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SÓCRATES Y LOS SOFISTAS


ÍNDICE
1. LOS SOFISTAS
1.1. EL ESCEPTICISMO RELIGIOSO Y FILOSÓFICO
1.2. EL RELATIVISMO
1.3. LA TEORÍA SOFÍSTICA DEL LENGUAJE
1.3.1. EL RELATIVISMO EPISTEMOLÓGICO. EL LENGUAJE NO REVELA EL SER
1.3.2. EL LENGUAJE COMO INSTUMENTO DE PERSUASIÓN
1.4. LA FILOSOFÍA POLÍTICA SOFÍSTICA: NOMOS Y PHYSIS

2. SÓCRATES
2.1. LA LUCHA CONTRA EL RELATIVISMO
2.2. LA DIALÉCTICA. LA BÚSQUEDA DE LA DEFINICIÓN UNIVERSAL
2.3. EL INTELECTUALISMO MORAL
2.4. VIDA Y PENSAMIENTO DE SÓCRATES
1. LOS SOFISTAS
1.1. EL ESCEPTICISMO RELIGIOSO Y FILOSÓFICO
La Atenas de Pericles era una de las ciudades más cosmopolitas del mundo antiguo,
punto de reunión de personas de todas las razas, religiones, y creencias, amén de ser
uno de los focos culturales más importantes de la época. No es de extrañar que ante
tal maraña de opiniones dispares y contrapuestas se generase una actitud escéptica
ante los temas religiosos y filosóficos. La pluralidad de cultos que se practicaban,
muchos de ellos bárbaros e incomprensibles para los espíritus ilustrados y racionalistas
de los atenienses y una relativa libertad de opinión en materia religiosa, no
obstaculizada por la existencia de una fuerte casta sacerdotal, condujeron in extremis
a una actitud escéptica e incluso agnóstica.
En el humanismo racionalista que poco a poco se imponía en la mentalidad ateniense,
los dioses pasaron a ocupar un segundo plano cada vez más discreto, se consideraba
que la religión era simplemente un factor importante para la cohesión social y las
ceremonias religiosas eran poco más que meros actos públicos. Es más, desde hacía ya
bastante tiempo algunos poetas y sabios se habían atrevido a tachar de inmorales a
los dioses homéricos que con sus constantes engaños, violencias y traiciones eran
puestos como ejemplo de lo que un ciudadano virtuoso no debía hacer.
Algo parecido ocurrió con las especulaciones filosóficas. Había una pluralidad cada
vez más compleja y heterogénea de doctrinas acerca de la Physis, cada una de las
cuales pretendía ser la única racional y verdadera. La única conclusión posible ante
esta maraña de doctrinas era afirmar que ninguna era verdadera o que quizá el
hombre no pudiese saber nunca nada con certeza acerca de lo real. Esta fue
precisamente la actitud, no exenta de ironía, que defendieron los sofistas, auténticos
protagonistas de los desarrollos intelectuales de la época.

1.2. EL RELATIVISMO
Como dice Ferrater Mora en su diccionario de Filosofía, por “relativismo” puede
entenderse:
A) Una doctrina epistemológica según la cual no hay verdades absolutas; todas
las llamadas “verdades” son relativas, de modo que la verdad o validez de una
proposición o de un juicio dependen de las circunstancias o condiciones en que
son formuladas. Estas circunstancias o condiciones pueden ser una
determinada situación, un determinado estado de cosas o un determinado
momento.
B) Una teoría ética según la cual no se puede decir de nada que es bueno o malo
absolutamente. La bondad o maldad de algo dependen asimismo de
circunstancias, condiciones o momentos.

