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rogerio velásquez

1
ensayos
escogidos
recopilación y prólogo
germán patiño
xvii

tomo xvii
biblioteca
de literatura
afrocolombiana 3
ministerio
de cultura
M I N I S T E R I O D E C U LT U R A
REPÚBLIC A DE COLOMBIA

Paula Marcela Moreno Zapata


M I N I S T R A D E C U LT U R A

María Claudia López Sorzano


V I C E M I N I S T R A D E C U LT U R A

Enzo Rafael Ariza Ayala


S E C R E TA R I O G E N E R A L

Clarisa Ruiz Correal


DIREC TOR A DE ARTES

Melba Escobar de Nogales


COORDINADOR A
Á R E A D E L I T E R AT U R A

Viviana Gamboa Rodríguez


COORDINADOR A
P R OY E C T O B I B L I O T E C A D E
L I T E R AT U R A A F R O C O L O M B I A N A

A P OYA N
Dirección de Poblaciones
Biblioteca Nacional de Colombia

C O L E C C I Ó N D E L I T E R AT U R A
AFROCOLOMBIANA

COMITÉ EDITORIAL
Roberto Burgos Cantor
Ariel Castillo Mier
Darío Henao Restrepo
Alfonso Múnera Cavadía
Alfredo Vanín Romero

M I N I S T E R I O D E C U LT U R A

Carrera 8 Nº 8-09
Línea gratuita 01 8000 913079
) (571) 3424100
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índice

próLogo

Tras las huellas de la negredumbre 9

G e r m á n Pa t i ñ o

historiA

El Chocó en la Independencia de Colombia (1965) 41

Apuntes socioeconómicos del Atrato medio (1961) 133

Un héroe olvidado. José María Cancino (1954) 215

La fiesta de san Francisco de Asís en Quibdó (1960) 221

etNogrAfíA

Instrumentos musicales del alto y bajo Chocó (1961) 251

La canoa chocoana en el folclor (1959) 295

Vestidos de trabajo en el alto y bajo Chocó (1961) 317

Gentilicios africanos del occidente de Colombia (1962) 335

Lit e r At u r A y N A r r AC i ó N o r A L

La esclavitud en la María de Jorge Isaacs (1957) 383

Leyendas del alto y bajo Chocó (1959) 403

Autobiografía de un chocoano (1947) 465

Cantares de los tres ríos (1960) 491


P r ó lo g o

tras las huellas de la negredumbre

G e r m á n Pat i ñ o

El 21 de mayo 1907 fue fusilado en Quibdó Manuel Saturio Va-


lencia, el último colombiano en recibir la pena de muerte, apenas
cincuenta y seis años después de la abolición legal de la esclavitud.
Casi un año después, el 9 de agosto de 1908, nació Rogerio Velás-
quez Murillo, en la remota población de Sipí, uno de los pueblos
olvidados del San Juan chocoano.
Estas dos fechas y sus circunstancias marcarían la actividad fu-
tura de Rogerio y lo convertirían en uno de los más importantes
intelectuales afrodescendientes de Colombia en el siglo xx. El ne-
gro ajusticiado en 1907 sería para Rogerio símbolo de la injusticia
del régimen social colombiano, del racismo latente en los sectores
sociales dominantes y el recuerdo doloroso de la esclavitud, que
atenazó a sus ancestros durante tres largos siglos. Su pueblo natal,
Sipí, un testimonio de la pobreza, ausencia de oportunidades y del
abandono en que Colombia había dejado a la tierra chocoana. De
acuerdo con su hija Amparo Velásquez Ayala, en algunos atarde-
ceres, cuando paseaba con su padre, él les decía: «Al otro lado de

9
la cordillera termina Colombia y a este lado comienza el Chocó»
(Mosquera y Londoño, 2000: 14).
Esta conciencia de aislamiento, vigente hasta hoy, le entregó la
materia prima para sus investigaciones y estudios. No vaciló a la
hora de dedicar su vida a contarle al resto del país cómo era ese
Chocó profundo, desconocido y despreciado. Tierra de negros y de
indios supérstites, de humedad y calor, de oro y platino, de pobreza
e injusticia social, que siempre ha sido mirada con desprecio por
las elites que gobiernan el país. Es casi inexplicable que el Chocó
todavía pertenezca al territorio colombiano y que sus gentes no hu-
bieran aprovechado la secesión de Panamá para formar parte de
la nueva república centroamericana. Desde luego, esta perspectiva
aún puede suceder en Colombia, si aquel abandono contra el que
luchó y escribió Rogerio Velásquez continúa vigente.
En su momento, finales de los años cuarenta y décadas de los cin-
cuenta y sesenta, las investigaciones y estudios de Rogerio podían
verse como un material exótico, como el retrato de una región y
unas gentes que poco contaban para explicar la sociedad colombia-
na, como una producción marginal, que acaso tenía el encanto de la
buena prosa y de los mundos ingenuos que narraba. Pero hoy, más
de medio siglo después de aquellas indagaciones, sus textos se nos
revelan como un material fundamental para entender los procesos
de formación de la nación colombiana y las flagrantes injusticias en
las que ella se funda. Desde el solar chocoano y sus masas de negros
aislados y abandonados a su suerte comenzamos a comprender que
los colombianos hemos logrado la indigna proeza de construir una
república basada en la exclusión de negros e indios de los beneficios
del desarrollo.
Dramática realidad que Rogerio pone en evidencia una y otra
vez, en textos luminosos donde campea el rigor, la bella expresión

10 G e r m á n Pati ñ o
y una pasión incontenible por su tierra y su gente. Nada se le esca-
pa, ni la historia, ni las costumbres, ni la narración oral, ni la lite-
ratura. Tan importantes para él son las gestas independentistas en
el Chocó, de las que el país nada sabe, como el vestuario cotidiano
de negros y negras, pasando por la pesquisa sobre la música y sus
instrumentos, sin despreciar tampoco los cuentos que los viejos
relatan en noches de encantamiento, regidas por el rumor de los
ríos selváticos.
Producto de la educación pública de su tiempo en las aldeas
sanjuaneñas de Sipí, Istmina y Condoto, Rogerio pudo estudiar en
Tunja y Popayán hasta conseguir el grado de etnólogo, con lo que
se puso en contacto con la primera generación de grandes investi-
gadores humanistas que surgieron en algunas de las instituciones
creadas por la «República Liberal» de la década de los treinta, la
Normal Superior de Tunja y el Instituto Etnológico del Cauca. Hi-
jo de la «pax conservadora» que aletargó al país en los albores del
siglo xx, poco sintió el rigor de monasterio que campeó en la patria
andina durante aquellas calendas, viviendo una infancia feliz en la
libertad del aislado tremedal chocoano. Tan solo fue consciente de
su pobreza y de la desventaja de su educación cuando logró salir a
las ciudades andinas, como le sucedió también, mucho después, a
otro notable afrodescendiente, el biólogo Raúl Cuero, quien afir-
mó que solo supo de su pobreza cuando llegó a estudiar a Cali, en
la Universidad del Valle. De niño y adolescente en Buenaventura,
siempre se sintió entre iguales, pues las carencias eran las mismas
para todos, y en el puerto todos eran jóvenes y felices (entrevista a
Raúl Cuero, Cali, Universidad del Valle, junio de 2005).
La obra de Rogerio está dispersa, pues fue más un escritor de
ensayos que publicó en diferentes medios, como la Revista Colom-
biana de Folclor, la Revista Colombiana de Antropología, la Revista

Tr a s l a s h u e l l a s d e l a n e g r e d u m b r e 11
de la Universidad de Antioquia y el Boletín Cultural y Bibliográfico
del Banco de la República, entre otras, e incluso en periódicos co-
mo abc de Quibdó, Mundo al Día y Diario Nacional de Bogotá,
Mármol, El Colombiano y El Heraldo de Antioquia, Ariel de Tunja,
y Tierra Nativa de Santander. El hecho de que su libro más cono-
cido sea la novela Las memorias del odio,1 en la que se narra la vida
y ajusticiamiento de Manuel Saturio Valencia, muestra la amplia
gama de intereses de Rogerio Velásquez y su inclinación por la lite-
ratura, que será evidente en todos sus escritos.
Pero Velásquez no solo narra, o describe o indaga, en fuentes
primarias, sino que aborda el reino de la teoría, cuando conceptua-
liza sobre el pueblo negro al que pertenece. Él acuña el concepto de
negredumbre para referirse a la masa de negros que son objeto de su
investigación, en una audacia semántica que relaciona negros con
muchedumbre. Pero no se trata de cualquier muchedumbre, sino de
aquella conformada por afrodescendientes colocados en situación
de exclusión y marginalidad, «los de abajo», «la raza maldita», «los
esclavizados», «los miserables» (Leal, 2007) que, además, habitan en
un territorio específico: el de los ríos, la selva y el mundo rural. El
uso de esta categoría por Rogerio Velásquez es casual, sin ahondar
en explicaciones filosóficas, pero entendiéndose claramente a qué se
refiere. Se trata de aquella cualidad por la que el negro de las tierras
del Pacífico siempre se nos presenta actuando de manera colecti-
va, como comunidad, y nunca, o casi nunca, de manera individual.
La expresión indica bien lo que quiere decir: es una categoría que
se corresponde con sociedades premodernas, en las que no cuenta

1 Para entender mejor el carácter ficcional de esta obra, ver el


prólogo de Alfonso Carvajal en la segunda edición del texto.
También el muy buen ensayo de Claudia Leal (2007), «Recordando
a Saturio. Memorias del racismo en el Chocó (Colombia)».

12 G e r m á n Pati ñ o
la individualidad sino la acción colectiva. De allí el uso colectivo
de la tierra, los rituales de celebración en los que la participación
comunitaria resulta esencial, las instituciones de trabajo como la
minga ―tomada en préstamo de las comunidades indígenas― en la
que se suman fuerzas de familiares y vecinos, las cogiendas de peces
cuando «sube el sábalo», que se realizan en gavilla, lo mismo que
otros acontecimientos similares en las áreas de la religiosidad, los
rituales de muerte o las festividades profanas. No es el negro sino la
negredumbre lo que se manifiesta.
El concepto, que Rogerio utiliza con libertad en sus escritos, fue
recogido luego por Manuel Zapata Olivella, quien se esforzó por
precisar sus alcances: «[…] llamo negredumbre a la herencia bioló-
gica que nos ha llegado del mestizaje entre lo indio y lo negro, entre
lo blanco y lo negro, ese revoltillo africano tantas veces entrecru-
zado en el crisol de América» (Zapata, 1997), con lo que le otorga
un carácter objetivo a la expresión, que resulta independiente de la
conciencia que se tenga de ella. Es una realidad biológica, el resul-
tado de la hibridación con africanos, la negrería mestiza. Zapata ve
la negredumbre como opuesta a la blanquedumbre, a la que consi-
dera «el cordón más retorcido de nuestra placenta» (Zapata, 1997).
Pero luego aclara: «Cuando menciono la negredumbre me refiero
a esa sombra oculta de que hablan los filósofos yorubas y bantúes,
viva en el ritmo, en la palabra que palmotea en las invocaciones a
los muertos. Sentimiento africano que ilumina nuestra mirada más
profunda, la herida más dolorosa, la risa más desafiante […]» (Za-
pata, 1997).
Con lo que el carácter objetivo de la negredumbre adquiere el
alcance de una forma de ser y de pensar que está íntimamente liga-
da a la realidad biológica de los seres humanos en cuestión, en los
que predomina la herencia africana. Para Zapata (1997) es también

Tr a s l a s h u e l l a s d e l a n e g r e d u m b r e 13
una «vivencia cultural» que incluso pueden compartir los blancos.
De hecho, él considera que escritores como García Márquez, Héctor
Rojas Herazo, Alberto Sierra, Germán Espinosa, Alberto Duque, así
como Jorge Isaacs, Tomás Carrasquilla, Eduardo Carranza, Pedro
Gómez Valderrama, entre otros, experimentan una «vivencia in-
consciente de la negredumbre».
Por el contrario, el propio Zapata Olivella, más Jorge Artel, Ar-
noldo Palacios, Helcías Martán Góngora, Hugo Salazar Valdés,
Otto Morales Benítez «[…] y unos cuantos más […] pertenecemos
al bando de la cimarronería de las negritudes» (Zapata, 1997). Pues
para Zapata el concepto de negritud se refiere al «[…] conjunto de
valores culturales del mundo negro, tal y como se expresa a través
de la vida, las instituciones y valores negros» (Zapata, 1997). La ne-
gritud es un concepto que alude a la subjetividad y a ella pertenecen
pocos. Al contrario, la negredumbre se encuentra en el terreno de
la objetividad, es más una categoría sociológica a la que pertenecen
muchos, aún sin saberlo.
Extraña en la ponencia de Zapata Olivella la falta de mención de
Rogerio Velásquez, el afrodescendiente que acuñó el concepto y que
lo utilizó con libertad en sus escritos para referirse a la comunidad
chocoana. Extraña también que luego del aporte de Velásquez y las
aclaraciones de Zapata el concepto se haya perdido y no sea tenido
en cuenta por los investigadores de la afrocolombianidad. Es posi-
ble que los nuevos académicos se dejaran seducir por expresiones
como «huellas de africanía», que quieren expresar más o menos lo
mismo y que han sido tomadas de la sociología estadounidense (de
Friedemann, 2000). Una muestra más de que en materia intelec-
tual poco conocemos nuestra propia tradición de pensamiento y
preferimos pagar costosos derechos de importación para expresar
nuestras realidades.

14 G e r m á n Pati ñ o
La negredumbre de Rogerio Velásquez está más cercana a las
indagaciones pioneras de Gilberto Freyre en Brasil, bastante ante-
riores a las ideas tomadas de prisa de los scholars gringos de las
décadas de los sesenta y setenta. De hecho, en uno de sus textos Ve-
lásquez cita a Freyre, con especial deferencia hacia su Casa-Grande
& Senzala.2 Es apenas una mención, pero demuestra que Velásquez
estaba a la vanguardia en la investigación histórica y antropológica
en Colombia, sobre todo en lo que atañe al conocimiento de la his-
toria y la cultura de los afrodescendientes en el país.
En esta colectánea hemos reunido textos que se encuentran dis-
persos en varias publicaciones y los hemos organizado alrededor
de tres grandes áreas: historia, etnografía, y literatura y narración
oral, pese a que el autor nunca pretendió mantener unas fronteras
muy definidas entre una y otras disciplinas. La interdisciplinarie-
dad es precisamente una de las características más relevantes de sus
escritos. Sus textos de historia son inseparables de la geografía y los
estudios etnográficos incursionan con frecuencia en la narración de
tipo histórico. Rogerio es un humanista que no desprecia ningún
tipo de conocimiento para elaborar sus escritos, pero siempre con
gran rigor intelectual y respeto por las fuentes y los métodos de
cada disciplina, sin caer nunca en la charlatanería.

Historia
Hemos seleccionado cuatro ensayos para conformar el capítulo
dedicado a la historia, conocimiento profesional que impregna la
producción intelectual de Velásquez. Se trata de «El Chocó en la
Independencia de Colombia» (1965), «Apuntes socioeconómicos del

2 Se trata del ensayo escrito para la Revista de la Universidad de Antioquia,


titulado «La esclavitud en la María de Jorge Isaacs», publicado de
manera póstuma en 1968 y reproducido en el presente volumen..

Tr a s l a s h u e l l a s d e l a n e g r e d u m b r e 15
Atrato medio» (1961), «José María Cancino» (1954) y «La fiesta de
san Francisco de Asís en Quibdó» (1960), que abarcan aspectos de
historia política, militar, económica y cultural, resultando demos-
trativos de la amplia gama de intereses que preocupaban y de los
que se ocupó el humanista afrocolombiano.
Tanto por su extensión como por su enfoque novedoso en el pa-
norama de los estudios históricos de la época, el ensayo sobre la In-
dependencia en el Chocó resulta de inquietante actualidad. Primero,
porque Rogerio Velásquez rompe con el dogma de la historiografía
tradicional que considera a la Independencia de la Nueva Granada
como una épica que tuvo de actores principales a las elites criollas,
mientras que la participación popular se limitó a aportar carne de
cañón para los ejércitos que dirigieron hacendados, comerciantes o
letrados criollos, tal como lo estableció José Manuel Restrepo en la
obra fundacional de los estudios independentistas en nuestro país.3
Contrariando aquella interpretación Velásquez afirma con contun-
dencia: Zambos, negros y mulatos libres […] se fueron juntando con
otras gentes de color o con mineros extraños a la región, aunque po-
bres como ellos. Como la tierra era sana se podía salir a poblar ríos y
madrigueras desconocidas, donde se pudiera maquinar contra la Co-
rona, contra alcaldes que ganaban sueldos, contra vecinos de calidad
que mantenían esclavos, contra la vida azarosa. A estos hombres de
3 Se trata de la Historia de la revolución de la República de Colombia
en la América Meridional —de la que existe una buena edición
reciente realizada por la Universidad de Antioquia (2009)—, que
estableció el carácter elitista del proceso de independencia como
un principio fundamental, seguido por prácticamente todos los
historiadores colombianos, hasta la llegada de las obras de Germán
Colmenares (1986), «La Historia de la revolución por José Manuel
Restrepo: una prisión historiográfica», y Alfonso Múnera (1998), El
fracaso de la nación. Región, clase y raza en el Caribe colombiano.
1717-1810, este último otro notable intelectual afrodescendiente.

16 G e r m á n Pati ñ o
carne y hueso se debió, de 1810 en adelante, el sostenimiento de la resis-
tencia, y en cierta manera, el éxito final de la empresa libertadora.
Verdad que él establece con abundante documentación para el
caso del Chocó, pero que, al mismo tiempo, llama a una reconsi-
deración de la historiografía sobre el tema, pues sabemos que las
elites mineras de Nóvita se unieron a la causa de los hacendados
autonomistas vallecaucanos, circunstancia a la que Rogerio no le
otorga ninguna importancia en su estudio sobre la Independencia
en el Chocó. Para él, es claro, lo decisivo fue la sublevación de la ne-
gredumbre y no las maquinaciones de dos o tres «vecinos de calidad
que mantenían esclavos». Es otro enfoque, es otra historiografía,
que solo vendría a ser retomada en fechas recientes.
En segundo lugar, llama la atención que Velásquez otorgue una
especial atención a las características del territorio, al clima, en una
palabra, a la geografía en la que se desarrollan los hechos históricos.
Prácticamente todos sus estudios históricos, y aún los etnográficos,
resaltan el medio natural como un actor más, sin el cual no se po-
dría comprender a cabalidad el alcance de los acontecimientos que
se narran. Desde luego, esto inserta su historiografía en una co-
rriente renovadora de los estudios históricos, que tuvo antecedentes
tanto en Francia como en Brasil. La escuela francesa de los Anna-
les, de la que Emmanuel Le Roy Ladurie ofició como vocero, junto
a Marc Bloch y Fernand Braudel, se caracterizó precisamente por
una fuerte ligazón de geografía e historia, cuyas temporalidades se
entrecruzaban y se volvían mutuamente interdependientes. Ni las
acciones humanas pueden ser explicadas al margen del territorio en
que se habita, ni el territorio mismo puede ser comprendido al mar-
gen de la actividad humana. En un sentido similar razonó Gilberto
Freyre en Brasil, aunque evitando el cartesianismo que impregnó a
los estudiosos de la escuela de los Annales.

Tr a s l a s h u e l l a s d e l a n e g r e d u m b r e 17
Desde luego, este nuevo enfoque, del que no se percatarían estu-
diosos colombianos de la época como Luis Eduardo Nieto Arteta,
Abelardo Forero Benavides o Germán Arciniegas, provenía de la
propia formación intelectual de Rogerio Velásquez que, en lo que
a este aspecto respecta, sin duda se vio reforzada por la particular
dureza y omnipresencia del clima en la vida de los chocoanos.
No debemos olvidar que él es fruto de la educación impartida en
la Normal Superior de Tunja y en el Instituto Etnológico del Cauca,
y que en ambas partes tuvo como mentor a Gregorio Hernández de
Alba, historiador y etnólogo al igual que Rogerio Velásquez. Y Her-
nández de Alba fue el principal responsable, junto con el presidente
Eduardo Santos, de la recepción de un grupo notable de humanis-
tas europeos, encabezado por el director del Museo del Hombre en
París, el mundialmente famoso Paul Rivet. 1940 es el año clave en el
que Eduardo Santos y Hernández de Alba reciben al propio Rivet,
y a investigadores de la talla de Justus Wolfgang Schottelius, José
de Recasens, Kurt Freudenthal, José Urbano de la Calle, Gerardo
Reichel-Dolmatoff, Pablo Vila, Rudolph Hommes, José María Ots
Capdequi y otras personalidades similares, todos ellos huyendo del
fascismo que se había tomado al viejo continente (Perry, 2006).
A esto debe sumarse la relación de Hernández de Alba con el
Smithsonian Institute, que permitiría traer al país estudiosos esta-
dounidenses, seguramente influidos por el funcionalismo parsonia-
no y el muy consultado libro de Bronislaw Malinowski A Scientific
Theory of Culture, and other Essays (1944), que era una especie de bi-
blia para los scholars americanos de entonces. Esta formación, más
su propia experiencia de vida en el tremedal chocoano, le permitió
a Velásquez convertirse en un «adelantado» en materia de estudios
históricos, asunto del que nadie se percató en su momento, pero
que lo convierte en un pionero de la nueva historia en Colombia.

18 G e r m á n Pati ñ o
Su ensayo sobre la independencia en el Chocó merece estar al lado
de las obras pioneras de Luis Eduardo Nieto Arteta y Luis Ospina
Vásquez, así su impacto haya sido menor en la recepción pública.
Una tercera característica relevante de la historiografía de Ro-
gerio Velásquez es su preocupación por alcanzar una dimensión
literaria en sus ensayos históricos. Podemos decir que Velásquez
se inscribe en lo que Lawrence Stone denomina un «revivir de la
narrativa» en los textos de historia, como rechazo a la «prosa aca-
démica» de los cultores de la «historia científica» surgida a raíz del
predominio del marxismo y de corrientes relacionadas con el mo-
delo demográfico/ecológico francés y la metodología «cliométrica»
estadounidense (Stone, 1979). Velásquez se inclina por escribir el
tipo de ensayos en los que se mezclan la elegancia de la prosa con
los datos científicos, no solo por su tendencia personal hacia la lite-
ratura, sino también por influencia de algunos autores de su tiempo
que se caracterizaron por buscar una expresión estética en sus tex-
tos de historia, entre ellos Germán Arciniegas y Abelardo Forero
Benavides.
Es heredero de una tradición en la forma de escribir historia que
se remonta a los padres de la disciplina. Como Tucídides y Tácito,
Velásquez escribe una narrativa con colores vivos y prosa elegante.
Para él, el relato cuenta tanto como la interpretación. No le basta
con afirmar que los españoles solo tuvieron en cuenta el Chocó para
explotarlo, demostrando el aserto con algún tipo de estadística, o
una cita conveniente de un documento colonial, sino que escribe:
De los ríos se acordaron en España para cerrarlos como
ocurrió con el Atrato, para cobrar por cruzarlos, o por los
quintos que producían sus arenas. Escollos, agua que se estrella
en las rocas, troncos de árboles, precipicios, orillas montuosas,
fragosidades imposibles de remediar en los terrenos cercanos a sus

Tr a s l a s h u e l l a s d e l a n e g r e d u m b r e 19
márgenes, cosas adversas que ayudaron a afirmar la libertad de la
persona humana, solo fueron vistas en los albores de la revolución
por don Antonio Villavicencio, trescientos años después que los
nativos habían luchado con ella con el cuerpo y el alma, con la
sangre y los huesos, los pulmones y la vida.

Es el historiador transmutado en literato. Expresa sus ideas apelando


a recursos narrativos y a imágenes poéticas. Se encuentra muy lejano
de los historiadores académicos, cuya austeridad mal entendida los
lleva a practicar una prosa estítica y criptográfica, en la que predomi-
na la jerga propia de la escuela o tendencia en la que el historiador se
inscribe y donde vale más una cifra o un cuadro estadístico que una
metáfora bien lograda. Pero no por ello es una historia especulativa,
en la que los hechos se reemplacen con la imaginación, o en la que
se menosprecie la documentación existente. Es una especie de hibri-
dación entre ciencia y literatura, en la que la belleza de la expresión
resulta de tanta importancia como la carga de la prueba. En este sen-
tido la interpretación alcanza ciertos ribetes de tensión dramática,
que parecerían más propios de la ficción literaria, pero que también
están presentes en los acontecimientos históricos. Cuando Rogerio,
para explicar la Independencia escribe que «Los padecimientos so-
portados cohesionaron la raza. Unidos los hombres por el torbellino
revolucionario, comenzó la tierra a moverse […] Algo les decía a los
chocoanos que la libertad no está afuera sino dentro del corazón»,
lo que escribe es una gesta en la que el estilo literario cuenta tanto
como los acontecimientos narrados. La Independencia también está
en el estilo, en la agilidad y fluidez de la prosa, en la elegancia de la
expresión, en el fuego secreto que la inflama.
Rogerio Velásquez se nos revela como un narrayista, para utili-
zar la expresión del filósofo español Juan Antonio Rivera (Rivera,

20 G e r m á n Pati ñ o
2010), alguien que «[…] aparte de tener ideas muy interesantes que
contar, dispone de una prosa excepcional para contarlas». Desde
luego, esta característica de su historiografía hace a sus escritos es-
pecialmente atractivos y singularmente útiles en esta época en la
que la prosa académica se debate entre los especialismos y el exceso
de jerga profesional, lo que convierte a los textos profesorales en
material ilegible, aún para los estudiosos de la disciplina en cues-
tión. El estilo de Velásquez nos alumbra un camino por el que todos
debiéramos volver a transitar.
En sus «Apuntes socioeconómicos del Atrato medio», Velásquez
vuelve a darnos una muestra del carácter interdisciplinario de sus
escritos. Comienza con la geografía, continúa con las transforma-
ciones del hábitat destacando la vivienda, aborda la alimentación,
se ocupa del vestuario, presta atención a las enfermedades y a la
medicina popular, se ocupa de las migraciones interregionales, es-
tudia la situación de la escuela y la educación y finalmente investiga
sobre los temas de la propiedad, las relaciones de trabajo y la pro-
ductividad agrícola, para entregarnos una panorámica del mundo
chocoano en la que los grandes trazos o generalizaciones no omiten
la mirada detallada sobre aspectos particulares de la vida cotidiana.
Este ensayo es un buen ejemplo del entronque entre etnografía e
historia, que será propio de sus estudios etnográficos, pero también
de una manera de retratar la situación de la población en un mo-
mento dado, contando con las herramientas del historiador.
Complemento a su ensayo extenso sobre la Independencia, es
el texto breve sobre José María Cancino, el militar patriota sobre
el que cayó la responsabilidad de comandar las tropas en el tramo
final de la libertad del Chocó. En él, Velásquez demuestra la com-
prensión del historiador sobre los procesos concretos de la Inde-
pendencia. Aunque valoró positivamente la sublevación de negros

Tr a s l a s h u e l l a s d e l a n e g r e d u m b r e 21
y mulatos, Rogerio comprendía que era necesaria la disciplina del
militar, el conocimiento de estratega y la experiencia en el mando
del soldado veterano para que el entusiasmo de la población rebelde
pudiera traducirse en victorias. Una montonera desorganizada no
podía derrotar a las tropas de la reconquista.
Velásquez destaca en Cancino sus dotes de administrador y orga-
nizador, la preocupación por la suerte de los esclavos, la valoración
del papel de los indígenas y la comprensión del sufrimiento de los
pobladores del Chocó, agobiados por el mal trato y por impuestos
absurdos. Cancino abolió el impuesto de mazamorreo que pagaban
los negros y dejó libre el comercio de aguardiente, que permanecía
estancado. Contra esta última limitación comercial también habían
luchado los negros, pues restringía el negocio y comercio del aguar-
diente a un grupo reducido de grandes propietarios, en su mayo-
ría esclavistas. Por eso Rogerio dice de Cancino que «[…] libertó al
Chocó al frente de un puñado de negros románticos que creían en
la libertad».
Por último, pero no menos importante, en «La fiesta de san Fran-
cisco de Asís en Quibdó» Velásquez incursionó, muy temprano, en
los temas de la historia de la cultura. En realidad este es su tema, co-
mo historiador, etnógrafo o literato. Y aquí escoge la principal fiesta
de los chocoanos, el carnaval en homenaje a san Francisco de Asís,
o San Pacho como se le conoce entre el pueblo del Chocó. Sitúa sus
orígenes en 1648, cuando el fraile franciscano Matías Abad partió
de Cartagena hacia Quibdó «[…] en compañía del hermano Jacinto
Hurtado y cuatro indios conocedores del idioma». Indios que no le
servirían de mucho al llegar y encontrarse con una tierra de negros
que, en ocasiones, cantan viejos romances castellanos del siglo xv.
La primera fiesta, recuerda Velásquez, tuvo «[…] procesión por el
río en quince canoas, yendo fray Matías en medio con un Cristo

22 G e r m á n Pati ñ o
y una imagen de san Francisco […] terminando la fiesta con una
buena comida […]».
Pronto la negredumbre se apropió de este culto, que se mantiene
vigente hasta hoy, siendo una de las festividades menos conocidas
por los colombianos. Y el pueblo negro la llenó de paganismo, al
tiempo que la convirtió en un espacio para la crítica política y so-
cial, lo mismo que en un territorio para la diferenciación con los
blancos. Velásquez nos recuerda cómo estas fiestas se hunden en la
tradición de los pueblos negros del Pacífico al rememorar los even-
tos de Barbacoas, contados por fray Juan de Santa Gertrudis: «Esta
es una fiesta que hacen los zambos, negros y mulatos […] los co-
merciantes de las distintas razas aportan sus contribuciones para la
fiesta. Los blancos, meros observadores, no toman parte activa en
el trabajo que hace el pueblo». Más adelante Rogerio insiste en que
«La separación racial se hace sentir en estos menesteres. El blanco
asiste a la iglesia cuando hay pláticas o sermones. No concurre a
las novenas caseras de los negros». Tampoco a las parrandas, ni a
los bundes, que son aglomeraciones apretadas de negros y negras
que desfilan por las calles al son de chirimías y tambores. El pueblo
hace su fiesta, la paga con limosnas y rifas y se adueña del espacio
público.
Una mezcla de religiosidad y paganismo se toma la escena. Los
novenarios se celebran por tradición, descanso, diversión y sociabi-
lidad, pero también para interpretar favores de los muertos. En los
barrios hay escapularios y pequeños altares del santo, pero también
ollas con pasteles de arroz, tamales, carnes compuestas, licores y
jarana. Es un desorden colectivo que tiene, sin embargo, una agen-
da bien definida día por día, en el que la devoción a San Pacho se
mezcla con juegos sexuales, invocaciones de ancestros, chismorreo
de comadres y una música de vientos y tambores que atruena el

Tr a s l a s h u e l l a s d e l a n e g r e d u m b r e 23
ambiente. La negredumbre da rienda suelta a sus anhelos, inclina-
ciones, supersticiones y a peculiares formas de religiosidad en las
que se combina el paganismo y el culto católico del santoral.

Etnografía
De la abundante producción etnográfica de Rogerio Velásquez
hemos seleccionado cuatro textos que se encuentran relacionados,
así uno de ellos no trate propiamente de una investigación etno-
gráfica. Se trata de «Instrumentos musicales del alto y bajo Chocó»
(1961), «La canoa chocoana en el folclor» (1959), «Vestidos de trabajo
en el alto y bajo Chocó» (1961) y «Gentilicios africanos del occidente
de Colombia» (1962).
Velásquez siempre tiene presente que el propósito fundamen-
tal de cualquier estudio etnográfico es describir una cultura o una
parte de ella. Su interés es comprender el punto de vista y la forma
de vida de la negredumbre, de los que pertenecen naturalmente a
esa cultura. Cuando estudia una cultura aborda tres aspectos: qué
hace la gente, qué sabe la gente y qué cosas fabrica y utiliza la gente.
Tales aspectos conforman la conducta cultural, el conocimiento
cultural y los objetos culturales. En la realidad, estos elementos
se encuentran entremezclados, pero Velásquez los identifica cla-
ramente, descubriendo el significado que la gente le asigna a cada
uno de ellos.
Por su formación en el Instituto Etnológico, Velásquez compren-
de que los estudios etnográficos tratan sobre situaciones específicas
que son investigadas en forma intensiva. Sus explicaciones sobre
aquello que indaga las entiende como válidas solo para el contexto
de la cultura estudiada. Así, aunque establezca relaciones con un
contexto global más amplio, sus conclusiones no son generalizacio-
nes sobre el mismo.

24 G e r m á n Pati ñ o
Esto se pone en evidencia en su estudio sobre los instrumentos
musicales, la mayor parte de ellos universales, algunos proceden-
tes de otras culturas, pero todos ellos adquiriendo características
propias al ser interpretados por los afrodescendientes del Chocó. Él
los describe uno por uno, ateniéndose a un sistema de clasificación
clásico, y pone en evidencia que el negro chocoano ha adaptado pa-
ra su uso instrumentos de origen europeo, lo mismo que indígena.
Exceptuando algunos tipos de tambor, Velásquez nos informa que
muy pocos de estos instrumentos tienen un origen africano. Aquí
comienza a configurarse una relación fundamental, que se encuen-
tra en la base de los conocimientos de la negredumbre: muchas de
las cosas que los negros chocoanos hacen proceden de las comu-
nidades indígenas del área. El gran valor del negro en estas tierras
tropicales reside en su capacidad de adaptación, en esa especie de
flexibilidad cultural que le permite sobrevivir en medio de un am-
biente hostil y de opresivas relaciones sociales.
Aislado en la manigua, alejado de los centros de poder y desa-
rrollo, sometido por el amo que lo embrutece a punta de látigo y
aguardiente, el negro encuentra la salvación en el indígena, del cual
aprenderá sobre plantas y animales comestibles, remedios, contras
para venenos, afrodisíacos, rutas de movilización en ríos y mon-
tañas y aún formas de trabajo colectivo. Pero algo de lo hispánico
quedará, en el trasfondo, y Rogerio lo pone en evidencia cuando
aborda en su estudio lo que llama «el canto vocal de la raza». Aun-
que no le interesan tanto los elementos musicales de alumbramien-
tos de santos, no deja de reconocer que «En regocijos de esta clase
impera el canto antifonal o responsorial, litúrgico casi, gregoriano,
dejado en esos bosques por la Colonia que metió en la memoria de
los esclavos los romances castellanos, leoneses, asturianos y andalu-
ces». Y agrega, con cierto dejo triste, que «Este cantar, si importante

Tr a s l a s h u e l l a s d e l a n e g r e d u m b r e 25
para conocer la cultura de los esclavistas, y quizá su procedencia,
da la clave de la religiosidad negra que elogia con él a sus dioses
penates que proporcionan el pan escaso, los hijos abundantes, la
salud precaria, el agua que cerca el bohío, el sol de los venados, los
celajes del amanecer, la aurora, las distancias». Para Rogerio la voz
será el principal instrumento de la negredumbre, del que hará un
uso complejo y bellísimo.
Velásquez constata cómo el negro canta siempre y a todas ho-
ras, en el trabajo, cuando boga los ríos, cuando recorre los caminos,
cuando adora a los santos, cuando vela a los muertos, cuando baila
y aún cuando descansa. Será en el canto, y en especial en el canto de
responsorio, en el que se exprese la carga africana que se encuentra
más allá de la evidencia. Por eso mismo al negro le será tan fácil
aceptar el canto responsorial de la Iglesia Católica y se sentirá dentro
de su elemento cada vez que se trate de misas cantadas. La combina-
ción de las dos formas de canto de pregunta y respuesta, la africana y
la cristiana, producirá esa forma única de canto propia de los pueblos
del Pacífico que aún hoy asombra por su belleza y profundidad.
Pero será en el ensayo sobre la canoa («La canoa chocoana en el
folclor») en el que Velásquez aborde un campo de la etnografía que,
en muchas ocasiones, rebasa el límite de lo etnográfico. Me refiero
a las funciones que cumplen los objetos culturales. Velásquez esta-
blece que la canoa desempeña un papel relacionado con la guarda
de la tradición, porque su fabricación se hace realizando los mismos
pasos y usando iguales herramientas que en el pasado. Construir ca-
noas será mantener vivos conocimientos que pertenecen a épocas
remotas, en momentos en que el mundo desarrollado se encuentra
fabricando locomotoras, autos y aviones. Para el negro chocoano
aquel oficio viejo aún no ha pasado de moda y desde niño aprende los
nombres de las maderas para las canoas y, a la hora de construirla,

26 G e r m á n Pati ñ o
esta se «[…] convierte en fuente de supervivencia de costumbres que
aglutinan el ayer con el hoy, lo antiguo con lo cotidiano, la práctica o
rutina de los antepasados con el tiempo que vivimos». El tiempo no
existe, muertos y vivos habitan la misma temporalidad y, por razones
religiosas, comparten el mismo espacio.
La canoa también cumple una función económica. El árbol de
que está hecha vale. Igual el trabajo para cortarlo y transportarlo, lo
mismo que la labor del maestro canoero. Había que alimentar a los
trabajadores que ayudan en la faena. De hecho, una canoa de tres
bogas, con espacio para veinte bultos de cinco arrobas cada uno,
llegó a costar en el Chocó hasta ciento cincuenta pesos. Pese a la
irrupción de los botes con cubierta de fibra de vidrio y motores fue-
ra de borda, la verdad es que en los ríos del Chocó profundo aún se
fabrican y utilizan aquellas canoas que van de un sitio a otro, «con
velas que hincha el viento».
Velásquez tampoco olvida la función estética de la canoa. Objeto
preciado, se vuelve parte de la literatura y la música cuando se le
canta en sentidas coplas campesinas por todos los ríos del Chocó.
Para ejemplificar este paso de la canoa al reino de la poesía, Velás-
quez cita a Carlos Mazo:
Es la hora triunfal del mediodía:
fulge el Sol como un ascua abrasadora;
arde la tierra; en la región bravía
nada turba el silencio de la hora;
únicamente allá en la lejanía
donde se inclina por besarte el cielo,
rema con lentitud una canoa,
fija en el puerto su anhelante proa,
como un dolor en busca de consuelo.

Tr a s l a s h u e l l a s d e l a n e g r e d u m b r e 27
Pero también se encuentra la estética en los colores que las ador-
nan y en los nombres conque las bautizan, casi siempre de mujeres
amadas o que connotan levedad y ligereza, como mariposa, palo-
ma, halcona, etc. La canoa, por su utilidad, su aspecto longilíneo
y por el estrecho contacto con el chocoano se vuelve símbolo de lo
bello.
No olvida Velásquez que la gesta nacionalista, desde la conquista
del territorio hasta la Independencia, tuvo en la canoa a un vehículo
para el transporte de indios huidos, negros cimarrones o tropas que
acecharon a los españoles en la espesura de los bosques. Todo lo
que existe sobre el territorio fue transportado en champas de vieja
datación y sigue siéndolo en la mayor parte del Chocó. Por lo que
también la canoa cumple una función de diferenciación regional,
pues a diferencia del resto de Colombia, la antigua canoa aún sigue
viva en los ríos de este territorio de negredumbre. E igual es signo
de diferenciación social, pues no será considerada ni por la blanque-
dumbre que mencionó Zapata Olivella ni tampoco por el negro que
ya se ha hecho a la vida de la ciudad.4 Será de pobres y, sobre todo,
de negros pobres.
Desde luego, si la canoa cumple todas estas funciones, Velásquez
encontrará en el vestuario de los chocoanos otro tema de investiga-
ción que lo lleva a comprender mejor aún la cultura de la negredum-
bre. Aquí («Vestidos de trabajo en el alto y bajo Chocó»), además,
ampliará la dimensión etnográfica de sus indagaciones al explicar
la dimensión histórica del vestido entre la población chocoana. No
se limita a la visión del vestido como derivado de la conveniencia de
ciertas telas y ciertos colores en medio del inclemente clima tropical,

4 En una canción de Timbiquí se le llamará a este «negro de zapato al


pie», para distinguirlo de la negrería campesina que puebla los meandros
del río. Véase, el corte N° 10 del Grupo Canalón Timbiquí (2003).

28 G e r m á n Pati ñ o
sino que se enrumba hacia los antecedentes anclados en la época de
la esclavitud.
El vestuario, sombrero, cotón, pampanilla y, en las mujeres, te-
tero, lo mismo que los pies descalzos, no serán consecuencia de la
libre elección de la negredumbre, sino una imposición de los amos,
obligados por cédula real a «alimentarlos y vestirlos de acuerdo con
sus edades y sexos, conforme a la costumbre del país». Desde luego,
la avaricia de los señores de las minas los llevó a entregar las telas
más bastas y baratas y en la mínima cantidad posible. La semides-
nudez de los chocoanos, que tanto refieren los visitantes de aque-
llos parajes durante la Colonia y el siglo xix, se corresponde con la
cicatería de los esclavistas. De allí la hipocresía de ciertos viajeros
ilustrados, que sancionan a la mujer chocoana por su «impudicia»
o al hombre por su «abandono» al no usar camisa, sin conocer nada
de la historia del vestuario en el Chocó.
La importancia de este ensayo de Velásquez radica en que es
uno de los pocos, aún hoy, en que se trata uno de los elementos
fundamentales de la cultura, el gran ítem conformado por adorno,
vestuario y sexualidad, como parte integral de la investigación hu-
manística, otorgándole una dimensión histórica, sin restringirlo a
la mera descripción etnográfica. En verdad este es uno de los rasgos
más notables de la etnografía de Rogerio Velásquez: está imbricada
de estudios históricos, donde no solo se pregunta por el qué, cómo
y cuándo se hacen las cosas, sino también por el por qué de ellas,
lo que inevitablemente le otorga a sus escritos una dimensión his-
toricista.
Por último, hemos incluido una investigación que es más de ca-
rácter lingüístico («Gentilicios africanos del occidente de Colom-
bia»), que demuestra la gran capacidad de trabajo de Velásquez, lo
mismo que su método favorito: combinar trabajo de campo con

Tr a s l a s h u e l l a s d e l a n e g r e d u m b r e 29
investigación de archivos. Él rastreó durante meses, en Chocó, Va-
lle, Cauca y Nariño, apellidos y nombre usuales en comunidades
negras, y luego se sumergió en la sección «Negros y esclavos» del
Archivo Histórico Nacional hasta completar una colección de dos
mil nombres de esclavos, que le permitieron rastrear, hasta cierto
punto, el origen de los africanos que llegaron al Pacífico.
Se trata de una gran contribución a los estudios afrocolombia-
nos, pues está claro que no podemos seguir sosteniendo que somos
una cultura híbrida en la que se integraron españoles, americanos
y africanos, puesto que con ello se está diciendo tal generalidad,
que en realidad no se está afirmando nada. Los españoles eran ex-
tremeños, o gallegos, o andaluces, o catalanes, o vascos, es decir,
pertenecientes a comunidades con lenguas propias, costumbres
diversas y personalidades culturales singulares. Igual sucedía con
los americanos, bien sea chimilas, o noanamaes, o quillacingas, o
muiscas, o sindaguas, o wayúus, etc. Y no se diga los africanos, cu-
ya diversidad cultural era enorme y apenas si alcanzamos a imagi-
narla al leer De instauranda aethiopen salutem del padre Sandoval.
Velásquez era plenamente consciente de esta dificultad y de allí su
esfuerzo, reflejado en los resultados de este trabajo. Además, era
cuidadoso al afirmar que se trataba apenas de una aproximación,
pues los documentos de la trata están sujetos a errores, debido a
que en muchas ocasiones se relacionaba a los esclavos como ori-
ginarios de los puertos de embarque, en las factorías, sin tener en
cuenta que podían proceder de remotas regiones del interior de
África.
Cuando Velásquez escribió su estudio, las investigaciones afro-
colombianas estaban en pañales, por lo que esta indagación sobre
la procedencia cultural de los distintos tipos de africanos que llega-
ron a nuestro territorio era fundamental. Él comprendió todas las

30 G e r m á n Pati ñ o
dificultades para hacerla y citó en extenso a Aguirre Beltrán (1940)
cuando enumera todas las causas que pueden inducir a error en
esta materia. La verdad sea dicha, hemos avanzado poco hasta hoy
en esta línea de investigación, pese a que ya contamos con herra-
mientas auxiliares de carácter científico como el análisis de adn
mitocondrial.5
En suma, este capítulo nos muestra cómo Rogerio Velásquez en-
tendió a cabalidad que el objeto de la etnografía es el de comprender
una determinada forma de vida, desde el punto de vista de quienes
pertenecen de manera natural a esta, para construir una teoría de
la cultura que es propia del grupo. Su meta es captar la visión de
los negros chocoanos, su perspectiva acerca del mundo, así como el
significado de las acciones, objetos y pensamientos con respecto a
sus semejantes y su entorno.

