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DETRAS DE

LA MASCARA
FAMILIAR
La familia rígida. Un modelo de
psicoterapia relacional

M. ANDOLFI
C. ANGELO
P. MENGHI
A. M. NICOLO-CORIGLIANO

Amorrortu editores
Médicos especializadas en psiquiatría in­
fantil. los autores resumen en esta obra la
evolución que experimentó su labor conjun­
ta desde 1974 en el Instituto de Terapia Fa­
miliar de Roma Maurízio Andolfi (a quien
pertenecen casi todos los abundantes ejem­
plos clínicos), director del mencionado Insti­
tuto y de la revista 'Terapia famíliare, com­
pletó su formación con Salvador Minuchin y
Jay Haley en la Child Guidance Clinic de
Filadelfía, así como en el Instituto Ackerman
y la Clínica Karen Horney de Nueva York.
Dedicados al principio al tratamiento de
trastornos moderados en niños y adolescen­
tes, Andolfi y sus colegas trasladaron luego
su atención a las patologías graves y cróni­
cas qué aparecen en lo que denominan «fa­
milias de designación rígida«. Comprobaron
que cuando ponían en peligro los equilibrios
aKl ¡íí- i sistémicos consolidados tras la fachada fami­
¿¥, . liar, sólo conseguían reforzar la estabilidad
de su «bastión»; pero si en el sistema tera­
péutico por ellos conformado se convertían en
guardianes de la homeostasis, liberaban a la
familia de batallar contra los intentos de
cambio, y ella se volvía más «flexible». Esta
idea se inspiró en un filón de pensamiento
paradójico que tuvo aplicación clínica con
Watzlawick y Haley, y en Italia fue desarro­
llado por Selvini Palazzoli y su escuela.
En todo grupo familiar, la diferenciación
individual y la cohesión grupal están garan­
tizadas por el equilibrio dinámico entre los
mecanismos de diversificación y de estabili­
zación. Si aquellos propenden a la variedad
de las interacciones, los segundos promueven
la repetición de remedios consuetudinarios.
La familia es un sistema en tras for-metelón
constante, que evoluciona merced a su capa­
cidad de perder su estabilidad y luego recu­
perarla, reorganizándose sobre nuevas bases.

(Continúa en la segunda solapa.)


(Viene cte la pr i merer ¿tolapa.)

Las familias con designación rígida perci­


ben como catastrófico el paso de un estadio
evolutivo al siguiente; adoptan entonces en
el presente y «programan» para el futuro una
solución consabida, bloqueando toda tentati­
va de experimentación y de aprendizaje. Se
congela el espacio personal de cada miembro
y se detiene el tiempo en una fase del ciclo
vital, introduciendo una rigidez que cristali­
za en relaciones familiares estereotipadas. La
«designación» del que hará las veces de «pa­
ciente sintomático» —y que de hecho opera
como regulador homeostático— se vuelve
ahistórica, deja de adecuarse a las exigencias
del momento. Se «programará», tal vez, un
comportamiento anoréxico o depresivo para
enfrentar un peligro momentáneo, como la
emancipación de un hijo, o para sobrellevar
la desvinculación futura de otros hijos, o la
muerte de un progenitor y el consiguiente
vacío funcional que esta no dejará de produ­
cir. Al soterrar así los aspectos contradicto­
rios de la realidad familiar (las tendencias al
mantenimiento y a la ruptura de los equili­
brios), el síntoma puede ser interpretado
cómo una metáfora de inestabilidad o señal
que indica la fragilidad del sistema. Por ello,
la utilización del síntoma es uno de los obje­
tivos prioritarios de la intervención terapéu­
tica.
Los autores jerarquizan el trabajo en equi­
po, con pocas intervenciones pero muy
movilizadoras, destinadas a que la familia
recupere rápidamente sus recursos autóno­
mos. Su propuesta es ideal para la instru­
mentación institucional dentro de una polí­
tica sanitaria que valorice la eficacia y con­
fíe en los resortes propios de los consultan­
tes, más que en la sola idoneidad de los «ex­
pertos».
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Detrás de la mascara familiar


Detrás de la mascara familiar
La familia rígida. Un modelo de psicoterapia
relacional

M. Andolfi, C. Angelo, P. Menghi,


A. M. Nicoló-Corigliano

Amorrortu editores
Buenos Aires
http://psicoalterno.blogspot.com/

Directores de la biblioteca de psicología y psicoanálisis,


Jorge Colapinto y David Maldavsky
La familia rígida. Un modelo di psicoterapia relazionale,

M. Andolfi, C. Angelo, P. Menghi, A. M. Nicoló-Corigliano


© M. Andolfi, C. Angelo, P. Menghi, A. M. Nicoló-Corigliano

Primera edición en italiano, 1982


Primera edición en castellano, 1985; primera reimpresión,
1989; segunda reimpresión, 1995
Traducción, José Luis Etcheverry

Unica edición en castellano autorizada por los autores y debidamente


protegida en todos los países. Queda hecho el depósito que previene la ley n°
1 1.723. © Todos los derechos de la edición castellana reservados por
Amorrortu editores, S. A., Paraguay 1225, T piso, Buenos Aires.

La reproducción total o parcial de este libro en forma idéntica o modificada


por cualquier medio mecánico o electrónico, incluyendo fotocopia, grabación
o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, no
autorizada por los editores, viola derechos reservados. Cualquier utilización
debe ser previamente solicitada.

Industria argentina. Made in Argentina.

ISBN 950-518-477-8

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provincia
de Buenos Aires, en junio de 1995.

Tirada de esta edición: 1.500 ejemplares.


índice general

9 Palabras preliminares, Maria Cristina Ravazzola

11 Prefacio

15 Introducción. Familia e individuo: dos sistemas en evolución.


29 1. El diagnostico: una hipótesis para verificar en la intervención.
46 2. La redefinición como matriz de cambio.
56 3. La provocación como respuesta terapéutica.
86 4. La negación estratégica como refuerzo homeostático.
105 5. Metáfora y objeto metafórico en la terapia.
124 6. La familia Fraioli: historia de una terapia
(al cuidado de Katia Giacometti)

164 Conclusiones

169 Bibliografía.
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Palabras preliminares

Existen en el mundo algunos terapeutas familiares (como Minuchin, Whitaker,


Sluzki, Palazzoli, Haley, Satir) con extraordinaria habilidad para mover y conmover
la rígida estructura que presenta una familia que consulta por un miembro
sintomático —lo que acostumbramos llamar un «psicótico», un «neurótico» o un
paciente «psicosomático»—. El grupo de Roma (Maurizio Andolfi, Paolo Menghi,
Arma Nicoló, Carmine Saccu, Claudio Angelo, Katia Giacometti, entre otros)
pertenece a una segunda generación de terapeutas familiares; personas jóvenes en su
mayoría, participan de la creatividad de aquellos geniales precursores, a la que
añaden otra cualidad más difícil de encontrar entre los primeros: la capacidad de
explicar y de sistematizar ordenada y precisamente las estrategias que ponen en
juego y los criterios que las sustentan.
Quizá, dentro de la corriente sistémica, sorprenda la perspectiva en la que se
apoyan ideológicamente, claramente articuladora del individuo-sujeto con la
totalidad, y que es a su vez coherente con el modelo de intervención que describen,
el cual apunta al cuestionamiento de cada miembro de la familia y su compromiso
con su propio momento vital.
Andolfi y sus colaboradores fundan el desarrollo de su intervención terapéutica
en la evaluación adecuada de las interacciones entre familia y terapeuta (lo que M. S.
Palazzoli llama «el sistema terapéutico», desplazando el foco diagnóstico desde la
familia hacia una articulación relacional en la que también el terapeuta está incluido,
debiendo percibir la función que aquella le «prescribe» desde los mensajes de
algunos de sus miembros y, a la vez, asumirse a sí mismo en condiciones de
diferenciación personal suficientes como para resignificar críticamente los pactos
vigentes acordes con el statu quo.
Jerarquizan permanentemente la presencia de un equipo

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terapéutico como una propuesta menos heroica y más efectiva en este terreno,
tan difícil y tan fructífero, de la salud mental.
La aplicación de esta forma de trabajo, de pocas intervenciones, muy
movilizadora, tendiente a que la familia recupere con rapidez sus recursos
autonómicos, resulta ideal para la instrumentación institucional dentro de una
política sanitaria que valorice la eficacia y el cambio, y dé primacía a la
confianza en los recursos propios de los sistemas consultantes, más que a la
delegación en «expertos ». Por el contrario, no favorece ni la economía ni el
narcisismo del terapeuta que trabaja privadamente. Cada intervención
constituye una terapia en sí misma, y en consecuencia, ahí puede concluir el
trabajo del terapeuta consultado. Por otra parte, este no alienta en absoluto el
reconocimiento hacia sí mismo por los cambios logrados, de acuerdo con su
idea de que ellos se deben a la capacidad de la familia para obtenerlos.
Si bien el libro se refiere al trabajo con familias rígidas, en las que el miembro
sintomático aparece firmemente designado y clavado en su función, la
construcción del modelo de intervención define alternativas del accionar
terapéutico aplicables también a familias menos rígidas (véase verbigracia, el
uso de la metáfora y de los objetos metafóricos, etc.).
Por último, la casuística y las experiencias citadas en la obra remiten a familias
de una idiosincrasia muy semejante a la de las que nos consultan en la
Argentina, de estructura asimilable por ser muchas veces familias de origen
migratorio, provenientes de Europa meridional. La investigación clínica
permitirá delimitar los alcances de su aplicabilidad a grupos familiares de otros
orígenes étnicos y culturales, así como la discusión y la crítica seguirán
enriqueciendo este fecundo lugar científico constituido por la terapia familiar.

María Cristina Ravazzola


Buenos Aires, enero de 1985.

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Prefacio

Este volumen es reflejo de la evolución de un grupo en el lapso de ocho años a


contar desde fines de 1974, cuando comenzó la actividad del Istituto di Terapia
Familiare de vía Reno. Primero nos empeñamos en buscar objetivos y contenidos
comunes entre nosotros; en esta primera fase nos pareció conveniente adoptar un
modelo teórico de tipo «estructural», es decir, un esquema que nos permitiera
simplificar la realidad descomponiendo la unidad familiar en sus subunidades
significativas. Las enseñanzas de Salvador Minuchin y su capacidad para observar la
peripecia dramática en el escenario terapéutico fueron los fundamentos sobre los que
empezamos a elaborar un modelo de terapia en que diagnóstico e intervención
dejaban de ser operaciones separadas para convertirse en ingredientes esenciales del
proceso terapéutico.
Si al comienzo nos dedicamos a la observación de perturbaciones leves o moderadas
en niños y adolescentes, trasladamos después nuestra atención a patologías más
graves y de carácter crónico, que en este libro definimos «con designación rígida».
En esta segunda fase, advertimos que el significado-función del comportamiento
perturbado era en muchos casos oscuro y nos obligaba a una investigación mucho
más circunstanciada.
Así, del lenguaje del niño pasamos a escuchar el lenguaje del psicòtico. Si bien
descubrimos cierta semejanza entre ambos, el lenguaje del psicòtico nos pareció más
rico en connotaciones metafóricas, de más difícil interpretación y, sobre todo,
incompatible con el deseo de asimilarlo a nuestro universo lógico. El fracaso
constante y repetido de nuestro empecinamiento en conseguir «el cambio a toda
costa» despejó el camino para nuevas reflexiones. De este modo, dimos en
preguntamos si era realmente útil considerar irracionalidad, contradictoriedad,
violencia y exclusión como «deficiencias a corregir», o si estos rasgos se debían
interpretar más bien como elementos constitutivos

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de un modo de vida relacional que, aunque inadecuado y disfuncional en cierto
nivel, podía interpretarse, en otro, como adecuado y funcional.
Llevamos la indagación tras la fachada de la familia y así comprobamos que
enfrentar y poner en peligro de manera directa los equilibrios sistémicos que se
habían consolidado con el paso del tiempo sólo tenía por consecuencia reforzar
la estabilidad de la «fortaleza» familiar.
En cambio, si en el sistema terapéutico neoformado nos convertíamos nosotros
mismos en guardianes de la homeostasis familiar, conseguíamos liberar a la
familia de la responsabilidad de enfrentar nuestras tentativas de cambio; en
otras palabras: si nos volvíamos «más rígidos», permitíamos a la familia
hacerse «más flexible».
Esta idea se inspiraba en un filón de pensamiento paradójico que había tenido
aplicación clínica a la familia de interacción esquizofrénica, primero con
Watzlawick, después con Haley y, de manera todavía más elaborada, con
Selvini Palazzoli y sus colaboradores.
En una tercera fase, la tentativa de comprender y de utilizar en sentido
terapéutico la complejidad del mundo familiar acicateó nuestra curiosidad y
nos llevó a examinar más a fondo cada uno de los componentes del sistema
terapéutico.
Entonces consideramos las funciones desempeñadas por los miembros de la
familia como el lugar de encuentro privilegiado entre el individuo y el sistema
de que forma parte, y así comenzamos a observar con mayor atención el
intrincado juego de interacción entre las misiones y los roles que el sistema
familiar atribuye a sus componentes.
Particularmente iluminadora en estos últimos años fue para nosotros la
enseñanza de Cari Whitaker, porque nos refirmaba en nuestros propios intentos
de descubrir una metarrealidad terapéutica en que se revelaran los potenciales
individuales de cada uno de los participantes.
Este libro es el resultado de la trayectoria que acabamos de exponer, pero
también servirá de punto de partida para nuevas investigaciones sobre el
individuo observado en su proceso de desarrollo en el seno de la familia.
El material clínico incluido en el volumen proviene en gran parte de Maurizio
Andolfi; en cambio, la elaboración teórica y la organización del libro son fruto
de un debate y de un intercambio dinámico entre los cuatro autores, cuyo
propósito ha sido ofrecer una contribución diferenciada en su estilo, pero
orgánica en su estructura.

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De ese intercambio fecundo participó también Katia Giacometti, quien tuvo a su


cargo el capítulo 6, donde se esbozan las etapas principales de un proceso terapéutico
acorde con los presupuestos conceptuales expuestos.
En primer término, debemos agradecer a nuestros discípulos, que siguen su
formación en el Istituto di Terapia Familiare de Roma, por las sugerencias y críticas
con que acompañaron nuestros trabajos para la elaboración de este
volumen; además, estamos en deuda con nuestros colegas del Instituto, que no sólo
nos brindaron sus consejos, sino que debieron «refrenar» nuestro afán productivo.
Tenemos que mencionar en particular a Carmine Saccu, quien no intervino
directamente en la confección del libro, pero nos acompañó en todas las etapas de
nuestra evolución, estimulando y enriqueciendo nuestras reflexiones con el aporte de
su experiencia clínica. Marcella de Nichilo realizó la revisión literaria del manuscrito
con espíritu crítico y competencia.

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Introducción. Familia e individuo:
dos sistemas en evolución

Aunque la familia es la unidad de observación que sirve de sustento a


nuestras indagaciones, el principal interés que nos mueve es investigar al
individuo y la complejidad de su conducta por medio de la comprensión
de su desarrollo en el seno de aquella. La posición de la familia como
punto de encuentro entre necesidades individuales e instancias sociales,
justamente, es lo que nos ha llevado a integrar diversas modalidades de
interpretación del comportamiento humano.
En este sentido, por un lado decidimos observar la familia como un
sistema relacional que supera a sus miembros individuales y los articula
entre sí, para lo cual le aplicamos las formulaciones de los principios
válidos para los sistemas abiertos en general (Andolfi, 1977). Por otro
lado, situamos en el centro de la investigación de la familia al individuo
y su proceso de diferenciación, según lo propusieron Bowen (1979),
Whitaker y Malone (1953), y Searles (1974). Todo lo contrario de
ahondar el foso entre lo individual y lo relacional, exagerado por
muchos de los que se dedican a las disciplinas atinentes a la familia,
utilizamos el método relacional con el propósito de obtener una mejor
comprensión del hombre y su ciclo evolutivo.
Es probable que en la tentativa de integrar lenguajes y métodos
diferentes las cosas se hayan complicado en lugar de simplificarse, pero
nos pareció que valía la pena correr este riesgo en aras de un objetivo
fundamental, a saber, el intento de proporcionar una visión dinámica del
individuo en su contexto familiar.

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Procesos de diferenciación en el interior


del sistema familiar

Nuestra investigación parte del supuesto de que la familia es un sistema activo en


trasformación constante; dicho de otro modo: un organismo complejo que se
modifica en el tiempo a fin de asegurar continuidad y crecimiento psicosocial a los
miembros que lo componen. Este proceso doble de continuidad y de crecimiento
permite que la familia se desarrolle como un «conjunto» y al propio tiempo asegura
la diferenciación de sus miembros.
La necesidad de diferenciación, entendida como necesidad de expresión del sí-
mismo, de cada quien, se integra entonces con la necesidad de cohesión y de
mantenimiento de la unidad del grupo en el tiempo. De esta manera se hace posible
que el individuo, con la seguridad de su pertenencia a un grupo familiar
suficientemente cohesionado, se diferencie poco a poco en su sí-mismo individual;
en este proceso se volverá cada vez menos esencial para el funcionamiento de su
sistema familiar de origen, hasta que al
fin se separe de este y pueda constituir a su vez, con funciones diferentes, un sistema
nuevo.
Diversos autores han descrito en el desarrollo psicológico del individuo la progresión
gradual de un estado de fusión -indiferenciación a un estado de diferenciación y de
separación cada vez mayores. Hoy sabemos que este camino no sólo está
determinado por estímulos biológicos y por la peripecia de la diada psicológica
madre-hijo (Mahler et al, 1978), sino por el conjunto de los procesos de interacción
que tienen por teatro un sistema de referencia significativo más amplio, como lo es la
familia. Ajuicio de algunos investigadores, por ejemplo Bowen (1979), la impronta
familiar es tan determinante que el nivel de autonomía individual se puede definir
muy precozmente en la infancia, y es previsible su historia futura, «sobre la base del
grado de diferenciación de los progenitores y del clima afectivo dominante en la
familia de origen».
La unidad estructural que contribuye a determinar la autonomía individual de cada
quien es la relación triangular que se instaura entre progenitores e hijo; en esta, el
tercer elemento, que cada uno de los tres representa por tumo, constituye el término
de cotejo para cualquier interacción entre los otros dos. Y en efecto, en una relación
dual exclusiva es imposible la diferenciación si ninguno de los

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dos interactuantes consigue definir con respecto a quién se debe producir la
diferenciación. Sería el caso de un navegante que pretendiera definir su
posición sobre la base de un único punto de referencia. Aun en las situaciones
en que la relación parece diádica, por ejemplo en las familias de un solo
progenitor o en las parejas, comprobamos que cada uno de los miembros forma
parte de una amplia red de relaciones que incluye a las respectivas familias de
origen.
En la relación más circunscrita se reflejan los innumerables triángulos que cada
individuo integra en aquellas.
Toda familia va creando y deshaciendo sus propios triángulos relaciónales, y
estas peripecias condicionan la evolución de su estructura. En virtud de
interacciones que permiten a los miembros experimentar lo que está permitido
en la relación y lo que no, se forma una unidad sistémica gobernada por
modalidades de relación que son propias del sistema como tal y susceptibles de
nuevas formulaciones y adaptaciones con el paso del tiempo, según cambian
las necesidades de los miembros individuales y del grupo como un todo. La
posibilidad de variar estas modalidades relaciónales permite a cada quien
experimentar nuevas partes de sí mismo, en que se espeja el grado de
diferenciación adquirido en el interior de la familia.
Cabe suponer que, para diferenciarse, cada miembro tendrá que ensanchar y
deslindar un espacio personal por la vía de los intercambios con el exterior; así
definirá su identidad.
Esta se enriquecerá en la medida en que el individuo aprenda y experimente
nuevas modalidades relaciónales que le permitan variar las funciones que
cumple dentro de los sistemas a que pertenece, en momentos evolutivos
diversos y con personas diferentes, sin perder por ello el sentido de su personal
continuidad (Menghi, 1977).
La capacidad de trasladarse de un lugar a otro, de participar, de separarse, de
pertenecer a subsistemas diversos permite desempeñar funciones diferentes de
las que otros cumplen, trocar unas funciones por otras y adquirir nuevas,
proceso en el cual se expresarán aspectos más y más diferenciados del propio
sí-mismo. Esto enfrenta a la familia con fases de desorganización, necesarias
para modificar el equilibrio de un estadio y para alcanzar un equilibrio más
adecuado. En este proceso se pasa por períodos de inestabilidad en que son
reajustadas las relaciones de cohesión-diferenciación entre los miembros. Son
fases caracterizadas por la confusión y la incertidumbre, y por

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ello mismo señalan el paso hacia nuevos equilibrios funcionales que se alcanzarán
sólo si la familia puede tolerar el acrecentamiento de la diversidad entre sus
miembros.
La analogía con los fenómenos biológicos es sorprendente.
En efecto, los miembros de un sistema se comportan como las células de un
organismo en el curso de la evolución embriogenética. Un conjunto indiferenciado y
confuso se convierte poco a poco, sobre la base de informaciones provenientes del
núcleo y de los tejidos circundantes, en un órgano específico compuesto por células
que poseen características y fúnciones diferentes. De esta manera, la función cobra
una dimensión doble: es una característica de cierta célula, pero al mismo tiempo el
producto de la interacción con otras células y con el patrimonio genético. Del mismo
modo, en la evolución del ser humano, en virtud de un intercambio continuo de
conductas- informaciones, cada individuo, al par que se diferencia, adquiere una
identidad específica y funciones peculiares que evolucionan en el tiempo. Estas
fúnciones, que los miembros de un sistema han negociado tácitamente, permiten la
adaptación al ambiente y el despliegue de la vida de relación. La mudanza en las
fúnciones de uno de los miembros produce el cambio contemporáneo en las
fúnciones complementarias de los demás, y es lo que caracteriza tanto al proceso de
crecimiento del individuo cuanto a la continua reorganización del sistema familiar en
el curso del ciclo vital.
Pero no siempre esta evolución se puede producir. En efecto, a veces sucede que las
reglas de asociación que gobiernan al sistema familiar impiden la individuación y la
autonomía de los miembros. Esta falta de autonomía, expresada en la imposibilidad
de modificar las fúnciones con el paso del tiempo, determina que las personas
coexistan sólo en el nivel de funciones, esto es, las constriñe a vivir solamente en
fúnción de los demás. En una situación así, todos los miembros experimentan la
dificultad de afirmar y reconocer la identidad de sí mismos y de los demás; ninguno
podrá elegir libremente entre poner en escena ciertas funciones o dejar vacío el
papel, sino que estarán constreñidos a ser siempre como el sistema lo impone
(Pipemo, 1979).
Si de hecho los procesos de diferenciación se tienen que efectuar dentro de un
sistema en que preexisten expectativas específicas con respecto a las fúnciones de
cada

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quien, la individuación de los miembros tropezará con serios obstáculos. Por
ejemplo, si los padres obligan a un niño a comportarse de continuo como una
persona madura, exigiéndole las prestaciones de un adulto, el pequeño deberá
hacer un esfuerzo para adecuarse a esa demanda; este empeño será el precio
que tiene que pagar para mantener una relación en que le va mucho. Ahora
bien, el resultado final será una progresiva alienación en la función que le
asignaron; el desequilibrio entre la prestación que le demandan y la madurez
emotiva que debería acompañarla, pero que él no tiene, asimilará su conducta a
un recitado automático. Su situación se agravará con posterioridad si en algún
momento se le requieren prestaciones contradictorias con la conducta adulta;
por ejemplo, que siga siendo pequeñito y no alcance la maduración sexual.
Esto inevitablemente disminuirá su posibilidad de diferenciarse en todos los
campos en que las demandas son conflictivas o, por lo menos, muy
desequilibradas.
Si la función representa el conjunto de las conductas que dentro de una relación
satisfacen las demandas recíprocas, es evidente que, según las familias, puede
cobrar una connotación positiva o una negativa. En el primer caso, cada quien
adquiere poco a poco una imagen diferenciada de sí mismo, de los demás y de
sí respecto de los demás, que puede ser «proyectada» en el espacio. Esto
supone que cada uno sabe que puede compartir su espacio personal con el de
los demás, pero sin sentirse constreñido a existir sólo en función de ellos. Para
que el encuentro produzca un enriquecimiento recíproco, es necesario que no
se lo viva como una injerencia, sino que ocurra sobre la base de un intercambio
real en que cada participante da y recibe al mismo tiempo.
En cambio, la función cobra una connotación negativa cuando su asignación es
rígida e irreversible o cuando entra en contradicción con la función biológica;
es el caso en que la función paterna se asigna a un hijo y no al padre.
Esto determina una alienación progresiva del individuo más involucrado, a
expensas del desarrollo de su sí-mismo y de su espacio personal. Cuando este
proceso tiende a hacerse irreversible, rígido e indiferenciado, se engendra la
situación patológica. Si el hijo asume la función del padre —y no en momentos
de imperiosa necesidad, sino de manera indiscriminada y sin límites
temporales—, esa función se convertirá en una cárcel para él y

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para los demás. En estos casos, cada uno se erige en el artífice y la víctima de
idéntica «trampa funcional».
La falta de confines interpersonales nítidos que deriva de esta modalidad de relación
se traduce en la imposibilidad de participar libremente en relaciones de intimidad o
de separación. Mantener de manera continua una distancia de seguridad o, por el
contrario, determinar relaciones fusiónales, he ahí las conductas más comunes en
estos sistemas, en los que se confunde el espacio personal con el espacio de
interacción, el individuo con la función que desempeña, ser por sí mismo y ser en
función de los demás. La injerencia en el espacio personal ajeno y la simultánea
pérdida del propio se pueden convertir entonces en la única posibilidad de
coexistencia. La actitud protectora, la indiferencia, el rechazo, la victimización, la
locura, son primero atributos individuales constantes, y se vuelven después roles
estereotipados en un libreto siempre idéntico. Si esta modalidad relacional es la
principal o la única posible, el sistema se hará rígido en esa misma medida; la
necesidad vital de vivir en función recíproca hace más y más estériles los
intercambios de interacción, y menos definidas las fronteras, al tiempo que el espacio
personal se reduce hasta confundirse con el espacio de interacción.
Los miembros de estas familias se pueden comparar con un conjunto de recipientes.
Sumergidos en un líquido, sólo podrán flotar si las superficies que presentan
soluciones de continuidad permanecen soldadas entre sí (figura 1 ).

Figura 1.

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Por otro lado, si uno de los recipientes consiguiera soltarse y definir con nitidez
sus propios límites, los otros correrían el riesgo de irse al fondo (figura 2 ).

Figura 2.

En estas condiciones, el problema más grande no es tanto cómo diferenciarse


(proyecto este ya demasiado ambicioso), como el peligro de que otro
constituya su propia autonomía «antes que yo esté en condiciones de establecer
la mía». Está claro que, en un sistema donde prevalecen estos mecanismos de
funcionamiento, la regla fundamental es la imposibilidad de «abandonar el
campo». Esto engendra la necesidad de controlar de continuo que nadie
consiga definirse con nitidez; en efecto, se lo viviría como un acto de
independencia v, por lo tanto, de traición.
Una vez aprendidas las reglas del juego y la necesidad de no modificarlas,
hasta es posible remplazar los jugadores o trocar sus roles. También en la
elección de nuevos miembros del sistema (p. ej., un compañero o amigos), se
privilegiará a personas que ofrezcan garantías de perpetuar los juegos
aprendidos anteriormente, mientras que se excluirá a las que no brinden esa
seguridad (Piperno, 1979).

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Una hipótesis de cambio: flexibilidad


y rigidez de un sistema

En toda familia, la diferenciación individual y la cohesión del grupo están


garantizadas por el equilibrio dinámico entre los mecanismos de diversificación y los
de estabilización.
Los primeros propenden a acrecentar la variedad de las interacciones, mientras que
los segundos son idóneos para promover la consolidación y la repetición de
soluciones consabidas. Por eso se puede formular la hipótesis de que el proceso de
cambio y el paso de un estadio evolutivo a otro sobreviene cuando la relación de
fuerzas entre las tendencias a la conservación y las tendencias al cambio de los
equilibrios alcanzados se modifica en favor de estas ultimas. Así, todo cambio y todo
ajuste estarán precedidos por un desequilibrio temporario de esa relación. Ese
desequilibrio será tanto más considerable cuanto más significativos hayan sido el
cambio y la des estabilización consiguiente (Andolfi et al., 1978).
Entonces, la familia se puede considerar como un sistema en trasformación
constante, que evoluciona en virtud de su capacidad de perder su propia estabilidad y
de recuperarla después, reorganizándose sobre bases nuevas.
Su carácter de sistema abierto nos permite individualizar dos fuentes de cambio; una
interior, que se sitúa en sus miembros y en las exigencias mismas de su ciclo vital, y
una exterior, originada por las demandas sociales (Andolfi, 1977). Los estímulos
internos y externos, y las consiguientes demandas de cambio, obligan a renegociar de
continuo la definición de las funciones de interacción y a rever, por lo tanto, el nexo
mismo entre cohesión y crecimiento individual.
Sobre este proceso influyen diversos factores que derivan de la experiencia pasada y
presente de la familia y de cada uno de sus miembros. En realidad, en la familia
coexisten numerosos niveles de interacción: el de la pareja, el de la familia nuclear,
el de la familia extensa y aquellos que cada individuo por su cuenta mantiene fuera,
en el ambiente más vasto que lo rodea. Esto explica, por ejemplo, que nos resulte
imposible analizar la desvinculación de un adolescente si no advertimos que, en el
momento de descubrir él funciones nuevas en el exterior, las variaciones de su
espacio personal en el interior de la familia provocan inevitablemente una variación
de espacios

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cios y de relaciones emotivas en el nivel de la pareja parental, y entre cada
cónyuge y sus propios progenitores.
Es que un sistema familiar no constituye una realidad bidimensional simple,
sino una realidad tridimensional más compleja, en que la historia de las
relaciones del pasado se encama en el presente para que se pueda desarrollar en
el futuro. En las familias en que los cambios de relación se perciben
amenazadores, se introduce una rigidez en los esquemas de interacción
presentes y en las funciones desempeñadas por cada miembro, que después
cristalizan en relaciones estereotipadas, a expensas de experiencias-
informaciones nuevas y diferenciadas.
Flexibilidad o rigidez de un sistema no son características intrínsecas de su
estructura, sino que se manifiestan ligadas con el dinamismo y las variaciones
de estado en un espacio y en un tiempo definidos; se las puede especificar por
referencia a la capacidad de tolerar una desorganización temporaria con miras a
una estabilidad nueva.
Un sistema que era flexible en el estadio A, acaso se vuelva rígido en el estadio
B (Andolfi et al., 1978). En este sentido cabe conjeturar que una patología
individual se manifestará a raíz de modificaciones o presiones intrasistémicas o
intersistémicas de determinadas entidades que corresponden a fases evolutivas
de la familia; estará entonces destinada a garantizar el mantenimiento de los
equilibrios funcionales adquiridos. De este modo, es posible que el sistema se
trasforme para no cambiar (Ashby, 1971); es decir, es posible que utilice el
input nuevo para introducir variaciones que no cuestionen ni modifiquen su
funcionamiento.
Ya hemos dicho que toda tensión, se origine en cambios intrasistémicos (el
nacimiento de los hijos, su adolescencia, su alejamiento del hogar, la
menopausia, la muerte de un familiar, el divorcio, etc.) o intersistémicos
(cambios de domicilio, modificaciones del ambiente o de las condiciones de
trabajo, profundas trasformaciones en el nivel de los valores, etc.), gravitará
sobre el funcionamiento familiar requiriendo un proceso de adaptación, es
decir, una trasformación de las reglas de asociación, susceptible de asegurar la
cohesión de la familia, por un lado, y de promover el crecimiento psicológico
de sus miembros, por el otro (Andolfi, 1977).
Frente a una posibilidad de cambio que el sistema en su conjunto percibe
traumática, una reacción es obrar de

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modo que uno de sus miembros asegure la mitigación del stress que aquella produce,
y lo asegure por la expresión de una sintomatología. Entre las familias que utilizan la
designación como respuesta a una demanda de cambio se pueden distinguir dos
tipos:

1. Familias en riesgo
2. Familias con designación rígida

Familias en riesgo. En estas familias la designación es una respuesta provisional a


un suceso nuevo, una tentativa de solución que no se ha vuelto definitiva. El
comportamiento sintomático del miembro escogido contribuye a catalizar sobre él la
tensión, en un momento particularmente riesgoso para la estabilidad del grupo en su
conjunto.
Mediante este recurso de atribuir al paciente designado una función temporaria que
mantiene estable y cohesionado el sistema, también las funciones de los demás se
modelan y se integran con la suya. Tratemos de mostrarlo en un ejemplo.
La muerte de un abuelo materno y la consiguiente introducción de la abuela en el
núcleo familiar de la hija pueden producir una tensión que amenace en niveles
diversos a tres generaciones y que requiera un nada fácil proceso de adaptación para
que no se reduzca el espacio de autonomía de cada individuo. Si el desequilibrio que
sobreviene por la inclusión de un miembro nuevo es percibido como una amenaza
para la estabilidad de la familia, es posible que un hijo, acaso un pequeño portador de
una perturbación orgánica y por eso mismo más apto para reactivar un circuito de
protección, manifieste un comportamiento regresivo. Por ejemplo, se negará a ir a la
escuela y mostrará actitudes tiránicas e infantiles en la casa. Si la tensión es
trasladada de la trama relacional de la familia a una sola malla de la red (el
comportamiento sintomático del niño), la abuela podrá encontrar por fin un espacio
dentro de la familia «en bien del nieto».
Este, por ejemplo, abandonará el cuarto que comparte con el hermano mayor para
dormir con la abuela, quien de esa manera podrá velar su sueño y vigilarlo mejor.
Los padres, preocupados por la conducta del hijo, podrán dejar para después resolver
su disyuntiva entre dos lealtades: de la pareja, que excluye a la abuela, y de madre e
hija, que excluye al marido. Así las cosas, los síntomas

24
del niño representarán una válvula de seguridad para la pareja, que de este
modo podrá mantener a salvo la «armonía conyugal» . El hermano quizá se
sienta más autónomo fuera de casa, pero estará constreñido a desempeñar una
función limitadora en el subsistema de los hermanos; si la distancia entre su
manera de obrar como persona «grande» y la conducta infantil del hermano
menor es amplificada por las necesidades de los adultos, no podrá satisfacer sus
demandas de adolescente. Por otro lado, el paciente estará dispuesto a sacrificar
parte de su propia autonomía para llevar adelante, con su función de miembro
designado, la tarea de atraer sobre sí las dificultades de interacción de la
familia.
Este tipo de designación permanece fluctuante, por así decir, hasta el momento
en que la trayectoria vital de la familia pueda pasar de una persona a otra o de
una expresión sintomatológica a otra. Esto permite a los miembros del sistema
experimentar todavía una alternancia de funciones en virtud de la
reversibilidad de la relación normalidad-patología. No obstante, si este
mecanismo de designación, reversible y temporario, no consigue asegurar a la
familia la formación de ordenamientos estructurales satisfactorios, amenazará
con trasformarse en un mecanismo rígido, en que la identidad del paciente
designado y de los demás miembros de la familia será remplazada poco a poco
por funciones repetitivas, previsibles en alto grado. En esta trasformación del
mecanismo de designación, que de fluctuante se hace fijo, pesan sin duda los
influjos externos que pueden obrar como un refuerzo, confirmando a la familia
en el carácter ineluctable de sus propias soluciones.
Es muy frecuente que se demande terapia en esta fase de transición, a saber,
cuando aquel riesgo parece trasformarse en una certeza incontrovertible. En
este momento la intervención terapéutica puede promover un redescubrimiento
de potencialidades vitales dentro de un grupo familiar que se ha vuelto rígido,
pero, como cualquier otro input externo, puede por el contrario contribuir a
reforzar la condición estática de la familia, haciendo su aporte para que el
proceso se vuelva cronico (haley, 1980).
Familias con designación rígida. En este tipo de familia puede suceder que se
perciba catastrófico el paso de un

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estadio evolutivo al siguiente. En ese caso, la necesidad del cambio se traduce en la


adopción de una solución consabida, que es aplicada en el presente y es
«programada» para el futuro, con el bloqueo de toda tentativa de experimentación y
de aprendizaje (Watzlawick et al., 1974). Esto significa que una solución adecuada
para determinada fase se repropondrá de manera rígida en otras.
La adopción de soluciones previsibles e inmodificables lleva a un doble resultado:
por una parte, reduce y congela el espacio personal de cada miembro, porque vuelve
hiperfuncionantes las funciones recíprocas (en este caso tienden a coincidir función e
identidad), y por la otra inmoviliza
el tiempo, es decir, provoca su detención en una fase del ciclo vital que corresponde
a la solución aprendida.
Así, la designación tiende a ser irreversible, porque se la considera indispensable no
sólo para evitar el riesgo de inestabilidad en ese estadio específico, sino para la
evolución ulterior de la familia. La designación del que debe hacer las veces de
regulador homeostático o, mejor dicho, su investidura en el proceso de designación,
se hace ahistórica, o sea que deja de ser adecuada a las exigencias del momento.
De este modo, un síntoma disociativo, un comportamiento anoréxico o depresivo
pueden ser programados para enfrentar el peligro de inestabilidad del momento (p.
ej., la emancipación de un hijo), o para «sobrellevar» la desvinculación de otros
hijos, la muerte de un progenitor y el consiguiente vacío funcional que ese suceso no
podrá menos que producir. En un caso así, la designación habrá dejado de ser
fluctuante para hacerse fija y producirá una cristalización cada vez mayor, no sólo de
la función sintomatológica que desempeña el paciente designado, sino de las
funciones interrelacionadas de los demás miembros del grupo.
Este proceso de estabilización utiliza las energías del sistema para mantener
funciones rígidas que embretan los intercambios en esquemas repetitivos de
interacción. Así, a una patología-función más y más irreversible en un familiar,
corresponderá una salud-función crecientemente irreversible en los demás. Esta
condición estática tenderá a impregnar también las relaciones con el exterior, cuya
influencia será filtrada y orientada al mantenimiento de los mismos equilibrios.

26
Según lo que llevamos dicho, el comportamiento sintomático cobra un doble
significado; en efecto, si por una parte representa una trasformación funcional
para la cohesión, por la otra es señal de malestar y de sufrimiento a causa de las
restricciones que impone a todos los miembros del sistema. Es la tentativa de
fusionar aspectos contradictorios de la realidad familiar; es la expresión de un
conflicto entre las tendencias al mantenimiento y las tendencias a la ruptura de
los equilibrios adquiridos. Pero justamente en esta tentativa de «congelar», en
sus aspectos contradictorios, procesos que evolucionan en direcciones
opuestas, el síntoma puede ser interpretado como metáfora de inestabilidad,
como señal que indica la fragilidad del sistema. Por ello, la utilización del
síntoma se convertirá en uno de los objetivos prioritarios de la intervención ya
en la fase de formación del sistema terapéutico (Andolfi y Angelo, 1980).

