Está en la página 1de 6

PRÓLOGO A UN DRAMA EN TRES ACTOS

DESDE LA PERSPECTIVA actual, la historia del feminismo de segunda ola


parece un drama en tres actos. Surgido del fermento que rodeaba a la
nueva izquierda, el «movimiento por la liberación de las mujeres» empezó
su vida a modo de fuerza insurreccional que cuestionaba la dominación
masculina en las sociedades capitalistas de posguerra organizadas por el
Estado. En el primer acto, las feministas se unieron con otras corrientes del
radicalismo para hacer explotar un imaginario socialdemócrata que había
ocultado la injusticia de género y la política tecnocratizada. Insistiendo en
que «lo personal es político», este movimiento puso de manifiesto el pro-
fundo androcentrismo del capitalismo e intentó transformar la sociedad
desde la raíz. Más tarde, sin embargo, a medida que las energías utópi-
cas comenzaban a decaer, el feminismo de segunda ola se dejó atraer a la
órbita de la política identitaria. En el segundo acto, sus impulsos trans-
formadores fueron canalizados hacia un nuevo imaginario político que
situaba en primer plano la «diferencia». Pasando «de la redistribución al
reconocimiento», el movimiento trasladó su atención a la política cultural
en el preciso momento en el que el neoliberalismo ascendente declaraba la
guerra a la igualdad social. Más recientemente, al entrar el neoliberalismo
en su crisis actual, quizá el impulso de reinventar el radicalismo feminista
esté reviviendo. En un tercer acto todavía en marcha, podríamos ver un
feminismo revitalizado unirse a otras fuerzas emancipadoras con el obje-
tivo de someter los mercados desbocados al control democrático. En ese
caso, el movimiento recuperaría su espíritu insurreccional, al tiempo que
fortalecería el marco conceptual que lo caracteriza: la crítica estructural al
androcentrismo capitalista, el análisis sistémico de la dominación mascu-
lina, y una revisión de la democracia y la justicia que tenga en cuenta las
cuestiones de género.
Los historiadores se encargarán finalmente de explicar cómo consiguie-
ron las fuerzas neoliberales, al menos durante un tiempo, neutralizar las
corrientes más radicales del feminismo de segunda ola, y cómo (esperemos)
un nuevo brote insurreccional ha conseguido reanimarlas. A los teóricos
críticos les queda, sin embargo, una tarea más fundamental: analizar los

17
18 | Fortunas del feminismo

principios elementales alternativos del imaginario feminista para evaluar


su potencial emancipador. El objetivo a este respecto es averiguar qué
conceptualización del androcentrismo y de la dominación masculina,
qué interpretaciones de la justicia de género y de la democracia sexual,
qué concepciones de la igualdad y la diferencia serán probablemente las
más fructíferas para futuras batallas. Ante todo, qué modos de teorización
feminista deberían incorporarse a los nuevos imaginarios políticos que las
nuevas generaciones están inventando para el tercer acto.
Aunque no están escritos con este objetivo en mente, los ensayos aquí
recogidos pueden sin embargo leerse hoy como intentos preliminares de
dicha determinación. Escritos a lo largo de más de veinticinco años como
intervenciones en los debates teóricos, documentan los principales giros
del imaginario feminista desde la década de 1970. Para este volumen los he
agrupado en tres partes, que se corresponden con los tres actos del drama
que acabo de esbozar. En la primera parte, he incluido artículos que inten-
tan casar una sensibilidad feminista con una crítica desde la nueva izquierda
al Estado del bienestar. Aludiendo no solo al androcentrismo de éste, sino
también a su organización burocrática y al hecho de que se centrase casi
exclusivamente en la distribución, estos ensayos sitúan el feminismo de
segunda ola en un campo más amplio de luchas democratizadoras y antica-
pitalistas. Reflejando el giro histórico de la socialdemocracia convencional
a los nuevos movimientos sociales, defienden la interpretación ampliada
que éstos hacían de la política, incluso aunque también critiquen algu-
nas de las formas influyentes de teorizarla. La segunda parte contempla
posteriores alteraciones en el imaginario feminista. Observando un giro
cultural más amplio desde la política de la igualdad a la política de la iden-
tidad, estos capítulos diagnostican los dilemas a los que se enfrentaban
los movimientos feministas en un periodo de ascenso del neoliberalismo.
Preocupados por el relativo descuido de la economía política hacia el fin
de siglo, critican que las «luchas por el reconocimiento» eclipsasen a las
«luchas por la redistribución», aun defendiendo también una versión no
identitaria de las primeras. La tercera parte contempla las perspectivas de
recuperación del radicalismo feminista en un tiempo de crisis neoliberal.
Abogando por un giro «poswestfaliano», los artículos que comprenden esta
sección relacionan las luchas por las emancipación de las mujeres con otros
dos conjuntos de fuerzas sociales: los tendentes a ampliar la influen-
cia de los mercados, por una parte, y los que buscan «defender a la
sociedad» de dichos mercados, por otra. Al diagnosticar un «vínculo
peligroso» entre el feminismo y la mercantilización, estos artículos ins-
tan a las feministas a romper esa perversa alianza y forjar una nueva,
sólidamente fundada, entre la «emancipación» y la «protección social».
Prólogo a un drama en tres actos | 19