Literatura y narración oral


La última sección de la colectánea está dedicada a lo que apasio-
nó a Rogerio Velásquez, la literatura. Incluimos un estudio crítico de
la novela María, «La esclavitud en la María de Jorge Isaacs» (1957),
una compilación de «Leyendas y cuentos de la raza negra» (1959), la
«Autobiografía de un chocoano» (1947) y una colección de letras de
canciones titulada «Cantares de los tres ríos» (1960).
El primero de esos ensayos es un aporte de la mayor importancia
para la historiografía literaria de Colombia: por primera vez, luego
de cerca de cien años de recepción, un autor connotado rompe con
la lectura prejuiciada de la novela de Isaacs, desecha la perspectiva
conservadora que solo ve en ella una relación idílica entre adoles-

5 Véase el estudio sobre las mujeres esclavas del Valle del Cauca,
que las relaciona con el marcador genético predominante
en las mujeres de Senegal, en Hurtado (2007).

Tr a s l a s h u e l l a s d e l a n e g r e d u m b r e 31
centes y encuentra en esa ficción «[…] afán por la verdad, aquello que
lo empareja [a Isaacs] con los padres del realismo contemporáneo».
Y no vacila en afirmar que «En la literatura nacional María es guía
insuperable para el estudio de la esclavitud».6
Dicho esto, que es como una proclama, Velásquez se sumer-
ge en el análisis de la novela. Detalla la geografía de la esclavi-
tud, que liga al Atrato con el Valle del Cauca; se concentra en las
transformaciones del hábitat, especialmente en las viviendas que
construían los negros, aunque no desecha la referencia a la casa
grande de los amos, relacionándolas con la obra de Gilberto Freyre
en Brasil; sigue con atención los distintos oficios que desempeña-
ban negros y negras en la hacienda patriarcal vallecaucana; presta
atención al vestuario de esclavos y lo relaciona con la indumentaria
de la negredumbre chocoana, no dejando de anotar que en este as-
pecto Isaacs falsea la realidad cuando escribe sobre «Los esclavos,
bien vestidos […]»; aborda el tema de la alimentación en María,
con énfasis en lo que cocinaban y comían negros y negras; discute
sobre el trato a los esclavos en la hacienda trapichera, aceptando
que la realidad de la esclavitud difería según el régimen económi-
co, el territorio y, desde luego, el temperamento del amo; se deleita
con la historia de Nay, a la que considera «el más brillante relato
de María»; estudia los matrimonios entre castas; se detiene por un
largo rato en el estudio de la música, los instrumentos que usaban
los esclavos y el carácter libertario que de ella emana; presta aten-
ción al baile de los negros, como si se tratara de un lenguaje y lo
denomina «[…] lámpara de amores, escape de tristezas, antesala de
lubricidad que se agazapa en la mente y en la carne vuelta llama»;
y, por último se asombra ante la poesía de la negredumbre que tan

6 Cursivas del prologuista.

32 G e r m á n Pati ñ o
bien transcribe Isaacs, y repite la letra del bunde que interpretan
los bogas en el río Dagua:
Se nos junde ya la Luna;
remá, remá.
¿Qué hará mi negra tan sola?
Llorá, llorá.
Me coge tu noche escura,
San Juan, san Juan.
Escura como mi negra,
ni má, ni má.
La lú de su s´jo mío
der má, der má,
lo relámpago parecen,
bogá, bogá.

Bunde que prefigura la «Canción del boga ausente», de Candelario


Obeso, y que le hizo exclamar al etnólogo chocoano que María «es
un cementerio de almas que piden cuentas todavía». En esta críti-
ca, Velásquez demuestra toda su capacidad de comprensión de la
buena literatura y coloca un mojón alto en la recepción crítica de la
novela de Isaacs. Su compilación de «Leyendas y cuentos de la raza
negra» resulta significativa porque se trata del resultado de un tra-
bajo de campo en el que Velásquez recolecta cuentos de la tradición,
que andan dispersos en diferentes caseríos y veredas. Son cuentos
de todo el Pacífico y no exclusivamente del Chocó, que van desde la
mitología de los buques fantasmas, hasta las versiones criollas de los
africanos relatos del Tío Conejo. En ellos se nos revela la unidad de
conciencia, o de pensamiento, que une a los afrocolombianos de la
región. La negredumbre rebasa al Chocó y llega hasta Tumaco. Has-
ta Esmeraldas en el Ecuador, debiéramos agregar. Estos cuentos son

Tr a s l a s h u e l l a s d e l a n e g r e d u m b r e 33
valiosos porque nos hablan de la materia prima de que están hechos
los sueños de la negredumbre, de las virtudes que se requieren, de
los valores que priman en la educación de estos afrocolombianos, y
aún de los anhelos reprimidos de muchos de ellos. Son material en
bruto para abordar un estudio sobre la subjetividad de los afroco-
lombianos del Pacífico.
La «Autobiografía de un negro chocoano» parece ser un trabajo
de corte académico, exigido por el Instituto Etnológico del Cauca,
pues tiene la forma clásica de un estudio de caso en el que se deja
hablar al entrevistado. El investigador lo incita con preguntas y solo
transcribe las respuestas. Resulta entonces un relato libre, aunque
incompleto, en el que el interés de Velásquez se centra en los años de
formación de José Ángel Rivas, un barrendero de Nóvita. Este texto
nos ilustra sobre los temas que preocupaban a Velásquez cuando
aún era un estudiante o estaba apenas graduándose de etnólogo. Ya
está claro que no será indigenista o arqueólogo, como la mayoría de
sus colegas y docentes, sino que se encuentra inquieto por la subje-
tividad y la vida de sus hermanos negros. Es un texto de iniciación
que muestra el oficio literario de Rogerio y su capacidad para cons-
truir un relato a partir de fragmentos de información.
Finalmente incluimos la colección de canciones titulada «Can-
tares de los tres ríos», en la que Velásquez vuelve a mostrar su enor-
me capacidad de trabajo y su insaciable curiosidad intelectual. Él
reúne decenas de coplas, que agrupa de manera organizada y que
proceden de diversas regiones del Chocó. Cada sección de los can-
tares tiene una breve introducción en la que brilla la prosa elegante
y apasionada de Velásquez. Debe decirse que, al igual de José María
Vergara y Vergara, Jorge Isaacs, Rafael Pombo, Bernardo Merizal-
de, Víctor Manuel Patiño, Gisela Beutler y otros, Rogerio Velásquez
le otorga la mayor importancia a colectar las letras de las canciones

34 G e r m á n Pati ñ o
tradicionales, pues aprecia en ellas una forma de literatura. Y las
escoge como material de estudio para ahondar en explicaciones re-
lacionadas con sus indagaciones etnográficas. Por ejemplo, el ensa-
yo sobre la canoa en el folclor chocoano está matizado con citas de
muchas de las coplas recopiladas, pues ellas aportan ejemplos per-
fectos de la subjetividad de las comunidades estudiadas. Además las
admira y se regodea con ellas, pues cree ver allí la muestra de una
lengua pura y transparente. Por eso afirma, con Nervo: «[…] y así,
por no ser mío, y por acopio/ de tantas excelencias que en él copio,/
este libro, es quizá, mi mejor libro».
Los compiladores aspiramos a que esta selección acerque a los
lectores a la obra de un intelectual olvidado, pionero —con Aquiles
Escalante— de los estudios afrocolombianos, novelista, poeta, histo-
riador, etnólogo, educador y un brillante exponente de la capacidad,
audacia intelectual y deslumbrante inteligencia de los hijos de la
negredumbre.

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36 G e r m á n Pati ñ o
historia
El Chocó en la independencia de Colombia*

«e xc e l e n t í s i m o s e ñ o r :
En este día me da aviso don Julián Bayer, comandante de la
Columna de Atrato, de estar sometida a la obediencia del
Soberano, la Provincia del Chocó; yo creo que esta es la última
que lo ha hecho de todo este Reino, y acaso de todos sus
dominios en América».

Introducción

Estampa breve de la tierra


A principios del siglo XIX , la extensión superficiaria del Chocó
era conocida ampliamente. Por las trochas indias o mineras, con-
quistadores y traficantes de toda laya habían recorrido la tierra que
iba desde el golfo de Urabá a la frontera ecuatoriana, desde el Da-
rién panameño a los valles de Curazamba. Picachos y sabanas de
Frontino y planadas de Nore, Sasafiral, Tres Morros y Paramillo;
las quiebras de Chamí y las crestas de Andágueda; las gargantas del
Calima y del Dagua; la serranía del Baudó con sus macizos prin-
cipales, montes y voguada; del Pacífico, todo había sido visto en
conjunto en sus problemas físicos, humanos y económicos.
La mayor parte de la colonización se hizo por el agua. Ríos y ma-
res visitados en potrillos como los descritos por Colón o Francisco
Silvestre, en 1789 (Silvestre, 1927), abrieron los secretos de la comarca.

*Primera edición, Editorial Hispana, Bogotá, 1965.

41
Desde 1500 hasta 1810, el curso y dirección de las corrientes, ciéna-
gas y fajas que separan los sistemas, empezaron a figurar en infor-
mes y libros, no con la precisión requerida, pero lo suficientemente
aproximada para dar a la Península una noticia de la región. El in-
terés del oro o la fama de eeste contribuyó, como pudo, al descu-
brimiento de playas duras y boscosas, de remolinos y torrentes, de
bahías y ensenadas abiertas a lagartos, tigres y serpientes.
Gracias a un funcionario español, cuyo nombre no ha sido re-
velado, se conocieron las posibilidades del Atrato, en 1777. En estilo
ágil, vigoroso y expresivo, el viajero anónimo contó las vegas de la
Provincia de Citará, sus ríos de estancias y canalones, sus pueblos
que no crecían, los transportes del medio, las cuadrillas esclavas, los
hombres de los amos, la fauna y la flora, el comercio, la vida indíge-
na que desaparecía desde Irachura, en Andágueda, hasta la isla de
los Muertos, en el mar de los caribes. Este documento con planos
y mapas arroja una gran luz sobre el pasado de los hispanos en las
costas occidentales de Colombia.
Antonio de la Torre y Miranda, Jaime Navarro, Antonio Arévalo,
Antonio de Guzmán, Bernaldo de Quiroz y muchos otros mostraron
la grandeza del Atrato en sus alfaques, hoces y encañadas, ruinas y
metales. Redondean estos trabajos la investigación llevada a cabo en
1780, por el capitán de ingenieros Juan Jiménez Donoso, quien por
orden del virrey Flórez puntualizó las enrevesadas bocas del gran río,
sus lomas y pantanos, saltos de agua, cerros y cordilleras de madera,
aves y puercos monteses, palmas reales y cimarroneras de nativos.
Otros que se encararon con el Atrato fueron Fidalgo y Monte-
negro. Fieles a la sabiduría de su tiempo, estudiaron sobre él la ca-
rencia de inmigración, su economía, la ninguna forma de cultura
de su conglomerado, los usos y costumbres de los naturales y los
emplazamientos de los negros. En sus márgenes, hablaron de las

42 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
vigías de las Pulgas y Tumaradó, de Bebará y Quibdó, de los días de
navegación de Cartagena a Citará, a puerto de Andágueda e istmo
de San Pablo, sin olvidarse de abogados y picapleitos que perturba-
ban el sueño de jueces y tenientes.
Si el descubrimiento del San Juan, en su parte media, fue obra de
Melchor Velásquez Valdenebro y de su hijo del mismo nombre, en
1575, las desembocaduras fueron conocidas por Pizarro, Almagro y
Andagoya. Por orden de Vasco de Mendoza y Silva, Cristóbal Quin-
tero y Arias de Silva, recorren el río hasta Nóvita, en 1593 (Ortega,
1921). Por estos capitanes entran en la historia los indios chirambi-
ras o charambiráes, los de Baeza o Baudó, Catre y sus vecindades,
las riquezas mineras de Cucurrupí y de Yarrama, los insectos que
llenaban el aire, las víboras y los osos perseguidores, las tempesta-
des siniestras que sacuden la naturaleza. Montando guardia con los
arcabuces, se catean las riberas con bateas circulares, se funda a Sipí
con el nombre de San Agustín de Ávila, y se cae sobre los noanamáes,
que irrumpían sobre Paya y Tatamá con incendios y asonadas.
Cartógrafos y geógrafos midieron y describieron los océanos,
desde Morroquemado hasta Santiago, en el vecindario ecuatoriano,
y desde el cabo de la Vela hasta Veraguas. En esta labor se conta-
ron abras y ancones, se fijaron las distancias de un punto a otro, se
midieron las hondonadas y se citaron los ríos. Fieles a la historia y
orgullosos de sus corraciales, los viajeros, en navíos seguros, canta-
ron las hazañas de los que ganaron para la monarquía tantos anega-
dizos y montañas, tantas barras de arena y tantas soledades.
Ojeda y Balboa, Pizarro y su gente, Cieza de León y Oviedo y
Valdés fueron los primeros en informar a España las excelencias
de las costas. En 1790-1791, Alejandro Malaspina habla de la des-
población natural del Pacífico, de la pobreza comercial del lugar y
de la carencia de caminos. Entre estaciones opuestas, virazones y

H i s to r i a 43
calmas, en noches inclementes y días despejados, sujetó a observa-
ciones exactas de latitud y longitud las islas del Gallo, las Gorgonas
y Buenaventura, Chirambira y cabo Corrientes, San Francisco So-
lano y los islotes de Malpelo (Merizalde, 1921).
En 1810 se conocían ya los istmos buscados por Carlos v, y las
casas reales de Portugal e Inglaterra. El punto de unión de los océa-
nos que movieron los esfuerzos de Colón, Juan de Solís, Hernán
Cortés, Lucas Vásquez de Ayllón, González Dávila, Gaspar de Cor-
te-Real, Vespucio y muchos más, se descubrió subiendo el Atrato o
atravesando la manigua de Napipí o Truandó. Por el San Juan y el
Quito se hallaron los arrastraderos de San Pablo y los que llevan al
Pacífico.
A propósito del canal de la Raspadura, el Chocó es estudiado en
todas sus posibilidades. Hombres como el piloto vizcaíno Goyene-
che, en el siglo XVIII ; don Antonio de Ariza, en 1774; el arzobispo-
virrey, en 1789; el sabio Caldas, Humboldt y don José Ignacio de
Pombo, en 1803, no solo analizan la practicabilidad de la comunica-
ción, sino que meten en el conocimiento de los americanos nuevas
ideas de la comarca afortunada. Entre mapas hidrográficos y des-
cripciones del ambiente, se exaltan las ventajas comerciales que ob-
tendría el Nuevo Reino con la realización de la obra que preocupó,
más tarde, la mente del Libertador.
Además de los trabajos anteriores, Humboldt se había detenido
en los vegetales que alimentaban los bosques que van de Pasto a
Centroamérica, para preguntarse por el número de los estudiados
en obras impresas, por los descubiertos, pero no analizados, por los
que llenan, en fin, el globo de las cordilleras chocoanas. Después
de penetrar en el eje orográfico de la región, revisa los montes que
hunden sus espuelas en el Atrato, en las costas, en el San Juan y Pa-
namá. Frente a la conformación del territorio, se extasía en el istmo

44 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
de San Pablo, en el oro de Andágueda, norte de Quibdó, Indipur-
dú y Nóvita, para describir los cargueros que cruzan «la humedad
constante, descalzos sobre la arcilla espesa y cenagosa, y pasan a
nado profundos arroyos de agua fría» (Pérez, 1959).
Este era el Chocó de 1810. Ríos, lagunas y campos incultos, breñas
escarpadas, páramos. En medio de centellas palpitantes, de anorma-
lidades en la temperatura, bacterias, parásitos y virus, tierras rea-
lengas entregadas, conucos de pansembrar y recoger, escasas raíces
comestibles, minas de oro y platino, etc.
Afianzado el poder político, los montes bajos podían ser culti-
vados por realistas convertidos en revolucionarios, por soldados o
conspiradores empedernidos, o poblados por mesones y tambos de
indios y barracas de esclavos. En islotes y bacanas abriría el comer-
cio su especulación con los cerdos que faltaban o con los hatos nu-
merosos que concedían privilegios.
Con la revuelta de julio, se defenderían los puertos principales.
Allí estaban Urabá y Bahía Solano, Buenaventura y Tumaco, entre
tantos que figuraban en las expediciones de Hernando de la Serna,
Fidalgo y Montenegro. Todos eran aptos para estancias y granje-
rías, vigías y atalayas, cercos de vacadas y factorías de lucro. De
todos partirían naves cargadas de zarzaparrilla y maderas. El honor
nacional pedía luchar por estas anfractuosidades que llevarían al
universo las riquezas forestales y agrarias del país.
En nombre de las ramadas largas y estrechas donde nacieron
los hijos, del fuego casero que secó los petos y aljubas de los que
creyeron en El Dorado, los chocoanos de 1810 amaron el riesgo de
las batallas y el desafío de lo sorpresivo. Por ganar el bienestar que
brindaban los filones y reducir los poderes excesivos, por derribar
un régimen que sojuzgaba a los hombres en lugar de servirlos por
restaurar derechos primitivos e inalienables conculcados en más de

H i s to r i a 45
trescientos años de violencia, amos y esclavos siguieron la dirección
de Santa Fe y Cartagena para romper el viejo cerco, realizar una
aspiración, fundar un orden nuevo y clavar, en la conciencia de los
que sobrevivirían, el sueño de nuevas esperanzas.

Caminos
La posición geográfica del Chocó influyó siempre en favor de su
aislamiento. A gran distancia de Cartagena, Cali, Santa Fe de An-
tioquia, Neiva y Popayán, comenzó a crecer trabajosamente entre
bosques tropicales, praderas y páramos, farallones, contrafuertes
y pantanos, ríos violentos y de fiebres, amén de océanos difíciles
para navegar en la mayor parte del año. Estas duras condiciones
impedían e impiden todavía su salida natural al interior del país y a
pueblos del continente.
Sin embargo, lo anterior no releva a los españoles del cargo de
abandono. Tozudos y tenaces como eran, habrían podido mejorar
las trochas de los indios, aprovechar los baquianos de taludes y hon-
donadas mineras para trazar, en el corazón de la maleza, rutas de
penetración, antes que conformarse con los atajos que corrían «por
ásperos y escabrosos senderos, peñascos elevados o valles húmedos,
por laderas estrechas, derrumbas, cerros nevados, soledades, puen-
tes qué pasar, quebradas qué seguir, ciénagas, lodos y espinas qué
pisar, aguaceros continuos qué aguantar, todo a pie, de seis, diez y
quince y veinte días de largo, sin otra esperanza de víveres que los
que se llevan cargados en los hombros hasta llegar a los puertos y
embarcaderos» (Carrasco, 1945).
De Bebará a Antioquia; de Bebaramá al mismo lugar; de Andá-
gueda al Cauca; de Nóvita a Cartago; de la costa del Pacífico al Atra-
to; del Atrato al Sinú, que llevaba a Cartagena; del Calima al Dagua,
y de aquí al Valle del Cauca; de Naranjal a Sipí, y del golfo de Urabá

46 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
a Santa María, tierras de Cana y lugares adyacentes, comerciantes y
esclavos cargueros tenían, fuera de boquerones, despeñaderos, fra-
ga espesa, humedad y moho, que pegar el cuerpo en el barro, partir
las corrientes a nado o en balsas, apoyarse en plantas venenosas,
troncos viejos o reptiles dormidos, descansar en madrigueras o en
las raíces de los grandes árboles. Así pasaba el correo, las vituallas,
los instrumentos de labranza, las semillas, telas de Quito o del Rei-
no, paños y lienzos de altares, imágenes y pólvora.
Frente a este embotellamiento, el visitador Juan Jiménez Dono-
so, en su Relación del Chocó, escrita en 1780, pedía, sin resultados
positivos, el arreglo de los caminos de tierra que mediaban entre las
provincias chocoanas y las de Popayán y Antioquia, de modo que
todos pudieran ser transitados con mulas o bueyes. Los problemas
del istmo de San Pablo y Bocachica; los que envolvían las montañas
intermedias entre Nóvita y Cartago, y las que separan a Quibdó de
Cali, obstáculos evidentes para el progreso regional, fueron lleva-
dos al gobierno de Santa Fe para ser estudiados de acuerdo con las
exigencias del comercio. Los impedimentos subsistieron porque la
mano de obra indígena y la de procedencia africana estaban empe-
ñadas en servir al feudalismo ultramarino o en aporcar la aristocra-
cia que nacía en los predios americanos.
No hay razón para que la misma comunicación de Napipí con el
interior del país, conocida minuciosamente por Jiménez Donoso,
no pudiera perfeccionarse. Con ella, los papeles de la Corte y los
de las cancillerías del Perú, Chile, Argentina y Paraguay entrarían
a Cartagena en un lapso de treinta y cinco días, salvando el Atrato
y el Sinú. La intervención de don José de Acosta en contra de la vía
produjo el milagro de dejar los montes en su sitio y las cordilleras
como habían nacido, en obediencia de la fe. Otros acontecimien-
tos se hubiesen experimentado si Felipe II deja abrir las sierras y

H i s to r i a 47
trastornar los ríos, como lo pedía el sevillano Francisco López de
Gómara, en su Historia general de las Indias.
Mientras Citará se comunicaba malamente con Antioquia y Car-
tagena, Nóvita salía al mundo exterior por el camino de Ita, tan traí-
do y llevado por don Pedro Fermín de Vargas. Esta ruta comercial,
que nutría a Pasto, Quito y Popayán, no había crecido en limpieza ni
por los esfuerzos de los capitanes Cristóbal de Troya, Pablo Durango
Delgadillo, Francisco Pérez Menacho, Vicente Justiniani y Hernan-
do de Soto Calderón. En más de ciento treinta y seis años de existen-
cia continuaba siendo, en 1800, «una bóveda sombría de cincuenta
centímetros de ancho, cuyo suelo estaba constituido por lodazales
perpetuos, y la techumbre por las entrelazadas ramas de árboles se-
culares, albergue de horribles ofidios y de toda clase de sabandijas»
(Merizalde, 1921).
Otro camino abandonado fue el seguido por Balboa en el des-
cubrimiento del Pacífico. Se le dejaría por orden de Pedrarias, por
las subidas fatigantes, por la vegetación impenetrable, el calor de las
hoyadas, por el miedo a las rocas cortadas a pico o a las serpientes
que se ensañaban contra hombres y caballos. Se le descuidaría pro-
bablemente por los mosquitos y jejenes, por sus alturas y espejismos
que mareaban, por los murciélagos que desangraban, por los puen-
tes de bejucos levantados por la indiada. Con el olvido de esta vía
se detuvo el avance cultural del bajo Atrato, la comunicación con
Antioquia y la Provincia de Biruquete, que correspondía en mucha
parte al territorio chocoano.
El sendero que comunicaba a Cali con los ríos: Timba y Yuru-
manguí, «de piso firme y sin ríos, propio para el tránsito de bes-
tias», como escribió de él don Pedro Agustín de Valencia, tesorero
de la Real Casa de Moneda de Popayán, fue olvidado como el del
Dagua a Vijes, por donde había pasado Andagoya y bajado gente

48 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
de Benalcázar. Con la pérdida de ambos se cancelaron las posibi-
lidades de colonizar el alto y bajo Chocó, en las desembocaduras
de sus ríos principales, ricos en oro, esclavistas y africanos, como
pobres en cultura y educación, economía y disciplinas manuales y
en arrestos para vencer el lodo de los caseríos, las emanaciones de
los manglares, las enfermedades y el hambre que se calmaba con
raíces, plátano, ratas salvajes y pescado.
De los ríos se acordaron en España para cerrarlos, como ocu-
rrió con el Atrato, para cobrar por cruzarlos, o por los quintos que
producían sus arenas. Escollos, agua que se estrella en las rocas,
troncos de árboles, precipicios, orillas montuosas, fragosidades im-
posibles de remediar en los terrenos cercanos a sus márgenes, cosas
adversas que ayudaron a afirmar la libertad de la persona humana,
solo fueron vistas en los albores de la revolución por don Antonio
Villavicencio, trescientos años después de que los nativos habían
luchado con ellas con el cuerpo y el alma, con la sangre y los huesos,
los pulmones y la vida.
La comunicación marina se vio interferida por requisitos y dis-
posiciones. Condiciones físicas de las embarcaciones; permisos sa-
nitarios, visas y órdenes de Quito o Perú, Panamá, o Santa Fe, eran
necesarios para viajar de Chirambira a Guayaquil, Lima o Callao.
Con estas restricciones, solo se podían efectuar dos o tres salidas al
año, «gravando a los interesados en alguna cantidad, con la estipu-
lación de no navegar otro, para que escaseando los víveres y efectos
se vendieran a los mineros; por el dueño del barco, como único ven-
dedor, a más, subido precio» (Giraldo, 1954).
La costa sur esperaba anualmente una nave con el comercio que
cruzaba el cabo de Hornos. Con más viajes y menos lucro de los
dueños de canoas chatas y champanes, el bajo Chocó habría cono-
cido talleres, agricultura, comercio, contacto político con el mundo

H i s to r i a 49
de Santa Fe o Panamá, ciudades y escuelas; con navegación regu-
lar, el océano que vio Balboa desde las cumbres del Quarequá, go-
bernó Andagoya hasta San Juan de Micay, y metió en la historia
universal don Francisco Pizarro con sus luchas y mortificaciones,
habría enseñado a sus hombres a vestirse, a disminuir los ídolos y
los adoratorios del demonio, a formar y templar el carácter para
sortear con éxito la miseria que los aquejaba.
Al estado español no lo preocupaban las ventajas militares ni las
responsabilidades de la colonización. Bases estratégicas, defensa de
fronteras, ruedas y caballos se olvidaron en esta parte del Nuevo
Mundo. Para la capa social dirigente, lo interesante eran sus posi-
bilidades de subsistencia, el oro para halagar, lisonjear y merecer,
propiedades para transferir, esclavos para lograr o donar, indios
para oprimir, reales mineros para gozar con avaricia. Para abatir
estos excesos, los de abajo, conociendo sus raíces, se abrazaron a
la revolución granadina comenzada por el padre Las Casas en la
primera mitad del siglo XVI .

50 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Parte primera

Las razones de la independencia


«Cuando una larga cadena de abusos, y usurpaciones, que persiguen
invariablemente el mismo objetivo, hace patente la intención de reducir al
pueblo a un despotismo absoluto, es derecho del hombre, es su obligación,
arrojar a ese gobierno y, procurarse nuevos guardianes para seguridad futura».
Preámbulo de la declaración de independencia
de los Estados Unidos de América

La provincia económica
a) La agricultura regional
Si la agricultura del Chocó en los tiempos actuales es algo de-
sastroso, la de la Colonia fue apenas de subsistencia. Diez mil ríos,
treinta o cuarenta grados centígrados de calor, humedad relativa de
85%, nubes amontonadas y electricidad atmosférica que se resuelve
en relámpagos, rayos y centellas, y precipitación pluviométrica de
8.000 a 10.000 milímetros tenían que incidir sobre la agricultura.
Como consecuencia, aparecieron el hambre, la pobreza económica
y los malestares generales que criaron las tensiones internas entre
las clases regionales.
No obstante los signos anotados, la tierra, obedeciendo la polí-
tica de los reyes, habrían podido mejorar los niveles de vida de los
habitantes. Lavado el suelo por la lluviosidad, quedaban las terrazas
aluviales de las riberas, las localidades costeras del Cario, donde es-
taban ubicadas Concepción, Mandinga y Caimán, y las veras de los
ríos que desembocan al Pacífico. Frente a estas condiciones, ampa-
radas por la hidrografía y la climatología ambientales, se alzaba el

H i s to r i a 51
español mortificado por las inundaciones y vientos que desgajaban
las colinas, las hoyadas coluviales sin vías, la mano de obra escasa
que se debía pagar, la selva cercana con sus hormigas y pulgones
que empobrecían los cultivos, el contacto con animales de presa,
especialmente el murciélago que desangraba al ganado.
Fundas o granjas en un suelo como el nuestro requerían volun-
tad, poderío, ansias de producir como Antioquia, Valle o Cartagena.
Mas el peninsular fue inferior al medio que lo sostenía. De ahí el
precario sustento con que se alimentaba, la dispersión de sus centros
poblados, sus fallas de previsión, su inestabilidad y desamor al agro,
su torpeza en transportes y en problemas sanitarios. Con buques,
caminos y mercados, había acelerado el crecimiento de las aldeas,
explotado con éxito los recursos naturales, cambiado las costumbres
de los colonos y campesinos, dado vigor a la economía general, que
se asentaba, antes que todo, en la armazón de los minerales.
El terrateniente pastuso o payanés no fue hombre de planes para
el porvenir. En medio de tempestades agresivas como las descritas
por Caldas, se contrató con un monocultivo frugal, pobre y des-
mirriado. Chontaduro, yuca, plátano, ñame, granos de maíz, dos
o tres árboles frutales, caña dulce y cacao en pequeñas cantidades.
Para él, la libertad política se conseguía con el ejercicio de socavo-
nes u hoyaderos, tomas o fosos longitudinales. Empero, disputaba
por tierras vecinales que se destinaban para la descendencia, nunca
para labrarlas y convertirlas en recursos alimenticios de que tanto
se necesitaba.
Hablando de lo agrícola, el Chocó era rico como el que más del
Nuevo Reino. Los inconvenientes de su geografía contribuían a ello.
Agua por todas partes. Tierra abundante para una fragmentación
proporcional y adecuada de la población, y clima variado, todo ha-
blaba de sus posibilidades potenciales.

52 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
La fertilidad del país, que además de dar con abundancia todos
los frutos necesarios para la vida, puede enriquecer a sus habitantes
con sus preciosos productos de oro en muchas minas, cacao, añil,
tabaco, café, algodón, cañas dulces para azúcar, palo de tinta y ca-
rey, además de cera de indio y todo género de maderas y materiales.
Pues si en las mejores colonias que tienen los extranjeros en estos
dominios, algunos de estos frutos, que se dan separados de ellas,
las hacen ricas y de tanto aprecio, y a la isla de Cuba el azúcar y el
tabaco, ¿qué utilidades no se podrán sacar de esta provincia donde
se hallan juntos todos estos productos, con la facilidad que dan tan-
tos ríos para cultivarlos y conducirlos? Bien puede creerse que fo-
mentándola podrá hacerse en poco tiempo una de las mejores de la
América, y que más rinda a nuestro Soberano (Contraloría General
de la República, 1943).
Pero el español, que estaba de paso en matorrales y sabanas, no
logró ver ni adivinar estas ventajas. Trastornado por el regreso a
la tierra de origen, rico y poderoso, no se detuvo en los campos de
cultivo de doña Clemencia de Caicedo, en los predios de Leonardo
de Córdoba, en los bosques de Unguía y de San Joaquín de Nauritá,
en los paisajes naturales de Bojayá, Munguidó y Tamaná, en las ver-
tientes templadas del San Juan o el Atrato. Al pueblo conquistador
le bastaba buscar oro, vivir como refugiado, ahorrar equipo, comer
mal, alojarse en peores condiciones. En su presupuesto no figura-
ban comunidades felices, prósperas y uniformes que sintieran el
deseo de vivir plena y cabalmente.
Puesto que los vencedores adoptan los vicios y costumbres de los
vencidos, el blanco del Chocó se alimentó de plátano, allí así, raíces
y trozos de chontaduro, que se encontraban en todas partes. Sin
rotación de cultivos, no podía hacer más. La escasez de ganado se
suplió con carnes de guagua, saíno, tatabros, venados, peces salados

H i s to r i a 53
y lonjas salpresas de Guayaquil, Cartago o Cartagena. Con razón
decía Jiménez Donoso «que unos mantenimientos y caldos, que son
los renglones más fuertes, son demasiadamente caros, por lo que
todos parecen confundidos y envueltos en su oro y su miseria, a
excepción de alguna docena de mineros que a fuerza de industria,
trabajo y fortuna, se les conoce algún caudal» (Ortega, 1921).
Aunque las tierras de pan sembrar, estancias de ganado mayor
o de caballería habían sido donadas para el sostén de los esclavos,
la avaricia ultramarina, apoyándose en la Cédula Real del 15 de oc-
tubre de 1754, llevó los baldíos a propiedad privada de los dueños
de los entables. Con esta disposición, el San Juan se dividió, entre
veinticuatro mineros de Popayán, Santa Fe y algunos señores del
lugar, y el Atrato se parceló entre quince terratenientes. En ninguna
de estas divisiones se metieron semillas y pienso, trapiches, huer-
tas y ganado. Antes que plantaciones, los fundos se convirtieron en
rancheríos donde vivía el minero y su familia, al lado de centenares
de esclavos que componían estanques, bajaban a los zambullideros
o morían bajo el peso de los derrumbes que aplastaban contra el
cauce de los canalones.
A falta de explotación agrícola de las nuevas tierras recibidas, las
oligarquías caucanas cobraron impuestos por usarlas. Plantaciones
y sementeras, corte de maderas, caza y pesca fueron tasados. Ade-
más de prisiones por deudas, insultos y vilipendios, el colono negro
o el mulato se vieron obligados a hacer agricultura nómada y difícil
por la situación de los transportes, por la falta de un gremio inte-
resado en los cultivos y por las minas que permitían el incremento
ilícito del oro que se «registraba en la Aduana, sin pasar una vez
siquiera a manos de los labradores» (Giraldo, 1954).
Mulatos, zambos y negros libres cultivaban para sobrevivir. Don
Carlos de Ciaurriz, que los vio personalmente en 1803, dice de ellos:

54 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
«La situación baja, pantanosa y anegadiza de lo interior de estas
montañas no tiene otro recurso que el de las vegas que hay distantes
unas de otras en la longitud de los ríos. En ellas residen precisamente
dispersos mulatos, zambos y negros libres de dichos partidos para
cultivar y subsistir con sus familias, alimentándose con los mencio-
nados frutos y la miel que benefician de la caña y haciendo comercio
proporcionado a sus cosechas con los mineros y los pueblos y con
la gente de otros ríos» (Ortega, 1921). El maíz se comerciaba con los
naturales, que lo vendían a dos tomines el almud.
Ya está dicho que el indio trabajaba para los corregidores. De
enero a mayo y de agosto al 15 de octubre permanecía ocupado, con
sus propias herramientas, en sembrar para los recaudadores. Los
jornales de cuatro reales diarios se recibían
[…] en machetes, hachas, cuchillos, cascabeles, chaquiras,
trompas, peines, bayeta de Quito, mantas, lienzos y frazadas del
Reino, sortijas de cobre, orejeras de estaño, manillas o brazaletes
de plata y otras menudencias de lo mismo para gargantillas, y todo
a precios muy subidos, de modo que el miserable indio solo viene
a ganar una tenue cantidad recibiéndola en las especies que quiere
el corregidor y no en las que necesita (Ortega, 1921).

Para evitar la rebelión contra semejante tratamiento aparecían el


cepo, la fuerza del látigo, los cambios de localidad, las retenciones
en los pueblos.
En la cercanía de piratas, el cuna entraba en la faena agrícola con
alma desesperada. Lo movía la venganza y, en ocasiones, el vestido.
Cacao y algodón de Urabá, mieles, lanas y resinas de Tumaradó,
brea y raicillas de Tarena se cambiaban por escopetas, pólvora, ba-
las, armas blancas y licores. Ingleses, holandeses y franceses de las
colonias de Jamaica y Curazao enseñaban a manejar armas de fuego

H i s to r i a 55
para defender once ríos y quebradas, habitaciones y estancias, cinco
pueblos y sus tradiciones tribales que mermaban corsarios, negros
cimarrones y españoles americanos.
Las barreras aduaneras, creadas para contener el comercio no
español, obligaron a los militares y aventureros que usufructuaban
la región a comer pan a cuatro reales la libra; sal en grano del Ecua-
dor a catorce y veinte castellanos de oro el tercio de cinco arrobas;
carne salada de res por dieciséis, veinticuatro y treinta castellanos
las cien libras; arrobas de azúcar transportada por Andágueda y el
golfo de Urabápor dieciséis hasta treinta y seis castellanos cada una;
harina extranjera de dieciséis a veinticuatro castellanos; una botija
de vino del Perú por veinticuatro castellanos. Los productos de la
tierra, como aguardiente, cacao, carne de cerdo, gallinas, se reem-
plazaban por anisado de contrabando, carne de monos y puercos
monteses, pavas y paujíes, y pescado salpreso o fresco cazado con
arpones, lanzas y atarrayas.
Ya en las postrimerías de la Colonia el comercio fue libre y casi
todo realizado por contrabandistas. Sin el correspondiente pago de
los quintos, salían por el Atrato el oro, la quina y los frutos a Por-
tobelo en espera de los convoyes. Esta fuga de la riqueza nacional
por «una costa dilatada y despoblada, con abundantes surgieras»,
como lo anotó el virrey Mendinueta en 1803, dio poder a los corsa-
rios que se agazapaban en los puertos del Sinú y Urabá, disminuyó
el numerario regional, produjo carestía de géneros, efectos y man-
tenimientos que venían de Europa, y ahondó la pugna entre comer-
ciantes españoles y criollos, lo que contribuyó a debilitar más los
vínculos de la camarilla que consideraba el trabajo como un opro-
bio que debían soportar por su desgracia, los de abajo, en beneficio
de los potentados.

56 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
b) Minería
El ideal de los colonizadores de
recoger bastante oro, bastante platino, y recogerlos aprisa; y
entre tanto, sobre una arbacoa, y entre el fango y la maleza, como
los cerdos y con ellos; alimentarse con plátano que brindan los
campos y con pescado que ofrecen los ríos, regalándose en los días
grandes con un palmo de tasajo conducido desde el Cauca; andar
casi desnudos, el pie en el suelo, con una camisa de listado y unos
altos y estrechos pantalones de dril; zambullirse, buzos codiciosos
en aquel mar de calor, de humedad, de miasmas y de plagas, con
riesgo de la vida y pérdida de la salud, por amontonar a todo
trance: toda carrera, con el trabajo del esclavo, fuertes riquezas,
para ir luego a disfrutarlas a otras partes (Espinosa, 1944),

se desvaneció, para muchos, por las siguientes razones:


a) Métodos de trabajo —Los elementos dedicados a la minería
eran escasos y anticuados. La pobreza técnica radicaba en el hecho
de que entre los españoles apenas había mineros de oficio. Las he-
rramientas que venían de España, y el crecido precio del hierro en la
Península obligaban a trabajar en forma rudimentaria, separando
con las manos las arenas para extraer de su seno las pepas de oro
que se buscaban afanosas.
Para abrir una mina se usaban macanas o coas, además de ba-
rras de hierro que labraban los esclavos. En todo montaje había un
forjador de barretones y almocafres que ayudaban a remover el lo-
do de los canalones. Con la forja catalana, los negros ablandaban el
metal y preparaban los instrumentos.
De azuelas, barras y barretas habla Las Casas; como elementos
usados por los indios en cata, o cateas de oro en pozos y tiros vertica-
les. Más tarde se agregó la batea o artesa circular fabricada a compás,

H i s to r i a 57
ojo y machete. Grandes o medianas, servían para pruebas en cerros
y ríos, bombear agua de las profundidades, lavar minas, transportar
menesteres caseros, etc. Las bateas fueron de mucha utilidad en esa
época en que la minería se hacía sin estudios, sin conocimiento de
geología ni de geometría subterránea.
El mazamorreo se diversificaba, en ocasiones. Aquí, era la toma
que represaba el agua de las quebradas en forma de escalones hasta
llegar a las arenas auríferas; ahí, el canalón que exigía un número
considerable de obreros armados de manos, uñas, cachos y barre-
tas; allá, el socavón de regular profundidad y longitud, de incierto
encuentro con la veta minera; más allá, el hoyadero, dado en los
terrenos reconocidamente pobres. Para complementar el sistema,
aparecía el zambullidero que se cumplía por jóvenes más o menos
robustos, que se hundían en los torrentes con el espinazo encorvado
por la pesada piedra que descansaba en la espalda, llevando conte-
nida la respiración que, si ampliaba el tórax, rompía los pulmones y
oídos de los infelices africanos.
De esta forma, el progreso económico era lento. Sin molinos co-
mo los proyectados por el conde de Casa-Jijón; sin máquinas para
tajar vetas ni cuerpos mineros organizados como en México; sin un
fondo anual para apoyar la obra de los trabajadores pobres; sin que
nadie tuviese conocimiento de mineralogía, ciencia pedida por Pe-
dro Fermín de Vargas en algunos de sus estudios; secando lagunas
con zanjas a impulso de bateas; cambiando el curso de los ríos con
madera y arena para alcanzar el mineral; transportando materiales
a hombro para tender los canalones en zigzag; sin agua permanente
para correr la arena de los entables; sin dinero para construir pilas
o estanques; sin molinos, de pisones y de arrastre como los emplea-
dos por Boussingault, en Mariquita; sin cuñas ni almádenas; sin
conocer el uso de la pólvora para volar rocas y peñas, ni grúas para

58 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
remover los obstáculos, la minería chocoana, en la época colonial,
no fue una ventaja, sino un sacrificio.
b) Pobreza de los mineros —Con lo anterior, el negocio empo-
brecía. Don Pedro Fermín de Vargas, que estudió a fondo el proble-
ma, escribió:
Por cálculos bien aproximados se ha computado que entre
minas ricas, medianas y pobres, unas con otras, sacará el negro más
diestro la sexta parte de una onza de oro, o dos pesos cinco reales,
excepto el real del día. El año lo dividen los trabajos por mitad,
empleando la una en la extracción y caza de las arenas auríferas, y la
otra en su lavado. Quitando noventa días de los trescientos sesenta
y cinco del año, por razón de las fiestas, quedan útiles doscientos
ochenta y cinco, de los cuales se emplea la mitad en lavar las arenas
menudísimas, que producen por cada negro 374 pesos y medio real.

Como los víveres son extremadamente escasos y caros en las tierras


de minas, por razón de ellos, vestuario y enfermedades, que gaste
diariamente un negro cuatro reales, quedando en favor del amo 191
pesos, cuatro y medio reales anualmente. Quitemos por razón de
herramientas, gastos de bateas y otras menudencias de poca consi-
deración, 8 pesos todos los años al respecto de cada negro, y quedan
183 pesos, cuatro reales y medio, poco más de 90 pesos de oro. Re-
bajando de este producto los derechos de quinto, fundición, amone-
dación, etc., apenas quedan a favor del minero 80 pesos de oro o 160
de plata. De manera que suponiendo que un minero mantenga su
mina corriente con 50 negros, gana todos los años 8.000 pesos, pero
muy pocas son las minas de estas conveniencias (Vargas, 1944).
Hasta 1803, según Carlos Ciaurriz, «las minas del Chocó se lava-
ban cada seis meses, con cuadrillas y mayordomos o administradores,
capitanes o capitanejos. Separado el oro de la platina, y apuntadas las

H i s to r i a 59
cantidades en los libros respectivos, se denunciaban a las Cajas Reales
para satisfacer el Real derecho de quintos a razón de 3%» (Ciaurriz).
Lo sacado, extraídos los doblones de su majestad, no alcanzaba para
cancelar los costos; pagar los comestibles y demás cosas necesarias
para la vida humana.
De esta forma, el empeño de los mineros, sus pleitos continuos y
el pago de sus deudas con los negros, desmantelando la provincia,
hacían la pobreza general, lo que se hubiese evitado explotando la
sal del Atrato o el cobre de Andágueda o la plata de los criaderos
del San Juan, para citar minerales que pesaban en Europa. Pero el
español puro o el raizal americano se deslumbraban con el oro que
sostenía navíos en Génova y Cerdeña, Sicilia y Nápoles, amén de
fuertes y atalayas organizados meticulosamente para la defensa de
los turcos en las costas italianas.
Tiempos de calamidades mineras fueron los años de 1756, 1777 y
1780 por el alza del fierro, el acero y el sebo colados. Para el último
año citado, la región pedía artesanos calificados como los de Car-
tagena y Portobelo, y, sobre todo, productos extranjeros que suplie-
sen los que la metrópoli no podía proporcionar a bajo precio, como
vestidos, alimentos, herramientas e instrumentos de la capital. La
ruina fue tanta que los entables de don Ignacio de Rentería, Fran-
co Martínez y Leonardo de Córdoba se vieron tan afectados que,
de cuadrillas crecidas como eran, bajaron, en 1796, a ser simples
lavaderos, donde la gente principal se dedicaba personalmente a
buscar el metal que necesitaba para no perecer de hambre o tener
que entregar, por deudas, a los comerciantes de fula, cerdos, bayeta
y otros trapos, los escasos esclavos que les quedaban dispersos y
desordenados.
Estos mineros insolventes fueron un acicate de la revolución. El
hacer trabajar a la chusma de sol a sol; el esperar sin inquietudes el

60 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
producido de los canalones; el hacer ningún caso de las disposicio-
nes oficiales, en especial de la Cédula Real del 31 de mayo de 1789
que miraba por la utilidad de los siervos, y trataba de atenderlos en
la educación, alimento, vestido, ocupación, diversiones, habitación,
enfermedades, penas y castigos produjo escándalo en los rancheríos
y sediciones en los canalones. Los excesos ocurridos en Sesego en
1800 prueban lo que decimos.
La minería dividió a los colonos en pobres y ricos, es decir, en
amigos del sistema gubernamental imperante y en enemigos del
mismo. Los primeros no deseaban permanecer sometidos a hijos
o nietos de conquistadores o americanos, por no pagar tributos ni
derechos delegados o subdelegados, correr las contingencias de ex-
hibición de títulos, ni entenderse con problemas de composición
de tierras, o esperar la tardía confirmación real de la propiedad, en
tanto, que quedaba con la obligación de fomentar la población y de
aumentar, mediante cultivos, la chacra miserable. Los ricos, empe-
ro, se acercaban al Gobierno por las ventajas que recibían abusando
de las leyes.
Zambos, negros y mulatos libres, por su exigua capacidad tribu-
taria, crearon la minería nómada. Sin trapiches ni cacao qué cuidar;
sin tierras qué deslindar o amojonar; sin expendios de granos qué
distribuir entre los dos o tres esclavos que mantenían, se fueron
juntando con otras gentes de color o con mineros extraños a la re-
gión, aunque pobres como ellos. Como la tierra era sana, se podía
salir a poblar ríos y madrigueras desconocidos, donde se pudiera
maquinar contra la Corona, contra alcaldes que ganaban sueldos,
contra vecinos de calidad que mantenían esclavos, contra la vida
azarosa. A estos hombres de carne y hueso se debió, de 1810 en ade-
lante, el sostenimiento de la resistencia, y, en cierta manera, el éxito
final de la empresa libertadora.