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1. El diagnóstico: una hipótesis para
verificar en la intervención

Sistema familiar v sistema terapéutico

Si la propuesta consiste en evaluar la flexibilidad o la


rigidez del sistema familiar partiendo de la hipótesis de
que el terapeuta puede situarse en el «exterior», en calidad
de observador de fenómenos objetivos, neutral y desape­
gado, en ese caso los objetos primarios de la apreciación
serían el carácter repetitivo y la estereotipia de las pau­
tas de interacción entre los miembros del sistema.
Pero se nos ofrece una perspectiva por entero diferente
si ponemos en observación el supersistema familia-terapeu-
tas, esto es, la resultante sistèmica de la interacción entre
los dos subsistemas en el contexto del tratamiento (Selvi-
ni Palazzoli, 1980). Ahora bien, una unidad de observa­
ción que abarque a todo el sistema terapéutico nos impo­
ne la necesidad de reformular el concepto mismo de diag­
nóstico y de cambio. En esta perspectiva, la observación
se dirigirá tanto a la trama funcional que la familia pre­
senta cuanto al «papel» que ella asigna al terapeuta, quien
inevitablemente se convierte en elemento activo al par
de los demás, dentro de un sistema que lo comprende.
Entonces formará parte del proceso diagnóstico apreciar
adonde apunta la intervención del terapeuta, de qué modo
opera y cómo es utilizada esa intervención por la familia
(Haley, 1980). Esta podrá utilizarla para volver a pro­
poner su propia estructura, con lo que determinará la for­
mación de un sistema terapéutico igualmente rígido; o
bien, si consigue fracturar la rigidez del sistema, la in­
tervención del terapeuta obrará como input desestabili­
zador, y así provocará una redistribución de las funciones
y de las competencias de cada miembro. Por lo dicho,
el diagnóstico depende de la capacidad del terapeuta para
observar desde fuera las interacciones en que está en­
vuelto; obrará como el miembro de una orquesta que al
tiempo de tocar su instrumento dirigiera a la orquesta

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misma: para una ejecución lograda será necesario que la


orquesta lo siga y que su entrega a la función que se le
atribuyó no le impida contribuir con su instrumento al
desarrollo del tema musical.
El terapeuta enfrenta tres dificultades: la primera atañe
a la necesidad de individuar la función que la familia pre­
tende atribuirle. Así como no pocos padres anticiparon
en su fantasía la misión y la función del hijo cuyo naci­
miento esperan, de igual manera la familia fantasea la
tarea y la función del terapeuta aun antes de que empiece
el tratamiento. Si el terapeuta no quiere quedar prisio­
nero de las expectativas que en él se depositan, debe tener
la capacidad de deslindar sus propias fronteras de las fron­
teras de la familia, oponiéndosele desde el comienzo en
la definición de la estructura terapéutica (Whitaker, 1977).
La segunda dificultad atañe a la búsqueda de imáge­
nes y definiciones que correspondan a las funciones des­
empeñadas por cada uno de los miembros de la familia,
así como a la trama en que se insertan; sólo así se logrará
penetrar en lo vivo de las perplejidades familiares. Em­
pero, no se trata de identificar los lazos, las reglas o las
funciones «verdaderas» que cada uno cumple, sino de cons­
truir en el contexto terapéutico una «verdad propia» que
cuestione a la programada por la familia. Al terapeuta le
toca, por medio de su percepción de lo que sucede en el
momento mismo de su interacción con el grupo familiar,
inventar con este una verdad nueva.
La tercera dificultad proviene de la necesidad de eva­
luar la intensidad, la fuerza con que se debe introducir
el input desestabilizador para que las intervenciones del
terapeuta sean aceptadas por la familia. Importa mucho
la respuesta de la familia a la imagen que aquel le propo­
ne tras recoger algunos elementos contextúales que aflora­
ron en la interacción. De hecho, de la masa de informa­
ciones verbales y no verbales, el terapeuta escoge los ele­
mentos que sobresalen por su riqueza de significado. Se
trata de elementos referibles a interacciones, actitudes o
conductas a menudo ambiguas y contradictorias. Por ello
mismo, al terapeuta le resulta más fácil escoger una ima­
gen diferente de las que tienen presencia habitual en la
familia. Ciertos datos que esta aporta, en el nivel tanto
verbal como no verbal o contextual, se pueden volver muv
significativos justamente porque chocan entre sí; de ese
modo se prestan para construir imágenes de las relacio­

30
nes y de los problemas familiares muy diversas y contra­
puestas. No es sino contraponiendo el terapeuta una ima­
gen diferente de la que proporciona la familia como con­
sigue que aflore la tensión sustentadora del proceso te­
rapéutico.
Para los fines diagnósticos, también la reunión de infor­
maciones adquiere, por lo mismo, una estructura diferente
de la tradicional: las preguntas ya no se hacen siguiendo
la inspiración del momento, para obtener una masa de
informaciones en que se confunden datos importantes con
los triviales; apuntan a los elementos que son testimonio
del conflicto entre tendencia a la cohesión y tendencia
a la diferenciación. La nueva imagen que se crea se con­
vierte en el lugar de definición de las relaciones del siste­
ma terapéutico. Si la familia sigue reproponiendo infor­
maciones ligadas con la imagen que se ha formado de sus
propios problemas, al terapeuta le incumbe crear otra
imagen capaz de romper los circuitos repetitivos del sis­
tema familiar.
El terapeuta utilizará entonces esta nueva imagen como
input desestabilizador, para investigar el modo en que el
sistema reacciona frente a ella. La respuesta de la familia
a esta operación terapéutica, y su capacidad para iniciar
o no un cambio, proporcionan indicaciones importantes
para evaluar su grado de rigidez. El peligro de que la
familia eventualmente reabsorba la intervención nos obliga
a redefinir de continuo nuestra hipótesis diagnóstica, en
lugar de aferramos a una definición. Debemos ser capa­
ces de conceder valor parcial a nuestra hipótesis (Selvini
Palazzoli, 1980), no afirmarla como verdad, sino utilizarla
para introducir una complejidad nueva que ponga de ma­
nifiesto posibilidades y alternativas ya presentes en el sis­
tema. Con este procedimiento, el terapeuta introduce
imprevisibilidad y alternativas, pero es la familia la que
«verificará» la hipótesis diagnóstica reorganizándose sobre
contenidos y valores que forman parte de su patrimonio
existencial.
Trataremos de explicarnos mejor describiendo primero
lo que a nuestro parecer mueve a la familia a demandar
terapia, y después las posibles respuestas del terapeuta
a las expectativas del sistema familiar.
Ya dijimos que en las familias en que los cambios re­
laciónales impuestos por el proceso de des'arrollo se per­
ciben como una amenaza, se genera una rigidez cada vez

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mayor de los esquemas interactivos y de las funciones


que cada miembro desempeña, hasta llegar a la expresión
de una patología individual tanto más acusada e irrever­
sible cuanto más indispensable se experimente la estabili­
dad del sistema en su conjunto. En efecto, este se trasfor-
ma para no cambiar. Los roles, las funciones, las relaciones,
los espacios de interacción se vuelven rígidos. El sistema
remplaza el stress propio de todo cambio evolutivo por
una tensión de otro tipo, la que gira en torno del comporta­
miento sintomático de uno de sus miembros, el paciente
designado, en quien se canalizan las preocupaciones y las
angustias de todos (Nicoló Saccu, 1979). El paciente desig­
nado representa de este modo la imposibilidad del cambio
y al mismo tiempo la única fuerza para este. Su comporta­
miento obtiene el resultado de congelar, en sus aspectos
contradictorios, procesos que evolucionan en dirección opues­
ta, pero a la vez da ocasión a un input nuevo, la interven­
ción terapéutica. Garante de la estabilidad del sistema y
potencial punto de ruptura de ella, la conducta del paciente
designado representa una suerte de metáfora del dilema de
una familia que querría moverse permaneciendo inmóvil.
A la luz de estas premisas es más comprensible la con­
tradicción que la familia trae consigo a la terapia: la de­
manda de intervención parece brotar del dilema que aca­
bamos de describir, pero con el agregado de una entidad
nueva, el terapeuta, que debería hacer suya la paradoja
presentada por la familia y, por lo tanto, ayudarla a mo­
verse haciendo que permanezca inmóvil (Angelo, 1979).
Ahora bien, para aprehender la complejidad de la situa­
ción terapéutica debemos imaginar que dentro de familias
con designación rígida se genera en cada miembro una in­
capacidad para reapropiarse de condiciones conflictivas y
de contradicciones (moverse o permanecer inmóvil, depen­
der o separarse), temibles a punto tal que requieren su
negación. En esa situación, cada miembro se adapta a una
visión de la realidad que es complementaria de la visión
de los demás: existen el enfermo y el sano, el agresor y
la víctima, el sabio y el incompetente, y existen de manera
rígida y al mismo tiempo armónica, tanto por lo que toca
a los momentos como a los lugares en que las funciones
respectivas se deben cumplir. Así como en la familia está
el que actúa la tendencia a moverse y el que en cambio
personifica la inmovilidad, del mismo modo se prefiguran
los papeles que el terapeuta deberá desempeñar y que se

32
le asignarán en el interior de la nueva estructura terapéu­
tica. También él debe entrar en la representación de los
papeles como un actor más en quien se puedan proyectar
algunas de las funciones originariamente encarnadas por
un miembro de la familia (Andolfi y Angelo. 1980). El ob­
jetivo es el mismo: evitar también en la interacción tera­
péutica las contradicciones que cada uno teme vivir en el
nivel personal.
Contactos telefónicos con este o aquel miembro del sis­
tema, cartas de presentación, comunicaciones directas o in­
directas de otros profesionales, instituciones asistenciales o
amigos de la familia, he ahí algunos de los instrumentos,
en apariencia neutros, con que el sistema familiar puede
planificar anticipadamente las reglas de la relación y los
papeles que cada uno deberá representar. Esta programa­
ción será tanto más previsible cuanto más rígida sea la
trama relacional del grupo familiar, que tenderá a encasi­
llar al terapeuta en su propia estructura de reglas y fun­
ciones aun antes del primer encuentro. Si lo que la fa­
milia teme es cambiar y no lo contrario, paciente y fami­
liares se presentarán unidos en la propuesta de un progra­
ma de trabajo que no modifique los equilibrios adquiridos.
Si el terapeuta lo acepta, o si de algún modo se enreda
en él, terminará por ser un elemento de refuerzo de la
condición estática-patología de la familia. Por otro lado,
cada vez estamos más convencidos de que la facilidad con
que muchos terapeutas caen en el juego de los papeles
asignados no obedece sólo a su inexperiencia, sino, en
muchos casos, a exigencias del terapeuta semejantes a las
exigencias de la familia; nos referimos o la programación
de una relación estable en grado sumo, que no ponga en
peligro sus propias inseguridades. Con este proceder la
familia no aprende nada sustancialmente nuevo: sólo utiliza
con mayor refinamiento sus propios esquemas disfunciona­
les, manteniendo intactos los roles asignados a cada miem­
bro. Esto en perjuicio de la identidad personal de todos,
que es sustituida por funciones repetitivas y previsibles
en alto grado (Piperno, 1979). En un contexto así, será
también repetitiva y previsible la función desempeñada
por el terapeuta si siente parecido temor de cambiar y de
descubrir en sí mismo expresiones nuevas que pueda repre­
sentar en la relación con los demás.
En otros casos, el ámbito en que se desenvuelve el en­
cuentro puede definir de manera tan rígida las reglas

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contextúales y, por lo tanto, las funciones por desempeñar,


que tanto la familia como los operadores queden impedi­
dos de empeñar partes vitales de sí mismos en la relación
terapéutica. Esta modalidad es la norma en todas las
instituciones que fundan la intervención en presupuestos
«asistenciales», esto es, donde la terapia es definida como
hacer algo en lugar de otro (se trate de un individuo o de
un grupo familiar) que se presenta como incapaz o que
es así rotulado.
Es claro que también el sistema terapéutico puede ser
evaluado con los mismos criterios de flexibilidad y rigidez
aplicados al sistema familiar. Un sistema terapéutico se
puede calificar de flexible si en la trayectoria de la terapia
es capaz de variar la relación entre las funciones desempe­
ñadas por sus miembros (terapeuta y familiares), así como
el nivel de individuación de cada uno en el curso del pro­
ceso terapéutico. En cambio, se vuelve rígido (lo que
puede ocurrir en cualquier estadio del proceso, aun al co­
mienzo) si no es capaz de ofrecer a sus miembros la
oportunidad de librarse de expectativas y funciones está­
ticas en favor de niveles funcionales nuevos y más inte­
grados, que permitan la diferenciación de los individuos
(Andolfi et al, 1978).

La utilización de las defensas familiares

Al comienzo del capítulo dijimos que el objetivo de la


intervención es trasladar el problema de la familia al sis­
tema terapéutico y, en consecuencia, hacer que el tera­
peuta participe de las dificultades que eran exclusivas de
la familia hasta el momento de la consulta. Trataremos
ahora de exponer en concreto el modo en que ello sucede
y la razón por la cual esta redefinición del vínculo puede
llegar a ser una primera respuesta terapéutica a las ex­
pectativas contradictorias de las familias con designación
rígida.
Si partimos de estas expectativas, justamente, podemos
enfrentar una primera tarea que suele poner en dificulta­
des al terapeuta: el modo de hacer que se empeñe en la
terapia una familia que se presenta con una demanda con­
tradictoria, y de lograrlo sin correr el riesgo de quedar
atrapado en el mecanismo de la familia, que parece pre­

34
decir al terapeuta un fracaso si toma iniciativas o forzarlo
a intentar lo imposible si se declara impotente. La expe­
riencia nos ha enseñado que el primer escollo que se debe
salvar no es descubrir la manera de defendernos de una
familia a todas luces manipuladora, sino evitar la tentación
de recurrir a la defensa. En efecto, defensa y ataque son
aspectos complementarios de una misma modalidad rela­
cional que inevitablemente desemboca en un antagonismo
estéril. Numerosísimos errores que hemos cometido en el
curso de los años, apreciables por la incapacidad de «al­
canzar» a la familia en lo vivo de sus aprietos, nos han
convencido más y más de que el terapeuta, si en lugar
de reaccionar en alguno de los niveles con que la familia
entra en relación con él, se apropia de su íntegro meca­
nismo paradójico, no tendrá necesidad de defenderse de
las respuestas de signo contrario de la familia, porque esta
quedará automáticamente privada de la única posibilidad
que tiene de contradecirlo (Andolfi y Menghi, 1977). Si
no es posible entrampar al terapeuta en un juego tan inú­
til como paralizante, la familia quedará desarmada y de­
berá descubrir otras modalidades de relación o interrum­
pir enseguida la terapia. En cualquiera de los dos casos
sobrevendrá una situación de incertidumbre que puede
representar un punto de ruptura para la condición está­
tica del sistema familiar. Si prescindimos de la forma
en que se realiza la intervención, nuestra línea estraté­
gica recoge entonces en sí misma la contradicción de las
demandas, con lo que fuerza al sistema terapéutico a ope­
rar en un nivel diverso, en que las contradicciones pueden
ser comprendidas y resueltas.
Como lo expuso brillantemente Selvini Palazzoli en su
artículo «Why a Long Interval between Sessions?» (1980),
también nosotros hemos introducido una notable variación
en el intervalo entre las sesiones con respecto a nuestra
práctica anterior, en que la terapia se prolongaba a veces
mucho en el tiempo, y el intervalo entre una sesión y otra
era muy pequeño «porque la familia no se podía arreglar
sola». En esa época no advertíamos que nosotros mismos
obrábamos como refuerzo de la condición estática de la
familia, y en consecuencia promovíamos la formación de
sistemas terapéuticos en que el terapeuta terminaba por
erigirse en guardián de la estabilidad emotiva de todos,
incluida la propia.
Hoy la marcha de nuestras terapias es muy diferente

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porque la relación se define mucho más rápidamente: si


el terapeuta consigue «entrar», ello sucede en las prime­
ras sesiones o aun en la primera consulta. Y si no con­
sigue entrar en relación con partes vitales de la familia,
sea porque están demasiado escondidas o por el miedo
que él tiene de arriesgarse en su trama relacional, es pro-
hable que el sistema terapéutico no se forme o que la fa­
milia no regrese. En algunos casos, esta interrumpirá pre­
cozmente la terapia aunque el terapeuta haya logrado al­
canzar en lo vivo condiciones de conflicto y contradiccio­
nes importantes, como si temiera más los efectos de la
redescubierta vitalidad de sus miembros que los de su
aparente muerte psicológica.
Si la rapidez y la intensidad de la relación que propo­
nemos a la familia aumentan el riesgo de una interrupción
precoz, disminuyen la probabilidad de que el terapeuta
quede entrampado en una relación completamente impro­
ductiva: cuanto más rápida sea su acción redefinidora,
más incisiva será la intervención reestructurante. I Salvo que
demorarse en detalles inútiles persiga el propósito de con­
fundir a la familia o de distraer su atención de otras ma­
niobras terapéuticas, mantenerse a la espera de «momen­
tos mejores» hará previsibles los pasos del terapeuta, lo
que impedirá el aumento de la tensión. Tanto es así, que
se puede suponer que para cada sistema existe un límite
de tiempo dentro del cual puede alcanzar éxito una in­
tervención determinada. Traspuesto ese límite sin que me­
dien cambios, se admitirá que la velocidad con que la fami­
lia es capaz de aprender y prever las reglas con las cuales
se mueve el terapeuta, y las contramaniobras consiguientes,
alcanza para anular cualquier efecto desestabilizador.
Comoquiera que fuere, aclaremos que adoptar la lógica
que aprisiona a la familia y que impide a sus miembros
crecer e individuarse no es sólo una técnica, un sis­
tema meramente eficaz para responder con una contra­
paradoja a la paradoja de la familia, sino más bien el re­
sultado del modo en que el terapeuta concibe su práctica
de relación con el prójimo (Minuchin y Fishman, 1981).
Si logra aceptar la exigencia de la familia de cambiar
y no cambiar, de pedir avuda y al mismo tiempo negarlo,
es probable que la expresión paradójica de la familia se
vuelva más comprensible y se convierta en ocasión de
encuentro, más que de juicio. Al mismo tiempo, una res­
puesta en dos niveles («Sí, te ayudo sin ayudarte»), en la

36
misma línea de la demanda de la familia, puede determi­
nar el nacimiento de un fuerte vínculo: el terapeuta en­
trará en los ámbitos más privados de la familia justa­
mente porque es capaz de neutralizar sus defensas sin
quedar prisionero de ellas.
Si el terapeuta elige hacer terapia contemplando los
problemas de la familia desde adentro, deberá entrar en
los espacios familiares más recónditos pero también tomar
distancia y regresar a sus propios espacios. Este entrar y
salir, participar y separarse, empleado como modelo de en­
cuentro, exige del terapeuta que se sienta a la vez entero
y divisible, y que madure técnicas y estrategias en el in­
terior de sí en lugar de emplearlas para evitar individuarse
en el contexto terapéutico (Whitaker et al., 1969). Esto
significa colocarse en el nivel de la familia o bien en un
metanivel respecto de ella; significa ejercitar una función
terapéutica sin estar identificado con ella.
Tratemos de hacer más concreto, con un ejemplo, cuan­
to venimos diciendo. Tony era un adulto joven puesto en
terapia porque presentaba un comportamiento psicòtico con
fases alternadas de catatonía. La madre, en un primer
contacto telefónico, refirió eme desde hacía algunos meses
él había adoptado una actitud muy extraña: no salía de
casa, rehusaba toda relación con ella y con los hermanos
hasta el punto de refugiarse en un mutismo total. La
madre presentó la situación como desesperada, pero de­
claró confiar en que «el terapeuta lograría convencer al
hijo de que volviera a la normalidad». En la entrevista
participaron Tony, la madre, el hermano mayor, dos her­
manas y la hija de cinco años de una de ellas. Tony asu­
mió enseguida el papel central de paciente designado:
empezó a recorrer la sala de arriba abajo, lentamente, a
la vez que de tiempo en tiempo, con los ojos desorbita­
dos, arrojaba miradas a sus familiares, que permanecían
sentados en un diván, acurrucados, como a la espera de
una respuesta resolutiva de parte del terapeuta. Este, en
lugar de ignorar el ostentoso paseo de Tony, prefirió per­
manecer de pie en un ángulo de la sala, como queriendo
comunicar a los presentes que sólo Tony tenía el derecho
de decidir cómo y cuándo podía comenzar la consulta.
De hecho, el comportamiento del terapeuta tenía por efec­
to amplificar la tensión ya presente y trasformarla en
un stress de interacción; en lugar de sufrirla o distenderla,
él mismo se convertía en su sostenedor.

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Tras unos minutos de silencio cargado de significados


recónditos. Tony decidió tomar asiento; de vez en cuando
arrojaba penetrantes miradas a sus familiares, cada vez
más acoquinados en el diván. Fue entonces el turno del
terapeuta, quien se sentó frente a él en el lado opuesto
del diván. Rompió el silencio, y volviéndose a los fami­
liares de Tony declaró con tono decidido: «Tengo un pro­
blema y no creo poder ser útil si antes no me ayudan a
resolverlo: quiero que cada uno de ustedes trate de en­
tender bien lo que Tony está diciendo». Los invitó en­
tonces, empezando por la madre, a buscar una posición
mejor para entrar en contacto visual con Tony de manera
de escuchar lo que quería decir. Y todos debían desempe­
ñarse en esta tarea sin recurrir a palabras.
¿Qué propósito buscaba el terapeuta con este comienzo?
Tras convertir en interactiva una tensión que inicialmente
sólo apuntaba a él, se hizo todavía más impredecible presen­
tándose como una persona que tenía un problema. Si su
problema precedía a todos los demás, tocaba a la familia
ayudar al terapeuta, y no a la inversa (Andolfi y Angelo,
1980). Es un ejemplo de adopción de la lógica paradó­
jica de la familia; así se declaraba la disposición a ayu­
darla, pero sin ayudarla, a saber: por el recurso de rede-
finir las expectativas hasta el punto de invertir los papeles
entre quien se suponía debía ayudar y quien, en cambio,
debía ser ayudado. Si el terapeuta no auiere permanecer
enredado en una trama de final ya contado, debe partici­
par en la acción cambiando la definición del rol de cada
quien, incluido el propio.

Su acción es aceptada por el grupo familiar si atina a


discernir en la sesión los elementos nodales que le permi­
tan proponer una estructura de remplazo. Esos elementos
se pueden tomar de los datos contextúales que atañen a
la trama funcional del sistema y a la relación que cada
miembro trata de establecer con el terapeuta. Ahora bien,
este rastreo no es fácil, porque a menudo la familia se des­
vive para definir como significativas las informaciones en
mayor medida predecibles y a sugerir nexos que eviten
un compromiso personal (Andolfi y Angelo, 1980).
En el caso de Tony, nos pareció elemento nodal el he­
cho de que el joven se rehusara a hablar, y el pacto de
silencio de todo el grupo familiar. Si el terapeuta se hu­
biera vuelto hacia Tony y él también recibía un rechazo.

38
se habría reforzado la expectativa familiar, que quiere ver
fracasar al terapeuta para confirmar la ineluctabilidad de
la situación. En cambio, si se hubiera puesto a hablar
de Tony con la madre y los hermanos, inevitablemente
habría ahondado el foso entre los normales —los que ha­
blaban— y el atípico que se negaba a hablar. Con su pe­
dido de ayuda dirigido a los familiares, y justamente en el
campo en que se perfilaba su fracaso, el terapeuta desarti­
culaba cualquier programa que la familia pudo pretender
poner en escena en la sesión. De este modo, la negativa
de Tony a hablar se definía implícitamente como un modo
diferente de comunicarse el muchacho; en consecuencia,
se obligaba a los demás a renunciar al papel de especta­
dores para convertirse en protagonistas de una acción que
exigía de ellos una exposición directa. «Escuchar» aten­
tamente a Tony, que no hablaba, y referir después al tera­
peuta lo comprendido, constreñía a los demás miembros
de la familia a sacar a luz sus fantasmas personales, en
lugar de atrincherarse en informaciones prefabricadas e
impersonales, limitadas a la conducta del joven.
Pedir a los familiares que colaboraran, y pedírselo uti­
lizando los mismos instrumentos que traían apercibidos
para la defensa del statu quo, era un modo de romper los
esquemas rígidos que impedían a cada uno de ellos indi­
viduarse, y que no permitían que el paciente designado
se librara del papel de centinela de la fortaleza familiar.
Por otra parte, esto mismo es lo que la familia querría si
no tuviera miedo de perder las seguridades adquiridas
merced a la artificiosa descomposición de la realidad en
recuadros separados.
Si los familiares se resistían declarando que era impo­
sible comunicarse con Tony sin utilizar palabras, el tera­
peuta habría podido replicar que, si Tony era capaz de
hablar con la mirada, ellos también podían aprender algo
que él parecía hacer con tanta facilidad. En este sentido,
el problema del rehusamiento a hablar se redefiniría como
una capacidad, esto es, hablar sin palabras, que también
los demás podían aprender. Nadie podría negarse a hacer
la prueba, porque ello significaría asumir un papel explí­
cito de no colaboración, contrario al deseo de cambiar.
En este nuevo contexto, tampoco el paciente designado
quedaba en libertad de representar su propia negativa a
hablar; en efecto, el terapeuta le habría podido pedir lo
mismo que pidió a los demás, a saber, que «se comuni­

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cara sin palabras», es decir, que representara en virtud de


una orden su conducta sintomática. Así Tony, tanto si
hablaba como si se negaba a hacerlo, empezaría a perder
su función de controlador oficial de la familia.
Así como en la recomposición de un mosaico el agre­
gado de nuevos fragmentos al conjunto permite unirle
otros, en el escenario terapéutico cada uno de los actores
de la familia es llamado a representar justamente las par­
tes de sí mismo que había previsto mantener ocultas por
ser afectivamente comprometedoras. Para que este juego
de recomposición se lleve a cabo, también el terapeuta
debe «arriesgar en la relación» las fantasías que le son su­
geridas por los elementos que la familia aporta; las puede
reproponer entonces en forma de imágenes, acciones o es­
cenas, susceptibles a su vez de estimular a cada uno a
proporcionar datos nuevos o asociaciones ulteriores. Esto
lleva a una intensificación de la relación terapéutica, por­
que si los elementos nodales de la trama familiar son re­
cogidos y reorganizados en las sugestiones del terapeuta,
este queda incluido de manera definitiva en el nuevo sis­
tema.
Como advertimos en el ejemplo de Tony, el terapeuta
utiliza muy precozmente algunos elementos contextúales
que la familia aporta y los exacerba hasta convertirlos en
la estructura portadora de un libreto de remplazo. Para
ello es preciso traer al primer plano las funciones de los
diversos miembros, manifestadas en la comunicación no
verbal: la actitud, las características físicas, la posición
espacial del paciente y de los familiares. También los ele­
mentos históricos que han contribuido a definir las fun­
ciones de cada miembro harán su aparición a medida que
cobre profundidad la investigación de su significado en
el ciclo de desarrollo de la familia. Es entonces esta la
que aporta el «material», en tanto el terapeuta coloca las
señales indicadoras para el trayecto de las asociaciones.

El terapeuta, escenificador del drama familiar

Lo que importa no son los hechos en sí, ni su historia


cronológica, sino la interpretación personal del mundo en
que cada uno se articula a sí mismo, sus propias necesida­
des, las funciones que desempeña en la relación, los su­

40
cesos familiares más significativos en la trayectoria del
ciclo vital (Andolfi y Angelo, 1980).
Para ejemplificarlo referiremos la primera sesión con la
familia de Giorgio, un paciente psicótico de 26 años. Ade­
más de él, se encontraban presentes en la entrevista su
padre, de 72 años, que llevaba un audífono y se sentó
aparte, encorvado el cuerpo y con la expresión de alguien
que se da por muerto bajo el peso de la edad; la madre,
que se sentó cerca del paciente y tenía aire muy afligido;
y el hermano mayor y su mujer, que tomaron a su cargo
presentar el «historial de la enfermedad». Destacaron el
aspecto orgánico, remitiendo sus primeras manifestaciones
al período que siguió a un trauma cerebral del enfermo
a consecuencia de un accidente que tuvo en la calle. Con
actitud idónea y un lenguaje rico en terminología psiquiá­
trica («síndrome disociativo», «temáticas paranoides», etc.),
el hermano refirió los diagnósticos que se habían hecho y
enumeró los fármacos prescritos, al par que preguntaba
una y otra vez, junto con la madre, cuál podía ser la me­
dicina más adecuada para Giorgio. El contexto que se
delineaba era de tipo «médico», con una connotación
orgánica de los síntomas. En ese punto el terapeuta inte­
rrumpió la secuencia, con una pregunta que trastornó el
libreto que la familia proponía para la entrevista.

T. (terapeuta) (dirigiéndose a Giorgio, que hasta ese mo­


mento había mantenido una expresión obtusa): ¿Cuándo
murió tu padre, antes o después que empezara tu enfer­
medad?
Giorgio (a todas luces perplejo, busca subterfugios, pide
explicaciones; al fin, suspirando): ...Me ha puesto en un
aprieto... verdaderamente en un aprieto, sí, porque... (Si­
lencio.) Disculpe, debo ir al baño un momento.
Madre: Sí, anda; primero debes ir...
T.: A mí me parece que puedes responder antes.
Giorgio: Sí, puedo decir esto... (divaga).
T.: ¿Antes o después?
Giorgio: Bueno, fue después que me atacó la enfermedad.

En ese momento el terapeuta hizo la misma pregunta


a los familiares.

Hermano: El hecho es, a mi juicio, que él dejó de sentir


a mi padre como una persona a la que...

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T.: Pero si yo no estoy hablando de Giorgio; estoy tra­


tando de saber desde cuándo está muerto papá.

Terció la madre: que iban para cuatro años que no ati­


naba a nada, que las preocupaciones...

Hermano: Hace más o menos un año; digamos, desde el


momento en que perdió casi completamente el oído.
T.: Entonces, ¿fue después?
Hermano: Sí, sí.
Madre: Después. (Silencio.)
T.: ¿Murió de tristeza?
Madre: Bueno, es cierto... después, ¿entiende?, poco a
poco.
T.\ ¿Y tienen ahora un nuevo jefe de familia?
Madre: Bueno, no sabemos qué debemos hacer. Hay que
encontrar una medicina que lo cure. (Habla de lo difícil
que le resulta soportar la situación.)
T. (toma un recetario y se inclina hacia la madre como si
fuera a complacerla en la prescripción de un fármaco):
Para que yo pueda prescribir el fármaco apropiado, usted
debe ayudarme a comprender si tiene que ser una me­
dicina para un tonto que de repente debió ocupar el
puesto de su papá, o una medicina para un tonto que
decidió hacer morir al padre para ocuparle el puesto.
Creo que este es un problema y que no podemos seguir
adelante hasta que no lo hayamos aclarado.

El lenguaje adquiere una importancia fundamental, co­


mo se advierte en el pasaje trascrito: por medio del len­
guaje, el terapeuta operó una integración de algunos ele­
mentos nodales, anticipando nexos que la familia no había
establecido aún y acerca de los cuales era de ese modo
constreñida a proporcionar informaciones. Ahora bien, en
el acto mismo de proporcionarlas no podía menos que
aceptarlas en su fuero interno, lo cual creaba las premisas
para un cambio.
En este caso, como en el anterior, se puede advertir
que entre todos los elementos de su historia la familia es­
coge los que mejor armonizan con el guión que trae con­
sigo, y que forman su esquema: el diagnóstico, los medi­
camentos, el trauma cerebral, etc. Por su parte, el tera­
peuta procura cambiarles el significado y proponer otros
elementos que modifiquen el esquema originario, definien­

42
do las funciones de cada miembro en el interior del sistema.
¿Cómo consigue el terapeuta intuir rápidamente la distri­
bución y las características de las funciones recíprocas?
En el momento en que la familia se presenta, él recoge
una cantidad de elementos que extrae de actitudes ver­
bales y no verbales y de estructuras relaciónales repetiti­
vas; ellos le proporcionan la percepción de una Gestalt
abarcadora que tomará como término de referencia para
su trabajo de redefinición. En el caso que ahora consi­
deramos, la actitud del padre y su posición espacial, la
conducta del hermano mayor, la proximidad del paciente
a la madre y su expresión obtusa, la ubicación de aquella
entre sus dos hijos: todos estos elementos, pues, indicaban
que el padre desde hacía tiempo había perdido su puesto
en la familia, y los dos hijos, con las funciones contra­
puestas de «sabio» y de «tonto», habían sido comisionados
para cubrirlo. Entonces el terapeuta organizó activamente
los elementos proporcionados por la familia y construyó
una trama que poco a poco se iría enriqueciendo en el cur­
so de la sesión. Es como si en el material que la familia
presenta existieran elementos de significado particularmen­
te rico a los fines de la definición de las relaciones entre
los componentes; estos elementos nodales constituyen los
puntos de intersección de escenificaciones diversas que el
terapeuta y la familia, cada uno por su lado, tratan de
hacer representar, y en cuyo interior son alojados los datos
históricos.
Para aclarar mejor el concepto recurramos a la figura 3,
donde, en un espacio limitado, compartido parcialmente,
se representan dos diferentes modelos de vestido. Imagi­
nemos que el círculo que los contiene encierra todos los
datos disponibles de la historia familiar. Si partimos del
presupuesto de que el modelo proporcionado por la fami­
lia corresponde al vestido entero con falda, deslindado por
los círculos llenos y las líneas continuas, el construido por
el terapeuta corresponde al vestido en piezas, de blusa y
pantalones, representado por los puntos citados, y por los
círculos blancos y las líneas quebradas: como se advierte,
basta la introducción de algunos puntos «nodales» suple­
mentarios para trazar contornos que modifiquen la Gestalt
y el significado de conjunto del dibujo. Valiéndose de los
puntos nodales como elementos estructurantes, la familia
tratará de proponer su propio «vestido»; .empezará enton­
ces a describir sus características y demandará del tera-

43
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peuta que la siga en su propio marco de referencia. Si


este se deja envolver en la operación, corre el riesgo de
hacer suyo el modelo propuesto. Si, por ejemplo, en la
situación que acabamos de exponer, el terapeuta se hu­
biera demorado en solicitar informaciones sobre todos los
exámenes y consultas a que el paciente se había sometido,
de hecho habría contribuido a reforzar la imagen del «pa­
ciente enfermo». Por eso es decisivo que sepa recoger
con rapidez los elementos significativos del marco que
le proponen, y los organice en una trama de remplazo.
Del éxito de esta operación dependerá no sólo el control
del proceso terapéutico, sino la posibilidad de producir un
brusco desequilibrio en la rígida definición de las funcio­
nes asignadas a cada uno, que estorbe eventuales tenta­
tivas de compensación homeostática.
Lo que llevamos dicho puede dar lugar a equívocos:
en efecto, podría nacer la sospecha de que el terapeuta
trata de imponer a la familia una realidad propia, total­
mente arbitraria y ajena a los problemas que esta le pre­
senta. Y esta sospecha podría reforzarse además por el
hecho de que el comportamiento del terapeuta es activo,
tanto que se lo podría definir como «manipulatorio». En
nuestra opinión, el terapeuta no introduce elementos «ex­
ternos» si cuanto dice o hace en la sesión es fruto del ma­
terial que ha surgido en su trascurso. En efecto, se debe

44
limitar a reestructurar los elementos que le ofrecen (Men-
ghi, 1977); pondrá de relieve los menos manifiestos, rele­
gará a un segundo plano otros que aparecían destacados,
o modificará las secuencias en que se asocian. La estruc­
tura de remplazo se va encarnando en imágenes aisladas
y apenas definidas, que hacen las veces de estímulo para
enriquecimientos que aportará la familia hasta que ter­
mine por construir una nueva «armazón». Es justamente
la utilización de los datos ya presentes en la historia fa­
miliar lo que promueve la formación de un estrecho víncu­
lo asociativo entre terapeuta y pacientes, sin el cual la
terapia no podría proseguir. Algunas intervenciones que
parecen totalmente arbitrarias y quiebran las secuencias
interactivas no hacen otra cosa, en realidad, que traducir
al plano verbal cuanto el terapeuta ha percibido en el
nivel no verbal o en el nivel asociativo. Está claro que
la organización del material es un proceso activo del tera­
peuta y por ello mismo recibe la influencia de su propia
historia y personalidad. En esté sentido se puede decir que
el terapeuta y su modo de percibir la realidad son los
«elementos externos» introducidos en el sistema.
Si preguntamos qué es lo que el terapeuta pretende al­
canzar, la respuesta espontánea será que intenta modificar
las reglas de la familia. Sin embargo, e! que tiene expe­
riencia en sistemas rígidos sabe cuan difícil es compro­
bar ese cambio en el curso de la terapia; lo que se observa
es, a lo sumo, una variación de la intensidad con que ac­
túan las reglas y, sobre todo, una trasformación de las fun­
ciones asignadas a cada miembro. Si la terapia tiene éxito,
la rigidez inicial de la trama funcional de la familia es
remplazada poco a poco por una mayor elasticidad en
la atribución de las funciones singulares. Una estructura
familiar altamente estable es sustituida en el tiempo por
una organización nueva, la terapéutica, inestable y provi­
sional. El proceso llegará a su término cuando los com­
ponentes de la familia sean capaces de elegir, esto es,
cuando estén en condiciones de aceptar lo «imprevisible»
y esto forme parte de sus «reglas» (Andolfi y Angelo, 1980).
Para conseguirlo, tendrán que aprender a aprender, es
decir, modificar los esquemas sobre cuya base se desarro­
llaba hasta ese momento la elaboración de sus experien­
cias. Tamaño suceso explica las resistencias que la familia
opone; el problema principal es «cómo superarlas»: el
método que exponemos es una de las respuestas posibles.

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2. La redefinición como matriz


de cambio

Redefinición de la relación terapéutica

Como se expuso en las páginas anteriores, la formación


del sistema terapéutico es un proceso que prevé continuas
intervenciones del terapeuta en el sentido de la redefini­
ción. Este parte de la definición más o menos explícita
que la familia hace de sí, y procura modificarla cambian­
do el significado de las interacciones entre sus miembros
o entre estos y él mismo. La redefinición tiene el propó­
sito de trastornar las pautas de comunicación entre los di­
versos subsistemas, hasta que su mantenimiento se vuelva
imposible y se engendre una modificación suficientemente
estable de la trama relacional y de los valores que la
sustentan.
Como estas familias se empeñan de continuo en asimi­
lar a los esquemas habituales cualquier información nue­
va, cada redefiriición corre el riesgo de ser englobada en
pautas consabidas, lo que la volverá inoperante. En efec­
to, la familia intentará extender al sistema terapéutico sus
propias reglas, porque buscará el mejor modo de enredar
al terapeuta en su propio juego. El terapeuta se ve enton­
ces, desde la primera sesión, en la necesidad de redefinir
las relaciones dentro del subsistema «familia», y entre él
y uno o más miembros de ella. El resultado final es el
mismo, porque el cambio de una sola relación influye por
vía de consecuencia sobre las demás; en efecto, todas con­
tribuyen al equilibrio del sistema en su conjunto. De he­
cho, cualquier estímulo significativo introducido en el
interior del sistema tenderá a modificar la relación entre
sus miembros, pues pondrá de manifiesto características
nuevas. Pero si el terapeuta advierte que su nuevo input
es utilizado para recrear en una forma diferente un equi­
librio tan rígido como el anterior, deberá cambiar su re­
definición o ampliar la complejidad de esta, de manera
de mantener el grado de incertidumbre que promueva la

46
evolución de la relación (Whitaker, 1977). En la prácti­
ca, si se quiere evitar que cada información nueva sea
organizada dentro de esquemas consabidos, la «lectura»
de las relaciones requiere nuevas y nuevas definiciones a
medida que se avanza.
Para definirse a sí misma, la familia utiliza modalidades
explícitas e implícitas; estas últimas consisten en todas
las actitudes y conductas no verbales que califican las
interacciones entre los familiares y entre estos y el tera­
peuta. Este, a su vez, puede redefinir las relaciones en
el nivel explícito (casi siempre verbal) o implícito (casi
siempre no verbal); es lo que muestra el siguiente frag­
mento de sesión.
Era la familia de un paciente psicòtico de 14 años; la
componían la madre, el padre, el paciente designado y su
hermano mayor, que en esa primera sesión no estuvo pre­
sente. Desde el comienzo el paciente polarizó sobre sí la
atención con un comportamiento extravagante y un len­
guaje incongruente, frente a lo cual los padres reacciona­
ban con angustia y turbación.

T.: ¿Cuánto tiempo por día tienen que soportar esta mú­
sica en casa?
Padre: Continuamente.
T.: ¿Cuántas horas, más o menos? (Hace esta pregunta
dirigiéndose al paciente.)
Cario: Depende de ellos, según cómo me irriten.
T.: Es decir que si te cansan demasiado, respondes «con
música».
Cario: Así, así; es cuestión de puntos de vista. Cuando
tienen que hablar conmigo, ellos dicen «eres siempre exa­
gerado, dices siempre las mismas cosas, tienes una idea
fija». ¿Y qué? ¿Quiénes van al paraíso? ¡Los que tienen
una idea fija!
Padre: Pero, ¿eso qué significa?
Cario: Y bueno, en el paraíso... la justicia, la verdad,
¿saben ustedes dónde están? ¿De parte de quiénes están?
T. (con aire de indiferencia, haciendo como que no escu­
cha, toma un cenicero de pie y se lo alcanza al paciente):
¿Puedes tenerlo un momento mientras hablo?
Cario: Con mucho gusto. (Toma el cenicero y lo sostiene
un poco levantado con una mano, con expresión de des­
concierto, todo lo cual le hace adoptar una pose absurda
y ridicula.)

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T.: Pero no, debes apoyarlo en el suelo, así. (Corrige un


poco la posición del paciente, volviéndola más innatural
todavía.)
T. (a los padres): ¿Quién de ustedes dos piensa que este
hijo es más un actor o más un tonto? ¿Cuál de las dos
cosas?
Padre: En este momento está...
T.: No, le pido una respuesta simple.
Padre: Bueno, mitad v mitad, porque esperamos que sea
algo pasajero. Porque antes estaba bien, hace dos años
era normalísimo.
T.: Sí, ¿pero hoy? (Repite la pregunta.)
Padre: Tenemos casi la misma opinión.
Madre: Pero quizás él es más optimista.
T.: ¿Qué significado tiene ese optimismo? ¿Se inclina más
al tonto o al actor?
Padre: Al actor, sin duda.

Como se advierte, la redefinición del terapeuta no ten­


día sólo a ridiculizar la conducta del paciente y a disipar
el clima de tragedia y de angustia con que se la vivía en
la familia, sino, además, a crear un contexto que diera
congruencia a sus acciones, confiriendo un significado pre­
ciso y una connotación de conducta voluntaria a sus ex­
travagancias. Y al mismo tiempo, demandaba al paciente
que definiera su relación con el terapeuta; por vía indirec­
ta le comunicaba: «Si quieres establecer una relación fe­
cunda conmigo, debes explicarte más, debes hablar de tus
problemas de manera comprensible, sin recurrir a estrata­
gemas infantiles. Si has conseguido engañar a tus padres,
has de saber que no lograrás lo mismo conmigo». Este
mensaje alcanzaba al propio tiempo a los padres en la
forma de una invitación implícita a no dejarse «tomar el
pelo», moviéndolos a que apreciaran de otra manera la acti­
tud del hijo.
Aun en los casos en que la demanda del terapeuta de
obtener informaciones diferentes de las proporcionadas en
ese momento por los pacientes parece solamente destina­
da a precisar un problema o una determinada conducta,
en realidad pone esa conducta en relación con el modo en
que actúan los demás. Por medio de preguntas que se
insertan en una «sintaxis» relacional, las diferencias entre
los diversos miembros del sistema adquieren un valor im­
portante como informaciones (Selvini Palazzoli, 1980). Por

48
consiguiente, ya la modalidad de recopilación de las infor­
maciones importa una tentativa de redefinición.
Los diálogos que hemos reproducido ponen de mani­
fiesto que, a diferencia de otras técnicas, el objetivo no
es lograr que los miembros de la familia se comuniquen
mejor entre sí o de manera más comprensible; en efecto,
la comunicación siempre es mediada por el terapeuta,
quien escoge el input que introducirá, recurriendo a pre­
guntas que lo vehiculizan. No consideramos necesario un
cotejo o un diálogo entre las personas que asisten a la
sesión, como no sea para permitir al terapeuta recopilar
datos con miras a sus intervenciones o para imprimirles
mayor fuerza, utilizando lo que ha salido a la luz en el
curso de las interacciones. Es posible que los intercam­
bios más útiles se produzcan de manera espontánea fuera
de las sesiones, por vía de la elaboración posterior de las
«definiciones» que el terapeuta dio de lo sucedido. De
hecho, el cambio consiste en el trabajo continuo que cada
miembro realiza para definirse respecto de la definición
dada por el terapeuta, lo que llevará a una mudanza de
los modelos de relación y de los valores en juego. Esto
importa modificar la distribución y la amplitud de los es­
pacios personales, y liberar las valencias que hasta ese
momento permanecían ocupadas en funciones estereotipa­
das de interacción.

