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Si había algo que me activaba cada mañana, además del café, era salir a
correr por la playa.
Mi rutina de los últimos ocho años era la misma, levantarme a las seis de la
mañana, salir a correr, prepararme para ir al trabajo y disfrutar del desayuno
en la pequeña y acogedora terraza mientras charlaba con mi vecina de al
lado, Emilia, una mujer de setenta años que quedó viuda hacía diez y no
tenía hijos. Decía que yo era algo así como su nieta.
Nací en Santa Mónica hace veintiocho años, y aquí seguía viviendo. Habían
pasado cuatro desde que me compré el apartamento tipo loft en la décima
planta de un edificio moderno con vistas a la playa, del que me enamoré
nada más enseñármelo el chico de la inmobiliaria.
Astrid tenía mi edad, y desde el primer día de colegio, hace casi una
eternidad, nos hicimos mejores amigas y somos inseparables. Siempre
estamos la una para la otra, prestando ese hombro en el que llorar
acompañado de nuestro helado favorito, sabor a brownie.
A las dos nos pilló por sorpresa cuando cinco de las seis pruebas de
embarazo mostraban dos rayas rosas, la que no las tenía leímos que era la
menos fiable, así que nos guiamos por esos cinco positivos.
Pedimos cita con nuestra ginecóloga de toda la vida y confirmó los hechos,
un pequeño guisante crecía en su barriguita.
La única pena que teníamos ambas, era que el pequeño David no sabría
quién, ni cómo era su padre, tan solo lo que nosotras le contáramos cuando
fuera mayor.
Que era un estudiante italiano de informática que había ido a pasar allí sus
vacaciones de verano.
Hacía una semana que se había levantado con dolor de espalda, algo normal
teniendo en cuenta que se había pasado dos días recogiendo el apartamento,
guardando algunas cosas en cajas para llevar a la iglesia o vender y, claro,
por muy ágil que estuviera a pesar de sus años, el esfuerzo físico y coger
peso le había pasado factura.
—Mucho mejor, te lo digo yo. Hizo la vida imposible a las pobres becarias.
Y así se pasaba nuestra hora del desayuno en la terraza con vistas a la playa,
charlando del pasado, del presente y, en ocasiones, del futuro. Me encantaba
mi vecina, y atesoraba esos momentos con ella como había atesorado los
que compartí con mi madre.
Gina y Alan, mis padres, fallecieron cuando yo apenas tenía doce años y mi
hermano mayor, Alfred, veinte.
Con los años conoció a Kiara, la que a día de hoy era su esposa, una
preciosa pelirroja de ojos azules cuyo padre era irlandés y su madre,
neoyorquina.
Alfred tenía veintiocho años cuando la conoció, y ella veintidós, fue amor a
primera vista y desde entonces, diez años atrás, no se habían separado.
Ella era dueña de una floristería, un local la mar de coqueto que había
montado cuando tenía veinticinco años y al estar cerca de la gestoría que le
llevaba los papeles, cuando se enteró que el dueño buscaba una secretaria,
me recomendó a mí, que acababa de perder el trabajo unas semanas antes
por cierre.
Con su parte de la venta dio la entrada para una casa más grande, con
jardín, donde formar una familia con su nueva esposa, y me pidieron que
me fuera a vivir con ellos hasta que decidiera independizarme.
Lo hice, y de la parte que me correspondía de la venta de la casa de nuestros
padres, le di un poco de ese dinero para ayudarlo con la compra de la suya.
—Buenos días, Erika —sonrió—. John avisó de que hoy no vendría, tenía
clientes que visitar. Me ha dicho que te envió un correo para tus visitas,
también.
Me dio tiempo a tomarme un café con Anna, ese no podía faltarnos ninguna
mañana, y quedamos en que al día siguiente saldríamos a cenar y tomar
algo, sabía que Astrid dejaría al niño con su madre y nos acompañaría, así
que le mandé un mensaje antes de salir de la gestoría.
De una punta a otra de Santa Mónica, recorrí todas las calles, puesto que
cada cliente estaba en una zona diferente.
Le dije que sí, que iba de camino y que por la zona en la que estaba tardaría
una media hora en llegar, y respondió con un emoji de esos que tienen un
par de corazones por ojos, y otro de las dos manos aplaudiendo.
Me eché a reír mientras dejaba el móvil de nuevo en el bolso, Kiara solo era
cuatro años mayor que yo, pero éramos tan parecidas, que la sentía como
esa hermana que nunca tuve y siempre quise.
Capítulo 2
—¿Estás bebiendo vino, tú, un jueves, a esta hora? —pregunté con ambas
cejas levantadas.
—¿Qué ha pasado?
—Qué no ha pasado, sería la pregunta con fácil respuesta. De todo, Erika,
hoy ha pasado de todo.
—¿Por qué?
—Dios —aquello era un drama, estaba segura, pero no pude evitar echarme
a reír.
—Ay, Dios —se llevó la mano al pecho, horrorizada, pero acabó riendo a
carcajadas al igual que yo—. Entonces no quiero ni pensar en la boda,
seguramente la novia habrá dejado al novio plantado.
—¿Por qué?
—Me duele el costado —dijo poco después, tras una sesión de risoterapia
de las nuestras—. La que me ha liado la agencia, porque el repartidor es
nuevo, se le cayeron los papeles de las direcciones y las cambió de sitio en
los diferentes arreglos.
No había ni una sola mala crítica al respecto, todo lo contrario. Los clientes
que habían encargado las coronas y los jarrones con flores, decían que
nunca un malentendido por parte de la agencia encargada del reparto, había
sido tan divertido y motivo de risa en una situación de duelo. Incluso le
daban las gracias a mi cuñada por haber hecho que, en un día gris como ese,
recordaran muchas de las cosas que hacían reír a carcajadas a la persona
que despedían.
—¿En serio no hay malas críticas? —interrogó con los ojos muy abiertos.
—Uf, menos mal —suspiró—. Lo malo es que ya llevo con esta dos copas
de vino.
Preguntó qué tal había ido mi semana en el trabajo, sabía que a veces podía
ser un poco estresante, pero la verdad es que había sido una de esas
semanas tranquilas de verano.
—No, me quedaré aquí. Tengo playa, locales de copas, sitios para ir a cenar,
y la casa de mi hermano, donde estará encantado de recibirme para que le
gorroneé la comida y la piscina —reí.
—Descuida, creo que sigue pensando que soy virgen —volteé los ojos y nos
reímos.
—Cielos, sí.
—Cariño, creo que todas las primeras veces para nosotros, son un desastre.
—Desde luego, pero estoy segura que a ninguna los encontraron los padres
del chico en cuestión en pleno apogeo en su dormitorio.
—Sí, fui un postre durante medio segundo. El padre cerró la puerta y desde
el pasillo nos preguntó si nos quedaríamos a cenar cuando acabáramos.
—Ni siquiera terminamos, me vestí y salí por la ventana para irme a casa.
Menos mal que era una casa de una sola planta. Lo escuché a él decirles a
sus padres que le había arruinado la noche y que seguramente se había
quedado sin novia por su culpa.
—Sí, pero no porque sus padres nos interrumpieran, es que el pobre era tan
inexperto como yo, y ese fue el principal desastre.
—Mi primera vez fue en la casa de un amigo, daba una fiesta y, claro,
puedes imaginar. Las parejas todas acarameladas buscando un momento de
intimidad por la casa. Teníamos diecisiete años, algunos dieciocho y
recuerdo que incluso había alguien que ya estaba en la universidad, en sus
primeros años, porque eran amigos o familiares del anfitrión. Entramos en
una de las habitaciones, a oscuras todo el tiempo, y cuando nos dejamos
caer en la cama, escuchamos un ronquido. Él encendió la luz y al ver allí al
abuelo de nuestro amigo, nos miramos, apagó la luz y salimos sin hacer
ruido. En cuanto estuvimos en el pasillo nos echamos a reír, y acabamos
entrando en uno de los cuartos de baño.
—Y yo.
Sabía quién era su primo, lo conocí en la boda ocho años atrás, pero no
había vuelto a verlo. Al igual que ella, era medio irlandés, puesto que su
madre era la hermana del padre de Kiara.
—Apenas, entre lo que bebí y bailé con los amigos de mi hermano, hay
algunas lagunas de vuestra boda.
—¿Qué fue?
—¿Qué?
Kiara, al igual que Astrid y Anna, era ese tipo de persona que cuando la
necesitabas estaba ahí, y me sentía agradecida de poder contar con ellas
tres.
Capítulo 3
Tal como habíamos acordado, a las nueve estaban las chicas esperándome
en nuestro restaurante chino favorito para comenzar con nuestra noche de
viernes.
—Hola, chicas.
Lin Chu, el camarero que solía atendernos, se reía solo de vernos a nosotras,
era un encanto y siempre que veníamos, nos acababa invitado a las copas
del final.
—Hecho un diablillo. Ahora le ha dado por decir que de mayor quiere ser
bombero, y todo porque el otro día los vio cerca del parque donde lo llevo
porque había un pequeño incendio en una tienda. Vio todas esas sirenas y el
camión, con lo que le gustan los coches, y me ha pedido un casco de
bomberos —volteó los ojos.
—Mujer, todavía tiene cuatro años —dijo Kiara—, hasta dentro de al menos
doce, no tendrá claro lo que querrá ser de mayor.
—Igual acaba montando su propia peluquería, como su madre —sonreí.
—Madre mía, tenemos al próximo Marco Aldani entre nosotras —rio Kiara.
Anna entró más seria de lo que había salido, y algo me decía que su
hermano pequeño, Tommy, era el motivo.
—Eso es una cosa, pero andar con quien no debe, y descuidar sus estudios,
es otra. Ha suspendido casi todas las importantes, el profesor de gimnasia
dijo que, a su clase, definitivamente no iba, y no sé qué hacer, en serio.
—Ey, tranquila —le dije cogiéndole la mano con un leve apretón—. Seguro
que es una etapa, nada más.
—No ha sido el mismo desde que nuestro padre nos abandonó hace cuatro
años, era un niño respetuoso, cariñoso, amable, simpático, estudiaba. Y la
cosa empeoró hace dos, cuando mi madre estaba en lo peor de su depresión
y pasaba de todo. Ella sigue en su mundo, las pastillas la tienen más ida que
lúcida, pero el tiempo que está lúcida, sufre por mi hermano. Por no decir
que se culpa de que yo tuviera que hacerme cargo de él. Pero no he debido
hacerlo bien.
Anna sonrió, y sabía que aquello era precisamente lo que había querido
conseguir Kiara.
—Sé que tiene que cometer errores, y aprender de ellos para no cometerlos
en un futuro, pero no me gustan esos amigos del instituto con los que va.
Por no hablar de que tiene que repetir el último curso y eso repercutirá a la
hora de ir a la universidad.
—Si es que quiere ir, porque por lo que sabemos de nuestro querido
Tommy, no es que entre en sus planes ser universitario y acabar una carrera
—comentó Astrid.
—¿Ves por qué te llamo vieja? —reí— Nadie dice, “mover el esqueleto” ya.
Lin Chu llegó en ese momento con nuestras copas y la cuenta, pagamos y
tras tomárnosla, fuimos en taxi hacia la zona de locales de moda.
—Morena, ¿bailas? —le preguntó el mismo chico a mi amiga, que nos miró
como diciendo: “¿me ha oído?”.
—Eh… No, lo siento, no puedo dejar solas a mis amigas.
—Tranquila, tengo tres amigos que estarían encantados de bailar con ellas
—sonrió aquel apuesto rubio, haciendo un leve gesto con la cabeza hacia
atrás, donde tres hombres, altos y guapos, sonreían levantando su copa
hacia nosotras.
—Pues yo sí que bailo, pero que vengan aquí, no vayan a quitarnos la mesa
—dije llamándoles.
—Para aclarar una cosa, soy la única casada de las cuatro —comentó Kiara.
Mi amiga suspiró, pero finalmente las cuatro bailamos con ellos, y tras ese,
siguieron alguno más, así como varias rondas de bebida y chupitos.
Resultó que eran cuatro marines que estaban terminando sus vacaciones, en
un par de días serían desplegados de nuevo en alguna misión, y solo querían
divertirse un poco.
Fui la última en llegar, y había quedado con Kiara en que iría a comer al día
siguiente a casa con ella y mi hermano.
A fin de cuentas, ellos dos eran la única familia que me quedaba, sin contar
con las amigas, que eran familia de corazón.
Capítulo 4
—Hola, enana.
—¿Qué tal está tu jefe, hermanito? —pregunté, dado que había escuchado
que el jefe del departamento forense había sufrido un accidente de coche
bastante aparatoso y tenía aún varios meses de baja por delante.
—En sus palabras, hasta las bolas de estar en casa sin hacer nada —rio—.
