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Primera edición.

Flechazo inesperado. Trilogía Erika nº1


©Sarah Rusell
©septiembre, 2023.
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ÍNDICE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 1

Si había algo que me activaba cada mañana, además del café, era salir a
correr por la playa.

Mi rutina de los últimos ocho años era la misma, levantarme a las seis de la
mañana, salir a correr, prepararme para ir al trabajo y disfrutar del desayuno
en la pequeña y acogedora terraza mientras charlaba con mi vecina de al
lado, Emilia, una mujer de setenta años que quedó viuda hacía diez y no
tenía hijos. Decía que yo era algo así como su nieta.

Nací en Santa Mónica hace veintiocho años, y aquí seguía viviendo. Habían
pasado cuatro desde que me compré el apartamento tipo loft en la décima
planta de un edificio moderno con vistas a la playa, del que me enamoré
nada más enseñármelo el chico de la inmobiliaria.

Era justo lo que buscaba para mi independencia, salón, cocina y dormitorio


en un mismo espacio, con un cuarto de baño. No necesitaba nada más.
El sofá se convertía en cama de matrimonio, por lo que cuando Astrid, mi
mejor amiga, y su hijo David venían a cenar algún sábado a casa, se
quedaban ahí a dormir.

Astrid tenía mi edad, y desde el primer día de colegio, hace casi una
eternidad, nos hicimos mejores amigas y somos inseparables. Siempre
estamos la una para la otra, prestando ese hombro en el que llorar
acompañado de nuestro helado favorito, sabor a brownie.

Juntas habíamos pasado por mucho, el primer beso, el primer novio, la


primera ruptura. Muchas primeras veces, pero la más importante para
ambas, su embarazo.

A las dos nos pilló por sorpresa cuando cinco de las seis pruebas de
embarazo mostraban dos rayas rosas, la que no las tenía leímos que era la
menos fiable, así que nos guiamos por esos cinco positivos.

Pedimos cita con nuestra ginecóloga de toda la vida y confirmó los hechos,
un pequeño guisante crecía en su barriguita.

Pero no había padre, nunca lo habrá, de hecho, porque la historia de Astrid


con aquel joven, fue uno de esos romances de verano que no irían más allá.

La única pena que teníamos ambas, era que el pequeño David no sabría
quién, ni cómo era su padre, tan solo lo que nosotras le contáramos cuando
fuera mayor.
Que era un estudiante italiano de informática que había ido a pasar allí sus
vacaciones de verano.

—Buenos días, Erika —mi vecina me saludó en cuanto puse un pie en la


terraza.

—Buenos días, Emilia. ¿Cómo estás hoy?

—Mejor que ayer, gracias por preguntar —sonrió.

Hacía una semana que se había levantado con dolor de espalda, algo normal
teniendo en cuenta que se había pasado dos días recogiendo el apartamento,
guardando algunas cosas en cajas para llevar a la iglesia o vender y, claro,
por muy ágil que estuviera a pesar de sus años, el esfuerzo físico y coger
peso le había pasado factura.

—¿Te espera un día duro en el trabajo? —se interesó mientras llevaba su


taza de porcelana con esas preciosas flores rosas a los labios para dar un
sorbo al café.

—Eso dependerá de John —reí—. Es lo que tiene ser secretaria en una


gestoría, que puede que me pase el día sentada en mi escritorio haciendo
números o informes, o que me mande a ver a los clientes y recoger sus
papeles.

—Recuerdo mis años de secretaria —dijo con un suspiro y una sonrisa—.


El señor Stevenson, mi jefe, era un buen hombre, lástima que se casara con
aquella arpía a la que puso en la directiva de la empresa —chascó la lengua.

—Mi jefe no está casado, pero sí divorciado, por suerte su exmujer no es


una arpía.

—Mucho mejor, te lo digo yo. Hizo la vida imposible a las pobres becarias.

Y así se pasaba nuestra hora del desayuno en la terraza con vistas a la playa,
charlando del pasado, del presente y, en ocasiones, del futuro. Me encantaba
mi vecina, y atesoraba esos momentos con ella como había atesorado los
que compartí con mi madre.

Gina y Alan, mis padres, fallecieron cuando yo apenas tenía doce años y mi
hermano mayor, Alfred, veinte.

Habían salido a cenar para celebrar sus veintidós años de matrimonio, y


mientras paseaban por la calle de camino al coche, les asaltaron, un disparo
a cada uno y a pesar de llegar al hospital con vida, murieron allí a la misma
hora, uno al lado del otro.

Desde entonces Alfred se había hecho cargo de mí, ejerciendo de hermano


mayor y padre, al mismo tiempo que trabajaba en un bar de copas por la
noche y seguía con sus estudios universitarios, graduándose con honores y
consiguiendo tiempo después un puesto como médico forense en la policía,
donde aún trabajaba.
Fueron años duros para los dos, él apenas dormía, no se quejaba y pagaba a
una de sus compañeras de clase para que me cuidara mientras trabajaba,
nuestros padres no eran millonarios, pero habían ahorrado durante toda su
vida y tras los gastos propios de sus entierros y el pago de la hipoteca de la
casa en la que vivíamos, quedó algo de dinero que guardamos para
imprevistos.

Con los años conoció a Kiara, la que a día de hoy era su esposa, una
preciosa pelirroja de ojos azules cuyo padre era irlandés y su madre,
neoyorquina.

Alfred tenía veintiocho años cuando la conoció, y ella veintidós, fue amor a
primera vista y desde entonces, diez años atrás, no se habían separado.

Ella era dueña de una floristería, un local la mar de coqueto que había
montado cuando tenía veinticinco años y al estar cerca de la gestoría que le
llevaba los papeles, cuando se enteró que el dueño buscaba una secretaria,
me recomendó a mí, que acababa de perder el trabajo unas semanas antes
por cierre.

Mi hermano decidió vender la casa de nuestros padres cuando le pidió


matrimonio a Kiara, no me opuse a ello dado que era un apartamento de tres
dormitorios y apenas había privacidad.

Con su parte de la venta dio la entrada para una casa más grande, con
jardín, donde formar una familia con su nueva esposa, y me pidieron que
me fuera a vivir con ellos hasta que decidiera independizarme.
Lo hice, y de la parte que me correspondía de la venta de la casa de nuestros
padres, le di un poco de ese dinero para ayudarlo con la compra de la suya.

En un principio lo rechazó, pero insistí en que lo cogiera puesto que desde


los veinte años me había estado cuidando y no sabía cómo devolverle eso.

Tras el desayuno me despedí de mi vecina, recogí mis cosas y salí para ir un


jueves más al trabajo, es que por suerte no quedaba muy lejos de mi
apartamento.

—Buenos días, Anna —saludé a mi compañera, una simpática joven de


cabello castaño y ojos marrones, tímida a más no poder, que empezó como
becaria en la gestoría cuatro años atrás, cuando tenía veinte, un par de
meses después de que fuera contratada como secretaria del dueño, y con la
que me llevaba muy bien, éramos buenas amigas.

—Buenos días, Erika —sonrió—. John avisó de que hoy no vendría, tenía
clientes que visitar. Me ha dicho que te envió un correo para tus visitas,
también.

—Genial, me toca patearme Santa Mónica. ¡Qué divertido!

Ella se echó a reír mientras negaba con la cabeza, y en ese momento


llegaron varios de los compañeros del departamento de contabilidad a
trabajar.
Fui a mi escritorio, ese ubicado en un cubículo junto al despacho de John, y
tras encender el ordenador y comprar el correo, me hice una lista con las
visitas y las horas correspondientes para empezar la jornada.

Me dio tiempo a tomarme un café con Anna, ese no podía faltarnos ninguna
mañana, y quedamos en que al día siguiente saldríamos a cenar y tomar
algo, sabía que Astrid dejaría al niño con su madre y nos acompañaría, así
que le mandé un mensaje antes de salir de la gestoría.

De una punta a otra de Santa Mónica, recorrí todas las calles, puesto que
cada cliente estaba en una zona diferente.

Recogía papeles, notificaciones que les habían llegado, echaba un vistazo a


sus libros contables si ellos veían que tenían algún descuadre y allí mismo
resolvíamos el problema antes de que nos enviasen todas las facturas.

Según se acercaba la hora de comer, mi cuñada me envió un mensaje para


ver si comía con ella. Por norma general mi hermano no iba a casa, así que
algunas veces comíamos juntas en la cafetería que había al lado de su
floristería.

Le dije que sí, que iba de camino y que por la zona en la que estaba tardaría
una media hora en llegar, y respondió con un emoji de esos que tienen un
par de corazones por ojos, y otro de las dos manos aplaudiendo.

Me eché a reír mientras dejaba el móvil de nuevo en el bolso, Kiara solo era
cuatro años mayor que yo, pero éramos tan parecidas, que la sentía como
esa hermana que nunca tuve y siempre quise.
Capítulo 2

No era difícil encontrar a mi cuñada en la cafetería, puesto que su pelo rojo


brillante cayendo en cascada en una preciosa melena, destacaba entre los
demás.

—Hola —saludé apoyando las manos en sus hombros y dándole un beso en


la mejilla.

—Hola, cariño —sonrió.

—¿Estás bebiendo vino, tú, un jueves, a esta hora? —pregunté con ambas
cejas levantadas.

—Sí, hoy lo necesito más que nunca —suspiró.

—¿Qué ha pasado?
—Qué no ha pasado, sería la pregunta con fácil respuesta. De todo, Erika,
hoy ha pasado de todo.

Se acercó la camarera para tomarnos nota de la comida, y en cuanto


volvimos a quedarnos solas le pedí que me contara.

—Habían encargado coronas de flores para tres funerales —comenzó—. Y


la agencia que suele repartir mis pedidos, ha metido la pata hasta el fondo.

—¿Por qué?

—Las han entregado mal —suspiró—. En la de un hombre de setenta años,


casado y sin hijos, que deja una desconsolada viuda y varios sobrinos y
sobrinos nietos, ha recibido las de otra viuda y sus hijos.

—No —se me abrieron mucho los ojos.

—Sí —suspiró—. Imagina el momento en el que esa viuda lee los


mensajes: “Tus hijos no te olvidan”, “Te ama y no te olvida, Mary”.

—Dios —aquello era un drama, estaba segura, pero no pude evitar echarme
a reír.

—No es divertido, cuñada —acusó entrecerrando los ojos.


—En el fondo, sí. Piénsalo, Kiara. Esa familia ha debido estar pensando que
su tío abuelo tenía una doble vida con otra familia, y que sus hijos y su
esposa querrían parte del pastel en la herencia.

—Ay, Dios —se llevó la mano al pecho, horrorizada, pero acabó riendo a
carcajadas al igual que yo—. Entonces no quiero ni pensar en la boda,
seguramente la novia habrá dejado al novio plantado.

—¿Por qué?

—El tercer funeral, había un par de ramos de flores, y el mensaje de uno de


ellos era: “Tuya para siempre, Lucy”. Ellos han recibido un montón de
jarrones pequeños con flores que eran para las mesas del banquete de boda.

—Sin saberlo, la pobre Lucy ha roto un futuro matrimonio —volví a reír, y


ella conmigo.

—Me duele el costado —dijo poco después, tras una sesión de risoterapia
de las nuestras—. La que me ha liado la agencia, porque el repartidor es
nuevo, se le cayeron los papeles de las direcciones y las cambió de sitio en
los diferentes arreglos.

—Bueno, son cosas que pasan.

—Me he disculpado con los clientes y les he enviado un ramo de flores a


las viudas, y a la novia, espero que no me dejen malas críticas en la página,
eso sería malo para el negocio.
—Tranquila, que seguro que no hay malas críticas. ¿Quieres que eche un
vistazo?

—Sí, por favor.

Sonreí mientras sacaba el móvil del bolso, tecleé el nombre de la floristería


y entré en comentarios.

No había ni una sola mala crítica al respecto, todo lo contrario. Los clientes
que habían encargado las coronas y los jarrones con flores, decían que
nunca un malentendido por parte de la agencia encargada del reparto, había
sido tan divertido y motivo de risa en una situación de duelo. Incluso le
daban las gracias a mi cuñada por haber hecho que, en un día gris como ese,
recordaran muchas de las cosas que hacían reír a carcajadas a la persona
que despedían.

—¿En serio no hay malas críticas? —interrogó con los ojos muy abiertos.

—No, ni una sola —sonreí volviendo a guardar el móvil.

—Uf, menos mal —suspiró—. Lo malo es que ya llevo con esta dos copas
de vino.

—No es tanto, mujer, ahora pedimos agua.


Asintió y noté que se había calmado y quitado un peso de encima, no era
algo tan malo ni tan grave, y no era culpa suya sino del repartidor que había
cambiado la nota con las direcciones, pero ella se sintió mal por haber
fallado en un día como ese a cuatro familias distintas.

Preguntó qué tal había ido mi semana en el trabajo, sabía que a veces podía
ser un poco estresante, pero la verdad es que había sido una de esas
semanas tranquilas de verano.

—¿Cerraréis por vacaciones? —preguntó llevándose un poco de su


ensalada césar a la boca.

—Sí, todo el mes de julio, ya solo me quedan un par de semanas de trabajo.

—¿Y tienes pensado ir a algún sitio?

—No, me quedaré aquí. Tengo playa, locales de copas, sitios para ir a cenar,
y la casa de mi hermano, donde estará encantado de recibirme para que le
gorroneé la comida y la piscina —reí.

—Encantado no, encantadísimo. Lleva cuatro años echándote de menos, no


entiende por qué quisiste independizarte —volteó los ojos.

—Para daros privacidad, me pasé cuatro años viviendo con vosotros.

—Pero si la casa es grande, hay privacidad de sobra —protestó.


—Bueno, yo no podía llevar chicos a casa para… ya sabes.

—Eso jamás se lo pongas a tu hermano como excusa —me advirtió


señalándome con el tenedor.

—Descuida, creo que sigue pensando que soy virgen —volteé los ojos y nos
reímos.

—Cielos, sí.

—¿En serio? —una carcajada aún mayor salió de mis labios.

—Sí, no entiende que ya no eres su niñita de doce años.

—Pero si perdí la virginidad antes de acabar el instituto, un desastre, por


cierto.

—Cariño, creo que todas las primeras veces para nosotros, son un desastre.

—Desde luego, pero estoy segura que a ninguna los encontraron los padres
del chico en cuestión en pleno apogeo en su dormitorio.

—Espera, ¿lo hicisteis en la cama de sus padres?


—Sí, ellos habían salido de viaje un par de días antes y no debían haber
regresado hasta el día siguiente, se adelantaron porque la madre estaba
preocupara por su niño.

—Qué tierno —sonrió.

—Mucho, hasta que las palabras de su padre al vernos fueron —carraspeé,


para tratar de poner mi mejor tono de voz masculina—: “tú preocupada por
si no estaba comiendo, y el niño ya está por los postres”.

—Ay, Dios —rio.

—Sí, fui un postre durante medio segundo. El padre cerró la puerta y desde
el pasillo nos preguntó si nos quedaríamos a cenar cuando acabáramos.

—¿Qué hicisteis? —curioseó llevándose más ensalada a la boca.

—Ni siquiera terminamos, me vestí y salí por la ventana para irme a casa.
Menos mal que era una casa de una sola planta. Lo escuché a él decirles a
sus padres que le había arruinado la noche y que seguramente se había
quedado sin novia por su culpa.

—¿Y fue así? ¿Se quedó sin novia?

—Sí, pero no porque sus padres nos interrumpieran, es que el pobre era tan
inexperto como yo, y ese fue el principal desastre.
—Mi primera vez fue en la casa de un amigo, daba una fiesta y, claro,
puedes imaginar. Las parejas todas acarameladas buscando un momento de
intimidad por la casa. Teníamos diecisiete años, algunos dieciocho y
recuerdo que incluso había alguien que ya estaba en la universidad, en sus
primeros años, porque eran amigos o familiares del anfitrión. Entramos en
una de las habitaciones, a oscuras todo el tiempo, y cuando nos dejamos
caer en la cama, escuchamos un ronquido. Él encendió la luz y al ver allí al
abuelo de nuestro amigo, nos miramos, apagó la luz y salimos sin hacer
ruido. En cuanto estuvimos en el pasillo nos echamos a reír, y acabamos
entrando en uno de los cuartos de baño.

—¿Lo hiciste en el baño?

—Ajá, sentados en la bañera. No estuvo tan mal, la verdad —sonrió.

—Bueno, al menos a ti el abuelo no te vio desnuda —reí.

—Cierto, mi novio en aquel entonces dijo que, de haberme visto, habría


muerto de un infarto, pero muy feliz al ver a semejante preciosidad.

—Parecía encantador tu novio.

—Lo era —dijo soñadora—. Pero cambió en la universidad, tomaba


anfetaminas para mantenerse despierto en los exámenes y… Bueno, echó a
perder su carrera deportiva. Iba a ser jugador de baloncesto profesional.
—Lo lamento.

—Y yo.

Permanecimos en silencio comiendo durante al menos cinco minutos, hasta


que le sonó el móvil y se le dibujó una sonrisa en los labios, supuse que era
mi hermano, pero me equivoqué.

—¡Primo! ¿Cómo estás? —preguntó, y me evadí de la conversación, era


privada.

Sabía quién era su primo, lo conocí en la boda ocho años atrás, pero no
había vuelto a verlo. Al igual que ella, era medio irlandés, puesto que su
madre era la hermana del padre de Kiara.

Lo que recordaba de él era que trabajaba como policía en Manhattan, donde


vivía, tenía el cabello castaño y los ojos azules, y por lo que decía Kiara, se
parecía mucho a su padre, que era neoyorquino, pero apenas si le había
prestado atención. Pasé aquella boda riendo y bailando con muchos de los
compañeros y amigos de mi hermano.

—Claro, estoy deseando verte. Yo también, adiós —colgó y seguía


sonriendo.

—¿Todo bien? —pregunté.


—Sí, genial. Mi primo viene a pasar sus vacaciones aquí, preguntaba si
podíamos tener un par de habitaciones preparadas para que se queden en
casa.

—¿Viene con su familia?

—Oh, no, no está casado. Lo acompaña su mejor amigo —sonrió—. ¿Te


acuerdas de él? Lo conociste en la boda.

—Apenas, entre lo que bebí y bailé con los amigos de mi hermano, hay
algunas lagunas de vuestra boda.

—Es verdad, ¿no perdiste algo de lo que llevabas puesto? —Frunció el


ceño.

—Sí, pero no fue el zapato como la cenicienta.

—¿Qué fue?

—El sujetador —reí.

—¿Qué?

—Astrid y yo estábamos ya cansadas, y se nos clavaban los malditos aros y


los broches. Así que ella tuvo la genial idea de que nos los quitáramos. No
sé dónde acabaron cuando me cogió el mío de la mano y lo lanzó en algún
lugar de ese jardín.

—¿Por qué no sabía yo eso?

—Porque se habría enterado mi hermano, y recuerda, piensa que sigo


siendo virgen a los veintiocho.

—Cierto, habría buscado él mismo ese sujetador para que volvieras a


ponértelo —rio.

Terminamos de comer y tras el café y pagar la cuenta, nos despedimos y


regresamos al trabajo, pero antes de irme le dije que, si se animaba a salir al
día siguiente con las chicas y conmigo, no hizo falta que la convenciera,
aceptó encantada.

Kiara, al igual que Astrid y Anna, era ese tipo de persona que cuando la
necesitabas estaba ahí, y me sentía agradecida de poder contar con ellas
tres.
Capítulo 3

Tal como habíamos acordado, a las nueve estaban las chicas esperándome
en nuestro restaurante chino favorito para comenzar con nuestra noche de
viernes.

—Hola, chicas.

—Hola, cariño —mi cuñada fue la primera en darme un par de besos,


seguida por Astrid y Anna.

—¿Qué tal la semana? —preguntó mi mejor amiga.

—La mía bien —dije mientras me sentaba.

—No me puedo quejar —sonrió Anna.

—Yo, además del susto de ayer, todo perfecto.


—¿Qué susto, Kiara?

—Ay, Astrid, que me lio una, la agencia de entregas…

Y así pasamos los primeros minutos de nuestra noche de chicas, riendo a


carcajadas tal como habíamos hecho mi cuñada y yo durante la comida el
día anterior.

Lin Chu, el camarero que solía atendernos, se reía solo de vernos a nosotras,
era un encanto y siempre que veníamos, nos acababa invitado a las copas
del final.

El móvil de Anna empezó a sonar, se disculpó y salió para poder hablar en


la calle, dado que en el restaurante había algo de ruido.

—¿Cómo está David? —le pregunté a Astrid mientras me llevaba un rollito


de primavera a la boca.

—Hecho un diablillo. Ahora le ha dado por decir que de mayor quiere ser
bombero, y todo porque el otro día los vio cerca del parque donde lo llevo
porque había un pequeño incendio en una tienda. Vio todas esas sirenas y el
camión, con lo que le gustan los coches, y me ha pedido un casco de
bomberos —volteó los ojos.

—Mujer, todavía tiene cuatro años —dijo Kiara—, hasta dentro de al menos
doce, no tendrá claro lo que querrá ser de mayor.
—Igual acaba montando su propia peluquería, como su madre —sonreí.

—Pues en lo que a tijeras se refiere, apunta maneras. Casi no salgo hoy de


casa —comentó mientras cogía un poco de sushi—. ¿Recuerdas cuando
teníamos ocho años, y le corté el pelo a mi muñeca, para practicar porque
de mayor iba a ser peluquera, sí o sí? —preguntó mirándome y asentí—
Pues él no puede cortarles el pelo a las muñecas porque no tiene, pero le he
visto con la preciosa muñeca de nuestra vecina, Loreen, que es su amiguita,
unas tijeras en la mano, y diciéndole a la pobre niña que si podía cortarle el
pelo.

—Madre mía, tenemos al próximo Marco Aldani entre nosotras —rio Kiara.

—No te rías, condenada, que menuda llantina ha cogido la pobre cuando le


ha dado un trasquilón a la muñeca. Si he tenido que hacer mi magia y
ponerle un look modernito, como el de una de sus series de dibujos
favoritas.

Anna entró más seria de lo que había salido, y algo me decía que su
hermano pequeño, Tommy, era el motivo.

—¿Qué pasa, nena? —pregunté cuando la escuché suspirar.

—Nada, lo de siempre —se encogió de hombros.

—¿Otra vez tu hermano? —interrogó Kiara.


—Sí, y mi madre ya no sabe lo que hacer con él.

—Bueno, es un adolescente en pleno apogeo hormonal —comentó Astrid.

—Eso es una cosa, pero andar con quien no debe, y descuidar sus estudios,
es otra. Ha suspendido casi todas las importantes, el profesor de gimnasia
dijo que, a su clase, definitivamente no iba, y no sé qué hacer, en serio.

—Ey, tranquila —le dije cogiéndole la mano con un leve apretón—. Seguro
que es una etapa, nada más.

—No ha sido el mismo desde que nuestro padre nos abandonó hace cuatro
años, era un niño respetuoso, cariñoso, amable, simpático, estudiaba. Y la
cosa empeoró hace dos, cuando mi madre estaba en lo peor de su depresión
y pasaba de todo. Ella sigue en su mundo, las pastillas la tienen más ida que
lúcida, pero el tiempo que está lúcida, sufre por mi hermano. Por no decir
que se culpa de que yo tuviera que hacerme cargo de él. Pero no he debido
hacerlo bien.

—No se te ocurra, delante de nosotras, decir que no lo has hecho bien —


exigió Kiara, señalándola—. Has sido hermana y madre de ese chico cuatro
años, aún lo eres, y es duro tener que trabajar y sacar adelante a la familia
cuando eres tan joven.

—Habla porque mi hermano le contó nuestra historia —intervine—, así que


escúchala, es la más vieja de nosotras.
—¿Vieja? —gritó mi cuñada con los ojos muy abiertos— Por favor, qué
ofensa hacia mi persona. Soy mayor, no vieja. Ni que fuera tu vecina
Emilia.

Anna sonrió, y sabía que aquello era precisamente lo que había querido
conseguir Kiara.

—Sé que tiene que cometer errores, y aprender de ellos para no cometerlos
en un futuro, pero no me gustan esos amigos del instituto con los que va.
Por no hablar de que tiene que repetir el último curso y eso repercutirá a la
hora de ir a la universidad.

—Si es que quiere ir, porque por lo que sabemos de nuestro querido
Tommy, no es que entre en sus planes ser universitario y acabar una carrera
—comentó Astrid.

—No, la verdad es que ni mi madre ni yo creemos que vaya a ir a la


universidad. Y si sigue juntándose con esas amistades, no tendrá un buen
futuro.

—Bueno, bueno, ya cruzaremos ese puente cuando llegue el momento —


Kiara dio una palmada—. ¿Qué tal si nos vamos a mover el esqueleto un
poco?

—¿Ves por qué te llamo vieja? —reí— Nadie dice, “mover el esqueleto” ya.

—Ah, ¿no? ¿Y qué dicen?


—Mover las caderas, cuñada, suena mejor.

Lin Chu llegó en ese momento con nuestras copas y la cuenta, pagamos y
tras tomárnosla, fuimos en taxi hacia la zona de locales de moda.

Cuando salíamos para nuestra noche de chicas, ninguna cogía el coche, de


ese modo podríamos beber, sin pasarnos en demasía, y no preocuparnos de
sufrir un accidente.

Llegamos al local donde solíamos ir más a menudo, allí el ambiente era


relajado a pesar de la música alta y los cientos de personas bailando,
pedimos una ronda de San Francisco y vi a Astrid lanzarse a una mesa que
dejaban libre, antes de que otro grupo la ocupara.

Miró al chico con cara de pena y haciendo un puchero como disculpa, y él


se echó a reír.

—No le he gustado —dijo cuando llegamos.

—Seguro que sí, pero le has robado la mesa —reí.

—No pensaba quedarme de pie con estos tacones toda la noche.

—Morena, ¿bailas? —le preguntó el mismo chico a mi amiga, que nos miró
como diciendo: “¿me ha oído?”.
—Eh… No, lo siento, no puedo dejar solas a mis amigas.

—Tranquila, tengo tres amigos que estarían encantados de bailar con ellas
—sonrió aquel apuesto rubio, haciendo un leve gesto con la cabeza hacia
atrás, donde tres hombres, altos y guapos, sonreían levantando su copa
hacia nosotras.

—Pues yo sí que bailo, pero que vengan aquí, no vayan a quitarnos la mesa
—dije llamándoles.

—Hola, preciosas —saludó uno de ellos, el único con el cabello negro


como la noche.

—Hola —dijimos las tres.

—Para aclarar una cosa, soy la única casada de las cuatro —comentó Kiara.

—Sin problema, por bailar no haremos daño a tu marido —uno de los


rubios le hizo un guiño a mi cuñada y ella sonrió.

—Y yo tengo un hijo, pequeño, cuatro años, un demonio básicamente —


dijo Astrid.

—La madre que te parió —rio Anna.


—No me propasaré contigo —sonrió el rubio que no dejaba de mirarla.

Mi amiga suspiró, pero finalmente las cuatro bailamos con ellos, y tras ese,
siguieron alguno más, así como varias rondas de bebida y chupitos.
Resultó que eran cuatro marines que estaban terminando sus vacaciones, en
un par de días serían desplegados de nuevo en alguna misión, y solo querían
divertirse un poco.

Astrid incluso se relajó y estuvo hablando con el rubio, que se llamaba


Liam, sobre David, aunque el marine, al igual que sus compañeros, dejaron
claro que por el momento no buscaban el amor, dado que solían pasar más
tiempo fuera de casa que en ella.

Dimos por finalizada la noche pasadas las dos de la madrugada, nos


despedimos de esos cuatro hombres que nos hicieron compañía varias
horas, y cogimos un taxi que nos llevara a casa.

Fui la última en llegar, y había quedado con Kiara en que iría a comer al día
siguiente a casa con ella y mi hermano.

No había fin de semana que no comiéramos juntos, si no podíamos el


sábado, lo dejábamos para el domingo, pero siempre planeábamos un día a
la semana para estar en familia.

A fin de cuentas, ellos dos eran la única familia que me quedaba, sin contar
con las amigas, que eran familia de corazón.
Capítulo 4

Antes de ir a casa de mi hermano, pasé por su bodega favorita por una


botella de vino, es que en cuanto la vio al abrirme la puerta, la cogió para
guardarla en la nevera.

—Hola, hermanito —lo abracé y besé al igual que él a mí.

—Hola, enana.

—¿Puedes dejar de llamarme enana? Ya no soy una niña —protesté.

—No, pero eres más bajita que yo —rio.

—Qué valor el tuyo, que heredaste la altura de padre, y yo, la figura de


madre.

—Y su belleza, no lo olvides. Cada día que pasa, te pareces más ella —


sonrió con melancolía y lo abracé de nuevo.
—Lo sé, me veo en el espejo todas las mañanas —suspiré.

Lo seguí a la cocina donde estaba Kiara preparando una ensalada y tras


saludarla, los ayudé a preparar la carne que Alfred iba a hacer en la
barbacoa.

Puse la mesa en el jardín y mientras él se encargaba de la comida, nosotras


nos sentamos a tomar un vino.

—¿Qué tal está tu jefe, hermanito? —pregunté, dado que había escuchado
que el jefe del departamento forense había sufrido un accidente de coche
bastante aparatoso y tenía aún varios meses de baja por delante.

—En sus palabras, hasta las bolas de estar en casa sin hacer nada —rio—.
Me ha pedido más de quince veces esta semana que le mande informes de
autopsias para poder echarles un vistazo, por si a alguno de los nuevos se
les pasó algo.

—Pobre hombre, lleva toda la vida trabajando y lo echa de menos —sonreí.

—Sí, lo sé. ¿Tu semana qué tal?

—Ya sabes, cuentas, papeleo, visitas, cuadrar número… Nada emocionante


—me encogí de hombros—. ¿La tuya?
—Hasta arriba, entre accidentes, asaltos y asesinatos, no hemos tenido un
solo día que no llegara un nuevo cuerpo a nuestra sala.

—Se acabó hablar de trabajo, sobre todo del tuyo, Al —le dijo Kiara.

—Sí, mejor hablemos de otra cosa. Por ejemplo, ¿habéis pensado ya en


cuándo os iréis de viaje de aniversario? —dije mientras me llevaba una
aceituna a la boca.

—Enana, aún quedan dos meses para eso.

—Pues precisamente, hermano, ya tendríais que tenerlo planeado. Llevas


diciéndole a tu preciosa esposa, que haríais un viaje de aniversario, tres
años, Alfred, tres —incluso levanté los dedos para que viera bien el
número.

—No pasa nada, sé que tiene mucho trabajo y…

—Y yo también, cuñada, pero no hay que justificarlo. No es el único


médico forense del departamento, y no pasa nada porque se ausente una
semana o diez de esa fría y mortífera sala.

—Tiene razón, mi amor —dijo mi hermano, dejando en la mesa una


primera bandeja de carne—. ¿Dónde te gustaría ir?

—¿Lo dices en serio, Al?


—Por supuesto, hablaré con el supervisor para que ponga al mando a otro
forense.

—Pero…

—Nada de peros, ¿sí? —le pidió mientras le sostenía la barbilla con dos
dedos para que lo mirara— Tú solo piensa dónde te gustaría ir, busca
vuelos, hotel, lo que sea, y dime cuándo nos vamos —se inclinó y le dio un
beso en los labios antes de volver junto a la barbacoa.

—Si es que hacéis una pareja tan, pero tan bonita —dije con un suspiro—.
Ya solo falta que tengáis un par de críos correteando por este jardín.

—No creas que no practicamos para cuando estemos preparados —rio ella.

—Pues como no os deis prisa, se os pasará el arroz —comenté.

—Mi madre solía decir que los hijos llegan cuando tienen que llegar.

—Entonces seguid practicando, cuñada —cogí otra aceituna y ella sonrió, al


tiempo que negaba moviendo la cabeza despacio.

Sabía que a ambos les encantaban los niños, no había más que verlos
cuando Astrid venía a pasar el día con nosotros y traía a David, le
consentían todo lo que podían.
Pero también sabía que querían esperar un poco para tenerlos. Llevaban
juntos diez años, ocho de ellos casados, y que al menos esperarían un año
más para tener el primer hijo.

Cuando Alfred puso una segunda y tercera bandeja de carne en la mesa, se


sentó con nosotras y empezamos a comer mientras Kiara nos hablaba de lo
ajetreada que sería su semana en la floristería.

La habían contratado para colocar los arreglos florales en cuatro bodas, y


además tenía que preparar coronas y jarrones para tres funerales.

El móvil de mi hermano empezó a sonar y dejando su hamburguesa a medio


comer en el plato, atendió la llamada utilizando su tono más profesional,
señal de que quien llamaba era uno de sus compañeros o sus jefes.

Se puso en pie y entró en la casa, de modo que no escuchamos nada.

—Seguro que saldrá diciendo que tiene que irse —comentó Astrid.

—¿En serio? Se supone que los fines de semana los tiene libres.

—Sí, pero por lo que sé, los de su comisaría tienen un caso entre manos y
prácticamente todas las semanas aparece un cadáver. Cuando eso pasa,
llaman a tu hermano, fue quien hizo la autopsia al primero, y compara
heridas y demás, cosas de forense, ya sabes —dijo.
—Sí, estaré ahí en breve —escuchamos a Alfred cuando salía y vimos que
colgaba y se guardaba el móvil en el bolsillo—. Chicas…

—Tienes que irte —dijimos al unísono.

—Sí, lo siento mucho, hermanita —se inclinó para besarme—. Es nuestro


día en familia.

—Tranquilo, eres el mejor médico forense y es normal que te llamen —


sonreí.

—¿Por qué no vienes mañana? —propuso mientras cogía su hamburguesa


para acabarla de un par de bocados.

—Estaría bien, pero aprovecharé para limpiar un poco y cocinar para el


resto de la semana.

—Va a sobrar mucha carne hoy —comentó Kiara.

—Llevadla al albergue de la playa —dijo mi hermano, antes de besar a su


mujer—. Te veré esta noche.

Ella asintió con una sonrisa y lo vimos marchar.


—No sé si realmente sobrará mucha comida, cuñada, yo voy a comerme
otra hamburguesa.

—Come lo que quieras, boba, lo que sobre, lo llevaremos al albergue,


quienes no tienen casa y va allí a dormir, agradecen un poco de comida.

