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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Habitación 134

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Si cada hombre fuera un libro contado con todas las partes de su historia, de su ser y de sus
verdades -siendo necesaria la narración sincera de todas sus victoria y todos sus desaciertos-, y en el
último tramo de nuestras vidas el Señor se pusiera a inspeccionar todos los libros del mundo en
busca de dignidades, a fin de reservarnos un sitio junto a Sus diestras o a Sus siniestras: pues entre
página y página de la lectura de mi libro se hubieran quedado hojas en blanco. Allí debieron figurar
mis ignorancias y mis vergüenzas. Pero prisionero en el indetectable deseo de parecer un héroe ante
los ojos de mí mismo y de los demás, por las noches sólo he logrado el recuento de mis actos
nobles, valientes y generosos. En la inocente ceremonia del autoengaño, he logrado pasar por alto
cualquier contradicción entre mis predicaciones y mis pensamientos, cualquier intención de
vengarme y no para hacer justicia... cualquier pecado natural.

Para que cuando muera el Señor viera que soy un libro deseoso de ser completo, yo empezaré
escribiendo la mayor cantidad de omisiones que pudiera haber cometido en el abecedario de mi
vida. Así, Él tendrá para leer dos volúmenes de mí cuando me vaya. Entonces, tal cual fueran los
dos pilotes de la misma baraja, mi Señor podrá intercalar las páginas de estos dos tomos, con un
meticuloso ingenio de Su indulgencia. Y así yo compensaré las hojas que me habían quedado en
blanco, con las confesiones de mis lujurias y de mi estolidez.

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Libro I: Habitación 134

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

El arrepentimiento de Hades

De todas las lecturas de mi vida, la de mi segundo principito es una de las más difíciles de
explicar. Pues si de mi primer Borges pudiera contar:

“Lo he comprado en una tienda de la avenida Rivadavia, en concretos suburbios nórdicos


de la Capital Federal. Para leerlo me levantaba una hora antes de ir al colegio y todo el
tiempo que no lo tuviera al alcance de la mano, estaba yo recordando una frase que se
hubiera colado en el selectivo archivero de mi memoria; o si no pensaba en una palabra del
libro que me hubiera sonado rara: la trataba de entender por deducción, me figuraba la idea
que sugería, y la reemplazaba por un sinónimo bien intuido pero más cotidiano. Tal fue la
súbita fascinación que experimenté al hojear sus impresiones, que al volver del colegio
subía ansiosamente las escaleras que daban a mi cuarto, sabiendo que El Aleph me esperaba
donde lo hubiera dejado. Y con personal alivio me acostaba con él, tal y como si fuera una
mujer que me amaba.

“También podría decir que lo leía por capítulos salteados, desplazando hacia la última
lectura aquellos que menos páginas tuviesen, leyendo los más largos al principio, pensando
que los exagerados me causarían los mismos tedios que sentiríamos al cursar las materias
que no nos gustan. Entonces, como si fuera un minúsculo juego de Rayuela formado por 9
ó 10 capítulos, cuando terminaba un cuento pasaba directamente al índice para tildarlo con
el mismo lápiz mecánico con el que me había acostumbrado a subrayar (con exacta y
estética paciencia) desde el inicio al final de alguna máxima, responsable de aniquilar mi
indecente preferencia por otras lecturas más sencillas, pero a la vez menos mágicas que
aquéllas.

“Irónicamente, y ya que era uno de los más largos, me sorprendí cuando avancé en las
páginas de El Inmortal, ya que al respetar la misma metodología para leer todos los cuentos,
lo investigué en el tercer puesto de mi lectura. “¡Argos! ¡Argos! - le grité”. En ese punto me
trasladé hasta la escondida ciudad de los Inmortales; más finamente: hasta la piel de Marco
Flaminio Rufo, y me avasallé sintiendo en mi propia carne los conmovedores latidos del
intelectual explorador, cuando notó las lágrimas que se escapaban del ojo del troglodita”.

Y así pudiera yo escribir otro Aleph con todas las memorias del libro... a pesar de que me
superan 9 años desde mi primer Borges. Pero ya renuncio a ser extravagante, pues de mi
segundo principito puedo yo contar cosas que maravillarán, mas no por su rareza, pero sí
por su tragedia inherente.

Lo vi por primera vez en uno de mis despertares, mientras sus hojas se plegaban en las
manos arrepentidas de mi padre. Varias veces finalizó el principito mientras yo
secretamente batallaba en el paraíso para volver a verlos a él, a mamá y a mi Catalina. ¿Qué
enseñanzas subliminares habrán anotado en el cuaderno de su inconsciente las infatigables
metáforas que me leyó Salvador mientras estuve en coma? En la magia de sus páginas se
resumieron los dos meses de mi inconsciente, el sacrificio de mis padres para que yo
continuara vivo, una limitadora depresión tras perder mis iniciales esperanzas de regresar
algún día a los potreros… un año y medio de dolor insoportable luego de intentar terminar
el Bachillerato.

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Los seres humanos tenemos ideas que, debido a su profundidad, nos pareciera que son
suposiciones inverosímiles. También es cierto que cuanto más nos educamos en la
humildad o en la modestia, más dudamos de nuestra inteligencia o de nuestros eurekas.
Quizás por haberme deshabituado a que terceros ingenios ratificaran mis ideas (ya que con
el tiempo me fui desacostumbrando al análisis de otras vidas que tenían un pasado mucho
más simple que el mío), quizás sea por todo eso que yo ahora mismo esté dudando
demasiado de mis propias conclusiones. ¿Pero no resulta un poco extraño que mi segundo
principito haya sido una escarapela del inconsciente y al mismo tiempo una representación
de la vida que lucha contra la muerte buscando prevalecer? Mi experiencia de estar en coma
fue como viajar al futuro. Pasaron dos meses raros hasta que desperté del todo. Otros que
lo han vivido dicen que es un momento de oscuridad. Pero en mi caso recuerdo que tuve 4
ó 5 sueños muy claros. Quizás los soñé a todos juntos, como cuando a las seis y media de
la mañana tenemos el último sueño de toda la noche, que solamente dura algunos segundos
y al despertarnos parece que hubiera ocupado la noche entera. Entonces lo recordamos
nítidamente. E incluso es el sueño mismo quien nos despierta porque ahora nuestro
cansancio no es para tanto. Y nos parece que nada más hemos soñado eso en toda la
noche, pero en cambio se nos olvidan los otros que tuvimos más pegaditos al principio de
nuestro dormir. Así, entonces, cuando la medicina ya había frenado el maquiavélico avance
de mi deterioro con sueros, sondas y jeringas, pues ahí los sueños comenzaron a suceder. O
quizás ya estuviera soñando yo, mas la profundidad del coma no le permitía a mi memoria
asimilar aquellas imágenes como recuerdos, sino que se desechaban como las partes que
nos aburren de una película. Aunque tengo razones para suponer que aquellos primeros 45
días de coma cuatro se resumen en dos o tres sueños separados por larguísimos lapsos de
espera viviendo en un mundo de oscuridad.

Como si mis prosas fueran una quilla alfanumérica, en donde figuran todas las fechas que
significaron algo destacable en mi vida, colocaré a mi intuición encima del almanaque de
mis días contados, igual que De Niro colocó una magnética punta de flecha sobre el
semielíptico abecedario para señalar cada una de todas aquellas infladas letras que
componían el Rilke de Rilke Rairne. De esa manera detengo la rotación de mi memoria en
el 24 de enero de 1995, una fecha que nunca pasará inadvertida en mi vida y que siempre
-con mayor o menor importancia- festejo el día de mi segundo nacimiento. Aquella tarde
mi vida estaba por cruzar una frontera que separaba, en un lado del tiempo, adolescentes
días y noches de planificadas bromas y amantes condescendientes; pero del otro,
obsequiadas jornadas y amantes de calidad. Si alguien hubiera tenido el gentil gesto de
dármelo a elegir, pues yo no sé si realmente me hubiera decidido por esta Tierra, donde hoy
(tantos años más tarde) admiro las largas fechas que mi Benefactor me ha ido regalando,
como si estuviera viviendo en el Paraíso de la luz y de los movimientos; pero a veces
tampoco sé si hubiera elegido quedarme allí, en aquella vida mía tan aburrida aunque
facilonga, ignorantemente feliz de tan cómodo que me sentía. Y así, entonces, por primera
vez en esta cortísima antología de las desgracias que se pueden contar, iré resumiendo (al
fin alegremente), sobre aquella competencia que tuvimos la muerte y yo, y que duró los
diez eneros que duran los diez seleccionados veranos de toda una juventud. Debería
desparramar sobre esta hoja a los amigos que fui perdiendo a lo largo de la postdesgracia,
entonces lo aceptaría como una interesante introducción para aquellos dos meses que pasé
de vivir a vivir en estado vegetativo, en una cama privada de la restringida terapia intensiva
del sanatorio Urquiza. Debería -pues- contar sobre Mara. Pero primero sobre Jaimito. Pero

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primero ampliar mis electrónicas tardes junto a Sebastián. Por todas esas razones, antes de
empezar con esta historia, haré un resumen de mi historia anterior.

Cuando nos acordamos de un amigo también lo hacemos de su casa y de sus costumbres.


Del olor a vainilla que salía cuando abríamos la puerta de su heladera, de los detalles y
defectitos de su personalidad que más gracia nos han causado, de una ventana que lloraba
cuando la tormenta de la tarde nos agarró de visita en su casa, de una película que
comentamos con él… de sus padres y quizás también del perfume que respirábamos
cuando salíamos a su jardín. Pero sobre todo del año. La mente vagabundea por los
rincones del tiempo. Entonces damos con otras cosas que nos hicieron felices. Y así me
acordé de ella.

Para que las primeras líneas sobre Celeste estén impregnadas con cierto sabor romántico
pero, al mismo tiempo, perfumadas con un poco de melancolía, puedo decir que ella fue la
primera mujer que me hizo llorar. Me acompañó a ver mi primer sol al amanecer. Volví del
río llorando con ella al lado, sabiendo que nunca más la iba a ver. Pero la última vez que la
vi fue al jueves siguiente, cuando se apareció en la puerta de casa como a las ocho de la
noche. A los dos días telefoneó de mañana diciendo que teníamos que volver a vernos.
Cuando suena el teléfono siempre esperamos que sea una mujer. Pero no programamos
encuentros nunca más. Desde esa vez las cosas no me salieron mal todas, pero empezaron
a aparecer manchones en el legado de mi experiencia, antes orgullosa. Ya no pensaba los
mañanas de forma que terminaran en redondez.

Ese año, antes de conocer a Celeste, me juntaba mucho con Zu. Éramos como una sombra
de la sombra. Y cuando ella se alejó de mí para siempre, Zubirías me presentó con más
gente de la que podía ser amigo. Californio era el más mayor de todos nosotros. Soñaba
con ser guionista. Siempre me contaba de sus últimas creaciones. Entonces yo se las
plagiaba para parecer creativo a los ojos de los demás, pensando que como eran estrenos
nadie sabría de lo que hablaba. Así un día le conté a Álvaro que había pensado una historia
de un ascensor que frenaba en un piso que no existía, pues el edificio saltaba del 11 al 13, y
los consorcistas no preguntaban por qué. Pero el delgado de Álvaro, con toda carpa, me
demostró que ya conocía la historia. Era de un capítulo de La dimensión desconocida. Ese
día estábamos yendo a ver el Bananazo. El Bananazo me lo había recomendado el Máster,
un canillita que abría el kiosco de revistas a la vuelta de lo de Jaimito. Pero fui con Álvaro
porque me gustaba ser amigo de Álvaro más que de ninguno. Después del show nos
quedamos en una confitería hasta que salió la primera claridad. A Álvaro le agarraban los
pedos de intelectual, se ponía a filosofar sobre todos los pensamientos que no podía
compartir con los menos eruditos que él, o sea todos nosotros. En ese año, además de
Álvaro también contaban mucho para mí Mara y Giannina. Ellas eran hermanas, vivían en
Don Bosco. Y yo las visitaba todos los martes para que se hiciera miércoles más a prisa.
Mara silenció su anorexia durante un año hasta que ya no pudo ocultar la flacura de sus
costillas. Esos más o menos eran los viajes y amigos que me ayudaban a tolerar ese dolor a
Celeste.

Claro que no lo cuento todo, de aquellos dos o tres meses sólo cuento lo necesario, porque
mis tozudas intenciones desean urgentemente salpicar la Leyenda de los Cinco Principitos con
un condimento de verdadera tragedia, para que mi Lector no se crea que solamente hay

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aquí ocasionales eufemismos y jactanciosos melodramas literarios. Por eso voy a empezar
contando lo que honestamente debería haber estado en la última página de mi primer
principito: el día 24 de Enero de 1995, día en que sigo celebrando el segundo de mis dos
aniversarios, uno el cronológico y el otro el de mi resurrección. Tal renacimiento pasó una
fecha en que -tal como acostumbra mi Señor-, me tiene preparados unos regalos cuya
envoltura viene atada con el lacito de la exagerada sorpresa. Y por ello abundan en la
extravagancia. ¿Recordaré que los días 23 y 24 habían transcurrido en una sola jornada
ociosa, debido a un insomnio forzado por la programación de la nueva televisión satelital?
Mi primera adicción: viciosas cadenas televisadas hicieron que orbitara mi honestísimo
primer desamor.

Como ya se contó cómo fue, no voy a escribir sobre la razón sino de las consecuencias.
Entonces mezclaré en la mágica coctelera de mi escritura lo que gracias a otros sé de ese
día, así finalizaré un escrito legible de aquella fecha, relatado por los retazos de una tragedia
que se ha ido reconstruyendo en mi memoria igual que las páginas de Pinocho, o la
morbosa estadía de Jonás en el reciclador estómago del cachalote (lo sé ahora gracias a
Melville), o como la fábula del zorro y las uvas, con su frase final a modo de truhán
consuelo: Están verdes. Y así mis expectantes lectores podrán fabricar ya su protectora
moraleja.

El autor material detuvo su Renault cuando se dio cuenta de la brutal coincidencia. Pero el
Autor Intelectual ni siquiera se levantó de Su trono para llamar al socorro. En la escritura
de la humanidad tan sólo un garabato quedó en el piso de mí. Desde el escarnecido asfalto
de avenida Caseros hasta que los cirujanos del Urquiza estabilizaron mi alma en el ajetreado
envase de mi cuerpo, pues pasaron varios incumplimientos. La primera ambulancia demoró
veinticinco minutos en aparecer. Y los paramédicos se quedaron con el sumergible que me
regaló papá antes de que entrara a mi Don Eufrasio. No fui al Urquiza directamente,
quedaba más cerca el Hospital Pena para esa urgencia. Jamás conocí al médico que me
salvó. Férula llamó a casa y le dijo a mamá que no sé no sé no sé, porque mamá le
preguntaba si Ezequiel estaba bien. Viajó pensando que me había quebrado un brazo. Casi
se desmayó cuando le dijeron lo sucedido. Más o menos papá llegó a la hora después de
llegar mamá. Por supuesto le permitieron pasar a verme. Necesitaban que lo viera con sus
propios ojos, el médico que me salvó se lo dijo clarito: “Si Ezequiel se queda aquí, se
muere”. Mi inconsciencia requería de una tecnología mayor. El desamor y el odio, los
amigos y la rebeldía: en mi vida siempre hice las cosas a lo grande y el coma no fue una
excepción. Papá lo oyó atentamente. El sanatorio Urquiza quedaba en Once, a diez
minutos de Plaza Miserere. En las capitales, aunque todo quede cerquita, parece que se
caminara toda una tarde, pues hay cosas que se prefieren no ver. El desbordado tráfico de
caras amarillas ya nos estaba advirtiendo acerca de la colonización japonesa en la Patagonia,
donde en la costa llegan los buques balleneros y expelen a sus japonesitos como si fueran
pulgas de circo para que se saquen las arenas de los borcegos y le canten canciones a sus
geishas mirando a Asia durante el atardecer rionegrino. Estaban los dame-dame y los ¿che
no tenés namonea?, que si uno les daba menos de un peso nos miraban con cara de que les
debíamos algo, como si el grande le dice al chico “No tenés vergüenza”. En las calles de
Once, por supuesto, está también el olor a riacho. Menos en casa todos los suelos estaban
rotos, ni una vereda se salvaba de los entes que les rompían baldosas como si fueran un
cementerio visitado por saqueadores de tumbas. Los colectivos mochos y sus

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correspondientes colectiveros en ellos, subidos al trono de sentirse patrones del tránsito


bonaerense, avasallando los baches, destrozando ruidosamente las serenitas suspensiones,
dándole bocinazos a cualquiera que no les deje pasar primero, peleándose con el timbre de
una señora que lleva la compra del súper para comer el puchero de hoy a la noche. Y no
me voy a olvidar de los ojos rojos enfalopados, que retan a duelo con las pupilas a ver
quién se atreve a decirles algo. En los semáforos de la esquina se te tiran encima para
limpiarte los parabrisas o para suplicar que les compres. Las terrazas de los cafeses siempre
con los que ofrecen la lotería pal finde. Están los kioscos, las parrillas, los ambulantes… las
putas y los mendigos.

Todo eso hace más largo un viaje de dos minutos.

En el Urquiza operaban a los futbolistas famosos y a los forrados. Nuestra obra social tenía
al Urquiza en cartilla. Pero sólo para los telefónicos que vivían en Capital. A los de Quilmes
no, nos correspondía una clínica que se llamaba Clínica Modelo. Quedaba cerca de lo de
Seba. La Clínica Modelo tenía aparatos buenos, pero que no llegaban ni a los talones de los
del Urquiza. Así que papá se lanzó. Como era gremialista y casi el segundo de la marrón,
pues en Telefónica todos le respetaban mucho. Y hasta puedo decir que los capos de la
obra social le tenían algo de cuiqui[1].

Cuando llamaron a la segunda ambulancia eran pasadas las 7 de la tarde. Como el reloj de
Papini. Papá entraba a verme ya cuando podía. Y cada vez que se sentaba a mi lado tenía
que presenciar el aterrador Fsssss de ida y el Fsssss de vuelta de un pulmotor que andaba
medio oxidado a la altura de su redondo nivel de oxígeno. Y así pasaron tres horas. Hasta
que al fin llegó la ambulancia. Pero cuando me vieron no me quisieron llevar. Los
conductores y camilleros tenían miedo que en el traslado se les muriera el pichón. Desde
ese momento en vida empezaron a aparecer ángeles, héroes y Robin Hoodes: “Si usted me
autoriza lo trasladamos nosotros”, le dio a elegir el médico del Hospital Pena a papá. Me
trasladaron recostado en los asientos traseros de un Falcon -como el de los milicos, un
poco irónico-, mientras un enfermero bombeaba a mano el oxígeno como quien juega a
desinflar una gaita. Como avisaron por radio, pues ya me tenían preparada la camita en
terapia. Así que ni registro ni ocho kinotos[2]: pasé directamente a internarme. Por eso
cuando llegaron mamá y papá pensaron que en el camino me había muerto. Cuando
preguntaron les dijeron que no había llegado aún. Pero lo cierto fue que ya me estaban
tratando de estabilizar en quirófano. Anestesias, sueros y vendas; nada iba a ser suficiente
para que volviera en mí. Papá y mamá pasaron 20 minutos de una angustia que nunca se
pudieron curar del todo.

Un inconveniente tras otro. Y sin embargo no había llegado mi hora.

[1]Cuiqui: Temor

[2]Ocho kinotos: expresión que significa “Nada”.

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Circo Beat

Por un momento la percusión y guitarras se toman un descanso. La primera voz alarga


algunas sílabas del estribillo, con la intención de que cada palabra cantada cupiera entre los
dos platillos del Charleston, consecutivos aunque pausados. La tapa psicodélica de Circo
Beat, del enromanticado santafesino que se apellidaba Páez, se traslada a las superficies de
mi ruda memoria y -por un ratito nostálgico-, se queda a flote para desaparecer otra vez
bajo la anochecida materia de mi consciente pasivo. Y como a esos rostros pasados, se lo
invita amablemente para que participe en esta leyenda rústica.

Queriendo que sus plegarias cavaran un túnel para que pudieran atravesar el alto
Annapurna de las impotencias, navegando en la aplanada mar del No sé cómo y del ¿Qué
vamos a hacer ahora?, mis padres comenzaron a pedir consejos a los enfermeros de terapia
intensiva, para saber si desde su inefectivo rol de lejanos acompañantes, podrían contribuir
en algo más para salvarme. Ellos buscaban oír una innovadora recomendación para tener
una minúscula esperanza a la que aferrarse, cuando luego de toda la jornada de inagotables
sacrificios y renuncias, los partes del médico a las ocho de la noche traen, día tras día, el
prudente estable. Mi vida se había encomendado a la entera disposición del Tiempo
idolatrado.

En la mayoría de los casos como el mío, los familiares más cercanos padecen de una súbita
creencia en Dios. Y comienzan a hacer cosas que mientras somos normales seguramente
pasamos por alto, pues si la vida nos muestra el verde para que continuemos con las
insulsas rutinas, generalmente somos como los burros que se empacan en los ociosos
campos del sin preguntas.

Cuando los afectados no creen pero son inteligentes, hacen oídos sordos a cualquier
consejo que proponga a la magia (o a la brujería) como procedimiento para la curación. Sin
embargo hay seres humanos que no solamente se preparan para desdeñar el consejo. Pasa
que mientras sus vidas y las vidas de sus queridos parecen ir funcionando dentro del común
margen de lo aceptable, de lo admitido, amén de no intentar soluciones que estén fuera de
la causa y luego su reparadora consecuencia, cuando escuchan que las soluciones están más en la
fe que en el yo planearé, o más en el pensamiento amable que en una visita recomendada
por un coronel del cuartel de la policía, amén de menospreciarlo -decía que-, proponen una
serie de excusas lógicas para no andar por caminos que dependen del corazón. Entonces
tratan de desmoralizar al consejero, para que no siga defendiendo que pueda más un
espíritu limpio de confrontaciones que todos los debates juntos. Pero cuidado, que yo no
les hablo de un colorido muñeco de porcelana barata que representa a un buda en tamaño
de mesa de luz y concede deseos, o al anillo mágico de la riqueza que, al poco de ser
adquirido, otorga a su propietario increyente (pero desesperado) una cierta cantidad de
dinero que precisamente cancela las deudas: factores decisivos para desear tener al budita
genial. Tampoco hablo de un amuleto que a la semana de ser conseguido nos recompensa
con el encuentro de una mujer que promete ser el amor de nuestras vidas. No, pues. Y
yendo contra la segunda opinión de aquella mujer que en la mesa de una cafetería me
enseñó una acertada definición de felicidad, explicada en la metáfora de un abrigo para la
nieve, la fe -repito-, no colabora para situar los montes en otras coordenadas distintas
porque creyéramos tercamente en una cucharita de plata para las infusiones. Por primera
vez en mi leyenda seré realista.

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Volviendo a cruzar ese frecuente puente que suele conectar las costas de mis ideas, cuando
ya salí de peligro, me contaron (seguro que algún cercano) que los enfermeros y médicos y
hasta voy a agregar que algún familiar de otros internados tan graves como yo, le
comentaban a los míos que existía la remota esperanza de que les estuviera oyendo en
algunos momentos de mi desalentadora vegetatividad. Ya para el final, el coma se fue
interrumpiendo muy esporádicamente y de vez en cuando (aunque con mayor frecuencia)
gracias al milagro de la vuelta al mundo de los despiertos. Mis padres obedecían
rigurosamente los consejos del personal. Así fue que mi madre canalizaba todo el amor que
sin poderlo quería darme, en la única canción del Angel de la Guarda. Y durante la media
hora que diariamente se me permitían visitas, en ese laberinto de monitoreos, entre los
cuales la fibra óptica graficaba la presión que ejercía mi medio cerebro latente para
aplicarme la dosis justa de la peligrosa anestesia, ella se me acercaba al oído y entonaba
reiterada y devotamente, por todo el tránsito de los minutos contados, los versos de aquella
auxiliadora canción de cuna. Igual que el estribillo de Marioneta, cuando el infartado
Héctor Larrea se tomaba unos respiros durante la publicidad de su trabajo radiofónico.

Toda mi familia se entusiasmó con aquella idea de verificación improbable. Salvador


inmediatamente compró un walkman que sintonizaba la radio digitalmente. Desde el
primer día, cuando fue el horario para entrar a verme, Salvador me colocó los justos
audífonos en las orejas, que parecían un dedal para el elegante meñique. Luego lo
escucharía mucho para las enternecedoras estrofas de Confesiones de Invierno, después de
que Dolina cerrase la transmisión a las dos de la madrugada junto al inteligentísimo Stronati
parafraseando la despedida de siempre.

Salvador nunca fue partidario de pedir favores a los desconocidos. No le gustaba que los
vecinos más jóvenes le saludasen o que los extraños a nuestra arbología lo relevaran
durante las noches del Urquiza. Sin embargo pidió a las enfermeras que estuviesen atentas
por si finalizaba el casete, para que presionaran otra vez el play, que se iría desgastando
progresivamente a medida que la cinta de Circo Beat repitiera su innovador concierto al
emitir el opus para un amor que se consolidaba. El transparente casete (hoy desmoralizado
por el vigente furor de los discos compactos), tenía un largo que demoraba, más o menos,
sesenta minutos para transferirse de una bobina a la otra en el preciso trabajo del vuelta a
vuelta.

Había sido el mejor regalo que recibí mientras estuve en coma, una inesperada sorpresa que
me llegaba de parte de mi hermana, la austera Catalina. Mi hermana llevaba un secreto
itinerario de los gustos que deducía en cada miembro de la familia. Y se lo guardaba para
ella sola, como para tener una ventaja en el caso de que se levantara una guerra hogareña.
Entonces ella tendría un arma para enflaquecer el orgullo de su enemigo, demostrándole
que siempre había sabido alguna cosa que él no ha dejado que le conozcan. Así fue que
Luján conocía la música que a mí más me conmovía. Y aprovechó mi etapa inconsciente
para demostrarme que bajo aquella armadura de frialdad, su alma siempre quiso que el
calendario se adelantara hasta mi cumpleaños o hasta el día de Navidad, para que entonces
la excusa de las festividades se convirtiera en la esperada oportunidad de hacerme un regalo
que me encantara.

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Distritos del más allá

Como una niña de 4 años que juega a que es peluquera y sacrificando la estética de su
mejor muñeca convierte los rizos serpentinados en un desastroso experimento del ocio,
quedando la cabellera prefabricada igual que los desparpajos de hollín y viruta que los
leñadores se olvidan de quemar en el bosque de Valsaín: con el mismo aspecto habían
quedado mis queridos cabellos rubitos. Igual que cuando alguien del pueblo se sienta para
escrutar el monte atardeciendo y en medio del oscuro verde ya se va notando el vacío que
deja la tala internacional en el extenso pinar. Aquello parecía mi cabeza luego de que el
rústico Hospital Pena me practicase los primeros auxilios. El Sanatorio Urquiza no quedaba
en Urquiza ni en General Urquiza, quedaba en Saavedra y Belgrano. Cupieron pocas cositas
en la manzana además de la clínica. Creo que por detrás se pudo levantar un baptisterio, su
elevación desarmonizaba con los edificios de enfrente. Había en la esquina un café como el
de Jaime pero servido por un gallego Manolo. El corazón de Manolo era más tirando a
campechano que a usurero. Papá y mamá siempre iban a descansar ahí durante el resto del
día que no me podían tocar ni esperar en la sala a que el médico trajera el parte.

El traumatólogo que trenzó los ligamentos de mi quebradura se llamaba Daniel Dávalos


Leguizamón. Auxiliado indirectamente por una íntegra placa de hierro, pues Daniel logró
espabilar la marcha de mi pie izquierdo, al rearmar en una sola pieza la tibia, tan expuesta
como el peroné, embestidos por aquella moderna cornamenta de acero. Cada parte del
hueso fue perforada por las filosas rosquitas de tres tornillos, que ya se habían rizado
metódicamente cuando las modernas terrajas computarizadas les diagramaron en espiral su
homogénea largura. Aferraban el oculto metal a mi hueso roto. Para complementar la
restauración de un codiciado equilibrio futuro, también un clavo mineral atraviesa de polo a
polo el piramidal tobillo. Al ejecutar el primer pantallazo visual otros amables radiólogos,
posteriores al preciso Daniel, hallaron méritos para el ¡Lo felicito!, cuando a primer vistazo
analizaron al trasluz los negativos probatorios de aquella operación exitosa. Daniel (para
ese entonces yo ya le tenía la suficiente confianza para decirlo por su primer nombre) me
había dejado las huellitas dactilares de su triunfo sobre la calciosa materia de mi esqueleto
húmedo. Entonces me sentía estúpidamente orgulloso al haber sido curado por un pulso
tan especialista. Aunque hoy cuestiono el desenlace de mi salvación:

¿Cómo se hubiese desarrollado el orgullo del bigotudo Daniel si -tras pasar un tiempito de
aquel rejunte osteoporósico-, Hades se hubiera tomado la molestia de llamar a la puerta 134
del sanatorio Urquiza, para invitarme a jugar en los incandescentes baldíos de su
martirizante jurisprudencia? Pues entre la fecha del accidente y la de aquella operación
perfecta, intermediaron algunos días hasta que las anestesias consiguieron estabilizar la
presión de mi materia pensante (“los sesos”, digamoslé), para que los nunca reconocidos
escalpelos pudieran punzarme sin que corriese tanto peligro de que el impaciente
Funebrero me preparase una de sus rebuscadas tumbas celestiales con mi nombre escrito a
etéreo cincel. Pues desde los 23 puntos arameneanos hasta que di novedades, pues yo
vacacioné 50 lúgubres días en las costas de un desmayo más que profundo. Pero mientras
tanto el espíritu se me sujetaba de las costillas con la puntita de los dedos para no irse más
parriba, puesto que la solicitud de San Pedro jalaba a mi alma continuamente hacia el Cielo
y sin consultar a nadie, como el troglodita se lleva a su fijada hembra arrastrándola de la
melena, para curtirla en su rocoso lecho amortiguado con heno.

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El más Malo ha de ser un engañado terrateniente del más Bueno. De seguro que aquel
pueblo de más abajo le pertenece también al Grande. Mas como los líderes corruptos, que
administran cajas de ahorro en el extranjero a nombre de un familiar más perdonable, Él le
adjudicó la escritura de ese lugar tan horrendo a otro que seguramente menos poder tenía:
por si acaso alguna vez en la Tierra se inventara una Hacienda tan poderosa como para
investigar las propiedades que en las nubes tienen cimientos, Él salvara Su buen renombre
aludiendo a que los castigados van a parar a una cárcel de fuego donde manda uno más
cruel. Pero en esta convicción, al Todopoderoso se le está pasando por alto un punto
importante: la crueldad que se escapa por los rojos poros del Diablo tiene un punto
benigno, ya que no se esconde en una molécula de futuro para desarrollarse como una
broma justo cuando todo andaba tan bien. Pero en cuanto al Otro, de repente, nos manda
la tragedia para dolernos el doble de lo que nos dolería si viniésemos arrastrando la astillosa
cruz del martirio desde hace mucho. Y en cambio nos manyamos un trompicón en medio
de mucha felicidad, para que nos duela así el golpe, pero también nos mortifique la pérdida
de todo lo bueno que se nos escapa, tal como cuando le soltamos la mano a un querido
cuando el tren se va hacia otra estación.

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Despertares

“Ponete bufanda para doblar el abrigo de la polera picosa”. “La campera inflable abriga
más que la otra aunque te siente fea”. “Calzate otro par de medias encima para que no se te
congelen los pies”. Y “Una calza de lana abajo del pantalón gris así las piernas no pasan
frío”. Así como de pequeño mamá tomaba precauciones para que no me resfríe cuando
salía de casa para llegar a la escuela, así el sanatorio Urquiza se había convertido en una
súbita madraza que me fue atajando de la muerte con un tratamiento nuevo tras cada
complicación. Dos drenajes para la pulmonía, la traqueo para que no sufra asfixia, el suero
y la sonda para que no me deshidratara, una fiebre desventajosa les avisó que se me había
infectado la vesícula escondida, y como último recurso me la extirparon luego de que
fallaran todos los antibióticos. Y ya lo estaba olvidando: no sé que hay dentro del cráneo,
pero luego del accidente no se estabilizaba. Entonces para inyectarme la anestesia indicada
me clavaron en el hemisferio golpeado un tubo por donde pasaba una fibra óptica para
medir las futuras presiones que la materia gris ejercía al hincharse sobre las disfrazadas
paredes del hueso craneal. En esos días de necesidad pocos pudieron alcanzar mis manos
para aliviarme con el calor del contacto físico. Una tropa de computadoras rodeaba la
camilla donde mi espíritu se escapó dos o tres veces, a una tierra celestial que no me dejó
recuerdos. Pero aunque no me quedaron memorias del Cielo, sí conservé memorias de un
sueño u otro.

Creo que mi primer despertar fue estimulado por unas palabras de mi padre. Cerraba un
principito nuevo, cuyas páginas aún no se habían pintado con el impío bermellón que deja
el paso de los años. Le di mi primera señal de consciencia, al empuñar las cortitas falanges
de su pulgar, cuando el apriete de mi mano sana le estrangulaba todo el dedo por debajo de
la uña. Papá me había preguntado si yo quería celebrar un asado para todos mis amigos
cuando volviera a casa. Y, que si estaba de acuerdo, le apretara fuerte la mano. Y claro que

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

sí. Igual que me había sorprendido el empeorado Zubirías ese verano anterior, en esas
cortitas resurrecciones también vi a un cambiado Equía, que con palabras nada más que de
aliento conseguía traerme al mundo animándome a que volviera. Y que los pibes del
hospital me esperaban para que les ataje penales con la puntita de los dedos. Pero Satán es
un buen portero. Atajaba mi voluntad una vez tras de otra. Y me dejaba picando sobre los
empedregados terrenos de las tinieblas para que yo no volviera al mundo de los normales.
Para evitar que le anotara los tantos de la Buena Nueva, el Diablo estiraba las uñas todo lo
que más podía y, adivinando mis intenciones, desviaba mis tiros hacia los flanqueados
córners del averno. Sin embargo mi alma siempre ha sido un interesante rival. Así que el
Vanidoso no iba a poder atajar mi vida para siempre. Algunas veces me quedaba rebotando
sobre la línea debido a una mala atajada. Como un niño que se asoma por las puertas
entornadas de los cuartos prohibidos, por algunos segundos, yo me asomaba para espiar en
el mundo de los cristianos. Anestesiado observé la fluorescencia de los tubos que
iluminaban la sala de terapias intermedias. El gordo una vez me contó un sueño que había
tenido. No se acordaba cómo, pero estaba metido en “La 12” cuando Independiente visitó
a Boca. Entonces fue que a los últimos 10 minutos los diablos marcaron para desigualar el
empate. Diego tuvo que tragarse el festejo, pues toda la popular iba a molerlo si daba
señales de ser del rojo. Las represiones de Diego eran muy efectivas pero también
graciosísimas. Era como el empleado aceptando el tres por tres es ocho para no pelear con
el jefe. Era como quien sabe tener razón, pero se traga su epur si muove, pues
inteligentemente hace una inmediata evaluación de las consecuencias mortuorias. Así,
como en su sueño, pues yo le miraba sin poder contestarle, atrapado en aquella poderosa
traqueotomía. De todas maneras no le hubiera podido conversar nada ya que mis
despertares no duraban medio minuto. Retomaba enseguida a los caminos de la opaquez
absoluta. Casi era algo molesto. Pues cuando comencé con aquellas vueltas al mundo de los
inteligentes tan solo yo me enteraba. La tanatoria habitación siempre estaba llena de gente
que me charlaba, aún durante los particulares extravíos de mi alma que se marchaba hacia
una extranjera noche sin que el reparador descanso dejara el recuerdo de ningún sueño a no
ser por aquellos que describí. Giannina contribuía con sus afectos, tan genuinos como
tontorrones, y me preguntaba que cómo estás, que qué bien te veo, que te extrañamos.
Simplemente me parecía a los astronautas que destinan su problemático envejecimiento a la
incubación; entre aquellas mínimas resurrecciones yo iba viajando hacia mi futuro sin
enterarme, pero creciendo a la misma velocidad que siempre lo había hecho mientras
estuve perfecto. Contemplé los verdosos neones que alumbraban impecablemente un
consultorio vacío cuando me dejaron solo, postrado dentro de un tubo, para radiografiarme
horizontalmente las ondas alfas, betas y pirípi-pípi que resurgían en mi cerebro gomoso.
Pero de todas formas nunca aguanté mucho tiempo de este lado. Algunas veces el temible
Arquero se fatigaba, pero de inmediato venía corriendo el Cancerbero, que me
mordisqueaba los ímpetus para quitarme el coraje. O me llevaba arrastrando de un brazo a
los pies de su jefe infernal, quien hizo las cosas más que complicadas para que yo no tuviera
una segunda oportunidad de vivir.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Y gracias a Dios

Había abierto los ojos quince días antes del definitivo despertar. Entonces lo observaba
todo desde aquel cómodo vegetativo, donde tenía los ojos abiertos… mas las insurrectas
neuronas dormidas. ¡Mamá se había puesto tan contenta cuando los médicos se lo
contaron! Pudo reconocer otra vez mis ojos. Y desde entonces cantaba con más convicción
el Angel de la Guarda. Sería como si la hubiera estado escuchando. “¡Ay Serranía!”, le dijo
mamá llorando a un compañero apellidado así -un pelirrojo de barba yuppie que seguía de
cerca los últimos partes clínicos de mi inconsciencia-, quien de inmediato pensó “Una de
dos: Espabiló o se murió”. Y a los pocos días me trasladaron a la habitación 134. Pero aún
estaba inconsciente. Coma vigil. Hasta que un día…

También mi despertar tuvo su esencia melodramática. Eran un grupo de tres: Germano


Dellacasa era el médico principal. Se ayudaba con dos hermosuras. Una era Claudia
Gramajo, alta y sus largos cabellos negros eran más ásperos que frisados. Y por último
estaba la doctora Ramazotti, quien a diferencia de Claudia era peticita y de pelo corto como
varón. Aún las ondas alfa permanecían latiendo al ritmo del coma Glasgow. La diferencia
estaba en mis ojos, que los tenía abiertos y todo lo observaban, pero no quedaron imágenes
de aquellos días en mi memoria. Si tuviera que apostar diría que de ellos tres fue Germano,
quien cuando a través del malvado estetoscopio escuchó mis primeros susurros cuando les
suplicaba que me devolvieran a Quilmes, que me sacaran de allí; mas como la traqueotomía
no me dejó articular las vocales, solamente cuando me revisaban los pulmones y el corazón
oían el rabioso murmullo que suplicaba escapar de las salas y de los quirófanos.

Desde aquellas voces de auxilio, por las mañanas, antes del intravenoso desayuno, la alta
Gramajo se acostumbró a ponerse a mi lado probando de despertarme. “¡Ezequiel!”,
gritaba, “¡Ezequiel!”… “¿Me oís?”. Y así varios días seguidos, esperando que por las
noches saliera del coma y mi estado inconsciente se homogeneizara con mi estado soñante.
Y como ya los había avisado antes con esporádicos despertares, la mayor oportunidad de
que les respondiera había que aprovecharla por las mañanas, cuando del inconsciente
pasase al noni y del dormir me devolvieran a esta vida, como cuando mamá me despertaba
para ir al colegio de mi niñez. Y todo salió tal cual la medicina lo había pensado. La doctora
Gramajo me llamaba desde la izquierda de la cama. Mi cuerpo mermado le daba la espalda.
Me llamó dos o tres veces pero no obtuvo mi reacción. Y como tampoco podía hablar, le
contesté con los ojos a su cuarto “Ezequiel”, reclinando mi desnutrición hacia su semblante
universitario. Se puso a llorar y salió de la sala corriendo. Así se extendió la noticia de mi
primera lucidez. Pesaba 35 kilos. Pero ni siquiera veo rotar el techo, cuando dejé de dormir
con la cara apuntando a la ventana de la pared pegada, la cama ya se atajaba de mis
inquietos despertares con una barra paralizadora de voluntad. Cuando me desperté en
aquella sala inodora no mantenía ningún recuerdo legítimo de aquel 24 ni tampoco de
ningún momento del cortito 1995. Recuperé dos o tres momentos dispares que ya se
habían incrustado en la tierra de mi inconsciente, a medida que Giannina me explicaba
nerviosamente la película de aquel día, cuyo nombre ya estaba inscripto en los astros. Los
médicos se sorprendieron cuando me oyeron repetir de memoria los teléfonos de todos los
chicos de Zona Sur. Pero mucho más cuando el dr. Dellacasa me preguntó si yo sabía el
año en que estaba y cuál era la causa de mi estadía en el sanatorio. Porque al despertar del
coma pensé que aquello lo había vivido. Pero lo que en realidad pasó fue que mi primer
sueño durante el inconsciente había sido una sustitución de las saineteras avenidas porteñas

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

que me accidentaron, por las tecnicolores callecitas de Quilmes Oeste que me vieron
crecer.

Aristóbulo del Valle y Avd. La Madrid: yo siempre pasaba por ahí para agarrar la callecita
soleada que hacía paralelismo con la doble mano Vicente López. No recuerdo el color del
auto, no recuerdo el golpe. Es un poco curioso -como quien dice- pero todavía recuerdo lo
falso y sin embargo no recuerdo nada de lo verdadero. Porque sí me acuerdo a partir de
estar tiradito y rotito en la calle del sueño. El conductor había cambiado de sexo, siendo
que el de verdad era un hombre y el de mentira una mujer onírica. Ella se acercó con
desesperación para preguntarme si estaba bien. Y no sé por qué pero no le podía contestar.
Era como si me hubieran quitado la laringe.

Luego de aquella representación ignoro el número de días que habré pasado en una
obligada oscuridad silenciosa, pero la segunda vez que soñé estando en coma, fue una
experiencia más agradable que ninguna. Soñaba que vivía en el fondo de la mar. Con sus
colmillos poliposos una mantarraya pasó volando como un ovni, mientras yo la observaba
con los pies en la plataforma submarina. A punto estuvo de acariciarme con sus costados a
medio filetear.

El efecto de la anestesia es parecido al nitroso de los dentistas. El cambio que atravesó mi


espíritu de lo muy mesurado hasta que alcancé una personalidad animadora, sólo se notó
cuando por fin hablé nuevamente. “Ha cambiado”, decían mis amigos de mí alegrándose
en parte buena. Pues antes mi alma estaba muy parca. Lamentablemente ese estado me
duró nada más que tres meses. Hoy día mantengo unas poquitas secuelas de aquel permute,
que mi corazón había negociado con las reacciones químicas de los antiinflamatorios. Pero
sólo permito que se escapen ante los otros cuando entro en cierta confianza. Admito que
aquellos meses fueron muy divertidos. Me corté un poco cuando papá corregía mis
palabras desubicadas sin percatarse de la normalidad en aquella mutación trimestral.

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Los que estuvieron y los que no

También noté enseguida otro cambio: Al mismo tiempo que mi personalidad, habían
cambiado las actitudes de mis dos padres. Sus cariños me parecían exagerados, sobre todo
Salvador, que había dejado su puesto sindicalista desde que mi tec le impresionó con un
pulmotor de lo más viejito cuando llegó al hospital Pena. Recién después de un año
regresaría a sus amadas asambleas, para que los demás gremialistas temiesen la desenvoltura
de su intelección. El destino de mi padre se olvidó de la contraseña que se pide en la puerta
de la aventura para así convertirse en un marcial celador de mis novedades. Hasta que el
parte médico anunciaba mis mejorías o mis desestabilizaciones, papá se quedaba esperando
en una sala con pocos fieles, o si no se arrodillaba frente a la virgencita de una pequeña
capilla, escondida entre dos subpisos del sanatorio. También arrastró los horarios de
almuerzo y cena hasta un comedor lujoso que quedaba junto de urgencias. Todo aquello
hacía Salvador cuando no tenía que mover hilos en la obra social, que me renegaba la
atención óptima por el hecho de no residir en Capital Federal. Parecía que nuestro derecho

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

a vivir estaba condicionado por la geografía. Su inteligente persuasión conquistó mi


oportunidad para seguir estando.

Seba y yo éramos los mejores amigos. Quisiera aquí demostrarlo: Seba viajaba durante casi
una hora y casi todos los días para ir hasta el Urquiza a visitar a ese vegetativo yo de mi
pasado. A él se le añadieron casi todas las ramas de su genealogía. “Mi hermano salió de
terapia llorando”, me contó cuando ya estuve a salvo del traqueostoma. Al padre le
pregunté si alguna vez había ido a verme durante el tiempo que estuve en una cama de la
intensiva. “Alguna vez, sí”, me dijo en un almuerzo, ironizando los días que dejaba de ir a
trabajar para acompañarnos en el sanatorio. Con Seba, también viajaban fijo otros dos:
Siete Mayor y el bestia de Igor, quien unos años más adelante se recibió de abogado. Pero,
en ese tiempo, Igor dejaba que Seba o Manfredo le pagaran el boleto para meterse hasta el
final del micro y sentarse él primero junto a la ventanilla. Se parecería a cuando la recibía
solo en medio del campo y se empacaba vertiginoso al arco que patrullaba el dulcineo de
Tatita. Pero tanto Manfredo como el burrito de Igor se esfumaron del sanatorio cuando
por fin desperté. Pero el que siempre estaba además de Seba era mi querido Zu. Y a su lado
la buena novia Estercita. Estercita se había vuelto de su veraneo cuando se enteró de mi
coma, cosa que no hizo Jaimito, quien se quedó en el mar y lo desalentaba a cualquiera que
se quería volver a Capital por venir a verme. Pero aunque Jaimito no venía su padre donó
una bolsita de A negativo cuando la necesité. Creo que Susana y Yago aprovechaban el
viaje de Estercita. Giannina siempre, siempre viajaba también y colaboraba con sus
atolondradas energías con la intención de que alguna vez yo volviese a la Tierra para
hacerla reír.

Así era: Zu siempre estaba ahí firme como mi Luis Sebastián Guiraldo. Durante los sesenta
y pico de días que me duró el inconsciente, Zubirías allí estaba levantándole el ánimo a
todos los que lloraban. Fue uno de los pocos que siempre creyó en que despertaría
mientras los muchos decían a los llorones que preparáte para lo peor. Sin embargo cuando
volví en mí pasó algo que nadie se iba a esperar: papá bajó al entrepiso para tomar un café
con Zu y le dijo que mientras dependiera de él pues que a mí no me iba a ver más. No sé
porqué. Yo tenía tantas ganas de verlo. Lo lamentamos todos. Papá también rebotó a
Isabel, cuando vino a verme una vez a terapia intensiva. Pero amén de esas dos
equivocaciones o tres, todo era hermoso excepto las jeringas y cirugías que me dejaban los
memoriosos cientos de puntos. Cuando no había nadie conmigo pues en la tele miraba
Rugrats, por el grandioso canal Magic Kids, que causalmente fue coordinado por el
admirado Esteban Prol y Claudio Morgado, que se tentaban haciendo el sketch de los al
revés. Se ponían rojos como Popeye recibiendo el cínico abrazo del Brutus, entonces
Popeye se acaloraba hasta el color del tomate y le explotaba la calva como una olla a
presión hasta que por ahí, y de pedo, se zampaba las espinacas. Era algo hermoso. Como ya
podía hablar con todos pues papá abría la puerta y se asomaba como para que no entrara
viento de afuera en la habitación y me decía:

- Tenés una visita.

Me sentía, pues, cómodo. Igual yo siempre estuve al loro de que no viniera nadie que no
tragaran mamá y papá. La primera visita me la hicieron Yago y Susana. Siempre de la
manito y enamorados con tanta clase. “¿Sabés, Ezequiel?: Yago repitió cuarto”, me

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

informaba Susana para hacerme conversación. Y yo le dije “¡Qué boludo!”, con una
expresión terrible de Mafalda, cuando le dice que son “¡Morcillas!”, al papafrita de
Miguelito. Las risitas de Susana y Yago eran preciosas. Nadie hubiera pensado que se iban a
dejar de querer. Yo que esperé tardes enteras mirando por la ventana de Humberto Primo a
que alguien conocido se acordara de mí. Y ahora era a cada rato. A cada momento venían a
verme. Papá me avisaba para que no me espante. Pero a mí me encantaba y siempre todo
era bienvenido. Partían a las 8 de la noche. Desde entonces se quedaba conmigo papá. Me
había transmitido su afecto mientras estuve en coma. Y uno de los 3 miércoles que pude
hablar, tuve una visita inesperada. Y aunque siempre esperaba que fuera Celeste, adivinen
quien me vino a ver una mañana: en la mañana de un miércoles que pude ver y escuchar,
pasó por la puerta el largo y viejo Justo, ese que pintaba la oficina de la calle Salta y a la
tarde me hacía cafeses para charlar un ratito. Entró en el cuarto tímidamente y arrimó un
banquito para sentarse a mi lado. Me avisó si quería que me devolviera el televisorcito.

Después con Seba jugábamos a las cartas. Cuando la fisiatra recomendó que debería
ejercitar la mano para estirar más rápido los tendones, pues Sebastián me cacheteaba la que
había quedado buena cuando se la acercaba para cortar el mazo antes de la partida de truco.
Y como ya había empezado abril y las clases estaban cursandosé, pues de vez en cuando
aparecía Jaimito. Y aunque no estuvo nunca mientras aquel desmayo duró, pues también a
él me moría por verlo. En esa época yo aún no estaba tan exigente con los amigos.

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Apenas volví a respirar en el planeta de los vigilantes, tuve que esperar dos noches para de
nuevo probar bocado. Durante aquellas horas tranquilizaba a mis padres y también a los del
clínico, contestándoles sí y no con mis parpadeos, que variaban su intermitente secuencia
según fuera la proposición que se me ofreciera. Para alguien que avanza dos rondas en las
olimpiadas de matemáticas eso era bastante fácil. Cuando por fin pude comer quedé con
una voz muy finita. Se me ofreció que eligiese el plato a pedir.

- Milanesas a la napolitana.

Mamá me las había preparado una vez y no hacía muchos meses.

Era la época de Pascuas. Papá y mamá me traían chocolates y huevitos todos los días. Era
como recibir una visita de la tía Aurora a cada momento, que metía la mano en la cartera y
nos daba un Jack con sorpresa a mi Catalina y a mí. Mamá parecía una bruja hermosa
engordando con Serenitos al niño que se va a comer esta noche. Cuatro comidas
súpercompletas, más una colación de galletitas a media mañana y a media tarde.
Enseguidita recuperé todo el peso. Era un lujo vivir así. Papá había movido los suficientes
hilos en el sindicato como para tener una habitación para mí solito, con el discado sin
restricciones. El coma no pudo llegar en mejor momento. Me gustaba sorprender a la gente
que había dicho algún rezo pidiendo por mi salud: oí su llanto a 70 kilómetros, cuando lo
llamé desde la cómoda habitación del Urquiza. Pocos días habían pasado desde que
recuperé la voz, luego de que el plantel médico me extrajera aquella insistente
traqueotomía. Entonces revisaba la intangible agenda mental de los números telefónicos.
Hablé tres líneas con él, hasta que su deducción hizo coincidir la cacofónica voz que

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escuchaba con las expectativas de sus plegarias. Siempre centrado, nunca esnifaba del todo
para que así yo no pudiera notar su emoción: antes tan reservado y místico, esa vez al
bueno de Álvaro no le importó la actuación. Y dejó ver la mitad de su afecto. Es que un
milagro nos cambia a todos. Nuestra vida a veces necesita de finales felices para que todos
crean de nuevo en Dios.

Otro que ni me reconoció fue mi querido marimorena. También quebró su hombría al


saberme lúcido. Nunca me imaginé que se me apreciara tanto. Y le aseguré que no era una
broma, que abandonase el escepticismo. Pues además de atajar penales con la puntita de los
dedos, también era posible para mi espíritu volver después de pasar comatoso dos meses y
pico. Entonces se echó a llorar, como si súbitamente se liberara de las tensiones que nos
provocaría un mal vaticinio. En ese tiempo tenía la costumbre de lograr cosas raras. Y una
tarde vino hasta la habitación 134 mi querido marimorena. Luego del coma fue la primera
vez que lo vi reír. Sin embargo su risa era diferente de cómo la recordaba. Ya no mostraba
la dentadura pareja, más bien sus labios de mulatón expresaban la esperanza renovada con
un tranquilo relajamiento. Y tenía los ojos rojos. Mi marimorena había viajado a la cuyana
provincia de San Juan, acompañado por la delgadita Haydeé, su devota mamá. No recuerdo
si explícitamente a eso o era que la Santa les quedaba de paso. O quizás fue al revés: que
fueron a suplicar y como yapa se tomaron unos días en el norte de mi país. Pero el caso es
que visitaron el altarcito oficial de una santa. La Difunta Correa era quizás tan poderosa en
la empresa de hacer milagros como la Desatanudos o la misma Virgen María. Y me trajeron
de regalo una Difunta Correa tumbadita en su moisés de paja. En una pieza entera de
madera se tallaba a navaja a la Santa. La Difunta fue vistiendo su color crudo con un
intenso esmalte de tres o cuatro colores. Su atuendo era de un dulce rojo y una cuerda de
cinto azul ceñía apenas su cinturita, de manera que su cuerpo no perdiese la calidad
eclesiástica. El marimorena lloraba de felicidad, como cuando nos aman mucho y
experimentamos la dicha de tal amor. Y me dijo “Tomá”. Pero como todo el mundo me
regalaba golosinas y el moisés era del mismo marrón que los chocolates, pues cuando tuve
la Santa en mano me la llevé a la boca y ¡Glúmp!, con los dientes le dejé marcado un lomo
de gato enojado justo en la esquina de su moisés. “¡Nuuuuuu! ¡Nuuuuuuuuu!”, dijo el
marimorena, y entonces toda la habitación se despegó del asiento para venir a evitarme
atragantamiento. Pero el marimorena me cogió las muñecas y retiró a la pobre santita de
mis hambrientas fauces, igual que a un bebé se le retira el muñeco de Superman para que
no lo mastique. ¡Hubo tantas risas como la de esa vez!

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De regreso, Sr. Humberto

Hoy es una fecha donde no importa citar el gobierno en que estamos. Se está cumpliendo
el aniversario del día en que abandoné (tan involuntariamente como en mi ingreso) los
quinesiológicos salones de gravedad minoritaria del Sanatorio Urquiza, para regresar a la
casa de rejitas negras, como la llamó una vez mamá, más o menos a treinta aburridos
kilómetros de la Capital Federal de Buenos Aires, en mi expatriada Argentina. Pronto
comenzarían los trámites para las pequeñas ganancias de las grandes pérdidas: Papá rechazó el
ofrecimiento de los letrados que le facilitaba su sindicato y en cambio tomó la segurísima

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representación de una amiga de mi madre, la Dra Massaccetti, quien tenía dos consonantes
en cada sílaba menos la eme; y que también conoció a papá cuando trabajaba en ENTEL.
Recuerdo cuando me levanté por primera vez sin ayuda. Ya estaba un poco aburrido y
probé si mis piernas guardaron fuerza suficiente. La supinación era trágica. Y por un
tiempo largo, largo, tuve dolor siempre que caminé. Aún la vida de mis mejoras no llevaba
ni treinta días. Pero ayudado por las paredes -hábito que de vez en cuando hoy todavía se
me ocurre-, yo ya andaba dejando las huellas de mis pulgares por cualquier sala, al lado de
cualquier marco, pues me ayudaba a descargar mi inmaduro peso para hacer de mi equino
algo menos trágico, cuando el equilibrio desaparecía o el dolor empezaba a amenazarme
con toda su insoportabilidad. Para aquellas pioneras fechas, aún no tenía bien clara la
compensadora pasión por los libros de literatura. ¿Cómo lo iba? Si yo hasta entonces
manejaba el intelecto para interpretar las precavidas y audaces respuestas que se me
ocurrían en los inspiradores momentos de los insistidos insomnios. Pues mis sueños eran,
por supuesto, más románticos y mucho menos avariciosos que los de hoy.

Para que quien me lea lo entienda -tierno lector que piensas las mismas cosas que yo de Él-,
puedo contarles que, con cada noche que se escapaba, yo tercamente perseveraba en la
función de frotar la lámpara de mi genio para volverla a ver a Celeste. Quería que el mundo
me celase cuando la vieran conmigo. Que llegaran a odiarme a causa de sus envidias. Y
nada más. Mas cuando nos despertamos abruptamente, y desde la proa miramos cómo
nuestras vidas se han quedado muy pero muy por detrás de la ilógica estela que dibuja la
post-desgracia, mientras el pasado se va alejando de nuestro vigil escrutinio: entonces
-decía-, como si fueran cientos de caracolas que nos trae la marea de la vida, los pedacitos
de nuestra integridad -hacia todas las longitudes- se avistan desparramados sobre la playa
de nuestras proyecciones, cuando la resaca deja el gigantesco rastro de la gravedad lunar. Y
nuestros orgullos se quedan encallados en las arenas de los deseos que no pudimos cumplir.

Volviendo a las fechas que cambiarían mi vida, luego del accidente, de regreso en mi
progresiva Quilmes, un diplomático detalle tuvo mi hermana para que me sea fácil advertir
su cándida bienvenida. Había sacrificado su piecita para que mis piernas reposaran lo más
plácidamente que me lo permitiera la temporaria parálisis. Así, otra vez, a las 5 de la
mañana me acostumbré a despertar con el gallo vecino, cuyo canto avanzaba por la casilla
de los minutos conforme el otoño progresó hasta ser el invierno. A veces el kikirikí se
mezclaba con el canto de los zorzales. ¡Y qué ruidosa bienvenida que me dieron la chiquita
y la fernanda! La parra seguía pisando su sombra agujereada durante el dulce cénit de
nuestros mediodías. Uva Chinche. A las cuarenta y pico de horas de estar mirando por la
ventana, papá volvió de la obra social con una silla de ruedas precolombina. El retardado
efecto de la anestesia, aún situaba ojeras en mi expresión ida, parecida a las orbitadas caras
redondas de un niño especial. Las primeras semanas fueron las mejores. Tuve la visita de
muchos desde el segundo día en la casa. Para hilarlo en un solo párrafo y que esta leyenda
parezca ser cosa seria, diré que en los días aquellos me visitaron muchas personas, hasta
gente que yo desconocía: amigos de los amigos que nunca tuve ni nunca me interesé en
tener, tíos míos que ya están muertos… figuras que destacaban en el sindicato de mi papá.
Desde la primera noche en mi casa me sorprendieron las gentes menos recordadas del
barrio. Entre los huéspedes, siempre estaba mi querido Luis-Sebastián-Seba, mi compañero
de banco -como quien lo leyó sabe- y amigo desde aquel introvertido pupitre con superficie
plastificada. Su ubicada timidez impidió que los demás le notaran. Nunca hacía comentarios
de ninguna voz. Siempre estaba sentado aparte, aunque escuchaba muy bien todas las
charlas. Jamás le sentí un comentario de aprobación o burla en contra de nadie. Flaqueza a

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cuestas y ojeras supermarcadas, dije muchísimos disparates. Sucedió que mientras estuve
inconsciente, sin que yo me enterase -sólo mi Genial Corresponsal-, se forjaron muchas
cadenas de oraciones trascendentales.

Cuando alguien bueno o malo sufre de exagerado mal, de mucho peligro, de mucho vicio,
de mucha violencia, pongo fe que en las parroquias más humildes -e incluso en las menos
solidarias-, surge una encantadora moda que envicia con ciegas oraciones a los feligreses
que ruegan -a Quien Corresponda-, por la buena salud del pagano y, aprovechando,
también del mundo. Aunque a algunos de ustedes les suene raro, muchas de esas
intenciones se transforman en las batutas que organizan los azares más mágicos: por
ejemplo, si hasta la fecha el físico del trastornado aún andaba trabado en los canales
viscosos y obscuros del martirio, de repente una tarde llegará el parte médico y, a la hora
del veredicto, consolará a los familiares y a los amigos con algún asomo de buena salud.
Ese mínimo milagro empieza a crecer de tamaño y, tal que fuese una semilla plantada en
tierras buenas, rápidamente se desarrolla y en el momento de su brotar extiende sus
hojeadas ramas en todas las direcciones del éter, enfriando con la sutileza de sus penumbras
la irascible Tierra de las Patologías.

Cuando todos se marchaban, mi distracción era el sectorial zapping. En la recuperada


habitación habían transportado el televisor de mi aniversario. Estaba colocada encima de
una mesa que tiraba al negro café, cuya superficie iba preparada para una pantalla más
grande. La mesa hacía juego con los muebles del living y -cuando éranse más los primeros
años-, la movíamos por los departamentos sobre rueditas. Con el tiempo las impertinentes
pelusas frenaron la rotación. Y entonces mamá decidió amputar las esferas para que la mesa
disimule haber sobrevivido a la quema de muebles viejos con una dignidad mayor.
Estéticamente no quedaba nada mal. A pocos centímetros del estático suelo una parrilla de
madera colaba a un sexteto de mosaicos tras las rejas. De aquellas baldosas pigmentadas
con piedrecitas blancas y negras, mi Catalina alguna vez calcó la cara de un anciano barboso
y su galera. Números ya pasados de las populares Revista Viva, siempre descansaban allí,
con las farándulas mirando hacia la madera del techo raso. Pero las portadas se
distorsionaron en mi memoria. Sólo una se salvó del desgaste: un cocido de colores
marrones y amarillos, que dejaban pintados a lo Dalí la cara de un rubio y rearmado Charly
García, que compuso el estilo de su apariencia para la salida de un disco nuevo. Aquel
homenaje en papel, celebraba los cuarenta y cinco años del ex sui generis.

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Aunque Fabricio no estaba, a la segunda noche en casa vinieron mis mejores compañeros
del industrial. Pasó primero el festejante ladrido de Dan Tumaretes Sheildler; el guitarrista
que sí asistió era el delgado y coqueto Agustín, aquel que me decía que las tostadas se
enfrían. Agustín estaba bien acompañado, había llevado a su mentado amor, quien
observaba la casa con la misma compasión con que al entrar me miró. Yo era una persona
más querida que ahora. Fui una noticia que inspiró fe. ¿Y cómo no lo iba? El negro coma
que tan impotente me volvió, fue para mis familiares y conocidos lo que el mundial del ’78
había sido para todos los argentinos que vivieron en facto. Parientes muy lejanos en tiempo
y metros rezaron a la misma hora y con un deseo en común. Así también, aquella noche,
como el ácaro polizón, aquel tal Giunguetto -colado como por un embudo en esta
leyenda-, se mimetizó en la camada de leoninos y leales. Me recomendó algo que mi padre
más en privado me recordaría como importante: que practicara mecanografía, para que

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pueda recuperar una parte de la motricidad fina que se me había estropeado luego de la
hemiplejia.

En la misma visita estaba también Jonás (aunque no se llamaba Guillermo) Willy Prado.
Jonás estaba muy distinto de como yo lo recordaba. Tenía el pelo muy largo y multirulitos.
Decía cosas que me sorprendían. Estaba de novio con una flaquita que pocos años más
tarde casi lo hace su esposo. También yo estaba distinto para ellos. Mis cabellos antes lacios
y que pasaban siempre los hombros se habían quedado en los primeros auxilios del
Hospital Pena. Y las esgrimidas piernas de los potreros, ahora se trasladaban en una silla de
ruedas social. Pero los chicos de barrio La Herida entretuvieron nuestro comedor con sus
anécdotas privadas y con sus atesorados códigos. Nunca me olvidaré de una que
compartieron entonces: Arreglala Jorgito. Jorge era un padre de su mismo barrio que daba
órdenes sin sentido y luego, cuando se descubría, quería tapar su error, su vergüenza,
hablando de otro tema incomunicable al anterior. Entonces los chicos se miraban de reojo
y se susurraban unos a otros: (Arreglala Jorgito). Pero yo no dejaba de pensar en lo injustos
que habíamos sido con Zu.

Mara venía a visitarme los miércoles, su día libre de ALUBA. Mientras estuve inconsciente
me escribió unas cartas conmovedoras. Por aquellos días también lo llamé a él. Quizás para
no levantar sospechas, aunque nunca la había visto ni hablado con ella, con voz finita le
pregunté a la madre por Edelmiro. Y con todo cariño me saludó por el Ezequiel, a mi
aletargado “¡Hola Humberto!”.

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Un recuerdo de tantos así

Bueno, yo admito que sentí cierta tristeza cuando me dieron de alta en el Urquiza. Las
veces que me he reído con el dr. Dellacasa, cuando me preguntaba si me dolía algo y yo le
dije que el upite. Entonces me miraba riendo y se la terminaba con “¿Ésa no te la
esperabas, no?”. Y Dellacasa seguía riéndose, en cuclillas para que yo le viera mejor los
dientes. Iba a extrañar que me levantaran la almohada con la manivela, como si yo fuera un
auto viejo y los familiares me dieran manija para arrancar. Se echarían de menos las manos
de truco que me jugaba Seba, sobre una mesita de cama como en la que mamá nos servía
los desayunos. Ya comenzaba a cuidarme, cuando levantaba la zurda para cortar el mazo y
entonces me pegaba una cachetada debajo de los nudillos para que me esfuerce más con la
mano de la hemiplejia. Iba a extrañarla mucho a Nancy, una enfermera que le encantaba
cuando me ponía a cantarle Páez porque tenía que practicar fonoaudiología después de que
me quitaran la traqueo. Y entonces me lamuseaba el oído con un “¡Qué momento!” de
fingida arrastrada. Casi a todos los iba a extrañar. Tenía muchas visitas y me mimaban a
troche y moche. Pero nunca me voy a olvidar de mi profesor de física, cuando llamó a la
habitación para ver cómo estaba, y yo pensé que era papá que había vuelto hasta Quilmes
para hacer un trámite de la mutual. Entonces el tipo me dijo “Estemmm… Sí, sí, soy yo”,
pero por miedo de hacer alguna macana me preguntaba cosas muy tontas, como decir qué
comiste hoy, está mamá ahí, está nublado o hay sol… ¿a qué hora te despertaste? Yo a todo

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

le contestaba que sí o ahá, convencidísimo de que estaba hablando con el mesmésimo


Salvador Hernández Nogueira. Hasta que en eso le digo:

- Che, papá: ¿Por qué no te dejás de preguntar boludeces?

Eso quedó en la memoria de Gentil Campañeda como una de las anécdotas más graciosas
de su vida. Me lo contó cuando ya estuve de nuevo en la casa de rejas negras, cuando recibí
su visita al segundo miércoles de haber vuelto otra vez a mi Quilmes.

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El tatuaje del capitán Mike Clark

Mike Clark era el capitán de un barco remolcador. Era un artista, a pesar de que Benjamin
Button se daba cuenta que no. Pero se había tatuado un pájaro que me hace recordar algo.

Pocos años después de habernos impresionado con los 30 metros de fondo que venían
allende de las rejitas negras, digamos en 1993, pues yo contemplaba a las ipomeas creciendo
5 centímetros en lo que va de la noche al día. Las controlaba subiendo por los cables de
Entel. Papá se había mandado una hermosísima decoración al salir de la cocina: clavó en la
tierra los fierros de los que antes colgaban reses y después hizo una telaraña como capota
de Ford con los cables que se robaba de la oficina. Bueno, como dijo Homero en dos
veces, la primera vez a un impráctico Bart, y la segunda a un escéptico Skinner: “Ayúdame
a esconder las cosas prestadas del trabajo”, y otra “Los hoteles saben que uno roba cosas”.

Cuando me levantaba en la primavera, salía corriendo al fondo para que la fer me siguiera, y
desde el níspero miraba para adelante. Entonces la enredadera se había vestido con un
arcoíris de campanillas. Desayunaban tanto las lecheritas como las mariposas jaspeadas, los
abejorros y las avispas. Era un banquete de voladores, como en Mafalda, cuando la
historieta mira a las plantas con un microscopio y se extraen fotos de la panzada que se dan
las hormigas con los ikebanas del padre, como si el chiste fuera el Hubble viajando hacia la
intimidad de los helechos. Y por supuesto que sí: de vez en cuando nos visitaba el colibrí,
que celebraba junto a los otros que hubiera néctar en abundancia. Hacía un zumbido
particular, que cuando me acostumbré salía al terreno porque creía que andaba volando ahí.
El colibrí viajaba entre nuestras plantas como los ovnis que analizan el Uritorco. El colibrí
me ilusionaba mucho pues -como en un Deja Vú benévolo-, amagaba a que se dejaría
domesticar, igual que los pollitos de la canaria que nos acostumbramos a acariciar de más
chicos: a veces mamá regaba la madreselva, y en el rocío que salpicaba se formaban arcoíris
de verdad. Entonces el colibrí salía de Dios sabe dónde y se duchaba cinco minutos en la
regada de mami, que refrescaba las hojas más altas para que el colibrí jugueteara más
cómodo. Las enredadas ipomeas eran al año lo que sus campanillas al día. Eran como las

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

mariposas, que de día se despliegan para salir del huevo de seda, pero al anochecer perecen.
Así, por mucho que haya estado creciendo, toda la enredadera se marchita a los pocos días
de comenzar el otoño.

Jazmines trasplantados estratégicamente daban comienzo al terreno. En medio de ellos un


limonero exclusivamente para nosotros; para el reservado zorzal una higuera al final de
todo y un níspero para las famosas torcazas, grandes como una paloma blanca. Los
abejorros zumbaban alrededor de un membrillo apestado. Cuando empezaba la parra -a los
dos lados-, papá ingenió una tranquera con ramones que estaban secos. Mamá ponía
carteles para saber qué se estuvo plantando en los huertitos que papá cultivó al llegar. Para
las avispas había unos postes punzados y los rosales eran para mamá. Madreselva para
separarnos de una que se llamaba Argentina, dueña del gallo que saludaba al sol con su
kíkiri-kiiií, y a la derecha una hiedra que había empezado por ser un brote, pero ahora se
agarraba de los ladrillos como la garrapata al cuero de mi fernanda, a lo largo de los 30
metros de medianera. A la chiquita o a la fernanda siempre le encontrábamos garrapatas:
entonces mi Catalina prendía la cocina y después de hacerlas un sandwichito con las
dactilares del pulgar y del índice, las dejaba tiradas sobre la hornalla y encendía el fuego de
gas autógeno para que se apachurren ahí, porque la tía Aurora nos había metido miedo
cuando la escuchamos hablar de su Santo Tomé, allá en Corrientes. Sucedía que nosotros
nos asustábamos cuando las cucarachas que vivían en el subsuelo de Gran Canarias salían a
refrescarse con el aire de la noche. Entonces la tía nos empeoraba el temor con un
engrupido mal de muchos, contándonos que allá en el litoral se vieron cucarachas y piojos
tan grandes, que si tenían huevitos dentro, las crías podían sobrevivir si uno no las
aplastaba del todo.

Yo estaba en la silla de ruedas cuando Equía o Sebastián me visitaban. Me sacaban afuera


como a los cochecitos con los bebés. Nos poníamos a jugar con mis freesbys, que en
realidad eran las tapas de plástico que encerraban no me acuerdo si a cinco litros de helado.
Se nos escapaban para los patios vecinos más que a menudo, igual que las pelotas en el
terraplén; pues con el coma, el Ezequiel anestesiado que comenzaba a despedirse fascículo
a fascículo, más no sé cuántos dolores más pues, y aunque jamás fui bueno tirando dardos,
la verdad que yo lanzaba con la puntería distorsionada. En la medianera de la hiedra, una
vez golpeó un freesby que le había mandado al gordo. Y de casualidad el gordo Equía
cogió el rebote, quien puso cara de ¡Como siempre, pibe!, y -como un experto en
contradecir mis pronósticos-, con una voltereta de parodiado ballet me retrucó el envío.
Aquellas experiencias las recordaré para siempre: si escuchaba un chiste o si alguno venía
con la risa muy contagiosa, a mí se me tentaba hasta la última vértebra del espinazo; y
tuviera o no los pañales puestos, pues qué vergüenza me terminaba cagando o meando
encima. Y como en esos momentos a mí me causaba una risa tremenda todo lo que era
extraño, después de que lo vi a Diego hacer un Homero, pues yo la empecé a llamar a mamá a
los gritos para decirle que ¡Me cagué!. Tanto a Diego como a Sebastián, mis esfínteres
flojos después les causaban gracia. Y entonces me hacían mear de nuevo recordándome esa
vergüenza. Sebastián se lo tomaba subiendo la vista al techo, como diciendo no puede ser. En
cambio las reacciones que Diego tenía cuando heces y orines me encañonaban con el
pudor, eran graciosísimas. A mis gritos el gordo se asustaba y abría aún más aquellos ojos
negros redondos, pero se echaba a reír conmigo cuando entendía que mi escándalo más
que locura era por la incomodidad al sentirme frío.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Edelmiro Santos Gé me visitó una o dos veces después del coma. Yo lo quería muchísimo,
tanto como a mi marimorena, quien venía seguido a casa y me hizo mear más de un calzón.
Edelmiro tenía el pelo largo, como sigue estando de moda en Quilmes, pero cuidado que
no lo usan todos. Los chicos que me visitaban eran muy respetuosos, jamás se encimaban
las voces y esperábamos a que termine el chiste para reírnos o para abuchear.

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Rumi

Creo que pasaron dos días desde que papá se tomó las vacaciones por familiar enfermo.
Pasaron 2 años hasta que volvió a trabajar. El coma no pudo llegar en un momento mejor:
como papá era un buen gremialista ya no cambiaba cables pelados en las oficinas de la vieja
Entel, “Telefónica” desde que Jesucristo se fue a vivir a la Casa Rosada. Qué de cosas
tenemos los Argentinos -¿no?-, porque la casa del primer mandatario no estaba pintada de
blanca ni negra sino rosada. “Rosada”. De todos modos a papá le quedaba el sueldo del
cable pelado más el del gremialismo también. Así que cuando tuve el accidente se quedó a
mi lado dos años. Lo conocí mucho. En algunos detalles conocí al hombre sensible que él
nunca dejaba ver. Además de los Kinder, Jack y otros bienes menores, recuerdo el primer
regalo que me hizo al volver a casa. Aún tenía la mano derecha en garrota. No sé si era de
mañana o de tarde, pero sí que papá se acercó a mí y extendió una cartulina algo más chica
que del tamaño oficio. Tenía dibujado a un niñito con jardinero[1] Tom Sawyer, mejillas
opulentas y pecosas, la cabezota grandemente redonda como si fuera un personaje de Sarah
Key demasiado reflexivo, y entonces se desprendió de las figuritas y se fue para hacer
sapito tirando piedras al agua. Sus pies descalzados penduleaban al extremo de un muelle
desubicado que empequeñecía a un silencioso estanque señalizado por juncos de
temporada de patos. En su acción pasiva el niño empuñaba una caña de pescar, y su perfil
rimaba con las tibias claridades del atardecer sureño en una excepcional estrofa. Tenía
escrito un poema que nunca se me olvidó:

Puede una gota de lodo


sobre un diamante caer.
Puede también de ese modo
su fulgor oscurecer.

Pero aunque el diamante todo


se encuentre de fango lleno
el valor que hay en su seno
no lo perderá un instante
por más que lo manche el cieno.
Papá palpaba la médula de las cosas.

[1] En España, “peto”.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

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Lo segundo que papá me regaló, tal vez hizo destino enseguida en mí: Expreso de medianoche.

También los vecinos venían a verme. Los de más para allá no mucho, pero los de las casas
pegadas día por medio. Mientras estábamos en el Urquiza, Beatriz siempre le echaba un ojo
a la casa. Beatriz le daba de comer a la chiquita y a la fernanda. La casa de rejitas negras
estuvo protegida de los ladrones por el aura verde de nuestra inocencia. Todos nos
respetaban mucho. Entonces Beatriz se quedó con las llaves de mami para vigilar que en
casa todo estuviera bien. Beatriz era una mujer con la expresión fija en una sonrisa a lo
Mona Lisa (¡gracias Sandro!). Podía estar muy contenta que no se le iban a ver los dientes.
Pero miraba las cosas que le causaban admiración y cariño como quien contempla un
cuadro de Salvador Dalí. Sin embargo Marcela -hija de ella y única- tenía en sus gestos un
alma mágica.

Suponiendo que todo el año era como la casa de rejitas negras, pues ya estábamos oyéndole
los aplausos a Don invierno. Pues así era la temperatura de la noche a la semana de estar ya
en casa. Quizás haya sido miércoles cuando Marcela nos visitó. Marcela nos visitaba a los
cuatro. A mí me hacía pocas preguntas. Con Catalina era con quien hablaba más. Sin
embargo esa noche tuvimos charla de cine. Y comentamos una película que yo había visto
junto a papá. Creo que la habían pasado en el recién nacido Telefé. Estaba Neustan o
Neusdtan o Neustadt[1], o como perico fuesradt; Las mil y una de Sapag; creo que también
estaba Minguito[2] y una vez por semana daban una película más o menos buena. Jamás me
voy a olvidar de la música con la que la propagandeaban. Expreso de media noche, me causaba
una curiosidad especial. No: aún era canal 11; lo sé porque aún teníamos la catorce
pulgadas. Así que fue en la casa de Gran Canarias. Empezaba a las 10, luego de que una
publicidad barata anunciara el horario de protección al menor. Papá se quedó sentado en la
mecedora. Ya había dejado de fumar. Las películas tenían propagandas muy largas. Pero
respetuosamente yo no le hacía preguntas aunque no entendiera del film. Quizás yo estaba
ahí porque preparaba los deberes que no había escrito durante la tarde. Pero así nos
pasamos toda la película, yo admirándole su entretenimiento apasionado, aguardando a que
llegue el corte de baja definición para hacer mis formulaciones cargadas de la verdad de los
niños.

[1] Bernardo Neustadt fue el primero en hacer periodismo político de opinión por
televisión en Argentina. 1925 – 2008
[2] Personaje humorístico creado por Juan Carlos Altavista, cómico argentino. 1929 - 1989

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Entonces llegó lo más difícil de todo: la rehabilitación.

La mutual tenía para los accidentados un bonus track de 20 o 30 sesiones de kinesiología a


domicilio. En casa tuve un solo rehabilitador. Se llamaba Glen. Se hizo querer enseguida.
Un poquito tartamudeaba y otro poquitito caminaba poniendo las cervicales en el mismo
ángulo que el de la Torre de Pisa. Tenía el pelo onda Ringo. Glen me hacía reír muchísimo.
Me daba una serie de pavaditas para la pierna que las hacía en breve. Pero sufría mucho

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

durante la elongación de mi brazo agarrotado, que debía llegar hasta 180 pero al abandonar
el Urquiza yo lo tenía no más en 20. Entonces Glen ponía gestos de pesista haciendo pose
de rana, cuando le llega la barra al pecho para tomar el impulso final a ver si sostienen la
pesa encima, que les resaltan todos los tendones alrededor del cuello hasta que parece que
tiene los hombros llenos de liliputienses amarrando a Gulliver con las sogas. Pues así de
marcado le quedaba el cuellito a Glen, quien con la izquierda me sostenía el hombro para
que no se me despegara de la cama y con la otra me sujetaba de la muñeca e iba situando
sobre la mía a su mano abierta. Entonces jalaba como quien tira de una carroza para
quitarla de un lodazal. Salvo en aquellos momentos de tripas corazón, Glen me daba
ánimos todo el tiempo contando un chiste tras otro, siempre con su simpática tartamudez.
O sea, no había terminado de reírme con el primero que Glen ponía los ojos brillosos
como diciendo “¡Ya sé! ¡Ya sé!”… Y entonces me preguntaba: “¿Y-y-y-y-y vos sabés por
qué a Tal le dicen Tal?”. O si no me contaba un colmo de los colmos, o ponía cara de nabo
y me contaba el de Pascual Angulo, Angulo Pascual. O si no, también desde la pieza se la
escuchaba a mamá que le decía ¿Muñi? a papá como un apócope de “muñequito”. Y
entonces a Glen le causaba gracia el cariño y me preguntaba que “¡¿Cómo le dijo tu mamá a
tu papá?!”, “¿Rumi?”. Y entonces repetía a cada ratito “¡Ay Ruuumii!”, suavecito para que
no lo escuchen mis padres pero con una sonrisa punta de iceberg. Y no nos reíamos por el
chiste sino por la enorme intención con que Glen quería sacarle importancia a todo. Y al
mismo tiempo no paraba de trabajar o de darme instrucciones para que hiciera bien el
ejercicio que hacía mal.

Un recital para mis salvadoras

Cuando el bonus de Glen se terminó mamá y papá le pagaban una vez por semana para
que no perdiéramos el contacto. La obra social tenía preparadas otras 3 opciones. Siendo
unos neófitos en traumatismos elegimos el primer hospital que nos propusieron. “Apriete
cualquier botón”. Fuimos a parar al barrio de Retiro, en avenida del Libertador. Era el
HoNPleTú: Hospital Nacional de los Pléjicos y otros Tullidos más. El nombre es gracioso
porque es inventado, pero los porteños saben que estoy hablando del otro que queda cerca
de Río Mait y de su Columental que hoy día sirve para segunda. Quedaba a hora y pico de
Quilmes si me llevaban en auto, transporte abonado por la obra social. Pero si utilizaba la
recientemente inaugurada autopista, pues demoraríamos unos 25 minutos en llegar.

El centro era enorme. Tenía varias hectáreas. Incluía campos de fútbol tan poceados[1]
como un potrero y una pista de tenis venido a menos. Una pileta de natación era un
desinfectado estanque para los paralíticos y los escleróticos que parecían caimanes a la
espera del atardecer. En los pabellones especializados se trataban los ambulatorios como yo
y también los accidentados que vivían en los definitivos cuerpecitos enclenques. Cuando no
había sesiones para cumplir, quizás más por la tarde, ellos hacían reuniones en los jardines
de boicoteados florecimientos o los patios de esmeradas baldosas. Las sillitas de ruedas
formaban sindicatos amateurs, e igual que los familiares se agrupan en las sombrillas de
Santa Teresita para tomar los mates mirando al mar -que sólo se escuchan charlas del sol,
las olas y del calor-, pues así los lisiados sólo deliberaban acerca de su mundo cercano,
haciendo señalamientos jocosos sobre sus exclusivas limitaciones con unas cuantas manos
de humor negro. Mamá y papá me acompañaban siempre. La funcional ambulancia venía a
buscarnos antes de que aclarara el día. Los paramédicos venían de a dos: la obra social así

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

los enviaba por si acaso trasladaban a alguien pesado. Si mal no recuerdo había uno que no
tenía ninguna ayuda. O la obra social recortaba al personal en aquellas mañanas o quizás al
no hacerle falta turnábanse para irse a tomar un café y para llevar al paciente una vez cada
uno, igual que lo hacíamos mi Catalina y yo para mirar la tele. Entonces, si mi discapacidad
les permitía descansar del viaje a uno cada vez, debió de haber dos que servían para
levantarme al mismo tiempo que manejar. Sin embargo sólo recuerdo a uno viniendo solo.
Entre los choferes era el más centrado de todos. Sus rasgos decían que era un hombre a
quien lo hacían vibrar cosas muy especiales; a pesar de que su presencia invitaba a
conversar, no sé porqué, pero mantenía un diálogo exacto. En sus actitudes se le notaba un
tipo a quien se le podía confiar secretos. Siempre con el uniforme color bordó de mangas
cortas. Se le notaba el tatuaje de puntos básicos bajo los rulos del antebrazo. Una vez supe
su nombre y lo pronuncié en varias conversaciones. Además de aquél, únicamente recuerdo
a otros dos pero que venían juntos. En público no, pero más en la intimidad humectaban la
sequedad de los días trabajadores protagonizando un equipo como Bud Spencer y Terence
Hill. El gordo era camillero, mientras que el chofer era menos extravagante pero igual de
pícaro. Uno de ellos era un chaqueño que había afinado lo suficiente la etiqueta como para
estar a la altura de Buenos Aires. Viajó a graduarse y a su tierra no volvió nunca más. El
que era gordo era un mastodonte parlanchín con brazos como algarrobos. Todo el día se
verdugueaban sin que a ninguno le importe la desfachatez del otro. Jugaban a los retruques
de lo ingenioso. Me subían a una camilla y mis papis viajaban sentados encima de una
butaca que estaba sobre la rueda, igual que en los colectivos. Desde la camilla se podían ver
los paisajes más altos de la ciudad que se pasaban como fotos mal hechas por una
ventanilla cerrada de índole rectangular. Quedaba más alejado que las oficinas sindicalistas,
pero aún así llegábamos enseguida. Cerquita de Humberto Primo habían inaugurado la
entrada a una autopista recientemente activa. Siempre que volvíamos de mi Don Eufrasio,
contemplábamos hacia Otamendi desde la barranca que se llamaba aún Rivadavia. Y tres o
cuatro cuadras más allá de Cevallos, se veía a medio acabar la construcción de un puente
que pasaba sobre nosotros cual si fuésemos el Riachuelo. Pero mientras estuve en coma se
ve que la terminaron. Entonces los transportes de la obra social aprovechaban para ir y
venir más rápido. Cuando era la hora de abonar el peaje las ambulancias se colaban por un
salvoconducto para los vehículos más serviciales. Mamá y papá me acompañaban siempre.

Llegábamos a cierta hora, cuando las ólogas, peutas y fonos recién empezaban a atender.
Ya recomenzaban los fríos en los climas del año. Al descender de la ambulancia nos recibía
una transparente neblina apenas perceptible. Siempre rectos los dos: mamá o papá me
paseaban por los jardines sin cometer demasiados desvíos, hasta que dábamos con el
pabellón pertinente. Era como buscar la parada por primera vez, que por más que se intuya
no tenemos seguridad y siempre hay que preguntar. Las primeras visitas tuvimos que
esperar hasta el mediodía junto a una multitud de lisiados. Y los ensillados mirábamos a los
derechos con cierto recelo. Hasta que por ahí nos atendían los médicos que diagramaban
mi rehabilitación en los días futuros como si aquel momento fuera el primer ancestro de
una arbología cuyas ramas se extendían al infinito. Y yo experimentaba un feliz
agradecimiento por la vida que no se había escapado. Miraba todas las cosas con una
admiración que nunca antes había sentido por nada. Las cosas de siempre habían adquirido
características de Mary Poppins. Las hojas que se arremolinaban parecían estar revestidas
con celofán. Todo era nuevo sin serlo, como cuando somos chicos y nos ponemos a ver las
estrellas. En todos lados encontraba la paz. Me sentía humilde. La muerte es como un
amplio recorrido por la astrofísica, que quedamos absortos por mucho tiempo en las ideas
de infinitud o de masa extrema. Agujeros negros y más peor aún agujeros blancos, quásares

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

y púlsares (descubiertos no hace demasiado), o los años luces midiendo la vastedad que
separa una galaxia de su vecina más próxima… el nano, pico, femto y atto, que van
partiendo al segundo hasta que llega a una trillonésima parte. Cosas difíciles de imaginar. Y
nos quedamos toda la noche recordando el esquema que tiene el Universo hasta donde el
hombre es capaz de ver. Pues la enfermedad o la muerte tienen ese mismo misterio. Para
quien haya tenido el oportuno privilegio de darle el mucho gusto a la muerte, se abrirá en
su consciencia un campo en cuestionamientos que no se habían planteado antes. Porque
nadie nos avisa que no tenemos asegurados todos los linfocitos. Y, raudamente, como el
60% de las ocupaciones mentales pasaron a la salud o a la obra social. Tardé unos años en
deprimirme. La esperanza de correr otra vez no me daba tiempo para mirar lo que se quedó
atrás. Como Tostao, que se iba a quedar ciego pero en cambio salió campeón con Brasil.
Así pensé que se diría de mí cuando los meses hayan pasado. Aún pensaba en los amigos.
Pero al ver que tantos desertaban de aquella amistad mía que se hacía más y más sacrificada
cada semana, pues me preocupé por cómo se iban a poblar mis tiempos. Y de repente
todas las gentes se convirtieron para mí en alegres angelicales de despreocupadas
conversaciones que cuando no tenían tema en concreto hacían un chiste tras otro. Estos
espíritus celestes valoraban el presente más que ninguna otra persona cercana que hasta
aquellos reveladores momentos vi. No concurrían allí solamente hemipléjicos o derramados
casos de TEC: la leucemia o el VIH revoloteaban por los salones de ejercicios. Con mayor
frecuencia visitaban el pabellón de psicología para que las licenciadas le ofrezcan el
pañuelito blanco que seca lágrimas con un “Ya, ya, ya…” o si no el “Bueeeeeno,
Bueeeno…”, porque gracias a Dios, en Argentina la psicología ha evolucionado muchísimo
en la última década. Pero para el entonces que yo les estoy contando no podían hacernos
mejor bien que sentarse a escucharnos y plantearnos la misma humanidad que hubiésemos
encontrado en el verdulero.

[1] Terreno que abunda en irregularidades debido a las reiteradas pisadas de sus jugadores.

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Las primeras sesiones fueron desconcertantes. Tempranito, tempranito, me esperaba una


asistente a quien la primera vez que me vio no se le ocurrió mejor cosa que hacerme la
vergonzosa pregunta de la fecha con “¿Y el mes?” y después “¿Y el año?”. Insistía mucho
para que le responda qué había comido anoche. Eso era algo que nunca recordaba. Y
cuanto menos lo recordaba ella más insistencia ponía en que lo recuerde. La licenciada tenía
como un antojo de esa pregunta. Era como si no pudiera continuar adelante si yo no le
decía un plato específico. La pregunta de la fecha me la hizo a la semana que vino y a la que
vino después. Aprendí a clasificar a las horas de la mañana según el grado de mi hastío. De
un tratamiento a otro papá o mamá me trasladaban por los pasillos soleados del hospital
como un changuito que se atiborra de compras en el supermercado. La anestesia ya iba
perdiendo el cómico influjo de los nitrosos odontológicos. Pero yo siempre iba haciendo
chistes igual.

Luego de la asistonta se recortaba camino por una galería interior hasta el pabellón de la
kinesio. Pasaban a nuestro lado veloces paralíticos al mejor estilo “Clarita de las montañas”.
Con elementales estampados las sillas de ruedas honraban el resultado de una elección que
reeligió a Jesucristo por segunda vez para la presidencia. Pero cuando aún no había
despertado del coma, Dellacasa hablaba con el fiambrecito que fui, diciendo “¿Viste

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Ezequiel? ¡Se mató el hijo de Menem!”. Y después de los interesantes transeúntes venía lo
más doloroso para el equino. Media docena de hermosísimas licenciadas que se alegraban si
algún paciente hacía todos los ejercicios. Una sexual morena trabajaba con el delantal
desabrochado. Al ir de una camilla a la otra se le notaban tensas las mamas, cual si estuviera
teniendo un orgasmo. Tenía brazos de parturienta y se le humectaba la piel de las manos y
también la del cuello cuando colaboraba en las disciplinas de los pacientes. Cabello
prolijamente rizado, los bucles no tenían ninguna desproporción en su largo y grosor. Todo
era un circo de esperanzas que volaban como maripositas de una camilla a la otra. Se
necesita mucho coraje para atravesar por eso.

Creo que el día era miércoles, lo sé porque me gustan los días impares de la semana. Así
que por último (los miércoles), tenía citación con fonoaudiología. La fonoaudióloga aún
conservaba el estupendo acento de la provincia de Córdoba. De cabello también rizado,
aunque no tanto como para formarse al rizo desde la raíz. Lo llevaba siempre recogido con
una gomita roja que hacía un interesante contraste con el color de los pelos: un anaranjado
casi marrón, diríamos que su improvisada peluquería le había dejado el mismo tono que la
madera cuando podemos contar los anillos que tiene el árbol. Más bien el color de su
cabello era tan exclusivo como el que tienen las hojas del arce cayéndose en el otoño. Un
color a madera después de que pasó mucho tiempo desde que salió del aserradero. O tal
vez el color de las carabelas conquistadoras. Ella también lo usaba así: el delantal
desabrochado profetizaba su inteligencia. No sé si también era sudor o eran las cremas del
cutis aplicadas en extremo, que le brillaban debido a una abundancia preocupada. Las
hermosas llegan a un punto de sus vidas en que comienzan a cuestionarse su condición. Y
les alcanza con provocar miradas durante el trayecto al trabajo para que las hagan sentir
mujer.

Desconozco si no lo recuerdo porque lo he olvidado o si acaso jamás lo supe. Pero no sé


cómo se llamaba. Pasé a la consulta: en un cuarto de 2 por 2 ingresaban los rayos de una
iluminación fatigada, como desgastada luego de haber transgredido varios pasillos
anteriores. Papá y mamá siempre me acompañaban. La cordobesa usaba una tranquila
felicidad para reaccionar a todas las cosas. Invitaba a la camaradería. La primera sesión
estaba, se ve, con una practicante, pero únicamente la cordobesa me instruía. Me pidió que
le demostrara alguna pronunciación para corregirme en lo que estuviera mal articulado. Era
como aprender todo de nuevo sabiéndolo. Me tuvo toda la sesión ensayando sílabas y
vocales abiertas y diptongos sencillos. Y cuando faltaban cinco minutos me preguntó así:

- ¿Qué es lo que mejor afinás?

A los diecisiete años uno cree que la carrera de un cantautor se basa en los discos que
conoció. Por eso, en 1995, tal vez creía que toda la trayectoria de Sui Generis había
quedado grabada en Confesiones de invierno. Así como Baglietto se limitaba a Tiempos
difíciles. Por eso, al comprender lo que la de Córdoba me pidió, yo contesté sin dudarlo y en
forma de oración que “Lo que mejor entono es Baglietto y Sui Generis”. Como el dolor a
Celeste me había educado en la rememoria de todas las canciones que me gustaban mucho,
pues si me pedían que cantara Sui yo les preguntaba “¿Pero cuál? ¡¿Cuál?!”. Siempre
confiado en que me pidieran una lo suficientemente popular como para que entrara en la
vieja cinta de Confesiones de Invierno. La cordobesa me decía mientras las otras callaban:

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“¡Bueno, ésa! ¡La de Era en abril!”. Y yo empezaba a cantar la de un prado en flor y el


vientre tibio. Y me las sabía de memoria y de pe a pá. Quizás las habían encantado los
pocos discos que hasta entonces había escuchado yo, lo cierto es que aquellas canciones
que les canté eran como poner maíz diario a los gorriones en un balcón, que un día hay dos
y al otro tres y así Dios los empieza a multiplicar hasta que todos los pájaros del vecindario
van a almorzar ahí. Porque de esa manera, al otro miércoles que vino a los siete días, otra
médica se les sumó. Y así hasta que frente a mí se formó toda una muchedumbre de
delantalcitos color olivo, conforme cuatro semanas pasaron. Papá y mamá me
acompañaban a todos lados. Pero entonces algo curioso pasó: la cordobesa se levantó y
dijo algo así como que “Ahora es la hora de fonoaudiología, ustedes no se preocupen”. Y
como si tuvieran 75 años cada uno cogió del brazo a mis padres y se los llevó despacito
pero animándolos a que se fueran más rápido. Fue como si se estuviera deshaciendo de una
persona que estorba pero que no se quiere lastimar diciéndole la verdad. “¡Morcillas,
Miguelito! ¡Morcillas!”. Me quedé solo con la sala llena de profesionales. Además de las
fonoaudiólogas y practicantes la sala se había llenado con terapeutas en diferentes
disciplinas. Todas las enfermeras del pabellón con sus batitas verdes limón y las señoras de
la limpieza. No las recuerdo a todas, pero sí que la mayoría eran rubias. El sol del
consultorio empaña hoy el recuerdo con una resplandecencia que exageraba sus auras
verdes pero que les distorsionaba los rasgos. Y no era porque cantara bien, sino que las
canciones que elegía eran como un pedazo de tiempo donde ellas habían sido felices.

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Algún que otro nacido ciego

Era muy difícil la rehabilitación en ese lugar de últimas penas. Los casos eran extremos.
Jamás olvidaré a un deformado que era flaquito, y como vivía de la limosna el tipo
empeoraba su aspecto con malformaciones de su propia autoría: tenía el pelo largo y era
barboso, cruzaba las piernas como un budista en meditación y se sostenía en el aire
caminando con las manitos; no quiero exagerar la mala impresión, pero cuando se
aproximaba a nosotros parecía el dibujo de esas casitas que se hacen sin levantar el lápiz
pasando por cada línea como mucho una vez. Así que evaluamos la segunda proposición.
El Avelino Gutiérrez del Arroyo era un hospital cuyos administradores dependían del
municipio. Pero quedaba demasiado a tras mano para ir tantos días a la semana. Mamá y
papá ya se estaban cansando. Entonces, como hoja al viento, me llevaron a ejercitar mis
huesitos a la tercera opción: un centro no muy ancho ni tampoco muy espacioso que se
llamaba Chilly Willy. El Chilly Willy, era un establecimiento de rehabilitación intensiva para
los comatosos y algún que otro nacido ciego. Yo no había terminado de digerir el
enloquecido combo de mi accidente. Todavía estaba comiendo las culposas fritas de una
aceptación conformista, allá en el inmediato mayo o junio de 1995, mientras iba y venía al
lejano Chilly Willy.

En el Chilly Willy “La función empieza cuando usted llega” -decía papá. Mamá y papá me
acompañaron el primer día. Sin embargo no los dejaron quedarse a esperar. Y se volvieron
a Quilmes en colectivo. No trataban con electroestimulaciones, era todo a pulmón. Hacía
ejercicios en pares de 500 y 1000. Era tres veces a la semana, seis horas cada día. Por eso se

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

agradecía el finde. Uno nunca se termina de acostumbrar a la rehabilitación. Pero como era
bastante más cómodo que el hospital anterior, y no se compartía el día atestado de casos
que inspiraban una profunda compasión con solo mirarlos, pues allí todo se hizo más
llevadero. Al Chilly Willy lo coordinaban tres fisiatras principales. El más importante era
Martínez Saez, un no muy alto que se dejaba el bigote y a veces se lo afeitaba, porque
cuando se pasaba la prestobarba quizás se trasquilaba una puntita de más y el bigote quedaba
haciendo desniveles estéticos. “Entonces dije ¡Má sí!”, me comentaba al respecto. Y como
si le hiciera la amenaza de que le va a cortar el gañote a alguno pues así se pasaba el índice
por debajo de la nariz, como desapareciendo el bigote con un pase de magia. Una mañana
le pregunté si tenía hijos. Entonces me dice con un tono rapidito:

- ¡Queyosepanoooooó!

No deseo recordar los nombres de las otras dos fisiatras pues siento que voy al fuego para
quemarme. Pero sí puedo decir que una de ellas era una amargada y la otra mucho más
gorda que regordeta. La más redonda de las dos siempre vestía de celeste con un uniforme
holgado. Pero no le disimulaba la flacidez. Tenía el cabello negro y al caminar daba unos
pasos lentos y medianamente largos, algo así como el policía que revolotea la macana y al
mismo tiempo echa prestas miradas a la oscuridad de las celdas que se extienden a lo largo
de los pabellones. La amargada en cambio vestía con una bata de maestro y tenía el pelo
encrespado del mismo color rojizo, sin embargo y a pesar de su pretensión para inspirar
pasiones con el color del cabello, era una mujer de avanzada experiencia.

Los lunes y viernes había un bonus de 2 profesionales más. Los ritos son necesarios. Los
lunes tocaba un psicólogo cuyo apellido rimaba con una bebida alcohólica y al mismo
tiempo con Pepsi. Se afeitaba cada dos días. “Dientes de perla”, me dijo una vez cuando
hablábamos de la metáfora. No sabía un pomo el tipo.

El viernes era mi día favorito. Hacía los ejercicios con la ilusión de un descanso en los dos
días siguientes. Los viernes me tocaba con una hermosa fonoaudióloga de 27 años, cabellos
largos y siempre planchados al estilo The mamas and the papas. De peso
extraordinariamente atlético. Se contagiaba de mis carcajadas nitrosas y me hacía jugar al
juego de ir agregando una palabra a la oración y una vez cada uno, igual a dos chicos de
Feliz domingo en el remate de una prueba en la que se disputan el pase a la final y así
tienen la oportunidad de abrir el cofre de la felicidad y hacerlo saltar a Silvio.

Para supervisar el caso algunos días iba la doctora Zingüenta, quien no era mala a pesar de
la rivalidad con papá, quien a su vez peleaba para que los médicos de la obra social vieran
mi coronita y me aplicaran un tratamiento de lujo.

Durante los primeros días tuve tiempo de hablar con los paramédicos en las escasas
ambulancias de la obra social. Yo siempre los recordaba y ellos también a mí. Volvía a mi
Quilmes a las dos de la tarde. A veces me venía a buscar al Chilly Willy aquel dúo cómico.
Precalentaban el buche para el almuerzo diciéndose tonterías. Y se entusiasmaban
muuuucho improvisando una grosería, así se pasaba más rápido el viaje. Pero a los dos días
les copié el ingenio. Y sin tener más intención que reírnos lo avergoncé sin querer a
Sebastián delante de todos los otros buenos, diciendo que la noche anterior me rogaba que

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“¡La rodilla no!”. Pero otras veces me venía a buscar el otro del aura especial. Y aunque no
habíamos hablado nunca y no hacíamos ningún chiste durante el viaje, pues yo prefería ir
con él. Lo acompañaba adelante mirando los tráficos superveloces de la autopista. La
cercanía rompe el hielo por sí sola. Y empezamos aquella conversación a partir del fútbol.
Entonces me confesó que no hablaba mucho ni preguntaba el origen de los problemas
porque siempre esperaba que el tema lo sacara el enfermo al que transportaba. “Es por
respeto”, me dijo. Creo que fue en el mismo viaje, justo ese mes las radios presentaban
comercialmente la nueva versión de Like a Rolling Stone, interpretada por… ¡¿A que no se
imaginan quién?! Entonces yo me enteré, por la boca del curtido conductor, que aquel tema
era un cover, que la original duraba algo de 6 minutos, y era de Dylan. Sin embargo, creo
que la primera vez que oí el primer verso de la reformada Like a Rolling Stone, fue en una
película protagonizada por Daniel Day Lewis: la historia, como esta, de Gerry Patrick
Conlon. Los nombres que admiramos en un desplazado ayer nos suenan con mucha gloria
más adelante del tiempo imparcial. Paul Hill, vibra en mi alma con gran honor. Estaba
encendiendo una impertérrita fonola, que en un rincón del extranjerizado boliche del buque
parecía una piruleta chorreada con una espiral de muchos colores. Con una indisciplinada
media vuelta, simulando que golpeaba un festivo platillo chino, Paul Hill acompañaba la
primera nota de Like a Rolling Stone. Daniel Day Lewis iba acercando dos cervezas negras,
con mediocre espuma, al centro de una trucada pista de fiestas. Entre los rellenos, se
enfrentaban cara con cara, vociferando los versos del aristócrata brazo que transportaba los
LP. Paul Hill no probó trago, pero sostenía la bebida en la mano. Todo aquello (¿cómo lo
diría Melville?) encima del oscurecido zooplancton, dejando tras las hélices batidoras unas
burbujeantes estelas de nostalgia patriótica.

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Cuando fui al Chilly Willy, la obra social recortó presupuestos y ya no pagó más peaje.
Tuve que hacer la primera hora pico por avenidas repletas de un tráfico severamente
intrincado. Una vez llegué al Chilly Willy y dije “¡Qué olor a cigarrillo!”, quejándome.
“¡¿Pero quién?! ¿Quién está fumando?”, dijo Martínez, echando juiciosos vistazos a los
muebles de la cocina socarronamente, mientras caminaba para mirar más al fondo con un
Marlboro entre las falangetas de los primeros dedos mayores.

Era parecido a un cuartito oscuro donde se destinan las urnas de la elección dominguera.
Iluminada pobremente, una pequeña habitación colaboraba a que me recostase e hiciera las
flexiones. Martínez iba y venía cada diez minutos malamente calculados para controlar que
los hiciera. A veces se quedaba charlando mientras yo combinaba una flexión de rodilla con
el forcejeo de muslo para jugar con la posibilidad de estimular a los dedos engarrotados.
Entonces me dijo algo muy cruel: “Mucho mejor que esto no vas a estar”. Desde esa
mañana mis mejorías se paralizaron. No avancé más de lo que había recuperado hasta aquel
entonces. No sé por qué. De todas formas continué haciendo los ejercicios con la misma
intención curiosa.

A veces comíamos en la misma mesa. Los dos Hernández que habían compartido la terapia
intensiva del Urquiza en meses distintos, ahora se preguntaban que tal el bife en la misma
mesa de almuerzo. Tenía anteojos culoébotella, el marco era negro y gordo. Aquel
Hernández, que no era el hermano de mi hermano ni era tampoco yo, tenía ya canas en
todo el pelo. Era bastante alto. Cada día que pasaba se afeitaba por las mañanas. Pero de
todas formas le quedaba una barbita molestamente rasposa. Cuando los médicos lo

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mandaban a caminar por las salas yo notaba que algo le sujetaba todo el pie por debajo de
la rodilla. Aquello era la férula, pero todos le decíamos valva. Al otro Hernández, se le
había cortado el tendón de aquiles y se le caía la punta del pie cada vez que lo levantaba del
piso. La valva era rígida, de qué sé yo si polipropileno o era de polipropoleoleno. Era como
una bota de esquí partida longitudinalmente, dejando que la pierna respire en toda la parte
frontal. Mantenía el tobillo a 90º, y luego para dormir se la quitaba y al otro día se la volvía
a poner. Y bueno, ya que estaba le pedí una para mí. Pero Martínez me dijo que el pie aún
necesitaba de más ejercitación. Parecía el de una bailarina que pisa con el canto en vez de
con la puntita del pie. Al segundo día que se lo pedí también me dijo que no. Pero como
alguien que se está deshaciendo de una molestia, me dijo “¿Querés la valva? ¡Bueno tomá la
valva!”. Y así fue que -a mi tercera insistencia-, ese día me fui a casa con una receta para
llevársela a la ortopedia.

Por los viejos tiempos

No recuerdo si la ortopedia quedaba en Quilmes o en Capital. Atendió un amigable flaco


de nacionalidad nacional y genes medio alemanes. Fue muy amable con nosotros. Y cuando
les telefoneé para ver si la ortesis estaba lista, aguardé un minuto oyendo una musiquita de
botica tecnificada. No sé si ya existía el hip-hop. Y cuando finalmente contestó, pues
además del cometido le hice un comentario burlesco acerca de la tonada innecesaria, el cual
fue retrucado ni bien me presenté a buscar la ortopedia a la mañana siguiente. “¿Qué pasa
con la musiquita?”, me dijo con el alma alegre. La valva no me dolió mucho para aquel
entonces. Pero para cuando el dolor comenzó a aparecer iba a la ortopedia, a cada ratito,
para que añadieran un poco de goma espuma en los imposibles sectores por donde la
molestia empezaba a llamarse dolor. Quizás le añadían un filete de goma espuma para que
acolchonara los pasos con el pie equino. O si no una nebulosa del caballo, ahí donde la
planta del pie se parece al piececito de un gato pisando con la almohadilla. Quizá en el
tobillo, un poquito por aquí y otro poquitito allá, la superficie interior era como un planeta
de océanos anaranjados cuyas corrientes se interrumpían por continentes de costas
amórficas. Pero las treguas de la goma espuma sólo duraba un día. Tal vez cuando ya había
transcurrido una hora después de la corrección la piel comenzaba a irritarse y yo pensaba
“Esto no va a funcionar”. Y mientras tanto yo terminaba mis últimos días en el Chilly
Willy. Ya me quedaban pocas sesiones. Y cuando las consumí papá tocó no sé en qué
timbre y me dieron un mes de tratamiento más. Al terminar ese mes papá fue a la
neuróloga del Urquiza para pedir una notita. Entonces me dieron otro mes más. Cuando ya
se iba acabando ese mes entró al Chilly Willy un viejo no muy viejo que tenía una
personalidad de boca suelta. Tenía amputadas ambas piernas desde encima de las rodillas
ambas inclusive. El tipo no era del todo gordo pero en el estómago de vino se le apoyaban
los pectorales como si fueran dos tetas de anciana enferma. Sus comentarios nunca eran
agradables. Por eso ya me estaba preparando para algún enfrentamiento.

Pasaron unos días y ya era viernes. Menos Martínez Saez, que los viernes no andaba por
ahí, desde que entré se notó una peculiar antipatía en todo. Inclusive las charlas con la
jocosa fonoaudióloga bajaron su nivel hasta que parecimos dos extraños que se ven por

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segunda vez. Un día de más adelante pasamos los tres a un salón acondicionado con
colchonetas: la fría amargada, el viejo de las tetas caídas y yo también por supuesto. Para mí
que entre ellos dijeron “Antes de tener problemas con la obra social, mejor nos sacamos de
encima a este pibe”. Y entonces pensaron una manera de hacerme pisar el palito. Se
imaginaron que me sacaban de quicio. Pero aunque la amargueta dijo sus líneas
provocadoras, pues yo no le di importancia. Las provocaciones fueron como cometas
pasando por la órbita de Júpiter. Aunque me irrité no contesté con irritación, la amargada
igual mantenía el cinismo en la intención. La amargada por ejemplo dejaba que debatiera un
ratito con el viejo de las tetas. Y en eso la doctora me desafiaba “A ver, decime un actor
que sea joven y trabaje bien”. Entonces yo picaba como un chorlito y ella me contestaba
para ofenderme que “Ay lo decís porque está de moda”. Entonces al lunes siguiente fui y
me salió a recibir la amargada quien les explicaba con sorna a los camilleros que “No, no…
Este chico ha sido dado de alta por mala conducta”. O sea, la gente se hace y se compra su
película propia. No importó que yo ese último viernes hubiera sido invisible, ni tampoco
importó lo que hubiera dicho. Ellos ya se habían imaginado que yo tenía que salirme de las
casillas. Y tal como lo pensaron pues justificaron mi alta con sus creencias. Terminé con
malos recuerdos de todo aquello. De la gorda sosa, de la antipática y del viejo tetón.

Siempre me visitaban los chicos. Si apostaba a Sebastián era mejor que jugarle a un fijo en
la nocturna; venía todos los días. Susana y Yago, su amor nunca dejaba de iluminarnos a
todos como si fueran una aparición de la Virgen. Pero Jaimito empezó a escasear. Y luego
vino mi cumpleaños. Cuando más adelante de aquellos años comparé las pocas fotografías
de la fiesta con las imágenes de mí mismo que aún gobernaban en mi recuerdo, me quedé
atónito en la contemplación de mis facciones anestesiadas. Sucede como con el tabaco, que
luego de muchos años las células se regeneran con un poquito de nicotina y todo. De la
misma manera, después de pasar dos meses de anestesiado, nuestra sangre se reproduce
con un buen humor añadido. Pues ese humor se le había pegado a mi personalidad. Para
que no me avergüence el pelo corto me ponía la gorra que usaba Seba en los sábados del
terraplén. La sonrisa desprolija y una secuela ya contaban de mi condición de accidentado.
No conseguía controlar el reposo de mi brazo porque no relajaba el hombro. Quizás lo
mantenía en el aire como cuando tocamos algo caliente y quitamos la mano enseguida para
que no nos queme.

A veces ya iba a cenar a la casa de Mara y me convertía en el mismo parco. No sé porqué.


Álvaro ya salía con Giannina. El coma fue como viajar al futuro. Varias parejas se hicieron
en el grupito mientras no estuve yo. A Álvaro lo tenía sentado al lado, igual que en la noche
del Bananazo. Y al cortar las milanesas yo levantaba los codos apuntando a la cara de mis
acompañantes, como si les estuviera haciendo la burla de la gallina al que comía enfrente de
mí. Entonces Álvaro me decía “¿Vamos a despegar?”; siempre con esa sonrisa de tanta
clase. Y entonces llegó septiembre, los meses avanzaban igual de despacio que cuando
Sebastiancito y yo calculábamos las horas que aún le faltaban al año para las vacaciones de
los tres meses que duraba el verano. Una vez vino a buscarme Mara. Era el día de la
primavera. Fuimos caminando hasta el balneario. Otamendi estaba igual: los grandes y
pequeños mercómanos que nos vigilaban de lejos por si éramos canas. El boulevard
rasposo dibujaba la intención de los vecinos que tenían en la memoria a un Quilmes menos
capitalizado. Las basuras de los inteligentes haciendo un cosmos de cacas por todo el paseo
al río. Los bocinazos que unos a otros se hacían los irascibles cabrones. Y sin embargo algo
era diferente. Las casas de emergencia se iban o se acercaban de al lado mío con lentitud.
Era un día soleado. Pero aunque ya se había hecho el atardecer no tengo recuerdos del sol

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en otro lugar del cielo. Ignoro si era por ellos o era por mí, pero todo lo que existía me
daba lástima. En el río nos sentamos en un clon de la escalera donde una primavera atrás
había visto mi primer amanecer junto a Celeste. Habría pasado una hora. Y cuando
volvimos algo extraño ocurrió. Nos sentamos en el último asiento de a dos de un 98 con
trompa de ratón Mickey. Y a mitad de camino a casa el colectivo frenó a levantar gente.
Entonces lo saludé a un Romero que le decían Homero, porque los Simpson estaban en su
perigeo. Se sentaba atrás mío en el tercer año de mi Don Eufrasio. No sé si me reconoció.
Y exactamente a los 4 días pasó algo aún más coincidente: a la misma hora del atardecer
detuve el zapping en una publicidad de Volver[1]. Entonces, acto seguido, otra propaganda
auspiciaba que ese día, a las diez de la noche, estaban por transmitir el misterioso Adiós que
separó a Sui Generis. Eran las diez de la noche y aún no había empezado. Comencé a
ponerme nervioso y triste. Lo agarré justo cuando la pantalla hizo la negra separación entre
un programa que terminaba y el otro que estaba por comenzar.

Después vino el cumpleaños de Seba. Y por los viejos tiempos una cena en lo de Jaimito.

[1] Canal de televisión satelital.

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Libro II: Fray Cayetano de Santa Mónica

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Guardia Vieja

Por suerte ni los frenos ni la cadena fallaron nunca. Hubiera muerto seguro. La barranca de
Humberto Primo comenzaba sus 250 metros a media cuadra de casa y yo la agarraba
volviendo del otro barrio que se alejaba por tres kilómetros, ya que a los doce cambiamos
las chabacanas calles de Gran Canarias y nos mudamos más para Quilmes Este. Y aunque
el barrio era muy modesto, lo recuerdo como la mejor época de mi vida. Me gustaba mi
infancia: la chiquita y la fernanda, la barranca de Humberto Primo, los pasatiempos que
tenía papá los fines de semana. Papá plantaba la tierra y cultivaba hortalizas que luego se
hervían para comer. Como soporte y guía para las plantas de los zapallos habíamos
aprovechado los afianzamientos de la uva chinche. En primavera colgaban como sacos de
boxeo. Y luego mamá los preparaba en un almíbar conmovedor.

En Quilmes también había madreselvas. Nunca más vi madreselvas como esas ni reparé de
nuevo en madreselva alguna desde los 18 años. Pero no porque las madreselvas de mi
infancia hubieran sido las mejores. Sino porque nos mudamos de Quilmes un 25 de
octubre de 1995. Y desde entonces me importaron menos las plantas. Pegué el último
vistazo a las rejas negras descascaradas, que fueron retrocediendo a medida que el flete me
separaba de los recuerdos más románticos de mi niñez. Seguramente que me he cruzado
con muchas flores de madreselva, pero no me interesó compararlas en aroma ni en las
serpenteadas idas y vueltas de sus ramificaciones, simplemente las he pasado de largo sin
reparar en sus detalles, ni tampoco en las tibias mariposas que se alimentaron de sus
florcitas. No sentía tampoco melancolía cuando me encontré de nuevo con las torcazas,
sino un desagradable resentimiento por lo que me vi obligado a dejar y que yo había
querido tanto. También he visto retamas y limoneros, otros nísperos y a otros zorzales
posados en las ramas sinuosas de alguna higuera perdida. Creo que una vez escuché el
zumbido de otro colibrí. Pero nada de eso evocaba los olores, ni soles, ni tampoco a las
lunas de mi queridísima Humberto Primo.

Parecíamos apurados para irnos de Quilmes. Mi Señor quiso que, en la ruleta de la semana,
todo coincidiera con exactitud, para que así la bolilla de nuestra mudanza cayera en un día
miércoles, en el escaso septeto de casilleros que tiene el lunes a viernes. Y aquella noche,
hasta dormirme, lamenté perderme un programa de Cha, Cha, Cha, que al día siguiente,
Diego Equía me comentó entre telefónicas carcajadas: de una sábana amarilla recortaron la
capa de un monstruo malo para que un power ranger muy trucho le venciera con los
chorros de agua lanzados por un rey pomo que nadie usaba en el carnaval. Nos fuimos a
vivir al barrio de Almagro, en una manzana que ha de seguir estando y que curiosamente
tenía poquitos edificios para lo que son las infraestructuras zonales de la Capital. Era un
chalet precioso con enrejado enano que estaba sobre la calle Guardia Vieja. También allí
pudimos sembrar los jazmines de Gran Canarias, pues la casa venía con un jardín a cada
lado del camino que separaba a la puerta principal de unas menudas rejitas pero esta vez de
blanco color. Una escalera alejaba la habitación de mis padres y el comedor diario de otros
dos dormitorios más pequeñitos y cómodos que utilizamos con Catalina. Y los primeros
días me acordaba de algo que mi Catalina dijo envidiando cuando éramos chicos: Me
encantan las casas con escaleras. Pues sí: la casa de Guardia Vieja 3364 se eligió porque quedaba
a una miserable cuadra del Avelino Gutiérrez del Arroyo, hospital de rehabilitación
psicofísica, segundo centro estatal preferido para los tullidos, que se atendían en la misma
bolsa que los plégicos y parésicos, cuadris y hemi.

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Bueno, lo que faltaba del año 1995, una vez por semana me visitaba Seba, después de
viajarse dos horas en el 85 vueltero. Y algún mes que otro venía Equía, para alargar un
poco más nuestras infancias dándole vuelta al bubble. El fin de año nos sorprendió
enseguidita. En mi familia siempre peleamos antes de que sea la cena de fin de año. Luego
el lechón se come con cierto arrepentimiento y damos gracias dos veces porque el niñito
Jesús nos dio otra oportunidad de estar todos juntos sin que se muera nadie.

Cuando se le coge el gustito a las empresas nuevas, aquello que antes nos supo insulso o
que nos parecía imposible se va haciendo una tarea -más que entretenida- interesante. Es
entonces que rellenaba mis vacíos de sueños rotos con las hojas color manteca que con el
tiempo adquieren los libros viejos, pues yo ya la había conocido a Maribel, una kinesióloga
que me metió más en el gusto por la lectura.

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Demián

Mamá y papá se preocupaban un poco más cada día. No me decían nada, pero se los veía
revisando el Cielo y la Tierra de las ortopedias para encontrar quien diera en la tecla de la
curación. Así que finalmente la frustración nos hizo desistir del fabricante medio alemán. Y
gracias a un comentario fortuito volvimos a la calle Libertador. De tanto preguntar, mamá y
papá oyeron que en un pabellón secreto había una fisiatra muy ducha en eso y que
trabajaba a conciencia. Pudo haberse llamado Marta, Verónica o San Peteslao el Calvito, no
me voy a acordar. Pero sí sé que se apellidaba Enia. Era bajita sin ser petiza, rubios cabellos
acomodados solamente con un cepillo y sin alisar con la plancha; usaba anteojitos de
marcos plateados y cristales rectangulares como una ficha de dominó. Era una mujer muy
fina. Enia trabajaba con un Chasman[1] que se llamaba Bermundo. Nombre de viejo. El color
de su piel era el del bronceado pero nunca tomaba sol.