H i s to r i a 61
c) Los pueblos
En la fundación de una ciudad española en América, se tenían
en cuenta diversas circunstancias. Situación, emplazamiento, con-
diciones físicas, previsión de ensanches, armonización de barriadas
de indios y españoles. Sanidad, tráfico y servicios públicos, todo
se estudiaba meticulosamente a fin de cumplir con las ordenanzas
recogidas en la Recopilación de leyes de Indias, que ordenaban a las
fundaciones «tener comodidad de agua, tierras y montes, entradas
y salidas, y labranzas y un exido de una legua de largo donde los
indios puedan tener sus ganados».
Estas disposiciones no se cumplieron en territorio chocoano.
Buscando las riquezas de los metales preciosos, los poblados se hi-
cieron en las quebradas de oro corrido en las vertientes con playas
donde se pudiera mazamorrear, en los palenques o represas que
horadaban los cauces o riberas. Quedaron sin estudiar el clima, el
suelo, el relieve y las zonas de cultivo, es decir, los puntos claves que
explican las relaciones primarias entre al campo y la ciudad. Por
olvidar estos pormenores, Citará aparece en la margen derecha del
Atrato, sobre un banco de cobre; Tadó, en una isla de escasas pro-
porciones; y Riosucio en territorio inundable.
Todos los pueblos —decía un viajero— están situados en las
vegas de los ríos, que unas más altas, y otras menos, son de reducida
extensión; y aunque es mayor la que tienen algunas por la parte de
sus declives, que descienden a lo más bajo de sus terrenos, es inútil
para edificar respecto de ser perennes los manantiales y ciénagas
que allí se encierran. Por eso están ceñidas las poblaciones a los
recintos de dichas vegas, cuyas situaciones desiguales y barrialosas
por su poca firmeza, y la lluviosa constitución del clima, se
remedian terraplenando lo posible con la piedra menuda y el cascajo

62 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
que brindan los ríos en el verano, como también poniendo puentes
en las zanjas y los arroyos que circundan las poblaciones (Ciaurriz).

Consecuencialmente, geografía y estructura habitacional, colinda-


ron. Aquí, pobreza y mugre en los ranchos de vara en tierra de los
caños mineros; ahí, tambos indígenas, abiertos al sol y a la lluvia,
erguidos sobre pilotes; allá, cubiertas de paja de cuatro planos pen-
dientes, dentro de las cuales se realizaban todas las funciones. En
Atrato o San Juan, en Urabá o la costa del Pacífico, la vivienda fue
abrigo rudimentario y provisional contra el clima, la selva, las ave-
nidas de los ríos y el paso de las serpientes. Habitaciones de esta ín-
dole indicaron la tendencia trashumante de la población, en marcha
tras del oro que saltaba de una ribera a otra, de una a otra provincia,
de las minas de Guapi a los socavones de Cana o Quiebralomo, de
las planadas de San Pablo Adentro a los zambullideros del Calima.
Los colonizadores no sintieron el ambiente templado del Tamaná
o de Sipí, las abras ardientes de Sapzurro o Acandí, las faldas de las
cordilleras que enmurallaban la tierra. Las reservas del Baudó, las
islas de Malpelo o las Gorgonas eran campos de trabajo propicios a
catedrales y monasterios, a establecimientos educativos y siembras
de toda clase, a pastoreo de ganado, a lanas y cordajes. Sin embargo,
la monumentalidad a que era aficionado el español no llegó a desa-
rrollarse en estos lugares por temor a herejes o por asaltos de indios,
por la inconstancia de los pobladores o por golillas regionales que
creían ciegamente en la eficacia del papel sellado.
Para luchar contra las importaciones clandestinas urgían ciudades
en los caminos solitarios, en las vegas de los ríos, en los talones que-
brados de los cerros. Para defender los correos de Panamá, de Chile
o de Cartagena, pasando por el istmo de Naipí o Napipí, se requería

H i s to r i a 63
cortar los riscos con aldeas, partir la lejanía con casas y hombres. La
complacencia con el paisaje y la pereza de los capataces para romper
los farallones con la mancha de los territorios en caso de guerra. Las
depredaciones de franceses y portugueses en los caminos de Antio-
quia y bajo Atrato, fueron posible por el despoblamiento.
Tierras para resistir el empuje de piratas ingleses y bucaneros de
Jamaica las había en Cacarica, Pacurundó y en los altozanos de Las
Pulgas, en el cañón del río Atrato. En Nóvita sobraban los arrastra-
deros de San Pablo, Juntas del Tamaná, y San Joaquín, pasos obli-
gados de los que penetraban en nuestra comarca. Con la inversión
de parte de los 300.000 castellanos de oro que se producían en la
comarca cada seis meses, se habrían levantado fortalezas como las
pedidas por Jiménez Donoso en 1780, tras de las cuales el indio in-
definido y el esclavo habrían defendido el comercio de los atropellos
de tantos que, viviendo en holganza, amancebamientos y bebidas,
interceptaban los correos, quemaban la correspondencia real o de
los particulares, y se incautaban los intereses del Virreinato o de los
adinerados de las minas.
Desaparecido San Andrés y muerta Santa María del Darién; ani-
quilada San Sebastián de Buenavista y sin valor económico Man-
dinga y Concepción, el mar Caribe servía para hundir naves que
iban a La Española por géneros o a Sanlúcar de Barrameda con
intrigas y apetitos. Las olas encrespadas no hacían daño a puertos
abrigados como Cartagena o Santa Marta, sino a Zapote, aldea de
negros refugiados de todos los puntos del golfo de Urabá, boquete
selvático que se alimentaba con «el canto fúnebre de los monos, el
desagradable silbido del alcatraz, el monótono caer de los aguaceros
sobre las ramas de los árboles, el zumbido de los insectos, el estri-
dente grito de los rayos y el sordo retumbar de los truenos», como
escribió en su Diario don Joaquín Acosta, en 1820.

64 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
En el Pacífico nada valían ni Puerto Quemado, ni San Francisco
Solano, ni San Juan de Micay, ni Barbacoas, ni Tumaco. Buenaventu-
ra era «tierra inhabitable, calidísima y encerrada por una espesa selva
que no permitía el paso de caballos» (Archivo Nacional), e Iscuandé
se presentaba «paupérrima y de pésimos vecinos» (Archivo Nacio-
nal), según dijo de ellas fray Jerónimo Escobar, en 1582. En todas ellas
la marea cortaba el avance de los buques para dar paso al hambre, a la
escasez de sal y de telas baratas para la plebe de los minerales, hierro
para los barretones, y almocafres y perendengues para los naturales.
Como Toro, sobre el Tamaná, «con veinticuatro españoles, indig-
nos de tener vasallos a quien enseñar la fe eran Lloró, Beté, Cajón,
Monte Carmelo, Bebará o Bagadó». El conformismo de los habitan-
tes no dejaba salvar los arroyos con puentes, desecar, rellenar. Hacer
estos trabajos implicaba arraigarse en el tremedal que crecía en la
tierra y el agua, atrás de los barrancos y en los valles de estancias.
Para el colonizador del Chocó, el trópico fue una empresa comercial
que era necesario explotar con sus hombres y sus circunstancias en
beneficio de Europa.
«Los pueblos de más agradable aspecto, de más número de ve-
cinos distinguidos y de comercio más floreciente son, inclusive la
capital de Nóvita, los de Tadó y Sipí, de aquella provincia, y el de
Quibdó, de la de Citará» (Ciaurriz). Sin embargo, el virrey Caballe-
ro y Góngora, al fijarse en las ciudades del Virreinato, escribe:
A excepción de las pocas ciudades de primer orden; que tal
grado merecen respecto de las del segundo, de mera apariencia
en sus infelices edificios, de las del tercero, por la memoria de
sus ruinas y vestigios; a excepción de algunas parroquias que
posteriormente se han fundado bajo mejores auspicios, todas las
demás poblaciones del Virreinato son un reducido y pequeño
conjunto de miserables ranchos, chozas y bujíos… (Morales, 1964).

H i s to r i a 65
Así eran los poblados del Chocó al final del siglo XIX . Entregados
por el Virrey de Santa Fe a los corregidores, se convirtieron en ladro-
neras de compañías sueltas que formaban el Ejército, en barbacoas
de escándalo, robo y cautiverio de clases infelices económicamente.
En su seno, tenientes y mandones vendían indios o los repartían,
cazaban negros con perros para devolverlos a los amos, o montaban
patíbulos a la derecha, a la izquierda, apoyados en Aristóteles y en
citas sueltas del Antiguo Testamento.
d) Los impuestos
La tierra «húmeda, pluviosa y desgraciada», que recordó don
Juan de Castellanos en una de sus elegías, fue, desde el aparecimien-
to de Santa María la Antigua del Darién, campo de explotación y
rebatiña. Conquistadores, corregidores, tenientes de gobernadores
y jueces, gentes de exploración y montoneras de soldados usaron y
abusaron de la fuerza del poder para sacar, de siervos sin pan y de la
gleba sin nombre, tributos que no llegaban a España por la fragosi-
dad del territorio o la codicia de los recaudadores.
Indios de planadas o arroyos, de laberintos o de valles, todos
fueron gravados. Para sostener el idilio político de los europeos y
la anchurosidad de la evangelización los de Quibdó fueron tasados
con tres pesos, con dos los de Anserma y Noanamá, aunque obli-
gados a proveer de maíz a los minerales, y a trabajar seis meses pa-
ra los corregidores. La costumbre de tales contribuciones, que caló
tanto en el interior del Nuevo Reino, dio margen, sin embargo, a
que Alonso de Hincapié, procurador de Toro, enjuiciase a Melchor
Velásquez, el fundador de la ciudad, y a mover la rebeldía de los
urabáes, tatamas, chancos y coronados, payas y raposos hasta la en-
trada de 1800. Hombres de behetrías, carecían de hábito para dar
regalías exorbitantes a reyezuelos comarcanos.

66 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Los dos y medio patacones anuales que se cubrían por los tercios
de San Juan y Navidad; los seis patacones impuestos a los chocóes
en 1751, lo mismo que a los anaconas y forasteros de la ciudad de Po-
payán, Buga, Cali, Caloto, en tanto que a los iscuandés, barbacoas
y raposos se gravaban con ocho (Ortega, 1921); el contribuir al sos-
tenimiento de la curia con primicias y obenciones que se extendían
a los tenedores de esclavos, provocaron discusiones entre goberna-
dores vecinos, como los de Antioquia y Citará, y fugas en masa de
naturales en Lloró, Domingodó y Chintadó, Caimán y Bojayá, en el
Atrato.
Por tantas cargas desaparecieron Santa María, en el golfo de
Urabá, Lloró, Buenaventura y los emplazamientos civilizadores de
los agustinos descalzos en el Darién panameño. Si ello fue así, no
es del todo exacta la afirmación del señor Groot, cuando escribe:
«Después de la revolución de 1810, los indios se presentaban porfia-
damente ante los corregidores con el empeño de pagar el tributo de
su amo el Rey, y muchos de ellos lloraban cuando se les decía que ya
no había Rey a quien pagar tributo» (Groot, 1890). Estos indios no
debieron ser los pijaos que destruyeron a Neiva y a La Plata, ni los
chibchas del Tamaná, en el hoy municipio de Nóvita, que arrasaron
para siempre la naciente Sed de Cristo, levantada por los jesuitas.
No se escaparon los negros de esta fiebre de tributos. Nada im-
portaba que viviesen al borde de lagunas palúdicas y entre vapores
enfermizos. El mazamorrear en los ríos, que habían ayudado a des-
cubrir y a poblar, imponía un gravamen de un castellano de oro por
persona, lo mismo que por comer carne de manatí, tratar con amos
blancos, usar montes y maderas, cazar y pescar. A la empresa de la
expansión de la fe y de las ciudades de otros puntos del continente,
al cabotaje y al extrañamiento de piratas, debía contribuir con su

H i s to r i a 67
óbolo, así hubiese llegado en cadenas y en buques hediondos o ca-
reciese de un palmo de tierra de los que daban los reyes a quienes le
servían al imperio.
El derecho de mazamorreo, aunque lo pagaba la clase más mi-
serable de los chocoanos, para emplear una expresión de don Juan
de Aguirre, último gobernador de España en nuestra comarca, era
para libertos, blancos y mulatos y gentes libradas de cuadrillas, o
sea, aquellos infelices que, acabando de salir de la esclavitud, conti-
nuaban el ejercicio de extraer el oro y no alcanzaban a tener cinco
esclavos para llamarlos mineros (Ortega, 1921). En el quinquenio de
1805 a 1809, los de barrancos, rancheríos y congostos, trabajando
con las uñas, produjeron 3.684 pesos, que servirían para sostener
las milicias que intimidaban a los negros y contenían a los indios en
sus movimientos defensivos.
Los quintos y cabos de 1754 montaron a 1.315 castellanos y ocho
granos de oro, sin contar 733 castellanos y nueve granos de tributo.
Las ramas de papel sellado, alcabala de cuatro por ciento, aguar-
diente, media anata y tierras, produjeron en el año citado 2.366
castellanos, once y tres cuartos de granos que fueron avaluados en
8.826 de oro, o sea, 17.656 patacones. En 1778 y 1779 se llevaron a Bo-
gotá 11.985 pesos, once tomines y tres cuartos de granos, sin dejar de
pagar los gravámenes «en el interior, al tiempo de la recolección de
consumo de los frutos, en el comercio de una Provincia a otra, y en
la exportación de puerto a puerto por las aduanas, a los que se agre-
gaban otros derechos municipales que se exigían en los cabildos de
las ciudades y villas» (Boletín Historial, 1916).
Sobre la hacienda regional recayeron medias cuotas de empleos,
epavas, multas, tributos, comisas, retenciones, ventas de oficios, ba-
las, temporalidades, pulperías, aguardiente, tabaco, pesca de perlas,
lanzas, papel sellado, alcabala, diezmos y primicias, almojarifazgos,

68 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
sisas y armadas de barlovento. No hay que olvidar los pechos por
saldo, naipe, pólvora, la amonedación de oro y plata que embaraza-
ban el comercio interior, las gabelas por toneladas, cacerías y dere-
chos de importación que incidían sobre el comercio exterior.
El más gravoso de todos estos impuestos fue la alcabala. Caía
sobre indios y españoles, sobre bienes raíces, mercancías y activi-
dades comerciales. Multitud de artículos quedaban bajo ella. «Los
que producía la pequeña industria de los pobres y por los que no se
había pagado antes; se comprendían muchas cosas que hasta enton-
ces se habían juzgado exentas» (Archivo Nacional). Alcabala y es-
tancos de aguardiente y tabaco dieron origen a una costosa policía
de vigilancia que abusaba donde aparecía, injuriaba, chantajeaba,
ultrajaba a las mujeres, incendiaba hacerlas enteras o maltrataba a
las personas que tenían la desgracia de padecer dichos tributos.
Las disposiciones sobre estancos de aguardiente afectaron al
Chocó en grado sobresaliente. Se restringió el sembradío, subió el
precio de la miel y se extinguió la venta de anisado. En 1810 habían
desaparecido los cañaduzales de muchas regiones como los de Nau-
ritá e Ichó, hasta el punto de comprarse un frasco de miel por un
castellano de oro, lo que estimulaba la fabricación de aguardiente
de contrabando, según cuenta el gobernador Ramón Diego Jiménez
en uno de sus informes (Archivo Nacional). El cierre de los estan-
cos desparpajó a los cargueros del Tambo, La Brea y Calima, que
ganaban tres patacones por cada tercio arrastrado en los istmos y
montañas.
A los traficantes o mindaláes se les imponía un real en Andá-
gueda por los víveres que introdujeran para el sostenimiento de los
pueblos. El comerciante de Citará, Nóvita y Sipí daba el estipendio
de un real por cada cerdo, y medio real por el uso de las balanzas
oficiales. Las tesorerías de los puertos de Bagadó controlaban los

H i s to r i a 69
efectos que entraban del Cauca por Chamí, en tanto que la de Cita-
rá, con vigías y ayudantes, producían, en tiempos del virrey Salís,
cien pesos mensuales por las ropas y tercios que venían del Reino de
la sabana de Bogotá o de los puertos de El Callao.
Además de los impuestos por el peaje y cruce de los ríos, esta-
ba el gracioso donativo per cápita que cobraba Popayán. De tantos
tributos que se echaban en guerras ultramarinas, en afianzamiento
de monarquías, en quemar herejes, en armarse contra turcos, en
atuendo de virreyes y en sueldos de oidores, en perseguir sobre los
mares goletas de contrabandistas, solo quedó el grito de «viva el Rey
y abajo el mal gobierno», dado por los esclavos del Patía, cuarenta
años antes de que lo usaran Galán y sus hombres en el oriente de
Colombia.
Terratenientes y comerciantes de anzuelos, trompas y agujas,
cargueros, bogas y peones, no estaban en condiciones de sostener
un tren de gabelas como las señaladas. Alimentados deficientemen-
te, mal vestidos y peor alojados y sometidos a un régimen político
centralista que impedía el desarrollo de las Provincias, el Chocó
tenía que sublevarse en busca de la revisión de sus recursos, doblar
la producción de «caldos», hacer más hombre al esclavo, más pre-
potente al rico, y brindar oportunidades insospechadas a todos los
que acampasen en su suelo.
e) La educación
Una de las causas del atraso y pobreza de los habitantes del Cho-
có fue, hasta 1810, la falta de conocimientos adecuados en ciencias
y artes que permitieran a la comunidad preparar las produccio-
nes espontáneas que brindaba la naturaleza. La metrópoli se había
hecho sentir en la entrega de los terrenos llamados realengos, en el
hostigamiento de los indígenas errantes, pero nunca en el desarro-
llo de las industrias que tanto se necesitaban. La madre patria, en

70 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
nuestra región no buscó jamás la causa del estancamiento comar-
cano, ni menos la técnica de trabajo apropiada para el ensanche de
la factoría.
«En un mundo de preciosísimas producciones qué utilizar, de
montes qué allanar, de caminos qué abrir, de pantanos y minas qué
desecar, de aguas qué dirigir, de metales qué depurar» (Giraldo,
1954), como apuntaba el arzobispo-virrey, nadie enseñó a «observar
la naturaleza, ni a manejar el cálculo, el compás y la regla, ni tam-
poco métodos para discutir y entender el ente de razón, la primera
materia, y la forma de la substancia» (Hernández, 1947). Ni ciencias
exactas ni especulativas conoció el pueblo. La armonía del conjunto
estaba ceñida a normas, sistemas y procedimientos inadecuados pa-
ra aumentar la población, la baja productividad de los comerciantes
y conjurar el hambre que mermaba vigor a la comunidad.
Nadie preguntó, por ejemplo, si la pala y el arado eran más con-
venientes que las manos peladas o las coas en las faenas agrícolas, o
si el carguío en la espalda de los esclavos rendía más que las ruedas
o los animales de tiro. En una comarca de alta temperatura y de
humedad, que dañaba el cuero y pudría los metales, los colonizado-
res no pensaron en dominar el ámbito que los sustentaba, ya con el
abecedario, o bien con normas económicas que produjesen ingre-
sos aceptables. En Barbacoas o La Concha, en Carmelo o Los Tres
Brazos de la Santísima Trinidad, el español excitó las posibilidades
chocoanas, a caballo de los nativos que padecían por la voracidad
del capitalismo.
Sin puertos los mares, y las selvas sin caminos; sin pueblos los
ríos, y los montes sin cultivos; ociosos los canales, y la parte social
y humana empecinada en inversiones ruinosas o escasamente ren-
tables, la provincia de los chocóes tuvo por denominador común la
ignorancia que abarcaba la solución de los problemas del campo, de

H i s to r i a 71
los centros urbanos, el gobierno, la propiedad territorial, el mercado
y el comercio. La reforma de la estructura, el logro de iguales opor-
tunidades para todos estaba en la letra pura o en su espíritu, en el
libro revisado por censores, pero siempre capaz de dar un nivel de
vida más armónico con la dignidad de los americanos.
La instrucción libresca que se proporcionaba en las grandes ca-
pitales, nada tuvo que ver con el Chocó. Las escuelas privadas y
hogareñas que se establecían a diario en otros puntos del virreinato;
las creadas por cabildos y dirigidas por seglares, de que habla la
Novísima recopilación de leyes de España, no se asentaron en nues-
tro medio. Con estos instrumentos se habría fomentado
[…] la perfecta educación de la juventud en los rudimentos de la
fe católica, en las reglas del bien obrar, en el ejercicio de las virtudes,
y en el noble arte de leer, escribir y contar, cultivando a los hombres
desde su infancia y en los primeros pasos de su inteligencia, hasta
que proporcionen en su vida para hacer progresos en las virtudes, en
las ciencias y en las artes (Bohórquez, 1956).

El cuadro de la incultura regional debió de ser tan alarmante que, en


1744 se publicó una Cédula Real con miras a elevar la sabiduría de
los que transportaban caudales, pagaban derechos de embarcacio-
nes menores o por nacer contratos con los blancos. Para la alta clase,
bastaba saber que a la plebe se le enseñaban las oraciones del cristia-
no, y que se la obligaba a confesar sus pecados en las festividades de
los santos que reposaban en los minerales. Leer y escribir sobraron.
Las notables artes de leer, escribir y contar fueron reputadas como
actividades perniciosas, o motivos de desobediencia o de pérdida de
tiempo. Es cierto que desde 1503 se prescribió a los gobernadores la
enseñanza de las primeras letras al indígena.

72 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Otrosí, mandamos —decían las instrucciones a Ovando— que
luego haga hacer en cada una de las dichas poblaciones e junto con
las dichas iglesias, una casa en que todos los niños que hubiere se
junten cada dos veces para que allí el dicho Capellán les muestre a
leer e escribir, e santiguarse, e sigan la confesión o el pater noster
o el Credo e Salve Regina (Gómez, 1961).

Hasta 1803, estos deseos de los reyes no se realizaron en nuestra tie-


rra. El olvido de la lengua nacional que se buscaba trató de hallarse
en Lloró y Quibdó con escuelas de primeras letras pagadas por los
escolares, caciques, gobernadores y mandones de los caseríos seña-
lados. La guerra de la independencia cortó el plan propuesto por el
visitador Carlos Ciaurriz.
Por el golfo de Urabá las letras se enfrentaron con serios obstá-
culos. Los agustinos, entre otras comunidades, con celo apostólico
y dedicación insuperable, se propusieron aprender la lengua de los
cunas para administrar más tarde, con provecho, los santos sacra-
mentos. En tarea tan prolija no se olvidaba el castellano, que servía,
entre otros menesteres, para mantener la distancia entre españoles
y nativos, sostener la tutela sobre el indio, y oponer, como barrera,
el dialecto aglutinante de los daríenistas contra la rapacidad de los
aventureros.
Los indios nobles, sin embargo, tuvieron colegio en Toro, es los
finales del siglo XVIII . La escuela, que nació convertida en resguar-
do, se extinguió dejando cansancio en los recogidos y vagas noticias
católicas. Al final, la indiada regresó a luchar contra los opresores,
que se parapetaban en una moral acomodaticia, en un rango social
dudoso y en una economía inestable con la que se humillaba cons-
tantemente a chancos y coronados, totumas y chocóes.

H i s to r i a 73
Si la nobleza americana gastó cátedra de lectura y escritura, arit-
mética elemental, latín y gramática, los demás componentes sociales,
en montoneras y bohíos, recibieron prédicas morales para alcanzar
el paraíso. Así, en Supía y Marmato, Dagua y cabo Corrientes. Por lo
superficial de la enseñanza, leles y mohanes, sin entender la razón de
los diezmos y tributos que pesaban sobre cerdos, lechones y palomas,
quemaron y asolaron y regresaron a sus antiguas ceremonias. Como
en la costa del Pacífico, en 1646, en el Darién hubo mártires desco-
yuntados, sacerdotes atados y atravesados con lanzas, funcionarios
sagrados carbonizados y estropeados, pastores degollados y ludibria-
dos por bebedores, hechiceros y brujos sopladores (Arcila, 1951).
Americanos enemigos del trabajo admitieron la esclavitud del
africano y elaboraron racionalizaciones específicas para justificar
su papel de amos, amparados en la piel, la religión y la política, y
en resabios burgueses. Poder, riqueza, bienestar —se decía— deben
vedarse a gentes de color. El negro, para los grupos encumbrados,
carecía de inteligencia, aplicación, buen carácter, cuando no apare-
cía como desmoralizante y peligroso en medio de la sociedad. No
convenía, pues, alfabetizar a los mineros que se habían traído como
cimiento del orden económico.
Los africanos, con todo, sin habituarse a su posición, solicitaron
escuela.
Desearon modificar el atraso de la Provincia vecinos de Nóvita,
para lo cual se dirigieron al Gobierno central, en 1802, para que
se les proveyese de escuelas primarias en donde sus moradores e
indios aprendieran la religión y las letras y las prácticas estatales
(Nieto, 1955).

La petición no fue atendida. El pueblo llano, la cabeza servil, debía


asimilar las costumbres de sus superiores, y conformarse con los

74 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
sentimientos y creencias que se les infundía entre martirios y eva-
siones.
Los días coloniales chocoanos transcurrieron sin luces en mine-
ría y agricultura, en cabotaje e industrias caseras. No hubo telares
ni ruedas ni caballos ni buques. Fuera del monopolio de los metales
y de las tierras ribereñas, primó, por aquel tiempo, la ley que se
violaba por los superiores del Gobierno, o que se hacía sentir con
todos sus rigores en los tumbaderos y entables. Crecer, fabricar y
transportar no fueron lecciones que se dictaran en nuestra comar-
ca, como sucedía en Bogotá, Quito o Buenos Aires.
Ni pastoreo ni obraje ni orfebrería ni corrales. Ni cueros ni trapi-
ches ni cultivos de café, algodón o cacao. La penetración a lomo de
hombres o en embarcaciones primitivas, no podía ampliar el por-
venir. Los yacimientos de plata y cobre, la pesca en grande escala,
la búsqueda de raíces y de palos tintóreos, no florecieron por las
antipatías de las castas dominantes. Lo mismo ocurrió con la habi-
tación, puertos y geografía urbana. Tal vez los señores desconfiados
y recelosos que manejaban el territorio y que se combatían entre
sí pensaron que hombres nacidos en manantiales y tierras vírgenes
debían aprender a callar y a obedecer para sostener de esta manera
el equilibrio del Virreinato.
Pero la vitalidad de los caídos estaba en su hermetismo, en su
frugalidad, en los segmentos que integraban su mundo. Las vie-
jas esencias de la libertad estaban en el temple de los ríos, en los
indios, en los moldes del payanés que creía en la rebelión, en la
contumacia de las botas libres, en la individualidad del africano.
El pasto espiritual que faltaba en el pueblo y que había pedido en
repetidas ocasiones don Carlos de Ciaurriz, empujaba a los bár-
baros a ver el mundo con sus propios ojos, y a aceptar, contra el
Estado, que los había degradado, vendido, jugado y traicionado,

H i s to r i a 75
la acción punitiva de la violencia que se sentía llegar de cien pun-
tos diversos.

ii

Las clases sociales

La nobleza
Los empleados del Virreinato en el Chocó constituyeron la no-
bleza. No fue la tal originada en la sangre o en títulos del soberano,
pues, Ots Capdequi, investigador de estos asuntos, dice a propósito:
Ni siquiera las primeras noticias llegadas a la Corte del ha-
llazgo extraordinario de unas islas misteriosas que el destino
había interpuesto en las rutas marinas del primer Almirante de las
Indias, hicieron mella importante en el ánimo de los gobernantes
ni lograron provocar el entusiasmo de las clases sociales
aristocráticas (Ots, 1941).

Lo preclaro de tantos buscatesoros fueron los gajes otorgados, gra-


cias a los tiempos que se vivían, a la sicología del pueblo español y a
la índole colonizadora de las tierras americanas.
Estos empresarios, al mezclarse con otras razas claras, produje-
ron la jerarquía del territorio. Debajo de ella quedaron adelantados,
conquistadores, descubridores y pobladores ultramarinos, aunque
«fuesen hijosdalgo de Indias», como reza la Ordenanza 99 dada por
Felipe II . Estas nuevas familias avasallaron los comandos y ventajas
para fomentar, a su manera, el avance del país que poblaban y culti-
vaban en forma ilógica y anormal, o bien entre tensiones y torturas
que producían la inestabilidad, la confusión y la anarquía en el em-
pleo del esfuerzo y de los recursos disponibles.

76 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Tasando precios y controlando champanes; organizando arrien-
dos y monopolios o suministrando ornamentos para las iglesias;
vigilando el cumplimiento del decreto que concedía permiso al
Darién para comerciar con La Española; pesquisando contraban-
dos de plata, oro, monedas, esclavos, armas y guanines conforme a
la ordenanza de 1504; o pensando en diezmos señalados en la Cé-
dula de Talavera del 6 de julio de 1540, los delegados de los reyes se
dividieron la tierra. Poya y Tatamá, Noanamá, Citará y Baudó los
vieron en todos los puntos cardinales engrosando su patrimonio,
sin importarles los juicios de residencia, las cárceles o los dictáme-
nes adversos contra su honestidad que lucharía por obrar en armo-
nía con la moral del cristianismo.
Aunque no trabajaban físicamente, nunca descansaban. Cuando
se concluía una cuestión, aparecía otra. Si no era el tributo indio,
era el recaudo de la bula de la Santa Cruzada para allegar fondos
para vencer a los infieles. Reposando el ánimo, se entraba en quin-
tos reales derivados de plata, oro, plomo, estaño, azogue u otro me-
tal. Españoles hubo para examinar documentos relacionados con
la consecución de esclavos, otear costas, etc. Al cansarse de esto,
soñaban con pensiones y repartimientos lejos de la manigua, o con
olivares y viñedos en la tierra natal, ya que en este refugio el vino
escaseaba con frecuencia, la carne, cuando había, se alteraba, la sal
se corrompía, las botas y las lanzas se llenaban de moho, y el calor y
las plagas no permitían soñar en cosas grandes.
Por el cobro de tributos varias veces; por venalidad; por espe-
culaciones con artículos de consumo; por deportaciones de indios;
por abusos de autoridad al aplicar las instrucciones de los reyes, de
3 de octubre de 1558, donde se ordenaba «a españoles, indios y mes-
tizos vagabundos juntarse y poblar» (Puga, 1878), para contribuir de
esta manera a la grandeza de la colonización, ociosos y vagos que

H i s to r i a 77
vivían del juego, sin casas de habitación ni domicilio fijo; los despla-
zados de ladroneras y montañas; los que habían olvidado los oficios
aprendidos en la madre patria, además de indios y negros, odiaron
a esta clase que derivaba su ingreso del ejercicio de gentes que, sin
alimento, metían sus humores, sus enfermedades y su alma en los
huecos de los canalones, en los maizales, o encorvaban las uñas en
la extracción de raíces, cáscaras y frutos.
No menguaba en nada la valía del empleado la consecución de
las prebendas por dádivas o compras. Entre los que comerciaban
caseríos aparecen alguaciles mayores y alféreces mayores, escriba-
nos de gobernación y escribanos de cabildos, escribanos públicos
y del número, y escribanos de minas y registros, y jueces de la real
hacienda. Caudillos, justicias, procuradores y mayordomos, fiscales
que no fiscalizaban, protectores de indios que no protegían, tenien-
tes y gobernadores, cierran la lista. Con el sueldo se les repartían
solares y tierras de estancias, como las que dio, en 1535, Alonso de
Heredia y que historia Castellanos: «Señalan plazas, calles, perte-
nencias, / al norte, sur, oriente y al ocaso».
Esta era la nobleza que en los días sonados —llegada de un vi-
rrey a Bogotá, exaltación de un príncipe al trono, nacimiento de un
infante— vestía pantalón a la rodilla y largas medias, zapatos con
hebilla, casaca larga, abierta en los costados y mangas ajustadas,
chaleco lujoso largo por delante, capa española, joyas y adornos.
Los vestidos de paño de Segovia o de Béjar se dejaban para lucirlos
en España, en donde, al calor de vinos de La Mancha o del Rei-
no de Sevilla, se pudieran entonar canciones castellanas o galle-
gas, andaluzas o aragonesas impregnadas de fuerza como la raza
misma.

78 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Los terratenientes
De brazo con la nobleza comarcana caminaron los que habían
alcanzado las tierras desde 1513 en adelante. Las razones de entregar
la comarca a descubridores y pobladores las resume la Ley 1a., tít. 12,
lib. 4o., de la Recopilación, con las siguientes palabras:
porque nuestros vasallos se alienten al descubrimiento y
población de las Indias y puedan vivir con la comodidad y
conveniencia que deseamos, es nuestra voluntad que se puedan
repartir y repartan casas, solares, tierras nuevas en los pueblos y
lugares que por el gobernador de la nueva población les fueren
señalados haciendo distinción entre escuderos y peones y los
que fueren de menor grado y merecimientos, y los aumenten y
mejoren atenta la calidad de sus servicios para que cuiden de la
labranza y crianza (Ots, 1941).

La venta de las tierras, llamadas «vacas» por el Gobierno, y las or-


denanzas mineras, afianzaron el prestigio de los terratenientes. Pre-
gones como los de Sevilla, en 1511; concesiones y capitulaciones con
vasallos excepcionales y cédulas como las de 1504, 1511, 1529 y 1619,
reafirmaron la voluntad de poderío de una casta que nacía con es-
clavos, y, con parrafadas e influencias, corría sobre los Andes y era
dueña de todos los riachuelos de la costa.
Lo aleatorio del producido minero, y los gastos de sostenimien-
to, llevaron a la Corona a arrendar o vender sus minas ricas o de
nación. Españoles, americanos e indios podían conseguir estos en-
tables pagando al fisco el quinto correspondiente. No debían ser
mineros los ministros, gobernadores, corregidores, alcaldes mayo-
res y sus tenientes letrados, ni alcaldes ni escribanos de minas, por-
que, además de mantener una zona neutral en los conflictos, tenían

H i s to r i a 79
ellos una cuota mensual que salía del forcejeo de los humildes que,
en ocasiones, ni reían ni lloraban, sino que se daban como animales
inferiores en el fomento de la inmigración.
Así nacieron los grandes magnates de la costa. Los Tenorios, en
Micay, Naita, Mechengue, Aguaclara, Chuare y Santa Bárbara; los
Mosqueras y Arboledas, amos de Timbiquí y de gran parte del alto
Chocó; Francisco Parada, fundador por segunda vez de Iscuandé y
dueño de Sanabria; los Córdobas y Palomeques, poseedores del bajo
Atrato; los Palacios, de Cértegui; los Orobias, de Guapi; los Ola-
yas, de Tapaje y Sanquianga, Satinga y Aguacatal, Nerete y Pulviza;
Angulos, Sarmientos, Castillos y Albanes que empuñan el poder
en Telembí y sus afluentes. Con ellos se extiende la esclavitud de
los africanos hasta Quito y Panamá, abarcando las sierras de Naya,
Yurumanguí, Raposo, Calima y Cajambre, pueblos y caseríos don-
de ejercieron autoridad ilimitada los agentes de Pedro Agustín de
Valencia y Sebastián Lanchas de Estrada.
La vida del terrateniente está contada en multitud de documen-
tos por viajeros e historiadores. Sirvió para completar el descu-
brimiento de la comarca, para trazar los primeros caminos, para
avivar el descontento contra España, especialmente entre indios y
negros. Casi siempre se caracterizó por la dureza contra los escla-
vos, por fricciones con otros mineros, por la burla al tesoro público,
por sus costumbres disolutas. Al terrateniente se debe el mestizaje
racial que comenzó con el indio y se desparramó más tarde sobre
la raza africana.

El sacerdocio
El Chocó, tierra de contradicciones, padeció, hasta 1810, lucha de
clases, de sentimientos y aspiraciones. Divergencias por impuestos,
esclavos, privilegios y jornales; choques y fricciones por una econo-

80 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
mía sin saldo favorable para proyectarse sobre el Virreinato crearon
grupos que se aniquilaban por gajes lejanos o por simples caprichos
de los colonizadores.
El papel preponderante de la curia, que buscaba en nuestra re-
gión extinguir la magia, el tótem y el fetiche en negros e indios, se
vio deslustrado por el demonio de las ambiciones. La riqueza mine-
ral, la codicia de los capitalistas de otras regiones, el deseo del clero
de otros sitios que anhelaban disfrutar de los curatos, hizo nacer la
malquerencia contra los misioneros. Los primeros en sufrir el cho-
que de fuerzas extrañas fueron los candelarias, que abandonaron el
bajo Atrato en 1636. Bucaneros piratas y negociantes, que conculca-
ban las reales disposiciones al trasegar por el gran río, impusieron
la necesidad de su retiro. Años más tarde, franciscanos y jesuitas
hicieron otro tanto por la defensa de la vida.
En 1689 dejan el país los jesuitas. Comprendiendo que servían
de obstáculo a la expansión de las oligarquías seccionales, se mar-
ginaron en las selvas del Amazonas. De ahí en adelante desaparece
el convento de Toro, y vuelven las tribus que se domesticaban con
la doctrina oral al vagabundaje y a las fallas culturales anotadas
por fray Juan de Quevedo en la silla episcopal de Urabá, creencias y
supersticiones descritas minuciosamente por fray Pedro Simón en
el tomo I de sus Noticias historiales.
La curia se enfrentó a la selva y a los naturales que creían en dei-
dades que atraen el rayo y la lluvia, aumentan la caza y la pesca,
desbordan los torrentes, dan o curan las enfermedades y alimentan
los cultivos. Después luchó con los altos empleados, con goberna-
dores que embarcaban frailes a Cartagena o los encarcelaban, como
procedió Carlos Alcedo y Sotomayor con el franciscano Juan José de
Córdoba, en 1681. Representantes del imperio, como se creía el sacer-
docio, no podía dejar violar sin querellas ni algazaras las instruccio-

H i s to r i a 81
nes impartidas a Nicolás de Ovando en 1504, ni las voces de Alcalá
de Henares y Zaragoza en 1503, ni menos las ordenanzas de 1554, que
buscaban la grandeza interior de esos que se consumían bajo tercios
de cuatro arrobas sin más alimento que plátano y harina de maíz.
«La iglesia española en la Colonia “dice Eduardo Mendoza Va-
rela”, si exceptuamos breves intervalos, no fue tan solo un Estado
dentro del Estado, sino un gobierno por encima del mismo Gobier-
no» (Mendoza, 1963). Por esta razón, los doctrineros acusan a los
gobernadores por retención de sueldos. Así lo hizo el presbítero
Luis Antonio de la Cueva, en 1672. Después de demostrar al juez de
residencia que tenía permiso de la Audiencia de Santa Fe para en-
señar a los indios de Noanamá y el Raposo, San Lorenzo de Supía,
Paya y Citará, enumera los riesgos vencidos en las provincias cita-
das, su valentía de fundador de Cajamarca, y poblador de Tatamá
y Noanamá, para concluir pidiendo el pago de sus servicios como
plantador de la fe entre bárbaros que servían a militares en zonas
de provincia.
Por minas también hubo jaleo. En Santa Bárbara de Iscuandé
se acusa al sacerdote Francisco Rugi, de la compañía de Jesús, por
«llevarse los indios con ciertos pretextos de que les quiere enseñar
la doctrina, para, en el río de Timbiquí, servirse de ellos sacando
oro» (Pacheco, 1955). Sacerdotes mineros fueron Francisco de la Pa-
rra, de Santa Bárbara de Nóvita; Clemente Miranda, de Yalí; Rafael
Antonio de Cerezo, de Nóvita y Tadó. En esta empresa rivalizaban
con alféreces, maestros de campo, descubridores y colonizadores
que se repartían la comarca. «Para detener la ambición sacerdotal
—decían los seglares— era necesario providencias como las em-
pleadas en Nueva España, en 1533, antes de que la tierra toda fuese
de la curia, como había ocurrido en Méjico de 1570 en adelante»
(Bargalló, 1855).

82 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Litigios hubo entre religiosos por jurisdicción, minas, manejo
de caudales y esclavos, incumplimiento de capitulaciones de entra-
das y funciones, diezmos y primicias. Hijos de su época, amaron el
oro, el énfasis, la fuerza. «Dedicados a su negocio», según Francis-
co Silvestre; «con vida licenciosa, y desarreglada hasta convertir el
ministerio de edificación en ministerio de perdición» (Groot, 1890);
«pobres y sin letras, lo que los obligaba a hacer cosas indecentes a
su estado» (Álvarez, 1955), cumplieron, sin embargo, su tarea en lo
social, político y económico. En la vida chocoana se les halló acon-
dicionando los hábitos, las ideas y la sicología del pueblo, dando
normas y estilos, participando en fiestas públicas y privadas y ha-
ciendo obligatorio lo que acrecentaba su poder. Para conseguir lo
que deseaban lucharon públicamente contra comerciantes y pobla-
dores, amos y mineros, potentados locales y representantes de Es-
paña, contra jerarcas de la Iglesia y clero llano, con indios, feligreses
y negros, contra todo lo que estorbaba el logro de sus aspiraciones.

El indio
La situación social de los nativos era calamitosa en los comien-
zos del siglo XIX . Hasta 1661, el reconocimiento de la autoridad del
Rey provocaba, en Citará y Tatamá, guerrillas armadas, pactos y
compromisos de no agresión, que se incumplían con frecuencia. El
rancho indígena se vio en las cabeceras de los ríos y en los picos de
las cordilleras, en todo lugar que estuviese a salvo de perros caní-
bales que ganaban sueldos, y de hombres que cobraban impuestos
para las instituciones españolas.
Sería un error negar que la acción evangelizadora del sacerdocio
no melló asperezas ni costumbres de los naturales. En 1780, Juan Ji-
ménez Donoso los halló «dóciles y simples en su modo de explicar-
se y de portarse, viviendo sin fausto y sin ambición, adictos siempre

H i s to r i a 83
a bebidas embriagantes cuyo desorden degenera en lujuria y a veces
en supersticiones» (Ortega, 1921). Empero, la dureza de la vida que
soportaban los hacía huir de los pueblos del Tigre y Tarena, Caca-
rica, Calidonia, Cupica y Lloró, Pavarandó y Murrí, y someterse a
permanecer en despoblado y costas inhóspitas, en cejas de montes
sin caminos o en barrancos de tres varas.
Cerca a las ciudades ejercía oficios varios. Cuando se le arre-
bataba la parcela, entraba el indio a trabajar en los montes de los
corregidores por seis meses, para recibir en pago, menudencias. «En
algunas provincias del Chocó —dice un autor— y especialmente en
la de Tatamá, se les llegó a tiranizar obligándolos a llevar cargas a
cuestas por ásperas montañas, o por agua en canoas, mal comidos
y peor tratados y pagándoles su trabajo con géneros y mercancías
que con frecuencia les eran inútiles y siempre se las daban a precios
exorbitantes» (Arboleda, 1948). El carguío indígena más común se
llevaba a cabo de San Juan de Chamí al puerto de Andágueda, en
diez o quince días, empleando tres o cuatro naturales en la conduc-
ción de tercios que exigían siete u ocho trabajadores. No llevando
alimentación por la imposibilidad de portarla, tomaban los cargue-
ros para su nutrición de los fardos que conducían, gastos que se les
elevaba en cantidad de precio, viniendo al fin de la jornada a ganar
poco o nada, o a quedar comprometidos a hacer nuevos viajes que
esclavizaban para siempre.
En todo esto se incumplían las leyes, especialmente la 6a, 7a, 8a,
9a y 10, tít. 10, libro 60, que prohibían hacer de los naturales bestias
de carga, así lo consintieran. Con el pago de jornales en las formas
citadas, se violaban las leyes 2a y 3a, tít. 10, libros 40 y 50, para no re-
cordar cédulas, provisiones, pregones y ordenanzas que salvaguar-
daban su prestigio de súbditos de España.

