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05 DOMINGO CUARESMA. Ciclo A.

REFLEXIONES EN VOZ ALTA SOBRE LAS


LECTURAS DE LA PALABRA DE DIOS DEL DOMINGO

por Fr. Carlos VILLALOBOS, O.P.

Ezequiel 32,12-14; Salmo 130 (129,1-8); Romanos 8,8-11; Juan 11,1-45.

El sepulcro siempre asusta, aunque seguramente ninguno de nosotros estará consciente


cuando sea llevado allí. Sin embargo, asusta más aún la vida sin Dios. Las crisis, las enfermedades
terminales, el abandono, la indifencia, el individualismo egoísta y el olvido son insumos que generan
mucho miedo ante la realidad de la muerte. Sin embargo, incluso ante esta realidad que toca los finos
hilos de la existencia, Jesús se presenta para proclamar que la muerte no tiene la última palabra sino
la Vida.

La Cuaresma es un camino hacia la vida gloriosa y eterna con Dios, pero que necesariamente
pasa por la muerte. La Cuaresma desembocará en la muerte, pero “muerte” no es la última palabra de
Dios. En este domingo la Palabra de Dios quiere introduccirnos al corage y a la aspiración de la vida
en Dios. La esperanza cristiana aguarda el triunfo de la vida, porque Jesús fue el primero en
mostrarnos que eso es posible. De esto nos hablan las lecturas de la palabra de Dios de este domingo.

La primera lectura es del profeta Ezequiel. El año 609 a.C., por decisión del faraón Necao de
Egipto, subió al trono de Judá el rey Joaquín. Cuatro años más tarde, Joaquín tuvo que someterse a
Babilonia. Esto significó la obligatoriedad a pagar un tributo. Más tarde dejó de pagar el tributo, lo
que provocó un primer asedio de Jerusalem y la deportación de un grupo importante de judíos en el
año 597 a.C. Además del rey de turno y otros ministros de la corte, sobre todo la gente que sabía leer,
escribir y contar, marcha entre ellos a Babilonia un muchacho llamado Ezequiel, de familia
sacerdotal, y que poco después recibirá la vocación profética.

Para sustituir al rey que fue al destierro, Nabucodonosor de Babilonia, nombra rey a Matanías
cambiándole el nombre por el de Sedecías (597-586 a.C.) para quedar en Judá. Durante nueve años
se mantiene en calma, pagando tributo a Babilonia. En el 594 a.C., aprovechando quizá ciertas
revueltas internas en Babilonia, representantes de los reinos vecinos y de Jerusalem se reúnen para
planear su independencia del sometimiento babilónico. La revuelta no se produce, pero enterado de
esto en 588 a.C. Nabucodonosor responde de inmediato asediando Jerusalem. Después de año y
medio de sitio, forzada por el hambre, la capital se rinde el 19 de julio del 586 a.C. Un mes más tarde
tendrá lugar el incendio del templo, del palacio real y de las casas; los babilonios saquean los tesoros,
derriban las murallas y deportan a un nuevo grupo de judíos (2 Re 25).

Estando en Babilonia Ezequiel recibe la vocación profética y le corresponde dirigir su


mensaje, en un primer momento, a los que quedaron en Judá y Jerusalem después de la deportación
del 597 a.C., y en un segundo momento, a los deportados a Babilonia con los que convive después
del 586 a.C.

Ezequiel no ignora nada de las actividades pecaminosas de los judíos, pero presta mayor
atención al rechazo de Dios generado por la idolatría, y sobre todo a la relación que se establece entre
Yahweh y su pueblo. Para Ezequiel, su pueblo, son los descendientes de antepasados paganos, todos
pecadores, y todos idólatras desde el principio. Por eso sus relaciones con Dios no habían sido buenas,
ellos lo habían abandonado primero, y el exilio era la consecuencia de pretender vivir fuera del Dios
verdadero.

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Después de la destrucción de Jerusalem, el profeta se dirige entonces a los desterrados con los
cuales vive. Denuncia con mayor claridad a los responsables de aquel destierro: príncipes, sacerdotes,
nobles, falsos profetas y terratenientes que acumulaban crímenes en Jerusalem. No obstante, de cara
al futuro, anuncia que en adelante Dios juzgará a cada uno según su conducta.

