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Selección reseñas Letras en Línea

Lo que este libro nos da

Ana Lea-Plaza
Estoy escribiendo un pequeño texto sobre las manos. Traspaso apuntes
manuscritos, reviso algunos pocos libros, tomo notas, guardo citas. Avanzo lento,
dejo que los días escriban solos. En medio de la tarea, veo que Mundana ha
publicado un libro titulado Lo que la mano da. Es de Marcela Rivera. Lo pido, lo leo,
me ofrezco a reseñarlo (nuevamente me demoro, soy lenta, quizás manual; las
manos son lentas porque son prácticas –no pragmáticas– y hacen cosas reales:
dibujos, bordados, textos, tejidos que manda la imaginación ansiosa).

Leo la solapa. Marcela es Licenciada en Psicología y Filosofía por la Universidad


Católica y es Doctora en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte por la
Universidad de Chile. Una mujer con muchos títulos piensa en las manos.
Desciende desde el intelecto al lugar del tacto y el oficio.

Alguien decía por ahí que todos debiéramos tener una profesión y un oficio. La
profesión en algún punto siempre nos aliena. El oficio libera a los profesionales.
Además de escribir, ¿cuál será el oficio de Marcela? ¿Bailarina? ¿Dibujante?

No dejo de ver en este libro una mano que escapa de la academia y busca lo
sensible. El ensayo es como una pompa de jabón; leerlo es como entrar en un breve
e intenso estado de ensueño. Renuncia al tratado y se deja llevar por el devaneo,
igual a Valéry: “En cierto modo, este quimérico tratado sin bordes no habría cesado
de esbozarse en sus escritos. Aunque fiel a la vitalidad multiforme de ese órgano
que se abre y se cierra como el batir inquieto de las alas de una mariposa (…) Valéry
hará del hilván y del retazo –del hacer inquieto de las manos, por tanto– la divisa de
un ejercicio de pensamiento que se sabe enlazado a lo eternamente provisorio”.

La mano que surge de las líneas de este ensayo es la mano que abandona el
trabajo. Marcela parece escribir como una forma de reposo, como si fuera una
actividad menos, no una tarea más. Al leerla nosotros también descansamos: no
hay hipótesis, pruebas, desarrollos, conclusiones. A cambio de ello, contemplamos
la danza invisible de una mano imaginada, bailando un lento con el pensamiento.

Interrogo el título: Lo que la mano da. Es un ensayo sobre los dones de la mano. La
mano que aparece aquí es una mano de rasgos generosos.
Sin embargo, la generosidad de esta mano no es moral. Marcela idolatra las manos,
pero no por eso las santifica. Lo que la mano da es una potencia. Más que una
mano generosa es una mano poderosa (pienso en un puño, pero la mano del libro
de Marcela es una mano en general suelta y abierta), guarda “las delicadezas más
extremas y las fuerzas más desatadas”; en ella “reside casi todo el poder de la
humanidad”.
(El útero es del tamaño de un puño, dice la poeta Angélica Freitas. Más que la mano
como instrumento de medida, interesa la analogía. Ambos, útero y puño son
espacios de reproducción y creación. La notable cita a Bachelard que aparece en la
página treinta y uno refuerza esta amistad: “Así, la Mano, la Materia, la Madre, el
Mar, tendrían la inicial de la plasticidad”).

La autora elude la violencia de la mano, pero la hace posible y verosímil. La belleza


de la mano que aparece en este libro es tensa, ominosa, inquietante y, por
momentos, incluso monstruosa. Surge insumisa, indómita y vital “cuando el guante
de la familiaridad que recubre nuestras manos acusa recibo de su rasgadura”. Este
intervalo en el que aparece la mano desfamiliarizada, como dirían los formalistas
rusos para hablar de la poesía (género de este ensayo), tiene en este libro algunos
otros nombres y formas: es el instante “en que lo que era claro se transforma en
enigma” o “el momento en el que se pierde el hilo” y comenzamos a pensar.