84 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
El miedo a la matrícula; el ser bestias de carga; el robo de sus
mujeres e hijas, acción condenada por la reina Isabel el 3 de agosto
de 1533; el temor al cristianismo, que decía una cosa y hacía otra;
el permanecer en pueblos fijos y vestidos y hablar en castellano; la
represión de sus bebezones y sus dioses, estimularon, primero, el
odio al peninsular o al blanco en general, a los mestizos y criollos,
negros, zambos y mulatos, y, después, en forma abierta, la guerra
sin cuartel.

El negro
La base de la pirámide social estaba formada por negros que
valían menos que los indios. Esclavos como los moros, sus des-
cendientes estaban sujetos a los sufrimientos del titulaje. En las
ciudades o en los campos eran bienes terrenos de otros hombres,
cosas como el ganado o los cerdos, brazos para explotar o sem-
brar, bueyes que servían solo para construir heredades de pode-
rosos y letrados.
Jurídicamente todo el mundo podía conseguir piezas de ébano.
Mayores o menores de edad, varones y hembras, capaces e incapa-
ces, nacidos o por nacer, americanos o españoles europeos, seglares
o eclesiásticos, civiles o militares, nobles o del fuero común. Al feto
se le conseguían siervos para cuando pudiese gobernarlos. Para ser
amo en tierra firme, bastaba con nacer vivo, respirar veinticuatro
horas naturales, tener forma de hombre sin miembros de bestias,
ser bautizado antes de que muriese. La Ley XVI , tít. VI , partida VI ,
lo disponía de esta forma.
Comprado con oro sellado, tejos, oro en polvo o plata pura,
lotes de tabaco, azúcar, cacao, arroz, maíz, raíces, carnes o pláta-
nos, se le marcaba en la espalda, cadera o pecho, con letras o se-

H i s to r i a 85
ñales de los amos. Esta costumbre había sido corregida por Carlos
III , el 4 de noviembre de 1784, pero en el Chocó subsistió hasta
1800. Para inutilizar las marcas de carimbar en nuestro territorio
no habían valido rebeliones africanas, desórdenes pueblerinos,
el labrar silencioso en minas y sementeras, el oro levantado en
todas partes.
El africano soportó castigos excesivos. Por el robo de una es-
perma (Posada, 1935), fugas que se castigaban con heridas que se
cauterizaban con ají, fuego y sal, o con collares de hierro que se
soldaban sobre el cuello, además de los celebrados perros de presa,
cepo y látigo, los grilletes y las marcas, el pregón, el tumbadero y las
campanas, los cortes de orejas y narices, piernas y corvejones. Por
algo se decía «que la cabeza servil carecía de derechos».
Lo inhumano de los superiores condujo a los africanos a toda
suerte de locuras. Se paralizaron las minas y las siembras, o se bus-
caba con ahínco la carta de rescate, miraje ilusorio si se considera
que la tal valía de tres a quinientos patacones que, si se recogían en
las faenas de los días de fiesta, con limosnas y regalos, el amo recibía
el dinero y retenía la libertad. Cuando el esclavo demandaba, si se
atrevía a ello, el señor negaba haberlo recibido o confesaba diciendo
que el manumiso se lo había robado (Rojas, 1922).
En gran número se registraron suicidios por temor a la esclavi-
tud, y asesinatos cometidos por negras en las personas de sus hi-
jos para librarlos de la coyunda futura. En todas partes se vieron
negros que pedían ser vendidos a nuevos amos para procurarse
vestidos, alimentación y medicina; concubinas que malparían a
consecuencia de los castigos; amos que maltrataban a sus siervas
para provocar los abortos; infelices, en fin, que mataban a sus supe-
riores ante la imposibilidad de trabajar como muchos para sostener
grandes familias.

86 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Para el español que no trabajaba, el esclavo no debía tener otro
Dios que su amo, y a él tenía que entregarle el fruto de sus inquietu-
des. Con hambre física; desnudo; aislado de sus hermanos en raza;
en habitaciones lacustres, insuficientes y malsanas; sin medicina;
sin poder abrazar profesiones que lo libertase de los zambullideros;
peón de canoas, pescador y cazador; sin poder tener a su servicio
otros seres que le ayudasen en sus faenas cotidianas; prohibido de
casarse con razas claras, asistir a diversiones de españoles o de in-
dios, llevar armas, andar de noche, comprar en villas y mercados;
utilizado como moneda en los juegos o como dinero para saldar
compromisos comerciales; construyendo pueblos, levantando igle-
sias, fabricando cárceles, dotando al sacerdocio del sínodo tasado,
pero sin disfrutar de sueldos ni solares, caballerías o peonías, llegó
a 1810, fecha en que empezó a variar el ritmo de las instituciones del
Reino, y con estas, su existencia.

La masa flotante
La masa flotante de la población del virreinato, estaba formada
por gente ociosa «y como tal aplicada a la rapiña y hurtos y otros
delitos consiguientes en estos» (Giraldo, 1954), escribió un día el
mariscal de campo don Antonio Manso y Maldonado. Entre tan-
tos americanos y europeos pueden situarse a negros e indios que
buscaban, al calor de las contradicciones económicas, políticas y
sociales, evadirse del gobierno que emanaba de España.
El cuadro debió ser inquietante, si nos atenemos a las considera-
ciones del arzobispo-virrey, que dice:
Se ven fertilísimos valles, cuya abundancia pide la mano del
hombre, más para recoger que para trabajar; y, sin embargo, se
hallan yermos y sin un solo habitante, al mismo tiempo que se
pueblan las montañas ásperas y estériles de hombres criminosos

H i s to r i a 87
y forajidos, escapados de la sociedad, por vivir sin ley ni religión.
Bastaría delinear un abreviado mapa de la población del Reino
para que se conociese la confusión y desorden en que viven estos
montaraces hombres, eligiendo a su arbitrio y sin intervención
del Gobierno, ni de los jueces subalternos, el lugar de su retiro,
tanto más agradable para ellos cuanto más apartado de la Iglesia
y de su pueblo. Esto nace de la antigua y arraigada libertad de
huirse los unos de los otros para poder vivir a sus anchas y sin
recelo de ser notados en sus infames y viles procedimientos. Los
hombres medianamente acomodados se llaman aquellos que
por falta de providencias precautivas de la demasiada agregación
de tierras en un solo sujeto, han podido a viles precios adquirir
inmensos terrenos en que por lo regular tienen como feudatarios
a los de inferior fortuna. Los primeros perseveran más arraigados
a sus posesiones por la ganancia que reciben de sus esparcidos
domésticos; pero estos, que forman el mayor número de habitantes
libres, hacen propiamente una población vaga y volante que
obligados de la tiranía de los propietarios, transmigran con la
facilidad que les conceden el poco peso de sus muebles, la corta
pérdida de sus ranchos y el ningún amor a la pila en que fueron
bautizados. Lo mismo tienen donde mueren que donde nacieron,
y en cualquier parte hallan lo mismo que dejaron (Giraldo, 1954).

Gentes alzadas, como las del Sinú y Cartagena, descritas y apaci-


guadas por Antonio de la Torre y Miranda; negros dispersos en el
golfo, Cana y Panamá; africanos huidos por ríos y quebradas que
paraban en istmos donde inquietaban con sus rapiñas y depreda-
ciones; indios confinados como los de Cacarica que, al llegar a Jun-
tas del Tamaná, se volvían vagabundos amparados por los montes;
barbacoas escondidas y lejanas, como las que vio Alonso de García

88 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
en la Villa de Anserma (Ortega, 1921); ociosos y vagos que vivían del
juego, sin casas de habitación ni domicilio fijo; hombres enojados
con la Corona, porque, habiendo olvidado los oficios aprendidos en
Europa o América, eran obligados a alquilarse en los trabajos dia-
rios, recibiendo el jornal que mandaba la Ley 1a , tít. XII , libro VI
de la Recopilación, desearían acabar con «la dureza y rapacidad de
los agentes del Gobierno, con las arbitrarias detenciones y reconoci-
mientos en los tránsitos, con las dificultades de obtener pronta jus-
ticia rebajando los costos de los pleitos, y dar fin al engreimiento de
los ministros y jefes superiores que odiaban a los naturales» (Banco
de la República, 1960).
Entre esta masa flotante pueden incluirse a piratas y bucaneros
que visitaron la comarca. El oro de Cana, Quibdó y Antioquia pro-
pició estas incursiones. Sir William Paterson y sus acompañantes
en 1698 no deben colocarse en esta lista, pues el inglés pensaba
asentarse en la tierra para «arrebatar las llaves del mundo a Espa-
ña, haciendo de su fundación un puerto libre en donde no existie-
sen diferencias de partido, de religión o nacionalidad» (Restrepo,
1930).
Verdaderos corsarios fueron Francis Drake y Juan Hawkins,
quien se posesiona del golfo en 1563 con negros guineínos; Francis
L’Olloneis, muerto en las desembocaduras del Atrato a manos de los
indios; Lionel Wafer y Guillermo Dampier, en 1680; el capitán Long,
que enarbola la bandera inglesa en Trigandí, en 1689; Vernon, en
1745; Miguelillo, San Martín y compañeros, en 1758, los que ejecuta-
ron muertes y latrocinios en las personas de los indígenas (Hernán-
dez, 1956).
Bajo el mando del francés Coxon, en 1679, Hawkins, Sharpe y
otros traicionados por Morgan en Panamá, llegan a la provincia del
Darién. Indios de este lugar habían informado la posibilidad de ata-

H i s to r i a 89
car a Chepa, cerca de la mar del Sur. Al oeste de la desembocadura
del Atrato deciden atacar a Santa María, defendida por una guar-
nición de cuatrocientos españoles. Con banderas rojas, armados de
pistolas y puñales, garfios y mosquetes, atravesando bosques, ríos
y plantaciones, precipicios perpendiculares y sierras empinadas,
tomaron el pueblo, después de hacer veintiséis bajas y de dejar se-
senta heridos. Hubo escaso botín. En esta ocasión intervinieron los
indígenas por venganza contra el gobernador español que se había
robado la hija del cacique del Darién, a quien tenía por esposa (Es-
quemelin, 1945).
Botas libres, en 1679, entraron al Chocó, por el Atrato, Coxon
y Cook, con 600 hombres, remontaron el río arrostrando penali-
dades y ataques de los naturales, hasta el real de minas de Quibdó,
apresando españoles que se ocupaban en el cambio de oro.
Los expedicionarios portaban sendas fuertes maletas para
cargar el oro que consiguieran en la aventura; pero siendo
combatidos por las gentes y por los indígenas, por la naturaleza
que les era hostil, regresaron sin tesoro y malferidos a buscar sus
embarcaciones de mar, que habían dejado en las bocas del Atrato
(Restrepo, 1952).

En 1703, cuenta Jiménez Donoso,


la armada inglesa con pocos efectos de su poder costeaba sin
oposición hasta en la América, y sin tener suceso feliz, doscientos
ingleses, esperando mejor fortuna, entraron por el golfo del
Darién, y poniendo pie en tierra pasaron a Antioquia, con ánimo
de saquearla. El gobernador que no recelaba este peligro se halló
sin soldados españoles para la defensa, y animando a los indios
se armaron como mejor pudieron con palos, tostadas las puntas,
piedras, algunos con espadas y lanzas, aunque pocos, todos los

90 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
cuales dieron sobre los enemigos con tanto valor, que no solo
evitaron su daño, sino que enteramente los derrotaron, sin que se
escapase uno de sus manos (Ortega, 1921).

Indios y negros, mulatos y mestizos, tuvieron, frente a corsarios y


bucaneros, conducta cambiante. Acorralados como estaban, busca-
ban un escape. Con la Corona o contra ella, parecía ser el grito de
españoles rapaces, de nativos que vivían ajenos a la vida nacional,
de mulatos escandalosos y viciosos, y de africanos aptos para gol-
pear con los cerrojos de su jaula, a la derecha o a la izquierda.

iii

Las rebeliones de la plebe


Indios y negros, por el tratamiento recibido, dieron señales de
vida. No sabían ellos que con los movimientos revolucionarios se
debilitaban los resortes esclavistas, los lazos familiares, la Iglesia
y el obraje, la prepotencia de los mandatarios. Sin embargo, senta-
ban su protesta por el trabajo obligatorio en los días de fiesta, para
decir, a voz en cuello, que no podían atender el sostenimiento de la
parentela con el estipendio de un real, o para informar a las clases
privilegiadas que no aceptaban los gravámenes por el lavado de las
escorias del río, cazar o pescar, o por los pechos que se extraían a
cada esclavo que dejaba de concurrir a los minerales. Los de abajo
sabían, con todo, que cada brote de descontento se castigaba con
ventas a la carrera de los revoltosos, o bien con cuerpos descoyun-
tados, ensangrentados y en patíbulos.
Con la ninguna medicina, aparecía la historia del vestido. El ne-
gro, por ejemplo, cubría sus desnudeces con trapos regalados por
los amos: calzón de fula para los días de misa, taparrabo para los

H i s to r i a 91
comunes y bayeta para las mujeres. En esto se seguía la costumbre
americana de ver a los africanos en
[…] rancherío diseminados entre aquellos bosques espesos,
ciénagas y caños, sin vestidos, de que no necesitaban por no tener
vergüenza, pues solo las mujeres se ponían un escaso guayuco en la
cintura o un tetero hecho con «un pañuelo grande que se estaban
por dos de sus puntas sobre la nuca y por las otras dos en los lomos,
formando por delante del pecho un velo undoso y desleal que hacía
traición, cuando no al calor, al volumen» (Espinosa, 1944).

Cara a estas necesidades nacieron los conflictos sociales. Crítica, in-


satisfacción, ansias de tener tanto como los demás, ilusión de regla-
mentar el trabajo y de acabar con lo existente. Para tener derechos
como persona humana, ocupaciones y medios de mejoramiento
gradual, el de Zambeza o Costa de Oro siguió, cuantas veces le fue
posible, los ejemplos de Boyano y Mozambique en Panamá, o la
lección de San Basilio de Palenque en la caribe Cartagena.
Porque daba lo mismo morir en la pesca de perlas, mina o na-
vegación o huyendo de la ira de los terratenientes. En este último
caso se perdía la lengua, las orejas o los miembros genitales, o se
mataba de frente al dueño de los entables, al capataz o corregidor.
A individuos que no
[…] destinaban un grano de oro de sus propiedades para el
sostén de misioneros que llevaran a los salvajes independientes, y
mantuvieran, entre los negros esclavizados, la luz del cristianismo;
a los que no favorecían hospitales donde pudieran refugiarse los
negros inutilizados por el largo servicio; a los que no fundaban
escuelas donde los niños esclavos se hicieran medio racionales; a
los que no velaban por lugares donde pudieran residir autoridades
que vigilaran los tesoros extraídos diariamente; a los que no daban

92 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
para prisiones dónde regenerarse los criminales; ni para mejoras
que hicieran menos insalubres aquellos climas enervantes, ni para
vías dónde penetran el comercio y la industria y la civilización,

a tales hombres, se les podía hacer la guerra, destronarlos y extin-


guirlos si fuera necesario. El Chocó, tributario del Cauca, aprendió
de Cali a defenderse. Los sucesos de 1536, 1602, 1743, 1775 y 1778,
relatados por cargueros, bogas y baquianos, sostuvieron el fuego de
combatir al Virreinato. Cuando el escándalo trataba de apagarse,
lo atizaban Cartago, Buga, Anserma, Caloto y Toro con la instiga-
ción de sus plebeyos. Cartagena, entre tanto, enviaba, junto con sus
champanes, noticias alarmantes sobre Carlos IV, o sobre su esposa
María Teresa de Parma, Godoy o Manuel Mallo, o sobre nuevas
y extraordinarias contribuciones para contener a los franceses que
irrumpían altaneros sobre España y sus posesiones.
A estos estímulos se sumaban los piratas. Mostrando a las gen-
tes que la metrópoli se podía vencer, contaban, a su manera, lo que
ocurría en la Península. Un territorio desvertebrado y desordenado
políticamente; mandatarios con diferencias culturales, y reyes maniá-
ticos, débiles o dementes. En América, como secuela de lo anterior,
aparecían los sistemas políticos donde proliferaban los impuestos, sa-
cerdotes que luchaban entre sí, castas que se perseguían apoyándose
en palaciegos venales. En no pocos levantamientos del golfo, los bas-
tardos de la costa, con sus prédicas continuas, fueron decisivos.
Además de lo dicho, muleques, mulecones y piezas de Indias
creían con firmeza en la existencia de una orden real que concedía la
libertad a los africanos, pero que blancos interesados la retenían para
su provecho personal. Esta suposición, errónea tal vez, pero que hizo
carrera en el Nuevo Mundo, puso ruido en Antioquia, en 1781. En el
Chocó, donde las razones abundaban, la conseja mantuvo los ánimos

H i s to r i a 93
sobre exaltados y dispuesta la voluntad a la aventura. Esclavos que se
mataban para no servir a los amos, como el Jelofe Lepaña, historiado
por don Eduardo Posada, esclavos que corrían los peligros del cima-
rronaje provocaron disturbios en diversos puntos de la comarca.
Los hechos se agudizaron con la noticia de la obra libertadora
llevada a cabo por don Lorenzo de Agudelo, en Santa Fe de An-
tioquia; Jorge Ramón de Posada, en Marinilla; y Francisco Ignacio
Mejía, en Rionegro. La información de lo realizado por los patricios
citados se extendió por el León y Murrí, Bebará y Bebaramá, de bo-
ca en boca y de oído en oído, poniendo en predicamento la conducta
del gobernador Aguirre, que guardaba, como José Barón de Chaves,
en Antioquia, el documento que había manumitido a centenares de
personas en Socorro, Sopetrán, Guarne y San Jerónimo.
Los terratenientes, sin quererlo, ayudaron también a las revueltas.
La relajación de sus costumbres y el endurecimiento de sus
conciencias los mantenía alejados de Dios. Consideraban que la
evangelización de sus esclavos afectaba su dominio absoluto y
se empeñaban, por lo mismo, en mantenerlos aherrojados en las
tinieblas tenebrosas de la más absoluta ignorancia (Martínez).
La vida ruda, aislada y casi bárbara —dice otro autor— que
llevaban los colonos en sus aldeas, minas y hatos, en lucha con
el calor, la humedad, los insectos y las enfermedades endémicas
de los trópicos, sin más ley que sus propios impulsos, puestos al
servicio de la necesidad de satisfacer los más rudimentarios y
primordiales apetitos de la naturaleza, que era ya embrutecedora
forzosamente (Garrigó, 1929),

dieron nacimiento al palenque, a los asaltos sorpresivos, a los com-


bates desesperados. Las rebeliones más notables que influyeron so-
bre los chocoanos, en más de doscientos años de existencia, fueron:

94 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
1688. Sublevación de los mineros de Neguá —Los orígenes apa-
recen sintetizados «en la opresión en que los amos tienen a los esclavos
con tan crecido trabajo, castigo y corto alimento que no son capaces
de mantenerse ni tener descanso», dice uno de los pacificadores.
Fue tan cruel el sometimiento de los facciosos que de las «mu-
chas minas y esclavos que las labraban, no quedaron más de diez y
ocho negros de mina del gobernador Juan Buesso de Valdés y doce
del licenciado Miguel Benítez de la Serna, y cuatro de Fabián Ramí-
rez. Murieron muchos y salieron los más de los que escaparon con
vida por el socorro del Soberano» (Ortega, 1921).
1688. Revuelta indígena de Lloró —«La opresión injusta y el
servicio como esclavos, para pagarles en miriñaques y cosas que
muchas veces les son inútiles», encendió la sedición. «El tirano
Quiruvida y otros que le seguían —como dice el pacificador Car-
los Sotomayor y Alcedo— pidieron gobierno propio simbolizado
en alcaldes, capitanes, gobernadores o caciques que entendieran su
lengua y los ampararan de los corregidores» (Ortega, 1921).
Negada la proposición, surgió la revuelta. «El maestro de campo
don Juan de Caicedo, ajustició a más de treinta indios de los más so-
berbios, que al enfermo de accidente violento siempre le aprovecha
la sangría». Sin embargo, quedaron los resentimientos, «los ajenos
influjos que obligaron a los indios de la región a inquietar a los es-
pañoles hasta 1757» (Ortega, 1921).
1719. Motín del Darién —El odio a los evangelizadores promovió
el levantamiento, que se vio apoyado por los extranjeros ingleses que
merodeaban por la costa. El estado de zozobra continuó hasta 1723,
fecha en que la indiada pasó a cuchillo a los vecinos de Santa María.
1727. Nueva revuelta del Darién —Es uno de los más célebres
motines ocurridos en el siglo XVIII . Tuvo su origen en la mala con-
ducta del sacerdocio y en el tratamiento desobligante dado por las

H i s to r i a 95
autoridades a los indios. Unos y otros los obligaban, no solamente
a hacer rozas de comunidad para su manutención, sino también
para negociar con ellas con sus productos; pero lo que más dolía a
los indios no era esto, sino que los magnates los apaleaban y hasta
los arrastraban de los cabellos, sin que tuvieran libres de ellos ni los
mismos caciques y principales del pueblo, lo cual fue disponiendo
los ánimos contra el gobierno de la Provincia en términos tales que
solo aguardaban la primera ocasión para sublevarse contra los es-
pañoles.
Agregábanse a esto las sugestiones de los extranjeros que se
metían allí en busca de oro y no perdían la ocasión para concitar
a los naturales contra el Gobierno. Uno de ellos fue un francés
llamado Carlos Tibón, que después del primer saco que en 1712
hecho por los ingleses en Santa Cruz, llevándose toda la riqueza y
esclavos de las minas, vino con ochenta franceses de los forajidos
que infestaban la Provincia, y juntando trescientos indios del golfo,
entraron a sangre y fuego en busca del oro que se había sacado de
las minas, y cometieran toda clase de excesos.

En esta revuelta se oyó, por primera vez, el grito de libertar al Da-


rién del poder de los metropolitanos, idea lanzada por el mestizo
Luis García, jefe de los amotinados. Aunque la guerrilla fue vencida
en Chucunaque, todavía en 1734
los indios de algunos franceses que había de los conjurados con
García, bajaron a Santa Cruz de Cana, y como estaba indefensa, la
saquearon a satisfacción. Los indios rebeldes, restos de la facción
de García, habían engrosado sus poblaciones en la montaña con
otros que fueron obligados a seguirlos temiendo los mataran
como a tantos que habían resistido. Estos indios continuaron los
asaltos sobre los pueblos sometidos al Gobierno, haciéndoles más

96 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
o menos daño, hasta 1772 en que se estableció bien la casa fuerte
de Yavira, con fuerza suficiente para la seguridad de la Provincia
(Ortega, 1921).

1728. Levantamiento de Tadó —«Cuarenta negros expoliados por


las necesidades matan al minero que los dirigía y a otros catorce
españoles, poniendo en gran consternación la Provincia con la no-
ticia de que se levantarían tres mil de las cuadrillas para tomarse el
Gobierno. El teniente Julián Trespalacios y Mier, debeló la insurrec-
ción, castigando con la pena capital a cuatro africanos cabecillas del
tumulto. Averiguadas las causas se «halló ser la opresión en que los
amos tienen a los esclavos con tan crecido trabajo, castigo y corto
alimento, no siendo capaces de mantenerse ni de tener descanso»
(Ortega, 1921).
1732. El alboroto del Patía —En el gobierno de José Francisco Ca-
rreño se alzaron varios negros y formaron palenque en el sitio de El
Castigo, en el valle del Patía. Se intentó reducirlos por la fuerza pero
no se pudo, viéndose obligada la Audiencia de Quito a ofrecerles la
paz, la libertad y el derecho de vivir allí tranquilos con tal de que se
sometieran a la vida civil, pero sin admitir otros esclavos prófugos.
Aceptada la propuesta, no cumplieron la última condición.
Habiendo crecido la reunión, al mando de un negro llamado Jeró-
nimo, Carreño, en 1745, resolvió someterlos, contraviniendo lo pacta-
do por el gobierno de Quito. Al efecto, una fuerte expedición dirigida
por Juan Álvarez de Uría y Tomás Hurtado, hacendados del Patía,
atacaron las fortificaciones y trincheras levantadas por los negros.
Tomás Alvarado, vecino de Pasto, blanco que se servía de los ci-
marrones, hecho caudillo por la turba, quedó herido en la refriega
y muerto Jerónimo que comandó la gente con piedras y garrotes,
lanzas, machetes y fusiles.

H i s to r i a 97
El padre franciscano fray José Joaquín Barrutieta, que
acompañó la expedición como capellán, por medio de la
persuasión y buenos oficios, consiguió que los fugitivos se
presentaran y rindieran, y el Cabildo acordó dar las gracias tanto a
él como a Álvarez Uría y a Hurtado por el servicio patriótico y útil
que habían prestado (Aragón, 1936).

1754. Otra vez el Darién —Reedificados los pueblos de Molineca,


Balsas, Tubcutí, Chucunaque, Cape y Yavisa, destruidos por los
corsarios, los indios se rebelaron de nuevo contra los extranjeros.
Empujados por los ingleses, extinguieron a los pocos europeos
que quedaban en el Real de Santa María, al lograr dar muerte a 87
franceses que se encontraban en Portobelo, Caimán, Concepción,
cayos de San Blas y golfo del Darién.
Esta matanza, perpetrada por nativos sobornados, además de
detener el avance de la agricultura que había comenzado a florecer,
estimuló la codicia de los ingleses que pensaban apoderarse de las
costas, de acuerdo con el plan trazado en Londres en 1739.
1758. Motín del bajo Atrato —«Indios de Tigre y Tarena llevados
a Murindó, incendiaron la población de Vigía y dieron muerte al
capitán y al fiscal, regresando después a sus antiguas aldeas» (Or-
tega, 1921).
1766. Sedición de Riosucio —En este año, el capitán Cabrera, de
Calidonia y Ramón, de un río inmediato, incendiaron la vigía de
Riosucio, y dieron muerte al capitán español y a ocho hombres que
estaban con él, para robarles. Este ataque volvió a repetirse en 1774,
por los capitanes Bernardo, de Estola, y Toví, de Caimán (Ortega,
1921).
1782. Nueva revuelta del Darién —Indios de Caimán, Concep-
ción y Mandinga,

98 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
[…] pasan a cuchillo a 140 hombres del Regimiento de la
Corona, que viniendo en su auxilio de Cartagena fueron llevados
por un temporal a las costas del Darién. El mariscal de campo
don Antonio Arévalo, los sometió en 1786. Para escarmentarlos
se dispuso el plan de hostilizarlos por el sur y el norte, con que
se quemaron muchos pueblos, se mataron animales, se arrasaron
platanales, se aprisionaron bastante de ellos hasta que los
redujeron a la última angustia (Pérez, 1951).

1806. Disturbio de Pavarandó —La convención de paz y vasa-


llaje, firmada por los indios y el virrey Caballero y Góngora, en 1787,
fue incumplida por los naturales al atacar el pueblo de Pavarandó.
En esta ocasión fue aniquilado el resto de la guarnición traída por
el Gobierno para poblar el Darién (Ortega, 1966).
1809. Fusilamiento de don Carlos Ciaurriz —Los informes con-
tinuos del gobernador Carlos de Ciaurriz a la Audiencia de Santa Fe
sobre el estado miserable de la tierra y los abusos de los corregidores
y empleados con los del estado servil, movió la conjura de Juan de
Aguirre, quien, amparado con los vínculos de sangre que lo unían
a la Virreina de Bogotá, fusiló, sin proceso, al valeroso gobernador,
y asumió el comando del territorio.
La impunidad de este atropello exasperó el ánimo del pueblo,
que empezó a ver en el sobrino político de Amar y Barbón un mons-
truo de soberbia, de iniquidad y de avaricia, a la vez que redobló su
esfuerzo por debilitar cada día el poderío de los peninsulares.
Así llegó el Chocó al siglo XIX . Para pacificar la tierra no habían
valido pactos con indios, destacamentos, fuertes, vigías, traslados
de pueblos y familias de una banda a otra, armas y gobernadores.
Por todas partes seguían alentando cimarrones, ingleses, franceses,
soldados devorados por el clima, iglesias taladas y sacerdotes sacri-

H i s to r i a 99
ficados, pobreza e ignorancia. Como nadie conocía las artimañas
de Pitt, la ambición de Bonaparte, el descontento de los mercaderes
de Europa, la circulación de panfletos, la declaración de Filadelfia,
la noticia de la revolución francesa, los habitantes alentaban un de-
seo: ser libres los padres, los hermanos, los esposos y sus hijos, vale
decir, ser ciudadanos.

100 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Parte segunda

1810-1820

Ya no podemos dedicar, ni consagrar, ni santificar


este suelo, porque los hombres valientes que en él lucharon,
lo exaltaron con su heroísmo y su abnegación.
Abraham Lincoln

La noticia revolucionaria
La noticia del 20 de julio de 1810 llegó a Citará en los últimos
días del mes de agosto de ese mismo año. Ella, y el llamamiento de
la Junta Suprema a las Provincias del Reino para secundar la em-
presa con el coraje que se requería, produjeron alborozo en los que
vivían esperando. La locura disparatada y el motín irresponsable
estuvieron ausentes en esos momentos de júbilo. Si había llegado la
hora de saltar las barreras de la opresión, era necesario actuar con
serenidad, sin los inconvenientes de los alborotos.
En efecto «dice el Diario Político de Caldas», el 31 de agosto
último, 1810, se erigió en Quibdó una Junta gubernativa a
pedimiento del pueblo, con adhesión a la Suprema de esta Capital,
con el objeto de atender las necesidades políticas del territorio, sin
innovar en las relaciones de comercio y rentas de la Corona, que se
mandaron subsistir como hasta allí, mientras no se dispusiese otra
cosa por el Consejo General de las Provincias (Caldas, 1903).

Es importante destacar que el «pueblo» pidió la creación de la Junta


gubernativa que iba a comandar la obra futura. «Pueblo», aquí, vale

H i s to r i a 101
por seres que se inclinaban a voluntad de los patronos para no mo-
rir en la indigencia. En esta palabra quedan envueltos los habitantes
de partidos mineros, los que luchaban por la existencia en un plano
instintivo para subsistir, los que daban un ritmo brutal a su vida por
bosques de moriche y de seje. La presencia de este «pueblo», corrige
la apreciación infundada de que «la región por su aislamiento y por
la timidez de sus componentes sometidos pasivamente al dominio
español, permaneció ajeno al movimiento libertario» (Contraloría
General de la República, 1943).
«Fue nombrado para Presidente de dicha Junta don José María
Valencia; Vicepresidente, don Tomás Santacruz y Barona; vocales,
don José Ignacio Valenzuela, don Manuel Borrero y don Manuel
Scarpetta» (Caldas, 1903). Para seguir el ejemplo de Bogotá, la mesa
directiva se dirigió al cantón noviteño a fin de que hiciera tanto
como sus vecinos. Feligreses y tratantes que movían champanes y
arrastraban tercios de mercancía, recogerían el comunicado y tra-
bajarían con ahínco. Ganar el apoyo moral para la causa era una
inmensa y oportuna conquista.
No se equivocaron los quibdoseños.
El 27 de septiembre de 1810 se formó una Junta Provincial,
gubernativa en aquella capital, con asistencia del Teniente
Gobernador de la Provincia y demás autoridades, el pueblo, curas y
jueces, representantes de los lugares subalternos, los que de común
acuerdo eligieron Presidente de la Junta al D. D. Miguel Antonio
Moreno; Vicepresidente, D. D. Francisco Antonio Caycedo; vocales,
D. D. Ignacio Hurtado, D. Vicente Vernaza y D. Francisco Antonio
Terán, secretario. Congregados dichos señores presentaron el
juramento de obediencia, sumisión y respeto a la Suprema Junta
establecida en esta Capital en representación de Fernando VII, y de

102 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
servir fiel y legalmente sus empleos, con cuyos requisitos se verificó
la instalación de la referida Junta (Caldas, 1903).

Comprometida la tierra, permaneció vigilante. Había llegado la ho-


ra de probar su resistencia, su carácter. Para abrirse paso por entre
la pobreza circundante, suciedad, enfermedades y corrupciones del
pasado, era necesario prepararse para repeler las fuerzas exteriores
que caerían sobre ella para humillarla y quebrantarla.

Independencia del Chocó


Ya sin las autoridades coloniales, el Gobierno provisional del
Nuevo Reino concretó sus actividades a formar un poder lo sufi-
cientemente capaz de enfrentarse con éxito a los acontecimientos.
En circular de fecha 27 de julio de 1810 invitó a las secciones adictas
a la revolución a que enviasen un diputado con los que se consti-
tuiría la Suprema Junta de Santafé, organismo que convocaría a su
vez una Asamblea General o Cortes del Reino, para resolver lo por
hacer en favor de Fernando VII (Henao, 1952).
La propuesta tuvo acogida en muchos lugares de significación.
Así, por ejemplo, se alistaron a concurrir Cartagena, Santa Marta,
Antioquia, Socorro, Casanare, Neiva, Mariquita, Pamplona, Tunja y
Chocó, especialmente esta, que habilitó las delegaciones de Quibdó
y Nóvita. Para hacer parte del Congreso, los atrateños eligieron el 20
de septiembre de ese año a don Tomás Santacruz y Barona, en tan-
to que Nóvita dio credenciales a los señores Ignacio Herrera y Luis
Azuola, en elección efectuada el 11 de octubre de 1810 (Caldas, 1903).
Aunque la tierra estaba distante de Santafé por muchos centena-
res de leguas, las ideas políticas de aquellos días trabajaban sobre los
chocoanos. «Tunja, despedazada por bandos acalorados; Sogamoso,

H i s to r i a 103
que buscaba erigirse en provincia; Mompós, apartado de Cartagena,
y Girón de Pamplona; Ambalema en contra de Mariquita» (Restre-
po, 1858), fueron estímulo para que Nóvita anhelara aprovechar la
confusión para dar el salto de cantón a provincia. Esta refriega casera
inclinó a Nóvita a presentarse al Congreso con las ideas de Nariño.
En este mundo de «opiniones, sospechas, proyectos y temores,
en que cada hombre era un sistema» (Henao, 1952), se reunió el Su-
premo Congreso el 22 de diciembre de 1810. No asistió a las delibe-
raciones el representante Santacruz y Barona, pero sí don Ignacio
Herrera, síndico-procurador de Santafé, caleño ilustre que había
sobresalido en las jornadas del 20 de julio en la capital del Virreina-
to. Como amigo del centralismo, Herrera fue beligerante, y asumió
en sus actuaciones la vocería total de los chocoanos.
Para los sucesos de 1811, nuestro territorio estuvo presente. No
rubricó la Carta Federal del 27 de noviembre de ese año; por cuanto
su vocero, don Ignacio Herrera, y el Dr. Manuel Bernardo Álvarez,
que lo era de Cundinamarca, quedaron en minoría ante los dele-
gados de Antioquia, Cartagena, Neiva, Pamplona y Tunja, quienes
abogaban por una constitución calcada de la de los Estados Unidos
y la Francia del Directorio. El Chocó, amando como amaba al Go-
bierno constitucional y representativo, la separación de poderes y
la caída del sistema fiscal imperante, tenía la obligación de sostener
que la federación era la ruina de los pueblos nacientes por las exi-
gencias de su organización.
Cinco meses antes de que el Colegio Electoral de Cundinamarca
decretase la libertad del Estado que representaba del poder espa-
ñol, el Chocó, infiel a los principios monárquicos, declaró su inde-
pendencia el 2 de febrero de 1813. En Cabildo abierto integrado por
Tomás Pérez, Domingo y Manuel Mena, Miguel Buch, Ángel Pé-
rez, Nicolás González Acevedo, fray José Talledo, Francisco García

104 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Falcon, Miguel Montalvo, Ángel Rueda, Domingo Martínez y otros,
juraron separar el territorio de la Corona. En lo adelante, en el an-
churoso coloniaje, ese mapa de ríos y canales, de bosques, resinas y
metales, sería una comarca que buscaría sus propias soluciones sin
el concurso de los gachupines.
Ciertamente, la provincia era pobre para dar paso tan arries-
gado. A esta circunstancia podría agregarse la carencia de vías, los
peligros de la Audiencia de Panamá, las luchas internas de Popayán,
la monarquía de Pasto, las disensiones de Cartagena y Santa Marta.
Sin considerar estos peligros, la sabana de los citaráes y chocóes
marchó con su tiempo, dispuesta a edificarse por sí misma, bajo el
amparo de sus ideales.

El momento estelar
Sometida Cartagena por don Pablo Morillo, comenzaron los
fracasos nacionales. Dividido el ejército expedicionario que in-
vadía la Nueva Granada, se destinó al Chocó al teniente coronel
Julián Bayer, quien en seis botes de guerra salió de Cartagena, en
diciembre de 1815. Pobres y humildes labriegos, gentes de ríos im-
petuosos y peones de siembras elementales, iban a medirse con el
brillante conjunto del Pacificador, que entraba al país, inclemente
e inexorable.
La Junta de Citará, intuyendo los descalabros de los patriotas en
el Atlántico, se aprestó a la defensa. Avivando el patriotismo por
los medios a su alcance, allegó recursos de todo género, «tanto que
pudo auxiliar a don Juan del Corral, dictador de Antioquia, con 500
fusiles, dinero y otros elementos, ayuda que se envió con el capitán
Zoilo Salazar y el alférez Emigdio Cárdenas» (Domínguez, 1915).
Realizado este acto de compañerismo, el Gobierno se preparó a re-
sistir las fuerzas de la tiranía.

H i s to r i a 105
Para luchar contra los que subían el Atrato, se encontró un pun-
to de apoyo. En la desembocadura del río Murrí, desde donde se
podía avistar oportunamente a los que llegaban, se construyó un
fuerte con fondos de Francisco García Falcon, corregidor del citado
lugar, y el concurso de sus esclavos. Como jefe de la fortaleza actua-
ban el coronel Miguel Montalvo, y el sinuano Tomás Pérez, hombre
que puso al servicio de la causa su persona y sus bienes, sus recursos
pecuniarios y su fogoso entusiasmo.
Al pie del fuerte se colocaron los dos cañones de a tres que cui-
daban la comarca y la goleta El Fogoso, canoa de una sola pieza, y
la comida necesaria. En plena selva comenzaba la lucha, no solo
contra los extranjeros, sino contra los rayos del Sol, contra el calor
y las lluvias, contra las fieras y las calamidades que arrasan las co-
sechas, contra las serpientes que asechan todos los caminos, contra
los insectos que arruinan las sementeras, contra las hormigas que
invaden las despensas y se comen los manjares, contra el zancudo,
el mosco y los jejenes que flagelan en forma inmisericorde.
Mientras «la miserable Provincia del Chocó», como la apellidó
Morilla, se disponía a su defensa, Bayer, con sus embarcaciones ar-
tilladas y bien provistas de tropas y pertrechos, llegaba a El Zapote,
rancherío costanero cercano al delta del Atrato. La dura y difícil
travesía y las peripecias soportadas con la soldadesca, se vieron pre-
miadas con el encuentro sorpresivo de don José María Portocarrero
y Lozano, quien con 150 emigrantes había dejado a Cartagena en los
momentos del asedio. Convenientemente escoltados, los fugitivos
fueron devueltos a la Heroica, donde el primero halló la muerte en
el patíbulo el 24 de febrero de 1816 (Domínguez, 1915).
Dos meses detuvo el palenque a los peninsulares. Desde febre-
ro, cuando Bayer se presentó con su tropa, hasta marzo, en que las
naves dieron rumbo a Cartagena a contar el insuceso, no hubo día

106 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
que no tronasen los cañones y ensordeciesen los fusiles. Valientes y
deseosos de gloria, los españoles adularon falazmente a los nativos;
forzando entradas, trataron y realizaron asaltos, gritaron procla-
mas, llamaron a las filas realistas a los africanos bajo el señuelo de
la libertad. Si la ciudad de los Heredias había sido la primera presa
de la reconquista, el Chocó era el primer escudo que amellaba los
propósitos de los ultramarinos.
Solo estuvo el Chocó en esta hora de sacrificios. Solo estuvo
en estos sesenta días defendiéndose de cuerpos de infantería, de
artillería volante de ingenieros, de fragatas que hendían las aguas
en persecución de altos designios. En un mundo desapacible como
el bajo Atrato, el Chocó, sin el apoyo de las capitales del Reino,
luchó solo por un nuevo sentido de la vida, por una nueva política
social.
Con la victoria de Murrí se despejaron los caminos del Cauca,
la entrada a Antioquia, la ruta al Ecuador, y Panamá, Cartagena y
los Andes. Si no se utilizaron esas vías para aniquilar a Morillo, la
culpa no fue del Chocó, sino de los colombianos, que se asfixiaban
en coartadas y trampas, delaciones y engaños, en ansias de fueros,
en infidencias y malicias entre hermanos que parecían haber olvi-
dado el compromiso de resistir contra los foráneos que ganaban las
ciudades de manera fulgurante.

ii

El aÑo terrible
El año de 1816 señala el comienzo de la ruina de la República.
Soldados que ocupaban ciudades y levantaban patíbulos; ejércitos
que corrompían costumbres de regiones enteras; usurpación de
bienes pertenecientes a los patriotas; aumento de alcabalas sobre la

H i s to r i a 107
producción de cualquier género; presidios y trabajos forzados. La
fuerza imperial que cae despóticamente sobre campos y aldeas, hace
abrir el camino de Anchicayá con la contribución de todos los pue-
blos del Valle (Ramos, 1944), a la vez que golpea sobre la espalda de
los negros que producen un millón de pesos en las minas chocoa-
nas, según los cálculos de don Vicente Restrepo (Restrepo, 1952).
En este año crucial, el espíritu revolucionario no cede. Bayer,
incansable como era, volvió a la brega en los primeros días de abril.
Venía en esta ocasión con el comandante Antonio Plá y un refuerzo
de soldados, distribuido en la fortaleza de Neptuno en la goleta El
Fogoso, arrebatada a los nativos en el primer combate, y otra parte
en la barquetona Mochuelo. Las baterías emplazadas en la fragata
desmantelaron el fuerte de Murrí, ahora abandonado a escasos pa-
triotas, pues, los otros, refugiados en Quibdó, sostenían el Gobier-
no que seguía con lado los reveses de los granadinos.
De que en Murrí no había para combatir sino escasos bongós
en que algunos ribereños trataron de hostilizar a los extranjeros,
lo confirma el siguiente parte de Bayer a Morillo, fechado el 19 de
mayo en la boca de Bebará:
El 19 del mismo [de abril] me introduje por las bocas del río,
siguiendo siempre las huellas del enea, sorprendiéndolo más veces
sus embarcaciones apostadas que se fijaban a nuestra vista. El 13
[de mayo] llegué al puerto del «Remolino» cerca de Murrí, el cual
encontré abandonado por la guarnición (Valencia, 1926).

No hallando resistencia, los tercios se tomaron a Quibdó, el 6 de


mayo de 1816. En el asedio quedaron prisioneros Francisco García
Falcon, a quien se le expropiaron sus bienes en favor de la Corona;
Ángel Rueda, condenado a ocho años de presidio en Cartagena; y
Domingo Martínez a seis. El capitán Tomás Pérez escapó, lo mismo

108 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
que el grueso de los republicanos que se dirigieron a Nóvita, con su
gobernador a la cabeza.
Al día siguiente, Bayer persiguió a los fugitivos con el escuadrón
Medio Regimiento de la Victoria. En el Arrastradera de San Pablo,
donde está hoy la ciudad de Istmina, se trabó el combate, que fue
funesto para los nativos. En esta acción cayeron prisioneros Miguel
Buch y Miguel Montalvo, quienes, trasladados a Bogotá por el río
Magdalena, subieron al cadalso el 29 de octubre de 1816, al lado de
Caldas y Ulloa.
Nóvita fue la última en esta serie de ganancias realistas. El 25
de mayo desapareció su independencia. Arrojo y actos temerarios
nada valieron. Al final, canoas, cañones, fusiles y soldados en poder
de Bayer; Juan Aguirre nombrado gobernador; Antonio Plá en po-
der de la costa del Pacífico, y el siguiente parte de victoria que honra
a nuestros antepasados:
Nº 7 —Que queda enterado.
Excelentísimo señor:
En este día me da aviso Don Julián Bayer, Comandante de
la Columna de Atrato, de estar sometida a la obediencia del
Soberano, la Provincia del Chocó; yo creo que esta es la última que
lo ha hecho de todo este Reino, y acaso de todos sus dominios en
América; mas para el gobierno sincero, y para la obligación mía,
me apresuro a felicitar a V. E. con extremos parabienes.
Dios guarde a V. E. muchos años. Antioquia y mayo 27 de 1816.
Excelentísimo señor.
Francisco Warleta (Velásquez).