Redefinición del contexto

Cada uno da una definición de sí no sólo por lo que


dice, sino por las acciones que realiza, los instrumentos
o los objetos que emplea, el modo en que los usa o el sig­
nificado que les atribuye: todos estos ingredientes con­
tribuyen a la creación del contexto en que se desenvuelven
los intercambios de interacción, al par que, de rechazo,
son condicionados por este.
Esto es válido también en terapia, y se puede ob­
servar que conductas, objetos de uso común o personal,
así como actos ritualizados, se utilizan para manifestar las
propias intenciones, comentar conductas de los demás y,
en definitiva, proponer contextos para la inserción de los
intercambios relaciónales. En ocasiones basta con introdu
cir un elemento nuevo —p. ej., realizar una acción diferen­

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te, producir un desplazamiento espacial de las personas,


modificar el ritmo de las interacciones intercalando silen­
cios o proponer intercambios entre ciertos miembros del
sistema— para obtener un cambio del contexto (Selvini
Palazzoli, 1970; Andolfi, 1977); y este cambio, a su vez,
condicionará las interacciones posteriores. De este modo,
actuando sobre esos elementos y por medio de ellos, el
terapeuta tiene la posibilidad de redefinir las relaciones
en diversos niveles. Veamos un ejemplo.
Era una sesión con la familia de una paciente anoré-
xica de veinte años, que participaba en la terapia junto
con sus padres y una hermana menor. El contexto era de
falsa colaboración, y la familia utilizaba un repertorio
«interpretativo» adquirido en el curso de una experiencia
terapéutica anterior; esto creaba un clima de debate for­
mal. La madre era quien se mostraba más empeñada en
esta actividad, al tiempo que controlaba que no afloraran
emociones demasiado intensas. Hacia la mitad de la se­
sión, el terapeuta empezó a juguetear con el cenicero que
tenía junto a sí; tomó unas colillas de cigarrillo, empezó
a desmenuzarlas lenta y metódicamente, sin hablar, y con
aire absorto dejaba caer los pedacitos al suelo; la familia
continuaba hablando, pero sus miembros prestaban aten­
ción, como fascinados, a lo que sucedía, y lo hacían por
períodos cada vez más prolongados. Sobrevino un car­
gado silencio.

T. (dirigiéndose a la madre, pero con la vista fija en las


colillas que desmenuza): ¿Por qué no prueba de hacer lo
que yo hago? Si lo hiciera, quizá lograría sentir en lugar
de permanecer prisionera del mar de palabras que viene
vomitando desde hace tantos años. (Le alcanza una coli­
lla de cigarrillo, que la madre empieza a desmenuzar au-
tomáticamen te.)
Madre (tras un largo silencio): ¿Que lo estoy desmenu­
zando todo? ¿Es lo que quiere decir?
T.: Es lo que yo siento si me pongo en su lugar.
Madre: Justamente, que se está desmenuzando todo. Que
todo lo que digo es inútil; que está equivocado lo que
digo, que quizá sin darme cuenta de lo que hago, sólo
pienso en mí misma y no en los demás. Que entonces voy
por un camino equivocado, no sé...
T.: Pero vaya a descubrir cuál es el pedacito que perte­
nece a la mamá, cuál al papá, cuál a las hijas.

50
Madre: Justamente, todo es una gran confusión.
T.: Pero, ¿por qué en vez de hablar no desmenuza? ¿Se
sirve otra? (le ofrece, en la palma de la mano, otras colillas).
Madre: Entonces, ¿qué deben hacer estas personas además
de pedir asistencia?
T.: Desmenuzar...
Madre: Pero en algún momento se termina de desme­
nuzar. ..
T.: No; de estas hay muchísimas, se las encuentra por
todas partes. Y están los que desmenuzan con las manos,
los que desmenuzan con el cerebro, desmenuzan siempre.
Están los que han desplazado todo dentro de las células
cerebrales. (Indica a la paciente anoréxica, y alude al he­
cho de que «se hace la intelectual».) Hasta el punto de
comer con las células cerebrales, orinar con las células ce­
rebrales, defecar con las células cerebrales y lamer las mi­
gajas de los otros con las células cerebrales.

Por medio de una conducta no verbal, poco a poco se


modificó el contexto en que se desenvolvía la sesión, lo
que hizo que las interacciones posteriores cambiaran de
significado. Las colillas en las manos del terapeuta y lo rít­
mico de su desmenuzamiento ponían de manifiesto la
verbosidad de la familia y revelaban una dimensión tem­
poral que por su lentitud determinaba una atmósfera de
mortal aburrimiento. En el momento mismo en que cabía
esperar que prestara la máxima atención a los esfuerzos
que la familia hacía por parecer convincente y coopera­
dora, el terapeuta se abstrajo de lo que ocurría y se dedicó
a una operación aparentemente sin sentido, desligada por
completo del contexto planteado. Era como si comunica­
ra, por el canal no verbal: «No me interesa absolutamente
nada lo que están diciendo, porque sé que no corresponde
a los sentimientos reales de ustedes y, sobre todo, no es lo
que en este momento los preocupa principalmente. Los
discursos de ustedes dejan traslucir que han perdido la fe
en la posibilidad de tener una relación satisfactoria con
los demás. Sólo si aceptan vivir su sentimiento de impo­
tencia pueden esperar obtener algún elemento útil de esta
terapia».
El nuevo contexto no sólo redefinía las relaciones en el
interior del sistema familiar, sino las relaciones entre este
y el terapeuta. Este recurrió a un quehacer marginal para
escapar del contexto inicial y crear uno diferente, en que

51
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su. picpia acción adquiría una posición más v más central,


y cargada de significado.
Como en el caso de los demás procedimientos que per­
miten redefinir el problema, también en este, de la modi­
ficación del contexto, las intervenciones más eficaces se
sitúan en un nivel implícito; casi siempre utilizan comu­
nicaciones no verbales, que resultan menos manipulables
y están menos expuestas a respuestas defensivas.

Redefinición del problema

La redefinición del problema que la familia trae y, por


lo tanto, de su/demanda de terapia, no se podrá llevar a
cabo mientras la conducta sintomática del paciente per­
manezca artificiosamente aislada del contexto de las re­
laciones donde tiene su sitio naturaíf sería como confun­
dir un cristal mineral con la sustancia química de que
se compone, cuando en verdad sólo representa una de sus
posibles expresiones estructurales.
ANuestro objetivo es, en consecuencia, trasferir el sín­

toma a un plano relacional, haciendo de manera que a los


ojos de todos se revele funcional para el mantenimiento
de las relaciones. Se trata, entonces, de analizar la estruc­
tura de la que el problema es manifestación, y de redefi­
nir las relaciones que lo originan. Si conseguimos quitar
a la «perturbación» las connotaciones reductoras y desva­
lorizantes que en general se le atribuyen, podremos situar­
la en una dimensión relacional diferente que nos permita
procurar modalidades nuevas de relación]! Así, la conduc­
ta sintomática, que por lo común es considerada un pro­
blema individual, se convierte en un problema de todos
los miembros de la familia, en una realidad más compleja.
Desde luego que no alcanzaremos este resultado con sólo
explicar a la familia los conceptos de la circularidad; es
preciso redefinir en la práctica las relaciones y el con­
texto en que se desenvuelven. Por esta vía se alcanzará,
junto con la familia, una descomposición y una reestruc­
turación de los elementos constitutivos del problema, los
mismos que permitirán observarlo en una dimensión di­
ferente.
A título de ejemplo reproduciremos un fragmento de la
entrevista inicial con la familia de una niña de 12 años.

52
Laura, enviada a consulta por problemas de «depresión y
auorexia». Desde el estallido de los primeros trastornos,
la familia, con el pretexto de la enfermedad de la hija,
vivía prácticamente separada; por consejo de una psicó-
loga, la niña había sido trasladada, con su madre, a casa
de unos parientes. Desde ese momento Laura obligó a
sus padres a turnarse a su lado. En la sesión estaban
presentes la paciente, sus padres, y sus hermanas Marina,
de 9 años, y Carla, de 5. En la primera parte de la en­
trevista se había hablado de la importancia de la abuela
materna, que tenía una actitud «dulce» hacia Laura, afir­
mación por otra parte desmentida por la paciente.

Madre (dirigiéndose a Laura): ¿Le puedo contar al doctor


que antes de estar mal eras muy apegada a la abuela?
Laura: Sí, sí.
T. (a la madre): Disculpe usted, pero, ¿siempre pide per­
miso a su hija cuando quiere manifestar algo que usted
piensa?
Madre: Antes no pedía permiso a nadie-, ahora, desde que
se ha creado esta situación en casa, por temor de herir
la susceptibilidad...
Ixiura (interrumpiendo): Sin embargo, lo acabas de decir.
Madre: ... le pido permiso.
T.: ¿A quién más le pide permiso cuando quiere manifes­
tar su opinión sobre algo?
Madre: A nadie; a mi marido no.
Laura: No; ahora, a todos.
Madre: Puede ser que ahora pida permiso a todos porque
me siento la persona acusada, si se puede decir así...
T.: ¿Es así como usted se siente?
Madre: Sí, me siento así; antes de abrir la boca lo pienso
bien porque siempre temo equivocarme.
T.: Va va u n a posición I a s u y a... (Se dirige al padre:) ¿Tam­
bién el papá pide permiso a Laura cuando quiere decir
algo?
Padre: Normalmente no, ni siquiera ahora; a menos que
me equivoque, pero... a veces digo lo que pienso. (Mira
a Laura.) ¿No es cierto?
T. (se dirige a la madre): Me parece que su marido la
imita muy bien, ¿sabe usted?
Madre: ¿Dice que mi marido me imita?
T.: En cuanto a pedir permiso, sigue los pasos de usted.
Madre: Hav que ver desde qué punto de vista se lo mira...

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T. (se dirige a Laura): Trasládate aquí con la silla, pero


justo a mitad de camino entre mamá y papá. (Laura se tras­
lada y se sienta exactamente en medio de sus padres.)
Maáte: Bueno, en este período creo que ocurre justamen­
te eso.
T. (habla a Laura con tono resuelto): Laura, ¿eres una niña
de 12 años o King Kong?
Laura: Una niña de 12 años.
T. (sigue dirigiéndose a Laura): ¿Y por qué entonces en tu
casa te tratan como a King Kong? Pero, ¿sabes tú quién
es King Kong?
Laura: Sí, sí.
T. (ahora se dirige a las hermanitas): ¿Y ustedes saben quién
es King Kong? (Y ante el gesto de negación de ellas:) Ex­
plícaselo tú, Laura.
Laura: Es un mono enorme, fuerte: hasta han hecho una
película.
T. (se va de la sala y regresa con una pila de almohadones
que coloca en la silla de Laura, quien entonces sigue en
medio de los padres, pero en posición mucho más elevada):
Mira, no quiero decir que te parezcas a un mono, sino
sólo que pareces una persona muy alta, que está por encima
de todos, y de la que todos tienen miedo. ¿Has visto cómo
te miran papá y mamá cuando hablas tú? Dime un poco,
¿cómo has hecho? Porque yo a los 12 años no tenía en
casa toda la importancia que tienes tú. Explícame el se­
creto. ¿Cómo has hecho para adquirir tanta importancia?
Laura (desde lo alto de su posición, con ira): No soy im­
portante ni siquiera ahora, soy normal.
T. (a Laura): ¿Papá y mamá te piden permiso más a ti o
se lo piden más a la abuela?
Laura: Creo... que a ninguna de las dos.
T.: ¿Cómo? ¿No has advertido que mamá apenas abre la
boca teme equivocarse, y por eso está siempre turbada?
Laura: Yo no lo creo.
T. (a la madre): Observe, señora; no sólo se siente atribu­
lada, sino que ni siquiera le creen.
Madre: Así es.
T. (al padre): ¿Usted cree que su esposa se siente en difi­
cultades en este período?
Padre: Sí, creo que sí.
Laura (con aire resentido): ¡Epa, epa!
T.: He prestado mucha atención a lo que ustedes dicen,
pero sinceramente me gustaría que me ayudaran a enten­

54
der sobre qué podríamos trabajar juntos, porque todavía
no lo tengo en claro.

Como se advierte, el problema expuesto por la familia


fue redefinido por medio de una lectura diferente de los
roles atribuidos a cada miembro. La figura de Laura, a
quien inicialmente habían presentado como una niña nece­
sitada de asistencia y de afecto porque se sentía deprimida
e impotente, adquirió, a medida que se sucedían las pre­
guntas y las respuestas, connotaciones por completo diferen­
tes, hasta que su rol cambió totalmente. Merced a una
serie de preguntas y de observaciones, se subvirtió el sig­
nificado de la relación entre la paciente y sus padres: la
«pobre niña» agobiada por la enfermedad se convertía
en la poseedora de atributos de fuerza sobrehumanos; era
la persona que dominaba todas las comunicaciones intra-
familiares. Al parecer, ello sucedía sobre la base de nece­
sidades de las que ella se hacía intérprete por delega­
ción voluntaria de todos los miembros de la familia. Para
reforzar la «nueva» imagen de Laura, el terapeuta recu­
rrió primero a un desplazamiento espacial, con lo cual
reestructuraba visualmente la relación entre la niña y los
padres; después echó mano de objetos (los almohadones)
por medio de los cuales exageró el papel de Laura hasta
volverlo ridículo.
En estos pasajes asistimos a un progresivo cambio del
contexto, que poco a poco se expandió hasta rozar lo gro­
tesco cuando se propuso la imagen de King Kong: en ese
proceso la angustia iba creciendo, para desahogarse al fin
en una risa liberadora.

Resulta evidente que la subdivisión que hemos estable­


cido entre los diversos tipos de redefinición persigue sobre
todo un objetivo didáctico. En la práctica, la redefinición
explícita, la implícita y la de contexto se producen casi
siempre de manera simultánea y se refuerzan unas a otras.
La redefinición explícita es preparada, modulada, precisa­
da por la implícita, y a la inversa; el contexto es modifi­
cado por las redefiniciones verbales y no verbales, y a su
vez las puede volver más eficaces o absolutamente inútiles.

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3. La provocación como respuesta


terapéutica

La inducción de una crisis

En las familias con designación rígida, el temor de que


un miembro pueda poner en peligro los esquemas de in­
teracción habituales sustrayéndose de las reglas del jue­
go hace que cada uno ejerza un control más y más es­
tricto sobre el otro, y genera una fuerte tensión emotiva.
En la vida cotidiana, los miembros de estas familias eli­
gen no elegir, justamente sobre la base de una tensión y
de una angustia que los constriñen a obrar siempre según
las modalidades impuestas por un cristalizado mito de
unidad (Ferreira, 1963). Es decir que la tensión hace las
veces de combustible para ese continuo ajetreo que lleva
a modificar mucho para no cambiar nada.
Pero si por un lado la tensión es funcional para la ho­
meostasis, por el otro su intensidad puede alcanzar con el
tiempo un nivel tan elevado que se constituya en acicate
para el cambio. Esto no significa que, en el momento
en que estas familias se deciden a demandar terapia,
estén dispuestas a cuestionar sus propias relaciones, sino
que la tensión interna ha llegado a un punto en que ya
no puede ser contenida por la función que el paciente
designado desempeña. No obstante su presencia, en el
momento de iniciar una terapia aumenta de nuevo la ame­
naza de descompensación de los equilibrios actuales y, con
ella, la posibilidad de tener que volver a pactar las reglas,
las funciones y los espacios de cada miembro. Reaparece
entonces el peligro de una variación descontrolada del
status de cada uno, que en un tiempo lejano o reciente
había hecho necesaria la designación de un chivo emisario.
La sintomatología del paciente designado representa las
dos instancias que la familia expresa al terapeuta: por un
lado, una demanda de asistencia, y por el otro el temor
de una crisis. Pero si en el pasado la amenaza de una
crisis había dado nuevo impulso a esquemas de interacción

56
ya gastados, con mayor razón en este momento, frente a la
necesidad de una terapia, la familia se sentirá amenazada
y unida más que nunca para evitar una crisis tan deseada
como temida.
Lo expuesto nos lleva a contemplar desde dos ángulos
diversos la necesidad de la intervención terapéutica. Por
un lado tenemos el sufrimiento real y, por el otro, la lógica
del funcionamiento familiar. Si para mantener la invaria-
bilidad de este última ya no basta la función del chivo
emisario, será preciso reunir fuerzas nuevas. Para conse­
guirlo, el sistema familiar utiliza un viejo esquema: cen­
tralizar a un solo individuo, con el fin de hacerle asumir
las tensiones de todos. Con un mecanismo semejante al
empleado con el paciente, estas familias son capaces de
trasferir sus tensiones a otra persona, situada fuera de su
núcleo, englobándola en la lógica de «ayúdanos porque ya
no sabemos qué hacer».
A menudo estas familias ya han buscado y encontrado
entre parientes y amigos, a los individuos más aptos para
proporcionar una asistencia que refuerza la estructura fa­
miliar de siempre; pero en la mayoría de los casos, esos te­
rapeutas improvisados abandonan precipitadamente el cam­
po cuando la carga de las tensiones familiares se hace
gravosa. Es el momento en que se advierte la necesidad
de un genuino «profesional», uno que no abandone fácil­
mente la lucha. Es decir, de alguien que por definición
se ocupe de curar al enfermo mental. Hete aquí, pues,
que la presencia del terapeuta permite a la familia des­
viar, con un mecanismo análogo al empleado en el pa­
ciente, la tensión que ella ya no puede contener en su
interior. De hecho, se pedirá al terapeuta que adminis­
tre esa tensión de manera de no cuestionar los ordena­
mientos precedentes, y todavía menos la definición de en­
fermedad del paciente. Si el terapeuta se deja enredar en
la lógica familiar que discierne en el paciente la única
fuente de dificultades, él mismo se asemejará al enfermo:
será el portador de un malestar cuya correlación con los
problemas de los demás será de difícil averiguación.
Es así como designación del paciente y demanda de
terapia resultan ser dos momentos distintos en el tiempo,
pero análogos por su significado funcional; en efecto, en
uno como en el otro la familia trata de evitar la tensión
entre sus miembros eligiendo un portador oficial. En los
dos casos, el sistema familiar en su conjunto, justamente

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por estar en peligro, se empeña en sostener más activa­


mente que de costumbre su propia estructura disfuncional.
Lo paradójico es que debe mostrarse más fuerte en el
mismo momento en que se siente más débil. De esto se
infiere que la familia, cuando demanda terapia, presenta
una rigidez mayor que la habitual. Junto a la demanda
de terapia como tal, se manifiesta de manera implícita
una modalidad de interacción que tiende a trasferir esa
rigidez al sistema terapéutico en su conjunto. Aunque la
sintomatología del paciente es la señal más visible de que
ha llegado la hora de enfrentar el sufrimiento de todos,
el miedo de hacerlo moverá a la familia a desear que el
terapeuta se limite a rellenar con la mayor rapidez las grie­
tas abiertas en el interior de su organización, esto es, que
intervenga en una situación de emergencia, en lugar de
enfrentar una crisis que se dibuja incontrolable y amena­
zadora para el mantenimiento de la estructura familiar
(Minuchin y Barcai, 1969).
Jackson y otros terapeutas habían observado ya cuán
inútiles son las tentativas de provocar bruscos cambios en
familias que no están en crisis, y cuán eficaz resultaba
en ocasiones obrar de manera que «el sistema familiar se
salga de los límites que se ha impuesto a sí mismo»
(Jackson, 1957). También Haley (1980) ha puesto de re­
lieve la importancia de intervenir en familias en un mo­
mento de desequilibrio, y señalado que es mucho más
trabajoso producir cambios en su organización cuando el
tratamiento ya contribuyó a atenuar el malestar. Hoffmann
(1981) nos ha proporcionado otra confirmación: explicó
que a menudo la terapia puede no traer consigo una res­
tauración del orden, sino introducir complejidad. En otras
palabras, frente a un sistema familiar que demanda asis­
tencia para resolver sus dificultades circunscribiéndolas,
puede convenir una respuesta que aumente las variables
en juego hasta el punto de provocar una pérdida de con­
trol sobre los equilibrios preexistentes.
La experiencia clínica nos ha llevado a compartir las
citadas observaciones; hemos llegado a la conclusión de
que la mejoría necesariamente debe pasar por un estado
de crisis del funcionamiento familiar. Por lo tanto, nuestra
tarea será la opuesta de la que espera la familia: procu­
raremos inducir ese mismo desequilibrio que ella querría
evitar (Searles, 1974). No sólo nuestra lectura de los tras­
tornos será mucho más amplia que la interpretación res­

58
trictiva que hace la familia, sino que dondequiera que
preexista una inestabilidad, nuestro objetivo será acentuar­
la; y en su ausencia, intentaremos sacarla a la luz. La fa­
milia demanda estabilidad y nosotros le inducimos un
desequilibrio: una bomba en lugar de un remiendo.

La posibilidad de determinar una crisis en la familia


está estrictamente ligada a la intensidad de la interven­
ción. ¡Cuántas veces en el pasado pretendimos derribar
paredes a golpes de mondadientes! En la revisión de al­
gunas de nuestras propias terapias, nos vimos como perso­
najes patéticos en aquellos intentos de «respetar a la fa­
milia y sus ritmos»; no advertíamos la desproporción entre
nuestros nobles intentos y la rapidez con que la familia
neutralizaba toda nuestra estrategia.
Una paciente anoréxica de 18 años refiere con tono mo­
nótono el sufrimiento que le produce sentirse escindida en
dos partes, una que quiere crecer, mientras la otra quiere
permanecer niña. Si nos pasara inadvertido el absoluto
dominio que la muchacha ejerce sobre padres y hermanos,
y lo poco que ellos hacen para impedírselo, podríamos
sentirnos apenados por su dilema y creernos en la obliga­
ción de adquirir más informaciones sobre este punto ha­
ciendo más preguntas, a ella y a sus familiares. Si se nos
escapara la palmaria incongruencia entre la gravedad de
la sintomatología de la muchacha y el tono de intelectua­
les de salón de los miembros de la familia, acaso espera­
ríamos a que cada uno formulara sus hipótesis sobre la
cuestión; nos guiaría en ello el propósito de hacer aflorar
después eventuales discordancias; también podríamos dejar
que la paciente se desfogara a su gusto, con la esperanza
de que al fin dijera algo resolutivo que hiciera explotar
un conflicto real.
Quienquiera que tenga experiencia en estas familias sabe
muy bien que eso nunca ocurrirá, sino que se entraría en
un laberinto interminable en que todos verificarían su
satisfacción consigo mismos por descubrir que eran pro­
fesores en una materia tan interesante, y sin verse obliga­
dos a arriesgar nada en planos mucho más quemantes.
Nuestra paciente habría seguido sintiéndose bien protegi­
da en ese mecanismo familiar que, a cambio de su rehu-
samiento a la vida, le daba la posibilidad de no hacer
nunca elecciones autónomas, y permanecer siempre, no
obstante ello, en el centro de la escena. Los padres ha­

59
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brían seguido evitando un cuestionamiento que nunca ha­


bían emprendido, mientras la hermanita menor habría per­
manecido aferrada a la ilusión de que podía llevar a cabo
su desvinculación a la sombra de la hermana enferma.
Y todo esto, con el consentimiento y el apoyo de un tera­
peuta «respetuoso».
En estos años trascurridos, pues, hemos caído en la
cuenta de que la familia se siente sostenida sobre todo
por la intensidad del influjo terapéutico. Se siente encau­
zada y socorrida justamente por la capacidad y la rapidez
desplegadas por el terapeuta para tomar el control de la
relación y romper los esquemas de interacción habituales.
En efecto, si es cierto que en la batalla por el control
de esa relación terapéutica no resignará fácilmente las ar­
mas, es también cierto que en esa pugna valorará la se­
guridad que el terapeuta demuestre no dejándose enredar
y, en consecuencia, la posibilidad de aceptar los riesgos
de un cambio con la guía de aquel. Pero si nuestro primer
objetivo es inducir una crisis, deberemos preocuparnos
por reunir la fuerza que nos permita provocarla y actuar
de manera que la intensidad de esa crisis sea directamen­
te proporcional al grado de rigidez del sistema familiar.
Nuestra intervención se plantea entonces como una res­
puesta a los inputs que nos son enviados por la familia.
Desde la primera relación que ella trata de establecer con
nosotros, es decir, desde el momento en que es enviada a
consulta y citada (el llamado telefónico anterior a la se­
sión, las manipulaciones emprendidas en torno de la pre­
sencia o ausencia de sus miembros, los primeros minutos
de la primera entrevista), apreciamos la posibilidad de ser
reabsorbidos en el interior de las reglas familiares (Selvi-
ni-Prata, 1981). Sobre la base de nuestra vulnerabilidad,
que es desde luego subjetiva y está ligada a la relación
irrepetible entre este terapeuta y esta familia, calibramos
la intensidad de la intervención.
Por la observación de la intensidad y la índole de las
comunicaciones que la familia nos envía, hemos aprendido
a responderle con una modalidad casi mimética, a saber:
imitando ciertos mensajes y acentuando su intensidad de
manera proporcional a la intensidad con que nos llegan.
Si la intensidad de la intervención es directamente pro­
porcional a la rigidez del sistema familiar, la índole de
nuestras respuestas lo será respecto de las comunicaciones
que la familia nos envía. En efecto, una lectura atenta de

60
estas últimas nos permite apreciar las que podrían po­
nernos en mayores dificultades, y «devolver» a la familia
mensajes que no la enfrenten a nosotros en esos planos,
sino que más bien calquen con fidelidad su estructura.
Las familias nos han enseñado la inutilidad de entrar
en competencia sobre «quién tiene más razón»; por eso
hemos elaborado una lógica de intervención que da la
razón a la familia en la incongruencia de sus mensajes,
de modo de constreñirla a soportar íntegramente su peso
(Andolfi y Menghi, 1977). En ese momento los propios
iniembros del grupo familiar sentirán menos amenazadora
y más liberadora una crisis real de sus relaciones recíprocas.

El paciente designado: puerta de entrada


en el sistema

El comportamiento sintomático, que por lo común es


considerado expresión de sufrimiento del individuo y de
los demás miembros del sistema familiar, ofrece ganancias
indudables a uno y otros. Suele cometerse el error de des­
cuidar este aspecto y no advertir entonces la función del
chivo emisario y el enorme poder que se le asocia; en
efecto, el carácter involuntario del síntoma permite al que
lo presenta definir y controlar sus relaciones con los de­
más y regular las relaciones de los demás entre ellos. En
consecuencia, el gran acuerdo que por lo común borra
toda divergencia dentro de estas familias consiste en que
el enfermo, la persona que se debe curar, es sólo el pa­
ciente designado. Su presencia es esencial para todos, por­
que hace las veces de regulador homeostático de la in­
teracción familiar y porque su misma atipicidad les per­
mite cristalizar en el tiempo todas las relaciones de fun-
ción-dependencia recíproca que los encadenan entre sí. En
virtud de su presencia adquiere una justificación más que
verosímil el «estar constreñidos a ser» y la imposibilidad
de quebrar el despiadado control que cada uno ejercita
sobre los demás.
La enorme importancia de la función de chivo emisario
explica que las tentativas de cuestionar su centralidad y
de extender de manera explícita la problemática a todas
las relaciones del grupo familiar resulten tan arduas, cuan­
do no terminan en el fracaso. En efecto, aceptar una redefi­

61
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nición de ese alcance significaría para la familia perder


el instrumento más eficaz que le permite mantener su
circuito habitual. Significaría enfrentar demasiado precoz­
mente la pobreza de sus intercambios de interacción, la
impermeabilidad de las fronteras recíprocas y la estrechez
del espacio personal concedido a cada miembro. Signifi­
caría, en la práctica, abandonar la terapia o iniciar con
el terapeuta una polémica tan interminable cuanto inútil.
Para mavor confirmación de lo que llevamos dicho, re­
paremos en que las más de las veces el paciente desig­
nado es «traído» a la terapia; es que nadie le puede reco­
nocer, en su condición de paciente, poder alguno de de­
cisión —que por otra parte él tampoco reclama—. Y aun
en los casos en que él mismo es quien pide la intervención
y hace las veces de elemento de unión para el resto de
la familia, se lo consienten en función de su diversidad.
Su comportamiento en la sesión parece reforzar por lo me­
nos cinco aspectos fundamentales que la familia en su
conjunto muestra al terapeuta:

1. La centralidad absoluta de su función de enfermo, que


en lo sucesivo ocupa el universo de la familia, anulando
cualquier otra problemática. Ha dejado de ser una per­
sona; es sólo una enfermedad, al tiempo que los demás
miembros se han convertido en médicos y enfermeros.

2. La imprevisibilidad y el carácter ilógico de sus comu­


nicaciones, aun las más trivialmente congruentes.

3. El carácter involuntario de toda su conducta. Cuantas


acciones lleva a cabo son miradas con melancólica resig­
nación. «No es él quien lo quiere, sino su enfermedad»,
parece el convencimiento de todos. Y con la cobertura
de ese supuesto, el paciente designado se puede permitir
cualquier conducta.
4. Las consecuencias nocivas que la enfermedad del pa­
ciente designado produce en toda la familia. «A no ser por
esta cruz, la nuestra sería una familia feliz.»

5. La inutilidad de los esfuerzos de todos (familiares, ami­


gos, parientes y médicos) para modificar su comporta­
miento. En esta manifestación de buena voluntad mal co­
rrespondida está implícita la idea de que habiéndolo in­
tentado tantos, ya no se puede esperar que alguien obtenga
mejores resultados.

62
Sobre la base de esta situación, el sistema familiar hace
sus demandas: «Ayúdennos a cambiar al paciente, sin in­
terferir en las relaciones en que participa. Ayúdennos a
curarlo aunque sea imposible».
No hace mucho tiempo, la madre de un paciente esqui­
zofrénico llamó por teléfono a nuestro Instituto para soli­
citar terapia. Tanta fue la urgencia que supo comunicar,
que la secretaria que la atendió se sintió obligada a in­
terrumpir la sesión de uno de nosotros para que la señora
pudiera hablar inmediatamente con un terapeuta. Le so­
licitó una entrevista ya mismo, al tiempo que le comuni­
caba que la situación se arrastraba sin cambios desde hacía
unos once años. Declaró además que había consultado
tantas clínicas y a tantos terapeutas que ya no tenía fe en
que su hijo curara. Agregó que esperaba que el doctor
no se pondría a indagar la relación de ella con sus hijos.
Dijo que se había hecho ya esa tentativa en Suiza, donde
no habían solucionado nada. Concluyó afirmando que
por lo menos en ese país se habían mostrado humanos,
mientras que en Italia todos habían dado muestras de un
cinismo increíble. Preguntada si el hijo había participado
en la decisión de emprender una nueva terapia, respondió
que nunca reaccionaba juiciosamente y que, si lo consul­
taran, era probable que no consintiera y se podría haber
mostrado agresivo con ella.
No reparar en la incongruencia entre una demanda apa­
rente de cambio y una demanda sustancial de inmutabi­
lidad, entre una demanda de curación y una definición
más o menos explícita de incurabilidad, significa invaria­
blemente caer en el juego homeostático que determina el
mantenimiento del paciente designado en la función de
enfermo. ¿De qué manera curaríamos al paciente si no
podemos modificar las reglas que sostienen su conducta?
Todas las veces que, ignorando las comunicaciones contra­
dictorias que nos enviaron, aceptamos sin prevenciones un
papel terapéutico, la incurabilidad del paciente y la nor­
malidad de la familia se convirtieron, tarde o temprano,
en un motivo de lucha entre dos bandos: por una parte,
el terapeuta empeñado en empujar al sistema a un cambio
más amplio, y por la otra la familia, empecinada en demos­
trar su buena voluntad y el fracaso del terapeuta.
La tensión y la agresividad que estas situaciones suelen
generar en el terapeuta nos movieron a reparar en un he­
cho asaz evidente: en el interior de las comunicaciones

63
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que estas familias nos hacen están presentes elementos al­


tamente provocadores. Si analizamos las secuencias del
ejemplo anterior, advertiremos que el terapeuta se puede
sentir intensamente provocado, sobre todo en su propio rol.
En efecto, la madre del paciente solicita la asistencia de
un experto, pero al propio tiempo lo priva de los atributos
que esa calificación implica. En esencia, demanda ayuda
porque se siente impotente, pero a la vez es ella la que
define los tiempos y modos de la intervención. Prevé inú­
tiles las eventuales iniciativas espontáneas del terapeuta:
«No habían solucionado nada», o peligrosas: «Se podría
haber mostrado agresivo». Por su planteo de un problema
de urgencia, ejerce una presión emotiva sobre el terapeu­
ta, al que empero le comunica la inutilidad de una parti­
cipación más solícita, en vista del carácter crónico de la
situación. Acto seguido, insinúa una calificación de cinis­
mo para el terapeuta: «Por lo menos en Suiza se habían
mostrado humanos... en Italia en cambio...». Ya todo
esto no dejaba de manifestar su poca fe en el éxito de una
terapia tan solicitada.
Era en sí mismo algo natural que reparásemos en los
mensajes provocadores entre los que la familia nos envia­
ba; pero al mismo tiempo esto nos sugería una primera
hipótesis de trabajo: ¿por qué no focalizar justamente el
aspecto provocador de las comunicaciones que estas fa­
milias nos hacían, e imaginar intervenciones estratégicas
que fueran respuestas a esos mensajes?
Al comienzo no reflexionamos en esta hipótesis, y menos
aún nos esforzamos por procurarle una teorización adecua­
da; de todas maneras, representó el punto de partida de
una serie de tentativas. Así, decidimos seleccionar algunas
comunicaciones entre las que nos enviaban las familias, y
responder a ellas de manera de poner de relieve ciertos
elementos. Nos pareció, en efecto, que podíamos relegar
muchas informaciones a una posición secundaria al par que
empujábamos al primer plano otras, justamente las que
más nos impresionaban por su carácter provocador. Se
trataba de fragmentar el complejo esquema comunicativo
de la familia en partes, de las que utilizaríamos sólo al­
gunas, las más intensamente provocadoras. En lugar de
recurrir a la defensa o de enfrentar a la familia, convenía
que el terapeuta valorizara e hiciera propios los compo­
nentes provocadores que podrían enredarlo en posiciones
improductivas. El modo en que presentamos el anterior

64
llamado telefónico es un ejemplo de lectura selectiva, co­
mo la que decidimos hacer. En efecto, en ella se esco­
gieron sólo los elementos que consideramos provocado­
res; se dejaron de lado todos los demás, que el llamado
ofreció en abundancia. Y al mismo tiempo que el terapeu­
ta los seleccionaba, los mensajes se utilizaron hasta con­
vertirlos en la estructura vehiculizadora de la nueva in­
teracción entre él y la madre.
Puesto que el carácter provocador de ciertas comunica­
ciones familiares está expuesto a una valoración absoluta­
mente subjetiva, entendimos que cada terapeuta podía res­
ponder a la familia trabando con ella una relación perso­
nal (Menghi, 1977). Como fruto de una relación entre
terapeuta y familia original e intensa desde todo punto de
vista, consideramos que nacería un nuevo esquema de co­
municación, del cual el terapeuta, al tiempo que lo inte­
graba como una de sus partes, tendría empero el control.
Resolvimos entonces que nuestra respuesta de contrapro­
vocación utilizaría como punto de ataque del sistema jus­
tamente al paciente designado: si la familia provocaba al
terapeuta y controlaba el sistema terapéutico por la vía
del paciente designado, también el terapeuta trataría, por
el mismo canal, de provocar a la familia y de controlar el
sistema terapéutico. En lugar de luchar contra la centrali-
dad, nos pareció que debíamos tratar de utilizarla. Pen­
samos que un procedimiento eficaz para alcanzar el inte­
rior de estos sistemas familiares podía consistir en mante­
ner y acentuar la posición del chivo emisario, que sería
nuestra puerta de ingreso al sistema. Si este último lo había
comisionado para llevar todo el peso del fardo familiar y
lo había elegido mediador de toda interacción, lo mismo
haríamos nosotros, inmovilizándolo en su función. Así su
comportamiento, definido como involuntario, se volvería a
los ojos de la familia absolutamente voluntario. El que por
definición ocupaba una posición tan central a causa de su
incapacidad para desplegar una conducta adecuada y au­
tónoma, debía ser enfrentado por el terapeuta en un
franco desafío que lo remacharía en su centralidad, a la
vez que la hacía aparecer enteramente intencional.
De este modo, la visión del problema y la relación tera-
peuta-familia experimentaban una radical redefinición en el
interior de una provocación tan intensa cuanto desequili-
bradora de todo el sistema familiar. La redefinición se in­
tegraba en la provocación y era su resultado último.

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Marcos tenía 16 años. Desde hacía unos meses hablaba


de manera extraña, decía ser un piel roja y adoptaba las
actitudes del caso. En la escuela se aislaba más y más.
Con frecuencia, cuando oía ciertas palabras se tapaba los
oídos y, llorando, profería invectivas contra su padre y su
madre. Esta, por teléfono, declaró que la conducta de su
hijo la paralizaba. Se mostró en extremo preocupada, pero
al mismo tiempo parecía participar visceralmente de esa
conducta: abundó, con morosidad, en detalles sobre las ac­
titudes excéntricas del muchacho; describió con minucia
sus gestos y su vocabulario de «apache». El terapeuta que­
dó impresionado por la actitud contradictoria de la madre:
por un lado su preocupación por el hijo, por el otro la
familiaridad y la vivacidad con que se internaba en sus
«aventuras de piel roja»; la monotonía con que proporcio­
naba informaciones sobre su vida familiar presentaba un
franco contraste con la vitalidad con que entraba en los
detalles de la sintomatología de Marcos. Al terapeuta, el
requerimiento de la madre le sonó más o menos así: «Mar­
cos y su imitación de los pieles rojas son para mí el único
motivo de interés y de vida; ayúdeme a hacer que cambie
su conducta». No hace falta explicar la difícil posición en
que se veía el terapeuta.
En este punto se podían hacer varias hipótesis y conje­
turas sobre el significado relacional de las informaciones
recogidas por teléfono. ¿En qué medida la sintomatología
del muchacho camuflaba las necesidades de los demás?
¿Cuáles serían estas necesidades? ¿Por qué Marcos, justa­
mente, debería proteger una relación de pareja empobre­
cida por la monotonía? ¿Por qué era imposible admitir
esto último?
Había tantas hipótesis como caminos que pudieran llevar
a verificarlas. Se trataba entonces de descubrir la vía más
directa para entrar en la familia utilizando las informacio­
nes ya obtenidas. Trascribiremos las escaramuzas iniciales
de la primera sesión:

Madre (en el momento en que entra el terapeuta): Buenas


tardes.
T. (le da la mano): Mucho gusto en conocerla... ¿Ya hablé
con usted por teléfono?
Madre: Sí, fue conmigo.
T. (señala a Marcos, que permanece de pie, con un brazo
levantado y una pose teatral): ¡Ah! Tú tres Toro Sentado.

66
No sé como se hace el saludo piel roja; me parece a mí que
es así: ¡Huh jujú! (Emite un alarido de piel roja.)
Marcos: Pero, ¿quién se atreve a burlarse?
T.: ¡Ah!... ¿no hacen así?
Marcos (con voz gutural): ¡No hacer bromas!
T. (con ademán burlón): ¡Nooo! Pero si es una voz de
cowboy, no es la voz de un piel roja. (El padre y la ma­
dre ríen.)
Marcos: ¡Sí que lo es! Esta es una voz de piel roja.
T.: En mi opinión no tienes gran competencia en la mate­
ria. Debo decirte que durante doce años he visto filmes
de pieles rojas, y te aseguro que esa es la voz del viejo
del Oeste, y mal imitada, por añadidura.
Marcos: Pero yo...
T. (interrumpiéndolo): ¿Cómo te llamas? No te pregunto
por tu nombre artístico, sino por el otro.
Marcos: Nada de nombre artístico. Yo tengo dos nombres.
T.: Dime el primero.
Marcos (con tono enfático): Es el nombre del Santo Evan­
gelista San Marcos.
T.: ¿Cuál es tu característica más importante... San
Marcos?
Marcos: ¡Ninguna característica!
T.: Oye, mi nombre es el de un santo mártir y virgen.
¿Tú qué eres?
Madre (a Marcos): ¡Qué bien recitas hoy!
T.: No señora, no me parece nada bien, es ridículo. (A
Marcos:) Sabes, a nuestro instituto viene mucha gente in­
teresante, pero tú ni siquiera eres interesante, sólo eres
aburrido. Me habían dicho que eras imaginativo con los
apaches, tu mamá me había mencionado a los pieles rojas,
y en cambio te dedicas a los santos, a los temas clásicos.
Un aburrimiento mortal.

«Un aburrimiento mortal». El tema del aburrimiento,


nunca admitido en esta familia, era introducido por el te­
rapeuta por la vía del paciente designado. Desde el co­
mienzo de la sesión, Marcos había sido el medio funda­
mental con que familia y terapeuta trataban de alcanzar
idéntico resultado: el control del sistema terapéutico. Pero
como en ese empeño el sistema familiar, ya por teléfono
en la persona de la madre, había proporcionado al tera­
peuta una serie de preciosas informaciones, él pudo utili­
zarlas ganándoles de mano al paciente y su familia.

67
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El terapeuta advirtió enseguida el aspecto provocador


de la sintomatología de Marcos, y lo convirtió en el ins­
trumento esencial para su contraprovocación. De ese mo­
do privaba al muchacho del habitual dominio que ejercía
sobre las relaciones familiares, dirigidas por él en virtud
de su conducta. El carácter voluntario de esta se exageró
hasta el punto de hacerla mucho más incómoda, tanto
para él como para los demás.
¿Qué habría sucedido si el terapeuta no aceptaba el
reto por el paciente designado y prefería evitar su sinto­
matología o restarle importancia? Con seguridad el pro­
ceso se habría alargado y se habrían reducido las posibi­
lidades de éxito.
No creemos que este sea el único procedimiento para
entrar en una realidad familiar compleja, pero podemos
tener la certeza de que simplifica mucho las cosas y nos
pone por sí mismo al resguardo de «correr por delante
de la familia» sin respetar sus tiempos, estando ella, como
en efecto lo está, encadenada a la ostensible sintomatolo­
gía del paciente. Intervenciones que pretendieran evitar
el encontronazo con la sintomatología y desplazar el pro­
blema del paciente designado, probablemente serían fre­
nadas por este mismo o por alguno de los miembros de
la familia, quienes en un momento «difícil» podrían recla­
mar un diagnóstico, un pronóstico y una terapia para el
pobre Marcos.
La función estable del paciente designado, expresión
final de una organización familiar rígida, constituye el
punto de partida de nuestro trabajo. Si iniciamos nuestro
camino terapéutico atacando la función del paciente desig­
nado, obraremos en armonía con el mecanismo que llevó
a la designación de un chivo emisario.