Me ha pedido más de quince veces esta semana que le mande informes de
autopsias para poder echarles un vistazo, por si a alguno de los nuevos se
les pasó algo.
—Se acabó hablar de trabajo, sobre todo del tuyo, Al —le dijo Kiara.
—Pero…
—Nada de peros, ¿sí? —le pidió mientras le sostenía la barbilla con dos
dedos para que lo mirara— Tú solo piensa dónde te gustaría ir, busca
vuelos, hotel, lo que sea, y dime cuándo nos vamos —se inclinó y le dio un
beso en los labios antes de volver junto a la barbacoa.
—Si es que hacéis una pareja tan, pero tan bonita —dije con un suspiro—.
Ya solo falta que tengáis un par de críos correteando por este jardín.
—No creas que no practicamos para cuando estemos preparados —rio ella.
—Mi madre solía decir que los hijos llegan cuando tienen que llegar.
Sabía que a ambos les encantaban los niños, no había más que verlos
cuando Astrid venía a pasar el día con nosotros y traía a David, le
consentían todo lo que podían.
Pero también sabía que querían esperar un poco para tenerlos. Llevaban
juntos diez años, ocho de ellos casados, y que al menos esperarían un año
más para tener el primer hijo.
—Seguro que saldrá diciendo que tiene que irse —comentó Astrid.
—¿En serio? Se supone que los fines de semana los tiene libres.
—Sí, pero por lo que sé, los de su comisaría tienen un caso entre manos y
prácticamente todas las semanas aparece un cadáver. Cuando eso pasa,
llaman a tu hermano, fue quien hizo la autopsia al primero, y compara
heridas y demás, cosas de forense, ya sabes —dijo.
—Sí, estaré ahí en breve —escuchamos a Alfred cuando salía y vimos que
colgaba y se guardaba el móvil en el bolsillo—. Chicas…
—¿Dónde?
—Si mis padres o mis tíos aún vivieran, seguro que me recomendarían
algún hotel acogedor por la zona.
Hablaba de su familia con la misma pena en la voz que yo misma. Era duro
perder a tus seres queridos, pero al menos ella los había perdido
paulatinamente y de manera natural.
Tanto sus padres, como sus tíos, eran ya algo mayores cuando los tuvieron a
ella y a su primo, quien tenía treinta y seis años, igual que mi hermano, por
lo que la edad les pasó factura poco a poco y en cuestión de unos años todos
fueron muriendo.
Al cabo de dos horas tenía reservado el hotel donde se alojarían, así como
los vuelos de ida y vuelta para esos días.
—Por favor, mis dos cosas favoritas para un sábado por la tarde —dijo,
llevándose la mano al pecho.
Y así la había sentido siempre, como esa hermana que mis padres también
quisieron que tuviera.
Ese martes tocaba reunirme con uno de los clientes de la gestoría, Isaac,
dueño de una empresa de marketing, con quien había organizado la cita la
semana anterior, pero él no iba a poder verle.
—Enseguida.
—Erika, buenos días —la voz de Isaac me llegó desde la puerta cuando
estaba aún de espaldas y junto al escritorio.
—Isaac —sonreí—. Buenos días. Por favor, pasa y siéntate —tendí la mano
hacia una de las sillas.
—En ese caso, he ganado con el cambio —hizo un guiño de los suyos y
sonreí.
Pero no, jamás tendría algo con un cliente, seguía a rajatabla esa norma, y
nunca mezclaría el placer con los negocios. Isaac lo sabía, pero no por ello
perdía la oportunidad de querer llevarme a su terreno.
Y sería fácil dejar que me arrastrara, porque una no era de piedra y debía
reconocer que alguna vez me había encontrado a mí misma fantaseando con
ese hombre.
Mas no podía ceder a esos pensamientos, no iba a jugarme el trabajo en el
que llevaba cuatro años, por un polvo rápido.
Aunque los verdes ojos que me observaban en ese instante, me decían que
un encuentro entre nosotros sería de todo, menos rápido.
—¿De qué querías hablar con John? —pregunté al fin, alejando mis
pensamientos sobre la lejana posibilidad de que hubiera algo entre nosotros.
—Lo sé —sonreí mientras abría su carpeta con los resúmenes de los últimos
dos años que John me había dejado impresos en mi mesa—. Pero todo está
bien, las cuentas cuadran a la perfección, tu listado de clientes está bien, las
facturas de los gastos, todo —dije volviendo a mirarle.
—Imposible, secreto profesional. Con los clientes soy como un cura con sus
feligreses.
—Si algún día hago tal cosa, puede que se escandalice tanto que, o me bañe
en agua bendita, o huya despavorido de la iglesia.
Entre Isaac y yo siempre había ese pequeño juego que ambos sabíamos que
no conduciría a nada.
—Olvida por un momento que soy cliente del lugar en el que trabajas, cena
conmigo, toma una copa, y deja que te muestre qué clase de cosas imagino
—respondió en ese tono seductor que solía mostrarme.
—Isaac —dije poniéndome en pie—, como siempre, ha sido un placer
charlar contigo, pero debo volver al trabajo. Puedes llevarte la carpeta, está
todo listo para que tu asistente lo fotocopie para los miembros de la junta.
—Veamos, si trabajando para otro no acepto una cena, una copa, y que me
muestres esas cosas que imaginas que hago… ¿en serio crees que, siendo tu
secretaria, lo haría? —Arqueé la ceja.
—No, pero al menos tendría unas buenas vistas desde mi despacho y cada
vez que entraras en él. En fin, la imaginación de que te hago gemir y gritar
mientras te corres, es lo único que me queda —se encogió de hombros y me
eché a reír.
—El día que conozcas a la mujer de tu vida, espero estar presente para
verlo.
—No —sonreí llegando hasta él y, como solía hacer a veces, pero solo a
veces, me puse de puntillas y le di un beso en la mejilla—. Te veo como a
un hermano, Isaac.
—Pues cometamos incesto por una vez —susurró y me rodeó con el brazo
por la cintura.
—En el fondo sabes que solo bromeo, ¿verdad? —dijo mudando a un rostro
más serio, y asentí— No te veo de ese modo, bueno, sería estúpido si no
viera la mujer que tengo delante, pero nunca querría nada más allá de, no
sé, una amistad.
—Si te soy sincera, no veo por qué no podría tenerte como amigo.
—Eso pienso yo. Es decir, nos conocemos desde hace cuatro años, ya eres
como de mi familia. Por lo que una cena entre amigos, no estaría mal vista.
Nada elegante ni romántico. ¿Qué tal solo un par de hamburguesas y unas
cervezas?
—Tentador —sonreí.
—La han llevado al hospital, David la llamó, dijo que su abuela empezó a
sentirse mal y avisó a la vecina para que pidiera un médico. Astrid va para
el hospital.
—Pásame la llamada al móvil, por favor —le pedí mientras salía del
despacho y corría hacia mi mesa, donde el móvil empezó a sonar—.
¿Astrid? Cariño, ¿qué pasa? Anna me…
Vi tal determinación en sus ojos, que tan solo asentí. Dejé que me guiara en
cada paso hasta su coche, donde subí como un autómata, me puse el
cinturón y pensé en la madre de Astrid.
Juliana era una mujer encantadora, ella había sido como una madre para mí
cuando perdimos a nuestros padres, también para Alfred, quien me dejaba
los fines de semana con ella en su casa mientras él trabajaba y descansaba
del trabajo a partes iguales, y a pesar de que esa mujer nunca quiso coger un
centavo de lo que él le daba por cuidarme, siempre hacía lo mismo, lo
guardaba en el tarro de galletas vacío y de adorno que tenía en la cocina
mientras ella lo observaba y protestaba, pero claro, Alfred era mucho más
alto y la primera vez que lo hizo, lo puso en la parte más alta de aquel
mueble.
Con el paso del tiempo se lo bajó para que viera el dinero que tenía allí
ahorrado, y con eso pudo comprar una nevera nueva cuando se estropeó la
suya.
Juliana no se nos podía ir, no así, tan rápido y repentino. Era una mujer
sana, tenía apenas sesenta años y la vitalidad de una persona con la mitad de
edad.
—Sé que se va, Erika —murmuró cuando la aparté, mientras retiraba sus
lágrimas con los pulgares y le colocaba bien el pelo.
—En ese caso, gracias por cuidar a mi hermana de corazón —sonrió ella.
—Un placer —se inclinó para darle un beso en la mejilla—. ¿Quieres que
vaya a preguntar?
—¿Harías eso? —curioseó ella, con los ojos muy abiertos— Solo me han
dicho que espere aquí, y…
—Mujer, era para que te rieras, que me duele verte llorar de ese modo.
—Y porque sabes que, en otras circunstancias, habría dicho que ese moreno
de ojos verdes es muy apetecible para la vista y la cama, ¿a que sí? —
Arqueó la ceja.
—Pues ya lo he dicho, y eso que estoy en mis horas más bajas —resopló.
En fin, si estaba de que así fuera, dejaría que el destino y el querubín rubio
portador de flechas con corazones en la punta, hicieran su magia.
Isaac regresó con nosotras y poco después salió un médico para hablar con
él, el mismo que fue a interesarse por el estado de Juliana, pero cuando le
vimos aparecer de nuevo en la sala, con el rostro serio, supimos que nuestra
querida madre y amiga no había podido superar aquel ataque.
La pena nos envolvió a las dos, y en ese momento lloramos juntas. Hasta
que fuimos conscientes de que ahora nos enfrentábamos a algo mucho más
fuerte, la difícil tarea de contárselo a David, quien había visto a su abuelita
por última vez mientras le pedía que avisara a la vecina y llamaran al
médico.
Había mucho que organizar, y ninguno de los cuatro íbamos a dejarla sola.
Capítulo 6
—No blasfemes delante del niño —frunció el ceño, y acabamos las dos
riendo porque eso era lo que su madre le decía siempre a ella—. La voy a
echar mucho de menos —suspiró.
—Lo sé, y no serás la única. Él lo lleva bien, pero está triste.
—Sí, aún se pregunta por qué tuvo que irse su abuela al cielo. Al menos
sabe que desde ahí arriba nos cuidará, a todos. Y está feliz porque va a estar
con tus padres.
—No estáis solos, eso lo sabes, ¿verdad? —le aseguré cogiéndole la mano
por encima de la encimera.
—Ya, me alegro de que me hijo tenga a tanta gente que lo quiere y que
cuidarían de él si yo…
—Ni se te ocurra decirlo —le advertí—. No sigas por ahí.
—Ya has visto lo que le ha pasado a mi madre, Erika. Una mujer sana de
sesenta años que sufre un infarto y no sale bien parada. ¿Quién nos puede
asegurar que no me pase a mí, aun siendo mucho más joven que ella?
—Yo, yo te puedo asegurar que todavía te queda mucha vida por delante
para darme “porculo” a mí —dije seria—. No pienses en esas cosas, ¿vale?
Solo vive, que es lo que ella querría.
Astrid me miró y me dedicó una de esas sonrisas en las que me hacía saber
que todo estaba relativamente bien. Fue al salón y se sentó con su pequeño,
ese que la recibió con un abrazo, mientras yo terminaba la bebida de fresa
favorita de David y las palomitas en un bol.
Nos pasamos toda la película riendo con las ocurrencias de sus personajes,
y sentí que al menos teníamos ese breve momento de normalidad tras unos
días que esperaba pudiéramos olvidar pronto.
—¿Es cierto eso, tía Erika? —interrogó, mirándome como solía hacer su
madre cuando me pillaba en alguna mentira.
—Sí, sí —cerré los ojos—. Así era. A tu madre le encantaba el brócoli. Y
aunque no te guste, debes comerlo si quieres ser tan fuerte como el tío Al,
cuando seas mayor.
—Ni hablar —la miré—. Tú vienes, aunque tenga que llevarte de los pelos.
—Erika…
—Ni Erika, ni nada. No voy a dejar que te encierres en casa tú sola todo el
fin de semana. Mañana vamos a pasar el día en casa de mi hermano, Anna
también estará, y por lo visto llegan el primo de Kiara y su amigo para pasar
las vacaciones, así que será divertido.
—Ese, sí.
—Pues, mejor me lo pones, habrá dos desconocidos con los que no tendré
nada de lo que hablar.
—¿Cuándo ha sido eso un problema para ti? Siempre conectas con la gente
y hablas de cualquier cosa. Como, por ejemplo, con Isaac.
—Bueno, desde que te conoció el otro día, ha estado muy amable contigo, y
pendiente de ti también.
—Ajá.
Podría estar equivocada, pero era observadora por naturaleza y si había algo
que se me daba bien era analizar a la gente. Conocía a Isaac desde hacía
cuatro años, y jamás, en toda mi vida, lo había visto actuar del modo que lo
había hecho con ella y el niño en esos días.
