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GESTIÓN UNIVERSITARIA
Por Sergio F. Obeide1
A. CONTEXTO HISTÓRICO
En la década del 50 dio inicio un proceso mundial de transformaciones que
generaron el paso de una Universidad de élites a una Universidad de masas. A efectos
ilustrativos, puede indicarse que en 1950 la matrícula total de educación superior en
América Latina alcanzaba los 260.000 alumnos; veinte años más tarde la cifra ascendía
a 1.640.000, llegando en 1980 a poco menos de 5 millones. En 1990, la cantidad de
alumnos superaba los 7 millones (Luque, 1994).
Esta expansión de la matrícula fue acompañada por un fuerte crecimiento de los
recursos estatales afectados a la educación superior. En América Latina, entre 1950 y
1970, los presupuestos públicos para educación de la mayoría de los países tuvieron,
año tras año, un crecimiento relativo 2 o 3 veces mayor al experimentado por el
presupuesto total y el Producto Bruto Interno (Ocampo Londoño, 1989). Esta política
obedecía a la convicción de que la educación era la base del desarrollo económico, y la
igualadora de los desequilibrios entre las personas y los países (Piffano, 1993).
Sin embargo, en la década del 80 el gasto público en educación superior
experimentó un estancamiento generalizado en los países de América Latina (Piffano,
1993). Una situación similar se produjo en los países de la OCDE (vid. CEDES, 1994:27).
Obviamente, estas circunstancias se veían agravadas por una matrícula en permanente
crecimiento.
Esta disminución del financiamiento público puede explicarse a partir de la
confluencia de dos circunstancias históricas: condiciones macroeconómicas adversas y
un creciente escepticismo sobre los beneficios públicos de la educación superior, la
cual comienza a ser enjuiciada por su rentabilidad (social) y su habilidad para
proporcionar acceso a los mercados de trabajo. El gasto en educación superior, antes
justificado por sí mismo, comenzó a ser percibido como una colección de subsidios
otorgados al consumo privado y al privilegio personal. La educación universitaria ya no
se veía como la panacea para lograr igualdad ni asegurar la riqueza y el desarrollo
económico (UNESCO, 1988; Brunner, 1992; Banco Mundial, 1995).
A.1. Universidad y Estado: la asignación de recursos públicos
En este contexto, Europa occidental asistió a un profundo cambio en las
relaciones entre la universidad y el estado, el cual abandona su rol burocrático,
orientado fundamentalmente al control administrativo del presupuesto universitario,
1
Docente – investigador de la Universidad Nacional de Córdoba.
1
por un rol evaluador de los resultados producidos por las universidades, su calidad y
eficiencia operativa (Neave, 1988; Vught, 1989; Neave y Vught, 1994). La rendición de
cuentas (accountability) de las universidades hacia el gobierno y la sociedad toda,
aparece en el debate como necesidad para dotar de racionalidad y transparencia al uso
de los recursos públicos. Comienza entonces a tomar forma en Europa occidental un
nuevo paradigma de sistema de educación superior que, pocos años más tarde,
conoceríamos bajo la forma de recomendaciones de organismos internacionales como
el BID y el Banco Mundial, principales proveedores de fondos para los procesos de
reforma de los sistemas de educación superior en América Latina (Obeide y Marquina,
2003).
Fue en la década del 90 cuando comenzó este periodo de transformaciones en la
Región. La Argentina no fue ajena a estos cambios. Así, el Programa de Reforma de la
Educación Superior, financiado por un crédito del Banco Mundial, fue concebido y
ejecutado en los 90. Este programa dio inicio a una profunda transformación del
sistema de educación superior argentino, la cual estuvo sustentada en un cambio
relevante de las relaciones institucionales entre las universidades y el estado.
