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Acceso el 21 de septiembre, 2017

© 2017 The New York Times Company

Un mensaje al universo: ‘¡Aquí estamos!’


En la actualidad se impulsan varias iniciativas para contactar a posibles formas de vida
inteligente en el universo. Pero hay fuertes debates al respecto: ¿qué pasa si hay respuesta y si
esa respuesta es nuestra aniquilación?

Por Steven Johnson 8 de julio de 2017

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El 16 de noviembre de 1974, un grupo de astrónomos, funcionarios y dignatarios se reunieron en


el noroeste de Puerto Rico, en una zona boscosa a cuatro horas de San Juan. Estaban ahí para la
reinauguración del Observatorio de Arecibo, en ese entonces el radiotelescopio más grande del
mundo. La estructura gigantesca –el diámetro de su antena mide lo mismo que la altura de la
Torre Eiffel– acababa de ser renovada para sobrevivir a la temporada de huracanes y para tener
mayor precisión telescópica.

Para celebrar, los astrónomos que administraban el observatorio decidieron aprovechar el


aparato, el más sensible construido hasta entonces para escuchar el cosmos, y transformarlo por
unos momentos en una máquina que podría responder a lo que escuchara. La multitud reunida
ahí mantuvo silencio mientras el telescopio emitió una serie de tonos durante casi tres minutos;
era un patrón indescifrable para los que escuchaban, pero la experiencia de oír esas notas en el
aire hizo que varios derramaran lágrimas.

Esos 168 segundos de ruido ahora son conocidos como el mensaje de Arecibo y fueron
orquestados por Frank Drake, el astrónomo que entonces dirigía la organización que supervisaba
el observatorio. La transmisión fue la primera en la que un ser humano había enviado de manera
intencional un mensaje dirigido a otro sistema solar. Los ingenieros del observatorio habían
transformado el mensaje en sonidos para que se pudiera escuchar algo durante la transmisión,
pero lo que realmente viajó fue un pulso de ondas de radio, a la velocidad de la luz.

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Era una suerte de mensaje en una botella enviada al espacio, sin que quedara claro que alguien o
algo lo iba a recibir. Pero días después el astrónomo británico Martin Ryle condenó
enfáticamente a Drake: al alertar al resto del cosmos sobre el hecho de que existimos, dijo,
expuso a toda la Tierra a una catástrofe. Ryle exigió que el mensaje de Arecibo fuera denunciado

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por la Unión Astronómica Internacional y que no se permitieran más comunicaciones de ese tipo.
Para Ryle, el intento de contacto interestelar era irresponsable dado que, por más noble que
fuera, podría desembocar en la destrucción de toda la vida en la Tierra.

El Observatorio de Arecibo en 1977 Credit Bettmann/Getty Images

Más de cuatro décadas después, seguimos sin saber si los temores de Ryle fueron infundados,
pues el mensaje de Arecibo sigue estando lejos de alcanzar a su recipiente, un grupo de 300.000
estrellas conocido como M13.

Y el mensaje de Arecibo sigue siendo uno de muy pocos de su tipo, con la intención de
comunicarse con alguna forma de vida extraterrestre. Algunas señales emitidas desde la Tierra
por actividad humana ya han viajado más lejos que las ondas de Arecibo por la filtración
incidental de transmisiones de radio y televisión, pero en los 40 años que han transcurrido desde
que Drake envió su mensaje, tan solo se han emitido una decena de mensajes de manera
intencional.

Los científicos han pasado más tiempo buscando señales de vida que señalizando que nosotros
existimos al resto del cosmos; como especie, nos rodean cada vez más buzones interestelares y
estamos en espera de que llegue el correo, pero, hasta hace poco, no nos había interesado mucho
enviar nosotros mismos una carta.

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Esa fase parece estar cerca de su fin, si se cumplen los deseos de un grupo multidisciplinario de
científicos y entusiastas del espacio. Un nuevo grupo conocido como METI, por la sigla en
inglés para Envío de Mensajes a Inteligencia Extraterrestre y encabezado por el científico
Douglas Vakoch, planea empezar a transmitir a partir de 2018. También está la iniciativa
Milner’s Breakthrough Listen, que busca vida extraterrestre y tiene un proyecto conjunto para
emitir mensajes que serían diseñados en una competencia abierta.