En general, por lo tanto, los temas que dan forma a la organización de


este libro son sistemáticos e históricos. Registro de los constantes esfuer-
zos de una teórica por rastrear la trayectoria del movimiento, el libro
evalúa las perspectivas actuales y las posibilidades futuras del feminismo.
Permítanme desarrollarlas.

***

Cuando el feminismo de segunda ola irrumpió en la escena mundial,


los Estados capitalistas avanzados de Europa Occidental y Norteamérica
seguían disfrutando de la insólita racha de prosperidad que siguió a la
Segunda Guerra Mundial. Utilizando nuevas herramientas de gestión
económica keynesiana, habían aprendido, en apariencia, a contrarrestar
las recesiones económicas y a guiar el desarrollo económico nacional para
garantizar prácticamente el pleno empleo a los hombres. Al incorporar
los otrora indómitos movimientos sindicales, los países capitalistas avan-
zados habían construido Estados del bienestar más o menos extensos, e
institucionalizado una solidaridad nacional entre las clases. A buen seguro,
este histórico acuerdo entre clases descansaba en una serie de exclusiones
de género y etnorraciales, por no mencionar la explotación neocolonial
externa. Pero aquellas líneas de fractura potenciales tendían a permanecer
latentes en un imaginario socialdemócrata que situaba en primer plano
la redistribución entre las clases. El resultado fue un próspero cinturón
noratlántico de sociedades de consumo de masas, que en apariencia había
amansado el conflicto social.
En la década de 1960, sin embargo, la calma relativa de esta «edad de
oro del capitalismo» se vio repentinamente sacudida1. En una extraordi-
naria explosión internacional, los jóvenes radicales tomaron las calles, al
principio para oponerse a la Guerra de Vietnam y a la segregación racial en
Estados Unidos. Pronto empezaron a cuestionar rasgos fundamentales de
la modernidad capitalista que la socialdemocracia había naturalizado hasta
entonces: el materialismo, el consumismo, y «la ética del triunfo»; la buro-
cracia, la cultura corporativa, y el «control social»; la represión sexual, el
sexismo y la heteronormatividad. Al abrir una brecha en las rutinas políti-
cas normalizadas de la época anterior, los nuevos actores sociales formaron
nuevos movimientos sociales, y el feminismo de segunda ola se convirtió
en uno de los más visionarios.

1
La expresión «edad de oro del capitalismo» procede de Eric Hobsbawm, The Age of Extremes:
The Short Twentieth Century, 1914-1991, Nueva York, Vintage, 1996 [ed. cast.: Historia del siglo
XX, Barcelona, Crítica, 1995].
20 | Fortunas del feminismo

