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ANTOLOGÍA DE TEXTOS

PARA CLASE

PLATÓN
Antropología 1 - Timeo –
69c-70e
cuando engendró a) dios independiente y más perfecto.
Aunque utilizó para ello todas estas causas auxiliares» fue
61 quien ensambló en todo lo que deviene la buena disposi-
ción. Por ello es necesario distinguir entre dos cipos de cau-
sas, uno necesario, e) otro divino, y con el fin de alcanzar
la felicidad hay que buscar lo divino en todas partes, en la 69
medida en que nos lo permita nuestra naturaleza. Lo nece-
sario debe ser investigado por aquello* puesto que debemos
pensar que sin la necesidad no es posible comprender la
causa divina, nuesLro único objeto de esfuerzo, ni captarla
ni participar eo alguna medida de ella.
Ahora que, al igual que los carpinteros la madera,
tenemos ante nosotros los tipos de causas que se han
decantado y a partir de los cuales es necesario emreiejer el
resto del discurso, volvamos un instante al comienzo para
marchar rápidamente hasta el punto desde donde vinimos
hasta aquí e intentar poner una coronación final al relato b
que se ajuste a lo anterior. Como ya fuera dicho al princi-
pio, cuando el universo se encontraba en pleno desorden, el
dios introdujo en cada uncTde süsjcómp5nentes~las~propor-
ciones necesari,as_nara consigom ismo y g ara con el resto y
los hizo tan proporcionados y armónicos como le fue posi-
ble. Entonces, nada participaba ni de la proporción ni de la
medida, si no era de manera casual, ni nada de aquello a lo
que actualmente damos nombres tales como fuego, agua o
alguno de los restantes, era digno de llevar un nombre, sino <■
que primero los ordenó y, luego, de ellos compuso este
universo, un ser viviente que contenía en sí mismo todos
los seres vivientes mortales e inmortales. El dios en persona,
se convierte en artífice de los seres divinos y manda a sus _
criaturas llevar á~cabó el nacimiento de los mortales.
Cuando éstos recibieron un principio inmortal de alma, le.
tornearon un cuerpo mortal alrededor84, a imitación de )o
*4 Se trata de la ce be ¿a (cf. R M. CoRNFOftO* Cosmology, página
que él había hecho. Como vehículo le dieron el tronco y las
extremidades en los que anidaron otra especie de alma, la
d mortal, que tiene en sí procesos terribles y necesarios: en
primer lugar el placer, la incitación mayor al mal, después,
los dolores, fugas de las buenas acciones, además, la osadía
y el temor, dos consejeros insensatos, el apetito, difícil de
consolar, y la esperanza, buena seductora. Por medio de la
mezcla de todos estos elementos con la sensibilidad irra-
cional y el deseo que todo lo intenta compusieron con
necesidad85 el alma mortal. Por esto, como los dioses
menores se cuidaban de no mancillar el género divino del
alma, a menos que fuera totalmente necesario, implantaron
ta parte mortal en otra parte del cuerpo separada de aqué-
e lia y construyeron un istmo y límite entre la cabeza y el
tronco, el cuello, colocado entremedio para que estén sepa-
radas. Ligaron el género mortal del alma al tronco y al así
llamado tórax. Puesto que una parle del alma mortal es
por naturaleza mejor y otra peor, volvieron a dividir la
cavidad del tórax y la separaron con el diafragma colocado
70 en e) medio, tal como se hace con las habitaciones de las
mujeres y los hombres. Implantaron la parLe belicosa del
alma que participa de la valentía y el coraje más cerca de
la cabeza, entre el diafragma y ci cuello, para que escuche a
la razón y junto con ella coaccione violentamente la parte
apetitiva, cuando ésta no se encuentre en absoluto dis-
puesta a cumplir voluntariamente la orden y la palabra
b proveniente de la acrópolis. Hicieron a] corazón, nudo de
las venas y fuente de la sangre que es distribuida impetuo-
samente por todos los miembros, la habitación de la guar-
dia, para que, cuando bulle la furia de la parte volitiva

281^ η, 1), m ientras que el resto del cucrpo es utilizado com o vehículo.
Vid. supro. 44 d-46c.
85 anógkaios hace referencia aquí a la acción del segundo principio
que interviene en la composición del mundo, la necesidad.
porque la razón le comunica que desde el exterior los
afecta alguna acción injusta o, también, alguna proveniente
de los deseos internos, iodo lo que es sensible en el cuerpo
perciba rápidamente a través de los estrechos las recomen-
daciones y amenazas, las obedezca y cumpla totalmente y
permita así que la parle más excelsa del alma los domine.
Como previeron que, en la palpitación del corazón ante la c
expectativa de peligros y cuando se despierta el coraje, el
fuego era el origen de una fermentación tal de los encoleri-
zados, idearon una forma de ayuda e implantaron el pul-
món, débil y sin sangre, pero con cuevas interiores, aguje-
readas como esponjas para que, al recibir el aire y la
bebida, lo enfríe y otorgue aliento y tranquilidad en el d
incendio. Por ello, cortaron canales de la arteria en direc-
ción al pulmón y a éste lo colocaron alrededor del corazón,
como una almohadilla, para que el corazón lata sobre algo
que cede, cuando ej coraje se excita en su interior, y se
enfríe, de modo que sufra menos y pueda servir más a la
razón con coraje.
Entre el diafragma y el límite hacia el ombligo, hicieron
habitar a la parte del alma que siente apetito de comidas y
bebidas y de todo lo que necesita la naturaleza corporal,
para lo cual construyeron en todo este lugar como una <?
especie de pesebre para la alimentación del cuerpo. AJLí la
ataron, por cierto, como a una fiera salvaje: era necesario
criarla atada, si u d género mortal iba a existir realmente
alguna vez. La colocaron en ese lugar para que se apaciente
siempre junto al pesebre y habite lo más lejos posible de la
parte deliberativa, de modo que cause el menor ruido y
alboroto y permita reflexionar ai elemento superior con
tranquilidad acerca de lo que conviene a todas las partes, i\
tanto desde La perspectiva común como de La particular.
Sabían que no iba a comprender el lenguaje racional y que,
aunque lo percibiera de alguna manera, no le era propio
Antropología 2 - Fedón 97c-
99d
ésa es la causa a su vez, la división, del llegar a ser dos.
Pues la causa de que se produzca el dos resulta contraria
a la anterior. Entonces era porque se conducía uno junto
al otro y se anadia ésta y aquél, y ahora porque se aparta
y se aleja el uno del otro. Ni siquiera sé por qué causa
se produce lo uno, según me digo a mí mismo, ni de nin-
guna otra cosa, en resumen, por qué nace o perece o es,
según ese modo de proceder, sino que me fabrico algún
otro yo mismo a (a ventura, y de ningún modo sigo el
anterior.
c Pero oyendo en cierta ocasión a uno que leía de uo
libro, según dijo, de Anaxágoras, y que afirmaba que es
la mente lo que lo ordena todo y es la causa de todo 87,
me sentí muy contento con esa causa y me pareció que
de algún modo estaba bien el que la mente fuera la causa
de todo, y consideré que, si eso es así, la mente ordenado-
ra lo ordenaría y todo y dispondría cada cosa de la manera
que fuera mejor Así que si uno quería hallar respecto
de cualquier cosa la causa de por qué nace o perece o exis-
te, le sería preciso hallar respecto a ella en qué modo le
d es mejor ser, o padecer o hacer cualquier otra cosa. Según
esie razonamiento, ninguna otra cosa le conviene a una

91 Éste es el gran desenbrimiento de A n a x á g o r a s (f rs . 12-14 D K ).


que el universo está ordenado por Ja «Mente» o la «Inteligencias que
de ambas maneras, a mi parecer, puede traducirse el término noüs. l-a
traducción de nous por «intelecto» me parece» en cambio, hoy un lanío
obsoleta.
** Esa teleología del proceso cósmico va a ser expuesta años después
por Platón en el Timeot con la actuación de un demiurgo divino y racio-
nal· (Ver Tlmeo 29-34. 44d-46a> y 68e-7la.) Como señala G ailop , Pia-
fo..., pág. 175: «Este pasaje marca la transición de una concepción meca-
nicista a una concepción teleológica del orden natural, que iba a dominar
la ciencia europea durante los próximos dos mil años.»
persona examinar respecto de aquello, ninguna respecto de
las demás cosas, sino qué es lo mejor y lo óptimo. Y for-
zoso es que este mismo conozca también lo peor. Pues el
saber acerca de lo uno y lo otro es el mismo. Reflexionan-
do esto, creía muy contento que ya había encontrado un
maestro de la causalidad respecto de lo existente de acuer-
do con mi inteligencia, Anaxágoras; y que él me aclararía,
primero, si la fierra es plana o esférica y luego de acia- e
rármelo, me explicaría la causa y la necesidad, diciéndome
lo mejor y por qué es mejor que la tierra sea de tal forma.
Y si afirmaba que ella está en el centro explicaría cómo
le resultaba mejor estar en el cenrro. Y si me demos-
traba esto, estaba dispuesto a no sentir ya ansias de otro na
tipo de causa. Y también estaba dispuesto a informarme
acerca del sol, y de la luna y de los demás astros, acerca
de sus velocidades respectivas, y sus movimientos y demás
cambios, de qué modo le es mejor a cada uno hacer y
experimentar lo que experimenta. Pues jamás habría su-
puesto que, tras afirmar que eso está ordenado por Ja inte-
ligencia, se les adujera cualquier otra causa, sino que lo
mejor es que esas cosas sean así como son. Así que, al ¿>
presentar la causa de cada uno de esos fenómenos y en
común para todos, creía que explicaría lo mejor para cada
uno y el bien común para todos 5I, Y no habría vendido
M Los milesios pensaban que la tierra era plana, y Anaximandro sos-
tuvo que era cilindrica. La esfericidad de la tierra parece una idea pitagó-
rica, mantenida por Parménides. También pensaba Pitágoras, y el mismo
Parménides, que d universo, en cuyo ceatro estaba la tierra, era esférico.
(Ver Diógbnes L aercio, UI 48, y IX 2\Λ
90 Que la tierra ocupaba el centro del universo era la opinión mante-
nida por la mayoría de tos filósofos de ta naturaleza, según dtce A r i s t ó -
t e l e s , De cáelo 291a.
91 En definitiva, ya aquí se apuñea que el motor último u objetivo
final, en un niuitdo ordenado inteligentemente, habrá de ser el Bien.
por mucho mis esperanzas, sino que tomando con ansias
en mis manos el libro, me puse a leerlo lo más aprisa que
pude, para saber cuanto antes lo mejor y lo peor.
Pero de mi estupenda esperanza, amigo mío, salí de-
fraudado, cuando a) avanzar y leer veo que el hombre no
recurre para nada a la inteligencia ni le atribuye ninguna
c causalidad en la ordenación de las cosas, sino que aduce
como causas aires, έteres, aguas y otras muchas cosas ab-
surdas 91. Me pareció que había sucedido aJgo muy pareci-
do a como si uno afirmara que Sócrates hace todo lo
que hace con inteligencia, y, luego, al intentar exponer las
causas de lo que hago, dijera que ahora estoy aquí sentado
por esto, porque mi cuerpo está formado por huesos y ten-
dones, y que mis huesos son sólidos y tienen articulaciones
que los separan unos de otros, y los tendones son capaces
d de contraerse y distenderse, y envuelven los huesos junto
con las carnes y la piel que los rodea. Así que al balancear-
se los huesos en sus propias coyunturas, los nervios al rela-
jarse y tensarse a su modo hacen que yo sea ahora capaz
de fiexionar mis piernas, y ésa es la razón por la que estoy
yo aquí sentado con las piernas dobladas. Y a la vez, res-
pecto de que yo dialogue con vosotros diría otras causas
por el estilo, aduciendo sonidos, soplos» voces y otras mil
e cosas semejantes, descuidando nombrar las causas de ver-
dad: que, una vez que a los atenienses les pareció mejor
condenarme a muerte, por eso también a mí me ha pareci-
do mejor estar aquí sentado, y más justo aguadar y sopor-
tar la pena que me imponen. Porque, [por el perro! 93,

92 Es interesante confrontar la opinión de A r i s t ó t e l e s sobre la teoría


de Anaxágoras* que el cstaglrita expresa en su Metafísica A4, 985al8 ás*
9i «¡Por el perro!» es una expresión de juramento predilecta de Só-
crates. Un eufemismo que evita la mención del nombre de un dios. Cf.
según yo opino, hace ya tiempo que estos tendones y estos
huesos estarían en Mégara o en Beocia, arrastrados por 99o
la esperanza de lo mejor, si no hubiera creído que es más
justo y más noble soportar la pena que Ja ciudad ordena,
cualquiera que sea, antes que huir y desertar 94. Pero lla-
mar causas a las cosas de esa clase es demasiado absurdo.
Si uno dijera que sin tener cosas semejantes, os decir, ten-
dones y huesos y iodo lo demás que tengo, no sería capaz
de hacer lo que decido, diría cosas ciertas. Sin embargo,
decir que hago lo que hago a causa de ellas, y eso al actuar
con inteligencia, y no por la elección de lo mejor, sería b
un enorme y excesivo abuso de expresión. Pues eso es no
ser capaz de distinguir que una cosa es lo que es la causa
de las cosas y otra aquello sin lo cual la causa no podría
nunca ser causa 9S, A esto me parece que los muchos que
andan a lientas como en tinieblas, adoptando un nombre
incorrecto, )o denominan como causa. Por este motivo,
el uno implantando un torbellino en torno a la tierra hace
que así se mantenga la tierra bajo el cielo, en tamo que
otro, como a una ancha artesa le pone por debajo como
apoyo el aire 96* En cambio, la facultad para que estas c
mismas cosas se hallen dispuestas del mejor modo y asi