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1.3. LA DOCTRINA SOFÍSTICA DEL LENGUAJE
1.3.1. EL RELATIVISMO EPISTEMOLÓGICO. EL LENGUAJE NO REVELA EL SER
Los sofistas defendieron ambos tipos de relativismo, si bien en este apartado nos
ocuparemos del relativismo epistemológico, que fue el resultado de una actitud
escéptica acerca de la validez de la filosofía y de la capacidad del entendimiento
humano en general, y una crítica feroz del absolutismo dogmático mostrado sobre
todo por los seguidores de Parménides.
Precisamente criticaron la doctrina epistemológica de éstos, según la cual había dos
fuentes de conocimiento diferentes, cada una de las cuales proporcionaba un tipo de
saber distinto (doxa y episteme) desiguales en cuanto a su capacidad de aproximarnos
a la verdad. Para los sofistas no hay más que doxa. Todas las opiniones humanas
están en el mismo plano (no hay unas más ciertas que otras), todas son provisionales y
modificables por medio de la persuasión.
Pero los sofistas fueron más allá y formularon una tesis de alcance ontológico
absolutamente radical, según la cual se rechazaba de plano la dicotomía parmenídea
ser/apariencia que hasta entonces parecía incontestable. De hecho, gran parte de las
doctrinas filosóficas y científicas occidentales, aun en nuestros días, se basan en la
aceptación implícita o explícita de que bajo la pluralidad multiforme y caótica de las
apariencias existe algo real y permanente, o bien un principio de orden al que todo se
reduce o se somete y sin el cual no sería posible una explicación racional sobre lo real.
Así, incluso en nuestro lenguaje cotidiano, hablar de apariencia es hablar de la
apariencia-de-algo, un “algo” que no aparece y que, sin embargo, es el soporte de
dicha apariencia.
Si observo el desarrollo de un ser vivo, por ejemplo, un árbol, me doy cuenta de que al
principio era pequeño y débil, mientras que ahora es grande y fuerte; en primavera se
cubre de hojas verdes que en otoño amarillean, mientras en invierno muestra sus
ramas desnudas. Cada estación, cada año, cambia de aspecto, de apariencia; sin
embargo, afirmo sin lugar a duda que siempre es el mismo árbol. Hay, pues, debajo de
sus múltiples aspectos un algo invariable (su ser, su esencia) que es lo que me permite
decir que es siempre el mismo ser y no uno nuevo cada día.
Quizá después de esta explicación se entenderá mejor la provocativa radicalidad de la
doctrina sofística que afirma que todo es pura apariencia, que no hay ningún sustrato
por debajo de lo que aparece; simplemente se identifican ser y apariencia: el ser es
exclusivamente lo que aparece. Esta tesis se conoce en la jerga filosófica como
“fenomenismo”, del griego “phainómenon” que significa “lo que aparece”, “lo que se
muestra o manifiesta”.
Sin embargo, desde Parménides la filosofía occidental ha entendido generalmente la
apariencia no como aquello en lo que el ser manifiesta sino, paradójicamente, aquello
tras lo cual se oculta su verdadera esencia. Al oponer la apariencia al ser en su
verdadera esencia, en lo que verdaderamente es, como hace Parménides, le
atribuimos a la apariencia una connotación peyorativa: apariencia= falsedad,
irrealidad. La apariencia, engañoso disfraz tras el que se oculta la verdad de la cosa
(así, la aparente multiplicidad oculta la verdadera unidad, el aparente cambio oculta la
verdadera inmutabilidad, etc).