—Lo sé, recuerdo que mi madre llevaba comida también, Alfred


simplemente hace lo que solía hacer ella.

Comimos, me sirvió un poco de pastel de arándanos que había preparado


esa mañana con un café, y nos pusimos a mirar en Internet dónde podría
llevarla mi hermano de viaje de aniversario.

—¿Sabes dónde podría llevarme? —dijo unos minutos después.

—¿Dónde?

—A Irlanda, no voy allí desde que tenía seis años.

—Pues es una buena idea, y seguro que le gustará conocerlo. Vamos a


buscar vuelos y alojamientos baratos.

—Si mis padres o mis tíos aún vivieran, seguro que me recomendarían
algún hotel acogedor por la zona.
Hablaba de su familia con la misma pena en la voz que yo misma. Era duro
perder a tus seres queridos, pero al menos ella los había perdido
paulatinamente y de manera natural.

Tanto sus padres, como sus tíos, eran ya algo mayores cuando los tuvieron a
ella y a su primo, quien tenía treinta y seis años, igual que mi hermano, por
lo que la edad les pasó factura poco a poco y en cuestión de unos años todos
fueron muriendo.

Alfred y yo los conocimos, y siempre nos trataron como si fuéramos hijos y


sobrinos suyos, por lo que la pérdida de Kiara la sufríamos también
nosotros.

Al cabo de dos horas tenía reservado el hotel donde se alojarían, así como
los vuelos de ida y vuelta para esos días.

—Cuando venga tu hermano se va a llevar una sorpresa —rio.

—Pero de las buenas, eso te lo aseguro. Vamos a guardar todo eso, y lo


llevamos al albergue. ¿Qué te parece si después vamos de tiendas y a comer
un helado?

—Por favor, mis dos cosas favoritas para un sábado por la tarde —dijo,
llevándose la mano al pecho.

Me eché a reír, y tras recoger la mesa y guardar la comida, cogimos mi


coche para ir al albergue y después a pasar la tarde juntas.
Desde que nos presentó mi hermano congeniamos tan bien, que a veces
parecíamos nosotras las hermanas.

Y así la había sentido siempre, como esa hermana que mis padres también
quisieron que tuviera.

Alfred me la había dado, y la quería tanto como lo quería a él.


Capítulo 5

Ese martes tocaba reunirme con uno de los clientes de la gestoría, Isaac,
dueño de una empresa de marketing, con quien había organizado la cita la
semana anterior, pero él no iba a poder verle.

Estaba tomando café mientras echaba un vistazo a algunos correos que


debía responder, cuando Anna me avisó por teléfono de que Isaac había
llegado.

—Hazlo pasar al despacho de John, por favor —le pedí.

—Enseguida.

Cortamos la llamada, cogí la carpeta de su empresa, y fui al despacho de mi


jefe, ese que me dejaba usar para atender a sus clientes en su lugar.

—Erika, buenos días —la voz de Isaac me llegó desde la puerta cuando
estaba aún de espaldas y junto al escritorio.
—Isaac —sonreí—. Buenos días. Por favor, pasa y siéntate —tendí la mano
hacia una de las sillas.

—Había quedado en verme con John —dijo, confuso.

—Lo sé, pero se le ha complicado la mañana de una empresa a otra y me


pidió que te atendiera yo.

—En ese caso, he ganado con el cambio —hizo un guiño de los suyos y
sonreí.

Isaac era atractivo, y él lo sabía, no se molestaba en disimular el hecho de


ser consciente del efecto que causaba en las mujeres, y en algunos hombres
también.

Moreno de ojos verdes, mandíbula cuadrada, cuerpo de infarto y metro


ochenta de puro pecado para la vista.

Pero no, jamás tendría algo con un cliente, seguía a rajatabla esa norma, y
nunca mezclaría el placer con los negocios. Isaac lo sabía, pero no por ello
perdía la oportunidad de querer llevarme a su terreno.

Y sería fácil dejar que me arrastrara, porque una no era de piedra y debía
reconocer que alguna vez me había encontrado a mí misma fantaseando con
ese hombre.
Mas no podía ceder a esos pensamientos, no iba a jugarme el trabajo en el
que llevaba cuatro años, por un polvo rápido.

Aunque los verdes ojos que me observaban en ese instante, me decían que
un encuentro entre nosotros sería de todo, menos rápido.

—¿De qué querías hablar con John? —pregunté al fin, alejando mis
pensamientos sobre la lejana posibilidad de que hubiera algo entre nosotros.

—Tenemos una auditoría con la junta en un par de semanas, y aunque sé


que todo está bien, quería quedarme tranquilo. Sabes que tengo a mucha
gente trabajando en la empresa y el más mínimo fallo, puede mandar todo
eso a la mierda.

—Lo sé —sonreí mientras abría su carpeta con los resúmenes de los últimos
dos años que John me había dejado impresos en mi mesa—. Pero todo está
bien, las cuentas cuadran a la perfección, tu listado de clientes está bien, las
facturas de los gastos, todo —dije volviendo a mirarle.

—La junta se pone quisquillosa con estas cosas —resopló—. Puse en


marcha una empresa que genera muchos millones al año, y los inversores
hacen auditorías cada dos años para saber si estoy haciendo algún desfalco.
Me jode que piensen eso, para mí, ese lugar es como mi hijo.

—Tranquilo, no eres el único dueño al que le hacen auditorías de sus


inversores. Si supieras cuántos clientes tenemos así...
—Cuéntame, soy todo oídos —se apoyó en la mesa con el brazo de manera
desenfadada.

—Imposible, secreto profesional. Con los clientes soy como un cura con sus
feligreses.

—¿Le cuentas tus pecados al cura de tu parroquia? —Arqueó la ceja.

—Si algún día hago tal cosa, puede que se escandalice tanto que, o me bañe
en agua bendita, o huya despavorido de la iglesia.

—Por Dios, mujer, no le digas esas cosas a un hombre, y en ese tono,


porque si tiene una pizca de imaginación, como es mi caso, se le pueden
pasar por la cabeza muchas cosas.

—¿Qué clase de cosas? —pregunté cerrando la carpeta, siendo coqueta, sí,


pero no era la primera vez.

Entre Isaac y yo siempre había ese pequeño juego que ambos sabíamos que
no conduciría a nada.

—Olvida por un momento que soy cliente del lugar en el que trabajas, cena
conmigo, toma una copa, y deja que te muestre qué clase de cosas imagino
—respondió en ese tono seductor que solía mostrarme.
—Isaac —dije poniéndome en pie—, como siempre, ha sido un placer
charlar contigo, pero debo volver al trabajo. Puedes llevarte la carpeta, está
todo listo para que tu asistente lo fotocopie para los miembros de la junta.

—Y así de fácil me echas siempre —chascó la lengua y suspiró—. ¿Sabes?


—Cogió la carpeta y se quedó mirándome tras colocarla bajo su brazo— A
veces pienso que podría decirle a John que te despida y ofrecerte un puesto
como mi secretaria.

—Veamos, si trabajando para otro no acepto una cena, una copa, y que me
muestres esas cosas que imaginas que hago… ¿en serio crees que, siendo tu
secretaria, lo haría? —Arqueé la ceja.

—No, pero al menos tendría unas buenas vistas desde mi despacho y cada
vez que entraras en él. En fin, la imaginación de que te hago gemir y gritar
mientras te corres, es lo único que me queda —se encogió de hombros y me
eché a reír.

—El día que conozcas a la mujer de tu vida, espero estar presente para
verlo.

—La posibilidad de que esa mujer seas tú, no la tenemos en consideración,


¿verdad?

—No —sonreí llegando hasta él y, como solía hacer a veces, pero solo a
veces, me puse de puntillas y le di un beso en la mejilla—. Te veo como a
un hermano, Isaac.
—Pues cometamos incesto por una vez —susurró y me rodeó con el brazo
por la cintura.

—Isaac —arqueé la ceja.

—En el fondo sabes que solo bromeo, ¿verdad? —dijo mudando a un rostro
más serio, y asentí— No te veo de ese modo, bueno, sería estúpido si no
viera la mujer que tengo delante, pero nunca querría nada más allá de, no
sé, una amistad.

—Si te soy sincera, no veo por qué no podría tenerte como amigo.

—Eso pienso yo. Es decir, nos conocemos desde hace cuatro años, ya eres
como de mi familia. Por lo que una cena entre amigos, no estaría mal vista.
Nada elegante ni romántico. ¿Qué tal solo un par de hamburguesas y unas
cervezas?

—Tentador —sonreí.

—Erika —escuché a Anna carraspear en la puerta e Isaac fue rápido en


apartarse—. Tienes una llamada, es Astrid.

—¿Astrid? —pregunté con el ceño fruncido.

—Sí, su madre, uh… ella…


—¿Qué pasa, Anna? —Me acerqué a ella asustada por verla en ese mismo
estado.

—La han llevado al hospital, David la llamó, dijo que su abuela empezó a
sentirse mal y avisó a la vecina para que pidiera un médico. Astrid va para
el hospital.

—Pásame la llamada al móvil, por favor —le pedí mientras salía del
despacho y corría hacia mi mesa, donde el móvil empezó a sonar—.
¿Astrid? Cariño, ¿qué pasa? Anna me…

—Un infarto —dijo entre sollozos, cortándome—. Estoy de camino, me han


dicho que… que… Dios, Erika —rompió a llorar con fuerza y supe cuáles
serían las palabras siguientes, posiblemente su madre no saliera de esa.

—En qué hospital está, voy para allá.

Corté en cuanto me dio el nombre del hospital y fui hacia el ascensor.

—Te llevo —me ofreció Isaac.

—No es necesario, tengo el coche…

—Erika —me cogió ambas manos una vez entramos en el pequeño


habitáculo—, estás temblando, y si piensas que voy a permitir que
conduzcas en ese estado de nervios, es que no sabes la clase de amigo que
soy.

Vi tal determinación en sus ojos, que tan solo asentí. Dejé que me guiara en
cada paso hasta su coche, donde subí como un autómata, me puse el
cinturón y pensé en la madre de Astrid.

Juliana era una mujer encantadora, ella había sido como una madre para mí
cuando perdimos a nuestros padres, también para Alfred, quien me dejaba
los fines de semana con ella en su casa mientras él trabajaba y descansaba
del trabajo a partes iguales, y a pesar de que esa mujer nunca quiso coger un
centavo de lo que él le daba por cuidarme, siempre hacía lo mismo, lo
guardaba en el tarro de galletas vacío y de adorno que tenía en la cocina
mientras ella lo observaba y protestaba, pero claro, Alfred era mucho más
alto y la primera vez que lo hizo, lo puso en la parte más alta de aquel
mueble.

Con el paso del tiempo se lo bajó para que viera el dinero que tenía allí
ahorrado, y con eso pudo comprar una nevera nueva cuando se estropeó la
suya.

Juliana no se nos podía ir, no así, tan rápido y repentino. Era una mujer
sana, tenía apenas sesenta años y la vitalidad de una persona con la mitad de
edad.

Cuando Isaac aparcó el coche cerca de la entrada de urgencias, corrí hasta


ella y busqué a Astrid con la mirada.
La vi sentada en una de las sillas de la sala de espera, retirándose las
lágrimas, nerviosa y asustada.

—Cariño —dije mientras me ponía en cuclillas ante ella, frotándole las


piernas.

—Erika —murmuró y el llanto se desbordó como una presa.

La abracé con fuerza mientras me sentaba a su lado y dejé que llorara,


nunca lo había hecho, solo una vez la vi así, cuando supimos que estaba
embarazada y pensó que su mundo se venía abajo, estando sola. Pero le juré
que nunca, jamás, lo estaría. Por eso, y con la ayuda de un amigo abogado
que conocía John, hicimos un papel nada más nacer David en el que ponía
que, si alguna vez le pasaba algo, ese niño quedaría bajo mi tutela en
calidad de madre.

—Sé que se va, Erika —murmuró cuando la aparté, mientras retiraba sus
lágrimas con los pulgares y le colocaba bien el pelo.

—¿Estás lista para eso? —pregunté en un tono bajo y calmado.

—No, y sé que tú tampoco.

—No, no lo estoy. Pero si es su hora…


—Lo sé.

—Erika —miré a Isaac cuando dijo mi nombre, al igual que Astrid, y él


sonrió—. Os he traído un té —nos ofreció un vaso a cada una.

—Gracias —sonreí cogiéndolos y entregándole uno a ella—. Astrid, él es


Isaac, uno de los clientes de la gestoría. Estaba reunida con él cuando
hablamos, y me ha traído.

—Menos mal, creí que vendrías conduciendo tú, y conociéndote, estarías de


los nervios.

—Por eso no la dejé coger el coche —dijo él.

—En ese caso, gracias por cuidar a mi hermana de corazón —sonrió ella.

—Un placer —se inclinó para darle un beso en la mejilla—. ¿Quieres que
vaya a preguntar?

—¿Harías eso? —curioseó ella, con los ojos muy abiertos— Solo me han
dicho que espere aquí, y…

—Conozco a alguien del personal, enseguida vuelvo —hizo uno de esos


guiños y se giró mientras sacaba el móvil del bolsillo de sus pantalones.
—¿De dónde has sacado a ese modelo de revista, niña? —preguntó en un
susurro.

—Es un cliente, ya te lo he dicho. Y está soltero —sonreí dándole un


codazo.

—¿Y eso por qué debería importarme a mí?

—Mujer, era para que te rieras, que me duele verte llorar de ese modo.

—Y porque sabes que, en otras circunstancias, habría dicho que ese moreno
de ojos verdes es muy apetecible para la vista y la cama, ¿a que sí? —
Arqueó la ceja.

—Sí —reí—, también por eso.

—Pues ya lo he dicho, y eso que estoy en mis horas más bajas —resopló.

No es que fuera a ser yo una casamentera, pero algo en lo más profundo de


mi ser, me decía que esos dos podrían hacer buena pareja.

En fin, si estaba de que así fuera, dejaría que el destino y el querubín rubio
portador de flechas con corazones en la punta, hicieran su magia.

Isaac regresó con nosotras y poco después salió un médico para hablar con
él, el mismo que fue a interesarse por el estado de Juliana, pero cuando le
vimos aparecer de nuevo en la sala, con el rostro serio, supimos que nuestra
querida madre y amiga no había podido superar aquel ataque.

—Lo lamento mucho, de veras que sí —dijo el médico, mientras le frotaba


la espalda a Astrid.

La pena nos envolvió a las dos, y en ese momento lloramos juntas. Hasta
que fuimos conscientes de que ahora nos enfrentábamos a algo mucho más
fuerte, la difícil tarea de contárselo a David, quien había visto a su abuelita
por última vez mientras le pedía que avisara a la vecina y llamaran al
médico.

Le mandé un mensaje a mi hermano y a Kiara, ambos dijeron que se


tomarían esa tarde libre, al igual que yo, para acompañar a nuestra amiga.
También escribí a Anna, quien me había enviado un par de mensajes
preguntando y no había respondido aún, ya que no teníamos noticias.

Había mucho que organizar, y ninguno de los cuatro íbamos a dejarla sola.
Capítulo 6

Ese viernes, después de despedir a Juliana rodeada de todos nosotros, Astrid


y David vinieron a mi casa donde pasarían la noche.

Había estado en la suya organizando todo lo del funeral, recogiendo algunas


cosas que quería conservar de su madre y mucha de su ropa que llevamos al
albergue para que otras mujeres pudieran darle buen uso.

—Deberíamos habernos quedado en casa, no haremos más que molestar —


dijo cuando estábamos preparando palomitas para sentarnos a ver una
película con David.

—Mira, no te mando a la mierda, porque te quiero mucho, que, si no, lo


haría —le advertí.

—No blasfemes delante del niño —frunció el ceño, y acabamos las dos
riendo porque eso era lo que su madre le decía siempre a ella—. La voy a
echar mucho de menos —suspiró.
—Lo sé, y no serás la única. Él lo lleva bien, pero está triste.

—Sí, aún se pregunta por qué tuvo que irse su abuela al cielo. Al menos
sabe que desde ahí arriba nos cuidará, a todos. Y está feliz porque va a estar
con tus padres.

—Sabe que nuestras madres eran prácticamente como nosotras —sonreí.

—Sí —ella también lo hizo, con la misma nostalgia que sentía yo en mi


gesto.

—No estáis solos, eso lo sabes, ¿verdad? —le aseguré cogiéndole la mano
por encima de la encimera.

—Tranquila, que no tengo la menor duda. Astrid y tu hermano me


ofrecieron mudarme con ellos un tiempo si lo necesitaba, pero no voy a
invadir su casa con un niño de cuatro años. Bastante con alguna vez, y no
siempre, acepte que Alfred se quede con él en nuestra noche de chicas de
los viernes —suspiró.

—Oye, él encantado. Mira, aún están en su etapa de esperar para tener


familia, pero adoran a David como si fuera su sobrino.

—Ya, me alegro de que me hijo tenga a tanta gente que lo quiere y que
cuidarían de él si yo…
—Ni se te ocurra decirlo —le advertí—. No sigas por ahí.

—Ya has visto lo que le ha pasado a mi madre, Erika. Una mujer sana de
sesenta años que sufre un infarto y no sale bien parada. ¿Quién nos puede
asegurar que no me pase a mí, aun siendo mucho más joven que ella?

—Yo, yo te puedo asegurar que todavía te queda mucha vida por delante
para darme “porculo” a mí —dije seria—. No pienses en esas cosas, ¿vale?
Solo vive, que es lo que ella querría.

—Erika, la muerte, como el amor, llega cuando menos la esperamos.

—Pues prefiero esperar a que Cupido me clave una de sus flechas en el


pecho y enamorarme como una loca de alguien que merezca la pena, que
pensar que la Parca llegará mañana con su guadaña para llevarme con ella.
No, no señora, no voy a dejar que tú pienses eso también.

—Mami, ¿vemos ya la peli? —preguntó David desde el sofá.

—Sí, cariño, enseguida vamos —respondió.

—Las palomitas aún no están listas —añadí yo.

Astrid me miró y me dedicó una de esas sonrisas en las que me hacía saber
que todo estaba relativamente bien. Fue al salón y se sentó con su pequeño,
ese que la recibió con un abrazo, mientras yo terminaba la bebida de fresa
favorita de David y las palomitas en un bol.

Cuando me uní a ellos, el pequeño me entregó el mando de la televisión con


una sonrisa. Habíamos visto que en la plataforma de televisión a la que
estábamos las dos suscritas emitían una película infantil que David quería
ver en el cine cuando la estrenaron, pero por una cosa o por otra no pudimos
llevarlo, así que esa sería nuestra tarde de cine con él.

En cuanto vio el cartel de la película en la pantalla, se le abrieron los ojos


con sorpresa y empezó a gritar de emoción.

Al menos así conseguiríamos que durante un par de horas, se olvidara de la


tragedia y la tristeza que nos asolaba a todos.

Yo misma podría ofrecerles venir a vivir conmigo, pero no tendrían su


propio dormitorio como en su casa o en la de mi hermano, y por muy
cómodo que fuera el sofá cama, no era un colchón en condiciones.

Nos pasamos toda la película riendo con las ocurrencias de sus personajes,
y sentí que al menos teníamos ese breve momento de normalidad tras unos
días que esperaba pudiéramos olvidar pronto.

Cuando acabó la película David preguntó si podíamos ver otra, a lo que


ambas asentimos, ya que aquello funcionaba a las mil maravillas y estaba
distraído.
Fui por más bebida y a hacer otra tanda de palomitas, cuando mi móvil
empezó a sonar.

—Hola, cuñada —sonreí al descolgar.

—Hola, ¿cómo va nuestra chica?

—Va, que no es poco —suspiré—. Estamos en sesión de cine con David,


vamos a ver la segunda película.

—Buena distracción, sí señor. Oye, mañana haremos una barbacoa en casa,


llega mi primo para sus vacaciones, junto con su amigo, como te dije, y
hemos pensado que sería una buena distracción para ellos. Acabo de hablar
con Anna, también vendrá. Ya sabes lo bien que se le da tratar con David.

—Suena genial como distracción, a David le encanta vuestra piscina —


sonreí—. Nos vemos mañana. ¿A la una está bien?

—Esa hora es perfecta. Cuida de ellos, ¿sí?

—Eso hago. Hasta mañana.

Corté la llamada, llené el bol de palomitas y regresé al salón con ellos.

—Esta noche sé de alguien que no va querer cenar —dijo Astrid,


revolviéndole el pelo a su hijo.
—Un sándwich vegetal de los que yo le preparo seguro que sí, ¿verdad,
cariño? —dije y él sonrió mientras asentía con entusiasmo.

—Qué sería de mí sin tus sándwiches —rio ella.

—Mañana vamos a casa de mi hermano —comenté mientras me sentaba—.


Va a hacer una barbacoa.

—¡Qué guay! Me gustan las hamburguesas de tío Al.

—Pero el brócoli de tu madre lo odias —ella lo miró arqueando la ceja.

—Mamá, a nadie le gusta el brócoli —refunfuñó.

—Ahí lleva razón, ni siquiera a ti te gustaba cuando eras pequeña —dije, y


él me miró con los ojos muy abiertos.

—¿Y a mí me obligas a comerlo?

—Cariño, la tía Erika no recuerda que era a ella a quien no le gustaba, yo


me comía su plato y el mío.

—¿Es cierto eso, tía Erika? —interrogó, mirándome como solía hacer su
madre cuando me pillaba en alguna mentira.
—Sí, sí —cerré los ojos—. Así era. A tu madre le encantaba el brócoli. Y
aunque no te guste, debes comerlo si quieres ser tan fuerte como el tío Al,
cuando seas mayor.

—Como Popeye con las espinacas —argumentó.

—Exactamente igual que él.

—Vale —dijo mientras volvía a sentarse mirando hacia la pantalla,


cogiendo un puñado de palomitas que llevarse a la boca.

—No tengo muchas ganas de ir mañana —susurró Astrid cuando no


llevábamos ni quince minutos de película—. Llévalo a él, yo, me quedaré
en casa.

—Ni hablar —la miré—. Tú vienes, aunque tenga que llevarte de los pelos.

—Erika…

—Ni Erika, ni nada. No voy a dejar que te encierres en casa tú sola todo el
fin de semana. Mañana vamos a pasar el día en casa de mi hermano, Anna
también estará, y por lo visto llegan el primo de Kiara y su amigo para pasar
las vacaciones, así que será divertido.

—¿El primo medio irlandés que se fue a vivir y trabajar en Manhattan? —


preguntó con el ceño fruncido.
—Ajá.

—Ese mismo al que no vemos desde la boda, vaya.

—Ese, sí.

—Pues, mejor me lo pones, habrá dos desconocidos con los que no tendré
nada de lo que hablar.

—¿Cuándo ha sido eso un problema para ti? Siempre conectas con la gente
y hablas de cualquier cosa. Como, por ejemplo, con Isaac.

—¿Por qué lo mencionas?

—Bueno, desde que te conoció el otro día, ha estado muy amable contigo, y
pendiente de ti también.

—Tú lo has dicho, amable, pura cortesía, nada más.

—Ajá.

—¿Qué significa ese, “ajá”? —Entrecerró los ojos.

—Nada, nada en absoluto —me llevé algunas palomitas a la boca mientras


volvía a centrarme en la pantalla.
Ella misma lo había dicho, la muerte y el amor llegaban cuando menos lo
esperábamos, y era cierto. Por eso tenía la corazonada de que, a ella, el
segundo, le llegaría mucho antes de lo que ni ella misma se imaginaba.

Podría estar equivocada, pero era observadora por naturaleza y si había algo
que se me daba bien era analizar a la gente. Conocía a Isaac desde hacía
cuatro años, y jamás, en toda mi vida, lo había visto actuar del modo que lo
había hecho con ella y el niño en esos días.

Quién sabe, tal vez ahora sí, y después de cinco años sin pareja, mi mejor
amiga encontrase por fin el amor.
Capítulo 7

Cuando desperté, Astrid y David aún estaban dormidos en el sofá cama de


mi salón, él con su pequeño bracito flexionado y la mano sobre la mejilla de
su madre.

Sonreí al ver aquella imagen, y se me partió el corazón al pensar que mi


mejor amiga habría podido estar llorando y él se acercó a consolarla.

Me di una ducha rápida y me vestí tan en silencio como pude antes de


preparar el desayuno, quería que Astrid descansara un poco, llevaba a
cuestas los peores días y noches de su vida.

En cuanto escuché movimiento en el salón, eché un vistazo y la vi


levantándose.

—Buenos días —dijo llegando a la cocina—. Necesito un café —se sentó


en uno de los taburetes y apoyó ambos codos en la mesa.
—Marchando un desayuno abundante para coger fuerzas —sonreí mientras
me giraba para coger una taza y servirle el café.

—¡Huele a panqueques! —gritó David desde el sofá cama, incorporándose,


y giró tan rápido el cuello para mirarnos que pensé que se le podría haber
partido.

Dio un salto para salir de la cama y se sentó junto a su madre en menos de


un segundo.

—Panqueques con sirope de caramelo y fresas troceadas. Además de tus


cereales favoritos —dije sacando la caja de los aritos de colores que tanto le
gustaban, bueno, y a mí también, era un pequeño vicio oculto que tenía para
cenar alguna noche mientras veía, por centésima vez, El diario de Bridget
Jones.

Serví el desayuno para los tres y cuando acabamos, recogí todo mientras
Astrid y David se duchaban y preparaban para irnos a casa de mi hermano.

Ella insistía en que no debería llegar allí con las manos vacías, que su
madre no la había educado así y que al menos debía comprar unos pasteles
o una tarta para el postre.

Conociendo a la testaruda y cabezota de mi mejor amiga, no iba a darse por


vencida, así como así, por lo que paramos en una pastelería cerca de casa de
Alfred y Kiara, y cuando regresó al coche en el que David y yo
esperábamos cantando una de esas canciones infantiles que había aprendido
en la guardería, lo hizo con tres cajas en las manos de un tamaño
considerablemente grande.

—¿Qué has comprado, media pastelería?

—Oh, bueno, una tarta de limón, un surtido de bollitos de crema, chocolate


y nata, y otro de canela con azúcar y coco.

—Dios mío, va a sobrar un montón —resoplé cuando se abrochó el


cinturón.

—Para empezar, a Kiara le encantan los de coco, a Anna, de canela, Alfred


no puede resistirse a la tarta de limón por mucho que lo intente, tú eres doña
crema, David se comerá la gran mayoría de los de chocolate, y a mí me
encantan los de nata, así que dudo mucho que, sobre demasiado, sin olvidar
que habrá dos personas más en la casa —argumentó, y cuando lo hacía, no
podía debatir con ella porque tenía razón.

Cuando llegamos a casa de mi hermano vi un coche aparcado que supuse


sería el que el primo de Kiara habría alquilado para moverse por la ciudad
durante su estancia en ella, por lo que ya debían llevar en la casa al menos
un par de horas.

Bajé, saqué a David de su sillita, cogí las bolsas con nuestras cosas para
pasar un día en la piscina, mientras Astrid cargaba con las cajas, y cuando
llamé nos abrió una sonriente Kiara.
—¡Ya estáis aquí! Pero, ¿qué habéis comprado? —preguntó con los ojos
muy abiertos al ver a nuestra amiga.

—Astrid, que quiere producirnos diabetes a todos —volteé los ojos


mientras le daba un beso en la mejilla a mi cuñada.

—No tenías que molestarte en traer nada, cariño —le dijo con una sonrisa.

—Unos dulces para el café nunca están de más.

—Como decía tu madre —sonrió ella, y Astrid asintió con una leve sonrisa
también—. Vamos, dejemos todo esto en la cocina y salgamos al jardín,
tengo a tres hombres dignos de ver preparando la barbacoa —murmuró para
que David no la oyera y nosotras nos reímos ante el gesto que hizo
levantando las cejas varias veces.

Solté las bolsas en el salón cuando pasamos por allí para salir al jardín, y
escuché la risa de mi hermano junto con otras dos muy masculinas y
varoniles.

Al salir, vimos a los tres en vaqueros, camisetas y deportivas, mientras


daban un sorbo a sus cervezas.

De esos tres fuertes y musculosos brazos, solo uno llamó poderosamente mi


atención. No nos habían escuchado, ni siquiera Kiara anunció que
estábamos allí, pero el hombre alto, que debía medir metro noventa, a
juzgar por esos centímetros de más con los que sobrepasaba a mi hermano,
que tenía su buen metro ochenta de estatura, se giró hacia la puerta como si
se sintiera observado o hubiera notado nuestra presencia.

Era él, los vagos recuerdos que tenía del primo de mi cuñada en el día de su
boda, vinieron a mi mente como pequeños flashes, los anteriores a haber
bebido más de lo que debería, obviamente, y esos ojos azules como el cielo,
me observaron directamente a mí.

¿Era posible que una simple mirada consiguiera hacer estremecer a alguien?
Bueno, no era una mirada tan simple, sino una bastante directa y que se
deslizó contemplando mi figura con una lentitud casi agonizante, como si
estuviera acariciándome o mirando a través de mi alma.

—Ya han llegado tres de nuestros invitados —dijo Kiara.

—¡Ey, campeón! —en cuanto mi hermano saludó a David, este soltó la


mano de su madre y salió corriendo para lanzarse a los brazos de su tío
Alfred.

—Hola, tío —sonrió chocando los cinco.

—Espero que tengas hambre, porque hay mucha carne para ti.

—¿Hamburguesas y alitas? —preguntó él, entrecerrando los ojos.

—Hamburguesas y alitas —le hizo un guiño.


—¡Yupi!

En cuanto lo dejó en el suelo, se quedó mirando al primo de Kiara y el otro


hombre, un rubio de ojos azules un poco más oscuros, pero también
bastante alto.

—¿Sois compañeros de mi tío? —preguntó.

—No, yo soy Connor, el primo de Kiara —respondió con una voz de lo más
varonil, ronca y ligeramente sensual, que me provocó… algo—. Y él es
Robert, un amigo mío.

—Hola, colega —Robert se inclinó levantando la mano y David sonrió para


chocarla.

—Connor, ¿recuerdas a Erika, la hermana de Alfred? —dijo Kiara cuando


nos acercamos— Y ella es Astrid, nuestra amiga y madre de David.

—Recuerdo a un par de chicas riéndose a carcajadas mientras bailaban, sí


—sonrió sin apartar los ojos de mí—, pero este pequeñajo no estaba por
aquel entonces.

—Tiene cuatro años —sonrió Astrid—, llegó bastante después de aquella


boda.
—Pero no soy pequeño —advirtió el muy descarado del chiquillo—, soy su
hombrecito.

—¿Así que tú eres el que cuida de ellas? —interrogó Connor, poniéndose


en cuclillas ante él, y asintió mientras sacaba pecho— Me alegra saberlo —
le hizo un guiño y nos miró a Astrid y a mí, mientras se incorporaba—.
Erika, te has convertido en toda una mujer.

Me sonrojé hasta las puntas de las orejas, de verdad que sí, y aparté la
mirada de aquellos ojos azules que me erizaban la piel.

—Bueno, ¿cómo va esa barbacoa, hermanito? —pregunté acercándome


para quitarle la cerveza y dar un sorbo, pero se la había acabado.

—Iba a ir a por la carne, Anna no tardará en llegar.

Y como si el solo hecho de pronunciar su nombre fuera suficiente para


invocar a la cuarta amiga en discordia, escuchamos el timbre y Kiara fue a
abrir.

Mi hermano fue por la carne mientras Connor y Robert, a quienes


saludamos con un par de besos, se encargaban de vigilar la barbacoa hasta
su vuelta. Astrid desvistió a David, dejándolo con el bañador, y como Kiara
ya tenía preparados allí sus manguitos, se los pusimos para que fuera a
darse un chapuzón antes de comer.
Entramos a la casa y junto con Anna, fuimos hacia la habitación de mi
hermano para ponernos el bikini.

—Madre mía, ¿has visto al primo de Kiara? —preguntó Astrid.

—Acabo de llegar —dijo Anna, con el ceño fruncido.

—Le preguntaba a ella, pero parece que se ha quedado en Babia.

—Lo he visto, sí —respondí—. Casi no lo recordaba, la verdad.

—Pues parece que él, sí se acuerda de ti.

—Y de ti también, pero teniendo en cuenta que lo que ha dicho de la boda


es cierto, no me extraña que nos recuerde.

—Han pasado ocho años, nadie se acordaría de algo de otra persona, yo al


menos no —Astrid se encogió de hombros.

No dijimos una sola palabra más, y en cuanto tuvimos los bikinis puestos,
así como una fina bata que nos había regalado Kiara, mi cuñada entró para
cambiarse.

—¿Ya estáis listas? Esperadme, que no tardo.


Asentimos y Astrid preguntó si no se molestaría su primo porque estuvieran
ella y David, así como Ana, en aquella barbacoa que era obviamente
familiar.

—Robert es amigo de mi primo, y está aquí, así que no me vengas con


tonterías —respondió mi cuñada, mientras se abrochaba el sujetador del
bikini—. Sois familia, Astrid, todos y cada uno de vosotros, sois familia de
Alfred y mía.

Salimos para volver al jardín, y tras la presentación de Anna a los chicos,


David nos pidió que nos uniéramos a él en la piscina, así que nos
deshicimos de las batas y fuimos al agua donde nos turnamos para estar
jugando con él, mientras mi hermano y los otros dos se encargaban de la
carne.

—Diez minutos —anunció Alfred poco después—, tenéis diez minutos para
salir y secaros un poco, antes de comer.

—¿Ya están las hamburguesas, tío? —preguntó David.

—Sí, así que si no quieres que se te enfríen…

Salió del agua rápidamente y se quitó los manguitos en el camino hasta la


tumbona, donde cogió la toalla y empezó a secarse mientras mi hermano y
los otros dos se reían al verlo.
Nosotras también fuimos a secarnos, y en cuanto estuvimos listas, nos
volvimos a poner las batas y entramos a la casa por platos, vasos y demás
cosas para poner la mesa.

No tardaremos en estar todos alrededor de ella, y mientras comíamos noté


que Robert estaba muy pendiente de Anna, quien se había sentado al lado
de David, y le ayudaba con la comida al igual que su madre.

Por no hablar de que me sentía observada y cuando miraba hacia donde


estaba Connor, lo pillaba mirándome fijamente.