Corrías 482b (y comentario ad loe. de D o d d s , L o s griegos..., Oxford*


1959).
94 Sócrates había tenido, en efecto* esa posibilidad de fuga, como
se cuenta en el Critón, y la babía rechazado.
n La diferencia entre causa y condición material csíá ya aquí bien
marcada. En el Timeo 46d ss., Platón vuelve sobre el tema, profundizan-
do en la distinción. Sobre esta distinción volverá» luego, Aristóteles en
5ii teoría de las causas.
Sostenedores de tales tesis fueron Empédoclcs para la primera, y
Anaxímemcs, Anaxágoras y Demócrito para la segunda, según A rístóto-
liss. De cáelo 295a y 294b.
estén ahora, ésa ni la investigan ni creen que tenga una
fuerza divina, sino que piensan que van a hallar alguna
vez un Atlante más poderoso y más inmortal que éste y
que lo abarque todo mejor, y no creen para nada que es
de verdad el bien y lo debido lo que cohesiona y mantiene
todo. Pues yo de cal género de causa, de cómo se realiza,
habría sido muy a gusto discípulo de cualquiera. Pero, des-
pués de que rae quedé privado de ella y de que no fui
capaz yo mismo de encontrarla ni de aprenderla de otro
—dijo— , ¿quieres, Cebes, que te haga una exposición de
mi segunda singladura 97 en la búsqueda de la causa, en
la que me ocupé?
—Desde luego que lo quiero, más que nada —respondió.
—Me pareció entonces —dijo él—, después de eso, una
vez que hube dejado de examinar las cosas, que debía pre-
caverme para no sufrir lo que los que observan el sol du-
ranie un eclipse sufren en su observación. Pues algunos
se echan a perder los ojos, a no ser que en el agua o en
algún otro medio semejante contemplen la imagen del
sol 9S. Yo reflexioné entonces algo así y sentí temor de que-

97 La expresión deúteros ploüs «segunda navegación» alude a la que


tiene que hacerse a fuerza de remos, a falta de viento propicio, y, en
oirá acepción, al viaje menos perfecto y más seguro. Es, pues, en un
sentido figurado, iln método inferior al óptim o para alcanzar un Πη pro-
puesto, pero un método más seguro y esforzado. Véase otro ejemplo
de (al expresión en el Filebo 19c. Aquí esc viaje seria el emprendido con
el recurso metódico a la teoría de las Ideas. Sobre comentarios, remito
a las notas de G auop , Pfato..., págs. 176 y sigs., con su bibliografía.
9K El símil, Que yu Platón nos advierte que no debe tomarse por com -
pleto al pie de la letra, ya Que los lógoi no son eikónes de lo real, ha
recordado a los estudiosos de Platón el símil de Rep> V il 5l5e-5l6b,
donde se cuenta que el evadido de Ja Caverna no puede contemplar el
mundo luminoso real de frente» pues quedaría deslumbrado, sino que
tiene que contemplarlo mediante sui rellejos en el agua. Esa semejanza
Deseos - Gorgias 488c-492e
a la ley, y si habla con arregjo a la ley lo refiero a la
naturaleza.
C al. — E ste hom bre no dejará de decir tonterías. Di-
me, Sócrates, ¿no te avergüenzas a tu edad de and ar a la
caza de p alab ras y de c o n sid e ra r com o un hallazgo el que c
alguien se equivoque en u ü vocablo? En efecto, ¿crees que
yo digo que se r m ás poderoso es d is tin to de s e r m ejor?
¿No te estoy diciendo hace tiem po que p ara mí es lo m is-
mo m ejor y m ás poderoso? ¿ 0 crees que digo que, si se
reúne una chusm a de esclavos y de gentes de todas cla-
ses, sin ningún valer, excepto quizá se r m ás fue rte s de
cuerpo, y dicen algo, esto es ley?
S ó c .— Bien, sapientísim o Calicles; ¿es eso lo que
dices?
Ca l . — Exactam ente.
Sóc. — Pues bien, afo rtun ad o am igo, tam bién yo ven- d
go sospechando hace tiem po que es a eso a lo que tú lla-
mas m ás poderoso, y te pregunto porque deseo afano sa-
m ente sab e r con clarid ad lo que quieres decir. Pues, sin
duda, tú no consideras que dos juntos son m ejores que uno
solo, ni a tus esclavos m ejo res que tú m ism o porque sean
m ás fu e rte s que tú. Sin em bargo, di, com enzando de n u e -
vo, ¿qué entiendes p o r los m ejores, puesto que no son los
m ás fue rtes? Y, adm ira ble Calicles, enséñam e con m ás
dulzura para que no me m arche de tu escuela.
Ca l . — Te bu rlas, Sócrates. e
Sóc. — P or Z e to ^ , Calicles, del cual te has servido
ahora p ara d irigirm e tan tas ironías. Pero, vamos, ¿quié-
nes dices que son los m ejores?
Ca l . — Lo s m ás aptos.
Sóc. — ¿No ves que tú m ism o dices palab ras, pero no
explicas nada? ¿N o vas a decir si llam as m ejores y m ás
poderosos a los de m ejor juicio o a o tros?
C a l . — Si, p o r Zeus, a éstos m e refiero exactam ente.
490a Sóc. — En efecto, m uchas veces una p erso na de buen
juicio es m ás poderosa, según tus p alabras, que inn um e-
rables insensatos y es preciso que éste dom ine y que los
o tros sean dom inados, y que quien dom ina posea m ás que
los dom inados. Me parece que quieres decir esto —y no
ando a la caza de p a la b ra s—, si dices que uno solo es m ás
poderoso que un gran núm ero de hom bres.
Ca l . — Pues esto es lo que digo. Sin duda, creo que eso
es lo ju sto por naturaleza, que el m ejor y de m ás juicio
gobierne a los m enos capaces y posea m ás que ellos.
b Sóc. — Deténie ahí; ¿qué irás a d ecir ahora? Suponga-
m os que estam os en un m ism o lugar, como ahora, m uchas
personas reunidas, que tenem os en com ún m uchos alim en-
tos y bebidas y que som os de todas las condiciones: unos
fuertes, o tro s débiles, y que uno de nosotros es de m e-
jo r juicio acerca de esto por s e r m édico, pero que, como
es n atu ra l, es m ás fu erte que unos y m ás débil que otros;
¿no es c ie rto que éste, p o r se r de m ejor ju icio que nos-
otros, será m ejor y m ás poderoso respecto a esto?
Ca l . — Sin duda.
Sóc. — ¿H abrá de tener, entonces, m ás p a rte de estos
alim entos que nosotros, porque es m ejor, o bien, por te-
n er el m ando, es preciso que re p a rta todo, pero que en el
consum o y em pleo de ello p a ra su propio cuerpo no tom e
en exceso, si no quiere s u frir daño, sino que tome m ás que
unos y m enos que otro s, y si es p recisam ente el m ás débil
de todos, no Lendrá el m ejor m enos que todos? ¿ No es así,
am igo?
Ca l . — H ablas de alim entos, de bebidas, de m édicos,
d de tonterías. Yo no digo eso.
Sóc. — ¿Acaso no llam as m ejor a) de m ás juicio? Di sí
o no.
Ca l — Sí.
Sóc. — ¿Y no es preciso que el m ejor tenga m ás?
Ca l . — Pero no alim entos ni bebidas.
Sóc. — Ya com prendo. ¿Q uizá vestidos, y es preciso
que e) tejedo r m ás hábil tenga e) m anto m ás grande y que
pasee con los vestidos m ás num erosos y bellos?
Ca l . — ¿De qué vestid os hablas?
Sóc. — Pues bien, respecto at calzado, es evidente que
debe te ner m ás el de m ás juicio p ara esto y el m ejor. Qui- e
y.á es preciso que el za p atero ande llevando p uesto m ás
calzado y de m ayor tam año que nadie.
Ca l . — ¿Qué calzado es ese? Insistes en decir tonterías.
Sóc. — Pues si no te refieres a esto, quizá sea a esto
ul ro; por ejem plo, el ag ric u lto r de buen juicio p ara el cul-
tivo de la tie rra y, adem ás, bueno y honrado ¿no debe qui-
zá tener m ás p arte de las sem illas y u sa r p ara sus te rr e -
nos la m ayor c antid ad posible de ellas?
Ca l . — ¡Siem pre diciendo lo m ism o, Sócrates!
Sóc. — No sólo lo m ismo, Calicles, sino tam bién sob re
las m ism as cosas.
Ca l . — Por los dioses>no cesas, en suma, de hablar con- 491a
linuam ente de zapateros, cardadores, cocin eros y m édi-
cos, com o si nuestra conversación fuera acerca de esto.
Sóc. — Así pues, ¿no vas a d ecir acerca de qué cosas
el m ás poderoso y de m ejor juicio tiene con ju stic ia m a-
yor pa rte que los dem ás? ¿O, sin decirlo tú mismo, no p er-
m itirás que yo lo sugiera?
Ca l . — Estoy diciéndolo desde hace tiempo. En p rim er
lugar, hablo de los m ás poderosos, q u e no son los zap ate-
ros ni los cocineros, sino los de buen juicio para el gobier- b
no de )a ciu dad y el modo com o e sta ría bien a d m in istra -
da, y no solam ente de buen juicio, sino adem ás decididos,
puesto que son capaces de llevar a cabo lo que piensan,
y que no se desanim an por debilidad de espíritu.
Sóc. — ¿Te das cuenta, excelente Calicles, de que no
rs lo m ism o lo que tú m e re pro cha s a mí y lo que yo te
reprocho a ti? En efecto, tú aseg uras que yo digo siem pre
las m ism as cosas y me censuras p o r ello; yo por el con-
trario, te cen su ro porque jam ás dices lo m ism o sobre las
m ism as cosas, sino que prim ero has afirm ado que los me-
c jo res y los m ás poderosos son los m ás Fuertes: después,
que los de m ejor juicio, y ahora, de nuevo, vienes con otra
definición: llam as m ás poderosos y m ejores a los m ás de-
cididos. Pero, aznigo, acab a ya de decir a quiénes llam as
realm en te m ejores y m ás poderosos y respecto a qué.
Ca l . — Ya he dicho que a ios de buen juicio p ara el go-
bierno de la ciudad y a los decididos. A éstos les corres-
d ponde regir las ciudades, y lo justo es que ellos tengan más
que los otros, los g obernantes m ás que los gobernados.
Sóc. — P ero ¿y respecto a sí m ism os, am igo? ¿Se do-
m inan o son dom inados?
Ca l . — ¿Qué quieres decir?
Sóc* — H ablo de que cada uno se dom ine a sí mismo;
¿o no es preciso dom inarse a sí m ism o, sino sólo dom inar
a los dem ás?
Ca l . — ¿Qué entiendes po r dom inarse a sí m ism o?
Sóc. — Bien sencillo, lo que entiende la m ayoría: ser
e m oderado y dueño de sí m ism o y dom in ar las pasiones y
deseos que le surjan.
Ca l . — ;Qué am able eres, Sócrates! Llamas m oderados
a los idiotas.
Sóc. — ¿Cómo? Todo el m undo puede darse cuen ta de
que no digo eso*
Ca l . — Precisam ente eso es lo que dices, Sócrates. Pues
¿cóm o p od ría ser feliz un hom bre si es esclavo de algo?
Al co n trario , lo bello y lo ju sto por n atu ra leza es lo que
yo te voy a decir con sinceridad, a saber: el que q u iera vi-
v ir rectam ente debe d ejar que sus deseos se hagan tan
grandes com o sea posible, y no reprim irlos, sino, que, sien-
492λ do los m ayores que sea posible, debe ser capaz de sat isfa-
cerlos con decisión e inteligencia y saciarlo s con lo que
en cada ocasión sea objeto de deseo. P ero creo yo que es-
to no es posible p ara la m ultitud; de ahí que, por vergüen-
za, cen suren a tales hom bres, ocultando de este m odo su
prop ia im potencia; afirm an que la intem perancia es des-
honrosa, com o yo dije antes, y esclavizan a los hom bres
m ás capaces p or naturaleza y, com o ellos m ism os no pue*
den p ro c u ra rse la plena satisfacción de sus deseos, ala-
ban la m oderación y la justicia a ca usa de su pro p ia debí- b
lidad. Porque p ara cuantos desde el nacim iento son hijos
de reyes o para los que, por su p rop ia naturaleza, son ca-
paces de a d q u irir un poder, tiranía o principado, ¿qué ha-
bría, en verdad, m ás vergonzoso y perjudicial que la m o-
deración y la just icia, si pudiendo d is fru ta r de sus bienes,
sin que nadie se lo im pida, llam aran para que fueran sus
dueños a la ley, los discursos y las c en su ras de la m ulti-
tud? ¿Cómo no se habrían hecho desgraciados p o r la be- c
lia aparien cia de la ju stic ia y de la m oderación, al no d a r
más a sus am igos que a sus enem igos, a pesar de gob er-
n a re n su propia ciudad? Pero, S ócrates, esla verdad que
tú dices bu scar es así: la m olicie, la intem perancia y el
libertinaje, cuando se les alim enta, constituyen la virtud
y la felicidad; todas esas o tras fantasías y convenciones
ele los hom bres co n tra ria s a la n a tu ra lez a son necedades
y cosas sin v a lo r
Sóc. — Te entregas a la discusión, Calicles, con una no- d
ble franqueza. En efecto, m anifiestam ente ahora estás di-
ciendo lo que los dem ás piensan, pero no quieren decir.
Por tanto, te suplico que de ningún m odo desfallezcas a
fin de que en realidad quede com pletam ente claro cóm o
hay que vivir. Y dim e, ¿afirm as que no se han de re p ri-
m ir los deseos, sí se quiere se r com o se debe ser, sino que,
perm itiendo que se hagan lo m ás grandes que sea posi-
ble, hay que pro cu rarles satisfacción de donde quiera que
sea, y que en esto consiste la virtu d? *
Ca l . — Eso afirm o, ciertam ente,
Sóc. — Luego no es razonable decir que son felices los
que no necesitan nada.
Ca l . — De este m odo las piedras y los m uertos serían
lelicísim os.
Educación - Menón 98d-100c
Sóc. — ¿Y habíam os tam bién convenido que el honv
bre bueno es útil to?
M e n . — Sí.
Sóc, — P or consiguiente, no sólo por m edio del cono-
cim iento puede h ab e r hom bres buenos y útiles a los Es-
tados. siem pre que lo sean, sino tam bién po r m edio de la
d recta opipjóji^pero ninguno de ellos se da en el hom bre
natu ralm en te , ni el conocim iento ni la opinión verdade-
ra, ¿o te parece que alguna de estas dos cosas puede dar*
se po r naturaleza?
M e n . — A mí no.
Sóc. — Si no se dan, pues, por naturaleza, ¿tam poco
los buenos po drán ser tales por n aturaleza ?
M e n . — No, p o r cierto.
Sóc. — Y puesto que no se dan n atu ralm e nte, investi-
gam os d espués 89 si la verdad es enseñable.
M e n . — Sí.
Sóc. — ¿Y no nos p arecía enseñable, si la virtu d era
discernim iento?
M e n . — Sí.
Sóc. — ¿Y que, si era enseñable, sería discerni-
m ie n to 90?
M e n . — P or supuesto.
e Sóc. — ¿Y que, si había m aestros, sería enseñable, pe-
ro, si no los había* no serla e n s e ñ a b le 91?
Me n . — Así.
Sóc. — ¿P ero no habíam os convenido en que no hay
m aestro s de e ll a M?
Me n . — E s o e s .
Sóc. — Por lo tanto, ¿habíam os convenido en que no es
enseñable ni es d iscernim iento Vi?
« Cí. 87el.
Cf. S9b y ss .
" Cf. 87c2-3.
Cf. 89d-e.
« Cf. 96b7-9.
« Cf. 9 6 c l0 d l.
M e n . — Por supuesto.
Sóc. — ¿Pero habíam os convenido en que era una co-
sa buena w?
M e n . — Sí.
Sóc. — ¿Y que es útil y bueno lo que guia c o rre c ta -
m ente n ?
M e n . — Por supuesto»
Sóc. — Y que hay sólo dos cosas que pueden guiarnos 99a
bren: J a ^ p in ió n v erd adera y ej conocim iento y que el
hom bre que las posee se conduce correctam ente. Pero, las
cosas que por az a r se prod ucen co rrectam en te, no d ep en-
den de la dirección hum ana, m ien tras que aquellas cosas
con las cuales el hom bre se dirige hacia lo recto son dos:
la opinión v erd ad era y el conocim iento.
M g n . — Me parece que es así. ^
Sóc. — E ntonces, puesto que no es enseñable, ¿ £ 9 po-
dem os d ecir ya m ás que la.v irtud se tiene por el conoci-
m iento?
M e n . — No parece.
Sóc. — De las dos cosas, pues, que son buenas y úti- b
les, una ha sido excluida y el conocim iento no po drá se r
gu ía.del o b ra r político.
M e n . — Me p a r e c e q u e no.
Sóc. — Luego no es por ningún saber, ni siendo sabios,
com o gobernaban los E stados hom bres tales com o Tem ís-
tocles y los ot ros que hace un m om ento decía Ánito; y, por
eso precisam ente, no estab an en condiciones de hacer a
los dem ás com o ellos, pues no eran tal com o eran po r obra
de) conocim iento.
M e n . — P arece Sócrates, que es com o lú dices.
Sóc. — Entonces, si no es p o r el conocim iento, no que-
da sino la buena opinión. S irviéndose de elia los h om bres
políticos gobiernan los E stados y no difieren en nada, con c