De este modo, la tragedia comienza a dar paso a un mundo nuevo. Los mismos montes sobre
los que se abatió la espada y la destrucción escuchan ahora una palabra de consuelo. Todo el territorio
recuperará su antigua vida y habrá un cambio en el corazón del pueblo judío.

Sin embargo, el pueblo no se hallaba con ánimos para escuchar tales promesas (Ez 37,11), se
considera muerto y sin futuro. Así ante la queja del pueblo de tener los huesos secos, renace la
esperanza de un nuevo comienzo (Ez 37) en la escucha de un oráculo que devuelve al pueblo la vida.
Entonces será cuando Dios establezca una nueva alianza y habitará permanentemente con su pueblo
(J.L. SICRE, p. 335). Este es el contexto que nos permitirá entender el texto de hoy.

En el exilio, los deportados se sentían muertos en vida, sepultados en una tumba que ellos
mismos habían cavado. Por eso, la promesa divina de cara al futuro consiste en que Dios mismo
sacará a su pueblo del sepulcro y le infundirá su espíritu para que comprenda que el Señor es un Dios
vivo y fiel, y para que comprenda que lo que el Señor dice lo cumple.

Para un creyente, el tiempo del exilio es un período necesario para tomar conciencia de las
consecuencias generadas por nuestras actitudes y acciones erróneas o pecaminosas. La toma de
conciencia es necesaria para valorar cuándo me he apartado del proyecto de vida que el Señor me ha
propuesto seguir. Una vida apartada de Dios cae fácilmente en el vacío y en el sinsentido, porque lo
primero que se debilita es la capacidad de esperar y de soñar un cambio de situación.

Antes del exilio, los judíos se habían vuelto idólatras de dioses extranjeros, su confianza la
habían puesto en las alianzas humanas y en todo tipo de conveniencias personales: justicia
parcializada por la corrupción de los jueces, egoísmo, explotación de los más débiles, culto a otras
divinidades, etc. En el exilio, los judíos comenzaron a revalorizar todo lo que tenían antes de perderlo
y llegan a comprender su responsabilidad en la situación en que vivía, pero ya no eran capaces de
esperar un cambio, o de soñar en un futuro prometido por Dios.

El mensaje del profeta es también para los que durante la Cuaresma tomamos conciencia de
las consecuencias de nuestro pecado, y aceptamos ilusionarnos nuevamente con la promesa de un
futuro con Dios.

¿Cuál es la buena noticia de parte de Dios presente en este texto?

La vida de pecado es una vida fuera de Dios y un sinsentido en el que el ser humano entra
por cuenta propia. Metafóricamente sería equivalente a la muerte. Dios anuncia, para el ser humano,
la posibilidad de que pueda superar el sinsentido al que lo ha llevado la vida fuera de Dios, es decir,
una existencia en el pecado. La consecuencia del pecado es la muerte. Dios ofrece al ser humano la
ayuda para salir de la muerte, para salir del sepulcro en el que se ha metido, para llevarlo a una tierra
donde pueda vivir fortalecido por el Espíritu de Dios. Esta fuerza divina lo llevará a comprender
mejor que el Señor es fiel y siempre estará a su lado.

El salmo es el 130 (129) es un salmo penitencial. Se trata de una súplica individual para pedir
perdón. A través de él, el orante clama al Señor pidiéndole su perdón, porque es consciente de que el
pecado es su situación de desgracia. Su única salida es avocarse a la misericordia de Dios. Su deseo
de liberarse de las consecuencias del pecado lo motiva a desnudar su corazón ante Dios.

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El orante clama a Dios desde la hondura de su situación. Para nosotros lo “profundo” tiene un
valor positivo, pero para los hebreos la hondura es lo inaccesible, lo incomprensible, lo inescrutable,
lo que queda en la profundidad más profunda semejante al lugar de los muertos (šeol). El orante clama
a Dios desde una situación poco menos que desesperada (A. SCHÖKEL / C. CARNITI, II, p. 571).

El orante clama a Dios desde el abismo sin salida al que lo ha llevado el pecado; clama hacia
arriba, donde sólo Dios podría estar, visto que él se considera en lo profundo del abismo. El orante
llama a Dios para que incline su oído atento y oiga su súplica.

