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Un caso de paranoia

que contradice la teoría


psicoanalítica
(3915)
Nota introductoria

«Mitteilung eines der psychoanalytischen Theorie


widersprechenden Falles von Paranoia»

Ediciones en alemán

1915 Int. Z, ürztl. Psychoanal., 3, n? 6, págs. 321-9.


1918 SKSN, 4, págs. 125-38. (1922, 2? ed.)
1924 GS, 5, págs. 288-300.
1926 Psychoanalyse der Neurosen, págs. 23-37.
1931 Neurosenlehre und Technik, págs. 23-36.
1946 GW, 10, págs. 234-46.
1973 SA, 7, págs. 205-16.

Traducciones en castellano ••'

1929 «Comunicación de un caso de paranoia contrario a


la teoría psicoanalítica». BN (17 vols.), 13, págs.
175-87. Traducción de Luis López-Ballesteros.
1943 Igual título. EA, 13, págs. 181-93. El mismo tra-
ductor.
1948 Igual título. BN (2 vols.), 1, págs. 1006-11. El mis-
mo traductor.
1953 Igual título. JR, 13, págs. 141-50. El mismo tra-
ductor.
1967 Igual título. BN (3 vols.), 1, págs. 994-9. El mismo
traductor.
1972 «Un caso de paranoia contrario a la teoría psicoana-
lítica». BN (9 vols.), 6, págs. 2010-6. El mismo tra-
ductor.

El historial clínico presentado en este artículo sirve como


confirmación del punto de vista enunciado por Freud en su
análisis de Schreber (1911c), en el sentido de que hay una
* {Cf. la «Advertencia sobre la edición en castellano», supra, pág.
xüi y «. 6.}

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estrecha relación entre la paranoia y la homosexualidad. In-
cidentalmente, es una demostración práctica dirigida a los
profesionales acerca del peligro de emitir una opinión apre-
surada sobre un caso basándose en un conocimiento superfi-
cial de los hechos. Las últimas páginas contienen algunas in-
teresantes observaciones de un tipo más general, sobre los
procesos que operan durante un conflicto neurótico.

James Strachey

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Hace algunos años me visitó un conocido abogado para
consultarme sobre un caso cuya apreciación le parecía dudo-
sa. Una joven dama había recurrido a él en busca de protec-
ción contra las persecuciones de un hombre que la había mo-
vido a una relación amorosa. Ella aseveraba que ese hombre
había abusado de su condescendencia haciendo que especta-
dores no vistos tomaran placas fotográficas de su tierno en-
cuentro; ahora estaría en manos de él, si enseñaba estas fo-
tografías, el exponerla a la vergüenza y forzarla a resignar
su empleo. Su asesor legal tenía suficiente experiencia para
reconocer el sesgo enfermizo de esta querella, pero consideró
que le convenía recabar el juicio de un psiquiatra sobre el
caso. Es que en la vida ocurren tantas cosas que parecen in-
creíbles . . . Prometió visitarme una próxima vez en compañía
de la querellante.
Antes de proseguir quiero confesar que he alterado las cir-
cunstancias ambientales del caso investigado hasta volverlas
irrcconocibles, pero nada más que eso. Es que juzgo mala
pnklica, cualesquiera que sean los motivos (aun los mejores)
cjuc se invoquen, desfigurar los rasgos de un historial clínico
al comunicarlo; es imposible anticipar el aspecto del caso que
un lector de juicio independiente destacará, y así se corre el
riesgo de hacer que se extravíe.^
La paciente, a quien conocí poco después, era una mucha-
cha de unos treinta años, de gracia y belleza inusuales; pa-
recía mucho más joven que su edad declarada, y su aspecto
era el de una genuina feminidad. Adoptó una actitud total-
mente negativa hacia el médico, y no se tomó el trabajo de
ocultar su desconfianza. Sólo presionada por su abogado, que
estaba presente, me contó la historia que sigue, y que me
planteó un problema que después mencionaré. Sus gestos y
sus exteriorizaciones de afecto no dejaban traslucir nada de

1 [Véase una nota al pie en el mismo sentido, agregada en 1924


al historial clínico de «Katharina» (Freud), en Breuer y Freud, Estu-
dios sobre la histeria (1895), AE, 2, pág. 149, y algunas observacio-
nes en la «Introducción» al caso del «Hombre de las Ratas» (1909i),
AE, 10, págs. 123-4.]