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Para el sofista, sin embargo, la apariencia no oculta ni disfraza, sino que muestra el
ser; ser que no es otra cosa que lo que aparece. La apariencia designa por tanto la
totalidad de lo real sin que quepa pensar en una realidad esencial “profunda”, oculta
bajo la engañosa “superficie” de lo aparente. Si algo hay bajo la apariencia es una
intención humana, un propósito, un interés, una convención, pero jamás una verdad.
De ahí la total indiferencia e incluso el irritante desprecio del sofista por la verdad:
todo es verdadero o, lo que es lo mismo, nada lo es. Las cosas, o mejor, las apariencias
a las que las cosas se reducen, no se dividen en verdaderas y falsas, sino en útiles e
inútiles, en beneficiosas y perjudiciales. Modificar las opiniones humanas, sin atender
a su verdad o falsedad, para hacerlas útiles y ventajosas, he ahí el fin supremo de la
retórica sofista.
Esta doctrina de la identidad de ser y apariencia conduce directamente a una doctrina
epistemológica relativista por una parte y a la negación del principio de no-
contradicción por otra. Efectivamente, una vez negada la existencia de un ser esencial
bajo la superficie de las apariencias no es posible recurrir a dicho ser como criterio
cierto para comprobar la verdad o falsedad de lo aparente.
La apariencia no es ya apariencia –de-un-objeto (oculto bajo esa apariencia) sino
apariencia-para-un-sujeto; por eso afirman que todo lo que le parece a un sujeto es
verdadero y también que “una misma cosa es dulce para el paladar de unos y amarga
para el paladar de otros”; no hay una dulzura esencial a la cosa misma, sino que la
existencia de dichas cualidades en el objeto depende de lo que a cada una le parece.
Dicho de otro modo, las afirmaciones que se hacen sobre las cosas no son de modo
absoluto verdaderas o falsas, sino relativas, dependiendo de la circunstancia o
momento en que se digan, o del sujeto que las enuncie. En este sentido debe
interpretarse una de las más conocidas afirmaciones de Protágoras: “el hombre es la
medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son y de las que no son en
cuanto que no son”, (tesis del Homo Mensura).
Este relativismo subjetivista llevado a sus últimas consecuencias, cosa que los sofistas
hicieron, conduce irremediablemente a negar validez al principio de no-
contradicción: si partimos de la afirmación: “todas las cosas que parecen son
verdaderas” y la aplicamos a lo antes mencionado, hemos de aceptar que las
afirmaciones opuestas:
1. “este manjar es dulce”
2. “este manjar es amargo”,
son ambas verdaderas a un tiempo, lo que vulnera el mencionado principio.
O bien, sean dos individuos A y B, si para A la proposición 1 es falsa y la 2 es verdadera,
puesto que no hay más que apariencias, es evidente que ambas proposiciones son
verdaderas y falsas simultáneamente, lo que vulnera el principio de no-contradicción.

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Para ellos:
• todo es verdadero, y
• todo es falso y
• todo es verdadero y falso a la vez,
tres afirmaciones diferentes y sin embargo equivalentes que echan por tierra cualquier
criterio que queramos usar en la indagación científica.
El importantísimo concepto de verdad (y su correlato, el concepto de falsedad) queda
completamente vaciado de su contenido, con lo que habremos de declarar imposible
el discurso informativo con pretensiones de objetividad. Esto es, sin embargo, el
punto donde precisamente querían traernos los sofistas: ¿Cómo refutar un argumento
sofístico si nuestro oponente, un sofista, niega el principio de no-contradicción y nos
admite sin problemas que su argumento es falso, y verdadero a la vez, que yo tengo
razón pero que él también la tiene?
En conclusión, el lenguaje pierde su capacidad informativa.

1.3.2. EL LENGUAJE COMO INSTRUMENTO DE PERSUASIÓN


Si el lenguaje no revela el ser, si ha perdido su función informativa, representativa y
referencial, ¿cuál es entonces su función?, ¿tiene aún sentido el uso del lenguaje? Los
sofistas respondieron afirmativamente a esta última pregunta.
Lo único que ellos negaban era la función informativa y ésta, una vez que se niega la
posibilidad de “episteme”, pierde gran parte de su importancia, más aún cuando se
afirma que todo lo que se dice es verdadero y falso a la vez. De esta forma el lenguaje
pasa a ser el instrumento de las relaciones humanas, instrumento que posibilita la
constitución de la comunidad política.
Esta es su fundamental esfera de aplicación. Por eso la indiferencia sofística ante la
verdad o falsedad de las opiniones humanas no les condujo en ningún caso a la
indiferencia ante tales o cuales afirmaciones.
Lejos de ello, muchos intentaron diseñar criterios para elegir entre diversas opiniones.
Así, por ejemplo, Protágoras instauró un principio utilitarista: ninguna opinión es más
verdadera que otras, pero unas son más útiles que otras y éstas son las que se deben
elegir. ¿Cómo saber las que son más útiles? Aquellas que sean más beneficiosas para el
conjunto de la comunidad.
Precisamente la persuasión que el retórico pretende sobre los demás ha de ir
encaminada a modificar las opiniones de los demás, tratando de sustituir las inútiles o
perniciosas por otras más útiles y beneficiosas. La persuasión en orden a conseguir
alcanzar un fin fue el objetivo último de los esfuerzos de los sofistas.