Termino estos apuntes con una pesadilla. Al final de Secretos de un matrimonio,


Marianne y Johan se escapan a una casa de campo para pasar la noche juntos.
Conversan. Después de un largo proceso de divorcio, ella se ha transformado en
una mujer abierta y sabia, él parece un niño; se duermen. En mitad de la noche,
Marianne despierta de un sueño horroroso. Había sido mutilada, en sus brazos solo
tiene muñones e intenta desesperadamente tomar la mano de su hija y su marido,
pero no puede.
Lo que la mano da es una potencia y lo que este libro nos da es el recuerdo de que
nuestra mano es nuestra mano, tacto y vínculo con la materia, con los otros y con
nosotros mismos. Es decir, es el órgano del cuerpo que guarda la escurridiza
promesa de una momentánea integración entre cuerpo y mente, individuo y
sociedad, hombre y naturaleza.

El miedo a la poesía
Christian Anwandter

Que una obra de referencia sea publicada para aplacar el temor causado por un género
literario –la poesía– es, por decir lo menos, extraño. Nos hace pensar en la naturaleza de
ese miedo y en la posibilidad de que otro género, el enciclopédico, pueda conjurar la
fobia. El miedo al que se alude tiene además un carácter paradójico, puesto que mientras
algunos se alejan de la poesía por “sublime”, otros lo hacen por “cursi” (7). La poesía
causaría la parálisis o huida de los lectores por su carácter ideal o kitsch. Como remedio
a este mal, este “manual no académico” (7) propone una serie de entradas que
construyen una familiaridad en torno a la poesía ampliando su comprensión habitual y
situándola en un contexto amplio en términos históricos y culturales.

Lauren Berlant propone entender los géneros como la “expectativa afectiva a cómo
habrá de experimentarse el despliegue de algo” (28). El temor a la poesía revelaría
entonces una crisis del género poético al enfrentarse al despliegue incesante de
situaciones que caracterizan la vida contemporánea. La poesía produciría un desajuste,
por su carácter idealizante o kitsch, que la haría poco proclive a proponer
representaciones pertinentes, siguiendo a Berlant, en torno a cómo vivir una buena vida
hoy en día.

Si las ideas y los géneros literarios son también convenciones (sujetos a cambios, claro),
es interesante seguir el razonamiento de la antropóloga Mary Douglas, para quien las
convenciones son instituciones y estas, a su vez, logran persistir y legitimarse en la
medida en que se sustentan en un orden cognitivo compartido. Según Mary Douglas,
esto haría que los individuos no pierdan energía cada vez que se enfrentan a una
situación teniendo que pensar en cómo denominarlo, entenderlo, valorarlo, etc. Las
instituciones proveen clasificaciones y formas de valoración que ayudan al individuo a
poder establecer relaciones de identidad y de semejanza a través de una serie de
analogías. La poesía entonces también puede entenderse como una institución. Sus
convenciones, clasificaciones y valoraciones resultan de una serie de actos dispersos en
el campo literario: publicación de libros, crítica, premios, etc. Pensar el desajuste de la
poesía como género literario equivale entonces a entender que, como institución, la
poesía no se sustenta en un orden cognitivo compartido o bien que su legitimidad es
limitada.

Si una persona crece en un contexto donde la poesía como género literario está ausente,
su acercamiento será mediado en gran medida por la Educación Básica y Media.
Estamos atrapados en dinámicas de una producción institucional de lo literario que
termina volviendo obsoleta a la poesía ante la vida actual. Los profesores piden a los
alumnos que identifiquen en el texto figuras literarias, sin establecer ningún vínculo
entre realidad e interpretación, y desconociendo que el principal vínculo que debiera
establecerse entre individuo y poesía es a través de la lengua compartida. Las categorías
que se enseñan carecen de pertinencia. Son como instrumentos ortopédicos para
miembros que no faltan. En este panorama, creo que es un privilegio el que alguien
pueda llegar a sentir temor por la poesía, pues todavía le otorga algún tipo de poder. El
gran enemigo, al que la poesía debiera temer, en cambio, es la indiferencia ante la
poesía. Porque es la indiferencia la que hace casi imposible volver a establecer una
relación entre individuo y poesía, la que corta el vínculo del orden cognitivo imperante
entre el uso del lenguaje que rige en la poesía y los usos del lenguaje imperantes en las
redes sociales, los medios de comunicación y los espacios laborales.