De la función del paciente designado a la red


de las funciones familiares

La intervención provocadora debe llevarnos a entrar en


comunicación con todos los miembros de la familia por el
mismo camino que ellos utilizan habitualmente para co­
municarse entre sí: el paciente. Para conseguirlo, es esen­
cial que se confiera a este una función diversa que rede-
fina de manera radical sus características de enfermo,

68
tan caras a toda la familia. Además del carácter volunta­
rio de su conducta, será preciso entonces atribuirle una
nueva función que lo señale como el controlador oficial de
la familia, como aquel sin cuyos afanes esta no se podría
manejar.
¿Pero de dónde proviene esta idea de atribuir al pacien­
te designado esa función de regulador homeostático del
sistema familiar? Las propias familias nos la han indicado.
Nos han traído siempre la realidad de uno de sus miem­
bros, que inmoviliza a los demás en torno de su propia
enfermedad. Pero la ambigüedad del mensaje familiar con­
siste en justificar este resultado como fruto de la enfer­
medad del paciente. Por eso mismo, nuestro objetivo prin­
cipal consiste en redefinir su comportamiento como vo­
luntario. Después será mucho más fácil traer a luz su
función dentro de la familia, puesto que es algo que ya
pertenece al patrimonio cognoscitivo de esta.
En síntesis, el terapeuta escinde en dos partes el men­
saje de la familia: «El nos inmoviliza, pero no lo hace
adrede»; sólo admite la primera parte, y pone de relieve
su importancia. Si la función de «inmovilizar» se define
como necesaria e insustituible («Ningún otro en la casa
sabría desempeñarla tan bien»), el sistema quedará priva­
do de su excusa para continuar un juego relacional que
necesita de un chivo emisario para mantenerse. «El pa­
ciente designado es tan importante porque de manera
voluntaria y lógica lleva a cabo acciones útiles para el fun­
cionamiento familiar.» No es, desde luego, una frase má­
gica que podamos propinar al final de la sesión, sino que
representa el resultado último del trabajo realizado por el
terapeuta ya durante la primera entrevista. Esta inter­
vención por un lado repropone provocadoramente al pa­
ciente en su papel de centinela oficial del sistema y, por
el otro, subvierte implícitamente sus características.
Por medio de un esquema enteramente arbitrario, el te­
rapeuta atribuye con exclusividad al paciente designado
la tarea de poner a la familia a salvo de variaciones in-
deseadas. Con la caricatura y el refuerzo de su función,
obtiene las informaciones sobre la organización familiar
que son necesarias para llevar la intervención más a fondo.
Observando la modalidad con que el sistema trasmite su
propia problemática, sea de manera espontánea o durante
la provocación del paciente designado, el terapeuta puede
vislumbrar la trama de interacción de la familia y formu­

69
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lar una hipótesis parcial de funcionamiento. Antes de


la sesión o en el curso de ella, cada miembro envía men­
sajes al terapeuta y responde a los de este según esque­
mas pieordenados por la organización familiar. Al mismo
tiempo que el paciente designado desempeña «juiciosa­
mente» su función y el terapeuta empieza a provocarlo
en ella, la familia actúa ostensiblemente las conductas
que le son más peculiares.
De hecho, si es cierto que la provocación dirigida al
paciente designado es sólo un medio para desequilibrar
el sistema familiar en su conjunto y para obtener infor­
maciones privilegiadas sobre su funcionamiento, también
es cierto que para conseguirlo el terapeuta tiene que ha­
ber vislumbrado algún elemento referido a las funciones
de otros miembros del sistema, y concebido hipótesis sobre
la trama relaciona! que las une. Llegado a este punto, po­
drá vincular la función del paciente designado con las fun­
ciones de los demás y, entonces, atacarlo en su papel de
sostenedor de ciertas modalidades de interacción. Así, el
paciente designado no será provocado como individuo ais­
lado, sino como integrante de un sistema más amplio.
En todo este proceso, el terapeuta se toma la libertad
de indicar en el paciente designado la causa de muchos
acontecimientos, aun sabiendo que, si es lícito hablar de
causa, sólo se la podría imputar al funcionamiento del sis­
tema familiar en su conjunto. Es que el paciente desig­
nado, en virtud de lo inescrutable de su conducta, se presta
para ser señalado como el artífice de muchos aconteci­
mientos, y es posible atribuir a su voluntad ya las prime­
ras hipótesis que el terapeuta ha formulado sobre el fun­
cionamiento de la familia; así se las podrá expresar y ve­
rificar sin correr el riesgo de atribuir culpa alguna a la
familia ni de apartar al paciente designado de la aten­
ción general.
Continuemos con el caso de Marcos.

T. (a Marcos): ¿Cómo es que prefieres el papel de Toro


Sentado a hacer lo que hacen tus compañeros de 16 años?
¿O algunas veces te olvidas de los pieles rojas y te tomas
algún descanso?
Padre: Siempre. Siempre con la historia de los apaches.
T. (con un gesto indica a Marcos que espera una res­
puesta de él.)
Padre: Algunas veces...

70
Marcos (interrumpiéndolo): ¡Oh, depende de...
T.: Disculpe, pero querría una respuesta de él. (Señala
a Marcos.)
Marcos: Depende de ellos... si me irritan.
T.: Es decir que si te cansan demasiado, respondes...
a lo piel roja.
Marcos: Bueno... no justamente...
T.: Entonces, si haces el papel de Toro Sentado es porque
ellos, en tu opinión, hacen algo que todavía no sabemos.
Marcos: Ellos dicen... entre ellos dicen muchas cosas...
Madre (interrumpe al hijo y se dirige con afabilidad al
marido): Siempre ha sido un poco raro Marcos, ¿no crees?
Se parece a tu mamá...
T. (a Marcos): Pero tú, ¿te haces más el piel roja cuando
crees que tu mamá ya no soporta a tu padre, o cuando ella
se pone la máscara de la resignación?
Padre: Mi mujer considera que yo debería ser más enér­
gico con Marcos.
T.: Por la manera en que se agita Toro Sentado, como
mínimo está pensando que su esposa lo considera un fra­
casado... ¡qué más enérgico!
Padre: Nunca me ha tenido en mucho.
Marcos (se pone a gritar): Esta es seriedad, querido mío,
querido mío. No saben... son superficiales, son ateos.
El gobierno italiano... los comunistas...
T. (a Marcos): Linda tarea la que haces. Pero, ¿cómo se
te ha ocurrido que a tu padre no le basta la máscara del
fracasado deprimido y a tu madre la de resignada sonrien­
te. ¿Desde cuándo empezaste a creer que si no haces tus
tristes caricaturas, ellos se destruirían?
Madre: Efectivamente, Marcos siempre fue muy apren­
sivo. Cuando pequeño tenía la idea fija de que yo me
pudiera ir...
T. (a Marcos): ¡Ah! Fue entonces cuando empezaste a
pensar que eras esencial para la familia. Quizá no tuviste
toda la culpa... Si estás tan convencido, tendrás tus bue­
nos motivos. No creo que te convenga cambiar de idea
y descansar, ni siquiera un momento.

Dijimos ya que la familia se relaciona con el terapeuta


sobre la base de las expectativas que se ha formado de
su función profesional, y que en cambio, justamente por
la previsión de estas expectativas, a aquel le conviene
presentarse con una función enteramente imprevisible. Así,

71
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mientras los padres esperaban una indagación sobre las


causas de la conducta patológica del hijo, el terapeuta
lanzó el grito de guerra de los pieles rojas, invadiendo
desde el primer minuto el territorio del paciente. No sólo
no contrarió la conducta de Marcos, sino que la anticipó
y provocó. La redefinición de la relación terapéutica así
producida tiende a desequilibrar enseguida el esquema
organizativo de la familia.
Ya en esta fase inicial, sobre la base de la relación que
los miembros de la familia querrían establecer con el te­
rapeuta y de las primeras reacciones frente a su interven­
ción desestabilizadora, aquel obtiene informaciones especí­
ficas sobre la programación de la familia y sobre las fun­
ciones que se asignan a cada uno de sus componentes.
Los ejemplos expuestos hasta ahora revelan que se pue­
de provocar al paciente designado enfrentándolo de manera
directa, cara a cara. Con el siguiente ejemplo mostraremos
que esa misma maniobra se puede llevar a cabo con la
exclusión ostensible de ese enfrentamiento. Es importante
observar que en ambos casos la centralidad del paciente
designado se acentúa, no se contraría. Como de costum­
bre, la elección entre las dos estrategias nos es sugerida
por la familia, cuya tendencia procuramos respetar, acen­
tuándola. Cuando el paciente designado tiende a con
trolar los circuitos familiares incluyéndose de manera abier­
ta y activa en todo intercambio, optaremos por la primera;
y nuestra elección recaerá en la segunda si el control y la
centralidad se actúan por la vía de la autoexclusión y el
rehusamiento (de la sexualidad, del alimento, de hablar ).
El padre, la madre y el hermano de Donatella eran
oriundos de Calabria, y de Cerdeña el marido. La traían
de Reggio Calabria, donde en los dos últimos meses había
sido atendida y alimentada por los padres. Donatella era
anoréxica: medía 1,70 m y pesaba 28 kg. En la primera
sesión, entró sostenida por su madre y sú hermano Nun-
zio, sin decir palabra; la seguían, a distancia, padre y
marido.

T.: Buen día. (A Donatella.) Parece muy fatigada, tenga la


bondad de sentarse ahí. Si se cansa permaneciendo de pie,
después estará demasiado fatigada para hablar. (La hace
sentar a sus espaldas, excluyéndola totalmente del círculo
(¡ue en cambio formó con el resto de Ja familia.)
Padre: No está bien.

72
T. (indicando con la mano, sin volverse, a la paciente que
tiene a sus espaldas): ¿Cómo se llama?
Madre: Donatella.

En este caso, el ataque a la paciente designada se hacía


por medio de su exclusión. La centralidad que Donatella
mantenía por el recurso de su ostensible rehusamiento de
comer y de hablar le fue prescrita y teatralizada. En lo
sucesivo, Donatella sería provocada de continuo con una
suerte de exclusión-inclusión. Si por una parte se la había
apartado físicamente, por el otro se la incluiría una y otra
vez en el discurso, sin darle ocasión de intervenir.

T. (mirando en derredor): ¿Cuál es la persona a quien Do­


natella ha conseguido preocupar más?
Madre (tras un instante de silencio): A la mamá. (Alcanza
una carpeta al terapeuta:) Son los análisis que se ha hecho.
T. (tomando la carpeta): Esto me hace ver que es usted
la persona a quien su hija ha logrado angustiar más.
Padre: Verdaderamente nos ha preocupado a todos.
T.: Pero usted parece más resignado, me da la impresión
de que tuviera poca fe en que esta situación pueda cam­
biar. Por su expresión me parece que Donatella ha con­
seguido preocupar mucho a la mamá, pero que a usted lo
ha hecho sentir absolutamente impotente.
Padre: Efectivamente...
T. (lo interrumpe y se vuelve al marido): ¿Es usted el ma­
rido?
Madre (entremetiéndose): Sí.
T.: ¿Cuánto lleva de casado?
Madre (entremetiéndose otra vez): Dos años y un poco.
Marido: Se cumplen dos años en mayo.
T.: ¿Donatella comenzó enseguida a hacerle sentir que se
había casado con media persona y no con una persona
entera?
Marido: Pero en verdad soy yo quien se siente medio hom­
bre. Lo cierto es que en Cerdeña, Donatella y yo estuvi­
mos juntos poco o nada, porque casi todo el tiempo estuvo
con ellos y no conmigo, que soy el marido. El último
año se sintió muy mal y pasó todo el verano en Reggio...
yo me quedé solo.
T.: Opino que Donatella está convencida de que esta parte
de la familia (indica a los padres y al hermano) nunca se
podrá separar de ella.

73
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Madre: Entonces no se habría debido casar. .. porque no


fuimos nosotros (señala a su marido) los que quisimos el
matrimonio. Lo quisieron ellos dos, contra nuestra volun­
tad. Y sí vo acepté, fue porque me convenció mi hijo.

Las preguntas, destinadas a diferenciar a los miembros


de la familia, se hicieron de suerte que se entendiera que
Donatella lo había hecho todo voluntariamente. Por las
informaciones de que ya disponía, v por las continuas in­
terrupciones de la madre, el terapeuta conjeturó que la
función de Donatella era mantener unidas las dos familias,
la nueva y la antigua: «Media persona» podía significar
que era muy delgada, o que una mitad estaba en un lado
y una mitad en el otro.
La provocación dirigida a Donatella fue el recurso que
permitió alcanzar a otros familiares, en este caso el mari­
do, quien fue justamente el que ligó cuanto decía el te­
rapeuta con algo que lo afectaba en primera persona. En
este momento se podía decir que el terapeuta había en­
trado en la familia. En efecto, se hablaba de problemas
reales; no sólo aceptaban el hecho de que estaban atados
a la enfermedad de Donatella, sino además que esta podía
ser la responsable. La madre dejó de hablar de carpetas
y de síntomas, y abordó problemas internos familiares.

7"..¿Qué fue lo que hizo su hijo?


Madre: Un trabajo de persuasión.
T, (al hermano Nunzio): ¿Cómo hizo para cometer un error
tan fiero? ¿Cómo pudo creer que su hermana de verdad
podía separarse del resto de la familia?
Hermano: Ella me dijo que se realizaba de esa manera,
casándose...
T.: Lo engañó a usted.
Hermano: Me pareció oportuno convencer a mi madre. En
el fondo, el matrimonio era una elección importante para
la vida de mi hermana.
T.: Pero, ¿no había comprendido usted que su hermana
está habituada a jugar con la vida de los demás?
Hermano: No, no me había dado cuenta. (Sobreviene un
silencio de varios minutos.)
Padre: Es probable que juegue con nuestra vida. (Llora.)
Madre: ¡Me quiero morir yo! No mi hijo... ni mi hija...
Quiero morir yo porque ya tengo 58 años. Es mejor morir,
no ver, no sentir.

74
T. (al hermano): Vea, ha logrado que su madre, que tiene
58 años, se sienta como si tuviera 88... Su madre habla
como si tuviese un pie en la fosa.

El terapeuta había observado que el hermano se situaba


de continuo como intermediario entre instancias diversas,
y que esta función suya, de «puente», se activaba cada vez
que aparecían tensiones. Entonces sugirió la idea de que
era víctima de un circuito que creía controlar. De ese modo
su función de puente se veía como un medio que Dona­
tella empleaba a su gusto para sus propios fines. Los pa­
peles se invertían por completo: no era la familia la que
había llevado a Donatella a poner en peligro su vida, sino
ella quien, con su síntoma, amenazaba la vida de los demás.

T.: (dirigiéndose otra vez al hermano): Pero a mí me pare­


ce que aquí la persona más engañada por Donatella es
usted (lo señala con el dedo), porque lo ha convencido
de que podía tranquilamente tomar el puesto de ella en
la casa. Su hermana no creyó ni por un segundo que po­
día ser remplazada por usted, pero se lo hizo creer así.
Hermano (con tono grave): Tengo la sensación de haber
sido usado con frecuencia por mi hermana.
T.: No con frecuencia: ¡siempre!
Hermano (a la hermana): ¿O me equivoco?
T. (le impide, con la mano, ver a Donatella): No, no se lo
pregunte porque ella nunca le dará una respuesta de
persona adulta. El problema es que lo ha engañado do­
blemente porque, por una parte, le hizo creer que podía
ocupar en su casa el lugar de Donatella v recibir el mismo
afecto de su padre y su madre, y por otra parte consiguió
ella todavía más cariño que antes, con esa historia de no
comer. Apuesto a que en este momento sus padres no tie­
nen ni un minuto para dedicarle, porque continuamente
están con la cabeza puesta en la que se muere de hambre.
Madre: Dice la verdad, porque Donatella siempre me dice:
«Quieres más a Nunzio que a mí». Es totalmente cierto lo
que dice el doctor. Es claro que yo tengo el pensamiento
en mi hijo, pero sin duda la que más nos tiene ocupados
es ella, que está en esas condiciones.

Con esta intervención, el terapeuta pasaba a indagar la


relación entre hermano y hermana, y entfe estos y los pa­
dres. Al hermano se le atribuía la característica de no

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ser nunca el artífice de sus propias acciones, sino que ac­


tuaba siempre en relación con las exigencias de los demás.
¡No había escapatoria para él! Si esta era la situación
en que se encontraba, no podía seguir con la ilusión de
que se evadiría alguna vez; pero esta misma ilusión era
la que le impedía cambiar. A Donatella se le refirmó la
prohibición de hablar, pero con el mensaje implícito: «Si
quieres hablar, deberás hacerlo con modalidades diversas
de las empleadas hasta ahora».
La función de Donatella salía a la luz en toda su com­
plejidad. Empezaban a dibujarse sus lazos con las fun­
ciones que desempeñaban los demás familiares.
Con este ejemplo hemos intentado esclarecer el hecho
de que para inducir una crisis terapéutica y empujar al
sistema más allá de su esfera de estabilidad, el terapeuta
debe atribuir a la conducta sintomática una función sus­
ceptible de ligar entre sí a, los miembros de este sistema;
así se vuelve interactiva la tensión que hasta ese momento
volcaban sobre la paciente designada. El stress, del que
Donatella se había convertido en la única depositaría, se
redistribuyó finalmente entre todos. La cerrazón que la
familia había establecido para mantener a salvo sus propias
interacciones fue utilizada por el terapeuta de un modo
diametralmente opuesto. La paciente designada, que siem­
pre había servido para cerrar, se convertía en el medio
principal para abrir.

Desafío a la función y apoyo a la persona

Cuando la familia llega a la primera entrevista, tratamos


de que sus miembros se empeñen enseguida en el trabajo
terapéutico. Cada uno debe sentirse lo suficientemente
motivado a regresar para participar en algo que lo toca
en primera persona.
El objetivo y la principal dificultad consisten, entonces,
en alcanzar individualmente a cada uno de los miembros
para ponerlo en condiciones de elegir entre lo que suele
hacer y lo que querría hacer, entre lo que es y lo que
querría ser. De acuerdo con otros psicoterapeutas, en par­
ticular Farrelly y Brandsma (1974), creemos que la idea
de la responsabilidad por las propias opciones puede ser
muy útil en psicoterapia, en la que demasiado a menudo

76
se tiende a considerar a las personas como víctimas de
poderes incontrolables.
Sigamos con la sesión de Donatella.

Donatella: Estoy harta de estar siempre en el centro de


todo (comienza a llorar) ...Quiero una vida que sea mía
...déjenme en paz. ¿Por qué están siempre pendientes
de mí? Siento un peso tremendo. (Prorrumpe en llanto
con abundantes lágrimas.)
T. (se acerca a Donatella y se sienta a su lado poniéndole
una mano en la espalda): Mira, Donatella, yo percibo tu
peso, pero también percibo tu terror... (Sobreviene un
largo silencio.) ... El terror que te llevó a hacer siempre
esta farsa del palo de escoba (señala el cuerpo de Donatella).
Donatella (esboza una sonrisa): Pero a mí no me gusta...
T.: Lo sé, lo sé, pero si de esa manera arriesgas la vida,
es el precio que te crees en la obligación de pagar. Tanto
más si arriesgando la vida obligas a los demás a no discu­
tir nunca nada. Se han quedado inmóviles como esta­
tuas... pero este es el único modo que conoces para man­
tener alejado el terror.
Donatella asiente.

Tras un silencio de algunos minutos, el terapeuta des­


pide a la familia fijando la próxima reunión.
En este último extracto se advierte claramente la im­
portancia del paciente designado como modulador de la
intensidad de la contraprovocación terapéutica. En efecto,
el terapeuta puede calibrar la relación establecida con el
paciente sobre la base de las confirmaciones de este a sus
intervenciones. En una primera fase, el terapeuta negó
toda posibilidad de diálogo, pero aceptó el intercambio
cuando la paciente introdujo elementos menos manipu­
ladores y más ligados con su sufrimiento.
Algunos de los requisitos prácticos insoslayables para
empeñar a los miembros de la familia en la terapia han
sido expresados con brillo por Farrelly y Brandsma (1974):

«El terapeuta lo hace todo de manera más acentuada


de lo que se estila en la vida cotidiana. La intensidad
de la voz es mayor que en la conversación normal, y todo
resulta amplificado. En la terapia debe existir un fuerte
aspecto dramático e hiperbólico. [...] No sólo el tera­
peuta elaborará las respuestas del cliente, sino que también

77
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echará mano de sus reacciones subjetivas, sus intuiciones


y fantasías, sus asociaciones internas e idiosincrásicas co­
mo material para construir sus propias respuestas».

Con un lenguaje a veces desacralizador, intuye y verba-


liza dudas y tabúes que los miembros de la familia ni se
atreven a considerar; de esta manera reduce ese espeso
manto de solemnidad que tan a menudo envuelve todo,
impidiendo a los individuos mostrarse claros y explícitos.
He aquí una frase dirigida en sesión a un famoso cirujano
que disimulaba tras la fachada del prestigio profesional
su propio sentimiento de inferioridad: «Pero ¿por qué es
preciso que se sienta siempre una mierda cuando no tiene
un bisturí en la mano?». Tengamos en cuenta que suscitar
enojo por las propias debilidades suele ser un estímulo
constructivo para que alguien deje de sentirse víctima y
llevar a cabo opciones. Provocar una reacción emotiva
inmediata, aunque sea desagradable, permite a los pacien­
tes responder al terapeuta de modo más acorde con sus
propias emociones; así evitan la discrepancia entre lo que
se siente y lo que se dice, que es el principal impedimen­
to para el cambio.
El modo en que el terapeuta, por medio de la provoca­
ción, puede activar a una persona para que se haga cargo
de sus problemas se resume en la etimología de la pala­
bra «pro-vocar»: llamar para que salga, hacer salir. En
una suerte de desafío a la función del paciente y, por
medio de este, a las funciones de los demás miembros
del sistema familiar, se hace aflorar una definición más
clara de las exigencias y potencialidades de cada quien.
Cuando esto empieza a ocurrir, se vuelve inevitable la
crisis tan temida. En los sistemas rígidos es tarea ardua,
porque se ejerce un control estricto sobre la emotividad
individual, por lo común sacrificada en nombre de una
indiferenciada emotividad familiar. En estos casos, sobre
todo, no se avanzará mucho si no se logra crear un stress
suficiente para constreñir a alguno de los miembros a
quebrar la «lealtad familiar» (Boszormenyi-Nagy y Spark,
1973). Es preciso entonces que uno de los miembros sienta
que es más fácil reaccionar de modo diferenciado y per­
sonal a la provocación del terapeuta, que seguir siendo el
fiel ejecutor de un recitado repetitivo. La mayor facilidad
de la primera opción no se debe a que el terapeuta allana-
la esa vía, sino a que hizo mucho más dificultosa la otra.

78
Por su alianza con la mitad negativa de la ambivalencia
que las personas nutren hacia sus propias funciones, el
terapeuta la lleva hasta sus extremas consecuencias, mo­
viendo a cada uno de los miembros a adentrarse de una
vez por todas en las limitaciones y los sufrimientos que
esas funciones traen aparejados. Sólo así se vuelve posible
optar por el cambio. Esta decisión, como por otra parte la
de no cambiar, es de índole emotiva, una suerte de reac­
ción instintiva insoslayable en ese momento. La claridad
y la conciencia acerca de la razón por la cual se elige una
conducta y no otra llegan después, si es que llegan.
La provocación es un instrumento extraordinariamente
poderoso para crear estas condiciones emotivas porque
promueve la tensión en el interior de la familia. Posterior­
mente es tarea del terapeuta ligar esta emotividad con algo
distinto de aquello a lo que antes adhería. Con anteriori­
dad, cada uno de los miembros de la familia se sentía
constreñido a representar únicamente las funciones que
condecían con las funciones de los demás, y ese constre­
ñimiento se mantenía por el miedo a tener que separarse.
Ahora el terapeuta crea una intensidad emotiva todavía
más fuerte, justamente porque la liga con el sufrimiento y
la carga que esas funciones determinan en el que las in­
terpreta. Los actores de este recitado con libreto fijo son
provocados en el mismo terreno de sus caricaturas más es­
tereotipadas; por eso se ven en la imposibilidad de culti­
var la ilusión de que podrán desenvolverse dentro de las
funciones que se les han ido atribuyendo con el paso del
tiempo. Cada uno de los miembros de la familia debe en­
tonces definirse con respecto a su propia ambigüedad, y
elegir. Ante todo, el paciente designado deberá hacerlo
entre dos caminos: mantenerse coherente hasta el final con
el papel de paciente, que sólo se puede diferenciar de los
demás por su enfermedad, o propender a su propia di­
ferenciación, posible por la expresión de instancias inde­
pendientes de las funciones que tiene asignadas.
Daremos un ejemplo en que la función del paciente de­
signado, unida a la de los demás familiares, se convirtió
en el instrumento emotivamente más idóneo para moverlos
a definirse. Alberto, heroinómano de 20 años, permanecía
sentado en silencio entre sus padres, con una expresión de
culpa y de vergüenza. Con su actitud impedía que el pa­
dre, la madre y la hermana mayor desplazaran a otra parte
su eje de atención: parecían paralizados por su presencia.

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T.: (extrae del bolsillo una jeringa de plástico, y la muestra


a Alberto): ¿A quién ayudas más con esta?
Alberto (tras un largo silencio): No entiendo.
T. (le pone la jeringa en la mano): ¿A quién ayudas más
con esta? (Sobreviene en la sala un silencio tenso que dura
varios minutos.)
Alberto: A mi padre.
Padre: ¿Así me ayudarías?
T. (toma la jeringa de la mano de Alberto y se la entrega
al padre): ¿Cómo?
Padre (colérico): ¿Cómo, qué?
T.: Su hijo ha dicho creer que lo ayuda a usted. ¿Cómo
cree que su hijo pretende ayudar?
Padre: No creo tener necesidad de su ayuda...
T. (entregando la jeringa a la madre): Parece que su marido
me ha tomado ojeriza... no tiene ninguna intención de
ayudarme a comprender.
Padre: Pero si yo...
T. (interrumpiéndolo): Su turno ya pasó... escuchemos a
su esposa.
Madre: Quizás... Alberto piensa que mi marido... sabe
que en casa yo siempre he corrido con todo... El no me
escuchó ni cuando tenía necesidad de él... (Se echa a
llorar.)
T. (alcanza la jeringa a la hertnana): Te oímos.
Hermana (agitando la jeringa en lo alto): Sobre todo ayuda
a papá haciéndole comprender que cuando usa esta... es
lo mismo que cuando él bebe.

. Está claro que la familia tenía en ese momento motivos


válidos para regresar a la sesión siguiente. El consultorio
terapéutico se había convertido en un lugar en que habían
aflorado diferencias y tensiones que no se podían recupe­
rar con la facilidad habitual; menos aún podían haber re­
suelto los problemas de todos. En suma, en un lugar que
difícilmente se pudiera abandonar antes de alcanzar una
solución.
La familia queda atrapada justamente por la fuerza con
que sus miembros son provocados personalmente en un
desafío tan atractivo que son incapaces de rehuirlo. Ese
atractivo deriva del hecho de que pacientes y familiares
se ven imposibilitados de mantener la confusión que de
ordinario generan entre ellos mismos y las funciones que
desempeñan. Toda vez que el terapeuta ataca las funcio­

80
nes de las personas y las mueve a identificarse con estas,
los miembros de la familia ya no pueden seguir confun­
diendo la conducta con el individuo que la manifiesta. En
esa situación, ellos mismos reivindicarán una autonomía y
una dignidad que hasta ese momento habían sofocado.

¿Somos o no somos sistémicos?

Como nuestra intervención provocadora ha recibido en


alguna ocasión la crítica de ser «asistémica», creemos que
vale la pena recapitular algunos aspectos ilustrativos de
nuestro modo de provocar a las familias.
El terapeuta remplaza al paciente designado, quitán­
dole su centralidad. Los ejemplos que hemos referido
muestran con claridad que el terapeuta le arrebata lite­
ralmente su puesto de administrador de la operación fa­
miliar, a la espera de tiempos mejores en que la familia
ya no tenga necesidad de un director de orquesta para
sobrevivir. Pero hasta que ese momento llegue, el tera­
peuta seguirá siendo el tramitador funcional de las ten­
siones familiares, como lo había sido el paciente designa­
do, con la diferencia de que este contribuía a mantener la
organización de la familia, mientras que aquel se pro­
diga para quebrarla. Si el primero era previsible en su
atipicidad, el segundo defrauda toda expectativa. En efec­
to, cuando le proponen asociarse en el plano de la com­
prensibilidad racional y responder con un diagnóstico a
los problemas de la familia, el terapeuta —que no quiere
caminar por un terreno que se ha vuelto ambiguo, a causa
de la definición de irracionalidad asignada a la conducta
del paciente— se empeña, en intervenciones imprevisibles
para la familia. Justamente esta imprevisibilidad suya im­
pide la estructuración de funciones interrelacionadas está­
ticas. Por eso su posición central no se convierte en el apo­
yo de la estaticidad del sistema, sino que es uno de los
elementos más desequilibradores.
En las fases iniciales e intermedias (con las que coin­
cide aproximadamente la provocación), el terapeuta trata
de hacer todavía más gravosa la situación de incomunica­
bilidad que reina en la familia; para ello, en lugar de pro­
mover la interacción verbal, la impide. Mientras por un
lado hace que se sienta la necesidad de un sinceramiento

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directo entre sus miembros, por el otro lo impide mante­


niéndose como el interlocutor único de cada uno. Esto
podría sugerir la idea de que nuestro abordaje sería pol­
lo menos irrespetuoso de una teoría que discierne en la
interacción la clave principal de interpretación y de in­
tervención. Sin embargo, en toda relación diádica entre el
terapeuta y un componente de la familia se insertan ele­
mentos provocadores también para los demás familiares.
Por ejemplo: «A Anna se le ha metido en la cabeza que
usted (se dirige a un hermano de la paciente) tiene un
terror pánico de asumir sus responsabilidades fuera de
casa, lejos del afecto de sus padres». Con lenguaje fuer­
temente provocador, el terapeuta ataca al hermano de
Anna en una problemática de desvinculación pero al mis­
mo tiempo:

1. mantiene su provocación dirigida a Anna, a quien le


atribuye pensamientos y acciones sin consultarla;
2. formula una definición diversa de la relación de Anna
con su hermano;
3. incluye en el mecanismo a los padres, quienes, aunque
«con buena intención», sostienen esta situación.

Todos recibían lo suyo. En una relación presuntamente


diádica entre terapeuta y hermano, de la que parecían ex­
cluidos los demás, cada uno sin embargo era provocado en
cuestiones que lo ponían en estrecha relación con los de­
más. Pero se trataba de una interacción silenciosa, tanto
más intensa cuanto más había sido solicitada e impedida
al mismo tiempo. Si antes la familia, en el intento de con­
tener la tensión dentro de límites aceptables, evitaba
interactuar en problemáticas sustanciales, ahora será ella
misma la que reivindique el derecho a hacerlo.
Recordemos el caso de Marcos: «Pero tú, ¿te haces más
el piel roja cuando crees que tu mamá ya no soporta a tu
padre, o cuando ella se pone la máscara de la resigna­
ción?»; y un poco más adelante: «Pero, ¿cómo se te ha
ocurrido que a tu padre no le basta la máscara del fra­
casado?... ¿Desde cuándo empezaste a creer que si no
haces tus tristes caricaturas, ellos se destruirían?». O en
el caso de una familia con el padre alcoholista. «¿Cuándo
empezó a preocuparte que tu madre se desespere si tu
padre bebe?». He ahí otros tantos ejemplos de una silen­
ciosa activación triádica en que cada frase liga a tres per-

82
sonas con tres definiciones arbitrarias de las funciones de
cada una.
Bien sabemos que la elección de las definiciones depen­
de de la específica personalidad del terapeuta, pero justa­
mente esta abre la posibilidad de asociarse con la familia,
participando en el proceso terapéutico. En efecto, el tera­
peuta participa sobre la base de los elementos que ha re­
cogido de cada uno de los miembros de la familia, de las
emociones que estos le suscitan y de la intensidad de su
contacto personal con todo ello. Si después consigue con­
jugar los datos recogidos de otra manera que la familia,
pero con no menor credibilidad e intensidad emotiva, te­
rapeuta y familia participarán juntos en la construcción
de un sistema nuevo.
Muchas veces hemos oído decir que cierta intervención
es sistèmica y otra no; más aún, que una es «más sistèmi­
ca» que la otra, en una lógica en que el juicio sobre «lo
sistèmico» parece derivar más del grado de asepsia del
terapeuta hacia los componentes de la familia, que de la
obediencia a un modelo circular. El presupuesto de ciertas
afirmaciones parece consistir en que mientras más distante
se mantenga el terapeuta de las emociones que experimenta
en la sesión, menor riesgo correrá de enredarse en una ló­
gica lineal. Tememos, por nuestra parte, que esa actitud
no provenga del deseo de ser coherente con un modelo sis­
tèmico, sino del miedo de no conseguirlo. En efecto, puede
suceder que esas reflexiones deriven de una escisión entre
un «pensar sistèmico» y un «sentir lineal», en verdad poco
compatibles.
Sólo si consideramos al individuo como un proceso emer­
gente que siempre tiene la posibilidad de manifestarse de
maneras diversas, podremos utilizar con libertad nuestras
emociones frente a la conducta de alguien; y esto, con
arreglo al criterio de provocar la manifestación y no el ob­
jeto (Dell, 1980). Pero si, por desdicha, aun declarándonos
sistémicos, confundimos las manifestaciones con los objetos,
recalaremos en la convicción de que las manifestaciones de
un individuo son inherentes sólo al individuo mismo; en­
tonces intentaremos hacerlo cambiar, en lugar de modificar
las funciones que desempeña o lo que dice o hace; de este
modo quedaremos definitivamente bloqueados en un siste­
ma de referencia digital en que el objeto ha cambiado, o
no lo ha hecho. Pero si realmente sentimos la enorme dife­
rencia entre decir que cierto individuo es tonto y decir que

83
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su conducta es tonta, podremos atacar con tranquilidad su


función sintomática y las funciones a ella ligadas, sin
temor de que juzguen que no somos bastante... sisté-
micos o, peor aún, sin quedar tristemente enredados en un
circuito causa-efecto.
Si nuestro modo de hacer terapia se puede valer de la
imitación de tantas actitudes familiares es justamente por­
que el obrar de la familia no es lineal ni circular; la in­
terpretación que ella hace de su funcionamiento se puede
llamar lineal, mientras que la nuestra se definirá como
circular. En consecuencia, no vemos motivo para renunciar
a esos instrumentos de control de la relación que tanto
poder confieren a la familia. No sólo no renunciamos a
ellos, sino que tratamos de apropiárnoslos para incremen­
tar la flexibilidad de nuestra panoplia de recursos al ser­
vicio de una clave de lectura circular y de una consiguien­
te lógica de intervención. Si los gestos, el lenguaje, los si­
lencios, el humorismo, el dramatismo, etc., pueden ser ins­
trumentos de manipulación en manos de la familia, ¿poi­
qué razón nos presentaríamos desarmados nosotros? Si Mar­
cos nos pone en situación difícil con su papel de piel roja,
¿por qué podría avergonzarnos responderle de la misma
manera? Si el paciente se pasea por la sala amenazando
a su padre con el dedo, lo mismo podemos hacer nosotros
con él, siempre que se inserte en un proyecto terapéutico.
Es evidente que esto reclama un alto grado de exposición
personal y, en el fondo, de riesgo. Pero, si el terapeuta
no arriesga, ¿cómo arriesgaría la familia?
Otra objeción nos hacen quienes, preocupados por el ni­
vel de tensión que se crea en la sesión, se preguntan si no
puede resultar destructivo para la familia y, en particular,
para el paciente. A estos objetores respondemos que nues­
tro trabajo consiste en orientar de manera diferente la ten­
sión que la familia ya trae consigo, redistribuyéndola entre
sus miembros. Por eso, si la tensión aumenta en cierto pla­
no, se la puede contener con más facilidad en otro, por
el hecho mismo de que el terapeuta modifica su índole.
Además, ya no se nos ocurre ver en el paciente la perso­
nificación de la fragilidad, ni consideramos que ciertas fun­
ciones desempeñadas por él y por sus familiares puedan
evolucionar en virtud de una postura protectora. El pro­
blema, si lo hay, se plantea en el sentido, ya señalado, de
no confundir las funciones con los individuos que las
desempeñan. Por eso nuestra tarea es atacar las funciones

84
y apoyar a los individuos, evitando cuidadosamente hacer
lo contrario (Menghi, 1977).

«En un lecho yacían dos personas o, por mejor decir,


un hombre y su enfermedad. El médico entró en la estan­
cia, los ojos vendados, armado de un grueso bastón. Una
vez próximo al lecho, empezó a dar palos de ciego sobre
el enfermo y la enfermedad. No recuerdo exactamente
quién murió a consecuencia de los golpes... me parece
que fue el enfermo» (Alarcón, 1978).

He aquí quizás el riesgo más común, y el más grave.

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4. La negación estratégica como


refuerzo homeostático

¿Participar o apartarse?

La intervención provocadora tiene la característica de ser


explícitamente activa y de empeñar al terapeuta en un en­
frentamiento directo con la familia; la experiencia nos ha
demostrado que es útil alternar esta actitud con otra de
signo en apariencia opuesto, que permite anticipar las po­
sibles retroacciones de la familia y restarles eficacia.
El mensaje en dos niveles («Sí, te ayudo no ayudándo­
te»), que era nuestra hipótesis como respuesta terapéutica
a la demanda paradójica de la familia, se puede traducir
en una intervención específica que bautizamos «negación
estratégica». Se trata de una técnica paradójica: el tera­
peuta se alia con la parte homeostática del sistema, desocul­
tando y amplificando las razones que están en la base de
la imposibilidad de cambiar. Por ejemplo, ante un paciente
que ha experimentado una notoria mejoría, el terapeuta
puede afirmar: «Es muy peligroso lo que ahora sucede. Su
hijo quiere darles a entender que ya no tiene necesidad de
delirar. Pero la situación parece todavía más grave ahora
que antes, porque él sabe muy bien que no podrá renun­
ciar por mucho tiempo a su conducta. Es comprensible
que tú (al paciente) quieras confundir a los tuyos; lo que
no me gusta es que pretendas confundirme también a mí».
De este modo la familia se ve frente a un terapeuta que se
ha apropiado de sus temores y terrores, y que toma el par­
tido de la imposibilidad de cambiar negando la oportunidad
de la mejoría. El terapeuta condensa diversas operaciones
en esta negación de la mejoría: recalca el significado fun­
cional del síntoma, vuelve a lanzar la provocación al pa­
ciente designado para destacar su posición de polo ho­
meostático del sistema terapéutico y, sobre todo, prevé
las retroacciones de la familia, anticipándose a su tenta­
tiva de reinstalarse sobre los equilibrios anteriores. En este
sentido, la negación se asemeja a aquel koan del budismo

86
Zen en que el discípulo, en el primer grado de su apren­
dizaje, recibía del maestro una tarea imposible: «Si man­
tienes la cabeza baja te azotaré; si la alzas te azotaré».
Así como negar toda solución posible opera la metamor­
fosis del discípulo, de igual modo la negación estratégica
mueve a la familia a desafiar la posición homeostática
adoptada por el terapeuta. En el afán de demostrarle
que es capaz de evolucionar en una perspectiva menos
pesimista, puede llegar a cuestionar y reestructurar defini­
ciones y reglas que mantenían el statu quo.
La formación de la relación terapéutica, la mejoría del
paciente designado, la modificación de la trama funcional
intrafamiliar, el final de la terapia o el requerimiento de
una intervención nueva tras una interrupción, he ahí otras
tantas etapas de un proceso en que la negación puede obrar
a modo de estímulo para reconsiderar lo que se ha con­
seguido, como punto de partida para una indagación ul­
terior. Si esta intervención ha de resultar eficaz, es in­
dispensable que se vehiculice en una relación intensa en­
tre terapeuta y familia. Esta relación debe entonces servir
de marco esencial a la negación estratégica (Napier y Whi-
taker, 1981), que desprendida del lazo terapéutico puede
resultar una mera acción mecánica y hasta nociva si la
familia entiende que el terapeuta es indiferente a sus pro­
blemas o incapaz de comprenderlos.
Para un terapeuta que haya decidido contemplar desde
adentro los problemas de la familia, entrar en los espacios
familiares y distanciarse de ellos son momentos inevitables
e inescindibles. Negar la terapia o el objetivo que se aca­
ba de alcanzar son medios que permiten al terapeuta se­
pararse de cuanto él mismo ha activado, dejando en manos
de la familia un trabajo que ya no estará mediado directa­
mente por su presencia. Así como en la provocación parti­
cipó para construir la relación con el paciente, igualmente
ahora parece separarse de cuanto ocurre, pero en realidad
no hace más que modificar su modalidad de participación;
de hecho hace ver que comprende las dificultades de la
familia, pero se niega como agente de cambio, con lo que
desafía a aquella a retomar la administración de sus pro­
pios problemas. Así se determina una inversión de la ten­
dencia: de protagonista que era, el terapeuta se convierte
en espectador de las iniciativas de la familia.
La alternancia de momentos de participación, en que el
terapeuta entra en el espacio emotivo de la familia (pro­

87
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vocación), y de separación, en que parece salir de él (ne­


gación), se asemeja al movimiento del péndulo: las dos
oscilaciones, de sentido opuesto, son complementarias por­
que la oscilación en un sentido tiene un significado en sí
misma, pero también es indispensable para la oscilación
contraria. Esta marcha en ciclos es reflejo especular de la
marcha de la tensión en el interior del sistema terapéutico.
En efecto, si en la fase de la provocación el terapeuta man­
tiene un enfrentamiento directo con el paciente designado
y la familia, por la negación abandona su posición de cen­
tralidad para moverse en un espacio más externo, desde
donde podrá observar los movimientos de aquella. La ten­
sión, que en la fase provocadora se actuaba en el interior
de la relación terapeuta-familia, es ahora redistribuida
totalmente en el interior del grupo familiar, con lo que
desplegará todas sus potencialidades de trasformación y
diferenciación (Nicoló y Saccu, 1979). En la intervención
provocadora el terapeuta modificó la cualidad de la ten­
sión; por eso justamente la familia puede ahora, con más
facilidad, contenerla y elaborarla.
Mostremos en un gráfico la marcha cíclica de la relación
participación-separación. Advertimos que el punto B, que
representa el punto máximo del movimiento de participa­

ción del terapeuta en el interior del sistema terapéutico,


y que corresponde al pico máximo de la tensión, es tam­
bién el momento en que comienza bruscamente su sepa­
ración de la familia. El carácter secuencial de la relación
de participación-separación en el tiempo es la expresión
de ese tránsito evolutivo en que el ciclo posterior (A,, B,,
A2) representa un progreso respecto del anterior (A, B, A,),
y así sucesivamente. El paso de uno al otro se caracteriza
por un progresivo aumento de la complejidad y de la di­

88
ferenciación en el ámbito del sistema terapéutico, hasta
que se llega a la separación final, es decir, a la escisión
del sistema terapéutico.
De lo contrario, la familia podría negar de antemano
la eficacia de las sesiones o el valor de los objetivos al­
canzados (p. ej., la mejoría de los síntomas), y delegar
por completo en el terapeuta la responsabilidad del cam­
bio; de esta manera se presentaría de nuevo como objeto
pasivo en manos de alguien que mientras más se afana en
el sentido del cambio, más contrariado es por un grupo
que se cohesiona para demostrar su propia impotencia.
Se llegaría a una suerte de tironeo de una misma soga con
el terapeuta, en que la inmovilidad obedecería a la posi­
ción igual y contraria de los dos contendientes. Si aquel,
haciendo suya la lógica paradójica de la familia, suelta im­
previstamente la presa, la familia se encontrará desequi­
librada y movida a adoptar las posiciones de participación
activa que un momento antes pretendía delegarle. La ne­
gación estratégica tiene justamente el significado de hacer
que el terapeuta «afloje la cuerda», anticipándose así a los
movimientos que la familia se preparaba a hacer.

