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ANTOLOGÍA DE FIN DE CURSO

CUENTOS DE MARIANA ENRÍQUEZ


Cuando Marcela volvió al colegio, había pasado de chica
ignorada a chica famosa. Algunas le tenían miedo, otras
quisieron hacerse amigas. Pero la narradora de este relato
tenso y escalofriante se acercó demasiado.
Nunca le habíamos prestado demasiado atención porque era
una de esas chicas que hablan poco, que no parecen
demasiado inteligentes ni demasiado tontas, y que tienen ese
tipo de caras olvidables, esas caras que, aunque una las vea
todos los días en el mismo lugar, es posible que no las
reconozca en un ámbito distinto y, mucho menos, pueda
ponerles un nombre. Lo único que la diferenciaba era que se
vestía mal, feo, pero no solamente eso: la ropa que usaba
parecía elegida para ocultar su cuerpo. Dos o tres talles más
grande, camisas cerradas hasta el último botón, pantalones
que no dejaban adivinar sus formas. Sólo la ropa hacía que
nos fijáramos en ella, apenas para comentar su mal gusto o
dictaminar que se vestía como una vieja. Se llamaba Marcela.
Podía haberse llamado Mónica, Laura, María José, Patricia,
INSTITUTO BALLESTER cualquiera de esos nombres olvidables, intercambiables, que
suelen tener las chicas en las que nadie se fija. Era mala
4TO AÑO alumna, pero rara vez recibía la desaprobación de los
profesores. Faltaba mucho, pero nadie comentaba su
ausencia. No sabíamos si tenía plata, de qué trabajaban los
padres, en qué barrio vivía.
No nos importaba.
Hasta que, en la clase de Historia, alguien dio un pequeño Fue en el baño, justamente, donde todo empezó de verdad.
grito asqueado ¿Fue Guada? Parecía la voz de Guada, que Marcela estaba mirándose fijamente al espejo, en la única
además se sentaba cerca. Mientras la profesora explicaba la parte donde realmente podía hacerlo, porque el resto estaba
batalla de Caseros, Marcela se arrancó las uñas de la mano descascarado, sucio, o tenía declaraciones de amor
izquierda. Con los dientes. Como si fueran uñas postizas. Los imbéciles, o insultos de alguna pelea entre dos chicas
dedos sangraban pero ella no demostraba ningún dolor. rabiosas escritas con fibra o lápiz labial. Yo estaba con mi
Algunas chicas vomitaron. La de Historia llamó a la amiga Agustina: tratábamos de resolver una discusión que
preceptora, que se llevó a Marcela; faltó durante una semana, habíamos tenido más temprano. Parecía una discusión
y nadie nos explicó nada. Cuando Marcela volvió, había importante. Hasta que Marcela sacó de algún lado (el bolsillo,
pasado de chica ignorada a chica famosa. Algunas le tenían probablemente), una gillete. Con rapidez exacta se cortó un
miedo, otras querían hacerse amigas. Lo que había hecho era prolijo tajo en la mejilla. La sangre tardó en brotar, pero
lo más extraño que nosotras hubiéramos visto. Algunos cuando lo hizo fue casi a chorros, y le empapó el cuello y la
padres querían llamar a una reunión, para tratar el caso, camisa abotonada, como de monja, o de prolijo varón.
porque no estaban seguros de que fuera recomendable que
Ninguna de las dos hizo nada. Marcela se seguía mirando al
nosotras siguiéramos en contacto con una chica
espejo, estudiando la herida, sin un gesto de dolor. Eso fue lo
“desequilibrada”. Pero lo arreglaron de alguna manera.
que más me impresionó: no le había dolido, estaba claro, ni
Faltaba poco para que se terminara el año: para que
siquiera había fruncido el ceño, o cerrado los ojos. Recién
termináramos la secundaria. Los padres de Marcela
reaccionamos cuando una chica que estaba haciendo pis
aseguraron que ella estaría bien, que ya tomaba medicación,
abrió la puerta y dio un pequeño grito y trató de detener la
que estaba contenida. Los otros padres les creyeron. Los
sangre con un pañuelo. Mi amiga parecía a punto de llorar. Yo
míos apenas prestaron atención: lo único que les importaba
miraba y me temblaban las rodillas: la sonrisa de Marcela,
eran mis notas, y yo seguía siendo la mejor alumna, como
que seguía mirándose mientras se apretaba la cara con el
cada año.
pañuelo, era hermosa. Su cara era hermosa. Le ofrecí a
Marcela estuvo bien durante un tiempo. Volvió con los dedos Marcela acompañarla hasta su casa, o hasta una salita para
vendados, al principio con gasa blanca, después con curitas. que la cosieran o algo. Ella pareció reaccionar y dijo que no
No parecía recordar el episodio de las uñas arrancadas. No con la cabeza, que se tomaba un taxi. Le preguntamos si
se hizo amiga de las chicas que se le acercaron. En el baño, tenía plata. Dijo que sí y volvió a sonreír. Una sonrisa que
las pocas que querían ser amigas de Marcela nos contaban podía enamorar a cualquiera. Durante una semana faltó otra
que no se podía, que ella no hablaba, que las escuchaba pero vez. La escuela entera sabía del incidente: no se hablaba de
nunca respondía, y se las quedaba mirando tan fijo que, al otra cosa. Cuando volvió, todos trataban de no mirar la venda
final, también les dio miedo. que le cubría mitad de la cara, y nadie lo conseguía.
Ahora yo trataba de sentarme cerca de ella en las clases. Lo La encontramos en el baño otra vez, que estaba vacío.
único que quería era que me hablara, que me explicara. Gritaba y lloraba como en un berrinche infantil. La venda se le
Quería visitarla en su casa. Quería saber todo. Alguien me había caído y pudimos ver los puntos de la herida. Señalaba
había dicho que se hablaba de internarla. Me imaginaba el uno de los inodoros y gritaba “andate dejame andate basta”.
hospital con una fuente en el patio, no me imaginaba un Había algo en el ambiente, demasiada luz y el aire apestaba
instituto para enfermos mentales sórdido y sucio y triste, me más de lo habitual a sangre, pis y desinfectante. Yo le hablé.
imaginaba una hermosa clínica llena de mujeres con la –¿Qué pasa, Marcela?
mirada perdida. Sentada a su lado vi, como todos los demás
–¿No lo ves?
pero de cerca, lo que le estaba pasando. Todas lo veíamos,
asustadas, maravilladas. Empezó con sus temblores, que no –¿A quién?
eran tanto temblores como sobresaltos. Sacudía las manos –A él. ¡A él! ¡Ahí en el inodoro, no lo ves!
en el aire como si espantara algo invisible, o como si intentara
que algo no la golpeara. Más adelante empezó a taparse los
ojos mientras decía que no con la cabeza. Los profesores lo Me miraba ansiosa y asustada, pero no desorientada: estaba
veían pero trataban de ignorarlo. Nosotras también. Era viendo algo. Pero no había nada sobre el inodoro, salvo la
fascinante. Ella se derrumbaba en público sin pudores y a tapa destartalada y la cadena, que estaba demasiado quieta,
nosotras nos daba vergüenza. anormalmente quieta.

Empezó a arrancarse el pelo poco después, el de la parte de –No no veo nada, no hay nada –le dije.
delante de la cabeza. Se iban formando mechones enteros, Desconcertada por un momento, me agarró del brazo. Nunca
de a poco, sobre su banco, montoncitos de pelo lacio y rubio. antes me había tocado. Miré su mano: todavía no le habían
A la semana empezó a adivinarse el cuero cabelludo, rosado crecido las uñas, o a lo mejor se comía lo poco que crecía. Se
y brillante. veían sólo las cutículas, ensangrentadas.
Yo estaba sentada a su lado el día que salió corriendo de una –¿No? ¿No? –y mirando el inodoro otra vez–, sí que está.
clase. Todos la miraron irse pero yo por algún motivo la seguí. Está ahí. Hablale decile algo.
Al rato noté que detrás mío venía mi amiga Agustina y la que Por un momento tuve miedo de que la cadena empezara a
la había auxiliado en el baño la otra vez, que a esta altura balancearse de izquiera a derecha como un péndulo del
sabíamos que se llamaba Tere, y era del otro quinto. A lo infierno, pero seguía quieta. Marcela parecía escuchar,
mejor nos sentíamos responsables. Creo que en realidad mirando atentamente el inodoro. Noté que casi no le
queríamos ver qué iba a hacer, cómo iba a terminar todo esto. quedaban pestañas, tampoco. Se las había estado
arrancando. Pronto empezaría con las cejas, imaginé. Pero yo decidí visitarla. No fue difícil conseguir su dirección.
–¿No lo escuchás? Aunque su casa quedaba en un barrio al que nunca había ido,
me resultó fácil llegar. Toqué el timbre temblando: en el
–No.
colectivo había preparado la explicación de mi visita que iba a
–¡Pero te dijo algo!
darle a sus padres, pero ahora me parecía estúpida, ridícula.
–Qué dijo, contame. Me quedé muda cuando Marcela abrió la puerta, no
En este punto, Agustina se metió en la conversación solamente por la sorpresa de que atendiera –la había
diciéndome que dejara en paz a Marcela, preguntándome si imaginado en cama, drogada– sino porque se la veía muy
estaba loca, no ves que no hay nada, no le sigas el juego, me distinta, con una gorra de lana que le cubría la cabeza
da miedo llamemos a alguien. Pero fue interrumpida por seguramente ya casi pelada, un jean y un pullover de tamaño
Marcela que le aulló CALLATE PUTA DE MIERDA. Tere normal. Salvo por las pestañas, que no habían crecido,
murmuró que era too much –Tere era bastante cheta– y se parecía una chica normal.
fue a buscar al alguien. Yo traté de controlar la situación. No me invitó a pasar. Cerró la puerta y quedamos las dos en
–No les des bola a estas pelotudas, Marcela, ¿qué dice? la calle. Hacía frío, pero a ella no le importaba.
–Que no se va a ir. Que es de verdad. Que me va a seguir –No tendrías que haber venido –me dijo.
obligando a hacer cosas. Que no le puedo decir que no.
–Quiero saber.
–¿Cómo es?
–¿Qué querés saber? No vuelvo más a la escuela, se
–Es un hombre pero tiene un vestido de comunión. Tiene los
terminó, olvidate de todo.
brazos para atrás. Siempre se ríe. Parece chino pero es
enano. Tiene el pelo engominado. Y me obliga. –Quiero saber qué te obliga a hacer él.
–¿Te obliga a qué? Marcela me miró y olfateó el aire a mi alrededor. Después
desvió los ojos hacia la ventana. Las cortinas se habían
Cuando Tere llegó con una profesora más o menos piola a la
movido apenas. Volvió a entrar a su casa, y antes de cerrar
que había convencido de entrar al baño (después nos dijo que
de un portazo, dijo:
en la puerta se habían juntado como diez personas, que
escuchaban todo haciéndose shhh entre ellos), Marcela –Ya te vas a enterar. Él mismo te lo va contar algún día. Te lo
estaba a punto de mostrarnos qué la obligaba a hacer el va a pedir, creo. Pronto.
engominado. Pero la aparición de la profesora la confundió.
A la vuelta, sentada en el colectivo, sentí cómo palpitaba la
Se sentó en el piso, con los ojos sin pestañas que no
herida que me había hecho en el muslo con una trincheta,
parpadeaban mientras decía que no.
bajo las sábanas, la noche anterior. No dolía. Me masajeé la
Marcela nunca volvió a la escuela. pierna con suavidad pero con la suficiente fuerza como para
que la sangre, al brotar, dibujara un fino trazo húmedo sobre ahorró, y ahí estábamos con nuestra preciosa tabla, que tenía
mis jeans celestes. los números y las letras en gris, fondo rojo y unos dibujos muy
satánicos y místicos, todo alrededor del círculo central.
Siempre nos juntábamos cinco: yo, Julita, la Pinocha (le
CUANDO HABLÁBAMOS CON LOS MUERTOS decíamos así porque era de madera, la más bestia en la
escuela, no porque tuviera nariz grande), la Polaca y Nadia.