Hubo un par de ocasiones en las que me pareció que sus ojos iban directos a
mis pechos, pero fue una mirada tan fugaz que supuse que solo lo había
imaginado.

Al igual que mi hermano, ellos trabajaban para la policía en una comisaría


de Manhattan, ambos eran inspectores y se habían tomado unas semanas de
vacaciones a petición de su jefe, por un caso con el que, al parecer, se
habían visto demasiado expuestos debido a que un par de compañeros
habían fallecido en una explosión, según nos dijeron cuando David se
quedó dormido en la tumbona.

Las horas se nos pasaron entre bebidas, charlas y risas, y acabamos


quedándonos a cenar.

Después de cenar dimos el día por finalizado y tras despedirnos, noté que
antes de salir de la casa Connor me cogía de la mano. Fruncí el ceño al
notar que me hacía retroceder y se me erizó la piel de la nuca cuando lo
escuché susurrar en mi oído.

—Como dije antes, te has convertido en toda una mujer. En el sujetador que
perdiste la noche de la boda, ya no puedes esconder tus encantos.

En shock, así me había quedado al escucharlo. Lo miré con los ojos muy
abiertos por encima del hombro y el muy jodido sonrió de medio lado. Y
qué sonrisa, madre mía, de esas que…

—¿Erika? —reaccioné al escuchar a mi hermano llamarme, lo miré y


asentí.

—Ya voy, es que creí que me había dejado las llaves, pero las tengo aquí —
las saqué del bolsillo.

—Cualquier día pierdes la cabeza, hermanita —rio y me besó en la mejilla


al pasar por su lado.

Subí al coche, y tras ponerlo en marcha, emprendí la vuelta a casa en un


silencio para nada normal en mí. En caso de que Astrid preguntara, David
durmiendo en la parte de atrás sería la excusa perfecta para mí.
Capítulo 8

En cuanto llegamos a mi apartamento, preparé el sofá cama para Astrid y


David, mientras ella lo sostenía en brazos, había caído rendido poco
después de que acabáramos de cenar, y así seguía.

—¿Qué te pasa? —preguntó en susurros.

—¿A mí? Nada, ¿por?

—Has estado muy callada todo el camino —dijo, y ahí llegaba mi


momento.

—David venía dormido, ¿qué querías, que me pusiera a cantar por Lady
Gaga? —seguíamos susurrando.

—No, pero, no sé, algún comentario sobre el día que hemos pasado, sobre
ciertos inspectores…
—Un día en familia, como dijo Kiara —corté cuando acabé de preparar el
sofá.

Acostó a David y fuimos a la cocina a tomarnos un té, más bien la seguí


porque fue ella quien decidió que quería uno.

Mientras calentaba el agua en la tetera, mi mejor amiga se movía por la


cocina como si fuera suya, pero es que así lo sentíamos las dos. Era mi
apartamento, pero no dudé en hacerlo suyo también.

Sacó la cajita donde guardaba las diferentes variedades de té que nos


gustaban a las dos, escoció un par de los que nos ayudaban a dormir, y las
puso en la taza con un poco de azúcar, cuando el agua estaba lista, las llenó
y nos quedamos allí sentadas unos minutos en silencio con ellas en la mano.

—Connor me ha dicho algo antes de que saliera de la casa —rompí con el


silencio.

—¿Qué te ha dicho?

—En estos ocho años desde la boda, ¿has descubierto alguna vez dónde
pudieron acabar nuestros sujetadores? —pregunté, mirándola.

—El tuyo no sé, el mío sí lo encontré.

—¿Lo encontraste? —Elevé ambas cejas ante la sorpresa.


—Sí, detrás de unos setos del jardín, pero el tuyo no estaba.

—Connor me ha dicho que, efectivamente, me he convertido en toda una


mujer y que en el sujetador que perdí la noche de la boda, ya no puedo
esconder mis encantos.

—No me fastidies, ¿sabe lo del sujetador? —casi gritó, pero recordó que
David estaba a solo unos metros.

—Al parecer, sí.

—Ya decía yo que te miraba mucho —respondió con una de sus sonrisas
más pícaras.

—¿También lo has notado? Pensé que era solo cosa mía —suspiré.

—Nena, esos ojos azules iban de vez en cuando en busca de tus encantos —
rio.

—Calla, por Dios —me cubrí el rostro con ambas manos.

—Deja la vergüenza a un lado, ¿me oyes? Ya sabes lo que decía mi madre,


se puede mirar, pero no tocar.

—A no ser que le des permiso para ello —sonreí.


—Exacto. Y en ti está si quieres dárselo o no, pero, vamos, en mi opinión,
ese hombre está ciertamente interesado en algo más que tus encantos.

—Pero, ¿cómo sabe lo del sujetador? Estábamos solas por allí, cuando los
lanzaste al aire.

—No sé, no recuerdo mucho después de eso. Tú fuiste al cuarto de baño, y


yo en busca de los sujetadores. Habíamos bebido un poquito más de la
cuenta y tengo algunas lagunas de aquella noche.

—Pues, anda que yo —resoplé.

Nos tomamos el té en silencio, y una vez acabamos aquella bebida que nos
ayudaría a dormir, me dio un beso en la mejilla antes de ir con su hijo.

—Ey, no te comas la cabeza pensando en cómo lo sabe, ¿sí? No darás con


la respuesta a no ser que se lo preguntes, y dudo que vayas a hacerlo. Y, por
otro lado, sigo pensando que le interesas, aunque solo hayamos estado con
él un día, no sé, veo esas cosas —sonrió.

—Las vistes con el padre de David —le devolví el gesto.

—Sí, y fue una historia muy bonita.


—¿Te enamoraste? —pregunté lo que nunca me había atrevido a decirle a
ella en voz alta.

—No, Erika, no me enamoré, me gustaba y fue bonito, un verano perfecto.


Pero no me enamoré. Mamá solía decir que cuando eso ocurriera, lo sabría
de verdad. Lo que sí puedo decirte es que aquel hombre me dio lo más
maravilloso que tengo en la vida —miró hacia el sofá, pero no podíamos
ver a David—. ¿Puedes responder tú a esa pregunta con respecto a Maxim?

—No estoy segura, llevábamos solo cinco meses saliendo cuando…

—Se fue —sonrió con tristeza mientras me acariciaba el cabello, y asentí—.


Lo sé, pero estabais tan bien juntos. Parecía que fuerais a querer hacer
planes de futuro.

—Han pasado tres años, Astrid.

—Y desde entonces no has estado con nadie.

—¿Quizás sí era un profundo amor?

—O solo temes volver a estar con alguien y perderlo. Desde luego, fue la
peor manera de que acabara lo vuestro, pero no todas las historias van a
acabar así.

—Tú tampoco has salido con nadie desde ese verano.


—Tengo al hombre de mi vida en ese sofá —rio—. Y para que a mí me
quieran, tendrán que quererlo primero a él.

—Más vale, porque si alguien, alguna vez, le hiciera algo…

—Le cortaríamos las dos manos —sonrió—. Descansa, cariño, y no


busques una respuesta que no encontrarás a menos que le preguntes a él.

Cuando se fue hacia el sofá para acostarse al lado de su pequeño, me quedé


un momento allí sola, sentada en mi cocina, pensando en la mirada de
Connor.

Nadie me había mirado así desde… bueno, realmente no recordaba que


alguien me hubiera mirado así nunca, ni siquiera Maxim.

Solo estuvimos unos meses juntos, suficiente para conocerlo y saber que era
un buen hombre. Pero sí, se había ido demasiado pronto.

Solo tenía veintinueve años cuando el avión privado en el que viajaba con
uno de sus clientes, se precipitó al vacío tras una pérdida de control por
parte del piloto y todos los que iban en él perdieron la vida.

Lloré su muerte, obvio que sí, habían sido unos meses muy bonitos los que
compartimos, tenía sentimientos por ese hombre, pero, ¿podía llamar amor
a lo que sentía?
No estaba segunda, aquella era una palabra muy seria para decir en voz alta.

Suspiré recogí ambas tazas y volví a pensar en la mirada de Connor, esos


ojos azules como el cielo que me miraban y hacían que cada poro de mi piel
se erizara. Y su voz, el susurro sensual y ronco con el que me habló antes de
irme.

Chasqué la lengua mientras sacudía la cabeza apartando esos pensamientos


de mi cabeza, y fui a la cama.

No quería pensar en cómo había sabido Connor lo del sujetador, pero una
cosa era lo que quería, y otra muy diferente lo que hacía mi cerebro.

Ese, que en vez de desconectar del mundo y quedarse en reposo, dormir y


descansar, empezó a pensar en aquella noche.

Pero para mi desgracia, lo que fuera que pasó después de liberar nuestros
encantos de aquella tortura, estaba un poco borroso.

¿Qué hice? Esa era la pregunta que se repitió en mi cabeza una y otra vez,
durante al menos una hora, hasta que por fin el cansancio me venció, y me
quedé dormida.
Capítulo 9

Acababa de volver a la zona donde trabajaba después de la visita a un


cliente, y decidí pasar por la floristería para saludar a mi cuñada, no faltaba
mucho para la hora de comer, así que podríamos ir juntas.

Cuando abrí la puerta vi un par de hombres de espaldas en el mostrador, y


aquello me sacó una sonrisa al pensar que estaban teniendo un detalle
romántico con sus parejas un martes cualquiera.

Hasta que escuché esa voz.

—No pensarías que no iba a pasar por tu floristería, ¿verdad prima? —dijo
Connor.

—Pues no, la verdad. Pero me alegra que vinieras.

—Tienes un buen negocio aquí.


—Es la mejor floristería de la zona, diría que hasta de Santa Mónica —
comenté mientras me acercaba.

—Y tú, mi mejor clienta —rio Kiara al verme—. ¿Qué haces aquí? —


preguntó saliendo de detrás del mostradora para abrazarme.

—Pasaba a ver si querías comer conmigo, acabo de volver de una visita.

—Aunque suene raro, he quedado con tu hermano. Me ha hecho un


huequito para hoy en su agenda —sonrió.

—En ese caso, que disfrutes de la velada con el señor forense.

—Erika trabaja en esta zona. Cruzando la calle, una gestoría que hay un
poco más a la izquierda —dijo Kiara para informar a su primo y el amigo
de este, quien echó un vistazo hacia fuera.

—¿Dijiste que Anna trabajaba contigo? —preguntó Robert, sin apartar la


mirada de la ventana.

—¿Algún interés especial por ella? —interrogué sonriendo con la ceja


arqueada.

Por toda respuesta, aquel inspector de policía de Manhattan sonrió de medio


lado.
Noté la mirada de Connor sobre mí en todo momento, no me hablaba, ni yo
a él, pero sentía que no perdía detalle de ninguno de mis movimientos.

Kiara y su empleada atendieron a un par de clientes mientras estábamos allí


y nosotros nos concentramos en nuestros teléfonos.

Yo, concretamente, en revisar un e-mail que me acababa de entrar con la


documentación que le había pedido al cliente.

—Bueno, ya te hemos entretenido bastante, y es casi la hora de que cierres


y te vayas a comer —le dijo Connor a mi cuñada—. Nosotros nos
marchamos.

—Oye, ¿y por qué no invitáis a Erika y Anna a comer con vosotros? —


sugirió mi querida cuñada, a quien miré en ese instante con los ojos muy
abiertos y esperando que me devolviera la mirada, solo para que viera el
modo en el que la fulminaba.

—Seguro que tendrán cosas que hacer —dije yo.

—En realidad es una buena idea. Seguro que vosotras sabréis de un buen
lugar para comer por aquí —respondió Connor, quien con las manos en los
bolsillos de aquel pantalón vaquero negro, su altura, sus músculos, y esa
mirada de ojos azules penetrantes, imponía a más no poder.

—Listo, ya tienes plan para comer, cariño —Kiara sonrió mientras me


frotaba el brazo, si notó las llamaradas asesinas que desprendía mi mirada,
lo disimuló muy, pero que muy bien.

—¿Vamos? —ofreció Connor mientras extendía el brazo para darme paso y


que ellos pudieran seguirme.

Suspiré con disimulo, pero a mi cuñada y amiga, esa mujer que consideraba
una hermana mayor al estar casada con mi hermano, le cobraría esta
encerrona antes o después.

Y yo, como siempre, llevaba una falda de tubo ceñidita a mi cuerpo, un


poco por encima de las rodillas, y con una abertura en la parte trasera que,
haciendo caso a las palabras de Astrid, mi mejor amiga, eran capaces de
provocar infartos y erecciones en la población masculina en igual medida.

Sobraba decir que Connor, a sus treinta y seis años, estaba perfectamente de
salud y no sufriría un infarto, por lo que el suspiro casi jadeante que
escuché a mi espalda, me indicó que se había fijado en mi trasero. Esperaba
que lo de la erección tampoco le ocurriera a él, de verdad que no.

Salí de la floristería y mientras mantenía la puerta sujeta para que ellos me


siguieran, eché un vistazo por encima del hombro y, efectivamente, los ojos
de Connor estaban repasando mi figura, desde los tobillos, subiendo por las
estilizadas piernas que me hacía la falda y los zapatos de tacón, mis nalgas,
la espalda y…

Oh, sí, te he pillado mirando, grosero. Sonreí al ver que se le agrandaban los
ojos cuando fue consciente de que los míos lo observaban.
No podía disimular, aunque quisiera, lo había pillado, y punto. Así que,
además de tragar, mirar hacia Robert y continuar caminando, no pudo hacer
nada más.

Pero, y yo, ¿por qué había sentido una especie de cosquilleo en todo el
cuerpo mientras él me miraba? Era como si me hubiera estado tocando con
la yema de sus dedos.

Fue extraño cuando menos, ya que por un momento mi imaginación evocó


esas caricias, como si de hecho alguna vez hubieran existido. Tal vez había
soñado alguna vez con el primo medio irlandés y atractivo de mi cuñada
después de haberlo conocido en la boda, la única vez que nos vimos
realmente.

Imposible, si aquel cabello castaño y esos ojos azules se hubieran colado en


mis sueños alguna vez, lo recordaría.

Me siguieron hasta la gestoría y cuando entré, Anna levantó la mirada de la


pantalla de su ordenador mientras seguía al teléfono, y cuando vio quiénes
me acompañaban, se le abrió la boca del tal modo que bien podría ser uno
de esos personajes de dibujos donde la mandíbula caía hasta la mesa.

Sonreí, ella consiguió cerrar la boca para seguir hablando con quien fuera
que estaba al otro lado de la línea, y cuando acabó le informé de los
acontecimientos que nos incumbían a las dos…
—Nos invitan a comer —dije, y ella me miró con los ojos muy abiertos.

—Sí, seguro que podréis llevarnos a un sitio donde se coma bien por aquí
cerca —comentó Robert, apoyado en el escritorio de Anna, mirándola con
una sonrisa.

—Eh… Sí, claro —respondió ella, y juraría que estaba a punto de colapsar
o de sufrir su primer momento de tartamudeo de la historia.

—¿Has terminado, entonces? —pregunté.

—Sí, solo voy a dejar una nota en el despacho de John —dijo, recobrando
el sentido y el buen juicio, mientras se ponía en pie con la libreta y el
bolígrafo en la mano.

La vi desaparecer por el pasillo y regresar cinco minutos después, tiempo


que necesitaba para recuperarse de la impresión, puesto que el día anterior,
tras conocer a Connor y Robert, hablamos sobre ellos y el modo en el que
según ella, el primero me miraba a mí, y según yo, el segundo la había
mirado a ella.

Confesó que era bastante guapo, además de simpático y que había estado
muy cariñoso y juguetón con el hijo de Astrid, y a ella que le encantaban los
niños, le salía la sonrisa sola en más de una ocasión.

—Ya estoy, podemos irnos —dijo mientras cogía el bolso de uno de los
cajones de su escritorio.
—Perfecto. Y, ¿a dónde nos llevan, señoritas? —curioseó Robert, que se
situó al lado de mi compañera y amiga para caminar delante de Connor y de
mí.

Fue entonces cuando el señor ojos azules se inclinó junto a mí, y con un
susurro, preguntó cerca de mi oído:

—¿Quieres recuperar el sujetador?

Mentiría si dijera que no me había quedado allí clavada, en el suelo, de pie


y con la sensación de no poder moverme en absoluto, al escuchar esas
palabras.

¿Estaba insinuando lo que yo pensaba que quería decir?

Tragué con fuerza, sin decir nada, mirando al frente y observando a Connor
alejarse hasta la puerta, incapaz de creer que después de ocho años, él aún
conservara mi maldito sujetador.
Capítulo 10

Entramos en la cafetería junto a la floristería de Kiara, donde solía comer


con ella, y tras acomodarnos en una mesa los cuatro, distribuidos como si
fuéramos un par de parejas, pedimos agua y vino para beber mientras
decidíamos qué comer.

Anna y yo nos decantamos por una ensalada de col y pescado, mientras los
chicos pidieron pasta y carne asada.

—¿Cuánto os quedaréis por Santa Mónica? —preguntó Anna con


curiosidad, puesto que en la barbacoa en casa de mi hermano cuando los
conoció, no dijeron un tiempo en concreto.

—Teniendo en cuenta que el jefe nos ha dado vacaciones sin fecha de


vuelta, no estamos seguros —respondió Robert cogiendo su copa de vino.

—Solo quiere lo mejor para vosotros —comenté—, lo he visto otras veces.


Bueno, quiero decir, mi hermano me ha contado casos de policías de su
comisaría que necesitan un descanso tras un caso con un resultado como el
vuestro.

—No seremos nosotros quienes nos quejemos al respecto, por lo del


descanso, digo, pero la comisaría tiene un caso ahora entre manos y nos han
apartado de él, como si fuéramos apestados —protestó.

—Robert —la voz de Connor no dejaba lugar para las dudas, era autoritaria
y pretendía conseguir que su colega no hablara más de la cuenta.

—No me reprendas por decir lo que los dos pensamos, sabes que esto es
una mierda, deberíamos estar allí, siguiendo las putas pistas.

—Vale —me adelanté a Connor puesto que vi que abría la boca para volver
a protestar—, olvidaos del trabajo, que estáis de vacaciones. Se supone que
os tenéis que divertir, no pensar en lo que dejasteis en Manhattan.

—Erika tiene razón —secundó Anna—. Seguro que es un caso que os trae
de cabeza y todo eso, pero estáis fuera de casa, chicos, despejad la mente —
sonrió.

—Habladnos de vosotras —pidió Connor, dando un sorbo a su vino después


de que nos sirvieran el primer plato.

—No hay mucho que contar de mí, ya me conoces —me encogí de hombros
cogiendo un poco de mi ensalada.
—Pero yo no te conozco —rio Robert.

—Sois tal para cual, no me extraña que os pusieran como compañeros —


volteé los ojos—. Perdimos a mis padres cuando Alfred tenía veinte años,
me crio él solo, hasta que conoció a Kiara y formó parte de mi pequeña
familia. Estudié, empecé a trabajar y, hasta ahora —sonreí.

—Vaya resumen —silbó Robert con ambas cejas elevadas—. ¿Y tú, Anna?

—Vivo con mi madre, que arrastra una depresión de caballo desde que nos
dejó mi padre hace cuatro años, y con mi hermano, un adolescente de
diecisiete años que está echando su vida a perder. Voy de casa al trabajo, del
trabajo a casa, salgo con las chicas siempre que puedo, y me encantaría
poder tener unas vacaciones en las que salir de la ciudad y despejarme de la
vida que llevo —sonrió.

—Me preocupa lo de un hermano adolescente que está echando su vida a


perder —dijo Connor, con el ceño ligeramente fruncido.

—Bueno, desde que mi padre se marchó, se ha vuelto diferente. No


sabemos por qué si siempre fue un buen niño, estudiaba y sacaba buenas
notas. Ni siquiera me atrevo a decir que sea por ver a mi madre caer hasta el
fondo, levantarse, pero seguir en ese mismo pozo en el que se metió. O que
soy una pésima hermana mayor y no lo estoy haciendo bien.

—Dale con el temita de siempre —resoplé—. Lo estás haciendo bien,


Anna, tenías veinte años cuando tu padre se largó sin decir nada, y desde
entonces no has dejado de luchar para sacar adelante a tu familia.

—Erika tiene razón —intervino Robert—. A veces no es cuestión de pensar


que no lo hacemos bien, sino de que los demás no colaboran. Seguro que tu
madre no querría pasar por esa depresión, pero se vio sola, sin el hombre
que le dijo que la amaría y cuidaría hasta la muerte, y con dos hijos a
quienes no podía darles una explicación razonable de por qué su padre no
volvía una noche, y otra, y otras más. Así que no te cargues con ese peso,
porque no te corresponde.

—Hablas como si tuvieras experiencia en ello —dije, y él asintió.

—Mi padre era un delincuente, robaba una semana sí, y a la siguiente,


también. Yo tenía quince años cuando se marchó, nos dejó en la estacada a
mi madre, a mi hermana de un año y a mí. Cargué con todo, iba al instituto
y cuando acababa las clases, trabajaba en un supermercado recibiendo los
camiones de mercancías y colocándolas. Siempre le estuve muy agradecido
a la señora Peterson por darme aquel empleo. Conocía a mi madre de
siempre, y una vez me dijo que sabía en lo más profundo de su ser que el
bueno para nada de Bobby, le rompería el corazón a su querida Mary Joe.
Mi madre se quedó embarazada con dieciséis años, mi padre tenía
dieciocho. Sobra decir que los padres de mi madre, no estaban bien con esa
relación, ni con el hecho de que se fuera de casa para vivir quién sabría
cómo con un chico al que sus padres habían dado por perdido. Me sacaron
adelante, no hubo más hijos porque mi madre se centró en mí y en trabajar
en un taller de costura donde me podía llevar con ella. Hasta que llegó la
sorpresa de que me iban a dar un hermanito o hermanita. Zoe solo tenía tres
años cuando ella y mi madre murieron en nuestra casa. Ella no salía del
pozo, se pasaba los días y las noches sumida en la oscuridad de su
habitación, o en el salón viendo la tele con su bebé al lado. Yo volvía del
trabajo, me quedaba hasta tarde muchas veces ayudando a los empleados a
reponer las existencias para el día siguiente. La señora Peterson me lo
agradecía con algo de comida y un podo de dinero, a modo de pago como
horas extras. Mi madre se dejó el gas abierto sin darse cuenta cuando acabó
de calentar la sopa para Zoe. Cuando llegué a la puerta, noté el olor y me
cubrí con la manga de la chaqueta. Un vecino que pasaba por allí paseando
a su perro me dijo que me apartara de la puerta, se notaba nervioso y llamó
a emergencias. Solo cuando ellos dijeron que era gas, reconocí el olor. No
pudieron hacer nada por ellas, y me culpo cada puto día de mi vida, desde
hace diecisiete años, de que Zoe no esté conmigo porque me quedé
trabajando para llevar algo más de dinero y comida para ellas.

Cuando Robert acabó de contarnos su historia, Anna y yo teníamos los ojos


vidriosos, además de un nudo en la garganta por esas lágrimas que
queríamos liberar.

—Tommy no tiene las mejores compañías del mundo desde hace meses, y
eso es lo que me tiene más preocupada —dijo Anna, mirando su ensalada
—. No queremos que se pueda meter en problemas.

—Todos de adolescentes nos hemos metido alguna vez en problemas —


comentó Connor—, pero eso solo nos enseña a cometer de nuevo esos
errores.
—Bueno, hablemos de eso de que este y yo, nos divirtamos —Robert
cambió de tema señalando a su amigo y compañero sentado frente a él—.
¿Qué nos podríais sugerir?

—Salir a cenar y tomar unas copas —reí.

—¿Con vosotras? Perfecto. ¿A qué hora y dónde?

—¿Qué? No, no, Robert, no me refería a que nosotras os acompañáramos


—contesté con los ojos muy abiertos.

—Mala suerte, lo hemos interpretado los dos así, ¿verdad, compañero? —


sonrió mirando a Connor.

—Sí, los dos —él también sonrió de medio lado, y eso me hizo estremecer.

—Venga, ¿hora y lugar?

Miré a Robert, que me observaba con las cejas elevadas esperando una
respuesta. Traté de buscar ayuda en mi amiga, pero nada, ella parecía
encontrar demasiado interesante su plato medio vacío de ensalada de col.

Suspiré, me desesperé, quise retroceder el tiempo unos segundos como


hacíamos en las películas y series de las plataformas de pago en la
televisión, pero no podía, aquí en la vida real no existía ese botoncito.
Acabamos por aceptar solo las copas, Anna debía cenar en casa y
asegurarse de que su madre se tomara las pastillas, y que su hermano se
quedaría esa noche con ella. Le iba a costar, por lo que venía sucediendo
últimamente, pero al menos quería hacerle ver a su hermano que no era
necesario salir durante toda la noche, todos los días para divertirse con los
amigos, que con un par de horas era más que suficiente.

Después de comer nos despedimos quedando en vernos en la dirección que


le entregué a Connor a las diez de la noche, y ambos se despidieron de
nosotras con un par de besos. El irlandés lo hizo bastante cerca de las
comisuras de mis labios, y permaneciendo allí más tiempo del que debería
haber estado.

Cuando se apartó, sonrió de medio lado con los ojos aún fijos en los míos, y
vi algo en el fondo de aquel cielo que me contemplaba, que no pude
descifrar.

Anna y yo regresamos a la gestoría, donde pasamos el resto de la tarde cada


una en su puesto haciendo el trabajo que le correspondía.

En cuanto llegó la hora de salir, nos despedimos en la calle quedando en


vernos unas horas más tarde, y volví a casa con una sensación rara.

A veces sentía que Connor podía ver más allá de mi persona, como si con
solo mirarme a los ojos supiera algo de mí. Por no hablar de lo que mi
cuerpo parecía sentir estando a su lado, como si una de esas fuentes de
energía lanzara pequeños rayitos hacia mí.
Subí al coche y puse rumbo al supermercado para hacer la compra, esa
mañana había descubierto que me había quedado sin café el día anterior y
yo, sin café para el desayuno no era nadie. Por suerte mi vecina Emilia me
había salvado de mi desgracia, ofreciéndome una taza de su café tostado
favorito que estaba delicioso.

Acababa de entrar en el super cuando me llegó un mensaje de Kiara


preguntando qué tal había ido la comida con los chicos. Sonreí al leerlo,
sabiendo que la vena cotilla de mi cuñada afloraba.

Lo sentía por ella, pero la iba a dejar con la intriga al menos un par de horas
más.
Capítulo 11

Llegué al local a la hora acordada y ahí estaba Anna esperándome.

—Hola, bombón —dije con una sonrisa mientras me acercaba.

—Hola —respondió con el mismo gesto.

—Qué guapa estás. Sé de cierto inspector que se va a quedar sin palabras —


le hice un guiño y ella se sonrojó.

Anna era preciosa, y con apenas una pizca de maquillaje natural, realzaba el
color marrón de sus ojos con un poco de delineador.

Esa noche llevaba un vestido en color gris plateado entallado y de tirante


ancho que le quedaba perfecto, con un par de sandalias negras de tacón que
estilizaban su figura.
—Pues no quería impresionar a nadie, solo… no sé, me vi bien con el
vestido.

—Oye, deja a un lado la timidez, ¿vale? Estás impresionante esta noche. Y


no lo digo yo sola —sonreí—, sino que los hombres que han pasado por tu
lado te han echado un segundo vistazo —le hice un guiño.

—¿Qué dices? Qué vergüenza.

—¿Vergüenza? Ninguna. ¿Por qué estás aquí fuera, de todos modos?

—Porque entré, no te vi, y pensé en esperarte —se encogió de hombros—.


Ellos ya estaban en la barra.

—Pues vamos dentro entonces, no hagamos esperar a la policía —pasé mi


brazo por el suyo y la llevé dentro, lo que ocasionó algunos silbidos de
apreciación de chicos que no tendrían más de veinte o veintidós años que
charlaban y fumaban en la entrada.

Anna se sonrojó, y yo me reí por lo bajo. No éramos mucho mayores que


ellos, pero a mis ojos, ellos se veían tan jóvenes, que me resultaba hasta
encantador que trataran de ligar con nosotras.

Cuando divisé a los dos hombres altos que nos esperaban en la barra
tomando una copa, vi que Robert se percataba de nuestra presencia y, con
un leve codazo al brazo de su amigo, le hizo un gesto con la cabeza
indicando hacia nosotras.
Connor se giró, y cuando vi el modo en el que sus ojos pasaban del cielo
más calmado al mar más revuelto, tragué con fuerza. Tal vez mi elección
tampoco había sido demasiado acertada…

Un vestido negro entallado, tipo túnica romana, con un único tirante en el


hombro izquierdo, que no me llegaba ni a las rodillas, acompañado de mis
sandalias de tacón favoritas, esas con tiras en el tobillo y sobre el empeine,
del mismo color que el vestido.

—Hola —dijimos ambas al unísono cuando llegamos hasta ellos.

—Vaya, estáis… —Robert soltó un silbido, lo que hizo que ambas


sonriéramos.

—Guapas, ¿verdad? —respondí— Muchas gracias.

—No, no, esa palabra se os queda corta. Impresionantes, esa os describe


mejor en este momento. ¿Qué tomáis? —preguntó Robert mientras llamaba
a la camarera.

—Dos San Francisco, por favor —le pedí a la camarera, que sonrió con
dulzura.

Connor aún no había abierto la boca, pero tampoco dejaba de mirarme.


Cuando trajeron nuestras bebidas, Robert las cogió y nos las entregó.
—Por una noche de diversión —dijo levantando su vaso de whisky a modo
de brindis, y los tres le seguimos.

Tras unos minutos allí los cuatro, noté que Connor había acortado la
distancia entre nosotros de manera casi imperceptible, y decía esto porque
ni siquiera fui consciente del momento en el que se movía hacia mí.

Charlamos sobre sus noches de copas en Manhattan, esas que Robert dijo
que eran pocas, pero históricas, porque al final siempre pasaba algo que
hacía que tuvieran que ir a comisaría.

—Dime que no vais a un aviso muy bebidos —le pedí con los ojos abiertos
por la mezcla de preocupación e incertidumbre.

—No, aunque parezca mentira, cuando salimos solo tomamos un par de


cervezas, a no ser que estemos oficialmente en nuestros días de descanso,
que entonces sí que acabamos con la botella de whisky que haya en la casa
de alguno en ese momento —rio.

—Vale, me dejas mucho más tranquila —sonreí de vuelta.

—¡Ey! Cuidado —dijo Anna cuando un chico, que parecía ir algo bebido,
chocó con ella, por suerte lo hizo mientras iba de espaldas y no le derramó
ninguna bebida.
—Lo siento, princesa —arrastró las palabras mientras se disculpaba—.
¿Puedo invitarte a una copa, por el incidente, para disculparme mejor?

—¿Es que no ves que no está sola, colega? —preguntó Robert, con un tono
serio de policía, que me dio miedo incluso a mí.

—¿Acaso eres su guardaespaldas? —inquirió el otro.

—Gracias por la oferta —intervino Anna, evitando que Robert contestara


—, pero estoy con mis amigos.

—Si te cansas del bruto este, princesa, estoy en el reservado del fondo —
dijo haciéndole un guiño antes de acercarse a la barra a pedir.

—Verás el “princeso” este dónde acaba la noche.

—Robert, no ha pasado nada. Estoy bien —le aseguró Anna con una
sonrisa.

—Casi te tira, si no es porque te sostengo —frunció el ceño.

—Eres su superhéroe particular —reí.

Anna me miró con los ojos muy abiertos y acabé encogiéndome de


hombros. Di un sorbo a mi segunda copa y acabé con ella. Cuando la dejé
vacía en la barra, Connor aprovechó el momento para agarrarme por la
cintura y pegarme a su cuerpo.

—¿Bailas, preciosa? —preguntó en un susurro ronco y sexy en mi oído.

—¿Una bachata? —arqueé la ceja al reconocer aquella canción de Romeo


Santos.

—Ajá. No se me da nada mal —respondió mientras nos mecía poco a poco.

Me eché a reír y acabamos caminando hacia la pista, donde el calor de su


cuerpo envolvía al mío, y sentí el modo en el que sus caderas se pegaban a
mi trasero.

“Mi memoria ha conservado lo que se ha llevado el viento…”

La voz de Romeo nos fue llevando en aquel reducido espacio de la pista que
hicimos nuestro, bailando pegaditos, despacio, suave, con leves roces y
caricias que podrían no ser más que algo casual, pero por cómo me miraba,
cómo se lamía los labios cuando miraba los míos, supe que no había nada
de casual en esos gestos.

Por no hablar de que Connor tocaba algunas zonas de mi cuerpo como si no


fuera la primera vez que lo hacía.
Debía admitir que bailaba mucho mejor de lo que esperaba, y mi cuerpo se
erizaba y reaccionaba a él con ese toque sutil, pero destinado a seducir.

Podría dejarle, hacía un tiempo que no estaba con nadie y, ¿a quién le


amargaba un dulce? A nadie, eso mismo dirían Kiara y Astrid.

Sonreí ante ese pensamiento, Connor me pegó más a él y hundió el rostro


en el hueco de mi cuello, donde sentí el calor de sus labios quemando mi
piel.
Cerré los ojos y me abandoné a esas sensaciones, lamiendo y mordiendo mi
labio mientras una imagen se formaba en mi cabeza.

Connor y yo en el baño, yo sentada en el mármol y él colocado entre mis


piernas. Besos, caricias, jadeos, tirones de pelo, mi sexo húmedo y
deseando ser tocado, penetrado por él.

Abrí los ojos porque juraría que me había escuchado gemir, lo miré por
encima del hombro y si me escuchó, parecía disimularlo muy bien.

Sonrió mientras deslizaba la mano por mi vientre, deliberadamente


despacio, la llevó hasta mi muslo derecho y aprovechando un momento de
oscuridad que nos proporcionaba aquel apartado rincón de la pista hasta el
que habíamos llegado, la subió acariciándome la piel, esa que se erizaba
ante el contacto de las yemas de sus dedos.

Miré a nuestro alrededor con temor, esperando que nadie nos viera, y por
suerte no lo hacían. Fue entonces cuando me di cuenta de que Anna corría
hacia la puerta con el móvil en la mano, y cuando eso ocurría, no auguraba
buenas noticias.