La valva estuvo terminada en una semana. A diferencia de la anaranjada, la nueva era de un


polipropileno clarito, por el cual se transparentaba el mundo más inmediato. A través de
ella se desfiguraban las cosas como si estuvieran hechas de tinta china y se cayeran al agua.
Ese verano aproveché la ortesis, los consejos de la nueva fisiatra, el enorme HoNPletú, y
fui algunos días a la piscina sitiada por todos los pabellones. Era un grupito de lisiados que
se recreaban jugando al ping-pong y nadando como podían. Los conocí a Demián y a
Luisito. Con ellos había otro inválido con quien hablé pocas veces; su actitud no me
inspiraba la suficiente confianza. Demián era un chico de un pelo largo que siempre llevaba
atado. Rubio como el Aquiles de Brad y musculoso en el tórax y brazos. La cristalidad de
sus ojos dejaba que se le note una inteligencia sincera. Físicamente era perfecto, salvo que
no se sabía si era alto o bajo. Ya que la parálisis no le dejaba otra opción que ir sentado.
Cuando Demián se movía de un pabellón a otro, las discapacitadas se parecían a monjas
esperando la visita del Papa. Cuando Demián se iba acercando, su aspecto de artista se las
metía a todas en el bolsillo. A pesar de su silla, Demián jugaba bastante bien al ping-pong.
Tenía un hermano más chico y sano. Cuando cumplió 18 años su padre le dio a elegir entre
el viaje de egresados y un auto adaptado para que vaya a donde deseara.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Luisito tenía dos hijos sanos. Le había atacado la polio. Tenía una esposa a quien vi una
vez: era de cuerpo grande y los diez años de diferencia se notaban de lejos en esa pareja.
Cuidadosa de sus dos hijos, quienes tenían nombres de dúos clásicos: Hansell y Gretel,
Popeye y Olivia, Donald y Daisy, Pebbles y Bang Bang… o alguno de esos. En las piscinas
de aquel verano nuestro grupito de parapléjicos también hacía sus ratos de comentillo. Una
vez cuchicheaban de un viaje a Venezuela que habían hecho para representar no sé qué
mierda del HoNPletú. Y el facilista lisiado, que no me cayó simpático, opinaba acerca de la
fidelidad de Luisito diciendo que “¡Pero antes que ese bagayo!”. Porque en sus vidas se
había colado una venezolana que le tiraba onda a Luis. Pero Luis se contenía por respeto a
su gordita. Con el paso de los días comencé a sentir una cariñosa admiración por Demián,
sus reflejos rápidos, el cómo acomodaba intuitivamente la silla de ruedas para entrarle
mejor a la pelotita del tanto que se disputaban en el ping-pong. Y así entablamos las
primeras conversaciones. Una vez me llamó a la casa de Guardia Vieja. Me habló de cosas
que ya me había mencionado antes. Temas de metafísica. Pero yo necesitaba cierta
preparación para comprender.

[1] El ventrílocuo que dirige al muñeco

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Nombre de tren

Ahora termina una canción y me quedo medio en suspenso. Mi atención se detiene,


expectante y ansiosa, en ese pequeño silencio que llega dentro un segundo o dos, donde se
difumina una pista de la otra, preparándome para que la venidera guitarra resucite los
ritmos que -tiempo atrás- se grabaron en mi memoria. Así, entonces, aspiro a que los
próximos teclados me lleven hasta alguna felicidad de mi vida, que fuera adornada por las
moldeables entonaciones de Nito Mestre. Está bien que tuvo otros grupos, pero no me es
posible escuchar Sui Generis sin recordar los días de 1994. Cuando vino septiembre, aún
en Humberto Primo, pasaron el Adiós en Volver. Fue la primera vez que lo vi. Lo grabé en
una Panasonic que tenía mami, la misma que usamos para grabarle a Marcela el tributo a
Fredy Mercury. Cuando comprábamos algún electrodoméstico yo sentía que se iba a tapar
para siempre un agujero en casa, porque si bien duraban más que las cosas de hoy, pues yo
pensaba que íbamos a tenerlo para el resto de nuestras vidas. La primera canción del Adiós
era Instituciones, si mal no recuerdo. Pero antes grabaron una zapada de un tema que no
había escuchado aún. Igual no fue hasta mi cumpleaños en 1995, que conocería El
Fantasma de Canterville, cuando el redescubierto Sebastián me regaló un reconfortante CD,
donde la pista número cuatro comenzaba a sonar con el órgano del deseado Yo, hombre
bueno.

Ya estábamos en Capital. La férula incrementaba mi dolor al andar. Con abrojos me


sujetaba el tobillo a noventa grados. Y como todos me decían que debía caminar y hacer

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una vida normal, pues yo me aguantaba el dolor de cada pisada con el pie equino. Entonces
conocí a Maribel.

Tenía muy presentes a los chicos de Quilmes, quizás pensaba mucho en Jaimito. Me
acordaba también de Anabel, una que entonces fue novia de otro excluido que se llamaba
Mártin. Y aunque a Anabel la había dejado de ver ni bien al poco que el inconsciente fue,
pues mi memoria siempre encontraba motivos para relacionar aquellos tres nombres. Para
hacernos reír un rato, Jaimito mentía diciendo que Anabel, se llamaba Anabel-Belén: que
tenía nombre de tren. Y acentuando la oración con la consonancia de un tren pasando, de
repente repetía dos o tres veces: Anabel-belén, Anabel-belén. Y como el tantaleante claxon
que nos recomienda aguardar para cruzar allende las vías, pues con la intención de imitar el
sonido de la locomotora que se aleja de las barreras, Jaimito seguía repitiendo un cómico
“Belén-Belén… Belén-Belén”, y que se iba diseminando gradualmente, como la voz de un
cantante que se apaga de a poquito, mientras repite el mismo verso una vez y otra, cuando
la canción ingresa en el inevitable tiempo de su griega catástrofe.

De la misma forma que Jaimito imitaba el sonido del ferrocarril pasando, pues así yo lo
imité a Jaimito para hacer sonrojar a Maribel. Le dije que tenía nombre de tren. Y tachando
el agudo Anabel, pues, con menos gracia que Jaimito, yo repetí: Maribel-belén.

Cumplió los años al poco tiempo de conocerla. Haciendo manualidades tontas pretendía
recuperar la escritura de mi mano derecha. Pero más que nada hablábamos mucho.
Después de rehojear cinco veces Expreso de medianoche... pero haberlo leído una, después de
que lo saqué a pasear como a los sabuesos que van al parque, pues en la biblioteca de mi
Catalina elegí un libro que no me costara mucho leer. Entonces le robé el angosto El túnel
de Ernesto Sábato. También en la biblioteca yo había visto otros que me interesaban, pero
que con el vigente intelecto que regenteaba todo cuanto leía, pues la verdad que no me
hubiera encantado Hamlet. Para ese entonces yo no sabía que la largura de un libro se podía
medir en horas, ni que nuestro historial de leídas pudiera escribirse en metros.

Lo llevaba al Avelino Gutiérrez para ver qué comentarios me hacían los médicos más
intelectualosos. Maribel le llamó lo más torcido de Sábato. Después compré una Rayuela con
fondo negro que tenía otra rayuelita dibujada a tizazos, igual que los controles aéreos que
yo había puesto bajo la mesa del comedor. Al interpretar como verdadera mi pretendida
pasión por los libros cortazarianos, a la próxima sesión de terapias ocupacionales, Maribel
me tenía preparado un libro a modo de préstamo, cuyo contenido era demasiado abstracto
como para que mi entendimiento cuadriculado lo comprendiera. Historias de Cronopios y de
Famas. Para impresionar a Maribel lo leí de martes a jueves. Quise dármelas de ducho en lo
que estaba intentando, así que le llevé otro libro que ella desconocía y que hacía poquito
conocí yo. Y tal vez para competir con la velocidad de mi anterior leída, me lo devolvió
luego de sábado y domingo. Me gustó más Sui Generis por Maribel. Igual que sacaba a
pasear los libros, a veces hacía que mis discos tomaran los espesos aires de Almagro.
Mientras miraba una torre de fósforos pegados a plasticola, Maribel pispeaba a los grises
Nito y García, que estaban sobre la mesa esperando a que alguien les prestara atención. “A
éstos los fui a ver en el Luna Park”.

En septiembre de 1975 dieron no sé si dos o tres recitales. Fue la primera vez de muchas
cosas: un grupo musical argentino nunca había llenado nada, y mis queridos Sui Generis
habían llenado no una, sino dos o tres noches el estadio donde no sé si ya había tocado el

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Nano. Pero con la noche del 25 filmada, se recortó una película que puso el adiós ante el
dúo.

Luis Alberto Spinetta había tenido un hijo que también se consagró en los encantadores
torneos de la música. Me acuerdo que en un reportaje, Dante comentaba que al ser bebé
todo el mundo lo había tenido en brazos, pero también afirmaba con una risa que no
permitió a toda la frase ser entendible: “Y resulta que mi vieja no me prestaba a nadie”. Tal
es así que toda una generación estuvo cantando a coro en Adiós Sui Generis, pero si esto es
tan cierto como lo afirma el público que concurrió, el Luna Park habría sido una Plaza de
Mayo en la medianoche del cacerolazo que estrenó la moda de un bullicio molesto como
una efectiva manera de protestar para la clase trabajadora. O una 9 de julio repleta con
gente sónica, porque una noche se le ocurrió a un tal Cerati ponerse a tocar allí. Sin
embargo el Luna sólo tenía butacas para treinta mil. Se ha comentado poco a una Mariana,
sin embargo su disparate viene perfecto aquí: “A los tres años fui a ver a Sumo”, siempre
decía. Con Sui Generis, a Maribel le pasó igual.

Fray Cayetano de Santa Mónica

Tenía que andar lo que para mí era un recorrido que nunca se terminaba. Aún el tobillo
derecho no se me había inflamado con la bursitis. Las primeras tres manzanas que dejaba
atrás eran muy solitarias. Puntualmente, a la una menos cinco, todos los mediodías pasaba
por una verdulería representada al público por un porteño ya viejo pero acostumbrado a la
labor. En realidad eran padre e hijo. Al principio cordialmente me saludaban y yo
cordialmente les respondía. Además de ellos no recuerdo otra amabilidad en el viaje.
Después caminaba otra cuadra más pero no doblé en aquella calle hasta que pasaron
algunos días de colegio y la reiteración de caminatas hizo que reparara en su nombre. El
cartel estaba atornillado a una esquina grisácea pero bien mantenida. La calle se llamaba
Sarmiento. Allí fue que sentí la guía de mi Quilmes, mis nocturnas conversaciones con el
marimorena, nuestros fríos y Marlboro: y desde entonces comencé a doblar allí, pero mi
camino no hacía escuadra. En Sarmiento empezaba una plaza que como tantas otras tenía
en el medio a un San Martín que sometía al caballo sobre dos patas para salir
espectacularmente en la portada del suplemento bélico que nos traía la revista Caras de
hace dos siglos atrás. Después del histérico Ico, un tiovivo que todas las tardes descansaba
del gira requetegira de todas las mañanas. Y siempre que fui al colegio me quedaba con las
ganitas de recordar a mamá y a un Ezequiel más chiquitito. Cuando caminaba unos metros
más pues la calesita quedaba escondida por una cofradía de cipreses moderadamente
crecidos pero que no inspiraban respeto. Sus cuerpos estirados al cielo acabaron con la
forma de los sombreros de los siete enanos. Y en la puntual fotosíntesis de sus
aprovechadores metabolismos se hacían varios esparcimientos por los cuales pasaban los
cielos despejados o grises. Entonces venía la Iglesia, acurrucada en los últimos metros
verdes. Se apoyaba en una pared maciza que no lindaba con otras edificaciones. La plaza
terminaba allí. Pero la construcción de esa Iglesia obligó a levantarse al suelo por un metro
más. Entonces bajábamos a la vereda por una escalera que copaba toda la esquina pero que
tendría cuatro o cinco peldaños no más para que así se compensara el metro de suelo que la

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Iglesia había subido como si fuera obra de mi Señor. Al terminar la plaza todo se
urbanizaba otra vez con una calle de suaves tráficos, cuyo sentido no dirigía al Centro de la
Capital sino a las subdesarrolladas carreteras de Villa Luro. La calle no era otra que la
sorprendentemente tranquila Juan Domingo Cangallo. Por la calle aquella, entre otros
números, ha de seguir pasando el 67, colectivo de una empresa que aunque estábamos en
capital y ya era 1996, pues curiosamente tenía menos frontales que el 85 de Quilmes. Y la
parada era justito ahí. Y frente a la parada siempre se pavoneaba mi apreciado Instituto:
Fray Cayetano de Santa Mónica. Había sido el fundador de una reducción en la provincia
de Formosa, allá por el año 1629, cuando en España los reyes ya se habían sumado al voto
de que todas las personas eran hijitas de Dios etcétera, etcétera, y por eso debían
cristianizar a los guaraníes como si los hubiera mandado el mismésemo Santo Tomás de
Aquino el moro montoto.

La valva no me dolió hasta después de tres meses. Y cuando le hacía visitas a Enia y ella me
preguntaba algo, después me contestaba con un estricto “Hacé vida normal”. Pero yo no
quería comentarle que el pie me seguía doliendo mucho incluso después de su fantástica
valva y sus hermosos zapatones ortopédicos. Igual, a mediados de año, intenté andar en
bici otra vez en la plaza de Almagro. Y me subí en una vieja amiga que me había
transportado al este y al oeste de la zona sur. Lo más doloroso eran los zapatos. Para que la
férula cupiera el calzado era como cuatro números más. La rigidez del cuero obligaba a mi
espasticidad a la corrección. ¡Ay, cuánto dolor que pasé en ese año!

Entré a mi primera aula un lunes. Ya se estaban dando las clases. Cuando reojeé a los
alumnos, a diferencia de las heterogéneas razas de mi inolvidable Don Eufrasio, no vi
ninguno que fuera mestizo. Y en el primer recreo se me acercaron todos los religiosos para
darme una bienvenida simpática. Desde que los traté fui notando que no les conmovían las
mismas cosas que a mí. Racionalizaban mi caso y lo entendían conceptualmente. Aquella
inexperta ecuación impedía que se entristezcan. Eran muy inocentes y no entendían la
brutalidad en el humor ni el humor negro. La mayoría se esforzaba por ser mejor. Pero
entre la supinación que arrastraba, los confusos consejos que me daba el papá Salvador,
más las cotidianas asperezas que en el barrio de la calle Guardia Vieja publicitaban a gritos
nuestra patológica manera de amarnos… pues la verdad es que yo no tenía muchas ganas
de hacer amigos. Sólo podía pensar en los torcidos síntomas de los cuadripléjicos que se
apostaban la salud en la gentil kinesiología del hospital Avelino Gutiérrez; pero también me
acordaba mucho de Seba y los chicos de Zona Sur. Aunque mi entendimiento se iba
encariñando cada vez más con los nuevos libros que yo leía y que reordenaban mis
incongruencias, desplazándolas hacia los confines de su caótico origen, excomulgándolas
de las páginas de mi historia psiquiátrica, para apuntar en ella –con clásicas tintas literatas-
las páginas y los volátiles pasajes de Voltaire. Tal cual Solís Galván lo molestaba todo el día
al señor Alopecía, pues yo interrumpí la primera física que se auspiciaba para los de 4º,
aunque sin intención de portarme mal. Arreaba las tardes pegado al pupitre, a la izquierda
del pizarrón. Y al mes de ir a clases noté que salir a los infecciosos recreos ya no me
preocupaba más. Y todo ese año me senté solo. Pero no me importaba para nada. Los
profesores estaban a pocos metros de mí. Y escuchaban perfectamente mis morbosas
bromas así como mis comentarios de avanzada matemática e inspeccionados tomos de
literatura. Yo pretendía que el curso estallara en risas por mis comentarios. Pero siempre
terminaba siendo un desubicado. Mi intención nunca era irrespetuosa, pero los profesores
se quedaban paralizados con mis palabras. Sobre todo en cívica, cuando una pequeña mujer
de apellido ridículo se tomaba todo lo que decía como una ofensa. Esa era otra de los hijos

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

de puta que se creen santos porque no le hacen mal a nadie y cuando cenan le dicen a los
demás:

- ¡Codito en la mesa no!

Pero más allá de esa petiza me llevé mucho mejor con los profesores de teología y de
literatura. Aguardaba a que todos salieran hacia el veraniego patio, y me quedaba charlando
con Auxiliadora de las neófitas admiraciones que tenía por los portentosos autores que
Dolina recomendaba. Auxiliadora Vincci era una joven profesora de literatura que al año
siguiente prepararía su vida para ser mamá por tercera vez. Seguramente pensaría que yo
deseaba hacer realidad algún platonicismo privado. Pero muy al contrario: me gustaba que
supiera sobre los nombres que yo comenzaba a aprender.

Durante todo ese año, sufrí un acné horrible y doloroso. Pero no me importaba. Las
novelas me iban reconstruyendo desde adentro, era un nuevo ser que perseguía románticas
informaciones que pudieran darme un título interesante para leer. Las clases de catequesis
eran las favoritas de todos. Mimor Cruz -jamás lo olvidaré- llevaba contabilizados todos los
partidos de la semana. Boca Jrs pasaba una mala racha desde hacía qué se yo cuánto. Y
cuando los bosteros perdían, el señor Mimor presumía de ser de River: “¡Qué feo que ser
de Boca esta semana!”, decía como para avergonzar a los puritos bosteros presentes.
Mimor Cruz enseñaba literalmente catequesis a los próximos contables. ¿Qué
imaginaciones tendrán ellos ahora de mi Lector? ¿Qué conceptos habrán mantenido sobre
Pentecostés o Cuaresma a lo largo de sus noches y días trabajadores? Pero ahora una mala
noticia: mis felicidades duraban lo mismo que lo que una cucharada de manteca permanece
concisa en la sartén a punto de recibir las cebollas y los pimientos para fritar una salsa.
Cuando aquellos interesantes minutos se iban de mi rededor nadie tenía ganas de hablarme.
Una niña se me acercó una vez con intenciones de amarme mucho. Pero yo sólo pensaba
en mis nuevos conocimientos borgianos.

Matemáticas era mi materia más fácil. Contaba con ventaja, aprendido como venía del
industrial. La quise mucho a Ruth Vera, una cincuentona que con su dulce paciencia nos
explicaba los logaritmos. A ella le jugué malas pasadas, pero muy limpiamente. También
Auxiliadora me tuvo muchísima paciencia. Nos daba literatura sin que nadie compartiera su
pasión. Uno de los primeros códigos que se formaron entre ella y yo lo redactamos en la
primera clase. Luego de que nos presentáramos todos los escolares, preguntó a la clase si
conocíamos a algunos autores clásicos. Y puso una expresión de dolorosa sorpresa cuando
el silencio confesó la magnitud de nuestra ignorancia. Gracias a Maribel, la terapeuta que
intentó corregir la motricidad gruesa de mi pierna y la fina de mi mano diestra, yo leí
Historias de Cronopios y de Famas, de Julio Cortázar. Pronuncié mal el apellido, cuando me
tocó la lectura de un recortado escrito de su autoría, allá en la pedante primaria de Quilmes
Oeste, a tres veredas enteras de Gran Canarias. Pero en los timoratos climas de marzos de
1996, mis principiantes conocimientos estaban muy bien nutridos para lo que debería
conocer un joven de 4º año de Bachiller. Era raro un chico leído del industrial. Entonces,
cuando preguntó sobre el conversador Osvaldo Soriano, yo recordé sin esfuerzo la primera
lectura donde le conocí su dialogado estilo: Triste, solitario y final. Tal vez la conclusión que
saqué del libro estaba equivocada. Pero desde mi esperanzado asiento sólo asentí
mudamente, sin quitarle los ojos de encima a Auxiliadora que estaba a punto caramelo para

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

la decepción. Mi mirada le informó de mi -hoy lo considero- resumidísimo saber. Fue


como si la rescatara sin intención de una soledad intelectual. Y en ese mismo entonces
comentamos otros autores latinos. Yo no los había degustado, pero le conté algo de El
Banquete del Severo Arcángelo, como si hubiera tenido el ingenio de Miguel Abuelo. Padre de los
piojos, abuelos de la nada. Y se interesó por mis opiniones muy pronto.

Cada vez que un maestro pregunta y espera a que, entre el general alumnado, brote alguna
mente más rápida, primero la inquisitiva Auxiliadora nos entregaba su ilusionada
interrogación. Segundo, esperaba un poquito a que alguno le respondiese. Y, tercero, al no
recibir por su propuesta el común eco de un comentario, Auxiliadora se me quedaba
mirando. Era como si ella supiera que aquel que fui se guardaba para el final alguna
mención sobre el tema del que se estuviera hablando. En literatura me sentí parecido a
Jonás Prado, aquel chico que le decían Willy, aunque no se llamaba Guillermo. En la
segunda aula del industrial comenzaron las amenazantes lecciones de un inglés más que
básico. Pero Jonás ya era casi graduado de las oficiales academias, sitas en otras calles de
Quilmes Centro. Willy, en inglés, hacía algo que yo no podía evitar en matemáticas: ni
siquiera por ser el último contestaba. Se callaba la sabiduría y se ponía a la altura de los que
menos. Aunque a veces no podía evitar que los conocimientos se le escaparan. Cuando el
silencio era la respuesta a los fríos ¿Why? de la profesora Fuencisla, mi buen compañero
Prado me miraba (a mí o a cualquiera de los restantes soñadores) y nos susurraba cómo se
decía tal o cual frase, con un elevado acento anglosajón pero siempre ruborizado, puesto
que debería sentir que con el saber anticipado de aquel idioma nos estaba traicionando a
todos, como si largase con 50 metros de ventaja en una carrera donde participábamos
todos nosotros. Pero hasta en esa actitud mantenía humildad. Se lo notaba un tanto
molesto, como quien lucha sin necesidad en contra de su propia naturaleza sólo por ser una
persona mejor. Los maestros de mi valiente Don Eufrasio Videla se iban del aula muy
pronto, como si la gloria del día a día los estuviera esperando en la sala de profesores.
Aunque alguno que otro se interesó por los cuestionamientos que yo les hice. Fue con la
profesora Palermo, cuando se quedó después de hora a explicarme la fórmula para
conseguir la raíz cuadrada sin utilizar la calculadora. Una minifalda negra y ajustada se le
encañonaba a los muslos y le ceñía la piel por encima de las rodillas treintañeras. Con un
lápiz mecánico me demostró cómo y porqué el cuadrado de 273 me quedaba 16,522711. La
profesora Palermo tenía un perfume que invitaba a su compañía. Era joven y hermosa.
Pero tampoco platonicé con ella. Ya se estaba yendo el mediodía, y nos quedamos solos en
el aula de arriba. Ella cruzó los brillos de su Lycra y sostuvo su agenda sobre el escritorio
pigmeo. Me senté a su izquierda pero no le adiviné el nerviosismo hasta que reparé que su
pulso temblaba mucho mientras anotaba la formal ecuación con el grafito de medio
milímetro. En cinco minutos la enseñanza estuvo completa. Guardé ese papel por muchos
años. Y siempre que lo miraba sentía el perfume de la profesora Palermo, como si estuviera
a su lado.

Pero a diferencia de las generales enseñanzas de mi valiente Don Eufrasio, los profesores
del Instituto privado Cayetano de Santa Mónica alcanzaban hasta lo íntimo. Siguiendo el
caso de Auxiliadora, cuando ella encontraba en alguno de nosotros el estudio apropiado,
hablaba del tema solamente con él. Y la clase quedaba al margen por quince ó veinte
minutos. Se había hecho mi favorita en poquísimo tiempo. Aunque tampoco con ella soñé
nunca despierto ni dormido. Pero fue para mí una inmensa amiga, con la que hablaba de
autores que nadie cercano mío conocería. Tenía el pelo planchado y bien obscuro. Creo
estaba casada una sola vez. Siempre se quedaba conmigo después de hora, y absorbía con

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

mucha dulzura las lecciones rebusqueras que recién, y gracias a la paresia, empezaba a
cultivar en los desperdiciados terrenos de mi arte incanalizado.

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Mil 900 noventa y 6

Hoy otros alumnos subirán por las discriminantes escaleras que comunicaban el hall de
entrada con el primer piso del instituto. Cuando la conocí, a pasos muy lentos me estaba
acercando a los 19 años, por un camino que parecía alargarse más, cuanto más avanzaba
hacia el imposible fin. Me impresionó su sonrisa y un perfume que pareció plastilina
cuando la besé en la mejilla. So, de La Renta. Y ese aroma me invitaba a abrazarla, a probar
cada lugar de su cara índiga. Ella administraba los ineficientes volúmenes que bien
acomodados se arroganteaban en las estanterías de la resumida biblioteca. Allí, sumergida
en contemporáneas literaturas, Evangelina cultivó fantasías de amores y de venganzas.
Desde libritos de Beatriz Guido hasta Otelo y Hamlet: ella incorporaba en el haber de su
corazón tragedias clásicas y ficciones con finales felices. Me bastó con verla para desear
inmediatamente ser su alumno favorito, entre todos los que estudiaban en el ya apropiado
Cayetano de santa Mónica.

La tarde en que la conocí no desperdicié ni un minuto y quise saber su edad. Los 42 años se
concentraban en toda su feminidad. Era pequeñita y con una figura emocionante. Profusa:
tenía alergias a cualquier bijouterie que no fuera de oro. Y se vestía siempre con trajes de
ejecutiva, que resaltaban todavía más sus caderas prodigiosas, insinuando la medida de los
glúteos hercúleos. Caminaba con pasitos cortos y rápidos. La biblioteca tenía un ojo de
buey en la puerta. Siempre que pasaba por allí miraba por el cristal convexo y la veía a ella
sellando libros de texto para saber qué estudiante vendría a llevárselo. Evangelina era una
mujer demasiado fina para vivir entre los normales. Llamo también normales a los
directivos, a los presidentes, a los profesionales que merodeaban en su alrededor luminoso,
así como también los audaces. Evangelina siempre llevaba la felicidad pegada en la
expresión. Su tarjeta de presentación era la gracia y la insaciable sonrisa. Ella siempre tenía
preparada una frase nueva, como los magos; y con la carta en la manga sorprendía a quien
charlase. Hasta cuando estaba atrás de la puerta, atravesaba el redondo cristal y me
impregnaba con su luz. Siempre me lo negó, pero estoy seguro de que interpretaba el papel
de quinceañera para juguetear con algunos de nosotros, permitiendo que nos acercáramos
más de lo que el vínculo docente y alumno nos permitía.

Durante los recreos siempre me asomaba a ver si no tenía la casualidad de cruzarla. Con
alguna suerte nos decíamos tres o cuatro palabras. Siempre con sus colgantinas y pulseras
de oro: y si uno estaba atento, la repercusión de sus tacones de corcho jugueteaba con las
cadenas y la virgencita y con sus pulseras, tocando una sexual orquesta, como si un ama de
casa sacudiera el termómetro para el hijo con fiebre y entre los microneanos interines del
arriba y abajo la pulsera-cadenita se chocara contra la maya del reloj. Y todavía más. A
veces soñaba con ella: venía a verme a la casa de rejitas negras y se hacía desear sin entrar.
Después: soñaba con su piel desnuda y casi morena. Cuando la besaba era fantástico. Era
como si respirase su piel, convertida en un voluminoso oxígeno. Cuando el invierno

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

introdujo en el total calendario el octavo día de agosto, aún no me había felicitado ninguno
salvo Heráldica, quien muy atenta me regaló el primer libro que leí de Wilde, El retrato de
Dorian Gray, cuyos interesantes ingenios subrayé como lo hiciera antes con El Aleph y otros
tres Borges.

Era al principio absorbente. Pero con los momentos se convirtió en una adicción.
Evangelina estaba feliz cuando se rodeaba de gente. Le quitaba maldad a todo. Tras esa
seguridad, Evangelina necesitaba expresar quien era. Yo aún no iba a conocer su cruz. A
veces la mencionaba, tal como yo contaba del coma. Al principio uno cuenta esas cosas
como si hubiera vivido una telenovela. Pero al pasar mucho tiempo aprendemos que es
mejor reservarlo únicamente para cuando alguien lo necesita. A Evangelina le resultaba
muy fácil la vida de los demás. Con los años descubrí el porqué de su alegría perpetua.
Siempre que estaba cerca de ella me derretía. Y me sentía un hombre más seguro, pues su
hermosura alimentaba mi inteligencia.

Fue en el primer recreo. Creo que aún quedaban algunos compañeros del aula cambiando
figuritas autoadhesivas. La había visto desde que cruzó bajo el proporcional dintel de la
puerta. Los ensortijados cabellos color del oro se alargaban gravitacional y sensualmente
cada vez que sus tacones de corcho sonaban en el piso. Evangelina vino exclusivamente a
mi mesa para darme una hermosa sorpresa. Era como presenciar un amanecer. El
¡Felicidades Ezequiel!, fue inesperado y reconstituyente. Aquellos eran los recreos de mi
sufrir. Siempre con ese hermoso perfume. Acomodó el muslo sobre el pupitre y el otro pie
lo mantuvo en puntita para seguir sintiendo que permanecía en tierra firme. Y así empecé a
soñar que Evangelina quería seducirme. Tenía la voz más rica del mundo entero. Irradiaba
felicidad y alegría. Me regaló un chocolate, cuya envoltura (igual que la operación
algebraica) conservé muchísimos años en la caja de Reebok.

Siempre creyó en el amor.

Había llegado un momento que pensaba en ella y sentía necesidades de verla. Sabía que
también trabajaba de noche en la biblioteca, con el ojo de buey chanfleando el regado de
las luces artificiales. Y -como me lo había ofrecido-, a veces iba al Fray Cayetano también
de noche. Subía a la biblioteca y me quedaba charlando con Evangelina hasta que se tenía
que ir. ¡Hablábamos tanto! Yo le nombraba libros de Borges de los que nada más me sabía
el título y otros tantos que ya había tenido el privilegio de haber entendido, pero también le
pedía para leer volúmenes que yo pensaba que habría si se buscaban, pero me fui curtiendo
en la desesperanza cuando un no tras otro cortaba mi equivocada ilusión de las bibliotecas
que había en los institutos de curas. Con el tiempo dejé de esperar encontrarme con libros
y autores dolinanianos. Y sólo iba para charlar con ella. Cuanto más jóvenes somos menos
nos duele quedar en evidencia. Será por eso que, como un perdido por perdido, con la
elegancia que tiene la dignidad del fracaso asumido, pues para seducirla con mis secretos
siempre llevé conmigo el aún no totalmente descuajeringado Los poemas de amor más bellos del
mundo, aquel que Noemí me había regalado dos años antes en un parque de Villa Domínico.
Lo abría siempre en Instantes, para leérselo con una emoción algo fingida. Luego ella lo
hojeaba más. Me leía poemas que aún no me interesaban, ya que a los 18 uno no se
entusiasma con las historias poco famosas. Entonces, cuando estaba solito en casa y abría
el libro de nuevo, les prestaba más atención, porque me acordaba de los labios de
Evangelina pronunciado crocantemente un diptongo o una sílaba más acentuada por sus

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

arrullos. A Evangelina le encantaba Táctica y Estrategia. Me lo recitaba en parte de memoria


cada vez que veía en el libro.

Mi táctica ser franco


y saber que sos franca
y que no nos vendamos simulacros…

Y cerraba la lírica tratando de imitar a una Sandra Ballesteros, de la cual sólo le salía
idéntica la voz:

Mi estrategia es en cambio
más profunda y más simple:
Mi estrategia es
que un día cualquiera
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites.

Y entonces Evangelina hacía algo que en aquel entonces no podía notar: aún con el libro
abierto en las manos, levantaba la vista hacia las estanterías más altas y tenía un suspiro
embelesado. Saboreaba algo, como la fantasía de una victoria, que por muy soñada que
hubiera sido se le notaba en los ojos una misteriosa satisfacción, una venganza que
consumaba con un secreto del intelecto que sólo ella podía saber. Pero aunque terminara
de recitar sus manos mantenían el texto abierto unos segundos más. El libro ya era viejito.
El lomo se había ido desgastando de tanto ábrete que te cierra. Y aunque conservaba todas
las letras, la tapa blanda era un papiro que fue chamuscándose con el imberbe paso del
tiempo, así también como por mis ansiosas leídas. Rejuntaba toda la antología con una
bandita elástica, que misteriosamente se trenzaba como los códigos de adn, creando en el
libro una cintura obtusa.

Después de deleitarnos con Benedetti, todavía sin haber cambiado de libro, Evangelina
miraba la antología y encontraba autores al azar. De inmediato me presentaba sus versos.
Era como si algún fantasma que vivía en la chiquitita biblioteca le hubiera dado una orden.
Y a medida que se iban las horas, Evangelina me preguntaba por los autores más conocidos
pero que yo no había leído aún, o si no la irritaba preguntándole por si no tendría perdido
en un estante polvoroso algún volumen de William James. O si no algún que otro alumno
pasaba por ahí a saludarla. Y yo me sentía impropiamente celoso.

También por aquellos días me encantaba ir al Parque Rivadavia -un tren larguísimo de
estanterías y puestos ambulantes que se ponían en fila india a lo largo de una plaza inmensa
centrada con un ombú, como una cereza decorando la tarta de aniversario-, donde se
vendían todo tipo de autores en libros ya utilizados. Creo que en ese año allí compré una
Odisea de 1931, que aún tenía la dedicatoria de un dueño. ¡Y qué misterioso que era aquel
librito! Casi todos los días avanzaba hacia la remota Ítaca ondeando los océanos de una
aventura impresa en pequeñísimas letras, algo así como el tamaño que tienen los caracteres

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

en esos libritos del tamaño de mi pulgar. Las hojas envejecidas parecían pertenecer a una
biblia de tan finitas que eran. Pacientemente doblé las trescientas y pico: me topé con el
caníbal gigante a quien venció Nadie. Y la entendí a Penélope, que tramposamente se
escondía de los pretendientes, excusándose tras una madeja infinita. Tenía un señalador
azul que se salía del lomo, igual a la cintita que cuelga de los cuadrados sombreros que al
graduarse los universitarios lanzan al aire. Con su tapa roja albergando la negra tempestad y
a una carabela de velamen podrido que la partía un rayo, Las Aventuras de Arturo Gordon Pym
me convencieron para darle mi respetuoso es un gusto a Alan Poe, quien me impactó
contando cómo fue que (por unanimidad del cuarteto de marineros), decidieron matar a
uno de la tripulación para que comieran los otros tres. El ingenuo, de Voltaire, con los sabios
pasajes que me sirvieron para escapar de una respuesta comprometida; William James vino
a casa en dos tomos y se marchó un mes después cuando descubrí que las líneas que me
había leído Dolina no se encontraban tan fácilmente. Y aunque no sé cuantos más, sí me
acuerdo de los Papini: El libro negro que comenzaba con “Le aseguro que no soy un
fantasma”; Gog venía grabado en góticas letras doradas sobre una tapa semidura y verdosa;
La historia de Cristo tentaba al público con un Nazareno medio caricatureado pero también
solemne. Y por supuesto, el libro que cambiaría mi vida literaria: era de la colección Jorge
Luis Borges y llevaba como título Palabras y Sangre, El piloto ciego, Lo trágico cotidiano. Allí
estaba Dos imágenes en el estanque, que fue leído por mi hermana antes que por mí, quien al
terminarlo me enseñó una mejor manera para disfrutar de la literatura, puesto que en esa
época tenía costumbre de leerme al principio lo que menos me iba a gustar, reservando
para el final lo mejor. Sentía que así deleitaba un postre exquisito. Pero mi Catalina me
abrió los ojos diciendo que quizás mañana me muera sin haber estudiado a un escritor que
seguro me iba a gustar más que todos los por leer.

Después del parque me iba al Fray Cayetano para pasar la temprana noche al lado de
Evangelina. Y le mostraba todo lo que me había comprado. Hablábamos principalmente de
letras, pero a ella le encantaba regarlo todo con un toquecito de la intimidad. En esos
tiempos no hablaba casi con nadie. Entonces le contaba mi historia, pero ella siempre se
reservaba las penas. Y así hasta que cerraba el colegio. Entonces esperaba hasta que
Evangelina juntara sus cosas y la acompañaba hasta la parada del bus que desaparecía sobre
la estirada Medrano yendo para el mugroso Liniers. Y hasta que se subía al autobús
conversábamos como si hubiéramos tenido la misma edad. Siempre estaba contenta.
Caminaba abrazándose a las carpetas, con el embuchado bolso negro colgando. Medía uno
cincuenta y siete. Un adornito que se ilumina bajo el velador, una ricura que me abrigaba.
Siempre charlábamos. Y ella se divertía con mis defectos, con mi marginación, con la
soberbia que me había dejado la enseñanza de mi dolor. Tomaba todo con alegría. Si en ese
entonces a Evangelina se le hubiese ocurrido enamorarse, nadie hubiera notado la
diferencia, puesto que ella era una enamorada de ser. Amaba sentirse una mujer deseable,
rizarse los bucles cada mañana o -si lo prefería- plancharse el cabello, vestirse para derretir
a los hombres, hablar para que la admirasen, usar el So de la Renta o el Volupté, masajear
sus pómulos castaños, o colorearse los párpados con sombra y rímel. Retocaba sus labios
con un poquitito de brillo.

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Suele Pasar

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Enseguidita de haber –como berreaba un gran amigo mío- “aterrizado” todos los genes
Hernández Nogueira en la calle Guardia Vieja, recuerdo que me salieron dos ramilletes de
acné con más relieve que el punto más protuberante en el gotelé de esta pieza. Era como
que mis granitos estaban tan ansiosos para conocer el mundo en donde vivirían, que a
veces nacían nuevos sobre otros granos que se me habían pinchado ya. Y todos juntos
ocupaban más que el cachete. Con la esperanza que le germinara el cabello, Homero se
masajeaba el cuero cabelludo con mezcolanzas baratas. Pues así yo probaba con todo tipo de
productos y consejos de abuela para que mi rostro erupcionado recuperase la piel de los
diecisiete. Mamá me insistía para que me pusiera el gel en vivo de la poco confiable planta
de aloe vera, cuyas espinas a veces me cortajeaban los granos que ya me ardían como la piel
escamada de úlcera. Compré productos de televenta (o venta directa, no me acuerdo) con
los cuales me entusiasmé más que mucho la primera noche que me los puse, pero dolía
igual cuando se hacía la defraudada mañana. Ergo de frustración en frustración iba saltando
hasta que llegó el invierno. Sin embargo yo encontré mi Dimoxinil en el descascarado
Hospital de Dispensarios. Quedaba en Sargento Baigorria y av Velez Sarfield. Me llevaba
el 109, un ramal en especial porque los otros se desviaban mucho. Iba los viernes por la
mañana. Era el único sitio de Buenos Aires adonde se trataba el acné con una eficacia
normal. Por eso cuando yo iba estaban las largas colas de granosos esperando encontrar un
turno. A veces se reventaban entre las uñas las cúspides nevadas de pus: casi no sentía
dolor en esos momentos, sino una placentera irritación al matar al enemigo de mi
autoestima. Sin embargo el sonidito del cutis partido era repugnante. Y a veces explotaban
hasta el espejo, y me quedaba chorreando un poco de sangre podrida por la mejilla. Pero
siempre esperaba a que llegara el viernes con un afán de libertad.

Como en rejitas negras, la casa también ponía las ventanas frente a un pasaje. Cuando
llegaba el viernes salía de la casa por las mañanas, igual que lo hacía Salvador para irse a su
sindicato cuando yo era chiquitito. A veces los cordones de la calle Guardia Vieja eran un
macizo cubil que se aletargaba detrás de la escarcha mohosa. En la manzana de Guardia
Vieja vivía un buen vecino que compartía el Octavio con el papá de Mara y no sé cuántos
argentinos más. Pero el colectivo tenía el refugio cruzando. En la parada vivía Bébe, un
viejo con cataratas que siempre me conversaba. Más allá de los 45 minutos que duraba el
viaje, estaba al Hospital de Dispensarios. En la entrada había una escalinata que tenía como
un piso de alto. Luego eran dos o tres pasillos con un número de puertas preciso, hasta que
llegaba a una sección de dermatología donde se trataba a los rostros que se excluían de los
cumpleaños.

Era un grupo de médicas extraordinario. Nos llevamos bien enseguida. Cada viernes por la
mañana, cuando entraba a la sala del tratamiento, me hacían notar que se acordaban de mí,
pues unas a otras se comentaban “Ahí llegó el principito”. Mientras los granosos
esperábamos nuestro turno en fila, una vez se presentó una desagradable que me hablaba
solamente para dar guerra: me preguntó si yo conocía el museo tal, pero me dijo “Llamá a
información”, cuando le contesté que ni idea. Yo en realidad no entendí que me quiso decir
“Jodete”. Cuando me convertí en propietario de un pie equino, cierto porcentaje de la
mente tuve que usarlo para pensar en cómo dar un pasito más sin dolor, o que duela
menos. Y en cambio he prescindido de la desconfianza, del quedar por encima cueste lo
que cueste. Cuando se fue la antipática todas me tranquilizaron mientras decían ja-já y se
meaban de la risa recordando lo que la resentida me había dicho. Entre las chicas que se

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

reían estaba Sabina. Sabina era una rubia que organizaba las dosis de nuestras arcillosas
máscaras. Aprendí de su buen humor, a tomarme las cosas a la ligera y aceptarlas
noblemente cuando no tenían remedio. El tratamiento era largo, para lo que se entiende
por largo hasta que cumplimos los veinte. Pero no me importaba. Me gustaba ir y sentirme
querido por esas médicas. Desde el primer viernes pedí un certificado, ya que entre el ida y
vuelta, el llegar a casa y el almorzar pues el asunto es que yo llegaba al Fray Cayetano media
hora tarde. Y aunque al tercer viernes llegaba a horario, como igual me servía para justificar
la tarde entera, pues yo me quedaba en casa y no contaban la falta a clases. Tenía toda la
tarde libre. Era como los días en que el cazador va a distraerse a la feria dejándole al zorro
un festivo. Pues para mí era lo mismo. Pero de todas maneras yo estaba esperando a que
llegara la noche para ir a la biblioteca hasta las doce y charlar con Evangelina.

Pero hubo un viernes que trajo malas noticias. Sabina me miraba con los ojos claritos muy
empapados, pero no dejaba que las lágrimas se escaparan. Salimos a la puerta del
consultorio para contenerla mejor y darle el ya-ya. Aunque en esos momentos uno no sepa
bien qué es lo correcto para decir, pues a falta de pan buenas son tortas y a falta de palabras
inteligentes para consolarle el alma a la viuda, pues tenemos a nuestra disposición el ya-ya.
Pero además del ya-ya tuve un gesto de cortesía que con la intención de que Sabina
recapacite sobre el marido que ya no estaba, así como yo recapacité por Celeste. Y como si
se tratara de una posta que aliviaba a los corazones bien familiarizados con la muerte, como
un título que va pasando por los apenados atletas de una misma Nación (El país de la
Necesidad de Consuelo), al viernes siguiente le confié a ella el segundo Principito que vi en
mi vida, pues había enviudado tremendamente y yo en esos momentos no estaba digiriendo
ningún mal. Nunca más volví a hojearlo, ni nunca más supe qué fue de ella.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

100 Db

Además de Mañana en el Abasto, los disparates que cantaba el Jaimito con su elegancia
fingida (aunque dependiendo del cantautor que plagiara, la personalidad de Jaimito iba
cambiando, pero en ninguna convencía del todo), los comentarios que hacían los de mi
edad sobre el mito de Luca (más mito por nuestra credulidad), el tan sincero que era
insolente “Rubia tarada”, el patriótico “Yo quiero a mi bandera”, que debido a la
coreográfica ferocidad podría bien haberse sentido como antipatria… y la pelada de Luca
que se había enraizado en el vox populi de toda la juventud cervecera, pues además de todo
eso -confiaba- que yo conocí muy bien al póstumo Sumo cuando ya llevaba dos años de
rehabilitación.

Fue también en 1996.

Cuando empecé a ir al Fray Cayetano de santa Mónica, por supuesto que no iba a tener
gimnasia. Yo creí que me iba a pasar como a los repetidores de mi Don Eufrasio, que los
eximían directamente, porque ya la habían dado en el año anterior. Sin embargo me
enviaron a que hablara con el profesor, un calvo que a pesar de su robustez aplicaba con
rigurosidad la doctrina del deporte; una persona que desde un primer momento exponía un
semblante cuyas facciones casi que prometían estar comprometidas con la verdad, el honor
y la resistencia. Yo siempre decía que iba a ser escritor. Y cuando le conté mi historia, me
citó para una próxima vez. Y cuando esa vez llegó, el hombre me propuso que a cambio de
la educación física yo iba a tener que redactarle el año y pico de vida que ya llevaba como
discapacitado.

A lo largo de 1995, más lo se había ido de 1996, yo ya había sumado más lecturas de lo que
era común para un jovencito, sin embargo mi redacción daba a desear más que mucho.
Aunque tenía mucha intención. Mi manera de narrar las cosas era a la literatura casi lo
mismo que los que no saben vestir son a la moda, lo que un principiante es a un buen
mago. Lo que un estudiante es al arte de la actuación. Aún así lo hice. Para contar mi
tragedia recurría a palabras y expresiones que no sugerían sensaciones de sorpresa. Con
suspensos cortos preparaba a los lectores para un desenlace trágico: quizás la peor de mis
crisis resultaba siendo la pérdida de una amistad, o haber insultado a mi padre con malparido
o alguna refunfuñería así. Pero para un lector básico no estaba del todo mal. La escasez de
buena prosa se compensaba con una abundancia barata que decía, finalmente, siempre lo
mismo.

El primer trimestre no me fue mal. Había trabajado con entusiasmo. Y obtuve un 9 del juez
contento. Eran como diez din a4 sin agujeritos a los costados. Y se las regalé a Evangelina.
Me parece que la noche en que se lo llevé leyó algunos párrafos delante mío. Pero jamás me
hizo un solo comentario al respecto. Nunca supe si lo leyó, ni tampoco si le había gustado.

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En el Fray Cayetano, junto con Evangelina primero de todas, Auxiliadora Vincci -quien el
primer día nos aclaró: “No, no… es sin “Da”, sólo Vincci”-, teníamos otro favorito que se
llamaba Quinto. Daba Filosofía. Y una clase en que nos aprovechamos de su pensamiento
para perder el tiempo opinando sobre el tan soñado amor, Quinto nos dijo:

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

- Es lo más parecido a la admiración.

Hoy pienso que, inexorablemente, el gran amor necesita romperse para ser recordado así.
Ningún amor verdadero será cómodo. Para vivir un amor tendremos que estar dispuestos a
sufrir con la misma intensidad que hemos amado. De lo contrario recordaremos toda esa
etapa como algo sin mucho condimento, como un plato de largos fideos con sal pero sin
manteca ni tampoco salsa: un vaso de agua sin sentir sed, al que despreciaríamos si
fuésemos como camellos abastecidos. Para recordarlo como tal, el amor verdadero debe
dejarnos en hondura heridos. Los amores que merecen recordarse deben causarnos mucha
tristeza. Si un amor ha sido verdadero siempre nos arrepentiremos cuando su cara llegue
hasta nosotros desde algún punto de la historia particular… pues nunca habremos hecho
todo lo que se pudo para conservarlo.

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Extrañaba los tembleques bancos de mi Don Eufrasio, al diestrísimo Santos Gé, a mi


marimorena, al insulso aunque almado Pepurcio, echaba muy de menos allá, donde por un
defecto de las listas de alumnos que iban a la estatal, todos nos cheábamos con el apellido
al lado. Sin embargo también tuve compañeros memorables en el Cayetano de Santa
Mónica. Nunca me lo tragué a un tal Victorino, uno que se había acomodado junto al más
ingenioso, otro chico pero de pelo corto al que todo le salía bien. Victorino era un estirado
que se hacía mucho el reo, ya que se habría enterado de que conquista más un 6 obtenido
con poquitos recursos, a un excelente ganado por pura capacidad. En cambio el bienamado
no aparentaba nada; su nombre no me lo voy a acordar sin esforzarme, pero sí que se
apellidaba Vozmediano. Vozmediano era el más compinche de todos. Lo rodeaban
inteligentes. Había un tal Gustavo Ebreño, quien una vez me pidió Edipo para leerse pero
cuando me lo devolvió no quiso entrar a casa para darme las buenas tardes. También
estaban otros mejores, de quienes no recuerdo ni el nombre ni el apellido. Si no me
equivoco era Narciso. Sí: Narciso Vozmediano.

La primera vez que nos hablamos nos íbamos de mi adoptado Instituto por una escalera
que no era caracol, pero que igual doblaba unas cuantas veces. Ya nos íbamos a casa. Y yo
le regañé por haberme llamado campeón, puesto que en ese año me había quedado una
nostálgica resaca por lo que había dejado atrás, y siempre mi estado menos peor era el de
ser un engrupido. También recordaba a El joven Lennon, un librito de editorial Edie Sierra,
donde aclaraba que entre los compañeros del Quarry High School se tuteaban iguales a los
de mi industrial -mi entrañable Don Eufrasio-, pues ya tenían las memorias acostumbradas
a la llamada de los profesores, quienes nunca se arriesgaban a solicitar al alumno por el
primer nombre, para no perder tiempo, si acaso dos se llamaban igual. Entonces para 1996,
cuando me preguntaban, decía que solamente me llamaba Nogueira. Hasta cuando me lo
preguntó Evangelina le dije así, la primera vez que la vi, que incluso se sonrió por mi
tontería y me discutió con especial consideración los valores y la arrogancia; pero al otro
día lo averiguó mirando los partes de los presentes. Y me burló saludándome con un
sobrador “¿Qué tal, Ezequiel?”, tal y como yo lo sobraba a Santos Gé con el Humberto,
por supuesto con la misma intención y como para demostrarme que, al menos con ella, yo
no podía salirme con el antojo.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

El Joven Lennon lo terminé de leer en mi segunda visita al mar, cuando me fui a Miramar a
vivir una semana en un castillo que se había mandado el papá de Jaimito -el segundo
Agustín en esta historia-, quien gracias a Dios tenía el mismo RH que yo. Y en una
emergencia donó su B negativo junto a mi padre y a otro que vino de voluntario hasta el
Urquiza, una noche que no me entero si me moría o fue que le debía sangres al depósito
del sanatorio. De aquello más para acá, el bueno de Vozmediano me hizo sacar un diez en
una tarde de física, cuando yo no me acordaba de una fórmula para la prueba. Entregó una
hoja a mi nombre sin imitarme la letra. Vozmediano tendría que haber sido novio de
Sonsoles, quien aunque no me acuerdo si era tan buena en las matemáticas solamente
sacaba dieces. Victorino, en cambio, novio de Galatea.

Como no podía escribir al ritmo de la filarmónica de Bics y plumas que tocaba en todos
nuestros dictados, pues entonces era que yo debía fotocopiar carpetas y apuntes, ya que la
motricidad fina derecha se me perdió en las arenas de la hemiparesia omnisciente. Casi
seguro que aquella joven me ayudó para honrar sus tercos códigos del cristianismo más que
porque yo le cayera bien. Galatea no siempre tenía la letra hermosa. Algunos días, cuando
fotocopiaba las tareas de historia o de economía, la excelente y preciosa cursiva de Galatea
Valsangiacomo requería de dos o tres leídas mías para expresar el significado de los
sustantivos, o el cargo militar de algún prócer. Así fui aprendiendo a imaginarme pequeños
sainetes domésticos cuando, en dos materias que se enseñaban en los extremos de un
puente que separaba las clases con el sábado y domingo y lunes, en las letras de Galatea se
observaban desigualdades. La incomprensión de las vocales cerradas, o la confusión entre
la enrulada erre y la enana uve, o la imperfecta culminación de las oes reposteras, reflejaban
que los ambientes de su hogar no eran siempre los mismos. En las repentinas dislexias de
sus indiferentes predicados participaban subliminalmente las desaprobaciones de un padre
que sobresalía por la exigencia. Los días que me dio trabajo leerla yo debí haber vaticinado
una sobremesa gritona después del último trozo del pollo en salsa; o luego del postre
infaltable, debí imaginarme que la economía vacilante fabricaba inútiles histerias en el alma
de los rectores padres. Cuando las vocales abiertas hacían cortocircuito en el trazo de su
cierre, significaba que Galatea se había enamorado de un joven inapropiado para el círculo
aquel, donde la vida la designó a crecer. Galatea había elegido nacer entre formales y
amenos.

Aunque no se sentaban juntas, Sonsoles y Galatea eran muy, muy amigas. Era extraño:
aunque eran las más llamativas, ninguna de las dos era perfecta. Sonsoles de ojos celestes
pero castaña; Galatea era en cambio rubia pero con ojos café. Una era exuberante en busto
y la otra en sus piernas. Pero ya con dieciséis años, enamoraban a chicos de 23. A Sonsoles
hasta la fueron a buscar a la casa y tuvo el honor de rechazar a uno que nos hacía las
fotocopias, quien ni lento ni perezoso después de la diplomática otra vez será que se zampó,
pues fue detrás de la bella Galatea para sacarse el mal sabor del rechazo. Pero con ella tuvo
la misma suerte. Y ya no le quedaron opciones para el desquite. Las dos eran las mejores, y
las dos se enojaban cuando les decía Posadas o Valsangiacomo

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Habría sido por junio o por julio del mismo invierno que precedía a las fiestas de aquel
verano. De lo que me había reído con el obrero inválido, o con el cínico plan dental, que Lenny
repercutía bajo la calva y los dos pelitos cruzados, Los Simpsons ya habían perdido el genio
de sus guiones y pasaron de ser una obra maestra de la sátira y la picardía ingeniosa, a una

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

continuidad de diálogos mediocres que se arriesgaba al buen humor dos o tres veces por
capítulo nuevo, nada más. Aquel año de 1996 yo estaba esperando la nueva temporada de
dos programas: uno, los familiares Simpson; el otro era Cha, Cha, Cha. Curiosamente y a
pesar de nuestra mutua antipatía, la bola se corrió sola hasta la floja casilla de mi curiosidad,
y averigüé que este Victorino tenía las mismas ganas que yo de ver los nuevos programas
del genio y gordo Casero. Excepto por las cansinas emisiones de la Fox, que repetían Los
Simpsons tal como vi repetirse Tex Avery cuando era casi un bebé, pues el kilombero
dibujito tanto como Cha, Cha, Cha se emitieron los dos en canales abiertos y las dos
temporadas sucedieron casi con la misma frecuencia. Y también otra coincidencia funesta:
el inteligente humor de Alfredo Casero y Fabio Alberti, sufrió un descenso por pretender
escalar. Ya no era la improvisación en los escenarios vacíos lo que me hacía reír. Cha, cha,
cha, había perdido el encanto de su espontaneidad casi absoluta, del atrevido formato del
trapecista sin red, debido a las trabajadas decoraciones con las que vestían sus escenarios.
Aunque no sé si un artista que tiene el don tan crecido como para inventarse un cabo Jesús
Chechile, con el tiempo no se aburre de hacer siempre los mismos chistes: y así como el
escritor que escribe y escribe necesita que en su prosa germinen adjetivaciones cada vez
más precisas y predicados mejor compuestos, pues de la misma manera sea que el payaso
circense dos por tres cambie el acto para no morirse de aburrimiento.

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Como teniendo miedo de interrumpir a la sinfónica, cebé cautelosamente el último mate


para que la pava hiciera menos ruido que nunca. Melodramáticas líneas puse al servicio de
otro desenlace. Si fuera posible anotaría toda esta historia en mi apurado epitafio. Es que
los humanos somos tan vanidosos que esperamos seguir en el show aún luego de habernos
ido. Por ejemplo, a los accidentados nos gusta creer de que existe un Sino rigiéndolo todo.
No queremos pensar que hemos tenido responsabilidad en las decisiones que nos hicieron
ir hasta nuestra desgracia: los obsesivos somos algo así como el necio toro yendo a la capa. Sin
embargo, a medida que corre el tiempo, se nos acumulan en nuestra historia un número
finito de coincidencias que se repiten, y la búsqueda de su significado nos acorrala en la
conjetura de que las melodías tocadas por el azar tienen detrás a un Orquestista que juega al
titirimundi con la volátil sustancia de nuestras vidas. Una menospreciada canción que se
compuso en los últimos metros que anticipaban a una banda más adelantada, encanta la
boca de mi estómago, ya sobresaturado de las partituras de Young y de Dylan. Pero esta
noche quisiera detenerme más en las rabiosas vocales de Luca Prodan, ya que al principio
me sonó rara la acústica de Años, un tango cuya letra condena nostálgicamente el paso de
nuestro tiempo. Luca interpretaba otra versión, cuya composición sólo le fue fiel a algunos
contados versos del tango. Llegó un punto en que Sumo se convirtió solamente en Luca, el
pelado, cuya exótica personalidad interrumpía las demás presencias del grupo. Aunque
todos lograron su popularidad luego, sólo el cantante acumulaba entrevistas mientras Sumo
duró. Esta vez, Años comenzó con dolorosas afinaciones mundanas.

El tiempo pasa
Nos vamos poniendo tecnos.

Tuve que escuchar cuatro veces el verso, para entender que Luca no dijo viejos, como
aquella canción lo dijo en su primera letra. El eléctrico ritmo avanza y por cada segundo se

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

consolida la sensación de batalla. Como el brujo ya poseído que invoca espíritus, sorprende
cada comienzo de la cantata. Luca entona vociferando desde el segundo verso, logrando
que su dolor se note, reprochándole al Compositor Invisible que le haya tocado un destino
diferente. En algunos momentos las letras son más una onomatopéyica mezcolanza de
aullidos, pero vuelve a la coherencia, como para enterarnos de que toda su filosofía tiene el
sentido del desamor. Y que todos aquellos gritos fueron la representación de una laguna de
lágrimas contenidas. Por detrás, la batería conjuga permanentemente con los alaridos,
tocando unos bombos que descansan en el estallido del redoblante. Aquella voz es una
crítica que va contra de lo que las masas exteriorizan pero no son, y por supuesto desafía a
los que aparentan mendicidad, pero con el paso de los años se les descubre viviendo en
hogares donde no falta nada. El cantante de Sumo era un excéntrico inglés llamado Luca
Prodan. Quizás Luca Prodan emplease el término tecnos como un código que simboliza
nuestra detestable inclinación por la renuncia a los valores más idolatrados de nuestra
juventud, para que nuestro espíritu ande en pos de una detestable practicidad. Esto también
es ruin, pues hace que elijamos a una mujer servicial en vez de seguir buscando a la amada
de nuestros sueños. Y así, por conseguir una vida estable, matamos todo aquello que
fuimos. Como si comprásemos una sensacionalista oferta cumbianchera, puesto que no
llegamos por céntimos a conseguir la remasterización de Artaud. Y algo más y por último
respecto a Sumo: lo estudié varias veces mirando una grabación que me hice del heroico
programa de María Eugenia Molinari. Y cuando Pedro Trogglio convulsionaba los
notariales palillos de la batería concreta, se le notaban las venas de los antebrazos y bíceps.
Y comenta Trogglio:

- Luca me miraba y me veía así, sudado y con los músculos remarcados y me


decía que “Vos y yo tenemos que agarrarnos a piñas, nos vamos a hacer más amigos”.

De ese documental recuerdo muchas cosas hermosas. Era nostálgico y crudo.

El Derviche solitario se interna en los desiertos para que la desolación le haga sentir la
crudeza de nuestro existir. Es por eso que a su regreso le parecen despectivamente vulgares
las etiquetas de la civilización israelita, y en su sangre roja siente la inexcusable necesidad de
completar el eterno rompecabezas del conocimiento humano. De la misma manera cantaba
Luca.

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Si

Quizás porque nunca pensaba en tonterías para hacer reír a mis compañeros, era que a la
salida de mi Fray Cayetano yo me apartaba de todo y todos. Entonces me sentía más atento
para notar las rarezas que por un segundo se sobreponían a lo rutinario de alrededor mío.
Era algo así como cuando pasaba por el puente Pueyrredón durante los atardeceres de
noviembre, que para sentir menos la pestilencia del Riachuelo nos concentramos más en el
sol de las siete y media. Entonces el calorcito me hacía sentir un verdadero loto entre los
preocupados trabajadores que viajaban como sardinas en los 98s atiborrados. Era como si
le hubiera hecho un impertérrito caso a Ruyard Kippling en su metódico Si:

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Si guardas en tu puesto, la cabeza tranquila,


aún cuando a tu lado todo es cabeza perdida.
Si tienes en ti mismo la fe que te reniegan
y no desprecias nunca, las dudas que ellos tengan.

Si esperas en tu puesto,
sin fatiga en la espera.
Si aún engañado, no engañas,
ni buscas más odio en otros,
del odio que otros te tengan.

Si eres bueno y no finges ser mejor de lo que eres,


Si al hablar no exageras lo que sabes y qué quieres.
Si sueñas, y los sueños no logran hacerte esclavo suyo.
Si piensas y rechazas aquello que en vano fue pensado.

Si tropiezas con triunfos, si tu derrota llega,


y a estos dos impostores les tratas de igual manera.
Si logras que se sepa la verdad de lo que has dicho,
a pesar del sofismo del orbe encanallado.

Si vuelves al comienzo de la obra perdida,


aun si hubieras demorado en ella tu vida entera.
Si arriesgas en un golpe, lleno de alegría,
tus ganancias de siempre, a la suerte de un día:
y pierdes, y te lanzas de nuevo a la pelea,
sin decir nada a nadie de lo que es y lo que era.

Si logras que tus nervios y el corazón te asistan,


luego aún de su fuga, de tu cuerpo en fatiga,
y se agarren contigo cuando no quede nada,
porque tú lo deseas, lo quieres, y lo mandas.

Si hablas con el pueblo y guardas tu virtud.


Si marchas junto a reyes con tu paso y con tu luz.
Si en nadie que te hiera tú la herida sintieras,
Si todos te reclaman y ninguno te precisa.

Si llenas un minuto envidiable y cierto,


de sesenta segundos que te lleven hasta el cielo:
Todo en esta tierra, será de tu dominio,
y mucho más aún: Serás un hombre, hijo mío.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Me sentaba en las escalerillas anaranjadas que iniciaban a la plaza de Almagro algo más
limpiamente que el resto de toda la capital. Sentía ser Ismael en la cofa del Peequod: en el
océano de lo social podría ver a los satisfechos profesores saliendo del Instituto; o divisaba
algún peinado inusual en la picada marea del alumnado volviendo a casa; mi alma gritaba
¡Tierra! cuando de vez en cuando reconocía los bucles de mi queridísima Evangelina, que
abandonaba sus trincheras de libros hasta la próxima mañana.

Así fue que comenzó a llamarme la atención un muchacho que despachaba en una casa de
electrodomésticos, a dos o tres timbres de mi Fray Cayetano de Santa Mónica. Notables
rulitos suaves que invariablemente se estiraban y contraían con cada paso, como si fueran
resortes trabajando a los pies del coyote, cuando quería alcanzar la altura de una montaña
para manyarse al correcaminos. Este trabajador cruzaba las calles pareciendo un pato en el
agua. Sin desacelerar la marcha les hizo señales de stop a los autos, como un indio
haciéndoles jáu. Y todos los conductores esperaban hasta que él pase, como si se hubiera
tratado de un desfile de azafatas yendo a abordar el avión. Iba y venía de la floristería de
Elías hasta lo de Cachito.

Cachito digería a las clientas en un almacén que quedaba al lado de la floristería. Era un
hombre de metódico temperamento. Usaba gafitas como las de papá. Era flaquito, largo y
noblote. No lo irritaban las bromas ni la política. También había estado inconsciente dos
meses, cuando los años más buenos lo bendecían con una juventud normal. Y cuando
alguien le preguntaba si el comatoso no le dejó secuelas, Cachito empezaba su frase con un
“¡Y!” muy tranquilo, como dando a entender que hubiera estado bien de esperarlo. Pero
Cachito terminaba suavemente la idea con algo que en ese instante no comprendí del todo.
Cachito decía que Alguna neurona renga me quedó.

A las personas les parece lógico que los incendios dejen cenizas. Quizás es por eso, o
quizás porque esa curiosidad se haya convertido en el vox populi de los casos graves, pero
pasa que al enterarse de que alguien estuvo mal, la gente se queda buscando algún defecto
en el físico, como si los accidentes estuvieran obligados a dejarnos un miembro amputado
de souvenire. Cachito tenía la misma secuela que hoy tengo yo: el lastimoso recuerdo de los
cuadripléjicos que de rebote desarrollaban bíceps en las paralelas. Fue terrible ver a los
chicos levantando las piernas miles de veces en la camilla de la kinesio, para que al final el
sueño de ser el mismo de antes se les desmayara cuando el cruel clínico les advierte que
mejor no van a poder estar. La rehabilitación deja heridas más hondas que el accidente en
sí: corazones frustrados que nunca más van a creer del todo en las promesas con que la
medicina persuade. ¡Me contaron tantas historias! Por ejemplo: de por vida silla de ruedas
por haber impactado mal contra el agua, luego de hacer pirueta en los trampolines. Delante
de todos nosotros, el hermoso Demián se daba cachetazos en la vejiga para estimular el
circuito muerto de su orín: Demián fue el primer paralizado que me habló de la energía en
cada célula. A pesar de sus piernas inservibles jugaba bien al ping pong. Una vez me llamó
a casa preguntando porqué había faltado al Centro. “Nunca dejes de lado tu parte artística:
“¿Cómo es el sol?”, le preguntaba a mi madre cuando todavía estaba internado”, me dijo un
día Demián. En el Avelino Gutiérrez vi casos violentos: había un tal Carlos que con una
paraplejia especial destilaba los egos enganchados a las almas de sus familiares más
inmediatos. La madre lo agarraba seguido de los cabellos porque en Carlitos brazos y
piernas no tenían tendones lo suficientemente elongados como para obedecer al idiota del
enfermero. Y en cuanto al comerciante: el negocio se llamaba “Esencial”. Siempre estaban
tomando mate: parecían rollingas de una segunda edad. Se sentaban en la vidriera de una

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

carnicería que atendía el pelado llamado Ernesto. Ernesto fumaba un Winston por día. Se
los acercaba un familiar en los cartones de 200 tabacos rubios, creo que se los traía de
Paraguay o algún otro limítrofe de por ahí. Como Humberto me dijo que se llamaba
Humberto, este Ernesto -a la quinta vez que me vio sentado a su lado- me confió que más
o menos hasta los treinta fumaba mucho, pero que cuando las hormonas se convirtieron ya
no sentía necesidad. Y para no despreciar el regalo, Ernesto sólo se deleitaba fumando uno
después de la cena.

Siempre estaban riendo.

Y en cuanto al superficialmente conocido alumnado: Cuando salían a la calle las chicas del
Fray Cayetano jugaban a ser más locas de lo que eran en realidad. Una tarde, desde mi cubil
a la intemperie, me detuve a mirar a una que se había puesto a revolotear el jumper para
fingir que estaba haciendo un imposible streep tees. Como si alguno en el recital de Páez
aventara en círculos la musculosa para avivar el multitudinario ritmo de “A rodar mi vida”,
y justo en lo mejor de las notas se le escapara la prenda. Pues el caso es que la azulada
indumentaria de Sonia trazó la trayectoria de un arcoíris hasta que aterrizó a los pies de mi
observado dependiente, quien coronó la escena bromistamente, preguntándole a Sonia si el
jumper ¿se te escapó?, pues aprovechó que ya conocía el nombre de la estudiante. Igual que
las anécdotas contadas por Juany Posadas tenían como base a los tentadores do mayor de
sus contagiosos ja-já, todas las demás ociosas pimentaron la escena con pellizcos de ¡Sonia!
¡Sonia! en todo el semicírculo que dibujó por el aire la vestimenta.

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Hiedra

En el amargo 1996, la cantidad de hobbies que ya no podía satisfacer, comenzaba a sentirse


como una brisa de vacío que me atravesaba el alma. Fue como si de repente alguien muy
querido desapareciera. Entonces, para aliviar todas esas faltas, aquellos lutos se
aglomeraron en una atolondrada pasión por las distintas literaturas y sus etimologías. Fue
así que enseguidita me llevé bien con Heráldica: una erudita estudiosa que hoy es experta
en filosofía y letras. Heráldica Peñafiel era tan alta como Galatea, quien apenas era más
bajita que Posadas, a quien seguramente le hubiera gustado más Sonsoles a que le dijera
Son. Pero de todas maneras no se quejaba tanto como la Valsán, quien con tono histérico
me corregía con su “¡No me digas Valsangiácomo, me llamo Galatea!”. Así me regañaba
cuando la llamaba por el apellido. Debería ser como los gatitos que ronronean más con el
dueño porque tienen confianza: así Galatea se sonreía cuando el famoso Vozmediano le
decía “¡Qué hacés Valsán!”. Sonsoles en cambio siempre estaba contenta. Se sentaban una
atrás de la otra. Y si hubiera tenido esta edad, pues de seguro decía que ya se insinuaba el
Lycra bajo sus jumperes cortitos. Sin embargo a la hora de visitar amigos, yo siempre iba a
la casa de Heráldica Peñafiel. Igual que en lo de Mara, allá en la desintoxicada Don Bosco,
donde la casa me hacía acordar a mi Gran Canarias por el paralelismo y la cercanía a las vías
del Roca, pues las atmósferas en la casa de Hera resultaban acogedoras. Y más acogedoras
por una familia que inspiraba tranquilidad.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Estaba María Luján, hermana de Heráldica, quien tenía cara de contenta y acostumbraba
reírse mucho. María Luján era la mayor: luego, como en la casa de Adrián Giunguetto, que
siempre se escuchaba como cortina musical de la familia el correteo y la algarabía de los dos
hermanitos, pues en la casa de Heráldica también estaba Alexandro, quien jugueteaba con
Imanol, quien a pesar de su edad también le gustaba hablarme y desafiarme en los
ajedreces. Alguna tarde de fecha ya olvidada nos subimos a la terraza y pusimos el tablero
en un pilarcito viejo. Como intuyendo de mi pasado, como si sus ojos índigos leyeran
claramente mis pensamientos, sin coincidir con el tema que veníamos comentando, Imanol
una vez me preguntó si nunca había mirado Tex Avery. Y comentamos algunas caricaturas,
como el Droopy que protagonizó a un sheriff suave, quien les hacía maldades a unos canes
ladrones, quienes a su vez se aguantaban los gritos hasta llegar a la cima de una colina que
no estaba ni lejos ni cerca, porque si llegaban a tirar una alfiler al piso el comisario real se
despertaba, quien a su vez tenía bajitas las baterías de unos audífonos y no hubiera podido
advertir el robo que los sabuesos querían hacer a la inmensa caja fuerte, quienes a por su
segunda vez tampoco escuchaban nada por tener rota la batería de los mismos audífonos
que quizás compraron en la misma ortopedia que el comisario y también que Droopy:
quien a su vez cierra el círculo de sorderas con unas risitas estilo Patán honesto, para
decirle al cámara finalmente:

- Don´t look at me, boys.

Pues sí: después del inteligente Imanol, Heráldica a Alexandro le decía Alejandrito. Quizás
por lo tierno o quizás para no confundirlo con el papá. Así como me gustaba viajar hasta lo
de Mara para conversar dos palabras con Octavio, o si no para oírlo cantar Sui Generis o
Era en abril, así como me gustaba ir hasta lo de Fabricio para verlo a su hermano Germán
haciendo payasadas de más maduros, pues a veces también me gustaba ir a lo de Heráldica
para nada más saludarlo al padre. Cuando lo conocí aún no se había dejado crecer la barba.
Cantaba muy bien, como Octavio:

Canta conmigo, canta


Hermano americano

Me impresionaba un poco la admiración que tenía Heráldica para mirar al papá. Pues recién
ahora yo puedo pensar en las cosas buenas que tiene el mío. Sin embargo a sus 15 y 16
años, Heráldica siempre incluía al padre en los méritos del entendimiento. Nunca olvidaré
un pequeño aunque notable indicio de envidia que viví, una noche que propuse a Heráldica
que hiciéramos crucigramas. Entonces -no sé porqué-, ella me comentó que los
crucigramas “Le salen bien a papá”. Fue parecido a ese vacío que me atravesaba cuando
tenía ganas de correr. El papá de Alexandro, el otro, Heráldica e Imanol, se llamaba
Alexandro también. Y una noche me habló del amor. Me gustaba escucharle hablar de su
vida, de las anécdotas que relataba con toda emoción. “Entonces un día me di cuenta de
que amaba a mi mejor amiga”, y señaló a la mamá de sus cinco hijos.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

A Efrén Vargueños lo conocí en un grupo que se llamaba Hiedra. Era los sábados a la
tarde; a los chicos de mi Fray Cayetano se les ocurrió formarlo más o menos cuando los
boletines ya habían enterado a los padres de nuestra conducta y estudios por el primer
trimestre. Me había invitado mi amiga Heráldica, que –a diferencia de la otra- no se enojaba
si le decía Peñafiel.

Hiedra era la práctica de todo lo que aprendíamos en el catecumenado. Porque también


nos preparábamos para los sacramentos. Se visitaban los orfanatos, los hospitales y quizás
si me acuerdo bien alguna villa miseria. Hiedra estaba coordinado por un tal Luciano, un
flaquito onda Vicentinni pero más alto, que de bigote usaba una crítica pelusita a lo
Zubirías. Pero tanto aquella como lo demás de su aspecto lo llevaba mucho más alineado.
Luciano era un año más que mis compañeros de cuarto, pero tenía uno menos que yo. Pero
a pesar de su juventud unas entradas considerables iban proponiendo la prematura
mediacalvicie. Luciano era una hippie ególatra, no como Cristián. Cristián era un batido que
mezclaba los coloridos pañuelos del hippie con la desenvoltura de los leales rollingas.
Estaban Héctor y Valiente: dos hermanos que no eran gemelos por haber salido de partos
consecutivos. Aunque sobre todo en inteligencia y bondad eran parecidísimos. Y un
parecido más: creo que en diferentes peregrinaciones cumplieron con el papel de Jesucristo.
También caminaba con nosotros el crespo Isíes, quien a pesar de su inteligencia tenía
gustos musicales no muy curtidos; también le gustaba mucho leer. Isíes me jugaba sencillos
ajedreces en los tableros de Guardia Vieja, jugadas que anticipaban dos movimientos
máximo, pero igual me ganaba a veces y otras iguales perdía. Y al poco tiempo ya era una
visita esperada en casa, cuando me sentaba enfrentado al lomo de los seis Borges. Era de
virgo pero cumplía en agosto. Nunca hablaba de nadie ni mal ni bien. Era devoto de los
Chalchaleros y Los Wanka Wa, así como también de las buenas lecturas. Le presté El Joven
Lennon, y le conté la historia de Miramar. Al cabo de un tiempo, compartimos la única
muerte que tenía el libro como la parte más conmovedora de la cortita novela. Creo que mi
amistad lo influenció con Sui Generis, así como también con autores que quizás no estaban
en los planes de su intelecto. Creo también que él fue el único tan devoto como lo era yo
de mirar aquellos 30 años de rock argentino. Después de Sui Generis investigó a León
Gieco, hasta que navegó por toda la discografía de Luis Alberto Spinetta. Y cuando lo
encontraba nos comentábamos la música que habíamos escuchado desde nuestra última
conversación. Isíes, sí, fue una gran compañía. Pero, como suele pasar en la juventud con
las cosas importantes, yo había menospreciado sus charlas. No es que lo hagamos por
malos sino que -en estas edades más que contemporáneas-, hasta los 28 o 30 aniversarios
pues por los siete cielos nos llueve una cantidad innumerable de ilusiones prefabricadas, ser
por ejemplo ganar un trofeo en fútbol, colonizar un título de abogado, o hacer cima en el
austero Everest de la competencia informática, o en un Himalaya, cuyas obtusas pendientes
se encuentran minadas por los cantos bien afilados de una carrera de actor. Entonces nos
desconectamos de lo que es verdaderamente importante. Isíes fue con quien más pronto
comencé a hablar.

Después había uno a quien Isíes lo llamaba “Tiro Loco”, pero aunque era un estudiantil
homenaje al burro de Hanna Barbera, Isíes lo decía porque las mentiras que abundan en la
ridiculez -dicho en argentino- son “tiros”. No le salía el canchero: Rabadilla era todo un
ejemplar a la moda. Una equis jugaba a la escondida entre los caracteres de su primer
nombre. Sus dimes y diretes eran mejor disparates. Siempre andaba contando anécdotas de
sus éxitos. Rabadilla tenía fe en raparse todo el cabello menos un jopo y un mechón de tres
centímetros que se había trenzado en calidad de promesa y que únicamente se iba a cortar

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

si mi Señor le cumplía el deseo. Pero ojo que cuando ningún compañero lo veía, seguro se
destrenzaba y vuelta a trenzarse, para desenredarse galletas y lavarse mejor la caspa. Era
mentira toda su historia. Pero lo hacía para que lo veamos, como para que nos interesemos
por él, una especie de Penélope que tejía para que no la molesten, pero que en las soledades
no hacía nada para que el tejido se alargue un poco. En el invierno, siempre que salíamos
del colegio, Rabadilla caminaba conmigo hasta la casa de rejas blancas. También fue él
quien me había conseguido los libros que Dolina recomendó, pues tenía a su hermana
trabajando en la Biblioteca Nacional. Gracias a Rabadilla he leído a Nietzche, Humano,
demasiado humano; y también algunas páginas de Severino Boeccio, que como la mayoría de
las cosas que son indicadas para nosotros, pues La consolación de la filosofía se anticipó en el
arribo al machucado muelle de mi vida.

La mayoría de los chicos chismoseaban sus cosas en grupo, pero al contrario de lo que yo
solía hacer con mi Sebastián o más con el marimorena, pues a ellos no se les escuchaba
escribiendo una sátira teatral con los defectos que resaltaban en los demás. Al menos no
tan alargada como los versos de una Odisea siguiendo al punto y final de la vehemente
Ilíada. El caso es que a mis oídos nunca llegaban tales rumores. En ese entonces yo andaba
más negativo que el Risto de las babosas oté. Yo, en ese año, fui al alumnado de mi
instituto lo que era el Grinch para Villa Quien.

Pues más que menos, esos fueron mis amigos en 1996. Y yo los observaba a todos ellos
para ver por donde se abría una fisura y poder así integrarme a los grupos. Siendo amigo de
Heráldica era como empezar la mano con flor. A mí no me hablaban muchos
desconocidos. Sin embargo -y aunque de todas formas les escuchaba en silencio-, había tres
o cuatro que a veces se me acercaban. Sin más intención que hacer tema, este trío de
desconocidos me hablaban de temas a los que no les encontraba felicidad. Rabadilla no me
habló mal de nadie hasta que sintió que conmigo estaba entrecasa.

Tal y como me había apresurado para juzgarlo a Diego Américo Equía, que me dejaba
llevar por la brisa de las demás opiniones, pues con aquel Efrén del grupo Hiedra me había
pasado igual. Hasta que una tarde de sábado hablé con él. Pero guiado por las habladurías
de los más y también los menos sobresalientes, al principio lo miré con un recelo inculcado
casi por ósmosis. Cumplía los años el mismo día que yo. Más que moreno como Isíes,
Efrén daba la impresión de estar siempre bronceado. Piel gris. Y mientras el año se hacía
cada vez más caluroso, la casualidad siempre me ponía en los caminos de Efrén o a él en
los míos. Quizás los sábados más que nunca porque nos veíamos en Hiedra. Pero a veces
viajaba hasta el centro y mientras me iba a Medrano a esperar que pasara el 4, de repente se
aparecía Efrén vestido con su campera negra bien abrochada; en el cuello se asomaban la
corbata y la precisa solapa del saco sport encima de la camisa punteada. Entonces se
quedaba conmigo hasta que el colectivo venía. Se sentía como si Rayo estuviera a mi lado
mirando el atardecer que les caía sobre las estresadas cabelleras a los transeúntes porteños.
Efrén tenía una esencia demasiado madura, incluso para mí, que hace no tanto venía de
cursar clases en el purgatorio de los dolores.

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Rock Nacional (30 años)

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Quizás Tolkien lo hubiera dicho así:

“Mientras somos más jóvenes es raro que escuchemos solamente un estilo de música. Sin
embargo, cuando nos llega la hora de afinar nuestra esencia, en la vida vemos cómo se
repite una misma coincidencia, hasta que en el corazón se nos despierta una llamativa
sensación de destino”.

Así fue que -durante todo 1996-, la televisión me fue salpicando con el estribillo hiperlírico
de la increíble En el Hospicio. Hasta en las emisoras amarillistas se hicieron un melancólico
huequecito entre la morbosidad, los crímenes y los piquetes, para que así las saineteras
primicias se tomaran un intervalo: entonces cual si fuese una benévola línea de fracción
separando a dos números masoquistas, así las fotografías de los hermanos de Michelle
separaban a las desconsideradas actualidades una de la otra. Los endiosados versos de
aquellas voces colonas le hacían un dividido al farandulero jopo de Menem por el ayuno del
provinciano Casttell. Era como si lo estuviera mirando en la catorce pulgadas donde vi a
Mazzinger quitarse y ponerse el casco y a los Warner que discutían por la temporada de
patos o de conejos. Pastelosas fotografías me presentaban al publicitado aunque igualmente
desnutrido y harapiento Alejandro de Michelle. Para ser franco me había interesado por
aquel programa con la intención de saber un poco más del cortito Sino de Sui Generis. Sin
embargo también esperaba que entre las bandas aparecieran algunas imágenes y canciones
de Pastoral. Pero en aquellas 3 súbitas horas de Rock Nacional (“si se puede llamar así”), yo
encontraría la identificación que venía buscando desde hacía unos años atrás, igual que el
desesperado suicida encuentra en el Nuevo Testamento una filosofía que valga su pena
para vivir. Territorialmente se dice desde La Quiaca hasta Tierra del Fuego. Pero musicalmente
hubiera sido: desde los Shaeckers hasta los Piojos. Aunque para mí hubiera sido mejor desde Los
Gatos hasta Invisible. Como en un epitafio se televisaba: 1966-1996. 30 años resumidos en 3
horas de duración. Rock Nacional. Como lo dijo Boby Flores para ilustrar genialmente el
talento de los Pink Floyd: “Nadie queda ileso después de escuchar por primera vez El lado
oscuro de la luna, pues algo así le hubiera pasado a cualquiera que le gustara Sui Generis y se
desvirgara escuchando alguna canción de Arco Iris. Pues yo me quedé impactadísimo con
las primeras imágenes en blanco y negro, que únicamente asocié con las épocas más
estrelladas de un Bob Dylan flaquito, y también con lo que hasta mis 19 años había podido
saber de Woodstock. Ver al futuramente oscarizado Gustavo Santaolla, con barbas y pelos
yuppie, abrigado con una túnica fantasmal, cantándole a la garúa que repiqueteaba en el
techo de los vagones… pues era algo así como la sensación de haber descubierto un tesoro,
un juguete del que nunca me iba a cansar.

La primera banda que vi no me gustó, “Eran uruguayos y aún cantaban en inglés”. La


comentaba un desintoxicado Charly García, que frente a un aislado teclado tocaba los
estribillos de las canciones que inmediatamente se comentaban por el señor Lalo Mir.
Enseguidita, Litto Nebbia enamoró mi devoción con un tema de Los gatos salvajes. Me tomó
cuatro años más oír todos sus versos:

Tu cuerpo es mío cuando yo


Decido que así ha de ser

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Pues tengo ganas de amar


Y nada debes preguntar
Cuando ves que me voy

Pocos meses después sufriría los ataques del gagacoco al final de los Rosmary, así como
también cuando improvisaba Deja que conozco el mundo de hoy, utilizando a un tenedor
extrañado como una coqueta base de la percusión para el Chipi-Chipi. El mismo García
que se tocó algo antes, organizó la cantata que se encimaría con unas imágenes verdosas y
azules de Los Gatos Salvajes. Para decir alguna cosa más de García, las históricas imágenes
de aquel reportaje habían sido capturadas por cámara en una época bastante bien
rehabilitada del exsuigeneris. El famoso bigote bicolor se equilibraba sobre los labios
destrabados y unos rellenos pómulos. Después de los gatos pioneros, conocí Almendra y
Manal. Algo hace ¡Clíck! en nosotros cuando escuchamos Plegaria para un niño dormido
por primera vez. Y por supuesto ni hablar de Muchacha. Además los diecinueve años son
una etapa para soñar. Y yo estaba tan enamorado de Maribel. Imaginar que la
escuchábamos juntos me ponía mimoso.

Cuando las cosas no se conocen son misteriosas. Y aún faltaban unos misteriosos minutos
de cinta para reproducir un pedacito egoísta de los videos que más me gustaron. Me
impresionó muchísimo uno de Color Humano. A partir de allí se demostró que los
almendros eran de oro. “Los arreglos, los monos... Era un grupo surrealista”, comentaba
Gabriela. Una campesina del sol.

La canción que me había gustado se titulaba “Larga vida al Sol”. La música me impactó en
el alma igual que un milagro. Pero lo que me enamoró del grupo fueron las apariencias.
Estaban abandonados. Sólo los cabellos del exalmendra cruzaban el límite de sus hombros.
Los otros dos miembros tenían una tupida cabellera de bucles desordenados enormemente.
El bajista y segunda voz se llamaba Rinaldo Rafanelli. En cuatro años más colaría sus
firmes notas en Pequeñas anécdotas de las Instituciones, el tercer disco del repetido Sui Generis.
Pero ya en aquel entonces, los escasos videos y fotos recuperados de Sui empezaron a
saberme a mediocridad. Color Humano le precedía en la escala cronológica del Rock &
Roll argentino. Juntándose con el rayo de la temprana tardecita, aquel video había sido
rodado sobre un escenario al espacio libre, codificando un bricolage al estilo Sto. Pepper.
Larga vida al sol le sirvió de cimientos a toda mi cultura musical. Rinaldo Rafanelli acercaba
la cara al micrófono para secundar con sus coros. Y cuando la cámara lo capturaba
cercanamente expresaba la alegría de un niño que llega al refugio luego de huir de la
excluida mancha. Aquella felicidad no se notaba sólo en su rostro. Si la cámara se alejaba, la
misma dicha se reflejaba en todo su cuerpo: la forma poética con la que sostenían los
instrumentos; en algunos momentos parecía como que burlaban a la gravedad. Luego de
Almendra me familiaricé más que mucho con Color Humano. No afirmo que fuera el
primer disco que yo compré por voluntad propia, pero el CD doble de Color Humano era
el disco que a mí más me gustaba escuchar. Y eso que lo compré esperando encontrar en el
itinerario de su contratapa el nombre de la canción del video. Pero muy al contrario de
arrepentirme, lo pasaba varias veces al día. El hombre que me lo vendió advertía de su
cultura con un bigote finísimo. Luego, siempre volví a ese local cada vez que quise comprar
un disco. No reconoce mi memoria si fue una vez anterior, pero también buscando la
canción de Color Humano, pues revolviendo entre los cedés no tardé en encontrar un
disco con los 20 temas más conocidos de Almendra. Y en unos pocos meses, mi evolución

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

musical, guiada por la trayectoria de Luis Alberto Spinetta, motivó mi inspección hasta los
discos de Invisible... así que en el mismo Musimundo conseguí el disco de tapa color café
titulado El Jardín de los Presentes. Pero eso último fue después. Fue igual que adaptar mi
mente rupestre para que comprendiese las líneas borgianas con facilidad: las letras y
entonaciones de Almendra me domesticarían la mente para que Color Humano no rebotara
en la sensible materia de la que estaban echas mis preferencias. Pues yo hasta entonces,
sólo había memorizado el órgano de tres discos y la película de un Adiós. Ustedes verán:
tenía grabado desde hacía ya un año, el superultrahiperrevolucionario Adiós Sui Generis. Y
siempre me lo miraba.

Más o menos una hora y media después, cuando el archivo de mis discografías había
mordido el cebo de las próximas investigaciones, el señor Lalo Mir describía en tres o
cuatro oraciones la discografía de Pescado Rabioso, donde unos comentarios entonados
con la típica austeridad advertían que se estaba por pasar a otra banda, o a otro estilo de
música. En ese mismo bollo de datos me impactó mucho cuando se mencionó Artaud,
“Un disco prácticamente solista de Luis Alberto Spinetta”. Para aquel documental se había
preparado una recopilación fotográfica de cuadros y cartas de Van Gogh, y como música
de fondo, mi catorce pulgadas a color sinfonizaba: Cantata de puentes amarillos. Duró pocos
segundos y sólo fue el primer estribillo; pero bastó para que se quedara en mi memoria
hasta el día de hoy. Pero más que cualquier otra cosa, lo que me encanta revivir es esa
admiración que experimenté al ver la libertad creativa que proponían esas imágenes para
mí.

Después de unas presentadoras frases, cuya progenitora era la misma voz en la que se
sostuvieron siempre los ilustrativos pantallazos de rock argentino -vestido de arlequín-,
Luis Alberto Spinetta introdujo los primeros comentarios sobre Invisible: “Pero no a todos
los sentidos”. Y ni bien esto dicho y oído, empalmando con la última narratura de Luis
Alberto Spinetta, para que el documental ni por un segundo fuera tedioso, el bajo de Machi
Rufino deliraba aún más una imagen de psicodelia, donde la pantalla de mi regalada
televisión agigantaba cada vez más una espiral rosa girando horariamente. Imaginen ustedes
(“lectores”, que ya no tienen modificadores para Su nombre), un elástico que se prolonga y
luego es ejecutado por cualquiera de mis dedos, como una cuerda de guitarra o de violín.
Entonces la tensión se queda vibrando. Y un espectacular zumbido barítono repercute
algunos segundos en el ambiente embrujado. Así era el grave bajo del señor Rufino. Y así
fue que Invisible graba también 3 discos, como Pescado Rabioso. Salvo alguna entrevista a
Sumo, no sé si muchas bandas más me llegaron en lo que vino después. Ni siquiera el
restituido Lebón, cuando cantaba las ovacionadas letras de Serú Girán. Aunque sí me
encantaron las anécdotas que contaba, como cuando un fantasmal García le convenció de
que se sumara para organizar al grupo, pues “Al tercer día vino con facturas… Y entonces
dije que sí”.

Luego de ver el documental completo, y aunque también incluía imágenes y temas cantados
por Alejandro de Michelle, al final no me importó que Pastoral haya sido nombrado sólo
como una colación de Vivencia. Y -como ya lo habrán entendido-, todo esto que yo acá
cuento, lo guardé en un exclusivo TDK. Había sacrificado una película de Peter Sellers.
Pero jamás me lo reproché.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Ley de Correspondencia

Así como los alumnos del industrial poníamos de cota al che en los apellidos más familiares,
pues cuando hablábamos entre nosotros hacíamos algo parecido con el apellido de las
profesoras. Acotábamos antes el la, como si hablásemos de algo que nos sonaba ajeno.
Entonces como si hubieran sido la chiquita o la fernanda, enseguida le enchufábamos el
apellido: la Suárez, la Palermo… la Valencio.

Las últimas matemáticas que aprobé en mi querido Don Eufrasio Videla, las daba una
mujer inteligentísima y más que exigente que se llamaba Valencio. En el segundo trimestre
truecamos una mañana mía por un poquitito de nota más, así -por mi parte- enseñaría a la
clase no me acuerdo si fueron asuntos cartesianos con números imaginarios en el X e Y, o
si tuve que meterles en la cabeza algún teorema que involucraba al tal Tales. Justo en ese
momento mamá había llegado para responder a un llamado de la Valencio, quien
seguramente quería tantear lo que estaba pasando en casa, deduciendo que algo no
funcionaba bien, ya que en el primer boletín me había sacado un diez, pero para cuando las
parábolas se hicieron líneas oblicuas, pues se me dio por vencido el genio. Y mis notas
cayeron como el rico hasta la indigencia. Aquello fue el día en que le tatué la resina bajo el
ojo a Morandé, para que después mi marimorena me felicite matándose aún de la risa
diciendo “¡Ése es mi Hernández!”. Nosotros aprovechábamos que mamá nos hizo la
segunda y se llevó a la Valencio afuera, yo todavía estaba parado al frente. Y excepto Equía
que parecía en misa, pues el resto del alumnado era una platea estilo María cahepirinia. Por
hacer algo nada más aventé el borrador hacia la clase.

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Apenas se tapó el rostro, supe que había hecho algo malo. No era como tirar un avioncito
ni graffitear los pupitres a cortaplumas. El son del golpe me hizo entender que algo ya no
tenía remedio. Cuando se destapó la cara para insultarme, de golpe tenía los ojos rojos
porque ya se había llorado la comezón: como cuando el dolor no es terrible, pero se nos
caen las lágrimas de tanto ardor.

A veces Ruth Vera nos hacía jugar para que levantáramos nota. Nos preguntaba algo, o
ponía 10 logaritmos en el pizarrón y entonces, como si estuviéramos corriendo un 100
llanos de cuentas, los inteligentes se mataban por entregarle las soluciones, pues quien las
resolviera primero se iba a ganar un diez para promediar el trimestre. Por lo general, los
favoritos a la nota éramos 3 o 4. Sonsoles y Galatea, seguro. Heráldica alguna vez, aunque
yo no me alteraba por ella. Una Tamara con el apellido gracioso, también me hacía temblar
de cuando en cuando… pero si no era por ellos y algunos días o De Petraren, pues
aplicado como venía por la Valencio yo en matemáticas me quedé sin rivales. Sonsoles era
perfecta en la alegría e ingenio. También sobresalía en los boletines trimestrales: con dieces
y pocos nueves completaba todos los casilleros de un analgésico itinerario de notas, donde
nunca he vuelto a saber de un sobresaliente más o un altamente satisfactorio como los que
había visto hasta tercer grado. Lo único que me decepcionaba de Sonsoles era que -a
diferencia de Galatea- tenía una letra sin magia: puntiagudas emes y enes se combinaban

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

con los diptongos y las eles recién encintas, componiendo finalmente una caligrafía
heterogénea.

Para cuando el año de estudios finalizaba, River había perdido la final de la intercontinental
con el Milán de Italia. Yo tenía en suspenso el último trimestre de catequesis. Aprobé
gracias a que Católica -una niñita que jugó conmigo a los novios-; me redactó un trabajo
sobre cuaresma. Esa tarde compartimos la incertidumbre con media docena de alumnos,
cuyas principiantes rebeldías siempre me habían recordado a las subversivas esquinas de mi
Don Eufrasio: entre ellos estaba el ya nombrado y varia veces Victorino, quien más de un
día arrugó el ceño cuando le hablé, igual que lo hacía la disciplinada Galatea, quien como si
le molestara u oliera a desagradable, me preguntaba ¿Qué? poniendo la arruga del pensador.
El señor Mimor estudiaba escritos que rezaban por la aprobación. Y se me ocurrió decir en
voz alta:

- ¡Qué feo ser de River esta semana!

Entonces todos estallaron en risas. Mi sueño se había cumplido. Aunque no fue la primera
vez que avergoncé a Mimor adelante de todo el curso. El señor Mimor Cortez era en cierto
sentido como Zubirías: llamaba la atención de todos remarcándose los defectos, antes que
nadie le diga nada. Una vez comenzó a señalarse todas las imperfecciones del rostro,
diciendo que era narigón, negro, dientudo… y qué sé yo cuántas feadas más. Entonces le
añadí un seco orejotas al itinerario de su fealdad, como diciendo que ni siquiera podía ser un
hombre completo para observar sus defectos. Entonces, en el recreo, se acercaban a
felicitarme todos los piolas de mi Fray Cayetano. Pero aún me entristecía por la falta de mi
Don Eufrasio.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Algo importante

Fueron los últimos días en la calle Guardia Vieja. Equía vino algunas veces ese verano. Por
última vez lo acompañé hasta su 85. Y -como para despedirlo del barrio-, caminamos dos
cuadras más lejos que la parada de siempre. En esos 200 metros las acacias habían
cambiado de hojas desde la última vez que las vi. Como si estuviera haciendo “pan, queso,
pan”, a lo largo de toda una vereda rosada, Equía se hizo el equilibrista pisando por encima
de una línea recta que se hundían en el medio de dos hileras de baldosas aserruchadas. En
el camino pasamos una asamblea de stones que bebían Quilmes del pico; se decían qui
hacés vieja y cosas así. La única niña que había entre ellos me dijo un extasiado piropo con
la mirada: de ida y vuelta. La recordé siempre. Y cada vez que pasaba solo controlaba si
estaba allí. Pero no sería hasta el año 2001 que nos íbamos a enamorar más.

Me acuerdo que, en ese paseo, Diego taradeaba afinando las voces que presentaban a Los
caballeros de zodíaco. Con Diego hacíamos cosas así. Cuando íbamos al terraplén hacía frío y
como el 85 demoraba más que mucho, nos alegrábamos cantando Fito. Nos encantaba
desentonar Fue amor, o hacíamos como hermanitos jugando a cantar las propagandas de
Coca-Cola o la música que se televisaba en los sentimentalosos comerciales de alguna
telenovela. Pues de aquella forma, Diego y yo competíamos en un ¡Ya sé!, y entonces
cantábamos el estribillo de alguna que nos surgía. Entre una canción y otra había silencios
que nosotros aprovechábamos para repasar el enviciadamente memorizado directorio que
Páez había logrado en una carrera contra la desgracia, y solamente superexitoso en El amor
después del amor. Pero nuestra preferida era Religion song. Diego tenía un oído mejor que el
mío para la música.

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Entonces la conocí

1997 había empezado ya. Debía aprobar dos materias más si quería seguir cursando. Una
típica mañana de febrero regresé hasta el Fray Cayetano para que me recomendaran dónde
estudiar contabilidad. Igual que cuando iba a las ordinarias clases, ese día doblé ocho
esquinas en la escalera que se enroscaba cuadradamente. Y al entrar al instituto me quedé
haciendo cola en la recepción. Allí me mandarían a hablar con una profesora de nombre
Minerva y de apellido Coplanas.

El tema es que ese día, mientras esperaba consejos en la puerta de la administración,


apareció junto a mí Nabucodonosor -el electricista de la tienda Lo Esencial-, para pedir en
el instituto no sé qué documentación. Después de haber estado admirándolo todo el año
pasado, pues yo no iba a desperdiciar para hablarle una oportunidad que quizás no se iba a
repetir en mucho tiempo. Con un disculpame tinellista[1], me presenté al todavía
desconocido dependiente, para convidarle de mi exótico combo de admiraciones. Se lo
tomó con muchísima simpatía y las pocas palabras con las que me habló hicieron que lo
admirara aún más. Y luego me dio la esperada invitación a charlar con él y con los muchachos

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de ahí, aún más desconocidos que él. “Venite a tomar unos mates un día”. Quizás pierda
credibilidad mi historia, porque el nombre con el que ese hombre se presentó era muy
largo: para despedirse se presentó como Nabucodonosor. Al estrechamos la mano sentí su
lealtad.

Y después fui para el estudio de las Minervas.

La Coplanas se había puesto una oficina contable a dos cuadras del instituto, cerquita de la
parada donde algunas noches de invierno el 104 alejaba de mí a la platinada Evangelina. El
edificio era altísimo, no lo recordaría si no fuese porque a su lado trabajaba una joyería que
se llamaba Qamar. Era en un piso de número débil. Desde las ventanas del estudio
contable se atisbaban los transportes, disimulados por unas cortinas de tela blanca y sedosa,
que flameaban como los tules del velo, tras el que se esconden los encarminados labios de
las odaliscas en el harén. Coplanas me atendió con una cortesía trabajada duramente desde
la infancia de su consciencia. Y como la Coplanas me iba a tomar examen, pues ella no me
podía enseñarme ni los debe ni los haberes. Pero a veces la vida nos dirige a las pequeñas
decepciones, porque Dios quiere obligarnos a pensar en una segunda alternativa para los
planes originales. Entonces así -en el inmedible zigzag de los caminos elegidos-, vayamos
más directamente al puerto que se nos destina desde el día en que nacemos. Será por eso
que ahí entró a mi vida otra de las Minervas que lo cambiarían todo. “No sería ético que te
preparase yo”, dijo Coplanas, con su carrasposa entonación, “Pero sí te puede enseñar mi
compañera”. Y señalándola con la mirada la presentó para el cuarto.

Minerva Solanas era la única socia de la profesora Coplanas. Aunque ese día llevaba puesto
un solero celeste, esta nueva Minerva generalmente usaba tacos aguja y (a diferencia de mis
otros amores), medias de Lycra obscuras que hacían juego con las polleras mini,
obscurecidas en un tono más que el nylon que le abrillantaba las piernas. Comenzaba a
abotonar las camisas a partir del tercer botón, y el escote siempre le exageraba los pechos
mamados. De cara no era muy agraciada: con pelito cortado desde ya hacía 3 años, había
eliminado un embrollo que parecía un panal de abejas, pero que le disimulaba más la
largura de su nariz protuberante. En sus ojos verdes se le pintaba un pedazo amargo del
alma. Se percibía en sus modos que intentaba esconder el sentirse atraída: no me miró a los
ojos ni me dirigió la palabra más allá del saludo y la despedida. Quedamos en una hora,
siempre por las tardes. Cuando iba esperaba ver también a Coplanas, pero jamás entraba en
las horas que programábamos la otra Minerva y yo. Con el transcurso de las semanas
aprendí a cómo hacerla reír. Siempre con los Kent mentolados sobre el escritorio. En cada
pitada se escuchaban los pequeños sonidos que hacía el rouge al besar la colilla. Nos
gustaba estar solos para charlar. Y le pida lo que le pida siempre decía que sí. Me llevaba
todos los días a casa. Tenía un Renault Clio grisáceo.

[1] Persona que cambia su forma de ser para que se acomode a la situación que le toca vivir

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Su casa quedaba allende al Fray Cayetano, una manzana en diagonal. Hasta esa tarde
siempre me había enseñado la contabilidad en el estudio de la avenida Medrano. Pero esa
vez me llamó antes para pedirme si no podría irla a ver a la casa para que me diera la clase.
Me dijo que en vez de Medrano camine tres cuadras más y bajara por Palestina hasta Potosí

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

una calle de ámbitos serenos, cuyo tráfico aún hoy circula estresadamente, pues a Minerva
le había fallado una baby sister para cuidarlo al hijito menor.

Eran una familia hermosa, pero no sé porqué hasta hoy siento que Minerva ha criado a sus
tres hijos con cierto tecnicismo. Tal vez la contaduría le absorbiera parte del alma cariñosa
y en cambio la hacía pensar en un merengue con intereses; o como si fuera Neo, que al
final ve a las cosas con numeritos; quizás una infancia rigurosa y la infidelidad de dos
matrimonios la hubieran transformado en un alguien que muy raras veces hablaba de lo que
sentía. Y a pesar de ello, Minerva Solanas era una mujer con disimuladas pero grandes
fuerzas, y conseguía las metas propuestas saltando en garrocha a la adversidad. ¡Me sentía
tan vivo! Creo que esa fue la última clase particular.

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Te devuelvo un favor

Aún no había comenzado el último año de mi Fray Cayetano. Una vez por semana venía a
verme Seba. No sé porqué. Superinfluenciado por la camada de hippies que se quedaron
encajetados en la video de casa, yo vestía con una campera que ya usaba antes del
accidente. La había heredado de mi Catalina. Los pelos muy, muy pero muy embrollados.
Como por un año no me peiné de nuevo. Las hormonas esparcían euforismo y vitalidad en
todo mi ser, coloreando con un tinte más obscuro a mis células, como la sangre que Moisés
esparce en todas las direcciones del Nilo, cuando moja la puntita del báculo en las
corrientes potables. Entonces da la impresión de que la infinita tinta de un calamar
enculado enloda de rojo todos los kilómetros del río más alargado.

Los sábados a las dos o a las tres, me iba hasta la parada para esperarlo. Seba era muy
puntual y siempre que me lo dijo viajó: lo esperaba sentado en la vereda de un kiosco. Y
cuando se bajaba del micro, el hijo de puta me veía tan zaparrastroso que se me acercaba y
me tiraba encima unas monedas, haciendo una amistosa teatralización del gesto de dar
limosna. Como entre todos los veinticuatro que hubo uno muy especial, entre todos
aquellos sábados llegó un día que pasarán muchos años hasta que olvide. Teníamos 19 años
y aún nos sentíamos ricos cuando juntábamos cinco pesos entre los dos.

Como nos habíamos cansado de darle vueltas al bubble, igual que el gato Dumas da vueltas
a los panqueques, misteriosamente ese día viajamos al centro de Flores y nos metimos en
un café de dos plantas. Pedimos cortado y después unas fantas, sentados en una vidriera
que daba a la histórica Rivadavia: miramos a los taxistas, colectiveros y conductores,
putearse de arriba hasta abajo cuando el semáforo en rojo acercaba una ventanilla a la otra,
quizás luego de perseguirse un kilómetro masticando el insulto.

Quizás lo hice porque sentí nostalgias de alguna felicidad que en mi primera adolescencia
había conquistado gracias al cigarrillo. O quizás, para sentirme un poco mimado, quería que
Seba me regañara graciosamente, como lo hacía en el sanatorio, cuando el héroe y el
hemiplégico jugábamos truco sobre una mesita que ensandwichaba a mi yo en reposo,
entre una paleta de madera y unas rueditas que se metían fricciosamente debajo de la cama.

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Entonces Seba me daba una cachetada en la mano izquierda, cuando la acercaba hacia el
mazo para cortar, desobedeciendo el consejo médico: que todo lo hiciera con la derecha
para recuperar más pronto los movimientos.

El caso es que cogí un cigarrillo del paquete que Seba había dejado sobre la mesa. Practiqué
lo que hacía antes con la mano buena: con una pirueta de las falanges, itas y etas, fui
pasando trabadamente el Malboro entre dedo y dedo. Despacito. Pero Seba no decía nada.
Probé entonces llevármelo a la boca, esperando que Seba hiciera algo estúpido para
quitármelo: levantarse fingiendo que me golpearía si no escupía el cigarro, aventarme una
servilleta de papel hecha un bollito… o bien podría haber sido que se convierta en mi
padre, y decir me levanto y me voy.

Algo debería de estar pasando en casa, o tal vez era la adolescencia que también le había
contaminado con arrogancia el espíritu a mi Seba. Pero el resumen de cuentas, fue un
Sebastiancito que se reclinaba en la silla del bar, hasta que las dos patas de más adelante
quedaban haciendo una tramposa levitación. Y así fue que Seba me dijo prendete uno. Y ante
tanta presión -claro- me vi obligado a obedecerle.

Lo primero que hice fue pensar en mi padre. ¿Cuánto me acortaría la vida hacer una cosa
que los médicos del sanatorio me habían prohibido tanto? Y cuando se lo recriminé, mi
viejo y querido Seba me contestó:

- Te devuelvo un favor.

Sebastián era muy ingenioso.

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Como una libélula prendida a la flor del arbusto

Examinado por la otra Minerva pero esta Coplanas, aprobé sin problemas la contabilidad y
- al otro día o al otro - Minerva pero Solanas me llamó a casa para decirme que durante
todo quinto iba a tenerla como profesora. Se ve que se entusiasmó con eso de la enseñanza
y no sé qué piezas de la administración se movieron, pero se había convertido en profesora.
En la primera semana llegó la primera clase de contabilidad. No se dio cuenta enseguida,
pero cuando me reconoció dejó el bolso en su primer escritorio. Entonces dijo algo que
nadie oyó, en el mismo tono que usaba cuando me instruía en privado, como si en el aula
no hubiera nadie más que nosotros dos. Ese día disimuló toda la inseguridad que pudo. Y
no se trabó ni una vez. De inmediato se ganó la reputación de micha por un compañero que
tenía manos de pianista. Después en ese día que ya era de noche; Minerva llamó a casa para
decirme que verme al fondo le había tranquilizado. ¡Me sentía tan vivo! Nadie en el aula
conocía el vínculo entre Minerva y yo. Será por eso que sin deschavar el secreto, me iba
atrás de Victorino para quitar los preservativos y la engrupida pornografía que dejaba

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colgando del pizarrón. Y entonces le amargaba la osadía con una silenciosa represión.
Vozmediano venía enseguida queriendo enterarse de mis porqués. Pero mi continua mudez
no lo aclaraba en nada. Así que, trascartón, gané más enemistad en ellos. A pesar de eso, las
horas de la escuela se pasaban más rápido que en el año anterior. La luna sísmica refleja los
rayos del sol y es hermosa. Así mi expresión reflejaba las energías de Nabucodonosor y los
nuevos amigos de allí. Entonces yo cambiaba con las otras caras una felicidad interactiva.
Los otros ojos tenían más ternura al mirarme fijo. Ya no sentía las acusaciones ni los
desafíos en las miradas. Hoy no recuerdo las charlas pero sí que dos veces a la semana veía
a Minerva cuando nos daba clases y también después: con la excusa de contarle lo que
habían hecho los chicos antes y después de que ella estuviera en el aula, iba a verla después
de salir de la escuela. En realidad no sé muy bien si era una excusa o era que le había
tomado cariño ya; entonces me sentí a gusto en su compañía. Entonces le contaba del gata
puesto por Insaulrralde, o de la discusión con Vozmediano por haberle roto la foto de la
vagina. Mi héroe, decía con una exageración que nada más notaría ella. Hasta que un día no
tuve excusas, pero fui a verla igual.

Zubirías un día me dijo a solas: me están pasando cosas con Estercita. Así una vez frente a
frente le dije a “Minerva me están pasando cosas con vos”. Cogí su mano por entre los
dedos huesudos y comencé a besarle la palma de la mano que se escarchaba en una
humedad refrescante, como la de los orgasmos. Pasé la lengua por los tres clítoris que se
formaban entre los dedos largos. Minerva me miraba con sed. Y al rato hicimos de cuenta
que habíamos estado en una clase particular. Subimos al Clio y me llevó a la casa de la calle
Guardia Vieja. Siempre nos saludábamos con un beso en la mejilla. Pero esa vez Minerva
me sujetó por las sienes y me mordió los labios como si fuera un manjar. Fue la primera
vez que sentí su aliento: era distinto a cómo me lo había imaginado. Desde entonces
siempre iba a su casa para volver a verla.

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Voltaire

Fue en el mismo año que había abandonado el Fray Cayetano. Me quedaban 7 meses para
entrar a la facultad, pero un sentimiento de desconsideración ganó la anual batalla contra
mi voluntad y yo desistí, al final, de engullir las caras que despreciaba. Fue una lástima no
volver a la básica biblioteca de Evangelina, mirar por el ojo de buey para ver si estaba
sellando o examinando manuales de educación cívica o bien de la falsa historia. El primer
recreo de una tarde de otoño se convirtió en la última vez que la vi. Llevaba los bucles
platinados recogidos con una magestuosa autoría de la cola de cebra. Había ido a visitarla
en un escurridizo recreo de la tarde. Evangelina usaba colgantinas de oro, pues sufría una
común alergia cutánea a los demás materiales. Con una lapicera bañada también con el
esplendor del vistoso oro, informaba a una plantilla estudiantil sobre los tomos prestados.
La sentí extraña desde que puse un pie en el descomprimido salón. Si hasta entonces
Evangelina siempre se sonreía por mis piropos o mis arrogancias, pues esa tarde estaba
distante. Y presintiendo que la perdía, le robé un pasaje a Voltaire, endosado al
protagonista de El Ingenuo: ¡Cuánto te amaría si no desearas ser tan amada! Y aproveché la
solitaria biblioteca para acariciarle el brazo moreno que exhibía delante mío. Y por primera
vez fue despreciativa: a mi plagiada declaración contestó que ella ya tenía personas que se
encargaban de darle amor. Cuando le dije que me retiraba no se puso de pie como siempre
lo hizo hasta entonces. Y desde la puerta hice el mismo movimiento con el que mi
marimorena se despidió de mí en 1994. Y quizás para simpatizarle dije algo más desde allí.

Ni bien había abandonado el esquinado Fray Cayetano, la mayor parte de aquellos en


quienes no había causado un ni fu ni un fa aprovecharon mi sorpresiva desbandada para
poner en práctica el inculcado samaritanismo que se absorbía en las mediáticas aulas del
catecumenado, así como también cuando lo admiraban yendo y viniendo al padre Amoroso
o al fumador de Andrea de Silva. En ese entonces los alumnos de cuarto año
experimentaban el amanecer de un interés urbano, cuando Luciano Hipajero caminaba por
los pasillos cantando, en pasables entonaciones, las estrofas de Lito Nebbia, llevando la
guitarra colgada como los indios se colgaban el arco para sus flechas precisas. Menos
Victorino -que siempre se mantuvo firme en su antipatía-, hubo un resto de feligreses que
se acercaba para preguntarme porqué me iba, y después me pedían que me quedara. Menos
también Galatea quien -como Victorino-, del grupo de los más lindos, se mantuvo fiel en
distancia, pues todos me aconsejaron que continúe estudiando. A quien no me quedó nada
para recriminar que estuviera relacionado con el estudio fue a la vigente Minerva, que se
preocupó un poco y me llamó para preguntarme si el que me fuera no había sido una
vergüenza debida a que se destapó la verdad que nosotros quisimos hacer pasar como
confusión. Y aunque esto sí tenía un grueso pedazo de culpa, pues le dije que no se
preocupara, que ya estaba cansado de ver belleza en las caras pero en el espíritu no.

Nunca me fui del todo, pero -una vez que me fui- siempre regresaba para saludar a los
chicos del otro turno y a algunos de los profesores que yo había querido mucho. En aquel
momento no me fijé pero hoy -que todo lo miro más desde acá-, igual que si estuviera
haciendo la ruta de mi vida y mirase por el espejito retrovisor, pues me llama la atención
que el señor Mimor no me haya aconsejado nada. Pero sí hubo otros del profesorado que

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antes de abandonar se permitieron alguna que otra impertinencia. El director es y


seguramente sigue siendo un petizo exitoso para los negocios. Sin embargo una bondad de
cimientos blandos le enmascaraba un sentimiento frustrado, pues las mujeres que amó
siempre le dijeron el no. Este director quiso hacerme volver. Pasamos a un despacho y me
habló del lugar que a duras penas me había ganado entre mis compañeros. No se acordó
que un mes antes me amenazó con que debería cortarme el pelo si deseaba seguir
estudiando allí.

Pero quien siempre estuvo presente en mis crisis y se tomó la molestia de llamarme aquel
día a casa, fue Evangelina, quien ya me había llamado el verano anterior, para agradecerme
los rezos que dije por su querido Jairo, su hijito menor y especial, porque se había prendido
fuego en la escuela con una estufa que estaba cerca. Aquella tarde, mantuvimos una
conversación que duró poquito. Ella me decía a veces un alargado sísí por algún sí mío que
yo le daba en respuesta. Sentía que Evangelina rodeaba el tema de mi abandono, pero
esperaba a que lo sacara yo. Pero en ese momento hubiera preferido que me deteste antes
de que me tuviera compasión, arrancarme todo el amor del pecho antes que pasar su
traición por alto. Como ya había escrito: me hacía sentir más hombre. Hacer de cuenta que
nada había pasado me hubiera hecho poco merecedor de su amor. Entonces -sin darle
ningún detalle-, con malas formas y tono malevo le pedí finalmente que me explicara para
qué me había llamado, pues la tolerancia ya se había vuelto insostenible. Y con una grosería
la forcé a recordar de su impertinencia. Luego de mis palabras colgó el teléfono herida.

Y esa fue la última vez que hablamos mientras mis estudios coincidieron con su docencia.

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Casi seguro fue por aquel documental, que me lavó el cerebro para bien mío y para mal de
muchos, pero ese año me sentía diferente. Guardé los dolorosos zapatos ortopédicos y me
puse las de tenis con valva y todo. Y tal como nos había pasado con Fabricio al comenzar
el segundo año de mi Don Eufrasio, pues el primer día de quinto amaneció conmigo pero
sentado a lo más último de la misma fila. Aunque prestaba atención y seguía haciendo las
fotocopias, pues ya no me exigía tanto. Por esos días la crucé a Evangelina por los pasillos.
Hablamos dos tonterías y en vez de chau le dije que tenía que conocer a una profesora
nueva que se llamaba tal. Y que había venido para darnos la contabilidad. Quizás
Evangelina me quería más de lo que yo supuse, porque le dolió saber que estaba pensando
en otra mujer. Quizás lo haya planeado como una venganza inocente, con la intención de
avergonzarme a la larga, pues Evangelina conocía muy bien el comentillo mediopelo en que
todo el profesorado y regencia iban a convertirse si sospechaban de una cosa así. O quizás
su venganza apuntase al corazón de aquel nombre desconocido, que empujaba hacia afuera
de mi mente al suyo. Sentía celos de que otra mujer pusiera en peligro el delicado icono de
preferida que la bibliotecaria tenía en mí. El asunto fue que en una noche a la salida de
misa, se reunieron los profesores y rectores que antes estaban rezando y dándose el abrazo
bendito. Fieles a sus condiciones agnósticas y cristianas, estaba presente Evangelina pero
Minerva no. La que sí estaba era Coplanas, quien mantenía su amistad con la vigente
Solanas en el anonimato absoluto.

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Nuestro destino lleva a cabo sus planes -digamos-, con cierta histeria. Por eso las grandes
historias van creciendo gracias a los pasos de extrañas casualidades. En el momento nadie
podría decir que significaran mucho. Pero, cuando echamos un vistazo para revisar todo,
entonces nos damos cuenta que un azar gracias a otro tuvo lugar. Sería como el inexorable
puntito del yang, en el blanco fondo de lo trivial: es la excepción que estuvo programada
por un ángel para nosotros. Así en la noche a la que me refiero, alguno de los reunidos
quiso hacer un comentario. Entonces nombró a la nueva profesora contable como al pasar,
pero fue lo suficientemente oportuno como para que todos oigan el nombre entero.
Entonces Evangelina, que ignoraba como todos el vínculo de las contables, dijo para que la
oyeran los feligreses: el alumno Nogueiora está enamorado de esa mujer.

Este teatro me fue contado por la profesora Coplanas, protagonista presente de aquella
sátira. Y cuando me contó esto de Evangelina, entonces me di cuenta el porqué de su
lejanía aquella tarde de abril en la biblioteca.

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Libro 3: Parapente

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1727

Papá se anotó en el paro de los latinos un poco después de que armáramos el arbolito de
Navidad. Para que tuviésemos nuestra propia casita, había renunciado a su Entel, ya
Telefónica desde haría 5 o 6 años, donde la era Florián Cabildo completaba la decadencia
de un imperio erigido con los riojanos principios menemistas. Es que a Florián Cabildo le
había pasado lo que a los viejos: estaba mentalmente aferrado a su juventud peronista y le
importaba tres pitos que Menem hubiera resultado un oligarca en vez de caudillo. Entonces
Florián -que hablaba con sentimiento-, lo defendía al patilludo pero inventando
argumentos. Y a papá le pasaba lo mismo pero con Florián. Es comprensible. Eran amigos
muy fieles, y además Florián no contó el año ausente de mi papá, cuando se quedó para
acompañarme a las rehabilitaciones del Avelino Gutiérrez en vez de ir a lucir intelecto en
las reuniones de la marrón. En Teléfonica había dos listas de afiliados, amén de la marrón
creo que estaba la blanca. En la marrón estaba papá. Pero esa leyenda no es mía sino de él.
Aún lo recuerdo en la casa Guardia Vieja, cuando silenciosamente convertía la quietud en
patas arriba, ya que en su ida y venida de la ventana a la hornalla nos decía todo el reproche
que se callaba. Le dolió mucho haber dejado sus sindicatos alborotados. Por el retiro
voluntario tasó su trayectoria gremialista en unos cuantos miles de dólares. Recuerdo las
discusiones que iban teniendo mis padres, cuando Salvador se hacía dueño de todas las
decisiones a la hora de elegir el hogar para nuestras vidas. Parecía que, cuando ya no pudo
asistir a las asambleas, a papá le sobraban las ganas de discutir tonterías. Entonces ponía la
mira de su impráctico ingenio en el maltratado intelecto de mamá quien (movida también
por el recelo de una sospecha), se arruinaba las ganas de hacer cosas enternecedoras
cayendo como chorlito cuando papi le tendía la trampa de la discusión.

Admito que cuando la vi por primera vez, el 1727 de la calle Yerbal no cumplía con ningún
sueño mío. Pero mamá se deslomó la intuición para adornar cada rinconcito. La cocina se
separaba de otro cuarto contiguo por una espesa pared y una puertita de hierro, parecida a
esa donde la fernanda y la chiquita se sentaban para pedirnos salir al terreno floreado de
Humberto Primo, mistificado por la oscuridad luego de la cena. Pero con la ayuda de una
hermosa arquitecta, mamá hizo tirar el muro y en cambio formaron una estupenda arcada
pintada de blanco que camaleonizaba la cocina con un amplio salón comedor. Y
mayormente cenabámos allí.

Quedó de las mil pinturitas. Costó casi todos los dólares de papá más la construcción de mi
impresionante cuarto, al fondo del patiecito.