Las cinco fumábamos, así que a veces la copa parecía flotar
A esa edad suena música en la cabeza, todo el tiempo, como en humo cuando jugábamos, y les dejábamos la habitación
si transmitiera una radio en la nuca, bajo el cráneo. Esa apestando a la Polaca y a su hermana. Para colmo, cuando
música un día empieza a bajar de volumen o sencillamente se empezamos con la copa era invierno, así que no podíamos
detiene. Cuando eso pasa, uno deja de ser adolescente. Pero abrir las ventanas porque nos cagábamos de frío.
no era el caso, ni de cerca, de la época en que hablábamos
con los muertos. Entonces la música estaba a todo volumen y Así, encerradas entre humo y con la copa totalmente
sonaba como Slayer, Reign in Blood. enloquecida, nos encontró Dalila, la madre de la Polaca, y nos
sacó a patadas. Yo pude recuperar la tabla –y me la quedé
Empezamos con la copa en casa de la Polaca, encerradas en desde entonces– y Julita evitó que se partiera la copa, lo cual
su pieza. Teníamos que hacerlo en secreto porque Mara, la hubiera sido un desastre para la pobre Polaca y su familia,
hermana de la Polaca, les tenía miedo a los fantasmas y a los porque el muerto con el que estábamos hablando justo en ese
espíritus, le tenía miedo a todo, bah, era una pendeja momento parecía malísimo, hasta había dicho que no era un
estúpida. Y teníamos que hacerlo de día, por la hermana en muerto-espíritu, nos había dicho que era un ángel caído.
cuestión y porque la Polaca tenía mucha familia. Todos se Igual, a esa altura, ya sabíamos que los espíritus eran muy
acostaban temprano, y lo de la copa no le gustaba a ninguno mentirosos y mañosos, y no nos asustaban más con trucos
porque eran recontracatólicos, de ir a misa y rezar el rosario. berretas, como que adivinaran cumpleaños o segundos
La única con onda de esa familia era la Polaca, y ella había nombres de abuelos. Las cinco nos juramos con sangre –
conseguido una tabla ouija tremenda, que venía como oferta pinchándonos el dedo con una aguja– que ninguna movía la
especial con unos suplementos sobre magia, brujería y copa, y yo confiaba en que era así. Yo no la movía, nunca la
hechos inexplicables que se llamaban El Mundo de lo Oculto, moví, y creo de verdad que mis amigas tampoco. Al principio,
que se vendían en kioscos de revistas y se podían a la copa siempre le costaba arrancar, pero cuando tomaba
encuadernar. La ouija ya la habían regalado varias veces con envión parecía que había un imán que la unía a nuestros
los fascículos, pero siempre se agotaba antes de que dedos, ni la teníamos que tocar, jamás la empujábamos, ni
cualquiera de nosotras pudiera juntar el dinero para siquiera apoyábamos un poco el dedo; se deslizaba sobre los
comprarla. Hasta que la Polaca se tomó las cosas en serio, dibujos místicos y las letras tan rápido que a veces ni
hacíamos tiempo de anotar las respuestas a las preguntas de la Pinocha no daban bola, así que en su casa no
(una de nosotras, siempre, era la que tomaba nota) en el corríamos el riesgo de que nos sacaran a patadas hablando
cuaderno especial que teníamos para eso. de Dios. Y la Pinocha tenía su propia habitación, porque sus
hermanas ya se habían ido de la casa.
Cuando nos descubrió la loca de la madre de la Polaca (que
nos acusó de satánicas y putas, y habló con nuestros padres: Por fin, una noche de verano las cuatro conseguimos el
fue un garronazo) tuvimos que parar un poco con el juego, permiso y nos fuimos hasta lo de la Pinocha. Era lejos de
porque se hacía difícil encontrar otro lugar donde seguir. En verdad, la calle donde quedaba su casa no estaba asfaltada y
mi casa, imposible: mi mamá estaba enferma en esa época, y había zanja al lado de la vereda. Tardamos como dos horas
no quería a nadie en casa, apenas nos aguantaba a la abuela en llegar. Pero cuando llegamos en seguida nos dimos cuenta
y a mí; directamente me mataba si traía compañeras de la de que era la mejor idea del mundo haberse mandado hasta
escuela. En lo de Julita no daba, porque el departamento allá. La pieza de la Pinocha era muy grande, había una cama
donde vivía con sus abuelos y su hermanito tenía un solo matrimonial y cuchetas: nos podíamos acomodar las cinco
ambiente; lo dividían con un ropero para que hubiera dos para dormir sin problema. Era una casa fea porque todavía
piezas, digamos, pero era ese espacio solo, sin intimidad para estaba en construcción, con el revoque sin pintar, las
nada, después quedaban solamente la cocina y el baño, y un bombitas colgando de los feos cables negros, sin lámparas, el
balconcito lleno de plantas de aloe vera y coronas de Cristo, piso de cemento nomás, sin azulejos ni madera ni nada. Pero
imposible por donde se lo mirara. Lo de Nadia era imposible era muy grande, tenía terraza y fondo con parrilla, y era
porque quedaba en la villa: las otras cuatro no vivíamos en mucho mejor que cualquiera de nuestras casas. Vivir tan lejos
barrios muy copados, pero nuestros padres no nos iban a no estaba bueno, pero si era para tener una casa así, aunque
dejar ni en pedo pasar la noche en la villa; para ellos era estuviera incompleta, valía la pena. Allá afuera, lejos de la
demasiado. Nos podríamos haber escapado sin decirles, pero ciudad, el cielo de la noche se veía azul marino, había
la verdad es que también nos daba un poco de miedo ir. luciérnagas y el olor era diferente, una mezcla de pasto
Nadia, además, no nos mentía: nos contaba que era muy quemado y río. La casa de la Pinocha tenía todo rejas
brava la villa, y que ella se quería ir lo antes que pudiera, alrededor, eso sí, y también la cuidaba un perro negro
porque estaba harta de oír los tiros a la noche y los gritos de grandote, creo que un rottweiller, con el que no se podía jugar
los guachos repasados, y de que la gente tuviera miedo de porque era bravo. Vivir lejos parecía un poco peligroso, pero
visitarla. la Pinocha nunca se quejaba.
Quedaba nomás lo de la Pinocha. El único problema con su A lo mejor porque el lugar era tan diferente, porque esa noche
casa era que quedaba muy lejos, había que tomar dos nos sentíamos distintas en la casa de la Pinocha, con los
colectivos, y convencer a nuestros viejos de que nos dejaran padres que escuchaban a los Redondos y tomaban cerveza,
ir hasta allá, a la loma del orto. Pero lo logramos. Los padres mientras el perro les ladraba a las sombras, a lo mejor por
eso Julita blanqueó y se animó a decirnos con qué muertos que sí, nos dijo, teníamos que empezar a pensar en otros
quería hablar ella. desaparecidos conocidos, para que nos ayudaran. En un libro
sobre el método de la tabla habíamos leído que ayudaba
Julita quería hablar con su mamá y su papá.
concentrarse en un muerto conocido, recordar su olor, su
--- ropa, sus gestos, el color de su pelo, hacer una imagen
Estuvo buenísimo que Julita finalmente abriera la boca sobre mental, entonces era más fácil que el muerto de verdad
sus viejos, porque nosotras no nos animábamos a viniera. Porque a veces venían muchos espíritus falsos que
preguntarle. En la escuela se hablaba mucho del tema, pero mentían y te quemaban la cabeza. Era difícil distinguir.
nadie se lo había dicho nunca en la cara, y nosotras La Polaca dijo que el novio de su tía estaba desaparecido, se
saltábamos para defenderla si alguien decía una pelotudez. lo habían llevado durante el Mundial. Todas nos sorprendimos
La cuestión es que todos sabían que los viejos de Julita no se porque la familia de la Polaca era re careta. Ella nos aclaró
habían muerto en un accidente: los viejos de Julita habían que casi nunca hablaban del tema, pero a ella se lo había
desaparecido. Estaban desaparecidos; Eran desaparecidos. contado la tía, medio borracha, después de un asado en su
Nosotras no sabíamos bien cómo se decía. Julita decía que casa, cuando los hombres hablaban con nostalgia de Kempes
se los habían llevado, porque así hablaban sus abuelos. Se y el Campeonato del Mundo, y ella se sulfuró, se tomó un
los habían llevado y por suerte habían dejado a los chicos en trago de vino tinto y le contó a la Polaca sobre su novio y lo
la pieza (no se habían fijado en la pieza capaz: igual, Julita y asustada que había estado ella. Nadia aportó a un amigo de
su hermano no se acordaban de nada, ni de esa noche ni de su papá, que cuando ella era chica venía a comer seguido los
sus padres tampoco). domingos y un día no había venido más. Ella no había
Julita los quería encontrar con la tabla, o preguntarle a algún registrado mucho la falta de ese amigo, sobre todo porque él
otro espíritu si los había visto. Además de tener ganas de solía ir mucho a la cancha con su viejo, y a ella no la llevaban
hablar con ellos, quería saber dónde estaban los cuerpos. a los partidos. Sus hermanos registraron más que ya no
Porque eso tenía locos a sus abuelos; su abuela lloraba todos venía, le preguntaron al viejo, y al viejo no le dio para
los días por no tener dónde llevar una flor. Pero además Julita mentirles, para decirles que se habían peleado o algo así. Les
era muy tremenda: decía que si encontrábamos los cuerpos, dijo a los chicos que se lo habían llevado, lo mismo que
si nos daban la data y era posta, teníamos que ir a la tele o decían los abuelos de Julita. Después, los hermanos le
los diarios, y nos hacíamos más que famosas, nos iba a contaron a Nadia. En ese momento, ni los chicos ni Nadia
querer todo el mundo. tenían idea de adónde se lo habían llevado, o de si llevarse a
alguien era común, si era bueno o era malo. Pero ahora ya
A mí por lo menos me pareció re fuerte esa parte de sangre
todas sabíamos de esas cosas, después de la película La
fría de Julita, pero pensé que estaba bien, cosa de ella. Lo
Noche de los Lápices (que nos hacía llorar a los gritos, la
alquilábamos como una vez por mes) y el Nunca Más –que la Daban muchas vueltas, les costaba decidirse por el sí o por el
Pinocha había traído a la escuela, porque en su casa se lo no, y siempre llegaban al mismo lugar: nos contaban dónde
dejaban leer– y lo que contaban las revistas y la televisión. Yo habían estado secuestrados, y ahí se quedaban, no nos
aporté a mi vecino del fondo, un vecino que había estado ahí podían decir si los habían matado ahí, o si los llevaron a algún
poco tiempo, menos de un año, que salía poco a la calle pero otro lugar, nada. Daban vueltas después y se iban. Era
nosotros lo podíamos ver paseando por el fondo (la casa frustrante. Creo que hablamos con mi vecino, pero después
tenía un parquecito atrás). No me lo acordaba mucho, era de escribir POZO DE ARANA, se fue. Era él, seguro: nos dijo
como un sueño, tampoco se la pasaba en el patio, pero una su nombre, lo buscamos en el Nunca Más y ahí estaba, en la
noche lo vinieron a buscar y mi vieja se lo contaba a todo el lista. Nos cagamos en las patas: era el primer muerto posta
mundo, decía que por poco, por culpa de ese hijo de puta, posta con el que hablábamos. Pero de los padres de Julita,
casi nos llevan también a nosotras. A lo mejor porque ella lo nada.
repetía tanto a mí se me quedó grabado el vecino, y no me
Fue la cuarta noche en lo de la Pinocha cuando pasó lo que
quedé tranquila hasta que otra familia se mudó a esa casa, y
pasó. Habíamos logrado comunicarnos con uno que conocía
me di cuenta de que él no iba a volver más.
al novio de la tía de la Polaca, habían estudiado juntos, decía.