*4 CF. 87d2*4.
Cf. &8b-e>
Ci. 96e-97c.
respecto al conocim iento, de los vates y los adivinos. Pur*(
en efecto, tam bién ellos dicen, por inspiración, muclw»
verdades, pero no saben nada de lo que dicen.
M e n . — Puede ser que asi sea.
Sóc. — ¿Será conveniente, entonces, Menón, llam ar til
vinos a estos hom bres que, sin tener entendim iento, lltf
van a buen térm ino m uchas y m uy gran des ob ras en lo
que hacen y dicen?
M e n . — C ie rtam en te .
Sóc. — C orrectam ente llam aríam os divinos a los que
acabam os de m encionar, vates, adivinos y poetas todos,
d y tam bién a los políticos, no m enos que de ésos pod ría-
m os decir que son divinos e inspirados, puesto que es gra»
d a s al hálito del dios y poseídos p o r él, cóm o con sus pa-
lab ra s llevan a buen fin m uchos y g ra nd es designios, sin
saber nada de lo que dicen.
M e n . — Por cierto.
Sóc. — Y tam bién las m ujeres, Menón, llam an divinos
a los hom bres de bien. Y los laconios, cuan do alab an a un
hom bre de bien, dicen: «H om bre divino es éste».
e M e n . — Y parece, S ócrates, que se expresan co rre cta -
m ente. Pero quizás este Anito podría enojarse con tus
p a la b ra s 9\
Sóc* — No me im porta. Con él, Menón, discutirem o s
en o tra ocasión. En cu an to a lo que ah ora nos concierne,
si en todo n uestro razonam iento hem os indagado y habla-

V7 La adjudicación de estas JJneas —y de Jas inicíales siguientes—


ha sid o discu tid a p o r Jos e studio sos La distrib uc ió n de Ja versión Jatina
de A risllpo(sig lo x n d . C.) es la siguiente: Sóc. — Pero q u iz á s .p a la b r a s ,
M e n . — No m e im porta. Sóc. — Con éJ, Menón,.. eic. {Piolo Latinus, val.
I: «Merto» interprete Henrico Arisiippo, ed. Kokdbutbr, Londres, 1940, pág.
44). FKieotABMDCR (Plato, vol. 11. trad« inglesa, págs. 273 y 358)» sobre la
base de una corrección en el códice parisino J811, su giere que « No me
im porta» p o d ría a d ju d icarse a Ánito, que volvió a a c e rca rse a los in ter-
locutores. Esta posición ln había sostenido tam bién, en un principio, P.
MAAS(Hcrnies 60 (19251,492), pero Juego aceptó el texto que ofrece Aristipo.
ilo bien, la v irtu d no se d aría ni p o r n atu ra leza ni sería
enseñable, sino que re su ltaría de u n don divino, sin que 100d
aquellos que la reciban lo sepan, a m enos que, e n tre los
hom bres políticos, haya uno capaz de hacer políticos tanv
hlcn a los dem ás si lo hubiese, de él casi se podría
d re ir que es, entre los vivos, com o H om ero afirm ó que era
rircsia s e n tre los m uertos, ai d ecir de él que era el «úni-
10 capaz de percibir» en el H ades, m ien tras <*los dem ás
eran únicam ente som b ras erran tes» *9. Y éste, aquí a r ri-
ba, sería precisam ente, con respecto a la virtud, com o una
i calidad en tre las som bras.
Men. — Me parece, Sócrates, que hablas m uy bien, b
Sóc. — De este razonam iento, pues, Menón, parece que
la virtud se da p o r un don divino a quien le llega. Pero lo
cierto acerca de ello lo sabrem os cuando, antes de bus*
car de qué m odo la virtud se da a los hom bres, in ten te-
mos prim ero b u sc a r qué es la v irtu d en si y por sí. Ahora
es tiem po p ara m í de irm e, y tra ta tu de convencer a tu
huésped Anito acerca de las cosas de que te has tú m ism o
persuadido, para que se calm e; p orq u e si logras persua- c
dirlo, h a b rá s hecho tam bién un servicio a los atenienses.

w E s ( e es, para P lató n , precisam ente el ce s o d e Sócrates. Vcanse tas


o b se rv a c io n e s a e s ie p a s a je d e W. J a e g e r , Paideia, tra d . c as i., M éxico,
1957, pág. 562,
* Odisea X 49S.
Epistemología - República
508c-511e
—¿A qué te refieres?
—A lo que tú. Damas 'luz'.
—Dices la verdad.
—Por consiguiente, el sentido de la vista y el poder
de ser visto se hallan ligados por un vínculo de una
508¿j especie nada pequeña, de mayor estim a que las dem ás
ligazones de los sentidos, salvo que la luz no sea estim a-
ble*
—Está muy lejos de no ser estimable.
—Pues bien, ¿a cuál de los dioses que hay en el cíelo
atribuyes la autoría de aquello p o r lo cual la luz hace
que la vista vea y que las más herm osas cosas visibles
sean vistas?
—Al mism o que tú y que cualquiera de los demás,
ya que es evidente que preguntas por el sol.
—Y la vista, ¿no es por naturaleza en relación a este
dios lo siguiente?
—¿Cómo?
—Ni la vista misma, ni aquello en lo cual se produce
b —lo que llamamos 'ojo'— son el sol.
—Claro que no.
—Pero es el más afín al sol, pienso, de los órganos
que conciernen a los sentidos,
—Con mucho.
—Y la facultad que posee, ¿no es algo así como un
fluido que le es dispensado por el sol?
—Ciertamente.
—En tal caso, el sol no es la vista pero, al ser su
causa, es visto por ella misma.
—Así es.
—Entonces ya podéis decir qué entendía yo por el
vástago del Bien, al que el Bien ha engendrado análogo
c a sí mismo. De este modo, lo que en el ám bito inteligi-
ble es el Bien respecto de la inteligencia y de lo que
se intelige, esto es el sol en el ám bito visible respecto
de la vista y de lo que se ve.
—¿Cómo? Explícate,
—Bien sabes que los ojos, cuando se los vuelve so-
bre objetos cuyos colores no están ya ilum inados por
la luz del día sino por el resplandor de la luna, ven dé-
bilmente, como si no tuvieran claridad en la vista.
—Efectivamente.
—Pero cuando el sol brilla sobre ellos, ven nítida- d
mente, y parece como si estos mismos ojos tuvieran la
claridad,
—Sin duda.
—Del m ismo modo piensa así lo que corresponde al i
alma: cuando fija su m irada en objetos sobre los cuales
brilla la verdad y lo que es, intelige, conoce y parece
tener inteligencia; pero cuando se vuelve hacia lo su-
mergido en la oscuridad, que nace y perece, entonces
opina y percibe débilmente con opiniones que la hacen
ir de aquí para allá, y da la im presión de no tener
inteligencia.
—Eso parece, en efecto.
—Entonces, lo que aporta la verdad a las cosas cog- e
noscibles y otorga al que conoce el poder de conocer,
puedes decir que es la Idea del Bien. Y por ser causa
de la ciencia y de la verdad, concíbela como cognosci-
ble; y aun siendo bellos tanto el conocimiento como la
verdad, si estimam os correctam ente el asunto, tendre-
mos a la Idea del Bien por algo distinto y más bello por
ellas. Y así como dijimos que era correcto tom ar a la 509a
luz y a la vista por afines al sol pero que sería erróneo
creer que son el sol, análogamente ahora es correcto
pensar que ambas cosas, la verdad y la ciencia, son afi-
nes al Bien, pero sería equivocado creer que una u otra
fueran el Bien, ya que la condición del Bien es mucho
más digna de estim a.
—Hablas de una belleza extraordinaria, puesto que
produce la ciencia y la verdad, y además está por enci-
ma de ellas en cuanto a herm osura. Sin duda, no te re-
fieres al placer.
—i Dios nos libre! Más bien prosigue examinando
nuestra com paración.
b —¿De qué modo?
—Pienso que puedes decir que el sol no sólo aporta
a lo que se ve la propiedad de ser visto, sino también
la génesis, el crecim iento y ta nutrición, sin ser él m is-
mo génesis.
—Claro que no.
—Y asi dirás que a las cosas cognoscibles les viene
del Bien no sólo el ser conocidas, sino también de él
les llega el existir y la esencia JJ, aunque el Bien no sea
esencia, sino algo que se eleva más allá de la esencia
en cuanto a dignidad y a potencia.
λ Y Glaucón se echó a reír:
—¡Por Apolo!, exclamó. |Qué elevación demoníaca!
—Tu eres culpable —repliqué—, pues me has forza-
do a decir lo que pensaba sobre ello.
—Está bien; de ningún modo te detengas, sino prosl·
gue explicando la sim ilitud respecto del sol, si es que
te queda algo por decir.
—Bueno, es mucho lo que queda.
—Entonces no dejes de lado ni lo más mínimo.
—Me tem o que voy a dejar mucho de lado; no obs-
tante. no om itiré lo que en este momento me sea posible.
—No, por favor.
<i —Piensa entonces, como decíamos, cuáles son los
dos que reinan: uno, el de! género y ámbito inteligibles:

