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Revista de Cultura Ñ

08/01/15

Para qué sirve el teatro


Entrevista. Griselda Gambaro recorre en esta charla algunos de los temas que tratan
los textos de su último libro, “El teatro vulnerable”: su utilidad, sus sentidos, su
debilidad, su capacidad transformadora.

Por Ivanna Soto

Griselda Gambaro dice que toda pieza de teatro es un ajuste de cuentas, un enfrentamiento
más o menos inmediato con la sociedad. Desde esa perspectiva, en ella toda escritura es
teatral, toda acción es una confrontación. Es que Gambaro ha dedicado su vida a impugnar
la vulnerabilidad, siempre del lado de los débiles. Mujer en un teatro de hombres, autora en
un medio de autoritarios, cuestionadora en un campo establecido, con las preguntas y las
certezas propias de quien ha vivido involucrada, Gambaro pensó el teatro en todas sus
vertientes. El resultado es El teatro vulnerable (Alfaguara), el libro de ensayos,
conferencias y notas periodísticas que creó durante gran parte de su vida, desde 1972 hasta
la actualidad.

Hay que considerar que muchas apreciaciones que se hacen en el libro están marcadas por
el tiempo. Que las afirmaciones responden a épocas pasadas y constituyen pequeños gestos
de análisis que parten de su propia realidad, hoy a veces muy distinta y otras, demasiado
igual. Las mujeres y el teatro, las crisis periódicas de un arte para muy pocos, la relación
entre el autor y la puesta en escena y la arbitrariedad de formatos organizan el libro,
dividido en ejes temáticos que discurren y se modifican a medida que avanzan los años.

Mucho dijo, pero también mucho hizo Gambaro. Y no le ha sido fácil. Por eso es sencillo
creerle esta tarde de verano cuando asegura, con la tranquilidad de los que saben, que “el
teatro es muy vulnerable, pero a la vez es un arte muy fuerte”. Y mientras lo impulsa, lo
fortalece. Nos fortalece.

–En varios escritos y conferencias de distintas épocas habla de las insuficiencias del
teatro: su escaso interés, sus contradicciones, su tibieza. ¿Cree que son intrínsecas al
teatro actual?
–No, no llegan a ser intrínsecas al teatro, yo pienso que es una condición de la sociedad que
rodea al teatro.

–¿La sociedad argentina?


–No, no creo que en Nueva York o París sea diferente. Las circunstancias que rodean al
teatro son siempre las mismas: la atención a un público que es esquivo, la producción de

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espectáculos que se engloban bajo el nombre de teatro y no lo son, personas que suben al
escenario sin estar preparadas, con un discurso inconsistente, experiencias narcisistas...

–¿Qué espera del teatro?


–Yo cuando voy al teatro pido que se me presente una forma eficaz, que tenga un sentido.
Y decir una forma significa hablar de un contenido.

–¿El teatro debe ser transformador?


–A mí me ha transformado el teatro, me ha cambiado mucho en mi manera de ver el
mundo.

–En una conferencia señala que su principal aporte al teatro argentino fue emerger
como una “ruptura saludable”. ¿Quiere decir que ha transformado?
–Muchas mujeres me han dicho que sentían que yo “las hablaba”. En mis primeras piezas
los personajes eran hombres, pero las mujeres vivían en un mundo de hombres que era de
crueldad, fingimiento y violencia. Después me di cuenta de la situación de las mujeres.
Entonces, a partir de ahí, sin proponérmelo, mi mirada cambió. Y en mis obras posteriores,
casi todas mis protagonistas son femeninas. Son mujeres que están colocadas de otra
manera en la vida. Las suyas no son grandes propuestas heroicas, majestuosas, solemnes,
sino pequeñas actitudes.

–¿Piensa que hay una forma de hacer teatro que sea femenina?
–La forma, como pasa en literatura, es andrógina. No tiene nada que ver con el género, pero
si quien escribe es una mujer o es un hombre, todo pasa a través de esa mirada que es
masculina o femenina. Eso es inevitable.

–¿Y ese teatro hecho por mujeres debe ser, indefectiblemente, reivindicativo de un
lugar social?
–No de manera explícita ni didáctica. Yo creo que ya de hecho una autora femenina va a
mirar de otra manera. El teatro ha sido siempre muy patriarcal y con predominancia
masculina. Las mujeres siempre han sido habladas para decir “así son” y pocas eran en
teatro las mujeres que hablaban de las mujeres. Hoy por suerte ya no sucede. Hay una gran
cantidad de dramaturgas, directoras e iluminadoras muy interesantes, porque las mujeres
hoy pueden hacer trabajos que antes no hacían. Creo que las condiciones sociales respecto
de la mujer en general han cambiado mucho. La mujer ha cambiado mucho y ha
conseguido derechos, que no tienen que ver con el teatro, pero han repercutido en el trabajo
que hacen las mujeres en el teatro.

–En el libro, por los años 90, menciona que la aceptación de su estética por parte de
sus colegas y la crítica fue muy lenta y se pregunta si pudo haberse debido, en parte, a
su género. ¿Qué opina hoy?
–Puede ser. Es una pregunta que todavía no he resuelto. Creo que había un pequeño
ingrediente de rechazo también referido al género. Yo estrené mi segunda obra escrita, El
desatino , en el Instituto Di Tella, en 1965. Fue una obra que desconcertó mucho, en los
momentos del brillo más notorio del naturalismo y el costumbrismo, que tenía autores de
mucha importancia como Roberto Cossa, Carlos Gorostiza, Ricardo Halac, Germán
Rozenmacher... Y además el Di Tella no era visto con simpatía por esos autores que eran de
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izquierda, y entonces no simpatizaban con esta nueva autora que estrenaba esa obra, en ese
teatro, con una forma y un lenguaje completamente distintos.