Junto con sus camaradas de otros movimientos, las feministas de esa época
remodelaron el imaginario radical. Al transgredir una cultura política que
había primado a actores que se presentaban a sí mismos como clases políti-
camente controlables e integradas en un marco delimitado nacionalmente,
cuestionaron las exclusiones sexistas de la socialdemocracia. Al poner de
manifiesto los problemas planteados por la familia burguesa y por el pater-
nalismo de las políticas sociales, mostraron el profundo androcentrismo de
la sociedad capitalista. Al politizar «lo personal», expandieron los límites
de la protesta más allá de la distribución socioeconómica, para incluir el
trabajo doméstico, la sexualidad y la reproducción.
De hecho, la ola inicial de feminismo de posguerra experimentaba una
relación ambivalente con la socialdemocracia. Por un lado, buena parte
de la misma rechazaba el estatismo de ésta y su tendencia a marginar
las injusticias de clase o sociales distintas de la «mala distribución». Por
otro, muchas feministas presupusieron características clave del imaginario
socialista como base para modelos más radicales. Dando por sentados los
valores solidarios del Estado del bienestar y sus capacidades de guía para
garantizar la prosperidad, también ellas se dispusieron a controlar los mer-
cados y promover la igualdad. Actuando desde una crítica a un tiempo
radical e inmanente, las primeras feministas de la segunda ola no intenta-
ron tanto desmantelar el Estado del bienestar como transformarlo en una
fuerza capaz de ayudar a superar la dominación masculina.
En la década de 1980, sin embargo, la historia parecía haber eludido
ese proyecto político. Una década de dominio conservador en buena
parte de Europa Occidental y Norteamérica, culminada por la caída del
comunismo en el Este, insufló milagrosamente nueva vida a las ideologías
de libre mercado antes dadas por muertas. Rescatado del basurero de la
historia, el «neoliberalismo» posibilitó un asalto sostenido contra la mismí-
sima idea de la redistribución igualitaria. La consecuencia, ampliada por
la acelerada globalización, fue la de sembrar dudas sobre la legitimidad y la
viabilidad del uso del poder publico para controlar las fuerzas del mercado.
Con la socialdemocracia a la defensiva, los esfuerzos por ampliar y profun-
dizar su promesa se quedaron naturalmente en la cuneta. Los movimientos
feministas que antes habían tomado el Estado del bienestar como punto de
partida, intentando ampliar sus valores igualitarios de la clase al género,
descubrían que se habían quedado sin base en la que apoyarse. Al no poder
ya asumir un punto de partida socialdemócrata para la radicalización, gra-
vitaron hacia programas de reivindicaciones políticas más nuevos, más en
consonancia con el espíritu «postsocialista» de la época.
Entramos en la política del reconocimiento. Si el impulso inicial del
feminismo de posguerra fue el de «dotar de género» al imaginario socia-
lista, la tendencia posterior fue la de redefinir la justicia de género como
Prólogo a un drama en tres actos | 21

un proyecto dirigido a «reconocer la diferencia». El «reconocimiento», en


consecuencia, se convirtió en el principio cardinal de las reivindicaciones
feministas de fin de siglo. Venerable categoría de la filosofía hegeliana,
resucitada por los teóricos políticos, esta noción capturaba el carácter dis-
tintivo de las luchas «postsocialistas», que a menudo adoptaban la forma
de política de identidad, más dirigida a valorizar la diferencia cultural que
a promover la igualdad económica. Tanto si se trataba de cuidados, de
violencia sexual o de disparidades entre sexos en la representación política,
las feministas recurrieron cada vez más al principio del reconocimiento
para impulsar sus reivindicaciones. Incapaces de transformar las profundas
estructuras sexistas de la economía capitalista, prefirieron atacar problemas
arraigados en patrones de valor cultural o en jerarquías de estatus andro-
céntricos. El resultado fue un profundo giro en el imaginario feminista:
mientras que la anterior generación había intentado rehacer la economía
política, ésta se centraba más en transformar la cultura.
Los resultados fueron decididamente ambiguos. Por un lado, las nuevas
luchas feministas por el reconocimiento mantuvieron el anterior proyecto
de ampliar la agenda política más allá de los confines de la redistribución
entre las clases; en principio servían para ampliar, y radicalizar, el concepto
de justicia. Por otro, sin embargo, la figura de la lucha por el reconoci-
miento captó tan profundamente la imaginación feminista que sirvió más
para desplazar el imaginario socialista que para profundizarlo. Las luchas
sociales quedaron en consecuencia subordinadas a las luchas culturales, y
la política de la redistribución, a la política del reconocimiento. Ésa no era,
sin duda, la intención inicial. Las defensoras del giro cultural suponían,
por el contrario, que la política feminista de identidad y diferencia actuaría
en sinergia con las luchas por la igualdad entre los sexos. Pero esa suposi-
ción cayó presa del espíritu de los tiempos en general. En el contexto de fin
de siglo, el giro hacia el reconocimiento encajó con demasiada facilidad en
un ascendente neoliberalismo que solo quería reprimir cualquier recuerdo
del igualitarismo social. El resultado fue una trágica ironía histórica. En
lugar de llegar a un paradigma más amplio y más rico, capaz de abarcar la
redistribución y el reconocimiento, las feministas intercambiaron de hecho
un paradigma truncado por otro: un economicismo truncado por un cul-
turalismo truncado.
Hoy, sin embargo, las perspectivas centradas exclusivamente en el reco-
nocimiento carecen de toda credibilidad. En un contexto de creciente
crisis capitalista, la crítica de la economía política está recuperando su lugar
fundamental en la teoría y en la práctica. Ningún movimiento social serio,
y mucho menos el feminismo, puede pasar por alto la evisceración de la
democracia y el asalto a la reproducción social que ahora está librando el
capital financiero. En estas condiciones, una teoría feminista digna de ese
22 | Fortunas del feminismo