La evaluación institucional, la acreditación de los programas de grado y
posgrado, la generación de fuentes alternativas de financiamiento, la diversificación
del sistema de educación superior (diferentes niveles), la modernización de los
sistemas de gestión e información, pasaron a formar parte de una agenda pública que
proclamaba como objetivos generales de política universitaria a la equidad, calidad,
pertinencia y eficiencia. En la búsqueda de la consecución de estos fines, cobraron
gran importancia los mecanismos de asignación de recursos públicos, como
instrumentos fundamentales para propiciar e inducir comportamientos institucionales
hacia las metas establecidas.
Estos inéditos instrumentos generaron fuertes tensiones entre el estado y las
universidades nacionales ya que, en general, fueron interpretados como limitantes de
la autonomía universitaria, a partir de la imposición de objetivos externos; esto es, no
surgidos de la propia universidad, así como de medidas estandarizadas de rendimiento
y calidad.
En este marco, la asignación de recursos públicos a las universidades ha ocupado
desde inicios de los 90, un lugar privilegiado en las discusiones y decisiones del
gobierno central y de las universidades. Tanto la Secretaría de Políticas Universitarias
(SPU), como el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN), se abocaron a la tarea de
desarrollar criterios y metodologías para la asignación de los recursos públicos entre
las casas de altos estudios. Las interrelaciones producidas entre estas instancias
institucionales, pueden interpretarse más como un juego político que como un
sistemático esfuerzo conjunto destinado a la construcción de una política de
financiamiento. El hecho de que el CIN, después de diez años de trabajo
ininterrumpido, no lograra aprobar en forma definitiva su propia propuesta
metodológica de asignación presupuestaria, constituye un indicador de las enormes
dificultades políticas asociadas a esta tarea, y explica el terreno ganado por el poder
ejecutivo.
2
No es el caso ensayar aquí una descripción del complejo proceso iniciado en los
90, aunque sí es relevante destacar que en el año 2003 se produjo un punto de
inflexión, al aprobar el CIN un modelo de distribución de los recursos presupuestarios
consensuado con la SPU. Constituye éste un modelo que complementa las diferentes
visiones de ambas instituciones y tiene sus bases en los aportes que, desde el año
1993, realizaron las Universidades en distintos ámbitos,2 así como en la experiencia
internacional en la materia.3 A partir del año 2003 recibió los aportes formales de la
Comisión de Enlace CIN‐SPU, y de las subcomisiones creadas al efecto.
El Presupuesto nacional del año 2005 incorporó este desarrollo al asignar una
importante cuota de los recursos incrementales para las Universidades Nacionales en
función de los resultados que arrojó el modelo distributivo aprobado. Desde entonces,
el CIN ha ocupado un lugar de gran peso en la determinación de los criterios y
metodologías con las que se asigna el presupuesto a las universidades nacionales.
No obstante, es posible afirmar que los debates a los cuales nos hemos referido y
que continúan en la actualidad formando parte de una dinámica que enriquece
continuamente los criterios y metodologías aplicados, generalmente se han mantenido
en aquellos foros reservados a las máximas autoridades universitarias y del poder
ejecutivo. Muy difícilmente puede constatarse que el tema se haya instalado en los
diversos órganos de gobierno de las universidades y, menos aún, en su comunidad
toda.
En general, resulta ajeno a la gestión universitaria la generación y aplicación de
sistemas institucionales de planificación y presupuestación. Del mismo modo, los
criterios objetivos en la determinación de necesidades o para la definición de pautas
distributivas son inexistentes o excepcionales.
La enorme complejidad de la organización universitaria, así como los muy
diversos intereses representados en las distintas instancias decisorias, suelen
desalentar las aproximaciones a la racionalidad técnica en las decisiones que
involucran a gran cantidad de actores. Se impone entonces la negociación interna y la
fuerza del voto. En este contexto, aquellos sectores sin la indispensable cuota de poder
o que carezcan de las influencias adecuadas, serán los perdedores en la compulsa por
los recursos. ¿Es concebible otra dinámica decisoria, aún reconociendo que en una
institución compleja como la UNC, la discusión presupuestaria siempre resultará
enmarcada por diversos intereses, en ocasiones antagónicos? ¿Existen herramientas
de gestión que puedan ayudar en este sentido?