1.4. LA FILOSOFÍA POLÍTICA DE LOS SOFISTAS: NOMOS Y PHYSIS


Toda la actividad de los sofistas estuvo siempre directa o indirectamente relacionada
con la política. En casi todos los casos su enseñanza estuvo orientada a enseñar la
areté política, a proporcionar a sus alumnos todos los instrumentos y conocimientos

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necesarios para poder triunfar en la vida política. No es de extrañar por tanto que sus
doctrinas estuviesen centradas en lo que hoy denominaríamos filosofía política. En
este terreno, tal vez lo más conocido sea la radical separación que establecieron entre
“Nomos” y “Physis”.
Puesto que ya conocemos los significados de estos términos, tan solo nos queda
aclarar que con los sofistas el término “nomos” amplió su significado para abarcar
todos los aspectos de lo cultural, en el sentido más amplio del término, por lo que casi
podríamos traducirlo, en ciertos contextos por “cultura”. De este modo, la oposición
que establecieron los sofistas entre physis y nomos sería equivalente a la que en la
actualidad se establece entre naturaleza y cultura, entendiendo este último término
como todo aquello que hace el hombre al margen de sus instintos o pulsiones
naturales (no es vano se ha definido al hombre como animal cultural).
Utilizar el término “nomos” como equivalente de “cultura” supone resaltar los
aspectos normativos de lo cultural, entender la cultura como un conjunto de normas.
Efectivamente, la necesidad de aparearse o de comer cada cierto tiempo son
imperativos ineludibles inscritos en nuestra naturaleza. Desde este punto de vista, el
hombre se nos presenta como un ser sometido a las leyes de la naturaleza.
Pero hablar un determinado idioma, saludar de una determinada manera, etc., no son
normas o usos naturales. Parece ser razonable establecer una distinción entre normas
naturales y normas culturales (Physis/nomos). Sobre esta base los sofistas se
preguntaron qué era lo que tenían de específico las normas culturales que las hacían
diferentes de las naturales.
Desde luego había pasado ya el tiempo de la justificación teocrática de las leyes propia
del pensamiento mítico según la cual las normas y leyes que regían la comunidad
política estaban sancionadas por los dioses por lo que había que obedecerlas.
Por otra parte, la justificación naturalista estaba ya agonizante. Según esta
concepción, defendida por algunos presocráticos, las leyes humanas (jurídicas,
morales, etc) formaban parte de las leyes naturales. Téngase en cuenta que el único
concepto de ley que tenían era el de “diké” por lo que el orden de la naturaleza lo
concebían como una justicia cósmica (recordemos que el concepto de ley que
manejaron los primeros filósofos fue tomado del pensamiento político). Esta respuesta
desde luego no convencía a los intelectuales atenienses del s. V a. C. pues frente a la
universalidad y estabilidad de las leyes naturales, las leyes jurídicas y normas morales
eran diferentes para cada polis y aun dentro de cada polis dichas leyes cambiaban con
el paso del tiempo.
Esta apreciación de los asuntos humanos que, como ya hemos visto, condujeron a una
postura relativista llena de escepticismo, hicieron pensar a los sofistas que el nomos,
el conjunto de leyes jurídicas, normas morales, usos sociales, etc., eran meramente
convencionales, en definitiva, que la cultura y aun la sociedad son artificios
humanos. En esta misma línea, algunos sofistas que resaltaron el carácter puramente
convencional del nomos llegaron a pensar que éste era el producto de un acuerdo o
consenso basado en el mutuo interés, preludiando de este modo la teoría política
clásica ilustrada del contrato social.