En cierto sentido, me parece, el temor a la poesía está justificado. Sustentado en un


orden cognitivo que está en los márgenes de las grandes corrientes de pensamiento que
moldean lo social y sus prácticas, los usos de la poesía tienen un costo que no todos se
pueden permitir si quieren, al mismo tiempo, pertenecer a aquellos espacios que otorgan
mayores beneficios y legitimidad. La poesía no encaja en buena parte de los espacios de
interacción de los que disponemos, y si algún día vuelve a encajar será porque las
instituciones habrán ya producido otro orden cognitivo que permite y legitima la
presencia de lo poético.

Me parece valorable que este libro busque acercar a lectores cansados de esa impostura
que es la poesía tal como se suele enseñar a una mirada más amplia de lo que es el
género literario como tal, introduciendo categorías más pertinentes y cercanas como
pueden serlo, entre otras, “Dificultad”, “Instrucciones”, “Deseo”, “Silencio”. Al mismo
tiempo, no puedo dejar de pensar en este libro como en un caballo de Troya. Detrás de
la amabilidad, generosidad y familiaridad que construyen los autores con la poesía, que
permiten al lector disponer de nuevos puntos de entrada y de comparación para leer un
poema, ¿no se está, en cierto modo, introduciendo un discurso en apariencia inofensivo
cuyas consecuencias en la vida práctica tal vez no sean inocuas, salvo si la poesía
persiste como algo “sublime” o “kitsch”, es decir, bajo las formas en que se experimenta
el temor a la poesía?

Referencias
Berlant, Lauren. El Optimismo cruel. Buenos Aires: Caja Negra, 2020.
Douglas, Mary. Cómo piensan las instituciones. Madrid: Alianza, 1996.
Cussen, Felipe, Marcela Labraña, Macarena Urzúa Opazo, Gastón Carrasco Aguilar, y
Manuela Salinas. ¿Quién le teme a la poesía? Santiago: Laurel Editores, 2019.

La experiencia dramática, de Sergio Chejfec: decir sin decir o los vestigios de un extenso
rumor

Alejandra Costamagna

Félix y Rose se juntan una vez a la semana, el mismo día y a la misma hora, en algún
café de la ciudad, y caminan y conversan. Y, mientras conversan, activan un mundo
paralelo de pensamientos encadenados. Sabemos que Rose es actriz, que ha nacido en la
ciudad que hoy recorren, que está casada con un hombre de timidez extrema y que ahora
tiene una urgencia inmediata: un encargo del profesor de teatro que consiste en “elegir y
escenificar la experiencia cierta más dramática de su vida”. Sabemos que Rose suele
mirar hacia adelante y que por momentos siente que es observada por una cámara. De
Félix, en tanto, sabemos que es un extranjero en esta ciudad, que acaso su mirada
viajera lo impulsa a sentirse atraído por los mapas digitales, a los que concibe como
“aparatos escénicos de vigilia continua”, y que ha sometido a Rose a un único engaño:
decirle que tiene una esposa. Una esposa que en la realidad no existe, pero que en su
relato no deja de ser verdadera. Sabemos que Félix suele mirar hacia el suelo y que por
momentos siente que es observado por alguien o algo desde arriba.