Quién sabe, tal vez ahora sí, y después de cinco años sin pareja, mi mejor
amiga encontrase por fin el amor.
Capítulo 7
Serví el desayuno para los tres y cuando acabamos, recogí todo mientras
Astrid y David se duchaban y preparaban para irnos a casa de mi hermano.
Ella insistía en que no debería llegar allí con las manos vacías, que su
madre no la había educado así y que al menos debía comprar unos pasteles
o una tarta para el postre.
Bajé, saqué a David de su sillita, cogí las bolsas con nuestras cosas para
pasar un día en la piscina, mientras Astrid cargaba con las cajas, y cuando
llamé nos abrió una sonriente Kiara.
—¡Ya estáis aquí! Pero, ¿qué habéis comprado? —preguntó con los ojos
muy abiertos al ver a nuestra amiga.
—No tenías que molestarte en traer nada, cariño —le dijo con una sonrisa.
—Como decía tu madre —sonrió ella, y Astrid asintió con una leve sonrisa
también—. Vamos, dejemos todo esto en la cocina y salgamos al jardín,
tengo a tres hombres dignos de ver preparando la barbacoa —murmuró para
que David no la oyera y nosotras nos reímos ante el gesto que hizo
levantando las cejas varias veces.
Solté las bolsas en el salón cuando pasamos por allí para salir al jardín, y
escuché la risa de mi hermano junto con otras dos muy masculinas y
varoniles.
Era él, los vagos recuerdos que tenía del primo de mi cuñada en el día de su
boda, vinieron a mi mente como pequeños flashes, los anteriores a haber
bebido más de lo que debería, obviamente, y esos ojos azules como el cielo,
me observaron directamente a mí.
¿Era posible que una simple mirada consiguiera hacer estremecer a alguien?
Bueno, no era una mirada tan simple, sino una bastante directa y que se
deslizó contemplando mi figura con una lentitud casi agonizante, como si
estuviera acariciándome o mirando a través de mi alma.
—Espero que tengas hambre, porque hay mucha carne para ti.
—No, yo soy Connor, el primo de Kiara —respondió con una voz de lo más
varonil, ronca y ligeramente sensual, que me provocó… algo—. Y él es
Robert, un amigo mío.
Me sonrojé hasta las puntas de las orejas, de verdad que sí, y aparté la
mirada de aquellos ojos azules que me erizaban la piel.
No dijimos una sola palabra más, y en cuanto tuvimos los bikinis puestos,
así como una fina bata que nos había regalado Kiara, mi cuñada entró para
cambiarse.
—Diez minutos —anunció Alfred poco después—, tenéis diez minutos para
salir y secaros un poco, antes de comer.
Hubo un par de ocasiones en las que me pareció que sus ojos iban directos a
mis pechos, pero fue una mirada tan fugaz que supuse que solo lo había
imaginado.
Después de cenar dimos el día por finalizado y tras despedirnos, noté que
antes de salir de la casa Connor me cogía de la mano. Fruncí el ceño al
notar que me hacía retroceder y se me erizó la piel de la nuca cuando lo
escuché susurrar en mi oído.
—Como dije antes, te has convertido en toda una mujer. En el sujetador que
perdiste la noche de la boda, ya no puedes esconder tus encantos.
En shock, así me había quedado al escucharlo. Lo miré con los ojos muy
abiertos por encima del hombro y el muy jodido sonrió de medio lado. Y
qué sonrisa, madre mía, de esas que…
—Ya voy, es que creí que me había dejado las llaves, pero las tengo aquí —
las saqué del bolsillo.
—David venía dormido, ¿qué querías, que me pusiera a cantar por Lady
Gaga? —seguíamos susurrando.
—No, pero, no sé, algún comentario sobre el día que hemos pasado, sobre
ciertos inspectores…
—Un día en familia, como dijo Kiara —corté cuando acabé de preparar el
sofá.
—¿Qué te ha dicho?
—En estos ocho años desde la boda, ¿has descubierto alguna vez dónde
pudieron acabar nuestros sujetadores? —pregunté, mirándola.
—No me fastidies, ¿sabe lo del sujetador? —casi gritó, pero recordó que
David estaba a solo unos metros.
—Ya decía yo que te miraba mucho —respondió con una de sus sonrisas
más pícaras.
—¿También lo has notado? Pensé que era solo cosa mía —suspiré.
—Nena, esos ojos azules iban de vez en cuando en busca de tus encantos —
rio.
—Pero, ¿cómo sabe lo del sujetador? Estábamos solas por allí, cuando los
lanzaste al aire.
Nos tomamos el té en silencio, y una vez acabamos aquella bebida que nos
ayudaría a dormir, me dio un beso en la mejilla antes de ir con su hijo.
—O solo temes volver a estar con alguien y perderlo. Desde luego, fue la
peor manera de que acabara lo vuestro, pero no todas las historias van a
acabar así.
Solo estuvimos unos meses juntos, suficiente para conocerlo y saber que era
un buen hombre. Pero sí, se había ido demasiado pronto.
Solo tenía veintinueve años cuando el avión privado en el que viajaba con
uno de sus clientes, se precipitó al vacío tras una pérdida de control por
parte del piloto y todos los que iban en él perdieron la vida.
Lloré su muerte, obvio que sí, habían sido unos meses muy bonitos los que
compartimos, tenía sentimientos por ese hombre, pero, ¿podía llamar amor
a lo que sentía?
No estaba segunda, aquella era una palabra muy seria para decir en voz alta.
No quería pensar en cómo había sabido Connor lo del sujetador, pero una
cosa era lo que quería, y otra muy diferente lo que hacía mi cerebro.
Pero para mi desgracia, lo que fuera que pasó después de liberar nuestros
encantos de aquella tortura, estaba un poco borroso.
¿Qué hice? Esa era la pregunta que se repitió en mi cabeza una y otra vez,
durante al menos una hora, hasta que por fin el cansancio me venció, y me
quedé dormida.
Capítulo 9
—No pensarías que no iba a pasar por tu floristería, ¿verdad prima? —dijo
Connor.
—Erika trabaja en esta zona. Cruzando la calle, una gestoría que hay un
poco más a la izquierda —dijo Kiara para informar a su primo y el amigo
de este, quien echó un vistazo hacia fuera.
—En realidad es una buena idea. Seguro que vosotras sabréis de un buen
lugar para comer por aquí —respondió Connor, quien con las manos en los
bolsillos de aquel pantalón vaquero negro, su altura, sus músculos, y esa
mirada de ojos azules penetrantes, imponía a más no poder.
Suspiré con disimulo, pero a mi cuñada y amiga, esa mujer que consideraba
una hermana mayor al estar casada con mi hermano, le cobraría esta
encerrona antes o después.
Sobraba decir que Connor, a sus treinta y seis años, estaba perfectamente de
salud y no sufriría un infarto, por lo que el suspiro casi jadeante que
escuché a mi espalda, me indicó que se había fijado en mi trasero. Esperaba
que lo de la erección tampoco le ocurriera a él, de verdad que no.
Oh, sí, te he pillado mirando, grosero. Sonreí al ver que se le agrandaban los
ojos cuando fue consciente de que los míos lo observaban.
No podía disimular, aunque quisiera, lo había pillado, y punto. Así que,
además de tragar, mirar hacia Robert y continuar caminando, no pudo hacer
nada más.
Pero, y yo, ¿por qué había sentido una especie de cosquilleo en todo el
cuerpo mientras él me miraba? Era como si me hubiera estado tocando con
la yema de sus dedos.
Sonreí, ella consiguió cerrar la boca para seguir hablando con quien fuera
que estaba al otro lado de la línea, y cuando acabó le informé de los
acontecimientos que nos incumbían a las dos…
—Nos invitan a comer —dije, y ella me miró con los ojos muy abiertos.
—Sí, seguro que podréis llevarnos a un sitio donde se coma bien por aquí
cerca —comentó Robert, apoyado en el escritorio de Anna, mirándola con
una sonrisa.
—Eh… Sí, claro —respondió ella, y juraría que estaba a punto de colapsar
o de sufrir su primer momento de tartamudeo de la historia.
—Sí, solo voy a dejar una nota en el despacho de John —dijo, recobrando
el sentido y el buen juicio, mientras se ponía en pie con la libreta y el
bolígrafo en la mano.
Confesó que era bastante guapo, además de simpático y que había estado
muy cariñoso y juguetón con el hijo de Astrid, y a ella que le encantaban los
niños, le salía la sonrisa sola en más de una ocasión.
—Ya estoy, podemos irnos —dijo mientras cogía el bolso de uno de los
cajones de su escritorio.
—Perfecto. Y, ¿a dónde nos llevan, señoritas? —curioseó Robert, que se
situó al lado de mi compañera y amiga para caminar delante de Connor y de
mí.
Fue entonces cuando el señor ojos azules se inclinó junto a mí, y con un
susurro, preguntó cerca de mi oído:
Tragué con fuerza, sin decir nada, mirando al frente y observando a Connor
alejarse hasta la puerta, incapaz de creer que después de ocho años, él aún
conservara mi maldito sujetador.
Capítulo 10
Anna y yo nos decantamos por una ensalada de col y pescado, mientras los
chicos pidieron pasta y carne asada.
—Robert —la voz de Connor no dejaba lugar para las dudas, era autoritaria
y pretendía conseguir que su colega no hablara más de la cuenta.
—No me reprendas por decir lo que los dos pensamos, sabes que esto es
una mierda, deberíamos estar allí, siguiendo las putas pistas.
—Vale —me adelanté a Connor puesto que vi que abría la boca para volver
a protestar—, olvidaos del trabajo, que estáis de vacaciones. Se supone que
os tenéis que divertir, no pensar en lo que dejasteis en Manhattan.
—Erika tiene razón —secundó Anna—. Seguro que es un caso que os trae
de cabeza y todo eso, pero estáis fuera de casa, chicos, despejad la mente —
sonrió.
—No hay mucho que contar de mí, ya me conoces —me encogí de hombros
cogiendo un poco de mi ensalada.
—Pero yo no te conozco —rio Robert.
—Vaya resumen —silbó Robert con ambas cejas elevadas—. ¿Y tú, Anna?
—Vivo con mi madre, que arrastra una depresión de caballo desde que nos
dejó mi padre hace cuatro años, y con mi hermano, un adolescente de
diecisiete años que está echando su vida a perder. Voy de casa al trabajo, del
trabajo a casa, salgo con las chicas siempre que puedo, y me encantaría
poder tener unas vacaciones en las que salir de la ciudad y despejarme de la
vida que llevo —sonrió.
—Tommy no tiene las mejores compañías del mundo desde hace meses, y
eso es lo que me tiene más preocupada —dijo Anna, mirando su ensalada
—. No queremos que se pueda meter en problemas.
—Sí, los dos —él también sonrió de medio lado, y eso me hizo estremecer.
Miré a Robert, que me observaba con las cejas elevadas esperando una
respuesta. Traté de buscar ayuda en mi amiga, pero nada, ella parecía
encontrar demasiado interesante su plato medio vacío de ensalada de col.
Cuando se apartó, sonrió de medio lado con los ojos aún fijos en los míos, y
vi algo en el fondo de aquel cielo que me contemplaba, que no pude
descifrar.
A veces sentía que Connor podía ver más allá de mi persona, como si con
solo mirarme a los ojos supiera algo de mí. Por no hablar de lo que mi
cuerpo parecía sentir estando a su lado, como si una de esas fuentes de
energía lanzara pequeños rayitos hacia mí.
Subí al coche y puse rumbo al supermercado para hacer la compra, esa
mañana había descubierto que me había quedado sin café el día anterior y
yo, sin café para el desayuno no era nadie. Por suerte mi vecina Emilia me
había salvado de mi desgracia, ofreciéndome una taza de su café tostado
favorito que estaba delicioso.
Lo sentía por ella, pero la iba a dejar con la intriga al menos un par de horas
más.
Capítulo 11
Anna era preciosa, y con apenas una pizca de maquillaje natural, realzaba el
color marrón de sus ojos con un poco de delineador.
Cuando divisé a los dos hombres altos que nos esperaban en la barra
tomando una copa, vi que Robert se percataba de nuestra presencia y, con
un leve codazo al brazo de su amigo, le hizo un gesto con la cabeza
indicando hacia nosotras.
Connor se giró, y cuando vi el modo en el que sus ojos pasaban del cielo
más calmado al mar más revuelto, tragué con fuerza. Tal vez mi elección
tampoco había sido demasiado acertada…
—Dos San Francisco, por favor —le pedí a la camarera, que sonrió con
dulzura.
Tras unos minutos allí los cuatro, noté que Connor había acortado la
distancia entre nosotros de manera casi imperceptible, y decía esto porque
ni siquiera fui consciente del momento en el que se movía hacia mí.