La Pinocha no tenía a ninguno que aportar, pero llegamos a la El muerto con el que hablamos se llamaba Andrés, y nos dijo
conclusión de que con todos los muertos que ya teníamos era que no se lo habían llevado ni había desaparecido: él mismo
suficiente. Esa noche jugamos hasta las cuatro de la mañana, se había escapado a México, y ahí se murió después, en un
a esa hora ya empezamos a bostezar y a tener la garganta accidente de coche, nada que ver. Bueno, este Andrés tenía
rasposa de tanto fumar, y lo más fantástico fue que los padres re buena onda, y le preguntamos por qué todos los muertos
de la Pinocha ni vinieron a tocar la puerta para mandarnos a se iban cuando les preguntamos adónde estaban sus
la cama. Me parece, no estoy segura porque la ouija cuerpos. Nos dijo que algunos se iban porque no sabían
consumía mi atención, que estuvieron mirando tele o dónde estaban, entonces se ponían nerviosos, incómodos.
escuchando música hasta la madrugada, también. Pero otros no contestaban porque alguien los molestaba. Una
de nosotras. Quisimos saber por qué, y nos dijo que no sabía
---
el motivo, pero que era así, una de nosotras estaba de más.
Después de esa primera noche, conseguimos permiso para ir
Después, el espíritu se fue.
a lo de la Pinocha dos veces más, en el mismo mes. Era
increíble, pero los padres o responsables de todas habían Nos quedamos pensando un toque en eso, pero decidimos no
hablado por teléfono con los viejos de la Pinocha, y por algún darle importancia. Al principio, en nuestros primeros juegos
motivo la charla los dejó recontratranquilos. El problema era con la tabla, siempre le preguntábamos al espíritu que venía
otro: nos costaba hablar con los muertos que queríamos. si alguien molestaba. Pero después dejamos de hacerlo
porque a los espíritus les encantaba molestar con eso, y –¿Jugando a la copa? Es jodido eso, a mí me da miedo, re
jugaban con nosotras, primero decían Nadia, después decían valientes las pendejas –dijo. Y después, la miró a su
no, con Nadia está todo bien, la que molesta es Julita, y así hermana–: –Pendeja, ¿me ayudás a bajar de la camioneta
nos podían tener toda la noche poniendo y sacando el dedo unas cosas que les traje a los viejos? Mamá ya se fue a
de la copa, y o hasta yéndonos de la habitación, porque los acostar y el viejo está con dolor de espalda...
guachos no tenían límites en sus pedidos.
–Qué ganas de joder que tenés, ¡es re tarde!
Lo de Andrés nos impresionó tanto, igual, que decidimos
–Y bueno, me pude venir a esta hora, qué querés, se me hizo
repasar la conversación anotada en el cuaderno, mientras
tarde. Copate, que si dejo las cosas en la camioneta me las
destapábamos una cerveza.
pueden afanar.
Entonces tocaron a la puerta de la pieza. Nos sobresaltamos
La Pinocha dijo bueno con mala onda, y nos pidió que
un poco, porque los padres de la Pinocha nunca molestaban.
esperáramos. Nos quedamos sentadas en el suelo alrededor
–¿Quién es? –dijo la Pinocha, y la voz le salió un poco de la tabla, hablando en voz baja de lo lindo que era Leo, que
tembleque. Todas teníamos un poco de cagazo, la verdad. ya debía tener como 23 años, era mucho más grande que
nosotras. La Pinocha tardaba, nos extrañó. A la media hora,
–Leo, ¿puedo pasar?
Julita propuso ir a ver qué pasaba.
–¡Dale, boludo! –la Pinocha se levantó de un salto y abrió la
Y entonces todo pasó muy rápido, casi al mismo tiempo. La
puerta. Leo era su hermano mayor, que vivía en el centro y
copa se movió sola. Nunca habíamos visto una cosa así. Sola
visitaba a los viejos nomás los fines de semana, porque
solita, ninguna de nosotras tenía el dedo encima, ni cerca. Se
trabajaba todos los días. Y no todos los fines de semana,
movió y escribió muy rápido, “ya está”. ¿Ya está? ¿Qué cosa
porque a veces estaba demasiado cansado. Nosotras lo
ya está? En seguida, un grito desde la calle, desde la puerta:
conocíamos porque antes, cuando éramos más chicas, en
la voz de la Pinocha. Salimos corriendo a ver qué pasaba, y la
primer y segundo año, a veces él iba a buscar a la Pinocha a
vimos abrazada a la madre, llorando, las dos sentadas en el
la escuela, cuando los viejos no podían. Después empezamos
sillón al lado de la mesita del teléfono. En ese momento no
a usar el colectivo, ya estábamos grandes. Una lástima,
entendimos nada, pero después, cuando se tranquilizó un
porque dejamos de ver a Leo, que estaba fuertísimo, un
poco la cosa –un poco–, reconstruimos más o menos.
morocho de ojos verdes con cara de asesino, para morirse.
Esa noche, en la casa de la Pinocha, estaba tan lindo como La Pinocha había seguido a su hermano hasta la vuelta de la
siempre. Todas suspiramos un poco y tratamos de esconder casa. Ella no entendía por qué había dejado la camioneta ahí,
la tabla, nomás para que él no pensara que éramos raras. si había lugar por todos lados, pero él no le contestó. Se
Pero no le importó. había puesto distinto cuando salieron de la casa, se había
puesto mala onda, no le hablaba. Cuando llegaron a la ¿Quién era? Yo no quería acordarme de sus ojos. No quería
esquina, él le dijo que esperara y, según la Pinocha, volver a jugar a la copa ni volver a lo de la Pinocha.
desapareció. Estaba oscuro, así que podía ser que hubiera
Nunca volvimos a juntarnos. La Pinocha quedó mal y los
caminado unos pasos y ya se perdiera de vista, pero según
padres nos acusaban –pobres, tenían que acusar a alguien– y
ella había desaparecido. Esperó un rato a ver si volvía, pero
decían que le habíamos hecho una broma pesada, que la
como tampoco estaba la camioneta, le dio miedo. Volvió a la
había dejado medio loca. Pero todos sabíamos que no era
casa y encontró a los viejos despiertos, en la cama. Les contó
así, que la habían venido a buscar porque, como nos dijo el
que había venido Leo, que estaba súper raro, que le había
muerto Andrés, ella molestaba. Y así se terminó la época en
pedido bajar algunas cosas de la camioneta. Los viejos la
que hablábamos con los muertos.
miraron como si estuviera loca. “Leo no vino, nena, ¿de qué
Los peligros de fumar en la cama (2009)
estás hablando? Mañana trabaja temprano.” La Pinocha
empezó a temblar de miedo y decir “era Leo, era Leo”, y
entonces su papá se calentó, le gritó si estaba drogada o qué.
La mamá, más tranquila, le dijo: “Hagamos una cosa: lo
llamamos a Leo a la casa. Debe estar durmiendo ahí”. Ella El carrito
también dudaba un poco ahora, porque veía que la Pinocha
Juancho estaba borracho esa tarde, y se paseaba por la vereda
estaba muy segura y muy alterada. Llamó, y después de un
bravucón, aunque ya nadie en el barrio se sentía amenazado, o
rato largo Leo la atendió, puteando, porque estaba en el
siquiera inquieto, por su presencia intoxicada. A mitad de cuadra,
quinto sueño, dormido. La madre le dijo “después te explico” o
Horacio lavaba el auto como todos los domingos, en shorts y
algo así, y se puso a tranquilizar a la Pinocha, que tuvo
chancletas, la panza tensa y prominente, el pelo en pecho canoso, la
tremendo ataque de nervios.
radio con el partido. En la esquina, los gallegos del bazar tomaban
Hasta la ambulancia vino, porque la Pinocha no paraba de mate con la pava en el piso, entre las dos sillas reclinables que
gritar que “esa cosa” la había tocado (el brazo sobre los habían sacado afuera, porque el sol estaba lindo. Enfrente, los hijos
hombros, como en un abrazo que a ella le dio más frío que de la Coca tomaban cerveza en el umbral, y un grupo de chicas
calor), y que había venido porque ella era “la que molestaba”. recién bañadas y demasiado maquilladas charlaban paradas en la
Julita me dijo, al oído, “es que a ella no le desapareció nadie”. puerta del garaje de Valeria. Mi papá había intentado, más temprano,
Le dije que se callara la boca, pobre Pinocha. Yo también decir buenas tardes y darle charla a los vecinos, pero volvió adentro
tenía mucho miedo. Si no era Leo, ¿quién era? Porque esa como siempre, cabizbajo, apenas contrariado, porque era buena
persona que había venido a buscar a la Pinocha era tal cual gente pero no tenía conversación, cada tarde de domingo decía lo
su hermano, como un gemelo idéntico, ella no había dudado. mismo.
Mi mamá espiaba por la ventana. Se aburría con la tele dominguera, —¡Negro de mierda! —le gritó Juancho—. Villero y la concha de tu
pero no tenía ganas de salir. Miraba por las rendijas de las persianas madre, ¡no vas a venir a cagarnos en el barrio, negro zarpado!
entreabiertas, y de vez en cuando nos pedía un té, o una galletita, o
Lo pateó en el suelo. Él también se manchó de mierda los pies,
una aspirina. Mi hermano y yo solíamos quedarnos los domingos en
llevaba ojotas.
casa; a veces, a la noche, nos dábamos una vuelta por el centro si
papá nos prestaba el auto. —Te levantás, conchisumadre, te levantás y le baldeás la vereda al
Horacio, acá no se jode, volvé a la villa, hijo de una remilputas.
Mamá lo vio primero. Venía de la esquina de Tuyutí, por el medio de
la calle, con un carro de supermercado muy cargado, y todavía más Y lo siguió pateando, en el pecho, en la espalda. El hombre no podía
borracho que Juancho, pero se las arreglaba para empujar la basura levantarse; parecía no entender lo que estaba pasando. De pronto se
acumulada, botellas, cartones, guías telefónicas. Se detuvo frente al puso a llorar.
auto de Horacio, tambaleándose. Hacía calor esa tarde, pero el No es para tanto, dijo mi papá. Cómo va a humillar así al pobre
hombre llevaba un pulóver viejo verdoso. Debía tener unos sesenta desgraciado, dijo mi mamá, y se paró, y enfiló hacia la puerta.
años. Dejó el carrito junto al cordón, se acercó al coche y, justo del Nosotros la seguimos. Cuando mamá llegó a la vereda, Juancho
lado que le quedaba mejor a mi mamá para verlo, se bajó los había levantado al hombre, que lloriqueaba y pedía perdón, y trataba
pantalones. de ponerle entre las manos la manguera con la que Horacio había
Ella nos llamó a los gritos. Nos acercamos y espiamos por las estado lavando el auto, para que limpiara su propia mierda. La
rendijas de las persianas los tres, mi hermano, papá y yo. El hombre, cuadra apestaba. Nadie se atrevía a acercarse. Horacio dijo
que no llevaba calzoncillos bajo un mugriento pantalón de vestir, «Juancho, dejá», pero en voz baja.
cagó en la vereda, mierda floja casi diarreica, y mucha cantidad; el Mi mamá intervino. Todos la respetaban, especialmente Juancho,
olor nos llegó, apestaba tanto a mierda como a alcohol. porque ella solía darle unas monedas para vino cuando le pedía; los
Pobre hombre, dijo mi mamá. Qué miseria, a lo que puede llegar demás la trataban con deferencia porque mamá era kinesióloga, pero
uno, dijo mi papá. todos pensaban que era médica, y la llamaban doctora.

Horacio estaba estupefacto, pero se veía que empezaba a calentarse, —Dejalo en paz. Que se vaya y listo. Nosotros limpiamos. Está
porque se le enrojeció el cuello. Pero antes de que pudiera borracho, no sabe lo que hace, no tenés por qué pegarle.
reaccionar, Juancho cruzó la calle, corriendo, y empujó al hombre, El viejo miró a mamá, y ella le dijo: «Señor, pida disculpas y vaya».
que todavía no había tenido tiempo de levantarse, ni de subirse los Él murmuró algo, soltó la manguera y, todavía con los pantalones
pantalones. El viejo cayó sobre su propia mierda, que le embadurnó bajos, quiso arrastrar el carrito.
el pulóver, y la mano derecha. Solo murmuró un «ay».
