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Microdéspotas

(Divertimentos sobre rufianes académicos I)

Además de los grandes déspotas que dirigen los destinos de las naciones, el mundo humano
conoce también un nutrido elenco de microdéspotas, reyezuelos que en un dominio mucho más
exiguo ejercen sus modos tiránicos. Uno de esos tipos –o tipejos– se puede encontrar en todas las
latitudes universitarias del mundo, aunque medra con mayor facilidad en hábitats en los que el
nivel de civilización presenta obvias fisuras y la corrupción tiende a permear la sociedad. Es
endémico en departamentos universitarios africanos y asiáticos, así como en gran parte de
América central y meridional. En el Viejo Continente, es la Europa oriental, hogar de sátrapas,
donde los microdéspotas proliferan, pero el número de tales especímenes es asimismo abundante
en el mundo mediterráneo. A todas luces, la especie es mucho más insólita en Cambridge o
Uppsala que en Palermo o Madrid.
El microdéspota se cría con particular lozanía en el añejo género de los catedráticos, algo
tanto más comprensible cuanto que, por definición, tal es el colectivo con mayores prebendas y
cuotas de poder entre la fauna universitaria. Hay, sin duda, aprendices de aquel entre las demás
categorías de rufianes académicos, pero es en el nivel más alto del escalafón donde se dan las
condiciones idóneas para que la arbitrariedad y el abuso prosperen sin rebozo ni
contemplaciones. Al fin y al cabo, el microdéspota tiene ahí a su disposición a todo el colectivo
subordinado de profesores titulares, asociados y contratados doctores –por no hablar de
doctorandos y la massa damnata de estudiantes–, respecto al cual se pretende epistemológica y
ontológicamente distinto y puede darse ínfulas de grandeza. Así pues, si bien en el colectivo de
los catedráticos se conocen algunos casos de personas cabales y decentes, en él el porcentaje de
microdéspotas se dispara.
Psicólogos y sociólogos discuten acaloradamente sobre la etiología del fenómeno. Algunos
han sostenido que el microdéspota nace así –suponiendo algún tipo de malformación fisiológica
o psíquica congénita–, mientras que la mayoría afirma que tal sujeto se hace, y que la obtención
de una cátedra –que acostumbra a requerir de un largo compás de rencorosa espera– suscita en
todo sujeto microdespótico la completa floración de su secreta naturaleza. En su momento, el
microdéspota se vio obligado, sin duda, a lamer las nalgas de alguno de sus predecesores, de tal
forma que, una vez completado a duras penas el cursus honorum y alcanzada su ansiada cátedra,

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reproduce miméticamente las tradicionales formas aprendidas y, del modo más natural, quiere
también ver lamido su rabel.
Como su propio nombre indica, el microdéspota se caracteriza por disponer solo de un poder
limitado, pero lo ejerce sin embargo de modo férreo. Es el estricto equivalente académico del
abusón de barrio, del proxeneta o del capo mafioso. Su calaña moral no va a la zaga de la de
estos. El deseo de controlar y llevar siempre la batuta indica la voluntad de salvaguardar a toda
costa sus propios intereses –pues ello es lo único que de verdad le importa–. Aunque en su
búsqueda de un aura de honorabilidad el microdéspota universitario se llena la boca con grandes
palabras, para él, a quien toda nobleza es ajena, conceptos como “rigor”, “justicia”, “verdad” o
“decencia” carecen de genuino valor.
Su necesidad obsesiva por controlar el cotarro y ser el gallo del corral denota, según los
expertos, un hondo complejo de inferioridad. Esto puede resultar paradójico en alguien que
pretende aparentar dignidad y autodominio, pero se entiende bien al reflexionar sobre ello. En
efecto, a pesar de las apariencias, el microdéspota no acostumbra a caracterizarse por una
inteligencia superior ni por una mente brillante. De hecho, carece casi por entero de originalidad,
por lo que a menudo intenta hacer pasar ideas ajenas como propias. Por esta razón está siempre
atento a las novedades editoriales e intenta relacionarse con individuos de talento, con el objeto
de aprovecharlos en su beneficio. Sin necesidad de incurrir en plagios demasiado evidentes, el
microdéspota es un especialista –como quien no quiere la cosa– en fagocitar ideas de otros y en
sacar tajada de ello. Su penuria intelectual va a la par de su miseria moral.
Esta indigencia existencial que le caracteriza no se le oculta al microdéspota, si bien él jamás
llegará a reconocerla. Tras las decentes apariencias que le reporta su cátedra universitaria, vive
instalado en el engaño y el autoengaño, pretendiendo ser quien no es y hacer aquello de lo que no
es capaz. Las raras ocasiones en que se ve obligado a mirar en su fuero interno, el abismo de
mediocridad e indignidad que vislumbra no puede sino sobrecogerle y anonadarle. Lo único que
le consuela en tales momentos adversos es pensar que hay muchos como él. Piensa el ladrón…
Por lo demás, a menudo el microdéspota no es, ay, plenamente feliz ni siquiera en su
Universidad. Una de las tragedias que le acechan es que en su departamento haya otros
catedráticos, no solo porque él no ya no puede ser el Único que anhelaría, sino también porque
en tales casos es casi seguro que el otro –o los otros– sea(n) mucho más inteligente(s) y
brillante(s) que él, e incluso, en ocasiones, buena(s) persona(s). En estos casos, el microdéspota,
hondamente contrariado, se ve obligado una y otra vez a poner cara de circunstancias, y suma a