.?63
esa timidez vergonzosa que habría sido la actitud indicada
hacia un oyente extraño. Estaba toda absorbida por el hechizo
de esa aprensión que su vivencia le había provocado.
Desde hacía años era empleada de un gran instituto donde
se desempeñaba en un cargo de responsabilidad para satisfac-
ción de ella y con el beneplácito de sus jefes. Nunca había
buscado vinculaciones amorosas con hombres; vivía reposa-
damente junto a una madre anciana, cuyo único sostén era
ella. No tenía hermanos, y el padre había muerto hacía mu-
chos años. En los últimos tiempos un empleado varón de la
misma oficina se le había aproximado, un hombre muy edu-
cado y atractivo a quien ella no pudo rehusar sus simpatías.
El matrimonio entre ellos quedaba excluido por circunstan-
cias externas, pero el hombre no quería saber nada de aban-
donar la relación a causa de esta imposibilidad. Le expuso
cuan disparatado era renunciar, movidos por unas convencio-
nes sociales, a todo cuanto ellos se deseaban, a lo cual tenían
un indudable derecho y que contribuía, como ninguna otra
cosa, a la exaltación de la vida. Como él había prometido no
ponerla en peligro, ella finalmente le concedió visitarlo de
día en su vivienda de soltero. Ahí ocurrieron los besos y los
abrazos, yacieron uno al lado del otro y él admiró sus encan-
tos a medias descubiertos. En mitad de esta hora de amor la
atemorizó un repentino ruido, como un latido o tictac. Venía
del lado del escritorio, que estaba puesto trasversalmente a la
ventana. El espacio que mediaba entre mesa y ventana estaba
en parte cubierto por una espesa cortina. Ella contó que
enseguida inquirió al amigo por el significado del ruido, y él
le dijo que probablemente venía del pequeño reloj que estaba
sobre el escritorio; pero yo me tomaré la libertad de apuntar
más adelante algo sobre esta parte de su informe.
Cuando abandonó la casa, se topó además en la escalera
con dos hombres que al verla se secretearon algo. Uno de los
desconocidos llevaba un objeto envuelto, como un cofrecillo.
El encuentro le dio que pensar; camino hacia su casa, se forjó
esta combinación: ese cofrecillo fácilmente podía haber sido
un aparato fotográfico, y el hombre que lo llevaba, un fotó-
grafo que mientras ella se encontraba en la habitación había
estado al acecho escondido tras la cortina; el tictac que oyó
fue el ruido del disparador, una vez que el hombre hubo ob-
tenido la situación particularmente comprometida que quería
fijar en la imagen. Desde ese momento no pudo acallar más
su suspicacia hacia el amado; lo persiguió de palabra y por
escrito con la demanda de una explicación tranquilizadora, y
también con reproches. Pero se mostró inaccesible a los ju-
ramentos que él le hizo, con los que sustentaba la sinceridad