12 Traducimos aquí ousía por «esencia·» (sin propósito de contrap-


tarla con to einai «el existir»), poro conscientes de que es una traduc-
ción deficiente. Otra alternativa podría se r «realidad», pero, como se
verá en el libro VL1. la palabra ousia tiene en tal contexto una fuerte
indicación de persistencia ontológica (que inducirá a Aristóteles a for-
jar, un base a ella, el concepto de «sustancia»), que se contrapone a
la génesis o «devenir·».
otro, el del visible, y no.digo. 'el del cielo* p ara que no
creas que bago juego de palabras. ¿Capias es las cUxsjesr
pecies, la visible.y la—intel-igtble?
—Las capto.
—Torna ahora una línea dividida en dos p arles desi-
guales; divide nuevamente cada sección según la misma
proporción, la del género de lo que se ve y otra la del
que se intelíge, y tendrás distinta oscuridad y claridad
relativas; asi tenemos prim eramente, en el género de lo
que se ve, una sección de imágenes. Llamo 'imágenes' en
prim er lugar a las sombras, luego a los reflejos en el 5J0n
agua y en todas las cosas que, por su constitución, son
densas, lisas y brillantes, y a Lodo lo de esa índole. ¿Te
das cuenta?
—Me doy cuenta.
—Pon ahora la otra sección de la que ésta ofrece imá-
genes, a la que corresponden los anim ales que viven en
nuestro derredor, así como todo lo que crece, y tam -
bién el género íntegro de cosas fabricadas por el hom -
bre.
—Pongámoslo.
—¿Estas dispuesto a declarar que la línea ha queda-
do dividida, en cuanto a su verdad y no verdad, de mo-
do tal que lo opinable es a lo cognoscible como la copia
es a aquello de io que es copiado?
—Estoy muy dispuesto.
—Ahora examina si no hay que dividir también la
sección de lo inteligible.
—¿De qué modo?
—De éste. Por un lado, en la prim era p arte de ella,
el alma, sirviéndose de las cosas antes im itadas como
si fueran imágenes, se ve forzada a indagar a p artir de
supuestos, m archando no hasta un principio sino hacía
una conclusión. Por otro lado, en la segunda parte, avan-
za hasta un principio no supuesto, partiendo de un su-
puesto y sin recu rrir a imágenes —a diferencia del otro
caso—, efectuando el camino con Ideas m ism as y por
medio do Ideas.
—No he aprehendido suficientem ente esto que dices»
—Pues veamos nuevamente; será más fácil que en-
tiendas si te digo esto antes. Creo que sabes que los
que se ocupan de geometría y de cálculo suponen lo
im par y lo par, las figuras y tres clases de ángulos y
cosas afines, según lo que investigan en cada caso. Co-
mo si las conocieran, las adoptan como supuestos, y de
ahí en adelante no estiman que deban dar cuenta de
d ellas ni a sí mismos ni a otros, corno si fueran evidentes
a cualquiera; antes bien, partiendo de ellas atraviesan
el resto de modo consecuente, para concluir en aquello
que proponían al examen.
—Sí, esto lo sé.
—Sabes, por consiguiente, que se sirven de figuras
visibles y hacen discursos acerca de ellas, aunque no
pensando en éstas sino en aquellas cosas a las cuales
éstas se parecen, discurriendo en vista al Cuadrado en
e sí y a la Diagonal en sí, ν no en visLa de la que dibujan,
y así con lo demás. De las cosas mismas que configuran
y dibujan hay som bras e imágenes en el agua, y de es-
tas cosas que dibujan se sirven como imágenes, buscan-
si \a do divisar aquellas cosas en sí que no podrían divisar
de otro modo que con el pensamiento.
—Dices verdad.
—A esto me refería como la especie inteligible. Pero
en esta su prim era sección, el alma se ve forzada a ser-
virse de supuestos en su búsqueda, sin avanzar hacia
un principio, por no poder rem ontarse m ás allá de los
supuestos. Y para eso usa como imágenes a los objetos
que abajo eran imitados, y que habían sido conjetura-
dos y estim ados como claros respecto de los que eran
sus imitaciones.
h —Comprendo que te refieres a la geom etría y a las
artes afines.
—Comprende entonces la otra sección de lo inteli-
gible, cuando afirmo que en ella la razón misma ap re-
hende, p o r medio de la facultad dialéctica, y hace de
los supuestos no principios sino realm ente supuestos,
que son como peldaños y tram polines hasta el principio
del iodo, que es no supuesto, y, tras aferrarse a él, ate -
niéndose a las cosas que de él dependen, desciende has-
ta una conclusión, sin servirse para nada de lo sensible, c
sino de Ideas, a través de Ideas y en dirección a Ideas,
hasta concluir en Ideas.
—Comprendo, aunque no suficientem ente, ya que
creo que tienes en m ente una tarea enorme: quieres dis-
tinguir lo que de lo real e inteligible es estudiado por
la ciencia dialéctica, estableciendo que es m ás claro que
lo estudiado por las llamadas ‘a rte s ’, para las cuales
los supuestos son principios. Y los que los estudian se
ven forzados a estudiarlos por medio del pensam iento
discursivo, aunque no por los sentidos. Pero a raíz de
no hacer el examen avanzando hacia un principio sino d
a p artir de supuestos, ce parece que no poseen inteli-
gencia acerca de ellos, aunque sean inteligibles junto
a u n principio. Y creo que llam as 'pensam iento discur-
sivo’ al estado mental de los geóm etras y similares, pe-
ro no 'inteligencia'; como si el 'pensam iento discursivo’
fuera algo intermedio en tre la opinión y la inteligencia.
—Entendiste perfectamente. Y ahora aplica a las cua-
tro secciones estas cuatro afecciones que se generan en
el alma; inteligencia, a la suprem a; pensam iento discur-
sivo, a la segunda; a la tercera asigna la creencia y a t
la cu arta la conjetura; y ordénalas proporcionadam en-
te, considerando que cuanto m ás participen de la ver-
dad tanto más participan de la claridad.
—Entiendo, y estoy de acuerdo en ordenarlas como
dices.
Ideas - Fedón 78b-81c
atemoriza ame esas cosas. Intenta, pues, persuadirlo de
c|iic no tema a la muerte como al coco.
—En tal caso —dijo Sócrates— es preciso entonar con-
juros cada día, hasta que lo hayáis conjurado
—¿Pero de dónde, Sócrates —replicó él—, vamos a sa- n a
car un buen conjurador de tales temores, una vez que tú
dijo— nos dejas?
— ¡Amplia es Grecia, Cebes! —respondió él—. Y en
ella hay hombres de valer, y son muchos los pueblos de
los bárbaros, que debéis escrutar todos en busca de un con-
jurador semejante, sin escatimar dineros ni fatigas, en la
convicción de que no hay cosa en que podáis gastar más
oportunamente vuestros haberes* Debéis buscarlo vosotros
mismos y unos con otros. Porque tal vez no encontréis
fácilmente quienes sean capaces de hacerlo más que voso-
tros.
—Bien, asi se hará —dijo Cebes—. Pero regresemos
al punto donde lo dejamos, si es que es de tu gusto. ¿>
—Claro que es de mi gusto. ¿Cómo, pues, no iba a
serlo?
—Dices bien —contestó.
—Por lo tanto ,—dijo Sócrates—, conviene que noso-
tros no preguntemos que a qué clase de cosa le conviene
sufrir ese proceso, el descomponerse, y a propósito de qué
clase de cosa hay que temer que le suceda eso mismo, y
ti qué otra cosa no. Y después de esto, entonces, examine-
mos cuál de las dos es el alma, y según eso habrá que
estar confiado o sentir temor acerca del alma nuestra.
u Puede verse, sobre esos conjuros dd alma, lo que Platón pone
m boca del famoso mago Zalmoxis en Cármides 157a. AJ aludir, en bro-
ma, a tales conjuradores, el ateniense podía recordar a figuras de «cha·
mimes» o exorcizadorcs renombrados, como Zalmoxis, o Ábarii el Hi-
perbóreo, o Epíménides de Creta.
—Verdad dices —contestó.
—¿Le conviene, por tanto, a lo que se ha compuesto
y a lo que es compuesto por su naturaleza sufrir eso,
c descomponerse del mismo modo como se compuso? Y si
hay algo que es simple, sólo a eso no le toca experimentar
ese proceso, si es que le toca a algo.
—Me parece a mí que así es —dijo Cebes.
—¿Precisamente las cosas que son siempre del mismo
modo y se encuentran en iguales condiciones, éstas es ex~
traordinariamentc probable que sean las simples, mientras
que las que están en condiciones diversas y en diversas for-
mas, ésas serán compuestas?
—A mí ai menos así me lo parece.
—Vayamos, pues, ahora —dijo— hacia lo que tratába-
d mos en nuestro coloquio de antes. La entidad misma, de
cuyo ser dábamos razón al preguntar y responder, ¿acaso
es siempre de igual modo ea idéntica condición, o unas
veces de una manera y otras de otras? Lo igual en sí, lo
bello en sí, lo que cada cosa es en realidad, lo ente, ¿admi-
te alguna vez un cambio y de cualquier tipo? ¿O lo que
es siempre cada uno de los mismos entes, que es de aspec-
to'único en si mismo, se mantiene idéntico y en las mismas
condiciones, y nunca en ninguna parte y de ningún modo
acepta variación alguna?
—Es necesario —dijo Cebes— que se mantengan idén-
ticos y en las mismas condiciones, Sócrates.
—¿Qué pasa con la multitud de cosas bellas, como por
ejemplo personas o caballos o vestidos o cualquier otro
c género de cosas semejantes, o de cosas iguales, o de todas
aquellas que son homónimas con las de antes? ¿Acaso se
mantienen idénticas, o. Codo lo contrarío a aquéllas, ni son
iguales a sí mismas» ni unas a otras nunca ni, en una pala-
bra, de ningún modo son idénticas?
—Así son, a su vez —dijo Cebes—, estas cosas: jamás
se presentan de igual modo.
—¿No es cierto que éstas puedes locarlas y verlas y 7
captarlas con ios demás sentidos, mientras que a las que
se mantienen idénticas no es posibie captarlas jamás con
ningún otro medio, sino con el razonamiento de la inteli-
gencia, ya que tales entidades son invisibles y no son obje-
tos de la mirada?
—Por completo dices verdad —contestó.
—Admitiremos entonces, ¿quieres? —dijo— %dos cía-,
ses de seres, la una visible, la otra invisible.
—Admitáraolo también —contestó.
—¿Y la invisible se mantiene siempre idéntica, en tanto
que la visible jamás se mantiene en la misma forma?
—También esto —dijo— lo admitiremos.
—Vamos adelante* ¿Hay una parte de nosotros —dijo ¿>
¿I— que es el cuerpo, y otra el alma?
—Ciertamente —contestó.
—¿A cuál, entonces, de las dos clases afirmamos que
es más afín y familiar el cuerpo?
—Para cualquiera resulta evidente esto: a la de lo visi-
ble.
—¿Y qué el alma? ¿Es perceptible por la vista o invisi-
ble?
—No es visible al menos para los hombres, Sócrates
—contestó.
—Ahora bien, estamos hablando de lo visible y lo no
visible para la naturaleza humana. ¿O crees que en refe-
rencia a alguna otra?
—A la naturaleza hunana.
—¿Qué afirmamos, pues, acerca del alma? ¿Que es vi-
sible o invisible?
—No es visible.
— ¿Invisible, entonces?
—Si.
—Por tanto, el alma es más afín que el cuerpo a lo
invisible, y ésie lo es a lo visible.
c —Con toda necesidad, Sócrates.
— ¿No es esto lo que decíamos hace un rato, que d
alma cuando utiliza el cuerpo para observar algo, sea por
medio de la vista o por medio del oído, o por medio de
algún otro sentido, pues en eso consiste lo de por medio
del cuerpo: en el observar algo por medio de un sentido,
entonces es arrastrada por el cuerpo hacia las cosas que
nunca se presentan idénticas, y ella se extravía, se perturba
y se marea como si sufriera vértigos, mientras se mantiene
en contacto con esas cosas?
—Ciertamente.
d —En cambio, siempre que ella las observa por sí mis-
ma, entonces se orienta hacia lo puro, lo siempre existente
e inmortal, que se mantiene idéntico, y, como si fuera de
su misma especie se reúne con ello, en tanto que se halla
consigo misma y que le es posible, y se ve libre del extravío
en relación con las cosas que se mantienen idénticas y con
el mismo aspecto, mientras que está en contacto con éstas.
¿A esta experiencia es a lo que se llama meditación?
—Hablas del todo bella y certeramente, Sócrates —res-
pondió.
—¿A cuál de las dos clases de cosas, tanto por lo de
^ antes como por lo que ahora decimos, te parece que es
el alma más afín y connatural?
—Cualquiera, incluso el más lerdo en aprender —dijo
él— , creo que concedería, Sócrates, de acuerdo con tu in-
dagación, que el alma es por completo y en todo más afín
a lo que siempre es idéntico que a lo que no lo es.
—¿Y del cuerpo, qué?
—Se asemeja a lo otro.
—Míralo también con el enfoque siguiente: siempre que
estén en un mismo organismo alma y cuerpo, al uno le
prescribe la naturaleza que sea esclavo y esté sometido,
y a la otra mandar y ser dueña. Y según esto, de nuevo,
¿cuál de ellos te parece que es semejante a lo divino y
cuál a lo mortal? ¿O no te parece que lo divino es lo que
está naturalmente capacitado para mandar y ejercer de guía,
mientras que lo mortal lo está para ser guiado y hacer de
siervo?
—Me lo parece, desde luego.
—Entonces, ¿a cuál de los dos se parece el alma?
—Está claro, Sócrates, que el alma a lo divino, y el
cuerpo a lo mortal.
—Examina, pues, Cebes —dijo— , si de todo lo dicho
se nos deduce esto: que el alma es lo más semejante a lo
divino, inmortal, inteligible, uniforme, indisoluble y que
eslá siempre idéntico consigo mismo, mientras que, a su
vez, el cuerpo es lo más semejante a lo humano, mortal*
multiforme, irracional, soluble y que nunca está idéntico
a si mismo. ¿Podemos decir alguna otra cosa en contra
de esto, querido Cebes, por lo que no sea así?
—No podemos.
—Entonces, ¿qué? Si las cosas se presentan así, ¿no
le conviene al cuerpo disolverse pronto, y al alma, en cam-
bio, ser por completo indisoluble o muy próxima a ello?
—Pues ¿cómo no?
—Te das cuenta, pues —prosiguió—, que cuando mue-
re una persona, su parte visible, el cuerpo, que queda ex-
puesto en un lugar visible, eso que llamamos el cadáver,
a lo que le conviene disolverse, descomponerse y disiparse,
no sufre nada de esto enseguida, sino que permanece con
aspecto propio durante un cierto tiempo, si es que uno
muere en buena condición y en una estación favorable,
y aun mucho tiempo. Pues si el cuerpo se queda enjuto
y momificado como los que son momificados en Egipto,
casi por completo se conserva durante un tiempo incalcu-
d lable. Y algunas parles del cuerpo, incluso cuando él se
pudra, los huesos, nervios y lodo lo semejante son general-
mente, por decirlo así, inmortales. ¿O no?
- S í.
—Por lo tanto, el alma, lo invisible, lo que se marcha
hacia un lugar distinto y de tal clase, noble, puro, e invisi-
ble, hacia el Hades en sentido auténtico 49, a la compañía
de la divinidad buena y sabia, adonde, si dios quiere* muy
pronto ha de irse también el alma mía, esta alma nuestra,
que es así y lo es por naturaleza, al separarse del cuerpo,
¿al punto se disolverá y quedará destruida, como dice la
mayoría de la gente?
e De ningún modo, queridos Cebes y Simmias. Lo que
pasa, de seguro, es lo siguiente: que se separa pura, sin
arrastrar nada del cuerpo, cuando ha pasado la vida sin
comunicarse con él por su propia volundad, sino rehu-
yéndolo y concentrándose en sí misma, ya que se había
ejercitado continuamente en ello, lo que no significa otra
cosa, sino que estuvo filosofando rectamente y que de
8io verdad se ejercitaba en estar muerta con soltura. ¿O es
que no viene a ser eso la preocupación de la muerte?
—Completamente.
—Por lo tanto» ¿estando en tal condición se va hacia
lo que es semejante a ella, lo invisible, lo divino, inmortal