Charlamos sobre sus noches de copas en Manhattan, esas que Robert dijo
que eran pocas, pero históricas, porque al final siempre pasaba algo que
hacía que tuvieran que ir a comisaría.
—Dime que no vais a un aviso muy bebidos —le pedí con los ojos abiertos
por la mezcla de preocupación e incertidumbre.
—¡Ey! Cuidado —dijo Anna cuando un chico, que parecía ir algo bebido,
chocó con ella, por suerte lo hizo mientras iba de espaldas y no le derramó
ninguna bebida.
—Lo siento, princesa —arrastró las palabras mientras se disculpaba—.
¿Puedo invitarte a una copa, por el incidente, para disculparme mejor?
—¿Es que no ves que no está sola, colega? —preguntó Robert, con un tono
serio de policía, que me dio miedo incluso a mí.
—Si te cansas del bruto este, princesa, estoy en el reservado del fondo —
dijo haciéndole un guiño antes de acercarse a la barra a pedir.
—Robert, no ha pasado nada. Estoy bien —le aseguró Anna con una
sonrisa.
La voz de Romeo nos fue llevando en aquel reducido espacio de la pista que
hicimos nuestro, bailando pegaditos, despacio, suave, con leves roces y
caricias que podrían no ser más que algo casual, pero por cómo me miraba,
cómo se lamía los labios cuando miraba los míos, supe que no había nada
de casual en esos gestos.
Abrí los ojos porque juraría que me había escuchado gemir, lo miré por
encima del hombro y si me escuchó, parecía disimularlo muy bien.
Miré a nuestro alrededor con temor, esperando que nadie nos viera, y por
suerte no lo hacían. Fue entonces cuando me di cuenta de que Anna corría
hacia la puerta con el móvil en la mano, y cuando eso ocurría, no auguraba
buenas noticias.
Tenía un apósito en la frente que iba hasta un poco más abajo de la ceja
izquierda, un par de moratones y el labio partido.
Tommy se parecía mucho a ella, y para tener solo diecisiete años, tenía una
altura ya de casi metro ochenta, por lo que ella era algo más bajita que él.
—¿A quién si no iban a avisar?
—Nadie.
—¿Nadie? Por Dios, ¿pretendes decirme que te has hecho eso tú solo? ¿Y
por qué has salido de casa? Me dijiste que no lo harías, hoy no.
—¡Deja de decir nada sobre mis amigos! No sabes una mierda de ellos. Son
mejores que tú. No me tratan como a un niño, joder.
—¿Quieres que te trate como un adulto? Pues compórtate como tal. Ayuda a
mamá, a mí, no nos des más disgustos. Puedes volver a ser el de siempre,
¿sabes?
Se giró para seguir caminando, estábamos en la calle, pero tanto los chicos
como yo nos manteníamos al margen de la conversación entre hermanos.
Anna seguía pidiéndole que parase, que la esperara para volver juntos a
casa, que le contara qué le había pasado en realidad, quién le había
golpeado, pero no respondía. Y en un momento dado, la furia de Tommy
fue visible para todos.
—Robert, por favor —le pidió Anna, con lágrimas en los ojos que no quería
derramar.
La rabia de Robert era evidente, esa misma que emanaba de Connor, que
seguía a mi lado. Me acerqué a Anna, la rodeé con mis brazos y con una
sola mirada que le dediqué a Robert, fue suficiente para que soltara a su
hermano.
—Soy el tío que te partirá la cara de niño bonito que tienes, si alguna vez en
tu vida se te ocurre ponerle una mano encima a tu hermana —sentenció
Robert.
—Me voy a casa, no hagas ruido cuando llegues —le dijo a Anna, sin ni
siquiera mirarla.
Ella sollozó entre mis brazos, le froté la espalda y besé su frente antes de
separarnos.
—Él no era así, Erika —dijo entre lágrimas—. No era así. ¿Qué le han
hecho a mi niño?
—No lo sé, cielo, pero dime una cosa, ¿alguna vez él…?
—No, esta es la primera —me cortó, y solté el aire de alivio—. Nunca nos
había levantado la mano ni a mamá, ni a mí, no sé por qué lo ha hecho.
—Descansa, ¿vale?
Anna asintió y fue hacia la zona de entrada donde no tardé en ver que
llegaba un taxi a recogerla.
Allí mismo me despedí de los chicos, quienes se ofrecieron a llevarme a
casa, pero rechacé su oferta amablemente.
Cogí un taxi que en ese momento dejaba a un hombre que salía apresurado
hacia la puerta de urgencias, y durante el camino a casa pensé en Tommy.
En esos cuatro años había cambiado tanto, que en el rostro del joven que
tenía delante no vi nada de aquel niño de trece años que sonreía incluso a
pesar del estado de su madre, solo para que ella viera que estaba bien.
No podía ser, debía estar bromeando, tal vez incluso me tomaba el pelo,
quizás sí lo encontró y supo de algún modo que era mío, pero ahora que
volvíamos a vernos, solo quería molestarme con eso.
Fuera como fuese, tenía que saber si realmente tenía esa prenda de ropa que
había perdido años atrás.
Connor: ¿Quieres que hablemos de ello? Bien, pero no será ahora. Todo a
su debido tiempo.
¿A su debido tiempo? ¿En serio? ¿Cuánto se suponía que debía esperar para
hablar de mi sujetador?
Dijo que quería repetir tras el día que pasamos el sábado anterior con su
primo y Robert.
Ayudé a Kiara en la cocina para llevar la comida a la mesa, y cada vez que
salía de nuevo al jardín, ahí estaba la mirada de Connor puesta sobre mí.
—¿Lleváis pistola?
—Claro que llevamos, colega —Robert sonrió—. Pero solo la usamos en
casos estrictamente necesarios.
—¿Qué, cielo? —preguntó ella, con una leve sonrisa, mientras le pasaba la
mano por el cabello.
—Pues ya sabes, tienes que comer mucho y estudiar para ser como ellos.
—Claro, estás más pendiente del móvil que de lo que te rodea —dijo Anna
—. ¿A quién escribes tanto? Porque te has pasado la cena con el teléfono en
la mano.
—¿Un chico? —curioseó Kiara, mientras subía y bajaba las cejas con una
sonrisa de lo más pícara en los labios.
—Lo conocí cuando llevó a Erika al hospital el día que mi madre… —se
quedó callada, suspiró y guardó el móvil— Me pidió el teléfono, dijo que
para preguntarme en unos días cómo estaba, y se lo di —se encogió de
hombros—. Hemos hablado cada día, se interesa por cómo lo llevamos
David y yo.
—Invítalo —propuso Kiara—, dile que venga a tomar una copa, quiero
conocerlo.
—Venga, dile que venga, a Anna y a mí nos conoce, así que no se sentirá
como un extraño —la animé.
—Me ha pedido la dirección —dijo y las tres sonreímos cuando nos miró.
—Lo siento, no sabía que estaba ocupado —dijo con un pie en el cuarto de
baño y el otro aún en el pasillo.
Dios mío, estaba pasando de nuevo, mi mente iba por libre y me llevaba
hasta ese pecaminoso pensamiento.
—No.
—¿Qué sientes cuando estás conmigo? —esa vez pasó la punta de su lengua
por la sensible piel mientras yo cerraba los ojos, dejándome llevar.
Connor me hizo girar entre sus brazos, abrí los ojos y entre la neblina de
deseo que los cubría, pude ver su mirada azul oscurecerse por el deseo.
Me mordí el labio de manera instintiva cuando mis ojos se posaron en sus
labios. ¿Cómo serían sus besos? ¿Suaves? ¿Salvajes? ¿Sensuales?
¿Ardientes?
Nos devoramos sin querer detenernos, sus manos se deslizaban por debajo
de mi camiseta acariciándome los costados, llegando a la espalda y
atrayéndome aún más hacia él.
Connor abandonó mis labios y fue directo al cuello, ese que besó, lamió y
mordisqueó mientras yo gemía rezando para que no nos escuchara nadie.
—Connor —murmuré su nombre mientras arqueaba la espalda, y lo
siguiente que sentí fueron sus manos desabrochando mis vaqueros.
Introdujo una de ellas por mi braguita y deslizó el dedo lentamente por mis
húmedos pliegues.
Lo miré una vez se hubo apartado y el deseo seguía ahí, en sus ojos, en su
mirada, y yo sentía una extraña familiaridad con lo que acababa de ocurrir.
—¿Qué hemos…?
—Creí que te habías colado por la taza —rio mi cuñada cuando asomó la
cabeza, mientras yo me lavaba las manos.
—Lo siento, es que creo que no me sentó bien algo que comí a mediodía —
mentí.
—¿Estás bien? —Frunció el ceño y cuando vi que iba a entrar y cerrar la
puerta, me apresuré a ir hasta ella.
—Sí, sí, solo me he refrescado la cara para estar un poco mejor. Volvamos
con los demás, que Isaac no tardará en llegar.
Cuando cogí la puerta para cerrarla, noté la mano de Connor sobre ella, y la
dejé allí apenas unos segundos. Al cerrar, miré por encima del hombro y él
estaba sonriendo de medio lado.
Salió casi a la vez que nosotras, por lo que cuando Isaac me abrazó con esa
familiaridad que le caracterizaba, no me pasó desapercibido el modo en el
que Connor nos miraba. Tenía la mandíbula apretada y el ceño fruncido.
—Está aquí por Astrid —cuando murmuré aquello, sus ojos se centraron en
los míos y la rabia dio paso a la sorpresa y a lo que podría ser, ¿alivio? No
estaba segura.
Bajé del coche tras coger el bolso y las llaves, que le entregué a él para que
pudiera atender a los de la grúa cuando llamara por la mañana, y subimos al
que había alquilado cuando llegó a Santa Mónica.
En el camino ninguno dijo nada, hasta que pasamos por la zona de la playa
y vi que Connor se hacía a un lado de la carretera para aparcar.
Connor sonrió y me miró por el rabillo del ojo, pensé que se quedaría
callado, pero no, empezó a contarme todo.
—Pues… que en algún momento las dos acabamos tan cansadas de que se
nos clavara el sujetador por todas partes, que a ella se le ocurrió la genial
idea de quitárnoslos, me lo arrebató de las manos y los lanzó quién sabe
dónde —me encogí de hombros.
—Dónde, puedo decírtelo yo. Detrás de unos setos en los que me
encontraba hablando por teléfono.
—¿Qué?
—Ay, Dios mío, qué vergüenza —me cubrí el rostro con ambas manos.
No podía recordar nada tras lo del sujetador, era cierto que había bebido
más de lo que debería, pero un hermano no se casa todos los días, ¿cierto?
—Sí, pensé que en algún momento llamarías, que lo que pasó fue tan
excitante para ti como para mí —sonrió—. No he venido a ver a mi prima
en estos años porque he estado trabajando mucho, incluso me infiltraron
durante un tiempo demasiado largo en un caso. Pero ahora que podía venir,
vi que era mi oportunidad de devolverte lo que perdiste aquella noche.
Todo, absolutamente todo. Los besos, las caricias, el modo en que liberó
mis pechos del vestido y los lamió y besó, cómo me tocaba las piernas hasta
alcanzar mi zona íntima, en la que se detuvo tras varios minutos
excitándome.
Tan solo asentí, no sabía qué más podía hacer así que… Regresamos al
coche, sin soltar la mano del otro, y me llevó a casa en silencio.
Mirando hacia atrás, ahora entendía por qué no había sentido apenas nada
con mis ex, ni el deseo irrefrenable que me invadía cuando estaba con
Connor, ni el modo en que mi cuerpo reaccionaba y se erizaba, o cómo me
entregaba a pesar de apenas conocerlo.
Cuando miré por encima del hombro una vez llegué a la puerta, Connor se
despidió con la mano y puso el coche en marcha.
Llegué ese viernes noche al bar donde había quedado para cenar con las
chicas a las nueve y diez, veinte minutos antes de la hora.
Ocho años, habían pasado ocho años, y en todo ese tiempo nunca recordé lo
que ocurrió entre nosotros, hasta el momento en el que lo tuve pegado a mi
cuerpo mientras me acariciaba y esos recuerdos asaltaron mi mente.
—¿Qué miras con tanta atención? —la voz de Astrid me hizo volver al
presente.
—Sigue diciéndote que quiere ser policía, ¿me equivoco? —Arqueé la ceja
mirando a Astrid.
—Pues ya estamos todas, llena las copas, Erika —me pidió Kiara, y me
eché a reír.
Astrid cogió la carta y, a pesar de que nos sabíamos las raciones y platos
que ofrecían de memoria, como siempre fue haciendo diferentes
sugerencias, igual que nosotras tres, y acabamos pidiendo varios platos
surtidos que serían servidos en el centro de la mesa para compartir.
