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A pedido de amigos muy apreciados he consentido en esbozar brevemente lo que he

experimentado y he visto, con la esperanza de que esto aliente y fortalezca a los humildes y
confiados hijos del Señor. PE 11.1
Me convertí a la edad de once años, y cuando tuve doce fuí bautizada y me uní con la Iglesia
Metodista
. 1 ] A la edad de trece años, oí a Guillermo Miller pronunciar su segunda serie de conferencias
en Portland, Maine. Sentía entonces que no había santidad en mí y que yo no estaba lista para ver al
Señor Jesús. Así que cuando se invitó a los miembros de la iglesia y a los pecadores a que pasasen
al frente para que se orase por ellos, acepté la primera oportunidad, porque sabía que era necesario
que se hiciese una gran obra en mi favor a fin de que quedase preparada para el cielo. Mi alma tenía
sed de la salvación plena y gratuita, pero no sabía cómo obtenerla. PE 11.2
En 1842 concurrí asiduamente a las reuniones adventistas celebradas en Portland, y creí
sinceramente que el Señor iba a venir. Tenía hambre y sed de una salvación completa, de estar en
absoluta conformidad con la voluntad de Dios. Día y noche luchaba para obtener ese tesoro
inestimable, que no podría comprarse con todas las riquezas de la tierra. Mientras estaba postrada
delante de Dios para pedirle esa bendición, se me presentó el deber de ir a orar en una reunión
pública de oración. Nunca había orado en alta voz en reunión alguna, y rehuía este deber, pues
temía que si intentaba orar me llenaría de confusión. Cada vez que me presentaba al Señor en
oración secreta recordaba ese deber que no había cumplido, hasta que dejé de orar y me sumí en la
melancolía, y finalmente en profunda desesperación. PE 11.3
Permanecí tres semanas en esta condición mental, sin que un solo rayo de luz atravesase las
densas nubes de obscuridad que me rodeaban. Tuve entonces dos sueños que me comunicaron un
débil rayo de luz y esperanza.
1  Después de esto, consulté a mi consagrada madre. Ella me explicó que yo no estaba perdida,
y me aconsejó que fuese a ver al Hno. Stockman, quien predicaba entonces a los adventistas de
Portland. Yo le tenía mucha confianza, pues era un devoto y muy querido siervo de Cristo. Sus
palabras me alentaron y me dieron esperanza. Regresé a casa y volví a orar al Señor, a quien le
prometí que haría y sufriría cualquier cosa con tal de que el Señor Jesús me sonriese. Se me
presentó el mismo deber. Iba a realizarse esa noche una reunión de oración y asistí a ella. Cuando
otras personas se arrodillaron para orar, me postré con ellas temblando, y después que dos o tres
hubieron orado, abrí la boca en oración antes que me diera cuenta de ello, y las promesas de Dios
me parecieron otras tantas perlas preciosas que se recibían con sólo pedirlas. Mientras oraba, me
abandonaron la carga y la agonía que durante tanto tiempo me habían oprimido, y la bendición de
Dios descendió sobre mí como suave rocío. Di gloria a Dios por lo que sentía, pero deseaba más.
Sólo la plenitud de Dios podía satisfacerme. Llenaba mi alma con un amor inefable hacia el Señor
Jesús. Sobre mí pasaba una ola de gloria tras otra, hasta que mi cuerpo quedó rígido. Perdí de vista
todo lo que no fuese el Señor Jesús y su gloria, y nada sabía de cuanto sucedía en derredor mío. PE
12.1
Permanecí mucho tiempo en tal condición física y mental, y cuando me percaté de lo que me
rodeaba, todo me pareció cambiado. Todo tenía aspecto glorioso y nuevo, como si sonriese y
alabase a Dios. Estaba yo entonces dispuesta a confesar en todas partes al Señor Jesús. En el
transcurso de seis meses ni una sola nube obscureció mi ánimo. Mi alma bebía diariamente
abundantes raudales de salvación. Pensando que quienes amaban al Señor Jesús debían amar su
venida, fuí a la reunión de clases [en la Iglesia Metodista] y conté lo que Jesús había hecho por mí y
cuánta satisfacción experimentaba al creer que el Señor venía. El director me interrumpió diciendo:
“Gracias al metodismo;” pero yo no podía dar gloria al metodismo cuando lo que me había
libertado era Cristo y la esperanza en su pronta venida. PE 12.2
La mayoría de los que formaban la familia de mi padre creían firmemente en el advenimiento, y
por testificar en favor de esta gloriosa doctrina, siete de nosotros sus miembros fuimos expulsados
de la Iglesia Metodista en una ocasión. Nos resultaron entonces muy preciosas las palabras del
profeta: “Oid palabra de Jehová, vosotros los que tembláis a su palabra: Vuestros hermanos que os
aborrecen, y os echan fuera por causa de mi nombre, dijeron: Jehová sea glorificado. Pero él se
mostrará para alegría vuestra, y ellos serán confundidos.”. 
Desde aquel momento hasta diciembre de 1844, mis gozos, pruebas y chascos fueron similares a
los de mis apreciados amigos adventistas que me rodeaban. En aquel tiempo, visité a una de
nuestras hermanas adventistas, y por la mañana nos arrodillamos para el culto de familia. No había
excitación, y sólo nosotras, cinco mujeres, estábamos allí. Mientras yo oraba, el poder de Dios
descendió sobre mí como nunca lo había sentido. Quedé arrobada en una visión de la gloria de
Dios. Me parecía estar elevándome cada vez más lejos de la tierra, y se me mostró algo de la
peregrinación del pueblo adventista hacia la santa ciudad, según lo narraré a continuación. 

Mensaje para los jóvenes.


Con el fin de que la obra pueda avanzar en todos los ramos, Dios pide vigor, celo y valor juveniles.
Él ha escogido a los jóvenes para que ayuden en el progreso de su causa. El hacer planes con mente
clara y ejecutarlos con mano valerosa requiere energía fresca y no estropeada. Los jóvenes están
invitados a dar a Dios la fuerza de su juventud para que, por el ejercicio de sus poderes y por medio
de la reflexión aguda y la acción vigorosa, le tributen gloria e impartan salvación a sus semejantes.
puesto que la mente y el espíritu hallan expresión por medio del cuerpo, tanto el vigor mental como
el espiritual dependen en gran parte de la fuerza y la actividad físicas; todo lo que promueva la
salud física, promueve el desarrollo de una mente fuerte y un carácter equilibrado. Sin salud, nadie
puede comprender en forma clara ni cumplir completamente sus obligaciones hacia sí mismo, sus
semejantes, o su Creador. Por tanto, debiera cuidarse tan fielmente la salud como el carácter. El
conocimiento de la fisiología y de la higiene debería ser la base de todo esfuerzo educativo.
Jóvenes y señoritas, lean la literatura que les dará verdadero conocimiento y que será una ayuda
para toda la familia. Digan firmemente: “No pasaré momentos preciosos leyendo lo que no sea de
provecho para mí y que únicamente me incapacite para ser de utilidad a otros. Dedicaré mi tiempo y
mis pensamientos a adquirir idoneidad para el servicio de Dios. Cerraré mis ojos a cosas frívolas y
pecaminosas. Mis oídos son del Señor y no escucharé el razonamiento sutil del enemigo. Mi voz no
estará de ningún modo sujeta a una voluntad que no se halle bajo la influencia del Espíritu de Dios.
Mi cuerpo es el templo del Espíritu Santo, y toda facultad de mi ser será consagrada a ocupaciones
dignas

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