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Hay en la vida de cualquiera una temporada cuya longitud es imprecisa y que a veces, por
suerte para algunos, se mantiene durante muchos años, pues los cambios que
inevitablemente ocurren son muy tenues o traen consigo una mejoría. A estos lapsos
solemos llamarlos los buenos tiempos. Y lo tenemos todos, incluso los muy desgraciados,
pues siempre se puede empeorar ya que la desgracia es literalmente un abismo.
Las causas de los cataclismos personales son innumerables: la salud se rompe, se toma
una mala decisión, alguien de quien no podía esperarse nada negativo urde una trampa
para que caigamos, la muerte del más próximo, un vulgar accidente ocasionado por un
instantáneo descuido, un asalto o, para decirlo de la manera más sencilla: damos un mal
paso adentrándonos en el aciago día en el que no debimos salir de la cama.
Los buenos tiempos son tan frágiles que si tuviéramos dos dedos de frente todos los días
haríamos una fiesta para celebrar que la pompa de jabón que es nuestro universo no ha
reventado; si fuéramos relativamente conscientes de que las desgracias ocurren de
repente nos abalanzaríamos sin dilación a gozar de lo que tenemos. Pero, por una
lamentable fatalidad que está en estrechísima relación con la condición humana, no
somos capaces de ver lo que tenemos ante nosotros, salvo que vaya y venga, que esté y
no esté, pues si se mantiene sin cambio entra en la zona de ceguera de lo habitual y no
podemos valorarlo.
Vivimos, como decía Albert Camus, “como si no supiéramos”, o como decía Jean Paul
Sartre: “Somos eternos en tanto no morimos”. Las desgracias, las pérdidas, las muertes
tienen, al menos, un aspecto positivo: nos revelan la existencia del paraíso, aunque ya no
sea nuestro.