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Ya sabemos que desde antiguo los griegos pensaban que el fundamento de la
comunidad política era la justicia, y no era un don de los dioses ni una consecuencia
necesaria del orden de la naturaleza, sino una invención, un artificio producto de un
pacto que hacía posible la armonía y la paz en el seno de la polis. Sin un acuerdo tal la
vida en comunidad sería imposible. Para muchos sofistas el hombre es un ser
codicioso, egoísta y violento por naturaleza, de modo que la justicia, el nomos, es un
artificio que se sobrepone a los impulsos naturales del hombre encarrilándolos y
reprimiéndolos para así posibilitar la vida en común.
En un pasaje de La República, Platón pone esta teoría en boca de Glaucón, un sofista:
“Para darnos cuenta de cómo los buenos lo son en contra de su voluntad, porque no
pueden ser malos, bastará con imaginar que hacemos lo siguiente: demos a todos,
justos e injustos, licencia para hacer lo que se les antoje y después sigámosles para ver
adónde llevan a cada cual sus apetitos. Entonces sorprenderemos al justo recorriendo
los mismos caminos en el injusto, impulsado por el interés propio, finalidad que todo
ser está dispuesto por naturaleza a perseguir como un bien, aunque la ley desvíe por
fuerza esta tendencia y la encamine al respecto de la igualdad “. (República, 359 c).
Por último, hay que destacar que estas teorías contractualistas de la sociedad que
remarcan el carácter artificioso del nomos, generalmente defendían la democracia
como forma de gobierno de la polis: los hombres están desigualmente dotados por la
naturaleza, además cada uno tiene una ocupación diferente y, por si fuera poco, entre
ellos hay diferentes estatus sociales y económicos. Ahora bien, como ya hemos visto
en un tema anterior, para que los hombres formen parte de una auténtica
comunidad han de tener algo en común que los identifique, pero como esto que ha
de ser común no se da por naturaleza, no queda otro remedio que inventarlo (carácter
convencional y artificial del fundamento de la vida social). Este algo común en lo que
se fundamenta la sociedad es para Protágoras como para otros muchos pensadores
griegos, la conciencia moral y la justicia, en resumen, la virtud política de la cual
participan todos los ciudadanos (pues si todos no participasen de ella, evidentemente
no tendrían algo en común por lo que la polis no sería posible) y puesto que todos
participan de ella y la propia sociedad no es otra cosa que el producto de un pacto o
consenso hecho entre todos, es evidente que todos tienen derecho y capacidad a
tomar parte en los asuntos públicos.
Pasamos ahora a reproducir un fragmento del Protágoras, diálogo platónico dedicado
a este ilustre sofista, donde se expone esta teoría:
“Así es, Sócrates, y por eso los atenienses y otras gentes, cuando se trata de la excelencia
arquitectónica o de algún tema profesional, opinan que sólo unos pocos deben asistir a la
decisión, y si alguno que está al margen de esos pocos da su consejo, no se lo aceptan, como tú
dices. Y es razonable, digo yo. Pero cuando se meten en una discusión sobre la excelencia
política, que hay que tratar enteramente con justicia y moderación, naturalmente aceptan a
cualquier persona, como que es el deber de todo el mundo participar de esta excelencia; de lo
contrario no existirían las ciudades…Respecto de que a cualquier persona aceptan
razonablemente como consejero sobre esta virtud (se refiere a la virtud política) por creer que
todo el mundo participa de ella, eso digo yo. Y en cuanto a que creen que esa no se da por
naturaleza ni con carácter espontáneo, sino que es enseñable y se obtiene del ejercicio, en
quien la obtiene, eso intentaré mostrártelo ahora…”. (Protágoras, 322d-323c)

