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DERECHO CIVIL II

MÓDULO 2
LA ESTRUCTURA DE LA
RELACIÓN
OBLIGATORIA
RAFAEL VERDERA

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MÓDULO 2
LA ESTRUCTURA DE LA RELACIÓN
OBLIGATORIA
1. CONCEPTO, ELEMENTOS Y FUENTES DE LAS OBLIGACIONES.
1.1. La relación obligatoria.
1.2. Posición jurídica del acreedor.
1.3. Posición jurídica del deudor.
1.4. Las relaciones entre deuda y responsabilidad.
1.5. Concurrencia de acreedores e insuficiencia del patrimonio del deudor.
1.6. La relación obligatoria sinalagmática.
1.7. Las fuentes de las obligaciones.

2. LOS SUJETOS DE LA RELACIÓN OBLIGATORIA.


2.1. Las partes de la relación obligatoria.
2.2. La pluralidad de personas en la relación obligatoria: formas de
organización.
2.3. La parciariedad.
2.4. La mancomunidad en sentido estricto.
2.5. La solidaridad.

3. EL OBJETO DE LA RELACIÓN OBLIGATORIA.


3.1. El concepto de prestación.
3.2. Los caracteres de la prestación.
3.3. Las clases de prestación.
3.4. La obligación de dar.
3.5. La obligación de hacer.
3.6. La obligación de no hacer.
3.7. Las obligaciones genéricas.
3.8. Las obligaciones alternativas.
3.9. Las obligaciones facultativas.
3.10. Las obligaciones indivisibles.

4. LAS OBLIGACIONES PECUNIARIAS.


4.1. Concepto y funciones del dinero.
4.2. Las deudas pecuniarias: régimen jurídico.
4.3. Las alteraciones del valor de la moneda.
4.4. La deuda de intereses.

5. LAS CIRCUNSTANCIAS DE LA RELACIÓN OBLIGATORIA.


5.1. Planteamiento general
5.2. El lugar en la relación obligatoria.
5.3. El tiempo en la relación obligatoria.
5.4. La relación obligatoria a término.
5.5. La relación obligatoria condicional.
5.6. La relación obligatoria y el modo.

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1. CONCEPTO, ELEMENTOS Y FUENTES DE LAS OBLIGACIONES.
1.1. La relación
obligatoria. Sentidos de la
obligación.
Delimitación de la relación obligatoria.
Elementos de la relación obligatoria.

1.2. Posición jurídica del acreedor.


La titularidad de la posición
activa. Facultades del acreedor.
Deberes y cargas del acreedor.

1.3. Posición jurídica del deudor.


La titularidad de la posición
pasiva. Deberes del deudor.
Facultades del deudor.
La responsabilidad del deudor.

1.4. Las relaciones entre deuda y


responsabilidad. La conexión entre deuda y
responsabilidad. Supuestos de deuda sin
responsabilidad. Supuestos de responsabilidad
sin deuda. Supuestos de responsabilidad
limitada.

1.5. Concurrencia de acreedores e insuficiencia del patrimonio del


deudor. La noción de insolvencia.
Insolvencia y concurso de acreedores.

1.6. La relación obligatoria sinalagmática.


Relación obligatoria simple y relación obligatoria sinalagmática.
Notas características de las relaciones obligatorias sinalagmáticas.
Régimen jurídico de las obligaciones sinalagmáticas.

1.7. Las fuentes de las obligaciones.


Delimitación de las fuentes de las obligaciones.
El alcance del art. 1089 CC.
La ley como fuente de las obligaciones.
El contrato como fuente de las obligaciones.
El cuasicontrato como fuente de las obligaciones.
El delito como fuente de las obligaciones.
Los actos u omisiones negligentes como fuente de las obligaciones.
La declaración unilateral como fuente de las obligaciones.

2. LOS SUJETOS DE LA RELACIÓN OBLIGATORIA.


2.1. Las partes de la relación
obligatoria. Partes de la relación
obligatoria.
La capacidad de las partes de la relación obligatoria.
La identificación de las partes de la relación obligatoria.
2.2. La pluralidad de personas en la relación obligatoria: formas de
organización.
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Problemas derivados de la pluralidad de personas en la relación obligatoria.
Modelos básicos de organización de la pluralidad de personas en el Código Civil.
Selección del modelo de organización de la pluralidad de personas en la relación
obligatoria.

2.3. La parciariedad.
Notas básicas de la parciariedad.
Régimen jurídico de la parciariedad activa.
Régimen jurídico de la parciariedad pasiva.

2.4. La mancomunidad en sentido estricto.


Notas básicas de la mancomunidad en sentido estricto.
Régimen jurídico de la mancomunidad activa.
Régimen jurídico de la mancomunidad pasiva.

2.5. La solidaridad.
Notas básicas de la solidaridad.
Régimen jurídico de la solidaridad activa.
Régimen jurídico de la solidaridad pasiva.

3. EL OBJETO DE LA RELACIÓN OBLIGATORIA.


3.1. El concepto de prestación.
La delimitación de la
prestación.

3.2. Los caracteres de la prestación.


La identificación de los caracteres de la prestación.
La posibilidad de la prestación.
La licitud de la prestación.
La determinación de la prestación.
La patrimonialidad de la prestación.

3.3. Las clases de prestación.


Las clasificaciones de las obligaciones en función del tipo de prestación.
Prestaciones de dar, hacer y no hacer.
Prestaciones instantáneas, duraderas y periódicas.
Prestaciones simples y complejas.
Prestaciones líquidas e ilíquidas.
Prestaciones determinadas y determinables.
3.4. La obligación de dar.
Delimitación de la obligación de
dar.
Régimen jurídico básico de la obligación de dar.
3.5. La obligación de hacer.
Delimitación de la obligación de
hacer.
Prestaciones de hacer personalísimo y no personalísimo.
Prestaciones de medios y de resultado.
3.6. La obligación de no hacer.
Delimitación de la obligación de no
hacer.
Régimen jurídico básico de la obligación de no hacer.
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3.7. Las obligaciones genéricas.
Alcance de las obligaciones genéricas.
Delimitación de las obligaciones específicas, genéricas y de género limitado.
Régimen jurídico básico de las obligaciones genéricas.
Régimen jurídico básico de las obligaciones específicas.

3.8. Las obligaciones alternativas.


Delimitación de las obligaciones
alternativas.
Régimen jurídico básico de las obligaciones alternativas.

3.9. Las obligaciones facultativas.


Delimitación de las obligaciones
facultativas.
Régimen jurídico básico de las obligaciones facultativas.

3.10. Las obligaciones indivisibles.


Delimitación de las obligaciones
indivisibles. Efectos de la (in)divisibilidad.

4. LAS OBLIGACIONES PECUNIARIAS.


4.1. Concepto y funciones del
dinero. La noción de dinero.
Funciones del dinero.

4.2. Las deudas pecuniarias: régimen


jurídico. Las deudas pecuniarias en el Código
Civil. Clases de deudas pecuniarias.
El pago de las deudas de dinero.
Responsabilidad por incumplimiento de deuda pecuniaria.

4.3. Las alteraciones del valor de la


moneda. Las fluctuaciones de valor del
dinero. Nominalismo y valorismo.
Mecanismos de corrección de las consecuencias del nominalismo.

4.4. La deuda de intereses.


Delimitación de los intereses.
Clases de deudas de
intereses.
Cuantía de los intereses: criterio general.
Cuantía de los intereses y represión de la usura.
Cuantía de los intereses y protección de los consumidores.
Devengo y exigibilidad de los intereses.
Pago de los intereses.
Anatocismo.
5. LAS CIRCUNSTANCIAS DE LA RELACIÓN OBLIGATORIA.
5.1. Planteamiento general
Delimitación espacial y temporal de la relación obligatoria.
5.2. El lugar en la relación obligatoria.

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Lugar de constitución de la relación obligatoria y lugar de cumplimiento de la
prestación.

5.3. El tiempo en la relación obligatoria.


Relevancia del tiempo en la relación
obligatoria.
Tiempo de la relación obligatoria y tiempo de cumplimiento de la prestación.
Eficacia inmediata y diferida de la relación obligatoria.

5.4. La relación obligatoria a término.


Delimitación del término en la relación
obligatoria. Régimen normativo del término.

5.5. La relación obligatoria condicional.


Delimitación de la condición en la relación obligatoria.
Clases de condiciones.
Régimen jurídico de la relación obligatoria bajo condición suspensiva.
Régimen jurídico de la relación obligatoria bajo condición resolutoria.

5.6. La relación obligatoria y el modo.


Delimitación del modo en la relación
obligatoria.

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1. CONCEPTO, ELEMENTOS Y FUENTES DE
LAS OBLIGACIONES.
1.1. La relación obligatoria.
Sentidos de la obligación. La relación obligatoria se encuentra regulada con
carácter general en el Libro IV, Título I, del Código Civil, bajo la rúbrica “De las
obligaciones”, y abarca los arts. 1088 a 1213 CC. En realidad, el Código Civil no
utiliza la expresión “relación obligatoria”, sino la de “obligación” y lo hace
además en tres sentidos distintos:

a) para aludir al hecho o acto que la origina, es decir, a la fuente de la


obligación: por ejemplo, art. 1105 CC.

b) para aludir a la posición del deudor, es decir, a la deuda: por ejemplo,


art. 1088 CC.

c) para aludir a la totalidad de la relación obligatoria: por ejemplo, art.


1089 CC.

Delimitación de la relación obligatoria. La obligación se ha definido


tradicionalmente como un vínculo jurídico en cuya virtud el deudor debe
observar una determinada conducta (denominada prestación) en favor del
acreedor. Con esta configuración, la obligación aparece como una mera
correlación entre dos posiciones: una de poder jurídico o posición acreedora, y
otra de deber jurídico o posición deudora.

La correlación se constata en cuanto que el alcance de la deuda y del crédito coinciden:


el acreedor no puede exigir más de lo que el deudor está obligado a cumplir.

Sin embargo, este planteamiento no parece adecuado y parece más conveniente


poner de manifiesto la existencia de una relación jurídica compleja entre las
partes, porque refuerza su carácter de instrumento para la realización de
intereses económicos (prestación de servicios e intercambio de bienes). La
correlación entre crédito y deuda es una de las notas de la relación obligatoria
(la denominada correlatividad), pero no agota la explicación del fenómeno.

Efectivamente, la relación jurídica obligatoria es una relación compleja en la que


se encuentran un acreedor (posición activa, titular del derecho de crédito) y un
deudor (posición pasiva, titular del deber jurídico de prestación). No se trata,
por tanto, de considerar la relación obligatoria como una mera contraposición
de las posiciones activa y pasiva, sino de un marco estable de cooperación para
perseguir intereses económicos tutelados por el ordenamiento jurídico.

Básicamente, por relación obligatoria se entiende aquella relación jurídica en la


que una persona (acreedor) tiene un derecho (personal o de crédito) que le
permite exigir un comportamiento de otra persona (deudor), que soporta el
deber jurídico de realizarlo a su favor (deber de prestación). Ahora bien, en la
posición deudora no sólo concurren deberes principales y accesorios, sino

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también facultades; y a la inversa, a la posición acreedora no sólo le
corresponden facultades sino también cargas. Sólo con esta constatación se
puede apreciar en su totalidad el fenómeno obligatorio.

Elementos de la relación obligatoria. Los elementos estructurales básicos


de la relación obligatoria son los siguientes:

a) Los sujetos, que son dos, acreedor y deudor, pudiendo concurrir a su vez
varias personas en cada una de las posiciones, activa y pasiva, de la relación.

b) El objeto, es decir, la prestación o comportamiento que el acreedor podrá


exigir a su deudor (y que consistirá en dar, hacer o no hacer alguna cosa: art.
1088 CC).

c) El vínculo jurídico, esto es, la correlación entre el poder del acreedor y el


deber del deudor. El vínculo jurídico convierte un determinado comportamiento
del deudor en un comportamiento debido. Y, precisamente, por ser debido, en
caso de incumplimiento, el acreedor dispone de mecanismos de reacción que
pueden afectar al patrimonio del deudor, es decir, se prevé la responsabilidad
del deudor (art. 1911 CC).

Más discutible es que pueda hablarse de la causa como otro elemento estructural de la
relación obligatoria (a pesar de lo indicado por el art. 1261.3º CC). Ciertamente, toda
relación obligatoria ha de tener una causa, en el sentido de origen o fuente (art. 1089
CC). Pero la transcendencia ulterior de esa causa en la relación obligatoria es dudosa.

1.2. Posición jurídica del acreedor.


La titularidad de la posición activa. El acreedor es el titular de la posición
activa, es decir, el titular del derecho de crédito. En consecuencia, es titular de
facultades para la satisfacción de su interés y a su vez de deberes y cargas
derivadas de su posición en la relación jurídica obligatoria.

Facultades del acreedor. Desde el punto de vista de sus facultades, el


acreedor podrá:

a) Ejercitar la facultad de exigir al deudor el cumplimiento de su deber de


prestación, tanto judicial como extrajudicialmente. El acreedor no solo puede
exigir que el deudor cumpla con su obligación (por ejemplo, que entregue el piso
vendido), sino que también dispone de mecanismos para reaccionar frente a los
posibles incumplimientos (por ejemplo, resolver el contrato y reclamar los
daños producidos).

El acreedor podrá incluso agredir los bienes del deudor, a través del embargo y posterior
ejecución del valor de los bienes para satisfacer sus intereses.

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b) Disponer de su derecho de crédito, tanto “inter vivos” como “mortis causa”, y
tanto a título oneroso como gratuito, incluyendo la renuncia al mismo (arts.
1187 y ss. CC).

Por ejemplo, el acreedor puede transmitir a cambio de una cantidad de dinero su crédito
a otra persona, que se convierte en acreedora a partir de esa cesión (arts. 1526 y ss. CC).
Y, al fallecer el acreedor, su crédito no se extingue, sino que, con el resto de su
patrimonio, se transmite a sus herederos (art. 661 CC).

c) Asegurar la efectividad de su derecho de crédito, a través de acciones de


impugnación de determinados actos del deudor.

Ejemplos de acciones dirigidas a asegurar la efectividad del derecho de crédito son el


ejercicio de la acción pauliana o de la acción subrogatoria; o la solicitud de medidas de
tutela preventiva, como el vencimiento anticipado de la deuda aplazada (art. 1129 CC), la
medida cautelar de embargo preventivo (art. 727.1ª LEC), o la interrupción del plazo de
prescripción (art. 1973 CC).

Deberes y cargas del acreedor. Como contrapartida, el acreedor asume


también deberes y cargas como titular de la posición activa, de modo que
pueden distinguirse los deberes y cargas derivados de la ley, de aquellos
derivados del propio negocio, previstos expresamente por las partes sin otros
límites que los establecidos para la autonomía privada (art. 1255 CC).

La buena fe delimita la posición del acreedor en el ejercicio de su derecho y le


impone una actuación diligente (art. 7.1 CC). Tampoco puede llevar a cabo un
ejercicio abusivo de su derecho (art. 7.2 CC).

Concurren en el acreedor una serie de cargas destinadas a facilitar la liberación


del deudor y la extinción del vínculo. Con carácter general, son cargas del
acreedor:

a) Colaborar con el deudor para que pueda ejecutar la prestación. El carácter


necesario de la colaboración será enjuiciado a la luz del principio de buena fe y
con arreglo a los usos de los negocios.

Por ejemplo, si van a reformar el cuarto de baño de la casa de Álvaro, debe permitir el
acceso a la vivienda de aquel que ha de efectuar la reforma, esto es, del deudor, que tiene
que cumplir con su deber de prestación consistente en reformar el cuarto de baño
conforme al proyecto acordado.

b) Ejercitar diligentemente su derecho de crédito y las facultades de él


derivadas.

Es carga del comitente (quien encarga la obra) el examen de la obra realizada (la
impresión de unos libros de viajes: STS de 12 de julio de 2011). Otros ejemplos: análisis
en tiempo y forma de la mercancía comprada (arts. 1484 CC y 336 CCom); o excusión de
los bienes del deudor en la fianza (art. 1830 CC).

c) Informar diligentemente al deudor de aquellas circunstancias fundamentales


para que el deudor pueda cumplir con el programa de prestación.

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Encontramos ejemplos de estas obligaciones de información en el contrato de seguro
(arts. 10, 11 y 16 LCS); o en el comodato (art. 1752 CC).

Si el acreedor incumple estas cargas, el ordenamiento jurídico prevé una serie


de consecuencias:

a) Si el acreedor incumple la carga de colaborar con el deudor en la ejecución de la


prestación, incurrirá en mora (“mora creditoris”), si le es imputable el retraso del
deudor en el cumplimiento (por ejemplo, Álvaro no deja acceder a mi casa a quienes han
de reformar el cuarto de baño). El deudor, asimismo, podrá liberarse de la prestación de
dar mediante la consignación de la cosa debida (arts. 1176 y ss. CC).

b) Si el acreedor incumple la carga de ejercitar diligentemente el derecho de crédito y las


facultades de él derivadas (por ejemplo, en el examen de la prestación del deudor),
asumirá, en su caso, responsabilidad por los perjuicios causados y perderá la posibilidad
de reclamar por este concepto.

c) Si, finalmente, el acreedor incumple la carga de informar al deudor de las vicisitudes


del derecho de crédito, responderá de aquellos perjuicios que esta omisión informativa
ocasione al deudor (por ejemplo, art. 1752 CC).

1.3. Posición jurídica del deudor.


La titularidad de la posición pasiva. En la posición pasiva de la relación
jurídica obligatoria se encuentra el deudor, quien debe realizar la conducta
constitutiva de la prestación (débito o deuda) y se ve, en caso de
incumplimiento, sometido a la actuación del acreedor (responsabilidad).

Deberes del deudor. La característica principal de la posición del deudor está


integrada por el deber de prestación, es decir, por la existencia de un
comportamiento jurídicamente debido o exigible. Se entiende, pues, por débito
el deber jurídico que compete al deudor y que consiste en la realización de una
conducta (una prestación de dar, hacer o no hacer alguna cosa: art. 1088 CC).
Pero la posición del deudor no puede reducirse al débito, ya que está integrada
tanto por deberes principales y accesorios como por facultades.

Los deberes principales y accesorios a cargo del deudor conducen al


cumplimiento de su deber de prestación. El deudor queda obligado no sólo al
cumplimiento de lo expresamente pactado, sino también a todas las
consecuencias que, según su naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a
la ley (art. 1258 CC).

Como deber principal, el deudor ha de realizar la conducta debida, con arreglo a


las coordenadas temporales y espaciales previstas, que se deriven de los criterios
legales o del art. 1258 CC.

Los deberes accesorios que afectan al deudor no son iguales para toda relación
obligatoria, puesto que dependen del deber principal al que sirven o al que están
funcionalmente subordinados.

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Por ejemplo, el deudor de la entrega de una cosa concreta y determinada debe
conservarla, hasta que se produzca la entrega, con la diligencia de un buen padre de
familia (art. 1094 CC).

Facultades del deudor. Como contrapartida a esta situación de deber, el


deudor dispone también de facultades que caracterizan su posición pasiva en la
relación obligatoria y que, en cierta medida, son el reverso de la posición del
acreedor. Estas facultades del deudor se conectan con la prohibición para el
acreedor de impedir u obstaculizar injustificadamente el cumplimiento del
deudor y su consiguiente liberación del vínculo obligatorio.

a) Si el acreedor rehúsa colaborar en el cumplimiento, a través de un


requerimiento y ofrecimiento del pago, el deudor lo coloca en situación de mora
(“mora creditoris”), siendo imputable al acreedor el retraso en el cumplimiento
de la conducta debida por el deudor.

b) El deudor quedará libre de responsabilidad si procede a la consignación de la


deuda cuando se trate de una prestación de dar (art. 1176 CC).

c) El deudor dispone también de facultades defensivas, cuando la reclamación


del acreedor no se ajuste a la prestación debida. La defensa del deudor se
efectuará de un modo u otro según la reclamación del acreedor sea o no judicial.
Por ejemplo, ante la reclamación de una deuda pecuniaria, el deudor podrá defenderse
alegando que ha existido compensación (art. 1195 CC), que la deuda no está vencida (art.
1125 CC) o que la acción ha prescrito (art. 1964 CC), entre otras posibilidades.

La responsabilidad del deudor. Además de la deuda o deber de prestación,


el otro elemento del vínculo obligatorio es la responsabilidad. El
comportamiento del deudor es un comportamiento jurídicamente debido y
exigible. Por ello, si no desarrolla ese comportamiento, el acreedor dispone de la
facultad de reaccionar de diversos modos, agrediendo jurídicamente, en su caso,
el patrimonio del deudor para satisfacer sus intereses.

Así, dispone el art. 1911 CC que “[d]el cumplimiento de sus obligaciones


responde el deudor con todos sus bienes presentes y futuros”. Esta norma, que
consagra el principio de responsabilidad patrimonial universal del deudor,
supone que éste será responsable del incumplimiento del deber de prestación
siempre que no concurra una causa de exoneración.

¿Cuáles son los caracteres de esa responsabilidad? La responsabilidad se


caracteriza por ser patrimonial y universal.

a) Es patrimonial, porque se hace efectiva sobre los bienes del deudor, sin
que quepa recurrir a mecanismos que afecten al deudor en un ámbito
personal (como sucedía históricamente con la prisión por deudas).

El art. 11 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966


establece que “[n]adie será encarcelado por el solo hecho de no poder cumplir
una obligación contractual”.

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b) Es universal, porque se hace efectiva sobre cualesquiera bienes del
deudor, tanto los presentes como los futuros.

Esta universalidad de la responsabilidad no excluye que existan ciertos bienes


que no puedan ser afectados por las actuaciones de los acreedores: hay
supuestos legales de inembargabilidad (arts. 605 y ss. LEC).

El alcance de la responsabilidad patrimonial universal del deudor persona


natural se matiza también cuando sea de aplicación el denominado “beneficio
de la exoneración del pasivo insatisfecho” (arts. 486 y ss. TRLC).

1.4. Las relaciones entre deuda y


responsabilidad.
La conexión entre deuda y responsabilidad. Como se ha indicado, la
posición pasiva se integra por la deuda, o conjunto de deberes y facultades que
competen al deudor, y por la responsabilidad patrimonial. El carácter
jurídicamente debido del vínculo supone la necesaria concurrencia de dos
elementos: el débito y la responsabilidad.

Si no existiera responsabilidad, es decir, si el acreedor no pudiera reaccionar frente al


incumplimiento del deudor, ¿qué garantizaría al acreedor que la prestación iba a ser
cumplida?

La responsabilidad patrimonial, si bien está presente en toda obligación, es el


último recurso cuando el deudor no procede al cumplimiento voluntario del
deber de prestación. Esto no quiere decir que se trate de fases distintas de la
relación obligatoria, sino que se trata de dos elementos integrantes de la misma:
se es responsable en la medida en que existe una deuda y desde el momento en
que ésta nace. La responsabilidad, además, se manifiesta a través de los
mecanismos de defensa del crédito: esa responsabilidad es la que, por ejemplo,
permite que el acreedor impugne los actos fraudulentos de su deudor, aunque
todavía no haya incumplido (art. 1111 CC).

Se plantea tradicionalmente en la doctrina la cuestión de reconocer grados de


independencia entre los dos elementos que integran el vínculo obligatorio: la
deuda y la responsabilidad. Históricamente eran elementos que tenían origen
distinto y podían no coincidir en una obligación. Por ello, analizaremos
seguidamente la posibilidad de que exista deuda sin que haya responsabilidad;
de que haya responsabilidad sin deuda; o que concurran supuestos de deuda
con responsabilidad limitada.

Supuestos de deuda sin responsabilidad. En primer lugar, debemos


plantearnos las hipótesis de deuda sin responsabilidad. Si fueran admisibles, se
trataría de supuestos en los que el deudor debe llevar a cabo un
comportamiento (es decir, habría deuda), pero, en caso de incumplimiento, el
acreedor no tendría mecanismos de reacción (es decir, no existiría
responsabilidad). En estos supuestos, el acreedor carecería del poder de
compeler al deudor para que cumpliera su deber de prestación. Existiría el
deber de prestación, pero el acreedor no tendría poder de agredir coactivamente
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el patrimonio del deudor. En consecuencia, el acreedor vería satisfecho su
crédito sólo cuando el deudor quisiera cumplir voluntariamente. El acreedor
tendría a su favor, no obstante, la facultad de retener legítimamente el pago
voluntario hecho por el deudor (“soluti retentio”). En consecuencia, el deudor
no podría reclamar legítimamente la devolución de lo voluntariamente pagado,
y si lo hiciera, el acreedor podría oponer esta excepción.

Delimitada de este modo la hipótesis, es fácil pensar que el caso más evidente de
deuda sin responsabilidad serían las tradicionalmente denominadas
obligaciones naturales. Al regular el cuasicontrato de cobro de lo indebido, que
permite recuperar lo que se ha pagado indebidamente por error, el art. 1901 CC
establece que “[s]e presume que hubo error en el pago cuando se entregó cosa
que nunca se debió o que ya estaba pagada; pero aquel a quien se pida la
devolución puede probar que la entrega se hizo a título de liberalidad o por otra
justa causa”. ¿A qué se refiere el Código Civil cuando alude a esa “otra justa
causa”? La estructura del art. 1901 CC permite relacionar esa “justa causa” con
una obligación natural, consistente en deberes morales o sociales: al tratarse de
un cobro indebido, entre “solvens” y “accipiens” no hay una deuda que justifique
el pago (“causa solvendi”); tampoco la causa justa puede ser una donación
(“causa donandi”), porque el art. 1901 CC contrapone la causa justa al “título de
liberalidad”. De esto se deriva que quien ha recibido la prestación puede no
devolverla si justifica que se le entregó en cumplimiento de una obligación
natural, y también se acepta la validez de la asunción de una promesa futura
basada en un deber moral o social.
Por ejemplo, en un accidente Pedro atropella involuntariamente con su bicicleta a un
niño, que resulta gravemente lesionado. Aunque en la sentencia que se dictó le
absolvieron de toda responsabilidad, Pedro considera su deber moral desde entonces
pagar a un fisioterapeuta para el niño. Lleva dos años pagando todos los meses una
cantidad a la familia para el fisioterapeuta del niño. En estas circunstancias: a) es
evidente que, aunque le toque la lotería a la familia del niño atropellado, Pedro no podrá
solicitar la devolución de lo pagado para el fisioterapeuta (“soluti retentio”); b) si
entendiéramos que la actuación de Pedro se produce en cumplimiento de un deber
moral con el niño que atropelló, incluso podría entenderse que la obligación natural
comprendiera la obligación de continuar pagando al fisioterapeuta (promesa de futuro
cumplimiento para reparar un daño causado).

La doctrina ha destacado, no obstante, que se trata más bien de un problema de


justa causa de la atribución patrimonial. La justa causa a la que alude el art.
1901 CC, sea cual sea su configuración, excluye la repetición o el
enriquecimiento sin causa. Ahora bien, todas las causas que no sean social o
moralmente dignas de tutela quedarían fuera del ámbito de este art. 1901 CC y,
por tanto, no justificarían el efecto de “soluti retentio” a favor de aquel que
recibe el pago.

Por lo tanto, lo que importa es que determinados deberes morales o sociales son
considerados justas causas a los efectos de evitar la repetición de lo pagado.
Tiene menos relevancia que esos deberes se denominen obligaciones naturales o
se vinculen con esa categoría histórica, porque ello no afecta a su régimen
jurídico.

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Supuestos de responsabilidad sin deuda. Se ha apuntado, por otra parte,
que existen supuestos de responsabilidad sin deuda, en los que un sujeto es
responsable sin ser deudor. Aquí la disociación de la conexión institucional
entre deuda y responsabilidad se produce por el surgimiento de la
responsabilidad, sin que previamente haya deuda.

a) Como paradigma de estos casos, se suele citar la fianza, que es aquella


garantía personal en la que el fiador se obliga frente al acreedor para el supuesto
de que el deudor no cumpla con su obligación (art. 1822 CC). Dado que ya existe
un deudor (con su particular responsabilidad), y que el fiador responde en caso
de que el deudor no cumpla, se podría pensar que el fiador responde sin ser
deudor (responsabilidad sin deuda).

Lo que ocurre en realidad no es que el fiador no sea deudor, sino que lo es de un


modo diverso al deudor principal. Efectivamente, el fiador debe y está obligado,
como se desprende del art. 1822 CC, pero sólo para el supuesto de
incumplimiento de su obligación por el deudor.

El fiador asume su propia obligación --la obligación fideiusoria-- que, aunque accesoria,
es distinta de la obligación garantizada asumida por el deudor. Y el acreedor adquiere
un nuevo crédito, idéntico al que ostenta contra el deudor, o similar (si la fianza es
parcial). En consecuencia, hay responsabilidad, pero también hay deuda.

b) Tampoco son supuestos de responsabilidad sin deuda los supuestos de


garantías reales (hipoteca o prenda) en relación con deudas ajenas: cuando el
que constituye la garantía sobre un bien de su propiedad es diferente del deudor
de la obligación que se garantiza con este derecho real de garantía.
Por ejemplo, Andrés hipoteca un piso de su propiedad para garantizar el crédito
derivado de un préstamo que ha pedido su hermano Benito para comprarse un camión.
Al hipotecante en garantía de deuda ajena suele conocérsele como fiador hipotecario,
pero plantea dudas hasta qué punto se le aplica el régimen de la fianza.

En estos casos, el constituyente de la garantía no ostenta la condición de


deudor. Pero tampoco responde de la deuda ajena con todos sus bienes, sino
que queda limitada al valor de los bienes sobre los que específicamente recae la
garantía. Se trata más bien de una ampliación de los bienes sobre los que puede
hacerse efectiva la responsabilidad.

Supuestos de responsabilidad limitada. La posible disociación entre


deuda y responsabilidad ha dado pie a que cierta doctrina justifique los
supuestos de responsabilidad limitada, en los que el alcance de la
responsabilidad no llega a cubrir toda la deuda, constituyendo por tanto una
excepción al principio de responsabilidad patrimonial universal del deudor
consagrado en el art. 1911 CC.

Ejemplos de responsabilidad limitada se encuentran en el art. 140 LH (puede pactarse en


la escritura de constitución de hipoteca voluntaria que la obligación garantizada se hará
efectiva sólo sobre los bienes hipotecados); el art. 395 CC (el comunero puede quedar
exento del pago de los gastos de la cosa común si renuncia a la parte que le corresponda) y
el art. 575 CC (el propietario queda dispensado de contribuir a las cargas si renuncia a la
medianería), supuestos ambos constitutivos de la denominada renuncia liberatoria o
abandono; y los arts. 998 y 1023 CC (aceptación de la herencia a beneficio de inventario).

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Un caso especial de responsabilidad se consagra en el art. 7 de la Ley 14/2013, de 27 de
septiembre, de apoyo a los emprendedores y su internacionalización, al perfilar el
denominado Emprendedor de Responsabilidad Limitada.

Se trata, no obstante, más que de disociación entre deuda y responsabilidad, de


supuestos de cobertura incompleta de una deuda: es decir, existe deuda y existe
responsabilidad, aunque ésta no alcanza a cubrir toda la entidad de la deuda.

1.5. Concurrencia de acreedores e


insuficiencia del patrimonio del deudor.
La noción de insolvencia. El deudor responde de sus obligaciones, como
afirma el art. 1911 CC, con todos sus bienes, presentes y futuros. Eso no
significa evidentemente que todo deudor pueda hacer frente a todas sus
deudas. Puede ocurrir, por tanto, que el pasivo exigible al deudor (el valor
de sus deudas) sea superior a su activo realizable (el valor de sus bienes y
derechos), produciéndose en este caso una situación de insolvencia, de
déficit del patrimonio del deudor para hacer frente a sus obligaciones.

La insolvencia se muestra como presupuesto, entre otras medidas legales, del


inicio de un procedimiento concursal, de la solicitud de medidas de defensa de
los acreedores o de una alteración de las circunstancias contractuales.

Por ejemplo, la insolvencia del deudor le supone la pérdida del plazo (art. 1129.1º CC);
los pagos hechos en estado de insolvencia son rescindibles (art. 1292 CC); el vendedor
puede no entregar la cosa si descubre que el vendedor es insolvente y corre el riesgo de
perder el precio aplazado; la insolvencia de un socio es causa de extinción de la sociedad
civil (art. 1700.3º CC); y lo mismo sucede en el mandato (art. 1732.3º CC).

Pero el Código Civil no ofrece un concepto de insolvencia y ni siquiera se precisa


si el concepto de insolvencia es el mismo en todas esas normas. Por ello, ante la
variedad de situaciones y de referencias a “insolvencia”, se puede dudar de que
el Código Civil llame de este modo a situaciones que puedan equipararse o
identificarse con rasgos comunes.

Se detecta una evidente tendencia a imponer al acreedor la obligación de una previa


evaluación de la solvencia del deudor, cuando se trata de la concesión de crédito, para
evitar situaciones de sobreendeudamiento: art. 14 LCCC; arts. 11 y 12 LCCI; art. 18 de la
Orden EHA/2899/2011, de 28 de octubre, de transparencia y protección del cliente de
servicios bancarios; o art. 29 de la Ley 2/2011, de 4 de marzo, de Economía Sostenible,
entre otros.

Insolvencia y concurso de acreedores. Las normas sobre insolvencia que


el Código Civil (arts. 1912 a 1920) contenía fueron derogadas por la Ley
Concursal, por lo que hay que acudir a esta Ley (ahora al Real Decreto
Legislativo 1/2020, de 5 de mayo, por el que se aprueba el texto refundido de la
Ley Concursal) para determinar cuál es el concepto legal de insolvencia.

El deudor en situación de insolvencia, señala el art. 2.3 TRLC, es aquel que no


puede cumplir regularmente sus obligaciones exigibles. Por lo tanto, insolvencia
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es, a estos efectos, la imposibilidad de cumplimiento regular de las obligaciones
exigibles. En consecuencia, hay estado de insolvencia cuando el deudor se
encuentra en una situación de insuficiencia patrimonial, pero también en el caso
de padecer una situación de iliquidez patrimonial que le impiden cumplir
regularmente sus obligaciones exigibles.

La Ley Concursal distingue en función de si la solicitud de concurso es


presentada por el propio deudor (art. 2.2 TRLC) o por un acreedor (art. 2.4
TRLC).

a) Si la solicitud de declaración de concurso es presentada por el deudor, deberá


fundarse en que se encuentra en estado de insolvencia, que podrá ser actual o
inminente. Se encuentra en estado de insolvencia actual el deudor que no puede cumplir
regularmente sus obligaciones exigibles. Se encuentra en estado de insolvencia
inminente el deudor que prevea que no podrá cumplir regular y puntualmente sus
obligaciones.

b) Si la solicitud de declaración de concurso es presentada por un acreedor, deberá


fundarse en alguno de los siguientes hechos externos reveladores del estado de
insolvencia:

1. º La existencia de una previa declaración judicial o administrativa de


insolvencia del deudor, siempre que sea firme.

2. º La existencia de un título por el cual se haya despachado mandamiento de


ejecución o apremio sin que del embargo hubieran resultado bienes libres
conocidos bastantes para el pago.

3. º La existencia de embargos por ejecuciones en curso que afecten de una


manera general al patrimonio del deudor.

4. º El sobreseimiento generalizado en el pago corriente de las obligaciones del


deudor.

5. º El sobreseimiento generalizado en el pago de las obligaciones tributarias


exigibles durante los tres meses anteriores a la solicitud de concurso; el de las
cuotas de la seguridad social y demás conceptos de recaudación conjunta
durante el mismo período, o el de los salarios e indemnizaciones a los
trabajadores y demás retribuciones derivadas de las relaciones de trabajo
correspondientes a las tres últimas mensualidades.

6. º El alzamiento o la liquidación apresurada o ruinosa de sus bienes por el


deudor.

Sin embargo, se trata de meros indicios, pudiendo el deudor, en su oposición a la


solicitud de concurso, justificar, a pesar de la veracidad del indicio, que no se encuentra
en situación de insolvencia (art. 20.1 TRLC).

1.6. La relación obligatoria sinalagmática.


Relación obligatoria simple y relación obligatoria sinalagmática. Al
describir la estructura de la relación obligatoria, se ha destacado que en la
misma concurren dos posiciones: una activa (de poder jurídico) y otra pasiva
(de deber jurídico). Esta estructura es un esquema descriptivo de una relación
obligatoria simple (donde concurre una posición activa y una posición activa).

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Es el caso, por ejemplo, de la obligación de indemnizar el daño causado al romper un
escaparate de una pedrada: el causante del daño es el deudor, y la víctima del daño es la
acreedora.

Sin embargo, en la realidad, la situación más frecuente no es la presencia de una


relación obligatoria simple, sino de las denominadas relaciones obligatorias
sinalagmáticas.

La relación obligatoria sinalagmática se caracteriza porque las partes se


encuentran recíprocamente en posición activa y pasiva la una respecto de la
otra. El elemento esencial para reconocer la existencia de una relación
obligatoria sinalagmática es, por tanto, la reciprocidad. Deudor y acreedor lo
son simultáneamente, estando además sus posiciones interconectadas: la
obligación asumida por una de las partes es causa y razón de la obligación
asumida por la otra. La clave no es el mero cruce de posiciones jurídicas, sino la
reciprocidad entre las mismas.

Así, en un contrato de compraventa, el vendedor es acreedor del precio y deudor de la


entrega de la cosa vendida, y precisamente es deudor de la entrega de la cosa vendida
porque es acreedor del precio; el comprador es deudor de la entrega del precio acordado y
a la vez es acreedor del objeto del contrato y es deudor de la entrega del precio
precisamente porque es acreedor de la cosa vendida.

Y en un contrato de hospedaje, el establecimiento hotelero es acreedor del precio y deudor


de la prestación de servicios hoteleros; y el cliente es deudor del precio y acreedor de la
prestación de servicios hoteleros.

El Código Civil no alude al término relación obligatoria sinalagmática, sino que


en los pocos preceptos en los que se regulan estas relaciones obligatorias, las
denomina obligaciones recíprocas. No obstante, la parquedad de la regulación
de este tipo de obligaciones, en la actualidad se trata de un supuesto muy
frecuente y el de mayor trascendencia jurídico-económica, surgiendo no sólo de
las figuras reguladas por el Código Civil sino también de la mayor parte de
contratos atípicos (por ejemplo, el contrato de un estudiante para permanecer
en una residencia universitaria durante el curso).

Es muy importante tener en cuenta que, con independencia de la tipicidad o


atipicidad de un contrato, si puede calificarse como generador de relaciones
sinalagmáticas, se le aplicará, en defecto de reglas específicas, el régimen
general de esas obligaciones (por ejemplo, contrato de permuta de solar por
obra futura).