Sin embargo, conforme aumentan los planes de mensajería al cosmos, también lo ha hecho la
resistencia a estos, por parte de personalidades destacadas como Elon Musk, de Tesla, o Stephen
Hawking, quienes argumentan que una civilización alienígena avanzada podría responder a
nuestro saludo interestelar tal como Hernán Cortés lo hizo con los aztecas; el silencio, dicen, es
la opción más prudente.

Si crees que estas transmisiones tienen oportunidad alguna de entrar en contacto con alguna vida
inteligente extraterrestre, entonces el decidir si enviarlas o no es probablemente una de las
decisiones más importantes que llegaremos a tomar como especie. ¿Seremos introvertidos
galácticos, en espera de escuchar alguna muestra de vida del otro lado de la puerta? ¿O seremos
extrovertidos que quieren iniciar la conversación?

Y en el segundo caso, ¿qué deberíamos decir?

Una representación de un artista de los siete planetas que orbitan la estrella llamada Trappist-1.
Credit JPL-Caltech/NASA

El interés renovado en enviar estos mensajes ha sido impulsado, en buena medida, por el
hallazgo de nuevos planetas. Ahora sabemos que en el universo abundan los exoplanetas en la
llamada “zona Ricitos de Oro”: donde las temperaturas de la superficie permiten que haya agua

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líquida. Quizá no sabemos la dirección exacta de dónde hay vida extraterrestre, pero sabemos de
varios códigos postales donde sería posible que la haya. El reciente descubrimiento del sistema
Trappist-1, con planetas posiblemente habitables, también causó revuelo porque está
relativamente cerca de la Tierra: a tan solo 40 años luz.

Si el mensaje de Arecibo llega en algún momento a las estrellas de M13, una respuesta desde ahí
no sería recibida por al menos 50.000 años. Pero un mensaje a Trappist podría ser respondido
antes del fin de siglo.

Me reuní con Doug Vakoch, quien encabeza METI, en San Francisco. Le pregunté qué lo llevó a
escoger su vocación actual. “Me gustaba la ciencia cuando era niño, pero no podía decidir cuál
ciencia”, dijo. Terminó por descubrir el campo de estudio de la exobiología, a veces también
llamado astrobiología, que examina las posibles formas de vida que podría haber en otros
planetas. Es un campo especulativo; no hay especímenes que puedan estudiarse. Por lo que, para
imaginarse a esas formas de vida, los exobiólogos deben saber de astrofísica; de las reacciones
químicas que pueden almacenar energía en esos organismos que posiblemente existen; de la
ciencia climática que explique los sistemas que habría en los planetas compatibles con vida, y las
formas biológicas que podrían evolucionar ahí.

Vakoch estudió religión comparativa en la universidad y después un posgrado en psicología


clínica, pensando que podría ayudarlo a entender la mente de un organismo desconocido del otro
lado del universo. Después se mudó a California para trabajar en el instituto SETI, que busca la
inteligencia extraterrestre y que fue sido establecido por Drake hace seis décadas. Vakoch y otros
científicos en el programa comenzaron a argumentar que debían enviar mensajes y no solo estar
a la espera de recibir uno, pero la junta directiva de SETI temía que eso resultara en recortes a su
financiamiento; Vakoch entonces decidió fundar METI.

Forman parte del equipo interdisciplinario ahí el exhistoriador en jefe de la NASA Steven Dick,
la historiadora de la ciencia francesa Florence Raulin Cerceau, el ecologista indio Abhik Gupta y
el antropólogo canadiense Jerome Barkow.

Vakoch comenzó a cuestionarse desde su adolescencia cómo podría comunicarse uno con un
organismo que había evolucionado en otro planeta, lo que en la exobiología se llama
exosemiótica. “El tema que me capturó muy temprano y que lo sigue haciendo es el reto de crear
un mensaje que pueda entenderse”, dijo.

Frank Drake, ahora de 87 años, vive con su esposa en una casa en medio de un bosque a las
afueras de Santa Cruz, California. Drake lleva más de una década jubilado, pero su cara todavía
se ilumina ante la pregunta sobre el mensaje de Arecibo. “Acabábamos de terminar un proyecto
de construcción muy grande, en ese entonces yo era el director, y dijeron: ‘¿Puedes organizar
una gran ceremonia?’”, dijo. “Tenía que haber algún evento muy llamativo. Y ¿qué podíamos
hacer que sería espectacular? ¡Pues mandar un mensaje!”.

Pero, ¿cómo envías un mensaje a una forma de vida que no solo no queda claro si existe, sino de
la que no sabes nada, empezando por cómo se comunica? Primero, hay que explicarle cómo leer

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tu mensaje; eso no es necesario en la Tierra: si señalas a una vaca y dices “vaca”, la gente va a
entender a qué te refieres.