Apenas nos fuimos allí, todos estábamos muy emocionados con las tareas domésticas de
reciclaje y restauración. Mi padre reemplazó su adicción a los sindicalismos refaccionando
paredes con enduidos y pinturas blanquísimas y amarillas. Mi hermana cursaba dos o tres
veces a la semana en la Facultad de Buenos Aires para ocuparse de sus abogacías. Sólo en la
cara cotidiana de mi madre se espejaban continuamente dolores que no compartía con
ninguno de nosotros. Para esa época todavía no me gustaba el mate. Al fondo de la primera
casa comprada, un galpón destruido tenía el suelo hecho con tierra de fundición y aún
albergaba la huella de una tenaza francesa (¡Otra, otra!), que había pertenecido al
propietario anterior. Aquella parte escombrada también habría sido madriguera para las
ratas y una minada de búnkers para las cucarachas que seguían la moda del qué me importa.
Siguiendo la idea de que un cuarto para mí solo sería cómodo para estudiar, ergo me
ayudaría a recibirme de bachiller, mis padres mandaron demoler todo esa suciedad y me

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construyeron una casita para mí solo, apartada de la casa general. La plantabaja finalmente
había quedado hermosísima. Se entraba por el garage, donde en un futuro no muy lejano lo
ocuparía dos autos que se subsiguieron en pocos meses uno a la vez. Siguiendo la vista al
frente se hacía un pequeño zigzag y enseguida nos estrellábamos en un patio que durante
los primeros meses había sido feucho pero al cabo de los años, con las debidas primaveras
y heladas, sería para nosotros como los jardines de San Ildefonso para los segovianos
simplones, como una tarde paseando por Los Asientos, allá donde Valsaín se termina. A
pesar de la urbanidad y un destructivo sindicalismo, mamá y papá nunca pudieron olvidar
del todo a los jazmines de Quilmes ni a sus Zárates más suburbanos que Wilde, así como
tampoco a su Compostela extraviada: entonces le hicieron un homenaje a lo viejo con un
ikebana pomposo. Ni bien pasaron dos noches por la nueva Yerbal, removieron y
abonaron la tierra para sembrar un jardín impresionante. El césped que iba creciendo
entraba a la casa por las cuatro ventanas. Y se los convidábamos a los vecinos para que no
sintieran envidia. Seguro hay quienes almorzaron con el olor de las rosas en primavera. Al
final los que vivían arriba nuestro estaban a punto de ser invadidos por la enredadera
alpinista: su ventana principal casi más es engullida con los paulatinos mordiscos de la
hiedra. Pero ellos igual fueron quienes más disfrutaron de aquel vivero de entrada gratuita.
Un tapizado de la repetida retama acolchonaba la cuarta parte del patio inmenso. El patio
de gran Canarias era más corto, sin embargo cada vez que lo recuerdo me veo corriendo y
nunca llegar muy fácil al refugio de la escondida.

Cuando teníamos alguna visita, lo primero que nuestro huésped notaba era mi tejado y la
ventana verde, que al salir de la fábrica formaba un sobreprotector cuadriculado de hierros
para mantenerme seguro de los intrusos fantasmas; e hipócritamente sostenía un vidriecito
en cada uno de los 18 casilleros, pero en realidad era un solo cristal entero que se introducía
por una ranura que iba del este al oeste de la ventana. Claro que mi cuarto tenía también
alguna incomodidad: igual que en la piecita de la tía, recuerdo que costaba abrir y cerrar la
puerta de entrada, pues en los lugares apartados, no sé porqué, pero la cerradura se
enclaustra mal en la pared más que a menudo. La tapa del inodoro debía mantenerse en
alto con una mano cuando se quería orinar de pie, o si no se caía y enteraba a toda la casa
que yo estaba usando el aseo. Pero más por allá de esas dos menciones, todo estaba de las
mil maravillas. Allí yo mantuve toda la comodidad que de más niñito sólo soñaba. Sin
embargo me tomaba bastantes tiempos al día para compadecerme de las limitaciones que
me quedaron en consecuencia de mi pie equino. Y haciendo contrapeso con mis alegrías,
yo siempre pude recurrir a mi discapacidad para guerrear en contra de Dios Padre Nuestro,
ya que el dolor me malhumoraba.

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Ya habíamos empezado 1997. Mamá me preparaba el desayuno como cuando íbamos a la


escuela. Siempre un neskuisito más tirando a entibiado. Mamá siempre ponía un diminutivo
en cada oración: me preguntaba si no quería un tecito, o un pancito con manteca. Siempre
llevé conmigo una estampita de San Cayetano, muy chiquitita, que alrededor de la plegaria
tenías las minúsculas cursivas de mamá:

Para mi pedacito de carne y hueso


Un pedazo de mi corazón.

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1991

Para aquel otoño porteño, la novedad de la vivienda propia hacía que me levante con
entusiasmo por las mañanas para poder cumplir con las primeras responsabilidades del día.
Puedo contarme despabilando y, sin salir de la cama, levantar la persiana anchísima de
aquella casita monoambiental. Lo primero que se veía afuera era una pared cubriendo la
intuitiva escalera de la terraza. Se me había ordenado que subiera para antioxidar la
baranda. Y, para cuando ya estaba arriba, mamá se había subido antes para tender los
centrifugados del día. Vientos de sudestada dejaban flameando la ropa húmeda.

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Sentirme padre

Minerva tenía una hija de 15 a quien le había puesto Pauperra, quien a su vez tenía un
novio de 18. Yo no me daba cuenta entonces pero me incomodaba estar en presencia de
ellos: a veces buscaban mi conversación y me comentaban de un tema nuevo de Calamaro.
Ellos recién comenzaban a descubrir lo que les pasa a los éxitos. Y querían compartir su
sabiduría conmigo, diciendo que ya les empezaba a aburrir la música del Andrés. Sin
embargo Pauperra tenía un aura que simpatizaba con mis preferencias. Había nacido con
no sé qué problema y tenía que usar un aparato en las piernas, como el pequeño Forrest
pero que se disimulaba muchísimo más.

No es que no se me ocurra otro nombre, es que me gusta escribir la verdad: al hijo más
chico le había puesto Owen. Usaba gafas redondas con el marco plateado y tenía cara de
genio. Era como una miniatura, como una muestra en rubio del aún en aquellos días no
inventado Harry Potter, que para entonces debería de estar en el psicológico de huevo en
huevo de J.K. Rowling.

Y ya van tres: Corazón era el del medio. Me gustaba estar en su compañía un poco más que
con Rodolfito. Corazón se acordaba de mí cuando pasaba un tiempo sin verme, pensaba
preguntas que me quería hacer. “¿Cómo es crecer?, o me gusta tal chica pero tiene novio,…
Corazón sentía curiosidad por saber aquellos porqués de mí mismo y que jamás me paré a
responder. En él veía al principito que me hubiera gustado ser. Miraba mis ropas puestas y
en los ojos se le notaba la misma admiración que yo había sentido por los hippies de
Barrock. Me lo cruzaba en el Fray Cayetano, una vez en el recreo le pregunté qué había
sido de la niña que le gustaba. Me dijo que estoy saliendo con ella. Le enseñé a jugar al truco.
Puse las cartas en el mismo orden que las había colocado papá cuando me lo enseño a mí.
Y después jugábamos de a cuatro. Minerva mentía mal. Y Corazón se quedaba asombrado
cada vez que lo ayudaba para que ganara en la falta.

Falta cambiar los guiones – poner guiones largos por los pequeños -

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Larga vida al sol

Me suena que es algo así como los que escriben pero antes leen, que si están en El
principito después pasan la lengua sobre sus manuscritos y queda colgando de las oraciones
una esponjosa baba enternecedora, o que si están en Melville hacen un libro aburrido pero
de 600 páginas, algo así como me pasó a mí. Pero si no leen nada, entonces crean su propio
estilo. Pues así somos los jóvenes con la música: están los roxette, que visten ni fu ni fa y no
resaltan en nada; también los heavys, con sus pelos putos que nadie fuera de ellos podría
separarlos de un harcord o de los grounch; o si no, como una esperanza para seguir
soñando que en este mundo pueda existir algo salpimentado con un poquitito de fondo y
ser al mismo tiempo agradable, pues por las esquinas anda el rollinga, quien bebe del pico y
al hablar se le oyen neologismos que eyaculan las mentes de las rebeldes... pero que
tampoco han encontrado su propia combinación de palabras, aunque es quien mejor
disimula los huecos de pensamiento que hay en la esencia vacía, con esa curiosa soltura que
los hace sentir familiares por la mayoría del resto. Pues yo al fin fui un yuppie que no había
pasado por el hippismo. Inspirado por el comienzo de los ‘70, mi personalidad estaba
impregnada de remeras de manga larga extra-holgadas, que desteñidas en ardorosa lejía
desparramaban su multigama de tonos malvas como si fuera el rastro sobre la arena de las
oleadas en retirada.

Para comenzar a pintar sintiendo que estaba trabajando yo en algo que me hacía feliz, antes
de subir por la escalera escondida, dejaba puesto a todo volumen el disco dos de Color
Humano II. La primera vez que lo oí fue antes de que muriera Tambo, el papá de Equía.
Llamar por el apellido también tiene su lado práctico. Porque en esta leyenda se escribieron
de muchos Diegos. El caso es que para comienzos de 1997, este Equía ya conocía los
temas que me gustaban. Me prestó un casete que no se acordaba si tenía Larga vida al sol.
Aunque sí que estaba Cosas rusticas, pero en vivo, y en el primer minuto de batería moreana
se fundía una sublime zaraza de Edelmiro, que se me contagió y yo iba tarareando por cada
vereda donde me andaba. La voz de Edelmiro era dulce, como la de Luis Alberto, aunque
más acaramelada. Y al principio me costó distinguirlos: yo no sabía quién me cantaba Rutas
argentinas o Plegaria para un niño dormido. Pero el caset que me había prestado Diego,
empezaba con un en vivo de Post-crucifixion, cuyos primeros 15 segundos estaban
meditadamente boicoteados por un desenchufe del órgano.

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Bajo los 18 cuadraditos de marcos verde manzana, iba la cama de una sola plaza. Luego, en
las paredes -perpendiculares al sol de la mañana-, los dos escritorios inmediatos: el primero
tocaba la perilla de luz que estaba al ladito de la puerta. Allí tenía la 286 que yo había
comprado en 1992, donde dábamos vuelta al bubble Seba y yo. “Izquierda-salto, izquierda-
1, izquierda-disparo, izquierda-1”, decía Seba cuando nos preparábamos para que no se nos
fuera el zapato si nos mataban los Henrry. O el tiro rápido, que sólo venía en el moñito
amarillo, que no me acuerdo si en el original era una copa o era que viceversa. Y después
para que apareciera el cofre por si perdíamos vidas: era tres veces el tiro-salto y derecha
uno para coronar la posibilidad de comernos una pantalla entera con diamantes 10.000.
Como cada burbuja valía 10, siempre que no había nada que hacer aprovechábamos los
segundos para “morder las paredes”. Entonces sumábamos con el mínimo, hasta que de
repente no sé quien era que nos metía otra vez en nuestras burbujas y nos cruzaba volando

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

a la pantalla que viene. Aunque fue nuestro sueño, nunca pudimos hacer las cien sin haber
muerto nunca. A veces íbamos por la veinte como por la cuarenta y de golpe el juego se
terminaba porque alguno tocaba un monstruito que lo mataba, pero se enfurecía porque
jamás había comido tantos pasteles como hasta el presente S.O.S de la cuarenta y cuatro.
Entonces se me escapaba de emburbujar a un resorte, quien nos pisaba para sacarnos no
me acuerdo de cual ventaja. Y sin avisar de nada reseteábamos todo, amargándole la
existencia al otro dragón. Nos insultábamos como matrimonio en etapa difícil. Sin embargo
en el último año que jugamos, aprendimos a no decir nada cuando alguno quería empezar
de nuevo. Sebastián ponía cara de estar cansado, o yo le decía buédale, pero ni cortos ni
perezosos agarrábamos el juego enseguida. Pasaba que cuando ya no teníamos ganas de
gastar tarde en eso, pues sin avisarle le hacíamos travesuras al otro: no matábamos a los
bichos para que se le vayan al humo al otro dragón; o si no saltábamos por sorpresa, y
devorábamos un pastelote con guinda que se caía del cielo. Me acuerdo que yo le pedía
disculpas pero cuando comenzaba el camino hacia las sandías de él, como si no pudiera
evitar el banquete. Cada dragón escupe burbujas tenía una función en cada pantalla: llegábamos
a niveles que en un segundo los bichos se desemburbujaban, o que en el mismo tiempo
teníamos que encerrar seis. Entonces uno les disparaba, mientras el otro esperaba abajo,
para dar un saltito y cabecear al enjambre de ballenas emburbujadas. Y de golpe 64.000.
Los puntos eran para quien reventara. A veces no lo esperábamos: y se nos salía fuera del
corazón el asombrado “¡Miráhhhh!”. Trabajábamos en equipo. Por eso si mi azul perdía le
echaba la culpa al verde por descuidarse, o viceversa, como dice el poema. Cada dos por
tres formábamos Extend, y así el dinosaurio azul almacenaba vidas que no se anotaban en
ningún lado. Sebastián me hacía sufrir pisando las letras, pero mantenía apretado el salto
para que no explotaran. Y si no nos gustaba lo que hacía el otro dragón, en la pantalla
siguiente nos comíamos las letras que le faltaban al otro, pero que ya las teníamos. Y
cuando todo se terminaba, poníamos Seba[espacio]Pato, en primer puesto con todo lleno
de nueves.

Era lo más entrecasa que yo viví.

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El caso es que en la última madera yo echaba a andar un reproductor de CD’s muy básico y
también monótono, que se quedaba en Repeat pasando una selección de canciones que me
encantaba escuchar. Empezaba con Hombre de las Cumbres. Ese tema casi se había ganado el
puesto de Larga vida al sol. Cosas Rústicas, fueron las primeras estrofas de Color Humano
que yo escuché. Y así subía las escaleras de la terraza. Mientras pincelaba con verde campo
unas barandas antitarados, Color Humano sonaba desde mi pieza hermosa y yo quería
compartirlo con la gente vecina del barrio de Flores.

Justo enfrente del equipito y de mi compu, lo vigilaba todo el grandísimo bibliorato que me
había regalado mamá cuando se enteró de mi pasión literaria. También Expreso de
Medianoche… Pero seis intrincados volúmenes de Jorge Luis Borges, fueron los primeros
libros que me ayudaron a completar las estanterías vacías. Fue gracias a Dolina que yo me
ocupé conociendo la mente borgiana. En uno de sus programas televisados planteaba la
dicotomía entre el determinismo y el libre albedrío, que históricamente existió desde que
hubo la primera conciencia. De allí saqué también la referencia de Severino Boecio. Sólo
consiguió escribir un libro que nunca pude comprar. Se llamaba La consolación de la Filosofía,
escrito desde un encierro, mientras aguardaba la hora de su muerte a merced de una

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

decapitación sentenciada por Teodorico. Dolina nombró cada letra de La teoría del Eterno
Retorno, de Federich Nietzche. También citó algún argumento de William James: “El
universo tiene un plan general, pero las minucias de su ejecución quedan a cargo de los
actores”. En dos guiones resumía relatos muy espabiladores de la clásica la Grecia:

“Un hombre ve a la muerte en el mercado. La muerte le hace un gesto. El hombre lo


interpreta como una amenaza y huye pronto a Samarcanda, con una actitud –
aparentemente-, salvadora. La muerte le está esperando allí. Y el hombre finalmente,
pregunta: ¿Por qué me amenazaste, -¡Oh Muerte!-, en el mercado? No te amenacé. Sólo hice un
gesto de sorpresa por encontrarte tan lejos de Samarcanda, que era donde debías morir hoy”.

Y luego de veinticinco minutos debatiendoló, dándoles jaque a las filosofías muy


extremistas, Dolina comienza con esta despedida: “Quizás tenga razón James: Hay un plan
general, hay un libreto, pero en momentos sublimes podemos salirnos de él. Repito esto que me
encanta: Hay un plan general, pero en momentos sublimes podemos salirnos de él. Y así
escribió el poeta:

“El porvenir es tan irrevocable


“Como el rígido ayer.
“No hay una cosa
“que no sea una letra silenciosa
“de la eterna escritura indescifrable:
“cuyo libro es el tiempo.

“Quien se aleja de su casa ya ha vuelto;


“Nuestra vida es la senda futura y recorrida;
“El rigor ha tejido la madeja.

“No te arredres: La ergástula es oscura


“La firme trama es de incesante hierro.
“Pero en algún recodo de tu encierro
“puede haber una luz, una hendidura.

“El camino es fatal


“(Como la flecha).
“Pero en las grietas está Dios
“(Que acecha).”

Más o menos, dos años después, iba a enterarme que aquel poema se titulaba Para una
versión de I King. Disculpen quienes ya lo conozcan, porque no he respetado las
puntuaciones. Pero una cosa que puede redimirme de la ignorancia es que tenía ese
programa grabado en un Tdk y lo miraba más que seguido. Me acuerdo que cuando inicié
los inservibles ejercicios para la pierna, en vez de poner la radio cuarenta minutos y trabajar
con la música como hacen los albañiles porteños, pues yo en cambio ponía el video y lo
escuchaba a Dolina repetirme su pequeño ensayo, tal cual papá me leía El gato con botas o
mi Pinocho.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Libros de la colección EMECE fueron quemando con gran pasión el desconocimiento ad


honorem de mi cultura. Sentí la magia que tenían las líneas en El Aleph apenas miré su
índice. Luego me instruí un poco con Historia de la Eternidad y después con Ficciones. Y hasta
con El libro de arena, como al principio lo dije, practiqué una artesanía en cada lectura: a
fino lápiz le subrayé, con meticulosidad, las líneas más sobresalientes de las tramas e
introducciones. Y así, poco a poco, fui llenando mi querida biblioteca con clásicos griegos y
autores italianos que también Dolina alcanzó hasta mi curiosidad.

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Ya en mi apartada pieza de la calle Yerbal, Salvador me ofreció una de sus diligencias al


centro para que le encargara algo que quisiera. Todavía me quedaba por escuchar mucha
discografía de Luis Alberto Spinetta, pero sentí que ya había cumplido con mi descolocado
voto de fidelidad y aunque siempre tendré como materia pendiente ver los rústicos
conciertos bicoloridos de Almendra y Manal y (conforme evolucionaría la tecnología) los
clandestinos escenarios de Pescado Rabioso, ofreciendo una Post-crucifixión mucho más
sentida cuando fue interpretada en vivo, pues esa mañana pedí a papá que me consiguiera,
pues, cualquier disco de Bob Dylan que contuviera aquella canción que tantas cosas habían
hecho que me gustara. Y aunque no tuve demasiada fe en que lo consiguiera, por si acaso
ya estaba preparando el básico minicomponente para poner el disco. Pero cuando papá
regresó no solamente había encontrado un disco como yo lo quería: papá me consiguió el
tan soñado Color Humano, que tenía Larga vida al Sol. Entonces me contó que siempre
me escuchaba cantándola.

Fue uno de los mejores regalos de mi vida.

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Kampo Krosty

Ahora que aquellos días están deseosos de entrar por la puerta del olvido, ahora que el
recuerdo de todo un año de absorbente equinosis aglomera todas sus partículas en el
umbral de la desmemoria, ya puedo empezar contando que también por amor se traiciona:
a veces para resguardar a quienes queremos y que no caigan en la deshonra solemos culpar
a un amigo de algo que no ha hecho nunca, o a veces nos alejamos de una mujer que
deseamos mucho tener. Y cuando vemos sobre los hombros para analizar toda una etapa
de nuestras vidas, pues nos consolamos pensando que aquellos cariños que hemos perdido
al defender un afecto cercano, las decenas de amantes que dejamos de probar por ser
extrañamente fieles a nuestro juramento sobre el Corintios 13… Pues decimos entonces
que todo ese sentimiento dañado, todas aquellas personas que esperaban nuestra lealtad
pero se encontraron de golpe con nuestras ofensivas espaldas, pues decimos que son daños
colaterales de nuestro inmenso amor. Y entonces experimentamos el temporal
desligamiento de las argumentaciones que nuestra consciencia tiene para hacernos sentir
culpables, pues pensamos que si en la guerra es normal que asesinen civiles porque un
hospital queda cerquita del búnker, entonces está muy bien que hagamos amonestar a un
amigo si así se salva el deshonor de nuestra familia y no repetimos de año.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Las pocas horas que planeaba mi futuro eran cuando la tele estaba apagada. Lo hacía
mirando el techo de mi piecita, que igual al de Gran Canarias se caía en pendiente. Más que
nada soñé con volver a mi Quilmes. Quería olfatear de nuevo el hogareño hedor del Río de
la Plata, menguar por los boulevares, adonde las miradas filosas me acobardaron durante
los diecisiete. Me ilusioné con regresar a la casa de rejitas negras, con las entretenidas
pendientes del barrio de Villa Luján. Todo estaría donde lo había dejado: Diego seguiría
estudiando, los perros sueltos me ladrarían al desconfiar de mis intenciones. De madrugada
los ruiseñores advertirían al sol amaneciendo. Y el aletear de los bichofeos sembraría
porciones de un cariño reminiscente.

En 1997 soñaba mucho. Me despertaba con emoción: y me quedaba en la cama por ratos
largos. Entonces recordaba una imagen, una canción, o un acertijo soñado. Los recuerdos
subían hasta el pico del éxtasis que había experimentado mientras dormí. En esa época
soñaba mucho con libros. Y cuando me levantaba iba directamente a sentarme en el ancho
bibliorato mirando hacia los tomos de Borges y anotaba las frases que recordaba haber
leído en lo que la subconciencia duró. Sentía como si estuviera tomando apuntes de lo que
me dictaban las cofradías de espíritus que se reunían en las visualizaciones de mi dormir.
Siempre de espaldas a la puerta, como un oficinista ermitaño, escribía todo lo que
recordaba: aquel sueño le debía agradecimiento de ser a la recién descubierta Iliada. Fui
personaje subido a una embarcación que flotaba en el mar Egeo, zarpando hacia la helénica
Esparta. La tripulación esperaba como destino a una guerra ininterrumpida, cuyas batallas
tenían como mil años de antigüedad. Las navegaciones duraban tanto, tanto, que algunos
marines, diestros en la narrativa, tenían tiempo de empezar y terminar libros en alta mar.
Algunos autores cocían sus escrituras al lomo de tapas duras, forradas con hilajes de tela
magenta. Abrí un libro en una hoja al azar, y refiriéndose a las tropas del enemigo, decía en
un párrafo misteriosamente alumbrado:

El número de soldados es corto


pero tiemblo al ver latir
los ojos de los hombres

¡Y tantas cosas he apuntado! Es algo imprescindible para mí contar de una carpeta celeste:
allí guardaba todas las hojitas donde gestionaba alguna cosa del sueño mío. En esas
escrituras había encontrado la compañía que no me daban las Zoraidas o los Equías
imaginarios. Comenzaba a enamorarme de una entidad más fiel que ninguna amada. De a
pasos muy pequeños sentía cada vez con más vehemencia la falta del escribir.

Entonces fue que me apunté a un taller literario que se organizaba a pocas cuadras de casa,
en un polideportivo que tendría de nombre a un prócer poco famoso. Y así fue que lo
conocí a Athos.

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Para el año ’97 ya había vuelto a fumar. Por lo de “Te devuelvo un favor”. Después del
accidente pasé dos años necesitando un Marlboro. Siento no descubrir un símil mejor, pero

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parecido al amor, parecido a un micro que nos va a llevar pero al juzgarnos por un
vendedor ambulante el chofer acelera de nuevo y nos deja en la calle, pues así el coma pasó
de largo en mi vida. Apenitas hablé de nuevo, papá dijo que no al cigarrillo que le pedí,
argumentando que los médicos ya no me iban a permitir fumar: dos cicatrices hacían el
valiente homenaje de los drenajes que tuvieron lugar durante las infecciones que
complicaron el inconsciente. A modo de taladradora me llegaron hasta el pulmón, para
dragar la amarillenta viscosidad de una neumonía. Una cicatriz había sido abajo del axilar:
aquella era como un violáceo sarpullido de culebrilla. Pero la otra quedó en el pecho, justo
arriba del corazón. Con Seba siempre bromeábamos, pues nos hacía recordar a un capítulo
de los Simpsons, cuando los niños de Springfield -pintados como los sioux-, manotearon a
un Krosty desesperado y entonces, como reacción a los tirones, se rompe el lacito color
azul de payaso y la tela de la camisa rosa, para que Bart y Lisa advirtieran que ¡Sí es el
verdadero Krosty!, cuando se ve en el irremediable escote “La cicatriz del marcapasos”, “El
hierro de la ganadería” y, por último y como broche de oro a toda esa cínica situación, “Su
doble pezón”, consecuencia de una trayectoria inundada de vicio y juego, una mutación
ociosa pero antiestética, que fue ganada por Krosty a causa de tanta química médica,
administrada para sacarlo tanto de sus infartos.

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La primera vez que le hablé le pedí un cigarrillo. Athos fumaba Camel. Es diferente decir
de alguien “flaquito” o decir “delgado”. Delgado no causa nada, pero pensar que alguien es
flaquito produce cierta emoción de hogar, cierta condolencia. Pues lo que puedo recordar
de él sin experimentar dolor ni culpabilidad, es que no era delgado, mejor flaquito. Tenía los
pelos largos, pero siempre los llevaba prolijo. Alguna que otra cana ya le empezaba a
germinar desde la raíz. Tenía barba de meses largos. La segunda vez que lo vi le pedí un
cigarrillo. Seguimos conversando y cuando me quise acordar nos separamos a dos cuadras
de casa. La tercera vez que lo vi lo invité a cenar. Mamá y papá lo conocieron. Esa noche
Athos nos confesó de su enfermedad y de su luchada curación. Como caído del cielo le
regalaron un vademécum, y después de leérselo se hizo fabricar un sello de médico, con un
nombre obviamente irreal y una matrícula que le robó a un cardiólogo, sólo que
distorsionada en un dígito.

Athos, entonces, venía a verme a casa. Para no viajar a los médicos, a veces mamá
aprovechaba la situación, así le pidió que le recete medicamentos con su sello trucado. En
medio de las comidas que había preparado mamá, entre trozo y trozo de carne al horno,
papá y Athos se iban haciendo buenos conocidos, destacando anécdotas de la historia
Argentina. Pero algunas veces, Athos daba su opinión y papá miraba aburridamente para
otro lado. La cuarta o quinta vez que lo vi Athos vino a casa directamente sin que
tengamos taller de letras. Y después de la cuarta o quinta vez que vino a casa, quedamos
que Athos me pasaría a buscar para ir a sentarnos en la plaza y charlar hasta la madrugada,
como solía hacerlo con mi marimorena cada vez que nos rateábamos hasta las doce,
cuando el Don Eufrasio no era objetivo de nuestras miras. A veces había estrellas, otras
nublado o que lloviznaba, entonces por eso era que nos acostumbramos a estar en los
edificios con aleros. “Y nadie nos echaba”. Pero aquella noche -en Yerbal-, justo pasaban
sobre nosotros unas horas perfectas de invierno. La noche tenía un nítido cielo color de
ocre. La esperanzada mirada sacaba filo a través de los cristales de las gafas en toda la arista.
La plaza habría estado ideal, yo aún era un adolescente. Le había pedido a mamá que
colabore conmigo, empachando al termo con el café.

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Así como cuando espiábamos el correteo de los traviesos por las rendijas del escenario
-que nos parecían maripositas lecheras-, pues cuando el viento lo agarraba de frente y le
inflaba el saquito negro, Athos parecía una mariposa de noche. Cuando Athos vino a
buscarme lo hice pasar. Al andar parecía un vampiro en levitación vertical. Sus barbas y
uñas prolijos, su flacura y su camperita de cuero que le tapaba las nalgas flacas.

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Entonces esa noche quedamos en que íbamos a ir a la plaza a charlar hasta la madrugada.
Pasó que apenas llegó, entramos a la cocina. Estaba también papá, quien en la segunda vez
que entró a casa, pues en la cena no se comportó con Athos del todo mal. Pero esa vez,
con Athos y todo dijo que los que se iban a las plazas de madrugada eran unos marginales.
Papá seguro que no tenía ningún inconveniente, pero mamá le trabajaba la cabeza a su
antojo. Se ve que Athos nada más le gustaba para conseguir los remedios sin ir al clínico o
al psiquiatra. Entonces se mostró molesta y le habrá dicho a papi que será posible este
Ezequiel. Bueno, entonces ya que Athos tampoco le había caído muy bien a papá, cuando se
le pidió el voto trató de ofendernos para ganarse la aprobación de mami. En esa época aún
faltaban diez años más hasta que el perdón de mamá olvidara la infidelidad.

Ni bien papá dijo aquello, tanto Athos con sus cuarenta como yo con mis veinte, hicimos
un gesto como diciendo “¡Ay, la que se viene!”. Y para que las cosas no empeorasen más, le
dije a nuestro invitado que me esperara en la pieza del fondo. Discutí con papá quince
minutos, quien me insultó con toda la cortesía del mundo. Y luego fui a ver cómo estaba
Athos. Abrí: se había recostado bajo la ventana de marcos verde manzana. Lo primero que
hizo fue darme el visto bueno por haberlo sacado de la cocina y luego abandonamos a mis
padres y la casa de la calle Yerbal, pero me parece que en vez de la plaza nos metimos en
un bar de Jerónimo Salguero.

Fue la última vez que Athos entró a casa para algo. Pero igual nos seguimos viendo.
Siempre lo esperaba en la parada del 99, allí donde la había visto a Galatea por última vez.
Cuando Athos bajaba del colectivo tomábamos cafeses en el barsucho que estaba en
aquella esquina, aquel que me servía de norte cuando llegaba del centro a casa. A veces le
pedía dinero a mamá. Si me pedía excusas yo le decía que era para ir a tomar un café con
un médico amigo, cuyo bautismo fue el nombre del primer rostro que se me ocurrió. Juan
Manuel se llamaba el ficticio médico clínico que se me ocurrió inventar para que mamá se
quedara tranquila cuando salía de casa. Así estuve como un año haciendo bares con Athos.

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Tambo, querido

El teléfono fue uno de los primeros de la era Telefónica. Verde: los diez númeritos de sólo
un dígito, cada una vez presionados, pronunciaban por el tubo el suave eco del discado en
retroceso. Luego de esa llamada, nos hablamos para citarnos en otro lunes. Nos
encontramos en el ombú. A cien metros, las caravanas de libros atraían constantemente a
los leídos de Caballito. Por un camino como el de Oz pero anaranjado, en dirección al

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mismo café de siempre, nos alejamos del ombú grueso y de su sombreado bailarín. Cuando
sacó el tema de Crónica, yo estaba negado para hablar de mi declaración. Pero como si lo
que le dije hubiera sido una tontería, un comentario de muy obvia sinrazón al que dejamos
pasar, después continuó hablando de las páginas de Márquez como si se tratara de una
cuestión imprescindible, como hacen los diputados en asamblea, que esperan a que la
oposición termine de objetar y entonces siguen parlamentando, como si la interrupción
hubiera sido una mosca que pasa volando. En sus primeros 15 minutos me dijo las cosas
más hermosas que nunca hasta entonces me había dicho, y que nunca después de entonces
me repitió. Había soñado conmigo. Bailábamos en un salón muy alto, como cuando
Münchausen se enreda a bailar con la Venus. También aparecí ante sus ojos mientras
estaba leyendo otras cosas. Pensaba en mí y suspiraba. Cuando suspiraba apoyaba el
mentón en la mano, y el codo de la mano sobre la mesa. Gesticulaba moviendo las manos,
como cuando escribía en grande Poema 20 sobre el pizarrón herido. Zoraida era una mujer
que mantenía los párpados relajados. Sobre la sombra celeste se dibujaba una línea de
Rimel que hacía tangente con cada pelo de sus pestañas. No le gustaban las adjetivaciones
obvias: ni para campos verdes ni para invierno frío. Por eso Borges era su favorito. Aunque
debo admitir que en el Libro de arena me decepcionó un poco: salvo por algún pasaje no
memoricé nada más. “Era alta y ligera”, escribió refiriéndose a Ulrica.

Me llama la atención. Porque a pesar de que nos vimos unas cuantas veces más después de
aquel entonces, pocas cosas de Zoraida recuerdo luego de aquella tarde. Fui a buscarla de
nuevo al profesorado nocturno. Pero entonces no demostró ninguna emoción. Otra cosa
que sí recuerdo era una estúpida malasangre porque mis fantasías no se cumplían. Hubo
otra vez que vi a Zoraida cerca de casa, en un café que sacaba sus sombrillas de Coca-Cola
a media cuadra del Avelino Gutiérrez. Era de noche, y hablamos un poco de televisión: dos
días antes habían reestrenado en Cinecanal una comedia de las mejores. Se trataba de El
regreso de la pantera rosa. Zoraida se moría de risa contándome partes que me hacían reír muy
superficialmente, pues yo tenía la mente más acostumbrada a los Simpsons y a Morocco
Topo, cuando regañaba a los malos con esa dulce timidez. Zoraida sólo se acordaba de
memoria un capítulo de los Simpsons, de cuando Jackson le canta el happy birthday a Lisa.

Nunca voy a olvidar la última vez que Zoraida y yo acordamos un encuentro. Las acacias ya
estaban peladas: 1997 se deslizó hasta agosto. Ese año había muerto Florián Cabildo. Y casi
a la par, el gauchezco Tambo, el papá de Equía. Tenían que sacarle la vesícula.
Despreocupado, el día de la operación me encontré con Zoraida en el ya aburrido café de
Rivadavia y José María Moreno. Le regalé una copia de Almendra, para que supiera que no
me olvidaba. Y ese fue el último encuentro que disfruté. Pero cuando volví a casa, lo llamé
a Diego para ver cómo había salido todo. Diego me dijo aguantándose el llanto que al
anestesista se les había escapado unos miligramos de más. Y así Tambo moría un 7 de
agosto. Aunque le dije que no iba a ir, viajé en uno de los últimos 85. Pero antes me bajé en
Bernal para ver de nuevo a Zoraida, quien me invitó a pasar y tomamos café. No conocí a
nadie de su familia esa noche. Pusimos el casete de Almendra, iniciado con el Tump-Tump
de la chancha que Rodolfo García hizo sonar treinta años atrás. Al escuchar, Zoraida
desenterró una personalidad jovial y yendo hacia el Panasonic para subir el volumen,
caminó con el índice en alto marcando el ritmo, como si fuera una minibatuta que dirigía al
equipo.

El 8 de agosto empezó entre los vecinos de Villa Luján. Unos sahumerios japoneses
ayudaban a la resignación. La casi sor Genoveva descolocó a unas parientes estúpidas que

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lamentaron no haber ido a la operación, porque dijeron lastima que no lo ví vivo por última vez.
Y mientras se secaba las lágrimas con un pañuelito blanco les dijo que no se preocuparan,
porque yo igual tengo unas fotos. Sin decir nada a nadie, mamá llegó por la mañana, y se acercó
a catafalco para dar a Tambo una última despedida. Tambo tenía la expresión como si se
estuviera bronceando. No asití al entierro porque estaba que me moría de cansancio, y
todavía faltaban más de dos horas para la vuelta a casa. Me sentí culpable, pero Diego tuvo
otro gesto noble conmigo: ¿No te fuiste todavía?, me preguntó como si mi presencia le
molestara. Pero a pesar del cansancio, me bajé del micro en Bernal para ver a Zoraida.
Cuando llegué a la casa, estaba ella podando los rosales de una entrada graciosa. Hablamos
un poco y de repente apareció de la calle el marido. Se besaron en la boca y entró a la casa.
Después la ya incómoda Zoraida me acompaño hasta las vías, y antes de que cruzara se fue.
Y no volvimos a vernos desde entones.

Aquel día empecé a cumplir veinte años. Para cuando el gordo Equía me estaba por
alcanzar en edad, me desprendí del libro de Bradury que me había regalado Maribel:

Para Diego
(que nunca más va a cumplir 20 años)

5 de noviembre de 1997

Todo eso me hace acordar a algo más sobre aquel profesor de física que confundí con papá
cuando me llamó al Urquiza: me educó para que rindiera química de tercero con Previto.
Aprobé de casualidad. Pero una vez tenido el seis en las manos, toqué el portero de su casa
y como correveidile anuncié que era el cartero y le dejé la evaluación en el buzón. Como
pasaron los días y no tuve ni noticias, lo llamé desde la oficina para hacer tiempo hasta que
se hicieran las siete. Y resultó que no había visto la entrega secreta. Pero de inmediato fue a
ver y se encontró con mi Alcanzó[1]. Y años más tarde atendí el teléfono de Yerbal. No
reconocí que era él pero la voz me resultó familiar. Entonces dijo que llamaban de Oca y
que tenían una carta para Patricio Ezequiel Nogueira. A Jorge le atacó un infarto poco
después de que murió Tambo. Su hijito quedó huérfano.

[1] Alcanzó, Alcanzó muy satisfactoriamente y Superó: puntuación en los exámenes equivanlentes a
las diferentes notas del Aprobado.

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El síndrome de la maldición

Minerva tenía visitas frecuentemente. Nunca le molestaba presentarme o que esté presente.
Jugábamos truco de a cuatro. Y yo alegraba a los recién conocidos contando los chistes que

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me aprendí en Miramar. Los contaba un gordito más pequeño que yo que le decían Teba.
Era muy amigo de Jaimito, quien en la costa tenía el mote de “oscuro”. Jaimito era en la
playa lo que mi marimorena era en el Don Eufrasio. Más en las clases del industrial y
también en las veredas de todo Quilmes, pues Jaimito siempre pasaba desapercibido, como
si fuera una mosca zumbando frente a una colmena de avispas. Entonces tuve que viajar
hasta Miramar para ir descubriendo en el noche a noche que todo el tiempo que me
concedía Jaimito en Wilde era para no estar tan solo. A pesar de que todo el tiempo
estábamos juntos, Jaimito bromeaba con los demás y a mí me dejaba fumando en la playa.
Tampoco tenía dudas en ponerme en ridículo si con eso causaba más risas entre los chicos.
Era más o menos como Giunguetto.

Un día de esos, en que Minerva y yo nos achuchábamos en las sólidas cocinas, no sé


porqué pero no más al entrar la noté distinta. No me requería como otras veces, y
caminaba por los salones sin tenerme en su cuenta mucho. Y al volver a casa, no quiso
despedirse de mí con un beso. Lo consideré como otras veces en que nos poníamos en
difícil los dos y me aparté por un tiempo, pero siempre esperando el llamado de la
conciliación. Siempre atendía llamadas que no eran de ella. Al poco tiempo vino
septiembre, y en su mediado el cumpleaños de Minerva. Había mucha gente, entre las
cuales una profesora de cívica que se le había hecho compinche cuando el profesorado
aprovechaba los recreos para descansar. Minerva comenzó a bailar una salsa. Parecía que
estaba sobre vinagre caliente pero al mismo tiempo sentía gusto. Mirándola comprendí que
bajo todos aquellos números había un alma amazónica. Nuestro bullicio no permitía que
entrara el ruido de los motores ya esporádicos a esa hora. Me fui a casa antes de la una. Y al
poco tiempo volví, arrepentido por haber dejado pasar tantas aguas que no iba a beber.
Minerva me contó algo que no sospechaba: Había conocido a otro hombre. El día de la
fiesta estuvo ahí, y me lo quiso presentar. No acepté de inmediato la frustración, pero me
fui enseguida. Y desde entonces comencé a sentirme maldito en todo lo que intentaba.
Como dijo Athos una noche: El síndrome de la maldición.

Yo andaba por las adoquinadas avenidas y esquinas de Floresta. Y siempre me acordaba de


esa familia hermosa, cada vez que pasaba con el 107 por la puerta de su vivienda, fachada
salpicada por los distintos colores de los pimpollos de rosas como una lámina que había
sido atacada por las acuarelas de un cepillito de dientes caído ya en el desuso. Sobre todo
pensaba en Corazón. Sentía ganas de volver a apreciar la ternura que me provocaron sus
dependientes abrazos. Entonces una noche me bajé del 107 a media cuadra no más. Y fui a
visitarlos como lo había hecho siempre. Los cálidos rosales nocturnos dieron guardia a mis
pasos cuando crucé un enrejado blanco, parecido al de la casa en Guardia Vieja. Golpeé la
puerta maciza con tres golpes de los nudillos. Detrás de la puerta sentí la voz de Pauperra
preguntando quién era. Pero al saber mi nombre la voz de Minerva usurpó el lugar de la
otra, y aún sin abrir la puerta me trató como a un mendigo desconocido. Le insistí dos o
tres veces, diciendo que sólo estaba allí por Corazón, pero Minerva no abrió.

Caminé hacia la calle, mientras los rosales tocaban las trompetas de la indignación. Después
fui hasta la parada del 107, o caminé aún más allá como si fuera un depresivo borracho.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Comenzaba la era de la abundancia.

Papá ya no trabajaba en su sindicato. Y en un apresuro vendió unas acciones que tenía


encanutadas desde hacía mucho, esperando la gran oportunidad que se iba a venir. Gracias
a aquella renuncia, pudimos vivir sin que ninguno de la familia trabaje, mientras
esperábamos la sentencia de don Esnarriaga, aquel generoso juez que tasó mi coma en un
fangote de guita. Pero fue como en Burns contra los alemanes, cuando Homero vende por
veinticinco dólares unos bonos de la planta nuclear, que si se ceden al rato pueden comprar
un Rolls Roys. Y aunque pudimos vivir un año y todavía no se acababa el dinero, papá
caminaba por el jardín de la calle Yerbal tragándose la saliva herida de su orgullo
inteligentísimo.

A mediados de ese año, cuando los ociosos momentos de mis mediatardes se consumían
visitando a mi idolatrado Nabucodonosor -que generosamente añadía tornillos a las
compras de los mecánicos-, pues entonces recibimos una golosa oferta de la compañía de
seguros con la cual llevábamos una querella civil, comenzada algunos días después de aquel
atropello sólo violento y mío. Aquella cantidad me favoreció de inmediato con el
esperanzador empujón para que yo comience a soñar de nuevo. Aunque los canales de
cable le restaban muchos momentos a esas utopías. Algunas, por cierto, jamás alcanzaron el
confuso anfiteatro de mis proyecciones. Así que, durante todo un año, el almanaque
debatió sus días entre algunos pocos estrenos y animadas series de televisión, que ya habían
sido estrenadas en canales abiertos. Lo que restaba del día fatigué los predicados de mis
imaginaciones pensando en mimarme con gustos extravagantes, cuando cumpliera los
agostos necesarios para permitirme inaugurar una empresa, ya que para ese ridículo
entonces comencé tardemente a aceptar que no podría regresar a los potreros.

El juicio se celebró unos meses después, al año siguiente: la sentencia se fijó en marzo. El
otoño descascaraba la arboleda de la calle Yerbal. Para ese mes ya me había peleado con mi
entrañable Sebastián. Cuando éramos chicos hubo días que también discutimos, sin
embargo, al otro, yo me tomaba el 85 y lo iba a buscar. Sebastián estaba sentado en la
empalizada de la casa de abajo. Me alegraba muchísimo al verlo. Y no mencionábamos lo
que pasó. Pero en el ´97 ya estábamos más ignorantes. Así como en los días de te devuelvo un
favor, cuando salíamos y nos reíamos por cualquier tontería, pues en poco más adelante
fuimos a otro café del centro y nos peleamos por música. No sé qué discutimos de los
Redondos o que ya estaban muertos los que tocaban todo lo que me gustaba a mí. El
hecho es que me levanté de la mesa y lo dejé solo junto a sus placenteros silencios.

También en 1998, año tan intrincado como la literatura borgiana, abandoné mis esfuerzos
por corregir mis temblorosas cursivas diestras. Y sin la guía de ninguna terapeuta
experimenté una filosa expresión caligráfica cuando, por devoción al dibujo, intenté un
granadero a tinta, sólo que esta vez mi mano izquierda tomó posesión de los trazos, tomó
responsabilidad de salvar la dignidad de mi escritura y, junto a ella, la de un escritor que me
venía pidiendo a gritos que hiciera algo para ayudarle a escapar; ya que desde hacía mucho
tiempo que siempre miraba al boicoteado país tras los barrotes de mi pereza. Era de noche
y miraba coloridas revistas de la farándula, hasta que una fotografía de no recuerdo qué
guerra me impresionó soberanamente con un soldado barbudo que sostenía el precario
fusil sentado en una banqueta de tres patitas, mientras descansaba de sus obligatorias
patrullas.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Pero la cuestión que estaba contando era que para poder gastar el dinero, propiedad que le
daría capitalistas revanchas a los más incómodos años de mi adolescencia, tendría que
respetar al tiempo hasta que llegara agosto, para que la definitiva mayoría de edad me
colocara en posición de reclamar aquello que me correspondía. Así que la remuneración
quedaría pospuesta en los próximos 5 plazos fijos, incrementándose mensualmente con los
estatales intereses del Banco Central. No sé como hizo la abogada, pero gracias a un habeas
corpus pudimos vivir de los intereses del capital. Y gracias a Dios: porque ya se estaba
acabando el dinero de las acciones.

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Un título de Kafka

Como la Monroe que embestía a mi Humberto Primo, desde Yerbal 1727 hasta la parada
del colectivo, contaban tres cuadras de caminar. En el año ’98 ni siquiera notaba que, para
llegar a Ferrocarril Oeste, tenía que dejar a mis espaldas una primera esquina; clavada en
ella, una Virgencita María, que acunaba en sus brazos a un bebito Jesús casi-casi desnudo.
Luego unos 150 metros de plaza, se atisbaban los rascacielos en la mitológica Paisandú y
Méndez Andes. En ese punto me detenía en un arenero que los pequeños utilizaban como
un roñoso pupitre. Como el pie me dolía, yo hice cortitas posadas ahí, sentado en una tapia
cuya largura era como las parábolas zigzagueantes que tenían los números imaginarios en su
matemático aerreene. Aparentando en mis ojos emociones que no sentía, una vez ahí
sentado disimulaba el motivo de mi estadío, enterneciéndome en falceti [1] por los niños que
hacían hamacas, o fingiendo asombro cuando copaban los sube y bajas, cuyo
desenvolvimiento gravitatorio era similar al del simpsezco pajarito que bebe. Es que ya no me
alcanzaban las ganas para andar explicando por qué no podía andar. Entonces directamente
me anticipaba a las preocupaciones del pueblo y con expresiones de novela les hacía desear
temas más blandos aunque menos interesantes. Es un poco curioso (como quien dice),
pero parece que sano o enfermo, en la afeitada de lo hablado, mis intereses siempre han ido
a contrapelo.

Hasta que se me iba un poco el dolor para que me anime a caminar de nuevo, miraba a la
gente como si se tratara de extrañas cosas. ¿Cuáles iban a ser sus expresiones si se
enteraban que había durado en coma 2 meses?

Pero cuando tenía que irme hasta la parada de Avellaneda, después de la virgen que hacía
esquina con los stones, que les contemplaba tomando Quilmes del pico y al fin les
perdonaba su mal modal… después de cruzar una manzana llena de aire y de solidario
verde (campo minado con faloperos, prendidos del porro como Don Juan de la Yerba del
Diablo), después -decía- venía la última cuadra: allí estaba el club de un equipito de segunda
que se llamaba Ferrocarril Oeste. Cada fin de semana se encargaba en dejar orquestado un
partido. Y si algún sábado que otro buscaba la parada del 127 que pasaba por Avd.
Avellaneda, pues yo acortaba distancias cruzando la plaza de Ferro por abajo del Puente
Caballito, cosmopolizado sudamericanamente. Pisando el césped y los cordones ya estaban
los policías que custodiaban al barrio para que no nos levante de nuestra siesta la

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

inoportuna idiosincracia de las tribunas. Mientras se hacía la hora del partido, los canas se
repartían a lo largo y ancho de la plaza en grupitos de dos o tres, como si aquella cuadra
fuera un Tortoni[2] sin mesas, y que los sábados abría sólo para la Federal. Entonces me
metía como en un flipper donde -rebotando en uniformes azules-, yo rengueaba hasta que
por fin caía en la parada del 127, para bajarme allí donde el otro autobús la separaba de mí
a mi extrañada Evangelina en las noches de invierno. Me acuerdo que reojeaba
disimuladamente las ventanillas del colectivo a ver si Evangelina se molestaba en mirarme y
así protagonizar el estudiado melodrama del novio que parte en tren a la guerra, cuando
sus queridos se quedan en el andén mirando con añoranza la ventanilla que encuadra al
primogénito mientras se marcha al reto de su fortuna.

[1] De forma disimulada


[2] Bar popular de Buenos Aires

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Como si el camino fuera un desagüe, yo desembocaba en la parada de Avellaneda. En esa


esquina se mantenía un bar que yo utilizaba siempre como una señal de que ya estaba cerca
de casa cuando volvía del microcentro porteño en los colectivos. En ese mismo bar
conversé de mundiales con personajes más viejos en 20 agostos que yo, mi viejo y querido
Athos. Poco antes de conocer a Tara, salí de casa una noche de agosto. En la capital,
cuando es invierno, ya está obscuro a las seis y media de la tarde. Caminé bajo el puente ya
peligroso hasta que alcancé la iluminada Avellaneda, cuyo tráfico avanzaba hacia la iglesia
de Fray Cayetano.

Exactamente no sé para qué había programado aquella salida, seguro trataba de evadir por
un rato la depresión bien escondida, buscando algún café donde pasar las horas y entonces
hacerme conocido de los extraños.

El caso es que aquella noche me senté sobre un umbral negro con pinturitas blancas que
con su frío mármol colaboraba ofreciendo un modesto y duro banquito para los pasajeros
cansados que hacían la cola ahí. La entrada tenía el portero eléctrico al servicio no absoluto
de la seguridad, pues los porteños más crotos se acostumbran muy rápido a los engaños:
entonces en tiempos de crisis nadie se encuentra del todo a salvo cuando vive en algún
barrio de Buenos aires, tal cual bien lo explica un experto Darín, cuando la descuevada
trama de 9 Reinas pisa un poquito al este de su meollo. Entonces -a través de críticos
pantallazos claves-, casi científicamente le revela a un teatrero Pauls que los delincuentes
que son porteños no los ves pero están, poniéndole como ejemplo a los camuflados chorros
que afanan stereos o billeteras, y luego retienen la guita pero descartan documentaciones
imprescindibles y fotografías del hijo, la esposa o de algún bebé: y que el cabeza familiar
llevaba en la cartera, para que así los ojos de sus Natalias o vaya a saber qué otra querida le
quitasen las ganas de suicidarse, ya que cinco minutos atrás los jefes oficinistas o las
veteranas histéricas le regañaron, pues les había vendido un zapato en vez del tutti frutti de
Sugus, o porque se archivó mal una suma intrascendente en la austera memoria del Lotus.

Mientras esperaba el autobús, Galatea se acercó para hablarme. Con algún ardid femenino
convenció a su acompañante para que la esperase unos metros más a la esquina y con la
mejor sonrisa que le había visto, con un aura que contagiaba felicidad, se agachó y quiso

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

entablar un diálogo conmigo. Pero yo no quise saber nada de ella. Aunque se había portado
bien, mientras fuimos compañeros en el Fray Cayetano, para Galatea en mi alma se había
edificado un Sheraton que le molestaba. Y aunque me esforcé por caerle bien, no pude
hacer nada para liberarme de ese molesto e inmenso inmueble. Galatea siempre encontraba
razones para mirarme mal, para calzarse en el entreceño la arruga del pensador si acaso no me
había entendido y me preguntaba sus qué, para despreciar mi cortesía cuando no nos miraba
nadie, que al contrario aceptaba con un agrado aparente cuando nos veíamos en la casa de
Heráldica y nos pasábamos el azucarero para cambiar del mate al café. Aprovechaba mis
descuidos para por fin desahogarse de aquel desagrado que yo le inspiraba. Entonces me
echaba en la geta exagerados regaños, a los que yo no le contestaba. Mi silencio no era
absolutamente por conveniencia, sino que -después del coma- las competencias o el quedar
por encima pueden venir a embestirnos con una potencia de mil pascales. Pero igual que
los pelos del toro hacen tangente en José Tomas, los debates, enfrentamientos y el quedar
por encima, le pasan siempre de largo a quien estuvo comatoso más de dos semanas.
Aunque a veces le salía mal: eran esos días en que las insolencias se sienten más
aplanadoras, y -a causa de una violenta sensación de justicia-, me olvidaba de cualquier
trayectoria vivida y me ponía a la altura de la echada en cara o de su aprovechado mal
modo. Pero no se amedrentaba enseguida. Discutíamos unos minutos hasta que con una
sonrisa de alivio reconocía que estuvo mal. Y las broncas que tenía conmigo seguían siendo
un secreto. Muy bien por ellos. Pero el dolor del postcoma, más los deformados rostros
que había visto en los centros de rehabilitación, hicieron crecer en la corteza de mi corazón
el brote de una solidaridad incondicionada. Creo que ya lo he contado, pero por si acaso
no, anotaré una peculiaridad que siempre se repitió cuando empezaba a charlar con otro
incapacitado. Dos intereses se preguntaban sin la intención de instalar confianza: primero
por qué estás aquí; y dos cuánto tiempo hace ya. “Es parecido estar en prisión”, le comenté a un
cuadripléjico, quien susurrando un sí largo estuvo de acuerdo en ello. En los básicos
jardines del Avelino Gutiérrez, también hablamos de amor y de la familia. Él esperaba que
se muriera alguien cuya médula hubiera hecho juego con el adeene de sus moléculas, para
que así se la trasplantaran y tenga entonces una minúscula esperanza de andar, luego de
haber marcado (aunque eran muchos) no sé cuantos kilómetros en el contador de su silla
de ruedas.

Galatea estaría contenta de ver en qué me habían convertido los meses siguientes a la
última vez que la vi. Pero cuando sospechó mi desdén silencioso se apartó enseguida y
rápido, como una respuesta rápida en el desafiante ping pong[1] de Silvio Soldán. Aquella
fue la última vez que la vi y no recuerdo haber soñado con volver a verla.

[1] Juego de preguntas y respuestas

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En José C. Paz

No recuerdo cómo era que los días pasaban. Si sólo fuera por el recuerdo de las
programaciones, sólo se hubiera sabido de una pantalla ocre nada más, tras la cual se

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

ocultaba un permanente paseo por los 50 canales, que comenzaban del cero una y otra vez.
Ese paseo titilante a veces quedaba separado por un estreno semanal que daban en HBO.
Y en otros a veces mamá tenía que ir a Coto o Carrefour, entonces yo le encargaba
películas del Blockbaster, que no se veían del todo por los años de la video. Era lo único
que tenía. La milla verde. En una década una video-casetera pasaba a ser como una persona
con demencia senil o artritis. Si funcionaba era a medias. Tenía esperanzas de que pronto
pudiera terminar con los 3 eneros que me había durado la maldición en el pie. El
resentimiento del metatarsiano. Después de todo: tanta limitación y, sobre todo, tantos años
pueriles que me tocaron sacrificar, ameritaban una revancha.

Al enterarme que la firma de don Esnarriaga le había puesto final a una etapa de
depresiones, pero así mismo empezado otros tiempos de oportunidades, pues al instante
quise saber el monto. Papá y mamá me dieron una cifra que no tenía un diez por ciento de
la real. Lo supe varios meses después, cuando regresé de José C. Paz, pues tenía que
firmarle a la abogada el desprendimiento de otro tanto por ciento que cubrían sus
honorarios.

Yo era muy joven. María Julia, tenía los ojos celestes y era delgadita, peticita como mamá.
Me dijo dos cosas que yo recuerdo: uno, que si estaba de acuerdo en su dieta que le firmara
ese documento que me estaba mostrando. Y segundo que deberíamos pensar en hacer un poder a
tus padres. A lo segundo me negué de inmediato, quería darles yo pero no que tomaran ellos.
Conocía bien las intenciones de papá, quería manejar él una parte de todo, sin rendirle
cuentas a nadie. Pero no me importaba: lo próximo que Salvador iba a hacer sería decir que
me confundí. Y así fue.

De todas maneras yo estaba contento: al otro día fui a lo de Athos para contarle la buena
noticia. Ese día ya era de noche. Athos estaba sentado en el sofá, pero con la cabeza
diríamos a la altura de la espalda, como si hubiera vuelto recién de hacer gimnasio y no
pudiera moverse. Al mencionarle la diferencia Athos hizo un mmm muy prolongado y
desconfiado. Me dijo entonces “¡Qué sospechoso!” y me recomendó ir acompañado de un
abogado el día que fuera al banco. Sin embargo pensé: “¡Qué tontería!” y “¿Él que sabrá?”.
Pensé que como seguro aún sentía resentimiento contra mis padres, quería inspirarme
desconfianza, para que así ellos sufrieran injustas indignaciones.

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Desde que las puntosas hojas de las platanos pernnis se doraron en las ventanas del barrio de
Caballito, hasta que la amargante sentencia del frío esquiló todas las ramas deleznables,
papá se arrimaba hasta el borde de mi cama día tras día para planear lo que haríamos con el
dinero. Inspirado por los vendedores de las librerías en Rivadavia, más el tren de un puesto
tras otro donde había comprado los libros que luego le mostraba en la biblioteca a
Evangelina, mi mayor deseo era montar una librería que ronde al parque Avellaneda. Sentía
un claro agradecimiento por la compañía que me habían hecho los libros. Igual que las
cajas con los recuerdos yo inspeccionaba las páginas de El aleph y releía las líneas resaltadas
con marcador fluorescente. Me deleitaba con Wilde y aquella melosidad ingeniosa que me
empalagaba exageradamente. Sufrí vicio intelectual llorando con mis Papini: La plegaria del
buzo. Sin embargo papá ya había estudiado todas las posibilidades. Él más que nada soñaba
ponerse una agencia de lotería. Pero igual yo no aflojé enseguida. Ya en el último mes me
molestaba que viniera a la pieza, pues sólo lo hacía esperando mi paso al bando de su

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

elección. Me daba cientos de sus porqués, me explicaba el estudio de mercadotecnia que


había mandado a hacer… la ventaja del barrio para poner el negocio a unas dos cuadritas
de casa. Hasta que llegó una noche que me dijo que si yo no accedía se iba a pegar un tiro.
¿Qué sería de mí? Papito tanto me había cuidado, tanto sacrificio que había hecho los 3
meses de mi hospitalización. Durante el Urquiza, me despertaba de madrugada y si papá
había vuelto a Quilmes para dormir pues yo lo llamaba y le pedía que volviera porque tenía
miedo. Sólo una vez me dijo que no. Pero a mi insistencia enseguida tomaba un taxi y al
ratito lo tenía otra vez a mi lado.

Entonces, aunque a los dos días fuimos a tomar un café y me pidió perdón a su forma, yo
le dije que no se hiciera problema, que por supuesto íbamos a poner la agencia de lotería y
donde lo quisiera él.

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Se nos trató con la mayor amabilidad. Entre las caras ejecutivas y los escritorios que
relucían sus brillos, la doctora Massaccetti me solicitó que le firmara los últimos papeles. Y
se llevó su parte: distribuyó dos departamentos por el interior de un sobretodo inflable.
Bajó las escaleras con nosotros, se despidió con la costumbre de un beso frío y por último
se subió a su Renault para volver a José C. Paz. Desde aquello pasó una semana. Papá me
sentó para decirme que don Esnarriaga tenía una última curiosidad antes de poner el dinero
en mis manos: aún debería pasar la prueba de la sanía, antes de poder empezar con mis
proyectos.

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El olor a la Madreselvas

La inmobiliaria cambiaba los nombres en la flexible escritura. Quedaba en la esquina de


José María Moreno y la conflictiva Estados Unidos. Ninguno de los que atendía se alarmó
mucho por mi desastrosa apariencia, que ya venía cargando con la marginada insignia de un
hippiesmo desconcertante. Papá siempre arruinaba mis cafecitos corrigiéndome la libertad
con unos sermones parecidos a los que me daba cuando me recriminaba algo respecto a
Zu. El martillero fue quien nos ayudó a encontrar la casa de Caballito, en la calle Yerbal.
Ova, creo que se llamaba: un cincuentón peticito que me acompañó a ver las casas que se
adaptaban a mis exagerados gustos. Ova tenía los mismos rulos que Rinaldo Rafanelli. Era
de una estatura más pequeña que la mía y evitaba fumar de mañana. Sobre la misma
Estados Unidos (frecuentado nombre turístico), cruzando José María Moreno, estaba la
segunda casa que me mostró.

Había encontrado una casita que cumplía todos mis sueños. Tenía 5 dormitorios
iluminados graciosamente. En cada araña, seis portalámparas envueltos en una juguetona
multitud de prismas tallados como diamantes de doce caras; y en cada una de ellas se
reflejaban chiquitamente los vetustos cuadros que se distraían por las paredes. Cuando la
luz le daba el verde a la iluminación, sobre el golette de las cuatro paredes del cuarto se
eyaculaban doce pigmentos de brillos irisdiscentes. Los cuadros exhibían fotografiados
momentos a blanco y negro. Igual que en la casa de rejitas negras, aquel chalet se
presentaba a la gente con un jardincito amoroso. Los yuyos que merodeaban alrededor de
dos rosales rojos, se habían dejado crecer por el abandono.

Así como en mi espacioso cuarto de la 1727 al fondo, en la calle Yerbal, el picaporte de la


asombrosa casa era impreciso, en la manija reverberaba una tímida medialuna de luz, así
como también el brillo del propenso sol. Daba trabajo hacer funcionar el cerrojo, eso
tampoco impediría que los ficticios hurtadores se colaran como lo hacían los gatos.

De todo se ocupaban mis padres. Siempre me preguntaban si no quería que me ayudaran.


Yo no accedía por comodidad, sino por la inseguridad engendrada por mis claustros
mezclada con un agradecimiento tontamente noble. Entonces nunca más lo vi a Ova. Y
aunque me llamaba la atención que papá usara el dinero sin que yo tuviera que firmar
ningún cheque, pues jamás les cuestioné sus procedimientos. La atmósfera de casa se sentía
como si siempre se estuviera planeando algo a espaldas de alguien. La cocina tenía el olor
del pollo al horno que cocinaba mamá. Un sutil smog empañaba la iluminación, creando un
aura gris en la bombita de 75 watts. Una noche me mostraron que ya habían firmado el
boleto de compra por mi soñada casita, pagando un valor del 30 por ciento de la
propiedad. Papá y mamá estaban sentados en la mesa redonda. Alguno se puso de pie para
ir a buscar una carpeta de tapa blanda. Mostraron la escritura a nombre mío, pero también
un contradocumento que afirmaba: “La propiedad de la calle tal número tanto, en
definitiva pertenece a Salvador Nogueira Harnández”.

Mamá y papá me explicaron que con aquel documento jamás nadie podría quitarme la
propiedad.

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Clínica Pontificia

Era finales de agosto. Ya podía sentirse que nos movíamos sin la asfixia de la escasez. A la
hora de comprar nada ya no considerábamos si un precio era mejor que otro. Nada de
prevenir más gastos. De nuevo carne picada para la cena de la chiquita y de la fernanda.
Basta ya de viajar parados: a donde quiera que vaya se telefoneaba pidiendo un taxi.

Llegué a la Clínica Pontificia con papá y mamá. Tuve una sensación extraña: pues a los
quince minutos de haber llegado se marcharon sin despedirse. Me encontré solo. Fue la
primera vez en dos años que me separaba de ellos, como si me hubiera tomado unas
vacaciones en Santa Teresita. Pasé a un salón donde los esquizofrénicos fabricaban
temblorosas manualidades. Era una escena que daba risa. Como si fuera Soliz Galván
revoloteando de banco en banco, sin encontrar la distracción esperada, los diabéticos y
estresados iban de mesa en mesa buscando pinceles para terminar alguna recreatividad en
papel. Apenas entrar a la terapia fue que la conocí. Y como a la tierra que fueses haz lo que
vieres, Tara Francesca Piñeira reducía su espíritu de artesana hasta el trivial espesor una
manualidad curativa. Estaba erguida, revolviendo el agua de un vaso con un pincel para
limpiarle las acuarelas. Dejó de hablar con otra mujer y nos miramos a los ojos unos
segundos.

En la Pontificia me analizaba un tal Walls. El Dr Walls era parecido a Winston Churchill.


Su columna no hacía eje al sentarse. Se reclinaba cómodamente en una silla atrás del
escritorio. Aunque sin querer impresionar al paciente, exageraba con gesticulaciones
mañosas sus hogareñas observaciones. Teníamos una terapia familiar. Papá, mamá y yo, los
tres sentados ante el opulento doctor, esperando ver a sus veredictos freudianos
ejecutándose sobre nuestras explicaciones. Parecíamos tres niños que se excusaban ante la
directora de escuela luego de haberse portado mal.

Me recetaba algo que me mareaba. No sé porqué querían quitarme el Valium. Así que una
vez salí de noche para atravesar el patio e irme a dormir. Pero con el Rivotril puesto caí y
pegué con el entrecejo en el canto de una de los dos macetas que antes habían sido la cuna
para que los jazmines anochecieran con el arrorró de las estrellas y las distintas lunas.
Todavía prevalece la marca de la montura entre ceja y ceja. Entonces se me ocurrió decir
que el Juan Manuel que me había inventado para encubrir mis encuentros con Athos,
estaba de acuerdo en recetarme todos los Valium que yo quisiera. Y luego le daba la receta
a mamá para que los comprara.

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Laura va

Cuando la había conocido a Tara faltaba menos de un año para que mi querida Forrest se
estrenara en la filmacoteca de mis películas favoritas. Sin embargo, mentí una vez en la
primavera de 1996. En la casa de Heráldica hicimos una de las frecuentes minireuniones.
Entonces me presentó con una Gabriela que era morena y joven. Entonces caímos en el

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ping-pong del te viste ésta-te viste aquella. Le dije que por supuesto que ya había la había
mirado a Gump. Pero aunque en ese momento mentí, fue porque me confundí con Top
Gun, y pensé que Tom Hanks se llamaba Tom Cruise. Y así como Forrest se despidió una
vez más de su Jenny, cuando hacen la V de victoria con los deditos y entonces comienza
The birds con el Tum, tum, tum mientras el micro se aleja, pues así de Gabriela me despedí,
cuando bajé del taxi en la casa de Yerbal y ella siguió camino, pero antes hizo en despedida
un manito-manito como los que le hacíamos a Rayo mi Catalina y yo. Con Tara sólo tuvimos
una semana de buen amor. Nuestro primer beso fue muy fogoso. Era de noche, creo que al
tercer día de estar en la Pontificia:

A la hora de la merienda y de las comidas los internados nos sentábamos en una sala muy
amplia. El mesadal se orquestaba como en un parque de recreaciones, como en esos paseos
al aire libre, cuando el autobús de la escuela nos lleva de excursión en una mañana bendita.
Allí nos reuníamos los enfermos, alejados de nuestros parientes controladores. La primera
vez que hablamos a solas, la extirpé de un enjambre de frenéticos y frenéticas, que parecían
deformadas sanguijuelas prendidas a su cutis marrón, mamándole abusadoramente la
poquita sangre que le continuaba fluyendo por el espíritu. Fuimos a una mesa apartada tres
mesas más para atrás. Jugamos al truco. Y nos sentimos a gusto. Desde la primera vez que
la vi ella ya sospechaba mi deseo. Por eso se acercaba a la mesa donde esperaba, por eso me
grito ¡Al truco! Con una explosiva efusividad, cuando le pregunté a qué quería jugar.
Deseaba que me sintiera cómodo en su compañía. Sin pretenderlas ni rehuirles, igual que
los pibes del Avelino Gutiérrez, entre nosotros pronto brotaron las dos preguntas que
hacemos cuando nos incumbe la patología: desde cuando y por qué. Eso de la baraja fue el
martes, hasta que llegó el miércoles y se puso a llorar frente a todos cuando la tele
mencionó algo que le hizo acordar del hijo. Se fue corriendo a encerrarse, con la
expectativa de que golpeara a su puerta. Me contó llorando que extrañaba a su Lucio. Y se
prendió de mí como una niña perdida cuando el papá la encuentra otra vez.

Experimenté calor cada segundo que le acaricié la espalda. Mis manos abiertas le apretaban
la blusa contra su piel. Y un ratito después nos besamos cuando Spinetta cantaba su Laura
va. Creo que no hace falta explicarlo, pero al segundo día mis padres me habían visitado, y
yo les pedí que trajeran el equipito que estaba arriba del escritorio. Nuestro primer beso fue
largo. ¡Qué hermosa saliva tenías, Tara! Y cuánta pasión se había desperdiciado en camas
egoístas.

Tara estuvo casada con un capone petizo.

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Cinco días después

Para quienes lo viven, la fraternidad que nace entre los internados no tiene porqué ser rara.
Cuando se comparten las pesadumbres, el afecto que se sustancia en las células llega a ser
más intenso que el resto de las amistades que vayamos a tener en lo que nos queda de
recorrido. Los chicos que llevan mucho de rehabilitación se hacen familia. Sólo el dolor de
las piernas vence al ocurrente humor negro que van juntando, cuando en su memoria se

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fueron sumando una a una las diapositivas de un amputado que iba y venía haciendo la pata
coja por alrededor de la piscina, buscando un espacio lo suficientemente despejado de
parapléjicos para zambullirse y nadar sus largos a crawl. Esa vez fue cuando Luis me
preguntó:
- ¿Sabés jugar a la rayuela, vos?

Y cuando levanté la vista lo vi al amputado yendo a saltitos en una sola pata, alrededor de la
piscina de los liciados. Casi me muero de la risa.

Por todo eso que se leyó, cuando me fui de la Pontificia me dieron besos hasta quienes no
habían hablado conmigo. Con ganas de tomarnos la mano, Tara me acompañó todo el
tiempo. Ella iba a estar aún cinco días más. Los años que se han ido no me aclaran la duda
si en ese transcurso hablé con ella, o con una mujer que me contaba las novedades de mi
enamorada. Sólo sé que cuando por fin el miércoles aquel llegó, recibí una llamada. Yo
esperaba que Tara me contara que ya estaba de vuelta en casa, que pronto nos íbamos a
ver, que me extrañaba. Pero en cambio no sólo me dijo que estaba telefoneando de
prestado desde el mismo hospital, sino que esa misma mañana del miércoles alguien había
llamado a su casa haciéndose pasar por gallego. Cuando la madre de Tara atendió este
hombre amenazó con tirar a Tara al Riachuelo, así que mejor que se cuidara. Fue como si
de pronto me hubieran cambiado a otro planeta. Pero aún sin salirse de las casillas, Tara me
dijo algo más: “He dudado mucho en decirteló”, entonces unos puntos suspensivos me
avisaron que Tara me estaba por decir algo que no tendría remedio. Pero también sería un
detestado catalizador que me iba a animar para que por fin tomara mis decisiones. Aquella
pausa que duró el espacio entre el he dudado completo y el desenlace del vaticinio, me hizo
sentir como cuando escuché el preocupante ¡tóc! que -como una atrayente sinfonía de una
sola nota para toda la clase-, interpretó el borrador y la mejilla alta de Morandé:

- Son tus padres - me dijo Tara.

Y luego se despidió con un beso que jamás sentí en la piel, pero aún sin odiarme.
Increíblemente no me guardaba rencor.

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Pinchado

Alguien observó que en aquellos años de dolor insanable, yo había tenido tiempo para
pensarlo todo. Pero eso no es tan verdad como pareciera. A mis 20 pensaba inocentemente
que los días pasarían mucho más rápido si distraía la mente con cosas que me gustaran.
Pero poco a poco sufrí de insomnios, sonambulencias… y hasta que eran las 8 de la
mañana yo no conseguía dormir. Así que tenía prendida la televisión de catorce pulgadas
hasta que me quedaba dormido. En la favorable televisión por cable, hice zapping hasta

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

que los botones del mando ya no funcionaron bien. El esmalte recubridor se fue borrando
del plateado horizonte de sucesos que circundaba el programa “- y +”.

Cuando cobré el dinero por el accidente yo ya tenía planes para mi vida. Quería, sobre
todo, viajar a Cuba, para completar una mejorada rehabilitación. También soñaba con hacer
viajes, invitando a mis mejores amigos abordo de un velero alquilado. Sin embargo, en el
familiar egoísmo todo se había planeado bien. Habíamos esperado mucho tiempo, pues la
interesada letrada nos había recomendado no conciliar con la aseguradora, cuando nos
ofreció el dinero de una mansión en los barrios más estirados del Gran Buenos Aires. Así
que pasaron dos años más hasta que se celebró el dictamen. Y, en ese tiempo, yo ya había
empezado a perder todo lo que había querido. Para mantenerme todo el tiempo en el
personaje pacífico de mis prosas, pues había evitado hablar de esto todo lo que pude.
Deseaba que la lentísima composición de mis letras tejiera un libro que no endose culpas a
nadie. Y sobre todo que no delate los resentimientos que consumieron al principito que fui.
Pero mientras tanto me consolaba mirar la tele y programar grabaciones en los brillantes
TDK. Yo era muy ahorrativo en cuanto al espacio de aquellas cintas. Trataba de que no le
quedasen minutos libres a ningún caset. Pero eso me era imposible. Así que cuando ya no
entraba otra película, finalizaba la cinta con un video clip o un generoso capítulo de Los
Simpsons. Así que calculaba la cinta para dos películas de una hora y media. O si no lo iba
viendo: en algunos casets primero grababa el filme que más me gustara en la fidedigna
velocidad de SP, donde un casete entero me duraba más o menos dos horas. Y si sobraban
30 minutos, yo grababa el siguiente filme con la segunda calidad de grabación, donde la
nitidez era menos pero se duplicaban las horas en mis queridísimos TDK.

Así como cuando desperté del coma sentía que los afectos con mi familia estaban mejores,
después de ir al banco papá siempre se mostraba distante. Ya no venía de noche a la pieza,
sus saludos y palabras eran por detrás de la ventana. La que sí entraba a la pieza era mamá.

No sé porqué lo preguntó ni sé porqué le dije la verdad, pero como si cada vez que le
nombré a Juan Manuel -el nombre falso que le di a Athos-, la intuición de mami siempre
hubiera sospechado que algo no le decía. Entonces de golpe quiso saber si no lo había
vuelto a ver. Igual que lo hacía papá, me atolondré y no me salió otra cosa que la verdad. Se
lo conté todo: el nombre inventado, en qué bar gastaba el dinero para tomar café, mamá
dedujo enseguida donde conseguía los papeles para mis Valium. Mamá me escuchó de un
modo que no me creo ninguna suspicacia. ¡Les tenía tanta confianza!

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Al otro día o al otro, los chicos del taller literario se iban a reunir en el café de una esquina
de Avellaneda. Yo estaba tan contento por Tara, estaba seguro que apenas saliera de la
Pontificia me iría a vivir con ella. Quise compartir mi felicidad con los chicos y así lo hice,
ellos me miraron como fínifes desde otro estanque, por no decir como si yo fuera sapito de
otro pozo. Y esa fue la última vez que los vi.

Empezó con un simple ¿Valium tenés? Y cuando le dije que no, finalmente me dijo que, si lo
necesitaba, ella me los compraba. No sentía que mamá tenía otras intenciones. Dudé al
principio, pero mamá repetía sus insistencias de manera benévola, tal como nos insisten
quienes nos ofrecen su amor incondicional. No creí que tendría problemas. No le di
importancia a mi estupidez. Obviamente no se lo conté a Athos, pero sí le pedí la receta.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

De inmediato se la di a mamá. Mamá de inmediato se la dio a papá. Y papá de inmediato


fue denunciar a Athos. Al otro día o al otro, recibí una citación del juzgado para ir a
declarar. Papá insistió en acompañarme. Fuimos en un remis. En el viaje al juzgado papá
me aconsejó que dijera esto y aquello, para que así no me contradijera con lo que había
declarado él el día anterior, porque si no podíamos quedar pegados. Sentí algo de miedo, y
entonces le pedí que me contara lo que había declarado él. Tráfico de estupefacientes. Al otro
día o al otro teníamos que ir a lo de Walls pero faltamos. Y al otro día o al otro hicimos la
cena en la calle Yerbal. Ya estaba oscuro. Papá me dijo que Walls lo había llamado ese
mediodía. El médico quiso saber por qué no habíamos ido el día anterior. E igual al niño
que trata de convencer al padre diciendo que la maestra fue quien se portó mal, pues papá
abrió la agenda para mostrarme el número de matrícula del taxista que lo había llevado
hasta la Clínica Pontificia para hablar con Walls. Intercalaba sus miradas para señalar la
anotación y para ver si le estaba creyendo. “Entonces antes de subir a verlo apunté la
matricula del taxi que me llevó. ¡Mira si me deja encerrado! ¡Al menos tenía un testigo!”. Y
otras cosas más que ya olvidé por vergüenza mía y ajena. Entones papá me sugirió que no
vayamos más, ya que siempre que íbamos a terapia acabábamos más peleados de lo que
entrábamos. A veces, cuando yo estaba por tocar el tema del dinero, o de preguntarle a
Walls qué le había informado al juez sobre mí, papá sacaba el tema de Athos con la
intención de desmerecer cuanto yo tenía para decir. Y gritaba “¡Tráfico de
estupefacientes!”. Pero papá no sabía que yo no pensaba como él. Le hubiera bastado con
una seña, con un tono de voz sólo un poco más enojado, para que yo renunciara a todo
cuanto tenía para decir. No soportaba la idea de que su enfado fuera responsabilidad mía.

Se había emborrachado con el perecedero elixir de ir cumpliendo sus metas, pospuestas


durante tantos años por la prioridad de nuestro alquiler. Quizá lo hacía para reconquistar a
mamá; quizá haya sido porque el dinero que nos llega muy de repente nos incrementa las
autoestimas en nuestro yo pinchado; el caso es que cuando nos sentábamos a la mesa
papito se transformaba en un guardiacárcel estalinista. Aunque ya no tenía motivos para
seguir conectado a sus gremialismos queridos, papá continuaba sus ¿Sabés Pato? con un
socarrón los muchachos del sindicato… Y a medida que recordaba sus caras, como si se tratara
de las asfixiantes fichas que arman los asimétricos rascacielos del tetris, se le iban cayendo
en la sobremesa los rasposos apellidos pertenecientes a los viejos próceres telefónicos.
Entonces les firmaba sobre sus inventados lomos diciendo que le habían devuelto un favor,
pinchando la línea que había en la piecita del fondo y que sólo era para mí. Papá quiso
impresionarme mencionando apellidos poderosos. Alsogaray, fue un invento con el que
papá trataba de que me lo imaginara como un gremialista mafioso. Entonces reciclando la
espalda sobre el respaldo de la silla, todavía tras sus gafitas tornasoladas, me contaba que
los delirados secuaces habían escuchado mis conversaciones con una tal Rita que tenía
problemas de alcohol y que la habían rotulado como “Una que dice un montón de
idioteces”. Tratando de tener una escucha que lo incriminara más a Athos, papá escuchaba
todo lo que yo hablaba. De Athos no consiguió escuchar nada. En cambio Tara se llevó la
parte peor. La vida me castigaba por mi traición.

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Para ese conflictivo 1998, la céntrica Capital era para mí como una desconocida a la que se
visita para los cumpleaños y la Navidad. Era un cúmulo de desconocidas direcciones
encadenadas unas tras otras. Como el gráfico de una estadística que dibuja montañas
eléctricas azules y verdes, los números de la ciudad variaban la altura en cada casa para

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

hacer armoniosa una desarmonía espontánea. La casa de Yerbal iba minimizándose en el


parabrisas trasero de los transportes particulares. Súbitamente, cuando se cruzaba por
debajo de El puente Caballito, toda la derecha de la plaza de Ferrocarril Oeste entraba por
la ventanilla. Dejándome un hasta luego, la virgencita María sostenía entre brazos a su Jesús,
y el altar siempre estaba rodeado con bellos ramilletes de flores artificiales pero de un vivo
color rojo y blanco. Alegraba un poco, daba esperanza ver algo de verde entre todo aquel
circo de competencias, que desconsideraban la madre Tierra y la buena salud. Y cuando se
terminaba la plaza enorme me condimentaban la retina los edificios fétidos aunque
igualmente barnizados.

También había sido un 21 de septiembre la primera vez que hicimos el amor. La tal Rita era
una buena amiga reciente de mi Tara. Rita era gorda como un fantasma. Orbitaba su
realidad con vinos de alcurnia; nos había prestado la casa quinta en General Lemos -lo más
fino de mi querida Buenos Aires-, en una época social y económica mucho más tranquila
que la de hoy. Ni por asomo, ni aunque los creativos más eficientes se hubiesen juntado
para idear el tema, en ese entonces del que yo escribo a nadie se le hubiera ocurrido pedir
rescate por un secuestro veloz, donde el capturado por la tarde vuelve para la cena, después
de que su familia pagase con el dinero de una boleta de luz.

Locos los dos: el preservativo era de un látex indestructible. Y yo no sentía nada. Me dijo
que no tenía miedo y, cuando estuve dentro, Tara hizo algo hermoso que no pensé que
existía. Dijo Te como, y sentí cómo me acariciaba las venas con pequeñas contracturas de los
labios mirando al sur. Era fuego. Daba roncosas respiraciones al ritmo de sus jadeos.
Gritando como Al Pacino cuando por fin la consigue a Johnny, la eyaculé bastante bien. Ya
que los años eclipsan la pedantería diré la verdad: fue la primera vez que hacía el amor. Nos
quedamos quince minutos en silencio. Tara ponía una sonrisa bellísima cuando estaba
satisfecha. Era una preciosura. Y siempre estaba apurada. Cuando se levantó la sujeté del
brazo para que lo hagamos de nuevo. Pero puso cara de que la responsabilidad la llamaba a
bordo. Pero también que no la dejara pensarlo mucho.

Entonces nos vestimos y luego la acompañé hasta el teléfono para llamar a un taxi. Y
mientras esperábamos, Tara telefoneó a su casa para revisar los mensajes. Tara ponía una
expresión rica siempre que no tenía problemas. Se adornaba con Rimel, aunque no tanto
como para ser mi ideal. Y miraba como enamorada. Si nos peleábamos, se ponía a observar
a los hombres con barba. Aquella vez, la del 21, el día de los alumnos argentinos y de las
primaveras sureñas, los ojos redondos se le abrieron aún más mientras escuchaba por el
tubo prehistórico. Alguien había dejado que se grabara el sonido de dos cuchillos mientras
afilaban entre ellos sus sacrílegas panzas, igual que cuando era pequeño y, detrás de la
puerta doble, escuchaba a papá afilando el preciso filo, yendo y viniendo por la
ceremoniosa chaira, antes del necesario quehacer de la descuartización.

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Te quiere sacar la plata

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Mis padres por supuesto que lo seguían negando todo, y tras cada una de sus fantásticas
negaciones yo más creía que la falsa era Tara. Al fin y al cabo ella era prácticamente una
desconocida. Para empeorar las cosas mis padres decían que Tara desconfiaba de lo que ya
había desconfiado Athos, aquella noche que (medio acostado y medio sentado en el sofá de
pana roja), me recomendó ir hasta el banco acompañado por un abogado. Otra cosa
hubiera explicado la situación: “Te quiere quitar la plata”, como decía mamá. Y otra lógica
más: Te quieren alejar de nosotros para que no tengas quien te defienda el dinero . Y
viéndolo así, pues la verdad que la relación que tenía con Tara se había ganado todos los
boletos para mi desconfianza. Pero a mí siempre me atrajeron los imanes de aquellos que
valoran más a sus sentimientos. Mis ojos atraen sí a los enfermos, sí a tontos, a los
neuróticos y a los desquiciados, pero en cuanto al amor he tenido la suerte de enamorar a
personas que esperan ser millonarias sólo si es por casualidad. Esa era la única corazonada
por la cual seguí creyendo que mis padres exageraban respecto a Tara y Tara con respecto a
ellos. Lo que yo esperaba de todo aquello era que alguna vez ella hablara con los dos
desconfiados. Entonces todo se arreglaría.

No puedo recordar si ese día había desayunado ni tampoco si era finales de octubre o
principios de noviembre, pero lo que sí me acuerdo bien era que la pobre de Tara se había
convertido en un manojo de nervios porque continuaban los silenciosos llamados. Y cada
uno le hacía recordar a la primera amenaza y a los cuchillos que se afilaban. Tara me llamó
esa mañana. Entonces sucedió lo que ya me temía desde que las amenazas comenzaron: me
dijo que no me quería ver más. Yo la verdad que sí presentía que mis padres podrían haber
estado llamándola. Pero ni siquiera quería imaginarme cómo sería seguir al lado de ellos si
aceptaban su culpabilidad. Esa mañana exploté en un ataque de histeria, tal vez exagerado.
A mis gritos papá telefoneó a una ambulancia: los paramédicos fueron comprensivos y me
preguntaron si no deseaba que me suministraran Valium por vía intravenosa. Y después
fuimos a la Pontificia: una vez allí me senté como los locos en la puerta del sanatorio. Puse
los ojos en el cenit para gritar habladurías contra mi Dios. Mamá lloraba. Pero no fue hasta
que nos atendió Walls que asumió que las amenazas habían sido suyas. Entonces
regresamos a casa. Mamá telefoneó a Tara para excusarse mientras yo esperaba tirado en la
cama. Las maderas del techo hacían pendiente para la izquierda en la piecita del fondo.
Asumió todo: los cuchillos sacando filo habían sido una de sus maldades celosas; las tantas
respiraciones al otro lado de las tantas escuchas tétricas, que al minuto morían en el tono
del ocupado. Sin embargo jamás dijeron quien de todos hizo la amenaza acentuando el
tono de una galleguez que un tiempo en patria porteña había conseguido mellar.
ampliar
Ya terminados aquellos sainetes, al poquito tiempo me fui a vivir a una pensión de
Belgrano que había elegido papá.

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Una marchita de Pulgarcito

Durante los tres últimos meses de 1998, viví en una pensión de Belgrano eRre. Aunque era
un barrio chabacán, la pensión sólo en apariencia sacaba diez. En la piecita todo estaba a
cinco. Había muchísimas cucarachas, que por las variadas noches salían para aterrorizarme

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

con los redobles de sus peregrinaciones: en la absoluta quietud, el andar de las cucarachas
se oye como una marchita tocada con dos alfileres en la batería de Pulgarcito. Igual que
Robin Hood se vestía como un mendigo para pasar desapercibido cuando iba a
Nottingham, pues -para no sobresalir entre todo ese combo de imperfecciones-, tampoco
el modesto Cablevisión se veía bien. Por primera vez en sus cuatro años, el televisorcito
captaba todas las transmisiones con lluvia. De todas maneras, fue con aquella señal de
imágenes y sonidos que se freían, que grabé Rock hasta que se ponga el sol. En esa película vi
los videos completos de Color Humano, Vox Dei y Pescado Rabioso. En la misma
trasnoche descubrí el desbordado ingenio de Terry Gillian con Monthy Python and the
Holy Grail.

Tara acortaba los días de la semana con sus visitas. Una tarde trajo sahumerios para
perfumar las habitaciones. De la galera sacó una base para el palillo con aroma a Japón: lo
clavó como un mástil entre los descantados dientes de un broche de madera, y lo dejó
sobre el televisor a merced de la fosforescente brasa color ambarina. La babosa
carbonización se culminó con un cinismo tramposo, puesto que al terminarse de consumir
la bracita tocó la tele como mis dedos tocaron en los ringrrajes de Quilmes. Experimenté
cierta indignación cuando quité el broche para pasar un trapo y vi que el sahumerio había
dejado una quemadura en forma de aureola, como un artesanal suvenir.

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Jamás olvidaré los días que me visitaba: fue como si su perfume hubiera dejado fogosos
señaladores en el libro del tiempo. Y aunque quizás no elija contar de Tara tan
minuciosamente como de otras cosas que se contaron y que aún están esperando en el se
contarán de este libro para ser leídas por Ti –querido Corresponsal-, pues sólo me basta abrir
el tomo de mi historia en esas páginas ya separadas, para que entonces recuerde del pe
hasta el pa las cosas bellas que yo no supe reconocer en aquellos paisajes: los pequeños
esfuerzos que hacía ella, como por ejemplo los viajes de una hora y media en cada ida, para
quedarse a la tarde tomando sus mates en la pensión y en mi compañía. Los besos
apasionados. Las absolutas entregas que estaba dispuesta a hacerme; la juventud de su piel
morena; la maciza exuberancia de sus glúteos. Se ponía sombreros al estilo de Diane
Keaton. Firmes piernas y muslos eran la gran función cuando lo hacíamos por las tardes.
Sus tejidos vibraban ferozmente; a mis sabrosas penetraciones sus glúteos eran como las
ondas que deja haciendo una piedra engullida en la superficie del Tormes manso. Y al
compás de los gozosos chasquidos de nuestros pubis se le electrificaba la piel. Para un
adolescente, las imágenes que más se recuerdan del sexo son los segundos en que ella se
preparaba. Mordernos los labios, desabrocharle la blusa, esperarla en la cama matrimonial
aún vestido, contemplar sediciosamente el florecimiento de su íntimo cuando se agachaba
para quitarse los jeans. Aún tenía en las piernas lycra, entonces comenzaba a desanillarse.
Sentir los provocativos resortes en el interior del colchón, cuando las rodillas de Tara se
acompasaban sobre las sábanas de seda blanca para entregarme su desnudez. Ver cómo se
le arrugaban las plantas de los pies cuando confiadamente agarrotaba los dedos antes de
hacerlo. Y saber que esa opulencia estaba a merced de mis fantasías. Amábamos estar en la
cama. Remojaba las barbas en la humedad de su clítoris. Nos entendíamos bien en el sexo:
cambiábamos de posiciones cuando ella llegaba al primer orgasmo. Y yo desde la primera
vez la llenaba, pues tras el segundo embarazo no pudo tener más hijos. Era también
multiorgásmica, y mis veintiún años no la dejaban en paz.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Además de ella recibí la visita de un gato pardo durante una sola noche. Yo estaba mirando
difusamente la catorce pulgadas. Asomó la cabeza por el marco de la cocina, como para
averiguar quién era el nuevo consorcista. Pero cuando me levanté de la cama se esfumó
como bólido que corrió Senna antes del crash. Desde esa vez siempre quise que volviera,
igual que pasó con Paco. Pero jamás volví a verle el rabo mientras estuve despierto.

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Desde que me fui a la pensión a veces iba hasta casa para cenar acompañado. Como a pesar
de mi reciente resarcimiento nunca tenía efectivo ni tampoco en débito, yo siempre le pedía
a papá esperando que tarde o temprano me dijera (como las buenas nuevas de Juan el
Bautista) que ya tenía el dinero a disposición mía. En aquellas visitas me sentía como Sid
Barret, que fue a visitar a los otros Pink Floyd cuando estaban grabando otro disco, sólo
que con Gilbmur en la primera vocal. Papá también viajaba una hora en el 99 para venir
hasta la pensión y pagarme los alquileres. “¿Y qué mejores tutores que nosotros?”, me
contestó Salvador, cuando nos sentamos al sol de las cinco y media para beber un café, allá
en la plantabaja, donde Tara y yo compartimos alguna noche. El año debería estar
aprovechando los últimos días de noviembre.

No es que se nos quite la dignidad; sino que cuando padecemos un dolor mucho nos
acostumbramos a tener valores más prácticos. Cuando un dolor nos aqueja mucho,
creemos más en salir del paso con las cosas superfluas. Por eso no me importaba que fuera
cierto todo lo que me decía Tara sobre mis padres. Yo solamente quería estar con ella: verla
llegar, que golpee la puerta número quince de la pensión. Quería comprar un auto para que
Tara volviera a manejar y de paso nos sirva para ir y venir por Belgrano Erre. Molesté al
propietario de un Fiat Uno azulcito y esmaltado, quien me llevó a dar una vuelta para que
me encantara su velocidad. Ni una abolladura y por dentro olía a nuevito. Al otro día mamá
me dio la noticia de que había encontrado otro auto igualito, pero que salía menos que la
mitad del que yo quería. Entonces viajé de nuevo hasta la casa de Yerbal. Tomás –como se
presentó el dueño-, había atado con alambre el desparpajo aquel. Mendigó 50 dólares más a
papá cuando cerramos el trato. Había que cambiarle un montón de cosas: fuimos a lo de un
mecánico que tenía el taller a la vuelta de casa. Siempre pasaba por allí cuando iba hasta la
parada del 85 para ir a visitar a mi Quilmes. Había un mantonegro que hablaba conmigo
cuando se cansaba de estar cansado. Siempre me lo encontraba en la vereda estirado como
muerto pero respirando. Había también un jovencito que era amable pero cuyo rostro ya se
desmemorió.

En tres días estuvo listo. No recuerdo quién lo llevó hasta Belgrano: entonces lo manejó
más que nada Tara. La primera vez que lo usamos fuimos a comer no sé a dónde y para
volver tuvimos que llamar a la grúa. Sólo una vez lo utilizó sin mí para volver a su casa. Y
allí se quedó muchos meses.

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Cuando los payasos lloran

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Después de mucho hablar y -sobre todo-, mucha discución... luego de muchas ofensas que
quedarían escondidas bajo la irascible sombra de lo indemostrable, luego de que nuestro
amor se nos hiciera trizas, tomé un desganado coraje que me dio las fuerzas necesarias para
ir a visitar a Walls. Se hizo unos momentos para mí. Me confirmó lo que todo el tiempo
estuve temiendo, pero hay algo en el alma que nos invita a engañarnos cuando la verdad
puede rompernos el corazón.

- A mí no me nombró ningún juez.

La hora del día se elastizaba hasta tocar el cierre de los horarios bancarios y estatales. Luego
de aquella improvisada visita, tomó posesión de mí un increíble sentimiento de
desprotección y miedo. Sin volver a la pensión infectada, bienadvertido por el docto
psiquiatra, esperando que finalmente mis deducciones no fueran ciertas, pues me dirigí a
los juzgados de Capital Federal igual que alguien que busca algo sin buscarlo realmente,
como los zahoríes perdidos en el desierto que se ven obligados a escarbar las arenas en la
búsqueda de su agua. Recuerdo que los trenes privatizados me dejaban a unas poquitas
calles. Iba con el dolor del equino, incrementado por los nervios que me causaba la
situación. Se sentía como estar yendo voluntariamente hacia el final de mis sueños. Pero si
finalmente mi pena iba a pagárseme con un poco de reconocimiento, estaba dispuesto a
sacrificar las desesperadas ilusiones que fui almacenando, mientras miraba el cielo raso en
caída, desde la cama imparcial.

Cuado entré a los juzgados, directamente pregunté por los abogados que trabajaban ad
honorem. Cobrizzo, lo recuerdo muy bien. Recorrí los salones y me hicieron pasar a un
departamento donde dos personas más aguardaban la ayuda de un letrado que conocerían
en esa misma oficina. En aquel primer mostrador, luego de quince minutos, me atendió un
chica joven que me hizo sentir equivocado. Me retiré cojeando y más dolido que antes,
pues también, me di cuenta pero no lo pude articular: había perdido mi capacidad para
expresar lo que me sucedía.

Una idea logró que una vez más intentara una solución que me traería mayores problemas.
A la entrada se veían los circulares mostradores, que heladamente se atiborraban con
diplomados. Hacia el fondo, estanterías con expedientes, se completaban con la ingeniosa
audacia de los pertinentes letrados más que con la justicia. No es que los abogados de
Buenos Aires fueran corruptos. Difícilmente encontrarán un caso con alguien dispuesto a
sobornarle. Y no se trata de decencia ni de valores morales. En Argentina -pero más
puntualmente en la capital de Buenos Aires-, abunda mucho, en primer lugar, la tacañería.
Segundo, la rebuscada razón. Y, tercero, esa confianza en la inteligencia tramposa, que nos
hace esperar hasta el último minuto para defendernos de las ofensas, para buscar
soluciones... o para encarar al amor. Los argentinos, en una época, creíamos que nuestros
talentos nos servirían en bruto, y que no necesitabamos esforzarnos para que sean
reconocidos por Dios. Soy mucho, pues, haré poco. Pero a lo que iba: los abogados de
Buenos Aires, más que esa falsa justicia, buscan desacreditar las verdades de la contraparte.

Entre todos los escritos estaban las mecanografiadas pruebas que incluyeron mi accidente
en la biblioteca de la verdad social. ¿No es extraño que, para que un sufrimiento de 3 años
sea creíble, tenga que demostrarse en un escrito para que los lea un juez? ¿Por qué le hace

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

falta a la justicia española que yo demuestre mi incapacidad vergonzosa, con otros


exámenes humillantes, contestando a preguntas sobre la fecha en que vivo o sobre cuántos
miembros componen mi nueva familia? ¿Acaso la gente ya no puede leer esa valiente
presentación que muchos llevan escrita en sus quebradas retinas, y que demuestra el
sufrimiento de toda una vida? Hay personas en el mundo regidas por una soberana
inteligencia emocional, que inmediatamente intuyen las heridas en los demás corazones.
Pero ellas no se encuentran tras los mostradores de ninguna sucursal del estado.

Tres o cuatro administrativos formaban una cofradía de auxiliares que revoloteaban de un


archivero a otro, cuando el aglomeramiento de los abogados les demandaban los
expedientes, amontonándose alrededor del escritorio circular, tal cual lo hacían las filas del
alumnado queriendo comprar un sandwich en mi escuela primaria. Logré que me
atendieran y pregunté por el archivo de Patricio EzequielNogueira. Y, como segundo
intento, por el expediente de Salvador Nogueira Hernández. ¡Era grandísimo! Lo acosté en
el mismo mostrador y hojeé algunas primeras actas. Entendí entonces que aquel impiadoso
tránsito que tanto me había costado hacer por las salas de una fabulosa terapia intensiva,
había sido comercializado para que yo saque un excelente partido de todo aquel
padecimiento. Para que no me castigara aún más el dolor de mi equinosis, cogí
normalmente el tomo documental de mi tragedia, y subí los escalones enormes e infinitos
para tomarme un café, mientras yo inspeccionaba el voluminoso libro. Estuve tomando el
café, a mi derecha unos hombres con trajes muy respetables acompañaron la toma de mi
decepción. ¿Cómo se lo tomaría mi inalcanzable Mirador? ¿Toda aquella desilusión la
habría planificado para mi bien o para mi pesar? Pues a la larga uno comprende que la
tragedia es un semáforo mostrando la luz roja, para que nos detengamos a reflexionar sobre
los otros vehículos que estaban transitando a nuestro alrededor.

Deduje entonces, que nunca terminaría de leer aquel pesado expediente. Y me apuré a las
últimas hojas. Cuando leí la última o la anteúltima, me acerqué a uno de los hombres que
tomaban sus intermedias infusiones en la mesa de al lado. Y le pregunté al más relleno:
¿Qué significa “al damnificado Patricio EzequielNogueira se lo indemnizará con la suma de
tantos y tantos dólares”? Me felicitó sin envidiarme, pues me dijo que yo era rico.

Subí entonces el robado expediente para ayudarme a ilustrar mi reclamación. La misma


chica, el mismo ambiente, la misma monotonía de la hora del cierre. Abrí la carpeta anillada
en la misma hoja que me leyó el informativo y salvador abogado opulento; e hice que la
secretaría leyese la misma línea. ¿Por qué –contraataqué-, nunca he tenido acceso al dinero
de mi accidente?

Así como antes me habían hecho sentir como una mosca ahuyentada a base de insecticida,
pues ahora con el mismo ímpetu que la recepcionista se había desecho de mí, de mi caso,
pues ahora me ofrecieron pasar adentro de una oficina donde el sr Cobrizzo había dejado
sus ocupaciones para enterarse de mis problemas. Al fin había encontrado a alguien que me
tranquilizaba. Aunque Cobrizzo no consiguió lo que era justo, pues admito que fue un gran
apoyo para mi desesperación. Lo hizo bastante bien. Inmediatamente llamó a la dra
Massaccetti, por que en la casa de la calle Yerbal no se encontraban mis padres. Y ésta a su
vez localizó a mi hermana en un celular con el cual mi Catalina salía a la calle por si se
perdía. ¡Es urgente, es urgente!, le dijo María Julia a mi Catalina, pidiendo que la comunicara
con mamá o con papá.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

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El año y las primaveras en Buenos Aires siempre se terminarán casi en los mismos días de
diciembre. Pero en 1998, Papá Noel cargó en un reservado espacio de su pueril trineo todo
lo contrario de lo que yo le pedía en mis cartas soñantes.

Poco después de que alcancé los románicos juzgados federales, la aguja pequeña se había
movido dos lugares más de las dos. Pero con los ánimos apuntando a la depresión, me
armé de mi espíritu y fui a conseguir una grabadora de prensa. Aunque se me criticó
bastante y nunca presenté las cintas en los archivos civiles, debía conseguir un arma que
demostrara el mal trazado plan que a los veintiún años me colgó en el lacrimoso lienzo de
la indigencia porteña.

El negocio entraba en las elites de lo farandulero, atendido por una mujer rubia y delgada,
cuyo peinado imitaba las pelucas del siglo XVI. Ella me recordó a Azucena, aunque por
muchos años más joven. Y como cuando se juntan dos imanes por el mismo polo, sentí
que mi tristeza nos rechazaba. Pero igual en todo momento mantuvo la comercial
diplomacia. Y me ofreció que analizara las marcas que como en un museo de las
profesiones exhibían al público consumista las distintas casetras para que los reportajes no
se olvidaran.

Entre tres hice mi elección. Después volví a la pensión y me interné hasta que fue el
próximo mediodía. Entonces fui a la casa de Yerbal, a ver qué tenían para decir. Creo que
me hice acompañar por un amigo que estaba estudiando periodismo. Sí, se llamaba Tomos:
rubio y grandote, cursaba en el turno distinto al mío cuando íbamos al Fray Cayetano.
Después de entrar, con un puñetazo papá me dijo eres un mal hijo.

A la noche siguiente fui en busca de dinero hasta Yerbal. El ¡clic! de la cerradura no


conseguía hacer la vuelta. Habían cambiado la combinación. Toqué timbre y salió papá, que
como un guardián mafioso no me dejaba entrar. Se quedó en la puerta rozando mi
indignada tolerancia, hasta que me saco de los nervios. Fue entonces que llamó al
patrullero. Los policías eran dos gordos que caminaban como tangueros buscando a quien
sacar a bailar. Con la condición de que me tranquilizara me dejaron pasar a casa. Ya en la
cena encendí la moderna grabadora. La falta de intimidad me hacía ser más educado de lo
que habitualmente era en la mesa, posponiendo mis reproches rencorosos para más
adelante. Así logré llenar algunas cintas de 30 minutos, con las histéricas voces de mamá
diciendo que la problemática indemnización le correspondía por todo su desvelo durante
mi inconsciente. Quise rescatar frases que no dijeron, jamás conseguí que papá asumiera las
amenazas que le había hecho a Tara. Aunque cuando pasa el tiempo: ¿a quién le importan
esos delitos? ¿Acaso hubo entre nosotros algún llanero que hoy se acuerde de todo aquello?
Todos luchamos por lo que creímos más justo, pero de todos los que se involucraron en
aquel tema, sólo me importa a mí la desilusión que hasta esta noche enferma a mi espíritu.

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Memorabilia (bis)

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Luego de pasar esos meses esperando la visita del gato pardo, uno de mis frecuentes
taxistas me comentó de una pensión más barata. Fui a verla y al otro día me instalé allí. Yo
dormía en la 15 o quizá en la 25, pero a la 15 le apuesto más. El fletero que me hizo la
mudanza dijo te sigue, y señaló el número que se clavaba en la puerta, como las velas de
cumpleaños que se clavan en los pasteles, y al apagarse se guardan para cuando cumplamos
los al revés. Mi próxima casita era media pensión. Tenía un patio donde descansaban los
abuelos y las madres solteras. Desde allí se veían las puertas de un triunvirato de baños que
se asentaban en la simpática planta alta que nos encimaba. Los tres dinteles se asomaban
por encima de una parecita que escondía las higenizadas puertas desde el esternón; hacia
los dos lados de aquella playa sintética se desplegaban las filas de habitaciones. El patio era
como el interior de un cabildo. Tenía columnas y un arbolito en el centro, no sé si naranja
lima o limón. Para plantarlo y que crezca se había recortado un gracioso redondel de
baldosas color gris clarito. Un bordado de puntos lila contorneaba los pies del delicado
tronquito. Verdes enredaderas que daban hojas de puntas octogonales subían por las
columnas que sostenían el pasillo de umbrales por donde basureros, gordas y algún que
otro licenciado con mala suerte, iban y venían desde que el despertador sonaba hasta que la
vieja casera cerraba la puerta de calle para que no salga ni entre ninguno más. Tara me
aseguró que ya no volvería a visitarme. Y aunque al hablarnos no me quiso apuntar dónde
quedaba mi dirección, a la tarde siguiente la vieja y amable operadora me dijo que tenía
visitas. Tara había llamado al 110 pidiendo que le dijeran la dirección del hotelucho no me
acuerdo. “Entonces llamé a mis amigos del 110”, me dijo Tara mientras sacaba el mate
cordobés y una carta a manuscrita que ocupaba ambas caras de un anotador
semiplastificado. Aquellas notas fueron una especie de preparativo para que hiciéramos el
amor por última vez. Sobre la cama sencillita compartimos las dos posturas clásicas para
una sola eyaculación. Como los años mezclan las cosas, junto a otros recuerdos guardé la
carta de Tara. La guardé junto a los libros de Noemí, las cartas de Mara por mi
inconsciente, la chapita de Coca-Cola que conservaba desde 1994, cuando gracias a una
inesperada huelga de colectiveros supe lo que era ir y venir a dedo por el partido.

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Precisamente, no me acuerdo de cuándo yo estoy hablando. Sólo sé que al poco tiempo de


aquello, Tara y yo prometimos no vernos más. Entonces pensé en cuanto extrañaba a mi
querido Quilmes, y me fui a vivir con Seba, quien se vino a ayudarme con la mudanza. Al
lado de la mía dormía una mujer cuarentona con el esposo. Delgada pelirroja que se
pintaba los labios a rojo firme y Rimel en las pestañas. Un sombreado celeste le añadía más
interés cuando me miraba con curiosidad. El día que me fui otra vez a mi Quilmes, ella me
agradeció con un divino, un gesto de caballero de tres y un poco. Había pactado no sé que
arreglo con Azucena su esposo: no importaba cuán viejo amigo fuera de la familia,
acordamos que les iba a pagar una mensualidad y que en cambio podía quedarme allí
cuanto quisiera. No pasé con ellos mucho: la noche en que me echó, pues la verdad no me
esperaba al sainete. Ya hacía unos días que Azucena estaba buscando excusas para que yo
no estuviera en la casa. Sin preguntarse si caería mal, me informaba que iba a venir tal o
cual y que yo tratara de irme a hacer trámites. Mi presencia les estaba robando la intimidad.
Hasta que la fortuna del cántaro no aguanta más y un día se cae al piso: al llegar esa noche
Azucena no se aguantó que le recriminara una cosa y me agarró de los pelos, mientras me
insultaba de arriba abajo.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Por un segundo pensé en regresar con mis padres, pero me contuvo el orgullo, más
orgulloso por la soberbia. Había pasado poco para que yo me olvidara toda la malasangre
que pasé innecesariamente. Gracias a Dios, a los 21 años todavía tenemos poder para que
todo lo que intentamos resulte como un truco de magia que se ha hecho bien. Entonces
seguí una corazonada: de la billetera saqué un itinerario de nombres y números que vivían
en un a4 guardado en 32 pliegos. De inmediato me puse a investigar el listado; en él había
personas que no veía desde hace mucho. Compañeros de mi primaria, Áxeles, 252 a
montones, compinches en la rabona y en el potrero: la frialdad del tiempo que va pasando
los había transformado en olvido a unos, en rencores a los otros. Entonces me acordé del
guitarrista Agustín, aquella vez que me dijo “No tengo a nadie”, cuando revisaba su agenda
buscando a un amigo para que le escuchara sus desahogos de incomprendido. Me di cuenta
de que los nombres que tanto había querido, luego del accidente habían pasado a ser como
una confitería que se esconde en el entrepiso de un sanatorio. Entonces uno puede estar
subiendo y bajando constantemente desde la puerta hasta los pisos de internación; pero si
no va exclusivamente a tomarse una Fanta o para almorzarse algo, jamás se hubiera
enterado que allí se sirven bebidas.

Y de repente vi el aún sin cuatro 257, de mi querido Fabricio. Esa noche de verano me
atendió Inés, su madre. Y a pesar de que coco se encontraba esa noche afuera, me dio un
aliviador bueno vení, sin cuestionarme nada. Hacía tres años que no recibían una noticia mía.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Dos nombres con efe

Así que al otro día fui a visitarlos. El barrio era La Herida, se llamaba así porque su
infraestructura ocupaba en el plano de Quilmes una zona delgada. Igual que la isla de Cuba,
que parece una incisión en el mar. Fui como de memoria en el colectivo. Sentado en la
mesa estaba ya panzón el papá, que también se llamaba Fabricio. Y al día siguiente ya
estaba viviendo con ellos. Todo era alegría sincera. Los buenos recuerdos afloraron en el
comedor ni bien me instalé. Las anécdotas de los chicos nombraban mucho a mi Don
Eufrasio, a Fuentes Sincero y Patricio Previto y sus formas hogareñas de corregirnos. A
Fabricio lo vi el primer día y luego pasó una semana hasta que regresó de la costa. Por lo
general estaba callado. De los chicos estaba un tal al que le decían aguijada, veterano en La
Herida, pasaba todos los días a lo de los Pagliaro. A pesar de sus bromas y aspecto
tranquilo y pulcro, yo sentía en sus ojos que algo le molestaba de mí. Siempre le observaba
reírse con todos pero conmigo mantenía una distancia formal. Para esa época yo sentía que
cada lugar donde estaba, cada mujer que me enamoraba, iba a ser para siempre. Por eso me
alegré cuando aguijada me pidió el disco de los hermanos Foogerty: una recopilación de los
Creedence que me había grabado mi Catalina. Pensé que aunque no me miró a los ojos,
desde esa vez el marrón aguijada se acercaría más. Lo que no me acuerdo hasta ahora es si
ya se había cortado el pelo, pero cinco años antes se hacía una colita larga y estrujada.

De mi paso por el barrio La Herida, a mi voluntad siempre resucita el recuerdo de dos


noches que habían sido especiales.

Como venía mal acostumbrado con la pantalla, con las dos horas de Dolina probé despejar
el zapping. Una de las primeras noches, cuando la madrugada estaba por estrenarse, cuando
Stronati le avisaba al despistado Gancé que se habían comido 20 minutos del próximo
informativo, igual que lo cantaba mamá, el sordo me cantó al oído un estribillo que me
hizo llorar. Dolina comenzó cantando el superacentuado ¡Arriiiiba doña Rosa!, para
continuar con un melancólico zapping de entonaciones hasta terminar en la arrabalera
función, que festejaba el invariable don Pánfilo. En cada nota viví una catarsis hiperestésica,
que generosamente nos donaba a todos los argentinos el ni aflautado ni abaritonado pero sí
mentido Gancé. Nunca me había sentido tan acompañado ni tan cerquita de casa. Aquella
noche lloré sin despertar a nadie. Aquello fue cuando ya estaba demasiado hundido en la
pena.

La otra noche que había sido especial fue más adelante, en el principio de aquella deprimida
madeja, cuando con palabras un poco más hormonizadas, Fabricio y yo homenajeábamos
las conversaciones de nuestras primeras confianzas (allá en los atardeceres de 1991),
cuando me contaba de la misteriosa Tosquera. Fabricio -como venía avisando- me propuso
alquilar una película. Como si me estuviera hablando del tiempo –pero como si se acordara
de un primer sol que aparece después de muchas tormentas-, Fabricio (para ese entonces ya
universalmente “Coco”) me preguntó con un ¿La viste?, si yo no había mirado una película
que se llamaba Forrest Gump, insinuándome con sus ojos tristonios que me iba a gustar
más que mucho. Fabricio intuía en mí una esencia que nadie ni yo tampoco conocíamos
aún. Tuve la oportunidad de redimirme de la mentirosa respuesta que le di a la amiga de
Heráldica, aquella noche en su casa de 1996. Y aunque estuve a punto de repetir el plato de
mentirle para que no me la recomendara, pues a coco esa noche le dije la verdad, que no la
había visto por supuesto. Para esa noche yo estaba demasiado deprimido como para

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

aceptar que los demás podrían saber qué cosas me iban a conmover. Con una comprensión
tan sabia que no me pidió explicaciones, Fabricio me ofreció elegir a mí. Pero se quedó sin
resolver su curiosidad, pues apuesto a que coco quería aprovecharme para compartir sus
reflexiones acerca de Forrest, Jenny o el teniente Dan Tylor. Quizás quería estrenar con
alguien las secretas conclusiones que pensó acerca de la amistad, cuando junto a aquel río de
Vietnam lo vio morirse a Benjamin Buffort Blue.

Cuando decidí qué películas ver, nos levantamos de nuestros acuestos y enfilamos para el
escondido videoclub, del cual volvimos con dos pesadillas para cualquier amistad. En una
cinta venía metido un trastornado Jack Nicolson encarnado en el papel de un escritor
neurótico, quien cortejaba equivocada aunque inocentemente a una camarera que trabajaba
como un burro para que su pequeño se salvara de morir por asfixia. Y también, semejante a
un espectro que baja al mundo desde otra época, [como el maestro lo hubiera dicho]:
“Reumática barba gris, cabello y ojos a carboncilla”, disfrazaban de psicólogo a un Robbin
Williams menos alegre que en Peterpan, quien no llegó a leer en la pizarra la solución a los
Tales ni a los Pitágoras que a fuerza de logaritmos y álgebras planteaba el introvertido Will,
mientras toda la universidad dormía la siesta para no malgastar la jovialidad.

Tenían un gato que no muy originalmente se llamaba Félix, quien era más anaranjado que
pardo y siempre llevaba y traía una expresión curtida. En cada atardecer, Félix ponía la cara
apuntando al sol, ya caído en la planta baja del cielo marinero. Y Fabricio, el padre, decía
que el atardecer inspiraba al gato para pensar mejor. Félix caminaba como quien tiene la
desconfianza de pisar vidrios. Una órbita rojo sangre le rodeaba la pupila del ojo en
compota. El hábito de defender territorios siempre le dejaba alguna herida de suvenir. Así
había muerto el Puffi, mi primer gato peleón, quien cuando estaba en celo se violaba al
polaquito que había traído papá. La idea de llamarlo así fue de mi Catalina, porque el gato
siempre dormía arriba de un puff chiquitito, cuyo forrado hacía juego con el de las camas
de nuestra infancia, cuero que también fue lienzo para mis desconsiderados Monet. Puffi
una vez apareció con la mejilla colgando, cuando se ve que otro felino más bravo le hizo
estudiar una lección para que aprendiera humildad. Pocos días después murió. No tuvo un
funeral cristiano. Su tumba fue el terraplén de las vías de Gran Canarias.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Relatos de un Naúfrago

“¡Esa perra lleva la pata de un cristiano!”, dijo el papá de Fabricio, quien también se
llamaba así, como siguiendo la tradición familiar. Y nos hizo que la imagináramos a la
chiwu jugando con un calcetín que yo recién me sacaba, para que todos nos hiciéramos una
idea de que mi higiene personal daba a desear más que mucho. Y con esas tentadas que
hacemos en misa, que cerramos los ojos como si el amanecer nos estuviera cegando, añadió
que “¡Tanta es la mugre, que se saca la media como si se estuviera descalzando una bota!”.

Mamá vino una vez a Barrio Naval. Se quedó hablando con Inés, quien atenta y respetuosa
siempre ponía su oído al servicio de los demás. Yo me había quedado en la habitación, a la
orilla de la cama, jugando la Play Stattion cuando Germán la dejaba a disposición de los
otros porque se iba a trabajar o a hasta lo de su paupe, gran amor y luego esposa, a quien
graciosamente se me había ocurrido llamar depaupera, igual que la muñeca larguirucha que
salía en la tele de más chiquito. Y no por el parecido, porque aunque la paupe era muy
flaca, yo me acordaba de un tal Gismundi, a quien el gordo Equía le decía la depaupera,
porque era más flaco que Trapito. Yo estaba casi derrotado, el dinero había corrompido
nuestra nobleza, propia del toro que corre para embestir, cuando sospecha que a su costa
se entretienen las masas. Entonces, como le había tomado un cariño llaneriense al pasado,
yo sentía que al llamar depaupera a la paupe pues volvía a compartir la tarde con el flaco y
con el gordo que hacían una franquicia con Diego. Respecto de los quechuas Diegos, en
1977 pasó igual que con el castellonense Ezequiel en 1996. Son nombres que alguna
parturienta gritona pone de moda. Le suenan bien a la otra, quien todavía dudaba si
bautizar al niño con Jorge o Pedro. Entonces vaya a saber la razón, pero como una
tendencia que dura lo que la primavera, pues como si los nombres fuesen clubes de fútbol a
los que las madres solteras y acompañadas deberán asociarse, pues el Nahuel o Efraín se
llevan un porcentaje de los bautizados; pero una porción apenas más gentil de la torta sería
por ejemplo para los jacintos o los damianes. Pero como si fuera el estirado River haciendo
fans gracias a un Ortega o Francescoli, hay un nombre que gana las elecciones del año
como si fuera un Perón en elecciones contra Lanusse. En mil novecientos 77, esa ganadora
porción de los argentinos nació con el Diego en la frente. Diego Américo Equía,
Gismundi, Dieguito Ramales, Diego Friega, Rivera y Rueda, formaron un rimado
trabalenguas para los profesores, a causa de la cacofonía que les costaba el nombrarlos
juntos. Y así montones de Diegos más que yo conocí o de los que nunca tomé consciencia.
Sin embargo yo me salvé de la trivialidad, porque papá quiso mucho al abuelo que nunca
llegamos a conocer. Se llamaba Ezequiel, era también gremialista, y tendría que haber sido
tío de mi Salvador, pero acabó siendo su padre gracias a esas manías con la que la pasión
condimenta el destino, tal cual un chef endulza un poco la salsa con una hojita de laurel.
Papá me contó aquello en el mismo año que entré al Fray Cayetano, época en que todo el
mundo ponía Ezequieles a los recién nacidos. Hasta el señor Mimor, que estaba esperando
a que la cigüeña le tirase al tercero por la cabeza, había llamado así al menor, y en todas las
clases se escuchaban varios Ezequieles revoloteando, cuando al mejor estilo de Howard
Stern nos contaba las intimidades más bellas que había en sus entrecasa.

Mi memoria se fue convirtiendo en una ergástula de buenos momentos.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Pero el hecho fue que cuando mamá había viajado desde Yerbal a la 56 de Dorrego -tan
campirana que parecía una granja-, yo me senté al borde de la cama para distraerme con la
PlayStattion, como cuando era chico y los lunes mirábamos El mundo del espectáculo a los pies
de la de mis padres. Me aislé para cansarme haciendo una práctica no muy útil con el de
fútbol, o con el Crash Bandicoot II, pero me secuestró violentamente de la abstracción el
grito de horror de mamá, cuando en vez de meterse en el baño dobló en la puerta
equivocada y se encontró con la abuela Regina roncando al estilo lobo de mar porque se
había acostado para descansar en la habitación que empezó a compartir con Olvido
-hermana menor de los tres- desde el día que yo arribé. Cuando mamá salió de la casa dejó
escondidos 50 pesos abajo del televisor, ya que en esa familia nadie estaba acostumbrado a
solucionar nada con dinero y se lo rechazaron amablemente. Por eso habrá sido que a nadie
le importó cuando rompí mi promesa de que cuando el juicio se terminara les iba a pagar el
hospedaje y la hostelería.

Eran una familia muy unida. Hubiera deseado que mis papás se llevaran así.

Cuando entré a mi Don Eufrasio Videla, un comandante más alto que Alopecía, nos dijo a
nosotros y a nuestros padres: “De los no sé cuántos cientos de alumnos que entran cada
año en este industrial, nada más que seis o siete se reciben sin haber repetido nunca”.
Germán fue uno de esos pocos elegidos. Y así, sorpresivamente para mí -planificada para
mi Corresponsal-, van ingresando las trascendentales esencias de las trascendentales
personas que me han rescatado de la indignidad cuando, allá por la vergonzosa historia de
mi tercer principito, yo no tuve más opción que dejarme guiar por una astucia que nunca
quise tener. Hice promesas que no cumplí todavía, solamente para pasar el invierno bajo
algún techo de chapa, escuchando cómo crepitaban en la imperfecta salamandra las
maderas de un cajón de verdulería, igual que lo hizo el protector de Salvador en las tardes
de domingo de mi niñez, con el tradicional fin de orquestar sobre la parrilla las adobadas
costillas del asado o las inflamables tiras de vacío.