Notas características de las relaciones obligatorias sinalagmáticas.


¿Cuáles son las notas características de las relaciones obligatorias
sinalagmáticas? Las relaciones obligatorias se caracterizan por:

a) Son negocios onerosos (comportan un sacrificio patrimonial para cada una de


las partes de la relación obligatoria). Hay que destacar, sin embargo, que toda
relación obligatoria sinalagmática es onerosa (por ejemplo, compraventa o
permuta), pero no toda relación onerosa es sinalagmática (por ejemplo,
préstamo con interés: art. 1753 CC).

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No son sinalagmáticas las obligaciones surgidas en los contratos gratuitos (por ejemplo,
comodato), que no constituyan contraprestación del crédito contractual, sino que nacen
de un evento posterior (por ejemplo, abono de los gastos: art. 1751 CC).

Con carácter mayoritario, se considera que la sociedad civil (arts. 1665 y ss. CC) es un
contrato asociativo (por perseguir un fin común) y plurilateral (por las partes que
intervienen), pero no sinalagmático. Por ello, no es de aplicación el régimen jurídico de
las obligaciones recíprocas (en particular, la resolución por incumplimiento), teniendo
su propio régimen de extinción contractual: arts. 1700 y ss. CC.

La STS de 11 de julio de 2018 ha admitido la aplicación del art. 1124 CC a un contrato de


préstamo, cuando el prestatario asume obligaciones adicionales a la mera restitución del
dinero. Es un paso más en el abandono de la concepción de ciertos contratos como
reales (es decir, que se perfeccionan con la entrega de la cosa: préstamo, comodato y
depósito) y su asimilación a la regla general de la consensualidad (es decir, que se
perfeccionan con el mero consentimiento: arts. 1254 y 1258 CC).

b) Hay un nexo de dependencia entre las prestaciones de las partes: existencia


de una contraprestación de cada una de las partes frente a la prestación de la
otra (por ejemplo, contrato de compraventa).

c) Las partes son recíprocamente acreedoras y deudoras.

Debe tenerse en cuenta que el Código Civil utiliza la noción de reciprocidad en otros
sentidos de alcance diferente a la sinalagmaticidad: por ejemplo, en la compensación
(art. 1195 CC).

Régimen jurídico de las obligaciones sinalagmáticas. Con carácter


general, el Código Civil no regula las relaciones sinalagmáticas con la
importancia que merecerían dada su frecuencia social. El modelo del que parte
el Código Civil es la relación obligatoria simple.

Ahora bien, lo que falta en el Código Civil es una regulación general de las
obligaciones sinalagmáticas. En cambio, en la concreta regulación de cada
contrato, en la medida que dan lugar a relaciones sinalagmáticas, sí hay
previsión de soluciones adecuadas teniendo en cuenta la interdependencia de
las obligaciones de las partes. Se hace, por tanto, necesario proceder en
ocasiones a generalizar normas previstas respecto a un concreto contrato para
extenderlas a otros contratos.

¿Cuál es el régimen jurídico básico al que se someten las relaciones obligatorias


sinalagmáticas? Las normas establecidas por el Código Civil se refieren, en
concreto, a los aspectos siguientes:

a) Cumplimiento simultáneo. Como regla general, las prestaciones a cargo de


ambas partes deben cumplirse de modo simultáneo.

Es el criterio que consagra el art. 1308 CC, y que confirma, para la compraventa, el art.
1500.II CC.

b) Régimen de la mora. Dispone en este sentido el art. 1100 CC, en su párrafo


final, que “en las obligaciones recíprocas ninguno de los obligados incurre en
mora si el otro no cumple o no se allana a cumplir debidamente lo que le

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incumbe. Desde que uno de los obligados cumple su obligación, empieza la
mora para el otro”.

Por ejemplo, deseando preparar una maratón, Alba contrata con Berta, una prestigiosa
entrenadora personal, una serie de sesiones de una hora de duración a 50 euros cada
una. Berta asiste a Alba en cinco sesiones, sin que ésta le abone su precio. Al cumplir
Berta su prestación, Alba se encuentra en mora respecto de sus obligaciones, y debe,
entre otros aspectos, indemnizar los eventuales daños causados por su retraso (art. 1108
CC).

c) Resolución por incumplimiento. En caso de incumplimiento de una parte, la


parte que no ha incumplido puede solicitar la resolución del vínculo obligatorio.
Éste es el criterio que ofrece el art. 1124 CC.

Por ejemplo, Ángeles compra a Begoña un ordenador por 1.000 euros, entregando 150
euros a cuenta del precio. Se pacta que el ordenador se entregará el día 1 de mayo y el
resto del precio se pagará el día 1 de septiembre. Llegado el día de la entrega del
ordenador, Begoña no efectúa la entrega. Ángeles puede resolver el contrato de
compraventa, quedando desvinculada de la obligación del pago del resto del precio y
solicitando la devolución de los 150 euros entregados; y además podrá exigir (como ante
el incumplimiento de cualquier obligación) la indemnización de los daños causados.

d) Suspensión de cumplimiento de la propia prestación. En caso de que quien


no ha cumplido (ni se ha allanado a cumplir) pretenda que la otra parte cumpla,
esta otra parte puede parte oponer la excepción de incumplimiento contractual
o de contrato no cumplido (“exceptio non adimpleti contractus”), para no verse
obligado a cumplir. Asimismo, ante la pretensión de cumplimiento de una parte
que ha cumplido, pero de forma defectuosa o inexacta, la otra parte a la que se le
reclama el cumplimiento de su obligación podrá oponer la excepción de
cumplimiento defectuoso (“exceptio non rite adimpleti contractus”).

Por ejemplo, Andrea encarga a Beatriz la confección de un vestido por 1.500 euros.
Salvo pacto en contrario, si Beatriz reclama a Andrea el pago del precio antes de la
entrega del vestido, Andrea podrá oponerse alegando que solo pagará en el momento en
que Beatriz le entregue el vestido.

1.7. Las fuentes de las obligaciones.


Delimitación de las fuentes de las obligaciones. Se entiende por fuentes
de las obligaciones aquellos hechos jurídicos de los que nacen las obligaciones.
Identifica, por tanto, aquellos supuestos o situaciones que tienen como
consecuencia el nacimiento de una relación obligatoria.

La cuestión trata de determinar a partir de qué momento o con la verificación de qué


requisitos puede decirse que una persona está obligada jurídicamente.

El alcance del art. 1089 CC. En el Código Civil la norma básica (aunque
literalmente no hable de fuentes de las obligaciones) es el art. 1089 CC,
conforme al cual “[l]as obligaciones nacen de la ley, de los contratos o cuasi
contratos, y de los actos y omisiones ilícitos o en que intervenga cualquier
género de culpa o negligencia”.

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La enumeración del art. 1089 CC tiene un origen histórico claramente reconocible y que
explica la escasa importancia que se debe dar a las categorías que emplea la norma. En
el siglo II, Gayo añade a la clasificación bimembre de delitos y contratos, una mención a
“ex variis causarum figuris” (distintos tipos de causas), porque aquella dualidad no
permitía englobar todos los casos. Más tarde, en las Instituciones justinianeas (siglo VI)
esa tercera categoría es desdoblada en otras dos, en función de su proximidad a los
contratos o a los delitos (“quasi ex contractu, quasi ex maleficio”), para identificar, por
ejemplo, aquellos supuestos en que la obligación surgía como si las partes hubieran
celebrado un contrato. En la llamada paráfrasis de Teófilo (siglo VI), al comentar esa
clasificación, se altera (acaso involuntariamente) la partícula “ex”, de tal modo que esas
categorías adquieren una sustantividad de la que antes carecían: “ex quasi contractu, ex
quasi delicto”. Además, Grocio (siglo XVII) añade a la enumeración una referencia a la
ley. Esta enumeración pentamembre es la que pasa al Código napoleónico (1804) y es
recibida por el Código Civil español (1889).

Esta clasificación, poco práctica y producto de nuestra tradición histórica, tiene


reflejo en una regulación asistemática de las fuentes de las obligaciones: el
contrato está regulado en el Título II del Libro IV (arts. 1254 y ss. CC); el
cuasicontrato, en el Título XVI, Capítulo I, del mismo Libro (arts. 1887 y ss. CC);
el delito, en el Código Penal y en leyes especiales; y el cuasidelito en el Título
XVI, Capítulo II, del Libro IV del Código Civil (arts. 1902 y ss. CC).

La justificación de una clasificación pentamembre resulta discutible desde el


momento en que se incluye en la misma a la ley. En última instancia, todas las
fuentes de las obligaciones son reconducibles a la ley, puesto que, si la ley no las
admitiera, no tendrían esa función.

La enumeración del art. 1089 CC ha sido sometida a diversas críticas, de alcance


desigual:

a) Da a la ley el mismo tratamiento que al resto de fuentes de las obligaciones, cuando


en realidad se trata del presupuesto de todas ellas. Son fuentes de las obligaciones
porque el ordenamiento jurídico las reconoce como tales.

b) No menciona la declaración unilateral de voluntad como fuente de las obligaciones.

c) Aunque separa como fuentes distintas los delitos y los cuasidelitos, en realidad ambos
responden a la misma idea: la causación de un daño que debe ser reparado.

d) El mantenimiento de la categoría de los cuasicontratos sólo es explicable por razones


históricas y reviste unos caracteres tan sumamente heterogéneos que la privan de toda
utilidad.

Por estas razones, L. Díez-Picazo sugiere que las fuentes de las obligaciones
deben reordenarse en dos grupos: de un lado, la autonomía privada, entendida
como poder del individuo de constituir sus propias relaciones jurídicas
obligatorias (contrato, declaración unilateral de voluntad, actos jurídicos
“mortis causa”); de otro, la constitución heterónoma, entendida como poder
heterónomo que sólo puede ser la soberanía del Estado creando relaciones
jurídicas obligatorias entre particulares (actos administrativos, actos judiciales,
supuestos legalmente reglamentados: obligaciones derivadas del
enriquecimiento sin causa, de reembolso de gastos o de reparación de daño y
perjuicios; u obligaciones derivadas de un determinado estado o situación, como
los alimentos entre parientes).

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La importancia de la consideración de una obligación como legal, contractual,
cuasicontractual, delictual o cuasidelictual, no puede ser meramente
clasificatoria. Para tener sentido, sería necesario que de esa consideración se
derivara la aplicación de uno u otro régimen jurídico. Pero, como veremos, la
diversidad de régimen jurídico es prácticamente inexistente, más allá de las
diferencias a la hora de determinar cuándo ha surgido una obligación.

De hecho, en buena medida, la disciplina general de las obligaciones se ha construido en


el Código Civil por abstracción de las particulares reglas de las obligaciones
contractuales.

La ley como fuente de las obligaciones. La primera de las fuentes de las


obligaciones que menciona el art. 1089 CC es la ley y esta previsión es
desarrollada por el art. 1090 CC. Hay coincidencia en entender que la referencia
a la ley en el art. 1089 CC y a las obligaciones legales del art. 1090 CC debe ser
considerada equivalente a cualquier norma jurídica. Esto supone dos tipos de
consecuencias. Por un lado, también cabe que de la costumbre y los principios
generales del Derecho surjan obligaciones. Y, por otro, permite que surjan
obligaciones no sólo de la ley en sentido estricto, sino también de cualquier otra
disposición de rango normativo inferior o distinto (como, por ejemplo, los
reglamentos).

El caso más claro de obligación legal son los alimentos entre parientes (arts. 142 y ss.
CC). Otro caso es la obligación del usufructuario de prestar fianza, antes de entrar en el
goce de los bienes (arts. 491 y ss. CC). Un ejemplo de obligación legal derivada de los
principios generales del Derecho es la de indemnizar en caso de enriquecimiento
injusto, ya que es precisamente la vulneración de este principio la que hace nacer la
obligación. Y la costumbre es considerada, por cierta doctrina, como justificación de la
relevancia de la voluntad unilateral como fuente de obligaciones.

Sólo deben considerarse obligaciones legales las que nacen directamente de la


ley, esto es, cuando la producción o la aparición en la realidad social del
supuesto de hecho previsto en la norma implica que la obligación pueda
entenderse nacida automáticamente.

No deben considerarse obligaciones legales las que se insertan en una relación


contractual como consecuencia de la concurrencia de normas imperativas o dispositivas
(cuando, en este último caso, las partes no hayan dispuesto en contrario). Tampoco son
obligaciones legales, a los efectos del art. 1090 CC, las obligaciones que se derivan no de
lo expresamente pactado, sino de las consecuencias que, según su naturaleza, sean
conformes a la ley (art. 1258 CC).

Las obligaciones legales se rigen en primer lugar por las disposiciones de la ley
que las haya establecido, y, en lo no previsto por ésta, por las disposiciones del
Libro IV del Código Civil (art. 1090 CC). El Código Civil establece también que
las obligaciones legales no se presumen y que sólo son exigibles las
expresamente determinadas por el propio Código o por leyes especiales.

El contrato como fuente de las obligaciones. El contrato constituye la


fuente de la que con mayor frecuencia surgen las obligaciones entre las partes.
El Código Civil indica que “[l]as obligaciones que nacen de los contratos tienen
fuerza de ley entre las partes contratantes, y deben cumplirse al tenor de los

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mismos” (art. 1091 CC). La regulación que en los arts. 1254 y ss. CC se dedica al
contrato en general es, con diferencia, la más extensa de todas las previstas para
las fuentes de las obligaciones; y ello sin olvidar que, al ocuparse de los
concretos tipos contractuales, el Código Civil alude en numerosas ocasiones a
sus efectos obligacionales.

El art. 1091 CC consagra dos ideas fundamentales. Por un lado, del art. 1091 CC
se puede extraer la fuerza vinculante del contrato con su alusión a la fuerza de
ley entre las partes (que en el art. 1254 CC se expresa a través de ese
consentimiento en obligarse). Y, por otro lado, la referencia al cumplimiento al
tenor del contrato constituye un dato adicional para delimitar el principio de
autonomía privada. Estas ideas, que se sintetizan en la máxima “pacta sunt
servanda” (los pactos han de ser observados), exige algunos comentarios.

a) Evidentemente, la referencia a la ley en el art. 1091 CC debe tomarse en sentido


figurado. El art. 1091 CC no hace sino expresar que, al ser el contrato fuente de las
obligaciones, como consecuencia del contrato surge entre las partes un vínculo de
carácter obligatorio que convierte en debida una serie de conductas de los contratantes.

b) El art. 1091 CC establece que esa vinculación afecta a las partes contratantes. Solo se
ven vinculados por el contenido del contrato quienes son parte del mismo. Coincide en
este punto con lo dispuesto en el párrafo primero del art. 1257 CC.

c) La vinculación que implica el contrato supone que no cabe ni la desvinculación


unilateral ni la modificación unilateral de su contenido. Nada impide, obviamente, que
por acuerdo entre las partes se produzca la extinción del contrato o la modificación de
su contenido. Pero resulta claro igualmente que el carácter del vínculo obligatorio
derivado del contrato no admite una actuación unilateral que afecte a su vigencia, como
regla general. A este criterio responde el art. 1256 CC.

d) La referencia al cumplimiento al tenor de lo pactado no significa que las partes gocen


de una libertad ilimitada para acordar aquello que convenga a sus intereses. Es crucial
en este sentido el art. 1255 CC que identifica como límites de la autonomía privada “las
leyes, la moral y el orden público”, pero en el articulado del propio Código Civil pueden
encontrarse otros elementos que restringen el contenido de lo que las partes pueden
acordar (arts. 6.3, 1102, 1256, etc., CC).

e) Aunque el art. 1091 CC imponga el deber de cumplir lo pactado, resulta también


evidente que las partes no sólo quedan vinculadas por lo que han acordado, sino por
otros extremos que integran la reglamentación contractual y que modalizan o
configuran la posición de las partes. Hay que tener en cuenta, por tanto, las fuentes de
integración contractual y, en particular, a las consecuencias que, según la naturaleza del
contrato, se deriven de la buena fe, de los usos y de la ley (art. 1258 CC) o de la
publicidad (art. 61 TRLGDCU).

f) La necesidad de que las obligaciones contractuales sean cumplidas de acuerdo con su


tenor plantea a menudo el problema de la interpretación de las reglas contractuales. La
regla del art. 1091 CC no excluye que el contrato deba ser calificado, integrado e
interpretado. Un criterio de estricta subordinación al tenor literal constituye un criterio
interpretativo que contradice (o, al menos, matiza) lo dispuesto por el Código Civil en
sede de interpretación de los contratos y, en particular, en el art. 1281 CC.

El cuasicontrato como fuente de las obligaciones. El cuasicontrato como


fuente de las obligaciones es mencionado en el art. 1089 CC, pero, en cambio, en
los arts. 1090 a 1092 CC no se contiene indicación alguna acerca de su régimen,
como sí sucede con las otras fuentes de las obligaciones.

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Los cuasicontratos son una categoría que históricamente trata de agrupar
aquellas situaciones en que existe una actuación voluntaria y lícita, sin que
pueda hablarse de contrato, de la cual surge una obligación. El art. 1887 CC
trata de definirlos: “[s]on cuasicontratos los hechos lícitos y puramente
voluntarios, de los que resulta obligado su autor para con un tercero y a veces
una obligación recíproca entre los interesados”.

La doctrina ha criticado duramente el contenido del art. 1887 CC: a) el precepto es


impreciso, puesto que no debería hablar de “hechos”, sino de “actos jurídicos” porque
ésa es la calificación que merecen los cuasicontratos previstos legalmente (actos
voluntarios cuyos efectos están predeterminados legalmente); b) el término
“recíprocamente” solo puede interpretarse aquí en el sentido menos técnico de
“mutuamente”; c) la referencia a la obligación del “autor” impone reenfocar el pago de lo
indebido como cobro de lo indebido; d) también se discute que el hecho sea lícito
cuando el gestor causa daños negligentemente (art. 1889 CC) o se acepta
conscientemente un pago indebido (art. 1896.I CC), si bien estos casos son más bien
manifestaciones concretas de la responsabilidad civil por daños y de la posesión de mala
fe.

La categoría general de los cuasicontratos sólo puede explicarse por un arrastre


histórico. En realidad, los dos únicos supuestos de cuasicontratos que recoge el
Código Civil no son suficientes para justificar la existencia y la propia
consideración de una categoría jurídica independiente (la del cuasicontrato). La
categoría jurídica del cuasicontrato, por tanto, está claramente en declive por su
inutilidad.

Obsérvese que la categoría general es inútil al no existir normas aplicables a la


misma (¿de qué sirve calificar una situación como cuasicontrato si no hay reglas
comunes a todo cuasicontrato?).

El delito como fuente de las obligaciones. El delito como fuente de las


obligaciones es abordado en el art. 1092 CC, conforme al cual “[l]as obligaciones
civiles que nazcan de los delitos o faltas se regirán por las disposiciones del
Código Penal”. Debe tenerse en cuenta que la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de
marzo, suprimió las faltas, históricamente reguladas en el Libro III del Código
Penal, aunque algunas de ellas se incorporaran como delitos leves al Libro II del
Código Penal.

La distinción entre un ilícito penal y un ilícito civil pudo tener un sentido, en la medida
que sólo aquel reunía las notas de tipicidad y de punibilidad. Sin embargo, al
establecerse en el Código Penal en 1967 que también constituía delito cualquier hecho
dañoso imprudente de los que obligan a indemnizar, la distinción perdió su
justificación. Con el Código Penal de 1995, que elimina el delito genérico de
imprudencia y sólo mantiene algunos tipos específicos de imprudencia, esa
contraposición, de escasa transcendencia jurídico-civil, recupera un cierto sentido.

En el planteamiento literal del art. 1092 CC la obligación civil nace del delito, en
lo que tradicionalmente se ha venido en denominar “responsabilidad civil
derivada de delito” (rúbrica muy similar a la empleada por el Título V del Libro I
del Código Penal: arts. 109 y ss.). Desde esta perspectiva, la comisión de un
delito desencadena no sólo una consecuencia jurídico-penal, sino también otra
de alcance jurídico-civil, cual es la de imponer una obligación a cargo de quien

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comete ese delito. Pero este planteamiento resulta absolutamente erróneo: la
responsabilidad civil no surge del delito, sino del daño que puede generarse
como consecuencia de la realización de esos actos. Ello significa que no todo
delito implica una obligación de reparar el daño, ya que puede existir delito sin
daño alguno. Que unos mismos hechos puedan ser la causa de un ilícito penal y
de un ilícito civil no permite concluir que esa responsabilidad civil presente una
naturaleza distinta de la que tiene origen únicamente en un ilícito civil, sin
llegar, pues, a constituir delito. La responsabilidad civil aparece regulada en el
Código Penal, como asociada al daño “causado” por el delito (art. 109 CP) o
“derivado” del hecho (art. 116 CP), y sólo a dicho daño.

Por ejemplo, para entrar en una vivienda, el ladrón rompe los cristales de una ventana e
inutiliza el sistema de seguridad; y, en busca de dinero, destroza los muebles y fuerza la
caja de caudales. El ladrón se apodera de 15.000 euros y un camafeo que pertenecía
desde hacía más de cien años a esa familia. Detenido el ladrón, ya no le queda ni un
céntimo del dinero, pero aún tiene en su poder el camafeo. Con independencia de la
repercusión penal, en un plano civil, el ladrón deberá ser condenado a indemnizar los
daños (ventana, sistema de seguridad, muebles, caja de caudales; dinero sustraído) y a
restituir el camafeo.

Los actos u omisiones negligentes como fuente de las obligaciones.


La última de las fuentes de las obligaciones que menciona el art. 1089 CC son
los “actos y omisiones […] en que intervenga cualquier género de culpa o
negligencia”. Esta previsión es aparentemente desarrollada por el art. 1093 CC,
al decir que “[l]as [obligaciones] que se deriven de actos u omisiones en que
intervenga culpa o negligencia no penadas por la ley, quedarán sometidas a las
disposiciones del Capítulo II del Título XVI de este Libro”. Pero el art. 1093 CC
carece de contenido normativo en sí mismo, puesto que su finalidad principal es
la remisión a los arts. 1902 a 1910 CC.

Junto a los preceptos del Código Civil, hay una importante serie de leyes especiales que
se ocupan de diversos supuestos de responsabilidad extracontractual (por ejemplo,
accidentes de circulación o productos defectuosos). A ello hay que añadir una enorme
cantidad de resoluciones judiciales que han contribuido al desarrollo detallado del
Derecho de Daños en España. La responsabilidad civil extracontractual (también
denominada aquiliana, por su conexión con la “Lex Aquilia de damno”, del año 286 a.C.)
es una de las materias con mayor relevancia en los últimos tiempos.

La norma fundamental en la materia es el art. 1902 CC, conforme al cual “[e]l


que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia,
está obligado a reparar el daño causado”. De este precepto derivan los
presupuestos básicos de la responsabilidad civil extracontractual:

a) Acción u omisión de una persona, entendido como comportamiento


activo o pasivo de una persona. Téngase en cuenta que, en ocasiones (art.
1903 CC), se responde por la actuación de un tercero que está unido con
el responsable por determinadas relaciones jurídicas: se disocia la figura
del causante material del daño y la del responsable (por ejemplo,
responsabilidad de los padres por los hechos de los hijos menores).

b) Causación de un daño. Esta conexión causal es interpretada


jurisprudencial y doctrinalmente en el sentido de exigirse una causalidad

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material o física (de tal manera que sin esa conducta no se hubiera
producido el daño) y una imputación objetiva (en el sentido de que esa
causa debe ser considerada como la jurídicamente relevante entre todas
las que han contribuido al accidente).

Por ejemplo, si el dependiente no hubiera vendido una maza de gran tamaño a


Carlos, éste no hubiera podido destrozar el coche de su vecino. Sin la conducta
del dependiente, el daño al vecino no se hubiera producido (causalidad
material), pero ese daño no se le debe imputar objetivamente al dependiente.

c) El art. 1902 CC exige además que quien haya causado el daño actúe
culposa o negligentemente (es decir, omitiendo las precauciones y
cautelas que serían razonables, atendidas las circunstancias).

Por ejemplo, el individuo que no limpia su jardín de rastrojos secos y se dedica a


celebrar, en días de fuerte viento, barbacoas con sus amigos, hasta que un día se
incendia su jardín propagándose al chalé del vecino.

Pero en determinadas leyes no se requiere una actuación negligente, sino


que basta, simplemente, con haber causado el daño para que surja la
obligación de indemnizar: se habla entonces de responsabilidad objetiva
(por ejemplo, daños a las personas como consecuencia de accidentes de
vehículos de motor).

d) El daño es el fundamento y el límite de la responsabilidad civil. Sin


daño, no surge la responsabilidad; y la responsabilidad sólo alcanza hasta
la compensación del daño. La indemnización no puede suponer una
forma de enriquecimiento de la víctima.

Si concurren todos esos requisitos, surge una obligación de reparar el daño


causado. El causante del daño será el deudor y la víctima el acreedor de la
misma. La consideración de la causación de un daño como fuente de las
obligaciones permite resolver mediante un sencillo expediente técnico la
cuestión de la reparación del daño.

En lugar de construir un sistema jurídico alternativo para resolver el problema de la


reparación del daño, nuestro ordenamiento, como tantos otros, opta por vincular esa
situación con la generación de una relación obligatoria. De esta manera, causar un daño
se convierte en uno de los supuestos de hecho que dan lugar al surgimiento de una
obligación.

La declaración unilateral como fuente de las obligaciones. Aunque el


art. 1089 CC no la menciona, siempre ha sido cuestión discutida hasta qué
punto la declaración unilateral de voluntad puede ser considerada también
fuente de las obligaciones. El posible reconocimiento de la declaración
unilateral de voluntad como fuente de las obligaciones supone plantear que la
voluntad de una persona dé lugar inmediatamente y sin más al nacimiento de
una obligación, sin que exista un acreedor que ostente simultáneamente un
derecho de crédito. Es fácil advertir, pues, que el principal obstáculo a su
reconocimiento lo encontramos en la dificultad de reconocer la nota de
correlatividad (entre situación de poder jurídico, propia del acreedor, y
situación de deber jurídico, propia del deudor) de la relación obligatoria.

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Lo relevante estriba en determinar a partir de qué momento el declarante no
puede revocar la declaración ya efectuada, sin verse sometido a consecuencias
desfavorables. Quien emite una determinada manifestación de voluntad está
obligado por exigencias de la buena fe y de los usos del tráfico tanto a
mantenerla durante un plazo razonable como a revocarla, en su caso, con la
misma publicidad que se otorgó a la declaración. En la práctica, los problemas
deben situarse en la forma y el tiempo de la revocación, la posibilidad de una
aceptación tácita de la declaración y la no necesidad de conocimiento de la
declaración cuando se realiza la conducta descrita en la declaración. No se ha
llegado a plantear la posibilidad de reconducir estas situaciones a un supuesto
de responsabilidad precontractual.

Claro está que si lo relevante es la obligación de indemnizar la confianza defraudada por


quien atendió a esa declaración pública, esa indemnización no es consecuencia de una
previa obligación ya existente, sino de carácter extracontractual, fruto de la revocación
abusiva.

La STS de 15 de octubre de 2011, relativa a si se había incumplido la promesa de


adquisición de unas participaciones en un proceso de aumento de capital, manifestada
en la junta general de la sociedad y mediante correo electrónico, indica que “la voluntad
unilateral no es en nuestro sistema, como regla, fuente de obligaciones”. Pero el
Tribunal Supremo añade que “[u]na cosa es que la declaración unilateral de voluntad,
como regla, no genere por sí sola obligación para quien la emite y otra distinta que su
revocación, antes de que se perfeccione la fuente del vínculo, no produzca otras
consecuencias jurídicas”, con lo que se apunta la posibilidad de que la contradicción
posterior de esa declaración unilateral dé lugar, en su caso, a una responsabilidad por
ruptura de tratos preliminares.

Los supuestos en que excepcionalmente se admite la relevancia de la


declaración unilateral de voluntad como fuente de obligaciones son la promesa
pública de recompensa (que, en ocasiones, también se ha querido justificar
como derivada de la costumbre, al amparo de la referencia a la ley del art. 1089
CC) y el concurso con premio.

a) La promesa pública de recompensa es aquella que se ofrece a quien obtenga


cierto resultado o realice determinada actividad. La admisión de la promesa
pública de recompensa como un caso de declaración unilateral creadora de una
relación obligatoria significa que el promitente queda ya obligado desde que
emite su declaración.

Por ejemplo, Ignacio ofrece 1.000 euros a quien localice el anillo de boda, que ha
perdido.

El fundamento de la obligatoriedad de la promesa se busca en los principios de


confianza y responsabilidad, en relación con la buena fe.

Ahora bien, como hemos señalado, el problema real es determinar bajo qué
condiciones el promitente puede revocar esa declaración y cómo se debe
proteger la confianza de terceros que se haya derivado de la promesa pública.

Por ejemplo, después de ofrecer 1.000 euros por el anillo de boda, Ignacio se divorcia; y
al cabo de una semana aparece un vecino con el anillo, reclamando la recompensa.

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b) Los concursos con premio se caracterizan porque no resulta suficiente la
realización de una actividad u obtención de un resultado, sino que exige además
una decisión o elección entre quienes han realizado esa actividad u obtenido ese
resultado conforme a las bases del concurso previamente establecidas por el
promitente, y en ocasiones procede de un grupo de personas que actúan como
jurado.

Por ejemplo, la Asociación Cultural de Beniclavet convoca un concurso de historia local,


con un premio de 10.000 euros al mejor trabajo, conforme a los criterios de un jurado
especializado, pudiendo declararse desierto. Se presentan dos trabajos. El jurado premia
al sobrino del alcalde, aunque su trabajo versa sobre la historia de Las Alpujarras y sólo
hay dos menciones a Beniclavet. ¿Puede el otro concursante impugnar la decisión del
jurado y exigir que le otorguen el premio?

A pesar de la dificultad de reconducir todos los casos a los mismos parámetros,


resulta necesario tener en cuenta la frecuente existencia de unas bases del
concurso que deben ser aceptadas por todos los participantes en el mismo, lo
cual aproxima la hipótesis a las relaciones contractuales.

Esta conclusión resulta especialmente evidente cuando en las bases de la convocatoria


figura una cláusula en cuya virtud quien participa acepta las bases propuestas por la
organización.

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2. LOS SUJETOS DE LA RELACIÓN
OBLIGATORIA.
2.1. Las partes de la relación obligatoria.

Partes de la relación obligatoria. En toda relación obligatoria existen dos


posiciones jurídicas: posición activa (acreedor) y posición pasiva (deudor). La
noción de parte identifica las posiciones que se ostentan en la relación
obligatoria, pero no personas en singular, por lo que cada parte puede estar
integrada por una pluralidad de personas.

Por ejemplo, después de una noche de fiesta, tres amigos penetran en el jardín de un
chalé y causan importantes daños. Son condenados a indemnizar los daños (deudores)
al dueño del chalé (acreedor).

La condición de acreedor y de deudor no deriva de ostentar determinada cualidad


jurídica, sino de ocupar determinada posición jurídica en la relación obligatoria.

La pluralidad de personas puede concurrir en la posición activa, en la posición


pasiva o en ambas posiciones (pluralidad mixta). Ahora bien, cuando la relación
obligatoria es sinalagmática, la pluralidad de personas aboca necesariamente a
una pluralidad mixta.

Por ejemplo, tres hermanos son dueños de una vivienda y la alquilan a una persona. En
la posición de arrendador (acreedor del pago de la renta y deudor de la cesión del uso)
hay tres personas y en la posición de arrendatario hay una (deudor del pago de la renta y
acreedor de la cesión del uso).

En el planteamiento del Código Civil, se presupone que cada parte de la relación


obligatoria está integrada únicamente por una persona, y, por ello, se establecen
reglas especiales para aquellas hipótesis de concurrencia de más de una persona
en la posición activa o pasiva (arts. 1137 y ss. CC). Como veremos a
continuación, el problema surge en la medida que no siempre la pluralidad de
personas se organiza con arreglo a los mismos criterios y reglas.

La capacidad de las partes de la relación obligatoria. ¿Qué capacidad


debe concurrir en las partes de la relación obligatoria? Hemos de distinguir dos
planos. Por un lado, la capacidad exigida para ser titular de la relación
obligatoria. Y, por otro, la capacidad exigida para constituir la relación y ejercer
los contenidos que dimanan de la misma.

a) Pueden ser titulares de la posición activa o pasiva, tanto las personas físicas
como las jurídicas (art. 38 CC). La titularidad se vincula, pues, a la subjetividad
jurídica.

b) Cuestión distinta es, sin embargo, la capacidad requerida para ejercitar


válidamente el contenido de cada posición (por ejemplo, para que el acreedor
exija el pago o perdone la deuda). No hay reglas generales en el Código Civil,
que ofrece criterios diferentes en función de si se refiere a actos de constitución

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o de ejecución de la relación obligatoria. Aplicando criterios generales, se hace
necesario, para la válida constitución de la relación obligatoria o para el válido
ejercicio de esos derechos, que la persona ostente capacidad para actuar por sí
mismo, sea en función de su edad, sea en caso de discapacidad, o por medio de
su representante legal o de la persona que debe proporcionarle el apoyo
previsto. Además, en función de la naturaleza de la obligación de que se trate,
podrá ser necesaria la concurrencia de requisitos adicionales.

Por ejemplo, en el art. 1160 CC, la validez del pago en las obligaciones de dar exige libre
disposición de la cosa debida y capacidad para enajenarla.

La identificación de las partes de la relación obligatoria. Dado que la


relación obligatoria tiene carácter relativo (una parte puede exigir a otra, y sólo
a esta otra, la prestación), es necesario que se precise quién ostenta ese poder y
quién ostenta ese deber. Es necesario, por tanto, determinar quiénes son los
sujetos de la relación obligatoria.

Para concretar esa titularidad existen soluciones diferentes. Es posible que los
sujetos de la relación obligatoria pueden estar determinados inicialmente y ser
perfectamente identificables.

Por ejemplo, la acreedora es la mercantil Soluciones Agresivas, S.L., con C.I.F. B-


97545454, inscrita en el Tomo 9573, Folio 10, Hoja V-159744, Sección 8ª, Inscripción
1ª, de Valencia, y domicilio social en Plaza Mayor, 32, pta. 7ª, de Valencia. Y la deudora
Concepción Pérez Conesa, con D.N.I. 09546333-F y domicilio en Calle Baja, 43, pta. 2ª,
de Valencia.

Pero también se admite que el sujeto sea simplemente determinable, es decir,


que exista una indeterminación inicial y una posterior determinación, con
arreglo a los criterios previstos al constituir la relación obligatoria (son los
denominados supuestos de determinación indirecta). La determinabilidad
puede referirse tanto al deudor como al acreedor.

Un supuesto de determinabilidad del deudor son las obligaciones “propter rem”. Se han
considerado casos de determinabilidad del acreedor, la promesa pública de recompensa o
el contrato en favor de tercero.

En los casos de falta de determinación inicial de los sujetos es imprescindible


que la determinación posterior se produzca conforme a los criterios previstos en
el acto de constitución de la relación, sin que sea necesario un nuevo acuerdo
(arg. art. 1273 CC).

2.2. La pluralidad de personas en la relación


obligatoria: formas de organización.
Problemas derivados de la pluralidad de personas en la relación
obligatoria. Como se ha indicado, el paradigma del que parte el Código Civil es
la relación obligatoria con titularidad única, es decir, aquella en la que solo una
persona integra cada parte de la relación. Por ello, cuando en una de las partes

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concurre más de una persona, se hace necesario determinar en qué medida esa
circunstancia afecta al desarrollo de la relación obligatoria.

Los problemas prácticos son innumerables, pero esa concurrencia de diversas


personas exige la reflexión acerca de cuestiones básicas como la legitimación
activa (¿quién o quiénes pueden actuar?) y pasiva (¿contra quién o quiénes
deben dirigirse?), la oposición de excepciones (¿qué mecanismos de defensa
pueden alegarse frente a la reclamación?), la cobertura de responsabilidad entre
los deudores para el caso de que uno de ellos resulte insolvente (¿qué parte de la
relación obligatoria asume el coste de la insolvencia de un codeudor?) y las
relaciones entre los acreedores y los deudores (¿qué criterios presiden las
relaciones internas entre los cotitulares?).

Las respuestas a los anteriores interrogantes (y la ordenación de esa pluralidad


de personas) se complican extraordinariamente por la adición de dos factores
más:

a) La configuración de la prestación. Es preciso diferenciar dos supuestos en


función de si la prestación es única o plural. Si la prestación es única, es
necesario distinguir a su vez si resulta divisible (por ejemplo, la entrega de
1.000 euros) o no (por ejemplo, la entrega del cuadro “La Madonna de Port
Lligat”, de Salvador Dalí). Si la prestación es plural, debe ponderarse cuál es la
relación entre las distintas conductas.

Las hipótesis son muy variadas. Las distintas conductas pueden ser simultáneas
o sucesivas, pero deben caracterizarse por una cierta coordinación encaminada
a la obtención de un resultado global, y no todas tienen la misma relevancia.

Por ejemplo, piénsese en el concierto de un grupo musical en el que no comparece el


saxofonista, pero sí el resto de integrantes del conjunto.

b) La existencia de una relación obligatoria sinalagmática. Ya se ha señalado que


la frecuencia de las relaciones sinalagmáticas conduce a que la mayoría de los
supuestos de pluralidad sean casos de pluralidad mixta (en la parte activa y en
la parte pasiva de la relación). El problema se plantea a la hora de precisar cómo
influye en las posibilidades de actuación de cada persona en singular el hecho de
concurrir con otras en una parte de la relación obligatoria, y su actuación no
sólo afecta a su prestación sino también a su contraprestación.

Por ejemplo, Andrés adquiere el 20 % de una sociedad, junto a Bernabé (30 %) y Carlota
(50 %). El vendedor incumple su obligación. ¿En qué medida la decisión de Andrés (sea
exigir el cumplimiento, sea resolver el contrato) afecta a Bernabé y a Carlota, y a su
obligación de pagar el precio?

Modelos básicos de organización de la pluralidad de personas en el


Código Civil. Aunque teóricamente sean posibles otras formas de organización
de la pluralidad de personas, el Código Civil, en los arts. 1137 y ss., dibuja dos
modelos básicos: la solidaridad y la mancomunidad.