En el caso de otros mensajes, como el que va a bordo del Voyager 1 –un disco dorado que
contiene saludos en varios lenguajes y evidencia de la civilización humana– o el de la sonda
Pioneer –una placa ilustrada–, no es necesario, pues se trata de objetos físicos que pueden
transmitir información visual. Pero esos objetos tampoco pueden viajar a una velocidad
suficientemente rápida; se necesitan ondas electromagnéticas para que el mensaje pueda
trasladarse por la Vía Láctea.

Carl Sagan con la placa que fue enviada como mensaje a bordo de la sonda Pioneer, en 1972.
Sagan, autor de "Contacto", diseño la placa junto con Frank Drake. Credit Jeff Albertson
Photograph Collection/UMass Amherst Libraries

Para eso, es necesario pensar en las cosas que podríamos tener en común con los habitantes
hipotéticos de los planetas de Trappist-1. Si su civilización es lo suficientemente avanzada como
para reconocer datos estructurados en las ondas radiales, entonces han de compartir varios de
nuestros conceptos científicos y tecnológicos. Si pueden escuchar nuestro mensaje, entonces son
capaces de dilucidar las interrupciones hechas a propósito en las ondas electromagnéticas.

Por lo que el truco es empezar la conversación. Drake partió de la idea de que los alienígenas
inteligentes entenderían el concepto de números simples: 1, 3, 10, etc. Y si se manejan con

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números, entonces también manejan ciertos conceptos matemáticos básicos, como las sumas,
restas y divisiones. Drake entonces razonó que podrían entender los números primos, aquellos
que solo son divisibles por uno y por sí mismos. Según Drake, los números primos son una
muestra de inteligencia: “la naturaleza no los usa, pero los matemáticos sí”.

El mensaje de Arecibo de Drake constó de 1679 pulsos, porque 1679 es un número semiprimo:
solo puede ser compuesto al multiplicar dos números primos, 73 y 23. Drake usó esa rareza
matemática para convertir los pulsos electromagnéticos en un sistema visual.

Imagínate que te mando un mensaje con 10 X y 5 O: XOXOXXXXOXXOXOX. El número 15,


te darás cuenta, es un semiprimo de 3 y 5, entonces puedes organizar los símbolos en una
cuadrícula de 3×5 en la que las O se vuelven espacios en blanco. En inglés ese mensaje sería Hi,
hola:

Drake hizo lo mismo pero con un número mucho más grande, que le dio la oportunidad de enviar
un mensaje más complejo, lleno de referentes visuales y matemáticos. La parte de arriba de la
cuadrícula de 23X73 cuenta de 1 a 10 en código binario para anunciarle a los alienígenas que los
números son representados con esos símbolos. De ahí, Drake pasó a conectar el concepto de
números con alguna referencia que podrían compartir los habitantes hipotéticos de M13; eligió
los números atómicos de los cinco elementos que componen el ADN: hidrógeno, carbono,
nitrógeno, oxígeno y fósforo.

Otras partes del mensaje tenían un enfoque más visual: los pulsos “dibujaban” una imagen
pixelada del cuerpo humano. Incluyó también un bosquejo de nuestro sistema solar y del
telescopio de Arecibo. El mensaje entonces decía: así contamos; de esto estamos hechos; de aquí
venimos; así nos vemos, y esta es la tecnología con la cual te contactamos.

Aunque la exosemiótica de Drake fue muy inventiva para 1974, el mensaje de Arecibo fue
más una prueba que un intento genuino de hacer contacto, como él mismo lo admite. La decisión
de a dónde dirigir el mensaje fue casi al azar.

El proyecto de METI pretende mejorar el modelo de Arecibo al enviar su mensaje a planetas en


la zona Ricitos de Oro, pero también al repensar cómo enviar el mensaje. “El diseño original de

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Drake cae en el sesgo de que la visión es universal entre los seres inteligentes”, dijo Vakoch. Los
diagramas visuales nos pueden parecer una buena manera de transmitir información porque los
seres humanos tenemos un sentido de la vista bien desarrollado.

Pero quizá los alienígenas evolucionaron de manera distinta y su civilización tecnológicamente


avanzada se basa más en el sentido del oído o en una manera de percibir el mundo que no tiene
equivalencia en la Tierra.