Fusilamiento de Tomas Pérez


Abolidas las medidas del gobierno revolucionario que deja-
ba libre el comercio en el ramo de aguardiente, la franquicia de

H i s to r i a 109
la platina y el indulto de los mazamorreros, Juan Aguirre, en su
carácter de gobernador, fijó por bando los tributos a que debieran
sujetarse los traficantes y venteros. La cántara de aguardiente que
en los años anteriores oscilaba entre doce y diez y seis pesos, subió
a treinta y dos; el gravamen a los mineros, «la clase más miserable
de la población» como se la calificaba por entonces, creció de tres
a cuatrocientos pesos en favor de la Real Hacienda, a la vez que se
estancaba la platina como en los tiempos anteriores.
Las disposiciones de Aguirre se complementaron con la perse-
cución a los insurgentes. Invocando el artículo 22 de la Constitu-
ción de 1812, que decía:
A los españoles que por cualquiera línea son habidos y
reputados por originarios de África, les queda abierta la puerta
de la virtud y del merecimiento para ser ciudadanos; en su
consecuencia las Cortes concederían carta de ciudadano a los que
hicieren servicios certificados a la patria, o a los que se distingan
por su talento, aplicación y conducta, con la condición de que sean
hijos de legítimos matrimonios; de padres ingenuos; de que estén
casados con mujer ingenua; y avecindados en los dominios de las
Españas, y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil,
con un capital propio (Zuleta, 1915),

ofreció 200 patacones y la libertad, si era esclavo, al individuo que


presentara vivo o muerto, al rebelde de La Purísima. Crispín y Si-
món Salazar, negros esclavos de Joaquín Sánchez, ganaron la pri-
ma, aunque no la condición de libertos, porque al reclamar la carta
de aforamiento, se les notificó recibir cincuenta palos cada uno. «Si
la traición se aprovecha, el traidor se castiga», fueron las palabras
del tirano al serle reclamado el cambio de la oferta por el ilustre
granadino.

110 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
El proceso del mártir, iniciado el 4 de junio de 1816, fue como
sigue:

Orden de juzgar a Tomás Pérez.


Citará, 4 de junio de 1816.
Señor Don Antonio Plá, 2° Comandante de la Columna del
Chocó.
Presente.
Hallándome con instrucciones del Excmo. General en Jefe
del Ejército Pacificador de las Américas, de hacer juzgar por el
Consejo de Guerra Verbal, formado por los señores Oficiales
que se hallen en la Columna de mi mando, a los individuos
más perjudiciales a la tranquilidad pública; y de hacer ejecutar
inmediatamente la sentencia, nombré ayer Presidente del
Consejo de Guerra, en que reunirá como vocales al Teniente de
Granaderos del Regimiento de León, Don Vicente Gallardo, al
Teniente del Regimiento del Rey, Don Ramón Sánchez, y al Alférez
del Regimiento de la Victoria, Don Cosme Rodríguez, para que
se juzgue en el día de mañana a Tomás Pérez, Ángel Rueda y
Domingo Martínez, acusados de haber servido con las armas de
rebelión contra las tropas del Rey nuestro señor, hasta ser cogidos
con las armas en las manos, de haber servido de incendiarios en
esta Provincia, en cuyas causas hará de Fiscal el Tercer Piloto de la
Real Armada, don Manuel Gil.
Dios guarde a usted muchos años, Julián Bayer.
Don Manuel Gil, Tercer Piloto de la Real Armada y habilitado
de Oficial, según Ordenanza General: habiendo de nombrar
Escribano, según previene S. M. en sus reales Ordenanzas, para
que actúe en el Consejo de Guerra Verbal contra Tomás Pérez,
Rueda y Domingo Martínez, nombró al Sargento Graduado Rufino

H i s to r i a 111
Real, de la Tercera Compañía del Regimiento de la Victoria, al
que advertido en la obligación que contrae, acepta, jura y promete
guardar fidelidad y sigilo en cuanto actúe.
Y para que conste la firmó conmigo en Citará, a doce de Junio
de mil ochocientos diez y seis. Manuel Gil. —Rufino Real.

Celebración del juicio


Don Manuel Gil, Tercer Piloto de la Real Armada y habilitado
de Oficial, según Ordenanza General, certificó los puntos que
hoy día doce de Junio de 1816, después de haber oído la misa del
Espíritu Santo en la iglesia de este pueblo de Citará, se ha juntado
al Consejo de Guerra en casa del Capitán 2°. y Comandante de
la Columna del Chocó, Don Antonio Plá siendo dicho señor
Presidente del Consejo y en el cual se hallaron presentes el
Teniente del Regimiento de León, Don Vicente Gallardo y el de
la misma clase del Regimiento del Rey, Don Ramón Sánchez, y el
Subteniente del Regimiento de la Victoria, Don Cosme Rodríguez.
Habiendo hecho comparecer ante el Consejo a Tomás Pérez,
acusado del delito de infidencia, y hecha la señal de la cruz, se le
exigió el juramento conforme a Ordenanzas; dijo llamarse Tomás
Pérez, ser de edad de treinta y cinco años, hijo de la Pura y Limpia;
preguntado si había servido antes de la revolución, dijo haber
servido cuatro años en los buques de guerra, y cuando subió de
primera vez el Comandante Don Julián Bayer, confiesa haber sido
uno de los que más se distinguieron en la acción del Fuerte del
Remolino, por cuya causa le hizo Capitán el gobierno insurgente;
asimismo confiesa haber puesto una bandera encarnada con el
objeto de defenderse hasta morir.

112 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
La segunda vez que subieron las armas del Rey fue el único
que hizo fuego con las fuerzas sutiles que mandaba en el Remolino
de Murrí, insultando a los españoles y su Gobierno con palabras
las más oscuras. Preguntado por qué motivo vino a este pueblo,
dijo haber venido de patrón y práctico de una goleta inglesa
con bandera del Estado que conducía mil y trescientos fusiles; y
asimismo dice haber aceptado el empleo de Capitán gustosamente;
que fue cogido con las armas en la mano por unos esclavos de
Joaquín Sánchez, habiendo ofrecido cien patacones; y habiéndole
dicho nombrase defensor de entre los habitantes del pueblo,
por no existir en la Columna más oficiales que componen el
Consejo, atestiguó con Don Pedro Portillo, vecino de este pueblo
al que se hizo comparecer ante el Consejo y dijo: que solo puede
alegar en su favor que, después de salir a la toma de la Provincia
de Antioquia, le oyó decir que quedaría [sic] y ojalá se hubiese
pasado en dicha Provincia de Antioquia, para no exponerse a
padecer; y él alega a favor haber hecho varias solicitudes para irse
a Cartagena, a su casa, y que nunca el gobierno se lo permitió. Para
que conste, lo firmaron conmigo el presente Escribano, y por no
saber escribir el reo, hizo la señal de la Cruz; y que lo dicho es la
verdad a cargo del juramento que tiene hecho, en que se firmó y
ratificó, leída que le fue esta declaración.
Manuel Gil. —(Hay una cruz)
Ante mí, Rufino Real. —Pedro Portillo.

Sentencia de muerte
En Citará, a doce de Junio de mil ochocientos diez y seis,
estando confeso el reo del delito de infidencia, mandó el señor
Presidente pasasen a votar los señores que componen el Consejo,

H i s to r i a 113
y unánimemente todos los votos le sentenciaron a ser pasado por
la espalda como traidor al Rey y que su cabeza sea fijada en la
embocadura del río Atrato y Quito, y lo firmaron dichos señores.
Antonio Plá. —Vicente Gallardo. —Ramón Sánchez. —Cosme
Rodríguez.

Confirmación de la sentencia
Citará, catorce de Junio de mil ochocientos diez y seis.
Confirmo la antecedente sentencia, y ejecútese la muerte a las
cinco de la tarde de este día.
Julián Bayer.

Notificación de la sentencia
En el pueblo de Citará, a las diez y media de la mañana del
día catorce de Junio de mil ochocientos diez y seis, Don Manuel
Gil, Tercer Piloto de la Armada Real y habilitado de Oficial,
según Ordenanza General de la Armada, en virtud de la sentencia
dada por el Consejo y aprobada por el señor Teniente Coronel y
Comandante de la Columna del Chocó, Don Julián Bayer, pasó,
con asistencia de mí, El Escribano, al calabozo de la Prevención de
este pueblo de Citará donde se hallaban Tomás Pérez, Ángel Rueda
y Domingo Martínez, reos de este proceso, habiéndoseles hecho
poner de rodillas les leí la sentencia de ser el primero pasado por
las armas por la espalda y su cabeza fuese cortada y puesta en
la embocadura del río Quito con el Atrato; el segundo, de ocho
años de presidio en Cartagena; el tercero de seis años. Y debiendo
ejecutar la sentencia de cortar la cabeza a Tomás Pérez y ponerla
en el sitio prescrito, en virtud de la primera sentencia, y se llamó
a un confesor para que le preparase cristianamente. Y para que

114 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
conste por diligencia, afirmó dicho señor, de que yo el infrascrito
Escribano doy fe.
Manuel Gil. —Ante mí, Rufino Real.

Ejecución de la sentencia
En Citará a catorce de Junio de mil ochocientos diez y seis, yo
infrascrito Escribano doy fé:
Que en virtud de la sentencia de ser pasado por las armas
por la espalda, y puesta la cabeza en embocadura del Río Atraía
y Quito, dada por el Consejo de Guerra Verbal a Tomás Pérez,
se le condujo en buena custodia en el mismo día, mes y año,
a extramuros de la ciudad, en donde estaba el ayudante de la
columna, Don Vicente Gallardo; y habiendo publicado por dicho
señor el bando que S. M. previene en sus Reales Ordenanzas, y
leído por mí la sentencia en alta voz, se pasó por las armas por
la espalda a Tomás Pérez, en cumplimiento de su sentencia, a las
cinco de la tarde del referido día, mes y año.
Y para que conste por diligencia, lo firmó dicho señor, con el
presente Escribano.
Ante mí, Manuel Gil. —Rufino Real.

Sentencia de Domingo Martínez


En Citará, a doce de Junio de mil ochocientos diez y seis,
habiendo concluido el reo su declaración y no pudiéndole
averiguar el que había sido comprendido en el delito de
incendiario y sí de insurgente, mandó el señor Presidente pasar a
votación a los señores que componen el Consejo y unánimes todos
los votos, fue sentenciado a ser desterrado por seis años al presidio

H i s to r i a 115
de Cartagena, y de verificar el castigo impuesto de cortar la cabeza
a Tomás Pérez y fijarla en el sitio prescrito y la firmaron (González,
1944).

Miguel Buch, Miguel Montalvo y el sinuano inmortal, fueron las


ofrendas chocoanas a la naciente República en los aciagos días de
1816. Cayeron en el terremoto provocado por las fuerzas peninsu-
lares que Dios castigó más tarde en Murrí, donde los hombres de
Bolívar realizaron el milagro de aniquilar los atropellos.

iii

1816-1819
Los padecimientos soportados cohesionaron la raza. Unidos
los hombres por el torbellino revolucionario, comenzó la tierra a
moverse en busca de maneras eficaces para alcanzar su bienestar.
Contra el orden establecido por Sámano y sus agentes había que
maquinar, urdir, crear corrientes subterráneas capaces de despertar
las emanaciones telúricas de los que padecían. Algo les decía a los
chocoanos que la libertad no está afuera, sino dentro del corazón.
En este alentar, el pueblo contaba con las noticias del interior.
A veces se sabían levantamientos y asonadas como las ejecutadas
por los hermanos Almeida en Chocontá, Suesca y Nemocón, y otras
ocasiones se desalentaba el espíritu al conocer los insucesos de mu-
jeres como Policarpa y Antonia Santos, martirios y prisiones de ciu-
dadanos ilustres, y muertes desesperadas. Con todo, la mente y los
suspiros estaban fijos en Labranzagrande y Guasdualito, en Pore y
Chire, en Arauca y La Laguna, puntos donde se preparaba la tor-
menta definitiva contra los pacificadores sanguinarios.

116 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Las buenas y malas noticias recibidas pasaban los ríos, cruzaban
los minerales y agitaban a criollos en aldeas miserables. Piratas del
golfo de Urabá, indios y esclavos convertidos en mensajeros oficiosos,
metían y afianzaban la idea de volver a las armas para debilitar a los
hispanos. Reaccionar contra Aguirre fue el lema de los que sufrían
deportaciones, cercenamiento de manos y orejas, robo de mujeres,
encierros con grillos y trabajos forzados, impuestos exorbitantes, y la
intervención del gobierno en los negocios de los particulares.
Por todo esto, Murrí volvió a ser campo de operaciones. Realis-
tas vinculados al comercio, conocedores, además, de las turbulen-
cias de Casanare, Pamplona, Tunja, Neiva y el Socorro huyeron a
Cartagena en forma precipitada. Entre estos se menciona a Carlos
Ferrer y Xiques, capitán de navío, valeroso y amante del Rey que,
en canoa chata bajó el Atrato y realizó la travesía de mar sin temor
a los escollos. Los viajeros alertaron al gobierno de la Heroica de
los peligros que en el Chocó amenazaban a la Corona, lo que sirvió
para preparar una invasión al mando del vasco citado.
Tanto fervor patriota no fue inútil. Nativos y colonizadores que
se oponían a la sumisión, se vieron en el motín que dio la vuelta por
los canalones de Santa Bárbara y Sesego, Cajón y Los Tres Brazos,
Yalí, Sipí y Opogodó, con amenazas de prender en Tadó e Iró y los
zambullideros de San Pablo (Archivo Nóvita). El desorden se aplacó
con el sacrificio de los hermanos Padilla, Pío y Luis, el primero de
abril de 1819 (Henao, 1952).

Actividades en las costas


1) En el Pacífico —Manuel Valverde, español, fundador de Guapi a
fines del siglo XVIII, dueño de minas en Tapaje, tremoló el pendón real
en las tierras que dominaba. Con un cuerpo de guarnición se presentó
a la defensa de la villa y del río que eran suyos. En los primeros meses

H i s to r i a 117
de 1813, la población fue rescatada para el país, por la valentía de don
Manuel Olaya, sus esclavos y vecinos. Valverde huyó al Ecuador hasta
la ocupación de Popayán por Sámano, fecha en que intentó regresar, de
no haber muerto en las cercanías de Coquimbo (Merizalde, 1941).
Merece atención destacada el patrullaje de don Guillermo
Brown, evocado por el historiador Raimundo Rivas, de la siguiente
manera:
«Guillermo Brown, Comodoro de las fuerzas marítimas
de Buenos Aires, se apoderó, en abril de 1816, de la fragata La
Gobernadora, salida de Guayaquil con prisioneros patriotas para
ser juzgados en Lima. Convencido por Vicente Vanegas de que
debía seguir a las costas granadinas, con el objeto de ayudar a la
revolución, Brown llegó a Buenaventura en los momentos en que
triunfaba la reacción a favor de Fernando VII , gracias a Morillo.
Ofreció sus servicios a las autoridades patriotas, solicito, además,
provisiones para sus embarcaciones, mientras montaba una batería
de seis cañones para defender el puerto de los españoles.
«El presidente de las Provincias Unidas de la Nueva Granada,
doctor José Fernández Madrid, y el general José María Cabal,
contestaron aceptando alborozados las propuestas de Brown. Con
todo, las comunicaciones no llegaron a poder del marino porteño,
en cuyos navíos pensaron asilarse, a fin de lograr su salvación del
patíbulo, que les preparaba Morillo, ilustres próceres tales como
Camilo Torres, apóstol de la revolución; el antiguo comisionado regio
Liborio Mejía, el propio general Cabal y el conde de Casa Valencia.
«Tal propósito no se realizó porque Brown, cansado de
esperar, viendo irse a pique sus naves ancladas, y temeroso de las
superiores fuerzas españolas, se hizo a la vela cuarenta y un días
después de su llegada, dejando en tierra al doctor Hanford y a su
hermano, quienes fueron puestos en capilla en Popayán».

118 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
En medio de la sostenida moral de los habitantes del Pacífico, me-
rece destacarse la obra cumplida por Juan Illingworth. El Gobierno
chileno, para socorrer a los patriotas, destacó una de sus fragatas
con mirar al rodeo del océano. Para esta empresa se escogió La Rosa
de los Andes, buque que comandó Illingworth, de familia inglesa,
marino avezado, amigo de nuestro país, y hombre diferente a los
corsarios de su tiempo.
Los propósitos de Illingworth fueron claros y precisos. Gol-
pear a España en su avance al interior de la Nueva Granada; dar
en tierra con la Cédula Real de 1614, que establecía pena de muerte
y confiscación de bienes para quienes favorecieran la participación
de extranjeros en el comercio con las Américas; vencer los viejos
galeones del imperio que zarpaban de Cartagena o Sanlúcar con
patentes de corso; amar la independencia americana.
Diferente a Luis Aury, que pretendió alzarse con Panamá,
Portobelo y Changres, y a muchos codos de distancia del capitán
Mitchel, partidario de tropelías y desmanes, el enviado chileno
combatió a Tacón en Tumaco, encalló en el río Iscuandé, huyen-
do de la nave española La Prueba, con la que sostuvo un reñido
encuentro en la bahía de Buenaventura, donde entregó al coronel
Cancino las armas y municiones que libertaron el alto Chocó del
poderío de la Península.
Sabedor del avance realista sobre Quibdó, se sitúa en Cupica, a
ocho días de Citará y ocho de Panamá, con el propósito de trasladar
su nave por el istmo de Napipí y cortar la retirada de los extranjeros
que atacaban La Vigía. La relación de tamaña proeza, única en su
género, la hace el historiador Vicuña Mackena con las siguientes
palabras:
En los primeros días del mes de enero de 1820 La Rosa de
los Andes se encontraba tranquilamente anclada en la bahía de

H i s to r i a 119
Cupica, una de las muchas ensenadas del golfo de Panamá, que
por su profundidad hacia Darién estrecha el paso de un océano al
otro océano.
Tenía noticia de esto el comandante de La Rosa por los indios
ribereños y había sabido además, a su paso por San Buenaventura,
que los realistas de Cartagena enviaban una expedición desde el
Atlántico para que subiendo por el poderoso río Atrato cayese
sobre los invasores del Chocó por su espalda. La expedición,
según el aviso que hemos recordado, constaba de 200 hombres
embarcados en cuatro cañoneras.
Con la vivaz energía de los hombres de su raza,
admirablemente secundado por la heroica docilidad de sus
marinos y soldados chilenos, Illingworth se propuso llevar a cabo
una de las operaciones más atrevidas y singulares que sea dable
imaginar en aquellas soledades, y cuya ejecución importó una
verdadera gloria universal para su nombre y para sus compañeros.
Esa resolución fue la de atravesar de un mar a otro el istmo del
Darién, con un destacamento de cien hombres llevando en sus
hombros una embarcación de mar, y embarcándose en la parte
inferior del Atrato, cortar la retirada hacia el mar Caribe a los
invasores.
Realizó su abra el atrevido marino con gigantescos esfuerzos:
navegando en ocasiones contra las corrientes; arrastrando en otras
su esquife entre las rocas; deslizándolo a veces a fuerza de brazos
por las cimas escarpadas; y así, el 4 de febrero de1820, llegó al
término de su expedición, echando el pesado bote en las aguas del
Atrato (Contraloría General de la República).

Mientras estas cosas sucedían, los negros, expoliados por los te-
rratenientes, se sublevaron en Saija en 1818, «contra sus verdaderos

120 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
amos, unos, y otros negando la esclavitud». En número de ochenta,
en palenque sobre el río, desbarataron la expedición comandada por
Manuel Silvestre Valverde, con puyas envenenadas, sables y macanas
(Archivo General del Cauca). Este revuelto, que contrastó con la con-
ducta de los bandoleros africanos que seguían a Tacón y a los monar-
quistas de Pasto, mantuvo, en chozas y rancheríos, el entusiasmo de
ser libre hasta la llegada del gobierno de José Hilario López.
2) En el Atlántico. Con el bloqueo de Cartagena iniciado por Mo-
rillo, comienza la actividad bélica en el océano Caribe. La dispersión
de los sitiados, que principió el 5 de diciembre de 1815, llevó a los más
apartados rincones del litoral la semilla de la revolución. Siete gole-
tas y seis embarcaciones menores sirvieron esta empresa, que honra
a los que la iniciaron bajo el fuego cruzado de los buques enemigos.
La proeza, ejecutada con audacia y valentía, encendió los áni-
mos patriotas en el interior de Urabá, Coclé, Veraguas, San Andrés
y Providencia, Cuba, Santo Domingo y los cayos de San Luis. En el
Darién, los hermanos Carabaños, sabedores de la caída de la He-
roica, penetraron por el Atrato con la ambición de soplar sobre los
ribereños vientos libertadores. Un banco de arena, al detener la tra-
vesía, impidió que la tierra de abraibas y abenamecheis se contagia-
ran con las ideas de la independencia nacional.
Los que recalaron en las costas de Veraguas corrieron,
asimismo, suerte adversa. La falta de alimentos y la sorpresa de las
guerrillas realistas dispersaron el conjunto, dentro del cual iban
García de Toledo, y Ayos que, apresados, fueron despachados desde
Portobello, por las autoridades españolas a Morillo, en Cartagena
(Rivas).

Lo mismo ocurrió a los emigrantes de Coclé, Jamaica y Providen-


cia. Después de estas aventuras, corsarios americanos continuaron

H i s to r i a 121
trabajando. Imitando a los Estados Unidos en 1778 y 1812, marinos
con patentes de Cartagena, Margarita y otros puertos; granadinos,
venezolanos, chilenos y argentinos daban batalla sin cuartel a las
naves realistas. Persiguiendo el comercio español se les vio desde
1815 a 1821 en los cayos, Curazao, Kingston, Cartagena, Riohacha,
Santa Marta, La Amelia, San Andrés y Providencia, etc. Donde en-
traban despertaba el comercio, la trata de esclavos y los actos de
piratería (Rivas).
En febrero de 1820, Cancino resuelve ponerse en comunicación
con Aury, corsario y pirata, amigo de la emancipación, más tarde
enemigo de Bolívar y de Brion, al que soñaba emular. Se buscaba
auxilio para cortar el paso de las tropas imperiales que se interna-
ban por el Atrato, detener el avance de Calzada en el cauce, libertar
el occidente de la Nueva Granada. En la goleta Diana salió Joaquín
Acosta a Catalina y Providencia. El resultado de la misión fue nulo
por la escasez de víveres en el Chocó para sostener la tripulación
que se trajese, por falta de un buen puerto para los dieciséis buques
que componían la armada, por el desaire de Brion y Urdaneta al no
solicitar la cooperación de Aury en la campaña contra Riohacha y
Santa Marta.
En otra parte de estas notas aparecen las peticiones concretas de
los patriotas ante el corso de Providencia. La negativa de Aury hizo
posible la invasión quiteña, la toma de Popayán, la entrada al Valle
de los defensores de la tiranía. Con las fuerzas del corsario se habría
evitado el combate de Pitayó, la refriega de Jenoy, la toma del Patía
por Calzada, los esfuerzos de Sucre en El Trapiche, las deserciones
de los republicanos, las marchas y contramarchas a Cali en espera de
tropas que venían de Guayaquil, la sangrienta batalla de Bomboná y
las tardías capitulaciones de Basilio García con el Cabildo de Pasto.

122 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Los días decisivos
No bien terminada la batalla de Boyacá, Bolívar destinó al Chocó
al coronel Nicolás Gamba y Valencia, y como ayudantes de campo
a los capitanes Manuel Meléndez Arjona, Juan María Gómez, José
María Caicedo Zorrilla, al teniente Leandro Avendaño y a los sub-
tenientes Joaquín Acosta y Mauricio Olaya. Con tropas regulares,
pertrechos y víveres salieron por Cartago con dirección a Nóvita,
el 18 de octubre de 1819. Para asesorar a Gamba y Valencia, el Li-
bertador nombró como jefe civil y militar al gobernador del Chocó,
coronel José María Cancino.
Joaquín Acosta, que no había podido viajar con el grueso de los
expedicionarios, salió de Cartago en noviembre, a la cabeza de una
escolta que debía auxiliar a los patriotas de esas soledades. «Viajan-
do por caminos intransitables —dice su hija—; por andurriales y
despoblados; morando en los climas peores del mundo; luchando
con aquella naturaleza ecuatorial tan exuberante cuanto malsana,
el joven militar pasó los meses de noviembre y diciembre» (Acosta,
1901), en viaje a su destino.
El 16 de enero de 1820, salió de Nóvita Acosta rumbo al Atrato:
Hoy salí de Nóvita —escribe— con mis compañeros. Hasta
las tres de la tarde guardamos en La Bodega al coronel Cancino
que debería llegar hoy. Pero como no parecía y urgía continuar el
viaje, hice cargar las canoas y embarcándonos en el río Tamaná,
continuamos la marcha. A las cinco de la tarde llegamos a las
bocas el Tamaná en donde este río desagua en el caudaloso San
Juan. Nos quedamos esa noche en sus orillas en una casa grande.
Estando allí recibí un chasqui que me enviaba el gobernador con
una orden para que continuase marcha hasta Citará a cumplir una
comisión (Acosta, 1901).

H i s to r i a 123
En Citará, rendida su tarea, recibió orden de Cancino para fortificar
un punto ventajoso sobre las riberas atrateñas. El 27 estaba en Murrí
al lado de Gamba y Valencia, de donde partió a Providencia a con-
ferenciar con Aury, con las siguientes instrucciones:
1°. Pondrá en manos del expresado señor dos pliegos y algunos
papeles públicos que lleva consigo;
2°. Le informará al estado político del Reino todo, poniendo
delante la libertad y franqueza con que puede aproximarse a bocas
de este río, entrar en comunicación con el Supremo Gobierno
y tratar a la vez con el Comandante de la fragata Los Andes,
procedente de Chile;
3°. Le hará presente que siendo este el único puerto libre que
sobre el Océano cuenta la Nueva Granada, se le ofrece esta ocasión
de renovar sus servicios subiéndolo y protegiendo el comercio y las
comisiones del Gobierno;
4°. Sin embargo de que aguardamos un gran número de
elementos de Chile y también de Santafé, como por la distancia
llegarán tarde para nuestras breves operaciones, y presentándose
ahora la ocasión de hacer desaparecer la guerra del Sur, con el
auxilio de este digno Jefe, le encarecerá lo necesario por lo pronto
para el cumplimiento de nuestros proyectos;
5°. Con especialidad pedirá cuarenta mil cartuchos de fusil,
y si no pólvora y plomo en parte para completar este número;
fusiles, doce piezas de artillería de calibre de a 12 a 24 con sus
correspondientes dotaciones; marineros; oficiales de marina;
jarcias; carpinteros de ribera y galafates para cuatro buques con
alguna tropa de línea y 400 fornituras;
6°. A los talentos y acreditada prudencia de este Jefe
abandonará la meditación de las consecuencias favorables que
resultarán a la Nueva Granada y a la causa entera de la nunca vista

124 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
comunicación entre los escuadrones del Norte con el del Sur por el
istmo de Tupicá;
7°. A los cuatro días de llegada debe volverse con los auxilios
que por lo pronto se le presten, en un buque, ya sea en calidad
de los servicios que comenzará a hacer este señor, o por el justo
precio que será satisfecho a su llegada;
8°. Si por algún caso no estuviere el Almirante allí, y se hallase
cerca, podrá detenerse hasta diez días con la certidumbre de que
podrá volver, y si no, seguirá a Jamaica, y entregando al ciudadano
Cabero el pliego, se interesará con él sobre el envío de quinientos
fusiles con sus fornituras, y cuarenta mil cartuchos, y regresará de
allí en el primer barco que venga.
Traerá, además, cuatro cornetas con sus instrumentos, cuatro
clarinetes, y dos trompas del mismo modo (Acosta, 1901).

Pero dejemos a Acosta en Providencia, y volvamos a Cancino,


que había partido de Nóvita el 16 de enero al encuentro de la corbeta
La Rosa de los Andes, anclada en Buenaventura. Con armas y provi-
siones regresó por la misma vía del San Juan, con la idea de que el
fuerte de Murrí había sido atacado por los enemigos. Angustiado,
aceleró la marcha. «Con la espada desnuda y lanzando gritos, sin
dormir ni comer, alentando a los bogas, no les permitía un momen-
to de descanso. Introducía el dedo índice de la mano derecha en el
agua y no se encontraba satisfecho si la velocidad de la canoa no
formaba una corriente que le hiciese llegar el agua hasta el codo. A
la vez reclutaba en las orillas a todo hombre que consideraba capaz
de manejar las armas».
Así llegó al Arrastradera de San Pablo. Allí se le informó que
había necesidad de pasar a espaldas de cargueros terciadores
las personas y objetos y una vez en el punto de El Tambo, debía

H i s to r i a 125
buscarse nuevas canoas para seguir a Quibdó. El Coronel
encontró dispendioso el traslado y dispuso pasar arrastrando las
embarcaciones en que iban soldados y elementos. Toda la tropa y
cuanta gente pudo poner en movimiento emprendieron el arrastre
de las canoas, las cuales corrían en seco con igual velocidad que
en el agua, impulsadas por el esfuerzo humano (Contraloría
General de la República).

Del estado de la fortaleza de Murrí, dice Acosta:


Los españoles habían levantado en Cartagena una
expedición de 200 hombres y venían con una lancha cañonera
y cuatro buques más de guerra a invadir el Chocó. Tardarían
en llegar a lo más quince días, y nosotros nos hallábamos en
la fortaleza improvisada sin municiones, sin pertrechos y por
junto apenas contábamos cuarenta, soldados.
Las Provincias de Antioquia y del Valle del Cauca no podían
socorrernos, porque no había tiempo de avisarles. Pero el
entusiasmo por la libertad y el amor a la patria, todo lo pueden.
Gamba y Valencia partió a Citará a enganchar algunos
soldados más, traer la artillería que pudiese hallar, y fundir
todo mental que encontrara para hacer balas. Yo —dice
Acosta—, me quedé en Murrí con la guarnición, un cañón
grande y cuatro pequeños que habíamos sacado de la goleta
Diana. Situé esto lo mejor que pude para defender la posición;
felizmente los indios de los contornos se manifestaron en esta
ocasión muy adictos a la independencia, y nos enviaron alguna
pólvora (Acosta, 1901).

Carlos Ferrer y Xiques se presentó en Murrí el 29 de enero de 1820.


De lo ocurrido en esa acción, cuenta Acosta:

126 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Apenas había regresado el Comandante Gamba a Murrí, se
presentó el enemigo al frente de la fortaleza y atacó briosamente con
un cañón, de a 24 que llevaba. Los españoles no aguardaban que la
improvisada fortaleza pudiera defenderse con tanto valor. Durante
diez días se vio asediada la valiente guarnición de Murrí por las
fuerzas españolas, sin que lograsen amilanarla, a pesar de lo exiguo
de sus recursos. Viendo aquello y temiendo sin duda que llegasen
a auxiliar a los patriotas de la capital del Chocó, el Comandante
español, después de sufrir algunas pérdidas, resolvió retirarse.
Al ver que el enemigo se alejaba, los patriotas pensaron
que aquello lo hacían para obligar a la guarnición a salir a
perseguirlos, y entonces, fuera ya de los parapetos, acabar con
ellos. Permanecieron, pues, detrás de los muros del pequeño fuerte,
aguardando a que regresaran pero no fue así. Los españoles habían
partido definitivamente, y cuando Gamba dio orden de que se
pusieran en marcha para perseguirlos, era ya demasiado tarde, y se
devolvieron sin haber logrado alcanzarlos. Dos días después llegó
Cancino con cien hombres y pertrechos para reforzar a los sitiados
(Acosta, 1901).

Con el triunfo, muchos españoles radicados en Quibdó huyeron


despavoridamente. Cancino designó jefe de la escolta que debía se-
guir la caravana de fugitivos al odiado Juan Aguirre, con orden de
decapitar a los que aprehendiese. Fue así como en el Brazo del In-
glés, sobre el Atrato, hallaron la muerte Ramón de Diego Jiménez,
ex gobernador del Chocó; Inocencio Cucalón Joaquín Andrade y
otros. Carlos Ferrer y Xiques escapó, para morir en Majagual, pro-
vincia de Cartagena, por orden del teniente José María Córdoba.
De regreso de la comisión, Cancino, ante el clamor de las fami-
lias perseguidas por Aguirre, pretextando no haber dado la orden

H i s to r i a 127
por escrito, condenó al español a sufrir palos en las puertas de las
casas de cada una de sus víctimas. En desagravio de la decapitación
de Tomás Pérez, le hizo cortar las manos que, fritas en aceite, las
expuso a la pública contemplación en el lugar donde tres años antes
fuera colocada la cabeza del costeño inmortal (González, 1909).
De esta manera se liquidó para siempre el Gobierno español en
nuestra comarca. En adelante, seguiría la lucha contra los esclavis-
tas, la pobreza y la ignorancia, hasta que el negro pudiese entrar al
escenario de la vida civil con sus creencias y supersticiones, mitos,
cantos y danzas, concepciones mágicas y sicomentales del mundo,
«libres sus padres, libres sus hermanos, libres los esposos y libres
los hijos de su amor», como lo quiso Bolívar, en oposición a las sen-
tinas de los barcos de trata, los socavones y las marcas, las ventas
y castigos infamantes, la estrechez económica y los cimarronajes
permanentes».

iv

Noticias de los libertadores


1. José María Cancino —Nació en Bogotá en 1803. Hijo de don
Salvador Cancino, fusilado en Cartagena por orden del general Mo-
rillo, llegó al Ejército a la edad de catorce años. En su hoja de servi-
cios, se lee:
Cancino José María, Alférez 2° —Cuerpos donde ha servido:
En el Batallón de Milicias. En el Batallón Socorro. En el Batallón
Barcelona. En el Batallón Vanguardia. En el Batallón Guardias. En
el Batallón N o. 1 de Infantería, Guardia Nacional.
Campañas y acción de guerra: Hizo la de Popayán en el año
de 1813 y 1814 a órdenes del General Nariño, hallándose en las
acciones de Alto Palacé, Calibío, Juanambú y Tacines y en la de La

128 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Plata, a las órdenes del Comandante Pedro Monsalve, en la cual
quedó prisionero, y sentenciado al 2o. de Numancia hasta que en
Paipa se fugó. Pasó de nuevo al Ejército Libertador de 1819. La
conducta político-militar de este oficial ha sido la que por la Ley
orgánica del ejército se exige.
Waldo Vanegas, Sargento Mayor de Infantería y Jefe del Estado
Mayor de la 1a Columna, del Ejército, certificó que la anterior hoja
de servicios está formada conforme a los documentos presentados
por el interesado, los cuales están arreglados al Decreto de 4 de
Julio de 1833.
Bogotá, 25 de Julio de 1836. —Waldo Vanegas.
En 1836 tenía, treinta y tres años. Natural de Bogotá, soltero.
—República de la Nueva Granada. —15 de enero de 1811. Pito
veterano. Tiempo de servicio en este empleo, 5 años, 5 meses, 25
días. 11 de Julio de 1816, Prisionero. Tiempo que duró en prisión, 8
años, 5 meses, 25 días. —Incorporado de nuevo a filas, 6 de Agosto
de 1819. —Tiempo que figuró en filas de nuevo, 7 años, 5 meses,
4 días. —1°. de Enero de 1827. —Sargento 1°. Tiempo que duró de
Sargento 1°., 3 años, 7 meses, 2 días. Alférez 2°., 13 de Agosto de
1820. —Tiempo de Alférez, 2 años, 10 meses, 2 días. —Indefinido.
15 de junio de 1833. Tiempo de doble campaña, 2 años. Tiempo de
servicio hasta el 15 de junio de 1833, 24 años, 4 meses, 28 días.
Se le consideró valor. Aplicación, regular. Capacidad, regular.
Conducta, buena. Estado, soltero. En 1827 fue destinado al
Batallón Vargas (Velásquez).
Posesionados los patriotas del territorio chocoano, Cancino
se preocupó por organizar la administración pública, procurando
en todos sus actos dar alivio a las clases desvalidas. En 1822 volvió
con el cargo de gobernador, estableciendo, de acuerdo con la ley
14 de 1821, los cabildos y las autoridades indígenas. En 1823 fue

H i s to r i a 129
gobernador por tercera vez y murió en su hacienda de Barragán,
Provincia de Tuluá, en 1834 (Contraloría General de la República).

2. Nicolás Gamba y Valencia —Natural de Cartago. Sirvió la


causa republicana desde 1814. Cuando los patriotas fueron vencidos
en 1816, Gamba se ocultó hasta 1819, año en que volvió a presentarse
para servir en las filas patriotas. Sirvió al Chocó con lucidez hasta
cuando se unió a Sucre a su paso por el Cauca, pero tuvo la des-
gracia de morir en ese mismo año en el combate de Guachí, 12 de
septiembre de 1821.
3. Joaquín Acosta —Nació en Guaduas el 28 de diciembre de
1800. Presente ante el Libertador, pidió un puesto en el Ejército, pla-
za que se le confirió en el Batallón de Cazadores con el grado de
subteniente. El 22 de septiembre de 1819 siguió al Cauca con la ex-
pedición que debía pacificar esa Provincia, que gobernaban Simón
Muñoz y sus secuaces.
Después de la campaña del Chocó, se incorporó de nuevo a su
Batallón, que acampaba en Popayán. Aquí sirvió activamente en
favor de los patriotas que vencieron fuerzas de Sámano en Las Pie-
dras y avanzaron hasta Cuchilla del Tambo, donde el 29 de junio de
1816 los realistas habían batido a los republicanos. El 22 de marzo
de 1821 comandó la escolta de honor que acompañó a Sucre hasta
Buenaventura, camino del Sur.
A fines de mayo de 1821, se dirigió al Chocó a estudiar las po-
sibilidades de la comunicación entre el Pacífico y el Atlántico. La
vía escogida fue la de San Pablo, que debería unir las corrientes de
Atrato y San Juan.
Como secretario de gobierno de Cancino en 1822, Acosta cono-
ce el territorio en toda su extensión. En este tiempo escribe sobre

130 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
minas: trabaja en el proyectado canal del Arrastradera; instala la
primera asamblea de Nóvita; traza rutas comerciales como las de
Garrapatas a Naranjal, y, en busca de los indígenas, a quienes estu-
dia ampliamente, atraviesa el golfo, cruza el páramo de Guanacas y
las tierras tolimenses y vuelve a Bogotá, donde sigue trabajando al
lado del general Santander.
Acosta fue geógrafo, hombre de ciencias, historiador, filántropo,
profesor de Colegios, publicista del Semanario de Caldas y de los
viajes de Boussingault a la América del Sur. Un gran colombiano,
que, en los campos de batalla, en el mar, en las bahías, en los ríos, en
las charcas lodosas del Atrato, labró con hierro y fuego los perfiles
de su propia existencia.
4. Miguel Montalvo —Había nacido en Honda en abril de 1872.
Educado en el colegio del Rosario, ejerció la abogacía en Bogotá. En
1810 fue uno de los más activos. Con el doctor Joaquín Vargas fue
relator de la Sala de Gobierno y de Hacienda. En 1812, en asocio de
don Joaquín Caicedo y de don Tiburcio Echeverri, fue a celebrar
con el presidente de Tunja y otros altos personajes los tratados de
Santa Rosa, que no fueron cumplidos con los federalistas. Firmó
el acta de Independencia de Cundinamarca el 19 de junio de 1803.
Hizo campaña del sur al lado de Nariño y asistió a los combates de
Alto Palacé, Calibío, Juanambú, Tacines, Cebollas, egidos de Pasto
y la batalla de Palo. Fue enviado en comisión al Chocó hasta caer
prisionero (Ospina, 1941).
5. Miguel Buch —Español decidido por la causa republicana.
Nombrado gobernador en 1814, sirvió con actividad y energía en
la defensa de Antioquia, con hombres, armas y dinero. Defendió
a Chocó en el Fuerte de Murrí, en 1815, para terminar en Nóvita,
después de resistir valientemente (Ospina, 1941).

H i s to r i a 131
Apuntes socioeconómicos del Atrato medio*

Consideraciones geográficas
Para dar una idea de las condiciones físicas del territorio que co-
rresponde a este estudio, es bueno conocer, en forma somera aunque
sea, algunas características geográficas de los cincuenta kilómetros
que llenó nuestro recorrido. Tierra enclavada en el valle del Atrato,
participa de los factores propios de la zona de las calmas ecuatoria-
les permanentes, de la orografía de la cordillera Occidental y de la
serranía del Baudó, de las corrientes aéreas y de la densa vegetación
que crece por todas partes fuerte y vigorosa.
Región de treinta o más grados centígrados de calor, con algu-
nos vientos del Sur, en el mes de julio, plana, con agua subterrá-
nea, caños y meandros, de anchura relativamente escasa, atrae las
lluvias y las tempestades que describiera Caldas tan patéticamente.
Calor, evaporación, nubes amontonadas sobre el cielo, electricidad
atmosférica que se resuelve en relámpagos, rayos y centellas, se hu-
maniza solamente en la época seca del bajo Atrato, que coincide
con los meses de diciembre, enero y febrero. En esta fecha hay días
de verano, horizonte despejado, agua dormida en los estanques del
bosque, calma de ruidos y de vientos dislocados.
Si la humedad relativa es de 85%, los días de lluvia oscilan entre
230 y 240 en el año. La precipitación pluvial última que conocemos
arroja cerca de 8.000 mm. Ríos sin cauces definidos, suelo húmedo,
pantanos, propician la fama de que la cuenca del Atrato es, al decir
del Informe Lebret, «zona en formación o terreno formado pero
fácil para la inundación» (Comité Nacional de Planeación, 1958).

*Tomado de la Revista Colombiana de Antropología, vol. x, Bogotá, 1961.

133
El curso contemplado por nosotros es rico en maderas de construc-
ción, plantas medicinales y palmas de variadas especies.
En las partes inundadas o inundables se encuentran especies
subacuáticas que cambian de caracteres por el suelo y los desagües.
Trópico, en fin, la comarca muestra árboles que luchan por sobre-
pasar a sus vecinos, plantas trepadoras e industriales, parásitas y
enredaderas que, al montar por troncos y ramas para alcanzar la
luz, dejan abajo, entre matojos y bejucos, millares de orquídeas des-
conocidas u olvidadas.
En esta trabazón se ven insectos, hormigas arrieras que des-
alientan a los trabajadores, y comejenes o termites que atacan las
viviendas. Rondando cerca de las habitaciones están los animales
de presa, el tigrillo y el tigre, el zorro, el gavilán y las serpien-
tes que matan las crías. Contra el hombre militan los mosquitos
transmisores de la endemia palúdica, la parasitosia intestinal y
sus secuelas.

El río Atrato
El área anterior, sitio de nuestras investigaciones, está ubicada,
por lo dicho, en las riberas del Atrato medio, entre la boca del Ne-
guá y la desembocadura del Andágueda. En esta parte, el río pro-
porciona a los habitantes beneficios de pesca y caza, agua para sus
menesteres y terrenos mineros, sin dejar de ser motivo de belleza,
cita colectiva y fuerza de cohesión entre los grupos ribereños.
Las Mercedes, Tanando, Samurindó y Yuto, corregimientos del
municipio de Quibdó, se levantan en sus márgenes. Para estos ca-
seríos y para la propia capital del Chocó, el río es, además de lo
dicho, alcantarilla, acueducto, campo de defensa, de alimento y de
materiales de construcción. Borrado momentáneamente de su sitio,
las aldeas citadas desaparecerían como aglomeraciones humanas, y

134 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
se iniciaría, quizás, el éxodo hacia otras fuentes capaces de restituir
lo que brinda el Atrato en bienestar y comodidad.
Este «lago en marcha» de Humboldt, presenta riberas de carac-
terísticas disímiles. La izquierda, por ejemplo, hasta arriba de Quib-
dó, es achatada, con brazos llenos de basura, de fácil inmersión con
las crecientes. A juicio de los agricultores, el lodo arrastrado por
la lluvia, en dos o tres pies de hundimiento por más de ocho días,
es suficiente para pudrir cultivos, echar al cauce principal terrenos
promisorios, destruir viviendas o mantenerlas aisladas en la mitad
de la corriente. Como es natural, con las inundaciones perecen, casi
siempre, los animales domésticos.
En terrenos tan bajos, el río deja detrás de los conos poblados
fangales inmensos que cubren los planos del bosque. Este limo
amarillento, que en ocasiones cubre varios kilómetros, es fatal para
las sementeras de plátano, maíz y arroz especialmente. Es lógico
que al atravesar este tendido hombres y animales pesados se hun-
dan, lo que imposibilita los trabajos de siembra hasta que la tierra
vuelva a endurecerse. Mas como las lluvias son casi continuas y las
inundaciones permanentes, puede asegurarse que tales mangas es-
tán perdidas para la agricultura intensiva.
Durante los meses secos —dice Robert C. West— de enero a
marzo, los pequeños lagos se secan totalmente, y en esta oportuni-
dad los pantanos y las ciénagas actúan como colectores de todos los
sedimentos que arrastran los tributarios del Atrato, siendo entonces
muy poca la materia en suspensión que llega hasta el río principal. Es
quizá esta la razón por la cual el Atrato no ha conformado extensas
vegas a lo largo de su curso o cimentado un gran delta en su desem-
bocadura. Como antes se dijo, la mayor sedimentación aluvial del
Atrato tiene lugar detrás de la cuenca misma, en los bajos y pantanos
en donde las corrientes tributarias incursionan (West, 1957).