—Es un encanto con David, y eso que pensé que no lo sería —dijo
llevándose un trozo de pollo a la boca.
—Tengo estrías, Anna, las caderas más anchas que cuando era una joven de
veinte años, me ha quedado un poquito de barriga que aún arrastro del
embarazado y no consigo quitármela, ni haciendo ejercicio.
—Eso son excusas que te das a ti misma. Siempre ha sido así, Astrid —le
dije.
Entendía a Astrid, desde que supimos que estaba embarazada, su vida había
girado en torno a esa pequeña personita que crecía dentro de su vientre.
Pero también merecía darse el gusto de conocer a alguien que realmente
mereciera la pena y antepusiera su felicidad y la del niño a cualquier otra
cosa.
—Qué quieres que haga, cariño, ¿lloro? Es que me he quedado sin palabras.
—Sí, siempre se interesaba por saber cómo estabas, y ahora entiendo por
qué —sonrió—. Se ha pasado los últimos ocho años esperando que hicieras
esa llamada para dar el paso.
—Y probablemente pensara que no estaba interesada, y por eso habrá
estado con muchas otras mujeres —dejé caer.
Regresé a casa mientras volvía a debatir conmigo misma, entre si era buena
idea escribir a Connor y preguntarle, o no hacerlo.
Pedí comida china para cenar y vi una película antes de que el sueño y el
cansancio del día me invadieran, lo que me llevó a un descanso que, sin
darme cuenta, se había prolongado hasta las diez de la mañana de ese
domingo.
—Bien, muy bien. Ayer salí con unas amigas de mi club de lectura, fuimos
a cenar y acabamos la noche en el bingo. ¿Te puedes creer que gané y me
traje a casa mil dólares?
—Sí, me van a servir para renovar algunas cosas del apartamento que piden
una jubilación. Muchas son incluso más viejas que yo —rio.
—¿Aún lo extrañas?
Erika: ¿Así que soy el segundo plato? Muy feo eso, señor inspector, muy
feo. Como su amigo lo deja tirado, piensa que yo querré ir a la playa
aceptando esas migajas. No me conoce en absoluto.
No tardó en contestar, pero lo hizo con una llamada de teléfono.
—¿Sí? —pregunté.
—No eres mi segundo plato, pequeña, siempre querré que seas el primero,
el segundo, y el postre. Y la copa de después.
—Y debo admitir que lo de Robert era una excusa, muy pobre al parecer —
suspiró—. Realmente me apetecía ir contigo, pero no sabía si decírtelo
directamente sería un poco… ya sabes, invasivo por mi parte.
—Cierto, me acabo de dar una bofetada mental —dijo y reí aún con más
ganas—. ¿Qué me dices? ¿Te apetece ir a la playa?
—Me apetece.
—Querida, esa sonrisa y el brillo de tus ojos, dicen que es algo más que eso.
Pero, si los jóvenes de hoy en día os etiquetáis tan solo de conocidos, por
mí, bien. Diviértete.
Recogí la mesa, llevé todo a la cocina para lavarlo, y fui a darme una ducha
rápida antes de prepararme para ir a la playa con Connor.
No esperaba que me invitara a pasar el día con él, si era sincera conmigo
misma, por lo que aquello me había cogido tan de sorpresa, que aún seguía
como en una nube.
Realmente no era nada del otro mundo, tan solo ir con un nuevo amigo a la
playa. Solo que, ¿alguien se besaba con sus nuevos amigos, o se corría
como una loca en su mano? No, ¿verdad? Pues yo lo hice.
Suspiré, me puse un bikini rosa que me encantaba, unos shorts vaqueros con
camiseta de tirantes y las deportivas, y tras guardar en mi bolsa de playa la
cartera y el móvil, me puse las gafas de sol y bajé a esperar a Connor en la
calle.
Besarme, sí, un beso en los labios rápido y breve que me dejó con cara de
tonta por la sorpresa, estaba segura.
Connor sonrió y eso fue demasiado para mí, para mis hormonas y mi
imaginación, esa que desde el jueves me hacía vernos una y otra y vez en
ese lavabo, dando rienda suelta a la pasión y el deseo, solo que en vez de
quedarnos en unos pocos besos o en un orgasmo provocado por sus manos,
acabábamos la faena y por la puerta grande.
Cuando llegamos, aparcó cerca de la parte por donde se accedía a una de las
zonas menos concurridas de la playa, sacó su bolsa del maletero y no dudó
en entrelazar nuestras manos para llevarme hasta allí.
Nos descalzamos en cuanto pusimos un pie en la arena y acabamos en una
zona más apartada del resto de bañistas que había esa mañana.
Tras extender las toallas, se quitó la camiseta y me perdí entre tanto
músculo.
Esa perfecta V que se formaba en sus caderas, sin un solo vello en aquel
torso escultural. Por el amor de Dios, tenía que dejar de mirarlo o pensaría
que me lo estaba comiendo con los ojos.
Pero él sí me miraba, lo podía notar sin siquiera tener un ojo puesto en él.
Allá por donde estaba segura que pasaban sus ojos mientras me observaba
detenidamente, se me erizaba la piel como si fueran las yemas de sus dedos
las que se deslizaban por ella.
Cogí el bote de crema protectora para tener algo con lo que entretenerme,
me puse un poco en la mano y comencé a extenderla por mis brazos, el
torso, el vientre y las piernas. Y entonces…
—¿Quieres que te ponga en la espalda? Creo estar cien por cien seguro de
que ahí, no llegas —dijo con la voz ronca.
Tragué con fuerza, lo miré y el brillo de sus ojos lanzó una llamarada de
excitación al centro de mi placer, haciendo que mi clítoris palpitara.
¿Protesté? ¿Me quejé de algún modo? ¿Le pedí que abandonara su idea de
llevar esas manos aún más adentro?
No. No. Y nuevamente, no.
—Debo decirte que no soy una de esas chicas que tienen sexo en la primera
cita.
—Pequeña, lo que tenga que pasar entre nosotros, pasará porque los dos
queramos, jamás te obligaré a hacer nada que no quieras. Y, por otro lado,
es la tercera vez que te excito, la segunda que consigo que te corras, y
ninguna de esas veces estábamos realmente en una cita. Por lo que, si esta
lo fuera, sería algo así como… ¿la cuarta? —Entrecerró los ojos.
—¿Y qué significaría si esto fuera una cuarta cita para nosotros?
—Pero habrás estado con otras mujeres —lo dije de tal modo que esperaba
que no pensara que era un reproche, yo ni siquiera recordaba lo que ocurrió
entre nosotros y había salido con otros chicos.
Había aplazado las vacaciones para poder cogerlas con Anna e ir juntas a
algún sitio, y John no nos puso ningún problema, así que no tendría
descanso hasta el mes siguiente.
—¿Quieres subir? —pregunté con timidez, temiendo que dijera que no,
pero Connor sonrió.
Sonrió de un modo que bien podría parecer que había estado esperando esa
pregunta todo el día.
Y por el brillo de sus ojos y el hambre de mí, que me pareció ver en ellos,
supe que estaba a punto de convertirme en Caperucita roja, y él, sería el
lobo feroz que planeaba comerme entera.
Capítulo 16
Entre su fuerza y que medía metro noventa, en sus brazos yo era apenas una
leve pluma de pajarillo.
La dejó caer en algún lugar del suelo y volvió a asaltar mis labios mientras
sus manos se deslizaban por mis costados y subiendo hacia mi espalda,
donde no dudó en deshacer el nudo con el que se mantenía abrochado el
sujetador del bikini. En cuanto lo consiguió, también se deshizo de él.
Observó mis pechos con deleite, los cubrió con sus grandes manos y
masajeó unos instantes, para después pellizcarme los pezones y tirar de
ellos haciéndome gemir con cada nuevo tirón.
Pero no porque sintiera dolor, sino por el placer que, para mi sorpresa, ese
gesto había lanzado a mi centro.
Repitió el mismo patrón con el otro pezón, y cuando arqueé la ceja lo noté
reír sobre mi seno, ese que no dudó en llevarse a la boca y lamer, succionar
y degustar a placer.
Me sentí tan expuesta en ese momento, que intenté cerrar las piernas, pero
no me lo permitió, dado que aún seguía colocado entre ellas.
Sus labios se unieron a los míos en un beso más tierno de lo que pensé que
podría ser, y deslizó su mano por mi mejilla, bajando por el costado hasta la
cadera y la nalga. Rodeó el muslo con el brazo y me hizo levantar la pierna
para rodearle con ella por la cintura.
Poco después abandonó mis labios para dejar un camino de besos que iba
desde ellos, pasando por el cuello, deteniéndose en ambos pechos y
pezones, jugando con ellos entre sus dientes y con la lengua, hasta alcanzar
mi pubis.
Jadeante, con el pecho subiendo y bajando con fuerza por el momento que
acababa de vivir, los ojos cerrados y el cuerpo laxo sobre mi cama, sentí los
labios de Connor subiendo por mi cuerpo dejando pequeños y suaves besos
mientras notaba cómo se desabrochaba las bermudas con una sola mano. No
tardé en ser consciente de que se había bajado la ropa cuando la suave y
húmeda punta de su erección chocó con la parte interna de mi muslo.
Abrí los ojos y lo observé entre la neblina del orgasmo que aún los cubría,
eché un vistazo rápido y vi aquellas brillantes gotas de líquido preseminal
en su erección que me llamaban.
—Tus deseos, son los míos, pequeña —dijo antes de penetrarme con fuerza
de una sola embestida.
Grité al notarlo completamente dentro de mí, llenándome tan
profundamente como nunca nadie lo había hecho.
Liberó mis muñecas y me rodeó con un brazo por la cintura mientras con el
otro elevaba ligeramente mis caderas. Llevé los míos, aún débiles por haber
estado levantados tanto tiempo, alrededor de su cuello y jugué con su
cabello castaño entre los dedos.
Sin duda alguna, aquel había sido el encuentro sexual más intenso que había
tenido en mi vida.
Mientras recobrábamos el aliento, Connor permaneció sobre mi pecho y
aún dentro de mi cuerpo, me acariciaba el costado y me besaba el hombro,
mientras yo pasaba las manos por su sudorosa espalda con los ojos
cerrados.
¿De verdad eso acababa de pasar? ¿De verdad me había acostado con un
hombre al que prácticamente acababa de conocer hacía unos días?
Pero no era eso lo que debería resultarme extraño, era una mujer adulta y
libre que podía hacer lo que quisiera.
Sí, tal vez debería hacerlo, pero yo no quería que lo hiciera. Lo miré cuando
se apartó, me colocó un mechón de cabello tras la oreja y se inclinó para
besarme.
—¿Estás segura?
—Sí —asentí y él sonrió antes de volver a besarme.
Pero entonces recordaba que ocho años atrás, por algún motivo que aún
desconocía, besé a ese hombre y dejé que me besara, que me tocara y casi
me hiciera suya en un cuarto de baño.
Suspiré, noté que Connor me abrazaba con más fuerza, y entrelacé nuestras
manos sobre mi vientre. Poco después, por fin Morfeo me acogió en su
mundo de sueños.
Capítulo 17
El olor a café recién hecho y pan caliente hizo que mi estómago rugiera de
hambre.
Aún estaba en la cama, con los ojos cerrados y sin querer salir de ella, pero
debía hacerlo, era lunes y tocaba ir al trabajo.
Y qué espalda, con los hombros anchos y todos esos músculos que se
marcaban con cada uno de sus movimientos. Ahora que lo tenía ante mí,
distraído y sin que se diera cuenta, podía fijarme mucho mejor en su trasero.
—Sí, lo hacías —sonrió de medio lado mientras me miraba por encima del
hombro.
Coloqué ambas manos sobre las suyas en mi vientre, y dejé que nos meciera
poco a poco.
—No tenías que haberte molestado con esto —dije mirando la mesa.
—No ha sido una molestia, pequeña, quería hacerlo —me besó la cabeza
antes de sentarnos a la mesa—. Por cierto, ¿esa es mi camiseta? —sonrió de
medio lado, arqueando la ceja.
—¿En serio? No me había dado cuenta —volteé los ojos mientras cogía una
tostada.
Desayunamos en silencio, pero ninguno dejó de mirar al otro cada vez que
tenía la oportunidad.
Recién levantado y con el pelo ligeramente alborotado, Connor estaba igual
de atractivo que siempre. Y no parecía incomodarle en absoluto el hecho de
llevar únicamente el bañador puesto.
Di un vistazo al reloj para ver cuánto tiempo tenía aún para ducharme,
vestirme e ir al trabajo, y me tomé el último sorbo de café mientras me
levantaba.