19 Hay un juego de palabras entre aídfs «invisible» y Háidés «Ha-


des», Parece correcta la etimología de Hades como el «invisible»; que
era de uso popular, aunque Platón propone otra en Cráülo 404b.
y sabio 50y y al llegar allí esrtá a su alcance ser feliz, aparta-
da de errores, insensateces, terrores, pasiones salvajes, y
de todos los demás males humanos, como se dice de los
iniciados en los misterios, para pasar de verdad el resto
del liempo en compañía de los dioses? ¿Lo diremos asír
Cebes, o de otro modo?
—Así, ¡por Zeus! —dijo Cebes.
—Pero, en cambio, si es que, supongo, se separa del b
cuerpo contaminada e impura, por su trato continuo con
el cuerpo y por atenderlo y amarlo, estando incluso hechi-
zada por él, y por los deseos y placeres, hasta el punto
de no apreciar como verdadera ninguna otra cosa sino lo
corpóreo, lo que uno puede tocar, ver, y beber y comer
y utilizar para los placeres del sexo, mientras que lo que
para los ojos es oscuro e invisible, y sólo aprehensible por
el entendimiento y la filosofía, eso está acostumbrada a
odiarlo, temerlo y rechazarlo, ¿crees que un alma que está c
en tal condición se separará límpida- ella en sí misma?
—No, de ningún modo —contestó.
—Por lo tanto, creo, ¿quedará deformada por lo cor-
póreo, que la comunidad y colaboración del cuerpo con
ella, a causa del continuo trato y de la excesiva atención,
)e ha hecho connatural?
—Sin duda.
— Pero hay que suponer, amigo mío —dijo—, que eso
es embarazoso, pesado, terrestre y visible. Así que el alma,
al retenerlo, se hace pesada y es arrastrada de nuevo hacia
el terreno visible, por temor a lo invisible y al Hades,
como se dice, dando vueltas en torno a los monumentos d
fúnebres y las tumbas, en torno a los que, en efecto, han

?0 La calificación de «sabio» se agrega aquí como una nota más, de


acuerdo con la noción tradicional de los atribuios de «lo divino».
sido vistos algunos fantasmas sombríos de almas; y tales
espectros 51 los proporcionan las almas de esa clase, las
que no se han liberado con pureza, sino que participan
de lo visible. Por eso, justamente, se dejan ver.
—Es lógico, en efecto, Sócrates.
—Lógico ciertamente, Cebes, Y también que éstas no
son en modo alguno las de los buenos, sino las de los ma-
los, las que están forzadas a vagar en pago de la pena
de su anterior crianza, que fue mala. Y vagan errantes
e hasta que por e! anhelo de lo que las acompaña como un
lastre, lo corpóreo, de nuevo quedan ligadas a un cuerpo.
Y se ven ligadas, como es natural, a los de caracteres se-
mejantes a aquellos que habían ejercitado ellas, de hecho,
en su vida an terio r52.
—¿Cuáles son esos que dices, Sócrates?
—Por ejemplo, los que se han dedicado a glotonerías,
actos de lujuria, y a su afición a la bebida, ν que no
se hayan moderado, ésos es verosímil que se eocamen