Pensar bien sobre con qué tipo de civilización queremos hablar quizá nos haga pensar mejor
sobre qué tipo de civilización queremos ser nosotros.

Algo más universal que la vista sería cómo se vive el tiempo. El libro básico de exosemiótica
Lincos: Design of a Language for Cosmic Intercourse de Hans Freudenthal, publicado hace más
de medio siglo, tenía como base las señales temporales. Vakoch y sus colaboradores han estado
trabajando con el lenguaje de Freudenthal para los primeros borradores del mensaje. En Lincos,
la duración es una piedra angular. A un pulso que dure cierta cantidad de tiempo (dígase, un
segundo para los humanos) le sigue una secuencia de pulsos que indiquen la “palabra” que
representa; así que si un pulso dura seis segundos, le sigue la “palabra” que indica seis. “Es una
manera de señalar un objeto cuando no tienes nada hacia qué apuntar”, dijo Vakoch.

“Lo que pasa con el mensaje de Arecibo es que, en cierto sentido, es corto pero sus pretensiones
eran enciclopédicas”, dijo Vakoch. “Una de las cosas que nosotros queremos explorar con la
transmisión es el extremo opuesto. En vez de ser enciclopédicos, ser selectivos. En vez de enviar
todos estos datos digitales, hacer algo elegante. Y parte de eso es pensar cuáles son los conceptos
más fundamentales que necesitamos”.

Es una pregunta provocadora: ¿de todas las manifestaciones de nuestros logros como especie,
cuál es el mensaje más simple que podemos crear para demostrar que somos interesantes o
merecedores de una respuesta interestelar?

Pero esa no es la cuestión que preocupa a los críticos de METI, sino cómo podría verse esa
respuesta; quizá un ejército o un rayo mortal.

El movimiento anti-METI se basa en una probabilidad estadística clave: si llegamos a hacer


contacto con otra forma de vida inteligente, entonces, casi por definición, lo habremos hecho con
alguien o algo más avanzado.

Esa asimetría es la que tiene convencidos a tantos pensadores enfocados en el futuro de que
METI es una terrible idea. La historia del colonialismo aquí mismo en la Tierra es algo que pesa
sobre los críticos del METI. Stephen Hawking lo expresó así en un documental de 2010: “Si nos
visitan los alienígenas, el resultado será similar a cuando Colón desembarcó en América, lo que
no resultó muy bien para los nativos e indígenas”.

David Brin, un astrónomo y autor de ciencia ficción que ha debatido varias veces con Vakoch,
hace eco de lo dicho por Hawking. “Cada caso que conocemos de una cultura más

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tecnológicamente avanzada haciendo contacto con una menos avanzado resulta en, al menos,
dolor”.

Los partidarios de METI se defienden con dos argumentos. El primero es que ya es un poco tarde
para empezar a preocuparse. Dada la filtración de ondas radiales y de programas de televisión
durante décadas y que las otras civilizaciones probablemente son más avanzadas – podrían
detectar las señales aunque sean débiles–, entonces es muy posible que ya seamos visibles ante
los extraterrestres.

Entonces ya saben que estamos aquí, pero no nos consideran merecedores de entablar una
conversación con nosotros. “Quizá hay muchas más civilizaciones allá afuera e incluso planetas
cercanos poblados, pero simplemente nos observan”, dijo Vakoch. “Es como si estuviéramos en
un zoológico galáctico y, si nos ven, somos como cebras que hablan entre ellas. Pero ¿qué
pasaría si una de esas cebras de repente voltea a verte y rasca el piso con su pata para formar un
número primo? ¡La verías de otro modo!”.

El otro argumento es que es poco plausible que haya una invasión masiva debido a las distancias
que hay de por medio. Si una civilización realmente es capaz de moverse por la galaxia a la
velocidad de la luz, ya nos habríamos topado con ella, dicen. Lo más probable es que solo las
comunicaciones puedan moverse rápidamente; algún alienígena malévolo en otro planeta solo
podría enviarnos mensajes odiosos por correo electrónico.

Los críticos rebaten que no tenemos por qué estar seguros de eso. Brin, el astrónomo y autor,
piensa que nuestro propio desarrollo tecnológico es indicativo de en qué punto estaría una
civilización más avanzada de su desarrollo para fines de combate.