Me aparté de Connor al ver que Robert cogía nuestros bolsos y la seguía, y


fui tras ellos.

—¡Erika! —escuché la voz de Connor a mi espalda, pero no me detuve.

No hasta que llegué a la puerta de entrada y cuando salí a la calle, vi a Anna


caminando hacia la pared a duras penas.

Robert la alcanzó a tiempo de sostenerla y que no cayera, y yo llegué para


escuchar lo que decía a quien fuera que la había llamado.

—Gracias por avisar, llegaré cuanto antes.

—¿Qué pasa, Anna? —pregunté cuando colgó.

—Es Tommy, está en el hospital —respondió con la voz entrecortada—.


Tengo que irme.

—Voy contigo —le aseguré cogiendo mi bolso y el suyo de las manos de


Robert—. Vamos, cogeremos un taxi.

—Claro, porque nosotros vamos a dejar que vayáis solas al hospital —


resopló Robert—. Tenemos el coche ahí al lado, venga.
Anna y yo nos miramos, pero sabíamos que ir con ellos sería una opción
más rápida, el taxi posiblemente empezara a dar vueltas por las calles y ella
se volvería loca.

Subimos las dos en la parte de atrás, le di la dirección del hospital a Connor


y tras ponerla en el GPS, nos llevaron hasta allí.

Anna temblaba, le habían dicho que su hermano estaba herido, pero no la


gravedad, así que no era para menos el estado de nervios en el que se
encontraba.

Cuando llegamos, se identificó y preguntó por Tommy, nos hicieron esperar


en la sala, ya que lo estaban atendiendo, y media hora después, en la que
ella se planteó mil y un escenarios posibles, a cuál peor de todos por lo que
me iba relatando, Tommy apareció.

Tenía un apósito en la frente que iba hasta un poco más abajo de la ceja
izquierda, un par de moratones y el labio partido.

—¡Tommy! —gritó Anna al verlo.

—Joder, ¿te han avisado a ti? —resopló.

Tommy se parecía mucho a ella, y para tener solo diecisiete años, tenía una
altura ya de casi metro ochenta, por lo que ella era algo más bajita que él.
—¿A quién si no iban a avisar?

—A mamá, les di el nombre de mamá como primera opción. Supongo que


estaría dormida por las jodidas pastillas —dijo mientras caminaba hacia la
puerta.

—¿Qué ha pasado, Tommy? ¿Quién te ha golpeado?

—Nadie.

—¿Nadie? Por Dios, ¿pretendes decirme que te has hecho eso tú solo? ¿Y
por qué has salido de casa? Me dijiste que no lo harías, hoy no.

—Te mentí, ¿vale? No soy la niñera de mamá, joder.

—Sales cada noche, Tommy, y eso…

—Eso a ti no te incumbe. Salgo para ganarme la vida.

—¿Ganarte la vida? Tienes que estudiar para ir a la universidad, Tommy,


siempre lo hemos hablado.

—¡Pues se acabó! —le gritó girándose para enfrentarse a ella, que se


acobardó en ese momento— Estudiar no vale una mierda, no me dará de
comer. En cuanto cumpla los dieciocho me largo de casa, como hizo papá.
Ese hijo de puta debe estar viviendo la buena vida mientras nosotros
malvivimos. No pienso ser como él, ni como mamá, ni un desgraciado
como tú.

—No me hables así, Tommy, soy tu hermana, y lo único que hago es


preocuparme por ti. Siempre lo he hecho. Pero esas amistades que tienes…

—¡Deja de decir nada sobre mis amigos! No sabes una mierda de ellos. Son
mejores que tú. No me tratan como a un niño, joder.

—¿Quieres que te trate como un adulto? Pues compórtate como tal. Ayuda a
mamá, a mí, no nos des más disgustos. Puedes volver a ser el de siempre,
¿sabes?

—¿El de siempre? Y una mierda.

Se giró para seguir caminando, estábamos en la calle, pero tanto los chicos
como yo nos manteníamos al margen de la conversación entre hermanos.

Anna seguía pidiéndole que parase, que la esperara para volver juntos a
casa, que le contara qué le había pasado en realidad, quién le había
golpeado, pero no respondía. Y en un momento dado, la furia de Tommy
fue visible para todos.

Anna pareció encogerse por momentos al ver la ira en la mirada de su


hermano pequeño, y cuando levantó la mano para golpearla, Robert corrió
para detenerlo.
—Si le tocas un pelo, te enchironaré —rugió mientras lo mantenía de
rodillas en el suelo y con el brazo pegado a la espalda.

—Suelta, joder, que me haces daño.

—Robert, por favor —le pidió Anna, con lágrimas en los ojos que no quería
derramar.

La rabia de Robert era evidente, esa misma que emanaba de Connor, que
seguía a mi lado. Me acerqué a Anna, la rodeé con mis brazos y con una
sola mirada que le dediqué a Robert, fue suficiente para que soltara a su
hermano.

—¿Quién coño es este? ¿Tu novio? —gritó Tommy mientras se masajeaba


la muñeca y el codo.

—Soy el tío que te partirá la cara de niño bonito que tienes, si alguna vez en
tu vida se te ocurre ponerle una mano encima a tu hermana —sentenció
Robert.

Pero Tommy no pareció intimidarse, por el contrario, resopló y se giró.

—Me voy a casa, no hagas ruido cuando llegues —le dijo a Anna, sin ni
siquiera mirarla.
Ella sollozó entre mis brazos, le froté la espalda y besé su frente antes de
separarnos.

—Él no era así, Erika —dijo entre lágrimas—. No era así. ¿Qué le han
hecho a mi niño?

—No lo sé, cielo, pero dime una cosa, ¿alguna vez él…?

—No, esta es la primera —me cortó, y solté el aire de alivio—. Nunca nos
había levantado la mano ni a mamá, ni a mí, no sé por qué lo ha hecho.

—Las amistades a esa edad pueden ser verdaderamente peligrosas —


comentó Connor.

—Anna, será tu hermano, pero lo que le he dicho es verdad —dijo Robert.

Ella suspiró, cogió el móvil y pidió un taxi.

—Lamento que se haya estropeado la noche así, de verdad. Nos vemos


mañana en el trabajo, Erika.

—Descansa, ¿vale?

Anna asintió y fue hacia la zona de entrada donde no tardé en ver que
llegaba un taxi a recogerla.
Allí mismo me despedí de los chicos, quienes se ofrecieron a llevarme a
casa, pero rechacé su oferta amablemente.

Cogí un taxi que en ese momento dejaba a un hombre que salía apresurado
hacia la puerta de urgencias, y durante el camino a casa pensé en Tommy.

Lo conocí el primer año de Anna en la gestoría, y en aquel entonces parecía


feliz, defraudado por su padre al haberlos abandonado, pero feliz y con una
mente brillante para los estudios.

En esos cuatro años había cambiado tanto, que en el rostro del joven que
tenía delante no vi nada de aquel niño de trece años que sonreía incluso a
pesar del estado de su madre, solo para que ella viera que estaba bien.

En cuanto entré en mi apartamento me quité los tacones y, con ellos en la


mano, caminé hacia la cocina donde cogí un refresco para llenar de
azúcares mi cuerpo, en ese instante lo necesitaba.

Estaba de camino a la habitación cuando me llegó un mensaje.

Connor: Lo tengo en la maleta.

Habíamos intercambiado nuestros números esa misma mañana mientras


comíamos, cuando decidimos salir, y que me enviara aquello hizo que todo
mi cuerpo se estremeciera.
¿Había traído el sujetador? ¿Ese que parecía haberme robado ocho años
atrás?

No podía ser, debía estar bromeando, tal vez incluso me tomaba el pelo,
quizás sí lo encontró y supo de algún modo que era mío, pero ahora que
volvíamos a vernos, solo quería molestarme con eso.

Fuera como fuese, tenía que saber si realmente tenía esa prenda de ropa que
había perdido años atrás.

Erika: ¿Estás hablando en serio? ¿Qué haces tú, con mi sujetador?

Connor: ¿Quieres que hablemos de ello? Bien, pero no será ahora. Todo a
su debido tiempo.

Y no dijo más, se quedó tan tranquilo con ese último mensaje.

¿A su debido tiempo? ¿En serio? ¿Cuánto se suponía que debía esperar para
hablar de mi sujetador?

Suspiré, me quité el vestido y, tras desmaquillarme y ponerme uno de mis


pijamas de verano, me metí en la cama dando vueltas, una vez más, a la
noche de la boda de mi hermano y Kiara, tratando de encontrar respuestas a
la pregunta de por qué Connor tenía mi sujetador en su poder.
Pero al igual que las demás noches, no había respuesta para ese
interrogante. Llegados a ese punto, me sentía incluso frustrada. Necesitaba
respuestas, muchas de hecho.
Capítulo 12

Kiara me envió un mensaje esa mañana de jueves para invitarme a cenar,


irían también nuestras amigas, Anna y Astrid, y el pequeño David.

Dijo que quería repetir tras el día que pasamos el sábado anterior con su
primo y Robert.

Cuando salí de la gestoría fui a casa para cambiarme de ropa, no quería


vestir con aquella falda profesional en una cena de amigos, y ya estaba
esperando en su puerta a que me abrieran. El coche de Anna y el de Astrid
ya estaban aparcados fuera.

—Hola, cuñada —sonreí al verla cuando abrió.

—Hola, cariño —nos dimos uno de nuestros abrazos de hermanas, y fuimos


hasta el jardín donde estaban todos.
Saludé a mi hermano, a las chicas y a David, me lo comí a besos, Robert me
dio un abrazo y Connor esperó a que le tocara su turno.

—Inspector —él sonrió al escucharme llamarlo así, y se inclinó para darme


un par de besos.

—Buenas noches, preciosa.

El modo en el que me miraba y su tono de voz al decir la última palabra,


consiguieron ponerme nerviosa de nuevo. ¿Qué diablos tenía ese hombre
para que me hiciera reaccionar así en su presencia?

Ayudé a Kiara en la cocina para llevar la comida a la mesa, y cada vez que
salía de nuevo al jardín, ahí estaba la mirada de Connor puesta sobre mí.

Mientras cenábamos, David les hacía preguntas a Connor y Robert, quería


saber cómo era el trabajo de un inspector de policía, puesto que el que
desempeñaba mi hermano como médico forense ya lo sabía.

—¿Y siempre atrapáis a los malos? —curioseó mientras se llevaba una


patata bañada en kétchup a la boca.

—A veces se escapan y tardamos más, pero siempre los atrapamos —dijo


Connor.

—¿Lleváis pistola?
—Claro que llevamos, colega —Robert sonrió—. Pero solo la usamos en
casos estrictamente necesarios.

—Para que no se escapen —asumió el pequeño.

—Sí, para que no se escapen.

—Mamá —miró a Astrid y por la seriedad en su rostro, sospeché lo que


diría a continuación.

—¿Qué, cielo? —preguntó ella, con una leve sonrisa, mientras le pasaba la
mano por el cabello.

—De mayor quiero ser policía.

—Pues ya sabes, tienes que comer mucho y estudiar para ser como ellos.

—¿Brócoli? —traté de disimular la sonrisa y evité reírme a carcajadas ante


la cara de horror del pobre David.

—Sí, brócoli también.

No respondió, tan solo hizo un gesto de disgusto antes de pinchar otra


patata con kétchup.
Tras la cena, las chicas y yo ayudamos a Kiara a recoger la mesa mientras
David se quedaba allí hablando con los tres, seguía teniendo curiosidad por
la policía, lo que nos parecía normal dada su corta edad. Quizás en unos
años se olvidara de esa profesión y decidiera ser otra cosa.

Notaba a Astrid un poco más distraída de lo normal, además de sonriente, y


cuando la vi con el móvil en la mano y una sonrisilla de esas que conocía
bien, porque eran las que un hombre era capaz de sacarle a una mujer, me
acerqué a ella disimuladamente y traté de leer algo por encima de su
hombro.

—¿Con quién te estás mandando mensajitos? —pregunté, haciendo que se


sobresaltara por el susto.

—Joder, Erika, casi me da un infarto —protestó.

—Claro, estás más pendiente del móvil que de lo que te rodea —dijo Anna
—. ¿A quién escribes tanto? Porque te has pasado la cena con el teléfono en
la mano.

—¿Un chico? —curioseó Kiara, mientras subía y bajaba las cejas con una
sonrisa de lo más pícara en los labios.

—¿Quién es? ¿Le conocemos? —pregunté de nuevo.

—Isaac —contestó al fin.


—Yo no conozco a ningún Isaac —mi cuñada frunció el ceño mientras se
cruzaba de brazos apoyándose en la encimera.

—¿Isaac, el cliente de la gestoría? —intuí, y ella asintió.

—¿Lo conoces? —preguntó Anna.

—Lo conocí cuando llevó a Erika al hospital el día que mi madre… —se
quedó callada, suspiró y guardó el móvil— Me pidió el teléfono, dijo que
para preguntarme en unos días cómo estaba, y se lo di —se encogió de
hombros—. Hemos hablado cada día, se interesa por cómo lo llevamos
David y yo.

—Invítalo —propuso Kiara—, dile que venga a tomar una copa, quiero
conocerlo.

—No debería, tal vez piense que voy…

—¿Demasiado rápido? —le corté, intuyendo lo que iba a decir— Mira,


Astrid, conozco a Isaac desde hace tiempo, y puedo asegurarte que si no
estuviera realmente interesado en conocerte mejor, no te escribiría todos los
días.

—Pero, ¿y si solo quiere un poco de sexo y ya?


—Pues te lo llevas a cama y disfrutas, nena, que debes tener ahí una
telaraña que ni las de Spiderman —resopló Kiara.

—Venga, dile que venga, a Anna y a mí nos conoce, así que no se sentirá
como un extraño —la animé.

Se quedó mirándonos a las tres unos segundos antes de volver a sacar el


móvil del bolsillo de sus vaqueros y teclear, en cuanto lo envió, dejó los
ojos fijos en la pantalla esperando una respuesta, y por el modo en que se
mordía el labio, supe que estaba nerviosa.

—Me ha pedido la dirección —dijo y las tres sonreímos cuando nos miró.

—Mándasela, iré preparando los vasos para llevarlos al jardín —comentó


Kiara.

Fui al cuarto de baño mientras mantenía la sonrisa en los labios, conocía


muy bien a Isaac y a pesar de ser un hombre de esos que aseguraban tener
alergia al compromiso, yo sabía que solo era fachada, puesto que en el
momento en el que apareciera la mujer que le robara el corazón, se
entregaría por completo a ella.

Vi cómo la miraba cuando la conoció, ya había visto esa mirada antes,


concretamente en los ojos de mi hermano cuando miraba a Kiara, y supe
que entre ellos podía haber algo bonito.
Estaba lavándome las manos cuando la puerta se abrió y mi corazón se saltó
un latido al ver a Connor.

—Lo siento, no sabía que estaba ocupado —dijo con un pie en el cuarto de
baño y el otro aún en el pasillo.

Me quedé sin habla, en serio, porque en ese momento regresaron a mí


aquellas imágenes que asaltaron mi mente el martes mientras bailábamos.

Sentada en el lavabo, excitada mientras nos besábamos y me acariciaba,


situado entre mis piernas.

Dios mío, estaba pasando de nuevo, mi mente iba por libre y me llevaba
hasta ese pecaminoso pensamiento.

—Ya he terminado —conseguí decir mientras cerraba el grifo.

Fue apenas un segundo el tiempo que perdí de vista su reflejo en el espejo


mientras me secaba las manos, un segundo en el que cerró la puerta y se
colocó pegado a mi espalda.

—¿Estás nerviosa, pequeña? —susurró, haciendo que diera un leve brinco


ante la sorpresa de tenerlo tan cerca.

No ayudó el hecho de que se atreviera a pasar el brazo por mi cintura y


posara la mano sobre el vientre. Esa mano grande, fuerte y que desprendía
un calor que me atravesaba el cuerpo.

—No —mentí, porque no iba a reconocerle que él me ponía nerviosa.

—¿Me temes? —preguntó inclinándose y sentí su cálido aliento en el cuello


antes de que sus labios dejaran un rápido beso en la zona.

—No.

—¿Qué sientes cuando estás conmigo? —esa vez pasó la punta de su lengua
por la sensible piel mientras yo cerraba los ojos, dejándome llevar.

¿Qué sentía? En ese momento, justo en ese preciso instante de mi vida, un


deseo irrefrenable como el que me invadió mientras bailábamos.

No dije nada y me escuché gemir cuando su mano se introdujo bajo mi


camiseta y acarició mi piel, haciendo que me estremeciera de pies a cabeza.

Y de nuevo, mientras él era tan sutil y sensual conmigo, esas imágenes


volvieron a mí. Me excitaba al imaginarnos en una posición tan poco
decorosa, pero sentía como si aquello hubiera sido real en algún momento
de nuestras vidas.

Connor me hizo girar entre sus brazos, abrí los ojos y entre la neblina de
deseo que los cubría, pude ver su mirada azul oscurecerse por el deseo.
Me mordí el labio de manera instintiva cuando mis ojos se posaron en sus
labios. ¿Cómo serían sus besos? ¿Suaves? ¿Salvajes? ¿Sensuales?
¿Ardientes?

No tardé en averiguarlo, puesto que Connor llevó dos dedos a mi barbilla y


mientras la sostenía, deslizó el pulgar por mis labios antes de inclinarse y
apoderarse de ellos.

Empezó suave, pasó a ser ligeramente sensual, ardiente y apasionado, para


acabar siendo un beso salvaje en el que yo me escuché gemir y él hizo un
sonido ronco y gutural mientras me cogía por la cintura y me sentaba en el
mueble del lavado.

Oh, por Dios, mis ensoñaciones se estaban volviendo realidad.

Nos devoramos sin querer detenernos, sus manos se deslizaban por debajo
de mi camiseta acariciándome los costados, llegando a la espalda y
atrayéndome aún más hacia él.

Pude notar, a través de nuestra ropa, la dureza de su miembro contra mi


sexo, y eso me hizo gemir de nuevo.

Me moví un poco y con ambas manos en su trasero, ayudándome de los


pies, lo acerqué a mí, mientras arqueaba la espalda.

Connor abandonó mis labios y fue directo al cuello, ese que besó, lamió y
mordisqueó mientras yo gemía rezando para que no nos escuchara nadie.
—Connor —murmuré su nombre mientras arqueaba la espalda, y lo
siguiente que sentí fueron sus manos desabrochando mis vaqueros.

Introdujo una de ellas por mi braguita y deslizó el dedo lentamente por mis
húmedos pliegues.

—Estás muy mojada, Erika —murmuró en mi oído antes de morderme el


lóbulo.

Siguió deslizando el dedo despacio, apenas unos segundos más antes de


penetrarme con dos dedos. Tuve que morderle el hombro para amortiguar el
gemido que escapó de mí, en ese instante.

Mientras me penetraba, su pulgar jugaba con movimientos rápidos y


circulares sobre mi clítoris, lo que hizo que moviera las caderas mientras
sentía el orgasmo que amenazaba con hacerme estalla en pedazos.

Y lo hice, no tardé mucho en liberar esa excitación que Connor, aquel


hombre que era prácticamente un desconocido, me había hecho alcanzar.

Cuando los últimos retazos de mi clímax se disiparon, él retiró la mano y


volvió a besarme de nuevo como si pudiera absorber todo mi ser en aquel
gesto.

Lo miré una vez se hubo apartado y el deseo seguía ahí, en sus ojos, en su
mirada, y yo sentía una extraña familiaridad con lo que acababa de ocurrir.
—¿Qué hemos…?

—Te he dado un orgasmo —me cortó.

—Connor, esto no debería haber pasado.

—En realidad, sí, pequeña —respondió acariciándome la mejilla con una


sonrisa en los labios.

—¿Por qué estás tan seguro? —Fruncí el ceño.

—Porque los dos lo deseábamos, desde hacía tiempo.

—¿Erika? —escuché la voz de Kiara en el pasillo y entré en pánico.

Connor me abrochó el pantalón y, tras bajarme del lavabo y darme un beso


rápido, se pegó a la pared junto a la puerta, de modo que cuando su prima la
abriera, no pudiera verlo.

—Creí que te habías colado por la taza —rio mi cuñada cuando asomó la
cabeza, mientras yo me lavaba las manos.

—Lo siento, es que creo que no me sentó bien algo que comí a mediodía —
mentí.
—¿Estás bien? —Frunció el ceño y cuando vi que iba a entrar y cerrar la
puerta, me apresuré a ir hasta ella.

—Sí, sí, solo me he refrescado la cara para estar un poco mejor. Volvamos
con los demás, que Isaac no tardará en llegar.

—En realidad, ya ha llegado —sonrió—. Es bastante guapo, ¿eh?

—Sí, tiene su punto —dije sonriéndole mientras la sacaba de allí.

Cuando cogí la puerta para cerrarla, noté la mano de Connor sobre ella, y la
dejé allí apenas unos segundos. Al cerrar, miré por encima del hombro y él
estaba sonriendo de medio lado.

¿Qué acababa de pasar entre nosotros, por el amor de Dios?

Salió casi a la vez que nosotras, por lo que cuando Isaac me abrazó con esa
familiaridad que le caracterizaba, no me pasó desapercibido el modo en el
que Connor nos miraba. Tenía la mandíbula apretada y el ceño fruncido.

—Ah, Connor, él es Isaac —dijo Kiara—, cliente y amigo de Erika.

—Hola —dijo secamente.

—Encantado —Isaac sonrió tendiéndole la mano que él estrechó.


No sabía bien qué me llevaba hasta Connor, pero me acerqué y le dije por
qué o, más bien por quién, Isaac había venido esa noche.

—Está aquí por Astrid —cuando murmuré aquello, sus ojos se centraron en
los míos y la rabia dio paso a la sorpresa y a lo que podría ser, ¿alivio? No
estaba segura.

El resto de la noche fue una mezcla de pensamientos en mi cabeza que iban


una y otra vez hacia él, hacia Connor, y el modo en el que me había hecho
correrme en el cuarto de baño de mi hermano.

También pasé mucho tiempo observando a Isaac, estaba pendiente de Astrid


e incluso de David, quien parecía haber conectado con él, ya que apenas si
se apartaba de su lado.

Se habían pasado las horas más rápido de lo que ninguno habríamos


querido, David se había quedado dormido en el regazo de Astrid y
acabamos dando la noche por finalizada.

Nos despedimos de todos en la puerta, cada quien fue a su coche y yo


acompañé a Isaac al suyo para hablar con él.

—¿Algo que contarme? —sonreí.

—Solo nos estamos conociendo —se encogió de hombros.


—No quiero que le hagan daño, es como una hermana para mí —le aseguré
y él asintió.

Le di un beso en la mejilla, caminé hacia mi coche y fui a ponerlo en


marcha, pero tras un par de intentos, no arrancaba. Genial, ahora me daba
problemas la batería o a saber, qué otra cosa podría ser.

Tocaba pedir un taxi, no quedaba otra.


Capítulo 13

Escuché un par de golpecitos en la ventana y al mirar vi a Connor, que abrió


la puerta.

—No quiere arrancar —dije con un suspiro.

—Vamos, te llevo a casa —ofreció y aunque debí negarme, no lo hice, era


tarde ya, y él y Robert habían ocupado las habitaciones de invitados, así que
no podía quedarme a dormir en casa de mi hermano.

Bajé del coche tras coger el bolso y las llaves, que le entregué a él para que
pudiera atender a los de la grúa cuando llamara por la mañana, y subimos al
que había alquilado cuando llegó a Santa Mónica.

En el camino ninguno dijo nada, hasta que pasamos por la zona de la playa
y vi que Connor se hacía a un lado de la carretera para aparcar.

—¿Qué pasa? —pregunté.


—Quiero pasear por la playa, contigo —respondió mientras abría la puerta
para salir.

Le seguí y, una vez en la zona de la playa, nos quitamos las deportivas y


comenzamos a caminar hacia la orilla. Siempre me había gustado la
sensación de la arena y el agua en mis pies.

—¿Vas a contarme en algún momento por qué tienes mi sujetador? ¿O


cómo sabías que era mío? —pregunté al cabo de unos minutos de silencio.

Connor sonrió y me miró por el rabillo del ojo, pensé que se quedaría
callado, pero no, empezó a contarme todo.

—La noche de la boda, tú y Astrid bebisteis bastante.

—Dime algo que no sepa. Recuerdo la resaca a la mañana siguiente —


volteé los ojos.

—¿Qué más recuerdas de esa noche, Erika? —interrogó mientras


caminábamos.

—Pues… que en algún momento las dos acabamos tan cansadas de que se
nos clavara el sujetador por todas partes, que a ella se le ocurrió la genial
idea de quitárnoslos, me lo arrebató de las manos y los lanzó quién sabe
dónde —me encogí de hombros.
—Dónde, puedo decírtelo yo. Detrás de unos setos en los que me
encontraba hablando por teléfono.

—¿Qué?

—Vi el momento exacto en el que ambas os desprendisteis de aquella


tortura, cómo Astrid te lo quitaba y lanzaba los dos hacia donde estaba yo.
El suyo acabó en el suelo y no me molesté en recogerlo, me reí al ver el
descaro de aquel acto rebelde. Pero el tuyo fue a parar justo sobre mi
cabeza.

—Ay, Dios mío, qué vergüenza —me cubrí el rostro con ambas manos.

—Cuando os vi marchar, acabé mi conversación y te seguí, entraste al


cuarto de baño, abrí la puerta y cuando viste mi reflejo en el espejo, se te
abrieron los ojos ante la sorpresa. Dijiste que me había equivocado de lugar,
que debía salir, pero me negué. Había pasado todo el día viéndote, Erika. Tu
sonrisa, tus ojos, tu figura, el sonido de tu risa, me tenían loco. Dije que
tenía algo que te pertenecía y arqueaste la ceja, cuando te dije que era el
sujetador, me pediste que te lo devolviera y, obviamente, me negué —sonrió
—. Te enfrentaste a mí, tan pequeña y delicada, pero con esa mirada
penetrante exigiendo lo que era suyo. Te besé, creí que me apartarías, que
me darías una bofetada y me mandarías a la mierda, pero no lo hiciste, en
lugar de eso, me correspondiste al beso. Te senté en el lavabo, nos besamos
hasta quedarnos sin aliento mientras nos acariciábamos. Aquella noche
pudiste ser mía, pequeña —dijo entrelazando nuestras manos y haciendo
que me detuviera, girando para quedar cara a cara con él—. Me costó toda
mi fuerza de voluntad mantener el control de no tomarte allí mismo, en ese
lavabo —apoyó la frente en la mía mientras me miraba fijamente—. Me
pediste que no parara, y por Dios que habría seguido, pero habías bebido y
quería que fueras mía estando en plenas facultades y consciente de lo que
hacíamos. Volviste a pedirme el sujetador, pero en vez de eso, te di mi
número de teléfono para que me llamaras y volvieras a pedírmelo, dijiste
que lo harías —sonrió—, pero en ocho años esa llamada nunca llegó.

Me quedé en shock, sin saber qué decir al respecto. Y en ese momento


descubrí que, de algún modo, mi subconsciente me había estado diciendo
esas dos veces en las que lo tuve tan cerca, lo que ocurrió aquella noche
entre nosotros.

No podía recordar nada tras lo del sujetador, era cierto que había bebido
más de lo que debería, pero un hermano no se casa todos los días, ¿cierto?

—Ni siquiera recuerdo haber cogido tu número —fruncí el ceño.

—Quizás lo perdiste, bailaste con Astrid hasta bien entrada la madrugada


—sonrió—. Y sin sujetador, mientras yo recordaba el tacto de esos pechos
que me incitaban en la distancia.

—¿Por eso lo has conservado todos estos años?

—Sí, pensé que en algún momento llamarías, que lo que pasó fue tan
excitante para ti como para mí —sonrió—. No he venido a ver a mi prima
en estos años porque he estado trabajando mucho, incluso me infiltraron
durante un tiempo demasiado largo en un caso. Pero ahora que podía venir,
vi que era mi oportunidad de devolverte lo que perdiste aquella noche.

—Qué amable de tu parte, pero si dices que ya no me vale…

Connor se echó a reír y me besó, primero un breve y rápido roce de labios,


y luego se apoderó de ellos mientras yo entrelazaba los dedos en su cabello.
Era suave, casi tanto como la seda.

Gemí en su boca y de nuevo aquellas imágenes aparecieron en mi mente


como si de unas diapositivas se tratara.

Todo, absolutamente todo. Los besos, las caricias, el modo en que liberó
mis pechos del vestido y los lamió y besó, cómo me tocaba las piernas hasta
alcanzar mi zona íntima, en la que se detuvo tras varios minutos
excitándome.

La conversación que mantuvimos, tal como él había dicho, y su mirada al


decirme que no quería follarme sin más como si se aprovechara de mí, que
quería que estuviera bien despierta y consciente de lo que me hacía.

Y por Dios que en se momento, mientras me besaba, estaba bien consciente


y despierta y sentía mi sexo palpitar y exigir atenciones.

Pero Connor se apartó, volvió a apoyar su frente en la mía y suspiró.


—Será mejor que te lleve a casa, es tarde y mañana tienes que trabajar.

Tan solo asentí, no sabía qué más podía hacer así que… Regresamos al
coche, sin soltar la mano del otro, y me llevó a casa en silencio.

¿Aceptaría subir si lo invitaba? Podía sentir que él también deseaba lo


mismo que yo, los dos queríamos que algo pasara entre nosotros esa noche.
Es más, estaba segura de que lo queríamos desde hacía ocho años.

Mirando hacia atrás, ahora entendía por qué no había sentido apenas nada
con mis ex, ni el deseo irrefrenable que me invadía cuando estaba con
Connor, ni el modo en que mi cuerpo reaccionaba y se erizaba, o cómo me
entregaba a pesar de apenas conocerlo.

Ahora entendía por qué mi cuerpo se sentía tan conectado a su toque,


porque, a diferencia de mí, él y mi mente sí lo recordaban.

Llegamos a casa, lo miré, sonrió, acortó la distancia y me besó en los labios


con apenas un roce.

—Buenas noches, pequeña. Descansa —dijo mientras me acariciaba la


mejilla.

—Tú también —sonreí mientras abría la puerta y bajaba.


Caminé hacia el edificio aún indecisa, preguntándome si debía pedirle que
subiera, si aquella sería una buena idea o la peor de todas.

Cuando miré por encima del hombro una vez llegué a la puerta, Connor se
despidió con la mano y puso el coche en marcha.

Se fue, dejando que el sonido del motor de su coche se desvaneciera en la


distancia cuanto más se alejaba de mí.

¿Connor llevaba ocho años esperando que lo llamara para devolverme el


sujetador? Imposible, alguna mujer debía haber pasado por su vida en ese
tiempo.

Tendría que preguntarle, aunque fuera de forma sutil, porque lo de ser


célibe desde los veintiocho hasta los treinta y seis años, me resultaba
imposible de creer.
Capítulo 14

Llegué ese viernes noche al bar donde había quedado para cenar con las
chicas a las nueve y diez, veinte minutos antes de la hora.

Me senté en la mesa, pedí una botella de vino y cuando la trajeron me serví


una copa.

No había dejado de pensar en todo el día en lo que descubrí la noche


anterior, y estuve debatiéndome entre escribir o no a Connor para
preguntarle, pero al final siempre me echaba para atrás.

Ocho años, habían pasado ocho años, y en todo ese tiempo nunca recordé lo
que ocurrió entre nosotros, hasta el momento en el que lo tuve pegado a mi
cuerpo mientras me acariciaba y esos recuerdos asaltaron mi mente.

Volví a coger el móvil, abrí nuestra conversación y me quedé mirando la


pantalla y esa barrita parpadeante esperando a que escribiera algo.
¿Qué pasaría si le escribía? ¿Me daría respuestas a esas preguntas?

—¿Qué miras con tanta atención? —la voz de Astrid me hizo volver al
presente.

Ahí estaba mi mejor amiga junto a mi cuñada.

—Nada, solo echaba un vistazo al correo —sonreí mientras bloqueaba el


móvil y lo guardaba de nuevo en el bolso—. ¿David se ha quedado con mi
hermano? —pregunté.

—Sí, y encantado porque están Connor y Robert —respondió Kiara.

—Sigue diciéndote que quiere ser policía, ¿me equivoco? —Arqueé la ceja
mirando a Astrid.

—Sí, sigue diciéndolo.

—Hola, chicas —Anna llegó en ese momento y se sentó a mi lado.

—Pues ya estamos todas, llena las copas, Erika —me pidió Kiara, y me
eché a reír.

Astrid cogió la carta y, a pesar de que nos sabíamos las raciones y platos
que ofrecían de memoria, como siempre fue haciendo diferentes
sugerencias, igual que nosotras tres, y acabamos pidiendo varios platos
surtidos que serían servidos en el centro de la mesa para compartir.

Durante aquellos primeros minutos, la charla se centró en nuestros


respectivos trabajos, para después pasar a interesarnos por Astrid e Isaac. Se
sonrojó como hacía años no la veía hacerlo, y cuando sonrió y nos miró,
supe que en esa historia había algo más que el simple, “nos estamos
conociendo” que me dijo él.

—Es un encanto con David, y eso que pensé que no lo sería —dijo
llevándose un trozo de pollo a la boca.

—Isaac es buen tío, te lo aseguro —comenté—. A pesar de esa apariencia


de hombre que no quiere saber nada de relaciones ni nada de eso. Vive por
y para su empresa, pero siempre supe que escondía un hombre encantador y
tierno en el fondo de su coraza.

—Nos ha invitado a David y a mí a pasar el fin de semana en su casa, está a


pie de playa y dice que el niño se divertiría.

—¿Y has aceptado? —curioseó Kiara.

—Le dije que le daría una respuesta hoy.

—¿Se la has dado? —insistió Anna.


—Todavía no.

—¿Y a qué esperas, alma cándida? —Arqueé la ceja— Estás a un par de


horas de que acabe el día, tendrás que decirle algo.

—Es que, no sé… ¿Y si me equivoco yendo a su casa? ¿Y si él tiene


expectativas sobre lo que quiere que pase entre nosotros este fin de semana
y no pasa nada?

—¿Os habéis besado? —interrogó Kiara, la mayor y más sabia de las


cuatro.

—Sí —murmuró sonrojándose.

—¿Y? ¿Cómo fue? —la apremié— Danos detalles, querida.