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2. SÓCRATES
La figura de Sócrates es una de las más renombradas y atractivas de la época de los
sofistas. Se han escrito multitud de trabajos sobre su persona y sus doctrinas, casi
todas ellas apasionadas. Es desde luego una figura polémica que ha desatado
sentimientos contrapuestos y que cuenta con apasionados seguidores y admiradores,
siendo quizá Platón el más vehemente de ellos. No en vano es Sócrates el protagonista
principal de casi todos sus diálogos, hasta tal punto que se llegó a pensar que la teoría
de las Ideas era original suya. Pero también ha tenido violentos detractores que como
Nietzsche le acusaron de ser el culpable de la decadencia de Occidente.
Como no escribió nada a lo largo de su vida es difícil saber con absoluta certeza cuales
fueron sus doctrinas. Aunque por su estilo y su temática filosófica podríamos
encuadrarlo en el movimiento sofístico. A pesar de esto, dado el carácter peyorativo
que el término sofista ha adquirido, muchos han intentado presentarle como
totalmente desvinculado de ese movimiento filosófico.
Desde luego, hay en su personalidad y en su filosofía elementos que lo diferencian de
los demás pensadores sofistas:
• En primer lugar, Sócrates era ateniense y tenía un pésimo concepto de los
sofistas a quienes veía como extranjeros advenedizos ávidos de riquezas y
fama, meros charlatanes sin escrúpulos que estaban llevando la ciudad al caos
y la decadencia, envenenando a lo mejor de la juventud ateniense con su hueca
retórica y sus ideas disolventes.
• Por otra parte, Sócrates fue un ciudadano ejemplar que cumplió fiel y
puntualmente todos sus deberes como ciudadano. Su actitud de acatamiento
de la condena a muerte que le impusieron sus conciudadanos nos muestra a un
hombre profundamente respetuoso con las leyes que a lo largo de su vida
pública no dudó en enfrentarse a los poderosos y a la propia Asamblea en
defensa de la legalidad, legalidad que demagogos y oportunistas transgredían
o deformaban de acuerdo con sus intereses y ambiciones. De hecho,
posiblemente la finalidad última de sus enseñanzas fuera la reforma moral de
los individuos y del gobierno de la polis, reforma que pasaba por una
restauración del compromiso que todo ciudadano adquiere para con su ciudad.
• Por último, en el plano estrictamente filosófico, Sócrates fue un infatigable
enemigo del relativismo escéptico de los sofistas, empeñado en restaurar la
confianza en la capacidad del entendimiento humano para alcanzar la verdad.

2.1. LA LUCHA CONTRA EL RELATIVISMO


Ya hemos explicado que una de las constantes en el pensamiento de los sofistas fue la
defensa de la epistemología relativista (“el hombre es la medida de todas las cosas”,
afirmaba Protágoras).
Esta postura, además de ser un perfecto caldo de cultivo para el abuso y oportunismo
político, conducía directamente a la negación de la posibilidad de “episteme”, de un
saber riguroso y estricto que condujese a desentrañar la verdad de las cosas.

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Sócrates pensaba que el hombre estaría permanentemente extraviado si no fuese
posible alcanzar un conocimiento objetivo acerca de los temas morales y políticos. Por
eso utilizó todos sus recursos intelectuales a combatir el relativismo. Hombre de
ingenio rápido, agudo, y mordaz, y excepcionalmente dotado para la retórica,
acostumbraba a interpelar públicamente a sofistas y personajes importantes.
Primero confesaba su ignorancia y luego le pedía al interlocutor que, en calidad de
experto, le aclarase tal o cual cuestión (si por ejemplo, era un estratego que le
aclarase qué era el valor, si era un político que le explicase en qué consistía la justicia,
etc.), dejaba que éste se explayase y mostrase su “seguridad” y supuesta sabiduría, y
entonces por medio de preguntas hábiles y capciosas (con mala idea) pero
aparentemente ingenuas, acababa haciendo incurrir a su oponente en
contradicciones, con lo cual probaba que su oponente era al menos tan ignorante
como él.
Desde luego este “juego” le proporcionó una larga lista de enemigos poderosos e
influyentes que al final consiguieron condenarlo, injustamente, a muerte. Pero, desde
luego, con este sistema lo único que conseguía a lo sumo era descalificar las opiniones
del adversario, pero con ello no conseguía construir una ciencia, un saber seguro o
episteme.