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Cuando faltaba poco para que 1991 se terminara, la tía Aurora murió. A cien kilómetros de
Humberto Primo, moría una tarde en su ranchito de Longchams. Lo había construido
-casi, casi que casi- con sus propias manos. Tenía una entrada larga, larga, más larga que los
30 y pico de metros que, tras las rejitas negras, desparramaban tomates, zapallo y uvas. Esa
tarde la tía Aurora no pudo encontrar el ventolín que siempre la salvaba cuando se estaba
ahogando como un sapo. Tampoco se supo nunca donde estaba perdido. Yo había ido una
vez a Longchams, cuando todavía vivíamos en Gran Canarias. Después que la tía Aurora
muriese mamá nunca fue la misma persona. Estaba desconsolada, como si hubiera perdido
a la madre. Entonces yo faltaba a las clases del industrial y me quedaba con ella. Me
acompañaba a lo de Sebastián donde Azucena la consolaba con el acomodaticio ya ya ya.

No hecho la culpa a nadie, pero me desculpo: cuando esos días pasaron comencé a ser
perezoso con los estudios. Aunque seguramente fue más por hormonas que por aquello.
Gracias a que los profesores me habían visto estudiar hasta que fue primavera, terminé el
año sin llevarme nada a diciembre. Aunque los últimos dos meses yo siempre estaba
pensando “No he terminado la lámina”, o “Me faltó estudiarme la historia y los ríos del
sur”. Entonces hacía los mismos gambitos que me enseñó el estar ocioso en la Casimiro
Escarlata, mi querida primaria: para no pensar el dibujo repetía las láminas de memoria,

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

para exponer lo que pensaba del habeas corpus, en cívica ensayaba dos hojas con un graffiti
de Quino que decía basta de censú… Y en geografía e historia estudiaba menos que el
mínimo, apostando a que el profesor me iba a poner Superó gracias a que estuve jugando
seis meses al hazte fama. Formar una proporción de la desmesurada familia en la escuela
estatal del suburbano bonaerense es como deducir las costumbres y mañas que tienen los
padres en el hogar. O como cuando somos más chicos, que con facilidad adivinamos lo
que terminarán diciéndonos los mayores. Pues en mi Don Eufrasio pasaba igual: si bien
mientras cursábamos las primeras semanas del último trimestre pensé que se lo olvidaban,
con el paso de los ausentes orales me fui dando cuenta de que los profesores no me
llamaban ni a mí, ni a Prado, a Fabricio o a Manfredo, para que dijéramos la lección o para
leer el último capítulo de Relatos de un náufrago, porque minaban las horas con una
guarnición de oportunidades para los chicos que necesitaban recuperar. Entonces las horas
de matemática, literatura o educación cívica, se deslizaban hacia su finito por un repetitivo
popurrí de los apellidos más kilomberos. Y cuando me quería acordar salíamos al recreo.

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Los dos perdimos

Siempre que estuve enamorado seguí amando durante al menos un año después de que se
terminara la relación. Así me había pasado con Tara.

Ya cuando me visitaba en la pensión de Belgrano era bastante tedioso irle a dar la sorpresa
que nos reconciliaba un poquito si nos amenazábamos con el “¡No te quiero ver más!”.
Pero del barrio La Herida hasta lo de Tara parecía un rompecabezas de recorridos. Primero
el 256, como el prefijo de los teléfonos, que me sacaba del barrio para dejarme a unas
cuadras de mi Don Eufrasio, para que después el 85 vueltero me dejara a dos horas de mi
Quilmes querido pero más para allá, pues en la brújula del suburbano su recorrido partía
desde el inseñalable sur que se iniciaba en el río, hasta que llegaba al inflado noroeste del
gran Buenos Aires. Y por último tomaba alguno que hacía una hora derecho para recibirse
justito enfrente del edificio de Tara. Pero a pesar de los viáticos malgastados, era joven y
viajaba con gusto. La última vez que vi a Tara, recordé y dije, en una engañadora
adaptación, las nobles y valientes palabras del Barón de Münchausen:

Si quieres verme vivo de nuevo, Tara, combate hasta recuperarme.

En esa época muy poco mío era auténtico.

Al poco tiempo de aquella tarde regresé para despedirme. Viajé casi tres horas y media,
pero no la encontré. Entonces añadí tres horas de espera más en la vereda de un cafecito,
siempre mirando hacia la puerta de su edificio. ¿Quién se merecía realmente los

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

sentimientos de aquel entonces? Y sin recordar lo que sentía, sólo prosiguen mis letras
para contar que me marché de allí doloroso... y dejé una carta para ella.

¡Qué fácil es para el hombre volver a sentirse joven cuando por sus venas revive el flujo del
enamoramiento! En esta tarde presencié la metamorfosis veloz de mis angustias en
florituras de esperanza. Sólo fue necesario un segundo: entonces mi Señor me bendijo y
mis sentires a punto de marchitarse se fertilizaron de nuevo para que las decepcionadas
espadas del romance emergieran otra vez. Debería empezar a usar esta carta como una
especie de diario íntimo, pues al imaginar que Alguien me está leyendo recuento más
sinceramente las horas de mi día. ¿Será por eso que existen los confesionarios? ¿Será que la
confesión de nuestros sentires cosecha la amplitud de sí misma cuando un alma que nos
inspira confianza está pendiente de nuestro caso, sea piadoso o cruel? Yo no voy a utilizar
los misericordiosos momentos de nadie que esté allí sentado, como si fuesen un juez que
debe discriminar la calidad de mis asuntos pasados, para anotarlos todos en la contabilidad
de mi bien o de mi mal, a fin de hacer un balance y salvarme del infierno o vedarme las
puertas del Paraíso. Pero sí contaría, ya un poco ansioso por llegar a mi cuarto principito,
algunas de las pequeñas magias, gigantes constructoras de futuras fortalezas sentimentales,
que todo este cisco me ha hecho revivir. Seré pragmático, y abreviaré todo lo posible esta
importante parte del relato, abreviándolo cuanto me sea posible para no dispersarme
mucho más entre caracteres que ilustran el significado de nuestros deseos… pero también
estaré atento a no tentarme y quitar demasiadas palabras, y así no correré el riesgo de que la
idea final nos dé la impresión de incompleta o inentendible, o que próximas lecturas
interpretaran algo que yo no haya querido decir.

Temiendo perder el recuerdo mañana a esta misma hora, o cuando fuere que yo retome
este interminable epistolario, prosigo ahora en lugar de tomarme un descanso. E
imaginando que el punto final del párrafo anterior ha sido en realidad un genuino punto y
coma, o un dos puntos, o unos puntos suspensivos, o un puente que desemboca en el
desenlace de aquella carta… yo declararé aquí no el recuerdo de la carta en sí misma, ni de
sus líneas o de sus intenciones; no ilustraré ninguna palabra mía dirigida a matar el corazón
de aquella mujer. Salvo por el renglón apócrifo que la culminaba:

Gano -dijo el zorro-, por el color del trigo.

Los dos perdimos

Corría Julio de 1999. Era invierno. El tercer principito que vi en mi vida lo compre para
dárselo a Tara. Sin embargo, no se lo regalé cuando me despedí para siempre, en cambio
ella sí me dejó su querido y hermoso mate.

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Te espero a las cuatro, coco

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

En 1991 siempre iba en bici al barrio La Herida. De la edad de mi Catalina, Fabricio tenían
un hermano que llamado Germán. Tenía de pícaro lo que tenía de familiero. Quizás haya
sido porque en la infancia nos preocupa saber en dónde viven los otros chicos, ya que
desde mi primera visita a la casa de Sebastián siempre me habían dado curiosidad las
esquinas: averiguar quién vivía, saber a qué se dedicaba el padre de la familia, o entrar a
investigar si era un terreno baldío. A una manzana, tenía la persiana siempre bajada una
fábrica de no sé qué. A mis indagaciones, Seba me contestaba siempre como un Homero,
que se encoge de hombros y acepta sin culpas ni vergüencitas el no saber.

Blas Parera 960: Sebastián vivía en una calle que casi hacía rima con su nombre. No sé en
qué día del fin de semana estábamos viviendo. Pero esa tarde de 1991 me crucé con
Fabricio, cuando estaba tonteando en la puerta de la casa de Seba. Aún no nos sentábamos
juntos. Fabricio ya estaba trabajando con 13 ó 14 años. El encuentro fue como una
despedida, en la que no imaginamos qué nos decir; en la que nos guardamos toda esa
erupción de sentimientos que nos provoca el no te volveré a ver. Fabricio se quedaba en la
bicicleta con un pie en el piso, esperando oír algo más que un cómo te va hermano. Yo
tampoco podía terminar de digerir el milagro, ya que así como durante la recreativa semana
hábil lo extrañaba a mi Sebastián, pues los fines de semana extrañaba a mis amigos del
industrial.

Pero esa tarde, por fin me iba a enterar qué se tramaba tras esa cortina gris, en aquella
supuesta fábrica de una Blas Parera casi peatonal de tan desolada. Seba no estaba tan
despistado como creía. Alguna vez ya había encogido los hombros así. En esas veces el “ni
idea” de Sebastián significaba un sólido “ni idea”, como cuando los hombres viejos dicen
“mucho tiempo”, que quieren decir “mucho tiempo en verdad”. Los ni idea de Sebastián se
codeaban con la verdad de la misma forma que el un pico fuera de su alcance se codeaba con la
sutileza, cuando Homero quiere comprarse a crédito el Titán de Titanes, en la tienda de
automóviles Bob (Aunque mi nombre esté ahí arriba).

No sé tampoco si Fabricio me lo contó esa misma tarde o el lunes, cuando le pregunté que
qué andaba haciendo por ahí. El caso es que coco trabajaba haciendo pizzas, en la fábrica
secreta que tenía la persiana gris siempre hasta abajo. Vivía observado por un jefe viejo, que
no era malo pero sí repugnaba un poquito. Cuando había mucho trabajo que hacer, el viejo
llamaba a la casa de Fabricio y con su voz carrasposa [de ultratumba], atendiera quien
atendiese, decía que “(Te espero a las cuaaaaatro, Fabricio)”. Y entonces colgaba sin hasta
luego ni chau.

Generalmente avisaba con un mediodía de antelación. Entonces, a las tres y media,


Fabricio se subía en una blanca bicicleta inglesa -del mismo tamaño que la de mamá,
cuando se diseminaba por la cuesta arriba de Humberto Primo-, y zarpaba a una mar de
carreteras más que hogareñas hasta la fábrica de pizzas.

En la casa de Seba siempre me había gustado observar lo que hacía su hermano Horacio: se
acomodaba sobre la tapia de entrada, entonces su pubertad lo vigilaba todo desde ahí
arriba, como un rey León. Horacio era todo un líder, se mosqueaba con los pendejos del
barrio cuando le preguntaban algo más que la hora. Y si no respetaban el segundo aviso, les
silbaba finito un moco que dibujaba un arco iris invisible y caía a los pies del niño, quien
levantaba los pies para que no le ensucie la zapatilla, como los tiros que hacen bailar al
vaquero.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

De la misma manera que observaba a Horacio, a mí me hicieron crecer las admiraciones


que experimentaba cuando Germán andaba cerquita nuestro. Creo que alguna vez lo habré
visitado al bueno de Fabricio, pero mi razón era el sentimiento de verlo otra vez a Germán.
Era como estar viendo un capítulo de Melchor Mosca. Me encantaba ver cómo Germán se
movía por los cuartos de la casa destrenzando su personalidad. Verdugueaba a la abuela
Regina con un cinismo superingenioso, igual que superateridos eran los dedos de Edelmiro
cuando esperaba a que las chicas y muchachos le acortaran la vuelta a casa y al fin lo
levantaran por las Rutas Argentinas. Regina era la abuela de Fabricio, Germán y Olvido, la
hija menor.

Pasaron los años, el viejo murió, y pasaron todavía algunos años más. Hasta que un día
Germán se compró un móvil nuevo. Para estrenarlo se encerró en su habitación.
Empezando por el 257 marcó los siete dígitos de su casa, y la abuela Regina fue hasta el
comedor para atender el teléfono que chicharreaba. E imitando la voz del fallecido, con un
tétrico “Te espero a las cuaaaatro, coco”, Germán empujó a la abuela hasta la orilla de su
tumba, quien resucitó del pánico cuando el grandote de Germán se asomó al living
matándose de la risa, todavía con el celular sin cortar.

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Caída del cielo

¡Quedan tantas cosas para contar! Cuando uno descubre que escribir hace que amemos
más, sin darnos cuenta comenzará a sucedernos como al comerciante judío suele pasarle
con los ingresos, después de que su tienda supera los dos o tres meses de período de
prueba, y el haber de su contabilidad deja de ser un sube y baja más baja que sube para
convertirse en la expectativa de un futuro mejor. Y aunque al principio sólo le pide a Dios
que todo le salga bien (pero los más importante es la salud y que todos estemos juntos),
pues comienza la ebriedad de los éxitos, y entre sus rezos hebreos se infiltra un más-más
molesto para los ojos del conformista. También Su Eminencia tiene la culpa de que esto
pase -pues históricamente hablando-, no les concede a todos los pueblos en la misma
medida. Hasta Su Hijito, por vecindad, se hizo amigote de todos ellos. Los demás barrios
deberíamos admitir celos de los judíos. Mas este Corresponsal que tengo es
extremadamente justo pues -menos a los judíos-, nos dio para que eligiéramos entre una
vida con muchísimos milagros… y si no una que no tuviera holocausto.

Pues entonces decía con respecto al más-más. Cuando ya se lleva tiempo escribiendo, algo
parecido nos pasa a los escritores con las ideas: nos tienta a decirle mucho cualquier cosita.
Yo recién pude volver a escribir en el 2007. Hacía diez años que lo intentaba con la otra
mano. Pero sólo cuando lo europeo me rodeó con la calma de estos amaneceres
subtormesinos fue que aprendí a escribir con la izquierda. Pues -a la vez que corregido-,
enseñado por un manual que traía 100 alfabetos distintos, engrampados en unos anillos
grotescos que haciendo ¡click! se abrían como trampa para los osos, entonces me dejaban
poner el abecedario gótico o el árabe sobre la mesa para que así pudiera calcarlos como a

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

los mapas de las tres Américas juntas, que la maestra de historia nos daba para calcar como
tarea en los incansables 12 de octubre.

De aquella época sería mejor no entusiasmarme mucho y frenarme antes de que la baje
esquiando por la pendiente de los detalles, ya que hay cosas más importantes y urgentes
para contar: este relato no se extenderá contando -por ejemplo- para quién iba aquella
carta, donde ya con la zurda -pero con una manuscrita mucho más aftosa que ésta-, yo
desplegaba las alas de mi sueños rotos para hacerlos volar 60 kilómetros y que mi escritura
dificultosa llevara en palabras netas toda la historia de aquella traición genealógica. Sobre
las mañanas que a punto estoy de contar, pues también en aquellos días, la esperada visita
de un cartero me citó para la primera audiencia conciliatoria.

No sé si ya lo he contado, pero en la casa de Fabricio una mañana recibimos la visita de


alguien desconocido, pero que pronto sería muy especial para mí. Tardíamente bautizada
Valentina, salió de una bolsa negra y no llegaba ni a la semana de vida. No abandonaba el
miau-miau chiquitito, tan musical y extenso como los agudos de Nito en la apenada El
tuerto y los ciegos. Y como si tuviera algo más que ver con aquella canción, la micha era la
mitad blanco y la mitad negro, como el bigote de Carlos. En la triangulada nariz los
mofletes tan blancos como el bigote, el lomo y la cola larga eran tan negros como sus
pupilas flexibles. Era como el gatito blanco de Áverix, esponjoso y cabezoncito, con orejas
de papel crepe: y de repente se le cae una lata de pintura encima, barnizándolo con negro
pero esta vez asimétricamente. Por eso tenía más motas negras en el bigote derecho que en
el izquierdo. Tampoco se oscurecieron las cuatro patas.

Sus paranoias hacían que se subiera a un pino que había en la Dorrego 56. Durante todo el
verano y las tardes con sol en lo que sobraba del año, a la mitad de su leal tronco, siempre
iba atada una hamaca paraguaya sobre la que varias tardes seguidas se recostaba Fabricio y
también Germán para mirar el sol. Para no despreciar el aire, algunas tardes peleaba un
round con la tristeza y salía yo también al patio. Entonces escuchaba el penoso miau-miau,
igualmente enternecedor y flautoso. Era como el canto de los pájaros o el murmullo del
Eresma, como el aleluya que cantaba el zorzal todas las mañanas para darle la bienvenida al
amanecer. O como el aleteo de los jilgueritos que se escaparon del mimbre, cuando todavía
faltaba mucho para que creyera menos en el amor y más en la suerte o en el esfuerzo.

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Cuando era chico lloraba por cualquier cosa: a veces el azar conocido se desfiguraba,
entonces se aparecía en las escenas de mi infancia alguno nuevo que sólo había visto de
lejos en los recreos, allá cuando, en las mañanas de lluvia, todas las aulas de la Casimiro
Escarlata se mezclaban en un patio cerrado. Entonces, aunque jamás se iban de mano, ese
más grande de quien nada más había visto el cabello entre las cabecitas que correteaban,
pues a lo mejor me hacía un chiste de malos gustos o me decía: “¡Se te desataron las
medias!”. Me señalaba los pantalones grises y largos para que me preocupara la mentida
improbabilidad. Lo último que sucedía era que el sainetero ponía cara de haber hecho lo
más importante del día. Entonces con cara de profesor travieso se mezclaba de nuevo entre
la multitud de cuerpitos. Y aunque todo allí se quedaba, pues enseguida me hacía llorar la
astucia y llegaba a casa moqueando. Y decía ¡mamá! ¡mamá¡… pero mis palabras se
quedaban en los renglones que aún no se han escrito. Aunque sabía quien había sido el
responsable de mi lamento, pues no de qué se le iba a acusar. Pero hubo otros más bravos

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que me escupían o amenazaban. Esos eran más grandes. Pero tampoco me pegaron nunca.
Sólo una vez me golpearon de enserio. Estaba en séptimo: fue un niño más pequeño que me
rompió tabique de un cabezazo. Yo también era cruel con otro chiquito, que antes
habíamos sido muy amigos, pero con los meses me aproveché para desahogarme de la
infelicidad que flotaba en los salones de Gran Canarias. Seguramente me guarda menos
rencor que yo a mis aprovechones. Se llamaba Axel. Sin que me hubiera hecho nada, pues
cualquiera hubiera pensado que lo tenía entre las dos cejas. Siempre que lo cruzaba
inventaba alguna razón para ponerlo incomodísimo, aunque tampoco salía al recreo
pensando en hacerle daño. Ya no me acuerdo por qué me había enojado con él.

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Un viaje de madrugada

Entonces tuvimos la primera audiencia conciliatoria. El viaje había sido muy duro, era
invierno y por todos lados andaba yo con el pie rígido y equino que, como decían los
médicos, caía en punta. Me levanté muy temprano y salí de la casa. Inés me prestó unas
monedas que todavía no le devolví.

Cuando llegué al juzgado vi caras conocidas: papá miraba a mis abogados con odio, quienes
después se reían cuando estábamos entre las paredes de la confianza. Todos parecían
divertirse buscando el huesito de la pasta o hablándome de moral. Pero nadie comprendía
de mi dolor. Contar con un pie menos y al mismo tiempo tener que vivir de la caridad
ajena, que sólo existía con la futura esperanza de rescatar alguna porción del fácil quesito.
Papá y mamá dijeron su parte, y la mediadora lloró porque le hicimos acordar de su padre
muerto. La audiencia terminó y yo seguí sintiendo la misma injusticia que antes de entrar.
Tampoco allí se me pidió opinión, todo se desarrolló y al terminar casi no me quedaron
memorias de la función, salvo la hermosura de otra Minerva, quien defendió a mis padres
en todo lo que duró nuestra hiriente querella. El caso es que ninguno de los presentes se
daba cuenta de que todo aquel espectáculo no hacía falta, y hoy me siento como Glewn
Close hablando desde un inconsciente por mi sospecha inducido, que finaliza la
introducción para iniciar su punto de vista sobre el Caso Bon Bülow, diciéndonos: Y
tampoco esto era necesario, pero a todos les gusta el Show. Uno vuelve del coma pero es otro.

El caso es que la mediadora se había convencido de que volviera a la casa de la calle Yerbal
para que la familia intente de nuevo una convivencia.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Lo más Amelie de esta historia

Así que dejé la casa de los Pagliaro y volví con mis padres. Llevé conmigo a Valentina,
quien hizo miau todo el viaje. La había acomodado en una caja de zapatillas. Igual que en el
barrio La Herida, la gatita siempre durmió conmigo en el fondo de la calle Yerbal,
haciéndome una resilente compañía. Hubo una vez que la dejé salir para curiosear el patio
con los rosales. Entonces volvió a respirar los aires que había olido en su primer Ezpeleta.
Pero me confié mucho y desapareció cuando se fue a la terraza. Una claraboya le sirvió de
retiro dos días para meditar sobre las espiralosas galaxias. Cuando volvió a tierra jugaba
como una loca: tenía las garras inmediatas, y pegaba unos saltos enormes cada vez que el
hilo para coser matambre le hacía el óso. Era una quebradiza hermosura: sus miau-miau
finitos, esas orejas peludas que parecían dos Aconcaguas de papel crepe haciendo
permanentemente equilibrio a las orillas de su cabeza chiquita. Para dormir la abrazaba y a
veces me despertaba el picor de aguja de sus bigotes. Me respiraba cerquita. Y hasta
escuchaba el sonido que hacía el aliento yendo y viniendo cálidamente. La micha me daba
afecto. Me aferré a su compañía como una mamá abandonada se aferra su bastardito. Pero
fuera de ella todo era oscuro: de nuevo las incómodas mañanas, los ruidos que me
despertaban, las voces de mis padres que cuchicheaban de mi patológico espíritu y
discapacidad. Y sin embargo así se hizo.

En ese intermedio yo hablaba mucho con mis dos abogados: el bruto Igor, gran cristiano
de la de las iglesias y pierde pelotas, que se había recibido ya hacía un año, quien para
ponerse un estudio encontró a un compañero que se apellidaba Frontesquie. Frontesquie
era de ojos más cristalinos que los de Igor y estaba casado con una bellísima castaña. Yo le
comentaba a Igor de mis nervios, mi indignación y también de mi tristeza. Cuando estamos
perdidos necesitamos que nos escuchen. Y ese favor queda agradecido por siempre. Hasta
que una tarde, Igor me comentó que había un medio huequito en su casa para mí. Y
cuando me decidí a aceptarlo viajé a conocer mi futura morada. Igor vivía en Aristóbulo del
Valle altura 3 de febrero, cerquita del terraplén. Las casas de Aristóbulo del Valle siempre
daban la sensación de calidez a la primera impresión. La casa de Igor era amplia, lustrada. Y
también un jardín de trepadores rosales anticipaba la lujosidad. Ese día que fui lo vi a Ivés,
el segundo varón de la familia, quien 6 años antes había jugado con nosotros en el
terraplén. Estaba sentado ni bien al entrar. En otra At más moderna buscaba algún tema de
Calamaro que le calmase su fanatismo. A diferencia de las personas con quienes me
encontré, mis buenas tardes parecieron no incomodarlo. Entonces al irme, al pasar por el
mismo suelo, Isidro me preguntó si no me acordaba de él: hiló las admiraciones que le
quedaron de un mí más entero, en los años que fui corredor y me las contó al estilo que el
Lazarillo de Tormes recitaba sus picardías ante la corte.

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En la calle Yerbal no llegué a vivir ni dos meses y partí para lo de Igor, buscando un hogar
donde haya gente que me contenga. Pero sí estuve en casa lo suficiente como para notar la
desaparición: Paco dejó de venir a verme, pues mamá lo había encontrado sin alma, caído
de la glorieta junto a la parrilla que habíamos comprado para el patiecito.

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Cada vez que me fui de casa pensaba que no iba a volver nunca más. Mamá lloraba cuando
me vio subir los enseres en el flete. Cuando viví en lo de Igor me había llevado casi todo lo
mío: los discos que me había comprado papá, la 286, que ya estaba entrando en el
vencimiento de su modernidad: “Dentro de poco podrás venderla como antigüedad”, me
dijo el gordo Equía, que de cuando en cuando se samaritanizaba con mi depresión y venía a
jugar un ratito al Bubble, tratando de que en su compañía olvidara la mala racha. Y por
supuesto: la querida tele, que ya estaba por festejar su cumpleaños número cinco. Los TDK
los pasaba en una Panasonic que mamá me había prestado pero que al final secuestré de mi
hogar. Igor tenía dos medio hermanos: Fernando no era malo, pero prefería cruzar palabras
conmigo sólo cuando me veía feliz. Sin embargo, Isidro era más gentil. Siempre se hacía un
rato para compartir diplomáticos préstamos, para que así yo pudiese poblar mis ocios. Y
fue gracias a su compañía y sus TDK, tan apegados como los míos, que yo miré la primera
temporada completa de Robotech. Isidro también me prestaba películas. Entre sus
favoritas estaba la famosa Disney, El rey León. Isidro quería contarme de sus dolores, y
venía a buscar mi conversación. Con cada película que veía me familiarizaba más con su
corazón. Con el paso de las mañanas comencé a esperar sus visitas. Los tres hermanos
tenían un olor raro. La mamá de Igor era paraguaya. Cuando su primer marido la abandonó
rodaba y rodaba con su pena por cada mosaico del hogar. Resumía sus lágrimas puliendo
los cristales de las inmensas ventanas, hasta que la casa se parecía a un laberinto de espejos;
o le sacaba brillos al sintético esmalte de la mesa donde comíamos, restregando bayetas por
los inhóspitos techos de los roperos atiborrados. Verla limpiando me daba la sensación de
mirar a un obsesivo ballenero japonés arrebañando a navajazos los huesos de un cachalote.
Siempre que había visitas, la abultada Visitación arqueó las comisuras de una sonrisa
molesta. Y encendía en sus ojos tajantes el mínimo brillo de los ancianos. Pero lo dejaba
pasar a Seba, que venía de visita cuando no tenía gimnasio. Y a veces charlábamos sentados
en los táctiles techos. Mientras tanto los expedientes desarrollaban un juicio sentimental.

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Dormía en un lavadero frío, más chiquitito que la pensión del gato pardo, que estaba arriba
del todo. Un ventiluz fue la agradecida función para las apaisadas azoteas del barrio, que
cuando había nublado daban para pensar que formaban un moderno cementerio
conglomerando las tumbas de un vecindario que solamente en apariencias estaba vivo. En
las tardes más despejadas de aquel 1999, con su enchapado impermeabilizante los techos
doblaban el brillo de un sol que no calentaba mi corazón. Allí comenzó a decirme cosas
Alejandro de Michelle, con su Sexto Ce. Lo ponía bien fuerte, como dos años antes, en mi
casita de techo rojo, lo hice con Larga Vida, así como también con Hombre de las
Cumbres. Aunque se subió a la terraza y añadió al cablerío un adaptador, el buen Isidro no
pudo conseguir que la trasmisión fuera transparente del todo. Mamá se hubiera
decepcionado mucho: las imágenes eran como los espectros fantasmagórico de las
verdaderas programaciones. Pero de todas formas, si no había demasiadas pretensiones,
uno podía sentirse acompañado toda la tarde. Ya no sabía qué más mirar en la tele para
salirme unos segunditos de la depresión insistente. Es que a los 21 uno no se da cuenta de
que es un delito huir del enfrentamiento que nos proponen tanto nuestros temores así
como nuestros avatares. En aquellas lluviosas transmisiones vi por primera vez Forrest
Gump. Pensé que el teniente Dan había quedado imbécil cuando Forrest le presentaba de
acompañante en la cama de al lado. Con una automática deducción anticipé los campos de
bruteza donde pastaba el intelecto de un emocionado Gump, cuando literalmente observó
que a su teniente no le alcanzaban las piernas para poder dar el valiente paso. Gracias al

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cielo me equivoqué al pensar que el primer oficial Dan Tylor se iba a matar cuando su
intención era contarle a Forrest que ya hizo las paces con Dios.

Fueron meses muy largos. Pude sacar algo de dinero vendiendo el Fiat que se había
quedado en Acasusso. Para recogerlo me acompañó Isidro y también Frontesquie. Yo viajé
solo atrás, Isidro no quiso dejar al abogado como remisero. Ese día llovía. El Fiat estaba
estacionado donde mi Tara lo había dejado la primera vez. No volvió a abrir la puerta
desde entonces. Con cables le llenamos la batería, e Isidro lo manejó de nuevo hasta
Quilmes. Los días pasaban y cada vez que salía de lo de Igor el Fiat 124 estaba ahí. Gracias
a que ya eran mecánicos de la Impa, Isidro y Fernando lo dejaron 0 km en una semana. Y
como era de esperar, al verlo que andaba bien, Igor dijo que me lo compraba. Me ofreció
2000,00 dólares, un poco más de lo que esa tarde había pagado papá.

Hasta que un día me invitaron de nuevo a vivir con Seba. Cuando me fui otra vez para lo
de Seba ya no se podía manejar la tensión que había en la casa de Igor. Sólo Isidro y a
desgano me ayudó para bajar mis cosas a la vereda. En venganza al frío que sentí me llevé
conmigo los papeles del Fiat. Lo hice para que Igor se moleste. A los pocos días regresé
para buscar alguna cosita que no me pude llevar, pero Igor me dijo que hasta que los
documentos del auto no estuvieran de nuevo allí, lo demás que era mío no iba a salir de esa
casa. Desde esa tarde lo condené. Y fue la última vez que lo vi.

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Cada vez que se le hablaba de dinero, Azucena ponía los ojos como el tío Gilito o como
Lucas, que las pupilas sufren la repentina silueta del signo pesos. Me miraba con éxtasis y
me decía “Qué suerte que estás aquí de nuevo; qué suerte también que yo estoy mejor”. Así
que otra vez a la calle Blas Parera. A los pocos días de nuevo te vas de acá. Finalmente, casi
en la primavera de 1999, volví con mis padres.

La sensación de volver a casa es extraña. Se tarda un segundo en recordar que ya


conocíamos el aroma de las habitaciones. Pero igual allí estaba todo: la cama debajo de la
ventana, el sillón blanco con rueditas, Valentina que iba y venía mientras había sol, pero
que por la noche dormía acurrucadita a mí, el majestuoso bibliorato que me había
comprado mamá, y también la mesa donde jugábamos bubble con Seba y yo. Una
diferencia había: la 286 ya no estaba. Había quedado en lo de Igor, quien seguramente sacó
algún provecho del hardware. Le dije un día a papá que no me hablés más, porque siempre
volvía del trabajo y me saludaba por la ventana, como si nada hubiera pasado. No podía
evitar sentirme violado. A mamá en cambio la recibía para charlar. Y una tarde al fin pude
grabar Forrest Gump, en un TDK que no recuerdo si ya se había estrenado con Peter
Sellers.

Estábamos todos muy tensos. La convivencia se había puesto insoportable. Ya ni siquiera


los buenos días al despertar. Gracias a Dios, yo estaba cobrando unos dólares de un plazo
fijo que le habían incautado a mis padres, era más o menos para el alquiler y algo más. Así
que mamá me ayudó a conseguir un departamento para alquilar.

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Fin de parapente

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Libro IV: Desconfío

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Interno

Creo que fue al poco tiempo de haber llegado al departamento de la calle Angel Gallarado,
hogar que había sido donado como un premio consuelo por mi Señor. Gracias al ingenio
de mis grises letrados yo conseguía lo suficiente para comer y abonar los preocupantes
impuestos. Aunque habían pasado más de 3 años, no sé porqué, pero ni bien llegar revisé
en mi memoria para llamar a la casa de Evangelina. Algo de esto había ocurrido: o lo
recordaba mal y marqué cualquier otro, o se habían mudado de allí, porque llamé varias
veces pero nunca me atendió nadie. Aún no lo había visto nunca a Cristiano Sanmiguel ni
tampoco a mi Nube. El tiempo de nuestras vidas sucede sin que uno imagine que nuestros
gustos nos van encaminando hacia determinados sitios y hacia determinadas compañías y
hacia determinados azares. Así fue que una tarde me dirigí hacia un Musimundo que
quedaba a dos o tres cuadras de Parque Centenario. Allí donde había tenido mi primera
relación espontánea, con aquel artesano que me vendió esta insignia que llevo liada
alrededor de mi garganta. Y eclipsa la redonda cicatriz que me dejó aquella efectiva
traqueotomía. La vez anterior y última que yo había comprado música fue en un local
capitalizado de mi irreconocible Quilmes. No sé muy bien qué otro clásico había
comprado, algo relacionado con el rock ´n roll más audible de la década del setenta.
Todavía no se había agotado mi fanatismo ni tampoco mi curiosidad por la discografía de
Luis Alberto Spinetta, ni la selectiva ramificación de bandas y de canciones que fueron
creciendo a partir de que su excesiva personalidad se sembrara en los pioneros territorios
del Rock ´n Roll argentino. Entonces, al poco tiempo, desde aquel talentoso retoño,
brotara el sólido y fértil tallo de sus melodías. Un bonaerense que coincidió conmigo en un
pueblo español, me preguntó si alguna vez lo había escuchado. En otro tiempo me hubiera
puesto a citar las canciones de Almendra o de Pescado Rabioso. Sin embargo esta vez me
alegré pero no tanto. Y solamente le di un pues sí como una descomprometida contestación.
Lo he escuchado. Esa fue otra señal de la agonía de mi principito.

Salvador y yo habíamos ofrecido un espectáculo de gladiadores, mientras éramos


observados por todo un Coliseo de gente que se interesaba por quien ganase. Les daba
igual el que fuera: serían amigos tanto de uno como del otro, conquistándonos con su
consuelo y también con su temporal oído espectacular.

En un extremo de la incómoda tirantez de la cuerda me encontraba yo, jalando con pocas


fuerzas para recuperar el orgullo y, claro que sí, también tirando desesperadamente hacia
mis haberes la cantidad indemnizada que aún no se había invertido. Del otro lado, estuvo
Salvador: él competía en aquella lid por distintas razones. Creo que sobretodo acarreó
tercamente con ese juicio para que su razón prevalezca sobre la mía. Claro que él también
lo había soñado por mucho tiempo, el tener un negocio que le permitiera poner en práctica
sueños de progreso económico que nunca alcanzarían del todo la prosperidad. Cuando
algunos corazones se hacen más viejos posponen o renuncian a los sueños de liderazgo o
poder. Pero hay almas que nunca olvidan las ilusiones que no pudieron cumplirse, pues con
dramáticas y obstructoras piedras de familiaridad, el destino les había entorpecido
buenamente los cauces por donde avanzaban las corrientes de sus caprichos. Entonces
suele pasar que retrasan el emprendimiento de sus anhelos por la entrometida necesidad de
comprar una casa. Salvador era de los últimos. Pero desde mi accidente también había sido
víctima subliminar de su esposa civil. Tengo razones para dudar de su fidelidad. Recuerdo

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cuando escuché decir a madre que ni bien se cobrara el juicio compraría una motocicleta
todoterreno para el pragmático Horacio, cuando había atravesado un saqueo a punta de 32.

El Minero

Para la época que manifiesto aún no conocía la casa donde pasaría los años más hermosos
de mi vida. Aún no la había sostenido en mis manos a Milagros y todavía faltaban unos
ocho meses para el reencuentro de mi vida. Tampoco había vivido la humana
metamorfosis de la desingenuidad. Y no sabía siquiera que existía una etapa con tanta
realidad que me haría dejar de sentir igual que en mis épocas de estudiante. Y así escribió el
poeta:

Y yo dejé a mi principito
A mitad del recorrido

Una sola ventana que permitía infiltraciones solares a la mañana era toda la luminosidad
natural que yo podía exigirle a mi hogar. Cristiano Sanmiguel era vecino mío. Vivía
exactamente 5 pisos más abajo. Las veces que me asomaba por la ventana para atender las
censuras volátiles que me enviaban mis copropietarios de planta baja miraba hacia enfrente
y para abajo a ver si la ventana de Sanmiguel estaba abierta o cerrada. Si estaba levantada, a
veces iba a visitarlo. Me ponía un poco triste si la ventana estaba baja del todo. Sanmiguel
era una gran compañía. Ocupaba grandes espacios aún cuando se ausentaba. La primera
vez que lo vi Cristiano Sanmiguel estaba sentado a unas cuantas mesas de la mía. Nos
conocimos en un bar casi tan marginal como los de una bodega en el barrio de la Boca.
Pero El minero abría de día. A veces me acercaba a desayunar. Siempre pedía café con leche
y una medialuna de manteca. Cuando ya tuve la suficiente confianza con la gente del bar
fue que traté mis primeros dibujos con mi pulso reeducado. Sanmiguel se sentaba en una
mesa que rotaba en el espacio del bar según donde entraban los rayos del sol en verano.
Sanmiguel hacía chistes de tercera clase a los que todos los observadores hacían caso. Creo
que mientras tanto analizaban el ridículo espectáculo que Sanmiguel ofrecía para todo el
ambiente. Todo el tiempo que le conocí, Sanmiguel fue una de esas personas desagradables
a la primera impresión de los más sensatos; pero también muy comprendido para los más
sufridos.

Había sido noticia en Clarín: todo el bar discutía sobre las injusticias inexpugnables que el
Senado y la Cámara de Diputados de la Nación Argentina perpetraron en aquel momento.
Yo siempre callaba. Y desde antes ya lo había observado a Sanmiguel. Los trabajadores
discutían como sabiendo. Pero las trampas y las repetidas corrupciones políticas a las que el
gobierno de Antonio de la Rúa nos iba habituando no conocieron castigo. Hacía nada que
el pueblo argentino se había liberado (y aquí se me hace muy difícil ser imparcial) del
“Caudillo” Carlos Saúl Menem. Me divierto mientras analizo mis líneas, pues en la oración
anterior estuve a punto de cometer un acto fallido y anotar: la segunda dictadura. Pero lo
cierto de mi recuerdo es que una voz sobre otra debatían sobre la memoriosa situación
actual de la Capital Federal de Buenos Aires. Ciudad Autónoma. Entretanto yo esperaba a
que los ecos se silenciaran. Estaba reteniendo en mi garganta una frase que había

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memorizado de un programa de noticias, “periodismo independiente”, liderado con un


costoso grupo de reporteros de fama rebelde y cómica. La previsible muerte de Adolfo
Castello, fue lamentada en todo el ámbito periodístico y en todo sector popular de mi país.
Y cuando tuve la oportunidad, me mimeticé en la carne de un personaje que nunca había
sido, para decir plagiando a Jorge Lanata que “Yo no quiero pensar qué pasaría si el Indio
Solari o alguno de esos dice: Chicos, hay que hacer mierda La Casa Rosada”. Entonces
todo el boliche hizo silencio unos segundos.

Afirmando con la cabeza rasurada, Sanmiguel me observó con una admiración que se
percibía por la tonalidad de su aura.

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El apodo del capitán

Quizás haya habido una sexta: pero la que refiero fue la cuarta o la quinta vez que Athos
había venido a casa. Nos empezábamos a acostumbrar a un café que quedaba en Donato
Álvarez y Yerbal. No era gran cosa pero conversábamos tranquilos. Fue allí donde
encontré a Galatea por última vez, en la parada del 99. Pero otras veces íbamos a uno que
tenía terraza, sito en la misma Donato Álvarez, pero esta cuadra era Avellaneda. Entonces
salíamos de Yerbal y nos dejábamos absorber por el núcleo de la plaza, cayendo hacia el
arenero por un camino desembarazado y cruzábamos Ferrocarril Oeste en diagonal. Pero
esa tarde, avanzado un cuarto de camino, desbocó hacia nosotros un cachorrito peludo y
blanco. La ternura de Athos se expresó de inmediato en la actitud, mas no en su expresión.
Athos era un hombre melancólico, triste. La cronología de un cáncer lo reeducó para una
personalidad poco efusiva. Athos tenía la voz bondadosa. Y cuando se agachó para alzar en
brazos al pequeño oímos que una voz entonaba con la clase de las tribunas eufóricas:

Habla conmigo viejo perro blanco

El sol de las cuatro menos algo era propicio para la camaradería. Inmediatamente Athos
secundó a la insurrecta primera voz:

Habla conmigo, abre tu quebranto

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Todo era como los finales felices que escribió Tolkien, todo se iluminaba cálidamente con
los fotoncitos del sol en un invierno tramposo. A lo lejos: los colores impresionistas que
nos invitaban a las compasivas contemplaciones; decaídos tonos amarronados en el árbol
de Júpiter y las ramas secas de los abedules, aglomerándose en las afinadas copas peladas,
pigmentaban a los pisos más altos de los edificios con una ilusionista tonalidad grisácea,
como si los estuviéramos viendo tras el mosquitero de la ventana. Semejante al canoso
mandril que levanta al principito del rey león, Athos alzó al cachorrito y luego lo acurrucó
en sus brazos. Quiénes eran los stones que paraban en ese grupo, o quién era el propietario
del perro no es lo que importa ni tampoco qué enfermedad tenía, aunque conversé con él
en varias tardes posteriores de aquel invierno y también de la primavera. Lo que sí, fue que
después de aquel perrito le pregunté a Athos miles de veces sobre aquella canción, hasta
que también se quedó en mi memoria el nombre del álbum. Entonces fui al Musimundo
donde había comprado a Color Humano y Almendra, y me llevé a casa El Jardín de los
presentes.

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Le doy la bienvenida a los ojos color café que se exorbitaban a la hora de hablar de
cualquier tema. Había dejado su cabellera en el pasado y, con alguna frecuencia, se
rasuraba para exponer a la sociedad un cráneo donde reverberaba la luz del sol. Pero no en
la espada de bronce.

Ese día ya era la tarde. Y la tarde ya casi se hizo de noche. A medida que el bar quedaba
vacío, la intimidad ayudaba a desarrollar la relación que Sanmiguel y yo empezábamos a
mantener. Ya con Federico como el único observador de nuestras dos almas, como
haciendo una introducción protocolar del ambiente de los lastimados, Sanmiguel y yo
cruzábamos las típicas dos o tres palabras que mencionaban el tema de la música o el de
nuestras admiraciones por la coincidencia. Tal vez por ese reflejo de mi corazón en el suyo
haya sido que no demoré un día más en invitarlo a pasar a mi casa, con el pretexto de un
café o una cena entre amigos. Sanmiguel me llevaba 18 años, era raro que tuviésemos
preferencia por los mismos compositores. Por esa extrañeza debería yo mencionar antes el
documental de 1996 que había comentado el señor Lalo Mir, sobre los pioneros en el rock
´n roll argentino. En El minero, comentamos con fascinación un disco que ya tenía 22 años
de haber salido al mercado. Se llamaba Pescado II. 18 temas componían lo que para nosotros
era unos de los mejores discos del rock & roll argentino. El último tema se llamaba Aguas
claras de Olimpo. Y siempre que lo escucho es la primera vez.

En uno de sus habituales saltos de tema -pero siempre siguiendo la línea de Luis Alberto
Spinetta-, Sanmiguel me preguntó si me quedaba en la memoria el trío que Luis iba a liderar
tras la disolución de su Pescado Rabioso. Y por supuesto que sí. El Jardín de los Presentes
(como ya lo escribí) comenzaba a exponer sus progresivas canciones con El Anillo del
Capitán Beto. Lo que Sanmiguel quería saber era si yo conocía aquella canción.

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Como los sediciosos que le reclaman comidas digeribles a Luis XVI, pues yo estaba
indignado por la falta de compañía; y vivía declamando que nuevas personas se colasen

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

azarosamente en los hábitos cotidianos de mis días insulsos. Siempre que conocía a alguien
experimentaba unos nervios que irónicamente sosegaban todos mis comportamientos. En
la época de mi reinserción humana, yo cancelaba cualquier desacuerdo que hubiera sentido.
Pues un poco de amistad me llenaría de fuerzas para continuar con mi vida. Pero
disimulaba con mucha clase mi desesperación. Invité, así, a Sanmiguel sin conocer su
nombre para que viniera a escuchar la canción a casa.

Apenas había entrado, me pidió autorización para prender un cigarrillo de marihuana.


Hasta ese momento, había probado la maría una sola vez, dos años atrás, en la casa de una
compañera de un taller literario, aquella que me enseñaba una oportuna definición para la
felicidad, el mismo taller donde yo descuartizaba mi dignidad ante personas mucho más
grandes. Mas esa es una historia que se quedó atrapada en las páginas de mi segundo
principito. Yo pensaba que Sanmiguel fumaba marihuana como si fuera una especie de
código o de insignia, una manera de identificación con cierto sector de Buenos Aires que
yo desconocía aún. Yo no pensaba que la marihuana tenía el efecto de la relajación o un
nivel más creativo de consciencia. Por esa razón creí que Sanmiguel prendió el cigarrillo
únicamente para demostrarme que no era fingida la gran capacidad de autodestrucción que
aparentaba. En el mismo documental del que hablé al principio, Gustavo Santaolalla
aseguró: “Salir a asustar nos protege más”.

Habiéndome pedido permiso pero sin esperar mi autorización, creo que se puso a revisar
los discos. Pasaron ya varios años, y todavía recuerdo su cara como si se tratara de un niño
pequeño a la espera de recibir el regalo pedido. Sanmiguel siempre me pedía cosas que yo le
pudiera dar. Pero nunca me lo agradeció con palabras. Sanmiguel era una persona que
continuaba sufriendo. Pero encontraba en sus amistades un antídoto urgente para reírse de
la vida. Se sostenía como tambaleante y mientras miraba la pobre colección de Rock
Nacional, Sanmiguel iba teniendo exclamaciones de admiración por cada banda que él
conoció. Cuando encontró El jardín de los presentes, Sanmiguel exageró un gesto de sorpresa
silenciosa. Sus ojos se burlaban de lo que hacía. ¿Puede tratarse uno a sí mismo con
sarcasmo? Sanmiguel siempre se trató a sí mismo con una ironía que confundía. Y con
movimientos diferentes quiso hacer entender a la deducción que abrazaba el disco de
Invisible. Pidiéndome que lo guiara con gestos pero sin detener su apasionado impulso,
advirtiéndome que le vigilara por si acaso apretaba el botón que no era, Sanmiguel presionó
el expulsor del JVC y al instante el compartimento de la primera compactera nos invitó
para que dejásemos la sinfonía al arbitrio de la tecnología. Lo recuerdo parado a pocos
segundos de que empezara a sonar El Jardín de los presentes. A Sanmiguel se le notaban las
cicatrices del alma. Laudator temporis actis. Los brazos de Sanmiguel empezaron a zigzaguear
con superfingidos espasmos que jamás sentía. Puso los ojos marmolados en dirección a la
araña del salón, como adorando la melodía, como idolatrando a una imagen pagana a la que
la tribu santifica durante algunas ceremonias equivocadas. ¿Qué experiencias habría tenido
Sanmiguel cuando, 22 años atrás, oía la misma canción? ¿Junto a qué mujeres habrá
compartido el alcohol -soledades o marihuana-, mientras El Jardín de los Presentes trepaba
súbitamente hasta la cima de la popularidad? Después de haber atravesado los arrebatos de
la marginalidad, después de haberme apenado por la traición de un buen amigo mío,
después de haber experimentado la discriminación por parte de todo un edificio de
vecinos… uno aprende a descubrir el corazón que se oculta en cada hombre de la Tierra. Y
en un mecanismo de autodefensa (que nos deposita en la inacción, la pasividad y en el
análisis póstumo de las vicisitudes), el hombre que se arriesga aprende a descubrir la

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

manera de sentir compasión por aquellas cosas que no se pueden evitar… pero comprende
hondamente.

Decía yo de Sanmiguel que había estado en casa escuchando a Luis Alberto Spinetta: El
Jardín de los Presentes. Y se marchó más pronto de lo que yo tenía planeado. Sanmiguel
siempre tuvo esas salidas y mucho peores. Le usurpaba la mayor cantidad de su vida una
locura que alarmaba y que él no se detectaba.

A las occidentales tres de la tarde del otro día, regresé al bar debutador de relaciones
conflictivas. Federico estaba prácticamente solo hasta las 5 o 6 de tarde. Algunas veces se
apiadaba de mi soledad y se sentaba conmigo a charlar de nuestra nacionalidad. Entonces
se lo pregunté de una manera que yo antes de dormirme había planificado: "¿Y perro
blanco?". Y desde entonces así lo llamaban todos.

El sol de la tarde todavía no se ha movido lo suficiente para adquirir el merecido nombre


de crepúsculo. Nada me parece lo bastante bueno, pero el sol cayendo oblicuamente es mi
única referencia de que Dios existe. Mas ahora que dejé a un lado las ideas que no tienen el
respaldo de mi consciencia, medito más mis líneas y voy completando párrafo a párrafo La
Leyenda de los Cinco Principitos. Así, con la verdad como único aliado de mi historia, esa
entidad que me lastima de adentro hacia afuera, empieza a diluirse en la definición de sus
conductas infrahumanas.

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Cayó también en un veinticuatro.

Era febrero. Cuando me desperté Buenos Aires estaba entremedio del día y de la
madrugada. No tenía la costumbre de desayunar. Malgastaba las reservas de mi juventud.
Así que después de bañarme me puse una de las pocas camperas que a lo largo de mi vida
me gustaron mucho: era como de cowboy y tenía un cordero sintético color beige. Una
manga ya comenzaba a descoserse desde el codo y casi apestaba. La había comprado en el
’98 y como mi tercer principito me había acompañado en todas las mudanzas que se
pasaron entre 1998 y 2000. Ya vivía en Angel Gallardo cuando me compré otra, una de
cuero negro larga hasta los muslos. Costó la mitad de un sueldo. El vendedor me dijo “Te
puede llegar a durar 10 años”. Y todavía hoy me abriga. Yo tenía el pelo bastante largo;
hacía un bonito juego con las dos camperas. Sin embargo no estaba orgulloso: le había
permitido a Visitación que me cortara las puntas el año anterior. Cedí por sus promesas de
estética pero más todavía para que se sintiera cómoda. Jugó como mi Catalina al Fígaro
qua, Fígaro la.

Esperando que me llevara él, fui a la remisería donde lo conocí a Nathan. Especulé con que
su aura me diera suerte. Sin embargo estaba por suceder algo mejor. Como si se tratara de
un aula de profesores, los remiseros [1] que esperaban coger los viajes se reunían a conversar
tras un biombo que dejaba que desborde la barriga de alguno. Y, cada vez que llegaba un
pasajero, pues el conductor que estaba más próximo para hacer viajes salía de atrás del

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

biombo. La resignada recepcionista pronunció un nombre que el alboroto de mis


raciocinios no me permitió distinguir. Y ese día apareció ella. Fue unos días antes de
Sanmiguel, 9 meses antes del 22 de noviembre, precisamente el 24 de febrero del año 2000,
iba a entrar a mi vida otra mujer que nunca tendría: Nube Doménico. De todo ese año
prácticamente no suelo recordar nada. Sin embargo, los recuerdos que me quedaron de
Nube fueron los momentitos de sol durante los cuatro meses de lluvia Vietnamita, un
precioso loto que germinó entre toda la podredumbre de una época de desesperación. Los
días que nos vimos tantas veces me empapé con sus lágrimas; o los escasos momentos en
que recibía una llamada de ella. O cuando corrió tras el jilguerito escapado de entre sus
dedos, las sonrisas que ponía al ser feliz por un minuto; o como cuando ponía la voz de
arrullo para cantarme el estribillo de la Córdoba, que recién había estrenada el jovencito
Pereyra; cuando programábamos que iba a venir a casa, entonces me iba a bañar pero
cerraba el baño y dejaba abierta la puerta del departamento para que ella pasara si yo no
había terminado aún. ¡Sus expresiones de pequeño mártir! Para llorar se me prendía del
cuello como una bufanda en invierno. O como cuando le hice una Nube con alas, una
tarde que vino y se quedó quieta para que la pintara.

“Era como un ángel”. Más morena que Tara y que Evangelina. Y como Tara y Evangelina,
Nube tenía rasgos fenicios. Se coloreaba como sin saber del todo lo que hacía. En rimel
opulento destacaban sus pestañas y cejas. Un vestido hasta los tobillos ocultaba sus piernas
quilmeñas, pero un escote en el lado hacía que los ratones anduvieran de aquí para allá cada
vez la pierna espiaba a la luz del día. A pesar de su flameante vestido y de su pequeñez,
Nube tenía unas piernas como de vedete. Estaba delgada -no flaquita-, pero de todas
formas inspiraba una honda compasión. Ese día tenía 42 años. Se cortaba el pelo Carré.
Pero esa mañana creí que lo tenía larguísimo. Los pelos que están atados tienen el largo que
les da nuestro corazón. Mi juventud y ojos dolidos hicieron que me mirara con expectativa.
Cuando una persona sufre sólo admira a quienes sufrieron más. Sus ojos eran
redondísimos. Y siempre estaban llorosos.

Hablamos mucho todo el camino. Nos interesábamos. En los silencios pensábamos en la


próxima pregunta para hacer, pues lo que más deseábamos era escuchar las palabras del
otro. Le conté que dibujaba y exageré mis tiempos dedicados a la escritura para que pensara
que era un triunfador modesto. Nos preguntamos por las lecturas que a lo largo de nuestra
vida significaron algo. Entonces le dije que le prestaría un Papini para que ella le diera el
mucho gusto. Al llegar ya nos habíamos mirado tanto a los ojos. Dijimos “Ha sido un gran
viaje”. Y nos despedimos con un beso de familia.

[1] Remis: Autos de transporte privado.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

El otro

Don Juan le aseguraba a Castañeda que todas las cosas no están hechas para todos los
hombres. Pues permítanme decir algo más para que se entienda qué pienso yo: nada nos
nos impacta de igual manera, ni tmpoco nos sirve con la misma eficacia en todas nuestras
etapas. Así pues, no valoramos que Blancanieves o Los 101 Dálmatas cuesten el mismo
precio si los leemos de grandes que si nos los leen de chicos. Tagore es para más de 20. El
tango es para después que se nos rompió el corazón. Sin embargo hay una o dos
excepciones a mi regla: el principito y cosas así, están hechas con corazón y sirven para
todo el mundo y para todos los tiempos de cada cual. Es la propia experiencia quien amplía
las verdades de esta lectura.

Forrest me había encantado. Cuando fui a la casa de mis padres, el poco tiempo que estuve
allí pude grabarla pero empezada. La cinta comenzaba cuando él se mete por el túnel del
estadio después de haber atropellado a algún granadero que tocaba el clarinete en la banda
de la universidad de Alabama. Forrest Gump era al cine lo mismo que el principito a la
literatura. Siempre llora uno en la misma parte. Cada vez que la miraba descubría una
escena nueva que me gustaba mucho. Casi nunca tenía la paciencia bien predispuesta para
mirarla toda. Siempre me quedaron tomas por ver: adelantaba las que no me habían
impresionado desde el principio y en cambio repasaba como una canción en repeat las
filmaciones y diálogos que me conmovieron ni bien la vi. Pero yo siempre fui un corazón
apegado a lo que conoce: entonces me empezó a causar simpatía la vieja Blue, que como
mamá gansa rodeada por sus polluelos recibe y acusa a Forrest de tonto porque quería
gastarse todo lo del ping-pong invirtiendo en un barco para quedarse tranquilo con su
conciencia; y si antes sólo las miraba porque hacían empalme con el sudado teniente que
sonreía sin abandonar el habano, pues pronto agradecería a que los aburrimientos me
despertaran necesidad de ver las tomas que había estudiado menos, pues me encariñé más
que mucho con las asustadas expresiones de Gary Sinece, cuando fallece en todas y cada una
de las guerras norteamericanas. O si no, cuando llegaba a tal o cual escena, me daba cuenta
que se le podía añadir un significado más al que yo pensaba definitivo.

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Después de la primera audiencia conciliatoria embargaron dos cuentas que estaban a


nombre de papá. Frontesquieu me había asegurado por motus propio que en este juicio no
me iban a representar mis letrados sino mis amigos, entonces no firmaríamos pacto de
honorarios. Debido a lo prometido fue una molesta sorpresa que al otro día de la buena
noticia de los embargos me dijeron que tenía que firmar algunos documentos en el estudio.
Entre ellos había un pacto de honorarios por el 25 por ciento de lo que se estaba por
recuperar. Tenía como fecha de armado creo que dos meses más atrás de aquella mañana.
Y aunque no estuve conforme y aclaré esa diferencia, aún sabiendo que Frontesquieu me
engañaba, no puse objeciones en firmarles el documento. No quería mostrar desconfianza
puesto que dependía mucho de ellos. A Igor no le vi más desde que me chantajeó con
quedarse con mis cositas si no le devolvía los papeles del auto. Pero al que sí seguí viendo
fue a Frontesquieu, quien siempre me traía papeles a casa para firmar. Me acuerdo una
noche en el departamento. Mi ánimo enturbiaba la atmósfera de casa con una energía que
bajoneaba. Entonces Nuncio, para consolarme, tomó prestado un pasaje espectacular:

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Me satisface la derrota
porque es un final
y yo estoy muy cansado.

Emocionado, completé el párrafo con alguna palabra que le faltó. Y luego le mostré a
Deustches Requiem en la página número 49 de El Aleph. Cuatro años antes yo señalaba a
marcador fluorescente uno de los pasajes borgianos que más me habían impresionado entre
todo lo que leí. Me sentí entonces como el capitán Miller deschavetando al cabo Timothy
Upham, cuando le plagia una frase de Émerson para ver si lo impresionaba a su capitán.
Además de mi abogado (y aunque los picapleitos siempre están al acecho para poder sacar
una tajada más), pues Frontesquieu había sido una gran compañía.

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Como flecha que está viniendo

El tercer principito que vi en mi vida me lo había mostrado Nube. Aunque era un regalo de
su madre no tenía dedicatoria.

Cuando fuimos a la audiencia nada cambió con respecto al problema. Papá mostraba una
amenazante expresión de beligerancia y los letrados y mediadores me seguían
recomendando ir al psicólogo. Sólo cambió en que algunos días después pasé por la agencia
para llevarle un libro prometido en nuestro primer viaje. Gog, lo compré en 1996 y ya se lo
había mostrado a Evangelina, en las noches de la biblioteca. Nube salió enseguida, parecía
vestida en Woodstock pero mucho más aseada. Esa tarde no me lo oyó, pero le dije “Soy
un hombre de palabra”, tal como el teniente Dan Taylor se lo dice a Forrest, cuando le
avisa que va a ser su primer oficial luego de no poder dar el salto. Después no lo recuerdo,
pero apuesto a que el número del día fue cinco. La llamé diciendo que debía viajar al
dentista, pero a mitad de camino le dije que paráramos porque de todas formas ya era muy
tarde y el turno ya se había pasado. Le pregunté si no quería bajarse conmigo a tomar un
café. Esa esquina era especial, como pocas esquinas vi y como de más pocas me acuerdo.
Angel Gallardo ya era Avd. San Martín y San Martín después cambió a una Jonte que cada
tanto engullía a las calles que la cortaban y las resumía a diagonales agudas. Pero yendo de
Nazca hacia Segurola, Álvarez Jonte se bifurcaba proponiendo una bisectriz lo
suficientemente grave como para que cupiera un barcito allí, acariciado por Jonte a la
izquierda y a su derecha por no sé cuál. Como una flecha viniendo, entre ojo y ojo se me
clavaba la esquina siempre que viajaba en el 99. Y allá nos sentamos en una mesa de la
vereda. No hacía falta desplegar la sombrilla: los soles de Buenos Aires son agradables en
marzo. Y desde entonces no pensé más que en ella.

Tenía una muletilla para nombrar a los hombres. A mí y a todo nuevo amigo nos llamaba
con un cómplice gordo, que hacía imaginarla cálidamente. No tardó mucho en maldecir

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

tiernamente su vida. Nube siempre lloraba. Las lágrimas eran gruesas: se le caían sin
pestañar. Eran como las gotas gordas de lluvia que se juntaban entre las úes de mi tejado y
luego caían al patio para anunciar que la tormenta ya estaba por ahí. Me conmovía. Dio la
casualidad de que en esos días me recogía el pelo con un pañuelo que me recordaba haber
vivido una suerte. Se lo había regalado la tía Aurora a mamá. Nube se desgarraba cuando
evocaba la imagen de su madre. La piel de su cara continuaba la tonalidad de sus ojos, que
-cuando miraban-, los restos del sol se refractaban en claros marrones de su iris. Entonces
le contuve las lágrimas con el pañuelito. Y cuando regresé a casa sentí el olor de sus cremas
mezclado en la tela blanca. Durante una semana mantuvo el perfume. Nube olía a cremas
de Avón. Y a partir de ese día, estuve una semana saliendo a la puerta luego de comer: me
sentaba en la escalerilla del edificio y miraba el tráfico de Angel Gallardo, a ver si por
casualidad ella pasaba manejando. Fue uno de los más grandes enamoramientos que viví.
La amaba tanto. No siempre es así, pero parece que las mujeres que están en pareja se
enamoran igual cuando pasaron algunos años de convivencia. Su corazón siempre sigue
aguardando al marqués oportuno. Lo triste es que no se entregan del todo a ese
sentimiento. Nube solía aprovecharse de mi amor, quizás me pedía dinero para Cellacene,
queriendo hacer pasar su complejo de celulitis por un problema que le detectó el clínico.
Pero yo jamás reparé en eso. Valoraba su compañía, sus abrazos y su necesidad de
contención. Pensaba en consejos para que estuviera mejor. Y sólo me alcanzaba estar cerca
de ella. Siempre que llamaba a la agencia pedía por Nube. Improvisaba viajes y le pagaba la
espera. Tenía la voz de gorrión, como en muchacha. Una vez le dije de ir a la plaza de
Almagro para pasar la tarde, más allá de la iglesia de Fray Cayetano. Compramos un
jilguerito que volvió a la libertad enseguida.

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Presencias tutelares

Hay libros que uno se piensa que le van a gustar con sólo verlos por fuera.

Tenía como mil páginas y caracteres redondelitos. Pintado a terso crayón, estaba en la tapa
nuestro juego de la infancia, en el que unos se recrean mientras las niñitas se exaltan bajo la
cuerda saltando de dos en dos y las trenzas juegan al sube y baja con los moñitos. Saltar la
cuerda es medio complicado de describir, porque uno no hacía un saltito solo y contaba
uno: sino que mientras se quedaba esperando a que la cuerda tocara el piso e hiciera ruido
de chapuzón, pues había que dar otro saltito pero más corto para mantener el ritmo de los
conteos, como si fuera el bajo que sostiene a toda la banda con el misterioso ritmo de sus
tum tum. Por eso cuando uno ve el volumen de Rayuela, piensa que le va a gustar de
seguro. Yo creía que era algo así como El principito pero más largo y jugoso. Porque uno
piensa que todo lo demás es parecido a lo que ya conoció. Pero como me había pasado con
Borges (que tuve que leer otras cosas muchas antes de entender más menos que más los
pasajes de Ficciones o Historia de la Eternidad, que necesité practicar con autores más
venidos abajo en cuanto a genialidad), pues así pensé que me iba a pasar con Rayuela. Y
entonces cuando iba el primer trimestre de 1996 había comprado 3 libros de Cortázar
porque quería conocer al autor y Rayuela leerlo bien. Seguro que uno de ellos era Bestiario,
con el conejo peluche en la tapa de color aburrido. No recuerdo con precisión en qué libro

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

estaba Ómnibus o Casa Tomada, si en Bestiario o en el otro que no era Bestiario ni


tampoco el de los cronopios. Porque había comprado otro además de Bestiario y ya me
estaba empezando a invadir ese cariño obstinado por los objetos que me acompañaban
entreteniéndome: y entonces quería tener el que me prestó Maribel, por si algún día me
quería acordar del perfumito a humedad que tenían sus libros. Maribel tenía en las manos
un olor parecido al de la cartapesta aún mojada. Además de prepararme el intelecto para
Rayuela, también quería leer primero esos tres para mantener esa inmensa expectativa de lo
que me esperaba en el libro por venir. Rayuela la había comprado gracias a que el bueno de
Álvaro se apareció un día en casa con el librote en la mano. Y de inmediato envidioso le
pedí a mamá que me lo comprara. Mamá siempre me complacía. Lo había traído de
Carrefour, entre todas las especias y los jamones y quesos para hacer sándwich. La edición
era de Sudamérica, y en sus páginas de generoso tamaño se dibujaban pulidas ciudadelas de
caracteres a lo largo de sus tantísimas páginas. Además de La Biblia, ese fue el libro más
gordo que había tenido en mano. Pero al contrario de los pronósticos que me daban las
intuiciones, no fue hasta el año 2000 que intenté leerme Rayuela. No sé qué pasó. Parecía
que cada página tenía un virus. Al mismo tiempo me sucedió lo mismo con Borges y su
Libro de Arena. La literatura había perdido esa curiosidad que al comienzo tenía cada libro
que repasé. No disfrutaba del subrayado por los pasajes de Ulrica o El muerto. Los finales
eran todos más predecibles.

Siempre que iba a la biblioteca pensaba en recomendarle los libros que iba leyendo. De amor
y de sombras. O -si no-, Evangelina miraba también las películas que yo le recomendaba. Le
insistí tanto para que la vea: En el nombre del padre, que justo ese año la estrenaban en
Cinecanal. Me acuerdo que cada mes que llegaba la revista yo le preguntaba a mamá “¿La
dan este mes?”. Tras sus “No”, me decepcionaba pero no me rendía. Hasta que en junio
me dijo sí. La repetían muchas veces. Y cada noche que iba a la biblioteca le preguntaba si
ya la vio. Aunque Evangelina era la más distinta del profesorado, aunque a todos los chicos
les daba la confianza suficiente como para que se saltearan los protocolos y le decían de vos
en lugar de usted, pues yo jamás la tuteaba aunque me moría de ganas. Lo hacía adrede. Y a
ella algo le molestaba. Había alguien distinto. O si no la obligaba a mantener la distancia
cuando ella me daba en todo los gustos. Quizás le recordaba que era peligroso que a todos
nos saludara con un beso, porque podían colarse en nuestro corazón sentimientos
inadecuados. Tal como los que se habían colado en mí, ni bien la vi por primera vez. Hasta
que un viernes fui a verla y me dijo “Vi la película”. Yo estaba tan feliz de poder
compartirla con ella. Pero al principio desconfiaba, entonces le preguntaba sobre las
escenas para ver si no me mintió. Y al final me contaba partes que le habían emocionado
mucho. Ya tenía preparados tres o cuatro comentarios para cada escena que Evangelina me
comentara. Pero mencionó una parte que yo no esperaba: cuando se muere Giuseppe y los
presos dejan caer al patio periódicos encendidos por la ventana en la noche. Siempre elegía
cosas bonitas. Y me lo contaba sin mirarme a los ojos, sino que íbamos caminando y ella
me hablaba como yendo a una habitación por primera vez, como no diciendo nada de más
para que el clímax creado no corriera peligro. Estaba como embelesada, romántica. Iba a
todas partes abrazada a sus carpetitas.

Fue una noche maravillosa.

Así como la película, siempre también la hablaba de los cronopios y de los famas. Quizás le
contaba cuentos que me acordaba, esperando que me dijera “Me gustaría leerlo” para

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

prestarseló. Hasta que uno de los contados viernes que tenía ese año se lo llevé. Pero le
había escrito algo con letras grandes en la hoja final:

¿Sos real?

Y eso fue todo. Lo había plagiado de un cortometraje. En esos años todas mis cosas eran
plagiadas. Dos jóvenes sentados en un bar que se conocen a través de un espejo que está en
la pared. Y como se sentaron consideradamente alejados como para hablarse, se escribían
notitas al revés para que cuando las veían en el espejo se leyeran como Dios manda. Y así le
presté el libro un viernes a la noche. Pero al poquito de eso dejó de venir al colegio. Su hijo
más pequeño, que tenía mirada de hiena y dientes feroces, se había prendido fuego en la
escuela, cuando una maestra lo descuidó cerquita de una estufa encendida. Debió de haber
sido horrible. Jairo era todo bondad y permanentemente tenía los mismos ojos que
Evangelina ponía cada vez que le regalaban cosas que ella no se estaba esperando. Y al
enterarme de su licencia, cada día que iba a mi Fray Cayetano, yo me detenía en los pasillos
porque quería volver a verla, tal cual yo esperaba a que empezaran los meses para
preguntarle a mamá si iban a dar En el nombre del padre. Y llegó la primavera y llegó también
octubre, noviembre con sus nuevos egresados y la despedida de los amigos el último día de
clases. Pero Evangelina no regresó. Yo ya no tenía que ir al colegio. Pero las clases seguían
durante un mes, así daban tiempo a los recuperatorios y a los directivos para organizar el
colegio a las vacaciones. Y una tarde atendí el teléfono en casa. Subí molestamente las
escaleras de la calle Guardia Vieja por una fricción de la valva. No reconocí su voz, y
aunque no demostré desconfianza, en los primeros minutos casi no me creí que fuera ella.
Era demasiado. Hablamos 15 minutos. Evangelina tenía una voz mimosa. Escucharla era
como estar mirando al caramelo fundido cuando cae bañando la sedosa piel de una
manzana roja. Llamó para agradecerme que estuve preocupado por sus ausencias
interminables. Después de aquello, todo el verano se pasó con un conocido aunque
infrecuente sabor a victoria. Y al año siguiente me devolvió los cronopios. Lo conservé
como se guarda un pañuelo que retiene el perfume de alguien. Tenía sus huellas dactilares,
sus horas en la cartera, el sutil repiqueteo de las pulseras cuando lo abría, los arrogantes
tacones de corcho cuando se lo llevó de la escuela a su casa. Quizás aquel libro hubiera sido
testigo de las voces de sus hijos peleando por un programa de televisión, o de la regañosa
corrección que le hacía a su cocker para que la dejara tranquila.

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Por lo general (en la puerta que declara a los vecinos con la sociedad del barrio), los
edificios tienen la puerta con ventanitas, como si fuera la ventana que había en la pieza del
fondo de la calle Yerbal, donde el sol se refractaba en 12 vidriecitos cada vez que el
amanecer pasaba adentro del cuarto. La Angel Gallardo de aquellos días se pintaba en un
surrealismo de idiosincrasias porteñas por dos ventanales más que se añadían a la puerta
como las orejas a Mickey. A las puertas del supermercado de enfrente, un peruanito llevaba
los pedidos en un changuito casi que fiable del todo. Las vecinas pintarrajeadas, tratando de
eclipsar a las Claudias que lucían su pelirrojismo ardiente. El 109 contaminando sobre la
contaminación existente, que con gasolina quemada le sumaban a las cuadras más y más
olores subdesarrollados de a centímetros cúbicos. O si no la putita que se agregaba en la
cara rojo de Revlon en cantidades, hasta que daba la imagen de la mulatona de nuestro soso

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Caloi. Los resacosos mercómanos, que a la mañana ya se les iba el pedo o el duro como
una estaca o ambas las dos. Y caminaban por ahí buscando la de esta noche. Todo eso se veía
por la Angel Gallardo de día, a través de la puerta que tenía organizados al cuadrado los
vidriecitos.

Pero una tarde, distorsionado por el fumé apenitas obscuro de los cristales, apareció un
chico con unos bastones canadienses. Era joven, de pelo corto y por cómo acostumbraba
vestir tal vez también trabajó de administrativo. Yo iba saliendo mientras que él subía
costosamente los 3 peldaños que comunicaban el hall con la marginalidad de afuera. A cada
paso sus bastones hacían sonar un Charleston destartalado para marcar el ritmo de una
discapacidad pasajera. Inmediatamente de verlo, mi alma se cubrió con un manto de
melancolía, pues sospeché de los sueños que aquel jovencito se estaba negando a olvidar. A
veces creemos que en esta vida los sueños son un entretenimiento que se ocupó de
nuestras soledades hasta que nos hicimos viejitos. Es por esa naturaleza que casi no
percibimos que con los años se nos va empequeñeciendo la fantasía. Y cuando llegamos a
cierta edad solemos examinar nuestra vida y con ella el itinerario de nuestros sueños
cumplidos como si fueran los ítems de un verdadero o falso. O si acaso no pudimos
cumplir ninguno pues nos ponemos a recontar aquellos que se mantienen vivos aún.

Es verdad: a cierta edad el alma tiene tendencia a mirar en retrospectiva. Y es curioso, pero
cuando ese pantallazo de nuestras metas viene hasta nos, incluso ni siquiera sentimos pena
al entender que de todo aquel tesoro de idealismos, sólo recordamos las dos o tres
añoranzas que se mantienen vivas en nuestro corazón por el motivo que fuera. Así que
debido al fragor de la mutante incandescencia que han tenido las inesperadas realidades que
nos tocaron vivir, pues la costumbre de imaginar el futuro con nuestros sueños cumplidos,
que tan grande fue en otra época, hoy es como un gigante que toma chiquitolina, como una
laguna que se ha hecho charco gracias al ballet cósmico de las erupciones solares del 2012.

Sin embargo la vida recurre con mucha frecuencia al sarcasmo. Y la experiencia procede de
una manera que nadie nos la enseñó. Es así que al contrario de lo que conté antes, a veces
los accidentes violentos irrumpen en los caminos donde fuimos marcando pasos. Y para
nuestros sueños es igual que si en la corriente del río apareciera de golpe un dique. A Dios
le gusta recordarnos que es Él quien manda. Es entonces que si planeábamos jugar el
mundial ya no podemos correr. Y aunque es igual no es lo mismo a que no podamos
jugarlo porque nos fuimos haciendo viejos. O porque a los huesitos les falte calcio, o
porque nos agarró la andropausia. La diferencia es que, si el destino nos arrebata la
juventud, pues durante el resto de nuestras vidas sentiremos que se nos ha negado nuestra
oportunidad. Será por eso que ni bien la discapacidad afecta a los tendones más no al
intelecto, pues nos negamos a aceptar las secuelas que nos quedan cuando nos chocan de
frente o cuando nuestra pierna limpia el asfalto como una espátula alisa el pastel.

Como si supiéramos lo que se nos está por caer encima, nos invade una inmensa
corazonada y casi que es una obligación impostergable curarnos hasta sanar por completo.
Y de inmediato una necedad nos galopa por toda el alma; florece un orgullo que no
habíamos sentido antes. Es que sentimos apego por lo que estamos perdiendo. Por eso nos
convencemos de que nosotros seremos una excepción y que al cabo de un tiempo de
esfuerzo podremos volver a jugar partidos en los baldíos. Esa forma de aferrarnos a los
sueños igual que un macaco se aferra a la manzana y después no puede zafar la mano a
través de las engañosas rejitas de la jaula, esa manera de respetar aquello que alguna vez

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

hemos querido para nosotros, pues es casi lo único que le da fuerza al lisiado para
continuar con la rehabilitación. Por eso los kinesiólogos se cuidan tanto de no romper las
ilusiones de los tullidos por muy discapacitados que estén. A veces la equivocación del iluso
es lo único que lo anima para pasearse cuadras y cuadras con su dolor de pie equino. O la
sinfónica de cuadripléjicos, que acarician los invisibles violines y chelos siguiendo el tempus
marcado por la batuta de la fisiatra que los globaliza a todos recetándoles el cómodo
resumen de su tesis, tan vacía como ignorante. Los utopismos son útiles para conservar el
humor en medio de las infinitas paralelas, desfilando una vuelta atrás de la otra ante los
contemplativos inválidos, que desde sus cuerpos vegetativos miran a los quebrados con esa
intención envidiosa y al mismo tiempo paciente.

No voy a recordar cómo se llamaba, pero la segunda vez que lo vi estaba tomando el aire
de Caballito, sentado en los mismos escalones que antes le había dado trabajo costear.
Contemplaba la avenida con el mismo desinterés que tienen los veteranos de algún
combate. Y me acerqué para solidarizarme con sus nuevas prácticas en la impotencia.
Entonces sospeché que andaba esperando a que alguien le preguntara. Pero también
sospeché que se estaba quedando solo a medida que se le iban sumando días como lisiado.
Lo interesante es que cuando uno vuelve, cuando camina otra vez por la ciudad sin el dolor
físico, pues se vuelve retraído pero no humilde. Siente que ya nadie comprenderá. Cuando
nos toca convivir de cerca con el dolor, se saben cosas que la mayoría no. Uno ya sabe
cosas que los amigos no. Se contemplaron tantas novelas de cicatrices. Uno aprende a
escribir planes a largo plazo, cuando se dio cuenta de que el apagón general del ciático
poplíteo externo no se arregla de la noche a la mañana. Aunque a veces pasa tiempo,
llegado un día ya no nos importa caer simpáticos. Y que hay cosas que el tiempo no cura
más. Pero se aprende esperar milagros. Nos desagrada cuando hay alguien que adorna a la
verdad peso pluma para que aparente ser Welter Junior. Esa vez, aunque hablamos poquito
y nada, le noté en la mirada y en el saludo una cortesía sabia.

La segunda vez que lo vi me dijo el famoso nombre que no recuerdo. Me senté a su lado
sobre los difíciles escalones de losa oscura, sarpullidos con un relieve que pretendía un
poco de alcurnia más para los vecinos que se distribuían por los apartamentos como si el
edificio fuera una arquitectura atiborrada de madrigueras, simétricamente orquestadas a lo
alto de los siete pisos. Ese segundo día que lo vi le hablé sin contarle que yo también. En
contra de mis pronósticos y también de los ejemplos que había visto cuando me topé con
otras minusvalías, pues el joven que yo tenía al costado no se quejaba ni hablaba mal de su
reciente diferencia. Observaba el porqué de sus bastones con la misma importancia que
puede prestarse a una hoja que pasa volando por la avenida, yendo y viniendo tras los
distintos embuches volátiles de los colectivos y los automóviles de paseo.

Primero a mí y segundo a él, pregunté cómo ocupaba sus momentos, ahora que los días
afuera de casa se vieron comprometidos de golpe, más limitados que por la propia
incapacidad de salir y andar pues por la falta de afinidades en común con los viejos amigos
y familiares. Cuando hemos pasado un tiempo de atropellados nos damos cuenta de que
hay un montón de cosas que ya no nos interesan más. Y ya sea en no asistir a una cita o en
una palabra que no cumplimos: no queremos fallarle a nadie.

El caso es que aquel joven de nombre olvidado pasaba tiempos leyendo cosas. Y para que
vea que mi solidaridad iba en serio, le prometí que la próxima vez que lo viera iba a
prestarle unos libros. Y así fue: a los pocos días y noches tuvimos el accidente de cruzarnos

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

de vuelta. De nuevo me lo encontré sentado en los dificultosos escalones, analizando la


desconfiable Angel Gallardo con ojos autocompasivos. Le dije entonces que me esperara,
pues quería cumplir mi promesa lo antes posible. A cinco años del coma ya comenzaba a
importarme por encima de todo lo demás hacer lo que había dicho. Subí al departamento y
elegí tres libros, pero aunque fue de apurada la elección era de calidad. Yo ya sabía que el
joven se iba a mudar muy pronto, y también recordaba ese agorerismo populacho que dice
que tanto los libros como la mujer y la guitarra no se deben prestar. Pero cada vez que
elegía cosas para prestar las seleccionaba con valentía, como desafiando lo dicho por el
refrán o por la previsión de mi propia experiencia. Siempre tenía esperanzas de que las
cosas fueran excepcionales. Y sin embargo nunca presté ninguno de mis seis subrayados
Borges.

Le presté tres libros. Uno era el viejo Gog, el otro no recuerdo cuál pero sí que era de
Cortázar… y por último el de los cronopios. Pero nunca más volví a verlo. Ni al chico ni a
mis tres libros. Mientras uno los tiene ahí se piensa que los libros son esas cosas que
siempre nos acompañarán. Presencias tutelares. Algo así como cuando pensamos en nuestros
padres, que no se nos cruza la idea de que son tan frágiles como nosotros, ergo mortales
son. Sus lomos son los arraigados testigos de nuestro insomnio, de las tantísimas veces que
maldecimos a la injusticia. Pero cuando nos falta un libro que queríamos mucho sentimos
que somos nosotros quienes faltamos de las estanterías. Y que no volveremos más.

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A sus hombros

Cuando desaparecí del Fray Cayetano no volví a verlo hasta 1998. No me acuerdo en qué
mes pero sí que ya estaba medio esclavizado de una depresión que sabía disimular para que
pareciera cansancio. Aquel día del que aquí cuento era de mañana y el invierno tenía
generosos rayos de sol. Yo estaba regresando del centro a casa pero en un taxi, una
imprevista bursitis en el talón me hacía imposible calzar la valva para que el tobillo camine
recto. Ese año me subí a colectivos escasamente. Ya estaba cerca de casa. Cuando nos
frenó el semáforo en rojo, otro vehículo se sumó a nuestra espera: era Efrén, que con sus
diecinueve añitos manejaba una robótica camioneta verde, más claro que el verde pasto y
más obscuro que el esmeralda. Pensaba que no iba a reconocerme, pero levantando la pera
-como los gallos para mostrar el buche-, me demostró que sí. Y señalando hacia el sol me
dio a entender que iba a estacionar en la puerta de casa. Desde esa vez retomamos un poco
el contacto. Efrén siempre aparecía en los momentos que todos me abandonaban. Creo
que luego me hizo visitas sorpresa. En una de ellas, Efrén me dijo algo feo de mi Seba.
Pero era una suposición. Pasó después lo de Tara, que no recuerdo si lo llamé yo o vino él
solo: y aunque no me desalentó por el amor que sentía me dijo que tuviera mucho cuidado.
Después no lo vi hasta que de los Pagliaro me fui. Cuando me visitaba yo siempre estaba
tirado abajo de los cuadraditos de la ventana. Me invitó a irme de vacaciones con él. Pero
no sé porqué falló aquello. Y desde entonces no volví a verlo hasta junio del año que
cuenta este principito.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Debo aclarar que -desde el ’97-, encontraba felicidad programando reencuentros, cuyos
sentimientos experimentados en el abrazo generalmente no perduraban. Siempre mantuve
en la billetera el impreso al que recurrí cuando busqué el resguardo de las chapas en la casa
de los Pagliaro. A veces telefoneaba a personas que me conocieron nada, o que no se
acordaban de mí. Pero encontré un 568 que me inspiró melancolía más la confianza de que
todo estaría bien. Y así fue que lo llamé a Efrén. Le dije que estaba viviendo cerca y esperé
su conocido voy para allá. Fuimos al mismo pool donde Perro blanco hizo sonar el Blues de
Santa Fe. Y después volvimos a casa, para conversar un poco. Aún me acompaña la seria
expresión de Efrén cuando me dijo que un hombre debe probarlo todo, después de que me
sorprendió al contarme que él conocía bien el círculo de la cocaína. Le conté de Nube
aunque no la nombré. Habremos estado una hora en el fumé redondo y luego nos
despedimos hasta que el Sino lo dijo de nuevo.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Desconfío

¿A mi Corresponsal, tal vez, podría ir dirigida esta Odisea, que rizo por rizo va ocupando
cada centímetro escribible de esta cuartilla?

Ésta será una de las lecturas que más me duelen. Se me ocurren al menos dos razones: no
me arrepiento de lo que hice. Aquella noche aún cursa los confines de mi memoria y yo no
lucho por olvidarla. Sí me duele haberme enterado de los erizados peligros que ha corrido
mi integridad. Por suerte el Angel de la Marginalidad ha tenido reparos especiales sobre
aquel que fui. Y así fue que hoy conocí el viejo mundo en un cuerpo más entero de lo que
cualquier probabilidad o estadística hubiera vaticinado. Yo quisiera que justo antes de
dormirme, en ese espacio que va desde el momento en que me acuesto hasta que el sueño
es uno conmigo, pues quisiera que ese ángel me susurrara al oído su nombre. Entonces casi
seguro encendería una agradecida velita para rendirle honores. Tal vez, si el Señor no
estuviera muy ocupado, le recomendaría ese escondido nombre para que Él lo ascendiera
por la santa escalera de los rangos divinos, donde forman los justos ejércitos de la beatitud.
Pues es por su nombre que yo en esta medianoche puedo seguir rellenando los renglones
de mi confesión con cabalidad. ¿Con qué secuelas pude haber terminado? ¡Tanta
intelección más se podría haber quedado fulminada! Por otra parte, y aunque trataré de
embellecer mi angustia con largas oraciones barroquiales, añado a este epistolario (y aquí de
veras me duele), que lamentaré terriblemente manchar con la cruda tinta de mi
desingenuidad los cuadernos manuscritos de este libro que se escribió, primero, en la
telaraña de los recuerdos de mi vida. Y -segundo- en los misteriosos versículos de la
creatividad.

Con el preciso dolor, recuerdo el bar donde Sanmiguel aspiraba a la mendicidad de alguna
risa misericordiosa, para que así, gota a gota, se le fuera cargando el alma con energías, y
después las despilfarrara en alguna de sus locuras. A medida que el bar se iba quedando con
menos clientela, la intimidad ayudaba a desarrollar la relación que Sanmiguel y yo
empezábamos a tener.

Fue el mismo día pero más a la tarde. Miraba hacia Angel Gallardo esperando que Nube
apareciera en cualquier momento. Me sentía enamorado. Fue también la primera vez que
habíamos salido juntos. No lo recuerdo fielmente, pero creo que Sanmiguel cantaba y
bailaba mecánicamente un tema de Pappo Blues: El Blues de Santa Fe.

Acompáñame
Te mostraré
Unos campos

Nos había costado hacer andar la fonola.

No sé muy bien qué hubiera dicho cualquiera que no lo conociera. Tal vez yo no sea tan
como los chicos que admiraba en aquel tiempo. Pues sentía cierta vergüenza cuando
estábamos frente a desconocidos. La tarde del ocho de marzo se había hecho noche y la
noche viajó hasta la madrugada del día nueve. Para entonces Sanmiguel manejaba una

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Renault Fuego que era azul pero más celeste, básica, casi sin abolladuras. Volvimos a casa
cuando empezaron las rutinarias luces de Buenos Aires. Pero un rato antes me había
invitado a pasar a su casa. El “Muerte a la bandera” escrito a boli era como una electricidad
caprichosa que andaba por la pared. Un rato antes estuvimos en El minero: tenía la
sensación de Louis de Pointe du Lac cuando se escapa en el barco con su amada Claudia,
cuando creía que en cualquier momento aparecería Lestadt. Pues así yo sentí todo el
tiempo con respecto a Nube. Cuanto menos me lo esperara ella aparecería con su Renault.
Era como estar esperando a que vinieran los reyes, con esa expectativa aguardaba sus ojos
de nuevo. El estar enamorado nos hace torpemente valientes. Por eso acepté subir con
ellos al piso de perro blanco. Allí estaba también Facundito, uno casado y con hijos que
escuchaba Santana. Siempre lo hacía reír a Sanmiguel. Pero había algo en el Facundito que
no me terminaba de convencer. A diferencia de perro blanco, Facundito nunca criticaba la
mediocridad. Era tibio pero con un potencial que incineraba. Y aunque igual que mi
marimorena Facundo tocaba la batería en mímica, su aparente calma y felicidad confesaban
que se estaba aguantando un montón de problemas caseros. El asunto es que un rato antes
este Facundo salió por la puerta del café El minero y volvió a los cinco minutos. Enseguida
fuimos para lo de perro blanco. Una vez arriba Sanmiguel y Facundito tomaron sus líneas
de cocaína. Mientras los miraba de reojo pensaba lo que iba a responder yo. Y por último
Sanmiguel extendió el plato diciendo “¿Querés?”. Fue como empezar a fumar: uno sabe
que no debe pero igual lo hace.

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Así empezó todo

El mate que acabo de terminar me ha hecho sentir como en casa. Para evitar dispersarme
mucho, de mi apartamento en el barrio de Flores mencionaré nada más que uno o dos
recuerdos de los tantos que me inspira la infusión autóctona. Hay misterio en su sabor:
pues me deja como esperando la ausencia de dicha. El vicio del mate me hace sentir más
hombre, pues pareciera que ya no necesitaré más nada, sólo este sabor de mi patria y de mi
melancolía. Ya con lágrimas, entre todos los recuerdos que pude almacenar en un año, elijo
alguno relacionado con el mate para no faltar a mi palabra.

Yo siempre le había tenido aversión al agua casi hervida, también le había agarrado mala
idea a ese hábito de compartir el beso de la bombilla con cualquier persona, incluso me
daba un poco de asco tomar del mismo mate que mi madre, cuando miraba el rojo dulzón
de Revlon que se quedaba pegado en el acero inoxidable. Recuerdo de paso algunos
episodios de mis mañanas primarias, mi madre queriéndome besar y mostrando sus labios
como un capullo de rosa a punto de dar a luz la hermosura. Y yo evadiendo el
compromiso, despreciando su cara, pues siempre sentí pudor a la hora de dar mis besos. Si
en cuanto a la familia se trataba, únicamente saludaba en las mejillas. Una vez aquí en
España, pensando en que la reunión iba a ser entre tres, invité a probar el mate a un joven
que apenas conocía. Y él arrastró consigo a 4 ó 5 amigos más que yo nunca había visto, ni
tampoco me interesaba conocer. Fue una ceremonia de lo más incómoda para mí. Pero una
vez aceptada la oferta, me supo indigno retractarme. Así fue que hasta muy avanzada mi
juventud, ya cuando la pubertad no es ni siquiera un recuerdo orgulloso, siempre que se me

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

invitaban con un mate caliente lo rechazaba y pedía un café, si no era mucha molestia. Pero
fue por Nube que comencé a considerar al mate como una excusa para compartir las
tardes. Había pensado que tal vez sería un atajo indirecto para acercarme a sus entrecasa.
Pero no sé muy bien si alguna vez habría acompañado a las cebadas con algún recuerdo
desenterrado. Creo que prefirió seducirme, al mismo tiempo que desahogarse, en otros
momentos de la amistad. Nube siempre estaba al borde del llanto, escrupuloso y suplicante.
Pero amén de mis deseos, nunca llegamos al beso.

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El hombre del piano

Una armónica esparce sus notas en “Do” por cada ángulo de la sala con estilo austríaco, y
así auspicia la pegadiza historia de un corazón roto. Ana Belén castellaniza los resignados
versos nacidos en Billy Joe. Ella fue quien me hizo escuchar una estrofa publicitaria de
Piano Man, en ATC -cadena televisiva que se resistió a las al fin inteligentes privatizaciones-,
por la final blanco y negro incomprensible, promocionando el advertido éxito de un nuevo
disco, cantando unos versos que nunca más olvidé. A los ocho años también me había
fijado en aquella rubia expresión europea, filmada en un rústico y olvidado estudio de
grabación:

Toca otra vez viejo perdedor


Haces que me sienta bien
Es tan triste la noche que tu canción
Sabe a derrota y a miel

Esto también está un poco relacionado con la cínica debilidad. Debería contar sobre la
segunda vez que mi autoestima me traicionó con la ambigua seducción de las adicciones.

Después de aquella primeriza noche de marzo en la que nos dio un vergonzoso trabajo
hacer andar la fonola, nuestras cotidianeidades se cruzaron varias veces en el intrascendente
bar el Minero. Hasta que en otra noche que vino, con pretexto del medieval ajedrez, perro
blanco quiso que nos juntásemos de nuevo en la casa de alguno de nosotros. Sanmiguel
manejaba una Renault Fuego celeste, color que al principio me extrañaba en él. Ya antes,
había tenido una coupé similar. Antes de conocerle, el auto no presentaba averías. A
Sanmiguel le gustaba ser clásico con sus posesiones. Siempre compraba modelos nuevos de
cosas que ya conocía. Oía compositores que superaban a cualquier mediocridad populosa,
muy renombrados. Me contó partes de un recital de Elton Jonh. Jonh lee Hooker, también
incrementaba una sólida colección de blues estadounidense. Pero me impactó la versión
original de Piano man. Digamos mejor que perro blanco era un hombre constante. Ahora
ya no recuerdo su razón, pero perro blanco dijo que pasaríamos por un lugar antes de
comenzar la partida. Una sola vez le insistí para que me lo dijese, esperando en secreto que
fuéramos a buscar un gramo de cocaína. Yo no me daba cuenta, pero la adicción ya se
estaba adueñando pausada pero sinceramente de mis voluntades. Las únicas imágenes que
no se perdieron de aquella noche, es el perfil pelado de Cristiano Sanmiguel, conduciendo

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

hacia la casa que distribuía los cómicos consumos que más nos gustaban. Doblaba el
volante con los ojos expectantes, viviendo el éxtasis previo que experimentaban los
adheridos al palo, ya veteranos. También recuerdo que tomamos una involucrada carretera
de enormes tráficos, los asociaba con la pobreza y con trágicas aulas de enseñanza
nocturna. Sin decir nada, el nuevo vicio se sumaba a la abstinencia de los Marlboro. Y hasta
con miedo de que no se perpetrara el pecado. Mi perverso querer patológico. Era un vivir
absolutamente nuevo para mí. También era valiente, y más valiente por la discapacidad que
me acompañaba. ¿Cómo puedo explicarlo?

Cuando bajamos de la autopista, perro blanco entró y frenó en un callejón oculto. La


oscuridad había transformado todo en un laberinto alumbrado por apartadas luces del
municipio. Lo último que hicimos antes de emprender el regreso, fue bajar el cristal de la
puerta conductora y una mujer mucho más latina se acercó hasta nosotros. Aquella noche,
perro blanco compró dos papeles. Sin sentimientos y velozmente, Cristiano cambió dinero
por consumos. Y volvimos en quince minutos a su departamento. Yo ya estaba
emocionado, y en el camino protagonicé inocentes comentarios de cómo la cocaína
afectaría el tablero del ajedrez. Pero más allá de lo que quiero contarles, aquella segunda
vez, Cristiano Sanmiguel y yo analizábamos aquel placer que nos convirtió en sublimes
ficciones. Yo no sé qué fue lo que dije para parecerle un tomador de hace años y así
sentirme a la altura de mi tentador veneno. Y perro blanco parecía saber sobre mis
debutantes consumos. Pero jamás -en lo que duró nuestro compañerismo- lo mencionó.

Al principio me caía muy bien tomar con Sanmiguel. A pesar de que me destruía un poco
cada vez que la probaba, sentía como si tuviera la protección de un experto brujo que me
quería. Y ya en ese momento me terminé por dar cuenta de que el efecto que me causaban
las dosis era seguro y reflexivo, bastante dulce y acogedor. La personalidad me mejoraba.
Me sinceraba. Me gustaba saborear esa droga. Esnifar luego de cinco minutos de la primera,
y sentir que junto a la mucosa aún se colaba algún polvillo que, a la primera, no había
pasado del todo por las fosas nasales. Pero aunque la cocaína olía a mendicidad, lo que más
me gustaba era esa frescura que me vendría. A Sanmiguel parecía gustarle charlar conmigo.
Se ponía atento, servicial… más amigo. Acostumbraba sentarse enfrente de mí, con una
pierna sobre la barra de ladrillos fríos. Sanmiguel usaba borceguíes y pantalones elastizados.
Siempre se adivinaba que era él quien venía. Esa noche movíamos el tablero sin que nos
importara el jaque. A mí solamente me importaba compartir con mi nuevo amigo. Cuando
alguien pasa nueve años conviviendo con las diferencias y ninguna sinceridad, les aseguro
que cuando vuelve a sus propias convicciones valorará más a cualquier relación que sea hija
de la coincidencia o del destino, antes que a las conquistas que se programan con diálogos
la noche anterior. Entonces uno es más entregado a las oportunidades de hacer
compañeros. Y en un primer momento no selecciona. Aquella vez Sanmiguel me contó de
las traiciones sufridas por una relación maldita. Amigos no tengo, me dijo. Pero yo estaba
seguro de que cuando nuestros encuentros empezaran a abusar de la confianza, en poco
tiempo Sanmiguel me nombraría su aprecio.

Durante aquella conversación no tardó en recordar que Piano Man era una de sus favoritas.
La escuchamos en su departamento, e inmediatamente asocié la auténtica Piano Man con la
acampanada voz de Ana Belén. En un disléxico equipo de música la armónica de Piano
Man transportó el ambiente recreado hasta los clásicos bares de copas nocturnas.

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En esos días yo ya la había conocido mi Nube. Recuérdenla: una fina morena con voz de
trino y toda la piel de su cuerpo encremada naturalmente. Cuando se me acercaba, siempre
sentía el perfume de su aura; y entonces experimentaba un incensurable deseo de estar con
ella. Siempre quería tenerla. A veces venía a casa y nos abrazábamos en la cama sin hacer el
amor. Durante aquellos relax hubo una vez que puse la cinta de Billy Joel en el JVC, para
que Nube pensara que no mentía cuando le aseguraba que me gustaba la música de aquellas
épocas. Siempre me gustaba sentirla cerca, olfatear disimuladamente sus expiraciones. En
cada sílaba se le iba un poquitito de calidez. Sus pestañas estrenaban una porción de Rímel
todos los días. Y escucharla era como oír los paladeos del enamoramiento. Hasta cuándo
me retaba era hermosa. Solamente una vez me ofendió su confundido orgullo. Y la dejé
sola en una plaza donde volvimos de nuevo para liberar a dos jilgueros que habíamos
rescatado del inseguro cautiverio de un cruel mantelero. La primera vez que fuimos a tomar
un café la desvié por sorpresa de su rutina, como conduciendo a un infante hacia el
escondite de algún regalo esperado, e hice que se sentará en la puerta de uno de los
poquitos bares que armonizaban con mi reprimida garganta.

Pero un día, Nube dejó de trabajar de remís. Y entonces me sentí perdido.

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Los Tiburones llegan a las seis

Relatos de un náufrago tenía un capítulo que se llamaba “Los tiburones llegan a la seis”. Como
los domingos, cuando los vecinos que se internaban en sus apartamentitos olían el humo
de los asados que hacía papá en la calle Yerbal, pues en el librito de Márquez el
protagonista cuenta que a las seis de la tarde su errante balsa era rodeada por los tiburones
que olían a carne humana desde lo submarino superficial, unos días antes de que el buque
de carga hiciera el rescate. En esa esquina no había mar: pero sí se sabía que a las seis de la
tarde el bueno de perro blanco estaba por aterrizar en las simplemente negras mesas del
Café El Minero.

Cristiano estacionaba la fuego sin embragar marcha atrás. A veces se pegaba al doblado
cordón gris de la cafetería. Pero algunas tardes escaseaba el espacio, entonces embocaba en
la vereda de enfrente, justo en la puerta de un viejo que se apellidaba Nieto y que tenía la
mente esmerilada. El listillo de Nieto era gallego, tenía una fábrica de miel. Con
movimientos oxidados el arrugado de Nieto sacaba una silla playera a la puerta. La
desplegaba siempre en la misma cuña. Y se quedaba toda la tarde al sol. Nunca me
preocupó saberlo; por eso no sé si era en la manzana de Nieto o en la de enfrente, pero de
todas formas (a pocos edificios) vivían unas gitanitas que se vestían a lo andaluz. Y aunque
ya estaban en edad escolar, los familiares les enseñaban a dialogar malamente en húngaro y
español. A veces pasaban caminando por lo de Nieto, y entonces el viejo se incorporaba
para charlar un ratito con ellas. Daba un poco de gracia: el viejo se despegaba de la playera
como el operado que se incorpora por primera vez. Cuando las tardes pasaban de largo,
hubo veces que me parecía escuchar las arrastradas pantuflas de don Nieto acercándose
para el bar. Entonces miraba para afuera y un poquitito hacia atrás: ahí se venía el viejo
para El minero, remolcando los pies como toro que está esperando el remate. Parecido al
paciente estrechado en las paralelas que le muestra sus primeros pasitos al médico para que
le diga bien, bien. Pues así a 30 metros Nieto ya me venía analizando. Mientras avanzaba
fangoso daba la impresión que se había caído al agua vestido y caminaba empapado,
salpicando hacia adelante el asfalto por cada paso que daba. Entraba pero no dejaba de
mirarme, como si sus pupilas de a poco me fueran pidiendo permiso para sentarse
conmigo. Y así lo hacía seguido. Pero entre su decrepitud y la galleguez yo no le entendía la
mayoría de todo. Aunque sí le entendí una estrofa, cuya entonación rimosa consiguió que
recuerde para siempre:

En este mundo traidor


nada es verdad ni mentira
todo es según el color
del cristal con que se mira.

Y por último se acariciaba las canas como si fuera un tanguero achatándose la gomina hacia
atrás, y nos decía: “La uno acá - La dos acá”; y mientras que sus palabras significaban sitios
distintos, el viejo Nieto iba cambiando la mano de la sien al cuero cabelludo, acariciándose
las puntitas de los pelos grises. Con eso quiso decirnos que se cortaba el cabello a máquina,

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y variaba la longitud del rapado poniendo la afeitadora en uno para los parietales y en dos
para lo de arriba. También le entendí alguna historia degradante. Federico lo detestaba.
Pero el viejo igual se tomaba sus ginebritas en el bar. A veces desde la vereda de enfrente
las idiosincrasias de don Nieto nos encontraban conversando de alguna mujer, de Spinetta
o del faltante perro blanco. Entonces Federico lo señalaba como el que señala un lugar con
la nariz y los ojos y decía: ¡Éste es un hijo de puta! Le paga a las gitanitas para que se la
chupen.

Habían puesto una emisora de rock para que se difundieran todos los grupos que más me
gustaba oír. Pasaban todos los temas que aprendí a querer luego de ver el documental de
los 30 años. Cuando las cosas que a uno le gustan se ponen de moda se experimenta cierto
vacío. Después de que el bar me hiciera escuchar tantas veces Plegaria para un niño dormido,
me gustó menos Spinetta. Por suerte no conseguían discos de mi Edelmiro y -aunque
nunca me cansé de esa música-, mi fanatismo por Color Humano se fue limando cada vez
que lo escuché en casa.

Yo siempre estaba sentado en el cristal que daba a Acoyte. Allí escribí tomando Nesquises
fríos, que Federico me fiaba cuando ya no me quedó más dinero. Entonces se aguantaba
hasta el mes que viene. Desde esas sillas mendigué las miradas del público transeúnte que
pasaba allende el cristal invisible. Pero después siempre estuve espiando a ver si Nube
reaparecía con su remis, porque cuando pasaba para buscar a alguno siempre doblaba el
cuello hacia mí para ver si la estaba espiando.

Hasta que Sanmiguel llegaba, por mi mesa desfilaban todos los borrachos que penaban ahí,
tal como lo hacían los niños menos aceptados en mi primer grado. Lo esperaba toda la
tarde: Federico me tenía mucha paciencia, los primeros días se sentaba conmigo para
conversar de Color Humano o de Almendra, y yo siempre esperando que me dijera “¡Pero
si vos sos de otra época!”. Durante todo ese año inventé una dieta líquida a base de leche
de soja. Recién me ha parecido sentir el aroma a manzana fría. Como en El minero no se
comercializaba el Ades, a Federico le causaba gracia que le pidiera Nesquick a cada ratito.
En ese entonces todo el tiempo andaba mareado. Aceptaba consejos de todo el mundo. Y
a todo el mundo le hacía tener razón, porque tenía miedo que si los contradecía se fueran
de al lado mío.

Seis, seis y media, llegaba perro blanco. Era el alma en El minero -“Lo de Fede”, como a él
le gustaba llamar al café-. Siempre nos dimos la mano cuando nos encontrábamos. Y perro
blanco siempre era puntual. Cristiano siempre asistía a las citas diarias que nadie había
fijado. Yo falté más veces a esos encuentros, que no eran casuales ni programados. Pero si
alguno de nosotros faltaba un día, siempre se lo extrañaba. Y si no íbamos algún día,
Federico me decía “¿No lo viste a perro blanco?”, o “¿No sabés si hoy viene Cristiano?”.
Nos hacíamos falta. Eran lo único que tenía. Y no sé porqué, pero presiento que también
yo era lo único para ellos. A la otra tarde después de la ausencia, cuando se reorganizaba lo
rutinario de los encuentros, pues grandotes idiotas nos dábamos la mano y nos
quedábamos en silencio esperando la explicación del faltazo. Yo nunca les molestaba
indagando qué les pasó, hacerlo me parecía hasta femenino. Pero cuando el vacío lo
generaba alguna que otra de mis excursiones, si al día después yo no decía nada, Sanmiguel
daba la mano fuerte, ponía en los ojos un extrañado que solamente notaban quienes le
conocían mucho y luego de que su corto silencio me diera la última oportunidad para que
me explicara, me decía: “¡No viniste ayer!”. Como que le había dolido. Y se avergonzaba un

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

poquito porque había dejado que se le note la sensibilidad. Era como cuando nos regañan
con la mirada, diciendo te llamé ayer pero no me atendiste.

Igual que yo, todo el bar y la mitad de avenida Acoyte estaba pendiente de que llegara el
Renault. Y cuando ya se hacían las 7 y media nos poníamos tristes. Entonces ya no
despegábamos el escrutinio de la vereda: nos fijábamos en Angel Gallardo hasta que los
edificios no nos permitían ver más. Había un viejo pesado como un cántaro de cerámica
que trae el agua del río, que estiraba el cuello como avestruz, tratando derribar el barrio con
la mirada, para que sus ojos casi seniles pudieran ver hasta allá. Y todo eso era por
Sanmiguel.

A las ocho venía un ochentañero que se había muerto dos veces en pocos días de atrás.
Apuntaré el nombre porque no quiero olvidarlo nunca: Virgilio. Pero Sanmiguel le decía
“Girasol”, ya que todo el tiempo le castañea la dentadura y parecía que estaba desnudo,
tiritando en una madrugada de invierno; o como si estuviera comiendo pipas y las pelara
mordiendo dientes. Virgilio a veces abría la boca adrede para que se oyeran más fuerte los
cortitos tac-tac que sonaban como las castañuelas de una Pantoja, porque se chocaban las
muelas de arriba con las de abajo, y el viejo Virgilio no podía hacer nada para evitarlo.
Entonces exageraba adrede el impacto. El sonido era algo así como las piedras que al
estrellarse expulsan chispas para que arda el rejunte de yuyos secos; o si no -mejor- los
ruidos del viejo girasol sonaban suavecito, como el diez por ciento de un Chasquiboom
estallando en forma de metralleta.

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7 meses de abstinencia

Cuando fumé el humito en compañía de Sanmiguel pues no descubrí por qué les gustaba
tanto. La única diferencia que yo encontraba con el tabaco clásico estaba en que el humo
de la marihuana me resultaba un poco más sabroso y su aspiración más tolerante. Yo no
comprendía por qué la gente que me rodeaba gustaba derrochar el dinero, pudiendo tener
tres atados de coste medio pero de tabaco común, y no 3 cigarrillos mal encajados que se
apagaban después de cada pitada. Pero la marihuana tenía un efecto parecido a estar
enamorado que aún a mí no me tocaba.

Como un tributo de este momento, introduzco a un tal Roberto a la leyenda de los Cinco
Principitos. Le decían el Rober. El apellido de su padre era Martignoni. Café el Minero no
tenía ventanas ni paredes de cemento. Federico y nosotros nos amparábamos bajo un
techito muy alto. Creo que habría 6 mesas en total, donde a veces intentaba mis primeros
dibujos ambiciosos. Luego, en verano o al final de la primavera, tres ventiladores de cuatro
aspas volaban las migas de pan que quedaban sobre las mesas luego de los típicos tallarines
o las hamburguesas compactas, o los granos de azúcar que se desperdiciaban del sobrecito
cuando a cualquier hora desayunábamos café con leche. Cristiano y yo mirábamos el tráfico
de la Angel Gallardo a través de los cristales manchados y básicos. Obra de un letrista
económico, en un vidrial separado, “El Minero” había sido esgrafiado en anaranjadas

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mayúsculas, impresas con un contorno preciso y oscuro. Los adolescentes del barrio de
Flores, aprovecharon la madrugada para desprender la pintura de varias letras raspando la
vidriera inestable. Debieron ser las seis de la tarde, cuando en un espacio de la roída “N” se
transparentó el abultado cuerpo humano de una persona que luego cruzó la puerta del bar
hacia nuestra mesa cuadrada. Su expresión me ganó la confianza antes de que Cristiano nos
presentara. El Rober tenía una gran sonrisa que demostraba la aceptación de su gordura. Al
mismo tiempo, los gestos de Porco, ya desde lejos, contagiaban una felicidad moderna en el
entorno donde estuviese: estaba avisando que la muerte ya había sido vencida.

Ya al entrar, el Rober y Sanmiguel consolaron sus días de distancia con un abrazo


vehemente. No me sorprendió mucho. Cristiano siempre decía: “Todo el mundo me abre
las puertas”. La historia de Cristiano Sanmiguel estaba, como la de todo ser bueno,
salpicada por traiciones de cualquier tipo. Por eso emigraba de amistad en amistad,
especulando con encontrar candidez en los mejores corazones bonaerenses. Perro blanco
iba sembrándose a sí mismo en los distintos lugares de la acelerada Capital Federal. Y
aunque no le causaba risas a todo el mundo, era cierto que las personas más rectas de
Buenos Aires habían sido (en alguna celebración especial de esas a las que lleva alguna
costumbre) viejos amigos de Sanmiguel. Se reclinó en el asiento que estaba a mi derecha y a
la izquierda de perro blanco. Se le notaba contento por volver a casa, al barrio. Como
cuando dos compañeros de banco se encuentran luego de crecer mucho. Entonces las risas
vienen con una mirada sin ningún comentario. A lo largo de sus veinticuatro años, el Rober
había entrenado cierta clase para la carcajada que aún conservaba. Nunca le oí un chiste
fino, pero sin embargo lo compensaba incorporándose a la charla siempre que era el
momento justo. Luego, dejaba hablar casi todo el tiempo y acotaba frases de su ingenio o
estudiadas ya desde antes, que causaban la mejor primera impresión. Con cierta melancolía
por los tiempos que ya no regresan (pero también con la sostenida sonrisa), el Rober
Martignonni nos contó (pero más a perro blanco) lo que había sido su vida durante todo el
tiempo de su desaparición por el barrio de Caballito. Casi no hablé en aquella charla pero
-ya crecido el grano de la adicción en mi psicología-, seguí el rastro de cada frase hasta que
perro blanco pronunció la palabra movida. Entonces me distendí. Sería que para aquel
entonces yo siempre estaba esperando que llegara la oportunidad de volver a probar una
cantidad de cocaína. Y como si protagonizaran un deja vu casi extinguido por el desuso, el
Rober marcó los 8 dígitos porteños en su teléfono móvil. Lamento que no todos sepamos
de aquel código, tal vez yo hubiera rechazado la primera invitación a lo que me esperaba,
allí donde me iba llamando un destino que se torcía tras cada una de mis aceptaciones, una
dinastía que fustigaba a los caballos de la pereza y de la insatisfacción.

Sin haber cambiado la ubicación de nuestros asientos, el Rober transmitió alguna esquina
del barrio y alguna cifra. Después, se levantó y en cinco o diez minutos salió y regresó al
mismo asiento de El minero, junto al frigorífico que servía de museo para la empresarial
exposición de las distintas marcas de gaseosas y de cervezas.

La cocaína lleva un proceso de elaboración no muy complicado. Pero si alguien deseara


plantar cocaína para consumirsselá, gastaría demasiada jardinería… y no le compensaría el
goce. Los adictos a la cocaína dependen tremendamente de dos o tres personas a las que
llaman punteros. Para combatir la soledad pero también la depresión, Sanmiguel había
levantado las baldosas color bordó de su apartamento monoambiental. Y allí se dedicó a
construir con ladrillos enteros una barra de café y licores. Yo fui un intermitente testigo de
aquella terapéutica construcción. Lo primero que necesitó fue levantar algunos mosaicos de

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la habitación comedor. Con la centrífuga pulidora -lo vi al principio-, fue cortando el


camino antes marcado a tiza, y mientras me convidaba de su cruda personalidad con
vocabularios didácticos pero imprecisos, perro blanco se agachaba para trabajar el sendero
para que así las futuras paredes de la barra se estabilizaran. A los dos o tres días aquella
albañilería ya estaba casi acabada. Y entonces, cual camarero y cliente, Sanmiguel y yo nos
sentábamos a discutir sobre los egoísmos de todos y la injusticia de un padre.

Esa tarde, el Rober y Sanmiguel se sentaron uno al lado del otro en el lado del cantinero y
yo consumí la cocaína enfrente de ellos. El Rober había peinado la cocaína artísticamente.
El Rober esculpía las líneas con movimientos precisos y la pisaba varias veces con el
encendedor transparente. Y cuando terminaba de roer las piedras hasta empequeñecerlas
en un polvillo pesado, pasaba la lengua viciosamente por el mechero y ponía ojos de
anestesiado. Otra curiosa costumbre que no reparé en ese entonces, fue el grosero tamaño
que el azar de la adicción me suministró en aquel atardecer. Era una gustosa línea, más del
duplicado de lo normal. Aunque también más que cuantiosidad, era ilusión y bricolage. La
antítesis de perro blanco. El Rober tenía una antigua práctica en el arte del autoengaño. Él
abultaba las dosis moliendo cuanto más podía nuestros suministros. El Rober era en cierta
manera el reflejo viviente de mis miserias. Era como si la cocaína fueran partes de su
espíritu y estuviesen perdidas por la ciudad. Entonces, al recuperarlas, el Rober iba
recomponiendo de a pequeñas partes los huesos y la carne de su alma… y en sus ojos se le
veía volver a la casa donde había sido niño de soledades. Y no le importábamos nosotros.
¿En qué pensaría cuando las seguidas aspiraciones de cocaína le pellizcaban al yo dormido?
Cuando terminamos las particiones, el Rober nos dijo: “Hacía siete meses que no tomaba”.

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Country Home

¡Qué maravilloso es cuando la creatividad transfigura amablemente los caminos


intelectuales! Así un sustantivo que se sostiene verticalmente en el lomo de un libro gris,
forma un veloz puente que se conecta a una cara querida. Pues para contar algo más de
Porco, debo primero componer un relato con una canción que espectacularmente cerraba
un documental de Bob Dylan. Yo lo había grabado en mis TDK, más o menos en la misma
época que la había conocido a Evangelina. En aquella recopilación musical una anteúltima
canción conseguía llevar las cantatas hasta el barroquismo el clímax. Sobre el cierre de
Subterrane Blues, cuando aún no se diseminaba la calle gris, luego que Dylan dejara que la
omnipresente gravedad se aprovechara de la última palabra pintada en la cartulina, pues allí
se superponían las notas de una majestuosa guitarra de Roger McGuinn, auspiciando el
couver de una canción que luego conocería, en su versión primera, en el disco doble de
Dylan, Great Hits volumen II. Se titulaba My Back Page.

Igual que pasaba con A hard rain a gonna fall, la soberbia versión de My back page era mucho
más sencilla para recordar, debido, primero, a los alegres compases modernizados, las
imágenes del clip y a las rítmicas entonaciones de los estribillos recuperados. Se completaba
con 6 estrofas distintas y, en aquella electrificada versión de 1993, cada una de ellas era
interpretada por una leyenda del rock & roll estadounidense. David Crosby falló al

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encuentro de la ceremonia. Pero después del perfeccionista Tom Petty, vi y escuché por
primera vez a Neil Young, sobresaliendo en aplausos, imponiendo sus reconocidas voces
autoritarias. Bordó, amarillo, marrón y rojo: una camisa paleta lucía armónicamente todos
esos colores mientras Young se acompasaba en la estrofa con una Lex Paul. Terminando la
última sílaba de Young, introducía el primer punteo orquestando su Fender, pero olvidaba
que debía seguir cantando. La timidez de Eric Clapton había sido alabada por Tara
mientras mirábamos la cinta para descansar de nuestros amores. Él y la mano de Dylan
tuvieron una mímica discusión que duró un segundo, cuando le recordaba con un sereno
gesto caballeresco que el verso siguiente le correspondía. La implotada garganta de Dylan
lo prosiguió: en quinto lugar. Motín de popa a proa. Parecía que el orden en que cantaban
estaba digitado por la ascendencia de trayectorias. Porque finalizó un cambiado Jeorge
Harrison, presentando su laudable personalidad meritoria. Se lo condecoró con la última
estrofa.

Fue el mismo día que compré el Jardín de los Presentes. Había llevado dinero de más y me
alcanzaba para comprar otro disco. El último disco que había comprado de Dylan lo
compré por All the tired horses, allá en el Musimundo de Quilmes cuando compré Street
Legal. Era una canción maravillosa, con sus violines y coros montaraces. Pero el resto del
disco un poco que me aburrió. Dylan sonaba bien, pero de un álbum suyo a lo mejor me
encantaban 3. Sin embargo pensé “¡Qué importa!”, y me dirigí al estante de rock donde sus
cedés se ordenaban alfabéticamente. Medio escondido estaba la foto de ése que había
cantado después de Petty, en My back page. Sólo para conocerlo. Bobby Flores una vez había
contado de cuando se compró su primer Pink Floyd. “Nadie sale ileso después de haber
escuchado por primera vez El lado oscuro de la Luna”, así remataba la anécdota, pero antes
había dicho “Deben ser lindos tipos estos Pink Floyd, simpáticos”. Pues a mí me pasó
exactamente lo mismo después de haber escuchado por primera vez a Neil Yong & Crazy
Horse en Reggy Glory. Y lo escuchaba siempre. Una guitarra electrificaba el campiranismo en
Country Home, y terminaba con la sublime ¡Oh! Mother Earth. “The white line”, “Over &
over”, esas andaban por el medio y me gustaban más que mucho. Con el tiempo Mansion on
the hill se hizo mi preferida.

el Rober comenzó a venir a casa más que seguido. Y siempre me pedía que pusiera Reggy
Glory. Parecía un compañero de aula que se sienta cerca y vive en el barrio. Recién lo iba
conociendo: sus 7 meses de ayuno se iban tirando más y más hasta abajo por cada minuto
que pasábamos juntos. Seguramente no habíamos calculado eso. Siempre que se consume
se piensa que en cualquier momento se puede dejar. Endiosábamos la adicción igual que
los consejeros a la reina entrando al baile de máscaras, ceremoniada por las trompetas
mientras va por la alfombra azul, acompañada por el vitoreo corístico de lo demás de la
corte: “¡Que viva la Reina, viva!”. Perro blanco decía que “¿Te agarró la dureza de la
limpieza?”, porque cuando se pasaba media hora del sake yo me ponía a lavar los platos o a
barrer el departamento. Pero lo cierto es que la cocaína me daba ganas de hablar. Después
del pase sentía una melancolía como cuando se extraña la tierra donde crecimos. Sin
embargo me ponía a limpiar la casa porque presenciaba las miserias que puede despertarnos
esa adicción. En las rondas nadie quería hablar conmigo. Era un marginado entre los
marginados. Sanmiguel era el más rescatable entre todos. Se ponía a mirar documentales si
no había a donde salir. Pero parecía que igual le molesté. Un ahá, un sí sí, era lo único que
tenía para decir sobre mis planteamientos de la vida. Y mientras tanto miraba los
dinosaurios virtuales y ajustaba el volumen con el mando a distancia. Otros en cambio sólo
tenían miedo y pensaban que yo era un homosexual. Se asustaban cuando escuchaban el

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ascensor. Exclamaban enfermizos ¡Ah!, al sentir una corriente de aire. Y se daban vuelta
como si un fantasma les viniera a robar. Otros me daban cátedra de la milonga al mismo
tiempo que desorbitaban los ojos, como para hacer juego con la trabadura de la quijada al
pronunciarlo todo. Otros venían a suplicarme un duro cuando todavía no eran las 8 de la
mañana. A todos los hice sentir como en su cumpleaños. “¡Sí, sí, sí!” y todo que sí yo le dije
a el Rober cuando me sugirió de ir a por más falopa con cara de si no vamos me muero, o
cara de me voy a poner cargoso hasta que me des para ir a comprarme más. A veces
teníamos que ir al cajero porque ya nos habíamos tomado el efectivo que hubiera en casa.
Eran las madrugadas más frías de invierno. Para no quedarnos manija, un taxi hasta el
cajero de Rivadavia porque los que quedaban cerca de casa no tenían dinero. Allí el Rober
se metía conmigo y trataba de adivinar la clave mirando la digitación de los cuatro números
de mi pin. En esos días extravié la tarjeta y me puse paranoico de si el hijo de puta no me
estaba tomando también la cuenta. También les compré vinos y whiskeys para que los
codos se les destraben. Hasta ese momento las cosas no estaban bien pero iban tirando.