—Oh, por Dios. Qué tenemos, ¿quince años? —resopló.

—No, pero ahora somos mujeres maduras y experimentadas en esas lindes,


así que podemos aconsejarte mejor que cuando teníamos quince años —me
encogí de hombros.

—Fue… perfecto. Increíble, más bien. Empezó tierno y luego, mostraba


tanta pasión… Pero no sé si estoy preparada para que ocurra algo. He leído
sobre él, ¿sabéis? Las mujeres que aparecen en esas fotos de las revistas
colgadas de su brazo, son despampanantes. Modelos o actrices, chicas, no
madres solteras con una camiseta que posiblemente al final de la noche,
acabe con un par de manchas de chocolate, algo de salsa de tomate, y un
poco de mermelada.

—Que alguien le dé una colleja, que a mí me está dando hasta pereza —


Kiara volteó los ojos—. Cariño, cuando se es mamá, no siempre se está
impecablemente vestida.

—Tengo estrías, Anna, las caderas más anchas que cuando era una joven de
veinte años, me ha quedado un poquito de barriga que aún arrastro del
embarazado y no consigo quitármela, ni haciendo ejercicio.

—En serio, Erika, dale una colleja —me exigió y sonreí.

—Eso son excusas que te das a ti misma. Siempre ha sido así, Astrid —le
dije.

—David siempre será lo primero —aseveró.

—Lo sabemos, y créeme, por cómo vi a ese hombre en mi casa anoche, te


aseguro que para él también lo será —dijo Kiara, tras dar un sorbo a su
copa.

Entendía a Astrid, desde que supimos que estaba embarazada, su vida había
girado en torno a esa pequeña personita que crecía dentro de su vientre.
Pero también merecía darse el gusto de conocer a alguien que realmente
mereciera la pena y antepusiera su felicidad y la del niño a cualquier otra
cosa.

Y entonces, sin pensar, y viendo lo agobiada que estaba mi mejor amiga,


cambié de tema y saqué a Connor a relucir.

—Connor ha guardado el sujetador que llevé a tu boda, durante ocho años


—dije sin más, mientras dejaba la copa en la mesa.

Silencio, absoluto silencio en nuestra mesa, y cuando levanté la mirada,


encontré los ojos de mis tres amigas abiertos por la sorpresa de mis
palabras.

—¿Qué acabas de decir? —fue Astrid quien rompió con el silencio.

—Lo que habéis oído —respondí—. El sujetador perdido lo tiene Connor.

—Joder, parece el título de una peli de Indiana Jones —rio Kiara.

—¿Te estás riendo después de lo que he dicho sobre tu primo? —Fruncí el


ceño.

—Qué quieres que haga, cariño, ¿lloro? Es que me he quedado sin palabras.

—Así mismo me quedé yo anoche, en shock y con cara de idiota —suspiré.


—¿Cómo diantres acabó tu sujetador en su poder? —preguntó Astrid.

Suspiré y les conté lo que me había dicho él en la playa la noche anterior.


No interrumpieron mi relato ni una sola vez, escucharon las tres con mucha
atención cada una de mis palabras, incluido ese momento en el que confesó
lo que ocurrió en el cuarto de baño.

—Cuando bailamos la otra noche y me imaginé con él en un cuarto de


baño, pensé que no era más que por el momento en el que nos
encontrábamos, pegados el uno al otro, bailando de una forma tan sensual y
seductora. Y cuando anoche nos besamos en el cuarto de baño de tu casa,
pues me volvieron esas imágenes que juraría que no eran más que
provocadas por el deseo que me envolvía. Hasta que me dijo que eso había
ocurrido en tu boda, pero no me acordaba de nada —suspiré.

—Bueno, yo iba a decir que tenía la sensación de que le gustabas a mi


primo —comentó Kiara—, y me daba a mí, que no era de ahora, sino que
venía de antes, porque en estos años, cuando hablaba con él por teléfono,
me preguntaba mucho por ti.

—¿En serio? —Fruncí el ceño.

—Sí, siempre se interesaba por saber cómo estabas, y ahora entiendo por
qué —sonrió—. Se ha pasado los últimos ocho años esperando que hicieras
esa llamada para dar el paso.
—Y probablemente pensara que no estaba interesada, y por eso habrá
estado con muchas otras mujeres —dejé caer.

—Si te soy sincera, no ha mencionado a ninguna novia en estos años.


Estuvo infiltrado un tiempo en un caso y, a ver, es mi primo y sé que tendrá
necesidades como podemos tener cualquiera de nosotras, no se habrá
mantenido célibe y casto esperándote, así que supongo que alguna aventura
de una noche seguramente haya tenido.

—¿Y dices que te dio su número? —preguntó Anna.

—Según él, así fue, pero no recuerdo nada. Apenas si me acordaba de su


cara, solo lo vi durante el día de la boda, y en las últimas horas tenía más
champán en mi cuerpo del que habría en las botellas —resoplé.

—Ocho años guardando el sujetador de la mujer que le gustaba, y


esperando una llamada suya. Chica, ese hombre sí que está interesado en ti
—rio Astrid.

Kiara asintió y ahora, a las preguntas que yo me había estado haciendo


desde la noche anterior, debía añadirle otra. ¿Por qué le preguntaba a su
prima por mí, cuando hablaba con ella por teléfono?

Terminamos de cenar y dimos la noche de chicas por finalizada, con eso de


que David se quedaba en casa con mi hermano, Astrid no quería molestar
mucho, así que pensamos que esas noches serían solo para cenar y ponernos
al día, la única bebida que tomaríamos sería el vino, y Astrid menos que las
demás, pues tenía que encargarse de su pequeño.

Nos despedimos en la calle con besos y abrazos de hermanas, y quedamos


en hablar en esos días para organizar algo en casa de Kiara.

Regresé a casa mientras volvía a debatir conmigo misma, entre si era buena
idea escribir a Connor y preguntarle, o no hacerlo.

Cuando llegué al edificio, decidí que no lo haría, no al menos por el


momento, hasta saber qué y cómo preguntarle exactamente lo que quería
saber sobre todo lo que me había contado, y también lo que dijo Kiara.
Capítulo 15

Había estado todo el sábado en casa, limpiando y organizando, incluso me


deshice de algunas prendas de ropa que ya no usaba hacía tiempo, y las
llevé al albergue.

En cuanto la encargada me vio aparecer, sonrió agradecida por las bolsas


que llevaba.

Pedí comida china para cenar y vi una película antes de que el sueño y el
cansancio del día me invadieran, lo que me llevó a un descanso que, sin
darme cuenta, se había prolongado hasta las diez de la mañana de ese
domingo.

Me preparé un café y un par de tostadas y salí a mi precioso balcón a


disfrutar del desayuno.

Allí estaba mi vecina Emilia tomando un café.


—Ya creí que tendría que poner la música muy alta para que despertaras,
muchacha —dijo a modo de broma.

—Buenos días, Emilia —sonreí.

—¿Llegaste tarde a casa anoche? —preguntó mientras se acercaba la taza


de café para darle un sorbo.

—No salí, pero estuve en modo limpieza y acabó pasándome factura.

—Bueno, el cuerpo de vez en cuando necesita un descanso.

—¿Cómo estás tú?

—Bien, muy bien. Ayer salí con unas amigas de mi club de lectura, fuimos
a cenar y acabamos la noche en el bingo. ¿Te puedes creer que gané y me
traje a casa mil dólares?

—¿En serio? Eso es genial.

—Sí, me van a servir para renovar algunas cosas del apartamento que piden
una jubilación. Muchas son incluso más viejas que yo —rio.

—No seas exagerada —la seguí en su risa.


—Lo que daría por tener algunos años menos, y volver a ver a mi esposo —
suspiró.

—¿Aún lo extrañas?

—Cada día, Erika, lo extraño cada día.

El silencio se instaló entre nosotras mientras yo tomaba mi desayuno, y ella


miraba hacia la playa, con los ojos vidriosos, recordando alguno de esos
momentos maravillosos que vivió con su marido.

Estaba a punto de terminar mi café, cuando me llegó un mensaje y fruncí el


ceño al ver que era Connor.

Connor: Buenos días, pequeña. Me preguntaba si te apetecería pasar el


día conmigo en la playa. Iba a ir con Robert, pero me ha dejado tirado, se
va al campo de tiro de la comisaría donde trabaja tu hermano.

Sonreí pensando en Connor, en lo que me alegraba que hubiera pensado en


mí para ir a pasar el día fuera de casa. Pero me apetecía tomarle el pelo un
poquito.

Erika: ¿Así que soy el segundo plato? Muy feo eso, señor inspector, muy
feo. Como su amigo lo deja tirado, piensa que yo querré ir a la playa
aceptando esas migajas. No me conoce en absoluto.
No tardó en contestar, pero lo hizo con una llamada de teléfono.

—¿Sí? —pregunté.

—No eres mi segundo plato, pequeña, siempre querré que seas el primero,
el segundo, y el postre. Y la copa de después.

—Vaya, qué romántico —reí.

—Y debo admitir que lo de Robert era una excusa, muy pobre al parecer —
suspiró—. Realmente me apetecía ir contigo, pero no sabía si decírtelo
directamente sería un poco… ya sabes, invasivo por mi parte.

—Bueno, creo recordar que la otra noche invadiste un poco mi espacio


personal, no veo que invitarme a la playa sea más invasivo que eso.

—Cierto, me acabo de dar una bofetada mental —dijo y reí aún con más
ganas—. ¿Qué me dices? ¿Te apetece ir a la playa?

—Me apetece.

—Bien, te recojo en una hora.

—De acuerdo, hasta ahora.


Colgué y me sentí observada, al mirar hacia el balcón de mi vecina, la
encontré sonriendo como una niña a la que habían pillado haciendo una
travesura.

—¿Qué? —Fruncí el ceño.

—Parece que tienes un admirador —dijo.

—Es solo un conocido.

—Querida, esa sonrisa y el brillo de tus ojos, dicen que es algo más que eso.
Pero, si los jóvenes de hoy en día os etiquetáis tan solo de conocidos, por
mí, bien. Diviértete.

Se puso en pie y entró en su casa, dejándome sola con el último sorbo de


café.

Recogí la mesa, llevé todo a la cocina para lavarlo, y fui a darme una ducha
rápida antes de prepararme para ir a la playa con Connor.

No esperaba que me invitara a pasar el día con él, si era sincera conmigo
misma, por lo que aquello me había cogido tan de sorpresa, que aún seguía
como en una nube.

Realmente no era nada del otro mundo, tan solo ir con un nuevo amigo a la
playa. Solo que, ¿alguien se besaba con sus nuevos amigos, o se corría
como una loca en su mano? No, ¿verdad? Pues yo lo hice.

Suspiré, me puse un bikini rosa que me encantaba, unos shorts vaqueros con
camiseta de tirantes y las deportivas, y tras guardar en mi bolsa de playa la
cartera y el móvil, me puse las gafas de sol y bajé a esperar a Connor en la
calle.

La sorpresa me la llevé cuando le vi ya esperándome fuera del coche,


apoyado en él de manera despreocupada, con los tobillos cruzados y una
mano en el bolsillo mientras en la otra sostenía el móvil.

Llevaba unas bermudas beige y una camiseta blanca que le sentaban de


muerte, hasta el punto de que juraría que me estaba lamiendo los labios
como si ante mí, tuviera un helado.

—Hola —saludé cuando llegué a él.

—Hola —sonrió y se inclinó para besarme.

Besarme, sí, un beso en los labios rápido y breve que me dejó con cara de
tonta por la sorpresa, estaba segura.

Abrió la puerta del coche, subí y cuando cerró, guardó el móvil en su


bolsillo antes de acomodarse en el asiento.
—Espero que lleves el bikini en esa bolsa —dijo mientras ponía el coche en
marcha.

—Lo llevo puesto —respondí.

Connor sonrió y eso fue demasiado para mí, para mis hormonas y mi
imaginación, esa que desde el jueves me hacía vernos una y otra y vez en
ese lavabo, dando rienda suelta a la pasión y el deseo, solo que en vez de
quedarnos en unos pocos besos o en un orgasmo provocado por sus manos,
acabábamos la faena y por la puerta grande.

—Te has sonrojado —dijo—. ¿En qué piensas?

—¿Yo? En nada. Será por el sol, que atraviesa el cristal.

—Será por eso, sí —rio.

Me maldije en silencio por pensar en esas cosas delante de él, con lo


observador que era, y me concentré en el paisaje que veía de camino hasta
la playa.

Cuando llegamos, aparcó cerca de la parte por donde se accedía a una de las
zonas menos concurridas de la playa, sacó su bolsa del maletero y no dudó
en entrelazar nuestras manos para llevarme hasta allí.
Nos descalzamos en cuanto pusimos un pie en la arena y acabamos en una
zona más apartada del resto de bañistas que había esa mañana.
Tras extender las toallas, se quitó la camiseta y me perdí entre tanto
músculo.

Tenía unos abdominales perfectamente definidos, y esos brazos que cuando


los flexionaba se marcaban aún más sus bíceps. Por no hablar del momento
en el que se quitó las bermudas y se quedó con un bañador negro tipo bóxer.

Esa perfecta V que se formaba en sus caderas, sin un solo vello en aquel
torso escultural. Por el amor de Dios, tenía que dejar de mirarlo o pensaría
que me lo estaba comiendo con los ojos.

Pero es que así es, bonita. Me dijo la voz de mi conciencia.

Suspiré, me quité la camiseta, después los shorts, y me senté en la toalla


evitando mirar a mi acompañante.

Pero él sí me miraba, lo podía notar sin siquiera tener un ojo puesto en él.
Allá por donde estaba segura que pasaban sus ojos mientras me observaba
detenidamente, se me erizaba la piel como si fueran las yemas de sus dedos
las que se deslizaban por ella.

Cogí el bote de crema protectora para tener algo con lo que entretenerme,
me puse un poco en la mano y comencé a extenderla por mis brazos, el
torso, el vientre y las piernas. Y entonces…
—¿Quieres que te ponga en la espalda? Creo estar cien por cien seguro de
que ahí, no llegas —dijo con la voz ronca.

Tragué con fuerza, lo miré y el brillo de sus ojos lanzó una llamarada de
excitación al centro de mi placer, haciendo que mi clítoris palpitara.

—Gracias —sonreí como respuesta y le cedí el bote.

Se puso crema en la mano y, poco a poco, en círculos lentos con ambas


manos, extendió la crema por mi espalda y la parte de los riñones, hasta que
noté que llevaba los dedos por entre la tela de la braguita del bikini.

¿Protesté? ¿Me quejé de algún modo? ¿Le pedí que abandonara su idea de
llevar esas manos aún más adentro?
No. No. Y nuevamente, no.

—Listo —susurró antes de besarme el cuello.

Regresó a su toalla y durante unos minutos nos quedamos allí, en silencio,


tomando el sol. Hasta que el calor pudo con ambos y de un salto, Connor se
levantó cogiéndome de la mano para llevarme al agua.

—Nada de hacerme ahogadillas —le advertí señalándolo con el índice.

—Tranquila, no quiero ganarme una patada de kárate en las pelotas.


Prefiero otro tipo de… tocamientos en esa zona —sonrió.
—Es usted un descarado, inspector —reí.

Sobraba decir que durante el rato que estuvimos en el agua, Connor me


mantenía bien cerca de él, abrazándome, besándome, deslizando las manos
por mi espalda en suaves y lentas caricias, incluso se atrevió a tocarme de
tal modo que nadie nos veía hasta conseguir que me corriera en su mano.

—¿Esto va a convertirse en una costumbre? —pregunté entre jadeos cuando


todo acabó.

—Puede —sonrió antes de besarme.

—Debo decirte que no soy una de esas chicas que tienen sexo en la primera
cita.

—¿Entonces esto es una cita? —Arqueó la ceja.

—No, solo quería dejar claro mi punto.

—Pequeña, lo que tenga que pasar entre nosotros, pasará porque los dos
queramos, jamás te obligaré a hacer nada que no quieras. Y, por otro lado,
es la tercera vez que te excito, la segunda que consigo que te corras, y
ninguna de esas veces estábamos realmente en una cita. Por lo que, si esta
lo fuera, sería algo así como… ¿la cuarta? —Entrecerró los ojos.
—¿Y qué significaría si esto fuera una cuarta cita para nosotros?

—Que no me importaría hacerte mía —susurró antes de volver a besarme.

Regresamos a las toallas y tras secarnos, volvimos a vestirnos para ir a


comer al bar que había no muy lejos de allí.

Mientras dábamos buena cuenta a nuestros platos de fish and chips, le


pregunté por qué cuando hablaba con Kiara, preguntaba por mí, por cómo
estaba.

—Me llamaste mucho la atención el día de la boda, Erika, y en estos años,


no he olvidado nada de ti.

—Pero habrás estado con otras mujeres —lo dije de tal modo que esperaba
que no pensara que era un reproche, yo ni siquiera recordaba lo que ocurrió
entre nosotros y había salido con otros chicos.

—No he tenido ninguna relación seria, si es a lo que te refieres —contestó


llevándose una patata a la boca—. Solo algo de sexo casual —se encogió de
hombros—. Además, parte de ese tiempo estuve infiltrado, no hay sitio para
el romance cuando trabajas en un operativo.

Tan solo asentí, y cuando acabamos de comer y de tomar café, regresamos a


las toallas donde volvimos a ser esa pareja que se robaban besos en el
cuello, en los labios, que se acariciaban sin miedo, y que poco a poco se
iban tentando más y más.
Eran las ocho cuando le dije que debía volver a casa, al día siguiente
empezaba una nueva semana de trabajo para mí y quería descansar.

Había aplazado las vacaciones para poder cogerlas con Anna e ir juntas a
algún sitio, y John no nos puso ningún problema, así que no tendría
descanso hasta el mes siguiente.

Connor me llevó de vuelta a casa sin soltar mi mano en todo el camino,


acariciando la muñeca de manera distraída, como si disfrutara con aquel
leve contacto.

En el momento en el que paró el coche frente a mi edificio, miré la puerta y


cuando me quité el cinturón, noté que Connor se acercaba a mí.
Al mirarlo, llevó la mano a mi nuca para atraerme hacia él y me besó.

Gemí en sus labios deseando que ese momento no acabara nunca, y


entonces tuve claro lo que quería que ocurriera a continuación.

—¿Quieres subir? —pregunté con timidez, temiendo que dijera que no,
pero Connor sonrió.

Sonrió de un modo que bien podría parecer que había estado esperando esa
pregunta todo el día.
Y por el brillo de sus ojos y el hambre de mí, que me pareció ver en ellos,
supe que estaba a punto de convertirme en Caperucita roja, y él, sería el
lobo feroz que planeaba comerme entera.
Capítulo 16

Nada más atravesar la puerta de mi apartamento, Connor me quitó la bolsa


de playa que llevaba en la mano y me cogió en brazos haciendo que le
rodeara con mis piernas sus caderas.

Entre su fuerza y que medía metro noventa, en sus brazos yo era apenas una
leve pluma de pajarillo.

Asaltó mis labios con fuerza, devorándonos en un beso cargado de deseo en


el que los dientes también hacían su parte.

Me mordisqueaba cada poco, tirando del labio haciéndome gemir


levemente.

Connor caminó hasta el salón y cuando se detuvo, rompió el beso y echó un


vistazo al apartamento, buscando un pasillo que lo llevara a mi habitación,
hasta que vio la cama.
—Tipo loft, me gusta, menos recorrido para poder tenerte donde quiero —
murmuró y volvió a besarme.

Noté el momento en el que me dejaba en la cama y sin apartarse, se quedó


entre mis piernas. Deslizaba ambas manos por los muslos, despacio,
incitándome, haciendo que todo mi cuerpo se estremeciera, y subió por los
costados bajo la tela de la camiseta.

No tardó en cogerla por el borde y quitármela sin miramientos, rápido y sin


perder el tiempo.

La dejó caer en algún lugar del suelo y volvió a asaltar mis labios mientras
sus manos se deslizaban por mis costados y subiendo hacia mi espalda,
donde no dudó en deshacer el nudo con el que se mantenía abrochado el
sujetador del bikini. En cuanto lo consiguió, también se deshizo de él.

Observó mis pechos con deleite, los cubrió con sus grandes manos y
masajeó unos instantes, para después pellizcarme los pezones y tirar de
ellos haciéndome gemir con cada nuevo tirón.

Se inclinó y deslizó su lengua por cada uno de ellos, despacio, formando


círculos suaves y tortuosamente lentos, hasta que dio un leve mordisco en
uno de ellos y grité.

Pero no porque sintiera dolor, sino por el placer que, para mi sorpresa, ese
gesto había lanzado a mi centro.
Repitió el mismo patrón con el otro pezón, y cuando arqueé la ceja lo noté
reír sobre mi seno, ese que no dudó en llevarse a la boca y lamer, succionar
y degustar a placer.

Conseguí quitarle la camiseta y aprovechó que estábamos ligeramente


separados para desabrocharme los shorts y quitármelos, llevando consigo la
braguita del bikini.

Me sentí tan expuesta en ese momento, que intenté cerrar las piernas, pero
no me lo permitió, dado que aún seguía colocado entre ellas.

Tragué con fuerza y me mortificó la vergüenza por un instante mientras sus


ojos recorrían cada centímetro de mi desnudo cuerpo.

—Eres preciosa, Erika —susurró acariciándome la mejilla—. Perfecta,


suave, sublime, deliciosa. Más de lo que imaginaba.

Sus labios se unieron a los míos en un beso más tierno de lo que pensé que
podría ser, y deslizó su mano por mi mejilla, bajando por el costado hasta la
cadera y la nalga. Rodeó el muslo con el brazo y me hizo levantar la pierna
para rodearle con ella por la cintura.

Mientras seguía besándome, sus caderas y las mías se movían yendo al


encuentro de las otras, de modo que nuestros sexos se rozaban
constantemente. El mío desnudo por completo, y el suyo aún confinado
bajo su ropa.
Lo notaba tan duro y erecto, que me mordía el labio mientras esa imagen
que había estado viendo en los últimos días cobraba vida de nuevo en mi
mente.

Connor unido a mí por completo, haciéndome suya.

Gemí mientras mis manos se paseaban por la suave piel de su espalda,


notando cada uno de los músculos que la formaban.

Poco después abandonó mis labios para dejar un camino de besos que iba
desde ellos, pasando por el cuello, deteniéndose en ambos pechos y
pezones, jugando con ellos entre sus dientes y con la lengua, hasta alcanzar
mi pubis.

En el momento en el que su lengua entró en contacto con los pliegues de mi


vagina, me estremecí y jadeé con fuerza.

Connor la deslizaba despacio entre mis labios vaginales, lentamente,


haciendo que mi deseo aumentara a cada segundo que pasaba.

Lamía sin parar, aumentó el movimiento y comenzó a hacerlo más y más


rápido, añadiendo un dedo a su perverso juego, con el que me penetró
varias veces haciéndome estremecer.

A él se unió un segundo dedo, y las penetraciones comenzaron a ser más


fuertes y rápidas, así como el movimiento de su lengua.
Para cuando quise darme cuenta, estaba gritando con la espalda arqueada y
agarrándome a la cama con todas mis fuerzas.

Me corrí como nunca antes lo había hecho, mucho más intensamente de lo


que podía recordar, mientras mi cuerpo se sacudía una y otra vez liberando
aquel intenso clímax al que Connor me llevó.

Jadeante, con el pecho subiendo y bajando con fuerza por el momento que
acababa de vivir, los ojos cerrados y el cuerpo laxo sobre mi cama, sentí los
labios de Connor subiendo por mi cuerpo dejando pequeños y suaves besos
mientras notaba cómo se desabrochaba las bermudas con una sola mano. No
tardé en ser consciente de que se había bajado la ropa cuando la suave y
húmeda punta de su erección chocó con la parte interna de mi muslo.

Abrí los ojos y lo observé entre la neblina del orgasmo que aún los cubría,
eché un vistazo rápido y vi aquellas brillantes gotas de líquido preseminal
en su erección que me llamaban.

Llevé la mano hasta ella, la envolví despacio y comencé a subirla y bajarla.


Connor me miraba fijamente y jadeó, hasta que, al pasar el pulgar por su
punta, llevándome esas gotas hacia la longitud de aquel duro y palpitante
miembro que mantenía en mi mano, cerró los ojos y comenzó a mover las
caderas.

Apenas me permitió hacer aquello durante unos minutos, y tras sujetar mi


muñeca y llevarla junto con la otra por encima de mi cabeza, donde las
mantuvo bien agarradas con su otra mano, cogió su erección y comenzó a
pasarla por mi sexo lentamente.

El fruto de nuestra excitación se mezclaba en ese juego con el que me hacía


gemir, e incluso pedir que me penetrara.

—Connor, hazlo ya —jadeé.

—¿Qué quieres que haga, preciosa?

—Penétrame, por Dios.

—¿Es eso lo que quieres? —preguntó en un susurro antes de morderme el


lóbulo de la oreja, y llevó la punta de su erección a mi entrada,
introduciéndola apenas.

—Sí, Connor, hazlo.

—¿De verdad lo quieres?

—Sí, por favor —gemí.

—Tus deseos, son los míos, pequeña —dijo antes de penetrarme con fuerza
de una sola embestida.
Grité al notarlo completamente dentro de mí, llenándome tan
profundamente como nunca nadie lo había hecho.

Comenzó a moverse con fuerza, rápido y sin detenerse, mientras todo mi


cuerpo se estremecía.

El sonido de mis gemidos y gritos se mezclaban con sus jadeos. Nuestras


miradas se encontraron más de una vez, momento en el que Connor se
inclinaba para besarme.

Liberó mis muñecas y me rodeó con un brazo por la cintura mientras con el
otro elevaba ligeramente mis caderas. Llevé los míos, aún débiles por haber
estado levantados tanto tiempo, alrededor de su cuello y jugué con su
cabello castaño entre los dedos.

Connor seguía entrando y saliendo con fuerza en mi cuerpo, llenándome por


completo, haciendo que cada grito que salía de mi garganta se sintiera como
si esta fuera a acabar en carne viva.

Una, dos, cinco, diez embestidas más, y acabamos alcanzando el clímax al


unísono, como si de una pareja de natación sincronizada se tratase.

Liberé aquella excitación en un grito largo y casi ensordecedor, mientras él


se corría jadeando y con el cuerpo tenso.

Sin duda alguna, aquel había sido el encuentro sexual más intenso que había
tenido en mi vida.
Mientras recobrábamos el aliento, Connor permaneció sobre mi pecho y
aún dentro de mi cuerpo, me acariciaba el costado y me besaba el hombro,
mientras yo pasaba las manos por su sudorosa espalda con los ojos
cerrados.

¿De verdad eso acababa de pasar? ¿De verdad me había acostado con un
hombre al que prácticamente acababa de conocer hacía unos días?

Pero no era eso lo que debería resultarme extraño, era una mujer adulta y
libre que podía hacer lo que quisiera.

Lo que no conseguía entender era cómo me había desinhibido tanto el


champán que bebí en la boda de mi hermano, ocho años atrás, para acabar
montándomelo con el primo de la novia en un cuarto de baño.

—Debería irme —dijo y me estremecí.

Sí, tal vez debería hacerlo, pero yo no quería que lo hiciera. Lo miré cuando
se apartó, me colocó un mechón de cabello tras la oreja y se inclinó para
besarme.

—No te vayas —le pedí—, quédate.

—¿Estás segura?
—Sí —asentí y él sonrió antes de volver a besarme.

Me estrechó entre sus brazos y tras pegar mi espalda a su pecho, dejó un


beso en el hombro antes de darme las buenas noches.

Aún era temprano, apenas acababa de anochecer, pero me encontraba tan


exhausta que cerré los ojos y esperé que el sueño me venciera.

Tardó en llegar, debía reconocerlo, porque en mi mente no dejaba de


preguntarme si lo que había pasado sería un error o si se repetiría de nuevo.

Pero entonces recordaba que ocho años atrás, por algún motivo que aún
desconocía, besé a ese hombre y dejé que me besara, que me tocara y casi
me hiciera suya en un cuarto de baño.

¿Tal vez sentí algo por él entonces y mi cuerpo lo seguía recordando?


Maldita fuera aquella horrible resaca con la que desperté a la mañana
siguiente.

Suspiré, noté que Connor me abrazaba con más fuerza, y entrelacé nuestras
manos sobre mi vientre. Poco después, por fin Morfeo me acogió en su
mundo de sueños.
Capítulo 17

El olor a café recién hecho y pan caliente hizo que mi estómago rugiera de
hambre.

Aún estaba en la cama, con los ojos cerrados y sin querer salir de ella, pero
debía hacerlo, era lunes y tocaba ir al trabajo.

Podía escuchar ruido de cajones, puertas y tazas en la cocina, y tras


desperezarme y estirar los brazos para preparar mi cuerpo para un nuevo
día, abrí los ojos y vi a Connor, llevando únicamente el bañador de bóxer
del día anterior, de espaldas.

Y qué espalda, con los hombros anchos y todos esos músculos que se
marcaban con cada uno de sus movimientos. Ahora que lo tenía ante mí,
distraído y sin que se diera cuenta, podía fijarme mucho mejor en su trasero.

Glúteos perfectos, redondos y turgentes, de esos que incitaban a darles un


buen pellizco.
—Si me sigues mirando así, no te voy a dejar desayunar —dijo sin tan
siquiera darse la vuelta. ¿Cómo sabía que lo estaba mirando?

—Acabo de despertarme, no te miraba —mentí, y podía sentir cómo me


crecía la nariz un poquito.

—Sí, lo hacías —sonrió de medio lado mientras me miraba por encima del
hombro.

—¿Qué haces en mi cocina?

—Preparar el desayuno, ¿qué voy a hacer?

Me levanté, recordando que estaba completamente desnuda, y cogí la


camiseta de Connor que encontré en el suelo. En cuanto me la puse, respiré
el aroma de su perfume a madera y sándalo, y sonreí.

—¿Y qué tenemos para desayunar, inspector? —curioseé acercándome a él,


rodeándole por la cintura.

—Café, zumo, tostadas y huevos con beicon —respondió volviendo a


mirarme por encima del hombro, solo que esa vez se inclinó para darme un
beso en los labios—. Buenos días, pequeña.
—Buenos días —sonreí cogiendo un trozo de beicon del plato para
llevármelo a la boca, lo que provocó que él se riera.

Mientras él terminaba de preparar los huevos, fui llevando todo a la mesa


del salón, cuando se unió a mí, tras dejar el plato, me rodeó por la cintura y
hundió el rostro en mi cuello para besarlo.

Coloqué ambas manos sobre las suyas en mi vientre, y dejé que nos meciera
poco a poco.

—No tenías que haberte molestado con esto —dije mirando la mesa.

—No ha sido una molestia, pequeña, quería hacerlo —me besó la cabeza
antes de sentarnos a la mesa—. Por cierto, ¿esa es mi camiseta? —sonrió de
medio lado, arqueando la ceja.

—Ajá. Pero a mí me queda como un vestido.

—Soy alto —rio.

—¿En serio? No me había dado cuenta —volteé los ojos mientras cogía una
tostada.

Desayunamos en silencio, pero ninguno dejó de mirar al otro cada vez que
tenía la oportunidad.
Recién levantado y con el pelo ligeramente alborotado, Connor estaba igual
de atractivo que siempre. Y no parecía incomodarle en absoluto el hecho de
llevar únicamente el bañador puesto.

Di un vistazo al reloj para ver cuánto tiempo tenía aún para ducharme,
vestirme e ir al trabajo, y me tomé el último sorbo de café mientras me
levantaba.

—¿A qué hora tienes que estar en el trabajo? —preguntó levantándose y


ayudándome a recoger la mesa.

—En una hora y diez minutos —dije, llevando todo a la cocina para meterlo
en el lavavajillas.

Cuando acabamos, Connor me cogió en brazos por la cintura e hizo que le


rodeara con las piernas.

—¡Oye! —reí.

—Vamos bien de tiempo —dijo besándome, mordisqueando mi labio, y


entendí lo que quería decir con aquello, y lo que pretendía.

Seducirme, excitarme, hacerme perder la cabeza y que acabara desmadejada


en algún lugar de la casa después de un poco de sexo mañanero.

Para mí estaba bien esa idea, sí señor.


Me sentó en la mesa en la que acabábamos de desayunar, se deshizo de la
camiseta y asaltó mis pechos con una ferocidad que me hizo soltar un leve
gemido.

Lamió, mordisqueó, masajeó y succionó mis ya erectos pezones hasta que


sentí la humedad entre mis piernas.

Fue entonces cuando su dedo pulgar se adueñó de todos mis sentidos,


mientras jugaba con el clítoris en círculos rápidos y rudos.

Jadeaba sin parar, agarrada a la mesa con todas mis fuerzas, y cuando me
penetró con dos dedos llevé mis manos sobre sus anchos y musculosos
hombros.

Arqueé la espalda y segundos después, Connor se arrodilló entre mis


piernas, separando bien los muslos y exponiendo mi sexo húmedo y
desnudo ante sus ojos. Miró esa zona con un brillo hambriento en los ojos, y
cuando deslizó la lengua entre mis labios vaginales, cerré los ojos y dejé
caer la cabeza hacia atrás.

Me lamió hasta que mi cuerpo no pudo más y grité liberando un orgasmo


que Connor parecía no querer que terminara, porque su lengua seguía y
seguía deslizándose rápidamente entre mis pliegues.

Cuando se incorporó, me cogió en brazos y en un rápido movimiento me


penetró, gemí al sentirlo tan dentro, me besó y comenzó a caminar por el
apartamento.

No se retiraba, no salía de mi interior, y con cada paso que él daba, yo


movía ligeramente las caderas para notarlo dentro.

Llegamos al cuarto de baño, abrió el grifo del agua hasta que estuvo a una
temperatura fácil de soportar para los dos, y tras pegarme a la pared
mientras el agua nos cubría a ambos, comenzó a moverse y penetrarme
rápido y con fuerza.

Connor me besaba en los labios, en el cuello, mordisqueaba mis hombros e


incluso inclinó la cabeza para lamer mis pezones mientras seguía
penetrándome sin descanso.

Estaba cerca, sentía el orgasmo a solo unos segundos de alcanzarme. Noté


cómo las paredes de mi vagina se cerraban alrededor de la erección de
Connor, que comenzaba a palpitar y ensancharse dentro de mí.