Conforme a los criterios legales, en la solidaridad activa cada acreedor tiene


derecho a pedir íntegramente la cosa objeto de la obligación; y en la solidaridad

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pasiva cada deudor debe prestar íntegramente la cosa objeto de la obligación
(art. 1137 CC). En cambio, conforme al art. 1138 CC, la mancomunidad supone
que “el crédito o la deuda se presumirán divididos en tantas partes iguales como
acreedores o deudores haya, reputándose créditos o deudas distintos unos de
otros”. Ello significa que, en principio, la mancomunidad produce la
fragmentación del crédito o de la deuda. Pero este criterio no resulta operativo
cuando, por sus propias características (por ejemplo, entrega de un “golden
retriever” –vivo--) o por pacto entre las partes, la prestación resulta indivisible.
En estos casos (que el art. 1139 CC identifica como imposibilidad de la división;
y el art. 1150 CC como obligación indivisible mancomunada), el régimen jurídico
se altera de tal forma que la doctrina considera más adecuado aludir a una
categoría distinta.

Por ello, parece más conveniente, a pesar del planteamiento dual del Código
Civil (obligaciones mancomunadas y solidarias), establecer tres categorías
distintas (y tres regímenes jurídicos diferentes) de ordenación de la
concurrencia de dos o más personas en una parte de la relación obligatoria.

a) La solidaridad. La solidaridad activa supone que cualquier acreedor pueda


pedir íntegramente la prestación objeto de la obligación. La solidaridad pasiva
supone que cualquier deudor deba prestar íntegramente la prestación objeto de
la obligación.

Si la pluralidad se articula como solidaria, en principio, es indiferente que la prestación


sea divisible o indivisible: la solidaridad puede funcionar con independencia del carácter
divisible o indivisible de la prestación.

Tres amigos piden un préstamo a otro de 900 euros. Si la deuda es solidaria, el acreedor
podrá dirigirse contra cualquiera de los deudores solidarios reclamándoles la totalidad
de la deuda (art. 1144 CC). Cada deudor viene obligado a cumplir íntegramente la
prestación (art. 1137 CC), aunque posteriormente podrá reclamar de sus codeudores la
parte que a cada uno corresponda con los intereses del anticipo (art. 1145 CC). En el
ejemplo, el prestamista podrá dirigirse contra cualquiera de los prestatarios
reclamándoles el importe íntegro de la deuda (900 euros). Este ejemplo es de
solidaridad en la posición pasiva de la obligación (posición de deudor). También puede
existir solidaridad en la posición activa cuando varias personas integren la posición
jurídica de acreedor: en este caso cada uno de los acreedores solidarios podrá reclamar
la totalidad de la deuda.

b) La mancomunidad simple o parciariedad. La idea fundamental es la


fragmentación del crédito y la deuda. El crédito o la deuda se descomponen en
tantos créditos o deudas como personas concurren en una de las partes de la
relación obligatoria.

Se habla precisamente de “parciariedad” para subrayar esa división del crédito o deuda
en tantas partes como personas (art. 1138 CC).

Tres amigos piden un préstamo a otro de 900 euros. Si la deuda es parciaria, se


entenderá que el crédito y la deuda se dividen en tantas partes como sujetos haya en
cada posición jurídica. Dichas partes, en principio, se presumen iguales (art. 1138 CC).
En el ejemplo, cada amigo prestatario deberá devolver al prestamista sólo 300 euros.
Este ejemplo es de mancomunidad simple o parciariedad en la posición pasiva de la
obligación (posición de deudor). También puede existir parciariedad en la posición
activa cuando varias personas integran la posición jurídica de acreedor.

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c) La mancomunidad en sentido estricto o en mano común. La idea
fundamental es la comunidad o actuación en común. En principio, todos los
acreedores deben actuar conjuntamente; y hay que dirigirse contra todos los
deudores conjuntamente.

Tres hermanos deben entregar el caballo que su padre les dejó en herencia a otra
persona. En este caso, el acreedor de la entrega deberá dirigirse contra todos los
hermanos para que le entreguen el caballo (art. 1139 CC). Este ejemplo es de
mancomunidad en sentido estricto en la posición pasiva de la obligación (posición de
deudor). También puede existir mancomunidad en sentido estricto en la posición activa
cuando varias personas integran la posición jurídica de acreedor.

La calificación de un supuesto como solidaridad, parciariedad o mancomunidad


en sentido estricto genera importantes consecuencias en la medida que da lugar
a la aplicación de un régimen jurídico completamente distinto.

Los tres modelos expuestos se encuentran presentes en el Código Civil, pero no


agotan la realidad, ni las formas de organización de la pluralidad de personas.

Una mención especial merecen los llamados créditos sindicados. Identifican aquellas
operaciones económicas de cuantía elevada que, al suponer para un acreedor
(normalmente, una institución financiera) un riesgo superior al que asume
normalmente, propicia la participación de otras entidades en la concesión del crédito.
Cada entidad concedente del crédito ostenta un crédito independiente, pero que no
puede ejercitar libremente, si no quiere incurrir en responsabilidad frente a los otros
acreedores. Aparece la figura del “banco agente”, un mandatario con mandato
irrevocable, que efectúa las gestiones del crédito y articula las relaciones del grupo con
el deudor. La retribución al “banco agente” es abonada por el deudor. En las relaciones
internas, se sustituye el criterio de la unanimidad por el de la mayoría para la adopción
de acuerdos.

El problema que no resuelve el Código Civil estriba en determinar si, cuando


concurre una pluralidad de personas en una parte de la relación obligatoria, nos
hallamos ante una sola obligación o ante una pluralidad de distintas
obligaciones. La cuestión presenta una gran complejidad cuando la actuación
individual de uno de los cotitulares puede afectar a la situación de los otros
cotitulares.

Por ejemplo, tres amigos deciden comprar por 3.000 euros un coche de segunda mano
para acudir a las clases en la Universidad. El vendedor no quiere cumplir y dos de los
compradores desean resolver el contrato y buscar otro vehículo; el otro comprador
insiste en exigir al vendedor el cumplimiento.

Selección del modelo de organización de la pluralidad de personas


en la relación obligatoria. Constatada la diversidad de formas de
organización de la pluralidad de personas, la pregunta que inmediatamente
debemos efectuarnos es de qué depende la adopción de uno u otro modelo.

El planteamiento legal que se desprende de los arts. 1137 y 1138 CC permite


afirmar que las partes pueden organizar la pluralidad de la relación obligatoria
como tengan por conveniente (“cuando la obligación expresamente lo
determine…”: art. 1137 CC; “[s]i del texto de las obligaciones […] no resulta otra
cosa…”: art. 1138 CC). Se trata, pues, de una cuestión que se deja a la libertad de

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las partes de la relación obligatoria al amparo de su autonomía privada (art.
1255 CC).

Por ejemplo, al arrendar un piso por 600 euros mensuales a tres estudiantes puede
pactarse, en el contrato, que éstos responderán solidaria (el arrendador puede exigir a
cualquiera de los estudiantes los 600 euros), parciaria (el arrendador sólo puede exigir
200 euros a cada uno de los estudiantes) o mancomunadamente (el arrendador ha de
exigir los 600 euros conjuntamente a los tres estudiantes).

Ahora bien, no puede obviarse que, en muchas ocasiones, la constitución de la relación


obligatoria con pluralidad de personas no tiene su origen en la autonomía de las partes,
por lo que no cabe que éstas pacten en un sentido u otro (por ejemplo, condena a
indemnizar a los responsables de haber causado conjuntamente un daño) y, en otros
casos, la indivisibilidad de la prestación admite la solidaridad o la mancomunidad, pero
no la parciariedad (por ejemplo, entrega de una escultura).

En el esquema legal, el criterio supletorio de ordenación de la pluralidad se


contiene en los arts. 1137 y 1138 CC, con arreglo a dos criterios
complementarios:

a) No presunción de solidaridad. La solidaridad sólo existe “cuando la


obligación expresamente lo determine” (art. 1137 CC). El fundamento de esta
norma suele encontrarse en el principio “favor debitoris” y en la idea de
concesión de la mayor libertad posible a las partes: si hay varios deudores, la
solidaridad les perjudica porque todos responden de la totalidad de la deuda; y
si hay varios acreedores, la solidaridad entraña un riesgo porque cualquiera de
ellos puede percibir la totalidad de lo debido.

L. Díez-Picazo considera que la regla de la no presunción de la solidaridad puede


cumplir funciones muy diversas: a) puede ser una genuina presunción, que determina
una distribución de la carga de la prueba; b) puede ser una norma de derecho
supletorio, es decir, a falta de pacto: la solidaridad ha de establecerse en el negocio
jurídico de constitución de la obligación o en una prescripción legal; y c) puede
desarrollar una función interpretativa: ante la duda o la ambigüedad de las
declaraciones negociales o de las prescripciones legales, éstas deben interpretarse en
favor de la no solidaridad.

Para Á. Carrasco, en caso de prestación divisible, la no presunción de la solidaridad es


un criterio sensato: salvo casos excepcionales (por ejemplo, cuentas bancarias
indistintas entre familiares), si varios concurren a la cotitularidad de un crédito, es
conforme al sentido común que cada uno de ellos habrá querido, como regla,
garantizarse la titularidad y disponibilidad de su parte de crédito, y no incurrir en el
riesgo de sucumbir a decisiones estratégicas de la mayoría o conductas oportunistas de
un compañero, salvo que fueren socios. Y lo mismo cabe decir en caso de cotitularidad
en la deuda: si la fianza no se presume nunca (art. 1827 CC) no se comprende cómo se
puede presumir, al menos en la concurrencia contractual, que cada deudor ha querido
salir garante de la insolvencia de su compañero.

b) Presunción de fragmentación. Una vez excluida la solidaridad, es necesario


determinar cuál es el régimen jurídico aplicable. El art. 1138 CC indica que “el
crédito o la deuda se presumirán divididos en tantas partes iguales como
acreedores o deudores haya”. Obviamente, este criterio se supedita a las
características de la prestación y a la voluntad de las partes.

Aunque el art. 1138 CC aluda al “texto de las obligaciones”, se admite que la


voluntad de las partes en orden al modo de organizar la pluralidad se constate

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por cualquier medio. No se exige pues una voluntad expresa de las partes, sino
que se admite la manifestada tácitamente.

La jurisprudencia ha dado un paso más, erosionando sensiblemente los criterios


legales. De una interpretación respetuosa con el contenido de los arts. 1137 y
1138 CC se ha pasado, sobre todo en caso de pluralidad de deudores, a una
lectura de las normas que altera profundamente su sentido. De esta forma, se
considera que existe solidaridad entre los deudores siempre que pueda
constatarse una comunidad de objetivos o una relación obligatoria unitaria.

La STS de 17 de abril de 2015 y de 19 de febrero de 2016 han indicado que “[e]ste


concepto de "solidaridad tácita" ha sido reconocido […] declarando que existe cuando el
vínculo obligacional tiene comunidad de objetivos, con interna conexión entre ellos […],
sin que se exija con rigor e imperatividad el pacto expreso de solidaridad, habiéndose de
esta manera dado una interpretación correctora al art. 1137 CC para alcanzar y estimar
la concurrencia de solidaridad tácita pasiva, admitiéndose su existencia cuando del
contexto de las obligaciones contraídas se infiera su concurrencia, conforme a lo que
declara en su inicio el art. 1138 CC, por quedar patente la comunidad jurídica con los
objetivos que los recurrentes pretendieron al celebrar el contrato […], debiéndose
admitir una solidaridad tácita cuando aparece de modo evidente una intención de los
contratantes de obligarse "in solidum" o desprenderse dicha voluntad de la propia
naturaleza de lo pactado, por entenderse, de acuerdo con las pautas de la buena fe, que
los interesados habían querido y se habían comprometido a prestar un resultado
conjunto, por existir entre ellos una comunidad jurídica de objetivos”.

La STS de 8 de julio de 2019, relativa a la reclamación de un pago de un contrato de


arrendamiento cuyo objeto era impulsar y dar notoriedad a una candidatura que se
presentaba a las elecciones de la presidencia del Athletic Club de Bilbao, y donde se
reclamaba a quien encabezaba la candidatura y a dos de sus integrantes, confirma la
condena solidaria de los demandados: “la obligación de pago del servicio de impulsar y
dar notoriedad a la candidatura nació para todos los deudores en virtud del mismo
contrato [de carácter verbal], todos ellos concurrían conjuntamente a las elecciones y no
consta una especificación ni individualización de los compromisos de cada uno de ellos”.

El problema de esta interpretación jurisprudencial correctora se encuentra en


que no permite conocer cuáles son los criterios que inclinan la ordenación de la
pluralidad hacia la solidaridad o la parciariedad. Criterios como la existencia de
“una relación obligatoria unitaria” o una “unidad del fin de las prestaciones”
confieren a los tribunales una amplia dosis de libertad en sus valoraciones, pero
a cambio de introducir una gran inseguridad en los interesados.

Así, la STS de 15 de diciembre de 2011 negó la existencia de solidaridad pasiva, al


tratarse de contratos distintos entre diferentes contratantes, aunque para el
demandante se persiguiera una misma finalidad económica.

2.3. La parciariedad.
Notas básicas de la parciariedad. La parciariedad se caracteriza por una
legitimación individual parcial. Ello significa que cada acreedor parciario sólo
puede exigir una parte de la prestación o que cada deudor parciario sólo puede
verse obligado a cumplir una parte de la prestación.

La parciariedad puede darse en la posición activa, en la pasiva o en ambas.


Cuando la parciariedad se da en la posición activa, se habla de parciariedad

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activa. La parciariedad pasiva es la que se manifiesta entre los sujetos que se
encuentran en la posición pasiva. La regla básica es que se reputan distintos
unos de otros los créditos y las deudas, pero la relación obligatoria es única.

El art. 1138 CC presume no solo la división, sino que la parte de cada deudor o
de cada acreedor es igual a la del resto. La igualdad de las partes es una regla
presuntiva (art. 393.II CC). Por lo tanto, las partes podrán manifestar de forma
expresa en el acto constitutivo de la relación obligatoria una solución distinta
(dividiendo la deuda o el crédito de otro modo: por ejemplo, 2/6; 1/6 y 3/6).

Régimen jurídico de la parciariedad activa. ¿Cuál es el régimen jurídico


de la parciariedad activa? El Código Civil no demuestra un exceso de interés en
regular esta cuestión, acaso porque al reputarse créditos o deudas distintas unos
de otros (art. 1137 CC) su relativa independencia se reconduce a la aplicación de
las reglas generales (es decir, obligaciones con titular único).

La parciariedad se caracteriza porque los créditos divididos funcionan de forma


independiente, de modo que:

a) Cada acreedor puede ejercitar de forma independiente, sin contar con los
demás acreedores, su poder de disposición sobre el crédito y puede cederlo o
condonarlo.

b) Cada acreedor está legitimado para exigir independientemente el crédito ya


dividido (su parte ya dividida del crédito), y para ello no ha de contar con los
demás acreedores, pudiendo recibir la prestación sin dar parte a los demás.

c) El deudor que pague el crédito dividido a un acreedor parciario queda


totalmente liberado frente a éste. El deudor dispone de las excepciones
derivadas de su relación con el acreedor demandante (por ejemplo, excepción de
compensación), así como de las derivadas del negocio de constitución de la
relación obligatoria (por ejemplo, concurrencia de un vicio del consentimiento
en el contrato que da lugar a la obligación: art. 1300 CC).

d) La mora derivada de la actuación de uno de los acreedores no beneficia a los


restantes.

e) La interrupción de la prescripción realizada por uno de los acreedores, que


sólo reclama su parte en el crédito dividido, no beneficia a los demás (art. 1974.
III CC).

f) La excepción de cosa juzgada producida por la sentencia recaída en litigio


entre el acreedor del crédito ya dividido y el deudor, tiene eficacia de cosa
juzgada sólo frente a las partes del pleito y no se extiende a los demás.

g) Sin embargo, la acción de resolución del contrato debe ser ejercitada


conjuntamente (precisamente, porque la relación obligatoria es única).

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Régimen jurídico de la parciariedad pasiva. ¿Cuál es el régimen jurídico
de la parciariedad pasiva? Tampoco es una cuestión de la que se ocupe en
absoluto el Código Civil.

Cada parte de la deuda fragmentada se encuentra sometida a unas vicisitudes


independientes y peculiares. Si el deudor parciario paga su parte de la deuda
queda liberado y nada más se le puede exigir (art. 1837.I CC). En particular, la
insolvencia de un deudor parciario no repercute en el resto de deudores
parciarios, que no se ven obligados a cubrir su insolvencia (art. 1139 CC, aunque
referido a las obligaciones mancomunadas en que la división es imposible); por
ello, esa insolvencia perjudica exclusivamente al acreedor.

Los actos modificativos o extintivos de la relación obligatoria (por ejemplo,


novación o confusión: art. 1194 CC) sólo pueden efectuarse con cada deudor y
por su parte en la deuda, y sólo vinculan a dicho deudor.

La interrupción de la prescripción realizada frente a uno de los deudores


parciarios no interrumpe la prescripción respecto de los restantes deudores (art.
1974. III CC).

2.4. La mancomunidad en sentido estricto.


Notas básicas de la mancomunidad en sentido estricto. La
mancomunidad en sentido estricto se caracteriza por una legitimación colectiva.
El crédito o la deuda se atribuye al conjunto de acreedores o de deudores en
mano común, y su actuación debe ser, en principio, consorcial o conjunta. Por
ello, se indica que en este caso la pluralidad conduce a la comunidad.

La mancomunidad en sentido estricto puede tener diversos orígenes:

1) Una declaración de voluntad en el acto constitutivo de la obligación,


siendo indiferente en este caso que la prestación sea o no divisible (arts.
1138, 1139 y 1150 CC).

Por ejemplo, los socios de una mercantil pactan que sólo podrá retirarse dinero
de la sociedad con la firma de dos de los tres administradores.

2) La indivisibilidad objetiva de la prestación (art. 1139 CC).

Por ejemplo, los deudores se comprometen a entregar el Balón de Oro que Leo
Messi ganó por primera vez.

3) La atribución del crédito o la deuda a un patrimonio consorcial

Por ejemplo, la atribución a un patrimonio hereditario.

El régimen jurídico de la mancomunidad en sentido estricto resulta muy


incompleto y se encuentra básicamente en los arts. 1139 y 1150 CC, que han de
ser objeto de integración con los principios generales del Derecho y con los arts.
392 y ss. CC (normas reguladoras de la comunidad de bienes).

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Como en los otros supuestos de pluralidad de personas en la relación
obligatoria, la mancomunidad en sentido estricto puede ser activa o pasiva.

Régimen jurídico de la mancomunidad activa. La única norma


directamente referible a la mancomunidad activa en sentido estricto es parte del
contenido del art. 1139 CC, conforme al cual “sólo perjudicarán al derecho de los
acreedores los actos colectivos de éstos”.

La norma no ofrece una respuesta completa al régimen jurídico de la


mancomunidad activa en sentido estricto, porque decir que sólo los actos
colectivos perjudican a los acreedores, no ofrece solución a los casos en que, por
ejemplo, el acto sea beneficioso para el colectivo. En otras palabras, en caso de
mancomunidad activa en sentido estricto, ¿es necesario que siempre los
acreedores actúen conjuntamente? ¿O influye el tipo de acto?

La doctrina ha mantenido al respecto dos posturas encontradas:

a) La de entender que es necesaria en todo caso la actuación colectiva de


todos los acreedores.

b) La de admitir la posibilidad de que cualquier acreedor lleve a cabo


actos individuales, si no son actos perjudiciales para los restantes
acreedores, entendiendo que el art. 1139 CC impone la regla de la
actuación conjunta sólo para los actos perjudiciales, pero no para los
beneficiosos.

Esta interpretación se enfrenta siempre a la dificultad de precisar cuándo un


acto puede considerarse beneficioso y cuándo perjudicial.

La segunda de las posturas mencionadas parece ser la predominante,


debiéndose distinguir en consecuencia tres tipos de actos:

a) Para la realización de actos perjudiciales, se exige la legitimación


conjunta o unanimidad.

b) Los actos beneficiosos no requieren, por el contrario, unanimidad.

c) Los actos de disposición requieren unanimidad de los acreedores, en


tanto que, para la realización de actos de administración y mejor disfrute,
bastará con el acuerdo mayoritario (arts. 397 y 398 CC).

No obstante, por aplicación del art. 399 CC, relativo a la comunidad de bienes,
cada acreedor podrá disponer de su participación en el crédito, subentrando el
adquirente en la misma posición jurídica que tenía el acreedor mancomunado
que dispuso de su participación en el crédito.

Una atención especial merece el ejercicio judicial del crédito por uno de los acreedores
mancomunados en sentido estricto. Una interpretación sostiene que procesalmente
existe litisconsorcio activo necesario y, por tanto, todos los acreedores tendrán que
interponer la acción judicial, dado que, en otro caso, el deudor podrá oponer la
excepción de defectuosa constitución de la relación jurídico-procesal. Otra postura

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entiende que es posible la actuación individual, dado que el art. 13 LEC permite con
posterioridad a los otros acreedores intervenir en el proceso si así lo desean, de modo
que si el demandante, actuando de mala fe, les causa perjuicios, podrán reclamarle una
indemnización. Parece, no obstante, que la primera postura es la que mejor se ajusta a la
estructura y funcionamiento propio de las obligaciones mancomunadas en mano
común, a pesar de que la jurisprudencia (a diferencia de cierta doctrina) niega que
exista esa categoría del litisconsorcio activo necesario (STS de 22 de septiembre de 2015
y de 21 de noviembre de 2017). En cualquier caso, el ejercicio judicial plantea siempre el
problema de reputar dicho acto como beneficioso o perjudicial.

La mancomunidad activa supone que el deudor debe pagar a todos los


acreedores. La mancomunidad activa impide la extinción por compensación de
la deuda con la propia de uno de los acreedores, porque no existe identidad de
sujetos (art. 1196.1º CC).

A la confusión en caso de deuda mancomunada, como causa de extinción de las


obligaciones, se refiere el art. 1194 CC: el criterio de dicho precepto, conforme al cual
sólo extinguirá la deuda mancomunada en la porción correspondiente al acreedor o
deudor en quien concurran los dos conceptos, únicamente es de aplicación a las deudas
parciarias, y no a las mancomunadas en sentido estricto.

Régimen jurídico de la mancomunidad pasiva. La mancomunidad


pasiva o de deudores supone que la legitimación pasiva es conjunta. Como dice
el art. 1139 CC, “sólo podrá hacerse efectiva la deuda procediendo contra todos
los deudores”. En principio, el cumplimiento debería llevarse a cabo mediante
un acto colectivo de los deudores; y, en caso contrario, el acreedor podría
rechazar la prestación. Ahora bien, esa conclusión es excesiva y si el interés del
acreedor queda satisfecho, no se ve por qué puede rehusar esa prestación
efectuada por uno solo de los deudores (en un sistema que acepta con tanta
amplitud el pago por tercero: art. 1158 CC).

De este modo, en el orden procesal, existirá, como regla, litisconsorcio pasivo


necesario (art. 12.2 LEC). Si no se demanda a todos los deudores, aquellos que
sean demandados podrán oponer la excepción de constitución defectuosa de la
relación jurídico-procesal (arts. 416.1.3ª y 420 LEC).

En el plano extrajudicial el acreedor debe dirigirse contra todos los deudores.


Así se desprende para la interrupción de la prescripción del art. 1974.III CC,
que, aunque referido a las obligaciones parciarias, permite llegar a la misma
conclusión en las mancomunadas en sentido estricto.

Las dificultades se intensifican en relación con el incumplimiento de la deuda


mancomunada en sentido estricto. Contamos con dos reglas distintas, de
sentido dispar.

Por un lado, el 1150 CC establece que “[l]a obligación indivisible mancomunada


se resuelve en indemnizar daños y perjuicios desde que cualquiera de los
deudores falta a su compromiso. Los deudores que hubiesen estado dispuestos a
cumplir los suyos, no contribuirán a la indemnización con más cantidad que la
porción correspondiente del precio de la cosa o del servicio en que consistiere la
obligación”.

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El art. 1150 CC plantea numerosas dudas. Aunque la indemnización de daños parezca
configurarse como una consecuencia automática del incumplimiento, la doctrina niega
ese automatismo. Del mismo modo, se rechaza que la expresión “se resuelve” pueda
considerarse como equivalente a “resolución” y se subraya que debe entenderse como
transformación de la obligación. Tampoco es certera la identificación de la
indemnización con el mero valor de la prestación.

Una de las ideas que pretende transmitir el art. 1150 CC resulta simple: en caso
de incumplimiento de uno de los deudores mancomunados en sentido estricto,
no cabe hablar de incumplimiento parcial, sino que siempre desemboca en un
incumplimiento total. Y de ese incumplimiento total deriva la obligación de
indemnizar los daños y perjuicios causados, pero no se excluyen otros posibles
remedios, como el cumplimiento forzoso o la resolución del contrato.

La otra idea que proclama el art. 1150 CC es la necesidad de distinguir el alcance


de la responsabilidad de los deudores, en función de la actitud adoptada frente
al incumplimiento. Los deudores que hubiesen estado dispuestos a cumplir
limitan su responsabilidad en función de la parte que les correspondiera en el
precio de la cosa o del servicio en que consistiere la obligación: se trata de
valorar, pues, la relación interna entre los codeudores mancomunados en
sentido estricto, y su deuda es parciaria. No asumen el importe de otros posibles
daños causados al acreedor. El Código Civil guarda silencio acerca de la
situación de los deudores que hubieren incumplido su compromiso. No existe
para ellos limitación de los daños indemnizables y tampoco hay razones para
transformar su deuda en parciaria.

Y, por otro lado, el último inciso del art. 1139 CC indica que “[s]i alguno de éstos
[de los deudores mancomunados en sentido estricto] resultare insolvente, no
estarán los demás obligados a suplir su falta”.

El art. 1139 CC no altera sin embargo las reglas generales de responsabilidad. Si la


prestación conjunta todavía es posible y puede reclamarse colectivamente, se considera
que la regla de la prestación conjunta debe subsistir y no se produce esa parcial
exoneración por insolvencia.

Lo que resulta evidente es que la perspectiva de los arts. 1139 y 1150 CC es


diferente. El art. 1139 CC imputa al acreedor el riesgo de la insolvencia de un
deudor mancomunado en sentido estricto, y no libera al resto de deudores de su
propia parte de la deuda (que a partir de ese momento funciona como
parciaria). Y, en cuanto a la indemnización de daños, el art. 1150 CC atiende a la
actitud de los deudores mancomunados, sin llegar a generalizar el carácter
parciario de esa indemnización. En la doctrina se ofrecen diversos criterios para
acentuar la compatibilidad de ambos preceptos:

a) Cabe pensar que el art. 1139 CC se refiere a las obligaciones mancomunadas


objetivamente divisibles, donde la insolvencia de uno de los deudores supondrá la
aplicación del régimen de la parciariedad; y el art. 1150 CC se refiere a las obligaciones
mancomunadas objetivamente indivisibles, donde no podrá existir incumplimiento
parcial, sino que el incumplimiento de un deudor supondrá incumplimiento total y
definitivo (no se puede entregar parcialmente un caballo).

b) Pero parece más adecuado entender que el último inciso del art. 1139 CC es una
norma aplicable en la fase de responsabilidad, previo incumplimiento de un deudor
mancomunado. Por lo tanto, el deudor a quien no sea imputable el incumplimiento no

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responderá más que con la porción del precio de la cosa o del servicio en que consista la
obligación y no se verá afectado por la insolvencia de otro codeudor.

Así, si un promotor musical contrata la actuación de un cuarteto de cuerda por 6.000


euros, y vende entradas para la actuación por valor de 9.000 euros, la inasistencia el día
del concierto del violonchelista supone un incumplimiento total de la obligación (a pesar
de la presencia de los dos violinistas y del violista). Cabe pensar que entonces la
indemnización consistirá en abonar al promotor los 9.000 euros de entradas devueltas,
pero mientras los dos violinistas y el violista deberán restituir cada uno 1.500 euros, el
violonchelista deberá restituir 1.500 euros e indemnizar los restantes daños (3.000
euros), por aplicación del art. 1150 CC. Si además resulta que el violonchelista es
insolvente, no están los otros tres integrantes del cuarteto obligados a suplir su falta
(art. 1139.II CC).

2.5. La solidaridad.
Notas básicas de la solidaridad. La solidaridad supone una legitimación
individual por la totalidad de la prestación. La solidaridad puede ser pasiva o
activa. En caso de solidaridad pasiva, cada deudor puede verse obligado al pago
íntegro de la deuda. En caso de solidaridad activa, cada uno de los acreedores
puede exigir el pago íntegro del crédito. También puede existir en ambas partes
de la relación obligatoria.

¿Cuáles son las funciones de la solidaridad? Con carácter general, puede


afirmarse, con Á. Carrasco, que la solidaridad es un mecanismo de ahorro de
costes de transacción en la gestión externa de créditos con acreedores o
deudores plurales; el acreedor podrá actuar como si no existiese concurrencia,
reclamar por sí solo y reclamar todo de un deudor. El ajuste que haya que hacer
entre el acreedor que cobra y sus compañeros o entre el deudor que paga y los
suyos se resuelve en la relación interna. La solidaridad de acreedores es, como
regla, buena para el deudor, que no tendrá qué averiguar a quién debe
ciertamente pagar, no tendrá que dividir su prestación ni correr con el riesgo de
las relaciones internas de los acreedores. La solidaridad de deudores es
incontestablemente favorable al acreedor al implicar una extensión del ámbito
de responsabilidad.

¿Cómo puede establecerse que un crédito o una deuda tengan carácter


solidario? El criterio legal supletorio, consagrado por los arts. 1137 y 1138 CC, es
francamente contrario al establecimiento de la solidaridad, sea de acreedores,
sea de deudores. Pero existen diversas fórmulas para establecer la solidaridad:

a) Solidaridad negocial. Los propios arts. 1137 y 1138 CC permiten que, en


ejercicio de su autonomía privada, las partes opten por un régimen de
solidaridad pasiva o activa. Doctrina y jurisprudencia consideran que no
es necesario que se mencione expresamente la expresión “solidaridad” al
constituir la obligación, sino que es suficiente con utilizar palabras o
expresiones que hagan entender inequívocamente que la intención es
configurar el crédito o la deuda como solidario (cabe, por tanto, una
solidaridad tácita).

b) Solidaridad legal. No son infrecuentes las previsiones legales que,


alterando los criterios del Código Civil, establecen un régimen de
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solidaridad. Lo habitual es que, en estos casos, el legislador prevea una
solidaridad pasiva, por diversas razones, entre las que destacan el intento
de acentuar la protección del acreedor y de facilitar el cobro del crédito; y
la conveniencia de que los deudores actúen con diligencia y buena fe en el
cumplimiento de sus cargas.

Los ejemplos son múltiples y diversos: art. 116.2 CP; art. 9.1.i) LPH; art. 16.3
LAU; art. 17.3 LOE; art. 161.1 TRLGDCU; o art. 237 LSC.

c) Solidaridad jurisprudencial. Como ya se ha indicado, la más reciente


jurisprudencia del Tribunal Supremo considera que la deuda se deberá
entender como solidaria cuando se deduzca de las características de la
obligación la voluntad de los obligados de crear una unidad obligacional
generante de una responsabilidad “in solidum”. Cuando por las
circunstancias se detecte una voluntad de las partes de obligarse
conjuntamente, o exista una comunidad jurídica con los objetivos que se
pretenden obtener con el contrato, podrá apreciarse esa solidaridad.

Además de contradecir lo dispuesto por los arts. 1137 y 1138 CC, este
planteamiento presenta el inconveniente de no concretar adecuadamente
cuándo podemos entender existente esa solidaridad. Tampoco se explica
convincentemente por qué esta interpretación se refiere a la solidaridad pasiva y
no a la activa.

Cuando, concurriendo varias personas en una de las partes de la relación


obligatoria, la deuda o el crédito se configuran con carácter solidario, se hace
imprescindible distinguir dos planos: la relación interna de la pluralidad de
personas; y la relación externa de la pluralidad de personas con la otra parte
(por ejemplo, entre los deudores solidarios y el acreedor; entre los acreedores
solidarios y el deudor; o entre los deudores solidarios y los acreedores
solidarios).

Por las propias características de la solidaridad (posibilidad de exigir


íntegramente el crédito; o necesidad de cumplir íntegramente la prestación), la
relación externa es, en principio, inmune a las vicisitudes de la relación interna.

Por ejemplo, al acreedor que exige el pago de 900 euros, le es indiferente si el deudor a
quien reclama es deudor, en la relación interna, de 400, 300 o 200 euros. El acreedor
tendrá derecho a cobrar 900 euros de ese deudor, con independencia de su parte en la
relación interna.

En algunos casos especiales, el Código Civil sí admite la proyección de esa


relación interna en el plano externo:

- art. 1146 CC: remisión por el acreedor de la parte que afecte a uno de los deudores
solidarios.

- art. 1148 CC: posibilidad de alegar excepciones personales de otro codeudor solidario
en la parte de la deuda de que éste fuere responsable.

Para perfilar los caracteres de la solidaridad, es necesaria una mención especial


al supuesto previsto en el art. 1140 CC, que la doctrina suele denominar
solidaridad no uniforme o varia. Conforme a este precepto, “[l]a solidaridad

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podrá existir aunque los acreedores y deudores no estén ligados del propio
modo y por unos mismos plazos y condiciones”.

La idea que subyace al art. 1140 CC es que la esencia y los efectos de la solidaridad no
desaparecen aunque en la relación obligatoria se establezcan particularidades entre los
implicados o se constate una heterogeneidad de situaciones. Dado el tenor literal del art.
1140 CC, es posible que los plazos y las condiciones sean distintos para los diversos
codeudores o coacreedores, pero también cabe pensar en otras modalizaciones del
cumplimiento (por ejemplo, fijación de distintos lugares para el pago).

Según Á. Carrasco, el art. 1140 CC da una respuesta pragmática a la vieja cuestión de si


la obligación con solidaridad es una o plural. El Código Civil no exige identidad de la
obligación por la que los deudores se obligan o por la que los acreedores adquieren el
crédito. La solidaridad no es un modo de ser del crédito plural, sino simplemente un
modo de definir la forma de concurrencia en la responsabilidad en que incurren varios
(solidaridad pasiva) o la legitimación de que disfrutan varios, sin que importe cómo se
haya llegado a esta situación.

Régimen jurídico de la solidaridad activa. La solidaridad activa o de


acreedores se produce cuando, en un caso de pluralidad de personas en la parte
activa de una relación obligatoria, cualquiera de los acreedores puede exigir y
recibir íntegramente la prestación. Se trata, por tanto, de un supuesto de
ejercicio individual e indistinto de la pretensión crediticia. Cada acreedor posee
legitimación “iure proprio” (por derecho propio) para reclamar el pago de la
deuda.

La solidaridad de acreedores es una situación relativamente marginal. No surge


sin un acto de autonomía privada, puesto que no es normal, como apunta Á.
Carrasco, que un acreedor se quiera exponer a las estrategias de oportunismo o
fraude de otro coacreedor. La única aplicación práctica que se verifica es en el
contrato de apertura de depósitos o cuentas bancarias indistintas entre
familiares o allegados.

También reviste cierta frecuencia la solidaridad gestoria, cuando se acuerda por los
socios —o se aplica supletoriamente por ley— que los poderes de gestión de un colectivo
o grupo sean atribuidos a varios sujetos de forma solidaria (art. 1695.1º CC).

¿Cuál es el régimen jurídico de la solidaridad activa? En los arts. 1141 y ss. CC, se
ofrecen unas reglas muy concretas, para determinados supuestos, sin que exista
un enfoque general de la cuestión.

a. Como criterio básico, cualquier acreedor puede exigir íntegramente la


prestación debida (art. 1137 CC). Esta posible exigencia atañe al plano externo
de la relación con el deudor. En el plano interno, quien haya cobrado la
totalidad de la deuda debe atribuir a cada acreedor la parte correspondiente
(art. 1143.II CC).

Nada impide la aplicación analógica de los criterios del art. 1145.II CC, relativo a la
solidaridad pasiva: el acreedor que ha cobrado la prestación íntegra debe también los
intereses desde el cobro.

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b. Del mismo modo, cualquier acreedor puede efectuar actos conservativos o de
defensa de su derecho (por ejemplo, interrumpir la prescripción –art. 1974.I
CC--, o constituir en mora al deudor). La posibilidad de que un acreedor
solidario lleve a cabo actos modificativos o extintivos de su derecho de crédito
tiene un sólido apoyo en el art. 1143.I CC, conforme al cual “[l]a novación,
compensación, confusión o remisión de la deuda, hechas por cualquiera de los
acreedores solidarios o con cualquiera de los deudores de la misma clase,
extinguen la obligación…”. Si el art. 1143.I CC admite que el coacreedor solidario
remita o perdone su deuda al deudor, lógicamente podrá efectuar válidamente
cualquier acto sobre su crédito.

Sin embargo, esta conclusión se ve contradicha por el art. 1141.I CC, al


establecer que “[c]ada uno de los acreedores solidarios puede hacer lo que sea
útil a los demás, pero no lo que les sea perjudicial”.
La contradicción surge porque mientras el art. 1143.I CC confiere una amplísima
libertad de actuación al acreedor solidario, el art. 1141.I CC supedita esa actuación a la
utilidad para el resto de acreedores. Como dice Á. Carrasco, el art. 1141.I constituye una
norma peligrosa de legitimación “ex post”, que califica la legitimación y la conducta por
sus resultados fácticos.

La razón de la disparidad se encuentra en el distinto origen de ambas normas. Mientras


el art. 1143 CC procede del Código Civil argentino (1871) de Dalmacio Vélez Sarsfield y
responde a una concepción romanista de la solidaridad; el art. 1141 CC procede del
Anteproyecto de revisión del Código Civil belga (1882-1885) de François Laurent e
introduce una consideración asociativa de la figura.

La aparente contradicción entre ambos preceptos puede salvarse indicando que


cada una de esas normas alude a ámbitos diferentes. El art. 1143.I CC hace
referencia a la relación externa entre los acreedores solidarios y el deudor; y, en
cambio, el art. 1141.I CC se proyecta en la relación interna entre los acreedores
solidarios. El art. 1143.II CC confirma esta lectura, al establecer que “[e]l
acreedor que haya ejecutado cualquiera de estos actos, así como el que cobre la
deuda, responderá a los demás de la parte que les corresponde en la obligación”.

En consecuencia, un acreedor solidario puede incluso perdonar su débito al deudor,


pero, a pesar de no haber recibido cantidad alguna, el resto de acreedores podrá
reclamarle su parte en el crédito.