Seguidamente, el orante reconoce que nadie podría resistir si Dios llevara cuenta de los
delitos. Sólo esta convicción es la que lo mueve a dirigirse al Señor para pedir misericordia, con la
seguridad que de él obtendrá el perdón.

El pecador depende totalmente de Dios para recibir el perdón, por eso el orante señala en qué
postura se encuentra su alma. Clama al Señor misericordia y su alma queda “aguardando”, a la espera
de que se le otorgue el perdón. Y el perdón esperado llegará en el tiempo de Dios, no en el tiempo
que el orante lo pide.

La imagen del centinela que vela atento por la noche esperando la llegada del amanecer para
el cambio de guardia, ayuda a entender la espera del pecador por el perdón solicitado. El centinela
sabe que su espera terminará al amanecer cuando llegue su reemplazo. El orante sabe que será sacado
del abismo cuando Dios le otorgue el perdón. Ambos saben que lo que esperan llegará sin falta. El
centinela por más que quiera no puede hacer que amanezca antes; su turno cambiará al amanecer, por
eso lo añora. Igualmente, el pecador sabe que el perdón solicitado llegará, pero cuando Dios lo
pronuncie.

El orante termina explicando la razón de su espera: porque del Señor viene la misericordia y
la redención copiosa (abundante), y él siempre perdonará y salvará de los delitos a quien se lo pida.

¿Qué nos sugiere este salmo orado en esta Cuaresma?

1) Aunque un creyente viva un indescriptible, humillante y abismal “tocar fondo”, en


cualquier momento puede clamar a Dios el perdón y la ayuda que necesita para salir de allí. La
conversión verdadera se produce cuando se toca fondo y se descubre que sólo con la fuerza de Dios
se puede ascender y salir de cualquier situación de pecado o círculo vicioso que inicia y termina en
el mismo punto, o en el “sinsentido”.

2) Dios se reserva el tiempo del perdón, por eso el creyente sólo tiene que esperar y confiar
la llegada segura del perdón que ha pedido. En ese sentido, dependemos completamente de Dios.

3) Reconocer que sólo de Dios viene el perdón que necesitamos nos dispone a respetarlo y a
confiar en su misericordia.

La segunda lectura es de la carta de san Pablo a los romanos. Recordemos lo que ya he


comentado con anterioridad sobre esta carta. El breve texto que hoy escuchamos es un fragmento de
un texto más amplio.

Cuando aquí Pablo habla de “carne” se refiere concretamente al ámbito de lo meramente


humano y al ámbito del pecado y de la muerte. Lo meramente humano está sujeto a la muerte. El
pecado domina lo meramente humano, en cambio el Espíritu supera lo meramente humano y lo eleva
al plano espiritual. El don del Espíritu capacita para caminar según el Espíritu y evitar caminar según
los criterios de la carne (U. WILCKENS, II, p. 162).

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Los creyentes a quienes Pablo escribe, aunque sean humanos están “en el espíritu”. En ellos
mora el Espíritu de Dios el cual es también el Espíritu de Cristo. Así que, quien no tiene ese espíritu
no pertenece a Cristo.

Por otra parte, si el Espíritu de Dios resucitó a Jesús de entre los muertos también resucitará
al creyente, aunque su cuerpo mortal esté sujeto a la muerte. Mientras el creyente tenga en su interior
el Espíritu de Cristo Jesús, este Espíritu vivificará su cuerpo mortal. Dicho con otras palabras: “en la
medida que el Espíritu de Cristo habita en nosotros, somos nosotros aquellos a quienes les está
abierta la vida” (U. WILCKENS, II, p. 166).

¿Cuál es la buena noticia de parte de Dios presente en este texto?

1) En el bautismo el cristiano ha recibido el Espíritu de Dios, el cual es al mismo tiempo el


Espíritu de Cristo. Este espíritu habita en el cristiano y lo inspira a vivir según los criterios de
Cristo.

2) Los que viven según el Espíritu de Cristo resucitarán con la misma condición con la que
Cristo Jesús resucitó.