El clímax nos golpeó con fuerza, y juntos lo liberamos entre gritos y


gemidos que resonaban entre aquellas paredes.

Cuando ambos conseguimos recuperar el aliento, nos miramos fijamente,


Connor sonrió inclinándose para besarme, y me dejó en el suelo para que
pudiéramos ducharnos.

Tres cuartos de hora después de haber terminado el desayuno, estábamos


listos para salir de mi apartamento.
—Conduce con cuidado —dijo antes de besarme mientras abría la puerta de
mi coche.

—Y tú —le pedí sonriendo.

Subí, cerró la puerta y se quedó allí esperando a que me marchara. Lo vi por


el retrovisor caminar hacia su coche y suspiré.

¿Qué nos había pasado en apenas unos días? No era normal en mí, que me
lanzara a los brazos de un hombre y a tener sexo con él, así, tan pronto.

Pero con él se sentía diferente, y ahora que sabía que mis visiones de días
atrás no eran solo imaginaciones, sino que habían ocurrido de verdad años
atrás, entendía esa conexión que había entre nosotros.

¿Por qué no lo recordé hasta entonces? Al día siguiente lo entendía, me


levanté con una resaca de esas que te dejan muerta un par de días, pero, ¿y
después? No lo sabía.

En cuanto entré en la gestoría y Anna me vio, arqueó la ceja al ver cómo


sonreía.

—Buenos días, Anita —dije llamándola así por primera vez.

—Buenos días. ¿Y esa sonrisa? —preguntó.


—Porque estamos a nada de unas más que merecidas vacaciones, ¿no te
parece?

—Ya, ¿y ese brillo en tus ojos, y la cara resplandeciente?

—Crema hidratante nueva, una para la noche y otra para el día.

—Ajá. ¿De qué firma son?

—¿Eh?

—Las cremas, que de qué firma de cosméticos son.

—Pues…

—No me lo digas, seguro que tienen sede en Irlanda —rio la muy cabrita—.
Oh, sí. Te has acostado con el inspector.

—¿En qué demonios lo has notado?

—Te lo he dicho, esas tres cosas que hacía mucho que no te veía te han
delatado.

—Mujer, serías una espía grandiosa para la CIA —volteé los ojos mientras
caminaba hacia mi puesto.
—Habla con tu inspector, a ver si me pueden dar un puesto en su comisaría
—seguía riéndose.

—¿Por qué no se lo preguntas al tuyo? —La miré por encima del hombro—
Estoy segura de que le encantaría tenerte trabajando cerquita de él.

—Eres mala, Erika —dijo sin parar de reír.

—Yo también te quiero —le tiré un beso y ella empezó a negar con leves y
sutiles movimientos de cabeza de un lado a otro.

Dejé el bolso en el cajón, encendí el ordenador, y me preparé para un nuevo


día de trabajo en el emocionante y maravilloso mundo de la contabilidad.
Capítulo 18

Esa tarde de miércoles, mientras volvía a casa después de una jornada que
me había parecido interminable, me llamó mi cuñada.

—Hola, cuñada.

—Hola, cariño —sonaba sonriente—. ¿Sigues en el trabajo?

—No, voy de vuelta a casa, por fin. Hoy me he recorrido Santa Mónica y
mis pies piden a gritos que me quede descalza por la casa.

—Te llamaba para que vinieras a cenar, aquí puedes ir descalza si quieres
—rio.

—¿Qué hay de cena? Porque a mí me espera una deliciosa pizza congelada.

—Lasaña, cariño, voy a preparar lasaña.


—Hazme hueco —reí.

—No esperaba menos. Te veo a las nueve, ¿sí?

—Sí, adiós.

Corté la llamada y volví a centrarme en el camino a casa.

Cuando llegué me quité los zapatos nada más traspasar la puerta y suspiré
de alivio. Me encantaban mis tacones, pero cuando caminaba tanto, acababa
siendo incómodo.

Fui quitándome la ropa de camino a la habitación, saqué unos shorts


vaqueros, una camiseta de tirantes y las sandalias planitas, y me di una
ducha rápida para quitarme todo ese agotamiento del día.

Después de vestirme salí a la terraza a tomarme un café, esa mañana


tampoco había visto a mi vecina Emilia así que probé suerte.
Me asomé por el balcón a ver si la veía dentro, la llamé, pero no contestaba.

Era raro, no solía ausentarse tanto tiempo. El lunes no salí a desayunar


afuera porque estaba Connor conmigo, pero el martes y esa mañana sí, y
ella no apareció.

¿Y si le había pasado algo? ¿Y si se había caído? Fruncí el ceño y tras


acabarme el café, salí al rellano para llamar a su puerta, no hubo respuesta.
Pegué la oreja y cerré los ojos para ver si escuchaba algún ruido, para ver si
pedía ayuda, pero nada, absoluto silencio.

Bajé a preguntar a nuestro portero, el señor Richmond, un señor de unos


cincuenta y cinco años bastante agradable.

—¿Sabe algo de Emilia, mi vecina? —pregunté.

—Sí, señorita Erika. La señora Emilia se fue el lunes por la tarde de viaje,
dijo que iba a Los Ángeles a visitar a una antigua amiga, al parecer se ha
quedado viuda recientemente.

—Oh, vaya. Menos mal, pensé que le había ocurrido algo. Gracias, señor
Richmond —sonreí, me devolvió el gesto, y regresé a mi apartamento.

Guardé el móvil en el bolso, cogí las llaves del coche, y me marché para ir a
casa de mi hermano y mi cuñada.

Estaba un poco nerviosa, iba a ser la primera vez que vería a Connor
después de nuestros dos encuentros sexuales, y nuestra familia estaría
delante, por lo que no sabía cómo actuar con él.

Habíamos hablado por mensaje estos días, dándome las buenas noches y los
buenos días, preguntando cómo estaba, y diciendo que podía venir a casa y
darme un masaje para quitarme tensión.
Yo me reía, porque sabía en qué podría acabar un masaje con el inspector
Connor.

Cuando llegué a casa de mi hermano, fue Kiara quien me abrió la puerta,


como siempre, y me abrazó con fuerza.

—Veo que te has puesto sandalias —rio.

—Necesitaba bajarme de las alturas —respondí.

—Los chicos están en el jardín bebiendo cerveza —dijo mientras iba a la


cocina.

Dejé el bolso en la mesa del salón y salí a saludar.

—Fue un caso jodido —escuché decir a Robert, antes de dar un trago a su


cerveza.

—Hola —saludé con la mejor de mis sonrisas.

—Hola, hermanita —Alfred se levantó para darme un abrazo, y tras él,


Robert.

Connor me miraba con ese fuego en los ojos, con ese deseo de querer hacer
algo más que solo darme un breve abrazo y un beso demasiado cerca de la
comisura de mis labios.

Por eso, en cuanto me giré a su lado antes de sentarme, noté que pasaba la
mano muy despacio por mi espalda hasta detenerse en una de las nalgas.

Le di una mirada nerviosa por el rabillo del ojo y él sonrió con disimulo,
antes de apretarla y retirar la mano.

—¿Hay cerveza para mí? —pregunté mirando a mi hermano.

—Claro, tenemos mucha en la nevera —dijo inclinándose hacia un lado


para sacar una cerveza de la nevera portátil que tenía en el suelo.

—¿Os habéis sacado la nevera con las cervezas? —reí.

—Por supuesto, es mejor esto que andar yendo y viniendo a la cocina todo
el tiempo.

—Buen punto, hermano —sonreí abriendo mi cerveza para darle un sorbo


—. Hmm qué fresquita, y qué rica.

—La cena está lista, chicos —anunció Kiara, mientras dejaba los platos en
la mesa.

—Te ayudo, cariño —dijo mi hermano, que se levantó para ir a la cocina


con ella.
Una mirada, eso fue lo que Robert recibió por parte de Connor, antes de
levantarse sin decir una sola palabra y entrar en la casa.

En cuanto nos quedamos solos, me atrajo hacia él y asaltó mis labios en un


beso fiero y desesperado.

—Ahora sí te he saludado como debía —sonrió cuando se retiró.

—¿Robert lo sabe? —murmuré.

—Sí, es mi compañero, como un hermano, nos guardamos las espaldas el


uno al otro y no hay secretos.

—Mientras no diga nada…

—¿Qué habría de malo en que tu hermano y mi prima lo supieran, pequeña?


—preguntó colocándome un mechón de cabello detrás de la oreja.

—Nada, pero, no sé, ¿no crees que es demasiado pronto?

—Me fijé en ti hace ocho años.

—Kiara, tu lasaña huele de maravilla —la voz de Robert hizo que nos
separáramos, y cuando salió y le dedicó una mirada a Connor, supe que
había hablado para hacerle saber que no estábamos solos.
—Gracias, Robert, es bueno tener un comensal con tan buen gusto —rio mi
cuñada.

Cenamos hablando de la excelente cocinera que era Kiara, mi hermano


incluso se relamía los labios cuando contó el postre de frutos rojos que
preparaba y me eché a reír.

De la comida pasamos a la floristería, nos dijo que estaba con los arreglos
de varias bodas y que para las dos semanas que se irían a Irlanda, tenían
varios encargos de los que se encargarían sus dos empleadas.

—¿Os vais a Irlanda? —preguntó Connor con el ceño fruncido.

—Ajá, por nuestro aniversario —sonrió Kiara con felicidad—. Erika y yo


estuvimos mirando varios alojamientos, reservé un hotel y ya tengo también
los billetes.

—Podrías habérmelo dicho, prima, tengo la casa disponible.

—¿Tienes una casa en Irlanda? —pregunté con los ojos muy abiertos.

—Sí, la compré con la herencia de mis padres.

—Erika, ¿en la web del hotel ponía que se podía cancelar gratis?
—Sí, siempre que avisaras con tiempo —respondí.

—¿En serio nos ofreces tu casa? —le preguntó a Connor, que sonrió
mientras asentía— Pues voy a cancelar la reserva ahora mismo, que aún
tengo tiempo.

—¿Cuántas habitaciones tiene la casa? —curioseé.

—Suficientes como para ser un motel —rio Robert.

—¿Tú, la conoces?

—Sí, solemos ir allí a veces —dijo sin añadir nada más.

—Anna y yo tenemos vacaciones esas mismas semanas —miré a mi cuñada


y sonrió.

—Busca dos billetes en la misma aerolínea que nosotros, que os venís de


vacaciones a Irlanda.

—Cariño, ¿no se suponía que era nuestro aniversario? —preguntó mi


hermano con la ceja arqueada.

—Y lo es, tranquilo que no os molestaremos. Podréis hacer lo que queráis,


que Anna y yo, iremos de turismo —sonreí.
En cuanto Kiara canceló la reserva, nos pusimos a buscar dos billetes.
Cuando ella gritó emocionada diciendo que aún tenían diez asientos
disponibles, Connor habló.

—Reserva cuatro, Robert y yo también iremos.

Lo miré disimuladamente y él me sonrió al tiempo que hacía un guiño. Me


sorprendió saber que pasaríamos juntos mis vacaciones, pero claro, él y
Robert estaban de vacaciones indefinidas, y si su prima no estaba en la
ciudad, ¿qué sentido tenía que él se quedara?

Le mandé un mensaje a Anna con la foto del billete y me respondió con


varios emojis de esos de cara de sorpresa, me eché a reír y le dije que nos
íbamos a conocer Irlanda en nuestras vacaciones, y no estaríamos solas,
puesto que nuestros inspectores, así como mi hermano y Kiara, también
estarían allí.

El móvil de Alfred empezó a sonar y, por su cara, supe que era un tema de
trabajo, Kiara también, y suspiró mientras se ponía en pie para recoger la
mesa.

—¿Qué ocurre, prima? —preguntó Connor.

—Nada, es solo trabajo.

—Kiara —Connor se puso en pie y la cogió por la muñeca, evitando que se


marchara—. A Erika y a ti os ha cambiado la cara. ¿Es que Alfred y tú
tenéis problemas? ¿Te está engañando con otra?

—¿Qué? ¡No, por Dios! —exclamó ella— Es solo trabajo, en serio. Es


que…

—Es un caso jodido, Connor —dijo mi hermano volviendo al jardín—.


Tengo que irme, cariño —abrazó a su esposa y le dio un beso en la frente.

—¿De qué caso se trata? —curioseó Robert.

—Tenemos a dos bandas, serbios y colombianos, siendo asesinados. Cada


semana aparece un cadáver, todos con las mismas marcas y heridas. Los
inspectores al mando dicen que una banda acusa a la otra, pero ninguna de
ellas tiene ese método de quitar la vida. La mayoría de los cuerpos que
tengo en mi mesa, son chavales jóvenes que apenas han cumplido los
dieciocho.

—No me jodas, nuestra comisaría está investigando el mismo caso —dijo


Robert.

—¿Qué?

—Vamos contigo, Al —comentó Connor—. Si el caso ha llegado desde


Manhattan a aquí, quién sabe dónde más podría llegar.
En cuanto se marcharon, ayudé a Kiara a recoger la mesa, nos servimos una
copa y regresamos al jardín.

No hablamos, no hacía falta, ella sabía que estaba allí solo para hacerle
compañía.

Mi hermano no solía llevarse el trabajo a casa, pero ese caso los traía a
todos de cabeza en la comisaría, y como dijo, el hecho de que la mayoría
fueran chicos jóvenes, era lo que peor llevaban.

Muchos de los agentes eran padres de familia con hijos adolescentes, y


tener que explicarles a esos padres que habían perdido a su amado hijo, era
lo que peor llevaban de todo.

—Se ha acabado la botella —dijo Kiara, sonriendo.

—Pues yo tengo que volver a casa —suspiré.

—Sé que estás bien, he bebido yo más que tú.

—Eso es cierto, tú eres la borracha que me quiere arrastrar a mí a ese mal


hábito.

—Eres una cuñada terrible.

—Lo sé —le hice un guiño y soltó una carcajada.


—Vete a casa, Erika, es tarde y dudo mucho que los chicos regresen ya. Se
fueron hace casi dos horas.

—¿Estarás bien?

—Sí, iré directamente a la cama, si no me mareo en el proceso.

—No exageres, que tampoco has bebido tanto —le di un beso en la mejilla
y me levanté—. Nos vemos pronto, ¿sí?

—Vale —sonrió.

Salí de casa de mi hermano y regresé a la mía. Yo no era policía, ni médico


forense, no tenía que lidiar con esos casos tan duros donde la crueldad
humana quedaba más que demostrada, pero sabía lo mucho que a él le
afectaba.

¿Cómo no iba a hacerlo? Muy despiadada e inhumana tendría que ser una
persona, para no empatizar con las víctimas y sus familiares.

Justamente como quien quiera que fuera que estaba masacrando a esa gente,
por muy corruptos y malos que fueran. Muchos de ellos no dejaban de ser
niños que crecían en un mundo de violencia porque sus padres estaban
metidos en esa vida salvaje.
Capítulo 19

Acababa de terminar de preparar los papeles que nos había pedido un


cliente para una auditoría, y decidí parar a tomar un café, por suerte
contábamos con una cafetera de cápsulas en la sala de descanso.

Era jueves, y no veía la hora de acabar esa semana, estaba agotada.

—¿Un café, Anna? —le pregunté a mi compañera, asomándome para que


me viera.

—Sí, por favor.

Sonreí mientras iba a la sala, preparé los cafés y fui a la mesa de mi


compañera y amiga.

—Aún no me creo que vayamos a ir a Irlanda de vacaciones —dijo


cogiendo el suyo.
—¿Se lo has dicho a tu madre?

—Sí, y se alegró por mí. Incluso dice que puede arreglárselas con Tommy,
esperemos que sea cierto.

—Verás como sí.

—Por cierto, mañana no vengo, ya se lo dije ayer a John, cogí el día de


permiso.

—¿Ocurre algo? —Fruncí el ceño, porque ella nunca cogía esos días.

—No, solo tengo que acompañar a mi madre al médico. Una de sus


revisiones —se encogió de hombros.

Iba a decir que esperaba que saliera todo bien, cuando sonó su móvil y la vi
fruncir el ceño.

—¿Sí? —preguntó— Sí, soy yo. ¿Quién es? —Se le abrieron los ojos y se
levantó tan rápido, que golpeó una carpeta que había junto a su café, y este
acabó vertiéndose sobre el escritorio— Sí, sí, voy para allá. Gracias.

—¿Qué pasa? —interrogué al ver que estaba nerviosa.

—Tommy, está en comisaría —respondió.


—¿Qué? Te acompaño, voy a por mis cosas.

—No, Erika, no es necesario.

—Por supuesto que sí, voy a ir. Llamaré a John de camino.

Fui a mi puesto, apagué el ordenador, cogí el bolso, y mientras nos


dirigíamos al aparcamiento por mi coche, llamé a nuestro jefe para decirle
que habíamos tenido que salir urgentemente. John estaba al tanto de la
situación familiar de Anna, y dijo que lo mantuviéramos informado y lo
avisáramos si necesitaba un abogado.

Llegamos a la comisaría en la que trabajaba mi hermano en un tiempo


récord, no recordaba haber ido tan rápido por las calles de Santa Mónica, en
mi vida.

En cuanto Anna se identificó y preguntó por su hermano, el agente del


mostrador nos hizo esperar un momento mientras avisaba a los agentes que
lo habían llevado allí detenido.

—Ahí viene —murmuré al ver a Tommy junto a un par de policías.

Tenía un aspecto terrible, de ahí el grito ahogado de mi amiga. Algunos


golpes en la cara, que acabarían en feos moratones, un labio partido y la
camiseta rota. Parecía que hubiera tenido una pelea a vida o muerte con un
león.
—Tommy, ¿qué te ha pasado? —preguntó Anna con la preocupación
instalada en su voz.

Él no respondió, permaneció allí de pie, callado como una estatua de


escayola, mientras su hermana estaba al borde de las lágrimas.

—Lo encontramos junto a otros chicos —dijo uno de los policías—. Él


estaba peleando con otro en el centro.

—¿Por qué lo has hecho, Tommy? —Anna estaba angustiada, y yo la rodeé


con ambos brazos para frotarle los suyos tratando de calmarla.

—No es de tu maldita incumbencia —contestó con desdén.

—Claro que es de mi incumbencia, soy tu hermana mayor.

—Exacto, hermana mayor, no mi madre. Esa estará en la cama empastillada


hasta las cejas para no soportar la mierda de vida que tiene.

—No hables así, Tommy.

—¡Hablaré como me dé la puta gana! —gritó— Estoy harto, joder, harto de


que tú y la adicta a los somníferos me digáis lo que tengo que hacer. No soy
un puto crío.
—Eres un niño aún, Tommy —dijo Anna, casi llorando—. Solo tienes
diecisiete años.

—En mi nueva vida, eso es ser un hombre, hermanita.

—Y qué vida es esa, ¿eh? ¿Una en la que vas por ahí pegándote con otros
chicos como tú? ¿Una en la que acabas en urgencias o en comisaría? Eres
mejor que esto, Tommy.

—¡Es mi vida, maldita sea! —rugió acortando la distancia mientras la


miraba con rabia— ¡Deja de meterte en ella!

Fue en ese momento que vi a Robert llegar corriendo hasta donde


estábamos, y tras coger a Tommy por el cuello de la camiseta, lo llevó hacia
la columna que había a solo unos pasos y le pegó a ella con fuerza.

Connor y mi hermano, aparecieron a nuestro lado también.

—No vuelvas a gritar a tu hermana, en tu miserable vida de mocoso, ¿me


oyes? —gritó Robert, soltándolo, haciendo que Tommy se tambaleara un
poco.

Aquel chico que tanto había cambiado en unos pocos años, apretó los
dientes y los puños, y se alejó hacia la puerta.
—¡Tommy! —Anna lo llamó, pero él solo hizo un gesto con la mano como
diciendo que nos podíamos ir todos a la mierda— No sé qué más hacer con
él —murmuró.

—¿Estás bien, Anna? —le preguntó Robert, sosteniendo su barbilla con dos
dedos. Ella asintió, pero no lo miró en ningún momento.

Me acerqué a ella, sonreí a Robert y la abracé, dejando que mi amiga soltara


la rabia en mi pecho.

Los chicos y los dos agentes se quedaron allí durante unos minutos sin decir
nada, hasta que ella se calmó y secó sus lágrimas.

—¿Qué hacía tu hermano aquí, Anna? —preguntó Alfred.

—Lo detuvieron por pelearse con otro.

—¿Por qué se ha ido? —interrogó Connor.

—Bueno, el otro chico no ha presentado cargos. Y le dijimos que, si venían


a recogerlo, podría irse —respondió el policía.

—¿Con quién se peleaba? —quiso saber Robert.

—Él estaba con algunos de los chavales de la banda de los serbios, a juzgar
por el tatuaje que llevaban en el brazo.
—¿Cómo? —preguntaron Alfred, Connor y Robert al unísono.

—Al que pegaba es uno de los de la banda de los colombianos.

—No me jodas —Alfred se pasó las manos por el cabello—. ¿Qué hace tu
hermano con esa gente, Anna?

—No lo sé, ni siquiera sé de quiénes habláis.

—De las dos peores bandas de toda Santa Mónica, de esa gente hablo.

Anna abrió los ojos con temor y noté que se estremecía. Ninguno de los
presentes entendíamos que podía estar haciendo un chico como Tommy con
esa gente, pero estaba claro que no era para hacer un trabajo del instituto.

—Tengo que ir a casa —dijo Anna volviendo a secarse las mejillas—, a ver
si puedo hablar con él, que me explique algo. Lo que sea.

—No deberías ir sola —comentó Robert—. ¿Y si te hace algo?

—Es mi hermano, y aunque ha cambiado mucho, sé que no me haría nada.

—Anna, deja que te acompañe.


—Gracias, Robert, pero no es necesario —sonrió y se puso de puntillas para
darle un beso en la mejilla.

Conociendo a mi amiga, y con lo tímida que era, aquello era todo un gesto
de valentía por su parte. Agradecido podía estar el inspector por recibir ese
cálido beso.

Antes de irse me miró con una sonrisa, sabía que en caso de que le pasara
algo, me llamaría, por lo que asentí dándole un apretón en la mano y se fue.

—Dime dónde vive —miré a Robert y tenía la mandíbula apretada.

—No lo voy a hacer —respondí—. Si le pasara algo, me llamará, y yo


avisaré a mi hermano para que envíe a alguien.

Miré a Alfred, que me dedicó un leve gesto de asentimiento, sonreí y salí


para volver a la gestoría.

Esperaba que Anna recibiera las respuestas que quería, pero sabiendo lo
mucho que había cambiado aquel niño de trece años que una vez conocí,
dudaba que le contara algo.
Capítulo 20

Viernes, nueve de la noche, y cuando entré en el bar, ya estaban las chicas


esperándome.

—Buenas noches, señoritas —saludé.

—Aquí llega la nueva Miss Estados Unidos —dijo mi cuñada.

—¿A qué viene eso? —Fruncí el ceño.

—Mírate, cariño, ese vestido te sienta de maravilla —respondió Astrid.

Me miré, sí, pero solo para comprobar que llevaba el vestido que había
elegido una hora antes. O sea, uno de lo más veraniegos, en color verde
agua, con falda de vuelo, tirante ancho y escote no muy llamativo.

—Solo bromeamos —rio Kiara—. Estás preciosa.


—Sois tremendas —volteé los ojos sentándome a su lado mientras reía.

—¿Vino? —me ofreció Astrid.

—Por favor —cogí mi copa y se la acerqué—. ¿Cómo ha ido tu semana?


Por lo que decías en los mensajes, todo bien.

—Ajá, sí. La peluquería ha estado más tranquila de lo habitual, pero no ha


faltado el trabajo. David se va haciendo a la vida sin su nana, y yo… Yo
también —suspiró.

—¿Qué tal en la guardería? —curioseó Kiara.

—Bien, muy bien. Se ha adaptado muy rápido. Y por las tardes se queda
con nuestra vecina, así que, me va bien.

—¿Y con Isaac? —sonreí elevando ambas cejas— ¿Pasasteis el fin de


semana en su casa?

—Es un buen hombre, eso lo sé —sonrió y se le tiñeron las mejillas de un


bonito rubor rosado—. No fui, le dije que no me parecía bien con el niño y
eso y… se ha pasado tres noches esta semana por casa llevando pizza para
cenar. No creí que le gustara pasar tanto tiempo con David.

—Bueno, eso es una sorpresa incluso para mí —sonreí.


—¿Qué dice Tommy al respecto? —preguntó Anna.

—Está encantado de tener un nuevo amigo. Le está cogiendo cariño.

—Ey —Kiara le cogió la mano al ver que inclinaba la mirada—. Nada de


miedos por eso, ¿de acuerdo? David le coge cariño enseguida a todo el
mundo. ¿A ti te gusta Isaac?

—Sí, no tiene ningún sentido mentiros, ni mentirme a mí misma.

—Pues cariño, deja que pase lo que tenga que pasar, y que sea lo que tenga
que ser —le recordé.

—Como decía mi madre —sonrió Astrid.

—Exacto —sonreí—. Vale, ahora hablemos de Tommy —miré a Anna.

—Sí, Alfred me dijo que ayer lo detuvieron —dijo Kiara.

—¿Qué? —Astrid abrió los ojos con sorpresa.

Anna suspiró, entre las dos le contamos lo que había ocurrido el día anterior
con su hermano pequeño, y ella se quedó en shock.

—Pero si Tommy no era así.


—Lo sé, Astrid, pero ha cambiado. Y es peor ahora que va con esa gente.
Lo malo es que, por más que le pregunto, no quiere contarme nada. No me
da explicaciones ni respuestas, y dice que no va a dejar de ir con esa gente.
Se encierra en su habitación, cena, y se va sin decir a dónde. Mi madre
apenas es consciente, pero, cuando lo es, no sé qué decirle.

—Lo siento mucho, cariño —Astrid le pasó el brazo por los hombros.

El camarero apareció con nuestras raciones, había un buen surtido para


comer un poco de cada, así que dedicamos el resto de la noche a disfrutar de
la cena, mientras le contábamos a Astrid que iríamos las tres a Irlanda.

Ella sonrió e incluso hizo un puchero preguntando si podíamos llevarla,


pero sabíamos que lo decía en broma. Ella no cogía vacaciones, dejaba
todos esos días para disfrutarlos repartidos a lo largo del año, sobre todo
desde que David estaba en su vida y en cualquier momento podía caer malo.

Nos pidió que lo pasáramos bien, que hiciéramos muchas fotos y se las
enviáramos.

Estaba contando una anécdota de una de las aprendices sobre una


equivocación con los tintes, cuando me llegó un mensaje. Sonreí al ver el
nombre de Connor en la pantalla.

Connor: Hola, pequeña. ¿Qué tal la noche de chicas? Robert y yo


estábamos hablando de salir mañana a tomar unas copas. ¿Os animáis
Anna y tú? Dime que sí, que quiero pasar tiempo contigo.
—¿Y a ti quién te ha escrito? Se te ha puesto una cara de adolescente… —
dijo Astrid, entrecerrando los ojos.

—¿Es mi primo? —preguntó Kiara.

—¿Eh? —Se me abrieron los ojos.

—¡Es mi primo! Él te ha escrito. ¿Qué dice?

—Nada, solo… ha preguntado si a Anna y a mí nos apetece salir con él y


Robert a tomar algo mañana.

—Vaya, vaya, así que los inspectores están coladitos por vosotras —Astrid
sonrió con picardía.

—¿Quién ha dicho que estén coladitos? —Fruncí el ceño.

—Esa carita, nena —rio mi mejor amiga.

—Por no hablar, querida cuñada, de las chispas que saltan cuando estáis
juntos. ¿Ha pasado algo entre vosotros que deba saber?

Miré a mi cuñada, esa mujer a la que le había contado todo lo relacionado


con chicos, al igual que a Astrid, desde que la conociera diez años atrás.
Podía confiar en ella, y sabía que no le contaría nada a mi hermano sin que
yo le dijera que podía hacerlo. Así que, finalmente, opté por hablarle de su
primo.

—El domingo pasado me invitó a ir a la playa con él, estuvimos allí todo el
día, después lo invité a subir a casa.

—¿Y hubo una de esas noches de sexo salvaje? —preguntó elevando ambas
cejas.

—Kiara, estamos hablando de tu primo, por Dios —resoplé.

—¿Y? Solo responde —se encogió de hombros.

—Sí, y a la mañana siguiente también.

—Ah, lo que viene siendo el pack, cena, sexo, desayuno, sexo —rio Astrid.

—¿Y qué tiene de malo que te acostaras con él? Puedes hacerlo, los dos
sois solteros.

—Es que, hay algo más. A ver, ¿recordáis que os dije que él tenía el
sujetador que perdí en tu boda? —pregunté, y las tres asintieron.

—¿Te lo ha devuelto? —preguntó Astrid.

—No, aún no.


—No creo que lo haga —rio Kiara.

—Ni que mi sujetador fuera una pieza de coleccionista, o algo así —


resoplé.

—No, pero intuyo que, si no te lo devuelve ahora, que él está aquí, será para
que tú vayas a recuperarlo a Manhattan —sonrió mi cuñada.

—Eso sería muy retorcido —fruncí el ceño.

—Ahora entiendo por qué se apuntó al viaje a Irlanda, no era porque


quisiera ser un buen anfitrión o pensara que estaría invadiendo nuestra casa
si se quedaba aquí hasta acabar sus vacaciones. Es para poder estar contigo
—dijo Kiara, con una sonrisa aún más amplia.

—¿Le has contestado a lo de salir mañana? —preguntó Anna.

—Todavía no.

—Pues dile que sí, iremos a tomar algo con ellos —sonrió—. Mejor eso,
que pasarnos el sábado noche metidas en casa, ¿no te parece?

Tenía razón, y no es que no me gustara quedarme en casa viendo una peli o


una serie, pero sabía que, a ella, le vendría bien salir de su casa y olvidar
por unas horas que tenía un hermano rebelde.
Cogí el móvil, le envié un mensaje a Connor, diciéndole que aceptábamos
su invitación, y respondió que nos veríamos en el local al que fuimos la
primera noche que salimos con ellos a la misma hora.

Dimos por terminada nuestra noche de chicas y regresé a casa, dispuesta a


tener uno de esos sueños tranquilos y reparadores que tanto necesitaba.
Capítulo 21

Anna estaba esperándome en la puerta del local, al igual que la otra vez, y
sonreí al acercarme.

—El día que estés dentro, le pongo una velita a Santa Ana —reí.

—Prefiero entrar contigo —dijo tras darme un beso.

—No te van a comer, bueno, al menos uno de ellos, no.

—No me pongas más nerviosa.

—Pero a ver, ¿a ti te gusta el inspector? —le pregunté mientras entrábamos.

—Es guapo.

—Suficiente —reí—. Deja que te coma. Si no hay más que ver cómo te
mira.
Señalé la barra donde estaban Connor y Robert, y el segundo sonreía
mientras le daba un buen vistazo a mi amiga.

En cuanto nos acercamos, la cogió de la mano para mirarla más de cerca.

—Estás preciosa —le dijo atrayéndola hacia él.

—Gracias —Anna se sonrojó y se mordió el labio.

—Tú estás espectacular —murmuró Connor, antes de inclinarse y devorar


mis labios.

—A ver, un poquito de pudor, colega, que solo falta que la subas a la barra
y nos deis una master class.

—No me va el exhibicionismo —reí—. Soy más de hacerlo en la intimidad.

—Mejor, mejor, porque con las miradas que os han dedicado desde que
cruzasteis esa puerta, habríais tenido un montón de espectadores. ¿Un San
Francisco, chicas?

—Sí, por favor.

Robert llamó a uno de los camareros, pidió nuestras bebidas y una segunda
ronda para ellos, cuando nos lo sirvió, levantó su vaso de whisky a modo de
brindis.

Dimos un sorbo y en cuanto escuchó las primeras notas de una canción de


Maluma, agarró a Anna con una mano por la cadera y entrelazó la otra
mano con la suya.

Connor tampoco perdió el tiempo, y tras pegar mi espalda a su pecho,


comenzó a mecernos al ritmo de la música.

“La luna se escondió apenas te vio, porque tú brillas más que ella…”

Anna se reía mientras Robert le decía algo al oído, la veía negar y a él hacer
pucheros.

—Por Dios, qué carita de cachorro abandonado ha puesto —dije riendo—.


¿Qué le estará preguntando?

—Quién sabe, conociendo a Robert, cualquier cosa —sonrió.

Mientras nosotros bailábamos pegados en uno al otro, Robert separó a Anna


de él y la hizo girar un par de veces antes de volver a atraerla hacia él,
sostenerla por la cintura con una mano y e inclinarla de espaldas mientras la
miraba. Ella reía a carcajadas, y cuando la volvió a incorporar dejándola a
solo unos centímetros de su rostro, pude notar el momento exacto en el que
ocurriría algo entre ellos.
“Qué chimba fueras mi novia, si no es así pues me conformo con un beso
tuyo…”

Anna se mordió el labio, Robert se inclinó poco a poco, acariciándole la


mejilla sin soltar su mano, y la besó.

Sonreí y escuché la risa de Connor en mi oído.

—Le ha costado convencerla —dijo.

—Es una chica bastante tímida, suerte tiene de que el otro día, en comisaría,
fuera ella quien le diera el beso en la mejilla. Hacen buena pareja, ¿verdad?

—Ajá, pero nosotros hacemos mejor pareja —me giró entre sus brazos y
devoró mis labios con esa intensidad a la que me tenía acostumbrada.

Cuando ambos necesitábamos aire, nos separamos y el brillo en sus ojos me


dijo que quería lo mismo que yo.

Pasamos un par de horas entre bailes, besos, caricias y copas, y a


medianoche decidimos cambiar de local, la noche era joven y no había que
madrugar.

En cuanto salimos a la calle, Anna miró hacia un lado y se paró en seco.

—¿Qué pasa, preciosa? —preguntó Robert.


—Es Tommy —dijo sin apartar la vista del punto en el que la había fijado.

Su hermano pequeño caminaba por la calle con una docena de chicos,


riendo y haciendo escándalo. Uno de ellos llevaba una botella de vodka en
la mano que iba pasando de uno a otro, y cuando Anna vio que Tommy le
daba un trago, se cubrió la boca con la mano ahogando un gemido mezclado
con un leve sollozo.