2
Vid. Delfino y Gertel, 1995; Gaggero, Iparraguirre y Torres, 1996; Gaggero y otros, 1998; Obeide y
otros, 1999; Coraggio y Vispo, 2001; Obeide, 2000, 2003a, 2003b, 2003c; Obeide y Marquina, 2003;
Abeledo y Obeide, 2003.. Para un análisis crítico, vid. Sánchez Martínez, 1999;.
3
Vid. Ahumada, 1993; ANDIFES, 1994; Cardoso Amaral, 1996; Delfino y Gertel, 1996; DEST, 2002;
DETYA, 2000; Haugades, 1996; HEFCE, 2002; Jarzabkowski, 2002; Krotsch, 2001; Kühn, 1996; Monserrat,
1996; Ocampo Londoño, 1989; OCDE, 1990; Piffano, 1993; Preddey, 1996; Sheehan, 1996.
3
B. LA UNIVERSIDAD COMO ORGANIZACIÓN COMPLEJA
Fue en el marco del proceso de reforma de la educación superior iniciado en los
90, que se instala en nuestro país el tema de la gestión como cuestión prioritaria de la
agenda de reforma. Conceptos tales como eficiencia, calidad, efectividad, pertinencia,
planificación estratégica, costos, etc. se integraron a la jerga universitaria, e incluso
fueron asimilados y contemplados en las grillas de evaluación de la CONEAU.
El hecho de que la gestión universitaria constituya un objeto de estudio y
evaluación relativamente nuevo, tiene el peligro potencial de que se importe,
desprovisto de la necesaria crítica, el herramental conceptual y metodológico
ampliamente desarrollado en otros ámbitos ajenos a la realidad universitaria.
Específicamente, el sector privado y la administración pública. Esto es así, dado que la
institución universitaria tiene características organizacionales particularísimas que la
diferencian claramente de la empresa y de la burocracia estatal como organización
compleja.
Conviene entonces revisar, aunque sea brevemente, las dimensiones
fundamentales de la estructura organizacional y de los procesos de la institución
universitaria.
B.1. Universidad: estructura y procesos
La sustancia básica sobre la cual y con la cual trabajan los integrantes del
sistema universitario, es el conocimiento. Constituye éste un punto de partida
fundamental para comprender la dinámica de las organizaciones universitarias (Clark,
1991).
Las características distintivas del moderno conocimiento avanzado, tales como
su carácter altamente especializado, la creciente autonomía de las diferentes
disciplinas y especialidades, y la imposibilidad de sistematizar el descubrimiento
científico, impactan sensiblemente en las formas como se organiza el trabajo
universitario; esto es, la docencia, la investigación y la extensión, entendidas como
tecnologías de generación, transmisión, custodia y difusión del conocimiento.
De esta manera, la estructura organizacional universitaria es invariablemente
isomórfica a las distintas profesiones y disciplinas. Las facultades, escuelas,
departamentos académicos, institutos, se crean en función del ordenamiento
profesional y científico, generando un conjunto de unidades organizativas
(académicas) cuya relación es inevitablemente laxa o inexistente. Una universidad
dista de ser una organización cuyas unidades organizacionales están estrechamente
interrelacionadas y coordinadas en pos de la consecución de un objetivo común. En
una universidad, las relaciones entre sus unidades organizacionales son,
fundamentalmente, de tipo mancomunado; esto es, antes que flujos de actividades y
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resultados, comparten recursos administrativos, normativos, presupuestarios y
simbólicos.
Otro aspecto destacable, es que las tecnologías de trabajo aplicadas al
conocimiento son muy complejas. Así, la labor de un investigador no se reduce a la
aplicación de un método. Un buen investigador no es aquél que sólo domina un
procedimiento o aplica un algoritmo. En cuanto al proceso de enseñanza‐aprendizaje,
no es susceptible de ser rutinizado en procesos más simples como sucede en otro tipo
de labores industriales y administrativas. El docente debe abordar su tarea
holísticamente y adaptarse a las circunstancias, puesto que cada alumno es diferente.