H i s to r i a 135
No hay que decir, con todo, que esta orilla izquierda se presente
desolada. En medio de tantas cosas muertas, concurren pequeños
islotes cultivados y poblados. Muestras son las islas del frente de
Yuto y de Samurindó, los montículos aislados de la boca de Quito y
la terraza de Oriente. Del estudio del material parental de estos si-
tios se desprende que estas islas son de formación cuaternaria, com-
puestas de arena, limos y arcillas acompañadas de organismos en
descomposición que cubrieron el terciario. Las siembras que se ven
en estos ribazos sirven, a lo sumo, para la familia primaria, ya que,
por lo precario de los suelos, salud de los moradores e instrucción
de los cultivadores, las tales sementeras no son fincas de ninguna
importancia.
Es conveniente apuntar que la orilla izquierda, más rica en hu-
mus que su vecina, se extendería hasta el pie de la cordillera del
Baudó si no la cortasen ríos como Munguidó y Quito, y más de diez
quebradas de bastante caudal. Esta abundancia de agua y los golpes
del Atrato por el frente, causan la erosión y esta los derrumbes, que
harán con el tiempo la inutilidad de la ribera.
La banda derecha, más alta que la anterior, alimenta potentes
tributarios del Atrato: Neguá, Guayabal, Cabí, Tanando, y quebra-
dones como Nausígama, La Yesca, Samurindó, Doña Josefa y Toco-
lloró, que irrigan constantemente la tierra. La capa vegetal de cinco
a diez centímetros es lavada permanentemente por la lluvia, lo que
empobrece el bosque y propicia la erosión. El barro es agrio, duro
y amarillento, con señales de cobre. En algunos tramos se hallan
«depresiones típicas de terrazas aluviales jóvenes» (González, 1958),
en otras, como en Lloró, el:
Suelo derivado de aluvión sobre material terciario (¿Shale?),
tiene movimiento rápido de escorrentía por su topografía ondulada
montañosa, drenaje interno regular a pobre. Debajo de los 69 cm

136 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
fue difícil la penetración del barreno debido a la presencia de la
roca común de la región con algunos grados de meteorización
(González, 1958).

Característica de esta ribera ha sido la minería. Desde los albores de


la Colonia, Neguá, Cabí, Tanando y Samurindó se hicieron famosos
por su oro, según las citas siguientes: «El otro pueblo es Neguá; está
fundado a la margen izquierda de un río del mismo nombre, el cual
se ha reedificado con indios delincuentes y algunos dóciles, donde
se entablaron las minas de oro y se continúan».
En la boca de la quebrada Samurindó al norte hay tres casas de
mulatos libres y negros que trabajan mina en Punta Quebrada, y en
su estancia tiene la suya el minero don Luis José Becerra, que tiene
dos cortes que labora por separado de la mina.
Luego después se encuentra en este lado la boca de la quebrada
Tanando, donde hay dos casas de mulatos libres, y principian los
platanares pertenecientes a la mina de Cértiga, y en su cabecera del
mencionado Tanando, está laborando el minero don Luis José Be-
cerra. Es cuadrilla mediana.
A corta distancia y al N desagua al Atrato el río Cabí. Subiendo
cierto trecho, hay cuatro casas más y otras de negros libres que
se ejercitan en trabajar minas de don Francisco y doña Teresa de
Alarcón. Al frente en derechura y en distintas quebradas trabajan
minas los negros esclavos de los mencionados (Restrepo, 1952).

Otro viajero dice:


Desde el río Neguá hasta las cabeceras del Atrato solo hay una
serie sucesiva de bancos y de playas, depósitos que benefician los
naturales de la manera más primitiva. No recuerdo que pasara un
solo día sin que hallara algunos negros trabajando, y siempre salté

H i s to r i a 137
a tierra dondequiera que los vi lavando las arenas del río. Por lo
que ellos me decían y por los cateos que hacían en mi presencia
me persuadí que obtienen generalmente un jornal que no baja de
dos pesos; muchos de ellos me aseguraron que sacaban hasta seis
pesos, y la apariencia de las arenas no me permite dudar de la ver-
dad de su dicho (Restrepo, 1952).

Sobre esta ribera quedan Quibdó, Cabí, Tanando, Samurindó y Yu-


to, en terrenos francamente envidiables si se comparan con los del
caserío de Las Mercedes.

Vías de comunicación
En los 50 kilómetros visitados, 0,43% de la extensión territorial
del municipio de Quibdó, no ven caminos carreteables ni trochas
que liguen las aldeas. Con distancias tan mínimas entre sí, ni el Go-
bierno Departamental ni el Distrital han procurado la vialización
de los corregimientos, así sean mineros o agrícolas, o que reúnan
condiciones militares, como Yuto, verbigracia.
Hoy, como ayer, el Atrato y sus afluentes suplen, con desgaste de
energía humana y pérdidas de tiempo y de dinero, esta falla civili-
zadora. Por el viejo cauce de los indígenas y los conquistadores se va
al norte y al sur de la Provincia de Atrato, en tanto que por sus tri-
butarios se busca la sierra antioqueña y la costa del Pacífico. Neguá,
Guayabal, Cabí, bajan de la cordillera Occidental, mientras Quito y
Munguidó se desprenden, en su orden, del istmo de San Pablo y de
la serranía baudoseña.
Ante esta situación, la ribera que aparece más abandonada es la
izquierda. Los pantanos que malogran su desenvolvimiento; las co-
rrientes que la atajan y la carencia de poblaciones similar a las Mer-
cedes, obstáculos serios, casi sin solución. De no existir el Atrato

138 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
los habitantes de esta banda estarían condenados a desaparecer en
un bosque que crece en la tierra y en el agua, en los barrancos y en
los tremedales. Para estos seres, Dios creó el Atrato por donde pue-
den llevar al mercado quibdoseño el escaso arroz que se cosecha, el
oro que se extrae de las playas de Beté y Neguá, las libras de carne
de pescado o de animales montaraces que se cazan, los huevos y
las tablas aserradas en las lomas, madera que se conduce en canoas
aguanosas o en balsas inseguras.
De Las Mercedes a cualesquiera de los veintiséis corregimientos
del municipio de Quibdó, hay que planear viaje, preparar avío, lle-
var cama, despedirse formalmente de la prole. Vaya el hombre al río
Munguidó, a Tanguí o Calahorra, la ausencia es de dos o más días.
Si desea el agricultor asistir a las demostraciones que se hacen en las
granjas experimentales de Atrato, la lejanía de la casa debe medirse
en más, si se dirige a Lloró, o en una o dos semanas si se endereza
hacia Unguía. Todo ha de ser por el Atrato, que «ataja» al viajero
con sus crecientes y devora con sus soles.
La orilla derecha, por el contrario, está mejor dotada. De Neguá
a Quibdó hay un camino, y prospectada una carretera. De Quibdó
a Yuto, pasando por Tanando y Samurindó, se trabaja en otra. Pro-
longada esta vía se dará vida y valor a la tierra lloroseña, al actual
caserío de La Vuelta y a Bagadó, sobre el Andágueda.
Aunque Yuto se une a Istmina por carretera, y Lloró lo hace por
camino con la carretera Quibdó-Bolívar, la realidad vial de los vi-
llorrios es el Atrato.
Es más fácil —se nos dijo— bajar el río hasta Quibdó, que pagar
$0.50 centavos en carro por cada ración de plátanos o un atado de
4 arrobas de yuca o ñame hasta la capital de la Provincia del San
Juan. Para salir de Lloró a la ruta que conduce a Medellín, es ne-
cesario buscar peones de carga que cobran por arroba 5 y 7 pesos,

H i s to r i a 139
esperar vehículos que quieran transportar la mercancía a las ciuda-
des antioqueñas, y correr, después, las contingencias de vender en
condiciones ruinosas, lo que ha valido tres o cuatro veces más por
el arrastre y la zozobra.

La travesía por el Atrato, de Quibdó a los puntos encuestados, es la


siguiente: Tiempo y gasto se reducirían a lo mínimo si, con equipos
convenientes y servidores técnicos en caminos de penetración, ayu-
dara el Gobierno a los caseríos ribereños. Con vías corregimentales
aparecerían los caballos o animales de transporte, la rueda tirada
por bestias, y más tarde el camión. Para esta revolución basta revi-
vir la práctica del servicio obligatorio de los ciudadanos en la cons-
trucción y conservación de caminos, al pie de un perito en trochas
que salve los arroyos con puentes seguros, el espacio de los ríos con
troncos sólidos capaces de sostener una carreta. En combate con el
monte, la acción comunal es la llamada a abrir las llanuras selvosas
al tráfico de la civilización.

Tiempo Ga stos
Dist.
Sitios en
en km
hor a s Alquiler Alimento
Peón
c anoa boga

Quibdó- Tanando 5 5-7 $7-9 $1 $1.50

Quibdó-Cabí 5 5-7 $7-9 $1 $1.50

Quibdó 7
10 $8-12 $1 $2-2.50
Samurindó

Quibdó- Yuto 18 12-14 $22-25 $1 $2-3.00

Quibdó-Lloró 28 18-20 $30-35 $3 $3-4.00

Quibdó- 20
7-9 $7-9 $1 $1.00
Las Mercedes

140 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
La cultura del medio

Habitación
La habitación del negro chocoano es una adaptación casi inte-
gral de la del indígena, hecho que se efectuó en los campos mineros
durante la época colonial, y que se difundió por los ríos con la ex-
pansión migratoria de los esclavos después de la emancipación, a
mediados del siglo pasado. A esta vivienda autóctona la raza negra,
influida a su vez por la blanca, ha ido añadiendo artículos diversos,
tales como el caballete largo, la decoración religiosa, las paredes con
ventanas y los gallineros elevados, así como ha modificado la planta
de la choza (Fals-Borda, 1958).

La cita sirve para informar que la vivienda del Atrato medio, cons-
truida sobre estacones y guayacanes sin pulir, se levanta casi siempre
en lugares pantanosos e inundables, por haber escogido el liberto,
como sitio de descanso, la atracción de los ríos que corren incansa-
blemente. En el espacio visitado por nosotros, escapan de los fangales
muchas de las habitaciones situadas en la margen derecha del Atrato,
especialmente las de Yuto y Samurindó, por estar colocadas, como
las de la boca de Tanando, en tierra donde imperan los desagües. Las
otras corren dispersas en superficies muy húmedas.
De piso de madera o palma picada, paredes o muros de lo ante-
rior, y techo de zinc o de hojas silvestres, la casa del ribereño tiene
inseguridad y toda clase de inconvenientes. Sin protección ni defen-
sa, es desagradable a la vista, pobre en belleza exterior e inadecuada
para su destinación. Divisiones internas, ventilación e iluminación,
drenaje, basurero y albergues de animales domésticos llevan a pen-
sar que la vivienda chocoana se quedó atrás en el evolucionar de la
República.

H i s to r i a 141
El cielo raso, cuando lo hay, de palma picada con un baño de
barro y cal, desempeña múltiples oficios. Se llega a él por medio de
una escalera con muescas que sirven de escalones. En este zarzo se
acomodan las gallinas, se guardan los alimentos, la ropa fina, platos
y cucharas para las grandes festividades, los objetos de escaso valor
y, en ocasiones, los centavos ahorrados. Despensa, baúl, cómoda,
alcancía es, y, por momentos, dormitorio de hombres y muchachos,
muy especialmente cuando la casa en construcción alberga muchos
individuos que no caben en el piso.
La cocina se reduce a un fogón cuadrado que permite cocinar
de pie, si se presenta en estacones, o en cuclillas, si permanece en el
suelo. Las tulpas o tulos para las ollas; la barbacoa para la sal, arroz,
maíz y pedazos de panela; el aparador para los utensilios de cocina;
cántaros de agua fabricados con los frutos del Crecentia cujete L.,
que toman el nombre de calabazos; la piedra de moler o metate; las
cucharas de mate o totuma; la leña de playa recogida en las orillas
del río, después de las crecientes; las ollas de metal o de aluminio;
la callana para asar las arepas o panes de maíz; atados de hojas de
bihao para los envueltos o bollos; el machete o cuchillo cocinero; el
mecedor, que es una espátula de madera para revolver el contenido
de las ollas; los mates o totumos que hacen de escudillas, vasos, al-
jofainas y platos; las bateas para moler y lavar; la lata de querosene
que hace de recipiente; y la lámpara de gas, son, a grandes rasgos,
los materiales principales de una cocina de las orillas del Atrato.
Ya en la sala, saltan las mesas temblorosas y sin brillo, los asien-
tos de madera o de cuero, o bien los cajones o bancos que hacen
sus veces. Lentamente van apareciendo los platos de peltre o loza,
amarillentos y desportillados, palancas y canaletes que esperan en-
trar en faena, machetes y hachas, lanzas y arpones, instrumentos

142 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
de pesca, escobas aniquiladas por el uso. Junto a la mesa comedor,
pende la ropa de la mujer o de los hijos, los vestidos de trabajo del
varón, trofeos de caza que equivalen a morriones de aves, rabos de
ardillas, picos de pájaros y cueros, quijadas descarnadas de guagua
o guatín. Si se emplean manteles para la mesa concurrirán, a no
dudarlo, en los días de fiesta, en los matrimonios y bautismos.
En el cuarto, uno en ocasiones para toda la casa, se hallan las
camas, un altar con santos de bulto o estampas religiosas, un baúl
sin llaves por lo general, catangos o tejidos de bejuco que guardan
trapos viejos y tabaco, ropa de mujer o de niños en las paredes o en
cuerdas que se anudan en los extremos del tabique. En un rincón se
ve un vasín viejo o un mate capitán que lo reemplaza. Más allá una
escopeta o un machete, unas varas de pescar, un látigo y baratijas
inanes. En 250 posadas contamos 30 camas-tarimas adheridas a las
paredes, 40 cuartos dormitorios sobre pantanos visibles, 10 sobre
chiqueros, 17 sobre gallineros, 22 junto a estos, y 34 donde los mur-
ciélagos se engordan con la sangre de los campesinos.
De las 1.068 habitaciones que componían nuestra ruta, observa-
mos detalladamente 250. En todas hallamos desgreño en paredes y
pisos, el mismo hacinamiento familiar, la misma falta de servicios
higiénicos. Contamos 4 casas destinadas para escuela y vivienda; 6
alquiladas; 6 cedidas en préstamo; 55 con dormitorios plurales para
más de un matrimonio, y 45 con agua de lluvia, recogida en tan-
ques sin anjeo. Las 134 restantes fueron divididas así: 5% sin paredes
y sin puertas; 3% con pequeños talleres de sastrería, carpintería y
comercio; 12% sin ventanas y con salas que sirven de comedor y
dormitorio; 80% con un cuarto habitable. En todas se quema «ca-
cho» o cuerno de vaca o azufre, o se riega veterina para espantar las
culebras que merodean en los alrededores.

H i s to r i a 143
Se duerme en el suelo, en camas altas de madera, catres de lona
y tarimas de guadua. Por lo general, los mayores ocupan los sitios
elevados, en las siguientes proporciones:

Matrimonios que duermen en camas altas, tarimas, etc. 78%

Matrimonios que duermen en el suelo 22%

Niños que duermen en camas, catres, tarimas 45%

Niños que duermen en el suelo 55%

El atrateño dedicado a trabajos rudos tiene dos viviendas: la princi-


pal demora en las cabeceras de los corregimientos, y es ocupada en
los fines de semana por la familia, días de fiestas y casos de enfer-
medad. Esta habitación permanece al cuidado de un vecino, de los
niños que van a la escuela o por ocupantes momentáneos. Son casas
desnudas de adorno, que se enajenan o se venden, se alquilan o se
emprestan, se dejan cerradas o se destinan para trojas. La segunda
habitación está situada sobre el monte sembrado, al pie de la mina
o del aserrío. En esta ramada se vive de paso, razón determinante
para que no se le pongan ni vigas ni muros sólidos, ni se amplíen lo
suficiente, así cumpla la tal sus deberes de ser abrigo y alojamiento
por días o años, lugar de intimidad amorosa, punto de trabajo y
centro de recreación.
Es verdad que el negro de las riberas chocoanas lucha para vivir,
sin que pueda distraer el jornal en incentivos culturales o en proyectos
cónsonos con los días que corren. Sin embargo, supimos de hombres
más o menos acomodados que desenvuelven su existencia en habita-
ciones similares a las descritas, tal vez por las razones siguientes:
a) La herencia esclavista. El terrateniente de las minas alojó a
sus esclavos en campamentos que se denominaban «rancheríos», de

144 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
condición mudable, a lo largo de las quebradas o ríos donde estaba
el oro que se explotaba. «Los ranchos —dice West— eran tempora-
les, construidos de palma rajada y techo de hoja de palma donde vi-
vían el minero y su familia» (West, 1952). Esta misma construcción
fue hallada en 1851 por don Mario Espinosa, que escribe:
En Zancudo —río Tamaná— encontramos por primera vez
casa en la montaña edificada sobre horcones, poco más de un
metro sobre el terreno. Estos ranchos tienen el estilo de todas las
habitaciones de aquella Provincia, es decir, de palma, edificados
sobre horcones, con los cuales se obtiene la doble ventaja de res-
guardarse de las inundaciones y de habitar en fraternal unión, piso
de por medio, con los cerdos, cuya cría constituye por ahí uno de
los principales artículos de industria. Estos ranchos están despa-
rramados acá y allá, sin orden ni simetría (Espinosa, 1944).

b) Gobierno y habitación. Hasta el presente, las habitaciones chocoa-


nas se construyen sin planos de ninguna clase, sin que el Gobierno
Departamental intervenga en la elaboración y distribución de las
viviendas. Corredores y cuartos, tarimas o barbacoas, mobiliario
y enlucimiento, son hijos de la invención del dueño de la casa. La
artesanía impreparada e improvisada que construye evita siempre
el esfuerzo de hacer dependencias para utensilios, víveres, anima-
les domésticos, baños, sanitarios, etc. Asientos, camas y mesas son
construidos por carpinteros «macheteros» en los días festivos.
c) Ejemplo social. Hombres de capital disponible, pero ignoran-
tes en cuanto a las necesidades de elevación y dignidad que per-
miten llegar a la más alta plenitud, son constreñidos a imitar las
viviendas de la élite que vive en Quibdó o Istmina, lugares fronteras
de los encuestados. Ante estos ejemplos, dañinos por demás, el ribe-
reño, que ha visto la sanidad, nutrición y vivienda de los citadinos,

H i s to r i a 145
transige con su estado por carencia de corrección, de orientación y
estímulo que lo hagan aprovechar al máximo todo lo bueno de la
cultura básica.

Alimentación
La del grupo estudiado se caracteriza por una gran abundancia
de plátano, yuca, maíz, ñame, panela, sal, ají, ya que pescado y carne
frescos, legumbres, huevos, leche se toman en pequeñas cantidades.
Esta dieta debe ser estudiada por los entendidos en la materia para sa-
ber si ella merma el rendimiento en los trabajos, predispone a enfer-
medades o es buena para hombres que se mueven en oficios pesados.
Necesidades superiores obligan al campesino a vender las escasas
verduras que cultiva, los huevos que alza de los gallineros, el cerdo
que logra engordar, el pescado cogido. Los pobres no saben de ruina
fisiológica, sino de deudas y enfermedades, de falta de vestuario y
de compromisos. Para satisfacer las unas y mejorar los demás, el
atrateño vende la carne de guagua o de saíno, de perdiz o de guatín,
de tatabro o de loro, de cuzumbí o de ardilla, de mono o de arma-
dillo, de tortuga o de pescado. Nada le importa alimentarse después
con las sobras de la cacería o con huesos de res, sardinas menudas,
tripas, patas y cabezas de cerdo. Los enlatados como el salmón, por
ejemplo, quedan para Semana Santa o Nochebuena.
Con el dinero recibido, se procura nuevos alimentos de tienda:
sal, carne sinuana, casi siempre en mal estado, harinas de queso
costeño, panela, arroz, manteca, pan en escasa proporción, carne
salada de manatí, pescado mareño traído de Cartagena, café, azú-
car, tabaco y frisoles, para fechas especiales. En el mes de nuestro
recorrido, en las familias encuestadas en Las Mercedes no se había
tomado leche ni comido lentejas; en Yuto, lentejas y mantequilla; en

146 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Tanando, mantequilla, leche, lentejas, fríjoles; en Samurindó, mante-
quilla y lentejas; en Tocolloró, mantequilla, lentejas, fríjoles. En Lloró,
en algunos núcleos, la mantequilla se consume poco por lo cara y
porque «no pesa» lo suficiente en el estómago. De la leche se dice en
casi todo el río que, además de cara, afloja el estómago y contribuye a
las alteraciones hepáticas.
La familia hace dos comidas al día: el desayuno, de plátano coci-
do, queso y agua de panela o café, o bien de caldo de pescado seco y
plátano cocido, lo que denominan «tapado». La cena se distrae con
los mismos alimentos, más arroz, café o agua dulce. Como medio
día están la caña de azúcar, el banano o el plátano hartón maduros,
la yuca o el ñame cocidos. En las fincas, a la hora de labor, o en un
día especial, el hombre prueba una naranja, trozos de coco, guayaba,
guanábana, granadilla, caimito, chirimoya, borojó, piña. El chonta-
duro y el milpesos son apetecidos y buscados incansablemente.
La nutrición infantil es pobrísima. Nos contaron en algunos lu-
gares que los niños tomaban arena del río, barro seco o piedras fá-
ciles de quebrantar y engullir. Banano cocido con sal, y en veces sin
ella; plátano asado o frutas de árbol del pan; arroz, moho de queso,
fufú de plátano cocido con panela y táparo; maduro molido con sal
y manteca, no son, ciertamente, la mejor dieta para un joven que
estudia, cuida la casa y los hermanos menores, ve los anzuelos en el
puerto de la familia, trae leña y agua, etc.
Por los estudios realizados, puede decirse que la pobreza alimen-
ticia del chocoano obedece a causas económicas, sociales y educati-
vas, según los siguientes apuntes:
a) Causas económicas. Alto costo de los alimentos. En el tiempo
de nuestra visita, los artículos de primera necesidad, por unidad de
venta, se cotizaban a los siguientes precios [tabla 1]

H i s to r i a 147
tabla 1
Una libr a de c arne de res $2.40

Una libr a de c arne de cerdo $2.50

Una libr a de queso $2.00

Una libr a de pesc ado fresco $2.00

Una libr a de pesc ado sal ado $2.00

Una libr a de papa s $0.60

Una libr a de m antec a $2.50

Una libr a de tocino de cerdo $2.80

Una libr a de fríjol rojo $1.00

Una libr a de lenteja s $2.50

Una libr a de m antequill a $3.50

Una libr a de ceboll a c abezona $2.40

Una libr a de arroz $1.10

Una libr a de sal $0.25

Una libr a de yuc a $0.30

Un tarro de avena $2.30

Un tarro de leche Klim $5.50

Una gallina $12.00 a 14.00

Una r ación de pl átanos (64 pl átanos) $12.00

Un almud de m aíz (25 libr a s) $9.00

148 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Vestido
No habiendo hecho el inventario del haber campesino, no pode-
mos dar una lista cabal del vestuario del personal de las riberas. Pero
sea que se consiga a crédito en los almacenes de los pueblos o en las
tiendas de los caseríos, pudimos observar en la habitaciones los útiles
más apropiados para las faenas campestres. En todas partes halla-
mos pañuelos para taparrabos, sombreros de paja, camisas de tra-
bajo, anzuelos, plomo de atarrayas, cáñamo y piola para las mismas,
regatones para las palancas, hachas y machetes. En cada puerto hay
una o dos canoas ligeras, y en algunos amarraderos vimos grandes
champanes que se alquilan en los tiempos de siembra o de cosecha.
Los domingos vimos lucir pantalones y sacos de dril, camisas
pintadas o «ambientadas», franelas manguicortas, toallas sobre el
hombro, sombreros de paja, camisas blancas y uno que otro hombre
con zapato y corbata. En cuanto al calzado, llevan la primacía los de
cuero, a diferencia de Quibdó, donde son numerosos los que apelan
a los «champios» de caucho y lona. Es cuestión de humedad la dife-
rencia. En los caseríos no escasean, se nos dijo, los vestidos de paño
barato para matrimonios, bautismos y santos patronales, los ani-
llos de oro, los sombreros de fieltro, prendas que duran mucho por
que se guardan más, envueltos en sábanas, papel grueso o pañuelos
grandes que se rocían con nafta y se asolean con frecuencia.
El negro va al monte vestido de pampanilla solamente o de gua-
yuco y franela vieja, o bien de taparrabo y cotona, camisa de man-
gas cortas o sin ellas, cuyo largo no pasa del ombligo.
Cuando el trabajo por ejecutar es en rozas o cogiendo chontaduros,
calza los chanclos de palo que le evitan las espinas. Al costado, en cuer-
das que le atraviesan el hombro, va el yesquero, especie de mochila que
reemplaza el carriel antioqueño, en cuyo fondo descansan la yesca, el
eslabón, la pipa o cachimba, el tabaco y la piedra, o, en su defecto, los

H i s to r i a 149
tabacos y los fósforos. Cubriendo la cabeza aparece el sombrero de paja
traído del interior de la República, o un trapo de color indefinible.
La mujer que lo acompaña marcha con falda de diablofuerte, co-
tona de tela basta, o vestida con trajes inservibles para el pueblo y la
familia. Con la cintura ceñida con un chumbe improvisado, que pue-
de ser de tela o cuerda vegetal, y la cabeza amarrada con un pañuelo
grande o una manta cualquiera, descalza, cargando el hijo que lacta,
se la ve en la popa o la proa de las embarcaciones.En la mitad de la
piragua se levantan los hijos mayores, que ya pueden oficiar en los
sembrados o en la mina, el perro cazador, las brasas o troncos encen-
didos para prender candela en la hacienda o zambullidero, la catanga
con semillas o con las viandas, las bateas, el hacha y los machetes.
En la mitad de la piragua se levantan los hijos mayores, que ya
pueden oficiar en los sembrados o en la mina, el perro cazador, las
brasas o troncos encendidos para prender candela en la hacienda o
zambullidero, la catanga con semillas o con las viandas, las bateas,
el hacha y los machetes.
De regreso a la casa, hay cambio de indumentaria. Trajes cosi-
dos en las aldeas o en Quibdó, son los de las mujeres. Telas bastas,
baratas, de colores chillones, fueron las que vimos. Los vestidos de
Lloró, Yuto, Samurindó, Las Mercedes se mantienen limpios, casi
bien cuidados. En el resto de la ribera, en más de una ocasión, di-
mos con desgreñados y mugrosos, faltos de ajuste al cuerpo, que
dejaban entrever, por ello, las partes pudendas.
La mujer tiene, por lo que vimos, vestidos suficientes para velar
y enterrar a sus muertos, vestidos diarios y para las festividades,
calzado, mantos, chales o pañolones para la cabeza, zarcillos de oro,
gargantillas, etc. En cuanto a los hombres, los más afortunados no
pasaron de tres pantalones de dril con sus respectivas camisas un
poco amarillentas.

150 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Los niños tienen poca ropa. Las exigencias de los maestros se
sortean con tacto, despreocupación, malicia y disimulo. En casi to-
do el río los menores andan sin tapar sus vergüenzas hasta muy en-
trados los siete años. De allí en adelante viene el retal de bayeta para
las niñas y el guayuco para los varones que comienzan a viajar con
sus padres para irlos «endureciendo». Calzón y falda se hacen para
la escuela, para las fiestas, para ir a Quibdó o Lloró, pues a los otros
poblados se puede llegar medio desnudo, así sea hombre maduro o
joven de quince años.
Este vestir a medias tiene sus orígenes en la tradición esclavista
y en la pobreza de las gentes, es decir, en la historia social de los
africanos y en el medio económico actual, según las siguientes con-
sideraciones:

Tradición
a) Vestido de hombres libres y ricos. «Andaban casi desnudos: el
pie en el suelo, una camisa de listado y unos altos y estrechos pan-
talones de dril» (Espinosa, 1944).
b) Vestido de esclavas. «Un retal de bayeta amarilla sujeta a la
cintura, la cubría hasta cerca de la corva si bien abriéndose más o
menos inoportunamente a lo que caminaba; el cual constituía todo
su vestido junto con un pañuelo rabigallo atado por sus dos puntas
sobre la nuca y por las otras dos en los lomos, formando por delante
del pecho un velo undoso y desleal que hacia traición cuando no al
calor, al volumen» (Espinosa, 1944).
c) Vestido de esclavos. «van con pantalones de fula sin camisa»
(Espinosa, 1944).
d) Vestido de libres 1935. «Unos encerados, mal acondicionados
y que casi siempre son prendas de vestir» (Andrade y Gartner,
1935).

H i s to r i a 151
Precios de artículos para vestuario
Una yarda de dril $4.00

Una yarda de coleta para cotona $1.50

Un pantalón de coleta para trabajo $3.00

Una yarda de diablofuerte $3.50

Un overol $14.00

Una camisa «ambientuda» $14.00

Una franela manguicorta $4.00

Una franela sin mangas $2.00

Una franela manguilarga o mangona $4.00

Un vestido interior de hombre $6.00

Un par de champios $8.00

Un par de champios blancos $8.00

Un sombrero de paja $0.70

Confección de un vestido de dril $30.00

Confección de un pantalón de dril $8.00

Confección de un saco de dril $24.00

Confección de una cotona de trabajo $3.00

Confección de un pantalón de coleta $1.50

Confección de una camisa $6.00

Una camisa blanca $14.00

Ropa de cama

Una manta $10.00

Una sábana de percal $7.00

Una almohada $4.00

Una estera $4.00

152 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Los precios anteriores fueron los hallados por nosotros en el tiempo
de visita. Zarazas, telas de alguna importancia, adornos, orfebrería,
prendas de mujer, calzado de cuero, mantos, son artículos que, co-
mo los anteriores, fluctúan en el vaivén de la oferta y la demanda,
pero nunca favorables al hombre común.

Enfermedades
Aunque el negro vive en plena naturaleza, con sol por todas par-
tes, respirando aire puro y vigorizador, está colocado, sin embargo,
en un ambiente donde crecen los parásitos y microbios que minan
su salud. Uncinariasis, malaria, coto, reumatismo, secuelas piáni-
cas, ictericia, neumonía, pulmonía, venéreas, enfermedades intesti-
nales, lombrices, disentería, fiebre tifoidea, viruela, sarampión, tifo,
tuberculosis, problemas menstruales, enfermedades de la piel, cara-
te, ceguera prematura, abortos, mordeduras de culebras, epilepsia,
debilidad general y cerebral, pasmo, mal de ojo, etc., son las princi-
pales endemias del Atrato medio que nos fueron reveladas.
Del origen de las enfermedades no se dice sino que ellas son
mandadas por Dios o «puestas» por un enemigo. La falta de ins-
trucción no deja ver el suelo lleno de larvas de uncinariasis que se
recogen por los pies, ni los mosquitos de los pozos que están cerca
del rancho, ni los ataques del recién nacido que provienen del mal
corte del cordón umbilical. La ignorancia no ve la falta de sanidad
del poblado, de los animales y cultivos, y carga contra los hechizos
productores de sapos, culebras y tortugas, contra la tuberculosis
que «seca» el cuerpo «porque sabandijas internas están succionan-
do a toda hora la sangre del paciente».
Pero la razón de ser de las enfermedades está en ese mundo sin
sanear cargado de moscas, hormigas, comejenes y gorgojos; en la
convivencia con animales sin vacunar que se cuidan más que los

H i s to r i a 153
propios hijos; en los vecinos sifilíticos, en el pariente o amigo tu-
berculoso que duerme en el espacio común, bebe en las vasijas de
la comunidad, fuma en las pipas de sus compañeros y usa el ajuar
de la casa; en las habitaciones, en los corrales para los pocos se-
movientes que se poseen, en los dormitorios plurales, en la mala
alimentación.
A las anteriores consideraciones pueden agregarse las creencias
y supersticiones. Para el ribereño del Atrato, hay enfermedades frías
y calientes, y plantas que participan de estas características. Una
enfermedad fría es, en Las Mercedes, un dolor errante, y una ca-
liente el tifo o tabardillo. La malva (Malchra capitata sp.) y el agua
sin hervir son frías en Cabí, en tanto que la corteza de los árboles,
el algarrobo (Prioria himenea) y el barbasco (Sofora glicinoides), son
calientes. Las enfermedades evolucionan de una a otra y las plantas
curativas casi siempre se dan en infusión para todas las dolencias.
Agrava el estado higiénico, el uso del agua sin hervir que se toma
de los ríos. La del Atrato está muy lejos de ser potable, apropiada
por lo tanto para la contaminación de algunas enfermedades. En
Las Mercedes, verbigracia, el río ha pasado por el Carmen de Atra-
to, Lloró y Quibdó, y recibido en sus ondas los detritos de más de
50.000 habitantes que empujan al cauce los residuos en descom-
posición. Esta agua, antes de ser utilizada en boca de Neguá, ha
lamido cementerios, derrumbado terrenos y casas, barrido lodo y
mugre de pozos y cunetas. La abundancia de disentería amibiana
en los sitios encuestados hace creer que esta enfermedad se trans-
mite por el agua.
«La falta de sanitarios y con frecuencia de letrinas rudimentarias
es una carencia grave en un país en donde la amibiasis, la anquilos-
tomiasis y la anemia tropical pueden extenderse fácilmente por las
materias fecales» (Comité Nacional de Planeación, 1958). Estas y la

154 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
diarrea verde de los niños y las secuelas piánicas como «el clavo»,
son las dolencias mayores del pueblo. La enteritis causa la mayor
mortalidad infantil después de los abortos.
Los abortos se producen por el mal estado de salud de las madres,
por la desnutrición y los trabajos recios y excesivos. Sin consultas
prenatales a no ser las de las comadronas que viven en la aldea; so-
metidas las mujeres a remar, sembrar, cargar, trabajar en las minas,
etcétera; sujetas a caídas y golpes en los quehaceres diarios; preocu-
padas por los negocios o las desgracias familiares; la vida intensa
y agitada que llevan en el aparente remanso del medio; las malas
conformaciones físicas descuidadas porque se ignoran o por falta
de dinero para tratamientos apropiados son las razones principales
para que hallásemos un 30% de las 250 mujeres encuestadas que han
perdido de uno a cuatro niños en su vida matrimonial.
Hospitales y médicos, como se dijo atrás, están en Quibdó y An-
dagoya. A esta última región van los lloroseños y yuteños que están
al borde de la carretera Yuto-Istmina. Los demás se descuelgan a
Quibdó cuando los curanderos se declaran impotentes ante las fie-
bres recurrentes; las tifoideas o paratifoideas, los dolores de cabeza
que enloquecen, las complicaciones de la viruela o el sarampión.
Cuando esto ocurre, comienza el nuevo viacrucis del enfermo en
el hospital de Atrato, ya que el de Andagoya, por ser de empresa
particular, solo exige al visitante la tasa reglamentaria para el trata-
miento o la reclusión.
La admisión en el hospital de Quibdó está cubierta de requisitos.
Una cuota inicial de cinco pesos y cincuenta centavos diarios. Si la
paciente es mujer, se ve sometida, además, a un interrogatorio sobre
su vida marital. Si resulta no ser casada por la Iglesia, se le niegan
las visitas del marido. Los enfermos, aun los de penuria excesiva,
son obligados a conseguir los remedios de que carece el hospital,

H i s to r i a 155
a soportar el despotismo de las enfermeras, a tolerar la escasa y en
ocasiones mala alimentación, y a aguantar la falta de caridad de
algunos médicos, que no siempre toman la profesión como aposto-
lado o servicio social.
No hay en las riberas servicio médico ni farmacéutico. Las cu-
raciones de urgencia se hacen por cualquier persona, sin la asepsia
necesaria ni la técnica correspondiente. A los inspectores de higiene
de Lloró y Yuto, donde hallamos a estos empleados, puede aplicár-
seles el juicio del Informe Lebret:
Desconocen la medicina, y con frecuencia son también defi-
cientes en higiene. Son del pueblo, amigos de todos, y como no
quieren tener disgustos con nadie, solamente señalan las deficien-
cias secundarias. Donde quieren actuar, a veces lo hacen con acti-
tud de policías (Comité Nacional de Planeación, 1958).

El negro no es reacio a los facultativos ni a la medicina patentada,


pero las restricciones para llegar al hospital crean en él un estado
sicológico especial que lo hace retornar al curandero. La imposi-
bilidad financiera para procurarse lo que exigen en las ciudades, y
el conocimiento de haber crecido desamparado de médicos en los
minerales y cañadas son fuerzas que lo llevan a soportar con resig-
nación el pian, la sífilis, la tisis y otras enfermedades de carencia.
Para defenderse de sus males, el nativo apela a yerbas, curanderos
y comadronas. Un 98% de los encuestados manifestó ser tratados
por adquiridos y parteras. De los emolumentos de los yerbateros que
se pagan con días de trabajo en fincas y construcciones de habitacio-
nes, nos dijeron:

156 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Pesos $

Visión o auscultación de los orines de un enfermo de 1 a 3

Cura de «aires» o resfrías de 3 a 5

Tratamiento de «vientos» o dolores errantes de 3 a 5

«Pasmo» de 10 a 12

Dolores de «costado» con gripa y fiebre de 12 a 14

Pulmonía declarada de 14 a 16

Diarrea de niños de 8 a 12

Diarrea de adultos de 12 a 16

«Ahogo» de 5 a 12

Asma de adulto de 12 a 16

«Pechuguera» de adulto de 5 a 12

«Mal de ojo» de 12 a 16

Mal de lombrices de 10 a 12

Picaduras de culebras de 30 a 40

Remedios nativos son los siguientes:


1. Asma. Infusión de cucarachas vivas.
2. Venéreas. Tomar por nueve mañanas una onza de aceite canime
con la yema de un huevo. Lavado uretral de permanganato y
baños diarios.
3. Cortadas, heridas. Para cicatrizarlas emplasto de arena de playa.
4. Retención de orina. Infusión de nacedero y totumo sin la cáscara.
5. Tétanos o cangrina. Aplicar panela hirviendo sobre la herida.
6. Herpes o culebrilla. Toques calientes sobre la parte afectada, con
una cuchara de plata.
7. Dolor de muela. Cura de ají picante.

H i s to r i a 157
8. Paperas. Sobarlas hacia atrás con saliva amarga por la mañana. El
sobador no debe hablar con el paciente.
9. Fractura o luxación. Sobarlas con secreto.
10. Dolores errantes. Aplicar ventosas en la parte que duele.
11. Tosferina. Llave de cobre sobre el pecho del enfermo.
12. Cortadas, quemaduras. Emplasto de brea amarilla.
13. Disentería. Infusión de la corteza de la fruta del granado.
14. Fiebres palúdicas. Infusión de la corteza del azuceno pulverizada.

Migraciones
«A los costeños les gusta mucho andar, y por quítame allá esas
pajas emprenden viajes de días y días» (Merizalde, 1921). Se movili-
zan en canoas y por caminos, con sus mujeres e hijos, por fricciones
y rozamientos con las autoridades, por hurtos y robos en las fincas
que no se castigan, por cambiar de oficio en los departamentos ve-
cinos o en las aldeas panameñas, por fidelidad al pasado de la raza
que los hizo descubridores con Vasco Núñez de Balboa, y coloniza-
dores de alta guía con los patrones de los minerales.
Pero los movimientos migratorios del Atrato se originan, antes
que por lo dicho, por las razones siguientes:
Impacto de la geografía. Desde la época colonial, el padre de los
atrateños es el río.
La situación baja, pantanosa y anegadiza de lo interior de estas
montañas no tiene otro recurso que el de las vegas que hay distantes
unas de otras en la longitud de los ríos, en ellas residen precisamen-
te dispersos los mulatos, zambos y negros libres de dichos partidos,
para cultivar y subsistir con sus familias, alimentándose con los men-
cionados frutos y la miel que benefician de la caña y haciendo comer-
cio proporcionado a sus cosechas con los mineros y los pueblos y con
las gentes de otros ríos (Archivo Nacional de Colombia, 1954).

158 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Este ambiente dio carácter al hombre de esas laderas e informó su
historia y sus manifestaciones culturales. Pero esta zona de tierras
precoces, vale decir, en formación, no es, con todo, un paraíso. Des-
de el nacimiento del Atrato en los farallones de Citará hasta su des-
embocadura en el Atlántico, es región de lluvias, factor climático
que colabora eficazmente en la erosión de los terrenos. Ocho metros
anuales de precipitación son suficientes para volver la tierra agua-
nosa, deshabitada y poco favorable para la vida del hombre que allá
se guarece bajo el bosque. Sin embargo, de no existir la selva tupida,
los 750 kilómetros del río serían hoy desierto improductivo.
En área tan vasta, los puntos de siembra y de vivienda están lo-
calizados en los filos de las riberas, en las orillas planas, mecaniza-
bles, cercanas a los centros de consumo. No puede irse más allá de
un centenar de metros, pues, atrás, en los predios extensos, aparece
otra vez el río, los pozos contenidos, las corrientes subterráneas.
Adelante, en las lomas, al pie de las pendientes de las cordilleras,
comienzan las dificultades de transporte. Sin otro camino que el
Atrato, habrá que aprovechar la delgada capa de tierra negra que
ha formado la corriente aluvial, así sea por uno o dos años, hasta
que el agua de escurrimiento arrase con la sementera del menguado
ribereño.
Siémbrese en Munguidó o en el Quito, ríos de nuestra visita,
la situación es semejante. Fango, varas de tierra atravesadas por
quebradas, montículos diseminados donde se puede habitar y cla-
var matas de plátano, cañas sueltas, palmas de chontaduro, árbol
del pan, inadecuados para alimentar a una familia. Por la banda
derecha, además de la vaguada, aparecen las manchas de cobre que
descienden del Andágueda hasta Vegáez, en Antioquia. El cobre y
el oro de esta ribera pudren los colinales, encanijan los frutales y
vuelven amarillas las palmas de coco y chontaduro.

H i s to r i a 159
Al presentarse la lucha contra el clima, el suelo y la vegetación;
ante las avenidas poderosas y sostenidas de los ríos, en los meses
de octubre y noviembre, que se ensañan con los minifundios de los
propietarios paupérrimos; frente a los derrumbes, hundimientos y
canales nuevos que desvían las aguas, surge el despoblamiento y el
vagabundaje. Es necesario vivir. Para ello, es menester buscar otro
tramo de orilla para obtener los alimentos y el abrigo. Con sus es-
casos trebejos, el nativo abandona el marco de sus predilecciones, y,
en viaje sin rumbo, en ocasiones, va a parar al Valle del Cauca, a los
entables sanjuaneños, a Cartagena, a Turbo. Al regresar, si es que lo
hace, es un desarraigado, un caminante más que arrastra tras de sí
a la familia para morir bajo otros soles.
Ansia de comodidades y de goces.
Uno de los problemas más graves que se presentan hoy en día
en el campo es la falta de atracción para el asiento permanente
de los que están capacitados económicamente, o culturalmente,
para desplazarse hacia otras zonas. La monotonía de la vida rural,
la carencia casi absoluta de expansión espiritual, sumadas a sus
particulares incomodidades en un medio en donde el reposo y los
atractivos de la naturaleza no constituyen una motivación especial
para sus moradores, que no pueden apreciarlos por carecer justa-
mente de contrastes, determinan el éxodo sistemático de aquellos
que logran alcanzar el medio para realizarlo (Duque, 1958).