Al principio el Rober consiguió dibujar una personalidad confiable digamos casi


espontáneamente. Siempre traía de la buena. Pero ya cuando no había más, pues el Rober
prendía la tele. Y así como yo estaba incómodo con la dureza de los demás, ellos también
lo estaban con la mía. Entonces el Rober ponía los porno codificados y se quedaba hasta
las 6 ó 7 esperando de ver una teta. El más y menos del zapping casi quedaron de muestra
cuando esos encuentros se terminaron. Pero una vez el Rober se fue a comprar más y no
regresó. Se acostumbró a decirme “Dame que voy a comprar”, como si se trataran de
Topolinos, Sugus o Arcord. Y después desaparecía. Me lo hizo una vez, dos veces, y a la
tercera no le abrí más. De nuevo la cocaína había conquistado su juicio rehabilitado. Sólo
me juntaba con perro blanco. Pero Laureana ya lo tenía enganchado y poco nos vimos con
él también. Igual el gordo siempre estaba por ahí andando: llamaba diciendo “Tengo un
regalo para vos”, entonces nos ponía una bolsita de merca en el bolsillo de la camisa. O si
no se afanaba un disco de no sé dónde y preguntaba si “¿Te gusta tal?”. Y yo por no
parecer un antipático le decía que sí. Entonces de sopetón me dejaba encima de la mesa
algún grupo que andaba en boga. Pero después venía y cuando ya se estaba por ir, se
acercaba para saludar con un beso y te decía al el oído:

- (Acordate que me debés el regalo).

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Me lo aconsejaron

Gog y su autor italiano me dirigen a otros volúmenes más comercializados de Oscar Wilde.
Para el cumpleaños de 1996, aquella Heráldica del padre cantor y crucigramero y que a su
vez era tan buena que admiraba mi personalidad mecánica, me hizo un hermoso regalo
literario. Fue el primero que leí de su autor. El retrato de Dorian Grey. También, como los 6
libros de EMECE, me fascinaron las inteligencias pragmáticas de aquella literatura inglesa.
E imité la técnica de la escuadra y el grafito 2B, para gastar horas enteras en subrayar los
dichos que me impactaron a la primera leída. Aunque pasados unos años perdieron solidez

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y mi devoción claudicó su fidelidad hasta lo insolentemente ingenioso, ante la inferencia de


lo doloroso y humano pero menos ficticio.

Como a colación de aquel libro, cuya tapa era un moderno bricolage de letras góticas y
abecedarios multicolores, siguen en la línea de mi recuerdo Federico y el condenado Café-
Bar el Minero. También, como queriendo guiarme, unas ateridas nueve de la noche, cuando
la persiana ya había descendido, como si fuera el telón de mis jornadas en la sociedad
resentida. Aunque estábamos curtiendo el invierno, aquellas horas pretendían alguna
estrella en el cielo somnoliento, contaminado por los pesados escapes de los las diferentes
líneas de ómnibus sepultureros. Y mucho habría tenido que ver Porco, pero más
responsable fue aquella deliciosa perdición de los monarcas y de los príncipes. La cocaína
ya me había conquistado el deseo. Fue una noche -lo recuerdo bien-, luego de que Nube se
extraviara de mi vida y yo anduviese descosido, pateando las incorrectas calles de por ahí.
Yo pretendía derrochar mis días y mis noches (pagando con mi absoluto tiempo libre y con
mi arriesgada salud), todas las disparatadas distracciones que me fueran posibles. Y
tampoco fue que me importase cuan infructíferas iban a ser. Se me había ocurrido decir:
“Para sentirme mejor y sobrevivir a esta soledad, he de gastar en un papel cada día que
pase; y lo que me sobre… para comer”. Me preparaba para consumir un gramo todos los
días, y el alimento me importaba muy poco. La primera dosis siempre era un gozoso
resurgir a la vida. La cocaína (y me quedo corto), rearma al yo destrozado por las desgracias.
Pero lamentablemente para mí y para los demás, esa resurrección sólo duraba un ratito.
Luego de revisar el Valhala por un minuto -para pagar el precio-, el adicto atraviesa una
noche de morbosos remordimientos y temblores impíos. Cuando consumí la primera
bolsita y no había otras voces en casa más que las de mi inconsciente, sólo pude pensar
“¿Qué me pasa? ¿Qué me pasa?”. Por el miedo se reprime fácil el llanto. Esperando que un
efecto recupere el empalago del primer pase pues yo trataba de estirar las líneas de droga
todo cuanto pudiera. Y era peor. La cocaína esparce sus adictivas ramas por todo el espacio
interior que un hombre pudo llegar a lograr en su vida. Y de esa maldita arboleda, una
sombra que pincha y presiona oscurece cualquier sentimiento de justicia o de libertad. Y
sólo se quiere volver a sentir ese sabor riquísimo del primer consumo, de la primera línea.
Unos dijeron “Yo prefiero que la primera sea gordita y me quedo con el encanto” . Yo
también lo prefería. Ese sabor a cielo dura unos segundos más, y entonces uno puede
llamarse satisfecho. Pero pasaba algo que en su momento yo no pude notar. La cantidad
que tomaba era muy corta, pues así me lo había enseñado perro blanco. Y mientras los
otros disfrutaron de la gira, yo siempre me quedaba deseando repetir el primer bocado.

Federico siempre comenzaba a orquestar la salida cuando el reloj de pared daba las 9
menos 10 de la noche. Con el mejor humor que podía disimulaba su agotamiento. Aquella
noche de julio, las mesas simplonas de El minero se habían quedado sin bebedores. Los
tubos de neón se fueron apagando hasta que el bar sólo se iluminaba con las proyecciones
de la luz municipal. Me preparaba a abandonar la escena, justo cuando Federico aseguraba
con dos humildes candados las cortinas del bar. En seguridad, las persianas eras iguales a
las de Gran Canarias, pero diferentes en el color. Como un corredor que se prepara para su
salida, Federico estaba agachado en la vereda de lozas beige. Cuando me iba me preguntó
que qué tal andaba. Ya no pude contener la miseria que me estaba asfixiando. Federico
conocía algunos de mis dolores más secretos. Fue entonces que casi sin darme cuenta,
aproveché sus oídos para contarle lo poco feliz que era mi vida. Lo que más me quemaba
las tripas era la incertidumbre del juicio contra mis padres. Tampoco tenía amigos que me

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inspirasen la complicidad que alguna vez sentí con mi Seba. Y mi Nube había desaparecido.
Le dije que no había amarre sólido a los que pudiera aferrarme.

Buscó en su corazón y en su inteligencia algo apropiado que me consolara. Pues mis ojos le
hicieron comprender mi dolor. Entonces, Federico dijo algo que nunca más olvidé:

- Aprovechá eso.

En colación a esto sube a la superficie y respira otro rescate de la oscuridad: se asoman las
cómodas soledades en las que me sentaba a escribir. Y ese olor a despacho que había en el
departamento. La mesa redonda en la que me servía las cenas prefabricadas que fueron
saliendo del microondas. El consejo de Federico imprimió en el mapa de mi destino una
ruta que no estaba para nada planificada. Su Aprovechá eso, todavía hace ecos socorristas en
los abismos de mi memoria gastada. Subía por el ascensor y cuando cerraba la puerta del
departamento rescataba una inofensiva hoja para trabajar a birome [1] la expresión de mis
pensamientos. Mis letras eran horrorosas: cada cursiva me costaba tanto como coger un
grano de arroz con palillos. Ahora el arte de escribir manuscritas es para mí un trabajo
placentero. Siento a mis ideas esculpirse en suaves esbozos de tinta azul y grafito. Pero en
aquel entonces, y aunque me esforzaba mucho, la traicionera cursiva desprestigiaba el
contenido de mis ideas. A veces miento y digo (y concluyo): “Fue entonces, desde aquella
noche, que nunca más dejé de escribir”. Pero la verdad es que desde esa consoladora huella
que dejaría en mi corazón el bolígrafo hasta que comencé a escribir de a de veras, pasé casi
un año entero de vacaciones en las tierras del Ocio y las de su hija Pereza.

[1] En Argentina, dícese del bolígrafo clásico.

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La Sra. Louis

Después de haber comenzado a escribir me fui sintiendo más capaz de responder porqués.
Iniciaba en la costosa sangría la oración que se me ocurriese, la trabajaba un poquito para
ejercitar la atención a mi voz interna y, a continuación de su punto y seguido, buscaba
razones para explicar la sintaxis anterior e inmediata. Era algo muy parecido a esto:

“Yo -lectores buenos-, decidí no dar demasiadas explicaciones para estas prosas (párrafos que les cuentan
los avances y retrocesos que fui adquiriendo durante la viva composición de esta moraleja exageradamente
mía), por dos razones: primero, aburre bastante utilizar métodos que salvaron del entierro a una de mis
personalidades pasadas; segundo: sería como subestimar sus inteligencias, pues prefiero que deduzcan ustedes
mismos el por qué de cada acción mía; aunque también una tercera razón: será más generoso por mi parte,
pues, por razón que ustedes descubran, sus corazones sentirán dos veces más el delicioso paladeo intelectual
a que si yo se las explicara”.

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Cada vez acabada mi carilla Rivadavia con las temblorosas tramas de aquella insurrecta
caligrafía, de inmediato confiaba mucho más en mis intuiciones. Hoy, fijándome bien, noto
en los trazos y en la delicadeza de mi presente cursiva una gran similitud con otra caligrafía
que siempre admiré: las inspiradoras letras de mamá. Las enes, como otra prueba de que lo
que digo es así, trasladaron mi atención al recuerdo de una dedicatoria (por supuesto, de mi
madre), en la primera hoja movible del clásico libro que fomentaba la solidaria autoayuda.
Mamá me lo había regalado en el día de mi infeliz cumpleaños, el 8 de agosto del
conflictivo año dos mil. Aquella tibia tarde decidí visitar a mis padres para que
celebrásemos mi cumpleaños en nuestra descompuesta familia. Papá mostraba su contento
con una presencia conciliadora. A cambio de desubicadas cotas a mis palabras, aquella
noche del día octavo, papá asentía a mis frases con comentarios graciosos o con el silencio
sonriente cuando ya no se le ocurrían cosas para mi desalineada vocación. Ese día no lo
quise pensar, lo descubrí un tiempo después. Pero cada vez que le miraba sus ojos notaba
lágrimas contenidas. Entonces me di cuenta que nunca le había importado el dinero. Vi
también a la micha sin bautizar, luego de muchos meses. Cenamos en la cocina, en esta
mesa redonda donde hoy escribo. El salón estaba dividido por una arcada que promovía la
ilusión de dos cuartos. Las hornallas y la mesa en donde comimos se contenían cada cual
en su sitio. Mamá me tenía preparado un obsequio que me pasó después del postre. No
hizo falta mucho ingenio para advertir que era un libro sin desenvolverlo. Y yo sabía que
iba a aceptarlo por compromiso. Lo había comprado en un multinacional shopping que
quedaba un poco escondido al público, en el barrio de Versalles. El papel estaba
compuesto por lingotes plateados que se extendían aritméticamente por todas las caras del
envoltorio. Desenvolví frente a ellos el dubitativo regalo. Pasé de largo la tapa y visualicé
una dedicatoria, que en letras muy parecidas a éstas, decía:

Querido hijo:

Espero que leas este libro y que


te ayude aunque sea un poquito.

8.8.2000

Mamá me había comprado un libro que cambiaría mis ideas para toda la vida. Aunque no
para siempre. Unos días pasaron hasta que aquellas filosofías me convencieron de la
primera lectura. Tenía a la metafísica como el principal señuelo para conquistar mi
curiosidad.

Por las tierras de nunca jamás, aquí dentro, en una laguna de aguas concisas se halla sumergido
cínicamente un capítulo más de mi bien intencionada leyenda. Y yo -remitente Suyo-,
camino por los circulares perímetros de aquellos fangosos vados y miro con el rabillo café
en esas aguas negras, para ver si me atrevo a zambullirme persiguiendo el inmediato rescate
de algún momento impiadoso de mis días pasados. Así, braceando entre medio de la
viscosidad, veo algunos momentos cuando me tendía sobre los colchones invertebrados,
con la única ventana del único cuarto enfrentándose a mi reposo todavía despreciado. Tras
cada lectura y -más adentrado en el libro-, tras cada meditación, iba naciendo un nuevo yo de
mí que se acoplaba mejor en aquella vida en pugna. Hasta aprendí a encender una vela para

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que me hiciera compañía mientras contaba mis desaceleradas respiraciones. Así empecé a
descubrir fabulosas lógicas para cada experiencia vivida. Cerraba los ojos un rato y, cuando
los abría, veía las sombras de la mecha nerviosa en cada rincón del cuarto semialumbrado.
Cada vez que disolvía un odio con la blanqueante fortaleza de las visualizaciones, la
intuición se me aclaraba y, a la hora de tomar un camino impensado, reconocía mejor cuál
sería la decisión correcta para seguir.

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Algunos recuerdos buenos

Mientras meditaba pensando en Nube, por supuesto que siempre imaginaba cómo sería
nuestro primer amor. Lo imaginaba antes de dormir para soñar con ella. Lo hacíamos muy
suavecito, para que así ella se olvidara de lo que tenía que hacer con el novio: una vez me
contó que tenía que gritar “¡Así gordo!”, para que aquel fulano no se enterara de que
estaban teniendo relaciones sólo para que el mismo techo no los oyera pelear por unos
días.

A mi Nube la quería muchísimo. Una vez quedamos en que iba a pasar por la agencia para
ver si después de trabajar tenía tiempo para venir a casa a tomarse un café. De haber hecho
un lindo día, no sé si todo hubiera salido bien. Sin embargo, a veces, durante las desgracias,
las cosas coinciden para favorecer a los pretendientes con una primera mano de
romanticismo. Y a las cuatro de la tarde diluvió sobre Caballito. Aunque la remisería
quedaba a poco más de una cuadra, llegué como si hubiera hecho piscina vestido y recién
saliera para el vestuario. Sólo estaban mi Nube y la recepcionista: una mujer que pensaba
verdades a escondidas y a quien la obesidad le tenía reservada una generosa porción. Nube
se me quedó mirando con esos ojos negros. Después del buenas tardes salimos hasta la
calle para conversar cinco minutos. Y en lo que fue del escritorio a la puerta le dije un firme
“Soy un hombre de palabra” que esta vez sí escuchó, porque me había preguntado “¿Qué
hacés acá gordo todo mojado?”. Y aunque me dijo que no sabía, cuando fueron las seis y
cinco tocó mi timbre y subió a tomar un café. Ese día no estuvo mucho. Hablamos dos o
tres cosas y se puso a llorar. Nube siempre lloraba. Ver que me había empapado tanto para
ir a verla había significado mucho. Se sintió protegida: adivinó que jamás la abandonaría.
Esa tarde se sentó en la orilla de los colchones que se encimaban, tal como lo hizo el día de
la mujer: fue a la siguiente semana del bar acariciado por Jonte y por Belaustegui. 8 de
marzo: ni bien aquel 8 me tocó el timbre y yo ya estaba listo para bajar, pero me frenó con
“¿Qué hacés gordo? ¿Subo?”; y cuando ya había pasado me contó que no iba a poder hacer
el viaje. Y me pidió que le dijera algo lindo, porque era el día de la mujer. Habrá pensado
“¡Qué imbécil”, cuando le di nada más que un felicidades. Experimento una terrible
debilidad cuando sospecho que una mujer inmensamente bella ha reservado su amor por
mucho tiempo. Pero aquella tarde, cuando me vio todo mojado, se enamoró un poco más.

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Cuando viví en lo de Igor, las perlitas que me llevé fueron dos o tres. Antes que ninguna el
recuerdo de Seba, que se venía a la terraza a escuchar conmigo a Edith Piaf a todo lo que
da. Después me acuerdo del gordo Equía, que también vino una o dos veces. Con Isidro

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tenía mucho feeling al principio. Pero sobre todo lo recuerdo cantando un estribillo de
Maná, que aunque era desentonado pues la verdad que me cautivó. Y siempre lo recordé.
Pero también recordaba cómo era la verdadera cara de Igor. Se enorgullecía de los engaños
que no le descubría su amada Magalí; el haberme pagado el auto con mucho menos de lo
que habíamos acordado, y para justificarse empezaba a decir “¿Y la comida?”, “¿Y la luz
que gastamos?”. Entonces le advertía a Nuncio que cuando Igor te defraude vas a pensar en mí.

En Argentina la justicia del hombre se hace rogar. Pero la justicia de Alá se hace rogar en
todo el mundo. Por eso cuando habían pasado unos meses desde la última vez que pisé en
lo de Igor, pues pensé que ya había llegado el tiempo para la mía. Y no se me dio por
sospechar que lo habían planeado entre ellos. Y una noche en que el frío esquiló todo del
cielo menos a las estrellas, pues Nuncio y yo nos encontramos a orillas del parque
Centenario. Dimos algunos pasos en busca de algún banquito, y mirando para otro lado
Nuncio me contó que Igor lo había estafado. Entonces, como reconociendo que se había
portado mal, me comentó que íbamos a firmar un nuevo pacto de honorarios. “¡Y nada del
25!”. Sin hacerse esperar a la noche siguiente me trajo el nuevo pacto hasta casa para que lo
firmara. El número 20 reemplazaba al 25 del por ciento anterior y la fecha de firmado no
había cambiado de un papel al otro. “¡Éste a la mierda!”, y fingiendo que se había aliviado
de algo rompió el pacto antiguo igual que John Proctor rompía la confesión donde
aceptaba haber pactado con los demonios. Y por último fue hasta la pila de la cocina para
prender el mechero y dejar que las mitades se incineraran.

Aún sin saber lo que había pasado, creyendo que mi profecía se había cumplido, le dije a
Nuncio que “Bueno, dame hasta mañana que lo leo”. Los planes de Frontesquieu se habían
pulverizado junto con el papel incendiado que se escurrió por el desagüe del fregadero. De
inmediato exageró su ofensa queriendo que pareciera indignación, como los que exclaman
como puedes desconfiar de mí después de que… Y rompió el pacto nuevo igual que lo hizo con el
anterior. La histeria lo dominó: trató amedrentarme diciendo cosas que de haberlas
entendido como él las entendía, seguramente me hubieran causado miedo. “¿Cómo sabes si
el papel que quemé era el verdadero pacto de honorarios?”. Lo que en realidad estaba
pasando fue que mis padres y la Dr.ª Minerva Elías habían denunciado en el mismo
expediente un pacto de honorarios ilegal por parte de mis abogados. Nuncio dijo dos o tres
cosas más, con la intención de acobardarme dándome a entender que si no firmaba otro
pacto me esperaban cosas terribles. Me chantajeaba con cosas que no me interesaban para
nada. Hubiera firmado lo que me pedía si sólo me insistía un poquito. No comprendía el
motivo de su exaltación. Después de todo yo no le había pedido nada distinto de lo que
otra persona habría necesitado en mi lugar. Presencié una ridícula posesión de la histeria en
el cuerpo de Nuncio Frontesquieu. Sus argumentos estaban vacíos de legalidad. Desde que
me había ido de lo de Igor, Nuncio había estado pensando que cada movimiento del juicio
yo lo hablaba con mis padres y su hermosa letrada. Creían que yo lo había planeado todo.

Serené su nerviosismo preguntándole qué necesitaba que le firmara. Y al otro día


Frontesquieu me esperaba con un café en una mesa de El minero. Allí firmé lo que me
pidió.

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Mojido sobre llovado

Cuando terminó el juicio sucedió algo que no me esperé: el dinero ya no me importaba.


Observé a dos amigos regatearse los céntimos para el bondi y a los drogadictos acusándose
“Yo tomé una puntita menos”. El porqué de mi apatía por aquellas diferencias debió haber
sido para los protagonistas un signo de misterio o de estupidez. Pero si se enteraban que
había arreglado con mis papás, la gente me miraba con los mismos ojitos de Azucena.
Sobre todo los adictos. Perro blanco fue el único que no me pidió nada ni tampoco cayó en
la insolente sugerencia de aconsejarme sus propios sueños. Y nunca más pedí que me fiaran
Nesquises fríos. Una noche apareció en el Minero el negro Eduardo, un padre que tiraba
hasta los cincuenta. Se había quedado con un Poe mío y que en la esencia de su historia
estaba el viernes en que lo había comprado y se lo presenté a Evangelina. No era una época
linda para estar conmigo. Por eso sería que valoré más que tanto a quien pasaba sus horas
charlándome o preguntándome cosas mías.

Desde el invierno de 1997, antes de que la vida me metiera en un flipper donde sólo se
rebotaba entre las desgracias, una bursitis coincidió con los días más fríos del año solar.
Mojido sobre llovado, yo ya no podía hacer dos cuadras sin el dolor de la valva y sus
velcros tortuosos que me estrujaban la piel. Así que a pesar de que en el ’97 y ’98
andábamos con la justa, salvo cuando viajaba a mi Quilmes -que me comía un dolor
grosero en el tobillo envalvado-, pues siempre viajaba en taxi o remís. De a cinco minutos
conocí las intimidades de conductores mayores que yo en 20 ó 30 años. Y hubo tres o
cuatro con quienes valía la pena hablar. Zaqueo, Marcela, Ricardo… y alguno más. A
Zaqueo le gustaba llevarme al centro. Había entrenado una agradable suavidad en su
acentuación. Se estaba quedando calvo por adelante, pero tenía el pelo canoso y le llegaba
hasta más de los que les llega a los hombres mayores. Usaba gafitas tornasoladas también.
La gente conquista gente: ¿Cuál será la personalidad que más gusta? ¿La del sufrido o la del
ganador? ¿La del intelectual o la del tan bruto como como Angulo? La técnica de Zaqueo
era mostrar interés y participar con consejos en los problemas del otro. Caminaba con una
elegancia que le venía del corazón. Siempre se bajaba del auto para tomar cafeses conmigo.
Pero también interesadamente. Le pagaba la espera. Yo esperaba que me diga “Noooo
¿Estás loco? ¡Si me invitaste un café!”. Pero muy al contrario: había veces que se le veía la
hilacha del usurero y me regateaba diez minutos de haber estado tomando dos sorbos del
agua más.

Fue entre los días en que yo había vuelto a la casa de mis padres (después de haber visitado
a mi Quilmes por última vez en mi vida), y la primera vez que entré al departamentito
monoambiental en donde viví. No sé de dónde habían salido 2000 y pico de dólares que
me correspondían. Seguía viajando con Zaqueo, y como él llevaba la cuenta de mis
desgracias le conté de nuevo capital viniente. En seguida me sugirió que “¿Por qué con esa
platita no abrimos una remisería?”. Zaqueo no era mal tipo, pero era un hijo de puta. Y
aunque jamás aprobaban nada, siempre contaba de mis proyectos en las pocas sobremesas.
Y por supuesto les echaba la culpa a mis padres cuando las cosas me salían mal. Pero
aunque todo iba a ser un fracaso, me gustaba experimentar las ilusiones agigantadas por mi
inexperiencia.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Todo lo organizó él: jurándoles la Tierra Prometida sacó a una camada de remiseros que
trabajaban en la misma agencia de donde Zaqueo, y alquilamos un localcito que quedaba en
el viejo barrio de la casa de Guardia Vieja, sobre Medrano y una también que quedaba cerca
de Honduras.

Me habían puesto al teléfono para cubrir el turno de la noche. De doce a ocho. Al principio
alguien venía a buscarme y me traía a casa de nuevo cuando la capital estaba por amanecer.
Pero con los días ninguno quería verme a solas. Los remiseros son así. Entonces (como el
pie me dolía y encima trabajar en el turno noche dan más ganas de estar en casa), tenía que
tomar un taxi para llegar hasta el negocio. Entre ida y vuelta eran diez pesos todos los días.
En esos viajes conocí a un joven chofer que me mandaban de otra remisería: El Jaguar.
Tenía una coronita sobre la K de King y quedaba en Antonio Machado e Hidalgo,
solamente a media cuadra de casa más para allá.

Revisar si cuento en algun lado de cuando lo conozco al gitano

Se llamaba Nathan, pero a mí se me ocurrió motearlo como el gitano. Tenía el pelo muy
largo y usaba siempre camisas bien almidonadas. Lo habré visto dos o tres veces pero son
esas caras que no se olvidan jamás. Pero volviendo a Zaqueo: “Pensá que también tengo
que comer”, le dije cuando sacaba las cuentas y me debatía si no me arreglaba con tantos al
mes. La inventada agencia estaba dando para repartir menos que lo justito a todos. Cuando
ya estábamos de amaneciendo llegaba una gordita de cincuenta y tantos para relevarme del
turno noche. “¿Qué hago con esto?”, me dijo Zelma cuando las 8am no habían traído del
todo al sol y yo ya me estaba por ir. Entonces vi cómo hacía un bollito de papel con una
derechísima grulla de la suerte que yo había dejado junto al teléfono medio muerto. Las
había aprendido a hacer en el ’97, porque quería sorprender a Zoraida mientras tomábamos
el café en Rivadavia. La video de mami alcanzaba hasta el cuarenta y dos. Pero Discovery
Kids lo tenía sintonizado como una yapa en el televisorcito. Entonces no podía grabar las
propagandas que me enseñaban a cómo confeccionar los románticos origamis. Así que una
madrugada me desvelé esperando las tandas. Y cada vez que las repetían aprendí un pliego
que construía un poquitito más del bichito.

Bueno, algunas noches andaba sentado frente a mí un negro que se llamaba Eduardo pero
que le decían el negro y otro que se llamaba Angulo. Aquel Angulo era el más bruto pero
también el más noble. Eduardo en cambio siempre tenía una idea nueva que no nos había
contado. Era solemne cuando agregaba los puntos a su experto itinerario. Y trabajaba su
idoneidad con tono humilde. Contó dos historias que aún hoy recuerdo. La primera vez
contó de cuando le afanaron la camioneta nueva y se la dejaron a unos kilómetros de la
frontera entre Paraguay y Argentina, pero más adentro de Paraguay, así al traer el rodado de
nuevo para el país, el negro manejara haciendo de mula y pasara no sé si quinchicientos
kilos de cocaína. “Perdón por la molestia”, y le dieron 2ooo dólares cuando le cruzaron un
auto y bajaron dos insólidos caciques con arma en mano. Como ésa dio resultado, la
segunda vez contó de una vecina perrísima que le invitaba para que la observe coger
mientras lo hacía con el marido, pues ese matrimonio ya tenía incorporada la morbosidad
de que alguien los estuviera viendo y así disfrutaban más. Pero esta hembra no se conformó
con aquello. Así que empezó a curtir con el negro Eduardo cuando el marido se iba. Se
asomaba por la medianera del patio y apoyaba las tetas en los ladrillos huecos para
calentarlo, y entonces le preguntaba si no tendría unas herramientas para cambiar un

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

cuerito o un foquito de luz que estropeó el portalámparas al quemarse. Historias que se


cuentan.

Así también comentaba de los autores que había leído. Pero hoy puedo decir que la
estrechez de su léxico invitaba a la desconfianza de las verdades que nos decía, ya que ahora
he conocido y puedo comparar a los traidores que se hicieron llamar maestros con los
maestros que no se jactan de nada. Le presté entonces un Poe. Los harapos del velamen
eran como títere viejo, pero sólo lo vi leerlo durante una mañanita y delante de todos.
También en las noches apareció un tal Adán, sobrino de no sé quién. Era psicólogo y
también le gustaba Color Humano. Me emocionaba al verlo.

Casi podría decirse que me desaparecí de golpe de allí. Luego de que Zelma abollara junto a
la palomita una parte de mí, pues no sé qué le pasaba al amable Zaqueo que en una
discusión me amenazó diciendo “¡Te voy a lastimar! ¡¿eh?!”. Luego pasé gratismente alguna
incomodidad más y ya no regresé sin avisarle a nadie. Pero tampoco nadie me pidió que
volviera.

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Todos los finales se juntan en un capítulo

Cuando tuve dinero ya la había dejado de ver a Nube. A los pocos días que nos
conciliamos con mamá y papá vino a verme Seba a casa, quien recibió la noticia sin
sobresaltos ni vituperios. Ni bien empezó a correr la semana, en un día que no recuerdo si
había caído en lunes, las 8 y media de la noche hacían más frío el frío de agosto. La radio
murmuraba un rock nacional menos de moda y por encima de la melodía patinaban las
voces de dos o tres más que estaban también ahí. Poéticamente hablando, pues todo lo
empobrecía el tráfico abocinado de una Buenos Aires que ya comenzaba a mostrarse
histérica en ese 2000. Estaba sentado junto al cristal que daba a don Nieto y a su fábrica de
codornices. No sé si estaba con perro blanco, que a esa hora ya hacía un rato que debió
haber llegado o era que no estaba conmigo porque ya se había metido más con Laureana
-una madre de tres que iba a ser la futura de Margarita, la única hija de perro blanco-, y
entonces no andaba tanto por el Minero.

Como aquel día de mi niñez que encontré un compañero de banco y amigo más o menos
fiel, pues excepcionalmente la vida nos tiene reservado un banquito distinto, ganas de
tomar una gaseosa diferente, o ir a ver a nuestros padres en vez de quedarnos a festejar
nuestro cumpleaños con los amigos. Por eso, excepcionalmente, ese día yo no miraba hacia
la Angel Gallardo como siempre lo había hecho, sino que miraba hacia el teléfono público
que andaba al lado de la puerta del baño, en el fondo de El minero. Y como la entrada
quedó a mi espalda, sólo por las voces me di cuenta de que esa noche alguien pasaba
dentro del bar. Con un acento que exclamaba ¡Estás vivo!, me di la vuelta cuando se oyó el
¡Pato! del el negro Eduardo que se quedó con mi Poe.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Después de insultar a todos los compañeros que estaban ausentes, el negro me dijo que
andaba queriendo cambiar de trabajo. Ya no trabajaba más en lo de Zaqueo porque Zaqueo
había cerrado. El negro estaba de chofer en un auto rojo para una remisería que no conocí.
Pensé de inmediato que yo también tenía que comenzar a producir, si no se me iban a
terminar los pesitos que tanta lucha me habían costado. Lo invité a casa con la propuesta
de que trabajara un auto que yo iba a comprar. Al día siguiente o al otro vino. Me dijo que
había créditos que te los daban sólo con presentar el documento, porque estaba en planes
de comprarse un autito. Pero que no lo podía hacer él solo porque estaba en el VERAZ. El
VERAZ es un archivo donde figuran todos los deudores que en la Argentina son oficiales.
La gente que está en el VERAZ es parecida a de Sui Generis: “Yo estuve ahí”, pero no
estuvo. Pues si a alguno le preguntabas porqué figuraba en el VERAZ, te decía que era por
culpa de otro. Porque me pidieron la firma unos primos para poder comprarse la casa y
después no pagaron la hipoteca, o porque presté la tarjeta para que un compañero se
compre una cafetera pero después el tipo no me pagó, o porque le salí de fianza a mi
hermana y después no pagó el alquiler. Por ejemplo a finales del 2004 lo estaba por cruzar a
este Zaqueo -“platita”-, en una confitería. Puso la misma cara que Homero cuando ve que
Moisés se está abrazando a las tablas en la pendiente del Sinaí. A Zaqueo se lo veía muy
desmejorado. No demoró en echarle la culpa a Marcela por el desfalco. En la Argentina la
punta que inicia el ovillo de alguna estafa siempre queda más para allá. Porque resulta que
después el hermano o el primo o el tío cagador, te dice que “Bueno… pero justo en ese
momento el chico empezó el colegio”, o que la empresa cambió de dueños o simplemente
“Descuidé el pago por la familia”. Y entonces uno tiene que entender que la comodidad
familiar esté primero que un compromiso de paga. Es como quien cree tener razón porque
parte a su mediohermana por la mitad. Sucede que todos los argentinos culpables son
inocentes. Siempre la responsabilidad fue de otro.

El negro se marchó entusiasmado con la idea de que juntos hagamos algo.

Al sábado siguiente volvió Seba. Jugábamos bubble en una pc un poco vieja que mamá me
había comprado cuando dejé la primera en lo de Igor. Me sorprendió que me lo dijera, pero
lo hizo. Tampoco lo pensé como si me estuviera pidiendo algo, sino como un comentario
de las cosas que salen mal. Mucho meses después me di cuenta que a través de Seba alguien
estaba siguiendo con una interesada atención la sintonía de las noticias de aquel capital
maleficado. No creí que estaba esperando que le ofreciera dinero. Como sea: de todas
maneras me hice el que sabía algo y le conté lo que había escuchado del negro Eduardo. En
esa época nada era descubrimiento mío, nada eran cosas auténticas. Hasta que leía a la
señora Hay, todo lo que decía era porque ya lo había escuchado. Pero honestamente, se lo
dije porque lo quería ayudar. Y con mi consejo el tema se terminó sin un gracias ni una
contradicción. Creo que ese día también se quedó a dormir. Me gustaba que lo hiciera. Me
sentía de nuevo un niño cuando empieza a hacer cosas de adolescente. Se marchó el
domingo a la mañana apenas se levantó. Y aunque cuando se despertaba nos saludábamos,
se iba apurado de casa. Cuando Sebastián hacía eso me sentía un poco como las mujeres
que se despiertan en una cama vacía pero que durmieron dos.

Pronto amaneció miércoles y, con su color a agua reflejando perfectamente un estirado


lucero de brillo gris, también una llamada. Cuando atendí me sorprendió muchísimo
escuchar a Seba, pues únicamente telefoneaba los sábados para avisarme que ya venía para
casa. Sin embargo en aquel momento de mediado de semana estaba esperándome en un

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café de la parte más mecánica de la capital. Lo dijo con voz de amigo pero me lo ordenó:
“Vení al bar tal que queda en la calle tal”, con la típica austeridad que tienen los héroes al
pedir un favor. Cuando llegué pedí como siempre café con leche y una medialuna de
manteca. Creo que Seba consumía lo mismo. Y siempre se nos ocurría algo para decir del
azúcar que por una impracticidad comercial rebotaba en los cantos convexos de la taza y se
esparcía sobre la mesa negra, igual a las estrellas en los cielos despejados del río. Después
del hola y cómo te va, Sebastián me soltó un rencoroso “No te llamé para pelear ni nada”,
totalmente desencajado pues nunca pensé de Seba que alguna vez iba a tener ganas de
discutir. Seba era de ir al grano. Así que me empezó a hablar del auto y diciendo que no
sabía cómo lo iba a terminar de pagar. Y como diciendo “¡¿Y a vos te parece?!”, como las
galletitas que me comía de colaciones entre los cuatro almuerzos en el Sanatorio Urquiza,
pues Sebastián me siguió hablando del 50 y 50 que hacíamos cuando éramos chiquititos.
Pero que él ahora no tenía nada. Sin embargo añadió que cuando tuviera que no iba a tener
problemas en darme. Pero nada de eso hubiera hecho falta. Ya para el año 2000 había
renunciado a que la gente me devolviera dinero. La razón principal fue porque en mi
conciencia con respecto a Sebastián había mucho más debe que haber. Entonces le propuse
que aceptara mi ayuda para comprar el Corsa.

La gente que lo planifica todo hace también doler mucho. Si planificamos -por ejemplo- lo
que diremos a la hora de convencer a una mujer para que se acueste con nosotros, pues
aunque nos diga que sí a la primera nos vemos necesitados de hacer todo el teatro que
teníamos estudiado. Y si no se dice, pues entonces sentimos como que un insecto nos anda
revoloteando por los pulmones. Lo digo porque fue el caso, pero además he visto cómo la
gente se hace insistir para aceptar que le regalen dinero después de que te cuentan que
andan desesperados. Lo hacía mucho mi Nube. Bueno, con Seba quedamos en un día de la
semana para que vayamos al banco, pues yo nunca tuve chequera.

En ese intermedio vino Eduardo un mediodía porque íbamos a ir a un abogado que se


llamaba Alberto, porque Alberto iba mucho a El minero y me iba a recomendar los papeles
que hubiéramos tenido que firmar con el negro para que todo marchara bien. Entramos y
salimos del estudio, le pagué la consulta: Alberto me dijo que Eduardo y yo debíamos
firmar un contrato para que él figurara como alguien que trabajaba para mí. Eduardo quiso
decir algo que le parecía mal, pero Alberto lo silenció con clase y endereza. Esa misma
noche, Federico ya había bajado las persianas de El minero pero nosotros todavía
estábamos dentro. Entonces Alberto frenó un autito blanco en la puerta, tal cual solía
hacerlo Nube cuando quería decirme algo. Me dijo que “No le des el auto a ese tipo” y su
porqué fue un “Te va a cagar”, que repitió dos veces como un estribillo de su sentencia. Y
aunque le dije que sí, al otro día fuimos a una agencia de Renault para comprar un 19 y así
me lo manejaba el negro. El negro nunca hacía desprecio a mis cigarrillos, mientras
esperábamos a que nos atendieran nos reímos de un chispazo que despidió el bic cuando
puse la mano para encender el suyo. Nos atendió un vendedor corpulento, en los ojos se le
notaba una convicción honesta. Compré un Renault 19. Era azul casi negro.

A los días vino a verme Sebastiancito. A los once mil y pico del auto le sumé casi 3 mil para
que los papás pagaran unas deudas de no sé qué. Aquel extra fue para saldar una deuda
moral que me pesaba con esa familia. Resulta muy extraño verle la cara a la gente cuando
obtiene el dinero que no le costó. Pues así como mi padre puso la cara como si yo no
existiera cuando tramposamente se adueño de mi cuenta, pues esa cara de grandeza blanda
le noté a Seba desde que le di el cheque hasta que se fue al otro día. Había estado sonriente

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por dentro y soberbio por fuera. Se fue en la mañana oscura sin ni siquiera decirme gracias
cuando le recordé que me las debía. A los pocos días sentí nostalgias del olor a manzana
fría que salía de la heladera de la casa de Seba. La cocina y el comedor diario estaban
distribuidos como dos caras de una misma manzana doblada por una esquina. Azucena
junto a su esposo meseaban en donde habían servido la sopa de fideos moñitos la primera
vez que los visité. “¡Ay Ezequiel!”, dijo Azucena mientras el padre de la familia silenciaba
sus pareceres: “Nunca te voy a poder agradecer lo que hiciste por mi hijo”. Pero ni
mencionó a los 3 mil.

En entretanto de todo aquello que conté aquí, el negro empieza a trabajar con el auto que
le había comprado para remís. Para que el auto no tenga frío, el negro pagaba una cochera
porque en su casa no había sitio, la obligada comisión del 50 que tenía que dejar en la
agencia, algún farol que dejaba de parpadear, todos los días juntaba plata para el seguro, los
kilómetros del gasoil que siempre vaciaban el tanque… Y algún sandwichito que se comía
para que no le falte el combustible a él tampoco. En fin: cuando venía a la noche me dejaba
problemas en lugar de dinero. Y no tardó mucho en desaparecer del todo. Me daba
tremenda vergüenza ir a El minero y verlo a Albertito ahí sentado. Y cuando perro blanco
o Federico me preguntaban, yo les decía siempre: Lo que me jode es la actitud. Entonces
no me daban consejos. Quizás porque pensaban “¡Pobre!”, pero también porque me parece
que las personas retroceden dos pasos en su ataque de aconsejar cuando uno les dice algo
que alguna vez han pensado ellos. Aunque no me costara lo mismo un auto que un café
con leche.

Después de que le compré el Corsa a Sebastián y le saldé las deudas a la familia, pues el hijo
mayor también quiso sacar un pedazo de mi partida. Aún no había transportado los
muebles a la casita del pasaje La mar, cuando un sábado levanté el teléfono y fui
sorprendido por la diplomática voz radiofónica de Horacio, quien ese mismo día viajó dos
horas en el 85, para comentarme de una desequilibrada propuesta para que con un taxi
hiciéramos una sociedad de industria y comercio. Todo será con papeles, se adelantó a decirme
para animar mi seguridad, igual que su madre me lo dijo cuando me sugirió que invirtiese
en la cuarta parte de su casa en la calle Blas Parera. Respecto a la oferta que hilaba Horacio,
me indigné bastante en ese mismo momento. Pero hice un esfuerzo por mantener el
decoro y le pedí, ya que Horacio no advertía el abuso, que me dejara revisar las cuentas. Y
que primero debía arreglar el tema de mi vivienda. Para ese entonces la generosidad había
despilfarrado la mitad de mi abundancia. Una semana puntual pasó hasta que Horacio lo
intentó de nuevo. Pero ese otro momento decepcionante, cuando le corté la intención con
una patitiesa negativa, me dijo que había telefoneado para ver cómo me encontraba, pues
era mi amigo y que aquel tema era en segundo. Pero jamás tomamos otro café.

Bueno, la síntesis de la bondad había quedado algo así: el negro se quedó con mi auto y
Sebastián pasó de venir una vez por semana a acercarse cada quincena. O si no tampoco
venía en un mes. Yo me pensaba que estaba usando su nuevo Corsa a troche y moche y
por eso no me venía a ver más. Y si venía, venía en el Corsa pero conducía su padre. Al
lado estaba la Azucena, que con el tiempo ni ella ni Luis el grande se hicieron cargo de los
tres mil y pico que añadí al cheque del auto. Se lo gastaron en ya ni me acuerdo qué. Al año
siguiente, vendieron el Corsa para comprar dos autos de la mitad. Y Seba me dijo que se lo
habían robado. Y aunque nos vimos tres años más, cuando les endosé el cheque, de apoco
se fue mellando nuestra gran amistad. Pero cuando uno se refugia en sus convicciones, algo
bueno sucede que nos lo compensa todo.

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Y así fue que regresó Nube.

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Y ella volvió

“Te extraño” y “Estás más lindo” fueron dos frases que no olvidaré de ese día, una la dijo
en el llamado y la otra cuando le estaba preparando un clavel con tres servilletas de El
Minero, como me había enseñado el vazquito. El vazquito era un taxista bastante gordo
que se sentaba con Sanmiguel y conmigo: le habíamos puesto así porque tenía las monturas
partidas en el entrecejo, y el loco las arreglaba con una voltereta media turuleca de teflón
verreta (---). Y como en Gasoleros había un personaje que le decían así, pues en honor al
parecido de su remiendo, le empezamos a decir vazquito al vazquito. Siempre supe que
regresaría. La estaba esperando con un dibujo precioso que había empezado a hacer el
nueve de agosto, para que así el esperarla fuera menos agónico gracias a los remedios del
arte. Era un gorrioncito caído del árbol, fotografiado sobre la inmensa palma de un
hombre. “Este sos vos”, le dije señalando al pichoncito. “Y este sos vos”, me retrucó Nube
señalando las ásperas digitales de la mano que servían de cuna para el gorrión. Habían
pasado como dos o tres meses de espera. El día que desapareció estaba sentado en lo de
Fede, quien me dijo “Te buscan”, cuando Nube frenó el Renault para que lo espejaran las
vidrieras poco enteras del bar. “Me echaron”, me dijo. La secuencia fue igual a la del 14 de
mayo, cuando también frenó y me dijo “¡Está hermoso!”, agradeciendo un peluche de
Lassie que le había llevado a la agencia esa mañana por el día de su cumpleaños. Cumplía
43. Pero desde aquel me echaron hasta que comencé a meditar, en los meses de ausencia sólo
me llamó una vez para el 8 de agosto, el mismo día que en posterior me regalaban el librito
de Hay. En el mensaje decía “Gordo espero que la pases muy bien, te merecés lo mejor”.
Sin embargo sospecho que me llamó más. Había aprendido a desconectar el teléfono para
que los promotores de los celulares no me despertaran más con ofertas que siempre les
rebotaban. No tenía derecho a ofenderme con ella pero lo estaba. Y como una excusa para
estar aún más molesto, pasé a desenchufar el teléfono sólo de mañana a todo lo demás del
día. Así el sentirme una víctima fue creciendo en el círculo vicioso de una soledad forzada
por los restos de la espasticidad. Entonces de torturarme con “no me llama”, me fui
acostumbrando odiarla con un insistente “Hoy tampoco dejó mensajes”. Pero cuando
regresó todo fue diferente. Me dio un teléfono con la condición de que las llamadas las
realizase durante cierto horario, para que así el concubino no se enterase de mí. Había
vendido su Renault y me insistió más que nadie para que recupere el mío. Seguía buscando
trabajo como secretaria. La cesantía del remis le daba alivio y lloraba menos. De todas
maneras siempre me contaba sus penas.

A la segunda vez que vino exageró el sentimiento de vergüenza mirando la absoluta


alfombra bajo la mesa. Y me pidió dinero para pagar no sé qué deuda. En aquella época era
mucho más que ahora, porque aún resistía el un peso un dólar. Nube siempre estaba

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buscando trabajo de secretaria. Quizás ella lo hacía para que no me costara tanto el regalo:
pero una vez por semana me pagaba la deuda con sus visitas.

Admito haber hecho trampa, ya que no fue espontáneo. Lo que sí fue espontáneo había
sido aquel “¿Qué te dicen mis ojos?”, en respuesta a su “¿Estás contento que vine?”. Pero
lo otro fue más preparado.

Cuando me regalaron el libro, en los 40 minutos de mis meditaciones gastaba la primera


parte en tratar de entender para perdonar, tal como me lo aconsejaba Louis Hay. “Proceso
de sanación”, lo llamó la señora. Pero una vez que trabajaba en ello hasta sentirme bien,
pues claro que sí, pensaba en Nube. Pensaba en amarla pero sobre todo me concentré con
qué palabras y dichas de qué modo iba a poder ayudarla a disolver los resentimientos de su
corazón. En mis libres visualizaciones recordaba fragmentos de las películas que me
hubieran gustado mucho. Sobre todo Forrest, pero también abría el arcón de la
desmemoria para revisar qué escenas de qué otros cines se habían quedado encerradas bajo
la llave de mi olvido. Cuando meditamos bien, llegamos a una relajación en que podemos
pensar casi en cualquier cosa. Era en esos momentos que abría el arcón para poblar mis
segundos en alfa. Me encantaba recordar los heroísmos del fantástico Münchausen, sus
cortesías recargadas con la tinta de la elegancia, o si no sus locos enfrentamientos cuando
se hallaba en desventaja contra el peligro o la tiranía. Adolfus me encantaba. Su rifle que a
medio globo podía atinarle a una manzana en la rama para despertar al perezoso de
Bertold. O las tres carabelas que iba a tirarle encima a los turcos el reformado de Albert.

De Forrest por supuesto: ¡tantas cosas he recordado! El acento mongólico, cuando se


muere Elvis y los disparos a todos los presidentes, cuando se hacía todas las yardas en el
campo de futbol, cuando las voces del entrenador lo llevaban por todo el campo haciendo
zigzag para no desbordar de la cancha, el emotivo relato de sus memorias: de cuando
quiere ir al baño mientras estrecha la mano a JFKennedy, de paz hasta pez y pis las
prosódicas acentuaciones mexicanas con las que el teniente Dan Taylor les da confianza
para vivir en Vietnam, o cuando le cuenta a su Jenny que no se sabe si había tenido miedo
en la guerra al final perdida. En esa época, Cinecanal repetía constantemente la historia de
las misiones jesuitas en las cataratas del Iguazú. Y en mis meditaciones siempre también me
reconfortaba con una escena que otra. Como cuando el padre Gabriel lo desafía a de Niro
para que se levante del suelo y pague su culpa al fin. Me gustaba recordar las caritas de
buenos que tenían los consotana, aconsejándole al mundo el bien a través de su ejemplo
sacrificado. Jeremy Irons se gana las primeras confianzas tocando frente a los guaraníes por
única vez en el filme. El tesón de Rodrigo, cuando es invitado a la lucha por el pequeño
indiecito que estira la espada hasta las manos del rehabilitado mercenario. Los
desprendidos diálogos de los sacerdotes, cuando ven que Mendoza se va buscando su
prehistórico petate al final de la catarata. O cuando al final del recorrido se le perdona la
vida, pues la soga de los cacharros corta el cuchillo en lugar del cuello. Y el llanto del tal
Rodrigo pues se da cuenta que el salvaje elije admitirlo en vez de vengarse. Y a su vez
tampoco le hubiera importado mucho la opción del degollamiento. Después muchas otras:
como cuando la película se levanta hacía la alegría luego de la tensión del camino andado.
De Niro cayendo al río porque el pequeño sin dientes le gana moviendo el cayac. O como
la insolente pero justa contestación que le hace a Cabeza de Vaca enfrente de su eminencia.
“¡Mi hábito lo protege a usted!”, dijo Rodrigo con tono de no me vengas con esa a mí.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Pero antes de eso último y después de la perdonada, se filmó un almuerzo que siempre me
gustó recordar.

Luego de que Mendoza corrigiera las estúpidas expectativas de los jesuitas, recordándoles
que lo educaron para mercenario y no para cocinero (por eso el plato tenía mucho picante),
pues luego de algunas carcajadas, de Niro le dice a Irons que “Quiero agradecerle -Padre-
por permitirme estar entre ustedes”. A lo que el Padre Gabriel le aconseja decirle esas
mismas gracias a los guaraníes. Entonces de Niro se muestra intrigado y pregunta
“¿Cómo?”. Y a cambio de la explicación, el Padre Gabriel le arroja a las manos un Nuevo
Testamento. “Lea esto”, le dice. Y mientras la voz de Rodrigo de Mendoza recita
incompletamente el Corintios 13, pues a medida que avanza por los versículos se ve que
una paz inunda el corazón del mercenario. Y dicha emoción se refleja en su trato cotidiano
con los nativos: cortando leña, jugando serenamente junto a los tostados críos:

Si yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles pero me faltara el
amor, no sería más que bronce que resuena y campana que toca. Si yo tuviera el don
de la profecía, conociendo las cosas secretas con toda clase de conocimientos, y tuviera
tanta fe como para trasladar los montes, pero me faltara el amor, nada soy. Puedo
repartir todo lo que poseo a los pobres y entregar hasta mi propio cuerpo a las llamas,
pero sin tener amor, de nada me sirve. El amor es paciente, servicial y sin envidia. No
quiere aparentar ni se hace el importante. No actúa con bajeza, ni busca el interés
propio. El amor no se deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y todo lo
perdona. Nunca se alegra de algo injusto y siempre le agrada la verdad. El amor todo
lo disculpa; todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta. El amor nunca pasará.

Algún día, las profecías ya no tendrán razón de ser, ni se hablará más en lenguas
ni se necesitará más el conocimiento. Pues conocemos algo, no todo, y tampoco los
profetas lo dicen todo. Pero cuando llegue lo perfecto, lo imperfecto desaparecerá.
Cuando yo era niño, pensaba y razonaba como niño, pero cuando ya fui hombre, dejé
atrás las cosas de niño. Al presente vemos como en un mal espejo y en forma confusa,
pero entonces veremos cara a cara. Ahora solamente conozco en parte, pero entonces le
conoceré a él como él me conoce a mí. Ahora tenemos la fe, la esperanza y el amor, las
tres. Pero la mayor de todas es el amor.

Corintios 13

Pues así pensé en decirle a Nube, para que leyera el libro de Hay que me había comprado
mamá. Una tarde de un jueves me estaba contando algo pero ya sin llorar. “Esas cosas se
pueden revertir” -le dije-. A su “¿Cómo?” yo también le dije que “Leé esto”, pues en esos
días más seguro que nunca estaba de que todas las lástimas se podían curar. Entonces enfilé
hacia los 6 Borges y extraje del bibliorato el ya leído libro de Hay. Como a medida que se
iban nuestros encuentros ningún jueves me dijo por dónde iba o si la lectura avanzaba de a
poco, la verdad es que tenía mis dudas de que lo estuviera leyendo. Igual Nube venía
siempre, y cada jueves le daba el dinero para que pague su deuda. Quizás sólo venía por
eso. Pero no me importaba, como decía Forrest. Me conformaba con ir a tomar un café y
escuchar lo que tuviera para decirme. Algunas tardes íbamos a las plazas del centro o sino
hasta parque Lezama. Me gustaba charlar con ella, siempre esperando el abrazo en alguna

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

consolación a su llanto, tan gordo como la primera vez que fuimos a tomar el café, allá en
el bar que parecía una punta de flecha. Se le ponían los ojitos muy rojos. Las lágrimas
corrían sus Rimel a lo Zoraida. Y -entre una pena y la otra-, los tantos jueves compusieron
dos meses inolvidables.

Y una tarde llegó a buscarme para que saliéramos a ya no me acuerdo dónde. Recién
terminaba la ducha. No sentía vergüenza en mostrarle mi desnudez, salvada de ser entera
por los slip de tiro corto. Nos sentábamos al borde de los colchones de la cama mientras
me terminaba de desenredar el cabello, rehabilitado por el Pantene. Entonces Nube sacó
del bolso el librito de Hay. Me lo agradeció con el beso más tierno de mi vida. La
carnosidad de sus labios se derritió en mi mejilla.

Cuando viví en Humberto Primo viajaba en bici al barrio más viejo casi todos los días que
no tenía Don Eufrasio. Siempre iba hasta lo de Seba en la calle Blas Parera. En el otoño o
la primavera, el asfalto de Quilmes brilla de un modo que hace juego con la temperatura del
día. Las cinco y media eran las horas de mis regresos. No me acuerdo si ya nos estábamos
dejando crecer el pelo hasta largo. Seba me parece que sí. Seba siempre se vestía igual. Ya
cuando se cambiaba empezábamos a separarnos. Una camisa paleta -onda Young mas más
ceñida y más abrigada-, los jeans chupines y unas zapatillas indistintas. Se ponía una gorra
como la que Stallone se daba vuelta hacia atrás cuando ganaba pulseadas y las perdía; y
siempre se iba caminando hasta la nocturna, que igual a la primaria le quedaba a 15 ó 16
cuadras. Para aprovechar a Seba, lo acompañaba el tramo en común que tenían la vuelta a
mis rejitas negras con su trayecto al Comercial 13, pero sin que el acompañamiento
desviara mi ruta. Por eso nos separábamos y a él le faltaban todavía como diez cuadras. Y
aunque en el pequeño tramo nos esforzábamos para hacer bromas, yo más melancolía
experimentaba cuanto más metros menos faltaban para decirle “¡Chau pendejo!”. Al
decirme y decirle chau, unos 15 ó 20 minutos de pedaleo me separaban de casa. Cuando
abría las rejitas negras, la bicicleta subía tres escalones además del cordón. Tenía que rodear
la casa para estacionar la bici al lado del lavarropas y entrarme por la cocina. Ya hacía un
año que no plantábamos ipomeas. El limonero daba limones de septiembre hasta otoño. Y
los jazmines esperaban a florecer en los últimos días de invierno. Veía eso sin advertir la
rudeza con que la abundancia nos va quitando el derecho a tener recuerdos de lo querido.
Después de la cocina se pasaba por un inteligente meollo que tenía la casa; justo ahí
quedaba en el cielo raso un cuadradito para la entrada al ático. Y enseguida después solcito:
se veía otra vez la calle por la impresionante ventana del comedor. Entonces los asfaltos de
Quilmes cogían un amarillo brilloso. Los motores de enfrente interrumpían nuestras
conversaciones hasta las ocho cada vez que el mecánico encendía sus micros y camionetas
para ver si los estaba arreglando bien. El prepotente modular observaba a mi Catalina
tomando mate con mami. Solían acompañarlo con medialunas de grasa para que les cayera
mejor. Aún faltaban tres o más años para que se pusieran los canales de cable en casa, pero
la antena alógena conseguía que los canales del Estado se nitidizaran como si los viéramos
en el cine. Recuerdo cuando vi por primera vez canal dos, unos cuatro años antes de
aquellas tardes de Leo y Virgo. Fue como ver moverse a una nueva forma de vida.
Enormes felpas de perros andaban por la ciudad en un camión de bomberos. Se los oía
hablar castellano aún cuando sus pulposos hocicos quedaban quietos. Con su carácter
experimenté una nueva forma de alegría.

Como El Agujerito pero de novios en vez de amigos, un programa de adolescentes venía


acumulando temporadas por canal once. Chicos y chicas: entre los bandos jugaban a tirarse

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con colores en vez de harina y acababan empapados por un collage de pinturas, iridiscente
aunque heterogéneo. Cuando las “prendas” finalizaban los participantes se parecían al
decorado del submarino amarillo. El programa también tenía descansos de las chanchadas,
en los cuales los integrantes del Jugáte Conmigo se escribían sentimentales adoraciones a la
amistad. Sobre coloridos papelitos de popular anotaban anónimamente la admiración por el
otro. Y en esa tarde que yo los estaba viendo, pues Cris Morena se leyó uno que iba
anotado para un varón, tal vez Mariano:

Vos sos como la rosa del principito:

Tiene cuatro espinas para defenderse


y no usa ninguna

Pues mientras la señora Hay alimentaba mis esperanzas de que alguna vez Nube volviera,
yo fui plagiando frases como esa a lo largo de mi lectura. Y las apuntaba sobre las
abundantes sangrías blancas. Lo de la rosa se lo escribí en el medio del libro pero al
principio de un capítulo que me habló de lo bueno que tenía saber desprenderse de cosas
viejas. Una buena amiga que fue mala, llamaba al desprendimiento “La teoría del otoño”:
que las hojitas viejas se caen y en su lugar crecen otras más nuevas. En medio escribí unos
más que ya no me acuerdo a quién le plagié. Pero si me acuerdo del último que le anoté
apenas el libro dio punto y otra:

Nube
A medida que avanzo en lo espiritual
creo un poco más en vos…

Eso era cierto y mío, pero le plagié el final a Ben Kingsley, cuando un maestro de ajedrez
llamado Bruce Pandolfinni emparcha con un diploma el vínculo roto unas escenas atrás
con su alumno Jonh Waitzkin:

Hasta hoy jamás había estado


tan orgulloso de alguien en toda mi vida.

Puse la fecha, me acuerdo. Y aún faltaban como treinta días para que nos volviéramos a
ver.

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Inconscientes

En mi vida tuve dos inconscientes. Repito aquí el primero: fue por el accidente. Como los
brebajes inherentemente propios del aquelarre, pues así el coma arrastró 9 eneros más de
parafernalia.

En el sanatorio me daban un paquete de galletitas para engordarme, entre los suculentos


café con leche del desayuno y las napolitanas crujientes que a menudo elegía para el
almuerzo. Esas milanesas del mediodía me hacen recordar que debería de haber muchas
otras, pero como a los diecisiete eran la única exquisitez que yo recordaba, como un acto
reflejo se las pedí a Dellacasa, cuando me preguntó el esperado qué querés comer, luego de
que me practicaran una quirurgia tan peligrosa como las que me hace el dentista, y por fin
me extrajesen aquella monstruosa traqueotomía. La traqueotomía era un tubito de seis o
siete centímetros que me perforaba la tráquea para que pueda respirar por mí mismo y así
evitar el insoportable chistido del pulmotor. Pero, a pesar de su minusculosidad, la
traqueotomía tenía la fuerza de un ogro. Y muchos esclavos a su servicio. Era como si
alguien me tapara la boca en todo momento, pues le fastidiaba lo que decía y ya estaba
cansado de decirme calláte. Otros que se encargaban de retirarme los vasos que estaban
cerca, pues tenía ordenado no tomar líquido. Mamá me humectaba los labios con un
algodón que estaba mojado pero jamás chorreaba. La traqueotomía también vigilaba que
nadie me diera caramelos o chocolates, tal cual el señor guardabosque que trabajaba en el
animado parque de Yellowstone, que de tanto que lo vigila casi casi que le hacía el mal de
ojo a Yogui, para que no se termine robando los emparedados o las cestas enteras con la
comida de los turistas iridiscentes. De paso lo agradecían el suero y la sonda nasogástrica,
porque la traqueotomía me esposaba a la cama la mano buena y la mano mala, cuyas
falanges engarrotadas habían estrangulado el noble pulgar de papá para contarle que
Ezequiel aún vivía; una amarillenta manopla de repostero ya no podía evitar los sabotajes: a
los pocos días despierto uno empieza a fastidiarse de todo y todo le duele. No quería ver ni
una curita. Entonces me metía toda la habitación en el rabillo del ojo y en los momentos
que papá se iba al baño o bajaba hasta el primero para tomarse su merecido té, pues a mí
que no digan si no es un placer quitarse el catéter de la vena o sacarme de un poco a poco
la sonda de la nariz. Y sentir así cómo me iban subiendo los nudos por el esófago. Pues
también era un alivio inmenso sacarme la traqueotomía. Además era a cada ratito: bastaba
un descuido de mis papis, que mirasen un segundo la tarde por la ventana, o que estén
concentrados en un programa del Magic Kids. Entonces yo le mostraba la lengua al mundo
y me sacaba la traqueo de la garganta como a un pirulín de la boca. Una tarde, el profesor
Bustamante compartió con 1º-9ª un exquisito entremés que rompió el hielo de un
sombreado transversal que nos estaba enseñando. Y refiriéndose a uno que medio estaba
baboso con la de historia, pues Pascual Bustamante le dijo a la clase que “A éste para que
no se haga la paja le tienen que poner guantes de box”. Pues para que me cueste un poco
más sacarme el traqueostoma a mí también. Los profesores de mi Don Eufrasio eran muy
compinches con nuestra tímida masculinidad. El Iglesias que se comía los bancos cuando
descorchábamos el paré era rechonchito y agradable, igual que el gato con botas. Una vez

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en ajuste -mi primer taller en el industrial-, Iglesias nos comentó, como dando una
conferencia a la que asistieron alumnos y profesores, que había estado enyesado como seis
meses. Lo paralizó de la cintura para arriba una de esas escayolas que envuelven al tórax y
con un fierrito de cada axila mantiene los brazos estirados, como si este Iglesias festejara un
gol eternamente y anduviera esperando el abrazo que nunca le iban a dar. “¿Y cómo se
hacía la paja?”, fue lo primero que se le ocurrió a Fitz, quien no nos trataba igual que
Cordero. Así como Zeus es en la mitología el Dios de dioses, pues Cordero era para el Don
Eufrasio el profesor de los profesores. Así como Jorge Lanata -si se juntaba con Adolfo
Castello- podía quedarse hablando de moscas 45 minutos, pues así Cordero y Fitz podían
estar bromeando con apellido de Dan, pues les causaba gracia el Tumaretes Sheidler.

Cordero nos disciplinaba. Fitz nos daba confianza con su sonrisa de Pier.

Una vez no sé qué razones le discutí a Cordero y me abochornó con la voz tranquila,
diciendo que ahora por discutir usted no sabe si pasa de año. Y se hizo el que abrió la
carpeta de notas, entonces con una bic de mecánico garabateó a lo Marsel Marceau la ene
del no satisfactorio con la que simbolizaba mi penitencia. Asustado le pedí a papá que
retirara mis castañas del fuego. Y aunque cuando volvió ese día a casa no me aclaró que
aquello Cordero sólo dijo para que lo respetara más y, asimismo, para que me esperase
unos años si lo quería desafiar al maestro, pues sin guiñar ningún ojo papá me hizo el gesto
de que allí no había pasado nada.

La segunda vez fue en el año dos mil.

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el Rober no se cansaba de tomar nunca. Cocinaba los gusanos con un sentimiento de culpa
que no se esforzaba por revertir. Mientras peinaba, el Rober tenía la expresión del sodomita
que aguanta un poco porque sabe que luego le tocará eyacular a él. Una repugnancia
perversa que le agradaba. La cocaína sobornaba nuestras almas para que le entregásemos la
consciencia de toda una madrugada más la lucidez del día que iba a venir. Una vez que
tomábamos le gustaba hacer zapping. O si no ponía los pornos codificados y se
entusiasmaba con el ajuste de la catorce pulgadas que, para afinar un poco más la señal,
utilizaba milimétricamente los botones más y menos del zapping y del volumen. Igual que a
mí me atacaba la dureza de la limpieza, cuando el Rober tomaba le pegaba el ostracismo. Y
aunque en esos momentos a mí me encantaba hablar pues yo lo dejaba a su antojo que
hiciera lo que quería (demasiado hippie para alguien que calentaba el Nesquik en el
microondas), y esperaba hasta que se fuera. Entonces yo aseaba un poco la casa, lavaba los
platos, ordenaba los muebles… o si no me tendía a respirar, como me había enseñado
Louis Hay, para que así se me vaya pasando el estás duro como una estaca, que Cristiano
Sanmiguel siempre les recordaba a los demás drogadictos. Los trataba como invitados de
lujo. A Sanmiguel y otro que se llamaba René, les había comprado una botella de whisky.
Estaba tan agradecido de volver a tener compañía. Pero en esos momentos también hacía
algo que era más destructivo que la cocaína misma. Estaba seguro que si raspaba las
tarjetas, los platos, iba a conseguir mi último gramito. Y aquella noche mientras el gordo
Martignionni quemaba la madrugada con el luminoso merengue de líneas rojas y azules,
pues Dios que asco me puse a raspar la mesa redonda.

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Así de repente me desperté en el parque Rivadavia de Caballito. El ombú en donde me


senté con Zoraida, parecía moverse a la lejanía, como cuando vemos los árboles desde la
ventanilla y el tren arranca a dos metros en un minuto. Todo tenía colores anestesiados.
Como cuando lloramos y vemos al mundo envuelto en el celofán de las lágrimas. Yo estaba
al borde de los caminos, tirado sobre el césped frío. Era curioso: como en aquellos días
concientes de la traqueotomía yo no podía ni hablar ni moverme. Miraba a la gente que
pisaba delante mío, pero se marchaban sin ayudarme, no sin antes dejarme sus tremendas
miradas de desaprobación. El mundo me veía con desprecio. Dos pordioseros
aprovecharon para robarme el reloj, tal cual lo habían hecho los camilleros el día que me
llevaron al Pena.

También de repente, los pordioseros se convirtieron en un el Rober nebuloso. Los árboles


hacia el fondo, en la colección de mis seis Borges. La noche se hizo neón somnoliento, el
mismo neón que yo había visto hacía un pelín más de un lustro, cuando en la sala de rayos
me desperecé de mi coma por unos segundos. Toda aquella metamorfosis demoró unos
segunditos, igual que los sueños donde conversamos, que al despertar se tarda un poco en
entender que de nuevo estamos en la habitación donde nos dormimos.

Había sufrido una convulsión. El Rober no paraba de preguntarme si estaba bien. Yo no


quise quedarme solo pero cuando me puse de nuevo en pie se fue enseguida, como
derrotado. Entonces me di cuenta que no tenía puestos los lentes. Estaban en el piso, y
cuando los levanté ahí se quedó la patilla derecha. O no sé si los que se despegaron fueron
los cristales. Entonces me fui a mirar al espejo: tenía la cara hinchada, el ojo derecho
derramado, como si hubiera recibido la paliza de una patota.

Al otro día, el Rober volvió y me lo contó todo. Cuando estaba peinando los restos de la
mesa me desmayé y comencé a retorcerme como un salmón que se escapa del
mediomundo y cae sobre cubierta. Porco, en su desesperación, utilizó dos dedos como
tenaza para que no me tragara la lengua. Y con la otra mano me daba golpes en la cabeza,
esperando que no muriera. A los 4 días de eso, Sanmiguel me ofreció medio papel cuando
me bajaba de su Renault. Pero con un arrepentido “No padre, te lo agradezco”, se lo
rechacé. Dijo que se alegraba de que hubiera aprendido algo. Y así estuve unas dos semanas
sin tomar nada.

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Dos al Hilo

Me habían invitado con mates ya muchas veces. Desde muy chico, Diego Américo Equía,
imitó a sus mayores con la costumbre, igual que todo vecino de Villa Luján. Había un
tercer Diego, vecino del Equía, que a los 14 me hizo víctima de sus desprecios. Pero con el
tiempo, su fiel presencia me haría ver que sólo era otro genio nacido en un ámbito
incompatible con su talento.

Ese otro Diego que no era Equía, soñaba con impresionar a través de la radio. Con el
atardecer florecido, durante los interesantes vacíos de una mano de truco, aprovechó para
contarme de sus proyectos. Dos al Hilo, se llamaría el mañoso espacio, en el cual se
compactaban los salteados disparates que iban apareciendo en nuestras reuniones, donde
cada uno de nosotros interpretaba el inconsistente papel de un malevo que verdugueaba las
deciciones del otro. Conociendo de mis deseos por escribir -aquella misma tarde-, ese tal
Diego se jactó de que ya sabía redactar un libro completo. Como si se estuviera llenando la
insuficiente hucha de alguna historia, el flaco Diego hacía una comprobación de su
inocencia, asegurando que para escribir un gran libro bastaba con rellenar una hoja todos
los días. Así, al cabo de un año, el apurado escritor ya tendría una novela medianamente
voluptuosa. Diego compartía el aellido con un hermano llamado Leo, que fue quien nos
dijo, exagerando con sequedad la muletilla, con la intención de disimular que su fanatismo
era incompleto, que Pastoral son palabras mayores. Leo también tenía un excelente humor
parecídisimo al de mi querido Marimorena. Cuando mirábamos alguna pelicula en inglés,
Leo leía los subtítulos y, con un imitado acento, reproducía lo escuchado en satirizadas
oraciones, que burlaban al reprobado idioma.

Siguiendo el rastro de mis invitaciones materas, la misma idea de Dos al Hilo se le había
ocurrido al gran Californio, nacido bajo las influencias zodiacales de mismo signo que el
mío, criado en Villa Luján, huérfano a los veintiocho, bohemio desocupado, cervecero en
ambos significados. Tenía un problema con el alcohol, que causó la mudez temporal en el
hermano más pequeño. Sin embargo se reconciliaron para que su madre no tenga novio.
Californio me insistía para que tomara mate siempre que le visitaba. Con el tiempo
bromeaba sobre mi rechazo, cuando le pedía que me lo cambiara por insulsas tazas de té.
Antes del coma, le había prestado el libro de poemas que me presentó a Instantes. Cuando
me fui a Capital, siempre viajaba dos horas hasta mi Quilmes, buscando en el recuerdo de
mis conocidos a ése que había sido yo en los felices años del Industrial.

Cuando me hice un tiempo para Bernal, un día me reencontré con Agustín, quien nunca
dejó de discutir con el frío papá. Una brillosa y negra Lex Paul había sustituído la vigencia
de su encariñada criolla. Alto y rubio de pelo corto, seguía guardando su eteriedad para
abrila ante cierto tipo de afectos; palpaba con su intuición artística el momento, y cuando se
sentía confiado desesposaba sus emociones de los oficinistas principios que nunca le
interesó defender. Ese último encuentro duró muy poco. Continuaba viva su madre, quien
me ofreció igual que antes un café solo. Pero reencontrarme con Californio fue algo que
me preocupó. Me hizo pasar su madre, quien se maravilló cuando me vió en pie. En cuanto
a Californio, cuando puse un zapato en su cuarto se despegó como un velcro de la cama
para venir a abrazarme. Un televisorcito a color estaba colgado de la íntima pared al estilo
de los bares. Cabello largo a lo Moro, como en Larga vida, le chorreaba por los lomos,
terminando en grasosas estrías ajosas. Aunque tenía el abdomen y los pectorales marcados,

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Cristián había perdido quince kilos de lo que pesaba en mi recuerdo. Huesudos rasgos me
plantaron la duda que fuera él. Creí cierto el cotilleo de que era homosexual, y en los años
de ausencia, Californio se había pegado el bicho. Pero lo cierto era que almorzaba sus
linfositos una hepatitis que luego pudo curar.

Estuve a punto de acostumbrarme al mate cuando lo conocí a Nabucodonosor. Enseñado


por el gusto a decir que no, yo le pedía un café. Nabucodonosor tenía una tienda de
electrodomésticos al lado de mi Fray Cayetano, como lo he referido atrás. Su personalidad
se había ganado mis votos por coincidencias graciosas. Nabucodonosor caminaba
decididamente veloz y, cuando cruzaba Juan Domingo Perón, detenía los tráficos con una
mímica señal de stop. Mientras el ’96 se iba yendo entre la molesta espasticidad y
cotidianeidades resentidas, cuando regresaba a la casa de Guardia Vieja me sentaba frente al
colegio para juntar deciciones, y lo veía a Nabucodonosor silbar afinadamente estribillos
que en el momento pegaban en la secibilidad de las muchedumbres menos exigentes.
Gracias a su impresionante energía, fue que yo estuve en la hora y el sitio correcto, aquella
tarde de noviembre, de número 22.

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Patrona de los cantores

Comencé a usar gafitas en 1996. El acné ya no se notaba como antes, pero en cada mejilla
dejó de secuela una Sudamérica que se adivinaba por tanto pocito, como cuando jugamos
al “Une los puntos” de las Billiken y ya con sólo ver la estructura adivinábamos que se
trataba de una maceta con margarita. Mamá me acompañó por varias ópticas del Centro.
Descarté todas las monturas que me ofrecían comprar. Igual que a esas pelotitas del tenis
que se juega en la España: esas que rebotan flácidamente en el muro y se golpean con el
puño cerrado, pues así mis gustos nos trasladaron a través de una estable Buenos Aires,
equilibrada económicamente aún. Volviendo a la casita de rejas blancas de la versalle
Guardia Vieja, como el último recurso entramos a una que ya conocíamos en la avenida
Medrano. El vendedor era como un cariñosito de un metro ochenta. Su cabello no era
rapado pero tampoco era largo. Y se dejaba crecer la barba hasta los diez días. También
llevaba sus gafas: esas de reporteros que entrevistaron a los astronautas del Apollo cuando
amarizaron después de dar una vueltita por la estratósfera y volver a casa sin haber salido
de la carroza, tirada por los insustanciales caballos de la relatividad. En todos los lados me
habían mostrado unas ovaladas que recién empezaban a ser de moda. Sentía que había
mirado a la mar por un telescopio que tenía la lente en forma de huevo, y que los
guachos[1] de abordo habían pasado corcho quemado alrededor de la lentilla para que me
quedara el ojo falsamente en compota. También el oculista barboso me las quiso encajar.
Aminobwana, enseguidita abrió un modular parecido al de casa pero con las puertitas de
cristal. Sacó un plato y sobre el plato había dos monturas de Lennon, de Gandhi, que no
eran gemelas sólo por el tamaño. Cuando me las probé se oyó el simpati y tipiquísimo
piropo del cariñosito inmenso y encamisado: un “Te quedan bien las Lennon”, canchero y
desprendido. Pero la verdad era que sí. Hice las gafas con el más pequeño. Estaba

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supercontento: eran las que más me gustaban de entre las todas y también medianamente
baratas. Por fin algo me salió como yo quería.

[1] Malvados

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Las gafas que me rompió el Rober con sus golpes de superamigo eran aún aquellas
primeras Lennon. No fue la única vez que se me rompieron: cuando fui a vivir con
Sebastián, la segunda noche armábamos una cómoda de Carrefour. Era de Carrefour
porque en Quilmes para ese tiempo no había Corte Inglés. Pero entre las carcajadas me
moví para no sé dónde y se les partió la patilla. A la tarde siguiente le pedí a Seba que me
las lleve para arreglar, y volvió con las mismas gafas pero con unas patillas nuevas horribles.
Pero cuando lo de el Rober y lo de los golpes, pues yo no quise dar muchas vueltas y entré
a la misma óptica de hacía tanto. Aún después de 4 años no se había vendido la gemela que
sufrió gigantismo en el parto. Así que como me sobraba el dinero me hice unos lentes de
nuevo. Y una noche las fui a buscar. Me miré en el espejito redondo que giraba como un
botón atravesado por el hilo que se estira como acordeón. “Te quedan bien las Lennon”: el
mismo hombre, la misma muletilla. Me hacían más Calculín [1] que las anteriores.

Ya eran como las seis de la tarde. El clásico perfume de la primavera variaba su fragancia
entre los tilos empobrecidos y la gasolina quemada del tráfico florestero [2]. Ese día y sus
alrededores había estado esperando a Nube un poco más de la cuenta. Así que esa tarde
quise desquitarme de los plantones quedándome por ahí. No iba a volver a lo de Federico a
pedirle Nesquises fríos: tener que aguantarlo a girasol con el culo de puesto en la cara
mirando al Norte. Pero sobre todo no tenía ganas de ir a sentarme a esperar que Nube se
deslizara por la vidriera del bar. Así que como estaba cerquita de allí me fui para lo de
Nabucodonosor, el electricista que tenía una tienda de aspiradoras y otros repuestos para el
hogar. Ya hacía unos años que se había hecho la transferencia a un local más amplio que les
quedaba a media cuadra no más. Creo que la tienda se llamaba “Esencial”. Esencial -por
las tardes-, se parecía a lo del marimorena en las tardes que no íbamos a taller ni teníamos
que estudiar historia para que al otro día demos lección. Siempre estaba lleno de chicos del
barrio. Juntos, formaban una banda que hacía covers de The Ramones. El marimorena era
la batería. Lo consiguió practicando mucho desde tercero.

[1] Personaje de dibujos animados e historietas.

En 1994 había conseguido el sueño de sentarme con el marimorena. Éramos los más
villeros y los más pavotes del aula. Estar al lado del marimorena era un mearse encima
todos días. Ya entonces fumábamos más de un atado. Las horas en clase se estaban
haciendo más que tediosas. Salvo los tiempos en que el marimorena me miraba con esa
cara de haberse contado un chiste espectacular, yo siempre estaba esperando que se
hicieran las doce para irme a casa. En mi Don Eufrasio se rumoreaba que había una
división para los estudiantes que también trabajaban. Era una sola vez por semana taller, no
había educación física y con algunas materias menos. La cosa es que le supliqué a papá que
mintiera firmando un testimonio de que yo estaba trabajando con él. Entonces rectoría
aprobara mi entrada a la división más holgazana. Y mientras tanto lo trataba de convencer
al marimorena para que hiciera lo mismo. ¡Era tan expresivo!: ponía la cara como quien
mira al mar en las playas de invierno y de golpe se acuerda de que hace dos meses que está
sin trabajo. Entonces suspiraba igual que los gauchos diciendo un “¡Uhhhh!... ¡Pero está
muy difícil!”. Me daba mucha pena separarme de él durante las clases. El marimorena
estaba en su época más grandiosa. Era como un futbolista a los 26, como un Darín en el
estrellato, como Metallica cuando graba Metallica Metallica, como Claudia Piñeiro después de
Las viudas de los jueves. En ese año mi marimorena tenía el ingenio al servicio de los

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disparates, parecía Robbin Williams haciendo de Mork del planeta Ork. Todos estaban
atentos a sus ocurrencias. Pero la pereza que se va en vicio siempre nos obliga a ser
egoístas. Así que hasta uno de los primeros viernes cursé con los chicos del año anterior y
luego me despedí de ellos sin ceremonia para comenzar a olvidarme de todos. A los 16
años es fácil conformarse con los amigos nuevos. Equía ya no cursaba, se había ido al
Chaparral buscando una mejor instrucción en lo eléctrico. Ni los barriales Siete Mayor ni
Camaño estaban, dos que siempre tomaban Fanta del pico cuando los partidos en el
terraplén dejaban de festejarse porque si no nos iba a retar mamá. Les di un secreto adiós a
todos y el lunes volví al colegio para ofrecerme de novato al gaste de los más viejos en una
división que aún no me había olfateado.

Ese lunes, ni bien entré al Don Eufrasio, vi que en la puerta de la rectoría estaba el
marimorena acompañado de su mamá. Parecía decir “¿Viste, hijo de puta? Al final me
cambié”. Nos abrazamos como dos tíos que hacen un gol. Haydeé se sonreía sin disimulo.
Nunca la olvidaré haciendo la reverencia para poder firmar sobre el escritorio el traslado. Y
luego entramos juntos al aula. Yo ya había conocido ese salón dos años atrás, desde que
empecé segundo a la tarde hasta que me despedí de mis Pagliaros y de mis Giorgios. Con el
marimorena nos sentamos en la misma fila que me había sentado con mi Fabricio para
atravesar segundo, pero sólo que en vez de atrás fuimos a terminar en el primer banquito
de a dos. Desde esos bancos lo conocimos a Agustín Valvaro -el guitarrista-, quien no
tardó en sentarse cerquita porque le gustaba la buena onda. Atrás nuestro, estaba el
epiléptico Cios quien se sentaba con Concetoni, a quien le decíamos “Conche”, por
“Conchetoni”, por muy concheto. El marimorena continuaba con sus parodias. Toda cara
nueva le daba risa. Otro robusto Brandsen se sentaba al lado de la otra pared. Era ya
mayorcito. Tenía aspecto de marinero sin la gorrita blanca. Y cuando el marimorena lo
reojeaba, enseguida se daba vuelta para mirarme, pegaba la legua en el paladar y empezaba a
decir “Chucu chucu Chucu Chú”. Entonces mi marimorena se inventaba un arroz con
leche de altamar y cerraba los puños y los sacudía como haciendo dos pajas al ritmo de la
canción. Otro por de la misma fila que ese otro Brandsen, ya desde antes de nosotros que
le decían “churrasco”. Nunca supimos porqué, pero el marimorena se imaginaba que un día
este tal chico estaba cansado: entonces ponía cara como de bebé que se va durmiendo y
apoyaba el cachete sobre las manos juntitas como rezando. “¡Mamá, me dueeeeermo…!”,
decía y se iba cayendo hasta que tocaba el cachete con el dorso de la mano que le quedara
bien. Y entonces imitaba el sonido a fritanga cuando se queman los bifes.

Además de representarlos a todos, el marimorena siempre que andaba al pedo estaba


marcando el escaso ritmo de Gabba Gabba Hey o si no de Pet Cementery. Para tocar sus
preferidas eran las Bics. Golpeaba con el capuchón para sentir mejor los cortitos impactos.
Pero si no las tenía a mano utilizaba los índices o ponía la palma abierta golpeando
intermitentemente sobre el pupitre. Y zapatilleando el suelo frío del aula pues con los
borcegos rellenaba los huequecitos de silencio originados por la inevitable lentitud del eco:
¡Tutu-pá tupá pa tupápa! Sí señor, lo recuerdo muy bien. ¡Dios, era insoportable! Cuando le
pregunté al respecto me lo contó. Lo había empezado a hacer por si acaso los pibes del
barrio de su Ezpeleta le daban otra oportunidad para tocar en el grupo.

Sucedió que cuando aún no formaba en la banda, el marimorena nunca se perdía los
ensayos de sus amigos. Y cuando los musiquitos le preguntaban, el marimorena siempre
mentía diciendo con un acento de ni te imaginás que “Sí, sí, yo toco la batería”. Eso fue hasta
que un día el verdadero batero faltó a un ensayo. Y como el marimorena no sabía tocar un

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

pomo pero el garaje se había impregnado con sus “Poco más y soy Urlich”, los engañados
le pidieron tapar el bache que les había causado el faltazo. “Entonces quise pegarle al
platillo: ¡Y le erré!”. El marimorena no dijo “yerré”, porque nadie dice “yerré”. Pero siguió
diciendo “¡Le erré al platillo! ¡Le erré!”. Se comió la gastada más grande de su vida.
Entonces desde esa vez se imaginaba que por todos lados había redoblantes y bombos. Y
aprendió a tocar con los tambores de Dios. Y Éste le puso en el camino una segunda
oportunidad en el mismo grupo que antes lo había humillado. Y esta vez gracias a su
orgullosa práctica pues el marimorena tocó de diez.

Cuando somos chicos esas cosas nos salen.

Bueno, el caso es que todos se reunían durante las tardes allí, en la casa del marimorena.
Eran como diez. Estaba el tincho, que con una birome te hacía un león volando bajo el
“perjudicial para la salud” que venía en cada Marlboro. Después venía el monono, un
grandote con cara de no hacer amigos nuevos… Todos eran mestizos. Pues algo así era en
lo de Nabucodonosor, en la esquina que tenía un cartel bien pintado de Lo esencial.
Estaban Ramiro y Vega, los dos más jóvenes que me cayeron bien enseguida. Elías era el
verdulero, fumaba Parisienes. “Los cigarrillos siempre van atrás”, y se daba la vuelta para
mostrarme el paquete de Parisienes bien apretado en el cachete del culo, porque si los
guardaba adelante se le arrugaban más. Cachito andaba por ahí con sus mates. Ernesto era
el más viejo de todos. Tenía la pollería y también brotes de histeria: se sentaba en la calle
como después de jugar un picadito y en eso empezaba a golpear las veredas con el
plantígrado, como si estuviera aplastando a una hormiga que le costaba morirse, o como si
intentase extinguir un incendio que si no se apaga quemaba toda una hectárea. O si no
cantaba la letra de Calamaro, exagerando el desquicio para demostrar lo ridículo que le
parecía el cantante. Cachito decía “El otro es un loco bueno” (por Nabucodonosor). “Pero
este no, este es malo”. Cachito era el más romántico de todos. Yo casi que me sentía un
colado entre ellos.

En fin.

Pues como en lo de mi marimorena, o en ese día que casi más muero, que me sacaron a
pasear en camilla por la sala de espera porque necesitaban cambiarme la fibra óptica:
estaban todos los chicos y todos lloraban después del impacto que les causó verme muerto
por un ratito. Pero más igual a lo del marimorena, pues en la ya esquinada tiendita de Lo
esencial, ese día estaban todos toditos tomando mates en la vereda. Para acompañarlos me
senté como el Nito en las tapas de Vida. Pero nadie me daba importancia. Todos
convertían el buen nombre de sus hombrías en un conventillo amarillista y callejero. Y así
como me sentía ofendido los días en que no escuchaba mensajes de Nube, pues allí sentado
también. En pocos minutos noté la rabia de mi mente.

Fue en ese momento que elegí tener otra actitud de amor propio. Y comencé a respirar
como cuando meditaba en casa. A cada respiración le añadía un número más. Ya por los 50
la mente y el cuerpo se habían relajado. De vez en cuando me distraía, pero una disciplina
hogareña obligaba a retomar el conteo a partir del último número redondo que había dicho.
O sea que si me había perdido en el 30 y 7 pues yo empezaba a contar mis respiros a partir
del 30. Y mi mente se encarrilaba sola por un sendero que siempre apuntalaba a la paz.
Igual que en casa -que al despertar me conmovieron los cálidos haces de luz entrando por

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las rendijitas de la única ventana, o el escondido aleteo de las torcazas-, pues yo allí sentado
en la esquina me concentré en los enormes álamos que cada tanto adornaban la Capital. La
brisa de esa primavera conseguía que el hojaje ofreciera una visión fantástica. A unos cien
metros, las copas parecían un Tormes verde a orillas del atardecer, cuando en la superficie
fulguran miles de centellas plateadas. Entonces Nabucodonosor me buscaba conversación
a cada momento. Me sentaba bien. Aunque no fue un pensamiento obsesivo me dije ¡Qué
hermosa!, cuando vi a una mujer haciendo camino por la vereda de enfrente, para que así
no se le hiciera eterno el aguardar no sé a quién. Iba y venía inquieta desde el camino a la
entrada de la Iglesia de Fray Cayetano hasta la calle Medrano. Y de la avenida Medrano
volvía a las escaleras, allí donde 4 años antes me sentaba yo para entretenerme mirando las
cabecillas del alumnado saliendo o ingresando. De bote pasó varias veces mostrando sus
cómodos glúteos por la entrada del catecumenado. Era como una actriz vestida de ejecutiva
que espera ver al mexicano que la pretende. Se quedó quieta en la puerta de la iglesia para
hablar con otra mujer. La miré una vez más y sospeché algo. Y cuando la sospecha se
convirtió en seguro, pues todo lo que prosiguió fue instantáneo: como el guitarrista que
saluda al público cuando termina una canción y se retira tras el escenario para tomar un
vaso de whisky, pues así yo saludé al grupo de amigos y vejestorios y crucé la reprimida
Cangallo hasta la entrada eclesiástica.

El equinoccio es una fecha especial para los científicos. Nikola Tesla se inventó unas bujías
que abastecían con luz a toda la Nación si se encendían en el primer 22 del verano. De esa
mágica forma existen en el almanaque otros 22 especiales. Durante ellos, la vida suele
premiar con una tremenda riqueza todas estas actitudes de hombría como las que esa tarde
había mostrado yo.

Y así Evangelina llegó otra vez a mi vida.

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Final Desconfío

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Inexorable

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Inexorable

Las hojitas color oro de las acacias estarán ahora mismo cubriendo los bandoneonistas
adoquines de la vaporosa calle Segismundo. Ojalá para ese entonces ya hubiera podido
caminar otra vez. Seguro me habría perdido por las oscuras diagonales de esa despierta
aventura. Es bastante curioso pero parecido a eso que comenté sobre los viajeros que se
van distendiendo cuanto más alejados están de casa. Por eso digo, doy fe, que en la calle
Segismundo los aires eran menos pesados que en las altaneras avenidas y calles de
Caballito. Su casa no quedaba en Quilmes, pero sí estaba fuera de los competidores
perímetros que separaban a los usureros porteños de los demás argentinos.

Me hubiera encantado empezar a contar estos recuerdo con una frase que quedara para
siempre en la memoria de quien me leyera. Hubiera querido poder viajar al Cielo y darle de
regalo a cada persona que hubiera sido buena un ejemplar de La leyenda de los Cinco
Principitos. Me hubiera encantado que este libro fuera doblado a todos los idiomas de la
Tierra y que las personas de este pequeño planeta hubiesen aprendido a leer al tiempo que
les corresponde. Me hubiera gustado que todos los menores de 4 ó 5 años que hay en el
mundo tuvieran un papá y una mamá que quisieran incluir en el primerizo corazón del
infante el amor por el arte de leer cuentos conmovedores. Por si alguna vez alguien
parecido a Zubirías les recomendase leer estos reglones de mi moraleja. Por esa razón,
ahora que la democracia española suele dar un auxiliar amparo a desarraigados como yo,
imaginaré que pagando escritamente mi juramento de componer una historia con aquellos
momentos, pues (como contraparte de mi promesa) mágicamente se avecinarán en mi vida
homogénea tiempos que aliviarán mi justa melancolía. Ahora doy rienda a este llanto que
retengo aprisionado desde que el sol de la mañana ha invitado a mis ojos para presenciar la
alborada nublada, y entonces paso a contar de una mágica palabra que ha representado en
mi historia el vaticinio de una época repleta de sentimientos maravillosos y de prosperidad
anímica: Inexorable.

El cielo aún estaba claro. Las primeras estrellitas comenzaban a distinguirse tan
esparcidamente como esparcidamente desaparecían las constelaciones en los cielos de mi
niñez, cuando me quedaba acompañado por el olor a jazmín. Aún poseía los ojos de
enamorado que me había concedido la visión de los álamos así como también la
masculinidad de las respiraciones desaceleradas. No quise tener esperanzas de que fuera ella
hasta que me coloqué un poco menos que a su perfil. Su perfil fenicio era demasiado
formal como para estar hablando de la familia. Y quizás un poco más triste de lo que yo la
recordaba en las noches de mi Fray Cayetano, cuando la espiaba por el ojo de buey de la
biblioteca o cuando me leía poesías de autores ya consagrados. Pero estaba igual de
hermosa. Color del sol sus cabellos ensortijados tenían la misma largura de siempre. La piel
castaña y por supuesto el delicioso perfume a plastilina del So. Su uno cincuenta y siete se
disimulaba en uno sesenta y algo por unos tacones de corcho iguales a aquellos con los que
vino a darme el feliz cumpleaños de 1996. La malla de su reloj continuaba el alegre juego de
tintilineos con las pulseritas de oro. Los tres niñitos en la cadena colgaban sobre la piel de
su pecho. Las piernas atléticas coronadas por sus glúteos de cebra. Fue como si el tiempo
no hubiera transcurrido. Era como un chupetín de frambuesa.

A pesar de las neófitas estrellas, aún se distinguían algunas nubes en el horizonte de


Almagro. Acaricié los grisáceos contornos del hidrógeno lejano con las pupilas, mientras

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Evangelina seguía hablando con la desconocida. Dos o tres frases más tarde se dieron
cuenta de que había un extraño a bordo de sus tantos dimes y más diretes. Fue entonces
que Evangelina dobló la cara para ver si podía ser alguien que ella conociera. Aunque seguía
con la mirada viendo arrastrarse caracólicamente a las nubes, casi escuché sus pensamientos
sobre el extraño conocido. Al verme, Evangelina me reconoció con el alma, pero le costó tres
o cuatro segundos de darse cuenta en la intelección. Entonces bajé la vista un poco más
hasta que di con sus ojos refractarios. Las miradas de Evangelina eran como estar viendo
un caleidoscopio cuando se gira. Fue como ver un primer amanecer para ambos. Se quedó
estática. Le faltaba tan poco para adivinar con qué banco del aula asociaba aquella
expresión tristonia. Entonces ayudé a su memoria con dos palabras que suspiré:

- Hola Evangelina.

E inmersas en mi suspiro, aquellas palabras volaron hasta las nubes intocables del
horizonte urbano. Con su mejor abrazo se prendió de mi cuerpo como un koala. Y
aproveché para acariciarla todo lo que pude, todo lo que me reprimía en las noches de
biblioteca. Noté las curvas de sus caderas, la musculatura de sus brazos, la ropa que se
fruncía sobre su cuerpo cuando mis manos la acariciaban como si fueran sábanas de seda.
Como Jenny que se encuentra con su Forrest después de Vietnam: Fue el momento más feliz de
mi vida. Yo había planificado tantas veces esa imagen con Nube.

Luego del hola y el emocionado cómo te va, Evangelina me miraba con ojos de no lo puedo
creer. Y no sé cómo recordé el nombre, supongo que aquellas perplejidades nos hacen más
efectivas las facultades, pero acompañé una respuesta de “¿Cómo está Jairo?”. Dos o tres
frases más tarde quise saber a qué hora terminaba con el discurso que estaba a punto de dar
en el acto de casi final de año. Y entonces la invité a tomar un café. Aunque me dijo que sí,
dos o tres frases más tarde pareció acordarse de algo. Y me dijo que “Va a ser mejor que
otro día”, porque “Hoy la verdad que el horario me aprieta”, y “Me gustaría tener más
tiempo para tomar un café con vos”. Le dije que por supuesto. Y dos o tres frases más
tarde le conté mi número para que me llamara. Le dije que me iba a quedar más tranquilo si
me marchaba de allí y ella se quedaba con el teléfono anotado. “¡No, no, no! ¡Si me lo
acuerdo! Lo quiso repetir de memoria y le pifió [1] en el último dígito de la característica. La
única vez que le dirigí la palabra a la otra mujer fue para pedirle si no tenía un papel y lápiz.
Y como recientemente yo no tenía mucha experiencia en otras sociedades más que con
drogadictos, fui un poco altanero y le llamé con un alias canchero. Experimenté la
tranquilidad de la evidencia, cuando Evangelina apuntó el número en un papelitoverde de
notas. Luego nos despedimos con la promesa de volvernos a ver. Al principio y al final del
reencuentro, nos abrazamos igual de fuerte.

Aunque yo me hubiera dormido dudando si alguna vez en mañanas posteriores la volvería


a ver, esperaba recibir su llamado. Sin embargo, pensé que llegaría más demorando que de
prisa.

[1] Equivocar

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¡Ah, Dios! La primera vez que me interesé por la palabra inexorable, fue el 23 de noviembre
del año 2000, entre las ocho y las ocho y media de la mañana. A esa hora, Evangelina me
despertó para desearme sus perfectos buenos días. Los años han formado nutridas lagunas en
medio de cada una de sus frases. Pero en un solo llamado de 20 minutos, su voz
recompuso el pedazo de hombría que me quedaba. “Gracias por haberme regalado un
momento de felicidad en mi vida” y “Me encantó ver el hombre en que te has convertido”,
fueron las palabras que redescubrieron las imágenes de la mujer a quien había amado tanto.
Pero nunca podré olvidar una sentencia, por la cual ella me preguntó si significaba algo
para mí.

En la esquina de Cangallo y Jerónimo Salgado, allí donde la entrada al Fray Cayetano


recibía a los estudiantes y al directorado con tres escalones de mármol marrón oscuro
(impregnado de alisados pigmentos blancos), pues una mañana aparecieron estas palabras
colgando de un pasacalles amarillo:

La primavera es inexorable
Pero aún te amo.

Evangelina las vio enseguida. Siempre reparaba en las tiernas curiosidades. Evangelina
sintió al leerlas que alguien había pensado para ella aquel verso que suspendía un mensaje
de amor. O quizás estaba esperando a que el amor perdido le diera pistas de su regreso.
Evangelina era una mujer que sentía una fuerte debilidad por las personas que soñaban. Le
fascinaban las películas de amor con finales felices, pero cuya trama fuera apretada por los
robustos brazos del desencuentro. Evangelina sospechaba que hubiese sido yo quien
preparó aquel suspendido mensaje. Otra coincidencia curiosa fue que el día 22 de
noviembre se celebraba el día de la patrona de los cantores, por cuyo nombre Evangelina
sentía unapreferencia especial. “¿Vos sabías que el ayer fue el día de la Patrona de los
cantores?”. Por supuesto le contesté con honestidad: jamás me hubiera fijado en ello si
nadie me lo decía.

A Evangelina le encantaba cantar.

Un puente del ying al yang

Cuando pasaron los años uno ya se aprendió a bajar por sí mismo de los carruseles que dan
demasiadas vueltas alrededor de una etapa cruel vivida. No me hará falta describir muy
puntillosamente aquellas vicisitudes que han ido entretejiendo el preámbulo de la desgracia
hasta aquí narrada. Lo que contaré de mi vida en el próximo paréntesis será porque ha sido
bueno, noble y feliz. Omitiré aquí lo que ha sido malo y oscuro. Aquello que apunte en este
capítulo será porque decidí recordarlo, haya tenido el significado que haya tenido. En un
principito más, volverán a la floritura estas prosas. Pero, a pesar de mi paréntesis, toda esta
escritura puede llegar igual a ser digna de entrar en el Paraíso. Quizás las próximas páginas
deberían ser incluidas en el primer tomo de mi vida, ya examinado por el Señor, pues luego

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de tanto yang, entre los días y noches de uno que sirve a la Sanidad, se iban a conjurar
algunos meses de desahogo. Y en la redondez en que se entrelazan lo crítico y lo benévolo,
el ying y el yang invertirían sus proporciones.

Después de que todo se arreglara con mis papás, las oportunidades comenzaron a aparecer
en mi vida. Nube regresó después de haber desaparecido como tres meses, el corazón se
me había llenado de fe gracias a las meditaciones que me enseñó la señora Hay, mi
presencia había dejado de provocar malas electricidades en el corazón de las personas que
me rodeaban, la gente con la que había discutido se acercaba para pedirme disculpas,
mujeres hermosas me sonreían, aunque tampoco me perdonaban. También comencé a
vislumbrar un poco de la justicia divina, cuando sin quererlo me fui a enterar que aquel
Zaqueo que me estafó lo perdió todo. Y como una cosa se relaciona con algo igual, sin
sentir que me desubico puedo contar de otro que me la jugó teniendo buena intención pero
-igual que Zaqueo- me dejó el riesgo económico a mí.

Jamás olvidaré las fechas que tuvieron los días de aquella semana. Fueron como los
nombres de los grandes amigos que nunca pude olvidar. Craso Bretón me llamó un rato
después que Evangelina. Ese Bretón no era mal tipo ni tampoco era un hijo de puta: se
jugaba por sus sueños y sus amigos. Lo conocí cuando compré el Renault 19 para que lo
remiseara el primer cagador, y dividirnos el sueldo a medias. Cuatro años nos separaban,
dejando a Craso Bretón con un mundial más en la destilada coctelera de sus recuerdos. Era
tímido, gordo y grandote. Caminaba como si nuestro alrededor estuviese plagado de
francotiradores -“así”-, medio asustado o -si eso no está bien dicho-, paranoico.

Cuando Craso Bretón me llamó era para ver cómo habían funcionado las cosas. ¿Para qué
iba a mentirle?: le conté entonces que el negro Eduardo había desaparecido con mi Renault.
Craso Bretón no supo bien qué decirme, quizás me haya querido consolar en algo que la
verdad me dolía pero que no me preocupaba. Predije el cantado “¡Será posible!” o el
indignado “¡Pero cómo puede ser¡”, y entonces le contesté algo que le había escuchado
muchísimo a perro blanco, y también a Federico cuando me contaba que los clientes
desaparecían si quedaban debiendo un cortado: Lo que más me jode es la actitud.

Habrían pasado treinta segundos después que Craso Bretón cortó hasta que me llamó de
nuevo. Era jueves y, con reserva para el domingo, me invitó a su departamento para comer
algo, tomar un café y por último hablar de negocios. Y tal cual así se hizo.

Después de Craso Bretón y después de 5 años sin vernos, me llamó Jaimito, quien estaba
estudiando periodismo y me quería hacer un reportaje por mis dos meses en coma. Y como
andaba por Capi, viajó hasta el departamento de Angel Gallardo. Esa fue la última vez que
lo vi o tuve noticias de él o de su familia. No publicó el reportaje.

Al otro día fue un viernes con los típicos colores blanquicelestes de los jueves. En vez del
esperado llamado de una mujer, ese día me llamó el negro Eduardo, para pedirme casi más
por favor que lo atendiera para poder devolverme el auto. No me dio tiempo a desayunar
porque no pasaron ni cinco minutos hasta que el negro llegó. Lo atendí correctamente, sin
rencores. Solito, solito me empezó a dar excusas: pretendía que le entendiera que había
desaparecido con el Renault quizás porque la señora había entrado en la menopausia, o

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porque un primo había tenido problemas. O sea que el tipo realmente creía que sus
inventados iban a tener que persuadirme de algo; que sus por esto y aquello tenían que ser
perfectamente válidos para mí. Después de cinco años tratando de aniquilar sueños viejos,
después de haber vivido de prestado los últimos dos años de aquellos cinco con un dolor
horrible en el pie, después de que me vieran como un mendigo las personas que antes me
respetaron tanto, después de sentir que ya no nos queda nada salvo existir… pues casi me
daba gracia observar a la gente cuando mentía. Pero en realidad me era indistinto.
Experimentaba cierta compasión tonta y superficial. ¡Las cosas que dicen cuando la
intención es evidente! ¿Pero qué me iban a decir ellos? El negrito Eduardo tenía el corazón
de un Angulo pero de la boca para afuera solamente podía haber Américas colonizadas en
su historial. Esa mañana de viernes que parecía un jueves por los colores, el negro Eduardo
me quiso dejar las llaves y hasta luego mucho gusto. Pero aunque yo no tenía idea de lo que
esperaba en casa, percibí en él una obediencia que se fundaba en algún miedo y le dije que
si no conducía hasta lo de mis padres pues “Que todo siga como está”. Accedió de
inmediato. En las 16 cuadras de camino me dijo dos o tres cosas del sol que había y dos o
tres cosas de la tormenta de ayer. Mientras tanto yo a todo que ahá y que sí.

Cuando llegamos papá nos abrió la puerta del garaje, ahí por donde alguna tarde pasaba
Efrén y pasaba Isías. Como alguien que tiene la sartén por el mango, papá miró al negro y
nos hizo esperar un segundo afuera. El negro Eduardo se quedó mirando al garaje ahora
cerrado, si acaso las puertas fueran una formación de soldados y lo estaban por fusilar.
Habrían pasado dos o tres minutos cuando papá abrió de nuevo las puertas, esta vez del
todo. Sólo algunas veces muy especiales estaba así de abierta; quizás cuando mamá
baldeaba a fondo la entrada la abría así para rasquetear la mugre que iba juntando el viento
bajo el portón, como si el cartero nos hubiera dejado una carta de polvo pero que se
atoraba bajo la entrada en el milímetro de espesor. Eduardo maniobró unos metros hasta
que el auto estuvo guardado en casa. Y justo cuando preguntó el “¿Bueno? ¿Listo?”, fue
que apareció toto. En los minutos que duró la puerta cerrada, papá fue a llamarlo a este
toto pero que se llamaba Manuel. Le hicieron firmar no sé qué papel al negro, quien dijo
“Pato: yo nunca te quise cagar”. A lo que papá casi se le tira encima por la desfachatez.
Pero yo serené las cosas y le dije algo que venía pensando en todo el camino desde que el
negro llegó: “Ojalá que todo esto te haya servido de algo”.

Cuando el negro se fue, fuimos a tomar algunos respiros al fondo de casa. La parrilla estaba
tan linda como yo la recordaba. Nos sentamos en una mesa de piedra donde comíamos los
asados. Como un argumento de mis convicciones metafísicas, conté la cercana historia de
Evangelina, de nuestro encuentro a la noche del miércoles 22 y de su llamada en la mañana
del 23. Yo les decía que todo en esta vida tenía las mismas vueltas. Y como un ejemplo de
que algo bueno me iba a pasar, también le conté del auto que le había regalado al
desagraciado de Sebastián. Pero toto estaba algo escéptico con respecto a las amistades: a
mamá y a papá y a mí nos contó de un amigo enano que un día telefoneó a lo de toto para
contarle a la esposa de toto que toto la engañaba con una amante que se llamaba tal.
Bueno, la mujer de toto estalló en una tristeza inmensa y se pasó varias semanas
lloriqueando en la cama matrimonial. Y cuando toto enfundó el revólver para irse a matar
al enano, cuando le tuvo a mano le preguntó “¿Por qué?”. Y el enano le dijo llorando:
“¡Porque vos no me llamaste para mi cumpleaños!”. Papá y toto se conocieron porque este
Manuel al que le decían toto pero que se llamaba Manuel siempre iba a jugarle al 48 para la
vespertina. Toto me ayudó para recuperar el Renault que se había quedado el negro.
Cuando lo conocí, toto ya era un policía retirado. Como tenía permiso para portar su arma,

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pues el toto averiguó en dónde vivía el negro y lo fue a buscar con el 38 para que me
devolviera el autito. Toto no era gran cosa de hombre, pero el negro se asustó de muerte
cuando vio brillando la puntita de los balines alrededor del tambor, cuando toto revoleaba
el bufoso como si se tratara de un monedero en las manos de alguna histérica que reta al
carnicero gesticulando con un destartalado circuito de la muñeca. Toto había estado
efectivo en la Federal hasta que comenzó a tener ataques de pánico. Después se retiró
jubilado a los 42 porque quería pensar en escribir sus memorias. No escribió un pomo,
pero de todas formas continuaban las paranoias. Salía a la calle y le temblaban las manos, el
corazón se le aceleraba y también se meaba encima. Tenía que mantenerse encerrado en
casa. Así un mediodía estaba la mujer mirando televisión y toto vio de rebote a un
psiquiatra que estaba comiendo en Almorzando con Mirta Legrant, quien se acordó de ser
de Tinere cuando el esposo se le murió. Entonces fue a verlo al consultorio.

Aunque recuerdo muy bien su nombre digamoslé “genioliotos”, por que manejaba muy
bien las combinaciones de los antídotos. Por eso geniolitos le dio un tratamiento a toto
para que el pánico se substituya por una dependencia a la serotonina en dosis diarias pero
chiquitas. Geniolitos era un poco como todos. Era muy prestigioso y cada consulta la
cobraba como a una estufa en invierno. Pero en el fondo tenía a un negrito Eduardo. Lo
digo porque se aprovechaba de la idolatría de sus pacientes para decirles lo que fuera y
quedar como Juan el Bautista dando parábolas a sus seguidores. Era como Miguel Bosé
cuando contesta cualquier tontería con tonterías y todos exclaman “¡Wooooww!”. Pues
geniolitos era más o menos así entre los pacientes. Fuera de lo que es la psiquiatría que la
ejercía bastante bien, pues geniolitos era como un puto que se alimenta de los piropos. A
toto le contestaba chilindrinadas y toto en vez de decirle “¡Sos un idiota!”, lo endiosaba aún
más. “¿Por qué no dice nada hoy?”, y en lugar de decir porque no se me ocurre nada, pues
geniolitos aprovechaba para quedar como un duque y le respondía “Porque estoy
observando tu comportamiento cuando no inicio yo la conversación”. Y encima toto
contaba la misma anécdota que aquí se acaba de transcribir, y la remataba con un “¡Es
shuperinteliyénti!”. Era como decir “Miren todos la genialidad que están pagando mis
tantos dólares al mes”. Toto -como muchos-, pensaría que la calidad estaba en el coste.
Pues este geniolitos, fuera de la química, era un boludo estilo el mago de Oz, cuando al
hombre de hojalata le da un corazón de conjeturas en vez de uno de carne como se lo
había pedido él. Geniolitos era una especie de Bucay, que todo lo soluciona con placebos
literarios.

El dibujo técnico se sostiene en algo que se llamaba “Las Normas IRAM”, pero que ahora
se llaman “Las normas ISO”. Responden muchos porqués. Era como decir que pi vale algo
así como 3 coma catorce dieciséis. Las normas ISO establecen que la flechitas de cota
valgan dos milímetros y no más ni menos. Las normas ISO ordenan al dibujante de planos
que el sombreado se haga con intensidad 2B. O sea son para todos. Y en todas las láminas
se utilizan. Bueno, así la mayoría de la gente piensa que para todos los problemas existe una
solución ISO. Y ya que le había ido requetebién a él, toto creyó más que ideal aconsejarme
que mi problema de soledad y otras índoles se solucionaba yendo al médico que lo
estabilizó con pastillitas.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

A llevarle flores por la mañana

El domingo volvió a llamarme. Le pregunté si “¿Querés que te acompañe?”, porque


Evangelina iba camino al cementerio San José de Flores para ver a su mamá. La respuesta
fue un bueeeeeno pausado por un suspenso al final, pero que disimulaba un manantial de
entusiasmo. Creo que no me oyó cuando le pedí que esperara del otro lado, ya que nunca
supe bien cómo llegar a ese cementerio. El único cementerio al que yo sabía ir era el de
Berazategui. De más chicos solíamos ir con Seba, nos emocionaban los mitos, la idea de
que los zombis pudieran romper su ataúd y sacar las manos entre las florecitas crecidas
sobre sus tumbas. Nos hubiera gustado quedarnos a dormir algún día allí. Pero los
horarios, los padres y la cena quedaban siempre a trasmano de nuestras soñadas travesuras.
Seba venía a buscarme a la casa de rejitas negras. De allí al cementerio eran cincuenta
cuadras de ida. Siempre fuimos en días de sol. La entrada medía 30 metros, o algo así.
Mientras mirábamos las lápidas podríamos haber salido corriendo como tiro, si acaso
oíamos a las palomas aterrizando como si fuesen una miniatura de helicóptero entre los
abrojos que rodeaban las pistas espontáneas. Nos inventábamos historias que eran reales, y
nos afectaban los mitos de lo fúnebre.

Dije entonces que fue necesario ir por un anotador para escribir la dirección que ella me
diga. Pero había colgado cuando volví. Yo no sabía por dónde empezar a buscarla, si
adentro o afuera del cementerio. Llamame por favor, fue mi plegaria durante 15 minutos hasta
que el teléfono sonó de nuevo.

Viendo que aún no había salido, por supuesto colgó y esta vez enfadada. Y a la media hora
le escuché un más tranquila, que iba acompañado con un poquitito de vergüenza, porque
volvió a llamar cuando regresó a la calle Segismundo, donde ella vivía. Entonces se dio
cuenta de que me había hecho una escena. Nuestra conversación peligraba debido al
reciente desencuentro. Para suavizar el caldo, me anticipé a cualquier reproche con lo más
parecido a una declaración: “Todos estos años que no nos hemos visto ni te imaginas
cuánto que te extrañé”. Funcionó mejor de lo que esperaba: el enamoramiento nos
predispone para ser indulgentes. La frase pareció fulminar a los nervios y a los reproches.
Siempre la había recordado. Durante esa charla me fue demostrando que también ella había
pensado en mí: citó las palabras con las que yo intentaba impresionarla en la biblioteca de
mi Fray Cayetano. A cada frase le agregaba el “desmesuradamente”, que me copió de
cuando le comenté la Teoría del eterno retorno, y que yo le copié a Dolina de cuando leyó un
pedacito de Nietzsche, citado por Borges en su Historia de la eternidad.

También me dijo que aunque lo había buscado mucho, “Nunca pude encontrar Los poemas
de amor más bellos del mundo”. Y tuvimos una charla preciosa.

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A la hora de la merienda

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Ese mismo día pero más a la tarde fui a la prometida casa de Craso Bretón. A la hora de la
merienda hicimos el almuerzo. No recuerdo lo que comimos: quizás un asado al horno sin
tanta sal como para estar salado y sin tanto fuego como para estar seco. Pero sí me acuerdo
lo que Craso Bretón me contó sobre porqué se tomaba café a la hora de hacer negocios: el
café es ideal para que los tratos queden firmados, pues en su aroma hay algo que relaja y
hace que el cuerpo se sienta a gusto. Craso Bretón me había pedido algo de dos mil dólares
para que pongamos una empresa de compra-venta de autos por Internet. Usted ha sido
seleccionado, faltó que diga. Pero de todas formas, lo que impulsaba mi espíritu en esos días
no eran las grandes ganancias aseguradas, sino ir apostando a todo lo que yo quiera, como
si me tomara una atolondrada revancha de todo lo que no había podido hacer. Creo que iba
a llamarse Autos2001. Craso Bretón siempre me invitaba a comer a su casa hasta que fue la
gran inauguración. Comíamos pequeñas cosas. La mayor cantidad de encuentros pedíamos
pizza. Encargábamos en un Delibery alejado a 5 manzanas. Y nos quedábamos charlando
hasta después de una sobremesa muy larga.

Entonces lo invité a que se manyara un asado que iba a hacernos papá. Esa misma noche,
luego del banquete en la calle Yerbal, papá se subió a la terraza para mirar las estrellas un
rato largo. Pero cuando la empresa no dio resultado, Craso Bretón desapareció. Nunca más
me llamó ni nunca más atendieron el teléfono de su casa.

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El día en que nos encontramos de nuevo con alguien viejo

Me quedé todo el tiempo pensando en la conversación del domingo. Sobre todo en el


imprevisto y efusivo te quiero con el que se despidió antes de cortar. Por eso me decidí a ir
de visita al Instituto, para ver si podía reinvitarla a tomar un café. El lunes había sido
feriado. Cerca de las cinco del martes que le siguió al festivo volví hasta mi Fray Cayetano.
Admito que fui con un poco de nervios: ver de nuevo las caras que tantos malos recuerdos
me habían dejado… Como tantísimas cosas que aprendemos a superar a la fuerza yo fui
enterrando las falsedades y los cristianismos superficiales que me rodeaban en dolidas
tardes de 1996. Yo no lo sabía, pero los días de semana Evangelina se marchaba o al
mediodía o a las 3, para que así le quedaran las horas lo suficientemente holgadas para ir a
buscarlo a la escuela a su querido Jairo. Llueva o truene esa cita era impostergable.

Aunque en el Fray Cayetano a todos se los llamaba por el de pila, él debió haber ido a una
secundaria estatal. Me decía Patricito. Lisandro era extraño, fue mi rector o un no sé qué de
la dirección. Lisandro tenía la dentadura como si se hubiera calzado una de esas gominolas
que tienen todos los dientes frontales. Y siempre que decía algo se nos quedaba mirando
como si anticipara que un domingo siete se iba a venir. Siempre que hablaba con él era
como ponerme enfrente de un rumano flaquito que está esperando el disparo para largar en
las carreras de las olimpiadas. Era como estar mirando a mi fernanda, con sus expresiones
variadas en todo menos en sus ojos que parecían dos caramelitos media hora ya
chupeteados. A Lisandro le dejé un regalo para que se lo diera al día siguiente. Y cuando
me marchaba, las paredes me despertaron una tierna curiosidad: los póster de cartulina
habían cambiado sus pueriles bricolajes. Caminé entonces por el pasillo que conducía a mi
aula de cuarto año. Esa tarde no la vi a Auxiliadora ni a Mimor Cruz, pero sí pasé por un

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

aula y estaba Anabela dando las últimas lecciones de inglés. Anabela era quien me pasaba al
castellano las citas de Borges que yo no podía entender. Me habló de igual a igual. Todos se
quedaron asombrados al verme: esos pelos tan largos y esos pantalones tan harapientos a lo
Pagliaro. El acné se había ido. Y allí donde se pintaban los ramilletes granosos ahora se
habían marcado una cantidad de pocitos estilo Tomy Lee Jones. Pero a pesar de las buenas
segundas impresiones, Evangelina no estaba en el colegio. Así que ni siquiera subí a la
biblioteca y bajé por la fiel escalera hasta la calle para sentarme un ratito más en la
escalerilla de la plaza frente al colegio, tal cual lo hacía en 1996, y me dispuse a mirar las
últimas caras viejas. Pero en mi corazón aún sentía la esperanza de verla aparecer.

A los pocos minutos comenzaron la marcha del yendo a casa los desconocidos alumnos,
sólo iguales a los que yo recordaba en el uniforme. Salieron como cuando vencíamos el paré
paré bajo la puerta de primero octava. A medida que la escuela se fue vaciando,
profesorado, rectores y bibliotecarios abandonaban el instituto en un orden de rangos
ascendente. Y por último la regencia. A los tres desconocidos que aguardaban el 107 se
sumó el Lisandro antes dicho, que cruzó Bermúdez achuchando a sus carpetas, como
temiendo que fueran atropelladas antes que él. Al verme sentado allí en la parada, con sus
sobresalientes encías babosas me dijo “¡Ya está hecho, Patricito!”. Entonces no entendí
nada. Pensé pero si Evangelina no estaba. Cuando notó la incomprensión en mis ojos volvió a
decirme “Sí, sí, está hecho… ya se lo di a Prior”. Nuca supe si se confundió adrede, el tema
es que lo averigüé a tiempo. “Ah, era para Evangelina”. y con un inesperado respeto me
dijo que al día siguiente se lo iba a dar.

Es muy interesante cómo se tratan dos personas que no se ven hace mucho. ¡Toda la
historia que hay por contarse! Cuando dejamos atrás las huellas de nuestra infancia, menos
nosotros todo sigue viviendo allí. Las casas en alquiler tienen muchas mudanzas más.
Cambió de nombre la escuela, los pizarrones se habrán quemado y el 281 pasa por otro
lado distinto. Las niñas se embarazaron miles de veces y a toda la cuadra le ha empeorado
el humor. Nadie mejora cuando han pasado unos años. Así las calles fueron camino de
peatones en quienes no confiaremos nunca. Cuando alguien muy conocido se marcha de
nuestro barrio en nuestro jardín quedará un pedazo de tierra que no se cultivará nunca más.
Es como un colibrí que se muere, como si el arcoíris tuviera un color de menos. Como si
todos los días naciera una ipomea en gris que nadie puede arrancar. Entonces, cuando ya se
da por sentado el vacío, nos encontramos con alguien luego de muchos años con la
sensación de que todas nuestras preguntas tendrán respuesta.

Después del caricaturesco Lisandro, por detrás de la iglesia me sorprendió Ruth, aquella
que nos daba los logaritmos pa’ levantar nota. Me trató como si fuera una persona más
grande. Nunca olvidaré su correcto interés. Conversamos diez minutos y se marchó. Y
cuando ya nadie cruzaba para tomar el bus volví hasta la puerta de mi Fray Cayetano para
impresionar con una inesperada madurez a los últimos directivos que emigraban hasta el
mañana.

Para ese tiempo ya huérfano de padre hacía 4 años salió Craso, quien abandonaba el barco
como si se hundiera y él fuera su capitán. De inmediato me preguntó si yo había sido el que
había dejado un libro envuelto para regalo y con una nota. Se habría pensado que me volví
loco. Entonces le contesté que sí, pero que ese regalo era para Evangelina. La idea de que
esa romántica nota iba para otra persona lo dejó más tranquilo. “No te preocupes que
mañana se lo entrego”.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Y así terminó ese día. Cuando esos días de reencuentro se terminaron el álamo no está de
nuevo pero nos consuela su sombra. De aquí en más todo estará más entero para
nosotros. Siete colores tendrán de nuevo los próximos arcoíris. Y por un día se
completaron todos los crisantemos.

Al ritmo de Gaby, Fofó y Miliky

Sólo me preocupaba si Prior fue honesto y realmente tuviera ganas de dárselo; o al


contrario obviaría que me había visto.