En este contexto, el núcleo operativo de la universidad está constituido por
docentes e investigadores, personal altamente capacitado que requiere gran
autonomía en la planificación, organización y ejecución de su trabajo, que sólo admite
como legítimos el control de sus pares, y cuya lealtad suele ser mayor para la
comunidad científica de su disciplina o las reglas de su profesión que para la institución
misma. Por estas razones, el poder académico tiende a concentrarse en los niveles
operativos, provocando en general sistemas difusos de normatización y control
universitarios (vid. Mintzberg, 1984).
Complementa la organización académica, una estructura administrativa que no
participa de las características de trabajo enunciadas. En este caso, tiende al modelo
burocrático clásico, con jerarquías piramidales y procesos en gran parte rutinizados,
susceptibles de altos niveles de formalización. Las distintas culturas de trabajo de los
sectores académico y administrativo, obviamente producidas por las diferencias de
objeto y metodologías, pueden ocasionar tensiones que demanden esfuerzos
adaptativos de ambos sectores.
Finalmente, la estructura de gobierno de las universidades públicas argentinas
está constituida por autoridades democráticamente elegidas, tanto de carácter
unipersonal como colegiado. Es destacable la amplia dispersión de la autoridad formal
y las difusas líneas de jerarquías de autoridad, lo que produce una estructura de
gobierno mucho más horizontal que vertical. A la complejidad derivada de estos
aspectos, se adiciona la gran heterogeneidad de intereses formalmente representados:
estudiantes, docentes, no docentes, egresados. Pero además, están representados de
modos diversos otros tipos de intereses, que en ocasiones pueden tener tanto o más
peso que los mencionados: disciplinas científicas, profesiones, establecimientos
(facultades, departamentos, escuelas, institutos, etc.), lealtades personales,
sectoriales, partidarias; intereses gremiales y de la comunidad en general.
Una importante consecuencia de esta dinámica organizacional, radica en la
amplitud y ambigüedad de los planteos institucionales relativos a los fines últimos o
misiones de la universidad, condición necesaria para hacerlos compatibles con la gran
heterogeneidad disciplinaria y de intereses legítimamente representados. El resultado
suele ser un conjunto de propósitos de escaso poder operativo para cada una de las
células académicas de la universidad, las que actúan de acuerdo a objetivos más
inmediatos y específicos.
5
Se infiere la inviabilidad de una única racionalidad rectora de las decisiones
institucionales. En las empresas, la rentabilidad constituye la referencia ineludible para
la toma de decisiones. Podrá discutirse si será de corto o de largo plazo, pero siempre
será la rentabilidad el criterio de demarcación de las decisiones correctas. En la
Universidad, no existe tal cosa. Los debates en torno al ingreso, al arancelamiento, a la
evaluación, entre otros, no admiten una solución técnica. Su tratamiento dependerá
de una particular configuración de valores y conceptos, que pueden articular en
diferentes visiones del mundo, en ocasiones inconmensurables o incompatibles, que
generalmente requieren una decisión política para su resolución.
El comportamiento organizacional de la universidad, ha sido descripto y
explicado de diversas maneras. Resultan ya clásicas las caracterizaciones como
“sistema débilmente acoplado” (loosely coupled system) de Weick (1976); como
“burocracias profesionales” (Mintzberg, 1984); como “institución cibernética” o
autoregulada (Birnbaum, 1988) o, incluso, como “anarquía organizada” (organized
anarchy; Cohen y March, 1974).