—En una hora y diez minutos —dije, llevando todo a la cocina para meterlo
en el lavavajillas.
—¡Oye! —reí.
Jadeaba sin parar, agarrada a la mesa con todas mis fuerzas, y cuando me
penetró con dos dedos llevé mis manos sobre sus anchos y musculosos
hombros.
Llegamos al cuarto de baño, abrió el grifo del agua hasta que estuvo a una
temperatura fácil de soportar para los dos, y tras pegarme a la pared
mientras el agua nos cubría a ambos, comenzó a moverse y penetrarme
rápido y con fuerza.
¿Qué nos había pasado en apenas unos días? No era normal en mí, que me
lanzara a los brazos de un hombre y a tener sexo con él, así, tan pronto.
Pero con él se sentía diferente, y ahora que sabía que mis visiones de días
atrás no eran solo imaginaciones, sino que habían ocurrido de verdad años
atrás, entendía esa conexión que había entre nosotros.
—¿Eh?
—Pues…
—No me lo digas, seguro que tienen sede en Irlanda —rio la muy cabrita—.
Oh, sí. Te has acostado con el inspector.
—Te lo he dicho, esas tres cosas que hacía mucho que no te veía te han
delatado.
—Mujer, serías una espía grandiosa para la CIA —volteé los ojos mientras
caminaba hacia mi puesto.
—Habla con tu inspector, a ver si me pueden dar un puesto en su comisaría
—seguía riéndose.
—¿Por qué no se lo preguntas al tuyo? —La miré por encima del hombro—
Estoy segura de que le encantaría tenerte trabajando cerquita de él.
—Yo también te quiero —le tiré un beso y ella empezó a negar con leves y
sutiles movimientos de cabeza de un lado a otro.
Esa tarde de miércoles, mientras volvía a casa después de una jornada que
me había parecido interminable, me llamó mi cuñada.
—Hola, cuñada.
—No, voy de vuelta a casa, por fin. Hoy me he recorrido Santa Mónica y
mis pies piden a gritos que me quede descalza por la casa.
—Te llamaba para que vinieras a cenar, aquí puedes ir descalza si quieres
—rio.
—Sí, adiós.
Cuando llegué me quité los zapatos nada más traspasar la puerta y suspiré
de alivio. Me encantaban mis tacones, pero cuando caminaba tanto, acababa
siendo incómodo.
—Sí, señorita Erika. La señora Emilia se fue el lunes por la tarde de viaje,
dijo que iba a Los Ángeles a visitar a una antigua amiga, al parecer se ha
quedado viuda recientemente.
—Oh, vaya. Menos mal, pensé que le había ocurrido algo. Gracias, señor
Richmond —sonreí, me devolvió el gesto, y regresé a mi apartamento.
Guardé el móvil en el bolso, cogí las llaves del coche, y me marché para ir a
casa de mi hermano y mi cuñada.
Estaba un poco nerviosa, iba a ser la primera vez que vería a Connor
después de nuestros dos encuentros sexuales, y nuestra familia estaría
delante, por lo que no sabía cómo actuar con él.
Habíamos hablado por mensaje estos días, dándome las buenas noches y los
buenos días, preguntando cómo estaba, y diciendo que podía venir a casa y
darme un masaje para quitarme tensión.
Yo me reía, porque sabía en qué podría acabar un masaje con el inspector
Connor.
Connor me miraba con ese fuego en los ojos, con ese deseo de querer hacer
algo más que solo darme un breve abrazo y un beso demasiado cerca de la
comisura de mis labios.
Por eso, en cuanto me giré a su lado antes de sentarme, noté que pasaba la
mano muy despacio por mi espalda hasta detenerse en una de las nalgas.
Le di una mirada nerviosa por el rabillo del ojo y él sonrió con disimulo,
antes de apretarla y retirar la mano.
—Por supuesto, es mejor esto que andar yendo y viniendo a la cocina todo
el tiempo.
—La cena está lista, chicos —anunció Kiara, mientras dejaba los platos en
la mesa.
—Kiara, tu lasaña huele de maravilla —la voz de Robert hizo que nos
separáramos, y cuando salió y le dedicó una mirada a Connor, supe que
había hablado para hacerle saber que no estábamos solos.
—Gracias, Robert, es bueno tener un comensal con tan buen gusto —rio mi
cuñada.
De la comida pasamos a la floristería, nos dijo que estaba con los arreglos
de varias bodas y que para las dos semanas que se irían a Irlanda, tenían
varios encargos de los que se encargarían sus dos empleadas.
—¿Tienes una casa en Irlanda? —pregunté con los ojos muy abiertos.
—Erika, ¿en la web del hotel ponía que se podía cancelar gratis?
—Sí, siempre que avisaras con tiempo —respondí.
—¿En serio nos ofreces tu casa? —le preguntó a Connor, que sonrió
mientras asentía— Pues voy a cancelar la reserva ahora mismo, que aún
tengo tiempo.
—¿Tú, la conoces?
El móvil de Alfred empezó a sonar y, por su cara, supe que era un tema de
trabajo, Kiara también, y suspiró mientras se ponía en pie para recoger la
mesa.
—¿Qué?
No hablamos, no hacía falta, ella sabía que estaba allí solo para hacerle
compañía.
Mi hermano no solía llevarse el trabajo a casa, pero ese caso los traía a
todos de cabeza en la comisaría, y como dijo, el hecho de que la mayoría
fueran chicos jóvenes, era lo que peor llevaban.
—¿Estarás bien?
—No exageres, que tampoco has bebido tanto —le di un beso en la mejilla
y me levanté—. Nos vemos pronto, ¿sí?
—Vale —sonrió.
¿Cómo no iba a hacerlo? Muy despiadada e inhumana tendría que ser una
persona, para no empatizar con las víctimas y sus familiares.
Justamente como quien quiera que fuera que estaba masacrando a esa gente,
por muy corruptos y malos que fueran. Muchos de ellos no dejaban de ser
niños que crecían en un mundo de violencia porque sus padres estaban
metidos en esa vida salvaje.
Capítulo 19
—Sí, y se alegró por mí. Incluso dice que puede arreglárselas con Tommy,
esperemos que sea cierto.
—¿Ocurre algo? —Fruncí el ceño, porque ella nunca cogía esos días.
Iba a decir que esperaba que saliera todo bien, cuando sonó su móvil y la vi
fruncir el ceño.
—¿Sí? —preguntó— Sí, soy yo. ¿Quién es? —Se le abrieron los ojos y se
levantó tan rápido, que golpeó una carpeta que había junto a su café, y este
acabó vertiéndose sobre el escritorio— Sí, sí, voy para allá. Gracias.
—Y qué vida es esa, ¿eh? ¿Una en la que vas por ahí pegándote con otros
chicos como tú? ¿Una en la que acabas en urgencias o en comisaría? Eres
mejor que esto, Tommy.
Aquel chico que tanto había cambiado en unos pocos años, apretó los
dientes y los puños, y se alejó hacia la puerta.
—¡Tommy! —Anna lo llamó, pero él solo hizo un gesto con la mano como
diciendo que nos podíamos ir todos a la mierda— No sé qué más hacer con
él —murmuró.
—¿Estás bien, Anna? —le preguntó Robert, sosteniendo su barbilla con dos
dedos. Ella asintió, pero no lo miró en ningún momento.
Los chicos y los dos agentes se quedaron allí durante unos minutos sin decir
nada, hasta que ella se calmó y secó sus lágrimas.
—Él estaba con algunos de los chavales de la banda de los serbios, a juzgar
por el tatuaje que llevaban en el brazo.
—¿Cómo? —preguntaron Alfred, Connor y Robert al unísono.
—No me jodas —Alfred se pasó las manos por el cabello—. ¿Qué hace tu
hermano con esa gente, Anna?
—De las dos peores bandas de toda Santa Mónica, de esa gente hablo.
Anna abrió los ojos con temor y noté que se estremecía. Ninguno de los
presentes entendíamos que podía estar haciendo un chico como Tommy con
esa gente, pero estaba claro que no era para hacer un trabajo del instituto.
—Tengo que ir a casa —dijo Anna volviendo a secarse las mejillas—, a ver
si puedo hablar con él, que me explique algo. Lo que sea.
Conociendo a mi amiga, y con lo tímida que era, aquello era todo un gesto
de valentía por su parte. Agradecido podía estar el inspector por recibir ese
cálido beso.
Antes de irse me miró con una sonrisa, sabía que en caso de que le pasara
algo, me llamaría, por lo que asentí dándole un apretón en la mano y se fue.
Esperaba que Anna recibiera las respuestas que quería, pero sabiendo lo
mucho que había cambiado aquel niño de trece años que una vez conocí,
dudaba que le contara algo.
Capítulo 20
Me miré, sí, pero solo para comprobar que llevaba el vestido que había
elegido una hora antes. O sea, uno de lo más veraniegos, en color verde
agua, con falda de vuelo, tirante ancho y escote no muy llamativo.
—Bien, muy bien. Se ha adaptado muy rápido. Y por las tardes se queda
con nuestra vecina, así que, me va bien.
—Pues cariño, deja que pase lo que tenga que pasar, y que sea lo que tenga
que ser —le recordé.
Anna suspiró, entre las dos le contamos lo que había ocurrido el día anterior
con su hermano pequeño, y ella se quedó en shock.
—Lo siento mucho, cariño —Astrid le pasó el brazo por los hombros.
Nos pidió que lo pasáramos bien, que hiciéramos muchas fotos y se las
enviáramos.
—Vaya, vaya, así que los inspectores están coladitos por vosotras —Astrid
sonrió con picardía.
—Por no hablar, querida cuñada, de las chispas que saltan cuando estáis
juntos. ¿Ha pasado algo entre vosotros que deba saber?
—El domingo pasado me invitó a ir a la playa con él, estuvimos allí todo el
día, después lo invité a subir a casa.
—¿Y hubo una de esas noches de sexo salvaje? —preguntó elevando ambas
cejas.
—Ah, lo que viene siendo el pack, cena, sexo, desayuno, sexo —rio Astrid.
—¿Y qué tiene de malo que te acostaras con él? Puedes hacerlo, los dos
sois solteros.
—Es que, hay algo más. A ver, ¿recordáis que os dije que él tenía el
sujetador que perdí en tu boda? —pregunté, y las tres asintieron.
—No, pero intuyo que, si no te lo devuelve ahora, que él está aquí, será para
que tú vayas a recuperarlo a Manhattan —sonrió mi cuñada.
—Todavía no.
—Pues dile que sí, iremos a tomar algo con ellos —sonrió—. Mejor eso,
que pasarnos el sábado noche metidas en casa, ¿no te parece?
Anna estaba esperándome en la puerta del local, al igual que la otra vez, y
sonreí al acercarme.
—El día que estés dentro, le pongo una velita a Santa Ana —reí.
—Es guapo.
—Suficiente —reí—. Deja que te coma. Si no hay más que ver cómo te
mira.
Señalé la barra donde estaban Connor y Robert, y el segundo sonreía
mientras le daba un buen vistazo a mi amiga.
—A ver, un poquito de pudor, colega, que solo falta que la subas a la barra
y nos deis una master class.
—Mejor, mejor, porque con las miradas que os han dedicado desde que
cruzasteis esa puerta, habríais tenido un montón de espectadores. ¿Un San
Francisco, chicas?
Robert llamó a uno de los camareros, pidió nuestras bebidas y una segunda
ronda para ellos, cuando nos lo sirvió, levantó su vaso de whisky a modo de
brindis.
“La luna se escondió apenas te vio, porque tú brillas más que ella…”
Anna se reía mientras Robert le decía algo al oído, la veía negar y a él hacer
pucheros.
—Es una chica bastante tímida, suerte tiene de que el otro día, en comisaría,
fuera ella quien le diera el beso en la mejilla. Hacen buena pareja, ¿verdad?
—Ajá, pero nosotros hacemos mejor pareja —me giró entre sus brazos y
devoró mis labios con esa intensidad a la que me tenía acostumbrada.
—Tengo que saber dónde va, qué hace —respondió con los ojos vidriosos.
—Pero…
—Nada de peros —le cortó, mientras le cogía ambas mejillas entre sus
manos—. Soy inspector de policía, estoy mejor cualificado que tú para
seguir a alguien y que no lo sepa —le hizo un guiño y le dio un beso en los
labios—. Vete a casa, mañana te llamo. ¿Connor?
—Te acompaño —respondió, antes de girarse.
Regresé a casa pensando en cómo llevaría yo, toda la carga que ella
soportaba. La admiraba, con lo joven que era, Anna tenía una fuerza que
muy pocos poseían.
—¿Sí? —pregunté.
—Buenos días, preciosa —se inclinó mientras me rodeaba con el brazo por
la cintura para besarme.