Finalmente, el evangelio es de san Juan. No olvidemos lo que hemos comentado en los últimos
domingos sobre el IV evangelio. Recordemos que en el texto de Juan se transparenta la vivencia de
la comunidad de creyentes joánicos. Esa es una de las razones por las que los once primeros capítulos
de este evangelio son más simbólicos que una narración de hechos históricos. En la misma línea el
texto del evangelio de hoy sobre la “resurrección de Lázaro” no nos relata un hecho estrictamente
histórico sino más simbólico, y a través de este relato las comunidades joánicas abordaron, a la luz
de la fe en Jesucristo, tres problemas o asuntos que les preocupaban:

a) el problema de la muerte
b) el problema del retraso de la segunda venida de Cristo, y
c) el problema de sentirse aún atados y sepultados bajo las antiguas instituciones judías.

La primera generación de cristianos creía que la segunda venida de Cristo sucedería antes de
que ellos murieran. Muchas de las cartas de Pablo cuando abordan este tema están llenas de esa
expectativa.

A finales del primer siglo, esta espera de la segunda venida de Cristo generó una crisis, pues
los años pasaban y la tan esperada segunda venida del Señor no llegaba. ¿Qué los llevaba a pensar
que la segunda venida sería tan pronto? Algunas palabras de Jesús que se habían recogido decían que
algunos no morirían hasta ver el Reino de Dios llegar y al Hijo del hombre venir en las nubes con
gran poder (Mc 9,1; 13,24-31). Muchas de esas expresiones fueron tomadas al pie de la letra, y
muchos creyentes estaban convencidos que todo sería así.

Cuando fue destruido el templo de Jerusalem en el año 70 d.C. los cristianos vieron esto como
un signo de que Cristo vendría pronto. Pero los años pasaban y no sucedía nada. Con mucha
frustración algunos se desilusionaron, y comenzaron a pensar si no estarían creyendo en una ilusión.
Varios textos del IV evangelio insinuaban que Jesús volvería, pero ellos no sabían cuándo (Jn 6,17;
13,33; 16,16). La confusión aumentó cuando algunos del grupo de los discípulos de Jesús murieron
sin tener aún la experiencia de la segunda venida.

¿Por qué sería que el Señor se tardaba? Los que morían eran buenos creyentes, todos ellos
habían renacido de lo Alto, tomaron de Cristo el agua viva de su Palabra, comieron del pan que

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supuestamente les daba la vida eterna,… y sin embargo, murieron. La desilusión mayor para los
cristianos joánicos llegó cuando el mismo “discípulo amado”, que había sido el punto de equilibrio
de los grupos que dieron origen a la comunidad, también murió.

En el texto de hoy, Lázaro representa a ese grupo de creyentes joánicos amigos de Cristo que
murieron. En torno a esta figura gira una nueva reflexión de la comunidad joánica en la que aparece
Jesús dando luces nuevas a la frustración que estaban viviendo estos cristianos. ¿Cómo respondería
Jesús a estos amigos suyos que le pedían volver y, sin embargo, él no llegó como ellos esperaban?
¿Habrían creído en falso? Si hubiera vuelto antes, quizá los que ya habían muerto estarían aún vivos.
¿Habrían malinterpretado a Jesús?

En este texto las palabras de Marta y de María formulan las preguntas o dudas que embargaban
a las comunidades de creyentes joánicos.

La realidad de la muerte no es ajena a la realidad humana, y esta narración de Lázaro también


plantea el problema de cómo ver cristianamente la realidad de la muerte. Creer en Jesús no nos
dispensa de vivir la realidad humana y sus limitaciones, entre ellas, la muerte. Los seres humanos
morimos porque la condición humana es débil y vulnerable, pero la fe en Jesús nos ayuda a
considerar la muerte como un paso a nivel físico y corporal, pero, como una prolongación de vida
a nivel del Espíritu. Los que viven con Cristo, no mueren, aunque su cuerpo muera.

Las palabras que Jesús pronuncia contienen la respuesta a todas aquellas inquietudes:

“Tu hermano resucitará”,


“Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está
vivo y cree en mí, no morirá para siempre”.
“No te he dicho que si tú crees verás la gloria”

De esta manera, los cristianos joánicos comienzan a ver de otro modo la muerte de miembros
de la misma comunidad. Ahora entienden que las palabras de Jesús sobre la vida eterna no
significaban que nunca morirían, sino que en él encontrarían siempre la vida eterna.

La muerte física no es más que un paso, pero no es definitiva para los que creen en Jesús.
Jesús tiene la vida eterna que ellos necesitan, por eso se identifica con la resurrección. Jesús tiene en
él la vida que puede resucitar a una persona, él la da los que creen en él, y esa vida llegará a su
plenitud en el más allá.