En una anarquía universitaria se percibe que cada individuo en la universidad,
toma decisiones autónomas. Los profesores deciden qué o cuándo enseñar. Los
estudiantes deciden qué o cuándo estudiar. Las autoridades deciden qué apoyar o
cuándo... Los recursos son asignados por diversos procesos emergentes, pero sin una
referencia explícita a algún objetivo de orden superior. Las “decisiones” del sistema
son una consecuencia producida por el sistema, pero que no responden a la intención
de alguien en particular y definitivamente no resultan controladas por nadie (Cohen y
March, 1974:33‐34).4
C. LA GESTIÓN UNIVERSITARIA
La complejidad organizacional, la heterogeneidad de los intereses en juego, la
pluralidad del poder, la inexistencia de una única racionalidad rectora de las decisiones, la
amplitud y ambigüedad de objetivos institucionales, constituyen rasgos fundamentales
de la organización universitaria. ¿Cómo gobernarla, cómo gestionarla?
En el intento de reducir o manejar esta complejidad organizacional, es frecuente
recurrir a tres tipos de reduccionismos conceptuales y metodológicos (cfr. Baldridge et
al., 1991).
Reduccionismo tecnocrático: se concibe a la universidad como un conjunto de
unidades que trabajan coordinadamente para la consecución de los objetivos
organizacionales. Se pretende reducir la complejidad a partir del orden. La universidad
se asimila a una compleja maquinaria que debería funcionar perfectamente articulada.
4
Este enfoque del proceso decisorio en la universidad, resulta consistente con las investigaciones
realizadas por Mintzberg sobre procesos estratégicos emergentes en la Universidad de McGill
(Mintzberg, 2003). La traducción es propia.
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Reduccionismo político: la universidad es concebida como una arena política, en
la cual las decisiones de gobierno se toman por imposición de la fuerza del voto o la
negociación. Las decisiones son el fruto de la mayoría impuesta o del intercambio de
beneficios. No se concibe posible, conveniente o eficaz la discusión, el debate y la
búsqueda racional de las soluciones viables para el conjunto.
Reduccionismo colegial: se entiende a la universidad como una totalidad de
actores que deciden participativamente (comunidad), teniendo como referencia los
intereses de la universidad como unidad. Se subestima o se desconoce el conflicto de
intereses.
Se presentan estos conceptos como reduccionismos, puesto que un gobierno
viable seguramente deberá lograr el equilibrio entre estos diversos modos de abordaje
de la gestión.
C.1. Planificación universitaria
A los fines de este trabajo, interesa profundizar en aquellos aspectos de la
gestión referidos a la planificación institucional. Las particulares características de la
organización universitaria, advierten sobre las dificultades implicadas.
¿Es posible la planificación universitaria? Con esta pregunta en mente,
Schmidtlein (1990) dirigió una investigación en la que fueron encuestadas autoridades y
funcionarios de 256 instituciones de educación superior en los EEUU, efectuándose
entrevistas en profundidad en 16 de esas instituciones. La investigación abarcó un
período de tres años.
Observa el autor que "En general, las instituciones de educación superior de los
EEUU, invierten considerables cantidades de tiempo y dinero en el planeamiento, pero la
evidencia de la investigación y de la literatura sugiere que generalmente no están
consiguiendo los resultados esperados de estos esfuerzos." (p. 161).
Lo que interesa aquí destacar es que la gran mayoría de los factores que, según
el autor, limitan o impiden el planeamiento formal universitario, parecen explicar la
situación de nuestras propias universidades en este campo de la gestión. Son ellos:
‐ Falta de confianza entre los participantes acerca de los reales intereses y
objetivos de cada uno.
‐ Falta de acuerdo acerca de las misiones y futuras direcciones de la institución.
‐ Escepticismo acerca de la viabilidad de la planificación formal dado el carácter
pluralista y democrático de la toma de decisiones.
7
‐ Incongruencias entre la estructura de planeamiento y las estructuras y
procesos habituales de toma de decisiones.
‐ La creencia de que la planificación elimina el proceso político de toma de
decisiones.
‐ Supuestos incorrectos acerca del tipo y fuentes de información necesarios para
la planificación.