—Acá la doctora te perdona la vida, negro culeado, pero el carro no Alguien, probablemente el propio Juancho, movió el carrito a la
te lo llevás. La mugre la pagás, zarpado del orto, en el barrio no se esquina de Tuyutí, y lo dejó estacionado frente a la casa abandonada
jode. de doña Rita, que se había muerto el año anterior. Pocos días
después, nadie le prestaba atención.
Mamá intentó disuadir a Juancho, pero él estaba borracho, y furioso,
y gritaba como un justiciero, y en los ojos no le quedaba nada Al principio sí, porque esperaban que el villero —qué otra cosa
blanco, solo negro y rojo, como los colores del short que llevaba podía ser— volviera a buscarlo. Pero no apareció, y nadie sabía qué
puesto. Se puso adelante del carro y no dejó que el hombre lo hacer con sus cosas. Así que ahí quedaron, y un día se mojaron con
pusiera a andar. Yo tuve miedo de que empezara otra pelea —otra la lluvia, y los cartones húmedos se desarmaron, y daban olor. Algo
golpiza de Juancho, en realidad— pero el hombre pareció más apestaba entre las porquerías, probablemente comida
despertarse. Se subió el cierre de los pantalones —no tenían botón— pudriéndose, pero el asco impedía que alguien lo limpiara. Bastaba
y se fue caminando por el medio de la calle otra vez, hacia con pasarle lejos, caminar bien cerca de las casas y no mirarlo. En el
Catamarca; todos lo miraron irse, los gallegos murmurando qué barrio siempre había olores feos, del limo que se juntaba junto a los
barbaridad, los hijos de la Coca a las risotadas, las chicas en la cordones de la vereda, verdoso, y del Riachuelo, cuando soplaba
puerta del garaje de Valeria riéndose nerviosas algunas, otras cierto viento, especialmente al atardecer.
cabizbajas, como avergonzadas. Horacio puteaba en voz baja.
Todo comenzó unos quince días después de la llegada del carrito. A
Juancho sacó una botella del carrito y se la revoleó al hombre, pero
lo mejor había empezado antes, pero hizo falta la acumulación de
le pasó muy lejos y se estrelló contra el asfalto. El hombre,
desgracias para que el barrio sintiera que la secuencia era extraña. El
sobresaltado por el ruido, se dio vuelta y gritó algo, ininteligible. No
primero fue Horacio. Tenía una rotisería en el centro, le iba bien.
supimos si hablaba otro idioma (pero ¿cuál?) o si sencillamente no
Una noche, cuando estaba haciendo la caja, entraron a robarle y se
podía articular por la borrachera. Pero antes de salir corriendo en
llevaron todo. Cosas de suburbio. Pero esa misma noche, cuando fue
zigzag, huyendo de Juancho que lo persiguió a los gritos, miró a mi
al cajero automático a sacar plata, después de la denuncia —inútil,
mamá con toda lucidez y asintió, dos veces. Dijo algo más, girando
como en la mayoría de los robos, entre otras cosas porque los
los ojos, abarcando toda la cuadra y más. Después desapareció por la
chorros entraron encapuchados—, descubrió que no tenía un peso en
esquina. Juancho, demasiado en pedo, no lo siguió. Nomás siguió
la cuenta. Llamó al banco, hizo escándalos, pateó puertas, quiso
gritando, un rato largo.
acogotar a un empleado y llegó hasta el gerente de la sucursal, y
Entramos a casa. Los vecinos seguirían hablando del tema toda la después hasta el de la red bancaria. Pero no hubo caso: el dinero no
tarde, y la semana. Horacio usó la manguera, puro rezongo y negros estaba, alguien lo había sacado, y Horacio, de la noche a la mañana,
de mierda, negros de mierda. estaba en la ruina. Vendió el auto. Le dieron menos de lo que
esperaba.
Este barrio no da para más, dijo mi mamá, y cerró la persiana.
Los dos hijos de la Coca perdieron el trabajo que tenían en el taller electrodomésticos entre dos o tres, en changos de hacer compras, o
mecánico de la avenida. Sin aviso; el dueño ni les dio explicaciones. solo con la fuerza de los brazos. Llevaban todo a las casas de remate
Lo cagaron a puteadas, y él los echó a patadas. A la Coca, encima, y usados del otro lado de la avenida. Pero otros vecinos se
no le salía la pensión. Los hijos buscaron trabajo una semana, y organizaron y, cuando intentaban tirarles la puerta abajo, blandían
después se dedicaron a gastar los ahorros en cerveza. La Coca se tramontinas o revólveres, si tenían. Cholo, el verdulero de la vuelta,
metió en la cama diciendo que se quería morir. Ya no les daban fiado le partió la cabeza al remisero con el fierro que usaba para hacer el
en ningún lado. Ni para el colectivo tenían. asado. Al principio, un grupo de mujeres se organizaron para repartir
la comida que quedaba en los freezers; pero cuando se enteraron de
Los gallegos tuvieron que cerrar el bazar. Porque no se trataba nada
que algunas mentían y se guardaban víveres, la buena voluntad se
más que de los hijos de la Coca, o de Horacio; cada vecino, de golpe,
fue al carajo.
en cuestión de días, perdió todo. La mercadería del kiosco
desapareció misteriosamente. Al remisero le robaron el auto. El La Coca se comió a su gato, y después se suicidó. Hubo que ir a la
marido y único sostén de Mari, albañil, se cayó de un andamio y sede de la Obra Social de la avenida para que se llevaran el cuerpo y
murió. Las chicas tuvieron que dejar los colegios privados porque lo enterraran gratis. Algún empleado de ahí quiso averiguar más, le
los padres no podían pagarlos: el padre dentista ya no tenía clientela, contaron, y llegó la televisión con las cámaras para registrar la mala
la modista tampoco, al carnicero un cortocircuito le quemó todas las suerte localizada que sumía a tres manzanas del barrio en la miseria.
heladeras. Sobre todo querían saber por qué los vecinos de más lejos, los que
vivían a cuatro cuadras, por ejemplo, no eran solidarios.
En dos meses, ya nadie tenía teléfono en el barrio por falta de pago.
En tres meses, tuvieron que colgarse de los cables de luz porque no Vinieron asistentes sociales, y repartieron comida, pero solo
podían pagar la electricidad. Los hijos de la Coca salieron a afanar y desataron más guerras. A los cinco meses, ni la policía entraba, y los
a uno de ellos, el más inexperto, lo agarró la policía. El otro no que todavía iban a mirar televisión en los aparatos exhibidos en las
volvió una noche; a lo mejor lo habían matado. El remisero se casas de electrodomésticos de la avenida decían que en los noticieros
aventuró, caminando, hasta el otro lado de la avenida. Allá, dijo, no se hablaba de otra cosa. Pero pronto quedaron aislados, porque
estaba todo lo más bien. Hasta tres meses después de que comenzara, los de la avenida los echaban si los reconocían.
los negocios del otro lado de la avenida fiaban. Pero eventualmente
Quedaron, digo, porque nosotros sí teníamos tele, y electricidad, y
dejaron de hacerlo.
gas, y teléfono. Decíamos que no, y vivíamos tan encerrados como
Horacio puso la casa en venta. los demás; si nos cruzábamos con alguien, mentíamos: nos comimos
al perro, nos comimos las plantas, a Diego —mi hermano— le fiaron
Todos cerraban con candados viejos, porque no había plata para
en un negocio de acá veinte cuadras. Mi mamá se las arreglaba para
alarmas ni para cerraduras más eficientes; empezaron a faltar cosas
ir a trabajar, saltando por los techos (no era tan difícil en un barrio
de las casas, televisores y radios y equipos de música y
donde todas las casas eran bajas). Mi papá podía sacar la plata de la
computadoras, y se veía a algunos vecinos cargando
jubilación por cajero automático, y los servicios los pagábamos flacos, ni demacrados. Estábamos asustados, pero el miedo no se
online, porque todavía teníamos Internet. No nos saquearon; el parece a la desesperación.
respeto a la doctora, a lo mejor, o muy buenas actuaciones de nuestra
Escuchamos el plan de papá, que no parecía muy sensato. Mamá
parte.
contó el suyo, un poco mejor, pero nada del otro mundo. Aceptamos
Fue Juancho el que, después de robar alcohol de un maxikiosco el de Diego: mi hermano siempre podía pensar con más sencillez y
lejano, mientras tomaba el vino en botella sentado en la vereda, más frialdad.
empezó a gritar y putear. «Es el carrito de mierda, el carrito del
Nos fuimos a la cama, pero ninguno pudo dormir. Después de dar
villero». Horas gritó, horas caminó por la calle, golpeó puertas y
muchas vueltas, toqué la puerta de la habitación de mi hermano. Lo
ventanas, «es el carrito, es culpa del viejo, hay que ir a buscarlo,
encontré sentado en el piso. Estaba muy pálido, todos estábamos así,
vamos, cagones de mierda, nos hizo una macumba». A Juancho se le
por falta de sol. Le pregunté si pensaba que Juancho tenía razón.
notaba el hambre más que a los demás, porque nunca había tenido
Dijo que sí con la cabeza.
nada, y vivía de las monedas que recolectaba cada día, tocando
timbre (siempre le daban, por miedo o compasión, vaya a saber). Esa —Mamá nos salvó. ¿Viste cómo la miró el hombre antes de irse?
misma noche le pegó fuego al carro, y los vecinos miraron las llamas Nos salvó.
por la ventana. Tenía algo de razón Juancho. Todos habían pensado —Hasta ahora —dije yo.
que era el carrito. Algo de ahí adentro. Algo contagioso que había
—Hasta ahora —dijo él.
traído de la villa.
Esa noche, olimos carne quemada. Mamá estaba en la cocina; nos
Esa misma noche, mi papá nos juntó en el comedor, para charlar.
acercamos para retarla, se había vuelto loca, hacer un bife a la
Dijo que nos teníamos que ir. Que se iban a dar cuenta de que
parrilla a esa hora, se iban a dar cuenta. Pero mamá temblaba al lado
nosotros estábamos inmunizados. Que Mari, la vecina de al lado,
de la mesada.
algo sospechaba, porque era bastante difícil ocultar el olor de la
comida, aunque cocinábamos cuidando de que no saliera el humo o —Esa no es carne común —dijo.
el aroma por debajo de la puerta, con burletes. Que se nos iba a
Abrimos apenas la persiana y miramos para arriba. Vimos que el
terminar la suerte, que se pudría todo. Mamá estaba de acuerdo.
humo llegaba de la terraza de enfrente. Y era negro, y no olía como
Decía que la habían visto saltando el techo de atrás. No podía
ningún otro humo conocido.
asegurarlo, pero había sentido las miradas. Diego también. Contó
que una tarde, cuando levantó las persianas, había visto a algunos —Qué viejo villero hijo de puta —dijo mamá, y se puso a llorar.
vecinos salir corriendo, pero que otros lo habían mirado, desafiantes;
malos, ya locos. Casi nadie nos veía, por el encierro, pero para
seguir disimulando íbamos a tener que salir pronto. Y no estábamos
El aljibe de las cortinas. A veces Mariela lloraba de noche, diciendo que algo
I am terrified by this dark thing se movía debajo de su cama, y nunca podía dormir con la luz
apagada. Josefina era la única que nunca tenía miedo, como su
That sleeps in me;
padre. Hasta aquel viaje a Corrientes.
All day I feel its soft, feathery turnings, its malignity.