–¿No había otras estéticas disidentes en ese momento?


–Supongo que sí pero no tan revulsivas. Yo creo que por estar en el momento oportuno, mi
voz sonó más fuerte. Y así como cierto público me apoyó incondicionalmente, otro me
rechazó de forma total. Y lo mismo me sucedió con la crítica. La gente tomaba partido muy
apasionadamente.

–Para el Encuentro de Mujeres en Cádiz en 2010 dijo que le importa “un teatro que
sirve, un teatro útil en relación con la contingencia cotidiana”, y que ése es el que ha
escrito. ¿Qué significa la utilidad en el teatro?
–El teatro es un arte profundamente imbricado con lo social. Un teatro que sirve es un
teatro que no es elitista, ni demasiado críptico, ni superfluo. Un teatro en el que quien vaya
a verlo reciba un destello que lo ilumine, placer, ideas o imágenes que lo enriquezcan,
aunque sea mínimamente. Porque si no, ir al teatro, pagar una entrada y salir como uno
entró, sin hacer un pequeño descubrimiento o recibir placer, no sirve. Creo que a través de
la estética del teatro pude decir no a la corrupción, a las dictaduras, al olvido de la memoria
colectiva, desde lo teatral y lo no teatral. Y eso se lleva a la vida cotidiana.

–En el último texto del libro se refiere a la actualidad y menciona que la proliferación
de salas en Buenos Aires “privatizó” los alcances del teatro. ¿Piensa que la buena
salud teatral asociada a la amplia posibilidad de experimentación es sólo para sí y no
llega al público?
–Yo no creo que la proliferación de salas aumente el público, porque por lo general son
salas muy chicas regidas por el boca a boca de amigos. Y yo creo que el teatro no es para
unos pocos, sino para muchos. Y tantas salas, todas haciendo su pequeño trabajito... está
bien que eso se contrapone con gente que trabaja de otra manera, con otra medida, con
menos urgencia. Lo que menos quiero es desestimar a esos artistas que trabajan en silencio
durante varios años y luego surgen con un espectáculo realmente valioso. Pero lo que me
provoca cierto escepticismo son esos espectáculos que se hacen rápido, se dan para poco
público, en general conocido, y entonces no pueden ir nunca más allá.

–También hace referencia a una arbitrariedad de formas que apuntan hacia la


generación de actividad en el espectador que no irían en pos de una renovación.
–Para mí es muy superficial creer que el espectador, porque va a un teatro a la italiana, se
sienta en una butaca y se queda quieto durante el espectáculo, es un espectador conformista,
dormido, sin interés. Y es muy infantil y muy ingenuo creer que, porque el espectador se
mueve, interviene en el espectáculo o se acuesta con los actores, se moviliza más. Yo
pienso que si una persona es tonta, por más que intervenga en el espectáculo, seguirá siendo
tonta. Y si está sentada en una butaca, va a tener la misma cantidad de tontería. Es muy
fácil: si alguien me da un bofetón, me va a dar incomodidad. La gente se conforma con
poco, porque ya en mi juventud pasaba eso: creer que una agresión directa moviliza al
espectador. ¡Pero por supuesto que lo moviliza! Si uno recibe un bofetón, una trompada o
le ponen el pie para que se caiga, se va a movilizar. ¿Pero son los modos? ¿Es el camino?
Por lo menos habría que preguntárselo. Yo odio que el espectáculo se dirija a mí
personalmente. Quiero tener mi anonimato de espectadora. Ese es uno de los sentidos del
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teatro: somos todos anónimos y somos todos protagonistas de eso que se está haciendo en
el escenario.

–Después de Al pie de página y ahora El teatro vulnerable, ¿le quedan más textos no
ficcionales para publicar?
–Me quedan algunas reflexiones sobre literatura... pero ya no tengo ganas. ¡Que sean
póstumos!

–¿Piensa en eso?
–No... (duda y luego ríe), aunque sí pienso que hay que dejar cosas póstumas un poco
sólidas y, si no, romper todo, porque la familia es implacable con lo que queda. ¡Publica
todo! De todos modos yo tengo muy poca cosa que es inédita. Tengo dos textos de
televisión, una ópera musical, pero no son textos vergonzosos. Que a mí no me interese
moverlos o editarlos es otro asunto.

–¿Le preocupa el futuro?


–Me da cierta tristeza, dada mi edad. Porque uno quisiera, sueña con dejar el mundo mejor
de lo que lo encontró al nacer. Y está igual o peor, por tanta falta de sensatez en los
políticos, tan poco cuidado de la tierra, el mar y las cosas que realmente importan en la
vida. El siglo pasado fue un siglo espantoso. Y el 2000, ¡dios mío! ¿Es posible? Esa especie
de continuum es un poco triste. Pero me alegro de otras cosas, la situación en Bolivia y
Ecuador; aunque me apena mucho lo que está pasando en México. Lo que realmente
quisiera es dejar una humanidad más feliz. Aunque sea un poquito más feliz.

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