nombre debe retomar las preocupaciones «económicas» del primer acto,


sin descuidar, sin embargo, las percepciones «culturales» del segundo. Pero
eso no es todo. No solo deben integrarse entre sí, sino también ambas con
un nuevo conjunto de intereses «políticos» puestos de manifiesto por la
globalización: ¿cómo podrían las luchas emancipadoras servir para garanti-
zar la legitimidad democrática y ampliar y equilibrar la influencia política,
en una época en la que los poderes que dirigen nuestras vidas sobrepasan
cada vez más los Estados territoriales? ¿Cómo podrían los movimientos
feministas fomentar una participación igual en el ámbito transnacional, a
pesar de las pertinaces asimetrías de poder y de las divergentes cosmovi-
siones existentes? Luchando simultáneamente en tres frentes –llamémoslos
redistribución, reconocimiento y representación– el feminismo del tercer
acto debe unirse a otras fuerzas anticapitalistas, aunque siga sacando a la
luz la continua incapacidad de estas para absorber los hallazgos de décadas
de activismo feminista.
El feminismo actual debe, además, mostrarse sensible al contexto histó-
rico en el que opera. Situándonos junto a la constelación de fuerzas políticas
más amplia, necesitamos mantener la distancia tanto respecto a los neoli-
berales obsesionados con el mercado como a quienes pretenden «defender
la sociedad» (jerarquía y exclusión incluidas) frente al mercado. Buscando
una tercera vía entre Escila y Caribdis, un feminismo digno del tercer acto
debe unirse a otros movimientos emancipadores para integrar nuestro interés
fundamental por la no dominación con las legítimas preocupaciones de los
proteccionistas por la seguridad social, sin descuidar la importancia de la
libertad negativa, asociada por lo general con el liberalismo.
Esta, al menos, es la interpretación de la historia reciente que emerge
de los ensayos aquí reunidos. Los capítulos que comprenden la primera
parte documentan el paso de la socialdemocracia de posguerra al comienzo
del feminismo de segunda ola, visto como una corriente del radicalismo
de la nueva izquierda. Llenos del embriagador espíritu de las décadas de
1960 y 1970, estos ensayos reflejan la capacidad de los nuevos movimien-
tos sociales para romper los confines de la política continuista practicada
en el Estado del bienestar. Ampliar lo político significaba sacar a la luz esos
descuidados ejes de la dominación distintos de la clase; sobre todo, aunque
no en exclusiva, el género. Igualmente importante, significaba poner de
manifiesto el poder ilegítimo que se ocultaba tras los límites habituales del
Estado y la economía: en la sexualidad y en la subjetividad, en la domes-
ticidad y en los servicios sociales, en el ámbito académico y en el ocio
mercantilizado, en las prácticas sociales de la vida cotidiana.
Nadie mejor que Jürgen Habermas, a quien está dedicado el capítulo i,
captó estos impulsos «posmarxianos». Crítico radical de la socialdemocra-
cia de posguerra, Habermas se propuso examinar aspectos del Estado del

También podría gustarte