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de sus sentimientos y lo infundado de la sospecha. Por último
se dirigió al abogado, le contó su vivencia y le entregó las
cartas que a raíz de ese asunto había recibido del sospechado.
Después pude yo echar un vistazo a algunas de esas cartas;
me hicieron la mejor impresión; lo principal de su contenido
era el lamento por el hecho de que un entendimiento tan her-
moso y tierno pudiera destruirse a causa de esa «desdichada
idea enfermiza».
No necesito justificarme por haber hecho mío el juicio del
culpado. Pero el caso tenía para mí un interés diverso del
meramente diagnóstico. En la literatura psicoanalítica se
había aseverado que el paranoico se debate contra un refuer-
zo de sus tendencias homosexuales, lo que remite en esencia
a una elección narcisista de objeto. Además, se había señalado
que el perseguidor en el fondo era el amado o alguien que lo
fue en el pasado." De la conjunción de ambas tesis resulta
este requisito: el perseguidor tiene que ser del mismo sexo
que el perseguido. Por otra parte, si a la tesis del condiciona-
miento de la paranoia por la homosexualidad no la presenta-
mos como de validez universal y sin excepciones, ello se debió
a que nuestras observaciones no eran lo bastante numerosas.
Pero dicha tesis era de aquellas que, a consecuencia de ciertos
nexos, sólo poseen significado pleno si pueden reclamar uni-
versalidad. En la bibliografía psiquiátrica no faltaban, por
cierto, casos en que el enfermo se creía perseguido por alle-
gados del otro sexo, pero una cosa era leer acerca de esos
casos, y otra distinta tenerlos enfrente y verlos. Lo que yo
y mis amigos habíamos podido observar y analizar confirma-
ba hasta entonces sin dificultad el vínculo de la paranoia con
la homosexualidad. El caso aquí presentado lo contradecía de
manera terminante. La muchacha parecía defenderse del amor
a un hombre, puesto que mudaba directamente al amado en
el perseguidor; nada se descubría de la influencia de la mu-
jer, de una renuencia hacia un vínculo homosexual.
En vista de esa situación, lo más sencillo era evidentemente
desistir en la demanda de validez universal para esa tesis se-
gún la cual el delirio de persecución dependía de la homo-
sexualidad, y para todo cuanto se ligaba a ella. Y sin duda
era forzoso renunciar a este conocimiento, a menos que, no
dejándose persuadir por esta desviación respecto de la expec-
tativa, uno se pusiese de parte del abogado admitiendo, como
él lo hacía, que la vivencia había sido correctamente inter-
pretada y no se trataba de una combinación paranoica. Pero

2 [Véase la tercera parte del análisis de Schreber (Freud, 1911c),


AE, 12, págs. 55 y sigs.]

,V,'^
yo vi otra salida que en principio posponía la decisión. Re-
cordé cuan a menudo se había llegado a juzgar falsamente
sobre enfermos psíquicos por no haberse ocupado de ellos con
insistencia suficiente, a raíz de lo cual la averiguación era
pobre. Declaré, por tanto, que me era imposible formular ese
día un juicio, y pedí que se me hiciera una segunda visita para
contarme la historia con mayor detalle y con todas las circuns-
tancias colaterales que quizá se habían pasado por alto en
esta ocasión. Gracias a la mediación del abogado obtuve ei
consentimiento de la paciente, que seguía mostrando su des-
gana; él vino también en mi ayuda declarando que en esa
segunda entrevista su presencia era superflua.
El segundo relato de la paciente no anuló al primero, pero
le aportó complementos tales que despejaron toda duda y
todas las dificultades. En primer lugar, no había visitado al
joven en su casa una vez sola, sino dos. Fue en el segundo
encuentro cuando ocurrió la perturbación por el ruido al
cual ella había anudado su sospecha; en su comunicación ini-
cial había ocultado, omitido, esa primera visita porque en esa
oportunidad nada importante le había sucedido. Era cierto
que entonces no había pasado nada llamativo, pero sí al día
siguiente. La sección de la gran empresa donde ella trabajaba
estaba dirigida por una anciana dama a quien describió con
estas palabras: «Tiene cabellos blancos como mi madre». Es-
taba habituada a que esta anciana jefa la tratara con gran
ternura, por más que muchas veces la fastidiase, y se juzgaba
la predilecta de ella. El día que siguió a la primera visita a
casa del joven empleado, este se presentó en las oficinas para
comunicar a la anciana dama alguna cosa del servicio, y
mientras hablaba con esta en voz baja, nació en ella de pron-
to la certeza de que le estaba contando la aventura de ayer,
y aun que desde hacía tiempo mantenía una relación con ella,
sólo que ella hasta entonces no había notado nada." Ahora
la maternal anciana de cabellos blancos lo sabía todo. En el
curso de ese día pudo refirmarse, por la conducta y las mani-
festaciones de la anciana, en esta sospecha suya. Aprovechó
la primera oportunidad para enrostrar al amado su traición.
El, desde luego, protestó con energía contra eso que llamó
una imputación disparatada, y de hecho logró por esta vez di-
suadirla de su delirio, de suerte que algún tiempo después
—creo que unas semanas— estuvo lo bastante confiada para
repetir la visita a casa de él. Ya conocemos el resto por el
primer relato de la paciente.