Por ejemplo, Andrés, Blanca y César son acreedores solidarios de Demófilo. En la


relación interna, la parte de Andrés es de 400 euros, la de Blanca de 300 euros, y la de
César de 200 euros. César puede perdonar los 900 euros a Demófilo, pero deberá
abonar 400 euros a Andrés y 300 euros a Blanca.

c. Puesto que cualquier acreedor solidario está legitimado para exigir y recibir el
pago, el deudor puede escoger a cuál de ellos efectuar el pago. Así lo dispone con
claridad el art. 1142 CC: “[e]l deudor puede pagar la deuda a cualquiera de los
acreedores solidarios…”. Ahora bien, el mismo precepto limita esa libertad del
deudor para elegir al acreedor que ha de recibir el pago (“ius electionis”), ya que
“si [el deudor] hubiere sido judicialmente demandado por alguno, a éste deberá
hacer el pago”.

Como señala Á. Carrasco, la libertad de elección no se restringe por las notificaciones


que puedan dirigir al deudor unos u otros acreedores instándole que no pague o no lo

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haga de determinada forma o a favor de determinado acreedor. Y añade que se trata de
un derecho discrecional, que no puede ser contrastado por principio con el estándar de
la buena fe. El deudor puede elegir sobre la base de su simple y puro interés personal.

En consecuencia, la reclamación extrajudicial (por ejemplo, requerimiento


notarial de pago) efectuada por un acreedor solidario no limita el derecho del
deudor: pese a dicha reclamación extrajudicial de un acreedor en concreto, el
deudor podrá pagar la deuda al acreedor solidario que quiera. Sin embargo, la
reclamación extrajudicial realizada por uno solo de los acreedores solidarios
servirá para colocar al deudor en mora (art. 1100 CC) y para interrumpir la
prescripción (arts. 1973 y 1974 CC).

d. ¿Cómo opera en la relación interna la liquidación del crédito solidario? Con el


cobro del crédito, o la extinción de la deuda por novación, compensación,
confusión o remisión, cada coacreedor podrá reclamarle su parte al acreedor
solidario que cobró o que realizó el acto extintivo de la obligación (art. 1143.II
CC).

Régimen jurídico de la solidaridad pasiva. La solidaridad pasiva o de


deudores se produce cuando, en un caso de pluralidad de personas en la parte
pasiva de una relación obligatoria, cualquiera de los deudores puede verse
compelido a realizar íntegramente la prestación debida. El deber de prestación
tiene, por tanto, un carácter subjetivamente indistinto.

La solidaridad de deudores es mucho más común que la de acreedores. Pero, como dice
Á. Carrasco, no porque sea ordinario en la práctica que los codeudores contractuales
acepten responder unos por otros, sino porque la solidaridad se ha convertido en la
forma estándar de concurrencia debitoria cuando el débito se funda directamente en la
ley o en un daño injusto. En la responsabilidad contractual, la solidaridad pasiva es la
excepción, salvo en aquellos contratos con gran asimetría de poder, en las que los
obligados están poco menos que compelidos a aceptar el esquema contractual que el
acreedor les proponga.

La solidaridad pasiva supone, en su relación externa, una ampliación del


número de sujetos obligados y, por tanto, responsables. De este modo, la
solidaridad pasiva cumple una evidente función de garantía para el acreedor del
cumplimiento de la obligación. En la práctica, el acreedor podrá escoger al
deudor más solvente para reclamarle el pago.

Para exponer el régimen jurídico de la solidaridad pasiva conviene diferenciar


sus efectos en la relación externa (entre los deudores solidarios y el acreedor) y
en la relación interna (entre los propios deudores solidarios).

Desde la perspectiva de la relación externa, la solidaridad pasiva comporta los


siguientes efectos:

a. Cada uno de los deudores queda obligado a cumplir la totalidad de la deuda


(art. 1137 CC). La insolvencia de uno de los deudores no perjudica al acreedor,
pues no supone reducción de la deuda: el acreedor siempre podrá reclamar la
totalidad de la deuda en tanto no la cobre íntegramente (art. 1144 CC).

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b. El acreedor goza de una facultad de elección y de un “ius variandi” en relación
con el cobro: “[e]l acreedor puede dirigirse contra cualquiera de los deudores
solidarios o contra todos ellos simultáneamente” (art. 1144 CC). Además, “[l]as
reclamaciones entabladas contra uno no serán obstáculo para las que
posteriormente se dirijan contra los demás, mientras no resulte cobrada la
deuda por completo”.

Se desprende de este art. 1144 CC que los deudores demandados con


posterioridad no podrán oponer la excepción de litispendencia (arts. 410 y ss.,
416 y 421 LEC). Sin embargo, la sentencia obtenida frente a uno o varios
deudores solidarios no sirve de título ejecutivo frente a los deudores solidarios
que no fueron parte procesal (art. 542 LEC); es decir, que si el acreedor no
demandó a todos los deudores solidarios, aunque hubiera obtenido una
sentencia estimatoria de la demanda, esta sentencia no será considerada título
ejecutivo frente a los deudores solidarios no demandados y, por lo tanto, en
virtud de dicha sentencia no podrá solicitar el embargo de los bienes de estos
deudores solidarios no demandados. Evidentemente, sí que podrá solicitar el
embargo de los bienes de los deudores solidarios demandados que fueron
vencidos en el proceso.

Conforme al art. 542 LEC, “1. Las sentencias, laudos y otros títulos ejecutivos judiciales
obtenidos sólo frente a uno o varios deudores solidarios no servirán de título ejecutivo
frente a los deudores solidarios que no hubiesen sido parte en el proceso. 2. Si los títulos
ejecutivos fueran extrajudiciales, sólo podrá despacharse ejecución frente al deudor
solidario que figure en ellos o en otro documento que acredite la solidaridad de la deuda
y lleve aparejada ejecución conforme a lo dispuesto en la ley. 3. Cuando en el título
ejecutivo aparezcan varios deudores solidarios, podrá pedirse que se despache
ejecución, por el importe total de la deuda, más intereses y costas, frente a uno o
algunos de esos deudores o frente a todos ellos”.

c. Se establece una comunicación de responsabilidades entre los deudores


solidarios. Si la cosa objeto de la prestación hubiese perecido o la prestación se
hubiese hecho imposible mediando culpa de parte de cualquiera de los deudores
solidarios, “todos serán responsables, para con el acreedor, del precio y de la
indemnización de daños y abono de intereses, sin perjuicio de su acción contra
el culpable o negligente” (art. 1147.II CC). En consecuencia, frente al acreedor,
todos quedan obligados (solidariamente) al abono de todos los daños y
perjuicios, sin perjuicio de que en la relación interna responda el codeudor a
quien deba imputársele la pérdida o imposibilidad.

La regla obedece a una lógica distinta a la que preside la frase final del art. 1150 CC.

Si la prestación deviene imposible sin culpa de los deudores solidarios, el art. 1147.I CC
establece que “la obligación quedará extinguida”. Este criterio confirma la regla general
del art. 1182 CC.

d. Se produce la denominada propagación de efectos de los actos de cada deudor


a los demás, que se conecta con las siguientes consecuencias:

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- Conforme al art. 1141.II CC, “[l]as acciones ejercitadas contra cualquiera
de los deudores solidarios perjudicarán a todos éstos”. Sin embargo, esta
producción de efectos de la sentencia frente a los deudores no
demandados tiene una gran limitación ya que la sentencia dictada a favor
del acreedor no servirá de título ejecutivo contra los deudores solidarios
no demandados en el proceso (art. 542 LEC).

- El reconocimiento por uno de los deudores de su condición de deudor


solidario, en principio, sólo constituirá un indicio a favor de la
solidaridad. Pero es susceptible de interrumpir la prescripción en
perjuicio de todos los deudores si posteriormente se comprueba la
naturaleza solidaria de la obligación (art. 1974.I CC).

- En cambio, la transacción (art. 1809 CC) entre el acreedor y uno solo de


los deudores solidarios no perjudicará al resto de codeudores, dado que
supone la creación de una nueva situación y reglamentación de intereses
de las partes.

e. ¿Cuáles son las excepciones que el deudor solidario a quien se reclame el pago
puede oponer frente al acreedor? El art. 1148 CC establece que “[e]l deudor
solidario podrá utilizar, contra las reclamaciones del acreedor, todas las
excepciones que se deriven de la naturaleza de la obligación y las que le sean
personales. De las que personalmente correspondan a los demás sólo podrá
servirse en la parte de deuda de que éstos fueren responsables”. En
consecuencia, debe efectuarse una distinción:

- Las excepciones reales que deriven de la naturaleza de la obligación (por


ejemplo, nulidad de la obligación, prescripción de la deuda, pago,
incumplimiento previo del acreedor, si se trata de una obligación
sinalagmática) pueden ser alegadas por cualquier deudor solidario y
afectan a la totalidad de la reclamación.

- Las excepciones personales que le sean propias (por ejemplo, tratarse


de una persona con discapacidad y haber actuado prescindiendo de las
medidas de apoyo establecidas para el ejercicio de su capacidad jurídica,
o vicio del consentimiento padecido por él), pueden ser alegadas por ese
deudor e impiden que deba abonar la deuda.

Cuestión distinta es si luego sus coacreedores deberán abonar el resto de la


deuda, excluida su parte.

- Las excepciones personales de otros deudores solidarios (por ejemplo,


ineficacia parcial del contrato porque un deudor solidario, al que no se le
reclamó, es una persona con discapacidad y ha actuado sin las
imprescindibles medidas de apoyo establecidas para el ejercicio de su
capacidad jurídica) pueden ser alegadas por el deudor al que se reclama
el pago y reduce el pago en la parte de deuda de que fuera responsable el
deudor afectado por esa excepción personal.

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f. ¿Cómo se extingue la deuda solidaria? Aplicando criterios generales, la deuda
se extingue por pago de la totalidad del crédito (art. 1145.I CC) y por la
imposibilidad sin culpa de los deudores (art. 1147.I CC).

Pero otros actos extintivos de la obligación (art. 1156 CC) sufren ciertas
matizaciones cuando se proyectan a una deuda solidaria. El art. 1143.I CC
admite la transcendencia de la novación, la compensación, la confusión o la
remisión de la deuda solidaria.

La aplicación de esas categorías a la solidaridad pasiva suscita serias dificultades: ¿hasta


qué punto un codeudor solidario puede afectar con su actuación la posición de los otros
codeudores? El criterio del art. 1143.I CC resulta demasiado simple y exige profundizar
más en el sentido de los diversos actos. Como apunta Á. Carrasco, la duda fundamental
que introduce este precepto es si los efectos extintivos de la deuda comprenden la deuda
por entero o la deuda “pro parte” (como ocurre en el art. 1146 CC).

En cuanto a los actos previstos en el art. 1143.I CC, hay que tener en cuenta lo
siguiente:

- La novación sea modificativa, sea extintiva, sólo vincula al deudor que la hizo, sin que
se altere la relación interna entre los codeudores.

- Si la compensación tiene lugar con un deudor y es total extingue la deuda. Si es parcial,


el acreedor podrá reclamar el resto a los demás deudores. En ambos casos, el deudor
compensado podrá reclamar en la relación interna a los demás deudores la parte de la
deuda que les corresponda asumir.

- La confusión produce también la extinción de la obligación solidaria para todos los


deudores, pero aquel sobre el que recae la causa de extinción podrá reclamar a los
demás la parte que a cada uno corresponda en la relación interna.

- La remisión o condonación de la totalidad de la deuda hecha a uno de los deudores


tiene efectos extintivos totales y libera a todos los deudores. No obstante, la remisión
puede ser parcial, afectando sólo a la parte de uno o algunos de los deudores.

Conforme al art. 1146 CC, “[l]a quita o remisión hecha por el acreedor de la parte que
afecte a uno de los deudores solidarios, no libra a éste de su responsabilidad para con
los codeudores, en el caso de que la deuda haya sido totalmente pagada por cualquiera
de ellos”. Esta norma supone que cuando un deudor solidario paga totalmente la deuda
desconociendo la remisión parcial hecha a uno de los codeudores por el acreedor, el
codeudor a quien se perdonó su parte en la deuda no queda exento de responsabilidad
en la relación interna con el deudor que efectivamente pagó la totalidad de la deuda
desconociendo dicha remisión parcial; y ello aunque posteriormente el codeudor al que
se le hizo una remisión parcial pueda dirigirse contra el acreedor para que le devuelva
aquello que pagó (en la relación interna) y que coincide con la remisión parcial que el
acreedor le realizó.

Desde la perspectiva de la relación interna, la solidaridad pasiva comporta los


siguientes efectos:

a. Se reconoce a favor del deudor que pagó ante la reclamación del acreedor un
derecho de recuperar de cada codeudor la parte que le corresponda más los
intereses del anticipo (art. 1145.II CC: “[e]l que hizo el pago sólo puede reclamar
de sus codeudores la parte que a cada uno corresponda, con los intereses del
anticipo”). Se trata, por tanto, de un derecho de regreso, que se organiza desde

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el punto de vista de la mancomunidad simple o parciaria. La deuda, que en la
relación externa es solidaria, tiene carácter parciario en la relación interna.

Por ejemplo, Andrés, Blanca y César son deudores solidarios de Demófilo. En la relación
interna, la parte de Andrés es de 400 euros, la de Blanca de 300 euros, y la de César de
200 euros. César paga los 900 euros a Demófilo, pero podrá recuperar 400 euros de
Andrés y 300 euros de Blanca.

Para poder ejercitar este derecho, es necesario que el pago haya sido útil a los deudores,
es decir, que se trate de un pago debido, válido y que goce de plenos efectos extintivos de
la obligación y de liberación de los deudores ante el acreedor.

La doctrina subraya que el deudor solidario que paga tiene un derecho de regreso, pero
no se subroga en el crédito (art. 1210.3º CC), lo cual supone importantes diferencias. Si
hay subrogación, la antigüedad del crédito de quien paga es la originaria, y se mantienen
los derechos anexos y las garantías (art. 1212 CC). En cambio, si hay derecho de regreso,
se ostenta un crédito nacido en la fecha de pago y las garantías quedan extinguidas.

b. Existe una mutua cobertura del riesgo de insolvencia entre los deudores,
repartiéndose proporcionalmente entre el resto de codeudores la parte que
debía haber pagado el deudor insolvente. Conforme al art. 1145.III CC, “[l]a falta
de cumplimiento de la obligación por insolvencia del deudor solidario será
suplida por sus codeudores, a prorrata de la deuda de cada uno”.

Por ejemplo, si después de pagar 900 euros a Demófilo, César constata que Andrés es
insolvente, debe suplir en la relación interna esa parte (los 400 euros), con Blanca, en
proporción a la parte de cada uno. César tenía una parte de 200 euros y Blanca de 300
euros. En consecuencia, César asumirá 2/5 de 400 (es decir, 160 euros adicionales). Y
Blanca asumirá 3/5 de 400 (es decir, 240 euros adicionales).

El criterio del Código Civil es razonable frente a otras soluciones, como que el deudor
que pagó asuma toda la insolvencia de un codeudor, o que sea asumida por los deudores
que no pagaron, o que la insolvencia sea suplida por partes iguales y no proporcionales.

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3. EL OBJETO DE LA RELACIÓN
OBLIGATORIA.
3.1. El concepto de prestación.
La delimitación de la prestación. Con carácter general, la prestación
identifica el objeto de la relación obligatoria, es decir, la conducta a que se
obliga el deudor y que el acreedor podrá exigir coactivamente.

Conforme al art. 1088 CC, “[t]oda obligación consiste en dar, hacer o no hacer
alguna cosa”.

El Código Civil se vale de su imprecisión y de su falta de rigor técnico acerca del objeto
de la obligación para no identificarse de manera clara con ninguna de las dos grandes
corrientes doctrinales que inspiran los textos de la codificación. La corriente de origen
francés considera que el objeto de la obligación está constituido por las “cosas” y los
“servicios” a cuya entrega o ejecución se comprometió el deudor. En cambio, la corriente
de origen germánico (y cronológicamente posterior) reputa objeto de la obligación la
conducta del deudor o “prestación”. En el Código Civil encontraremos ejemplos de una y
otra concepción. El art. 1088 CC aproxima el dar, el no hacer y el hacer con una
referencia absolutamente general a “alguna cosa”: obviamente el alcance de “alguna
cosa” cobra diversa relevancia en función de la conducta a la que está obligado el
deudor.

El Código Civil parece reservar el término "prestación" cuando la obligación consiste en


un hacer (y también emplea "servicio") o un no hacer (arts. 1136, 1147, 1151, 1184, etc.,
CC). Si la obligación consiste en un dar utiliza la expresión "cosa" (arts. 1094, 1135, 1150,
1160, 1166, 1171.II, 1182, 1271, etc., CC)

El precepto que encabeza el Libro IV del Código Civil presupone el concepto de


obligación y se limita a describir su contenido. El planteamiento que adopta la
norma es fundamentalmente práctico, alejado de pretensiones dogmáticas. Más
todavía: el precepto parece obedecer a un cierto ánimo pedagógico, presente en
otras normas del Código Civil.

La norma centra su atención en la perspectiva de la conducta del deudor, esto


es, en la descripción de la prestación a su cargo. Sin embargo, la necesidad
jurídica de la conducta del deudor o el carácter debido de esa conducta no es
materia de la que se ocupe este precepto (art. 1911 CC). También se omite toda
referencia a la posición del acreedor en relación con la conducta del deudor:
nada nos dice el precepto acerca de los mecanismos de reacción del acreedor si
no se lleva a cabo ese dar, hacer o no hacer. Las nuevas concepciones del
derecho de obligaciones (al menos, el de origen contractual) tienden a reforzar,
en la vinculación contractual, la idea de garantía de un resultado, que traspasa
los límites de la idea de cumplimiento del deber de prestación.

3.2. Los caracteres de la prestación.


La identificación de los caracteres de la prestación. El art. 1088 CC
omite cualquier referencia acerca de los requisitos que debe reunir el objeto de
la obligación. Nada se nos indica en relación con los caracteres que deben
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concurrir en un dar, hacer o no hacer para que puedan constituir válidamente el
objeto de una obligación. La falta de esos requisitos no ha sido entendida como
una absoluta libertad en la configuración de las notas de esas conductas, sino
que ha llevado a la aplicación, también para el objeto de la obligación, de los
requisitos que con carácter general diseña el Código Civil para el objeto del
contrato. Se consideran de aplicación, por tanto, los arts. 1271 y ss. CC.

Realmente, el problema tiene una trascendencia relativa en la medida que la necesidad


de delimitar qué caracteres deben concurrir en la prestación es una cuestión que sólo se
plantea decisivamente cuando las partes han configurado con arreglo a su voluntad la
conducta del deudor, es decir, cuando la obligación tiene carácter contractual, y para
fijar los límites de esa prestación ya se prevén los arts. 1271 y ss. CC.

Conforme a los arts. 1271 a 1273 CC, pueden considerarse requisitos de la


prestación, la posibilidad, la licitud y la determinación. Una mención especial
merece también la denominada patrimonialidad de la prestación.

La posibilidad de la prestación. La posibilidad de la prestación es una


exigencia lógica: si la conducta que debe desplegar el deudor no es posible,
quiebra la función de cooperación característica de las relaciones obligatorias.
Las dudas acerca del objeto de la obligación se proyectan a la exigencia de la
posibilidad: cuando la prestación es una conducta, sin referencia a una cosa (un
servicio: un hacer o un no hacer), el comportamiento debe ser realizable;
cuando la prestación se refiere a una cosa (por ejemplo, entrega de una concreta
porcelana de Sèvres del siglo XVIII), la posibilidad puede identificarse con la
existencia de esa misma cosa (por ejemplo, rotura de esa porcelana). El art. 1272
CC establece que “[n]o podrán ser objeto de contrato las cosas o servicios
imposibles”.

La posibilidad debe referirse al tiempo de constitución de la relación obligatoria:


una imposibilidad sobrevenida nos conduce al régimen de la responsabilidad
contractual en sentido amplio, con especial referencia a las reglas sobre la
distribución del riesgo de la pérdida o destrucción de la cosa.

Como señala la STS de 21 de abril de 2006, “[c]uando se produce una imposibilidad de


cumplimiento de la prestación hay que distinguir si tal imposibilidad existe en el
momento de la perfección contractual (momento de formación del contrato) en cuyo
caso el efecto jurídico que procede es el de la nulidad contractual, de conformidad con el
art. 1272 en relación con el art. 1261.2º, ambos del Código Civil, o si se trata de una
imposibilidad sobrevenida --con posterioridad a la perfección y antes de constituirse el
deudor en mora-- en cuyo caso (art. 1124 CC) se da lugar a la liberación de la prestación
(resolución contractual)”.

La posibilidad debe ser material (“realizable”, en el sentido del art. 1134 CC): es
decir, que sea posible la existencia de la cosa o que se disponga de las
condiciones intelectuales o materiales precisas para prestar el servicio (por
ejemplo, pintor zurdo al que se le amputa la mano izquierda).

No sería posible, por ejemplo, la prestación de entrega del planeta Marte, o una
obligación de hacer que consistiera en proporcionar un viaje al centro de la Tierra.

Aunque en ocasiones la contravención de las normas ha sido calificada como


imposibilidad jurídica, parece más adecuado plantearlo como un problema de licitud del

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objeto. En la STS de 26 de abril de 2018 se considera que concurre un “supuesto de
imposibilidad legal de cumplimiento del contrato”, porque una ley autonómica de 2012
prohíbe el pago de la prima de una póliza colectiva de seguro en favor de los empleados
de una empresa pública, contratada en 2010 y sucesivamente prorrogada.

El problema más delicado que plantea la imposibilidad consiste en precisar


cuándo se trata de imposibilidad y cuándo de meras dificultades para cumplir, y
cuál es grado de exigibilidad conforme a la buena fe (por ejemplo, ¿es exigible
que la soprano dé el recital previsto cuando su hijo acaba de morir?). De aquí se
derivan dos cuestiones adicionales: si la imposibilidad económica merece ser
considerada imposibilidad; y qué grado de dificultad se equipara a la
imposibilidad.

En su caso, la modificación sobrevenida de las circunstancias iniciales, sin que


llegue a desembocar en imposibilidad, pero sí en graves dificultades o alteración
del equilibrio contractual, puede dar lugar a la aplicación de la doctrina de la
cláusula “rebus sic stantibus”.

La posibilidad implica existencia: a) actual; o b) futura, pero posible: el art.


1271.I CC admite que se trate de cosa futura (por ejemplo, piso a construir) y
todo servicio es, por hipótesis, futuro.

En el ámbito del Código Civil, los negocios sobre herencias futuras tienen un
tratamiento restrictivo como consecuencia de la prohibición de pactos sucesorios (art.
1271.II CC).

La donación no puede comprender bienes futuros, entendiendo por tales aquellos de los
que el donante no puede disponer al tiempo de la donación (art. 635 CC).

La licitud de la prestación. La licitud como requisito de la prestación deriva


de lo previsto en el art. 1271 CC. Por un lado, el párrafo primero establece que
“[p]ueden ser objeto de contrato todas las cosas que no estén fuera del comercio
de los hombres, aun las futuras”. Y, por otro, el párrafo tercero establece que
“[p]ueden ser igualmente objeto de contrato todos los servicios que no sean
contrarios a las leyes o a las buenas costumbres”. La norma no es reiterativa por
cuanto el párrafo primero se refiere a las cosas, y el párrafo tercero a los
servicios.

Las cosas no son en sí mismas lícitas o ilícitas. La licitud de las cosas se proyecta
a su comercialidad, es decir, a su susceptibilidad de tráfico jurídico. La licitud de
los servicios se traduce en que no pueden ser contrarios a las leyes imperativas o
al orden público. Al igual que cuando la prestación es imposible, también la
sanción por la ilicitud de la prestación es la nulidad.

Por ejemplo, es ilícita (y nula) la prestación consistente en asustar o pegar una paliza a
una persona. Igualmente es nula la prestación consistente en degradar, vilipendiar o
hacer el vacío a una persona.

La licitud, en el sentido de la conformidad con el ordenamiento jurídico, no sólo despliega


su relevancia en cuanto al objeto de la obligación, sino también en cuanto a la causa
(causa ilícita: art. 1275 CC) o, más en general, como límite de la autonomía privada (art.
1255 CC).

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La cuestión en la que la jurisprudencia no ha sido uniforme estriba en determinar la
relevancia de la infracción de las normas administrativas en el plano civil: por ejemplo,
venta con infracción de la normativa sobre viviendas de protección oficial, estancos o
farmacias. La STS de 7 de octubre de 2011 considera que actualmente la jurisprudencia se
inclina por “la nulidad absoluta ‘ipso iure’, ‘ex’ art. 6.3 CC de todo acto contrario
directamente [a] la norma imperativa o prohibitiva, aunque esté igualmente sancionada
por norma administrativa”.

La determinación de la prestación. La determinación de la prestación


significa que ha de estar determinada o ser determinable, con arreglo a los
criterios previstos en el acto de constitución de la obligación. En caso contrario,
la obligación será nula por falta de un requisito esencial (el art. 1261.3º CC habla
de “objeto cierto”), aunque no siempre sea el remedio más adecuado para
proteger a las partes.
La STS de 21 de junio de 2018 ha indicado que “[l]o que la ley exige, para que haya
contrato, es que el acuerdo de las partes sobre los elementos esenciales para cada tipo de
contrato sea suficiente. En particular, se excluye que puedan ser considerados contratos
aquellos acuerdos tan imprecisos e indeterminados que requieran un nuevo acuerdo
para que pueda entenderse que existe vinculación, así como aquellos en los que una de
las partes puede fijar de modo arbitrario su contenido (art. 1256 CC). Pero si las partes
desean vincularse no debe excluirse que exista contrato, aunque en ese momento no
puedan fijar todos los detalles de sus prestaciones. Incluso en el caso de que las partes
no se pusieran de acuerdo con posterioridad en la concreción de los elementos
pendientes o el tercero al que hubieran encomendado hacerlo no lo determinara, la
existencia y validez del contrato no se vería afectada si hay algún modo razonable para
determinarlo, teniendo en cuenta las circunstancias y la común intención de las partes”.

Sería nula por falta de determinación la prestación consistente en “entregar alguna cosa
u objeto al acreedor”, ya que el grado de inconcreción es total.

La STS de 3 de julio de 2019 ha considerado que concurría indeterminación del objeto


en una compraventa en la que se vendían tres fincas y además “todas las fincas que
hubiere a nombre de Dña. Bibiana en los términos de Lorca y Mazarrón”.

Conforme al art. 1273 CC, “[e]l objeto de todo contrato debe ser una cosa
determinada en cuanto a su especie. La indeterminación en la cantidad no será
obstáculo para la existencia del contrato, siempre que sea posible determinarla
sin necesidad de nuevo convenio entre los contratantes”.
Indica J.R. García Vicente que el art. 1273 CC fija dos criterios. En primer lugar, la
determinación debe concernir tanto a la “especie” como a la “cantidad” de las “cosas o
servicios”. En sentido propio no se admite la indeterminación o incluso la
determinabilidad en lo referido a la “especie”, aunque sea posible, como veremos, que el
objeto del contrato consista en cosas genéricas, en las que el “género” es sinónimo de
“especie” y para el caso de indeterminación sobre las cosas pertenecientes al género o a
la especie rige la regla prevista en el art. 1167 CC. En segundo lugar, es posible fijar solo
las bases o criterios que fundarán la sucesiva determinación en cuanto a la “cantidad”,
siempre que tales bases o criterios cumplan dos requisitos, uno expresamente
establecido en la norma y otro que puede deducirse del conjunto de reglas o principios
que gobiernan el Derecho de contratos. Así, por un lado, tales bases no deben suponer la
“necesidad de un nuevo convenio entre los contratantes”, esto es, su desarrollo o
desenvolvimiento puede exigir su cooperación, siempre que no se traduzca en un nuevo
contrato. Por otro lado, no cabe confiar la decisión sobre la determinación en exclusiva a
una de las partes, que fije estas bases según su arbitrio o discreción (arts. 1256, 1449 y
1690.II CC).

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Los criterios de determinación de la prestación pueden ser: 1) objetivos: cuando
se tienen en cuenta, para la determinación de la prestación, datos ajenos a la
voluntad de una persona (por ejemplo, precios fijados en un mercado); 2)
subjetivos: cuando la determinación de la prestación depende de la voluntad de
una persona, que será siempre un tercero, no una de las partes (por ejemplo,
honorarios fijados por un experto, distinto a los contratantes).

La patrimonialidad de la prestación. La proyección de los criterios del


objeto del contrato a la prestación (arts. 1271 a 1273 CC) permite enumerar
como tales la posibilidad, la licitud o la determinación de la prestación. En los
arts. 1271 a 1273 CC no se menciona, sin embargo, la patrimonialidad de la
prestación, como sí ocurre en otros Códigos Civiles.

La cuestión cobra una cierta relevancia a los efectos de intentar excluir del concepto
técnico de obligación determinadas situaciones en las que la nota de la patrimonialidad
parece ausente (arts. 67, 68, 154 y 155 CC) y para delimitar el alcance de la libertad de
las partes en la configuración de la prestación.

La cuestión suele resolverse por la doctrina distinguiendo entre la


patrimonialidad de la prestación en sí y la no patrimonialidad del interés del
acreedor en la misma. Ningún obstáculo existe en que el interés último del
acreedor no sea patrimonial siempre que la prestación goce de esa
característica. El problema se plantea cuando es la propia prestación la que
carece de la nota de la patrimonialidad. Los mecanismos de reacción del
ordenamiento frente al incumplimiento de la prestación, y ante la falta de
voluntad del deudor, se articulan presuponiendo su posible valoración
económica. La responsabilidad patrimonial universal del art. 1911 CC, los
mecanismos de cumplimiento forzoso de la obligación (arts. 1096, 1098 y 1099
CC) o la cuantificación del daño causado por el incumplimiento (arts. 1101, 1106
y 1107 CC), requieren una posible traducción dineraria de las consecuencias del
incumplimiento. Es cierto que, en función de las características de la relación
obligatoria, el acreedor dispondrá de la posibilidad de resolver el contrato (art.
1124 CC), aunque esta posibilidad se mueva en un plano distinto.

Por ejemplo, quien encarga un traje de novia no lo hace por un interés patrimonial. Sin
embargo, si el sastre incumple su obligación y no entrega a tiempo el traje de novia
deberá valorarse económicamente dicho incumplimiento de la prestación de hacer,
debiéndose valorar económicamente incluso los daños morales, como los daños
psíquicos sufridos como consecuencia del incumplimiento de la obligación.

3.3. Las clases de prestación.


Las clasificaciones de las obligaciones en función del tipo de
prestación. Son múltiples las clasificaciones de las obligaciones que pueden
efectuarse en función de las características que concurren en su objeto. La
importancia de la clasificación deriva de la aplicación de uno u otro régimen
jurídico.

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Una misma obligación es susceptible de recibir simultáneamente diversas
calificaciones, y es preciso tenerlas en cuenta a los efectos de precisar las
normas que se le aplican.

Por ejemplo, cuando una entidad financiera ofrece a quienes depositen más de 5.000
euros un regalo consistente en un televisor o un ordenador portátil, esa entidad asume
una obligación que, como mínimo, es simultáneamente alternativa y genérica.

Toda enumeración de clases de obligaciones en función de su prestación es


opinable. Mencionaremos aquí algunas de las más relevantes.

Prestaciones de dar, hacer y no hacer. En función de la conducta que


asume el deudor, las obligaciones pueden ser de dar, de hacer o de no hacer
alguna cosa (art. 1088 CC). Esta distinción encabeza el Título que el Código Civil
dedica a las obligaciones y también es la base de la que parte la Ley de
Enjuiciamiento Civil, en su regulación de la ejecución no dineraria (arts. 699 y
ss. LEC).

Como era de esperar, dado el lugar emblemático en que se ubica, la enumeración del art.
1088 CC reaparece a lo largo del Código Civil y, en ocasiones, se encuentra contenida en
un mismo precepto (como en los arts. 1120, 1123 o 1151 CC), y en otras ocasiones, da
lugar a preceptos específicos. Sin embargo, tampoco es infrecuente que, por diversas
razones, el Código Civil reduzca esa triple enumeración a una doble enumeración
(referida a las obligaciones de dar y de hacer: por ejemplo, los arts. 1254 o 1790 CC) o
sólo a una de esas obligaciones (normalmente, la de dar). Y no debemos pensar que el
Código Civil utiliza siempre esas mismas expresiones: a veces, emplea la expresión
“prestación” o “servicio” para referirse a la obligación de hacer, o la de “cosa” para
identificar una obligación de dar (por ejemplo, arts. 1135 o 1147 CC).

Nuestro Código Civil se maneja con ciertas dificultades en la dualidad entre


categoría general (toda obligación, con independencia de su contenido) y
supuestos particulares (dar, hacer o no hacer). Al igual que sucede con la
obligación de origen contractual, el prototipo subyacente de obligación que, a
través de una cierta generalización, permite la enunciación de reglas para toda
obligación, es la obligación de dar. Fruto de una tendencia histórica de la que no
acaba de desprenderse, el Código Civil no siempre ofrece un marco normativo
adecuado para las obligaciones de hacer, y tampoco, por supuesto, para las
obligaciones de no hacer.

Por su importancia, esta distinción entre dar, hacer y no hacer será objeto de un análisis
más detallado.

¿Agota la tripartición dar, hacer o no hacer todas las posibles conductas del
deudor? Realmente, identificado el comportamiento del deudor con un hacer o
un no hacer, la imprecisión de esas categorías permitiría englobar cualquier
supuesto (en el fondo, el dar no es más que un hacer específico). Sin embargo,
en la doctrina se han planteado otros posibles comportamientos del deudor
difíciles de encajar en la enumeración del art. 1088 CC.

Se habla, en primer lugar, de una posible prestación de contratar o de no contratar,


aunque su autonomía conceptual y su funcionalidad práctica son dudosas. El objeto de
la prestación consistiría en perfeccionar un posterior y determinado contrato (por

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ejemplo, contrato de opción) o en no celebrar determinados y ulteriores contratos (por
ejemplo, pacto de exclusiva, o prohibición de volver a hipotecar). En realidad, ambos
supuestos son reconducibles sin demasiada dificultad a las prestaciones de hacer y de no
hacer.

Se plantea también la autonomía de una prestación de garantía consistente en la


asunción de un riesgo (por ejemplo, promesa del hecho de un tercero; garantías en la
cesión de créditos).

Prestaciones instantáneas, duraderas y periódicas. En función del


desarrollo temporal de la prestación, podemos hablar de prestaciones
instantáneas o de tracto único; duraderas o de tracto continuado; o periódicas o
de tracto sucesivo.

Son prestaciones instantáneas o de tracto único las que se realizan en un solo


acto (por ejemplo, pago del periódico adquirido en un quiosco); son duraderas o
de tracto continuado las que, sin fraccionarse, se prolongan en el tiempo (por
ejemplo, prestación del arrendador de mantener al arrendatario en el uso
pacífico de la vivienda arrendada); y periódicas o de tracto sucesivo las que se
fraccionan en prestaciones parciales que se llevan a cabo en períodos de tiempo
iguales o no (por ejemplo, pago mensual de las rentas por parte del
arrendatario).

Se trata de una distinción relevante, entre otros extremos, para determinar los efectos
de la resolución del contrato. También cobra especial interés en el ámbito concursal,
pues el art. 160 TRLC establece que, “[d]eclarado el concurso, la facultad de resolución
del contrato por incumplimiento anterior a la declaración de concurso solo podrá
ejercitarse si el contrato fuera de tracto sucesivo”. En consecuencia, si el contrato es de
tracto único, no puede resolverse por incumplimientos anteriores a la declaración de
concurso. La consideración de un contrato como “de prestación de servicios o
suministro de productos de tracto sucesivo o continuado” también supone una
particular valoración del carácter abusivo de las “estipulaciones que impongan
obstáculos onerosos o desproporcionados para el ejercicio de los derechos reconocidos
al consumidor y usuario en el contrato” (art. 87.6 TRLGDCU).

Obsérvese que en una misma relación obligatoria (por ejemplo, el arrendamiento de


vivienda) pueden concurrir a la vez prestaciones de diversas características.

Prestaciones simples y complejas. En función del número de prestaciones


asumidas por una parte, se distingue entre prestaciones simples y prestaciones
complejas.

La prestación es simple cuando se refiere únicamente a una sola conducta de la


parte (por ejemplo, pago del paquete de chicles en el quiosco). La prestación es
compleja o colectiva cuando se prevén diversas conductas que el deudor deberá
realizar para satisfacer el interés del acreedor (por ejemplo, en el contrato de
hospedaje, se cede el uso de una habitación, pero también se proporcionan
servicios complementarios a los huéspedes). Cuando el deudor debe realizar
diversas prestaciones en el marco de una única relación, no hay cumplimiento
hasta que no se realicen todas las prestaciones previstas

Las obligaciones con pluralidad de prestaciones se distinguen de otras figuras afines: en


primer lugar, de las obligaciones alternativas, porque en éstas el deudor únicamente

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debe cumplir íntegramente una de las prestaciones previstas; en segundo lugar, de las
obligaciones genéricas, dado que en éstas el deudor se libera cumpliendo una prestación
entre las varias homogéneas.

La relación entre las prestaciones en los supuestos de pluralidad puede ser de


subordinación (una prestación es principal y las demás son accesorias) o de
equiparación (todas las prestaciones cumplen la misma función, y sólo el
cumplimiento de todas satisface el interés del acreedor). En todo caso, la
existencia de una o varias prestaciones y la independencia funcional entre ellas
deberá analizarse atendiendo a la voluntad de las partes y a los criterios de
interpretación e integración del contrato.

Es principal la prestación que no se encuentra subordinada funcionalmente a


otra, mientras que se entiende por prestación accesoria aquella que está
subordinada a otra funcionalmente (arts. 376 y 377 CC).

Por ejemplo, en la adquisición de un vehículo de segunda mano es principal la entrega


del vehículo y accesoria la entrega del manual de uso de la radio.

La subordinación funcional es un criterio económico directamente relacionado


con el interés del acreedor y la finalidad empírica de la obligación, fundamental
para determinar si el incumplimiento de una determinada prestación posibilita
o no la resolución del contrato.

¿Puede el comprador resolver el contrato si, en el ejemplo anterior, el vendedor entrega


el vehículo, pero no entrega el manual de uso de la radio?

Prestaciones líquidas e ilíquidas. En función de si su cuantía se encuentra


o no determinada, las prestaciones pueden ser líquidas o ilíquidas.

Son líquidas las prestaciones cuya cuantía está determinada o puede


determinarse con una simple operación aritmética, siendo ilíquidas en caso
contrario.