La cita anterior descubre otra razón de abandono de las aldeas co-


lombianas, hecho que en el Chocó adquiere caracteres alarmantes.
«El canto fúnebre de los monos; el desagradable silbido del alcatraz;
el monótono caer de los aguaceros sobre las ramas de los árboles; el
zumbido de los insectos; el estridente grito de los rayos y el sordo
retumbar de los truenos» (Acosta, 1901) no son armonías suficientes

160 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
para retener en la provincia atrateña a los que buscan matar su nos-
talgia con música y bebidas embriagantes.
En efecto, el chocoano, con dinero o sin él, trata siempre de esta-
blecerse en los pueblos, en casa propia o alquilada, pensando en dis-
frutar del ocio que no ha tenido en su tierra. Si posee algún peculio, lo
acompañará una tienda de víveres mal surtida o una cantina elemen-
tal. Con estos instrumentos se vacía en las cosas externas, en los tra-
ganíqueles, cines y bailaderos. Extravertido, con la moral del medio
adaptado a las circunstancias citadinas, se torna empleómano y polí-
tico, especulador e insinuante. En los reveses de fortuna se someterá a
los viajes, entrará de sirviente o peón, pero jamás regresará a su aldea
a recomenzar lo interrumpido en los montes de su pertenencia.
Lo que en el varón puede ser episódico, en las mujeres alcanza
lindes de tragedia. Medellín, Cartagena, Cali, Buenaventura y Tur-
bo son mundos de fámulas que, por mejor estar, afán de goces, han
dejado la casa paterna para correr tras de la suerte. Sin guías, sujetas
a su propio eco, sin frenos morales, convertidas en autómatas por
los requerimientos de las ciudades, entran en lo vertiginoso. En los
cinco caseríos recorridos, al tratar de la familia, topamos con 33
muchachas en Medellín, 12 en Turbo, 24 en Cartagena, 13 en Buena-
ventura y 8 en Cali.
c) Falta de cooperación. Se emigra también por falta de coopera-
ción. El espíritu que se manifestaba en las mingas, convites, o juntas
para vencer la manigua, ha desaparecido. Ahora solo se congregan
dos o más hombres en la rocería o tumba de colino, en la fabricación
de una canoa, en la cogienda de arroz, por el parentesco cercano o la
paga inmediata. De los informes recogidos se deduce que el atrateño
está solo en la selva, solo y sin recursos para vencer su propio medio.
Sin orientación profesional; con bajo ingreso monetario que im-
pide concertar peones para la brega de las sementeras; con deudas

H i s to r i a 161
y compromisos familiares; con enemigos encubiertos por la posible
riqueza que pueda acumular; por la política, la raza o la religión, el
estanciero del Atrato medio vende lo que le compren, ata el resto, y
con los buques que bajan de Quibdó se marcha de la tierra que no
ha pensado jamás en él, ni en su descendencia, ni en su prosperidad
ni en el sosiego de los suyos. En nuevo patio recomenzará la labran-
za con la idea fija de ser el capitán de sí mismo, con empresas más
prósperas y rendimientos generosos.
d) Desamor al agro. El negro chocoano es, antes que todo, un
minero. Traído para los entables, al sembrar hizo agricultura de
subsistencia. Hasta 1803, según don Carlos Ciaurriz, «mulatos,
zambos y negros libres cultivaron para subsistir con sus familias»,
pero «la mayor parte de los individuos de la expresada clase se ocu-
pa diligente en lavar oro a las orillas de diversos ríos y quebradas o
haciendo excavaciones para sacarlo y satisfacer sus deudas o para
cambiarlo y subvenir al socorro de sus necesidades» (Archivo Na-
cional de Colombia, 1954).
Vieron los esclavos que el oro daba altura y preeminencia. Por
prestigio, tal vez, o bien por las facilidades de la minería, ejercicio
que conocían a fondo, los libertos de 1852 siguieron golpeando sobre
los canalones de oro corrido de sus antiguos amos, comprando los
comestibles a mindalaes y tratantes del Valle del Cauca, Cartagena
o Antioquia, sin preocuparse de siembras de plátano, que se impro-
visaban al borde de los minerales, ni interesarse en nada por los ga-
nados o cerdos que se reemplazaban con pescado, tatabros o saínos.
Para ahorrarse las fatigas de la obtención del maíz, se comerciaba
este grano con los indios a dos tomines el almud (Archivo Nacional
de Colombia, 1954).
De esta forma, el hábito minero mató la vocación agrícola, que
se presentaba pujante en Bebará y Bebaramá, en las tierras de pan

162 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
sembrar de doña Clemencia de Caicedo, del mayor Antonio García
Romero y Rentero, o de doña Josefa de la Cuesta.
El deseo de ver el jornal diario primó sobre las estancias que de-
moraban un año para producir una cosecha. La tarea de renovar las
plantaciones, desyerbar, socolar, cargar y llevar a los mercados exigía
esfuerzos, cuidados, privaciones. Esta herencia de mal querer las ta-
reas agrícolas pasó de padres a hijos y nietos, lo que se traduce hoy
en día en abandono, por el primer inconveniente, de campos y posi-
bilidades que harían encontrar un nivel de equilibrio a trabajadores
más pacientes.

Escuela
Las personas censadas por nosotros fueron 1.212 entre hombres,
mujeres y niños de ambos sexos, es decir, el 0.34% del total del mu-
nicipio de Quibdó que cuenta, según el censo de 1951, con 35.364
habitantes. De nuestra cifra hallamos el 58% de analfabetos. No hay
que olvidar que la capital del departamento mantiene en la actuali-
dad 18.529 individuos sin conocer las primeras letras, y el Chocó en
general 66.713.
En las 250 familias que sirvieron para nuestro estudio se regis-
traron 509 niños de ambos sexos. Descartando a los menores de
siete años, que no van a la escuela todavía; sin tener en cuenta al
10% de enfermos imposibilitados para recibir instrucción oficial, los
restantes no aparecieron todos matriculados en las cabeceras de los
corregimientos, por las causas siguientes:

Trabajo de menores
Desde muy temprana edad el hijo del campesino chocoano em-
pieza a trabajar con sus padres o personas mayores. En los primeros
días se le conduce como observador de las faenas, a fin de que el apren-

H i s to r i a 163
dizaje entre por los ojos. De esta manera, comienzan a endurecerse
los músculos con las embarcaciones y las minas, cargando caña o
recogiendo productos salvajes, plantando árboles frutales o dando
agua y tabaco a los faeneros de los campos. Para quebrar el desgano
que se presenta, se le castiga o se le priva de lo indispensable, se le
insulta con palabras como «haragán» o «perezoso», o se le formulan
vaticinios de ser el último de la comunidad. También es extendido
inculcar el amor al trabajo por medio de máximas y consejos que el
niño no entiende a cabalidad, pero que oye con cuidado.
Con sacrificios aprende a tejer redes, manejar canoas, labrar
muebles rústicos, y los métodos usuales de cultivo. Las niñas, por
su parte, aprenden las pocas prácticas de preparación de alimentos,
limpieza del hogar y de la ropa, cuido de animales caseros, nave-
gación por los ríos. Como adehala van los cuentos y los rezos, los
cantos y la danza, las tradiciones folclóricas. La vida diaria con sus
padres les enseña, en una palabra, a hacer frente a las condiciones
físicas, y las prepara, de acuerdo con la sabiduría de sus progenitores,
a ganarse, con los recursos del ambiente, comida, habitación, medi-
cina, muebles, vajilla, lo necesario para supervivir.
A los doce años, el muchacho atrateño es una ligera enciclope-
dia rural. Ha aprendido a vadear corrientes, a conocer los pasos del
tigre o del zorro, a señalar plantas venenosas o curativas, a condu-
cirse en una socola o pesca, a construir ranchos, a determinar los
cambios del tiempo, a comprar y a vender. En su haber están los
nombres de las avispas, pájaros, árboles maderables, víboras. Este
muchacho así preparado es un bordón del hogar que ya empieza a
soñar con mujeres y con otros territorios.
A esta edad, generalmente, deciden los padres el aprendizaje de
la lectura. Ya el niño sabe que el sustento diario se consigue con su-
dor; que la riqueza y las comodidades se ganan con los auxilios de la

164 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
industria ejecutada con todas las potencias. Mas como su voluntad
no cuenta, va a la escuela. Cuando se empieza a encariñar con el
libro y con normas elementales de higiene personal, llega la roza de
maíz, el deshierbe, la recolección de arroz, etc. Principian los per-
misos, las fugas clandestinas, el cierre del plantel y el languidecer
de los estudios.
Agosto y septiembre y gran parte de marzo se pierden en esto.
Los sábados de cada semana se emplean los estudiantes en la bús-
queda de comida, leña, oficios caseros, bajada a Quibdó por el mer-
cado, etc. Con la falta de asistencia a clases, las enfermedades y las
fiestas del caserío, el fracaso escolar es evidente. Después vienen las
repeticiones de los estudios, y al final, la vida libre del campo, con la
cabeza cargada de una mala lectura, las oraciones del cristiano y la
ignorancia de la vida moderna.
Por estos inconvenientes y otros que se apuntarán más adelante,
nuestra encuesta registró 328 estudiantes distribuidos así:

Primer año 220

Segundo año 50

Tercer año 45

Cuarto año 15

De esta matrícula, sabe leer un 20%; repite un 50%, y vive en las


cabeceras de los corregimientos un 47%.

La lejanía de la escuela
Vimos llegar a los caseríos grupos de estudiantes en canoas v
champanes manejados por ellos mismos. Un viaje de dos o tres ki-
lómetros siguiendo los meandros del río, con libros y cuadernos en

H i s to r i a 165
la boca o sobre travesaños escurridizos para evitar la humedad o
el embate de las olas tiene que crear desaliento en el hombre de las
riberas para matricular y sostener a sus hijos en los estudios esco-
lares. Frente al chorro bramador o equivocaciones de los remeros;
ante el riesgo de las crecientes constantes y la escasa pericia de los
viajeros; ante el sol voraz y la lluvia inclemente, los padres prefie-
ren verlos crecer sin el abecedario, a exponerlos continuamente
«al tronco oculto, al vórtice engañoso o al peñasco amenazante»
(Álvarez, 1923), como escribió de los ríos chocoanos el doctor Jorge
Álvarez Lleras.
Ciertamente las vías fluviales son más cómodas y seguras que
los senderos dantescos por donde transitan los peatones hacien-
do milagros de equilibrio de tronco en tronco, de raíz en raíz,
sumergiéndose en el lodo podrido de las charcas, o cayendo en
los fosos ocultos por la hojarasca, pero esto no quiere decir que la
navegación por canoa no tenga sus inconvenientes y esté exenta de
peligros (Álvarez, 1923).

Si para los viejos baquianos hay percances insospechados, para un


niño inexperto en achaques de navegación cruzar cada mañana la
anchura, profundidad y corriente del Atrato es obra azarosa para él
y de inquietud para los suyos.

La enseñanza rural actual


a) El maestro. El maestro del Chocó es casi siempre un individuo
licenciado en disciplinas pedagógicas, pero desconocedor de la vida
campestre. Preparado para hablar de memoria, ignora las costum-
bres del medio adonde va a ejercer y las reacciones de los poblados
ante sistemas verdaderamente civilizadores. Áreas de cultivo, ocu-
paciones secundarias de los habitantes, ritmo de vida cotidiana del

166 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
conjunto, formas de estratificación y diferenciación sociales, símbo-
los de prestigio de las familias, mecanismos de interacción comunal,
sistemas de asociación formal e informal y conjunto de valores de las
aldeas, todo es desconocido por el preceptor que habla de programas
extraños a la geografía.
La enseñanza de ángulos, pirámides y cilindros abarca más días
que las fases de movilización a los mercados de Quibdó y Lloró, o
conocer la manera de calafatear una canoa, secar pantanos de los
colinales, castrar cerdos, fabricar cestos de fácil venta en el comer-
cio. En lugar de vigorizar las fuentes económicas o de comprender
en detalles situaciones desfavorables para los peones, el maestro ru-
ral se encierra en las reglas de tres, sin que pueda hablar de suelos
y tierras aptos para una diversificación agrícola, sin ver los factores
que afectan la producción, sin dar con la forma de que los cultivos
perennes como yuca, piña, cañas y frutales tomen sitio de altura
entre los sembradores ribereños.
Un deseo de deslumbrar lleva al educador a pronunciar discursos
sobre la Comunidad de Naciones y Día de la Raza, pero no a buscar
la salud del grupo, ni a colaborar en el aumento de las comodidades
corregimentales, ni a despertar el interés por la cooperación, ni a
levantar el entusiasmo por la novedad, ni a trazar símbolos cultura-
les que sean seguidos con fuerza por los agricultores. A los conoci-
mientos breves y sencillos que se le solicitan, verbigracia, extinción
de hormigas, erosión, plagas y enfermedades, control de productos
sobrantes o sistemas para reacomodar a los que emigran, el maestro
remite al peticionario al Gobierno Departamental, al Ministerio de
Agricultura o a la Sección Agropecuaria que funciona en Quibdó,
oficinas y entidades que responden tarde cuando el mal lo ha ava-
sallado todo y el hombre vencido ha tenido que huir del campo de
sus preferencias. Escuelas sin botiquines, sin quién aplique una in-

H i s to r i a 167
yección, son las de la parte atrateña de este estudio. Nadie habla de
construcciones de puentes y caminos, de transportes y letrinas, de
darle un vigor nuevo a la vida social. Mientras los árboles nacen, cre-
cen y mueren con sus enfermedades, en todo el ámbito hay necesidad
de comedores escolares, de semilleros o viveros, de lazos de cohe-
sión que eduquen a sembradores, pescadores y cazadores de buenas y
abundantes mejoradoras de hogares que modifiquen sustancialmente
la vida casera desde la mesa hasta el dormitorio, desde el techo descu-
bierto hasta las hondonadas del piso, desde el altar hasta el gallinero,
desde la piedra de moler hasta el santuario amoroso.
b) Programas. Pero el error en la educación del campesino cho-
coano no es del maestro que se ciñe a los programas escolares del
Gobierno Nacional. La culpa radica en el Estado, que no ha mirado
las diferencias regionales del país, para dar con oportunidad las guías
educativas que consulten las necesidades de cada medio. A nuestro
modo de ver, cada piso térmico debiera tener su escuela específica.
Ningún mal puede traer a la unidad nacional este reconoci-
miento de la realidad, ni la aplicación de sistemas diversos que se
compaginen con las distintas unidades geográficas y humanas que
integran el país. Por el contrario, ella se vería robustecida y en-
grandecida, porque se robustecerían y engrandecerían las unida-
des regionales, y se integrarían más armoniosamente, sin presiones
inútiles ni imposiciones unilaterales que se aceptan de mal grado
y conducen al consabido lema colonial, expresión de la resistencia
pasiva: se obedece pero no se cumple (Guhl et ál., 1956).

Con organizaciones diferenciadas podría la escuela chocoana aten-


der la educación e ilustración básicas del pueblo, arraigar emigran-
tes, crear solidaridad.

168 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Mejoramiento técnico y de capacitación indican ya, de por
sí, una transformación radical de la escuela rural para que pueda
atender a estas exigencias, en el plano puramente agrario, con
nuevas nociones sobre conservación y mejora de los suelos, inten-
sificación y diversificación de los cultivos, tecnificación y mecani-
zación de algunos procesos de la producción, susceptibles de estas
innovaciones, aprovechamiento racional de la tierra, distribución
del trabajo, etc. (Guhl et ál., 1956).

Con nuevas guías oficiales, el maestro podría colaborar en el acre-


centamiento de la propiedad de los campesinos, en el rango y eleva-
ción del ribereño, en los recreos populares, en el apego a la tierra y a
la familia. La vida de la aldea, la riqueza del suelo, la naturaleza de
los productos, las costumbres y tradiciones mutuas, cooperativas,
crías, alimentación y alojamiento, integración de grupos que per-
manecen separados por restricciones o presiones sociales, semillas,
abonos, fertilizantes, técnicos, créditos, serían, entre otras, las acti-
vidades del educador en los corregimientos chocoanos.

Apatía por la educación


«Yo no aprendí a leer y estoy viviendo», es expresión corriente
en muchos padres de familia. La oímos en Las Mercedes, Tanando
y Quito, lugares donde la asistencia escolar es más lánguida que en
las otras secciones. Para complementarla, agregaron en Boraudó, en
discusión con la maestra:
El blanco tiene su pluma,
el mulato su bastón,
el indio su boroquera,
el negro su canalón.

H i s to r i a 169
Expresión y copla conformistas son hijas del pasado, ya que la ins-
trucción libresca del Chocó comenzó en este siglo, como se ve por
las citas siguientes:
Deseando modificar el atraso de la provincia, vecinos de Nó-
vita se dirigieron al Gobierno Central en 1802, para que se les
proveyese de escuelas de primeras letras en donde pudieran sus
moradores e indios aprender la religión; las letras y las prácticas
estatales. Pero como estas peticiones no fueran atendidas, en el
año de 1809 se volvieron a dirigir al Jefe del Reino, para que los
ayudase en esta urgente necesidad educativa (Nieto, 1955).

La independencia del país del poder español frustró los deseos de


los peticionarios. Concluida la contienda nacional, no aparecieron
tampoco las escuelas para instruir y educar a los niños del Estado.
Para adquirir algún conocimiento en los principios de la cultura,
«los hijos de los caballeros residentes en las provincias del Chocó
o Cauca, se veían obligados a atravesar la cordillera de los Andes y
viajar a gran distancia para recibir educación en los dos colegios de
Bogotá» (Hamilton, 1955). Esta información se debe al coronel John
Potter Hamilton, quien estuvo en nuestro país hasta junio de 1825.
No debieron los libertadores pensar mucho en escuelas para es-
clavos, pues, en 1851, don Mario Espinosa, miembro de la Comisión
Corográfica que recorrió el Chocó de un extremo a otro, describe la si-
tuación material y espiritual del territorio, con las siguientes palabras:
En ninguna parte hay escuelas, ni establecimientos públicos,
ni privados, ni talleres, ni conventos, ni oficinas casi. Se vive en-
tre el fango y la maleza, como los cerdos y con ellos; alimentarse
con plátanos que brindan los bosques y con pescado que ofrecen
los ríos, regalándose en los días grandes con un palmo de tasajo
conducido desde el Cauca; zambullirse, buzos codiciosos, en aquel

170 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
mar de calor, de humedad, de miasmas y de plagas, con riesgo de
la vida y pérdida de la salud para amontonar a todo trance y a toda
carrera, con el trabajo del esclavo, fuertes riquezas para ir luego a
disfrutarlas a otras partes, eso, nada más que eso, es lo que han he-
cho los explotadores de minas en aquel país, que luego han aban-
donado sin dejar en él un monumento de piedad, ni una muestra
de civilización, ni un recuerdo de gratitud, ni un rastro de buen
gusto, de decencia, de racionalidad (Espinosa, 1944).

Cuarenta y tres años más tarde, don Jorge Brisson, que visitó el
Atrato medio desde Andágueda a Quibdó, dice de la educación:
No hay ley, no hay instrucción ni escuela alguna, y se puede has-
ta admirar que en este estado casi salvaje se halle todavía una gente
que sepa conocer la dignidad del hombre y algunos de los deberes
elementales de la sociedad (Brisson, 1894).

Con estos antecedentes, no es extraño que el negro originario


del Chocó piense lo que ahora glosamos. Él no ha experimentado
los beneficios de una escuela acertada, ni sentido la influencia edu-
cativa del magisterio que, en los primeros años, tuvo mucho que
ver con la discriminación racial. Sin contacto con gentes capaces
de elevar su nivel cultural, o en unión de seres que no ven sino su
interés inmediato, el ribereño tiene que ser como es, conformista,
despreocupado, individualista, hombre que ve en la lectura un lujo,
algo accesorio del que se puede prescindir.

Estudio de la propiedad
Para tener idea de la tradición de la propiedad territorial del
Chocó, es necesario conocer la historia de las regalías y concesiones
españolas, la propiedad de los libertos y la de los negros actuales

H i s to r i a 171
que usufructúan el territorio. Con este conjunto de datos se podrá
ver cuál ha sido el funcionamiento de la tierra en esa sección del
país, en más de cuatro siglos de existencia.
a) Los grandes propietarios
La soberanía de los reyes de España concedió tierras a los con-
quistadores y a los colonizadores a título de ocupantes de hecho,
mediante varias formas de procedimiento jurídico que los expertos
en legislación indiana conocen conforme a la siguiente clasifica-
ción: «tierras de pan sembrar», «estancias de ganado mayor», «es-
tancias de caballería», y, finalmente, «tierras de composición» que
fue el procedimiento empleado a partir de la Real Cédula expedida
el 15 de octubre de 1754 en San Lorenzo el Real (Arroyo, 1954).

La composición de tierras fue amplia en grado extremo. Por ella se


legitimaron los títulos viciados, se corrigieron los actos posesorios,
se dieron escrituras a los que estando en poder del campo carecían
de documentos legales para ejercer el dominio.
Para que en adelante no puedan ser turbados, emplazados ni de-
nunciados ellos y sus sucesores en los tales realengos, y no teniendo
título les deberá bastar la justificación que hicieren de aquella antigua
posesión como título de justa prescripción (Arroyo, 1954).

Por este mandato la provincia del San Juan se vio dividida entre
veinticuatro mineros de Popayán y Santafé y algunos señores del
lugar, según escribió en su «Diario» el capitán Joaquín Acosta en
1820 (Acosta, 1901).
Como tierras de pan sembrar fueron adjudicadas las del Chocó,
costa del Pacífico y las inmediatas al río Telembí, en el antiguo Can-
tón de Barbacoas. Debían servir para el sostén de los esclavos. Más
tarde, gracias a la magnanimidad de virreyes, presidentes y ministros

172 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
subdelegados encargados de practicar la venta y determinar la com-
posición de los baldíos, la tierra agrícola pasó a ser propiedad priva-
da de los poseedores de entables.
Para merecer y ganar tantos ríos y vertientes, los cazadores de
fortuna tuvieron que ver con ordenanzas y provisiones, cartas rea-
les, leyes generales y comunes promulgadas y sostenidas por los
emperadores. Los que hablaron de minas y búsqueda de tesoros
ocultos se sometieron a pagar los quintos y veintenos «horros de
todo gasto», conforme lo prevenía la Ley 14, tít. 12, lib. 4º de la Reco-
pilación de Leyes de 1680 (Ots, 1945). Segura la posesión, los domi-
nios se manejaban de cualquier manera, se vendían, se enajenaban,
se dejaban como herencia o se jugaba con ellos en la feria de los
empleos.
b) La propiedad de los libertos. De 1851 en adelante los libertos
continuaron en las propiedades de los amos. Arrendadas o no, de
grado o por fuerza, los manumisos siguieron labrando las minas
de los terratenientes y viviendo de los platanales antiguos, desper-
diciando el ganado de los hatos por falta de experiencia. El ideal
del nuevo libre era vivir sin grandes preocupaciones en los viejos
dominios de la comunidad.
Esta permanencia en las fincas y su uso fueron obligatorios para
poder supervivir. Hombres sin tierras y aventados a la vida ciudada-
na sin en dónde reposar, tenían que echar mano de lo que producía
su medio. En estas condiciones las haciendas de Bebará y Bebara-
má, Beté y Riosucio, Munguidó y Andágueda fueron asoladas por
quienes en el reparto de los reyes no habían alcanzado suelos ni so-
lares, caballerías ni peonías para su propio provecho, siendo como
eran «la mayor parte de la población que había sufrido las cargas de
los pobladores en construcción de templo, ornamentarlo, fabricar
cárcel y dotar al cura del sínodo tasado» (Ots, 1945).

H i s to r i a 173
Podría argüirse que hubo, antes de 1852, negros con haciendas
que producían cartas de aforramiento. Tales hatos fueron frecuentes
en el Valle del Cauca donde se daban, no graciosamente, sino como
medio de lograr los amos mayores ingresos o de descargarse del
sustento de los acollarados. En el Chocó los trabajadores de las mi-
nas carecieron de estas ventajas, pues el esclavo no podía distraerse
de los quehaceres de los entables en los días festivos, so pena de ser
castigado o vendido a postores del interior.
c) Propiedad actual. El abandono de los reales de minas creó
nuevos caseríos. Ejemplos son Las Mercedes, formada por los hijos
de Neguá, Bebará, Bebaramá y Beté; Boca de Tanando, derivado del
Real de Minas de Lombricero de Tanando; Yuto, secuela de Lloró y
Samurindó; Boraudó, de Lloró, etc. La vida de estos caseríos vació y
desmejoró la vivienda de los españoles.
Clavado el rancho en el sitio elegido, se regó el maíz, se planta-
ron los palos de yuca y las matas de colino. Aunque las leyes colom-
bianas de los años 70, 74, 82, 1915, 17, 26, 31 y 36 los autorizaba para
alcanzar el derecho de propiedad, la indolencia y la ignorancia no
los dejaron actuar. Hoy, sin derecho escrito, por ocupación y por
cultivo los ampara el artículo 19 de la Ley 100 de 1944, que dice:
Se presume que no son baldíos sino de propiedad privada los
fundas poseídos por particulares, entendiéndose que dicha po-
sesión consiste en la explotación económica del suelo por medio
de hechos positivos propios de dueños, como las plantaciones y
sementeras, la ocupación con ganado y otros de igual significación
económica (Fals-Borda, 1957).

Esta ocupación inmemorial deja las sucesiones ilíquidas porque


los agricultores consideran que las propiedades de sus antecesores
se respaldan con los títulos de aquellos. En caso de venta, permu-

174 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
ta o donación de los inmuebles sucesorales, les basta con autorizar
la póliza correspondiente y suscribirla, con lo que creen haber per-
feccionado cualesquiera de los contratos citados. Pocos son los com-
pradores que al adquirir una propiedad campestre elevan las pólizas
mencionadas a escritura pública para tener un instrumento legal que
los ampare para siempre.
La carencia de títulos movió a los descendientes de los antiguos
propietarios a cobrar impuestos a los ribereños del San Juan y del
Atrato, lo que empujó al nativo a una agricultura nómada y difícil
por la situación de los transportes. Hasta el primer cuarto de este
siglo, las oligarquías caucanas «negaron a la comunidad la tierra
desocupada, la madera y las aves y los animales salvajes, apresaron
por deudas, insultaron y despreciaron a los trabajadores, vilipen-
diándolos con discursos y calumniándolos por la prensa» (Christ,
1954).
Muchos campesinos nos dijeron que la consecución de un título
de propiedad, con el papeleo existente en las esferas del Gobierno,
es para ellos tarea dispendiosa, cara y larga. Comprobar que se ha
hecho uso de la estancia por más de diez años; buscar ingenieros
que levanten planos y mapas del lugar; pagar inspecciones oculares
para deslindar el lote de otras haciendas cercanas; conseguir abo-
gados en Bogotá capaces de activar la petición, es mucho pedir a
un iletrado que piensa sin cesar en la vivienda, en el aumento de la
familia y en los problemas de la sementera.
Con estas cuestiones en la mente, el agricultor se priva de ha-
cerse propietario. Sujeto el negro a buscar el equilibrio animal en
cualquier forma, la titulación se va posponiendo hasta que llega la
muerte. Menos mal que el Gobierno Nacional ha resuelto traspasar
la entrega de los baldíos a los departamentos para beneficiar de esta
manera a los trabajadores.

H i s to r i a 175
Funcionamiento de la propiedad rural
a) Demarcación de la propiedad. En la propiedad potencial que
hemos descrito, edifica el campesino su agricultura de subsistencia.
Medida a «ojo», se enmarca entre mojones de árboles frutales, pal-
mas de chontaduro o milpesos, quebradas, ríos u otras propiedades
vecinales. Para la extensión se habla en varas de 0.80 metros, «un
poco más», o «un poquito menos». Con límites tan débiles los con-
flictos son comunes y continuos, dando qué hacer a los abogados
quibdoseños que se solazan largamente con estas discusiones.
No se emplean para delimitar ni ladrillos ni palma rajada, ni
cercas de nacedero (Trinchathera sp.), ni guaduas, ni tapias o valla-
dos de otros materiales. El empleo de alambre, malla de gallineros
o anjeo, son desconocidos. Ochenta y seis y media libras de alam-
bre de púas valen en Quibdó cincuenta y un pesos; treinta metros
de anjeo, sesenta y cinco pesos; un rollo de malla para gallinero,
ochenta y tres con ochenta centavos. Estos elementos no se toman
al fiado jamás, porque la oficina que los vende es la Caja Agraria,
domiciliada en Quibdó.
Al dividir los fundos con piedras o zanjas, pantanos o árboles,
arroyos o cualquier otra cosa, están presentes los interesados. La
demarcación es respetada hasta tanto convenga a los vecinos, y se
celebra el acto de amojonamiento con bebidas y muestras de amis-
tad. Cuando el interés privado de una de las partes urge el cambio
de las guardarrayas o linderos, empieza la pendencia, la acción de
los abogados y los dictámenes de las autoridades.
b) Tenencia de la propiedad. En los matrimonios visitados, la
propiedad territorial está gobernada por el hombre, así se haya con-
seguido la tal por los cónyuges o por toda la familia. Muerto el va-
rón, el derecho se revierte sobre la esposa legítima y el hijo mayor u
otro miembro de la familia del difunto hasta que los hijos puedan

176 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
hacerse cargo de los haberes del desaparecido. En Quibdó, la tenen-
cia de la propiedad se regula por los códigos escritos.
El marido dirige, además, la cría de cerdos, la venta de las gran-
des canoas y árboles maderables que aparecen en la finca, la com-
pra de semilla, perros, etc. En la mujer se concentran el cuido de
cañales y venta de sus unidades, los frutales, verduras, expendio de
aguardiente de contrabando, panelas, miel, huevos, pescados, carne
de monte, etc. El oro conseguido y las alhajas piden el consorcio del
matrimonio en el momento de las transacciones.
No obstante la autoridad del varón sobre las tierras de cultivo, pa-
ra vender, hipotecar o permutar un campo la operación se perfecciona
con el concurso de la esposa o de los hijos mayores. Esta costumbre, que
refuerza la autoridad del grupo, es un acto sentimental de despedida del
terreno que se ha labrado, hurgado y removido con tantas esperanzas.
La mujer tiene dominio sobre la habitación, cercas, gallineros
y zahurdas. Muebles, enseres relacionados con la vida doméstica o
el trabajo, establo, corral, potrillos o embarcaciones menores son
suyos y los gobierna a su manera, aunque consultando al marido
en algunas ocasiones. Sacos viejos de granos, cestas de bejuco, ba-
teas, bancos y baratijas de la finca están bajo su dependencia. Para
la chocoana de los ríos las menudencias más insulsas de la familia
constituyen un mundo que le pide atenciones y cuidados, por lo que
ejerce sobre ellas autoridad ilimitada.
c) Funciones de la propiedad. La territorial en el Chocó desempe-
ña múltiples funciones. Siembras, minas, cría de animales, explota-
ción de bosques, pesca, caza, cría de cerdos, corte de maderas finas
o emplazamiento de aserríos, edificaciones para vivir, obligan, en las
tierras alquiladas, a celebrar contratos especiales y a pagos específi-
cos. Los gamonales caucanos y algunos de Quibdó y Lloró conser-
van todavía esta conducta, que fue expedita en la región desde 1852.

H i s to r i a 177
Puesto que el propietario vive lejos y no ejerce sobre los colonos
el control correspondiente, se violan las prohibiciones señaladas en
el párrafo anterior. El campesino ocupa y explota, pues su existen-
cia está acondicionada a las faenas variables del medio. La tradición
le ha enseñado que una faja de monte produce combustible para su
rancho y para vender, palma y hojas para las ramadas, balastro para
las construcciones de cemento, que ahora se levantan en la capital
del departamento. En el Atrato medio, el arrendatario dispone de la
tierra a su deseo, como si fuese su dueño.
Este continuo vaivén del hombre sobre la tierra es otra de las
causales que influyen en la pobreza y desnutrición de las parcelas.
Árboles de cobertura que se arrasan; desmontes mineros que provo-
can derrumbes; piedras extraídas de la orilla que aflojan las riberas;
y arenas que desaparecen cada día de las laderas hacen del labriego
una fuerza destructora en las orillas del Atrato.
d) Fragmentación de la propiedad. Si la superficie del munici-
pio de Quibdó —9.543 kilómetros cuadrados— se dividiese por
igual entre los 8.815 agricultores fijos que mantiene, correspon-
dería a cada uno 1.08 kilómetros cuadrados, tierra suficiente para
que los trabajadores regionales participen con éxito en el movi-
miento comercial de la República. Mas con las restricciones que
impone el suelo, señaladas atrás, los transportes y la pobreza de
los barbecheros, las fincas visitadas dan, en cuanto a extensión, lo
siguiente:

Tam año de l a e xplotación Porcentajes Total de finc a s


por var a s
Inferior a 1.000 20% 50
De 1.000 a 1.900 70% 175
De 2.000 en adelante 10% 25

178 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Hay, sin embargo, fincas mayores que las anotadas en los ríos Mun-
guidó, Quito y Capá, según los informantes. Estas unidades de la-
bor surten con regularidad los mercados de Lloró, Quibdó y veredas
intermedias y proporcionan materiales para llevar a Medellín, y, en
ocasiones, a Cartagena y a la Provincia del San Juan.
Un 14% de los encuestados manifestó tener otras parcelas sepa-
radas de aquellas en que los encontramos trabajando. Ubicadas las
tales dentro de los municipios de Quibdó y Lloró, y beneficiadas
por los mismos dueños, las consideramos unidas a las fincas prin-
cipales, según principios estadísticos. Estas 35 fincas engrosan el
porcentaje de las que en el cuadro anterior presentan un número de
2.000 varas o más.
La fragmentación señalada permite hacer las siguientes consi-
deraciones:
1ª Hay que entregar los lotes lejanos a personas inexpertas o
incapaces para vigilar las cosechas, lo que se traduce en pérdidas
anuales, que perjudican grandemente. En casos menores, da origen
a que los cuidanderos roben o cumplan mal su tarea por pereza o
negligencia. Para arruinar una cría de patos o gallinas, se dice, bas-
ta con ponerla en manos de un cuidante.
2ª Dos fincas que producen al mismo tiempo son cargas azaro-
sas para el dueño en un medio como el atrateño, carente de brazos
disponibles. Sin máquinas recogedoras capaces de operar en un
suelo huidizo, sin dinero, además, para concertar operarios de los
departamentos vecinos, las cosechas tendrán que reducirse en vo-
lumen o perderse totalmente. En el Atrato, un hombre empeñado
en recoger el producido de su estancia, jamás, por ningún dinero, se
unce voluntariamente al peonaje.
3ª El tercer aspecto del problema es la ambulancia de la familia.
Un día en un lugar y al siguiente en otro, coarta la educación de los

H i s to r i a 179
hijos en las escuelas del Estado, o hace perder la autoridad pater-
na, que termina siendo extraña en el hogar fundamental. Dividida
la casa, comienzan las infidelidades o las riñas matrimoniales por
cuidos alimenticios o vestuario, hasta que al fin, degradados sus
miembros por la continua separación, aparece el divorcio con sus
consecuencias peligrosas.
Si el fraccionamiento de la propiedad ha poblado oscuras y leja-
nas cañadas, por el contrario ha desmantelado a Lloró, Las Merce-
des, Neguá, Samurindó y Guayabal, para citar casos concretos. Con
la fuga del personal a los montes de laboreo, se pierden las habita-
ciones de los corregimientos antiguos que, en la hora actual, mues-
tran viviendas desmirriadas, calles cenagosas y amontadas, iglesias
hundidas y tragadas por la manigua, establecimientos educativos
sin alumnos suficientes. Es obvio que los ranchos de las fincas, más
miserables que los abandonados en los caseríos, agrupan, contra la
higiene y la salud, niños de ambos sexos, hombres y mujeres adultos,
y matrimonios recién constituidos que dan coyuntura para romper
la doncellez espiritual de los pequeños, o para ayuntar a parientes
en los grados prohibidos para componer nuevos hogares.
Con todo, en favor de las varias parcelas hay dos tesis defendidas
por los nativos, que resumimos así:
a) Con la posesión de dos o más terrenos de labor se pueden fo-
mentar diversos cultivos a la vez, si es que el interesado tiene posibi-
lidades económicas para ello. En lugar de servir de boga, jornalero
o minero, mientras descansa el lote que se acaba de desocupar, se
empeñará el agricultor en nuevas obras, en nuevas actividades. Co-
sechando todo el año, la renta familiar aumentará más y más.
b) El pensamiento de poder vender uno de estos terrenos en horas
de crisis hizo decir al 93% de los informantes que era juicioso adqui-
rir tierras, así fueran cenagosas o francamente improductivas. Cerca

180 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
a los caseríos o lejos de ellos, en las goteras de Quibdó, en apartados
puntos de la comarca, el nativo anhela nuevas huertas porque de su
tenencia deriva prestigio social y económico.
En estas propiedades irrisorias, además de los dueños, se en-
cuentran tres clases diferentes de poseedores, El conjunto más nu-
meroso es el de los que trabajan en campos de la Nación o de otros
dueños, pero sin pagar arrendamientos por las siembras que reali-
zan. La otra especie está formada por los arrendatarios que pagan
alguna retribución por el uso de los lotes, ya sea en dinero, servicio
personal o en cosecha. La tercera se compone de los operarios mix-
tos, o sea, los que abrazan más de una forma de tenencia.
Un cuadro sobre lo anterior, daría:
«Dueños», 70%; usufructuarios, 18%; arrendatarios, 10%; mixtos,
2%. Usufructuarios y arrendatarios son, por lo general, oriundos del
San Juan, río Quito, Munguidó, Tutunendo, etc., es decir, hombres
recién llegados a los corregimientos que estudiamos, mientras que
los mixtos corresponden a los terratenientes de los caseríos.
c) El río y la comunidad. Atrás se dijo que el Atrato es el padre
de los hombres visitados. Sin embargo, en el uso de su corriente,
peces, caza y extracción de minerales, surgen las restricciones si-
guientes:
1ª En la pesca, familias enteras pueden servirse de atarrayas y
chinchorros, pero no deben utilizar barbasco u otras plantas ve-
nenosas. Trampas de pesca no pueden pararse en terrenos ocupa-
dos, al menos que se hagan contratos verbales entre el pescador y
el ribereño. Las dinamitas se disparan en el tramo de corriente que
corresponde a cada familia, y por esta nada más. Hacer lo contrario
provoca reclamaciones e intervenciones de la autoridad. De paso,
decimos que en el Chocó no hay agrupaciones pesqueras que explo-
ten como industria los peces de la comarca.

H i s to r i a 181
2ª La caza está sometida a ciertas reglas tradicionales vigentes
entre los colindantes. Si un perro de X levanta una presa en su fun-
do y se mata en el de E, tiene este último derecho a la tercera parte
del animal.
3ª La minería se ejecuta en las playas. Trabajan casi siempre mu-
jeres de variados lugares. Las mazamorreadoras pueden acantonar-
se frente a las habitaciones, colinales y maizales ajenos sin que sean
molestadas. Es prohibido, sí, remover la tierra de las riberas para
evitar los derrumbes. En Quibdó, las mineras del río se ven per-
seguidas por los dueños de los terrenos, amparados por las leyes
vigentes.
4ª El bosque de las márgenes puede ser talado en sus especies
más notables. Balsa, canime, cedro, comino, guayacán, chachajo,
incive, etc., son aprovechados por los ribereños que, en trance de
construcción de habitaciones o emplazamiento de aserríos necesi-
tan de los árboles. Hay maderas señaladas por los campesinos que
no pueden ser derribadas por otro sin dar pie a reclamos y disgus-
tos. Plantas medicinales, flores, frutos salvajes y resinas son de uso
común en la provincia.

Del trabajo agrícola


a) Precauciones iniciales. Para iniciar la faena agrícola, se cierra el
monte contra animales dañinos. Cerrar aquí vale por espantar, ahu-
yentar. Para el tigre, por ejemplo, se hacen trampas de hoyo y volati-
nes seguros, o se le coge el rastro que, seco al humo casero, lo mata
prontamente. Asperges de veterina, ajo, cebollas, estiércol de ganado
o caballo extinguen las culebras. Contra los ladrones hay botellas pre-
paradas por brujos y curanderos que obligan al ratero a trabajar en la
finca donde se proponía robar. Son comunes las serpientes amaestra-
das que persiguen a los extraños de los pequeños sembrados.

182 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Con las oraciones y secretos se procede con cuidado. Si se va
permanecer en un arrozal, las invocaciones deben hacerse a dis-
tancia para que el grano no se pudra o se madure a destiempo. Al
regador de maíz o de arroz se le exige continencia sexual, con miras
a que el oficio sea reproductivo. Proceder en contrario es perjudicar
al dueño de la hacienda, pues los granos aventados bajo la pesadilla
amorosa no pegan en el terreno, revientan escasamente o se secan
demasiado temprano.
Para destruir hormigueros, piojos y pulgones que chupan la sa-
via de las hojas y de los brotes pequeños; para espantar escarabajos
y gusanos que destruyen las raíces y tallos, se utiliza el excremento
humano, en más de dos lugares visitados. Bichos de granos almace-
nados y gusanos molestosos, que se ensañan contra el maíz, arroz,
plátanos y flores, son combatidos con expedientes groseros, inefica-
ces y malsanos.
Lo anterior demuestra que el campesino desconoce la práctica
de fungicidas y de insecticidas o que:
Carece del hábito cultural de combatir las plagas que atacan
las plantas económicas, cuyas consecuencias las aceptan resigna-
damente como causa de su buena o de su mala suerte. Ha faltado
una intensa campaña educativa que le haga ver y comprender
las ventajas que podría derivar del empleo de estos elementos en
la técnica agrícola, como medida preventiva, bien como sistema
efectivo en el exterminio de estos agentes destructores (Duque,
1958).

Cuando los árboles frutales no cargan ya por enfermedad o porque


la tierra es impropicia, se capan. Esta poda se hace en menguante,
recortando los cogollos más tiernos, apaleando las ramas superio-
res, o raspando y quemando las raíces cuando los frutos se desgra-

H i s to r i a 183
nan. Cargados de piedras los vértices de las ramas o castigados los
troncos en el día de San Ignacio, los sembrados fructificarán con
fuerza y vigor. Las prácticas anteriores han echado a perder muchos
árboles de cacao, pomas, naranjos y limones.
El empleo de abonos es desconocido. Se emplea como tal la ce-
niza en las palmas de coco y chontaduro; sal, en ocasiones, para las
mismas; hojarasca de los ríos para las verduras, y basta. El empleo
de abono científicamente elaborado no ha logrado popularizarse por
el alto precio del material, por la ignorancia de su eficacia, por las
lluvias y avenidas que lo lavarían por la cultura de los ribereños.
Las enfermedades de vegetales y animales son también descono-
cidas. La sigatoka, en el plátano; la helmintosporiasis y la fulariosis,
en el arroz; moniliasis y corticium koleroga, en el cacao, y el mosai-
co, en la caña, no son tratadas jamás por los agricultores. Invadido
el predio por una de ellas, el sembrador se cruza de brazos ante el
ataque que avanza. Para no perecer de hambre, el chocoano corre a
buscar nuevas comarcas llevando, en veces, semillas enfermas que
perjudican la otra estancia.
Los terrenos agrícolas se dividen en «buenos» y «malos» por
diversas razones: pestes en los animales y enfermedades en las
plantas; vegas bajas, inundables y erosionables; fincas situadas en
terrenos mineros o infestadas de animales de presa, están entre los
malos. La incapacidad para vencer estas desgracias hace de muchas
laderas del Atrato puntos inaptos para la agricultura.
En los escasos cultivos de los chocoanos no se quema el monte
ni se remueve la tierra. Maíz y arroz se siembran al voleo, sin esco-
ger las semillas, ni el estado de formación y sanidad de los frutales
que, sin distancia adecuada, quedan juntos o demasiado lejanos. La
línea recta que torna agradable el sembrado parece ser desconocida
por los agricultores.