Apenas recordaba cuántos días habían pasado en casa de los tíos, ni
SYLVIA PLATH si habían ido a la Costanera o a caminar por la peatonal. Pero se
Josefina recordaba el calor y el hacinamiento dentro del Renault 12 acordaba perfectamente de la visita a la casa de doña Irene. Ese día
como si el viaje hubiera sucedido apenas unos días atrás y no cuando el cielo estaba nublado, pero el calor era pesado, como siempre en
ella tenía seis años, pocos días después de Navidad, bajo el Corrientes antes de una tormenta. Su padre no las había
asfixiante sol de enero. Su padre manejaba, casi sin hablar; su madre acompañado; la casa de doña Irene quedaba cerca de la de los tíos, y
iba en el asiento de adelante y en el de atrás Josefina había quedado las cuatro habían ido caminando acompañadas de la tía Clarita. No la
atrapada entre su hermana y su abuela Rita, que pelaba mandarinas e llamaban bruja, le decían La Señora; su casa tenía un patio delantero
inundaba el auto con el olor de la fruta recalentada. Iban de hermoso, un poco demasiado recargado de plantas, y casi en el
vacaciones a Corrientes, a visitar a los tíos maternos, pero eso era centro había un aljibe pintado de blanco; cuando Josefina lo vio se
solo una parte del gran motivo del viaje, que Josefina no podía soltó de la mano de su abuela y corrió ignorando los aullidos de
adivinar. Recordaba que ninguno hablaba mucho; su abuela y su pánico, para verlo de cerca y asomarse al pozo. No pudieron
madre llevaban anteojos oscuros y solo abrían la boca para alertar detenerla antes de que viera el fondo y el agua estancada en lo
sobre algún camión que pasaba demasiado cerca del auto, o para profundo.
pedirle a su padre que disminuyera la velocidad, tensas y alertas a la Su madre le dio un cachetazo que la habría hecho llorar si Josefina
espera de un accidente. no hubiera estado acostumbrada a esos golpes nerviosos que
Tenían miedo. Siempre tenían miedo. En verano, cuando Josefina y terminaban en llantos y abrazos y «mi nenita, mi nenita, mirá si te
Mariela querían bañarse en la Pelopincho, la abuela Rita llenaba la pasa algo». Algo como qué, había pensado Josefina. Si ella nunca
pileta con apenas diez centímetros de agua y vigilaba cada chapoteo había pensado en tirarse. Si nadie iba a empujarla. Si ella solo quería
sentada en una silla bajo la sombra del limonero del patio, para ver si el agua reflejaba su cara, como siempre sucedía en los aljibes
llegar a tiempo si sus nietas se ahogaban. Josefina recordaba que su de los cuentos, su cara como una luna con cabello rubio en el agua
madre lloraba y llamaba a médicos y ambulancias de madrugada si negra.
ella o su hermana tenían unas líneas de fiebre. O las hacía faltar a la Josefina la había pasado bien esa tarde en casa de La Señora. Su
escuela ante un inofensivo catarro. Nunca les daba permiso para madre, su abuela y su hermana, sentadas sobre banquetas, habían
dormir en casa de amigas, y apenas las dejaba jugar en la vereda; si dejado que Josefina curioseara las ofrendas y chucherías que se
lo hacía, podían verla vigilándolas por la ventana, escondida detrás amontaban frente a un altar; la tía Clarita, respetuosa, esperaba
mientras tanto en el patio, fumando. La Señora hablaba, o rezaba, tomaba el pulso —había aprendido a hacerlo viendo a su madre, que
pero Josefina no podía recordar nada extraño, ni cánticos, ni siempre les controlaba la frecuencia de los latidos cuando tenían
humaredas, ni siquiera que tocara con las manos a su familia. fiebre—. Si eran demasiado rápidos, tenía tanto miedo que ni
Solamente les susurraba lo suficientemente bajo como para que ella siquiera se atrevía a llamar a sus padres para que la salvaran. Si eran
no pudiera escuchar lo que decía, pero no le importaba: sobre el altar lentos, se apoyaba la mano en el pecho para controlar que el corazón
descubría escarpines de bebé, ramos de flores y ramas secas, no se detuviera. A veces se dormía contando, atenta al minutero. Una
fotografías en color y blanco y negro, cruces decoradas con lazos noche había descubierto que la mancha de revoque en el techo, justo
rojos, estampitas de santos, muchos rosarios —de plástico, de sobre su cama —el arreglo de una gotera— tenía forma de rostro con
madera, de metal plateado— y la fea figura del santo al que su cuernos, la cara del diablo. Eso sí se lo había dicho a Mariela; pero
abuela le rezaba, San La Muerte, un esqueleto con su guadaña, su hermana, riéndose, dijo que las manchas eran como las nubes, que
repetido en diferentes tamaños y materiales, algunas veces tosco, se podían ver distintas formas si uno las miraba demasiado. Y que
otras tallado al detalle, con los huecos de los globos oculares ella no veía ningún diablo, le parecía un pájaro sobre dos patas. Otra
negrísimos y la sonrisa amplia. noche había escuchado el relincho de un caballo o un burro… pero
las manos le empezaron a transpirar cuando pensó que debía ser el
Al rato, Josefina se aburrió y La Señora le dijo: «Chiquita, por qué
Alma Mula, el espíritu de una muerta que transformado en mula no
no te acostás en el sillón, andá». Ella lo hizo y se durmió al instante,
podía descansar y salía a trotar de noche. Eso se lo había contado a
sentada. Cuando despertó, ya era de noche y la tía Clarita se había
su padre; él le besó la cabeza, dijo que eran pavadas y a la tarde lo
cansado de esperar. Tuvieron que volver caminando solas. Josefina
había escuchado gritarle a su madre: «¡Que tu vieja deje de contarle
se acordaba de que, antes de salir, había tratado de volver a mirar
pelotudeces a la nena! ¡No quiero que le llene la cabeza, ignorante
dentro del aljibe, pero no se había animado. Estaba oscuro y la
supersticiosa de mierda!». La abuela negaba haberle contado nada, y
pintura blanca brillaba como los huesos de San La Muerte; era la
no mentía. Josefina no tenía idea de dónde había sacado esas cosas,
primera vez que sentía miedo. Volvieron a Buenos Aires pocos días
pero sentía que las sabía, como sabía que no podía acercar la mano a
después. La primera noche en casa, Josefina no había podido dormir
una hornalla encendida sin quemarse, o que en otoño tenía que
cuando Mariela apagó el velador.
ponerse un saquito sobre la remera porque de noche refrescaba.
Mariela dormía tranquilamente en la camita de enfrente, y ahora el
Años después, sentada frente a uno de sus tantos psicólogos, había
velador estaba en la mesa de luz de Josefina, que recién tenía sueño
tratado de explicarse y racionalizar cada miedo: lo que Mariela había
cuando las agujas fosforescentes del reloj de Hello Kitty marcaban
dicho del revoque podía ser cierto, a lo mejor le había escuchado
las tres o las cuatro de la madrugada. Mariela se abrazaba a un
contar esas historias a la abuela porque eran parte de la mitología
muñeco y Josefina veía que los ojos de plástico brillaban humanos
correntina, a lo mejor un vecino del barrio tenía un gallinero, a lo
en la semioscuridad. O escuchaba cantar un gallo en plena noche y
mejor la mula era de los botelleros que vivían a la vuelta. Pero no
recordaba —pero ¿quién se lo había dicho?— que ese canto, a esa
creía en las explicaciones. Su madre solía ir a las sesiones y contaba
hora, era señal de que alguien iba a morir. Y debía ser ella, así que se
que ella y su madre eran «ansiosas» y «fóbicas», que por cierto cumpleaños de quince de su hermana, y sabía que Mariela se lo
podían haberle contagiado esos miedos a Josefina; pero se estaban agradecía. Iba de un psiquiatra a otro desde hacía tiempo, y ciertas
recuperando, y Mariela había dejado de sufrir terrores nocturnos, así pastillas le habían permitido empezar la secundaria, pero solo hasta
que «lo de Jose» sería cuestión de tiempo. tercer año, cuando había descubierto que en los pasillos del colegio
se escuchaban otras voces bajo el murmullo de los chicos que
Pero el tiempo fueron años, y Josefina odiaba a su padre porque un
planeaban fiestas y borracheras; cuando desde adentro del baño,
día se había ido dejándola sola con esas mujeres que ahora, después
mientras hacía pis, había visto pies descalzos caminando por los
de años de encierro, planeaban vacaciones y salidas de fin de semana
azulejos y una compañera le dijo que debía ser la monja suicida que
mientras ella se mareaba cuando llegaba a la puerta; odiaba haber
años atrás se había colgado del mástil. Fue inútil que su madre y la
tenido que dejar la escuela y que su madre la acompañara a rendir
directora y la psicopedagoga le dijeran que ninguna monja se había
los exámenes cada fin de año; odiaba que los únicos chicos que
matado jamás en el patio; Josefina ya tenía pesadillas sobre el
visitaban su casa fueran amigos de Mariela; odiaba que hablaran de
Sagrado Corazón de Jesús, sobre el pecho abierto de Cristo que en
«lo de Jose» en voz baja, y sobre todo odiaba pasarse días en su
sueños sangraba y le empapaba la cara, sobre Lázaro, pálido y
habitación leyendo cuentos que de noche se transformaban en
podrido levantándose de una tumba entre las rocas, sobre ángeles
pesadillas. Había leído la historia de Anahí y la flor del ceibo, y en
que querían violarla.
sueños se le había aparecido una mujer envuelta en llamas; había
leído sobre el urutaú, y ahora antes de dormir se escuchaba al pájaro, Así que se había quedado en casa, y de vuelta a rendir materias cada
que en realidad era una chica muerta, llorando cerca de su ventana. fin de año con certificado médico. Y mientras tanto Mariela volvía
No podía ir a La Boca porque le parecía que debajo de la superficie de madrugada en autos que frenaban en la puerta, y se escuchaban
del riachuelo negro había cuerpos sumergidos que seguro intentarían los gritos de los chicos al final de una noche de aventuras que
salir cuando ella estuviera cerca de la orilla. Nunca dormía con una Josefina ni siquiera podía imaginar. Envidiaba a Mariela incluso
pierna destapada porque esperaba la mano fría que la rozara. Cuando cuando su madre le gritaba porque la cuenta del teléfono era
su madre tenía que salir, la dejaba con la abuela Rita; y si se impagable; si solo ella hubiera tenido alguien con quién hablar.
retrasaba más de media hora, Josefina vomitaba porque la tardanza Porque no le servía el grupo de terapia, todos esos chicos con
solo podía significar que se había muerto en un accidente. Pasaba problemas reales, con padres ausentes o infancias llenas de violencia
corriendo frente al retrato del abuelo muerto al que jamás había que hablaban de drogas y sexo y anorexia y desamor. Y sin embargo
conocido porque podía sentir cómo la seguían sus ojos negros, y seguía yendo, siempre en taxi, de ida y de vuelta, y el taxista tenía
nunca se acercaba al cuarto donde estaba el viejo piano de su madre que ser siempre el mismo, y esperarla en la puerta, porque se
porque sabía que cuando nadie lo tocaba, se ocupaba de hacerlo el mareaba y los latidos de su corazón no la dejaban respirar si se
diablo. quedaba sola en la calle. No había subido a un colectivo desde aquel
viaje a Corrientes y la única vez que había estado en el subterráneo
Desde el sillón, con el pelo tan grasoso que parecía siempre húmedo,
gritó hasta quedarse afónica, y su madre tuvo que bajarse en la
veía pasar el mundo que se estaba perdiendo. Ni siquiera había ido al
estación siguiente; esa vez la había zamarreado y arrastrado por las de un hospital. Acomodó los mechones de largo pelo rubio detrás de
escaleras, pero a Josefina no le importó porque tenía que salir de las orejas y encendió un cigarrillo.
cualquier manera de ese encierro, ese ruido, esa oscuridad
—Jose —le dijo—, hay una cosa.
serpenteante.
—¿Qué?