* {El juego de palabras con «ella» es un recurso estilístico deli-


berado para sugerir identificación.}

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Lo que acabamos de averiguar pone término, en primer
lugar, a la duda sobre la naturaleza enfermiza de la sospecha.
Con facilidad se advierte que la jefa de cabellos blancos es un
sustituto de la madre; que el hombre amado, a pesar de su
juventud, es puesto en el lugar del padre, y que es el poder
del complejo materno el que compele a la enferma a suponer
una relación amorosa entre esos dos desiguales compañeros,
en contra de toda su inverosimilitud. Pero con ello se evapora
también la aparente contradicción a la expectativa alentada
por la doctrina psicoanalítica de que un vínculo homosexual
reforzado sería la condición para el desarrollo de un delirio
de persecución. El perseguidor originario, la instancia de
cuya influencia se quiere escapar, tampoco en este caso es el
hombre, sino la mujer. La jefa sabe de las relaciones amoro-
sas de la muchacha, las ve con malos ojos y le da a conocer
este juicio adverso mediante tácitas insinuaciones. El vínculo
con el mismo sexo se contrapone a los empeños por ganar
como objeto de amor un compañero del otro sexo. El amor
a la madre deviene el portavoz de todas las aspiraciones que,
cumpliendo el papel de una «conciencia moral», quieren
hacer que la muchacha se vuelva atrás en su primer paso por
el camino nuevo, peligroso en muchos sentidos, hacia la sa-
tisfacción sexual normal, y aun logra perturbar la relación
con el hombre.
Cuando la madre inhibe o pone en suspenso la afirmación
sexual de la hija, cumple una función normal que está pre-
figurada por vínculos de la infancia, posee poderosas moti-
vaciones inconcientes y ha recibido la sanción de la sociedad.
Es asunto de la hija desasirse de esta influencia y decidirse,
sobre la base de una motivación racional más amplia, por cier-
to grado de permisión o de denegación del goce sexual. Si
en el intento de alcanzar esa liberación contrae una neurosis,
ello se debe a la preexistencia de un complejo materno por
regla general hiperintenso, y ciertamente no dominado, cuyo
conflicto con la nueva corriente libidinosa se zanja, según
sea la disposición aplicable, en la forma de tal o cual neu-
rosis. En todos los casos, las manifestaciones de la reacción
neurótica no están determinadas por el vínculo presente con
la madre actual, sino por los vínculos infantiles con la ima-
gen materna del tiempo primordial.
De nuestra paciente sabemos que desde hacía muchos años
era huérfana de padre; también estamos autorizados a su-
poner que no se habría mantenido lejos del hombre hasta la
edad de treinta años si una fuerte ligazón afectiva con la ma-
dre no le hubiera ofrecido un apoyo para eso. Ese apoyo se
le convirtió en pesada cadena cuando su libido empezó a as-