A la mañana siguiente fue miércoles. Me despertó una llamada de Evangelina. Los


profesores que me vieron le habían contado que estuve allí. Para muchos es un plato
exquisito de comentar ver que un conocido en común aparece de nuevo. Y sobre todo si el
conocido aparenta locura. “Sí, sí. ¿Te dieron el regalo?” A su simple “no” le dije que fuera a
verlo a Prior. Pasó lo que me temía: hasta que Evangelina llamó a casa ese miércoles, Prior
se había hecho el desentendido y del regalo o de mí no le dijo ni mu. Pero después de que
le avisé a los diez minutos telefoneó de nuevo. Evangelina se había encontrado con el
mismo librito, apretado con la misma bandita elástica, en cuyas páginas figuraba el mismo
Táctica y estrategia que ella me leía en las noches de mi Fray Cayetano. Le había regalado el
librito que seis años antes Noemí me regalara en el parque de Villa Domínico. Imaginé a
Prior diciendo “No me tienes que dar ninguna explicación”, tal como Evangelina me lo
describió. “No me preguntó nada, y mucho menos de la nota”. Había colado un papel
entre los poemas de Benedetti y no sé que otro simplón:

Cualquier cosa que elijas


te hace una gran mujer para mí.

Volvió a telefonear para cuando ya había vuelto a su hogar. Cortamos presintiendo el amor.
Y desde entonces hablamos todos los días.

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Y al día siguiente fue jueves 30. Y, como una semana antes, pero esta vez algo más tarde,
me despertó un llamado de Evangelina. Me llamó una onda once y directamente me pidió
que la fuera a esperar en una plaza muy amplia que yo no conocí hasta ese día y que
quedaba creo en Lascano y una que estaba cerca de Nazca. Cuando llegué me quedé
enfrente de la parada del 109. Unos minutos más tarde el colectivo se marchó y dejó a
Evangelina cruzando hacia mí. Era como estar viendo una actriz de Hollywood: los bucles
platinados se acompasaban en la marcha de sus tacones de corcho; los cabellos y piel de
playa hacían un sexual contraste, que al pasar encendía a los hombres como si fueran
cerillas.

203
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Caminamos hasta un asiento desde donde vimos una calesita bailando al ritmo de Gaby,
Fofó y Miliky. Al sentarnos mirábamos hacia la ciudad y nos agarramos la mano con la
emoción del reencuentro. Siempre tenía algo para decir de todo. Y respecto a ello dijo que
Hay energía. Y como en el colegio, ese mediodía hablamos tanto. Le pedí que se quitara las
gafas de sol. Pero no lo hizo hasta que tuvo que secarse las lágrimas al contarme de algún
sueño perdido. “¿Viste? Te di el gusto”, dijo cuando me miró con esos ojos grandes y
acrisolados. Cuando se me quedaba mirando yo me acercaba a su cara hasta que sentía mi
respiración entibiándole la mejilla. Aunque ninguna vez desplantó el ritual de mi
provocación, por fin sentí su deseo cuando me dijo “Acá no”. Y entonces me besó la
mejilla con un tirabuzón de su boca. Fue como un toro que embiste con todo el cuerpo.
Antes me había contado de una operación que le hicieron en la muñeca para extirparle un
tumor. Le habían quitado un cáncer de la muñeca derecha. “Y nunca más pude recuperar
mi letra”, me dijo. Y sin embargo tenía una caligrafía preciosa. Los dos aceptamos estar
viviendo un enamoramiento. Aunque era más grande, Evangelina vivía los amores con la
emoción de los 16 años. Y me contó también que unos años atrás había muerto su madre.
“Pareció que me estaba esperando para morirse”. Desde entonces se añadió un nombre, y
se llamó Evangelina Lidia Mercedes Martorelli, porque Lidia era el nombre de su mamá. La voz
de Evangelina era como la de una adolescente enamorada.

Lo malo de Evangelina era que siempre llegaba la hora de irse. Como en todo lo que duró
nuestro encuentro no había prendido un Marlboro, sobre Nazca saqué el atado y antes de
que me pusiera uno en los labios me pidió que por favor no. Le dije que estaba bien, que
por ese día le iba a dar el gusto. Evangelina me miró como si el aire de Caballito tuviera
perfume al sexo de los amantes. Entonces me dijo que Yo también te voy a dar el gusto. Y no
paramos de hablar. Llegamos hasta el colegio de su querido Jairo. Yo sabía que era la hora
de dejarla. Nos dimos tres besos en la comisura de los labios. Los besos de Evangelina eran
como los penales que tiraba Diego en su mejor época, que a último momento cambia de
palo. Pues así los besos de Evangelina parecía que iban a ser en la mejilla, pero cuando
tocaban la piel se arrastraban hacia la boca.

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Como ir del infierno de golpe al cielo

Y yo mientras tanto pensaba en cuan estúpido había sido al pensar que me quería, puesto
que desde el reencuentro las ilusiones habían crecido cada segundo que pensé en ella. Era
tonto pensar que una mujer así me podría llegar a amar. Lo que seguramente pasaba por el
corazón de Evangelina, era que se había enternecido por mi aparición en la noche del 22.
Ver el hombre en que el alumno se estaba por convertir. El violento cambio de look debió
de haber despertado en ella una curiosidad igual de violenta. De todas maneras, me sentía
feliz por los pocos momentos que pasé junto a ella en esos días, y que me hacían vivir
como si estuviera soñando. Pero a los pocos minutos de estar ya en casa, telefoneó de
nuevo. Me acosté para hablar con ella. Lo primero que me preguntó fue “¿Sos virgen?”. Di
algunas vueltas para no contestarle pero finalmente le dije que no. Entonces dijo con un
suspiro que “¡Menos mal!”, porque sino “¡Qué responsabilidad!”. Y dijo cosas más

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

hermosas que en la conversación del jueves y del domingo. “Te va a gustar”. Estaba tan
contenta. No me acuerdo por qué pero la corregí diciendo que “Recuerda que ya no soy
más tu alumno”, a lo que con toda soltura me contestó que “Es cierto, pero podés ser mi
alumno en la cama”. Era como vivir en otro planeta. Como cuando vi por primera vez las
imágenes de canal 2. Me costaba creer lo que estaba viviendo.

Llamó a casa el viernes y también el sábado, justo cuando Sebastián había llegado en su
Corsa para quedarse a dormir. “¡Estás rebien!”, me dijo Seba cuando no le costó reconocer
que mi espíritu deprimido se había convertido en feliz gracias al toque de Midas que da el
amor.

Cuando sabía que alguien estaba oyendo, ella cambiaba el timbre de voz al de gatita y
jugueteaba con la provocación. Sólo el sexo es un buen símil para el sexo. ¡Decía cosas tan
excitantes! Le pedí a Seba si no podía esperarme 5 minutos en El minero para así poder
masturbarme mientras la oía. Me iba guiando a los orgasmos por un camino de frases que
pasaban de lo muy romántico hasta lo livianamente perverso. También me sorprendía
diciendo cosas en las que yo no había pensado, pero que luego de 24 años de matrimonio
son muy sabidas. Y en medio marcaba suculentas aspiraciones babosas. “¿Me querés acabar
en la boca?”. Me tomó como ejemplo y ya no pudo conformarse con las palabras.
Evangelina también lo hacía.

Fue todas mis fantasías.

Cuando colgó fui a buscar a Seba e hice algún comentario del tema. Sebastián me miraba
como admirándome de nuevo, como cuando le conté cosas de mis padres o que había
estado con una mujer de 22 años; o como cuando le contaba cosas inventadas en las copas
de las acacias. Desde el accidente siempre había estado a mi lado. Y siempre había apostado
sus esperanzas a que algún día íbamos a reír como antaño. Pero salvo algunas veces muy
espaciadas, Seba siempre había tenido que tolerar mi amargura. Pero aquella fue toda una
época de felicidad en mi vida. Y pocos además de Sebastián se la merecían.

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Al hacerse el otro día Seba se fue. Y ya no me sentí abandonado. Las soledades se vuelven
una gran compañía cuando estamos enamorados. Será porque nuestros deseos se
despliegan mágicamente sobre la superficie del presente. O porque vamos por la calle y se
escucha con voz de ángel cantando a Charly García Cuando ya me empiece a quedar solo. Todo
nos hace recordar a algo hermoso que hemos vivido. El amor es como el tiempo de la
cosecha para lo que veníamos esperando. Estar enamorado es un tiempo en que nuestro
deseo es capaz de doblar el espacio. Y tal como me había sucedido con Nube, presentí que
era Evangelina quien hizo sonar el teléfono esa mañana. “Te voy a hacer una visita” y “Hoy
no vamos a hacer el amor”, fueron dos frases que no olvidaré de ese día tampoco: la
primera en el llamado y la segunda en el primer intermedio de nuestros besos. Llegó a casa
enseguida. La estaba esperando en la puerta cuando bajó del taxi. Igual que Minerva
Solanas, Evangelina corrigió las direcciones de mis besos. Me puso una mano en cada sien
y también ella se me prendió de la boca, pero más como una impetuosa mariposa jaspeada
tomando el néctar de las madreselvas. Entonces sentí la humedad perfecta de su saliva.
Nuestra primera pasión fue mientras el ascensor. A pesar de que era chiquitita imponía su
ritmo cuando los pubis se contoneaban en su reincidente cara a cara. Fuimos los amantes

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

perfectos, enamorados de un amor prohibido. Siempre controlados por nuestras


preocupaciones, hacíamos el amor con el horario ciñéndonos la piel.

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Sobre una cama de clavos sin ser faquir

Evangelina venía cada mañana, le quitaba un por ciento a su Fray Cayetano, y lo utilizaba
en venir a casa.

Me gustaba verla desanillarse antes de hacerlo. Dejaba la bijouterie de oro sobre la mesa.
Pulseras, collar, y alianzas: repiqueteaban en el cristal igual a las monedas que dan de
cambio en la caja del subte. Me masturbaba. Hasta cuando no la esperaba se aparecía igual.
Y a la hora de irse al colegio, llamaba a la escuela diciendo que no podía llegar para
quedarse conmigo. Y así pasé las dos semanas más felices de mi vida. Fue como comer el
helado que más nos gusta hasta reventar.

Pero una mañana Evangelina no iba a poder venir. Tenía que irse hasta el centro para hacer
trámites. Cuando se vive un amor, todo se organiza en nuestras vidas de tal manera que los
engaños encuadran para que la verdad salga a la luz sin lastimar los sentimientos de nuestra
amada. Por eso sería que esa mañana, mientras estaba solo en casa, recordando las posturas
de Evangelina y nuestras conversaciones, cogí el teléfono y se escuchó el enternecedor
“¿Qué hacés gordo?” que siempre oí cuando la atendía a Nube, y que antes me desvivía por
escuchar. Desde que me reencontré con Evangelina, no había vuelto a hablar con mi Nube.
Los días que antes se iban como si estuviera sobre una cama de clavos sin ser faquir, pues
ahora se me escapaban como si yo fuera mancha [1] y no los pudiera alcanzar. Me preguntó
que qué estaba haciendo y que si no estaba haciendo mucho se venía a casa para tomar un
café. No me bañé ese día. Cuando llegó estaba preciosa, le aumentaba el hermoso la
ausencia de tantos días, así como mis pensamientos ocupados en otra mujer. Me trajo un
regalo para Navidad, el prometido patito de cerámica que quería darme. No sé cuál sería o
porqué, pero para ella tenía un significado tan especial como la honrada Reebook lo tenía
para mí. En esta vida aprendí que el verdadero amor se abre el camino para descubrir las
trampas que peligran la perpetuidad de nuestros sentimientos. Fue así que al ratito de llegar
Nube el teléfono sonó de vuelta. Evangelina había acabado temprano en el centro y venía
directamente a casa.

[1] Juego recreativo escolar

Cuando colgué, Nube estaba junto a la mesa de cristal fumé. Me observaba esperando una
explicación. Pero no me atreví a mirarla. “¿Conociste a alguien?”, me preguntó. Pero no me
animé a mirarla. Fui hasta el último cajón de la mesa de luz. Allí siempre tenía reservado
unos doscientos o trescientos dólares, por si acaso venía Porco, o Sanmiguel necesitaba
algo de mí. O si no para los taxis que usaba para viajar al Fray Cayetano, yo iba mucho a la
biblioteca a pasar mañanas con Evangelina cuando ella no tenía mucho trabajo que hacer
allí. También venía una chiquilla de 16 llamada Viviana, cuya madre tenía un parentesco de
amistad con Evangelina.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Entonces aparté 200 de los 300, y me quedé con 100 en la mano. Como si estuviera
comprando su obediencia le dije “Esto es para vos”, y “Gracias por todo”, fueron dos
frases que nunca pudo olvidar. Entonces Nube se puso a llorar con las típicas gotas gordas
que antes le vi derramar por cualquier crueldad de su madre. Pero amén de sus lágrimas fui
tirano. Y le dije que se debía marchar. Lloraba desconsoladamente, era como una niña que
llora porque se pierde en la excursión de la escuela.

Nube se fue ese día y yo la seguía amando. Siempre la llamaba y continuaba dándole el
dinero para que solventara su deuda. Así me sentía menos culposo por no haberla esperado
más. Ella me hizo compañías más interesadas en mi amor que en mi dinero. Una vez se
puso a llorar y a mí me dieron tantas ganas de besarla. Aquel fue uno de los momentos que
se quedó esperando mis besos. Estábamos sentados en una plaza más céntrica que donde
se nos voló el jilguerito. Y cuando estaba por hacer un año, Nube se acordaba
perfectamente de la fecha. “El viernes va a ser un año que nos conocimos”, me dijo.

Cinta de Moebius

Evangelina fue la única persona que valió la pena en mi vida y que, al mismo tiempo, me
agradaba y quería. Los demás: siempre carecieron de alguna de las dos partes. La segunda
vez que vino a visitarme le confié las llaves de casa. Las rechazó desde el inconsciente,
como sabiendo que yo insistiría y luego las aceptó. Menos los domingos telefoneaba todos
los días. Su voz era feliz y segura, como quien siempre sabe qué va a decir. Durante un
tiempo se daba una vuelta antes de ir al trabajo. Una vez, al poco de reencontrarnos, pidió
permiso y se retiró de una cena entre amigas para venir a verme. Fue al principio, cuando el
enamoramiento comandaba el batallón de nuestros deseos. Aquella noche, fue la única vez
que la vi con pollera-mini y medias de Lycra color cremita. Los únicos tacos altos
reemplazaron por una salida a sus cómodos y familiares tacones de corcho. Aquella noche
no hicimos el amor. Pero me recostó boca arriba y me colocó el sexo vestido sobre la
pelvis. Le gustaba restregarse sabrosamente con la ropa puesta. Nunca vino a casa con las
manos vacías. Y al abrir los regalos, Evangelina acompañaba la sorpresa con expresivas
aclaraciones. Una mañana me trajo una Biblia roja, con la cual casi completo el primer
ensayo de mi oficio de religioso. Trataba sobre la dirección de mi Primer Corresponsal.
Evangelina sabía mimarme mucho. Para mediados de diciembre se lució con algo muy
significativo.

Solía aprovechar el tiempo de aqulla recompuesta vida mía para ubicarme en loto sobre los
prófugos colchones, poner cualquier música en la compactera y meditar respirando hasta
visualizarme en experiencias que cumplieran mis fantasías. Prendía una vela blanca que se
ajustaba en el pico de una botella de vino. Casi siempre me llamaba veinte o treinta minutos
antes de venir, pero cuando sabía que Evangelina vendría a verme, apurado por la jactancia,
prendía la vela asegurada con un trozo de periódico virgen. Entonces simulaba ser Buda y
me acomodaba sobre la cama deshecha, contando mis expiraciones en regresivo.

Algo curioso: cuando Evangelina llegaba siempre la había esperado poco. Creo que esa
mañana me desperté y ella estaba sentada al borde de mi cama, esperando que abriera los
ojos. El mero ambiente del piso alquilado se iba desperezando de la somnolencia en una
semioscuridad digna del amanecer no totalmente despuntado aún. Sus muslos ecuestres me

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

llamaban al sexo continuamente. Pero antes sus manos templarias me acariciaron una
mejilla y también los caprichosos rizos negros que nacían en el mentón y la barbilla. Darme
los Buenos días era su especialidad. Hasta que por fin, un compasivo movimiento me reveló
la sorpresa: la bolsa de papel era azul, más azul que el azul mar. No hizo ni falta que se
partiera ningún celofán para ver lo que me estaba esperando. Fue algo usual y sencillo, pero
conmovedor por supuesto. De haber sido real seguramente hubiera nacido en el cultivo
oriental y se hubiera llamado Bon-Sai (¡Estás escribiendo en rima otra vez!). Pero era un
pinito artificial que obedecía a una escala muy reducida, simétrico y encantador, que se
sostenía en cualquiera de mis dos palmas abiertas. Tendría el alto de la botellita de medio
litro y un juego de luces rojas que al año siguiente ya no se apagó más. Ramas de pelos
verdes que brillaban cuando una luz se encendía, parecían rabos de un gato angora. Y una
rama que apuntaba al cenit le servía de podio a la estrella dorada; betún de judea simulaba
el deslucido en la base. El árbol era bastante tupido: por lo menos tres alambres apuntaban
hacia fuera del tronco en cada piso de ramas. Aunque si mal no recuerdo aumentaba su
número en uno por cada vez que bajaba hacia el pie. Y la mayoría de los adornos no
superaba en tamaño a la huella de mi pulgar. Cajitas cúbicas rodeadas por una cinta
amarilla, empaquetadas con un papel plateado que tenía estampadas unas estrellas fugaces,
también rojas y simples. Palomitas de algodón se suspendían de las ramas cuando un hilo
dorado las enlazaba. El pequeño pino se esponjó enormemente cuando unas guirnaldas sin
adaptaciones lo recorrían desde la estrella hasta caer al piso. Sin estas pomposas cotas, el
arbolito de navidad hubiera dado la impresión de estar desnutrido.

También dentro de la bolsa esperaban a ser vistas dos copas enanas y anchas, cuyas bases y
cuellos estaban pintados con esmalte rojo. A su alrededor una cinta, otra vez roja, pero con
un detalle de oro a ambos lados del ancho. Se parecía a vías ferroviarias doradas, una cinta
de moebius. Los lacitos quedaban hermosos. Pero lo mejor que la bolsa traía, amén del
árbol, era el enternecedor pesebre invisible, simbolizado por el minúsculo moisés marrón
donde dormía el Jesusito recién nacido. María y José parecían a la distancia, sin que el ojo
se acerque, dos alfiles de un pequeñísimo ajedrez. La Virgen estaba abrigada por una túnica
celeste y el carpintero con un manto del mismo color que el del moisés.

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Su querido Jairo

Todas sus cosas me recordaban a algo bello de mi vida: un aroma, un color, una textura o
un nombre. Cada vez que la miraba se le sumaba algún detalle más a mi admiración. Los
cabellos de Evangelina eran platinados rubios teñidos y bien rizados, tupidos como las
copas de los arces en el verano. A los pocos días que nos besamos, en mi perverso
departamento me trajo y me mostró fotos de su casamiento, de sus hijos sanos y del
discriminado. Me contó ese día secretos, intimidades que a otras personas les hubieran
provocado grandes complejos sobre el pudor. Pero Evangelina me los iba comentando con
gran simpatía y ternura. Y siempre con su sonrisa tan amplia. Ella era un más o menos
como alguien que ha luchado mucho contra la muerte, que le parece una gracia las vidas
que son normales. No sabré nunca si era porque se había acostumbrado a reírse de la
malasangre, pero a veces se percibía en sus gesticulaciones como un sutil esfuerzo facial

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

por mantener los labios cerrados. Aún en los momentos de admiración más profundos,
Evangelina relajaba la boca y se le notaban los labios entreabiertos, como si todavía
estuviera degustando alguna poción exquisita. Me lamentaría muchísimo ser erróneo, pero
puedo recordar que aquella mañana mencionó, como al pasar, que uno de sus hijos tomó la
teta hasta muchos años después. Cuando pasó aquella fotografía, siempre con la incansable
sonrisa blanca, benigna y jugosa, la vi por única vez 13 años más joven, con sus rizos
largos, amamantando a su querido Jairo, su hijito menor. Me di cuenta de lo generoso que
había sido el Titiritero al modelar a Evangelina tan benévolamente a través de los próximos
mayos que siguieron a aquel cabello de morena, pues aunque estaba igualmente hermosa en
la Polaroid, el tiempo y las desgracias la habían convertido en la mujer más perfecta para
armonizar con lo que yo tenía para ofrecer. Y una vez más, esa mañana, sentí que lo había
hecho por mí: el Señor me había estado preparando un descanso, un parar, en la
indisciplinada carrera contra mis limitaciones añadidas. Supe enseguida que Dios nos está
preparando un milagro en alguna parte, entretanto nosotros nada más queremos presumir,
vanagloriarnos, argumentando las especuladas oraciones de nuestra pena.

Jairo tenía capacidades especiales, como a ella le gustaba llamarlo.

Evangelina también conseguía milagros: Jairo empezó a caminar luego de que Evangelina
cumpliera con la promesa de peregrinar hasta la Virgen de Luján. Y así revirtió las palabras
de un médico que clavó en el alma de Evangelina la daga de una soberbia ignorante, pues le
advirtió que su hijito sería como “una plantita”, y que lo único que podría hacer era darle la
comida con una cuchara sopera. Siempre estaba emocionada. Sospecho que cuidar de su
querido Jairo la hizo valorar cada salida de casa como si fuera un enfermo a quien los
médicos dan de alta.

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Mis Ojos

Nos gustaba estar abrazados. Fue una relación repleta de sincronicidades. Aquél había sido
un amor que estuvo edificado sobre las vigas de las coincidencias hermosas y de la magia.
Ahora sé bien que las coincidencias más espectaculares nos tocan cuando estamos
perdidamente enamorados. Ya no le busco explicaciones. Antes de lo que voy a contar
hubo un día en ese diciembre que Evangelina se sentó a lo Serú en los colchones. Desde su
postura de madre me invitó aún vestida a que yo me acostara en ella al estilo Tango Feroz,
cuando la Dopazo se abre de piernas y Tanguito se acuesta encima mirando al techo.
Bueno, pues yo me puse así pero un poco más incorporado, de modo que nos besábamos
francésamente en un enredo de abrazos. Evangelina comenzó a desabrocharme el vaquero
y sin dejar de besarme le sacaba la capucha al alfil. Otra vez en otro día que estuvimos a
punto, justo cuando me preparaba para besar a la tortuguita, su celular le avisó con ¡Beep!
¡Beep! que su esposo le escribió un mensaje, enfurecido porque no lo atendía. Ya dos o tres
veces me había preguntado “¿Tenés preservativos?”, mientras nos calentábamos en las
transas.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Cuando conversábamos de música compartimos gustos en tres: Serrat, Sui Generis y Maná.
Tenía gustos muy lindos, y todo lo que le gustaba me hacía acordar a un momento feliz de
mi vida. Estuve unos días diciéndole “De Maná hay una que me gusta mucho”, entonces le
cantaba de memoria el estribillo que había escuchado de Ivés, allá en los calmantes
momentos en que le oía su voz de taller mecánico, cuando resumía todas las operetas a un
tono de letanía simple y gravoso. Y así estuve repitiendo: “De Maná hay una que me gusta
mucho”. Hasta que una mañana Evangelina llamó a casa y curiosamente no me dio sus
especiales buenos días, con sólo decir “¡Escucha!”, me pidió que prestara más atención. Y
acercando un auricular a su boca, subió el volumen para que escuchara el tema. “Se llama
Mis ojos”, me instruyó Evangelina. Y se quedaba escuchando para controlar que la estaba
oyendo. Yo en realidad no me acordaba cómo empezaba “Mis Ojos”. Mejor dicho: nunca
lo supe. Pero la primera vez que hicimos el amor, Evangelina me trajo de regalo una cinta
original pero ya estrenada, que se titulaba Cuando los ángeles lloran. Eran cosas que le
pertenecían. Siempre me daba cosas bonitas. Era elegante fuera donde fuera. Y al principio
me llamaba todos los días. Por eso el domingo tardaba mucho en pasar.

Empezamos a besarnos cuando la cinta se echó a andar. Nos desvestimos despacio y


sensualmente, tal cual yo lo había imaginado para mi Nube. Es cierto que la vida es un
combo de sorpresas. Todas las cosas que me dieron felicidad por algún tiempo nunca
fueron aquellas por las que había estado luchando. Sin embargo Evangelina llegó a mi
hogar para que yo pudiera aprovechar muy bien todo lo que había preparado para otros
amores. Ahora entiendo que mi Señor nos cumple el sueño únicamente con la persona
indicada. Y siempre supera nuestras expectativas.

En ese momento me llamó la atención que Evangelina no quisiera quitarse la remera negra
de algodón y sin mangas, con los meses comprendí que pudo ser un complejo por los 23
años de diferencia. Evangelina me pidió que mantenga la luz apagada, para que nos
quedemos en la penumbra que nos permitía las rendijitas de la persiana reveladora entre
eslabón y eslabón. Se recostaba como una diosa. Era pasional y provocativa. Cuerpo latino
y expresión italiana. Y su timbre de voz era rápido y cautivador. Ella se acostó y esperó a la
copulación. Me ayudó tiernamente con las manos. Y justo en ese momento empezaba a
escucharse:

Gracias a Dios
Que me dio mis ojos,
Que me dio mi boca,
Que me dio toda mi piel

Evangelina me miraba extasiada. Para que no le fuera muy incómodo me sostuve sobre mis
rodillas apenas flexionadas y mis codos a los dos lados de sus hombros femeninos. Me
mantuve lo suficientemente arqueado como para moverme y que no sintiera mi el peso.
Con movimientos muy dulces y protectores entraba en ella y salía. A la cuarta o quinta
penetración, Evangelina me dijo algo para excitarme aún más. Pero yo solamente la miraba
mientras movía mi pelvis pausadamente. Y con un susurro le rogué que no me esperara.
Desde allí, Evangelina se silenció. En sus ojos gemelos cercanos noté una sensación de

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

admiración extasiada. Pero también noté la represión, que buscaba llegar al orgasmo junto
conmigo. “No me esperes”, le repetí. Un gran destello en sus ojos clarísimos me advirtió
que Evangelina había llegado al orgasmo. Y yo mantuve mi galante ritmo. Sólo me retiraba
y volvía a entrar en ella. Y mientras tanto, presencié otro milagro: los ojos se le inundaron.
Una lágrima y un mudo temblor en sus labios confesaron su gratitud con la vida.

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Qamar

Había comenzado a faltarme en todos los momentos. Poco tiempo pasó desde nuestro
primer beso hasta que me confió aquel capricho. En una ceremonia de coincidencias
comenzó preguntando la medida del anillo que yo usaba en el anular. Y, tremendamente
decidida, enseguida compartió conmigo su idea de que tengamos un compromiso
simbólico. Para ella la vida pasaba también por la vida soñada. Y sus sueños eran inmensos.
Debieron ser ellos quienes ponían en su expresión la contagiosa esperanza. Pero como una
utopía del tamaño de América no se puede hacer realidad en un mundo que sólo tiene lugar
en su superficie para Malvinas, pues Evangelina se contentaba al intentar hacer realidad una
pizca de su idealización. Y una vez que lo conseguía, Evangelina sentía haber cumplido su
voto con la Beatitud. Así que en lugar de prepararse para volar hasta Antigua, eligió
pedirme que usáramos unos aristócratas anillos con grabados egipcios. Evangelina vivía la
realización de los ritos con una gran importancia. Cada fecha de un Santo era en su corazón
como un cumpleaños familiar.

La joyería se llamaba Qamar. Quedaba a la vuela de nuestro Fray Cayetano. Muchas veces
antes de mí, ella debió pasar por la vidriera y como un niña ansiosa soñaba que el hombre a
quien ella quería se lo deslizaba en el anular en el lado del corazón. Igual a mí no me
importaba llenarla de gustos cuando podía. Así que al poco tiempo de que acordamos la
compra, por la mañana me bajé del taxi en la puerta del local y me atendió un sabio
comerciante. Luego de mostrarme el ejemplo, me introduje el anillo de prueba para que el
diámetro se quedara archivado. Bastaría con eso: Evangelina tenía el mismo que yo. Era de
24 kilates, circundado por miniaturas egipcias. Y encargué dos idénticos.

Nos estábamos acostumbrando a llamarnos a cada momento. Pero yo no gozaba de esa


libertad. El esposo de Evangelina era un buen padre, bigotes negros y robustez hablaban
claro de su estructurada mentalidad. Pero a pesar de la hermosura, la perfección o la alegría
que Evangelina siempre llevaba consigo, Alfredo comenzó a sentirse insatisfecho. Este
comentario, triste pero certificado, me conecta con una frase de Evangelina, la primera vez
que me llamó. Estuvimos de acuerdo en la falsedad que existe en la amistad entre el
hombre y la mujer. Para ilustrar su respaldo a mi deslucida sentencia, Evangelina acotó que
“¡Peeero sí!… ¡Yo me casé con mi mejor amigo!”. Las cosas nunca son exactamente iguales
a nuestros sueños. Pero ahora comprendo la ilusión que debió haber vivido. En el mismo
álbum donde había conocido por primera vez (en diferido), las cínicas facciones de su
Alfredo, también la vi a ella vestida para la boda con el tul retirado hacia atrás. Caminaba
del brazo de un hombre que la alcanzaba al altar. Su padre había muerto cuando ella era
muy, muy joven. La carcomía no haber tenido tiempo para hacer las paces, pues discutieron
fuerte y ella salió de casa. Y cuando volvió, Evangelina encontró a los paramédicos en la

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

puerta. Tal como en las películas, que todo coincide en milímetros de tiempo para que el
dolor sea lo más doloroso posible. Y entonces se prepara el nudo de un desenlace triste.

Ese mediodía volví a casa con la noticia de que en cinco días nuetro capricho estaría ya
preparado. Me pasé antes por lo de Fede. Marqué su celular desde el teléfono público, pero
no contestó. Hice un segundo intento alarmado, pero tampoco obtuve noticias. A la tercera
vez que marqué, dejé un mensaje desesperado, como si algo me estuviera diciendo que los
mecanismos del destino también se componen con engranajes malditos. Preocupado (más:
dolorido), subí al 7ºD, y entonces me acosté para serenarme. Al poco tiempo sonó el
teléfono con Evangelina del otro lado. “Pareciera que tenés un sentido más cuando se trata
de mí”. Y me comentó entre lágrimas que la mitad de su sueldo le había sido embargado,
debido a un alquiler que había dejado impago el marido. Y para consolarla un poco le di la
noticia de los anillos de oro. Una semana después, en el fumé de la mesa redonda,
simbolizamos el tierno compromiso de nuestro amor.

Se sintió protegida.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Mork del planeta Ork

Evangelina abría la puerta y yo estaba en la cama, meditando con la vela que desparramaba
su luz histérica por las paredes del 7ºD. “¿Vos tendrías un hijo conmigo?”, me preguntó
una mañana. Hacíamos el amor todos los días. Desde nuestra segunda vez dejábamos que
los espermas hicieran una carrera en donde excepto uno se morían toditos en el horizonte
de sucesos del óvulo. Terminábamos de hacer el amor y yo me quedaba en la cama,
jadeando en posición fetal. Ponía ojos de tristonio. Por eso y algunos gestos más míos,
Evangelina me comenzó a decir Hush, por el perrito de los zapatos Hush Pupies.

Era hermoso verla ofrecerse. Era como cuando tenemos ganas de algo sabroso y lo
podemos comer sin modales. En perrito su contraempuje era feroz, igual que en Tara las
carnes de sus glúteos se ondeaba excitadamente. Ya venía de masturbarme en uno de mis
desvelos. Pero aunque estaba cansado ella siempre conseguía hacerme eyacular. Le decía
que era una hembra. También la cocaína más el Valium que tomaba para que se fuera el
acristalamiento de mis falanges, codos y metatarsianos, pues demoraban el semen mucho.
Entonces Evangelina tenía que hacer conmigo un excelente trabajo psicológico mientras lo
hacíamos. Repetía una Biblia de excitaciones. “Más fuete, Más fuete, Más fueeee-eee-
teeee….”. Al otro día era sábado. Y Evangelina me recordaba que “Ahora te tengo 48
horas adentro mío”. Para aprovechar el estar juntos todos los minutos que pudiéramos, un
mediodía la acompañé a buscarlo a su querido Jairo. Y sobre Nazca -cuando recordábamos
una masturbación telefónica-, me dijo “Nunca lo había hecho”. Después me dijo “¡No,
nunca!”, cuando le pregunté si en compañía de un hombre tampoco. Y cuando le pregunté
si solita tampoco lo había hecho, moviendo la cabeza hacia los estes dijo “No, no”,
poniendo una expresión que me acusaba alegremente de tonto por no haberle creído a la
primera. Otra de las cosas pero en otro momento más íntimo fue “Con ningún hombre he
hablado haciendo el amor” y “Una mujer demuestra lo mucho que ama de la manera en
que se entrega”.

Evangelina se calentaba con fantasías románticas que le despertaban un inquieto apetito


anal. Me preguntaba “¿Adelante o atrás?”, y para que lo hiciéramos se quedaba como
muertita boca abajo. Era como penetrar un colchón de agua, exuberante y maciza. Me ha
quedado tanto sabor de aquello. Al enterrarla sentía cómo se abría camino la cabezota, la
sensible piel roja recibía la fricción de sus corpulosos glúteos, hasta que Evangelina
susurraba un ardido “¡Ahí la metiste!”, que me decía con baba. Empezábamos suave. En las
paredes del recto, Evangelina iba sintiendo como un serruchito a la provocativa rugosidad
de las venitas peneanas. Era petera de mano y boca. Alguna vez conseguimos que el semen
le pudiera pintar la carita o hacer una fresca combinación de colores entre sus blancos
dientes. Me trabajó el deseo diciendo que se iba a animar a traer un pote de nata, para
saborear nuestro sexo con el toque de los sibaritas. Los pezones y la vagina fueron los
centímetros que más se endulzaron con eso.

Después del quince de diciembre, comencé a notar cambios en las emociones de


Evangelina. “¿Qué te parece una mujer embarazada a los 46?”. Y se autorrespondía que
“¡Supersexy!”. Y siempre estaba insinuando algo sobre los antojos o sobre planes de una
nueva familia. Hubiera sido indistinguible una broma o una seriedad. Pues lo decía tan
enamorada. “¿Cómo te gustaría llamarla si fuera nena?”, y me decía “Yo quiero que se
llame Luna”. Ella siempre elegía cosas bonitas.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Era supercoqueta. Cada centímetro en ella le olía bien. Todos los días se retocaba un pelito
del depilado. Como un preámbulo al clítoris se dejaba un triangulito de barba de tres días.
Después ponía los dedos formando la paz de Lennon, y hacía unos circulitos en el sentido
que va el reloj. Entonces el repulgue de la casita se le movía como las algas del mar. Abría
el saludo de Mork cuando se despide de Orson: y me enseñaba despellejado el hurón.
“¿Vamos a ver cómo está la Evi?”, decía ella con acento de putita. Su figura degenerada.
Los pezones que le miraban los labios, los bíceps que marcaban ruta para un alpinismo a la
axila fresca. Cuando tenía el orgasmo, las patitas de gallo se le arrugaban más. Apretaba la
mandíbula sin chocarse las muelas. Sus gemidos de loca, su sonrisa macabra. Nos
empachábamos del otro. Lo hacíamos con egoísmo, nuestras almas saboreaban los azotes
de una amorosa perversidad.

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Eclipse de noche

Entonces llegó el lunes de un enero que recién nos acometía. Y con la fecha un llamado a
las 8 de la mañana. La estaba esperando desde la noche anterior, tenía preparado un
almuerzo rico para cuando Evangelina viniera a verme. Atendí pensando que como todas
las mañanas iba a ser ella. Pero a mis repetidos “¿Hola?”, nadie contestaba. Y como un
tonto dije su nombre: “¿Evi?”, pensando que no me escuchó a la primera. Como la pierna
que patea haciendo el nervioso teatro de un acto reflejo por el golpe en la rodilla, pues al
escuchar el nombre de la mujer amadora se asomó la voz de un hombre que preguntó si ahí
no vivía un nombre cualquiera. Cuando le pregunté con qué número quería hablar, aquella
voz me repitió dubitativamente el número discado pero pifiado en el último dígito, cual mi
Evangelina lo hiciera la noche de número 22. Y colgué al extraño cuando le dije que “No,
no… equivocado”.

Hay veces que el Paraíso viene a nosotros mientras estamos vivos. Lo malo -si no morimos
en Su entretanto-, es que algún día se nos acaba. El mío duró 44 días. A los segundos sonó
otra vez. Y aquí sólo fue silencio, creo que trataba de adivinar mis facciones escuchándome
la respiración. Supe entonces que era el esposo de Evangelina, buscando vengar la ofensa
del adulterio.

“Nos descubrieron”, dijo la voz de Evangelina apenas la atendí en un llamado que vino
luego. ¡Qué miedo nos agarró! Le quitó el celular de las manos y la forzó a que le revelara el
código. Pero Evangelina no soltó prenda, aún tras las bofetadas y otras violencias y
trompicones. Le iban a quedar marcas pero poquitas. Alfredo siempre supo hasta donde
insistir. Evangelina me dijo “¡Salí urgente de ahí!”, que “¡Andáte a lo de algún amigo!”.
Ignacio había creado súbitas paranoias en Evangelina, amenazando con que iba a venir a
buscarme. Estaba aterrada. Contagiado por el terror llamé primero a un patrullero, el cual
vino en seguida a pesar del deficiente servicio de la Federal. Uno de los uniformados era
como un ropero. Me pidió que bajara los nervios, que los asusté por mi alarma y que estaba
toda la seccional patrullando por el escándalo. Pero enseguida se fueron. Y como

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

necesitaba compañía: ¿Quién me sacó del miedo sino papá?, que ante mi espanto cerró la
agencia y se tomó un remís hasta casa. Nos sentamos alrededor del fumé. Papá me
tranquilizaba, dijo algo que siete años más adelante repetiría de nuevo: “Los que hablan
mucho a la hora de actuar no son tanto”. Y después que papi se marchara, pues quedé con
él tan agradecido que pensé en darle el gusto de visitar a un psicólogo que me había
recomendado toto.
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Evangelina había conseguido cambiarse a línea cero: el mismo teléfono, la misma empresa,
pero tarjeta. Y así como el celular, pues Línea cero de teléfonica venía sin la factura. Alfredo ya
no pudo rastrear con quienes hablaba Evangelina. Igual le pedí que siguiéramos un código.
La seña era sólo dejar sonar un timbre en mi teléfono, entonces yo ya sabía que tenía que
llamarla al fijo. Pero de todas maneras mucho no nos gustaba usarlo. Yo venía con la
presión de los malos recuerdos de mi piecita del fondo, cuando papá me grabó las
conversaciones con Tara y Athos.

Pasó como un mes sin que pudiéramos vernos. El celular y la droga se iban comiendo los
miles de a poco pero cada día. Igual lo gastaba sin reparar. Sabía que estaba haciendo lo
correcto al no abandonarla. Todas las noches nos masturbábamos oyendonós. Estábamos
tan enamorados. Pero ya sea tan pequeño que nos es fácil seguir caminando con ello a
cuestas, o ya sea tan grande que la preocupación nos permite dormir sólo una o dos horitas
de noche y por el día siempre andamos cansados, pues lo bueno siempre tiene un rival.

Era un psicópata: Alfredo nunca dejó de llamar a casa. Y enseguida la llamaba a ella para
asustarla más, demostrando quién era el que controlaba todo. Como si para reconquistar a
la mujer que dejó de amarnos hiciera falta llevar una detallada contabilidad de la vida del
nuevo amante. Gracias a la nueva cerradura, Evangelina se atrincheraba en Segismundo
con su querido Jairo. Parecía un gatito desesperado. Por afuera andaba el marido haciendo
sonar el timbre con una largura patológica. Lo sentí varias veces en un día mientras
Evangelina me contaba a celular su temor. Y cuando sonaba el timbre ella exclamaba que
“¡Ahí está otra vez!”, y salía disparando a atender el portero. Nunca lo ignoraba. El miedo a
las consecuencias no se lo permitía. Podría decidir que no entrara otra vez a la casa que su
mamá le dejó al morir, pero también se veía obligada a escucharlo. Estaba segura de que iba
a cumplir las amenazas que le prometía. “Abríme porque entro con auto y todo”, era un
ejemplo de cuanto que él la quería. O si no hablábamos por el celu media hora, y cuando ya
estaba logrando que Evangelina se compusiera, se le escuchaba sonando el fijo y pasaban
cinco minutos de espera hasta que Evangelina me volvía a llamar. O sino sonaba el fijo de
casa y al atender todo era un silencioso vacío. Pero lo atendía para que se quedara tranquilo
con su cobarde control. Y acto seguido de cortar volvía a llamarla. “Recién lo llamé al
boludito ese y estaba con miedo”. Pero entendí años después que era todo un teatro. Ni
siquiera usaba sinónimos temibles como los que les escuchaba a René o a Porco. Para
atemorizarla, Alfredo usaba insultos caseros.

Generalmente Alfredo abandonaba la persistente intimidación a la una o las dos de la


madrugada. Entonces nos sentíamos libres. A cualquier hora Evangelina podía llamarme o
yo despertarla a ella. De todas formas respetábamos mucho al sueño del otro. Pocas veces
nos despertábamos, sólo cuando soñaba que hacíamos el amor la telefoneaba tímidamente
para contarle mi sueño y dormir más tranquilo. Pero si no la llamaba siempre estaba
pensando en ella.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Debido a la acumulación de sainetes, el siete de febrero Evangelina pasaba una madrugada


traumática. Sólo para las celebraciones tomaba alcohol. Sin embargo comenzó a tomar
champagne para que todo ese mal pasar se le hiciera más llevadero. Una vez se quedó
dormida a media masturbación. Era hipersensible: tomaba Trapax para que los nervios no
controlaran todo. Esa noche se tomó diez. Y a la mañana siguiente, ni bien atendí el
teléfono, careciendo del buenos días, me dijo:

- Perdí a Luna.

Jamás se lo perdonó. “Si lo hubiera sabido no me tomaba un Trapax tras otro”. Sin
embargo era estoica. Lloró pocas veces por ello, pero sujetó el llanto como las montañas
sujetan a los ecos de las tormentas. Las nanas de la cebolla. “Esa me la dedicó Pedro”, me dijo
una vez luego de hacernos un amor que respaldaba Serrat con letras de Miguel Hernández.
Evangelina había tenido relaciones con tres hombres antes que yo. Uno fue Alfredo, con
quien perdió su prolija virginidad en la luna de miel. El otro fue un hombre de las Canarias,
quien la consoló durante una ruptura express, cuando el especial Jairo aún no había venido
al Mundo. Y el último fue un amante de tres y un cuarto, pero que ella quería en grande. Se
llamaba Pedro: Alfredo le había cruzado el auto para prepotearlo porque -igual que el mío-,
descubrió en la factura su número una y mil veces. Cuando Evangelina amaba, amaba tanto
que se descuidaba en esos detalles: dejaba los ositos en la mesa de luz, ponía las flores que
le regalaba en agua y se olvidaba de que en la casa no vivía ella sola… Llamaba siempre que
me extrañaba.

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Luego de hacer la denuncia por violencia doméstica, a los días después tuvo que ir a
declarar Alfredo.Y abandonó el trabajo de hormiga para torturarla a la esposa. Sin embargo
-aunque ya no tan seguido como al principio-, siguió molestándome en casa. Google no era
tan conocido en aquel tiempo. Facebook aún andaba de huevo en huevo mental de Mark
Zuckerberg, eyaculando utopías. Por eso, supongo nada más, que espiando por una guía
virtual, Alfredo adivinó la dirección en donde mi número se alojaba. Pero -ya que yo estaba
de paso en piso-, pues lo confundió que mi nombre no figurara en los datos. Por eso
aquella mañana preguntó por otro nombre que no era el mío. Y una tarde lo crucé al
portero. Angelito era un petizo más bajito que yo, aunque a diferencia de los enanos tenía
el aura luminosa. No sé si tenía 40 y pico. ¿O más de 30 pero muy cerca de los cuarenta? El
tema es que esa tarde Angelito me preguntó si yo no estaba esperando a alguien para
charlar de hipotecas. Resultó que en el ayer de ese día el bestia de Alfredo se había acercado
al departamento a tocarme timbre. Igual que se lo había hecho a Nube, pues a Alfredo
también le desconecté el teléfono. Y cuando ya no pudo jugar a ser un doble agente de
Operación Valkiria con mis respiraciones, pues entonces Alfredo me fue a buscar
disfrazado de agente inmobiliario. Pero como también había desconectado el portero para
que nadie cortara mis meditaciones ni mis descansos, pues Alfredo no pudo dar con mi
paradero. Pero al que sí encontró fue a Angelito, quien como todo portero era chismoso.
Alfredo dijo que era un hombre de inmobiliaria. Y que yo lo había llamado porque quería
invertir en hipotecas. Ni lento ni perezoso, Angelito le chismoseó a Alfredo todos los datos
del pelilargo: mi apariencia, mi oficio, color de piel y mis años. También le dijo que me

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

podía encontrar a la tarde en lo de Federico, en café El minero. La Tierra ya había dado


toda la vuelta al sol desde la primera vez que tomé un café ahí. Y después de decirle a Julito
chau, ni lento ni perezoso, Alfredo fue a ver si me podía encontrar en el bar. En media
cuadra se recibió de otra cosa. Y le bastó con preguntar por Ezequiel, para que Fede le diga
que esa tarde no me había visto ahí.

Al otro día Federico puso cara de susto y me contó que me andaba buscando un tipo así y
así. Es que éramos igual a los enfermos que se conocen en el hospital. Quienes se conocen
en El minero echan lazos de familia.

Cuando Evangelina la perdió a Luna yo también estaba tratando de pasar los malos
momentos lo mejor que podía. Ya hacía tiempo que los adictos venían a casa para tomar a
escondidas, hasta que las 7am alumbraban a Caballito otra vez. Alfredo seguía llamando a
casa y también contaminando la casa de Evangelina con prepotencias altaneras que no
tenían refuerzos. Pues yo mientras tanto más me acercaba a todos los marginados. Les
recolectaba en mis viajes por Caballito para que me acompañaran a comprar merca. Y
luego les invitaba a tomar en casa. Como una noche que di vueltas allende la General Paz.
Y tal como lo había aprendido de perro blanco, pues a mestizo que me cruzaba le pregunté
a donde podía comprar falopa. El borreguito de la esquina me instruyó con la mano para
hacer un zigzag de dos manzanas. En medio de una vereda larga iba a encontrarme con dos
sentados tomando mate, quienes campechanamente se encogieron de hombros y me
respondieron “No sé… A lo mejor en una librería”, cuando les pregunté si “¿No sabés en
dónde puedo conseguir un papel?”. Esa vez pensé que iba a volver a lo de Cristiano con las
manos vacías. Hasta que algunas manzanas más perdido, con un aliviante tono canchero
uno me dijo “¿Pero vos sabés quien soy yo?”. Este tipo era el famoso guasara, vendedor de
la buena y conocido por cualquier drogadicto de la Capital que se había ganado el adjetivo
de “veterano”. Guasara era de aspecto más bien redondo. Una prolongación de sus
comisuras dijeron que enseguida le cayó simpática mi pureza. En esa época yo era lo que
aparentaba: un pobre genio dolido a expensas de la mala energía. Iba por la vida buscando
el cariño que me pudieran dar los piropos de cualquiera. Y mi rencor empobrecía cualquier
gracia que yo pudiera tener. Pelos hasta las tetillas pero con espesuras finitas; el desenredo
no era habitual ni tampoco el peinarme; los pantalones de Pagliaro eran para agredir
visualmente a los bien vestidos. Pero en mi fondo sólo quería la contención de un oído
como el de Seba. Esa noche guasara me la vendió hermosa. Me atendió con una sonrisa
honesta. A él no lo volví a ver nunca, pero luego volví para verlo a perro blanco, quien ya
estaba más que en los techos colgado de las arañas. Había tardado mucho.

Pues así iba yo por las oscuridades de la Capital. Con el tiempo me iba a dar cuenta de que
amistades así quitan más oportunidades de las que dan. Creo que eso era lo que trataba de
enseñarme mi terquedad, ya que a pesar de el Rober siempre terminaba volviendo a hacer
amigos así. Me lo recuerda la imagen de un tal René, ese que subió al taxi con el grupito
que recogí en el lavadero que estaba en diagonal a El minero. Para bajarla, René tomaba
tetra de Uvita. A René le faltaban todos los dientes frontales. Los había perdido en la 12 de
Vélez, porque luego de los partidos las hinchadas se juntaban para ver cuál de las dos era
más mala. René tenía las llaves de abajo porque a mí me costaba irme hasta el ascensor. Y
además el portero estaba desconectado y no lo podía arreglar. René venía para tomar más
merca a las 7 de la mañana. Me despertaba golpeando la puerta para que vayamos a
comprar más. Y como le decía que no, pues me insistía para que le dé cinco pesos y que

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

después me los devolvía. Igual que Porco, él nunca me reparó el favor. Sin embargo René
era mejor. No enfermaba a la suegra para que le diera guita ni andaba pulverizando de a dos
papeles para que le quedaran tres. Estaba enfermo de merca, no de efectos miserables
como los que siempre sufría Porco. Porque hay miserias que se distinguen de las miserias y
miserias que no son tan miserables.

La educación lo hacía el más confiable de los drogadictos: Sinué era el más centrado entre
ellos. Meditaba profesionalmente y hablaba con pasión de temas espirituales. Pero cada vez
que tomaba parecía que los fantasmas querían robarle algo. Entonces se quedaba sentado y
contestaba a cualquier pregunta que yo le hiciera con una interminable mirada de miedo.
Pero cuando venía a casa pasaba una hora de feliz compañía con él, antes de que
empezáramos a tomar. Como era el más centrado de todos, una vez le pedí que atendiera el
teléfono, ya que estaba cansado de encontrarme con el silencio de Alfredo. Resultó siendo
Evangelina. Y como Evangelina me seguía llamando hasta las 3 o las 4 de la mañana, en ese
momento me ponía el índice de la otra mano en los labios: veía a los otros adictos
asimilando como podían el gesto de la enfermera que dice chito en los hospitales. Otras
veces, mientras Evangelina me estaba hablando, Sinué me pasaba un plato con el lagarto
servido. Aprovechaba que Evangelina me estaba dando una contestación desarrollada, y
entonces con una mano tapaba el auricular y con la otra sostenía el canuto para esnifar.

De aquel duo no tan cómico, Sinué se quedó. Pero René se fue de mi vida en dos veces.

La primera fue una mañana, cuando me vino a despertar porque quería seguir tomando. Me
pidió dinero, con la típica promesa de la pronta devolución. Le dije que no. Pero René se
ponía nervioso. No le gustaba quedar manija. Entonces me insistía hasta pasaban pocos
minutos y yo prefería darle el dinero para que se vaya, igual que el gordo pero con un
tonito menos mafioso. Bueno, desde esa vez no volví a verlo hasta una semana después. Se
daba cuenta cuando se desubicaba. Pero al menos le quedaba la suficiente vergüenza como
para no volver, y pagar su equivocación con forzados días de abstinencia. Pero la
casualidad también puede ser insistente: René pasó con la bici por la vidriera de lo de Fede,
cuando me estaba bajando un Nesquick. Ignoro cómo es que funcionan los sentimientos
en esos casos, pero me alegré al verlo y lo invité a tomar un café. En consecuencia, él me
invitó a comer un asado: esa noche conocí a su esposa -una gorrrrrrda de aquellas, “Mi
cable a tierra”, como la llamó René-. Vi también a su suegra, una escrupulosa anciana que
ya se murió y que en ese entonces le rezaba a San Noséqué para que se detengan las
tormentas y no se inunden los pobres. Esa noche, René me hizo mollejas. Me fui contento
de ahí. Pero a las dos mañanas siguientes mi puerta sonó de nuevo. René necesitaba otro
tanto para pegar uno en lo de los bolivianos, pues ya venía de gira y el rum-rum de la merca
no lo dejaba en paz. Y como la vez anterior que prometía ser última, René primero me los
pidió, pero segundo me los rogó. Y aquella fue la última vez que lo vi. Luego siempre salía
del edificio con miedo a encontrarlo de nuevo. Pero él también fue una gran compañía. Fui
marginado cuando lo necesité. Aquellos círculos me protegían de mis temores. A René
también le conté los episodios de Alfredo. Me dio una opinión equivocada de Evangelina.
Pero siempre me sentí a salvo con él. No tenía problema en matarse si yo lo necesitaba.

Entre tanto de aquellas maldiciones, después de leer el libro de Hay, mi Nube encontró
trabajo. La habían puesto a cargo de un grupito de secretarias. Y si volvió a llorar lo hizo
porque no estaba junto al hombre que amó. Pero nos vimos dos o tres veces más. Parecía
mentira: pues comenzó a llamarme el triple que cuando estuve dispuesto sólo para ella.

218
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Antes que nada estaba Evangelina, por supuesto, pero si tenía tiempo planificaba verme
con Nube. Aún la deseaba terriblemente. Parecía mentira: Cuando estaba por cumplirse un
año de conocernos, Nube me lo recordó antes que yo a ella. “El martes va a hacer un año
que nos conocimos, gordo”. Siempre me preguntaba por Evangelina. “¿Es bonita?”, “¿Te
quiere?”.

219
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Ya no amenazaba con romper nada y piloteaba su histeria hasta que Evangelina apenas se
la notaba. Así fue que Alfredo comenzó a pasar a la casa para verlo a su Jairo. De todas
maneras siempre insistía: “Debe de ser muy grande lo que tenés ahí afuera como para
haberme echado”. Molestaba así (como un mosquito en la noche), de a poquito, esperando
que Evangelina estallara. Sin embargo a Evangelina le habían quedado unas secuelas
inertes: arrastraba los miedos y siempre me los decía. Y así pasé muchos días sintiendo que
todo se desgastaba por la fricción de nuestras preocupaciones. Aca contar que era cierto lo
del enano de toto

Hasta que en una conversación, justo cuando terminaba de contarme otra la locura de
Alfredo, le pregunté “¿Qué perfume te gusta más: el del tilo o el de la rosa?”. Le llamó la
atención una salida así. Habrá pensado que no la había escuchado. Y me lo echó en cara,
diciendo “¿Para qué querés saberlo? ¿Para llevarme flores al cementerio cuando Alfredo me
entierre?”. Hice la vista gorda de su pequeña desconsideración y entonces le pregunté
“¿Cómo era tu vestido de novia?”. Se silenció por unos momentos y me respondió por
supuesto que blanco. Insistió para que le cuente cuál era la idea de aquellas preguntas en un
momento tan difícil para nosotros. Pero mantuve mi secreto hasta la próxima llamada. Y
cuando me volvió a preguntar se lo conté. “Yo sé mucho de Alfredo, sé mucho de los
dolores que te causó… Pero no no conozco casi nada de ti”.

Al otro día llamó y lo primero que dijo fue: “El café me gusta con dos cucharaditas y media
de azúcar, y leche tibiecita para poder tomarlo bebido.” Desde entonces los días de esperar
a verla se pasaban más rápido. Hablábamos de todo: desde las estrellas hasta los sabuesos.
Y una medianoche noche me dijo: “Hoy te voy a invitar yo a vos”.tratar de alargar los
últimos 2 parrafos

Segismundo

Puede haber sido como conté del viajero, que se va distendiendo cuanto más lejos está de
casa. Porque algo aliviador sintió mi espíritu cuando el taxi pisó las calles de Villa Luro. Fue
como si se respiraran palabras y ahí no se dijeran insultos.

¡Ay, fui tan feliz cuando volví a verla! Siempre que llagaba a la calle Segismundo Garmendia
todo era oscuro. Y siempre había estrellitas. Dos metros separarían el taxi del portón
blanco. Cuando llegaba a veces la veía oculta tras la puerta entornada del garaje. No tan
abierto como para sacar al perro, ni tan cerrado como para que no se confundan sus ojos
con los de un niñito que espía a los papás cuando van al baño. Yo siempre miraba desde la
ventanilla del taxi para ver si me estaba esperando. Y siempre lo hacía. El brillo lúcido de
sus ojos la delataba escondida en la penumbra de la medianoche, igual que una gata en la
oscuridad. Recién salía de la ducha. Vestida de seda, de un color que en las cortas
repeticiones de mis visitas variaba entre el plata, azul marino y turquesa. No nos
abrazábamos hasta que ella pasaba el cerrojo. Y el sonido de la cerradura parecía distinto al
de ninguna puerta; era como decir “croqueta”. Mientras tanto, todo lo que duraba cada

220
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

segundo, yo contemplaba su cuerpo con perplejidad. Me daba la bienvenida con sus


abrazos apasionados. Luego me apuraba con gestos ansiosos. Todo lo que hacía era con
una sonrisa. Cuando nuestro amor ya estaba salvaguardado de las injuriosas curiosidades de
la madrugada suburbana, Evangelina disimulaba su éxtasis con ingenuos y exagerados
regaños desubicados. Luego de calmar con un beso nuestra sed del otro, Evangelina fingía
estar enojada y me decía que tendría que haber tardado menos. Hasta su gesto más ruin era
inocente. En unos minutos pasábamos al cuarto. Qué besos me daba y qué brazos tan
tórridos que tenía. Y siempre que nos tocábamos estaba cálida. Evangelina tenía una
expresión quinceañera. Era muy delicada. Cuando la dejaba sin palabras, ella aprobaba mis
escasos ingenios con un gesto silencioso y de complicidad, que hablaba muy bien de su
inteligencia: apretaba sutilmente sus labios y los movía uno contra otro, apenitas
presionando, como paladeando una saliva dulcísima. Entonces, en la semidesnudez de
nuestras madrugadas, apartaba los ojos de mí y se saboreaba a ella misma, como cuando me
leía Táctica y estrategia, en la bibliotequita de nuestro Fray Cayetano. Entoces miraba para
otro lado, como aceptando con felicidad, como resignándose inteligentemente, como si me
felicitara por la astucia… Y decía Touchè.

Aunque a lo mucho fui a verla una vez por semana, siempre esperaba a que se hiciera la
medianoche con una expectativa inmensa. La voz de Evangelina era como la de una
adolescente enamorada. Sería porque lo estaba mucho. Le encantaba estar acurrucadita en
mis brazos, o en cucharita luego de hacer el amor. Hubo dos veces que nos dormimos así.
Pero en esa pose de niños fue que aprendí a acariciarla para con el roce de su piel se le vaya
despertando el apetito anal. A lo último terminábamos de hacer el amor y entonces
Evangelina me ofrecía cosas cotidianas como si viviéramos juntos. Me preparaba algo para
comer, o si no mi favorito era calmar el calor del sexo con un vaso de Cocacola. La
temperatura del vaso era perfecta, Evangelina enfriaba la heladera de tal modo que la
Cocacola servida quedaba con un poquitito de escarcha. Como a un bebé me hacía masajes
con una cremita de So. Y todo lo que yo hacía le parecía bien.

En el entretanto de aquellos días siempre iba a verlo a toto. En él encontraba a un amigo


cuyos defectos fui notando a medida que nuestras reuniones salteaban los días hábiles
como un caballo de ajedrez. Los hombres tenemos algo que nos hace presumir de cuando
estamos con una mujer espectacular. Así que le contaba las pequeñas y grandes pasiones
que teníamos Evangelina y yo, en la casa de la calle Segismundo. Los hombres tenemos
algo que nos hace querer estar a la altura de quien ha estado con una mujer espectacular: y
así fue que toto me lo contó. Era verdad que había estado con otra mujer cuando el enano
le buchoneó a la señora de toto que toto le estaba metiendo el cuerno. Resultó que este
toto se había encontrado con una antigua deseada de los años de su juventud. Estuvo por
dejar a su esposa y a sus hijas, para fugarse con esta otra belleza. Pero geniolitos no sólo le
dio geniolitos para el cerebro, sino que también le explicó que el amor no solamente es el
sexo. Bueno, el amor no lo sé. Pero Geniolitos le dijo que uno debe priorizar otras cosas
cuando está tratando construir un hogar. Así fue que toto sacrificó su corazón por una
familia estándar. Pero de todas maneras me sentía muy agradecido con él, así también
como con mis padres, con Seba y con los de él.

Otras veces estaba cenando en lo de mis padres. Toto andaba sentado ahí, reforzaba la
amistad de Salvador quedándose quieto y diciendo que sísísí a los comentarios políticos.

221
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Entonces llamaba Evangelina y me iba corriendo al departamento y después a la calle


Segismundo. Pero una vez estaba enfadado con ella. Desde que entré a su casa la desprecié
de malas formas. Se había enterado de la existencia de Nube. “¿Qué hago yo sin tu amor?”,
me dijo llorando. Esa noche no lo hicimos. Ella lloró un poco pero nos quedamos
dormidos respirándonos en la boca. Y cuando luego de aquellas mágicas noches regresaba
al departamento de Angel Gallardo me sentía precioso. En la tele las voces del señor Jinxs
se oían como la melodía de la Traviata.

Alpes Berneses

Y al fin una tarde llegó la sabida llamada de Alfredo. No sé porqué me había olvidado de
desconectar el teléfono ese día. Supongo que fue por un presentimiento de que iba a llegar
una buena noticia. De todas maneras me asusté un poco cuando escuché el anticuado
“¡Riiiing!”, parecido al de la chicharra de Gran Canarias, cuando nuestro rayo voceaba
grotescamente la aparición de una visita. Se presentó como lo que era: “Soy el marido de
Evangelina”. No me importaba ser cortés con mis detractores, sólo les ocultaba una gran
parte de mi corazón. Eso me lo enseñó tanto tiempo de andar perdido como alma en pena.
Así que pude charlarlo bien. Necesitaba contarme de unos problemas, así que “¿Por qué no
vamos a tomar un café ya que estoy cerca de tu casa?”. Pero me negué a ir donde él quería.
Lo cité en el viejo barrio de Almagro. En Medrano y Rocamora había un bar construido
hacía poquitos años. “Construido”, no: mejor dicho “reconstruído”, cuando cambió de
dueño. Se llamaba Alpes Berneses. Allí íbamos con papá cuando irrumpía a mis soledades
con sus historias de gremialismo; o si no cuando fue lo de Athos, cuando papá me contaba
de inventados sindicalistas para impresionarme con sus idealismos quejicas de la juventud
peronista. Enfrente estaban finalizando una estación de servicio, o no recuerdo si ya la
habían terminado para cuando fui a esperarlo a Alfredo. Sí: las playeras ya calentaban a los
necesitados choferes con sus nalgas rebosantes adentro de las calzas color celeste. Y lo
aceptó sin más. Después de cortar por supuesto la llamé a Evangelina para avisarle. Todo
lo hacíamos juntos. Aunque como fínifes revoloteaban las palabras de toto y también de
René, cuando me decían que tenga cuidado porque todo olía a ser un complot. Entre las
cosas que ya sabía de mí y otras que Evangelina le iba diciendo para que se taparan los
huecos que iban creciendo tras cada mentira y otra, pues Evangelina ya se había
programado toda la historia que Alfredo debería escuchar de mí, por si alguna vez se
encontraba conmigo. Las mentiras nunca cierran un círculo para siempre. Pero si mi Señor
nos permite decir alguna en la vida y no nos la tiene en cuenta para entrar en el Cielo
cuando morimos, pues en mi vida no hubo otra oportunidad mejor para ser mentiroso. Así
que a las cuatro de la tarde estuve allí, más o menos dos horas después que había hablado
con él. A Alfredo le cerraba su conjetura de equivocaciones creyendo que mi padre se
llamaba Sean, así lo asociaba con otras cosas que Evangelina le había dicho a Alfredo en el
pasado. El guión de aquel teatro debía hacer creer a Alfredo que yo tenía problemas con mi
padre llamado Sean y que Evangelina me llamaba a cada ratito para aconsejarme lo que
tenía que hacer en una situación como la improvisada.

Como un microorganismo benigno que se adhiere a un enfermizo sistema bacteriológico, la


única verdad que había entre todo aquello, fue que yo había sido alumno de Evangelina en

222
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

1996, pero nos sirvió genialmente para redondear las líneas restantes de nuestro libreto.
Llegué primero, y me senté al lado de la ventana que daba a la YPF de enfrente, donde ya
las carnosas paletas de unas playeras se fornicaban el deseo de los conductores. Cuando lo
vi entrando al bar guardé en secreto el discernimiento de su apariencia y permanecí
mirando el cuadro de un Chaplin en gama de grises que hermoseaba el salón con un toque
de antigüedad. Las cosas para estar bellas deben tener un poquitito de aquellos años. Me fui
lo más zaparrastroso que pude. No me costó demasiado. Alguna rastra espontánea había
incurrido entre mis cabellos por la escasez de peine. Creo que me lo había regalado Nube:
un enterito[1] verde que me abrochaba de un lado solo y del otro caía doblando el pecho de
tela con un triángulo.

Todavía sin levantar la vista del cortadito: la opulenta mole de Alfredo se metió en mi
reojo. Me dijo que ya conocía mi aspecto por las descripciones que le había dado
Evangelina. Pero, a pesar de su hipocresía, Alfredo también fue cortés todo el tiempo. Me
ofreció ir a sentarnos al otro extremo del bar.

[1] Peto

Apenas habían empezado las llamadas de Alfredo, por supuesto que le avisé a Evangelina y
lo llamé al enfermizo Porco, para ver qué se podía hacer. Se lo tomó con la calma de un
gánster y al otro día ya me lo había averiguado todo. Habló con una gente y me cobraban
400 para que Alfredo no me llamara más. Doscientos para empezar y al terminar otros
doscientos. No me pareció exagerado ni bajo el precio, fue la única vez que intenté algo así.
Le dije que sólo eso, asustarlo. Al otro día el Rober regresó a casa. Y aunque me contó con
detalle cada escena de la amenaza, sucedió lo que me temía: el Rober nunca fue a ningún
mafioso y se quedó con mi guita para tomarse todo en falopa. Las llamadas continuaron
pero el Rober pasaba por casa diciendo que los muchachos querían la otra mitad de su
dinero. Se sentaba en el fumé redondo y daba vueltas al tema para llevarse lo que le faltaba
cobrar de su invento. El Rober justificaba los actos de matones diciendo que estaban poco
más dados vuelta. Entonces le dije que sólo les daría el dinero si venían ellos en persona. Al
final no recuerdo si se los di a el Rober o de los otros doscientos el Rober se quedó con el
agua a la boca. Me parece que sí se los di. Prefería sacármelo de encima y no verlo más:
como dijo perro blanco, que uno le terminaba dando la guita para que simplemente se
fuera. El Rober entonces nunca más entró a casa desde aquella noche. Pero otra vez me
llamó para pedirme 70 pesos porque la madre había tenido un infarto. El Rober sabía
fingirlas bien a aquellas telenovelas. Ya sabía que me mentía. No sé porqué se lo daba.
Quizás la cocaína ya me había vuelto dependiente de él o quizás el tiempo de soledad me
había despertado una tozuda curiosidad con respecto al comportamiento, respecto a cuán
rectos o doblados podían ser los principios de la gente que me rodeaba. Pero todo tiene un
límite. Así que debe haber sido que busqué una razón objetiva para desprenderme de él.
Algo que se basara en algo más que en mis sospechas. Y telefoneé a la casa para tantear la
salud de mi apadrinada. Hablé con el padre, quien me dijo que “Sí… Bueno… Mi señora
está más o menos bien”. A al ratito de que cortamos con la fingida conversación, llamó esta
vez él a casa. Y tal cual lo haría Alfredo pero diciéndome la verdad, me pidió de ir a tomar
un café. Yo no conocía el espacio de muchos bares, pero el de los Alpes Berneses me
parecía coqueto. Entonces, con el padre de Porco, nos arrinconamos en una mesa que
esperaba el fusilamiento de las miradas contra de una pared interna. El padre de el Rober

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

estaba destruido. “Tengo un enano adentro”, dice que el Rober le dijo un día. Allí me
resigné y le oí las verdades que yo nunca quise pensar. Con Alfredo nos sentamos en la
misma mesita que habíamos ocupado el papá de el Rober y yo.

Por supuesto, le mentí en todo. Sin embargo, Alfredo se mostró más honesto que yo. Y ya
a lo último me preguntó lo que me esperaba. Hice como si me costara entender. Y cuando
me lo dijo más clarito que el día, “Vos y mi mujer nunca han…”, pero dejando al final una
línea punteada para que mis palabras la completaran, pues le contesté algo que yo ya había
planeado en mis meditaciones desde unos días atrás, por si acaso alguna vez como aquella
yo me encontraba con él y él me lo preguntaba. Con cara de que me estaba ofendiendo
desvié los ojos hasta los licores que estaban atrás de la camarera, como si las pupilas de
Alfredo me lastimaran. Y le dije que “¡Pero Alfredo! ¡Yo tengo 23 años!”. Entonces el
alivio se adueñó de su expresión. Alfredo puso la cara como quien se prepara para recibir
un ultimátum del médico pero al final no es tan malo. Fue como si Alfredo se mantuviera
derecho porque estaba lleno de helio y de golpe se desinflara. Pero no se quedó contento ni
yo tampoco. Y me dijo algo más como para demostrarme quién era él, pero acallé su
envalentonado caballo con un siete de espadas.

Y así termina el relato de aquel encuentro. Sólo me queda añadir que Alfredo se fue
directamente del bar a la casa de la calle Segismundo. Una cosa le dijo a Evangelina que a
los minutos después de dichas me contó ella en por el celular. “¡¿Cómo pude pensar que mi
esposa se acostaba con eso?!”. La treta del desparpajo en mi físico había sido efectiva. Y
luego Evangelina me algo dijo empezando con un “Estoy enfadada contigo”. Y ya la vi
paladeando su saliva exquisita, como cuando le dije cosas que la dejaban sin palabras. E
hizo como que estaba molesta, porque Alfredo también le contó de cuando le remarqué mi
edad para negarle rotundamente su sospecha de adulterio. Pero en realidad a ella le habían
encantado mis contestaciones.

El corte inglés de los shoppings

Es extraño notar que los recuerdos más estupendos, intensos, pasionales y hasta sublimes,
pues con los años todos ellos se colocan a la misma altura emocional que un día de clases,
donde lo máximo que resaltó fue una exclamación jocosa del kilombero Solís Galván o del
Chávez ensimismado. Los recuerdos de Evangelina tardaron muchos años en abandonar su
infuecia emocional. Comparándolos con otras felicidades de mi historia, de aquello a esta
parte todavía no han transcurrido tantos años como para que el olvido les disipare a
aquellas vivencias magníficas. Pero a mi corazón de hoy le cuesta un poco acoplarse a
aquellas emociones que tan fantásticas fueron en aquel cálido entonces. Lamentablemente
para el prudente honor de quienes juran sentir lo mismo para el resto de sus vidas, pues
permítanme que les cuente que una emoción que no se alimenta con realidades, cuando
pasó el tiempo, ya forma parte del recuerdo como si fueran hermosas fotografías de la
farándula que vemos al hojear Caras o Noticias o vaya Deus a saber qué otro magazín, pero
no nos hacen sentir felices como si hubiéramos viajado hacia atrás de enserio.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Cuando había pasado lo de Alfredo, desde esa tarde en que papá contuvo mi nerviosismo
sin apoyarse en el fumé redondo del salón, fue que decidí acudir a lo del médico que me
había recomendado toto, el psiquiatra a quien idolatraba por no poder estar a la misma
altura de sus conocimientos. La gente como toto siempre está buscando un lugar. Si va al
médico se convierte de inmediato en paciente, si va al cine en público y si le llama la
atención el aroma de un árbol de la plaza en admirador. En padres, en hijos, en jóvenes o
viejos: la gente como toto se identifica en la identidad del otro. Son como una ecuación
donde ellos son la X multiuso que se busca a sí misma deduciendo qué es lo que le falta a la
situación. Los términos son confiables porque sabemos con qué contar. En cambio las
equis que son así, no. Su esencia indeterminada depende más de las otras particularidades
que forman la situación, mas no de sus corazones tan calculadores como calculados.
Dependerá de la experiencia.

Así fue. Desde que papá recompuso, en aquella tarde, su buen papel familiar, me decidí a
consultar a lo del doctor mentado. Pero no por curarme alguna que otra patología, sino
para demostrarle a papá el enorme agradecimiento cultivado en mi corazón. Cuando hemos
pasado demasiado tiempo curándonos solos, investigando libros con el fin de encontrar en
ellos una fantasía, una esperanza, una brujería que remiende nuestros resentimientos y
emparche los días de desamores… pues siempre estamos exageradamente agradecidos ante
los gestos de camaradería como el que había tenido papá. Admiramos cosas que para todos
son de todos los días.

Creo que la primera cita la saqué para un día entre lunes y miércoles, o sea para el martes
digamoslé. Era un médico muy solicitado. Un profesional de moda. Tardó como un mes en
concentar el turno, tal como me lo había avisado toto, quien ya dejaba pasar más de la
cuenta para decirme cómo me iba a pagar el dinero prestado a la vista de las palomas. Fue
para mediados de febrero, cuando Luna ya había muerto. La secretaria llamó un día antes
para hacerme acordar, porque la secretaria cuidaba que los pacientes no se olvidaran del
turno. Mi edificio se rascacielizaba más o menos cuando Angel Gallardo se estaba por
convertir en Gaona. Por ahí sé que andaba una plazoleta que se bordeaba por una
intersección de avenidas significativas, igual que el barcito donde compartimos con Nube
coca y café, que era rodeado por Jonte y el nacimiento de Belaustegui. Pero la plazoleta
parecía estar bajo la sombra de un honguito de la isla de Nantucket (¡gracias Melville!), pues
todo tomaba sombra como un pitufo tirado bajo una seta, descansando de la persecución
de Azrael. Para cuando salía el sol la luz caía en los senderos de la placita porque la
luminiscencia se colaba entre las hojas de las ramblas paradójicas. Y los botones de luz
agujereaban los caminos ensombrecidos, haciendo que aquellos metros parezcan los
bosques de Caperucita.

Pero el consultorio quedaba bien en el centro. Pedí auto en I King, donde antes de esos
vestidos hippies yo adquiría energía si me llevaba el gitano, pero él ya no trabajaba ahí. Así
que mejor diría que, debido a esa ausencia de feeling, de verdad es que no estoy seguro de
haber viajado en I King ese día, o ya disfrutaba de elegir taxis al azar para que los choferes
me contaran de sus familias o sus remordimientos. Entonces bajaba del séptimo a la
contaminada Angel Gallardo y les hacía seña, igual que a los cientoseises que me separaban
de Evangelina, para finalizar las noches de aquellos viernes bibliotecados. Generalmente el
auto que paraba tenía que gustarme, era como decía la famosa y presumida frase del
regordete Oscar Wilde, que “Yo elijo a mis amigos por la apariencia”. Generalmente los

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

taxis transcurrían de sobra entre los autos, como si fueran esmeraldas negras en un puñado
de arena. Pues así los taxis transitaban entre el tráfico de Caballito a las 3 de la tarde.

Y así llegué al consultorio. Era en el centro-centro, creo que el edificio quedaba encima de
una avenida en cuyo nombre se escribía alguno de esos próceres que nunca pasan de moda.
Corrientes, Pasteur o 9 de julio: el barrio era algo así como el Corte Inglés de los
shoppings. El viaje había durado 40 minutos. Me había tomado tantos viajes de 40
minutos. Pero para ese entonces ya no consumía más. La muerte de Luna dijo a mi alma
algún algo que no se puede explicar. No lo había cambiado todo pero sí consiguió
conquistar una parte más responsable de mí. Valoré más la familia y me fui acostumbrando
a santificar a las personas que fritaban el panqueque de sus discursos de un solo lado y sin
darlo vuelta, aunque ya sepan que se les quema. Con el ojito rotando sobre un eje ya
desviado, Neil Young comenzaba a envejecer y no tocaba tanto con Crazy Horse.

De aquellas sesiones ya casi no recuerdo palabra. Geniolitos admiraba que para responder a
sus preguntas siempre me tomara mi precavido tiempo y juntara las manos como pidiendo
un milagro a la Virgen Desatanudos. Era una secuela de tanto que practiqué meditar.
Sumadas otras sesiones, pues geniolitos imitaba mi yoga, entonces él también juntaba las
manitos con suavidad, igual a los chicos cuando se tiran de cabeza y creen que van a hacer
una incisión en el agua de la piscina. Geniolitos era alto, usaba gafitas con la montura
plateada. Tras los cristales sin demasiado aumento vivían sus ojos color café. También era
simpatiquísimo: su voz era diferente a cualquier otra voz que yo hubiera conocido. Los
tonos de geniolitos siempre eran de opereta. Y escucharle las frases era como estar
haciendo una repostería que va a sabernos muy bien.

Aunque no me acuerde de mucho, sí se mantiene viva en mi historia la promesa de tres


objetivos a conseguir. Geniolitos dijo que primero que nada íbamos a trabajar para mejorar
todo lo que nos lo permitiera la medicina. Por eso me alegró pensar que finalmente llegaría
a mi salud la tan esperada operación de tobillo. Artrodesis subastragalina. Después de eso, me
planteó hacer ajustes sobre un tema que ya venía preocupándome desde hacía un tiempo: el
trabajo. Y por último, como si yo se lo hubiera pedido o me estuviera quejando, dijo que
íbamos a trabajar el tema de las mujeres. Después de hablarle de Evangelina y sus atléticos
muslos, geniolitos se preguntaba si yo podría seguir siendo el mismo conquistador teniendo
la pierna bien, o por el contrario si iba a perder ese don de seducción que la ceguera le daba
a Borges y a Cortázar el gigantismo en sus manos. Geniolitos se pensaba que el tortuoso
pie equino me privilegiaba con un poder seductor, pero de todas formas, si la atrofia me
hubiera dado ventaja a la hora de conquistar a alguien, yo no sé si la hubiera elegido. Si la
discapacidad me hacía encantar a las mujeres más especiales, pues a lo mejor, quizá y tal
vez, fuera que yo hubiera buscado un equilibrio más cómodo entre la belleza de quien me
amara y los tantísimos días que pasé alucinándo por el dolor. Ese día geniolitos no puso
sello ni firma en la receta para las graciosas pastillitas adobadas con la famosa serotonina,
sustancia sintetizada que reviste a las neuronas con un campo de magnetismo mayor, para
que así les sea más fácil comunicar sus microscópicos comentillos entre una y otra,
aclarando la información que transcurre por las venitas del seso y así nadie pueda acusarlas
de haber estado jugando al teléfono descompuesto. Geniolitos me hizo regresar al jueves
siguiente. Me llamó la atención la cita, porque toto lo visitaba una vez al mes. No creí que

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

lo haya hecho por sacarme dinero con una frecuencia cuatro veces mayor. Sospeché alguna
preferencia, algún interés en mi particularidad.

“La pierna, el trabajo y las mujeres”. Y nos pusimos manos a la obra. “La pierna y el
trabajo”, eran las mejores. Trabajamos al mismo tiempo las dos. Pero a la segunda vez que
vi a sus finos lentes de marco color mercurio, geniolitos hizo algo que me invitó para
desconfiar de su profesionalidad y al mismo tiempo de la fortaleza de su alma cognitiva. A
lo mejor fue porque en esa segunda vez yo me sentía tenso por los avatares que me contaba
Evangelina, entonces mis energías consiguieron que se sintiera un poco más responsable de
mi salud que en la vez anterior. El caso es que el antes amigable Bartolomé se comportó de
la misma manera que se comportaría una mujer que quiere romper y al mismo tiempo no
quiere cargar con culpa: entonces cogen un pequeño defecto y lo agrandan hasta que su
contenido conceptual pareciera que justifica el atrasado motivo de la ruptura. Pues
geniolitos, que se lo percibía mucho más tenso que la sesión anterior, se inventó que me
veía peor que antes, y entonces diciendo “Qué mal que te veo hoy ¡No puede ser! Hay que
hacer algo”. Y entonces me recetó el famoso preparado para que tome media y media
pastilla al día.

Aunque no se curó gracias a su hogareña intervención profesional, hoy he de reconocer


que con el tema de la pierna geniolitos fue haciendo lo mejor que pudo. Le pareció
correcto empezar a recorrer el camino de mi sanación siguiendo las migas de pan que yo
había ido dejando por el camino de la convalecencia. Por eso en vez de llamarlo a Daniel,
pues geniolitos la llamó a la neuróloga, una mujer finísima que tenía apellido de mascota.
Ya cuando viví en lo de Aitor, que dormía medio en combate con la humedad del lavadero,
fue que me había intentado operar. Gracias a Dios los fracasos me hicieron desistir, porque
seguramente habría salido algo mal e irreversible. Aquella no había sido época de que las
cosas me salgan bien. La primera frustración me la llevé con el mismo Daniel, a quien
telefoneé para pedirle que me operara o si no me estaba por operar yo mesmo y como
pudiera. Esa vez me dijo que no. Y desde entonces no volví a hablar con él. Mi pequeño
pedacito de orgullo intentaba pasar por alto la opinión del traumatólogo y que alguien le
diga “¡Operame al chico, che!”.

Hush

¿Con qué amantes intimarás tu pasión ahora? ¿Quién entrará en ti cuando enrocas la
postura del suplicio? ¿A quiénes enloquecerás con tu envolvencia? ¿Quiénes se habrán
desvivido por tus glúteos en pose de idolatría? ¿Qué locos habrán besado tus pies
desnudos? Y quiénes habrán logrado hacerte sentir mujer. Eras maravillosa. ¡Si te hubiera
tenido al desatarse mi pasión hormonal! Juro que hubiera aprovechado cada una de tus
palabras. En vez de tomar tus bromas tan ligeramente, habría pensado cómo acompañar a
tu buen humor con próximas invenciones que ampliasen aún más tus sonrisas. Parece
curioso, pero cuanto hablo, cuanto más rescato del empantanado cause de mi
inconsciencia, se presentan a mi vida pequeñas coincidencias, señales que instantáneamente
me llevan a otra partecita de aquel mágico tiempo, como si Dios me estuviera alentando a

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

que cuente todo lo que hace falta. O como si las coincidencias guiaran a mi memoria, como
una seda de Ariadna que me conduce por las olvidadas habitaciones de mi subconsciencia,
dirigiéndome a la salida de este laberinto que yo he llamado: La leyenda de los Cinco
Principitos.

Habría sido un mes después que comenzaran las llamadas de Alfredo. Creo que aquel
regalo, ella lo había podido comprar siguiendo una recomendación que le di. El embargo
inmediato consiguió que su economía doméstica se desnivelara. Entonces Evangelina tuvo
que hacer un urgente equilibrio económico cual una roca sobre un palito empinado.
Evangelina me sugirió varias veces que las manos de Don Dinero le apretaban el cuellito
perfumado con So. Entonces una noche me acompañó toto. Yo ya había estado en la calle
Segismundo. Evangelina me esperaba sentada en la puerta y a lado de ella estaba su querido
Jairo, quien cuando frenamos se acercó a mi ventanilla y me saludó con un resbaloso y
baboso “¡Amigo!”. Toto me cubrió el miedo. Bajó del auto y le dio un sobre en papel
madera con cierta cantidad. La ayudaría a cancelar la misma deuda que dio razón al
embargue de la mitad de su sueldo. Le sugerí entonces que se guardara una parte para
precaver alguna que otra necesidad y la guardara para su seguridad o emergencia. Y así lo
hizo. Entonces aguardó hasta el 14 de febrero y dejó durmiendo a su querido Jairo en la
habitación contigua. Preparó todo para invitarme a pasar la noche hasta el amanecer.
Llegué a la casa de Segismundo y pasamos al cuarto con diligencia. Me recosté vestido e
incorporado. Evangelina estaba preciosa; recién duchada y con sus muslos provocando a
los espíritus de la madrugada. Entonces me dio una cajita envuelta con un lacito azul de
payaso. Era un anillo cuyo oro estaba atravesado por dos cruces de la vida al estilo egipcio.
Y adentro tenía grabado: Luna. Sacó otro igual, pero este decía “Sol”. Y nunca se lo sacaba.
Teníamos la misma medida para el anillo.

Yo me pregunto qué emociones iré sintiendo cuando esta prosa capture para la posteridad
las cursivas que en esta tarde testifican a mis recuerdos, esperando recibir de mi yo pasado
una mayor indulgencias respecto a mi yo presente o viceversa, esperando que algún día me
deje de reprochar el no haber hecho todo lo que pude para permanecer a su lado. ¿Qué
pensamientos deberé articular primero? ¿Versificaré un poco más la letra de aquella
canción? Las vehementes semicorcheas que vinieron hasta mí en el sueño de ayer anoche,
solamente se detuvieron en algunas ocasiones durante el resto del día. Aquellas notas se
han quedado empotradas en mi mal entrenada memoria. Y repite los versos de Valeria
Linch:

Más
Me das cada día más
Aleluya
Por el modo
Que tienes
De amar

La primera imagen del sueño que se sostiene en mis memorias, es la frágil cara de
Evangelina. Otras caras posteriores no han conseguido siquiera ser las complacientes

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

usurpadoras de su belleza. En un cuarto acogedor, Evangelina me compartía unas antiguas


anécdotas de sus veranos.

Cuando iba a verla, igual que cuando me visitaba, que meregalaba pequeños detalles para
adornar mi vida, pues en su casa de la calle Segismundo, siempre me tenía preparada alguna
cosita. Recuerdo que el último regalo con el que crucé el blanco portón de Segismundo
Varela, ella lo tenía listo bajo las sábanas, para darme una sorpresa cuando pasara al cuarto.
Y cuando lo descubrí, Evangelina secundaba mi gesto de maravilla tapándose la carcajada
con una mano y exagerando la risita, igual que hacía Patán, que apretaba los ojos de chino y
movía intermitente los hombros para arriba y para abajo. Esa última noche allí, bajo las
sábanas blancas, me esperaba una felpa que íbamos a bautizar Saraquei: ono de esos perros
de orejas largas, largas, con la mirada muy triste e ida. Ella tenía los gustos más hermosos.
Y nos encantaba charlar. Por mi parte no decía mucho. Me gustaba más que nada escuchar
aquella voz que con dulzura me protegía de la realidad. Hablábamos de literatura y del
sufrimiento, pero sin quejarnos de nada, sino embelleciendo lo más que pudiéramos las
partes menos elegantes de nuestro karma. Quizás lo diga sin acordarme bien, y yo haya
endiosado su personalidad demasiado. Evangelina jamás dejaba de sonreír. Si cualquiera de
ustedes la hubiera visto, seguramente se impregnaría con la alegría que Evangelina solía
contagiar en la vida. Gracias.

Era valiente.

Luego de amarnos nos sentábamos en la cama y reposábamos las espaldas en la pared.


Flexionábamos las piernas para no tocar descalzos el suelo. Y Evangelina me contaba la
historia de alguna fotografía o alguna pertenencia familiar. Contaba hermosas historias de
su vida. Era una mujer que disfrutaba de las palabras. Y cuando algún tema se iba de los
límites de la delicia, o de la consideración o la diplomacia: Evangelina solucionaba el
descontento con una improvisada felicidad. Creo que aquella noche acabó de contarme
algo de su adolescencia o de sus deseos. Y como si yo no estuviera, o como si estuviera aún
dentro de ella, en un himno de agradecimientos a Dios, Evangelina me dedicó:

Más
Me das cada día más
Aleluya
Por el modo
Que tienes
De amar

Además de ella, una de las pocas cosas que terminan mejor

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Para que el circuito de unos recuerdos cierre, pido que se recuerde a ese toto que tenía en la
barba los pelos arremolinados del toto de 7’up. Igual que Craso Bretón, con los meses este
toto se hizo el otario y no me devolvió unos dólares que le presté para que pague unas
deudas y la hija más grande pueda beneficiarse con la yapa de una fiesta para el casorio. De
todas maneras esa hija no se le casó. Rompió con el novio de 5 años, quien se negó a
esposarse siendo tan jovencito. En cambio sí se le casó la hija más chica, que por hacer el
amor en la plaza se quedó embarazada antes de tener dieciséis. Se llamaba Carolina.

Para quedarse tranquilo con su consciencia, este toto de barba arremolinada, se convenció
de que habíamos firmado con las palabras un acuerdo, que solamente iba a ser justo para su
parte: averiguó si estaban en orden las escrituras de un piso que yo me estaba por comprar
con los últimos treinta mil que me estaban quedando. Y como todos los papeles estaban
bien, pues mano a mano hemos quedado. Tratar de ampliar

En otro tema, el Renault que no pudo robarme el negrito Eduardo, se lo quedó del todo
papá. A sus ojos era bien justo tomar al pie de la letra mi do tus des ciceroneano: con la
intención de que me rechazara la donación, pues le dije que “Si recuperamos el auto se lo
doy a ustedes y hagan con él lo que ustedes quieran”. Pero bueno: únicamente
despreciamos al dinero cuando nos ha causado más mal que bien. Es como cuando
sufrimos mucho, que nos damos cuenta que en todo momento corremos el riesgo de irnos.
Y no existe dinero que extirpe ese peligro de nuestras vidas, tal cual no existe oro que
extirpe para siempre la metástasis de nuestra sangre.

Entonces, cuando ya me quedaba sin nada, compré la casa del pasaje La mar.

Una armadura de seda

Nada más al entrar miró el fino fumé. Allende al ropero enclaustrado, una vitrina estaba
esperándola en el otro medio ambiente, igual a un juego de infancia. Dobló de inmediato su
perfil italiano para analizar las estanterías. Y por algunos segundos se quedó sin palabras.
La había sorprendido de nuevo, como en aquella nochecita del veintidós de noviembre.
Sobre el segundo cristal coloqué todos los regalos que me fue haciendo a lo largo de
nuestros meses. Hasta los envoltorios con los que Evangelina celebraba cada día veintidós.
También había desdoblado cada tarjeta que me escribió. “Táctica y estrategia”, decía una
pequeñita que se plegaba como un librito de su biblioteca. Será que al ver el esmerado
cuidado con el que traté a cada cosita que ella me regaló, pues Evangelina comenzó a
traerme amuletos y recuerdos que ella había aquerido mucho. Una mañana me trajo todas
las artesanías que había fabricado cuando fue adolescente. Y agregó:

- Yo también fui hippie.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Fueron mañanas realmente bonitas. Al principio hacíamos el amor apenas entraba a casa.
Sosteniéndose en la pared del espejo me mordió el cuello una mañana. Y me pidió que lo
hiciéramos. Ella siempre traía estudiado un innecesario ritual para despertar en mí el deseo
de tenerla. Le encantaba platonizar. Una mujer desnuda y en lo oscuro. Era su favorita.
Evangelina siempre me traía alguna cosita y acompañaba el regalo con una historia. La
mayoría de las veces endulzaba nuestros encuentros contando sátiras o comparaciones
graciosas: un primo del que nadie se hacía cargo y se iba pasando de familia en familia, ya
que el pobrecito tenía problemas de down. También me traía fotos, casetes que
demostraban su alma rebelde y soñadora. Y hablaba mucho de lo que hubiera sido. A
veces, para reírnos, Evangelina imitaba traviesamente los gorgojeos de los pájaros
ciudadanos. Y cuando no tenía tiempo de comprarme nada (pues el tiempo corre más
aprisa cuando los encuentros son sellados con el secreto), me regalaba partes de su
corazón. Siempre que venía me traía un obsequio que me llevaba a los primeros cursos
imprescindibles de mi santa niñez. No podría recontarlos a todos en un solo libro. Pero sí
nombrar a los pocos que recuerdo inmediatamente. Llaveros con la una cabezota de
Winnie the Pooh que conseguía en el McDonal’s, donde trabajaba otro hijito suyo. Algún
Pluto como el que tuve de sacapuntas en la Casimiro Escarlata. O sino, la cuchara con la
que endulzo el mate, me lleva de nuevo a recordar una vajilla de plata que venía incluida en
la porcelana oriental que me regaló Evangelina una vez y que -diré de paso-, también le
correspondían como 100 años en la genealogía de la mujer que me amaba. La mañana que
la trajo a casa, ella iba abriendo las envolturas de cada cubierto y, cuando era el momento,
como si fuera una niña jugando a que sabe cosas de grandes, Evangelina me explicaba para
qué se destinaba cada utencillo. Me enseñaba las diferencias entre las tacitas que se
utilizaban para las dos infusiones caseras. Los platos hondos y playos construyeron una
sólida pila en la estantería más alta de la vitrina impresionista. Cuatro tazas para el café y
otras cuatro para el té quedaban suspendidas, colgadas de un hierro pintado y preparado
para el uso que se le dio. Eran la coronación de las colecciones que se presumían en los
diferentes estantes ocupacionales. Entre las especiales cucharitas se había infiltrado un
diminuto cucharón de plata. Lo destiné como una propiedad más de la improvisada
azucarera, y me sirvió muy bien en futuras funciones de mate.

A los pocos días de reencontrarnos, ella empezó a preguntarme si yo no había leído de un


libro que se llamaba Antigua vida mía. Era la historia de una mujer que había sido violada
por el cónyuge. Una mañana, ya en el pasaje La mar, mientras tomábamos mate con unos
bizcochitos grasientos que ella traía siempre, me llamó la atención que me contara otra vez
la historia de Antigua, como si se hubiera olvidado de que ya lo habíamos hablado o
reincidiera en la narración porque no se acordaba de otra. Y entonces decía que “¡Qué feo
es para las mujeres que pasan por una experiencia así!”, y a esta verdad añadía “¡Y pensar
que hay un montón de casos como ése!”. La cara de Evangelina cambiaba a la inusual
seriedad siempre que me nombraba ese libro. Quizás por eso me acordé de Will Hunt,
cuando le pregunta a Robbin Williams si él no había pasado por una experiencia así. Y yo a
Evangelina le pregunté lo mismo. Entonces puso los ojos como cuando algo en nuestro
interior nos viene molestando desde hace muchísimo tiempo. Y fuera imposible de
perdonar. Entonces me lo resumió todo con un indeseado Sí.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Alfredo la violó una sola vez, pero fue más que suficiente para provocar en Evangelina un
desprecio irreversible. Evangelina siempre estaba aterrada cerca de él. Nunca me voy a
olvidar cuando, en otra mañana del departamento anterior, Evangelina se estaba por ir a
trabajar pero como diciendo “Estoy a punto de quedarme”. Me quería tanto. Entonces le di
una idea que tal vez a ella ya se le había ocurrido, pero estaba esperando a que se la dijera
otro para no quedar como una irresponsable. Le dije que llamara y que avisara que había
tenido un problema y que necesariamente debía faltar. Y así lo hizo. Pero añadió que “Si
llama el monstruo por favor decíle que estoy en una reunión”. Un poco me llamó la atención
que usara “monstruo”, entonces me confió algunas intimidades de su matrimonio. “Son tan
despreciables algunos hombres: si una está indispuesta o pasa unos días estando mal, los
brutos preguntan ¡¿Pero cuándo cojemos?!”. “Entonces una se acuesta vestida con una
armadura de seda”. Para no despertar el deseo de Alfredo, Evangelina usaba un camisón
larguísimo y bajo él un doble refuerzo de todo. “Me ponía toda la ropa que encontraba
antes de dormir”. Apenas llegaba a casa se quitaba todo maquillaje que la hiciera deseable.
Así se sentía más protegida de él. Pero tanto en las camas felices como en las de pánico, si
había algo que nunca se pudo quitar eran los calcetines. Evangelina sufría frío en los pies.

Las ropas de mi cama siempre tuvieron un notable olor a hogar. Mamá decía que las
excesivas mantas que me abrigaron mientras dormí, olían a los perros de la Avenida
Ceballos. Era igual que cuando le mostré a Tara mi doble pezón de Krosty y ella me dijo
que le parecía a un corazón de alcaucil. Y así fue que con toda su dulzura, Evangelina me
quitó el complejo cuando transformó las palabras de mamá. Y me hizo notar que toda la
casa olía a vainilla. Se conocieron una mañana, cuando mamá nos cayó encima diciendo
que traía comida. El recuerdo de mamá suelda a sus manos cargados bolsos de compra,
abultados con diversos vegetales y envasados. Siempre traía enlatados e industriales
telgopores que reservaban a los fiambres y quesos del manoseo de las dependientas. Y
cuando mamá se dio vuelta Evangelina jugó con la vergüenza, retándome por mis besos.
Después de verla, mamá encontraba los momentos de mi felicidad para condenarla. Como
cuando perdió a su Aurora, mamá fregaba los platos (esta vez de la cena), y me preguntó si
Evangelina había ido a casa esa mañana, como intuyendo la oportunidad para empezar un
sainete. El azar ya me había castigado con su ausencia, pero la detractora intención de
mamá jugó sus movimientos celosamente. Pero no me importaba nada. Estaba viviendo la
época más especial de toda mi vida.

Juanita

Años después, leí que uno nunca debe visitar casas ajenas sin llevar un presente. Y que si
no se tiene dinero, no importa. También se consideran obsequios a los cumplidos.

Evangelina jamás entraba a casa con las manos vacías. Como cuidar de su querido Jairo le
exigía todo el sueldo de biblioteca, contadas veces compraba algo. Cosas pequeñas claro
que sí: se iba a lo de los chinos y me traía adornitos, juguetes de kinder y chocolatinas que
nunca había probado. Igual que si los días me dejaran un souvenire de los momentos que
pasábamos juntos, yo siempre iba guardando las envolturas azul eléctrico, su color favorito.
El azul es el color del equilibrio. Siempre llegaba contenta a casa. A veces el sueño podía

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

conmigo; entonces me despertaba con Evangelina sentada a mi lado. Nunca me


despertaba, se quedaba en silencio esperando a que el presentimiento de una persona me
trajera de nuevo al mundo de los despiertos. Cuando abría los ojos estaba Evangelina
mirándome en la penumbra, a veces de pie y otras sentadita en el colchón. Me daba el
buenos días con un entusiasmo alegre y considerado. Jamás empleaba malas palabras. Y
siempre hablaba con tono de enamorada. Estaba feliz y hablaba de cosas al azar:

Evangelina tenía una tortuga que era muy inteligente. La casa de la calle Segismundo tenía
un pequeño patiecito que me imaginé a través de sus palabras. Evangelina tendía la ropa
para que se seque al sol. Y cuando se estiraba para desplegar las sábanas húmedas sobre la
cuerda, Evangelina sentía que la tortuga le arrebañaba los talones para pedirle lechuga.
Cuando me contaba sus cosas las acompañaba de dulces muecas, como de niña encantada.
Entonces interrumpía la historia con un paréntesis y con el mismo éxtasis de todo el
tiempo me preguntaba:

- ¡¿Viste como gritan las tortugas?!

Los gritos de las tortugas suenan como el silbato para los perros. Y sin esperar mi ni sí ni
no, para imitar el estridencia, bajaba los párpados y ayudaba a la imagen de la tortuga
chillando con un suspiro de labios cerrados mientras se encogía de hombros. El corazón de
Evangelina se especializaba en contar aquello que es increíble y que todos notaron alguna
vez, pero que pronto pasa al olvido. Cuando tomábamos mate o nos quedábamos en la
cama, me encantaba que me cuente de su vida.

Evangelina sólo tuvo momentos libres cuando su querido Jairo comenzó a ir a la escuela.
Sabiendo que no podía esperar verlo atarse las zapatillas por propio mérito, Evangelina se
daba fortalezas concentrándose en las pequeñas evoluciones de su crecimiento. Estaba
atenta a los puntillosos desarrollos, como por ejemplo cuando entre las encías limpias se
avistó la primera paleta de leche, o como cuando las uñas o los castaños le crecieron lo
suficiente como para tener que cortarselós. Y entonces Evangelina les daba una reverencia
secreta a los Santos. Y mientras lo veía crecer a un ritmo más apaciguado del que a sus hijos
anteriores, escribía mentalmente la historia de aquellas milagrosas suertes. Aprender a
amarlo fue la prueba más difícil que hubo en su vida, pero que finalmente aprobó con un
sobresaliente y corazones púrpura.

En el robledal de los cerros

Pues sí: Evangelina era un cielo. Siempre me traía regalos. A veces se quejaba de algo como
mi barba o mis pelos desbocados picándole la dermis del cuello o, si no, la del mentón
porque nos restregábamos como bestias, y le picaba la fricción de mis pelos putos. Había

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

días que terminábamos de hacer el amor y la cama se había corrido hasta el ropero
enclaustrado. Entonces, al poco tiempo, Evangelina me daba un regalo envuelto como para
el aniversario: allí tenía un delicado coletero para el cabello tan grande como un jazmín
abierto de par en par, tejido con hilos rojos, amarillos y verdes, como lo eran de coloridas
las banderitas en las calles de Joan Manuel Serrat. Compraba cosas en lo del chino.

En honor a la vez en que me contó lo de los talones mordisqueados cuando tendía al sol
los manteles, una mañana me regaló una tortuguita de felpa que hacía ruido como un
sonajero. A una cosita que no me acuerdo, la acompañó con una tarjetita, y al abrirla le
puso: Táctica y estrategia. Siempre me lo recitaba, aún con aquella expresión de estar
manyando un manjar, y con los ojos puestos en el robledal de los cerros. Aunque era el
dueño de casa, había veces que sentía no estar allí. Evangelina empezaba a hablar a mi lado
y yo no tenía lugar en sus palabras. Y se quedaba discursionando sin parar por 15 minutos.
Era tan hermoso verla. ¡Disfrutaba tanto de la palabra! Sus manos se movían para exagerar
lo que fuera, o se mojaba los dos dedos más mayores para dar vuelta las páginas de los
libros abandonos. Se saboreaba a ella misma. Traía bizcochitos de grasa o medialunas para
acompañar a los mates. Era tan hogareña. Mi manera de agradecerle era ubicándolo todo
en el segundo estante de la vitrina. Hablábamos como en familia. Le importaban poco mis
muchas faltas. Toleraba todo de mí. Creo que a sus ojos yo no tenía defectos. Sabía
manejar bien mis pretensiones. Y con sus dulces sísí iba llevándome hacia el amor. Abría
las piernas como Eleonora Cassano, sus muslos carnosos. Nos dejábamos moretones si nos
mordíamos en el cuero. Ella mantenía la presión de su mordedura en un pellizco de mi
cuello, y luego yo iba contento exhibiendo el morado de mi chupón a la ciudad resentida.

A veces Evangelina llegaba y yo aún estaba durmiendo. Otras, me quedaba en la cama


esperando a que llame para decirme que ya venía a casa. Como diciendo que tenía las ganas
tardadas por un fin de semana entero, Evangelina telefoneaba a las ocho y apenas le
contestaba me ordenaba que “¡Ve a bañarte!”, o “Poné la pava que ahí voy”. Pero si me
quedaba durmiendo un poquitito más a ella no le importaba en absoluto. Todo lo hacía
bien. Si la desobedecía, o estaba aún sin ducharme cuando ella llegaba, Evangelina fingía un
espamento inflándose los pechos con una bocanada de la atmósfera íntima: se reclinaba un
poco hacia atrás, como si se desmayara para que alguien la ataje. Era espléndida. Por eso la
mayoría de los días yo estaba en la cama y controlaba de reojo los sonidos del pasillo, en
donde se perfilaban las otras puertas de los departamentos. El sifonero que hacía chistes
para Apaisada, el fumigador que entraba a desinfectar de las cucarachas en los otros 3
hogares y en el mío no porque le había dicho que no me despierte más. También estaba
Fementida, una vecina pendeja que hacía rato esperaba encontrar un novio blandengue
para que le tuviese las velas. La viejecita del fondo que tratando al resto con cortesía
alumbraba un poquito la oscuridad. Y ya estábamos los cuatro. Luego venían las sucursales
que extendían el comentillo del 2 por los 7 pisos del pasaje La mar. Estaba Daniela, la hijita
de la Apaisada, quien aceptaba los piropos del sifonero errante, quien de paso siempre me
despertaba porque, al irse para la escuela, igual que el fuego del asado con el periódico,
Daniela avivaba la aclamación del público casual, y justo a esa hora el sifonero todos los
días andaba por ahí. A la empresa de los elogios, también colaboraban el cartero, algún
visitador médico, Patibulario que era el portero: “¡Hola Dany!”, “¡Qué hermosa que estás
hoy!”, “¿Vas a la escuela?”, “¡Hay que estudiar! ¡¿Eh?!”. Todos le decían lo mismo, todos
los santos días. Y el ascensor que veiba y nía.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Todo eso pasaba al otro lado de mi puerta, en el segundo piso del pasaje La mar.

Cerca de la Daniela yendo al colegio, era probable que Evangelina se hiciera sus escapadas
a verme. Evangelina siempre trataba de quedarse en mi primera imagen del día al abrir los
ojos. Disimulaba los ruidos todo cuanto se acordaba, para así abrir la puerta y sentarse en
silencio al borde de la cama hasta que despertaba yo. Cuando abría los ojos se me quedaba
mirando hasta que la reconocía, con esos ojos de caleidoscopio. Sin embargo casi siempre
me anticipaba a su llegada: mientras soñaba también estaba esperando a que el ascensor se
detenga en el segundo piso. Y cuando lo hacía, pues me levantaba a espiar por la mirilla de
mi puerta y la veía a ella como si estuviera adentro del ojo de buey de la bibliotequita de mi
Fray Cayetano. Siempre me preguntaba que cómo sabía que era ella quien bajaba del
ascensor.

Evangelina no se daba cuenta de que usaba como llavero un atrapasueños que le regalé
para su cumpleaños. Y entonces cuando sacaba sigilosamente las llaves para entrar y
agarrarme aún dormido, no se percataba de que el llavero podía despertar a cualquiera. Era
como decía Cristopher Walken respecto al beisbol, que por qué los Yankees ganaban
siempre. “Porque el equipo contrario se queda maravillado viendo cómo les brilla el
uniforme”. Pues Evangelina sufría de algo por el estilo. Era tal el hipnotismo sentido al ver
los verdes trenzados hippies que se falangeaban en las resplandecientes tubitas de aluminio,
que la pobre de ella se olvidaba de la orquestita dicharachera, amén de la sublimidad.
Entonces los tacones de corcho amezaban con su uno cincuenta y siete apenas bajaba del
ascensor al segundo. Evangelina amaba hacerse oír con su taconeo de corcho. Sus pasos
retacones repercutían más por la estrechez del pasillo. Pero era el atrapasueños cantando lo
que me hacía saltar de la cama entusiasmadísimo cuando Evangelina llamaba a los ángeles
con la mágica orquesta de su fascinación.

Cuando cumplí 24 años vino a casa por la mañana con una torta de mus. La centró con una
bengala y al encenderla exageró un gesto de fascinación. Como aquella noche en su cama,
cuando su querido Jairo dormía en la habitación de al lado. La emoción de sólo tocarla me
paraba enseguida. Y mantenía la dureza hasta la eyaculación. Entonces Evangelina me iba
desvistiendo como a los chicos que hay que bañarlos. Entonces me retiraba el slip y me
veía durísimo, y exageraba el asombro suspirando para adentro, inclinándose para atrás y
mirando más a los focos. Y siempre estaba contenta. Con su traje de biblioteca, su cabello
de Hollywood, sus curvas esculturales, ponía los índices para arriba y hacía como que
apretaba un botón con una vez cada uno. Y se despedía diciendo ¡Arriba los pibes! con
acento de cabeza. A su querido Jairo le gustaba la cumbia villera. Evangelina aprovechaba
para aprender de esas tribus. Después de hacer el amor se iba vistiendo para marcharse. Y
de repente cantaba al de Damas gratis:

- ¡Lauuraaaaa! ¡Se te ve la tanga!

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Segunda parte

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Ojalá algún día, alguna tarde, alguna noche, la leyenda de Los Cinco Principitos logre
esquivar las injustas sentencias del mal juicio (o conmoviera el juicio bueno), de los
encargados de algún bien dispueto Departamento de Lectura, para que así estos escritos
salten a las manos dispuestas de cualquier arriesgado editor. Entonces, este sr. o sra., sienta
que son los suyos los recuerdos que lee aquí, para que así ese posible verdugo de mis prosas
experimente una honda motivación personal a la hora de decidir si este volumen es lo
suficientemente magnífico como para ser puesto en las heterogéneas estanterías del mundo
de los libros buenos. Deseo que aquel encargado de decidir el futuro de mis memorias,
piense que son sus propias memorias las que tienen la oportunidad de conmover al resto de
las personas. Yo quisiera que cada prójimo que pudiera leerme, se vaya acordando de lo
vivido en su infancia. Quisiera que todo aquel que tenga la posibilidad de analizar estos
párrafos -al escrutar el contenido de sus renglones-, vaya trenzando sus vicisitudes con las
mías y, al mismo tiempo que imagina mis dolores o alegrías, recuerden espontáneamente a
los amores con los que habían soñado tanto. Quiero que quien me lea recuerde las palabras
de sus ídolos adolescentes... de los héroes de su infancia. Me gustaría conseguir que quienes
lean este contexto recuerden las primeras cartas privadas de todos sus enamoramientos,
para que así medite un minuto si es que ha podido ser consecuente con aquellas promesas
que inspiraron una ciega confianza en la mujer que las escuchó. Y por supuesto: quiero que
cada persona a la que pueda llegar este libro, recuerde con honestidad las primeras pasiones
que apuntó sobre la superficie blanca y rayada de una inofensiva papeleta, cuando
inexpertas vocales intentaban enternecer el corazón de su primera enamorada. Ojalá que
alguno entre ustedes alguna vez me leyera, y entonces estas clásicas letras acortaran
nuestras distancias, ya que entre palabra y palabra han ido recordando que vivieron todo un
mes de felicidad, pero que ya casi pertenece a la desmemoria.

Si hay alguno entre ustedes que mientras me leía se pudo acordar de aquel tiempo en que
amó verdaderamente a una mujer y, en pos de su compañía, buscó inmensamente la
soledad para así comulgar con la honestidad más pura… Y entonces, una vez allí, en ese
mundo de espectros pasados, escribió una carta dirigida a la mejor mujer del mundo,
dándose cuenta que tras cada letra se le fue descascarando la hombría hasta sentirse por
completo como un niño. Y en la mayor vulnerabilidad de la vida (que es el estar
enamorado) esperó una respuesta con el ansia del demonio, pero esa respuesta no ha sido
otra cosa que el necio silencio…

Si yo estoy escribiendo para un hombre al que la vida le importa poco; si mi lector es un


varón al que en algunos días le duele cada segundo que pasa, ya que no consiguió tener en
su lado a la mujer de sus sueños, ya que en la tricionera ruleta de la espera apostó todos sus
haberes, pero la contestación del azar no fue otra cosa que la derrota de hierro… Si yo
estoy hablando para una persona que ha sido defraudada luego de haber regalado los
mejores tiempos de su vida al encierro y a las imaginaciones de un posible encuentro casual
y, aún después de muchos años, recuerda con nostálgicas memorias aquella primera carta a
cursiva, aquellas mismas letras que a cierta edad representan corazones rebosando de
felicidad y de sentimiento o aromas a margaritas... Si yo hablo con esa persona le daré el
consuelo más inútil que a mí se me pueda ocurrir:

También yo vivo con el corazón destrozado. Aquí existe alguien que te comprende. Yo
también he sufrido como tú... Y estoy que muero.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Débora

El siguiente paso era el trabajo. Geniolitos quiso solucionar el tema más rápido que ligero y
no se dio cuenta de que aún nadie estaba listo para ese plan. Entonces citó a mi padre
quien contestó con una retórica: “¿Y qué más quisiera yo que Ezequiel trabaje conmigo?”,
cuando geniolitos le propuso que probáramos un tiempito trabajando los dos. La idea fue
que empezara a trabajar con papá, pero antes de eso, geniolitos nos recomendó ir una vez
por semana juntos al cine y hablar exclusivamente de la película. El proyecto buscaba
reconstruir la relación y que el reencuentro de nuestras personalidades no estuviera
empeligranado[1] por los resentimientos que el juicio nos había dejado en boga, tal cual si
fueran los malestares de una resaca. Y por supuesto: se trataba también de que el
acercamiento limara las antipatías con las que pudo contaminarnos la brecha de ideales,
plantada entre los dos como el muro de Berlín entre las dos Alemanias. A lo largo de las
diferentes películas, comprendería el origen de una galleguez sobreviviente de la post-
guerra, así como también de la victimización que inspiraron en los militantes peronistas
todos los soñadores desaparecidos de mi querida Buenos Aires. Buenos Aires es una ciudad
que podemos querer pero no mostrar, como lo dijo mi benefactor, como lo hubiera llamado
CC a él.

No sé quién era; no lo conocía ni de antes ni de endespué. Pero el primer fin de semana,


mientras esperábamos en un café a que se hiciera la hora del estreno, había un imbécil que
estaba sentado junto a una imbécila. Era un poco más que relleno y tenía el pelo un poco
tirando de corto a largo. Quizás unos años mayor que yo, bastante robusto. La chica que lo
acompañaba tal vez era su pareja, lo que me llamó la atención es que tenía un nivel de
hermosura mucho mayor que él. Me los quedé mirando fijamente hasta que me di cuenta
que mis ojos ejecutaban en aquellos dos personajes el opus de una pequeña molestia.
Probablemente terminaría siendo una provocación si no retiraba la vista de esa mesa, que
quedaba en la otra punta de la pared de enfrente. Parecíamos familiares cenando en mesas
Canterbury o de Napoleón. Pero antes de que mis ojos puedan huir, pues el muchacho
comenzó a defender su territorio devolviéndome una mirada no muy gentil. Sentí que sus
ojos intentaban corregir algo en mi alma. La primera película que fuimos a ver llevaba un
título que advertía poco o escaso ingenio en el venidero guión. Pero fue la ganadora de
aquella fecha, ya que entre las otras que competían por seducir nuestros gustos no hubo un
de Niro, ni un Dasftin Hoftman que se comprara un cupón para aspirar al sorteo de
nuestra elección. Tampoco prometía grandes momentos. Pero era con Richard Gere.
Siempre que Richard actuaba en nuevos papeles, yo me pensaba que iba a dar gusto verle
en escena. Aunque la película se incrustara en la condenada referencia de ser comedia.
Finalmente la abandonamos a la mitad. Durante la película, yo había hecho un intermedio
para ir al baño. Y cuando estaba jugueteando con la naftalina del mengitorio, oí que alguien
se despegaba del inodoro sin apretar el botón. En el medio del chorro me preguntó si tenía
hora el gordito que me miraba. Cobardemente cerré la grifería y le dije que no sé qué
menos cuarto. Luego se fue.

Y cada fin de semana fuimos al cine. Lord of the Rings, dejó en mi corazón un sabor de
inesperado vacío, cuando Mr Frodo hiende la superficie del lago en balsa después de

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

salvarlo a Sam Gamyi. Y después de la película siempre íbamos al mismo bar, allí donde
antes me encontraba con la blanca Zoraida, para sentir su perfume a Revlon tras cada
aliento que respiraba. Nunca me voy a olvidar de esa media cuadra, desde la boletería al
café. En ese medio había kiosquitos cuyas vidrieras nos tentaban con chuchería y cebras de
peluche. La gente caminaba como espectros en la penumbra. Y entre ellos nosotros dos:
papá festejando el regreso del hijo pródigo con una sonrisa infinita de secreto triunfo; y yo
viviendo la etapa más hermosa de mi vida. Yo siempre estaba feliz, lo recordaba todo y la
gente me recordaba a mí, ya que inspiraba buena energía en nuevos y nuevas. Y con papá
hablábamos de la película estrictamente. Quizás entre medio de las hordas bárbaras y el
viaje a Mordor se nos escabullía un sentimentalismo por parte de alguno de los dos. Pero si
no siempre hablando de la película. Siempre nos servía un mismo mozo, piel de los arreos y
grandecito en tamaño, pero de cara se parecía a Mario Sánchez, sólo que más arrugado.
Todas las películas las sugería primero papá. He aquí una listita de las que más insistió para
ver:

- X-Men dos
- Matrix
- El hombre araña uno y dos
- El señor de los Anillos
- Van Helsing

Cuando llegaba el domingo y le preguntaba, papá me decía que “Bueno, entre todo lo que
hay para ver la mejor es…”, y completaba los puntos suspensivos con alguna de tiros o de
súper efectos especiales. Jamás escogía películas aburridas. Cuando fue lo de Las dos torres,
elegimos un cine de la sucia Liniers. Y también a mitad de la peli tuvimos que abandonar,
porque un chiquitillo de cinco filas más para atrás imitaba con sarcasmo a mis chistidos de
silencio. Y el bueno de papá siempre dispuesto a dejar lo que estuviera haciendo. “Bueno,
Ezequiel… Bueno”, “¡Tranquilo! ¡Tranquilo!”, me decía con suavidad. “Shhhhh….
Shhhhhh”, “Bueeeeno, bueeeeno”.

Paco -aquel gato que se hizo mío-, una tarde llegó solito. Curioseó los olores del cuarto, al
fondo de la calle Yerbal. Sus uñitas hicieron vidriosos chasquidos durante su desfile
entrante por el pasillo. Y una vez dentro salpicó el ambiente con su moquillo crónico. Esa
tarde Paco no había venido a buscar comida. Sino que pasaba por ahí, vio luz y entró como
si fuera un buen conocido mío. No era un gato demostrativo, pues hasta que pasaron 4 ó 5
visitas más no se mostró cariñoso. Pues así fue el regreso a la casita de mis viejos. Había
tenido tantos regresos. Pero aquel había sido especial y prometedor. Yo no era el único
huésped en esos queridos suelos. Siempre estaba toto con la señora, una mujer que nunca
se olvidaba de festejar si alguno de los presentes decía un chiste. Se puede decir que a Silvia
no la aburría ni molestaba nada. Silvia era una mujer que lavaba, planchaba, lustraba… y era
feliz así. Sus escasos comentarios sólo servían para hacerle sentir mejor al que hablara. Y
siempre en mitad de las cenas llamaba Evangelina. Me retiraba al bañito del fondo para
masturbarme con ella oyendo.

Y así los fui extrañando de a poco. Entonces, al principio, iba una vez por semana y a la
semana que viene iba dos. Y a la semana siguiente quizás no iba por una semana entera, o
quizás una semana fui tantas veces como la secuencia de la semana anterior. Hasta que una

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

vez me terminé dando cuenta de que en la semana ya no había un solo día de ausencias.
Los echaba de menos.

Después de la cena -casi siempre un asado que hacía papi-, jugábamos a la generala con
toto y con todos menos con Catalina. Pero, en la soledad del departamento de La mar, se
sentía el olor a Evangelina. So de La Renta. Me acurrucaba en sus prendas o me masturbaba
con el recuerdo de sus provocaciones. Sus posturas de macizorra, sus instintos a flor de piel
durante el gemido. Su control inteligente. A veces venía con el mismo trajecito que la
modelaba el 22 de noviembre. Siempre estaba bonita. En esa época yo le seguí la
costumbre a mamá y siempre escupía mi primer mate. Y Evangelina al verme, siempre
superdotada en inteligencias, me decía “¡No seas cobarde!”, como aprovechando para
burlarme confiadamente por la rareza del hábito que se mantuvo como una dinastía de los
Nogueira hasta ese día. A Evangelina -se ve-, le gustaba el sabor a esfuerzo del primer
mate.

Y así pasaron unos meses de los cuales sólo mantengo el recuerdo de Evangelina por las
mañanas. Hasta que una mañana sonó el teléfono en el pasaje La mar.

- Perdí otra vez.

Se nos había muerto otro hijito. Yo nunca pensaba que la debía cuidar. Y ella estaba
motivada por que le toque el mismo destino de una mujer que se marchó a Antigua.

Después de perder por segunda vez, Evangelina estaba como triste, como pecaminosa por
supuesto. Yo no me daba cuenta, pero parecía que se había arrepentido de estar conmigo.
Ella me comenzó a advertir que mi demasiada arrogancia la lastimaba. Me dio un sincero
“Cuidame”, en respuesta a uno de los últimos te quiero que pude darle en directo. Y
cuando fue mediados de agosto hizo algo que en su momento lamenté poco: se cortó el
pelo. No le quedaba mal para nada ni para nadie. Pero para quienes la conocíamos había
algo al verle que nos dolía. En el alma no dejaba de sonarnos un tolón-tolón que nos decía
“¡Ay! ¡Qué pena!”. Un surrealismo de mi Señor había fallecido. Fue como ver morirse a una
parva de golondrinas. No sé por qué era, pero cuanto más me acercaba a papá más me
alejaba de Evangelina. Me había convertido en una persona inclemente. Será por eso que,
ahora que estoy tranquilo, en los recuerdos que tengo de ella al año siguiente, la recuerdo
nada más que con el cabello largo y rizado.

Entonces llegó septiembre. La mañana de la tarde en que entré a trabajar a la agencia,


Evangelina también había estado conmigo. Su garganta tragándome como la boca del
diablo, sus labios babosos y su saliva endulzada. Las contracturas preorgásmicas del repollo
abrigaban a Sgt. pepper´s como si tuviera puesto un pasamontañas de caricias. Y, cuando se
me subía a Ico, el mazapán de la cucha parecía moverse solo. La sopapa cobraba vida y yo
sentía al filete que me hurgaba entre los pendejos buscando moras. Nalgas de india. Era
como si no le importara que yo la viera.