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su complejo de inferioridad una nada desdeñable dosis de resentimiento que intenta a toda costa
no dejar traslucir.
Tal complejo de inferioridad, enteramente fundado, explica muchos de los comportamientos
del microdéspota: su anhelo de controlarlo todo, su afán por ser siempre el centro de las
conversaciones y de las miradas, su obsesión por que su nombre figure siempre en primer lugar
en las publicaciones académicas –incluso cuando la cortesía y el orden alfabético conspiran
contra sus propósitos–, así como las infantiles rabietas cuando alguien le lleva la contraria.
Cuando se cala la verdadera naturaleza del microdéspota, este resulta ser una persona
extraordinariamente patética y ridícula, que hasta podría inspirar compasión si no fuera porque
su carácter esencialmente abyecto solo merece un completo desprecio.
Sin embargo, dada la apariencia de respetabilidad de la que se rodea, no siempre es fácil calar
su verdadera calaña moral, en realidad apenas discernible de la de una ameba. Si bien en algunas
latitudes universitarias el despotismo se ejerce sin tapujos, en las sociedades más o menos
democráticas el microdéspota, cínico consumado y sin escrúpulos, se reprime a la hora de
utilizar el látigo. Aunque en su fuero interno se carcajea de todo ideal de igualdad, exteriormente
no tiene reparo en adaptarse a las formas sociales imperantes, y hasta presume de adalid del
consenso y la colegialidad: él es, entendámonos, un microdéspota ilustrado. Pero incluso allí
donde este tiranuelo de tres al cuarto deja entrever sus arbitrarios modos, suele conseguir que los
más, llevados por la ingenuidad o la falta de discernimiento, tiendan a interpretarlos in bonam
partem y a disculparlo de un modo u otro.
Por lo demás, el microdéspota se sirve hábilmente de la cuota de poder que le depara su
posición para procurarse deudores. A uno, estampando una firma, le consigue una beca; a otro,
una conferencia en un curso que dirige; a otro, la oportunidad de una publicación; a otro, incluso,
un puesto en una universidad. Por supuesto, aunque presuma de generoso, el microdéspota es un
sagaz calculador que no hace nada gratuitamente. Cuando reparte favores, lo hace del mismo
modo que el pederasta distribuye caramelos a la puerta de un colegio: siempre espera obtener
algo a cambio. De este modo, a lo largo de los años se convierte en acreedor de no pocas
personas, a las que va utilizando a medida que lo necesita. Y en el momento oportuno se cobra la
deuda.
Aunque, en realidad, el microdéspota acostumbra a cobrarse por adelantado los supuestos
favores que hace, y a menudo con creces. A pesar de ello, se olvida convenientemente de todo
cuanto recibe: “Corrígeme esto”, “Revísame aquello otro”, “Impárteme esa clase”, “Hazme esta
sustitución”, “Envíame tus trabajos”. Casi inadvertidamente, el microdéspota no deja de ordenar
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y de pedir (ambas acciones son para él indiscernibles). De hecho, pocos aspectos revelan tan
eficazmente el cinismo del microdéspota como el modo en el que se jacta de los supuestos
favores concedidos a otros, mientras pasa por alto todo cuanto los otros –engañados por sus
apariencias– han hecho por él. Cuando pretende calumniar a quien no le sigue la corriente, va
dejando caer aquí y allá lo generoso que él ha sido. Del conocido refrán puede inferirse que la
ingratitud del microdéspota revela en qué medida no es, precisamente, un bien nacido.
Como Pablo de Tarso, el microdéspota, que aspira también a conquistar la ecúmene entera
para su patológico ego, se hace todo para todos: es liberal con los liberales, conservador con los
conservadores, devoto con los creyentes, agnóstico con los agnósticos y hasta –si se terciase–
ateo con los ateos. Si fuera menester, no tendría el menor inconveniente en hacerse talibán con
los talibanes y nazi con los nazis. Espécimen paradigmático de acomodación, hace pasar por
virtud su camaleónica adaptabilidad. Él es –proclama y hace creer a buen número de incautos–
tolerante e inclusivo. Lo cierto es que, carente por entero de principios, sus tragaderas no
conocen límites. Caer bien a todo el mundo es –lo sabe bien– la mejor condición para medrar.
Cualquier cosa por estar siempre en el candelero. Que alguna puerta se le cierre, que no le
inviten a algún sarao: esto es lo que aterra al microdéspota.
De este modo, a lo largo de su periplo vital, el microdéspota va tejiendo toda una nutrida red
de relaciones de las que se sirve para su medro personal. Aunque totalmente incapaz de genuina
amistad (como sabía Aristóteles, nisi inter bonos amicitiam esse non posse), el microdéspota
llama “amigos” a cientos de personas, y consigue que muchas de ellas se sientan amigas suyas e
incluso se enorgullezcan de ello. Cuando alguien detecta que el microdéspota solo lo estaba
manipulando y utilizando para sus propios fines, suele ser ya demasiado tarde.
Es su grotesca egolatría la que hace que se preste con tan gran avidez a aparecer en la escena
pública: periódicos, radio, televisión y/o redes sociales suelen ocupar buena parte de su tiempo.
Aunque normalmente no tiene nada inteligente que decir y solo puede repetirse ad nauseam con
ideas ajenas, el sujeto podría estar todo el día ante una cámara y un micrófono, desde donde
pontificar a gusto y lograr el aplauso de los papanatas. Cual oráculo de Delfos, el microdéspota
tiene, faltaría más, respuestas para todas las preguntas. Al fin y al cabo, tras las décadas de brega
que lleva en la Universidad, ha obtenido ya cierto repertorio con el que –mediante un incesante
“corta y pega”– logra encandilar al público desprevenido. Se conocen casos en los que el
microdéspota resulta indiscernible de una vedette. Aunque él, por fortuna para el respetable, no
necesita enseñar su anatomía.