Utilizando los criterios del art. 219.1 LEC, son líquidas aquellas prestaciones en las que
se cuantifica exactamente su importe o se fijan claramente las bases con arreglo a las
cuales se deba efectuar la liquidación, de forma que ésta consista en una pura operación
aritmética.

Por ejemplo, es líquida la prestación consistente en abonar los tres euros que cuesta un
bocadillo; e ilíquida la indemnización de los daños patrimoniales, físicos y morales
sufridos por un peatón al ser atropellado y cuya definitiva curación aun no se ha
producido.

El art. 1169.II CC establece que “cuando la deuda tuviere una parte líquida y otra
ilíquida, podrá exigir el acreedor y hacer el deudor el pago de la primera sin
esperar a que se liquide la segunda”.

Conforme al art. 1825 CC, “[p]uede también prestarse fianza en garantía de deudas
futuras, cuyo importe no sea aún conocido; pero no se podrá reclamar contra el fiador
hasta que la deuda sea líquida”.

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En las deudas ilíquidas, en principio, no puede haber incumplimiento ni
colocarse al deudor en mora (“in illiquidis non fit mora”), ni generarse intereses
por el retraso, porque se desconoce el importe de dicha deuda. No obstante, la
jurisprudencia ha reducido el alcance de la iliquidez en la existencia de mora (y
de intereses moratorios).

El Acuerdo de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 20 de diciembre de 2005


estableció que “[n]o debe aplicarse de forma absoluta y como principio el brocardo
jurídico ‘in illiquidis non fit mora’, sino contemplar la razonabilidad de la discusión del
deudor; si ésta no es razonable, ello implicará la imposición de intereses moratorios al
deudor estándose al canon de razonabilidad”.

Además, la iliquidez impide la compensación de la deuda (art. 1196.4º CC).

La ejecución dineraria, en el ámbito de la Ley de Enjuiciamiento Civil, exige la


concurrencia de “título ejecutivo del que, directa o indirectamente, resulte el deber de
entregar una cantidad de dinero líquida” (art. 571 LEC).

Prestaciones determinadas y determinables. En función de su grado de


identificación inicial, las prestaciones pueden ser determinadas, determinables
o indeterminadas e indeterminables (art. 1273 CC).

Las prestaciones determinadas son las que quedan fijadas en el momento de


constituirse la obligación. Las prestaciones determinables son aquellas en las
que, en el momento de constitución de la obligación sólo se fijan los criterios
para su ulterior determinación, sin necesidad de nuevo acuerdo de las partes. Si
la prestación que debe realizar el deudor es indeterminada e indeterminable,
falta uno de los requisitos de la prestación y la obligación es nula.

Desde esta perspectiva, puede considerarse prestaciones determinables por su objeto las
obligaciones genéricas (la prestación se determina por su pertenencia a un género),
alternativas (se prevén en el acto constitutivo varias prestaciones, debiendo cumplir el
deudor íntegramente sólo una de ellas) y facultativas (se prevé sólo una prestación
debida, pero en el momento solutorio se podrá sustituir la prestación por otra). Estas
categorías serán objeto también de un análisis separado.

3.4. La obligación de dar.


Delimitación de la obligación de dar. La obligación que consiste en dar
supone la entrega o el traspaso posesorio (art. 438 CC) de una cosa. Por ello, la
doctrina suele configurar la obligación de dar como una obligación de resultado.

Esa entrega de la posesión puede obedecer a una pluralidad de funciones: desde


tener alcance meramente posesorio hasta repercutir en la titularidad dominical.
Ahora bien, ni en el art. 1088 CC ni en el resto de normas que se dedican a las
obligaciones de dar se sistematiza adecuadamente la diferenciación más
importante que puede establecerse respecto a las mismas, que es la que media
entre el dar con función traslativa, sea con la finalidad de transmitir el dominio
u otro derecho real, sea con la de ceder temporalmente el uso de una cosa, y el
dar con función restitutoria.

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La obligación de dar (y más en concreto la obligación contractual de dar cosa específica
y determinada) constituye el prototipo de obligación para el Código Civil. De la
importancia que la obligación de dar alcanza en la sistemática del Código Civil da
también cuenta que los arts. 1094 a 1097 CC se refieran principalmente a esa obligación,
aunque puedan aplicarse con las debidas adaptaciones a las otras clases de obligaciones.

Régimen jurídico básico de la obligación de dar. ¿Cuál es el régimen


jurídico básico de la obligación de dar? Con carácter general, toda obligación de
dar se somete a las siguientes pautas:

a. Conforme al art. 1094 CC, “[e]l obligado a dar alguna cosa lo está también a
conservarla con la diligencia propia de un buen padre de familia”.

Por ejemplo, si se ha pactado que la entrega del sofá hecho a medida se efectuará al cabo
de una semana, el vendedor debe conservarlo en tanto no se produzca la entrega del
sofá.

El alcance del art. 1094 CC no es idéntico según se trate de un sistema de transmisión


consensual de la propiedad o se exija la concurrencia de requisitos adicionales. En el
primer caso, el deudor posee (y debe conservar) una cosa que ya es ajena, como
consecuencia de la perfección del contrato. En el segundo caso, que es el de nuestro
Código Civil (arts. 609 y 1095 CC), como regla general, la transmisión de la propiedad
mediante contrato exige la entrega de la cosa, por lo que el deudor de la entrega está
obligado a conservar una cosa que aún es propia.

b. Conforme al art. 1097 CC, “[l]a obligación de dar cosa determinada


comprende la de entregar todos sus accesorios, aunque no hayan sido
mencionados”.

Por ejemplo, si una persona se obligó a entregar un tractor, debe entregarlo con los
accesorios propios de dicha máquina para realizar las diversas labores agrícolas.

Se trata de norma dispositiva, que puede ser modificada por pacto de las partes.

La cosa determinada, cuyos accesorios deben ser entregados, puede ser tanto mueble
como inmueble. No suministra el Código Civil en esta sede ningún criterio para
determinar qué debe entenderse por accesorios de la cosa. La buena fe y los usos del
tráfico conllevan que el deudor deba entregar al acreedor todo aquello que sea necesario
para que la cosa debida pueda proporcionar al acreedor la utilidad que le sea típica, de
acuerdo con su función económica. En principio, a los efectos del art. 1097 CC los frutos
de la cosa no son accesorios en la medida que en tal caso resultaría superflua la
previsión del art. 1095 CC, que los atribuye al acreedor.

No establece el Código Civil la consecuencia del incumplimiento de la entrega de


los elementos accesorios, cuando deba efectuarse: está fuera de duda la
posibilidad de exigir el cumplimiento forzoso o la indemnización de daños, pero
más difícil es establecer en qué casos y bajo qué condiciones la falta de entrega
de un elemento accesorio puede dar lugar a la resolución del contrato.

Conforme al art. 89.4 TRLGDCU, tiene carácter abusivo “[l]a imposición al consumidor
y usuario de bienes y servicios complementarios o accesorios no solicitados”.

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c. Conforme al art. 1095 CC, en su primera frase, “[e]l acreedor tiene derecho a
los frutos de la cosa desde que nace la obligación de entregarla”. La norma
supone una disociación entre la propiedad y el derecho a los frutos (art. 354
CC).

Por ejemplo, si se vende un yate el 1 de mayo y la entrega se producirá el 1 de


septiembre, las cantidades que otras personas abonen por el uso del yate durante el
verano, corresponden al adquirente.

El principal problema que se plantea deriva de si debe tenerse en cuenta el


momento de constitución o el momento de exigibilidad de la obligación. El art.
1095 CC no distingue entre ambos momentos, aunque la referencia al
nacimiento de la obligación ofrece un claro argumento para conectar el derecho
del acreedor a los frutos al momento de constitución. Ésta es, por lo demás, la
misma regla que se prevé en el art. 1468.II CC: “[t]odos los frutos pertenecerán
al comprador desde el día en que se perfeccionó el contrato”.

Un enfoque distinto parece, sin embargo, presidir los arts. 1120 y 1126.II CC.

Nada se dice en el ámbito del art. 1095 CC acerca del abono de los gastos
necesarios para la producción, recolección y conservación de los frutos (art. 356
CC). Vinculada con esta cuestión se encuentra la del grado de diligencia que
debe prestar el deudor en tanto no se produzca la entrega y cómo se proyecta
esa diligencia a la producción de los frutos.

d. Conforme a los dos primeros párrafos del art. 1096 CC, “[c]uando lo que deba
entregarse sea una cosa determinada, el acreedor, independientemente del
derecho que le otorga el art. 1101, puede compeler al deudor a que realice la
entrega. Si la cosa fuere indeterminada o genérica, podrá pedir que se cumpla la
obligación a expensas del deudor”.

La norma se ocupa, por tanto, de expresar la posibilidad que compete al


acreedor de solicitar el cumplimiento forzoso de la obligación (más, en su caso,
la indemnización de daños y perjuicios). Este mecanismo se articula de modo
diverso en función de si la obligación de dar tiene como objeto una cosa
determinada o una cosa indeterminada o genérica.

El principal problema que presenta el art. 1096 CC en sus dos primeros párrafos estriba
en su coordinación con los criterios previstos en la Ley de Enjuiciamiento Civil, esto es,
en los arts. 701 a 704 LEC. La transcendencia del cumplimiento forzoso de la obligación
de dar no se puede captar adecuadamente si no se tienen en cuenta los elementos que
suministran los preceptos procesales, que distinguen entre entrega de cosa mueble
determinada, de cosas genéricas o indeterminadas y de bienes inmuebles.

e. Conforme al párrafo tercero del art. 1096 CC, “[s]i el obligado se constituye en
mora, o se halla comprometido a entregar una misma cosa a dos o más personas
diversas, serán de su cuenta los casos fortuitos hasta que se realice la entrega”.

Este último párrafo del art. 1096 CC identifica dos situaciones en las que el
deudor asume el riesgo de la pérdida fortuita de la cosa que debe ser entregada.

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De la lectura de este precepto se desprende también una consecuencia importante para
el régimen de las pérdidas fortuitas de la cosa: si el art. 1096.III CC establece en qué
supuestos son de cuenta del deudor esos casos fortuitos, obtenemos la conclusión de
que, en otros supuestos distintos, los casos fortuitos corren de cargo del acreedor.

Aunque el art. 1096.III CC prevé dos supuestos de imputación del riesgo al deudor
también cabe que se dé esta situación por la asunción del riesgo por el deudor (“ex” art.
1105 CC) o por la “estimación” de la cosa (por ejemplo, arts. 1687.II y 1745 CC).

3.5. La obligación de hacer.


Delimitación de la obligación de hacer. La obligación de hacer se
caracteriza en el Código Civil por implicar un comportamiento activo del
deudor, sin conexión inmediata con alguna cosa. Aunque en un sentido amplio,
puede pensarse que también la obligación de dar es una obligación de hacer, lo
cierto es que la delimitación de la obligación pasa por englobar todo aquel
comportamiento activo del deudor que sea distinto a la entrega de la posesión
de una cosa. En cualquier caso, la amplitud de ese hacer permite, sin grandes
dificultades, que cualquier conducta del deudor pueda ser considerada
susceptible de integrar el objeto de una obligación.

A pesar de su relevancia actual, el Código Civil no dedica a la obligación de


hacer una atención preferencial y por ello no se toman en consideración las
principales clasificaciones de la obligación de hacer para ofrecer un régimen
jurídico coherente. Para exponer adecuadamente ese régimen jurídico es preciso
efectuar dos distinciones: por un lado, entre un hacer personalísimo o
infungible, y un hacer no personalísimo o fungible; y por otro, entre las
obligaciones de medios o actividad, y las obligaciones de resultado.

Prestaciones de hacer personalísimo y no personalísimo. Por un lado,


y a diferencia de los arts. 706 y 709 LEC, el Código Civil aborda la distinción
entre un hacer personalísimo y no personalísimo de manera fragmentaria, a
pesar de la importancia que tiene la persona del deudor y sus características en
las obligaciones de hacer.

Por ejemplo, es infungible la obligación de pintar un retrato por un pintor de renombre,


o la de efectuar una operación de cirugía por un determinado cirujano. En cambio, es
fungible la prestación consistente en pintar las paredes de una casa, o la de tomar la
tensión a un paciente.

Esa distinción entre un hacer personalísimo y no personalísimo aparece en los arts. 1161
(“cuando la calidad y circunstancia de la persona del deudor se hubiesen tenido en
cuenta al establecer la obligación”), 1266.II (consideración personal del deudor como
"determinante" del contrato creador de la obligación), y 1595 (obra encargada a “una
persona por razón de sus cualidades personales”) CC.

La fungibilidad del hacer depende en cada supuesto concreto de la naturaleza


material de la conducta, por lo que no pueden establecerse reglas generales ni
apriorísticas en función de uno u otro criterio. No existen prestaciones que, con
carácter previo, puedan ser consideradas como fungibles o infungibles. En todo
caso, deben analizarse cuidadosamente las particularidades de la relación

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obligatoria para verificar la (in)fungibilidad de la prestación del deudor: en
última instancia, nos encontramos ante un problema de interpretación negocial.

La relevancia de la distinción se encuentra en determinar hasta qué punto es


indiferente para el acreedor quién cumpla con la obligación. Si la prestación es
personalísima, todo comportamiento desarrollado por quien no sea el deudor,
coincida o no con las previsiones de las partes, será incumplimiento de la
obligación. Éste es el criterio que sienta el art. 1161 CC: “no podrá [el acreedor]
ser compelido a recibir la prestación o el servicio de un tercero”.

El art. 709 LEC se ocupa de la ejecución forzosa de un hacer personalísimo.

En cambio, si la prestación no es personalísima, el acreedor no puede negarse a


que la prestación sea efectuada por un tercero, y podrá solicitar que la
prestación sea realizada por un tercero, a costa del deudor (arts. 1098.I CC y
706 LEC).

Prestaciones de medios y de resultado. Tampoco se preocupa el Código


Civil de la controvertida distinción entre obligaciones de medios o de actividad y
de resultado, si bien hay quien intenta encontrarle un eco en la referencia a
prestación de un servicio o ejecución de una obra del art. 1544 CC.

Suele considerarse como obligación de medios aquella en la que el deudor queda


obligado a desplegar su actividad, sin comprometerse a la obtención de un
resultado. La obtención de ese resultado, que también puede producirse, no
forma parte de la obligación del deudor.

Por ejemplo, la prestación del médico, que no asegura la curación del paciente; o la
llevanza de un pleito por un abogado, que no garantiza el resultado favorable a los
intereses del cliente.

El deudor de la obligación de medios o actividad, no obstante no estar obligado


a obtener ningún resultado, sí que debe utilizar los medios adecuados al estado
actual de la ciencia o técnica (“lex artis ad hoc”) tendentes a la consecución del
mismo. Corresponde al acreedor, en su caso, demostrar la falta de diligencia del
deudor.

En cambio, la obligación es de resultado cuando el deudor no sólo se


compromete a desarrollar cierta conducta, sino a la obtención de un resultado.

Por ejemplo, el zapatero que se compromete a cambiar las suelas de unos zapatos; o el
taller al que se encarga que cambie la batería del coche.

Evidentemente, la distinción cobra gran importancia en la medida que conduce


a una valoración distinta del cumplimiento-incumplimiento del deudor en caso
de no obtención del resultado. Sin embargo, en la práctica no siempre es fácil
determinar cuál es el verdadero grado de compromiso asumido por el deudor.
No sólo eso: es relativamente frecuente que en una misma relación obligatoria
se acumulen prestaciones de medios y de resultado. La circunstancia de que el
resultado esté o no al alcance de quien despliega la actividad puede ser un

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indicio para resolver los casos dudosos; si ese resultado no está al alcance del
deudor, la obligación debe considerarse de medios.

La doctrina ha apuntado ciertos indicios que pueden ser utilizados por los tribunales al
analizar cada caso concreto, pues su concurrencia permite presumir el tipo de obligación
−medios/resultado− ante el que nos encontramos. De entre todos ellos, M.C. Crespo
destaca el carácter aleatorio del resultado (que revela la presencia de una obligación de
medios), por tratarse de un criterio utilizado reiteradamente por nuestro Tribunal
Supremo. Junto al anterior, también se subraya la iniciativa del deudor en la ejecución
(como indicio de la existencia de una obligación de medios), el criterio de imputación de
los riesgos (en las obligaciones de resultado el deudor soporta el riesgo de la
remuneración si no se obtiene el resultado), la precisión de la prestación comprometida
o incluso consideraciones de equidad. De todas formas, la efectividad de los criterios
propuestos para solucionar esta cuestión es limitada: ninguno es suficiente, por sí solo,
para ofrecer una solución en todos los casos.

En las obligaciones de medios o de actividad es el acreedor quien soporta el


riesgo de la no obtención del resultado, de modo que deberá abonar al deudor la
retribución pactada, pese a no obtenerse el resultado, si el deudor fue diligente.

Por ejemplo, el paciente muere en la operación, pero el cirujano ha actuado de modo


diligente y con todos los medios y mecanismos adecuados al estado actual de la ciencia
médica y de las circunstancias concretas en que se practicó la operación. En estos casos,
aunque haya muerto el paciente el médico tendrá derecho al cobro de los honorarios
generados por la operación quirúrgica. Estos honorarios los pagarán los herederos del
paciente fallecido (arts. 1257 y 659 CC).

Por el contrario, las obligaciones de resultado se caracterizan porque el deudor


se obliga a desarrollar una actividad y, además, a conseguir un resultado
determinado.

Por ejemplo, la construcción de una casa; o la confección de un traje.

El no haber alcanzado el resultado previsto y querido por las partes en el


momento de constitución de la obligación, comportará la responsabilidad del
deudor, salvo que concurra un supuesto de exoneración. La carga de la prueba
de la concurrencia de esta causa de exoneración corresponde al deudor.

El deudor, por otra parte, no podrá reclamar la contraprestación pactada por las
partes en el contrato si no se ha obtenido el resultado previsto. Únicamente no
perderá el derecho a esta contraprestación cuando la no obtención del resultado
obedezca a una causa imputable al acreedor (arts. 1589 y 1590 CC, que
contemplan los supuestos de “mora accipiendi” y de imposibilidad debida a una
causa imputable al acreedor en el contrato de arrendamiento de obra).

Así, por ejemplo, cuando el dueño de la obra (acreedor de la obligación de hacer),


encargado de suministrar al constructor de la casa (deudor de la obligación de hacer) los
materiales, los proporciona de mala calidad y por ello la obra se destruye.

La jurisprudencia acostumbra a recurrir a la distinción entre obligaciones de


medios y de resultado para verificar si existe o no incumplimiento del deudor
que, actuando diligentemente, no ha obtenido el resultado esperado. Realmente,
suele ser un expediente de simplificación de los litigios: una vez interpretado el
contrato y precisado si la obtención del resultado forma o no parte de las
obligaciones del deudor, poco añade ya la calificación de esa situación como
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obligación de medios o de resultado, más allá del cómodo recurso a una
conocida doctrina jurisprudencial. Más todavía: en los últimos tiempos la
jurisprudencia adopta cautelas ante el peligro de la calificación absoluta de una
determinada relación contractual como de medios o de resultado.

En el ámbito de la responsabilidad profesional, la jurisprudencia ha hecho un uso


recurrente de la distinción entre obligaciones de medios y de resultado en particular por lo
que se refiere a la responsabilidad de los médicos y de los abogados, aunque insiste en la
necesidad de valorar las circunstancias. El criterio tradicional que consideraba que las
prestaciones de médicos y abogados eran de medios, salvo determinados actos médicos
como cirugía estética, vasectomía, ligadura de trompas o intervenciones odontológicas, que
se caracterizaban como de resultado, se encuentra sometido a revisión. La tendencia actual
es considerar que no es posible establecer a priori categorías o especialidades médicas cuyo
desarrollo implique la asunción de obligaciones de resultado y se pone de manifiesto la
importancia de la información suministrada al paciente.

3.6. La obligación de no hacer.


Delimitación de la obligación de no hacer. En la obligación de no hacer,
el deudor se compromete a una conducta puramente negativa: no hacer o dejar
de hacer. La abstención puede ser tanto material (por ejemplo, no pintar de un
determinado color una vivienda sita en la urbanización) como jurídica (por
ejemplo, prohibición de comercializar un producto durante un determinado
período). Una especial transcendencia revisten los pactos de no competencia
(por ejemplo, en las compraventas de empresa). No es frecuente que una
prestación de no hacer sea la prestación única de una relación obligatoria: es
más habitual que aparezca con carácter accesorio en una relación obligatoria
con prestación compleja.

El principal problema que plantea la obligación de no hacer es el de determinar en qué


medida le son aplicables las reglas previstas para las denominadas obligaciones
positivas (dar y hacer). La cuestión cobra una especial relevancia en cuanto que
determinadas previsiones legales mencionan explícitamente las obligaciones de dar y de
hacer, sin aludir en cambio a las de no hacer (por ejemplo, art. 1100 CC).

La falta de atención por parte del Código Civil permite cuestionar si cabe un
cumplimiento meramente defectuoso de la obligación de no hacer o si, por el
contrario, cualquier incumplimiento debe reputarse como incumplimiento total
y definitivo.

La doctrina mantiene criterios dispares. Algunos autores consideran que, si se realiza la


conducta que no debía realizarse, siempre se producirá un incumplimiento total, por lo
que no cabe un cumplimiento defectuoso. Se hace difícil sin embargo establecer reglas
generales y absolutas, sin tener en cuenta los diversos rasgos que contribuyen a perfilar
cada relación obligatoria (por ejemplo, pacto de no apertura de un establecimiento
durante la semana previa a Navidad, y apertura efectiva durante dos días). Se revela
como un dato esencial la configuración de la relación obligatoria negativa y los criterios
de determinación de la conducta del obligado.

Régimen jurídico básico de la obligación de no hacer. La cuestión a la


que el Código Civil dedica más atención es el cumplimiento forzoso de la
obligación de no hacer. Conforme al art. 1099 CC, “[l]o dispuesto en el párrafo
segundo del artículo anterior se observará también cuando la obligación

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consista en no hacer y el deudor ejecutare lo que le había sido prohibido”. Esta
norma debe ser complementada con lo previsto en el art. 710 LEC. Frente a la
parquedad del art. 1099 CC que no distingue en absoluto entre tipos de
prestaciones de no hacer y aplica para todos los casos la misma solución
(deshacer lo hecho), la Ley de Enjuiciamiento Civil introduce una interesante
distinción entre las diversas clases de obligaciones de no hacer, teniendo en
cuenta si el incumplimiento de la obligación negativa es o no susceptible de
reiteración y la (im)posibilidad de deshacer lo mal hecho y puede dar lugar a
que el deudor “deshaga lo mal hecho si fuere posible, indemnice los daños y
perjuicios causados y, en su caso, se abstenga de reiterar el quebrantamiento,
con apercibimiento de incurrir en el delito de desobediencia a la autoridad
judicial”, e incluso a la imposición de multas coercitivas (art. 710 LEC).

3.7. Las obligaciones genéricas.


Alcance de las obligaciones genéricas. Las obligaciones genéricas
constituyen un supuesto de determinación relativa de la prestación.

La distinción entre obligaciones específicas y genéricas es una de las


clasificaciones básicas de nuestro Derecho de obligaciones. Sin embargo, el
Código Civil no regula expresamente estas categorías, sino que simplemente
presupone su existencia en algunos preceptos (arts. 1096 y 1167 CC) y dedica
algunas normas a los legados de cosa genérica (arts. 875 a 877 CC).

La regulación de las obligaciones genéricas en el Código Civil es incompleta,


dado que el Código Civil toma como paradigma las obligaciones específicas y no
tiene en cuenta la producción en masa propia del sistema industrial, sino que se
basa en un sistema puramente artesanal.

Los parámetros actuales son tan diversos que, en el tráfico ordinario, lo habitual es que
la configuración de la prestación tenga carácter genérico. Por ello, el planteamiento del
Código Civil muestra de forma acusada sus carencias y las soluciones se encuentran en
otros textos jurídicos.

En la actualidad, la mayoría de las relaciones jurídicas se entablan entre las


partes sin referirse a un objeto único y singular (por ejemplo, venta del vehículo
matrícula 3232 GWS), sino delimitado por algunas características generales
(por ejemplo, venta de un vehículo Audi Q5 Advance TDI, de color negro
metalizado). De este modo, el interés del acreedor queda satisfecho con la
obtención de una cosa o servicio perteneciente al género.

Aunque el art. 1167 CC habla de “cosa indeterminada o genérica”, las cosas no son en
rigor genéricas, sino cosas pertenecientes a un género. Y no son cosas indeterminadas,
sino determinadas por su pertenencia a un género. Es más expresivo el art. 860 CC al
aludir a “cosa indeterminada” que “se señalare sólo por su cosa o especie”

La contraposición entre obligaciones específicas y genéricas no responde a la antítesis


entre especie-género, sino entre individuo-género: en Derecho Romano el individuo era
denominado “species”.

Las obligaciones genéricas se refieren por lo general a cosas muebles (por ejemplo,
electrodomésticos o libros). Éste es el planteamiento que se desprende de la Ley de

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Enjuiciamiento Civil (art. 702 LEC). No parece haber inconveniente en proyectar estas
obligaciones a los bienes inmuebles: el art. 875.II CC se ocupa del “legado de cosa
inmueble no determinada” y supedita su validez a que haya “de su género en la
herencia”. Más difícil es aplicar el régimen jurídico de las obligaciones genéricas a las
prestaciones de hacer.

Delimitación de las obligaciones específicas, genéricas y de género


limitado. Se consideran obligaciones específicas aquellas cuyo objeto consiste
en la entrega de una cosa concreta y determinada, individualizada y no
intercambiable por otra de características idénticas

Por ejemplo, el cuadro “Madrid desde Torres Blancas”, de Antonio López.

Por el contrario, se consideran obligaciones genéricas aquellas cuyo objeto se


determina por su pertenencia a un género, no encontrándose por tanto
individualizada la prestación.

Por ejemplo, un Código Civil, edición 2020, de la editorial Tirant lo Blanch.

También suele hablarse de un tercer tipo de obligaciones: las obligaciones de


género limitado. En este supuesto, las partes determinan más detalladamente la
calidad y circunstancias de las cosas que han de ser entregadas.

Por ejemplo, la entrega de un ejemplar de la primera edición de “La Colmena”, de


Camilo José Cela.

En este tipo de obligaciones, se restringe la regla “genus numquam perit” (el género
nunca perece), y se caracterizan también por el hecho de que, si perecen todas las cosas
del género delimitado por las partes por causa fortuita o fuerza mayor, el deudor se
exime de responsabilidad. L. Díez-Picazo entiende que, si el deudor es un fabricante, la
obligación de entrega se limita al género que fabrica; si se trata de un comerciante, al
género que se encuentra en sus almacenes al contraer la obligación.

La delimitación de los perfiles de cada una de estas obligaciones plantea


diversos problemas:

a) En primer lugar, el concepto de género no es un concepto filosófico u


ontológico, sino jurídico. Jurídicamente, por género se entiende un conjunto
más o menos amplio de objetos de los que se pueden predicar unas condiciones
comunes. En principio, depende de las concepciones sociales, pero son las
partes de la relación obligatoria las que precisan las condiciones de ese género.

El art. 702.1 LEC parece identificar las “cosas genéricas o indeterminadas” con las que
“pueden ser adquiridas en los mercados”.

Dicho de otra manera: el género es un modo de representar y determinar las


características de la prestación debida. Por ello, las partes puede fijar la
extensión del género, desde un ámbito muy amplio (mil litros de vino tinto)
hasta uno más reducido (mil litros de vino tinto joven de la Bodega Celler del
Roure, del año 2012).

¿Cuáles son las relaciones entre las obligaciones genéricas y las cosas fungibles? A pesar
de lo indicado en el art. 337 CC, la diferencia entre cosas fungibles y no fungibles debe

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buscarse en la sustituibilidad de la cosa: cosa fungible es aquella que puede ser
sustituida por otra de idénticas características. En muchas ocasiones son aquellas que se
determinan por su número, peso o medida (a las que alude, con una terminología
correcta, el art. 1452 CC). En cambio, cosa no fungible es la que tiene una individualidad
específica que no admite su intercambio por otra equivalente. Esta distinción entre cosa
fungible y no fungible está muy próxima, aunque no coincide, con la que se establece en
el ámbito del Derecho de obligaciones entre cosa genérica y cosa específica. La
diferencia entre ambas situaciones radica en que el carácter genérico o específico
depende de criterios subjetivos de las partes, mientras que el carácter fungible o no se
subordina a criterios objetivos. Mientras la fungibilidad es en realidad una característica
de las cosas, el carácter genérico o específico se predica de las prestaciones
obligacionales.

b) No es fácil establecer cuándo una obligación es genérica y cuándo es de


género limitado. ¿Cuál es el grado de delimitación que transforma una
obligación genérica en una obligación de género limitado? En la práctica, son
muy infrecuentes los supuestos de pura genericidad: la obligación de entregar
mil litros de vino tinto de Rioja, de la cosecha de 2010, ¿es genérica o de género
limitado? ¿Y si se trata de una botella de Vega Sicilia Único, de la añada de
1942? Dado el distinto régimen de una y otra, la cuestión reviste una evidente
transcendencia.

c) Tampoco es fácil establecer cuándo una obligación es de género limitado y


cuándo alternativa si las existencias o reservas son muy pequeñas. Si la
obligación es de género limitado, debe prestarse la calidad media (art. 1167 CC).
Y si es alternativa, puede elegirse cualquiera.

Por recordar un ejemplo tradicional, ¿cómo debe calificarse la obligación de entregar


uno de los seis cachorros de una camada? La doctrina suele incidir en que se trata de
una cuestión de interpretación de la voluntad de las partes, basada en la diferencia de
considerar cada cachorro como ejemplar de un género (obligación de género limitado) o
como elemento individualizable (obligación alternativa). No pudiéndose establecer la
voluntad de las partes en este punto, se sugiere que, si la elección corresponde al
deudor, la obligación sea alternativa; y si corresponde al acreedor, sea de género
limitado, para limitar el alcance de la obligación del deudor.

d) En el acto del cumplimiento toda obligación es específica. La diversidad de


régimen jurídico también confiere gran importancia a la identificación de cómo
una obligación deja de ser genérica para pasar a ser específica. A ese acto se le
denomina especificación.

Régimen jurídico básico de las obligaciones genéricas. ¿Cuál es el


régimen jurídico básico de las obligaciones genéricas? Como hemos indicado, el
Código Civil, vinculado a una determinada concepción del objeto de la relación
obligatoria, ofrece una regulación sumamente incompleta.

a. Conforme al art. 1167 CC, “[c]uando la obligación consista en entregar una


cosa indeterminada o genérica, cuya calidad y circunstancias no se hubiesen
expresado, el acreedor no podrá exigirla de la calidad superior, ni el deudor
entregarla de la inferior”. La norma tiene una aplicación limitada: debe tratarse
de una obligación genérica y las partes no deben haber establecido la calidad
debida.

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El art. 1167 CC no se aplica a las obligaciones restitutorias (por ejemplo, arts. 482 y
1740.I CC), en las que el deudor queda obligado a devolver otro tanto de la misma
especie y calidad que lo recibido.

La calidad de los bienes afecta también a la posibilidad de compensación (art. 1196.2º


CC).

El art. 1167 CC se aplica tanto a las obligaciones genéricas como a las de género
limitado. Ahora bien, cuando a través de la delimitación del género se precise la
calidad de la cosa, la norma no se aplica.

El pacto sobre la calidad de las cosas puede ser expreso o tácito. Deberá
interpretarse la voluntad de las partes para precisar si ha habido pacto relativo a
la calidad: un indicio revelador puede ser el precio pactado. Y se debe tener
presente la función interpretativa e integradora de los usos del tráfico (art. 1287
CC).

Si no puede averiguarse cuál es la calidad que deben tener los bienes que el
deudor debe entregar, hay que acudir al criterio de la calidad media del art. 1167
CC. Se trata, pues, de una norma subsidiaria, aunque el criterio recogido en el
art. 1167 CC tiene un cierto carácter expansivo que puede resolver las dudas a
que lleve la aplicación de los criterios interpretativos.

Como apunta M.J. Marín, existen reglas para determinar el nivel de calidad que deben tener
los bienes vendidos. Así, en las ventas de bienes de consumo, si se concierta una venta sobre
muestra, la cosa debe poseer las cualidades y calidades que tenga la muestra o modelo [art.
116.1.a) TRLGDCU]. Si el consumidor ha puesto en conocimiento del vendedor en el
momento de celebrar el contrato el uso especial o las especiales características y cualidades
que el mismo ha de tener, y el vendedor admite que sirve a esos fines o que tiene esos
caracteres, el bien ha de tenerlos [art. 116.1.c) TRLGDCU]. La “calidad” como parámetro de
conformidad se recoge en el art. 116.1.d) TRLGDCU: los bienes vendidos han de tener “la
calidad y las prestaciones habituales de un producto del mismo tipo que el consumidor
pueda fundadamente esperar, habida cuenta de la naturaleza del producto” (vid. también
arts. 6 y 7 Directiva 2019/771).

b. En las obligaciones genéricas el deudor queda obligado a entregar al acreedor


una cosa perteneciente al género, conforme ha sido delimitado por las partes.
Esta delimitación de la prestación del deudor implica un criterio especial en lo
que se refiere a las repercusiones de la pérdida fortuita de los bienes
pertenecientes al género que el deudor tenía en su poder.

Por ejemplo, Alejandra encarga a través de internet a una librería un ejemplar de la


última novela de John Grisham, que tiene un importante descuento como promoción de
lanzamiento. Esa noche todos los ejemplares de que disponía la librería se estropean
como consecuencia de una fuga de agua de las conducciones municipales. Dado el éxito
fulgurante de la novela, el precio de los ejemplares disponibles en otras librerías
aumenta considerablemente. ¿Debe la librería proporcionar a Alejandra un ejemplar en
buen estado, aunque el establecimiento deba adquirirlo a un precio superior al de la
promoción?

La interpretación “a contrario” del art. 1182 CC determina que el riesgo de la


destrucción fortuita de los ejemplares del género que tenía en su poder el
deudor es soportado por éste ya que siempre es posible encontrar en el mercado

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cosas del mismo género que las perdidas, que puedan sustituir a las que tenía el
deudor y que le permitan el cumplimiento de la obligación.

Si el art. 1182 CC establece la extinción de la obligación que “consista en entregar una


cosa determinada cuando ésta se perdiere o destruyere sin culpa del deudor y antes de
haberse éste constituido en mora”, significa que esa extinción exige que se trate de “cosa
determinada” y ello no existe cuando la obligación es todavía genérica. El art. 1182 CC
es, como recuerda M.J. Marín, una norma de distribución de riesgos. Se trata de decidir
quién soporta el riesgo de pérdida de la cosa o de imposibilidad de la prestación. Hay
que resolver qué sucede si la cosa se pierde después de haberse constituido la
obligación, pero antes de haberse entregado al acreedor.

En consecuencia, el deudor soporta el riesgo de pérdida fortuita y debe


proporcionar al acreedor un ejemplar perteneciente al género, aunque se hayan
perdido todos los ejemplares que tenía en su poder. La explicación de este
criterio se condensa en el aforismo “genus numquam perit” (el género nunca
perece), por lo que el deudor no podrá alegar caso fortuito o fuerza mayor para
liberarse de la obligación y eximirse de la responsabilidad por incumplimiento.

La aplicación de la regla se matiza cuando se trata de una obligación de género limitado


porque en ese caso sí puede llegar a producirse la pérdida de todo el género.

Por ejemplo, venta de mil litros de vino tinto de la añada 2012 de la Bodega Pago de los
Ingleses, si la uva de esa finca se ve afectada por una plaga que estropea toda la cosecha.

c. Conforme a los arts. 1096.I y II CC y 702 LEC, el acreedor puede solicitar el


cumplimiento forzoso de la obligación consistente en la entrega de cosa
perteneciente a un género, a expensas del deudor.

d. La falta de conformidad del producto de consumo entregado supone la


aplicación de los remedios previstos en los arts. 114 y ss. TRLGDCU, en
particular la reparación del producto, su sustitución, la rebaja del precio o a la
resolución del contrato.

Como se ha indicado, entre otros elementos, hay falta de conformidad “si la calidad y
prestaciones habituales de un producto del mismo tipo que el consumidor y usuario
pueda fundadamente esperar” [art. 116.1.d) TRLGDCU]. La mera existencia de un
remedio sustitutorio pone de manifiesto la coincidencia parcial de la noción de producto
de consumo con la de cosa perteneciente a un género. No cabría plantear una posible
sustitución si no existieran ejemplares de las mismas características. Por eso, el
consumidor “no podrá exigir la sustitución en el caso de productos no fungibles, ni
tampoco cuando se trate de productos de segunda mano” [art. 120.g) TRLGDCU]. Un
desarrollo más amplio de estos remedios se contiene en la Directiva 2019/771.

Régimen jurídico básico de las obligaciones específicas. ¿Cuál es el


régimen jurídico de las obligaciones específicas? Como hemos indicado, las
normas del Código Civil se refieren fundamentalmente al régimen jurídico de
estas obligaciones, a las que toma como modelo de regulación.

Cuando la prestación se encuentra inicialmente determinada, la obligación es


específica (por ejemplo, cesión en alquiler del piso sito en Valencia, Calle

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Garrigues, núm. 7, puerta 7; o venta de Totilas, un caballo de doma clásica).
Ahora bien, puede suceder también que la prestación se delimite por su
pertenencia a un género (obligación genérica y de género limitado) y en tal caso
es necesario lógicamente que, con carácter previo al cumplimiento, se
individualice el objeto de la prestación que va a ejecutarse.

Se denomina especificación el acto por el que la obligación genérica se convierte


en específica. La especificación supone escoger entre las cosas del mismo género
las concretas cosas que van a ser objeto del cumplimiento: a partir de ese
momento la obligación se somete al régimen de las obligaciones específicas.

¿A quién corresponde la facultad de especificación? La facultad de realizar la


especificación puede venir determinada en el acto constitutivo de la obligación,
pudiendo corresponder al deudor, al acreedor, a ambos o a un tercero. A falta de
pacto, se efectuará una interpretación acorde a los usos (art. 1258 CC), y en
defecto de estos criterios, la facultad de especificación corresponderá al deudor.

¿Por qué en última instancia se concede al deudor la facultad de especificar la


prestación? La doctrina apunta distintas razones: por la aplicación del principio “favor
debitoris”; por el principio “genus numquam perit”, que determina que hasta el
momento de la especificación el riesgo es del deudor; por aplicación analógica de las
reglas propias de la obligación alternativa (art. 1132 CC); y por ser la regla aplicable al
legado de cosa genérica (art. 875.III CC).