^C7
pirar al hombre, llamada por un insistente cortejo. Procuro
quitar de en medio ese apoyo, finiquitar su ligazón homo-
sexual. Su disposición —de la que no hace falta hablar aquí—
proveyó para que esto ocurriera como una formación para-
noica de delirio. La madre deviene así una observadora des-
favorable y una perseguidora. Como tal, habría podido ser
vencida si el complejo materno no hubiera conservado el po-
der de imponer su propósito, el mantenerla alejada del hom-
bre. Al final de esta primera fase del conflicto, por tanto, ella
se ha alienado de la madre sin plegarse al hombre. Y enton-
ces ambos conspiran contra ella. En ese momento prevalece
el empeño del hombre por atraerla decididamente a sí. Ella
vence el veto de la madre y se dispone a conceder al amado
una nueva cita. La madre no aparece más en los aconteci-
mientos ulteriores; no obstante, nos es lícito establecer que
en esta fase [la primera] el hombre amado no había deve-
nido perseguidor directamente, sino pasando por la vía de la
madre y en virtud de su vínculo con la madre, en quien había
recaído el papel principal en la primera formación delirante.
Ahora se creería que la resistencia fue vencida definitiva-
mente y que la muchacha, ligada hasta entonces a la madre,
ha logrado amar a un hombre. Pero tras el segundo encuen-
tro se establece una nueva formación delirante que, mediante
una hábil utilización de ciertas contingencias, consigue arrui-
nar ese amor y, así, lleva a su ejecución exitosa el propósito
del complejo materno. Sigue pareciéndonos sorprendente que
la mujer haya de defenderse del amor por el hombre con ayu-
da de un delirio paranoico. Pero antes de esclarecer con ma-
yor detenimiento esta situación, queremos echar una ojeada
a las contingencias sobre las que se apoyó la segunda for-
mación delirante, dirigida con exclusividad contra el hombre.
Medio desvestida, yacente en el diván junto al amado, ella
oye un ruido como un tictac, un toe, un latido, cuya causa
ignora, pero que interpreta más tarde, después que se ha to-
pado en la escalera de la casa con dos hombres, uno de los
cuales lleva como un cofrecillo envuelto. Adquiere el con-
vencimiento de que ha sido espiada y fotografiada durante el
encuentro íntimo por encargo del amado. Lejos estamos, des-
de luego, de pensar que si no se hubiera producido ese desdi-
chado ruido tampoco habría surgido la formación delirante.
Más bien, tras esa contingencia reconocemos algo necesario
que debía imponerse de manera tan compulsiva como la con-
jetura de una relación amorosa entre el hombre amado y la
anciana jefa, escogida como sustituto de la madre. La obser-
vación del comercio amoroso entre los padres es una pieza
que rara vez se echa de menos en el tesoro de fantasías in-

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concientes que el análisis puede descubrir en todos los neuró-
ricos, y con probabilidad en todos los seres humanos. Llamo a
estas formaciones de la fantasía, la de la observación del co-
mercio sexual entre los padres, la de la seducción, la castra-
ción y otras, fantasías primordiales, y en otro lugar indagaré
en profundidad su origen así como su relación con la viven-
cia individual.^ Por tanto, ese ruido contingente sólo desem-
peña el papel de una provocación que activa la fantasía de!
espionaje con las orejas, fantasía típica contenida en el com-
plejo parental. Y aun es discutible que pueda designárselo
como «contingente». Según me ha hecho notar Otto Rank, es
más bien un requisito necesario de la fantasía del espionaje
y repite el ruido por el cual se delata el comercio de los pa-
dres, o bien aquel por el cual temió delatarse el niño que es-
piaba. Pero ahora reconocemos de golpe el suelo que pisamos.
El amado sigue siendo el padre, y ella misma se ha puesto
en el lugar de Ja madre. Entonces el espionaje tiene que asig-
narse a una persona extraña. Ahora discernimos el modo en
que ella se ha liberado de la dependencia homosexual respec-
to de la madre. Fue mediante una pequeña regresión; en
lugar de tomar a la madre como el objeto de amor, se ha iden-
tificado con ella, ha devenido ella misma la madre. La posi-
bilidad de esta regresión remite al origen narcisista de su elec-
ción homosexual de objeto y, así, a la disposición, pree.KÍs-
tente en ella, a contraer una paranoia.* Podría esbozarse una
ilación de pensamientos que lleva al mismo resultado que esta
identificación: «Si la madre lo hace, yo también puedo hacer-
lo; tengo el mismo derecho que la madre».
Podemos dar otro paso en la eliminación de las contingen-
cias, sin pretender que el lector nos acompañe, pues la falta
de una indagación analítica más profunda hace imposible en
nuestro caso pasar de cierto grado de verosimilitud. En la
primera entrevista la enferma había indicado que enseguida
inquirió por la causa del ruido y le dijeron que probable-
mente era el tictac del pequeño reloj de mesa que estaba
sobre el escritorio. Me tomo la libertad de considerar esta
comunicación un espejismo del recuerdo {Erinnerungslau-
schuiíg}. Me parece mucho más creíble que primero ella
omitiese toda reacción ante el ruido y sólo le pareciese sig-
nificativo luego de toparse con los dos hombres en la esca-