2.2. LA DIALÉCTICA. LA BÚSQUEDA DE LA DEFINICIÓN UNIVERSAL


Los sofistas eran auténticos malabaristas de la palabra, capaces de cambiar y retorcer
sus significados según les conviniese. Para ello se arropaban en un relativismo
subjetivista (el mismo manjar es dulce para unos y amargo para otros) que conduce a
afirmar que las palabras carecen de significaciones comunes y objetivas.
Así, cuando digo “elefante” con esa palabra designo mis percepciones privadas que no
son las mismas que las percepciones de los demás; además, como los sofistas declaran
que lo único real son las apariencias subjetivas, no es posible dar una definición
objetiva y válida para todos de lo que es un elefante. Esta consecuencia le parecía a
Sócrates gravísima pues impedía un saber objetivo y riguroso no sólo de la ontología,
sino lo que era más grave, de la moral y la justicia. Por su parte, él estaba convencido
de que el bien, las virtudes morales, etc., no eran simples convenciones arbitrarias ni
el resultado de meras valoraciones carentes de objetividad, sino cosas reales y
objetivas, de validez universal.
De un caballo, una casa, una estatua o un cuadro decimos que son bellos; ahora bien,
si son seres diferentes ¿por qué a todos les atribuimos el mismo predicado? Algunos
sofistas responderían que por una convención arbitraria, otros que porque así se lo
parece a tal o cual individuo.
Sócrates, por su parte, opinaba que si de cosas diferentes se predica lo mismo ello es
debido a que algo deben tener en común, pues si así no fuera toda predicación sería
caprichosa y arbitraria. Ese algo común que hay en las cosas a las que atribuimos el
mismo predicado es el fundamento objetivo de la predicación, aquello que me permite
saber si una afirmación que yo hago es verdadera o falsa. Luego quedan dos opciones:
aceptar el relativismo subjetivista de los sofistas o admitir que podemos llegar a
conocer la verdad de las cosas.