51 La concepción de que las almas de los muertos perviven como som-


bras o espectros (efdola) en el Hades está ya bien atestiguada en H o m e r o
(en la Nekufa o canto XI de la Odisea). Y lo está también la creencia
de que, si un cadáver no recibe los debidos honores fúnebres, su alma
puede encontrar impedimentos para entrar en el Hades, y asi se ve obli-
gada a vagar errante en torno a su tumba. (Ver Ufada, XXIΠ 65-72,
donde Patroclo reclama un pronto servido Funerario.) Las almas vagan
como «fantasmas sombríos» (skioridt phontásmata).
5i La noción de la reencarnación de las aJmas en oíros cuerpos» y
en especies animales, es pitagórica. Ya Jenófanes alude a ella con ironía
(fr. 7 DK). Platón, con una ironía aún más sutil» la invoca repelidas
veces. Así en Rep> 6)9c-620e, Fedro 24Se-24$b, y Timeo 41d-42d, 91d-92c.
La combinación de la creencia pitagórica y la tesis platónica sobre el
aliña provoca efectos ex ira ños. ¿Cómo podría un alma que es —y lo
es escocialmcntc— racionaI reincorporarse en animales, de naturaleza irra-
cional?
Matemáticas - República
525a-527d
—Completamente cierto. d
—Y esto es lo que intentaba decir hace un momento,
cuando afirm aba que algunos objetos estim ulan el pen-
samiento y otros no, en lo cual definía como estim ulan-
tes aquellos que producían sensaciones contrarias a la
vez, m ientras los otros no excitaban a la inteligencia.
—Comprendo, y también a mí me parece así.
—Pues bien, ¿en cuál de las dos clases te parece que
eslán el num ero y la unidad?
—No me doy cuenta-
—Razona a p a rtir de lo dicho. En efecto, si la uni-
dad es vista suficientem ente por sí misma o aprehendi-
da por cualquier otro sentido, no atraerá hacia la esen- e
cia. como decíamos en el caso del dedo. Pero si se la
ve en alguna contradicción, de modo que no parezca más
unidad que lo contrario, se necesitará de un juez, y el
alma forzosamente estará en dificultades e indagará, ex*
citando en sí misma el pensamiento, y se preguntará
qué es en sí la unidad: de este modo el aprendizaje
concerniente a la unidad puede estar entre los que S2Sa
guían y vuelven el alma hacia la contemplación de lo
que es.
—Por cierro —dijo Glaucón—, así pasa con la visión
de la unidad y no de modo mínimo, ya que vemos una
cosa como una y a la vez como infinitam ente múltiple,
—Si esto es así con lo uno, ¿no pasará lo mismo con
iodo número?
—Sin duda.
—Pero el arie de calcular y la aritm ética tratan del
número.
—Asi es.
—Entonces parece que conducen hacia la verdad, b
—En forma m aravillosa.
—Se hallan, por ende, entre Jos estudios que busca-
mos; pues al guerrero> para ordenar su ejército, le hace
falta aprend er estas cosas; en cuanto al filósofo, para
escapar del ámbito de la génesis, debe ca p tar la esen-
cia. sin lo cual jam ás llegará a ser un buen calculador.
—Así es,
—Pero resulla que nuestro guardián es a Ja vez gue-
rrero y filósofo.
— ¡Claro está!
—Seria conveniente, Glaucón, establecer por Ley es-
te estudio y persuadir a los que van a p articipar de los
c más altos cargos del Estado a que se apliquen al a rte
del cálculo, pero no como aficionados, sino hasta llegar
a la contemplación de la naturaleza de los núm eros por
medio de Ja inteligencia; y tam poco para hacerlo servir
en com pras y ventas, como hacen los com ercianres ν
m ercaderes, sino con m iras a la guerra ν a facilitar la
conversión del alnrla desde la génesis hacia la verdad
ν la esencia.
—Es muy bello lo que dices.
d —Además pienso ahora, iras lo dicho sobre el estudio
concerniente a los cálculos, qué agudo y útil nos es en
muchos aspectos respecto de lo que queremos, con tal
de que se emplee p ara conocer y no para com erciar.
—¿De qué modo?
—Así: este estudio del que estam os hablando eleva
notablemente el alm a y la obliga a d iscurrir acerca de
los Números en sí, sin perm itir jam ás que alguien dis-
c u rra proponiendo núm eros que cuentan con cuerpos
visibles o tangibles. En efecto, sabes sin duda que los
i; expertos en estas cosas, si alguien intenta seccionar
la unidad en su discurso, se rien y no lo aceptan, y si
tú la fraccionas ellos a su vez la m ultiplican, cuidando
que jam ás lo uno aparezca no como siendo uno, sino
como conteniendo m uchas parles.
—Es verdad lo que dices.
526a —Y si se les pregunta: «hombres asombrosos, ¿acer-
ca de qué núm eros discurrís, en los cuales la unidad
se halla tal como vosotros la consideráis, siendo en to-
do igual a cualquier otra unidad sin diferir en lo enás
mínimo ni conteniendo en sí mism a p an e alguna?»; ¿qué
crees. Glaucón, que responderán?
—Pienso que esto: que los números acerca de ios cua-
les hablan sólo es posible pensarlos, y no se Ies puede
m anipular de ningún modo.
—Tú ves entonces, mi amigo, que este estudio ha de
resultam os realmente forzoso, puesto que parece obli-
gar al alm a a servirse de la inteligencia mism a para
alcanzar la verdad misma.
—Sin duda que así procede.
—¿Y no has observado que los calculadores por na-
turaleza soo rápidos, por así decirlo, en rodos los estu -
dios, en tanto que los lentos, cuando son educados y
ejercitados en este estudio, aunque no obtengan ningún
otro provecho, mejoran, al menos, volviéndose más rá -
pidos que antes?
—Así es.
—Y no hallarás fácilmente, según pienso, muchos es-
tudios que requieran más esfuerzo para ap render y
practicar.
—No, en efecto.
—Por todos estos motivos no hay que descuidar este
estudio, sino que los mejores deben educar sus n atu ra-
lezas en él.
—Estoy de acuerdo.
—Quede entonces establecido para nosotros un pri-
m er estudio; ahora bien, exam inarem os un segundo que
le sigue, para ver si nos conviene.
—¿Cuál? ¿Acaso te refieres a la geometría?
—A ella, precisam ente.
—En cuanto se extiende sobre los asuntos dé gue-
rra, es evidente que conviene. Porque en lo que concier-
ne a acam pamientos, ocupación de zonas, concentracio-
nes y despliegues de tropas, y cuantas formas asuman
los ejércitos en las batallas mismas y en las m archas,
es muy diferente que el guardián mismo sea geóm etra
y que no lo sea.
—De esas cosas, sin embargo —repliqué—, es poco
de geom etría y de cálculos lo que basta. Avanzando mu*
<s cho raás lejos que eso, debemos exam inar si tiende a
hacer divisar más fácilm ente la Idea del Bien. Y a eso
tiende, decimos, todo aquello que fuerza al alma a g irar
hacia el lugar en el cual se halla lo m ás dichoso de lo
que es> que debe ver a toda costa.
—Hablas correctamente.
—En ese caso, si la geom etría obliga a contem plar la
esencia, conviene; si en cam bio obliga a contem plar
el devenir, no conviene.
—De acuerdo en que afirm emos eso.
52 7 a —En esto hay algo que no nos discutirán cuantos
sean siquiera un poco expertos en geometría, a saber,
que esta ciencia es todo lo contrario de lo que dicen
en sus palabras los que tratan con ella.
—¿Cómo es eso?
—HabJan de un modo ridiculo aunque forzoso., como
si estuvieran obrando o como si todos sus discursos
apuntaran a la acción: hablan de 'cuadrar', "aplicar1 'aña-
d ir' y dem ás palabras de esa índole, cuando en reali-
b dad todo este estudio es cultivado apuntando al conoci-
miento.
—Com pletamente de acuerdo.
—¿No habremos de convenir algo más?
—¿Qué?
—Que se la cultiva apuntando a) conocimiento de lo
que es siem pre, no de algo que en algún m om ento nace
y en algún momento perece.
—Eso es fácil de convenir, pues la geom etría es el
conocimiento de lo que siem pre es,
—Se trata entonces, noble amigo, de algo que atrae
al alma hacia la verdad y que produce que el pensa-
miento del filósofo dirija hacia arrib a lo que en el pre-
sente dirige indebidamente hacia abajo.
—Es capaz de eso al máximo.
—Pues si es tan capaz, has de p rescribir al máximo c
a los hom bres de tu bello Estado que de ningún modo
descuíden la geometría; pues incluso sus productos ac-
cesorios no son pequeños.
—¿A qué te refieres?
—Lo que tú has mencionado: lo concerniente a la
guerra; pero también con respecto a todos los demás
estudios, cómo com prenderlos mejor, ya que bien sabe-
mos que hay una enorm e diferencia entre quien ha es-
tudiado geom etría y quien no.
—iEnorme, por Zeus!
—¿Implantamos entonces esto como un segundo es-
tudio para nuestros jóvenes?
—Implantémoslo.
—Y ahora ¿pondremos en tercer lugar la astronomía? d
¿O no te parece?
—A mi sí —dijo Glaucón—. En efecto, tener buena
percepción de las estaciones corresponde no sólo a la
agricultura y a la navegación, sino tam bién no menos
al oficio de jefe m ilitar.
—Me hace gracia —repliqué—, porque das la im pre-
sión de tem er que a la m uchedum bre le parezca que
estás estableciendo estudios inútiles. Pero en realidad
se trata de algo no insignificante pero difícil de creer:
que gracias a estos estudios el órgano del alma de cada
hom bre se purifica y resucita cuando está agonizante e
y cegado por las demás ocupaciones, siendo un órgano
que vale más conservarlo que a diez mil ojos, ya que
sólo con él se ve la verdad. Aquellos que están de acuer-
do en esio convendrán contigo sin dificultad, m ientras
que los que nunca lo hayan percibido en nada estima-
rán, naturalm ente, lo que digas, porque no ven otra ven-
taja en estos estudios digna de ser tenida en cuenta.
Política (Corrupción)
República 550d-553e
—Tenemos ya, por consiguiente, el segundo régimen
político y el segundo hombre.
—Los tenemos.
—¿No diremos, después de esto, con Esquilo: «vea-
mos otro hom bre colocado ante otro Estado» o, más
bien, de acuerdo con nuestra propuesta, en prim er lu-
gar el Estado?
—De acuerdo.
—Después de aquel régimen político, pienso, vendría
la oligarquía.
—¿A cuál constitución llamas 'oligarquía1?
—Al régimen basado en la tasación de la fortuna,
d en el cual mandan los ricos, y los pobres no participan
del gobierno.
—Comprendo.
—¿No debemos decir en prim er lugar cómo se pro-
duce el tránsito desde la tim arquía hasta la oligarquía?
- S í.
—Bueno; hasta para un ciego es evidente cómo se
produce.
—¿De qué modo?
—Aquella cám ara que cada uno tenía repleta de oro
es lo que pierde a aquel régimen político. P rim eram en-
te, porque descubren otras m aneras de gastar el dinero,
y corrom pen para eso las leyes, desacatándolas tanto
ellos como sus esposas.
—Es natural.
—Después, al m irar cada uno al otro y ponerse a
imitarlo, logran que la mayoría de ellos sean del mismo
modo.
—Probablemente.
—A p a rtir de ese momento, al avanzar en busca de
más riquezas, cuanto más estiman eso, más menospre-
56 V ariación jug u eto n a del verso 471 de Los siete contra Tebas de
E s o u ilo , «habla d e o tro h om bre a sig n ad o a o tr a s puertas)·, con p ro b a -
b le c o n ta m in ación del v. 570, «co lo ca d o Homolóís an te la s p u erta s».
cían la excelencia. ¿O no se oponen la riqueza y la exce-
lencia de modo ral que, como colocada cada una en uno
de los platillos de la balanza, se inclinan siempre en
dirección opuesta?
—Por c ie rto .,
—Por ende, cuanto más se veneran en un Estado ssiú
las riquezas y los hom bres ricos, en menos se tiene la
excelencia y los hom bres buenos.
—Es claro,
—Ahora bien, se cultiva lo que siempre se venera,
se descuida lo que se tiene en menos.
—Así es.
—Por consiguiente, de hom bres que ansiaban impo-
nerse y recibir honores, terminan por convertirse en ami-
gos de la riqueza y del acrecentam iento de ésta; alaban
al rico, lo adm iran y lo llevan al gobierno, despreciando
al pobre.
—De acuerdo.
—Entonces implantan por ley los límites del régimen
oligárquico, fijando una cantidad de dinero, mayor don- />
de la oligarquía se impone más, m enor donde se impo-
ne menos, prohibiendo participar del gobierno a aque-
llos cuya fortuna no llegue a la tasación estipulada. Y
esto lo hacen cumplir mediante la fuerza armada, o bien,
antes de llegar a eso, instituyen tal constitución mediante
el temor. ¿No es así?
—Asi, seguram ente.
—Podríam os decir que ésta es la constitución.
—Sí —dijo Adimanto—. Pero ¿cuál es el carácter de
este régim en? ¿Y cuáles son los defectos que decimos c
que tiene?
—En prim er lugar, es el mismo límite que se le ha
impuesto. Mira qué p asaría si se procediera así con los
pilotos de naves, en base a la tasación de su fortuna,
y se impidiese tim onear al pobre, aun cuando fuera me-
jor piloto.
—Sería una navegación pésima la que tendría lugar.
—¿Y no sucedería lo mismo con cualquier otro tipo
de mando?
—Pienso que sí.
—¿Excepto en el caso del Estado?; ¿o tam bién res-
pecto del Estado?
—Más que en cualquier otro caso, por cuanto es el
gobierno m ás difícil y m ás im portante.
J —Por consiguiente, de tal tam año es ese defecto en
la oligarquía.
—Así parece.
—¿Y este otro? ¿Te parece que es m enor?
—¿Cuál?
—El de que necesariam ente semejante Estado sea do-
ble, no único: el Estado de los pobres y el de los ricos,
que conviven en el mismo lugar y conspiran siem pre
unos contra otros,
—iPor Zeus que este defecto no es menor!
—Y tampoco es algo positivo la probable incapaci-
dad de llevar a cabo guerra alguna, a raíz de verse
e compelidos a servirse de la m ultitud arm ada, a la cual
se teme m ás que a los enemigos, o, en caso de no servir-
se de ella, m ostrarse en la m ism a batalla como real-
mente son, 'oligarcas1; aparte de que, por ser am antes
de la riqueza, no estarán dispuestos a co ntrib uir a la
guerra con dinero.
—No es positivo.
—Bien; en cuanto a lo que antes censurábamos, el
ocuparse de m uchas cosas, por ejemplo, que las mis-
552a mas personas al mismo tiem po labren, hagan negocios
y guerreen, en semejante régimen político, ¿te parece
que es correcto?
—¡Ni por asomo!
—Mira ahora si el siguiente no es el más grande de
todos los males, y si este régimen no es el prim ero en
adm itirlo en sí mismo.
—¿Cuál?
—El de p erm itir a uno vender todo lo suyo y a otro
adquirirlo, y al que ha vendido vivir en el Estado sin
pertenecer a ningún sector del Estado, no siendo nego-
ciante ni artesano, caballero ni hoplita, a simple título
de pobre e indigente.
—Ciertamente, es el prim er régimen al que Je su- b
cede eso.
—Pero es que en los Estados oligárquicos nada im-
pide algo de esa índole; de otro modo no serían unos
excesivamente ricos y otros absolutam ente pobres.
—Correcto.
—Ahora observa esto: cuando sem ejante hombre,
siendo rico, derrochaba su dinero, ¿resultaba útil al
Estado en algo respecto a lo que hace un momento de-
cíamos? ¿ 0 no sucedía acaso que, pasando por ser uno
de los gobernantes, en realidad no era gobernante ni
servidor de) Estado, sino sólo derrochador de lo que
tenía?
—Así es: pasaba por ser eso, pero no era nada m ás c
que un derrochador.
—iQuieres que djgamos, entonces, que, así como el
zángano nace en su celdilla, como aflicción del enjam-
bre, así tam bién tal hom bre nace en su casa como zán-
gano, aflicción del Estado?
—Absolutamente cierto, Sócrates.
—¿Y no sucede, Adimanto, que a todos los zánganos
con alas el dios los h a hecho desprovistos de aguijón,
a los zánganos con patas los ha hecho a unos desprovis-
tos de aguijón pero a otros con aguijones form idables?
¿Y que los desprovistos de aguijón concluyen en la ve-
jez como mendigos, en tanto los que cuentan con aguí: d
jón son cuantos son llamados m alhechores?
—Una gran verdad.
—Es entonces m anifiesto que, allí donde ves mendi-
gos en un Estado, sin duda en el mismo lugar están es-
condidos ladrones, salteadores, profanadores y artífices
de todos Jos males de esa índole.
—Es manifiesto.
—Pues bien, ¿no ves que en los Estados oligárquicos
hay mendigos?
—Casi todos, a excepción de los que gobiernan.
e —¿No pensarem os, entonces, que tam bién hay en
tales Estados muchos malhechores que cuentan con agui-
jón, y a quienes los m agistrados se preocupan de conte-
ner por la fuerza?
—jClaro que lo pensaremos!
—¿Y no diremos que es por falta de educación, por
m ala crianza y por la constitución del régimen político
por lo que allí surgen tales hombres?
—Lo diremos.
—De esta índole, pues, será el Estado oligárquico y
aquellos males que contiene, aunque probablemente hay
más.
—Podemos suponerlo.
553 a —Demos entonces por completo el trazado de este
régimen llamado 'oligarquía', cuyos gobernantes se cons-
tituyen a p artir de la tasación de las fortunas. Después
de esto examinemos al hom bre que le es similar, para
ver cómo se origina y cómo es una vez originado.
—De acuerdo.
—¿No es de este modo como sobre todo se produce
el tránsito desde el hom bre tim ocrático hacia el oligár-
quico?
—¿De cuál modo?
—Cuando del hom bre tim ocrático ha nacido un hijo,
éste prim eram ente im ita a su padre y sigue sus huellas,
b pero después Jo ve tropezar contra el Estado como con-
tra una roca y, tras reducirse a escom bros sus bienes
y él mismo al frente de un ejército o desem peñando
algún otro cargo im portante, va a p arar a los trib u -
nales perjudicado por sicofantes, o es ejecutado o des-
terrado o se lo priva de derechos cívicos y pierde toda
la fortuna.
—Es lógico.
—Y al ver esto, y sufrir y perd er los bienes, el hijo,
pienso, se atem oriza y pronto arroja de cabeza, del tro -
no que hay en su alma, a la ambición y Ja fogosidad,
y, hum illado por la pobreza, se vuelve hacia el lucro
y, cuidadosamente, ahorrando poco a poco y trab ajan-
do, amontona dinero. ¿No piensas que sem ejante hom-
bre entronizará su parte codiciosa y am ante de las ri-
quezas, haciéndola rey dentro de sí mismo, con tiara,
collar y cim itarra ceñida?
—SI, por cierto.
—En cuanto a la parte racional y a la fogosa, pien- d
so, las hará agacharse sobre el suelo a ambos lados de
aquel trono, y las esclavizará, no dejando a una refle-
xionar ni exam inar algo que no sea de dónde hará que
su riqueza se acreciente, ni a la o tra entusiasm arse y
venerar otra cosa que el dinero y los ricos, ni ambicio-
n ar otra cosa que la posesión de riquezas y lo que lleve
hacia ello.
—No hay otro trán sito más rápido y vigoroso desde
un joven ambicioso hasta uno am ante de las riquezas,
—¿No es este hombre ya uno oligárquico? Pues el e
cambio tiene lugar a p artir de un hom bre sim ilar al ré-
gimen político a p a rtir del cual se constituyó la oligar-
quía. Examinemos entonces si es sim ilar a ésta.
—Examinémoslo, 554a
—En prim er lugar, ¿no es sim ilar a ella por la gran
estim a que tiene por las riquezas?
—jClaro que sí!
—Y tam bién por ser ah orrad or y laborioso; sólo sa-
tisface los apetitos necesarios, sin producir otros gas-
tos, sino m anteniendo en esclavitud a los otros apetitos,
como superfluos.
—De acuerdo.
—Es un hom bre escuálido, que en todo busca hacer
ganancia, y atesorador, como los que la m ultitud d o -
lí gia. ¿No es este hom bre sim ilar a la constitución de
la Índole descrita?
—A raí me parece que sí, pues para alguien de esa
índole, como para el Estado respectivo, la riqueza es
lo de mayor estima.
— En efecto, pienso que sem ejante hombre no ha p a-
rado m ientes en la educación.
—Creo que no —dijo Adimanto—; de otro modo no
habría puesto a un ciego 17 como conductor del coro y
como lo de mayor estima.
—Bien —proseguí—; examina ahora esto: ¿no d ire-
mos que la falta de educación ha hecho surgir en él ape-
titos de la índole del zángano, unos del tipo de los
c mendigos, otros del de los m alhechores, a los cuales
reprime violentam ente la atención de otros intereses?
—Sí, por cierto.
—¿Y sabes adonde debes dirigir la m irada para ad -
v ertir la maldad de estos hom bres?
—¿Adonde?
—Hacia la tutela de huérfanos y cualquier otra cosa
similar que caiga en sus manos y les dé plena libertad
para o brar injustam ente.
—Es verdad.
—¿Y no es evidente con ello que semejante hombre,
cuando se halla en reuniones en las que su buena re -
putación le hace parecer justo, por una razonable
¿ violencia que se hace a sí mismo reprim e otros malos
apetitos que hay en él, sin persuadirlos de que no son
lo mejor ni dulcificando el razonamiento, sino m edian-
te la coerción y el miedo, tem blando por el resto de
su fortuna?
—Sin duda alguna.