^ [El tema de las «fantasías primordiales» se trata por extenso en


la 23' de las Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17),
AE, 16, págs. 336-8, y en el historial del «Hombre de los Lobos»
{1918¿.), AE, 17, págs. 56-7 y 89.]
* [Véase la regresión similar del amor de objeto a la identificación
descrita en «Duelo y melancolía» (1917e), supra, págs. 247-8.]

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lera. En cuanto al intento de explicación por el tictac del
reloj, el hombre, que quizá ni siquiera había oído ese ruido,
lo habrá aventurado más tarde, asediado ya por la suspicacia
de la muchacha: «No sé lo que puedes haber oído; quizá fue
el tictac del reloj de mesa, que muchas veces se oye». Esa
posterioridad en el uso de impresiones y ese desplazamiento
en el recuerdo son, precisamente, frecuentes en la paranoia
y característicos de ella. Pero como nunca hablé con el hom-
bre ni pude continuar el análisis de la muchacha, mi conjetu-
ra es indemostrable.
Podría aventurarme a avanzar todavía otro poco en la des-
composición de esa «contingencia» supuestamente real. No
creo en absoluto que se oyera el tictac del reloj de mesa ni
otro ruido alguno. La situación en que ella se encontraba jus-
tificaba una sensación de «toe toe» o de latido en el clitoris.
Esto fue, entonces, lo que con posterioridad se proyectó hacia
afuera, como percepción de un objeto exterior. Algo por en-
tero semejante es posible en el sueño. Una de mis pacientes
histéricas informó una vez de un breve sueño de despertar,
sobre el que no había caso de obtener ocurrencia alguna. El
sueño decía: «Hacen toe toe», y ella se despertó. Nadie había
llamado a la puerta, pero la noche anterior la habían desper-
tado sensaciones penosas de poluciones y ahora tenía interés
en despertarse tan pronto como se instalaran los primeros
signos de la excitación sexual. Habían hecho «toe toe» en el
clitoris.^ En el caso de nuestra paranoica, yo remplazaría el
ruido contingente por idéntico proceso de proyección. No
puedo garantizar, desde luego, que dado lo fugaz de nuestro
conocimiento mutuo y el manifiesto desagrado que ella sen-
tía ante la compulsiva situación, la enferma me diese un
informe sincero de lo ocurrido en los dos tiernos encuentros;
pero la contracción aislada del clitoris concuerda muy bien
con su aserto de que no había tenido lugar la unión de los
genitales. Y en el rechazo resultante del hombre, junto a la
«conciencia moral» también la insatisfacción tuvo, sin duda,
su parte.
Ahora regresemos al llamativo hecho de que la enferma se
defienda del amor al hombre con ayuda de una formación
delirante paranoica. La clave para comprenderlo es proporcio-
nada por la génesis de este delirio. Originariamente estaba
dirigido, según nos era lícito esperar, contra la mujer, pero
ahora, sobre el terreno de la paranoia, se cumplió el avance
de la mujer al hombre en cuanto objeto. Un avance así no es

^ [Véase un caso similar en la 17? de las Conferencias de introduc-


ción al psicoanálisis (1916-17), AE, 16, págs. 243-4.]