Sabemos que en los encuentros entre Rose y Félix hay ansiedad y repetición. Curiosidad
y tedio. Urgencia y fatiga. Y tramos extensos de silencio. Es el silencio de la espera,
pero también el del paréntesis, el de la pausa, el de los puntos suspensivos. El intervalo
teatral en esta suerte de dimensión paralela que habitan estos sujetos medio fantasmales.
Sabemos que ambos, Rose y Félix, personajes de sí mismos, coinciden en la idea de ir
trazando una huella improbable en sus caminatas semanales. Sabemos todo eso, pero en
realidad no sabemos casi nada. Quiero decir, no lo sabemos con la certeza y la
estabilidad de las cosas materiales, tangibles. No sabemos, por ejemplo, el nombre de la
ciudad, aunque nos enteramos de que en ella hay un río y que el lugar ha perdido ese
halo de luz ribereña que alguna vez tuvo. No sabemos la época en que ocurren estos
encuentros, aunque ya no son tiempos de mapas de papel sino del Google Maps. No
sabemos si lo verdadero está en los objetos físicos o, en cambio, en su representación
abstracta. Es más, no sabemos cuánto hay de verdadero en el simulacro. No sabemos si
la realidad corresponde a lo que estos personajes hablan, a lo que exteriorizan en voz
alta, o bien a lo que deciden silenciar y expresan por un carril paralelo en un nutridísimo
flujo de pensamientos.

El presente de la narración de la historia (digo “historia” por llamarla de algún modo,


pero en ningún caso asistimos a una trama lineal y redondita) es una tarde, en uno de
aquellos encuentros. ¿O acaso es más de una tarde? Como sea, ha empezado la
temporada de días fríos y los amigos se juntan en un bar y compran café. Luego salen a
caminar. Ella es quien comanda la ruta y él parece escoltarla. Sabemos que a Rose le
toca representar su escena dramática dentro de seis semanas. En esta escenografía,
mientras los personajes se desplacen por los laberintos de la ciudad, se asomará ante la
mirada de nosotros (lectores, espectadores, observadores imaginarios) un abanico de
posibles experiencias dramáticas. La de la muerte de un hermano, la del abandono del
terruño, la de la no ser madre. ¿Pero en qué momento esas experiencias se vuelven
dramáticas? ¿Al vivirlas o al rememorarlas? ¿Son actos puntuales o una sucesión de
momentos? Y entonces viene el cuestionamiento a los recuerdos. Rose, tal como su
marido, parece desconfiar de la palabra recuerdos. “Esos hechos del pasado”, nos
advertirá el narrador en la perspectiva de Rose, “aunque vigentes en la memoria, han
perdido intensidad y ahora tienen una presencia demasiado débil, como si la trama que
los ha justificado, y luego sostenido, hubiese perdido nitidez (…) Como si la densidad
del recuerdo radicara sobre todo en lo físico y lo demás se perdiera luego”.
Los acontecimientos concentrados en la memoria, la sobrevivencia de algunas escenas
del pasado, el carácter caprichoso de los recuerdos desdibujados serán asuntos sobre los
que estos paseantes contemporáneos vuelvan una y otra vez. “El pasado no es una
presencia constante ni un bloque compacto del que una persona pueda servirse a
voluntad, para recordar lo que se proponga u olvidar todo”, pensará ella. Vale decir, el
pasado nunca figurará como algo fijo y estable, sino apenas como una pauta. Al modo
de Walter Benjamin, el recuerdo aparecerá en estas páginas como una suma de
fragmentos que al ser reapropiados contribuirán a dar sentido al presente. El recuerdo
acá no viene a repetir los hechos del pasado, sino que los rearticula y les otorga así una
nueva forma. “Un hombre que recuerda, un hombre que cava”, graficaba Benjamin.
Más que los recuerdos, entonces, lo que interesa en estas páginas es la operación, el acto
mismo de recordar. Ese ejercicio gatillado tanto por la caminata como por la estela de
las palabras y los silencios que se desprenden de ella y de la cual surge un material
nuevo.