17 Pluto, dios de la riqueza, es descrito a menudo como ciego.


Reminiscencia - Fedro 249b-
250c
demagogo, y para un tirano la novena De entre todos
estos casos, aquel que haya llevado una vida justa es partí-
cipe de un mejor destino, y el que baya vivido injustamen-
te, de uno peor. Porque allí mismo de donde partió no
vuelve alma alguna antes de diez mil años —ya que no
le salen alas antes de ese tiempo—, a no ser en el caso
de aquel que haya filosofado sin engaño, o haya amado ι&σ
a los jóvenes con filosofía. Éstas, en el Lercer período de
mil años, si han elegido tres veces seguidas la misma vida,
vuelven a cobrar sus alas y, con ellas, se alejan al cumplir-
se esos tres mi] años. Las demás, sin embargo, cuando aca-
baron su primera vjda, son llamadas a juicio y, una vez
juzgadas, van a parar a prisiones subterráneas, donde ex-
pían su pena; y otras hay que, elevadas por la justicia a
algún lugar celeste, llevan una vida tan digna como la que
vivieron cuando tenían forma humana. Al llegar el mile- b
nio, teniendo unas y otras que sortear y escoger la segunda
existencia, son libres de elegir la que quieran. Puede ocu-
rrir entonces que un alma humana venga a vivir a un ani-
mal, y el que alguna vez fue hombre se pase, otra vez,
de animal a hombre.
»Porque nunca el alma que no haya visto la verdad
puede tomar figura humana. Conviene que, en efecto, el
hombre se dé cuenta de lo que le dicen las ideas 65, yendo
de muchas sensaciones a aquello que se concentra en el
pensamiento. Esto es; por cierto, la reminiscencia de lo c
64 A! final do la República (X 614a ss.) en el milo de Er, i raza Platón
un vivo cuadro de la trasmigración y las distintas «vidas» de las almas.
Cf. También Leyes X 904a s.; Timeo 90e ss., 92c.
65 Cf. Luis G i l , «Notas al Fedro», Emérita XXV (1956), 311-3.10*
y Dr VriííS, A c o m m e n t a r y págs. 145-146. Puede interpretarse de di-
versas maneras la expresión kaih tó efdos legómenon; el sentido parece
ser: «lo que se concentra o recoge en la idea», o también «conviene que
el hombre escuche lo que la ¡dea le habla».
que vio, en otro tiempo, nuestra alma, cuando iba de ca-
mino con la divinidad, mirando desde lo alto a lo que aho-
ra decimos que es, y alzando la cabeza a lo que es en reali-
dad á6. Por eso, es justo que sólo la mente del filósofo
sea alada, ya que, en su memoria y en la medida de lo
posible, se encuenrra aquello que siempre es y que hace
que, por tenerlo delante, el dios sea divino. El varón, pues,
que haga uso adecuado de tales recordatorios, iniciado en
tales ceremonias perfectas, sólo él será perfecto. Apartado,
asi, de humanos menesteres y volcado a lo divino, es ta-
chado por la gente como de perturbado, sin darse cuenta
fot que lo que está es «entusiasmado» 6V.
»Y aquí es, precisamente, a donde viene a parar todo
ese discurso sobre la cuarta forma de locura, aquella que
se da cuando alguien contempla la belleza de este mundo,
y, recordando la verdadera, le salen alas y, así alado, le
entran deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mira ha-
cia arriba como si fuera un pájaro, olvidado de las de aquí
abajo, y dando ocasión a que se le tenga por loco. Así
que, de todas las formas de «entusiasmo», es ésta la mejor
de las mejores, tanto para ei que la tiene, como para el
que con ella se comunica: y a) partícipe de esta manía
al amante de los bellos, se le llama enamorado.
66 Sobre el sentido de la anamnesis puede verse, P. N a t o r p , Platos
Ideenlehre. Eine Einführung in den Ideo!ismus, Daimstadl, pági-
nas 69-70, y E. Lledó. La memoria del Lógos, Madrid, 1984, pági-
nas 119-139,
67 El verbo enthousiózo, significa, como es sabido, «estar en lo divi-
no», «estar poseído por ajguna divinidad». Conservo la traducción de
«entusiasmo», por recoger parte del olvidado origen semántico de la pa-
labra, cuya inmediata etimología es. precisamente, ese término griego.
manía significa algo así como «locura», «delirio»; pero conservo
también, en nJgunos casos y por la misma raión que en n. anL, la traduc-
ción de «manía».
»Así que, como se ha dicho» toda alma de hombre,
por su propia naturaleza, ha visto a los seres verdaderos,
o no habría llegado a ser el viviente que es. Pero el acor- 250a
darse de ellos, por los de aquí, no es asunto fácil para
todo el mundo, ni para cuantos, fu g a z m e n te , vieron en-
tonces las cosas de allí, ni para los que tuvieron la desdi-
cha, al caer, de descarriarse en ciertas compañías, hacia
lo injusto, viniéndoles el olvido del sagrado espectáculo
que otrora habían visto. Pocas hay, pues, que tengan sufi-
ciente memoria. Pero éstas, cuando ven algo semejante a
las de allí, se quedan como traspuestas, sin poder ser due-
ñas de sí mismas, y sin saber qué es lo que les está pasan-
do, al no percibirlo con propiedad. De la justicia, pues, b
y de la sensatez y de cuanto hay de valioso para las almas
no queda resplandor alguno en las imitaciones de aquí aba-
jo, y sólo con esfuerzo y a través de órganos poco claros
les es dado a unos pocos, apoyándose en las imágenes,^
intuir el género de lo representado. Pero ver el fulgor de
la belleza se pudo entonces, cuando con el coro de bieua-
venturados teníamos a la vista la divina y dichosa visión,
al seguir nosotros el cortejo de Zeus, y otros el de otros
dioses, como iniciados que éramos en esos misterios, que c
es justo llamar los más llenos de dicha, y que celebramos
en toda nuestra plenitud y sin padecer ninguno de los ma-
les que, en tiempo venidero, nos aguardaban. Plenas y pu-
ras y serenas y felices las visiones en las que hemos sido
iniciados, y de las que, en su momento supremo, alcanzá-
bamos el brillo más límpido, límpidos también nosotros,
sin el estigma que es toda esta tumba que nos rodea y
que llamamos cuerpo 69, prisioneros en él como una ostra.

69 La comparación del cuerpo con una Tumba (sóma-sénia), procede


del orfismo (cf. Gorgias 493a; República X 6He; Fedón 82e).
Virtud - Apologia 28a-30c
hay lujos de dioses y que no hay dioses? Sería, en efec-
to, tan absurdo como si alguien creyera que hay hijos e
de caballos y burros, los mulos, pero no creyera que
hay caballos y burros. No es posible, Meleto, que hayas
presentado esta acusación sin el propósito de ponemos
a prueba, o bien por carecer de una imputación real
de la que acusarme* No hay ninguna posibilidad de que
tú persuadas a alguien, aunque sea de poca inteligencia,
de que una misma persona crea que hay cosas relativas
a las divinidades y a los dioses y, por otra parte, que 2Ba
esa persona no crea en divinidades, dioses ni héroes.
Pues bien, atenienses, me parece que no requiere
mucha defensa demostrar que yo no soy culpable res-
pecto a la acusación de Meleto, y que ya es suficiente
Jo que ha dicho

Lo que yo decía antes, a saber, que se ha producido


gran enemistad hacia mí por parte de muchos, sabed
bien que es verdad. Y es esto Jo que me va a condenar,
si me condena, no Meleto ni Ánito sino la calumnia y
la envidia de muchos. Es lo que ya ha condenado a
otros muchos hombres buenos y los seguirá condenan-
do. No hay que esperar que se detenga en mi. b
Quizá alguien diga: «¿No te da vergüenza, Sócrates,
haberte dedicado a una ocupación tal por La que ahora
corres peligro de morir?» A éste yo, a mi vez, le diría
unas palabras justas: «No tienes razón, amigo, si crees
que un hombre que sea de algún provecho ha de tener
en cuenta el riesgo de vivir o morir, sino el examinar
solamente, al obrar, si hace cosas justas o injustas y
actos propios de un hombre bueno o de un hombre

15 Con es ras palabras, da por terminada Sócrates su defensa


frente a la acusación real presentada con ira él. El resto del
tiempo concedido para la defensa lo va a dedicar a justificar su
forma de vida y a demostrar que es beneficiosa para la ciudad
y digna de ser seguida por todos los hombres.
c malo. De poco valor serian, según tu idea, cuantos semi-
dioses murieron en Troya y, especialmente, el hijo de
Tetis30, el cual, ante la idea de aceptar algo deshonroso,
despreció el peligro hasta el punto de que, cuando, an-
sioso de matar a Héctor, su madre, que era diosa, le
dijo, según creo, algo así como: «Hijo, si vengas Ja muer-
te de tu compañero Patroclo y matas a Héctor, tú mismo
morirás, pues el destino está dispuesto para ti inme-
diatamente después de Héctor»; él, tras oírlo, desdeñó
d la muerte y el peligro, temiendo mucho más vivir siendo
cobarde sin vengar a los amigos, y dijo: «Que muera
yo en seguida después de haber hecho justicia al cul-
pable, a -fin de que no quede yo aquí junto a las cón-
c a v a naves, siendo objeto de risa, inútil peso de la
tierra.» ¿Crees que pensó en la muerte y en el peligro?
Pues la verdad es lo que voy a decir, atenienses.
En el puesto en el que uno se coloca porque considera
que es el mejor, o en el que es colocado por un superior,
aUí debe, según creo, permanecer y arriesgarse sin
teaer en cuenta ni la muerte ni cosa alguna, más que la
deshonra. En efecto, atenienses, obraría yo indigna-
mente, si, ai asignarme un puesto los jefes que vos-
otros elegisteis para mandarme en Potidea21, en Anfípo-
lis y en Delion, decidí permanecer como otro cualquiera
aUí donde ellos rae colocaron y corrí, entonces, el riesgo
e de morir, y en cambio ahora, al ordenarme el dios,

10 Aquilcs, que conociendo que debía morir inmediatamente


después de Héctor, obró como se indica a continuación. Las
palabras de Te lis y de Aquiles, citadas en Ja Apología responden
resumida y aproximadamente a llíada XVIII 96-104. Los héroes
homéricos tenían valor de ejemplaridad entre los griegos.
21 Potidea, Antlpolis y Delion son batallas en las que luchó
Sócrates como hoplita y que tuvieron lugar, respectivamente,
en 429, 422 y 424. Aunque para su presencia en Potidea y Delio
hay otros testicnonios, la referencia a AnfípoLis se encuentra sólo
aquí. Sócrates tenía a cala no haber abandonado Atenas más
que en servicio de la patria.
según he creído y aceptado, que debo vivir filosofan-
do y examinándome a mi mismo y a los demás, abando-
nara mi puesto por temor a Ja muerte o a cualquier otra
cosa. Sería indigno y realmente alguien podría con jus- 29a
ticia traerme ante el tribunal diciendo que no creo que
hay dioses, por desobedecer al oráculo, temer la muerte
y creerme sabio sin serlo. En efecto, atenienses, temer
la muerte no es otra cosa que creer ser sabio sin serlo,
pues es creer que uno sabe lo que no sabe. Pues nadie
conoce la muerte, ni siquiera si es, precisamente, el
mayor de todos los bienes para el hombre, pero La temen
como si supieran con certeza que es el mayor de los
males. Sin embargo, ¿cómo no va a ser la más reprocha- b
ble ignorancia la de creer saber lo que no se sabe? Yo,
atenienses, también quizá me diferencio en esto de la
mayor parte de los hombres, y, por consiguiente, si
dijera que soy más sabio que alguien en algo, sería en
esto, en que no sabiendo suficientemente sobre las cosas
del Hades22, también reconozco no saberlo. Pero sí sé
que es malo y vergonzoso cometer injusticia y desobe-
decer al que es mejor, sea dios u hombre. En compara-
ción con los males que sé que son males, jamás temeré
ni evitaré lo que no sé si es incluso un bien. De manera c
que si ahora vosotros me dejarais libre no haciendo
caso a Ánito, el cual dice que o bien era absolutamente
necesario que yo no hubiera comparecido aquí o que,
puesto que he comparecido, no es posible no condenar-
me a muerte, explicándoos que, si fuera absuelto, vues-
tros hijos, poniendo inmediatamente en práctica las
cosas que Sócrates enseña, se>corromperían todos total-
mente, y si, además, me dijerais: «Ahora, Sócrates, no
vamos a hacer caso a Anito, sino que te dejamos libre,
a condición, sin embargo, de que no gastes ya más tiem-