Le rodeé el cuello con mis brazos y me pegué a su cuerpo tanto como pude.
No sabía bien por qué, pero necesitaba sentirlo cerca. Necesitaba que me
envolviera con el calor que desprendía, que el aroma de su perfume me
abrazara tan fuerte como él mismo lo hacía en ese momento.
Connor me cogió por las caderas, lo rodeé con las piernas por la cintura, y
sentí que caminaba por mi pequeño apartamento hasta que noté la cama
bajo mi cuerpo.
Bajó con sus labios por mi cuerpo dejando un camino de besos que me
erizaba de pies a cabeza, jugó con el borde de mi braguita mientras me
miraba, me mordisqueé el labio, a expensas de lo que sabía que iba a pasar.
Connor cogió la tela entre sus dedos y la fue retirando poco a poco. Cuando
me dejó desnuda por completo, se quitó la ropa y separó mis piernas aún
más para lamer mi centro.
Connor siguió lamiendo y penetrándome con dos dedos hasta que me hizo
gritar su nombre cuando me alcanzó el orgasmo.
Sin que pudiera recuperarme, mientras las sacudidas de ese intenso orgasmo
eran liberadas, me penetró con fuerza y devoró mis labios con un hambre
voraz.
Me rodeaba por la cintura con un brazo mientras con la mano libre jugaba
con mi clítoris, aumentando así mi excitación, llevándome de nuevo al
borde de la locura hasta que me corrí con un grito agónico.
—Es que eras una tentación demasiado irresistible llevando solo esa
camiseta —contestó besándome el cuello.
—Eso ya lo veremos —dijo con esos ojos de lobo feroz a punto de saltar
sobre la pobre Caperucita.
—Así, mucho mejor —dijo mientras deslizaba sus dedos índices por mi
torso, bajando muy lentamente hasta pasar por mis pezones, esos que se
pusieron ligeramente erectos con el contacto.
—Connor —jadeé.
—¿Y qué pasa si prefiero desayunarte a ti otra vez, pequeña? —Me miró
con los ojos de un tono azul más oscuro.
Nada quedaba de ese azul cielo de una mañana de verano despejada, el velo
del deseo los cubría por completo.
—Dime, Erika, ¿podrás impedir que te desayune una vez más? —preguntó
con ese tono ronco y sensual en su voz, ese al que yo no me podía negar, y
tampoco resistir por más que lo intentara.
—No, no puedo.
Capítulo 23
Habían sido dos días de ajetreado trabajo, preparando varias audiencias para
las empresas a quienes asesorábamos, y esa noche de martes lo que mejor
me habría sentado era un baño acompañado de una copa de vino, música
relajante y velas aromáticas por todo el cuarto de baño.
Pero tenía ducha, y no bañera, por lo que el baño pasó a ser una ducha de
veinte largos minutos bajo el agua, sin música ni velas, pero el vino me
estaba esperando en la cocina.
Hablaban de una guerra entre ellas, de mostrar cuál de las dos era más
fuerte y una vez sus fuerzas estuvieran mermadas, la que ganase esa lucha
de poderes se haría con el control de las calles.
El policía que lo detuvo por haberse peleado con otro chico, dijo algo sobre
un tatuaje que todos llevaban en el brazo, a Tommy no le había visto
ninguno, y esperaba que nunca fuera marcado de ese modo.
Alfred tenía una opinión al respecto, y era que ninguna de ellas estaba
asesinando a la otra, por lo que la policía seguía en un callejón sin salida.
—¿Qué te pasa?
—Tommy, no ha vuelto a casa —sollozó—. No sé nada de él desde ayer por
la mañana, cuando me marché al trabajo. No volvió anoche, pero pensé que
regresaría hoy, mamá dice que no le ha visto en todo el día. Lo llamo, pero
su móvil da apagado todo el tiempo.
—No llores, tranquilízate, ¿vale? —le pedí mientras me levantaba del sofá
— Robert te ha dicho que iban a vigilarlo, ¿verdad?
—Voy a llamar a Connor, ¿de acuerdo? A ver qué puede contarme, y voy
para tu casa.
—Gracias, Erika.
—Pues debió salir poco después, porque Anna dice que su madre no lo ha
visto en todo el día. Lo está llamando y tiene el móvil apagado. ¿Podríais ir
a ver si está en ese almacén?
—Dime.
—Tranquilo, lo haré.
Colgué y salí corriendo de casa, estaba tan intranquila por mi amiga y por
su hermano, que no dejaba de mover la pierna, nerviosa, mientras esperaba
que llegase el ascensor.
El camino hasta la planta baja se me hizo eterno, por lo que en cuanto subí
al coche y lo puse en marcha, pisé el acelerador hasta el límite de velocidad
máximo que me permitían las calles y carreteras hasta llegar a casa de
Anna.
—Dormida, se tomó sus pastillas con la cena, y está KO, como siempre —
sorbió la nariz y se retiró las lágrimas de las mejillas con ambas manos.
—He hablado con Connor, me ha dicho que ayer siguieron a Tommy todo
el día, y que esta mañana lo vieron entrar en casa.
—Los chicos han salido para ir al almacén a ver si está allí, en cuanto sepan
algo, Connor me llamará.
—Vale.
Pero no fue mi móvil el que rompió con el silencio que nos rodeaba, sino el
de Anna.
—¿Sí? —esperó mientras quien fuera la persona que estaba al otro lado
hablaba— ¿Está ahí? Sí, sí, enseguida voy —colgó y se puso en pie, así que
la seguí—. Era la policía, Tommy está otra vez en comisaría.
Asentí mientras sacaba el móvil del bolso para llamar a Connor, lo avisé y
dijo que nos encontraríamos allí.
—Pequeña, ¿qué sabéis? —me preguntó Connor, tras lo cual me besó en los
labios.
—Más vale que ese crío tenga una buena excusa para estar aquí otra vez —
dijo Robert, mientras mantenía a Anna pegada a su costado con un brazo
alrededor de sus hombros.
—Estaba en el callejón que hay detrás del club de los serbios. Ahí tiene una
carta bastante diversa en cuanto a servicios.
—No sabemos si estuvo dentro, pero suponemos que sí, si no, ¿cómo habría
acabado allí?
—No —respondió el otro agente—. Nos inclinamos más porque salió del
club a vomitar, había un charco de vómito reciente a su lado, y cuando
acabó, se sentó y se quedó dormido.
—Señorita, sabemos que esto es… difícil de digerir, cuando menos, pero su
hermano además tenía síntomas de haber tomado alguna droga.
—¿Por qué nos está haciendo esto? —preguntó llorando, más para sí
misma, que a modo de consulta.
—Tranquila, Anna.
Anna firmó el papel que el agente del mostrador le tendía para poder
llevarse a Tommy de allí, y la llevé a la calle para que le diera un poco el
aire.
Nos quedamos esperando a los chicos junto a mi coche, hasta que ella dijo
que quería sentarse.
Asentí y tras ver cómo subían los tres al coche de Connor, subí al mío y lo
puse en marcha para seguirlos.
Connor fue a echarle una mano y los insultos fueron dirigidos a ambos
policías.
—¿Me has seguido, hermanita? ¿Por eso sabían estos dos dónde estaba?
—No son amenazas, es la verdad. Cuando el jefe sepa que me llevaron sin
motivo alguno, rodarán cabezas.
—Tommy, esa gente está muriendo, alguien los está liquidando uno a uno
—dijo Robert—. ¿Quieres acabar en una puta caja de pino?
—Alguien no, poli, los colombianos. Esos son los que se están cargando a
nuestros hermanos. A veces van a por los más jóvenes porque quieren
acabar con todo el futuro linaje.
—¿Y tú quieres que ese sea tu final, Tommy? —interrogó Anna— ¿Quieres
que un día la policía vaya a casa y le digan a mamá que tendrá que enterrar
a su hijo?
—La vieja no se entera de nada, la mayor parte del tiempo está en sus
mundos de sueños por los somníferos. Desde que el viejo se largó, no nos
ha cuidado una mierda.
—¿Papá? No me hagas reír. El viejo se largó, nos abandonó, sin mirar atrás,
sin una puta llamada. ¿Crees que le importamos una mierda? No, hermanita,
no le importamos lo más mínimo.
—Por favor, Tommy, no vuelvas con esa gente —le pidió Anna—. Tú no
eres así.
—Como no soy, es como ese al que sigues llamando padre. No pienso ser
un fracasado como lo era él, y el día que tenga familia, no los dejaré tirados,
cuidaré de mi mujer y mis hijos, daré la vida por ellos. Me largo —dijo
tirando la toalla con rabia al suelo.
Ninguno de los dos dijo una sola palabra, nos limitamos a quedarnos allí en
silencio hasta que un par de horas después vimos salir a Anna y Robert, él
la abrazaba y la miraba con algo que podría ser amor. Al menos así me lo
parecía.
—Sí, vamos.
—No soy así, lo sabes, pero necesitaba olvidar tantas cosas… —murmuró.
—No tienes que justificar lo que has hecho, los dos queríais, puedes
creerme cuando te digo que saltan chispas cuando estáis juntos.
—Se ha ido de casa —dijo Anna con una nota en la mano—. Solo dice: “no
me busquéis”, y se ha llevado algunas cosas de valor, imagino que para
venderlas.
Anna empezó a llorar, la abracé y lo único que decía, una y otra vez, era lo
mismo.
Anna: Robert me ha dicho que vas a salir con Connor, disfruta de tu cita.
Sí, esa era oficialmente una cita, no había duda, así que noté cómo mis
labios se convertían en una sonrisa de adolescente a punto de ver a su
novio. Solo que no éramos novios.
Erika: Lo haré, y tomaré una copa de vino a tu salud. ¿Vas a salir con
Robert? Deberías hacerlo, en vez de quedarte en casa dando vueltas a la
cabeza mientras ves una mala película, y tu madre duerme en la habitación
de al lado.
—Gracias.
Era rojo, con una ligera falda que ondeaba en el aire con cada movimiento,
tirante ancho y escote en v.
Nos llevaron a una mesa en la terraza del acantilado, y tras tomar nota de lo
que tomaríamos, una camarera nos trajo el vino y sirvió nuestras copas.
—Es que son una maravilla. ¿Me haces una foto? —pedí sonriendo.
—Sí —sonrió—. Así, cuando quiera verte y no pueda, me bastará con echar
un vistazo al móvil.
—Estás loco.
—Puede que seas la razón de esa locura repentina —rio.
Descubrí que, en cuanto al cine, teníamos gustos parecidos. A los dos nos
gustaban las películas de terror, y también las de aventura. En la música, en
cambio, chocamos un poco. Connor era más fanático del pop rock, mientras
que a mí el rock, no me gustaba.
—El estofado de ternera que preparaba mi madre, por desgracia hace años
que no lo como —dijo tras dar un sorbo a su copa—. ¿Y el tuyo?
—Cualquier cosa que prepare Kiara —reí—. Teniendo en cuenta que desde
que mi hermano se hizo cargo de mí, me volví una asidua a los tazones de
cereales con leche, y cualquier cosa precocinada que pudiera calentarse en
el microondas. Alfred intentó cocinar comida decente una vez, pero
acabamos pidiendo pizza para cenar.
—En defensa de tu hermano diré, que los envases de comida precocinada
son un invento perfecto para quienes acaban de independizarse. Incluso
para gente como yo que apenas tiene tiempo de cocinar.
—Eh... ¿sí?
—Espero que seas rápida comiendo el postre, porque de aquí vamos
directos a tu apartamento.
Sonreí y noté que me estremecí de pies a cabeza ante su mirada, esa con la
que parecía comerme.
Las saqué del bolso, se las entregué, y me apartó de la pared para quedarse
junto a la puerta esperando a que el timbre que anunciaba nuestra planta,
sonara.
—Sabe que vamos a hacer algo más que tomar una copa —dijo Connor, con
una voz de lo más risueña.
—¡No! ¿En serio? No me había dado cuenta —volteé los ojos al tiempo que
le quitaba las llaves de la mano y me giraba para ir a mi apartamento.
Se lanzó a por mis labios, esos que devoró sin temor alguno, me quitó el
vestido, se deshizo del sujetador y la braguita, y cuando hubo quitado
también mis sandalias de tacón negro, comenzó a desnudarse.
Cuando vi que llevaba una de sus manos a la enorme y gruesa erección que
había dejado libre, tragué con fuerza sabiendo que pronto me llenaría con
ella.
Connor comenzó a tocarse sin apartar los ojos de mí, y con voz ronca,
varonil y sensual a la par que autoritaria, me pidió que me tocara.
Deslicé las manos lentamente por mi torso, bajando por los pechos. Los
masajeé, jugué con los pezones y gemí al tirar de ellos, de los dos a la vez,
mientras cerraba las piernas y apretaba los muslos buscando un leve alivio a
la necesidad que sentía en mi sexo al tiempo que arqueaba la espalda.