La negación de la terapia

En general, las fases iniciales de un pioceso terapéutico


son un período de adaptación recíproca entre familia y
terapeuta. Como hemos visto en los capítulos anteriores,
esta adaptación está predeterminada por las expectativas
que cada parte se forma sobre la otra. La misma deman­
da de terapia, como motivación, es presentada por la fa­
milia con una cohesión ficticia que se alcanza a expensas
de las motivaciones personales de sus miembros. Así, tras
la presencia física de los familiares se puede esconder una
escasa disponibilidad personal para participar y, por lo
tanto, una negativa a considerarse parte activa en las
modificaciones posibles. No pocas familias trasmiten esta
información ya desde la demanda telefónica.
La madre de un tóxicodependiente de 18 años nos llamó
por teléfono para solicitar una cita. Anticipó que la suya
era una familia unida y feliz, pero que el marido, un im­
portante hombre de negocios, declaraba no poder partici­
par en las sesiones, aunque él mismo había solicitado la

89
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terapia. Nos dijo que le parecía una violencia exponer a


la hija de 12 años a las «repercusiones» de una terapia
familiar, y concluyó preguntándonos si dadas todas esas
circunstancias, juzgábamos oportuna una sesión. Le res­
pondimos que no... y que por lo demás su pregunta nos
asombraba. Le dijimos saber que, de haberlo querido,
ella habría sido capaz de convencer a los demás. Pero
como se trataba de una familia tan feliz, por sí solo el pro­
blema de la hija desaconsejaba una intervención nuestra,
que no sería violenta, pero resultaría inquietante. La se­
ñora, desconcertada con nuestra respuesta, replicó que si
lo considerábamos oportuno se empeñaría en traer a toda
la familia. Otra vez negamos la terapia diciendo que sólo
un llamado telefónico en primera persona de todos y cada
uno de los miembros de la familia nos podría convencer.
Que nosotros mismos haríamos de abogados del diablo, y
desaconsejaríamos vivamente a cada uno emprender la ex­
periencia, salvo que expusiese sólidas motivaciones para
ello. Y en efecto, todos los miembros nos llamaron por
teléfono y fijamos la primera sesión sólo después que hu­
bieron manifestado las razones personales que los lleva-
han a interesarse en la terapia. Esas repetidas negacio­
nes, practicadas desde el primer contacto, tuvieron el efec­
to de ligar fuertemente a cada uno de los integrantes de
la familia con nosotros y de modificar completamente una
situación que parecía perdida desde el principio.
Señalamos ya que mientras más rígida sea la organiza­
ción familiar, más útil será la negación temprana. En
efecto, hemos hecho la experiencia de que es peligroso
entrar en connivencia con las familias y posponer para la
primera entrevista una definición más clara: nos pueden
dar la espalda en el momento mismo en que intuyen la
necesidad de un compromiso individual. Negar asistencia
desde el comienzo puede parecer prematuro y violento, pero
en realidad anticipa los tiempos de la terapia, porque deja
en claro que no estamos dispuestos a aceptar demandas
delegatorias y contradictorias. Por otra parte, si intentá­
ramos reconsiderar el problema desde otro punto de vista,
a saber, consintiendo en satisfacer las expectativas de la
familia, no haríamos más que reforzar los mecanismos
tendientes a reconsolidar la estabilidad preexistente. Ne­
gar estratégicamente la terapia por ser «demasiado peli­
grosa para un equilibrio familiar tan bien consolidado»
es imprevisible para quienes esperan un terapeuta dispues­

90
to a hacer todo lo posible para obtener lo imposible, y
por eso mismo redefine las expectativas de todos.
Ilustrémoslo con un ejemplo. La familia Giovine (pa­
dre, madre y dos hijos) demandó terapia porque los pa­
dres, médicos los dos, estaban preocupados por su hijo
de 21 años, que había interrumpido los estudios y no
trabajaba. Habían andado mucho tiempo en busca del
«mago», pero enseguida descalificaban y rechazaban en
bloque cuantas experiencias terapéuticas habían empren­
dido. Todos afirmaban que el único lunar que turbaba
su paz idílica era la actitud de Ferdinando. Negaban la
existencia de cualquier conflicto en la familia o expresa­
ban este convencimiento de modo eufemístico con gran
despliegue de modales educados y recíproca condescen­
dencia. El acuerdo para acudir a la terapia parecía el
máximo de los esfuerzos de que era capaz la familia, guia­
da por la madre, jefe indiscutido de la situación. El diá­
logo se entabló después que la madre había hablado con
tono competente acerca de la depresión del hijo, sus so-
inatizaciones y su hipocondría.

Madre: Me siento culpable porque es como un niño


anoréxico. Se le dice «¡come, come!», y él no lo hace. Mi
hijo no estudia. Tiene períodos de depresión. Quizá la
culpa es mía. ¿Qué cree usted, doctor?
T.: No me interesa el discurso sobre las culpas. Lo que
no consigo entender es por qué han venido a Roma.
Madre: No comprendo lo que quiere decir. No sabemos
nada. Díganos qué debemos hacer, en este punto nosotros
no sabemos qué hacer.
T.: Desde cierto punto de vista es mejor no saber nada.
No creo que yo pueda ayudar, porque no soy un mago.
Por otra parte, si me ayudaran a entender mejor o hacer
algo por ustedes, se verían obligados a volver a casa me­
nos unidos de lo que llegaron. Y ese es un gran riesgo.
Padre: Esta discusión es interesante. Ferdinando decía que
se dejó arrastrar hasta aquí. Siempre se deja arrastrar.
T.: Y en esto, ¿a quién se parece de ustedes dos?
Padre: A mí. Mi mujer es la que dirige.
Madre (irritada): Hay personas que tienen un carácter, y
otras un carácter distinto.
Ferdinando: Vea, en esta familia uno nunca puede decir
lo que piensa. Mis palabras son interpretadas como una
agresión. Vale más quedarse callado.

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T.: Estoy de acuerdo contigo. Vale más que se queden


todos callados. No me parece que en estas condicio­
nes sea posible una terapia porque tú (a Ferdinando) te
debes convencer de que si tienes dificultades, puedes
también somatizarlas. En el fondo te gusta el papel que
lias adoptado, y además no hay nadie que pueda desem­
peñarlo en tu lugar. ¿Quién si no tú, podría ocupar tu
puesto?
Ferdinando (con acrimonia): Pero... quizá mi padre, se
me parece más.
Padre: Yo en general hago las cosas para no causar fas­
tidio y...
T.: Creo que es verdaderamente inútil proseguir. No pue­
do contar sólo con la vitalidad de la mamá... En efecto,
si aceptaran el fracaso en la vida de Ferdinando, podrían
mantener para siempre esta situación en que la mamá
es una persona tan vital; papá en el fondo tiene su hobby,
su profesión; y la pequeña María Licia tiene su escuela,
etcétera, etcétera.
Madre: Sabe, doctor, mi marido hace seis años que está
enfermo y muy nervioso: parece Parkinson, no sé cómo
dividirme entre estas dificultades.
Padre (visiblemente agitado): ¡Desmintámosla de una vez
por todas! La verdad es que mi mujer me consideró siem­
pre un cero a la izquierda, profesionalmente no me tiene
ninguna estima. Desde la universidad, donde nos conoci­
mos, ella era «la buena». Yo rendía los exámenes porque
ella me empujaba; mi mujer pretende meterse en todo
y se siente superior. Digamos las cosas como son, de una
vez por todas. No sé si esto le resulta útil, doctor, pero
es "rarísimo que nosotros cuatro hablemos como lo hace­
mos hoy.

Negar repetidamente la utilidad de la terapia tuvo el


efecto de desorientar las expectativas de la familia y de
anticiparse a una conducta repetitiva: descalificar e inte­
rrumpir toda experiencia terapéutica. El terapeuta hizo
como que aceptaba el nivel literal de las comunicaciones:
«En esta familia reina la paz y la armonía» y se demostró
poco dispuesto a trabajar sin la autorización y la ayuda
«necesarias para arruinar la paz de la familia». La antici­
pación y la desorientación creadas por la negación arre­
bataron a la familia el poder habitual y le hicieron tocar
el fondo de una situación ambigua. La negativa del tera­

92
peuta a entrar en colusión con la regla de «fingir educa
damente el intento de modificar la situación», puso a la
familia en una encrucijada: ayudar de verdad al terapeu­
ta o interrumpir las sesiones.

La negación de la mejoría

La mejoría expresa un momento de gran inestabilidad


en el curso del proceso terapéutico; el equipo de terapeu­
tas se podría sentir inducido a estabilizar la evolución del
proceso en esa fase. En efecto, puede ocurrir que la rela­
ción de participación-separación se desequilibre a favor
de una participación activa y de continuación del tera
peuta, quien así correrá el riesgo de sustituir a la familia
en la iniciativa y quedar enredado en las mallas seducto
ras de una mejoría temporaria y parcial.
La familia en ese momento ya no se presenta como un
frente único, sino que pone en escena una nueva incon­
gruencia: si el paciente manifiesta una mejoría sensible,
los demás familiares pueden en ciertos casos marcar un
empeoramiento, en neto contraste con la evidencia de los
hechos. Por un lado, la familia señala progresos mediante
su portavoz oficial, y por el otro, expresa la imposibilidad
de admitir la mejoría.
De estas premisas nace la estrategia terapéutica desti­
nada a reforzar la mejoría por medio de su negación. Lo
que ocurre es redefinido como un empeoramiento de la
situación; esto confirma la tesis de que es mejor no cam­
biar nada. La intervención terapéutica consiste, en efecto,
en solicitar a la familia que mantenga estable la situación
en el preciso momento en que se verifican los primeros
cambios. Para ello se le mostrarán, por ejemplo, los peli­
gros inherentes a una modificación de las reglas. Una vez
más el ataque al sistema se produce por medio del pa­
ciente designado, a quien ahora se desafía en su mejoría.
Concretamente, este desafío produce el efecto de reforzar
la tendencia al cambio del sistema por vía de la no acep­
tación explícita de la mejoría (Searles, 1961).
Hemos observado que reconocer de manera explícita la
mejoría del paciente designado, en esta fase, suele empujar
a la familia a negar los resultados alcanzados y a destacar
con renovada insistencia cada mínima dificultad del pa-

93
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cíente. Después de preguntarnos por la razón de estas


respuestas, hicimos la hipótesis de que derivaban de la sen­
sación de peligro que la familia vive a causa de la ame­
naza que la mejoría le plantea en el nivel de la interacción
(Searles, 1961). Pero si también esta vez el terapeuta se
pone de parte de la homeostasis aun antes de que haya te­
nido tiempo de hacerlo la familia, esta en lo sucesivo se
sentirá obligada a retomar su propio camino, aunque deba
enfrentar conflictos diferentes y el surgimiento de proble­
mas nuevos.
Otra táctica que se ha revelado útil consiste en definir
como peligrosa la mejoría. En esta fase delicada, la ambi­
valencia respecto de la doble posibilidad de cambiar (di­
ferenciación) o de permanecer inmóvil (cohesión) ya no se
encierra solamente en el paciente designado y en su sín­
toma, sino que se sitúa en el nivel de las funciones de
cada uno de los miembros. Por ello, hablar de los riesgos
inherentes al cambio y convocar en la sesión los fantas­
mas, y los temores consiguientes, permite dar cuerpo a
esas fantasías y hacerles perder su carácter destructivo
(Napier y Whitaker, 1981).
A veces las intervenciones que acabamos de exponer
se pueden acompañar con la prescripción de no cambiar,
de este modo: se solicitan las conductas que acentúan
las reglas disfuncionales del sistema y la función sintomá­
tica. A esta estrategia, ya descrita por muchos autores
(Haley, 1976; Watzlawick et al, 1971; Selvini Palazzoli et
al., 1975), se la presenta como una indispensable precau­
ción destinada a evitar un cambio peligroso para la familia.
Paradójicamente, produce el efecto de sustentar la mejoría
ya en curso, porque estimula una cohesión nueva en el seno
del grupo familiar, que ahora debe demostrar con hechos
su capacidad de cambiar.
Consideremos un ejemplo. Elsa era una anoréxica gra­
ve de 15 años. Hija única de un político, hacía cuatro
años que se abstenía de comer, de continuo tomaba emé­
ticos y se había encerrado por completo en su casa. Sólo
se trataba con su madre, mujer muy inteligente, pero
frustrada en sus relaciones con el marido. Dos íncubos
pesaban sobre la familia: la decadencia mental de la abue­
la paterna, centro y alma de la familia del padre (una
familia patriarcal de origen meridional) y la decadencia
física del padre, afectado de leucemia crónica. En las se­
siones anteriores, el terapeuta había provocado a la pa-

94
cíente en su función de vínculo entre los padres y de con­
tinuidad histórica respecto de la familia paterna. Los
elementos de muerte que su sintomatología simbolizaba
eran, en efecto, un modo de expresar tanto la grave en­
fermedad del padre, que todos conocían, pero de la que
no se podía hablar, como la arterioesclerosis de la abuela,
punto de apoyo primario de ese sistema. Y todo había
coincidido con un reacercamiento de la madre al padre
y a la familia de él. Así, se estaban constituyendo fron­
teras nuevas entre familia nuclear y familia extensa, y en­
tre la pareja parental y Elsa. Las sesiones habían produ­
cido una mejoría sustancial en los síntomas de la mu­
chacha, así como en las relaciones familiares y de pare­
ja. En este punto, el terapeuta decidió negar la mejoría
y, para conferir más peso al aspecto paradójico de esa ne­
gación, la escenificó en el ámbito de una sesión de al­
muerzo. Toda la familia sintió curiosidad y participó
activamente en la preparación de esa comida especial.
Elsa se puso a ostentar su hambre como si pretendiera
comunicar que todo su problema era cosa del pasado. La
observación de esa actitud movió al terapeuta a intervenir
enseguida:

T.: Este, en el fondo, no es un almuerzo serio,sino sólo


de prueba. (Se dirige a Elsa.) ¿Y eso qué es?
Elsa: Es el segundo plato; me lo como todo.
T.: ¿Entonces comes pastas y segundo plato?
Elsa: Los como por separado, primero las pastas ydes­
pués el segundo plato.
T.: Ciertamente, ya entiendo. Pero, ¿vas a vomitar antes o
después de comer?
Elsa: No, no vomito; más bien debo decir que últimamen­
te algo ha cambiado, en realidad si siento una languidez
voy...
T.: ¡Hum! Lo que pensaba. La verdad es que no me
convences.
Elsa: Me he comido el pastel dulce, la pizza...
T.: ...Nunca te había visto tan indisciplinada como hoy.
Habrás aumentado unos gramos, ¿o me equivoco?
Elsa: Sí.
T. (en tono irónico): ¡Muy bien!
Elsa: Gracias. (Los familiares ríen.)
T.: No entendiste el modo en que dije ¡muy bien!
Elsa (con un hilo de voz): ¿Por qué?

95
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T.:Porque no estoy convencido de que lo hagas como lo


haría tu tío si tiene ganas de gustar unos tallarines: se los
come, y no le importa nada si cría pancita. En cambio;
tú aumentaste unos gramos para confundir las cosas, y no
sería la primera vez. ¿Por qué debías comer de más hoy,
cuando sientes esa languidez? Entrarías en el terreno de
lo que hacen las personas adultas, y tú no te lo puedes
permitir, bien lo sabes.
Elsa: Sin embargo, aunque usted diga que no, yo espero
estar en vías de curarme.
T.: ¡El milagro de San Genaro! Permíteme: ¿qué ha cam­
biado para que te puedas curar, para que puedas dejar
de hacer lo que por tanto tiempo has hecho?
Elsa: Por ejemplo, también reanudé la relación con mi pri­
ma. Cuando estaba mal tendía a aislarme mucho. En cam­
bio ahora me trato con muchachos de mi edad y soy más
abierta.
T.: Eso es secundario, no ha sucedido nada contigo aquí
dentro. (Señala al resto de la familia.)
Elsa: No creo que las relaciones de familia puedan cam­
biar. ..
T.: ¿Y entonces? Te veo más tonta ahora que antes. Por-
lo menos antes tenías una lógica. Eras la única que habías
comprendido enseguida, y bien, lo necesaria que eras para
tu familia y el modo en que todos te utilizaban. Tienes una
función importante, hacerte pelotear de una parte a la
otra. ¿Cómo harán para hablarse tu padre y tu madre
sin tí? ¿Y me quieres hacer creer que tus problemas des­
aparecieron y andas mejor?
Elsa: No desaparecieron, pero algo está cambiando.
T.: No debe suceder más, y tú sabes por qué. Sabes que
no ha cambiado nada en el almuerzo de ustedes, en casa.
¿No es así? (Hace esta pregunta a los padres.)
Madre: Mi marido es una persona que come rápido, lo hace
con velocidad porque tiene necesidad de...
Padre: Como rápido para correr a echarme una siestita.
Madre: A él le interesan las cosas simples, veloces, que le
permitan irse enseguida a la cama...
Padre: En verdad, algunas veces me gustaría salir de no­
che a tomar aire. Por eso voy a un bar. Pero a menudo
salgo solo, porque Elsa emplea mucho tiempo para comer.
Normalmente invito a mi mujer a que me acompañe, pero
cuando está Elsa mi mujer se siente obligada a quedarse
con ella en casa.

96
Madre: Tú me consideras obligada, pero a mí me fastidia
esa obligación.
Padre: Si Elsa se queda sola en casa, mi mujer a las 22.20
empieza a decirme «debemos volver»; eso me causa pe­
sadumbre, y entonces prefiero salir solo.
T. (a Elsa): ¿Comprendes ahora por qué es una tontería
que hagas intentos para sanar, aunque sean tan míseros
como estos? ¿Comprendes por qué debes seguir siendo
estúpida y pensar sólo en cuántos gramos incorporas o
cuánto vomitas? Nadie en esta casa está en condiciones
de prescindir de ti.

En este fragmento de sesión, el terapeuta efectuó una


serie de negaciones que utilizaban el mismo material que
la paciente alegaba como prueba de su mejoría. Desde el
comienzo declaró no aceptarlo («Nunca te he visto tan
indisciplinada como hoy»), lo que estimuló a Elsa en la
defensa de sus logros («No, no vomito; más bien debo
decir que últimamente algo ha cambiado»; «Aunque us­
ted diga que no, yo espero, creo que estoy en vías de
curarme»). La pregunta provocadora que el terapeuta hizo
(«¿Cómo harán para hablarse tu padre y tu madre sin ti?»)
daba por cierta la improbabilidad de un cambio ligado
al vínculo de todos los miembros del sistema. Pero esta
misma pregunta fue la que movió a la pareja a poner so­
bre el tapete sus propios problemas. Acaso en otro contexto
la pregunta habría parecido acusadora, pero en este caso
expresaba la aceptación emotiva del terapeuta hacia cual­
quier elección que hiciera la familia, aun si era una elec­
ción sintomática.

Hacia la escisión del sistema terapéutico

En cierto momento, la familia advierte la necesidad de


verificar su propia autonomía con independencia del apo­
yo del terapeuta; el proceso terapéutico puede entonces
encaminarse hacia una resolución gradual. Cuando esto su­
cede, el terapeuta se puede declarar con franqueza en
favor del cambio y reasegurar a la familia en las posicio­
nes alcanzadas. Pero como en cada estado de transición
el miedo a lo desconocido y las dificultades reales pueden
promover el regreso a situaciones anteriores, es posible

97
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que la familia se oponga a la escisión del sistema tera­


péutico y presente recaídas que justifiquen nuevas deman­
das de intervención, pero que bloquearían el proceso de
independencia en curso. Si el terapeuta aceptara, no haría
más que convertirse en un elemento estabilizador.
La cohesión que antes se producía en torno del paciente,
en el curso del proceso terapéutico se ha ido tramando
en torno del terapeuta, vivido como nuevo regulador ho-
meostático del sistema. Por esa razón puede ocurrir que
la familia se oponga a la escisión del sistema neoformado,
en el intento de estabilizar su nueva organización.
Trataremos de ilustrar mediante un gráfico la evolución
A u c


9 Paciente designad«

O Miembro de la familia.

□u Terapeuta
de las interacciones dentro del sistema, según sus fases.
La familia que en la fase A se organizó en torno del pa­
ciente designado, en la fase B se reorganiza en torno
del terapeuta. Si no es capaz de alcanzar la fase C, que
supone la separación de este último, tratará de estabili­
zarse en el punto B. En ese caso la terminación del pro­
ceso terapéutico debe ser promovida por el terapeuta por
medio de la ruptura de la organización anterior (fase B).
Frente al deseo de la familia de proseguir con las sesio­
nes, que a menudo se expresa en la afirmación «todavía
quedan cosas por resolver; si no permanece con nosotros,
el paciente puede sufrir recaídas», el terapeuta tiene la
posibilidad de mantener la coherencia y continuidad de
la relación por la negación misma de su función terapéu­
tica. Entonces podrá responder: «Sí, los veré dentro de

98
dos meses, pero únicamente si son capaces de salir ade­
lante solos y si el paciente está bien»; en la sesión que
siga, la enfermedad dejará de ser el canal privilegiado por
el cual la familia mantiene relación con el terapeuta.
Consideremos el caso de una familia cuya terapia, al
cabo de unos cuatro meses, parecía encaminada hacia una
conclusión satisfactoria. Reconsiderada la situación y eva­
luados los resultados, el terapeuta pidió a la familia que
volviera pasados tres meses; el intervalo se debía utilizar
para consolidar las posiciones alcanzadas y resolver algu­
nas dificultades señaladas por la propia familia en las úl­
timas reuniones. Pero esa sesión sólo se realizaría si cada
uno de los miembros juzgaba positivo el empeño demos­
trado por los demás para el logro de lo acordado entre
todos. En caso contrario, se pospondría. De esta manera,
se solicitaba a la familia que volviera a presentarse ante
el terapeuta sólo para comunicarle que de hecho ya no
tenía necesidad de él. Trascribiremos algunos pasajes de
esa reunión final.

Padre: Nos vimos...


Madre: En noviembre...
Laura: Sí, a comienzos de noviembre.
T.: Quiere decir que pasaron tres meses. ¿Respetaron la
regla de volver sólo si cada uno de ustedes estaba satis­
fecho con las mejorías obtenidas?
Padre: Por mi parte diré que sí... (se ríe) como personas
serias.
T.: ¿Puede darme alguna prueba de esta seriedad?
Padre: Las mejorías han sido...
Laura: ¿Las puedo escribir en el anotador?
T.: ¿Por qué no?
Padre: Sobre todo, anota, nuestras relaciones. Las relacio­
nes entre mamá y papá. (A su esposa.) Entre nosotros se
ha producido una mejoría clara porque hay más compren­
sión. Todos los problemas que surgen se hablan, se discu­
ten, se resuelven. Mi mujer y yo tenemos ahora una ma­
durez emotiva que quizás antes no teníamos... Ahora me
parece que casi la he alcanzado, casi... Estamos en la
buena senda.
T. (al marido): No corra demasiado ahora, por favor. Has­
ta este momento hemos hablado de las relaciones entre
ustedes. (Se dirige a la esposa.) Señora, ¿usted cómo se
sitúa en este discurso?
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Madre: Estoy de acuerdo con mi marido, sobre todo aho­


ra que hablamos mucho más.
T.: Pero, ¿antes hablaban menos?
Madre: Muy poco, ya fuera de cosas triviales como de
cosas importantes. Ahora, aunque tenemos distinta opinión
sobre muchos puntos, llegamos a un arreglo, salimos ade­
lante.
T. (con aire de incredulidad): ¿En tres meses consiguieron
esto?
Padre: Sí, y también hemos logrado tomar una decisión
para los domingos: yo con las niñas más grandecitas voy
al partido, o bien vamos todos a la montaña.
T. (a Laura y Marina): ¿A ustedes les gusta ir al partido?
Luura y Marina (al mismo tiempo): Sí, sí, nos divertimos
muchísimo.
T.: En cambio, antes no iban al partido ni a la montaña.
¿Es así?
Padre: Yo iba al partido...
Madre: Y vo me quedaba luchando...
T,: ¿Y en la montaña cómo andan, siempre juntos?
Laura: No, con gente. Pero antes andábamos solos. Está­
bamos sólo los de la familia y nos divertíamos menos.
T. (a Laura): Porque tú antes sólo tenías amigos más pe­
queños que tú, ¿o recuerdo mal?
Laura: Sí, es cierto.
T.: ¿Y ahora?
Laura: Tengo amigos, muchachos y chicas.
T.: Temo que este anotador no te alcance. Han estado
desaforados este último tiempo.
Madre: Desde la Navidad, el mes pasado.
T.: Eso es, porque recuerdo un llamado telefónico que no
me gustó nada. ¿Cuándo fue?
Madre: A comienzos de diciembre.
Padre: Un momento no muy simpático.
T.: Estoy contento de no haber aceptado el pedido de asis­
tencia que me hicieron. Los habría privado de la satis­
facción de superar con sus propias fuerzas un momento
difícil.
Laura (recogiendo la insinuación): ¿Debo anotar los pro­
gresos ya hechos o los que quedan por hacer?
T.: Haz esto: traza una raya en el anotador. Arriba están
los ya hechos; abajo puedes anotar los que todavía restan.
Así tendremos un cuadro bien hecho y simple para verifi­
carlo juntos dentro de cinco meses, antes del verano.

100
La propia familia, como a menudo sucede, pareció su­
gerir el rumbo por medio del paciente designado. Acordar
una nueva reunión para después de algunos meses le per­
mitía sentir que el sistema terapéutico seguía vivo, con
la diferencia de que ahora el «terapeuta» era algo de lo
que el sistema familiar se había apropiado; así, poco a poco
desaparecía la necesidad de buscarlo fuera.
Si el terapeuta tiene el convencimiento de que la familia
alcanzó una organización nueva que le permite adminis­
trar sus problemas de manera autónoma, ni siquiera una
recaída será motivo suficiente para reiniciar las sesiones.
En efecto, nos parece desaconsejable que el terapeuta
muerda el señuelo de sentirse tan necesario para un grupo
familiar de cuya evolución constituye un momento impor­
tante por el hecho mismo de ser temporario. En estos
casos nos parece conveniente negar la reanudación de la
terapia definiendo la recaída como un intento de la familia
de volver a confiarle un rol ya superado.
El caso que a continuación expondremos ilustra la ne­
gación de la recaída, procedimiento por el cual el tera­
peuta procura reforzar los resultados ya alcanzados movien­
do a la familia hacia la escisión definitiva del sistema te­
rapéutico.
Esta familia había realizado una terapia familiar durante
unos dos años y medio a causa de la sintomatología esqui­
zofrénica que presentaba María, la segunda de tres hijos.
En el momento de la primera intervención, la situación
parecía desesperada: la madre y los tres hijos, desde la ma­
yor, Giovanna, de 32 años, hasta Franco, el menor, de 18,
dependían totalmente de los padres, y su vida emotiva y
de relación era confusa y se encerraba entre las cuatro
paredes de la casa. En la primera fase de la terapia, María,
en una suerte de pulseada con los terapeutas, había hecho
una fuerte regresión y pasado dos largos meses en cama;
en ese período debían darle de comer en la boca, era enco-
prética y enurética. Este estadio dejó paso, poco a poco,
a una serie de progresos, hasta que se produjo un genuino
cambio en la vida familiar. Los padres, que empezaron a
percibir su pensión jubilatoria, mantenían una relación más
serena y de tiempo en tiempo se permitían salir de va­
caciones. Los tres hijos habían enfrentado, cada uno per­
sonalmente, problemas de inserción social y laboral, y ha­
bían tomado decisiones importantes: Giovanna, la mayor,
comenzó a dictar clases en una comarca lejos de Roma,

101
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donde se había establecido. Franco se había dedicado a


la militancia en un partido político, mientras María reto­
maba los estudios universitarios, y desde hacía un año se
desempeñaba con satisfacción en un empleo de medio día.
Habían trascurrido dos años desde la última sesión de con­
trol, cuando de repente Giovanna llamó por teléfono para
solicitar asistencia a causa de una «recaída de María, que
estaba muv nerviosa v pedía con insistencia poder recupe­
rarse en una clínica psiquiátrica». El padre había llamado
a Roma con urgencia a la madre, que estaba de vacaciones
en su pueblo natal.
Una indagación telefónica más detenida reveló un suceso
inesperado: Giovanna había tenido durante dos años una
relación con un colega, y proyectaban casarse en poco tiem­
po más, pero una afección cancerosa maligna y rápida ha­
bía determinado la muerte del novio unos meses antes.
Giovanna reaccionó con mucha reserva y dominio de sí, pero
después del suceso María había vuelto a estar «nerviosa».
El terapeuta, convencido de la eficacia del trabajo cum­
plido en el pasado, concibió la hipótesis de que si aceptaba
la «recaída» de María, como la habían definido, no haría
más que «exhumar» la antigua designación de la hermana
para encubrir un problema real, con lo cual impediría a la
familia y a Giovanna elaborar el dolor de aquel terrible luto.
Aceptó entonces ver a la familia por una sesión, y la propia
familia lo confirmó en sus hipótesis.
Todos estuvieron presentes en la reunión; al sentarse de­
jaron en el medio una silla vacía, hecho que el terapeuta
recogió en la dimensión de un mensaje metafórico de la
familia.

T.: ¿Saben ustedes de quién es esta silla?


Padre: Del doctor, ¿no?
T.: ¡Pero no! El doctor se sienta en esta otra. Esa es la
silla del que está peor. El que sufre más se debe sentar
ahí. (El terapeuta se refiere a un sufrimiento, no a una
enfermedad. María se levanta y lentamente se sienta en
el puesto vacante.)
Madre (tras un largo silencio): A punto estuve de ocuparla
yo. Me sentía incómoda y había pensado en trasladarme.
María: Yo estoy incómoda aquí en el centro. Quizás es
mejor que vuelva al lugar de antes.
Padre: El primer impulso es el que vale; ahora ya estás
ocupando la silla.

102
T. (a Giovanna): Pero, ¿cuándo sucederá que en esta fa­
milia alguien se interese por ti?
Giovanna: No sé. Es posible que no haya hecho nada para
llamar la atención.
T.: ¿Cuántos siglos crees que pasarán hasta que lo hagan?
Madre: Yo la ayudé cuando estuvo mal, por eso mismo
quedé mal yo después de la muerte de Antonio.
T.: Bla, bla, bla. Una persona no se siente mal por estar
cerca de la hermana o de su novio que muere. Estos mo­
tivos son sanos y normales. (A Giovanna.) Siempre en
esta familia hay alguien que pasa por una situación más
difícil que la tuya, ¿te has dado cuenta? ¿Por qué no
pruebas de cambiar de lugar para ver cómo estás tú en
esa silla una vez al menos? ¿O tú (a María) tienes siem­
pre necesidad de hacer el papel de tonta?
María: No, por cierto, es mejor que ella haga el papel de
tonta. Y por otra parte yo no soy tonta, sólo estoy deses­
perada.
T.: Me gustaría saber si Giovanna no ha estado más deses­
perada una vez.
María: Ella dice que no. La reina de estar mal soy siem­
pre yo. No es culpa mía. No sé por qué Giovanna quiso
venir aquí; no sé si estaba preocupada por ella o por mí.
T.: Es el gran enigma; ¿qué crees tú?
María: Creo que está preocupada por ella misma y de
buena gana le cedo esta silla. (A Giovanna.) Te cedo esta
silla si la quieres, porque ya estoy harta de este papel de
primera actriz. ¿Quieres sentarte aquí?
Giovanna: No lo sé. En mi opinión, cuando una persona
ha pasado los treinta años, como es mi caso, no debe ocu­
par el centro de la atención en medio de la familia.
María: Entonces, ¿qué querías hacer aquí?
Giovanna: Sobre todo quería venir porque se habla de
ciertas cosas que de otra manera nunca se enfrentan. Por
lo menos nos miramos a la cara. Pero yo no quiero esa
silla, me resulta incómoda porque quiero resolver de otro
modo mis dificultades. No veo por qué hay que ser siem­
pre una actriz en medio de la familia.
Franco (es el hermano): Lo ves, Giovanna, siempre hay
alguien más dispuesto que tú a ocupar ese lugar.
Giovanna: Eso forma parte de la vida.
T.: ¡Justamente porque forma parte de la vida! En la vida
las emociones de las personas tienen una importancia muy
diversa; aquí, si María hace el teatro napolitano (eleva la

103
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voz), todos acuden y «¡Alá, Alá es grande!»; pero si tú


tienes un amor y lo pierdes, a nadie le importa nada. (A
Giovanna.) Si acepté verte fue porque imaginaba lo que
para ti significaba haber encontrado una relación impor­
tante fuera de casa y haberla perdido, y no por desave­
nencias, sino porque se produjo una muerte... ¿Qué sig­
nificado tiene esto para ti a los 34 años? Esperaba que
se llegase a hablar de esto hoy, de problemas reales. Por
eso me siento confundido y desilusionado.
Franco: En efecto, Giovanna estuvo mal, ha sufrido mucho.
María: A mí me parece, en cambio, que ha reaccionado
muy bien. Tiene un carácter que reacciona bien. O qui­
zás... ahora empiezo a creer que también ella hizo el re­
citado, lo mismo que yo durante tantos años. Yo recitaba
el papel de la tonta, ella ha recitado otro papel.
T.: Eso es cierto. ¿Cómo has recitado tú, Giovanna?
Giovanna: ¿Cómo he recitado? Traté de hacerte, María,
un discurso muy claro. Vi que participaste mucho en todo
lo de Antonio. Entonces te dije: la situación es así, trate­
mos de superarla. Pero está claro que dentro de mí no la
había superado. Y después, cuando mamá volvió, ¿acaso
se habló de lo ocurrido? ¡No! Yo me lo guardé adentro
mientras recitaba ante ustedes el papel de la que finge
que nada ocurrió. Ese es el recitado que yo hice, y no
pretendía que los demás se molestaran por lo que me
había sucedido a mí.
Madre: ¿Tú crees que guardándolo para ti nosotros no nos
dolíamos? Yo me dolía lo mismo, aunque tú no lo dijeras.

El terapeuta recogió desde el comienzo el mensaje


que la familia le envió: «Hay una silla vacía entre nos­
otros». Pero, ¿qué representaba? La silla del que está
peor, respondió él; y enseguida redefinió como sufrimiento
lo que la familia se aprestaba a presentar como enferme­
dad. Bajo la letra de la redesignación, el terapeuta intuyó
el sufrimiento de Giovanna. Negó entonces a María el
derecho de volver a centralizar la atención, porque era
otra persona quien lo tenía y porque había otro motivo
más lógico que el de «hacer el papel de comodín». Así,
negándole esa centralidad, le propuso desempeñar un pa­
pel diferente en la familia. La brusca negación de la re­
caída, y el hecho de apuntar con el dedo a un dolor real,
tuvo el efecto de sacudir a la familia y de hacer que cada
miembro sintiera el derecho al propio sufrimiento.

104
5. Metáfora y objeto metafórico
en la terapia

El lenguaje metafórico

La metáfora está ampliamente presente en el lenguaje


cotidiano, donde, por la evocación de imágenes de seme­
janza, permite reproducir la realidad y los objetos del
mundo circundante, como podría hacerlo un mapa en re­
lación con un territorio. Ahora bien, a diferencia del mapa,
el lenguaje y sus imágenes metafóricas cambian de sig­
nificado no sólo según el contexto en que se sitúan, sino
según las connotaciones que se agregan en virtud de las
circunstancias de su empleo (Eco, 1975; Conté, 1981). Ello
implica que, según los casos, cobrará mayor relieve esta
o aquella característica del objeto, de la situación o de
la acción a que la metáfora se refiere, como si un objeto
cualquiera revelara características diferentes bajo la ac­
ción de un haz de luz que explorara su superficie desde
diferentes ángulos.
Así se explica que la metáfora se preste a que la utili­
cen los miembros de la familia para expresar estados de
ánimo o situaciones de vínculo; o el terapeuta, para llevar
adelante su trabajo de análisis y de reestructuración. Pa­
rece que la metáfora brotara de nuestro común reclamo
de detener el perpetuo fluir de la realidad y apropiár­
noslo; sería el intento de recuperar lo que se pierde en la
experiencia de todos los días por medio de algo que lo
recuerde. El mismo síntoma que el paciente o la familia
presentan se puede convertir en la metáfora de un pro­
blema relacional, el intento de conciliar exigencias con­
tradictorias por medio de un símbolo polivalente.1

’ Esto explica que no baste la pesquisa del suceso o de los sucesos


«traumáticos», y de la vivencia que se tuvo de ellos, para resolver
el problema existencial del individuo o de la familia; en efecto, el
momento de su reevocación pertenece a un contexto diferente y se
inserta en una estructura cognitiva que les imparte una connotación
de algún modo distinta. Por ejemplo, cuando un adulto recuerda
en la terapia las emociones asociadas con el trauma de la separación

105
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Así, un paciente desavenido con su cónyuge, pero de­


pendiente de él, puede manifestar con un vómito irrepri­
mible su imposibilidad de tragar lo que anda mal en la
relación; acaso este síntoma se convierta en el medio para
poner de manifiesto su exasperación, al tiempo que le
permite mantener una relación de dependencia. Es como
si el aspecto metafórico del síntoma lograra conciliar la­
dos contrapuestos de la realidad, y obtuviera su simul­
tánea cristalización. En efecto, si el síntoma no es re­
suelto, con el tiempo se puede convertir en el cruce de
caminos en que confluyen situaciones muy distantes en­
tre sí. Para retomar el ejemplo anterior: el vómito del
paciente expresará los problemas conyugales, pero además
se convertirá en la metáfora de otros problemas de rela­
ción, por ejemplo con las familias de origen, en una con­
tinua caza de imágenes que se reflejan unas en otras
como figuras en un salón de espejos. De ese modo se
habrán creado una superposición y una condensación de
situaciones que se manifestarán por el mismo símbolo. En­
tonces el síntoma puede perder poco a poco sus caracte­
res de especificidad: el símbolo del malestar específico
se convertirá en el síntoma en sentido generalizado, ajeno
al espacio y al tiempo, y válido en cualquier circunstan­
cia; será sólo la historia personal la que confiera un tiem­
po y un espacio particulares a sus manifestaciones.
Por lo general, en el momento de intervenir el tera­
peuta, la evolución de la «metáfora» del paciente hacia
características cada vez más abstractas e inespecíficas ha
llegado a su culminación; por eso mismo, él se encuen­
tra en la necesidad de iniciar un proceso opuesto a fin de
redescubrir en el interior de la imagen presentada los
elementos históricos y relaciónales originarios. Podrá en­
tonces condensar en una metáfora propia los datos de ob­
servación recogidos en el curso de las interacciones entre
los miembros del sistema terapéutico; en ese caso utilizará
imágenes genéricas y adaptables a muy diversas situacio­
nes, pero que contengan elementos singulares que se pue­
dan superponer perfectamente a la situación en examen.

de uno de sus progenitores, se encuentra de hecho en una con­


dición muy diversa de la situación originaria, porque en su historia
personal intervinieron muchísimos factores desde aquel momento.
Por eso, el significado que atribuya al episodio en cuestión será
fruto de numerosas interacciones de su experiencia pasada, que, por
su repetición, concurrieron a plasmar su actual estructura cognitiva.

106
En la metáfora, pues, tanto si es expresada por los pa­
cientes en sus síntomas como si es el terapeuta quien los
enfrenta a ella, observamos operar mecanismos análo­
gos a los que se activan en cada uno de nosotros cuando
se infringen las reglas que mantienen la coherencia de los
mensajes enviados por el interlocutor. En efecto, si a) yo
b) digo algo c) a alguien d) en una situación específica,
puedo evitar definir la relación negando uno de estos ele­
mentos, o los cuatro. Puedo: a) negar que personalmente
comuniqué algo; b) negar que algo haya sido comunicado;
c) negar que haya sido comunicado al otro, y d) negar el
contexto en que se lo ha comunicado (Haley, 1974). Esto
no sólo es válido para el lenguaje verbal, sino para el no
verbal, en que cada elemento puede ser respetado en un
nivel y negado en otro.
En el caso del paciente sintomático, es manifiesto que
formalmente no envía mensaje alguno, puesto que su con­
ducta no es voluntaria y, en consecuencia, «no es él»
quien comunica algo; no se establece una comunicación
estructurada de manera explícita y, por lo tanto, no se la
puede reconocer formalmente como tal; menos aún cuando
no está dirigida manifiestamente a la persona con quien
interactúa el paciente. Por otra parte, cuando el terapeuta
emplea la metáfora para responder al paciente, utiliza ese
mismo tipo de procedimiento, y la negación puede recaer
sobre uno o más aspectos formales de la comunicación.
La metáfora es trasmitida del mismo modo en que el pa­
ciente manifiesta el síntoma; en virtud de su contexto y
de su forma, se afirman y niegan al mismo tiempo el con­
tenido del mensaje o su destinatario (Bateson, 1976).