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Sócrates opina que la postura de los sofistas se destruye a sí misma, pues si fuese
verdad que cada uno da un significado diferente a las palabras según su parecer o
conveniencia y que por tanto no existen significaciones comunes, la comunicación
sería totalmente imposible, lo que no es el caso.
Queda, por tanto, la otra opción y por ello Sócrates diseñó un método con el que se
pudiesen alcanzar las significaciones comunes y objetivas de las palabras: la
mayéutica (significa dar a luz, sacar de dentro) y la dialéctica.
Un pasaje del diálogo platónico Hipias Mayor puede sernos de utilidad para
comprender la postura socrática:
“Recientemente, Hipias, alguien me llevó a una situación apurada en una conversación
al censurar yo unas cosas por feas y alabar otras por bellas, haciéndome esta pregunta
de manera insolente: ¿de dónde sacas tú Sócrates, qué cosas son bellas y qué otras son
feas? Vamos, ¿Podrías tú decirme qué es lo bello? (Hipias Mayor, 285c).
Los sofistas pretenden que las cosas solo pueden conocerse mediante su percepción
empírica, y la experiencia tan solo nos muestra casos particulares. Esto, junto con el
relativismo, explica la tendencia de los sofistas a juzgar casos concretos y particulares
renunciando a dar definiciones generales válidas para todos los hombres y para todos
los casos particulares.
Pero la búsqueda de un saber objetivo (episteme) exige hallar este tipo de
definiciones que, penetrando en la esencia de las cosas, me permita conocerlas de
verdad. Para iniciar su búsqueda hay que empezar por considerar los casos
particulares, en esto están de acuerdo Sócrates y los Sofistas, solo que para éstos ya
no se puede ir más allá. Si Sócrates comienza con los casos particulares es para realizar
un proceso inductivo: para llegar a una definición universal hay que preguntarse,
como antes hemos visto, qué es lo que tienen en común los diferentes casos
particulares eliminando aquellos rasgos específicos que los diferencian e intentando
aislar aquello que todos tienen en común. Ese algo común, que se supone que está en
las cosas mismas, será el fundamento objetivo de la atribución. Cuando ese rasgo
común ha sido aislado se puede dar por concluido el proceso de inducción.
Entonces viene el paso definitivo que es la definición universal en la que se supone
que, si el proceso inductivo es correcto, se recoge la verdadera esencia de ese rasgo
común que se buscaba. Una vez bien elaborada la definición universal (p. ej. la de
justicia), esa nos serviría de criterio objetivo para juzgar sin ambigüedad cualquier caso
particular que se nos presentase. (Con la definición en la mano, cuando haya de juzgar
si una acción es o no justa miraré si en ese acto está presente ese rasgo que hace que
algo sea justo o, lo que es igual, veré si a ese acto puede aplicársele la definición de
justicia; en caso afirmativo diré sin riesgo a equivocarme que ese acto es justo, y si no,
que es injusto).
Con ese procedimiento Sócrates piensa haber superado la contingencia de la mera
opinión (doxa) basada en lo particular sensible para entrar en el seguro camino del
saber cierto y objetivo (episteme). Se recupera así la confianza en la función
informativa, representativa del lenguaje y del entendimiento humano.

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2.3. EL INTELECTUALISMO MORAL
En el terreno moral Sócrates se opuso con todas sus fuerzas al relativismo
convencionalista de los sofistas, quienes opinaban que la valoración y las virtudes
morales eran meramente convencionales y se basaban en un acuerdo tomado por
simple interés. Esta opinión a Sócrates le parecía aberrante, más aún por cuanto que
era esgrimida continuamente por los demagogos que estaban conduciendo a la ciudad
al desastre. Para él las virtudes eran algo objetivo y consistían en ciertos saberes.
Para entender esta doctrina hay que aclarar que el concepto griego de areté (virtud),
al igual que el concepto de bien, no tienen un contenido meramente moral. Areté
designa la excelencia en el cumplimiento de una función, sea esta moral o no. Por
ello, Sócrates se inspiró en las técnicas u oficios para desarrollar su ética.
Para desempeñar un oficio hace falta conocer una serie de técnicas. Por otra parte, la
finalidad del artesano es hacer su oficio lo mejor posible. De este modo, la areté del
artesano es hacer su oficio lo mejor posible, consiste en saber hacer bien su trabajo (la
areté del albañil consiste en saber hacer bien la casa, la del tejedor en saber hacer bien
los tejidos, etc.; se ha conservado este sentido en relación a los instrumentos
musicales cuando se dice que alguien es un “virtuoso” del violín, la flauta, la guitarra,
en ese caso lo que significa la palabra es que ese alguien lo hace muy bien, es un
experto, desarrolla su trabajo con mérito, lo mejor posible, se busca la excelencia en el
ejercicio de la función).
En el plano moral, el fin del ser humano es la buena vida, pero para alcanzarla es
necesario un previo conocimiento de en qué consiste el bien. De ahí se sigue que el
que no posea dicho conocimiento no podrá ser un hombre virtuoso. De este
intelectualismo moral se sigue la curiosa consecuencia de que un hombre que no obra
conforme a la virtud, no lo hace por malicia, sino por ignorancia. El único que podría
hacer mal a sabiendas es el sabio, el que posee conocimiento del bien, y por tanto es
virtuoso. Pero evidentemente eso no sucede, piensa Sócrates, porque nadie hace el
mal a sabiendas.

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