Continué bajando las manos en una lenta caricia, pasé ambas por mi vientre
y cuando llegué al centro de mi placer, yo misma me separé las piernas con
una en cada muslo mientras mis ojos seguían fijos en los suyos.
El azul de los ojos de Connor brillaba y se oscurecía a cada segundo que
pasaba mientras mis manos se movían por mis muslos, despacio, regresando
a mi sexo, donde comencé a deslizar el dedo entre la humedad de los labios
vaginales.
No era la primera vez que me tocaba ni mucho menos, pero sí que lo hacía
delante de un hombre, y no de cualquier hombre. Delante de Connor, quien
mi cuerpo supo reconocer a pesar de los años que hacía que sus manos y sus
labios estuvieron sobre mí.
Sus jadeos se mezclaban con los míos, y fue entonces cuando me pidió que
fuera más rápido, quería ver cómo me hacía correr a mí misma mientras nos
mirábamos.
Incluyó un par de dedos con los que me penetraba rápido y con fuerza, esos
que alternaba con su propia lengua, y me llevó de nuevo al orgasmo en
apenas unos minutos.
—Ajá.
Se lanzó a mis labios y volvió a jugar con mi sexo entre sus dedos.
Intuía que aquella iba a ser una noche larga, de esas que, por más que una
quisiera, no podría olvidar ni en mil vidas.
Capítulo 26
Me llevó a la ducha donde lo hicimos una vez más, como si las tres veces
de la noche anterior no hubieran sido suficientes para él, y tras la ducha
desayunamos y nos preparamos para ir a casa de mi hermano.
Le dije a Kiara el viernes que iría a comer con ellos y Connor aprovechó
para quedarse conmigo a dormir.
—Sí, cree que sigo siendo pura y así seré hasta que me case —volteé los
ojos.
—A mi hermano hay casos que le afectan más que otros. Uno de los chicos
que encontraron muerto, no sé de cuál de las dos bandas, dijo que apenas
tenía quince años. Era un niño, Connor, un niño con toda la vida por delante
que tal vez habría sido médico, abogado, o puede que incluso policía.
—Así que has pasado la noche en algún hotel con una chica, cómo se nota
que estás de vacaciones —mi hermano volteó los ojos mientras iba a la
cocina, de donde venía un delicioso olor a carne asada.
—Feroz —rio Connor, mirándome por el rabillo del ojo—. Fue una noche,
feroz.
—Eso es raro —fruncí el ceño y saqué el móvil del bolso para llamar a
Anna.
—Hola, Erika.
—Bueno, Robert nos ha dicho que te fuiste del hotel donde pasasteis la
noche sin decirle nada. Y que no le respondes sus llamadas.
—Tuve que irme, mi madre me llamó asustada, se despertó con una especie
de mal sueño, no encontraba sus pastillas y es que se le acabaron ayer, por
eso no las tomó para dormir anoche. Fui a casa, le preparé un té, la ayudé
con el baño y fui a la farmacia por otro bote. Le di un par de ellas y se
calmó, de eso hace solo dos horas y media. Dile… Dile que lo siento, no
quería marcharme así, fue una buena noche.
—Pero lo vuestro viene de lejos ya —rio ella—. Ese hombre te echó el ojo
hace casi una década, y no te ha olvidado.
Charlé con ella un poco más, le pregunté si había tenido noticias de Tommy
y dijo que no, que seguía sin llamarlas.
—Sí, se marchó por una urgencia, dice que lo siente —le dije a Robert.
—¿Y por qué no responde? —frunció el ceño y en ese momento le llegó un
mensaje, al verlo, el ceño fruncido se le cambió por una radiante sonrisa.
—Sí —asintió.
—Yo…
—Ah, vale, que hasta este momento solo han follado —comentó mi
hermano.
—¡Alfred! —protesté.
—No tienes nada que sentir, pequeña —me dijo Connor sosteniéndome la
barbilla con dos dedos para que lo mirara—. No hemos hecho daño a nadie,
¿de acuerdo?
—No, no, no —cubrí la boca de Connor con ambas manos evitando que
siguiera hablando.
—¿Contarme qué?
—Se lo dije —respondió Connor tras apartar mis manos y evitar que
volviera a impedirle hablar—. Aquella noche se lo dije, que me había
gustado, que quería invitarla a tomar algo, incluso le di mi número de
teléfono para que me llamara cuando quisiera que nos viéramos. Pero bebió
demasiado en tu boda y perdió mi número.
Por un momento no supe qué contestar, me quedé sin habla, miré a Connor
y cuando me dedicó esa sonrisa y noté un leve apretón en mi mano, fui yo
la que sonrió.
Ni siquiera estábamos aún con el café cuando Alfred recibió una llamada,
tenían otro cuerpo esperando que le chequeara.
Connor y Robert se levantaron para ir con él, pero antes de que se marchara,
le hice una petición a mi hermano.
—Si alguna vez es Tommy a quien encuentres en esa mesa, por favor,
llámame a mí para que yo le dé la noticia a Anna.
—Espero no tener que darle nunca esa noticia a ella, cariño —se inclinó y
me dio un beso en la frente.
Cuando le dije que todo seguía igual, y que tanto nuestra amiga, como su
madre, lo estaban pasando mal por no saber nada de él, suspiró.
—Alfred no me cuenta nada —dijo mirando su taza de café—, pero sé que
esos a quienes matan, no reciben un final rápido, sino lento y agónico. Ojalá
Tommy no tenga que encontrar ese final.
—Por más que le insistieron ella y los chicos que se alejara de esa gente, no
quiso. Dice que no quiere acabar como su padre, que no era más que un
fracasado.
—Nadie sabrá nunca los motivos que pudo tener ese hombre para
marcharse y dejar a su familia atrás.
—Según Anna, su madre cree que podría haber otra mujer, pero nunca lo
confirmó realmente.
—La madre de Anna no está para enfrentar ahora una búsqueda así, después
de cuatro años. Esa pobre mujer se pasa más horas al día durmiendo para
soportar el sufrimiento, que despierta.
Después de aquella breve charla, nos tomamos el café en silencio, cada una
sumida en sus propios pensamientos.
Dudaba que lo nuestro fuera a ser tan serio como para dar el paso de
unirnos como ellos en matrimonio, pero la dejaría pensar en eso, al menos
mientras se imaginaba cómo podría ser la pedida de mano de su primo, se
mantenía distraída del trabajo que tenía que hacer mi hermano.
Tal como dijo Connor, en su profesión a veces venían cosas que, para el
resto, eran impensables ver.
Capítulo 27
Llegué al centro comercial donde había quedado con Astrid esa tarde de
miércoles, y la esperé en nuestra cafetería favorita.
Pedí un par de cafés, un batido de chocolate para David, y tres gofres para
que nos los sirvieran justo cuando llegaran ellos.
Y no tardé en verlos aparecer por uno de los pasillos, él pidiendo algo con
esa carita de no haber roto un plato en su vida, mientras Astrid seguramente
le estaría diciendo que se lo compraría si se portaba bien y prometía cenar
brócoli esa noche. Odiaba el brócoli.
Ya no era un bebé, no olía como en aquella época, pero esa colonia infantil
que Astrid y yo le comprábamos siempre, era tan cálida y reconfortante.
—Sí —volteó los ojos en un gesto tan idéntico al de su madre, que me eché
a reír.
—Hola, Erika.
—Pues es muy sencillo, decirle, que sí, que os vais de vacaciones con él. A
ver, ¿cuántas veces habéis salido a cenar o ha ido a tu casa?
—Cariño —le cogí la mano por encima de la mesa—. Las cosas no son solo
rápidas o lentas, simplemente suceden cuando tienen que suceder. ¿Qué hay
de aquel verano? —pregunté señalando disimuladamente a David con una
leve inclinación de cabeza.
—Fue más o menos así, sí.
—Pero ahora es diferente. Los dos sois más adultos que hace cinco años.
Asintió con una leve sonrisa y supe que acabaría aceptando ese viaje,
conocía a Astrid, y pocas veces la había visto sentir algo por un hombre
como la veía ahora. Se sonrojaba con solo escuchar el nombre de Isaac, por
lo que le gustaba más de lo que incluso ella llegó a imaginar.
—Vale, pero no me tienes que poner mucho —le dijo con el dedo
levantado.
—Claro que sí, si compro el coche por piezas para que tú lo montes.
—Pues ya que estamos aquí voy a aprovechar para comprar algo de ropa
para el viaje a Irlanda —comenté.
—¿Vamos a ir? —le preguntó David con los ojos muy abiertos por la
sorpresa.
—Dijo que no tenía la certeza de que fuera a aceptar, y está seguro de que
has tenido algo que ver.
—El viernes se queda en mi casa con David, quería cenar con nosotros, se
le olvidó que es noche de chicas, así que dijo que se quedaba con él y así no
tenía que ir a llevarlo y recogerlo después a casa de tu hermano.
Incluso yo acabé siendo tentada por uno blanco con topitos rosas del que
me enamoré nada más verlo, y estrenaría en la próxima comida en casa de
mi hermano.
La siguiente parada fue una tienda de ropa infantil, David salió de allí con
varias bermudas y camisetas, así como con unas deportivas que yo le regalé
a pesar de las protestas de su madre.
Era como un hijo para mí, estuve con ella durante el embarazo, el parto y
esos últimos cuatro años, así que no me iba a prohibir consentirlo un
poquito.
El resto de la tarde cargamos con varias bolsas más de ropa para nosotras,
por suerte ya había hecho limpieza en mi armario y tenía espacio para todo
aquello.
Me puse unos vaqueros, una camisa de tirante fino y los zapatos de tacón, y
cuando acabé de maquillarme estaba lista para ir a nuestra cena de chicas de
los viernes.
—Saliendo de casa, y ya lo sé, voy tarde para cenar con las chicas —resoplé
—. Pero he tenido un pequeño percance con la ducha.
—¿Qué ha pasado?
—Solo que había una fuga por el tubo de arriba, así que he tenido que
improvisar con un poco de cinta aislante.
—Vale, eso no hará mucho —rio—. Mañana me paso por allí para verlo y
arreglarte la ducha.
Subí al coche y puse rumbo a nuestro bar de encuentro, ese al que llegué
como media hora tarde, y donde encontré a mis tres amigas bebiendo vino y
riendo por alguna de sus muchas locuras.
—Hola —saludé.
—La ducha, que decidió que hoy era un buen día para estropearse —volteé
los ojos.
—¿Habéis pedido ya? —pregunté mientras cogía la copa de vino que Astrid
acababa de llenarme.
—Ajá, varias raciones.
—Si es que hoy no ha comido más que un sándwich —dijo Anna, en modo
acusatorio.
—Tenía muchos números que hacer, de hecho, creo que el sándwich en vez
de atún, estaba relleno de números —volteé los ojos.
Se echaron a reír y esa noche fue Astrid quien nos contó algunas anécdotas
de su trabajo.
Por si el tema de equivocarse con el tinte fuera poco, una de ellas había
cortado el pelo a una clienta un poco más de la cuenta, por suerte no se
enfadó al ver el bonito resultado que quedó tras peinarlo.
Otra confundió el bote de champú con un bote que era un tinte que se
aplicaba al lavar el cabello y no era permanente, pero aquella mujer de
melena rubio platino acabó con un bonito naranja calabaza, lo que conllevó
que tuvieran que lavarle el pelo seis veces para que el tinte se fuera.
—¿Qué decía? —pregunté, puesto que sabía que, si eran como nosotras,
habrían puesto alguna cosa para nada apropiada para una viuda.
—Como me sigan pasando estas cosas, acabaré con el pelo lleno de canas
—resopló mientras reía.
Pues sí, esperaba por su bien que encontrara una agencia donde sus
repartidores no cometieran esos errores, porque mucha gente podría tomarlo
bien, reírse de la confusión, pero otras no, y eso no sería bueno para el
negocio de mi cuñada, le haría perder clientes.
—No, Erika, es contigo con quien quiero hablar —respondió serio, más de
lo normal en él.
—¿Qué pasa? ¿Es Connor? —pregunté, alarmada y temiendo que me dijera
que sí.
En cuanto escuché aquello entré en pánico, miré a Anna, quien reía por
alguna cosa que acababa de decir Astrid, y sentí que se me iba a salir el
corazón del pecho por el modo tan frenético en el que había empezado a
latir.
—Tienes que decirle que venga —me pidió—. Necesitamos que nos diga si
es él.
—Alfred —respondí.
Si era él, si el cuerpo de Tommy era el que yacía inerte en la mesa del
médico forense, sería devastador para Anna, y para su madre.
Continuará…
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Sarah Rusell.