La voz de uno de los personajes funciona como estímulo en el pensamiento del otro o
como atmósfera envolvente para sostener una realidad paralela. Así lo dice el narrador
en algún momento, ahora en la perspectiva del hombre: “Esos modos de hablar instalan
a Félix en un nivel donde el perfil de las calles, la secuencia de fachadas y edificios, los
lugares abiertos o los reservados para estacionamientos, las construcciones antiguas o
modernas, también las que están sin uso, las olvidadas o las provisorias, todo eso y el
resto de los posibles elementos, espacios y agregados urbanos, parecieran existir
eternizados fuera del tiempo, alrededor de ellos dos y completamente ciertos, como
mera secuela de la voz y el vocabulario de Rose”.

El recuerdo aparece, incluso, como algo que a veces se manda solo. Y detrás del
recuerdo, acaso para darle tiempo a expresarse, viene el silencio. Se presenta en
complicidad y siempre al acecho, el silencio. Así como en la caminata vemos
interrupciones y detenciones, en el diálogo operará lo mismo. Las derivas, los
intervalos, lo que hay entre una palabra y otra, el aplazamiento, la postergación. Lo que
van a decir y no dicen, lo que hubieran dicho si es que, lo que hubieran podido agregar
pero decidieron silenciar y ampliar, en cambio, en sus soliloquios mentales. Las
especulaciones internas sobre esto o lo otro, las películas que se pasan. Y también lo
que hubieran podido pensar y finalmente no pensaron.
Así ocurre, por ejemplo, en una de las escenas más intensas de la novela (intensa por lo
concentrada), cuando Rose rememora su boda en el departamento de un edificio que
ahora contemplan desde la calle. De su catálogo de recuerdos extrae la imagen de ella
observando una alcancía con forma de buzón. Ella el día de su boda, aislada y absorbida
y casi en otro mundo por este pequeño juguete. En algún momento describe las
calcomanías de las distintas monedas que pueden ser echadas a la alcancía, ordenadas
por tamaño. Cuando llega a la de cincuenta centavos le parece que corresponde a otra
serie. Y piensa, ahora, que entonces “no se le ocurrió la posibilidad de que fuera una
imagen ficticia, que sólo existiera como viñeta para despertar la ilusión o la fantasía de
los niños que usaban el buzón”. Y sigue el hilo del pensamiento el narrador: “Eso la
hubiera llevado a suponer que el resto de las monedas también eran inventadas, a lo
mejor apócrifas, o en todo caso imaginarias ya que no podía decirse que una moneda
dibujada fuera verdadera o falsa”. Y concluye que en realidad Rose no pensó nada de
esto entonces, pero que “algo parecido a una oculta asociación de ideas llegó hasta ella,
porque se preguntó por el tipo de boda que estaba celebrando:si era de verdad o si se
trataba de una mera actuación”.

Nuevamente: ¿qué es lo real? ¿Qué es lo verdadero?

Nuevamente: lo que hubiera podido pensar, pero en realidad no pensó. Lo que hubiera
podido decir, pero no dijo.

Nuevamente: la acción mínima y el pensamiento escenificado que amplifica el instante.

Nuevamente: mientras en la superficie ocurre una cosa, por debajo o por el lado o por
encima ocurre otra.

Un momento ejemplar de lo anterior es el recuerdo de Félix de una caminata por la


orilla del río, en la que observa un crimen. Un hombre golpea a otro con una rama hasta
la muerte. Félix está en un estado de ensueño, inmovilizado. Y mientras piensa en lo
que acaba de ocurrir, ve elevarse una hoja que se ha desprendido de la rama asesina. Y
ahora, en el presente, piensa que “con su sorprendente comportamiento la hoja se
revelaba como el indicio de una experiencia única, porque para Félix era claro que el
ataque no había sido sino una coartada, una distracción mientras ocurre otra cosa o una
forma de decir algo con diferentes palabras”.