—¿Qué está haciendo con su vida? —preguntó mi amiga en un susurro


mientras daba un paso con la intención de seguirlo.

—¿Dónde vas? —Robert le cogió la mano evitando que se alejara.

—Tengo que saber dónde va, qué hace —respondió con los ojos vidriosos.

—No —Robert negó moviendo la cabeza repetidamente—. Iré yo, ¿vale?


Lo seguiré, veré dónde va, qué hace, y te lo diré para que te quedes más
tranquila, ¿de acuerdo?

—Pero…

—Nada de peros —le cortó, mientras le cogía ambas mejillas entre sus
manos—. Soy inspector de policía, estoy mejor cualificado que tú para
seguir a alguien y que no lo sepa —le hizo un guiño y le dio un beso en los
labios—. Vete a casa, mañana te llamo. ¿Connor?
—Te acompaño —respondió, antes de girarse.

—Ten cuidado —le pedí.

—Siempre lo tengo —sonrió de medio lado y se inclinó para besarme—.


Descansa, pequeña.

Ambos se alejaron de nosotras y los vimos entrar en el coche que Connor


había alquilado para esos días. Cuando lo puso en marcha, vimos cómo se
alejaban en mitad de la noche siguiendo a Tommy y los otros chicos.

—Tengo miedo, Erika —dijo Anna, mientras se abrazaba a sí misma.

—¿Por Tommy, o por Robert?

—Por los dos —suspiró—. ¿Cómo de malo es que mi hermano pequeño se


haya mezclado con esos serbios de los que habló el otro día el policía?

—No son precisamente una banda de ángeles celestiales, cariño.

—Lo suponía —permanecía mirando hacia donde tanto su hermano, como


el coche de Connor y Robert, habían desaparecido.

Me preocupaba, no quería dejarla sola en ese estado, y le ofrecí venir a


dormir a mi apartamento, pero negó diciendo que prefería ir a casa y estar
allí cuando despertara su madre o llegara Tommy.

La acompañé a su coche y me despedí de ella, quedando en que cuando


supiera algo me llamaría.

Regresé a casa pensando en cómo llevaría yo, toda la carga que ella
soportaba. La admiraba, con lo joven que era, Anna tenía una fuerza que
muy pocos poseían.

Entré en el apartamento y pensé en enviarle un mensaje a Connor,


volviendo a pedirle que tuviera cuidado, pero no lo hice, no quería que se
distrajera que lo que fuera que estuvieran haciendo él y Robert.

Me puse una camiseta y me metí en la cama pensando en él, pidiéndole a


mis padres que lo protegieran esa noche.

Si los serbios estaban siendo eliminados al igual que los colombianos,


Tommy no estaba seguro con ellos.

Y Connor y Robert, corrían peligro si alguien los veía.


Capítulo 22

Acababa de levantarme, eran las nueve del domingo, y escuché que


llamaban al telefonillo.

—¿Sí? —pregunté.

—Traigo Donuts para el desayuno —respondió Connor.

Sonreí mientras abría y me recogí el cabello esperando con la puerta


entornada. Cuando escuché el ascensor, me asomé y lo vi salir con esa
sonrisa que me desarmaba. Llevaba la misma ropa que la noche anterior.

—Buenos días, preciosa —se inclinó mientras me rodeaba con el brazo por
la cintura para besarme.

—¿Has dormido, siquiera? —pregunté cerrando la puerta para ir a la


cocina.
—En el coche un poco. Robert y yo hicimos turnos —dijo mientras dejaba
la caja de Donuts en la encimera.

—¿Qué habéis descubierto? —Empecé a preparar el café y él sacó un par


de tazas.

—Seguimos a los chicos hasta un viejo almacén abandonado a las afueras.


Se han pasado allí la noche y Tommy no salió hasta hace una hora, parecía
bebido y bastante fumado también.

—Pobre Anna, no se merece esto. ¿Y si Tommy acaba como esa gente?

—Ey —Connor me abrazó desde atrás y sentí su cálido aliento en el cuello


antes de que me besara—. Vamos a hacer lo posible para que, entre razón,
¿vale? Robert y yo por el momento seguiremos vigilándolo todo lo que
podamos, tienes que entender que ahora mismo estamos de vacaciones y no
llevamos este caso, pero en cuanto pidamos volver, le diremos al sargento
que nos asigne aquí.

—¿Y si se da cuenta de que les seguís? ¿Y si Robert y tú os exponéis a que


os hagan daño? Anna no se lo perdonaría, Connor.

—No va a pasarnos nada, pequeña, te lo prometo —me giró y sus labios se


apoderaron de los míos.

Le rodeé el cuello con mis brazos y me pegué a su cuerpo tanto como pude.
No sabía bien por qué, pero necesitaba sentirlo cerca. Necesitaba que me
envolviera con el calor que desprendía, que el aroma de su perfume me
abrazara tan fuerte como él mismo lo hacía en ese momento.

Connor me cogió por las caderas, lo rodeé con las piernas por la cintura, y
sentí que caminaba por mi pequeño apartamento hasta que noté la cama
bajo mi cuerpo.

Se deshizo de la camiseta y sonrió al ver mis pechos desnudos, esos que


comenzó a masajear. Lamió un pezón mientras pellizcaba el otro,
mordisqueó ambos tirando de ellos, haciéndome gemir y enredar mis dedos
en su cabello, tirando de él mientras cerraba los ojos.

Bajó con sus labios por mi cuerpo dejando un camino de besos que me
erizaba de pies a cabeza, jugó con el borde de mi braguita mientras me
miraba, me mordisqueé el labio, a expensas de lo que sabía que iba a pasar.

Connor cogió la tela entre sus dedos y la fue retirando poco a poco. Cuando
me dejó desnuda por completo, se quitó la ropa y separó mis piernas aún
más para lamer mi centro.

Arqueé la espalda ante la lenta pasada de su lengua entre mis húmedos


pliegues, jadeé y me agarré con fuerza a las sábanas.

Connor siguió lamiendo y penetrándome con dos dedos hasta que me hizo
gritar su nombre cuando me alcanzó el orgasmo.
Sin que pudiera recuperarme, mientras las sacudidas de ese intenso orgasmo
eran liberadas, me penetró con fuerza y devoró mis labios con un hambre
voraz.

Me rodeaba por la cintura con un brazo mientras con la mano libre jugaba
con mi clítoris, aumentando así mi excitación, llevándome de nuevo al
borde de la locura hasta que me corrí con un grito agónico.

Fue entonces cuando me hizo girar en la cama, me penetró desde atrás y


tardamos apenas unos minutos en estallar juntos, liberando el clímax.

Se dejó caer en la cama llevándome con él, abrazándome y tratando de


recuperar el aliento.

—Se ha debido enfriar el café —dije minutos después, mientras le


acariciaba el brazo y miraba por la ventana.

—Es que eras una tentación demasiado irresistible llevando solo esa
camiseta —contestó besándome el cuello.

En ese momento mi estómago decidió que era un buen momento para


hacerse notar, y cuando Connor lo escuchó, me tapé los ojos con la mano.

—Parece que tu león interior tiene hambre —rio.

—Por Dios, qué vergüenza.


—Vamos, es hora de tomar ese café frío con Donuts.

Nos levantamos, y tras volver a ponerme la braguita y la camiseta, se quedó


mirándome con los ojos entrecerrados.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Yo solo llevo el bóxer. Deberías ir solo en braguita por la casa.

—¿Cómo? No, ni hablar —negué con la cabeza de un lado a otro—. No


puedo comer yendo solo en braguita.

—Claro que puedes, es comodísimo.

—Por muy cómodo que sea, Connor, no voy a desayunar en braguita.

—Eso ya lo veremos —dijo con esos ojos de lobo feroz a punto de saltar
sobre la pobre Caperucita.

Grité mientras me reía, di un salto para subir a la cama, y me quedé allí


esperando su siguiente movimiento.

Cuando lo vi moverse hacia la derecha, yo lo hice hacia la izquierda, pero el


muy jodido me engañó. Se lanzó a la izquierda y me cogió en el aire antes
de que pudiera siquiera tocar el suelo.
Empecé a reírme pidiéndole que me bajara, pero no me hacía ni caso,
comenzó a hacerme cosquillas mientras cargaba conmigo hasta la cocina y
no podía dejar de reír.

Finalmente, cuando mis pies descalzos tocaron el suelo, Connor cogió el


borde de la camiseta y me la quitó sin el más mínimo esfuerzo.

—Así, mucho mejor —dijo mientras deslizaba sus dedos índices por mi
torso, bajando muy lentamente hasta pasar por mis pezones, esos que se
pusieron ligeramente erectos con el contacto.

Connor se inclinó, lamió primero uno, después el otro, lo mordisqueó y


volvió al pezón anterior para morderlo también.

—Connor —jadeé.

—¿Sí? —preguntó despreocupadamente mientras se llevaba un pecho a la


boca.

—El café… —murmuré, mientras notaba que comenzaba a excitarme de


nuevo.

—¿Y qué pasa si prefiero desayunarte a ti otra vez, pequeña? —Me miró
con los ojos de un tono azul más oscuro.
Nada quedaba de ese azul cielo de una mañana de verano despejada, el velo
del deseo los cubría por completo.

—Dime, Erika, ¿podrás impedir que te desayune una vez más? —preguntó
con ese tono ronco y sensual en su voz, ese al que yo no me podía negar, y
tampoco resistir por más que lo intentara.

—No, no puedo.
Capítulo 23

Habían sido dos días de ajetreado trabajo, preparando varias audiencias para
las empresas a quienes asesorábamos, y esa noche de martes lo que mejor
me habría sentado era un baño acompañado de una copa de vino, música
relajante y velas aromáticas por todo el cuarto de baño.

Pero tenía ducha, y no bañera, por lo que el baño pasó a ser una ducha de
veinte largos minutos bajo el agua, sin música ni velas, pero el vino me
estaba esperando en la cocina.

Me puse el albornoz y, tras secarme ligeramente el cabello y enrollar la


toalla en él, fui por esa copa de vino blanco que me tomaría sentada en el
sofá, con las piernas estiradas, mientras disfrutaba de un delicioso sándwich
de pavo y veía la televisión.

Cuando la encendí, la presentadora de las noticias de la noche estaba


hablando sobre el caso de las bandas, se veía la comisaría en la que
trabajaba mi hermano al fondo y el ir y venir de agentes de policía
uniformados.

Hablaban de una guerra entre ellas, de mostrar cuál de las dos era más
fuerte y una vez sus fuerzas estuvieran mermadas, la que ganase esa lucha
de poderes se haría con el control de las calles.

Mencionó el tráfico de armas y drogas como principal fuente de ingresos de


esas dos bandas, y me estremecí al recordar que Tommy era parte de una de
ellas.

El policía que lo detuvo por haberse peleado con otro chico, dijo algo sobre
un tatuaje que todos llevaban en el brazo, a Tommy no le había visto
ninguno, y esperaba que nunca fuera marcado de ese modo.

En la pantalla aparecieron dos imágenes en ese momento, la presentadora


hablaba sobre ellas. Dos tatuajes, tan diferentes como característicos.

El que identificaba a los serbios y se tatuaban en la parte interna del


antebrazo derecho, era una especie de puñal que quedaba cubierto por una
calavera.

El de los colombianos, y que ellos lucían en el antebrazo interior izquierdo,


era una daga rodeada de espinas que terminaban en una rosa.

Se hablaba de varios muertos de cada banda en Santa Mónica, todos ellos


del mismo modo, por lo que según decía, la policía debía averiguar si se
trataba de un nuevo modus operandi de alguna de ellas.

Alfred tenía una opinión al respecto, y era que ninguna de ellas estaba
asesinando a la otra, por lo que la policía seguía en un callejón sin salida.

Desde que él salió de casa tras una llama y Connor y Robert lo


acompañaron, no habíamos vuelto a hablar de ese tema. Alfred no quería
llevarse el trabajo a casa y no nos contaba mucho, pero si en la comisaría en
la que trabajaba Connor estaban en la misma situación, aquello podría
trascender a muchas más ciudades del país.

Pasó a hablar de un escándalo en cuestiones políticas, un importante


congresista que se había visto envuelto en un lío de faldas, y cambié de
canal, lo que me interesaba ya lo había escuchado.

Estaba dando un sorbo al vino mientras buscaba alguna película interesante


que ver, cuando empezó a sonar mi móvil y vi el nombre de Anna.

—Hola, preciosa —sonreí al saludarla.

—Erika —fruncí el ceño al escucharla, su voz sonaba temblorosa y


ligeramente entrecortada, como si hubiera estado llorando.

—¿Qué te pasa?
—Tommy, no ha vuelto a casa —sollozó—. No sé nada de él desde ayer por
la mañana, cuando me marché al trabajo. No volvió anoche, pero pensé que
regresaría hoy, mamá dice que no le ha visto en todo el día. Lo llamo, pero
su móvil da apagado todo el tiempo.

—No llores, tranquilízate, ¿vale? —le pedí mientras me levantaba del sofá
— Robert te ha dicho que iban a vigilarlo, ¿verdad?

—Sí, pero, ¿y si ellos tampoco saben dónde está?

—Voy a llamar a Connor, ¿de acuerdo? A ver qué puede contarme, y voy
para tu casa.

—Gracias, Erika.

Cortamos la llamada y mientras cogía unos vaqueros y una camiseta del


armario, marqué el número de Connor.

—Hola, pequeña. ¿Cómo estás? —preguntó al descolgar.

—¿Sabéis algo de Tommy? —fue mi respuesta con el manos libres del


móvil conectado para poder vestirme.

—Estábamos a punto de salir ahora para seguirlo desde su casa.


—No está allí, Anna no sabe nada de él desde ayer por la mañana. ¿Qué
hizo?

—Estuvo en la playa un par de horas, comió en una hamburguesería con


algunos de los miembros de la banda y otros que no parecían serlo, lo
seguimos hasta la sala de recreativos donde pasó la tarde, por la noche fue
al almacén de nuevo y esta mañana cuando salió a eso de las ocho, lo
seguimos hasta casa.

—¿Lo visteis entrar? —Volví a coger el móvil mientras me colgaba el bolso


al hombro.

—Sí, entró en ella.

—Pues debió salir poco después, porque Anna dice que su madre no lo ha
visto en todo el día. Lo está llamando y tiene el móvil apagado. ¿Podríais ir
a ver si está en ese almacén?

—Claro, saldremos ahora mismo.

—Gracias, yo voy a casa de Anna, está llorando y muy nerviosa.

—Ok, te llamo en cuanto sepa algo.

—Sí, por favor. Adiós.


—Pequeña.

—Dime.

—Conduce con cuidado, ¿sí?

—Tranquilo, lo haré.

Colgué y salí corriendo de casa, estaba tan intranquila por mi amiga y por
su hermano, que no dejaba de mover la pierna, nerviosa, mientras esperaba
que llegase el ascensor.

El camino hasta la planta baja se me hizo eterno, por lo que en cuanto subí
al coche y lo puse en marcha, pisé el acelerador hasta el límite de velocidad
máximo que me permitían las calles y carreteras hasta llegar a casa de
Anna.

Aparqué frente a su puerta, una bonita casa baja, pequeña, de paredes


blancas y tejas marrones, y antes de que pudiera llamar la vi abrir.

—Cariño —la abracé y se derrumbó de nuevo, su cuerpo se sacudía entre


mis brazos mientras el llanto la asolaba—. Vamos, vamos dentro —dije
llevándola hacia el salón—. ¿Y tu madre?

—Dormida, se tomó sus pastillas con la cena, y está KO, como siempre —
sorbió la nariz y se retiró las lágrimas de las mejillas con ambas manos.
—He hablado con Connor, me ha dicho que ayer siguieron a Tommy todo
el día, y que esta mañana lo vieron entrar en casa.

—Pues no ha estado mucho tiempo, entonces. Mamá se levanta a las diez


algunas veces, depende del efecto que le hagan las pastillas, hoy ha sido una
de ellas, y desde entonces no ha visto a mi hermano.

—Los chicos han salido para ir al almacén a ver si está allí, en cuanto sepan
algo, Connor me llamará.

—Vale.

—Vamos a tomarnos un té, ¿te parece? —Anna asintió y fuimos a la cocina.

Calentamos agua en la tetera y sacó un par de sobrecitos de té verde con


limón, esos que nos tomamos allí mismo, en la mesa de la cocina, mientras
esperábamos en silencio la llamada de Connor.

Pero no fue mi móvil el que rompió con el silencio que nos rodeaba, sino el
de Anna.

—¿Sí? —esperó mientras quien fuera la persona que estaba al otro lado
hablaba— ¿Está ahí? Sí, sí, enseguida voy —colgó y se puso en pie, así que
la seguí—. Era la policía, Tommy está otra vez en comisaría.
Asentí mientras sacaba el móvil del bolso para llamar a Connor, lo avisé y
dijo que nos encontraríamos allí.

Anna temblaba, no le habían dicho el motivo por el que se habían llevado a


Tommy, y la incertidumbre de no saber la tenía bastante alterada.

Subimos a mi coche y durante el camino guardé silencio, dándole el espacio


que sabía que necesitaba en ese momento. Era mucho que digerir, mucho
que soportar para alguien tan joven.
Capítulo 24

Entramos en comisaría, Anna se identificó como la hermana de Tommy, y


el policía del mostrador avisó a los agentes que lo habían llevado allí.
Mientras esperábamos, llegaron Connor y Robert.

—Pequeña, ¿qué sabéis? —me preguntó Connor, tras lo cual me besó en los
labios.

—Aún nada, acabamos de llegar y estamos esperando que vengan los


agentes que lo han traído.

—Más vale que ese crío tenga una buena excusa para estar aquí otra vez —
dijo Robert, mientras mantenía a Anna pegada a su costado con un brazo
alrededor de sus hombros.

Unos minutos después, dos agentes uniformados se acercaron a nosotros,


Connor y Robert, se identificaron como inspectores de la comisaría de
Manhattan, y preguntaron qué había pasado.
—Lo encontramos borracho en un callejón, detrás de un club de… —el
policía tragó antes de seguir, mirándonos a Anna y a mí.

—Ella es su hermana —dijo Robert, señalando a mi amiga—, puedes hablar


con franqueza.

—Estaba en el callejón que hay detrás del club de los serbios. Ahí tiene una
carta bastante diversa en cuanto a servicios.

—Alcohol, drogas, y chicas —comentó Connor, y el agente asintió.

—No sabemos si estuvo dentro, pero suponemos que sí, si no, ¿cómo habría
acabado allí?

—¿Está herido? —quiso saber Anna, con la preocupación instalada en su


voz— ¿Le han golpeado? ¿Por eso estaba en el callejón?

—No —respondió el otro agente—. Nos inclinamos más porque salió del
club a vomitar, había un charco de vómito reciente a su lado, y cuando
acabó, se sentó y se quedó dormido.

—Dios mío —Anna se llevó las manos al rostro.

—Señorita, sabemos que esto es… difícil de digerir, cuando menos, pero su
hermano además tenía síntomas de haber tomado alguna droga.
—¿Por qué nos está haciendo esto? —preguntó llorando, más para sí
misma, que a modo de consulta.

Me acerqué a ella y la abracé, dejando que volviera a liberar esa carga en mi


hombro.

—Tranquila, Anna.

—No puedo tranquilizarme, Erika. Estamos perdiendo a Tommy.

—¿Dónde lo tenéis? —preguntó Connor.

—En una de las celdas, durmiendo la mona.

—Vamos a buscarlo —me dijo y asentí.

Anna firmó el papel que el agente del mostrador le tendía para poder
llevarse a Tommy de allí, y la llevé a la calle para que le diera un poco el
aire.

Nos quedamos esperando a los chicos junto a mi coche, hasta que ella dijo
que quería sentarse.

Abrí el coche y se subió al asiento del copiloto, apenas unos instantes


después aparecieron Connor y Robert con Tommy.
Era Robert quien cargaba con el peso de aquel niño al que ya no reconocía,
ese que andaba a duras penas y balbuceaba cosas inteligibles.

—Vamos a un motel a meterlo bajo la ducha hasta que se le pase la


borrachera —dijo Robert—. A su madre solo le faltaba verlo así cuando
despierte.

Asentí y tras ver cómo subían los tres al coche de Connor, subí al mío y lo
puse en marcha para seguirlos.

Acabamos en las afueras de la ciudad, en un motel de carretera que


seguramente había visto años mejores. En el cartel de neón parpadeaba
imperiosamente una de las letras, mientras que el sonido de los coches y
camiones que transitaban por la carretera era lo que rompía el silencio en
aquel lugar.

Cuando Connor regresó con la llave de la habitación, Anna y yo salimos del


coche al igual que Robert, que sacó a Tommy y volvió a llevarlo casi sin
poder caminar hasta el interior de la habitación.

—Y aquí es donde habrá muerto más de una persona —comentó el


inspector mientras se dirigía al cuarto de baño.

—Huele a rancio —dije tapándome la nariz y la boca.


—Al menos hay una biblia en la mesita de noche —anunció Anna—. No sé
si empezar a leerla —suspiró.

No tardamos en escuchar el grito de Tommy, aunque más que gritar,


maldecía por lo fría que estaba el agua, por no hablar de los insultos que
lanzaba contra Robert.

Connor fue a echarle una mano y los insultos fueron dirigidos a ambos
policías.

—¡Estate quieto, joder! —gritó Robert.

—¿Quién coño te crees para darme órdenes, cabrón? —rugió Tommy.

—Un inspector de policía que te puede empapelar por cualquier gilipollez,


y que, si no lo he hecho ya, es por tu hermana.

—Ya tardaba en salir la buena de Anna a la luz. ¿Está aquí? —preguntó—


¿Estás ahí fuera, hermanita? ¡Esto es abuso policial, joder! ¡Me estoy
congelando!

—Estamos bajándote la borrachera y el colocón de lo que sea la mierda que


has tomado en ese club. ¿Qué hostias hacías allí? Eres un crío —dijo
Robert.

—Soy un hombre, y bebo, fumo y follo si me sale de las putas bolas.


Anna lloraba en silencio mientras escuchaba a su hermano, jamás había
hablado de ese modo, lo que significaba que estaba cada vez más
influenciado por la gente con la que se relacionaba.

Le froté la espalda mientras los gritos de Tommy y los insultos seguían


llegando a nosotras, Connor trataba de calmarlo, pero lo único que hacía era
mandarlos a los dos a la mierda.

Cuando lo sacaron del cuarto de baño, chorreando agua y dejando que se


secara con una toalla de un color blanco amarillento, miró a Anna con rabia.

—¿Me has seguido, hermanita? ¿Por eso sabían estos dos dónde estaba?

—No, Tommy —respondió al tiempo que negaba con la cabeza—. La


policía te encontró borracho en ese callejón, al lado de un charco de vómito.
Me avisaron que estabas en comisaría.

—Putos maderos —resopló—. Lo pagarán caro.

—Cuidado con las amenazas, chaval —le advirtió Connor.

—No son amenazas, es la verdad. Cuando el jefe sepa que me llevaron sin
motivo alguno, rodarán cabezas.

—¿Es que trabajas para esa gente, Tommy? —preguntó Anna.


—Sí, trabajo para ellos. Son mis amigos, mi familia ahora, los que no me
dan la espalda.

—Tommy, esa gente está muriendo, alguien los está liquidando uno a uno
—dijo Robert—. ¿Quieres acabar en una puta caja de pino?

—Alguien no, poli, los colombianos. Esos son los que se están cargando a
nuestros hermanos. A veces van a por los más jóvenes porque quieren
acabar con todo el futuro linaje.

—¿Qué sabes de los colombianos? —continuó preguntando Robert.

—Son rivales desde hace décadas aquí.

—¿Y tú quieres que ese sea tu final, Tommy? —interrogó Anna— ¿Quieres
que un día la policía vaya a casa y le digan a mamá que tendrá que enterrar
a su hijo?

—La vieja no se entera de nada, la mayor parte del tiempo está en sus
mundos de sueños por los somníferos. Desde que el viejo se largó, no nos
ha cuidado una mierda.

—No hables así, tú no eres como esa gente.


—Claro que lo soy —frunció el ceño—. Solo tengo que completar algunos
requisitos más, y seré un miembro de la banda Jovanov, recibiré el tatuaje
que me identifica como uno de los hermanos.

—¿Te estás escuchando? —gritó Anna— Esto no es lo que mamá querría


para ti, tampoco papá.

—¿Papá? No me hagas reír. El viejo se largó, nos abandonó, sin mirar atrás,
sin una puta llamada. ¿Crees que le importamos una mierda? No, hermanita,
no le importamos lo más mínimo.

—¿Qué haces para la banda Jovanov? —preguntó Connor, en lo que intuí


era el tono de inspector de policía que usaba con los delincuentes a los que
interrogaba.

—Solo llevo pequeños paquetes de un piso a otro.

—Uno de los chicos de los recados —asumió Robert.

—Hasta que me gane el tatuaje, entonces seré uno de los encargados.

—Por favor, Tommy, no vuelvas con esa gente —le pidió Anna—. Tú no
eres así.

—Como no soy, es como ese al que sigues llamando padre. No pienso ser
un fracasado como lo era él, y el día que tenga familia, no los dejaré tirados,
cuidaré de mi mujer y mis hijos, daré la vida por ellos. Me largo —dijo
tirando la toalla con rabia al suelo.

En cuanto salió de la habitación, Anna empezó a llorar con un desgarro que


me partía el alma. Robert hizo por salir tras él, pero Connor lo frenó,
diciéndole que ella lo necesitaba más.

Ocupó mi lugar y consoló a mi amiga mientras Connor y yo nos


sentábamos en su coche en silencio.

Ninguno de los dos dijo una sola palabra, nos limitamos a quedarnos allí en
silencio hasta que un par de horas después vimos salir a Anna y Robert, él
la abrazaba y la miraba con algo que podría ser amor. Al menos así me lo
parecía.

—¿Qué os parece si vamos a tomar un café? —preguntó Robert.

—Sí, vamos.

Bajé del coche de Connor para ir a coger el mío, Anna me acompañó y


seguimos a los chicos hasta una cafetería, cuyo letrero ponía que estaba
abierta las veinticuatro horas, donde el olor de los gofres, se mezclaba con
el café recién hecho y los huevos con beicon.

Pedimos cuatro desayunos, eran las cuatro de la madrugada y en apenas


unas horas Anna y yo deberíamos ir a trabajar.
—Podemos seguirlo, al menos para saber que está bien —dijo Robert.

—Estaría bien, gracias —respondió ella.

Connor asintió y continuamos comiendo sin decir nada más. Nos


despedimos de ellos en la puerta, Robert y Anna se besaron y tuve la
sensación de que entre ellos algo había cambiado.

Cuando subimos al coche, me dijo que se había acostado con él en el motel,


sonreí y le di un apretón en la mano.

—No soy así, lo sabes, pero necesitaba olvidar tantas cosas… —murmuró.

—No tienes que justificar lo que has hecho, los dos queríais, puedes
creerme cuando te digo que saltan chispas cuando estáis juntos.

Sonrió, llegamos a su casa y la acompañé hasta la puerta, por si a Tommy le


daba por montar algún escándalo.

Pero además de su madre dormida, no había nadie más allí.

—Se ha ido de casa —dijo Anna con una nota en la mano—. Solo dice: “no
me busquéis”, y se ha llevado algunas cosas de valor, imagino que para
venderlas.
Anna empezó a llorar, la abracé y lo único que decía, una y otra vez, era lo
mismo.

—¿Por qué, Erika? ¿Por qué ha cambiado?


Capítulo 25

Durante el resto de la semana después de haber encontrado la nota de


Tommy, Anna no supo nada más de él.

Ni siquiera Connor y Robert, lo habían visto llegando al almacén o saliendo


de él, tampoco en el club donde lo encontraron los policías aquella noche.

Anna estaba devastada por la situación, y no supo explicarle a su madre los


motivos de que su hermano se hubiera ido así.

Era sábado y mientras terminaba de arreglarme para salir a cenar con


Connor, me llegó un mensaje de Anna.

Anna: Robert me ha dicho que vas a salir con Connor, disfruta de tu cita.

Sí, esa era oficialmente una cita, no había duda, así que noté cómo mis
labios se convertían en una sonrisa de adolescente a punto de ver a su
novio. Solo que no éramos novios.
Erika: Lo haré, y tomaré una copa de vino a tu salud. ¿Vas a salir con
Robert? Deberías hacerlo, en vez de quedarte en casa dando vueltas a la
cabeza mientras ves una mala película, y tu madre duerme en la habitación
de al lado.

Anna: Me ha invitado a cenar, y acepté. No tardará en llegar a recogerme.

Erika: En ese caso, disfruta de tu cita.

Guardé el móvil en el bolso, eché un último vistazo a mi reflejo


comprobando que todo estaba impecable, y bajé a la calle donde encontré a
Connor saliendo del coche.

—Hola, guapo —sonreí acercándome.

—Hola, preciosa —se inclinó y me besó mientras me rodeaba por la cintura


con el brazo—. Bonito vestido.

—Gracias.

Era rojo, con una ligera falda que ondeaba en el aire con cada movimiento,
tirante ancho y escote en v.

Abrió la puerta del copiloto para que me acomodara, y cuando ocupó su


asiento, se dirigió por las calles de la ciudad hasta un bonito restaurante con
vistas a un acantilado desde el que se veía la playa.

Nos llevaron a una mesa en la terraza del acantilado, y tras tomar nota de lo
que tomaríamos, una camarera nos trajo el vino y sirvió nuestras copas.

—Este sitio es precioso —dije tras dar un sorbo a mi copa.

—Lo encontré en Internet, tenían buenas críticas y me gustaron las vistas.

—Es que son una maravilla. ¿Me haces una foto? —pedí sonriendo.

Me devolvió el gestó y tras situarme de pie en aquella barandilla de la


terraza, Connor cogió mi móvil e hizo la foto, pero no me dejó moverme,
sino que hizo una más con su propio móvil, se acercó a mí, y tomó dos de
nosotros juntos.

—Ya tengo salvapantallas nuevo, e imagen para cuando me llames —dijo


con toda la naturalidad.

—¿Qué? ¿Por eso las has hecho?

—Sí —sonrió—. Así, cuando quiera verte y no pueda, me bastará con echar
un vistazo al móvil.

—Estás loco.
—Puede que seas la razón de esa locura repentina —rio.

Trajeron el primer plato y mientras hablábamos de su vida en Manhattan,


degustamos aquellos deliciosos raviolis al pesto.

El tiempo con él se pasaba sin que apenas me diera cuenta, las


conversaciones fluían solas y saltábamos de un tema a otro con una
facilidad increíble.

Descubrí que, en cuanto al cine, teníamos gustos parecidos. A los dos nos
gustaban las películas de terror, y también las de aventura. En la música, en
cambio, chocamos un poco. Connor era más fanático del pop rock, mientras
que a mí el rock, no me gustaba.

—Vale, ¿plato favorito? —pregunté mientras cortaba un trozo de carne que


llevarme a la boca.

—El estofado de ternera que preparaba mi madre, por desgracia hace años
que no lo como —dijo tras dar un sorbo a su copa—. ¿Y el tuyo?

—Cualquier cosa que prepare Kiara —reí—. Teniendo en cuenta que desde
que mi hermano se hizo cargo de mí, me volví una asidua a los tazones de
cereales con leche, y cualquier cosa precocinada que pudiera calentarse en
el microondas. Alfred intentó cocinar comida decente una vez, pero
acabamos pidiendo pizza para cenar.
—En defensa de tu hermano diré, que los envases de comida precocinada
son un invento perfecto para quienes acaban de independizarse. Incluso
para gente como yo que apenas tiene tiempo de cocinar.

—Que no te escuche tu prima, o no te habla en la vida.

—¿Eres más de dulce o de salado?

—Ambas por igual —respondí—, pero si me hiciera elegir entre un plato de


tortitas o un sándwich, es obvio que me quedaría con las tortitas.

—Ya somos dos —sonrió.

—¿Algún color favorito? —di un sorbo a mi copa.

—Hmmm, interesante pregunta con dos respuestas. Para vestir, me decanto


muchas veces por tonos oscuros, cuestiones del trabajo, supongo. Y el color
rojo en lencería de mujer, me gusta mucho.

—Pues esta noche la llevo negra —comenté, de pasada.

—Dime que no acabas de hablar de tu lencería, pequeña.

—Eh... ¿sí?
—Espero que seas rápida comiendo el postre, porque de aquí vamos
directos a tu apartamento.

—¿Para hacer qué, exactamente?

—Jugar a los médicos —murmuró con el deseo instalado en sus ojos.

Sonreí y noté que me estremecí de pies a cabeza ante su mirada, esa con la
que parecía comerme.

Pedimos el postre, un coulant de chocolate cada uno, y cuando lo


terminamos, Connor pagó la cuenta y entrelazó nuestras manos para
llevarme de vuelta al coche.

Durante el camino a mi casa no me soltó la mano, acariciaba mi muñeca de


manera distraída mientras se mantenía concentrado en la carretera. Yo, en
cambio, pensaba en todo lo que estaba por llegar, y en las ganas que tenía
de sentir sus besos y caricias en mi piel.

Aparcó cerca de mi edificio y me llevó pegada a su costado hasta la puerta


y el ascensor, en cuanto entramos en aquel pequeño habitáculo, me cogió en
brazos para que le rodeara la cintura con mis piernas, y comenzó a besarme
mientras me tenía pegada a una de las paredes.

Me escuché gemir y noté cómo mi sexo comenzaba a humedecerse, lo que


indicaba que aquel no era más que el preludio a una noche de esas donde la
locura se desataba entre nosotros, y el deseo tomaba el control absoluto.
—Las llaves —dijo en un susurro mientras se apartaba.

Las saqué del bolso, se las entregué, y me apartó de la pared para quedarse
junto a la puerta esperando a que el timbre que anunciaba nuestra planta,
sonara.

Cuando lo hizo, y las puertas se abrieron, escuché un leve grito de sorpresa


y al girarme vi a mi vecina, la señora Emilia.

—¿Erika? —preguntó con los ojos ligeramente abiertos por la sorpresa.

—¡Señora Emilia! —exclamé feliz de verla, le di unos toquecitos a Connor


en el hombro, y me dejó en el suelo— Me alegro de verla, ¿cómo está? El
portero me dijo que se había ido a Los Ángeles.