La metáfora literaria

Para que se comprenda mejor lo que llevamos dicho,


lo ejemplificaremos con un extracto de la primera sesión
con una anoréxica de 15 años; participaron los padres, la
abuela paterna y otros parientes del padre. En la primera
parte de la reunión habían aflorado notables diferencias
entre los padres, sobre todo acerca de la centralidad de
la abuela, al par que la posición de la madre se presen­
taba más bien marginal, porque na se sentía aceptada
por la familia del marido. El nacimiento de Carla, la pa-

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cíente anoréxica, parecía haber contribuido a desplazar


el eje del equilibrio familiar en el sentido de un reacerca­
miento entre los padres, a expensas de quedar ella como
la intermediaria «oficial» de todas sus relaciones.

T.(al padre): ¿Entonces Carla los ayudó a unirse y a se­


pararse al mismo tiempo? ¿Quiere decir que lo que no
hizo usted por su esposa, lo pudo hacer por su hija?
Padre: En cierto sentido fue así.
T.(a la paciente): Tú, bella señorita... No logro enten­
der por qué esta bella señorita se ha sentido tan gran­
diosa, tan... ¿Conoces a Don Quijote? Don Quijote creía
siempre que vencería; en cualquier empresa, él siempre
se entremetía... pero al cabo era un pobre Cristo que
recibía palos a diestra v siniestra... En apariencia un
gran personaje, pero en el fondo uno que... ni siquiera
sabía quién era. ¿No? ¿Estás de acuerdo?
Carla: Yo me debo...
T.(interrumpiéndola): Pero era un poco como tú. Tenía
tu apariencia, tenía todo esto. (Indica la figura de la pa­
ciente.) Siempre un atuendo perfecto, con su rocín, su
escudo... Tú en lugar de la espada y del escudo tienes
una linda carterita, un vestidito de damita, pero tengo la
sensación de que por dentro te pareces a Don Quijote,
porque se te ha puesto en la cabeza que vencerás, como él
lo creía; que puedes tomar sobre ti todas las tensiones
que por aquel lado (señala a los padres) no se pueden ad­
ministrar; el odio feroz que tu mamá sigue alimentando,
pero que debe negar siempre... Y entonces te has hecho
cargo de odios, de extorsiones y de alguna otra cosa que
todavía no tengo clara, y te has puesto a dirigir el trán­
sito con tu rocín... Noble gesto, pero ciertamente...
Carla: No sé si he hecho esto, pero si lo hice... en cuanto
a mí lo hice inconcientemente.
T.: ¡Hum!, con ese «inconcientemente» no cambia el gui­
sado ... porque si lo empezaste a hacer inconcientemen­
te, ahora lo sigues haciendo con conciencia (Carla intenta
replicar, pero su padre la hace callar.)... Sabes muy bien
que tu mamá nunca fue aceptada, que tu mamá tiene la
sensación de que lo que ha conseguido lo consiguió por­
que estabas tú y no por ella misma, y acaso alguna vez
ha pensado que mejor sería que no hubieras nacido...
(Carla prorrumpe en llanto.) La única diferencia está en
que Don Quijote nunca lloraba, y esto me consuela; si

108
logras llorar quiere decir que... es menos seguro que
tendrás el fin de Don Quijote.

Como lo muestra el análisis del fragmento reproducido,


por medio de la imagen de Don Quijote se conseguía
figurar en concreto una serie de conductas y de funciones
de la paciente, al tiempo que se le atribuían las connota­
ciones que caracterizaban al personaje, que entonces re­
presentaba un término de cotejo. De esta manera, Carla
ya no debía buscar una definición de sí en una realidad
en movimiento y en relaciones continuamente mudables;
en efecto, esos procesos quedaban fijados en una imagen
que en sí misma contenía una definición y una historia,
que obraban como elemento de comparación «externo» a
la paciente. Este es un punto muy importante, porque
una de las mayores dificultades con que cada persona tro­
pieza en su proceso evolutivo y en su afán de cambiar
es, justamente, no poder salirse de sí misma para cote­
jarse con la propia imagen. Ahora bien, el cambio sólo
puede brotar de un cotejo, es decir, de la apreciación de
la diferencia entre un estado y otro, de una discontinuidad
y una esquematización arbitraria del continuo fluir de la
experiencia.
La imagen proporcionada define no sólo al miembro de­
signado, sino a las relaciones e interacciones que mantiene
con los demás, situándolas en una atmósfera irreal y fan­
tástica. Así, aunque el mensaje representativo se envía
en apariencia a una sola persona, su estructura incluye de
manera indirecta a las demás en la medida en que están
en relación con aquella. Es como si se les dijera: «En el
momento en que aceptan el intercambio con Carla, entran
ustedes en un mundo de fábula». También este mundo
pierde las características espaciales y temporales específi­
cas, a la vez que mantiene los atributos de universalidad
ligados con el personaje literario. Es este el que establece
el marco en que se desenvolverán los intercambios poste­
riores, mientras que los detalles, y por lo tanto también
su situación espacial y temporal específica, serán propor­
cionados por la posición de Carla en la historia familiar
y por la definición que los demás dan de ella, y ella de
sí misma por sus propias acciones. Por otra parte, el
mundo de la literatura y el teatro nos proporciona un
ejemplo de este proceder cuando nos propone la reedición
de un personaje clásico en un drama moderno.

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La metáfora contextual

El empleo de la metáfora no se limita a una situación


como la que expusimos, en que el terapeuta hizo explícita
la referencia a la persona, operando él mismo la ligazón
con la imagen metafórica. En otras situaciones, esto mis­
mo se lleva a cabo de manera mucho más sutil, por la
amplificación de expresiones singulares de significado me­
tafórico de los pacientes mismos, que pasarían inadverti­
das si no se las extendiera de suerte que dejen de ser un
elemento del discurso para convertirse en su marco con­
textual, según lo veremos con más detalle cuando tratemos
del objeto metafórico.
En otros casos, el terapeuta puede condensar en una
metáfora muchos elementos que pudo observar en el curso
de las interacciones familiares, haciendo de manera que la
ulterior definición de los rasgos de detalle de la metáfora
se produzcan por obra de los pacientes, como en el ejemplo
que a continuación referiremos.
La paciente, deprimida desde hacía muchos años, se
presentó en la sesión con su actual marido y con el ante­
rior, que seguía administrando los bienes de la familia;
además estaban sus hijas, de los dos matrimonios. Era
todavía atractiva, a pesar de su edad y su «depresión»;
esmerada en su aspecto exterior y atenta a la impresión que
causaba, por su modo de presentarse y de hablar im­
ponía a todos la centralidad de su persona. El cabello
arreglado en forma de turbante y una larga boquilla en la
mano daban el toque que completaba su imagen de mujer
fatal. Los dos maridos tenían aire más bien distraído y
ausente, como si estuvieran ahí por pura casualidad; las
hijas parecían pobres huérfanas en busca de un punto de
referencia; la atmósfera general era de un grupo de per­
sonas sobre las que pesaba el hechizo de un «hada ma­
léfica».

T. (en el momento de iniciar la sesión, aun antes de sen­


tarse): ¿Tendrían la amabilidad de dejar libre un sillón
para la mamá? (Indica un sillón situado en un ángulo,
donde hay amontonados objetos personales. A la paciente.)
Señora, ¿querría usted sentarse ahí? (A los demás.) ¿Pue­
den ustedes cerrar el círculo y olvidar la presencia de
Tiziana? Todos saben que no hay esperanza alguna de
aquel lado. (Señala a Tiziana, que permanece sentada en

110
el sillón.) Esta reunión será útil únicamente si ustedes,
o alguno de ustedes, logra salir del maleficio... ¿O todos
han renunciado ya... ?
Primer marido (con aire sorprendido): No entiendo.
T.: ¿Hay esperanza para ustedes? ¿Para quién hay más,
para quién menos?
Giulia (de 27 años, primogénita del primer matrimonio,
con tono fúnebre): Creo que cada uno de nosotros trata de
hacerse un camino para vivir bien.
T.: Sí, tú hablas de lo que uno busca, pero yo me refería
a lo que uno tiene. ¡No es lo misino!
Giulia; Creo que cada uno de nosotros vive... buscando.
T.: ¿Usted, por ejemplo, se ha librado del maleficio?
Giulia: ¿Qué entiende usted por maleficio? Este... este
malestar a causa de ciertos hechos de carácter familiar...
No, no me he librado; seguramente que no.
T.: ¿Es usted la que está más adentro?
Giulia: Sin duda que estoy muy mal. Hay cosas que pue­
den ocurrir ahora pero que pueden traer consecuencias
después. Ella, la más pequeña, por ejemplo. (Mira a Sa­
bina, la hernuinita de once años.)
T.: ¿Eso es como si pudiera producir daños a distancia?
Giulia: No lo sé, quizá los haya producido ya, pero los pue­
de haber peores más adelante. Además de todo, siento
también la responsabilidad por ella. En cierto sentido es
una niña.
T.: ¿Que usted le haga de mamá a Sabina, forma parte
del maleficio?
Giulia: No es que le haga de mamá... a veces me preocu­
po por todo lo que le sucede, además de lo que me toca.
T.: ¿Tiene hijos usted?
Giulia: No, no tengo. . . Creo que no quiero tenerlos por­
que no estoy en condiciones... no tendría serenidad de
ánimo, no podría dar nada de bueno a mis hijos, creo.
T.: Quiere decir que el maleficio le ha llegado hasta el
útero. (Se dirige acto seguido a Grazia, la primogénita del
segundo matrimonio.) ¿Y tú cómo estás? ¿Tienes más es­
peranzas de escapar del maleficio?
Grazia: Más o menos como ella. (Mira a Giulia.)
T.: Es decir que tampoco tú tendrás hijos.
Grazia: Más o menos como ella. (Mira a Giulia.)
T.: ¿Cuánto tiempo hace que actúa en ti el maleficio?
Grazia (con una mezcla de ira y resignación): Bueno, creo
que desde siempre o casi... ¡bah!, no lo sé con precisión.

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Como se advierte, el terapeuta obligó a sus interlocuto­


res a cotejarse con la imagen que les habría proporcio­
nado (el maleficio), que se fue definiendo más y más en
los detalles, adquiriendo connotaciones personales a medi­
da que se avanzaba en las respuestas. En el momento
mismo en que todos aceptan la metáfora, esta se convierte
en la estructura vehiculizadora del discurso y toda afir­
mación se sitúa de manera implícita en su interior. Por lo
tanto, el terapeuta señala la vía para el curso de las aso­
ciaciones, mientras que la familia provee el «material».
En este proceso se integran dos mundos de percepción,
que derivan de dos diversas historias personales: el mundo
del terapeuta y el de la familia; el producto de esta inte­
gración pasa a formar parte de la cultura del sistema te­
rapéutico y de este modo se erige en un poderoso factor
de asociación entre los elementos que lo componen. En el
ejemplo que acabamos de dar, el signo de que se había
producido esa asimilación al patrimonio cultural común
fue proporcionado por el uso espontáneo que uno de los
miembros de la familia hizo de la misma imagen que el
terapeuta había propuesto antes.
En ocasiones, el terapeuta se sirve de continuas metá­
foras hasta llegar a un discurso alegórico en que a me­
nudo la conexión con el sujeto real a quien apunta es
establecida sólo por el contexto en que se desenvuelve el
diálogo. En estos casos, el terapeuta puede traer a cuento
fantasías que se le ocurrieron o relatos sobre otros pacien­
tes, en que, para evitar eventuales objeciones, el nexo con
las personas directamente interesadas puede ser negado
con frases del tipo «Pero no me refería a usted», o «Este
detalle evidentemente no tiene nada que ver con usted».
La idea del símil, aunque se la niegue formalmente, es
empero propuesta por vía implícita, como veremos en el
ejemplo que sigue. En él, la familia fue invitada a crear
un cuento que contenía alusiones evidentes a su proble­
ma; este procedimiento se justificaba por la edad del pa­
ciente designado, Marco, un niño de cinco años que había
sido puesto en terapia por problemas de «identidad se­
xual». El objetivo era volver explícita la relación entre
la función de los síntomas de Marco y las funciones de
los padres, en un clima en que estos pudieran expresar
sus propios conflictos sobre su sexualidad. Era preciso
dar una respuesta a este interrogante: ¿quién tiene el pene
en la familia, papá o mamá?

112
T. (en el momento de entrar): Ahora quiero jugar con us­
tedes. Dejemos las sillas y sentémonos en el suelo. (Todos
lo hacen, riendo.) El juego será así: los grandes cuentan
un cuento a los niños... empiezo yo.
Madre: ¿Y quién sigue?
T.: Decidan ustedes... Había una vez un niño que no
sabía bien si papá tenía el hace-pipí o si lo tenía ma­
má... ¿Quién sigue, mamá o papá?
Madre: Marco, debes escuchar.
Padre (a Marco): Entonces... Este niño que no sabía si
papá tenía el hace-pipí o la hace-pipí, ¿cómo se las arre­
gla para saber lo que tiene papá? Se dice: «Si lo voy a
mirar cuando se desviste, lo averiguo. Pero si lo quiero
saber sin verlo desvestido, ¿qué hago?».
T.: ¿Continúa mamá?
Marco: Continúo yo. Ya lo sé: ¡es el hace-pipí!
Madre: ¿Quién lo tiene?
Marco: ¡Lo tiene papá, lo tiene papá!
Madre: Entonces este niño, en la duda, se pone los vesti­
dos de mamá y la ropa de papá, pero la ropa de papá
se la pone debajo, y encima el vestido de mamá.
Marco: ¡No!
T.: Y tanto se empeña en ponerse los vestidos de mamá
encima y la ropa de papá debajo que consigue confundir
las ideas de todos; justamente porque sabe que si quiere
que todos se queden tranquilos, es mucho mejor usar la
pollera sola o los pantalones solos.
Padre: No lo sé, pero como usa la pollerita y los panta­
lones, hace papel de hombre cuando le conviene, y papel
de mujer cuando le resulta cómodo, ¿o no?
T.: Eso es, sí.

El objeto metafórico: «invención» del terapeuta

Hemos visto que una de las características de la metá­


fora es que consigue crear una imagen de las emociones,
de la conducta, del carácter o las relaciones que una
persona tiene dentro de un sistema. En la práctica, los
objetos representables son infinitos, aunque para nuestros
fines sólo nos interesan algunos. Hablamos de «objetos»
porque toda representación es una «fotografía» de la reali­
dad, es decir, una cristalización arbitraria de esta; por eso

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mismo ofrece la ventaja de presentarse como un elemen­


to observable, sustancialmente exterior al fluir de los su­
cesos; y podemos cotejarla con ese fluir porque, fijándolos
en el tiempo, confiere «realidad» a una serie de procesos
que de otro modo serían indefinibles.
El terapeuta puede también, en el curso de la sesión,
elegir los objetos materiales que le parezcan más aptos
para representar comportamientos, relaciones, interaccio­
nes actuales o reglas de la familia en tratamiento. En ese
caso deberá observar con particular atención las interac­
ciones familia-terapeuta (y las repeticiones de comunica­
ción que presentan), donde él mismo se inserta con su
modo de presentarse, su personalidad y sus vivencias emo­
tivas. La elección del objeto metafórico es por lo tanto un
acto de su inventiva, con el que introduce un nuevo «có­
digo» que define e interpreta cuanto está sucediendo; so­
bre la base de este código se empezarán a redefinir las
relaciones entre los diversos miembros de la familia, y en­
tre estos y el terapeuta (Angelo, 1979).
Daremos un ejemplo tomado de la misma sesión de la
que trascribimos un fragmento al comienzo del capítulo 2
(pág. 47). Estamos en la segunda parte de una entrevista;
se analizaba la función de la madre de Cario (el paciente
designado, de 14 años) y el modo en que esa función se
articulaba con la de los demás componentes. Alguien
acababa de decir, refiriéndose a la madre, que quizás ella
era la «clave de bóveda» para comprender la situación
familiar; el terapeuta se apropió en el acto de esa imagen
metafórica.

T. (a la madre): No sé dónde, en qué cerradura da vuel­


tas esta clave o llave. ¿Qué puertas abre, qué puertas
mantiene cerradas? ¿Cuáles son los registros?... Si usted
tuviera que hablar de sí misma, ¿cómo describiría sus lla­
ves y sus puertas?
Madre: Qué le puedo decir... Todo bien mirado, una
mujer que vive bastante... con los pies sobre la tierra,
para las cosas de orden práctico...
T.: Pero las llaves...
Madre: Mi Dios, ¿en qué sentido?
T.: Toda persona tiene llaves, ¿no? De la casa, del auto­
móvil ...
Madre: Y... sí...
T,: Una persona puede tener la de la puerta principal, la

114
del dormitorio si es que está cerrado con llave; las llaves
del necessaire...
Madre: Eso es; varios tipos de llave...
T. (continuando): Puede dar o no dar las llaves a los de­
más... ¿Ha entendido ahora lo que le pido?
Madre: Qué papeles tengo, en suma...
T.: Eso es, qué cosas abre usted y qué cosas cierra...
Madre: Las llaves las administro yo. (Se ríe.)
T.: ¿Cuáles?
Madre: Las llaves de casa.
T.: Sí, pero yo no conozco la casa. Podría tener veinte
habitaciones o sólo dos... yo no sé. También, algunas
llaves podrían ser más importantes que otras...
Madre: Déme un punto de apoyo, porque no... (Risas.)
Padre: La llave es figurativa.
T.: Usted quiere un punto de apoyo... ¿No tiene un
manojo de llaves en su bolso?
Madre: Sí... (Hurga en el bolso, y extrae un mazo de
llaves.)
T.: ¿Por qué no toma estas llaves y las distribuye...?
Vaya dando algunas llaves a los demás, y diga qué habi­
taciones abren. Conserve las llaves que esté segura de
poseer, y dé a los demás las restantes. Al que no tenga
nada, no le dé nada.
Madre (empieza a desprender las llaves y a distribuirlas,
haciendo comentarios en voz alta): La llave de la cocina
la guardo para mí, sin discusión, porque a esta no me la
quita nadie... (Risas.) La llave de la sala por mitades,
porque una mitad es propiedad de mi hijo (el hijo mayor),
que no permite que se entre en cierto lugar de la habi­
tación. ..
T.: Muy bien. Entonces dé media sala a Gianni.
Madre (continúa): A este señor (señala al paciente) le doy
la llave de mi dormitorio porque es su amo y propie­
tario... A mi marido no sabría qué darle, porque...
Padre: Soy un desterrado... (Sonrisa intencionada.)
Madre: ¡Ah! Bueno, sí, él tiene su escritorio, un escritorio
donde hay mucho desorden y donde yo no puedo meter
los pies porque se me ponen los pelos de punta...
T.: ¿A quién no le conviene la llave que tiene, y querría
otra?
Padre: Yo ¡ejém!, la llave que ya no tengo, esa querría...
T.: ¿Qué llave querría?
Padre: La del dormitorio.

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T. .Discuta si se la pueden conceder.


Padre: Debería dármela él. (Señala al paciente.)
T.: Tómela.

Este fragmento muestra cómo es posible valerse de una


imagen expresada por uno de los participantes para am­
plificarla, trasformándola en el eje en torno del cual girará
toda la sesión. La ventaja que tiene la utilización de una
metáfora tomada directamente de los pacientes consiste
en el hecho de que así se reduce la posibilidad de even­
tuales resistencias, puesto que la imagen ya forma parte
de su patrimonio perceptivo y simbólico y, por lo tanto, es
muy difícil que se la niegue. Pero en este punto deja de
ser exclusiva de los pacientes; en efecto, el relieve que se
le confiere deriva de una percepción del terapeuta y de
un acto creador de este, que la convierte en el lugar de
encuentro de dos mundos diversos (Nicoló, 1980). Ade­
más de constituir un importante elemento de relación, la
metáfora se vuelve el punto de partida de un movimiento
circular en que cualquier respuesta a la imagen que el
terapeuta o su interlocutor propusieron es un estímulo para
la producción de nuevas imágenes.
Por el hecho mismo de escoger las llaves de la madre,
la metáfora se materializa en el uso de un objeto que no
sólo refuerza la imagen, sino su significado de algo que es
propiedad de la familia. Es como si en las llaves de la
madre se encarnaran relaciones, hábitos y reglas existen­
tes en el interior del grupo.
El objeto metafórico, más aún que la metáfora, permite
al terapeuta descentralizarse: dejar de ser el punto de refe­
rencia, el foco de la atención, lugar que ahora ocupa el
elemento material que está en medio del grupo, que pasa
de mano en mano, y es sopesado, contemplado, como si
fuera el depositario de un secreto por descifrar (Angelo,
1979). Siempre nos ha llamado la atención la semejanza
entre el objeto metafórico y los objetos empleados por los
chamanes en sus ritos de curación, cuando «extraen» la
enfermedad del paciente y la hacen así visible en una
imagen concreta.
El objeto puede ser un modo muy eficaz de «tomar dis­
tancia» cuando la situación se vuelve confusa o se está
en un punto muerto; con el uso del objeto metafórico se
recrea, en efecto, la oportunidad de arrojar la pelota a la
familia y de observar desde fuera lo que sucede. Al mis­

116
mo tiempo se pone de relieve un sólido punto de refe­
rencia sobre el cual se puede volver al cabo de cada
paréntesis de interacción.
Más que en la metáfora, en el objeto metafórico se evi­
dencia la coexistencia de varios niveles de comunicación:
el predominio de informaciones en los planos visual y tác­
til hace que se acentúe la contraposición entre el signifi­
cado literal y material, y el simbólico del medio utilizado,
lo que produce confusión en el destinatario del mensaje,
que ya no sabe con exactitud a cuál de los dos niveles se
tiene que referir. Y como al mismo tiempo se le da tam­
bién la posibilidad de hablar sobre aspectos significativos
de sus relaciones, se siente tan animado a enfrentarlas
como dueño de calibrar su intensidad. Esto es evidente
en particular cuando se utilizan como objetos muñecos,
cuya función de pantalla de proyección hemos mencionado
muchas veces. Por eso es importante que la elección del
medio representativo admita una referencia al mismo tiem­
po muy precisa y muy vaga: un objeto será tanto más
eficaz cuanto más evoque algunos detalles de la situación,
de la relación o del personaje que está destinado a repre­
sentar; y por otra parte, cuanto más apto sea para propo-
poner un contexto genérico y ambiguo. Esto aumentará
el grado de tensión y de confusión del interlocutor, que
es el presupuesto indispensable para la búsqueda de sig­
nificados y de comportamientos diferentes.

El objeto metafórico: elemento de dramatización

El hecho de que la metáfora puede hallar su apoyo ma­


terial en el objeto metafórico permite utilizar este para
dramatizar las relaciones, sea por medio de un diálogo
directo —si se trata de un muñeco o al menos de un objeto
que represente a una persona—, o del pasarse el objeto
de una persona a otra, en que la acción misma es la que
adquiere un significado simbólico, mientras que para el
objeto queda la misión de vehiculizar todas las connota­
ciones que los participantes, incluido el terapeuta, le atri­
buyen.
En el caso que a continuación referimos, el terapeuta
entró a la sesión con una pelota que en su interior tenía
una bolsita de arena, lo que volvía imprevisible su trayec­

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toria; y en efecto, en la superficie se leía, estampada, la


frase «crazy ball».

T. (en el mismo momento de entrar, se dirige a Carla, la


paciente, señalando la pelota que lleva consigo): Esta
eres tú.
Carla (mirando la pelota, y en voz baja): ¡Hermosa!
T.: La traje deliberadamente. Pero es una pelota espe­
cial ... ¿Sabes por qué es especial?
Carla: No.
T.(se la alcanza): ¿Quieres mirarla, quieres probarla?
Carla: No.
Padre (a su hija): ¿No te causa curiosidad?
Carla: No quiero.
T.: ¿Alguien siente curiosidad? (Al padre:) ¿Siente usted
curiosidad por saber a qué se parece su hija? (Le da la
pelota.)
Padre (perplejo, hace dar vueltas a la pelota entre sus ma­
nos y mira lo escrito en la superficie): Sé qué quiere de­
cir «crazy», porque «crazy horse» significa «caballo loco»;
por lo tanto, es «pelota loca».
T.: Empiezo a entender por qué se parece a su hija.
Padre: No, no consigo descubrir una conexión.
T.: Puede lanzársela a su hija, quizá de esa manera uste­
des dos lo comprendan ... ¡Arrójela!
Padre (a la hija, después de arrojarle la pelota, que des­
cribe una trayectoria caprichosa, y con tono burlón): ¿Lo
ves? ¿Has visto qué extrañas trayectorias describe... no
te parece? Si juegas con una pelota así, te toman por Pe­
lé... Pelé hacía estas cosas con una pelota normal...
T.: ¿Y ella (señala a Carla) consigue hacer que las pelo­
tas normales hagan cosas locas?
Carla: ¿Por qué se me parece?
T.: ¿Lo sabes?
Carla: No.
T.: Quieres hacer siempre el papel de Pierino, pero no eres
Pierino, ¿sabes?
Padre (a la hija): ¿Averiguaste en qué se te parece?
Carla: ¿Que tiene actitudes extrañas?
Padre: ¿Por qué, tú tienes actitudes extrañas?
Carla: Porque la pelota no es una pelota común, hace co­
sas diferentes, no te lo esperas, no sé...
T. (a la madre): ¿Y usted, señora, nos puede avudar?
Madre: Lo estoy pensando...

118
T.: Muy bien; tómela entonces. (La madre toma la pe­
lota y la mira, perpleja.) Quizá debiera usar un poquito
esta pelota. Si la usa, puede que se le ocurra con más
facilidad. ¿Por qué no se la arroja a su marido o a su
hija? Verá que le acude alguna idea... Hay tanto espa­
cio aquí, hagan lo que les parezca. (Los miembros de la
familia empiezan a jugar entre ellos arrojándose la pelota,
que casi siempre se desvía de su trayectoria.)
Carla (al cabo, dirigiéndose al terapeuta): ¿Será porque,
al contrario de las otras pelotas, esta pelota se mueve un
poco como ella quiere y no como uno lo espera?
T.: No me debes convencer a mí; trata de hablar contus
padres.
Carla: Yo no lo sé; le pregunto a usted si es verdad. . .
T.\ Yo te he pedido respuestas, no te pedí que me hagas
preguntas.
Madre: Lo único que puedo decir es que esta es una pe­
lota fuera de lo común, una pelota diferente de lasdemás,
que tiene reacciones diferentes de las demás... Enton­
ces, esa es una semejanza con Carla y su conducta .. .
Quizá, muchas veces ha reaccionado frente a los proble­
mas, a las cosas... de manera diferente de lo que se suele
reaccionar.
Carla (al terapeuta): ¿Esta pelota tiene algo adentro que
la hace moverse así?
Padre: Prueba, oye. (La hija obedece, dando golpecitos
en la pelota.)
Carla: ¿Es otra pelota? ¿Y también yo tengo adentro algo
que me hace mover de manera tan extraña?
Padre: ¿En qué sentido?
Carla: No lo sé, la pelota... es ella la que dirige el jue­
go; por mi parte, a veces creo ser grande y poder jugar
sola, a veces me engaño.
Padre: Si aceptamos esta versión, sería como decir que
nosotros nos engañamos con ella y es ella la que juega
con nosotros .. .

El fragmento que hemos reproducido introduce una di­


mensión nueva en el uso del objeto metafórico y de la
metáfora en general: tras la equivalencia inicial pelota lo-
ca-paciente y las primeras tentativas de interpretación, el
terapeuta invitó a los miembros de la familia a empeñarse
en una interacción en que el objeto imprevisible se vol­
vía, al mismo tiempo, estímulo para la acción y clave de

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un significado que se debía averiguar. Así, cada uno de


los miembros tuvo la oportunidad de actuar sus propias
relaciones con la paciente y, por medio de ella, con los
demás, al tiempo que conseguían distanciarse y mirarse
desde afuera. A menudo, este es un prerrequisito para que
se produzca un vuelco en la visión que cada uno tiene de
la realidad; lo confirman las últimas palabras del padre:
«Sería como decir que nosotros nos engañamos con ella y
es ella la que juega con nosotros». También en este caso
se lo consiguió amplificando una de las características de
la función del paciente designado, que de esa manera co­
bra dimensiones tan grandes que vuelven grotesca esa
característica o las relacionadas con ella.

El objeto metafórico: «invención» de la familia

Otro modo de utilizar objetos en la terapia es valerse


de los que la familia trae consigo a la sesión y que emplea
con un significado inicialmente diverso del que le atri­
buirá el terapeuta. Cada quien, en la vida de todos los
días y dentro de los diversos sistemas en que participa,
está rodeado de objetos que contribuyen a definir el con­
texto de las interacciones o a calificar las características
de las personas que los utilizan, y sus modalidades de
relación. Por ello, es posible utilizar los objetos, de ma­
nera más o menos deliberada, como instrumentos de co­
municación (Miller, 1978). Daremos un ejemplo tomado
de la terapia con la familia de dos niños obesos: Paolo, de
doce años, y Franca, de diez. Se presentaron en la sesión
con una bolsa de frutas, que comían con avidez, sin cui­
darse de los circunstantes, pero situándose en el centro de
la atención general. El padre se sentó un poco apartado,
mientras la abuela parecía mantener una relación privi­
legiada con la madre. El cuadro de conjunto hacía pen­
sar en una inversión de los roles entre padres e hijos: el
terapeuta decidió señalarlo.

Padre: Los niños son niños y no padres...


T.: Depende, parece que él (señala a Paolo) hace el papel
de padre, puesto que trae la comida para todos.
Padre: Tiene razón, se llena continuamente, come... co­
me ... es un tragón.

120
T.: ¿Nunca le da nada de comer al papá?
Padre: ¿Sabe usted?, conmigo esas cosas no caminan; yo
no come, yo no soy tragón. El puede hacer lo que quiera,
yo sigo siendo así.
T. (a Paolo): ¿Nunca se te ocurre dar a otro la última
cosa que te queda para comer? (Paolo tiene en la mano
una banana; ante la pregunta, ofrece la banana a la madre.)
Madre (con expresión de ligero fastidio): No, a mí se me
pasa totalmente el hambre; en suma, no puedo...
Padre (al hijo, señalando la banana): Llévatela a casa, llé­
vatela a casa.
T.: Entonces el problema que los trajo aquí es que los
adultos no quieren el alimento de los niños...
Madre: El problema es otro; estamos aquí porque nues­
tros niños son tragones, y cuando paseamos por la calle
la gente se ríe viéndolos tan gruesos...
T.: Es claro; si los padres no comen nada, ¿cómo podrían
disminuir de peso los hijos, en vista de que ellos se lo
comen todo? (Al padre:) ¿Papá no puede comer ni si­
quiera un trozo de banana?
Padre: ¿Debo comer ahora la banana?
T.: Sí.
Madre: ¿Hemos venido aquí para tomar la merienda? (Se
ríe.)
T.: Me gustaría saber qué les sucede a los hijitos si papá
se come un trozo de banana. ¿Les preocupa que papá se
ahogue, si come la banana?
Madre (sonríe): Me parece que usted nos pone en ri­
dículo ...
T.: Bueno, todos nosotros tenemos una parte ridicula, y
puede ser entonces que usted tenga razón. Pero lo que a
mí me parece ridículo es que en esta familia sólo los hijos
coman, y los adultos no.

En este caso el terapeuta utilizó la comida que los ni­


ños habían llevado a sesión y que los progenitores toma­
ban como punto de referencia para sustentar su defini­
ción del problema (la obesidad de los hijos); la utilizó,
decimos, para redefinir su significado y conferirle un va­
lor metafórico. La comida se convirtió en mediadora de
las relaciones familiares, de las que así se investigaban los
nexos y las posibilidades de interacción. El recurso de
poner de relieve la inversión jerárquica permitió al tera­
peuta desplazar la atención sobre problemas diferentes de

121
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los propuestos al comienzo. Por último, haciendo que la


alusión a estos problemas se mantuviera encubierta, se
dificultaban eventuales cuestionamientos.
La tradición y la cultura ofrecían la posibilidad de aso­
ciar la comida con los demás aspectos de la vida de rela­
ción (relaciones sexuales, intercambios afectivos, relacio­
nes de poder, etc.); esto la volvía apta para llevar ade­
lante un diálogo sobre esos aspectos, sin tener que recurrir
de manera expresa a preguntas embarazosas. En este sen­
tido, el objeto-alimento se convertía en un verdadero cali­
ficador de mensajes.
Tanto en el uso de la metáfora como del objeto meta­
fórico, y quizás en cualquier forma de terapia, es posible
que surjan elementos de juego (Bateson, 1976; Andolfi,
1977; Keith y Whitaker, 1981). Arduo sería señalar la
importancia del juego para cada uno de nosotros; lo cierto
es que toda persona, en el curso de su existencia, debe
pasar de continuo por un «juego» a fin de alcanzar un
equilibrio en las relaciones con la realidad y las perso­
nas con quienes vive. Desde niño, cada quien juega con
los coetáneos recreando situaciones de vida o procuran­
do interpretar roles que corresponden a los ideales que
los adultos le trasmiten. Por medio del juego experimenta
la realidad de manera paradójica; en efecto, cumple actos
reales, pero en un contexto que niega su realidad, al par
que los objetos mismos que utiliza adquieren caracterís­
ticas multiformes; en efecto, al mismo tiempo «son y no
son» lo que representan. Esto permite a cada persona
verificar la visión que tiene del mundo y de las rela­
ciones con los demás en una situación ficticia, pero que
en buena parte se puede superponer a la real, y en la
cual la distinción entre uno y otro plano está dada sobre
todo por elementos contextúales.
Estas situaciones se repiten permanentemente en la vida
adulta en el curso de las relaciones cotidianas, en que el
significado de lo que se dice y hace se mantiene a me­
nudo en un. nivel implícito o, todavía más, es negado. Si
queremos «comprender mejor» a nuestro interlocutor res­
pecto de un asunto que nos interesa particularmente, po­
demos adoptar una conducta bromista, dejar caer una ob­
servación y esperar la reacción del otro antes de decidir
la dirección en que proseguiremos: utilizar un lenguaje
alusivo o serio, negar lo mismo que acabamos de decir
asegurando que «bromeábamos», o admitir nuestras inten­

122
ciones y sentimientos reales, etc. En fin, construimos con
nuestro interlocutor un juego en que poco a poco se deli­
nean articulaciones precisas que forman los puntos de re­
ferencia en torno de los cuales nos podemos mover en las
ulteriores exploraciones. Es un modo de percatarnos del
valor relativo de las cosas y de la realidad, y que en defi­
nitiva nos permite «reírnos» también de lo que es «serio»
o... «debería serlo». Si conseguimos hacer humorismo
sobre nosotros mismos, nos redimensionaremos y podre­
mos observarnos, lo que lleva a la aceptación de nues­
tras inevitables contradicciones y es la premisa para su
superación.
Es fácil advertir, en las situaciones de que hemos infor­
mado, que las extravagancias que contenían y el humoris­
mo que de ellas brotaban pudieron convertirse en instru­
mento de conocimiento. Si la realidad, y el sentimiento
de lo trágico que en ocasiones lleva adherida, se puede
trasformar en juego, quizá sea posible desatar el lazo de
las funciones estereotipadas de los diversos miembros del
sistema, y liberar potencialidades creadoras.

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6. La. familia Fraioli: historia


de una terapia*

(al cuidado de Katia Giacometti)

Trataremos de ilustrar cuanto llevamos dicho valiéndo­


nos del caso de una familia con paciente esquizofrénico,
que tratamos en nuestro Instituto en 23 sesiones, una cada
quince días.
La familia Fraioli acudió a nuestro consultorio tras años
de infructuosas intervenciones, efectuadas en distintas épo­
cas y con diversos métodos. El núcleo familiar vivía en
una pequeña ciudad de la Italia del Norte, y su nivel socio-
cultural era de clase media. El padre, médico, era un
hombre severo, con una educación rígidamente católica y
sexofóbica; la madre, ama de casa consuetudinaria, admi­
nistraba subterráneamente un rol dominante en la orga­
nización de la vida familiar. Una gran diferencia de edad,
de trece años, separaba a los padres. De los cuatro hijos,
tres varones y una mujer, la más joven tenía 22 años y
vivía fuera del hogar, como los otros dos hermanos, de
36 y de 34 años. Sólo Giuseppe, el tercero en el orden
cronológico, y que era el paciente designado, vivía con
los padres.
Giuseppe tenía 28 años; unos años antes, se había em­
pezado a aislar más y más, al punto que ya no salía de la
casa. Su retraimiento progresivo de la realidad externa,
su depresión, su agresividad administrada dentro de la casa
culminaron en preocupantes crisis de agitación psicomo-
triz, en tabulaciones de sesgo sexual o religioso, y aun en
tentativas graves de suicidio. El joven, no obstante ha­
berse graduado en leyes con brillantes calificaciones, ha­
bía abandonado toda esperanza de trabajo y pasaba el
tiempo en su habitación o merodeando por la casa, per­

*En este capítulo retomamos el caso Fraioli, que ya se publicó


en forma resumida en un artículo anterior (Andolfi et a/., 1978) y
que aquí reelaboramos, enriqueciéndolo con partes significativas para
la comprensión del proceso y completándolo con un seguimiento.

124
seguido por fantasías sexuales y de muerte; se masturbaba
de manera ostensible, excitándose con ropas íntimas de la
madre; había expresado el deseo de mantener relaciones
sexuales con ella. Su designación era de antigua data y
estaba documentada por un gravoso currículo, que com­
prendía diversos tipos de psicoterapia (desde la interven­
ción farmacológica hasta la psicoanalítica), realizados por
conspicuos profesionales. No alcanzaron esos intentos pa­
ra evitar varias internaciones en una clínica psiquiátrica.
La vida familiar hacía tiempo que estaba dominada por la
enfermedad de Giuseppe, que de continuo reclamaba
la atención de la madre y las intervenciones moralistas
del padre.

La intervención como proceso desestabilizador

Apenas diez minutos habían trascurrido desde el co­


mienzo de la primera sesión, de la que participaban el pa­
dre, la madre y el paciente designado. Giuseppe, sentado
entre los padres, se veía muy tenso, tija en el suelo la
mirada, casi inexpresiva, mientras los padres hablaban so­
bre él; continuamente se interrumpían uno al otro y ha­
blaban al mismo tiempo.

Madre: El es el penúltimo; el primero tiene 36 años y


trabaja como abogado en Génova; el segundo tiene 34
años, y trabaja en un banco, en Ferrara ... La más pe­
queña ...
Padre (habla al mismo tiempo que su mujer): ... El tiene
posibilidades óptimas, pero ... ahora se enterará usted de
sus problemas... Esta es la razón por la que se ha des­
viado ... Nosotros estamos dispuestos a todo sacrificio ...
Sabe usted, es llevar una cruz ver a un hijo empequeñe­
cido de ese modo ...

[El padre proponía la centralidad de Giuseppe, quien,


a medida que sus padres hablaban, parecía empequeñe­
cerse más y más, como si redujera su espacio físico.]

Madre (habla al mismo tiempo): Como él fue el tercer va


rón, yo esperaba una hija... y como a diferencia de los
otros tenía un carácter más dócil y sensible, lo tuve más

125
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apegado a mí... También él mostraba preferencia para


estar conmigo, por ejemplo para que pasáramos juntos las
vacaciones, cosa que los dos mayores prácticamente nunca
hicieron.
Padre (habla simultáneamente): No es que se lo considere
la oveja negra ... Modestamente hablando, mire usted, yo
soy cristiano hasta el punto de sostener que se debe de­
cir: «Señor, Señor, haz la voluntad del Padre nuestro que
está en los cielos... »; a mí me ha enviado un hijo así
y yo lo cuido, trato de ayudarlo, y él, en cambio, rehúsa
esta ayuda.
T. (al padre): Me gustaría saber lo que le ocurre ahora
a Giuseppe, porque yo en su lugar me sentiría muy in­
cómodo.

[El terapeuta recibe y hace explícitos los mensajes no


verbales que Giuseppe enviaba. Su actitud se podría in­
terpretar como incoherente; el terapeuta, en cambio, la
«lee» como la manifestación de un estado de ánimo com­
prensible. El terapeuta hace ver que se interesa por el
paciente como persona, por sus sentimientos y por todo lo
que dice más allá del síntoma. De esta manera acepta
la centralidad de Giuseppe, pero se asocia con él de ma­
nera imprevisible respecto de las expectativas del sistema.]

Giuseppe: No me siento para nada incómodo . . . (Farfulla


palabras inconexas.)
T.: Pero en este momento pareces estar muy incómodo...
se ve por la postura que has adoptado.

[El acento recae sobre el espacio físico del paciente, que


se muestra notablemente encogido, invadido por el espa­
cio verbal y emotivo de los padres.]

Giuseppe: En este momento estoy con bronca.


T.: ¡Hum!... con bronca... ¿Es por estar aquí?

[El terapeuta conecta con él mismo el estado emotivo


del paciente, introduciendo un elemento de definición ex­
terno al sistema.]

Giuseppe (con tono más decidido): No, estoy con bronca


porque las mías son todas puterías, no necesito que nadie
me tenga consideración, no necesito que nadie me ayude

126
en mis puterías, me puedo arreglar solo perfectamente
bien.

[El paciente responde de manera provocadora para el


terapeuta, al tiempo que los padres adoptan la actitud pre­
ocupada, dolorida y resignada de quien tiene un hijo en­
fermo. La familia desafía así al terapeuta a probar fuerzas
en una causa perdida.]

T.: Dame un ejemplo de putería; porque es posible que


el modo de emplear este término en Roma sea diferente
del uso que le dan en tu tierra ... Puede ocurrir que ha­
bles de cosas diferentes de las que yo podría imaginar.

[El terapeuta no emprende la retirada ante el lenguaje


provocador de Giuseppe;al contrario, fija en ese lenguaje
la atención y lo retoma. La tranquilidad con que se re­
toma y analiza la frase del joven confiere a su conducta
una connotación de normalidad.]