“Es posible que dentro de 50 años podamos crear un cohete antimateria que pueda lanzar una
bala de varios kilos a la mitad de la velocidad de la luz para que se tope con la órbita de un
planeta que está a 10 años luz”, dijo. El asteroide resultante haría parecer que el que resultó en la
extinción de los dinosaurios fue solo un espectáculo de fuegos artificiales en comparación. “Y si
hacemos eso en 50 años, imagínate qué podría hacer cualquier otro, respetando las leyes de la
física y Einstein”.

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Frank Drake frente al telescopio del National Radio Astronomy Observatory, ubicado en
Virginia Occidental, en los años sesenta Credit National Radio Astronomy Observatory

Así que puede que tengan la razón los críticos de METI respecto a la sofisticación de estas
otras civilizaciones antiguas, pero que no estén en lo correcto sobre la naturaleza de su respuesta.
Sí, serían capaces de lanzar proyectiles por la galaxia a un cuarto de la velocidad de la luz. Pero
si ya han existido por cierta cantidad de tiempo, entonces han encontrado la manera de no
autodestruirse a nivel planetario. Ahí entran a discusión dos conceptos de pensamiento que han
marcado tanto al METI como al SETI: la paradoja de Fermi y la Ecuación de Drake.

La primera fue formulada por el físico italiano y nobel Enrico Fermi: si partimos del supuesto de
que el universo tiene un sinnúmero de estrellas y un porcentaje significativo son orbitadas por
planetas en la zona Ricitos de Oro, y surge la vida inteligente en una fracción de esos planetas,
entonces hay un sinfín de posibles civilizaciones avanzadas. Pero a la fecha no hemos
encontrado evidencia de que existan. ¿Entonces dónde están todos?

La Ecuación de Drake busca responder a esa interrogante. La ecuación fue formulada durante
una reunión en 1961 en la que Drake partió de la siguiente pregunta: si empezamos a escanear el
cosmos en busca de vida inteligente, ¿qué tan probable es que detectemos algo? Expresada como
fórmula matemática, se vería así:

N= R* x ƒp x ne x ƒl x ƒi x ƒc x L

N representa el número de civilizaciones en existencia y capaces de comunicarse en la Vía


Láctea. La variable R* es la tasa a la que se forman estrellas en la galaxia; representa el número

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potencial de soles que podrían contribuir a que haya vida. Las demás variables fungen como una
secuencia de filtros: tomando en cuenta la cantidad de estrellas en la Vía Láctea, ¿qué fracción
de estas contienen planetas, y cuántos de ellos pueden dar soporte a la vida? Y en esos planetas
potencialmente habitables, ¿qué tan seguido surge realmente la vida y en cuántos casos esta
evoluciona para ser inteligente? ¿Y qué fracción de esa vida inteligente eventualmente
desemboca en que una civilización transmita señales al espacio que puedan ser detectadas?

Al final de la ecuación está la L: la variable clave que representa el promedio de tiempo durante
el cual las civilizaciones emiten esas señales. Si el valor de L es bajo, eso implica otra pregunta:
¿por qué? ¿Acaso las civilizaciones tecnológicamente avanzadas apenas y emiten señales de vida
y son solo como luciérnagas que se prenden y apagan a lo largo de la Vía Láctea? ¿Se quedan sin
recursos? ¿Se hacen estallar a sí mismas?

Desde que Drake enunció la ecuación en 1961, el cómo podríamos responderla ha sido
influenciado por dos eventos importantes. El primero es que el número de estrellas con planetas
potencialmente habitables ha incrementado. El segundo es que hemos estado escuchando en caso
de que haya señales durante décadas y no hemos oído nada. “Algo ha mantenido pequeña la
ecuación”, dijo Brin. “Y la diferencia entre todas las personas en estos debates no es sobre si es o
no pequeña, sino sobre en qué parte del abanico está la falla”.

El mismo Drake dice que el valor de L probablemente es bajo, pero “es porque somos cada vez
mejores con la tecnología”. Aquellas torres de radio y televisión que enviaron transmisiones de
Elvis al espacio sin querer son cada vez más eficientes; las filtraciones son mucho más tenues.
Incluso cada vez más usamos fibra óptica y otros conductos terrestres que no filtran nada fuera
de nuestra atmósfera. Quizá las civilizaciones técnicamente avanzadas sí se prenden y apagan
como luciérnagas pero no porque se destruyen, sino porque ahora tienen un paquete de televisión
por cable.