A fin de cuentas, a eso hemos estado asistiendo todo el rato en estas páginas. Mientras
ocurre la novela, ocurren otros asuntos.Mientras leemos, dejamos que el pensamiento
vuele, vague en círculos y regrese sin escándalo a la superficie. Como una puesta en
escena de acciones dispersas y por momentos casi estáticas. La experiencia
dramática,esta alucinante novela de Sergio Chejfec, es un ensayo sobre los distintos
modos de acercarnos a lo verdadero. Con las palabras, con los cruces de lenguas, con
los silencios, con los subrayados, con las lagunas mentales, con las simulaciones, con la
observación, con la experiencia, con lo que se omite y lo que muestra. O, mejor, con los
vestigios de un extenso rumor. Un rumor profundo, como dice el narrador en algún
momento: “un rumor profundo que recuerda el sueño de una bestia”.

Los seres que albergamos

Betina Keizman
En el cuento que da nombre al libro, la narradora asiste a una entrevista de trabajo
cargando en el bolsillo de su abrigo un pajarito herido, tal vez agonizante o muerto.
Puede que obtenga el puesto y que el pajarito reviva gracias al calor de su mano. “Es
que soy buena para cargar otras vidas conmigo”, explica a la hora de justificar sus
cualidades para el trabajo.

Este gesto que la escritura de Claudia Ulloa Donoso convoca replica una constante de
los personajes de su libro: todos intentan cargar otras vidas, eligen caminar sobre brasas
para salvar sus almas o, cuando no, pretenden rescatar a otros de la muerte que
representa una mosca sobre la mejilla o la frente.

Pajarito (Libros del Laurel) reúne cuentos de la escritora peruana que vive actualmente
en Noruega, en Bodo, al norte del círculo polar ártico. De registros variados, algunos
cuentos cultivan el género fantástico, sobre todo por la vía del suceso inexplicable que
el relato acoge sin cuestionamientos; en otros, que siguen el impulso de la exploración,
la escritora sondea una narración que dispone en la hoja como un poema, o desglosa,
por ejemplo, los sentidos del verbo esperar en noruego, inglés y castellano.
El mundo narrativo del libro tiene una configuración móvil, incluso aleatoria, parece
producido por un estereograma que establece una disposición de la imagen que permite
ver más de lo que “es” porque proyecta sobre la imagen inicial otra posibilidad, otra
disposición u otro instante de la misma figura, que así se descubre transformada por el
paso del tiempo. Es esta vivencia de estereograma –que el mismo texto propone y
define– la que pulsa múltiples derivas en las situaciones de Ulloa Donoso, sea el caso
del matrimonio bollywodense que por desconocimiento lingüístico un personaje asume
con naturalidad en “Una de Bollywood” o el de la protagonista de “Eloísa”, cuya
convivencia con muchos hombres se debe a que estos, en realidad, son luciérnagas que
ella atrae y muta a la forma humana.

Tal como la mano en el bolsillo que protege al pájaro herido, los cuentos amasan una
sensibilidad ampliada, con seres que están en continuidad –no siempre amable- con los
otros, con los gatos o los pájaros, los hombres o mujeres, los árboles y la ciudad.
Incluso los tornillos que en uno de los cuentos colecciona un escritor retirado “son
especiales, casi como las personas”.

Dispuesta al humor y al asombro, pero en el borde del dolor psíquico, la narración de


Ulloa logra el milagro de la naturalidad. Hay que agradecer a la autora la precisión del
lenguaje y del pensamiento, sin menoscabo de una confianza extrema en la fuerza
narrativa, y que tampoco elude el riesgo de la experimentación. En “Pajarito”, por
ejemplo, jamás se tiene la impresión de que el cuento responde a un requerimiento
formal, nunca sospechamos que la responsabilidad de la mujer a la hora de cuidar a los
otros y a ese pajarito protegido en su bolsillo corresponde al cierre “medido”, previsto,
de un cuento perfecto, uno cuyas piezas calzarán en todo los sentidos; el milagro de los
cuentos de Ulloa está en la naturalidad de un avance bajo su propio impulso vital, sin
temor al desorden o a la irrupción final.