184 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Para secar el terreno se abren zanjas que escurren el agua. Tales
acequias duran poco por la naturaleza fangosa de los prados, que
se rellenan nuevamente con los detritos del bosque. Abiertas una
vez con azadón y barra, no se vuelve sobre ellas. De esta manera, el
esfuerzo inicial se pierde y las sementeras, hundidas en el tremedal,
producen apenas lo que deja crecer el agua empozada, el pantano
podrido, los fosos ocultos y los troncos podridos que cargan mus-
gos colgantes que humedecen constantemente el humus constitui-
do por las hojas en descomposición.
b) Herramientas de trabajo. Como en otros lugares del país, los
instrumentos de labranza de los ribereños son primitivos. En las
operaciones de siembra no entran arados, rastrillos, tractores ni
máquinas, sino hachas y machetes, una cesta de bejucos que por-
ta las semillas y una macana que abre huecos para clavar cogollos
y raíces. Nadie conoce otros elementos que tumben los árboles o
rieguen las semillas, corten rápidamente el maíz o recojan el arroz,
extraigan la leche del caucho o tajen la madera. Una barra y una
pala para la apertura de las zanjas, un rancho para comer y dormir,
piedras de amolar y una canoa para llegar a la estancia, comple-
mentan los instrumentos de trabajo.
El valor de las herramientas citadas es el siguiente:

Herr amienta Peso en libr a s Valor C aja Valor


Agr aria comercio
Hacha 4 $6.30 $10.00
Hacha 3.5 $5.50 $8.00
Hacha 3 $4.70 $7.00
Machete —— —— $15.00
Barretón —— $4.10 $7.00
Pala —— —— $7.00
Macana o coa —— —— ——

H i s to r i a 185
c) Operarios. En la rutina de la siembra participa toda la familia.
Mujeres de diversas edades, viejos y mozos, todos entran a la faena,
que comienza a las ocho de la mañana y concluye a las cuatro de la
tarde. En la tarea pueden intervenir las menstruantes y embaraza-
das siempre que no tomen contacto con las plantas medicinales que
se desean conservar.
Las mujeres hacen tanto como los hombres. Rozar, regar maíz,
plantar colinas, clavar cogollos de caña, palos de yuca, raíces de
ñame, abrir huecos, aplastar terrones, atender la cocina, amolar he-
rramientas son obras propias de su sexo. Con frecuencia conducen
semillas en la espalda, cabeza u hombros. Solamente se ausentan de
los oficios habituales en los días cercanos al parto o en los primeros
de la dieta, en la hora de la tumba del bosque a golpe de hacha, en
los zanjeos y aserríos.
Están prohibidas las relaciones sexuales en las fincas donde co-
mienza a levantarse el arroz, ya que estas «vanean» las espigas o
pudren el meollo. Para el maíz, por el contrario, son permitidas,
pues, siembra es el primero y siembra es el segundo. Con el combate
amoroso los granos son más gordos y las mazorcas más potentes,
dicen en Samurindó y Lloró, sin que expliquen las razones para im-
pedir tal acto en los arrozales y autorizarlo en el otro.
El trabajo de los niños se cumple de varias maneras. Se les ve
de cocineros, rancheros, cargueros de semillas, de cuidanderos de
recién nacidos, de bogas, etc. Cuando siembran, se entienden con
árboles frutales. En la época de recolección, guiados por mayores,
buscan y cargan milpesos (Jessenia polycarpa), corozos (Acrocomia
antioquiensis), palmas de vino (Caryota urens), y otros frutos salva-
jes que aumentan la alimentación del campesino.
Cuando el maíz o el arroz están en peligro de ser aniquilados por
los pájaros, trabajan los niños de manera incansable, espantando los

186 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
animales con gritos o haciendo trampas para cazarlos. No es extraño
verlos desenterrando tubérculos, cargando plátanos, cortando maíz
o arroz, tejiendo cestos para granos, etc. La obra de los muchachos
en la vida campestre es múltiple y de grande importancia.
Este trabajo incesante pone en riesgo la escuela, como dijimos
atrás.
Las cifras estadísticas —ha dicho el Gobierno Departamental—
demuestran que de cada cien alumnos del primer año de educa-
ción primaria, pasan 41 al segundo, 17 al tercero, 9 al cuarto y 0,6
al quinto año de estudios. En las escuelas rurales, del centenar del
primer año llegan 32 al segundo, 6 al tercero, 2 al cuarto, y 0,6 al
quinto (Castillo, 1954).
De los niños censados por nosotros, mayores de siete años, bajan
al agro el 94% a «aprender viendo», como se dice a menudo.
Las niñas de diez años en adelante cargan agua, ayudan en las
faenas domésticas, recogen leña, lavan, cuidan de los niños meno-
res, buscan frutas comestibles, espantan pájaros, etc. A los quin-
ce años, el proceso de aprendizaje ha llegado a su límite. La niña
convertida en mujer será responsable en la vida hogareña, en la co-
operación familiar, en los trabajos del fundo, en la vigilancia de los
hermanos y de los animales caseros.
La peonada se consigue con más facilidad para las operaciones de
desmonte y siembra. Antiguamente se hacían los llamados convites o
mingas, que consistían en reunir a cierto número de trabajadores que,
bajo la mirada del dueño del entable, rozaban o tumbaban el monte,
hacían rancho o labraban canoas, cazaban tigres o recogían maíz. El
que los congregaba daba la alimentación del día, tabaco y bebida, enci-
mando por la tarde, si había posibilidad, un baile a los participantes. El
beneficiado con la junta quedaba con la obligación de devolver, a cada
uno de los peones, un día de servicio en el campo de su compañero.

H i s to r i a 187
Esta forma de cooperación está desapareciendo. Hoy hay que
pagar en monedas, servir el almuerzo y los cigarros, proporcionar
chicha o guarapo. La falta permanente de dinero para cubrir estos
gastos hace que el ribereño siembre solo lo que puede hacer con sus
propias manos o con el concurso de su esposa y sus hijos.
Entre miembros de una misma familia se cobran y pagan los
jornales. Para que el hijo no haga lo anterior, se necesita que esté
bajo la patria potestad o que su padre esté enfermo o valetudinario.
A las madres viudas les ayudan sus hijos un día, siempre que la
progenitora se halle libre de compromisos amorosos. Primos, tíos,
hermanos, sobrinos, «se tiran» como particulares. El temor al pres-
tigio lugareño determina ser con los extraños, con los blancos y los
comerciantes, injustos en el precio diario, incumplidos en el trato y
deshonestos en el cumplimiento de los deberes.
Hay carencia de peones calificados. De los campesinos encues-
tados, 1.212, se dejaron denominar como peones de siembra 24 in-
dividuos, que dijeron no poseer fincas, ni trabajar en minería, ni ser
comerciantes, ni tener profesión u oficio diferente al empeño de su
fuerza diaria en las tareas del campo. Este número es insuficiente
para cubrir las estancias en tiempo de producción.
La distribución de los citados peones por caserío es como sigue:

Lugares visitados Peones Pobl ación del Porcentaje de


corregimiento l a pobl ación
total
Las Mercedes 4 213 1.8%
Boca de Tanando 6 221 2.7%
Samurindó 8 326 3.3%
Yuto 4 437 0.9%
Tocolloró 2 72 2.6%

188 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Estos jornaleros así clasificados no son, ciertamente, obreros que
ejercen su habilidad manual en forma habitual, porque son propie-
tarios como los vecinos que los ocupan. Veinte de los citados, su-
pimos después, tienen parcela por herencia, y los cuatro restantes
eran recién llegados a los caseríos. Lo que sucede es que los tales:
prefieren alquilar diariamente su fuerza de trabajo, en lugar
de utilizar su mano de obra en su propia parcela. Este hecho po-
dría explicarse, bien porque el suelo no produce un rendimiento
adecuado que equivalga a la entrada que significa el jornal, o bien
debido a factores sicológicos que inhiben la decisión del campe-
sino, como consecuencia de un régimen colectivo de inseguridad
económica, para confiar sus inmediatos medios de subsistencia a
los azares de una climatología desconocida (Guhl, 1954).

La carencia de obreros, además de lo dicho, estriba en la multitud


de oficios que abraza el chocoano.
En época de verano abandona la mina para ponerse a palan-
quear; en las buenas lunas corta madera y se hace leñador; en los
inviernos benignos aprovecha las socolas para sembrar; en los
fuertes inviernos abandona el campo y se lanza a las ciudades o a
los puertos para hacerse obrero, bracero, etc. (Contraloría General
de la República, 1943).

Con esta inestabilidad desempeña mal lo que se le encomiende, y,


al hacer de peón, cobra excesivamente por sus servicios, o incumple
los compromisos, porque «tiene con qué bandearse» unos centavos
para la alimentación del día siguiente.
En las veredas municipales no hay gremios de trabajo por las
dudas que abriga el campesino contra tales agrupaciones. Esto y
la ambición o pereza del negro que determinan las migraciones; la

H i s to r i a 189
ninguna cultura técnica de los trabajadores para afrontar con éxito
los problemas que se presentan a diario en el fundo o en la parcela;
el desgano que producen los escasos salarios, inciden demasiado
sobre el obrerismo que se dedica a las siembras.
d) Lo que se siembra. En la tierra escogida se agrupan desordena-
damente diversos cultivos. Plátano, yuca, ñame y caña crecen simul-
táneamente en un mismo campo, y se explotan por separado el arroz
y el maíz. De los 250 sembrados que conocimos, un 88% está dedica-
do a más de un propósito, sin que quede en ellos espacio virgen para
épocas futuras. Estas 220 fincas son las llamadas de tanteo.
A un fundo de tanteo se le meten raíces, árboles frutales, maíz
en poca cantidad, cuanto puede sembrarse. Chontaduros, árbol del
pan, guayabos, limones, naranjos, zapotes, aguacates, borojós, gua-
nábanos, guamos, papayas, badeas, etc. El zapallo o auyama crece en
la finca, en el alero del rancho habitado o cerca de las cocinas. Bija,
mate o totuma, y plantas medicinales, se confunden con las piñas y
los plátanos, como el dominico, maqueño, hartón, banano, primitivo,
pimiento, culipompo, manzano, guineo enano, tahití, morado, etc.
El agricultor está atento a ver qué especie se desarrolla mejor
para, en lo sucesivo, dedicarse a este cultivo. Como es obvio, en
la tarea se pierde tiempo, dinero, energía y paciencia. Si el mon-
te no corresponde a la mayor producción, se deja por «malo» y se
va a otro de idéntica fisiografía, desfavorable seguramente como el
anterior, para aporcar tantas semillas. Otras serían las circunstan-
cias del trabajador si las tierras chocoanas hubieran sido estudiadas
científicamente por quienes pueden y deben hacerlo.
Los fundos de examen, como las sementeras de maíz y arroz, es-
tán ubicados en las laderas del Atrato y en los rebordes bajos de las
quebradas afluentes. Se siembra allí por ser la tierra de acarreo más
rica en humus que las vecinas del monte alto, más secas y fáciles

190 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
para el transporte. La presión ejercida sobre islas y playas del Atra-
to desaparece en el Andágueda, donde el terreno, al abrigo de las
inundaciones, produce con buenos resultados maíz amarillo, maíz
capio, maíz cucarachero o colorado, ñame, rascadera, batata, yuca
y piña.
El maíz que se siembra en el Atrato medio es el chococeño o
indio, menudo y duro, que se cultiva desde la Baulata —Andágue-
da— hasta Lloró, y desde allí hasta Arquía y Bojayá, en la cuenca de
nuestra visita. El maíz blanco, tan utilizado en la dieta alimenticia,
se siembra, pero en escasa cantidad.
No hallamos grandes hortalizales económicos. Sin embargo, en
no pocas casas, en azoteas de palma, vimos cultivos de cebolla, ci-
lantro, jengibre, albahaca y tomate, y en los patios de limoncillo,
ají, azafrán de raíz, algunas plantas medicinales como altamisa, to-
ronjil, yerbabuena, verdolaga, sombrerito del diablo, chocó o yerba
de sapo, etc. Entre los árboles industriales no faltan los calabazos o
totumos, árboles sueltos de caucho, cañabrava, utilizada con profu-
sión en la construcción de las viviendas.
Son estas las plantas fundamentales del Atrato que recorrimos.
No habiendo cultivos experimentales al alcance de la mano, ni se-
milleros ni viveros para beneficio colectivo, el negro busca, en lu-
cha con la naturaleza, sin sanidad y abandonado del Gobierno, sin
medios mecánicos y sin dinero oficial, la manera de supervivir en
su propio terruño.
e) Fecha de siembra. El arroz se siembra en febrero, se deshierba
en abril y se recoge en junio. Para el maíz, se toman los últimos días
de diciembre o la primera quincena de enero, a fin de ser almacena-
do o vendido en el mes de mayo. Cuando apuntan los granos se ins-
talan en las rozas los espantapájaros, que son mujeres y muchachos
que hacen este oficio por sumas insignificantes.

H i s to r i a 191
En la hoya del Atrato, por los meses de agosto a octubre, se lle-
van a cabo las llamadas «rozas de travesía». Tienen por objeto suplir
la falta del cereal en las familias y en los establos, ya que los escasos
animales que poseen los finqueros derivan su alimentación de gua-
yabas maduras, maíz, y, en ocasiones, de bananos.
Meses impropios para sembrar granos son aquellos en que la
«cosecha pasa alta». Se dice así cuando hay profusión de chontadu-
ros o se encuentran en los caminos cucarrones y chapules. Por el
contrario, se trabaja con fe cuando aparecen gusanos en las raíces
de los árboles, o florecen guamos y churimos, o las flores de los
chontadurales se desprenden fácilmente. En esta «cosecha baja», el
agricultor se endeuda más de lo común por sacarle a la naturaleza
los mejores beneficios.
Los frutales pueden plantarse en cualquier tiempo. Casi siempre
se escoge la menguante o los tres días siguientes a esta fase lunar.
Piñas, yuca, cañaduzales, platanares entran a la tierra cuando se
tiene la semilla, cuando se dispone de tiempo para realizar esta ta-
rea, o hay dinero suficiente para cubrir los jornales o convocar a
la minga. Guayabas, chontaduros, papayas, papayuelas, coronillas,
guanábanas, duran de cuatro a cinco meses para estar en sazón.
Las hortalizas corren de cuenta de las mujeres. Se siembran en fe-
chas diversas. Basta tener la azotea o empalizada y la hojarasca reco-
gida en los ríos, para ir conformando la huerta casera. La propiedad
de esta corresponde a la cónyuge, aunque las utilidades, si por ventu-
ra las hay, entran a formar parte de los gastos caseros generales.

Recursos económicos de los campesinos


Para cultivar un minifundio, tener una casa o «echar al agua»
una canoa de consideración, el negro, inestable por naturaleza, se
vale de los siguientes recursos:

192 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Minería. Con los procedimientos usados en tiempo de la Co-
lonia:
La cuarta parte de la población económicamente activa del
Chocó se dedica a esta industria, hasta donde la minería merezca
este nombre. Al viajar en lancha o en «champa» por los ríos aurífe-
ros, se sorprende el pasajero ante la gran proporción en que el sexo
femenino participa en el trabajo de lavar oro (Castillo, 1954).

La cantidad de mujeres dedicadas a esta faena obedece, además de


ayudar a sus maridos, a las razones apuntadas por don Felipe Pérez
al hablar de Barbacoas:
Es más común ver a las mujeres en las playas de los ríos lavando
oro, que a los hombres; lo cual se explica porque a estas les gusta te-
ner collares, zarcillos y algunas varas de zaraza con qué presentarse
engalanadas los días de fiesta en sus pueblos (Restrepo, 1952).

Trabajando individualmente o por familias, se consigue semanal-


mente una ganancia de cinco a veinte pesos, si se remueven las are-
nas del río, y de quince a veinticinco en los viejos canalones. En
estos, si llueve poco, se ganará menos de lo apuntado. Al crecer los
ríos los mazamorreadores de las playas permanecen inactivos. Am-
bos sistemas de trabajo obligan al azar de un entable a otro, a cierta
especie de vagabundaje que hace nómada la clase minera.
No por lo exiguo de lo recogido deja de ahorrarse para la cons-
trucción de la habitación o la canoa, o para el levantamiento de la
pequeña finca. Se quedarán debiendo los víveres, la medicina, etc.,
pero se sacará de allí para semillas o peones. Ultrajada o no por el
comerciante o «vivandero», el ribereño busca un capital para sem-
brar algo porque se tiene familia y no se desea aparecer ante la so-
ciedad sin programa de acción.

H i s to r i a 193
b) Cría de animales. En 50 kilómetros el viajero encontró al-
gunos animales caseros en tan escasa cantidad que se dividieron
así:

Cerdos 130

Gallinas 2.500

Ganado vacuno 24

Gatos 16

Perros 74

Al preguntar las razones para tanto desamparo, se nos dijo:


1° Costo de sostenimiento. Con la carestía del plátano y del maíz,
el agricultor se ve obligado a recurrir a frutos salvajes como guaya-
bas, coronillas, árbol del pan o chontaduro para sostener sus ani-
males. La imposibilidad geográfica para la traslación de la cría de
un lugar a otro para que se aprovechen de los residuos de la siega,
hace más precario el mantenimiento de gallineros y establos. An-
tiguamente los cerdos se engordaban con bananos cocidos con sal,
o bien con maíz, que los tornaba lucidos y hermosos, productivos y
económicos. Hoy la sal cuesta $0.25 centavos la libra y el almud de
maíz se cotiza a $9.00.
Cerdos y aves de corral, informaron algunos campesinos, al
vagar libremente, son causa de disgustos con propietarios vecinos.
Faltando gallineros y chiqueros, tienen que aparecer las molestias y
los motivos para que las aves duerman en los cuartos habitados, en
los árboles del patio, en las cocinas, en tanto que los cerdos vagan
libremente por predios y sembrados, toman agua del río o de las
quebradas cercanas, comen en el suelo y descansan debajo de las
habitaciones o en el piso de las mismas.

194 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
2° La humedad excesiva es otro factor que aniquila la rústica cría
de los ribereños. La tierra inundada o inundable y la lluvia perma-
nente destruyen los ejemplares recién nacidos, y estancan la multi-
plicación.
3° Las enfermedades. Puesto que no hay vacunación sostenida y
la higiene del medio es deficiente, surgen las enfermedades. La peste
porcina y la septicemia hemorrágica incursionan por los ranchos,
sin que los poseedores de animales sepan combatirlas. Las aves son
atacadas por moquillo, viruela e higadón, cólera tifosis, newcastle,
sin que se puedan descartar las enfermedades respiratorias, el ra-
quitismo y sus secuelas.
4° La improductividad de los animales. El ambiente y la falta de
sanidad complican la producción. La gallina criolla, única conoci-
da, es antieconómica. Poco ponedora, crece con lentitud, se engorda
demasiado y se enclueca frecuentemente. Si el nativo criara la Rho-
de Is1and, de todos los climas, y la New Hampshire, que empieza a
producir a los seis meses, la avicultura de los ribereños progresaría
considerablemente.
Con todo esto, y sin que haya cruzamientos de razas puras con
las existentes; con pastoreo libre, en un medio cargado de tigrillos,
gatos monteses, ratas y culebras que persiguen y arruinan las crías;
con alimentación deficiente; sin drogas oportunas para prevenir
epizootias y enfermedades estables, la tarea agropecuaria de Atrato
está casi perdida.
Sin embargo, la mujer del estanciero negocia con los animales
que tiene. Pollos, huevos, patos son vendidos para conseguir vestido
para sí y para los hijos, remedios y alimentación para el conjunto. Si
para conservar una gallina, que hoy vale entre diez y quince pesos,
o salvar un huevo, que se comercia por 0.35 centavos, hay necesidad
de subir1a al zarzo, meterla debajo de la cama o echar1a en el viejo

H i s to r i a 195
baúl donde reposa la ropa, no habrá impedimento que contenga es-
te deseo de ayudar al marido a subsanar necesidades primordiales,
de hacer, quizá, lo que hicieron los abuelos con menos industrias
que las que ahora se poseen.
c) Huerta casera y árboles frutales. Con excepción del Carmen
de Atrato, que produce al año unas 6.500 libras de hortalizas, los
municipios restantes del Chocó se ven obligados a traer de otros
departamentos lo que les parece indispensable para suplir su con-
sumo. El desprecio por la agricultura conforme lo apuntaba don
Juan Jiménez Donoso en 1780, parece no ser la causa. Son otros los
motivos que llevan al chocoano a comprar condimentos, frutas,
legumbres, huevos, tabaco, etc. en Antioquia, Córdoba y Bolívar,
para hablar solo de la provincia de los citaraes.
La producción de frutales, tubérculos y caña de azúcar en el dis-
trito de Quibdó, según el agrónomo doctor Demetrio Díaz Mena,
es la siguiente:

Valor del
Nombre del produc to Frutos Total $
fruto $
Almirajó 16.140 0.28 4.519.20
Aguacate 15.429 0.28 4.320.10
Badea 1.191 0.25 297.75
Bacao 576 0.18 103.68
Borojó 2.520 0.45 1.134.00
Cacao (en quintales) 5.077 180.00 913.860.00
Caña (en toneladas) 2.880 250.00 720.000.00
Coco 210 0.35 73.50
Guanábana 195 0.75 145.25
Guayaba 582 0.05 29.10
Limón 99.000 0.07 6.930.00
Naranja 1.020 0.05 51.00

196 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Ñame (en libras) 10.143 0.15 1.521.45
Piña 7.500 0.45 3.375.00
Papaya 1.614 0.95 1.533.30
Yuca (en kilos) 21.699 0.30 6.509.70
Sapallo o ahuyama 2.847 0.70 1.992.90
Total general:$ 1.634.994.00

No debe perderse de vista que el municipio cuenta con veintiséis


corregimientos, que en mayor o menor escala trabajan agricultura.
Los puntos mineros como Neguá, Puné, Tanando y otros presentan
árboles frutales incluidos, de seguro, en el cuadro anterior. Divi-
diendo la cantidad citada de producción por el número de corregi-
mientos, corresponde a cada sección la suma de $6.409.20, porción
escasa ciertamente para hacer la felicidad de los cultivadores.
Quebrando estos $6.409.20 entre los habitantes de Yuto, Samu-
rindó, Tanando y Las Mercedes, la producción per cápita es la si-
guiente:

Yuto $14.64
Samurindó $19.64
Tanando $29.00
L a s Mercedes $30.00
d) Jornales. El valor de los jornales diarios que
perciben los obreros es como sigue:
Agricultura
Socola $4.00
Tumba $5.00
Siembra $4.00
Repicada del monte$4.00
Zanjeo $5.00
Cogienda de maíz o arroz $3.00

H i s to r i a 197
Construcción de casas
Maestro de la obra $8.00
Obreros rasos $4.00
Areneros $5.00
Labranza de canoas
Maestro $8.00
Obrero $3.00
Navegación
De acuerdo con la distancia.
Minería
Obreros de tomas o represas $5.00
Braceros
De Quibdó $5 a 12.00

En la discriminación de estos jornales, conviene tener en cuenta las


consideraciones siguientes:
1° La familia mínima del atrateño es de cinco, siete, nueve y diez
personas.
2° Los oficios no son permanentes. La agricultura necesita brazos
cinco meses en el año; los viajes no son diarios; las construcciones
de habitaciones se cumplen poco a poco por el conjunto familiar,
asumiendo el padre el puesto de maestro y los hijos de ayudantes;
el labrantío de canoas es esporádico; en la minería trabajan con fre-
cuencia los dueños de los entables y los agregados de los canalones.
3° Muchos quehaceres se realizan por el sistema de mingas, don-
de no hay pago en metálico sino en servicio.
4° Los deudores deben abonar a sus acreedores la mitad del jor-
nal diario ganado en las haciendas. Este compromiso lleva al asala-
riado a evadir el trabajo en los predios donde se les necesita.
De lo ganado diariamente se hace un recorte para el fundo que
representa prestigio, un punto de referencia en las operaciones co-

198 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
merciales, un sostén de los hijos, una ayuda cierta en la incierta y
azarosa existencia.
e) Industrias domésticas. Las del cantón conocido son escasas.
Las más frecuentes son:
1° Elaboración de miel y panela. En la fabricación de miel se em-
plea el trapiche movido por hombres, mujeres y muchachos, nunca
con fuerza hidráulica o con animales, por ejemplo. De esta manera,
para obtener treinta pesos de panela se gastan de tres a cinco días
interviniendo en las labores la familia, amigos y vecinos que cor-
tan leña, preparan fogones o espantan cerdos y aves de corral que
merodean junto al rancho. En estas condiciones, la panela y la miel
resultan caras y sin la higiene requerida.
La misma caña utilizada es un factor adverso para la confección
de los artículos. La caña poj de Castilla, la más trabajada por los na-
tivos, no rinde lo mismo que la Java o caña negra, que la Blancar o la
B. H. En la obtención de unos módicos centavos se hacen necesarias
varias toneladas de la primera clase, en cuya consecución se tala la
mitad del cañaduzal, se toman en préstamo las unidades que faltan,
o se compran lotes enteros para el complemento de la medida. Las
cañas Blancar y B. H., de más grosor y esbeltez, rendidoras y fáciles
de quebrantar, no están lo suficientemente propagadas en la región,
por lo que se las emplea en escaso porcentaje.
Una panela de seis onzas vale en la actualidad 0.20 centavos,
cuando la antioqueña que se consume en Quibdó, de 16 a 20 onzas,
tiene un precio de 0.60 centavos. Un galón de miel, que se vendía
en 1942 por $0.15, se estipula hoy en tres pesos. Un cántaro de gua-
rapo, sin condimentos de ninguna clase, se expende por seis o sie-
te pesos. La producción de miel ha decaído desde que el Gobierno
Departamental dejó de emplearla en la fabricación de aguardientes
y alcoholes.

H i s to r i a 199
2° Carbón vegetal. Carbón vegetal y corte de leña embargan la
atención de pocos trabajadores. Son oficios de familias ubicadas en
Quibdó, procedentes de La Troje, Guayabal y Cabí. Entre los hom-
bres visitados solo una docena manifestó quemar carbón y vender
leña, «en días secos, faltos de otras tareas y en que urge el dinero». Un
bulto de carbón de tres arrobas se cotiza en Quibdó por cinco pesos
colombianos. La venta de leña es más remunerativa, pues la cocina
chocoana está conformada para las astillas antes que para aquel.
La cantidad que se recibe no compensa los gastos de las enfer-
medades que sobrevienen. Gripas permanentes, toses rebeldes, en-
flaquecimiento gradual se observan en los carboneros permanentes.
Desarreglos del aparato respiratorio parecen indicar la presencia de
la silicosis, mal no estudiado como se debe ni en los pueblos mineros
del San Juan, ni en los entables de Atrato, como tampoco en los gru-
pos que viven de la quema de vegetales en las riberas del gran río.
3° Cordelería. La confección de atarrayas para los señores de la
capital del departamento no es remunerativa ni permanente. Para
tejer un chinchorro, el hombre, la mujer o el joven gastan de seis a
diez días computando las horas libres dedicadas al enmallado pro-
puesto. Al final reciben treinta o cuarenta pesos que se van en sal,
querosene, manteca, tabaco, una franela basta o un corte de dril, un
sombrero de paja o una manta de lana, un traje de zaraza, analgési-
cos u otros remedios.
4° Aguardiente de contrabando. Puesto que la caña de azúcar no
tiene más empleo que la miel, el guarapo y las escasas panelas, el
campesino gusta fabricar, en la mitad de las haciendas y con ele-
mentos inapropiados, sus botellas de aguardiente. En esta realiza-
ción colabora indirectamente el precio excesivo del anisado oficial,
bebida que el negro reemplaza por la suya y que vende sin demora a
los vecinos del pueblo. Una botella de aguardiente de contrabando

200 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
cuesta cuatro pesos, mientras que los 720 gramos del Gobierno va-
len seis pesos con cincuenta centavos.
Esta industria no es permanente. Son intermitentes también
carpintería, cestería, hotelería, sastrería, confección de cucharas,
calabazos, mates, bateas, alquiler de habitaciones, chinchorros y
atarrayas, aserrío, corte de madera, venta de productos salvajes co-
mo brea y miel de abejas, etc.
Con este conjunto de operaciones materiales va viviendo el hom-
bre del Atrato. Sin conocer el telar, que daría coyuntura para sem-
brar algodón y recoger lana salvaje; sin darse cuenta de que existe
la cerámica con la que ahorraría dinero y se proveería de ollas para
cocer sus alimentos; sin fabricar el cáñamo que emplea en los oficios
pesqueros; sin labradores del hierro que proporcionen a bajo precio
los arpones y las lanzas que necesita en la cacería; sin luz eléctrica
que permita la transformación de muchos productos en bienestar
del conglomerado, el negro de las aldeas chocoanas continúa vivien-
do entre apetitos y miserias, hundido y quebrado económicamente.
5° Ahorros. De 250 familias interrogadas por sus haberes en los
bancos, diez dijeron tener entre 25 y 60 pesos en la Caja de Ahorros,
en tanto que el resto se limitó a responder que «los oficios no pro-
ducían para guardar en las ciudades».
Podría decirse que el chocoano carece del sentido del ahorro,
pero si se considera que a la hora de la siembra el hortelano se en-
deuda, y en la recolección enajena el producto para emplear dos o
tres obreros, se pensará diferente. Un 20% de los encuestados ase-
guró deber las semillas y el alquiler del campo; un 5% dijo sembrar
al partir; un 8% obtuvo dinero al 10% quincenal para poder «aven-
tar unos granos al monte».
6° Créditos bancarios. Solamente cuando la siembra está hecha,
interviene la Caja Agraria con sus préstamos. Como el agricultor

H i s to r i a 201
carece de títulos de propiedad, la Caja, por previsión, facilita al
campesino algunos pesos sobre el valor de la cosecha o mejoras en
la finca, después de varios días de inspecciones en el lote, firmas
y fiadores. De las 250 fincas observadas, solo tres personas habían
alcanzado la gracia de recibir cantidades inferiores a 200 pesos por
tener «palancas» en Quibdó y fiadores solventes.
El Banco Cafetero «cuyo objeto principal es el de financiar la
producción, recolección, transporte y exportación de café y otros
productos agrícolas», ha ignorado al Chocó en cuanto a préstamos
se refiere. Con varias sucursales que resuelven en parte el crédito
agrícola del país, los sembradores chocoanos, desamparados de su
ayuda, tienen en el momento que tomar préstamos particulares con
intereses crecidos. De los pegujaleros tratados, veintidós nos dijeron
que por las deudas adquiridas «estaban trabajando para otros».
Distribución de recursos agrícolas. Con 100 o 200 pesos se em-
piezan los trabajos. En los gastos, superiores a lo economizado,
deben inc1uirse las semillas, cuya valoración, fuera del tiempo de
consecución y acarreo, es como sigue:

Semill a s Medida s Valor en pesos


Plátano 1 libra o 100 matas $10.00
Maíz 1 almud (25 libras) $10.00
Arroz 1 lata (18 kilos) $15.00
Caña de azúcar 100 cogollos $10.00
Yuca 100 palos $50.00
Piña 100 matas $70.00

Si lo que se piensa sembrar es arroz o maíz, se puede tomar el


fundo en arriendo y pagar este en dinero o en cosecha. Si se conviene
en metálico, se dará, por cada lata de arroz, de seis a diez pesos,
y por un almud de maíz tanto como valga este en el mercado a la

202 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
hora de la recolección. Si el compromiso se pacta en productos, se
devolverán al propietario tantas latas de arroz o almudes de maíz
cuantas se hayan sembrado. De esto no se hace documento escrito
porque basta la palabra y la buena fe del ocupante.
Con herramientas adecuadas, alimento de peones, mujer e hijos
preparados para los eventos, debe presupuestarse:
a) Para la siembra de un almud de maíz:

Tare a s N° de jornales Valor Totales


Socola 6 $24.00 $24.00
Corte de árboles 6 $30.00 $30.00
Regador de maíz 1 $4.00 $4.00
Total general $58.00

Para la siembra de una libra de colino:

N° de
Tare a s Valor Totales
jornales
Socola 6 $24.00 $24.00
Corte de árboles o tumba 6 $30.00 $30.00
Siembra 4 $16.00 $16.00
Total general $70.00

Para una hectárea de yuca:

Tare a s N° de jornales Valor Totales


Socola 6 $24.00 $24.00
Corte de árboles o tumba 6 $24.00 $24.00
Siembra 4 $16.00 $16.00
Total general $64.00

H i s to r i a 203
Para una hectárea de caña:

Tare a s N° de jornales Valor Totales


Socola 4 $16.00 $16.00
Tumba 4 $16.00 $16.00
Siembra 4 $16.00 $16.00
Total general $48.00

e) Para una hectárea de piña:

N° de
Tare a s Valor Totales
jornales
Socola 4 $16.00 $16.00
Tumba 6 $30.00 $30.00
Repicada de monte 4 $16.00 $16.00
Siembra 6 $24.00 $24.00
Total general $86.00

f) Para treinta kilos de arroz:

N° de
Tare a s Valor Totales
jornales
Socola 6 $24.00 $24.00
Repicada de monte 4 $16.00 $16.00
Siembra 6 $24.00 $24.00
Deshierbe 4 $16.00 $16.00
Total general: $80.00

Agréguese a lo anterior el valor de las canoas para llevar las semi-


llas al campo de labranza. Cada piragua cuesta un peso diario, si
no se obtiene en préstamo. El transporte de las semillas, que corre

204 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
por cuenta del sembrador, de la mujer o de los hijos, se efectúa los
domingos y días de fiesta, al amanecer o en las horas de la tarde,
antes de comenzar el trajín cotidiano o después de llegar de la pesca
o cacería. La peonada, llámese de minga o de mano cambiada, debe
hallar en el punto de partida los elementos de trabajo.
El almuerzo de los barbecheros, más el patrón y su familia, lo es-
timaron treinta informantes entre 50 y 70 pesos. Por lo común, se
reduce a sancocho de carne sinuana, arroz seco, plátano cocido, ají,
bija, cebolla, un trozo de panela, tabaco, un poco de chicha o guara-
po, y, cuando llueve, aguardiente. Otras veces la mesa se surte con
caldo de pescado seco, o bien con carne de cerdo, si el dueño se aven-
tura a despojarse del lechón gruñidor o del padrón enflaquecido. Con
el precio actual de la carne de cerdo, el festín sube a más de 70 pesos.
En la distribución de los recursos debe incluirse el zanjeo o dre-
naje del terreno. Con la desecación del bosque se da consistencia a
las plantaciones y se hace fácil transitar por el sembrado. Un día de
acequia cuesta cinco pesos, más el almuerzo del trabajador. De las 250
fincas recorridas, solo un 0.5% daba muestras de haber sido tajadas
con los caños citados. El zanjeo, dicen, produce reumatismo articular
y fiebre, hincha las coyunturas y los pies, y «entutuma» la cabeza.
Suponiendo que se hayan cumplido todos estos pormenores, el
hombre más ambicioso de los agricultores atrateños podrá sem-
brar cincuenta o setenta libras de maíz; dieciocho o treinta kilos de
arroz; cien o doscientos palos de yuca o caña; cuarenta o cincuenta
raíces de ñame o batata; treinta o cuarenta gajos de piña; unas cuan-
tas palmas de chontaduro y varios árboles frutales. El 52% de las
haciendas que conocimos mostraron la mitad de lo señalado atrás,
y un 48% la tercera parte de lo mencionado.

H i s to r i a 205
Cogienda, producción y mercadeo
Maduros los frutos, renace la actividad agraria. El hombre, que
se había dedicado a las obras comunes enumeradas atrás, vuelve a la
raquítica agricultura de parches que había permanecido en manos
de la mujer o de los hijos. Va con el ánimo de recoger la producción.
Los meses de cosecha, como se anotó en otra parte son para el maíz,
mayo, diciembre y febrero, y para el arroz junio y julio, días alternos
de verano e invierno, según los informantes.
El ajetreo supuesto ocurrirá siempre que no hayan aparecido las
plagas, y, lo que es más importante, siempre que concurran brazos
para los trabajos. Como el momento de la cosecha es simultáneo
en todo el Atrato, es difícil conseguir mano de obra que descuide
lo suyo por servir a los extraños. Ya se ha dicho que las peonadas y
convites son corrientes en el desmonte y la siembra, pero nunca en
la cogienda.
Mas suponiendo que se encuentren obreros y que la siembra se
presente libre de contratiempos, veamos, por productos, no solo la
manera de segar cada uno, sino la manera de trasladarlos al merca-
do y venderlos a los consumidores. Aquí observaremos si la agricul-
tura de las aldeas estudiadas es productiva económicamente.
a) Plátano. «La primera corta» de una libra de colino produce
100 racimos, nueve o diez meses después de haber sido sembrada.
Atribuyéndole a cada uno de aquellos, por término medio, 50 plá-
tanos, se tendrán 5.000 en el primer año, o sea, un total de 78 ra-
ciones de 64 unidades cada una. Puesto que cada tallo al morir deja
de diez a quince retoños que fructifican a su turno, puede decirse
que el plátano es permanente, razón por la cual los propietarios no
alquilan sus tierras para sembrarlo y sostenerlo.
Para recoger los 78 atados se gastan 97 pesos, que discrimina-
mos así:

206 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
4 jornales $24.00
Alquiler de dos canoas de 40 raciones cada una $24.00
6 bogas $24.00
Alimentación de bogas y peones $25.00

La inversión anterior se cumpliría siempre y cuando que la cogienda


se efectuase en un solo día. Pero no ocurre así. La tradición manda a
recoger de ocho a diez raciones cada vez, dado que se carece de dine-
ro para toda la tarea, ni hay obreros disponibles, ni espacio en la casa
para guardar o conservar el producto. Ya sabemos que la habitación
del campesino, sin paredes en muchos casos ni divisiones interiores,
no ofrece seguridad para almacenar tanta carga. Los caseríos care-
cen de silos comunales para recoger los frutos de la agricultura.
La demora en recoger el artículo da margen para la pérdida del
mismo. Ladrones, ardillas y guatines aprovechan los racimos; la-
gartos y aves se alimentan de los frutos maduros; las lluvias prolon-
gadas y el desborde de los ríos que invaden los predios son enemigos
que obligan al productor a coger y vender, en la orilla de la propia
hacienda, a los revendedores o intermediarios que se presentan.
Una ración, en el fundo, vale en la actualidad 3 y 3.50 pesos colom-
bianos. Si la cantidad vendida pasa de veinte o más atados, el trato
comercial se hace al fiado.
Dando por sentado que lo producido se negocie, las 78 porciones
producirán en Quibdó, con el precio de hoy, 624 pesos. Descuéntense
los gastos de siembra, semilla y recolección, acarreo y alimentación,
alquiler de campo y trabajos de menores, mujer del propietario, etc.,
y se tendrá un saldo estrechísimo que servirá para abonar a los prés-
tamos adquiridos, o, cuando más, para nuevos aperos de labranza.
La producción de plátanos en el municipio de Quibdó fue en 1958
de 231.246 raciones, según cálculos del jefe de la Zona Agropecua-
ria del departamento, citado anteriormente. De acuerdo con esto,

H i s to r i a 207
cada agricultor, de los 8.815 del distrito, lleva al mercado solamente
veintiséis raciones y un cuarto por año, o sea, un poco más de la
tercera parte señalada por nosotros. Con lo anterior se aclara que
los sembradores tienen menos de una libra de colino en producción,
o que no todos confluyen al sitio de venta con la suma de su trabajo,
o que lo sembrado se ha perdido por diversas razones.
La división de 231.246 raciones por el número de habitantes del
municipio de Quibdó, 38.890, da un consumo anual de 5.8 raciones
por cabeza, pan insuficiente para un hombre que gasta de 6 a 10
plátanos diarios. Determinado este hecho, la carestía del producto
aparece lógica, pues, para mantener a una persona se requiere de
2.190 a 2.800 frutos anuales. El plátano en el Chocó reemplaza al
trigo, a la cebada, a la papa y al fríjol, etc.
Con el hartón se recogen otros plátanos, como el banano, primiti-
vo, dominico y guinea, que suplen en la alimentación y en el comer-
cio la falta del primero. El monto de estos productos en el municipio
de Quibdó, en 1958, según el doctor Díaz Mena, fue el siguiente:

Produc tos N° de r acimos Precio de venta del r acimo


Banano 256.476 $1.80
Primitivo 6.582 $1.05
Dominico 210 $1.90
Guineo 903 $0.75

b) Maíz. La siembra habitual de este grano es de dos a tres almudes


por familia. Vencidos los inconvenientes de hormigas, pájaros e in-
vierno, el trabajador recoge de 9 a 12 «colados» de maíz, es decir, 54
o 72 almudes de 25 libras cada uno. Para cubrir esta tarea interviene
el conjunto casero, los peones necesarios que reciben sus jornales
en cosecha.

208 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
Desde que el maíz está tierno, comienza a ser usado por el gru-
po. Del predio en que pelecha o del sitio en que se le amontona se va
sacando sin control para animales y personas. En mazamorra y are-
pas, chicha, bollos cocidos o asados, de todas maneras se consume.
Entre vecinos, amigos y parientes se da prestado el grano, una vez
canceladas las semillas, el alquiler del terreno ocupado o del nuevo
que se piensa arrendar. Sin hipérbole, puede decirse que el maíz es
para el chocoano pan y moneda.
Ya en el mercado, se vende sin desgranar y sin los sacos de bojas
o «colados», como ocurre en el San Juan. Trescientas mazorcas son
iguales a un almud, que vale nueve pesos. El expendio se hace casi
siempre a la carrera, como que los depósitos están sujetos a humedad,
gorgojos, plagas no combatidas por el agricultor por ignorancia.
A propósito de lo anterior, y con referencia a la Nación, escribe
el doctor Jesús Arango Cano:
Otra necesidad inaplazable de esta industria es la de la cons-
trucción de silos para el almacenamiento no solo con propósito de
regular el mercado, sino también para evitar las cuantiosas pérdidas
por deterioro. Esto daría al producto la seguridad de que obten-
dría precios equitativos para su mercadería, aun en tiempos de su-
perabundancia del artículo; para el consumidor significaría que el
producto no alcanzaría precios prohibitivos ni siquiera en períodos
de malas cosechas. Para el país en general, la construcción de estos
silos tendría un gran valor económico, ya que, según los expertos
en la materia, la pérdida anual por deterioro de maíz asciende ac-
tualmente a 40.000.000 de pesos (Arango, 1955).
El monto de maíz cosechado y vendido en el Atrato fue en 1958
de 27.988 almudes, a cada corregimiento de Quibdó le correspon-
dió un poco más de 26 libras y a cada sembrador 3.1 almudes. La
cantidad expresada vendida al precio actual reportaría a cada sujeto

H i s to r i a 209
la ridícula suma de $26.30. Estas cifras indican que no todos los ha-
cendados siembran los almudes que informan, o que las tierras no
producen, o que la escasa producción se emplea en el sostenimiento
de la familia y de los animales, o que se traspasa a otros en la finca,
por necesidad económica, por temor a los contratiempo o por la
fatiga de conducirlo al mercado.
Por vía de información transcribimos a continuación los datos
relacionados con la producción de maíz en todo el Chocó, en los
últimos seis años, según el Instituto Nacional de Abastecimiento:

Años Tonel ada s Hec táre a s


1955 6.000 8.071
1956 7.500 9.375
1957 6.500 6.685
1958 9.000 8.900
1959 8.500 8.400
1960 9.450 ———

c) Arroz. En la siega se emplean mujeres y niños. Armados de cu-


chillos van cortando las espigas llamadas «guaña», y almacenán-
dolas en sacos de fique o en «jabas» o tazas de bejuco. Esta clase
de obraje la denominan los nativos «chiliar» o «puntear», en con-
traposición al sistema «guapiao», que consiste en cortar la mata y
azotarla en cajones o canoas para que con el golpe se desgrane. Este
último método es el más usado en las orillas del Atrato.
Secar y ventear son oficios de los dueños. La trilla o pilada se lle-
va a cabo en Quibdó y Lloró, lugares donde aparecen descascarado-
ras oficiales. A cualquier punto que se escoja, partiendo de los sitios
que estudiamos, se gasta un día de subida y otro de bajada, pagando
bogas y canoas y dando alimentación. En estos viajes se expone el

210 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
grano al sol y a la lluvia y a las contingencias de la navegación. Las
trilladoras del Gobierno cobran dos pesos por la limpieza del grano.
No podemos dar en forma detallada los datos de la producción
arrocera en los caseríos visitados. La relación estadística la nega-
ron los agricultores y el Gobierno, los primeros porque ignoran el
producido real, y el otro por incuria. Solo se sabe que en el orden
arrocero, Quibdó es el tercer distrito del departamento al arro-
jar 25.000 quintales al mercado, Baudó 30.000 y Riosucio 27.000,
de acuerdo con los datos del Centro Agropecuario del Chocó, en
1958. Si el municipio de Quibdó, con 8.815 hombres dedicados al
campo, pero distribuidos en veintiséis corregimientos solo dio el
rendimiento anotado, 250 familias producirían escasos quintales al
comercio general.
Por otra parte, los puntos escogidos para la siembra de arroz en
el Atrato no son propiamente los de nuestro estudio.
La evolución de este cultivo —dice la Contraloría General de la
República— es como sigue: empezando en el municipio de Riosu-
cio, salta a los ríos Domingodó, Jiguamiandó y Murindó, de donde
continúa ascendiendo, abrazando los ríos Napipí, Bojayá, Murrí,
Buey, Beté, Amé, Puné y Munguidó. A partir de Munguidó hacia el
sur, el cultivo presenta menos intensidad e importancia comercial
(Contraloría General de la República, 1943).
Las causas de tan exiguos resultados están en las semillas impu-
ras, en la falta de técnica para el laboreo, en ríos y lluvias que inun-
dan las plantaciones, plagas y carencia de recursos. Pensando en el
país nacional y en los medios adversos que posee para emprender
una vasta explotación arrocera, dijo la Misión Lebret: «Los factores
adversos son los costos de producción, por lo general muy eleva-
dos, la falta de mecanización, los bajos rendimientos y la calidad
desigual del producto» (Comité Nacional de Planeación, 1958).

H i s to r i a 211
No obstante las causas citadas, la producción arrocera del Cho-
có en los últimos seis años, según el ina, es como sigue:

Años Tonel ada s Hec táre a s


1955 4.500 4.200
1956 5.000 4.500
1957 4.700 3.900
1958 6.600 5.500
1959 7.000 5.800
1960 5.940 pelado 12.857

En el mercado, el bulto trillado oscila entre 40 y 50 pesos. Con deudas


pendientes en la Caja Agraria y con los particulares, el cosechero ven-
de a bajo precio a intermediarios y patronos que exportan a Cartagena
y Medellín lo conseguido con ventajas. Refinado el grano en esas capi-
tales, es introducido nuevamente para ser colocado al menudeo desde
$0.60 hasta 0.80 libra, y los bultos de 4 arrobas a 60 y 70 pesos.
d) Yuca y ñame. Yuca y ñame se recogen cavando las raíces
y recogiendo a mano los tubérculos. Niños y mujeres son los que
ejercitan este oficio, que concluye cuando se han almacenado, lava-
do y puesto a la venta los mejores ejemplares.
La producción de yuca y ñame en 1958 fue considerada por el
doctor Demetrio Díaz Mena en 21.699 y 10.143 kilos, que se vendie-
ron a 0.30 y 0.15 centavos respectivamente.

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212 Ro g e r i o Ve l á s q u e z
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