Buscar si la agencia queda en almagro o en caballito

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Me lo iba enseñando medio de a poco. Una de las primeras cosas que me dijo fue que “Si
sacan un arma vos despacito les mostrás el cajón para que vean que no hay más nada”, y
mientras me lo decía desencajaba el cajón con la recaudación de la tarde para que se lo
mostrara al chorizo[1], como si fuera un estante de una joyería que ya estaba vacío. A
Catalina la habían encerrado en el baño después de robarle todo. Los habían afanado como
6 veces en año y medio de trabajar en la agencia. Es que al lado de la agencia había un
kiosquito. En ese kiosco paraba la banda de los pibes de Ferrocarril Oeste. Y cuchicheaban
la hurtada como gitanos. Obviamente y desde el primer momento en que se cruzó con
ellos, papá tuvo problemas con todos. Y desde el primer día se llevaron como Amadeus y
Salieri: como vengando a lanza de traiciones la molesta autoridad de papá, pues a cada
ratito los pibes de la barriada mandaban la seña para que otros caquitos vinieran a
desplumarnos de la recaudación de aquel día.

Cuando papá terminó de explicarme las artimañas que usaba para que no le peguen un tiro,
me senté junto a los boletos de lotería que pendían rígidamente de unas sedosas cuerdas
armadas en la vidriera, esperando a que la tarde se vaya espontáneamente, sin intentar más
deporte que la contemplación de Caballito y de su cielo color mar. Mirando hacia el asfalto,
se veía el mismo surtido de tráfico que corría para embotellarse aún más en Avd.
Avellaneda. Como dije: era viernes y mi Evangelina había venido a verme aquella mañana.
Y aunque lo hicimos una vez sola, quedamos con la expresión satisfecha y feliz, como el
gato de Alicia. El cielo de esa tarde era de contornos tan impecables como los había tenido
el cielo de la mañana. Ya estábamos por septiembre. Entretanto y tanto, contemplaba
cómo la tarde se transformaba en atardecer, pues viniendo hacia mí fue que la vi a ella.

Débora tenía el cabello hasta la cintura. Hablaba como camionera. Tenía la voz como mi
Nube, media roncosa y vehemente. Era un desastre. Pero al verla me enamoré. Hasta los
30 años somos devotos de enamorarse. El cuerpo de Débora tenía una soltura que hacía
del hombre un zombi. Ella canalizaba el odio a sus padres hasta transformarlo en una
fogosidad de celo canino. Y extasiaba a todo el que la deseara. Así los chicos del kiosco
estaban drogados de ella más que de marihuana. Aunque también eran drogadictos como lo
había sido yo, o quizás un poco peor. A veces los autos se detenían sin que bajara o subiera
nadie. La mayoría de los pibes ya habían tenido hijitos. Pero en presencia de Débora
estaban silenciosos. Esa tarde, a paso de peatón, Débora mantenía el equilibrio de una
bicicleta para todo el mundo. Venía en dirección a mis ojos. Dejó de pedalear cuando nos
miramos. Como si estuviera viendo un amanecer en un campo con mucho ni poco sol, vi
en sus pupilas la intención más conmovedora del mundo. Me miraba, igual que un niño
contempla -en una vidriera impía-, el regalo que espera para los reyes. Para mantener el
equilibrio, bajó la mirada hacia la primera rueda. Y luego Dios me devolvió la gentileza,
para que me afianzara en esperanzas rejuvenecedoras. Aquella cristalidad duró todo unos
segundos, pero uno jamás se olvida de los primeros ojos de un gran amor. Y como la
primera vez que miré a Evangelina, aquellos ojos cafés me parecieron celestes, bajo el sol
de las 6 de la tarde.

Pero más allá de Débora, más allá de los diferentes valores sobre el amor que adquieren las
generaciones, lo que me importaba apuntar acá es que esa tarde hablé con una mujer
italiana.

Describo aquí una extrañeza: a los pocos minutos de ese primer viernes, yo había atendido
a una mujer que en ese momento tenía el pelito más corto que de corto a largo. Era rubia,

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

del mismo teñido que Evangelina, solo que con raya al costado, igual peinada que yo
cuando iba a la Casimiro Escarlata. No me dijo su nombre, pero sí me contó algún
problema. Creo que aún lloraba la muerte de su amado. Tenía ojos hermosos y un cuerpo
así. Y cuando se fue me extendió la mano entre las rejas como si fuera el Papa y esperase
para que le besara el anillo. Entonces nuestras manos se dieron un entrañable achuchón a
través de las rejas que nos fronterizaban con la civilización prekichtnerista. En ese
momento vimos que llevábamos el mismo anillo de inscripciones egipcias. Y se lo hice
notar. Entonces uno sabe que a través de imposibilidades como aquella, Dios vive
señalándonos el rumbo que deberán tomar nuestra futuras decisiones. Aunque en aquellos
primeros ojos de la vereda, ese día, no había notado ninguna.

Y luego de la agencia nos íbamos a cenar todos juntos a la casa en Yerbal. Me parece justo
contar que a papá le costaba ser simpático con la clientela enviciada. Me daba tristeza
presenciar las variables que sufría su fe. Generalmente con los más tontos era graciosísimo,
con otros un ciego verdugo evaluando el parcial estatuto al que se refería el aspecto del
apostador. E inmediatamente, la ejecución: con un imparable listado de argumentos
conseguía desestabilizar cualquier artículo de las constituciones meditadas en mi corazón.
Presencié cómo trataba a gentes insoportables, cómo renunciaba a su matemática dignidad
cuando algún que otro deshonesto quiso doblar su jugada a base de engaños poco
ingeniosos. Y también cuánta oposición presentaba cuando el erotismo o la pasión se
manifestaban en formas femeninas. Tal vez haya porque sentía celos, ya me lo había
advertido geniolitos. Rellenar un poco Por eso en casa siempre estaba con cara ‘e culo.
Como Jonh Weitzking en las partidas de ajedrez, que se pone a pensar si va a sacar
prematuramente su dama para finalmente perderla, pues papá se pasaba toda la cena así
silencioso sólo que más gruñontosaurio. Ya en aquel viernes aprovechó para corregirme
como Dios a los hombres, pues papá necesitaba moldear mi forma de ser a su imagen y
semejanza.

Al viernes siguiente fui a la misma hora. Y como me lo esperaba, papá se pasó de la raya
tratándome como a un empleado barato delante de los clientes. Pero tampoco le dije nada,
prefería que las aguas siguieran calmas, o si acaso el río se estaba por encrestar pues no ser
yo un colaborador del sainete. Y a pesar de las pequeñas humillaciones que me sacudían los
brotes de soberbia de mi padre, yo me sentía feliz viendo gente de nuevo. Y siempre que
me lo permitía el trabajo miraba por la vidriera para ver si los nuevos jefes tenían la cara de
alguien ya conocido. Almagro se prestaba para ver a la gente de mi Fray Cayetano paseando
o yendo a comprar al futuro Carrefour. Cuando aprendí a manejar bien la máquina de las
boletas, atendía a todos lo que podía. Y a veces entraba a jugar algún conocido de la otra
vida mía de marginal. Pero si hablamos de la clientela común, pues me gustaba meter dos
palabras fuera del juego entre los mimosos píp y fulminantes tap que se oían en el compás
de cada jugada oficial. Me gustó perdidamente Delia, una cuarentona que ya tenía 3 hijos.
Siempre que le sobró le rocé la mano al darle el vuelto.

Ese viernes no la vi a Débora.

Pero la cuestión era que papá estaba insoportable: me decía que si tenía ganas de hablar con
las clientas que salga a tomar un café con ellas. Y un día vino el desconfiable toto. Tuve que
hacer un gesto para que calle lo del dinero prestado delante de papá, quien cuando se
marchó toto quedó poniendo caraeculo después de haber entendido que guardábamos un

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

secreto ante él. Para romper el hielo no recuerdo si fue que hice un chiste o dije algo
positivo. Pero papá no disolvió ni un poquito el encule. Se quedó repiqueteando las jugadas
encargadas para la vespertina haciendo nerviosos abroches en las boletas. Su molestia me
contagió con una incomodidad culposa. Entonces junté mis cosas y dije “Bueno, hasta
luego”. Y me fui sin decir ni mu. Desaparecí de la agencia para no volver más y casi
también de casa. Pero a la semana regresé al consultorio de geniolitos y se lo conté todo,
igual que un niño que va a buchonearle a la directora. Entonces Bartolomé me dijo “¿Ah,
sí?”, y una semana después lo estaba regañando a papá. Y una semana después papá se
tomó un café conmigo y me pidió que volviera. Y una semana después así fue. Papá había
hecho la promesa de que iba a bajar un cambio en cuanto a tratarme como un sargento lo
trata al cabo. Sin embargo el trato no mejoró. Me fue llenando de innecesarias
humillaciones familiares, igual que un saco de arena se va llenando con un granito por vez.

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Sus ojos

21 de septiembre

Evangelina, a veces sentía frío. Entonces salía de la cama como Meteoro para usurpar una
de mis camisetas de algodón del armario. Y cuando caminaba hacia el ropero enclaustrado,
los contornos de su cintura en piel al desnudo me daban la impresión de estar mirando a un
ardiente reloj de arena, cuyos relieves expresaban su inherente brillar. Y cuando iba en
busca de algo, su complexión desvestida entregaba a mis ojos el cuerpo fantástico de un
hada volátil. Así regresaba en rápidas puntitas de pie y con aquella frágil sonrisa de luz de
sol. Sus ojos redondísimos y lúcidos, sus rizados cabellos color oro, su clítoris húmedo...
Me fascinaban hasta el hipnotismo sus expresiones mientras hacíamos el amor.

También aquella mañana me tenía preparado un obsequio.

Después de que pasásemos el prólogo de la sensualidad, destendimos las mantas hasta los
pies. Cuando estuvo desnuda, se sentó a mi lado y levantó en punta un pie por vez
preparando su pasión para el agasajador ritual de la cópula. Y me ofreció colocarse como
yo lo deseara. Era una mujer que agradecía sexualmente nuestro secreto papel de amantes.
Siempre me apasionó ver su pícara desnudez. Después de sus pectorales espaldas, su
ejercitada cintura, venían sus glúteos macizos. Cuando la tomaba por detrás, perdía su voz
esdrújula y fingiendo las caprichosas voces de una niñita me ordenaba que se lo hiciera más
fuerte. Y su saliva melosa: estaba en el punto justo de una bebida de elite.

Lo que toca a mis amores pasados, son mucho más el cúmulo de mis platonicismos
-proyectados hacia la irrealizada conquista- que un programado instante carnal de sexos y
vientres aceitados. Pues, sin completarse, han ídose juntando en mi memoria las miles de
ilusiones que preceden al coito, exactamente desde el 21 de septiembre del año 2001.
Aquella mañana fue la última vez que lo hicimos. Y me corresponde decir que desde el 22
de noviembre (que me regaló el año en que al final los softwares no colapsaron), hasta la

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

última vez que la vi… mi vida estuvo impregnada de margaritas y flores bellas por todas
partes. Fue como un recreo muy largo, que separa dos materias insoportables y nos regresa
al aula repletos de entusiasmo, para encarar lo que surja con una filosofía más optimista.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Con pequeñas renuncias

Al contrario de sentirme triste desperté hoy -22 de noviembre de este montañoso ciclo de
mi vida- sin recordar que 8 años atrás viví un milagro que cambiaría mi vida para siempre.
Sin embargo, sí siento esa pobre melancolía que experimentaba en otras fechas iguales, por
saber que ya no volvería a verla. Con cuánta triztesa apreciamos lo bondadoso que había en
una persona cuando sabemos que ya nunca más volverá. Es parecido a eso que afirmó
Gandhi, que no hay peor sufrimiento que recordar los tiempos felices en las épocas de
desdicha. Pues del otro lado del océano ni siquiera existe la mínima posibilidad entre un
millón de que -alguna vez-, el Misterioso se despertara de buen humor, y se repitiera el
milagro de encontrarla en una avenida de mi segunda patria.

Era romántica. A veces me levantaba, caminaba unos pasos y miraba hacia la puerta. En el
pasillo había un sobre en el suelo: alguien me había mandado un correo postal. Evangelina
me enviaba cartas. Cuando abría el sobre era una tarjetita por el primer aniversario de
nuestro reencuentro, por mi cumpleaños o para que viera que se acordaba de todos los 22.
Recordando el primer aniversario de nuestro reencuentro, Evangelina me había regalado un
libro. Era una reconversión biográfica de Monet, con pastelosas acuarelas genuinamente
verdes. Tapa y contratapa pintaban un paisaje impresionista que se fusionaban por el
lomito para armarle un artístico escenario al título representante. Póstumas tecnologías
imprimieron la inmensa firma original en la esquina de la biografía.

Dos carillas más adelante, la ansiada dedicatoria de Evangelina: Siempre compartía


conmigo las sabidurías profundas que iba aprendiendo de nuestro amor. No sé si se lo
había enseñado a la discapacidad de su querido Jairo. Pero Evangelina estaba convertida en
una mujer que podía pasarse tres horas sin aburrirse pensando en el amor. Encontraba
felicidad en las pequeñeces de la vida.

El amor se cuida con pequeñas renuncias

22 de noviembre

Era su forma de empezar a advertirme que no la estuve cuidando lo suficiente.

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Como trinos en el amanecer

La vida de un hombre queda dividida en el recuerdo de sus distintos amores.

Para que los fieles a la imaginación de esta capitulada historia de no toda la historia mía,
puedan esbozar en sus mentalidades el tono que esperé mucho tiempo oír, y que así

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

empiecen a sospechar que mi espera era auténtica y no uno de esos caprichos que pudiera
inspirar la voz de cualquier mujer, contaré -lo dije- la primera vez que oí su tono agravado.
A cinco metros de la tramposa agencia de lotería estaba el nocivo kiosco de Gustavo,
donde compraba mis Marlboro todos los días. Papá tenía una relación de frialdad con el
dueño de aquel negocio. Siempre habitó un recelo en las dos miradas: la de Gustavo y la de
mi padre. Pero se necesitaban para alguna emergencia, a la hora de cambiar un billete de 50
o de 100. Cuando le estaba a mano se lo sentía saludar sin entrar al negocio, desde la puerta
y sin poner un pie adentro. La voz de Gustavo era sin precauciones, aunque siempre
educado. Sus expresiones eran apuradas, defensivas y roncas. Y siempre se lo sentía dar
carcajadas. Diría que hasta se le notaba cierta histeria a modo de una coraza. A diferencia
de mi padre, Gustavo se había acostumbrado a combatir la delincuencia y la marginalidad
consintiendo su amistad. Se relacionaba con los chicos del barrio haciendo chistes y con
buena predisposición a aceptarlos. Pero jamás supe si su actitud era honesta. No sé si
habría querido a alguno; o si le daba igual que se murieran asaltando, con tal de que su
negocio funcionase hasta las doce de la noche. De todas formas siempre supe llevarme con
él. Nunca hablamos nada fuera del tiempo y del mate. Pero una que otra palabra suya
respecto a mi salud, hizo que adivinar la sensibilidad en él.

Serían las ocho y media de la noche en el verano del 2001, quizás enero o febrero del 2002,
un año (como siempre se lo iba escuchando) sobre ruedas. El kiosco acumulaba clientes
azarosos con un teléfono público que se colgaba en la entrada. Pero Gustavo atendía desde
adentro por una ventana muy justa, que miraba a la calle Paysandú. Si la memoria me está
diciendo la verdad, cuando uno compraba se debían subir dos peldaños que llenaban la
perpendicularidad entre la vereda y el muro, y a los que no les encontré otra utilidad más
que la de poner al cliente a la misma altura que la del despachante. Aquella noche abandoné
las estudiadas máquinas de lotería para recuperar el vicio que se me había acabado. No lo
advertí en un segundo. La noche de Caballito es contaminación y ruidos de basureros y
ómnibus impuntuales. La voz de Débora se comunicaba con alguien por el teléfono
público del kiosquito. Iba vestida con una musculosa verde de hombre, pero no se le
escotaba el busto tímido. Débora usaba zapatillas pequeñas y negras, con diferencias
blancas. Su piel era como de plastilina morena. Estaba bronceada todo el tiempo, pero las
luces municipales que ya se encendían hicieron que se la viera gris. Me enternecía. Fumaba
la misma marca que yo. Fue entonces que la escuché hablar por primera vez, deseándola
cada segundo con todo mi ejército hormonal y de segunda adolescencia. Y oí unas palabras
que me conmovieron más. Pero seguía estando hermosa. Siempre iba de jeans azul y en la
oscuridad principiante le noté las costuras del bolsillo para monedas.

Se paraba con comodidad.

Y cerquita de aquella fecha, una mañana, sonó el teléfono de la agencia. Alfredo había
sufrido un infarto. No sé si fue un último movimiento en la partida que venía jugando mi
orgullo contra el desahucio que sentí gracias a toda su feminidad impresionante, o quizás
fue porque ya estaba cansada de esperar a que el joven de las bibliotecas en el Fray
Cayetano golpeara las puertas de nuestro adulterio para cortejarla más felizmente, quizás su
consciencia sacó la dama para vengar la muerte de los dos hijitos… El caso fue que -como
una consecuencia inevitable y maldita-, luego de que Alfredo tuviera el infarto aquel, pues
Evangelina lo aceptó de vuelta en su hogar.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

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De sorpresa y sopetón

De otros años no tanto o no, pero del 2001 recuerdo todas las fechas en que pasó algo que
luego sirvió para empalmar con algo más significativo. Un recuerdo de once meses más
atrás se había clavado en mi memoria y aún estaba persuadiéndome para que hiciera algo
especial ese 10 de julio. Se trataba de Federico, quien como todos los días barría las colillas
rubias que los incompasibles fumadores descartaban en el piso de nuestro café El minero.
El día fue 8 de agosto, antes de que mamá me regalase el librito de Hay que me ayudaría a
encauzar un poquitito mi vida. Había estado en el bar desde temprano. Afuera de El
minero ya estaba oscuro, como siempre los focos regaban el amarillo artificial de una
iluminación tercermundista. Adentro, Fede pasaba un trapo de piso para limpiar el suelo
grasiento con la lavandina. Me sentaba mal que nadie se hubiera acordado de mi
cumpleaños. No sé si estaba yo solo o había alguien más en una mesa cerca de la puerta del
baño. Yo miraba a los automóviles que invadían la avenida perpendicular en una
colonización poco tumultuosa, entretanto que sostenía el cigarro entre los dedos mayores
pero con la mano medio hacia arriba, como quien no sabe si levantar o no la mano para
contestarle a la seño. Aunque varias personas desfilaron por los asientos de sobra en mi
mesa, la despreocupación por mi aniversario me había puesto más triste que los demás días.
Al bar entraban los consecutivos proveedores y los electricistas marxistas: todos me
saludaban “para tenerme ahí”, por si algún día ellos no tuvieran con quien hablar, yo les
sirviera como una conversación comodín, ya que andaba mucho por El minero. Algunos
me querían para decir sus refranes populachos, otros sus consejos de sabelotodo y otros
para desenvolver sin tregua sus depresiones. Todos ellos eran cintas impausables donde no
cabían mis notas. Excepto Federico y perro blanco, ninguno de ellos era mi amigo.

Pero de repente, por el flippler de los pensamientos de Federico, la dura bola cayó en la
fecha de esa noche. Se acercó a mí sin soltar el palo de la escoba y un poquitito que se
agachó, como para que no lo escucharan los fantasmas. “¿Vos no cumplís años hoy?”.
Sentí que la emoción me humedecía todo el borde ensangrentado del párpado. Y no
digamos que fue una fiesta como las de la infancia, pero a cada conocido que se acercaba,
pues Federico le decía: “¡Estamos de cumpleaños hoy, che!”. La mesa se completó con
perro blanco, el vazquito y alguno otro de por allá. Hablamos de tonterías y hubo risas que
me hicieron recordar las noches con mi marimorena. Todo eso pasó el día de mi
cumpleaños, en el conflictivo 2000.

Por todo eso en el 2001, cuando exactamente fue 10 de julio, le fui a dar la sorpresa de
cumpleaños a Federico. Se puso tan contento de mi visita. De inmediato se sentó conmigo.
Me dio la noticia sin que le preguntara nada: el papá se le había muerto ya. Pero en el bar
todo se estaba como lo había dejado. Fede me demostraba la alegría que le dio verme con
atenciones y alguna invitación a un Nesquik. Luego arribó el vazquito y, más endespués,
como en la mesa de la reunión anterior, perro blanco. Aquel reencuentro fue memorable,
mucho más emotivo que el de mi cumpleaños. Ya hacía mucho que no les veía ni ellos
tampoco a mí. El que no vino ninguna de las dos veces fue girasol. Y, cuando Federico

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

cerró, los invité a todos a conocer el departamento del pasaje La mar. Como Fede no pudo,
subimos en la fuego de perro blanco el vazquito y yo. En diez cuadras llegamos al pasaje La
mar. Nos sentamos en la mesa de hierro que se pegaba a la pared, el fumé rectangular
reflejaba el cuadro de unas flores simplonas que iban en un florero del mismo color de las
aspirinetas. Como estaba arrimado a la pared de liso gris claro, las aristas de la mesa solo
daban espacio para 3 sillas; la cuarta siempre aguardaba atenta a que se prendiera la compu,
en el enorme bibliorato que me había regalado mamá. Perro blanco se sentó a mi derecha y
el vazquito cogió frío en la espalda por la ventisca de la noche que acarreaba el ruido
invisible de las estrellas.

Sanmiguel me contó algunas cosas y me prometió un respeto mayor que aquel que yo
recordaba de él. Entre sus noticias me contó una que me cayó simpática: ilustró lo mejor
que la bronca le permitía cómo fue que había terminado su amistad con el gordo
Torgellone.

Resulta que después de haberlo encontrado en El minero, aquella tarde de invierno y sol, el
gordo enseguida tiró por la borda su costosa abstinencia comprometida. Y desde ahí los 7
meses de rehabilitación se convirtieron en un rumor. En poco tiempo su miseria quedó en
evidencia a los ojos de nuestras vidas. Entonces, con tal de conseguir merca, el Rober
agotaba los recursos de cualquier amistad con deslealtades baratas. El Rober era a la
cocaína lo que el negrito Eduardo fue al auto: no le alcanzaba con tomar gratis ni bajar la
falopa con licores finos. El Rober pretendía sentir la absoluta independencia que nos pueda
dar el dinero estafado, pero que debemos huir a vivirlo a otro sitio para que no nos
reconozcan en nuestros alrededores más enraizados. En cuanto a la amistad, el Rober
parecía un peregrino que roba en toda posada donde dormía… y ya no puede volver.
Entonces ya no nos quedan lugares en donde pasar el frío. La cocaína tarde o temprano
desvela la cara de quien engaña debido que se forma un patrón de mentiras evidentes. Por
eso que cuando el Rober se quedó sin drogadictos a quienes venderles el cuento del revés,
fue que fue a buscarlo al querido perro blanco. Perro blanco la vio venir, pero sin embargo
su orgullo de veterano prendido al palo le dijo que el gordo no se iba a animar a cagarlo a
él. El Rober le había ofrecido una video por la mitad de lo que valían las nuevas. Lo que
pasó después sorprendió a perro blanco, pero no hubiera sorprendido a nadie que caminara
con una intención medianamente sensata: el Rober no trajo la prometida video ni perro
blanco a su guita la volvió a ver. El Rober entonces hizo lo que acostumbraba a hacer
siempre que carroñaba en algún lugar y desapareció con prudencia hasta que perro blanco
se olvide un poco de aquella absurda escamotea. Hasta que una noche, al regresar de la
imprenta, perro blanco se encontró con el gordo sentado en una punta de la mesa de
madera, donde más tarde iban a cenar los tres niñitos y la recientemente nacida Margarita.
Lo había estado esperando dos horas para ver qué podía rascar. Lo recorría desde las sienes
el sudor de quien está en un apuro enorme pero que no se puede mover. El gordo ya no se
cacareaba con sus risotadas, la adicción le había consumido la sonrisa de clown. El
nacimiento de Margarita había instalado en el alma de perro blanco una sincera devoción
por el hogar. De todas maneras, perro blanco no perdió las esperanzas de que el Rober se
mejorara hasta ese momento, porque al verlo de sorpresa y sopetón allí en su casa pues
perro blanco pensó que le había ido a llevar la video esperada. Y cuando le cantó el último
verso de su acostumbrado tango, perro blanco ya no quiso soportar más esquizofrenias. Y
le cerró las puertas de su vida no sin antes refregarle en la cara de gnomo un montón de
verdades: “¡Vos sos un enfermo!”, me dijo que le dijo mientras que me miraba con la
misma cara de orgullo tonto que tenía Manolito, cuando lo vence al Guille en el ajedrez. Y

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

sobre la marcha quizás que se iba acordando de redondeces o quizás las hubiera querido
decir pero en ese momento se las obvió, entonces perro blanco añadía:

- ¡Con todas las letras! - y después decía la frase completa:

- ¡Un enfermo con todas las letras! - y ya más calmado la terminaba:

- ¡Eso le dije!

Después de que se fue ese día pasaron casi 4 años hasta que lo volví a ver. Y al vazquito no
lo vi nunca más. Pero al que tuve el caprichoso placer de ver de nuevo fue a Porco, quien al
poquito tiempo se instaló en la puerta de la agencia con los pibes de Ferrocarril Oeste, para
así poder venderles a ellos el cuento chino del rope [1]. Cambiaba espejitos de colores por
las pocas ganancias que juntaban los otros faloperos; ellos cobraban comisiones muy
irregulares por buchonear qué registradoras estaban a flor de piel para los atracos, ya que la
situación social del país era propicia para que aquellas mediocres matufias se dieran el gusto
en todo, sin que las leyes los rocen ni los persigan. Pero ya lo supimos de chicos: “Lo que
Dios da, Dios se lo lleva”. Entonces el Rober les contaba cuentos de hadas que tenían
como protagonista a una princesa llamada Cámara de Fotos y que estaba prisionera en la
mesita de un hogar de familia del cual también el Rober formaba parte. Entonces el Rober
tenía que rescatar a la princesa del cautiverio de los truanes, pero como no estábamos en
época del Medioevo, el Rober entonces sacaba cuentas y pensaba que por la video les
cobro tanto, más un plus por el daño psicológico que sufren mis papis cada vez que me
llevo alguna cosita de casa…. entonces liberar a la video de las fauces de mi malvada familia
para ponerlas en la de ustedes que son unos dandis me da un total ¿de?, pero porsupus a
nadie le decía que eran robadas sino al contrario nuevitas pero que le salían más baratas por
el contrabando en aduana y miles de cosas más que el Rober se improvisaba en esos
momentos. Era como el Javi de Cándida… pero yerba mala nunca muere.

Y así estuvo unos días, el gordo, rodeado de los pibes de Ferro, como haciendo una venta
de garaje con las cosas de la casa que en vez de sobrarle necesitaba. Hasta que un día
tampoco apareció más ahí.

[1] Meter el rope: En Buenos Aires, “meter el perro”, estafar a una persona.

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Nazareno

Salvo los suficientes, el 2001 se fue sin dejarme recuerdos malos. Los años buenos se nos
van pronto. Y junto al año se acabaron las clases en mi Fray Cayetano. Entonces algo
sucedió tan de golpe como la guillotina que corta el cuello: durante el verano, Evangelina se
ocupó por completo de su querido Jairo y en la ausencia de casualidades no me vino a ver

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

más. La reincidencia de mis malas energías la había obligado a ceder siempre a ella y estaba
demasiado cansada como para mentir en la casa diciendo que se iba al cementerio de San
José para visitarla a su mamá. Pero excepto el domingo llamaba casi todos los días y a veces
su voz compensaba los días de sus ausencias como para que yo la atendiera sin
resentimientos. No obstante, al cabo de que su rabona [1] reuniera un doloroso numerario
de mañanas, yo la verdad no sentía ganas de hablarle y siempre la atendí secamente. Y aún
las veces que estaba dispuesto a atenderla como si nada malo hubiera pasado, pues al
mostrarme austero yo sentía que hacía justicia con el abandono. Era como si la castigara
por su frivolidad. Yo mientras tanto continuaba trabajando en la agencia, absorbiendo a
cada ratito el malhumor de papá.

Hasta que una tarde estaba como todo un Schumacher tecleando jugadas para los
compulsivos y los no tanto. En la vidriera colgaban billetes para la de los reyes magos, igual
que cuelgan los mocasines que se ponen a secar al sol. Los boletos colgaban de los piolines
de pesca como si fueran parcas guirnaldas que atravesaban por varias veces al escaparate.
Todo se sujetaba con un broche de madera, como si trabajáramos secando y no vendiendo
las loterías. Entonces, esa tarde, a la vidriera se acercó Débora junto a otro rollinga. Se
pusieron a comentar los números que probablemente iban a concursar en el sorteo de la
vespertina para perder. Sentí que mi momento había llegado y detuve todas las rotativas
para poner toda mi atención en ella como si fuera un Davico de Miguel el Angel. Entonces
Débora hizo lo que yo estaba esperando que hiciera: como quien mira sobre los lentes,
levantó los ojitos de los cupones para mirar qué es lo que hacía yo. Había estado pensando
en mí. Débora era infartante aunque no estuviera arreglada. Se ponía remeras de la
selección Argentina, cuya holgura se contraía a la altura de las caderas, los puños llegaban
hasta sus frágiles nudillos dejando asomar sus dedos bronceados como si fueran hermosos
fideos salidos de la Pastalinda recién.

La lotería siempre se atendía con miedo. Hasta que aprendí el funcionamiento de las lógicas
máquinas que imprimían jugadas para los compulsivos, y entonces pude hacer las boletas al
público, me senté en una banqueta forrada de cuero, o en un taburete óptimo para un
espacio muy reducido, pues las dimensiones del local eran demasiado justas: la fachada era
contraria a la de la casa en donde pasé mi niñez. Aunque también era de vidrio, sólo que
una estantería de medio metro ocultaba nuestros zapatos a la vista de los callejeros. El
espacio del local era más estrecho que la marca del producto que comerciábamos. La
vereda tendría tres pasos apresurados de un mayor no muy alto. Si se venía desde la esquina
de Méndez Andes, la puerta de entrada quedaba luego de pasar por media vereda de locales
y un porterito: el kiosquito de Gustavo, un edificio modesto y luego la esquina con su
pedante verdulería; todo eso y alguna cosita más quedaba antes que nos.

Recuerdo todavía aquella tarde. Yo aún no había hablado con ella, pero siempre estaba
viéndola fuera, bromeando con sus amigos del barrio, que se reunían en el kiosco de al lado
para tomarse unas cervecitas. Débora, hablaba mucho con un chico a quien yo había
bautizado “Nazareno”, pues aún no sabía que se llamaba Juan Manuel. Juan Manuel era de
rasgos interesantes, de barba y cabellos lacios y largos aunque más bajito que yo. Esa tarde
aún no había ningún cliente. Mi padre ordenaba los números que habían salido en la
vespertina. Al entrar a la agencia casi que me pidió permiso para leer los resultados de un
sorteo común. Era muy rubio y algunos pocos centímetros más bajo que ella. Entonces,
otra vez, me castigó con sus delgadas espaldas. Tenía el pelo larguísimo. Y si uno no se
fijaba bien, podría haberlo confundido con una chica. Pero cuando nos miraba, la santidad

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

de Juan Manuel nos impresionaba tanto que sólo nos permitía la compasión. Sus ojos
tenían de yapa otro iris, la de lo irremediable, lo condenable, lo peligroso. Pero por encima
de mis prejuicios, Juan Manuel era una de esas personas que con su sola presencia vendaba
las desprotecciones del entorno que lo ceñía. Y, quien se acercaba a él, estaría protegido de
la mala suerte. Era muy respetuoso pero no se le notaba ningún miedo. Aunque en ese
respeto, le adiviné cierta precaución por la envidia de la gente.

Decía que luego de saludarme, con una amabilidad que escaseaba en sus conocidos, el
Nazareno se puso de espaldas a mi padre y a mí para mirar el itinerario numérico que
componía los ganadores del día anterior. En ese momento no me daba cuenta de por qué
había entrado. Y lo llamé padre. Me contestó con la media vuelta, igual que lo hiciera la
doctora Vizcaíno cuando me despertó del coma. Entonces le pedí permiso para preguntarle
algo. Yo en verdad lo hice por mi padre. Primero le pregunté si hacía mucho tiempo que
no aparecía “el gordo”. No me extrañó que me preguntara a quién me refería. Para ellos yo
debía ser algo así como un estudiante de honor, que estaba probando los códigos de la vida
urbana. Ni siquiera sospecharían que en mi mente revoloteaban los mismos motes que ellos
utilizaban para diferenciarse del resto. Entonces, para que ya no me subestimara más, le
especifiqué: Roberto Martignonni. El Nazareno, ahora estaría sorprendido. Me miró con
los mismos ojos que yo tenía cuando reflexionaba mucho. Entonces me dijo que el Rober
-él creía- estaba de vacaciones y hacía 15 días comunes que no se sabía de él. Y entonces,
como aquella frase que dije en el bar de Federico, igual al apodo de perro blanco, yo ya
tenía pensado qué iba a decirle, pues también suponía cierto el real porqué de aquella
quincena de ausencias. “Cuando vuelvas a verle, dile que le busca el pelado, para que le
devuelva los 70 mangos de la video”. Juanma parecía con miedo a decir algo indebido. Y
con un comentario, me dio a entender que el Rober también le debía dinero. Luego nos
despedimos, y se marchó. Mi padre hizo un comentario de desaprobación.

Al otro día -no sé por qué-, salimos de la agencia cuando todavía había sol. Tal vez porque
era verano. Cuando cerrábamos del todo dejábamos que se bajara por cuenta propia una
persiana que tenía el interruptor pegadito a la vidriera. Desde el coma aquellos fueron los
días donde la equinosis se pronunció más. Nunca supe si fue casualidad, ni tampoco me lo
pregunté hasta que pasaron diez años, o fue que lo intentó para que Débora y yo nos
dijésemos nuestros primeros holas. La luz de la tarde flameaba en el lacio del Nazareno y
en el cardado de Débora, quien cómodamente se vestía piola con una musculosa [2] verde
mate. Tenía las mamas lo suficientemente pipiolas como para que en el escote no se
formara la v. Y aunque no estuviera arreglada, sus constantes auras provocaban la
excitación.

No tenía intenciones de hablarles. Tampoco necesitaba pasar por al lado suyo. Sin embargo
al verle me devolvió el saludo con la mirada y nos dimos el buenas tardes porteño. Quizás
me estaban esperando. Porque pareció sorprenderle que lo conociera al gordo. Mi
suposición había dado en la tecla: el gordo se le había quedado con un montón de dinero.
Hablamos dos o tres cosas más, y aunque no me saludó, Débora oyó nuestras palabras con
una atención especial.

[1] Novillos
[2] En Argentina el término es utilizado como un lenguaje callejero el cual remplaza a : "amo", "bueno",
"capo", "groso", "inteligente", "maestro", "malo", "tranquilo".
[3] Camiseta de nadador

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Los ahorcados de Salem

Hasta que una mañana de marzo, Evangelina volvió. Me puse tan contento. Como si no
hubiese faltado a mi vida nunca, aquella mañana abrió la puerta con las llaves poseídas por
el atrapasueños. Lo extraño fue que no me despertó hasta que abrió el cerrojo. Salté de la
cama y la vi con medio cuerpo aún afuera, como impidiendo que entraran los reporteros.
Pero ya no fue lo mismo. De marzo hasta mayo cada mañana que vino me pidió que le
hiciera masajes. Se recostaba boca abajo como cuando se relajaba para que la penetre
analmente, pero sólo se desabrochaba la blusa hasta que dejaba los omóplatos descubiertos.
Y yo me le subía arriba como quien le quita el agua de los pulmones a alguien que se iba a
ahogar. Entonces punzaba con odio las falangitas y los nudillos en alguna obstinada
contractura que le encontraba en su espalda de hembra. Y mientras le trituraba la masa de
los pequeños nudos que le provocaba el estrés, ella decía “¡Eeeso! ¡Eeeso!”, como cuando
lo hacíamos en el principio de las mañanas antes de tomar mate. Pero no volvimos a hacer
el amor. Al menos físicamente no. La hice sentir inservible como mujer. Se reía menos. Y
así estuvimos, viéndonos poco, hasta que junio llegó al igual que puede llegar una carta
diciendo que alguien querido enfermó.

Los actores trabajan por más minutos según lo cercanos que estén al papel principal. Pero
todo es pensado para que salga ganando el amor. Los roles que la gente más tiene en cuenta
son los que tienen planes de ser pareja. El público no se interesa por Nicolás Cabré hasta
que se está por meter con la hija de Panigazzi. Porque todos queremos un final súperfeliz
como en el de Wayne, donde en el último minuto el malo es desenmascarado al estilo
Scooby-dooby-Doo, para que así el buenito triunfe y se quede con la muchacha que es
buenita también. Los sorteos son para el agenciero como una novela trucha que tiene de
protagonista a los números del 00 al 99, y a sus debidos sueños también. Como era de
esperar, obedientes a la absurda idiosincrasia, como todo buen vecino cuando volvíamos a
casa siempre poníamos Crónica para televisar la emisión en vivo de los sorteos nocturnos,
relatados por un buscavidas que se apodaba Riverito. No sé cómo se le había ocurrido
postular sus desabridos speach y hacerse famoso con eso. “¡El oooochoo”, decía siempre y
así todos los terminados en ocho, como un juego de los múltiplos que, cuando la fortuna lo
elige, Riverito era el encargado de decir ¡Domingo!, pero no le veo sentido igual. La
desgracia, los huevos o il morto chi parla: pues en la novela de las quinielas todos tienen
papeles y todos ganan alguna vez. Pero hay algunos que salen mucho y otros que son como
los campeonatos que gana Racing, que salen primeros cada muerte de obispo. Se jugaban a
la cabeza, a los premios, a los 10 o a los 5, o como los quiera el apostador. Los jugadores
tenían sus propias cábalas para ganar. Y siempre me las contaban. Trataban de reiterar la
buena suerte duplicando una manera de apostar, pensándose que el azar tiene un espíritu
matemático. Me hacían teclear la jugada de mil maneras diferentes. “Jugame el siete y el
ocho en dos boletas distintas”, o si no jugaban diez a un número todo junto pero que les
hiciera 5 boletas de dos. Y todas las mañas que uno pudiera pensarse.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Muy seguido tenía que preguntarles dos veces cómo querían que las hiciera. También había
aprovechadores mugrientos que querían sacar ventaja de mis mareos: me daban escrito una
sábana de numeritos y cuando al final les daba los tickets se guardaban uno en el bosillo de
atrás y finalmente decían “Te faltó tal”. Papá estaba acostumbrado a dejarles pasar la viveza
criolla y les daba dos veces el mismo ticket. Sin embargo yo ya sentía que a cada ratito nos
estaban metiendo el gol con la mano de D10s. Y me peleaba con mis Eduarditos. Hasta
que se metía papá con su muletilla de Alf y les decía “¡Pero sí, hombre! ¡No hay
problema!”. Seguro al ir haciéndonos viejos se nos van cambiando las prioridades a los
varones. Hasta que llegamos a cierta edad donde siempre nos preguntamos “¿Para qué me
voy a hacer mala sangre?”. También había una vieja que levantaba la clandestina. Siempre
pasaba en bici, se le veían los muslos envarizados y usaba anteojos culo ‘e botella. Yo la
miraba cuando pasaba sobre la embachaneada Paysandú. Para enterar al barrio de que ya
era la hora, pues la viejita tenía un código como el de Mr. Tamborine man, que toca la
pandereta para que salgan los enganchados a comprar frula, igual que salen de golpe todos
los niños cuando oyen la musiquita del camión de los helados. Pues esta vieja que andaba
en una bici chiquita paseaba por Paysandú y por todas las otras silbando como un canario
en contra del viento que le advertía de su delito poniéndole los viajes medios difíciles.

Los seres humanos tenemos algo conmovedor: siempre debemos ceder a algo que no está
bien, por más pequeño que sea. Es nuestra parte dañina. A lo mejor no cocaína ni hero,
porque atentan contra la vida en una noche. Nos pasamos de la medida en la raya y ya no
podemos parar hasta que reventamos, o nos contagian el bicho por compartir jeringa con
un cualquiera. El hombre no suele elegir esas cosas porque finalmente pocos son tan
valientes. Y aunque no simpatizo mucho con Sábato, pues en algo sí tenía razón:

Finalmente, el hombre tiene tanto apego a lo que existe, que prefiere


soportar su imperfección y el dolor que le causa su fealdad antes que
aniquilar la fantasmagoría con un acto de propia voluntad.

Parece que necesitamos vivir con la pequeña ilusión de que podemos más que la muerte.
Así tan quimérico es nuestro ego. De alguna forma debemos de transgredir. Pero pasamos
toda una vida forjando una idea de quiénes somos que finalmente está equivocada. Sin
embargo para algunos existen días en que la honestidad es más importante que nada.
Cuando nuestro corazón se sincera del todo, inevitablemente llegamos a la única
conclusión verdadera que se puede llegar al respecto de todo esto: lo que marca la
diferencia entre lo que es inteligente y lo que es necio, entre lo mediocre y lo destacable, no
está en la excelencia de sus hazañas; sino en lo que mortifica. Claro que hay excepciones.
Pero ellas se miran únicamente más desde abajo. Beethoven tendrá defectos para quien
sepa mucho de partituras. Si salimos del ámbito de lo genial, donde Einstein y Gandhi son
muestras exageradas de lo que digo aquí, podremos dar un paseíto por la clase media
buscando aquello sobresaliente y allí veremos que la distancia entre una inteligencia y la
otra bien pueden marcarla mujeres que tienen hijos… pero que no se casaron nunca. Hoy
en día una mujer que tuvo amante parece que hubiera muerto para el resto del barrio. La
esencia de la gente distinta suele infringir mandamientos. Los héroes no son los que ganan
siempre, sino al contrario: son quienes buscan remedio.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Venimos al mundo con una porción de vida que está reservada para autodestruirnos. Es
así. A los hombres les cuesta seguir adelante si no sienten que se están oponiendo de alguna
forma a las costumbres establecidas. En algún momento debemos ir contra la corriente.
Aunque nos cueste una partecita de la salud. Ese es el arte de quienes no saben que son
artistas. Y como generalmente todos tenemos un creador en el corazón, un artista, pues si
no fumamos tomamos alcohol y -si no-, comemos helado a troche y moche o endulzamos
la manzanilla con más azúcar que la normal. Es que el pecado tiene un sabor riquísimo. Es
el regalo que nos otorgamos por llevar una vida disciplinada. Si por ejemplo somos eruditos
en medicina tenemos tendencia a ser atraídos por personalidades que nos van a traer
problemas. En algunos casos nos gusta sufrir, mientras que otros necesitan alimentar sus
debilidades. Quizás de pequeños no, pero al crecer notamos un vacío que sólo se llena con
el amor.

Como otras veces, las ocho y media de la noche inicializaban los cansancios en todos los
comerciantes. El más enorme de los chicos, robusto y moreno, entró a jugar su infaltable
quiniela, cuyo sorteo se televisaba por un canal sensacionalista dos horas más tarde,
auspiciado por un presentador que exaltaba nuestra ansiedad cuando el número ganador
aparecía en lo más alto de una pizarra luminosa: el famoso Rivero. En cuanto a la agencia y
mi padre y en cuanto a mí pues todo estaba en lugar de las ocho y media de la tarde,
inclusive con un jugador haciendo una boletita para mantener la ilusión de 70 veces más de
lo que arriesgaba. El chico que estaba jugando era el más alto de los chicos de la barrita que
paraba en la vereda. Sin embargo tenía los rasgos de los enanos. Mantenía su pelo corto,
algo crespo, la frente amplia pa `rriba y pa `bajo, nariz pequeña que separaba los ojos
notablemente, aunque sus pupilas eran directas.

Fue como cuando estoy por dormirme y unos pasos invisibles se acercan a donde yazgo.
Así sentí sus pasos en la vereda de enfrente. Cuando miré, Débora cruzaba la calle
corriendo. Aprovechó que su amigo estaba jugando para demostrarme que nos perdíamos
mucho analizando solamente miradas. Y entró decidida a clavar su bandera de colonización
en el planeta de mi alma. Igual que Evangelina, Débora caminaba con firme sensualidad.
Cuando Débora entraba a algún lugar se llevaba todas las atenciones. Verla aparecer a
Débora fue como si los ingleses se sienten a esperar para ver salir a la Dama del Lago.
Siempre con esa sonrisa de blanqueador. Débora nos impresionaba con una felicidad que
no venía en su sonrisa intachable. Una hermosura extra se le agregaba en el aura. Sin
mirarme a los ojos preguntó por los ganadores de una jornada anterior. Le contestó papá.
Después cometí el error de una moneda de más cuando devolví el cambio simplificado al
grandote. Débora abandonó el negocio y me quedé esperando a que me mirara de nuevo. Y
así lo hizo. Pasó caminando al lado del amigote. Y al alejarse se dio la vuelta para
despedirme con la inapagable sonrisa blanca como la Antártida. Fue la mejor sorpresa que
me dio nunca. Se había decidido a buscarme.

Ahora -desde aquí-, me encuentro con el renglón que yo había estado esperando desde
hace mucho y que fue motivo de casi 5 años para mi escritura. En algunas carillas medianas
(tamaño Hobbit), iré exorcizando aquellos momentos de ciertas vergüenzas mías y ajenas;
cada vez que recuerdo aquellas sobremesas, aquellos diálogos con papá y mamá, siento
como si los pitufos tuvieran un bosque adentro mío y se pusieran a dinamitar sus casitas.
Durante mucho tiempo, cada vez que recordaba aquellos minutos, sentí como si colapsaran
estrellas en un universo a escala microscópica en mi corazón. Estallidos adentro mío,
pequeños ¡Bruumm! que no deseo que estén, un cepillo de dientes viejo que salpica gotas

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de ácido en vez de témpera. Quizás porque a esa edad uno todavía se cree que la razón
silenciará a la necedad del ilógico necio; quizás porque aún no sabemos que quienes nos
aman también se acostumbran a defender intenciones egoístas con la excusa de hacernos
bien. Recuerdo aquellos días como el preestreno de un coma profundo que nadie supo ni
cómo ni cuándo empezó, ni cómo ni cuándo se terminó. Algunos renglones atrás yo estaba
hablando de una indignación. Les contaba, para que ustedes sean mil desahogantes sesiones
de psiquiatría, sobre Salvador, mi soberano padre. Les contaba sobre él, que por 2 décadas
llevó las misma monturas, sus encanecidos cabellos cortos eran un visual testimonio de sus
62 años. Su inflada tripa, un portavoz del sacrificio del tiempo, empleado más en la familia
y en el trabajo que en lograr estéticas necesarias. También confesaban el buen gusto por el
alcohol y el tabaco. Sólo en mis recuerdos brotaban (como inmediatas ipomeas en el jardín
de mi subconciencia), los 25 ó 30 kilogramos de los cajones de verdura, o los 50 de las
arpilleras que contenían a las accesibles papas. En la piel de su cara y de sus manos se le
notaban las erosiones de sus esfuerzos: 60 noches de insomnio, y los 90 días de viajes
eternos. O como si el desamor le hubiera dejado cicatrices que se notaban a simple vista.

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Cuando Débora se fue esa noche papá se quedó silencioso, sin embargo le noté la misma
incomodidad en el alma que a veces se le notaba cuando se tragaba violentos sapos [1]. Sentí
entonces una fuerte obligación de aclararle mis planes, porque yo quería seguir soñando
con Débora sin que mis ilusiones lo molestaran. Yo sé que no tuvo la culpa el títere sino
que fue el Titiritero. “Todo aquel que defienda mi nombre será perseguido”. Años después
me di cuenta de que siempre hay algo en contra nuestra si luchamos por el amor. Y que no
es voluntad de nadie ni nadie tiene intención de herirnos ni de oponerse a esos
maravillosos días de gracias que tenemos la bendición de vivir cuando nos empezamos a
enamorar. Es como si lo que no hemos cerrado en años pasados se nos abriera de golpe
cuando el amor nos elige como morada para vivir. Los primeros días son los mejores…
porque venimos acostumbrados a sufrir tanto. Y de repente nos sumergimos en la sabia
pura de la bondad de Dios. Durante esos días la vida que vivimos se empapa con la
absoluta blancura de un Ying espeso. Esos períodos son la prueba de que existe una fuerza
que puede más que el azar. Esos días son a la vida lo que la fuente es al desierto del
principito. Por tristeza, la vida nos quiere enseñar el valor de todo lo bueno. Y quizás
pueden pasar algunas semanas en que el Señor no tarda en condimentar con peligros a esa
magnificencia que es estar enamorado. Es entonces cuando permite que se cuele en toda
nuestra hermosura una partícula de maldad. Al tiempo de haberlo vivido me daría cuenta
de que Dios también tiene su parte humana. Él disfruta saliéndose de Sus reglas como el
apostador gastando un poquito más. Ya que si las personas son comprensivas con Él, pues
Él a veces tiene la picardía de adelantar la aparición del punto maligno de Yang y
suspenderlo mucho antes de lo esperado en toda aquella fabulosa laguna de benignidad.

Quizás para verlo un poquito más feliz a él, fue que le compartí mi felicidad. Pero el estar
tan cerquita de aquella emoción tan sólida hizo que me olvidara que papá estaba poseído
por el deseo de complacer a mamá. La felicidad que me abrazaba el alma consiguió que me
olvidara de que el peligro puede estar aguardando en las caras más familiares para asomar.
Como en mis anteriores amores, incapaz de que su corazón estuviera regido por el honor,
mamá contenía sus destructivos celos y los desahogaba atemorizando a Salvador, criticando
la reputación de mis enamoradas. En los momentos de intimidad, mi madre vomitaba
invenciones de cuánto peligro corría mi vida, si acaso aquel amor se me daba. El

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entusiasmo me había hecho orbitar que la primera tarde de sus primeros ojos, mamá
hundió la moral de Débora, desahogando su miedo de que algún día la tuviera. Y que me
alejase del hogar. Mamá se desahogaba con mi papá, inventando todo tipo de desprestigios.
Era como un avión que comenzaba el despegue hacia el continente de una
contraproducente victoria.

Más adelante lo comprendí: desde hacía más de una década que mamá miraba a papá con
unos ojos que no tenían tonalidades de amor, al contrario se esforzaban para parecer
insulsos y fríos. Es que cuando papá se reincorporó a su Telefónica vaya a saber qué otros
amores inspiró en el corazón de otras telefonistas, tarareando a Dorival Caymmi en la
sobremesa de los almuerzos sindicalistas y los preencuentros de las reuniones con la marrón.
Durante unos meses faltó en casa hasta que la madrugada ingresaba al sueño de nuestro
hogar junto con los rocíos y las heladas. Mamá lo esperaba toda la noche hasta que volvía;
en el silencio de la casa se escuchaban los resortes del colchón matrimonial que rechinaba y
luego unos pies descalzos hasta la puerta de doble hoja para desplazar con sigilo la cortinita
de seda estampada con nomeolvides anaranjados. Entonces la calle Gran Canarias se podía
meter en el comedor diario y mamá controlaba a los espíritus de la noche que pasaban por
la vereda acompañados del vientecito y de los inviernos quilmeños. Con el tiempo papá se
las ingenió para regresar a la cena, supongo que también lo obligaba la existencia de
Catalina y la mía. Pero la intuición virgueana de mamá siguió adivinando que la verdadera
verdad de papá era diferente. Así que lo crucificó en la cruz de una indiferencia que lo iba
desangrando igual que una tortura china de miles de cuchilladas a lo largo de un día, donde
el torturado no muere pero sueña con el final. Así que durante mucho tiempo mamá trató
de rellenar su falta de amor de pareja siendo devota a la casa y a los hijitos para obligarse así
a estar ya en la casa o para no sentir la necesidad de separarse. Al fin y al cabo ella había
renunciado a todo por la familia, a la Telefónica, a sus hermanos y a la tía Aurora. Además
de que lo quería, no iba a encontrar donde ir si no estaba con Salvador. Y así lo hizo: se
aferraba a la casa y ya los horarios de la Casimiro Escarlata. Pero mamá siempre fue una
mujer de esas que son en la intimidad muy filosas. Creyó que su devoción maternal nos
convertía en los peones de su dañina insatisfacción. Así, de ser una mujer absorbente,
mamá se convirtió en un horizonte de sucesos que alberga en la singularidad a los
electroshocks de una cruenta personalidad neurótica.

Durante los tensos años en que mamá despreció el cariño de papá, pues a papá se le había
ocurrido darle a mamá el gusto en todo para que así mamá demostrara amor otra vez.
Entonces papá le empezó a chupar el ojete y a cada una de sus estrógenas manias y manías
papá le decía todo que sí y que sí. Mamá creía que para ser feliz ella iba a tener que estar
siempre a su lado de sus hijitos. A Catalina le hizo algo muy parecido en el ’97. El objetivo
de mamá también se centraba en ser coronada la reina del barrio en el instintivo concurso
que tenía sede en la mentalidad femenina. Entonces mamá le trabajaba la cegada cabeza a
papá hablando cualquier verdura sobre las chicas más lindas que se me acercaban. A mí
también intentaba lavarme el bocho: “Esa chica tiene la nariz operada”, decía mamá
solamente para decir algo malo de tal o cual. “¡Qué puta que es!”, decía porque Evangelina
no me llamaba un día, todo para meter púa. Para defenderme de aquella gratuita roña yo
también tenía mis métodos. A veces mamá se equivocaba y me decía: “Hoy estuvo una
chica en la puerta de la agencia, ¿Es esa la que te gusta, no?”, y aunque la chica no fuera, yo
le decía “¡Sí, sí, es ésa!”, para ver qué me respondía. Así me adelantaba un pasito a sus
intenciones. Porque entonces mamá agregaba que “La verdad no sé cómo te puede gustar
una chica así”, y le sumaba descalificativos como lo hace la gente que es medio pelo

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diciendo de Maradona: “¡Ay! ¡Pero si está drogado!”, o si no “¿Y qué querés? ¡Si es un
negrito villero!”. Por una envidia siniestra, lamentablemente, la condenación popular y
mediática suele concedernos la razón del vox populi si es que opinamos lo mismo que
opinan los reyes del amarillismo, aunque ésta razón se aleje de la verdad, o también si
sucede al revés. Ello es muy triste y por muchas razones. En cuanto a inteligencia ajena, en
cuanto a la suerte que tiene el otro, en cuanto al destino de los demás, somos como
monitos que se complotan para quebrar el dominio del mono más grande. Cuando alguien
nace con estrella, con el tiempo pasa a ser un representante para que en los demás aparezca
la endemia de una ceguera al estilo de Saramago. Estamos ciegos pues preferimos la
facilidad. En el ejemplo de Maradona, que lo detractamos con perjuicios que otros vulgares
han fabricado, pues estamos presenciado la decadencia del pensamiento reflexivo. Cuando
la gente nos dice que Maradona es un negrito de mierda, pues al investigar en nuestro
corazón deberíamos decir que no. Pero ese comentario despectivo nos es tan propicio para
darnos el permiso de ser injustos. Porque en el fondo todos queremos ser unos Eduarditos
alguna vez, todos deseamos vengarnos y no esperar a que se haga justicia. Pero reprimimos
nuestra parte oscura porque tenemos miedo de no ir al Cielo. Pocos son los que logran
llegar a un estado de consciencia donde la paz interior gobierna y se recurre al perdón para
abolir un sentimiento de desprecio. Cuando sale el tema Maradona en las mesas, pues
entonces podemos darnos el privilegio de saborear la malicia. Sólo los poderosos se hartan
de hacer el mal. Pero en cambio, a los mediocres como nosotros, hablar pestes de los
demás nos da esa pequeña felicidad inútil que saboreamos algunas veces en nuestro día a
día. Nosotros vemos a la verdad como un maestro a quien es bueno desobedecer en algún
momento. Estamos tan hartos de cumplir siempre. Pero si no lo hacemos se desplomarán
aquellos castillos que se han construido con los pilares del cristianismo. Y nunca pensamos
que está bien per se que nos mantengamos dentro de la sinceridad o la educación, la correcta
actitud o el pensamiento centrado en la individualidad. Por eso cuando estamos
estropeando una buena digestión con la tele y salen los Avilés o Ventura diciendo que
Maradona es esto o que es lótro, nosotros de inmediato cogemos una injuria de la infinidad
de insultos que se le han dicho y no pensamos en el honor que es haber tenido un paisanito
como él, que se enfrenta al Vaticano o a los reyes de Java porque a él le parece bien… Al
contrario: nos gusta sentirnos malos cuando no está mal visto sentirse así.

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Como el objetivo de papá chupaculos era chuparle el culo a mamá, pues la noche anterior a
esa tarde papá le chusmeó a mamá que Débora me había estado buscando. A mamá
siempre le gustaron para mí las mujeres que no me despertaban ninguna pasión. Su
condición de mujer se puso siempre a la defensiva cada vez que se le acercaba otra
femineidad. Mamá alcanzaba una costosa estabilidad refutando la idea de que más tarde o
más temprano alguna mujer me alejaría de ella. Siempre programaba su futuro con planes
caprichosos que cuajaban las libertades de sus seres más amados. Y en sus imaginaciones
de futuro ella estaba esposada a mi destino. No soportaba la idea de verme independiente.
Por eso fue que colgaba si una voz extremadamente hermosa pedía por mí. También por
eso destrozó las cartas de cariño que yo guardaba en mi Reebook. Y por eso el primer
viernes que fui a trabajar a la agencia mamá notó la ilusión en mis ojos al verla pasar a
Débora en bicicleta por el cristal del negocio.

Durante todos aquellos años, arrepentido por un amorío que se le descubrió, papá buscó la
piedad en el corazón de mamá haciendo la letra buena. Y hacía todo lo que mamá le

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

sugería. Por eso amenazó por teléfono a Tara, por eso papá intervino entre mi libertad y yo.
Y por eso fue que cuando Débora se fue esa noche papá se sintió inspirado para la
calumnia. Y dijo todo de ella menos que era bonita. Al otro día llegué a la agencia cuando
faltaba poco para las 3. Y cuando el tiempo avanzó esos pequeños minutos, pues sucedió lo
que había previsto: Débora se paró en la vidriera a esperarme. Pero yo sentía que las
palabras que papá me había dicho la noche anterior asfixiaban a cualquier pensamiento de
amor en una incoherente duda.

A la mañana siguiente, Evangelina había traído preparada otra anécdota para provocar mis
celos. Se la notaba preocupada por mi indiferencia. Pero los cuerpos celestes se habían
alineado de tal manera como para que desde ese momento Evangelina se diera cuenta de
que ya no podíamos seguir adelante con nuestro amor: me contó de un exalumno que
estuvo de paso por el colegio y la fue a visitar a la biblioteca. El chico tenía veintiún años y
estaba juntado con una mujer de cuarenta y dos. Evangelina hizo un comentario picante
sobre la capacidad de conquista que tenían “nosotras, las veteranas”. Me contó que le dijo
algo al chico y le puso la misma voz que ponía para acaramelarme a mí. Pero yo no
demostraba nada. Y, al contrario de su cálculo, para devolverle la picardía le conté lo que
había pasado en el anochecer anterior de la agencia. Puso cara de “¡¿Einh?!”, y me dijo
“¡¿Me estás cargando?!”. Aquella había sido otra linda oportunidad para mentir, fue como si
Dios me hubiera dicho “¡Mirá que ésta es la última, eh¡”. Pero yo ya había gastado mi
monedita de falsedad cuando fue lo de Alfredo. Me sentía tan orgulloso. Después de esa
mañana, Evangelina vino una vez más.

En su visita fugaz, Evangelina me devolvió dos cosas: Los poemas de amor mas bellos del mundo.
Y me dio una segunda cosa que yo nunca hubiera pensado, y cuyo significado no valoré de
inmediato. En la mañana que la vi por última vez, Evangelina me devolvió la pequeña
resmita sin las tiras con agujeritos, donde había empezado a contar la historia de mi
accidente, en 1996. Y cuando se estaba yendo, me dijo:

- Para que sepas que me gustó.

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Entonces llegó julio. Evangelina había dejado de venir, y ya no la vi desde hacía por lo
menos un mes. Aunque sabía que algo andaba mal, no la extrañé de inmediato. Me llevó
tiempo entender la gravedad de sus ausencias. Ella igual siempre telefoneaba. Creo que no
venía a propósito, para ver si me dolía.

Cuando la veía a Débora caminando por ahí, pues yo le decía a papá que “Salgo a comprar
cigarrillos”. Había dejado de mirar hacia dentro de la agencia, pero siempre que salí y estaba
ella me miraba con esos ojitos de canica lechera y su con su herida expresión me avisaba:
“Me dueles”. ¿Le dolería porque había perdido toda esperanza de mí? No paraba de
mirarme pero lo hacía menos. ¡Ay! ¡Esos rizos y esa cintura idónea! Muchacha voz de gorrión.
Sólo lo hacía para mí: se maquillaba de manera que sus labios parecieran más gruesos.
Rímel en abundancia le daba una expresión de petera que se disimulaba más cuando estaba
sin cremas. Su complextura incorrupta. Se ve que lo estaba aprendiendo: el espejo del

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

botiquín le iba diciendo éste sí y éste no, según qué colorete armonizara más con su
enamoramiento. Y al terminar el día hacía descartes de cosméticos según el éxito que
hubiera tenido en la seducción. Débora estaba en los últimos metros del desarrollo. Quizá
las hormonas aguardan a que nos enamoremos por última vez para desarrollarse del todo.
Porque cada día que pasaba se le veía un poco más de mujer. Caminaba más
femeninamente de la noche a la mañana. Pero siempre con sus Nike negras del 34. Por mi
parte yo tenía el continuo sentimiento de quien va perdiendo lo más importante en la vida.
Sin embargo, a pesar de mi frustración, una vez dentro, la mala fortuna se hizo mi
acompañante otra vez. Soñaba seguido con ella. Hasta que en un anochecer de la agencia la
oí hablándose con otra amiga de la plaza de Ferrocarril Oeste. Sin embargo cuando salí esa
noche a comprar al kiosco del corpulento Gustavo ella había desaparecido. Me asomé a la
calle y sólo el modesto tránsito de Paysandú acompañaba al descascarado alumbrado de las
8 de la noche. Volví entonces a esperar a los próximos jugadores de la nocturna que ya
cerraba las apuestas oficiales de aquella jornada y me senté como si nunca hubiera salido.

Tratar de ampliar Un motor familiar me hizo mirar hacia la vereda de enfrente. Entonces el
auto se separó ágilmente del cordón. Una sombra como de Steve Vai iba en la ventanilla
del lado del acompañante. Al ratito pasó Débora por la puerta y desde entonces volvió a
mirarme seguido.

El 2002 fue el último mundial para el Bati. Fue pegadito a lo que cuento de Débora. Me dio
tanta vergüenza no poder hacerle entender a papá que cada palabra suya me lastimaba que,
debido a una química maligna, desde la noche en que papá me habló mal de Débora, me
convertí en una persona más cobarde. No entendí cómo pero mi tolerancia se convirtió en
flaqueza. Tampoco sé muy bien el porqué, pero había decidido contestar a todo lo que
papá decía con una sonrisa, o en el peor de los casos con el silencio a todas y a cada una de
las insolencias de apá. Es muy difícil querer libremente cuando nuestro amor pasa a ser una
mera nuez dentro de una genealogía que da manzanas. Ella fue mi Julieta. Y si se
avergonzaban de ella también deberían hacerlo un poco de mí. “Quien se lamenta por ellos
se lamenta por corrupción”, dijeran los jueces sobre los ahorcados de Salem, que se
negaban a ser salvados poniendo el gancho en el pie de las confesiones falsas. De esa
misma manera suele juzgarse a las ovejas negras. Así mi querido Spinetta una vez dijo que
“Los locos de hoy serán los cuerdos de mañana”. ¿Qué dirán de un asesino de hoy día si mi
pequeño planeta mañana llega al canibalismo? ¿O qué dirían hoy de Galileo? Al final uno
descubre que la locura es una cuestión de culturas que están en boga. ¿Cuántos Luises son
internados por crecer en un entorno envidioso? ¿Cuántas genialidades son atomizadas por
los flaquitos recursos de la pobreza? Y finalmente el desarrollo del genio termina en la
inanición.

Así Débora fue condenada a simple vista. Y en cuanto a mí: cada día que me levantaba
sentía el mismo dolor que había vivido por Celeste. Y como al mismo mal mismo remedio,
caí otra vez en el mismo engaño nocivo que viví a los diecisiete. Y puse otra vez el cable
para no enfrentarme a mi corazón. Quise hacer como el zorro que respecto a las uvas
termina diciendo Están verdes. Pues yo me decía “Lo pongo para el Mundial”.

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Tener cuidado con el nombre de Fernando el del bar, que tambien lo llamo Eduardo

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Besos Inalcanzables

Hoy por quinta vez, el 7 de Julio me transporta obligadamente a otro 7 de julio pero en
domingo, y (sobre ruedas) se nos iba escapando el año 2002. La diferencia es que ya no
puedo -como lo dije- soñar con alcanzarla en una esquina insegura o en una plaza matutina,
cuya industrialización se remonte a tiempos más obsoletos. Para hacer nuestras tontas vidas
más tolerables, encendíamos un equipito de música. Estaba en el fondo, sobre el mismo
mostrador donde anotábamos los 20 primeros ganadores de la tarde. Había sido un
complaciente regalo para el día de la madre. En aquella tecnología, escuché por primera vez
las diez canciones de Silver & Gold y también Are you pasionate?, de Neil Young. Going
Home. Cuando el ocio vespertino ya se me hizo insoportable, abandoné mi puesto y salí a
comprar alguna música pendiente. A los dos los compré juntos, una tarde, en el mismo
Musimundo de Caballito.

Apenas Débora comenzó a mirarme de nuevo, tal vez luego de 15 días o luego de que se
vaya un preocupante mes paranoico, yo ya me ponía triste cuando se acercaban los
sábados. Pues pasaría sin verla las 48 horas del empedernido fin de semana. Ande a saber
qué personas cautivarían su admiración mientras andaba recorriendo las inhospitalarias
avenidas del astuto barrio de Caballito. Si Sebastián manejaba los 60 kilómetros que
mediaban entre el pasaje La mar y mi entrañable partido Cervecero, la tarde de los sábados
me quedaba en casa esperando la horaria visita de mi querido Seba, posponiendo la
esperanza de verla a ella pisando baldosas con sus fogosas zapateadas… en la usurera
agencia de lotería. Cambiaba mis potables planes de ver a la mujer de mis sueños por una
conocida consola de pasatiempos infantiloides, no tan desarrollados como en la Madre
Patria. Pero lo más divertido era la estudiada complicidad. A menudo me preguntaba por
qué Sebastián me venía a ver. Y dudaba si su carcajada oportuna era bien honesta, o al
contrario especulaba con la hipocresía interesada, para que su acompañamiento me pagara
el costo de algún regalo. Las películas sentimentales habían comenzado a gustarle en la
misma época que aprendió a tomar mate. Sin que nos diéramos cuenta, su intelecto había
ejercido el mismo y ansiado a proceso que sufre un vaso que se llena con dulce vino, desde
el insípido vacío hasta su mesurada completitud. Ya me había habituado a subestimar sus
preferencias por el séptimo arte. Siempre me acordé de aquellos primeros filmes que me
habían impresionado pero que Seba no se animaba a mirar. Cuando todavía cursábamos la
primaria, cuando hablaba de cine, Seba mencionaba escenas sólo de risa. En sus visitas al
pasaje La mar, comentábamos los enternecedores estrenos de CineCanal. Me enorgullecía
que me preguntara por actores o títulos que yo adoraba. También me hizo
recomendaciones de las que yo desconfiaba, pues aún mantenía dentro de mí la causal
impresión que me habían dejado sus preferencias cómicas. ¡Qué lástima que nunca
miramos juntos The Thin red Line! Había reservado un caset únicamente para conservarla. Y
ya que se desgastaría la cinta, me preocupé en emplear todos los trucos posibles para que la
duración nítida de mi TDK fuera lo más larga que pudiera. Seba no tomó mate hasta
mucho después de que mi Nube saliera por completo de las listas de mis presuntos amores.
Creo que cogió gusto por el sabor de la yerba para no decepcionar a sus nuevos
compañeros de oficina. Después de todo también yo lo había hecho por un romántico
interés. De esta manera muchos se acostumbraron al sabor caluroso de la infusión
gauchesca.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Todo ese asunto hacía que le robara al azar 24 horas de oportunidades de mirarla a ella.
Pero igual ella no se apartaba de mí. La sentía en todo momento: hasta cuando tipeaba las
peligrosas órdenes para el paterno dragón azul del video juego de las burbujas. Y después,
el pronunciado domingo.

Cuando Débora retocaba sus seducciones para mirarme, antes se preparaba: los escuetos
cabellos ensortijados, que antes demostraban su natural color de café manchado, se habían
transformado ahora en dóciles alisamientos azabache, que le llegaban hasta la cintura y
reverberaban el brillo del atardecer ciudadano. Privilegiados cosméticos le bronceaban la
cara para las empalagadas miradas mías. Con mucho, con mucho rímel, contrastaba la
seducción de sus ojos astrales. Una justa sombra celeste sobre los párpados confesaba
gozosas gesticulaciones durante sus sexos secretos. Pero cuando no se maquillaba, Débora
argumentaba una expresión que siempre estaba esperando a que la hicieran reír. Siempre
mantenía la piel morena, como con un perfume que nos brota de la excitación intacta.
Algún pelito, también, se le erizaba formando un bucle unicapilar. Creo, por propia
experiencia, que los dañinos Marlboro eran los responsables directos de aquel defectito.
Pero para mí estaba bien. ¡Cuántos abrazos recónditos despertó en mis deseos, cuando se
puso la camiseta de la selección de Argentina! Para compartir barriales aprendizajes con los
chicos de la vereda, para ritualizar el oral intercambio de experiencias o fantasías, ella se
vestía de lo más normal. Quizás para no cautivar el deseo de alguno, que le servía más
como descargo de una vida llena de incomprensiones, que como una ilusión de hombre.
Siempre calzada con las cómodas y negras Nike, que me llevarían al recuerdo del éxito del
nacional Almendra. Sus jeans azules eran más elastizados que rígidos, e insinuaban
prefabricados dobleces blancos a lo largo del muslo gustoso. Cuando me estaba mirando y
sus ojos se cristalizaban, cada vez que parpadeaba me acariciaba lejanamente con sus
pestañas prometedoras.

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Igual que todos los domingos, aquel domingo (y siempre lo hacía) me bajé del taxi
ambarino y negro en la casa de mis padres. No había nada nuevo en las carteleras de los
cines de Avd. La Plata, así que me iba a quedar allí. Eran las 3 de la tarde y se nos
bendecían con un milagroso día despejado de invierno. Y mientras esperaba a que a que se
me abriera, ella pasó por enfrente sin separarme de su mirada marrón. Mi ocultada
incapacidad me limitó para que la siguiera. Pero pude hacerle una seña para que me
aguardara. Débora siguió su marcha exiliadora y continuó la curva de la esquina, en
dirección a la plaza de Ferro. Aquella tarde fue muy incómoda. Pasé tres horas frente al
televisor, orbitando unas lágrimas antipáticas con las barajadas tomas de cine subtitulado.
Hasta que por fin se hizo la hora de mi partida.

No sé por qué, ya que el rodeo era innecesario, pero pedí al taxista que pasara por la
agencia. Fue entonces que la vi: estaba sentada a dos negocios del mío. Y miró hacia el taxi,
como si hubiera estado allí sentada durante la tarde entera, aguardando a que yo llegara. Su
pelo estaba cordialmente rizado. Sus ropas lo bastante preparadas para haber conquistado a
un músico. Y cuando le pregunté cómo estaba me devolvió la cortesía con la inmortal
sonrisa blanca de blanqueador. Recurrí a un diálogo que no me serviría de mucho, pero
más que nada lo hice para que ella notara que memoricé todos los detalles que tuve la
oportunidad de escuchar sobre su vida. Le pregunté si había cenado, con la intención de
invitarla a comer algo. Yo sabía que no, pues intuí su larga espera. Pero sin abandonar la

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

sonrisa me contestó que sí. Entonces le comenté sobre aquella vez que la oí pedir por
teléfono mantas y alguna comida. Y con una mímica casera, que yo siempre sospeché era
para tapar su enamoramiento, ella conjuró una llave abriendo la puerta de su casa. Y me
dijo que aquella vez se había olvidado las llaves. Luego entendería que le sobraban
problemas en su hogar. Pero en ese momento, no quise hablarle porque temblaba.
Entonces me volví hacia el taxi que me esperaba y le dije adiós. Pero ella siempre se
quedaba con la última frase. Y con unas gracias por preguntar se tragó todo lo que tenía para
decirme. Y yo también.

Y esa noche me dormí pensando en la tarde siguiente. Imaginé que entraba por primera vez
para jugar un número y que yo la atendía con cortesía. Y así fue. Pero me llamó la atensión
que mi sueño no se cumpliera inmediatamente.
Este si es posible arreglarlo. Ampliar y retocar

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Niña bonita

También en un día quince fue la fecha inolvidable en que le di el primer dibujo. Ese día,
como siempre, estaba aguardando el piadoso minuto en que Débora se animara a entrar en
la agencia por segunda vez.

Desde el día 8 ó 9 de julio yo había pensado que cuando tuviera otra oportunidad le haría
un sorpresivo regalo. Lo tenía listo: por falta de disciplina, un dibujo que yo no había hecho
para ella; pero siempre lo veía en casa, en un cuidadoso rinconcito de la vitrina. Era la cara
de un hombre besando sensual y eróticamente el cuello de una mujer. Muchas veces pasaba
yo por delante y sentía la injusticia de que mis neófitas creaciones estuvieran allí,
mirándome desde una ubicación inmerecida. Entonces tuve una decisión miserable: elegí
desprenderme de un dibujo encantador, que le había dedicado a Evangelina, para el
segundo 20 de mayo que pasamos juntos, su cumpleaños. Yo aún era joven para saber
respetar el honor y la memoria de una relación como la que viví. Ya para esos meses de
julio, yo estaba vencido por la carga negativa que significaba presenciar las irregularidades
en el amor de papá. El meditador que yo era se fue convfui se convertía, gramo a gramo, en
un rechazado inempático, cuya suerte siempre iba en contra de sus deseos. Entonces me
tenía que conformar con que Don Azar me arrojara de tanto en tanto alguna migaja de Su
benevolencia. Pero aún así verla me daba fuerzas. Tenía el dibujo a mi lado; también tenía
con él un auxiliar escaneado en azul. Recuerdo que se lo di a una mujer enamorada y rubia
que entró a jugar a la vespertina, ya cansado de esperar a que Débora volviese. Esa mujer
me lo agradeció, y luego jugó a un número que esa tarde salió en la quiniela vespertina. La
desgracia. Tenía los ojos inquisidoramente redondos. Pero no sentí que rompiera mi voto,
pues el original se quedó conmigo esperando a que Débora volviese. Hasta que, como en
un dejavú de relojes, cuando se hizo la misma hora que el era primer día que entró a
preguntar, escuché la voz de Débora que comentaba su intríngulis por los números
ganadores a otra joven coqueta pero menos agraciada. La vidriera estaba lo suficientemente
despoblada de cupones como para que nos pudiéramos ver claramente las mímicas.
Entonces aproveché esa cordialidad de los sucesos, y la llamé a través del cristal con el
gesto que hace un DT cuando lo llama a Cuchufo para ordenarle “¡Pegale así!”. Entonces le

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

descubrí un primer gesto muy infantil: “¡¿A mí?!”. Y se acercó a la puerta nocturna. Aquella
noche le di el dibujo adentro de una carpeta amarilla. También puse otra cosa en el sobre.
Puse mi número de teléfono y le aclaré que me llamara si perdía las llaves de su casa de
nuevo y no tenía dónde comer. No sé por qué temblaba ni por qué le temblaban los labios.
Será como dice el tango. Mientras la esperé pasó dos o tres veces por la puerta, iba
elegantemente vestida, maquillada como una señora de 40. El rouge amarronado le hacía
juego con un sobretodo al estilo Gadget. Asistió a esa noche con rímel y mucha crema de
Avón. Y bajo la fosforescencia de las luces quiméricas pareció que se había acalorado un
poquito tomando el sol. Y cuando entró no entró para hablar conmigo. Las dos o tres
caminatas por la vereda fueron para un disimulo de su vigilancia. Tenía planeado dejar la
carpeta cuando yo no estuviera. Porque no fue hasta que me fui al escondido servicio que
la oí devolviéndosela a papá. Esa noche aprendí que cuando tenía un gesto inesperado,
Débora respondía con actitudes cobardes. Me propuse entonces no salir del baño hasta que
se fuera otra vez. Entonces papá hizo algo que yo tampoco esperaba. De golpe se volvió
bueno y le dijo a Débora “¿Vos querés hablar con Ezequiel?”, y ahí empezó como si fuera
a mi casa y no hubiera timbre: “¡Ezequieeeeel!”, “¡Ezequieeeeel!”. Débora me miraba con
los ojos superabiertos, pero con una expresión de alivio como la que ponemos haciendo pis
después de habérnoslo aguantado por mucho tiempo. Luego del entusiasmado gracias me
preguntó lo mismo que me preguntó Delia unas horas atrás, “¿Los hacés vos?”. Y sólo
levantó la voz para remarcar el acento prosódico en un enamorado “¡Está
hermoooosooo!...”, que envolvió en un suspiro de carameleo honesto. Su aliento me
acarició las mejillas.

Fue un momento supercalifragilístico.

Cuando la estrella que nos tocó no nos consulta la voluntad

Después de aquel lunes 15, cada segundo que pasaba estuve pendiente de que volviera a
entrar otra vez. Creo que el martes creo que la escuché hablando afuera pero no volvió a
pasar por la puerta hasta el miércoles. El jueves y viernes pasó. Y mientras caminaba a
través del cristal, mi mente le tomó fotos como una cámara espía. No sé en qué parte de mi
alma permanecerán guardadas. Pero además del lunes, durante los días de aquella semana
no se arregló con rouge pingüe ni rímel profuso. Desfilaba sencilla y futbolera. Miraba
hacia las esquinas con una sequedad resentida, quizás porque nunca salí a buscarla. Y así,
entre pasarelas e inferencias, Occidente ingresó en el 20 de un julio climáticamente plácido.
Sus cabellos estaban secos, y ocultaba alguna resaca tibia tras unos lentes Tomb Raider. Sus
pómulos no se revestían con las habituales cremas de Avon. Cuando pasó por la puerta me
miró largamente pero, tras los lentes de sol mediano, ahora se le notaba un resentimiento
específico. Entonces la saludé como solía hacerlo, con un asentimiento cordial, pero mi
saludo no tuvo el eco de su habitual manito-manito. Pasaron unos segundos hasta que dejó
de mirarme. Debí haber interpretado su silencio como una provocadora insolencia, como
un desprecio hiriente en venganza de mi pasividad. Pero lo más probable fue que sus
petrificados desplantes me hayan hecho sentir que la estaba perdiendo. Salí, entonces, a
buscarla inmediatamente. Ella hacía esquina a mitad de la cuadra. La rodeaba un cuarteto
de pibes onda Pasión de Sábado. Débora se distinguía entre ellos, erguida a modo de
granadera que mira a un sol ficticio ocultándose tras las residencias de enfrente. Me paré a
su lado, mientras los marginados observaban mis acciones totalmente inadaptadas a los

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

códigos de su sufrido círculo. Y como el timidísimo Finnengal Bell a su idolatrada Stella, le


dije:

- Me gustaría dibujarte

Entonces presencié de por segunda vez de cerquita su expresión hondamente enamorada.


Y con un suspiro parecido al del lunes me contestó “Bueeenooo…”.

Nosotros pudimos haberlo pensado todo, cada palabras que probablemente nos
contestaran y cada probable respuesta que nosotros pudimos dar. Sin embargo la vida toma
giros impredecibles para el confiado. Quizás sea para que estrenemos el don de improvisar
las cosas de vez en cuando. Porque en ese momento, Débora cambió su tono de gorrión
por el que hace la cortadura de la cizalla sobre la hojalata oxidada. Y con una expresión que
me acusaba de inoportuno, me dijo unas frases que he preferido olvidar. Con muchos
nervios y en calidad de regaño, casi salivando moléculas de pensamientos desdeñosos, me
dijo -creo- lo primero que se le ocurrió: que me agradecía por el dibujo y agregó algo más
que hoy es tapado por una oscuridad débil. Se quedó ahí paradita mirando hacia la otra
esquina. El silencio reinó unos segundos en la congregación de drogadictos. Me rompió el
corazón.

En esa época aún creía que me sobraba tiempo para que mis detalles mejoraran al amor de
cualquier mujer. Y en especial al de ella. Sus ojos me daban fe. Por eso tomé coraje: en una
actitud de valiente desafié a un duelo tonto a cualquiera de los de ahí que tuviera deseos de
ella. Y la invité por segunda vez a que pasara cuando pudiera por la ambiciosa agencia.
Pensaba que tomaría mi renuncia al orgullo y la iba a interpretar como una bandera blanca.
Valoraría más lo que yo era, ya que le había perdonado al instante la herida. Pero sospecho
que fue al contrario. Creyó que le estaba pidiendo una limosna de amor. Y aunque no me
dijo que la estuviera molestando, su ultima palabra fue “Sí, sí… Cuando pueda voy a
pasar”. Y después de la frase reiteró el desprecio de voltear su mirada para que sus ojos
apunten a cualquier lado menos a mí.

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Cuando Débora comenzó a mirarme de nuevo habían transcurrido 15 días exactamente de


su desplante. Sabía que era momento de ir a buscarla. Sin embargo la lastimadura de su
desprecio anterior no había cerrado del todo. Entonces hice algo que ya había previsto en
los días en que no me buscó. Siempre que terminaba en la agencia y me quedaba esperando
el taxi en la puerta, rastreaba todo el barrio que tenía a mi alcance en busca de sus cabellos.
Por dos o tres días faltó a mis plegarias la idónea contestación de mi Señor. Pero una noche
la vi diciéndole chau a un conocido de sus tantos y luego entrar al edificio de Méndez de
Andes y Paysandú. Lo que había pensado e hice no podía fallar: comencé a enviarle dibujos
con sintetizadas dedicatorias. Ya tenía un papel desde antes, de cuando me llevaba a lo de
geniolitos y se venía a casa para tomarse unos mates dulces. Pero entonces cobró un
compañerismo importante. El bueno de Nathan me cubría de la vergüencita, y lo mandaba
a él para que deslizara un sobre por debajo de la puerta de entrada que únicamente decía
“Débora”. Funcionó de inmediato, lo supe al otro día, cuando Débora pasó mirando y me
saludó con su manito-manito. Y cada vez que me miraba yo le escribía un dibujo. Hasta

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que una noche hizo lo que esperaba que hiciera: entró a la agencia para agradecerme el
detalle. Estaba preciosísima; mucho rímel y labios pintados como las chupapija; cremas de
Avón enceraban su cutis como un parquet. Débora dio unos saltitos cuando le conté que
había soñado con ella. Y me fui a buscar el Marlboro. Cuando volví a la agencia, nos
cruzamos y nos despedimos con un inusual hasta luego. Y yo volví a casa. Le hice un
dibujo bajo el mismo cuadro que nos vio tomar mate a Evangelina y a mí.

Nathan había llevado un diario detallado de todo lo que venía pasándome en cuanto a ella.
Y al saber del último dibujo me recomendó presionarla para dárselo en mano. Y al día
siguiente así lo hice. Ella se paró afuera y me saludó imitando el asentimiento que yo le
daba. Pero cuando levanté el sobre como diciendo “Esto es para vos”, Débora salió medio
corriendo. Esa misma noche le envié el sobre a su casa. Lo acompañé de una copia de
Silver & Gold. Pero entonces algo rompió el encanto de todo. Por el contrario de lo que yo
pensaba, Débora no volvió a mirarme en un mes.

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99 días debajo de la ventana

Casualmente, una noche discutí con mis padres durante una cena en la casa en Yerbal.
Supongo que la bronca me obligó a salir para airear el alma por las calles de Caballito. Así
que me fui a la calle con el propósito de conocer lugares descuidados que nunca vi hasta
esa noche. Sin embargo la equinosis nunca es buen acompañamiento para las rebeldías. Y
después de 50 metros me senté a respirar el airecito de la plaza de Ferro. La noche se
destilaba con un frío de nieve, más propio de la madrugada que de esa hora que ya se
despachaba en el influjo de los astros. La plaza estaba vacía, pero de repente un grupito de
callejeros aparecieron de detrás mío y circularon sobre un pedacito del Mundo. Al notar
que la reunión avanzaba tan súbitamente, una energía gris me escalofrió la espalda en un
orden prolijo. Pero fue más por la sorpresa, nunca tuve problemas con nadie que me
encontré en la calle. Mi presencia los había perturbado sin intención. Y se dirigieron a la
Plaza Oeste. De todos vi las espaldas mal abrigadas cuando cruzaron Yerbal. Fue en ese
momento que distinguí una cintura y unos rizos y la voz de gorrión. Aunque la iluminación
de Buenos Aires no fue lo suficientemente clara para que se notaran sus ojos o para que sus
cabellos enloquecidos se distinguieran uno del otro, entendí que era Débora, que desde
siempre había sido una divertida pierna para los chistes fáciles. Y la contemplé cruzando
con toda la magnificencia que se puede tener cuando atravesamos los años a punto
caramelo. Quizás hasta fuera ella la que les sugirió levantar campamento y adelantarse con
el fin de que yo la viese. Aunque la noche era fría el cielo estaba completamente despejado.
Siempre que me sucedieron cosas significativas fue que hubo estrellas. Porque al otro día,
Débora volvió a pararse en la puerta de la agencia para mirarme, aunque la obscuridad de
Caballito bien supo plantearme la duda de que pertenecieran a ella las espaldas que vi en la
noche anterior. Y yo le devolví sus miradas con un rencor que su delicadeza no le permitió
detectar. Pero su hermosura me continuaba conmoviendo. Ya no era raro que hubiera sol
en aquellas tardes del año: sus bucles de Fito Páez, sus labios pronunciados por la
abundancia rouge color malva, un rastrillo en cada pestaña me abanicaba un poquito por el
exceso de rímel. Aún no sabía arreglarse bien. Y sin embargo todas las cremas hacían un

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excitante contraste con su preparada personalidad de buscona. Cada átomo del colorete se
distribuía parejamente sobre la etnia acalorada de su aire. Y tal vez fue porque pisaba en
una acera donde nada más había petizos, pero en aquel anochecer la vi más alta. Porque
aunque calzaba las mismas Nike, creí que Débora había pegado un estirón. Y mientras
Débora les oía a los otros, cada tanto giraba la cara y me reía con aquella sonrisa de
blanqueador. No sé por qué, pero sospecho que al enamorarnos se encontró un poco más.

Y así pasamos como una hora sin que ella se diera cuenta de que yo le reprochaba el delito
de sus ausencias por todo un mes. Al contrario de mí, ella parecía contenta conmigo. En
cambio a mí me habían robado algo cuando dejó de querer mirarme. La insoportable
coincidencia duró más de un mes. Y Dios me había estafado. Todo ese tiempo me llevé
mal con papá. Estuve como un gallito con dos clientes que intentaron causarme mareas
mentales para que al fin les repitiera de arriba una jugada que se habían guardado en el
bolsillo.

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Al otro atardecer fui a esperar un taxi a una de las dos entradas que tenía Carrefour.
Quedaba sobre Méndez de Andes. Pasé por la esquina del edificio de Débora y aproveché
para mirar hacia el hall a través de los cristales espaciosos para así probar de presionarla
con la mirada a ver si me venía a buscar. Pero aquella fue una de las tantísimas
frustraciones que tuvo la idealización de mi amor. Así que seguí caminando y me senté en
el cordón a esperar un taxi que me llevara a la casa de Yerbal. Creo que también lo estaba
esperando a papá, quien ya estaba tardando algunos minutos más de los que me prometió.
En cambio sí diferencié la silueta bien contorneada de Débora, que venía caminando hacia
donde estaba yo. Sobre Méndez de Andes todo era tráfico desde que abrieron la
multinacional. Fue como me lo describió un joven, allá en los jóvenes viajes de la oficina a
mi Quilmes, cuando miraba de lleno atardeciendo al sol escorpiano, sobre el horizonte de
vallas cortacogotes que evitaban a los autos caerse en el Riachuelo. Aquella tarde había
tenido la suerte de conseguir prontito un asiento en los asientos de a dos. Un jovencito de
pelo corto y piel caucásica asomaba las rodillas para el pasillo en el asiento que venía
delante del mío y se quedaba mirando hacia las ventanillas de a uno para evitar el perfume
tajante de una cuarentona que se pintaba como el payaso Pepino. No entiendo cómo fue
que nos pusimos a hablar, pero cada uno endiosó la tranquilidad de los campos y las zonas
que aún no estaban muy capitalizadas por el progreso. Debería tener la misma edad que yo
tendría en aquel entonces. Sólo que sus diálogos interesantes lo hacían más verdadero. En
una frase simplificó la metamorfosis que sufren las idiosincrasias modestas hasta que salen
del cascarón, para para piar a más no poder las enloquecidas entonaciones de un
cambalache infernal. “Es un barrio tranquilo”, me dijo, “hasta que te abren un Coto en la
esquina de tu casa”.

Como si estuviera mirando a mi maestra de primer grado, la miré desde abajo. Y, aunque
Débora era chiquita, tuve la sensación de verla altísima en aquella contemplación. Nos
dimos el buenas tardes con una cautelosa suspicacia. No demostró más interés que la
cortesía de un saludo solitario, pero en aquel recuerdo preciso de Débora, había una
modificación algo molesta: caminaba sin el acompañamiento de su sonrisa Odol. Ya
empezaba el calor en el barrio de Caballito. En el verano, Débora mantenía los mismos
jeans que durante el invierno. En el otoño y la primavera siempre la vi con una camiseta de
dormir que en la manguita le ajustaba el bíceps y el tríceps a la misma vez. Pensé que se iba

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

a detener para hablarme, pero tras pocos pasos sus pechos redondos se convirtieron en una
espalda que respiraba el sudor de aquel septiembre preocupado. Y al ver que sus bucles
pajosos se alejaban sentí que perdía algo que no iba a volver enseguida. Sin haber detenido
el paso giró la cara sobre su hombro para contestar a mi llamada y decirme: “Ahora no
puedo”. Y continuó caminando hacia su edificio. Eso había pasado un jueves. Pero ya no
volví a la agencia.

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Aquello tenía alguna razón. Mientras traté de compartir la felicidad con mis viejos, ellos
afeaban mis emociones con insultantes comentarios respecto a Débora, que me hacían
experimentar cierta culpabilidad de hijito bueno cada vez que pensaba en ella. Y sin
embargo, cuando llegó el incómodo lunes, para no perder la costumbre fui a comer a la
calle Yerbal. Mamá estaba sentada frente a mí en una silla como la que usaba yo, como en
una preparatoria para la cena en la mesa redonda. Cuando mamá tenía informalidades así,
me daba la ilógica intuición de que quería decirme algo. Entonces utilicé el viejo truco de
preguntar por una y así saber por la otra. Le pregunté por la exquisita mujer que acertó al
17 antes de darle el primer dibujo a mi Débora, aquella rubia de perfume erótico y piernas
de cebra con la vagina humeante en el centro, aquella mujer que tenía a sus tres hijitos
colgando en una cadena de oro, tal como Evangelina. “No”, me dijo mamá, “Pero la que sí
fue es la que te gusta a vos”.

Por la mañana de ese mismo lunes que siguió al triste viernes de Coto, Débora había
entrado para abonar una luz en el pago fácil que desde hacía poquitos días tuvo inaugurado
papá. Había entrado a buscarme, arrepentida por haberme desplantado otra vez. Quiso
decirme de vernos luego que terminara de trabajar. Estaba lista para decir que me amaba. Y
que quería casarse conmigo. Pero yo ya no estaba ahí. Todo había sucedido como en el
cuento del soldado que espera a la princesa 99 días debajo de la ventana… y al 100 se va.

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Brindar con desconocidos

Así que después de ese jueves decidí no volver a la agencia. Aún estábamos en el 2002, que
en su sobre ruedas me había transportado por unas cuantas angustias amorosas hasta finales
de septiembre. Y como ya no iba a la agencia, me ocupaba de lleno en cambiar al mundo.
Cada momento de mi vida estaba dedicado a meditar los versículos de una Biblia roja que
me había regalado Evangelina. El libro tenía olor a biblioteca. Era un inflamado paquete de
descubrimientos a punto de reventar. Cada vez que lo abría cicatrizaba en mí la sed
conceptual que me había provocado Louis Hay. El autopropuesto cometido era muy largo,
por eso estipulé en diez años la duración de aquel trabajo: leer cada versículo e interpretar
el dogma cristiano para adaptarlo a un sistema legislativo de sencillez, cuyos artículos
enunciaran las reglas de una coexistencia pacífica de religiones. Leí capítulo a capítulo,
Evangelio tras Evangelio. Sólo pensaba en eso. Y al mismo tiempo que escribí sobre Su
doctrina me fui haciendo más caritativo. Lo poco que antes me interesaba compartir con
los hombres, ahora me interesaba menos. Se cristianizó mi vocabulario, y mi manera de

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

hablar mudó de seda hasta abrir las alas de una amabilidad proscrita. El coma filtró a mi
lista de aliados dejando únicamente al lado mío a un puñado de leales… pero aquellas
arcedianas lecturas tamizaron por el cedazo de las exigencias a los pocos que se quedaron.
Y no hubo oro que rescatar al finalizar la purificación de mis principios. Y poco tiempo
después me encontré totalmente sólo. Me había comprado 3 cuartillas de tapa blanda
sublimadas, dos por Dalí, y una por un Monet. Siempre con la escritura filosa, yo iba
completando dificultosamente los rectos renglones lisos. Meditando los versículos del
Nuevo Testamento, pasé las horas de mi soledad mirando hacia las casas de enfrente por el
balcón de la noche. Pero cuanto más cerca estaba de la Verdad, el Señor más me alejaba de
mi Débora.

Aunque no quería admitirlo yo la amaba terriblemente. En pos de ese amor, a pesar de que
la equinosis diezmaba mi estéril perseverancia, cada día fui hasta Avellaneda y Yerbal para
bajarme en el bar de Fray Cayetano y escribir algo allí, pero la razón principal era pasar por
la puerta de la agencia y controlar si Débora no estaba por ese barrio, pues yo secretamente
esperaba ver en su aura un color más opacado que el antiguo verde limón, y conjeturar así
si mis semanas de ausencia no la habían mortificado. Débora era muy expresiva, era como
un cocker contento si acaso estaba contenta, pero si estaba triste ponía los ojos como una
gatita parturienta a la que le ahogaron las crías pues nadie sabe qué hacer con ellas. No sé
porqué pero me daba el fuerte presentimiento de que un día iba a tener la oportunidad de
verla otra vez. Así fue que en aquel momento quise acelerar los engranajes en la
indescriptible mecánica de los sucesos. Pese a todo no tenía intenciones de torturarme
pasando los meses comprimido en una espera tan solitaria como obsesiva. Es por eso que
teniendo a la casa y el pasaje La mar como mis únicas compañías, me decidí ir a escribir por
las tardes a un café conocido, que quedaba a unas 2 manzanas de mi confuso Fray
Cayetano. Creo que si regateaba, todavía existía la posibilidad de los viajes cortitos en taxis.
Pero me decidí a gastar menos: y con unas monedas fui y vine al café en colectivo. Siempre
pasaba por lo de Kan para comprar cigarrillos. Kan tenía un hijito castellano que se llamaba
Víctor, pero Kan hablaba un indefinido español, borroneando las frases con un metálico
acento oriental entre sílaba y sílaba. Después de los cigarrillos retrocedía unos metros,
cruzaba el pasaje La mar yendo en dirección a la parada del un colectivo cuyo número no
se quedó en mi recuerdo para hacerme el acompañamiento. En el trayecto podía ver la
farmacia, un supermercadito de nepaleses y las entradas a otros estresados consorcios. Lo
más sufrido era llegar a la otra orilla de la Avda Gaona sin que el semáforo se ponga en
rojo, puesto que ya a la mitad del paso de cebra comenzaba a parpadear el amarillo. El
dolor en el pie ya era insoportable. Pero igual yo me iba todas las tardes hasta la parada de
Gaona. Siempre controlaba las calles; me sentía feliz si veía caminando a algún conocido.

El 109 hacía vuelta justito en la esquina del taller literario adonde lo conocí a Athos.
Después cogía Paysandú en dirección a la agencia. A veces el colectivo frenaba en Mendes
de Andes para levantar pasajeros. Entonces el edificio de Débora pasaba intacto por la
ventanilla de los de a uno. Pero mi premio venía después, cuando en la otra ventanilla
desfilaba la sosa agencia de loterías. Aunque jamás la viera, yo sentía que estaba intentando
algo por el amor que sentí aquella vez. Por último doblaba en una alejada Medrano, y me
bajaba en la misma parada donde seis años antes Evangelina se desglosaba de mí. Allí veía
también a las empleadas que me vendieron los útiles para el Instituto. En cuarto año me
parece que ya no teníamos geografía. Saludé y me saludó la misma gente a quien mi molesta
personalidad post-operatoria había obligado moralmente a tolerar alguna arrogancia. Y por
último cruzaba a la cafetería Fray Cayetano.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

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Atrás de la barra cobraba su propio dueño. Tenía un nombre que Dolina usa mucho para
burlar: Roberto. Era alto, el grosor de sus pelos era mayor que el de todos los demás pelos,
casi que con uno solo de ellos nos hubiera dado trabajo cerrar el puño. Y siempre estaba
peinado como una taza puesta de casco. Tendría 45 ó 50 años. Era alto y de una
complexión que inspiraba respeto. Pero era extremadamente atento. A veces se acercaba a
mi mesa para curiosear sobre mi Biblia y los escritos que estaba haciendo. Pero ponía la
excusa de un servicio excelente y me preguntaba si estaba todo bien o si el café estaba rico.
Entonces yo le ofrecía tomar asiento. En poco tiempo descubrí que Roberto era una
persona que se enternecía con cosas simples y pobres. Cortado o café con leche, no se me
ocurría otra cosa: siempre me lo cobraba una chirolita cuyos años no superaban los 20.
Para mantener el estilo clásico del café, se vestía con tiradores y un lacito como se usaba en
los años dorados del jazz. El bar ocupaba la esquina entera, desde la puerta no parecía tan
grande. Pero igual que en El minero había grandes cristales que sólo daban lugar para unas
angostas anchuras de hormigón que engrampaban un vidrio a otro. Cuando entraba al bar
siempre me arrinconaba en el mismo sitio junto a Cangallo. Siempre estaba libre la mesa
que yo quería. En los momentos que no meditaba nada miraba hacia la parada del 109, tal
vez porque aguardaba el milagro de ver aparecer a mi Evangelina saliendo de su biblioteca.
Pero en todas las noches que allí documenté algo, jamás me sorprendí con la mágica suerte
de verla otra vez taconeando con sus suelas de corcho. Tampoco me crucé con nadie de
aquellos años que me invitara a charlar. Pero yo siempre estaba escribiendo sobre La Biblia.

Desde mi asiento trillado veía caminar al barrio de Caballito. Todos los días pasaba una
cuarentona cuyas miradas me prestaban un interés corriente. El escote opulento y su
minifalda apretujada la convertían en una mujer demasiado llamativa como para armonizar
con su alma tristona. Por la vereda de enfrente, andaba la librería y más todavía enfrente la
papelería donde me acompañaban Heráldica, Sonsoles y Galatea. A las pocas semanas de
estar en el bar, mi vacío de enamorado lo completó una mujer espléndida que tendría 43.
Era perfecta. Sus ojazos azules acompañaban coquetamente el largo hasta la cintura de sus
cabellos rojizos. Entre sus glúteos se adivinaba el calor de una añorada penetración a
manos del príncipe azul. Estaba casada con un hombre que siempre tenía éxito en los
proyectos, pero que no soñaba muy alto: una casa, esposa e hijos estaba bien.

Más hacia el interior del bar se sentaba un jubilado que ocultaba su cancerosa calvicie bajo
un sombrero vueltiano y negro como los de Gardel. Jamás se cansaba de observar a la calle.
Pedía un cortado que consumía de a sorbos cortitos y durante la tarde entera, sin que le
importe que después de 15 minutos la infusión ya se pusiera fría. Nadie hablaba con él. Y
en medio de un trago y otro había silenciosos intervalos de media hora. Durante ellos
utilizaba la lengua para despegarse los restos del almuerzo que se le impregnaban al paladar.
En esa fugaz fricción el viejo conseguía que la saliva hiciera un molesto chasquido que se
percibía en un radio de 4 metros. “Tclt”… “Tclt”… “Tclt”… Solamente las mesas más
alejadas se salvaban de oírlo.

Durante los primeros días o la primera semana estuve solo. Quizás Roberto se sentó alguna
noche a mi lado y cruzamos dos o tres frases de juventud. Por ahí estaba también
Florencia, quien sabrosamente se dejaba curtir por un repartidor motorizado. A Florencia
la había conocido dos años atrás, cuando la visitaba en la biblioteca a mi Evangelina,

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

después de que se nos vaya el susto de Alfredo y ya nos pudiéramos ver de nuevo.
Entonces, cuando Evangelina no pasaba por casa, yo me escapaba hasta la biblioteca para
ir a verla. Mientras duraba el recreo del alumnado, entraba una pequeña ratita de pelo largo
y fogosidad hormonal a punto de despertar. Ésa era Florencia. Pero en aquella etapa de
Débora no fue la primera vez que la vi en el bar. La había visto en el 2002, cuando en vez
de ir al cine me acompañó mi padre a tomar un café. La reconocí por sus pelos larguísimos
y su estatura pigmea. Fue también por los mismos días y junto a papá que lo vi a Zaqueo,
“platita”, gracias a la buena memoria de mi padre: “¿Ése no es tu socio?”. Zaqueo estaba de
espaldas, acompañado por una soledad merecida. Su vejez descomprometida lo arqueaba
sobre la mesa para que sacara cuentas mentales, ya que -en la contabilidad social-, los debes
sobrepasaban a sus haberes. Para ese entonces ya no podía disimular la media calvicie.
Intercaladamente canosos, el resto de sus cabellos casi le tocaban la camisa, síntoma de que
aún no podía desprenderse de una rebeldía juvenil. El pelo le caía sobre la nuca como si
hubiera estado en la misma posición por muchos años, meditando la culpa de las muchas
responsabilidades que no cumplió. Parecía que había estado reflexionando en todos y cada
uno de sus pecados, después que se le cerrasen las puertas del Paraíso. Es interesante la
expresión que ponen algunos cuando se cruzan con alguien a quien le deben dinero.
Porque me paré a su lado hasta que me reconoció. Mi presencia fue como una sutil onda
expansiva que lo retiró hacia atrás. Los ojos se le pusieron más grandes.

Cuando se acercaba la hora de volver a casa, generalmente le hacía una seña a la chirolita y
esperaba hasta que viniera a cobrarme. A veces la feucha se acercaba antes de que le avise
porque se daba cuenta de que las 9 de la noche me ponían inquieto. Una vez a mi lado,
apartaba su austeridad perenne por un momento y cambiaba alguna palabra formal por una
más de entrecasa con la intención de hacerme sonreír. Siempre con sus tiradores y el lacito
de showman: a ella en ningún momento le brillaban los ojos ni tampoco acompañaba su
expresión con una sonrisa. Hasta que me di cuenta de que si abonaba en caja tardaría de 5 a
10 minutos menos. Así que si me quería marchar de prisa caminaba hasta Roberto, quien
con su honesta amabilidad me cobraba el cortado al contado, y con un apretón de manos
nos despedíamos hasta mañana. Menos algún que otro sábado, cuando las llamadas de Seba
me confortaban con su voy para allá, pues así fueron todos los santos días en aquella
primavera azul, como verano azul pero en vez primavera. No quiero mentir, pero creo que
aquella noche me levanté para pagar una hora antes de la hora en que acostumbraba irme.
Es que a veces en la caja también me hacían esperar, y yo tenía ganas de irme corriendo,
para no desconcentrarme en una idea inspirada por el versículo número tanto. Y cuando
estuve en casa sonó la sutil campanilla del teléfono negro. Nadie contestó a mi hola. Como
nadie telefoneaba a casa y aquel silencio era una actitud de mujer confusa que coincidía con
los extasiados ojos de Débora, y como no le había confiado mi número a nadie más, pues
entonces tuve la fuerte corazonada de que era ella. Pero no se merecía que regrese
inmediatamente. Aunque me moría por la verla de nuevo.

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Distribuidos por el bar había dos o tres más como yo, gente que iba a esto y a aquello o
que pasaba toda la tarde con su café revisando los dañinos presupuestos del mes, o que
contabilizaba el stock inagotable para quedarse tranquilo. Y así fue que lo conocí a
Eduardo. Una persona difícil de encontrar. Era educado y modestamente culto. Eduardo
era vendedor. Ofrecía carnes en restaurantes de Capital. Se vestía mayormente con un
trajecito azul marino desgastado que parecía estar cubierto por una capa de polvo. Igual al

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

hombre que no pudo ser emperador, entre sus cabellos, totalmente grises, se le notaba
algún que otro pelito negro, que a modo de carbono 14 confesaba una juventud castaña.
Los 53 años entibiaban el color café de sus ojos. Debajo de la nariz de Barón crecía y se
recortaba un bigote abultado que conseguía un balance conmovedor con el color de su
pelo. Peinado esponjosamente, tenía el cabello lo bastante largo como para que se
formaran ondulaciones al terminar algunos mechones.

Esa noche después de abonar en caja, regresé a la mesa pegada junto al cristal de la calle
Cangallo para recoger los cuadernos, para recoger apuntes. Esquivé algunas mesas hasta
que di con la de Eduardo. Ya al verlo en días pasados el aspecto de músico que tenía me
influenció para tener la corazonada de que pronto nos sentaríamos juntos. Lo saludé como
quien saluda a un vecino con el que no cultivó amistad. Se ve que también él sintió
conmigo la misma intuición que yo con él. Porque cuando le hablé se mostró bien
dispuesto a seguir la conversación. A veces los hombres nos comportamos como la mujer
que se aleja para que se le acerquen a hablar. Así que a la tarde siguiente Eduardo se sentó
en la misma mesa que yo. Y desde entonces todos los días. Eduardo llegaba más tarde,
igual que perro blanco, pero ya no lo esperaba tanto. Eduardo llegaba al café Fray Cayetano
más o menos cuando ya me cansaba de escribir. Pero jamás se sentaba conmigo sin que yo
le ofreciera asiento. “¿Querés trabajar otro rato?”, me preguntaba si acaso aún me veía con
el boli en la mano. Al mismo tiempo por ahí andaba Pedro, un veterano que se convirtió al
Islam desde hacía no muchos años. Pedro estaba casi ciego de cataratas, pero no por ello
dejaba de investigar el menú cada día que pasaba. Se acercaba la carta hasta los anteojos e
incorporaba los precios que no había leído ayer. Tenía como 70. Y aún no le temblaba
ninguna de las dos manos. Eduardo y Pedro acostumbraban tomarse un café juntos de vez
en cuando. Sospecho que una vez que yo estuve allí, Eduardo prefirió conversaciones más
idealistas que no incluyeran a la palabra “reencarnación”. Entonces charlaron menos. Sin
embargo, Pedro todo se lo tomaba con buen humor. De la calle al bar y del bar a la calle,
iba y venía en visitas de cinco minutos. Y si Eduardo no estaba o yo aún no terminaba mis
escrituras, a Pedro le daba más o menos lo mismo y se sentaba alejado a tomar un café,
siempre acompañado de su corazón íntegro. Ahora que me acuerdo: Pedro estaba por
cumplir los 72.

Yo siempre volvía de noche: caminaba un poco más hasta la parada del 109 y bajaba en la
casa del pasaje La mar. Creo que pasó un tiempo hasta que volví a cenar con mis padres. Y
cuando fue fin de año me di cuenta que no había bridado en secreto con Evangelina: había
brindado con Débora.

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Un presente de mi Señor

Cada día caminaba hasta la parada del 109 para pasar otra vez por la agencia. Obnubilado
tras los billetes que colgaban pegaditos al cristal, siempre estaba papá tripulando las
máquinas expendedoras de bingos y de de quinielas para los clientes viciosos. En la vereda
siempre estaban los pibes de Ferro: Nico, era algo así como el Padrino de los rateritos que
allí organizaban los arrastrados hurtos. Era alto y usaba el cabello casi hasta el hombro. Era
el más mafioso de todos: él fue quien buchoneaba qué negocio de allí estaba a punto

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

caramelo para el atraco, y así se llevaba una cometa de un porcentaje improvisado. Era
silencioso y nunca contaba o hacía chistes. Creo que Nico no tenía mujer. Pero se había
hecho cargo de su hijo, un pequeñín rubito a quien siempre cargaba en brazos. Días
salteados lo veía también al Nazareno, quien impregnaba de luz los cristales del colectivo,
tal si fuera una aparición de la Virgen María. También había otros, el grande con
expresiones de enano y algún deprimido grasoso y mal afeitado. Eran personas sufridas que
no les preocupaba caer simpáticos a la gente que conocían recién. Confiaban en el oscuro
círculo al que pertenecían y en nadie más. Y en el medio de ellos había fijo un stone cuyo
comportamiento lo delataba enamoradísimo de Débora. Hasta que se cortó el pelo usaba
una remera de manga larga con cuello en V. Un pañuelo rojo circulado por tulipanes
blanquitos, enrollado como una medialuna y ceñido al cuello, se lo sujetaba con un nudo a
la altura del traqueostoma: y por último las dos puntas se le caían por encima del pecho,
como si fuera un mostacho muy largo. Conmigo tuvo trato dos o tres veces. La primera
vez que lo recuerdo fue una tarde despejada de primavera, cuando entró a la agencia a pedir
cambio de 5. Y aunque papá nunca quería darles yo aproveché la soledad y le di 5 todo
junto pero dividido en monedas. Y así pasaron muchos días sin sentir el éxtasis que su
arrebatada naturalidad me despertaba en el conjunto hormonal ni bien verla. Sin embargo,
el stoncinto del pañuelo rojo jugaría un papel clave en mis encuentros con Débora. Esa vez
que le vi fue el jueves 9 de enero. Lo vi y me vio de lejos, quizás en una posición que
quedaba a trasmano para aquella casualidad. A pesar de que se había metido 50 metros por
una perpendicular que cortaba el tráfico de Paysandú, cuando me vio pasar en el bondi
levantó el brazo como señal de que me había reconocido. Casi seguro que fue él quien le
avisó a Débora que yo pasé por ahí, porque al jueves siguiente estuvo sentada a lo Sui [1] en
la vereda de una maderería, como a 15 metros de la agencia de mi papá. Tenía miedo de
que su expresión me sugiriera felicidad, pero aunque habían pasado tres meses desde la
última vez que la vi, la cara de Débora estaba triste. A mi enamorado criterio eso
significaba que me había extrañado. Con la cabeza apoyada en el negocio de aserrín-aserrán
y las piernas descansando sobre la roñosa vereda amarilla, Débora parecía un herido de bala
a punto de morirse.

[1] A lo Sui Generis: modismo adquirido en algunos sectores de Buenos Aires y la República Argentina,
tomado por la manera de vestir de los integrantes del grupo, Charly y Nito.

Pasé el resto de la tarde emocionado. ¿Qué sería lo que iba a hacer? ¿Habría pensado en
mí? Esa misma noche, al volver a casa, en el departamento del pasaje La mar, me senté a
los pies de las margaritas empotradas en el cuadro enorme y me puse a dibujar lo que más a
mi alcance estaba. Siempre dibujaba en hojas de impresora. La primera impresora que tuve
tenía las hojas con agujeritos a los costados. Traté de copiar un Dalí que venía en la tapa
blanda de uno de mis cuadernos: en una playa solitaria estaba sentada en loto una mujer
que evitaba la desnudez con sus cabellos y un tul enlazándole la cintura, flameando
eólicamente hacia el mismo cardinal que los vientos. Se enfrentaba a la brisa de las olas y al
sonido del mar. Posteé una dedicatoria con la fecha al pie. Y al día siguiente se lo llevé.
Tomé un taxi, le pedí que me esperara y cuando estaba pasando el sobre por debajo de la
puerta, me sorprendió la voz de una mujer como si se tratara de un niño que toca timbre, y
antes de que pueda salir corriendo lo agarra el dueño de casa. Ignoro si Débora hizo
públicas a mis declaraciones para que la gente le avisara si me veía por ahí rondando, o
acaso sólo fue raramente amable porque quería saber de qué se trataba. El caso fue que esa

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mujer ya intuía mi amor. La escena fue un tanto incómoda. Ni bien verme me dijo
“¡Hola!”, y luego, con una sonrisa vacía pero extendida, me preguntó:

- ¿Para quién esssssss?

Era una mujer más ni muy muy que tan tan. No inspiraba autoridad. Emitía el mismo
perfume que exterioriza una persona sin fe ni perfume. Entonces, al ver mi negación,
confesó que me lo preguntaba porque ella era la esposa del portero. Pero tampoco así no
traicioné mi voto de amor secreto. Le expliqué que el sobre tenía escrito ya el nombre. Y
me fui de allí.

Y así, menos el domingo que siempre iba al cine con papi, pasé todos los días por la puerta
de la agencia esperando ver a Débora otra vez. Los días pasaron pero no apareció de nuevo
su semblante exquisito. Sin embargo mi premio me lo llevé al jueves siguiente, siete días
después de haberla visto, 6 días después de haberle llevado el dibujo. Esa tarde había sol.
Como si fuera la virgen que se manifiesta ante los creyentes, volví a ver a Débora en la
puerta del negocio de lotería. Estaba tan elegante: los repatriados maquillajes de Avón me
dijeron que se había vuelto a producir para mí. Y aunque esa aparición me motivó para
seguir escribiéndole, tampoco esa tarde bajé del micro.

El dibujo que le había mandado decía:

Mi talento como hombre


obedece a tu virtud como mujer.

16 de enero

Había plagiado la idea de Marco Aurelio, cuando de rodillas le pide comprensión a su


Cómodo. “Tus faltas como hijo son mis defectos como padre”. En esa época casi nada de lo mío era
auténtico. Pero uno aprende a crear copiando. Pues yo copié esa idea, y en el epígrafe del
dibujo se la escribí para Débora, cual si fuera una aureola de ángel flotando sobre los
ondulados cabellos de la mujer nudista. Allí se la escribí con una letra que seguramente le
requirió de tres o de cuatro esfuerzos para ser comprendida.

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El 109 había acercado pasajeros desde diferentes zonas de la Capital Federal hasta la
famosa Cangallo. Siempre que aquella organización sucedía, no sé porqué me quedaba
mirando a los estresados viajeros que descendían ahí. Las dos o tres personas que bajaron
en aquella esquina disolvieron de inmediato aquel espontáneo grupito tal y como lo
hubieran hecho durante la reorganización Nacional, si las diez de la noche auspiciaban el
tunante toque de queda. Jamás les pasaba el paño a mis Lennon. Los orondos cristales
acostumbraban siempre vestirse con un mantito de grasa. Eso causaba que las luces de
Buenos Aires se vislumbraran con una extravagante intensidad de brillo de estrella. Todo

273
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

era tan nítido como el contorno de las estatuas blancas: así eran en la vereda de enfrente
tanto las cosas estáticas como viajeras. En la penosamente alumbrada esquina, de los
poquitos que descendieron hubo una silueta que avanzaba a cámara lenta sobre las
destartaladas baldosas rosas de la librería Fray Cayetano. Como toda mujer que tuviera el
pelo hasta la cintura y tenuemente rizado me la recordaba, pues no creí que ella pudiera ser.
Hasta que me saludó con un manito-manito como los que le hacíamos a Rayo mi Catalina y
yo.

Si no me equivoco fue el viernes 24 de enero del 2003. El Señor tenía una misteriosa forma
de celebrarme aquel aniversario.

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Una pequeña oración de amor para mis queridos

Pero no regresé a la agencia. Mi orgullo no supo cómo suturar la hiriente medida de su


desplante. Creí menester esperar a ver que ella hiciera algo más para que yo regrese. Así que
me mantuve firme en aquella incierta pasividad, que solamente aguardaba a que
coincidieran sus calles con las mías para verla otra vez. Las páginas de escritura me
consolaron durante aquel sacrificado y necio ritual. Corrí versículo tras versículo y en
cuando quise acordarme ya estuve en Hechos, Evangelio que analicé con un corazón
ávidamente altruista. Habían pasado 6 meses desde que no iba a la lotería. En el pasaje La
mar sonaba cada tanto el teléfono, siempre con la campanilla sutil para no asustarme. Pero
al contestar nadie me hablaba. Sin embargo, al volver cada noche a casa, lo primero que
hacía era revisar el contestador, igual a cuando me pasaba el día deseando que llamara mi
Nube. Y cada quince días o menos el contestador era testigo de una obscura mudez, cuyo
mensaje duraba unos segundos de grabación. Pero salvo aquellas, yo no tenía evidencias
físicas de que Débora hubiera existido. Era como si mi vida no tuviese verdad. Y todo
fueran suposiciones.

Más o menos por esos días le di un respiro a la equinosis y me tomé un franco [1] del 109.
El conductor del taxi era delgado y hablaba con la suavidad que da la cultura a veces. En
poco camino ya habíamos tenido tema suficiente para los textos y para Young. Así que
como participamos de una conversación tan amistosa, cuando llegamos a la puerta del bar
lo invité a que se tomara un café. Bajó conmigo.

Cuando le conté de La Biblia, Claudio me confió una línea que siempre cambiaba en el
Padrenuestro: “A quienes yo creo que son mis enemigos”. Claudio era una persona
sensible. Pero aunque las había oído en su juventud, ya no lo conmovían las mismas
canciones que a mí. Y la cultura de su memoria evolucionó hasta el jazz. A los poquitos
días fui a conocer su casa. Claudio tenía 43 años y ya era abuelo. Era papá de tres hijas, dos
de las cuales ya no vivían en la adolescencia. Las tres eran hermosas. Pero la del medio
sufría de una espasticidad congénita de porcentaje bajito; no estaba condenaba con el dolor
suficiente como para limitarse en la vida normal. Sin embargo, sí se le notaba algo de
diferente a simple vista. La mamá y ama de casa tenía unos labios carnosos, y cumplía a
rajatablas lo de nadie es profeta en su tierra, ya que ante cualquier problemita que la familia

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

tuviese ella predicaba la Buena Nueva con la metafísica de Conny Méndez y sus rígidas
Bienaventurarnzas. Alberto había escrito un libro que se llamaba “La almeja musical”.
Tenía mucha intención, pero las intrincadas y cuantiosas desarmonías que había en aquellas
oraciones, inhibían la fluidez de la lectura y no predisponían a los lectores para perdonar la
falta de ingenio y de calidad literaria. Las oraciones de aquel librito eran una cordillera
donde el lector hacía un pico tras otro de cacofonías.

Así que desde enero hasta mayo fui 5 ó 6 veces a la casa de Claudio, haciendo mis novillos
en el bar de Fray Cayetano. Alguna vez él también vino a la casita del pasaje La mar. En ese
período el teléfono siguió acercando las mudas noticias de Débora cada 10 ó 14 días tal
vez. Cuando la espera era larga me mortificaba más. Y cada día al volver del bar, yo
controlaba el contestador, tal cual lo hacía tres años antes al volver de El minero porque
esperaba el mensaje de mi querida Nube. Mi vida era la esperanza de una llamada sin voz.
Y así tal cual me sucedía con Nube, yo me entristecía si acaso llegaba a casa y no escuchaba
como mensaje al silencio.

