundantemente y sin
zaherir, yo podría aventurarme.
Por consiguiente, de acuerdo con esta resolución mía de acudir a Dios, me retiré al bosque para hacer la
prueba. Fué en la mañana de un día hermoso y despejado, en los primeros días de la primavera de 1820. Era
la primera vez en mi vida que hacía tal intento, porque en medio de toda mi ansiedad no había procurado orar
vocalmente sino hasta ahora.
Después de haberme retirado al lugar que previamente había designado, mirando a mi derredor y
encontrándome solo, me arrodillé y empecé a elevar a Dios los deseos de mi corazón. Apenas lo hube hecho,
cuando súbitamente se apoderó de mí una fuerza que completamente me dominó, y fué tan asombrosa su
influencia que se me trabó la lengua de modo que no pude hablar. Una espesa niebla se formó alrededor de mí, y
por un tiempo me pareció que estaba destinado a una destrucción repentina.
Mas esforzándome con todo mi aliento para pedirle a Dios que me librara del poder de este enemigo que
me había prendido, y en el momento preciso en que estaba para hundirme en la desesperación y entregarme a la
destrucción—no a una ruina imaginaria, sino al poder de un ser efectivo del mundo invisible que tenía tan
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