72 Aquí, a diferencia de 40e, donde tiene el sentido de morada


de los muertos, expresa lo que sigue a la muerte.
po en esta búsqueda y de que no filosofes, y si eres
d sorprendido haciendo aún esto, morirás»; si, en efecto,
como dije, me dejarais libre con esta condición, yo os
diría: «Yo, atenienses, os aprecio y os quiero, pero voy
a obedecer al dios más que a vosotros y, mientras alien-
te y sea capaz, es seguro que no dejaré de filosofar, de
exhortaros y de hacer manifestaciones al que de vos-
otros vaya encontrando, diciéndole lo que acostumbro:
'Mi buen amigo, siendo ateniense, de la ciudad más
grande y más prestigiada en sabiduría y poder, ¿no te
avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás las mayo-
res riquezas y la mayor fama y los mayores honores,
e y, en cambio no te preocupas ni interesas por la inte-
ligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor
posible?’.» Y si alguno de vosotros discute y dice que
se preocupa, no pienso dejarlo al momento y marchar-
me, sino que le voy a interrogar, a examinar y a refutar,
y, si me parece que no ha adquirido la virtud y dice
30a que sí, le reprocharé que tiene en menos lo digno de
más y tiene en mucho lo que vale poco. Haré esto con
el que me encuentre, joven o viejo, forastero o ciudada-
no, y más con los ciudadanos por cuanto más próximos
estAis a mí por origen- Pues, esto lo manda el dios,
sabedlo bien, y yo creo que todavía no os ha surgido
mayor bien en la ciudad que mi servicio al dios. En
efecto, voy por todas partes sin hacer otra cosa que
b intentar persuadiros, a jóvenes y viejos, a no ocuparos
ni de los cuerpos ni de los bienes antes que del alma
ni con tanto afán, a fin de que ésta sea lo mejor posible,
diciéndoos: «No sale de Jas riquezas la virtud para los
hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos los otros
bienes, tanto los privados como los públicos. Si co-
rrompo a los jóvenes al decir tales palabras, éstas serían
dañinas. Pero si alguien afirma que yo digo otras cosas,
no dice verdad. A esto yo añadiría: «Atenienses, haced
caso o no a Ánito, dejadme o no en libertad, en la idea
de que no voy a hacer otra cosa, aunque hubiera de c
morir muchas veces.»
No protestéis, atenienses, sino manteneos en aquello
que os supliqué, que no protestéis por lo que digo, sino
que escuchéis. Pues, incluso, vais a sacar provecho es-
cuchando, según creo. Ciertamente, os voy a decir algu-
nas otras cosas por las que quizá gritaréis. Pero no
hagáis eso de ningún modo. Sabed bien que si me con-
denáis a muerte, siendo yo cual digo que soy, no me
dañaréis a mí más que a vosotros mismos. En efecto,
a mí no me causarían ningún daño ni Meleto ni Anito;
cierto que tampoco podrían, porque no creo que na-
turalmente esté permitido que un hombre bueno recíba d
daño de otro malo. Ciertamente, podría quizá matarlo
o desterrarlo o quitarle los derechos ciudadanos. Éste
y algún otro creen, quizá, que estas cosas son grandes
males; en cambio yo no lo creo así, pero sí creo que
es un mal mucho mayor hacer lo que éste hace ahora:
intentar condenar a muerte a un hombre injustamente.
Ahora, atenienses, no trato de hacer la defensa en
mi favor, como alguien podría creer, sino en el vuestro,
no sea que al condenarme cometáis un error respecto
a la dádiva del dios para vosotros. En efecto, si me e
condenáis a muerte, no encontraréis fácilmente, aunque
sea un tanto ridiculo decirlo, a otro semejante colocado
en 1a ciudad por el dios del mismo modo que, junto a
un caballo grande y noble pero un poco lento por su
tamaño, y que necesita ser aguijoneado por una especie
de tábano, según creo, el dios me ha colocado junto
a la ciudad para una función semejante, y como tal,
despertándoos, persuadiéndoos y reprochándoos uno a
uno, no cesaré durante todo el día de posarme en todas
partes* No llegaréis a tener fácilmente otro semejante, 31a
atenienses, y si me hacéis caso, me dejaréis vivir. Pero,
quizá, irritados, como los que son despertados cuando
cabecean somnolientos, dando un manotazo me conde-
Amor e Idea

Banquete: 210d-212a
262 DIÁLOGOS

lo dirige rectamente, ena morarse en prim er lugar de un


solo cuer po y engendrar en él bellos razonamientos; luego
h debe comp ren der que la belleza que hay en cua lquier cuer -
po es afín a la qu e hay en otro y que, si es preciso perse-
guir la belleza de la forma, es una gra n necedad no consi-
derar una y la misma la belleza qu e hay en todos los cuer-
pos. Una vez que ha ya comprendi do esto, debe hacerse
amante de todos los cuerpos bellos y calmar ese fuerte arre-
ba to por uno solo , despreciándo lo y considerándolo insig-
nificante . A continua ción debe consi derar más valiosa la
belleza de las almas qu e la del cuerpo, de suerte que si
alguie n es virtuoso de alma , aunqu e tenga un escaso es-
e plcndor , s éale suficiente par a amarle, cuidarle , engendrar
y buscar razo namientos tales que haga n mejores a los jó-
venes, para que sea obligad o, una vez más, a contemplar
la belleza que reside en las normas de conducta y en las
leyes y a reconocer qu e todo lo bello está emparentado
consigo mismo , y con sidere de esta fo rma la belleza del
cuerp o como algo insignificante. Después de las normas
de cond ucta debe conducirle a las ciencias, para que vea
también la belleza de éstas y, fijando ya su mirada en esa
d inmensa belleza, no sea, por servil dependencia, mediocre
y corto de espírit u, apegándose, como un esclavo , a la be-
lleza de un solo ser, cual la de un muchacho, de un ho m-
bre o de una no rma de conducta, sino qu e, vuelt o hacia
ese mar de lo bello t16 y cont emplá ndolo, engendre muchos
bellos y mag nificas discursos y pensamientos en ilimitad o
amor po r la sabidu ría, hasta que fortalecido entonces y

l 16 Esta metáfo ra reaparece en autores ta rdíos com o níontso el Areo-

pagita y Gregario Nacia nceno , quie n la emp lea en relación con la esencia
infi nita de Dio s (cf. P. COLACLlPÉS, «vanaüons sur u ne metaphore de
Pteto n», C. and M. 27 (1966], 116-7),
BA NQUETE 263

crecido descubra una un ica ciencia cua l es la ciencia de e


una belleza co mo la siguiente. Intenta ahora - d ijo- pres-
tarme la máxima atención posible. En efecto 117, quien hasta
aquí ha ya sido instruido en las cosas del amor, tras haber
contemp lado las cosas bellas en or denada y correcta suce-
sión , descubrirá de repente, llegando ya al término de
su iniciación amoros a, algo maravillosam ent e bello po r na-
turaleza, a saber, aquello mism o, Sócrates, por lo que
precisamente se hicieron tod os los esfuerzos anteriores,
que, en primer lugar, existe siempre y ni nace ni perece, 211 a
ni crece ni decrece; en segundo lugar, no es bello en un
aspecto y feo en otro, ni unas veces bello y otras no, ni
bello respecto a una cosa y feo respecto a otra , ni aq uí
bello y allí feo, como si fuera para unos bello y para otros
feo . Ni tam poco se le ap arecerá esta belleza bajo la forma
de un rostro ni de unas man os ni de cualq uier otra cosa
de las que pa rticipa un cuerpo , ni como un razonamiento ,
ni como una ciencia, ni como existente en otra cosa, por
ejemplo , en un ser vivo, en la tierra , en el cielo o en algún
otro, sino la belleza en sí, que es siempre consigo misma
específicamente única, mient ras qu e toda s las otras cosas b
bellas pa rt icipan de ella de una manera tal que el naci-

1\7 Desde aq uí hasta 2llb. tenemos la descr ipció n de las carac rensu-
cas de la Belleza en sí que constituyen un verdadero paradigma de lo
q ue se denomina una Fo rma platón ica, con las propiedades que ést a debe
reunir para que se la considere un verdad ero uni versal. Sobre la d octrina
platónica de las forma s en genera l, p ueden consultarse lo s siguientes tra -
bajos: J . A , N uco, La diatécüca platón ica. Su desarrollo en relación
con la teoría de lasform as, C ara cas, 1962; R. E . ALLEN, Plalo 's Euthy-
phro n and t ñe Early Theory 01Fcrms, Londres, 1970; J . M . E . M ORAVC-
SIK, «RecoUecting the Theo ry of Forms», en WERKMElSTER (ed.], Facets.. .,
pág s. 1-20; H . T H OH , «Thc lsolaticn and Conection of the Forms in
Pla to's Middle Dialogues» , Apeiron X (1976), 20-33.
264 DIÁL OGOS

mient o y mu erte de ésta s no le causa ni aum ent o ni dismi-


nución, ni le ocurre ab solutamente nada. Por consiguient e,
cuando alguie n asciende a partir de las cosas de este mu n-
do mediante el recto amor de los j óvenes y emp ieza a divi-
sar aq uella belleza , puede decirse qu e toca casi el fin. Pues
ésta es justamente la manera correcta de acercarse a las
e cosas del amor o de ser conducido po r ot ro: empezando
por las cosas bellas de aqu i y sirviéndose de ellas como
de peldaños ir ascend iendo continuamente, en base a aque-
lla belleza, de uno solo a dos y de dos a todos los cuerpos
bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de
conducta. y de las normas de conducta a los bellos conoci-
miento s, y partiendo de éstos termina r en aquel conoci-
miento que es conocimiento no de otra cosa sino de aque-
lla belleza ab solu ta, par a que conozca al fin lo que es la
belleza en sí 118. En este período de la vida , queri do Sócra-
d tes -dijo la extran jera de Mantinea- , más que en ningún ,
otro, le merece la pena a l ho mb re vivir: cua ndo conte mpla
la belleza en sI. Si alguna vez llegas a verla, re parecerá
que no es comparable ni con el oro ni co n los vestidos
ni co n los jóvenes y adolescentes bellos, ante cuya presen-
cia aho ra te quedas extasiado y estás dispu esto , t anto t ú
co mo otro s muchos, co n tal de pod er ver al amado y estar

111 Esta descripció n de la for ma do: Belleza se ha considerado similar


a la descripció n que hace P AIl. M~ l< ID ES del Ser en su fr. 28 B 8 (cr. L05
f ilós of 05 prtso crdtiros . vol. 1, frs. 1050-1051. págs. 479·481) , y se ha
pensado en una influencia de la escud a eleata en una fase tempra na de
su desarrolle sobr e Plat ó n. Para la relación Plat ón -Parménides a propó-
sito de este pasaje, véase F. SoLMSEN, «Parm énides and the descriptio n
of perfect beau ty in Plato's Symposiurn», AJPh 92 (1971), 62-70; R.
K. SPRAGUE, «Symposíum 211a, a nd Parm enld es, frag. 8". CPh 66 (1971),
261; G. Roms -Lnwrs, «P taro n, les Muses et le Beau», BAGB (1983).
265-276, esp. pñg, 274.
BANQUET E 265

siempre co n él, a no comer ni beber, si fuera posible, sino


únicame nte a contemplar lo y esta r en su compa ñia. ¿Que
debemos imaginar, pues - dijo-, si le fuera posible a al-
guno ver la belleza en sí. pura , limpia. sin mezcla y no ~
infectad a de carnes humanas, ni de co lores ni, en suma ,
de otras muchas fruslerías mo rtales, y pud iera co ntem plar
la divina belleza en sí, específicamente única? ¿Acaso crees 212..
-dijo- Que es vana la vida de un ho mbre que mira en
esa dir ecció n, que contempla esa belleza con lo qu e es ne-
cesario co ntemp larla y vive en su compañia? ¿D no crees
-d ijo- qu e sólo entonces, cua ndo vea la belleza con lo
que es visible, le será posible engen drar, no ya imágenes
de virtud . al no estar en contacto con una imagen, sino
virtudes verdaderas, ya Que está en contacto con la ver-
dad? Y al que ha engendrado y criado una virtud verdad e-
ra. ¿no crees que le es posible ha cerse amigo de los dioses
y llegar a ser, si algún ot ro hombre puede serlo , inmortal
tamb ién él?
Esto . Fedro, y demás amigos, dijo Diotima y yo q uedé b
co nvencido; y convenc ido intento también persuadir a los
demás de qu e para ad quirir esta pose sión difleilmente po-
dri a uno to mar un colabo rador de la naturaleza human a
mejor qu e Ero s. Precisam ente. por eso, yo afirmo q ue to-
do hombre debe ho nrar a Eros, y no sólo yo mismo honro
las cosas del amo r y las practico sobremanera, sino que
también las reco miendo a los dem ás y ah ora y siempre elo-
gio el poder y la valentía de Eros, en la medida en qu e
soy capaz. Conside ra, pues. Fed ro , este discurso , si quíe- "
res, com o un encomio dicho en honor de Ero s o, si prefie-
res, dale el nombre que te guste y como te guste.
C uando Só crates hubo dicho esto, me contó Aristod e-
mo qu e los demás le elogiaron, pero q ue Arist ófanes inten -
tó decir algo, puesto que Sócrates al hablar le ha bía mcn-

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