Pero siempre escribía sobre La Biblia. Ya no miraba la tele ni tampoco jugaba al bubble. Y
siempre iba al bar. Como casi me quedaba de paso y al mismo tiempo existían más
posibilidades de que me cruzara con ella, pues día por medio empecé a cenar en lo de mis
padres. Ellos me demostraban su amor con las viscerales preocupaciones que me
planteaban. A esa altura del traumatismo, sus asuntos ya eran para mí como cosas frívolas.
Quizás pensaban en el futuro, una carrera, el trabajo… pero a mí nada más me importaba
una cosa: el dolor del equino que me impedía poder ir a buscarla.

Al contrario de pasar buenos momentos en las cenas de la calle Yerbal, cada contacto era la
probabilidad de un sainete. Parece que el sainete es un cierre para el conflictivo círculo de
nuestras equivocaciones; los sainetes, a veces, nos hacen evitar caer de nuevo en la misma
confrontación, ya que le tenemos miedo a los gritos. Nuestras insatisfacciones amorosas y
sexuales nos añadían en el aura una energía resentida: éramos propensos a criticar los
sueños del otro. Cada charla se había convertido en dar la lección de física con el maestro
de castellano. En todo nos corregíamos. Y maltolerábamos todas las correcciones. La
cocina-comedor se sentía cargada con una estática de 10.000 voltios: caminábamos
teniendo miedo de que cualquier cosita nos de patada. Nuestra constelación familiar
siempre estuvo enfermita. La envidia entre los parientes, los celos improcedentes, aquella
inexplicable asfixia que contenían nuestros espacios… los seis hermanitos que algunas
veces me cuidan y otras me dan la lata. Pobre mi Catalina. ¡Le dije cosas tan feas para que
sus palabras no me royeran las sutilidades que mi corazón meditaba con la escritura! Nunca
nos respetamos los sueños: si comentaba, por ejemplo, del trabajo de La Biblia, con
comentarios inoportunos me hacían sentir que estaba perdiendo el tiempo. Y en el pasaje
La mar me sentaba a escribir enfrente del bibliorato, como para que los libros de Borges
me susurraran respuestas mientras por el balcón se infiltraban los cielos estrechos de aquel
invierno de Caballito. Pero en vez de pensar en cosas de Marcos, Lucas o Juan, por la
cabeza me caminaba la marabunta de las discusiones en la calle Yerbal. Todo había perdido
brillo. Los chuscos días soleados de aquellos meses eran opacos ahora. La paz ya no me
acompañaba en los momentos de soledad.

Me sentía abandonado por Dios.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Hasta que una noche, cuando el resumido cielo se alistaba en el melancólico Del Bosco del
pasaje La mar, algún algo me habló en el corazón, como si fuera el correspondido
“Aprovechá eso” de Federico:

- Ésta no es la manera.

E igual que en el “Aprovechá eso”, me puse manos a la obra de inmediato. Cada vez que
había un conflicto en casa, en lugar de quedarme pensando en ello, revolviendo mierditas
familiares y repasando todos los trapitos que debería sacar al sol la próxima vez… pues yo
repetía para mí una pequeña plegaria y daba el tema por terminado.

[1] Día de la semana donde el trabajador libra.

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En aquel entretanto, dos cosas sucedían con una constancia regular: los llamados
silenciosos reaparecían quincenalmente, y la otra reincidencia positiva -pero que no dejaba
de ser original-, eran las plegarias por mis papás cada vez que me dirigían la palabra con
ánimos de debate alguno. “Siempre encuentro amor en mi familia”, “Disfruto de un hogar
excelente”, así iba yo mentalmente por los suelos de la casa en Yerbal. Hasta que una tarde
de Mayo del año 2003, tuve otra visita de Claudio en el departamentito del pasaje La mar.

La mesa de hierro con esmaltes grises, el cuadro de las margaritas inmensas que colgaban
sobre el fumé como péndulo de un reloj al que se le acabó la pila, la pared lisa pintada de
color nube: todo estaba alumbrado por el sol de un otoño amable. Claudio se sentó en la
mesa, pero le daba la espalda a las margaritas. Yo estaba junto al teléfono, como si hubiera
cortado recién. A pocas palabras de haberse iniciado la conversación con Claudio, le
contesté a su “¿Cómo anda todo?” con una insólita queja de mi estado de salud. La pierna
ya me dolía mucho, y no podía seguir haciendo de cuenta que le pertenecía a otro. Hacía
mucho que no me calzaba la valva, debido a que la inflamada bursitis más la fricción del
velcro y el plástico me habían puesto irritable la dermis del tobillo tumefacto. No era sólo a
mí, pero Claudio siempre tenía la intención de arreglarme la vida en todo lo que él pudiera.
Y aunque no me solucionó en nada de lo que quisieron sus recomendaciones, aquella tarde
de sol extraño, Claudio agitó una bandera de largada para que yo recorriera una expectante
pista, en cuya meta me estaría aguardando la segunda etapa más feliz de mi vida.

Es algo curioso, pero a veces los damos creyendo que valen oro, sin embargo nunca
sabemos lo poco que valen nuestros consejos. Igual los damos creyendo que son sagrados.
Aunque también hay otro punto. Si es que hay un Destino que nos cuida, que nos cela, que
nos protege, que nos corrige,… entonces nuestro Sino tiende a darnos señales que son
difíciles de apreciar en el acto. Para que así vayamos hacia un futuro mejor sin tantos
rodeos, la vida nos aconseja por medio de las personas. Y suele pasar que cuando ya hemos
tocado en todas las puertas donde se nos haya ocurrido, cuando ya leímos todos los libros
que estaban a nuestro alcance (pero en ellos no pudimos encontrar una sola palabra que
nos devolviera la esperancita que queríamos encontrar), pues entonces nos topamos con
una coincidencia que no esperábamos. Quizás podemos ver un letrero que dice el nombre
de una mujer que no nos animamos a ir a buscar. Pero hay algo que nos está diciendo que

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

sí. Porque inclusive Dios, todo el Planeta y sus inextricables misterios quieren que vivamos
un final súperfeliz como en el de Wayne. El caso es que a veces una persona nos da un
consejo que utilizamos únicamente porque no tenemos caminos por dónde ir. Entonces
hallamos el camino esperado de sopetón.

Los ángeles aprovechan la coincidencia para venir a decirnos algo. Eso será siempre así,
porque además de la ciencia, la gravedad, hay otras fuerzas que rigen el destino del mundo.
Esas fuerzas no se pueden perder jamás. Y son conscientes de que nuestra inmensa
necedad tratará de entubarlas en un concepto. Por eso es que cuando creemos verlas venir,
vienen por otro lado distinto. Porque los ángeles son extremadamente creativos si se trata
de conservar el anonimato de los milagros. Y aunque nunca sabremos con certeza en
dónde estará su ayuda, esos pequeños milagros siempre estarán en donde se nos haya
olvidado ver.

Todo lo dicho, lo dije porque Claudio -con la intención de echar a andar mi esperanza-, me
comentó que “Sí, sí… Yo conozco a un médico que es cubano que es un genio y una
maravilla y todo eso junto también”. Claro, para vos -que no sabés un pomo- quien sepa
algo es un Mijael Schumager. Lo cierto es que, en el tema de la rehabilitación, la fama de los
cubanos los hace ser muy bien vistos en la Argentina, sobre todo por quienes dan sus
primeros pasos en la discapacidad. Así de vergonzosos podemos llegar a ser los argentinos,
que no sabemos ni pío y nos creemos saberlo todo. Pues, en este caso, Claudio no tenía
demasiado abierto el abanico al que pertenece la complicada gama de la psicomotricidad. Y
sin embargo me dijo lo dicho, que sí, sí, sí… yo conozco a un cubano que es un genio y
que patatín que patatán y que pin que pan. Era un cubano al que ya me habían
recomendado y que una vez me parece fui a verlo de nochecita para ver cómo es que era su
consultorio. Tenía un apellido doble. Era gordo y pelado como una bola de bowling. Y
hablaba con una melosidad innecesaria, quizá para que no se notara que en sus historias de
vida sólo viajaban cuentos comunes.

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Quizás resultaba siendo alguna promoción de Telefónica y nadie más. Pero si no eran las
quincenales llamadas mudas, siempre que el teléfono sonaba en casa yo estaba esperando a
que fuera ella para animarse a decirme hola, y entonces inmediatamente dejar atrás mis
resentimientos de abandono para regresar a la agencia y posiblemente volverla a ver.

En mis tardes de café ya había conocido a los hijos de Eduardo. También a su necia
esposa: una petiza de pelos viejos, quien me había mirado a través de una sequedad con
vestido de cortesía. Siempre escribía sobre los Evangelios. Tras cada meditación me
humanizaba otro poco. En lo concerniente al año 2003, ya se había marchado un febrero
cuyo tránsito se parecía a tener una corona de espinas puesta en el corazón. El otoño de
marzo alivianó un poquito el suplicio de un sol que nos daba pringosos azotes de sus
climas veraniegos. Otro aniversario de Malvinas pasó, y los veteranos seguían vendiendo
calcomanías tristonas en los colectivos y subtes: sus expresiones de hush puppies
confesaban rencor en contra de todos los presidentes argentinos desde 1982. Semana Santa
ya había enriquecido un poquito más a los imagineros. Pero quizás aún no habíamos
entrado en mediados de mayo. Hasta que una noche volví a la casita del pasaje La mar. No
sé si ya me había sentado a escribir. Pero en aquel momento recibí otra llamada con el
silencio de Débora del otro lado. Algunas veces la oía respirar, y hasta parecía que se iba a

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

animar a hablarme. O a veces sus silencios duraba más, y se sentía que estaba por decir
algo. Pero tampoco esa vez se animó. Fue esa noche, cuando colgó, que me decidí a volver
a la agencia para verla otra vez. Antes lo hablé con papá. Evidentemente aceptó sin
bombos y sin platillo. Igual al lunes siguiente volví. Habían pasado 8 meses. Papá estaba
más irascible que cuando le dejé. Con los clientes en cambio forzaba una alegría
naturalmente falsa. Cuando llegaban los jugadores, papá decía un chiste tras otro sin
importar que ellos se lo entendieran. Y cuando los terminaba de decir se echaba una
carcajada tal vez un poco tirana, algo así como le salían a perro blanco.

Mi regreso se celebró el lunes a la tarde. Los clientes se alegraban de verme otra vez. Pero
el primero del barrio, que se podía considerar vecino, y que la redondez de sus ojos me
hizo sospechar en él cierto aprecio, fue Gustavo, el kiosquero que mantenía con papi una
relación de hoy por ti y mañana por mí. Desde la puerta y sin entrar al negocio, lo saludó a
papá con sus típicos vozarrones. Pero enseguida suavizó el tono, al verme sentado en el
taburete que alcanzaba la máquina de las quinielas. Fue como si Gustavo hubiera visto al
mismísimo Jesucristo, porque con ojos admiradores me contempló tres veces para estar
seguro y no cometer errores. Más que con alegría, me saludó con una emoción de asombro.
Su expresión era de estar guardando un secreto que a mí me haría feliz.

Aquella tarde transcurrió hasta el anochecer sin ningún avatar ni vicisitud especial. Y más a
la noche, como acostumbraba todos los días, entró a la agencia Rubén, el grandote aquel
que tenía rasgos de enano. Puso la misma cara de sorpresa que había puesto Gustavo. Y su
camaradería también me hizo sospechar en él un secreto que se relacionaba conmigo. Pero
Débora no apareció esa tarde; Débora no apareció esa noche. Ella vino al otro día, cuando
el anochecer reunía a todos los rollingas para sus tertulias de marginalidad. Entonces
Débora fue a dar el presente. Esa noche no me miró en ningún momento, pero supe que
estaba ahí por mí. Se había vestido bien. Se había arreglado coquetamente.

La soledad tiene una forma muy misteriosa de hacernos sabios. Uno va recordando cada
vivencia bonita. Todo se asocia con nuestro último amor. En la soledad somos el único
punto de referencia que importa. Entonces las intenciones de los demás se comparan con
las de uno. Y cuando llegan nuevos afectos, nos damos cuenta de cosas mucho más pronto
de lo que tardábamos antes. Es allí que atisbamos a la verdad: sabemos que nos quisieron,
sabemos cuánto quisimos. Nos aislamos para buscar en la historia evidencias de que el
amor ha existido. Y no salimos de nuevo al sol hasta que las encontramos. Las privaciones
nos van enseñando a amar. En la soledad nos hacemos más buenos porque aprendemos a
separar al amor de nuestros momentos de orgullo. Y así juzgamos los errores y los aciertos
del otro con una imparcialidad mayor. Es entonces cuando podemos perdonar más.
Cuando finalmente se despegan nuestras pretensiones caprichosas de los gestos de amor
que ha tenido el otro, nos damos cuenta de que nos estábamos aferrando demasiado a
metas que no valían la pena. Es entonces que lo aceptamos cual es. Aunque ya no esté con
nosotros. A veces ya sabemos cuánto nos quiere una persona que se aproxima, al ver en sus
gestos aquellos que hemos tenido con nuestro amor anterior. Es así. Hacerse más sabio es
un proceso casi cruel. Y generalmente la única recompensa que nos llevamos es dejar partir
aquello por lo que hemos estado luchando tanto. Mientras tanto, o quizás principalmente,
Claudio el taxista hacía un superficial seguimiento de mi abstracta existencia, ya que el
Señor me estaba mostrando cuál era la última pieza de aquel imposible puzzle, en cuya
terminación ya se estaba completando el aspecto de mi obligado destino. Borges decía que

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uno termina aceptando a los padres igual que se acepta el sol, la luna o las estaciones. Yo a
mi destino he aprendido a quererlo así.

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La Buena Nueva que tardó mucho

Y una tarde, Claudio me acompaño a la consulta de este fisiatra internacional.

El gabinete lo había abierto en su propia casa. No sé si ya lo escribí: tenía un nombre


compuesto. Pero no recuerdo su nombre ni su apellido; probablemente uno de ellos era
Velázquez. Los defectos que me dejó el traumatismo, el tiempo me los empeoró. Mi
juventud no pudo reblandecer el equino. En resumido, el cubano me dijo que ya debía
operarme, y yo pensé que para eso tenía que ser inteligente y sortear la orgullosa valla de
Daniel, pues tan ducho era en lo que hacía que se había encaprichado en no operar, aunque
sabía que para mí eso hubiera sido lo mejor.

El caso es que Claudio me esperaba para llevarme de vuelta a casa. Tomó Elpidio
Gonzales, la que cortaba a Yerbal en la esquinita de la plaza de Ferrocarril Oeste. Era
innecesario memorizar más calles, porque no tenía nadie a quien visitar. Sin embargo me
quedaron grabadas las avenidas que trazaban el marco para los próceres y las batallas,
supongo que fue de tanto verlas pasar por la ventanilla del 109. No me servía de nada
haber registrado las paralelas del barrio antes de que Yerbal se asomara otra vez. Quizás las
inmediatas sí: Espinos, Paisandú, Martín de Ganza… ya que alguna vez, algún malestar me
obligó a investigarlas en busca de la ayuda de un bebedero o un banquito de plaza, o para
coger alguna línea de colectivos. Por lo demás, el plano porteño no tenía razón de ser para
mí. Mi intelecto ya había dejado de recabar en las esquinas, buscando nombres para
designar la ubicación de los pobladores.

Y así veníamos, las esquinas comenzaron a hacerse más familiares. A punto estábamos de
pasar por el modesto altar de la virgencita María, cuya posición juzgaba con tristeza a todo
el barrio de Caballito.

Débora estaba sentada allí.

Bueno no sé qué rodeo le hice dar al pobre de Claudio, pero me despedí de él y bajé del
taxi hacia las encantadoras espaldas débiles de Débora. Cogí el camino resistentemente
amoroso que conducía a María con su adorado niñito Jesús. Débora levantó la vista de una
novela de calidad desconfiable, pero enseguida volvió a fingir que se concentraba en sus
líneas. Estaba preciosa. Insistió con el rímel hasta que se le formaron cejas de Frida Kahlo.
Y las pestañas eran más largas, pintadas con abundantes dosis de cosmético. La sombra
celeste hacía un provocador contraste con los labios rosas de putón, que parecían tener el
triple de su volumen natural, barnizados con ese brillo de chupapijas. Isabel Allende lo dijo
bien: “Se pintaba a brochazos”. Tenía la cara suavizada con crema y aún en invierno
permanecía bronceada. Los pómulos le brillaban por el aceite de Avón. Me senté al lado

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suyo y averigüé su edad. Débora solamente cumplía dos años más que yo. La razón era
obvia: la amaba terriblemente, por eso no le respondí a su “¿Por qué me mandas dibujos?”.
Creo que al no explicárselo, Débora se quedó resentida. Aún estábamos en la edad de
planificar lo que vamos a decir y lo que nos contestarán. Y su corazón virguiano necesitaba
oír los dulces tequieros que nunca le había dicho. Por eso, cuando le pregunté si deseaba
que nos encontráramos al día siguiente, me contestó con un seco no.

- Que tengas suerte, mujer.

Y me alejé inmediatamente de su lado, tratando que no se notara mi profundísimo


sinsabor. Caminé sobre mi cojera por el mismo camino de la virgencita en dirección a
Yerbal. Ella evidenció que me quería a los cinco o seis pasos de mi partida. Y al escuchar su
“¡Que tengas suerte, hombre!”, me volví para verla por última vez en esa tarde. Sacó de la
galera esa sonrisa de Odol[1], y con sus pestañas entrecerradas hizo visera para protegerse
de un sol que le atacaba las pupilas. Fue como si me gritara “¡Era una broma! ¡Por supuesto
que tengo ganas de verte!”.

[1] Famosa marca de pasta dental.

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Después de ir a verlo al cubano seguí yendo a la agencia de noche. Débora pasó enseguida
de habernos visto a orillas de la virgencita, y me ilusionó con su manito-manito. A partir de
ese momento, Débora rondaba en aquella vereda de invierno igual que podría hacerlo una
mariposa de noche, que deja de aparecer en un sitio para verse de golpe en otro, pero sin
que se la pueda ver caminando esas pequeñas distancias. Y cuando uno se cree que va a
agarrarla desaparece otra vez. Una noche salí a comprar cigarrillos y el Nazareno se acercó
a mí. Tenía la expresión de fragilidad difundida por su exótica belleza de adolescente. Le
agradaba que hablemos. Quizás andaba buscando a alguien que lo orientara, porque se
percibían sus ganas de empezar a salir de la cocaína. Nos sentamos en la puerta de la
maderería. En esa charla me contó que tenía un hijito al que no le permitían ver. Dos veces
me dijo:

- Esperá que ahora vengo – y se iba a hablar por teléfono.

Se lo veía chiquito, como cuando Mafalda ve yéndose por la acera a las cortitas espaldas de
Libertad. Y entraba en el locutorio para probablemente llamarlo a su puntero. Mientras
tanto yo no podía evitar los nervios. ¿Y si iba a llamarla a ella? Si Débora se aparecía yo no
iba a saber qué hacer. Pero sólo fue mi suposición. Cuando el Nazareno volvió quise
devolverle la confianza, y aunque no tenía aún la fecha le conté de la operación. Pero a la
segunda vez que se fue al locutorio yo ya no lo esperé y me fui. Y pronto saqué cita con mi
viejo y conocido Daniel, quien en cada visita que le había hecho hasta ese momento, fue de
desplazar la operación para más adelante. ¡Me hicieron pasar por tantos dolores! Las
kinesiologías inoperantes, las histéricas electroestimulaciones. Lo último había sido antes
del año ‘98. Toxina botulínica. Se la ponían a las mujeres para planchar sus arrugas. Pero

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

intentar ablandar la rígida espasticidad con el botox era demasiado doloroso como para que
el fastidio se compensara con los mínimos resultados que se obtendrían después. Las agujas
me escarbaban la pantorrilla para encontrar los músculos atrofiados. Y luego todo era una
insistencia baldía entre los kinesiólogos y las paralelas. Estaban intentando cerrar una
hemorragia con Cotonetes. Porque al salir yo casi no se notaba la diferencia de cuando al
entrar. “Una esperanza más que se rompía”. Pero a pesar de todo el fracaso, a pesar de
todos los esfuerzos que había hecho en vano por obedecer las promesas de trauma, a pesar
de que el incauto que había en mí se fue royendo con cada decepción clínica… yo esa tarde
fui preparado para acatar cualquier tratamiento que me indicara Daniel. Pero el Señor tiene
esa manía de darnos aquello que se nos niega justo cuando nos entregamos a Su voluntad,
como en el cuento de Abraham. Lo digo porque a pesar de todas mis buenas disposiciones
a hacer lo que se me diga, Daniel y yo no hablamos de medicina hasta que casi fue el final
de la cita. Daniel se estaba por separar. Había conocido a su propia Evangelina. Se llamaba
Mariana. Se lo veía muy triste. Después de que me contara lo básico, medité en un segundo
el remedio para su situación. Si bien no iba a ser el remedio, sí podía ser un alivio para su
mal pasar. Me escuchó atentamente y luego hablamos de mucho. Le conocí una parte más
religiosa, le di consuelo a su parte desesperada. Y finalmente le oí la concepción derrotista
de su destino. Entonces entendí que había estado muy solo. Se sintió agradecido por mis
consejos y por mi tiempo. Porque cuando ya no hubo más que contar, él solito me dio una
buena noticia:

- Y en cuanto a tu pierna no queda más que operar.

Estoy seguro que ese milagro fue un producto de las pequeñas afirmaciones que fui
cosechando cada vez que los pensamientos sobre mis padres tenían alguna necesidad de
mejorar.

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Sólo por hoy

Y un día lo llamé para ver si iba a venir a verme. Me dijo que no, que tenía malas noticias.
A Seba le habían robado su querido Corsa. Pero le encendió una velita al seguro, y con el
dinero en poco tiempo se compró otro. Era bastante menos caro. Y la familia se compró
dos. Entonces Horacito se pudo poner el taxi.

Más o menos para esas fechas, o quizás un año por atrás, o quizás para principios del 2003,
o sino para finales del 2002, o quizás para su principio, o quizás para su abril o mayo…
recibí la llamada de Azucena, la madre de Sebastián, la que hacía no mucho tiempo me
había echado de su casa, la que insultó a los míos, la que me miraba con ojos sedientos
cuando me aproximaba a las buenas y con despreciativos si acaso mi vida tenía males en
abundancia. En esa llamada me empezó a contar de lo difícil que estaba la situación por su
casa, de lo mal que andaba el trabajo de su esposo y de todos los pormenores que le
causaba el ahogo económico de un país en vías de empobrecimiento. Todo era blablabla
blá. Y, así como me la ví venir, de golpe y porrazo no aguantó más:

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

- ¿Vos no tendrías unos 2000 dólares para prestarme?

Así de fácil lo ve la gente.

Usando pocas palabras le recordé que aún me debía el dinero anterior, no lo del auto, pero
sí me indignó que ni ella ni ninguno de la familia me mencionaran nunca el hecho de
devolverme los 3000 y pico que le había añadido al cheque para que Seba tuviera su Corsa.
Yo era demasiado incauto aún como para que la vergüenza ajena me permita cantarle una
opereta con las 40. Hago ese comentario porque ni bien le dije “Ya te presté dinero”, la
sinvergüenza, al contrario de hacerse cargo, me dijo que “¡Ay, pero solamente les importa
el dinero a ustedes!”, y prosiguió, con las típicas alteraciones de quien queda en evidencia
para tampoco quiere dar el brazo a torcer: “¡Pero si yo a ese dinero ni lo vi!”. “¡Si lo utilicé
para pagarle el seguro a Seba y no sé que otros impuestos más!”. A nadie le gusta que lo
llamen estafador ni garca, pero a los garca mucho menos. Y no reconoció de la deuda nada.
Tampoco me esforcé en hacérselo notar. Creo que a ciertos tipos les basta pensar que el
otro no se dio cuenta para seguir cagándolo. Ni tampoco pensé más nada sobre eso, calculo
porque necesitaba ir juntando equivocaciones para que así una vez pasados los años me
arrenpintiera de todo. Y más adelante y a fuerza de culpabilidad, mi consciencia se
depuraría por el tamiz de lo correcto que piensan los hombres y también yo. Pero peor fue
lo que pasó con Seba.

Resulta que al poco tiempo de estar en el pasaje La mar, recibí un día la llamada de aquella
abogada que medió el arreglo con mis papás. Yo no sabía que le debía, pero como el juicio
se terminó con un acuerdo, pues le tendría que haber pagado un buen dinerito. Al no tener
noticias mías ni de la parte de mi familia, la dra. No sé Cuánto, los había llamado a mis
abogados. Y al decirle ellos que todo estaba arreglado, pues le ofrecieron mi teléfono para
que ella hablara conmigo. Y ni bien le dije como te va, empezó a amenazarme con que iba a
hacer un embargo sobre mi querido departamento. Ese día estaba mamá.

Recordé entonces que mi buen Seba estaba trabajando desde hacía ya un tiempo, en una
oficina de informática que le requería saber diseño. Considerando el favorcito del auto,
seguramente que no iba a tener problema en pagarme la deuda entera. Me tomé un tiempo
para explicarle lo que había sucedido. No sé si en ese momento tenía la intención de
pagarme, pero aceptó con una grosería innecesaria. Sebastián venía a visitarme con una
frecuencia que me hacía desconfiar de algo. Y cada vez que venía yo estaba esperando a
recibir la alegría del favor devuelto. Siempre estaba esperando una Buena Nueva, como
“Acá tenés el dinero para este mes”, o que me diga al menos “¿Cómo sigue el tema de tu
deuda?”, o algo por el estilo. Pero al contrario, sino era yo el que le preguntaba, él no me
sacaba el tema para nada. Y siempre me decía que “En la oficina no están pagando”. Y así
pasó todo un año, pasaron dos, pero Seba nunca dijo nada del dinero, ni sintió en ningún
momento que fuera su deber mencionarlo. Hasta que un día llamé a su casa y hablé con su
padre, quien al contarme los dimes y diretes de la familia Giraldo y de Seba, me contó
también que Seba estaba cobrando desde siempre.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Al poco tiempo Seba me visitó otra vez, y en una mano de escoba le comenté porqué me
ocultó que estaba cobrando en la oficina. Y su respuesta fue que “No tenía ninguna la
obligación de decirte”.
Buscar y reemplazar Hernán
Un poquitito antes de aquello, al poco tiempo de haber llegado al pasaje La mar, conversé
con algún vecino. Hernán tenía un perro que murió hace poco. Pero lo acompañó
muchísimos años. Se llamaba bond. Hernán había perdido prematuramente a su madre.
Volvían de un viaje al norte. En la estación de autobús los estaba esperando el papá, para
ayudarlos con unas maletas de peso traidor. El ómnibus descarriló en la montaña y la mamá
de Hernán sucumbió. Se partió al medio cuando se estrellaron. Hernancito se abrió paso
entre los cadáveres recién hechos y los hierros retorcidos del micro. Y vio a su mamá
literalmente abierta por un costado. Aún balbuceaba. Le conoció las amadas costillas
blancas y el pulmoncito aún latiendo.

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Es como cuando alguien nos pierde la confianza, que demora muchos encuentros en que
las cosas vuelvan a ser como eran antes. Y no se soluciona todo en un día: muy de a poco
empieza a perderse el peso de aquel disgusto, hasta que se olvida totalmente. Pero para
llegar a esa desmemoria hemos tenido que pasar por el cedazo de varias semanas o meses.
Igual a aquello, mi maldición no se fue toda de golpe; y aún terminadas todas las cirugías,
nada me devolvió a los entrañables potreros. Pero hasta que las cosas no pudieron mejorar
más, hasta este bendito punto del tiempo inclemente, yo pretendía que alguna vez pudiera
perseguir el autobús que se va marchando. Y aquí algo curioso: fíjense que los sueños son
la representación de los deseos más inalcanzables. Pero aún así, tampoco mientras estuve
postrado soñé que corría igual que a los 17. Ya estaba tan acostumbrado a la discapacidad,
que ni siquiera mis sueños me dieron opciones para sentirme joven de nuevo. Habían
pasado 8 años desde que el coma invadió mi vida. Aquellos dos meses se quedaron como
una compacta representación de una sabiduría muy grande. Pero vi tantas cosas agradables
después. Tantas veces vi el polen de tantos árboles cayendo grácilmente mientras las
subsiguientes primaveras los envolvían en las brisas de un céfiro maravilloso.

Fue el 26 de junio, fecha en que el rumbo de mi torcido karma comenzó ligeramente a


convalecer, para que así tomara una dirección más saludable. Asistí al turno, programado
desde un mes antes, en un sanatorio cuyo nombre jamás recordaría. Las 4 de la tarde recién
estaban avisando del próximo horario pico, donde los trabajadores se amontonaban en las
largas colas de colectivos, para volver a sus barrios tranquilos, que se conjuntaban en los
divididos suburbios del Gran Buenos. Aquella secuencia meridional, que pintaba la real
mediocridad de la civilización bonaerense, también la había filmado Dios, igual que hizo las
trágicas escenas protagonizadas por asfixiados judíos, arrastrados hacia la muerte, en los
vagones que avanzaban hacia las Tierras de Hares, bajo la estela de un vapor color
tormenta.

Daniel no trabajaba más por mi obra social. Así que tramitó un favorcito con el dr. Japas, el
de la moda siempre listo, quien sí operaba por la mutual de los telefónicos. Pero iban a hacer el
cambio cuando estuvieran en el quirófano, y el bueno de Daniel me iba a operar igual.

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Daniel le daba instrucciones finales a una enfermera que le pasaría el instrumental en mano.
Estaba el anestesista, quien de inmediato lo consultó a Daniel, porque le solicité, justito
antes del corte, que se me administrara la epidural. Los médicos se admiraron y
argumentaban para desanimarme. Pero será que el estar mucho tiempo dolido, tanta
juventud que se va sin que uno aproveche bien siquiera algún día, nos activa cierto
desprecio, cierta redundancia de coraje, cierta hombría tozuda. Entonces ya somos
indiferentes cuando se trata del dolor que vendrá, porque tan desgastada tenemos el alma
que cuando nos toca vivir dolores nos duelen menos. Sin embargo, el sufrimiento despierta
en nuestros corazones mal resarcidos una ignorante curiosidad que busca enfrentarlo todo.
No quiero decirles -Gentiles Lectores- que a un discapacitado le guste ir coleccionando
experiencias por los rincones del sufrimiento. Pero es así de claro: no sé por qué, pero
aquella minusvalía dotó a mis resistencias con un deseo perenne de enfrentar el dolor que
me será inevitable. Hasta que al final me pincharon el espinazo. Es bastante insoportable.

Luego de los tres pinchazos, uno después de otro a lo largo de la lumbar, mis piernas se
durmieron. Le tenía más miedo a las agujas que a los cortes que vendrían después. Daniel
conversó sobre otras ocupaciones, mientras me quebrantaban el sobresaliente hueso del
tobillo equino. Después los escuché a los médicos haciendo chistes, como si con el buen
humor hicieran las vistas gordas a lo que presenciaban. Tenía las piernas entumecidas. El
bisturí eléctrico era muy especial: se parecía a una pulidora plateada con dientes de sierra de
carnicero. Al ver la sierra redonda del bisturí me arrepentí de la decisión, pensé que no iba a
poder resistirlo. Y tal cual fue. En los primeros cortes, el pie comenzó a hacer pequeños
espasmos, al igual a que lo hacen los gatos cuando sueñan. Mis suspiros les dieron la
segunda señal de que todavía sentía un poco. Y ya en segundo corte, cuando la sierra
llegaba al hueso, me durmieron a traición. Los especialistas me durmieron entero cuando la
epidural no pudo evitar que sintiese la redonda hoja rompiéndome el hueso. Artrodesis
Supra Astragalina.

Con yeso mojando gasas, Daniel había hecho la cartapesta de mi pierna convalecida. Eso
había caído en el somnoliento día número 26 del mes de junio de aquel perturbado 2003.
Agrego una cota más a la decisión de operarme: el enorme sueño de convivir junto a ella. Y
aunque mi karma no ha cambiado todo de golpe, mi peligroso Destino comenzó a
comportarse de una forma más misericordiosa para con mi salud. Y ya no me obstaculizaba
tanto cuando algún que otro deseo imprevisto se echaba a andar desde la largada de mis
utopías. Aunque -lo admito- ninguno que dependiera de la suerte pudo llegar a la meta de
su cumplimiento. De a gotitas algunos planes salieron bien. Aunque no tenían que ver con
ella. No estaban relacionados con el amor redentor. Mas sí con la reivindicada sanidad.
Pero antes de ello, he tenido que pasar por un purgatorio insufrible, y que no estaba
armado más que de un sofá cama.

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Como Seba no paraba de perder puntos desde que fue lo del auto, me acompañó mi
dudoso Hernán, quien pareció más interesado en hacerse ver que ayudaba al tullido antes
que llevarse conmigo bien. Me acompañaron también mis padres, por supuesto, quienes se
quedaron haciendo guardia hasta la noche. Al contrario, el samaritano de Hernán me dio el
hola y el adiós cuando salí del desmentido quirófano. No me quedó grabado el nombre de
mi compañero de habitación, pero se solidarizó conmigo prendiendo un Marlboro cuando
ya todos estaban durmiendo. Había superado su adicción al juego. Él siempre decía: “Sólo

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por hoy”. Y completaba la frase con no voy a fumar, a tomar alcohol o a apostar dinero.
Sólo por hoy. Cuando esa noche me miré el pie, sobresalían del yeso 3 alambres, dos de ellos
por los costados, atravesando mis huesos por una una especie de V, como dos espadas que
se entrecruzan. Pero había otro más delicado. Salía de la planta del pie y se asomaba afuera
de la escayola unos centímetros más. Ése se internaba hasta la mitad de la pierna, como si el
peroné tuviera una médula ósea de metal.

Aquella fue la primera de 4 operaciones exitosas. Y otra vez a la casa de mis padres. De
vuelta a la piecita del fondo, a contaminar el aroma a hogar con la nicotina de los Marlboro,
que impregnaban los muebles y las paredes con el olor que tienen las quemas de pasto
verde. Mamá me había comprado unas súpermuletas. Eran preciosas, parecían ser frágiles
de tan bonitas que eran.

Aunque raras veces pasaban algo que me interese, por las noches miraba tele y me
ratoneaba con los pornos codificados, igual que lo hacía ese tal Roberto 3 años antes. Otro
hermoso dieciseis pulgadas, pero con el color más naranja, me hizo compañía, mientras me
dormía en la misma habitación de las tejas rojas y la ventana de con cuadraditos de hierro
color manzana. Fumaba cada media hora. Dormía en un sofá hermoso de plaza y media
que jamás se plegaba, no sé si ya lo teníamos desde Quilmes o se lo había comprado para
tenerlo en el living de la casa en Yerbal, por si acaso el rencor de mamá la atacaba de noche
y separaba a los cónyuges de la cama matrimonial, con la excusa de los ronquidos.

Ya cuando era de día, esperaba hasta terminar el almuerzo y me iba a pasar la tarde al pasaje
La mar. Me reencontraba con mis objetos, los recuerdos de Evangelina… pero sobre todo
con la espera del llamado de Débora. No sé cómo pero me las arreglé para que el 15 de
julio y los otros quinces del año le llegara un dibujo. El 15 de julio había celebrado el
primer aniversario de mi espera. Y tanto en Yerbal como en el pasaje La mar, yo me las
rebuscaba para no tener que andar calzándome las muletas a cada ratito. Si estaba en la
cama mirando tele y se me había olvidado el cenicero en la mesa, pues yo iba haciendo la
pata coja y me lo traía de vuelta a la cama para mirar una película sintiéndome
patológicamente más acompañado. Y desde aquí hasta allá o de allá hasta aquí, me movía
como jugando una peligrosa rayuela, dibujada en los accesibles rincones del hogareño
departamento en La mar. Era igual que el nadador del Honpletú, que parecía saltar
haciendo la pata coja, pero a él le faltaba toda una extremidad. Tomaba mucho mate y
fumaba mucho. Llevaba casi un año escribiendo sobre La Biblia; medio que se me había
enfermado la mente de tanto pensar en ello. Y cuanto más avanzaba, más cosas por decir
me nacían sobre el tema de Dios. Por esa fecha avancé hasta Corintios. Y en un versículo
clave llegué a mi propia conclusión del Señor. Hasta que una noche, cuando intentaba
dormirme en la pieza de Yerbal, un dolor que nunca había sentido se presentó en mi vida.
Fue como si me estuvieran apretando el tobillo con una morsa. Son esas cosas que llegan
de golpe, pero que son irreversibles. Tomé 4 calmantes hasta que la necesidad de gritar se
extinguió. Y por supuesto, cuando la tardada mañana llegó, solicité turno con Daniel, quien
inmediatamente me vio. El consultorio quedaba en una calle también famosa. Pasé antes
por el Urquiza, para hacer unas radiografías que se revelaron con la velocidad de una
polaroid. Y ya en el consultorio, Daniel las vio con la familiaridad del artesano que revisa
sus creaciones. Yo no le había dicho nada de mi dolor. Y cuando las puso al trasluz, dijo:

- ¿Y ahora de qué me disfrazo?

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

El alambre que pasaba por el medio del peroné se había ido hacia arriba, debido a la
repercusión de los saltos en pata coja. Qué boludo.

El día de la segunda operación fue el 7 de agosto. También me operé con epidural. Daniel
tenía un plan que no me había confiado ni tampoco certificado. Un alambre empujó al
otro. Y para que no volviera a pasar lo mismo, Daniel retorció los centímetros que estaban
fuera y quedó como un moño en los bigotes del Tom de los dibujitos de Tom & Jerry.
Comencé mi cumpleaños allí. La noche en la clínica fue fatal. Mi compañero era una viejo
estilo aquel de las tetas. Nos pusimos nerviosos y la enfermera no nos dio bola. En un
momento de la noche, el compañero empezó a rebotar sobre la cama como un epiléptico al
que le da un ataque. Hasta que al fin fue el día que le siguió. Volví a la casa de Yerbal y
descansé algunas horas por la mañana. Para ese entonces Eduardo ya me había cogido
cariño. Como era mi cumpleaños y ya sabía lo de la operación, vino hasta casa para ver
cómo me había ido en la cirugía. Aquella tarde era demasiado templada para estar tan en
invierno. Yo no iba a levantarme por mucho tiempo. Desde mi ventana se veían las
testarudas paredes del patio restauradas brillosamente con el amarillo de un sol opíparo.
Eduardo me hablaba de no sé que filosofía. Entonces mamá interrumpió nuestra
conversación. Y a través de la ventana, como cuando me avisaba de la comida lista, me
dijo:

- Te llamó Evangelina.

Evangelina había memorizado el número de mis padres y nunca se lo olvidó. Pero cuando
supo que estaba con otro amigo, dijo “Después vuelvo a llamar”, y se despidió.

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Mi segundo reposo

Y así me quedé mucho tiempo aguardando el llamado de Evangelina, para que así sus
prodigiosas palabras me energizaran y poder seguir adelante sujeto de una ilusión
invencible. Pero ese cuento no tuvo un final feliz. Y en septiembre, luego, la primavera.
Pasaron tres meses sin visitar el pasaje La mar. Tendría que habérselo agradecido al susto
que me quedó cuando Daniel revisó la radiografía. Solamente miraba tele y pensaba en La
Biblia. Creo que el primer mes no me masturbé siquiera.

¡Ah, Dios! ¡Qué tiempos oscuros viví! Cuando la tele permanecía apagada, yo recordaba
capítulos felices de mi vida, como me lo había enseñado Athos. Tal vez lo hacía porque
estaba intentando que las metafísicas estudiadas explayaran hasta la experiencia una
semejanza de los buenos tiempos vividos. Mi memoria nunca se fatigaba de repasar el
reencuentro con Evangelina, la noche de aires destilados de aquel 22 de noviembre del año
2000. Recordaba cada una de nuestras charlas en el pasaje La mar. Su adolescencia pícara

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en un cuerpo maduro. Los preámbulos platónicos que se traía preparados para erotizarnos
antes del sexo… y que mi juventud desconsideraba. Mi vida de aquellos meses se había
convertido en una irreversible apuesta a una lenta pero favorable evolución ósea. Mamá me
hacía de comer todos los santos días. Mientras el hueso solidificaba al tiempo que se
forman los troncos en el pinar, yo ocupaba mis días vegentando, torturándome con mis
ilusiones de Débora, maldiciéndola por estar desapareciendo de mí.

Entre las fáciles opciones que tengo al alcance, elijo hablar (para Quien me Lea) sobre una
tarde de mi reposo, cuando el televisor me hacía una apática compañía en la pieza de la
calle Yerbal. Para ese entonces mi mente ya se comenzaba a atrofiar otra vez. El hábito de
la meditación no congeniaba técnicas idóneas para desprender el alma del cuerpo y volar en
aquellos fascinantes viajes al infinito… y el zapping reinó en mi cuarto. Entonces fue que
-como una reencarnación de mi karma-, mi padre, conmovido por mi trabajo sobre los
Evangelios, me entregó un escrito muy, muy pero muy antiguo, para que lo repasara
mientras la escayola y la cama peleaban contra mis ilusionados ánimos, y que yo pueda
entrar por las obscuras puertas de otra depresión inaceptable. Sin embargo quedé fascinado
con la primera leída:

El Método Perfecto no conoce dificultades


Salvo que rehusa hacer preferencias;
Sólo cuando está libre de odio y amor
Se revela plenamente sin disfraz;
Basta la diferencia de un décimo de pulgada
Para que cielo y tierra se separen;
Si deseas verlo con tus propios ojos,
No fijes tu pensamiento en su favor ni en su contra.
Alzar lo que te gusta contra lo que te disgusta
Es la enfermedad de la mente:
Cuando no se entiende el profundo significado (del Método),
La paz de la mente se perturba para nada.
(El Método es) perfecto como el vasto espacio,
Con nada que falte, con nada superfluo:
En realidad, debido a que se escoge
Su talidad se pierde de vista.
No persigas las marañas externas,
Mora en el vacío interno;
Sé sereno en la unidad de las cosas,
Y (el dualismo) se desvanecerá por sí solo.
Cuando te esfuerzas por ganar la quietud deteniendo el movimiento,
La quietud así ganada está siempre en movimiento;
Mientras te demores en el dualismo,
¿Cómo puedes realizar la unidad?
Y cuando la unidad no se entiende cabalmente,
De dos modos se soporta la pérdida:

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

La negación de la realidad es su afirmación,


Y la afirmación del vacío es su negación.
Verbosidad e intelección...
Cuando más les hacemos compañía, Más nos extraviamos;
Fuera, pues, con la verbosidad y la intelección,
Y no habrá lugar por donde no podamos pasar libremente.
Cuando volvemos la raíz, ganamos el significado;
Cuando perseguimos los objetos externos, perdemos la razón.
En el instante en que nos iluminamos por dentro,
Atravesamos el vacío de un mundo que nos enfrenta.
Las transformaciones que se suceden en un mundo vacío que nos enfrenta
Parecen reales en su totalidad debido a la Ignorancia;
Procura no ir en pos de lo verdadero,
Cesa tan sólo de no abrigar opiniones.
No mores en el dualismo,
Evita cuidadosamente perseguirlo;
Tan pronto tengas lo correcto y lo erróneo,
Sucederá la confusión, y la Mente se perderá.
Los dos existen por causa del Uno,
Pero no te aferres siquiera a este Uno;
Cuando la mente no está perturbada,
Las diez mil cosas no prodigan ofensa.
No se prodiga ofensa, no hay diez mil cosas;
No se produce perturbación, y ninguna mente es puesta a trabajar:
El sujeto se aquieta cuando el objeto cesa,
El objeto cesa cuando el sujeto se aquieta.
El objeto es un objeto para el sujeto,
El sujeto es un sujeto para el objeto:
Has de saber que la, relatividad de los dos
Reposa, en última instancia, en un solo Vacío.
En un Vacío los dos no se distinguen,
Y cada cual contiene en sí la totalidad de las diez mil cosas;
Cuando no se hace discriminación entre esto y aquello;
¿Cómo puede surgir un criterio unilateral y prejuicioso?
El Gran Método es calmo y longánime,
Para él nada es fácil, nada es árduo;
Los criterios pequeños son irresolutos,
Cuando más se apresuran, más lentamente avanzan.
El apego jamás se mantiene dentro de límites,
Con seguridad se va por el camino equivocado;
Abandónalo, y que las cosas siguan sus propios rumbos,
Mientras la Esencia ni se marcha ni permanece.
Obedece a la naturaleza de las cosas y estarás en concordia con el Método,
Calmo, cómodo y libre de molestias;

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Mas cuando tus pensamientos están atados, te apartas de la verdad,


Crecen más pesados y torpes, y para nada son sanos.
Cuando no son sanos, el espíritu se altera;
¿De qué sirve entonces ser parcial y unilateral?
Si quieres recorrer el curso del Vehículo Único,
No seas prejuicioso contra los seis objetos sensorios.
Cuando no tienes prejuicios contra los seis objetos sensorios,
Entonces eres uno con la Iluminación;
Los sabios son no-activos,
Mientras los ignorantes se atan;
Mientras en el Dharma mismo no hay individuación,
Ignorantemente se apegan a los objetos particulares.
En su propia mente que se crean las ilusiones,
¿No es ésta la máxima contradicción?
Los ignorantes abrigan la idea de sosiego y desasosiego,
Los iluminados no tienen gustos ni disgustos:
Todas las formas de dualismo
Son urdidas por los ignorantes mismos.
Se parecen a visiones y flores en el aire;
¿Por qué perturbarnos en asirlas?
Ganancia y pérdida, verdad y error,
¡Fuera con ellos de una vez por todas!
Si la Mente retiene su absoluto,
Las diez mil cosas son de la Talidad única.
Cuando se sondea el hondo misterio de la Talidad,
De improviso olvidamos las marañas externas;
Cuando las diez mil cosas se ven en su unidad;
Volvemos al origen y permanecemos donde siempre estuvimos.
Olvida el origen de las cosas,
Y alcanzaremos un estado que trasciende lo análogo;
El movimiento se detiene, y no hay movimiento,
El reposo se pone en movimiento, y no hay reposo;
Cuando el dualismo no subsiste más,
La unidad misma no mora.
El fin último de las cosas donde no pueden ir más adelante
No está ligado por normas ni medidas;
En la Mente armoniosa (con el Método) tenemos el principio de la identidad,
En el que hallamos que todos los esfuerzos se aquietan;
Las dudas e irresoluciones están completamente desechadas,
Y se fortalece la fe correcta;
Nada se deja detrás,
Nada se retiene,
Todo es vacío, lúcido, y auto-iluminador;
No hay ejercicio, ni derroche de energía...
Esto es donde el pensamiento nunca llega,
Esto es donde la imaginación no logra medir.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

En el reino superior de la Talidad verdadera


No hay "yo" ni "otro":
Cuando se busca la identificación directa,
Sólo podemos decir "No dos".
En ser "no dos" todo es lo mismo,
Todo lo que es, está comprendido en él;
Los sabios de los diez sectores
Entrarán todos en esta Razón Absoluta.
Esta Razón Absoluta está más allá (del tiempo)
Que se apresura y (del espacio) que se extiende,
Para ella un instante es diez mil años;
Véasela o no,
Se manifiesta por doquier en la totalidad de los diez sectores.
Las cosas infinitamente pequeñas son tan enormes
Como las cosas enormes pueden serlo,
Pues aquí no subsisten condiciones externas;
Las cosas infinitamente enormes son tan pequeñas
Como las cosas pequeñas pueden serlo,
Pues aquí los límites objetivos no se consideran.
Lo que es lo mismo como lo que no lo es,
Lo que no lo es, es lo mismo que lo que es:
Donde este estado de cosas no logra subsistir,
Ciertamente, no hay que detenerse allí.
Uno en Todo,
Todo en Uno...
Si sólo se comprendiese esto,
¡No te preocuparías más por no ser perfecto!
Donde la Mente y cada mente creyente no están divididas,
Y donde están sin dividir cada mente creyente y la Mente,
En donde las palabras fallan;
Pues no es del pasado, del presente ni del futuro.

HSIN-HSIN-MING
Creer en la Mente - El Libro de la Nada
Sosan (tercer patriarca Zen, fallecido en el 606 d.C.)

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Entonces así, muy de a poco, se fue acabando ese año. Y como un preestreno de la llegada
de Santa, el 10 de diciembre de 2003, fui hasta el Urquiza para quitarme el los clavos.

Era una operación casi fácil del todo, pero me durmieron igual. Nunca más les pedí
epidural. Lo que sí les pedí fueron los clavos que me atravesaron el pie formando la cruz de

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un tesoro. Y los conservé como un trofeo, como una victoria contra la muerte más. El pie
había quedado bien. Aunque ya podía pisar, el primer mes todavía me ayudaba con las
muletas. Y caminaba sobre el pavimento de la calle Yerbal hasta el departamentito del
pasaje La mar. Esperaba que la Coincidencia me cruzara pronto con Débora. En cada
pisada, el dolor del equino se había pasado al corazón del pie, justo en el centro de todo,
ahí en donde los alambres hicieron su intersección. Pero la molestia era menos intensa. Y
en unos meses desaparecería. Todo iba a ser diferente ahora. La disminución del dolor hizo
que apreciara las cosas de otra manera. Trataba con un respeto señorial a quienes se
acercaban a darme ayuda. Si antes me enclaustraba en la piecita del fondo o en la cama del
pequeño medioambiente de mi departamento, ahora me emocionaba salir de día a la
sociedad. Es extraño, pero la reducción de mi sufrimiento cambió algo en mis ojos. La
gente ya no se enfadaba al mirarme. Y cuando llegó el 14 de febrero, en pleno verano
argentino, fui hasta la Virgen y dejé en el altarcito un dibujo con una dedicatoria,
inevitablemente plagiada. En esa época no mucho mío era auténtico:

El amor es lo más parecido a la admiración.

Dios debe de ser artista. Ya que a pesar de mis limitaciones para crear con personalidad
propia, Él siempre colaboraba para que Débora encontrata los mensajitos que abandonaba
en la Virgen, como en un altruista salto de fe.

No había nadie junto a la Virgen. Y el 15 de febrero del 2oo4, a la tarde siguiente un


misterioso llamado -inoportuno pero esperado-, llegó a la una y media del mediodía para
hacerme respirar con un suspiro, y el recuerdo de su piel castaña me hizo imaginar un
perfume a resistencia y entrega. Pero había algo que me importaba mucho: no podía
reaparecer en su vida con la fastidiosa costumbre de mi dolor. Necesitaba presentarme
mejor de lo que ella me recordaba. Tenía que merecerla físicamente. La salud de mi pierna
condicionaba el momento de ir a buscarla.

Los médicos opinaban que para la recuperación sería bueno que mi sistema central se
estimulara a través de la piel con las arenas de la costa de Buenos Aires, así la aspereza de
los granitos ardorosos avivaría la sensibilidad del ex equino, ejerciendo golpecitos de
reacciones a las neuronas muertas con el golpe del accidente.

Entonces, un día, nos fuimos a Claromecó.

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El sonido de las caracolas

Aunque desde Buenos Aires no encontramos hotel para reservar, le insistí a papá para que
nos vayamos igual ese fin de semana. Fue un viaje de seis horitas y un tanto de pico más. Al

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llegar a la costa faltaban los agresivos limosneros que abrían la puerta de los taxis con una
mueca de sequedad. La diferencia de geografía se notaba en el desinterés de los remiseros
por la nacionalidad del cliente. Recientemente, Las minas estuvieron sembradas sobre aquella
playa de arenas tibias. Pese a ello, el clima de otoño tiene la costumbre de clausurar los
hoteles hasta la próxima temporada alta. Papá los investigó trayendo una negativa de cada
uno. La soledad modelaba aquel sábado gris para sacar una Polaroid de energías amables.
Como en un obligatorio detín-marín, comenzamos a elegir edificios para investigar. Papá se
bajaba del taxi para que yo no tuviera que caminar al divino botón. Y tal como sucede con
los buenos presentimientos, no tuvimos que caminar mucho para hallar una pensión en la
ciudad vacía. Cuando la azaña es osada tiene la bendición del Señor, eso han de haberse olvidado
de apuntarlo en La Biblia; o quizás lo habrán amputado después. Porque en el segundo
edificio que preguntamos… ¡Eureka!: se nos alquiló un departamento amueblado de dos
ambientes. Por quince días nos salió menos que una semana de hotel. La casera se llamaba
Holga, pero al contrario de lo que su nombre daba a enterder, ella era una mujer
físicamente estrecha. No medía más de 1,55. Era blanca y extradelgada. Las costillas se le
notaban debajo de la blusita. Tenía el mismo olor a cartapesta que las manos de Maribel.
Todo el edificio estaba vacío menos nosotros. En el comedor los ventanales daban al mar.
Se respiraba el frescor de las aguas salinas. Durante el día siempre se escuchaba el sonido
de las caracolas. Por las noches, Dios cambiaba de dial la playa para dormirnos oyendo el
sonido de la espuma refrescando a la orilla del mar. No miramos tele por dos semanas. En
los días inmediatos, papá me compró dos regalos preciosos. Uno era una mate como el de
Tara, tenía el vuelo como un sombrero mexicano. Tara había adquirido un mate en la
provincia de Córdoba. Una vez que nos peleamos me lo dejó para tener una excusa y
volver a mí. Repitió el truquito del mate un segundo día. Pero ya no nos volvimos a ver.
Así que el mate de Tara pasó por los labios de Evangelina; lo llevaba a la biblioteca para
pasar la mañana con ella y sentir el sabor de hogar. Las tipas de la entrada estaban medio
celosas. A veces me decían “No, Evangelina no está”, como quien no quiere la cosa pero
sin saber que mi Evangelina me estaba esperando arriba. Entonces yo la celuleaba y las
tipas inmediatamente me decían “Sí, subí, que te está esperando”, pero sin darme ninguna
explicación, sin ponerse coloradas: las había pillado en su mentirilla mezquina. La gente de
Capital era así, si no tienen ganas tratan de no cumplir con su obligación. ¡Ay, es que la
muerte cuenta con desgastarnos para que tarde o temprano nuestro amor se de por
vencido! Pero igual, aquella vez, Evangelina y yo dimos guerra.

En cuanto al mate que traje de Claromecó, era precioso. Se tomaban muy buenos mates en
él. Con el tiempo se me agujereó. Pero le había cogido mucho cariño y lo utilicé para la
maceta de un pequeño nogal que aún no germinó. Papá también me había comprado un
mazo de cartas que tenían los bordes dorados, así no se ajeaban tanto al mezclar, tal cual
unas que nos había regalado la abuela. Papá leyó mi trabajo de los Evangelios, se sintió un
poco opacado pero orgulloso. Y aunque la prometida mejora del pie no llegaba del todo,
una tarde nadamos juntos en el mar argentino.

Y en el mismo otoño del 2004, regresamos a casa. No recuerdo mucho más hasta que se
hizo julio. Para cuando llegó el día 15, las fechas y los días de la semana habían variado sus
coincidencias en dos casilleros. Desde mi primer dibujo, el lunes pasó por martes y
miércoles, hasta que el 2004 llegó a su meollo inexacto. En los años que la esperé, nada más
pocas veces he tenido el humano privilegio de haberme puesto en su camino. Y no pasé
minuto entero sin acordarme de su nombre. Aquella hermosura encaprichó mi memoria
con el contorno de sus rasgos pardos. Creo que fue por eso que inventé un aniversario para

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festejar que la conocía. Y tomé el día de mi primer regalo, pues apostaba a que ella también
se acordaba. Además, yo había hecho todo lo posible para que el 15 representara en su vida
el símbolo de nuestro enamoramiento. Por cada 15 que se escaba, durante dos años yo le
había dedicado un dibujo, en los cuales me aprehendió la compañía de una soledad
profesora. Los esbozos intentaban surrealismos muy rebuscados. Los primeros habían sido
plagios que nadie hubiera querido. De Rondín, transformé a carboncillo una escultura
pastelosa, protagonizada por unos amantes que se enredaban en un abrazo musculoso y
blanco. Siempre lo firmaba al pie de la página, como si en ese tiempo mis copias hubieran
tenido la calidad de un profesional. A veces era al principio, otras bajo el dibujo: lo cierto es
que siempre le escribía algunas palabras de amor para que Débora se enterase de mis
irresolutas intenciones. Mientras construía los dibujos, imaginaba qué sentiría ella al
recibirlos. Y entonces escribía auténticos epistolarios, aunque todavía con alguna estructura
de Castañeda. Durante aquellos años, desde 1997, mi cursiva no se interpretaba
prácticamente nada. Eran estrujadas oraciones escritas a hemiparésica manuscrita, que
reducían el tamaño de los caracteres a medida que la línea avanzaba metódicamente hasta el
final del reglón; ello le transmitiría mis intensos deseos de su amor. A veces pagaba en una
mensajería para que entregara los sobres en su portería, a veces me acercaba personalmente
y por abajo del perspicuo portón deslizaba el nervioso sobre confidente. Muchas veces lo vi
al portero: un vigilante hombre, más gordo que robusto, con marrones ojos gastados que
evidenciaban sus principios simplistas. Mucha gente sabía ya para qué me acercaba hasta
allí. Y yo sentía que me miraban pensando “¡He ahí a un cobarde!”, pues nunca les había
preguntado por ella. Pero jamás me crucé con mi amor. De haber sabido lo que ahora,
hubiese esperado su aparición sin distraerme nunca. Hubiera buscado señales en los sueños
que me traían la piel de su cara y sus ojos nítidos. ¿Dónde y junto a quienes estaría
aprovechando su juventud?

No supongo cómo es que los encontraba: quizás estaba pendiente de mis entregas, y cada
día del mes se molestaba 300 metros hasta la virgencita María. Entonces miraba el altar
para que sus diarios controles compusieran una rutina más en su vida, estilada con el ritmo
de los cronopios y de los famas. O quizás era una cosa más simple: Débora manejaba bien
su relación con los restos, y era seguro amiga de la mujer que recolectaba los sigilosos
telegramas manuscritos y las baratijas que los feligreses de Caballito ofrendaban para María.
Y, así, Débora le hubiera pedido como un favor personal que, si en algún 15 encontraba
una encomienda en aquella dirección celestial, se la guardara o se la alcanzare a su casa.
Entonces cada mes que pasaba, cada 15 que aparecía el cuadriculado listado del
almanaque... mis dedicatorias fueron incrementando la magnitud del amor que sentía por su
inexistencia. Sin embargo, al otro día del 15, ella me daba muestras de que había concurrido
a esa especie de cita tácita: por lo general el teléfono cantaba sus apenas perceptibles
melodías cuando ya me había olvidado de lo hecho el día anterior. Los 16, Débora me
agradecía a su manera el dibujo que le había mandado. Yo estaba en casa y el teléfono
negrito me hacía ir hasta la sala del ventanal. Entonces, cuando atendía, Débora cortaba o
me regalaba algunos segundos de su respiración.

A pesar de todo esto que cuento por aquí y allá, a pesar de que mis expectativas de
encuentros se caían en diarias frustraciones, cuando el incierto 15 de julio llegó por fin en el
2004, tenía algo preparado para dejar en la Virgen María. Y así los divinos emisarios que le
sirven a Sus azares, diesen con el camino correcto de aquellas entregas, en las laberínticas
formas que llega a tener la casualidad.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

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Fue la primera carta luego de dos años de cartas. Le preparé un dibujo que fue escondido
por otros dibujos en mi recuerdo. Mientras estuve en cama, reposando un extenso tramo
de mi vida por segunda vez, la cantidad de envíos fue mucho menor. Pero siempre me las
imaginaba para acercarle obsequios los días 15. Cuando los dejaba en la virgencita, yo no
sabía si en realidad ella los encontraba siempre. Alguno debió perderse en la rociada de la
madrugada porteña.

Considerando todo lo que había escrito sobre La Biblia, interpreté la anécdota como algo
milagroso: cuando llegué a la Virgen unos chicos sacaban partido al tiempo conversando
viciosamente sobre sus éxitos de reputación dudosa. No más de 17 años para cada cual,
compartían el sol del invierno recostados en el césped que merodeaba a la Santa. Quizá
porque el ego aún sigue funcionando luego que nos agarra la discapacidad, quizá porque
me invadieron algunas dudas inmediatas sobre lo que podría sucederle mi entrega, quizá en
el fondo mi corazón todavía deseaba intentar algún intercambio social; por eso fue que me
puse a hablar con ellos luego de saludarlos en general. Hacía esas cosas con un poco de
miedo. Mi alma había cambiado tanto desde que empecé a vivir la convalecencia que las
cosas de todos los días no realzaban mis sentimientos ni tampoco los enlodaban, por más
adornadas que el autor las pudiera contar. Experimentaba una apatía en común por todo.
En todo veía un dejo de falsedad, nada era auténtico, ni nada tenía el sufrimiento que hace
creíble la anécdota de quien la cuenta. Además, la sociedad argentina parecía haber entrado
en la decadencia de la originalidad. Todo lo que se pudiera escuchar era exagerado, y se
soportaba en unos cimientos que más eran literatura antes que realidades. Todos adornaban
sus historietas para que parezcan más grandes a los ojos de los demás. Escapaban al trabajo
duro y hacían creer que sus vidas eran medalla de plata. Para enseñar moralejas, los
sacerdotes contaban anécdotas inventadas. En general, éramos todos perfectos.

De todas formas aposté a que en los chicos quedara un pequeño sentimiento de


solidaridad. Les pedí que mientras allí pasaran la tarde, observaran y por favor vigilaran el
sobre que había dejado yo. Entre los chicos había uno que me contestó más amistosamente
que los demás, dos chicas que se desarrollaban a cada segundo un poco. Finalmente, no sé
si fue él quien se acercó a mí o fui yo el que se acercó al grupito, pero le conté la historia de
aquel amor sobrehumano. Su adolescencia hizo que me escuchara sin que condenara mi
espera con comentarios desagradables.

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Sin hacer regresiones, la verdad es que no consigo acordarme bien del pálido dibujo de
aquel 15. Ése fue un julio raro, pues si mal no lo recuerdo hubo sol la mayoría del mes. No
salía mucho de casa. Por eso el recuerdo de las pocas calles que vi ese año es tan fiel.
Además de las calles, recuerdo particularmente los momentos en que Débora me llamaba
para alimentar mi emoción con su silencio. Memoricé las fechas de esos llamados. Ella
había aprendido a hacer lo que yo: se hacía notar en los números del mes que habían
significado algo para nuestro romanticismo. Quizás su mudez al otro lado del teléfono me
sorprendía en una fecha que yo no había considerado. Podía ser que me llamara en un día
cualquiera, y cuando colgaba me quedaba pensando en el porqué de la fecha; entonces me
daba cuenta que había sido por una última vez de algo que ya me había olvidado. Podía ser,

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

por ejemplo, el último día de aquellos muchos que la esperé, y que cuando la vi la castigué
con la prolongación de una ausencia aún peor.

Al otro día de dejarle el dibujo yo estaba solito en casa. La tarde no defraudaba al hábito del
sol. Serían las 4 y media. La mañana ya había dejado de proponer trozos de luminiscencia
sobre el parquet. Milagros esperaba en el árbol pelado de enfrente para llenarse otra vez el
buche merendando un poquitito más de polenta. Yo estaba acostado en el otro medio
ambiente de atrás, aún en la misma cama que hicimos chirriar con Evangelina en nuestras
mañanas apasionadas. Mi mente repetía un bullicio de quejidos cada vez menos audibles.
Todo me había salido mal. Y aquel pequeño aquello de bien ya lo había perdido. El
desgaste que tanta autocompasión había ejercido en mi alma, conseguía que la campanilla
sonara más fuerte por muy sutil que esta fuera. En la quieta lid contra el autodesprecio me
perturbaba cualquier diferencia con el silencio: el piar de los jilgueros, el eco de las bocinas
de Angel Gallardo. Los timbrazos vecinos que anunciaban en la puerta al sodero y al
fumigador. Era muy raro que alguien me llame. Podía ser ella, o podía ser equivocado. Por
eso cuando sonó la campanilla, supuse que Débora quería agradecerme con su silencio el
dibujo de la tarde anterior.

Todos aquellos otros llamados en que yo supuse a Débora del otro lado, nunca le dije nada
tampoco. Sin embargo aquel día hubo algo que me forzó a preguntar si era ella. Tal vez fue
que tanta espera me había dado el derecho a reclamar por fin su presencia. Siempre me
quedaba esperando a que fuera Débora quien terminara el llamado. Pero esta vez,
pronuncié su nombre.

- ¿Débora?

Al no responderme nada, rompí con el código de la paciencia y colgué. En esos dos años
aprendí de sus caprichos y de sus antojos. Es increíble todo lo que puede decirnos una
llamada sin voz. En aquellos dos años de silencio me había demostrado que era una mujer
detallista. La deduje paciente y obsesiva. Los amplios espacios que dejaba entre fecha y
fecha, eran la evidencia de un corazón romántico. Sin embargo, esa tarde, exploté de
orgullo e inmediatamente desenchufé el teléfono. Pero la conocía. Así que a los diez
minutos revisé mi contestador. Tenía dos mensajes que no decían tampoco nada. Y
finalmente, para no atormentarme ya nunca más, quité también el contestador. Y comencé
a pensar en una nueva vida en España.

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Así estuve, pensando continuamente si habría elegido bien.

Los domingos a la tarde habían incorporado el hábito de las salidas. Desamparaba mi casita
en La mar, compraba el Marlboro en el kiosquito de Kan, y me iba con un poco de
desconfianza hasta la calle Yerbal. Entonces mirábamos las capitalistas carteleras en el
Clarín de la fecha y elegíamos una futura función que mantuviera una calidad que nos
convenciera a los dos. Pero sería él quien casi siempre cedería a mis gustos.

295
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Al principio la compañía de Salvador era como una especie de desafío. Intentar que entre
nosotros hubiera nuevamente una aceptable armonía era un acto de fe. Trataba de
acostumbrarme a sus mañas -empeoradas con la inevitable prosperidad de los otoños-, y
también a sus personalidades sindicalistas. Pero poquito a poco empecé a aburrirme de sus
inexpugnables razones y las reiteradas anécdotas de la Foetra[1]. Salir con él, era como
dejar una canción en repeat. Sin embargo, cuando dos años pasaron sin corromper la
intención de nuestras salidas, reaprendimos a cómo tolerar más los defectos del otro.

Entre los cines potables de Flores (donde casi se nos aseguraba poder disfrutar de la
película y del ambiente trabajador), se había ganado nuestra permitida preferencia uno que
quedaba sobre Avd. La Plata, a 40 metros de la esquina en donde se desdibujaba una
Rivadavia ultracomercial e infinita. Dos bares respingados ocupaban cada uno de los lados
del cruce peatonal. Nosotros habíamos elegido el menos, el que quedaba en la misma
manzana del cine ocasionalmente participado. Era el mismo bar donde nos sentábamos
con la profesora Zoraida. Siempre atendían los mismos mozos. Aquel fue el primer lugar
donde advertí que el uniforme de camarero es una obligación. La pulcra camisa blanca
siempre tenía los puños abotonados; se arrugaba en los lindes con los tirantes marrones,
desde los hombros hasta el cinturón de cuero. Las repetidas visitas habían grabado en el
archivo de mi memoria auditiva el nombre del camarero. La distancia más los años que
vinieron luego, fueron los culpables de que se haya borrado.

Entre el cine y el café donde nos sentábamos cada semana, algo de cinco locales adoptaban
comercios bien parecidos sobre Avd. La Plata. Esperábamos que un nuevo éxito de la
Century Fox acabara por tocarnos la sensibilidad con su estreno. Como lo habíamos
planeado compramos las entradas por anticipado. Estaban numeradas innecesariamente,
debido a la poca concurrencia de los porteños más finos. La sala de proyecciones jamás
estuvo repleta. Buenos Aires se impregnó de una histeria que había sido provocada por la
abrupta crisis socio-económica. Fue como cuando un error se sostiene por mucho tiempo
con eufemismos, que se llega a un punto crítico en donde disimularlo se hace imposible.
Así los sucesivos corruptos fueron tapando sus mierdecillas a lo largo de toda la
democracia. Y ya no hubo forma de esconder más: teníamos miedo a que de pronto todo
estallara en una anarquía caótica. Eso ayudaba a que falte público. Pero los cinco negocios
siempre nos observaron pasando desde Rivadavia hasta la boletería. Y otra vez a la vuelta,
retrocediendo hacia el café comensal, todas las empresitas mantenían altas a sus persianas
cuando caminábamos por ahí.

Como si Dios no quisiera, en aquellos minipaseos del cine al bar y del bar al cine volviendo,
vi una vidriera y en ella vi también a un osito de felpa que me guiñó el alma: colgaba de un
hilo dorado, pegado al cristal por la virtud de una sopapa de plástico transparente. Estaba
vestido con un chalequito color bordó, bermudas playeras de corderoy le abrigaban las
piernas repletas de pelo igualmente suave. Entre sus manos plantígradas y el tierno hocico,
sostenía un corazón rojo bordado herméticamente con blancos hilajes. En la cóncava
superficie sentimental, había un mensajero Te Amo bordado a blancas y enternecedoras
cursivas que se retorcían estéticamente, como los bastones de caramelo. Aunque yo me
había propuesto olvidarla, entré a la tienda. Pero no compré el peluche ese día. No sé
porqué me llevé una tarjeta que tenía dibujado otro osito más, más tierno que simpático.
Aunque no tenga sentido, estoy casi seguro de que sus torpes manos sostenían un libro
cerrado. La tarjetita, como toda prefabricación romántica, tenía un mensaje en letras fucsia,
que decía:

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

¿No te cansás de estar todo el día


dando vueltas en mi cabeza?

Finalmente para despedirme, todavía ofendido por su constante silencio, al lunes o martes
fui a depositarlo en la virgencita María, donde le había dejado tantas cositas bellas y partes
de mí. Pero ya no tenía esperanzas de volver a verla. A regañadientes empecé a planificar
volar con mis padres a un país mejor pero hasta entonces desconocido. Estaba
preparándome para despedirme de todo cuanto había aprendido a amar: la casita en el
pasaje La mar, la soledad tremenda, los adornos de Evangelina, el tapiz que tenía una bella
personificación de la noche estrellada haciendo un eclipse. Y por supuesto, estaba por
despedirme de la espera nunca remunerada. Nunca sabría si se podían cumplir aquellos
sueños imposibles. Ya no volvería a escuchar el llamado de Evangelina.

Ampliar si se puede

Pero una semana después, exactamente el 26 de julio, pasó algo que me obligó a tomar una
decisión que cambiaría mi vida. Salí a la puerta, compré tabaco en lo de Kan, y a punto
estaba de cruzar Yerbal para tomar un taxi. Feu cuando vi la sombra de una mujer
caminando hacia mí. Débora me había estado esperando. Se escapó como una mariposa
que no se puede cazar. Esa misma noche, cuando llegué a la casa de mis padres, les avisé
que iba a quedarme en Buenos Aires. Y cuando volvimos al cine, un domingo, fui a buscar
la felpa del oso que me había gustado tanto. La guardé en una bolsita naranja, en la mesa
que sostenía al televisor de 14 pulgadas.
[1] Sindicato de la vieja Entel

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Fue como ver la isla quedando atrás en el mar

No retengo si en julio, no recuerdo si en junio. O quizás haya sido en mayo. Ya no me


calzaba zapatillas especiales. Pero aún caminaba con dificultad. El supino escocía en el
borde de la derecha. Aunque en comparación de lo que fue antes, el pie era ahora lo que
Nadia Comaneci podía ser comparada con una señorita de San Nicolás. Pero no estaba del
todo listo. Por eso Daniel decidió hacerme otra operación. Por un defecto de la obra social
y de su propia ética, se le abonaría más si ejecutaba la dirección de mi salud en varios tomos
de operaciones. Pero no me importaba. El traumatólogo se había guardado, como una

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

carta que guarda el mago, la operación que sería definitiva: la elongación de mi retraído
aquiles.

Habíamos arreglado que papi se iba a quedar conmigo hasta que estuviera bien.
Comenzaron a prepararlo todo cuando Duhalde se hizo cargo de una Argentina social y
económicamente destrozada. Los secuestros express corroboraban la destreza creativa de
los argentinos, implementando una nueva manera de crimen en las costumbres de la
delincuencia barata; raterismo, hurto, saqueo… “secuestro express”. En Argentina, los
ricos se preparaban para saltar todavía más en el trampolín de la tiranía patronal. La
blandengue economía se desmembraba otro acumulativo poco tras cada gobierno que nos
dejaba, cuya maniobra política había sido incrementar un poco más de deuda externa,
recurriendo a los últimos prestamistas que le quedaban por intentar. Así que por un futuro
mejor, la idea de papá fue tramitarnos la ciudadanía española, aprovechando el convenio de
la repatriación que se acordaba entre los dos gobiernos de aquel año, pero que hoy sería
imposible de imaginar después de la alevosa patada en el culo a Repsol. Así que vendieron
la agencia de lotería. Era imposible saber lo que estaba por pasarle al país, y el futuro se vio
incierto otra vez para todos. Fue como una pelota que queda picando después que rompe
un cristal.
Poner guion largo
Como se nos había formado el hábito, las funciones de cine continuaban cada fin de
semana con papi, quien -dicho sea de paso- estaba más insoportable que nunca. “¿Por qué
no me tratás como a un cliente de la agencia?”, le contesté un mediodía para defenderme
de las agresiones que sus apresurados divagues cuajaban en mi corazón. Hizo un silencio
muy largo. No como siempre, que decía lo primero que se le ocurriera para tener la última
palabra. Pero desde esa vez papá me trató mejor. Yo pensaba mucho en Débora. Aquella
ilusión me había dado fuerzas para soportar un reposo muy triste. La operación del aquiles
había sido en agosto. Fue sencilla, pero igual me durmieron del todo. No me hicieron falta
muletas, solo un taquito en el yeso para poder apoyar sin descuajeringar la gasa. Después de
la operación del aquiles, inmediatamente fui ver tocar a Daniel. Era bajista de una banda de
rock que en su mayoría tocaba temas de Aquelarre. Fue mi primer concierto en once años.
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Y llegó mi cumpleaños, y después llegó también septiembre con sus esperanzas de buenos
climas y de sus enamoramientos. Y entonces mamá se fue.

Mamá y mi Catalina esperaron a ver cómo quedaba mi pierna al final. Y en septiembre se


marcharon. Yo no las acompañé hasta Ezeiza. Pensé que nunca más volvería a verlas. Se
llevaron a la micha también consigo. Me enteré que en el avión pasó mucho miedo, no la
pudieron drogar. Cayeron en una urbanización que quedaba a no muchos pero bastantes
kilómetros de la ciudad. Y casi no salían de la casona. La chiquita murió a los poquitos días
de haber llegado. Mamá me dijo desconsolada: ¡Ay Ezequiel! Ahora no puedo que estoy
sacrificando a la chiquita. “Molinete Taka-tán Taka-tán”, como le decía mi Catalina. La
melancolía de mami la obligó a remover la tierra con pala, tal como lo hacía papá en la casa
de Humberto Primo. Se aplastó dos vértebras de las lumbares. Esa atrofia ciática quedó
latente hasta nuevo aviso, pero aunque lo manejó bien ya nunca más caminó sin sentir
malestares. Papá aprendió a usar Hotmail, y le mandaba palabras de cariño casi todas las
tardes. Yo lo acompañaba a los ciber, y lo esperaba mientras él le llenaba con su amor los
emails a mamá. Papá ponía los índices como aplastando una pulga sobre la mesa, y así les
acertaba a las letras de los grasosos teclados de la Capital Federal. Papá ponía los ojitos de

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

gallego con la misma emoción que tienen los chicos cuando aprenden a hacer dibujos con
témpera y el pincel. O buscaba otra vez la de retroceso y me preguntaba: ¿En dónde estaba
la de borrar?

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Si mamá estaba o ya se había ido, no lo recuerdo. ¡Sí, sí! Aún tenía el yeso cuando mamá
partió. Me había quedado en la casa de Yerbal. Algunos días, antes de que todos se
despertaran, aunque ella ya no estaba con nosotros, la oía a mamá llamándome por la
ventana, como cuando me avisaba que la comida ya estaba lista. A finales de septiembre, fui
hasta el Urquiza para retirarme por fin el yeso. Había dejado pasar más días de los que
Daniel me recomendó, para así estar seguro de que si algo salía mal no iba a ser por mi
apuro. Daniel estaba presente. ¿Qué pasaría? ¿Podría pisar sin dolor de nuevo? Pero igual
yo no tenía muchas ilusiones. La cirugía anterior me había hecho entender que iba a quedar
mejor pero no bien del todo. Una enfermera redonda me fue cortando las manejables gasas
con una tijera de tronchar pollo. Mientras tanto yo pensaba en cómo les iba decir que la
salud del pie aún no estaba conforme, que todas las promesas -escuchadas a lo largo de
nueve años-, habían sido de bienintencionado, pero que me estuvieron persuadiendo para
un positivismo finalmente equivocado. Lo que sucedió desde que la escayola me fue
retirada hasta que pisé el frío de las baldosas, aún no se ha olvidado del todo: quedó en mi
recuerdo como una experiencia de pocas imágenes. Pero los sentimientos de cada una eran
como un capítulo muy, muy largo.

Las recientes cicatrices mantenían vivo un color rojizo. Los dedos ya agarrotados pedían a
gritos otra quirurgia simple. Destrenzar las piernas para pegar un saltito de la camilla y
probar el piso de una salita innecesariamente brillante a causa de los neones. La enfermera
que no se sabía por dónde andaba. Y Daniel que me analizaba igual que un niñito mirando
el péndulo del reloj. Apoyé el pie con desconfianza, como sabiendo que todo había sido en
vano. Y aunque ninguna de mis penurias hubiera valido algo o nada, yo igual tenía
preparado el pequeño speech de un agradecimiento fenomenal, un fingimiento de que todo
había salido bien. Y ahí me di cuenta que, luego de 9 años, ya estaba resignado a que el
dolor me acompañara hasta que la muerte nos separe. Sin embargo, mi hipocresía estaba a
punto de serle fiel al sentimiento de sorpresa que me produjo la ausencia de todo dolor, a
pesar de que mi apoyo era en pie plantígrado. Hice un festejo que prolongué hasta las
lágrimas de una felicidad misteriosa. Y aunque fui suspicaz al principio, tuve el fuerte
presentimiento de que Dios había aprobado mi demanda de divorcio para que yo pudiera,
finalmente, terminar mis relaciones con la criticada presencia de aquel dolor tan intenso, y
enhorabuena aprovechar esta segunda vida que me concedió Él.

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Ya se estaba por ir papá

¡Qué maravilloso fue el primer día que caminé hasta el pasaje La mar! Comparto con Quien
me Lea aquellas maravillosas primeras 9 cuadras sin dolor, luego de haber desgastado casi
nueve años de mi vida con una cama y dibujitos de la Warnner Bross. En menos de un

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

kilómetro me di cuenta de que ya no necesitaría llamar más taxis para ir y venir. Podría ir a
buscar el pan y no me acordaría de maldecir. Me lavaría los dientes como todos los demás.
Abriría las ventanas de mi salón, estupefacto por el día de sol.

Me sentía agradecido.

Amén de eso, amén de mi amor desesperado y enfermizo, en septiembre de 2004 me había


hecho abonado clandestino a los canales Premium de Cablevisión. A veces no se veía bien,
las películas pasaban como negativos de tinta azul-celeste. Así vi Piratas del Caribe, alguna
de de Niro, y otros superestrenos. Hasta que una tarde de sol, mientras esperaba a que
comience otra superproducción, anunciaron una que la estaban por dar en dos o tres días:

Antigua vida mía. Agregar algo

Cuando terminé de ver la película había llorado en muchas partes. La recordaba


continuamente a mi Evangelina en aquella mañana, cuando me comentó de su humillación.
La veía en los brazos del Diablo, quien en su hambre cayó hasta la deshonra una sola vez.
Entonces me di cuenta de algo: la había extrañado tanto. Así que esperé hasta la repetición
del video, hice como cuando aprendí a hacer la grulla para Zoraida, que me quedaba
despierto hasta que enganchaba la confección de otro doblez más, y apunté el día y la hora
que la pasarían de nuevo, en el fidedigno 14 pulgadas. Así que esperé impaciente, con
miedo de que algo saliera mal y no la pudiera garbar. Hasta que el día por fin llegó. Grabé
la película sobre una cinta que ya había sido estrenada con una copia de Forrest Gump.
Creo que una tarde se lo llevé al Fray Cayetano. Era una tarde también de sol. Los días
soleados suelen acompañar a los recuerdos en donde las cosas nos salieron bien. No sé si
entré yo, o le pedí al taxista que lo entregara y yo nada más fui para cerciorarme que así lo
hiciera. Ya era finales de septiembre. Cada día que pasaba se sentía que todo era más o
menos igual. Siempre intentando domar aquel recuerdo de Débora que se salpimentaba con
el dolor de su ausencia. O si no vocalizando las sílabas de alguna plegaria sobre la pía
substancia de mi consciencia, para así no pelearme con la familia que me quedaba. O quizá
en el medio de los 30 días del mes yo iba a verlo a Daniel, quien me daba las previsibles
noticias de la recomposición de mis huesos, como provisiones para el buen ánimo.

Pero a partir de mandarle el video de Antigua a mi Evangelina, cada día 22 sonaba el


teléfono en la casa de la calle Yerbal. Y cuando papá contestaba, quien fuera que llamaba
colgaba sin darnos el hola ni el hasta luego.

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Y un día de diciembre

Y un día papá se fue. A él sí que lo acompañé hasta Ezeiza. Papá elegía viajar de noche, así
las doce horas del vuelo se le pasaban más rápido. Hicimos que el remís me esperara, así no
me cobraban la vuelta a casa. El que manejaba era uno que de tanto y tanto viaje
terminamos haciendo buenas migas. No recuerdo casi nada de la salida, el sentimiento de
haber desaprovechado tantos años felices borronea las cosas cuando me quiero acordar de

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

ellas. Pero sí sé que llegó un momento en que papá se despidió de mí con un abrazo. Con
sus ojitos gallegos y sus comisuras tensas, papá no me dejó de mirar hasta que las paredes
me lo tragaron. Y se fue. Volví a casa en el auto con el conductor conocido. Y por primera
vez lloré porque no lo tenía. Del conocido absorbí la seca consolación. Y cuando subí al
departamentito del pasaje La mar me di cuenta de algo: me había quedado solo. Aquel
sentimiento de desamparo se expandió en todo.

Durante todo el tiempo que la esperé, pocas veces se había dado la ocasión de cruzarme en
su camino. Pero su hermosura encaprichó mi memoria con el contorno de sus rasgos. Y no
pasé minuto entero sin acordarme de su nombre. Fue por eso que, durante casi tres años, la
anduve buscando y reconociendo en las pintadas urbanas y suburbanas. Siempre que salía a
la calle esperaba leer en algún sitio aquella celebridad consonante a la que acostumbraba
hacer secretos homenajes con poesías o prosas epistolarias. Y si acaso alguna vez yo
sospechaba que ella era la dueña de una firma o de una frase, entonces yo también las
triunfaba con mi nombre. Si acaso ella pasaba por allí para recordar sus escrituras de
rupestres firmas, se sorprendería al ver mi nombre al lado del suyo. Pero aunque admito
que casi todas mis dedicatorias y pasacalles fueron realizados en mis fantasías, hubo alguno
de ellos en que no pude evitar la tentación de dejar mi sello.

Después de todas esas revisadas, ya no me quedaron rincones adonde ver. Y no me


contentaba repitiendo lecturas sobre las medianeras antes leídas. Los bancos de las plazas
empezaron a repetirse, y en ellos se repetían los mismos nombres de quienes yo
desconocía, tanto de mujeres como de adolescentes, así como también de hombres. Pero
sus pasos me hubieran dejado adentro de mi madriguera. Hasta ahora nunca había tenido
la suerte de hablar con ella.

Tras aquella seguidilla de decepciones fue que empecé a exigirle a mi Señor nuevas señales
que me hicieran recuperar esa dulce fe con la que al principio iba buscándola por las calles
de Caballito. Quería recuperar la esperanza que fui perdiendo a lo largo de aquel extraño
camino de ingenuidades, sacrificadas en el astillado madero de la erudita experiencia. Así
fue que al no encontrar nuevos nombres en ninguna parte donde no hubiera mirado con
anterioridad, empecé a conformarme encontrando esa consonante capital, que manuscrita
es rizada y elocuente: De.

En la delicada y malsana búsqueda de señales nuevas, investigué nuevamente cada


rinconcito ya revisado diez veces, en donde antes había buscado su nombre, recopilado en
sus seis hechiceras letras cristianas, mezcladas prolijamente en número igual de vocales y
consonantes secas. Para fantasear con que el destino apoyaba mi deseo de encontrarla, yo
miraba en el mantel donde me servía las dos solitarias comidas. Sobre la tela descubrí
manchas de de salsa formando una rizada De capital. Así como los telescopios de Hawai
desfiguran de cierta forma a las fotografías del cielo para compensar la distorsión que
nuestra atmósfera causa en la visión del cosmos, pues así mi ilusión distorsionaba las
formas de Buenos Aires para que coincidieran con la silueta que yo deseaba encontrar.
Contemplé su tan soñada presencia en las figuras caminantes y quietas de una transtornada
Capital Federal. En su momento yo interpreté cada una de aquellas rebuscadas apariciones
como una mentida señal que me mandaba nuestro genial Señor, para que a fuerza de
persuasiones celestiales yo la siguiera esperando. Yo sentía que en aquellos confusos
instantes, Él la estaba guiando hacia mis brazos. Y me sentía el hombre más feliz del
Planeta. Esa migaja de suerte me conformaba.

301
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Luego de todo aquel tiempo de espera, yo ya había revisado todos los grafitis de rayadas
imprentas o deformados aerosoles. Entonces, en las repasadas bancas, en donde había
desgastado mi vida de quince en quince minutos, sentí piedad por mí mismo. Y en una
desesperada y última tentativa le supliqué al Señor que en el medio de aquel cansador
popurrí de pasacalles y carteles y delirios de mi amor, alguna vez me cruzara con la Débora
de verdad.

Así fue que en los mismos bancos que le ofrecían hospedaje nocturno a los sin-techo que
deambulaban todo el santo día por las esquinas de la luminosa ciudad, fue que mi Señor me
condenó con otra fortuna que defendía al amor: comencé a verla de lejos. Cuando papá se
fue, las casualidades comenzaron a estar más de mi lado. No era raro salir de casa y tener
noticias de ella.

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La navidad llegó. Estaba muy solo, pero honré el único propósito que había tenido mi vida
en esos últimos años. Y le llevé a la Virgen una tarjeta con un poema de Neruda, que
comenzaba con una oportuna descripción de aquel amor:

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,


y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.
Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía;
Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.
Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.
Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.
Poema 15

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Caminos con corazón

302
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

En mis primeras caminatas fue que empecé a profundizar en otra plaza que ya conocía
tanto de haber pasado: era la plaza que hacía barrio junto al taller literario donde lo había
conocido a Athos. Allí había soñado compartir cafeses del termo, aquella noche en que mi
karma asomó la cabeza como un gato que se fija a ver si hay alguien antes de entrar a la
habitación. Aca hablar de donde me sentaba en la plaza

El tema es que yo aprovechaba esa geometría para reposar las cansadoras muletas, así como
también para reaprender a observar la vida con el sentimiento de admiración que se me
había escabullido del corazón en los años de convalecencia. El dolor hace a las cosas bellas
más difíciles de apreciar.
Cambiar ruben
Aprovechaba para descansar del camino una sentadora construida en semicírculo. En ese
mismo sitio donde yo me sentaba a recopilar nuevos recuerdos de la brisa de diciembre, los
mediodías se infectaban de niñitos que correteaban a mi alrededor como las pulgas de un
circo. Eran los dicharacheros que se dejaban enseñar en la escuelita municipal nº 4, que se
resumía en un rincón casi invisible a causa de los albatros. Gracias a esa verdad que se
escribió recién, fue que a la segunda vez de estar allí sentado, digo, en el semicírculo de
material, lo vi esperando a Rubén, aquel gigante que tenía rasgos de enano. Rubén estaba
esperando a que la campana del mediodía le devolviera a su niño, que se había internado en
las aulas estudiantiles durante toda la mañana. Aquella fue la coincidencia que yo necesitaba
para darme cuenta de muchas cosas. A pesar de los 50 metros, creo que me reconoció. Yo
pretendía que hiciera algo al verme, que se acercara a charlar. Pero la gente no se
entusiasma tanto como me lo hicieron creer las películas. Y un pensamiento me puso triste:
nadie estuvo esperando a que yo volviera. La vida de las personas continúa hacia adelante,
siguiendo fielmente el pronóstico que nos vaticinaron dos o tres de sus actitudes grises.
Son indiferentes a la enfermedad que no les toca vivir. Y se entregan inmediatamente al
olvido. Rubén tan solo saboreó el descubrimiento y continuó mirando una latitud que no
incluía mi semblante. Entonces la montaña fue una vez más a Mahoma. Cogí las muletas y
marché hacia él; cuando me tuvo al alcance de sus palabras, Rubén se mostró alegrado al
verme caminando algo mejor. “¡Ahora Sí!”, exclamó en un tono lunfardo, cuando estuve a
tres metros. Pero no me ahorró más caminata, y continuó apoyado en el mismo muro hasta
que le extendí la mano. Rubén me informó de tres cosas que no tuvieron que ver con
Débora… y no recuerdo volverlo a ver.

A pesar de la cierta antipatía mutua, al otro día me fui a sentar en aquella semiredondez
urbana, y no pasaron ni cinco minutos que vi a Débora viniendo hacia mí: sus brazos
ardientes, su silueta retacona, su aura de duende, su camiseta sin mangas. Era tan hembra.
Y así mismo tenía esa diferencia de mujer secretamente guarra. Cuando había sol, Débora
utilizaba una gorrita con visera. Débora siempre aprovechaba a sus amistades para no
esperar sola. Y cuando me veía levantaba campamento de donde estuviese para que la vea
venir. Era como si sellara tarjeta en la larga empresa de mi espera. El pormenor, era que yo
no interpretaba ningún esfuerzo por su parte en la supuesta búsqueda de su amor, o sea de
mí, vamos. Por eso cuando pasó por al lado mío miré para otro lugar. Aquella no sería la
única vez que la vi en esa plaza.

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Fue el 5 de enero de 2005. La reconvenida celebración cristiana se estaba por festejar esa
noche. Pequeños calzados aguardarían bajo la cama de los niñitos. En algún hogar, junto a
una fuente de plástico achatada, el romántico césped cogido de los jardines estaría puesto

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

como una bondadosa reserva para los camellos de Melchor, Gaspar y Baltasar. Siempre
que había ceremonias populares como aquella, yo las aprovechaba como una formal excusa
para llevarle un regalo a la plaza de Ferro. Siempre esperaba verla allí. Ese día preparé un
simple texto a manuscrita, copiado del libro de Carlos Castañeda, leído no hacía muchos
días, en donde recopilaba el dictado del sabio Don Juan:

Cuando yo estaba aprendiendo sobre la yerba del diablo, era demasiado ansioso. Me
agarraba a las cosas de la misma manera que los niños agarran dulces. La yerba del diablo
es nada más que un camino entre cantidades de caminos. Cualquier cosa es un camino entre
cantidades de caminos. Si sientes que no deberías seguirlo, no debes seguir en él bajo ninguna
condición. Para tener esa claridad debes llevar una vida disciplinada. Sólo entonces sabrás
que un camino es nada más un camino, y no hay afrenta, ni para ti ni para otros, en dejarlo
si eso es lo que tu corazón te dice. Pero tu decisión de seguir en el camino o de dejarlo debe
estar libre de miedo y de ambición. Te prevengo. Mira cada camino de cerca y con intención.
Pruébalo tantas veces como consideres necesario. Luego hazte a ti mismo, y a ti solo, una
pregunta. Es una pregunta que sólo se hace un hombre muy viejo. Mi benefactor me habló de
ella una vez cuando yo era joven, y mi sangre era demasiado vigorosa para que yo la
entendiera. Pero ahora la entiendo: ¿Tiene corazón este camino? Todos los caminos son nada
más que caminos y a ninguna parte te llevan. Son caminos que van por el matorral. En mi
vida he recorrido caminos largos, largos, y hoy estoy en niguna parte. Ahora tiene sentido:
¿tiene corazón este camino? Si tiene, hay que seguirlo; si no, de nada sirve. Ningún camino
lleva a ninguna parte, pero uno tiene corazón y el otro no. Uno hace gozoso el viaje; mientras
lo sigas, eres uno con él. El otro te hará maldecir tu vida. Uno te hará fuerte; el otro te
debilita.

Ese día tampoco estaba. Y regresé a casa.

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Todavía recuerdo aquella tarde, ya prácticamente convertida en atardecer. Una desazón


amarga había sido la respuesta a la estable manifestación de mis romanticismos. Para
controlar que el piecito diera los pasos bien, yo mayormente caminaba con la mirada en el
piso. Las primeras caminatas fueron muy largas, pero saludables al fin. Mi organismo
demoró bastante en quitarme la costumbre de controlar mis pasos para pisar lo mejor
posible. Al final del kilómetro veía a los edificios coexistiendo en su convivencia inevitable.
Y aunque la distancia era corta… antes no lo hubiera podido hacer, por muy vecino que
esté el destino (¡Gracias!). Mi enfermedad no fue un hueso quebrado, que en un mes pasa y
todo vuelve a sentirse igual: pasaron diez años de no poder hacer el camino a casa. Ahora
experimentaba un extraordinario alivio, ya no tendría que padecer más dolores. Más
amarillos debido al amarillo bermellón de los soles de la primavera porteña, a lo lejos los
edificios me saludaban y esperaban contentos mis más posibles llegadas. Ahora llegar a un
sitio dependía más del tiempo que yo tenía, en vez de la resistencia mellada que le quedaba
a mi espíritu. De aquellos de allí en adelante, todo lo que hacía era un problema menos.

Como aún el hueso sufría el zumbido de un molesto escozor, en el camino a casa solía
detenerme en la plaza de la escuelita, para que así me aprehendiera la vida, y amistarme de

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

nuevo con los rasgos de una sociedad que tenía idiosincrasias prácticamente desconocidas
para mí, pero que de ahora en más no pararían de inmiscuirse en mi memoria cada vez que
entraba en contacto con las personas de Caballito, gracias a aquella increíble segunda
adolescencia que Dios reposó en mi vida.

Influenciada por escritos sin mucho ton ni abundante son, mi alma quizás se sentía
obligada a encontrar ese famoso Vacío que Buda dio a conocer. Entonces me sentaba al sol
aunque haga calor o aunque hubiera sombra, y trataba de poner mi mente en un blanco que
nunca conseguiría mediante la técnica de la represión de mis impulsos mentales, que
espontáneamente nacían y yo no podía controlar a mi antojo. Entonces el ocasional público
pensaba que nada podía perturbarme la paz. Recordaba continuamente las palabras de la
sra. Louis: “La naturaleza de la mente es pensar”. Sin embargo intentaba no fingir mucho
mis emociones. Me sentaba en el césped, en loto, y me quedaba en cuero para mostrar al
escasa gente mi costillar. Y cerraba los ojos. Para desacelerar mis respiraciones había
elegido una loma, desde donde alguna vez oí a los gronchos comentar el nuevo éxito de
Los Sultanes. “Pluma-pluma gay”.

Esa tarde, como antes dije, había reinado el sol. Los espacios amarillos ya estaban siendo
engullidos por las sombras del último crepúsculo. Sin embargo, en la loma en donde
recontaba una vez y otra el número de respiraciones, era un espacio totalmente soleado de
tibieza. Entonces me hizo abrir los ojos una voz de mujer chillona que preguntaba,
olvidando la costumbre de mantener un secreto entre dos:

- ¡¿Ése no es el chico que te manda dibujos?!

Y manteniendo el paso rápido, hizo un silencio como los que yo escuchaba al otro lado de
la llamada. Débora había hablado de mí. Sintió demasiada vergüenza para seguir caminando
con la vista al frente.

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El Amor, la Admiración y la fe

Hacía un mes y medio que empezaba a caminar, luego de año y medio reposando de unas
últimas operaciones que me devolvería a la vida andando sin más dolor. Era algo
sorprendente: los árboles, el cielo, los edificios… las caras alegres y blancas, somnolientas o
espabiladas. Como el catorce y el quince coinciden bastante cerca, en febrero yo mataba
dos pájaros de una pedrada. Le sugería mi perdido enamoramiento llevándole un regalito
de San Valentín hasta la Virgencita. Igual que en el año anterior, para ese día de febrero,
había preparado yo una cartita, que decía:

Pensar todo el tiempo en uno mismo es egoísta

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Pelsar todo el tiempo en el otro es por amor

Pensar todo el tiempo en los dos es estar enamorado.

14 de Febrero.

Muy inocente, pero aquel sí fue un mandamiento íntegramente mío. Sin embargo me
parecía que algo faltaba en ese sobre color madera. Será por eso que la noche anterior al 14,
sin pensarlo mucho busqué por el interior del departamento algo para llenar el vacío de
aquella entrega, que le contara de mis sentimientos y de lo muy dispuesto que yo estaba
para entregarme al amor. Aquel principito había sido mi protector durante 6 años. Soportó
junto a mí las 5 mudanzas que había tenido en 7 meses; me había esperado paciente en la
casa de mi mejor amigo hasta que yo encontré un sitio estable para vivir. Aquel Exupery
posaría en el bibliorato que me regaló mamá mientras yo repartía “comida” sobre la mesa
de vidrio para mis amigos. Aquel volumen me regaló la bendición de tres lecturas.

Amé aquel libro, te lo confieso, Lector que todo el tiempo analizas. Al investigarlo esa
noche, que ya no recuerdo si tenía estrellas, me di cuenta de que sus interfoliadas facciones
ya no eran como las memoricé. Si sus impresiones y acuarelas se habían presentado a en mi
vida en una inmaculada tapa y contratapa, suaves y algo frías al tacto humano… recuerdo a
mi tercer principito de aquella noche observando al sol entre penumbras. Era como si el
asteroide B612 se hubiera contaminado con el hollín de una fábrica terrícola. Como si de
repente la peligrosa luminiscencia que el principito descubría cada mañana, hubiera sido
impregnada, día tras día, con una poca de neblina intermitente. Como las oprobiosas
neblinas de mi primera televisión. O como una pantalla que va desapareciendo poco a
poco... Como una postal londinense en las horas “pico” de nebulosa. Entonces me di
cuenta de que así como en mi vetusto principito, también en mí los años y los avatares
habían sellado su paso por mi vida, estampillando indeseados cambios en mis facciones y
en mi postura.

Miraba con nostálgicos saltos de página a mi tercer principito, ya sabiendo que nunca más
volvería a verlo, pues en esa época mis decisiones no se andaban con idas y venidas. A
medida que las apresuraba, sus hojas iban regañando a todos mis valores vigentes. Me
avergonzaba de haber odiado, cuando en la página “número tanto”, un texto precursor
acunaba la moraleja de una rosa que tocía al descubrir que se desdecía torpemente, a causa
de la vanidad inmediata. Y recordé, antes de leerlas, las palabras del único habitante del
asteroide. “Era una rosa tan orgullosa. Debí haberla juzgado por sus actos y no por sus
palabras”.

Y ayudado por una birome asesina, con mi cursiva herí de muerte el vacío de la primera
hoja, con una dedicatoria rememorativa:

...Y la admiración es lo más parecido a la fe.

14 de Febrero

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

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Vuelvo en una línea próxima a aquel momento del año 2005, cuando regresé a la plaza para
ver si todavía estaba el principito que le había dejado el día anterior. De nuevo la
Coincidencia me atacaba con sus repentinas dianas, que arrojadas por Quien Me Ama
atinaban en el centro del mi corazón, como si mi angustia pretendiera enseñarme la verdad
de mi pasado, reemplazando mis utopías por los últimos pedacitos de mi tercer principito.

Esa tarde la plaza era agradable. El amarillo solar se impregnaba en el césped alimentado
por las raras lluvias de ese verano. Me senté frente a la Virgencita, en el mismo banco
donde la había visto leyendo sus novelitas bolsillo. El sobre ya no estaba el altar. Pero de
todas formas continué la contemplación de la Santa, como si todavía hubiera necesitado
comprobar que mi entrega había sido exitosa. La concentración en la imagen de María, se
convirtió de repente en una desfocalización afable. Se incluyeron en mi observación los
árboles locales que respiraban el calor de aquel febrero; y más allá todavía los consorcios
medianos que colindaban en el escenario de la cancha de Ferro. Atrás de la Virgencita,
había tres amigas compartiendo los mates, gracias a un termo colorado. Sus ropas eran las
de la gente cuando no tiene aspiraciones. Las observé unos segundos, y me di cuenta de
que una de las tres chicas era Débora. Me había estado esperando. En un momento se dio
la vuelta, me miró, me reconoció... y no nos dijimos palabra. Pero me alegré tanto. Yo no
tenía nada. Iba por la vida como una persona que sufre amnesia desde hace tiempo.

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Igual que dos años antes

Para cuando encomendé mi tercer principito a las manos de Débora, mi familia ya había
emigrado a España. A veces me enviaban cartas con fotografías de la Catedral. Me había
jugado por entero a la soledad y a una civilización que mis diez años en cama me hacían
desconocer... por una mujer de con la que había cruzado palabra apenas. Y ahora me digo:
¿no es acaso un motivo de esperanza, saber cuánto fui capaz de comprometerme por
alguien con quien sólo había hablado tres o cuatro veces? Si por una mujer que apenas he
conocido fui capaz de dejar a mi familia y aventurarme en un mundo del que sólo sabía
nada… Entonces ahora que he sido galardonado con una intensa seguidilla de redenciones:
¿Qué estaré dispuesto a dar de mí por un amor que me prometiera no perecer?
Aproveché la Semana Santa de Caballito para dejarle a la Virgen otra sentida huella de mi
enamoramiento. Cerca del pasaje La mar, sé que había una golosinería. Lo que no sé es por
qué no la recuerdo. En cambio sí recuerdo al huevo de pascuas que le compré. Era
exactamente como los que yo quería de pequeño. Las cosas que regalaba eran todas así: la
hermosura del capricho inocente de aquella ternura que nadie pudo celar. Y que
permaneció intacta a través de los años de espera.

Y al otro día regresé. Me costaba un poco creerlo: fui caminando. No me fallaba el


equilibrio y podía mirar para los costados con la facilidad de mascar un chicle. Cada paso
que hacía me daba miedo, porque temía que pronto se terminara aquella gloriosa racha de
buena salud. El sol del cielo era un buen augurio para que se cumplieran los sueños nobles.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Al llegar a la plaza de Ferrocarril Oeste, percibí inmediatamente la fortaleza de la Virgen,


cuando vi a Débora tomando sol acompañada por otra joven menos hermosa que ella. Pasé
de largo, y me senté en otro banco que se alejaba unos 20 metros. Me saludó con un
manito-manito. Y decididamente vino hacia mí, anticipada por su sonrisa milagrosa. Pero
algo sucedió cuando me tuvo lo suficientemente cerca como para reconocer mi expresión:
detuvo su marcha firme y se quedó pegada en el camino de la plaza brillante. Nos
quedamos mirando, mientras la decepción desintegraba cada recuerdo bonito que ella
pudiera haber conservado de mí. Lo que pasó fue muy difícil de conseguir pero muy fácil
de entender: por cada carta que Débora recibía, por cada dibujo que le llegaba, sus ilusiones
fabricaban a un hombre ideal. Pero en un instante pude sentir su decepción. Mi apariencia
destruyó a escopetazos la idea del joven hermoso que todas mis cartas habían formado en
su corazón. Yo había cambiado tanto desde la última vez que me nos miramos por el cristal
de la agencia. Estaba tan marchito por dentro. Pero ella igual juntó fuerzas y se acercó a
saludarme. Intentó que las cosas no fueran del todo malas, y me agradeció el regalo del día
anterior. Me dijo poco más, poco menos, y se despidió con el mismo beso que me dio al
verme. Pero sus ojos me dijeron la inmensa pena que sintió al darse cuenta que nunca me
iba a poder convertir en el hombre con el que ella soñaba mientras recibía mis cartas todos
los días 15. Se marchó caminando hacia el mismo banco donde tomaba sol cuando llegué.
Y pegado en su su espalda diferencié los manchones de un tatuaje mal enfocado. E igual
que años antes, volví a llamarla. Sentí que lo estaba perdiendo todo. La desesperación me
obligó a preguntarle si quería encontrarse conmigo. Y como entonces, me contestó con un
crudo “no”. Y eso fue todo. Así de sencillo.

Al llegar la noche de ese día, fui hasta otra plaza. Me senté en un banco de piedra y esbocé
una cara inacabada que lloraba lágrimas con figura de mujer. Completé el pie de página con
una dedicatoria, y se la envié al día siguiente en una mensajería barrial:

No voy a molestarte más.

26 de Marzo del 2005

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En esta vida amamos a muchos y muchas veces. Pero las veces que nos enamoramos
perdidamente sólo son dos o tres; cuatro, si venimos a este pequeño planeta con el alma
preparada para sufrir un poquito más. Y aunque estos amores son los que más
recordamos… pues nunca nos corresponden del todo. A menudo nos llegan justo cuando
no hemos correspondido a nuestro amor anterior. Estos amores que llegan aman soñando.
Hay amores que son así. Admiramos inmensamente al otro, pero más admiramos en lo que
nos pudimos haber convertido gracias a él. Cuando inspiramos ese tipo de amor es porque
generalmente no nos amó nuestro amado anterior. Y así hasta llegar a Marte.

Es así que el amor -ese juego tan mentado como difícil- se resume en la resurrección de las
ilusiones que nos ha roto alguien. Sin embargo, en la soledad de los ulteriores post-
operatorios, recordaba una y otra vez las palabras que Evangelina me dijo una noche en la
biblioteca, entre poema y poema de mi apreciado librito:

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

El amor se cuida con pequeñas renuncias.

Si los hombres se enterasen de que a partir de Año Nuevo todos los relojes del mundo van
a tener una hora más: ¿Cómo aprovecharíamos esas 365 horas adicionales? Para que la
sociedad mantuviese el ritmo de su enloquecido tango, habrían de fabricarse relojes de 25
horas, o quizás esa hora de bote que nos proporcionará la astrofísica, deberá repartir sus
minutos entre las 24 horas clásicas. Sólo sé que si alguien me preguntara a mí, pues yo
utilizaría un ratito de esa yapa para rezar un rezo que me diera la esperanza de volver a
hablar con mi Evangelina. Después de todo un año hoy he vuelto a soñar con ella. Todo su
cuerpo estaba cubierto por una seda erótica, transparente aunque obscura, como las
odaliscas de los arenes. Sus pechos y clítoris se insinuaban tras una tela del mismo género.
Sus glúteos, provocativamente macizos. Un ardiente celo se me despertó apenas toqué su
piel. A medio desvestir caminaba por un cuarto gentilmente alumbrado por la luz de un día
templado, y su vagina iba y venía totalmente húmeda, confesando el deseo de la
penetración. Con una mano se apoyaba en el marco caoba de una puerta entornada y con la
otra empuñaba plácidamente el picaporte sin que la cuña de hierro desapareciera. Para estar
segura de que nuestra intimidad estaría a salvo de las apariciones ocasionales, echaba
veloces vistazos para ambos lados de un pasillo que, a través de infinitos ventiluces
enfilados, se iluminaba avanzadamente con los rayos caballerescos de una mañana escolar.
Con la sonrisa de una picardía exitosa regresaba a la cama donde la estaba esperando.
Mantuve el cómodo silencio para que ella me contara de sus acumuladas felicidades y
penas. Evangelina siempre elegía lo más gracioso para contarme. Y si me contaba tristezas,
lo hacía cómicamente, como si se jactara de seguir viva a pesar de todo. Entonces le leí los
poemas que le había dedicado en todo este tiempo de sus ausencias. Y, en la calidez de
aquel reencuentro, con un He pensado en ti todos los días de mi vida, firmé la sensible colección
de sus tiernas anécdotas. Se lo admití con una cercana confianza, aunque al instante
experimenté una vergonzosa inseguridad, pues temí escuchar que ella ya me había olvidado.
Sin embargo, para que yo no me sienta decepcionado, Evangelina recurrió a mostrarme las
cartas que le había enviado el año pasado. Para que los años perdidos no me dolieran tanto,
ella me dijo las mismas palabras que en mi próximo y último Principito to escucharía
después:

- Todo lo estoy incorporando de a poco.

Lo era todo para mí.

He allí un excelente final para la historia de Los Cinco Principitos. Ya que de repente se me ha
agotado el deseo de pensar en amores inconclusos, que me han ayudado a mantener el
corazón neciamente esperanzado en los ideales que nos consuelan en días grises, pero que
nada nos facilitan más allá de fantasías lastimosas o caprichos entristecedores. Pero ya sin
imaginarme dónde encontraré el punto y final de este epistolario, elijo a mi Señor como el

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

letrado de mis derrotas y a Su imaginación -culpable de todas las creaciones- como lectora
de mis futuras líneas. Y me motivaré pensando que en Su soledad está esperando a mis
oraciones para entretenerse un poco; como si mis letras pudieran subsanar las extrañas
heridas que le fueron causando las catástrofes de Sus demás esculturas mortales. Una
extravagante curiosidad divina lo convenció para dotarlas con un pedacito de Su
inteligencia. Entonces, si es que Dios tiene también un Destino, y en ese destino divino se
pudiera cometer un pecado al menos, una torpeza que le enseñara lo que es la culpa… pues
yo creo que el hecho de haberles dado a los hombres ciertos poderes maestros -esta
descuidada generosidad que Él tuvo para con todos nosotros- debe dolerle a veces hasta Su
exótico arrepentimiento.

Después de toda aquella opresión de días de dolores y traumas, antes de continuar


dibujando mis historias con el útil pincel de la creatividad bendita, doy con una afortunada
conclusión: aquellos días han sido como un ascendiente purgatorio que hoy seca mis ojos a
mano cursiva. Ahora, ya un poco más sabio a costa de mis tristezas explayadas, me quedo
reflexionando en las palabras de mis ídolos adolescentes: “Por supuesto que duele”. Pero
ahora sé que mi desnudo manuscrito no ha sido el único en la gigantesca universidad de las
adolescencias que se van suicidando con el ambivalente revólver del descorazonamiento.
En esta reflexión me quedo yo buscando el lado claro, el lado más positivo, el lado útil… Y
así me voy de lleno hacia la anecdótica narración de mi quinto principito, para cerrar con el
curativo punto y final una etapa tan interesante como invivible, reparada a través de las
delicadas composisiones de la escritura.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

De todos los objetivos que nos podamos proponer en esta vida mortal, el Señor ha tenido
la inmensa generosidad de hacernos nacer con una meta ya incorporada. Si es que algún día
el hombre cayera en un largo período de apatía y le dieran lo mismo todos los colores; si el
hombre algún día tiene la desdicha de que el canto de todos los pájaros le parezca igual; si
es que durante un tiempo largo, largo, el hombre dejara de sentir aversión hacia las
injusticias; si acaso el amor y el odio le causaran el mismo efecto a su alma: Dios ha tenido
la precaución de dotarnos con una meta intuitiva. Esta meta suele despertar cuando ya
llevamos sumadas muchas derrotas en el haber de nuestra existencia. Cuando el hombre ve
al mundo como una cárcel, cuando ya no le es posible perder más nada, ni se conmueve
mirando hacia las dos puntas de los crepúsculos…

En el infortunio de la vida nos llega un día en que no sabemos si nuestros pensamientos


son acaso espejismos. Y, luego de mucho vivir así, nos adviene un presentimiento que nos
da suavecitos toc toc en el centro del pecho cansado. Cuando ya no se encuentra una sola
motivación para poner los pies en la Tierra, o una esperanza potable que nos invite a soñar
con un mañana mejor, es entonces que los hombres se tropiezan con un consuelo en la
meta de responder a una pregunta. Porque el desierto es el lugar exacto para pensar. Esa
pregunta es cortita, pero nadie supo dar una respuesta directa cuando se la preguntaron por
primera vez. ¿Quién soy yo?

Un hombre puede pasarse toda la vida tratando de encontrar una respuesta apropiada para
ese quién eres tú. Pero sucede algo curioso: justo al encontrar una definición para nosotros
mismos… nos damos cuenta de que ya no nos identifica más. Y no porque hayamos
cambiando en algo; sino que queremos seguir buscando. ¿Acaso no es la insatisfacción un
motivo para que el hombre siga adelante? Cuando estaba junto a mi Nube siempre nos
hacíamos esa pregunta. Ella no respondía acerca de ello, en cambio al alma de mi juventud
le gustaba juguetear improvisando respuestas coquetas. Nube me miraba con esos ojos de
caramelo media hora recién chupeteado… y cuando me encontraba solo en la casa, me
recostaba para recordarla a ella y pensar en qué le diría respecto a eso la próxima vez. En
esa época no mucho mío era auténtico ni tampoco espontáneo fue. ¿Con qué argumentos
reforzaría lo dicho antes? O acaso tendría que explicarle por qué estaba cambiando mi
definición anterior.

Más adelante, cuando aún el plagio era la base de mis creaciones, o quizá cuando empecé a
combatir para que no ya lo fuera, despuntaba en mí la intuición de que había cierta felicidad
en las palabras que no eran robadas. Entonces fue que imaginé varias tesis para la vida,
cuya validez me hartó con los años. En base a eso, concebí varias definiciones para mí
mismo. Eso fue cuando leí los textos de Buda. Y hoy contemplo lo muy equivocado que
estuve con una dichosa misericordia. El Zen no me enseñó realmente nada. Pero a través
del metódico historial de sus leyendas presentí que ha de ser una maravillosa aventura
emprender el honorable camino hacia la disciplina del pensamiento.

Y después de este largo camino, aún no he podido dar una respuesta perfecta para esa
pregunta. Sólo sé que algunas veces no fue suficiente para seguir adelante. Lo que sí es
cierto es que pienso frecuentemente en aquellas palabras:

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Lo que marca la diferencia entre lo que es inteligente y lo que es necio, entre lo


mediocre y lo destacable, no está en la excelencia de sus hazañas. Sino en lo
que mortifica.

¿Quien soy yo? ¿Un hijo más de Dios? He formulado cientos de veces esa pregunta. Y
cientos de veces di una respuesta pasajera, igual que un barrilete volando en el cielo de la
verdad. O en la enredada madeja de mis pensamientos, yo intercalé alguna respuesta oída
que definía a otro espíritu mas no al mío. En todas aquellas explicaciones experimenté
cierto vacío molesto al que no le presté mayor atención; pero eso solamente lo hice para
que el tema quedara engañosamente finiquitado… Y no atormentarme más. ¿Quien soy yo?
-pienso-. Mas al ser derrotado por la imperfección, por una vida de frecuentes frustraciones
institutrices, consigo dar al final con una respuesta que prevalecerá por encima de cualquier
triunfo póstumo que yo pudiera tener, en el imaginario listado de mis mañanas:

Yo soy un largo período de oscuridad. Un pulmotor de sonidos espeluznantes. Un sueño


abajo del mar. Y en él las algas de luces estroboscópicas. Los inalcanzables neones que
rescató mi mirada en los despertares extraordinarios… y el acero que me acompañará hasta
el sarcófago. Es lo único que perdura. Soy un interesante escalpelo, veintitantas cicatrices y
250 puntos que siempre confeccionarán esta caprichosa cartografía que me recorre. Yo soy
la sensación de una sonda nasogástrica que me repta por el esófago. Yo soy 25 minutos de
línea recta en un monitoreo de terapia intensiva. La crónica estocada de una indestructible
traqueotomía…

Habitación 134.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

S
i para que nuestro sutil paso por esta Tierra se quedara en la memoria de los
todos los hombres, como una insignia testamentaria de lo honorífico o de la
mayor lealtad, fuera necesaria la narración sincera de lo mucho que el
entendimiento es capaz de advertir: pues yo aquí he terminado de contar lo
mejor que pude las faltas y los pecados que hasta hoy acumulo en la insufrible mochila de
mi rara historia. Yo quiero que los hombres reserven un lugar en sus insistentes memorias
para que esta leyenda no pase al olvido. En el venidero punto final acabaré la redentora
tarea de contar mis escondidas verdades. Y -si le es posible-, mi Señor juzgará un benévolo
promedio, entre las impresentables hojas que fui juntando a lo largo de estos tristes últimos
2 años, y las catedráticas páginas donde pueden leerse mis heroismos. Que me hojee, y que
estas líneas ensayen el ansiado contrapeso que logre equilibrar los actos de mi vida, en la
balanza de Su inquebrantable justicia.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Fin

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Glosario

Bocegos: Calzado que llega hasta más arriba del tobillo, abierto por delante y que se ajusta
por medio de cordones:

Enfalopados: endrogados.

Cuiqui: miedo, temor.

Polera: Swetter por lo general de lana con cuello alto

Noni: forma coloquial de referirse sl deseo de ir a dormir

Yapa: de bote, gratificación que se obtiene sin esperar.

Upite: forma vulgar de referirse al trasero.

Lamuseaba: Lamía

Mutual: Gremio de los sindicalistas

Lecherita: Mariposa blanca y pequeña.

Columental-río mait: Forma burlona de hacer mención al equipo de fútbol River Plate, en
el año que descendió a Nacional B.

Bordó: Color mas fuerte que el rojizo.

Chaqueño: oriundo del Chaco, provincia argentina.

Verdugueaban: burlaban en un tono cruel.

Changuito: carro de los supermercados.

Baglietto: Cantautor argentino.

Delantalcitos: batas.

Bife: bistec.

Trucho: se dice de algo muy fácil de adquirir o de bajísima calidad, o restaurado con
materiales improvisados.

Rey pomo: rociador de aguar utilizado para los carnavales en la década de los 80.

Egresados: Se dice del curso que finaliza satisfactoriamente los estudios.

Bagayo: se refiere al aspecto que puede adquirir una mujer con los años.

Gustavo Cerati: cantautor argentino, primera voz del grupo Soda stereo.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Adiós sui generis: Película musical que compila el recital de despedida del grupo.

Reebok: marca de zapatillas.

Cheábamos: en lugar de por el nombre, llamar la atención los unos a otros diciendo
“¡Che!”.

Engrupido: que tiene una visión exagerada de sí mismo.

Chachacha: programa de televisón humorístico.

Cabo Jesús Chechile: personaje del mismo programa, encarnado por Fabio Alberti.

Cumbianchera: que baila cumbia, o que oye música de composición sencilla.

Artaud: autor de obras literarias, nacido en Marsella (1896-1948)

Derviche: medigo religioso.

Ico: película de dibujos creados por García Ferrer, que cuenta las aventuras de un potrillo
amoroso.

Automóviles Bob: Concecionaria de automóviles, negocio ficticio en donde la familar


Simpson adquiere una carabana de segunda mano.

Melchor mosca: Personaje ficticio, uno de los dos detectives de la serie Mosca & Smith.

Bubble bobble: Video Juego tradicional donde había dos dragoncitos diminutos que
disparaban burbujas para apresar a los monstruos.

Rutas argentinas: Tema del grupo Almendra, cantado por Edelmiro Molinari.

Celular: se le llama en argentina al teléfono móvil.

Moqueando: se dice cuando alguien está muy resfriado.

Gauchezco: la forma tradicional de los gauchos de La Pampa.

Rebook: marca de zapatillas.

TDK: Marca de casets y discos compactos vírgenes.

Indio Solari: (Paraná, Argentina, 17 de enero de 1949) es un músico, cantante y compositor


argentino, uno de los fundadores y ex vocalista del grupo Patricio Rey y sus Redonditos de
Ricota.

Rollinga: Rolinga es el término con que se designa a una subcultura urbana que nació a
mediados de los años '80 y cuyos miembros son fanáticos de la famosa banda británica The
Rolling Stones.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Pastalinda: máquina para hacer fideos.

Florestero: se dice de la persona del barrio de Floresta, aficionado a concurrir a los partidos
de fútbol.

Gasoleros: Telenovela argentina emitida entre 1998 y 1999.

Crónica: Canal de noticias, sensacionalista

El juego de los múltiplos: consistía en una juego donde varios participantes contaban en
orden ascendente, reemplazando el múltiplo de 6 (por ejemplo), por la palabra domingo.

Garca: Persona que tiene por costumbre aprovecharse de los demás. Apócope de Oligarca.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Índice

Habitación 134………………………..…..5
Fray Cayetano de Santa Mónica…….……41
Parapente………………………….……...81
Desconfío……………………,…….……131
Inexorable……………………....….…....187
Segunda Parte……………………….......231

Glosario………………………....………309

320

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