Entre el olor a pescado muerto de Lima y el frío de las noches blancas de Noruega, las
narraciones del libro habitan los múltiples espacios del mundo, bajo una cadena de
modulaciones que liga los cuentos por analogías temáticas, emocionales, metonimias
desviadas o el punto cruz de una palabra arbitraria. De ese modo, se invita al lector a un
tránsito por los relatos.
¿Cuál es la experiencia del viaje en el mundo contemporáneo?, ¿bajo qué forma se
constituye un exilio contemporáneo? En el ensayo titulado “Extranjerías” que incluye
en Objetos mutantes. Sobre el arte contemporáneo, Andrea Giunta destaca que en la
actualidad la experiencia del viaje se ha modificado, y subraya cómo este cambio
repercute en el campo del arte en relación con la “extranjería”. Aunque cabe aclarar que
en demasiados y pavorosos casos la extranjería sigue declinando las experiencias del
terror y el abuso, es cierto que muchos escritores latinoamericanos habitan e inscriben
sus obras en distintas ciudades. Pero la antigua elegía por la pérdida del terruño parece
haber mutado en otra materia, en una intervención activa, con obras itinerantes en que la
extranjería permea prácticas y productos culturales, un estado de situación que, en el
campo de la literatura, requiere pensar bajo nuevas condiciones la dicotomía entre lo
local y lo global. Es justamente en esta renovada experiencia de extranjería donde se
inscribe el libro de Ulloa Donoso, una escritura que vincula todo lo viviente, pero señala
también una fisura extrema, en el punto preciso, allí, en aquello que jamás podremos
compartir de la experiencia de cualquier otro.
La materia prima de estas historias abreva en la fragilidad de seres del aquí y el ahora,
que aparecen sin vínculos precisos, expuestos, y que, sin embargo, se prestan a los
vientos de lo que vaya a suceder, porque incluso en el aislamiento se atesora el pulso de
los vínculos, esa intensidad esquiva que circula y que nos une.

Las casas del aliento: Sobre «José Donoso. Paisajes, rutas y fugas», de Sebastián
Schoennenbeck