Otra explicación es una que utilizan los críticos del METI. Quizá las civilizaciones avanzadas
llegan a un punto en el que deciden que lo mejor a nivel colectivo es simplemente no transmitir
señal alguna a los posibles vecinos en la Vía Láctea. “Esa es la otra respuesta al paradoja de
Fermi”, dijo Vakoch. “Hay un Stephen Hawking en cada planeta y por eso no sabemos de ellos”.

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Doug Vakoch frente en el Allen Telescope Array, del SETI, en 2014 Credit Science Channel

Más allá de si los alienígenas serían guerreros o pacifistas, si crees que el METI tiene
oportunidad de hacer contacto con otro organismo inteligente en algún lugar de la Vía Láctea,
entonces hay que aceptar que la decisión que enfrentan estos astrónomos y autores de ciencia
ficción y millonarios que debaten sobre los números semiprimos podría ser la más capaz de
transformar por completo a la civilización humana.

Entonces surge un debate paralelo, con los pies más pegados a la Tierra, pero aún así difícil: ¿A
quién le toca decidir?

El debate de METI se suma así a otras decisiones que debemos tomar como especie conforme
aumentan nuestros poderes científicos y tecnológicos. ¿Debemos crear máquinas
superinteligentes que tengan mayor capacidad intelectual que nosotros si ni siquiera vamos a
poder entender cómo funciona esa inteligencia? ¿Debemos “curar” la muerte, como algunos
tecnologistas proponen? Son preguntas que tienen implicaciones inmensas para la humanidad,
pero la cantidad de personas que participan en tomar esas decisiones –o que siquiera saben que
esas decisiones están siendo tomadas– es minúscula.

Le pregunté a Kathryn Denning, antropóloga de la Universidad York en Toronto y una de las


partícipes del debate sobre el METI, qué opina. “Mi respuesta es una pregunta: ¿por qué me
preguntas a mí? ¿Por qué debería importar más mi opinión que la de una niña de seis años que
vive en Namibia? A las dos nos va a afectar igual; quizá a ella más que a mí porque es más
probable que yo esté muerta para cuando haya consecuencias de la transmisión, suponiendo,
claro, que ella tiene acceso a agua potable y a cuidados de salud y que no fallece víctima de
alguna guerra”.

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“Creo que el debate de METI será uno de esos temas en los que el conocimiento científico es
muy relevante para la discusión, pero que su conexión con alguna política resultante es tenue
porque, en el análisis final, se trata más de qué tanto riesgo están dispuestos a tolerar las personas
en la Tierra y por qué, exactamente, los astrónomos, cosmólogos, físicos, antropólogos,
psicólogos, sociólogos, biólogos y autores de ciencia ficción o cualquier otro (en ningún orden
particular) son los que deben decidir el umbral de esa tolerancia”.

Quizá la idea de una supervisión a nivel global, sin importar qué tan grande sea la amenaza, es
algo ingenua. O también puede ser que las tecnologías son inevitables y solo podemos resistirlas
por cierta cantidad de tiempo. Si el contacto con los alienígenas es posible, entonces alguien en
algún lugar lo logrará en algún momento. No hay muchos precedentes históricos de momentos
en los que los humanos reniegan un desarrollo tecnológico o un contacto con otra sociedad ante
el riesgo de algo que podría darse varias generaciones después.

Pero quizá es tiempo de que los humanos aprendan a tomar esta decisión. Pensar bien sobre con
qué tipo de civilización queremos hablar quizá nos haga pensar mejor sobre qué tipo de
civilización queremos ser nosotros.

Hacia el final de mi conversación con Frank Drake, regresé al tema de que nuestro planeta es
cada vez más silencioso; la era del internet ha acallado esas señales ineficientes de radio y
television. Y quizá, le sugerí, ese es el argumento a largo plazo a favor de enviar un mensaje de
manera intencional. Incluso si en nuestra era no se logra, habremos creado algo que permitiría
establecer una conexión interestelar en unos miles de años más.

Drake asintió. “Y eso significaría que puede que ya haya una señal poderosa para cada
civilización”. Tomando en cuenta el tiempo que tarda en transitar un mensaje por el universo, esa
señal durará más que lo haremos nosotros como especie, en cuyo caso posiblemente sirva como
un monumento y no solo como un mensaje, algo como una versión interestelar de las Pirámides
de Giza. Una prueba de que un organismo tecnológicamente avanzado existió en este planeta, sin
importar cuál haya sido su eventual suerte.

Entonces: ¿queremos ser la civilización que tapó las puertas y ventanas e hizo como que no había
nadie en casa por el temor de alguna amenaza desconocida? ¿O queremos ser un faro?

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