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Cultura Sociedad y Lengua
Cultura Sociedad y Lengua
Alberto Escobar
José Matos Mar
Giorgio Alberti
Definimos a la sociedad como el conjunto de relaciones que se establecen entre los distintos
individuos, grupos, clases o sectores que conforman su estructura y organización en un determinado
momento. Tales relaciones están condicionadas fundamentalmente por los principios, variables a
través del tiempo y del espacio, de la estratificación social y de las formas de funcionamiento del
proceso productivo. Cultura y sociedad, consideradas en la evolución histórica, generan una
compleja dinámica de determinaciones mutuas que impiden la reducción de un fenómeno al otro. Es
decir que ni la sociedad explica la cultura ni esta a la primera. Es así como el funcionamiento
específico y concreto de una determinada sociedad a través del tiempo da lugar a un cuerpo cultural
que, por su propio carácter acumulativo, llega a separarse de una filiación directa de la sociedad. Y
así logra asumir una dinámica propia que, a su vez, en el continuum histórico, influye en las formas
específicas del sistema de relaciones sociales que constituyen la sociedad. Ambas aparecen, de este
modo, entramadas por múltiples vinculaciones interdependientes.
Adoptadas estas elementales definiciones apropiadas a los fines de este libro, podemos
ahora considerar la lengua como instrumento de comunicación a nivel de la sociedad y como
mecanismo de articulación entre sociedad y cultura a través del proceso de socialización.
En efecto, cada nueva generación se enfrenta a un cierto tipo de organización social
enmarcada en un determinado sistema cultural. El proceso de adquisición de los conocimientos,
normas y patrones culturales, que llamamos socialización, se lleva a cabo principalmente por
intermedio de la lengua. La comunicación no debe pues ser entendida como un hecho puramente
verbal. El mensaje no es reducible sino en términos artificiales a un hecho exclusivamente
lingüístico. Aunque no lo percibamos en primera instancia, la comunicación es, por lo tanto, un
comportamiento cargado de antecedentes, significados y consecuencias sociales y culturales. De allí
que cultura, sociedad y lengua se presupongan y condicionen. Es decir, que cada una existe en
función de las otras, sin que ninguna de ellas alcance vida independiente.
LA LENGUA Y EL HABLANTE
Cuando en el curso de este libro digamos lengua entenderemos siempre un fenómeno oral.
En otras palabras, distinguimos entre lengua y escritura. La escritura es una representación gráfica
que intenta reproducir la lengua. Porque, tanto en la perspectiva individual como en el devenir
histórico, el fenómeno oral (o sea la lengua) antecede siempre a la aparición de la escritura.
Conviene, por ello, tener muy en cuenta que no deben confundirse escritura y lengua, y que puede
darse la segunda sin la primera, pero nunca la escritura sin la lengua. El hecho de que existan
escrituras de lenguas ya extinguidas y que son hasta la fecha desconocidas no es argumento en
contra. El que esos sistemas escritos permanezcan sin descifrar comprueba, al contrario, que la
escritura se deriva siempre del fenómeno oral que es la lengua (Hockett 1971: 547-576; Bierwisch
1971).
Si una lengua es el sistema oral a través del que interactúa una comunidad de hablantes,
debemos suponer entonces que ella se extiende en un espacio físico que es el habitado por las
personas que suelen comunicarse a través de ese instrumento de transmisión cultural. Asimismo,
debemos admitir que, al difundirse sobre un territorio, es normal que se diversifique. Y, a
consecuencia de esta suerte de ley válida para todas las lenguas, reconoceremos las variaciones
tradicionalmente designadas con el nombre de dialecto. Entiéndase bien, por tanto, que el término
dialecto (o dialectal) no tiene connotación peyorativa y técnicamente designa una variedad regional
o el uso regional de una lengua que está difundida en un espacio vasto. Desde este punto de vista,
tan dialecto es el castellano de Madrid como el de Lima, Chimbote o Puno; o el inglés de Londres,
Chicago o Sidney. Además, se debe añadir que, junto a los dialectos espaciales o geográficos,
tenemos que reconocer una dialectología social. Vale decir, variedades que son empleadas según los
diferentes estratos sociales existentes en cada comunidad lingüística precisa. Esto es, cuando
menos, el dialecto de la clase alta y, por oposición, el del sector popular urbano o campesino.
Lo que debe quedar en claro después de esta disquisición es algo muy breve y sencillo; que
toda lengua se diversifica en variantes denominadas dialectos y que estos pueden ser tanto de orden
geográfico como social (Garvin y Lastra 1974).
En el proceso histórico de constitución de los Estados, una determinada lengua, que es por
lo común la del sector que adquiere hegemonía y se impone políticamente sobre varias regiones y
otras lenguas o dialectos, se convierte por estos factores extralingüísticos en la lengua de mayor
prestigio y acaba, por fin, imponiéndose como lengua oficial. Ese reconocimiento puede o no
figurar en un texto constitucional o legal, pero significa mucho más que eso. Implica que las
actividades reguladoras del Estado se efectúan a través del vehículo lingüístico privilegiado. La
lengua oficial será, entonces, aquella reconocida por el Estado como forma de comunicación
habitual y legal para todos los trámites usuales en la vida ciudadana: desde la inscripción en el
registro civil hasta las argumentaciones del proceso judicial. En países de gran homogeneidad o de
definida superordenación, la lengua oficial es única. En países que emergen de un proceso de
colonización, la lengua oficial comúnmente ha sido la impuesta por el colonizador. Por contraste,
las llamadas lenguas aborígenes o vernaculares han sido las propias de las poblaciones nativas, que
pre-existían a la iniciación del dominio foráneo. En la zona andina, por ejemplo, el castellano ha
sido el idioma oficial que se superponía al quechua, al aimara y las lenguas amazónicas que son las
de origen prehispánico (Ugarte Chamorro 1961:101-125).
En algunas regiones, de las que podríamos tomar como referencia el Paraguay, ocurre que
la lengua vernacular o nativa es la más generalizada (más del 90%), mientras que los hablantes de
español apenas superan el 50% de la población (Rubin 1974). En casos como este se suele hablar de
una lengua nacional, el guaraní, frente a una oficial que es el castellano. Pero pese a su difusión y al
extenso e intenso uso informal del guaraní, el castellano retiene los privilegios de la lengua oficial,
o sea el ser vehículo de la administración del Estado y de la enseñanza formal en la escuela. En
resumen, el status de lengua oficial, vernácula o nacional corresponde a una suerte de rango de usos
y de reconocimiento social frente al empleo y roles del instrumento lingüístico. Ello, no obstante, y
desde un punto de vista que es propio de las ciencias del lenguaje, tanto la vernácula, la oficial
como la nacional son sistemas de comunicación que funcionan de manera semejante.
Intrínsecamente, o sea pensando en la funcionalidad del sistema lingüístico, no puede decirse que
una lengua sea mejor ni peor que otra; todas habilitan al hablante para la comunicación en los
contextos en que suelen ser usadas por la comunidad que interactúa a través de ellas. Pero, en
términos sociales, como ya hemos anticipado y examinaremos más adelante, no todas gozan del
mismo rango comunicativo ni satisfacen las mismas funciones.