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El microdéspota es capaz de disimular eficazmente su penuria intelectual con gran cantidad de
publicaciones –por alguna razón, sustraídas casi siempre a una revisión por pares–. El talento
que le falta lo suple con laboriosidad. Infatigable hormiguita, trabaja sin descanso para obtener lo
que le entusiasma: ver su nombre impreso en las portadas y escaparates, y de paso –por
supuesto– cobrar buenos dividendos con las ventas. Dadas las limitaciones de su intelecto, el
microdéspota acostumbra a echar mano de colaboradores, que en ocasiones actúan a sus órdenes
como verdaderos lacayos ad maiorem microdespotae gloriam. Fungir como incansable editor
literario le entusiasma, pues con un mínimo esfuerzo obtiene grandes ventajas: él saca siempre
los máximos beneficios, y de hecho a menudo es el único que cobra dividendos. Y, por supuesto,
para que su ego no sufra menoscabo, su nombre figurará siempre en primer lugar.
Si bien carente de talla intelectual y brillantez, su patológico afán de grandeur no conoce
límites, lo que le lleva a presentarse públicamente como “escritor” (y, en casos extremos, como
“filósofo”). Dada la falta de reconocimiento que, comprensiblemente, padece en las altas esferas
del mundo académico y desde luego en el ámbito internacional –donde carece de proyección y es
un don nadie–, aspira a ser aplaudido por el vulgo. De ahí que, a menudo, quiera incluso hacer
sus pinitos como literato. Por supuesto, su total carencia de talento literario no es para él en
modo alguno un impedimento. El microdéspota se atreve con todo, con tal de expandir el alcance
de su nombre. Por ello no tiene reparos en escribir novelas, aunque no sean otra cosa que tristes
bodrios –de los cuales, sin embargo, él se siente muy orgulloso–.
La naturaleza intrascendente pero canallesca del microdéspota no acostumbra a revelarse a la
sociedad, ante la cual suele aparecer como un sujeto equilibrado y honorable, siempre de traje y
corbata. Consumado cínico y atildado petimetre, hace cuanto puede para guardar las formas y
mantener viva su respetabilidad. Al fin y al cabo, no se alimenta de otra cosa que de las
apariencias. Por ello, cuando alguien se atreve a plantarle cara y a desenmascarar su naturaleza
de rufián, hace todo cuanto está en su mano para perjudicarle: a sus infamias cotidianas añade
entonces el embuste compulsivo, las amenazas, las insidias, las calumnias y hasta el robo del
trabajo ajeno. Al fin y al cabo, sabe que, además de la cuota de poder que ha ido atesorando, para
sus bajezas e infamias puede contar con la connivencia de varios cómplices, lacayos, cobardes y
corruptos, que nunca faltan en la Universidad ni en otros organismos colaterales.
Aunque el microdéspota suele salirse con la suya, se conocen unas pocas excepciones, sin
embargo, en las que sus atropellos y abusos de poder le han salido muy caros, habiendo pagado
con su carne, su sangre y sus huesos. Los anales registran incluso un caso en el que, al mismo
tiempo, y paradójicamente, uno de estos oscuros individuos iluminó fugazmente el mundo. En
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cierta ocasión, alguien, cansado de los microdespotismos de un microdéspota, le roció con
gasolina y le prendió fuego. A la vista del flamígero espectáculo, se oyó una voz que decía: “¡He
ahí, por una vez, a un microdéspota brillante!”.

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