Las pastillas nuevas, celestes, casi experimentales, relucientes como
recién salidas del laboratorio, eran fáciles de tragar y en apenas un —¿Te acordás cuando viajamos a Corrientes? Vos tendrías seis años,
rato lograban que la vereda no pareciera un campo minado; hasta la yo ocho…
hacían dormir sin sueños que pudiera recordar, y cuando apagó el —Sí.
velador una noche, no sintió que las sábanas se enfriaban como una
—Buen, ¿te acordás que fuimos a una bruja? Mamá y la abuela
tumba. Seguía teniendo miedo, pero podía ir al kiosco sola sin la
fueron porque ellas eran como vos, así, tenían miedo todo el tiempo,
seguridad de morir en el trayecto. Mariela parecía más entusiasmada
y se fueron a curar.
que ella. Le propuso salir juntas a tomar un café, y Josefina se
atrevió —en taxi ida y vuelta, eso sí—; esa tarde había podido hablar Josefina ahora la escuchaba atentamente. El corazón le latía muy
como nunca con su hermana, y se sorprendió planeando ir al cine rápido, pero respiró hondo, se secó las manos en los pantalones y
(Mariela prometió salir en mitad de la película si hacía falta) y hasta trató de concentrarse en lo que decía su hermana, como le había
confesando que a lo mejor tenía ganas de ir a la facultad, si en las recomendado su psiquiatra («Cuando viene el miedo», le había
aulas no había demasiada gente y las ventanas o puertas le quedaban dicho, «prestale atención a otra cosa. Cualquier cosa. Fijate qué está
cerca. Mariela la abrazó sin vergüenza, y al hacerlo tiró una de las leyendo la persona que tenés al lado. Leé los carteles de las
tazas de café al piso, que se partió justo a la mitad. El mozo juntó los publicidades, o contá cuántos autos rojos pasan por la calle»).
restos sonriente, y cómo no, si Mariela era hermosa con sus
—Y yo me acuerdo que la bruja dijo que podían volver si les pasaba
mechones de pelo rubio sobre la cara, los labios gruesos siempre
otra vez. A lo mejor podrías ir. Ahora que estás mejor. Yo sé que es
húmedos y los ojos apenas delineados de negro para que el verde del
una locura, parezco la abuela con sus boludeces de la provincia, pero
iris hipnotizara a los que la miraban.
a ellas se les pasó, ¿o no?
Salieron varias veces más a tomar café —lo del cine nunca pudo
—Mariel, yo no puedo viajar. Vos sabés que no puedo.
concretarse— y, una de esas tardes, Mariela le trajo los programas de
varias carreras que podían gustarle a Josefina —Antropología, —¿Y si yo te acompaño? Me la banco, en serio. Lo planeamos bien.
Sociología, Letras—. Pero parecía inquieta, y ya no con el —No me animo. No puedo.
nerviosismo de las primeras salidas, cuando debía estar preparada
—Buen. Si te animás, pensalo, qué sé yo. Yo te ayudo, en serio.
para llamar de urgencia a un taxi —o a una ambulancia, en el peor
de los casos— para llevar a Josefina de vuelta a casa o a la guardia La mañana que intentó salir de la casa para ir a anotarse en la
facultad, Josefina descubrió que el trayecto de la puerta al taxi le
resultaba infranqueable. Antes de poner un pie en la vereda le la jubilación a su abuela, que no quería —no podía, ahora Josefina lo
temblaban las rodillas, y ya lloraba. Hacía varios días que notaba un sabía— salir de la casa. Doña Carmen llevaba diez años muerta, dos
estancamiento y hasta un retroceso en el efecto de las pastillas; había más que su abuela, y después del viaje a Corrientes solo la visitaba
vuelto esa imposibilidad de llenar los pulmones, o mejor, esa para tomar el té, porque todos los encierros y terrores se habían
atención obsesiva que le prestaba a cada inspiración, como si tuviera terminado. Para ellas. Porque para Josefina recién empezaban.
que controlar la entrada de aire para que el mecanismo funcionara,
¿Qué había pasado en Corrientes? ¿La Señora se había olvidado de
como si estuviera dándose respiración boca a boca para mantenerse
«curarla» a ella? Pero si no tenía que curarla de nada, si Josefina no
viva. Otra vez se paralizaba ante el menor cambio de lugar de los
tenía miedo. Pero entonces, si poco después había empezado a
objetos de su habitación, otra vez tenía que encender ya no solo la
padecer lo mismo que las otras, ¿por qué no la habían llevado con La
luz del velador, sino el televisor y la lámpara de techo para dormir,
Señora? ¿Porque no la querían? ¿Y si Mariela se equivocaba?
porque no soportaba ni una sola sombra. Esperaba cada síntoma, los
Josefina empezó a comprender que el enojo era el límite, que si no
reconocía; pero por primera vez sentía algo por debajo de la
se aferraba al enojo y lo dejaba llevarla hasta un micro de larga
resignación y la desesperación. Estaba enojada. También estaba
distancia, hasta La Señora, nunca podría salir de ese encierro, y que
agotada, pero no quería volver a la cama a tratar de controlar los
valía la pena morir intentándolo.
temblores y la taquicardia, ni arrastrarse hasta el sillón en pijama
para pensar en el resto de su vida, en un futuro de hospital Esperó a Mariela despierta una madrugada y le hizo un café para
psiquiátrico o enfermeras privadas, porque no podía recurrir al despejarla.
suicidio, ¡si tenía tanto miedo de morirse! —Mariel, vamos. Me animo.
En cambio, empezó a pensar en Corrientes y en La Señora. Y en —¿Adónde?
cómo era la vida en su casa antes del viaje. Recordó a su abuela
Josefina tuvo miedo de que su hermana retrocediera, retirara el
llorando en cuclillas al lado de la cama, rezando para que parara la
ofrecimiento, pero se dio cuenta de que no le entendía solo porque
tormenta, porque le tenía miedo a los rayos, a los truenos, a los
estaba bastante borracha.
relámpagos, incluso a la lluvia. Recordó que su madre miraba por la
ventana con ojos desorbitados cada vez que se inundaba la calle, y —A Corrientes, a ver a la bruja.
cómo gritaba que se iban a ahogar todos si no bajaba el agua.
Mariela la miró completamente lúcida de golpe.
Recordó que Mariela nunca quería ir a jugar con los hijos de los
vecinos, ni siquiera cuando la venían a buscar, y se abrazaba a sus —¿Estás segura?
muñecos como si temiera que se los robaran. Se acordó de que su —Ya lo pensé, tomo muchas pastillas y duermo todo el camino. Si
padre llevaba a su madre una vez por semana al psiquiatra, y que ella me pongo mal… me das más. No hacen nada. Como mucho, dormiré
siempre volvía semidormida, directo a la cama. Y hasta se acordó de un montón.
doña Carmen, que se encargaba de hacerle los mandados y cobrarle
Josefina subió casi dormida al micro; lo esperó al lado de su cayera el pelo, si no tuviera esas aureolas sobre la frente que dejaban
hermana en un banco, roncando con la cabeza apoyada sobre el ver el cuero cabelludo; podría tener esas piernas largas y fuertes si
bolso. Mariela se había asustado cuando la vio tomar cinco pastillas fuera capaz de caminar al menos una vuelta manzana; sabría cómo
con un trago de Seven-Up, pero no le dijo nada. Y funcionó, porque maquillarse si tuviera para qué y para quién; sus manos serían bellas
Josefina despertó recién en la terminal de Corrientes, con la boca si no se comiera las uñas hasta la cutícula; su piel sería dorada como
llena de sabor ácido y dolor de cabeza. Su hermana la abrazó durante la de Mariela si el sol la tocara más seguido. Y no tendría los ojos
todo el viaje en taxi hasta la casa de los tíos, y Josefina intentó no siempre enrojecidos y las ojeras si pudiera dormir o distraerse con
partirse los dientes de tanto rechinarlos. Se fue directo a la pieza de algo más que la televisión o Internet.
la tía Clarita, que las esperaba, y no aceptó comida ni bebida ni
Mariela tuvo que aplaudir en el patio de La Señora para que abriera
visitas de parientes; apenas podía abrir la boca para tragar las
la puerta, porque la casa no tenía timbre. Josefina miró el jardín,
pastillas, le dolían las mandíbulas y no podía olvidar la ráfaga de
ahora muy descuidado, las rosas muertas de calor, las azucenas
odio y pánico en los ojos de su madre cuando le dijo que se iba a
exangües, las plantas de ruda por todas partes, crecidas hasta alturas
buscar a la bruja, ni cómo le había dicho: «Sabés bien que es al
insólitas. La Señora apareció en el umbral cuando Josefina localizó
pedo» con tono triunfal. Mariela le había gritado «yegua hija de
el aljibe, casi oculto entre pastos, la pintura blanca tan descascarada
puta», y no quiso escuchar ninguna explicación; encerrada en la
que era posible ver los ladrillos rojos debajo.
habitación con Josefina, se quedó toda la noche despierta sin hablar,
fumando, eligiendo remeras y pantalones frescos para el calor de La Señora las reconoció enseguida, y las hizo pasar. Como si las
Corrientes. Cuando salieron para la terminal Josefina ya estaba esperara. El altar seguía en pie, pero tenía el triple de ofrendas, y un
drogada, pero bastante consciente como para notar que su madre no San La Muerte enorme, del tamaño de un crucifijo de iglesia; dentro
había salido de su pieza para despedirlas. de los ojos huecos brillaban lucecitas intermitentes, seguramente de
una guirnalda eléctrica navideña. Quiso sentar a Josefina en el
La tía Clarita les dijo que La Señora seguía viviendo en el mismo
mismo sillón donde se había dormido casi veinte años atrás, pero
lugar, pero estaba muy vieja y ya no atendía a la gente. Mariela
tuvo que correr a buscar un balde, porque habían empezado las
insistió: solo para verla habían venido a Corrientes, y no se iban a ir
arcadas; Josefina vomitó fluidos intestinales y sintió que el corazón
hasta que las recibiera. En los ojos de Clarita asomaba el mismo
le obturaba la garganta, pero La Señora le puso una mano en la
miedo que en los de su madre, se dio cuenta Josefina. Y también
frente.
supo que no las iba a acompañar, así que apretó el brazo de Mariela
para interrumpir sus gritos («¡Pero qué mierda te pasa, por qué vos —Respirá hondo, criatura, respirá.
tampoco la querés ayudar, no ves cómo está!») y le susurró: «Vamos Josefina le hizo caso, y por primera vez en muchos años volvió a
solas». En las tres cuadras hasta la casa de La Señora, que le sentir el alivio de los pulmones llenos de aire, libres, ya no atrapados
parecieron kilómetros, Josefina pensó en ese «¡no ves cómo está!» y detrás de las costillas. Tuvo ganas de llorar, de agradecerle; tuvo la
se enojó con su hermana. Ella también podría ser linda si no se le seguridad de que La Señora la estaba curando. Pero cuando levantó
la cabeza para mirarla a los ojos, tratando de sonreír con los dientes que tirar. A la foto, la tiré al aljibe. Pero no se puede sacar. No te los
apretados, vio pena y arrepentimiento en La Señora. puedo sacar nunca porque los males están en la foto tuya en el agua,
y ya se habrá podrido la foto. Ahí quedaron en la foto tuya, pegados
—Nena, no hay nada que hacerle. Cuando te trajeron acá, ya estaba
a vos.
listo. Lo tuve que tirar al aljibe. Yo sabía que los santitos no me lo
iban a perdonar, que Añá te iba a traer de vuelta. La Señora se tapó la cara con las manos. Josefina creyó ver que
Mariela lloraba, pero no le prestó atención porque trataba de
Josefina negó con la cabeza. Se sentía bien. ¿Qué quería decirle?
entender.
¿Estaría de verdad vieja y ya loca, como había dicho la tía Clarita?