Macarena García Moggia

Hay un cuento muy temprano de José Donoso que habla de un hombre que cuando se
aburre en el interior solitario y burgués de su hogar, toma un tranvía y recorre la ciudad.
En uno de esos viajes se sienta a su lado una mujer cincuentona de facciones regulares,
sin nada sobresaliente, que en adelante comenzará a cruzársele muy seguido, hasta que
un día la ve pasar junto a otra señora tomada del brazo, y después la pierde de vista y no
la ve más. El hombre entonces se obsesiona, cae en un estado de exasperación.
Comienza a buscarla día a día por toda la ciudad. Abandona sus quehaceres porque no
puede estar en paz. Llega incluso a pretextar una enfermedad para quedarse en cama y
así intentar olvidar esa presencia que invade su mente y su habitación, pero no resiste y
sale a buscarla, hasta que la encuentra: la ve pasar, después de meses, sonriente con un
ramo de aromos en la mano. Vuelve la paz, hasta que un día se despierta con la certeza
de que la señora ha muerto. Asiste entonces al que cree ser su funeral y solo así puede
olvidarla, aunque no se olvida, dice, no podrá olvidarse de la sensación que tuvo al verla
por primera vez, cuando se sentó a su lado en el tranvía: “una sensación tan corriente y
sin embargo misteriosa” de que la escena presente no es más que la reproducción de
otra, vivida anteriormente.
Releí este cuento al terminar el libro de Sebastián Schoennenbeck que Orjikh editores
acaba de publicar en un formato muy cuidado, como siempre, bajo el título José
Donoso. Paisajes, rutas y fugas (Santiago, 2015). Volví a leerlo porque recordaba
levemente la manera en que Donoso describe una sensación que nos es familiar a todos,
aunque a veces resulte algo siniestra. Una sensación que a menudo interpretamos como
augurio de acontecimientos que imaginamos relevantes o como presencia de restos del
sueño en la vigilia, acompañada casi siempre de una interrupción dada menos por un
salto fuera del tiempo, se me ocurre, que por una suerte de nudo en la cuerda con que
nos representamos el tiempo habitualmente.
De esta clase de experiencias habla el libro de Schoennenbeck a propósito de la obra de
Donoso, aunque no lo haga de manera directa. Prefiere diferir y diversificar los caminos
para acercarse a una obra escrita desde un lugar fundamentalmente excéntrico, que
disloca categorías a las que solemos aferrarnos, como el adentro y el afuera o el pasado,
el presente y el futuro. Caminos, por ejemplo, como uno que permite seguir la
influencia de la literatura anglosajona en la obra de Donoso, que conduce a pensar el
esnobismo del autor como contracara del dolor de una identidad social ambigua que
necesita de máscaras para vincularse con el otro. Rutas que conducen también a otros
países -como España, donde Donoso vivió más de una década- y a la consecuente
ausencia de Chile, expresada en una relación ambigua del autor con lo vernáculo que
abre paso a un sujeto “fantasmal”, dice Schoennenbeck, a “un sujeto que se construye y
se esconde, se presenta o desaparece en [un] lenguaje en riesgo” (25). Hay paisajes,
también, cuadros dentro de los cuadros que proponen una lectura en abismo de, entre
otras, Casa de campo, abriendo un escenario narrativo de falsas perspectivas que hace
del uso de máscaras, velos y disfraces un problema de composición vinculado con otro
gran tema: el de la mirada.
La lectura de Schoennenbeck otorga a la mirada un papel protagónico en la obra
donosiana. Como ocurre en el cuento que recordaba, es la mirada la que disloca por
completo al sujeto, la que lo saca de sí, la que comanda, finalmente, el contenido de la
ficción. Pero también la forma: una comparación entre la poética de Donoso y la de
Henry James nos permite observar como en ambos casos funciona la metáfora de la casa
de la ficción con un número incontable de ventanas que permiten mirar hacia el exterior,
cada una de las cuales representa una “forma literaria distinta”, es decir, un punto de
vista específico sobre el asunto a narrar. Existe, sin embargo, una diferencia. Y es que
en Donoso esa casa de la ficción es una casa completamente permeable, que se deja
invadir por el exterior o que al menos confunde y desquicia el lugar del observador. Una
señora cualquiera invade la cabeza de nuestro paseante, al punto de impedirle por
completo sentirse a gusto en su habitación: no hay límites: eso que está adentro sale
afuera y lo que hay afuera ingresa hacia el interior.

Pero todavía a propósito de la mirada, Schoennenbeck traza una ruta que, pasando por la
característica imagen donosiana “correr el tupido velo”, va de la afición del autor por
los trajes y atuendos femeninos hasta los múltiples velos y filtros que seducen y a la vez
obstaculizan la mirada: en el relato, bastó la punta de un abrigo verde junto a la rodilla
del observador para que la mirada se perturbara y el paseante experimentara esa
sensación de déjà vu, de haber visto antes… y entonces vuelve a fijar su mirada en la
ventana, dibujando un boquete en el vidrio empañado para poder ver lo que ya no puede
ver.
Este juego de velos y miradas extraviadas que reconstruye Schoennenbeck me hizo
recordar este cuento temprano de Donoso titulado “Una señora”, donde aparece solo en
germen la complejidad de los juegos y cruces de miradas que irán apareciendo después.
Pero me hizo pensar también una posible relación entre la casa donosiana y otra clase de
casas en la tradición chilena, como “La casa del aliento” de Juan Luis Martínez, por
ejemplo, que en La nueva novela escribió:
1. La casa que construiremos mañana
ya está en el pasado y no existe.
b. En esa casa que aún no conocemos
sigue abierta la ventana que olvidamos cerrar.
c. En esa misma casa, detrás de esa misma ventana
se baten todavía las cortinas que ya descolgamos.
Como la de Donoso, o la de Martínez, tal vez la casa de la buena literatura es una en la
que entraremos siempre con la sensación incierta de haber estado antes allí, acompañada
de la certeza de que a ese lugar volveremos a entrar.

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