El terapeuta aceptaba el desafío de todo el sistema y


utilizaba la centralidad del paciente para introducir una
nueva esquematización: «El paciente tiene importancia tan
grande porque de manera "lógica" y "voluntaria" cumple
acciones "esenciales" para el funcionamiento de la fa­
milia».

Giuseppe (con aire provocador): Me gustaría darles por el


culo a las mujeres, pero nunca he hecho nada.

[El paciente repr opone su centralidad con expresiones


provocadoras.]

T.: ¿Dices que querrías ... ?


Giuseppe: Darles por el c u l o . . . pero nunca he hecho
nada.
T.: ¿Quieres decir que nunca les diste por el culo o que
nunca tuviste relaciones sexuales?

[El terapeuta insiste en obtener respuestas precisas y


concretas, lo cual resta «originalidad» a la actitud de Giu­
seppe. Esto quita poder al paciente designado, y drama-
ticidad al contexto.]

127
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Giuseppe: Relaciones sexuales he tenido a veces . .. pero


solo con ciertos métodos... en todo caso siempre con
prostitutas.
T.: Bueno, esas están más dispuestas, ¿no? ¿Dónde está
el problema? Me refiero a darles por el culo...
Giuseppe (con expresión de sorpresa): ¿Cómo dice?
T.: Quiero decir... en la práctica están más dispuestas,
¿no? En el fondo tienen una percepción más desenvuelta
de su propio cuerpo... ¿o también has tenido problemas
en ese caso?

[La implícita redefinición de la conducta incoherente,


aceptada como normal, es una contraprovocación para el
paciente designado y su familia. Frente a ella, Giuseppe
responde con sorpresa. Aquí empieza lo que podríamos
llamar «la caricatura de la patología». El uso del humo­
rismo, que encontraremos también en otros pasajes, tiende
a desdramatizar el contexto y a crear una mayor distancia
respecto del problema.]

T.: No he comprendido dónde está la putería si no es en


el sentido literal de andar con putas; pero no he entendido
lo que querías decir con esto... ¿Me lo puedes explicar
un poco mejor?
Giuseppe: Tengo un sentimiento de vergüenza que me
inhibe, me inhibe siempre . ..
T.: ¿Quieres decir que te inhibes en el deseo de darles
por el culo o en el de tener relaciones sexuales más am­
plias? No lo tengo en claro.
Giuseppe: He hecho este año, quizá también el año pa­
sado, alguna propuesta fuera de lugar a alguna mujer,
con resultados siempre negativos.
T.: Sí, pero no está claro en qué consiste la putería.
Madre (con voz persuasiva): Puedo...
T. (a Giuseppe): Me has dicho que estás con bronca por
tus puterías... Creo que hay infinidad de jóvenes de tu
edad que desean darles por el culo a las mujeres; no veo ...
en qué eres tú tan especial. ¿O querrías un súper-darles
por el culo. .. una cosa muy especial? ¿Será esto lo que
te pone mal?

[Por el recurso de privar a Giuseppe del apoyo de los


familiares, se vuelve más incómoda su posición y se evita
que esta se inserte en el juego familiar... Ahora el tera­

128
peuta tiene firmemente la iniciativa en sus manos, e invita
al paciente a un enfrentamiento directo.]

Giuseppe: Creo que es una cosa que nunca obtendré . ..


T.: ¿De ti mismo o de las mujeres?
Giuseppe: ¿Cómo dijo?
T.: ¿De ti mismo o de las mujeres?

[El contexto se ha vuelto ahora absolutamente «normal»;


poco a poco pierde solidez la diferencia entre el «atípico»
y los demás. Las respuestas son de una total coherencia.]

Giuseppe: De las mujeres.


T.: ¿Estás seguro?
Giuseppe: Creo que sí.
T.:Porque por el modo en que hablas parece que tuvie­
ras problemas contigo mismo, que te causan pesadumbre.

[El terapeuta recoge de continuo la actitud de sufri­


miento que deja ver la conducta no verbal del paciente,
más allá del contenido provocador.]

Tras la posterior intervención del padre y de la madre,


que insistieron en la gravedad de la conducta de Giuseppe,
el terapeuta comentó:

T.: No consigo entender... ustedes han hecho un viaje


larguísimo en tren, pernoctaron en Roma para venir aquí...
Si el problema es ese de dar por el culo, no alcanzo a ver
la gravedad de la situación.

[El terapeuta niega de manera explícita la enfermedad


e implícitamente comunica, separándose del sistema por un
momento, que no está dispuesto a permanecer dentro de
las reglas de relación que mantienen el statu quo. Está
dispuesto a entrar, pero en un nivel diferente.]

Padre: Pero por este problema ha intentado suicidarse ...


T.: De acuerdo, pero todavía me faltan las transiciones, no
me parece que este problema de dar por el culo merezca
tanta atención, la intervención de tantos profesores.

Los padres narraron diversos episodios con el fin de


aclarar el decurso de la locura de Giuseppe, pero el tera­

129
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peuta los interrumpió y retomó la provocación al joven.


En efecto, no se trata de recoger informaciones al azar, en
una masa en que se confunden los datos pertinentes con
los triviales, sino de acoger los elementos (verbales, y so­
bre todo no verbales) que son expresión de un conflicto
entre necesidad de diferenciación y necesidad de cohesión,
y que representan la tentativa de fusionar aspectos contra­
dictorios de una misma realidad (Andolfi y Angelo, 1980).
Cuando el terapeuta interrumpió a los padres y retomó
la provocación a Giuseppe, perseguía un doble objetivo:
desbaratar el guión que la familia traía a la entrevista, y
procurar la formación del sistema terapéutico tomando co­
mo eje un input que resultara desestabilizador para las
expectativas del sistema familiar (Andolfi et al, 1978) y
cerrara el paso a cualquier tentativa de manipulación por
medio del síntoma.

T.: Un momento, señora; el caso es que Giuseppe sigue con


bronca y yo no logro trabajar con una familia que tiene
un hijo de ... ¿cuántos años? (Dirige la pregunta a Giu­
seppe.)

[El terapeuta impide que los familiares repropongan a


Giuseppe en su designación de paciente. A la vez, centra
en él mismo la atención de la familia, que resulta desco­
locada respecto del estereotipo de reunión que tenían pre­
visto.]

Giuseppe: Veintiocho.
T.: De veintiocho años. Si tuvieses diez años, yo podría
aceptar que permanecieras aquí en silencio, con cara de
bronca, mientras tus padres hablan acerca de ti; pero co­
mo tienes veintiocho, no puedo aceptarlo. En consecuen­
cia, o nos vemos obligados a interrumpir o es preciso que
hablemos del motivo por el cual estás con bronca.

[Si no se acepta mantener al paciente designado en su


papel especial de enfermo que es preciso proteger, signi­
fica que tampoco se puede aceptar su silencio. Por eso el
terapeuta definió como voluntario el silencio de Giuseppe,
lo mismo que a sus demás niveles de participación en la
sesión. El esquema de ataque al síntoma (y por lo tanto
a la organización disfuncional del sistema), sostén de la
persona, se mantendría constante en toda la terapia.]

130
Giuseppe: Mi estado emotivo depende ...
T.: Quizá te lo debo explicar mejor: una persona puede
estar deprimida, preocupada, triste, pero si está con bronca
es seguro que no ha de colaborar. ¿Comprendes lo que
quiero decir? Esto es lo que me preocupa: si estás con
bronca no nos puedes ayudar. Papá, mamá, yo... si cual­
quiera de nosotros estuviera con bronca no podría ayu­
dar ... Si no enfrentamos el problema de la bronca no
puedo seguir adelante. ¡Hasta debí interrumpir a mamá,
que me hablaba de lo que sucedió en 1972!... Puede
ocurrir que estés con bronca conmigo ...

[Es un mensaje definido para Giuseppe y el resto de la


familia: «Aquí es necesaria la colaboración de todos». El
terapeuta muda su posición: de observador externo se con­
vierte en miembro participante; por el hecho de poner el
acento en la «relación con él», produce un desplazamiento
de la patología, que deja de tener su sede en el individuo
para instalarse en sus relaciones (Andolfi, 1977). El tera­
peuta se sitúa como punto de referencia en el que la fa­
milia debe buscar una organización nueva. Una de las
reglas nuevas consiste en que cada quien se debe indivi­
duar como elemento activo y participante. Y efectivamen­
te, el proceso de diferenciación de cada uno de los miem­
bros toma como punto de partida la relación con el
terapeuta.]

Giuseppe (con voz animada): Sí; la verdad es que mien­


tras esperaba para venir a verlo, yo decía: «Y encima ten­
go que ir a lo de ese hinchapelotas».

[Giuseppe retoma la provocación.]

T.: Me gusta que digas las cosas con las palabras justas;
eres sincero.

[El terapeuta redefine lo dicho de manera positiva y


lanza un desafío a la regla del sistema que sacrifica toda
manifestación emotiva individual a una emotividad fami­
liar (Bowen, 1979). ]

Giuseppe: Tanto es así...


T.: Pero yo quiero entender una cosita... por qué estás,
con bronca aquí hoy.

131
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[El terapeuta vuelve a invitar al paciente a que se en­


frente con él de manera directa y concreta. El hecho de
negarse como agente de cambio es paralelo a una acción
de diferenciación que, tomando como punto de partida al
terapeuta, no cuestiona abiertamente los equilibrios intra-
familiares.]

Giuseppe: ¿Por qué tengo rotas las pelotas?


T.: Sí, eso justamente.
Giuseppe: Porque para mí esta situación es un peso, un
peso tremendo. Tengo los huevos rotos, tengo una bronca
bestial porque... Por ejemplo yo continuamente les rom­
po las pelotas a mis padres... cosa que naturalmente no
hago con mis hermanos y mi hermana, porque sin duda
tengo miedo de que me tomen por tarado... Entonces con
ellos no lo hago...
T.: Un momento; lo he comprendido todo hasta cierto pun­
to, y desde ahí ya no entiendo; porque a mi parecer no te
tomarían por tarado, sino que te mandarían a la mierda.

[El terapeuta retoma el lenguaje del paciente, con lo cual


redefine su conducta como adecuada. En este punto co­
mienza la diferenciación entre la conducta protectora de
los padres, que presupone la existencia de un enfermo, y
la conducta no protectora de los hermanos, que presupo­
ne el carácter voluntario de cuanto Giuseppe hace o dice,
y su responsabilidad.]

Giuseppe: Sí.
T.: No es lo mismo que tomarte por tarado.
Giuseppe: ... por tarado y al mismo tiempo me mandarían
a la mierda.

[Es interesante observar que Giuseppe tiende a repropo-


ner su definición de patología y la indiferenciación de los
demás miembros.]

T.: No, creo que te mandarían a la mierda porque no se


les ocurriría considerarte tarado. Es una diferencia grande
con tus padres, que te protegen porque están preocupa­
dos y temen que seas tarado, por lo cual no te pueden
mandar a la mierda.

[El terapeuta repropone la diferenciación subsistémica.]

132
Giuseppe: ¿Cómo dijo? ¿Que mis padres temen ... ?
T.: Tus padres en el fondo están preocupados porque no
eres capaz de ser adulto, de ser autónomo, y piensan que
si te mandan a la mierda podrías empeorar.

[El terapeuta no ataca directamente a los padres, sino


que destaca que su actitud protectora y su estigmatización
de Giuseppe nacen de su amor y de su preocupación.]

En esta primera sesión, el terapeuta desbarató las expec­


tativas que la familia traía, en el sentido de reconsolidar
la estabilidad del sistema. Por el recurso de aceptar la
centralidad del paciente, pero negando estratégicamente la
patología y el carácter involuntario de su conducta, deter­
minó que fueran vanos todos los intentos de reproponer
las viejas reglas de relación (Haley, 1974). Al situarse
como punto de referencia emotiva para todos los miem­
bros del sistema, el terapeuta comunicaba a la familia que
no estaba dispuesto a dejarse enredar en su juego rela­
cional. Al tiempo que desafiaba a la organización disfun­
cional por medio de la provocación dirigida al paciente,
no aceptaba ninguna respuesta que se ajustara al libreto
repetitivo de la familia. Así consumaba una acción de
diferenciación entre los diversos miembros con respecto a
él, por la vía de impedir cualquier comunicación que no
pasara por su persona.
Redefinir la conducta del paciente como lógica, volun­
taria y útil representaba un desafío a la estabilidad del
sistema, cuyas retroacciones estarían dirigidas a demostrar
que el paciente designado no se podía conducir de manera
lógica ni voluntaria, ni, mucho menos, útil para la familia.
Reproduciremos algunos pasajes de la sesión que siguió;
nos mostrarán las retroacciones familiares con respecto a
las intervenciones cumplidas en la sesión anterior (Haley,
1970):

Madre: Es probable que usted no esté informado, pero


después que lo vimos, en los días que siguieron... miér­
coles, jueves, viernes, Giuseppe estuvo peor que antes,
siempre mal dispuesto, encerrado en su habitación...

[La familia hace ostentación de un gran empeoramiento,


que es atribuido a la sesión anterior. El mensaje es claro:
«Esta terapia no sirve; más aún, es nociva ... p e r o . . . ]

133
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Padre: Permaneció aislado... díganos qué debemos hacer.

[ . . . asístanos igualmente».]

Madre: Se quedó mucho tiempo en casa, tirado en la ca­


ma ... Hablamos con el profesor Rossi sobre la posibili­
dad de internarlo en su clínica por algún tiempo.
Giuseppe: Me he llevado a la clínica el código, el manual
de procedimiento penal; trataré de estudiar algo porque a
fines de octubre tendré que prestar juramento como pro­
curador legal... y en ese período pensaba seguir desarro­
llando actividades con mi hermano, que es abogado.

[La conducta y los mensajes de Giuseppe siguen tras­


mitiendo las partes contradictorias de una misma realidad:
necesidad de diferenciación y necesidad de cohesión. En
efecto, emerge una conducta autónoma de Giuseppe (pen­
sar en los exámenes y en su futuro laboral como abogado),
que empero se inserta en un contexto que la niega, la in­
ternación «planificada con miras a un período normal de
estudio». El terapeuta tratará de descomponer este men­
saje doble; acogerá el aspecto homeostático, pero para re-
definirlo en la lógica de ¡a voluntariedad, logicidad y uti­
lidad.]

T.: No entendí quién es el que opina que en esta situación


estás mejor en la clínica.
Giuseppe: ¿A mí me lo pregunta?
T.: Sí, porque tengo la impresión de que quieres dar a
entender que tu familia querría apartarte, mientras que a
mi parecer es tu manera de intentar ganar para ti la vic­
toria de Pirro.

[El foco se mantiene de continuo sobre el paciente de­


signado.]

Giuseppe: ¿En qué sentido? ¿Me lo puede usted decir?


T.: Embromar, que quieres entrar en la clínica para em­
bromar. ¿Está claro?

[El terapeuta insiste en el carácter voluntario de la hos­


pitalización de Giuseppe. Este es el que ha elegido ingre­
sar en la clínica, y no porque esté enfermo, sino a fin de
concentrar sobre él la atención de los demás.]

134
Giuseppe: Pero, ¿de qué manera embromaría?
T.: Embromar en el sentido de que tus padres tendrán
que acudir, llamar por teléfono, ocuparse de muchas co­
sas... permanecer todo el tiempo alrededor tuyo...

[Por medio de la conducta del paciente designado, el


terapeuta comienza a individuar y definir los espacios y
las funciones de los demás.]

Giuseppe: Pero me parece que ellos de todas maneras es­


tán preocupados cuando permanezco en casa, tanto que
muchas veces ...
T.: No les atribuyas cosas ...

[El terapeuta prosigue su operación destinada a privar


al paciente del control sobre las relaciones familiares y a
impedir que estas invadan los espacios del paciente.]

Giuseppe: Mi madre me ha dicho muchas veces que esta


situación es insoportable.
T.: No atribuyas cosas a mamá... eres tú quien eligió
internarse en la clínica.

[Se machaca sobre el carácter voluntario de la conducta


de Giuseppe.]

Giuseppe: No es que lo haya elegido; yo no quería inter­


narme, pero a fuerza de romperme las pelotas...
T.: Sabes, estoy dispuesto a aceptar tu falta de colabora­
ción, me atengo a ella. Pero creo que en la ocasión ante­
rior eras más sincero ...
Giuseppe: ¿En qué sentido está dispuesto a aceptar mi
falta de colaboración?
T.: En el sentido de que haces el papel del que tiene que
ser sostenido con las muletas, y obligas a tus padres a
hacer el papel de los que te deben convencer para que
tengas ánimo... ¿Pretendes insinuar que se deben sentir
culpables por tu conducta? En este momento me parece
que ustedes (a los padres) están muy alarmados por la ex­
torsión de Giuseppe, que intenta matarse si no le andan
suficientemente alrededor. No creo que se pueda iniciar
una terapia a menos que ustedes dejen esta situación exac­
tamente como está; de ninguna manera se debe desequili­
brar una situación reglada por un acuerdo tan perfecto.

135
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[El terapeuta afirma, de una vez por todas, que en un


juego de articulaciones, cada miembro de la familia tiene
su rol y su función, y estos roles y funciones se integran
entre sí. Por ello, justamente, el cambio es algo temible;
por ello la terapia puede ser muy peligrosa a menos que se
haga frente común con la homeostasis del sistema. Esto
equivale a una negación estratégica de la terapia: «Hago la
terapia para no hacerla».]

El terapeuta como regulador homeostático y ag


de diferenciación al mismo tiempo

Por el recurso de reforzar de continuo la vertiente ho-


meostática, el terapeuta introduce un input imprevisible,
no sólo respecto de la lógica familiar, sino de una lógica
«social» de intervención psicoterapèutica. En esta línea,
pidió a Giuseppe que hiciera venir a la sesión siguiente
a sus hermanos; justificó la necesidad de su presencia con
el empeoramiento que había sufrido y la urgencia de brin­
dar apoyo a los padres. Con esta ampliación del sistema,
el terapeuta se proponía no sólo una redefinición del pro­
blema por referencia a la autonomía de los padres respecto
de los hijos, sino además una descomposición del conflic­
to concentrado en el comportamiento sintomático del pa­
ciente. Así empezaba a delinearse la redistribución de la
atención y de los conflictos en los espacios personales y
de interacción de cada miembro.
En esa sesión estuvieron presentes, además de Giuseppe,
el padre y la madre, los dos hermanos y la hermana: Fran­
co, de 36 años, que vivía en la misma ciudad donde ejer­
cía la profesión de abogado; Andrea, de 34, casado, que
residía en otra ciudad, donde trabajaba en un banco, y
Giovanna, de 22, que concurría a la universidad y pasaba
en el hogar todos los fines de semana.

Franco: Creemos que podría ser útil que se alejase del


ambiente familiar... pero no sé ahora, con esta terapia
familiar que se ha iniciado ...
T.: La terapia familiar en verdad no está encaminada, ni
siquiera se ha iniciado... Aquí sólo iniciamos el trabajo
con las familias que presentan las condiciones adecuadas.

136
[El terapeuta insiste en la negación estratégica de la te­
rapia. De este modo obliga a los miembros del sistema
a buscar, individuar y experimentar nuevas configuraciones
relaciónales y personales, que por el momento lo tienen a
él como punto de referencia.]

Franco: ¿Las condiciones adecuadas?


T.; Sí, las condiciones adecuadas. En el caso de ustedes
no me parece que se pueda comenzar la terapia familiar;
sobre todo porque considero ... considero que los padres
se sienten en una situación extorsiva, de extremo malestar.
Franco: ...Pero yo creo... tengo la impresión de que es
acaso la familia la que lo ha perjudicado... con cierta
educación ... cierta formalidad ... quizás inadecuada para
estos tiempos.
T.: ¡Ah!, pero entonces... ¡un momento!... entonces la
historia es diferente ... Usted considera que la familia pro­
duce un malestar en Giuseppe, y no Giuseppe el que lo
produce a la familia ...

[El terapeuta acoge esta esquematización del problema


y pone de relieve su valor diferenciador:]

Franco: Bueno, digamos que ahora es Giuseppe el que


produce malestar a la familia... sin embargo, en el pa­
sado... por cierto que mi hermano no nació ayer... con­
sidero que al principio ha sido la familia la que lo per­
judicó ...
T.: En ese caso también sobre usted debió de influir.

[El terapeuta trata de investigar, en clave diferenciada,


el subsistema de los hermanos.]

Franco: Bueno, puede ser que cada uno de nosotros haya


reaccionado de manera diferente... Andrea y yo nos he­
mos apartado de cierta formalidad ... En cambio él es
menor, se encontró en condiciones diversas... quizá más
próximo a Giovanna ...
Padre: No quiero entrar en polémicas... pero sufro con
la sola idea de enviarlo fuera de casa... En sus actuales
condiciones no sé ...

[El padre repropone la centralidad de Giuseppe como


paciente.]

137
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Franco: Mi padre quiere decir que no es partidario de


apartarlo de la vida familiar.
Andrea: Pero recuerda que también yo... en aquel pe­
ríodo, cuando estaba en Genova ...
Padre: Es cierto que se puede hacer la prueba, pero hasta
que no haya recuperado un poco el equilibrio... no sé.
¿Qué opina usted?

[En el conflicto, padre y madre buscan la mediación del


terapeuta.]

Madre: Sí, ¿qué nos aconseja usted, profesor?


T.: No logro entender qué ventaja tendría para todos us­
tedes acudir a sesiones familiares ... no veo ninguna ven­
taja porque esta es una familia que en ciertos planos no
tiene posibilidad de cambiar ciertas actitudes, pero no es
por culpa de nadie.

[La negación de la utilidad de la terapia introduce un


input imprevisible y desestabilizador. La familia no tiene
más alternativa que continuar en sus tentativas de tras-
formación.]

Franco: Entonces usted debería explicarme dónde falla­


mos ... en qué sentido no somos adecuados.

En este momento el terapeuta procuró dramatizar la si­


tuación en que se encontraba la familia; sus miembros
debían reconsiderar las cosas y tener bien presente «lo
bien que esta familia funciona unida». Por lo tanto, de
cada miembro se pedía que se mantuviera junto a los de­
más y al mismo tiempo se alejara de ellos. Ante la de­
manda de romper el círculo, el subsistema de la pareja
y el de los hijos se separaron, pero, terminada esta secuen­
cia, se retomaron las posiciones anteriores y el paciente
designado volvió a ocupar su puesto entre los padres. Sin
embargo, todos habían experimentado la diferencia que
supone ocupar posiciones diversas y, por la vía de esta
diferenciación metafórica, la posibilidad de cambiar. El
trabajo del terapeuta prosiguió con la señalada intencio­
nalidad.

T. (a la madre): ¿Estaba mejor antes o lo está ahora?


Madre: Sin Giuseppe, profesor, en este momento me sen­

138
tiría muy bien sin Giuseppe, con mi marido y mi hija, si
ella se quisiera quedar ...
T.: Y en esta situación, ¿cómo cree usted que se sentiría
su marido?
Madre: Bueno, en esta situación quizá se sentiría peor que
yo... El no ve tan bien el alejamiento de Giuseppe.
Padre: No, no, en estas condiciones, con tres tentativas de
suicidio... es preciso que alcance el mínimo de equili­
brio ...
T.: Muy bien, oigamos a los hermanos.

[El terapeuta trabaja en la diferenciación en el interior


de los subsistemas.]

Franco: Estoy bien así...


T.: ¿Crees que Giuseppe te crearía los mismos problemas
que crea a tus padres?
Franco: No, seguro que no.
T.: Has hecho una afirmación grave ... es muy peligrosa ...
Yo no creo que sea la familia la que vuelve extraño a Giu­
seppe ... pero de lo que él dice se podría sacar la conclu­
sión de que si Giuseppe estuviera alejado, se comportaría
de manera enteramente diversa ...
Giuseppe: Pero vea usted, mi situación es un gran despe­
lote ... no atino a hacer nada ...

[El paciente designado repropone su centralidad ante la


amenaza de una situación conflictiva (Haley, 1974).y

Franco: La única posibilidad de que alcance cierto equili­


brio está en que nos pongamos de acuerdo sobre ciertos
errores cometidos (a los padres) por ustedes, permítanme
que lo diga... porque ciertamente no he sido yo quien lo
educó ... Ciertas restricciones ... la religión ...
Giuseppe: Disculpa, no ... no empecemos ahora ... porque
cuando yo tenía aquellas crisis ...

[La tensión ha aumentado; el conflicto entre el subsis­


tema de los padres y el de los hijos se agudiza, y el paciente
designado se propone como el elemento salvavidas... ]

Franco: Bueno, déjame hablar, después dirás que no es


verdad, pero lo harás por cortesía. El hecho es que uste­
des nos consideraban ovejas negras... papá y mamá, por­

139
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que vivíamos por nuestra cuenta, mientras que a ti te con­


siderabas la oveja buena... Y como tú también te sentías
la oveja justa, te veías reforzado en esa orientación, pero
en cierto momento eso mismo te paralizó.

[... pero Franco se lo impide. Ahora es un miembro de


la familia el que trata «normalmente» a Giuseppe, y evita
la actitud habitual, de falsa protección.]

Padre: Es verdad, Giuseppe... ¿tú qué dices?


Giuseppe: Pero no, no ...
Franco: Entonces yo quiero hacer una pregunta... ¿Es
o no es verdad que a él lo consideraban el bueno y nos­
otros éramos los de mala conducta? ¿O pretenden negar
también esto?
T.: Avizoro grandes peligros en esta familia si hiciéramos
una terapia familiar... avizoro muchos peligros porque es
una familia en que hay muchas energías y posiciones di­
vergentes entre ustedes ... Por eso, si hiciéramos una tera­
pia, saldrían a la luz estas diferencias... sería muy peli­
groso.

[El terapeuta parece impedir el proceso de diferenciación


por ser peligroso para el equilibrio familiar. Después de
haber convocado las diferencias y ayudado a que salieran
a la luz, destaca su peligrosidad. Por el recurso de negar
estratégicamente la terapia, se sitúa activamente en el polo
homeostático y obra de manera que la familia se desequi­
libre.]

Como el enfrentamiento entre padres e hijos se hacía más


riguroso, Giuseppe intervino de pronto para reproponer el
problema de dar por el culo a las mujeres y su miedo de
morir e irse al infierno. Pero puesto que el terapeuta se
situaba de continuo como el garante más estable de la
homeostasis, las contradicciones condensadas en el compor­
tamiento sintomático de Giuseppe podrían convertirse poco
a poco en los contenidos (sexualidad-religión-moralismo)
de un conflicto generacional y de pareja, en que la función
del paciente se hacía menos necesaria y eran más raros los
momentos en que se lo triangulaba.

T.: Me parece que todavía, aunque poseemos algunas in­


formaciones más, estamos bien lejos de poder comenzar

140
una terapia... Sobre todo temo por ti (señala a Giuseppe),
porque no querría que hicieses cosas aventuradas, que cam­
biases tu conducta ... eso sería muy peligroso. Podría su­
ceder que papá y mamá de repente se encontraran ante
un abismo ... Papá podría sufrir un colapso o mamá caería
en una depresión ... Acaso Franco se sintiera reabsorbido
por la familia, y comenzaría a descuidar su trabajo ... Gio­
vanna podría perder su actitud reflexiva, descubrir que ya
no se siente capaz de llevar adelante las tareas en que se
ha comprometido, entrar en crisis con su novio y experi­
mentar la necesidad de volver a casa para permanecer junto
a mamá... Andrea podría angustiarse con la idea de que
no consigue mejorar las cosas, y sentirse culpable.

[Es evidente que, aun manteniéndose estratégicamente en


el polo homeostático, él terapeuta ha dado comienzo a un
trabajo de individuación de las áreas de conflicto e insatis­
facción ligadas con las funciones que cada miembro de­
sempeña en este juego relacional rígido. En un contexto
tranquilizador, en que el terapeuta se erige en garante de
la homeostasis, se introduce la anticipación de fantasías
catastróficas respecto de un cambio.]

Coherente con la posición que había asumido, el tera­


peuta insistió en sus dudas sobre la utilidad de llevar ade­
lante una terapia y prescribió a Giuseppe que «se mantu­
viera alerta v conservara su función como garantía para el
terapeuta».
En la sesión que siguió, se declaró satisfecho con Giu­
seppe porque había conseguido mantener con rara cohe­
rencia su función.

T.: Antes de empezar, quiero felicitar a Giuseppe por las


garantías que me está dando. Ahora veamos el modo en
que los demás pueden ayudarlo también en esto...
Franco: Oiga, doctor... yo tenía la intención de introdu­
cirlo en un empleo... Como es el momento oportuno para
presentarse en un concurso, hice que preparara la solici­
tud...
T.: Pero, ¿sabe usted que su hermano tiene un compro­
miso en este momento?
Franco: Sí, un compromiso con esta terapia ...
T.: No, no me entienda mal... Giuseppe tiene un com­
promiso con la familia, una función que nadie más puede

141
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desempeñar... Lo habrá mirado bien... ¿no le impresio­


na como una persona que en este período está muy ocu­
pada?

Las garantías consistían en mantener las cosas como esta­


ban. Aferrado a este supuesto, el terapeuta hizo actuar en
la sesión los fantasmas sobre lo que sucedería si Giuseppe
abandonaba la función que le incumbía. De esta manera
introdujo el «fantasma del cambio», simbolizado por la
muerte del paciente, y verificó el miedo v las fantasías que
a él se anudaban en los dos subsistemas, de los padres y de
los hermanos.

T, (a la pareja): ¿Cuál de los dos cree que la muerte de


Giuseppe lo desequilibraría más?
Madre: El remordimiento me torturaría toda la vida ...
Padre: El dolor sería inconmensurable... pero yo no expe­
rimentaría sentimientos de culpa ...
T.: Usted, señora, ¿me está diciendo que Giuseppe conti­
nuaría manteniendo su función?
Madre: Sabe, profesor, sobre aquellos hechos ... los proble­
mas sexuales... Quizá debí haber hablado con mi mari­
do ... y en cambio sólo atino a llorar., lo resuelvo todo
con el llanto.
T.: ¿Sobre los problemas sexuales de Giuseppe?
Padre: Sí, los nuestros han terminado hace tiempo...
Madre: Naturalmente, han terminado ... entre otras cosas
porque los hechos de Giuseppe influyeron también sobre
las relaciones matrimoniales ...
Padre: Sí, produjeron frialdad ...
Madre: Vea, haber oído a Giuseppe hablar de esas activi­
dades sexuales ... hasta la posibilidad de que se pusiera a
espiar...
Padre: Acabó por liquidarlo todo ...
T.: Si he comprendido bien, usted dice que Giuseppe ter­
minó por reunir en él toda la sexualidad de la familia.

Después el terapeuta se dirigió a los hermanos, indagó


sus fantasías y puso de manifiesto la función del paciente
designado con relación a la desvinculación de ellos.

Franco: ... Entiendo la raíz de la situación... él siempre


estuvo más con los padres, era el hijo modelo, el predilecto.
Giovanna: Quiere decir que en definitiva él ayudaba a que

142
los demás tuvieran más libertad . .. Era, por así decir, el
punto de apoyo, mientras nosotros hacíamos en mayor me­
dida lo que queríamos.
T.: ¿Quien de ustedes corre el riesgo de empeorar más si
la situación cambia?
Franco: Bueno, quizá mis padres.
Giovanna: Por lo menos papá tiene una profesión para
desahogarse . . . Creo que sería mamá ...
Giuseppe: Pero... ¿cómo explica usted mi conducta de
loco?

[El paciente designado repropone su centralidad.]

T.: Aunque Giuseppe siga ayudándome con garantías, que­


rría tener más. Me gustaría que ustedes, junto con papá y
mamá, discutieran para evaluar a fondo quién podría sufrir
un empeoramiento mayor por el hecho de venir aquí... y
que después evalúen las energías y la ayuda que, llegado
el caso, los demás podrían proporcionar a esa persona ...
Porque yo no creo que sea posible aceptar una terapia que
llegue a provocar la ruina de uno de los participantes.

El hecho de que el terapeuta asumiera la función de ga­


rante de la homeostasis familiar, y el hecho de que la ten­
sión se redistribm era por los espacios interactivos subsiste-
micos v por los espacios personales de los diversos miem­
bros, hicieron posibles algunos movimientos de Giuseppe
hacia su autonomía. En efecto, el mes que siguió, al tiempo
que proseguía la colaboración de los hermanos y la pro-
fundización del enfrentamiento generacional entre los dos
subsistemas (Minuchin, 1976), Giuseppe empezó a salir y
a ocuparse de sus estudios. Más y más cobraba realce el
problema de la desvinculación recíproca de los padres y
el hijo. Pero el terapeuta sabía que la familia no podía re­
conocer esa mejoría porque ello requeriría la modificación
de reglas que, disfuncionales en un nivel, eran protectoras
de la integridad de la familia en otro. Por ello, a los pocos
segundos de iniciada la sesión siguiente, centrada de nuevo
en la tríada padre-madre-paciente designado, el terapeuta
tomó la iniciativa descalificando la evidente mejoría. Para
hacerlo recurrió al humorismo, con lo cual, por un lado, ne­
gaba la mejoría y, por el otro, reproponía un nivel de enten­
dimiento y complicidad.

143
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T.: Giuseppe, me gustaría preguntarte ya mismo si hubo


algún inconveniente esta semana. Veo en tu cara que estás
menos alerta de lo habitual.
Giuseppe: ¿Qué quiere decir?
T.: Menos alerta. ¿Qué ha sucedido de nuevo?
Giuseppe: He embromado un poco.
T.: No, las cosas normales no me interesan, me refiero a
inconvenientes graves, cosas extraordinarias.

[El terapeuta quiere ir más allá de las fantasías más ne­


gativas de la familia. Cualquier cosa que sus miembros
digan sobre empeoramiento, siempre estará por debajo de
sus previsiones.]

Giuseppe (sorprendido): No, inconvenientes graves, no.


T.: Entonces me equivoqué; sin embargo ...
Padre: Tuvimos una enorme dificultad para traerlo aquí,
porque entre otras cosas esta mañana ...
T.: De acuerdo, pero eso se cuenta en las dificultades nor­
males ... yo sigo con la impresión de que tú, Giuseppe,
estás menos alerta ...
Giuseppe: No entiendo lo que quiere decir.
Madre: Me permito inmiscuirme, pero acaso el doctor se
refiere al hecho de que hayas desarrollado actividades que
no son las habituales, ¿no es verdad, doctor?

[La madre, con esta intervención suya, proporcionó al


terapeuta una realimentación importante respecto de una
comprensión de la lógica y de las funciones. Así se invierte
el proceso de asociación. Al comienzo era el terapeuta el
que se asociaba con la familia; ahora esta se asocia con
él, utilizando su lógica y su esquematización.]

T.: Usted, señora, tiene un sexto sentido.


Madre: Sobre esto deberías decir (se dirige a Giuseppe)
que has logrado permanecer ante la mesa de trabajo...
T.: ¡Por eso es que me impresionas menos alerta!

[El terapeuta sigue redefiniendo la mejoría con califica­


ciones peyorativas.]

Padre: Aunque después dijo que todo es inútil, que todo


eso no sirve para nada; lo dijiste a continuación, ¿no? Di­
jiste que atentarías contra ti mismo.

144
Giuseppe: Sé perfectamente que si un día me pusiera a
hacer lo que hacen mis hermanos, lo lograría muy bien,
pero debería renunciar a ...
T.: A la función.
Giuseppe: No sé a qué... debería renunciar a un mundo
fantástico. ..
T.: A la función; y me parece que eres muy ingenuo cuan­
do adoptas una conducta diferente. Ingenuo, porque te en­
gañas creyendo que alguien pueda o quiera tener la función
que desempeñas tú... ¿Tienes algún nombre para su­
gerir?

[Es evidente el aspecto provocador del mensaje, tanto


para el paciente como para el sistema en su conjunto.]

Giuseppe: ¿Cómo dijo? No oí.


T.: ¿Tienes algún nombre para sugerir, alguien que pueda
ocupar tu puesto en la casa, desempeñándolo con la aten­
ción debida, como lo haces tú?

El terapeuta siguió redefiniendo la actitud diferente de


Giuseppe como inoportuna y peligrosa para la estabilidad
de la familia. Concluyó la sesión con una prescripción que
tendía a reforzar las reglas disfuncionales del sistema (An­
dolfi y Menghi, 1977):

a. Los padres debían observar con extrema atención toda


conducta «anómala» que Giuseppe tuviera en el curso del
día y por las noches discutirlo entre todos y trascribirlo
prolijamente en un cuaderno.
b. Giuseppe debía permanecer siempre en la casa duran­
te las dos semanas siguientes, sin modificar su conducta
habitual. Todo comportamiento adulto, fuera voluntario o
solicitado por los padres, se debía considerar incorrecto,
porque representaría un intento de Giuseppe de sustraerse
de su «función» esencial en el interior de la familia.
c. Giuseppe por un lado, y por el otro los padres, debían
garantizar la ejecución correcta de esta tarea mediante el
procedimiento de poner por escrito cualquier incorrección
en que se incurriera.
d. La sesión siguiente sólo se produciría a condición de
que cada uno de los miembros presentara el material es­
crito requerido.

145
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Esta redefinición de los eventuales movimientos autóno­


mos de Giuseppe como incorrectos respecto de la función
que él desempeñaba en la familia reafirmaba la alianza del
terapeuta con la tendencia homeostática del sistema; esta
última era «convocada», además, por la prescripción de la
conducta sintomática y de algunas reglas familiares, repre­
sentadas por el control exasperado de los movimientos indi­
viduales que los padres y Giuseppe ejercían recíprocamen­
te. De esta manera, el terapeuta se proponía hacer explí­
cito el funcionamiento de esta familia y aumentar la carga
que cada uno de sus miembros debía sobrellevar. Esta lí­
nea tendía a una mayor separación de los espacios gene­
racionales y a una autonomía individual creciente.
En la sesión que siguió, los padres y Giuseppe se presen­
taron con una serie de anotaciones que expresaban, de di­
ferentes modos, el desacuerdo con el terapeuta en lo que
se refería a la importancia de la «función» Giuseppe siguió
saliendo y empezó a enviar al terapeuta mensajes en los
que se hacía cada vez más manifiesta su impaciencia ante
la aprensión de los padres.
A título de ejemplo, y en sucesión temporal, reproduci­
remos extractos del material escrito que llevaron a la se­
sión, respectivamente, el padre, la madre y Giuseppe:

Padre: «Se muestra con evidencia la contraposición entre


la actitud negativa de Giuseppe, que usted define como
"coherente", y el intento de construir algo con miras a su
existencia autónoma. Por lo que toca a la idea recurrente
del suicidio, se muestra cada vez más extorsiva. Interro­
gado sobre esto en alguna ocasión, responde que su con­
ducta está destinada a lograr que los padres le tengan con­
miseración. [ . . . ]
»Aislamiento total. A la noche encontró fuerzas para estu­
diar. Frente a sus discursos destructivos yo reacciono tra­
tando de desarmarlo. Le hago exhortaciones continuamen­
te. [ ... ] Mi reacción es casi instintiva. [... ]
»Esta mañana estuvo en los tribunales con el hermano, pero
cuando volvió declaró que seguía perdiendo su tiempo. A
la siesta se quedó en la cama, para salir después sin meta
fija. Volvió a las 21.30 y durante la cena habló con su
madre acerca de los hijos de Andrea, mostrando cariño ha­
cia ellos. Pero después se ensombreció, y fueron vanos mis
intentos de averiguar qué le ocurría. [ ... ]
»Por la mañana fue de nuevo a los tribunales. Después del

146
almuerzo se puso a estudiar y fue al campo de deportes.
De regreso, retomó el estudio. Salió después de cenar, y
volvió a eso de las 24. Traía un humor aparentemente nor­
mal, pero a la una de la madrugada vino a despertarnos
para que le diéramos un somnífero porque no podía dor­
mir, estaba agitado. [ ... ]
»Ausencia de mi esposa, que ha ido a visitar a su sobrina.
Entonces me quedé en casa con Giuseppe. Preveía pasar
horas difíciles. En cambio, extrañamente, Giuseppe se vio
más distendido que de costumbre y por momentos hasta
en actitud de colaboración. Estuvo en su habitación, estu­
diando. Yo no fui a verlo. No obstante nada sucedió. A la
noche cenamos juntos y hablamos sobre asuntos triviales.
Esto me lleva a la conclusión de que quizá nuestra insis­
tencia con él lo induce a menudo a manifestaciones que
crean en nosotros, los familiares, un estado de preocupación
y de inquietud».

Madre: «Esta mañana salió durante una hora más o menos,


con mameluco, para ir al campo de deportes (incorrección).
A la siesta estuvo fuera cerca de una hora. De regreso te­
nía aspecto agitado. Le pregunté enseguida si le había
pasado algo, y me respondió que lo seguía persiguiendo la
idea de suicidarse. Como se había metido en la cama, el
padre lo exhortó a no permanecer ahí y a leer algunas pá­
ginas del libro de estudio (incorrección de parte del pa­
dre). [...]
»Fugaz y reducida al mínimo su colaboración con el her­
mano. A la siesta hizo intentos ocasionales e intermitentes
de estudiar, sin eficacia ninguna. La expresión de su ros­
tro era más bien sombría. Después salió (incorrección).
Estuvo fuera unas dos horas, y yo sentí gran angustia. De
regreso a casa no quiso cenar, pero cenó después, so­
lo. [ ... ]
»Pasó casi toda la mañana en cama en estado depresivo
(como de costumbre). A mediodía vino el amigo Fede­
rico. Cosa extraña, Giuseppe lo quiso ver y habló con él
durante una hora y media. Después del almuerzo salió para
encontrarse con un ex compañero de estudios. Regresó a
eso de las 15 y tornó a salir (incorrección). A la hora vol­
vió a casa, se dio una ducha, se cambió y se puso a estudiar
desde las 16 hasta las 19 (incorrección). El estado de áni­
mo de Giuseppe ha cambiado. No parece deprimido, sino
bastante activo. Después de la cena llamó por teléfono a

147
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dos conocidos y aceptó la invitación de Franco, el her­


mano, para que se presentara la mañana siguiente en la
sala de los abogados a fin de prestar juramento.
»Esta mañana no pude evitar regañarlo y exhortarlo a
reaccionar contra su depresión (incorrección de mi parte)
[...]
»Por la mañana, después de mantener un breve contacto
con su hermano por unas cuestiones legales, salió para en­
contrarse con un amigo (incorrección). Se acostó a la siesta,
y se levantó a las 18 con un humor negro. Repitió una vez
más que debía resignarse a proseguir su existencia con el
ritmo habitual y con la tentación de robar revistas porno­
gráficas. Después salió y poco después llamó por teléfono
diciendo que se quedaría a cenar en casa de un amigo
(incorrección). [... ]
«Durante casi todo este día. Giuseppe descuidó su función.
Durante la mañana acudió a los tribunales a prestar el ju­
ramento reglamentario para presentarse al próximo examen
de procurador legal (incorrección). A la siesta se quedó
un rato en casa y traté de hablarle y de alentarlo a reac­
cionar, de infundirle confianza. Salió a eso de las 19. Des­
pués de la cena, no obstante que tenía una cita para ir al
cinematógrafo, no lo hizo. Lloraba y me decía que, cuando
yo ya no esté, no tendría ninguna persona a quien hacer
confidencias».