Pero La Señora se levantó suspirando, se acercó al altar y trajo de —Se quisieron salvar ellas, nena. Esta también. —Y señaló a
vuelta una foto vieja. La reconoció: su madre y su abuela, sentadas Mariela—. Era chica pero era bicha, ya.
en un sillón, y entre ellas Mariela a la derecha y un hueco a la
Josefina se levantó con el resto de aire que le quedaba en los
izquierda, donde debía estar Josefina.
pulmones, con la nueva fuerza que le endurecía las piernas. No iba a
—Me dieron una pena, una pena. Las tres con malos pensamientos, durar mucho, estaba segura, pero por favor que fuera suficiente,
con carne de gallina, con un daño de muchos años. Yo me suficiente para correr hasta el aljibe y arrojarse al agua de lluvia y
sobresaltaba de mirarlas nomás, eructaba, no les podía sacar de ojalá que no tuviera fondo, ahogarse ahí con la foto y la traición. La
adentro los males. Señora y Mariela no la siguieron, y Josefina corrió todo lo que pudo
pero cuando alcanzó los bordes del aljibe las manos húmedas
—¿Qué males?
resbalaron, las rodillas se agarrotaron y no pudo, no pudo trepar, y
—Males viejos, nena, males que no se pueden decir. —La Señora se apenas alcanzó a ver el reflejo de su cara en el agua antes de caer
santiguó—. Ni el Cristo de las Dos Luces podía con eso, no. Era sentada entre los pastos crecidos, llorando, ahogada, porque tenía
viejo. Muy atacadas estaban. Pero vos, nena, no estabas. No estabas mucho mucho miedo de saltar.
atacada. No sé por qué.
—¿Atacada de qué?
—¡Males! No se pueden decir. —La Señora se llevó un dedo a los LAS COSAS QUE PERDIMOS EN EL FUEGO
labios, pidiendo silencio, y cerró los ojos—. Yo no podía sacarles lo La primera fue la chica del subte. Había quien lo discutía o, al
podrido y meterlo adentro mío porque no tengo esa fuerza, y no la menos, discutía su alcance, su poder, su capacidad para desatar las
tiene nadie. No podía fluidar, no podía limpiar. Podía nomás hogueras por sí sola. Eso era cierto: la chica del subte sólo predicaba
pasarlos, y los pasé. Te los pasé a vos, nena, cuando dormías acá. El en las seis líneas de tren subterráneo de la ciudad y nadie la
Santito decía que no te iba a atacar tanto, porque estabas pura vos. acompañaba. Pero resultaba inolvidable. Tenía la cara y los brazos
Pero el Santito me mintió, o yo no le entendí. Ellas te los querían completamente desfigurados por una quemadura extensa, completa y
pasar, que te iban a cuidar decían. Pero no te cuidaron. Y yo lo tuve
profunda; ella explicaba cuánto tiempo le había costado recuperarse, Él creía que ella lo engañaba y tenía razón: estaba por abandonarlo.
los meses de infecciones, hospital y dolor, con su boca sin labios y Para evitar eso, él la arruinó, que no fuera de nadie más, entonces.
una nariz pésimamente reconstruida; le quedaba un solo ojo, el otro Mientras dormía, le echó alcohol en la cara y le acercó el
era un hueco de piel, y la cara toda, la cabeza, el cuello, una máscara encendedor. Cuando ella no podía hablar, cuando estaba en el
marrón recorrida por telarañas. En la nuca conservaba un mechón de hospital y todos esperaban que muriera, Pozzi dijo que se había
pelo largo, lo que acrecentaba el efecto máscara: era la única parte quemado sola, se había derramado el alcohol en medio de una pelea
de la cabeza que el fuego no había alcanzado. Tampoco había y había querido fumar un cigarrillo todavía mojada.
alcanzado las manos, que eran morenas y siempre estaban un poco
—Y le creyeron —sonreía la chica del subte con su boca sin labios,
sucias de manipular el dinero que mendigaba.
su boca de reptil—. Hasta mi papá le creyó.
Su método era audaz: subía al vagón y saludaba a los pasajeros con
Ni bien pudo hablar, en el hospital, contó la verdad. Ahora él estaba
un beso si no eran muchos, si la mayoría viajaba sentada. Algunos
preso.
apartaban la cara con disgusto, hasta con un grito ahogado; algunos
aceptaban el beso sintiéndose bien consigo mismos; algunos apenas Cuando se iba del vagón, la gente no hablaba de la chica quemada,
dejaban que el asco les erizara la piel de los brazos, y si ella lo pero el silencio en que quedaba el tren, roto por las sacudidas sobre
notaba, en verano, cuando podía verles la piel al aire, acariciaba con los rieles, decía qué asco, qué miedo, no voy a olvidarme más de
los dedos mugrientos los pelitos asustados y sonreía con su boca que ella, cómo se puede vivir así.
era un tajo. Incluso había quienes se bajaban del vagón cuando la A lo mejor no había sido la chica del subte la desencadenante de
veían subir: los que ya conocían el método y no querían el beso de todo, pero ella había introducido la idea en su familia, creía Silvina.
esa cara horrible. Fue una tarde de domingo, volvían con su madre del cine —una
La chica del subte, además, se vestía con jeans ajustados, blusas excursión rara, casi nunca salían juntas—. La chica del subte dio sus
transparentes, incluso sandalias con tacos cuando hacía calor. besos y contó su historia en el vagón; cuando terminó, agradeció y se
Llevaba pulseras y cadenitas colgando del cuello. Que su cuerpo bajó en la estación siguiente. No le siguió a su partida el habitual
fuera sensual resultaba inexplicablemente ofensivo. silencio incómodo y avergonzado. Un chico, no podía tener más de
veinte años, empezó a decir qué manipuladora, qué asquerosa, qué
Cuando pedía dinero lo dejaba muy en claro: no estaba juntando para
necesidad; también hacía chistes. Silvina recordaba que su madre,
cirugías plásticas, no tenían sentido, nunca volvería a su cara normal,
alta y con el pelo corto y gris, todo su aspecto de autoridad y
lo sabía. Pedía para sus gastos, para el alquiler, la comida —nadie le
potencia, había cruzado el pasillo del vagón hasta donde estaba el
daba trabajo con la cara así, ni siquiera en puestos donde no hiciera
chico, casi sin tambalearse —aunque el vagón se sacudía como
falta verla—. Y siempre, cuando terminaba de contar sus días de
siempre—, y le había dado un puñetazo en la nariz, un golpe
hospital, nombraba al hombre que la había quemado: Juan Martín
decidido y profesional, que lo hizo sangrar y gritar y vieja hija de
Pozzi, su marido. Llevaba tres años casada con él. No tenían hijos.
puta qué te pasa, pero su madre no respondió, ni al chico que lloraba
de dolor ni a los pasajeros que dudaban entre insultarla o ayudar. El drama llegó una madrugada cuando sacaron a Lucila en camilla
Silvina recordaba la mirada rápida, la orden silenciosa de sus ojos y del departamento que compartía con Mario Ponte: tenía el 70% del
cómo las dos habían salido corriendo no bien las puertas se abrieron cuerpo quemado y dijeron que no iba a sobrevivir. Sobrevivió una
y habían seguido corriendo por las escaleras a pesar de que Silvina semana.
estaba poco entrenada y se cansaba enseguida —correr le daba tos—
Silvina recordaba apenas los informes en los noticieros, las charlas
, y su madre ya tenía más de sesenta años. Nadie las había seguido,
en la oficina; él la había quemado durante una pelea. Igual que a la
pero eso no lo supieron hasta estar en la calle, en la esquina
chica del subte, le había vaciado una botella de alcohol sobre el
transitadísima de Corrientes y Pueyrredón; se metieron entre la gente
cuerpo —ella estaba en la cama— y, después, había echado un
para evitar y despistar a algún guarda, o incluso a la policía. Después
fósforo encendido sobre el cuerpo desnudo. La dejó arder unos
de doscientos metros se dieron cuenta de que estaban a salvo. Silvina
minutos y la cubrió con la colcha. Después llamó a la ambulancia.
no podía olvidar la carcajada alegre, aliviada, de su madre; hacía
Dijo, como el marido de la chica del subte, que había sido ella.
años que no la veía tan feliz.
Por eso, cuando de verdad las mujeres empezaron a quemarse, nadie
Hicieron falta Lucila y la epidemia que desató, sin embargo, para
les creyó, pensaba Silvina mientras esperaba el colectivo —no usaba
que llegaran las hogueras. Lucila era una modelo y era muy
su propio auto cuando visitaba a su madre: la podían seguir—.
hermosa, pero, sobre todo, era encantadora. En las entrevistas de la
Creían que estaban protegiendo a sus hombres, que todavía les
televisión parecía distraída e ingenua, pero tenía respuestas
tenían miedo, que estaban shockeadas y no podían decir la verdad;
inteligentes y audaces y por eso también se hizo famosa. Medio
costó mucho concebir las hogueras.
famosa. Famosa del todo se hizo cuando anunció su noviazgo con
Mario Ponte, el 7 de Unidos de Córdoba, un club de segunda Ahora que había una hoguera por semana, todavía nadie sabía ni qué
división que había llegado heroicamente a primera y se había decir ni cómo detenerlas, salvo con lo de siempre: controles, policía,
mantenido entre los mejores durante dos torneos gracias a un gran vigilancia. Eso no servía. Una vez le había dicho una amiga
equipo, pero, sobre todo, gracias a Mario, que era un jugador anoréxica a Silvina: no pueden obligarte a comer. Sí pueden, le había
extraordinario que había rechazado ofertas de clubes europeos de contestado Silvina, te pueden poner suero, una sonda. Sí, pero no
puro leal —aunque algunos especialistas decían que, a los treinta y pueden controlarte todo el tiempo. Cortás la sonda. Cortás el suero.
dos y con el nivel de competencia de los campeonatos europeos, era Nadie puede vigilarte veinticuatro horas al día, la gente duerme. Era
mejor para Mario convertirse en una leyenda local que en un fracaso cierto. Esa compañera de colegio se había muerto, finalmente.
transatlántico—. Lucila parecía enamorada y, aunque la pareja tenía Silvina se sentó con la mochila sobre las piernas. Se alegró de no
mucha cobertura en los medios, no se le prestaba demasiada tener que viajar parada. Siempre temía que alguien abriera la
atención; era perfecta y feliz, y sencillamente faltaba drama. Ella mochila y se diera cuenta de lo que cargaba.
consiguió mejores contratos para publicidades y cerraba todos los Hicieron falta muchas mujeres quemadas para que empezaran las
desfiles; él se compró un auto carísimo. hogueras. Es contagio, explicaban los expertos en violencia de
género en diarios y revistas y radios y televisión y donde pudieran quedó y, por la mañana, fue a la oficina sin dormir. Sus compañeros
hablar; era tan complejo informar, decían, porque por un lado había ni estaban enterados de la quema de la madre y la niña. Se están
que alertar sobre los feminicidios y por otro se provocaban esos acostumbrando, pensó Silvina. Lo de la niñita les da un poco más de
efectos, parecidos a lo que ocurre con los suicidios entre impresión, pero sólo eso, un poco. Estuvo toda la tarde mandándole
adolescentes. Hombres quemaban a sus novias, esposas, amantes, mensajes a su madre, que no le contestó ninguno. Era bastante mala
por todo el país. Con alcohol la mayoría de las veces, como Ponte para los mensajes de texto, así que Silvina no se alarmó. Por la
(por lo demás el héroe de muchos), pero también con ácido, y en un noche, la llamó a la casa y tampoco la encontró. ¿Seguiría en la
caso particularmente horrible la mujer había sido arrojada sobre puerta del hospital? Fue a buscarla, pero las mujeres habían
neumáticos que ardían en medio de una ruta por alguna protesta de abandonado el campamento. Quedaban apenas unos fibrones tirados
trabajadores. Pero Silvina y su madre recién se movilizaron —sin y paquetes vacíos de galletitas, que el viento arremolinaba. Venía
consultarlo entre ellas— cuando pasó lo de Lorena Pérez y su hija, una tormenta y Silvina volvió lo más rápido que pudo hasta su casa
las últimas asesinadas antes de la primera hoguera. El padre, antes de porque había dejado las ventanas abiertas.
suicidarse, les había pegado fuego a madre e hija con el ya clásico
La niña y su madre habían muerto durante la noche.
método de la botella de alcohol. No las conocían, pero Silvina y su
madre fueron al hospital para tratar de visitarlas o, por lo menos, Silvina participó de su primera hoguera en un campo sobre la ruta 3.
protestar en la puerta; ahí se encontraron. Y ahí estaba también la Las medidas de seguridad todavía eran muy elementales; las de las
chica del subte. autoridades y las de las Mujeres Ardientes. Todavía la incredulidad
era alta; sí, lo de aquella mujer que se había incendiado dentro de su
Pero ya no estaba sola. La acompañaba un grupo de mujeres de
propio auto, en el desierto patagónico, había sido bien extraño: las
distintas edades, ninguna de ellas quemada. Cuando llegaron las
primeras investigaciones indicaron que había rociado con nafta el
cámaras, la chica del subte y sus compañeras se acercaron a la luz.
vehículo, se había sentado dentro, frente al volante, y que ella misma
Ella contó su historia, las otras asentían y aplaudían. La chica del
había dado el chasquido al encendedor. Nadie más: no había rastros
subte dijo algo impresionante, brutal:
de otro auto —eso era imposible de ocultar en el desierto—, y nadie
—Si siguen así, los hombres se van a tener que acostumbrar. La hubiera podido irse a pie. Un suicidio, decían, un suicidio muy
mayoría de las mujeres van a ser como yo, si no se mueren. Estaría extraño, la pobre mujer estaba sugestionada por todas esas quemas
bueno, ¿no? Una belleza nueva. de mujeres, no entendemos por qué ocurren en Argentina, estas cosas
son de países árabes, de la India.