270
habitual en la paranoia; por regla general hallamos que el
perseguido permanece fijado a las mismas personas (y por
tanto también al mismo sexo) sobre las que recayó su elec-
ción de amor antes de la trasmudación paranoica. Pero la
afección neurótica no lo excluye; nuestra observación podría
ser paradigmática para muchas otras. Además de la paranoia,
hay muchos procesos semejantes que hasta ahora no fueron
reunidos bajo este punto de vista; entre ellos, algunos muy
conocidos. Por ejemplo, el llamado neurasténico, por su li-
gazón inconciente con objetos de amor incestuosos, se abs-
tiene de tomar por objeto a una mujer extraña, y en cuanto
a su realización sexual queda encerrado en la fantasía. Ahora
bien, en el terreno de la fantasía realiza ese avance que le es
rehusado y puede sustituir a madre y hermana por objetos
extraños. Y como en estos está ausente la objeción de la cen-
sura, la elección de tales personas sustitutivas en sus fantasías
le deviene concierne.
Junto a los fenómenos de ese avance que se intenta desde
el nuevo terreno, conquistado las más de las veces por vía
regresiva, se instalan los esfuerzos emprendidos en muchas
neurosis por recobrar una posición de la libido que ya se po-
seyó, pero se ha perdido. Las dos series de manifestaciones,
como bien se comprende, apenas pueden separarse unas de
otras. Nos inclinamos demasiado a pensar.que el conflicto
que está en la base de la neurosis se cierra con la formación
de síntoma. En realidad, la lucha prosigue muchas veces aun
después de la formación de síntoma. En ambos bandos emer-
gen nuevos contingentes de pulsión que la continúan. El sín-
toma mismo deviene objeto de esta lucha; aspiraciones que
quieren afirmarlo se miden con otras empeñadas en cancelar-
lo y restablecer el estado anterior. A menudo se ensayan vías
para restar valor al síntoma, procurando reconquistar con
otros abordajes lo perdido y denegado {frustrado} por él.
Estas circunstancias arrojan luz esclarecedora sobre una tesis
de C. G. Jung, según la cual una peculiar inercia psíquica,
opuesta al cambio y al avance, sería la condición fundamental
de la neurosis. Esta inercia es de hecho en extremo peculiar;
no es genérica, sino especializada en grado sumo; tampoco
reina sola en su campo, sino que lucha con tendencias al
progreso y a la recuperación que no se apaciguan tras la for-
mación de síntoma de la neurosis. Si se pesquisa el punto de
partida de esta inercia especial, ella se revela como la exterio-
rización de unos enlaces, tempranamente establecidos y muy
difíciles de desatar, de pulsiones con impresiones y con los
objetos dados en estas; en virtud de esos enlaces se detuvo

^'71
el ulterior desarrollo de estos componentes pulsionales. O
bien, para decirlo de otro modo, esta «inercia psíquica» espe-
cializada no es sino una expresión distinta, aunque difícil-
mente mejor, de lo que en el psicoanálisis estamos habituados
a llamar fijación.^

* [Freud había aludido a esta tendencia a la fijación —o, como la


llama en otro lugar, a la «viscosidad de la libido»— en la primera
edición de sus Tres ensayos de teoría sexual (19G5d), AE, 7, págs.
221-2. Prosiguió examinándola en el historial clínico del «Hombre de
los Lobos» (1918*), AE, 17, pág. 105, y en la 22? de sus Confe-
rencias de introducción al psicoanálisis (1916-17), AE, 16, págs. 310-
311; estos dos últimos trabajos fueron más o menos contemporáneos
del presente artículo. Volvió a ella mucho más tarde, en «Análisis
terminable e interminable» (1937c), AE, 23, pág. 243, donde él
mismo utiliza la frase «inercia psíquica» y relaciona este fenómeno
con la «resistencia del ello» —encontrada en el tratamiento psicoana-
lítico—, y que en Inhibición, síntoma y angustia (1926¿), AE, 20,
págs. 149-50, había atribuido a la fuerza de la compulsión de repe-
tición. Una última alusión a la «inercia psíquica» aparece en Esquema
del psicoanálisis (1940a), AE, 23, pág. 182, publicado postumamente.
Se hace referencia al caso especial de «inercia de la libido» en El
malestar en la cultura (1930a), AE, 21, pág. 105.]

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