Cuando Jesús dice que él es la resurrección y la vida, lo que está diciendo es que él tiene
poder sobre la muerte. Jesús se identifica con la expresión “yo soy”. Esta expresión es
profundamente significativa, pues la expresión “yo soy” es con la que Dios se identifica como el Dios
viviente, el Dios de los antepasados de Israel y el Dios liberador de la opresión egipcia. Aquella
expresión es con la que Dios se presentó a Moisés para identificarse como el Dios viviente en cuyas
manos estaba el futuro de Israel.

En este texto, Marta y María representan la comunidad cristiana joánica a la que Jesús le dice:
“tu hermano resucitará”, aunque muera “no morirá para siempre”. En otras palabras, aunque haya
hermanos de la comunidad que mueran a nivel físico, su vida no se ha terminado para siempre. Ellos
viven y vivirán a otro nivel. De este modo, los cristianos creyentes en Jesús serán de los muertos que
no mueran, porque en Jesús siempre estarán vivos. La prueba de esto será Lázaro. El signo de Lázaro
saliendo de la tumba ilustra a los cristianos joánicos cómo será la vida resucitada que desde ya les
ofrece (A. SEUBERT, p. 67).

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Cristo puede resucitar a los Lázaros de la comunidad, es decir, a los hermanos que ya han
experimentado la muerte porque Jesús mismo es la resurrección y la vida. Este evangelio ha mostrado
que Jesús es la vida porque él es fuente de agua viva, él es camino y puerta de la vida; es, además,
pastor que conduce a la vida y pan o alimento que nutre la vida. Por eso, Jesús puede resucitar a
Lázaro y a cualquier otro difunto. Jesús tiene la vida en sí mismo, es capaz de levantar a los muertos
y llamarlos de sus tumbas. De esta manera, la crisis por la muerte de los “queridos hermanos” obligó
a las comunidades joánicas a re-pensar, a re-interpretar la idea que tenían de vida eterna.

Lázaro resucitado es, entonces, signo de la vida eterna a la que aspiramos todos los que
creemos en Jesús. Quizá la pregunta más desafiante que Jesús hace a los creyentes es la misma que
le hace a Marta: “¿Crees tú esto? (Jn 11,26).

El tercer problema o asunto que preocupaba a las comunidades joánicas era el problema de
sentirse aún atadas o limitadas por las antiguas instituciones judías que Cristo había superado. A lo
largo de los primeros capítulos de san Juan encontramos aquellas instituciones judías que Jesús vino
a sustituir: las tinajas de piedra de las purificaciones judías, el pozo de Jacob, el maná del desierto, el
sábado, el templo de Jerusalem y el santuario del Garizín, etc. También en este texto, las antiguas
instituciones judías vienen simbolizadas en la piedra que cubre el sepulcro de Lázaro. El mal olor, las
vendas que atan los pies y manos, representan los sistemas religiosos tradicionales que hacía difícil
el vivir en Espíritu y Verdad. Jesús es mucho más que ellas y tiene el poder para quitar la enorme
piedra que impide tener acceso a la vida que Dios ofrece. El mensaje para quienes aún estaban
condicionados a aquellos sistemas Jesús les dice: “quiten la piedra”, “salgan de allí”, “desátenlo y
déjenlo ir”. Quienes prestan atención a las palabras de Jesús escuchan la voz del Hijo de Dios. Por
eso, la resurrección de Lázaro ilustra cómo los amigos fieles de Jesús, aunque lleguen a morir
escucharán la voz de aquel que tiene la vida en sí mismo y la comunica a los que lo reconocen y
acogen.

¿Por qué escuchamos este texto en la Cuaresma?

Porque es justamente hacia la vida resucitada que caminamos con Jesús en esta Cuaresma.
Jesús nos conduce hacia esa vida, pero esa vida no puede llegar si no se pasa primero por la realidad
de la cruz. Los que creemos en Cristo podemos estar seguros de que yendo con él nuestra vida está
al seguro. Jesús nos busca incluso en la tumba más profunda de nuestros pecados y limitaciones
para sacarnos de ella y darnos la vida que sabe que necesitamos. Esto ya lo consiguió él en su
Pascua, y nos prepara en la Cuaresma para vivirla desde la fe en él.

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