La mamá de Silvina se acercó a la chica del subte y a sus
compañeras cuando se retiraron las cámaras. Había varias mujeres —Serán hijos de puta; Silvinita, sentate —le dijo María Helena, la
de más de sesenta años; a Silvina la sorprendió verlas dispuestas a amiga de su madre, que dirigía el hospital clandestino de quemadas
pasar la noche en la calle, acampar en la vereda y pintar sus carteles ahí, lejos de la ciudad, en el casco de la vieja estancia de su familia,
que pedían BASTA BASTA DE QUEMARNOS. Ella también se rodeada de vacas y soja—. Yo no sé por qué esta muchacha, en vez
de contactar con nosotras, hizo lo que hizo, pero bueno: a lo mejor se Sería la única autorizada, en la ceremonia, a estar con un equipo
quería morir. Era su derecho. Pero que estos hijos de puta digan que electrónico. Silvina llegó en auto: entonces todavía era bastante
las quemas son de los árabes, de los indios… seguro usarlo. La ruta 3 estaba casi vacía, apenas la cruzaban
algunos camiones; podía escuchar música y tratar de no pensar. En
María Helena se secó las manos —estaba pelando duraznos para una
su madre, jefa de otro hospital clandestino, ubicado en una casa
torta— y miró a Silvina a los ojos.
enorme del sur de la ciudad de Buenos Aires; su madre, siempre
—Las quemas las hacen los hombres, chiquita. Siempre nos arriesgada y atrevida, tanto más que ella, que seguía trabajando en la
quemaron. Ahora nos quemamos nosotras. Pero no nos vamos a oficina y no se animaba a unirse a las mujeres. En su padre, muerto
morir: vamos a mostrar nuestras cicatrices. cuando ella era chica, un hombre bueno y algo torpe («Ni se te
La torta era para festejar a una de las Mujeres Ardientes, que había ocurra pensar que hago esto por culpa de tu padre», le había dicho su
sobrevivido a su primer año de quemada. Algunas de las que iban a madre una vez, en el patio de la casa-hospital, durante un descanso,
la hoguera preferían recuperarse en hospitales, pero muchas elegían mientras inspeccionaba los antibióticos que Silvina le había traído,
centros clandestinos como el de María Helena. Había otros, Silvina «tu padre era un hombre delicioso, jamás me hizo sufrir»). En su ex
no estaba segura de cuántos. novio, a quien había abandonado al mismo tiempo que supo
definitiva la radicalización de su madre, porque él las pondría en
—El problema es que no nos creen. Les decimos que nos quemamos
peligro, lo sabía, era inevitable. En si debía traicionarlas ella misma,
porque queremos y no nos creen. Por supuesto, no podemos hacer
desbaratar la locura desde adentro. ¿Desde cuándo era un derecho
que hablen las chicas que están internadas acá, podríamos ir presas.
quemarse viva? ¿Por qué tenía que respetarlas?
—Podemos filmar una ceremonia —dijo Silvina.
La ceremonia fue al atardecer. Silvina usó la función video de una
—Ya lo pensamos, pero sería invadir la privacidad de las chicas. cámara de fotos: los teléfonos estaban prohibidos y ella no tenía una
cámara mejor, y tampoco quería comprar una por si la rastreaban.
—De acuerdo, ¿pero si alguna quiere que la vean? Y podemos
Filmó todo: las mujeres preparando la pira, con enormes ramas secas
pedirle que vaya hacia la hoguera con, no sé, una máscara, un
de los árboles del campo, el fuego alimentado con diarios y nafta
antifaz, si quiere taparse la cara.
hasta que alcanzó más de un metro de altura. Estaban campo adentro
—¿Y si distinguen dónde queda el lugar? —una arboleda y la casa ocultaban la ceremonia de la ruta—. El otro
—Ay, María, la pampa es toda igual. Si la ceremonia se hace en el camino, a la derecha, quedaba demasiado lejos. No había vecinos ni
campo, ¿cómo van a saber dónde queda? peones. Ya no, a esa hora. Cuando cayó el sol, la mujer elegida
caminó hacia el fuego. Lentamente. Silvina pensó que la chica iba a
Así, casi sin pensarlo, Silvina decidió hacerse cargo de la filmación
arrepentirse, porque lloraba. Había elegido una canción para su
cuando alguna chica quisiera que su Quema fuera difundida. María
ceremonia, que las demás —unas diez, pocas— cantaban: «Ahí va tu
Helena contactó con ella menos de un mes después del ofrecimiento.
cuerpo al fuego, ahí va. / Lo consume pronto, lo acaba sin tocarlo.»
Pero no se arrepintió. La mujer entró en el fuego como en una pileta Y, tal como esa compañera de colegio le había dicho a Silvina, las
de natación, se zambulló, dispuesta a sumergirse: no había duda de mujeres se las arreglaban para escapar de la vigilancia más que bien.
que lo hacía por su propia voluntad; una voluntad supersticiosa o Los campos seguían siendo enormes y no se podían revisar con
incitada, pero propia. Ardió apenas veinte segundos. Cumplido ese satélite constantemente; además todo el mundo tiene un precio; si
plazo, dos mujeres protegidas por amianto la sacaron de entre las podían ingresar al país toneladas de drogas, ¿cómo no iban a dejar
llamas y la llevaron corriendo al hospital clandestino. Silvina detuvo pasar autos con más bidones de nafta de lo razonable? Eso era todo
la filmación antes de que pudiera verse el edificio. lo necesario, porque las ramas para las hogueras estaban ahí, en cada
lugar. Y el deseo las mujeres lo llevaban consigo.
Esa noche subió el video a internet. Al día siguiente, millones de
personas lo habían visto. No se va a detener, había dicho la chica del subte en un programa de
entrevistas por televisión. Vean el lado bueno, decía, y se reía con su
Silvina tomó el colectivo. Su madre ya no era la jefa del hospital
boca de reptil. Por lo menos ya no hay trata de mujeres, porque nadie
clandestino del sur; había tenido que mudarse cuando los padres
quiere a un monstruo quemado y tampoco quieren a estas locas
enfurecidos de una mujer —que gritaban «¡tiene hijos, tiene
argentinas que un día van y se prenden fuego —y capaz que le pegan
hijos!»— descubrieron qué se escondía detrás de esa casa de piedra,
fuego al cliente también.
centenaria, que alguna vez había sido una residencia para ancianos.
Su madre había logrado escapar del allanamiento —la vecina de la Una noche, mientras esperaba el llamado de su madre, que le había
casa era una colaboradora de las Mujeres Ardientes, activa y, al encargado antibióticos —Silvina los conseguía haciendo ronda por
mismo tiempo, distante, como Silvina— y la habían reubicado como los hospitales de la ciudad donde trabajaban colaboradoras de las
enfermera en un hospital clandestino de Belgrano: después de un año Mujeres Ardientes—, tuvo ganas de hablar con su ex novio. Tenía la
entero de allanamientos, creían que la ciudad era más segura que los boca llena de whisky y la nariz de humo de cigarrillo y del olor a la
parajes alejados. También había caído el hospital de María Helena, gasa furacinada, la que se usa para las quemaduras, que no se iba
aunque nunca descubrieron que la estancia había sido escenario de nunca, como no se iba el de la carne humana quemada, muy difícil
hogueras, porque, en el campo, no hay nada más común que quemar de describir, sobre todo porque, más que nada, olía a nafta, aunque
pastizales y hojas, siempre iban a encontrar pasto y suelo quemado. detrás había algo más, inolvidable y extrañamente cálido. Pero
Los jueces expedían órdenes de allanamiento con mucha facilidad, y, Silvina se contuvo. Lo había visto en la calle, con otra chica. Eso,
a pesar de las protestas, las mujeres sin familia o que sencillamente ahora, no significaba nada. Muchas mujeres trataban de no estar
andaban solas por la calle caían bajo sospecha: la policía les hacía solas en público para no ser molestadas por la policía. Todo era
abrir el bolso, la mochila, el baúl del auto cuando ellos lo deseaban, distinto desde las hogueras. Hacía apenas semanas, las primeras
en cualquier momento, en cualquier lugar. El acoso había sido peor: mujeres sobrevivientes habían empezado a mostrarse. A tomar
de una hoguera cada cinco meses —registrada: con mujeres que colectivos. A comprar en el supermercado. A tomar taxis y
acudían a los hospitales normalesse pasó al estado actual, de una por subterráneos, a abrir cuentas de banco y disfrutar de un café en las
semana. veredas de los bares, con las horribles caras iluminadas por el sol de
la tarde, con los dedos, a veces sin algunas falanges, sosteniendo la Silvina sentía que la furia le llenaba los ojos de lágrimas. María
taza. ¿Les darían trabajo? ¿Cuándo llegaría el mundo ideal de Helena abrió la boca y dijo algo más, pero Silvina no la escuchó y su
hombres y monstruas? madre siguió y las dos mujeres conversaron en la luz enferma de la
sala de visitas de la cárcel, y Silvina solamente escuchó que ellas
Silvina visitó a María Helena en la cárcel. Al principio, ella y su
estaban demasiado viejas, que no sobrevivirían a una quema, la
madre habían temido que las otras reclusas la atacaran, pero no, la
infección se las llevaba en un segundo, pero Silvinita, ah, cuándo se
trataban inusitadamente bien. «Es que yo hablo con las chicas. Les
decidirá Silvinita, sería una quemada hermosa, una verdadera flor de
cuento que a nosotras las mujeres siempre nos quemaron, ¡que nos
fuego.
quemaron durante cuatro siglos! No lo pueden creer, no sabían nada
de los juicios a las brujas, ¿se dan cuenta? La educación en este país
se fue a la mierda. Pero tienen interés, pobrecitas, quieren saber.».
—¿Qué quieren saber? —preguntó Silvina.
—Y, quieren saber cuándo van a parar las hogueras.
—¿Y cuándo van a parar?
—Ay, qué sé yo, hija, ¡por mí que no paren nunca! .
La sala de visitas de la cárcel era un galpón con varias mesas y tres
sillas alrededor de cada una: una para la presa, dos para las visitas.
María Helena hablaba en voz baja: no confiaba en las guardias.
—Algunas chicas dicen que van a parar cuando lleguen al número de
la caza de brujas de la Inquisición.
—Eso es mucho —dijo Silvina.
—Depende —intervino su madre—. Hay historiadores que hablan de
cientos de miles, otros de cuarenta mil.
—Cuarenta mil es un montón —murmuró Silvina.
—En cuatro siglos no es tanto —siguió su madre.
—Había poca gente en Europa hace seis siglos, mamá.

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