‐ Dificultades para lograr conjugar la planificación centralizada por un lado, y la
flexibilidad de las unidades académicas por el otro.
‐ La futilidad de anticipar las circunstancias futuras.
‐ La presión para abordar asuntos inmediatos.
‐ El costo del propio proceso de planificación.
‐ La planificación puede transformarse en un ejercicio formal que no atienda
problemas importantes.
‐ La expectativa de que el planeamiento supone recursos adicionales.
‐ Expectativas no realistas acerca de la posibilidad que las unidades académicas
revelen públicamente un estado de situación que podría resultar en una disminución
presupuestaria.
‐ La dificultosa reconciliación entre los intereses particulares y colectivos.
‐ Concentración en los aspectos documentales del proceso más que en sus
posibilidades como medio de aprendizaje sobre la propia institución.
Estas limitaciones tienen su origen tanto en las características propias de la
institución universitaria, como en una concepción "tradicional" o "normativa" que
concibe la planificación como un sistema altamente formalizado, liderado por una
tecnocracia experta, cuyo resultado es el "plan libro", obra que pretende reflejar el
conjunto de acciones que inexorablemente conducen a la consecución de ciertos
objetivos.
En el ámbito de las políticas sociales, esta concepción entró en crisis en la
década del '70, quedando "reducida en muchos países de la Región a una liturgia vacía de
contenido, o simplemente ha desaparecido. Sin embargo, hemos verificado la vigencia
del debate, lo que nos ha llevado a postular que la planificación tradicional ha tenido más
éxito (y perdura vigente) en marcar la cultura institucional que en la instalación de
metodologías eficaces." (Rovere, 1993:16).
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C.2. Algunas conclusiones sobre la gestión universitaria
En línea con los razonamientos hasta ahora efectuados, puede afirmarse que el
mito racionalista relativo a lo que supuestamente implica una gestión activa y creativa
(el gerente heroico, planificador y transformador), no parece el más apropiado, o
incluso viable, como base para el desarrollo de una teoría de la gestión universitaria. La
máxima autoridad universitaria no debería concebirse como un apéndice en el cenit de
la organización, sino como parte de una compleja red de interacciones institucionales.
Resulta más coherente con las particulares características de la institución
universitaria, la idea de un liderazgo que actúa de modos más sutiles, basado en un
gabinete antes que en una figura excluyente; orientado a mantener un equilibrio
dinámico, facilitando y guiando los procesos en marcha, antes que dirigiéndolos;
logrando consensos antes que ordenando.5
En este marco, las distintas instancias prescritas desde la teoría para un proceso
racional de gestión de gobierno; esto es, la planificación, la presupuestación, la
ejecución, el seguimiento, el control de resultados y la evaluación de impactos, no
deberían ser concebidos como un proceso rígido y burocrático. Se evita así el peligro
de caer en un ritualismo administrativo inoperante o en el traslado del poder a las
tecnocracias institucionales. Tampoco debería primar el escepticismo y renunciar a la
idea de hacer gestión con racionalidad. El proceso enunciado admite ser considerado
como un esquema conceptual (o ideal) de toma de decisiones cuyos niveles de
complejidad deberían supeditarse a la complejidad de los problemas, induciendo
paulatinamente la generación de un círculo virtuoso de gobierno.
En este sentido, el ciclo de decisiones y acciones de gobierno debería ser
concebido y desarrollado como un medio de aprendizaje social. Esto supone
seguramente, revisar el rol mismo de los órganos de gobierno. La mejora en las
decisiones va a estar tanto o más ligada a la actitud de los actores, que al diseño de
una metodología. Correspondería a las máximas autoridades propiciar un cambio
cultural en esa dirección, dado su posición privilegiada para la creación simbólica.
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5
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(pequeñas universidades con una cultura organizacional homogénea, situaciones de crisis, entre otras),
que tornan viable, y hasta conveniente, un liderazgo más dirigista.
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