—Sí, una amiga enviudó recientemente y no quise dejarla sola en esos


primeros días de duelo. ¿Qué tal por aquí? —preguntó mientras le dedicaba
una mirada de soslayo a Connor.

—Bien, trabajando, viendo a la familia y los amigos…

—¿Y este hombre tan guapo? ¿Quién es?

—Connor, un amigo —respondí.


—Cómo ha cambiado la vida —suspiró ella—. En mis tiempos, los amigos
no cargaban en brazos a las chicas mientras las besaban —la señora Emilia
sonrió con cierta picardía entrando en el ascensor—. Buenas noches.

Muda, así me quedé después de la miradita de mi vecina al decir todo


aquello.

—Sabe que vamos a hacer algo más que tomar una copa —dijo Connor, con
una voz de lo más risueña.

—¡No! ¿En serio? No me había dado cuenta —volteé los ojos al tiempo que
le quitaba las llaves de la mano y me giraba para ir a mi apartamento.

Connor soltó una carcajada que resonó en mi rellano, pero en cuanto


cruzamos la puerta, me cogió en brazos de nuevo y se apoderó de mis labios
cerrando de una patada.

—Por Dios, qué efusividad —dije riendo mientras me llevaba a la cama—.


Eres como el lobo feroz.

—Y tú esta noche eres mi Caperucita, toda vestida de rojo —ronroneó


besándome el cuello.

—Toda no, la lencería es negra —gemí retorciéndome en mi cama bajo su


cuerpo.
—Pero mía, sí que eres —dijo con convicción.

Se lanzó a por mis labios, esos que devoró sin temor alguno, me quitó el
vestido, se deshizo del sujetador y la braguita, y cuando hubo quitado
también mis sandalias de tacón negro, comenzó a desnudarse.

De manera instintiva me lamía el labio y lo mordisqueaba, notando mis


ganas cada vez más crecientes por lamer su torso. Incluso sentía el
cosquilleo en la punta de los dedos, deseosos de acariciarle.

Cuando vi que llevaba una de sus manos a la enorme y gruesa erección que
había dejado libre, tragué con fuerza sabiendo que pronto me llenaría con
ella.

Connor comenzó a tocarse sin apartar los ojos de mí, y con voz ronca,
varonil y sensual a la par que autoritaria, me pidió que me tocara.

Deslicé las manos lentamente por mi torso, bajando por los pechos. Los
masajeé, jugué con los pezones y gemí al tirar de ellos, de los dos a la vez,
mientras cerraba las piernas y apretaba los muslos buscando un leve alivio a
la necesidad que sentía en mi sexo al tiempo que arqueaba la espalda.

Continué bajando las manos en una lenta caricia, pasé ambas por mi vientre
y cuando llegué al centro de mi placer, yo misma me separé las piernas con
una en cada muslo mientras mis ojos seguían fijos en los suyos.
El azul de los ojos de Connor brillaba y se oscurecía a cada segundo que
pasaba mientras mis manos se movían por mis muslos, despacio, regresando
a mi sexo, donde comencé a deslizar el dedo entre la humedad de los labios
vaginales.

Gemí notando lo excitada que estaba, y ante la mirada absorta de Connor,


que seguía tocándose, llevé el mismo dedo de la otra mano a jugar con mi
clítoris.

No era la primera vez que me tocaba ni mucho menos, pero sí que lo hacía
delante de un hombre, y no de cualquier hombre. Delante de Connor, quien
mi cuerpo supo reconocer a pesar de los años que hacía que sus manos y sus
labios estuvieron sobre mí.

Mientras seguía haciendo fricción con un dedo sobre mi clítoris, me adentré


con el otro en la vagina, comenzando a penetrarme y mover las caderas
como si el mismísimo Connor lo estuviera haciendo con su erección.

Sus jadeos se mezclaban con los míos, y fue entonces cuando me pidió que
fuera más rápido, quería ver cómo me hacía correr a mí misma mientras nos
mirábamos.

Lo hice en cuestión de segundos, y Connor no tardó en apartar mis manos y


hundir el rostro entre mis piernas, lamiendo y saboreando mi orgasmo.

Incluyó un par de dedos con los que me penetraba rápido y con fuerza, esos
que alternaba con su propia lengua, y me llevó de nuevo al orgasmo en
apenas unos minutos.

Me hizo girar en la cama, recostándome sobre la almohada, y con las


caderas elevadas y a su altura, me penetró con fuerza y comenzó a moverse
dentro y fuera sin parar, golpeando en lo más hondo de mi ser, hasta que
sentí el momento exacto en el que Connor estallaría liberando su propio
clímax.

Movía las caderas en busca de sus fuertes embestidas, gritaba y me agarraba


a las sábanas mientras le pedía más y él me lo daba.

Y cuando noté su erección palpitar dentro de mí, de manera instintiva mis


músculos vaginales la rodearon y acabamos alcanzando juntos el clímax.

Connor seguía moviéndose mientras ambos gritábamos, agarrando con


fuerza la suave carne de mis caderas donde, estaba convencida, encontraría
algunas marcas por la mañana.

Se dejó caer, besándome el cuello mientras las gotas de sudor de su pecho


se mezclaban con las de mi espalda, y cuando nuestras respiraciones se
normalizaron, me hizo girar de nuevo para besarme con fuerza mientras se
mantenía aún entre mis piernas.

—¿Te ha comido bien el lobo, pequeña Caperucita? —preguntó con esa


sonrisa de medio lado que me nublaba el juicio.

—No sabría decirte, posiblemente lo podría haber hecho mucho mejor.


—Ah, ¿sí? —Arqueó la ceja.

—Ajá.

—Bien, entonces, espero que no tengas demasiado sueño, pequeña


Caperucita, porque este lobo feroz, te va a comer mucho, pero que mucho
mejor.

Se lanzó a mis labios y volvió a jugar con mi sexo entre sus dedos.

Intuía que aquella iba a ser una noche larga, de esas que, por más que una
quisiera, no podría olvidar ni en mil vidas.
Capítulo 26

Connor me despertó esa mañana con un nuevo orgasmo, y es que mientras


yo dormía y pensaba que estaba en medio de un sueño de lo más húmedo,
en realidad era él quien provocaba todo aquello mientras me devoraba por
completo.

Me llevó a la ducha donde lo hicimos una vez más, como si las tres veces
de la noche anterior no hubieran sido suficientes para él, y tras la ducha
desayunamos y nos preparamos para ir a casa de mi hermano.

Le dije a Kiara el viernes que iría a comer con ellos y Connor aprovechó
para quedarse conmigo a dormir.

—¿Qué vas a decirle a mi hermano cuando pregunte dónde has dormido?


—interrogué mientras buscaba una emisora de radio en la que no sonara
nada de rock.
—Que en mi paseo a la playa conocí a una mujer, y después de un par de
copas, la llevé a la cama —se encogió de hombros.

—¿Le dijiste eso la primera noche que te quedaste en mi apartamento? —


curioseé.

—Pequeña, tu hermano y yo tenemos la misma edad, no pregunta dónde he


pasado la noche, porque se lo imaginará —rio.

—Espero que no se imagine que has mancillado a su hermanita pequeña,


porque él sigue pensando que soy virgen.

—¿En serio? —soltó una carcajada.

—Sí, cree que sigo siendo pura y así seré hasta que me case —volteé los
ojos.

—Bueno, supongo que en el fondo todo hermano mayor quiere que su


hermana pequeña no sufra por culpa de un tío. Sobre todo, si es un picaflor.

—¿Tú eras así con Kiara?

—Sí, hasta que me habló de Connor y lo conocí unos meses antes de la


boda. Vi que era un buen tío, que era como yo, ¿sabes?

—¿En qué sentido?


—Leal y sincero, no iba a jugar con mi prima pequeña. No la dejaría en la
estacada ni la engañaría con otra.

—Pero pensaste eso la otra noche, cuando lo llamaron por trabajo —


recordé.

—Joder, os cambió la cara a las dos, como si la llamada fuera de una


amante. ¿Qué iba a saber yo que era por el trabajo?

—A mi hermano hay casos que le afectan más que otros. Uno de los chicos
que encontraron muerto, no sé de cuál de las dos bandas, dijo que apenas
tenía quince años. Era un niño, Connor, un niño con toda la vida por delante
que tal vez habría sido médico, abogado, o puede que incluso policía.

—Sí, bueno, los que formamos parte de la policía, en cualquiera de sus


departamentos, a veces tenemos que ver cosas que no nos gustan.

Permanecimos en silencio el resto del camino, y cuando llegamos a casa de


mi hermano fue él quien nos abrió la puerta.

—¿Habéis llegado juntos? —preguntó Alfred con el ceño fruncido.

—No, nos acabamos de encontrar —dije dándole un beso.


—Tú no has dormido en casa, llevas la misma ropa que anoche cuando
saliste —le dijo a Connor cerrando la puerta.

—Buen trabajo, Sherlock, se nota que trabajas para la policía —Connor le


hizo un guiño.

—Así que has pasado la noche en algún hotel con una chica, cómo se nota
que estás de vacaciones —mi hermano volteó los ojos mientras iba a la
cocina, de donde venía un delicioso olor a carne asada.

Connor y yo salimos al jardín donde encontramos a Robert tomando una


cerveza mientras miraba su móvil.

—Hola, colega —Connor le dio una palmada en el hombro.

—Hola. ¿Cómo estáis, pareja? ¿Fue una buena noche?

—Feroz —rio Connor, mirándome por el rabillo del ojo—. Fue una noche,
feroz.

—¿Y tu cita con Anna? —le pregunté.

—Perfecta —respondió con una sonrisa—. Al menos en lo que a la noche


respecta. Reservé una habitación de hotel para poder cenar en el restaurante,
después subimos y, bueno, ya sabéis —dijo y tanto Connor como yo
asentimos—. Nos quedamos dormidos y cuando desperté, estaba solo en la
cama. En algún momento de la noche se fue, y ahora no me coge el móvil.

—Eso es raro —fruncí el ceño y saqué el móvil del bolso para llamar a
Anna.

Me alejé de ellos y empecé a caminar por el borde de la piscina, hasta que


finalmente, después de tres llamadas, me respondió en la cuarta.

—Hola, Erika.

—¿Estás bien? —fue lo primero que quise saber.

—Sí, ¿por qué preguntas?

—Bueno, Robert nos ha dicho que te fuiste del hotel donde pasasteis la
noche sin decirle nada. Y que no le respondes sus llamadas.

—Tuve que irme, mi madre me llamó asustada, se despertó con una especie
de mal sueño, no encontraba sus pastillas y es que se le acabaron ayer, por
eso no las tomó para dormir anoche. Fui a casa, le preparé un té, la ayudé
con el baño y fui a la farmacia por otro bote. Le di un par de ellas y se
calmó, de eso hace solo dos horas y media. Dile… Dile que lo siento, no
quería marcharme así, fue una buena noche.

—A él también se lo ha parecido —sonreí.


—Erika, ¿no crees que estoy yendo muy deprisa? Es decir… Me acosté con
él el martes, y ayer otra vez.

—¿Te apetecía hacerlo, Anna?

—Sí, mucho —suspiró.

—Entonces, no estás yendo deprisa para nada, cariño. Y te recuerdo que


Connor y yo empezamos antes que vosotros —reí.

—Pero lo vuestro viene de lejos ya —rio ella—. Ese hombre te echó el ojo
hace casi una década, y no te ha olvidado.

Charlé con ella un poco más, le pregunté si había tenido noticias de Tommy
y dijo que no, que seguía sin llamarlas.

Cuando salió mi cuñada con la bandeja del asado, me despedí de Anna


hasta el día siguiente y fui a la mesa.

—¿Todo bien? —preguntó Connor cuando me senté a su lado, mientras me


frotaba la espalda.

—Sí, se marchó por una urgencia, dice que lo siente —le dije a Robert.
—¿Y por qué no responde? —frunció el ceño y en ese momento le llegó un
mensaje, al verlo, el ceño fruncido se le cambió por una radiante sonrisa.

—¿Ya te lo ha explicado ella? —sonreí.

—Sí —asintió.

Miré a Connor, que me estaba acariciando el pelo, y al ver el modo en que


me miraba, no pude evitar acercarme a él como si de un imán que me
atrajera se tratase.

Le di un breve y rápido beso en los labios, pero él me sostuvo por la nuca


para hacer de aquel sencillo gesto, uno más profundo y posesivo.

Hasta que la voz de mi hermano hizo que me apartara de Connor.

—¿Me he perdido algo? —preguntó Alfred con la ceja arqueada.

—Yo…

—Estoy saliendo con tu hermana —dijo Connor, haciendo que lo mirase a


él con los ojos muy abiertos.

¿Estábamos saliendo de manera oficial? ¿En serio?


—¿Tú lo sabías? —curioseó mirando a su mujer, que sonreía como una niña
pequeña que guarda un gran secreto.

—Sabía que se veían, no que la cosa ya fuera algo más seria.

—Ah, vale, que hasta este momento solo han follado —comentó mi
hermano.

—¡Alfred! —protesté.

—No, hermanita, no me mires así, que sé que virgen no eres desde el


instituto. Pero podrías haber tenido confianza conmigo para decirme que te
veías con Connor.

—Lo siento —incliné la mirada.

—No tienes nada que sentir, pequeña —me dijo Connor sosteniéndome la
barbilla con dos dedos para que lo mirara—. No hemos hecho daño a nadie,
¿de acuerdo?

—Solo voy a decirte una cosa, Connor —ambos miramos a mi hermano—.


¿Ocho putos años, tío? ¿Has tardado ocho años en decirle a mi hermana que
te gustaba?

—¿Lo sabías? —gritamos Kiara y yo, sorprendidas.


—Por favor, el día de nuestra boda la miró como yo te miré a ti la primera
vez que te vi. Si hasta pensé que esa noche le diría algo —volteó los ojos
mientras se sentaba.

—Pues, cuñado, te vas a reír cuando te contemos…

—No, no, no —cubrí la boca de Connor con ambas manos evitando que
siguiera hablando.

—¿Contarme qué?

—Se lo dije —respondió Connor tras apartar mis manos y evitar que
volviera a impedirle hablar—. Aquella noche se lo dije, que me había
gustado, que quería invitarla a tomar algo, incluso le di mi número de
teléfono para que me llamara cuando quisiera que nos viéramos. Pero bebió
demasiado en tu boda y perdió mi número.

—Recuerdo su resaca a la mañana siguiente, sí, me dio un susto de muerte


cuando la vi en plan zombi por la casa —rio Alfred—. Bueno, entonces, ¿la
cosa va en serio, hermanita?

Por un momento no supe qué contestar, me quedé sin habla, miré a Connor
y cuando me dedicó esa sonrisa y noté un leve apretón en mi mano, fui yo
la que sonrió.

—Parece que sí, hermanito.


—Bien, pues brindemos. ¡Por la nueva pareja! —dijo, levantando su copa
de vino.

Tras el brindis, Connor me dio un beso rápido y pasamos a disfrutar del


asado que mi cuñada había preparado.

Ni siquiera estábamos aún con el café cuando Alfred recibió una llamada,
tenían otro cuerpo esperando que le chequeara.

Connor y Robert se levantaron para ir con él, pero antes de que se marchara,
le hice una petición a mi hermano.

—Si alguna vez es Tommy a quien encuentres en esa mesa, por favor,
llámame a mí para que yo le dé la noticia a Anna.

—Espero no tener que darle nunca esa noticia a ella, cariño —se inclinó y
me dio un beso en la frente.

Cuando nos quedamos solas, Kiara y yo recogimos la mesa, preparamos


café y nos servimos la tarta de queso que había preparado para el postre.

Mientras lo tomábamos, Kiara se interesó por Anna, si sabíamos algo de


Tommy y cómo lo estaba llevando su madre.

Cuando le dije que todo seguía igual, y que tanto nuestra amiga, como su
madre, lo estaban pasando mal por no saber nada de él, suspiró.
—Alfred no me cuenta nada —dijo mirando su taza de café—, pero sé que
esos a quienes matan, no reciben un final rápido, sino lento y agónico. Ojalá
Tommy no tenga que encontrar ese final.

—Por más que le insistieron ella y los chicos que se alejara de esa gente, no
quiso. Dice que no quiere acabar como su padre, que no era más que un
fracasado.

—Nadie sabrá nunca los motivos que pudo tener ese hombre para
marcharse y dejar a su familia atrás.

—Según Anna, su madre cree que podría haber otra mujer, pero nunca lo
confirmó realmente.

—Si una mañana me despertara y tu hermano simplemente se hubiera


marchado, sin más, no creo que me quedase quieta. Buscaría respuestas,
una explicación creíble para que nos abandonara a sus hijos y a mí, pondría
a todo el maldito departamento de policía de Estados Unidos en busca de mi
marido.

—La madre de Anna no está para enfrentar ahora una búsqueda así, después
de cuatro años. Esa pobre mujer se pasa más horas al día durmiendo para
soportar el sufrimiento, que despierta.

—Esa no es tampoco manera de vivir —suspiró—. Se está consumiendo.


—Lo sé, pero Anna no sabe qué más hacer para sacarla del pozo. Bastante
que algunas veces está mejor y dice que vuelve a ser lo más parecido a la
madre que fue.

Después de aquella breve charla, nos tomamos el café en silencio, cada una
sumida en sus propios pensamientos.

Decidí quedarme el resto de la tarde con ella, y preparamos pizzas caseras


para la cena.

No me apetecía estar sola, y tampoco quería dejarla a ella en casa esperando


que llegaran mi hermano y su primo, así que nos hicimos compañía
mientras me preguntaba sobre mi relación con Connor.

—Me alegro de que mi primo diera el paso —dijo sonriendo—. No podía


haber imaginado mejor mujer que tú, para ser su pareja. ¿Cuándo crees que
te pedirá matrimonio?

—¿Qué? —me eché a reír y ella me siguió— Teniendo en cuenta que se


decidió a decirme que le gusto ocho años después de habernos conocido.
Calculo que pondrá un anillo en mi dedo dentro de otros ocho años —reí.

—Uf, ni hablar. Ya me encargaré yo de que sea antes.

Dudaba que lo nuestro fuera a ser tan serio como para dar el paso de
unirnos como ellos en matrimonio, pero la dejaría pensar en eso, al menos
mientras se imaginaba cómo podría ser la pedida de mano de su primo, se
mantenía distraída del trabajo que tenía que hacer mi hermano.

Tal como dijo Connor, en su profesión a veces venían cosas que, para el
resto, eran impensables ver.
Capítulo 27

Llegué al centro comercial donde había quedado con Astrid esa tarde de
miércoles, y la esperé en nuestra cafetería favorita.

Pedí un par de cafés, un batido de chocolate para David, y tres gofres para
que nos los sirvieran justo cuando llegaran ellos.

Y no tardé en verlos aparecer por uno de los pasillos, él pidiendo algo con
esa carita de no haber roto un plato en su vida, mientras Astrid seguramente
le estaría diciendo que se lo compraría si se portaba bien y prometía cenar
brócoli esa noche. Odiaba el brócoli.

Sonreí al ver la cara de horror del pequeño, señal inequívoca de que el


brócoli había entrado en escena.

—¡Tía Erika! —gritó al verme y soltó la mano de su madre para correr


hacia mí, que lo recibí con los brazos abiertos para uno de esos abrazos
suyos que tanto me gustaban.
—Hola, cariño —lo estreché con fuerza mientras cerraba los ojos, y disfruté
de su olor.

Ya no era un bebé, no olía como en aquella época, pero esa colonia infantil
que Astrid y yo le comprábamos siempre, era tan cálida y reconfortante.

—Le has pedido algo a tu madre y te ha chantajeado con el brócoli, ¿a qué


sí? —dije cuando se apartó.

—Sí —volteó los ojos en un gesto tan idéntico al de su madre, que me eché
a reír.

—Hola, Erika.

—Hola, mi niña —saludé a mi mejor amiga con un par de besos y en el


momento en el que sentaron, llegó nuestro pedido.

—Qué bien me conoces —resopló Astrid.

—Algo te pasa si has decidido tomarte la tarde libre y pedirme ir de


compras. ¿Vas a contarme qué es?

—Isaac le ha pedido que nos vayamos de viaje con él a Hawái —respondió


David mientras cortaba un pedacito de su gofre.
Miré a Astrid con los ojos muy abiertos, aquello sí que no me lo esperaba,
la verdad, y ella seguro que tampoco, a juzgar por el modo en el que
removía su café, nerviosa, sin apartar la vista de la taza.

—¿Astrid? —la llamé, y al fin me miró— ¿Es eso?

—Sí —suspiró—. Es en las semanas que os vais vosotros a Irlanda, pero no


sé qué hacer.

—Pues es muy sencillo, decirle, que sí, que os vais de vacaciones con él. A
ver, ¿cuántas veces habéis salido a cenar o ha ido a tu casa?

—Unas cuantas ya.

—Y el hecho de que sea un psicópata o un asesino en serie lo hemos


descartado porque yo lo conozco, ¿cierto?

Sonrió mientras asentía.

—Es solo que, me parece que va todo tan rápido.

—Cariño —le cogí la mano por encima de la mesa—. Las cosas no son solo
rápidas o lentas, simplemente suceden cuando tienen que suceder. ¿Qué hay
de aquel verano? —pregunté señalando disimuladamente a David con una
leve inclinación de cabeza.
—Fue más o menos así, sí.

—Pero ahora es diferente. Los dos sois más adultos que hace cinco años.

Asintió con una leve sonrisa y supe que acabaría aceptando ese viaje,
conocía a Astrid, y pocas veces la había visto sentir algo por un hombre
como la veía ahora. Se sonrojaba con solo escuchar el nombre de Isaac, por
lo que le gustaba más de lo que incluso ella llegó a imaginar.

Le pregunté a David qué le estaba pidiendo a su madre cuando llegaron, y


dijo que quería un coche teledirigido que había visto en un catálogo de
juguetes. Astrid volvió a decirle que se lo compraría si le prometía cenar
brócoli esa noche y comerlo el sábado, y la carita de asco que puso ante el
nombre de aquella verdura, me hizo reír.

—Vale, pero no me tienes que poner mucho —le dijo con el dedo
levantado.

—Entonces solo te compro un poquito del coche.

—Mamá, no puedes comprar solo un poco.

—Claro que sí, si compro el coche por piezas para que tú lo montes.

—Qué maldad la tuya, Astrid —reí.


—Me como un plato, de verdad.

—Pues ya que estamos aquí voy a aprovechar para comprar algo de ropa
para el viaje a Irlanda —comenté.

—Y nosotros para ir a Hawái —dijo Astrid.

—¿Vamos a ir? —le preguntó David con los ojos muy abiertos por la
sorpresa.

—Sí, cariño, nos vendrá bien salir de la ciudad unos días.

—¡Bien! ¿Puedo decírselo a Isaac?

—Claro, toma —Astrid le dio el móvil después de llamar a Isaac, y el


pequeño sonrió con una felicidad.

—Soy David, no mamá —anunció en el momento en el que Isaac atendió la


llamada—. Ha dicho que sí —sonrió—, nos vamos a Hawái contigo. Sí, sí,
mamá lo ha dicho. Vale, espera —se apartó el móvil de la oreja y se lo dio a
su madre—. Quiere que te pongas.

Astrid cogió el teléfono mientras dejaba su taza de café en la mesa.

—Hola, Isaac. Sí, lo acabo de decidir. Bueno, estamos con Erika


merendando y… Sí —sonrió—, ella es como mi Pepito Grillo. ¿El viernes?
Salgo con las chicas a cenar. No, David se queda con Alfred. Oh, bueno,
pues… —Frunció el ceño— Si no es molestia, seguro que le encantará.
Vale, nos vemos el viernes. Adiós.

—¿Y bien? —sonreí— ¿Cómo ha reaccionado?

—Dijo que no tenía la certeza de que fuera a aceptar, y está seguro de que
has tenido algo que ver.

—Le pediré una buena cena en agradecimiento —di un sorbo a mi café y se


echó a reír.

—El viernes se queda en mi casa con David, quería cenar con nosotros, se
le olvidó que es noche de chicas, así que dijo que se quedaba con él y así no
tenía que ir a llevarlo y recogerlo después a casa de tu hermano.

—Se llevan bien, entonces.

—Tenías que verlos juntos, Erika, es como… No sabría explicarlo.

—Una conexión entre ambos —dije y asintió—. Bueno, es hora de las


compras —anuncié con una palmada.

David sonrió como lo haría el gato de Alicia en el país de las maravillas,


asintiendo con tanto entusiasmo, que creí que se acabaría por contracturar el
cuello.
Me cogió de la mano cuando nos levantamos y fuimos a varias tiendas, la
primera, una de trajes de baño donde Astrid se compraría un par de bikinis
y cogería algunos bañadores también para David.

Incluso yo acabé siendo tentada por uno blanco con topitos rosas del que
me enamoré nada más verlo, y estrenaría en la próxima comida en casa de
mi hermano.

La siguiente parada fue una tienda de ropa infantil, David salió de allí con
varias bermudas y camisetas, así como con unas deportivas que yo le regalé
a pesar de las protestas de su madre.

Era como un hijo para mí, estuve con ella durante el embarazo, el parto y
esos últimos cuatro años, así que no me iba a prohibir consentirlo un
poquito.

El resto de la tarde cargamos con varias bolsas más de ropa para nosotras,
por suerte ya había hecho limpieza en mi armario y tenía espacio para todo
aquello.

Finalmente entramos a la juguetería y le compramos el coche teledirigido


entre las dos, David salió de allí con una sonrisa de oreja a oreja y diciendo
que en cuanto lo viera Isaac, seguro querría llevarlo al parque para que
pudiera hacer correr aquel coche por las pistas en las que muchos otros
niños acudían con los suyos.
Pensaba en Isaac, ese hombre al que conocía desde hacía algunos años, el
soltero de oro como le conocían en su empresa y en mi trabajo, y sonreí al
pensar que, definitivamente, era el hombre perfecto para mi mejor amiga y
su hijo.

Conexiones así, se daban poco.


Capítulo 28

Y llegó el viernes, por fin.

Se acababa la semana, una en la que había pasado suficientes horas ante la


pantalla del ordenador haciendo números, como para aborrecerlos hasta la
saciedad.

En momentos como ese solía preguntarme por qué siempre me gustaron


más las matemáticas que asignaturas puramente de letras.

Me puse unos vaqueros, una camisa de tirante fino y los zapatos de tacón, y
cuando acabé de maquillarme estaba lista para ir a nuestra cena de chicas de
los viernes.

Acababa de abrir la puerta cuando empezó a sonar mi móvil.

—Hola, inspector —sonreí al saludar a Connor.


—Hola, preciosa. ¿Dónde estás?

—Saliendo de casa, y ya lo sé, voy tarde para cenar con las chicas —resoplé
—. Pero he tenido un pequeño percance con la ducha.

—¿Qué ha pasado?

—Solo que había una fuga por el tubo de arriba, así que he tenido que
improvisar con un poco de cinta aislante.

—Vale, eso no hará mucho —rio—. Mañana me paso por allí para verlo y
arreglarte la ducha.

—¿Eres fontanero en tus ratos libres?

—Soy un manitas para las chapuzas en casa, sí.

—¿Y cuánto me costará el arreglo, señor inspector manitas?

—Hmmm, veamos… La visita, revisar los daños, comprar el material


adecuado, repararlo y dejar el cuarto de baño limpio. Que pases el resto del
fin de semana conmigo.

—Puedo pagarlo, sí —reí.


—Perfecto, en ese caso, nos vemos mañana. Diviértete con las chicas,
pequeña.

—Y tú con los chicos. Adiós.

Subí al coche y puse rumbo a nuestro bar de encuentro, ese al que llegué
como media hora tarde, y donde encontré a mis tres amigas bebiendo vino y
riendo por alguna de sus muchas locuras.

—Hola —saludé.

—Hombre, por fin llegas —dijo mi cuñada. ¿Qué te ha pasado?

—La ducha, que decidió que hoy era un buen día para estropearse —volteé
los ojos.

—¿Has avisado a un fontanero? —preguntó Anna.

—No, lo he apañado con cinta aislante, Connor me ha dicho que le echará


mañana un vistazo.

—Mi primo es un manitas, sí.

—¿Habéis pedido ya? —pregunté mientras cogía la copa de vino que Astrid
acababa de llenarme.
—Ajá, varias raciones.

—Genial, porque me muero de hambre.

—Si es que hoy no ha comido más que un sándwich —dijo Anna, en modo
acusatorio.

—Tenía muchos números que hacer, de hecho, creo que el sándwich en vez
de atún, estaba relleno de números —volteé los ojos.

Se echaron a reír y esa noche fue Astrid quien nos contó algunas anécdotas
de su trabajo.

Las aprendices parecía que iban mejorando, pero no se libraban de crear un


poquito de caos de vez en cuando.

Por si el tema de equivocarse con el tinte fuera poco, una de ellas había
cortado el pelo a una clienta un poco más de la cuenta, por suerte no se
enfadó al ver el bonito resultado que quedó tras peinarlo.

Otra confundió el bote de champú con un bote que era un tinte que se
aplicaba al lavar el cabello y no era permanente, pero aquella mujer de
melena rubio platino acabó con un bonito naranja calabaza, lo que conllevó
que tuvieran que lavarle el pelo seis veces para que el tinte se fuera.

—Os van a dejar sin clientas —dijo Kiara.


—Menos mal que saben que son aprendices y se lo toman bien porque son
clientas de toda la vida, de lo contrario, nos habrían mandado a la mierda —
resopló Astrid.

—¿Y por la floristería qué tal? —le pregunté a mi cuñada— ¿Alguna


equivocación por parte de la empresa que hace las entregas?

—Sí, y ya les dije que, si ese repartidor es un incompetente, que lo despidan


o dejo de trabajar con ellos, de hecho, estoy buscando otras empresas de
reparto cerca de la floristería.

—¿Qué hizo esta vez? —curioseó Anna.

—Entregar en un funeral un jarrón de flores que varias chicas le enviaban a


su amiga que acababa de divorciarse del que dijeron era un tremendo
capullo. Ni siquiera puedo imaginar la cara de la viuda al leer la nota.

—¿Qué decía? —pregunté, puesto que sabía que, si eran como nosotras,
habrían puesto alguna cosa para nada apropiada para una viuda.

—Bienvenida de nuevo al mercado, donde encontrarás gran variedad de


penes que probar antes de que encuentres el definitivo —respondió, y las
tres, que estábamos bebiendo en ese momento, acabamos escupiendo el
vino muertas de risa.

—Por Dios, pobre mujer —dijo Astrid.


—Ochenta años tiene la señora —suspiró Kiara.

—No sé si preguntar qué recibió la divorciada —comentó Anna con una


sonrisa.

—Lamentamos su pérdida, hombres como él ya no quedan —respondió.

—Pues le haría una gracia, después de deshacerse del capullo —reí.

—Como me sigan pasando estas cosas, acabaré con el pelo lleno de canas
—resopló mientras reía.

Pues sí, esperaba por su bien que encontrara una agencia donde sus
repartidores no cometieran esos errores, porque mucha gente podría tomarlo
bien, reírse de la confusión, pero otras no, y eso no sería bueno para el
negocio de mi cuñada, le haría perder clientes.

Escuché que sonaba mi móvil, lo saqué del bolso y vi el nombre de mi


hermano en la pantalla.

—Hola, hermanito. ¿Quieres hablar con Kiara porque no te coge el


teléfono?

—No, Erika, es contigo con quien quiero hablar —respondió serio, más de
lo normal en él.
—¿Qué pasa? ¿Es Connor? —pregunté, alarmada y temiendo que me dijera
que sí.

—No, él está bien, está aquí conmigo, y Robert también.

—Vale, y, ¿para qué me llamas?

—Erika, tengo un chico de unos diecisiete años en la mesa de la morgue,


con el rostro tan desfigurado por los golpes que ha recibido, que no
sabemos si es Tommy.

En cuanto escuché aquello entré en pánico, miré a Anna, quien reía por
alguna cosa que acababa de decir Astrid, y sentí que se me iba a salir el
corazón del pecho por el modo tan frenético en el que había empezado a
latir.

—Tienes que decirle que venga —me pidió—. Necesitamos que nos diga si
es él.

—Alfred, ¿estás oyendo lo que me pides? —murmuré.

—Sé que es duro, pero si es Tommy, solo ella podrá decírnoslo.

—Vale, voy a hablar con Anna y vamos para allá.


—Aquí os esperamos.

Suspiré mientras me quedaba mirando la pantalla del móvil, pensando de


qué modo podría decirle a una de mis mejores amigas que, tal vez, su
hermano estuviera en la mesa de autopsias donde trabajaba mi hermano
esperando que lo reconociera.

—¿Erika? —me giré al escuchar a mi cuñada llamándome— ¿Qué pasa? Te


has puesto pálida. ¿Quién era?

—Alfred —respondí.

—Oh, ¿me ha llamado a mí y no lo he escuchado? —Fue a sacar el móvil


de su bolso.

—No —la detuve—, realmente quería hablar conmigo.

—¿Qué ha pasado? —interrogó Astrid.

—Anna, yo… —respiré hondo— No sé cómo decirte esto.

—¿Es Tommy? —preguntó, alarmada y con el temor instalado en sus ojos.

—No lo saben —contesté—. Me ha pedido que te lleve para ver si el chico


de diecisiete años que tiene en la mesa, es tu hermano. Lo han golpeado en
el rostro, y no pueden reconocerlo.
En apenas un segundo, a Anna se le cerraron los ojos y comenzó a
tambalearse hacia un lado, cayendo desmayada.
Astrid, que estaba a su lado, se apresuró en cogerla del brazo para evitar que
cayera al suelo y se diera un golpe.

La recostamos en la silla como pudimos, pedimos agua y comenzamos a


darle aire con las servilletas.

No podía ni imaginar lo que se le pasaría por la cabeza cuando me escuchó


decir aquello, después de tanto tiempo sin saber de su hermano y de que ni
siquiera Connor y Robert, lo hubieran visto en esos días.

Si era él, si el cuerpo de Tommy era el que yacía inerte en la mesa del
médico forense, sería devastador para Anna, y para su madre.
Continuará…
¡Hola! ¿Cómo estás? ¿Qué te ha parecido esta novela? Curiosidad de autora
jeje.

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Sarah Rusell.

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