La especificación no sólo es facultad, sino deber del deudor: le compete hacer lo


necesario para cumplir y sin especificación no hay posibilidad de cumplimiento.

El acreedor no tiene que intervenir en esta especificación: si la cosa recibida no se ajusta


a lo pactado, podrá rechazarla.

¿En qué momento puede realizarse la especificación? La especificación realizada


por el deudor puede efectuarse en el momento del cumplimiento o de
constitución en mora del acreedor, en cuyo caso se requiere aceptación por el
acreedor o puesta a su disposición.

Si la especificación no se hace para cumplir inmediatamente o con la dilación temporal


entre especificación y cumplimiento permitida por los usos o la buena fe, la obligación
no se transforma en específica, salvo que haya sido aceptada por el acreedor.

¿Qué efectos implica la especificación? La especificación transforma la


obligación genérica en específica. Y, entre otras consecuencias, supone el
traslado de los riesgos por pérdida fortuita al acreedor (art. 1182 CC).

3.8. Las obligaciones alternativas.


Delimitación de las obligaciones alternativas. Las obligaciones
alternativas constituyen un supuesto de determinación relativa de la prestación.

Se denominan obligaciones alternativas aquellas obligaciones que prevén en su


acto de constitución diversas posibles prestaciones, aunque, a efectos de
cumplimiento, el deudor deberá realizar una sola de ellas. Por lo tanto, el

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deudor cumple realizando cualquiera de ellas (“plures res sunt in obligatione,
una autem in solutione”). Hay un cumplimiento disyuntivo o excluyente. Ésta es
la idea que claramente establece el art. 1131.I CC: “[e]l obligado
alternativamente a diversas prestaciones debe cumplir por completo una de
éstas”.
Por ejemplo, en una permuta de solar por obra, se pacta que, a cambio de la cesión del
solar, el cedente recibirá dos pisos y cuatro plazas de garaje, o 250.000 euros.

La situación de alternatividad (y, con ella, la determinabilidad de la prestación)


tiene carácter transitorio, y siempre con carácter previo al cumplimiento, la
obligación cesa de ser alternativa mediante la concentración (art. 1136.I CC).
Una vez efectuada la concentración, a esa obligación se le aplica el régimen
general de las obligaciones y, en particular, la regla contenida en el art. 1182 CC.

¿Qué sentido tiene la previsión de una situación de alternatividad? Básicamente, a


través de esta figura se pretende conferir un cierto ámbito de libertad a quien tenga la
facultad de elección. Permite, por ejemplo, contraer un vínculo jurídico cuando aún no
se tiene decidido exactamente lo más conveniente; o prever un sustituto de interés
similar, para aquellos supuestos en que la prestación menos deseada es más deseable
que la no conclusión del negocio.

La obligación alternativa asegura el cumplimiento de la obligación, permitiendo al


acreedor confiar en que, al menos, recibirá una de las prestaciones pactadas. Por ello, la
obligación alternativa, sin tener la función técnica de garantía, reduce el riesgo de
extinción de la obligación que el art. 1182 CC atribuye al acreedor en caso de pérdida de
la cosa debida sin culpa del deudor.

Y, por último, la obligación alternativa permite a determinados deudores (los


comerciantes) estimular su negocio, facilitando la celebración de contratos. Esta
situación se da cuando el comerciante permite a sus clientes optar por uno u otro de los
bienes o servicios que ofrece, con lo que puede, de este modo, captar clientes.

Por ejemplo, en el menú de la cafetería de la Facultad se ofrecen tres primeros platos,


tres segundos y tres postres.

El origen de las obligaciones alternativas puede ser legal o negocial (inter vivos o
mortis causa: art. 874 CC).

Un ejemplo de obligación alternativa de origen legal es el art. 149.I CC, conforme al cual
“[e]l obligado a prestar alimentos podrá, a su elección, satisfacerlos, o pagando la
pensión que se fije, o recibiendo y manteniendo en su propia casa al que tiene derecho a
ellos”.

Régimen jurídico básico de las obligaciones alternativas. El régimen


jurídico de las obligaciones alternativas se contiene básicamente en los arts. 1131
a 1136 CC, en una Sección dedicada exclusivamente a esas obligaciones. Los
problemas fundamentales que se abordan en esas normas son cómo se produce
el cumplimiento, cómo se efectúa la concentración de la prestación y la
incidencia de la pérdida o de la imposibilidad de una de las prestaciones, antes
de la concentración.

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a. Una vez producida la concentración, el deudor debe cumplir por completo
una de las diversas prestaciones previstas (art. 1131.I CC). Y “[e]l acreedor no
puede ser compelido a recibir parte de una y parte de otra” (art. 1131.II CC).

Estas reglas son consecuencia del criterio de identidad e integridad del pago (arts. 1157 y
1166 CC); y, por ello, pueden considerarse, hasta cierto punto, superfluas.

b. La indeterminación relativa de la obligación alternativa cesa cuando se


produce la concentración. Mediante la concentración se produce la
individualización de la prestación con la que el deudor ha de cumplir la
obligación. La elección es la forma de concentración más frecuente y a la que el
Código Civil presta mayor atención, aunque en el Código Civil también se
aborda la concentración por perecimiento o imposibilidad de todas las
prestaciones, salvo una.

La primera cuestión que debe analizarse es a quién corresponde la legitimación


para efectuar la elección. Las partes pueden acordar que la elección corresponda
al deudor, al acreedor o incluso a un tercero. ¿Qué sucede si no hay pacto al
respecto? En principio, el deudor goza de facultad de elección de la prestación.
El art. 1132.I CC establece que “[l]a elección corresponde al deudor, a menos
que expresamente se hubiese concedido al acreedor”. Esta regla entronca con un
supuesto principio “favor debitoris”.

Aunque el art. 1132.I CC exige que la atribución de la facultad de elección al acreedor sea
expresa, en realidad, no es necesario que exista un pacto expreso. Basta con que haya
certeza en la concesión de la facultad al acreedor. En caso de duda, deberá entenderse
que corresponde al deudor, por aplicación del art. 1132.I CC.

Más aún: resulta frecuente que sea por aplicación de los usos del tráfico como se llegue a
la concesión de la facultad de elección al acreedor. Así, sucede, por ejemplo, cuando el
comensal elige uno de los platos del menú del día del restaurante.

La facultad de elección se articula mediante una declaración de voluntad


unilateral, aformal, recepticia e irrevocable.

Es unilateral porque basta la voluntad del elector, sin que sea necesaria la concurrencia
de la otra parte de la relación obligatoria. Es aformal porque no está sujeta a forma
alguna: puede ser expresa o tácita (por ejemplo, tomar un artículo del autoservicio). Es
recepticia porque para que produzca efectos no hace falta que la otra parte la acepte,
pero sí se precisa que su destinatario tenga conocimiento de ella. Así lo dispone el art.
1133 CC: “[l]a elección no producirá efecto sino desde que fuere notificada”. El mismo
criterio aparece en el art. 1136.I CC: “la obligación cesará de ser alternativa desde el día
en que aquélla hubiese sido notificada al deudor”. Y es irrevocable porque, una vez
efectuada y conocida por la otra parte, no puede ser alterada por el elector.

¿En qué tiempo debe efectuarse la elección? Nada dice el Código Civil sobre esta
cuestión. Habrá que atender, en primer lugar, a lo pactado por las partes. Cabe
que las partes no se hayan manifestado al respecto, pero el momento de la
elección puede deducirse de las circunstancias del caso o de la naturaleza de la
obligación. Si, finalmente, no existe o no puede deducirse la existencia de plazo,
la parte legitimada puede elegir en cualquier momento a partir del nacimiento
de la obligación, y la otra parte puede exigirle que lleve a cabo la elección.

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Otro problema que tampoco aborda nuestro Código Civil y para el que no existe solución
satisfactoria es determinar qué sucede si el sujeto legitimado no ejercita la facultad de
elección.

La facultad de elección tiene un límite en el Código Civil en la medida que se


debe escoger una de las prestaciones que sea posible, lícita o pueda ser objeto de
la obligación.

El art. 1132.II CC establece que “[e]l deudor no tendrá derecho a elegir las prestaciones
imposibles, ilícitas o que no hubieran podido ser objeto de la obligación”. Aunque el
Código Civil sólo se refiere a la facultad de elección del deudor, el mismo criterio debe
aplicarse con independencia de quién sea el elector.

c. ¿Cuál es la incidencia de la pérdida o de la imposibilidad de una de las


prestaciones, antes de la concentración? Para valorar adecuadamente esta
situación es necesario tener en cuenta dos factores: a) a quién corresponde la
facultad de elección (básicamente, ¿al deudor o al acreedor?); b) cuál ha sido la
causa de la imposibilidad (¿causa fortuita o imputable a una de las partes?).

La combinación de criterios genera una pluralidad de hipótesis que el Código Civil no


contempla exhaustivamente: por ejemplo, no hay pauta alguna cuando la elección
corresponde a un tercero, cuando la imposibilidad es imputable a la parte no legitimada
para elegir, o cuando se combinan imposibilidades imputables y fortuitas.

a) Cuando la elección corresponde al deudor, el Código Civil suministra dos


criterios.

En primer lugar, el art. 1134 CC establece que “[e]l deudor perderá el derecho de
elección cuando de las prestaciones a que alternativamente estuviese obligado,
sólo una fuere realizable”.

Dado que el art. 1134 CC no distingue en función de si la imposibilidad es fortuita o no,


cabe deducir que ese extremo es irrelevante: aunque todas las prestaciones, salvo una,
hayan devenido imposibles fortuitamente, el deudor deberá cumplir la única realizable.

Por aplicación de los criterios generales, si deviene imposible el cumplimiento de todas


las prestaciones sin culpa del deudor, éste quedará liberado (arts. 1105 y 1182 CC).

Y, en segundo lugar, conforme al art. 1135 CC, “[e]l acreedor tendrá derecho a la
indemnización de daños y perjuicios cuando por culpa del deudor hubieran
desaparecido todas las cosas que alternativamente fueron objeto de la
obligación, o se hubiera hecho imposible el cumplimiento de ésta. La
indemnización se fijará tomando por base el valor de la última cosa que hubiese
desaparecido, o el del servicio que últimamente se hubiera hecho imposible”.

La norma presupone que la elección es del deudor (si es del acreedor, se aplica el art.
1136 CC) y que se ha producido una imposibilidad sucesiva e imputable al deudor. No se
prevé el supuesto de que todas las prestaciones se pierdan simultáneamente, ni la
relevancia del deterioro o menoscabo de las prestaciones.

b) Cuando la elección corresponde al acreedor, el Código Civil aborda la


cuestión en el art. 1136.II, que distingue en función de la causa y del alcance de
la pérdida. La idea que subyace al art. 1136 CC estriba en que la conducta del

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deudor (su culpa en la pérdida de la cosa) no puede afectar a la facultad de
elección del acreedor. Por ello, la facultad de elección sólo se limita cuando la
imposibilidad es fortuita. Si la pérdida es, por el contrario, imputable al deudor,
el acreedor mantiene su facultad de elección, aunque, obviamente, si su elección
recae sobre una prestación imposible sobrevenidamente, se concretará en su
precio.

El último párrafo del art. 1136 CC indica que “[l]as mismas reglas se aplicarán a las
obligaciones de hacer o de no hacer”.

3.9. Las obligaciones facultativas.


Delimitación de las obligaciones facultativas. Las obligaciones
facultativas constituyen un supuesto de determinación relativa de la prestación.

En las obligaciones facultativas se prevé una única y exclusiva prestación en el


acto constitutivo de la obligación, pero se concede la facultad al deudor de
ejecutar otra prestación en el momento del cumplimiento (“una res est in
obligatione, plures autem in solutione”). En las obligaciones facultativas no hay
una pluralidad de prestaciones debidas, sino sólo una.

Por ejemplo, se contrata el alquiler por una semana de un Chrysler Grand Voyager, de
siete plazas, pero la empresa de alquiler de coches se reserva la posibilidad de que el
vehículo sea otro, también de siete plazas, si no hay disponibilidad del modelo
seleccionado.

Las obligaciones facultativas no tienen una regulación expresa en el Código


Civil, pero se admiten al amparo del principio de la autonomía de la voluntad
consagrado en el art. 1255 CC. Su existencia, no obstante, requiere pacto
expreso.

Aunque no exista regulación general de las obligaciones facultativas, el Código Civil


proporciona apoyo para su configuración en, al menos, dos preceptos. Por un lado, el
art. 1166 CC que permite deducir que, si bien no se puede imponer al acreedor la
recepción de una prestación distinta a la debida, nada impide que así pueda pactarse.
Por otro lado, el art. 1153 CC, que admite un pacto que desnaturaliza la función propia
de la cláusula penal, configurando en realidad una obligación facultativa.

¿En qué se diferencian las obligaciones facultativas de las obligaciones


alternativas? La principal diferencia reside en que en el acto constitutivo de las
obligaciones alternativas se prevén diversas prestaciones y, en cambio, en las
obligaciones facultativas, la prestación debida es solo una. Por ello, el régimen
jurídico en caso de imposibilidad sobrevenida necesariamente es diferente: aun
cuando se hiciera imposible sin culpa del deudor una de las varias prestaciones
establecidas en la obligación alternativa todavía quedarían las demás para poder
ser cumplidas; y, en cambio, en las obligaciones facultativas, al existir
únicamente una prestación debida, su pérdida, sin culpa del deudor, extingue la
obligación.

¿En qué se diferencian las obligaciones facultativas de la dación en pago? La principal


diferencia reside en que en el acto constitutivo de las obligaciones facultativas ya se
prevé la posibilidad de sustituir la prestación debida en el momento del cumplimiento,

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mientras que en la dación en pago (por ejemplo, entrega de bienes al acreedor en pago
de una deuda dineraria), se requiere en el momento de cumplimiento un acuerdo de
voluntades entre acreedor y deudor para posibilitar la sustitución de la prestación.

Régimen jurídico básico de las obligaciones facultativas. ¿Cuál es el


régimen jurídico básico de las obligaciones facultativas? Es necesario abordar
dos cuestiones distintas: cómo se produce el cumplimiento de la obligación y
qué sucede en caso de imposibilidad de la prestación.

a. Como se ha indicado, el deudor puede ejecutar la prestación debida o cumplir


realizando una prestación diferente. El acreedor sólo puede solicitar el
cumplimiento de la prestación debida, pero no puede exigir el de la prestación
facultativa. El acreedor no puede oponerse a que el deudor ejecute la prestación
distinta a la debida.

La decisión acerca de si se realiza la prestación debida u otra diferente se


produce, por lo general, en el propio acto de cumplimiento. Esta facultad de
cumplir con otra prestación es renunciable (con los límites generales del art. 6.2
CC). La renuncia puede ser expresa o tácita. Una vez realizada la renuncia, la
obligación se convierte en ordinaria o simple.

b. A diferencia de las obligaciones alternativas, en las que se prevén varias


prestaciones “in obligatione”, en las facultativas sólo existe una prestación, pero
con la posibilidad de realizar otra “in solutione” (en el momento del
cumplimiento). Por ello, si se produce la imposibilidad sobrevenida de la
prestación “in obligatione”, y no concurre culpa del deudor, se extingue la
obligación, quedando liberado el deudor (arts. 1182 y 1105 CC), aun cuando sean
posibles otras prestaciones “in solutione”.

En cambio, la imposibilidad sobrevenida fortuita de la prestación “in solutione”, no


extingue la obligación del deudor, aunque hubiera sido la prestación que el deudor
pensara facilitar al acreedor.

3.10. Las obligaciones indivisibles.


Delimitación de las obligaciones indivisibles. Se habla de obligaciones
indivisibles para identificar aquellas obligaciones cuyo objeto es indivisible. El
objeto de la obligación es divisible cuando concurren dos elementos: por un
lado, es susceptible de cumplimiento fraccionado; y, por otro, ese cumplimiento
fraccionado no afecta al interés del acreedor. En consecuencia, una obligación es
divisible cuando al acreedor le resulta indiferente su cumplimiento único o por
partes.

La indivisibilidad puede proceder de la propia naturaleza de la prestación,


cuando es objetivamente indivisible (por ejemplo, entregar un animal vivo; o
una obra de arte), o por la voluntad de las partes, que configuran jurídicamente
la prestación como indivisible. La naturaleza de la prestación o la voluntad de
las partes revelan que el cumplimiento fraccionado no satisface el interés del
acreedor.
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Por la voluntad de las partes, hasta la prestación más claramente identificable como
divisible, que es la pecuniaria, puede configurarse como indivisible.

Realmente, el Código Civil no suministra el concepto de divisibilidad o


indivisibilidad de las obligaciones, y se limita en los arts. 1149 a 1151 CC a
explicar sus efectos y a proporcionar algunos criterios que permiten distinguir
cuándo estamos ante una obligación divisible o indivisible.

¿Cuáles son los criterios que proporciona el Código Civil para calificar como
divisible o indivisible una prestación? La norma fundamental es el art. 1151 CC,
en cuya virtud “[p]ara los efectos de los artículos que preceden, se reputarán
indivisibles las obligaciones de dar cuerpos ciertos y todas aquellas que no sean
susceptibles de cumplimiento parcial. Las obligaciones de hacer serán divisibles
cuando tengan por objeto la prestación de un número de días de trabajo, la
ejecución de obras por unidades métricas, u otras cosas análogas que por su
naturaleza sean susceptibles de cumplimiento parcial. En las obligaciones de no
hacer, la divisibilidad o indivisibilidad se decidirá por el carácter de la
prestación en cada caso particular”.

Aunque la idea básica que subyace a todo el art. 1151 CC es la susceptibilidad de


cumplimiento parcial, es necesario establecer algunas diferencias en función del
tipo de obligación:

a. Obligación de dar. En principio, la divisibilidad o indivisibilidad de estas


obligaciones se relaciona con la divisibilidad o indivisibilidad material de su
objeto. El criterio básico es la posibilidad de cumplimiento parcial.

La principal dificultad interpretativa de esta norma es la de identificar a qué se refiere el


Código Civil cuando habla de “cuerpos ciertos”. Parte de la doctrina considera que se
hace referencia a las cosas específicas o determinadas. Pero también las cosas
específicas pueden ser divisibles si constan de una pluralidad de unidades; y las cosas
genéricas pueden ser indivisibles (por ejemplo, un buey). También se ha sugerido que la
noción de “cuerpo cierto” nada tiene que ver con las características de la cosa, sino con
el modo en que se designa en la obligación: designado de forma única, será indivisible
(por ejemplo, una biblioteca); designado de forma separada, será divisible. La
interpretación más plausible es la que contrapone cuerpo cierto a cuerpo incierto, que se
determinan por su número, peso o medida, es decir, los bienes fungibles (art. 1452 CC),
que son bienes naturalmente divisibles. Por lo tanto, cuerpo cierto identifica cosa
infungible.

La noción de “cuerpo cierto” aparece con frecuencia en un contexto diferente, para


excluir la relevancia de las diferencias de superficie real y expresada en el contrato de
compraventa de inmuebles (arts. 1469 y ss. CC).

b. Obligación de hacer. El Código Civil enumera una serie de supuestos de


obligaciones divisibles (días de trabajo, unidades métricas), pero la clave vuelve
a estar en la susceptibilidad del cumplimiento parcial. Es necesario, por tanto,
que la prestación pueda descomponerse en una pluralidad de actividades
fungibles o sustituibles por ser cualitativamente idénticas, conservando,
además, su valor económico (lo cual es especialmente factible en el contrato de
servicios).

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c. Obligación de no hacer. Aunque el Código Civil admite la indivisibilidad de las
obligaciones de no hacer en función del “carácter de la prestación en cada caso
particular” (art. 1151.III CC), parte de la doctrina niega que sea posible la
división y con ella un cumplimiento o incumplimiento parcial. Sin embargo, sí
parece posible admitir la divisibilidad de las obligaciones negativas siempre que
se puedan descomponer en inactividades cualitativamente iguales,
cuantitativamente proporcionales y que conserven su valor económico. En el
fondo esta lectura se basa en la divisibilidad esencial del tiempo.

Efectos de la (in)divisibilidad. ¿Cuáles son las consecuencias derivadas de


la (in)divisibilidad de la prestación? Aunque el art. 1149 CC establece que “[l]a
divisibilidad o indivisibilidad de las cosas objeto de las obligaciones en que hay
un solo deudor y un solo acreedor no altera ni modifica los preceptos del
capítulo II de este título”, lo cierto es que sí tiene algunas particularidades.

a. Exista una sola persona o una pluralidad de personas en una de las partes de
la relación obligatoria, si la prestación es indivisible se ve afectado el régimen de
cumplimiento. El art. 1169.I CC establece la regla general: no se puede compeler
al acreedor a recibir parcialmente las prestaciones en que la obligación consiste.
Si la prestación es divisible, el deudor podrá cumplir por partes si lo consiente el
acreedor o así esta previsto. Si es indivisible, ello no será posible.

b. Cuando concurre una pluralidad de personas en una de las partes de la


relación obligatoria, la (in)divisibilidad de la prestación afecta al régimen de
organización de la pluralidad. Si prestación es indivisible, sólo se puede aplicar
el régimen de la solidaridad o de la mancomunidad en mano común (arts. 1139 y
1150 CC), ya que no podrá entenderse dividida la prestación en tantas partes
como deudores (art. 1138 CC).

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4. LAS OBLIGACIONES PECUNIARIAS.

4.1. Concepto y funciones del dinero.


La noción de dinero. La noción de dinero no despliega, como es obvio, su
relevancia en el ámbito exclusivamente jurídico. El dinero tiene actualmente
una naturaleza funcional, dado que se considera dinero lo que desempeña la
función de tal (“money is what money does”).

El dinero constituye el elemento que proporciona un poder patrimonial


abstracto y general de adquisición. No son relevantes las concretas unidades
monetarias, sino el poder de adquisición abstracto que incorporan. Por ello, es
necesario distinguir el dinero de aquellos signos materiales que lo representan,
como los billetes y monedas.

La Ley 21/2011, de 26 de julio, de dinero electrónico, entiende por dinero electrónico


“todo valor monetario almacenado por medios electrónicos o magnéticos que represente
un crédito sobre el emisor, que se emita al recibo de fondos con el propósito de efectuar
operaciones de pago según se definen en el art. 2.5 de la Ley 16/2009, de 13 de
noviembre, de servicios de pago [derogada por el Real Decreto-ley 19/2018, de 23 de
noviembre, de servicios de pago y otras medidas urgentes en materia financiera: vid. art.
3.26], y que sea aceptado por una persona física o jurídica distinta del emisor de dinero
electrónico” (art. 1.2).

¿Constituyen dinero las criptomonedas como el “bitcoin”? La STS (penal) de 20 de junio


de 2019 ha negado que se trate de un objeto material o que tenga la consideración legal
de dinero (ni siquiera de dinero electrónico): “[e]l ‘bitcoin’ no es sino una unidad de
cuenta de la red del mismo nombre. A partir de un libro de cuentas público y
distribuido, donde se almacenan todas las transacciones de manera permanente en una
base de datos denominada ‘Blockchain’, se crearon 21 millones de estas unidades, que se
comercializan de manera divisible a través de una red informática verificada. De este
modo, el bitcoin no es sino un activo patrimonial inmaterial, en forma de unidad de
cuenta definida mediante la tecnología informática y criptográfica denominada bitcoin,
cuyo valor es el que cada unidad de cuenta o su porción alcance por el concierto de la
oferta y la demanda en la venta que de estas unidades se realiza a través de las
plataformas de ‘trading Bitcoin’. Aun cuando el precio de cada ‘bitcoin’ se fija al costo
del intercambio realizado, y no existe por tanto un precio mundial o único del ‘bitcoin’,
el importe de cada unidad en las diferentes operaciones de compra (por las mismas
reglas de la oferta y de la demanda), tiende a equipararse en cada momento. Este coste
semejante de las unidades de cuenta en cada momento permite utilizar al ‘bitcoin’ como
un activo inmaterial de contraprestación o de intercambio en cualquier transacción
bilateral en la que los contratantes lo acepten, pero en modo alguno es dinero, o puede
tener tal consideración legal…”.

Funciones del dinero. Son funciones del dinero en la actualidad:

1) Constituir una unidad de medida de los valores: es una medida común de


valor. Desde esta perspectiva, la función del dinero es similar a la que
desempeñan otras unidades de medida, como el metro, el litro o el gramo. El
dinero desempeña la función de medir el valor económico que en una
comunidad se asigna a los bienes.

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Lo que importa verdaderamente es la posibilidad de reconducir todos los bienes
económicos a una misma medida, lo cual permite conocer su valor.

Por ello, nada impide que el valor de los bienes se siga estableciendo en monedas que ya
han desaparecido de la circulación, como sucedía con las guineas en Gran Bretaña o con
los reales en España; y como sucede ahora con las pesetas en España. Para saber que un
automóvil vale el doble que una motocicleta, resulta indiferente que esa comparación se
establezca en reales, duros, pesetas o euros: la proporción siempre ha de ser la misma.

2) Ser un medio de pago, facilitador de los intercambios. La forma de procurarse


ciertos bienes o servicios estriba justamente en intercambiarlos por dinero, de
modo que quien lo reciba podrá a su vez adquirir otros bienes o servicios. Como
mecanismo de intercambio, el dinero manifiesta su capacidad de expresar,
respecto de los bienes objeto de intercambio, ecuaciones homogéneas en
términos de valor.

Tradicionalmente, el dinero se ha caracterizado como bien mueble, fungible y


genérico, si bien esta caracterización confunde el dinero con las monedas o
billetes que lo representan.

El art. 149.1ª.11 CE atribuye al Estado competencia exclusiva en lo que se refiere al


“[s]istema monetario: divisas, cambio y convertibilidad; bases de la ordenación del
crédito, banca y seguros”.

4.2. Las deudas pecuniarias: régimen


jurídico.
Las deudas pecuniarias en el Código Civil. No existe en el Código Civil
una definición o descripción legal de deuda dineraria, a diferencia de lo que
ocurre respecto a la ejecución dineraria (art. 571 LEC), y a pesar de los
frecuentes casos en que el dinero es contemplado como objeto de una relación
obligatoria.

Las obligaciones pecuniarias son aquellas en las que la prestación del deudor
consiste en la entrega al acreedor de una suma de dinero. Son aquellas
relaciones obligatorias que se expresan en dinero (unidad de cuenta) y que están
dirigidas a proporcionar al acreedor dinero (medio de cambio) como poder
patrimonial incorporal.

Por ejemplo, la obligación del comprador del pago del precio (300.000 euros) en el
contrato de compraventa de una vivienda.

Las obligaciones pecuniarias se caracterizan por la indiferencia de los concretos


signos, piezas o medios solutorios, en la medida que el deudor debe procurar al
acreedor una suma que equivalga al importe previsto en la obligación; más
concretamente, el deudor debe un valor económico y su obligación consiste en
proporcionar al acreedor la posibilidad de disponer de ese valor: lo debido no
son cosas, sino abstractamente valores.

Uno de sus rasgos más característicos estriba en que la deuda de suma de dinero no
puede nunca devenir imposible, con carácter general y absoluto, en la medida que lo
debido es abstractamente un valor. A diferencia de lo que sucede en las deudas de

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especie monetaria, conforme a lo previsto en el art. 1170 CC, en las llamadas deudas de
suma no cabe la imposibilidad. Esta conclusión no deriva de la mecánica aplicación de
los criterios de las obligaciones genéricas, sino de la afirmación de la intranscendencia o
indiferencia de los concretos medios solutorios.

La STS de 19 de mayo de 2015 ha indicado que “[l]a doctrina otorga a las deudas
pecuniarias una fisonomía jurídica especial, que las distingue del resto de las
obligaciones genéricas, a las que anuda una serie de características, entre las que
destaca […] la "perpetuatio obligationis" en el sistema de riesgos. Consecuencia de ello
es que: (i) niegue la imposibilidad del cumplimiento, admitiendo todo lo más el
incumplimiento temporal o retraso, así como que (ii) la falta de cumplimiento de la
prestación dineraria conlleva la condena al pago del dinero. No se les puede aplicar a
ellas la imposibilidad sobrevenida de la prestación por tratarse de una obligación
genérica al existir siempre el dinero como tal. Se trata de la obligación genérica por
excelencia, pues el género nunca perece y, de ahí, que la imposibilidad sobrevenida no
extinga aquella. Conforme al aforismo "genus numquam perire consetur", la insolvencia
del deudor no le libera del cumplimiento de su obligación, consistente en la genérica del
pago de una suma de dinero”.

Quedan, por tanto, fuera de este concepto aquellos supuestos en que el dinero es
debido como cosa. Y esta hipótesis se constata en los casos en que las piezas o
signos monetarios carecen de curso legal, interior o exterior (por ejemplo,
cuatro doblones de oro del siglo XVII), pero también en ciertos casos en que los
signos conservan su cualidad de dinero. Así sucede, cuando por su contenido
metálico, por su rareza o por otras circunstancias análogas se deban como cosas.

Nuestro Código Civil no contiene una regulación general y sistemática de las


deudas de dinero. La importancia que el Código Civil dedica a las obligaciones
consistentes en la entrega de una cantidad de dinero no es consecuencia de una
especial preocupación por parte del codificador, sino de la propia fuerza que en
el tráfico económico adquieren las deudas de dinero. Lo destacable es, por tanto,
que, pese a esa fuerza, el Código Civil no ofrezca una regulación sistemática y
completa de las mismas.

Clases de deudas pecuniarias. En nuestra doctrina resulta tradicional la


distinción de las deudas de dinero en tres subtipos diferentes (deudas de
moneda individual; de especie monetaria; y de dinero, en sentido estricto),
cuyas denominaciones dependen del criterio del autor en la medida que carecen
de refrendo legal.

C. Paz-Ares considera que ese planteamiento tradicional peca tanto exceso como por
defecto. Peca por exceso porque termina incluyendo entre las deudas de dinero algunos
supuestos que no merecen tal consideración (como las deudas de moneda determinada
o las deudas de especie monetaria propias). Y sobre todo peca por defecto, al excluir las
llamadas deudas de valor del campo de las deudas de dinero en sentido estricto. El
carácter genuinamente dinerario de las deudas de valor no puede desconocerse, puesto
que lo que se debe ―”in obligatione”― es, en sentido propio, dinero. En su
planteamiento, se debería efectuar una sistematización analítica de las deudas de
dinero, atendiendo a las distintas funciones que están llamadas a cumplir.

Por ello, este enfoque tradicional debe ser revisado y ha de ponerse el acento en
las deudas de dinero en sentido estricto. Las deudas de dinero en sentido
estricto son las que proporcionan al acreedor un poder patrimonial abstracto de
adquisición. Y, a pesar de las críticas doctrinales, es habitual efectuar en su seno

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una distinción adicional entre las deudas de suma de dinero y las deudas de
valor.

a’. La deuda de suma de dinero se suele caracterizar porque el dinero


desempeña estrictamente la función de medio de cambio, esto es, como medio
de pago. El dinero es el objeto que directa e inmediatamente pretende obtener el
acreedor. Con esta función se permite el intercambio de los bienes o los
servicios por dinero. Desde esta perspectiva pueden ser calificadas como deudas
de suma de dinero la del precio en la compraventa, la renta en el arrendamiento
o la remuneración en un contrato de servicios

b’. La deuda de valor se acostumbra a caracterizar, en cambio, porque el dinero


desempeña la función de medida de valor de otras cosas o servicios respecto de
los cuales el dinero funciona como equivalente o sustitutivo, indirecto o
mediato; en otras palabras, el dinero no cumple la función de bien que resulta
buscado por sí mismo, sino que actúa como unidad de medida. Dicho de otra
forma: sin que se trate de una obligación facultativa, el objeto inmediato de la
prestación es el valor de determinadas cosas, bienes o servicios, por lo que el
dinero en estas deudas no entra “in prestatione”, sino en el momento de su
cumplimiento o pago, esto es, “in solutione”.

La diferencia no estriba en el objeto de la obligación, que es siempre dinero (entendido


como poder patrimonial abstracto), sino en los criterios que han de observarse para su
determinación, que no son uniformes para todas las deudas tradicionalmente
catalogadas de valor. Por ello, esta distinción no afecta a la estructura de la deuda
dineraria como tal y, por tanto, al no proyectarse sobre el contenido de la prestación
debida, sino solamente sobre su determinación, reviste una importancia marginal. No se
está, pues, ante distintas clases de créditos, sino ante distintas técnicas de medición.

Aunque la categoría de las deudas de valor carece de una previsión legal específica en el
Código Civil, la jurisprudencia ha hecho un uso abundante de la misma, sin que se haya
preocupado en exceso de delimitar su verdadero alcance. He aquí precisamente uno de
los más graves problemas que suscita la categoría: la dificultad de precisar en qué casos
la jurisprudencia considerará que se trata, o no, de una deuda de valor.

Es cierto que existen formulaciones jurisprudenciales con una intención de establecer


soluciones generales, pero ello tampoco resulta definitivo, dada la conocida tendencia de
nuestros tribunales a corregir sus propias directrices en función de las circunstancias de
cada caso.

Suelen considerarse deudas de valor las deudas restitutorias, compensatorias o


indemnizatorias y por ello se mencionan entre las mismas el resarcimiento de
daños y perjuicios (arts. 1101 y 1902 CC), la responsabilidad por gastos (art. 443
CC) y, en general, las de restitución de un enriquecimiento injustificado.

En cualquier caso, la calificación como deuda de suma o como deuda de valor


exige una interpretación de cada obligación, teniendo en cuenta su finalidad. La
doctrina considera que, en caso de duda, debe reputarse deuda de suma.

En la aplicación práctica de las deudas de valor hay dos puntos cruciales a


resolver:

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a) La determinación del valor sobre el que debe incidir la deuda de dinero. Se ha
de establecer en qué momento se fija el alcance de ese valor y si deben tenerse
en cuenta ciertos criterios para aumentarlo o reducirlo.

Si pensamos en un caso típico de responsabilidad extracontractual, podremos constatar


que si el daño se produjo hace diez años, no es igual indemnizar el valor actual del bien
en función del estado que tenía hace diez años o el valor que tendría ese bien
actualmente (teniendo en cuenta, por ejemplo, el deterioro o la obsolescencia que
hubiera podido afectarle).

b) La concreción del valor en una suma de dinero. Una vez fijado el valor que
debe “monetarizarse”, es preciso determinar en qué momento se efectúa esa
traducción. Dada la carencia de una previsión legal al respecto, las posibilidades
existentes son, en principio, muy diversas: en el momento del daño, en el
momento de la demanda, en el trámite de ejecución, en el momento del
cumplimiento efectivo, etc. La diferencia temporal entre las distintas
posibilidades puede dar lugar a soluciones sustancialmente diversas.

Pero no siempre el momento más tardío será el más favorable el acreedor (piénsese, por
ejemplo, en las fluctuaciones de valor de los inmuebles o de ciertas acciones que cotizan
en bolsa). Obviamente, cuanto más se acorte el plazo temporal entre esa concreción y la
obtención por el acreedor del dinero, más se garantizará que éste obtenga una suma que
le proporcione efectivamente el valor que debe recibir.

Una vez identificado el valor y el momento temporalmente relevante, la suma


constituye una deuda de dinero ordinaria. Con ello se demuestra claramente
que la peculiaridad de las deudas de valor tiene carácter transitorio y estriba en
el sistema de liquidación.

El pago de las deudas de dinero. Al pago de las deudas de dinero se dedica


el art. 1170.I CC, conforme al cual “[e]l pago de las deudas de dinero deberá
hacerse en la especie pactada y, no siendo posible entregar la especie, en la
moneda de plata u oro que tenga curso legal en España”.

El art. 1170.I CC no pretende ofrecer una solución universal para el pago de


cualquier deuda de dinero. En cierto modo, presupone que ese pago no plantea,
por lo general, especiales problemas y, por ello se limita a ofrecer un criterio
para un supuesto concreto, como es el de aquellas deudas de dinero en las que
se ha pactado el pago en una determinada especie. Dicho de otro modo: el art.
1170 CC no se ocupa de aquellos casos en que la deuda de dinero no ha
precisado la especie de pago, que son, con mucho, el supuesto más habitual.

Debe tenerse en cuenta que la Ley 7/2012, de 29 de octubre, de modificación de la


normativa tributaria y presupuestaria y de adecuación de la normativa financiera para la
intensificación de las actuaciones en la prevención y lucha contra el fraude, establece en
su art. 7.1 que “[n]o podrán pagarse en efectivo las operaciones, en las que alguna de las
partes intervinientes actúe en calidad de empresario o profesional, con un importe igual
o superior a 2.500 euros o su contravalor en moneda extranjera”. Esta limitación no se
aplica en tres supuestos básicos: los intercambios entre particulares; los pagos e
ingresos efectuados a través de entidades de crédito; y las compras realizadas por
extranjeros que, no siendo empresarios o profesionales, tienen domicilio fiscal fuera del
país. En esta última excepción se eleva el límite a los 15.000 euros (para no incidir en el
gasto de los turistas que visitan España).

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Y tampoco pueden dejar de resaltarse las restricciones que la Ley 10/2010, de 28 de
abril, de prevención del blanqueo de capitales y de la financiación del terrorismo,
impone a determinados pagos dinerarios. Así mismo debe mencionarse el Real Decreto-
ley 19/2018, de 23 de noviembre, de servicios de pago y otras medidas urgentes en
materia financiera, que regula esos servicios cuando se prestan de manera profesional.

Estas normas tienen un alcance fundamentalmente administrativo.

Las deudas de especie monetaria se identifican, según L. Díez-Picazo, con


aquellos supuestos en que, en el negocio constitutivo de la obligación, se ha
señalado, como circunstancia esencial, la especie a la que deben pertenecer las
monedas o los billetes con los cuales debe efectuarse el pago de la deuda. Se
trata, pues, de una modalización del pago, que debe producirse en monedas o
billetes cualificados por su pertenencia a una determinada especie monetaria o
en función de la indicación de la pieza singular.

¿Por qué las partes incluyen un pacto de especie monetaria? La función histórica de
estos pactos es claramente perceptible: se pretendía evitar que se efectuara el pago con
moneda de carácter vil, a través de la exigencia de un pago en moneda de ciertos metales
(así, se estipulaba para impedir el pago en moneda de vellón, en lugar del pago en
moneda de oro o plata). En efecto, la previsión del art. 1170.I CC (que permite defender
la plena licitud de estos pactos, como también se desprende del art. 312 CCom) se
encuentra vinculada a un sistema monetario, que distingue entre valor intrínseco y valor
extrínseco del dinero.