Giuseppe: «No se puede escapar de la realidad de la vida.


Por eso, sea que prosiga con este lío de terapia familiar,
sea que no lo haga, seguramente que no se puede escapar.
Los demás no cometen incorrecciones conmigo. [... ]
»En este período he vivido como he podido. La mañana
del miércoles fui a casa de mi amigo Mateo. Yo lo había
llamado por teléfono para pedirle que me ayudara a poner
el barco en condiciones. Después fui al estudio de mi her­
mano Franco. Pero en realidad todo es inútil, no se puede
escapar de la realidad. Sin duda que puedo ir a ver a mi
hermano, pero esto no cambia nada ... Llegados a este pun­
to, quizá sería mejor acabar, en lugar de continuar con
todas estas puterías. [ ... ]
»Seguí yendo a encontrarme con Franco, me quedé a cenar
en casa de un amigo, un ex compañero de escuela, [... ]
pero quizá lo único que debería hacer sería tomar nota
pasivamente de esta situación, inclinar definitivamente la
cabeza y seguir yendo a Roma, aun si eso no cambia nada.

148
Sólo que no se puede resistir pasivamente en una situación
absurda».

Al final de la sesión, el terapeuta se declaró muy afec­


tado por la escasa colaboración en la terapia y por la lige­
reza con que Giuseppe descuidaba su vigilancia.

El cambio como desafío al terapeuta

En este punto se inició una fase nueva, caracterizada por


la progresiva descentralización del terapeuta, que culmina­
ría con la escisión del sistema terapéutico. La descentra­
lización se produciría de manera progresiva hasta la verifi­
cación de los espacios de interacción de la nueva estructura
del sistema (Menghi, 1977).
Al comienzo, sin embargo, la manifestación de una indi­
viduación mayor de los espacios de pareja y personales
mantenía al terapeuta en la posición de garante de la ho­
meostasis familiar y, en consecuencia, centralizado en su
función de regulador homeostático en remplazo del pa­
ciente designado. La familia reivindicaba la mejoría to­
davía en relación con el desafío iniciado con el terapeuta,
y que había culminado en la negación estratégica de aque­
lla, Por su parte, el terapeuta, aunque profundizaba los
espacios personales y subsistémicos, permanecía en la po­
sición del que niega la utilidad de un cambio y pone de
manifiesto sus dificultades y sus riesgos: y en este punto
los riesgos habían dejado de ser genéricos porque se liga­
ban con las demandas concretas que cada miembro empe­
zaba a hacer por sí mismo y con relación al otro. Por eso
la intervención no contenía amenazas a la homeostasis fa­
miliar, que en cambio representaba un obstáculo y al mis­
mo tiempo una garantía para las primeras instancias de
cambio; justamente en virtud del proceso de desmantela-
miento de estos obstáculos, para demostrar al terapeuta lo
infundado de sus temores, la familia adquiría una autono­
mía más grande. Reproduciremos fragmentos de la sesión
13a con los padres:

Madre: Ahora me siento un poco cansada, «aplastada», ¿me


entiende usted? Pero en la incertidumbre me he concedido
un descanso.

149
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Padre: Pero yo le puedo hacer la síntesis. En estos últimos


tiempos, efectivamente Giuseppe se ha movido... no ha
permanecido en cama. Fue un poco a los tribunales con
su hermano, se puso a estudiar algo, lleva consigo libros...

[En esta fase de la terapia el padre es mucho más activo


y responsable.]

T.: ¿Libros para niños?

[El estilo sigue siendo provocador, aunque a la vez es


burlón y humorístico.]

Padre: No, libros de derecho... En efecto, se ha produ­


cido una tentativa de inserción. Es verdad que si después
se le pregunta, dice: «Yo lo hago, pero estoy convencido de
que para mí todo está terminado». Salvo el hecho de que
antes era coherente con esta postura absolutamente nega­
tiva y se quedaba en casa; ahora, si su hermano lo llama
al juzgado, él va ...
T.: No me fío. Me sorprende que usted, después de tantas
experiencias, se confíe tan ciegamente.

[ . . . p e r o el terapeuta deja entender al mismo tiempo:


«No obstante que haya tenido tantas experiencias negati­
vas, espero que usted no haya perdido todo optimismo».]

Padre: Yo no me fío; yo consulto, se lo cuento a usted.


T.: Le digo que no me fío. Hoy no esperaba saber de me­
jorías. A lo sumo, teatralizaciones ... Es decir, algo que
no fuera tan riesgoso para todos ustedes.

[El terapeuta pone el acento en la necesidad de que ellos


mismos asuman los riesgos inherentes al cambio.]

Madre: A mí también me parece que Giuseppe da pasos


adelante...

[Ahora la mejoría es compartida explícitamente por los


dos padres. Parece que la incredulidad, que el terapeuta
ostenta tiene el poder de reforzar su convicción.]

Padre: ¿Pero no oíste al doctor hace un momento decir que


no se fía de esta tentativa de inserción? Lo afirma él; di­

150
ce: «Yo no me fío«, y puede ser que tenga sus razones.
Tanto más cuanto que el propio Giuseppe declara «Me ten­
go que poner a trabajar»; y después «No lo consigo».
Madre: Sobre eso debo decir algo que he notado en él del
15 al 26... Ha pasado esos días positivamente; frecuentó
todas las mañanas el estudio de su hermano y permaneció
poco tiempo en casa.
Padre: ...¿no podemos fiarnos? De acuerdo; este mucha­
cho puede hacer una locura mañana, pero, en efecto...
entre las demás cosas ha ocurrido también un hecho posi­
tivo. Giuseppe ha triunfado en una causa, y nosotros nos
enteramos casualmente por los diarios... ni siquiera sa­
bíamos que se ocupaba de esa manera del asunto... En
definitiva, creo que aun no haciéndonos ilusiones, como us­
ted decía ... El mismo Franco, que siempre es objetivo y
nunca se desequilibra, ayer le dijo a mi esposa ...

[Se tiene la impresión de que los padres intentan conven­


cer al terapeuta de la mejoría producida. Pero dar crédito
a sus argumentos podría ser la señal para que se batieran
en retirada en este esfuerzo familiar hacia la «curación»;
el mantenimiento del polo homeostático por parte del tera­
peuta es un punto firme y un factor tranquilizador que per­
mite al sistema desequilibrarse hacia ulteriores cambios.]

Madre: . . . que notaba que Giuseppe se interesaba más en


su trabajo . ..
Padre: ... notaba que había cierto interés.
No me fío de todo esto, es demasiado riesgoso ... Giu­
seppe no puede abandonar así su función. No me han dado
garantías suficientes.

[El terapeuta da a entender que sólo abandonará sus re­


servas en caso de comprobar cambios más sustanciales.]

No obstante que dejó entrever la posibilidad de ulterio­


res cambios, el terapeuta dedicó el resto de la sesión a
reproponer una inmovilidad absoluta en las funciones res­
pectivas y en las modalidades de relación que se habían
puesto de manifiesto en las sesiones anteriores. En parti­
cular, invitó a Giuseppe a mantener su rol de «centinela»,
que tan útil era para todos y que con tanta abnegación
desempeñaba. El carácter repetitivo de las conductas pres­
critas por el terapeuta aprisionaba a cada quien en el espa-

151
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ció limitado de su función y creaba un creciente malestar.
Los padres empezaban a sentir la carga del control que
ejercían sobre Giuseppe: en la misma medida en que era
traído a la luz y prescrito por el terapeuta, se vivía con
cierto «sentido del ridículo», atestiguado por el siguiente
episodio, que refirió la madre:

«A las 17.30, Giuseppe salió para ir a la misa vespertina


diciendo que enseguida volvería. Pero eran las 19.30 y no
había vuelto; yo estaba muy inquieta, entre otras cosas
porque sospechaba que eso ocurriría. En consecuencia, des­
pués de haber llamado por teléfono al amigo Mateo, mi
marido fue a inspeccionar el puente ferroviario que Giu­
seppe había mencionado más de una vez. Cuando el padre
ya había salido, Giuseppe volvió y contó que se había ido
a encontrar con un amigo. Al enterarse de que el padre
había salido para buscarlo, cobró una expresión sombría
y se recluyó en su silencio. Sólo después que volvió el pa­
dre, que estaba un poco turbado, dijo algo para repro­
charnos nuestra aprensión. En efecto, repensándolo, nos pa­
reció todo desproporcionado y hasta un poco ... ridículo si
no fuera por los antecedentes. En este mismo momento en
que escribo me pregunto por cuánto tiempo todavía tendré
(pie seguir poniendo por escrito las veces que Giuseppe
hace esto o lo otro, entre otras cosas porque él cada vez
está más "rebelde" e "incorrecto"».

Por su parte, Giuseppe, que adoptaba una actitud más y


más «rebelde», enviaba mensajes de impaciencia más cohe­
rentes:

«Si por lo menos cada uno pudiera permanecer en su pro­


pia esfera sin tener siempre encima los ojos de los demás.
De hecho, parece imposible conseguirlo. Pero a mí me
rompe las pelotas, que así sí, que así no... ».

Todo esto llevó a un aumento de la tensión, que el sis­


tema expresó por medio del paciente en la sesión 14a.
Reproduciremos la explosión final, que tuvo por resultado
la ausencia constante de Giuseppe en las sesiones que si­
guieron:

Giuseppe: Esta ambivalencia sustancial de tener que ir a


un psiquiatra para contarle las propias puterías. ¡No! Lle-

152
gados a este punto, que se vayan todos a la mierda, yo
acepto mi vida como es, y no me rompan más las pelotas;
en suma, maldita sea, yo no les rompo las pelotas a los
demás y que los demás no me las rompan a mí. Así esta­
remos a mano.
T.: Me parece que Giuseppe a su modo dice que esta tarde
no tiene ganas de lloriquear. Me complace. No esperaba
esto.

[El terapeuta define positivamente las afirmaciones de


Giuseppe, que demuestran su capacidad de poner límites
entre él y los demás o su tentativa en ese sentido. «No es­
peraba esto» significa: «No esperaba que él expresara tan
francamente su sufrimiento por tener que presentar siem­
pre la parte más pobre y monótona de sí mismo.]

Una nueva estructura

La ausencia física de Giuseppe en las sesiones siguientes


fue considerada positiva por el equipo terapéutico, pues
sancionaba en la práctica un cambio en la estructura fami­
liar. Por primera vez, el input desestabilizador partía del
sistema familiar mismo. Con anterioridad no se soportaba
la menor distancia entre Giuseppe y los padres, sobre todo
la madre; ahora, la constante participación en la terapia
de la pareja sola era indicio de una modificación impor­
tante. En efecto, los padres admitían acudir solos sin que
los paralizara la angustia que los movilizaba en torno del
hijo. También habían conseguido salir una noche dejando
solo a Giuseppe. Así refirió la madre el episodio:

«Mi marido y yo salimos después de la cena dejando solo


en casa a Giuseppe, que no estaba del todo tranquilo y
tenía en sus manos la soga para hacer gimnasia. Volvimos
a medianoche. Giuseppe ya estaba en la cama. Tenía la
luz encendida y fuimos a darle las buenas noches. Cuando
se enteró de que habíamos ido al cinematógrafo, dijo que
debía de haber pasado mucho tiempo desde la última vez
que habíamos hecho una cosa así».

Al mismo tiempo se tuvo noticia de un aumento notable


en la autonomía de Giuseppe. Después de algunas sesio­

153
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nes, utilizadas sobre todo para consolidar las distancias ad­


quiridas, el terapeuta envió una carta a Giuseppe. Los pa­
dres fueron sus portadores.

Con esta comunicación al paciente designado se buscaba:

a. Dar un reconocimiento a los esfuerzos que hacía Giu­


seppe para consolidar su autonomía;
b. reproponer una prescripción sintomatológica con proce­
dimiento provocador (Andolfi v Menghi. 1976. 1977);
c. reforzar una clara división subsistémica entre la pareja
y Giuseppe, y
d. poner en relación la autonomía del hijo con la de los
padres.

Reproducimos íntegramente el texto de la carta:

«Querido Giuseppe: Me hago cargo de los esfuerzos que


haces en estos últimos tiempos para volver más productiva
tu participación en la terapia familiar. Y tanto más produc­
tiva porque se produce a distancia, sin el riesgo de asumir
actitudes dependientes y pasivas. Sin embargo, te solicito
que no renuncies a la creatividad contenida en tus conductas
habituales (como permanecer mucho tiempo en cama, mas-
turbarte repetidamente, romper las pelotas, amenazar con
atentar contra ti mismo, no desempeñarte en una actividad
laboral) hasta que no te hayas asegurado perfectamente
de que tus padres están en condiciones de caminar solos
sin que necesiten de tu función».

Junto con la carta se impartieron a los padres estas ins­


trucciones:

a. La carta debía ser leída todos los días en voz alta por
el padre o la madre en presencia de los otros dos;
b. de tiempo en tiempo debía seguir a la lectura una dis­
cusión sobre las reflexiones que la carta provocaba en cada
uno de ellos;
c. en el caso de que Giuseppe se rehusara a participar, la
lectura debía ser hecha por los padres solos en el horario
establecido, pero en una habitación diferente o fuera de la
casa; y
d. sólo habría una sesión siguiente si se cumplía con esta
prescripción.

154
La carta reforzaba y sancionaba la línea estratégica de
esta fase. Redefinía la conducta de Giuseppe calificándola
de creadora, y traía a la luz, por el hecho de prescribirlas,
las características funcionales del sistema familiar. Además,
presentaba una semejanza formal con los mensajes del pa­
ciente designado, que hacía una cosa positiva pero simul­
táneamente sentía la necesidad de definirla como negativa;
que tenía una conducta autónoma, pero enseguida debía
compensarla con una conducta sintomática. Por otra parte,
sólo formalmente la carta se dirigía a Giuseppe. El verda­
dero destinatario era todo el sistema familiar, y de hecho
todo el sistema respondería a ella después. La tercera con­
dición, la que indicaba que en ausencia de Giuseppe los
padres realizarían la lectura fuera de la casa, determinaba
para el padre y la madre una ocasión más para cotejarse
y reforzar su espacio de pareja, desvinculándose del hijo.
En efecto, los crecientes movimientos de Giuseppe en el
sentido de la autonomía exigían que paralelamente se
pudiera reestructurar el subsistema de la pareja. En las
posteriores reuniones con el marido y la esposa, el terapeu­
ta, por el recurso de llevar hasta la exasperación la impo­
sibilidad de un encuentro de pareja que no pasara por la
triangulación de Giuseppe (hecho reforzado por la lec­
tura de la carta en la casa), traía al primer plano la exi­
gencia de reencontrar espacios personales y espacios com­
partidos que ya no se limitaran a conversaciones sobre la
patología del hijo.
En ese momento el terapeuta se valió de un abordaje
más típicamente estructural. En efecto, la verificación de
una estructura nueva está caracterizada por el abandono
de la función de regulador homeostático que el terapeuta
había desempeñado hasta ese momento, y por la capaci­
dad de la familia para reorganizarse sin necesidad de uti­
lizar la patología. En esta fase, la intervención estructural
consiste en supervisar las interacciones alternativas que la
familia actúa de manera autónoma en procura de un nuevo
equilibrio dinámico (Andolfi, 1977).
De uno de los informes escritos tras la lectura de la
carta, se infería que los padres habían alcanzado una com­
prensión más clara. En efecto, observaba la madre:

«...se podría deducir que somos nosotros los que nos


beneficiamos con la función de Giuseppe para salir ade­
lante por nuestra cuenta. Al contrario, me parece que es­

155
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tamos enredados y condicionados por nuestro hijo; este


condicionamiento dejaría de existir si él adoptara actitu­
des adultas y lógicas. En todo caso, yo, la madre, llego en
concreto a la conclusión de que nosotros, los padres, de­
bemos esforzarnos para no dejarnos condicionar por su
función. Por otra parte, nos parece entrever en sus mani­
festaciones externas un intento tolerado de inserción. Por
ejemplo, la noche que volvimos de Roma observamos que
Giuseppe se había preocupado por prepararse la cena. Esto
llevaría a inferir que él podría adquirir cierta autonomía
en caso de que nosotros nos desengancháramos».

Los padres, al parecer, habían tomado la valiente de­


terminación de luchar, con la ayuda del terapeuta, contra
la necesidad de la función. Reproduciremos extractos de
dos sesiones con los padres solos, significativos porque se­
ñalan el paso de la triangulación de Giuseppe al cotejo de
pareja y a una diferenciación mayor dentro de ella. Se
observará que en el curso de este proceso la posición del
terapeuta se descentralizaba más y más.

Madre: ¿Sabe usted?, tengo la sensación de que al fin de


cuentas Giuseppe termina... terminaba un poco por se­
guir mi propia senda.
T.: ¿En qué sentido?
Madre: En las relaciones sociales... Me parece que tam­
bién él tiene ese tipo de malestar, de temor a tratar con
los demás, que yo tenía...
Padre: Pero conmigo eras extravertida... sólo hacia el exte­
rior eras más cerrada, pero en fin de cuentas también a mí
me venía bien eso... Sabes, quizá por mi carácter... todo
este ajetreo, este andar saliendo, nunca me gustó mucho.
Madre: Tampoco a mí, pero en cierto momento advertí
que no era bueno para los hijos... Además de que quizá
tampoco era bueno para mí... porque muchas veces me
reproché no haber cultivado amistades... haber sido un
poco cerrada...
Padre: Pero cuando encontraste al sujeto que andaba lo-
quito te abriste...
T.: ¿Loquito era él?
Padre: Loquito era yo.
Madre: Pero no hemos realizado... Sí, nos hemos queri­
do bien, hemos tenido estos hijos... pero hemos realizado
poco para nosotros...

156
Padre: Tal vez ahora que nuestros hijos son grandes nos
podamos permitir un poco de tranquilidad, un poco de des­
canso... Efectivamente, yo siempre he sido un poco jan­
senista.

Como cierre de la sesión, después que marido y mujer


hubieron evocado el pasado y reanimado, por los recuer­
dos, un interés recíproco, el terapeuta les pidió, «aun sa­
biendo que no serían capaces de hacerlo», que llamaran
por teléfono a Giuseppe para decirle que regresarían a la
mañana siguiente y se quedaran en Roma esa noche, «no
con el propósito de hacer algo determinado, sino como en­
trenamiento, como esfuerzo para no dejarse condicionar por
la conducta del hijo (y por el miedo de ellos)». La pare­
ja recibió esta prescripción (Andolfi y Menghi, 1976) con
perplejidad; el padre habló de compromisos de trabajo, la
madre de los problemas de la atención del hogar. Salieron
diciéndose que acaso sería posible, acaso no. En la sesión
siguiente, la madre empezó diciendo que habían ido al tea­
tro después de tantos años.

Madre: Estoy convencida de que nosotros, los padres, de­


bemos iniciar este desenganche de los hijos... La vía para
obtenerlo es por cierto larga y difícil... pero yo creo en su
real eficacia... Por mi parte, quizás es ridículo... pero me
inscribí en el Instituto Italofrancés para retomar el estu­
dio de la lengua francesa y asistir a las conferencias. Así
tuve la posibilidad de volver a ver personas que ya conocía,
por ejemplo una ex compañera de escuela que ahora es
profesora de letras.
Padre: Y además... después de tantos años hemos deci­
dido hacer un viaje este verano..
T.: Tengo la impresión de que si quieren hacer este viaje
tendrían que lograr primero credibilidad ante sus hijos.
(Sale.)
Madre: Quizá sea verdad, también Giovanna dijo «Espero
que lo hagan». Quizá sería necesario empezar con alguna
pequeña excursión...
T. (entra): Mis colaboradores me hicieron notar que ese
viaje es sólo una hipótesis de trabajo, no una certeza.
Padre: Creo que el viaje se hará ciertamente.
T.: Pero, ¿qué sucede si alguien de la casa arroja un sal­
vavidas. .. al que se pueda aferrar el que tiene miedo de
ahogarse? Giuseppe, o también Giovanna, podrían arro­

157
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jar uno de estos salvavidas para ver si ustedes se aterran


a él...
Madre: ¿Cuál podría ser, por ejemplo, uno de esos sal­
vavidas?
Padre: Por ejemplo, Giuseppe podría tener una de aque­
llas crisis... ¡pero esta vez no tendrá efecto!
Madre: No, no, no sucederá...

Escisión del sistema terapéutico

En la sesión que siguió, marido y mujer reafirmaron su


voluntad de emprender el viaje; en ese sentido, trajeron
un programa detallado. Las garantías ya no eran para el
terapeuta, sino que cada uno se comprometía con el otro
y con su deseo de hacer la experiencia. Por otra parte, los
informes sobre la lectura de la carta se habían convertido,
para los miembros de la pareja, en motivo de reflexión
sobre su vida pasada, sobre las relaciones con los hijos y
con la familia de origen de cada uno. Declararon haber
observado con sorpresa y satisfacción que lograban no ha­
blar de Giuseppe, sin sentirse culpables. Además, destaca­
ron el hecho de que este había mejorado a consecuencia
del distanciamiento de ellos. Dijeron haber quedado con­
fundidos porque Giuseppe se había desenganchado ha­
ciendo una excursión a Asís antes que ellos emprendieran
su viaje; se sintieron como si les hubiera «ganado de mano».
Giuseppe proporcionaba continuas noticias de sus propios
progresos y definió su conducta diciendo que «ahora [es]
normal». La sintomatología anterior no se había vuelto a
presentar, aunque afirmaba no haber resuelto todavía sus
problemas, que, empero, él mismo definía, en una carta
dirigida al terapeuta, como «dificultad para decidir, auto-
determinarse e insertarse en la vida adulta». En ocasio­
nes manifestaba cierta preocupación por el futuro, pero se
empeñaba en actividades en lugar de refugiarse en las ac­
titudes regresivas de antaño. Había pasado con buen re­
sultado un examen de habilitación profesional; colaboraba
en la administración del estudio de su hermano y estudiaba
a fin de mantenerse actualizado. Para las vacaciones, hizo
viajes con amigos y se declaró satisfecho con la nueva ex­
periencia. Había trabado amistad con un joven de su
edad, y pasaba parte de su tiempo libre con él. Algunas

158
veces había ido de visita a casa de su hermano mayor, que
vivía en una ciudad vecina y con quien había establecido
una relación significativa. Hacía proyectos de vacaciones
para el año siguiente; en particular, programaba con de­
talle un viaje por el Lazio y la Umbría.
En una sesión de control, después de las vacaciones, los
padres afirmaron que habían aflorado tensiones a causa de
la «diversidad tan grande de nuestros caracteres», pero
también declararon que se sentían revitalizados por estas
discusiones. El padre sostuvo «haber redescubierto a Gio­
vanna», la hija menor, y que había recuperado con ella
una relación que, sin quererlo él y sin advertirlo, se había
perdido prácticamente. Fue también el padre quien hizo
reflexiones sobre esta experiencia terapéutica cuando había
trascurrido un año, en una carta dirigida al terapeuta:

« . . . Con sinceridad le debo decir que nuestras experien­


cias con usted en esas veintitrés sesiones fueron muy
exigentes y de gran tensión, pero sin duda hemos logrado
una fe renovada en nosotros mismos y en nuestra capaci­
dad para enfrentar los problemas que vendrán, sobre todo
por el avance de la edad. [ . . . ] Giuseppe sigue insegu­
ro sobre la elección profesional que hará. [ . . . ] Giovanna
pasa por su propia crisis, pero tengo mucha fe en sus dotes
de inteligencia v en el diálogo que se ha iniciado entre
nosotros. [... ] Mi mujer y yó hacemos augurios para
que continúen los signos de este renacimiento; yo perso­
nalmente garantizo mi compromiso. [ . . . ] Habrá adverti­
do usted que le hablo como a un amigo, y este me parece
un punto muy positivo... >.

El alejamiento gradual de la terapia confirió a los miem­


bros de la familia Fraioli una mayor independencia y los
puso en la necesidad de hacerse cargo de los cambios
sobrevenidos y asumirlos con plena conciencia. En este
sentido, todos, el terapeuta incluido, hicieron un balance.
En esta última fase de separación de la familia, el tera­
peuta tiene que ser capaz de producir justamente el cam­
bio atestiguado por el señor Fraioli, el abandono de la fun­
ción de terapeuta para encontrarse como persona que pue­
de tener un intercambio con otra persona sobre problemas
que ya no se esconden tras la patología.
Reproduciremos algunos pasajes de una conversación en­
tre el terapeuta y Giuseppe en las fases finales de la tera­

159
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pia. El propio Giuseppe fue quien solicitó el encuentro a


solas, declarando la necesidad de un cotejo directo.

Giuseppe: A mi juicio, en este punto es necesario ser con­


cretos. Se trata de decidirse entre no poder y no querer.
Sin embargo, creo que en la vida una persona no se auto-
determina nunca del todo por sí misma... se determina
sólo en parte, porque también hay otros factores que la
obligan, le facilitan las cosas, la obstaculizan... En otras
palabras, las cosas son así... Debo decir con claridad en
este momento que en las relaciones con el otro sexo no
doy pie con bola, en el sentido de que hoy es difícil trabar
una relación seria con las muchachas...
T.: Cuando iba a la escuela, tenía un amigo que decía
que para hacer algo era necesario recurrir a putas. Noso­
tros le decíamos que era una cosa triste. Al final lo lle­
vamos, y entonces él se echó atrás... De esa manera, me
parece que armas un discurso para negártelo en el mo­
mento mismo en que lo haces... Es como si dijeras «El
verdadero problema es con el otro sexo», pero no está del
todo claro si no puedes o no quieres, y después declaras:
«Pero en el fondo la culpa es de las muchachas». Me pa­
rece que continuamente descubres justificaciones para no
enfrentar el problema... Es como aquello de dar por el
c u l o . . . ¿te acuerdas?

[Ahora el terapeuta puede hablar abiertamente de las con­


tradicciones presentes en los mensajes de Giuseppe.]

Giuseppe: La primera sesión, de setiembre de 1977.


T.: ¿Te acuerdas, entonces? ¿Cuál era la diferencia que
tuvimos tú y yo sobre esto?

[El contexto es intenso. Se trasunta la complicidad propia


de dos personas que tienen una historia común. El cotejo
es directo, de persona a persona.]

Giuseppe: No me acuerdo con precisión...


T.: Tú hablabas de dar por el culo, y en cambio a mí me
parecía que la cosa era con una pequeña palabrita an­
tepuesta.
Giuseppe: Un súper-dar por el culo.
T.: Justamente, un dar por el culo muy especial... por­
que mi impresión no es que tengas dificultades con las

160
mujeres —casi todos las tienen — ; el problema está en que
esperas no sé qué cosa de las mujeres. Quizás entonces
te conviene masturbarte con Playboy... Claro es que qui­
zá no sea satisfactorio...
Giuseppe: Diría que en modo alguno lo es.
T.: Entonces el problema está justamente en la insatisfac­
ción de que has hablado.
Giuseppe: S í . . . permanente insatisfacción.
T.: Sabes, en Playboy hay mujeres especiales. ¿Has visto
mujeres con celulitis en Playboy?
Giuseppe: No.
T.: .. .¿o una mujer que muestre los primeros signos de
la vejez?
Giuseppe: No, no, es evidente.
T.: Entonces, esas son supermujeres. A ti te gustan más
que las reales. Tienes un poco esa tendencia a ser «súper»
y extraordinario.
Giuseppe: Admito que es verdad lo que usted dice, que
yo quiero demasiado... Pero yo ahora... querría... Me
explicaré con un ejemplo concreto...

Giuseppe empezó a contar un encuentro que tuvo con


una muchacha en el tren, su turbación, el descubrimiento
de intereses comunes, la agradable sorpresa de que ella
debía tomar de regreso el mismo tren, y después sus vanos
intentos de volver a encontrarla en la misma estación los
días siguientes.

Giuseppe: Quiero decir q u e . . . digamos... Me parece que


en teoría las ocasiones se podrían presentar... pero des­
pués puede resultar difícil encontrar un enganche prác­
tico. .. Este es un caso particular, porque, aunque me ocu­
pé de lograrlo, no la vi m á s . . .
T.: Pero en este caso, ¿no pudiste o no quisiste?
Giuseppe: No, en este caso quería, por lo menos desea­
b a . . . pero, repito, no conseguí reencontrarme con e l l a . . .
T.: Es probable que se trate todavía de esa disyuntiva en­
tre poder y querer, en el sentido de que subsista alguna
función que debes desempeñar... y por eso no te lo pue­
des permitir... Todavía subsiste mucho de esa disyunti­
va. Si hasta hace poco tiempo no sólo no podías tener una
relación con una mujer, sino probablemente ni siquiera
una relación adulta con cualquiera... ponerte a conver­
sar con personas adultas sin necesidad de lloriquear...

161
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Es probable que quede todavía alguna función que debes


desempeñar... a la que te hayas aficionado... y a causa
de la cual tienes dificultades para sentirte Giuseppe. Cuan­
do venías aquí hace un año no eras Giuseppe... eras una
masa de cosas... atentar contra ti mismo, ideas f i j a s . . .
extorsiones... ¿Te acuerdas? Era una masa de funciones
que debías desempeñar. No sé exactamente en qué punto
estás ahora...

[El estilo sigue siendo provocador, pero ahora al tera­


peuta le es posible reconocer abiertamente los cambios so­
brevenidos.]

Giuseppe: No s é . . . sin duda las cosas han cambiado...


pero no es fácil enfrentar los problemas que existen...
Quizá los d e m á s . . . Yo me siento desarmado... sobre todo
con las mujeres...
T.: Justamente por eso me pregunto para qué abandona­
rías las funciones en que eres experto... para convertirte
en un adolescente o un preadolescente que hace sus pri­
meras armas y que quizás hasta se ruboriza si habla con
una c h i c a . . . Y después tengo la impresión de que todavía
estás demasiado interesado en lo que debes responder a
los demás, en lugar de pensar en lo que te importa decir.
Pero tú, ¿qué quieres para ti?
Giuseppe: Es probable que yo ni siquiera sepa lo que ver­
daderamente q u i e r o . . .
T.: Lo que me interesa saber es si quieres hacer alguna
cosa por ti o si todavía estás empeñado en tus funciones...
Giuseppe: No c r e o . . . pero en este momento no tengo
todavía una respuesta... es difícil comenzar... Pero sin
duda ahora logro reírme más de mí m i s m o . . . tomarme
menos en s e r i o . . .

Aunque el terapeuta sigue utilizando un estilo provoca­


dor a fin de sondear la capacidad de Giuseppe para con­
servar sus propias fronteras, por su modo de comunicarse
se muestra más dispuesto a discutir las dificultades del
joven, que en ese momento se presentaba como un ado­
lescente turbado que debía enfrentar sus insuficiencias, sin
sentir la necesidad de esconderse tras una patología. Acaso
Giuseppe ya estaba en condiciones de hacer demandas más
individualizadas.
Lo mismo valía para los padres que, producida la desvin­

162
culación de los hijos,1 debían enfrentar problemas viejos
y nuevos, pero sin necesitar ya de triangulaciones patoló­
gicas. En ese momento el terapeuta pudo por fin declarar­
se abiertamente favorable al cambio producido y felicitarse
de manera explícita con los miembros de la familia por
los esfuerzos hechos y los resultados conseguidos. Había
concluido su obra de desmantelamiento de la rigidez del
sistema, así como la simultánea apertura de alternativas
nuevas; pero la verificación última de la estructura nueva
compete a la familia y a los individuos que la componen
(Menghi, 1977).

1 En los últimos años hemos asistido con cierta frecuencia a


terapias familiares exitosas que después llevaron a demandas de te­
rapia individual por parte del paciente designado o de algún otro
miembro. Consideramos esta evolución un resultado positivo del
trabajo realizado en el conjunto de la familia.

163
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Conclusiones

Con la reconstrucción longitudinal de la terapia de la fa­


milia Fraioli hemos intentado recomponer en sus partes
el abordaje que en este libro presentamos. Si bien es po­
sible distinguir una parte más estratégica, que apunta a
la ruptura de la rigidez disfuncional del sistema familiar,
y otra que se podría llamar más estructural, orientada a la
reorganización de una nueva estructura familiar (Stanton.
1981), en realidad en cualquier fase se puede observar la
afirmación de un mismo proceso: la progresiva diferencia­
ción de los espacios de los individuos y la consiguiente
pérdida de rigidez del sistema como un todo por la vía del
acrecentamiento de sus potenciales de información. La
ruptura de la rigidez del sistema familiar, que impedía
un intercambio satisfactorio de informaciones, coincide con
la activación de potencialidades individuales escondidas tras
las funciones reductoras del libreto familiar. De hecho, la
liberación y el redescubrimiento de los espacios personales
de cada miembro de la familia constituyen el resorte más
poderoso para descubrir las posibilidades de nuevas confi­
guraciones relaciónales en el interior del sistema.
El terapeuta, por vía de la redefinición, la provocación
y la negación estratégica ( A n d o l f i , 1977; Andolfi et al..
1978), ejerce una acción desestabilizadora sobre el sistema
familiar, obrando en diversos niveles:

a. Acepta la centralidad del paciente designado, con


lo que subvierte por completo su razón de ser, porque
redefine su comportamiento como lógico, voluntario y útil;
b. constriñe también a los demás miembros a su res­
tringido espacio personal, que coincide con la función
asignada por la específica lógica familiar;
c. pone de manifiesto y separa las contradicciones y
los conflictos condensados en la conducta sintomática, re­
distribuyendo así tensiones y conflictos por los espacios per­
sonales y subsistémicos de cada miembro;

164
d. vuelve difícil o hasta imposible toda respuesta que
tienda a reproponer viejas reglas y comportamientos repe­
titivos;
e. impide a la familia estabilizarse en torno de un equi­
librio nuevo que sólo represente una trasformación funcio­
nal idéntica a la precedente (Ashby, 1971);
f. trae a la luz fantasmas y miedos referidos al cambio,
atenuando su valor destructivo, y
g. activa el cotejo y la renegociación de deseos y ne­
cesidades individuales que ya no se enmascaran tras la
patología de uno de los miembros.

En el curso de este proceso, el terapeuta inicialmente


ocupa el lugar del paciente designado y se centraliza, con
lo cual mueve a cada uno de los miembros a definirse
respecto de él. Es decir que convoca aquellas demandas
que nacen del cotejo de cada quien con su función; puesto
que esta ya no se actúa en el espacio de interacción,
pierde el valor de conducta compartida con un objetivo;
de esa manera pone de manifiesto una identidad em­
pobrecida y reducida a una sola dimensión. Estas mis­
mas demandas, aunque se expresen a menudo en un nivel
fantaseado, y siempre dentro de una estructura de con­
tención en que el terapeuta es garante, en primera per­
sona, de la homeostasis familiar, representan por sí mis­
mas una información nueva y desestabilizadora.
Por el hecho de centralizarse y mantenerse de manera
coherente en el polo homeostático, el terapeuta modifica
de hecho la configuración interactiva del sistema, pero al
mismo tiempo niega estratégicamente la posibilidad de
cambio. Lo que se persigue es abrir una brecha en la
rigidez del sistema familiar, el abandono de sus certezas
y el comienzo de una búsqueda y una experimentación
de configuraciones nuevas en el orden personal y de re­
lación. El terapeuta opera redefiniciones continuas que
impiden al sistema familiar estabilizarse en torno de una
definición única; de ese modo, no permite que los miem­
bros de la familia inserten la intervención terapéutica en
los antiguos esquemas de referencia. Simultáneamente se
descubren espacios personales nuevos y se reabren cana­
les de interacción, los que constituyen un acrecentamiento
de los potenciales informativos y, por lo tanto, de las po­
sibilidades de reestructuración.

165
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En este punto es posible proceder a la verificación de


la estructura nueva, lo que marca el paso de un abordaje
estratégico a uno más típicamente estructural. Este paso
se caracteriza por la progresiva descentralización del tera­
peuta, hasta que se llega a la escisión del sistema terapéu­
tico.
En una primera fase, mientras los miembros de la fa­
milia reivindican los cambios sobrevenidos en función del
terapeuta y del desafío con él iniciado, este responde con
la negación estratégica de la mejoría. Es decir que mani­
fiesta una disponibilidad mayor para aceptar los movimien­
tos del sistema familiar, pero la subordina a una verifica­
ción concreta; para ello reclama una acción que lleve a
resultados visibles en orden a los cambios de que los miem­
bros de la familia se vanaglorian. Esa verificación se pro­
duce en la sesión, para que sea después continuada en la
casa, lo que refuerza la tendencia al cambio y amplifi­
ca el proceso terapéutico más allá de la hora de reunión.
Con este procedimiento el terapeuta pone el acento en la
necesidad de que sea la familia la que se haga cargo de
los riesgos inherentes al cambio. Si la familia es capaz de
poner en práctica, con miras al terapeuta, modalidades
nuevas de comunicación, podrá al mismo tiempo experi­
mentar entre sus propios miembros las ventajas del cambio
y aprender a funcionar de manera autónoma. En este es­
tadio, el terapeuta conserva su posición central de regula­
dor homeostático, y manifiesta su duda y su perplejidad
hacia las demandas de cambio, cuyos riesgos sigue desta­
cando. Esto permite a la familia ulteriores desequilibrios
en el sentido del cambio, que se manifestará como una
acrecentada capacidad de cada miembro para individuar­
se en el interior del sistema.
Comienza entonces una segunda fase, que coincide con
la progresiva descentralización del terapeuta y la verifica­
ción, por la propia familia, de la mudanza sobrevenida en
la relación entre espacios personales y espacio de interac­
ción. Esto no significa ausencia de conflictos y de proble­
mas, sino capacidad para enfrentar esos conflictos sin ex­
perimentar la necesidad de esconderse tras una patología.
Los cotejos en el interior del sistema familiar se vuelven
más directos, y el terapeuta mantiene la posición de su
activador. Ahora sus intervenciones, más típicamente es­
tructurales, apuntan a ayudar a los miembros de la familia
para que definan sus fronteras individuales y subsistémicas,

166
a activar esquemas nuevos de relación, sean internos o ex­
ternos, y a idear soluciones futuras practicables, de las que
se podrá constituir en el punto de referencia con miras a
una verificación periódica.
La aparente simplicidad de las líneas terapéuticas y la
inteligibilidad de las intervenciones características de esta
fase podrían inducirnos a no valorar su importancia e in­
currir en errores por precipitación y superficialidad. Los
movimientos del terapeuta, en efecto, deben favorecer aho­
ra el alejamiento progresivo y, por lo tanto, una disminu­
ción gradual del poder que antes había sido menester para
la intervención.
La escisión del sistema terapéutico trae aparejado, por
último, el redescubrimiento, en el interior de la familia,
de sus valencias autoterapéuticas, su capacidad para utili­
zar los nuevos inputs, provenientes de su interior o del
exterior, como oportunidades de cambio y de crecimiento.
El objetivo final es que el proceso iniciado continúe sin
que sean ya necesarios los apoyos terapéuticos.
Para volver al caso de la familia Fraioli, nos parece pa­
radigmático el modo en que poco a poco se redefinió el
comportamiento sintomático del paciente. Al comienzo, el
terapeuta, desde una posición central, lo redefinió como
lógico, voluntario y útil. Después, por una ampliación de
la tríada padre-madre-hijo al sistema familiar, que incluía
a los otros dos hermanos varones y a la hermana, redefinió
pragmáticamente el problema por referencia a un conflic­
to generacional. Se pasó así de una indiferenciada emo­
tividad familiar en tomo del síntoma, a una mayor dife­
renciación de los conflictos. La vuelta a la tríada permitió
poner en relación la autonomía del hijo con la de los pa­
dres, y esta redefinición del problema fue reforzada por
una clara división subsistémica entre la pareja y Giuseppe.
Todos estos cambios sobrevienen en un contexto en que
el terapeuta se mantiene en el polo homeostático y pres­
cribe en clave provocadora las reglas disfuncionales del
sistema, al tiempo que niega estratégicamente cualquier
mejoría producida. El momento de giro fundamental en el
proceso terapéutico es aquel en que los miembros de la
familia modifican su percepción de la conducta del pa­
ciente, es decir, cuando dejan de poner el acento en la
patología para considerar su significado relacional. Se pue­
de iniciar entonces una búsqueda de autonomía, pero se
presentan junto a ella el miedo del cotejo y de la verifica­

167
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ción. Es la primera realimentación indicadora de que advi­


no el proceso de redefinición, de la nueva visión concep­
tual y emocional de los problemas, que ahora se pueden
enfrentar, en lugar de eludirlos (Watzlawick et al., 1974).
Ahora las demandas son más personales y ya no se deben
esconder tras la sintomatología. Los diarios que la madre
llevaba, iniciados en forma impersonal y centrados en la
conducta patológica del hijo, se convirtieron en ocasión
para reflexionar sobre su propia vida, sobre la relación
entre la autonomía de la pareja en el interior de ella misma
y frente al hijo.
En el curso del proceso terapéutico la familia se mues­
tra, más y más, como un conjunto de individuos, y menos
como un sistema que reacciona en bloque. La posibilidad
de una estructura nueva se presenta en el momento en
que, por el redescubrimiento de los espacios personales y
subsistémicos, se puede reconocer de nuevo la relatividad
de los significados atribuibles a la realidad, y formular
deseos que se miden con los límites de esta. En particular
para el paciente designado, pero también para los demás,
la función rígida ya no es preferible a la amenaza de una
falta de identidad.

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