A pesar de sus especiales características, las deudas de especie monetaria son


genuinas deudas de dinero: es dinero lo que se contempla como objeto de la
obligación y lo que pretende obtener el acreedor. Su peculiaridad estriba en que
las partes fijan la especie monetaria en que debe efectuarse el pago, salvo que
concurra imposibilidad.

La previsión de la “especie” monetaria plantea dos problemas básicos. Por un


lado, cuál es el grado de vinculación que deriva de ese pacto; y, por otro, cómo
se aborda la posibilidad de pagar en moneda extranjera.

a. El verdadero alcance del pacto de especie monetaria se encuentra


condicionado, en buena medida, a la interpretación que se dé a la
“imposibilidad” de entregar la especie pactada. Lo que no preocupa al art. 1170
CC es, obviamente, determinar en qué casos y con qué rigor debe entenderse
que no es posible entregar la especie pactada. La única función del precepto es
determinar el régimen jurídico de tal situación, pero no perfilar sus
características. ¿Puede admitirse un supuesto en que la especie monetaria tenga
una importancia tal que la imposibilidad de pagar en la misma impida el
cumplimiento? Lo más probable es que, salvo hipótesis absolutamente
marginales (en las que la satisfacción del acreedor esté clara e inequívocamente
condicionada al pago en una determinada especie), la imposibilidad de entregar
la especie de moneda nacional pactada no suponga imposibilidad de
cumplimiento: el acreedor recibe en todo caso moneda nacional, si bien de una
especie diferente a la deseada.

Si se ha pactado el pago en una especie monetaria concreta (por ejemplo, billetes de


quinientos euros), el deudor cumplirá cuando pague en esa u otra especie monetaria
(por ejemplo, billetes de cincuenta euros). El deudor debe dinero y es, en principio,
irrelevante cuáles sean los concretos signos que se utilicen, aunque se haya expresado en

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el contrato una concreta especie. Solo excepcionalmente (cuando la satisfacción del
interés del acreedor dependa de una concreta especie monetaria) podrá entenderse que
el acreedor pueda rechazar el pago si el deudor intenta cumplir su deuda entregando
especie monetaria distinta a la pactada.

b. ¿Es posible pactar que el pago deberá efectuarse en una moneda extranjera
(por ejemplo, dólares o yenes)?

Las obligaciones en moneda extranjera reúnen todas las características de las deudas
pecuniarias: su objeto no es otro que dinero, si bien expresado en unas concretas
unidades monetarias. Además, hay que tener en cuenta que la posibilidad de estipular
una obligación en moneda extranjera puede obedecer a una pluralidad de funciones,
entre las que señaladamente destaca la de evitar las consecuencias del nominalismo.

Cuando se trata de deuda simplemente expresada en moneda extranjera, no


existe en rigor una obligación para el deudor de pagar en esa moneda, ni
tampoco un derecho del acreedor a exigir la prestación en esa moneda. El
deudor puede pagar en moneda nacional.

Estipulada la obligación en moneda extranjera, el pago en moneda nacional exige, como


es obvio, resolver el problema de la conversión de la moneda extranjera en moneda
nacional. Al margen de las concretas y parciales previsiones de la Ley de Enjuiciamiento
Civil (art. 577 LEC), no se prevé en nuestro ordenamiento un criterio general que regule
esta conversión. Y al respecto se plantean dos problemas básicos: a qué tipo de cambio
efectuar la conversión; y qué momento tomar en consideración para efectuarla.

Una más amplia regulación de los contratos de préstamo inmobiliario en moneda


extranjera se contiene en el art. 20 LCCI. La STJUE de 28 de septiembre de 2018 exige
que una cláusula relativa al riesgo del tipo cambio deba “ser comprendida por el
consumidor tanto en el plano formal como en el gramatical y también en cuanto a su
alcance concreto, en el sentido de que un consumidor medio, normalmente informado y
razonablemente atento y perspicaz pueda no solo ser consciente de la posibilidad de
depreciación de la moneda nacional en relación con la divisa extranjera en la que se ha
denominado el préstamo, sino también evaluar las consecuencias económicas,
potencialmente significativas, de tal cláusula sobre sus obligaciones financieras”.

La STS de 20 de julio de 2020 valora que “no consta que los prestatarios habían sido
informados de los riesgos derivados de la depreciación de la divisa escogida, el franco
suizo, en relación con el euro. El hecho de que hubieran sido ellos quienes solicitaran
ese producto, por habérselo recomendado algunos compañeros de trabajo, aunque
constituye un elemento para ponderar la buena fe del predisponente […], no permite
presumir que no precisaban de esa información para comprender los riesgos que
entrañaba, bastando para ello la lectura de la escritura”.

En relación con un préstamo en yenes, la STS de 23 de julio de 2020 considera que la


“equivalencia en euros del capital pendiente de amortizar y de las cuotas de reembolso
es la verdaderamente relevante para valorar la carga económica del consumidor cuya
moneda funcional es el euro, que es la que necesita utilizar el prestatario, puesto que el
capital obtenido en el préstamo lo va a destinar a pagar una deuda en euros y porque los
ingresos con los que debe hacer frente al pago de las cuotas de amortización o del capital
pendiente de amortizar en caso de vencimiento anticipado, los obtiene en euros”. Y
recuerda la STJUE de 3 de octubre de 2019, que rechaza “las cláusulas que establecen
que el capital del préstamo se entregue en moneda nacional, conforme al precio de
compra de la divisa extranjera, mientras que las cuotas mensuales tendrán un importe a
calcular en función del precio de venta de la misma divisa. Según el TJUE, esta
diferencia otorga un margen de beneficio para el prestamista, al tiempo que supone un
mayor coste para el consumidor que es indeterminado y queda a la discreción del propio
prestamista, sin que el prestatario pueda evitarlo. Si la entidad prestamista no realiza
realmente las operaciones de compra y venta de las divisas, sino que únicamente las

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utiliza como un índice para concretar el capital pendiente de amortizar y el importe de
cada cuota mensual, no debería aplicar un tipo comprador de la divisa en un caso y un
tipo vendedor en otro, pues obtiene una ganancia injustificada, al cargar en cada recibo
mensual el margen correspondiente a una compra de divisas que realmente no se ha
realizado”; y añade que la “equivalencia en euros del capital pendiente de amortizar y de
las cuotas de reembolso es la verdaderamente relevante para valorar la carga económica
del consumidor cuya moneda funcional es el euro, que es la que necesita utilizar el
prestatario, puesto que el capital obtenido en el préstamo lo va a destinar a pagar una
deuda en euros y porque los ingresos con los que debe hacer frente al pago de las cuotas
de amortización o del capital pendiente de amortizar en caso de vencimiento anticipado,
los obtiene en euros”.

Excepcionalmente, cuando se trata de deuda en moneda extranjera efectiva (es


decir, aquella que, además de expresarse en moneda extranjera, establece que el
pago ha de hacerse en moneda extranjera), el cumplimiento debe efectuarse
necesariamente en la moneda extranjera designada.

Los párrafos segundo y tercero del art. 1170 CC tienen poco que ver con lo
previsto en el párrafo primero. Disponen esos dos párrafos que “[l]a entrega de
pagarés a la orden, o letras de cambio u otros documentos mercantiles, sólo
producirá los efectos del pago cuando hubiesen sido realizados, o cuando por
culpa del acreedor se hubiesen perjudicado. En tanto la acción derivada de la
obligación primitiva quedará en suspenso”.

Ello significa que, a falta de pacto, el deudor de una obligación pecuniaria no puede
obligar al acreedor a aceptar títulos valores en pago de la deuda. De proceder de ese
modo no se respetaría el principio de identidad del pago (art. 1166 CC), y podría ser
rechazada por el acreedor. En caso de que exista pacto al respecto o sea aceptado por el
acreedor, la mera entrega de títulos valores no libera al deudor, porque, conforme al art.
1170.II y III CC, la entrega del título es “pro solvendo”, y no “pro soluto”.

Como matiza M.J. Marín, el art. 1170.II CC se aplica a los títulos valores. Pero no a todos
los títulos valores, sino sólo a aquellos que incorporan una obligación pecuniaria y se
entregan con el fin de saldar una obligación pecuniaria. Y dentro de los títulos valores se
aplica a los denominados títulos cambiarios, esto es, a la letra de cambio, al pagaré y al
cheque; la jurisprudencia también lo aplica a las transferencias bancarias y al contrato
de descuento; pero no a la entrega de un cheque para la gestión de su cobro, ni a las
tarjetas de crédito.

Responsabilidad por incumplimiento de deuda pecuniaria. La


responsabilidad por el incumplimiento de la deuda de dinero es abordada por el
art. 1108 CC, conforme al cual “[s]i la obligación consistiere en el pago de una
cantidad de dinero, y el deudor incurriere en mora, la indemnización de daños y
perjuicios, no habiendo pacto en contrario, consistirá en el pago de los intereses
convenidos, y a falta de convenio, en el interés legal”. Esta norma establece las
consecuencias resarcitorias en caso de incumplimiento del deudor de una
obligación pecuniaria: no identifica cuándo se incumple, sino qué sucede si se
incumple.

La protección que dispensa este precepto al acreedor en una obligación pecuniaria


resulta fácilmente constatable en la medida que éste no debe acreditar la existencia de
daños ni su cuantía: al tratarse de deuda de dinero, se entiende que cualquier
incumplimiento produce daño y éste se cifra, salvo pacto en contrario, en los intereses
convenidos o, en su defecto, en los intereses legales.

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La protección legal que dispensa el art. 1108 CC es claramente una protección de
carácter dispositivo: nada impide que las partes establezcan unas reglas distintas para el
caso de incumplimiento del deudor; estas reglas pueden ser de agravación, de
exoneración o de limitación de responsabilidad del deudor. Tampoco hay problema en
sustituir la indemnización de los daños por una cantidad fija o alzada, lo cual puede
merecer la consideración de cláusula penal (arts. 1152 y ss. CC).

4.3. Las alteraciones del valor de la moneda.


Las fluctuaciones de valor del dinero. Si, entre el momento de la
constitución de la obligación y el de su cumplimiento, no se producen
alteraciones en el poder adquisitivo del dinero, establecer cómo debe cumplir el
deudor es cuestión sencilla: debe entregar el mismo número de unidades
monetarias fijado en el momento constitutivo, proporcionando al acreedor a
través de su cumplimiento un poder adquisitivo idéntico al que esas monedas
presentaban en el momento de la constitución de la obligación.

Ahora bien, si en el período que media entre la constitución y el cumplimiento


de la obligación el poder adquisitivo del dinero experimenta variaciones, la
solución se complica porque, al comparar ambos momentos, el deudor (y el
acreedor) en el momento del cumplimiento se encuentra ante una opción
evidente: transferir al acreedor el número de monedas fijado en el momento
constitutivo o proporcionar al acreedor el mismo poder adquisitivo que se
derivaba del momento constitutivo de la obligación. No se puede predeterminar
con carácter absoluto qué opción es siempre más favorable para el deudor o
para el acreedor, ya que depende de la orientación del cambio en el poder
adquisitivo del dinero, es decir, si ha aumentado o se ha reducido respecto al del
momento de constitución de la obligación.

Nominalismo y valorismo. Todo ordenamiento jurídico ha de acoger, con


carácter general, una u otra solución. Los modelos extremos son dos: el
nominalismo y el valorismo.

Por ejemplo, si un testador legó a su nieto una prestación mensual de 500 euros en
1980, a pagar por su joven viuda, ¿qué cantidad mensual debe abonar la viuda el año
2019? ¿500 euros? ¿O el poder adquisitivo equivalente actualmente a los 500 euros de
1980?

El nominalismo se caracteriza porque el deudor cumple entregando al acreedor


el número de monedas estipulado en el momento constitutivo de la obligación,
con independencia de las alteraciones en el poder adquisitivo del dinero. El
nominalismo significa la consagración de la irrelevancia de las modificaciones
de valor producidas durante la vigencia de la relación obligatoria. Este sistema
se caracteriza por su sencillez y facilidad y la consiguiente seguridad que
proporciona. Naturalmente, el nominalismo también evidencia una cierta
rigidez y puede suponer una considerable alteración del equilibrio de las
prestaciones

En cambio, con el valorismo el deudor debe proporcionar al acreedor una


cantidad de monedas que sea equivalente al poder adquisitivo que tenía la suma

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prevista inicialmente. Ahora bien, mientras la concreción del criterio
nominalista resulta relativamente sencilla, establecer qué significa un criterio
valorista ofrece unas dificultades muy superiores. El planteamiento valorista
suele considerarse más justo y más respetuoso con el principio de equivalencia
de las prestaciones y de conmutatividad del tráfico jurídico. Sin embargo, el
valorismo presenta como notorio inconveniente la dificultad en su aplicación
práctica.

Nuestro Derecho positivo, si bien no formulado clara y expresamente, se inspira


en el principio nominalista, de modo que, en línea de principio, las deudas de
dinero se pagan entregando al acreedor su importe nominal y el mismo número
de unidades monetarias fijadas o establecidas, aunque el valor de la moneda o
su poder adquisitivo hayan experimentado durante el intervalo variaciones o
cambios.

Esta conclusión se extrae de los criterios expresos y presupuestos por los arts. 1170 y
1753 CC y, más claramente, por el art. 312.I CCom. También deriva de lo dispuesto en el
art. 7 de la Ley 2/2015, de 30 de marzo, de desindexación de la economía española.

Mecanismos de corrección de las consecuencias del nominalismo. La


aplicación del nominalismo proporciona una evidente seguridad al tráfico
jurídico, pero puede conducir en ocasiones a resultados injustos o que
desequilibren la relación entre las prestaciones. Por ello, es frecuente que, junto
a la admisión del nominalismo como criterio general, se establezcan
mecanismos para corregir sus excesos.

Esos mecanismos pueden clasificarse con arreglo a diversos criterios, pero dos resultan
especialmente importantes. Por un lado, se distingue, en función del momento en que se
produce la reacción frente a la alteración monetaria, entre mecanismos “a priori”
(preventivos) y “a posteriori” (correctivos o curativos). Por otro lado, y es la clasificación
que aquí se empleará, en función del origen del remedio, se distingue entre mecanismos
legales, judiciales y convencionales.

Los remedios legales tienen su origen en una disposición normativa que, frente
a una situación, producida o no, de alteración del valor de la moneda, establece
una adecuación de las prestaciones devaluadas o revaluadas.

Esta intervención legal consiste básicamente, por una parte, en la desvalorización legal y
automática de los créditos constituidos en tiempos de moneda depreciada y que deban
pagarse en moneda ya apreciada; y, por otra parte, en la revalorización de los créditos
surgidos en tiempos de moneda fuerte y pagaderos en moneda depreciada. Ejemplo de
esta intervención es en nuestro país la llamada Ley del Desbloqueo, de 7 de diciembre de
1939, destinada a ajustar las deudas contraídas en moneda republicana, que al concluir
la Guerra Civil se hallaba completamente devaluada.

Los remedios judiciales se caracterizan por consistir en soluciones singulares


que operan “a posteriori” ante la falta de previsión de los contratantes. Estos
remedios tienen carácter curativo, casuístico y dispositivo.

Los ejemplos de revisión judicial que se mencionan son de encaje dudoso (o, al menos,
polivalente): cláusula “rebus sic stantibus”, base del negocio, etc.

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Los remedios convencionales o negociales, que tienen carácter preventivo,
pueden identificarse con las llamadas cláusulas de estabilización. Estas
cláusulas son los mecanismos de carácter convencional tendentes a corregir los
desequilibrios generados por una aplicación rígida de los postulados
nominalistas.

La posibilidad de introducir cláusulas de estabilización se enmarca en la libertad de los


contratantes a la hora de determinar la entidad y el alcance de las prestaciones
derivadas de las relaciones jurídicas de las que son parte (art. 1255 CC).

En la doctrina se ha distinguido dos tipos generales de cláusula de


estabilización:

a) Cláusulas monetarias: cláusulas en que las partes sustituyen en sus


negocios la moneda nacional por otro signo diferente: por ejemplo, moneda
extranjera, oro, plata.

b) Cláusulas económicas: cláusulas en que las partes, al establecer una


obligación pecuniaria, determinan cierta relación entre la suma de dinero
objeto del pacto y el precio o el valor de una mercancía o de determinados
índices; de ahí se desprende la obligación de reajustar la suma dineraria
debida, de acuerdo con aquella proporción, para el caso de que el dinero
experimente con el curso del tiempo alguna variación.

Mientras las primeras son cláusulas de sustitución, las segundas establecen una
equivalencia e imponen convencionalmente un posterior reajuste.

¿Cuáles son los parámetros más frecuentemente utilizados en la práctica para


las cláusulas de estabilización de uno y otro tipo?

Aunque se admite el recurso al oro y a la plata, o a la moneda extranjera, o al pago en


especie, lo más habitual es recurrir a las cláusulas de escala móvil o índice variable. En estas
cláusulas el alcance de la prestación pecuniaria se determina en relación con determinados
índices o conjunto de ellos (por ejemplo, aplicación de “la variación anual del Índice de
Garantía de Competitividad a fecha de cada revisión, tomando como mes de referencia para
la revisión el que corresponda al último índice que estuviera publicado en la fecha de
revisión del contrato”: art. 18.1 LAU). En principio, en estos supuestos, el planteamiento se
identifica con cláusulas de reajuste: el índice o la escala utilizada no permiten delimitar una
prestación alternativa en todos sus caracteres.

4.4. La deuda de intereses.


Delimitación de los intereses. En sentido jurídico, se consideran intereses
las cantidades de dinero que deben ser pagadas por la utilización y el disfrute de
un capital consistente también en dinero. De este concepto derivan las
siguientes características:

a) La deuda de intereses siempre consiste en una deuda pecuniaria, esto


es, en el pago de una suma de dinero.

b) La deuda de intereses tiene carácter accesorio respecto a una


obligación que también tiene carácter dinerario

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No es, en cambio, preciso que la deuda de intereses se exprese como un porcentaje o una
fracción del capital debido y tampoco es necesario que el pago de la deuda de intereses deba
efectuarse periódicamente.

Es también tradicional la consideración de los intereses como un fruto o un producto del


capital, con lo que se relaciona con la categoría de los frutos civiles (arts. 354 y 355 CC).

Clases de deudas de intereses. ¿Cuáles son las clasificaciones que pueden


efectuarse de los intereses? Debemos atender básicamente a diversos criterios:
función, origen y tipo aplicable, que a su vez pueden combinarse entre sí.

a. Los intereses pueden cumplir diversas funciones en nuestro sistema jurídico y


no siempre resulta fácil deslindar cuándo se verifica una u otra.

a) Los intereses retributivos se identifican con las sumas que se pagan


como contraprestación del préstamo de dinero (art. 1755 CC). Se trata de
intereses que remuneran el uso de un capital ajeno, prescindiendo de
cualquier elemento culpabilista o de incumplimiento. Han sido tomados
tradicionalmente como paradigma de los intereses.

b) Los intereses moratorios se identifican con las sumas debidas por el


retraso en el pago de una deuda pecuniaria (arts. 1108 CC y 316.I CCom).
Estos intereses se basan en la mora del deudor en el cumplimiento de una
obligación pecuniaria. Los intereses moratorios se caracterizan por su
función indemnizatoria (se fundamentan en la idea de daño y de
reparación del incumplimiento).

c) Los llamados intereses compensatorios se identifican con las sumas


que deben restituirse, junto al precio debido, en caso de ineficacia cuando
la contraprestación consistiera en cosa fructífera (art. 1303 CC). Estos
intereses, cuyos perfiles son los más controvertidos, se encuentran
conectados “ex lege” a una obligación de restitución del capital,
consecuencia de la pérdida sobrevenida de eficacia del título o de
ineficacia originaria y tienen como finalidad esencial la de colocar a las
partes contratantes en la misma situación en la que se encontraban antes
de contratar.

b. En un plano distinto, y atendiendo a su origen, se sitúa la distinción entre los


intereses legales y convencionales.

a) Son intereses legales aquellos cuya obligación de pago y cuya tasa o


medida se encuentra establecida por la ley.

En el ordenamiento jurídico existen numerosas normas que aplican el tipo de


interés legal del dinero a los supuestos específicos que contemplan (por
ejemplo, arts. 1108 y 1109 CC; art. 576 LEC; o art. 19 LAU).

b) Son intereses convencionales aquellos cuya exigibilidad y cuantía


derivan de una decisión de autonomía privada de los interesados.
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Este planteamiento peca, sin embargo, de simplista. ¿Qué valoración merecen
aquellos supuestos en que se produce una escisión entre ambos elementos (origen y
cuantía), es decir, qué sucede si la exigibilidad es de origen legal, pero su cuantía es
convencional; o si la exigibilidad tiene carácter convencional, pero la cuantía está
fijada por la ley?

Ni el Código Civil ni el de Comercio presumen la deuda de intereses (arts. 1740


CC y 314 CCom). Éstos sólo son debidos si previamente se han pactado por las
partes, aunque el pacto puede no ser expreso (arts. 1755 y 1756 CC, y 315 y 316
CCom).

Hay reglas especiales para los denominados intereses de la mora procesal (art. 576.1
LEC) y los derivados de operaciones entre empresarios (art. 7 de la Ley 3/2004, de 29
de diciembre, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las
operaciones comerciales).

c. También puede distinguirse en función del diferente mecanismo a través del


cual se cuantifican los intereses.

a) Son tipos de interés fijo los que permanecen invariables a lo largo de


toda la vida del crédito.

b) Son tipos de interés variable los que oscilan en función de un índice de


referencia.

c) Son tipos de interés mixtos aquellos en los que se verifica una


combinación de los dos supuestos anteriores: normalmente se prevé un
período inicial de interés fijo que, a partir de cierto momento, es
sustituido por un tipo de interés variable.

La Ley 16/2011, de 24 de junio, de contratos de crédito al consumo, contiene la


fórmula de la Tasa Anual Equivalente (TAE) para permitir una formulación
homogénea de los tipos de interés (art. 32 y Anexo I LCCC) y posibilitar, por
tanto, que los consumidores tengan un conocimiento exacto del verdadero tipo
de interés que tendrán que pagar por las operaciones de préstamo que
concierten. También se regula en el art. 8 y Anexo II LCCI.

Cuantía de los intereses: criterio general. Como regla general, la cuantía


de los intereses, sea cual sea la función que se les asigne, depende de la voluntad
de las partes. Las partes en ejercicio de su autonomía privada fijan (la existencia
y) el alcance de los intereses. No se contiene en el Código Civil limitación alguna
en la cuantía de los intereses.

Más explícito es el art. 315.I CCom: “[p]odrá pactarse el interés del préstamo, sin tasa ni
limitación de ninguna especie”.

La legislación de consumidores también impone la necesidad de verificar las


condiciones en las que se concede un crédito, entre ellas, obviamente, el tipo de
interés.

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El art. 89.7 TRLGDCU considera abusiva “[l]a imposición de condiciones de crédito que
para los descubiertos en cuenta corriente superen los límites” sobre crédito al consumo,
es decir, “un tipo de interés que dé lugar a una tasa anual equivalente superior a 2,5
veces el interés legal del dinero” (art. 20.4 de la Ley 16/2011, de 24 de junio, de
contratos de crédito al consumo). Pero ésta es una previsión de alcance limitado, pues
solo se refiere a determinadas operaciones.

De la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea no se puede extraer


una cuantía máxima de los intereses moratorios que los convierta en abusivos.

Conforme al art. 85.6 TRLGDCU (“cláusulas que supongan la imposición de una


indemnización desproporcionadamente alta, al consumidor y usuario que no cumpla
sus obligaciones”), la cláusula que fija el interés de demora es abusiva cuando establezca
un interés desproporcionadamente alto. El juez debe tomar en consideración todas las
circunstancias existentes en el momento de la celebración del contrato (naturaleza del
préstamo, otras cláusulas del contrato, etc.) para determinar si ese interés es
desproporcionadamente alto.

La determinación del alcance de los intereses pactados contractualmente exige


tener en cuenta una serie de factores: a) si el contrato puede, o no, considerarse
usurario; b) el tipo de contrato (si se trata de un contrato de crédito al consumo,
o no; si tiene, o no, un régimen normativo propio); c) las características del
prestatario (consumidor o no); d) la clase de interés (remuneratorio o
moratorio); e) la existencia, o no, de garantía hipotecaria; y que ésta recaiga, o
no, sobre la vivienda habitual; f) la situación de especial vulnerabilidad o en el
umbral de exclusión del prestatario. Sólo teniendo en cuenta la posible
combinación de estos factores puede establecerse adecuadamente cuál es el
régimen jurídico de cada hipótesis.

¿Qué transcendencia tiene que el prestatario se encuentre “en situación de especial


vulnerabilidad” (art. 1 de la Ley 1/2013, de 14 de mayo, de medidas para reforzar la
protección a los deudores hipotecarios, reestructuración de deuda y alquiler social)?
Esta situación implica la suspensión de los lanzamientos sobre viviendas habituales de
colectivos especialmente vulnerables, pero no afecta al devengo o cuantía de los
intereses.

En cambio, si el prestatario se encuentra en el denominado “umbral de exclusión” (art. 3


del Real Decreto-Ley 6/2012, de 9 de marzo, de medidas urgentes de protección de
deudores hipotecarios sin recursos), en todos los contratos de crédito o préstamo
garantizados con hipoteca inmobiliaria, el interés moratorio aplicable desde el momento
en que el deudor solicite a la entidad la aplicación de cualquiera de las medidas del
código de buenas prácticas y acredite ante la entidad que se encuentra en dicha
circunstancia, será, como máximo, el resultante de sumar a los intereses remuneratorios
pactados en el préstamo un 2 por cien sobre el capital pendiente del préstamo (art. 4 del
Real Decreto-Ley 6/2012, de 9 de marzo).

La delimitación de quién se encuentra “en situación de especial vulnerabilidad” (art. 1


de la Ley 1/2013, de 14 de mayo) y quién en el “umbral de exclusión” (art. 3 del Real
Decreto-ley 6/2012, de 9 de marzo) se plantea con perfiles muy similares, pero no
absolutamente coincidentes (básicamente, son circunstancias familiares y de ingresos
económicos).

Cuantía de los intereses y represión de la usura. El principal mecanismo


que trata de propiciar una cierta limitación en la cuantía de los intereses sigue
siendo hoy la Ley sobre nulidad de los contratos de préstamos usurarios, de 23
de julio de 1908, también conocida como Ley Azcárate, Ley de Usura o Ley de
represión de la usura.
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La clave de toda la Ley de Usura se encuentra sin lugar a dudas en su art. 1
conforme al cual “[s]erá nulo todo contrato de préstamo en que se estipule un
interés notablemente superior al normal del dinero y manifiestamente
desproporcionado con las circunstancias del caso o en condiciones tales que
resulte aquél leonino, habiendo motivos para estimar que ha sido aceptado por
el prestatario a causa de su situación angustiosa, de su inexperiencia o de lo
limitado de sus facultades mentales. Será igualmente nulo el contrato en que se
suponga recibida mayor cantidad que la verdaderamente entregada,
cualesquiera que sean su entidad y circunstancias”.

La mayoría de la doctrina identifica tres grupos de supuestos en ese precepto:

- Contrato usurario en sentido estricto: aquél en que se establezca un interés


notablemente superior al normal del dinero y manifiestamente
desproporcionado con las circunstancias del caso. Obsérvese que la
comparación no se efectúa con el interés legal, sino con el habitual o de mercado
en el momento de la celebración del contrato.

Un ejemplo de circunstancias del caso que justifican un interés especialmente


elevado es el destino del dinero a operaciones comerciales o financieras
arriesgadas que entrañan también una posibilidad de pingües beneficios.

- Contrato leonino: aquél en que todas las ventajas son para el acreedor y donde
existen motivos para suponer que ha sido aceptado por el prestatario a causa de
su situación angustiosa, de su inexperiencia o de lo limitado de sus facultades
mentales.

- Contrato falsificado: aquél en que se confiese recibida mayor cantidad que la


verdaderamente entregada. Este contrato es usurario con independencia de la
cuantía de los intereses.

El art. 319.3 LEC, referido a la “[f]uerza probatoria de los documentos públicos”,


establece que “[e]n materia de usura, los tribunales resolverán en cada caso formando
libremente su convicción sin vinculación a lo establecido en el apartado primero de este
artículo”, que alude a la prueba plena de ciertos documentos públicos (los comprendidos
en los números 1º a 6º del art. 317 LEC) respecto del “hecho, acto o estado de cosas que
documenten, de la fecha en que se produce dicha documentación y de la identidad de los
fedatarios y demás personas que, en su caso, intervengan en ella”.

¿A qué tipo de intereses se aplicaba lo previsto en la Ley Azcárate?


Tradicionalmente, se sostenía por la jurisprudencia que la Ley Azcárate se
aplicaba solo a los intereses remuneratorios, sin que pudiera cuestionarse el
carácter usurario de los intereses moratorios.

Ahora bien, alguna resolución aislada ha admitido la aplicación de la Ley Azcárate a los
intereses moratorios, teniendo en cuenta las particulares circunstancias del caso.

En cambio, podía entrar a valorarse el carácter abusivo de los intereses


moratorios, pero no el de los intereses remuneratorios.

Al considerarse a los intereses remuneratorios como parte del precio, se trataba de un


elemento esencial del contrato, sobre el que no cabía el control de contenido que
sustenta la posible abusividad. Sí cabe, sin embargo, un control de transparencia sobre
los elementos esenciales del contrato.

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Aunque ese planteamiento abocaba a una separación en los ámbitos de
aplicación de la Ley de Usura y la normativa sobre consumidores, la
jurisprudencia (STS de 18 de junio de 2012) ha acabado por admitir la
compatibilidad entre la protección dispensada por la Ley de Usura y por la
legislación de consumidores.

La consecuencia de la declaración del contrato como usurario es su nulidad, por


lo que “el prestatario estará obligado a entregar tan sólo la suma recibida; y si
hubiera satisfecho parte de aquélla y los intereses vencidos, el prestamista
devolverá al prestatario lo que, tomando en cuenta el total de lo percibido,
exceda del capital prestado” (art. 3 de la Ley de Usura).

El problema de esta previsión es obvio: la declaración de nulidad implica su ineficacia y,


por tanto, la obligación de que el prestatario restituya todo el capital recibido, con lo
cual la supuesta protección del prestatario se vuelve en su contra.

Cuantía de los intereses y protección de los consumidores. La


protección de los consumidores tiene diferente alcance según se refiera a los
intereses remuneratorios o a los intereses moratorios.

Hay un criterio especial para algunos mecanismos de crédito al consumo. El art. 20.4 de
la Ley 16/2011, de 24 de junio, de contratos de crédito al consumo establece que en
ningún caso podrá aplicarse a los créditos que se concedan en forma de descubiertos en
cuentas a la vista “un tipo de interés que dé lugar a una tasa anual equivalente superior a
2,5 veces el interés legal del dinero”.

a) El control de los intereses remuneratorios, en la medida que se trata de un


elemento esencial del contrato, no puede efectuarse mediante el análisis de su
contenido, es decir, por los arts. 80 y ss. TRLGDCU. Sí cabe (y ésta ha sido la vía
seguida para las denominadas “cláusulas suelo”) su calificación como abusivos a
través del control de transparencia.

El control de transparencia implica que “no pueden utilizarse cláusulas que, pese a que
gramaticalmente sean comprensibles y estén redactadas en caracteres legibles,
impliquen una alteración inopinada del objeto del contrato o del equilibrio económico
sobre el precio y la prestación, que pueda pasar inadvertida al adherente medio. Es
decir, que provocan una alteración, no del equilibrio objetivo entre precio y prestación,
que con carácter general no es controlable por el juez, sino del equilibrio subjetivo de
precio y prestación, es decir, tal y como se lo pudo representar el consumidor en
atención a las circunstancias concurrentes en la contratación” (STS de 3 de junio de
2016).

b) El control de los intereses moratorios sí se ha llevado a cabo por la vía del


control de contenido y su posible consideración como abusivo. Para llegar a esa
calificación, puede acudirse a lo previsto por el art. 85.6 TRLGDCU (“cláusulas
que supongan la imposición de una indemnización desproporcionadamente
alta, al consumidor y usuario que no cumpla sus obligaciones”) o, más
dudosamente, por el art. 88.1 TRLGDCU (“imposición de garantías
desproporcionadas al riesgo asumido”). Ahora bien, buscando una mayor
concreción, en los tribunales se han formulado diversos criterios para establecer
cuándo un interés moratorio es abusivo.

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Para los intereses moratorios de cualquier préstamo personal a consumidores, las STS
de 22 de abril de 2015 y 7 de septiembre de 2015, con un apoyo cuestionable en el art.
576 LEC, habían sentado la doctrina de que es “abusivo un interés de demora que
suponga un incremento de más de dos puntos porcentuales respecto del interés
remuneratorio pactado en un préstamo personal”. La STJUE de 7 de agosto de 2018 ha
admitido la compatibilidad de este criterio con la Directiva 93/13.

Esa doctrina se extrapoló, de forma también discutible, a los intereses moratorios de los
préstamos hipotecarios (STS de 23 de diciembre de 2015 y 18 de febrero de 2016).
Ahora, los arts. 25 LCCCI y el art. 114.III LH (modificado por la Ley 5/2019, de 15 de
marzo, reguladora de los contratos de crédito inmobiliario) establecen que “[e]n el caso
de préstamo o crédito concluido por una persona física que esté garantizado mediante
hipoteca sobre bienes inmuebles para uso residencial, el interés de demora será el
interés remuneratorio más tres puntos porcentuales a lo largo del período en el que
aquel resulte exigible. El interés de demora sólo podrá devengarse sobre el principal
vencido y pendiente de pago y no podrá ser capitalizado en ningún caso, salvo en el
supuesto previsto en el art. 579.2.a) LEC. Las reglas relativas al interés de demora
contenidas en este párrafo no admitirán pacto en contrario”.

Mas, como es evidente, la cuestión no es solo si el pacto de intereses es o no


ineficaz, sino cómo afecta al contrato la eventual consideración como ineficaz de
ese pacto.

Si la cláusula de intereses moratorios es abusiva, ¿cesa la obligación de pago de


intereses moratorios? ¿o cabe aplicar las normas dispositivas (es decir, el art. 1108 CC)?
¿Y qué ocurre cuando se trata de intereses remuneratorios no transparentes, teniendo
en cuenta que no hay norma dispositiva al respecto? ¿Ya no se generan intereses
remuneratorios?

En su actual redacción, señala el art. 83 TRLGDCU que “[l]as cláusulas abusivas


serán nulas de pleno derecho y se tendrán por no puestas. A estos efectos, el
juez, previa audiencia de las partes, declarará la nulidad de las cláusulas
abusivas incluidas en el contrato, el cual, no obstante, seguirá siendo obligatorio
para las partes en los mismos términos, siempre que pueda subsistir sin dichas
cláusulas”. La norma no distingue entre intereses moratorios o remuneratorios.

Frente a los criterios que se preveían anteriormente en la legislación de consumidores,


la jurisprudencia europea (STJUE de 14 de junio de 2012) había entendido que, ante la
consideración como abusiva de cierta cláusula, el juez carecía de la facultad de integrar
dicho contrato modificando el contenido de la cláusula abusiva.

Más matizadamente, el ATJUE de 11 de junio de 2015 ha dicho que el Derecho


comunitario no se opone “a normas nacionales que prevean la facultad de moderar los
intereses moratorios en el marco de un contrato de préstamo hipotecario, siempre que
la aplicación de tales normas nacionales: no prejuzgue la apreciación del carácter
«abusivo» de la cláusula sobre intereses moratorios por parte del juez nacional que
conozca de un procedimiento de ejecución hipotecaria relacionado con dicho contrato, y
no impida que ese mismo juez deje sin aplicar la cláusula en cuestión en caso de que
llegue a la conclusión de que es «abusiva»” (también ATJUE de 8 de julio de 2015).

La STJUE de 30 de abril de 2014 ha indicado que, en caso de que el contrato


concluido entre un profesional y un consumidor no pueda subsistir tras la
supresión de una cláusula abusiva, la Directiva “no se opone a una normativa
nacional que permite al juez nacional subsanar la nulidad de esa cláusula
sustituyéndola por una disposición supletoria del Derecho nacional”. La STJUE
de 9 de julio de 2020 ha dado un paso más: “una cláusula contractual que no ha
sido objeto de negociación individual, pero que refleja una norma que, con

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arreglo al Derecho nacional, se aplica entre las partes contratantes cuando estas
no hayan pactado otra cosa, no está comprendida en el ámbito de aplicación de
dicha Directiva”.

Cuando se trata de la ineficacia de los intereses moratorios, el Tribunal


Supremo ha admitido una solución de compromiso: no se devengan los
intereses moratorios (que son ineficaces), pero continúan devengándose los
remuneratorios.

Esta solución se apunta en la STS de 22 de abril de 2015 al considerar que “[l]a


abusividad de la cláusula del interés de demora implica la supresión de la misma y, por
tanto, la supresión de los puntos porcentuales de incremento que supone el interés de
demora respecto del interés remuneratorio. Este se seguirá devengando porque persiste
la causa que motivó su devengo, la entrega del dinero al prestatario y la disposición por
este de la suma entregada, y la cláusula del interés remuneratorio no resulta afectada
por la abusividad del interés de demora. Pero el incremento del tipo de interés en que
consiste el interés de demora ha de ser suprimido, de un modo completo, y no
simplemente reducido a magnitudes que excluyan su abusividad […] [L]a consecuencia
de la apreciación de la abusividad del interés de demora […] [e]s, simplemente, la
supresión del incremento del tipo de interés que supone el interés de demora pactado, y
la continuación del devengo del interés remuneratorio hasta que se produzca el
reintegro de la suma prestada”. La STJUE de 7 de agosto de 2018 ha admitido la
compatibilidad de este criterio con la Directiva 93/13.

En rigor, en caso de abusividad de los intereses moratorios, la solución (pese al criterio


de la STS de 22 de abril de 2015) debería pasar por la aplicación de los criterios del art.
1108 CC.

Pero ¿qué ocurre si la ineficacia se predica no de los intereses moratorios, sino


de los remuneratorios (por falta de transparencia)? ¿Cabe acudir al art. 1108 CC,
con carácter supletorio, aunque se refiera a los intereses moratorios y no a los
remuneratorios? No parece que el art. 1108 CC pueda proyectarse a los
supuestos de ineficacia de los intereses remuneratorios.

Conviene señalar que la cuestión todavía no se ha planteado: la nulidad de algunas


cláusulas suelo por falta de transparencia no significa la nulidad de la cláusula de
intereses remuneratorios, sino la mera inaplicación del límite mínimo de esos intereses.

Devengo y exigibilidad de los intereses. Es necesario diferenciar entre el


devengo y la exigibilidad de los intereses (vid. art. 21 LGT). El devengo es el
momento en que surgen los intereses (normalmente, en función de un
porcentaje sobre el capital en relación con un período de tiempo: por ejemplo,
cinco por ciento anual; o uno por ciento mensual). Los intereses serán exigibles
(es decir, deberán pagarse) en función de lo establecido por las partes en el
negocio constitutivo (por ejemplo, en un préstamo de dos años de duración se
pagarán semestralmente, o al final de esos dos años). El devengo y la
exigibilidad pueden coincidir (y los intereses se podrán reclamar a medida que
surjan) o no, en función de lo acordado por las partes o los usos.
Como regla general, la declaración de concurso suspende el devengo de los intereses, legales
o convencionales, salvo, entre otros, los remuneratorios correspondientes a los créditos con
garantía real, que serán exigibles hasta donde alcance la respectiva garantía (art. 152 TRLC).

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Pago de los intereses. En cuanto al pago de los intereses, éstos deben
abonarse atendiendo a los pactos y condiciones establecidos por las partes. Pero
además el Código Civil ofrece diferentes normas, de carácter dispositivo, en
relación con diversos extremos del pago.

a. Según el art. 1110.I CC (vid. también art. 318.I CCom), “[e]l recibo del capital
por el acreedor, sin reserva alguna respecto a los intereses, extingue la
obligación del deudor en cuanto a éstos”.

b. Con arreglo al art. 1173 CC (vid. también art. 318.II CCom), “[s]i la deuda
produce interés, no podrá estimarse hecho el pago por cuenta del capital
mientras no estén cubiertos los intereses”.

No resulta fácil establecer la relación del art. 1110 CC con el art. 1173 CC. La mayoría de
la doctrina niega que exista colisión entre ambos preceptos, sobre todo si el art. 1110 CC
consagra una presunción “iuris tantum”.

c. El Código Civil no prevé como supuesto específico la prescripción de los


intereses, sea cual sea la función que se asigna a los mismos.

La mayoría de la doctrina y de la jurisprudencia, ante la necesidad de


determinar cuál es el plazo de prescripción de los intereses, acostumbra a acudir
al art. 1966.3º CC. En su apartado tercero, el art. 1966 CC aplica la prescripción
quinquenal a las acciones para exigir el cumplimiento de “cualesquiera otros
pagos que deban hacerse por años o en plazos más breves”. De este modo, se
evitaba la aplicación del (hasta la reforma de la Ley 42/2015, de 6 de octubre)
plazo general de quince (ahora, de cinco) años del art. 1964 CC y se obtenía un
criterio claramente favorable al deudor.

También hay contradicciones en la jurisprudencia acerca de si el art. 1966.3º CC se


aplica a todos los intereses o sólo a los retributivos.

La STS de 26 de enero de 2009 indica que “[l]a jurisprudencia de esta Sala ha declarado
reiteradamente que la acción para reclamar los intereses moratorios está sujeta al plazo
de prescripción general que establece el art. 1964 CC, y no al que fija el apartado tercero
del art. 1966 CC, reservado para los intereses remuneratorios (STS de 30 de enero de
2007 y 23 de septiembre de 2008, entre las más recientes), habiendo diferenciado
asimismo, y a estos efectos, entre uno y otro tipo de intereses, los moratorios y los
compensatorios (STS de 30 de diciembre de 1999 y de 30 de enero de 2007, entre otras
muchas), y habiendo declarado que, conforme al principio general del derecho
‘accessorium sequitur principale’, estando prescrita la obligación de pagar intereses
remuneratorios, éstos no pueden dar lugar a intereses moratorios por su impago,
cuando así procediera, o cuando entre las partes hubiera mediado un pacto de
anatocismo” (vid. también STS de 23 de septiembre de 2010).

Anatocismo. Se entiende jurídicamente por anatocismo la acumulación de los


intereses ya devengados al capital, al efecto de producción de nuevos intereses.
De este modo, los intereses simples asumen a través del anatocismo la
condición de un nuevo y ulterior capital que, concurriendo determinadas
circunstancias, también pueden producir interés.

Por ejemplo, se prestan 100.000 a devolver en un plazo de tres años, al 10 % anual.


Aplicando un criterio de anatocismo, el primer año se devengan 10.000 euros de
intereses, con lo que el segundo año el 10 % se proyecta sobre una suma de 110.000

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euros (100.000 de capital y 10.000 de intereses). Y el tercer año los intereses se calculan
sobre una suma de 121.000 euros (100.000 de capital, y 10.000 y 11.000 de intereses),
lo que da una cifra de 12.100 euros adicionales. Al finalizar el tercer año, el deudor debe
devolver 133.100 euros.

Se discute si el anatocismo cabe referirlo a los intereses devengados o si solo puede


referirse a intereses ya vencidos.

El art. 1109.I CC establece que “[l]os intereses vencidos devengan el interés legal
desde que son judicialmente reclamados, aunque la obligación haya guardado
silencio sobre este punto”. La norma tiene un claro sentido dispositivo: las
partes pueden establecer unas consecuencias distintas con relación al
incumplimiento de la deuda de abonar los intereses.

En el art. 317 CCom, al cual se remite el art. 1109.II CC, se contiene una regla sobre el
anatocismo de alcance aparentemente distinto a la del Código Civil. En su primera frase,
parece prohibir el anatocismo (a diferencia del Código Civil); y en su segunda frase,
parece admitir una excepción a esa prohibición. Y de acuerdo con el art. 319 CCom,
“[i]nterpuesta una demanda, no podrá hacerse la acumulación de interés al capital para
exigir mayores réditos”.

Puede distinguirse entre un anatocismo legal y un anatocismo convencional.

a) El anatocismo puede ser legal, cuando tiene su origen en una


disposición legal.

Manifestación de este fenómeno es la regla supletoria que contiene el art. 1109.I CC.
El art. 114.III LH establece una limitación a la capitalización de ciertos intereses.

b) El anatocismo puede también ser convencional. Así se califica el que


deriva de un pacto expreso de los contratantes o de la aplicación de los
usos generales en una determinada rama del tráfico económico o del
mundo de los negocios (por ejemplo, usos bancarios).

La jurisprudencia ha admitido también la aplicación de la Ley de Usura en los casos


de anatocismo convencional.

Conforme al art. 1109.I CC, el anatocismo legal civil no es automático. A falta de


pacto entre las partes, para que los intereses vencidos puedan generar intereses,
es necesaria la reclamación judicial de dichos intereses vencidos. No basta, por
tanto, con la reclamación extrajudicial (que, en cambio, sí es suficiente para
interpelar al deudor y que comience la mora “ex” art. 1100 CC).

La STS de 25 de febrero de 2021 indica que también puede aplicarse la regla del
anatocismo del Código Civil cuando los intereses que pueden dar lugar al
anatocismo son moratorios y provienen de la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, de
lucha contra la morosidad.

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5. LAS CIRCUNSTANCIAS DE LA
RELACIÓN OBLIGATORIA.
5.1. Planteamiento general.
Delimitación espacial y temporal de la relación obligatoria. Toda
relación jurídica, y, por tanto, toda relación obligatoria, se desarrolla en unas
determinadas coordenadas espaciales y temporales. Desde esta perspectiva, las
circunstancias de la relación obligatoria se identifican fundamentalmente con el
lugar y el tiempo de la misma. Sólo si atiende a esas circunstancias se delimita
adecuadamente el contenido de la relación.

5.2. El lugar en la relación obligatoria.


Lugar de constitución de la relación obligatoria y lugar de
cumplimiento de la prestación. La coordenada espacial tiene una doble
repercusión en la relación obligatoria. Se debe tener en cuenta la distinción
entre el lugar de nacimiento o constitución de la obligación y el lugar de su
cumplimiento o ejecución. Como es obvio, las prestaciones pueden cumplirse en
el mismo lugar en que se ha constituido la obligación o en otro bien distinto y
alejado. No se impone, pues, la absoluta coincidencia entre lugar de
constitución y lugar de cumplimiento.

El lugar de constitución de la obligación identifica el lugar donde debe


considerarse nacida determinada relación obligatoria. La transcendencia de esta
circunstancia se aprecia sobre todo a la hora de determinar la competencia
(nacional e internacional) de los tribunales y el régimen jurídico que es aplicable
a cierta relación.
Tres precisiones deben efectuarse. Por un lado, hay que destacar la necesidad de
tomar en consideración los diferentes criterios que presiden el lugar de nacimiento de
la obligación en función de su fuente. Cuando se trata de obligaciones contractuales,
habrá que estar a lo dispuesto por el art. 1262.II CC; y, en cambio, cuando se trata de
obligaciones extracontractuales, debe tenerse en cuenta fundamentalmente el lugar
en que se produjeron los daños. Por otro lado, ésta es una materia donde resulta
indispensable ponderar los tratados y convenios internacionales ratificados por
España. Por último, los arts. 50 y ss. LEC reducen la transcendencia del lugar de
constitución de la relación obligatoria (y del cumplimiento) como criterio de
determinación de la competencia territorial (art. 22.3 LOPJ).

El lugar de cumplimiento o ejecución de la prestación es cuestión abordada


fundamentalmente por el art. 1171 CC, que será estudiada al analizar, con
carácter general, los problemas derivados del cumplimiento de la prestación.

5.3. El tiempo en la relación obligatoria.


Relevancia del tiempo en la relación obligatoria. Por razones históricas,
no es el Código Civil español un texto excesivamente preocupado por el factor
temporal en el desarrollo de las relaciones jurídico-económicas. Así se

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demuestra, fundamentalmente, en la irrelevancia del mero retraso en cuanto al
resarcimiento de los daños y perjuicios (arts. 1100 y 1101 CC). Sin embargo, un
planteamiento más actual de esas relaciones (como demuestra la Ley 3/2004,
de 29 de diciembre, por la que se establecen medidas de lucha contra la
morosidad en las operaciones comerciales) no puede obviar la importancia
creciente que el factor temporal adquiere en las mismas.

Tiempo de la relación obligatoria y tiempo de cumplimiento de la


prestación. Debemos comenzar por distinguir entre el tiempo de la relación
obligatoria y el tiempo de cumplimiento:

a. El tiempo de la relación obligatoria determina el período temporal


durante el cual se mantiene vigente el vínculo obligatorio.

b. El tiempo de cumplimiento determina el período o el momento en que


debe producirse la realización de la prestación debida: es un factor, por
tanto, que contribuye a verificar la exactitud del cumplimiento.

Eficacia inmediata y diferida de la relación obligatoria. Hablamos de


eficacia inmediata cuando no hay previsión de plazo que diferencie entre la
constitución y la efectividad de la relación obligatoria; por el contrario,
hablamos de eficacia aplazada o diferida, cuando se ha previsto un plazo que
determina una efectividad posterior al momento de constitución (por ejemplo,
contrato de arrendamiento de un apartamento para los meses de verano,
celebrado el 1 de enero).

La relación obligatoria será de eficacia inmediata o aplazada en función de la previsión


de un período temporal entre la constitución y la efectividad de la relación; y la relación
obligatoria será instantánea o duradera en función de la duración de la vinculación entre
las partes.

5.4. La relación obligatoria a término.


Delimitación del término en la relación obligatoria. Se habla de
término inicial para designar aquel supuesto en que el acontecimiento o el
momento tomado en consideración determinan el inicio de la relación
obligatoria o de su cumplimiento. En el término final, por el contrario, ese
acontecimiento o ese momento es tenido en cuenta para determinar el fin de la
relación obligatoria o de su posible cumplimiento.

Como sucede en general con la noción del tiempo, también puede hablarse de un
término de la obligación y un término de la prestación. En el primer caso, el plazo marca
los límites temporales de la relación obligatoria, sus momentos inicial y final. En el
segundo caso, el plazo indica cuándo deben realizarse las correspondientes prestaciones,
por lo que su falta de respeto nos conduce a un pago inexacto. Esta segunda es la
perspectiva preferentemente adoptada por el Código Civil.

La caracterización del término se contiene en el art. 1125 CC, que identifica las
obligaciones aplazadas con aquellas para cuyo cumplimiento se ha designado un
día cierto, y día cierto es el que necesariamente ha de llegar, aunque se ignore

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cuándo (por ejemplo, el día en que muera la tía Josefina; el día 26 de enero de
2026).

La principal utilidad del art. 1125 CC estriba en que permite delimitar la nota
característica de las obligaciones a plazo, en general. La certidumbre acerca de
la llegada del momento tomado como término permite diferenciar estas
obligaciones de las obligaciones condicionales. La certidumbre debe ser
entendida como seguridad acerca de la producción de cierto evento, según las
reglas del saber humano (por ejemplo, que mi perro morirá; que llegará el día
24 de mayo de 2028).

La certidumbre implica que no se deba plantear, como sucede con las


obligaciones condicionales, la cuestión de la retroactividad del término: en las
obligaciones a plazo no existe una pendencia en sentido técnico, sino una
paralización o una limitación temporal de ciertos derechos.

Régimen normativo del término. ¿Cuál es el régimen jurídico básico del


término en el Código Civil? El Código Civil dedica los arts. 1125 a 1130 a las
obligaciones a plazo, pero esas normas no agotan obviamente ni los problemas
prácticos ni los teóricos que plantea esta figura.

a. De la irrepetibilidad de lo pagado anticipadamente en las obligaciones a plazo


se ocupa el art. 1126 CC. La solución es distinta a la prevista para el caso de pago
efectuado antes del cumplimiento de la condición (art. 1121.II CC). Sólo en caso
de ignorancia acerca de la existencia del plazo, quien paga puede reclamar los
intereses o los frutos que ha percibido el acreedor.

b. También referido al término de cumplimiento, el art. 1127 CC presume (“iuris


tantum”) que el plazo se ha establecido en beneficio de acreedor y de deudor.
Esta regla, que no sigue los antecedentes romanos, es extraña al principio “favor
debitoris”; e impide la renuncia unilateral a ese plazo: en la práctica, priva tanto
al acreedor de exigir el cumplimiento antes del vencimiento del término como al
deudor de imponer al acreedor una recepción anticipada.
Una regla especial, en favor del prestatario, se contiene para el reembolso anticipado en
los contratos de crédito inmobiliario en el art. 23 LCCI; y en los contratos de crédito al
consumo en el art. 30 LCCC.

c. El art. 1128 CC contiene una previsión de gran importancia. En principio, si la


obligación no incorpora una condición suspensiva o un plazo inicial, es exigible
inmediatamente. Así se deduce con toda claridad de los arts. 1113.I y 1125.I CC.
Es más: el Código Civil parece partir, como pauta general, de la regla de la
exigibilidad inmediata (“statim debetur”: se debe inmediatamente), por lo que,
para la jurisprudencia, ni el término ni la condición deben presumirse.

La contundencia de este planteamiento se amortigua a la vista del art. 1128 CC.


Esta norma permite que, en los supuestos en que no se haya señalado plazo,
pero de su naturaleza y circunstancias pueda deducirse que se ha querido

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conceder al deudor, los tribunales fijarán su duración. También deben los
tribunales fijar la duración cuando el plazo haya quedado a voluntad del deudor.
Aunque el art. 1128 CC no lo menciona explícitamente, es evidente que también a
través del principio de buena fe podrá imponerse una cierta dilación entre la
constitución de la obligación y la exigibilidad de la prestación.

El régimen en el ámbito mercantil es distinto (art. 62 CCom).

d. El art. 1129 CC analiza los supuestos en que el deudor pierde el derecho a


utilizar el plazo.

Dado que se trata de una cuestión que incide directamente en la exigibilidad de la


prestación, será abordada al analizar las circunstancias del pago.

e. Por último, el art. 1130 CC establece una regla, de carácter dispositivo, acerca del cómputo de
los plazos que están señalados por días que es prácticamente reproducida por el art. 5.1 CC.

5.5. La relación obligatoria condicional.


Delimitación de la condición en la relación obligatoria. En el Código
Civil, la expresión «condición» presenta una clara anfibología. Se habla de
condición para aludir a las estipulaciones contractuales (arts. 1203.1º y 1255
CC), o para expresar las circunstancias personales de una de las partes (art.
879.III CC) o cualidades objetivas de las cosas (art. 1266.I CC); e incluso como
equivalente al modo (arts. 647 y ss. CC).

Pero su sentido técnico se halla contenido en los arts. 1113 y ss. CC. De los arts.
1113 y 1114 CC se desprende que las obligaciones condicionales son aquellas en
las que la adquisición de derechos o la pérdida de los ya adquiridos dependen de
un suceso futuro e incierto o de un suceso pasado, que los interesados ignoran.

Ese suceso que constituye la condición puede verificarse o no, con lo que todo el
entramado de la relación obligatoria está supeditado a una eventualidad que no
se sabe si se realizará o no (por ejemplo, te vendo mi piso si mi empresa me
traslada a Cuenca).
Dos son las notas que permiten caracterizar la categoría técnica de la condición:

a) La incertidumbre. El carácter incierto del evento permite diferenciar la


condición del término. Si no se sabe si se va a producir ese acontecimiento, la
obligación es condicional (art. 1125.III CC). En consecuencia, la condición se
caracteriza por tomar en consideración un acontecimiento de realización
insegura.
La incertidumbre no siempre presenta el mismo alcance, ya que puede ser
dudoso tanto la verificación del evento como el momento en que ha de producir
(por ejemplo, te compro el coche si me caso) como sólo la verificación del
evento, pero no el instante en que deba producirse (por ejemplo, te regalaré mi
motocicleta, si no me he casado antes de cumplir treinta años).

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La exigencia de incertidumbre explica las críticas que se han dirigido contra el
planteamiento del art. 1113.I CC que admite como condición un «suceso pasado, que los
interesados ignoren». Obviamente un suceso pasado sólo puede ser subjetivamente
incierto para las partes, porque ya ha acaecido (por ejemplo, te vendo mi triciclo si mi
hermano acabó la vuelta al mundo en bicicleta).

b) La voluntariedad. La condición ha de incorporarse a la reglamentación


obligacional por decisión de las partes. Precisamente, una de las más claras
manifestaciones de la autonomía privada consiste en la posibilidad de modalizar
el contenido de la relación obligatoria a través de las correspondientes
condiciones (u otros de los llamados elementos accidentales del contrato).
Dado que la condición es una determinación accesoria de la voluntad, que modifica el
curso natural de los efectos del negocio, es comprensible la exigencia jurisprudencial
conforme a la cual la condición no se presume, y debe constar expresamente (es decir,
indubitadamente) la voluntad de las partes de someter los efectos del contrato a una
condición.

Cuando la previsión de un determinado evento que incide en la eficacia de una


relación obligatoria no ha sido obra de los interesados, sino de la ley, no puede
hablarse, en sentido estricto, de condición. Se habla de “condicio iuris” para
aludir justamente a esos supuestos en que es la ley la que supedita la eficacia de
cierta relación a la verificación o a la ausencia de cierto evento.

Por ejemplo, quedan sin efecto las donaciones por razón de matrimonio si éste no se
celebra en el plazo de un año: art. 1342 CC.

También en este terreno la autonomía privada encuentra ciertos límites. De ello


se deriva que no todo evento puede ser elevado a la categoría de condición. La
cuestión es abordada por el art. 1116.I CC, en cuya virtud se anula la obligación
que dependa de una condición imposible, contraria a las buenas costumbres o
prohibida por la ley.
Es ineficaz la obligación sujeta a la condición, no la condición misma.

La falta de incertidumbre también repercute en la condición consistente en no


hacer algo imposible (por ejemplo, te regalo mil euros si no te casas con Rita,
que ambos sabemos que ha muerto), que se tiene por no puesta (art. 1116.II CC).

Una atención especial requiere la posibilidad de configurar como condición


(normalmente, suspensiva) la propia obligación principal derivada del contrato: por
ejemplo, en un contrato de permuta de solar por obra se establece como condición
suspensiva de la relación contractual que el constructor entregue al cedente las unidades
constructivas a que se ha obligado. Es decir, se configura el cumplimiento como
condición. La doctrina sugiere que lo que se formula en el contrato como conducta
futura de las partes no debe ser valorado como condición, sino como obligación.

Clases de condiciones. Es tradicional la exposición de diversos criterios de


clasificación de las condiciones. No se trata, sin embargo, de una cuestión de
alcance puramente dogmático: el Código Civil tiene muy presente el tipo de
condición en concreto a la hora de diseñar uno u otro régimen jurídico y no son
pequeños los problemas que se suscitan por la falta de exhaustividad del Código
en esta materia. Los criterios más frecuentemente utilizados permiten distinguir
las siguientes categorías:

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a) Condiciones positivas y negativas. La condición se considera positiva cuando
supone una alteración de la situación inicial («que ocurra algún suceso», dice el
art. 1117 CC); en cambio, la condición se reputa negativa cuando implica un
mantenimiento de la situación originaria («que no acontezca algún suceso»,
dice el art. 1118.II CC).
En ocasiones, un mismo evento puede aparentemente formularse como condición
positiva o negativa en función del modo en que se exprese (por ejemplo, si no te casas
o si permaneces soltero), mas el criterio de distinción no debe buscarse en que en el
evento puesto como condición conste una partícula o expresión negativa, sino que
debe fundamentarse, como se ha indicado, en si supone o no una alteración del
estado inicial de las cosas.

b) Condiciones casuales, mixtas y potestativas. Esta distinción se fundamenta en


el grado de influencia que los interesados tienen sobre el evento que es objeto de
la condición. Cuando la realización del evento depende de la suerte o de la
actuación exclusiva de un tercero, se habla de condición casual. Cuando la
verificación del evento depende de la exclusiva voluntad de uno de los
interesados, se trata de condición potestativa. Y, en fin, cuando la
materialización del evento depende en parte de la voluntad de los interesados y
en parte de la suerte o de la actuación de un tercero, nos hallamos ante una
condición mixta.

La principal transcendencia de esta distinción se encuentra en la previsión del


art. 1115 CC, que sanciona con nulidad la obligación condicional cuando el
cumplimiento de la condición dependa exclusivamente de la voluntad del
deudor. Y, en cambio, admite la validez de los casos en que la realización de la
condición depende de la suerte o de la voluntad de un tercero.
A la vista del planteamiento del Código Civil y de la contundencia de la consecuencia
cuando la realización de la condición sólo depende del deudor, es comprensible que
doctrina y jurisprudencia hayan procurado matizar el alcance de la norma estableciendo
ciertas diferencias.

De este modo se distingue entre las condiciones puramente potestativas y las


condiciones simplemente potestativas. Las condiciones puramente potestativas son
aquellas en las que la verificación del evento depende única y exclusivamente de la
voluntad del deudor (por ejemplo, te regalo mi casa en el barrio de Triana, si levanto el
dedo meñique). Éstas son las únicas condiciones que se encuentran sometidas al
régimen previsto en la primera frase del art. 1115 CC. Las condiciones simplemente
potestativas son aquellas en las que resulta decisiva la voluntad del deudor, pero deben
concurrir otras circunstancias (por ejemplo, te dejo gratuitamente mi apartamento, si
viajo este año a los Sanfermines). Estas condiciones no presentan problema en cuanto a
su admisibilidad.

Tiene carácter abusivo la cláusula que suponga “la supeditación a una condición cuya
realización dependa únicamente de la voluntad del empresario para el cumplimiento de
las prestaciones, cuando al consumidor y usuario se le haya exigido un compromiso
firme” (art. 85.7 TRLGDCU).

c) Condiciones suspensivas y resolutorias. Condiciones modificativas. La


contraposición entre condiciones suspensivas y resolutorias ya se plantea por el
Código Civil en los arts. 1113 y 1114 y constituye uno de los elementos básicos del
régimen legal de las condiciones.

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La condición suspensiva es aquella en la que no se producen los efectos propios
de la relación obligatoria en tanto no se verifique el evento puesto como
condición (por ejemplo, te daré mil euros cuando apruebes la asignatura
Derecho Civil II). La condición resolutoria es aquella en la que la
materialización del acontecimiento puesto como condición supone el
decaimiento de los efectos típicos que hasta ese momento había generado la
relación obligatoria (por ejemplo, te vendo el piso, pero lo recuperaré si me
vuelven a trasladar a Barcelona).
Una categoría no prevista por el Código Civil, pero apuntada por la doctrina, es la de las
condiciones modificativas. En éstas, la verificación de un determinado evento sólo
afecta al contenido de la reglamentación contractual, que variará en función de ese
evento. Implica sólo una alteración parcial del contenido negocial (por ejemplo, te
vendo un piso de mi propiedad de trescientos metros cuadrados, pero si tengo más
hijos, la venta se referirá a mi otro piso, de ciento cincuenta metros cuadrados).

Régimen jurídico de la relación obligatoria bajo condición


suspensiva. ¿Cuál es el régimen jurídico de la relación obligatoria bajo
condición suspensiva? Es necesario diferenciar tres ámbitos: la fase de
incertidumbre (o “condicio pendet”); la realización del evento (o “condicio
existit”); y la no realización del evento (o “condicio deficit”).

a. Fase de incertidumbre. La adquisición de los derechos no se produce


mientras no se realice el evento puesto como condición. Ahora bien, antes de ese
momento, la relación obligatoria existe y vincula a las partes.
Fundamentalmente, las partes tienen una expectativa (o un derecho eventual)
relativa a la adquisición de esos derechos. Esa expectativa depende, como es
obvio, de que se produzca o no ese evento. Nada impide que las partes
transmitan su expectativa o derecho eventual, sometida, claro está, a la
incidencia que ese acontecimiento eventual pueda tener.

La protección que merece el acreedor condicional en esta fase de pendencia se


concreta en el art. 1121.I CC, que le concede la posibilidad de ejercitar acciones
conservativas de su derecho (eventual). No se especifica de qué medios dispone
el acreedor, y la amplitud de la norma sugiere una interpretación extensiva en
función de la protección más adecuada para el acreedor (piénsese, por ejemplo,
en la posibilidad de ejercitar la acción pauliana).

La incertidumbre acerca de la verificación del evento justifica que el deudor


pueda repetir lo pagado durante el período de pendencia (art. 1121.II CC), a
diferencia de lo que sucede en el caso de obligación aplazada (art. 1126 CC).

b. Realización del evento. En las condiciones negativas, la incertidumbre


característica de la condición cesa cuando se constata que no se producirá el
acontecimiento que no debía ocurrir (por ejemplo, te vendo mi piso, si no te
casas con Romualda, y posteriormente ésta fallece) o el acontecimiento no se ha
producido, sea en el plazo previsto (por ejemplo, te regalo mi coche, si no te
casas con Romualda en diez años), sea en el que las partes hubieran querido
verosímilmente establecer. En esos supuestos, según el art. 1118 CC, la
obligación resulta plenamente eficaz.

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Si el acontecimiento puesto como condición suspensiva se materializa, cesa la
fase de incertidumbre, produciendo la relación obligatoria los efectos que le son
propios. Pero el problema fundamental que se plantea entonces, salvo previsión
de las partes, es el alcance retroactivo de esa situación: ¿desde cuándo surte
efectos la relación obligatoria? ¿desde que se contrajo? ¿desde que se realizó el
evento puesto como condición? ¿qué sucede con los actos efectuados entre la
constitución de la relación y la verificación del evento? (por ejemplo, el día 1 de
enero de 20015 acordamos que te daría mi piso si descubrías un remedio contra
cierta enfermedad; el descubrimiento se realiza el día 3 de mayo de 2020, ¿qué
sucede con el arrendamiento que concerté sobre el piso en 2018 y por un plazo
de quince años?).

De la cuestión de la retroacción en caso de cumplimiento de la condición


suspensiva se ocupan los arts. 1120 y 1122 CC, que distinguen en función del
tipo de obligación (dar, hacer y no hacer, y con prestaciones recíprocas o
unilaterales) y de las vicisitudes sufridas por el objeto de la obligación. La regla
general parece ser la retroactividad de los efectos al momento de constitución de
la relación obligatoria, pero esos preceptos contienen numerosas excepciones y
matices, si bien se echa en falta una pauta para los actos de administración y de
disposición realizados por ambas partes durante la pendencia de la condición.
El problema de la retroactividad es normalmente su procedencia respecto de
aquellos terceros que hubieren adquirido derechos incompatibles con el del
acreedor en el tiempo de pendencia de la condición.
En cuanto a la obligación de dar, la regla es la retroacción al momento de constitución
de la relación obligatoria. Los frutos e intereses producidos durante la pendencia de la
condición se entienden compensados unos con otros, si la obligación es sinalagmática; y
si la obligación es «unilateral», el deudor hace suyos los frutos e intereses percibidos,
salvo que de la naturaleza y circunstancias de la obligación pueda deducirse otra cosa.

Respecto a las obligaciones de dar, los casos de pérdida, deterioro o mejora,


distinguiendo si esas vicisitudes son o no imputables a los interesados, son abordados
por el art. 1122 CC.

También para las obligaciones de hacer y de no hacer se sienta como criterio básico el de
la retroacción de efectos, aunque dada la complejidad de esta solución, el Código Civil
confía a los tribunales la determinación de su alcance.

Se reputa cumplimiento de la condición el caso en que el obligado impide


voluntariamente su cumplimiento (art. 1119 CC).

c. No realización del evento. En las condiciones positivas, desaparece la


incertidumbre cuando resulta ya evidente que el acontecimiento no puede
ocurrir (por ejemplo, te compro el candelabro si adquiero su pareja, y esa otra
pieza es posteriormente destruida en un incendio) o el acontecimiento no se ha
producido en el plazo previsto (por ejemplo, te regalo mi coche, si concluyes el
Grado en Derecho antes de cuatro años). En esos supuestos, según el art. 1117
CC, la obligación queda extinguida.

No prevé el art. 1117 CC, a diferencia del art. 1118 CC, el caso en que no se haya fijado
plazo para la realización del evento. Tras algunas vacilaciones, la jurisprudencia parece
aceptar, como resulta razonable, la aplicación de las pautas del art. 1118.II CC, a los

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casos de condición positiva en los que no se ha fijado plazo: se debe tener en cuenta el
plazo que hubiera querido señalarse verosímilmente, atendida la naturaleza de la
obligación.

Régimen jurídico de la relación obligatoria bajo condición


resolutoria. ¿Cuál es el régimen jurídico de la relación obligatoria bajo
condición resolutoria? Al igual que en el caso anterior, es necesario diferenciar
tres ámbitos: la fase de incertidumbre (o “condicio pendet”); la realización del
evento (o “condicio existit”); y la no realización del evento (o “condicio deficit”).

a. Fase de incertidumbre. Durante la pendencia de la condición, la relación


obligatoria sometida a condición resolutoria es eficaz y despliega el conjunto de
derechos y deberes que le son propios (art. 1113.II CC). El acreedor puede exigir
el cumplimiento y el deudor debe efectuar la prestación. Obviamente, la
transmisión de derechos está sometida, en cuanto a su eficacia definitiva, a la
incidencia de la realización del evento puesto como condición; podemos hablar
de eficacia claudicante. Nada impide que, teniendo en cuenta ese carácter
claudicante, las partes transmitan sus respectivas posiciones.

b. Realización del evento. Cuando ocurre el acontecimiento delimitado


como condición, se produce la “resolución o pérdida de los [derechos] ya
adquiridos” (art. 1114 CC). Tampoco este modo de expresarse permite
determinar con claridad el grado de retroacción de la condición resolutoria.

El art. 1123.I CC establece que, en caso de obligaciones de dar, las partes deben
restituirse lo que hubiesen percibido, con lo cual, ante la falta de matices, parece
afirmar una retroactividad más intensa que la prevista en el art. 1120 CC. El art.
1123.II CC se remite al art. 1122 CC, por lo que se refiere a los supuestos de
pérdida, deterioro o mejora.

Por último, respecto a las obligaciones de hacer y de no hacer, el art. 1123.III CC,
que también contiene una norma remisiva, atribuye a los tribunales el alcance
del cumplimiento de la condición resolutoria.

Mas las reglas del Código Civil son demasiado simplistas para dar respuesta a
los diferentes supuestos.
Hay que atender, ante todo, a las estipulaciones de las partes acerca de la retroactividad
de la condición resolutoria. Las partes pueden prever que el efecto de la resolución sea
absoluto, con lo que el cumplimiento de la condición determina la supresión de lo
anteriormente actuado. Si las partes se han inclinado por una retroactividad relativa, la
supresión se limita a los actos posteriores al cumplimiento de la condición, sin afectar,
por tanto, a los derechos e intereses anteriores.

En caso de silencio de las partes, puede acudirse al criterio de la naturaleza de la


relación obligatoria. Por ello, cierta doctrina considera que, por regla general, en las
relaciones obligatorias duraderas o de tracto sucesivo la resolución tiene en principio un
alcance relativo, a diferencia de lo que debe ocurrir en las obligaciones instantáneas.

c. No realización del evento. Cuando desaparezca la incertidumbre acerca


de la posible realización del evento puesto como condición resolutoria, la
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relación obligatoria resulta definitivamente eficaz. Las posiciones claudicantes
se convierten, pues, en definitivas.

5.6. La relación obligatoria y el modo.


Delimitación del modo en la relación obligatoria. El régimen de la
relación obligatoria modal no se encuentra contenido en sede de teoría general
de las obligaciones, sino que debe extraerse de una serie de preceptos
fragmentarios y aislados (fundamentalmente, arts. 797, 798, 647 y 651.II CC).
Además, el modo no puede imponerse en cualquier relación obligatoria, sino
sólo en las de carácter gratuito (donación, comodato, etc.).

El modo consiste en una estipulación contractual en cuya virtud se impone al


beneficiario de un negocio gratuito, como la donación o el comodato, la carga de
una determinada prestación (por ejemplo, donación de vivienda con la carga de
atender a mi perro; o comodato de un caballo con la carga de que trote todos los
días).
Mientras la condición y el término determinan la suspensión o la resolución de los
efectos de la relación obligatoria, aunque el cumplimiento del evento no pueda ser
exigido, el modo obliga a su cumplimiento, aunque no incida de manera inmediata en
la eficacia de la atribución gratuita. El incumplimiento del modo no supone una
resolución “ipso iure” de la atribución gratuita. No siempre es fácil la calificación de
una determinada previsión como condición o como modo: es cuestión que, en
principio, debe resolverse con las pautas de interpretación de la voluntad.

En la RDGRN de 16 de abril de 2002 se analiza si la previsión de que unas fincas


donadas (de unos 10.000 metros cuadrados) se destinen a la construcción de una
iglesia destinada a culto se ha configurado como condición resolutoria o como modo.
El donatario alega que ha construido una capilla de 64 metros cuadrados y que debe
cancelarse esa previsión en el Registro de la Propiedad. La Dirección General subraya
que “[n]o es fácil en la mayoría de los casos establecer una clara línea diferenciadora
entre el modo y la condición resolutoria en la donación” y recuerda que “la resolución
opera de forma automática caso de producirse el evento resolutorio, de suerte que ya
no cabe una prórroga del plazo para su cumplimiento, en tanto que el incumplimiento
del modo atribuye una facultad al donante, la de revocar la donación conforme al
citado art. 647, que en tanto no se ejerza mantiene la subsistencia de aquella y que,
del mismo modo que es facultativo su ejercicio, voluntaria es la renuncia a la misma o
la concesión de un nuevo plazo o modalidad para su cumplimiento. Esa diferencia en
cuanto al modo de actuar viene determinada en gran medida por la naturaleza del
elemento o circunstancia en que puede consistir el evento condicionante o el modo
pues si en la condición puede ser completamente ajeno al comportamiento o actividad
del donatario, y de no ser así, y dentro del margen que permitiría su admisión como
condición por no resultar incompatible con lo dispuesto en el art. 1115 CC, debe tener
cierto grado de objetividad que permita apreciar el hecho de su producción o la
imposibilidad de que la misma tenga lugar, en el modo no sólo depende
necesariamente de la voluntad o comportamiento del donatario, sino que admite un
mayor grado de subjetivismo en su apreciación, lo que no significa que el donatario
no pueda sostener su cumplimiento frente a la pretensión revocatoria del donante”. Y
dice la Dirección General que “[e]n el supuesto planteado se acumula la imposición de
un modo al donatario, la determinación por el donante del destino que ha de dar a lo
donado, con la previsión de una condición resolutoria explícita para el caso de no
cumplirse aquél. Su configuración es ciertamente imprecisa pues, por un lado, no se
ha establecido un plazo para cumplir la finalidad impuesta lo que, sin prejuzgar si
cabría acudir a la solución prevista en el art. 1128 CC, implica el dejar
indefinidamente indeterminada la titularidad de los bienes donados; y por otra,

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tampoco el alcance objetivo de tal modo o condición aparece claramente delimitado
pues tal parece que todos los bienes donados están afectos al fin predeterminado por
el donante y así cabe deducirlo tanto de los términos utilizados como de la limitación
impuesta a su posible enajenación […] [R]esulta evidentemente difícil admitir que el
simple hecho de que el donatario justifique haber llevado a cabo una construcción con
destino a una capilla pueda tenerse objetivamente como determinante del desarrollo
de la total actividad o aplicación de los bienes donados que exigía el modo impuesto
por voluntad de los donantes, excluyendo ya de modo automático el juego futuro de la
condición resolutoria, o lo que es lo mismo, que quede suficientemente acreditado el
hecho de que todo el valor de los bienes donados se ha aplicado por el donatario a la
finalidad predeterminada por el donante”.

La aceptación de la disposición gratuita gravada con el modo supone la


adquisición de la atribución patrimonial y la obligación de cumplir el modo,
conforme a lo estipulado. En el plano testamentario, la imposibilidad de
cumplimiento del modo, sin culpa o hecho propio del gravado, conduce al
cumplimiento en los términos más análogos y conformes con la voluntad del
disponente (art. 798.I CC). Mas si no cabe ese cumplimiento análogo, la
aplicación del criterio del art. 798.II CC implica tener por cumplida la carga.

El modo se diferencia de la obligación en que el incumplimiento del modo no da


lugar a la responsabilidad patrimonial del beneficiario. En caso de
incumplimiento (imputable) la consecuencia es la posibilidad de ejercitar la
revocación de la atribución gratuita (arts. 647.I y 797.II CC). Las principales
dificultades se plantean a la hora de precisar quiénes son los sujetos legitimados
para su ejercicio.

A pesar del silencio del Código Civil, la mayoría de la doctrina se inclina actualmente
por conceder al disponente y al beneficiario de la prestación modal la facultad de exigir
el cumplimiento forzoso de la conducta impuesta al gravado con el modo.

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